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El oficio de historiador:

Entre Sherlock Holmes y Sigmund Freud

Fabián A. Campagne

¿Puede la Historia aspirar a conformar un paradigma epistemológico que reúna las condiciones
de rigor y precisión que habitualmente se asocian con la construcción de conocimiento científico?
¿Puede la historia aspirar a convertirse en una ciencia? La pregunta adquiere una importancia
fundamental, por cuanto esta disciplina posee características que la diferencian radicalmente de
todas las otras ciencias naturales y aún de la mayor parte de las otras ciencias sociales: su interés
por lo particular, por lo único, por lo irrepetible. Mientras que la principal aspiración del científico
parece ser la determinación de regularidades que permitan formular leyes de aplicación universal, el
objeto de estudio del historiador son los fenómenos individuales, no las generalizaciones.
En los años 60 y 70, el auge de la historia económica, con sus curvas de precios y sus gráficos
estadísticos, permitió a muchos historiadores soñar con alcanzar para su disciplina el status de rigor
científico propio de las ciencias exactas; o aún de disciplinas sociales como la economía y la
sociología (que aspiran a predecir y a cuantificar los fenómenos que conforman su campo de
estudio). Pero las ambiciosas pretensiones de los historiadores de los precios, que creían poder
explicar la evolución de toda una sociedad a partir de los movimientos de dicha variable, alcanzaron
rápidamente sus propios límites. También se demostró la imposibilidad de trasladar el método
estadístico a otras áreas del conocimiento histórico, como la historia cultural y la historia política.
En definitiva, la historia continúa observando con inocultable fascinación la aspiración a formular
leyes que caracterizan a las denominadas ciencias duras. La formulación de leyes generales permite
predecir y medir los fenómenos naturales con notable precisión. Frente a esta realidad, ¿es posible
pensar la existencia de un paradigma científico de lo único e irrepetible, una cientificidad de lo
individual?
Una de las respuestas más lúcidas para este interrogante central sobre el método histórico fue
presentada por el historiador italiano Carlo Ginzburg, en un artículo publicado en Turín en 1979 y
que, en menos de cuatro años, fue traducido al inglés, francés, alemán, sueco y al castellano. El título
castellano del texto en cuestión es: "Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales" (en
Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios. Morfología e Historia, Barcelona, Gedisa, 1989, pp.138-
175).

En este artículo clave de la historiografía del último cuarto del siglo XX, Ginzburg llama la
atención sobre la existencia de un milenario paradigma de lo individual, de lo único, de un
antiquísimo método de construcción de conocimiento capaz de obtener notables resultados
concretos, sin recurrir a la formulación de leyes, generalizaciones, predicciones o mediciones
exactas: se trata del atávico "paradigma de los indicios" o "paradigma indiciario", al que los
cazadores y rastreadores primitivos han recurrido desde la noche de los tiempos.

