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Por Osvaldo Bayer

El bondadoso ajusticiador

El próximo lunes 9 se cumplirán cien años de un suceso que


conmocionó a Buenos Aires. Un joven ruso, de 18 años, había hecho
volar por el aire con una bomba nada menos que al todopoderoso jefe
de policía de Buenos Aires, coronel Ramón L. Falcón. El ejecutor era
un anarquista llamado Simón Radowitzky y con su acción quiso vengar
a sus compañeros asesinados el 1º de mayo de ese 1909, en la
represión encabezada por el militar contra la manifestación de los
obreros que recordaban las figuras de los cinco anarquistas
condenados a muerte por la Justicia de Estados Unidos, por su lucha a
favor de las ocho horas de trabajo. Un muchacho recién salido de la
adolescencia, nacido en Rusia, y “además judío”, como señalaban las
crónicas de nuestros diarios, se atrevía contra quien aparecía como el
hombre de más poder en todo el país.

El coronel Falcón había sido el mejor oficial del general Roca en el


exterminio de los pueblos originarios en la denominada Campaña del
Desierto. Además, había llegado a la fama en aquella Argentina
conservadora como el represor de las huelgas de conventillos,
llevadas a cabo por las mujeres inmigrantes que se negaban a pagar
los aumentos constantes del alquiler por parte de los propietarios. El
coronel Falcón demostró su hombría de bien y su título de coronel
entrando a palo limpio en esos palomares de la miseria y del
hacinamiento que eran los miserables domicilios de 140 habitantes por
conventillo, que poseían un solo excusado como se llamaba a los
retretes de aquel tiempo. Ya como Roca lo había llevado a cabo el 1º
de mayo de 1904, Falcón imitó a su jefe ese Día del Trabajador y
atacó a los setenta mil obreros que llenaban la Plaza Lorea. Las
crónicas dirán luego que quedaron “36 charcos de sangre”. Fue un
ataque feroz de total cobardía porque, sin aviso previo, el militar
ordenó a la fusilería de la policía abrir fuego contra las columnas
obreras. Pero los anarquistas no eran hombres de arrugar y guardar
silencio. Desde ese momento dijeron que el tirano iba a pagar con su
vida tamaña cobardía. Y fue así como ese joven ruso, Simón, se
ofreció a no dejar impune el crimen del poder. Le arrojó la bomba a la
salida de un acto en el cementerio de la Recoleta y tanto el coronel
como su secretario fallecieron por efectos del explosivo. Cómo lloraron
los diarios al dar la noticia, en especial La Nación. Había sido muerto
uno de los pilares del sistema.

La historia continuará con el destino de Simón. Lo apresarán. Le


iniciarán juicio y lo condenarán a muerte, aunque él siempre sostuvo
que era menor de edad. Para esos menores de edad y para las
mujeres no había pena de muerte. Lo demostrará con una partida de
nacimiento llegada de Rusia y será condenado a prisión perpetua.
Como no tuvo éxito una huida preparada por sus compañeros
anarquistas fue trasladado a Ushuaia, la Siberia argentina, donde todo
preso iba indefectiblemente a morir. Más todavía, que cuando llegaba
el aniversario de su atentado contra Falcón, se lo condenaba a estar
una semana en un calabozo al aire libre, sin calefacción. Pero el “ruso”
Simón se fue convirtiendo en el alma del presidio. El siempre daba un
paso al frente en la protesta cuando a algún otro preso se lo castigaba
o se cometían injusticias en el trato general. Fue durante toda su
estada el verdadero “delegado” defensor de esos presos comunes. Y
políticos. Por eso mismo se lo sometía a un tratamiento de terror. Pero
el “ángel de Ushuaia”, como se lo llamaba, no daba su brazo a torcer
sin temor a las represalias de los guardiacárceles. Los que lean La
casa de los muertos o El sepulcro de los vivos, del gran escritor Fedor
Dostoievsky, que describe las cárceles de Siberia, y sufren con los
padecimientos de los condenados, no sospechan que en territorio
argentino existió un lugar exactamente igual construido por Roca, de
donde son muy pocos los que salieron con vida o retornaron a la
sociedad con sus facultades mentales normales.

