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DE PUEBLO CONVOCADO A CIUDADANO ADIESTRADO.

CIUDADANÍA, SUBJETIVIDAD Y DES-SUBJETIVACIÓN EN LA


TRANSICIÓN NEOLIBERAL

Observatorio Latinoamericano N°8, Dossier Chile


Universidad de Buenos Aires-Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe.

PEDRO ROSAS ARAVENA1*

Este ensayo aborda a partir del caso chileno, los procesos históricos de ciudadanización
actualmente en boga en las sociedades postautoritarias desde una óptica que coloca la discusión en
torno a cuestiones como el contenido y sentido de la democracia, el carácter de la política y el papel
del sujeto en la sociedad. Situamos en perspectivas crítica la noción y relación entre las esferas de lo
público y lo privado, el papel del Estado y la sociedad civil así como los canales de participación de
los ciudadanos más allá de la virtualidad de los enunciados explicitando los fundamentos de un orden
que reemplaza al autoritarismo brutal por un sistema de sofisticados mecanismos de control social
que resignifican el espacio público desalojando la historicidad de los sujetos. Este proceso es
coincidente con aquello que Gilles Deleuze ha identificado como el paso de sociedades de
disciplinamiento a sociedades de control. Criminalizando ahora preventivamente toda posibilidad
emancipatoria.

I. La construcción y resignificación una ciudadanía siniestrada

El desalojo de la historicidad de los sujetos históricos del cambio, su cooptación o retirada


política, los procesos de individuación y el arribo del ethos cultural neoliberal surgido de las
transiciones pactadas ha derivado en un proceso sistemático de desubjetivación que ha comportado
dos consecuencias indeseadas para el poder: la resistencia política y cultural anclada en la memoria de
los sujetos históricos sobrevivientes a las transiciones (como los rebeldes chilenos “pacificados”
durante la transición, las comunidades mapuches en conflicto a partir de la conmemoración de los
500 años hasta hoy) y el surgimiento de un nuevo tipo de subjetividad de tipo periférica que se
tensiona tanto con el universo simbólico militante tradicional como con los espacios políticos
simbólicos del poder erosionando su necesidad de legitimidad por la vía del rechazo a sus
mecanismos regulados de incorporación.

Aunque este fenómeno reviste características transversales es en los jóvenes donde emerge de
manera más nítida y desafiante. Nos interrogaremos entonces con dos preguntas esenciales ¿Es
posible hablar en este caso de un sujeto? y ¿Su imposibilidad de apegos y lazos estructurales como los
que constituyeron la identidad y subjetividad en generaciones pasadas, clausura esa condición?. De
allí emergen dos preguntas desde los dispositivos del orden social como contraparte ¿Cómo ha
enfrentado el Estado esta nueva configuración? Y ¿Están estas subjetividades rebeldes en
condiciones de enfrentar el cambio del dispositivo de disciplinamiento por el de control? ¿poseen
potencialidades políticas y proyectivas? Será posible como escribiera Frantz Fanon ordenar todas las
rebeldías, todos los actos desesperados, todas las tentativas abortadas o ahogadas en sangre (Fanon,
1963)

* Académico UAHC, USACH, Universidad ARCIS, IFSA-Butler University Program. Dr. en Estudios Americanos,
USACH. prosarave@yahoo.es. Este trabajo se encuentra publicado en Observatorio Latinoamericano N°8, Dossier
Chile, Universidad de Buenos Aires-Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, Buenos Aires, agosto 2011.
Pgs.213-2321.
Dado el nivel de subjetivacion (o desubjetivación) y la evidente crisis de los mecanismos del
control disciplinario tanto frente al fenómeno de la criminalizacion de los jóvenes como del conflicto
mapuche, el estallido del modelo disciplinario y su recambio por el de control proponen desafíos no
solo a la defensa de derechos de jóvenes, militantes libertarios y Werkenes (voceros) mapuche,
además obliga interrogar sobre como entender y enfrentar aquello que Gilles Deleuze ha anticipado
como un estallido de doble sentido. Estallan -por ineficacia- las viejas formas del disciplinamiento en
base a dispositivos de encierro: desgobierno (cortar el pie), caminos de cintura (división forzada entre
zona civilizada y bárbara o blanca y mestiza), papeletas (salvoconducto del patrón para poder salir del
campamento minero o la hacienda), presidio ambulante (carrito donde se trasladaba a los presos para
trabajo forzado), Escuela, Cárceles, Hospitales y son reemplazados por otros de “autocuidado”, de
hegemonías, de transito de seguridad nacional a seguridad ciudadana, de control policiaco puramente
represivo a policía ciudadana, comunitaria etc.

Estas mutaciones obligan a la reconfiguración del patrón de construcción nacional e identitaria


con base en la soberanía nacional, mito fundacional, nociones de patria, homogeneidad étnica,
enseñanza de la historia como narrativa unificadora, etc. que oponían pueblos y elites y obligaban a la
negociación política dando paso a la edificación de una nueva practica de legitimación que repone
tensiones binarias básicas: civilización y barbarie ahora posmodernas, una idea del otro y de nosotros
ambivalente, humanidad y terrorismo fundamentalista global, exclusión radical de la contradicción a
cambio de la incorporación estética de la diferencia. etc.

¿Por qué insistir en una definición?

El abordaje de una definición de ciudadanía remite a dos fenómenos históricos que no pueden
deslindarse de la enunciación. El primero de ellos es que la ciudadanía (real, imaginaria o incluso
necesaria) es y ha sido -a nivel de la representación- siempre el registro sismográfico de un evento
telúrico que, aunque con evidencia en la coyuntura, resulta ser siempre de factura social y política de
larga data y hondas profundidades. El segundo de ellos es que la emergencia de la discusión sobre las
irrupciones o llamamientos “ciudadanos” de las coyunturas, se haya amarrada por lazos de sangre a
las estructuras dinámicas de larga duración social y no constituyen nunca una realidad objetiva y
predeterminada que remita al puro arbitrio de la representación o a un estado permanente y fijado a
una formación social y cultural.

La ciudadanía, como la ciudad, es histórica y posee como concepto invocante-convocante la


dinámica de los individuos agrupados; es decir su propia historicidad. Etimológicamente la
ciudadanía se asocia a la existencia de un ciudadano –del latín cívitas ciudad- que habita un lugar
donde el habitar, se entiende como un coexistir, interdependiente y complementarios de quienes
hacen ciudad. La ciudad, ha escrito Aristóteles, “es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de
nosotros [...] Así que está claro que la ciudad es por naturaleza anterior a cada uno. Porque si cada
individuo por separado no es autosuficiente, entrará como las demás partes, en función a un
conjunto. Y el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada para su propia suficiencia, no es
miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios” (Aristóteles, 1962: Cap. II)

En el principio la idea de ciudad y comunidad arrancan de una “equivalencia de escala” que se


proyectará a la idea de civilización o expansión de ese habitar ciudades por oposición al habitar rural.
Esta idea permite comprender la distancia entre la polis-ciudad (con cívitas y cívis) y el espacio que la
circunda como una periferia barbárica y por tanto carente de política y de todo lo que le acompaña
(palabra, derechos, etc.). Cabe el señalar que la definición de lo bárbaro se construye desde una
autopercepción que define a la otredad desde un lugar de predominio, hegemonía y validación que se
expande en dinámicas de conquista y colonización que precede al acto civilizatorio. Para Edgar
Morín, analizando la conducta de Roma y Grecia en la Antigüedad, la barbarie no es solo una
propiedad que se opone o acompaña como alteridad a la civilización, la barbarie la integra y es
producto de ella como resultado de las dinámicas de expansión y en la dialéctica de dominación-
resistencia genera nuevos estados de ordenamiento social y cultural con sus respectivos modos de
producción económicos y superestructuras políticas, jurídicas y religiosas (Morín, 2007: 19).

Los movimientos de “purificación” han acompañado a los procesos civilizatorios y han sido
fundantes de la construcción de los Estados Nacionales sobre la base de procesos de
homogenización y limpieza “por arriba” en términos religiosos, culturales y étnicos. Los extremos de
esta dialéctica civilizatoria van desde –como advierte Morín- la eliminación raza hasta la integración
más o menos armónica del otro en distintos momentos de la historia y en diversos lugares del planeta.
La idea moderna de nación, se ha debatido en esta dialéctica histórica y como en el proyecto
revolucionario de la burguesía y el proletariado, ha representado un cierto universalismo amparado
por conceptos igualmente universales donde la diferencia se ha subsumido o quedado (aunque con
matices) relegada al ámbito de lo folklórico o de la desviación a homogenizar, disciplinar o
derechamente suprimir.

