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SAL TERRAE

Colección «EL POZO DE SIQUÉN»


418
Benjamín González Buelta, SJ

EL DISCERNIMIENTO

La novedad del Espíritu


y la astucia de la carcoma
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Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
14-11-2019

Diseño de cubierta:
Vicente Aznar Mengual, SJ

ISBN: 978-84-293-2945-2
Índice

1. El don del discernimiento


1. Pedir la gracia de un buen discernimiento
2. A tiempo y a destiempo: la lúcida insistencia del papa Francisco
3. Lo que «no es» el discernimiento
4. En las encrucijadas del mundo fragmentado
5. Los «malos espíritus» que tientan, confunden y seducen
6. Dios está viniendo siempre
7. Las preguntas de Dios que abren el futuro
8. El plan de Dios se revela progresivamente en el camino
2. En las entrañas del discernimiento
1. Pablo: el engaño fratricida de un hombre entregado a Dios
2. Un texto orientador en la complejidad de las encrucijadas
3. La peregrinación hacia las entrañas del propio yo
4. La peregrinación hacia la hondura del mundo, donde Dios trabaja
5. La transparencia de la mirada: «solamente» (Ej 23) y «puramente»
(Ej 46)
6. La libertad del corazón: afecciones desordenadas (personales y
comunitarias)
7. El realismo de la encarnación en nosotros del don original de Dios
8. Lucidez evangélica: el humo tóxico de la cátedra y la fecundidad
de la tierra desnuda
9. El afinado y creciente darnos cuenta: «Mucho examinar» (Ej 319)
10. El espíritu generoso: el «más», deseo y horizonte
11. Conocer, acoger, ofrecer y confirmar la propuesta de Dios
12. Clarificar y compartir la experiencia
13. Un don de Dios a los humildes

3. Modo de proceder en el discernimiento comunitario


1. La comunidad es un cuerpo, un himno orquestado
2. Presupuestos del discernimiento comunitario
3. Modo de proceder
3.1. Disponernos para discernir
3.2. Presentar con claridad lo que se va a discernir y el modo de
proceder
3.3. Oración personal
3.4. Compartir en común
3.5. Llevar a la oración lo escuchado
3.6. Diálogo abierto
3.7. Decisión
3.8. Confirmación
4. La tentación de los discernimientos perfectos
5. Discernimiento en las fronteras para morir: los monjes de
Tibhirine
6. Discernimiento en el centro para nacer: comienzos de la
Compañía de Jesús

4. Discernir en tiempos de poda personal, comunitaria e institucional1


1. La novedad de Dios en las pasividades de disminución
2. La poda de los números y la multiplicación de los desafíos
3. Espacios de futuro: la calidez de la intimidad y la angustia de
Getsemaní
3.1. La lucidez de Jesús al mirar la realidad
3.2. La afirmación del futuro indetenible
3.3. Bajo el poder de las tinieblas
3.4. La actitud que genera el futuro
4. El límite, espacio y tiempo donde acaba lo viejo y empieza lo
nuevo
5. Parábolas del límite: la vid podada, el surco y el vientre materno
son espacios donde nace el futuro
6. El sepulcro, donde se deja lo muerto, se convierte en surco, tronco
y útero de lo nuevo
7. Todo discernimiento se asocia a la Pascua de Jesús
1

El don del discernimiento

Hace algunos años me regalaron un cuadro de madera en cuya


superficie habían grabado a fuego un paisaje caribeño con una
dedicatoria. Cuando mi hermana vino a visitarme al barrio
marginado donde vivía nuestra comunidad, en un pequeño ranchito,
nos pusimos a dialogar sobre qué podíamos hacer con el cuadro.
Teníamos diferentes opciones. Cuando descolgamos el cuadro de la
pared y lo tomamos en la mano, constatamos que, bajo la apariencia
brillante, fina como un papel, todo estaba vacío. La carcoma se
había infiltrado por un hoyito minúsculo, casi invisible, y se había
comido en silencio, sin prisas, sin espectáculo ninguno, el cuadro
entero por dentro; después de saquear el cuadro, se fue volando con
libertad. Ya no había nada que decidir. La carcoma había entrado en
esa pequeña obra de arte desde la madera vieja del rancho en la que
estaba colgada, y ya había discernido el futuro del cuadro.

1. Pedir la gracia de un buen discernimiento

El discernimiento es algo especialmente necesario en nuestro contexto


cultural y eclesial. Unos laicos bien formados me decían: «En el mundo
líquido, ustedes nos ofrecen discernimientos líquidos, devaluados». Tal
afirmación puede ser real si los discernimientos no llevan en sus entrañas la
escucha honda de la realidad donde Dios trabaja ni la lucidez sobre la
batalla que se libra en los propios corazones, o si no esperamos el tiempo
necesario para que madure la novedad de Dios entre nosotros y no
percibimos la «carcoma» que los vuelve inconsistentes o los descalifica por
completo. Esta pequeña reflexión se une a todo el esfuerzo que hoy
hacemos en la Iglesia, incentivados por el papa Francisco. Intenta ser una
invitación a abrir la vida entera al discernimiento y a tender puentes hacia
los maestros que acompañen su práctica, así como hacia otros textos más
especializados.
Discernir bien, en medio de las presiones astutas de fuera y los impulsos
desordenados de nuestro corazón, es una gracia que pedimos al Señor. Los
referentes de nuestra autoestima a veces están colgados en las paredes de
una sociedad en la que se esconden bajo los maquillajes carcomas sutiles,
que se infiltran dentro de nosotros en silencio, sin ser vistas, lentamente.
Sus mordeduras suaves pasan desapercibidas. Mientras se devalúa nuestra
vida desde dentro, agradecemos y pagamos a las paredes brillantes que nos
brindan su espacio, y seguimos colgando ingenuamente en ellas
dimensiones fundamentales de nuestra vida. Al mismo tiempo, admiramos
los vuelos seductores y efímeros de esas larvas convertidas en mariposas
que se alimentan de nuestra propia madera. En la caoba centenaria la
carcoma no puede hacer daño ninguno, pero en la madera joven de las
nuevas decisiones que constantemente tomamos puede causar estragos.
La carcoma también puede anidar en nuestra propia historia, en las
heridas personales nunca suficientemente nombradas y tratadas. En la
oscuridad de lo desconocido se forman esas larvas que van abriendo
diminutas galerías mientras se adentran en nuestros proyectos y relaciones,
socavando la consistencia interior y la buena orientación de nuestros deseos
y esfuerzos.
Las instituciones cercanas a nosotros, en las que se sitúa nuestra vida,
también pueden albergar sentimientos y actitudes que hacen muy difícil ser
receptivos a la novedad de Dios, a su propuesta original. La actitud de
resistencia a los cambios o el miedo a perder espacio, poder y
reconocimiento social pueden crear mecanismos defensivos, en vez de
audaces propuestas de un futuro más evangélico. Tememos lo que llega
desde fuera, mientras nos abrazamos a las maderas que esconden bajo la
pintura la inconsistencia de su carcoma.

«¿Cómo saber si algo viene del Espíritu Santo o si su origen está en el


espíritu del mundo o en el espíritu del diablo? La única forma es el
discernimiento, que no supone solamente una buena capacidad de
razonar o un sentido común, es también un don que hay que pedir. Si lo
pedimos confiadamente al Espíritu Santo, y al mismo tiempo nos
esforzamos por desarrollarlo con la oración, la reflexión, la lectura y el
buen consejo, seguramente podremos crecer en esta capacidad
espiritual»[1].

Convencidos de que el buen discernimiento es un don del Espíritu y no


se limita a nuestros procesos de introspección y a los análisis de la realidad
en la que nos movemos, nos unimos a la petición de tantos orantes que, a lo
largo de los siglos, pidieron la gracia de encontrar el camino en medio de
oscuridades, desalientos y presiones astutas o descaradas. Discernir bien no
es un desafío simplemente actual sino de todos los tiempos, de todo ser
humano que intenta ser fiel a Dios y servir, con el fin de crear una vida de
calidad humana para todos. El discernimiento no se realiza en la asepsia de
una burbuja de buena voluntad sino en medio de las presiones externas, en
la persistencia de los propios pecados y en la congoja que aprieta el pecho y
encoge a la persona.
Hay que tener en cuenta, desde el inicio, que Dios es el que nos da el
Reino y nos llama a colaborar con él en la creación de algo que nunca
cesará de llegar como nuevo a nuestra realidad. Tenemos que discernirlo en
medio de las ofertas innumerables que se mueven por las pasarelas del
mundo y en los susurros de la intimidad. La imagen maternal de Dios en el
profeta Isaías, que invita al pueblo a verlo como si estuviese embarazado de
futuro, nos ayuda a comprender que el fin del discernimiento es descubrir
los signos de ese embarazo, el momento del parto, para acogerlo en su
fragilidad y comprometernos con lo recién nacido, con la vida sin estrenar
que crea humanidad nueva:

«Desde antiguo guardé silencio, me callaba, aguantaba; ahora como


parturienta grito, jadeo y resuello» (Is 42,14).

«Conduciré a los ciegos por un camino que desconocen, los guiaré por
senderos que ignoran» (Is 42,16).
La petición del buen discernimiento recorre las encrucijadas personales
y comunitarias del pueblo de Dios. Nos detenemos en el Salmo 25, que
puede ayudarnos a formular nuestras incertidumbres y a constatar la
necesidad de ser iluminados por Dios en medio de las cegueras personales y
de las trampas que nos acechan. El encuentro con Dios no nos desvanece la
realidad cotidiana sino todo lo contrario: nos hace más lúcidos sobre la
gracia y la maldición que la recorre. Lo llamativo de este salmo es que la
gracia de un buen discernimiento no nos llega desde lejos, sino que es Dios
mismo el que se sitúa a nuestro lado, sobre la tierra cotidiana, para
encaminarnos por lo desconocido. Podemos leerlo como apertura
imprescindible al don de Dios que necesitamos.
«1 A ti, Señor Dios mío, levanto mi alma:
2 en ti confío, no quede defraudado;

no triunfen de mí mis enemigos.


3 Los que esperan en ti no quedan defraudados;

quedan defraudados los desleales sin razón.


4 Indícame, Señor, tus caminos,

enséñame tus sendas;


5 encamíname con tu fidelidad, enséñame,

pues tú eres mi Dios salvador.


En ti espero todo el día
7b por tu bondad, Señor.
6 Acuérdate, Señor, de que tu ternura

y tu fidelidad son eternas;


7a de mis pecados juveniles, de mis culpas

no te acuerdes; según tu lealtad,


tú acuérdate de mí.
8 Bueno y recto es el Señor; por eso

señala a los pecadores el camino;


9 encamina con el mandato a los humildes,

enseña a los humildes su camino.


10 Las sendas del Señor son lealtad y fidelidad
para los que observan la alianza y sus preceptos.
11 Por tu nombre, Señor, perdona

mi delito por grande que sea.


12 ¿Quién es ese que respeta al Señor?

Le indicará el camino que ha de escoger:


13 la dicha será su morada

y su descendencia poseerá un terreno.


14 El Señor se confía a sus fieles

y les da a conocer su alianza.


15 Mis ojos están fijos en el Señor,

pues él sacará mis pies de la red.


16 Vuélvete a mí y ten piedad,

que estoy solo y afligido;


17 ensancha mi corazón encogido

y sácame de mis congojas.


18 Mira mis trabajos y mis penas

y perdona todos mis pecados;


19 mira cuántos son mis enemigos,

que me odian con odio violento.


20 Guarda mi vida y líbrame;

que no quede defraudado


de haberme acogido a ti.
21 Rectitud y honradez me custodiarán

porque espero en ti.


22 ¡Oh, Dios, salva a Israel

de todos sus peligros!».

Comentamos ahora brevemente algunos aspectos de este texto:


– Es un salmo de encrucijada, de discernimiento y de elección. El
salmista ha perdido el camino, la seguridad; se siente amenazado, no
sabe bien por dónde continuar. Es un hombre desorientado en la
realidad. Tiene que discernir un nuevo camino.

– El autor está situado y es realista. Hay «enemigos» que acechan sus


pasos. Él presenta a Dios el «afán» en que vive (angustia, actividad,
desconcierto…). Se siente «solo y afligido» (v. 16), entre
«enemigos» que lo «odian con odio violento» (v. 19). Sabe que estos
enemigos le echan «redes» para apresarlo con trampas. En los
Ejercicios espirituales, san Ignacio habla de las redes escondidas
con astucia por el enemigo, que después se convierten en cadenas
manifiestas a la luz del día, ante la mirada de todos (cf. Ej 142). En
la película La misión, los indígenas aparecen primero atrapados en
las redes que el esclavista ha escondido en sus senderos habituales
por la selva, y después arrastran por las calles empedradas de la
ciudad pesadas cadenas irrompibles aferradas a los tobillos.

– La única actitud sana es «confiar» la vida en las manos de Dios, de


la misma manera que Dios confía en nosotros: «El Señor se confía a
sus fieles y les da a conocer su alianza» (v. 14). Nosotros solemos
fijarnos más en lo otro: los fieles confían en el Señor. Pero lo
primero, el origen de todo, es que Dios confía en nosotros. Su
fidelidad permanece siempre en nosotros, como la semilla enterrada
en la profundidad de la tierra. Basta un poco de agua, después de
meses, años o décadas de sequía, para que germine. Isaías pide en el
exilio: «Ábrase la tierra y germine la salvación» (Is 45,8), en la hora
justa del tiempo de Dios.

– Una súplica se repite: «Indícame, Señor, tus caminos, enséñame


[…], encamíname» (cf. vv. 4-5). «Encamíname» tiene más densidad
que «indícame» y «enséñame». «Déjame encaminarte», solemos
decir a los amigos perdidos, «recorrer contigo el trecho del camino
oscuro y desconocido».
– Hay «caminos», más definidos y hechos, y hay «sendas», más
escondidas y estrechas (cf. v. 4). No es cualquier camino bueno el
que busca el salmista, sino el que Dios le propone específicamente a
él en ese momento confuso: al que es fiel, el Señor «le indicará el
camino que ha de escoger». Es Dios el que escoge el camino e invita
al salmista a seguirlo.

– La audacia para pedir esta enseñanza se apoya en la bondad, la


ternura y la fidelidad de Dios, que son «eternas». No se apoya en
ningún mérito propio ni en astucias personales.

– La condición de posibilidad para recibir esta gracia es la lucidez de


reconocer el propio pecado y la «humildad» de admitir las
capacidades limitadas para percibir el conjunto de la obra de Dios,
que abre el corazón al perdón y a la bondad.

– También es necesario que Dios sane el corazón de golpes y


experiencias negativas para poder recibir este camino nuevo:
«Ensancha mi corazón encogido y sácame de mis congojas. Mira
mis trabajos y mis penas y perdona todos mis pecados» (vv. 17-18).

– «Guarda mi vida y líbrame» (v. 20). «Espero en ti» (v. 21). La


calidad de una vida nueva, la liberación de oscuridades y peligros,
viene de Dios.

– Al final el salmo se abre a todo el pueblo de Israel y la oración


personal se hace comunitaria: «¡Oh, Dios, salva a Israel de todos sus
peligros!» (v. 22).

– Oramos con este salmo en una situación difícil, en la que se ha


perdido el camino viejo y se busca el nuevo que el Señor mostrará a
su servidor.

2. A tiempo y a destiempo: la lúcida insistencia del papa Francisco


En el presente contexto eclesial, el papa Francisco viene resaltando una y
otra vez la importancia del discernimiento[2]. En la exhortación apostólica
Evangelii gaudium emplea el término «discernimiento» once veces. El papa
afirma la diferencia entre el análisis sociológico y el discernimiento
evangélico, al que llama «la mirada del discípulo misionero» (Evangelii
gaudium, 50).
Hablando a jesuitas polacos acerca de la formación de los sacerdotes,
dijo algo que es válido para todo seguidor de Jesús:

«Es preciso formar a los futuros sacerdotes, no en ideas generales y


abstractas, claras y distintas, sino en este fino discernimiento de
espíritus, para que puedan ayudar realmente a las personas en su vida
concreta. Es preciso entender realmente esto: en la vida no todo es
negro sobre blanco o blanco sobre negro. ¡No! En la vida prevalecen las
sombras del gris. Ahora es el tiempo de enseñar a discernir en este
gris»[3].

Durante la Congregación General 36 de la Compañía de Jesús (2016), el


papa Francisco dijo, refiriéndose a la formación de los estudiantes de
teología que están ya a las puertas de ser ordenados presbíteros:

«Mi consejo es que todo lo que los jóvenes estudian y experimentan, en


su contacto con diversos contextos, sea sometido también a un
discernimiento personal y comunitario y sea llevado a la oración»[4].

En una alocución a la Unión de Superiores Generales, en noviembre de


ese mismo año, el papa explicó por qué había elegido el tema de la
juventud, la fe y el discernimiento vocacional para el sínodo de 2018:

«Razonando sobre la formación de los jóvenes y sobre la formación de


los seminaristas, decidí el tema final tal como ha sido comunicado: “Los
jóvenes, la fe y la oración. El discernimiento vocacional”. La Iglesia
debe acompañar a los jóvenes en su camino hacia la madurez, y solo
con el discernimiento, y no con las abstracciones, los jóvenes pueden
descubrir su proyecto de vida y vivir una vida verdaderamente abierta a
Dios y al mundo. Por tanto, elegí este tema para introducir el
discernimiento con más fuerza en la vida de la Iglesia»[5].

La práctica de la pastoral vocacional confirma esta declaración del papa


Francisco. Hay planes de pastoral juvenil que, después de una serie de
actividades de dos o tres años, terminan con unos Ejercicios espirituales de
ocho días. En ellos se confirman vocaciones a la vida religiosa y al
compromiso laical en la Iglesia.
En la cultura actual, tan compleja, la práctica del discernimiento es
especialmente necesaria.

«Hoy día, el hábito del discernimiento se ha vuelto particularmente


necesario. Porque la vida actual ofrece enormes posibilidades de acción
y de distracción, y el mundo las presenta como si fueran todas válidas y
buenas. […] Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos
fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento»[6].

Estudiando las características de nuestra cultura líquida, tan acelerada y


cambiante, afirma Zygmunt Bauman:

«Se puede decir que en ninguna otra época anterior se había sentido de
manera tan acuciante la necesidad de hacer elecciones, de decidir.
Nunca antes habíamos sido tan dolorosamente autoconscientes de
nuestros actos de elección, realizados ahora en una penosa (aunque
incurable) incertidumbre y bajo la amenaza constante de “quedarnos
atrás” y de ser excluidos del juego sin posibilidad de regresar a él por no
haber respondido a las nuevas demandas»[7].

A esta necesidad de decidir con urgencia, sin dejar pasar la ocasión para
un mañana que no vuelve a pasar por la misma estación en la que me
encuentro, se añade la posible inconsistencia de lo decidido:

«Lo que en un momento es bueno “para usted” puede ser reclasificado


como veneno en el siguiente. Compromisos en apariencia firmes y
acuerdos firmados con solemnidad pueden ser anulados de la noche a la
mañana. Y las promesas –o la mayoría de ellas– parecen hacerse con el
único fin de ser luego incumplidas o desmentidas, confiando en la
brevedad del lapso de la memoria pública»[8].

3. Lo que «no es» el discernimiento

En la exhortación apostólica Gaudete et exsultate, el papa Francisco


expresa con mucha claridad lo que «no es» el discernimiento. Sus
indicaciones nos ayudan a enfocar mejor en qué consiste el discernimiento
verdadero, para dejarnos llevar por el Espíritu en medio de tantos
dinamismos desintegradores y contradictorios que pueden moverse dentro
de nosotros.

– No es discernimiento buscar continuamente nuevos amarres para


permanecer anclados en los puertos seguros de lo que siempre se ha
hecho, como camino confiable para permanecer fieles a Dios en
medio de los zarandeos a los que hoy estamos sometidos en el
vértigo de los cambios: «… no cambiar, […] dejar las cosas como
están, […] optar por el inmovilismo o la rigidez» (Gaudete et
exsultate, 168). «No se trata de aplicar recetas o de repetir el
pasado» (173). No somos invitados a ampliar cada día más la
anchura de las filacterias para exhibirnos como exitosos, seguros y
piadosos en medio de un pueblo vulnerable que busca honradamente
su futuro (cf. Mt 23,5). Esta actitud puede generar comunidades de
resistencia, y no de propuesta que nos oriente con la creatividad del
Espíritu.

– El discernimiento no está limitado solo a las situaciones de especial


complejidad, en las que hay que tomar decisiones de mucha
importancia por sus repercusiones para el futuro. «El discernimiento
no solo es necesario en momentos extraordinarios, o cuando hay que
resolver problemas graves, o cuando hay que tomar una decisión
crucial» (169). En la vida cotidiana, con sus menudas decisiones,
podemos descubrir el soplo del Espíritu para que toda nuestra
persona se vaya dejando sumergir en su modo y su camino. El
discernimiento no es solo un método para momentos concretos sino
una manera de existir en la incesante novedad del Evangelio, que se
mueve dentro de los cambios constantes que experimentamos en
este mundo que Dios ama, sin que se le vaya de sus manos y sin que
se le agote su imaginación creadora de futuro.

– Las ciencias humanas nos pueden ayudar a clarificar complejas


situaciones personales, comunitarias, culturales… pero el
discernimiento se sitúa a un nivel más hondo. «No excluye los
aportes de sabidurías humanas […]. Pero las trasciende. Ni siquiera
le bastan las sabias normas de la Iglesia. Recordemos siempre que
el discernimiento es una gracia. […] Se trata de entrever el misterio
del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno»
(170). Muchos quisieran que la vida de cada persona se moviese por
un camino bien señalizado, con luces rojas y verdes parpadeando en
las esquinas, que abran o cierren el paso, y con los tiempos
determinados para detenernos y recomenzar.

– No basta ir por la vida empuñando una ley clara para sancionar


conductas ajenas o propias, sin tener en cuenta las situaciones en
que vive la gente. «Es mezquino detenerse solo a considerar si el
obrar de una persona responde a una ley o norma general, porque
eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a
Dios»[9]. Las normas «en su formulación no pueden abarcar
absolutamente todas las situaciones particulares»[10].

– No se trata de buscar solo hacer algo útil por los demás en algunos
tiempos especiales, o de sentir la euforia de ayudar o un cierto
bienestar emocional. El discernimiento se sitúa en el centro mismo
de nuestra manera de entender la vida, orientada por el Espíritu, que
afecta a toda la persona, a todos los tiempos y a la manera de
situarnos ante los acontecimientos. «No está en juego solo un
bienestar temporal, ni la satisfacción de hacer algo útil, ni siquiera el
deseo de tener la conciencia tranquila» (170). «No se discierne para
descubrir qué más le podemos sacar a esta vida sino para reconocer
cómo podemos cumplir mejor esa misión que se nos ha confiado en
el bautismo» (174).
– «El que lo pide todo también lo da todo, y no quiere entrar en
nosotros para mutilar o debilitar sino para plenificar. Esto nos hace
ver que el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una
introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos
hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual
nos ha llamado para el bien de los hermanos» (175). El cristiano «no
deja anestesiar su conciencia» (174).

– Podríamos pensar que esta habilidad espiritual está reservada para


personas muy instruidas, o que ocupan puestos de grandes
responsabilidades dentro del cuerpo de la Iglesia o de la sociedad.
«No requiere de capacidades especiales ni está reservado a los más
inteligentes o instruidos, y el Padre se manifiesta con gusto a los
humildes (cf. Mt 11,25)» (170). El clima que necesitamos
ineludiblemente es el de la oración, que es el modo de disponernos
mejor en la acogida del don de Dios. «No es posible prescindir del
silencio de la oración detenida para percibir mejor ese lenguaje»
(171). Con mucha frecuencia nos encontramos con personas llenas
de Espíritu que responden con una gran finura humana y evangélica
ante situaciones de opresión y de desconcierto. Se parecen a Simeón
y Ana (cf. Lc 2,25-38), que descubren en un niño pobre y pequeño
el Reino que crece por el mismo centro de la realidad, al ritmo de
una vida lenta que se inicia.

