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Las 16 letras grandes escritas sobre los muros externos del Coliseo Deportivo y Cultural que
lleva su nombre, no alcanzan a encerrar la grandeza de un hombre que lo dio todo por su
pueblo, hasta su propia vida, en sacrificio de su familia y de sus amigos. Su estampa de líder
aguerrido y entregado, quedó demostrada en muchos pasajes de la vida local, entre ese día
de 1981 que le vi asomado de curioso en la asamblea de deportistas que nos reuníamos con
el delegado del gobernador para solucionar el asunto de la revuelta de los jóvenes, en el
asunto de la cancha de fútbol; y aquel día de principio de mayo de 1995 en que una multitud
triste que contenía su rabia interior apretando los dientes, le despedía entre lágrimas,
flores, en medio del discurso de Arturo Campuzano y canciones en el cementerio local.
Juancho es Juancho, fueron palabras con las que varias veces me agasajó, inmerecidamente,
para darme ánimos de seguir en la lucha por abrir fronteras de entendimiento y
comprensión en un pueblo que las necesitaba y fueron muchas las lecciones que aprendí al
lado de él, que fue mi maestro, aunque ambos bebimos en unas fuentes primarias de aguas
renovadoras de pensamiento y acción, de otro más grande que nos enseñó con su vida, su
modo de pensar y su manera consecuente de actuar: Ramón Emilio Arcila, abogado
marinillo, padre del Movimiento Cívico del Oriente Antioqueño, hombre visionario, que nos
enseñó que en Colombia se podía hacer política al margen de las polarizaciones derecha –
izquierda. Era Ramón ese líder al que le escuchamos más de una vez expresar con claridad
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Por aquel entonces, recayó en mí, junto con Ramón Emilio, la responsabilidad de
representar el Movimiento Cívico Regional, los dos en calidad de candidatos, en las
elecciones para alcaldías populares, hecho singular de cualificación en el desarrollo de este
movimiento, que empezaba a derrumbar las fronteras de lo local. “Hoy hay pan y leche
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abundante en la mesa del sicario que nos mató a Ramón”, fue mi corto mensaje, queriendo,
en medio de la angustia, indagar por los verdaderos asesinos de nuestro líder. Fueron unas
palabras breves, entre los nervios juveniles que me atoraban y la tristeza por despedir a un
verdadero padre político. Ramón Emilio en Marinilla, tenía la opción total de ganar la
alcaldía, hecho que generó su muerte, como el mismo lo predijo en muchas ocasiones
“Muchachos, no me lancen de candidato que a mí la dirigencia goda no me deja ganar.
¡Me matan!, nos decía cada rato. Yo candidato en La Unión, siendo apenas un joven que
terminaba el ciclo universitario, sin opción de ganar, pero con la posibilidad de sacar un
buen número de votos y de enfilar un proceso cívico a mediano plazo en opción de poder
local. Todo esto con el padrinazgo de Ernesto que era candidato de nuevo al concejo por el
movimiento y ya era un líder político de presencia reconocida no solo en La Unión sino en
todo el departamento. En el sepelio de Ernesto no fui capaz de hablar. Las fuerzas de la
desazón me vencieron ese día de mayo de 1995 y tal vez mucho de lo que hubiera querido
decir lo estoy tratando de expresar aquí.
En los dos paros cívicos regionales de 1982, Ernesto y yo estuvimos al frente de la JUNTA
CIVICA LOCAL, una expresión de soberanía inventada por unos pueblos indignados por el
abandono estatal y las exageradas tarifas de energía impuestas por la ELECTRIFICADORA DE
ANTIOQUIA, suscitando el levantamiento popular, inicialmente en Marinilla y más tarde en
todo el Oriente Antioqueño. Dos años más tarde, la semilla del descontento se esparcía
como diáspora en los habitantes de los pueblos y las regiones de todas Antioquia. Nos
encontrábamos cada mes en el Teatro Real de la Sociedad de Mejoras Públicas, en las
famosas ASAMBLEAS POPULARES. En muchas de ellas el teatro se llenaba totalmente y las
decisiones que allí se tomaban en cuanto a la lucha popular por los servicios públicos, eran
decisiones respetadas en toda la población. Nuestro prestigio como líderes reconocidos del
movimiento iba en ascenso. Pronto la figura de Ernesto se hizo sentir en Marinilla y en los
demás municipios del oriente, por su talante, por su verraquera y su imagen ganada de
abogado prestigioso al servicio de la causa popular. Entre Ellos dos, Ramón y Ernesto, junto
a los demás líderes locales, surge la JUNTA REGIONAL PRODEFENSA DE LOS USUARIOS DE
LA ELECTRIFICADORA DE ANTIOQUIA, ente supremo de la soberanía ciudadana, que
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aglutinó a todas las juntas locales y que llegó en sus momentos de mayor legitimidad a tener
ganada una capacidad absoluta de convocatoria y respaldo en los 500 mil habitantes del
Oriente Antioqueño que, por ese entonces, se sentían involucrados en la gran movilización
social, dando un gran ejemplo a nivel nacional de protesta organizada, resistencia pacífica
y contundencia para negociar en pro de los intereses colectivos de la región.