El punto de arranque que se activa con esta dicotomía no es arbitrario ni aleatorio, permite
avizorar los mecanismos intrínsecos de la representación política y la construcción de distintos tipos
de ciudadanía o el reconocimiento de ellas en momentos históricos determinados. ¿Cuáles son esas
determinaciones? Para Ernest Renan en el Siglo XIX la existencia del ciudadano se encuentra
asociada a la nación pero a diferencia de los pensadores anteriores que enfatizaban la raza, religión,
lengua, cultura o suelo, para él la existencia de una nación era un plebiscito permanente (Pfaff, 1996).
En el núcleo de esta idea, se ancla un concepto de soberanía popular y ciudadana que expresa una
racionalidad plenamente moderna donde la integración de la diferencia y la producción de los
acuerdos requiere de presupuestos, instituciones, operaciones y dispositivos como la educación, la
cultura letrada, la laicidad, la impresión de libros, el arte de masas y el transporte intercontinental, los
paradigmas utópicos-científicos, etc. y el Estado como núcleo articulador de todos estos dispositivos.
Ante todo la articulación que solo provee el consentimiento dirá Renan “el deseo claramente
expresado de continuar la vida común. La nación es (perdónenme esta metáfora) un plebiscito de
todos los días” (Álvaro Fernández, 2000: 53).

La noción de la necesidad de producir civilización, de construir acuerdos, de convocar


“plebiscitariamente” sin embargo plantea el desafío afrontar la fragilidad del contrato social develado
por el reconocimiento de su impertinente historicidad. Marc Bloch (2001), quien define la Historia
como ciencia de los hombres en el tiempo y el espacio ha dado tempranamente cuenta de la tensión
que de ese tiempo y ese espacio sociopolítico y cultural emergen. La olla de las tensiones
estructurales hierve bajo la fragilidad del pacto político de la modernidad y más aún de una
modernidad bizarra cuando no travestida. De allí que sea tanto más urgente pensar a la educación en
tanto que dispositivo de aculturación para construir al ciudadano, como el único y privilegiado lugar
que pudo (y puede) dar sentido y perdurabilidad a esas adquisiciones históricas que son la Nación, los
modernos Estados Nacionales y las nociones de Patria y cultura nacional. Acaso por eso la rebelión
de las aulas, el vuelco callejero que progresivamente ha vaciado liceos y universidades en Chile en una
década de masividad creciente, cuestiona no solo el negocio de la enseñanza sino una crisis del sujeto
y del ciudadano futuro que demanda plebiscitar, aquí y ahora, el contrato mismo de su condición
ciudadana.

En la reflexión sobre la memoria de la comunidad y la tensión que expresa la existencia entre el


nosotros y los otros, podemos situar al Estado -y a la escuela como su dispositivo-, como un espacio de
ciudadanización que busca largamente la construcción de un nosotros territorializado e histórico en
un espacio propio y discursivamente necesario a la construcción nacional. En ese espacio, la
construcción de una cultura y una memoria expresa la necesidad de resolver problemas como la
exclusión y la integración requerida por los sectores subalternos (como lucha por la igualdad o la
justicia) o la incorporación forzada cuando las elites así lo han requerido. A modo de ejemplos
históricos léanse el Lebensraum o espacio vital de Ratzel, la Pacificación de la Araucanía, la ampliación
de la participación electoral o la democracia sustantiva, los procesos de modernización centralizados, la
ampliación del mercado de consumo y la más reciente ingeniería política de transiciones pactadas a la
democracia en América latina que licenciaron estratégicamente los movimientos sociales y
determinaron su conversión en capital electoral, en ciudadanía pasiva y finalmente en masa anónima
consumidora. Pasando en el proceso por la pacificación de los militantes rebeldes del periodo, la
‘nostalgización’ de las conciencias afectas a la verdad y la justicia y a la musealización de las
victimizadas utopías encarnadas en los cuerpos ahora doblemente desaparecidos.

No hay historiador que no convenga en que la historia de la humanidad es una sucesión de


relaciones sociales y políticas entre sociedades y culturas. En esas relaciones, biopolíticas de poder,
pobladas de campos de fuerzas y dispositivos, Hay guerras y luchas por dominar a otros; hay
instantes –como señala Edgar Morin- de comprensión y creatividad, mediados por el contacto
cultural. En la narrativa del sujeto humano hay un acto del habla persistente que interroga respecto
de ¿cómo se comportan los grupos sociales hacia otros que no pertenecen a la misma comunidad? O
¿cómo deberían comportarse? desde el plano interpersonal hasta el de los contactos internacionales
e interculturales.

En cada caso para Morín (2007) hay un “yo” y un “otro/a”, un “nosotras/os” y un “ellos/as”, una
clasificación del mundo en dos instrumentales categorías de personas y esta distinción básica permea
la vida “normal”. Pero nada hay en la naturaleza biológica de la humanidad que ubique a las personas
o grupos en tales categorías diferenciadas más allá de esa instrumentación. Foucault (2010: 119-124)
explica que la diferencia entre Bio y Zoe, entre la condición natural de la casa y la política de lo público
es una condición necesaria del orden social, primero del griego y luego del biopoder posterior al siglo
XVIII que abre paso al advenimiento de las técnicas anónimas de un Estado impersonal o de la
gubernamentalidad típica del universalismo liberal; en él, los dispositivos de poder y de saber tienen
en cuenta los "procesos de la vida" y la posibilidad de controlarlos y modificarlos llegando a imprimir
entre, sobre y desde nosotros esas fracturas. Una fractura entre el viviente y el hablante como
objetivo de subjetivación de ese biopoder.

El proceso de subjetivación no opera tábula rasa sino que se instala en dispositivos sociales
encarnados y los reencarna, los soberaniza y ciudadaniza en clave de Estado (aún de aquel que
proclama su desregulada y eficiente neutralidad post-burocrática). Los pueblos y las culturas definen
y construyen esos “nosotros” y esos “otros” como parte de sus procesos históricos. Es bien sabido
que, por lo menos lógicamente, es imposible establecer un principio de identidad sin al mismo
tiempo establecer un principio de diferencia. Pero determinar quiénes están de un lado de la línea o
del otro, y cuál es la actitud frente a esos otros, es variable y depende de circunstancias y
contingencias históricas. Depende en última instancia de la resolución de un conflicto de
hegemonías donde el Estado se representa como la realización histórica absoluta.

Del sujeto pueblo al constructo ciudadano en América Latina

El debate en torno a la ciudadanía si bien tiene su contexto de mayor consistencia y energía


con la reflexión relativa a la existencia de las dictaduras militares en América Latina, presupone
antecedentes políticos y teóricos previos. La discusión en torno a los balances de los proyectos que
los regímenes autoritarios habían aplastado, las revisiones en torno a las vías, alianzas, sujetos y la
dramática lucha por la recuperación de la memoria y la magnitud de la violencia desplegada, abrió un
campo propicio para debatir en torno a los derechos, deberes y fuentes de la ciudadanía.

Sin duda, esta discusión, a la par que instalaba la necesidad de recuperación o fortalecimiento
democrático, implicaba en la práctica dejar de lado las formas, proyectos, sujetos y representaciones
que habían sido desarticuladas por las dictaduras militares en A. L. y en el Cono Sur en particular.
Las ideas de pueblo, clase, socialismo, revolución y movimiento obrero como claves explicativas y
transformacionales de lo político, la sociedad y la historia quedaban en ese instante aparentemente
relegadas o a lo menos, abrían la brecha entre dos maneras de entender la ciudadanía que
comenzaban a tener un lugar en el debate y descendían a los circuitos de la reflexión social en los
debates en el interior de partidos políticos, ONGs y organizaciones (antes populares ahora
ciudadanas) de base. Una de las expresiones del desplazamiento en los términos del debate se daría
hasta hoy en la tensión triangular entre consumidores-Estado-mercado en la cual, opera una fisura
permanente entre los deberes y derechos de los individuos v/s la comunidad emplazando a un
Estado de imaginado-añorado perfil comunitarista, progresivamente desdibujado y reformateado en
nuevas claves. El retorno de la demanda cíclica al Estado habla no tanto de un romanticismo social
como de la urgencia de conocer lo que en Chile se llama la ‘letra chica’ de un contrato unilateral y
cada vez más insoportable.

Esta reconceptualización y sus debates, reposicionan las discusiones que animaron los
fundamentos político-teóricos de la modernidad en términos del sentido de la soberanía, el poder y el
Estado. La reflexión tiene un sustrato histórico que presiona la teoría cuando los objetos del poder se
transforman en sujetos de poder y alteran todas las concepciones (económicas, sociales, culturales,
jurídicas, etc) en torno a la relación entre gobernantes y gobernados poniendo en tela de juicio la
autoridad, su funcionamiento y sus relaciones.

