Sei sulla pagina 1di 22

Sostener proyectos institucionales en escuelas “patas arriba”

Germán Cantero1

Compartir reflexiones sobre lo que implica sostener proyectos institucionales


en las escuelas de la adversidad implica, por lo general, entrar en fatigosas
aclaraciones. De ahí, que para despejar equívocos desde el inicio, se ha
optado por titular este texto apelando a un maestro como Eduardo Galeano
que, en su conocido libro “Patas arriba, la escuela del mundo al revés”, deja
muy en claro qué entiende por adversidad.
Entre una cuestión de suerte y una opción para luchar:
Desde este despeje previo, cabe ahora sí, recordar diferentes acepciones
sobre este concepto, no sólo desde su significación canónica sino también
desde distintas resonancias subjetivas en los docentes; se trata no sólo de
diferenciar acuerdos lingüísticos sobre diversos significados posibles, sino de
mostrar cómo opciones personales al respecto (que se adoptan desde sentidos
comunes fuertemente instalados y, a veces, desde resignificaciones críticas)
afectan sensibilidades y predisponen actitudes.
En primer lugar, por adversas se entienden aquellas situaciones que
parecen provocar cierto infortunio o desgracia en quienes las viven, es decir, un
cierto impacto subjetivo, afectivo-moral en los individuos. Infortunio alude
también a suerte desdichada, fortuna adversa; es decir, algo casual; porque la
fortuna es fruto de la casualidad, de un encadenamiento fortuito de las
circunstancias.
Entonces, si desde esta concepción y representación de adversidad se aborda
la problemática motivo de este texto, es posible que algunos docentes tiendan
a subjetivar su situación laboral actual como la escuela que les tocó en suerte.
De ahí, a naturalizar estas circunstancias como algo normal, hay un pequeño
paso.

1
Docente investigador; titular de las cátedras de Planeamiento de la Educación en las
universidades nacionales de Entre Ríos (UNER) y Luján (UNLu). Este texto toma como base una
charla del autor ante docentes de alfabetización inicial en la Universidad Nacional de Luján, diciembre
de 2008 (invitado por el Proyecto de Extensión que dirige la Prof. María Laura Galaburri). En su escritura
se ha tratado de mantener la estructura coloquial de origen. El mismo fue publicado en la revista
Novedades Educativas, Año 21; Nº 228/229; Diciembre 2009/Enero 2010.
Si a esto se agrega el hecho que muchos maestros y profesores comenzaron
su carrera por la docencia en escuelas que no pudieron elegir (en sentido
estricto), es posible que algunos hayan vivido esta experiencia como la
desgracia de no haber podido elegir, como aquello que les tocó en suerte.
Todo esto, por las marcas subjetivas que suele dejar, es muy serio. El no haber
podido elegir equivale, a veces, a iniciar la profesión de educar asumiendo
desafíos pedagógicos y humanos para los que no se estaba maduro ni
preparado. Comenzar así, casi desarmado, se convierte en una exigencia a
todas luces desproporcionada.
Entonces, si la adversidad es vivida y, a veces, naturalizada de esta forma,
quedarían (ironizando) dos alternativas: o estudiar resiliencia, para tornarse en
un material resistente a situaciones que plantean un esfuerzo desmesurado y
aún sufrimiento o, de lo contrario, asumir que ese paso por
condiciones adversas es casi un ritual de iniciación, un derecho de piso que
toca pagar en los comienzos de una carrera docente y, a partir de ahí,
comenzar a contar el tiempo que queda para concursar un destino mejor.
Esto podría graficarse con dos imágenes muy fuertes y dolorosas recogidas a
lo largo de muchos años de investigación:

Al entrar en el despacho de la secretaria de una escuela (década del ’90) se


observa, a manera de adorno, el cuadro de una canasta con cerezas; debajo
decía “si la vida es una cesta de cerezas, por qué a mí me habrá tocado vivir
entre los carozos”. Aquella escuela estaba al lado de un volcadero y quema de
basuras. A esta maestra, como a generaciones de compañeros, los habían
forzado respirar durante años el humo de la quema y a muchos de sus alumnos
a vivir con sus familias alrededor del basural, comiendo –literalmente- de lo que
otros tiran. Nadie había preparado a esa docente para afrontar los problemas
pedagógicos y de convivencia con aquellos chicos, excluidos del imaginario de
la formación que recibió como maestra. Desde luego que tampoco le habían
advertido que tenía que disponerse a aceptar condiciones insalubres
de trabajo; hubiera implicado desnaturalizar lo que para muchos formaba ya
parte de uno de los paisajes posibles del cotidiano escolar. Si se lo hubieran
planteado al concursar su trabajo, habría sido, además, cínico y perverso. Otra
docente, en cambio, que por elección estuvo diecisiete años en esa escuela,
con un trayecto previo de formación, experiencias y militancia muy diferentes,
recuerda aquella época como una de las más desafiantes y a la vez más tierna
de su vida, proponiendo como uno de los logros de aquellas luchas a una de
las alumnas, que con su padres y hermanitos vivía de la basura y hoy es
también docente y militante gremial.

