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La Semana Trágica como hito en la historia del movimiento obrero

Por Fabián Chiaramello

Enero de 1919 significó un parteaguas en la historia de la clase obrera argentina: fue el


momento culminante para una etapa —que podemos rastrear desde 1870— de formación,
de organización, de extensión de las redes de solidaridad y de fijación de una identidad que
acompañaría al movimiento obrero durante las décadas posteriores
En el siguiente trabajo, intentaremos hacer un balance de ese primer ciclo que se cierra en
los primeros años de la década de 1920, teniendo en cuenta diferentes momentos, las
herramientas de lucha y los debates y las tendencias que dieron forma (y limitaron) la
organización colectiva. Asimismo, atenderemos al significado de la Semana Trágica desde
la óptica de los autores. Para este propósito, abordaremos los trabajos de Juan Suriano y
Mirta Lobato, de Nicolás Iñigo Carrera y de Edgardo Bilsky.

En La protesta social en la Argentina1, Juan Suriano y Mirta Lobato parten del año 1880, no
sin antes mencionar que todo el siglo XIX tuvo sobradas muestras de protesta popular, para
señalar que en ese momento de consolidación del Estado nacional y del sistema capitalista
también se vio alterada la naturaleza del conflicto: su carácter central pasó a ser social y el
protagonismo quedó en manos de los trabajadores y el movimiento que estaban
impulsando. Los distintos medios para hacer oír sus reclamos, la evolución organizativa y
los debates ideológicos acompañaron este proceso con marchas y contramarchas.
Es necesario advertir que, si bien las transformaciones capitalistas cubrieron diversas
regiones del territorio nacional desde mediados del siglo XIX, el epicentro de la mutación fue
la región pampeana y, principalmente, sus áreas urbanas. A los fines de este trabajo, nos
centraremos en lo que sucedió en esa vasta región que concentró a la mayor parte de la
población y los avances en las relaciones sociales de producción durante el período.
El rol asignado al país en el concierto de naciones capitalistas fue el de la producción
primaria para exportar a Europa. La economía capitalista necesitaba trabajadores para el
mercado laboral y tuvo que recurrir a la inmigración para suplir la insuficiencia de brazos
nativos. Los trabajadores “importados” dispuestos a ofrecer su fuerza de trabajo a cambio de
un salario se sumaron a la masa autóctona que había sido desposeída de sus medios
productivos preexistentes (el saldo del avance sobre el territorio indígena y del propio
desarrollo de la organización nacional con sus “guerras civiles”). De esta manera, y en muy
pocos años, pudo notarse un cambio cualitativo: la población económicamente activa pasó
de 923 mil personas en 1869 a 3.360.000 en 19142.

1
SURIANO, Juan y LOBATO, Mirta. La protesta social en la Argentina, FCE, Buenos Aires,
2003. Capítulo I, “Huelgas, boicots y confrontación social, 1880-1930”.
2
Datos extraídos de Suriano y Lobato. Op. cit.
De la mano con este proceso, las ciudades crecieron significativamente y congregaron a un
amplio y heterogéneo mundo de trabajadores que dio lugar a una mayor división social del
trabajo. Ese universo estaba compuesto por “una minoría de artesanos y obreros
especializados y por una inmensa mayoría de peones y trabajadores no especializados
provenientes en gran medida de áreas rurales”3. La producción artesanal estaba abriendo
paso a la industria que, lentamente, iba ocupando a una proporción cada vez mayor de esa
mano de obra. Suriano y Lobato señalan que este desarrollo fue relativo antes de la Gran
Guerra y Nicolás Iñigo Carrera apunta que para 1895, superada la crisis de 1890, más de la
mitad de la población ocupada en la actividad económica era proletaria o semiproletaria y
estaba inserta en la agricultura, ganadería y las incipientes industrias, como la de alimentos
y ferrocarriles, a las que se fueron sumando los frigoríficos y talleres metalúrgicos. También
destaca el lugar relevante que tenían las actividades portuarias en el marco de la economía
agroexportadora.
En las zonas rurales, especialmente en las áreas del litoral pampeano, el trabajo se centró
en el cuidado del ganado ovino y vacuno, en el cultivo de diversos cereales y del
mantenimiento de la infraestructura y los medios de producción. En otras regiones fueron las
producciones características las que ocuparon mano de obra: en Mendoza y Tucumán para
la vid y la caña de azúcar, respectivamente; en la Patagonia el ganado ovino; en los
quebrachales del Norte y en los yerbatales de Misiones.
Luego de la Primera Guerra Mundial, la industria vivió un momento de mayor desarrollo
gracias a la expansión de grandes frigoríficos y, más precisamente ya para la década de
1920, la industria se complejizó desarrollándose la explotación hidrocarburífera, el complejo
automotor, la telefonía, el cemento, la metalúrgica y la electricidad. Asimismo, miles de
obreros trabajaban en la construcción pública y privada. Por otra parte, uno de los rubros
más importantes por su peso en la ocupación fue el de los servicios.
Este breve y esquemático racconto nos ayuda a ubicar en contexto al sujeto central de
nuestro análisis. Queda claro que la clase trabajadora argentina tuvo sus particularidades:
paradójicamente, concentró a la mayor parte de la población en sus áreas metropolitanas
mientras se erigía como el “granero del mundo” y uno de los rubros con mayor desarrollo
urbano fue el de los servicios.
En cuanto a su organización, podemos rastrear los primeros sindicatos por oficio desde fines
de la década de 1870. En ese entonces, se realizaron las primeras huelgas parciales del
movimiento obrero. Desde ese momento, una de las preocupaciones centrales fue la de las
condiciones de trabajo. “Los accidentes, el hacinamiento, el empleo y la explotación de
menores, las largas jornadas laborales, los bajos salarios, la desigualdad del trabajo