Si en el anciano régimen – a lo menos jurídica y políticamente- los privilegios del Rey sobre los
nobles y el clero y de estos sobre los burgueses, campesinos y siervos constituían atributos naturales
del orden social y por tanto de la subordinación de subordinados-gobernados a sus gobernantes, en
el nuevo régimen y en la modernidad, la subversión de ese orden impone que los gobernantes
reconozcan en sus gobernados sujetos de derechos y deberes y estos últimos reclamen su estatus en
base a principios de soberanía y legitimidad. La sociedad se levanta así sobre los individuos diversos
que la componen. Esta afirmación no desplaza ni simplifica las tensiones y contradicciones entre los
diversos grupos (y clases) y entre los individuos al interior de estos, simplemente quiere posicionar el
tema en el surgimiento de dos lugares desde donde mirar el surgimiento y desarrollo histórico-
conceptual de la ciudadanía.

La búsqueda de respuestas teóricas agruparon, desde muy temprano en la alborada moderna, a


distintas corrientes de pensamiento desde el derecho natural pasando por el positivismo al
historicismo para resolver el problema de hacer legítimos los fundamentos teóricos y políticos que
dieran pié a un ejercicio de los derechos, pues solo incorporándolos en la superestructura política-
jurídica podían por un lado, ser reclamados en propiedad y por otro, garantizar la estabilidad del
orden político de la modernidad. Gabriela Fernández (2001), parafraseando a Bobbio señala que hoy
el problema no consiste en fundamentar los derechos, puesto que éstos, han sido reclamados por casi
todas las sociedades y aceptados (preventivamente) por los Estados. En el presente la problemática
se centra en producir las condiciones para que esos derechos se conviertan de manera efectiva en
prácticas ciudadanas. Los derechos solo pueden poseer existencia –en esta perspectiva- a través de la
mediación y protección de un Estado que los invoque y valide. Como un Frankenstein liberal del
neoliberalismo actual.
La revisión y comprensión de la forma como las sociedades tradicionales han arribado a la
modernidad y la manera en que el tema de la ciudadanía ha sido incorporado ha sido abordada
tempranamente por la sociología. “como Tocqueville quien identificó la ciudadanía con la igualación
de las condiciones sociales, Moore, Hungtinton y Kurt quien a su vez se ha basado en Gerschenkron
y Hirschman” (Fernández, 2001: 171) distinguiéndose por ejemplo lo que Toqueville llama un Estado
democrático verdaderamente “republicano” por oposición a uno de tipo “liberal”. Para Tocqueville
entonces, la ciudadanía es una atribución que sólo se incorpora de manera plena en una comunidad
local.

A partir de esas definiciones clásicas -que retornan periódicamente- es que es posible verificar
la existencia de uno de los debates de más larga data y vigencia hasta la actualidad y que, según
muchas de las investigaciones y ensayos sobre el tema, es fundamental para su estudio; se trata no
solo de un debate, sino de una tensión y contradicción permanente entre comunitaristas y liberales
que ha instalado dos grandes paradigmas en torno al tema que, imprimiendo denominaciones de origen a
la discusión sobre ciudadanía y espacio público, soberanía y participación ha proyectado derivaciones
discursivas y empíricas sobre los reflexiones y las políticas relativas a la formación ciudadana y a la
controversial relación entre ciudadanía y educación.2

El liberalismo sostendrá que la noción y ejercicio de la ciudadanía emana de la conquista de


derechos en una tensión histórica permanente entre estos y el Estado. La ciudadanía por tanto –en
esta definición- presupone la existencia de un “status previo” de los individuos en relación al Estado y
la sociedad. De ello se desprende que no existe ninguna razón que justifique la violación de los
derechos y atributos de los ciudadanos y jamás la apelación al bien común puede sobreponerse a la
preservación de las prerrogativas individuales. Siguiendo a Gimeno Sacristán, Eduardo Santa Cruz
asocia el liberalismo a un individualismo “presocial”, donde “los principios fundamentales que
definen al liberalismo son: igualdad formal entre los individuos, universalismo, neutralidad de las
instituciones ante las diferentes creencias, tolerancia ante la diversidad de las mismas y la confianza
en el carácter perfectible de las instituciones” (Santa Cruz, 2004: 37).

El régimen democrático liberal tiene como principio fundante el garantizar la plena autonomía
de los individuos estableciendo para ello, por un lado, la neutralidad del Estado regulando que este
no levante preceptos del bien superiores a los del individuo y por otro, que la ley y no la arbitrariedad
regule el funcionamiento del espacio público. De estos dos principios rectores arranca un sistema
democrático centrado en el derecho y en procedimientos claros por oposición a uno centrado en la
deliberación sobre los fines del orden dominante. Las conclusiones de tal ordenamiento resultan
bastante obvias en el sentido que son los derechos los que posibilitan el ejercicio de la ciudadanía y la
supremacía del derecho sobre el bien social. La noción del estatus previo comporta criterios neo-
naturalistas del derecho en donde los dispositivos que instauran y garantizan el orden social no
permiten apreciar la preeminencia de un orden faccional históricamente constituido.

2 Sobre este debate pueden verse los planteamientos de Michael Apple en “El neoliberalismo y “La
naturalización de las desigualdades: genética, moral y política educativa”, en Gentili, Pablo, Cultura, política y
currículo, Editorial Losada, Buenos Aires, 1997; además de Jhon Dewey, Democracia y Educación, Ediciones
Morata, Madrid, 1995. También de Pablo Gentili, “La exclusión y la escuela: el apartheid educativo como
política de ocultamiento”, Docencia N°15, Colegio de Profesores, Santiago, 2001. El trabajo de José Gimeno
Sacristán, Educar y convivir en la cultura global, Ediciones Morata, Madrid, 2001. De Henry Giroux, La escuela y la
lucha por la ciudadanía, Editorial S XXI, México, 1998. De Chantal Mouffe, La Paradoja Democrática, Editorial
Gedisa, Barcelona, 2003 y de Juan Carlos Tedesco, El nuevo pacto educativo. Educación, Competitividad y Ciudadanía
en la sociedad moderna, Anaya, Madrid, 1999.
El liberalismo genera un tipo particular de idea de ciudadanía que se emparenta, por ejemplo,
con un tipo coherente de educación ciudadana en la cual la competencia o condición ciudadana se
remite al conocimiento de las libertades y derechos individuales; a la posesión ulterior de un status
legal que si bien supone la autonomía moral y la responsabilidad individual, enajena la posibilidad de
arraigo social más allá de los límites de las prescripciones jurídicas vigentes. El rol de los dispositivos
culturales como la escuela y el saber, como racionalidad que naturaliza el orden, es -para el
paradigma liberal- anticipar el cumplimiento de la ley y garantizar la reproducción de la estructura
normativa que se presupone la salvaguarda de la potencialidad valórica y moral natural de los
individuos.

Emerge de esta forma –particular y radicalmente en el estadio neoliberal- un sujeto racional


movilizado únicamente por sus deseos e intereses y que, inmerso en un mercado productor tanto de
la materialidad como del orden simbólico de lo social, promueve una sociedad que se orienta de
manera natural al progreso, la libertad y la armonía social. La ciudadanía deviene entonces puramente
individual, competitiva y ventajosa y paralelamente masiva. Inmovilizada respecto de la participación
política capaz de movilizar el orden social. “Para los comunitaristas, el individualismo liberal favorece
la fragmentación, la atomización y la disgregación, lo que pondría acarrear graves problemas sociales,
gracias al debilitamiento de aquellos lazos que unen lo individual con lo colectivo. Así plantean que
las premisas del individualismo involucran consecuencias moralmente insatisfactorias, tales como la
imposibilidad de lograr una comunidad genuina, el olvido de la noción de la “Vida Buena”, y una
justa distribución de los bienes” (óp. cit.).

Desde el comunitarismo se sostiene que las relaciones que los individuos establecen entre si,
los vínculos sociales, marcan y determinan a las personas y que solamente en el interior de los
contextos sociales es donde la conducta humana puede ser comprendida y tener sentido, por tanto es
imposible no referirla a sus contextos sociales, culturales e históricos. La formación ciudadana se
entiende en el entramado de un complejo de ideas, actitudes y “virtudes cívicas” que los hacen
capaces de participar de manera efectiva en los asuntos públicos. El Estado en este caso no pude ser
neutral frente a los valores e ideas de los individuos por tanto la moral, la responsabilidad social, la
conciencia social es un asunto obviamente público y no privado. La noción del “bien” que emana de
estas concepciones comunitaristas no arranca de una imposición sino de una democracia “sustantiva”
que tiende al bien común deseado comunitariamente y no desde una normativa jurídica externa;
surge de una intersubjetividad que construye histórica y progresivamente esta noción que a su vez los
individuos comparten y solventan con sus prácticas corresponsables.

