Con la finalidad de mantener el orden social y el dominio sobre las gentes,
numerosas religiones y estados han mantenido durante siglos unos estrictos principios morales que suponían la represión de los instintos y la inadmisión de un sinfín de conductas sexuales por considerarse contrarias a los valores establecidos.
En el caso de la mujer, esta represión ha sido casi siempre más intensa,
pues carecía de la libertad sexual de que gozaba el varón, y era cruelmente marginada y castigada si no cumplía las normas socialmente correctas en materia sexual. A menudo su función se limitaba a complacer al varón y a la crianza de los hijos.
Pero con el paso del tiempo, y especialmente a partir del siglo XX en
Occidente, se ha producido una radical transformación de estos planteamientos; a partir de la década de los 60 y la denominada revolución sexual, la sexualidad humana adquirió un nuevo significado y se aceptó como un instinto natural que debía ser aceptado en todas sus dimensiones y contemplado desde una perspectiva igualitaria entre hombre y mujer.
Los descubrimientos científicos, la incorporación de la mujer al mundo
laboral y el desarrollo de métodos anticonceptivos fiables fueron factores determinantes en este cambio de mentalidad.
Las nuevas concepciones sobre sexualidad permitieron a la mujer
introducir cambios en su conducta sexual, tales como participar activamente en la unión sexual, tomar la iniciativa, probar nuevas técnicas para dar y obtener mayor placer y expresar libremente sus verdaderos sentimientos y deseos.
Por otro lado, desde la Prehistoria la mujer ha centrado su actividad y
desarrollo personal en el plano de las emociones y de los sentimientos, principalmente a causa de su papel de madre, mientras que el hombre debía ocuparse fundamentalmente del desarrollo de sus facultades físicas, puesto que debía afrontar el cuidado y la defensa de la familia en difíciles condiciones de subsistencia.
Ello ha contribuido a que la mujer tienda a considerar el acto sexual como
una muestra de ternura, de seguridad y de aceptación de su integridad personal, dotándole así de una carga emocional más intensa que el hombre, cuya sexualidad es más agresiva y en ocasiones no se encuentra tan vinculada a los sentimientos. Pero no hay que olvidar que estos planteamientos son consideraciones generales que sin duda pueden variar en cada persona y en cada pareja. A lo largo de la historia y en muchas culturas, la sociedad ha atribuido al hombre una serie de cualidades y pautas de conducta que se consideraban propias de su sexo, y que debía poseer y manifestar para lograr la aceptación y el reconocimiento social. Entre estas cualidades destacaban la fuerza, la agresividad y la virilidad, entendidas como posesión del otro, autocontrol y sometimiento de las emociones a la razón. Ello se ha reflejado en su conducta sexual, agresiva y conquistadora, y dotada de una carga emocional menor que la de la mujer.
Por otro lado, a causa de las difíciles condiciones de subsistencia,
antiguamente el hombre debía centrarse en la obtención del máximo desarrollo de sus capacidades físicas, con el objetivo de lograr una mejor realización de sus obligaciones y actividades diarias (conseguir alimento, defenderse frente a otras tribus, etc.)
Ello dio lugar a que las sensaciones y la emotividad ocuparan un segundo
plano para el varón, mientras que eran asumidas por la mujer, ocupada en la crianza y desarrollo de los hijos.
Sin embargo, el desarrollo económico y la evolución política, social y
cultural que se han producido con el paso del tiempo, especialmente en el último siglo, han propiciado que en la actualidad la conducta sexual del hombre sea diferente: en lugar de prestar atención a los signos de virilidad, el hombre tiende a compartir el goce sexual con su pareja y, en términos generales, existe una mayor comunicación entre ambos. Se establece entonces una relación de complementariedad que se extiende al resto de parcelas de la vida y que se caracteriza por la expresión del afecto y por la comprensión mutua, lo que proporciona equilibrio y armonía a la pareja.
La sociedad continúa ejerciendo su influencia sobre la conducta sexual de
hombres y mujeres, y aunque se ha conseguido eliminar falsos mitos y tabúes que rodeaban el acto sexual, todavía es necesaria una mayor concientización para tratar libremente todos los aspectos de la sexualidad, sin culpabilidad, vergüenza o pudor.