3
Ibídem.
femenino con relación al masculino, la disciplina laboral (reglamentos, capataces), el trabajo
nocturno, la regularidad o la eventualidad del empleo y las propias formas de contratación
de la mano de obra eran todas cuestiones que motivaron la protesta reiterada de los
trabajadores”, enumeran Suriano y Lobato.
Dentro del heterogéneo mundo del trabajo, esas condiciones variaban significativamente,
dependiendo de los rubros y las empresas. Existían grandes unidades de producción con
una compleja organización del trabajo, como los frigoríficos, de capital extranjero; empresas
en las que existían ciertos lazos étnicos o actitudes paternalistas; los pequeños talleres con
su relación más cercana entre patrones y empleados; rubros con cierta regularidad, como el
transporte, y otros regidos por la eventualidad o la estacionalidad, como los estibadores o la
construcción. Estas particularidades son clave para comprender los diferentes grados de
agremiación y asociación como los estilos de protesta, “bien expresados por las actitudes
pacíficas y moderadas de los maquinistas ferroviarios (una verdadera aristocracia obrera),
en un extremo, y los estibadores portuarios, tumultuarios y simpatizantes del anarquismo, en
el otro”4.
También eran determinantes las disparidades a la hora de percibir el salario, por su forma,
por el monto y por las variaciones propias de las leyes de oferta y demanda aplicados a la
mano de obra. Las crisis y las devaluaciones monetarias también incidían negativamente en
los salarios. Por otro lado, una diferencia importante entre las condiciones laborales estaba
determinada por las características propias de cada región: relativamente mejores en las
áreas urbanas que en el campo, ya sea por el mayor grado de asociación desarrollado o por
la mayor visibilidad que adquirió la cuestión en las ciudades.
De igual modo, podemos diferenciar las áreas del mundo rural. Las relaciones laborales no
eran las mismas en la pampa húmeda que en regiones aisladas donde la explotación era
aún más severa y el trabajo libre era casi inexistente (en los yerbatales misioneros y en los
quebrachales del norte las condiciones eran infrahumanas y prácticamente esclavas). Los
trabajadores asalariados de la región pampeana se ocupaban estacionalmente y sus
reclamos apuntaban, principalmente, a las extenuantes jornadas laborales, a los bajos e
inestables salarios, los malos tratos, a demandas alimenticias y de alojamiento digno. La
condición itinerante de los peones rurales se convertía en una verdadera limitación para la
organización gremial, lo que les restó fuerza y cohesión como sector.
Pese a tanta heterogeneidad y diferencias, tanto por sectores como por la propia
experiencia de los trabajadores y las trabajadoras, todos compartían la condición de ser
explotados por patrones y empresas, casi siempre amparados por las fuerzas represivas.
Fue esta explotación la que incentivó la protesta, a la que se sumó el consecuente reclamo