4. En las encrucijadas del mundo fragmentado

Después de un gran terremoto, quedan dislocados los caminos, las


carreteras y las tecnologías de la comunicación. En nuestro mundo roto, se
fragmentan dimensiones centrales de la vida con repercusiones dramáticas,
como las crisis económicas que hieren a los más frágiles, la manera de
concebir la sexualidad y la familia, o las propuestas políticas que, en gran
medida, transpiran corrupción y engaño. También las ofertas religiosas se
mezclan y se multiplican en los diferentes escenarios del mercado global.
Cada fragmento de las instituciones y de las costumbres rotas emprende de
manera militante un camino nuevo, buscando su propio perfil y marcando
su diferencia en el conjunto de la sociedad. Caídas las «utopías del deseo»
de la modernidad (comunismo y capitalismo), sospechamos de la
«tecnoutopía» que hoy nos fascina con la promesa de un mundo nuevo
gracias al asombroso crecimiento de las nuevas tecnologías.
La sensibilidad cambia en esta recomposición global de la sociedad.
Hace unos días leía: «Es mucho más rentable pedir limosna con un perro
adormilado junto a los pies que con un niño en los brazos». Las mafias que
controlan la mendicidad en las grandes ciudades trafican hoy a nivel
internacional con los perros de calidad que más conmueven la sensibilidad
de los transeúntes.
Necesitamos estar atentos a la multitud de propuestas astutas y
mercantiles que aterrizan en la puerta de nuestros sentidos para saturarnos
de sensaciones y colonizarnos en la «cultura de la seducción». En el
«mundo desbocado» somos sorprendidos sin cesar por señuelos caros y
vacíos, los cuales nos prometen la dicha en medio de los cambios profundos
y vertiginosos que van desde pequeños detalles de la cotidianidad hasta
dimensiones trascendentales de la vida. En la medida en que los buscadores
electrónicos poseen, almacenan y procesan datos sobre nuestros gustos,
aficiones, profesión, edad y prácticas cotidianas (big data), nos van
ofreciendo materiales de información, productos que comprar y visiones de
la realidad que orientan y condicionan nuestra percepción de los
acontecimientos y nuestras decisiones. También pueden influir en las
decisiones que otros toman sobre nosotros, como darnos un visado o
concedernos un puesto de trabajo.
Observamos que, en medio de la complejidad, inseguridad y falta de
sentido del mundo actual, han resurgido prácticas premodernas para
encontrar el futuro, como el recurso a los astros, a la magia y a otras formas
de adivinación. Al mismo tiempo, con facilidad seguimos a los influencers
que marcan tendencia, a las personas que brillan en la aurora del futuro.
En este contexto, todos podemos estar invadidos por dinamismos no
conscientes, imperceptibles para la vida sin discernimiento, que nos van
erosionando por dentro y configurándonos a imagen y semejanza de
intereses ajenos que hemos interiorizado como propios. Estas propuestas
literalmente cambian nuestro cerebro, se instalan en él creando nuevas
conexiones neuronales, y actúan como dueños que disponen, en una medida
que no somos capaces de medir, de nuestro imaginario, sentimientos y
decisiones. Mientras creemos que las pequeñas o grandes elecciones son
expresión de nuestro yo más auténtico, en realidad podemos ser decididos
por otros dueños que trabajan nuestra afectividad subconsciente con la
astucia de la carcoma devoradora.
A la vez que exigimos una nitidez cada vez mayor en las pantallas del
mundo digital, podemos contentarnos con imágenes desenfocadas de
nuestra propia vida interior y de los objetivos que buscamos.

«Muchas decisiones, aunque se dan en el sujeto, no son del todo ni


primeramente suyas; el mundo alrededor, la tradición social y personal
en su pasado y un futuro condicionante participan, lo sepa o no lo sepa
el sujeto, en su toma de decisiones. En ocasiones no somos tanto
“sujetos que toman decisiones” cuanto “sujetos de una decisión que
nos toma”»[11].

En esta coyuntura lo más importante es discernir constantemente por


dónde se manifiesta la vida nueva que viene de Dios, que nos rehace en
síntesis nuevas, como personas, familias, comunidades y pueblos,
abriéndonos el futuro. En nuestro contexto nos preguntamos cuál es la
colaboración precisa que Dios propone a cada persona llamada a aportar
su originalidad insustituible y a cada comunidad sustentada por el Espíritu
y dinamizada por el don incesante de su carisma propio. No necesariamente
buscamos acontecimientos llamativos y grandiosos sino los pequeños pasos
de cada día, las semillas del Reino que se pierden en los surcos anónimos y
fecundos de las personas y de los días comunes. La utopía del Reino de
Dios que crece en este mundo ya está contenida en esas semillas, pequeñas
como un grano de mostaza, que el Señor ha sembrado en nuestra tierra y
que nos propone cultivar. La utopía ya está en lo germinal.
Discernir cada día lo que vamos viviendo nos prepara para los
momentos de encrucijada, tanto personalmente como en comunidad. Si no
lo hacemos, podemos «ser discernidos» desde dentro por dinamismos que
se van adueñando de nuestra vida sin que nos demos cuenta, a veces de
manera irreversible. Lo importante es ser personas de discernimiento.
En el Evangelio de Juan se nos presenta la encarnación del Hijo que
acampó entre nosotros (cf. Jn 1,14). Es una imagen de desinstalación: la de
un caminante que avanza por territorios sin explorar, ligero de equipaje,
formando parte de un pueblo sin tierra propia bajo los pies, sin más casa
donde crear un hogar que la tienda que carga en sus espaldas, cuyo tesoro
está en el futuro, no en un pasado al que aferrarse con todas las armas
disponibles. La historia marca al pueblo en el centro de su identidad y lo
condiciona, positiva o negativamente, a la hora de elegir su futuro. Jesús no
va solo, como un héroe de videojuego, sino dentro de ese pueblo, buscando
el camino que nos une a todos desde el mismo futuro del Reino que nos
convoca, nos moviliza y nos atrae a partir de todas las diferencias
geográficas, sociales, políticas, culturales y religiosas, que avanzan hacia el
mismo Cristo resucitado desde los cuatro puntos cardinales.
La novedad que Dios nos propone siempre tiene algo de transgresor, de
impredecible. Incluso Jesús tendrá que buscar la manera de encarnar la
novedad definitiva que es él mismo, y tendrá que encontrar las palabras,
imágenes y gestos simbólicos que la expresen para todos los pueblos y
culturas a lo largo de los siglos.
Jesús, como un caminante más, en situaciones sin salida buscará el
camino desconocido que el Padre propone a su pueblo y la colaboración
precisa y única que le pide a él mismo, dentro del ritmo comunitario que los
une a todos en el mismo sueño. Tenemos que caminar auscultando cada
instante para percibir dónde está la tierra nueva que el Señor promete
mostrarnos como a Abrahán, y hacia la que caminamos sin saber en qué
momento aparecerá delante de nuestros pasos (cf. Gn 12,1). Esa tierra solo
se le revela al que camina, no al que se ha cerrado con seguros y
contraseñas electrónicas en su propio bienestar, asegurando sus posesiones,
sin darse cuenta de la carcoma que las recorre. El «no saber» afina nuestra
sensibilidad para percibir el futuro que va a sorprendernos en medio de
nuestros afanes.

5. Los «malos espíritus» que tientan, confunden y seducen

Muchos malos espíritus, mezcla de enfermedades espirituales, psicológicas


y culturales, aparecen en el Evangelio: enmudecen, hacen sordos, arrojan la
persona al suelo, desintegran, excluyen… Todos hacen daño. Jesús viene a
expulsarlos.
El mal espíritu por excelencia, el Tentador, aparece enfrentando al
mismo Jesús para confundirlo y devaluar su vida y su propuesta. La
tentación forma parte de nuestro itinerario personal. Nosotros somos
tentados desde el mal que hay en nuestro corazón y desde las realidades
brillantes que vemos fuera de nosotros, que se nos aparecen revestidas de
éxito y de reconocimiento público. También somos tentados desde la
oscuridad en la que a veces se va realizando el reino de Dios en la historia.
Jesús fue tentado en esa tercera dimensión. En su corazón no había mal y el
que veía fuera no encontraba en él resonancia ninguna, pero tenía que
discernir el aporte de su propia originalidad, en medio de las presiones que
llegaban hasta él intentado apoderarse de su propuesta para imponerle el
camino de fantasías ajenas.
Todos somos tentados. Expectativas de diferentes grupos luchan por
adueñarse de nuestro futuro y llegan hasta nosotros, como se acercaron a
Jesús en el desierto, bajo apariencia de bien (cf. Ej 332). «El Espíritu llevó a
Jesús al desierto para ser tentado» (Mt 4,1). Al desenmascarar las
tentaciones en el desierto con claridad, sin disfraz ninguno, ya será más
fácil detectarlas y vencerlas después en la vida cotidiana.
Ciertamente somos tentados de manera abierta y descarada. Se
promueve buscar la realización personal utilizando las cosas que fueron
creadas para todos de manera devoradora, para satisfacer nuestro instinto
egoísta de bienestar y para exhibirnos según los criterios cotizados en este
mundo: consumismo, diversión constante, pornografía, alcohol, apuestas on
line, extravagancias de los famosos…
También somos tentados «bajo apariencia de bien». Es una tentación
frecuente, que erosiona la vida evangélica o la quiebra de manera
escandalosa. Me acerqué a un colegio célebre. Me impactó la entrada tan
imponente, que cautivaba las miradas. ¿Qué tenía que ver ese lujo con las
necesidades de la enseñanza? ¿No había en esa obra otras motivaciones, de
competencia con otras instituciones educativas y de prestigio social entre
los poderosos? ¿Qué tenía que ver ese impacto de ostentación con el Jesús
pobre y humilde del Evangelio y con una propuesta educativa inspirada en
su vida?

6. Dios está viniendo siempre


En los Ejercicios espirituales, Ignacio nos presenta la encarnación (cf. Ej
101). Nos propone contemplar cómo Dios mira al mundo, con fidelidad que
respeta lo real tal cual es, con toda su crudeza de muerte y de infierno. En el
mismo mundo también contempla existencias libres y veraces como la de
María de Nazaret. «Desde siempre y por siempre el Señor mira, y no tiene
límite su salvación» (Eclo 39,20). La realidad, hoy, solo se contempla bien
cuando somos fieles a lo real en su destrucción y en el futuro nuevo que se
encarna en todas partes, incluyendo situaciones en las que se decreta que ya
no hay nada que esperar. ¿Dónde está hoy el Señor «nuevamente
encarnado» (Ej 109)? Karl Rahner lo expresa gráficamente:

«Tú siempre estás viniendo, y tu aparición en forma de siervo es el


comienzo de tu venida para la liberación de la esclavitud que tú
aceptaste. Los caminos por los que tú caminas tienen un fin.
Estrecheces en las que tú penetras se ensanchan. La cruz que tú soportas
se vuelve signo de victoria. Propiamente no has venido. Todavía estás
llegando: desde tu encarnación hasta la plenitud de este tiempo
solamente hay un momento, aunque miles de años corren a través de él
para que, bendecidos por ti, se conviertan en partecita de este momento,
aquel momento del hecho único que, en tu vida humana y su destino,
nos hace a todos juntamente con nuestros destinos y nos lleva al lugar
de las eternas grandezas de la vida de Dios»[12].

En la meditación del rey eternal (cf. Ej 91), Jesús envía amigos para que
propongan a «todos» la vida del Reino, hablando a la intimidad de cada
corazón, en el respeto absoluto a la originalidad de cada uno. No excluye a
nadie. Todos tenemos una originalidad concreta que aportar. También los no
creyentes escuchan en su corazón su propuesta, en un lenguaje que
comprenden y al que puedan dar su asentimiento en libertad. Dios nos
necesita a «todos» para ser testigos de su presencia en el mundo y para
desarrollar su proyecto en la historia. Ninguna persona queda descartada del
diálogo con la trascendencia. Dejaría de ser humana.
Nosotros sentimos en nuestro corazón la acción de Dios, que nos
propone algo concreto y nos va transformando para poder conocerlo,
acogerlo y vivirlo. Necesitamos discernir con calma para distinguir su
propuesta de otras propuestas que no son suyas, o de otras motivaciones
nuestras que son ambiguas y se infiltran con astucia, disfrazadas de ángel de
luz, erosionando el deseo de servir a Dios con transparencia.
Dios no puede brillar tanto que nos deslumbre y nos seduzca, ni
esconderse tanto que nos perdamos, ni actuar con tanto poder que nos
paralice, ni dar órdenes indiscutibles sin el tiempo y la distancia para que
nosotros podamos elaborar las respuestas marcadas con nuestra propia
originalidad. Dios se nos manifiesta en su justa cercanía, dejando el espacio
para decir sí o no y para desarrollar nuestra propia creatividad, en pleno
respeto a nuestra libertad. En el exilio de Babilonia, los judíos decían: «Tú
eres el Dios escondido» (Is 45,15). Dios no tenía la visibilidad de las
grandes estatuas de los dioses paganos, que secuestraban las miradas. «No
hablé a escondidas, en un país tenebroso; no dije a la estirpe de Jacob:
“Buscadme en el vacío”» (Is 45,19). Dios estaba oculto, pero en medio de
ellos. En su realidad cotidiana tenían que buscarlo.
Dios respeta nuestra libertad sin desentenderse de nosotros. Cuando nos
extraviamos, baja hasta nuestro desvarío, retoma con nosotros la propia
vida en el lugar donde nos hemos perdido, pero no nos evita artificialmente
el error o el rechazo. Los GPS que nos guían en caminos desconocidos
pueden ser una pequeña imagen de esto. Cuando nos perdemos por salirnos
del camino, nos orientan de nuevo, mostrándonos una ruta alternativa para
llegar al destino que buscamos.
Dios nos necesita. En la reconciliación de todas las cosas en Cristo
estará presente nuestra propia huella. Cada diferencia cuenta. Cada pequeño
matiz realza la belleza del dibujo; cada puntada es necesaria para que todo
el tejido sea nuestro: bello, firme y sin fisuras.

7. Las preguntas de Dios que abren el futuro

En las comunidades cristianas en que viví durante algunos años en barrios


marginados de Santo Domingo, en la República Dominicana, cada semana
nos reuníamos los agentes pastorales para encontrar la «pregunta
generadora» que situaba a nuestra comunidad ante un punto crítico de la
realidad, para contemplarlo con calma y discernir en él tanto sus
dinamismos destructores como las posibilidades nuevas que descubríamos
ahí. Esa pregunta circulaba por los callejones en el diálogo de las pequeñas
comunidades. Lo descubierto se compartía en el diálogo al comienzo de la
eucaristía del domingo y ya aparecía preñado de dinamismos y de proyectos
germinales, formulados con lenguaje nuevo, con palabras e imágenes recién
nacidas en su marginalidad.
Dios también se acerca a nosotros con preguntas, que nos ayudan a
detenernos para escuchar la realidad presente que nos turba o nos apresa y
descubrir el futuro nuevo que emerge de su cercanía infinita, comprometida
con nosotros. A Adán, perturbado y confuso, le pregunta: «¿Dónde estás?»
(Gn 3,9); a Caín, que se revuelve en el desconcierto de su crimen, le hace
volver a su verdad: «¿Dónde está tu hermano Abel?» (Gn 4,9).
También Jesús sigue con esa pedagogía. El Niño de doce años que se
queda en el templo les dice a María y José: «¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que tengo que dedicarme a las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Esa
pregunta es la primera palabra que el Evangelio recoge de Jesús. Dejando
reposar tal pregunta en el corazón, sus padres irán adentrándose en el
misterio de ese Hijo único. Al entrar en la vida del Reino, se crean los lazos
afectivos y de pertenencia de una nueva realidad familiar: «¿Quién es mi
madre y mis hermanos?» (Mc 3,33). Ante la extrañeza que provoca el verle
perdonar pecados en la calle, sin que el enfermo pida perdón, sin liturgia ni
rituales, preguntará a sus críticos: «¿Qué es más fácil, decir “Se te perdonan
tus pecados” o “Levántate y echa a andar”?» (Mt 9,5). Para pertenecer al
Reino de Dios, hay que dejar circular por las venas de la sociedad el perdón
que viene de Dios: «¿No era tu deber tener compasión de tu compañero
como yo la tuve de ti?» (Mt 18,33). «¿Ninguno te ha condenado?» (Jn
8,10), le pregunta Jesús a la mujer sorprendida en adulterio y ya sin espacio
en la sociedad y en la vida. Tenemos que ser solidarios ante el hambre del
pueblo: «¿Cuántos panes tenéis?» (Mc 6,38). En la hora más cerrada de
todas, cuando se siente misteriosamente abandonado por el Padre en la cruz,
Jesús pregunta con un grito desgarrador: «Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (Mc 15,34).
Podremos oír las innumerables preguntas que Dios nos sigue haciendo
hoy si escuchamos la realidad con atención, como le sucedió a Pablo en su
camino hacia Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4).
Esa misma pregunta nos grita hoy desde los rostros sin nombre de los
inmigrantes, los pueblos declarados no viables, las minas de oro y de silicio
clandestinas, las pieles discriminadas o marcadas con tatuajes agresivos, las
músicas desgarradas, los pueblos indígenas despojados de sus territorios a
tiros impunes en el silencio vegetal de la selva y las muchedumbres
indignadas que estremecen las calles.
El Dios que baja, nos busca y dialoga con nosotros no nos fulmina con
órdenes y sentencias, sino que nos formula preguntas que nos ayudan a
entrar en nuestras realidades personales, familiares, profesionales,
comunitarias, eclesiales y sociales, donde el Reino de Dios está creciendo
de manera sorprendente y nueva. Él está presente y activo en el centro de la
realidad.

8. El plan de Dios se revela progresivamente en el camino

La novedad de Dios sorprende nuestros cálculos en el tiempo, el espacio, el


ritmo y la forma, aunque llega siempre en fidelidad a toda la trayectoria de
su actuación en cada persona y en la historia humana. No podemos olvidar
que la imagen de Dios es la de su Hijo, que acampó entre nosotros para
caminar jornadas desconocidas cada día.
Dios no nos da una hoja de ruta con todo el itinerario que hay que
recorrer, como si fuésemos en un tren do de se especifica desde el comienzo
el horario de salida y de llegada y las pausas en las estaciones intermedias
por donde necesariamente hay que pasar. Nos invita a ir con él, y en ese
acompañarnos mutuamente se van descubriendo las etapas siguientes, que
siempre tienen una dimensión de sorpresa. Dios llega fiel, pero más allá de
lo que podemos prever. Dios siempre llega, es un eterno llegar… Es Amor
comunicándose sin agotar nunca su creatividad. Eso nos obliga a estar
siempre atentos, vigilantes para acoger al Señor y para distinguir su don de
los señuelos de los ladrones que vienen a robarnos la vida en medio de la
noche, de la oscuridad (cf. Lc 12,35-40). El Señor llama a la puerta con
claridad, respetando nuestra libertad, pero el ladrón se esconde en la noche,
fuerza la conciencia de la persona y se introduce con astucia para robar,
forzando algún punto flaco nuestro. Personajes a los que nunca les
abriríamos la puerta de nuestra casa entran elegantemente en nuestra
intimidad por los dispositivos electrónicos.
El discernimiento no es solo un momento, un método que utilizamos
puntualmente para llegar seguros a lo que se desea, a descubrir la
propuesta de Dios, sino una dimensión de la vida cristiana que siempre
tiene que estar activa, aunque en los momentos de crisis personal,
institucional o de toda la sociedad cobra una importancia decisiva. La
metodología del discernimiento nos ayuda a esquivar los escollos que
podemos encontrar, a facilitar la percepción de la propuesta de Dios y
consolidar la consistencia de nuestra respuesta.
Me voy a fijar de manera especial en la metodología ignaciana,
sabiendo que es flexible y adaptable a las diferentes personas y situaciones.
Lo que sí es imprescindible es la actitud de discernimiento que impregne la
vida en todas sus dimensiones.
Desde la experiencia de ser amado y conocido enteramente por Dios, el
salmista ora de esta manera (Sal 139,23s):

«Dios mío, sondéame para conocer mi corazón, ponme a prueba para


conocer mis sentimientos: mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno».

Dice Ignacio en su Diario espiritual, cuando discernía el tipo de


pobreza que convenía a la naciente Compañía de Jesús con su nuevo «modo
de proceder»: «¿Dónde me queréis, Señor, llevar?» (De 113); «Siguiéndoos,
mi Señor, yo no me podré perder» (De 114).
No solo son un peligro los discernimientos líquidos. También pretender
hacer siempre discernimientos perfectos en su metodología y en su
profundidad puede ser una trampa. Vamos aprendiendo humildemente a
discernir. Nos movemos, avanzamos y creamos lo nuevo que Dios nos
propone, discerniendo. No llegamos de una vez por todas a tomar
decisiones que abarquen en su totalidad situaciones, personales y
comunitarias, hondas y complejas. Nos asumimos de forma progresiva,
tanto personal como comunitariamente.
En el siguiente capítulo intentaremos entrar en las profundidades del
discernimiento, que están implicadas siempre en nosotros y que dan calidad
evangélica a nuestras decisiones o las carcomen. Parece que es algo muy
complicado y que hay que tener en cuenta demasiados aspectos. En
realidad, en los seguidores de Jesús, todos los detalles se van integrando
suavemente como una manera de existir, con la facilidad con que una
persona enamorada encuentra los gestos, palabras y acciones que expresan
su pasión. Como dice el famoso texto atribuido al padre Arrupe:

«¡Enamórate! Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir,


enamorarse de él de una manera definitiva y absoluta. Aquello de lo que
te enamoras atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando su huella en
todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama en la mañana,
qué haces de tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que
lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón y lo que te sobrecoge de
alegría y gratitud. ¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Todo será de
otra manera».

[1] PAPA FRANCISCO, exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 166.


