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EL CARMELO PARA EL MUNDO DE HOY

Juan Martín Velasco

El tema que me ha sido encomendado es probablemente el tema por excelencia, el


tema de nuestro tiempo, para las instituciones, las comunidades y las personas cristianas
de hoy. Es, en realidad, el problema que se planteó el Concilio Vaticano II en relación
con la Iglesia y que a partir de él venimos planteándonos e intentando responder todos
los que nos sentimos preocupados por la vida de la Iglesia en nuestro siglo. En nuestro
caso, se trata en último término de descubrir cómo encarnar históricamente, hacer
presente de forma significativa, el carisma, el don del Espíritu con que vuestra
Congregación ha sido agraciada, y mantener viva la herencia que suponen sus casi cinco
siglos de historia.
Es probable que todas las épocas de la historia se hayan enfrentado con este problema,
pero en los últimos años se ha agravado considerablemente por el hecho de que lo que
está en juego en los países occidentales, y especialmente en Europa, es el ser o no ser de
las religiones establecidas y de sus instituciones. Recordemos la permanente puesta en
cuestión, en las tres últimas décadas, del futuro del cristianismo en Europa por parte de
numerosos analistas de la situación religiosa. “¿Somos los últimos cristianos?”, se
preguntaba hace unos años J. M. Tillard. “¿Se muere el cristianismo?”, se había
preguntado antes J. Delumeau. Más recientemente otro teólogo (M. Bellet) se ha
referido a cuatro hipótesis sobre el futuro del cristianismo, tres de las cuales pasarían
por la desaparición de sus formas actuales. Desde fuera del cristianismo, uno de los
autores más influyentes sobre el problema de la secularización, dando a entender que ya
no se trata de previsiones, sino de una constatación fundada en datos existentes,
escribía: “si nada extraordinario ocurre, puede decirse que, dentro de un siglo en Europa
no quedará gran cosa del cristianismo; probablemente no en el sentido de que no queden
cristianos, sino porque el cristianismo se debilite tanto que quede marginado como
magnitud social. Tal situación, añadía, no es la actual, pero ya comienza a ser pensable
y comienza a pensarse incluso como una posibilidad que deba afrontar la pastoral de la
Iglesia” (M. Gauchet). Las razones que llevan a tales pronósticos son entre otras el
descenso constante de la práctica religiosa, el deterioro de las creencias, la erosión de la
credibilidad de las Iglesias, la práctica imposibilidad de la transmisión de la fe a las
generaciones jóvenes, el envejecimiento y la falta de relevo de los agentes de las
Iglesias, y los consiguientes cambios en los mapas religiosos que llevan a que algunos
de los países de tradición cristiana estén pasando, de ser oficial y mayoritariamente
cristianos hace menos de un siglo, a ser mayoritariamente agnósticos, indiferentes o no
creyentes. Un sociólogo e historiador francés, (Poulat) constataba recientemente:
“Francia está pasando de ser un país mayoritariamente cristiano a ser un país
mayoritariamente agnóstico”.
Recordemos también que, a pesar de la ambigüedad del fenómeno de la secularización,
en Europa estamos viviendo prácticamente en una cultura de la ausencia de Dios y que

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en no pocos ambientes la secularización de la cultura es tal que la palabra “Dios” se ha
convertido, como preveía Nietzsche, en un fósil en la gramática de épocas remotas en
las que significaba algo vivo. En tal situación, las comunidades cristianas se enfrentan
con dos preguntas cada vez más acuciantes. Primero, cómo vivir en ella de forma
significativa el cristianismo y su particular forma de entenderlo. Pero algunos de los
datos que acabamos de aducir hacen que para algunas instituciones cristianas y algunas
congregaciones religiosas el problema pueda ser la posibilidad misma de supervivencia,
en un plazo no muy largo de tiempo, en los países occidentales en los que nacieron. Para
ellas, por tanto, se tratará de prever las iniciativas que deberán adoptar para adelantarse
a esa posibilidad.
De esta situación quiero hacer el punto de partida de mi reflexión. “Mundo de hoy”,
más que una fecha, es el símbolo de esta situación de crisis.
Para evitar la impresión de catastrofismo que la toma de conciencia de la situación
puede provocar, conviene anotar, antes de seguir adelante, que la mayor parte de los
autores que se plantean el problema del futuro del cristianismo suelen añadir con razón
que lo que está desmoronándose ante nuestros ojos es una determinada forma histórica
de encarnación del cristianismo y de algunas de sus instituciones y que el
desmoronamiento de esas formas históricas, no es ni exige necesariamente la
desaparición del cristianismo mismo o de las instituciones en cuestión. Es más, es
posible que, dadas las circunstancias de lo que llamamos “mundo de hoy”, tal vez la
desaparición del sistema religioso en crisis sea indispensable para la perduración del
cristianismo en las nuevas circunstancias históricas. J. Delumeau escribía a este
propósito: “Una religión hecha de ceremonias, de poder y de obligaciones se muere sin
duda, y tal vez felizmente. Pero comienza a nacer un cristianismo minoritario y adulto
que encontrará en la unidad el sentido profundo de la llamada evangélica. La reflexión
del historiador y la esperanza del cristiano se conjuga para mostrar que Dios, menos
vivo en otros tiempos de lo que se ha creído, está hoy menos muerto de lo que se dice”.
Por mi parte, estoy convencido de que esta reflexión en torno al cristianismo en su
conjunto puede aplicarse igualmente al problema de muchas de sus instituciones y, en
concreto, de las congregaciones religiosas. Pero para evitar peligrosas obsesiones en
relación con el futuro, conviene observar que, como decía Th. Merton: “nuestra
vocación no es sobrevivir, sino profetizar”.
Desde esta situación os invito a que nos preguntemos cómo tiene que responder a ella el
Carmelo teresiano. No creo necesario advertir que, dado mi escaso conocimiento del
Carmelo, no tengo la pretensión de enseñaros, ni siquiera sugeriros cuál pueda ser esa
respuesta. Por analogía a lo que veo en otros sectores de la Iglesia y, desde mi escaso
conocimiento del Carmelo, me atrevo a expresar en voz alta algunas de las preguntas
que este problema formidable me sugiere.
Para disponer de puntos de referencia comenzaré por aludir a vuestra tradición para
invitaros a encontrar en ella la inspiración general de las posibles respuestas a la
situación de hoy.
El Carmelo teresiano en su tiempo.
El Carmelo teresiano constituye la respuesta de un grupo carismático de religiosas y
religiosos a los retos que los cambios en la nueva situación histórica en que vivieron
suponían para la vida religiosa cristalizada en la antigua y venerable orden del Carmelo.

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¿Cómo surge la conciencia de la necesidad de una nueva respuesta? ¿ Qué factores
intervienen en ella? ¿ Cuáles son sus resultados? ¿Dónde reside la clave del éxito, del
logro de la misma? Son sin duda demasiadas preguntas para que puedan ser
convenientemente respondidas, pero en todo caso, en el comienzo de ésta, como de
otras rerovaciones de la Iglesia y en la Iglesia, hay un núcleo de elementos
estrechamente entrelazados, una trama de hilos perfectamente entretejidos que hacen
posible una respuesta.
El primero, el desencadenante de todos los demás es una llamada del Señor que
acompaña a las personas, que guía la historia y anima a la Iglesia. Esta llamada
interviene y actúa sirviéndose de distintas mediaciones, resuena en distintos lugares.
Desde siempre se ha insistido en la correspondencia estrecha de esos dos lugares
privilegiados que son la Palabra de Dios leída en el seno de la Iglesia, y la propia
conciencia, el interior de las personas donde Dios y su Espíritu secretamente mora y
actúa. Que estos dos momentos de la llamada están presentes y actúan en los iniciadores
del Carmelo teresiano no ofrece la menor duda. Pero hoy hemos tomado conciencia de
que la llamada de esta Palabra está mediada en otro lugar teofánico, teológico como
los anteriores, que es la propia historia en la que Dios no deja de revelarse a las
sucesivas generaciones de creyentes. El momento en que cada generación de creyentes
vive está poblado de signos de los tiempos, de huellas del paso de Dios, que modulan su
presencia permanente en las personas y permiten descubrir nuevos armónicos de la
Palabra cristalizada en la Escritura.
La palabra del Señor: “Estoy a la puerta y llamo”, es una palabra tan permanente
como Dios mismo. Pero esa puerta, que por una parte se interpone entre Dios y los
creyentes y, por otra, es el lugar donde resuena su llamada, recibe tantas formas
concretas como situaciones personales e históricas hayan podido darse. Y si nos fijamos
en los grandes oyentes de las llamadas de Dios, descubrimos que todos han coincidido
en estar en perfecta sintonía con la situación en la que vivían, sabiendo en muchos casos
discernir proféticamente las tendencias profundas, las orientaciones más prometedoras,
los gérmenes de futuro para la vida cristiana de su situación histórica.

¡Error!Marcador no definido. La atención a la situación no se confunde, desde luego,


con el saber superficial, ni con la información en cuanto a lo anecdótico. La señal más
clara de esta sintonía se refleja, a mi modo de ver, en el descubrimiento de las
necesidades más profundas de la propia generación, que con frecuencia no coinciden
con las ideas que de ellas se hacen las personas superficiales, generalmente dominadas
por las visiones heredadas que son las que el movimiento histórico esta sustituyendo. Al
conocimiento de esas necesidades se llega por caminos distintos. No creo necesario
entrar aquí en la cuestión de cuáles pudieron ser los caminos por los que Santa Teresa y
San Juan de la Cruz llegaron al conocimiento interno de esas necesidades profundas de
la situación en la que vivieron.
¡Error!Marcador no definido. El caso es que este
conocimiento origina lecturas renovadas de la Escritura, descubre nuevos acentos en la
palabra interior asiduamente escuchada y tiene como resultado el descubrimiento de
nuevos aspectos en la inagotable, en la insondable riqueza del Misterio cristiano. Esto es
lo que explica el surgimiento de nuevos carismas que atestigua la historia de los grandes
iniciadores de nuevas corrientes espirituales, de nuevas espiritualidades en la Iglesia.