Otra escena similar, transcurrió en un primer grado de otra escuela (década del
’80). Era un día de calor insoportable, en un aula de techo bajo. Los chiquitos,
en su mayoría procedentes de una villa cercana, se encontraban desde hacía
unos pocos meses en un espacio destinado a un uso específico: enseñar y
aprender. Hasta ese año (no habían tenido la experiencia del nivel inicial), la
vida de esos pequeños había transcurrido en espacios de “usos múltiples”,
porque estudiar, comer y jugar tenía lugar por lo general en el afuera de sus
pequeñas viviendas: una habitación donde dormían hacinados y en días de
lluvia, además, se cocinaba. En ese estrecho “afuera” de piso de tierra no
había límites claros entre lo público (la senda peatonal) y lo privado (el terreno),
entre lo propio y lo del vecino. Era comprensible entonces que aquellos niños
entraran y salieran por la puerta y las ventanas del aula, sin entender todavía
que ése era un espacio para estarse quitecitos y atender. La maestra,
muy jovencita, crispada, gritaba infructuosamente para retenerlos dentro
del aula. Obviamente, tampoco había sido formada para situaciones de este
tipo e imaginaba, tal vez, que le habían tocado en suerte unos pequeños
forajidos hiperquinéticos. En el registro posterior a aquella escena, durante el
recreo, la maestra expresa, ensayando una explicación que parecía darse más
a sí misma que al entrevistador: “y me tocó a mí, me tocó la borra de la
sociedad”. La borra era para ella aquellos chiquitos de seis años…
Por una coincidencia que quizás no sea mera casualidad, la misma
maestra que recuperaba enfáticamente el desafío en aquella escuela del
volcadero, optaba tiempo después por esta otra, permaneciendo en ella doce
años y culminando así su paso por la docencia dando clases de ciudadanía a
sus pequeños de primer grado con un cartel en el cuello que decía: “maestra
ayunando”.

Ahora bien, ¿por qué la adversidad puede ser vivida y sufrida de formas tan
contrastantes? ¿Por qué unas, las docentes que vivieron su trabajo como
infortunio y a sus niños como “carozos” o “borra” carecían de sensibilidad para
la relación con estas criaturas? Más bien, porque las habían colocado en una
situación de tal desigualdad, de tal desproporción de posibilidades, que habían
llegado a subjetivizar todo aquello de una manera realmente muy dolorosa,
muy difícil de soportar. ¿Porque la otra, la maestra que “reincidió” en su opción
por los niños más postergados de las clases populares era un personaje
heroico? Quizás, más bien, por una historia de vida y un trayecto de formación
y experiencias previas que explicaban estas opciones desde otros encuadres
valorativos y desde otras capacidades y recursos personales, para hacer de
estas situaciones un puesto de lucha, de militancia, pero a la vez,
de gratificación en términos humanos y pedagógicos. Probablemente también,
porque a las primeras la desproporción entre desafíos y posibilidades las había
confirmado, además, en un modo de subjetivar su relación con estos niños
desde los sentidos comunes propios de su imaginario de clase, y, quizás, a la
segunda, su trayectoria singular la había ayudado a tomar distancia crítica de
este imaginario.

Desde estas imágenes, la segunda acepción de adversidad es la que propone


entender lo adverso como lo que está al revés, lo que está invertido, lo que
está dado vuelta, lo que está patas arriba de lo que debiera ser. Situaciones
adversas aluden entonces a situaciones que ubican a los sujetos (en este caso
a los docentes) en condiciones que están al revés de lo necesario, de lo
adecuado y que, por estar al revés de lo necesario y adecuado, provocan un
impacto subjetivo que no necesariamente se deriva sólo de condiciones e
historias individuales, sino de evidencias objetivas.

La adversidad, desde esta perspectiva, sería también aquello sobre


lo cual, en una sociedad determinada, hay consenso de que está al revés
de lo que debiera ser. En este sentido, la adversidad es algo reconocible por
todos, antes de ser considerada como algo subjetivamente vivido, ya sea como
padecimiento (“por qué a mí”) o como desafío (una opción reincidente).

En las escuelas donde estas situaciones tienen lugar, se la reconoce como lo


que está ausente, como aquello de lo que se carece, como lo que
está deteriorado, como falta de lo que se considera indispensable en
términos de condiciones de trabajo. A su vez, desde la situación que padecen
los alumnos, se la constata como la expresión observable de la injusticia; de
culturas, sensibilidades y cuerpos violentados; como la cara visible de la
ignominia. En suma, para todos los implicados, como afrentas a su dignidad.

Desde esta perspectiva, lo adverso convoca a la denuncia de todas aquellas


condiciones que exigen luchar para ser revertidas y, mientras la lucha se
sostiene, esforzarse colectiva y solidariamente por paliarlas, atenuarlas para
sí y para los niños: porque las aulas no alcanzan; porque los
espacios indispensables, por ejemplo, para ofrecer educación física, música o
computación, son también exiguos o no existen; porque los baños se tapan o
porque hay que ceder cada día una o más aulas para que funcione un
comedor; porque se carece de lugar para reuniones institucionales, para
iniciativas de perfeccionamiento, y tantas otras situaciones similares. Son
también, desde luego, los salarios docentes todavía insuficientes…

Pero también son las condiciones en las que llegan muchos chicos a la
escuela: mal alimentados, a veces cansados de trabajar en la víspera, mal
dormidos, algunos golpeados y muchos violentados de alguna manera.

Todo esto permite recordar que, tanto desde la propia adversidad laboral como
desde las situaciones en que viven los alumnos, lo adverso tiene también que
ver con condiciones históricas, acumuladas a lo largo de muchas décadas en
este país; con situaciones estructurales de la sociedad en su conjunto que, al
prolongarse en el tiempo, han adquirido una estabilidad que las hace
objetivamente reconocibles y, lo que es peor, subjetivamente naturalizables.

Aquí cabría retornar a Galeano para reconocer que el mundo todo, desde esta
perspectiva estructural, es una escuela patas arriba; es decir, un mundo que
enseña, desde su poder de comunicación, cosas que están al revés como si
estuviera al derecho.

Los primeros en sufrir este mundo como escuela patas arriba, son los niños,
pero ¡todos los niños!

