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CAPITALISMO-SOCIALISMO, «CRUX THEOLOGICA» Juan Luis Segundo

La teología latinoamericana tiene fama de entusiástica, ocasional y poco seria en los ambientes más
desarrollados de la teología europea.
Ello nos preocupa porque nos cuestiona y cuestiona nuestra tarea y porque los seminaristas latinoamericanos
siguen siendo formados académicamente por una teología que es una copia de la mejor y más actual teología
europea.
En la formación de los futuros sacerdotes y pastores de América Latina la temática de la liberación reviste un
carácter más político que propiamente teológico. Por otra parte, es cierto que fue sobre todo la praxis pastoral
la que introdujo en el hacer teología la orientación hacia el tema o los temas relacionados con la liberación.
De ahí que la «teología de la liberación» sea en América Latina mucho más hablada que escrita.
Los términos «teología de la liberación» no pretendían designar un sector de la teología (como «teología del
trabajo», «teología de la muerte», etc.), sino la teología toda entera.
Por todos estos elementos señalados, creo que la polémica sobre la seriedad de la teología de la liberación
no puede avanzar sino es a través de un problema concreto tomado como test. Así, prefiero convidar al lector
a plantearle a la teología uno de los problemas humanos más acuciantes de mi Continente latinoamericano: la
opción entre sociedad capitalista y sociedad socialista. Pero nuestra opción se hace desde la periferia
oprimida de los grandes imperios económicos. ¿Qué esquema sociopolítico elegir hoy, desde nuestro
subdesarrollo, que sea al mismo tiempo eficaz y coherente con el tipo de sociedad que deseamos para el
hombre latinoamericano que conocemos? Esa es la pregunta que le hacemos a la teología, porque es vital
para nosotros. Surge otra pregunta: ¿Tiene sentido hacer tales planteamientos precisamente a la teología?.
En primer lugar se acepta la pregunta como oportuna, porque la opción pertenece al ámbito de la teología
moral, que se mueve por caminos propios. En segundo lugar se suele añadir que la opción por el socialismo
es moralmente inaceptable por desconocer este último el derecho natural del ser humano a la propiedad
privada, aun de los medios de producción. Ni la separación abismal de una teología dogmática y una moral, ni
la noción misma de «derecho natural», ni sobre todo su aplicación para defender el que sólo algunos posean
privadamente tales medios, me parecen principios con la solidez necesaria como para merecer una atención
particular. Mucho más sutiles, profundas y dignas de atención me parecen las dos respuestas negativas: las
que niegan el derecho o la conveniencia de plantearle a la teología la opción capitalismo- socialismo. Una de
esas respuestas negativas es de origen pragmático —la más poderosa en el ambiente latinoamericano—,
mientras que la otra es de origen teórico —la más poderosa en el ambiente teológico europeo.

La negativa pragmática procede de la tarea que las Iglesias cristianas se atribuyen. Y es interesante por lo
que no dice, por sus razones o motivos ocultos, por la teoría subyacente. La negativa a optar en el problema
que nos ocupa está perfectamente ejemplificada en la respuesta dada por los obispos católicos de Chile a
esta cuestión vital para ese país. Dijeron: «La Iglesia opta por Jesús resucitado... Políticamente, la Iglesia no
opta: pertenece a todo el pueblo de Chile». ¿Cuál es el supuesto lógico de tal respuesta práctica? Que sería
insensato hacer depender un valor absoluto (religioso, de salvación) de un valor relativo (la preferencia por su
sistema —siempre imperfecto— de convivencia política).
En medios intelectuales, las reacciones contra este tipo de práctica pastoral y contra sus implicaciones
teológicas pueden llegar hasta el desprecio. Pero no deja de ser cierto que la inmensa mayoría de las Iglesias
cristianas siguen oficialmente estructuradas como centros autónomos de salvación. Si adoptan posiciones
progresistas en materias históricas, lo hacen para dar más atractivo aún al valor absoluto de salvación de que
pretenden hacer partícipes a sus fieles. ¿No sería posible y evangélico invertir tal orden de valores?