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La iniciativa renovadora teresiana no se redujo a la renovación del mensaje, a la
reformulación del ideal. Se concretó, además, en la propuesta de una nueva forma de
vivirla, es decir, en la renovación de la estructura institucional que lo encarnaba. El vino
resultaba tan nuevo que necesitó odres nuevos. En este paso suele estar la dificultad
mayor de los reformadores y en cómo lo dan se suele tener el criterio decisivo para el
discernimiento del valor de su obra. Las verdaderamente valiosas suelen coincidir en
haber constituido verdaderas “rupturas instauradoras” (M. de Certeau) en el seno de la
tradición que se proponían renovar y en haber sido desarrolladas con una dosis
equilibrada de resistencia y sumisión, de libertad de espíritu y de espíritu de comunión,
de obediencia a la Iglesia y obediencia al Evangelio que regula la vida de la Iglesia.

Que la obra teresiana supuso un logro, un avance para la vida cristiana,


difícilmente puede ponerse en duda. Para la verificación de esta conclusión, y sin
menospreciar estos hechos, yo no me referiría en primer lugar a la canonización de sus
promotores, ni a que los dos hayan sido declarados Doctores de la Iglesia, ni siquiera a
la mera perduración en el tiempo de su obra. Creo que, para discernir el valor de una
obra como la suya, el criterio decisivo es comprobar si efectivamente respondía a las
necesidades más profundas del tiempo que las vio nacer. Y la prueba para ello es
descubrir si esa obra respondía de verdad a las necesidades más profundas del hombre
de su tiempo y, por tanto, puede seguir teniendo vigencia también para los hombres de
otros momentos históricos.

En el caso de los dos iniciadores del carmelo tersiano tenemos indicios de que
tal ha sido su caso. De hecho, la actualidad de los dos en nuestro siglo, su
redescubrimiento por pensadores, críticos literarios y sujetos religiosos, indica sin lugar
a dudas que, respondiendo a las necesidades profundas del siglo XVI, se han adelantado
a las necesidades del hombre en nuestro siglo, porque han dado con las necesidades del
hombre de siempre. De hecho estudios recientes sobre su persona y su obra han
subrayado la perfecta consonancia de su obra con el renacimiento europeo en el que
viven, y se han referido concretamente como rasgos del mismo a la personalización de
la religiosidad que venía produciéndose desde el siglo XV; la toma de conciencia y la
valoración de la subjetividad y su experiencia (Pedro Cerezo); su condición de pioneros
de una forma de escritura y de comunicación que entronca con la modernidad
renacentista (Gª de la Concha); y el testimonio de su experiencia de Dios en la ausencia
que presagiaba los albores de la más tarde proclamada “muerte de Dios” (Michel de
Certeau) .

Desde esta alusión al hecho del que surgió vuestra Congregación podemos
plantearnos el problema de cómo podrá la espiritualidad surgida de ella confrontarse
con las necesidades del hombre actual desde el punto de vista religioso. Para ello
comenzaré refiriéndome a esas necesidades a partir de una somera descripción de la
actual situación religiosa.

La situación religiosa en la Europa actual.


Centrándonos en el contexto europeo, viene imponiéndose en los últimos años la
impresión de que las religiones establecidas y, más concretamente, las Iglesias cristianas
pasan por una profunda crisis cuyas manifestaciones, en el plano de las mediaciones

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religiosas, son el colapso de las prácticas religiosas, un deterioro progresivo de las
creencias y la constante erosión y pérdida de credibilidad de las instituciones. Todas
esas manifestaciones señalan hacia un rápido y profundo cambio religioso -parte de un
cambio más general de cultura y de época- que está produciendo una verdadera
“metamorfosis de lo sagrado”, es decir, un cambio profundo de la forma tradicional de
entender y vivir lo religioso en su conjunto. La orientación del cambio parece dirigirse,
de formas de religión fuertemente institucionalizadas, a una religiosidad cada vez más
individualizada y subjetivizada, centrada en el sujeto humano, y al servicio de su
autorrealización. El cambio parece orientarse también, desde formas religiosas
claramente diferenciadas social y culturalmente, a una religiosidad difusa, presente y
diluida en fenómenos muy variados como búsquedas espirituales, recurso a sabidurías
de distinta procedencia, necesidad de seguridad, compromisos éticos, experiencias
estéticas, etc.
La crisis religiosa en Europa tiene otra de sus manifestaciones en la crisis de la
presencia de las religiones en la sociedad que resume la categoría de “secularización”.
Es bien sabido que la aplicación de este término cobra en la actualidad una enorme
ambigüedad que ha conducido a pasar de calificar la situación actual como
“desencantamiento del mundo” (Marcel Gauchet) y como estado de secularización
avanzada, radicalizada (G. Amengual), a describirla como situación de
“reencantamiento del mundo” (Peter Berger) y de “postsecularización” y retorno de lo
sagrado. En todo caso, y por lo que refiere a Europa, la secularización de la sociedad y
la cultura está originando la “salida (social) de la religión” (M. Gauchet), el
establecimiento de lo que se ha llamado una “cultura de la ausencia de Dios” y Una
“exculturación del catolicismo” de algunos países de Europa (D. Hervieu-Léger).
En las últimas décadas del siglo pasado y, tal vez, como consecuencia de la incapacidad
de las Iglesias para responder a la crisis, no pocos sujetos religiosos y teólogos vienen
denunciando y lamentando, por debajo de la evidente crisis religiosa, una verdadera
“crisis de Dios”. A ella se habían referido mucho antes filósofos y estudiosos de la
cultura que denunciaban “el eclipse de Dios” (Martin Buber), “la huída de los dioses”
(Martin Heidegger), la “huída de Dios” (Max Picard), etc. Con la expresión “crisis de
Dios” se expresa en primer lugar la convicción de que la crisis religiosa no se agota en
el deterioro de las prácticas y la aparente inviabilidad social de las Iglesias, sino que
afecta al núcleo mismo de la vida religiosa: el reconocimiento de Dios en la actitud
teologal. Con esa expresión se pretende también zanjar la ambigüedad que produce la
aparente “predisposición para la religión” que manifiestan los nuevos movimientos
religiosos y el amplio fenómeno designado como “retorno de lo sagrado”, interpretados,
en el marco de la crisis de Dios, como fenómenos que lejos de remitir a Dios vienen a
sustituirlo y a ocupar su lugar en la atención de las personas: “religiones sí, Dios no”,
sería uno de los rasgos característicos del llamado “retorno de lo religioso” (J. B. Metz).
De ahí, la frecuente interpretación de muchos de los nuevos movimientos religiosos
como “religiones sin Dios” (Esprit, nº 233, Junio de 1997). Con la expresión se
pretende, además, hacer aflorar el calado de la crisis que, más allá de su repercusión
sobre las religiones, comportaría una crisis de humanidad, del universo moral y de las
raíces mismas de la cultura y el lenguaje.
Sin entrar en todos los matices que la expresión puede recibir en quienes se sirven de
ella, me parece evidente que el hecho al que se refiere es verdaderamente real. Indicios

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del mismo son el crecimiento del número de personas que se declaran no creyentes,
hasta constituirse en mayoría en algunos países europeos; la naturaleza de la increencia,
que ya no es una mera forma de explicación de la realidad sin el recurso a Dios, como lo
era el ateísmo, sino que consiste en una opción personal que ignora o rechaza a Dios
como horizonte de la propia vida, y en la instalación en formas de vida para las que
Dios no cuenta para nada, porque se vive “como si Dios no existiera”. En la misma
dirección apunta la extensión de la indiferencia como principal forma de increencia, una
indiferencia que constituye el grado mayor de alejamiento en relación con la adhesión
creyente: lo peor que puede sucederle a quien tiene hambre, observaba Simone Weil, es
convencerse de que no tiene hambre, que es lo que le sucede al indiferente en relación
con la religión. Un nuevo indicio de la llamada crisis de Dios es la contaminación de los
mismos creyentes por el clima de indiferencia. Es el ateísmo interior a las Iglesias, a los
propios cristianos (M. García-Baró) y hasta a la vida consagrada (F. Martínez), que no
pocos análisis detectan en el cristianismo europeo de nuestros días y que tal vez
explique la persistencia de la crisis, la incapacidad de encontrar respuestas eficaces
contra ella, y el fracaso de las incontables y cada vez más urgentes llamadas de los
responsables eclesiásticos a la evangelización. La Iglesia, podríamos resumir, no
evangeliza a pesar de las incontables y cada vez más apremiantes llamadas a la
evangelización, porque ella misma no está verdaderamente evangelizada, porque, tal
vez ella misma sea tierra de misión.
Desde este primer aspecto de la situación que viene fraguándose en Europa desde el
comienzo de la época moderna y que en la segunda mitad del siglo XX ha eclosionado
extendiendo su influjo a la masa de la población de nuestras sociedades ¿qué pueden
aportar la espiritualidad carmelitana y las comunidades que la encarnan a las Iglesias y a
la sociedad a la que están llamadas a servir?
Propuestas de los teólogos y maestros espirituales para responder a la actual
situación de “crisis de Dios” en el interior del cristianismo.
Creo que no faltamos a la verdad si decimos que la acción pastoral de la Iglesia, a lo
largo de ese período de crisis, se ha orientado sobre todo a la recuperación de las
prácticas, la mejora de las creencias y la devolución a la Iglesia de su influjo sobre la
sociedad y la cultura. Pero no han faltado durante todo ese tiempo cristianos que
avizorando el sentido profundo y el largo alcance de la crisis de la cristiandad a lo largo
de la época moderna han propuesto como única respuesta a la altura de la gravedad de la
crisis la personalización del cristianismo y el cultivo por los cristianos de la dimensión
teologal. A eso se refería el cardenal Newmann cuando advertía que una fe sólo
heredada terminaría entre las personas cultivadas en la indiferencia y, entre las sencillas,
en la superstición. A esa necesidad se refería ya en los años sesenta del siglo pasado K.
Rahner cuando advertía: “el hombre piadoso”, “el hombre religioso”, “ el cristiano de
mañana será místico o no será cristiano”. En el mismo sentido se han expresado
teólogos y maestros como J. Mouroux, Y.-M. Congar, H. de Lubac, G. Lohfinnk, H. Urs
von Baltasar. J. B. Metz, de quien procede la expresión “crisis de Dios”, viene
insistiendo últimamente en que a la crisis de Dios sólo se responde con la “pasión por
Dios” o la “pasión de Dios”. La razón de tales advertencias no es tan sólo que la
desaparición, en virtud del proceso de secularización, del marco oficialmente cristiano
de la sociedad y la cultura, que favorecían la permanencia también social y cultural del
cristianismo, y su sustitución por una cultura ajena a lo cristiano hagan esa permanencia

