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Bolívar

Devolviendo el Mito al
Altar.
Jorge Luis de León Kostko

1
ÍNDICE
La Desentronización del Mito. 3
Bolívar, el «caballero español». 5
Imputaciones exageradas. 8
Síntesis humilde del pensamiento político del 10
Libertador.
I. El Ideal Aristocrático. 12
II. El Poder Ejecutivo. 15
III. El Papel de la Religión. 17
IV. El Romanticismo político del 19
Libertador.
A Modo de Conclusión. 21

2
La Desentronización del Mito.

«Al hablar de sí mismo, el Mundo remite a sus autores y protectores, y cuenta su «historia». El hombre no
se encuentra en un mundo inerte y opaco, y, por otra parte, al descifrar el lenguaje del Mundo, se enfrenta al
misterio. Pues la «Naturaleza» desvela y enmascara a la vez lo «sobrenatural», y en ello reside para el
hombre arcaico el misterio fundamental e irreductible del Mundo».

[Mircea Eliade]

La crónica que narra la Independencia de los Americanos es de una belleza incomparable. Nada
más un puñado de hombres, con una voluntad de hierro y espíritu espartano lograron conquistar
su emancipación administrativa del otrora Imperio más grande y poderoso del mundo. Esta
epopeya logró romper con las discordias étnicas y los resentimientos sociales, uniendo a todos los
hombres bajo una sola bandera.

Sin embargo, este proceso ha sido condenado, por historiadores y políticos, bajo la premisa de
que fue inhumano, atroz, sangriento. Usando a Bolívar, nuestro César, como cabeza de turco,
mostrándolo delincuente. Pero esta interpretación es errónea y puritana. Nuestra Independencia
no podía ser de otra manera, jamás ha surgido un gran pueblo de un encuentro pacífico: es la
sangre de los hombres la que hace surgir las rosas de la Civilización. ¿Acaso los romanos no
raptaron a punta de espada a las mujeres de Sabinia? ¿Cuantos cristianos tuvieron que morir en
Escandinavia para evangelizar a los vikingos? ¿Fueron acaso Isabel y Fernando césares
misericordiosos?

Nietzsche ha dicho que: «Cuando se renuncia a la guerra, se renuncia a la vida grande». Y América no es
la excepción. Somos herederos de Europa, donde jamás se ha concebido un cambio político sino
a martillazos y esto es lo que le ha dado grandeza y perdurabilidad a los pueblos que allá han
florecido.

Es entonces esta concepción liberal, racionalista y pusilánime de los ciclos históricos y de la


fundación de naciones la que nos ha negado a los Americanos de nuestro propio mito
fundacional. A nuestros enemigos no les conviene que creamos, porque el culto a los Héroes y a
nuestra Epopeya es lo que nos une como pueblos. Nuestra posibilidad de grandeza viene, como
en la Antigüedad, de la sacralidad que le imbuyamos a nuestro pasado.

Voy a atreverme a afirmar que la oscuridad que padecemos, es, innegablemente, producto de la
desentronización de nuestros mitos. Lo que nos daba consuelo, unidad e inspiración para crear,
era precisamente el recuerdo de la epopeya emancipadora. Pero al haberla negado,
condenándola a cualquier infinidad de interpretaciones academicistas, le hemos dado la
oportunidad a nuestros enemigos de apropiársela, para trastornarla y utilizar su fuerza en contra
de todos los Americanos.

Sobre la anterior premisa, nacen las siguientes cuartillas con un propósito espiritual, dígase
romántico, de explicar un poco más a Bolívar, lo que hizo, lo que pensó. Devolviendo entonces su
leyenda al altar. En base a lecturas de múltiples autores, americanos y europeos, y de los textos
escritos por la pluma misma del susodicho, ofrezco una interpretación que considero no sólo
verdadera, sino también vigente, sobre cómo deben manejarse los asuntos de las Repúblicas
Americanas para hacerlas ver, una vez más, en el panteón de la grandeza.

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Dentro de una década se cumplen doscientos años de su desaparición física. No voy a declarar su
muerte, Bolívar no murió en Santa Marta. La presencia de nuestro propio César todavía se
siente. Sus retratos siguen colgados, sus estatuas en pie, su pensamiento en las bibliotecas y sus
Repúblicas, a pesar de todo pronóstico, se mantienen.

La muerte es un suceso definitivo, tajante, final, que nada más le sucede a los hombres corrientes.
Y Bolívar —estaremos todos de acuerdo— puede ser todo menos un hombre corriente. ¡Fíjate
nada más! Después de tanto tiempo, ese solo hombre sigue generando controversia. Y no sólo en
los círculos académicos: cada americano tiene su propia idea de Bolívar. Tanto es esto, que de su
pensamiento y obra hay tantas interpretaciones como partidos políticos.

Se han dicho de él muchas cosas. Que era conservador, que era liberal, que era un precursor del
fascismo o de alguna especie de leninismo indigenista. Que ha sido el padre ideológico de Castro
y Chávez, pero también de Franco y Mussolini. Unos lo desprecian por su obra política, otros por
su empresa militar, uno que otro por aristócrata y algún patriotero por caraqueño.

Y así hemos debatido sobre Bolívar durante tantos años. Lo alabamos o lo culpamos en la prensa
todos los días, tal y como si estuviera vivo.

Pero Bolívar no puede ser leído ni interpretado bajo la falsa dicotomía izquierda-derecha. La
vuelta a nuestras raíces representa una opción diferente, un ideal que es verdaderamente nuestro,
que no es importado, que nace de la sangre derramada por los Héroes y de la tierra cosechada
por los Ancestros. Y que rompe, fundamentalmente, con la guerra partidista, con el materialismo
y con la lucha de clases.

Con esto le ofrezco al lector una mano hermana, americana, para que juntos podamos ver lo que
no habíamos visto y logremos, eventualmente, la Reivindicación del Continente.

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Bolívar, el «caballero español».