4
Ibíd.
por el derecho a agremiarse. Sin embargo, “la explotación no fue un rasgo suficiente para
dotar al conjunto de los trabajadores de una identidad de clase, pues la organización gremial
no había arraigado en extensas zonas del país, lo que dificultaba la conformación de un
colectivo con intereses comunes”5.
Como dijimos más arriba, aún cuando podemos rastrear diversas instituciones obreras
desde 1870 (y según datos relevados por Iñigo Carrera, en la década de 1880 se crearon 19
sindicatos y se declararon 51 huelgas sólo en Buenos Aires), fue a partir de 1890 y de la
crisis económica y social de ese año cuando las sociedades de resistencia cobraron fuerza -
según Suriano y Lobato-, impulsadas por anarquistas y socialistas. Más adelante, se
agregarían sindicalistas revolucionarios y comunistas. “Estas tendencias dotaron a los
trabajadores y a sus instituciones representativas de un claro perfil ideológico y político que
apuntaba a la defensa de sus intereses y al reconocimiento de la identidad de clase” 6. Las
sociedades de resistencia, entidades de socorros mutuos, agrupaciones políticas, culturales,
bibliotecas, escuelas, prensa, literatura y diversos símbolos y ritos dieron contenido a esa
identidad que se estaba gestando.
Con las primeras sociedades de resistencia que agrupaban a trabajadores de un mismo
oficio fue rápidamente adquirida la conciencia de que ciertos sectores, principalmente los
que ocupaban un rol central en el esquema agroexportador, tenían mayor peso y capacidad
de presión. Motivo por el cual, muchas veces fue necesaria su intervención para impulsar
conflictos.
Ya entrado en nuevo siglo se conformaron las primeras federaciones que agrupaban a
diversos gremios, por oficio y por rama de la industria, dándole mayor cohesión y
coordinación. Esas organizaciones superiores tuvieron éxito relativo y estaban signados por
divisiones políticas e ideológicas, pese a sus intentos por mantenerse independientes de
corrientes y partidos. Los primeros enfrentamientos se dieron entre anarquistas y socialistas:
coincidieron para crear la Federación Obrera Argentina (FOA) en 1901, pero poco después
los socialistas la abandonaron para conformar la Unión Gremial de Trabajadores (UGT). La
FOA pasó a identificarse como FORA en 1904, asumiendo su carácter internacionalista, y al
año siguiente, en su V Congreso adhirió a los principios del anarco comunismo, limitando el
ingreso a gremios de otras tendencias. Ese mismo año fue el de la aparición del
sindicalismo revolucionario, corriente que disputará la orientación del movimiento obrero. En
1909 fundó la Confederación Obrera de la República Argentina (CORA) e intentó, sin éxito,
fusionarse con la FORA. Recién en 1915, durante el IX Congreso de la FORA, obtuvo la
dirección de la principal federación argentina, mientras que el anarquismo se escindía y
refugiaba en la FORA del V Congreso.