Aquellos niños a los que se les niega en primer lugar el derecho de ser niños.
Precisamente Galeano, en el capítulo que dedica a los alumnos, dice que día
tras día se niega a los niños el derecho de ser niños a través de hechos que se
burlan de ese derecho: “El mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero
para que se acostumbren a actuar como el dinero actúa. El mundo trata a los
niños pobres como si fueran basura para que se conviertan en basura y a los
del medio, a los niños que no son ni ricos ni pobres, los tiene atados a la pata
del televisor para que desde muy temprano acepten como destino la vida
prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser
niños”.

También la siempre vigente María Elena Walsh cantaba que “en el mundo del
revés, donde nadie baila con los pies, es posible ver que un ladrón es vigilante
y otro es juez y que dos y dos son tres”. Ambos se refieren a una escuela-
mundo que, parafraseando a Benedetti, colonizó a los niños con su vocación
de estafa2.Este texto habla entonces de una cierta adversidad, la que todavía
atenta contra la dignidad de niños y docentes en un país rico, la que
avergüenza y duele a todo aquel que se respete a sí mismo y reconozca estas
situaciones como inaceptables. Pero también hay adversidades que, como lo
señala Galeano, hacen que los niños no puedan ser niños aún en
la riqueza y en la abundancia; hay también adversidades que padecen
los niños de las clases medias, y todos, vale la pena insistir, todos sin
distinción, son niños.

Sin embargo, este artículo está especialmente dirigido a los docentes que se
dedican a la alfabetización inicial de los niños más vulnerables y vulnerados de
este país.

La razón de esta preocupación estriba en que, como lo vienen afirmando desde


hace muchos años pedagogos y políticos de la educación, la base de la justicia
y la igualdad social está en el desarrollo cognitivo que se produce en los
primeros años de vida. Es en esos años que se construye la matriz inicial de
conocimientos y, por ende, de un modo de acceso a la cultura, y es en ese
período temprano que las historias de vida de los niños comienzan a
diferenciarse preanunciando desigualdades futuras, cuando son todavía
apenas un retoño de la vida. Es ese momento y no en otro, en el que se tiene

2
Ver versos que Mario Benedetti le dedica a uno de sus maestros en Próximo prójimo.
la posibilidad de cambiar esa suerte. Después es harto difícil, aunque no
imposible; se puede, hasta en la universidad se puede, pero cuesta mucho.

Sin embargo, la construcción de esta matriz no siempre se asocia con la


justicia y la igualdad social; todavía se sigue asociando con la equidad, un
término caro al universo semántico neoliberal. Si equidad consiste en dar a
cada uno lo que le corresponde, ¿quién decide lo que le debe corresponder a
cada uno, a cada individuo, a cada grupo social? ¿Los gerentes
que administraron y quieren seguir administrando los intereses de aquel
“modelo”? ¿Es necesario nombrarlos?3

¿Es necesario nombrar a los políticos que les garantizaron


gobernabilidad y no dudarían en volver a hacerlo? En aquellas
décadas, precisamente, muchos argentinos cantaron con María Elena Walsh
que éste era (y es) un reino del revés y quizás, de tanto cantarlo, algunos lo
naturalizaron.

Si no se quiere retornar a aquellos períodos infamantes de la historia argentina,


hay que volver a hablar decididamente de justicia y de igualdad social, como
sostén, como piso de la pluralidad y la diferencia en el marco de la mayor
dignidad posible para todos, en especial, para los niños.

La equidad está asociada semánticamente a una situación que se procura, que


se otorga, que se brinda a otros desde una situación de poder. Justicia e
igualdad están asociadas a la lucha de las víctimas por obtenerlas. En uno y
otro caso, detrás de la semántica, se esconde una historia de la política como
litis entre desiguales. 4

En este comienzo de siglo se ha iniciado, de manera incipiente, una


reconstrucción cultural al respecto; pero ésta debe ser profundizada para que
todos los niños y jóvenes comprendan que este mundo que gira al revés, es
una escuela que puede hacer creer que lo normal es que muchos, muchísimos,
vivan en la adversidad y que unos pocos, poquísimos, disfruten de
la vida de una manera frívola y despreocupada, a costa de una inmensa

3
La Argentina tiene algunos nombres emblemáticos al respecto: Adalbert Krieger Vasena, Alberto
Martínez de Hoz, Domingo Felipe Cavallo, entre otros.
4
Ver de Jacques Rancière: El desacuerdo – Política y filosofía; Nueva Visión, Buenos Aires, 1996
mayoría. Aquella fiesta neoliberal debe entrar también en la memoria del nunca
más.

Volviendo entonces a este intento de despejar equívocos y


confrontar diversas miradas sobre la adversidad en la escuela, en esta
escuela del revés, en esta escuela patas arriba, se puede acordar en que, más
allá de las diferentes subjetivaciones, esta escuela se deja reconocer por todos:

Hace un par de años, una estudiante de la carrera de Ciencias de la Educación


de una universidad nacional argentina, al regresar de la observación de un
Jardín, para dar inicio al trabajo práctico de una asignatura escribe al profesor
de la cátedra, confundida, desconcertada:

“Pasan tantas cosas que no sé por dónde empezar: Hay rivalidad entre la
directora y la “vice”, rivalidad entre docentes titulares y suplentes, rivalidad
entre las cocineras y las docentes; hay agresión del barrio hacia el jardín y los
robos son reiterados (habían robado el timbre, roto el tanque de agua y el vidrio
de una de las ventanillas del auto de una de las preceptoras, sustraído el
estéreo de una docente y la computadora, que era la única, ya no está); falta
participación de los padres, la directora increpa a los padres individualizando a
quién pagó la cooperadora y a quién no; en el Jardín no funciona el baño, no
hay agua, no se pueden usar las piletas; faltan libros en las bibliotecas de los
docentes y en la biblioteca de los niños; hay luchas de poder en la escuela;
hay fallas de comunicación entre el personal; la directora constantemente hace
comparaciones entre el turno de la tarde y el turno de la mañana; algunos
docentes se han quedado sin cobrar el sueldo porque la directora hace mal el
contralor; hay un caso de amenaza de muerte de padres a una docente; en
reiteradas oportunidades algún niño queda después de hora en el
establecimiento; parece que las cocineras y las docentes titulares reúnen más
poder que la directora; la “vice” se quiere ir del jardín y una de las docentes del
turno tarde también…”

Hasta aquí el mail de una alumna universitaria. Quizás esta carta sea más
una caricatura de la realidad que su descripción rigurosa; quizás, en su
sorpresa, hizo de lo observado una pintura impresionista; quizás incluyó
también relatos de toda una historia de calamidades institucionales
como si todas estuvieran ocurriendo en aquel presente. De cualquier
manera, esto condensa al menos lo que una alumna vio, le fue relatado y
subjetivó en algún lugar del país que se llama Argentina.