«El Cid, El Quijote y Bolívar son tres caballeros de lo imposible, y, al mismo tiempo, tres servidores de la
realidad; es decir, tres auténticos españoles»
[Rafael Maya]

Una de las acusaciones que hacen algunos sectores a Simón Bolívar es que los procesos de
independencia que el lideró fueron fundamentalmente anti-españoles. Pero esto no es más que
una mentira infundada, Bolívar no se rebeló contra España, sino todo lo contrario. La epopeya
Americana fue inspirada bajo la premisa de salvar lo que quedaba de Hispanidad ante las
influencias extranjeras que habían inundado la corte española —como demostrado durante el
reinado de Fernando VII—. Y esto no es suposición, el Libertador nos muestra la decadencia de
España como causa prima de la epopeya emancipadora. En una de sus Cartas de Jamaica, afirma:

«El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una
tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza,
nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno, no obstante que la
conducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía, o por mejor decir, este apego forzado por el
imperio de la dominación. El presente sucede lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos
amenaza y tenemos; todos sufrimos de esa desnaturalizada madrastra». (Kingston, 1815)

Y continúa más adelante:

«16.000.000 de americanos defienden sus derechos o están oprimidos por la nación española, que aunque
fue, en algún tiempo, el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el
nuevo ministerio y hasta para mantenerse en el antiguo». (Kingston, 1815)

Recuerda también la traición al trato digno que prevalecía entre la Península y América gracias a
los Emperadores Españoles:

«El Rey [Carlos V] se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no
tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio […] por manera que con una violación manifiesta de las
leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que
les daba su código». (Kingston, 1815)

Si es el caso de que esto no fuese así, me pregunto entonces, ¿por qué aquellos como Andrés
Bello, que tanto alabaron nuestra herencia europea, fueron de los primeros en apoyar la idea de
Independencia?

Bolivar se rebeló fundamentalmente contra una corona que había plagado a España de miserias,
dejando a América huérfana:

«Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron
los frágiles gobiernos de la península, entonces quedamos en la orfandad». (Kingston, 1815)

El ejemplo más claro de esta afirmación, está precisamente en último rey español que gobernase
sobre América, Fernando VII. «El Rey Felón», como lo llamarían los mismos peninsulares, fue de
pensamiento y obra un ser supremamente vil. Odiaba a sus padres; era concienzudamente feo y

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no hacía nada para remediarlo —para los antiguos esto representaba una profunda
podredumbre espiritual—; era reservado e impasible ante cualquier clase de sentimientos. Pero
más allá de su carácter, su «felonía» se demuestra en sus actos: conspiró contra Manuel Godoy,
valido de su padre, en la llamada Rebelión del Escorial y al fracasar, delataría a sus compañeros
de insurrección para pedirle perdón al Rey, demostrando por primera vez su tendencia a la
cobardía y a la traición.

Fue el mismo Fernando y sus seguidores los que impidieron la huida de Carlos IV a América —
por causa de Napoleón— y lo hicieron abdicar durante los sucesos del Motín de Aranjuez.
Después, al verse presionado por el susodicho francés, Fernando rindió sus ideales y su patria por
un castillo en Francia y una renta. Fue engañado de nuevo por Napoleón durante las
Abdicaciones de Bayona. En su correspondencia con el Emperador jamás quiso hacer valer la
dignidad de España, sino que se le arrodilló y le pidió incluso que lo considerase su hijo adoptivo.
Recuerda Bolívar en Angostura:

«Fernando se ha humillado hasta de confesar que ha menester de la protección extranjera para retornarnos
a su ignominioso yugo, ¡a un yugo que todo poder es nulo para imponerlo!». (Angostura, 1819)

Como si esto fuera poco, firmó la Constitución petimetre de Cádiz en 1812, para después
derogarla dos años después no por principio, sino por ambición personal. Tuvo que restaurarla
en 1820 al verse acorralado por parlamentarios y abogados, dando inicio al Trienio Liberal. Al
final de su vida condenó a España a un miserable fantasma que la acompañaría el resto de su
historia. Prefirió hacer de su hija Isabel la heredera al trono solo para excluir de la sucesión a su
hermano Carlos María Isidro, hombre brillante y de principios tradicionales incorruptibles.

Y en defensa de este monarca, nace una de las grandes amenazas contra nuestro mito, un
creciente «ateísmo bolivariano». Que además tiene extrañísimas expresiones. Claro, uno pensaría
que esta amenaza proviene de palacios europeos. De antiguos Condes y Duques, con ansías de
conservar el dominio sobre América para mantener en pie sus nobles dignidades. Pero
cómicamente, no es así. Ni en la mismísima España, ni en Francia, ni en Italia, ni en Inglaterra se
han escuchado semejantes blasfemias como aquellas que se propugnan en América Latina contra
nuestro propio César.

No nos sería insólito, después de estudiar el pensamiento del Libertador, que el «ateísmo
bolivariano» fuese profesado por liberales, como ocurrió en el siglo XIX. Pero las semillas la
ignorancia y el materialismo siempre encuentran una forma de salir a la luz. Hoy, no son los
liberales, ni siquiera los marxistas, los que profesan el odio a nuestro propio César. Sino que son,
jocosamente, aquellos que se proclaman «conservadores» e incluso «nacionalistas».

Ellos consideran que el hilo de conservación de la antigua tradición hispánica se rompió con la
Independencia. Se han negado a ver, con detenimiento, quiénes eran los verdaderos traidores de
España. La Historia es clara y podemos recordarla. Los anti-españoles no fueron aquellos
soldados que hablaban de Cristo mientras combatían en los Andes. Los anti-españoles ni siquiera
estaban en América cuando ocurrió la Independencia. Sino que estaban en Bayona,
arrodillándose ante Napoleón.

A falta de comprensión, o en búsqueda de algún interés, estos auto-proclamados intelectuales


americanos que vilipendian a Bolívar, escriben en sus periódicos y revistas sobre la vida tranquila

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en la Colonia. Haciendo la vista gorda al liberalismo de los últimos Borbones, soñando con
devolver la rueda de la historia, esperanzados con ser acaso hacendados o nobles. Pero muy
problamente, dado su origen, si viviesen en la América del siglo XVII serían siervos, y no amos.