5
Ibíd.
6
Ibíd.
Estas tendencias que disputaron el movimiento desde la década de 1880 y que se amplió
con la aparición de otros actores ya en el período de posguerra también significó un lucha
política y teórica, además de económica. El Partido Socialista, fundado en 1886, bregó por
cambios graduales, participando de las instituciones del Estado y militando la lucha pacífica.
Por su parte, los anarquistas apostaban a un cambio radical y violento del capitalismo,
rechazando la participación electoral y el parlamentarismo, como así también la lucha de
clases, a la que anteponían los principios de soberanía y libertad individual. Las ideas y
principios ácratas hicieron mella en una sociedad cosmopolita más preocupada por
satisfacer sus necesidades que en participar del juego democrático, lo que explica su rol
preponderante, al menos, hasta la primera década del siglo XX. Por otro lado, los
sindicalistas revolucionarios tenían como base de organización y acción al sindicato; y
también rechazaban la política parlamentaria, pero no eran inflexibles a la negociación con
el Estado. Con la aparición de las agrupaciones comunistas, luego de la Revolución Rusa,
se completa el cuadro. Éstas sostenían la necesidad de conformar un partido de clase y el
sostenimiento de la lucha de clases.
Suriano y Lobato sintetizan la importancia de este proceso: “Fueron estos agrupamientos
políticos, a partir de la convicción y la perseverancia de sus militantes, quienes crearon una
cultura de izquierda y dotaron al conjunto de los trabajadores de sus ritos, símbolos y formas
de organización y manifestación”. Uno de esos ritos, quizás el más significativo por su
potencia simbólica, fue el de la instauración del Primero de Mayo como fecha clave del
calendario de las izquierdas y escenario de celebración y protesta obrera (la primera se
realizó en 1890), demostrando un alto grado de conciencia. Alrededor de esta fecha también
se hicieron notar los significados que le daban las diferentes tendencias, hecho que no
impidió su desarrollo: las movilizaciones se hicieron cada vez más grandes, trascendieron
los espacios cerrados para hacer demostraciones públicas donde se mostraba la clase
como un potente actor social que elevaba reclamos económicos y políticos.
Las manifestaciones callejeras “reflejaban el grado de organización y lucha del movimiento
obrero”7, aunque su caudal fue fluctuando y en algunos momentos se tornó insignificante.
Sin embargo, tal como afirman los autores de La protesta social en Argentina, no pasaron
desapercibidas para el Estado, que siempre estaba controlando y en muchas ocasiones
reprimiendo. Una dura represión contra los trabajadores se desató en mayo de 1909,
dejando como saldo el asesinato de varios manifestantes. Este hecho fue inmediatamente
respondido por las organizaciones obreras que declararon la huelga general por tiempo
indeterminado e iniciaron una serie de protestas, en lo que se conoció como Semana Roja,
exigiendo el esclarecimiento y el castigo para los responsables de la represión y la abolición

7
Ibíd.
del Código de Penalidades porteño. La huelga duró una semana y se extendió a varias
ciudades del interior; la respuesta, nuevamente, fue la represión durante el cortejo fúnebre
de las víctimas, lo que dejó nuevas muertes y mayor indignación. El Gobierno decidió
negociar y dio lugar a algunos de los reclamos de los trabajadores y las trabajadoras.
Antes de avanzar, es necesario atender a los datos que nos muestran que el movimiento
huelguístico ya tenía un importante recorrido para entonces. En la década de 1980 se
declararon 51 huelgas sólo en Buenos Aires, como señalamos anteriormente. Durante el
primer quinquenio de 1890, se realizaron 76; entre 1894 y 1896 hubo un total de 73.000
huelguistas y “en este último año se desarrolló una huelga ferroviaria que las más recientes
investigaciones han demostrado que se convirtió en los hechos en una huelga general”8. En
los primeros años del siglo XX el número de huelgas fue creciendo, tanto en Buenos Aires
como en distintas localidades del interior. En 1902 se realizó la primera huelga general
nacional, que tuvo como centro del reclamo a la sanción de la Ley de Residencia, mostrando
un evidente carácter político (como ocurriría con la huelga general de diciembre de 1904).
“Así, la huelga general se constituyó en forma de lucha de la clase obrera argentina y, a la
vez, tomó la modalidad de la huelga con movilización de masas, con choques armados con
la policía y muertos de ambos bandos, como sucedió en los 1° de mayo de 1904, de 1905 y
de 1909 y en agosto de 1907”9.
Suriano y Lobato coinciden en la importancia que adquirió la huelga como la herramienta de
lucha más utilizada, para convertirse en la característica principal de la protesta popular
durante gran parte del siglo XX. Estos autores registraron 18 huelgas generales hasta 1930,
nueve de ellas se realizaron durante la primera década, impulsadas por anarquistas, y en
menor medida, por socialistas. En las dos décadas siguientes, las huelgas fueron
convocadas por las diversas centrales en las que se dividía el movimiento obrero (las dos
FORA, COA y USA), aunque seguían siendo los anarquistas quienes más las impulsaron.
A la solidaridad de clase, que articulaba las protestas, se sumaba la visión internacionalista
que le otorgaba a la huelga un carácter universal. “La clave de la acción colectiva era la
denuncia de las acciones represivas de los sectores dominantes; así, la represión policial
en una manifestación, el encarcelamiento y la muerte de militantes obreros, la aplicación del
estado de sitio u otras leyes represivas eran todos elementos que accionaban la solidaridad
obrera”10.
Los intentos para impulsar huelgas en las zonas rurales fueron más complicados, por las
dificultades expresadas más arriba a la hora de crear lazos de solidaridad entre los