Los anarquistas de todo el país siempre lo recordaron a Simón y


lucharon en grandes jornadas de manifestaciones por su libertad. E
intentaron un operativo como sólo los anarquistas sabían prepararlos.
Lograron liberarlo y embarcarlo en un pequeño velero rumbo a Chile
pero, cerca de Punta Arenas, guardias chilenos lo sorprenden y lo
entregan nuevamente a las autoridades argentinas. La venganza será
tremenda: Simón será encerrado durante más de dos años en una
celda, aislado, sin ver la luz del sol y sólo a media ración. Pero en los
círculos obreros y políticos, Simón gana cada vez más popularidad.
Las calles de Buenos Aires y de otras ciudades tendrán pintadas con
“Libertad a Simón” y su retrato aparece en las ediciones de todas las
publicaciones libertarias.

Mientras tanto, le envían dinero que se recauda en las fábricas. Pero


Simón no lo aprovecha para su persona sino que lo reparte entre los
enfermos del penal y la compra de libros para la escasa biblioteca de
la cárcel. Los pedidos de indulto para el preso le llueven al presidente
Yrigoyen, quien finalmente se lo otorgará en el 13 de abril de 1930.
Simón había padecido veintiún años de prisión. Pero la reacción de los
militares y de la prensa es muy grande contra la decisión del primer
mandatario. De manera que el preso es traído por un barco de la
marina de guerra hasta el Río de la Plata. Allí es obligado a
trasladarse al buque de la carrera que une a Buenos Aires con
Montevideo y de esa manera es expulsado del país hacia Uruguay.
Allí, en la otra orilla, es recibido por manifestaciones obreras que le
dan lugar en sus sedes y lo saludan como al mejor compañero. Al
quedar libre, Simón recuerda a sus compañeros presos en Ushuaia y
dirá: “La separación de mis compañeros de infortunio fue muy
dolorosa”. Comenzará a trabajar días después como mecánico y más
tarde se prestará a ser mensajero entre los anarquistas del Uruguay y
de Brasil. Hasta que se acaba la democracia en la Banda Oriental y
comienza la dictadura de Terra, quien ordena su detención. El
anarquista es confinado en la isla de Flores. Allí las condiciones son
pésimas. Debe dormir en un sótano. Permanecerá más de tres años
en esas condiciones hasta que sus compañeros de ideas logran su
libertad. Pero al llegar a Montevideo es apresado nuevamente y
llevado a la cárcel. Hasta que, liberado de nuevo, decide marchar a
España donde ha estallado la guerra civil con el levantamiento de los
militares de Franco contra la República. Allá Simón formará parte de
los grupos que lucharán contra los militares alzados. Pero no usará
armas, oficiará de transportador de alimentos para las tropas del
frente, principalmente para los soldados que están en trincheras.
Hasta que llega la derrota del pueblo y Simón será uno de los tantos
que marchará a Francia a refugiarse y de allí podrá embarcarse hacia
México.

En México pedirá trabajar en una fábrica de juguetes para niños. Así


transcurrirán los últimos dieciséis años de su vida entre el trabajo y las
charlas y conferencias que daba a sus compañeros de ideas. Siempre
sostuvo, hasta el fin, que la gran revolución humana sólo la podía
hacer el socialismo libertario, hasta lograr la paz eterna y la igualdad
entre los pueblos.