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extremadamente difícil o incluso imposible. Esa razón radica en el redescubrimiento por
la teología católica del siglo XX del valor insustituible de la experiencia de Dios y la
puesta en valor del elemento místico esencial a la vida cristiana: “En esto consiste la
vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a quien enviaste
Jesucristo” (Jn 17, 3).
Pero tenemos que reconocer que tales advertencias, bien recibidas, y saludadas
teóricamente como sumamente positivas, están encontrando grandes dificultades para su
seguimiento efectivo y su puesta en práctica por el conjunto de la Iglesia. Razones de
este hecho pueden ser, por una parte, la permanencia entre los cristianos de dificultades
teóricas en la comprensión de la naturaleza de esa experiencia, y, por otra, las carencias
de una pastoral, centrada todavía en la llamada a las prácticas cultuales, en el
cumplimiento de las normas y en la pertenencia a la institución, e incapaz de desarrollar
la dimensión mistagógica, de iniciación en la experiencia del misterio, consustancial a la
“pastoral de la fe” que requiere la vida cristiana, sobre todo en situaciones de crisis de fe
como la que actualmente padecemos.
Aquí se sitúa, sin duda, la principal aportación del Carmelo, surgido de una renovación
dela vida religiosa basada en el descubrimiento de la contemplación, es decir, de la
experiencia de la fe, como centro, ideal y meta de la vida cristiana.
La espiritualidad de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, frente a las necesidades
del siglo XXI
El elemento característico de la espiritualidad carmelitana reside, a mi entender, en
proponer la contemplación como centro y eje del ideal de vida cristiana. Esto puede
parecer una enorme obviedad y el “descubrimiento de un mediterráneo”. Pero de tales
“descubrimientos” está llena la historia de la espiritualidad cristiana. ¿ Quién no sabía
desde el comienzo del cristianismo hasta la época de San Francisco que Jesús había
proclamado bienaventurados a los pobres, y que enviaba a los suyos a predicar el
Evangelio sin dinero, ni alforjas, ni túnica de repuesto? Y, sin embargo, fue necesario
que Francisco, tras haber descubierto la nueva pobreza que comenzaba a aparecer en su
tiempo, leyera sin glosa “no llevéis nada”, para que se cayera en la cuenta de lo mucho
que los cristianos y las mismas congregaciones religiosas habían desfigurado el
cristianismo en este aspecto fundamental.
Así sucede en nuestro caso. Bien claro estaba en el Evangelio: “En esto consiste la
vida eterna... en que te reconozcan a Ti, único Dios verdadero...”; “sólo una cosa es
necesaria”; “amarás al Señor tu Dios con todo el corazón”, pero, de hecho, el
cristianismo medieval había reducido a la inmensa mayoría del pueblo cristiano al
cumplimiento de los mandamientos, pesada carga cuando no se los entiende como
explicitación de la única ley del amor; a la imposición de unos deberes rituales y unas
prácticas devocionales; a la aceptación de unas verdades reveladas por Dios y enseñadas
por la Iglesia. Recordemos que, incluso en el interior de la vida religiosa, la práctica
efectiva de la oración personal estaba sometida, sobre todo para las mujeres, a toda clase
de sospechas y limitaciones, y reducida con frecuencia a la repetición de rezos y
devociones no pocas veces contaminadas de rasgos supersticiosos.
En esas circunstancias, fue necesario el descubrimiento por Teresa y Juan de la Cruz,
entre otros, de la prioridad de la contemplación para que el núcleo de la vida cristiana,
sepultado bajo un montón de escombros acumulados por la historia, apareciera de

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nuevo, recobrara su brillo y pasase a ocupar el lugar central en las propuestas del ideal
de vida cristiana.
El redescubrimiento de la contemplación por los iniciadores del Carmelo no se redujo
a la afirmación y la justificación de su importancia. Comportó la propuesta de formas
concretas de ejercicio accesibles a toda clase de cristianos y cristianas; la instauración
de formas de vida centradas en ese ejercicio; la propuesta de caminos de iniciación, de
métodos para su desarrollo; de respuesta a las dificultades y peligros que conlleva; de
estímulos para aspirar a sus formas más perfectas. Hasta que, gracias a ese
descubrimiento, se convirtió en una evidencia en el seno de la Iglesia que no puede
pensarse la realización de la vida cristiana sin el ejercicio, la puesta en práctica, la
vivenciación de la dimensión teologal que resume el término de contemplación.
No es cuestión de entrar aquí en los rasgos característicos de la contemplación
carmelitana, aunque puede ser útil recordar los más importantes: así, la vivenciación, el
paso por la experiencia personal de la actitud teologal, que requiere la práctica efectiva
de la contemplación. La insistencia permanente en que la contemplación es el ejercicio
de la fe y no un camino que la reemplace; el subrayado de la oscuridad de la fe, único
medio para la unión con Dios; la atribución a la contemplación de la dimensión de
oscuridad, de paso por la noche, que nada puede evitar, y que hace de la conciencia de
la ausencia de Dios, un rasgo característico de su experiencia. La insistencia en el amor
como sustentación misma de la fe y su ejercicio, como muestran las descripciones de la
contemplación: “advertencia amorosa”; “no se trata de saber mucho, sino de amar
mucho”. La referencia ineludible a Jesucristo como lugar de la revelación-donación de
Dios y de nuestra respuesta a él. La presencia de la referencia a la dimensión ética:
“virtudes quiere el Señor”, y el amor al prójimo, como criterio de verificación de la
contemplación cristiana.
Pues bien, así centrada la espiritualidad del Carmelo en el ejercicio de una
contemplación entendida en los términos a que acabamos de referirnos, ¿ Qué puede
aportar a cristianos con las dificultades y necesidades que comporta la situación actual?
¿En qué puede verse afectada por los cambios que supone el siglo XXI? ¿Qué puede
aportar a la realización del cristianismo en medio de la crisis que esos cambios están
provocando?
Aunque nadie mejor que vosotros y nadie en vuestro lugar pueda responder a tales
cuestiones, me atrevo a anotar algunas posibles contribuciones del carisma del Carmelo
a la humanidad y al cristianismo de nuestros días. A la humanidad, primero, porque por
debajo de la crisis del cristianismo actual late una crisis radical que afecta a la
civilización, a la cultura y a la comprensión misma del hombre. Verdaderamente, hoy
“se conmueven los fundamentos” como escribió P. Tillich. El hombre está siendo
puesto radicalmente en cuestión. Como en la reflexión agustiniana: Factus eram mihi
magna quaestio, el hombre se está convirtiendo en un enigma para sí mismo. Como
Pascal, hoy sentimos la necesidad de preguntarnos: ¿ Qué es el hombre en el universo?
Prueba de esta crisis radical es el tópico de la “muerte del hombre” con la puesta en
cuestión del sujeto que comporta, expresada, a finales del siglo pasado, como “muerte
del espíritu” (A. Mutis). A la constelación de preguntas, necesidades, deseos que supone
este aspecto de nuestra situación vuestra tradición puede aportar una comprensión del
ser humano, enraizada en la mejor tradición cristiana y que San Juan de la Cruz formuló

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con toda precisión justamente en el momento en que el humanismo renacentista –
recuérdense algunas expresiones de Pico della Mirandola en su discurso De hominis
dignitate - y la primera modernidad filosófica – pensemos en el cogito cartesiano como
base para la edificación del sistema del pensamiento - sentaban las bases de la
comprensión del hombre como centro de la realidad y medida de todas las cosas, que ha
desembocado en el naufragio del espíritu que ahora lamentamos. Importantes estudios
sobre su obra están poniendo de relieve la aportación de Juan de la Cruz a la toma de
conciencia de la dignidad, el valor, la profundidad del ser humano, y la calidad de su
expresión de esta toma de conciencia.
En efecto, el ejercicio de la contemplación supone y pone de manifiesto que el
hombre hunde sus raíces más allá de sí mismo; está habitado por una desproporción
interior inigualable desde él solo; está habitado por una verticalidad irreprimible. Dicho
en una sola palabra que resume y explica todos esos síntomas: la contemplación pone de
manifiesto y se funda en el hecho de que el hombre es un ser teándrico, es “Dios-por-
participación”.
De este hecho la historia toda de la humanidad ha dado muestras variadísimas. La
historia toda de la cultura, la actividad simbolizadora, el hecho del lenguaje y de la
significación, la actividad ética, las obras de arte, la historia de las religiones, es decir, la
historia humana en su conjunto no es más que la plasmación en las diferentes
situaciones de este “imperativo de interrogación”, de este anhelo irreprimible de
Trascendencia inscrito en el corazón del hombre. Por eso la historia del pensamiento
humano ha multiplicado las expresiones que intentaban formular y dar cuenta de ese
hecho originario: “Nos hiciste para ti…”. “El hombre supera infinitamente al hombre”;
“el hombre es síntesis activa de finitud e infinitud”; “La existencia personal, escribió
hace ya años M. García-Baró, es enverdad voluntad en íntimo desequilibrio perpetuo;
causalidad esiritual herida, escindida de sí y en sí, pero siendo esa escisión íntima la
condición que permite cualquier grado de lucidez en la raíz del hombre”. Todo descansa
en el “hecho inconcuso de la religación al poder de lo real” (X. Zubiri).
Pues bien, la espiritualidad sanjuanista, por descansar en el descubrimiento y el
ejercicio de la condición humana como “Dios-por-participación”, y haber sido vivida
por un hombre extraordinariamente dotado para la creación literaria, ha dado de ese
hecho formulaciones sumamente vivas, precisas, brillantes, capaces como pocas de
despertar en los hombres disipados, adormecidos, sumidos en formas de “vida
desperdiciadas”, de nuestro tiempo la conciencia de su dignidad. No puedo detenerme
aquí en el desarrollo de la antropología sanjuanista, pero sí quiero al menos referirme a
alguna de sus expresiones. Lo fundamental se ha resumido muy bien en ésta: el hombre
es para Juan de la Cruz “un yo abierto, como por una herida, por la pasión de
Trascendencia” (P. Cerezo).
Adscrito a la antropología cristiana que define al espíritu humano como un exceso
que le permite participar en la luz originaria del ser como fundamento de todo lo
cognoscible, y hace de su deseo ese “deseo abisal” que sólo en Dios tiene su término
porque tiene en él su raíz: “Que estando la voluntad / de Divinidad tocada / no puede
quedar pagada / sino con Divinidad”, san Juan de la Cruz expresará su antropología en
formulaciones tan precisas como ésta: “Es harto de doler que teniendo el alma
capacidad infinita, le anden dando a comer por bocados de sentido, por su poco espíritu