Y lo que pretendemos defender no es, por supuesto, una idea nueva. Reconocidos intelectuales y
políticos, tanto europeos, como americanos, han catalogado a nuestro propio César como un
«caballero español». El símil, al meditarlo profundamente, no resulta ser ninguna exageración.
Un hombre que decide abandonar su cuantiosa fortuna para irse a jinetear con aquellos que
serían sus siervos y fundar una nueva nación que recogiese lo mejor del Viejo y el Nuevo Mundo.

Prueba fundamental de esta afirmación, es, por ejemplo, la valía con la que era considerado el
Libertador en la España del siglo XX. Ernesto Giménez Caballero —el gigante español—, cuyos
amplísimos estudios sobre España y defensa férrea de la Hispanidad son famosos en todos los
rincones de el mundo hispanohablante, escribía con pasión sobre Bolívar. Se dice que, en el
momento de su muerte, se encontraba entre sus papeles una obra inconclusa sobre el Libertador.

Giménez Caballero afirmaba su creencia con vehemencia: «[Bolívar fue] Restaurador y no traidor, de la
verdadera España: La libre y la digna. Continuador leal del genio español y del genio romano. Precursor de las
nuevas emancipaciones mundiales de hoy en día». Incluso, en el año 1971, escribiría un magnífico
artículo llamado «El Parangón entre Bolívar y Franco», donde afirmó, bajo amparo del mismo
Generalísimo —de quien se dice fue gran estudioso de nuestro César—, que la obra política que
Bolívar no pudo acabar fue, en cambio, lograda a plenitud por Franco.

Incluso Miguel de Unamuno, que afirmaba que su religión era «el españolismo», cubriría a Bolívar
de laureles durante muchas ocasiones en su vida, afirmándolo heredero de España. Escribió, e.g.,
en 1920:

«Refiriéndose a la guerra por la independencia de Venezuela, a la que dirigió el gran venezolano y


grandísimo español Simón Bolívar, una de las más grandes y más universales figuras de nuestra común
raza española. Porque Bolívar, de apellido vasco, de sangre... ¿quién sabe?, de nacimiento caraqueño,
aprendió a pensar y a sentir y a querer —porque se siente y se quiere con lenguaje— en español».

En otra ocasión, Unamuno soltaría una sentencia que calla a los hispanistas de pacotilla: «[Bolívar
fue] uno de los más grandes héroes en que ha encarnado el alma inmortal de la Hispania máxima».

Entonces, no es irrisorio el hecho de que Bolívar naciese en la medianoche del 24 de julio, a


pocos minutos del día siguiente, 25 de Julio, festividad de Santiago El Mayor, Patrono de España,
en la ciudad de Caracas, consagrada a este santo. Para aquellos con una afinada sensibilidad
espiritual, esto no es mera coincidencia, sino un anuncio de los Cielos al Hombre: he aquí el
heredero de la tradición hispánica.

Imputaciones exageradas.

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I. Sobre una cuestión que llaman los ateos: «la anglofilia de Bolívar». Afirmaremos que, para
Bolívar, este entusiasmo no significaba una negación del espíritu hispánico, sino más bien una
admiración práctica al pueblo inglés, que había hallado un equilibrio institucional dentro de
su sistema jurídico, logrando implementar la vanguardia de los derechos civiles mientras se
salvaguardaba siempre su propia identidad nacional y su antiquísima tradición aristocrática.
Esto último asombraba a Bolívar y desde un punto de vista objetivo, el sistema organizativo
inglés es admirable y tiene elementos valiosos. Bolívar mismo lo aclara:

«Cuando hablo del Gobierno Británico sólo me refiero a lo que tiene de Republicanismo […] Yo
os recomiendo esta Constitución como la más digna de servir de modelo a cuantos aspiran al goce
de los derechos del hombre y a toda felicidad política que es compatible con nuestra frágil
naturaleza» (Angostura, 1819).

Y continúa más adelante:

«Por más que se examine la naturaleza del poder ejecutivo en Inglaterra, no se puede hallar nada
que no inclina juzgar que es el más perfecto modelo, sea para un Reino, sea para una Aristocracia,
sea para una Democracia. Aplíquese a Venezuela este poder ejecutivo en la persona de un
presidente, nombrado por el pueblo por sus representantes, y habremos dado un gran paso hacia la
felicidad nacional». (Angostura, 1819)

II. A pesar de la magnificencia de su epopeya, Bolívar ha sido acusado de meláncolico, a


manera de ofensa. ¡Pero en este adjetivo no hay ofensa alguna! Nuestro propio César, como
todos aquellos hombres grandes de acción e intelecto, cargaba en su corazón las penas de la
América entera. Los enemigos de la Patria acusan su Delirio sobre aquel volcán ecuatoriano
como un arranque que develaría un carácter gris, ¿qué tiene esta imposición de negativa? ¡Si
todos los genios son propensos a la melancolía! Hasta el mismísimo Aristóteles lo afirmaría
incisivamente en uno de sus propios cuestionamientos «¿Por qué razón todos aquellos que han sido
hombres de excepción, o bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del estado, la poesía o las artes
resultan ser claramente melancólicos […]?».

