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450 años y hacia el Siglo XXI

Autor: Gonzalo Cáceres Quiero

Fuente: “Santiago Plaza Capital”

Desde que el 12 de febrero de 1541 el extremeño Pedro de Valdivia resolviera fundar esta
población en un estratégico punto del valle del Mapocho, Santiago ha ejercido un liderazgo
nacional prominente. Su importancia estratégica, al decir del historiador urbano Armando de
Ramón, no fue puesta en duda por los conquistadores ni por los indígenas. Por ejemplo, cuando
a principios de 1554 se conoció el alzamiento de los naturales y la muerte de Valdivia, los
regidores santiaguinos pidieron al capitán Rodrigo de Quiroga, a la sazón teniente gobernador
de la ciudad, que no sacara las tropas de Santiago, porque desde dicha ciudad “... se podía volver
a restaurar todo... por ser (ella) como es, de adonde se ha conquistado, (...) poblado y
sustentado hasta ahora todo este Reino”.

Por su parte, los indígenas rebelados también percibieron la misma situación. En 1556, mientras
avanzaba con sus hombres hacia Santiago, el caudillo Lautaro habría expresado a sus guerreros
lo siguiente: “Hermanos, sabed que a lo que vamos es a cortar de raíz donde nacen estos
cristianos para que no nazcan más...”.

Dos siglos más tarde, nuevas circunstancias consolidaron esta tendencia, siendo una de ellas el
itinerario bélico que condujo a la independencia política de Chile. En la zona que se extiende
desde la ciudad de Talca hacia el sur, especialmente en Concepción y en la frontera del río Bío-
Bío, la guerra asumió la forma de una larga y demoledora campaña de guerrillas. Este conflicto
ocasionó una destrucción masiva que se hizo sentir hasta fines del año 1824 en un proceso que
fue llamado, por su extrema virulencia, la “Guerra a Muerte”. Inversamente, Santiago y las
provincias centrales permanecieron ajenas a esa desgastadora conflagración.

Cuando todavía no había terminado de repararse este daño, sobrevino en el verano de 1835 un
violento terremoto y maremoto, bautizado con el expresivo nombre de “La Ruina”, que destruyó
completamente las ciudades de Los Ángeles, Concepción, Chillán, Talca y otras menores.
Considerando esto y recordando que ni hacia el norte ni el sur del país había otros
asentamientos en condiciones de competir con Santiago, debe concluirse que hacia 1840 sólo
quedaban la capital y el puerto de Valparaíso como centros urbanos capaces de tomar el
liderazgo del país.

Con todo, el predominio capitalino no fue homogéneo. Hacia mediados del siglo XIX, y desde
antes, Concepción venía amagando ese monopolio, provocando conflictos de no poca magnitud.
Pese a la existencia de tales turbulencias, resueltas por intermedio de las armas y finalmente
adversas a los intereses de la ciudad sureña, la segunda mitad del siglo fue el marco adecuado
para el desarrollo de una creciente primacía santiaguina en abierta complementariedad con
Valparaíso.

Santiago: de Aldea a Ciudad


Hubo una primera ciudad de Santiago levantada lenta y penosamente entre 1550 y 1647. Tal fue
la ciudad barroca o la ciudad deleitosa a la que se refería aquel contemporáneo que en carta al
Virrey del Perú, fechada en 1571, intentaba explicar por qué un socorro de soldados se enredaba
en ella, en lugar de partir a la guerra. Era también una ciudad convertida en “albergue de
holgazanes y baldíos”, donde “el vicio a sus anchuras mora”, como lo dice en 1596 el poeta Pedro
de Oña. Pero era, sobre todo, la ciudad de las residencias con “espaciosas salas blanqueadas”,
según afirmaba el cronista González de Nájera en 1614, o aquella con muchos “edificios de casas
altas de vecino”, “todo muy bien enmaderado y de mucho valor”, según estipulaban los
inventarios notariales.