Algunos de los lectores podrán sonreír al cabo de esta lectura,


como se rieron, nerviosos, los compañeros que asistieron a la charla que
es base de este texto. Tal vez esas sonrisas tengan un dejo amargo porque
algo de sus propias realidades esté contenido en este relato. Tal vez, para
algunos, éste sea, en parte, la descripción de una adversidad que han
naturalizado, para otros, la de una situación que están padeciendo con una
cierta resignación y para otros, quizás, sea una adversidad cuestionada y,
sobre todo, desafiada.

Recuperar el sentido extraviado de la escuela:

Entonces ¿qué implica sostener proyectos institucionales en la adversidad?


Implica en primer lugar, desnaturalizar lo que está al revés, es decir, lo que
está patas arriba, no aceptarlo como un fenómeno de la naturaleza; implica
luego cuestionar, denunciar y desafiar la adversidad, trabajando para poner las
cosas sobre sus pies.

¿Quiénes tienen que hacerlo? ¿Quiénes tienen que sostener estos


proyectos? Por orden de responsabilidad: las autoridades
gubernamentales que han recibido un mandato al respecto; sus
funcionarios, dentro y fuera del ámbito de la educación; los supervisores o
inspectores de escuela; los directivos, docentes, alumnos, (cuando tienen ya
una edad apropiada para compartir responsabilidades institucionales); sus
padres, vecinos, instituciones de apoyo local, etc. Todos ellos y cada uno,
desde su nivel de responsabilidad, tienen que contribuir para poner las cosas
en pie.

Entonces, ¿cómo encarar la elaboración y sostenimiento de proyectos


institucionales capaces de ir poniendo a la escuela en su sitio? Un colega
español escribía hace unos años al respecto que, quizás, lo primero sea
recuperar el sentido extraviado de la escuela. 5

5
Beltán Llavador, Francisco: Hacer pública la escuela; Edic. Lom; Santiago de Chile, 2000.
Cada docente, afirma Beltrán, sabe que, más allá del acto de transmisión de
conocimientos, lo que importa en el fondo es el sentido de esos conocimientos,
es el por qué y el para qué de esos conocimientos.6

A veces se cuenta con diseños curriculares oficiales muy interesantes, a veces,


no tanto. Pero desde esa macroestructuración discursiva, nacional y/o
provincial, sólo se puede esperar, en el mejor de los casos, una rica y fundada
orientación general acerca del sentido de un curriculum.

El contenido y el sentido de estas propuestas tienen que pasar luego por una
reflexión y debate colectivo en cada maternal, en cada jardín, en cada escuela,
en cada colegio, para que estas se adecuen a cada situación particular, a la
medida de las problemáticas y necesidades específicas de cada población
escolar, a escala de cada establecimiento y sus singularidades. En
síntesis, contenido y sentido debieran ser construidos, reconstruidos o
resignificados colectivamente en cada espacio escolar porque éste es público
por definición y porque igualdad en el acceso implica diversidad y especificidad
en una construcción que, si es realmente pública, debiera terminar
decidiéndose entre todos los que configuran y expresan, concretamente en
cada escuela, en cada barrio, en cada zona rural, esa diversidad y
especificidad.

Esto último no es una mera abstracción y, menos, una declaración retórica. Lo


que es público, por definición, pertenece a todos, a cada colectivo docente, a
cada comunidad escolar, incluidos los niños y sus padres y la sociedad del
entorno que se articula con su vida cotidiana, con sus necesidades e intereses.
Más aún, debiera ser objeto de esfuerzos horizontales de construcción entre
escuelas y comunidades próximas y con problemáticas comunes, en los
extensos y diversos espacios sociales del campo y las ciudades, expresivas,
además, de una rica diversidad cultural.

6
Paulo Freire planteó esto de una manera más radical: primero propuso que cada docente se interrogue
acerca de cuál es su comprensión del acto de conocer; luego, que cada uno se haga las siguientes
preguntas: ¿conocer para qué, con quiénes, a favor de qué, contra qué, a favor de quiénes y contra
quiénes?. Y finalizaba esta convocatoria radical con una pregunta acerca del método: ¿cómo conocer?
(Rosa María Torres: Educación popular. Un encuentro con Paulo Freire; Centro Editor de América
Latina; Buenos Aires, 1988).
Ahora bien, ¿de dónde derivar y cómo construir ese sentido acerca del
conocimiento, si todos estos sujetos, de alguna manera, han sido afectados por
una forma de distribución de ese conocimiento que se ha caracterizado por ser
selectiva y desigual?

El conocimiento que luego se convierte en contenido curricular, responde


Beltrán, ha sido, en primer lugar, objeto de una selección de un patrimonio
cultural muchísimo más amplio: del patrimonio de una sociedad en un
determinado momento y lugar de su historia. Pero si de patrimonio se habla,
habría que acordar que el acceso selectivo y desigual no se ha referido sólo a
conocimientos, sino a “informaciones, valores, creencias, ciencia, arte,
tecnología, filosofía, derecho, costumbres, todo en fin lo que el hombre produce
en su trascendencia de la naturaleza”. 7

Más aún, debiera acotarse que, todo ese patrimonio implica saberes.