[2] Cf. J. DARDIS, «Discernimiento en común. Una novedad basada en una tradición antigua»:
Manresavb 90 (2018), 5-13.
[3] Papa FRANCISCO, «Oggi la Chiesa ha bisogno di crescere nel discernimento. Un incontro
privato con alcuni gesuiti polacchi»: La Civiltà Cattolica 3989 (2016), 345-349 (la cita en la página
349).
[4] «Diálogo del papa Francisco con los jesuitas reunidos en la CG XXXVI», en Congregación
General 36 de la Compañía de Jesús, Mensajero, Bilbao 2017, 173-174.
[5] PAPA FRANCISCO, Conversación con los Superiores Generales, 25 de noviembre de 2016,
editada por Antonio Spadaro con el título «El Evangelio hay que tomarlo sin calmantes»
(http://fmgbprov.it/es/2017/02/18/el-evangelio-hay-que-tomarlo-sin-calmantes/#page/4).
[6] PAPA FRANCISCO, Gaudete et exsultate, 167.
[7] Z. BAUMAN, Vida líquida, Paidós, Barcelona 2006, 158.
[8] Ibidem.
[9] PAPA FRANCISCO, exhortación apostólica Amoris laetitia, 304.
[10] Ibidem.
[11] J. GARCÍA DE CASTRO, «La mística de Ignacio: cultura y costumbre»: Manresa 76 (2004),
333-353 (la cita en la página 335).
[12] K. RAHNER, Dios, amor que desciende. Escritos espirituales (introducción y edición de José
Antonio García), Sal Terrae, Santander 2008, 105.
2

En las entrañas del discernimiento

1. Pablo: el engaño fratricida de un hombre entregado a Dios

Pablo de Tarso era un hombre bien formado en la escuela de


Gamaliel, celoso guardián de las tradiciones de sus antepasados,
entregado a una misión arriesgada: buscar cristianos escondidos,
no solo en Palestina sino en toda la diáspora judía, para apresarlos
y destruirlos, como se extermina una nueva plaga de insectos que
amenaza la pureza de un cultivo. A este hombre culto, generoso y
apasionado por Dios, exitoso según los jefes de su pueblo, le faltaba
algo fundamental: no había discernido en ese pequeño brote de
cristianos la novedad de Dios sorprendiendo la historia. En lo
oculto, donde las comunidades se escondían en la clandestinidad,
crecía, con sabor a levadura, el futuro del Reino de Dios en el
corazón del imperio. Pablo se quedó ciego en medio de su brío, su
entrega y su proyecto tan sensato y aplaudido. Su vida se hundió en
la noche, sin referencia ninguna. Dios lo sanó de su ceguera en
medio de la comunidad de los perseguidos, donde pudo contemplar
de cerca la acción divina, que quebró sus certezas viejas e iluminó
su futuro. Desde esa periferia personal y comunitaria, empezó a
mirar toda la realidad de otra manera, vio la novedad sorprendente
de Dios y se transformó en un apasionado apóstol de esa vida que
crecía por la parte de abajo de la sociedad y que ninguna orden
imperial de exterminio lograría detener. Entre los controles armados
del imperio y los minuciosos reglamentos de la sinagoga, el futuro
de Dios se abría paso como aroma pascual entre las rejas que
pretendían apresarlo.
¡Es asombroso lo que le sucede a Pablo! Un hombre culto, entregado a su
fe, capaz de correr riesgos para defender las tradiciones reveladas de su
pueblo y profundamente religioso, puede equivocarse de manera mortal.
Estaba ciego. Jesús se lo reveló camino de Damasco. A partir del momento
en que recobró la vista, y con ella una nueva percepción de la realidad,
discernir la propuesta siempre nueva de Dios estuvo en el centro de su
misión a lo largo de toda su vida. Con ese impulso interior, se moverá de
provincia en provincia, se enfrentará a las autoridades o huirá de manera
clandestina durante la noche, será acogido y amado o apaleado hasta dejarlo
medio muerto, hablará a los sabios de Atenas o a los esclavos de Corinto,
trabajará tejiendo tiendas o se dejará cuidar por los cristianos.
Constantemente buscará las palabras apropiadas para hablar a los judíos,
bien pertrechados en sus trincheras, y para inculturar la fe entre los paganos
de diferentes territorios y situaciones.
También hoy encontramos personas de Iglesia que pretenden extirpar la
novedad salvadora de Dios, que apunta pequeña por todas partes como una
primavera, y que el papa Francisco, entre otras innumerables personas,
anuncia con alegría y defiende con tenacidad y fortaleza. Ante el ejemplo
de Pablo y ante la posibilidad de oponerse a lo que Dios inicia entre
nosotros, recordamos las palabras de Gamaliel frente al consejo judío, el
cual pretendía eliminar a los primeros discípulos, que empezaban a
testimoniar la resurrección de Jesús por las mismas calles de Jerusalén
donde había sido tratado como loco: «Tened cuidado, no vayáis a
encontraros luchando contra Dios» (Hch 5,39).
¿Qué sucede en nuestro corazón, que no deja que nuestros ojos vean la
salvación de Dios? Jesús descubre esta misma ceguera de manera dramática
cuando entra en Jerusalén acompañado de su pequeña comunidad de
discípulos. Dijo llorando: «¡Si también comprendieras tú lo que lleva a la
paz! Pero no tienes ojos para verlo» (Lc 19,42). Jesús percibe que entre los
edificios majestuosos se va incubando la destrucción que no dejará piedra
sobre piedra. Jerusalén está ciega. Solo ve las apariencias brillantes que
exhiben con orgullo su poder y su dicha. Por eso, nosotros tenemos que
acercarnos a la profundidad del corazón, donde se esconden muchos
mecanismos misteriosos que nos vuelven ciegos para ver y torpes para
actuar.
2. Un texto orientador en la complejidad de las encrucijadas

«¡Qué insondables sus decisiones y qué incomprensibles sus caminos!»


(Rom 11,33)

«Por ese cariño de Dios os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra


propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios,
como vuestro culto auténtico. Y no os amoldéis al mundo este, sino idos
transformando con la nueva mentalidad, para ser capaces de distinguir
lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo conveniente y acabado»
(Rom 12,1s).

En la carta de Pablo a los Romanos encontramos este texto, que nos


puede situar en todo proceso de discernimiento (cf. Rom 11,33–12,21).

– Pablo, que antes perseguía a los cristianos hasta debajo de las


piedras, ahora expresa su admiración al contemplar en la historia el
abismo de riqueza, de sabiduría y prudencia de Dios: «¡Qué
insondables sus decisiones y qué incomprensibles sus caminos!
¿Quién conoce la mente de Dios? ¿Quién fue su consejero?» (Rom
11,33s). ¿Podemos discernir y contemplar la iniciativa de Dios hoy,
en nuestro mundo donde bullen tantas diversidades? La admiración
de la obra de Dios en la historia es el punto de partida: él es el
camino y meta del universo (cf. Rom 11,36).

– Para discernir hay que acoger el amor tierno de Dios y ofrecer la


propia existencia como Dios nos ofrece la suya, siendo nuestro
servidor en su Hijo Jesús. La verdadera liturgia es el ritual de los
gestos del servicio cotidiano en el altar que constituye el escenario
y las tareas en que nos movemos habitualmente, uniéndonos así a la
entrega de Jesús en su vida, que no fue un sacrificio ritual en el
templo sino una cercanía insuperable a toda persona para llevarle la
vida nueva del Reino. Este es el sacrificio agradable a Dios (cf. Rom
12,1).
– El «mundo», en lo que tiene de opuesto a Dios, trata de capturarnos,
haciéndonos a su imagen y semejanza… «No os amoldéis al mundo
este, sino idos transformando con la nueva mentalidad» (Rom
12,2). Desde la nueva mentalidad del Evangelio es posible
«distinguir lo que es la voluntad de Dios» para entregarnos a ella.

– Cada uno se entrega según el don recibido de Dios. Nadie ha de


«tenerse en más de lo que debe tenerse» (Rom 12,3),
considerándose superior a los demás, privándolos de su espacio, su
tiempo y su originalidad, pero tampoco debe sentirse menos,
minimizando el don recibido, autodevaluándose, encogiéndose y
privando al cuerpo de su aporte, que completa el cuerpo entero.

– Somos un solo cuerpo con dones diferentes. Si un órgano no


funciona bien, no solo se priva al cuerpo de esa habilidad, sino que
la calidad de todos los demás órganos se deteriora (cf. Rom 12,5).

– Acogiendo la propuesta original de Dios en el discernimiento,


seremos su presencia nueva en el mundo:

A nivel comunitario: amor sin ficciones, cariñosos unos con los


otros, entregados al trabajo concreto, fervientes «contra
desencanto», solidarios con los necesitados superando el
encerramiento comunitario, y siendo, hospitalarios unos con otros
(cf. Rom 12,9-12).

A nivel social: ofrecemos una nueva presencia inspirada en el


Sermón de la montaña. «Bendecid a los que os persiguen» (Rom
12,14), sed solidarios con los que lloran y los que ríen, atraídos por
lo humilde sin soñar en grandezas. «No devolváis a nadie mal por
mal» (Rom 12,17). «En lo que a vosotros toca, estad en paz con
todo el mundo» (Rom 12,18). «No os toméis la venganza» (Rom
12,19). «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed,
dale de beber» (Rom 12,20). «No te dejes vencer por el mal; vence
el mal a fuerza de bien» (Rom 12,21). Es la concreción, en medio de
la sociedad, de la bondad del Padre, que ama a justos y a pecadores.
El papa Francisco dirá, en su exhortación Gaudete et exsultate, que
el camino de la santidad, a la que todos somos invitados, está
descrito en el Sermón de la montaña[13].

– Tenemos que discernir el camino que Dios nos propone a cada uno
dentro de una comunidad que busca encarnar en el mundo la
presencia siempre nueva de Jesús, la expresión del amor liberador e
inagotable de Dios al mundo.

«El discernimiento no solo es necesario en momentos


extraordinarios, o cuando hay que resolver problemas graves, o
cuando hay que tomar una decisión crucial. Es un instrumento de
lucha para seguir mejor al Señor. Nos hace falta siempre, para estar
dispuestos a reconocer los tiempos de Dios y de su gracia, para no
desperdiciar las inspiraciones del Señor, para no dejar pasar su
invitación a crecer. Muchas veces esto se juega en lo pequeño, en lo
que parece irrelevante, porque la magnanimidad se muestra en lo
simple y lo cotidiano»[14].

3. La peregrinación hacia las entrañas del propio yo

«Porque para mí vivir es Cristo y morir, ganancia. Pero si vivir en este


mundo me supone trabajar con fruto, ¿qué elegir? No lo sé. Las dos
cosas tiran de mí: deseo morirme y estar con Cristo (y esto es, con
mucho, lo mejor); sin embargo, quedarme en este mundo es más
necesario por vosotros» (Flp 1,21-24).

En la carta a los Filipenses, Pablo les expresa sus sentimientos, lo que se


mueve en su interioridad en la soledad de la cárcel, en la incertidumbre de
su futuro de hombre preso que espera una sentencia, la cual puede ser de
muerte o de vida. Lo importante es que los hermanos de la comunidad de
Filipo crezcan en sensibilidad para acertar con «lo mejor» (Flp 1,10). Él
mismo está preso y por su vida entre rejas se pasea la incertidumbre de no
saber si «lo mejor» es morir para encontrarse con Cristo o seguir vivo para
trabajar por los hermanos. La cárcel lo sitúa en un contexto de silencio,
contemplación y discernimiento, donde puede peregrinar hasta el fondo de
sí mismo.
Camino de Damasco, Pablo se quedó ciego. Todo su proyecto se vino
abajo. Como no veía nada fuera de sí, donde estaban los caminos seguros de
la ley, de la acción y de la autoridad, empezó a mirar dentro de sí, donde
surgían las mociones impredecibles del Espíritu. Su actividad acelerada y
segura se detuvo. Como no podía empuñar con fuerza las riendas de su
caballo, dejó que las manos débiles del anciano Ananías lo condujesen
fuera de sus circuitos habituales, hasta un nuevo espacio de vulnerabilidad.
En la incertidumbre y la ceguera revisó su vida, toda su persona. ¿Qué
había sucedido? El Señor le ayudó a ver que estaba persiguiendo a Jesús al
perseguir a los cristianos. Empezó a mirar la realidad de otra manera. La
novedad que él perseguía y quería exterminar era el futuro de Dios. Pablo,
dejados los caminos de la ley, empezó a percibirse a sí mismo como un
hombre del Espíritu. Pasó de ser un resorte mecánico de la ley a ser un
contemplativo que discierne el latido creador del corazón de Dios al lado de
Jesús y de la comunidad marginada de Damasco. Solo después de ese
cambio dramático empezará a ser un gran creador de la novedad del
Espíritu.
Discernir significa «separar», «cernir». En el campo se cierne el trigo
moviendo rítmicamente la criba para separarlo de los desechos. En nuestra
vida espiritual, tratamos de separar lo que se mueve confuso por nuestra
interioridad, para ver lo que es de Dios y nos trae nueva vida verdadera y
rechazar lo que nos deteriora la existencia con engaños. «Se agita la criba y
queda el desecho, así el desperdicio del hombre cuando reflexiona» (Eclo
27,4).
Una persona abierta a Dios, que se deja conducir de manera sana por su
Espíritu, va tomando las pequeñas decisiones cotidianas con suavidad y
armonía. Cuando se encuentra en un momento difícil y se ve confrontada
con una situación nueva, necesita detenerse a discernir con calma y analizar
con atención cada fuerza que actúa dentro de ella y cómo influye en sus
decisiones.
Necesitamos una atención especial cuando Dios nos propone algo
nuevo, que nos resulta amenazante y que altera nuestro futuro y el de otras
personas vinculadas a nosotros. Nos vamos a detener en los principales
elementos interiores que están implicados en nuestro discernimiento. El
gran creador que es Pablo nos ayudará en ese intento.
Luchando contra tantas fuerzas que nos impulsan hacia la superficie, a
vivir en las apariencias fugaces de resplandores intermitentes y bienes
desechables, iniciamos una peregrinación hasta el fondo de nosotros
mismos, donde Dios habita. Somos su santuario. Allí se da cada día una
batalla muy sutil.
El hijo pródigo, después de la experiencia de vivir derramado como el
agua fuera de sí mismo, perdido, líquido y vacío, «entrando dentro de sí»
(Lc 15,17), en medio del amargo rumiar de todos los sentimientos oscuros y
tristes de su fracaso, encontró lo que nunca pudo malgastar: el amor del
padre que había experimentado desde niño. Sintió que los mejores sabores
de la casa paterna volvían a su paladar, no solo como la nostalgia de lo
perdido sino como la posibilidad de su futuro. Ahí comprendió los
dinamismos seducidos que habían destruido su vida y discernió que la única
ruta razonable era ese amor inextinguible del padre, donde podía encontrar
un nuevo comienzo. No se quedó vagando en otras posibilidades mediocres
para ponerle unos remiendos a su vida. Comprendió que encontrarse de
nuevo con el padre era la única opción que abrazaba toda su existencia.
«Entrar dentro de sí quiere decir, en el fondo, salir de sí» (G. Marcel),
llegar a esa dimensión donde emerge el Amor, sin condiciones que lo
racionen y sin contratos que lo limiten. Ahí se encontró el hijo de la
parábola con el Amor que había experimentado en el padre.
En este proceso de «salir de sí», situamos en el centro de nuestra
interioridad la persona de Jesús. A medida que vamos avanzando en la
contemplación del Hijo encarnado, Palabra inagotable y siempre nueva de
Dios, vamos acogiendo en nuestra vida la salvación que nos trae. Cada
misterio tiene una gracia para mí, en este momento preciso en que
contemplo. La descubro, la aclaro y la acojo. Es el futuro, la sorpresa de
Dios, que nos llena y nos desinstala. ¿Qué es lo nuevo que Dios está
haciendo en mí? ¿Qué es lo que me propone?

«Las contemplaciones de la vida de Jesús desembocan así, con toda


normalidad, en el discernimiento, como en su desenlace esperado. Lo
hacen posible y previsible. Ambos elementos, contemplación y
discernimiento, se condicionan y reclaman mutuamente. En efecto, el
ejercitante contempla los misterios de la vida de Cristo para más amarle
y seguirle (cf. Ej 104) y, a su vez, el discernimiento se realiza, siempre y
solo, “juntamente contemplando” la vida de Jesús (cf. Ej 135)»[15].

En la peregrinación hasta el fondo de nosotros mismos,


comprenderemos las dinámicas que nos carcomen con astucia. Surgiendo
del fondo del alma, descubriremos la propuesta nueva que Dios nos hace
desde su amor inagotable, que nos asume desde lo más hondo de nuestro
misterio y para la que nos ha venido preparando en lo secreto desde
siempre.

4. La peregrinación hacia la hondura del mundo, donde Dios


trabaja

«Sabemos que la creación entera viene gimiendo y sufriendo hasta el


presente con dolores de parto. Pero no solo ella. También nosotros
mismos, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro
interior, anhelando la liberación de nuestro cuerpo» (Rom 8,22s).

Pablo vivía en el mundo rígido, inmutable, de la ley, de los permisos de


la autoridad, de los que tenían el poder para decidir sobre la vida y la
muerte de las personas, de lo ya conocido sobre Dios y sobre la historia.
Vivía en un mundo donde todo era claro: la verdad y la mentira, los amigos
y los enemigos, lo que había que hacer y lo que había que evitar, los justos
y los pecadores.
Dios condujo a Pablo hasta la comunidad de los perseguidos, hacia los
que no eran nadie, hasta el fondo de la nada. Desde allí tendrá una nueva
visión de la realidad, de los verdaderos protagonistas de la historia, que se
irá profundizando a lo largo de toda su vida cuando se convierta en servidor
de la novedad que antes perseguía y él sea también un perseguido. Escucha
el gemido de la creación entera, pero este no lo paraliza, pues sabe que el
Espíritu gesta en la hondura de la realidad vida nueva para toda la creación.
El contenido central del mensaje de Pablo será
«… un Mesías crucificado: para los judíos un escándalo, para los
paganos una locura; en cambio, para los llamados, lo mismo judíos que
griegos, un Mesías que es portento de Dios y saber de Dios; porque la
locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios,
más potente que los hombres» (1 Cor 1,23-25).

En la hondura de la realidad, Pablo descubrirá al Dios que está llegando


constantemente a la vida humana. Peregrinamos hacia el fondo de nosotros
mismos y hacia el fondo de la realidad, santuarios donde Dios habita y
trabaja, superando la tendencia a deslizarnos bronceados con elegancia y
belleza sobre la superficie, desplegando nuestra vela divertida ante los
vientos dominantes.

El discernimiento supone una mirada que respeta la realidad como es, sin
idealizarla esparciendo sobre las superficies pintura del color que nos gusta
para no tener que verla y dejarnos cuestionar por la negatividad que la
destruye. Pero también sin demonizarla, dejando de reconocer la
creatividad de Dios y la bondad humana allí donde, en muchas ocasiones,
nosotros hemos decretado que de esa Nazaret no puede salir nada bueno (cf.
Jn 1,46) para no tener que buscar y comprometernos con la vida, cuya
superficie es áspera y seca. En los Ejercicios espirituales, las
contemplaciones y meditaciones comienzan trayendo la historia y
componiendo con la imaginación el lugar donde se sitúa la contemplación.
Es la fidelidad a la realidad del mundo, donde el Hijo se manifiesta.
En el Antiguo Testamento, Dios aparece, en diferentes escenarios y
momentos, mirando y enseñando a los profetas a ver con su mirada para
sanar las cegueras y sorderas de su pueblo. «He visto», «he oído», «me he
fijado», «he bajado» (cf. Ex 3,7s). También Jesús aparece mirando la
realidad tal como es y descubriendo en ella lo nunca visto, el pueblo de las
bienaventuranzas (cf. Mt 5,2-12), allí donde los instruidos solo ven fracaso
y desecho que hay que barrer hacia el basurero. Jesús nunca encierra a la
persona en lo que representa por su función social o religiosa: publicano,
prostituta, funcionario del imperio, jefe de la sinagoga o extranjero.
Tampoco mira, como si se tratase de un insecto clavado con un alfiler en el
panel de un laboratorio, lo que una persona ha sido hasta ese momento en
su trayectoria personal de descalabro. Siempre mira la hondura donde se
mueven las posibilidades insospechadas de vida nueva y de futuro. Jesús no
sella a personas y situaciones bajo las lápidas inamovibles de su pasado con
un epitafio de descrédito.
Ignacio, en los Ejercicios espirituales, también nos enseña a contemplar
cómo Dios mira, a mirar como él y a dejarnos mirar por él. En la
contemplación de la encarnación, modelo de todas las contemplaciones de
la vida de Jesús, miramos «la planicie o redondez de todo el mundo» (Ej
102), y en la del rey eternal miramos «el universo mundo» (Ej 95). Ni un
metro de tierra queda fuera de su mirada, ni un segundo fugaz se escapa a
su sensibilidad. No contemplamos solo desde la distancia y el conjunto,
sino también desde la cercanía amorosa de un servidor humilde, que está
atento a los pequeños detalles con los que se va tejiendo en cada instante la
vida real de cada persona y desea ayudar en lo que está a su alcance (cf. Ej
114).
Existe un lugar privilegiado para mirar la realidad: los pobres, las
periferias existenciales, donde aparentemente no puede surgir ningún futuro
nuevo de vida para todos, donde solo aparece en la superficie el descalabro
humano. Es en esas periferias descartadas donde se muestra el Hijo
encarnado, donde todos los que quieran encontrarse con él tienen que
acercarse para contemplarlo. Y, al mismo tiempo, es desde las periferias
desde donde debemos mirar el resto de la realidad, con la mirada salvadora
de Jesús.
Presencié una vez, en una escuela de bordado, el momento en que una
alumna presentó su trabajo, bellamente realizado. La profesora no lo revisó
por encima, que era el lado por el que siempre iba a ser mirado, sino por
debajo, por el revés escondido. Solo viéndolo así se daría cuenta de las
puntadas mal dadas, de las trampas por donde el dibujo se podría deshacer
en el futuro.
Me asombra encontrar a personas que trabajan en situaciones de
deterioro humano progresivo y que se mantienen en esos abismos con
alegría y cariño, siempre atentas a cada detalle al servicio de personas
«insignificantes». Ahí se les va la vida. ¿Cómo es esto posible? ¿Por qué el
abismo de la degradación humana no las engulle? En el fondo de esas
situaciones de las que todos huimos, ellas reciben cada día el abrazo de
Dios, que se identifica con los últimos (cf. Mt 25,40) y rehace a los servidos
y a sus servidores.
Existe un acercamiento científico a la realidad. Es necesario, pero no basta.
Existe, además, un acercamiento contemplativo a la misma realidad.
Podemos tomar como itinerario contemplativo el que presenta Ignacio en
los Ejercicios, en la contemplación del nacimiento de Jesús, pobre y
humilde, en el pesebre de Belén (cf. Ej 114):

a) «Como si presente me hallase». No contemplamos desde la distancia


aséptica de un científico, con guantes y mascarilla, balanzas y
microscopios, sino desde la implicación, desde la cercanía y desde el
querer ser solidarios. La contemplación verdadera lleva dentro la
implicación con lo que se va a descubrir, y la posible complicación
al comprometernos con esa novedad.

b) Me acerco «haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno»,


dejando a un lado todo abordaje desde el poder y la autosuficiencia
de nuestros programas y saberes. No es una imagen de
infravaloración sino de servicio a la novedad impredecible de Dios,
que va a rasgar la superficie de la monotonía que vemos sin salida ni
futuro.

c) «Mirándolos, contemplándolos». Al mirar, fijamos libremente los


ojos en una realidad, en medio de tantas otras que llaman a la puerta
de nuestros sentidos. Contemplar significa posar la mirada con un
ritmo despojado de prisa y de codicia, en una actitud de acogida de
un misterio hondo, que se nos va revelando a su ritmo y su medida,
en el tiempo maduro, sin ajustarse a nuestras impaciencias y
calendarios que devoran los instantes.

d) «Sirviéndolos en sus necesidades»: en las suyas, las que hemos


descubierto en la contemplación, no en las mías, que yo podría estar
buscando satisfacer con la acción de ayudar, falseando radicalmente
el servicio. Sus necesidades no siempre coinciden con sus
expectativas ni con las mías. En muchas ocasiones, por razones que
no son siempre conscientes, servimos a los demás en sus
expectativas porque así nosotros recibimos la remuneración fácil de
la fama, o les servimos en nuestras necesidades para llenar vacíos
personales o sueños ajenos que nos han invadido. Jesús en Belén no
solo es un niño recién nacido sino un niño pobre, memoria de todos
los pobres a los que nos tenemos que acercar con reverencia
contemplativa para servirlos en sus necesidades. ¡Cuántas imágenes
de «famosos» se exhiben comprando fama y prestigio en su ayuda
aséptica y televisada a los necesitados del mundo!

e) «Con todo acatamiento y reverencia posible». En realidad, es al


misterio encarnado de Dios al que nos acercamos en cualquier
encuentro y al que cuidamos en su fragilidad de recién nacido,
acatando, acogiendo con reverencia y devoción el don de Dios, sin
tratar de cosechar el que nosotros podríamos soñar. La reverencia a
Dios se extiende a toda criatura.

Todas nuestras miradas a la persona de Jesús y a la realidad en que se


mueve se concentran, al final de los Ejercicios espirituales, en la
«Contemplación para alcanzar amor» (cf. Ej 230-237), donde vemos la
presencia constante de Dios, que trabaja con «esfuerzo» por nosotros,
asumiendo el mundo desde abajo (con el Hijo encarnado) y desde el dentro
íntimo (con el Espíritu). El Hijo y el Espíritu son las dos manos del Padre
(san Ireneo de Lyon). En el mundo Dios habita y trabaja. Nuestro mundo es
el mundo de Dios, que él ama con una imaginación inagotable y un amor
creador de posibilidades siempre nuevas y desconocidas. Toda realidad se
puede convertir para nosotros en un santuario donde Dios actualmente vive,
trabaja y se nos revela en una diafanía inesperada.