En vista de que Santiago quedó arrasada por el terremoto magno de 1647, los residentes, al
refundarla, se esmeraron en reconstruir una urbe más sólida. A partir de ese momento se
alzaron contundentes edificaciones de un piso que, rodeadas por calles cuadriculadas,
suministraban una silueta residencial característica, apenas interrumpida por las fachadas de las
iglesias y la elevación de algunos campanarios.

Pese a la ocurrencia de un nuevo gran sismo en 1730, Santiago (que en 1779 contaba
aproximadamente con treinta mil habitantes) exhibió signos de adelantos en los años finales del
siglo XVIII. Contribuyeron a ello la nueva prosperidad del trigo, por una parte, y, por otra, la
llegada de ingenieros y arquitectos españoles y extranjeros que realizaron la primera gran
remodelación que conoció la capital. Animados por las mejoras urbanas introducidas bajo la
gobernación de Ambrosio O'Higgins, construyeron conjuntos más sólidos y seguros, como la
casa del Conde de la Conquista o el edificio de la Real Audiencia, mientras que obras de
infraestructura vial, entre las que destacan la inauguración del camino carretero Santiago-
Valparaíso y la del Canal San Carlos; elevaron la categoría de la ciudad, proporcionándole una
elegancia sobria donde predominaba el estilo arquitectónico neoclásico.

Santiago creció significativamente en las décadas siguientes a la emancipación, y a mediados del


siglo XIX, era una ciudad de unos noventa mil habitantes. Residencial y burocrática, se nutría con
la acción de un Estado que se afirmaba y que expandía lentamente sus funciones, pero también
con la prosperidad comercial de Valparaíso, el desarrollo minero del Norte Chico y, a fines de los
años 40, con la incipiente bonanza agrícola ligada a la fiebre del oro californiana. De este modo,
hacendados, comerciantes, mineros y funcionarios se congregaban en la capital, remozaban sus
viviendas, refinaban sus costumbres y se abrían tímidamente a los usos e ideas europeos.

Mientras Santiago acumulaba beneficios y dificultades derivados de su liderazgo nacional,


Benjamín Vicuña Mackenna, historiador, escritor, político, modernizador y viajero impenitente,
era persuadido por su amigo el Presidente Federico Errázuriz de asumir la Intendencia de
Santiago. Convencido finalmente, Vicuña Mackenna impulsó entre 1872 y 1875 una decidida
occidentalización de la trama urbana consolidada. Su programa, que buscaba transformar
Santiago, incluía, en lo fundamental, el trazado de nuevas avenidas y la apertura de calles
tapadas, la remodelación del cerro Santa Lucía, el establecimiento o la ampliación del suministro
de agua potable, el arreglo de mercados y mataderos, la construcción de nuevas escuelas, la
reforma y el mejoramiento del presidio de la ciudad, y el otorgamiento de ciertos beneficios a
la policía urbana. Y, también, el progreso de los barrios populares.

Para descargar a los barrios centrales del exceso de tráfico y crear en el borde urbano una red
de paseos interconectados, Vicuña Mackenna propuso y construyó el célebre Camino de
Cintura. Otros adelantos de esta época son la instalación de los primeros teléfonos en 1880, y el
alumbrado eléctrico en la Plaza de Armas y algunos edificios del centro en 1883.
Santiago y el Centenario
El despuntar del siglo XX encontró a Santiago jalonado por la construcción de imponentes
edificaciones. Plataforma privilegiada para la ejecución de todo tipo de inversiones, durante el
Centenario de la Independencia aquellas secciones centrales y consolidadas de la ciudad
testimoniaron una sugerente actualización. De este modo, la edificación de la Estación
Mapocho, el Palacio de Bellas Artes o el Centro Comercial Gath y Chávez, constituyen la señal
inequívoca de un cambio donde las reminiscencias materiales de una vida rural y acompasada
comenzaban a ceder frente al ritmo febril de la gran ciudad.

Con el propósito de profundizar y ampliar el limitado progreso de la capital, un grupo de


incansables visionarios difundió durante las tres primeras décadas de este siglo la necesidad de
hermosear su fisonomía. Desafortunadamente, sus proyectos, de fuerte inspiración paisajística,
no concitaron el consenso requerido.

