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ELEVANDO COMETAS

3:30 de la mañana y el reloj (ya a veces no lo necesito) me recuerda


que una nueva jornada inicia. Seis reparadoras horas de sueño han
llegado a su final y la ilusión por el arribo de cosas nuevas, aunque
sea en el mismo lugar y con las mismas personas, acompaña no solo
lo que hago sino lo que me define: caminar con otros.
Pero es un caminar tan distinto, tan personal, tan íntimo, tan propio,
tan… mío, pero tan de los otros. Es caminar siendo maestro. Y no se
trata de establecer comparativos; no me refiero a decir que esta es
más que aquella o que esta goza de más valor que la otra (a decir
verdad, toda profesión es noble y digna en cuanto se oriente a cumplir
sus propósitos intrínsecos. Lo que sucede con la docencia, es que
podría considerarse la “madre de todas las áreas del conocimiento” ya
que para acceder a ellas, todos debieron contar con alguien que les
mostrara el camino).

Ser docente tiene mucho y todo que ver con mejorar las condiciones
de vida y de posibilidad de toda la sociedad. Es, más que un trabajo,
un estilo de vida, una actitud que no está libre de días y noches, de
altas y bajas, de triunfos y... vicisitudes, porque nunca está derrotado
quien regresa cada mañana a buscar nuevas formas de acceder no
solo a las altas esferas del conocimiento sino a sumergirse en las
profundidades del corazón humano.

Aunque mi horario inicia técnicamente a las 6:40, llego a las 5:00 o


5:15 de cada bendita mañana y luego de descargar las cosas en el
escritorio (que dejé ordenado desde la tarde anterior), procedo a
encender la computadora de la sala de profesores de 3° y 4° -aunque
soy coordinador y tenemos una sala destinada para ese cargo-,
prefiero el contacto con mis compañeros de viaje, con aquellos
cómplices de aventuras académicas y humanas con los que paso 8
horas diarias, cinco días a la semana y que son el aliciente en muchas
de nuestras travesías intelectuales.
Abrir Internet, buscar www.ciudadredonda.com y pasar un rato de
intimidad con mi Maestro a través de la lectura de la Palabra del día y
la meditación que preparan mi mente y mi corazón para el encuentro.

Luego, comienzan las responsabilidades propias de mi labor. Abrir


correo institucional, revisar mensajes, responder a cada uno con la
claridad, presteza y cariño que merece cada destinatario. Me aseguro
que no queden pendientes por responder y procedo a revisar las
planeaciones de mi equipo de trabajo o a calificar producciones de los
chicos. No es una actividad sencilla porque debo, desde el respeto, la
claridad y la exigencia, hacer correcciones, sugerir, modificar,
controvertir (y eso en ocasiones no gusta).

A eso de las 6:05 de la mañana, comienzan a llegar mis compañeros y


ya en los corredores las voces aún adormecidas de algunos niños van
rompiendo con el silencio estructural.
A las 6:30 ya están los corredores y algunos salones como mudos
testigos de la presencia de los miembros de la comunidad educativa y
a las 6:40 la campana y el timbre les recuerdan a los acompañantes
grupales (directores de grupo los llaman en otros lugares) y a los
estudiantes, que se deben dirigir a las aulas a la “Toma de Contacto”,
un espacio muy propio de la Pedagogía Ignaciana en el que ambos
establecen un primer contacto que les permitirá saber cómo están las
cosas, cómo llegan y cuáles serán los propósitos del día.
A las 7:00 de la mañana están las “Horas Formativas”, un espacio de
45 minutos en el que, en unos días, los estudiantes tienen espacio de
estudio personal; hacen lectura personal o aplican una prueba
estipulada para ese día desde cualquier área del saber. En ocasiones,
se reúnen como grado en uno de los auditorios para recibir
información importante.
¿Yo? Pues, bueno, en ocasiones acompaño pruebas, leo con ellos; en
otros momentos, los dedico a cosas personales (visito compañeros de
diferentes dependencias, aprovecho para mi café capuchino, voy a la
capilla, leo, califico y algunas otras cosas). Luego, en dependencia de
mi horario, miro si tengo “Unidad de clase” (hora de clase que llaman
en otras instituciones). Si es eso, voy al grado que me corresponde
(para este año: sexto –jueves-; octavo –lunes-; once –diferentes días
de la semana-. En caso contrario, asisto a reuniones (si las tengo) o
hago “Visita de Aula” en cualquier momento y a cualquier grado. Así
durante 4 unidades (90 minutos).

Pienso que esta labor de ser maestro lleva implícito un riesgo latente:
convertirse en “funcionario”. Y es una lucha permanente, puesto que
se puede olvidar –en aras de una normalización–, el carácter formativo
que lleva nuestra labor. Es común encontrar en la oficina de los
“Coordinadores de Bienestar”, estudiantes y profesores resolviendo
normativamente lo que tal vez un diálogo cercano, claro, respetuoso y
acogedor pudiera haber solucionado. No creo que una anotación, una
queja o un “papel”, puedan modificar algunos comportamientos que
desde la acogida y la escucha atenta y propositiva se puean resolver,
no solo para el momento, sino incluso para la vida.
Es que ser maestro es una vocación, un llamado; un llamado que se
me hace (no al cual simplemente me ofrezco) y al cual debo responder
con diligencia, con alegría, con exigencia y una inmensa
responsabilidad de ser cocreador de la existencia, al contribuir en la
formación de un mundo mejor para todos, teniendo como excusa,
unos números, unas letras, unos escritos o unas operaciones.
Ser maestro es tener la capacidad de soñar y hacer soñar a otros; es
volar sin alas, viajar sin visa, parir desde el corazón y seguir
apostando por algo que va más allá de unos resultados, por algo que
sembramos nosotros, que regaron otros y que recogerán unos más.