¿Declarar, con el mismo Evangelio, que el sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado,
y traducir esa afirmación con la única traducción posible: que una convivencia humana, liberada lo más
posible de alienaciones, constituye el valor absoluto, y que todas las instituciones religiosas, todos los dogmas
y todos los sacramentos, todas las autoridades eclesiásticas, sólo un valor relativo, es decir, funcional? Una
vez más, en ambientes cristianos capaces de reflexión teórica, esta inversión de valores de acuerdo con el
Evangelio es relativamente fácil y se está operando en América Latina. Pero con el resultado de que ahonda
cada vez más la divergencia, antipatía y separación entre tales cristianos y las Iglesias oficiales, que
continúan estructuradas según los principios opuestos. Mientras la Iglesia siga atribuyendo un valor absoluto
a aquellas cosas, palabras, gestos, autoridades, que parecen ligar verticalmente a sus fieles con Dios, y un
valor sólo relativo a la funcionalidad histórica de todo eso, no es posible plantearle seriamente a la teología
eclesiástica cómo orientar la opción de los cristianos entre capitalismo y socialismo. Podríamos dejar aquí
este punto y abandonar a la acción pastoral el cuidado de convencer a la jerarquía de las Iglesias cristianas
de la auténtica escala de valores y, por ende, de la necesidad de comprometer la acción pastoral en un
problema humano tan fundamental como el que planteamos. Pero, siempre dentro de esta objeción
pragmática, nos interesa cada vez más en América Latina atacar hasta donde sea posible teóricamente esas
motivaciones pastorales erradas.
Para ello podríamos seguir el rumbo de la teología europea. Desplegar el arsenal de la tradición para mostrar
desde el pasado como la auténtica actitud de la Iglesia hacia problemas similares fue otra. Y desde qué
momento comenzó el proceso de la desviación, olvidando cada vez la funcionalidad de todo lo eclesiástico
con relación a la historia humana.
Yo diría que existe una tendencia muy marcada en América Latina a atacar ese tipo de problemas
pragmáticos de la Iglesia por otro camino: el de las explicaciones presentes fundadas en las ciencias
psicosociales. ¿Cuáles podrían ser, por ejemplo, los resortes psicosociológicos que expliquen hoy ese tipo de
actitudes pragmáticas generalizadas en las cúpulas eclesiásticas? En este terreno la teología latinoamericana
se orienta hacia un trabajo interdisciplinar con las ciencias llamadas humanas. Y creo que, con esa ayuda, le
es posible a la teología verificar la siguiente hipótesis sobre esas mismas actitudes eclesiásticas. Gestos,
fórmulas, ritos, autoridades relacionadas directamente con la salvación, con lo absoluto, suelen dar indicios de
que aquellos que los manejan saben que, si los introdujeran dentro de ese sistema, perderían no sólo su valor
absoluto, sino aun su valor relativo. Ese es el peligro de lo absoluto: o es absoluto o no es nada.
Cuando las Iglesias erigen en absoluto cosas que no lo son, buscan preservarles un valor relativo ligándolas
con la inseguridad humana; «sólo individuos de temperamento poco común pueden conservar, a la larga, su
propia estimación frente al desprecio de sus semejantes. Se encuentran aparentes excepciones a la regla,
especialmente en gente de fuertes convicciones religiosas. Pero esas aparentes excepciones rara vez lo son
en realidad, ya que tales personas se apoyan en la aprobación putativa de algún testigo sobrenatural de sus
actos». De afirmaciones tales como ésta de Veblen tenderán muchos científicos a sacar argumentos contra el
cristianismo en general.
Nosotros, en cambio, trabajando interdisciplinariamente con esas ciencias, pretendemos hacer teología
propiamente dicha, remontar hasta los mecanismos íntimos y a menudo inconscientes con los que pensamos
a Dios, su mensaje, su Iglesia. Y creemos que es allí, en el ámbito de esos resortes (que no son sólo
teológicos), donde se juegan hoy, a nivel interconfesional cristiano, las hondas y apasionantes divergencias
que, en otras épocas y con otros instrumentos mentales, se llamaron controversias trinitarias o cristológicas.
Invertir el orden evangélico de valores ¿no es una heterodoxia? Si la hipótesis interdisciplinar se verifica, se
verificará igualmente que la heteropraxis de Iglesias absolutizadas descansa en una radical heterodoxia: la
progresiva pérdida de fe en el Evangelio de Jesucristo. O dicho en otras palabras: la pérdida de fe en su
funcionalidad humana.