En la Argentina, los dueños del poder siempre trataron de ignorar esta


figura que parecía salida de una novela de Dostoievsky. El que había
alzado la mano para eliminar a un tirano y que en su vida posterior se
comportó como un ser de bondad extrema y de espíritu de solidaridad
con los que sufren. En la década del sesenta publiqué un estudio
sobre este ser humano que titulé: “Simón Radowitzky, ¿mártir o
asesino?”, en la revista Todo es Historia, que dirigía Félix Luna,
fallecido hace unas horas. Siempre le agradeceré a Falucho Luna ese
gesto, de permitirme publicar en sus páginas investigaciones sobre los
héroes libertarios que actuaron en nuestro país en las primeras
décadas del siglo pasado.

Los porteños se habran cansado de ver monumentos y calles con el


nombre de "Ramon Falcon"
5b415a0a74765006f122f979f487f751No solo esto, como porteños
tenemos el cuidado de la Policia Federal Argentina. Su escuela
"Ramon Falcon"
El coronel Ramón Lorenzo Falcón (Buenos Aires, 30 de agosto de
1855 – 14 de noviembre de 1909) fue un político, militar y policía
argentino. Se destacó por su dureza como jefe de la Policía Federal
Argentina, reprimiendo con mano de hierro los movimientos obreros de
comienzos del siglo XX. Tras la llamada Semana Roja de 1909, en la
que el enfrentamiento entre la policía y los manifestantes del 1º de
mayo se cobró la vida de varios obreros anarquistas y llevó al cierre de
asociaciones y locales sindicales, y fue asesinado.

En 1906 recibió el nombramiento de jefe de policía de la Capital


Federal. En ese cargo creó la escuela de policía (que hoy lleva su
nombre). Ese mismo año, encontrándose el país en estado de sitio
como consecuencia del alzamiento radical, ordenó la represión de los
actos realizados por los sindicatos en conmemoración del 1.º de mayo,
lanzando un cuerpo de 120 policías a caballo contra la congregación,
que sembró la avenida de muertos y heridos.

En 1907 fue el encargado de ordenar el desalojo de las familias


obreras, que se negaban a acatar el aumento unilateral de precios
aplicado por su arrendadores; descontentos con la falta de
intervención gubernamental en la regulación de la vivienda y de las
condiciones de vida en los inquilinatos, en estado lamentable en su
mayoría, mujeres y niños obreros tomaron las calles con escobas bajo
el lema de “barrer la injusticia”.

En julio de ese año (en el invierno austral) —con la ayuda del cuerpo
de bomberos, que redujo los conatos de protesta con mangueras de
alta presión arrojando agua helada— Falcón efectuó los desalojos
masivos. Los ex inquilinos debieron alojarse en los campamentos
organizados por los sindicatos anarquistas.
Finalmente la Federación de Inquilinos lograría acuerdos para
construir viviendas obreras y ajustar el valor de los alquileres, frente a
la oposición de los anarquistas, que quedaron en minoría.

El 1.º de mayo de 1909 Ramón L. Falcón ordenó nuevamente reprimir


la manifestación convocada por los anarquistas de la FORA en Plaza
Lorea; dejó 11 muertos y más de 105 heridos, muchos de los cuales
fallecieron en los días siguientes. Ante la huelga general y la decisión
sindical de mantenerla hasta su renuncia, dio también órdenes de
dispersar por la fuerza la columna de 60 000 personas que
acompañaba los féretros de los obreros asesinados hacia el
cementerio de Chacarita; la policía arrebató los féretros a la multitud
para evitar el cortejo, y rechazó a balazos a los 4000 manifestantes
que llegaron por sus propios medios a Chacarita para rendir homenaje.
Se clausuraron también los locales de sindicatos de todo signo,
anarcosindicalistas y socialistas por igual, así como los órganos de
prensa La Vanguardia (socialista) y La Protesta (anarquista); grupos
de civiles y policías de paisano, al grito de “Viva la Patria”, incendiaron
las imprentas de estos últimos y otros locales.