En oposición a los preceptos enarbolados por los pensadores liberales, los llamados
comunitaristas enfatizan el valor de la participación de la ciudadanía, la existencia del espacio público
y la libertad para el desarrollo de las personas y la instauración de un ethos público que se identifica y
define como el único sostén de las instituciones democráticas. Para Michael Walzer (1998) no existe
ningún Estado en la historia que tenga la posibilidad de permanecer indefinida o largamente en el
tiempo alejado de la sociedad civil; no puede por tanto sobrevivir a su propia “maquinaria coercitiva” y
está entonces “literalmente perdida”.

El plano que la discusión entre liberales y comunitaristas establece es claramente excluyente


pero en ambas es el ciudadano o el individuo el que ocupa el lugar desde donde arrancan las
consecuencias posteriores. Existe en ambas concepciones una noción de sujeto que, autónomo o en
una red de lazos, trasciende de la esfera de la reflexión filosófica sobre su constitución a la de la
reflexión y la acción política concreta y sus derivaciones institucionales y político-jurídicas. “…el
ciudadano [dirá Ximeno Sacristan] es una de las metáforas más potentes para entender la articulación
entre las responsabilidades que los individuos tienen como miembros de redes sociales más amplias y
el desarrollo de la libertad y la autonomía individual.” (Santa Cruz, 2004: 39).

Para muchos de los autores recientes la disputa comunitarismo-liberalismo presupone una


contradicción con rasgos artificiales que en esencia no anula la idea que individuo y comunidad
constituyen una unidad entre tópicos diferentes pero inseparables (op.,cit.). Resulta posible entonces
resguardar la autonomía de los individuos y refirmar los lazos comunes en la sociedad.

La afirmación precedente presupone una idea de bien común que se reformula bajo la
aceptación, cándida a nuestro juicio, de que el orden democrático puede existir en los hechos tal cual
como en la abstracción, desplazando del análisis su carácter de contradicción y reemplazándolo por
“tensiones” entre cuerpos de ideas y que su historicidad se explica y logra sentido en tanto refleja las
intenciones declaradas. La democracia es representada entonces como “…una comunidad formada
por la pluralidad de la sociedad, donde existen orientaciones diferentes acerca de lo que es la vida
buena.”(op.cit.: 39). Por el contrario creemos que no se trata de una diferencia de grado o de matices
entre quienes aspiran a una u otra vía de acceso a aquello que se denomina la vida buena; la experiencia
Latinoamericana y en particular el caso chileno en múltiples campos de análisis muestra la radicalidad
y crudeza de un conflicto en que la exclusión, la dominación y la explotación bajo nuevas y
sofisticadas formas confronta intereses que poco tienen de comunes ni en su origen ni en sus
finalidades.

Indicando nuestra distancia coincidimos en que una orientación en este sentido tiene la virtud,
de altura, de buscar introducir la diferencia y la singularidad en los márgenes internos de la comunidad
reconociendo que en esa tensión de lo diverso coexisten conjuntos de valores y normas que no se
excluyen radicalmente. Para Chantal Mouffe los principios políticos a los que se debe adherir
fuertemente para que la integración individuo-comunidad produzca una democracia ciudadana y no
excluyente son la libertad y la igualdad. Solamente de esa manera el resguardo de los derechos de los
individuos puede coexistir con la pertenencia a una comunidad pues solamente en ella, los derechos
adquieren sentido y legitimidad. El tipo de ciudadanía que emana de esta idea sería la pertenencia a
una comunidad política que otorga derechos. (op.cit)

Cabe señalar que la reflexión en torno al concepto e historicidad de la ciudadanía “realmente existente”
se centra frecuentemente en los tránsitos y salidas post-autoritarias y toca sólo lateralmente, el hecho
histórico de que los procesos de construcción de Estado, han significado no la reproducción en masa
de dinámicas de ciudadanización sino todo lo contrario: dinámicas de verdadera degradación
histórica y exclusión de las comunidades ciudadanas (autóctonas, de grupos exo-oligárquicos,
exclusiones de la periferia territorial y de los sectores populares sucesivamente). El resultado lógico
en adelante fue asociar la soberanía a los individuos y no a las comunidades desbarrancando la
política al abismo de lo que Huntington ha referido como la politización en masa (Salazar y Pinto,
1999: 88-89).

Lo que no impidió que los sujetos del desalojo imprimieran su reclamo en los muros de la
exclusión o rellenaran con su propia política de grupos, gremios y masas la profundidad abismal a la
que como individuos aislados habían sido arrojados. “La receptividad del discurso republicano en
importantes segmentos del artesanado urbano, fue un elemento que marcaría una constante
predisposición de estos sectores hacia la incorporación a los conflictos políticos centrales durante el
resto del siglo. Al mismo tiempo, y a pesar de las manipulaciones de la convocatoria instrumental
hacia el pueblo llano, lo social y lo político quedaron estrechamente vinculados desde estas
tempranas lides.” (Grez, 1997: 218)
Estos procesos de ciudadanización sui generis o de construcción de espacio público de borde
cuando no de contingencia oportunista y clientelar, evidencian una crisis de identidad y subjetividad
propia del desarraigo y la desnaturalización que la acompaña. En este sentido el historiador Gabriel
Salazar citando a Gramsci habla de un fenómeno “morboso” que consiste en “…el divorcio de la
identidad social –en un mismo sujeto- de su identidad política. La escisión entre lo social y lo político
al interior de una misma conciencia subjetiva. La oposición entre gobernabilidad y legitimidad como
forma ambigua de existencia” (Salazar y Pinto, op cit: 96) que abonaría –con florecimientos cíclicos- el
retorno de las alegrías y las primaveras políticas sin ciudadanía, acechadas en el pseudo espacio
público de la política sufragante, profesional y como señala Giovanni Sartori instalada ahora incluso
mas allá de la demagogia de masas; como telepolítica. Gómez Leyton habla de una verdadera traición
del poder gubernamental al poder constituyente de los ciudadanos verificada en reiterados y cruentos
episodios que revelan una crisis política permanente. (Juan Carlos Gómez, 2009: 129-184)

El tipo de ciudadanía planteada por Chantal Mouffe, permite observar estos procesos
históricos de ciudadanización desde una óptica que coloca la discusión inevitablemente en torno a
cuestiones como el contenido y sentido de la democracia, el carácter de la política y el papel del
sujeto en la sociedad, más allá del citado “morbo” Gramsciano y la matrix Orwelliana. En este plano
emergen la noción y la relación entre las esferas de lo público y lo privado y como se delimitan cada
una de ellas amén de su grado de dependencia o autonomización, el papel del Estado y la sociedad
civil así como los canales de participación de los ciudadanos en los temas que les implican. El
abordaje de estos tópicos devendrá (teóricamente) de las ópticas liberales o comunitaristas pero su
posicionamiento y emergencia está en último término dado por la acción de los individuos y grupos,
que animados por esas concepciones, hagan en la esfera de lo histórico-político o simplemente en el
resignificado espacio público.

Las características de este espacio público re-significado revisten una particularidad que trasciende
los escenarios y discursos críticos de la modernidad y en el caso chileno, se asocian recientemente al
tránsito desde el escenario autoritario a una democracia de severas limitaciones de participación y
acceso igualitario a bienes sociales y simbólicos durables en cuyo reemplazo subsidiario reina el
atiborrado espacio pseudo-público de las baratijas del consumo a plazo. Las características de este
tránsito son ampliamente conocidas y serán abordadas brevemente más adelante.