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mismo medio, con voz firme nos había retado a todos a no permitir
“cambiar ladrones de gallinas por asesinos”.
Luego de pasada la fiebre de los paros cívicos, Ernesto, en su afán de prolongar las
experiencias locales, impulsa con algunos antropólogos y folcloristas de Medellín de la talla
de Chucho Mejía, una Corporación que se dedicaría a la promoción de las fiestas populares
de los pueblos, desde la riqueza cultural, generadora de identidad local y cohesión social
que alientan estos carnavales tradicionales de los pueblos de Colombia. Uno de los primeros
eventos de esta corporación fue precisamente la presentación de una reflexión profunda
sobre las enseñanzas culturales, artísticas y las repercusiones políticas que las fiestas de La
Unión habían dejado como legado. Ese evento se realizó en el auditorio del SENA en
Medellín y en el participamos León Jaramillo, Oscar Ciro, Ernesto y mi persona como
ponentes de una amena conferencia denominada “La insurrección de la alegría”, en donde
se resaltó la gran renovación que las fiestas de La Unión mostraban ante los demás
municipios del departamento, en donde todas las fiestas tradicionales empezaban a copiar
este esquema abierto, cultural y participativo.
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en que los viejos liberales de La Unión, practicaban un ejercicio sano, tolerante y respetuoso
de la política, muy lejos del mundo mañoso, deshonesto y sin principios que en tiempos
venideros soplarían sobre nuestras cumbres para desgracia y deshonra de ese legado
dejado por nuestros mayores. Cerca estaba la llegada de una larga época en la que algunos
convirtieron el ejercicio del gobierno local en mercadería barata y negocio de lucro y
provecho personal.
Para las elecciones de 1990, como ya se dijo, el movimiento cívico saca candidato propio.
Nosotros elegimos a Ernesto concejal y sacamos para alcaldía casi 500 votos. Al final de la
jornada y pasadas las calenturas de la jornada entendimos que era un resultado alentador
y que lo nuestro era realmente el preámbulo de cosas mejores, dado que por primera vez
aparece, en el anquilosado ambiente electoral unitense, un grupo de personas proponiendo
el voto de opinión, haciendo énfasis en los programas de gobierno en este caso participativo
y exaltando las capacidades de los aspirantes a cargos públicos. Quiero dejar testimonio de
una de las anécdotas que esa jornada dejó, teniendo a Ernesto como epicentro. Fue la
última elección donde se utilizó el voto preparado en un pequeño sobre de carta papel
periódico, que contenía una tirilla de papel con el nombre del candidato y la lista de
aspirantes al concejo. La tirilla generalmente se imprimía en color rojo, si los aspirantes eran
liberales, y azul, si los aspirantes eran conservadores. En el caso del movimiento cívico
escogimos como color intermedio, el verde. Tanto los sobres como su contenido eran
impresos por parte de cada partido. Nosotros, por la inexperiencia, y seguramente por la
escasez de recursos económicos, para eso del medio día ya no teníamos sobres para
empacar las tirillas donde aparecían nuestros nombres. Entonces, un simpatizante del
movimiento, vendedor de maní en el parque, se ofreció voluntariamente a regalarnos una
buena cantidad de sobres blancos donde él empacaba su producto. Entonces procedimos a
meter las tirillas en los sobres blancos, obviamente muy diferentes a los sobres de carta
tradicionales. Como es lógico, en la medida que empezaron a llegar nuestros copartidarios
a las mesas de votación, ubicadas en la todavía llamada Escuela de Niñas Marie Poussepin,
los mencionados sobres generaron desconcierto. Fruto de los consabidos nervios que estas
jornadas electorales generan, algunos contendores alegaron la ilegalidad del
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procedimiento, buscando sacarnos del camino en la contienda por la alcaldía popular y para
mermar nuestra votación para el concejo. Desesperados buscamos a Ernesto, nuestro líder
y abogado de turno, el cual bajó presuroso, en compañía de la plana mayor de los cívicos,
hasta las instalaciones de la escuela. Una vez allí, localizamos al registrador, don William,
quien nervioso le dio a conocer a Ernesto y la comitiva, la queja interpuesta por algunos
oponentes en contra de los sobres de maní de los cívicos. Entonces Ernesto sacó a relucir
dos de sus características peculiares, ante los enconados contrincantes que alegaban la
ilegalidad del sobre de maní en las urnas electorales. Primero alza el tono de su voz que
retumba recia y airada en todo el patio de la escuela. Era poco más del medio día. En
segundo lugar, saca de su bolsillo el código electoral y grita a los cuatro vientos: A ver don
William, que dice al respecto el artículo del código electoral – el señor registrador lee
nervioso: el voto irá incrustado en un sobre de papel... – Va a la carga nuevamente Ernesto.