“Los saberes son conocimientos sobre los que se sabe algo más que su
contenido informativo; pueden incluir reflexiones que avanzan sobre el
sentido del propio conocer. No implican necesariamente precisión
sobre un conjunto de conceptos valiosos, pero requieren, eso sí,
haber pasado esos conocimientos por el crisol de la reflexión crítica, la
propia experiencia personal e histórica, las vivencias y convicciones profundas
para transformar dichos conocimientos en germen de sabiduría. También hay
saberes que recogen y reproducen los sentidos comunes que se instalan
desde el poder; también hay saberes que se construyen desde el mito y el
prejuicio.

Aquí interesan algunos saberes que, por ser tales, no sólo se nutren de teorías,
implícitas o no, sino que también dan cuenta de una experiencia histórica; de
un modo existencial de vincularse con ciertos conocimientos; de conectarse
con ellos desde un lugar en el orden social y desde la memoria de
generaciones en sus relaciones con el poder. Se trata de saberes gestados en
las luchas populares; saberes que dan cuenta del dolor y del sometimiento
como experiencia colectiva, de las expectativas y esperanzas burladas a lo

7
Paro, Vitor Enrique: Educaçāo como exercício do poder – Crítica ao senso comum em educaçāo; Cortez
Editora, Sāo Paulo, 2008 (traducción propia).
largo de historias personales y sociales; saberes que son fruto de conquistas
que han costado vidas, que no pueden dejar atrás los horrores de las víctimas”
8

Esta selección implica también preguntarse por lo que se omite o desprioriza


en los diseños curriculares: aspectos de la ciencia y de saberes que se
consideran cultura de elite y otros que, como el cultivo del cuerpo, el desarrollo
de los sentidos, el acceso al patrimonio artístico de la humanidad, constituyen
aspectos de la educación que contribuyen a plenificar la vida, al gozo de la
vida. A ellos tienen también derecho los chicos de las clases oprimidas, los
chicos de las villas y de la ruralidad empobrecida. Tienen derecho no sólo a
que se reconozcan y valoricen las expresiones de su propia cultura, sino
también aquellas que se denominan de elite; porque la cultura generada por la
humanidad, en general y por su propia sociedad, en particular, es patrimonio de
todos. El problema es que también ella se distribuye y se valora de manera
segmentada.

En segundo lugar, para realizar la trasposición didáctica de todo


este acerbo de conocimientos, informaciones, valores, creencias,
sensibilidades y saberes a cada una de estas situaciones, colectivos y edades
infantiles, hay que revisarlos con la criticidad que autoriza una
historia de selecciones curriculares más o menos arbitrarias desde el poder.
En la historia de cada país hay circunstancias donde esta selección se realiza
desde una legitimidad más consistente y menos formal; otras, en las que esta
legitimidad es sólo una cáscara formal, vaciada de sustancia por un poder que
traicionó mandatos e incumplió promesas. En Argentina cabe recordar al
respecto la década pasada. Hay otros momentos en que esta legitimidad ni
siquiera se pretende y sólo existe la más cruda violencia simbólica amparada
en el monopolio de la fuerza. En este sentido, la experiencia más reciente en
este país fueron los años de la última dictadura, cuyas regulaciones
curriculares estuvieron vigentes en algunas provincias aún durante los primeros
años de la democracia.

8
Cantero, Germán: Educación popular en la escuela pública: una esperanza que ha dejado de ser pura
espera; en Pablo Martinis y Patricia Redondo (comps.): Igualdad y educación – Escritura entre (dos)
orillas; Del estante editorial; Buenos Aires, 2006, pág. 212.
Darse permiso: Hoy, más que discutir legitimidad, hay que vigilarla en lo
sustantivo y darse los permisos necesarios para adecuar, resignificar y
completar propuestas curriculares desde una condición de la que ningún
docente debería abdicar: su condición de intelectual (al menos, en el sentido
que Gramsci le asignaba), de profesional de la educación, de ciudadano y de
trabajador, corriéndose, por ende, del lugar del burócrata o empleado.

Asumir la tarea de repensar, replantear y resignificar currículos es la respuesta


de todo educador al derecho de cada niño de ser niño a través de la
apropiación pertinente de la cultura que necesita. En esto consiste la
responsabilidad y el aporte del educador (vale insistir con Galeano), para que el
niño de un country privado no sea tratado como moneda de cambio, para que
el niño pobre no sea tratado como un desechable y para que el niño que está
en el medio no sea educado para ser un prisionero de la vida. En la práctica,
este darse permiso, equivale a construir la autonomía escolar necesaria para
actuar como intelectuales, profesionales, ciudadanos y trabajadores; actuar con
la discrecionalidad necesaria en el debate sobre los sentidos de la propuesta
curricular.

Discrecionalidad no equivale a que cada uno actúe a su total arbitrio e incluso


capricho. Implica sí actuar prudencialmente, evaluando democráticamente y
con criterio pedagógico, desde los propios encuadres valorativos de cada
colectivo y nivel de responsabilidad, cuáles podrían ser estos
sentidos. Esto comprende, no sólo a los docentes, directivos y supervisores;
vale para todos, con la amplitud que establece la Ley Nacional de Educación al
especificar quiénes integran cada comunidad escolar.

En el caso de los supervisores y directores, estos no son, como a veces se los


representa, mera polea de transmisión, mera bisagra entre el poder político y
las escuelas; también ellos son, antes que nada, intelectuales, profesionales de
la educación, ciudadanos y trabajadores.

