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Las últimas metamorfosis de la mano, se vuelven contra quien las hizo, esa rebelión es un suicidio.

La mano universal del hombre, en el uso de su poder máximo, quiere matar a su dios sin prepararle
siquiera una sepultura decente. Esa grandeza es simplemente un hacinamiento piramidal de las
derrotas individuales, es grandeza porque es cantidad, volumen, ocupación, dominio; pero su valor
verídico es la miseria, la desesperación, la pérdida de los incentivos indispensables para seguir
adelante. Fáltales, a la máquina y al arma, un ideal de la misma complexión de la carne y del
espíritu, aunque se forjen teorías paradojales para cohonestarlas. Mientras no se entreguen ellas
mismas en su servidumbre, mientras ellas exijan que se las sirva, la fuerza de las dínamos es la
debilidad de los brazos sin ocupación, la riqueza tesaurizada y estibada en cofres y depósitos es la
pobreza de los que no tienen nada. Toda esa superestructura, sin duda maravillosa y grandiosa, tiene
como meta un designio suicida, se dirige en un avance coordinado, preciso, avasallador, contra los
reductos en que el hombre sin esperanza y sin fe, aguarda la vejez y la muerte.
No pertenece a nadie si no pertenece a la humanidad.
Lo que pertenece a la conciencia del hombre es la vida y el progreso que sirve a su vitalidad, y la
civilización entera, que lo ha superado en múltiples conceptos, tiene que ser para él o debe ser
destruida. La civilización urbana, fabril, del centímetro, gramo y segundo, puede ser usada y
comprendida por el hombre, puede llenarle de estupor y suministrarle momentos muy placenteros,
pero no puede ser objeto de vida, de conciencia, si no está incondicionalmente a su servicio. De
modo que si el sistema social, aunque erróneo y nocivo, tiende a formar en él el sentimiento de la
justicia, una capacidad más intensa y sensata de su vitalidad, una conciencia más clara de su misión
social, tiene un valor verdaderamente humano a pesar de todo; de lo contrario carecería de sentido,
sería una coacción, un error contumaz, y debería destruírselo. En vano ese mundo del poder egoísta
recurre a las fórmulas de la religión, de la moral, del carácter; en vez de salvarlo lo precipitan con
su caída.
El mundo capitalista y técnico dirigido por fuerzas malvadas, es la declaración más formidable de
inmoralidad que se ha echo, es la negación del alma y del destino ético del hombre con
responsabilidad consciente de sus actos. No es indispensable poseer un alma religiosa para condenar
por absurdo y perverso un sistema insensato; basta advertir qué es lo que está conformado con
arreglo a las leyes naturales del ser humano y lo que está conformado con arreglo a las leyes
naturales de la mecánica.

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