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e inhabilidad sensual”. Pero, la expresará, sobre todo, en imágenes tan expresivas y
elocuentes como herida, llaga, apertura, brecha, caverna, hueco anhelante, que remiten
a un ser originado por un más allá que le llena de nostalgia; imágenes que revelan al
hombre habitado por una “atracción gravitatoria” que lo saca permanentemente de sí.
Una antropología que aparece dinámicamente figurada sobre todo en símbolos verbales
que expresan esa necesidad de trascendimiento: salí, iré, pasaré, volé, entremos etc., en
los que se expresa el desfondamiento, el descentramiento hacia el más allá absoluto de
sí mismo como únicas formas de realización de su ser.
Es probable que sea ahí donde radica la razón de la actualidad de S. Juan de la Cruz
en ese siglo en el que venía fraguándose la radical crisis del sujeto que ha estallado en
los últimos decenios. Es probable que ahí esté una de las razones de la pertinencia del
mensaje de la espiritualidad del Carmelo en relación con la crisis de la humanidad que
el siglo XX ha legado al XXI.
En relación con el cristianismo actual y sus dificultades, vuestro carisma dispone de otro
recurso de extraordinario valor. Porque una de las pruebas de su fecundidad está en el
hecho de haber suscitado figuras que lo han vivido en perfecta consonancia con la
situación espiritual del hombre moderno y contemporáneo, por lo que la simple
presentación de tales figuras supone la demostración palpable de la capacidad del
cristianismo para encarnarse en personas perfectamente contemporáneas de nuestro
tiempo religiosamente indigente y que constituyen por eso el mentís más rotundo a las
acusaciones que con tanta frecuencia le tachan de anacrónico.
Espiritualidad carmelitana y situación de increencia.
Ya nos hemos referido al hecho de la increencia, a sus formas más importantes, a su
influjo invasivo sobre el discurso cultural dominante y a las dificultades que supone
para una vivencia pacífica de la condición creyente. Nos faltaba indicar que tal situación
constituye también un signo de los tiempos a través del cual el Espíritu se está
dirigiendo a los cristianos requiriendo de ellos una purificación de su fe y una nueva
forma de vivirla que resulte significativa para el momento presente. En esta perspectiva
¿qué significa el hecho de la increencia, que ha marcado el cristianismo del siglo XX y
seguirá sin duda afectando al de nuestro siglo, para la espiritualidad carmelitana
centrada en la contemplación? ¿Cómo se ve afectada por él la espiritualidad
contemplativa? ¿Qué puede aportar ésta a los hombres y mujeres afectados por ese
hecho?
Estoy convencido de que Santa Teresa de Lisieux, la figura más representativa del
Carmelo en los últimos tiempos, ofrece el modelo más adecuado de respuesta a todas
esas cuestiones. Porque, a mi entender, constituye el prototipo de mujer contemplativa
sensible a la situación de increencia y que, desde su condición, responde, de forma
notablemente original al reto para la fe que representa.
Esta convicción se ha visto afianzada en mi experiencia personal a la que voy a
permitirme remitir por un momento.Como creo que toda mi generación, yo había sido
educado en una comprensión de la fe cristiana dentro de la cual el fenómeno de la
increencia no ocupaba lugar alguno. En los años en que cuajó mi iniciación cristiana, la
fe constituía un bloque sin fisuras. Todo tenía su lugar justo en ese bloque y el bloque
en su conjunto descansaba en unas razones verdaderamente inconmovibles. Si aparecía
la más ligera sombra de duda, había que reprimirla o expulsarla como tentación sin

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fundamento. La mera mención de los ateos llevaba a considerarlos como la
personalización de los “insensatos” del salmo y del Proslogio de San Anselmo.
Recuerdo que, pronto, lecturas impuestas por los estudios, pero también autores
recomendados como lectura espiritual, me llevaron, en un primer momento, no
exactamente a criticar ese “bunker” en que me había recluido, ni a demolerlo, pero sí a
salirme casi insensiblemente de él. Ni el libro de Job, ni el Eclesiastés, ni algunas
oraciones muy queridas del Evangelio: “Señor, yo creo; ven en ayuda de mi
incredulidad”, me parecían compatibles con esa forma de entender la situación del
creyente. Algunas páginas de S. Juan de la Cruz en La Subida y La noche, no sé si bien
entendidas en aquel momento, me hicieron sospechar que el refugio a prueba de
terremotos en que me habían introducido mis mentores no era la única morada para el
creyente. Y a partir de ahí me resultó más comprensible la actitud de los no creyentes y
me resultó más fácil adoptar para con ellos una actitud diferente que desde entonces
creo no haber abandonado. Resulta que es posible que no todo sea oscuridad en la
actitud y en la vida de los no creyentes, como desde luego en la persona y en la vida de
los creyentes no todo es luz.
Una de las ayudas definitivas para el abandono de la pretendida “fortaleza” me llegó
de forma indirecta de la carmelita de Lisieux. B. Welte, profesor, maestro mío más
tarde, y que en los últimos años de su vida ha dedicado atención preferente al destello
de luz que puede brillar en la más oscura experiencia de nihilismo, escribió una pequeña
nota en una revista francesa de información religiosa con el título: “Sentarse a la mesa
amarga de los pecadores”. Aquella nota me remitió a la obra de Santa Teresita que por
entonces comenzaba a conocerse en su integridad. En ella encontré la mejor respuesta a
las preguntas que me hacía sobre qué quiere decir el Espíritu de Dios a los cristianos y
cristianas, especialmente a los que cultivan una una espiritualidad contemplativa, a
través del hecho contemporáneo de la increencia.
La presencia de esta figura hace que podamos responder a esas preguntas, no
teorizando de forma abstracta, sino reflexionando sobre una forma eminente de vivir la
espiritualidad carmelitana, manifestada en textos autobiográficos, tan novedosos que
tardaron varios decenios en poder ser conocidos en su integridad.
Teresa de Lisieux conoce el fenómeno, en auge en su tiempo, de la impiedad y del
ateísmo. Lo conoce en las formas especialmente polémicas, agrias, anticlericales, que el
hecho reviste en la Francia de entonces, ejemplificada en el episodio de Leo Taxil; en
un primer momento, vive la relación con el hecho en los términos polémicos en que los
vivieron los católicos del momento. Sin que ella fuera consciente de ello, su vida
coincide aproximadamente con la época de las formulaciones más radicales de ateísmo
por parte de los “Maestros de la sospecha” y, especialmente por Nietzsche. Pero Teresa
parece tener para su conocimiento de la “impiedad” otra fuente que los episodios que le
narraban los periódicos o las ideas que discutían los teólogos y polemistas católicos.
“Durante los días gozosos del tiempo pascual, escribe, Jesús me hizo comprender que
hay verdaderamente almas sin fe”. Este conocimiento le permite descubrir el misterio
que se esconde tras el hecho de que el hombre pueda rechazar la luz que ilumina su
mente; pueda ignorar la Presencia de la que vive y que le hace ser; pueda cerrarse al
Dios para el que está hecho. Por eso cuando en adelante hable de los pecadores, hablará
con conocimiento de causa. Teresa adquiere así un conocimiento más profundo que el

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que Unamuno mostraba: “Dijo el malvado en su corazón: ‘no hay Dios’. Y así es en
verdad. Porque un justo puede decirse en su cabeza: Dios no existe. Pero en su corazón
solo puede decírselo el malvado. No creer que haya Dios o creer que no lo haya es una
cosa; resignarse a que no lo haya es otra, aunque inhumana y horrible. Aunque, de
hecho, los que reniegan de Dios es por desesperación de no encontrarlo” (Del
sentimiento trágico de la vida). Teresa muestra un conocimiento más profundo, incluso
que el que los propios no creyentes tienen. Porque sólo se mide el abismo de la
negación cuando se conoce la riqueza insondable de Dios y la relación íntima con el
hombre que le es propia.
Pero este conocimiento a la luz de Dios mismo provoca una relación con los “impíos”
diferente a la que se adopta desde la comprensión de los ateos como antagonistas de
nuestra causa o de nuestras creencias o de nuestro partido. Para Teresa, a partir de ese
conocimiento, ya no se tratará de entrar en duelo con ellos, como hacían determinadas
posturas apologéticas que parecían proponerse como objetivo privar de todo
fundamento racional a los ateos para terminar descalificándolos, reduciéndolos al
silencio, privándoles de todo derecho a hablar, puesto que se les ha privado de razón, y
excluyéndolos como posibles interlocutores de los creyentes.
Desde el conocimiento de la increencia y de los no creyentes que le ha dado Jesús,
Teresa los considera y los llama con toda naturalidad sus hermanos. Pero llamar a los
“pecadores” - que son fundamentalmente, los impíos, es decir, los no creyentes -
hermanos, si se hace con verdad, requiere conocer, con conocimiento interno y no
puramente teórico, padecer y compartir su desolada condición. Y a Teresa le ha sido
dado hacerlo. No, naturalmente, porque Teresa provocase esa situación por ninguna
decisión suya. Sino porque la noche, la prueba, como ella la llama, por la que pasó los
últimos meses de su vida le hizo sufrir la situación de tinieblas, de alejamiento de Dios,
que constituye la consecuencia esencial de la opción no creyente.
Los textos en los que Teresa describe su situación son bien conocidos y resultan
impresionantes. Hace unos años los recordaba y analizaba J. F. Six con acierto en su
obra: Una luz en la noche. Previamente, en otras etapas de su vida, la experiencia de la
fe de Teresa había pasado por momentos bien diferentes: “Gozaba por entonces de una
fe tan viva, tan clara, que el pensamiento del cielo constituía toda mi felicidad”. “Desde
aquel día me parece que el amor me penetra y me rodea... Oh, ¡qué dulcísimo es el
camino del amor!”. “¡Que transparente y ligero era el velo que escondía a Jesús de
nuestras miradas!”, había escrito antes.
Pero durante el tiempo pascual de 1896 se produce en su vida un “vuelco radical:
entra, y ahí permanecerá hasta su muerte, en la noche más absoluta”. De la dureza de la
prueba y la densidad de la noche dan idea algunas líneas de sus notas: “... Y sin
embargo... esto no es ya un velo para mí, es un muro que se alza hasta los cielos y cubre
el firmamento estrellado... Cuando canto la felicidad del cielo, la eterna posesión de
Dios, no experimento alegría ninguna, porque canto simplemente lo que quiero creer”.
“Permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas y que el
pensamiento del cielo, tan dulce para mí, no fuese ya más que un motivo de combate, de
tormento”. Y, en lo que parece el paroxismo de su prueba: “Me parece que las tinieblas,
apropiándose la voz de los pecadores, me dicen, burlándose de mí: “¿Sueñas con la luz,
con una patria aromada de los más suaves perfumes?. ¿Sueñas con la posesión eterna