8
IÑIGO CARRERA, Nicolás. “Huelga, insurrección y aniquilamiento: Argentina, enero de 1919”;
Programa de Investigación sobre el Movimiento de la Sociedad Argentina; PIMSA; 15; 12-2015; 91-
157. Disponible en: https://ri.conicet.gov.ar/handle/11336/44711
9
Ibídem.
10
Suriano y Lobato. Op. cit.
trabajadores y frente a los intereses cruzados que interferían esa organización (los reclamos
de los chacareros arrendatarios que se levantaron en 1912 tenían poco que ver con las
necesidades de los peones, por ejemplo). El conflicto en el área rural comenzó a tener
mayor peso hacia fines de la segunda década del siglo XX, cuando se produjeron luchas
importantes focalizadas en ciertas zonas y oficios, como ocurrió con los obreros de la
Patagonia y los de La Forestal. La respuesta, en ambos casos, fue una feroz represión que
no adquirió el mismo impacto que tuvieron hechos similares que se dieron en áreas urbanas.
Otra cuestión que hay que tener presente, a la hora de analizar los medios de protesta, es
que las organizaciones que convocaban a las huelgas generales tenían posiciones distintas
sobre esta herramienta. Por un lado, los anarquistas le otorgaban un rol central; del otro, los
socialistas eran más vacilantes y no la consideraban como un mecanismo de transformación
radical, ya que eran partidarios del gradualismo, y en ocasiones rechazaron convocar a
huelgas, aunque en otras se vieron obligados por la coyuntura a confluir con los anarquistas.
Por su parte, los sindicalistas utilizaban la herramienta pero como táctica de presión frente al
gobierno y a los empresarios, no sólo para exteriorizar la protesta obrera.
A pesar del carácter político que se le imprimió tantas veces a las huelgas generales y a los
resultados obtenidos, el movimiento huelguístico y de protesta seguía enfocado en
cuestiones estrictamente gremiales: condiciones de trabajo, salario, reglamentaciones y
situaciones que se desprendían de la coyuntura socioeconómica.
Suriano y Lobato distinguen dos momentos en los que la protesta adquirió connotaciones
particulares. El primero comprende el período que va de 1902 a 1907, en el que se
realizaron más de 1.300 huelgas. Las causas fueron diversas, aunque la mayoría de ellas
estuvieron relacionadas a reclamos salariales; otras respondían a la demanda por las ocho
horas, el descanso dominical, la libertad a los trabajadores presos, la oposición a la Ley de
residencia, entre otras. Este movimiento de lucha y sus manifestaciones ideológicas fueron
consideradas como una amenaza para el orden social y político; frente a ellos, en primer
lugar, la elite gobernante reaccionó mediante la represión y con todo un andamiaje de
medidas y reglamentaciones represivas para combatir, principalmente, al anarquismo.
Luego, y sin abandonar la represión ni las políticas persecutorias, comenzaron lentamente a
articular respuestas para integrar a los trabajadores en las instituciones, producto de ese
proceso de reformas fue la Ley Sáenz Peña de 1912
El segundo momento es el que nos permite pensar a la Semana Trágica como hecho
trascendental para el movimiento obrero y problematizarlo. Este período es el de mayor
conflictividad hasta entonces, con un notable crecimiento de la protesta, y va de 1917 a
1921. La coyuntura de la Primera Guerra Mundial tuvo mucho que ver en este proceso: se
notó una caída de la oferta de excedente de mano de obra por el saldo migratorio negativo,
lo que favoreció las exigencias gremiales; a su vez, se produjo un deterioro en los salarios y
en los niveles de vida de la clase obrera. Hay que tener en cuenta que a la experiencia
acumulada por el movimiento obrero se le sumó el impacto de la Revolución de 1917 en
Rusia, que estimuló el cuestionamiento a los sectores patronales; a su vez, éstos eran cada
vez más activos a través de sus organizaciones, presionando a los gobiernos y organizando
rompehuelgas.
La gran cantidad de huelgas y conflictos de este momento se concentraron en sectores
clave que podían paralizar el complejo agroexportador, como así también en rubros de peso
en la economía y en la política. La particularidad de este escenario fortaleció a
organizaciones gremiales vinculadas a los sectores con mayor capacidad de acción y
presión, quienes adquirieron mejores condiciones para negociar con el Estado y con
empresarios (empleados municipales, la Federación Obrera Marítima, la Federación Obrera
Ferroviaria y los ferroviarios de La Fraternidad).
Pero el recorrido estuvo plagado de contratiempos y reveses. Suriano y Lobato advierten
que una gran traba para el gremialismo y la lucha colectiva seguía siendo la división político-
ideológica entre tendencias que anteponían sus diferencias a sus posibles puntos de
acuerdo. El tenor de ese debate y esas posiciones puede identificarse aún en la última etapa
de este período, como lo demuestran los escritos del propagandista ácrata Diego Abad de
Santillán. En un artículo publicado en La Protesta en 1925, el reconocido militante
anarquista argumenta desde su posición la confrontación con el marxismo y el sindicalismo,
ratificando una intransigencia e inflexibilidad que podemos rastrear desde los orígenes del
anarquismo en Argentina. Al rechazar la noción de clase trabajadora -o de proletariado-
como sujeto revolucionario acuñada por el marxismo, Abad de Santillán plantea que “por
encima del oficio está la comunidad de ideas, por encima del obrero está el hombre que
busca a sus afines para producir un cambio fundamental en la sociedad” 11 y, en
consecuencia, no pueden ser el Estado obrero ni las banderas que levanta el comunismo
compatibles con los ideales libertarios. Esta tendencia a la fragmentación del movimiento
obrero significó, en muchas ocasiones, un gran impedimento para llevar adelante acciones
comunes.
El Estado también desempeñará un nuevo rol en esta etapa. El proyecto político
encabezado por Hipólito Yrigoyen, que llegó a la presidencia nacional en 1916, introdujo una
novedad a la hora de conducir los conflictos: impulsaba la intervención del Departamento
Nacional del Trabajo y, en ocasiones, participaba como mediador personalmente. Sin
embargo, la represión siempre estaba a mano para ser lanzada sobre los trabajadores y las
trabajadoras cuando la intransigencia patronal triunfaba en las negociaciones.