5. La transparencia de la mirada: «solamente» (Ej 23) y


«puramente» (Ej 46)

«Si la buena noticia que anunciamos sigue velada, es para los que se
pierden, pues por su incredulidad el dios del mundo este les ha cegado
la mente, y no distinguen el resplandor de la buena noticia del Mesías
glorioso, imagen de Dios» (2 Cor 4,3s).
«… para que también la vida de Jesús se transparente en nuestra carne
mortal» (2 Cor 4,11)

Se pueden tener los ojos abiertos y no ver la realidad, porque nuestro


corazón está ciego y seducido por los intereses de los dioses de este mundo.
El mendigo enfermo Lázaro, tan real para los perros de la calle que acudían
compasivos a lamerle las heridas, era invisible para el rico que pasaba a su
lado cuando entraba y salía de su casa (cf. Lc 16,19-21), el cual no tenía
ojos para percibir la dignidad infinita que ardía e iluminaba en el interior de
ese «don nadie».
En el Principio y Fundamento presenta Ignacio de Loyola la actitud
fundamental del ejercitante con estas palabras: «… solamente deseando y
eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados» (Ej 23).
Nos está hablando Ignacio de una persona unificada por dentro, que retoma
su yo y lo orienta hacia el único horizonte del Reino, sin dividirse entre la
propuesta de Dios y otras, más o menos glamorosas.
En la «oración preparatoria», al comienzo de cada momento de oración,
el ejercitante pide, a lo largo de todo el recorrido de los Ejercicios (y de la
vida entera), «que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean
puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad» (Ej 46).
«Puramente» hace referencia a las motivaciones que nos impulsan a actuar.
A veces llevamos en nosotros intereses que parecen evangélicos, pero que
pueden estar marcados por ambigüedades escondidas en los abismos
inaccesibles de nuestro propio misterio, las cuales escapan a nuestros
análisis. San Ignacio nos propone pedir, al comienzo de cada oración, la
gracia de estar motivados solo por el amor de Dios.
Admitir la ambigüedad de nuestras motivaciones nos hace humildes, y
tratar de reconocerlas y darles nombre nos hace lúcidos. A veces decimos
que buscamos la gloria de Dios, pero en realidad estamos buscando la
nuestra, y secuestramos parte del don de Dios y de los demás, desviándolos
para alimentar la cuenta siempre abierta de nuestros deseos inconfesados de
fama, poder o lealtades afectivas. Muchas de estas necesidades brotan de
heridas nunca curadas. Si somos cisternas rajadas, por más agua que
añadamos, siempre nos estaremos vaciando. La ambigüedad del corazón
puede ser muy sutil y disfrazarse con «razones» muy bien elaboradas.
Nosotros no somos capaces de llegar hasta el fondo. En la contemplación de
Jesús, exponemos todo esto al Espíritu, que, como el primer día de la
creación, nos sana y nos ordena allí donde somos tinieblas, engaño y caos
originario.
Solamente y puramente, el único horizonte y la motivación evangélica,
se complementan de manera inseparable para ver con transparencia, en
medio de la realidad más bella o más dura, a Dios y sus caminos, de manera
que podamos recorrerlos con él y como él.
Para que esto sea posible, necesitamos una gran pasión por Dios y por
su Reino, que purifique los pequeños fuegos pasajeros en los que
entretenemos nuestra noche y nuestro frío. Cuando la pasión por Dios arde
en el centro de nuestro corazón, nos parecemos a las virutas de hierro
esparcidas sobre la mesa cuando son atraídas por un imán potente:
ignorando la inercia de la gravedad y el desorden del descuido, acuden
todas al instante y se ordenan según la fuerza magnética, que las organiza
en un dibujo original.

6. La libertad del corazón: afecciones desordenadas (personales y


comunitarias)

«Vosotros sois mi carta, escrita en vuestros corazones, carta abierta y


leída por todo el mundo. Se os nota que sois cartas de Cristo y que fui
yo el amanuense. No está escrita con tinta sino con Espíritu de Dios
vivo; no en tablas de piedra sino en tablas de carne, en el corazón» (2
Cor 3,2s).

«Donde hay Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Cor 3,17).

«El Señor le contestó [a Ananías]: “Anda, ve, que ese hombre es un


instrumento elegido por mí para darme a conocer a los paganos y a sus
reyes, además de a los israelitas. Yo le enseñaré cuánto tiene que sufrir
por mi nombre”» (Hch 9,15s).
Con la misma pasión con la que Pablo perseguía, será después un
testigo de la novedad de Dios, hasta cargar en su cuerpo con la pasión y las
heridas de crear el futuro con Jesús. La libertad de su corazón para una
misión tan difícil y expuesta viene del Espíritu, que es un fuego que lo
purifica, lo ilumina y lo unifica por dentro.
Nos parecemos a un barco que fija el destino al que quiere llegar, pero
en el viaje puede ser manipulado por corrientes submarinas que lo van
desviando de la ruta escogida. Es importante tener en cuenta que, en nuestra
cultura de «adicciones y compulsiones, pero de poca pasión» (A. Giddens),
estamos permanentemente atravesados por dinamismos que tienden a
instalarse en nuestra afectividad profunda de forma clandestina, para
desintegrarnos por dentro y adueñarse parcialmente de nosotros. Marcados
por nuestra propia historia personal, podemos llevar dentro éxitos o heridas
que no nos dejan soltar las riendas con las que otros nos atan y dirigen.
Siempre hay que tener en cuenta que «poderosas razones tiene el corazón
que la razón no conoce».
Al entrar dentro de nosotros, descubrimos «afecciones desordenadas»,
que nos atan con vínculos afectivos a personas, lugares, actividades,
instituciones, ideologías… Dice san Juan de la Cruz:

«Porque eso me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno
grueso; porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al
grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado
es más fácil de quebrar, pero, por fácil que es, si no le quiebra, no
volará»[16].

Nuestro corazón no está disponible para salir hacia el descampado del


futuro como hizo Abrahán. Dios le propuso: «Sal hacia la tierra que yo te
mostraré» (Gn 12,1). Esa tierra solo estaba en el corazón de Dios y en la
disponible ignorancia de Abrahán.
San Ignacio llama «indiferencia» a la libertad del corazón. No significa
ser fríos y distantes ante las personas, las cosas y los proyectos; no se trata
de matar nuestros deseos sino de ordenarlos. Cuando descubrimos y
acogemos la propuesta de Dios, toda nuestra persona se unifica en la pasión
creadora que Dios enciende en nosotros. Es una «indiferencia apasionada»
(P. Teilhard de Chardin).
A veces puede ser muy difícil extirpar las afecciones desordenadas,
porque tienen raíces profundas y sutiles. De hecho, en algunos casos,
bastaría con conocerlas bien para mantener una relación de libertad frente a
ellas, sin dejar que nos dominen a la hora de tomar una decisión. Si yo sé
que mi báscula pesa un kilo de más, puedo pesar bien descontando ese kilo
del resultado final.
Las afecciones desordenadas también pueden ser comunitarias. A veces
observamos comunidades presas de tristezas y quejas que se han instalado
como parte de la vida misma ante la disminución de los números, el avance
de la secularización o el desconcierto al no ver claro cómo proceder en
situaciones complejas. En otras ocasiones, la comunidad vive presa de
personas difíciles para la convivencia, que siembran el desconcierto ante
cualquier intento de preparar un proceso de discernimiento en común.
Algunas comunidades religiosas o eclesiales ya tienen un estilo adquirido
de vivir y de llevar las instituciones, y echan el freno cuando necesitan
modos nuevos de proceder que ellas ya no pueden controlar con sus manos
temblorosas.
La contemplación de Jesús y el constante examinar lo que vamos
experimentando en la oración, dentro de un diálogo con la persona que nos
acompaña en nuestro itinerario espiritual, nos irán purificando el corazón e
iluminando los nuevos horizontes de la vida evangélica que se abren delante
de nosotros. El Espíritu va escribiendo en la carne de nuestro corazón las
palabras y deseos que nos transforman. El don de Dios se adentrará en
nosotros más hondamente de lo que podemos constatar y compartir.
Solo un corazón apasionado por Dios y su proyecto será capaz de
liberarse para la entrega a un futuro sin estrenar, que desborda lo previsible
por nosotros. No basta con un querer voluntarista y rígido, que se quiebra
en cualquier momento. Tanto los sueños de crear un mundo más humano
como la fortaleza para ejecutarlos emergen en nosotros desde más allá de
nosotros mismos, desde el Espíritu que nos habita, desde el Dios que nunca
cesa de llegar a nuestro corazón y de encenderlo.

7. El realismo de la encarnación en nosotros del don original de Dios


«Porque a los que [Dios] eligió primero, también los destinó desde
entonces a que reprodujesen los rasgos de su Hijo, de manera que este
fuera el mayor de una multitud de hermanos» (Rom 8,29).

A la hora de tomar una decisión, si nos desconocemos porque no


escuchamos nuestro cuerpo, nuestro corazón, nuestras razones y nuestras
costumbres, podríamos perdernos en una visión ajena a nosotros mismos,
que nos ignora. Dios nos conoce, nos ama como somos, y nos respeta
enteramente en todas sus propuestas. Al ofrecernos algo nuevo, nos va
transformando para ser capaces de encarnar en nosotros, de manera original
y única, su novedad.
Todo discernimiento tiene en cuenta esta escucha del propio yo. Cuando
se le caen las escamas de los ojos, Pablo empieza a cambiar poco a poco, a
dejar que se vayan borrando en su rostro las huellas del dominador, su
manera altiva de mirar, los gestos del poder que lo configuraban en su
acercamiento a los demás. Poco a poco se va encarnando en su persona una
nueva percepción de sí mismo y el estilo del Evangelio, que hasta ese
momento era el objetivo que quería derribar. Formarse como apóstol de los
paganos suponía una transformación interior muy honda y lenta, que no se
reducía a repetir por las calles o en espacios clandestinos la consigna de que
Jesús había resucitado.
En Pablo empezó un diálogo pausado con el Antiguo Testamento, que
conocía muy bien, y una búsqueda apasionada de la cultura que lo rodeaba,
donde el Espíritu ya trabajaba desde siempre, para encontrar las palabras y
las imágenes con las que hablar a la sensibilidad de las personas y a sus
búsquedas de Dios. Ese proceso fue lento, escondido, de ensanchamiento
ante lo nuevo y de desprendimiento de certezas que constituían el eje de su
vida. En su nueva misión encontrará fracaso, hambre, acusaciones, la
clandestinidad de un fugitivo y la confrontación pública que lo llevará hasta
los tribunales y la cárcel.
El conocimiento propio siempre ha sido un punto de partida y un
elemento de realismo en la encarnación en nosotros de la propuesta de Dios.
En la misma medida en que vamos profundizando en el conocimiento de
Dios revelado en Jesús, también vamos percibiendo con más claridad
nuestra propia verdad. Es un espejo que nos ilumina y al mismo tiempo nos
transforma. Lo expresa muy bien santa Teresa:

«A mi parecer jamás nos acabamos de conocer si no procuramos de


conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y
mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su
humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes» (Moradas I, 2,
9).

«Por eso digo, hijas, que pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y
allí deprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y
ennoblecerse ha el entendimiento como he dicho y no hará el propio
conocimiento ratero y cobarde» (Moradas I, 2, 11).

En ese proceso de transformación y crecimiento aparecen dos palabras que


hoy tienen mala prensa, y que están casi desaparecidas de los libros de
espiritualidad: la mortificación del cuerpo y la abnegación del espíritu.
«Nuestra cultura no tiene capacidad de renuncia» (Z. Bauman). La
mortificación y la abnegación nos pueden traer recuerdos de un Dios que
solo nos perdona y nos premia cuando ve correr la sangre y nos ve
retorcernos de dolor. Pero es muy distinto cuando son expresión del amor y
nos ayudan a crecer más en él.
Hoy muchas personas las acogen, con otros nombres, en el mundo
secular, cuando llevan dentro una gran pasión que los impulsa a ser
deportistas de élite, artistas del canto o de la danza, iconos de referencia en
la perfección del cuerpo, emprendedores en el mundo de los negocios que
exige una buena condición física y mental para competir… Los maestros de
la mortificación y la abnegación tienen hoy nombres seculares, como
instructores de gimnasio, nutricionistas que imponen severas exigencias
físicas y alimenticias a sus dirigidos, asesores de imagen que reconfiguran
la manera de presentarse ante los demás.
En el Memorial de san Pedro Fabro encontramos una formulación feliz.
Él habla de «la mortificación de la propia carne y la abnegación del propio
espíritu» (Memorial 355). Con frecuencia estas dos palabras han estado
marcadas por el encogimiento, el voluntarismo y la tristeza. Sin embargo,
dice Fabro que son camino para hallar «dilatación […] y consolación» del
espíritu (ibidem)[17].
Una persona mortificada no es la que aparta de sí cualquier satisfacción
corporal en la relación con las personas y las cosas agradables de la
creación, como si por el solo hecho de suprimirlas ya estuviésemos
creciendo espiritualmente. Más bien se trata de lo contrario. Dios nos ofrece
constantemente los regalos de la creación, que llegan a nuestros sentidos
para alimentarnos y recrearnos, para saborear y festejar la vida del Reino
que ya disfrutamos ahora como inicio de la plenitud futura. Dios «nos
provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos» (1 Tim 6,17).
Puede ser mortificación la privación de comida o el comer sanamente
para conservar un cuerpo disponible para el servicio, trabajar arduamente o
irse a una playa para el descanso necesario. La mortificación es dejar morir
en nuestro cuerpo lo que no nos ayuda a crear el reino de Dios, dentro y
fuera de nosotros, y se constituye en un lastre que nos ata y nos impide la
disponibilidad al Espíritu para servir a los demás. Nos tenemos que liberar
de las actitudes devoradoras en la relación con las criaturas y de los ritmos
insertados en la carne que no nos dejan detenernos, con los que nos
quemamos a nosotros mismos creyendo que son una exigencia de nuestra
entrega. La verdadera mortificación posibilita que cada uno sea «señor de
sí» (Ej 216) en nuestra respuesta a la propuesta de Dios.

Lo que realmente importa es que podamos mantener una relación de


libertad en medio de las cosas creadas, de tal manera que el usarlas o
dejarlas venga orientado por la propuesta que Dios nos hace en cada
situación para crear con él la vida del Reino. Nuestra inspiración es el
Jesús pobre y humilde del Evangelio, la libertad con que él se relacionó con
las personas y las cosas: participaba de un banquete o pasaba hambre por
las aldeas perdidas, atendía a la gente hasta el agotamiento o se iba en la
barca con los discípulos a una playa tranquila para descansar y compartir lo
vivido (cf. Mc 6,32). Romper con ritmos trepidantes y exigencias excesivas,
dejando partir el éxito seguro o remuneraciones ligadas a la realización
personal, también es mortificación.
Nos puede iluminar a este respecto la carta de Ignacio al padre Esteban
Casanova, escrita el 20 de julio de 1556. Exponía a Ignacio el padre
Casanova que su poca salud se debía a la represión de la sensualidad.
Ignacio, utilizando el término «represión», tan actual, le responde que tiene
que examinarse para ver si la causa no son sus trabajos excesivos y
descontrolados, que eran muy exitosos. En cuanto a la represión de las
cosas agradables a los sentidos, Ignacio le replica:

«Después, esta represión puede hacerse de dos modos: uno, que con la
razón y luz de Dios advirtiendo algún movimiento de la sensualidad o
parte sensitiva contra la voluntad divina en modo que sea pecado, lo
reprimáis con temor y amor a Dios; y esto está bien hecho, aunque se
siguiese debilidad y mal del cuerpo; que no se debe hacer pecado
alguno por este o por otro respecto. Otro modo hay de reprimir dicha
sensualidad, cuando vos apetecéis algunas recreaciones o cosas lícitas,
donde no hay pecado alguno, mas por deseo de mortificación y de cruz
se niega aquello que se busca; y esta segunda represión ni a todos ni en
todo tiempo es conveniente, antes bien es a veces mayor mérito, para
poder permanecer a la larga con fuerzas en el servicio divino, tomar
alguna honesta recreación de los sentidos que reprimirla; y de ahí
entenderéis que la primera clase de represión os conviene y no la
segunda, aunque tengáis ánimo de caminar por la vía más perfecta y
grata a Dios»[18].

Todos necesitamos «recreación de los sentidos» para saborear los dones


que Dios nos da, rehacernos y poder servir mejor al Señor. A veces, la
verdadera mortificación no consentirá tanto en privaciones sino en llevar
una vida ordenada con el descanso necesario, una dieta saludable y el
ejercicio físico conveniente para conservar la salud, y en mantener un ritmo
de vida en el que no nos explotemos a nosotros mismos creyendo que nos
estamos realizando o agradando más a Dios. El activismo y la velocidad de
la cultura actual pueden arrastrarnos por el suelo como fardos sin libertad.
Con frecuencia necesitamos nadar contra la corriente dominante del
«mundo líquido» (agere contra).
La abnegación nos habla del espíritu. El amor apasionado por Dios y su
Reino, sentido en el centro del corazón, nos dispone para acoger la
propuesta de Dios, en medio de otros proyectos que pueden ser buenos y
agradables para nosotros pero que no son el que ahora mismo él nos
propone. El «mayor servicio» es comprometernos con la propuesta de Dios,
sea fácil o difícil, vistosa o escondida, cotizada o menospreciada, un éxito o
un fracaso. El corazón abnegado se apresta a colaborar con Dios allí donde
él lo llama y a disfrutar con él la alegría de crear juntos su novedad, o a
permanecer con él donde es masacrado en sus hijos más indefensos.

La mortificación y la abnegación están al servicio de la libertad, de la


disponibilidad para con Dios, tanto para ir adentrándonos en un encuentro
sin fin con él en lo más profundo de nuestra intimidad como para avanzar
en el futuro del Reino, en la historia sin caminos ni paisajes conocidos. Nos
unimos a él en su proyecto de vida, con la colaboración justa que nos
propone, respetando siempre lo que realmente somos. La abnegación y la
mortificación no son para sufrir por sufrir, como si Dios se complaciese en
nuestros dolores, sino para disponernos y entregarnos al amor más grande.
Es la «ascesis del amor»[19]. Nace del amor, se vive como amor y nos
dispone a amar de manera concreta. Nos conduce a la «dilatación del
corazón» encogido y a la «consolación».
La abnegación y la mortificación que nunca podemos soslayar en el
seguimiento del Jesús pobre y humillado del Evangelio es la de la vida
cercana y comprometida con los que viven en las periferias existenciales del
naufragio afectivo; la de la investigación sin testigos, en laboratorios y
bibliotecas, de la ignorancia, la cultura o la organización social; la de la
solidaridad con los pobres que sufren de manera permanente carencias
duras y humillantes, que están obligados a vivir en ambientes tóxicos,
sometidos por fuerzas estructurales que los empujan hacia abajo y los
estigmatizan como los culpables de «perturbar el orden» cuando intentan
emerger del abismo y vivir con justicia y dignidad. En muchas ocasiones,
las víctimas son tratadas como si fuesen los verdugos.

8. Lucidez evangélica: el humo tóxico de la cátedra y la fecundidad


de la tierra desnuda

«No hago el bien que quiero; el mal que no quiero, eso es lo que
ejecuto» (Rom 7,19).
«Pero ¡cuántas gracias le doy a Dios por Jesús, Mesías, Señor nuestro!»
(Rom 7,25).

Podemos ser abnegados y mortificados, pero ¿hacia dónde ir? ¿Cuáles son
los caminos que debemos roturar con Jesús? Nuestra buena voluntad puede
ser secuestrada por el engaño. ¡Tantos fanáticos están dispuestos a matar y a
morir, a humillar y despreciar, a mutilar y descartar a otros seres humanos
por una imagen falsa de Dios! Necesitamos ver con claridad la propuesta de
Dios en medio del humo cegador que nos irrita los ojos y nos oscurece la
realidad.
Pablo es lúcido con respecto a la batalla que se libra dentro de sí mismo.
Pero no se considera un hombre definitivamente preso. Un humo denso y
tóxico le impide ver con nitidez su propia realidad personal, cómo se
extiende el mal por su intimidad y cómo tergiversa lo mejor de sí mismo:
«Lo que realizo no lo entiendo, pues lo que yo quiero, eso no lo realizo; en
cambio, lo que detesto, eso lo hago» (Rom 7,15).
También percibe que el Jesús pobre y humilde de Nazaret, desde su vida
descalza y bien pegada a la tierra de la realidad donde se movía el pueblo
sencillo, lo libera de «ese instrumento de muerte» y exclama: «¡Cuántas
gracias le doy a Dios por Jesús, Mesías, Señor nuestro!» (Rom 7,25).
Ignacio presenta al enemigo «en una grande cátedra de fuego y humo» (Ej
140), en la Babilonia de los imperios opresores, y a Jesús, por el contrario,
sobre la tierra desnuda de Galilea.
Por los alrededores de nuestro santuario interior, donde Dios habita,
merodea, insomne y sin sosiego, el enemigo, «mentiroso y padre de la
mentira» (Jn 8,44) que intenta engañarnos con múltiples disfraces para
entrampar nuestra decisión radicalmente o, al menos, para disminuir la
calidad del bien que hacemos y carcomer los pilares de nuestra consistencia
interior. En la meditación de las dos banderas (Ej 136-148), Ignacio nos
ilumina sobre esta batalla que nunca cesa.
Lo que tratamos de discernir es «la vida verdadera» (Ej 139) que Jesús
nos ha traído y nos ofrece para todos hoy en cada coyuntura. En esta
meditación de lucidez evangélica, Ignacio nos presenta primero el camino
de la «no vida», de la esclavitud propia y ajena, del orgullo vano que, desde
su prestigiosa «cátedra de fuego y humo», ciega, seduce y destruye las
relaciones y los proyectos. El enemigo de la «vida verdadera» se sienta en
una cátedra llamativa y cotizada, poderosa; está rodeado de un humo tóxico
que confunde la mirada, se alza vano hacia los cielos y se diluye cayendo
sobre la tierra, contaminando el aliento vital de todo lo que existe. Su
metodología es el engaño de las redes invisibles, escondidas al paso del
confiado, que se convierten después en cadenas manifiestas e irrompibles.
Su camino empieza con la acumulación de cualquier tipo de riquezas, pasa
por el honor vano y volátil de la opinión pública y termina en orgullo que
mira de arriba abajo, ignorando a las personas y deteriorando las relaciones.
Jesús es el camino contrario. Ignacio nos lo presenta en un lugar
«humilde, hermoso y gracioso» (Ej 144). Lo que se dice del espacio se dice
también de Jesús. La «vida verdadera» es propuesta en una relación
cercana, de amistad y de servicio, sobre la fecundidad de la tierra desnuda,
despojada de toda losa sobre la que construir los sueños del propio ego. Se
encuentra en el pobre de corazón que se acerca a los demás como amigo y
servidor, lejos de todo trasfondo mercantil; en esas relaciones se crea la vida
verdadera. La contemplación sosegada del Jesús pobre y humilde del
Evangelio va posibilitando que su propuesta se convierta en la sabiduría
encarnada en nosotros, que nos oriente en todo discernimiento. Buscamos
ser servidores de la «vida verdadera», sin engaños, con «humildad
amorosa» (De 178), con las personas y con todas las cosas creadas, lo que
nos posibilita saborear ya la dimensión de eternidad que se esconde en las
más pequeñas afirmaciones de la vida.

9. El afinado y creciente darnos cuenta: «Mucho examinar» (Ej 319)

«Antes erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos
de la luz, donde florece toda bondad, honradez y sinceridad,
examinando todo lo que agrada al Señor. En vez de asociaros a las
obras improductivas de las tinieblas, denunciadlas» (Ef 5,8-11).

«No seáis irreflexivos sino tratad de comprender lo que el Señor quiere»


(Ef 5,17).
«No apaguéis el Espíritu […] pero examinadlo todo» (1 Tes 5,19-21).

La claridad sobre nuestro universo interior y sobre el contexto que nos


rodea e influye en nosotros no se realiza fácilmente y de una vez sino de
manera lenta, pues estamos sometidos a fuerzas de dentro y de fuera que se
reinventan constantemente, nos conmueven y nos desenfocan el horizonte
que atrae nuestro corazón. El conocimiento propio es algo clave y difícil.
Santa Teresa nos dice que es un don de Dios:

«Tengo por mayor merced del Señor un día de propio y humilde


conocimiento, aunque nos haya costado muchas aflicciones y trabajos,
que muchos de oración»[20].