La teología tiene aquí una enorme tarea: la de procurar señalar las experiencias evangélicas fallidas que
están en la base de esa inseguridad eclesiástica y descubrir los criterios de una auténtica funcionalidad
histórica del Evangelio, así como sus límites. Lo cual nos lleva a la convicción de que si se llegara a la
conclusión de que el Evangelio no tiene nada que decir sobre un problema humano tan decisivo como la
alternativa capitalismo-socialismo, es evidente que sólo podría tener un valor absoluto, no funcional, un valor
nulo.

II

Pero además de la objeción pragmática que decía que existe una objeción teórica para que la teología preste
concurso en la alternativa política que examinamos ¿qué tipo de teología sería la indicada para orientarnos
frente a tal alternativa? Sin duda, la «teología política» o la «teología de la revolución», surgidas en el ámbito
del pensamiento protestante y católico alemán. Sin embargo, y por extraño que parezca, también la teología
política y la teología de la revolución nos dejan desorientados frente a la alternativa política y revolucionaria
por excelencia. América Latina quiere planificar y construir su futuro. De ahí surge la apasionante alternativa
entre dos sistemas y sus respectivas lógicas humanas y sociales. Ahora bien, «lo que distingue 'la escatología
cristiana' de las ideologías del porvenir del Oeste y del Este no es que aquélla (la ideología cristiana) sepa
más, sino que sabe menos sobre ese porvenir que la humanidad trata de avizorar y que persevera en la
pobreza de ese saber». Hasta aquí la afirmación de Metz. Según ella, una teología escatológica debería
saber menos sobre capitalismo y socialismo que los teóricos de uno y otro sistema. La Iglesia es mucho más
reticente que cualquier programa político. Por eso continúa Metz escribiendo que «ella (la Iglesia) debe
institucionalizar esa reserva escatológica estableciéndose a sí misma como instancia de libertad crítica frente
al desarrollo social para rechazar la tendencia de éste a presentarse como absoluto». Otra vez, pues,
chocamos contra la distinción relativo-absoluto. Y otra vez la opción política concreta cae del lado de lo
relativo. Sólo que lo absoluto no es ya aquí la Iglesia, sino algo a cuyo servicio está la Iglesia misma: el Reino
escatológico de Dios, el futuro último, el que desciende de Dios mismo a la humanidad. Aquí sí reconoce la
Iglesia plenamente su funcionalidad con respecto al Reino escatológico. No le importa triunfar ella, sino hacer
que triunfe el Reino. Así escribe Moltmann: «Sólo por la dialéctica de tomar partido se realiza el universalismo
del Crucificado en el mundo. El falso universalismo de la Iglesia [nuestra primera objeción pragmática] es, por
el contrario, una prematura e inoportuna anticipación del Reino de Dios». La funcionalidad de la Iglesia
tendría como contenido mismo impedir las «prematuras e inoportunas» anticipaciones del Reino de Dios. Y se
refiere expresamente al falso universalismo de la Iglesia, o sea, la Iglesia absolutizada. Pero en el contexto
más amplio de su obra se ve que todo proyecto histórico tiene tendencia al mismo universalismo, a la misma
absolutización.
El espacio crítico creado por la teología política ataca los absolutismos del pasado o del futuro, del Oeste o
del Este. Desabsolutiza por igual el orden existente y el proyectado. Por eso mismo, cuando se leen muchos
escritos surgidos de la revolución» se tiene la impresión de que esa revolución a que allí se alude se parece
más a la revolución cartesiana —teórica— de la duda metódica que a la revolución práctica. Revoluciona
nuestra manera de enfocar los sistemas político-sociales desde nuestra instalación en ellos; pero no elige
entre un sistema y otro. Si se inclina hacia un lado, será probablemente contra el orden establecido hoy:
capitalista donde sea capitalista, socialista donde sea socialista. Es más, como los dos regímenes coexisten
actualmente, las críticas «escatológicas» convergen hoy hacia una relativización común, que no conserva de
revolucionario sino el nombre.