III. Algunos han sentenciado a Bolívar por sus vínculos con la masonería. Esta es otra
exageración. Si bien es cierto que Bolívar fue iniciado en un Logia —dicen que en un viaje a
París—, esto no debería extrañarnos: lo dictaba el Zeitgeist de la época. Muchos otros jóvenes
de noble cuna con inquietudes intelectuales han tenido también relaciones con la masonería.
Si nos dedicásemos a despreciar a todos aquellos que alguna vez fueron masones,
condenaríamos también a Páez, a Ricaurte, a Bello, a Mariño, a D’Annunzio, a Guénon e
incluso la de afectos católicos como Joseph De Maistre. Sin embargo, Bolívar reconoció su
error y reculó, alcanzando incluso a prohibir directamente todas sociedades secretas en
territorio grancolombiano:

«Habiendo acreditado la experiencia, tanto en Colombia como en otras naciones, que las
sociedades secretas sirven especialmente para preparar los trastornos públicos, turbando la
tranquilidad pública y el orden establecido; que ocultando ellas todas sus operaciones que el velo
del misterio hace presumir fundadamente que no son buenas, ni útiles a la sociedad, y por lo
mismo excitan sospechas y alarman a todos aquellos que ignoran los objetos de que se ocupan;
oído el dictamen del Consejo de Ministros. Decreto: Artículo 1°. Se prohíben en Colombia

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todas las sociedades, o confraternidades secretas, sea cual fuere la denominación de cada
una» (Bogotá, 1928).

Síntesis humilde del pensamiento político del Libertador.

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«Bolívar vió, desde su prodigiosa altura intelectual, esta dicotomía entre las teorías y las realidades, que va
a dominar durante más de un siglo la historia político-constitucional de Iberoamérica. Quiso mediar en
medio de las fuerzas dispares e insertarlas en unas estructuras viables. Quiso hacer ver a los políticos la
fuerza social de los militares, y a los abogados la necesidad de formas constitucionales realistas; intentó
crearse fuerzas militares adictas […] Quiso, en fin, adelantándose a su tiempo, establecer la continuidad
entre el antiguo y el nuevo régimen, logrando una independencia sin revolución, un gobierno fuerte y
eficiente, una organización continental y estable, un sistema capaz de absorber los cambios en una
evolución armónica, sin sacudidas demasiado fuertes. A ello consagró un pensamiento político genial, que
no por haber sido inaceptado en su tiempo ha perdido una fecundidad, tal vez hoy mayor que nunca. Pero
no era posible entenderlo sin situarlo en este contexto de las fuerzas que intentó, en vano, dominar;
legitimidades rotas, guerra civil ilimitada, ideólogos exaltados y caudillos indomables».

[Manuel Fraga]

En la Obra Política de Simón Bolívar existen matices y alguna que otra contradicción. Es verdad.
Pero esto no denota nada más que una profunda madurez política. Su pensamiento, como el de
los grandes hombres, evolucionó con el tiempo, se movió con el siglo. Las circunstancias de la
guerra, el ejercicio del poder político y militar e incluso los movimientos de la tierra fueron
determinantes en el ejercicio intelectual palpitante de nuestro César. Como afirmado
anteriormente, su política no puede ser encuadrada en ninguna de las etiquetas vigesimescas.

Bolívar no puede ser liberal, en su sentido pleno, a pesar de que en un principio se proclame
como tal. Tampoco puede ser un proto-marxista —de hecho el Libertador fue ampliamente
criticado por Marx en la New American Cyclopedia—, ya que sus ideas son eminentemente
aristocráticas y estatistas.

El Libertador no se proclamó a sí mismo como «conservador», quizás porque este término


político fue apenas introducido en Francia en la segunda década del siglo XIX por
Chateaubriand y la difusión de este autor en América fue nula hasta ya bien entrado el siglo.
Pero si lo analizamos detalladamente, podemos hallar una tendencia explícitamente
conservadora, como concebida por los teóricos alemanes de principios del siglo XX.

Mediante la lectura bolivariana, puede resultar extraña la tendencia de nuestro César de no


encasillarse dentro de un adjetivo político. A pesar de esto, Bolívar tenía una concepción muy
clara sobre el Estado que quería fundar. Él no creó partidos políticos, pero si ejerció una
influencia muy importante en la doctrina de múltiples movimientos nacional-revolucionarios y
conservadores a través del siglo XIX y en la primera mitad del XX en el mundo latino. Como,
e.g., el Paecismo, el Gomecismo y el Perezjimenismo, en Venezuela, entre otros menos
reconocidos —como el PDV y el FEI—. También en el Partido Conservador Colombiano —
decimonónico— y sus divisiones nacionalistas y civilistas a mediados del siglo XX. Entre líderes y
teóricos del Risorgimento italiano como Giuseppe Mazzini e incluso entre los académicos del
primer fascismo. En España por el Generalísmo Franco —cuyas Leyes Fundamentales del Reino
guardan gran parecido con la política bolivariana— y múltiples hispanistas afiliados a ideas
falangistas.

Vale la pena referirse al tono liberal con el cual Bolívar se dirige expresamente a los Legisladores
de los Congresos de Venezuela y la Nueva Granada. Estos hombres, educados, como dictaba el

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Zeitgeist de principios del siglo XIX, bajo los dictámenes de la Ilustración debían ser persuadidos
de adoptar un modelo de organización aristocrática sin mucha pompa ni revuelo. Los pocos
avances que se permitieron en la implementación del ideal político bolivariano se dieron gracias
a la retórica convincente del Libertador que supo introducir las ideas clásicas a través de una
retórica con poquísimos rasgos doctrinarios. Manuel Fraga escribe: «En manera alguna quiso engañar
al Congreso, como pretende Marius André, hablándole republicano para obtener instituciones autoritarias». Es
claro que para nuestro César la «Libertad» no significaba «Libertinaje». Sutilmente introdujo,
e.g., en la Constitución Boliviana de 1826 y sus exposiciones un concepto que sería muy popular
en las expresiones nacionalistas de finales del siglo XIX y principios del XX: una
conceptualización de la libertad como aquella espiritual del hombre, canalizada necesariamente
a través de un Estado Nacional.

Procederemos entonces a aclarar la posición del Libertador sobre varias cuestiones — su ideal
Aristocrático, el Poder Ejecutivo, el papel de la Religión y su romanticismo político—.
Excluiremos otros temas —una exploración amplia de sus ideas sobre los Poderes Judiciales y
Legislativos y la Confederación Americana— porque deben ser abordados desde otra perspectiva
analítica.