Oyeron… en un sobre de papel – entonces saca de su bolsillo uno de los sobres blancos de
maní, y grita duro delante del registrador y de nuestros rivales, mientras ondea desafiante
el sobre de papel al aire: un sobre de papel … ¿y qué es esto? Mira a su alrededor seguro y
agitado. Todos aceptan a regañadientes que el abogado tiene la razón. Se ha salido con la
suya. El proceso siguió normalmente pese a que el carácter secreto del voto quedó en
entredicho, dado que todos los que llegaban con el voto empacado en sobrecito blanco de
maní, evidentemente estaban votando por los candidatos cívicos: Juan Carlos Vallejo para
la alcaldía y por Ernesto Ríos para el concejo.
Sin tener datos de otras situaciones similares, creo poder afirmar, que nuestro modesto
movimiento, hizo por única vez en todo el país, en nuestros 200 años de vida republicana,
un sacrilegio lleno de alegre cinismo a las famosas papeletas o sobres electorales, con las
cuales durante decenios se engañó al pueblo colombiano, que, en los días de comicios
electorales, luego de las habilidosas marañas y malabarismos propios de los agitadores de
los directorios oficiales, lograban que los ingenuos ciudadanos, depositaran su voto, en esos
sobrecitos, sin saber por quién lo estaban haciendo. Afortunadamente dos años después
vendrían las primeras elecciones con tarjetón, donde el ciudadano raya la cara del aspirante
– 1992 – aunque en un país enseñado a la trampa, el nuevo sistema, indudablemente más
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transparente que el anterior, también se fue contaminado de mañas y patrañas, con las
cuales en ocasiones se engañan comunidades enteras. En esas elecciones nuestro candidato
a la Alcaldía fue el hoy maestro y abogado Gildardo Ernesto López, más conocido como Tito,
mientras que Ernesto Ríos repitió candidatura y curul en el concejo, por el Movimiento
Cívico.
En su constante creatividad y activismo, ese mismo año, fruto de las deudas que le
quedaron al movimiento cívico por las elecciones, Ernesto propone como tarea realizar un
concurso veredal de MÚSICA GUASCA, aprovechando que Tele Antioquia, el canal regional
de T.V. tiene por esos años un programa que promueve dicha modalidad musical; es así
como surge el primer y más mentado concurso de guasca que haya tenido La Unión. Se da
en 1990, recorrimos todas las veredas con Eleiro “Simesa” como animador, montados en el
jeep verde de “Caracucho”. Rematamos este hermoso evento montañero con la
transmisión en vivo de la fase final desde el teatro Real para toda Antioquia, con grabación
del disco para los ganadores y toda una parafernalia publicitaria solo posible en mentes
emprendedoras y tenaces como la de Ernesto Ríos.
En 1994 Ernesto había tendría una prueba muy dura, quizás la que demostró mejor su
talante de líder integro. Después de la muerte de Rubén Darío Mesa en diciembre de 1993
y de John Jairo Botero el alcalde en febrero de 1994, la administración municipal quedó
huérfana y en la mira de los políticos corruptos, acompañados de todos los actores
armados. Entonces empezó una seguidilla de renuncias de concejales. Fueron pocos los que
resistieron el embate del miedo ante tantas muertes que se producían en el pueblo. Llegó
un momento en que se acabaron los suplentes para reemplazar a los que dejaban su curul.
Sólo él, Ernesto, acompañado de hombres valientes como don Huberto González, Emilio
Orozco y unos tres más, resistieron al lado de Ernesto, quien, con el cargo de Presidente y
su porte de líder autentico, puso el pecho a un pueblo desamparado que por entonces
estaba gobernado por un equipo de foráneos que vinieron a reemplazar al recién inmolado
alcalde John Jairo.