El tema de la participación, sea como defensa de las garantías individuales sea como apología
del Estado en tanto garante de las necesidades y virtudes comunitarias o bien como la utopía de
construir una sociedad donde la comunidad garantice las posibilidades individuales abriendo nuevos
espacios de subjetividad, propone el debate de la formación de los ciudadanos para esos mundos.
Pablo Gentili señala que no existe posibilidad de construir una ciudadanía sustantiva si las
posibilidades de imaginar y pensar lo utópico se desmoronan como horizonte social. “O sea, la
construcción de un horizonte utópico, de transformación, de emancipación humana, es una
condición necesaria para el desarrollo de una ciudadanía efectiva, de una ciudadanía sustantiva”.
(Gentili, 2005:7)

El escenario de la construcción social y la demanda de ciudadanos que esa tarea implica fueron
tempranamente comprendidos por los constructores del nuevo régimen primero y de los estados
nacionales después. Sea con el primado del principio del orden y de la autoridad o sea como
posibilidad emancipatoria y de cambio, la ciudadanía representada más allá de la evidencia o demanda
de sus ejercicios presentes, se levanta siempre como la posibilidad de construcción de proyectos de
sociedad futura. Esta no es una virtud de los sistemas sino, como ha demostrado Foucault, una
condición inevitable pues “la resistencia no es únicamente una negación: es proceso de creación.
Crear y recrear, transformar la situación, participar activamente en el proceso, eso es resistir”.
(Lazzarato, 2000)

En tanto que sujeto de proyecto podemos decir que el ciudadano porta la semilla de la soberanía,
garantiza con su colaboración, anuencia o simple pragmatismo la estabilidad de todo orden y le
otorga legitimidad interna a sus constructos jurídicos, institucionales y a los acuerdos o consensos
sociales que ellos implican; le da por tanto gobernabilidad. Cuando por razones de ensanche de esa
legitimidad ciudadana (caso chileno entre 70-73) uno o varios actores deciden y ejercen por fuerza su
extensión, limitación o suspensión, advendrá la ley en resguardo del orden y la estabilidad futura pues
su fundamento ‘ciudadano’ ha sido violado. Aunque, antes de aquello y así lo demuestra la evidencia
histórica, la construcción de los señoríos y muchos estados han obrado más por fuerza que por
consideraciones ciudadanas aplastando las semillas cabildantes y sus simientes ciudadanas, estas han
debido ser recurrentemente convocadas para re-legitimar los ejercicios del poder y garantizar la
gobernabilidad. Estos acuerdos tardíos de legitimación, en América Latina y en Chile, han tenido la
forma de plebiscitos, elecciones con exclusión, acuerdos de gobernabilidad, políticas reparatorias
espurias, instrumentales y de olvido y que se han agrupado bajo la figura politológica de transiciones a
la democracia. Pactos que por arriba han venido a rescatar el orden en los de abajo.

Estado, ciudadanía y des-subjetivación

La fisonomía del país que se configuró con posterioridad a la brutal restitución del orden
dominante perturbado por la irrupción popular del periodo previo a 1973, representa un proceso de
restauración y refundación del orden social que coexiste con un estado de cambio y transformación
permanente. El resultado de la imposición del modelo -heroica y dramáticamente resistido por los
sectores populares y sus expresiones políticas exterminadas y posteriormente desmoralizadas por la
represión y el desencanto- no tuvo únicamente consecuencias políticas formales e institucionales; la
dictadura no sólo repuso una forma de dominio y explotación en el sentido teórico y político
tradicional, la sofistiticó y proyectó históricamente en el largo plazo encargando a sus sucesores el
cumplimiento de la tarea de aceitar y ampliar los engranajes políticos, sociales y culturales de su
blindado engendro.

Lo que Foucault llamó los dispositivos del biopoder3 encontraron en adelante, en el eterno e
inacabado periodo transicional, una materialización histórica solo comparable con el modelo de
disciplinamiento biopolítico de la obra portaliana y que ha sido ampliamente descrito en sus formas
(carta constitucional y código penal para el disciplinamiento social, trabajo forzado, pena de azote,
presidio ambulante, claustro doméstico de las mujeres amancebadas, control del tránsito de los
cuerpos por el territorio, uso de papeletas, etc.) por la historiografía.4

A diferencia del disciplinamiento social oligárquico, el biopoder neoliberal produjo una


transición estratificada altamente compleja: una política formal y por arriba, encarnada en pactos y

3 Foucault define el biopoder como un conjunto de mecanismos mediante los cuales, lo constitutivo de la
especie humana, puede ser parte de una política y de estrategias políticas y generales del poder tomando en
cuenta el hecho biológico que el hombre constituye una especie humana y por tanto objeto de una biopolítica
entendida como el modo en que, desde el siglo XVII, la práctica gubernamental ha intentado racionalizar
aquellos fenómenos planteados por un conjunto de seres vivos constituidos en población: problemas relativos
a educación, salud, higiene, natalidad, longevidad, las razas y otros. (Foucault, 2004: 15-44)
4 Al respecto ver de Sergio Grez, op. Cit., 1997. También de Julio César Jobet, Ensayo crítico del desarrollo

económico-social de Chile, Santiago, Ed. Universitaria, 1995. De Sergio Villalobos, Portales una falsificación histórica,
Santiago, Ed. Universitaria, 1999 y de Jorge Núñez, Estado, crisis de hegemonía y guerra en Chile. 1830-1841,
en Andes, Nº, Santiago, 1987.
acuerdos de estabilidad y gobernabilidad y otra, asociada al control político por abajo, que operó
licenciando movimientos sociales, mutando sinergia social en capital electoral y que aisló, reprimió y
castigó a los rebeldes del periodo. A diferencia de los carros-jaula, del público presidio ambulante del
siglo XIX, el disciplinamiento neoliberal buscó vigilar, castigar y normalizar los cuerpos y almas de
los jóvenes rebeldes bajo tormentos (1973 a 1989) y cárceles de Alta Seguridad (entre 1990 y 2000)
sobre las que nadie dijo nada. En el movimiento de este engranaje político los campos de acción se
reconfiguraron en base a dos espacios de subjetivación imposibles de concebir fuera del dispositivo
transicional. El primero es aquel que desplazó el campo de acción de los ciudadanos de la esquina a
la vitrina (Moulian, 1997) y el segundo que configuró el deterioro de lo público transmutado en lugar
ajeno y vedado a la baja ciudadanía que históricamente lo había expandido (Salazar, 1996).

El cambio no pasó de largo por el tejido social y la danza de los vampiros -de uniformes y
luego trajes- tornó anémica la vitalidad robusta de la última década insurgente y proyectiva. De las
Alamedas de los 70 y 80, se transitó a los patios interiores del fin de siglo con la constatación de que
ya había comenzado a primar irremediablemente el individualismo y la atomización social por sobre
la emergencia y desarrollo de las bulliciosas organizaciones políticas, sociales y comunitarias
integradas mayoritariamente por jóvenes, mujeres y pobladores que recreaban una forma de espacio
público construido por la comunidad (Esposito, 2003), en la cotidianidad del compartir la vida como
apropiación del sí mismo colectivo. Quedaban atrás, casi 100 años de historia de un movimiento
social y político que se había abierto camino, hasta ese momento, subterráneamente bajo los
intereses de las clases y cúpulas dominantes mediante las más variadas formas de lucha legales,
semilegales y de acción directa para efectos reivindicativos o directamente vinculados a la realización
de proyectos alternativos de sociedad al construido por la elite desde los albores de la invención de la
patria.

A partir de la reingeniería del cuerpo social, se puede establecer una mirada a dos ámbitos que
se relacionan entre sí; por un lado la modificación y edificación de un nuevo habitar desde la
perspectiva del espacio público y por otro, la aparición de un individuo –sujeto en retirada- en
constante y obligada transformación, que ha tenido que convivir y habitar en nuevas e impuestas
formas de organización social dentro de un nuevo “ethos cultural” marcado por lo que Richard
Sennett llamó tempranamente la estructura de la sociedad íntima donde el narcisismo es movilizado en
toda su expresión en las relaciones sociales y la experiencia de los individuos a revelar sus
sentimientos a los demás se vuelve destructiva deviniendo en crisis de cooperación y ausencia de
solidaridad, que sin ser universales, son una tendencia dominante a la individualización y por tanto
un proceso progresivo de des-subjetivación (Sennett, 1978).

Desde la institucionalidad y el sentido común ilustrado, la mirada al espacio público, tiene


un significado que a primera vista puede aparecer declarativo o hasta cándido y sobre el cual es
necesario detenerse: en este sentido, lo público, “lugar de encuentro al cual todos los ciudadanos
pueden acceder libremente. Al compartir las personas sus opiniones, experiencias y emociones, se
constituyen y hacen visibles las identidades colectivas” (PNUD, 2002), implica obligadamente la
pluralidad, la diversidad y el bien común. El asunto –que podría fijar residencia en la vieja querella
ciudadana entre comunitaristas y liberales- se complica cuando, lo público es entendido además
como la “casa construida y habitada” por la participación histórica de los ciudadanos, no teniendo que
ver o restringiéndose sólo a los derechos reconocidos por el Estado (sujeto de derecho, sujeto
político, etc.), sino al contrario, por las prácticas corpóreas, sociales y culturales que dan sentido
de pertenencia (sujeto histórico, sujeto biológico, etc).

La existencia de estas prácticas corpóreas no es novedosa en Chile e incluso no constituye un


fenómeno típicamente moderno, más aún, es la transformación del sistema de representación por
uno de delegación cada ves más virtual lo que las hace más visibles en el momento actual. Si se
revisan por ejemplo dispositivos legales coloniales como el “juicio de residencia” o la carta de
Portales a Joaquín Tocornal de 1832 conocida como el peso de la noche se aprecian la existencia de una
servidumbre del orden político formal declarado a los intereses de clase, faccionales, familiares y de
grupos que se superponen o erosionan los fundamentos del contrato social que opera como
amortiguador simbólico y jurídico de la mantención del orden. Los llamados al orden son así
repetitivos aunque no operan de igual modo en el mundo patricio que en los calabozos destinados a
la plebe.

