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ESCRIBIR LA VIOLENCIA.SOBRE ROÑA CRIOLLA, DE RICARDO ZELARAYÁN. (*)

(*) (En: Aymara de Llano (coordinadora). Literatura y política. Mar del Plata: EUDEM, 2016).

Nancy Fernández

(CONICET- Unmdp)

Roña criolla implica una zona autobiográfica. Como reajuste con lo prosaico de la realidad cuya
materia prima es la vida; como pasaje de géneros (de los relatos entrevistos a las imágenes
poéticas y, hasta líricas; como materialidad cuyo adn procede, históricamente, del contexto Literal,
con su reconocida revista que provocó el lugar simbólico de la neovanguardia de los 70´y una
suerte de espacio donde Zelarayán inscribió su pertenencia inicial. En Roña criolla, las palabras, los
sonidos, los signos no representan sino que muestran la vibración genuina que toma su forma en
préstamo de la pulsión corporal. Y arrimar fragmentos de historias, supone dejar la estela que el
mismo compositor, en el sentido musical del término, crea en torno de su mito de autor. Desde el
inicio mismo del libro, la dedicatoria verídica (“al poeta Jacobo Regen, salteño de pocas palabras,
poeta si los hay”) inscribe al yo en el doble movimiento asumido en la entrega y la contemplación.
Escribir comienza siendo cuestión de elecciones afectivas y afinidades estéticas, allí donde la cita
rinde culto a una toma de posición, al reconocimiento y la memoria. Ya el nombre trae el gentilicio
que esboza de a poco un mapa a partir del cual, el poeta va a armar su propia territorialidad,
integrando el espacio cultural rioplatense, el litoral y el interior. En primer lugar, instala la
condición de poeta, poniendo a funcionar un lenguaje que, lacónico y sugestivo desaloja
preceptivas morales y estéticas. Un lenguaje cuya matriz es un fraseo que optimiza con giros
parcos o desenfrenados, una auténtica subjetividad en los derroteros de la contemplación.

Así comienza a enhebrar sus versos Ricardo Zelarayán, con obstinación que remeda el mundo
recortado, escuchando a medias, con una sordera a cuestas que de alguna manera va a aparecer
inscripta o trazada. Pero también hay otros textos que conforman el marco, esto es acápites,
posfacios, contratapas, entrevistas, ajustadas a la eficacia de una intencionalidad (tan solo medida
en los efectos de la letra): la construcción de una imagen de autor, un “mito personal del escritor”.
La condición física configura los límites del propio cuerpo, los sentidos que buscan atravesar sus
fronteras (sonido e imagen anudan procedimiento y resultado de esa búsqueda); a su vez, una
declaración de principios sitúa, al sujeto de enunciación en la toma de una posición ética. Situarse
en la opción de una escritura, de un sistema de filiación; instalarse conscientemente en la
autogestión de su figura; elegir la tradición y el lugar, instalarse en un espacio, visitar la ciudad
que lo desaloja, la marginalidad y la autoexclusión que prefiere escenificar como “exilio
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voluntario”. Sin embargo, el posfacio insiste en la paradoja de un exilio que no lo arroja fuera, no
lo destierra sino que lo mantiene dentro de los límites de una obra prolífica pero casi inédita.
Tampoco faltan los oficios a los que recurre para cubrir necesidad y supervivencia. La contratapa,
como Aira definiera en la primer edición de Ema, la Cautiva, es también, en este caso, una tapa en
contra donde devela sus seudónimos y sus obsesiones estéticas (musicales) bajo la forma de un
registro conversacional, de un contrapunto desafiante contra instituciones y mercado que lo
obligan a “morder el pan del exilio”. A contrapelo de clasificaciones objetivistas, la poesía de
Zelarayán permite entrever el complejo movimiento entre sujeto y objeto, sin que uno anule o
neutralice al otro. En su poética se trata, mejor, de poner de manifiesto, la condición inherente de
su escritura, la materialidad constitutiva que hace de las condensaciones y desplazamientos, la
operación que restituye letra y vida en su sitio preciso, en el de la temporalidad de las versiones, y
en la noción de una verdad sujeta a las variaciones de la construcción identitaria (del yo, del texto,
de la escritura y los vaivenes de la edición). Concomitante a esto, la versión, no se opone al
verosímil pero corroe los cimientos de la verdad o de lo verídico, haciendo circular bocetos,
borradores, apuntes, textos inconclusos, escritos en progreso, que anulan la potestad, no solo
como propiedad privada (imaginario de pertenencia sobre el texto o el lenguaje) sino, como
supremacía de escritos únicos y definitivos, unívocos, en alguna supuesta completud y conclusión.
La escritura de Zelarayán se despliega intermitente y en esos intervalos (menos como vacío
temporal que como pausa productiva en su interrupción y morosidad) surgen las composiciones
transcriptas, adaptadas, corregidas, restituyendo una concepción de escritura poética sostenida en
los restos y los fragmentos, como procedimientos de una operación con la lengua. Sujeto, obra,
lengua y tradición se construyen así en un trabajo fuera de toda prescripción regulada y
teleológica. Si pensábamos en una clave autobiográfica, el resto supone una tensión irresuelta,
constitutiva de la identidad. Es entonces cuando el pretexto de la vida y el punto de partida en una
disimulada primera persona, atraviesa un mapa nacional reinventando precisamente, las fábulas
de nación, lengua y subjetividad (cfr. Julio Ramos, op.cit.). En este sentido, Buenos Aires es la
ciudad que expulsa y encierra, que empuja hacia los bordes suburbanos mostrando luchas, sin
motivación, sin posibilidad de discernimiento. Y en lo que queda del caos, rezuman los destellos
viscerales de la masa viscosa del cuerpo, entre el sudor, la sangre y la piel revueltos en una tierra
de nadie. Buenos Aires es lugar de des-encuentro, trampa y treta para evocar los espacios
recortados en la artificiosidad deliberada de la imagen. Buenos Aires como cerco bulímico que
arroja las esquirlas de los cuerpos en baldíos obscenos. Así, desde el principio, Zelarayán, hace del
resentimiento, el pretexto embrionario para dejar lugar, gradualmente, a los efectos de la
eyección, al impacto de una embestida imposible de identificar y de concluir, a luchas y entreveros
sin orden ni estado legal, a mezclas de procedencias y clases en una contienda sin meta ni
dirección: esto es violencia, y en estado puro. (cfr. Michel Serres, op.cit.).

