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MARIE-MADELEINE DAVY
Todo arte se aprende, todo oficio se enseña. Existe un arte de vivir como existe u
n arte de amar, y por lo mismo un arte de la vida interior. Este arte tiene sus
guías. Entre ellos el más precioso se encuentra en el interior de uno mismo. Poco im
porta el nombre que se le de. Se puede, con Agustín, llamarlo el «Maestro interior». P
ero debe de ser descubierto. Los otros maestros no tendrán otra función más que la de
favorecer este encuentro de uno mismo con el Si-mismo supremo, el elemento más viv
o del ser.
El arte de la vida interior es sutil. Va desde el conocimiento de uno mismo hast
a la iluminación pasando por la ascesis, la concentración, la meditación y la oración. C
omporta el aprendizaje de la pobreza interior, del perfecto renunciamiento. Dese
mboca en el vacío. En el fondo del fondo de la dimensión interior se encuentra un lu
gar que la mayoría de los hombres no visitan. Se puede nacer, vivir mucho tiempo y
morir ignorándolo. Se puede creer tocarlo pero él retrocede a medida que uno se le
aproxima, porque él siempre es algo a conquistar, salvo para los perfectos de los
cuales él es el lugar esencial. Es el centro de la rueda que permita a esta movers
e. Este vacío se llama así porque no sabríamos darle un nombre.
EL CONOCIMIENTO DE SI
El conocimiento de si es comparable a una apertura, en el sentido musical del térm
ino: es por eso que ese conocimiento penetra a cualquier otro.
Según Platon (Apol., 1,28), «No vive verdaderamente quien no se interroga sobre si m
ismo». El cristianismo, heredero en sus primeros siglos de la filosofía griega, da u
na extrema importancia al conocimiento de si. Es por eso que se verá en particular
a los Padres griegos recomendar la reflexión sobre uno mismo, sobre su origen y s
u destino. De ahí el termino «socratismo cristiano» propuesto por Etienne Gilso.
Conocerse, es descubrir en si la imagen divina en el sentido del texto del Génesis
: «Dios creo al hombre a su imagen y semejanza». Esta imagen es comparada a un germe
n divino, infinitamente pequeño y frágil. Esta semilla es equivalente a un grano de
mostaza o de arroz. Su función es la de crecer y dar su fruto, como un grano de tr
igo echado a un surco y que debe crecer y portar una espiga.
La vida interior tiene como función despertar esta simiente a la manera de una hem
bra cubriendo su huevo. Toda criatura es «mujer», la simiente es divina, conviene ca
lentarla para hacerla eclosionar: tal será la obra de la vida interior. Lo importa
nte nunca perder el contacto con la fuente de su ser, hacerla crecer como un agu
a viva con el fin de beber en ella. Esta simiente divina es llamada «reino», «perla», «tes
oro». Ella se encuentra en el fondo del fondo del ser: es por eso que un ahondamie
nto es necesario.
LA EXPLORACION INTERIOR
La interioridad se descubre como una Tierra prometida, conviene ir a su encuentr
o. Por otra parte, ella misma se acerca y se dirige hacia el que la busca, ofrec
iéndose a su mirada. En el itinerario interior, no hay punto de referencia. Creer
descubrirlo sería ilusorio. No existe ningún agarradero ni sensible, ni mental, ni v
oluntario. Nada: dice Juan de la Cruz. La vida interior es más un desprendimiento
que una adquisición. La fuente está obstruida, conviene desatascarla.
El viaje interior, un viaje de solitario
En un tal caminar, se avanza a mar abierto: un mar sin orillas que el ojo pueda
distinguir. No hay huellas tras de si, no hay camino trazado por delante. Ningún p
uerto tranquilo para refugiarse, tampoco ancla para fijarse, las amarras se han
roto. Se puede sentir el miedo del naufragio. Hay que superarlo, porque toda inq
uietud te vuelve esclavo. Solamente la libertad, la independencia, la confianza
en la gracia provocan la transparencia: la opacidad desaparece y el agua se hace
poco a poco translúcida. La descripción de los senderos recorridos por los demás anim
a. Uno se encuentra con que tiene compañeros de viaje, y poco importa la época en la
cual han vivido. De todas maneras, ser retenido por ellos y por su experiencia
impediría el seguir su propio camino. El viaje interior es aquel de un navegante s
olitario. Este se ha entrenado antes de comenzar su periplo aventurero; posee en
su barco las rutas de navegación. Pero le es necesario hacer frente a situaciones
imprevistas y prevenirse contra los peligros por un simple sentido común y una cl
ara intuición.
Diversos caminos, un solo objetivo
Es así para aquel que emprende el viaje del interior. Puede consultar especialista
s, proveerse de libros relatando las exploraciones análogas a la suya, pero deberá e
fectuar él solo su propia investigación interior; esta soledad puede pesarle como un
fardo. En realidad, es ella el precio de su libertad y de su fidelidad a su voc
ación personal. En el descubrimiento de la vida interior, se presentan tantas vías d
iferentes como individuos. No obstante, los caminos diversos conducen a un objet
ivo idéntico. El hombre es una masa compacta, le hace falta levadura. A falta de d
escubrir en uno mismo esta levadura, tiene él tendencia a buscarla fuera. Es ese u
n error pernicioso, que le hace perder tiempo, energías y le distrae de lo esencia
l. Volver a uno mismo, es decir vivir dentro, habitar consigo mismo, tal es el s
ecreto comunicado por los hombres de luz.
En la vida interior, el hombre no está nunca abandonado. Físicamente, puede sucumbir
a la fatiga y al hambre, a la soledad, encontrar transeúntes que le miran y que s
in embargo no le ayudan. En el interior, es suficiente con que clame su miseria,
su desnudamiento, con que pida ayuda, con que ore: las ayudas le son enviadas e
n seguida. El beneficiario ignora de donde provienen, pero están allí y le salvan no
de las pruebas, sino de las trampas y de los peligros. Es por eso que el hombre
exterior puede atesorar por prudencia humana, el hombre interior recibe cotidia
namente su ración de luz, y ese es su «pan de cada día».
Uno puede preguntarse como se pone en camino el hombre hacia su interioridad. Es
ta búsqueda responde a una nostalgia de belleza, de terminación, de inmortalidad, y
también a un amor del cual experimenta su realidad desde el momento en que se reco
ge en su espacio ilimitado, privado de toda frontera, más vasto que el universo. E
l buscador, que, semejante a un nuevo Cristóbal Colon, se aventura en la vida inte
rior, visita un continente del que no podrá nunca volver. Los descubrimientos se s
uceden, y él va de asombro en asombro, de maravillamiento en maravillamiento. Cier
tamente, encuentra obstáculos, pruebas que son otros tantos exámenes de paso que hay
que aprobar necesariamente, o volver a comenzar. En la vida interior, el viajer
o no salta de estación, por lo mismo que la naturaleza es fiel a un ritmo estacion
al. Para marchar rápido, le es necesario abandonar sus equipajes, deslastrarse, ll
egar a una total desnudez, mantenerse libre con el fin de favorecer su empresa.
De ahí la necesidad de la ascesis.