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del Creador de todas esas maravillas? ¿Crees poder salir un día de las brumas que te
rodean? ¡Adelante! Gózate de la muerte que te dará no lo que tú esperas, sino una
noche más profunda todavía, la noche de la nada’”.
Dejemos de lado las interpretaciones ofrecidas por diferentes autores sobre la
naturaleza de los hechos a los que se refieren estos textos. Indudablemente, no se trata
de que Teresa haya pasado por una “crisis de ateísmo” como quieren algunos, ni de que
“está dominada desde dentro por un ateísmo radical”. Por mi parte, no vería
inconveniente en identificar esos momentos como el paso de Teresa por la “noche
oscura”. En todo caso, está claro que supone para Teresa una forma de vivir la fe en la
que el oscurecimiento de Dios prevalece sobre la luz que en otros momentos ha
disfrutado. En esa situación, Teresa puede sondear el abismo que supone la privación de
Dios a la que se exponen, en la que se sumen los no creyentes, y del que no dejan de
participar, de una u otra forma, los propios creyentes: “Señor yo creo, ven en ayuda de
mi incredulidad”. Teresa, podríamos decir, ha experimentado la verdad de la afirmación
posterior de algunos teólogos: “Todo hombre es a la vez fidelis et infidelis, creyente y
no creyente”. Desde ahí puede llamarlos con verdad sus hermanos.
Pero llamarlos así significa algo más que conocimiento de su situación. Significa
voluntad de solidaridad, decisión de asumir su propia prueba, que la emparenta con
ellos, en la medida en que sea posible, en su favor. Como si, habiendo compartido con
el Señor el silencio de Dios, el abandono de la cruz, compartiese también su pro-
existencia, el pro nobis inscrito en la Pasión, haciendo suya la suerte de los pecadores
que la prueba le había permitido conocer y compadecer.
Así entiendo su expresión que desde hace tantos años me acompaña: “Pero, Señor,
vuestra hija ha comprendido vuestra divina luz. Os pide perdón para sus hermanos. Se
resigna a comer, por el tiempo que vos lo tengáis a bien, el pan del dolor, y no quiere
levantarse de esta mesa llena de amarguras, donde comen los pobres pecadores, hasta
que llegue el día por Vos señalado. Pero ¿ acaso no puede ella también decir en su
nombre, en nombre de sus hermanos: “Tened piedad de nosotros, Señor, porque somos
unos pobres pecadores?”.
Verdaderamente, “Teresa de Lisieux piensa en plural y vive en plural: se da cuenta de
que la historia del individuo no es solamente su historia, sino la historia del mundo. La
noche del individuo es su noche y la noche del mundo” (G. Morel).
J. F. Six me parece resumir bien la situación cuando escribe: “cuanto más avanza
Teresa en la fe, cuanto más se deja amar por el amor, mejor comprende lo que en ella
hay de increencia y, por lo mismo, lo que hay de increencia en el mundo. Y también,
más sufre, por lo mismo, las ‘tinieblas’ en las que vive el que no cree, que es amado por
Dios, sin saber que lo es”. Teresa ha iniciado así una larga serie de creyentes que a lo
largo del siglo XX han vivido su fe en la más densa oscuridad, han “padecido” la
presencia de Dios y han mostrado así la posibilidad de vivir la experiencia de Dios en
las circunstancias trágicas para la humanidad que ha comportado el siglo XX.
¿ Adónde nos conducen estas referencias a la más ilustre representante de la
espiritualidad carmelitana después de los dos “fundadores”? Recordemos la razón de
nuestra referencia a la Santa de Lisieux. Era el hecho de la increencia actual, leído a la
luz de la fe como un signo de los tiempos a través del cual el Espíritu habla a los
representantes actuales de la espiritualidad carmelitana.

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Santa Teresa nos muestra que la respuesta a este hecho inquietante no puede ser la
mera confrontación polémica o malamente apologética; ni la evangelización entendida
como reconquista por todos los medios o proselitismo a ultranza. Tampoco parece que
sea respuesta adecuada intentar satisfacer la sed de experimentación, a través de
visiones y apariciones, el deseo de maravillosismo y esa especie de hedonismo
espiritual que caracteriza a tantas búsquedas contemporáneas. Santa Teresa nos ha
mostrado otro camino: el de la profundización en la experiencia de la fe, que conduce,
por fuerza mayor, al descubrimiento del Misterio de Dios, a la conciencia de nuestra
lejanía en relación con él y, por consiguiente, a la comprensión de los no creyentes, al
descubrimiento de nuestro parentesco con ellos, a la conciencia de compartir con ellos
el mismo destino y, desde ahí, a entrar en diálogo fraterno con ellos y a vivir nuestra
condición de creyentes en comunión con ellos y en su beneficio. En este sentido hago
mías, las palabras de Urs von Balthasar como dirigidas sobre todo a los y a las
carmelitas de este siglo XXI: “Estoy convencido de que la verdadera vocación
carmelitana es estar “suspendido” con el Señor, sin ningún asidero comprobable ni en la
tierra ni en el cielo”.
En eso haría consistir la parte, enteramente peculiar, que corresponde al Carmelo en
la renovada evangelización que reclama de los cristianos el fenómeno contemporáneo
del nihilismo y de la increencia.

Contemplación y situación de injusticia, pobreza y exclusión en nuestro mundo


globalizado.
La situación actual se caracteriza a escala mundial por la extensión de la injusticia y el
consiguiente agravamiento del sufrimiento de cantidades ingentes de víctimas. Tal
situación no constituye tan sólo el mayor problema socio-económico y político de la
humanidad. No sólo pone de manifiesto sus carencias éticas. Forma parte también de la
situación religiosa, condiciona la posibilidad de la experiencia de Dios y repercute sobre
las modalidades que pueda revestir. Si ante el primer desafío de la situación pudo
predecirse con razón que “el cristiano de mañana será místico o no será cristiano”, este
segundo reto que comporta la situación de injusticia y sus víctimas nos fuerza a añadir
que el cristiano de hoy, llamado a ser místico, será solidario o no será ni místico ni
cristiano. Felizmente, numerosos creyentes en las últimas décadas vienen realizando
formas de ejercicio de la contemplación que encarnan la respuesta a esta necesidad y
anticipan nuevas formas de vivir la contemplación que responden a ella. En este aspecto
concreto de la situación tienen los contemplativos cristianos, y tal vez de forma
especial, por las razones que expondré, el Carmelo teresiano, el reto más importante
para una encarnación de su carisma que responda a los retos, las exigencias y las
necesidades de nuestro mundo.
Comencemos por recordar el hecho del mal, con el cortejo de sufrimientos que conlleva,
que se ha manifestado de forma extremadamente grave a lo largo del siglo XX, el más
atroz de la historia humana. Recordemos las dos guerras mundiales, es decir, en las que
por primera vez se ha visto implicado el mundo entero; el intento sistemático de
eliminación de todo un pueblo en la shoá, la catástrofe o el holocausto del pueblo judío;
los numerosos genocidios que se han multiplicado posteriormente en todo el mundo y

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los casos todavía recientes de intentos de limpieza étnica en diferentes regiones de la
tierra. Este cúmulo de catástrofes de lo humano ha hecho hablar de “la tercera muerte de
Dios” (A. Glucksmann), como un hecho característico del siglo XX. El Dios que había
sufrido una primera muerte en la cruz de Cristo, y una segunda en las páginas de los
filósofos de la época moderna, habría sufrido su tercera muerte en el fango de la historia
terrible que ha vivido el mundo en el siglo XX. La expresión correlaciona el fenómeno
de la increencia con hechos históricos en los que con frecuencia han estado implicadas
las religiones y que ocultan la presencia de Dios, minan de raíz la credibilidad en él y tal
vez explican la extensión asombrosa y asombrosamente rápida de la increencia, sobre
todo en los países de tradición cristiana. Recordemos la conmoción que el holocausto
produjo en tantos pensadores que se preguntaron después de la segunda guerra mundial
si en esas circunstancias era posible pensar en Dios, hablar de Dios y seguir dirigiéndole
nuestras oraciones. Nuestra generación ha hecho, como ninguna otra, la experiencia de
que nada oculta tanto a Dios y pone en entredicho su existencia como el mal, “la roca
del ateísmo”, cuando reviste las formas terribles que ha presentado en el siglo pasado.
Hoy somos conscientes, además, de que desgraciadamente los últimos años del siglo
XX, después de hechos positivos que parecían abrir una nueva era, como el final de las
guerras generalizadas y la superación del equilibrio basado en el terror de la guerra fría;
la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores en los países industrializados; el
final de esa lacra para Europa que constituía el colonialismo; la extensión al menos
teórica de la conciencia de la vigencia universal de los derechos humanos; después de
todo ello, el mundo desarrollado ha impuesto un sistema económico radicalmente
injusto que condena a dos terceras partes de la humanidad a la pobreza y a condiciones
inhumanas de vida y en muchos casos a una muerte prematura.
Los datos están en las mentes de todos y apenas necesitamos recordarlos. Anotemos tan
sólo que contra las previsiones engañosas de que el crecimiento de la riqueza llevaría a
su extensión a todos los países y a todas las personas del mundo, los datos muestran que
la riqueza creada es acumulada por un número muy reducido de personas y está cada
vez más lejos de ser distribuida de forma igualitaria y justa, incluso en los países
desarrollados - como muestran las bolsas de pobreza en ellos que constituyen el “cuarto
mundo” -, pero sobre todo en relación con los países menos desarrollados. Recordemos
que informes oficiales de las Naciones Unidas constataban no hace mucho que los
países menos avanzados que eran 25 en 1971 han llegado a ser 49 en el año 2001. Y que
en los últimos 40 años la relación entre ricos y pobres ha evolucionado en estos
términos: en 1960 por cada rico había en el mundo 30 pobres; en 1990 los pobres por
cada rico eran 60 y en 1997, 74. Recordemos también que en 1960 el 20% de la
población más pobre del planeta se repartía el 2,3% de la renta mundial; en 1980 esa
cantidad había descendido al 1,7, y en 1990 al 1,4. Mientras tanto, el 20% de la
población más rica, que en 1960 se repartía el 70,2% de la renta mundial ha pasado a
repartirse el 76,3% en 1980 y el 82% en 1990. Muy recientemente el presidente de la
FAO constataba, contra los propósitos y los pronósticos de la reducción del número de
pobres en el mundo, que en 2007 el número de los pobres había pasado de 800 millones
a más de 900.
Estas diferencias económicas repercuten en otros muchos aspectos relativos a la forma y
la calidad de vida de los pobres: según la Organización Mundial de la Salud, en 1993,
en los países menos desarrollados, las personas tenían una esperanza de vida menor en