Tiempo y ritmo constituyen la base de la sintaxis. El libro introduce el movimiento, materia prima
por antonomasia, menos por los acontecimientos fechados que por los adverbios, los cuales,
combinados, producen el efecto de un choque frontal. “Los poemas de Roña criolla se escribieron
inesperadamente en 1984 para terminar con las vacilaciones que me impedían comenzar una larga
novela aún inconclusa. R.Z.” Aquí se funden la velocidad (lo súbito, lo repentino que no da lugar a
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la reflexión mediada por alguna suerte de racionalidad) y la lentitud (el diferimiento, la voluntad,
casi en un sentido schopenhaueriano, de imponer cierta cadencia morosa).

Por un lado, entonces, la escritura supone el movimiento del trazo, como efecto residual
de procedimientos que atienden al ritmo del contrapunto; una escritura donde la cadencia del
desafío y de la treta muestra la concepción de una práctica deliberadamente artificiosa. En este
sentido, la textura de la letra opera con procedimientos formales (textuales) poniendo en juego la
lengua y las hablas que diseminan el concepto de lo nacional. Si la escritura deja ver los rastros de
una lengua (como instancia donde la subjetividad se constituye como cuerpo territorializado y
nómade, inscripto, es porque trafica con los materiales, restos y fragmentos de una herencia
cultural, política, histórica y ante todo, pulsional. Desde esta perspectiva podemos hablar de un
trazo indeleble, allí donde la elipsis y el hermetismo, dejan ver los signos residuales de un decir en
estado de dispersión. Mal decir, decir mal es manifestación y síntoma clave que empieza
dibujando su pentagrama entre la disonancia y el contrapunto, la errática armonía de un lenguaje
cuyo comienzo y final es el silencio. Lengua y cuerpo cuya motivación poética y musical, sonora y
material, son los versos que arrojan y deshacen las palabras en cortes encabalgados, puntuación
apodíctica (in-tensiva, sintética), extensiones repentinas, aliteraciones combinadas con acentos
intermitentes, cuyo objeto, herramienta y efecto, simultáneamente, es la respiración.

