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Introducción
La imagen es reveladora: un hombre uniformado que cubre, poco a poco, un muro con
pintura blanca. Podría ser una escena familiar, sin embargo la sorpresa nos asalta cuando
descubrimos que se trata de las antiguas pinturas de Altamira. Un bisonte, dos caballos, tres
siervos, dejan en evidencia una verdad irrefutable: desde tiempos prehistóricos los animales
han acompañado a los seres humanos. Los mitos, los ritos, la iconografía, la música de las
culturas primigenias dan testimonio de la presencia animal en el mundo humano. Entonces,
¿qué ha sucedido para que el hombre se sienta avergonzado de esta presencia? ¿Por qué el
hombre intenta ocultar la animalidad con la blanca pintura de la civilización? El grafiti
elaborado por Banksy en los muros de una tranquila calle londinense refleja, con una
mirada mordaz, la actitud contemporánea hacia los animales. Esa obsesión por crear un
falso abismo entre la humanidad y la animalidad. Un abismo que oculta una antigua verdad:
“El hombre no se ha vuelto en humano separándose del animal. Todo lo contrario: es su
humanidad la que aumenta cuando hace las paces con él. El animal se debe considerar
como un invitado en la casa del hombre” (Guillebaud, 2001: 51).
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Para entender ese falso abismo, será necesario hacer un breve recorrido histórico que
permita ilustrar cómo se ha construido un discurso sobre la relación entre los animales
humanos y los no humanos.
Los hombres y los animales, en las antiguas religiones politeístas, estaban atados por un
lazo divino. Anubis, el dios egipcio encargado de custodiar la ciudad de los muertos, era un
hombre con cabeza de chacal; Hathor, la reina de los cielos, era representada por una vaca.
En el mundo griego, Zeus tomaba la forma de un toro para seducir a las mujeres y Pan, que
tenía como misión proteger a los pastores, era un hombre con imponentes patas de macho
cabrío. En el mundo hindú, Ganesha era presentada con una gran cabeza de elefante, (cfr.
Chapouthier, 2004: 30) y en la América prehispánica el jaguar era un animal divinizado,
capaz de otorgarle al chamán un conjunto de fuerzas sobrenaturales. El escenario cambia en
el mundo monoteísta. Dios, en el Génesis, le otorga al hombre el poder de nombrar a los
animales y de manejarlos a su antojo. También, fija una separación entre animales puro e
impuros y expulsa de su reino a los antiguos animales divinizados. El toro, que era un
animal de veneración entre el pueblo judío, se convirtió en un ídolo proscrito: Moisés
condenó la adoración del becerro dorado.
En la Antigua Grecia, con la llegada de la filosofía, se trazan dos caminos. Por una parte,
una tendencia “dualista” que establece una abismo ontológico entre las diferentes especies.
Por otra parte, una tendencias “continuista” que reconoce entre los distintos animales una
diferencia de grados. En el primer caso, basta mencionar la postura de los estoicos: el
hombre participa del logos, por lo tanto, es un ser dotado de razón que es capaz de
investigar la verdad y entender el cosmos; los animales, a su vez, actúan conforme a las
leyes del instinto y se doblegan ante las fuerza de la physis. En el segundo caso, es
paradigmática la tesis de Aristóteles: la psique es un principio vital que une a todos los
seres vivos, desde los seres sensibles hasta los animales pensantes. Se trata de un orden
jerárquico que pone en su base a las plantas, en su cumbre a los hombres y en el medio a
los animales.
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mirlos y la maestría de las arañas, concluyó que existían más diferencias entre un francés y
un catalán que entre un hombre y un animal. Consideró, también, que la superioridad de los
seres humanos era solo una espejismo pues los animales también eran capaces de aprender,
discurrir y razonar. La Fontaine, por su parte, no dudó en ridiculizar la idea del animal
máquina. En sus fábulas, frecuentemente, reivindica la astucia de los animales: basta
recordar aquel relato en el que la perdiz que es capaz de engañar al cazador. Sin embargo,
ni las reflexiones filosóficas de Montaigne, ni las fábulas de La Fontaine fueron suficientes
para aplacar el peso del cartesianismo que tendrá dos consecuencias visibles: una de orden
epistemológico, otra de tipo ético. La primera, al reducir al animal a un mero objeto
mecánico dio vía libre a la experimentación. En este sentido, se puede afirmar que “la
biología experimental fundada por Claude Bernal y sus seguidores, es desde una
perspectiva filosófica, de talante cartesiana. En este plano, la propuesta cartesiana significa
un ‘triunfo epistemológico’” (Chapouthier, 2004: 37). No obstante, este triunfo
epistemológico también representa un fracaso moral. La visión mecanicista ha eternizado la
imagen de un animal-objeto que puede ser sometido a la voluntad del hombre.
Conclusión
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Bibliografía
CHAPOUTHIER, George.
(2004) Qu’est-ce l’animal ?, París: Editorial Le Pommier.
LESTEL, Dominique.
(2008) “Les stratégies du vivant” en: Research*eu, Luxemburgo: noviembre, número
especial.