Por otro camino más hondamente teológico llegamos a la misma conclusión: de que no cabe preguntar a la
teología por la relación entre el mensaje revelado y la opción política capitalismo- socialismo. Ya dijimos que
no cabía hacerlo para no gravar lo absoluto —el Reino— con el peso de lo relativo —sistemas políticos
perecederos—. Y la razón profunda es que los valores relativos no constituyen siquiera fragmentos del valor
absoluto: permanecen definitivamente en su esfera de relatividad.
Ahora bien, se sabe que existe en América Latina una tendencia teológica que ha dado en llamarse «teología
de la liberación». Algo es común y básico para todos los teólogos comprendidos dentro de esa denominación:
el que los hombres, tanto política como individualmente, construyen el Reino de Dios, desde ya en la historia.
El argumento que esgrime la teología política alemana para esa negación es nada menos que la base misma
de la teología de la Reforma: la doctrina de Pablo sobre la justificación por la sola fe y no por las obras.
Uno de los participantes en la discusión sobre la «teología de la revolución», Rudolf Weth, esgrime este
argumento: «Dios realiza él mismo la acción revolucionaria decisiva para la venida de su Reino. Esa acción
no puede ser realizada o reemplazada por ninguna acción humana». Y Weth continúa apoyando este
argumento con un texto decisivo de Lutero, en el que éste traslada el principio de la justificación por la sola fe
al plano del Reino universal. Lutero comenta el pasaje de Mateo (25,34) donde el Juez universal llama a los
buenos a poseer el Reino preparado para ellos desde el comienzo. Y dice así: «¿Cómo podrían [los hijos del
Reino] merecer lo que ya les pertenece y ha sido preparado para ellos desde antes de que fueran creados?
De suerte que sería más justo decir que es el Reino de Dios el que nos merece como poseedores. El Reino
de Dios ya está preparado. Pero los hijos de Dios deben ser preparados en vistas al Reino; de suerte que es
el Reino el que merece a los hijos y no los hijos de Dios los que merecen el Reino». Es obvio que esta
exégesis descalifica radicalmente toda opción entre sistemas sociopolíticos que pretendieran preparar de
manera «causal» el Reino de Dios. Se dirá tal vez que ésta es sólo la vertiente de la teología política que
procede de la Reforma; pero constituye un hecho relevante el que la teología católico-romana, sobre todo
después del Concilio Vaticano II, se acerque en Europa cada vez más a las posiciones luteranas sobre la
justificación; y de ahí que, en el punto que tratamos, no se perciban diferencias notables entre una y otra. Si
«derecha» e «izquierda» se identifican grosso modo —como ocurre en el vocabulario latinoamericano— con
opción capitalista y opción socialista, creo que sería interesante proporcionar alguna prueba de lo que acabo
de decir. Tomemos, el comentario que hace un teólogo católico francés, de lo que él llama la «ambigüedad»
de la teología política alemana. Escribe así: «¿Qué es lo que ella posibilita? ¿Divide cada vez más a la Iglesia
en cristianos de derecha y cristianos de izquierda? ¿Permite, en una Iglesia de mayoría centrista, la existencia
de una corriente izquierdista? O bien, ¿será capaz de hacer que los cristianos enfrenten sus divisiones
políticas y las sitúen frente a la reconciliación en Cristo? Así como la afirmación de san Pablo de que en Cristo
Jesús ya no hay hombre ni mujer significa que el hecho de ser hombre o mujer no es un absoluto que separe,
de suerte que sólo uno u otra podrían ser cristianos, así también la división entre derecha e izquierda —que
es una división y un juicio políticos— no lleva consigo, el privilegio exclusivo de un label cristiano y no podría
presentarse como juicio de Dios. La Iglesia está abierta a los hombres y a las mujeres, a la derecha y a la
izquierda». Como se podrá ver por este texto de De Lavalette, todo el peso de la teología como ciencia seria
nos cierra la posibilidad de iluminar la opción política práctica que, en nuestro Continente, es el punto de
convergencia de los compromisos más profundos y totales.
Al llegar a esta conclusión negativa, que me parece inaceptable, sólo me queda discutir en el párrafo final las
condiciones de posibilidad de una teología que sea capaz de decir una palabra decisiva frente a las opciones
igualmente decisivas de una sociedad. Esto nos llevará, de paso, a una revisión crítica de los argumentos
negativos ya presentados.