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25 años a la de los países desarrollados. La mortalidad infantil era en los países pobres
10 veces mayor. En esos mismos países más de 200 millones de niños padecen
desnutrición, causa principal de la muerte de 12 millones de niños anualmente. No es
necesario añadir que diferencias semejantes e igualmente hirientes aparecen en otros
campos como la cultura, el trabajo y sus condiciones, y la existencia de conflictos
violentos.
Estas pocas cifras dan una idea de lo que resume la frase “la pobreza en el mundo” con
la que estamos familiarizados. Las mismas cifras ponen de manifiesto algunos de los
rasgos que caracterizan esa pobreza. Señalemos los más importantes. La pobreza es, en
primer lugar, un fenómeno masivo que afecta a una parte importante incluso de los
países ricos y a la mayor parte de la población mundial. Es, además, un fenómeno
complejo que repercute en todos los órdenes de la vida y que comporta aspectos
económicos, sociales, culturales, y condiciona la misma vida, el mismo hecho de vivir,
de las personas. La pobreza ha tomado en los últimos tiempos características más graves
que sólo se expresan acudiendo a nuevas categorías cada vez más presentes en los
estudios sociales. Los pobres en la actualidad no son sólo pobres, son excluidos.
“Pobres”, aplicado a personas y a países, son ya los que no cuentan, los que están de
más, los insignificantes. Nunca ha sido tan verdad lo que Simone Weil afirma de los
pobres, tomándolo, dice, de una canción popular española: “El que quiera volverse
invisible no tiene medio más seguro que hacerse pobre”.
La pobreza constituye además un concepto dialéctico; “pobre” hace referencia a “rico”
y establece una relación dialéctica entre ambos conceptos: “hay pobres porque hay
ricos”. Ser pobre no es, como parecía hasta hace poco, un hecho natural que se imponga
a los sujetos como un hado, un destino; los pobres lo son por una multitud de causas,
económicas, sociales y políticas sobre las que se puede actuar. Lo son, en definitiva, por
un injusto reparto de las riquezas. Más que pobres, son empobrecidos. De ahí que la
pobreza tenga una evidente relación con la justicia y que tenga por tanto una dimensión
ética.
Pero, además, el hecho de la pobreza, la existencia de los pobres, forma parte de la
situación religiosa de nuestro mundo. La existencia de los pobres comporta una
dimensión teologal. Afecta a la comprensión de Dios; a su proyecto sobre el mundo que
conocemos como su Reino; y al mensaje, la vida y la persona misma de Jesús en quien
ese Reino se revela. Eso explica la evolución en el seno de la Iglesia de la consideración
del hecho de la pobreza. La relación con el pobre, que hacía de él meramente el “objeto”
de las obras de caridad, como consecuencia, en la práctica, del ser creyente, ha pasado a
formar parte del núcleo mismo del ser cristiano, bajo la forma de la opción preferencial
por el pobre, como manera concreta de realización del hecho de creer en el Dios
revelado en Jesucristo y de formar parte de la Iglesia de los pobres.
Probablemente, nada exprese tan claramente la progresiva inclusión de la consideración
de la pobreza en el interior, en el centro mismo de la vida cristiana, como la afirmación
del Sínodo de los obispos de 1985 que hacía de la opción preferencial por los pobres
una condición indispensable de la santidad cristiana. Un documento de los obispos
españoles lo formulaba así: “Podríamos decir que Jesús nos dejó como dos sacramentos
de su presencia: uno, sacramental, en el interior de la comunidad: la eucaristía; el otro,
existencial, en el barrio y en el pueblo, en la chabola del suburbio, en los marginados, en

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los enfermos de sida, en los ancianos abandonados, en los hambrientos, en los
drogadictos...”.“Allí está Jesús con una presencia dramática y urgente, llamándonos
desde lejos para que nos aproximemos, nos hagamos prójimos del Señor, para hacernos
la gracia inapreciable de ayudarnos cuando nosotros le ayudemos”. Esto explica
también la progresiva incorporación de los pobres y de la opción por ellos en la
realización y en la comprensión de la espiritualidad cristiana y en la experiencia de Dios
que constituye su centro.
Las razones que se ofrecen de este hecho hoy extendido en la Iglesia son numerosas y
están enraizadas en textos de la Escritura y en la estructura misma de la experiencia
teologal. Recuerdo algunas: el encuentro con el otro, y de forma especial con el pobre,
es el lugar por excelencia de la experiencia humana para ese descentramiento de sí, para
ese movimiento de trascendimiento que es “la huella dinámica en el hombre del más
allá de sí mismo, del infinito, con el que el infinito mismo le ha agraciado”. Se trata,
además, de un tema en el que, por estar anclado en la Biblia, resuenan ideas capitales en
el pensamiento judío. Así, Rosenzweig interpreta “la respuesta dada por el hombre al
amor con que Dios le ama como el movimiento hacia el prójimo”, y Levinas, en la
misma línea, afirma: “el otro no es una reedición del yo; en su calidad de otro, se sitúa
en una dimensión de altura, de ideal, de lo divino; por mi relación con el otro, estoy en
relación con Dios”.
Otra razón, que en realidad atraviesa toda la historia del cristianismo, se funda en la
comprensión de Dios como amor, que hace que su conocimiento se realice en el acto de
amar, un acto que tiene su destinatario primero en el prójimo y que sólo en él tiene la
garantía de poder llegar al Dios al que no vemos: “El que no ama no conoce a Dios,
porque Dios es amor” (1Jn 4, 8 ); “Nosotros conocemos que hemos pasado de la muerte
a la vida en que amamos a los hermanos” ( 1Jn 3,14 ).
Tal vez, la razón más invocada por los teólogos para esa introducción de la pobreza en
la relación teologal misma se base en el hecho de que la experiencia cristiana de Dios
tiene lugar en Cristo, y Jesús, que tuvo por misión anunciar la buena nueva a los pobres,
quiso identificarse con ellos y ligar el encuentro con él a la atención a los más pequeños:
“lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños a mí me lo hicisteis” ( Mt
25, 40); “porque tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25, 35).
Tales referencias pertenecen a lo esencial de la tradición cristiana y en alguna medida se
puede decir común a la comprensión de la espiritualidad cristiana en todas las épocas.
Todos los místicos han ofrecido como criterio del amor de Dios, centro de las
experiencias místicas en las más altas formas de contemplación, la conformidad con la
voluntad divina, la práctica de las virtudes y, en definitiva, la práctica del amor al
prójimo. Así sucede con el maestro Eckhart: “Y si alguno estuviera en un éxtasis como
San Pablo y supiera que un enfermo espera que le lleve un poco de sopa, yo estimaría
preferible con mucho que, por amor, salgas de tu éxtasis y sirvas al necesitado con un
amor mayor”. Santa Teresa afirmaba tajantemente a sus hermanas que: “obras quiere el
Señor”; virtudes y amor al prójimo. “Quien a su hermano no ama, sentenció San Juan
de la Cruz, a Dios aborrece”.
¿Dónde está entonces la novedad de la espiritualidad y la mística contemporáneas en
relación con el tema de la pobreza? ¿En qué radica, en este aspecto preciso, la diferencia
de la mística cristiana de nuestros días con la de otras épocas de la historia? Sin duda, en