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Fue Ernesto Ríos quien interpretó el descontento del pueblo ante el atropello que se
pretendía al imponer un alcalde a dedo para terminar el periodo legal del alcalde Botero. Él
se puso al frente con un puñado de empleados y vecinos, en un paro que impidió que dicho
funcionario pudiera posesionarse y ejercer el cargo de burgomaestre. Cuando el
mencionado alcalde, nombrado por decreto, se bajó de su carro para acceder a la alcaldía
se encontró con el grupo de manifestantes encabezados por el abogado Ríos y no tuvo más
remedio que ir a posesionarse en el comando de policía. Fue alcalde por un solo día, ya que
la situación se empeoró cuando se supo en Medellín que el “alcalde que no tenía oficina
para ejercer su cargo”. La gobernación tuvo que ceder a la presión de la comunidad y de los
manifestantes y se negoció la permanencia de la secretaria de gobierno quien fue la
encargada de terminar el periodo de John Jairo.
Algunas veces llegó a regañarnos como un verdadero padre. Fue el caso que nos sucedió a
principios de 1995 cuando estando cerca las elecciones para alcalde y concejo. Junto con
Héctor Quirama había sido seleccionado para aspirar al concejo por el Movimiento Cívico.
Quedamos de encontrarnos faltando una hora para el cierre de inscripciones, y mientras lo
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Volviendo al año 1.990, en las elecciones de marzo, en esa ocasión se dio el suceso conocido
como la SÉPTIMA PAPELETA, hecho inédito, en el cual jóvenes universitarios de todo el país
presionaron al gobierno de Gaviria para que con ese mecanismo se convocara una
CONSTITUYENTE para cambiar la caduca Constitución de 1886. Este mecanismo ciudadano
recibió un amplio respaldo en las urnas y generó en el país un ambiente de respaldo
generalizado. Colombia estaba en ese momento en una encrucijada que marcó nuestra
historia. El narcotráfico, con Pablo Escobar a la cabeza, copaba los titulares de prensa cada
día. Las elecciones presidenciales de ese mismo año, tuvieron una antesala tétrica, imagen
cínica para un país que se enorgullece a sí mismo de tener “la democracia más estable y
antigua de América Latina”, con el asesinato de tres de los candidatos al primer cargo de la
Nación: Bernardo Jaramillo Osa de la U.P., Luis Carlos Galán del Nuevo Liberalismo y
finalmente Carlos Pizarro León Gómez, candidato de la Alianza Democrática M-19 ( no
olvidemos que en las elecciones presidenciales de 1986, también fue asesinado el candidato
de la UP, Jaime Pardo Leal). En medio de ese panorama desolador, el ambiente local de La
Unión, que empezaba a enrarecerse con la presencia de las botas del ELN, EPL y las AUC, se
dan las elecciones de la constituyente, en las cuales el Movimiento Cívico participa
apoyando la lista de la Alianza Democrática, constituida por sectores democráticos del
liberalismo, el conservatismo, los sindicatos, líderes sociales y encabezando por los recién
desmovilizados guerrilleros del extinto M – 19, bajo el nombre del ya entonces exministro
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y exgobernador Antonio Navarro Wolf. Esas elecciones, realizadas en el mes diciembre del
año 90, las ganamos en La Unión con cerca de 300 votos, seguidos por los candidatos del
partido Liberal.
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Representantes, trató de tener contacto con los dirigentes de la AD, nunca lo hizo pensando
en beneficio propio o de su familia. Sus ingentes llamadas, siempre negadas, eran para
buscar apoyos para causas comunitarias en La Unión o en otros municipios del Oriente
Antioqueño.
Ya recordamos lo que sucedió con Ernesto para las elecciones de 1995, el movimiento cívico
apoya la campaña a la alcaldía de Álvaro Botero Campuzano y Ernesto decide descansar
luego de su dura y ardua tarea ya descrita cuando se hecha al hombro el municipio, luego
del asesinato del Alcalde John Jairo. Llegamos al concejo El Mono Quirama y yo, pero
siguiendo siempre un diálogo productivo con Ernesto. Era un descanso merecido para él,
ganado gota a gota de sudor, no eran unas vacaciones en su activismo político, pero tal vez
si una pausa en el agitado mundo de compromisos en el que siempre vivió. Pero el destino,
que casi siempre no avisa, había fijado ya el final de su vida política, el descanso definitivo
y eterno para su paso temporal por esta tierra como hombre, como padre, esposo y
profesional. Otros ya tenían un plan para acallar su voz, seguramente aquellos a los que
incomodaba con su carácter recio y decidido en favor de los intereses colectivos. Quien dio
la orden de asesinarlo, seguramente se trasnochaba por esa simpatía viral de Ernesto hacia
los movimientos y las causas sociales, por su convicción en una democracia plena, legítima,
llena de verdad y alejada de las apariencias.