Al igual que los cazadores, el historiador no tiene contacto con su objeto de estudio. El
rastreador debe, por lo tanto, utilizar los menores indicios dejados por la presa durante su huida -una
rama rota, una huella en el lodo, la corteza de un árbol desgarrada- para reconstruir una realidad de la
que no fue testigo. Los resultados concretos suelen ser sorprendentes: los más hábiles cazadores son
capaces de rastrear el paso de su víctima aún en ámbitos en los cuales, la mayoría de los mortales, serían
incapaces de percibir algo fuera de lo común.
Pero este antiguo paradigma de lo único -en tanto único e irrepetible son la huida y los rastros de cada
presa- fue ya recuperado a fines del siglo XIX por tres disciplinas cuyo objeto de estudio, al igual que la
historia, son los fenómenos individuales: me refiero a la historia del arte, a la criminología y al psicoanálisis.
Entre 1874 y 1876, el italiano Giovanni Morelli dio a conocer un nuevo
método para la identificación de las falsificaciones de cuadros célebres,
que poblaban la mayoría de los grandes museos del mundo. El error de los
críticos consistía en tratar de atribuir los cuadros a cada pintor, analizando las
características más evidentes: la sonrisa de Leonardo, los ojos alzados al cielo
de los personajes de Perugino, etc. Pero, por evidentes y conocidas, estas
características eran precisamente las más fáciles de imitar. Giovanni Morelli
creía, en cambio, que las falsificaciones debían detectarse observando los
detalles menos trascendentes de cada cuadro, aquellos menos influidos
por la escuela pictórica a la que el artista pertenecía, aquellos rasgos
estereotipados que cada artista -original o falsificador- incorpora de
manera automática, casi inconsciente, en su técnica de dibujo: los lóbulos
de las orejas, las uñas, los dedos de manos y pies. Estos datos marginales
son reveladores porque constituyen los momentos en los que el control del
artista se relaja y cede su lugar a impulsos puramente individuales, "que se le
escapan sin que él se de cuenta". De este modo, Morelli descubrió y catalogó
la forma de oreja característica de Botticelli, de Leonardo, de Rafael, etc., rasgos que se encuentran en los
originales, pero no en las copias. El crítico italiano pudo, pese a las críticas que recibía su método, proponer
decenas de nuevas atribuciones en algunos de los principales museos de Europa, demostrando que muchas
telas habían sido durante siglos falsamente identificadas con determinados artistas clásicos.
En las décadas de 1880 y 1890, el escritor inglés Arthur Conan Doyle (1859-1930) publicó la mayor parte
de las novelas y cuentos cortos protagonizados por su creación literaria más célebre: el detective privado
Sherlock Holmes. Como afirma Carlo Ginzburg con precisión, el método criminológico de Holmes se asemeja
notablemente al método crítico de Morelli, el que -a su vez- resulta una versión sofisticada del milenario
paradigma indiciario del cazador: se trataba de observar los menores indicios, aquellos que permanecían
invisibles para la mayoría de las miradas inexpertas y, a partir de ellos, reconstruir con precisión una
realidad a la que el investigador no había tenido acceso: el crimen en cuestión, su autor y su móvil.
Cada vez que Sherlock Holmes llegaba a la escena de un crimen, actuaba poco menos que como un rastreador
que persigue a su presa en medio del bosque, o como Morelli frente a un cuadro falsamente atribuido a un
artista de renombre (en La carta robada, un cuento de 1844, Edgar Allan Poe había anticipado ya este método,
que luego haría célebre al investigador creador por Conan Doyle). Pero la sorpresa es aún mayor cuando
descubrimos, de la mano de Carlo Ginzburg, que Sherlock Holmes aplica en una ocasión el mismísimo método
de Morelli: a partir de la observación de unas orejas, enviadas como macabro obsequio en una encomienda,
descubre indicios de importancia para la resolución de un crimen. En La aventura de la caja de cartón, de 1892,
Holmes explica los fundamentos del paradigma morelliano a un sorprendido Doctor Watson: "no ignorará Ud.,
Watson, en su condición de médico, que no hay parte alguna del cuerpo humano que presente mayores
variantes que una oreja. Cada oreja posee características propias, y se diferencia de todas las demás. De modo
que examiné las orejas que venían en la caja con ojos de experto (...). Imagínese cuál no sería mi sorpresa
cuando, al detener mi mirada en la señorita Cushing [la dama que había
recibido la macabra encomienda] observé que su oreja correspondía en
forma exacta a la oreja femenina que acababa de examinar. En ambas
existía el mismo acortamiento del pabellón, la misma amplia curva del lóbulo
superior, igual circunvolución del cartílago interno. Era evidente que la
víctima debía ser una consanguínea, probablemente muy estrecha, de la
señorita Cushing".
Pero no sólo Conan Doyle parece haber sido influido por el método
indiciario de Morelli, "cazador de falsificaciones". En El Moisés de Miguel
Ángel, un ensayo publicado en 1914, Sigmund Freud reconocía el impacto
que los ensayos de Morelli le habían causado, mucho antes de que
formulara el método psicoanalítico. No resulta casual: ¿acaso los detalles
mecánicos que resultan únicos en cada dibujante, observados por Morelli,
no guardan semejanza con los pequeños gestos inconscientes que revelan
nuestro carácter en mayor grado que cualquier otra actitud consciente,
según postula el médico vienés? Freud es muy explícito al respecto:
"nombrado senador del reino, Morelli murió en 1891. Yo creo que su método
se halla estrechamente emparentado con la técnica del psicoanálisis
médico. También ésta es capaz de penetrar cosas secretas y ocultas a
base de elementos poco apreciados o inadvertidos, de detritos o
"desperdicios" de nuestra observación". Los detalles que habitualmente se consideran como poco importantes,
o sencillamente triviales, proporcionaban la clave para tener acceso a las más elevadas realizaciones del
espíritu humano -en el caso del artículo de Freud que comentamos, El Moisés de Miguel Ángel.
Morelli y Freud -como antes Sherlock Holmes y el rastreador primitivo- tienen en común un mismo
paradigma: la postulación de un método interpretativo basado en lo secundario, en los datos
marginales considerados reveladores, que permiten reconstruir con un elevado grado de plausibilidad
una realidad sobre la que el investigador no tiene acceso directo: el desesperado escape de una presa, el
atelier de un falsificador, la ejecución de un crimen, lo profundo del inconsciente humano. Con sus limitaciones
y posibles fracasos, estas actividades logran resultados de innegable valor: muchos rastreadores logran dar
alcance a sus perseguidos, muchos cuadros falsos son detectados, muchos criminales son descubiertos,
muchos secretos inconscientes salen a la luz definitivamente.
En ninguno de estos casos se ha recurrido al paradigma científico-matemático de las ciencias duras. En
ninguno de estos casos se trata de predecir con eficacia absoluta, de formular leyes, de detectar generalidades
y repeticiones, con medir con precisión. El paradigma indiciario no es un paradigma de lo universal sino un
paradigma de lo particular. Una cientificidad de lo individual es entonces posible:
Los escasos documentos escritos, los restos materiales dispersos, las primitivas manifestaciones
iconográficas, los destruidos testimonios arquitectónicos, son para el historiador lo que las ramas rotas para el
rastreador, los dibujos de las orejas para el crítico de arte, la escena del crimen para el detective y los actos
fallidos para el psicoanalista.
El historiador que, como el criminólogo, el psicoanalista, el crítico de arte y el rastreador primitivo,
reúne indicios de una realidad sobre la que no tiene ni tendrá acceso directo -el pasado del ser humano-
, tiene entonces más en común con Sherlock Holmes y Sigmund Freud que con Galileo Galilei o Isaac
Newton.

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