Mientras, para algunos, el futuro de Santiago exigía una remodelación que no daba pábulo a
dilaciones o confusiones, para otros, la modernización de la ciudad sólo constituía un tópico de
interés circunstancial. Privada de los estímulos necesarios, la Capital de la República vacilaba en
medio de una coyuntura signada por la ausencia de un actor verdaderamente dispuesto a
transformarla.

Pese a los avances logrados, hacia mediados de la década del 20, Santiago continuaba
exhibiendo, a los ojos de un segmento ilustrado de sus habitantes, características propias de la
vida semi rural: escasa pavimentación, edificaciones de baja altura, iluminación deficiente,
inseguridad y desaseo. Por otra parte, cada año la población de la ciudad aumentaba; las calles
avanzaban en todas las direcciones; tímidamente, algunos edificios les disputaban el monopolio
del cielo a las construcciones religiosas; modernas tecnologías invadían la vida cotidiana de los
ciudadanos, y nuevas manufacturas e industrias iniciaban sus actividades. Comenzaban los
primeros signos de la gran ciudad.

Frente a una embrionaria atmósfera de cambio, donde lo tradicional se confundía con lo nuevo,
finalmente se produjo la transformación largamente esperada. En este sentido, el ascenso
presidencial de Carlos Ibáñez del Campo en 1927 coincidió con el inicio de una intervención
urbana sistemática que modificó la realidad santiaguina en una dimensión tal que, ya es posible
hablar de una verdadera transformación.

Cautivada por el deseo de concretar grandes realizaciones y amparada en una coyuntural


bonanza de las arcas fiscales, Santiago conoció, desde la intendencia-alcaldía de Manuel Salas
Rodríguez (1927-1928) y hasta comienzos de la década del 40, el inicio y desarrollo de un
conjunto de proyectos de adelanto que desbordaron la propia comuna de Santiago, afectando
también los asentamientos inmediatamente colindantes. Aunque las iniciativas edilicias se
dispersaron en diferentes ámbitos, tuvieron un lugar de privilegio -por su magnitud y su costo-
la pavimentación de avenidas, calles y aceras; la rectificación y el ensanchamiento de
importantes arterias, tanto en la zona céntrica como en el límite comunal; la extensión del
alumbrado; la canalización del río Mapocho hacia el poniente del puente Pío IX; la mejora y
formación de una serie de parques y plazas de juegos infantiles; la remodelación de la Plaza Italia
y del costado oriente del cerro Santa Lucía; y la construcción del Barrio Cívico.
Escenario escogido para el despliegue de todo tipo de negocios, Santiago capturó además
grandes beneficios con la vigorización del proyecto de modernización nacional, comandado por
un Estado desarrollista. En su corazón -enhiesto, homogéneo, moderno-, el recién estrenado
Barrio Cívico galvanizaba un incipiente proceso de verticalización. Hacia el oriente, más allá
inclusive del barrio Los Leones y del Canal San Carlos, nuevas urbanizaciones consolidaban el
destino residencial de esa parte de la ciudad. Atrás comenzaba a quedar la aristocrática, criolla
y más que centenaria existencia de la elite en el rectángulo delimitado por las calles Santo
Domingo, Cumming, Toesca y Santa Rosa. Simultáneamente, en las áreas centrales y
pericentrales, las clases medias construían una cotidianeidad que tenía como signos
aglutinantes animadas veredas, viviendas de inspiración casa-jardín y el infaltable y amistoso
cine de barrio. Sin embargo, a menudo, no muy distante de esa tranquila existencia, la pobreza
continuaba imperturbable.

La Urbanización acelerada
Estimulada por una acentuada migración interna y externa, la extensión tentacular de la ciudad
avanzó, hacia 1940, de acuerdo a dos grandes lógicas. Por una parte, Santiago conoció un
proceso de urbanización convencional, ajustado a las normativas vigentes y volcado tanto a su
casco histórico como a su nuevo margen oriental. Por otra parte, con características disímiles
pero de manera simultánea, secciones significativas del área urbana alcanzaron una rápida
ocupación protagonizada por los sectores populares. Caracterizada por su masividad, su
distancia de la legalidad vigente, y su paulatina presencia en las comunas ubicadas en las zonas
norte, poniente y, más tarde, sur de la ciudad, la urbanización popular tuvo un arraigo difícil de
estimar.