Pocos días después de esas elecciones de marzo de 1995, en una noche lúgubre de
principios de mayo, sus amigos y familiares lo recibiríamos, en medio de una densa neblina
unitense, desmadejado en una camilla fúnebre, caído, pero inmenso como un gran roble
que al caer nos muestra el gran espacio que copaba su tronco y sus ramas abiertas en el
bosque. Sus ideales firmes, siguieron caminando por las calles de La Unión, soñando en
noches de bohemia, con un mundo más justo y mejor, exhalando en sus seguidores alientos
de justicia social y desarrollo con equidad. Su nombre no solo se plasmó para siempre en
los muros del gran coliseo, si no que está presente en nuestros corazones y en nuestra
memoria, en las nuevas generaciones que están decididas y dispuestos a no dejarlo morir,
a no perecer, pues sus ideales siguen hoy más vigentes que antes.
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Termino esta recordación con un momento que guardo con especial afecto y fraternidad.
Este hecho me trae una grata sensación del amigo con quien compartí tantas cosas
maravillosas, soñando con un pueblo mejor y tal vez es la fotografía que mejor retrata la
relación que con él tuve la fortuna de vivir con particular intensidad. Ocurrió cuando los dos
decidimos buscar la manera de hacernos detener, jugada publicitaria en el preámbulo del
segundo paro cívico regional en agosto de 1982. Ese día preparamos nuestra tienda de
campaña en las sombrillas de El Antojo, a eso de las 6 de la tarde. Mientras sonaba la
canción “Que vivan los estudiantes” en la voz de Mercedes Sosa, en un parlante tipo
corneta, que era propiedad del movimiento, el joven oficial de la policía, que estaba al
mando de los 50 agentes enviados como refuerzo para contener el paro, se tragó la carnada
y nos detuvo. Pero el error craso del uniformado consistió en pedirle consentimiento a
Ernesto de cómo conducirnos al comando, ubicado en ese entonces en la esquina de la
carrera 9 con calle 12. El inexperto oficial le preguntó si nos desplazaba al comando de
policía, en calidad de detenidos, subidos en la volqueta que estaba parqueada al frente o si
prefería ir caminando. Ernesto, en un giro veloz de inteligencia le respondió: “caminando,
capitán.” En segundos nos desplazamos por el parque, y luego por la calle del comercio, en
medio de una verdadera calle de honor, escoltados por 50 agentes del orden y ante la
mirada de centenares de unitenses que se agolparon expectantes al paso de la caravana
compuesta de policías y los dos presidiarios. Cuando el oficial se dio cuenta de su error, era
demasiado tarde.
Esa vez pasamos 50 horas en el calabozo municipal, leyendo poesía; de todas las casas del
pueblo nos llegaba el desayuno, almuerzo y comida. Hasta un poco de licor para aplacar el
frío nos ingresó uno de los afectos guardianes de la cárcel local. Estábamos un poco
incómodos en un espacio de un metro cuadrado, pero con nuestra sonrisa a flor de labios
por el paro en marcha en La Unión, anticipando la hora cero del paro regional, como lo
acreditó el periódico El Tiempo, en primera página al día siguiente.
En el paro regional del 84 no estuvimos los dos en acuerdo de cómo motivar el inicio del
paro, en un momento que la población estaba un poco decepcionada por las actitudes
dilatorias del gobierno departamental. Él no aceptó el plan que teníamos previsto con un
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grupo de estudiantes del Liceo Pio XI, el cual, una vez ejecutado, dio lo resultados
publicitarios que esperábamos, sin generar ningún perjuicio en la población y animando el
inicio de la jornada de protesta. Pero esta vez, Ernesto fue detenido por las fuerzas oficiales,
llevado fuera la población, por lo que el paro local se unió al regional con mucha fuerza,
impulsado por la motivación adicional de defender a su líder natural. Fue devuelto a la
libertad 4 días después, en un acto emotivo que recuerdo como el fin de una guerra,
momento en el cual Ernesto salió del edificio de la alcaldía maltrecho por los días de
detención, pero animado por el aplauso multitudinario de su gente, vuelto a la libertad,
rodeado de muchas personas y de militares que también lo observaban con admiración,
apertrechados con sus trajes de campaña desde un tanque de guerra ubicado en el mismo
lugar, queriéndonos mostrar que el hombre que allí salía, era un general de 5 soles,
medallas ganadas en las batallas de su lucha incesante por la justicia social y la libertad.
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