I. El Ideal Aristocrático.

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«Las tradiciones de una vieja monarquía, de una vieja aristocracia, de una vieja sociedad educada,
mientras sean aún suficientemente sanas para mantenerse apartadas de políticos profesionales o didácticos,
y mientras profesen honor, abnegación, disciplina, el auténtico sentido de una gran misión, sentido del deber
y del sacrificio, podrá llegar a ser un núcleo que canalice la corriente del ser de todo un pueblo y le permita
establecerse en el tiempo y proyectarse hacia el futuro».

[Oswald Spengler]

Bolívar, afanado por la lectura clásica y el éxito del modelo inglés en la preservación de su propia
nobleza, entendió que la gloria de las Repúblicas que fundaba en América dependía, entre otras
cosas, de que el Gobierno fuese dirigido por los más aptos —Aristocracia—. Este término de
origen griego — Aristos (ἄριστος), «los mejores» y kratos (κράτος) «[cualidad] de poder»— ha sido
asociado comúnmente a la nobleza de sangre, e incluso, a la alta burguesía. Sin embargo, se
refiere a un sistema político muy antiguo, considerado como el más perfecto por los eruditos a
través de los siglos.

Como afirma Belaúnde, Bolívar buscaba crear una «República conservadora, dirigida por una verdadera
élite intelectual y moral». De esto no puede caber menor duda, pues el Libertador lo expresa en
múltiples ocasiones no solo en sus discursos y correspondencias a través de los años, sino también
en la Constitución Boliviana de 1826, concreción de su ideal político.

Esta aristocracia tenía, digamos, dos expresiones. Una de legisladores y otra de terratenientes.
Bolívar consideraba que en América había surgido una estirpe de hombres que representaban lo
mejor del género humano. Aquellos que correspondieron al llamado de la Patria y lucharon en la
Epopeya de Independencia, habían de ser los que gobernasen estas Repúblicas, como ocurrió en
la Europa Medieval.

Bajo esta premisa, el Libertador propone desde sus primeros escritos políticos la idea de una
cámara legislativa hereditaria. En una de las Cartas de Jamaica (1815) escribe:

«Esta nación se llamaría Colombia, como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio.
Su gobierno podrá invitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un Rey habrá un poder ejecutivo
electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario, si se quiere República; una cámara o senado legislativo
hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y
cuerpo legislativo, de libre elección, sino otras restricciones que las de la Cámara baja de
Inglaterra» (Kingston, 1815).

Este pensamiento acompaña a Bolívar durante mucho tiempo, su explicación más amplia la
otorga en el Discurso inaugural del Congreso de Angostura:

«Si el Senado en lugar de ser electivo fuese hereditario, sería en mi concepto la base, el lazo, el alma de
nuestra República. […] Debemos confesarlo: los más de los hombres desconocen sus verdaderos intereses, y
constantemente procuran asaltarlos en las manos de sus Depositarios: el individuo pugna contra la masa y
la masa contra la autoridad. Este cuerpo neutro para que pueda ser tal, no ha de deber su origen a la
elección del Gobierno, ni a la del Pueblo; de modo que goce de una plenitud de independencia que ni tema,
ni espere nada de estas dos fuentes de autoridad. El Senado hereditario como parte del Pueblo, participa de
sus intereses, de sus sentimientos, y de su espíritu. Por esta causa no se debe presumir que un Senado
hereditario se prenda de los intereses populares, ni olvide sus deberes Legislativos. Los Senadores en Roma,

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y los Lores en Londres han sido las columnas más firmes sobre los que se ha fundado el edificio de la
Libertad política y civil. Estos Senadores serán elegidos la primera vez por el Congreso» (Angostura,
1819).

Bolívar tenía en mente la creación de esta nueva aristocracia criolla, que se dedicase a velar por
su legado desde la neutralidad. Era, por supuesto, de carácter hereditario, pero nacía desde el
mérito espiritual alcanzado por los Próceres en la Epopeya, en cuyos encuentros se habían
demostrado como los mejores hombres de la Patria. De igual manera, la sangre no era la única
garantía de brío para estos protectores, que debían ser educados en un Colegio especial.

Los sucesores el Senado llama la primera atención del Gobierno, que debería educarlos en un Colegio
especialmente destinados para instruir a que ellos tutores, legisladores futuro de la Patria. Aprenderían las
artes, las ciencias y las letras que adornan el espíritu de un hombre público: desde su infancia ellos sabrían
a qué carrera la Providencia los destinaba, y desde muy tiernos elevarían su alma a la dignidad que los
espera» (Angostura, 1819).

Lamentablemente el Libertador no podía exponer tan explícitamente sus ansías por una élite
espiritual surgida de la guerra ante los Legisladores del Congreso. Muchos de ellos, si no la
mayoría, eran liberales que no habían jineteado jamás ninguna batalla. Procede entonces a
introducir la idea, pero con bastante más sutileza:

«Multitud de beneméritos hijos tiene la Patria capaces de dirigirla, talentos, virtudes, experiencia y cuanto
se requiere para mandar a hombres libres son el patrimonio de muchos de los que aquí representan el
Pueblo; y fuera de este Soberano Cuerpo se encuentran ciudadanos que en todas épocas han mostrado valor
para arrostrar los peligros, prudencia para evitarlos y el arte, en fin, de gobernarse y gobernar a otros. Esto
es ilustres Varones merecerán sin duda los sufragios del Congreso, y a ellos se encargará del Gobierno, que
tan cordial y sinceramente acabo de renunciar para siempre» (Angostura, 1819).

Más adelante refuerza la idea:

«Por otra parte los Libertadores de Venezuela son acreedores ocupar siempre en alto rango en la República
que le debe su existencia. Creo que la posteridad vería consentimiento, anonadados los nombres ilustres de
sus primeros bienhechores: digo más, es el interés público, es de la gratitud de Venezuela, es el honor
nacional, conservar con gloria hasta la última posteridad, una raza de hombres virtuosos prudentes y
esforzados que superando todos los obstáculos han fundado la República a costa de los más heroicos
sacrificios. Y si el pueblo de Venezuela no aplaude la elevación de sus bienhechores, es indigno de ser Libre,
y no lo será jamás» (Angostura, 1819).