III

Para estudiar las relaciones posibles entre teología y opción política entre capitalismo y socialismo tenemos
que dejar claras dos cosas previas:
● Llamamos aquí socialismo al régimen político en el cual la propiedad de los medios de producción está
sustraída a los individuos y entregada a instituciones superiores en cuanto a su preocupación por el
bien común. Así como entendemos por capitalismo el régimen político donde la propiedad de los
bienes de producción está librada a la competencia económica. Lo único que podemos hacer es
decidir si vamos a dejar o quitar a los individuos o a los grupos particulares el derecho a poseer los
medios de producción que existen dentro de nuestros países. A eso le llamamos opción capitalismo-
socialismo.
● Por teología vamos a entender la investigación científica de los dogmas, es decir, de cómo llegaron a
formularse y de cómo, habida cuenta de los cambios de mentalidad y lenguaje, deben formularse hoy
para mantener una continuidad auténtica. Como ya decía, creo que esta disciplina científica,
relativamente autónoma, sustento de profesionales, lleva ya varios siglos vaciando una gran parte de
su contenido en una función ideológica conservadora. No tanto porque proponga siempre dogmas
«conservadores», sino porque su misma autonomía con respecto a la praxis cristiana concreta deja a
ésta en un plano secundario, librada a criterios independientes de la fe. Así se ha constituido, a
espaldas del dogma, una teología moral intemporal, profundamente similar a la moralidad cívica
requerida por la sociedad establecida. Y, por otro lado, el teólogo dogmático se ha convertido en uno
de tantos proveedores de cultura abstracta que la sociedad de consumo acepta y hasta protege.
Por teología vamos a entender también la fe en busca de su comprensión para orientar así la praxis
histórica. Negamos que un solo dogma pueda ser estudiado bajo otro criterio final que no sea el de su
impacto sobre la praxis.
Teniendo en cuenta lo que entendemos por socialismo y lo que entendemos por tarea teológica, podremos
plantearnos el problema de sus relaciones. Y descartando de antemano que una «teología moral» pueda ser
encargada de dirimir la cuestión. Buscaremos una relación positiva o negativa entre dogma y socialismo.
¿Cuándo se aplicó el dogma a acontecimientos políticos? En la predicación de los grandes profetas de Israel.
Y veremos que la teología de los profetas tiene poco que ver con los supuestos eclesiológicos vigentes y con
los criterios de la teología política europea. El profeta es el vidente, el que descubre, por debajo del acontecer
superficial, una voluntad, un plan, una valoración de Dios. Pero si se tratara sólo de esto, el vidente se
convertiría más bien en legislador que en profeta. Si es profeta es porque proyecta hacia el futuro las
consecuencias históricas de ese designio o valoración divina de los acontecimientos. Construye, con su visión
del presente divino, un proyecto de futuro histórico, humano. ¿Cómo funcionó el pensamiento teológico del
Profeta? Una visión más profunda que la normal le mostró a Dios actuando en los acontecimientos y
juzgandolos según su verdadero valor. El Dios de Israel, siendo quien era (teología), no podía ver con otros
ojos lo que estaba ocurriendo. No podía atribuir otro valor a los hechos históricos. A partir de esa convicción,
el Profeta imagina un porvenir de acuerdo con esa valoración divina, y lo dota de una certidumbre
equivalente. Se trata de un proyecto «político»; pero el Profeta no lo somete a la «escatologización». No
vuelve a sus oyentes igualmente críticos con respecto a la relatividad propia de esa alternativa histórica con
respecto al Reino de Dios absoluto. Más aún, los acontecimientos desmienten su profecía, en cuanto visión
de futuro.
Con respecto a esta falibilidad política de los profetas, Henri Cazelles escribe: «Es menester señalar un hecho
extraño en esa actividad política de los profetas: por regla general, terminará en un fracaso político. Pero, a
pesar de ese fracaso, los discípulos de esos profetas recogerán sus oráculos y reconocerán su validez como
palabra divina». Podemos añadir que así fue entonces y así será siempre donde se ejerza una teología
profética.