También lo son los funcionarios y su responsabilidad, en este sentido, es la de


hacer transparente el sentido de sus directivas, de sus normas, de sus
decisiones, y, por supuesto, el sentido del curriculum; debatiendo, en lo posible
directa y personalmente, las razones de todas estas regulaciones y las lógicas
subyacentes. Transparentar equivale a comunicar, explicar una y otra vez, cara
a cara, si es posible. En esto consiste la democratización de la gestión pública.
Para ello hay que dejar también atrás la lógica de la bajada, hermana menor de
la obediencia debida. En este paso hacia delante se juega, en parte, el futuro
de las nuevas generaciones, de los más pequeños, de esos bajitos que se
menean, como canta Joan Manuel Serrat.

Si es de todos, se decide entre todos: Sin embargo, tampoco los profesionales


de la educación, los docentes, tienen, por el hecho de serlo, la prerrogativa de
imponer sentidos, cuando de currículo se trata. Proponer,
argumentar, debatir sí; imponer, no Éste debiera, en primer lugar, ser
fruto de un proceso colaborativo entre los que producen el
conocimiento, los que generan el conocimiento científico, filosófico,
tecnológico y los que hacen la transposición de esos conocimientos. Pero
también debiera comprender a todos los demás sujetos del cotidiano escolar ya
mencionados.

En este sentido, cabe el recuerdo de un padre, uno de los cientos que


participaron de una experiencia de planeamiento participativo en una provincia
argentina. Fue en una ciudad de la costa del Uruguay, y ese papá era un
albañil migrante de la otra banda, que parecía proceder de una historia de
relación con la escuela y sus directivos un poco más llana, más amigable,
menos vertical. Aquel papá tomó el micrófono y dijo a toda la asamblea escolar:
“para mí modificar el sistema educativo no es una cosa que se hace de un día
pal’otro (…) el sistema hay que cambiarlo pero desde adentro y yo quiero
participar desde adentro de la escuela, no de la escuela pa’ fuera”.

Esto que el albañil uruguayo planteaba con mucha sabiduría y desde el


lenguaje popular (ése que también debe encontrar contención en la escuela),
expresa hoy, con toda claridad, el lugar que los padres deben ocupar en un
proceso de democratización escolar: desde adentro, pero no para decidir si
colaborar o no en pintar las aulas. Aquel padre estaba reclamando participar en
las decisiones sobre qué era importante que sus hijos aprendieran. Él no sabía
mucho de contenidos disciplinares y, menos, de didáctica de las ciencias
sociales o de las matemáticas, pero sí tenía claro qué cosas quería que sus
chicos supieran y para qué. Estaba ejerciendo el derecho de plantearlo y los
docentes tenían y tienen la responsabilidad de trabajar desde ese planteo y
desde ese ejercicio de la palabra.

La construcción de currículos desde esta perspectiva y amplitud, como eje de


todo proyecto institucional, debiera sostenerse también, tal vez primariamente,
desde la formación docente inicial que se gesta en los profesorados de
educación superior, dentro y fuera de las universidades. En este sentido habría
que hacer el inventario de todo lo hecho, pero también de todo lo que resta por
hacer.

Todos estos planteos, en un país que persiste en ser


profundamente desigual, pueden parecer extemporáneos. Hoy muchos
papás parecieran demandar, más que participación en la escuela, la
satisfacción de derechos más elementales: comida, techo y contención para
sus hijos.

Los docentes, por su parte, parecen estar absorbidos por el esfuerzo de


contenerlos en un contexto en el que ni la sociedad y, a veces, ni la propia
familia los contiene.

Es probable que estos requerimientos elementales y los esfuerzos que


conllevan se mantengan por mucho tiempo; las sociedades no se transforman
ni en días, ni en meses, ni en unos años. Pero el gran desafío es lograr atender
estos reclamos sin ceder en la responsabilidad que da razón de ser a una
escuela realmente pública: construir un currículo elaborado sobre una selección
de la totalidad de la cultura que permita a estos niños crecer en dignidad, como
ciudadano de una nueva democracia. Esto implica dejar atrás aquella
propuesta de formar, simultáneamente, los dos tipos de ciudadanos que alentó
precisamente el curriculum oculto de las reformas de los ‘90: un ciudadano
consumidor, cuyo documento de identidad en una sociedad mercantilizada
¿era? su tarjeta de crédito y un ciudadano siervo9 (aunque la expresión duela),
al que aún se pretende cautivo de cada puntero político de barrio; al que, a
veces, aún se lo sube a un camión al momento de las elecciones.

9
Capella,J. R.: “Ciudadanos siervos”; Trotta, Madrid, 1993
Mientras se aprende a hablar, se aprende a reclamar: Algunos afirman que lo
que se acaba de describir ya pasó; otros sostienen que no. Mientras la duda
persista, en las escuelas que aspiren a ser realmente públicas y populares
tienen construirse las bases para que esto sea efectivamente pasado. Esto
implica proyectos institucionales que desde la más temprana infancia
eduquen al ciudadano de la dignidad.

Los docentes para los que se pensó primariamente este artículo, podrán decir
quizás que sus alumnos son muy chiquitos para estas pretensiones educativas.
Ciertamente que para muchas cosas son muy pequeños, están madurando,
están recién apropiándose de la lengua, hay palabras del lenguaje
corriente que aún les cuesta pronunciar, todavía algunos términos
los dicen de tal manera que enternecen.

Sin embargo, ese chiquito desde los cuatro o cinco años sabe, por ejemplo,
que en la placita de su barrio los juegos están rotos, que el tobogán está
astillado, que el sube y baja está endeble y hay que ayudarlo a entender por
qué.

Si comienza a comprender que su placita es un espacio que le pertenece


porque es público y que en él tiene el derecho a jugar, se puede preguntar
¿quién debe reparar sus juegos? ¿por qué se dejan destruir? Y si la directora
de su jardín o de su escuela y las maestras de su salita o de su aula lo tiene
previsto, comenzará a entender que esos juegos pueden ser reparados y él
tiene derecho a reclamarlo; porque jugar en un espacio que es de todos, esté
en el confín de la periferia o un barrio exclusivo, es un derecho inalienable.