A pesar de esto, nuestro César entendió que si en el caso de que el Senado Hereditario no fuese
aprobado o incluso si aquellos que eran nombrados Senadores representaban algún peligro para
la glorificación de la Patria, debía ser precavido entregándole potestades de otra manera a
aquellos que demostraron su grandeza en la guerra.

Bolívar sabía que el latifundio representaba bastante poder al que lo poseía, por ende, en vez de
rematar las tierras que habían pertenecido a los españoles para que fuesen compradas por
cualquier clase de plutócratas, decidió repartirlas entre los llamados «Libertadores»,
pretendiendo inaugurar un sistema semejante al de los «hidalgos» españoles o al de la «landed gentry»
británica, ¡vaya ambición más bella, traer a nuestra América la perfección del sistema patricio!

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Esta idea es entendida por académicos españoles como Manuel Fraga que confirma: «[…]
reservarse, como Presidente, la administración de la poderosa palanca que suponía el distribuir a los militares las
haciendas confiscadas a los realistas —sistema inaugurado con gran eficacia por Páez—».

Con este propósito, nuestro César, ya concluyendo su Discurso de Angostura, vuelve a mencionar
esta arquetipo, denotando su afán por que se realizase:

«[…] Yo, pues, fundando una sociedad sangrada con estos ínclitos Varones, he instituido, el orden de los
Libertadores de Venezuela. ¡Legisladores! A vosotros pertenece las facultades de conceder honores y
condecoraciones, vuestro es el deber de ejercer este acto augusto de la gratitud nacional» (Angostura, 1819).

Como prólogo a la petición que iba a dirigir:

«Que el Congreso ordene la distribución de los Bienes Nacionales, conforme a la Ley que a nombre de la
República he decretado a beneficio de los Militares Venezolanos» (Angostura, 1819).

II. El Poder Ejecutivo.

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«La bondad intrínseca del sistema de gobierno boliviano, según el cual el pueblo concentra todos sus poderes
en manos de quien, por sus preclaras virtudes, se revele como el Jefe verdadero, el hombre enviado por el
destino».

[Paolo Nicolai]

«En Venezuela, como en toda la América Española, la Ley Boliviana traducida en preceptos, es la única
que hubiera podido prevalecer con provecho para la estabilidad política, el desarrollo social y económico y
la consolidación del sentimiento nacional, si los ideólogos no le hubieran opuesto sistemáticamente los
principios anárquicos que han legitimado en cierto modo las ambiciones de los unos y los impulsos
desordenados de los otros, dando bandera a las revoluciones».

[Laureano Vallenilla Lanz]

Invocando el más antiguo espíritu de los Césares Romanos, el Libertador quiso establecer en
América una tradición monárquica dentro de los límites republicanos. Conocía perfectamente
bien los problemas que representaba la democracia liberal, de carácter electivo. Tradición
preventiva, podríamos decir. Respeto por lo hispánico y el papel de la monarquía, reflejado en el
miedo de que sus Repúblicas cayeran en las manos equivocadas. Como ocurrió después de su
muerte.

Al igual que su ideal aristocrático, Bolívar sostiene la idea de una, dígase Monarquía, de carácter
vitalicio más no hereditario. Aquel que asumiera, bajo el título, no de Rey, sino de Presidente de
la República, la Jefatura del Estado debería elegir un Vice-Presidente, que lo sucedería en el
mando una vez muriese. El sistema es doblemente práctico, primero, porque se empapa el Estado
de divinidad, como ocurría en Europa. Segundo, porque soluciona el principal problema de los
sistemas tanto republicanos como monárquicos: el de la sucesión.

Sabemos, por la situación actual, que las preocupaciones de Bolívar no eran en vano. Es
reiterativo con su oposición a la democracia electiva, sobretodo cuando se refiere a la Jefatura del
Estado, tan temprano como en 1812:

«Las elecciones populares hechas por los rústicos del campo, y por los intrigrantes moradores de las
ciudades, añaden un obstáculo más a la práctica de la federación entre nosotros: porque los unos son tan
ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente, y los otros tan ambiciosos que todo lo convierten en
facción; por lo que jamás se vio en Venezuela una votación libre y acertada; lo que ponía el Gobierno en
manos de hombres ya desafectos a la causa, ya ineptos, ya inmorales. El espíritu de partido decidía en todo,
y por consiguiente nos desorganizó más de lo que las circunstancias hicieron. Nuestra división y no las
armas españolas, nos tornó a la esclavitud» (Cartagena, 1812).

Estos miedos se transforman en propuestas particulares con la maduración de su pensamiento y


las tempestades de la guerra, vale la pena citar de nuevo su Carta de Jamaica:

«Y así como Venezuela sido la República Americana que más se ha adelantado en sus instituciones
políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma democrática y federal para
nuestros nacientes estados. […] Los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho
que vengan hacer nuestra ruina […]. Los estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos
paternales que curan las llagas y las heridas del despotismo y la guerra» (Kingston, 1815).

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Con respecto a esto opiniones de los académicos no varían. El republicano Madariaga escribe:
«[Bolívar] Pensaba en fundar un Imperio cuyo primer monarca sería él, con el título de Libertador, y el segundo,
Sucre, con el de Emperador». Coincidiendo con el hispanista Giménez Caballero cuando afirma:
«[Bolívar] Quería mezclar la tradición monárquica española con la novedad norteamericana de Filadelfia».

Es bien sabido que una Corona le fue ofrecida al Libertador para que gobernase como Monarca
los territorios liberados. Gentilmente rechaza el título, pero jamás la idea. Como eran
instituciones clásicas las que pretendía fundar, para armonizar la tradición hispánica bajo un
pretexto romano, decide que esta figura debía cambiar, así fuese nominalmente, asemejándose a
la del Monarca inglés. Es decir, la gran diferencia con las Monarquías tradicionales europeas —
exceptuando la sucesión— es que el Presidente de una —verdadera— República Bolivariana
debía someterse a las leyes, incluso aquellas que él mismo propugnase.