Las diferentes reglas que Ignacio propone en los Ejercicios nos pueden
ayudar a ser lúcidos sobre dimensiones importantes de nuestra vida que
podrían pasar desapercibidas. No solo las leemos como normas sino
también como espejos que nos reflejan lo que somos, aun en los pequeños
detalles de la cotidianidad. Las reglas presuponen siempre una experiencia
de Dios inspirada en la contemplación de Jesús. Sin esta experiencia se
convierten en una ascesis falsa, rígida y sin sabor.
Para Ignacio es fundamental darnos cuenta de lo que vivimos
interiormente: cómo actúan en nosotros el buen espíritu que nos construye y
el malo que nos dispersa, lo que nos integra y lo que nos desintegra, los
dinamismos sanos que configuran nuestra persona y las heridas persistentes
del pasado por donde se desangran nuestras buenas intenciones, las
experiencias que nunca dejan de manar futuro limpio y el «punto flaco» por
donde somos más vulnerables y seremos constantemente atacados (cf. Ej
327).
En la mitología griega, Aquiles era invulnerable porque, cuando nació,
su madre, la ninfa Tetis, intentó hacerlo inmortal sumergiéndolo en la
laguna Estigia, pero olvidó mojar el talón por el que lo sujetaba, dejando
vulnerable esa pequeña parte del pie. Por ahí lo abatieron con una flecha
envenenada. A Sigfrido le cayó una hoja de tilo en la espalda mientras se
bañaba en la sangre del dragón que lo hizo invulnerable, y por ese pequeño
espacio entró la lanza que lo mató a traición. Estos relatos mitológicos
expresan la misma realidad humana: todos tenemos nuestro «talón de
Aquiles», nuestro «punto flaco».
El conocimiento propio siempre ha sido central en la historia de la
espiritualidad cristiana, tanto para constatar, agradecer y acoger la acción de
Dios en nuestra vida como para ser lúcidos y estar atentos por donde somos
más frágiles. Ignacio propone diferentes formas de examen:

a) El «examen de la oración» (cf. Ej 77) es para ver cómo me ha ido:


qué ha sucedido, que novedad ha realizado Dios en el encuentro
siempre nuevo que él mantiene conmigo, qué resistencias encuentro
en mi interior y si he detectado engaños del enemigo.

b) El «examen particular» se fija en un punto preciso que necesitamos


trabajar a lo largo de cada jornada y durante tiempos más largos (cf.
Ej 24-31).

c) En el «examen para confesarse» tomamos conciencia de nuestros


pecados objetivos y de nuestras motivaciones más sutiles, pues
siempre se nos ocultan ambigüedades cada vez más escondidas en la
profundidad de nuestro corazón (cf. Ej 32-42).

d) El «examen general», al final de la jornada o en otros momentos (cf.


Ej 43), conecta cada uno de nuestros días con la contemplación para
alcanzar amor, punto final de los Ejercicios y comienzo de la vida
cotidiana. Nos dispone para «en todo amar y servir», porque en todo
buscamos y encontramos a Dios.

En la medida en que, al final de cada día, constatamos dónde se nos ha


revelado Dios en la realidad y le damos gracias, cuando regresemos a ese
mismo espacio, todo nos hablará de su presencia, aunque nosotros no lo
pensemos conscientemente. De esta manera, nuestra sensibilidad se va
transformando y nos vamos convirtiendo en contemplativos en la acción, en
verdaderos místicos de ojos abiertos.
En este clima de agradecimiento se ve el pecado, se recibe el perdón y
se abre el mañana a cambios concretos y a posibilidades que superan todos
nuestros cálculos. El «examen general» se afianzó en los primeros jesuitas
desde los comienzos de la Compañía, y se extendió en su crecimiento como
un elemento esencial de nuestra espiritualidad de religiosos itinerantes en
medio del mundo[21].

En nosotros se da una permanente necesidad de distinguir los espíritus que


nos construyen de los que nos perturban y nos rompen. Toda la experiencia
de los Ejercicios, y de cada día en nuestra vida habitual, se clarifica y
encuentra su sentido más fino en las «reglas para en alguna manera sentir
y conocer las varias mociones que en la ánima se causan» (Ej 313). En
cualquier situación y etapa espiritual, discernimos las consolaciones y las
desolaciones, que pueden ser lenguaje tanto del espíritu bueno como del
malo.
Cuando Ignacio empezó su estancia en Manresa, iba haciéndose cada
vez más consciente de su mundo interior. Algunos días se sentía muy
consolado, todo lo veía claro y encontraba el ánimo dispuesto para todo. En
otros momentos, sentía todo lo contrario: tristeza, sinsentido, deseo de
abandonar aquella vida. «Aquí se empezó a espantar de estas variedades,
que nunca antes había probado, y a decir consigo: “¿Qué nueva vida es esta
que ahora comenzamos?”» (Au 21).
De manera muy resumida, y animando a acudir al texto de los
Ejercicios espirituales para comprender las reglas con la sabiduría de todos
sus matices, retomo la enseñanza de Ignacio sobre la manera de situarnos en
las consolaciones y las desolaciones (cf. Ej 313-336).

– En la consolación experimentamos claridad y lucidez espiritual en el


pensamiento, alegría y unión con Dios en la afectividad, ligereza en
nuestro cuerpo, sentido en lo que vivimos, ánimo y creatividad en
nuestra misión, aumento de fe, esperanza y caridad en nuestro
espíritu. Incluso podemos ser consolados en las lágrimas de dolor
por nuestros pecados y al acompañar a Jesús en su pasión.

– En la desolación experimentamos todo lo contrario: confusión y


oscuridad en nuestro pensamiento, tristeza y amargura en la
afectividad, pesadumbre en el cuerpo, sinsentido en lo que hacemos,
tentaciones persistentes contra la vida evangélica, con inclinación a
cosas bajas y terrenas.
Habitualmente Dios, al ir creciendo en su servicio, nos consuela y el
mal espíritu, en cambio, «milita» contra la alegría de la vida evangélica que
Dios nos ofrece (cf. Ej 315). Hay, pues, un principio fundamental: lo propio
de Dios y de sus ángeles es consolar, «dar verdadera alegría y gozo
espiritual»; lo propio del enemigo es «militar» contra esa alegría «trayendo
razones aparentes, sutilezas y asiduas falacias» (Ej 329). El engaño, con
todas sus sutilezas, es su manera preferida de actuar.
En tiempo de desolación, Ignacio nos propone «no hacer mudanza» de
lo que estamos viviendo como servicio de Dios sino «mudarnos contra» la
desolación, insistiendo en la oración y en lo que nos anima en el
seguimiento de Jesús. Es importante discernir la causa de la desolación. A
veces estamos desolados por nuestro descuido espiritual, y en otras
ocasiones la desolación es pedagógica. Dios se esconde (nunca se ausenta
de nuestra persona ni del mundo) para que lo busquemos con más
profundidad, tanto dentro de nosotros como en las realidades más duras,
donde parece imposible que esté presente, para fortalecernos en el
seguimiento de Jesús y para que experimentemos que «todo es don y
gracia» suyos (Ej 322). Es necesario actuar con resolución desde el
principio contra las propuestas del enemigo, sin posponer nuestra acción,
antes de que echen raíces fuertes (cf. Ej 325), dialogar con transparencia
con nuestro acompañante (cf. Ej 326) y ser lúcidos sobre nuestro «punto
flaco», que es la herida por donde habitualmente entra en nosotros lo que
nos perturba (cf. Ej 327).
La consolación también hay que discernirla. Solo Dios nos puede dar
consolación «sin causa precedente» (Ej 330), sin ninguna razón que la haga
previsible, gratuitamente, desbordando nuestros tiempos planificados,
espacios propicios, cálculos y razones. Desde el centro del alma se revela
gozosamente su presencia permanente en nosotros, sin interferencias que la
empañen, y brota en nosotros el deseo de una unión plena con él y de
entregarnos a su voluntad sin reserva ninguna.
Tanto el buen espíritu como el malo nos pueden dar consolación con
alguna causa precedente: una oración, un encuentro, un proyecto… El mal
espíritu entra en nuestra razón y allí se disfraza de «ángel bueno»,
revistiéndose con todo tipo de racionalizaciones y de engaños. ¿Cómo
distinguir si la consolación es del buen o del mal espíritu? Por el fin donde
acaba. La consolación del Espíritu de Dios nos construye, nos alegra y nos
fortalece para el compromiso por el Reino de Dios. El mal espíritu busca
que hagamos algo malo, algo menos perfecto que lo ya planeado antes, o
algo que nos distrae de la entrega plena y nos deja empantanados en la
ciénaga fangosa de la mediocridad. Por eso, la consolación debe ser
discernida para ver si es enteramente de Dios o si carcome de alguna
manera el deseo de amar y servir en todo a Dios y a su Reino. Es importante
examinar en qué momento el mal espíritu se infiltró en nosotros con sus
engaños. Puede ser que nos haya dado una falsa consolación, o que se haya
introducido en el curso de una verdadera consolación de Dios, o que nos
perturbe en las conclusiones que sacamos de esa consolación. Al examinar
la consolación, dos preguntas son fundamentales: ¿de dónde viene? y ¿a
dónde me lleva? Podemos constatar: ¿nos anima a la alegría del amor
humilde y servicial o nos desazona un poso de tristeza que nos va
empapando el alma?

En este examen de espíritus se fundamenta la transparencia de nuestro


necesario diálogo con el acompañante espiritual, así como el compartir con
los demás las mociones que experimentamos en los procesos de
discernimiento en común, en los que también hay que discernir
consolaciones y desolaciones.

Tantas reglas podrían parecer un entramado ascético demasiado


complicado y artificial. No se pueden comprender sin la experiencia
mística, separadas del Espíritu que ablanda lo rígido, agiliza lo lento y
armoniza lo diverso. Las diferentes reglas ayudan a la lucidez interior y a la
ordenación de la vida con libertad. Cuando se interiorizan, son una
estructura interior que nos hace ágiles y fuertes para crecer en la finura
espiritual que nos permitirá movernos de manera creadora en un mundo
complejo y cambiante.
Las más pequeñas reglas de un alpinista de alta montaña, incorporadas
en su modo de ascender por las paredes escabrosas de la roca, posibilitan
que se mueva gozosamente, con seguridad y destreza, por espacios que a
los demás nos aterran, nos dejan sin aliento y nos paralizan.

10. El espíritu generoso: el «más», deseo y horizonte


«Y esto pido en mi oración: que vuestro amor crezca todavía más y más
en penetración y sensibilidad para todo; así podréis acertar con lo
mejor» (Flp 1,9s).

Pablo escribe desde la cárcel a los cristianos de la comunidad de Filipos. No


sabe cuál será su destino, si morir o seguir vivo, y busca «lo mejor» para la
difusión del Evangelio. Sabe que «viva o muera, ahora, como siempre, el
Mesías será glorificado en mi persona» (Flp 1,20). Entre vivir y morir, ¿qué
elegir? Morir y estar con Cristo «es con mucho lo mejor. Sin embargo,
quedarme en este mundo es más necesario para vosotros» (Flp 1,23s).
Pablo desea y busca lo que sea mejor para la misión de evangelizar que ha
recibido, no solo hacer cualquier cosa buena. Pide para los discípulos en su
oración que, como condición para acertar con lo mejor, su amor crezca
todavía más en penetración y sensibilidad.

¿Hacia dónde se dirige esta peregrinación al santuario de nuestro corazón y


del mundo? Escondidos en los refugios de la ley, de la costumbre o de la
autoridad, no podremos dejarnos sorprender por la novedad de Dios, que
buscamos en el discernimiento. Dios nos pide salir de la cueva donde
estamos refugiados, para percibirlo a él en el paso de su brisa ligera (cf. 1
Re 19,11-14). Hoy la palabra magis («más») es retomada de muchas
maneras. En logos de asociaciones, en el tejido de camisas o bufandas, en
los sellos que certifican los documentos, la palabra magis encuentra eco en
muchos corazones generosos. Parece mágica al tatuarla en la piel de los
mejores sueños y propósitos. Es una pretensión certera. No se trata de
discernir para hacer cualquier cosa buena sino para escoger lo que el Señor
nos propone en un momento determinado, convencidos de que es lo mejor
para el Reino y para nosotros mismos. Dios se alía con nosotros. El «más»
es una alianza con Dios, no una exhibición voluntarista y circense.

En la meditación de los «tres binarios» (cf. Ej 149-157), Ignacio propone al


ejercitante cuatro «más» que deben confluir en un solo punto, en el que se
configura y concreta, con claridad y consistencia, la propuesta de Dios en
un momento determinado.
a) En la composición de lugar (cf. Ej 151), el ejercitante se ve rodeado
por el Señor y todos los santos, que lo miran con un amor cálido, el
cual desentumece todo lo encogido, lo acomodado, lo que está
lastrado por el desengaño, para que pueda «desear y conocer lo que
sea más grato a la su divina bondad». Dios es experimentado como
la suma bondad, y el ejercitante desea responder a su propuesta con
lo que le sea más grato. Así se convierte el «más» en agradable,
gratificante, agradecido, gratuito. En la relación amorosa, la
dimensión afectiva une a las personas mucho más profundamente
que la obligación de cumplir el precepto de una ley. Este afecto
mutuo, capaz de mover lo mejor de nosotros mismos, ya sitúa en un
clima muy preciso nuestra búsqueda y nuestra respuesta. Buscamos
desde la experiencia de estar siendo amados por ese corazón
insondable de Dios y de permanecer en ese amor. No buscamos
actuar para ser amados, pues ese amor sin medida ya lo hemos
encontrado en nuestras vidas. El amor de Dios nos precede siempre.
Una vez experimentado, crea el clima para discernir, encontrar su
propuesta y entregarse. Toda elección es una alianza de amor.

b) En la petición (cf. Ej 152), demando lo que quiero: «… gracia para


elegir lo que más a gloria de su divina majestad y salud de mi ánima
sea». Aquí consideramos a Dios en su dimensión gloriosa,
fascinados por el plan maravilloso de salvación que atraviesa los
siglos. Su gloria no es el narcisismo de Dios, que lo exalta a él desde
nuestra pequeñez, sino que se manifiesta en nuestra pequeñez,
llevando nuestra existencia al centro de sus desvelos, rebajándose él
hasta quedar sin figura humana en la cruz. La gloria de Dios
podemos confundirla con glorias humanas personales, de la propia
congregación, de la Iglesia, que, en muchas ocasiones, no tienen
nada que ver con la gloria de Dios, la cual brilló en su máxima
expresión en el don de sí mismo cuando fue crucificado. Podemos
proyectar sobre Dios la gloria nuestra de reconocimientos, números,
éxitos, títulos, aplausos y poder.

c) Muchas falsas glorias humanas han quedado pintadas en lienzos o


grabadas en la piedra de edificios suntuosos, de mausoleos, de
museos… Más adelante, como elemento propio del tercer binario
(cf. Ej 155), repetirá Ignacio tres veces la palabra «servicio»: «…
que el deseo de mejor poder servir a Dios nuestro Señor le mueva a
tomar la cosa o dejarla». Dios se nos ha revelado en su Hijo Jesús
como nuestro servidor, abajado hasta lo más hondo de la realidad
humana. Jesús contempla cómo el Padre trabaja en la realidad
descalificada y se une a su acción (cf. Jn 5,17-20), acercándose al
hombre que languidece en la piscina para servirlo, para que deje
correr por su cuerpo y su espíritu la vida y la dignidad que vienen de
Dios.
La síntesis más preciosa de la alabanza y el servicio se encuentra
en la «Contemplación para alcanzar amor»: «en todo amar y servir»
(Ej 233). Ante la experiencia de tantas glorias buscadas con
esfuerzo, pero que no son la gloria de Dios, tal vez nos sentimos hoy
más identificados con esta fórmula, más humilde y realista, con la
que se cierran los Ejercicios espirituales y se abre la vida cotidiana.

d) El cuarto elemento que hay que tener en cuenta es que Dios nos
propone lo que «más […] salud de mi ánima sea» (Ej 152). Este
aspecto es muy importante, pues a veces podemos olvidar las
limitadas posibilidades que somos y tenemos. Nos creemos más de
lo que somos y nos rompemos por asumir cargas para las que no
tenemos los hombros formados, o podemos encogernos como
pergaminos de historias viejas, porque nos minimizamos sin
misericordia. Es posible exprimirnos a nosotros mismos hasta la
ruptura personal por pretender acelerar la hora, ignorando los ritmos
del Reino y los de la propia persona. No podemos someter la
realidad a las exigencias de nuestra impaciencia ni de nuestras
programaciones. Necesitamos entrar en el tiempo de Dios y de la
debilidad humana, que él ha asumido como propia en la encarnación
de su Hijo. La propuesta de Dios nos hace más sanos, más
saludables, más capaces de saborear con alegría la entrega en la
construcción del Reino y también más resistentes a la hora de ser
confrontados a horas oscuras y fuerzas que nos pueden flagelar las
espaldas y clavar, juntamente con las realidades crucificadas de la
existencia humana.
e) En el triple coloquio de las dos banderas (cf. Ej 147), que repetimos
varias veces durante esa etapa de los Ejercicios, nos damos cuenta
de que pedir este «más», situado en el seguimiento del Jesús pobre y
humilde del Evangelio, es fruto enteramente de un corazón abierto a
la gracia de Dios, y que sin ese don andamos transitando las
fronteras de la desmesura, que nos puede destruir.

Cómo ir unificando en nuestra persona estas cuatro dimensiones del «más»


de la propuesta de Dios es un desafío, que implica la ascética de un yo
dispuesto a acoger el don de Dios y la gracia mística de una relación
profunda que Ignacio, con una imagen de gran cercanía afectiva y corporal,
describe como un abrazo: «… abrazándola [al alma] en su amor y
alabanza» (Ej 15). El abrazo tiene lugar entre dos personas. Solo es posible
cuando Dios me abraza y yo le respondo y lo abrazo.
La sabiduría evangélica nos irá unificando por dentro para vivir la
propuesta de Dios con sentido. Eso no excluye que, en algunas ocasiones,
ser fieles a Dios nos lleve a situaciones de oscuridad y de muerte. En
muchas opciones, el más puede ser el menos de tantos trabajos sencillos que
van empedrando el mosaico de nuestra vida cotidiana, el cual solo revelará
su espléndida belleza cuando todo el proceso esté terminado.

En el Evangelio constatamos cómo Jesús vive en proceso constante de


discernimiento. No busca hacer simplemente cosas buenas sino la propuesta
del Padre. A veces responde a la búsqueda del pueblo, y en otras ocasiones
frustra sus expectativas y se va a otra parte: «También a los otros pueblos
tengo que anunciarles la buena nueva del Reino de Dios» (Lc 4,43). Se
enfrenta a los dirigentes judíos o se aleja de ellos; aparece o bien se retira y
se esconde. Su misión se limita al pueblo judío, pero se deja sorprender por
la fe de algunos paganos y rompe su itinerario previsto para detenerse y
ayudarlos. En el Tabor Jesús se transfigura (cf. Mc 9,2s) y se siente
confirmado en la decisión de subir a Jerusalén que había tomado seis días
antes en Cesarea de Filipo, en contra del sentir común de los discípulos
expresado por Pedro (cf. Mc 8,31-33). Desde esa experiencia de la cercanía
máxima del Padre, decide subir hasta Jerusalén para la gran confrontación
con las instituciones de su pueblo. Se mueve siempre buscando la propuesta
del Padre en cada momento, lo que es «mejor» para el servicio al Reino de
Dios, que se va manifestando de manera inédita. Jesús se mueve unificado
por dentro, con la libertad de un corazón enteramente centrado en el Padre,
ardiendo en la pasión por su misión.

En el trasfondo de toda decisión verdadera y generosa está siempre el


misterio de la cruz. Mientras no podamos verla como señal del amor hasta
el extremo, esquivaremos las propuestas de Dios. Precisamente Jesús vino a
«liberar a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera
como esclavos» (Heb 2,15).

«La cruz es un factor sumamente importante en la espiritualidad de san


Ignacio. No hay espiritualidad ignaciana sin la cruz. Porque no hay
verdadera libertad interior sin la cruz. Sin haber aceptado la cruz no se
pueden tomar decisiones. […] Él nos quiere totalmente vivos, y, al
mismo tiempo, totalmente muertos. Esta es la paradoja. Para seguir a
Cristo hay que morir totalmente, pero para vivir totalmente»[22].

11. Conocer, acoger, ofrecer y confirmar la propuesta de Dios

«Lo que es yo, estando bajo la ley, morí para la ley, con el fin de vivir
para Dios. Con el Mesías quedé crucificado y ya no vivo yo, sino que
vive en mí el Mesías. Mi vivir humano de ahora es un vivir de la fe en
el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,19s).

Pablo acoge la propuesta de Dios no de una manera superficial sino desde el


centro de su ser, y la realiza de tal manera que Cristo vive en él, actúa en él,
se manifiesta en él. Ya se dejó crucificar para morir y resucitar a la vida
nueva que es el don impredecible de Dios. Abandonados los caminos
trillados de la ley, acoge la propuesta de Dios, que se vive en la fe en Jesús.
En el descenso al fondo de la realidad personal y comunitaria, vamos a
experimentar que Dios está siempre llegando y haciendo algo nuevo. Puedo
descubrir exigencias de justicia en una población marginal; búsqueda de
sentido en un joven atrapado en su identidad incierta; los gritos mudos de
un emigrante, profeta sin papeles que se mueve con recelo por las calles; la
exigencia de campesinos sin tierra ante latifundios mal habidos cuyas
cercas se pierden en el horizonte… También puedo admirar una asociación
de enfermos con síndrome de Down que busca más colaboradores, el
magnífico trabajo de un equipo de alfabetización de inmigrantes excluidos,
un grupo de madres que lucha por descubrir a sus hijos desaparecidos, la
generosidad de personas acomodadas que dejan entrar en su corazón y su
presupuesto vidas destruidas, hombres públicos que arriesgan su futuro y su
vida en la búsqueda de justicia y de libertad para todos… Tanto en el grito
de dolor como en la admiración que siento por la vida evangélica que crece,
reconstruyendo las personas y el tejido social, puedo sentir dentro de mí una
llamada a buscar la colaboración con Dios allí donde se experimentan las
convulsiones del parto.
En el encuentro personal con Dios, mientras estoy lúcidamente situado
en la realidad, voy discerniendo la propuesta que me hace y mi respuesta a
esa llamada. Para no atropellar las decisiones y abortar los procesos,
ignorando lo que realmente somos, es muy importante estar atentos a los
ritmos que implican los diferentes procesos de discernimiento. San Ignacio
dice que hay tres «tiempos» diferentes en esta búsqueda: 1) Cuando, sin
poder dudar, siento con claridad la llamada concreta del Señor y la alegría
de poder responder con un «sí» que me deja en gran paz (cf. Ej 175). 2) Un
segundo tiempo, cuando voy sintiendo alternancia de consolaciones y
desolaciones, hasta que llega un momento en que se clarifican en mí la
propuesta de Dios y mi respuesta (cf. Ej 176). 3) Un tercer tiempo en que,
desde la razón iluminada por la fe, voy examinando lo que veo a favor o en
contra de tomar una decisión, hasta que siento con claridad hacia dónde me
inclino (cf. Ej 177).
En los procesos en que el compromiso que se asume implica
radicalmente la vida y supone un cambio muy fuerte es importante dar un
tiempo más o menos largo, para que la nueva opción se asiente en mí y
pueda ser aceptada con una decisión acogida por la persona concreta que yo
soy. Dios respeta siempre nuestra libertad y se dirige a nosotros como
somos cuando nos propone algo, pero podemos añadir elementos que
tergiversan la propuesta de Dios y nos atropellan a nosotros. Siempre es una
gran ayuda encontrar a una persona que nos pueda acompañar.
Cuando vemos clara la propuesta de Dios, presentamos al Señor en la
oración nuestra decisión y esperamos que nos confirme. Normalmente la
paz y la alegría suelen ser la confirmación de Dios. En algunas situaciones,
la opción que hemos tomado puede ser dolorosa, pero permanece el sentido
que experimentamos, como Jesús en Getsemaní: «Si quieres, aparta de mí
este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42).
A través de todo este proceso de oración y de discernimiento, Dios nos
va preparando para ser capaces de asumir lo que nos va a proponer. Esta
confianza básica nos anima en toda la búsqueda.
En nuestra cultura siempre cambiante, hay una tendencia a decir «sí» a
lo que escogemos, pero sin decir «no» a lo que dejamos, de manera que
queda una puerta abierta ante cualquier eventualidad. No saber cortar con
lo que se deja y permitir que muera esa posibilidad, para concentrarse en la
propuesta que Dios nos presenta, nos vuelve débiles y divididos por dentro.
Nuestros surcos quedarán torcidos, porque, mientras aramos, estamos
mirando constantemente hacia atrás o hacia los lados (cf. Lc 9,62). «Sí» y
«no» son dos palabras fundamentales en una existencia sana. Ya desde
niños aprendemos a decirlas de manera rotunda, pero con el crecimiento
podemos perder esa libertad de pronunciarlas de manera responsable.