Entonces ésta, como otras situaciones semejantes, son ocasión para aprender
a peticionar. Pero no a peticionar como ejercicio didáctico. No, la cartita al
Intendente, para ser un recurso realmente educativo debe implicar el
compromiso de la directora, quizás de la supervisora o inspectora distrital, de
que esa cartita llegue efectivamente al intendente y de obtener de éste (o de
quien lo represente) el compromiso recíproco de venir a la salita y decir
“¡chicos, los juegos están nuevos y pintados porque ese es un derecho de Uds.
No me aplaudan porque ésta era mi obligación!” El deber de rendir cuenta de
los actos de gobierno debiera tener, quizás, a los niños como
primeros destinatarios. Allí comienzan esos pequeños a darse cuenta cuál
es la razón de ser de los mandatarios y de cual es la diferencia entre espacio
público y espacio privado cuando se trata de ejercer ciertos derechos.

Si lo público puede ser muy diferente para unos y para otros, puede terminar
siendo un espacio adverso para todos.

Proyectos institucionales, referencias flexibles para la acción: Obviamente que


construir y sostener proyectos desde estos propósitos no consiste en producir
un expediente, en conformar una planilla y, muchos menos producir un texto
para satisfacer una formalidad que, con pequeños retoques, se fotocopia
periódicamente.

Tampoco un proyecto institucional puede reducirse a un inventario de


fortalezas y debilidades. Hace aproximadamente cuarenta años, desde
intenciones tan lejanas a la educación como remota era la ciudad en que se
diseñó (Boston), alguien elaboró una técnica llamada FODA, pensada para
empresas pequeñas o medianas, a fin de que pudieran evaluar, con
razonamiento sencillo, las oportunidades de venta que les brindaba la
competencia en relación con sus propias fortalezas, y confrontar, a la vez, sus
debilidades frente a las amenazas del mercado en el que les tocaba competir.

Esto, mediante una trasposición reduccionista, típica de algunos técnicos en


educación, ubicó a las escuelas públicas en una lógica muy alejada de su
naturaleza institucional (resulta muy difícil de precisar a qué oportunidades y
amenazas debían remitirse, a menos que lo tomaran con fina ironía) y terminó
reduciéndose a un inventario de fortalezas y debilidades que dejaba en un cono
de sombra qué se debía tomar como referencias para este balance.

Estas referencias, en el contexto de la cultura escolar dominante,


parecieran ser un conjunto de instituidos, mandatos e idearios en los que
esta cultura se ha sedimentado. Y, como los formatos terminan formateando
criterios y sesgando miradas, se suelen anteponer estos instituidos
a los problemas educativos, sociales y culturales concretos de los niños y
adolescentes situados y con rostro, que son los sujetos particulares de cada
institución. Problemas que, precisamente, podrían poner en cuestión dichos
instituidos. En síntesis, estos formatos, como otros, alientan procesos más
proclives a conservar que a transformar, a hacer lo que un refrán popular
describe como poner el carro delante del caballo.

Una colega investigadora, Ana María Zoppi, desde las realidades investigadas
en la provincia de Jujuy10 valora en cambio a los proyectos institucionales por
su capacidad de conformar un nosotros escolar, una voluntad colectiva y una
referencia identitaria que orienta la práctica.

Desde referencias de este tipo, construidas desde un si mismo institucional y


en la medida que esta construcción parta de aquello que da razón de ser a una
escuela pública: los alumnos y sus necesidades como sujetos de la opción de
sus docentes (y no tanto desde instituidos externos o desde mandatos
históricos), comienza a ser posible el sostenimiento de experiencias
institucionales valiosas para educadores y educandos.

Lejos de ser un mero documento, estas construcciones se convierten así en


referencias flexibles para un proceso, para la acción. Dependerá de los
enfoques y valoraciones profundas de los sujetos involucrados en
esta acción, que estos proyectos se tornen en dispositivos de
sostén para una intencionalidad crítica y transformadora. Y en la medida en
que se constituyan en referencia de un proceso y se dejen interpelar por éste,
dejarán de ser sólo una propuesta previa a la acción, para ser una guía que
preside la acción11. En estas condiciones, los proyectos escolares pueden
convertirse en una plataforma permanente de discusión, en sostén de un
verdadero proceso comunicacional12.

Los docentes argentinos cuentan para esto con un aval normativo: una reciente
ley nacional,13 que, en su Artículo Nº 122, establece que la institución
educativa está constituida por “directivos, docentes, padres, madres, tutores,
alumnos, alumnas, exalumnos, personal administrativo y auxiliar de la
docencia, y profesionales del equipo de apoyo, para garantizar el carácter

10
Ver de Zoppi, Ana María: El planeamiento de la educación en los procesos constructivos del
curriculum; Universidad Nacional de Jujuy; Jujuy, 2004
11
Las obras del chileno Carlos Matus, particularmente “Política, Planificación y Gobierno” (1992) y
“Teoría del Juego Social” (2000), ambas publicadas por Altadir, en Caracas, constituyen una bibliografía
de gran profundidad al respecto.
12
Ibidem.
13
Ley Nacional de Educación Nº 26.206.
integral de la educación, cooperadoras escolares y otras organizaciones
vinculadas a la institución”. Esto deja en claro quiénes pueden ser los actores
protagónicos de los proyectos institucionales como procesos de construcción
colectiva.