En estudios recientes Vicente Espinoza (2008) y Cristina Moyano (2008) analizando las redes
políticas muestran como entre los diputados electos entre 1989 y 2005, se constituye y reproduce un
“mapa social de la política” donde se establecen lazos internos, así como los entramados de personas de
diversos círculos sociales que no siempre ocupan posiciones de poder formal y que son trascendentes
para movilizar la instalación de las representaciones formales de poder político.5

Espinoza advierte sobre los mecanismos que intervienen en la reproducción de las élites
políticas chilenas entendidas como grupos reducidos cuantitativamente pero de enorme influencia
relativa. El poder de estos grupos ejercido de manera directa o indirecta se asocia ejercicio de su
poder como gestor, propiciador, articulador o interventores directos en el sistema de representación
político chileno.

Se trata de un grupo extremadamente reducido de actores que poco o nada se ha desplazado


de sus posiciones de predominio instaurando de manera prolongada sus formas de acción política
privada con claro impacto en las decisiones políticas públicas. La sola existencia de estos grupos lleva
a plantear que se trata de un factor de estabilidad aunque ello implique evidentes privilegios que son
el resultado de rasgos meritocráticos cuyo estudio remite a la indagación sobre su sistema racional de
relaciones enmarcado en redes sociales vinculantes en las cuales se gestionan recursos y experiencias
al servicio de la red de pertenencia.

Moyano ha establecido, en base a un patrón de análisis gráfico, de manera clara los


mecanismos de selección de liderazgos, las redes de influencias y las posibilidades de contactos y de
emergencia de nuevos fenómenos políticos no formales pero potencialmente institucionalizantes. Es
posible visualizar de manera gráfica los mecanismos que intervienen en la reproducción de ciertos
grupos reducidos cuantitativamente pero de enorme influencia relativa o de grupos masivos y sus
posibilidades de influir sobre decisiones centrales por historias compartidas en el pasado o redes de
influencias o información estratégica que se acumula socialmente en estas redes. La apelación a un
deber ser ciudadano y la sanción de la transgresión de las normas jurídicas, políticas y sociales a que
ello obliga se desvanecen en las esferas del poder y solo se hacen fértiles a la hora de vigilar y castigar
las insubordinaciones de la baja sociedad. La reiteración de este contrato espurio obliga al
sinceramiento de las formas jurídicas constituyentes especialmente al desaparecer progresivamente
las formas de excepción asociadas a la existencia de la dictadura y su ordenamiento. Para al año 2011
la demanda de una educación gratuita, de calidad y con sentido social, exigida en multitudinarias
manifestaciones, pasó rápidamente y en menos de un mes desde un plano reivindicativo y social a

5 Vicente Espinoza, “Redes de poder en el seno de la elite política chilena desde el retorno de la democracia. el caso de los
diputados (1990-2005)” y Cristina Moyano “Memorias militantes: aspectos metodológicos para construir un análisis de las
redes militantes en la izquierda chilena durante la dictadura militar”. Ponencias presentadas en Congreso de ciencias,
tecnologías y culturas. Diálogo entre las disciplinas del conocimiento. Mirando al futuro de América latina y el
caribe. Universidad de Santiago, octubre de 2008.
uno político al cuestionarse el carácter de la constitución y el sistema de representación. Esta
demanda fue catalogada como ‘política’ por parte del entonces Ministro de Educación Joaquín Lavin
y por lo tanto inadmisible por encontrarse ‘manipulada’. “Los estudiantes rechazaron todas nuestras
propuestas y se radicalizaron con demandas políticas e ideológicas que nada tienen que ver con la
educación” (Joaquin Lavín, 2011).

Sólo en estos escenarios es donde el debate sobre las “nuevas formas de ciudadanía” y el
estudio del Estado (como campo de la política y la vida) tiene algún sentido. Ante la figura de un
Estado gubernamentalizado (que ha desalojado la posibilidad de ser permeable a la vida) aparece
como un fantasma ya no la ciudadanía desbordada sino un espectro, la linfa deprimida del estado de
derecho que graciosamente otorga ciudadanías nuevas, congeladas y reguladas, fragmentadas, de
géneros, de grupos etéreos a quienes es necesario u obligado favorecer (ancianos) o castigar (jóvenes)
incluso declarando legalmente adultos a los niños para que puedan ser encarcelados. ¿Qué tipo de
subjetividad emerge de esta desubjetivación neoliberal? ¿Arribamos al triunfo de un objeto humano
maleable? ¿Dónde podrían radicar desde el pausado retiro dictatorial hasta hoy las fisuras del nuevo
orden simbólico?

II. Nuevas periferias y espacio público transicional


Los jóvenes como sujeto sin lugar

Aunque resulta evidente que interpelamos, ejemplarmente aquí, la representación de un sujeto


escurridizo este resulta frecuente y paradojalmente objeto de todo tipo de invocaciones. Es un lugar
común señalar que ser joven es ser promesa y al mismo tiempo habitar el riesgo. La juventud,
funciona como un constructo necesario, es capaz de motivar tanto utopismos transformadores como
múltiples políticas públicas y en el caso chileno, materializa hoy, el recinto corpóreo de la extensión
de los dispositivos punitivos que rebajan el tramo etáreo que hace la diferencia entre la protección
infantil y el internamiento carcelario con todos sus horrores. Hablar entonces de los jóvenes y de las
redes que los articulan o que han constituído en el pasado, entraña un doble riesgo; el de la
explicación y el de la normalización que le es abierta o veladamente tributaria. Estamos a la zaga de
un actor que, con periodicidad recurrente, habita e inquieta a una parte de la sociedad chilena actual y
que propone una querella historiográfica relevante inscrita en el campo de la historia reciente de los
actores sociales subalternos.

Entre ellos, destellan como estrellas rutilantes, cada cierto tiempo personajes, partículas
paradigmáticas del cosmos social de la descomposición que solo pueden ser advertidas por el ojo
afectado de una sociedad atemorizada que clama la legislación del castigo público y ejemplar. Entre
nebulosas los cizarros6, los niños delincuentes, se encaminan a los centros normalizadores que,
superadas las estrategias de contención del dispositivo escolar, encierran y medicamentan en los
cuerpos infantiles lo que no pueden resolver en los contextos sociales que los paren al desamparo.
Un caso excepcional o una especie, una serialidad que se reproduce en el trato y la mecánica que
responde a una nueva “crisis moral” ahora bicentenaria. Una pléyade en big bang de transgresiones y
dispositivos (escuela/cárcel-Jornada escolar completa/Ley de responsabilidad penal) que proliferan
como subproductos de un orden naturalizado. La distancia entre la falta y el crimen, entre la

6 En el mes de agosto de 2008 un menor de 9 años de iniciales C.O.C.M fue detenido por la policía acusado de asaltar y
herir al economista Leonidas Montes quien era Decano de la Universidad Adolfo Ibáñez. El hecho ocurrió a 500 metros
de la casa de la entonces Presidenta de la República Michel Bachelet. El menor había sido detenido 17 veces y un año
más tarde fue rescatado por un grupo de seis menores desde un centro de detención del Servicio Nacional de Menores
SENAME. El niño conocido como el Cizarro por no poder pronunciar correctamente la palabra cigarro fue internado
finalmente en el Hospital Calvo Mackenna donde fue medicamentado durante tres meses para reducir su agresividad. El
Médico tratante señaló que el niño de 9 años era “oposicionista, desafiante y le cuesta mucho aceptar las instrucciones”.
incorporación y el internamiento, entre la dialéctica de las contradicciones sociales y la patología
social se diluye aceleradamente y en esa disolución, el delito y la simple transgresión, subsumen al
otro como extraño en la desubjetivación simbiótica del puro acto. ¿Qué hay del otro lado?

Es necesario preguntarse, no si se está o no en presencia de un sujeto(s) sino cómo en la


imposibilidad de apegos y lasos estructurales, como los que constituyeron la identidad y subjetividad en
décadas pasadas, puede reconfigurarse esa condición. Internarse cabe en la perspectiva de amplificar
las indagaciones sobre una forma de subjetividad que no se agota en los “casos” fronterizos ni en las
formas de la expresividad juvenil o en la políticidad social desbordada por la negación, de manera
explicativo-comprensiva y no utilitaria ni criminalizadora. En ese sentido es urgente ampliar y
transversalizar la discusión sobre la emergencia y presencia de los actores juveniles en la sociedad
chilena actual, desmadejando la compleja relación que establecen hoy los jóvenes con el Estado, la
política y la cultura, el espacio público y la sociedad adulta entre otras relaciones incluidas sus propias
formas de establecimiento de redes. En la diversidad de su presencia, se hace evidente un gesto
común, un malestar transversal y una incomodidad que avizora una forma de estar en, que pareciera
hablar de una nueva forma de subjetividad que propone desafíos conceptuales poderosos.