Toda teología que se niegue, pues, a hacer un juicio teológico, esto es, a invocar la palabra de Dios acerca de
una realidad política, so pretexto de que la ciencia no puede demostrar que el futuro será mejor, se aparta
claramente de la función profética. Por eso creo importante detenerme en la polémica neotestamentaria entre
Jesús y la teología de su época, tal como nos la presentan los Sinópticos. Creo que se ha prestado muy poca
atención al hecho mayor de esa polémica: la diferencia radical entre uno y otro campo no está en los
contenidos teológicos controvertidos. O por lo menos consiste en la manera misma de hacer «teología» y en
los instrumentos que un campo y otro emplean para la tarea teológica.
A esa diferencia nos vamos a referir. Concentrémonos en el enfrentamiento de esas dos teologías. Las dos
tienen de común el tratar de hallar, en los acontecimientos históricos que tenían lugar, la presencia y la
orientación divinas. La teología opuesta a Jesús está caracterizada en los Sinópticos por la búsqueda en la
historia de «signos del cielo» o, mejor, de «signos procedentes del cielo». Con la ayuda del contexto
inmediato (y recordando los «signos del cielo» que Satán propone a Jesús en el desierto), podemos
perfectamente caracterizar los «signos del cielo» como anticipaciones, esbozos, analogías de una acción
propiamente divina. Algo que, por su naturaleza misma, no pueda ser atribuido ni al hombre ni mucho menos
al demonio. ¿En qué otra cosa, si no, podría distinguirse un acontecimiento histórico como signo proveniente
del cielo? Y ¿cuáles son los «signos» que Jesús opone a los del cielo? Los que él llama «los signos de los
tiempos»: transformaciones concretas realizadas por él en el presente histórico. Y encomendadas igualmente
a sus discípulos para entonces y para el porvenir.
Se recordará que, frente a la pregunta «escatológica» de los discípulos del Bautista sobre «el que había de
venir», Jesús responde con «signos» históricos, relativos, tremendamente ambiguos, a abismal distancia de lo
Absoluto y definitivo. Los sordos oyen, pero ¿qué?; los cojos andan, pero ¿hacia dónde?; los enfermos son
curados, pero ¿acaso no van a sucumbir a nuevas y más decisivas enfermedades?; los muertos resucitan,
pero ¿valdrá la pena si, después de dolores y angustias, habrán de inclinarse de nuevo ante la muerte?; los
pobres reciben la buena noticia, pero ¿cuándo y quién cambiará su suerte real? Sin embargo, aquí comienza
a aparecer la diferente comprensión de los signos, que fundará las dos teologías. A la que requiere «signos
del cielo» le interesa saber si los acontecimientos a que aludía Jesús proceden indudablemente de Dios o
pueden proceder de Satán.
La teología de Jesús sobre los signos responde con una audacia que la teología científica cristiana ha perdido
por completo. Dice prácticamente lo siguiente: «El signo es en sí mismo tan claro que, aun si es Satán el que
libera a estos hombres de sus males, es porque ha llegado y está entre ustedes el Reino de Dios». Con esto
descalifica por completo todo criterio teológico aplicado a la historia que no sea la valoración directa y
presente del acontecimiento.