12. Clarificar y compartir la experiencia

«Tengo muchas ganas de veros, para comunicaros algún don del


Espíritu que os afiance, es decir, para animarnos mutuamente con la fe
de unos y de otros, la vuestra y la mía» (Rom 1,11s).

Pablo comprobó a lo largo de su vida cómo la experiencia del Espíritu


compartida en la comunidad era una dimensión fundamental para ser fieles
a Dios y a su proyecto. Lo expresa así en su carta a los cristianos de Roma.
Desde los comienzos de su proceso de conversión, para Ignacio fue
siempre muy importante encontrar personas con las que tener una
«conversación espiritual» sobre las experiencias que se movían en su
interioridad. Se adentraba en el mundo desconocido y sumamente complejo
del corazón humano. Necesitaba definir lo que sentía y compartirlo, no solo
para no extraviarse sino para dejarse transformar con alegría por la acción
del Espíritu en él, a través del reflejo de los demás. A partir de esa
experiencia, Ignacio ofrecía también esta posibilidad de conversar a las
personas que encontraba con deseos de crecer en su entrega a Dios.
En la fundación de la Compañía de Jesús en la universidad de París, la
«conversación espiritual» estuvo muy presente desde los inicios de la
configuración de aquel grupo de «amigos en el Señor». Orando y
conversando sobre su experiencia espiritual, sus consolaciones y
desolaciones, se iban uniendo todos los compañeros desde las dimensiones
más hondas de sí mismos, allí donde Dios actúa. Juntos fueron aprendiendo
a distinguir la acción de Dios y a sentir cómo él iba configurando un grupo
dotado de una novedad que los admiraba a ellos mismos antes de
sorprender a los demás.
Se discierne desde la experiencia personal y comunitaria de Dios.
Necesitamos reconocerla, nombrarla y compartirla con sencillez y verdad.
No discernimos a partir de una opinión sobre un texto, ni desde estadísticas
o proyectos, sino a partir de la experiencia espiritual que las informaciones
y datos sobre la realidad crean en nosotros. En este proceso, Dios no solo
nos da a conocer su voluntad, sino que nos prepara para vivirla. Con la
persona que tiene «autoridad eclesial», contrastamos lo que sentimos como
propuesta de Dios, para que ella nos ayude a confirmarla, matizarla o
someterla a una sospecha que nos posibilite purificarla y afinarla mejor.

13. Un don de Dios a los humildes

«Y si no, hermanos, fijaos en quiénes habéis sido llamados: no muchos


intelectuales, ni muchos poderosos, ni muchos de buena familia. Todo
lo contrario: lo necio del mundo lo escogió Dios para humillar a los
sabios; y lo débil del mundo lo escogió Dios para humillar a lo fuerte. Y
lo plebeyo del mundo, lo despreciado, lo escogió Dios: lo que no existe,
para anular lo que existe, de modo que ningún mortal pueda gloriarse
ante Dios» (1 Cor 1,26-29)

Pablo mira el recorrido de su vida y el nacimiento de las comunidades


cristianas. Al comienzo de su misión, creyó que, si los cultos atenienses
acogían la buena noticia, sería muy fácil la extensión del Evangelio. Pero se
encontró con un profundo fracaso. Salió caminando, dolorido y confuso, y
llegó hasta la corrupta ciudad de Corinto, atestada de esclavos y de
negocios. Allí hizo un descubrimiento que marcó toda su vida. El Espíritu
lo condujo hasta un pequeño grupo y Dios le dijo: «No temas, sigue
hablando y no te calles, que yo estoy contigo» (Hch 18,9s). Aunque algunas
personas ilustradas y de buena posición acogieron el Evangelio, las
comunidades se fueron formando mayoritariamente con los últimos, que,
iluminados por el Espíritu, pudieron discernir la novedad esperanzadora de
Dios en aquel mensaje que les tocaba el corazón, les abría el futuro y daba
un sentido a su vida.
Podría parecer que el discernimiento espiritual es algo sumamente
complejo y destinado exclusivamente a los especialistas o a las personas de
una gran perfección. Sin embargo, encontramos personas sencillas, sin
mucha formación académica, que tienen una sintonía muy profunda con el
Espíritu y encuentran con facilidad las propuestas de Dios. Son
iluminadoras las palabras del papa Francisco:

«Es verdad que el discernimiento espiritual no excluye los aportes de


sabidurías humanas existenciales, psicológicas, sociológicas o morales.
Pero las trasciende. Ni siquiera le bastan las sabias normas de la
Iglesia. Recordemos siempre que el discernimiento es una gracia.
Aunque incluya la razón y la prudencia, las supera, porque se trata de
entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para
cada uno y que se realiza en medio de los más variados contextos y
límites. No está en juego solo un bienestar temporal, ni la satisfacción
de hacer algo útil, ni siquiera el deseo de tener la conciencia tranquila.
Está en juego el sentido de mi vida ante el Padre que me conoce y me
ama, el verdadero para qué de mi existencia, que nadie conoce mejor
que él. El discernimiento, en definitiva, conduce a la fuente misma de la
vida que no muere, es decir, conocer al Padre, el único Dios verdadero,
y al que él ha enviado: Jesucristo (cf. Jn 17,3). No requiere de
capacidades especiales ni está reservado a los más inteligentes o
instruidos, y el Padre se manifiesta con gusto a los humildes (cf. Mt
11,25)»[23].

San Ignacio solía terminar sus cartas con un deseo suyo, que era al
mismo tiempo una oración. La voluntad de Dios no solo se conoce, sino que
también se siente. La afectividad está implicada para acoger y cumplir la
propuesta de Dios:
«Plega a la divina Bondad a todos dar su gracia cumplida para que su
santísima voluntad siempre sintamos y enteramente la cumplamos»[24].

[13] Cf. PAPA FRANCISCO, Gaudete et exsultate, 64-109.


[14] Ibid., 169.
[15] A. GUILLÉN - P. ALONSO - D. MOLLÁ, Ayudar y aprovechar a otros muchos. Dar y hacer
Ejercicios ignacianos, Mensajero, Bilbao 2018, 30.
[16] SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, I, 11, 4.
[17] A. ALBURQUERQUE (ed.), En el corazón de la Reforma. Recuerdos espirituales del beato
Pedro Fabro, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 2000, 392.
[18] SAN IGNACIO DE LOYOLA, Obras completas, BAC, Madrid 19915, 1102.
[19] Cf. S. ARZUBIALDE, Ejercicios espirituales de san Ignacio. Historia y análisis, Sal Terrae-
Mensajero, Santander-Bilbao 20092, 262.
[20] SANTA TERESA DE JESÚS, Libro de las fundaciones, 5, 16.
[21] A. ARAUJO SANTOS, «Mas él, examinándolo bien…» (Au 27). El examen de conciencia en la
espiritualidad ignaciana, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Santander 2016, 309-331.
[22] A. NICOLÁS, Darlo todo. Textos seleccionados de la visita del padre Adolfo Nicolás, SJ,
Superior General de la Compañía de Jesús, Provincia jesuita de Chile, 2011, 68-69.
[23] PAPA FRANCISCO, Gaudete et exsultate, 170.
[24] SAN IGNACIO DELOYOLA, «Carta a Leonor de Médicis, duquesa de Florencia», en Obras
completas, BAC, Madrid 19915, 965.
3

Modo de proceder
en el discernimiento comunitario

«Unos que bajaron de Judea enseñaron a los hermanos que, si no se


circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían
salvarse. Esto provocó un alboroto y una seria discusión con Pablo
y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran
a Jerusalén a consultar a los apóstoles y responsables sobre aquella
cuestión» (Hch 15,1s).
Al final de ese discernimiento, vieron con claridad que no era
necesaria la circuncisión: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y
nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables» (Hch
15,28)

En el proceso de expansión del cristianismo y de inculturación del


Evangelio en el mundo pagano, surgió la polémica sobre la circuncisión.
Algunos exigían a los nuevos cristianos venidos del paganismo que se
circuncidasen, mientras que otros decían que no era necesario pasar por ese
ritual propio del pueblo judío, no del nuevo pueblo nacido de la Pascua de
Jesús. Los que tenían más autoridad en la Iglesia naciente no zanjaron la
discusión con una orden que viajase desde Jerusalén a todas las
comunidades, sino que escucharon la novedad de Dios, que estaba naciendo
en las periferias más alejadas y vulnerables. Abrieron los oídos al Espíritu y
contemplaron los caminos inéditos por donde crecía la comunidad. Por eso
decidieron reunirse en Jerusalén viniendo desde los distintos espacios
donde predicaban el Evangelio. Cada uno contó lo sucedido y cómo el
Espíritu Santo había descendido sobre los paganos en los diferentes
contextos geográficos y culturales. Todos escucharon atentamente la vida
que narraban los demás, deliberaron y decidieron que no era necesaria la
circuncisión. La decisión, inspirada por el Espíritu y abierta a lo que decían
todos, en vez de crear división y exclusión, abrió la comunidad eclesial a
una nueva manera inclusiva de vivir la salvación de Dios.
En los procesos actuales de reestructuración de las comunidades
religiosas y eclesiales, también nos encontramos en una situación nueva.
No suele ser un momento de crecimiento de números, sino de disminución,
donde, sin embargo, no se trata simplemente de cerrar tareas y presencias
sino de vivir un verdadero proceso de creatividad en un ambiente
secularizado, muy parecido al de las primeras comunidades en el mundo
pagano. Necesitamos procesos de discernimiento para crear nuevas
estructuras comunitarias e institucionales y, en la efervescencia de las
tecnologías de la comunicación, nuevos lenguajes para anunciar la vida
nueva del Evangelio que ya saboreamos nosotros y que otros, sin darle
nombre, también pueden sentir y gustar.

«Pero, cuando hablamos de reestructuración, debemos estar hablando de


renovación espiritual y compromiso con nuestra misión. Porque la
reestructuración no debe ser un simple reordenamiento funcional para
adecuarnos a los cambios del contexto y a nuestros números
decrecientes. No debe ser una operación de salvamento en tiempos de
naufragio. Debe ser un movimiento de renovación espiritual orientado a
la misión. Su motivación no debe estar en el miedo a sucumbir en la
catástrofe sino en el renovado entusiasmo por el seguimiento de
Jesús»[25].

1. La comunidad es un cuerpo, un himno orquestado

«Sed un himno a su gloriosa generosidad» (Ef 1,6)

«Siendo auténticos en el amor, crezcamos en todo aspecto hacia aquel


que es la cabeza, Cristo. De él viene que el cuerpo entero, compacto y
trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar
de cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose
él mismo en el amor» (Ef 4,15s).

«Porque antes erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Vivid
como hijos de la luz, donde florece toda bondad, honradez y sinceridad,
examinando todo lo que agrada al Señor. En vez de asociaros a las
obras improductivas de las tinieblas, denunciadlas» (Ef 5,8-11).

«No seáis irreflexivos sino tratad de comprender lo que el Señor


quiere» (Ef 5,17).

Los textos de la carta a los Efesios tienen un profundo sentido comunitario.


La oración y el discernimiento van ayudando a que cada cristiano, con su
carisma particular, dialogue con los demás, para ir formando un cuerpo
unido en el mismo sentir y en la misma decisión. Los une a todos el
Espíritu, que es el mismo en todos. La armonía llega precisamente de
«crecer en todo aspecto» orientados hacia el mismo sol que los atrae.
La autenticidad del amor mutuo es el centro de vida, de unidad y de
crecimiento. Está por encima de simpatías o afinidades ideológicas. Tiene
en cuenta el cuerpo entero, compacto y trabado; no ignora, ni relega, ni
excluye.
En esta misma carta aparece una imagen musical: «Sed un himno a su
gloriosa generosidad» (Ef 1,6). Cada uno es una nota de un himno, y debe
sonar en el momento preciso. No puede sonar más fuerte que los demás ni
durante más tiempo, para no disminuir la presencia de los otros. Ninguno
puede esconderse y apagarse por miedo, infravaloración, imposición… La
falta de la más mínima nota es un fallo que los oídos expertos pueden
escuchar. Afecta a todo el himno. Se busca un sonar de todos bien
«acordados». Una nota aislada no significa nada, pero en el conjunto del
himno adquiere toda su belleza. Las notas que la preceden y que la siguen
dan todo su valor a cada nota y al himno entero. La acción del mismo
Espíritu en cada persona va generando comunidad en la vida ordinaria, y de
manera especial en la búsqueda y realización de la propuesta nueva de Dios.
«Vamos a recordar una historia contada por Sidney Lanier, un músico
que tocó la flauta en la Orquesta Sinfónica de Baltimore durante
muchos años. Una vez, durante un ensayo, la orquesta se desplazaba por
un apasionado pasaje musical que se iba convirtiendo en un gran y
vibrante crescendo. Mientras los platillos chocaban y los timbales
retumbaban y los cuernos sonaban, un pensamiento travieso surgió en la
mente de Lanier: “¿Qué importancia tiene mi flauta con su pequeño
sonido en medio de este estruendoso rugido de la orquesta? ¿Y si dejo
de tocar? ¿Y si no sale una nota de mi flauta? Nadie se dará cuenta”.
Con lo cual, todavía sosteniendo la flauta en sus labios, dejó de soplar el
instrumento.
Instantáneamente, el director golpeó su batuta en el podio y toda la
orquesta se detuvo chirriantemente. En el silencio ensordecedor, el
director miró fijamente desde el podio a Lanier y gritó: “¿Dónde está la
flauta?”»[26].

2. Presupuestos del discernimiento comunitario

Hoy constatamos la necesidad de los «discernimientos comunitarios», en


los que una comunidad se reúne para tomar una decisión que afecta a su
vida abriéndola a una nueva realidad. También hay «discernimientos en
común», en los que la comunidad religiosa se abre a la participación de
diferentes colaboradores de una misma institución apostólica, con el fin de
buscar juntos la propuesta de Dios para esa institución. La metodología
concreta se adapta, con creatividad y flexibilidad, a cada grupo. En las
comunidades eclesiales, desde los tiempos de Pablo, todos buscaban juntos
el camino, tanto en tiempos de crecimiento como de lucha, cuando el hacha
de las persecuciones las podaba.
Es muy importante distinguir entre las reuniones habituales, en las que
buscamos juntos, en un clima de discernimiento, lo mejor posible para el
grupo o la institución, y la convocatoria a un discernimiento especial ante
una coyuntura que exige una decisión que puede marcar de manera decisiva
el futuro.
Como punto de partida, sabemos que «cuando buscamos en común la
voluntad de Dios, ya estamos haciendo su voluntad, ya estamos creando
Reino de Dios» (Jorge Cela).

a) Si no hay una vida de oración que incluya discernimiento personal,


no hay modo de afinar nuestros puntos de vista según la inspiración
evangélica que nos llega en cada momento concreto desde el
Espíritu. Tal vez solo nos quedemos en puntos de vista «sensatos»,
«razonables». En muchos momentos la sabiduría del Evangelio
suena a locura y a insensatez. «La locura de Dios es más sabia que
los hombres, y la debilidad de Dios, más potente que los hombres»
(1 Cor 1,25).

b) Si no tenemos discernimiento personal en el que vamos conociendo,


purificando y reconfigurando nuestra sensibilidad espiritual según el
Espíritu de Jesús, ¿cómo podremos participar del discernimiento
comunitario, aportando mociones evangélicas y acogiendo otras
propuestas en esa misma sintonía, que respeten la novedad de Dios?
Hay que tener en cuenta que en los discernimientos comunitarios
importantes suelen incidir muchas presiones de fuera del grupo, que
entran en el proceso sin haber sido invitadas. Los presupuestos para
hacer un buen discernimiento personal también son necesarios para
el comunitario.

c) Necesitamos estar atentos a las mociones que vamos sintiendo en la


vida ordinaria, en medio de las actividades tenidas entre las
diferentes reuniones para discernir. Los procesos espirituales no
tienen horario ni espacio definido. Intuiciones profundas pueden
llenarnos de claridad y de certeza mientras nos ocupamos en las
actividades cotidianas.

d) La indiferencia, es decir, la libertad del corazón generoso que


posibilita dejar fuera mi opinión y asumir otra diferente, que el
grupo discierne como propuesta de Dios, debe estar presente desde
antes de comenzar el discernimiento, porque condiciona la expresión
de lo que yo siento y manifiesto, así como la manera de decirlo y la
escucha de lo que los demás exponen. Eso no excluye que pueda
causar sufrimiento el asumir la decisión que no va con mis simpatías
y que necesite tiempo para acoger con toda mi persona la paz, que es
don del Espíritu.

e) Todos los que participan en el discernimiento deben estar bien


informados. Puede haber situaciones en las que existen datos de
personas que no se pueden compartir, pero este hecho no se puede
utilizar como pretexto para encubrir elementos que podrían inclinar
la balanza en otra dirección diferente de la que a mí me gustaría
sacar adelante.

f) Antes de empezar un discernimiento, es necesario fijar con precisión


el punto que vamos a discernir y estudiar bien la metodología que
vamos a seguir, pues hay muchas modalidades en las que se puede
implementar. Hay que fijar un modo de proceder en el que todos, en
la medida de lo posible, estén de acuerdo. Especialmente claro debe
quedar quién es el responsable de tomar la decisión final.

g) No podemos eternizarnos en un discernimiento difícil, pero también


hay que saber esperar el tiempo de maduración de una decisión
consistente. La prisa aborta gestaciones. La dilación enfría el
corazón. El responsable del discernimiento necesita percibir con
nitidez el momento de concluir, sobre todo cuando no se llega a una
decisión por consenso sino simplemente por mayoría.

h) Es fundamental tener en cuenta el tiempo del corazón, la


importancia decisiva que tiene la afectividad espiritual en toda
decisión comunitaria, para que el discernimiento no acabe en una
división entre vencedores y vencidos sino en el mayor consenso
posible.

«Es bueno que haya un proceso de reflexión que nos permita a todos
entender lo que se busca, aportar, asimilar la nueva propuesta y trabajar los
posibles consensos. Pero el camino de la racionalidad no siempre nos lleva
al acuerdo. […] Hay que trabajar el mundo afectivo. Y los amores
desordenados solo se vencen con un amor más grande que los ordena al fin
de nuestra vida. Solo situando el proceso en el plano del amor mayor
seremos capaces de disponer nuestro espíritu con alegría y hasta
entusiasmo. Situando el proceso en la búsqueda de la voluntad de Dios y
disponiendo nuestro corazón a querer lo que Dios quiere, aunque nos
cueste, aunque no lo veamos»[27].

3. Modo de proceder[28]

El animador del discernimiento tiene que percibir con una sensibilidad muy
atenta el momento que vive el grupo, el modo de acercarse a él y los pasos
del proceso, para ayudar a que todos avancen y se expresen sin dejar
elementos importantes fuera, porque podrían quedar reprimidos, enconarse
en el silencio y revolverse con todo tipo de resistencias y trabas contra el
resultado final y su implementación. El animador del proceso puede ser el
superior de la comunidad, el responsable de la institución o una persona
externa que se sitúe con objetividad.

3.1. Disponernos para discernir


El corazón tiene que estar libre de «afectos desordenados» para buscar la
propuesta de Dios. Yo no intento conseguir una meta personal, lo que más
me gusta a mí, lo que yo domino mejor, lo que puede ser un peldaño para
reforzar mi poder y mis alianzas. Por eso oramos y mantenemos una actitud
profunda de escucha de Dios y de las personas. Nuestro corazón posee
siempre una dosis de ambigüedad en sus motivaciones, que crea afecciones
desordenadas. Nadie está completamente libre de ambigüedades, pero si
somos conscientes de ellas y las tenemos en cuenta, nuestro discernimiento
será de más calidad evangélica.
La oración acompaña el discernimiento en todo su proceso, desde la
propuesta del punto que se va a discernir hasta la manera de asumir la
decisión final. Solo en ese clima de escucha de Dios se encuentra la manera
de escuchar a los demás y decidir unidos.
Es fundamental crear un clima donde se pueda compartir a nivel de
experiencia espiritual, con sencillez, transparencia y libertad. No se trata de
un debate sobre ideas sino de un compartir experiencias espirituales y
razones nacidas en la oración personal y comunitaria.
Actualmente nos encontramos con situaciones en las que, en algunas
instituciones, participan de los procesos de discernimiento personas que no
son creyentes o que profesan otras religiones. Lo importante es si se sienten
identificados con la mística de la obra en la que trabajan y si tienen vida
espiritual, si son capaces de escuchar la hondura de su corazón, donde el
Espíritu se comunica de manera única con cada existencia humana.

3.2. Presentar con claridad lo que se va a discernir y el modo de proceder

El discernimiento es siempre sobre cosas buenas, no entre algo bueno y


algo malo. No todas las opciones son de la misma calidad evangélica, no
todas son las que «mejor» acogen la propuesta de Dios. El discernimiento
está orientado a conocer esa propuesta de Dios y escogerla como una
opción personal y comunitaria. Somos conscientes de que, al decir «sí» a
una opción, estamos diciendo «no» a las demás posibilidades, que dejamos
morir.

3.3. Oración personal

Llevamos a la oración lo que se ha propuesto y recogemos lo que hemos


experimentado, lo que vemos con claridad y lo que solo entrevemos
confusamente. Hay realidades que son muy complejas y que solo poco a
poco se van esclareciendo. Tenemos en cuenta las mociones que
experimentamos en la oración. Hermann Rodríguez describe con precisión
las posibles mociones que después compartiremos: «Racionales o
cerebrales: ideas, pensamientos, reflexiones, valores… Afectivas o
cordiales: sentimientos, emociones, afectos, pasiones… Sensibles o
viscerales: sensaciones, impulsos, instintos, deseos…»[29]. Además de
constatar lo que sentimos, tratamos de discernir si las mociones son del
buen espíritu o del malo, si crean más vida evangélica o si nos desvían de
ella.

3.4. Compartir en común

Compartimos lo que cada uno experimentó en la oración. No es respetuoso


con el proceso ir cambiando lo que vamos a decir a medida que escuchamos
lo que expresan los demás. Es el momento para la escucha atenta de los
otros, en un contexto en el que caben todas las diferencias. Es nefasto no
escuchar bien las visiones divergentes y no dialogar con ellas. Si no son
escuchadas, nos estamos privando de puntos de vista que ofrecen
posibilidades nuevas, que pueden ayudar a matizar el conjunto del
discernimiento. Si no se escuchan ni se oran, se enconarán, quedándose
enquistadas, y pueden ser más tarde un freno permanente, de efectos
destructores.

3.5. Llevar a la oración lo escuchado


Acogemos y oramos todo lo oído y lo contrastamos con lo que nosotros
mismos habíamos sentido. Abrimos un espacio y un tiempo donde lo
diverso resuene dentro de nosotros. Tratamos de formular una propuesta
que dialoga con lo que han expresado los demás. Elaboramos nuestra propia
propuesta. Según la modalidad de discernimiento que hayamos escogido y
el punto que se vaya a discernir, este tiempo tendrá duraciones diferentes.

3.6. Diálogo abierto


Cada uno expone lo que ha sentido en la oración y escucha a los demás, y
se abre un diálogo respetuoso para tratar de llegar a una propuesta común.
El intercambio ayuda a avanzar en la búsqueda y definición precisa de lo
nuevo que Dios nos propone.

3.7. Decisión

Lo ideal es llegar a un consenso en la decisión, pero no siempre es posible.


Se intenta buscar lo más acorde con lo experimentado por cada uno.
Si no hay consenso, se puede volver a la oración de nuevo y compartir
lo que vamos viviendo. Si no se logra el consenso, cabe proceder por
mayoría de votos, tratando de que todos puedan asumir la decisión con paz.
En cuestiones muy complejas y de mucha trascendencia, es bueno seguir
dialogando y orando hasta que el consenso sea lo más unánime posible.
Tenemos en cuenta los diferentes tiempos para tomar una decisión (cf. Ej
175-178). Nadie debe salir de un discernimiento sintiéndose un perdedor
porque no ha salido lo que él pensaba.
Siempre hay que ser muy respetuosos de las diferencias, de las minorías
que ven las cosas de otra manera. El discernimiento no es para aplastar lo
diferente sino para integrarlo de tal manera que todos podamos estar «de
acuerdo» (de corazón) y colaborar con gusto en la realización de lo
acordado, aunque no seamos todos exactamente de la misma opinión. Es
distinto de un debate en el que unos ganan y otros se quedan con la
sensación de ser los perdedores.

