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Los razonadores crean, los creyentes, ignoran. Para ser querido, se ha de amar.
Quien albergue odios, rencores, envidias, no puede ser feliz. Las mismas ondas que
emitimos, las recibimos rebotadas desde nuestro entorno. Las teorías, para
demostrar su validez práctica, han de ser usadas. El proceso histórico es el que
demuestra a dónde llevan. Si se tiene el poder y los medios suficientes para
imponer la paz, no debería hacerse a través de la guerra. Creando odios, donde
sólo existía indiferencia. Quien no pueda deshacerse de sus rencores en soledad,
consigo mismo, no debería asumir una responsabilidad que le permita rociar con su
bilis a toda la Humanidad.
Quienes temen al Dios juzgador que conciben, no pueden amarlo. Para ellos, es más
un lejano juez, propenso a la destrucción, que un padre creador. Cada uno lleva
dentro al dios que le corresponde. El cielo es de los creyentes. De quienes creen en
él. Igual que el infierno. Quien crea que se lo merece, lo tendrá. Lo creamos los
humanos, en nuestra mente. Aquello en que se cree, se realiza. Por eso los
creyentes son, también, temerosos. Pretender gobernar el mundo con sentimientos
viscerales y egoístas, crearía un futuro lleno de rencores.
Quien, teniendo el poder y los medios suficientes para imponer la paz, quiera
hacerlo a través de la violencia, para demostrar su fuerza, creará odios, donde,
posiblemente, sólo existiera indiferencia, o rivalidad. Para ser querido, se ha de
amar. Los hombres religiosos que utilizan la religión para medrar en política,
contradicen sus principios. A no ser que consideren la religión como una forma de
hacer política. Lo estamos viendo, fehacientemente, en Iraq, Irán, y todo Oriente
Medio. Pero es también una forma de alcanzar puestos de poder. Todos los
contendientes usan su propia religión, para cohesionar a los suyos, como un arma
más contra los que son diferentes. Cuando, de lo que realmente se trata, es de
ganar territorios y privilegios ambicionados. Los hipócritas conocen el valor de sus
armas.