Esta experiencia que empezó un día y que hoy, tanto tiempo después,
se consolida y se hace aprendizaje permanente, ha tenido su historia
en diferentes lugares y hoy se asienta en el colegio San Ignacio de
Loyola. Este sueño hoy va más allá de tener un puesto y sueldo fijos.
Las razones que acompañan esta empresa humana y divina son
difíciles de entender para muchos porque nadie que no haya pasado
por las aulas puede entender la ingente carga de trabajo que como
maestro se carga sobre los hombros. Es difícil para otros comprender
mínimamente cómo se puede fragmentar la mente, el alma y el
corazón para acoger a cada estudiante desde su individualidad.
Ser profesor, maestro, tutor, guía o acompañante, duele. Y duele
porque se compromete la vida, se juegan las convicciones y se
apuesta por la verdad. Solo la victoria final de ver los pequeños
grandes logros obtenidos por aquellos que tuvimos bajo nuestro
cuidado, sanarán ese dolor desgastante de cada jornada, y, aunque
sean pocas las victorias, silenciosos los reconocimientos o distantes
los agradecimientos, siempre podremos contribuir a mejorar el mundo
y crecer aprendiendo que lo que desde la escuela podemos hacer
siempre es poco, pero, en palabras de la madre Teresa de Calcuta: “A
veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar,
pero el mar sería menos si le faltara una gota”

He tenido en estos tres años de experiencia en San Ignacio,


momentos maravillosos e inolvidables, pero también sensaciones de
no estar haciéndolo bien o de no favorecer los procesos. Sin embargo,
la misma vida, los mismos chicos y la existencia toda, se confabulan
para mostrarme en algún desprevenido gesto, que las cosas marchan
bien porque no depende de mí; que esto es un trabajo orquestado
desde el cielo por el Gran Director Musical, que sabe elegir a sus
mejores intérpretes para la sinfonía de la vida en el escenario mágico
de un aula y que somos convocados a ser más para hacer mejor.

Para algunos, ser docentes es estar obligado a llevar un corsé


asfixiante: el currículum inabarcable y mal enfocado; burocracia
excesiva; pruebas estandarizadas; visión resultadista, (…). Al final de
algunas jornadas, los problemas sistémicos persisten, de donde nacen
algunas frustraciones con las que a veces se debe cohabitar. A eso
hay que sumarle niños, niñas y jóvenes con realidades que el dinero
no puede sanar y, aunque sean experiencias diferentes a las de otros
niños, niñas y jóvenes de otras instituciones, los une el dolor que
siempre duele de la misma manera: al máximo. En unos, el hambre,
en otros la soledad; en unos la violencia, en otros la ausencia; en unos
la abundancia que ensoberbece, en otros la carencia que ofende. Y
tanto unos como otros, buscando las respuestas en el aula y la
acogida en nuestro corazón. Por eso y por muchas cosas más,
estamos llamados a ir en contravía de una educación que solo ve
sujetos de producción; estamos llamados a jugar con las reglas de un
gobierno mezquino, en compañía de algunos “compañeros” que no
viven, no sienten, no miran o no hablan de la escuela (pública o
privada) con una gran pasión, con ojos de esperanza o el lenguaje de
la innovación; en contra de dictaduras detrás de equipos directivos, de
continuos cambios de leyes o el poco espacio para debate pedagógico
que nos haga crecer.
Ante este panorama, están nuestras reglas, nuestros sueños y
nuestras propias estrategias de aula. Esa es la diferencia entre
quienes vemos la docencia como oportunidad y los que la miran
simplemente como una ocasión de pasar por la vida con un trabajo
remunerado.

Hoy se nos culpa de lo malo y no se nos atribuye nada de lo bueno, y


tanto gobierno como directivos, padres de familia e incluso los mismos
destinatarios de nuestro quehacer, los estudiantes, no tienen ningún
reparo en convertirnos en los ‘chivos expiatorios’, cuando muchas
veces, la mayoría, hacen que perdamos el tiempo, la fuerza y la
paciencia en temas ajenos a la formación.
Pero, a pesar de eso, recuerdo que he sido llamado y Aquel que se
dignó mirarme para llevarme a su campo a sembrar vidas, sabrá
sostenerme, capacitarme y cuidarme de las adversidades propias de
esta faena formativa, porque, al final, recordaré que las cometas se
elevan en contra del viento y no a favor de él. Que debo ser afectivo,
para ser efectivo.

Por ahora, espero que sigan apareciendo tantas historias como


personas en esta aventura de la docencia que me gozo, me disfruto y
me sueño cada día.
Ah, ya son las 3:10 de la tarde y la jornada terminó, pero lo que soy y
lo que me define me acompañan, impregnados en la piel y fieles como
mi sombra, aguardando la novedad de una experiencia “siempre
nueva y cada día nueva”.
Francisco Luis Velásquez Guzmán

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