3.8. Confirmación1

Los discernimientos bien hechos se confirman con la paz y unión que siente
el grupo y que lo unifica desde dentro. Presentamos la decisión ante el
Señor para que nos la confirme[30]. La persona responsable toma la
decisión.

En la práctica, constatamos que existen iniciativas muy creadoras –y


respetuosas del grupo– que podemos seguir, porque respetan el sentido
profundo del discernimiento, sin que haya que aplicar cada paso del proceso
con la precisión científica con la que se mezclan una serie de ingredientes
químicos en un laboratorio.

4. La tentación de los discernimientos perfectos

Entre nosotros se pueden dar búsquedas en clave de discernimiento, en las


que no se siguen con toda exactitud los pasos expresados aquí, pero que se
realizan con un deseo generoso de encontrar «lo mejor» para una institución
o una comunidad. Poco a poco, la comunidad que discierne va aprendiendo
a moverse en esta búsqueda de la propuesta de Dios para ella. También
aprendemos qué aspectos hay que llevar de manera explícita al
discernimiento y cuáles se resuelven de otra manera. En cuanto al
discernimiento comunitario, «estamos en un momento de aprendizaje»
(Jorge Cela).
Es importante tener en cuenta lo que afirma el padre Kolvenbach en su
carta Sobre el discernimiento apostólico en común:

«Se debe reconocer con honradez que no todas las comunidades podrán
realizar el discernimiento apostólico en común; pero todas podrán, al
menos, esforzarse en crecer buscando caminos apropiados de
profundización, de acuerdo con sus posibilidades actuales»[31].

Tanto los discernimientos personales como los comunitarios llevan


dentro dimensiones de ambigüedad, pues nuestras motivaciones no son
nunca completamente transparentes. Nos situamos en camino. Y esa actitud
ya es crear Reino de Dios, avanzar juntos confiando en que él nos
acompañe en cada paso futuro. La travesía de los judíos por el desierto
produjo una gran transformación del pueblo; no solo cambiaron de un lugar
a otro. Tenían que aprender a ser una comunidad de personas en camino,
liberándose de los mecanismos de esclavos que los fijaban a una argolla,
física o psicológica, que llevaban incorporados a su manera de ser. La
pedagogía de Dios fue paciente y respetó los ritmos lentos y las
características de cada persona.
Este sentido de aprendizaje progresivo, de pasar de ser una comunidad
de pasividad más o menos dócil y expectante de las órdenes recibidas desde
fuera a constituir un pueblo en búsqueda, supone un tiempo largo. Guardo
en mi memoria con mucho agradecimiento el itinerario de la comunidad
cristiana del barrio que desarrollaba su creatividad en torno a la pregunta
generadora. Religiosos, religiosas, laicos especialmente comprometidos,
junto con toda la comunidad, constituían un pueblo que se movía, y
miraban la realidad en la que vivían no como una masa inerte de miseria
que solo podía ser manejada a base de órdenes sino como una realidad
atravesada por los dinamismos del Espíritu, que trabajaba en medio de ellos
y los invitaba desde dentro a unirse a su creatividad infinita.
Este espíritu de discernimiento comunitario puede contribuir a ir
creando una Iglesia en camino, en búsqueda, donde los laicos puedan
desplegar los talentos que el Señor les ha confiado. Las invitaciones de
Pablo en sus cartas a discernir no eran solo para algunas personas selectas
sino para el conjunto de la comunidad.
En una provincia de la Compañía de Jesús, el discernimiento de jesuitas
y colaboradores en la misma misión se realizó en torno a estos puntos:

1) Se fija con claridad el punto que se va a discernir.

2) A nivel de sentimientos espontáneos: ¿qué siento ante este tema?

3) Desde la mirada y el corazón de Dios, en clima de oración:


¿Qué me genera luz, paz o alegría?
¿Qué me provoca inquietud, desasosiego u oscuridad?

4) Una vez escuchadas las mociones, se dejan cinco o diez minutos


para integrar lo escuchado y acoger las llamadas que el Señor nos
hace.
– Desde la raíz de lo escuchado, ¿qué llamadas siento? ¿A qué
opciones concretas me siento más llamada/o?

En otra provincia diferente, a lo largo de un año, se fue proponiendo a


todas las comunidades un material de oración inspirado en los Ejercicios
espirituales y los documentos fundacionales y recientes de la Compañía.
Las experiencias espirituales de consolación y desolación se compartieron
en todas las comunidades. El resultado se recogió por regiones. Finalmente
se compartieron los frutos entre todas las comunidades de la provincia. Ese
fue el primer paso, que preparó a todos los jesuitas y laicos para discernir
las obras concretas y tomar decisiones.
La creatividad para encontrar la metodología que conviene en cada caso
puede ser decisiva para que la experiencia sea satisfactoria y deje a los
participantes con deseos de seguir discerniendo en el futuro.
Vamos a ver ahora dos discernimientos comunitarios, muy alejados en
el tiempo y en el espacio. El primero, de siete monjes cistercienses en
Argelia, acabará en el martirio. El segundo, de los primeros jesuitas en
Roma, concluirá con el nacimiento de una nueva vida religiosa. Los dos
buscaban lo mismo: la propuesta de Dios para colaborar con él en la vida
nueva del Reino para todos.
5. Discernimiento en las fronteras para morir: los monjes de
Tibhirine

En la película Des hommes et des dieux, seguimos el proceso de


discernimiento de siete monjes cistercienses que vivían en Tibhirine
(Argelia). El contexto era amenazante. Un grupo de islamistas radicales
empezaron a matar personas, física y afectivamente cada vez más cercanas
al monasterio. La pregunta que se formulan los monjes es clara: ¿deben
irse, ante el peligro de ser degollados, o deben quedarse, fieles a la
comunidad de musulmanes pobres con los que habían creado relaciones de
ayuda mutua, de respeto y de oración?
Desde su entorno, les llegaba cada día la cercanía de sus vecinos
musulmanes, en todas las pequeñas expresiones de la vida que los amarraba
a esa tierra. Desde más lejos, sus superiores y compañeros les plantearon la
posibilidad de alejarse por un tiempo. Los militares los conminaban a irse.
¿Qué hacer? ¿Qué les proponía Dios? ¿Irse para salvar su vida o quedarse
como una palabra de amor y de fidelidad a esa comunidad que había
nacido entre cristianos y musulmanes, a ese germen de verdadero futuro?
Empezaron un proceso de discernimiento comunitario. Entre ellos había
opiniones diferentes. Las expresaron con transparencia y libertad. Mientras
continuaban su vida de oración y las actividades habituales, iban dejando
que la propuesta de Dios fuese emergiendo con toda claridad en su interior.
El misterio de la encarnación irreversible del Hijo en nuestra historia
los inspiró a ser fieles a la tierra concreta donde Dios los había situado.
Después de varios meses, encuentran la unanimidad comunitaria.
Permanecerán en la comunidad, fieles a Dios y a sus hermanos
musulmanes. En esa decisión encuentran la paz, el sentido y el sabor del
Espíritu.
El Grupo Islámico Armado (GIA) los ejecutó en mayo de 1996.
Encontraron sus cabezas. Sus cuerpos no han aparecido aún.
El testamento del prior de la comunidad, Christian de Chergé,
redactado algunas semanas antes de su muerte, nos ayuda a entrar en la
experiencia mística que movió a la comunidad a tomar la decisión de
permanecer en esa línea imprecisa entre la vida y la muerte. Lo que ellos
buscaban era una vida nueva de armonía para cristianos y musulmanes. Su
decisión de defender la vida que nació en torno al monasterio sigue
iluminando hoy la relación de los cristianos, y de cualquier persona, con el
mundo musulmán:

«Si llegara el día –y este día podría ser hoy– en que fuera víctima del
terrorismo que parece querer abarcar a todos los extranjeros que viven
en Argelia, desearía que mi comunidad, mi Iglesia y mi familia se
acordaran de que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que
aceptaran que el único Maestro de todas las vidas no podría permanecer
ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí. ¿Cómo puedo ser yo
digno de tal ofrenda? Que sepan asociar esta muerte a tantas otras,
igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y al anonimato. Mi
vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. En todo caso, no tiene
la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que
soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el
mundo. Y también del que podría golpearme a ciegas. Desearía, llegado
el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a
Dios y a mis hermanos, perdonando, al mismo tiempo, de todo corazón
a quien me golpea. No podría desear una muerte semejante. Me parece
importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del
hecho de que este pueblo que amo fuera acusado, indiscriminadamente,
de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, tal vez,
sería llamada la “gracia del martirio” que se debiera a un argelino,
quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que
él cree ser el islam. Sé con cuánto desprecio han sido tachados los
argelinos en su conjunto, y conozco también las caricaturas del islam
fomentadas por un cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la
conciencia identificando esta vía religiosa con el fundamentalismo de
sus extremistas.
Argelia y el islam son para mí otra cosa, son un cuerpo y un alma.
Creo haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y
aprendido por experiencia, volviendo a encontrar a menudo ese hilo
conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi
primerísima Iglesia, precisamente en Argelia y, ya entonces, en el
respeto de los creyentes musulmanes.
Evidentemente, mi muerte parecerá darles la razón a quienes me han
tratado, sin reflexionar, como ingenuo o idealista: “¡Que diga ahora lo
que piensa de esto!”. Pero deberán saber que, por fin, quedará satisfecha
la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere, podré sumergir mi
mirada en la del Padre para contemplar junto a él a sus hijos del islam,
así como él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su
pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será
siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza,
jugando con las diferencias.
De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy
gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta
alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este gracias, en el que
ya está todo dicho de mi vida, os incluyo, amigos de ayer y de hoy, y a
vosotros, amigos de aquí, junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y
hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a
ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estás
haciendo. Sí, por ti también quiero decir este gracias y este a-Dios en
cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido reencontrarnos
como ladrones llenos de gozo en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre
nuestro, tuyo y mío.
¡Amén! Inša’Allah!».

(Christian de Chergé, Argel, 1 de diciembre de 1993 -


Tibhirine, 1 de enero de 1994)

6. Discernimiento en el centro para nacer: comienzos de la


Compañía de Jesús

Los «primeros compañeros» que estuvieron en los orígenes de la Compañía


empezaron a conocerse en la universidad de París mientras hacían sus
estudios de filosofía y teología. Después de dialogar sobre sus inquietudes y
proyectos, fueron practicando individualmente los Ejercicios espirituales,
propuestos por su compañero de estudios Ignacio de Loyola. Más adelante
compartieron su experiencia espiritual unos con otros, y poco a poco fueron
formando un verdadero grupo de «amigos en el Señor», disponibles para lo
que Dios les fuese proponiendo.
Desde 1528, fecha de la llegada de Ignacio a París, hasta el nacimiento
oficial de la Compañía de Jesús con la aprobación del papa Paulo III en
1540, los primeros compañeros vivieron un proceso espiritual de
discernimiento comunitario, en el que iban descubriendo poco a poco qué
quería Dios de ellos. No pensaban en formar una nueva congregación
religiosa. No sabían hacia dónde eran suavemente conducidos.
En 1534 hicieron los votos de pobreza y castidad en Montmartre, con la
perspectiva de ser sacerdotes viviendo al estilo del Jesús pobre y humilde
contemplado en los Ejercicios. Decidieron que, al final de los estudios,
peregrinarían juntos a Jerusalén y allí verían cómo continuar y qué hacer en
el futuro. Este proceso se resume en las deliberaciones de 1534.
Terminados los estudios, peregrinaron a pie hasta Venecia. Durante un
año, llevaron una vida intensa de oración y predicaron el Evangelio en
pobreza, sirviendo a los pobres en las cárceles y hospitales. Como durante
ese año no salió ningún barco para Tierra Santa, en un proceso de
discernimiento, llamado deliberaciones de 1537, decidieron ir a Roma y
ponerse a disposición del papa, para ser enviados a cualquier parte del
mundo donde hubiese necesidad.
Llegados a Roma, el papa empezó a destinarlos a lugares diferentes y se
encontraron con la dispersión que podría acabar con la unión del grupo.
¿Qué hacer con ese grupo que el Señor había reunido y consolidado
durante tantos años? Conforme a todo el proceso de discernimiento que los
había configurado a lo largo de diez años, se reunieron para ver qué les
proponía Dios para el futuro. Vivieron una experiencia definitiva en esas
deliberaciones de 1539, que duraron unos tres meses.
El momento no era propicio para la fundación de nuevas
congregaciones religiosas. Más bien se proponía reducirlas todas a las más
importantes. El juicio sobre la persona de Ignacio no era siempre positivo.
Adondequiera que iba lo aguardaban las sospechas sobre su doctrina y su
conducta:

«Ignacio de Loyola, entre los años 1526 y 1546, fue sometido a ocho
procesos inquisitoriales, acusado de alumbrado en Alcalá (1526 y
1527), de erasmista en Salamanca (1527), de “seductor de estudiantes”
en París (1529 y 1535), de católico desviado en Venecia (1537), de
“lobo luterano disfrazado de oveja romana” en Roma (1538) y de
transgresor de las normas con las arrepentidas en Roma (1546)»[32].

En ese contexto, tuvieron que extremar la profundidad de sus


motivaciones, la claridad sobre lo que buscaban y la sensibilidad para
moverse en un territorio minado. Vieron fácilmente, y con gran
consolación, que deberían conservar la unión que Dios mismo había
formado:

«Finalmente determinamos la parte afirmativa, es decir, después que el


clementísimo y piadosísimo Señor se había dignado unirnos unos a
otros y congregarnos, así débiles y oriundos de tan diversas regiones y
costumbres, que no deberíamos romper la unión y congregación hecha
por Dios, sino más bien confirmarla y asegurarla cada día más,
agrupándonos en un cuerpo, y teniendo cuidado y comprensión unos de
otros para mayor fruto de las almas, ya que para buscar con ahínco
cualesquiera bienes arduos, la misma fuerza unida tiene más vigor y
fortaleza que si estuviera fragmentada en muchas partes. Sin embargo,
todo lo dicho y lo que se dirá, queremos que se entienda de esta manera:
absolutamente nada afirmamos por impulso y ocurrencia nuestra, sino
solo, sea lo que sea, lo que el Señor inspire y la Sede Apostólica
confirme y apruebe».

Ante la segunda pregunta, sobre el modo de vivir esa unión y si debían


hacer un voto de obediencia a uno de ellos, los puntos de vista fueron muy
diferentes. Todo este proceso, largo y complejo, hasta llegar a un consenso
consolado sobre la decisión de vivir unidos por la obediencia fue más lento
e incierto. Eran conscientes de que estaban creando una nueva manera de
vida religiosa, en un tiempo en el que esa forma de vida estaba muy
desacreditada. Necesitaban orar y profundizar sobre el paso que iban a dar.
Decidieron que cada uno, después de orar durante el día y en medio de sus
actividades apostólicas, trajese al grupo, al final de la jornada, las
«mociones», consolaciones y desolaciones, para hacer o no hacer el voto de
obediencia. Como no llegaban a una conclusión, decidieron intensificar más
la vida de oración y traer las razones a favor o en contra cuando se
reuniesen al final del día:

«Por tanto, muchos días discutimos en uno y otro sentido acerca de la


solución de esta duda, ponderando y examinando las razones de más
trascendencia y las más eficaces, entregados a los ejercicios
acostumbrados de oración, meditación, reflexión; después, finalmente,
dándonos auxilio el Señor, concluimos, no por parecer de la mayoría,
mas sin que nadie disintiera: que nos es más consiente y más necesario
dar obediencia a alguno de los nuestros, para poder realizar mejor y más
exactamente nuestros primeros deseos de cumplir en todo la divina
voluntad, y para que se conserve más seguramente la Compañía, y,
finalmente, para que se pueda proveer como conviene a los negocios
particulares que se ofrezcan, tanto espirituales como temporales».

Finalmente, discernieron otros asuntos particulares, siguiendo el mismo


modo de proceder, pero tomando las decisiones por mayoría de votos, como
solemos hacer hoy en muchas de nuestras opciones:

«Además, siguiendo el mismo orden de reflexión y similar


procedimiento, decidieron algunas cosas sobre su pobreza, la obediencia
al papa, probaciones, colegios, enseñanza del catecismo a los niños y
otros ejercicios de su vocación, que quedaron contenidos en la bula de
erección de 1540 y en lo que Polanco llama “constituciones viejas” de
1541»[33].

Este largo proceso de discernimiento, con momentos puntuales


decisivos, se inició en la universidad de París en 1529 y continuó hasta el
27 de septiembre de 1540, cuando el papa Paulo III aprobó la Compañía de
Jesús con la bula Regimini militantis Ecclesiae.
En el centro mismo de la cristiandad, entre controles extremos,
sospechas y recelos, nació un nuevo modo de vida religiosa apostólica sin
monasterios ni conventos. «Nuestra casa es el mundo», decía el padre
Nadal. La actividad apostólica no solo es el momento donde vaciar lo
experimentado en la contemplación sino el lugar de encuentro con Dios,
que trabaja en la realidad con amor infinito e imaginación inagotable,
invitándonos a unirnos a él para crear la novedad que nace de su corazón en
cada situación nueva.
Este proceso de decisión de los primeros jesuitas permanece como
«modo de proceder» en los discernimientos en común que la Compañía
vive hoy, para situarse de manera creativa ante los desafíos de nuestro
mundo fragmentado. Lo expresa así la Congregación General 36:

«Nuestros primeros padres fueron capaces de discernir juntos la llamada


que, como grupo, Dios les dirigía, porque habían tenido experiencia de
la gracia de Cristo que los hacía libres. El papa Francisco nos urge a
pedir con insistencia esa consolación que Cristo está deseando darnos.
La reconciliación con Dios es primero, y sobre todo, una llamada a la
profunda conversión, de cada jesuita y de todos juntos»[34].

[25] J. CELA, Una espiritualidad para la reestructuración, La Habana 2014, 1.


[26] J. MOCK, CSJ, Sorprendidas por la alegría: las fuentes de las profundidades iluminan la
vida religiosa, ponencia presentada en la Asamblea de la Conferencia de Liderazgo de Religiosas
(Houston, Texas) el 12 de agosto de 2015.
[27] J. CELA, op. cit., 2.
[28] Cf. A. SOSA, Carta a la Compañía de Jesús sobre el discernimiento en común, Roma 2017.
[29] H. RODRÍGUEZ OSORIO, ¿Cómo realizar un proceso de discernimiento espiritual
comunitario?, documento disponible en https://jesuitas.lat/es/noticias/651-como-realizar-un-proceso-
de-discernimiento-espiritual-comunitario (consultado el 14 de octubre de 2019), 6.
[30] Una inspiradora descripción de este camino la encontramos en A. SOSA, Carta a la
Compañía de Jesús sobre el discernimiento en común, Roma 2017.
[31] P. H. KOLVENBACH, Sobre el discernimiento apostólico en común, Roma 1986, 37.
[32] I. CACHO, Íñigo de Loyola el heterodoxo, Universidad de Deusto, San Sebastián 2006, texto
de contraportada.
[33] J. OSUNA, Amigos en el Señor, Sal Terrae, Santander 1975, 130.
[34] Congregación General 36 (2016), decreto 1, 17.
4

Discernir en tiempos de poda personal,


comunitaria e institucional

1. La novedad de Dios en las pasividades de disminución

El padre Pedro Arrupe cayó fulminado por un accidente


cerebrovascular cuando se encontraba sometido a presiones muy
fuertes. Acompañaba los dolores y las alegrías de la Compañía de
Jesús, que renacía pascualmente inspirándose en el dinamismo del
Concilio Vaticano II, y, al mismo tiempo, integraba en su vida los
golpes que recibía desde instituciones y personas muy poderosas
dentro de la Iglesia. Cuando estaba enfermo y sin poder ninguno,
despojado de sus destrezas de brillante comunicador, expresaba a sus
hermanos jesuitas reunidos en la Congregación General lo más
íntimo de su alma con palabras llenas de vida:

«Yo me siento,
más que nunca,
en las manos de Dios.
Eso es lo que he deseado
toda mi vida,
desde joven.

Y es también lo único
que sigo queriendo ahora.
Pero con una diferencia:
hoy toda la iniciativa
la tiene el Señor.

Les aseguro que saberme


y sentirme en sus manos
es una profunda experiencia»[35].

Las palabras del padre Arrupe en ese momento de su vida no son de derrota
ni de amargura sino de admirable plenitud. Por fin se siente enteramente en
las manos de Dios para ser un amoroso instrumento suyo en la construcción
del Reino, como siempre había soñado. No es solo un ser disminuido,
despojado de sus extraordinarias cualidades proféticas de comunicador, sino
un sorprendente testigo del Evangelio, de un amor que lo recorre por dentro
y que siempre dinamizó su vida. Ese amor, ahora desnudo, sin el ropaje de
tantas cualidades, aparece con toda nitidez; se nos revela más fuerte que los
límites. Parece decirnos que ahora la novedad de Dios, a través de él, puede
entrar en este mundo sin ninguna interferencia suya.
Afirma Teilhard de Chardin que nosotros experimentamos pasividades
de crecimiento y de disminución. En las de crecimiento, acogemos todo lo
que llega hasta nosotros, de manera incalculable, para que podamos edificar
la persona servidora del Reino que Dios nos ofrece ser. En las pasividades
de disminución, vamos experimentando límites nuevos, que nos erosionan y
nos mutilan. Al final de las disminuciones está la muerte.
Sorprendentemente, hay que tener muy claro que todos estos procesos de
disminución no nos van encaminando necesariamente hacia el
aniquilamiento sino hacia la plenitud de la vida.
Inevitablemente, en algunos momentos experimentamos procesos de
disminución, tanto personal como institucional, en la Iglesia y en las
comunidades. Buscar y hallar la novedad de Dios en esos tiempos de
oscuridad puede ser complejo. No pedimos simplemente resignación para
acoger sus designios. Lo que se busca es por dónde pasa la vida del Reino
en esas situaciones y cómo unirnos a la creatividad de Dios, cómo colaborar
con él para que esa vida pueda brotar con toda su novedad y fortaleza. En
algunas ocasiones la única forma de crecer será disminuyendo.
Necesitamos afinar bien nuestro discernimiento. ¿Por dónde pasa la
novedad de Dios? ¿Cómo dejarla nacer? ¿Cómo regalarle lo mejor de lo
que somos y tenemos para que pueda crecer y proseguir su camino? ¿Cómo
transformar los huecos de la pared en ventanas por donde nos entre la luz,
en puertas por donde salir hacia el futuro?

«En efecto, las dos partes, activa y pasiva, de nuestras vidas son
extraordinariamente desiguales. En nuestras perspectivas, la primera
ocupa el primer lugar, porque nos resulta más agradable y más
perceptible. Pero, en realidad, la segunda es inconmensurablemente la
más extensa y la más profunda» (P. Teilhard de Chardin).