Por otro lado, la escritura cruza los opuestos, que, como señalaba anteriormente, alternan
entre el estado de letargo, indolencia inmóvil con la manifestación, súbita, reactiva, de un verso o
una palabra que precipita el presente, provocando efecto de choque o agolpamiento de
acontecimientos o de imágenes. Volvamos a la cita que antecede a los poemas; aquí, lo
inesperado está imbricado de modo inherente a las instancias de las vacilaciones, que suponen
extensión y retardamiento, el comienzo interrupto, impedido que se ve reforzado con el adverbio
(temporal) “aún”. En esta inflexión, que es corporal y respiratoria, el repentismo de lo real, o de lo
realizable (los textos, la escritura) contrasta con la espera y la postergación (de una novela),
materializando los vacíos del diferimiento y la fluctuación. Si esto supone, también, tiempo y ritmo
que se fragmentan, el anuncio de un acápite o el movimiento tonal de la escritura, evoca una
constante de la poética en Zelarayán: el corcoveo, la vibración convulsa, el temblor agitado que no
descarta la perplejidad, la sacudida cimbreante: “la piel de caballo” (cfr. Zelarayán op.cit.)

La sintaxis en Ricardo Zelarayán, tiene por momentos la estructura de los sueños. Las
imágenes, tienden a condensar efectos por la impronta de la sinestesia (visual, pero agudizando
oído, que falla y tropieza, más olfato asociado a un sistema de repetición y desplazamiento (donde
las variables son mínimas). Quiero decir, hay motivos recurrentes en variación combinada con
onomatopeyas, interjecciones y frases restringidas a la contracción (que también implica
movimiento): “lengua e´sal”, “peine pal pelo”. Los motivos (semánticos) giran alrededor de la
tierra, la sangre, el cuerpo, con el plus de la presencia animal. Estamos muy cerca de la barbarie
más visceral, allí donde el cuerpo se disecciona (se corta, se tajea) en pelo, dientes, uñas, ojos,
huesos, piel. Y la piel se convierte en cuero bajo un sol implacable. En esta tensión, se producen
las sustituciones donde el despertar borra la mancha (de un sueño agotado en alcohol y un tiempo
indefinido (horas del día) de algo parecido a los restos de una jornada transitoriamente laboral.
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Hablar de sustitución es pensar en el tropo de la metonimia, corte que dispara una asociación
negativa, fuera de causalidad. Así, la mano establece una suerte enlace con la puñalada y las viejas
arrugas (de “antiguos renuncios de sol apagado”) conectan con el balazo a pleno día. En este
sentido, la muerte no es tópico sino resto de historia apenas vislumbrada. Como si la escritura se
concentrara en la descomposición de la materia, también en una respiración aludida. Pero
también la connotación metonímica pone en superficie la condición de muerte y marginalidad, sin
que el sentido tenga posibilidad de asomar en una representación total. Pero si el yo tiene su
marcación, ella incide como indicios de algo indefinido pero que bordea la pobreza y la miseria,
entre los jirones y desarrapados, hombres u objetos deshechos y echados fuera. El yo supone la
inscripción de un tono donde el margen es síntoma de desprendimiento (del cuerpo), desapego
(de la patria homogénea y de origen espurio). La lengua de Zelarayán trabaja así con los despojos y
las adherencias sin explicación lineal. Y las historias entrevistas, o esbozadas, cuentan la insistencia
de una pulsión repetida: la de volver a estar, de nuevo, siempre arrojado afuera.

La objetivación en Zelarayán consiste entonces en ráfagas violentas de imágenes ligadas,


en algún lugar, al sufrimiento, al cansancio y al ímpetu, efímero y corporal del furor: “La sed se
suelta entonces como la sedienta tierra, nunca harta/de colmillos de luz en las tinieblas”. La
hipálague es un recurso privilegiado (como en “la brasa apenas respira”) Sin embargo, el arrebato
calcinado conlleva su anverso necesario: el movimiento puro en proceso de extinción. “Los ojos
caen en los bolsillos tramperos, rotosos, espejeando/vacuno trote sin luna”. Como si la oscuridad
fuera el antídoto contra la luz abrasadora. Asimismo, el efecto inmediato es la contigüidad de un
fraseo inmotivado, donde el fuego moribundo se acopla, para apagarse, en una siesta sobre
piedras.

Inversión sintáctica y anáfora son procedimientos matrices en Zelarayán. La frecuente


anteposición del objeto pone en foco, casi paradójicamente, la posición contemplativa del sujeto
de enunciación, que rara vez asoma en primera persona para elegir la neutralidad de la
objetivación, como instacia de trabajo en progreso (no como realidad histórica ni mucho menos
típica). Roña criolla habilita incluso disposición de las imágenes, por disociación significante, esto
es, por oxímoron: “Miel lenta, siempre/hiel trampera”. Lo dulce y lo amargo ceden a la literal
lentitud (acá, explícita), provocando la escansión sonora estirando el fonema “ele”: allí se inscribe,
literalmente, la lengua, lenguaje y sinécdoque corporal.