Finalmente, un Comité de Huelga formado por representantes de la


FORA y la UGT, apoyados por el Partido Socialista obtuvo audiencia
con el presidente del Senado, Benito Villanueva, del que lograron la
libertad de los detenidos y de todos los presos por causa de huelga, la
supresión del Código Municipal de Penalidades —que tipificaba las
infracciones cometidas durante huelgas y actos sindicales—, así como
el levantamiento de la clausura de los locales obreros. Pero no
obtuvieron la renuncia de Falcón. La Bolsa de Comercio, la Cámara de
Cereales y otras asociaciones patronales organizaron un acto en
apoyo a Falcón por su actitud.

El fin de Ramoncito?

Radowitzky procedía de una familia obrera de origen judío. Creció en


la ciudad de Ekaterinoslav, donde la familia se había trasladado para
posibilitar a los niños el acceso a la educación primaria. Abandonó los
estudios a los 10 años para iniciar su aprendizaje como herrero; la hija
de su maestro fue quien lo inició en el anarquismo. Cuatro años más
tarde, ingresó como jornalero en una metalúrgica; en una
manifestación reclamando una reducción en la jornada laboral, fue
herido por un sable cosaco, que lo confinó en cama durante seis
meses. Tras la convalecencia, fue sentenciado a cuatro meses de
prisión por repartir prensa obrerista.

Fue segundo secretario del soviet de la fábrica en la que trabajaba


cuando los eventos de la revolución rusa de 1905. Tras la represión
zarista, debió exiliarse para no ser condenado a prisión en Siberia.
Irónicamente, en su destino elegido, Argentina, acabaría siendo
condenado al penal de Tierra del Fuego.

Llegó a la Argentina en marzo de 1908; se afincó en Campana, donde


trabajó de obrero mecánico en los talleres del Ferrocarril Central
Argentino. Mantuvo estrechos contactos con la creciente comunidad
anarquista local, leyendo La Protesta, el periódico de la Federación
Obrera Regional Argentina; a través de la Federación, entró en
contacto con un grupo de intelectuales anarcosindicalistas de origen
ruso, entre los que se contaban Pablo Karaschin —autor de un
atentado en ocasión del funeral de Carlos de Borbón— José Buwitz,
Iván Mijin, Andrés Ragapeloff, Máximo Sagarín y Moisés Scutz. Se
trasladó a Buenos Aires, donde residiría con algunos de estos
mientras ejercía como herrero y mecánico.

El 1 de mayo de 1909, Radowitzky participó en una de las dos grandes


manifestaciones convocadas por las organizaciones sindicales. Por
separado de la central sindicalista revolucionaria Unión General de
Trabajadores (UGT), la FORA anarquista convocó a un acto en la
Plaza Lorea, en el porteño barrio de Montserrat, entonces en obras de
ejecución del proyecto de Carlos Thays para dar forma a la Plaza de
los Dos Congresos, uno de los símbolos urbanísticos de la burguesía
gobernante. Allí se reunían los anarquistas desde 1890 para
conmemorar a los mártires de Chicago.

Por orden del coronel Ramón Lorenzo Falcón, que observaba la


concentración, la policía reprimió con tropas de infantería y caballería
la manifestación; una hora de combates arrojó tres muertos, que
pronto serían ocho, entre los anarquistas, y más de cuarenta heridos.
Falcón ordenó clausurar todos los locales de esa filiación, y detuvo a
16 líderes durante la semana siguiente, llamada Semana Roja por la
dureza de la persecución; las comunicaciones de las fuerzas de
seguridad afirmaban la existencia de un complot ruso-judáico,
responsable de instigar al conflicto. El movimiento obrero respondió
declarando una huelga general, a la que se sumó el Partido Socialista,
exigiendo la renuncia de Falcón para detenerla. La columna de
manifestantes que el 4 de mayo acompañó a los muertos sumó más
de 80.000 personas, pero la presión policial y las divisiones internas
detuvieron la huelga poco más tarde.