En nuestra cultura se realiza un «lifting del lenguaje» (G. Lipovetsky)


para remendar las apariencias sin tener que enfrentar la dureza de lo real, la
negatividad que nos asalta. La muerte se disimula en los modernos
tanatorios con maquillaje y música ambiental, los emigrantes son amenazas
que vienen a perturbar nuestros logros, el aborto es solo una interrupción
voluntaria del embarazo, la amenaza nuclear no es más que un cómic de
ciencia ficción o un videojuego, el cambio climático es una alarma de
visionarios… Si nos quedamos en la superficie de las pérdidas, nuestra
respuesta será superficial. Si descendemos al fondo de la muerte,
resucitaremos desde la hondura, con una novedad y fortaleza sorprendentes,
que no tienen miedo a los que quitan la vida, a los fracasos posibles, ni a los
que reparten con superficialidad certificados de éxito o de fracaso por las
redes sociales. Jesús vino a «liberar a todos los que, por miedo a la muerte,
pasaban la vida entera como esclavos» (Heb 2,15). Resucitamos desde la
misma profundidad en la que morimos.
Cuando pretendemos discernir en una situación de mutilación, de poda,
tratamos de asumir el dolor y el fracaso bajando hasta él como Jesús (cf. Flp
2,6-11), para poder distinguir y acoger la hondura de las respuestas que nos
llegan desde la acción de Dios en todos los abismos de la existencia. En la
«nada» originaria, y en todos los «caos» existenciales, siempre actúa la
creatividad de Dios, como el primer día de la creación (cf. Gn 1,2). La
máxima pasividad, la muerte, es también el instante de la resurrección de
todo lo muerto. Solo se puede recibir como don de Dios.
2. La poda de los números y la multiplicación de los desafíos

En medio de las transformaciones que todo lo alcanzan hoy, constatamos


que en la vida humana, que se alarga en algunos países (mientras se
estrecha por el hambre en inmensas extensiones del planeta), cambian las
instituciones, los signos, los modelos de referencia, el lenguaje…
Necesitamos descubrir a Dios en los mismos cambios de la cultura, pues el
Espíritu trabaja ahí. Aferrarnos a lenguajes y símbolos que mucha gente ya
no entiende puede ser dejar al Espíritu sin el cuerpo eclesial que necesita
para encarnar hoy la novedad que él nos propone.
En muchos países del primer mundo, la Iglesia pierde números y
significado. Sus escándalos e incoherencias gritan y desgarran desde las
pantallas y primeras páginas con grandes titulares. La vida consagrada
también disminuye en muchos países mientras crece la edad promedio de
las religiosas y religiosos. La vida familiar se siente zarandeada por
visiones nuevas de la sexualidad y del vínculo matrimonial y por la difícil
tarea de educar a los hijos, expuestos desde pequeños a innumerables
visiones diferentes y contradictorias de la vida.
Son tiempos de poda. También de Pascua. La limitación de los números
en la vida religiosa es evidente, pero, al mismo tiempo, se van creando
nuevas conexiones entre las distintas congregaciones en proyectos
intercongregacionales. Dentro de la Iglesia crece el número de laicos y de
familias enteras que se sienten llevados por el Espíritu a asumir en sus vidas
el carisma de las diferentes congregaciones religiosas y a unirse con ellas en
una colaboración que es creadora de un nuevo tejido en el cuerpo eclesial y
en la sociedad. Desde su acogida del carisma de las congregaciones, ellos
experimentan una gran renovación interior y ofrecen rostros nuevos a esa
inspiración de los orígenes de cada instituto. En algunos casos, la vida
religiosa, que sembró su carisma, tuvo que dejar esos espacios, pero, en su
ausencia, esos grupos de laicos han seguido siendo creadores de vida
evangélica conservando el mismo carisma, incluso durante siglos. El
sentido y la alegría con que se viven estas disminuciones son una profunda
expresión de la presencia de Dios en medio de un mundo golpeado, sobre el
que sobrevuelan constantemente amenazas que provocan un «miedo
líquido» (Z. Bauman).
No podemos olvidar que, en la parábola de la vid, el Padre es el
labrador y cuida de su viña (cf. Jn 15,1). Las podas son necesarias para
quitar todo lo que estorba, para que puedan nacer nuevos frutos de calidad y
un vino nuevo. En muchos casos, se cortan ramas estériles, que tienen
mucha apariencia de hojas verdes y exuberantes, que ocupan mucho espacio
y sorben mucha sabia, pero están completamente vacías. También tienen
que ser podadas las ramas que dan fruto, para que puedan darnos una nueva
cosecha, un vino nuevo. De esta experiencia de poda, tantas veces repetida
en la vida, nos va quedando en el alma la certeza que nos lleva a
«permanecer» en Jesús para estrenar la vida que ya se va preparando en la
soledad de las raíces y bajo la cáscara del tronco mutilado que parece
muerto, sin una sola hoja verde.
Pablo escribe a los cristianos de Filipos mientras está preso, esperando
una sentencia, en la incertidumbre de su futuro. No sabe si saldrá libre o si
será ajusticiado. La alegría aparece constantemente en el texto. «Estad
siempre alegres en el Señor. Os lo repito: estad alegres. […] Presentad a
Dios vuestras peticiones con esa oración y esa súplica que incluye acción de
gracias; así la paz de Dios, que supera todo razonar, custodiará vuestro
corazón y vuestra mente por medio del Mesías Jesús» (Flp 4,4-7). La
alegría, en la comunidad de esclavos de la colonia romana de Filipos, es un
desafío y una alternativa ante el orden que controlan los dueños de la
sociedad en la que viven.
La vida consagrada y las comunidades cristianas no se miden por los
números ni por la cantidad de cosas que hacen. No cabe duda de que
cuantos más enfermos se curen, cuanto mayor número de alumnos podamos
educar, mayor es el aporte que se realiza al pueblo de Dios. Pero la vida
consagrada no solo se mide por la eficacia sino también por la gratuidad en
el don de sí misma. Es un signo de la presencia del Reino en medio de la
Iglesia y de todo el pueblo, y ese es el dinamismo último y más profundo de
la realidad que la recorre entera. Un signo puede ser algo pequeño pero muy
orientador. Un faro, con su luz intermitente, orienta a los navegantes en
medio de la noche. No contabiliza si son muchos o pocos los que se guían
por sus destellos. La eficacia del signo se realiza en la gratuidad y la alegría
de la entrega sin condiciones por el Reino de Dios.
No basta vivir la pérdida como tiempo de resignación y de resistencia
dolorida. Necesitamos vivirla como tiempo de creatividad y de vida,
pidiéndole al Señor que nos dé sensibilidad para percibir las innumerables
señales pequeñas de esta gestación y ánimo para cuidarlas como el futuro
que Dios nos regala.
Una religiosa de mediana edad animaba un grupo de alfabetización de
emigrantes en una ciudad de España. Eran mujeres de Europa del Este y
una musulmana. Para terminar el curso escolar, propuso reunirse de manera
festiva para compartir algo. Cada una traería algún plato sencillo. La mujer
musulmana dijo que no podía comer nada porque era el tiempo del
Ramadán. Cuando llegó la celebración, la mujer musulmana no comió, pero
trajo unos platos deliciosos que ella misma había preparado. Me decía la
religiosa: «Este grupo de mujeres, de distintos países, culturas y religiones,
compartiendo juntas con espíritu festivo, respetando sus diferencias, ¿no es
un signo de la sociedad que buscamos?».

3. Espacios de futuro: la calidez de la intimidad y la angustia de


Getsemaní

«No cambio mi soledad por un poco de amor. Por mucho amor, sí.
Pero es que el mucho amor también es soledad…
¡Que lo digan los olivos de Getsemaní!»[36].

Jesús ha llegado al final de sus días. El desafío para él consiste en vivir


como un espacio de creatividad y de futuro ese gran límite que sufre desde
el poder que lo reduce a un preso agitador, que lo condena a él, con todo su
mensaje, y a sus seguidores, y le quita la vida. Jesús no llegó simplemente
al final sino también a un nuevo comienzo. El hachazo del poder, que lo
derribó, abrió la puerta de la existencia plena de su resurrección personal y
del nacimiento de la comunidad. Al vivir Jesús el límite humano en toda su
crudeza, se convierte en referente nuestro para descubrir la vida
precisamente donde se encuentra más destruida. Tratamos de describir el
recorrido de la «vida eterna» que surge del instante herido.

3.1. La lucidez de Jesús al mirar la realidad


Jesús llama a las cosas por su nombre. Ha visto con lucidez que las
autoridades están enfocando sus esfuerzos en hacer desaparecer la amenaza
emergente que socava su ortodoxia, su poder y sus arcas. Al mismo tiempo
constata la fragilidad de su comunidad de pobres galileos, perdidos en la
imponente Jerusalén. Los discípulos son de ánimo generoso, pero «lentos
para comprender» y débiles para resistir. Jesús les ayuda a verlo: «Todos
vais a fallar». Es necesario confrontarlos para que recuerden, en medio de
su desconcierto, que él les es fiel y que cuenta con ellos después de la
resurrección: «Cuando resucite, iré por delante de vosotros a Galilea».
Pedro no percibe que su deseo de ser fiel a Jesús está carcomido por la
debilidad real que lleva incorporada en el centro de sí mismo (cf. Mc 14,27-
31).

3.2. La afirmación del futuro indetenible


En esa situación cerrada, Jesús realiza dos gestos de vida, que abren el
futuro de la comunidad más allá de la ejecución que lo eliminará. No
percibe su fracaso y su muerte como el final de su proyecto. Durante la
última cena pone dos signos que son claves para la vida de la comunidad
que nacerá después de la resurrección: compartir el pan y el vino, que es
alimentarse de la vida suya que vence a la muerte, y servir a los demás
lavándoles los pies.
Esas dos acciones, que parecen tan inofensivas, llevan dentro una fuerza
que supera todas las lógicas y proyectos de los poderes que dominan.
Permanecerán a lo largo de los siglos en la cotidianidad subversiva que
busca el futuro de Dios. La autoridad no se vive desde arriba, sentándose en
un trono de superioridad y de fuerza, sino mirando a los demás desde la
tierra desnuda donde se posan los pies de los discípulos y las rodillas de
Jesús que los lava. Esa es la única manera de ser señores y maestros, de
ejercer la autoridad y de enseñar (cf. Jn 13,1-20). Todo el que sirve ya es
maestro y señor del futuro infinito que brota entre nosotros desde el don
inagotable de Dios.

3.3. Bajo el poder de las tinieblas1


Llegó la hora del pavor y de la angustia. Estalló dentro de Jesús
precisamente después de haberse mostrado tan firme y determinado durante
la cena. Acudió a la soledad del huerto de Getsemaní para orar en ese
momento decisivo. Necesitaba situar en el Padre todos los sentimientos que
sangraban en el sudor angustioso de su piel y que derribaron su cuerpo
contra la tierra. El horror de la injusticia y del sufrimiento que lo
amenazaba se encarnó en su cuerpo entero y lo desplomó por el suelo. ¿No
habrá otro camino? ¿Será esa la única salida? ¿No podrá el Padre retirar de
la tierra los dinamismos hostiles que lo presionan y quieren acabar con él?
«Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz». Pero no era posible. El Padre
no podía retirar mágicamente de la realidad todos los dinamismos de muerte
que Jesús había despertado con el anuncio del Reino de la vida para todos,
sin exclusión ninguna. Mientras afilan el hacha que corta, Jesús se entrega
en plena noche al Padre que crea el futuro: «No se haga lo que yo quiero
sino lo que quieres tú» (cf. Mc 14,33-36).
Hay dos maneras de afrontar la situación: vigilar y orar o la fuga en el
sueño. Los discípulos no pueden con un peso tan grande, caen abrumados
sobre la tierra y se hunden en la inconsciencia. Jesús se acerca y les dice
que velen y oren para no caer en la tentación. Toda verdadera oración nos
abre a los misteriosos planes del proyecto de Dios, que supera nuestras
lógicas y previsiones.
Jesús se levanta, encuentra a los discípulos dormidos, los invita a orar y
regresa a su soledad para repetir la misma oración. Hay ocasiones en las
que no somos capaces de ir más allá de una frase que repetimos sin cesar,
porque ahí se concentra todo lo que sentimos y la apertura a lo que no
sabemos. El corazón de Dios no se cansa de escuchar el mismo latido
angustiado de nuestra oración ni las palabras repetidas, que van expresando
ante él esa herida que no cesa de sangrar y nuestra confianza en él que no se
cansa de esperar.

3.4. La actitud que genera el futuro


Jesús mismo, vigilante, da la voz de alerta. Entre las sombras nocturnas ve
las luces de las antorchas y oye el sonido de los pasos cada vez más cerca.
Una atmósfera de clandestinidad amenazante lo empapa todo. La cobardía
de los que llegan enviados hiere su propia intimidad. Jesús es fuerte y
enfrenta la situación afirmando su identidad ante los que quieren destruirla:
«Yo soy» (Jn 18,5). Los discípulos reaccionan según una lógica antigua de
violencia. Sacan la espada, hieren y huyen. La fortaleza con la que Jesús
enfrenta la situación, sin dejarse desintegrar ni entrar en esquemas de huida
y de violencia, posibilitará que su desaparición pública en el Calvario se
convierta para los discípulos en otra forma de presencia íntima después de
la resurrección, que vencerá a las instituciones judías y romanas.
La resurrección no llegó solamente desde el Padre, que acogió a Jesús,
sino desde la vida definitiva que Jesús ya llevaba dentro de sí mismo antes
de la pasión y que no pudo ser destruida por las sentencias ni por los clavos,
ni encerrada rotundamente en el sepulcro. Por el centro de nosotros mismos
y de las situaciones humanas ya corre ahora, con una discreción infinita, la
vida eterna que lo dinamiza todo.

4. El límite, espacio y tiempo donde acaba lo viejo y empieza lo


nuevo

No se puede teñir de lamento la experiencia de sentirnos limitados. En


alguna parte acaban nuestra salud, fuerzas, saberes, habilidades y
coherencia espiritual. Las personas y las instituciones también
experimentan el límite del tiempo. Llevamos cosida en nuestras costuras la
fecha de caducidad. Hay innumerables concreciones de nuestra existencia
limitada. El límite tiene lenguaje de hacha, de corte, de pérdida, de fracaso,
de humillación, que nos arroja contra la tierra y nos embadurna de
descrédito.
Dios nos ha creado limitados. Infinito solo puede haber uno. El límite es
un muro que nos dice: «Se acabó, no hay paso». Al mismo tiempo, es
también una puerta que se abre hacia nuevas posibilidades sin estrenar.
Somos limitados, pero en comunión con el Ilimitado y con los demás seres
limitados que complementan nuestra existencia. En el encuentro con Dios y
con los otros, nuestra persona se puede abrir a posibilidades infinitas.
En el fondo de los límites, entre los escombros, podemos sentir, en
momentos privilegiados, un asomo de la eternidad, un dinamismo de vida
definitiva que atraviesa todo lo que existe y lo encamina al mismo lugar de
encuentro, Cristo resucitado. Es la brisa suave que sintió Elías cuando se
decidió a salir del encerramiento de la cueva al aire puro y libre (cf. 1 Re
19,12-15) o la que recorrió al pueblo reducido a huesos secos y lo
reconstruyó como un cuerpo nuevo y libre (cf. Ez 37,1-14).
En los procesos de disminución, cuando nuevos límites amputan la
existencia personal, comunitaria o familiar, nos tenemos que preguntar:
¿cuál es la novedad de Dios que brota ahora? ¿Por dónde vamos creciendo
en medio de esta pérdida dolorosa? El límite no es una sentencia de muerte
antes de tiempo, como si ya tuviésemos derecho a situar en el centro de
nuestra afectividad la cadena corta del lamento, que solo nos permite
movernos para girar en torno a nosotros mismos, a nuestras heridas que
nunca dejamos cicatrizar.

5. Parábolas del límite: la vid podada, el surco y el vientre materno


son espacios donde nace el futuro

¿Dónde situar los límites, las pérdidas, las podas para que la vida nueva
pueda nacer? El evangelista Juan recoge tres parábolas que nos ayudan a
vivir nuestras pasividades: la semilla enterrada (cf. Jn 12,24), la poda de la
vid (cf. Jn 15,1s) y la mujer embarazada (cf. Jn 16,21). Las tres son
parábolas maternales. Son sepulturas donde se gesta el futuro. En las tres
Jesús recoge un mismo proceso, que él mismo va a recorrer en su propia
persona.
En algunas situaciones, algo de nosotros se corta de repente: una
relación, una destreza, un proyecto, un cargo, una tierra. Algo se desprende
de nosotros sin remedio. Vivimos una auténtica amputación. Entramos
despojados en otra etapa nueva.

a) Empieza a caer tierra sobre nuestro nombre, sospechas sobre


nuestras intenciones, somos espiados cada segundo, derribados y
enterrados bajo un alud repentino que se ha deslizado sobre nosotros
(cf. Jn 12,23s). Tras el golpe del hacha, parece que los focos de
atención se vuelven hacia otras figuras emergentes, mientras
nosotros aparecemos sin una sola hoja verde. No hay nada que
admirar en el tronco podado, revestido de la corteza áspera (cf. Jn
15,2-4). Puede ser que, en la soledad, la pareja haya concebido un
nuevo ser humano, pero todo está envuelto en el misterio y la
incertidumbre de un embarazo escondido (Jn 16,20-22).

b) Empieza un proceso lento y silencioso de crecimiento dentro de las


raíces oscuras y del tronco mutilado, en el vientre materno y en la
semilla bajo el surco. En la clandestinidad empieza a formarse
lentamente el futuro. A la vista de todos, no hay nada que esperar y,
si nos miramos en los espejos desencantados que nos rodean,
tampoco nosotros esperaremos nada. Nos acostumbraremos a la
queja y a la esterilidad, que se instalarán en nuestra rutina. Fuera
todo se acabó mientras dentro crece una vida nueva, invisible para la
sensibilidad superficial, acostumbrada a valorar lo que se presenta
como espectáculo.

c) Cuando llega el momento de nacer, se atraviesa un trance doloroso.


La planta frágil se abre paso rompiendo la tierra dura que la sepulta.
Para el niño que crece en el seno materno ha llegado la hora de salir
a la luz. Nada lo puede detener. Tiene que atravesar la estrechez del
parto y comenzar una vida radicalmente nueva, deshabitando el
espacio seguro de la madre que lo nutre y lo protege. Los brotes
nuevos rompen la cáscara de las ramas y se asoman progresivamente
a la intemperie amenazante.

d) Algo nuevo ha nacido, una planta pequeña sobre la tierra, que sabe
el camino que la guía hasta crecer en ramas de hojas y de frutos. Un
brote sorprende en la aspereza de las ramas podadas. El niño se
mueve buscando otros espacios y empieza a estrenar los gestos
originales que ninguna otra persona podrá repetir.

En las tres parábolas de Jesús, el final es la vida nueva, que atraviesa


diferentes etapas. Cada una de ellas tiene su tiempo y su cuidado. Ninguna
se puede suprimir. La codicia y la prisa de nuestras impaciencias viscerales
o mercantiles solo consiguen abortar las gestaciones.
El éxito no siempre es el rostro de nuestra existencia. No es lo
importante. A través del golpe, del silencio escondido, del dolor de las
rupturas, vamos caminando hacia la fecundidad. No se nos pide que seamos
exitosos sino fecundos.

6. El sepulcro, donde se deja lo muerto, se convierte en surco, tronco


y útero de lo nuevo1

La vida humana nacida del Evangelio, el Reino de Dios, no da marcha


atrás, no decrece. Cuando el presente parece despojarnos de viejas cosechas
y posibilidades con el fin de paralizarnos, Dios nos está proponiendo otras
nuevas. Él siempre asume lo negativo que hacemos o padecemos y nos
ofrece posibilidades insospechadas. Podemos disminuir en número de
obras, influencias, comunidades, destrezas, salud, pero estas pérdidas son la
puerta del límite, que se puede abrir al nuevo futuro fecundo. No se trata de
recuperar el pasado perdido sino de abrirnos al don de lo que ni siquiera
hemos imaginado todavía. Es necesario llevar al sepulcro y enterrar
muchas realidades que fueron brillantes, pero que ya han perdido la
«vida», para que puedan resucitar. Conservarlas puede ser acumular
basura en nuestros espacios vitales o sobre las espaldas.
Al comienzo de su vida, Jesús se veía a sí mismo como el sembrador de
la buena noticia. Sembraba generosamente sus palabras y signos. Al final de
su vida, como él era la Palabra, para acabar de decirse, tuvo que
sembrarse a sí mismo. Nosotros, como Jesús, resucitaremos a la vida
definitiva. Pero ya ahora vamos experimentando, en muchos procesos,
cómo los límites de nuestras Pascuas nos abren a dimensiones más hondas y
nuevas de la existencia.
En el tiempo de poda que vivimos, a nivel personal, familiar,
comunitario, institucional, la tarea importante no es ir haciendo el catálogo
de nuestras pérdidas ni echar cerrojos sobre nuestras posesiones para
asegurarnos el futuro mientras fuera el diluvio acaba con todo. La pregunta
es de qué manera la disminución se convierte en crecimiento, en qué nuevas
realidades las personas y las instituciones se transforman, cuál es el don
imprevisible de Dios, cómo nos preparamos a discernirlo, acogerlo y
cuidarlo para que se vaya desarrollando en nosotros y fuera de nosotros.
7. Todo discernimiento se asocia a la Pascua de Jesús

En los éxodos masivos que hoy suben indetenibles desde África hacia
Europa y desde América Latina hacia los Estados Unidos, encontramos
madres embarazadas que caminan fatigosamente. Han hecho su
discernimiento y han tomado una decisión de sumo riesgo. No se resignan a
la muerte en su propia tierra y persiguen un sueño, para ellas y para los
hijos que llevan en su vientre. Son una elección pascual que atraviesa,
vulnerable, mares, desiertos y las redes de los traficantes de vidas humanas.
Todo discernimiento tiene una dimensión pascual. Se ilumina en la
muerte y resurrección de Jesús. Las nuevas propuestas de Dios vienen a
desinstalarnos para dar cabida a una nueva plenitud en nuestra existencia.
Entre la muerte y la resurrección hay un no saber qué significa resucitar,
una ignorancia que no podemos llenar nosotros con nuestras fuerzas. Es
necesario esperar hasta «el tercer día». Ese tiempo, en el que todo se
detiene, purifica nuestra suficiencia y se abre a la existencia para recibir lo
nuevo que no es solo fruto de nuestro esfuerzo. Podemos emplear todas
nuestras habilidades, pero el don prometido está más allá de nuestro
empeño.
En los procesos de crecimiento, personal o institucional, nos
arriesgamos a dejar atrás las síntesis en las que nos sentimos cómodos,
donde todo es previsible y manejable. Entramos en otra etapa, que siempre
trae una dimensión de incertidumbre. En todos los éxodos hacia una tierra
nueva, hay que romper una seguridad y enfrentar el desierto sin caminos.
Abrahán y Moisés son dos símbolos del carácter nómada de la existencia
verdaderamente humana. Si uno tiene una confianza básica en el que lo
convoca, entonces se puede dejar todo y salir alegre hacia el futuro (cf. Mc
1,18), sin quedarse triste en el pasado que nos retiene y nos abruma (cf. Mc
10,22).
En los procesos de disminución, vamos perdiendo espacios seguros y
conocidos. Parece que nos vamos replegando, como si estuviésemos
arrinconados por un fuego que todo lo devora hasta llevar las llamas al
borde de nuestros pies. Con frecuencia solo percibimos las pérdidas, lo que
dejamos atrás, y no apreciamos la belleza de lo que ya se va incubando en
nuestra vida y nos anuncia los rasgos del futuro. Con un espíritu
contemplativo, lo podemos percibir con el realismo y certeza del
ultrasonido de un niño en el vientre de su mamá, pero, al mismo tiempo,
con las sombras que solo se disiparán después del parto. La existencia no es
un ir solo de más a menos sino de menos a más. El final no es la nada, ni un
simple regalo que no tiene nada que ver con nuestro empeño, sino la
plenitud de lo real.
Nadie abandona lo que deja, por necesidad o por propia elección, para
salir hacia el futuro, si no lleva dentro una gran pasión que lo empuja desde
dentro y le infunde un espíritu creativo capaz de inventar lo nuevo, que en
parte se va gestando en el camino y en parte es ya una tierra que lo espera.
Discernir y elegir es lo más ajeno a un negocio, donde los precios de lo que
compramos están fijados y donde se puede devolver la mercancía si no
estamos satisfechos con ella. El regreso al pasado no es posible para nadie.
Solo se puede regresar a la nostalgia, no a la vida.
Todas nuestras Pascuas están asociadas a la Pascua de Jesús. Somos
parte de su cuerpo, que aún camina en la historia. Esto no solo es una
metáfora que nos ayuda a entender, sino una realidad en la que vivir. De la
vinculación de nuestra persona con Jesús depende la calidad de nuestros
discernimientos, en los que siempre hay algo que muere y algo que resucita.
Al lado de Jesús, se irá purificando nuestra interioridad de todo lo que es
engaño. En la contemplación de su persona, se iluminará toda la vida y todo
nuevo don suyo que nos ofrezca, y al ejecutarlo con él nos uniremos en el
trabajo, en la lucha para realizarlo y celebrarlo con un «cántico nuevo» (Sal
96,1) que nunca ha sido estrenado.

[35] Texto del padre Arrupe, leído por el padre Ignacio Iglesias en el aula de la Congregación
General el 3 de septiembre de 1983.
[36] D. M.ª LOYNAZ, Poesía, Letras Cubanas, La Habana 2002, 134.

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