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el hecho de que la realidad de los pobres y la opción por ellos ha pasado a formar parte
de la comprensión y la realización de la experiencia de Dios, del encuentro con él. Este
hecho, a su vez, se debe a la nueva conciencia a que, llevadas en buena medida por la
actual situación de injusticia generalizada, han accedido hoy buena parte de la
humanidad y ciertamente las Iglesias cristianas.
La pobreza ya no es para la mayoría de los cristianos un hecho casi natural, una
condición, a la que tal vez no sería ajena la Providencia divina, en la que se nace y que
convierte a los que la padecen en destinatarios de la caridad y la limosna de los que,
también por una especie de feliz azar o de destino providencial, han tenido la suerte de
nacer ricos. La pobreza, decíamos hace un momento, es el producto de múltiples causas,
pero en definitiva es el resultado de la injusticia del orden o, mejor, desorden
económico, social y político establecido por los humanos.
Condicionada por circunstancias económicas, sociales, políticas y culturales, la nueva
conciencia en relación con la pobreza ha redescubierto la visión bíblica de los profetas
sobre la pobreza, considerada consecuencia de la injusticia, y como ellos ha introducido
la respuesta a ella y la lucha contra la injusticia que la produce en el centro mismo de la
vida religiosa como exigencia de la voluntad divina y parte de la respuesta de
reconocimiento en que consiste la fe y su experiencia: “Defendía la causa del humilde y
del pobre y todo le iba bien. Eso es lo que significa conocerme”, exclama Jeremías
como “oráculo del Señor” (Jer 22,16). “Porque quiero amor (misericordia), no
sacrificios; conocimiento de Dios, no holocaustos” (Os, 6,6). Y, como perfecto
desarrollo de la relación entre práctica de la justicia y experiencia de Dios, recordemos
todo el capítulo 58 del profeta Isaías.
Llegados a esa visión creyente de los pobres, que ha propiciado la nueva conciencia
histórica en relación con la pobreza, la relación con ellos deja de ser la simple práctica
de la misericordia o la caridad, parte de la moral cristiana que se sigue del cumplimiento
de los preceptos, y adquiere una dimensión teologal que la integra en el ejercicio de ser
creyente y en la experiencia de Dios que comporta. Así, la relación con los pobres pasa
a formar parte de la realización efectiva de la experiencia de la fe, y esta experiencia,
núcleo de la vida mística, convierte a ésta en “mística de ojos abiertos” a todos los
necesitados de amor y de ayuda, o “mística de la compasión” para con todas las
víctimas.
No se trata de oponer esta mística de ojos abiertos al sufrimiento de los demás y que lo
comparte a la mística que ha llegado a Dios por el cultivo de la contemplación en sus
formas más puras. Pero no podemos dejar de anotar la diferente forma de pensar y vivir
la relación de la experiencia de Dios con el hecho de la pobreza en los místicos de otras
épocas y en la actualidad
Por eso puede ser útil llamar la atención sobre el hecho de la menor atención a la
pobreza real de las personas místicas de otras épocas y señalar la necesidad por los
contemplativos contemporáneos de superar esas limitaciones derivadas de la diferente
situación histórica en que vivieron. En este punto preciso creo descubrir la necesidad
para el Carmelo de nuestros días de actualizar la doctrina sobre la contemplación de sus
grandes reformadores y realizar su carisma contemplativo con los rasgos peculiares que
exige de él el hecho de la injusticia y la pobreza en sus formas actuales y la nueva
conciencia que de él hemos tomado los cristianos de nuestro tiempo.

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San Juan de la Cruz, para referirnos a un caso paradigmático, nació y creció en la más
completa pobreza; la pobreza marcó su vida y esto le hizo mantener actitudes y hasta
gestos que muestran su predilección por la pobreza y su conciencia de pertenecer
socialmente al grupo de los pobres. Recuérdese, por ejemplo, su costumbre de sentarse
en el suelo cuando visitaba los salones de los señores; o su declaración relativa a su
familia como perteneciente al grupo inferior de los simples tejedores, a alguien que le
suponía hijo de labradores; o la defensa de su hermano Francisco, “analfabeto y
marginal”. Y, sin embargo, nuestro místico pudo describir con gran precisión el proceso
todo de la contemplación sin referirse nunca a Mt, 25. Y utiliza las palabras “pobreza” y
“pobre” sólo en sentido ascético, sin hacer intervenir el tema de la pobreza y los pobres
reales en la vivencia y la descripción de la experiencia cristiana y de la experiencia
mística. ¿A qué se debe esa, vistas las cosas desde nuestra situación, evidente carencia?
Sin duda a la diferente forma de entender la pobreza y los pobres en el siglo XVI en
relación con la nuestra. La pobreza era en su tiempo un estado en el que se nacía que
imponía un destino a quien tenía la desgracia de padecerla. Era un hecho con el que el
mismo Jesús había advertido que deberíamos contar siempre: “A los pobres siempre los
tendréis con vosotros”. La relación con los pobres estaba ligada con la vida cristiana,
pero entendida fundamentalmente como ejercicio de la caridad centrada sobre todo en la
práctica de la limosna. Por eso, incluso un cristiano tan familiarizado con los profetas
como Juan de la Cruz, podía vivir su condición de contemplativo y exponer su doctrina
de la contemplación sin incluir en ella la dimensión profética como elemento
constitutivo. Tal postura resulta hoy incomprensible.
Por eso es tarea del Carmelo de nuestros días encarnar en la forma personal de vivir la
contemplación y en la institucionalización de la vida consagrada una forma de
contemplación que incorpore, como pretende la “mística de ojos abiertos”, la atención a
las injusticias de nuestro tiempo y a los incontables sufrimientos que produce en el
mundo, y la compasión activa y efectiva para con sus víctimas. Cómo hacer efectiva esa
exigencia es tarea encomendada a la generosidad de cada carmelita y a la creatividad de
los responsables de la actualización permanente de las estructuras de la Congregación.
Por mi parte me contentaré con señalar que si en relación con la increencia recordaba
con U. von Balthasar que la verdadera vocación carmelitana es estar suspendido con el
Señor sin ningún asidero comprobable, la confrontación con el hecho de la pobreza en
el mundo me lleva a recordar con los mejores maestros de la espiritualidad de la
liberación, eco en la actualidad de la espiritualidad de los profetas, la ineliminable y
estrechísima conexión entre el reconocimiento del Dios revelado en Jesucristo y las
personas de los pobres: “En el gesto hacia el prójimo, especialmente hacia el pobre, ha
escrito G. Gutiérrez, encontramos al Señor, pero al mismo tiempo este encuentro hace
más profunda y auténtica nuestra solidaridad con el pobre”. O dicho de forma más
sencilla y más categórica: “Defendía la causa del humilde y del pobre, y todo le iba
bien. Eso es lo que significa conocerme. Oráculo del Señor” (Jer 21, 16). O “quien no
ama no conoce a Dios porque Dios es amor”.
Si en relación con el fenómeno de la increencia he podido referirme a Santa Teresa del
Niño Jesús como modelo de contemplativa atenta al fenómeno, que se deja interpelar
por él y ofrece como respuesta una forma peculiar de evangelización desde la
solidaridad con los no creyentes, os dejo a vosotros la búsqueda de figuras que encarnen
de forma ejemplar la reacción del contemplativo actual a la pobreza; la búsqueda de

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figuras proféticas de contemplación o formas contemplativas de ejercicio de la profecía.
O mejor, os dejo a vosotros que busquéis los medios para que el conjunto del Carmelo
lo haga.
Contemplativos en un mundo religiosamente plural.
Todos los estudiosos de la actual situación religiosa coinciden en señalar como tercer
rasgo característico de la misma el hecho relativamente reciente en Europa del
pluralismo religioso. Alguno ha llegado a decir, exageradamente a mi entender, que si el
reto para la teología cristiana en el siglo XX ha sido la secularización, en el siglo XXI lo
será el pluralismo. No hay espacio para abordar este tema con el detenimiento que
requeriría, pero me parece indispensable aludir a él, aunque sea de forma solo
esquemática.
La dificultad mayor que el pluralismo supone para los creyentes es un doble peligro de
signo opuesto. El primero consiste en responder a él desde el miedo a ver diluida la
propia identidad, atrincherarse en su defensa a ultranza, reducir sus elementos
esenciales a unos pocos fundamentales declarados innegociables, absolutizarlos y
aislarse de cualquier relación con el mundo exterior plural, de forma primero defensiva,
para desde ahí poder presentar batalla a las fuerzas externas que amenazan esa
identidad. Es la postura que desemboca en el fundamentalismo.
Los que adoptan esta postura terminan, o tal vez comienzan, por absolutizar los rasgos
que configuran la propia identidad, cayendo así en el dogmatismo en sus diferentes
formas. Tal respuesta al pluralismo conduce fácilmente a hacer imposible la
convivencia de las diferentes religiones, y supone un serio peligro para la paz en los
espacios sociales en que se produce ese pluralismo que hoy día abarcan ya al mundo
entero.
En el extremo contrario se sitúan quienes ante la existencia de múltiples religiones, con
vigencia social y cultural en la misma sociedad, reaccionan buscando la relevancia a
toda costa de la propia, adoptando como medio para conseguirla la adaptación a las
exigencias de los diferentes grupos. Tal estrategia -la de la contaminación que termina
en rendición cognitiva (P. Berger)- corre el peligro de terminar en la disolución de la
propia identidad, en el relativismo y el indiferentismo religioso.
Fácilmente se ve que no es fácil evitar el dogmatismo sin caer en el relativismo y
viceversa. Tampoco es fácil dar con los medios que permitan evitar esa fatal alternativa.
Por otra parte, no es posible en el escaso espacio de que dispongo desarrollar el camino
que permitiría conseguirlo. Pero podemos dar por cierto que esos medios deberían ir
orientados a hacer posible y fomentar el diálogo entre las religiones como única
respuesta a la altura de los retos que supone el pluralismo.
Desde el objetivo que perseguimos en esta exposición, cabe señalar que, entre las
múltiples formas que puede adoptar el diálogo, se ha destacado por todos sus teóricos el
diálogo de las espiritualidades como uno de los pasos más eficaces para poner a las
distintas religiones en disposición de dialogar. De hecho el estudio del fenómeno
místico permite descubrir que quienes practican la religión en ese nivel que resume la
palabra “contemplación”, son probablemente las personas religiosas en mejor
disposición para poner en práctica ese diálogo evitando los dos peligros a los que nos
hemos referido.