Pero es evidente que para este juicio del acontecimiento en sí, desde el punto de vista de su valor humano,
ha menester la teología de un instrumento cognoscitivo que igualmente está siendo minimizado o dejado
simplemente de lado por la teología científica. Podríamos llamarlo sensibilidad histórica. En los Sinópticos, el
término decisivo constantemente empleado es el de corazón. Corazón duro y cerrado o corazón sensible y
abierto. En una disputa teológica concerniente a qué era mandamiento de Dios y qué tradición puramente
humana, Jesús, paradójicamente, coloca los mandamientos de Dios del lado de la espontaneidad del corazón
abierto a los demás, y las tradiciones puramente humanas, del lado de una razón que calcula con el corazón
cerrado. Y, en efecto, un acontecimiento no puede ser juzgado en sí mismo si no responde a la expectativa
de un corazón sensible. La razón quedará paralizada ante su ambigüedad y los argumentos sacados de ella
serán simples servidores del egoísmo. Se comprende así que, en la polémica evangélica sobre el pecado
imperdonable, en el contexto de la curación de un mudo, declare Jesús que no consiste en el juicio teológico
sobre el origen de su obra —divino o satánico—. La blasfemia que surge de una mala apologética será
siempre perdonable. Lo imperdonable es no reconocer como liberación lo que es una liberación. Lo
imperdonable es usar de la teología para hacer algo odioso de la liberación de un hombre. El pecado contra el
Espíritu es no reconocer con alegría «teológica» una liberación concreta que ocurre ante los ojos. Y digo
liberación porque Lucas, que es el único que indica el contexto de curación, es también el único que añade un
rasgo decisivo en la parábola con la que Jesús describe la dimensión cósmica de su obra, único signo
teológico que puede preceder al reconocimiento de su persona. Con Jesús es vencido y desarmado el
«fuerte», que dominaba y mantenía esclava a la humanidad. Y, según Lucas, los despojos de esa lucha no
pasan a un nuevo amo: son repartidos entre sus naturales destinatarios. Como el habla al mudo. Pues bien,
para terminar esta serie de características de la teología de Jesús es importante señalar cómo llama él a esas
liberaciones concretas que realiza. Ya hemos dicho que la razón se halla ante hechos ambiguos, sobre todo
si se mira al futuro. Pues bien, a pesar de ello, Jesús las da el nombre más absoluto de la teología de la
época: salvación. Lejos de desabsolutizar, diríamos que absolutiza imprudentemente. Así como a curaciones
con destino incierto llamaba «llegada del Reino», así llama a una decisión momentánea, ambigua, aún no
realizada, de Zaqueo, «la entrada de la salvación». «Tu fe te ha salvado», dijo en más de una ocasión a
personas que obtuvieron de él favores o curaciones, siempre inciertas y pasajeras. ¿De dónde procede
entonces la repugnancia invencible de la teología científica moderna, sobre todo la europea, a pronunciarse
sobre alternativas políticas exactamente paralelas a las alternativas que fueron objeto de la teología de Jesús
a todo lo largo de su predicación? Cuando el teólogo político de Europa requiere de nosotros,
latinoamericanos, que le presentemos un proyecto de sociedad socialista que garantice de antemano que se
evitarán en él los defectos evidentes de los socialismos conocidos, ¿por qué no exigir también de Cristo que,
antes de decir a un enfermo curado «tu fe te ha salvado», presentase la garantía de que a esa curación no
habrían de seguir enfermedades aún más grandes? La sensibilidad histórica frente al hambre y al
analfabetismo, por ejemplo, pide una sociedad donde no sea ley la competencia y el lucro y reconoce como
una liberación el que un pueblo sub- desarrollado tenga alimentos y cultura básicos. Con respecto a
problemas futuros, esto puede parecer intrascendente en países de abundancia. Pero, entre nosotros, es algo
que salta a los ojos. Convivimos con esa alternativa las veinticuatro horas del día. ¿Qué exigencias científicas
impedirán a la teología decir, cuando esos males son eliminados, «tu fe te ha salvado»? Todo está en dar
estatuto teológico a un suceso histórico en su absoluta simplicidad elemental: «¿Es lícito en sábado hacer el
bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?».
Lo dicho en esta última parte puede parecer más bien una predicación evangélica que un estudio serio de
metodología teológica. Más aún, es seguro que la metodología teológica hace ya mucho tiempo que busca
sus criterios en la analogía con otras ciencias y no en la predicación evangélica. Prefiere las categorías y las
certidumbres de otras ciencias humanas a la aparente simplicidad del pensamiento de Jesús y de la Iglesia
primitiva.
Creo que es preciso traducir, en términos metodológicos modernos, las exigencias originales de una tarea
teológica que sea verdaderamente una comprensión de la fe frente a la historia.
1. El aspecto escatológico de toda teología cristiana, lejos de «relativizar» todo presente, lo liga a lo absoluto.
Impide que la absolutización necesaria a toda movilización humana eficiente degenere en fijeza inhumana, se
solidifique, se estanque, se vuelva sacralización de lo existente por el hecho de existir.