Las manifestaciones sociales y las múltiples expresiones (no tradicionales) de los jóvenes en los
espacios públicos en los eternos tiempos de la transición7, suscitaban una expectación frecuente y
obligaban a dialogar y preguntar, a recordar rememorando en algunos casos, nuestras propias
andanzas y desde allí, objetivar la pretensión -obligada al historiador- de mirar más allá del
acontecimiento en un contexto histórico de transformaciones signadas por el escenario político
inacabado de una transición, que excedía los márgenes de lo político, sin hacerse cargo –hasta ahora-
de sus impactos culturales y del costo social y biográfico de su proceso de acumulación.

Múltiples experiencias de trabajo de campo reciente con jóvenes pobladores, con y sin
incorporación a redes culturales, sociales y políticas; con estudiantes vinculados al movimiento
secundario del año 2001 y 2006 y con jóvenes infractores de ley, permiten comprender la emergente
aparición de un actor sui-generis, joven y fronterizo, que se opone al sujeto imaginado e imaginario de
la transición. Emerge en el margen un no ciudadano que se ha situado en una delgada línea entre el
margen y el adentro y que repone, por lo menos parcialmente, la discusión sobre las nuevas formas
de la marginalidad permitiendo pensar en una nueva matriz de subjetividad que articula la noción de
sujeto-actor ahora desde la praxis social y no solo desde una prescripción explicativo paradigmática.

Enfrentamos así lo que podríamos llamar un sujeto periférico (Urbano, Rosas y Mondaca, 2006) que
ha emergido bajo el contexto político-social de una participación ciudadana cautelada y tutelada. Pero
esta nueva periferia no solo corroe y redefine la subjetividad juvenil, para otros actores es también
mayoritariamente no-convocante y con toques de retirada y autocomplaciente nostalgia también
opera respecto de subjetividades proyectivas pretéritas. Como hemos constatado, a diferencia del
mundo adulto los jóvenes han aprendido a exorcizar en diversas claves (perversas, conversas y

7 Causó escándalo en Chile el lanzamiento de un jarro con agua a la entonces Ministra de Educación Mónica
Jiménez de La Jara, por parte de la dirigente estudiantil de 13 años María Música Sepúlveda ocurrida el 14 de
julio de 2008 en una reunión oficial a la que se invitó a estudiantes, profesores y todos los medios de
comunicación en el céntrico Hotel Crown Plaza de Santiago. La ley general de educación, el problema del
lucro en la educación chilena y las desigualdades del sistema, pasaron a segundo plano frente al problema del
respeto y la autoridad simbólicamente diluidos en medio litro de agua pura que marcaron el fin de los
“Diálogos por la Educación Pública”. Se hizo frecuente en Chile el trazar una frontera simbólica entre
aquellos jóvenes estudiantes que entre 2001 y 2011 constituían la ‘luz de la nación’, los jóvenes
‘verdaderamente estudiantes’ y los ‘lumpen’, ‘infiltrados’ o simplemente aquellos que atrincherados en los
liceos municipales de la periferia de Santiago tuvieron la represión policial sin cámaras ni reconocimientos.
subversas) la narrativa normativa del mundo adultocentrico, a descifrar el código de barra de un nuevo
contrato social ilusoriamente participativo. En el marco de una asamblea universitaria un académico
probadamente crítico declaraba sorpresa por la actitud ‘jovencéntrica’ de los estudiantes. ¿podría ser
virtuosa una subjetividad amparada en un sujeto ajeno?

Los jóvenes, se sitúan en el margen, en la línea fronteriza, observando panorámicamente la


situación, retrazando la decisión de entrar o no entrar, prolongando su estadía y haciendo del viejo
rito de pasaje a la adultez una situación elusiva y permanente. Su actitud es siempre de jugar a la
confianza-desconfianza que el mismo sistema promueve. 8 En la contraparte, la subjetividad periférica,
deviene en objeto de frecuentes recriminaciones por parte del sistema institucional.

A partir de la década de los 90, los esfuerzos institucionales por incentivar la participación
juvenil no han tenido los resultados esperados y ha sido evidente un retroceso que ha agudizado un
fenómeno de distanciamiento juvenil de los espacios políticos y sociales que se ofrecen
institucionalmente. (Farías, 2002) Esta ausencia del mundo juvenil en el sistema político se ha
agudizado paradójicamente, en un periodo en que, como veremos, el Estado ha entregado
considerables recursos a iniciativas y programas juveniles. (óp. cit., 2002). Lo que resulta significativo
es que desde el margen de las estrategias y espacios institucionales es igualmente evidente una
revitalización de la participación juvenil en los espacios públicos, pero absolutamente fuera de la
arquitectura pensada institucionalmente. Es llamativo que el problema del sujeto y de la ciudadanía se
traslade al campo puramente técnico. La convocatoria a ocupar y demandar en el espacio público es
presentada frecuentemente como la obra mágica de ‘redes sociales’ en que el espectáculo parece ser
más relevante que el malestar y la politicidad de la demanda.

Sin embargo el construir y habitar solo es posible -parafraseando a Renan- frente a la


comparecencia de un plebiscito permanente que posibilite las emergencias fidedignas de los ciudadanos,
vistos a sí mismos en la configuración de una identidad y construcción colectiva y consciente;
representándose públicamente y ante sí en su constitución subjetiva. La “candidez” de la teoría liberal
de una ciudadanía sin sujetos (puramente jurídica y sin cuerpos) o incluso sin actores, abre paso y
evidencia la maquinaria de la exclusión y del castigo que se muestra límpida en el tratamiento de los
cuerpos, en el estigma de las marcas y luego en su subordinación a los ciclos de producción y
consumo de sentidos/objetos juveniles. A contrapelo y en lírica disonante, crece un nuevo árbol de
fruto prohibido: la politicidad juvenil como un “modo de hacer” (Lazzarato, 2006) diferencial. Esos
trayectos del cuerpo, vienen unas veces como casuística de reconstrucción del espacio público
perdido y otras veces como los inquietantes agentes corrosivos de una concepción de ciudadanía
intrínsecamente disciplinante.

La presencia de una subjetividad inasible en las categorías culturales y estructurales


tradicionales invoca toda suerte de temores. Este sujeto, periférico y desafecto, comparece entonces
como indiferente y apático, como rebelde a disciplinar o como delincuente a encerrar y rehabilitar.
Históricamente, durante los primeros años de la transición, en contra de los primeros operaron las
leyes especiales antiterroristas y de Seguridad Interior heredadas de la dictadura (Rosas, 2004), contra
los segundos se aplicó el control de poblaciones y el calculo de sus comportamientos probables: se presumió

8 A comienzos del año 2000 una crónica del diario La Tercera da cuenta de cómo las municipalidades y la
fuerza pública incentivaban a los pobladores a colocar rejas en sus ventanas, puertas y pasajes públicos con el
fin de protegerse de los delincuentes, principalmente jóvenes que rondaban día y noche las calles. La Tercera,
28 de marzo de 2000. Para constatar la instalación de una subjetividad juvenil amenazante ver el “Diagnóstico
de la seguridad ciudadana en Chile. Foro de expertos en seguridad ciudadana”, Documento de Trabajo Nº1,
Ministerio del Interior, abril de 2004.
una población joven cada día más violenta y se rebajó la Ley de responsabilidad penal con la Ley
20.084 que buscó disciplinar la multiplicidad (Michel Foucault, 2007), suprimir una subjetividad
indeseada (que irrumpe en la ciudad y en la política como problema), por la vía de la responsabilidad
penal e individual ante la Ley cerrando el círculo perverso de la des-subjetivación juvenil.
Subjetividad que es un ser ahí y comparece como una forma de vida que reclama no solo el saber como se
vive –como lo hizo la historia social- sino, como se subjetiva en un proceso interno de identificación
generacional ingresando por tanto, estos procesos, a la historia política de la historia reciente.

