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Ser docente tiene mucho y todo que ver con mejorar las condiciones
de vida y de posibilidad de toda la sociedad. Es, más que un trabajo,
un estilo de vida, una actitud que no está libre de días y noches, de
altas y bajas, de triunfos y... vicisitudes, porque nunca está derrotado
quien regresa cada mañana a buscar nuevas formas de acceder no
solo a las altas esferas del conocimiento sino a sumergirse en las
profundidades del corazón humano.
Pienso que esta labor de ser maestro lleva implícito un riesgo latente:
convertirse en “funcionario”. Y es una lucha permanente, puesto que
se puede olvidar –en aras de una normalización–, el carácter formativo
que lleva nuestra labor. Es común encontrar en la oficina de los
“Coordinadores de Bienestar”, estudiantes y profesores resolviendo
normativamente lo que tal vez un diálogo cercano, claro, respetuoso y
acogedor pudiera haber solucionado. No creo que una anotación, una
queja o un “papel”, puedan modificar algunos comportamientos que
desde la acogida y la escucha atenta y propositiva se puean resolver,
no solo para el momento, sino incluso para la vida.
Es que ser maestro es una vocación, un llamado; un llamado que se
me hace (no al cual simplemente me ofrezco) y al cual debo responder
con diligencia, con alegría, con exigencia y una inmensa
responsabilidad de ser cocreador de la existencia, al contribuir en la
formación de un mundo mejor para todos, teniendo como excusa,
unos números, unas letras, unos escritos o unas operaciones.
Ser maestro es tener la capacidad de soñar y hacer soñar a otros; es
volar sin alas, viajar sin visa, parir desde el corazón y seguir
apostando por algo que va más allá de unos resultados, por algo que
sembramos nosotros, que regaron otros y que recogerán unos más.
Esta experiencia que empezó un día y que hoy, tanto tiempo después,
se consolida y se hace aprendizaje permanente, ha tenido su historia
en diferentes lugares y hoy se asienta en el colegio San Ignacio de
Loyola. Este sueño hoy va más allá de tener un puesto y sueldo fijos.
Las razones que acompañan esta empresa humana y divina son
difíciles de entender para muchos porque nadie que no haya pasado
por las aulas puede entender la ingente carga de trabajo que como
maestro se carga sobre los hombros. Es difícil para otros comprender
mínimamente cómo se puede fragmentar la mente, el alma y el
corazón para acoger a cada estudiante desde su individualidad.
Ser profesor, maestro, tutor, guía o acompañante, duele. Y duele
porque se compromete la vida, se juegan las convicciones y se
apuesta por la verdad. Solo la victoria final de ver los pequeños
grandes logros obtenidos por aquellos que tuvimos bajo nuestro
cuidado, sanarán ese dolor desgastante de cada jornada, y, aunque
sean pocas las victorias, silenciosos los reconocimientos o distantes
los agradecimientos, siempre podremos contribuir a mejorar el mundo
y crecer aprendiendo que lo que desde la escuela podemos hacer
siempre es poco, pero, en palabras de la madre Teresa de Calcuta: “A
veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar,
pero el mar sería menos si le faltara una gota”