2. Por ende, lo escatológico no define el contenido de la teología cristiana frente a las ideologías seculares ni
la función de la comunidad eclesial en medio de la sociedad global, como parece pensarlo —explícita o
implícitamente— la teología política europea. Es sólo su manera de aceptar compromisos absolutos. La
acentuación de lo escatológico depende de una justa ponderación, siempre renovada de la oportunidad
liberadora. El espacio crítico que abre la escatología no es rectilíneo, sino dialéctico.
3. Es una extrapolación indebida el hacer del redescubrimiento luterano de la justificación personal por la fe
sin las obras la clave de toda exégesis bíblica, y especialmente de las temáticas cósmica y eclesiológica. En
otros términos: no se puede, lógicamente, pasar de la exigencia paulina de evitar la preocupación
paralizadora por la propia justicia a las exigencias comunitarias que plantea la construcción del Reino. Toda la
Escritura queda desequilibrada. ¿Qué es lo que construye en el cosmos, efectiva y definitivamente, el amor
desinteresado de los hombres? ¿En qué consiste esa violencia práctica que arrebata al Reino de la utopía
para colocarlo en medio de los hombres? Estas preguntas bíblicas por excelencia no tienen sentido si se
parte del a priori de que el Reino ya está perfectamente construido y que sólo espera la entrada en cada uno
en él por la fe.
4. La teología cristiana tendrá que basarse mucho más en la sensibilidad para lo que hic et nunc libera al
hombre concreto, en contraposición con el tipo de ciencia que espera desde ya poder prever y excluir todos
los errores y peligros del futuro mediante un modelo adecuado, o que pretende criticar y relativizar todo paso
histórico que no presente tales garantías. La teología ha querido ser, en medio de las vicisitudes humanas, la
ciencia de lo inmutable. Tiene que volver a ser, como la teología misma del Evangelio, la teología de la
fidelidad, la que, basada en lo inmutable, guía la aventura histórica sujeta a todas las rectificaciones que los
hechos impongan.
5. Consecuentemente, la teología no encuentra, en el horizonte escatológico, la posibilidad de sobrevolar
equidistantemente la derecha y la izquierda políticas. Porque derecha e izquierda no son simplemente dos
fuentes de proyectos sociales que se someten al juicio de una razón situada en el justo centro. Como bien
notaba Martin Lotz en la Discusión sobre la «teología de la revolución», «el objetivo del radicalismo de
izquierda es la apertura permanente de la sociedad a su porvenir. En el gran Brockhaus (decimosexta edición)
se puede leer la siguiente definición de izquierda: dominio de lo que aún no ha encontrado forma, de lo que
no tiene aún lugar de realización, de lo que está aún en estado de utopía». Por lo mismo, la sensibilidad de
izquierda es elemento intrínseco de una teología auténtica. Debe ser forma necesaria de una reflexión donde
la sensibilidad histórica se ha vuelto clave.
6. La relación entre un acontecimiento liberador, por ambiguo y provisorio que sea (como en los ejemplos
evangélicos), tiene, por la fuerza misma de Dios que lo promueve, un carácter de auténtica causalidad con
respecto al reino definitivo de Dios. Causalidad parcial, frágil, a menudo errada y que debe ser rehecha. Pero
algo muy diferente a anticipaciones, esbozos o analogías del reino. Ante opciones tales como «separación
racial-plena comunidad de derechos», «libre oferta y demanda internacional-mercado equilibrado (teniendo en
cuenta a los países desfavorecidos)», «capitalismo-socialismo», no se juega una analogía cualquiera del
Reino. Se juega fragmentariamente, si se quiere, el mismo Reino escatológico cuya realización y revelación
espera gimiendo el universo entero.
Entiendo que el quehacer teológico latinoamericano se encamina en esta dirección que acabo de esbozar. No
se me esconde que, para quien examine con detenimiento las líneas señaladas aquí, lo que acabo de
exponer debe parecer una crítica radical de la teología europea, y aun de la más progresista. No niego que
así sea, aunque existan excepciones. Me parece que la teología tomó caminos propios, y, como la Iglesia
muchas veces, no se dejó juzgar por la palabra misma de Dios. Recobrar la proximidad con ella y con su
manera de convertirse en pensamiento humano comprometido con la historia nos parece a muchos
latinoamericanos una gran esperanza.

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