Mientras la primera opción, que implicaba el alquiler o compra de un sitio parcial o


completamente regularizado, caracterizó a los grupos de ingresos medios y medios/altos, la
segunda alternativa, vale decir la simple ocupación de un sitio generalmente despreciado,
adquirió una importancia vital para los pobres de la ciudad.

Transcurridas las primeras décadas del presente siglo, la movilidad residencial de los sectores
más pudientes aumentó paulatinamente, diversificándose sus destinos. Mientras algunos
levantaron sus chalets de veraneo o residencia en Ñuñoa o San Miguel, la mayoría prefirió
Providencia y, más tarde, Las Condes.

La adopción del modelo barrio-jardín por parte de los sectores de ingresos medios, acentuó el
reemplazo de la edificación continua por una vivienda aislada más higiénica, moderna y próxima
a la naturaleza. En este sentido, el conjunto sitio-vivienda, en cuya adquisición participaban
preferentemente distintas Cajas de Previsión, ofrecía un abanico de posibilidades hasta
entonces desconocidas para los potenciales usuarios.

Los barrios de la zona oriente constituían un ambiente pulcro y conectado al ombligo de la


ciudad, en tanto que en los suburbios del sur, del poniente y del norte primaba una periferia de
baja densidad, carente de recursos. La ocupación del suelo operaba mayoritariamente por la
subdivisión de quintas o la utilización de superficies poco aptas, situación a menudo seguida por
la compra o alquiler de alguna propiedad loteada.

Con la masificación de la ciudad, viejos y nuevos problemas se presentaron. Entre los primeros,
la perpetua imposibilidad de gestionar un gobierno intercomunal coordinado y eficiente. Entre
los segundos, junto a los reconocidos déficits en el transporte público y el paulatino deterioro
de la calidad del aire (la palabra smog comienza a adquirir fuerza periodística desde mediados
de la década del 50), se destacó la incapacidad de descomprimir la demanda popular por tierra
urbana.

A pesar de que en agosto de 1953 (el mismo año en que se creó la Corporación de la Vivienda)
se había instruido sobre un Plan Intercomunal que reemplazara al antiguo plan regulador de Karl
Brunner y Roberto Humeres (que datan de 1934), sólo fue aprobado definitivamente en 1960.

Este nuevo Plan Intercomunal, motivado por la necesidad de “incorporar a la legislación


pertinente toda la experiencia y el progreso de la ciencia actual” y que seguía la línea del inglés
Patrick Abercombie y del brasileño Oscar Niemayer, incluía condiciones para la planificación de
Santiago que sólo se cumplieron medianamente. Recién el 16 de diciembre de 1965 se crearía
el Ministerio de Vivienda y Urbanismo para asumir en parte estas tareas.

Dos décadas más tarde, la realidad había tomado un curso desfavorable para millones de
santiaguinos, a pesar de que el Campeonato Mundial de Fútbol de 1962 había significado
algunas mejoras y se habían concretado algunas obras importantes como la avenida John
Kennedy, a fines de los 60.

En los años 80, las calamidades se sucedieron casi sin respiro. Primero, fue la crecida y desborde
del río Mapocho (1982 y 1986), luego el comienzo de la crisis ambiental (1984), y, finalmente,
las secuelas materiales y psicológicas provocadas por el violento terremoto de marzo de 1985.
Simultáneamente, se daban la desregulación del suelo urbano y la mencionada falta de
planificación territorial.

La reacción no se hizo esperar. Diversas voces alertaron sobre la profundidad y la extensión del
problema. La situación no daba pie a confusiones: Santiago estaba fracturándose. Para cualquier
observador del proceso urbano, las alternativas eran claras. Atrás, en el pasado, yacían los restos
de una animada convivencia citadina de tono interclasista donde la movilidad social era un dato
cotidiano.