11
ABAD DE SANTILLÁN, Diego. “La unidad de clase y sus derivados” (Extracto), en La Protesta, en
Revista Anthropos, Ed. del Hombre, Barcelona, 1993, pp. 14, 16.
Los sucesos de enero de 1919, conocidos como la Semana Trágica, deben enmarcarse en
el contexto internacional mencionado arriba, en los debates y contradicciones entre las
tendencias, en el rol ambiguo -cuando no totalmente adverso para los trabajadores- de las
autoridades gubernamentales y la actitud defensiva y agresiva de las patronales.
Los detalles de esta huelga política de masas, a la que se respondió con una masacre,
seguida por una nueva insurrección12; sus vaivenes y el rol de sus actores, excede
enormemente los fines de este trabajo, sin embargo nos permite unas últimas reflexiones.
Lobato y Suriano concluyen que la Semana Trágica, y el conjunto del movimiento
huelguístico del lustro 1917-1921, “empujaron al gobierno a profundizar su política laboral”,
ampliando las atribuciones del Departamento Nacional de Trabajo al otorgarle funciones de
arbitraje y de policía laboral más definidas. Por otro lado, a mediados de 1919 el gobierno
radical envió varias iniciativas al Congreso: impulsó proyectos referidos a contratos
colectivos de trabajo, conciliación y arbitraje de conflictos y asociaciones profesionales. En
1921, envió un proyecto de Código de Trabajo que profundizaba el rol regulador del Estado
y atenuaba notablemente los aspectos represivos del de 1904, al consagrar el derecho de
huelga y legalizar la sindicalización. “Estos proyectos no fueron tratados en el Parlamento,
poco interesado en reformas sociales, y la ausencia de conflictos graves durante el gobierno
de Marcelo T. de Alvear (1922-1928) contribuyó a su olvido”, advierten.
Para los autores, el descenso de la conflictividad social en el período inmediatamente
posterior se explica por una coyuntura económica favorable que mejoró lo niveles de vida de
los trabajadores. Asimismo, consideran que los enfrentamientos entre las diversas
tendencias tuvo un impacto negativo en el movimiento huelguístico, aunque se mantuvo la
intensidad de las protestas de carácter solidario, más limitadas a la militancia obrera.
Por su parte, Iñigo Carrera en «Huelga, insurrección y aniquilamiento: Argentina, enero de
1919», donde acerca una interesante caracterización y conceptualización de la Semana
Trágica, afirma que este hecho “constituyó el momento culminante del ciclo de la historia de
la clase obrera argentina que se extendió desde la década de 1870 hasta los primeros años
de la década de 1920”. Este ciclo, tuvo como rasgo característico “la confrontación abierta
de la casi totalidad de esa clase social con el sistema institucional político: las luchas
de los trabajadores tendieron a darse por fuera y enfrentadas a ese sistema, aunque
algunas fracciones obreras se propusieran formar parte del mismo, y lo lograran
incipientemente”. Las razones para esa confrontación se fundaban en “la imposibilidad de
acceder a algún grado de institucionalización para casi todas las fracciones obreras: su
organización profesional, sindical, no era reconocida, y sus intentos de participación política
a través del Partido Socialista encontraba una valla insalvable en el sistemático fraude