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En efecto, los místicos, por una parte, se han adentrado suficientemente en la relación
con Dios para estar prevenidos contra el peligro de absolutización de las mediaciones
que comportan los fundamentalismos. Sólo los místicos son capaces de distinguir con
todo rigor el misterio de Dios de los nombres, las nociones y las representaciones con
que las diferentes religiones y la religión propia se refieren a él. Por eso subrayan tanto
el elemento apofático, negativo, de su conocimiento y su lenguaje sobre Dios, lenguaje
al que siempre consideran insuficiente y que por eso utilizan siempre “envuelto en
silencio” (San Juan de la Cruz). Por eso algunos de ellos han orado diciendo: “Dios mío,
líbrame de mi Dios” (Maestro Eckhart).
Pero, por otra parte, su larga y profunda experiencia de la fe, su personal e íntimo
encuentro con él, aunque sea en la “nube del no saber”, en la noche que envuelve todas
las etapas de su itinerario, permiten al místico llegar a la vez a la mayor certeza en
relación con el Dios al que se unen “del alma en el más profundo centro”. Precisamente
porque le reconocen como misterio insondable, le conocen de esa forma inconfundible
que les lleva a exclamar: “que bien se yo la fonte que mana y corre, aunque es de
noche”. Este “padecer a Dios”, esta experiencia en la que le reconocen, hace que Dios
sea para los místicos Dios como no lo es para ninguna otra persona; que sea para ellos la
realidad de la que viven, el “único necesario”, que reduce todo lo demás a añadidura y
que se resiste él mismo a cualquier forma de relativización.
Esta doble dimensión de la experiencia mística hace a los contemplativos posibles
sujetos de la más profunda y respetuosa relación con el resto de los sujetos religiosos
con los que coinciden en situación de pluralismo, evitando tanto el dogmatismo de los
que confunden a Dios con su forma de representárselo como el relativismo de los que
hablan de él sólo de oídas.
No es fácil explicitar las modalidades concretas en las que una congregación que tiene
en la contemplación el centro de su ideal religioso puede iniciar y fomentar el hoy
indispensable diálogo interreligioso. Probablemente sean aquellos de sus miembros que
viven en lugares en los que el pluralismo religioso forma parte de su cultura, como
sucede a los cristianos de Asia, los que estarán en mejores condiciones de servir de
pioneros de una experiencia que terminará imponiéndose como una necesidad en todas
las regiones de nuestro mundo globalizado.
De la conversión de las personas a la reconversión de las instituciones.
La propuesta que vengo ofreciendo sobre las posibles respuestas que la actual situación
religiosa requiere del Carmelo se ha referido sobre todo a las personas que han de vivir
la espiritualidad cuyos rasgos hemos enumerado. Pero es evidente que el desarrollo por
los carmelitas y las carmelitas de esa espiritualidad tienen que repercutir sobre la
regulación de la vida cristalizada en las estructuras institucionales del Carmelo.
Así sucede de hecho, a una escala más amplia en relación con las Iglesias. Su respuesta
a la crisis exige una verdadera conversión de sus miembros, pero es evidente que esa
conversión reclama como condición de posibilidad y de eficacia la reconversión de las
estructuras institucionales de esa vida contemplativa.
Por supuesto, no es tarea ni competencia mía abordar el problema de la reconversión
que requiere del Carmelo la situación de crisis por la que atraviesa lo mismo que el
conjunto de las congregaciones religiosas. Pero puede que no carezca de utilidad alguna

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referencia a las exigencias y las posibilidades que la anterior propuesta de espiritualidad
ofrece para la deseada reconversión estructural de la congregación.
Un estudio sobre el surgimiento de la regla primitiva del Carmelo observa que la vida
de la comunidad no surgió tras la donación de la regla de Alberto y como adaptación a
ella, sino que ésta, la regulación eclesiástica, no hizo más que sancionar la vida
espiritual de esa comunidad y el propositum ya presente en la vida de los ermitaños del
Carmelo. Probablemente sea así como han surgido todas las reglas monásticas y
religiosas y sus reformas a lo largo de la historia y, me atrevo a pensar, sería bueno que
así se pudiera proceder en las “reconversiones” ahora requeridas. Aunque, hay que
añadir de inmediato que también una buena regla ayuda al mantenimiento y el fomento
de la forma de vida a la que se refiere.
La adaptación a la Europa medieval de la regla primitiva del Carmelo muestra las
dificultades encontradas para contar con un marco jurídico institucional adecuado para
esos antiguos ermitaños del Carmelo obligados después a vivir en medio de las
ciudades europeas, hasta que se llegó al reconocimiento, por Juan XXII en 1317, de las
comunidades de los antiguos ermitaños como órdenes mendicantes, iguales en todo a
los dominicos y franciscanos (Günter Menker (Hrsg.), Die Gemeinschaften des
Karmels, Topos Taschenbücher, 1994, pp. 18-20). Las referencias constantes de Santa
Teresa a los orígenes del Carmelo y a la regla primitiva son un indicador de la
orientación del “nuevo estilo de vida” instaurado por ella, que pretendía sobre todo
armonizar los dos elementos fundamentales del ideal contemplativo, la soledad y la
comunión, la experiencia de Dios y la comunidad fraterna, con el rasgo añadido, pero
considerado esencial, de la dimensión apostólica de servicio a la Iglesia. (Cf. Tomás
Álvarez, citado en, Salvador Ros, “El carisma del Carmelo: Santa Teresa”, en, La
recepción de los místicos, Ávila-Salamanca, 1997, p. 557). Sobre la repercusión que ese
nuevo estilo de vida iba a tener en los primeros carmelitas resulta luminosa la
descripción que Federico Ruiz Salvador hace del primero de sus conventos en Duruelo,
del que resalta, como rasgos esenciales del nuevo carisma, mucha oración, comunidad y
soledad, vida austera y servicio apostólico moderado en los pueblos vecinos.
A partir de estas sencillas alusiones cabría caracterizar la nueva ordenación de la vida
carmelitana, inscrita en el marco medieval de las órdenes mendicantes, por su
insistencia en el cultivo de la contemplación, y la dedicación de los dos fundadores a
“una mistagogía de la experiencia personal de Dios” (K. Rahner citado en S. Ros, o. c.,
564). Así, podría decirse que si la orden de predicadores se proponía: contemplata aliis
tradere, y la Compañía de Jesús proponía a sus miembros ser “contemplativos en la
acción”, el Carmelo tendría su peculiaridad en el cultivo de la contemplación para alios
in contemplationem ducere, es decir, contemplar para llevar a otros a la contemplación.
A nadie se le oculta la importancia decisiva del carisma del Carmelo así entendido en la
actual situación religiosa en la que la crisis de Dios que padecemos sus miembros está
requiriendo como condición de supervivencia para el cristianismo el desarrollo por los
cristianos del “elemento místico” que ocupa su centro. En efecto, ya anotamos las
dificultades que encontramos los cristianos actuales para hacer realidad esa exigencia de
ser místicos, como condición de poder seguir siendo cristianos; y ya nos referimos como
una de las causas de esas dificultades a la falta en la Iglesia de una pastoral centrada en

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el despertar, iniciar, educar y acompañar a los fieles en ese cultivo de la fe que es la
oración y la contemplación.
Es indudable que los Carmelitas vienen cumpliendo con esta exigencia de su carisma de
forma admirable con el estudio, la publicación y la divulgación de las fuentes de su
tradición. Y, a este propósito, es imposible calcular el número de personas, incluso más
allá del cristianismo, que han encontrado en los escritos de Santa Teresa y de San Juan
de la Cruz y en los comentarios de los grandes autores del Carmelo, luz y estímulos para
iniciarse y progresar en el camino de la vida interior, el recogimiento y la
contemplación. Pero es evidente que del Carmelo como tal cabe pedir algo más. Autores
que son verdaderas referencias en el seno de la escuela carmelita actual han escrito
páginas excelentes sobre el valor de la herencia que el Carmelo actual ha recibido de su
historia y especialmente de sus padres fundadores. Estos autores han insistido
igualmente sobre la necesidad para los Carmelitas de “incorporar esa herencia a la
propia vida”, de operar una recepción activa de esa herencia que la encarne en las
circunstancias, las condiciones de vida, la mentalidad y la sensibilidad propias del
hombre de nuestro tiempo; y de servirse para ello de los medios más adecuados
(Federico Ruiz Salvador, o. c.).
De esa incorporación del carisma por los Carmelitas actuales surgirá la posibilidad de
ese servicio pastoral particularmente necesario en nuestro tiempo que consiste en
colaborar al cultivo y el desarrollo de la contemplación en la Iglesia actual. Un servicio,
que, previamente a las diferentas acciones que suscite, consistirá en la existencia misma
de los y las carmelitas y sus comunidades, y en su forma verdaderamente contemplativa
de vivir. Tareas concretas para esa colaboración son, por ejemplo, disipar con la ayuda
del tesoro doctrinal y vital de su tradición las dificultades hoy existentes para la recta
comprensión de la experiencia de Dios, y dar con las formas de ejercicio de la
contemplación que mejor respondan a las circunstancias de nuestro mundo y a las
necesidades de nuestros contemporáneos.
Me referiré tan sólo a dos que me parecen más importantes. La primera consiste en
realizar en la práctica de su vida la síntesis, en tensión viva permanente, entre
contemplación y acción, entre oración y vida, que ha caracterizado y dificultado, y sigue
caracterizando y dificultando la práctica de la contemplación por quienes como los
laicos cristianos viven su vida cristiana en medio de las indispensables tareas seculares.
En este sentido podría ser útil el desarrollo teórico y práctico de esa relativamente nueva
forma de entender y realizar la contemplación que se conoce como “mística de la
cotidianidad” (Rahner), o como experiencia de Dios en medio de la vida, que destaca
como raíz de esa experiencia de Dios o como su experiencia fundamental el “vivir
divinamente” la vida diaria (X. Zubiri), es decir, vivirla creyentemente, haciendo de la
fe la raíz de la vida toda de la persona, de acuerdo con la fórmula del profeta
incorporada por San Pablo: “vivo de la fe en el Hijo de Dios”, convirtiendo la vivencia
de la fe en “cantus firmus” (D. Bonhoeffer) de las múltiples acciones que comporta el
coral de la vida de toda persona. (En este sentido, me ha llamado la atención que en una
de las muchas reformas vividas por el Carmelo moderno, concretamente en Francia, en
la “reforma de Turena”, y para justificar la actividad pastoral de los carmelitas sin el
abandono de la contemplación se propusieran prácticas de oración como “el ejercicio
de la Presencia de Dios” y la “oración aspirativa”, que buscaban precisamente facilitar
la permanente unión con Dios en la vida cotidiana (Günter Benker, o. c., 28).

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Estimo igualmente decisiva, para que el Carmelo pueda llevar a cabo su colaboración en
una pastoral mistagógica, la contribución de sus miembros, muchos de ellos presentes
en los países pobres, en la realización personal y la justificación teórica de la “mística
de ojos abiertos” a los sufrimientos de los pobres y de compasión con las víctimas, es
decir, la incorporación al ejercicio de la contemplación de la dimensión profética,
inseparable de una vida cristiana al servicio del Reino que comienza a hacerse presente
cuando los ciegos ven, los cojos andan… y los pobres son evangelizados.
Hasta aquí llega mi reflexión. Ahora les dejo la palabra y sobre todo la tarea de realizar
su vocación de carmelitas de forma significativa en nuestro mundo.

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