Como afirmaría vehementemente en Angostura:

«Abandonemos las formas Federales que no nos convienen; abandonemos el triunvirato del Poder Ejecutivo;
y concentrando en un Presidente, confiemos de la autoridad suficiente para que logra mantenerse luchando
contra los inconvenientes anexos a nuestra reciente situación, al estado de guerra que sufrimos, ya la especie
los enemigos externos y domésticos, contra quienes tendremos largo tiempo que combatir» (Angostura,
1819).

Perdidas las esperanzas de que un Congreso aprobase las propuestas aristocráticas de Senado
Hereditario y de hacer de nuestros Próceres patricios a la romana, el Libertador busca
alternativas en el mando que le permitiesen llevar algo de su proyecto inicial a cabo. Estas son
expresadas en la Constitución de Bolivia de 1826 —catalogada por Fraga como: «de corte antiguo y
cesarista».— , obra magnánima del pensamiento tardío del Libertador y que debería, aún hoy, ser
inspiración para el establecimiento de verdaderos Estados en América. En esta, se establece que
el Poder Ejecutivo recae nada más en tres ministros de Estado, un Presidente vitalicio (Art. 77),
del cual depende la aprobación de todas las leyes (Art. 72) y al cual le sucede un Vicepresidente
(Art. 81). Esta figura presidencial tiene muchas más atribuciones que restricciones. Y pretende
concentrar en él, sobretodo, la primacía del poder militar.

III. El Papel de la Religión.

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El pensamiento bolivariano está imbuido de catolicismo, su invocación a la tradición, su respeto a
la dignidad del hombre y su principio de solidaridad, son definitivamente elementos cristianos.
Abunda la correspondencia donde el Libertador confesa su amor por la Religión, jurando
protegerla. Muchos afirman que la profundización de la fe del Libertador se dio durante la
última década de su vida, sin embargo, podemos encontrar rastros de fervor religioso y su
admiración a aquellos que llevan la lucha patriótica de la mano con la espiritual tan temprano
como en su Carta de Jamaica, donde afirma:

«Con esto el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión, que ha producido un fervor
vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen [La Virgen de Guadalupe] en
México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta» (Kingston, 1815).

Sin embargo, no fue hasta el momento en el que Bolívar madura definitivamente su pensamiento
político en la década de 1820, que se presentan más pruebas de su religiosidad y el papel que
debía jugar el catolicismo en los Estados que fundaba. Innumerables anécdotas relatan el fervor
de nuestro César, como aquella ocurrida en Zipaquirá donde hizo a callar a un ex-religioso por
profesar blasfemias en contra de la Santísima Virgen María.

Mas en el sentido político y su defensa pública del catolicismo, existen ardorosas proclamas
donde pide por una Patria religiosa. En 1827, el Libertador pronunció un brindis, donde
afirmaría:

«La causa más grande nos reúne en este día, el bien de la iglesia y el bien de Colombia. una cadena más
sólida y más brillante que los astros del firmamento nos liga nuevamente con la Iglesia de Roma, que es la
fuente del cielo. Los descendientes de San Pedro han sido siempre nuestros padres, pero la guerra no sabía
dejado huérfanos como el cordero que bala en vano por la madre que ha perdido. La madre tierna lo ha
buscado y lo vuelto al redil: ella nos ha dado pastores dignos de la iglesia y dignos de la República. Éstos
ilustres príncipes y padres de la grey de Colombia son nuestros vínculos sagrados con el cielo y con la tierra.
Serán ellos nuestros maestros y los modelos de la religión y de las virtudes políticas» (Bogotá, 1827).

Este discurso es finalizado por esta bellísima máxima que encarna el más profundo espíritu
americano:

La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza».

Esta era la República que Bolívar quería fundar. Nueva en su establecimiento, pero
tradicionalísima en sus creencias. Muchos de los detractores de nuestro César afirman
constantemente una supuesta política bolivariana laica. Esta es una percepción equivocada. En la
Constitución Política de Bolivia, máxima expresión del pensamiento político del Libertador, él
mismo establece:

«La Religión Católica, Apostólica, Romana, es de la República, con exclusión de todo otro culto público.
El Gobierno la protegerá y hará respetar, reconociendo el principio de que no hay poder humano sobre las
conciencias» (Art. 6)

Nuestro César pudo pedir muchas cosas al Congreso Admirable meses antes de su muerte. Sin
embargo, su petición más encarecida fue rogando la protección de la Santísima Religión. Este
mensaje, dado del 20 de Enero de 1830 reza:

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«Permitiréis que mi último acto sea recomendaros que protejáis la religión santa que profesamos, fuente
profusa de las bendiciones del cielo» (Bogotá, 1830).

IV. El Romanticismo político del Libertador.

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«[El proyecto bolivariano] Encarna el programa de la democracia orgánica, jerarquizada y técnica, frente a las
corrientes del democratismo individualista o de la reacción monárquica».

[Víctor Andrés Belaúnde]

Bolívar fue un romántico, un hombre de ímpetu, cuya voluntad creadora se impuso ante la
decadente Corte Española. Su carácter melancólico, propio de Novalis y Hamann, quiso hacer
volar en mil pedazos la opresión burocrática de los petimetres que habían usurpado el trono en la
Península.

Su figura y temperamento se oponían al molde de «buenos y dóciles salvajes americanos» que


nos habían impuesto los Ilustrados. Bolívar era un guerrero, no creía en las estructuras
universales e isomórficas creadas por hombres de razón. Fue la propia voluntad de nuestro César
la que canalizaría una nueva estructura, puramente nuestra, emanada de las tumbas de los
Héroes y la sangre de sus antepasados.