12
Conclusión a la que arriba Iñigo Carrera en su trabajo: “Caracterizar a la Semana de Enero de 1919
sólo como masacre es reducirla al instrumento de lucha utilizado por el régimen de dominación”.
electoral aplicado por los partidos políticos de la alianza social dominante desde poco antes
de 1880”.
Edgardo Bilsky, autor de La Semana Trágica, plantea que este hecho también fue un
parteaguas para el primer gobierno de Yrigoyen y no duda al afirmar que puso en juego la
estabilidad de la estructura del Estado oligárquico-radical: “De allí la importancia de la
respuesta del gobierno y de las fuerzas conservadoras”13. Por otro lado, le asigna un alto
grado de responsabilidad a la división del movimiento obrero, pero no sólo desde un punto
de vista político, sino también por las diferencias entre los “tipos” de obreros y su lugar en el
movimiento.
Según Bilsky, hubo organizaciones que fueron un verdadero “freno” para la movilización,
como el socialismo y el sindicalismo revolucionario que, en última instancia, pactaron con el
gobierno y facilitaron la intervención presidencial antes que la acción directa. Parte de este
sector había sido definido por el senador conservador Zeballos como la “aristocracia obrera”,
pero la coyuntura los había obligado a participar de las luchas. Bilsky concluye que los
hechos de 1919 tienen una significación particular para la historia del movimiento obrero:
“Marca el fin de una etapa que podemos designar como ‘insurreccionalista’. Los
acontecimientos de enero de 1919 pertenecen aún a esta primera etapa, pero contienen ya
elementos de una nueva”. Para el historiador, los sucesos aceleraron la radicalización en la
clase obrera, consolidando al sector anarco-bolchevique que va a dotar de cierto
particularismo al período siguiente. Pero, al mismo tiempo, se concentraron todas las
fuerzas del capital nacional y extranjero para reaccionar contra las organizaciones obreras.

Si bien podríamos polemizar con algunas caracterizaciones y conclusiones a las que arriban
los autores, es evidente que 1919 constituyó un hito en la historia del movimiento obrero
argentino, tanto al interior mismo de la clase trabajadora y sus organismos como en su
relación con el gobierno y sus instituciones (también significó un cambio para el gobierno en
su relación con los trabajadores y las formas de viabilizar sus reclamos y canalizar el
descontento). Pensar, problematizar y explicar lo que siguió a este período, determinar si fue
“mejor” o “peor” para el movimiento obrero es un buen motivo para otro trabajo, pero no
podemos dejar de señalar que la represión y los ataques contra la clase trabajadora
siguieron presentes.

13
BILSKY, Edgardo. La Semana Trágica. RyR, Buenos Aires, 2011.
BIBLIOGRAFÍA

 ABAD DE SANTILLÁN, Diego. “La unidad de clase y sus derivados” (Extracto), en La


Protesta, en Revista Anthropos, Ed. del Hombre, Barcelona, 1993, pp. 14, 16.
 BILSKY, Edgardo. La Semana Trágica. RyR, Buenos Aires, 2011.
 IÑIGO CARRERA, Nicolás. “Huelga, insurrección y aniquilamiento: Argentina, enero
de 1919”; Programa de Investigación sobre el Movimiento de la Sociedad Argentina;
PIMSA; 2015; 91-157. Disponible en: https://ri.conicet.gov.ar/handle/11336/44711
 SURIANO, Juan y LOBATO, Mirta. La protesta social en la Argentina, FCE, Buenos
Aires, 2003. Capítulo I, “Huelgas, boicots y confrontación social, 1880-1930”.

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