Soberanías desahuciadas y ciudadanía siniestrada

A partir de mediados de los años ochenta el escenario político inspiró en Chile fuerte debates
en torno a la existencia y sentido de lo que comenzó a llamarse ampliamente los movimientos
sociales. Para el historiador Mario Garcés, durante toda la década de los 80, la discusión sobre estos
movimientos comprometió a una gruesa franja de intelectuales básicamente en torno a cuatro ideas
generales: la primera era que estos movimientos eran primordialmente contestatarios a los regímenes
dictatoriales, la segunda que el nuevo dinamismo social rearticulado en la década ochentera configuró
sujetos históricos y procesos de renovación de la política y la tercera la constituían quienes veían en
los movimientos sociales populares un motor historicista cuyo dinamismo era capaz de contribuir a
construir una nueva sociedad.

En último lugar y copando progresivamente los debates, se agrupaban las tesis en torno a la
posición de que era el Estado postdictatorial el espacio de privilegio para la construcción de sociedad.
Por ende la ocupación del mismo era un requisito imprescindible para realizar los cambios políticos y
sociales demandados desde los más amplios sectores y requería de la mayor habilidad y pragmatismo.
Fue necesaria una macro ingeniería social y una estabilidad y continuidad institucional garantizada en
la constitución de Pinochet y en los acuerdos de transición, los únicos mecanismos con capacidad y
habilidad para re-direccionar la emergencia de los sectores populares y sociales demandantes y con
mayor tendencia a la autonomía (era el caso de pobladores, mujeres y especialmente de los jóvenes).
A ello debía agregarse una dosis importante de pragmatismo, para acordar un itinerario con quienes
habían desarrapado a la vieja política reformista y desarrollista en la arena político-económica y
exterminado el movimiento obrero y popular en la arena político-militar.

De este modo, las alternativas transicionales frente al continuismo del régimen militar se
convirtieron tempranamente en una dinámica de inclusión de la clase política civil en la estrategia e
itinerario constitucional de la clase político militar para la exclusión e inclusión regulada de la sociedad
civil. Este proceso de itinerario político de largo plazo, se había iniciado tempranamente con el plan
chacarillas y se comenzó a cerrar con Aylwin el año 91 cuando dio por clausurada por primera vez la
transición. Así, como ha señalado Tomás Moulian, “El Estado que comenzó a construirse
militarmente en 1973 y a ‘civilizarse’ en 1990, ha sido capaz, pues, de desmontar las organizaciones
políticas de masas y de inhibir en las élites toda tentación populista, lo que permitió poner aparente
fin a la densa y pesada ‘historia estructural’ de Chile’’ (Salazar y Pinto, 1999: 122).

La implementación del mecanismo transicional dio como resultado una decantación que derivó en la
anulación progresiva y profunda de la capacidad generativa de los movimientos sociales y
particularmente de los jóvenes. La evidente falta de legitimidad de la soberanía social popular frente a
la autoridad y su proceso de legitimación entrañaría hasta hoy una inestabilidad de largo plazo frente
a la cual se reeditarían repetitivas medidas de salud pública, de ordenamiento de la circulación de los
cuerpos y de su incorporación pasando así de movimientos sociales propositivos y proyectivos, de
“ariete de cambio” , como señala el historiador Gabriel Salazar en el caso de los jóvenes, a educandos de
la modernidad mediante los dispositivos biopolíticos de la gubernamentalidad entre los cuales
identificamos programas como: “Chile Joven”, SENCE, FOSIS e INJUV9 (Salazar y Pinto, 2002: 25).
Existe coincidencia en que este nuevo escenario relegó la política de los movimientos sociales
licenciándolos como eventuales constructores de sociedad, arrancándolos del espacio público de las
Alamedas, de las periferias bullentes de tomas y debate político y social de base a un interiorismo
desarraigado socialmente. Las históricas marchas al centro y los acosos a las autoridades locales y
centrales fueron reemplazadas por una política de medios y escenografías. En este escenario, de
ciudadanía sin ciudadanos y de espacios públicos trasmutados en centros comerciales, la soberanía
popular, la ciudadanía y los jóvenes como destinatarios históricos y críticos de las narrativas adultas,
se han vuelto receptáculo de ‘programas’, discursos y voces de mando. Sin duda ya no se trata de la
declamación de un general, uniformado en su marcialidad gris, ahora, los nuevos ‘estadistas’,
asesorados por técnicos expertos, analistas de redes y cientistas sociales, se presentan elegantes y
cultos, cómicos y emprendedores, bien producidos desde los podios o los set televisivos haciendo
gala de lo que se ha descrito como un totalitarismo “suave”.

Este tránsito histórico fue posible gracias a grandes esfuerzos y acuerdos donde, tanto la clase
política civil como la clase política militar, la iglesia y las cúpulas empresariales, comprometieron al
inicio del proceso, a fines de la década de 1980, férreos compromisos para alcanzar
consensuadamente un marco estable de legitimización permanente en torno al fortalecimiento del
valor, respeto y confianza en la institucionacionalidad democrática futura. “una salida de la dictadura
-ha dicho Tomás Moulian- destinada a permitir continuidad de sus estructuras básicas bajo otros
ropajes políticos; las vestimentas democráticas; el objetivo, el ‘gatopardismo’, cambiar para
permanecer” (Moulian, 1996: 145). El pase mágico de una dictadura a una formalidad democrática,
generando en el escenario político institucional un relevo en los puestos de comando del Estado.

Irónicamente la politización (formal) de la política (social), direccionada desde este bloque en el


poder hacia los movimientos sociales, llevó a las energías del movimiento, dura y soterradamente
gestado, a aparecer como un motor inmóvil relegado a una pura función electoral que Mario Garcés
(1994) definió como “Un evidente proceso de despolitización de la sociedad, caracterizado por la
ausencia de proyectos colectivos capaces de convocar las mayorías populares” (p. 259).

Emergió entonces un campo de fuerza política y simbólica bipolar entre las elites políticas -de
amplio signo sistémico- y una política testimonial de contestación, de proyectos parciales, de
autonegación subjetiva y de empresarialización de las viejas redes sociales de solidaridad. La imagen
latente –y aparente- es (con las excepciones recientes) la de una masa indiferente, convocada como el
pueblo de las urnas, la gente de los programas de asistencia (Programa Puente) y micro empresariado
(Fosis), el capital social utilitario, consumista, narcisista y ensimismado que no participa o que no ha

9 “Chile Joven”: En 1990 en Chile oficialmente existían 200.000 jóvenes económicamente marginados para los cuales se
creó un programa del Banco Interamericano de Desarrollo con el objetivo de aumentar la probabilidad de inserción
social y laboral. Sin embargo el desempleo juvenil se ha mantenido constante en más del doble del desempleo adulto y
sobre el 35% de la población joven es pobre. Diversas investigaciones informan que carecen de habilidades y destrezas
laborales que los aprendizajes obtenidos en la educación formal están desvinculados de las habilidades requeridas en el
mundo del trabajo y que no se sienten representados por el sistema político.
SENCE: Servicio Nacional de Capacitación y Empleo especialmente sus programas ‘oficios’ para jóvenes. Estos oficios
van desde camareras hasta instaladores de telefonía.
FOSIS: Fondo de Solidaridad e Inversión Social, es un servicio del Gobierno de Chile, creado el 26 de octubre de 1990
trabaja con cerca de 120 con un presupuesto de más de 50 mil millones de pesos.
INJUV: Instituto Nacional de la Juventud es un organismo encargado de colaborar con el Poder Ejecutivo en el diseño,
planificación y coordinación de las políticas relativas a los asuntos juveniles y dio inicio a sus funciones en 1991
relacionándose con el Presidente de la República, a través del Ministerio de Planificación (Mideplan).
estado en condiciones de poder replantear formulas de cambios estructurales y culturales como los
existentes en el chile previo a la dictadura.

¿Dónde podrían radicar hoy las fisuras del nuevo orden simbólico? Dos espacios políticos
simbólicos se levantan como obstáculos al proceso de desubjetivacion y ciudadanizacion neoliberal:
Los jóvenes organizados en torno a demandas educativas o crecientemente convocados por una
contracultura proto-libertaria y la ancestral demanda del pueblo mapuche repuesta en la comunidad
movilizada y en la acción de nuevas generaciones de werkenes (voceros) y weichafes (guerreros)
transformados en el epicentro de una política de disciplinamiento y control policiaco-judicial y de
criminalizacion y de-subjetivacion política y social. La reacción institucional a estas manifestaciones
de historicidad propone una reposición de la soberanía, un cuestionamiento de la noción de
ciudadanía en uso y urge el desmantelamiento de los dispositivos de control y de cercenamiento de la
soberanía y su transformación en dispositivos de la regeneración de los lazos sociales, un rediseño
auténticamente ciudadano de los sentidos compartidos, de la proyectividad histórica de las
comunidades autoconvocadas a un nuevo contrato social humanizante donde la dignidad humana
sea el centro de todo acto constituyente y de toda convivencia.
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