El Estado concebido por Bolívar estaba necesariamente vivo. Era orgánico, no se comportaba de
la misma manera todo el tiempo, tenía sentimiento y espíritu:

«Es preciso que el Gobierno se identifique, por decirlo así, al carácter de las circunstancias, de los tiempos y
los hombres que lo rodean. Si estos son prósperos y serenos, él debe ser dulce y protector; pero si son
calamitosos y turbulentos, él debe demostrarse terrible, y armarse de una firmeza igual a los peligros, sin
atender a leyes, ni constituciones, ínterin no se restablecen la felicidad y la paz» (Cartagena, 1812).

Dependía de este, y su unión indivisible con la consciencia del Pueblo, la grandeza de la Patria
que lo emanaba:

«Para sacar de este caos nuestra naciente República, todas nuestras facultades morales no serán bastantes,
si no fundimos la masa del pueblo en un todo; la composición del Gobierno en un todo; la legislación en un
todo, y el espíritu nacional en un todo» (Angostura, 1819).

Esta aseveración corresponde mucho a aquella del brillante Adam Müller, que diez años antes
había escrito:

«[El Estado] no es una mera fábrica, una finca, una compañía aseguradora o una sociedad mercantil; es
la íntima unión de todas las necesidades físicas y espirituales de una nación, de todas sus riquezas físicas y
espirituales, de toda su vida interna y externa, en una gran totalidad energética, infinitamente activa y
vital» (Die Elemente der Staatskunst, 1809).

Nuestro César entendió claramente que los modelos importados no servían. Que el clima, el
terreno, las dificultades y la mezcla habían hecho necesitar al Americano un sistema nuevo, que
representase verdaderamente en lo que se habían convertido. El Libertador rechazó copiar
cualquier modelo organizativo —así expresase admiración por el inglés, como explicado
anteriormente—, sobretodo el americano:

«Pero sea lo que fuere de este Gobierno con respecto a la Nación Americana, debo decir que ni remotamente
ha entrado en mi idea similar la situación y naturaleza de los Estados, tan distintos como el Inglés
Americano y el Americano Español. ¿No sería muy difícil aplicar a España el código de libertad política,

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civil y religiosa de Inglaterra? Pues aún es más difícil adaptar en Venezuela las leyes del norte de América.
¿No dice el Espíritu de las Leyes que éstas deben ser propias para el Pueblo que se hacen? ¿que las leyes
deben ser relativas a lo físico del país, el clima, a la calidad del terreno, a su situación, a su extensión, al
género de vida de los pueblos? ¿referirse al grado de libertad que la constitución puede sufrir, a la religión de
los habitantes, a sus inclinaciones, a sus riquezas, a su número, a su comercio, a sus costumbres, a sus
modales? ¡He aquí el código que debíamos consultar, y no el de Washington!» (Angostura, 1819).

Generaría Bolívar la primera expresión propiamente americana de un nacionalismo orgánico,


cuyo fervor, expresado grandiosamente en nuestra Epopeya, formó un carácter unitario en las
Patrias americanas. Se empezaron a dar cuenta de que eran más que Colonias, que sus cunas
también tenían fuerza propia, que no eran súbditos de un Rey petimetre ajeno a ellos. Esta
consciencia llevó al Liberador y a nuestros compatriotas a tomar las lanzas para servir a nuestra
propia tierra, llenando de gloria a todo el continente:

«Yo creo que el nuevo Gobierno que se dé a la República debe estar fundado sobre nuestras costumbres,
sobre nuestra religión y sobre nuestras inclinaciones y últimamente, sobre nuestro origen y sobre nuestra
historia […] La legislación de Colombia no ha tenido efecto saludable porque ha consultado libres
extranjeros enteramente ajenos de nuestras cosas y de nuestros hechos» (Carta de Simón Bolívar a José
Antonio Páez, 1828).

Nuestra Patria no es una construcción ficticia. El origen de las comunidades políticas no está en
los hombres. Es la voluntad de Dios, canalizada por los Héroes, la que da origen a una nación. Es
tan fuerte nuestro Volksgeist, que la única forma de comprenderlo es sintiéndolo. Un espíritu que,
enraizado en las tumbas, florece en nuestra realidad y se eleva hasta el futuro.

A modo de conclusión.

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«En toda la historia de un pueblo, su momento más sagrado es cuando se levanta de la impotencia… Un
pueblo que comprende la eternidad de su nacionalidad puede celebrar su renacimiento y resurrección en todo
momento».

[Friedrich L. Jahn]

El mito de Bolívar es más realidad que leyenda, pero eso poco importa, debemos creer en él,
proyectarlo en nuestro futuro. No sólo porque el Libertador fue uno de los hombres más grandes
de la historia de la humanidad, cuya obra militar y pensamiento eterno ha cubierto de laureles a
las Repúblicas Americanas, sino porque es nuestro.

Bolívar es nuestro. Nuestro mito, nuestro César. Él es fundamento no sólo de nacionalismo, ideal
en el que apasionadamente creo, sino de espíritu, de identidad, de cohesión entre el Viejo y el
Nuevo mundo.

El espíritu criollísimo de Bolívar, donde confluyen el Tajo, el Orinoco y el Nilo, era mucho más
fuerte que su propio cuerpo. Aunque Libertador era reconocidamente enfermizo y de contextura
delgada, cabalgó más de ciento veinte mil kilómetros al frente de su tropa, liberando pueblo por
pueblo a punta de espada. Con su hazaña, Bolívar logró reunir a indios y negros, blancos y
mestizos, pobres y ricos, amos y esclavos, para convivir juntos dentro de cinco Repúblicas.
Hombres y mujeres que jamás se habían cruzado, que vivían desconectados el uno del otro,
fueron a parar en la construcción de una Patria Nueva, bajo el amparo de la Cruz. Una grande y
libre para todos, sin excepciones.

Dios, cuya voluntad se expresó a través del Libertador no sólo nos ha dado una Patria y un
Pueblo, sino también un Hombre y una Doctrina, cuyo ejemplo debemos estudiar, imitar y
seguir. Si lo hacemos cuidadosos, volveremos a la gloria.

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