Hacia la ciudad vivible y confiable


Santiago había pasado de 952 mil habitantes en 1940 a un millón 350 en 1952. En 1960 había
llegado a un millón 900 mil, para alcanzar tres millones 900 mil en 1982. Finalmente, en 1990
completaba los cuatro millones 800 mil habitantes. Junto a su población, crecía también su
extensión: de 6.500 hectáreas que tenía en 1930 había pasado a 38.296 en 1980, para llegar a
más de 60.000 en la década del 90.

Se habían intentado realizar varias ideas para hacer más confortable esta hacinada ciudad. En
los años 60, el gobierno del Presidente Jorge Alessandri formuló un Plan Nacional de Vivienda,
incluido en un Plan Decenal de Desarrollo Económico que dejaba a la iniciativa privada la
construcción de viviendas, e innovaba con el concepto de autoconstrucción . Posteriormente, el
Presidente Eduardo Frei Montalva agregó otras soluciones, incorporando la salud y la educación
como conceptos globales al problema de la vida en la ciudad. Así, el 7 de agosto de 1968 se creó
la Ley de Juntas de Vecinos y demás organizaciones comunitarias, y de la Consejería de
Desarrollo de Promoción Popular. También nacieron los programas de Operación Sitio, de
Ahorro Popular, y otros más orientados a que los pobladores crearan sus propias empresas de
materiales de construcción.
Sin embargo, a pesar de todos estos esfuerzos, 1973 encontró a unas 500 mil personas viviendo
en campamentos, con 272 de éstos rodeando Santiago. La política de vivienda del Presidente
Salvador Allende había creado un Plan de Emergencia que tomaba en cuenta la realidad de estos
campamentos ilegales, llegando a entregar un promedio de 52.000 viviendas anuales. Estos
campamentos fueron sentidos por una parte de los santiaguinos como una clara amenaza a su
seguridad, y su existencia formó parte de los argumentos para la intervención militar posterior.

La política imperante durante el gobierno militar fue concentrarse en obras de equipamiento y


obras públicas que apoyaran “un desarrollo urbano liberado”. Sin embargo, en 1985 el gobierno
restableció las regulaciones urbanas explícitas, reconociendo una participación más activa de la
comunidad. También se tomó la decisión de densificar la ciudad más que extenderla.

Un elemento importante de adelanto urbano durante el gobierno militar fue la completación de


las líneas 1 y 2 del Metro de Santiago. Los estudios habían comenzado en 1965, y las obras en
mayo de 1969. En septiembre de 1975 se inauguró la Línea 1, y en 1980 la 2. También se
terminaron las vías de circunvalación, ciertos nudos viales, y calles peatonales como el Paseo
Huérfanos y el Paseo Ahumada. Se recuperaron edificios históricos para el patrimonio nacional,
se despejaron de publicidad visual calles que estaban saturadas, y se levantaron algunas
construcciones simbólicas, como la llamada Llama de la Libertad en la remodelación de la Plaza
Bulnes. Por otra parte, el 27 de enero de 1994 comenzaron las obras de la línea 5, las que
concluyeron el tramo planificado hasta entonces -que unía la comuna de La Florida con la Plaza
Baquedano- en abril de 1997. Posteriormente, se decidió extenderla hasta la Estación Santa Ana,
cruzando la comuna de Santiago y uniéndola con la línea 2 sobre la Ruta 5; este tramo está en
plena construcción y será entregado al uso el año 2000.

Restablecida la convivencia democrática, los años más recientes han traído otras señales. Pese
a los problemas acumulados, tienen un lugar relevante en este cuadro los proyectos de
renovación, concluidos o en desarrollo, llevados adelante por la Municipalidad de Santiago. Las
iniciativas de repoblar la comuna y fortalecer sus barrios se destacan por su metodología
participativa y su intención de recuperar para la ciudad y sus habitantes, su patrimonio histórico.

Así, luego de décadas convulsionadas, la dinámica urbana no pierde su sentido original y arcano;
el destino de la ciudad y de sus barrios es propiedad de sus habitantes.

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