Sin embargo, es casi una constante de la historia que entre el derecho y el


hecho ha habido un largo trecho; es decir, entre el reconocimiento formal de un
derecho y la posibilidad de su ejercicio efectivo puede transcurrir un tiempo
impredecible. Esto es válido para esta norma como para cualquier otra. El que
dicho trecho se acorte o se extienda indefinidamente depende de políticas
públicas decididas en avanzar a partir de lo que una norma habilita o, por el
contrario, a convertirla en letra muerta. Es difícil saber si las políticas públicas
que se sucedan tenderán a llevarla hasta sus últimas consecuencias, se
estancarán en su voluntad de cambio o, incluso, intentarán neutralizarla. Pero
todo respaldo jurídico, al tiempo que una conquista de la sociedad, es un
estribo en el que distintos grupos de la misma pueden apoyarse para acortar
los tiempos de su ejercicio pleno. En el caso de esta ley, cada
escuela y comunidad educativa tiene el derecho de llevarla hasta
sus últimas consecuencias. Luego, cada circunstancia histórica
planteará las condiciones particulares para construirle viabilidad
efectiva al ejercicio de este derecho a nivel de cada institución escolar, cada
comunidad local y cada jurisdicción, mientras el mismo continúe formalmente
reconocido.

Prácticas institucionales que ponen a la escuela de pie: Para concluir, puede


ser estimulante compartir algunas experiencias y enseñanzas al respecto,
de docentes entrañables dispersos en escuelas de todo el país, recogidas en
más de veinte años de trabajo de investigación.

Estas experiencias remiten a modos muy particulares de construir proyectos


institucionales. Expresan que los proyectos se construyen desde un esfuerzo
de descentración de los propios códigos culturales, para intentar ponerse en
el lugar de la cultura de los chicos, de sus familias, de sus lugares
de procedencia y de sus orígenes étnicos, cuando corresponda.
Desde este reconocimiento, es decir, no sólo desde el esfuerzo de entender,
sino de reconocer, de darle una entidad, un valor, un lugar a eso que a veces
es distinto o diferente, estas experiencias asumen que hay mucho que
estudiar, que cada escuela puede ser un lugar donde se investiga, no como en
los laboratorios, a veces sofisticados, de las universidades, sino como un
espacio para investigar en la acción; haciendo de esta labor un prerrequisito de
toda propuesta curricular y metodológica concreta.

Para esta tarea puede acudirse, sí, a mucha gente de las universidades; pero
sólo cada colectivo docente, desde el ejercicio de esta práctica institucional,
puede revisar su propia formación, adecuar lo que sabe, lo que ha acumulado,
a la luz de lo que investiga.

Desde estas condiciones pueden desencadenarse muchas prácticas


institucionales de gran potencialidad pedagógica. Son prácticas que tienen
que ver con la escuela como conjunto y que integran su curriculum total de
experiencias educativas; tanto por lo que algunas implican en sí mismas como
por lo que otras habilitan, permiten y alientan.

Estas incluyen, por supuesto, modalidades de democratización de la


propia escuela, de abrir, de horizontalizar la gestión escolar hacia fuera y
hacia adentro; de articular con otras escuelas, con otros niveles; de abrir y tejer
redes...

Pero esto no se puede hacer desde la sensación de estar en el jardín de


infantes o en la escuela en la que se esté sin haber podido elegirla, sin haber
tenido la posibilidad de optar por ella y por los chicos que a ella concurren; sin
que estos sean los chicos que se eligieron y se volverían a elegir…

Desde esta opción se puede construir mucho, porque un currículo planteado


así es un currículo que implica haber comprendido que toda educación conlleva
un acto político y que, además, no se agota dentro de las cuatro paredes de la
escuela, que se abre a su entorno, a la sociedad.

Así se podrá entender por qué los chicos son como son; por qué hay violencia
en algunas escuelas; por qué los alumnos hablan como hablan; por qué juegan
como juegan.
Para reconocerlos hay que ir a su encuentro, allí donde viven, recorrer los
barrios o los campos en los que habitan; este reconocimiento, como
sostiene una entrañable maestra santafecina, requiere un relevamiento
permanente.

Esta es una práctica que viene de lejos, desde fines del siglo XIX, cuando los
higienistas recorrían las viviendas y las escuelas registrando las condiciones de
vida y necesidades de los niños.

Esto que hacían algunos médicos hace casi ciento veinte años y continuaron
los maestros normalistas, no es nada nuevo, pero asumido desde una
intencionalidad crítica y transformadora, puede desembocar en pequeños pero
profundos cambios en las escuelas que son, en sí mismos, microcambios
sociales.

Pero estos proyectos y las transformaciones que generan no pueden


sostenerse en soledad, desde el puro voluntarismo, desde un poner el
cuerpo tozudamente cada día. Estas experiencias son lamentablemente
muy frágiles y precarias. Suelen entrar en crisis cuando alguno de sus
protagonistas centrales se va por alguna circunstancia de la vida.

Una fragilidad que reclama e interpela: Sostener los proyectos institucionales


en la escuela patas arriba tiene que ver con otros múltiples sostenes,
cuyo peso y responsabilidad cambia según las circunstancias: desde el poder
político, desde los niveles intermedios de funcionarios y técnicos,
desde los equipos de supervisores, desde las organizaciones
sindicales, que a veces aportan y apoyan mucho en este sentido y desde la
universidad, que parece querer dejar atrás su ensimismamiento y salir en
búsqueda de la escuela, salir a tender redes, a construir con la sociedad.

Sin embargo, sin el protagonismo, sin la lucha de los que tienen derecho a ser
reconocidos en su dignidad a través de la escuela y de la apropiación de la
cultura que les pertenece, todos estos apoyos resbalan sobre las propias
víctimas.

Desde todas estas complejas pero factibles condiciones, se pueden sostener


proyectos institucionales que pueden cambiarles la vida a estos pequeños, a
estos bajitos con los que muchos docentes eligieron vivir, porque la vida sin
ellos quizás no tenga demasiado sentido.

Potrebbero piacerti anche