Este es el libro que desaloja cualquier referente conceptual. Desde esta perspectiva, la
subjetividad, desde un punto de vista sintáctico, se inscribe con asiduidad de manera tácita. “A la
reventada llaman”. Incluso verbos o acciones implícitas. Por momentos la estructura quiasmática,
convierte al objeto en sujeto subordinado. “Y a la que sigue/que es la que se viene”. La escritura,
de este modo, va delineando la mirada, neutra, testigo y por momentos partícipe y partida, de una
instancia donde cosas y objetos se ven a medias y de forma entrecruzado.

El tiempo del ritmo es el del presente continuo. Aquí y ahora. Entre la premura (del ahora) y el
continuo del mientras tanto (con sus pausas, su letargo, su agonía) se va produciendo la lenta y
doliente travesía en estado degradado y lacerante. Por ello el pulso de la escritura es la medida
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imaginaria e imposible de la durabilidad en la acción, simulacro de un hacer que no es otra cosa


que esperar la disolución.

“Pioja, peine, puñal”. El ritmo está dado por la fonética, la pronunciación que refuerza en
el primer poema, la aliteración entre la p y la l. Fonemas que darán título a su última novela,
póstuma, Lata peinada. Y la fonética instala el ritmo que se articula en la puntuación. De esta
manera, puntos suspensivos, exclamación; signos de pregunta que lejos de esperar respuesta,
dejan al descubierto el vacío de interlocutor lo cual aumenta el efecto de incertidumbre. En la
sintaxis, el hipérbaton da por resultado la posibilidad del proverbio “al chajá montero, lagunas le
sobran”. Transformación del sentido en juego significante, Nunca bien te veo (el pájaro es el
benteveo).

Migración y travesía.

La lentitud es coartada, excusa y pretexto para introducir o ingresar la fuerza, el empuje, el efecto
de arrastre (el resabio del lastre) y la sacudida, la pulsión que sube abriéndose paso entre poros y
orificios. Contracción y jadeo marcado por la risa, desde los motivos y un dejo de ironía resentida.
La tierra es materia elemental donde la poesía socava el territorio sin marcas ni propiedad (menos
campo y más baldío, zona áspera y abandonada donde “Arado, entierra y desentierra”). Pero la
tierra como patria o sepultura, vuelve a ligarse por contigüidad al cuerpo: “pelo y hueso”. La
escritura restituye los jornaleros migrantes de ocupación momentánea. Y entre el aguante de una
resistencia que es pasiva para esperar o en todo caso, dar muerte, la lengua permea localismos de
hablas que destituyen la referencialidad de lo regional o de lo típico, ya que desalojan los
referentes contextuales. “Puta calandria, mancha que se borra al/despertar. Cae el pelo,uña
caída, cherubichá”, eco y sonido que pronuncia cierta territorialidad: el Litoral.

Se diría, que Zelarayán excede la gauchesca por repetición y desplazamiento de significantes


(vaciados, licuados de concepto) que en la gauchesca tenían su marco y convenciones que definían
al género. “Horquilla guacha” (huérfano y gaucho, contracción sémica). Y la lengua, también trae
aparejado el registro de la oralidad. Pero si la gauchesca define su convención en el diálogo y el
pacto (entre pares), el criollismo de Roña criolla, amenaza con un silencio taimado. En tensión con
ello, la oralidad pone en litigio el habla popular y el giro anti popular procedente y marca
registrada del grupo Literal (escritura y significante, sonido material que produce y evoca
imágenes incompletas, registros visuales sin vínculo con la percepción sino con la captura sensitiva
de estímulos alucinados). Los registros de la lengua entablan así un polemos entre sectores y
estratos (lo popular, lo marginal, la elite –en este caso, la del escritor artista poeta intelectual).
Asimismo, los restos de jerga o argot, terminan provocando extrañamiento.

Bibliografía

Nancy Fernández, Poéticas impropias. Escrituras argentinas contemporáneas, Mar del Plata:
UNMDP, 2014.
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Julio Ramos, “Cuerpo, lengua y subjetividad” en Paradojas de la letra, Caracas y Quito: Excultura
Editores y Universidad Andina Simón Bolivar.

Michel Serres, El contrato natural. París: Biblioteca Nacional de Francia, 2000.

Ricardo Zelarayán, Roña criolla, Buenos Aires: Tierra Firme, 1991.

La piel de caballo, Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 1999.

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