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EL DON DE LA VIDA
DESCLÉE DE BROUWER
BILBAO
© José Vílchez, 2007
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ción de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados
puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. del Código
Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto
de los citados derechos.
ñas? ¿Es que tus entrañas se han cerrado para mí? Porque tú
eres nuestro Padre, que Abrahán no nos conoce, ni Israel nos
recuerda. Tú, Yahvé, eres nuestro Padre, tu nombre es “El que
nos rescata” desde siempre» (Is 63,15-16); «Yahvé, tú eres nues-
tro Padre. Nosotros la arcilla, y tú nuestro alfarero, la hechura
de tus manos todos nosotros» (Is 64,7). La voz de los profetas se
quiebra y resuena como la palabra que el Señor dirige a sus hijos
queridos: «Yo había dicho: “Sí, te adoptaré por hijo y te daré una
tierra espléndida, flor de las heredades de las naciones”. Y aña-
dí: “Padre me llamaréis y de mi seguimiento no os volveréis”»
(Jer 3,19); «El hijo honra a su padre, el siervo a su señor. Pues si
yo soy padre, ¿dónde está mi honra? Y si señor, ¿dónde mi temor?»
(Mal 1,6).
Desde antiguo el pueblo de Israel se considera hijo predilecto
del Señor, como oímos decir en el mensaje que el Señor envía al
faraón por medio de Moisés: «Así dice Yahvé: Mi hijo primogé-
nito es Israel. Por eso, Yo te digo: ‘Deja salir a mi hijo para que
me dé culto’. Si te niegas a dejarle salir, yo daré muerte a tu hijo
primogénito» (Éx 4,22-23). Los profetas recuerdan nostálgica-
mente este tiempo en el que el Señor trataba a Israel como un
padre a su hijo pequeño: «Cuando Israel era niño, lo amé, y de
Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1). El cariño del Señor hacia su
pueblo es como el de nuestros padres, para los cuales sus hijos
siempre serán pequeños y reclamarán su cariño: «¿Es un hijo tan
caro para mí Efraín, o niño tan mimado, que tras haberme dado
tanto que hablar, tenga que recordarlo todavía? Pues, en efecto,
se han conmovido mis entrañas por él; ternura hacia él no ha de
faltarme –oráculo de Yahvé–» (Jer 31,20); «Yo enseñé a caminar
a Efraín, tomándole por los brazos, pero ellos no sabían que yo
los cuidaba. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor;
yo era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla,
me inclinaba hacia él y le daba de comer». «¿Cómo voy a entre-
garte, Efraín, cómo voy a soltarte, Israel? ¿Voy a entregarte como
a Admá, y tratarte como a Seboín?
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los siervos que el dueño de la viña les había enviado para cobrar
lo que le debían, prosigue el relato: «Todavía le quedaba un hijo
querido; les envió a éste, el último, diciendo: ‘A mi hijo le respe-
tarán’. Pero aquellos labradores dijeron entre sí: ‘Éste es el here-
dero. Vamos, matémosle, y será nuestra la herencia’» (Mc 12,6-7;
cf. Mt 21,37-38; Lc 20,13-14). También san Pablo supone la mis-
ma legislación cuando escribe a los Gálatas: «Mientras el here-
dero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, con
ser dueño de todo; sino que está bajo tutores y administradores
hasta el tiempo fijado por el padre» (Gál 4,1-2).