El 14 de noviembre, Radowitzky preparó un artefacto explosivo casero,


y lo arrojó dentro del vehículo que conducía a Falcón, unánimemente
considerado responsable de las muertes de los obreros. La explosión
hirió de muerte al coronel y a su secretario privado, Alberto Lartigau;
morirían el uno a las 2 de la tarde, y el otro al anochecer. Perseguido
por las fuerzas de seguridad mientras huía, Radowitzky intentó
suicidarse a pocas calles del lugar de la explosión, disparándose al
pecho con un revólver que portaba. Al acercarse los policías, gritó
"¡¡Viva el anarquismo!!", seguro de que sería ejecutado in situ. Sin
embargo, fue transportado al hospital Fernández, donde se le
diagnosticaron heridas leves en la zona pectoral derecha, y se lo
trasladó inmediatamente a una comisaría. Al no portar identificación y
negarse terminantemente a prestar información a sus captores, la
inquietud llevó al presidente José Figueroa Alcorta a decretar el estado
de sitio.

En el juicio, la imposibilidad de determinar la identidad del reo causó


dificultades, hasta que la embajada argentina en París facilitó los
antecedentes obtenidos en Ucrania. Sin embargo, la edad del mismo
resultaba incierta; el fiscal ordenó pericias médicas que le daban entre
20 y 25 años. Sin dudas de su responsabilidad, pues el mismo
Radowitzky había admitido ser autor único del atentado, se solicitó
para él la pena de muerte:
Debo manifestar aquí que no obstante ser la primera vez que en el
ejercicio de mi cargo se me presenta la oportunidad de solicitar para
un delincuente la pena extrema, lo hago sin escrúpulos ni vacilaciones
fuera del lugar, con la más firme conciencia del deber cumplido,
porque entiendo que nada hay más contraproducente en el orden
social y jurídico que las sensiblerías de una filantropía mal entendida
(...)
En las consideraciones de la defensa social debemos que en
Radowitzky un elemento inadaptable cuya temibilidad está en razón
directa con el delito perpetrado, y que sólo puede inspirar la más alta
aversión por la ferocidad del cinismo demostrado, hasta el extremo de
jactarse hoy mismo de ese crimen y de recordarlo con verdadera
fruición.
Manuel Beltrán, alocución en el juicio

Sin embargo, el aporte de un facsímil de la partida de nacimiento de


bautismo por un primo de Radowitzky cambió el curso del proceso.
Aunque el documento carecía de las legalizaciones pertinentes para
confirmar que éste tenía sólo 18 años, siendo por lo tanto menor de
edad y no pasible de ejecución, inclinó a los jueces a conmutar la pena
por la de reclusión perpetua en la Penitenciaría Nacional. Se le añadió,
como castigo adicional, la reclusión solitaria a pan y agua durante
veinte días cada año, en el aniversario del atentado.
El 6 de enero de 1911, dos presos anarquistas —Francisco Solano
Regis y Salvador Planas Virella— que compartían lugar de reclusión
con Radowitzky lograron huir de la Penitenciaría Nacional, en una
operación que contó con ayuda exterior y con la connivencia de
algunos de sus guardias. Radowitzky quedó detrás por haber sido
llamado imprevistamente a la imprenta del presidio. Atemorizados por
la perspectiva de que el joven reo, que concitaba simpatía entre el
personal de la cárcel, contara con otra oportunidad semejante, se
decretó su traslado al penal de Ushuaia, reservado generalmente para
criminales de extrema peligrosidad. La costumbre de encerrar allí a
anarquistas y otros presos políticos se haría más frecuente con los
años.

En la prisión se le denegaron los pocos derechos concedidos a los


restantes presidiarios; como única lectura se le permitía la Biblia, y fue
sometido a malos tratos y torturas al liderar al resto de los reclusos en
huelgas de hambre en protesta por las malas condiciones del penal.
En 1918, las torturas alcanzaron su cenit con la violación de
Radowitzky por parte del subdirector del penal, Gregorio Palacios, y
tres guardiacárceles. La reacción no se hizo esperar; enterados los
anarquistas del hecho, publicaron en Buenos Aires un panfleto, titulado
El presidio de Ushuaia, de pluma de Marcial Belascoain Sayos que
apareció en La Protesta. Su publicación causó conmoción, y el
gobierno de Yrigoyen ordenó abrir sumario sobre las condiciones en
Ushuaia; los tres guardiacárceles serían relevados de sus funciones.

El 7 de noviembre de ese mismo año, una audaz acción conjunta de


los grupos anarquistas chilenos y argentinos logró la única evasión
jamás lograda del penal de Ushuaia. Los argentinos Apolinario Barrera
y Miguel Arcángel Roscigna y los chilenos Ramón Cifuentes y Ernesto
Medina alquilaron una pequeña goleta de bandera dálmata en la
ciudad chilena de Punta Arenas, y coordinaron con Radowitzky el
procedimiento. Éste, que trabajaba en el taller de la cárcel, se hizo con
un traje de guardiacárcel, y abandonó el penal a primera hora de la
mañana aprovechando el relevo y la llegada de un grupo de
guardiacárceles nuevos, encontrándose con Barrera en una cala no
lejana. El plan original era desembarcar a Radowitzky en algún lugar
apartado, con víveres y utensilios para resistir un tiempo hasta que la
búsqueda hubiese amainado su intensidad, aprovechando el plazo de
unas horas hasta que el personal se percatara de su desaparición. Sin
embargo, este pensó que le sería más fácil pasar desapercibido en
Punta Arenas, por lo que decidieron seguir viaje hasta ese punto. Tras
cuatro días de navegación, y ya en territorio chileno de la península de
Brunswick, la goleta fue abordada por un navío de la Armada de Chile,
alertado por las autoridades argentinas de la evasión; aunque
Radowitzky escapó a nado antes del encuentro, la tripulación de la
goleta fue detenida e interrogada en prisión, hasta que uno de los
tripulantes confesó donde aquél había tomado tierra. Pocas horas más
tarde, el anarquista fue interceptado mientras intentaba llegar a Punta
Arenas andando, conducido a una prisión flotante, y luego de dos
semanas retornado al presidio. El castigo de la evasión serían dos
años de confinamiento solitario en su celda, con sólo media ración de
alimento.

En los años siguientes su figura cobraría valor simbólico en las


protestas obreras anarquistas; una entrevista de La Razón en 1925
reavivó la visibilidad pública de su causa, invariablemente mantenida
como emblema en los conflictos obreros de la FORA del V Congreso,
y en los últimos años de la década las pancartas y pintadas exigiendo
su indulto se multiplicaron. En 1928 el periodista Ramón Doll provoca
un influyente alegato, examinando la desmesura con que desde la
justicia se trata el delito motivado por causas políticas, que acababa
con un indirecto pero claro petitorio de indulto. Tras el naufragio del
Monte Cervantes en los canales fueguinos, que aisló temporalmente
en Ushuaia a numerosos porteños, el diario Crítica envió a un
redactor, Eduardo Barbero Sarzábal, a entrevistar a Radowitzky. La
publicación de la misma tuvo un éxito rotundo, y atrajo finalmente la
atención de los líderes políticos. El 14 de abril de 1930, Yrigoyen —
que 14 años antes, antes de su primera elección como presidente,
había prometido a una delegación anarquista indultar a Radowitzky—
cumplió con demora su palabra, y le concedió el indulto. Sin embargo,
por el mismo documento lo condenó al destierro; el 14 de mayo el ARA
Vicente Fidel López lo lleva al puerto de Buenos Aires, de donde
deberá tomar otro buque a Montevideo con fondos propios y sin
documentación, habiendo desaparecido la suya en los 21 años de
prisión. La ayuda de las agrupaciones anarquistas uruguayas le
permite, finalmente, sortear las trabas burocráticas y desembarcar.

Simon Vive

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