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Germán Cantero1
1
Docente investigador; titular de las cátedras de Planeamiento de la Educación en las
universidades nacionales de Entre Ríos (UNER) y Luján (UNLu). Este texto toma como base una
charla del autor ante docentes de alfabetización inicial en la Universidad Nacional de Luján, diciembre
de 2008 (invitado por el Proyecto de Extensión que dirige la Prof. María Laura Galaburri). En su escritura
se ha tratado de mantener la estructura coloquial de origen. El mismo fue publicado en la revista
Novedades Educativas, Año 21; Nº 228/229; Diciembre 2009/Enero 2010.
Si a esto se agrega el hecho que muchos maestros y profesores comenzaron
su carrera por la docencia en escuelas que no pudieron elegir (en sentido
estricto), es posible que algunos hayan vivido esta experiencia como la
desgracia de no haber podido elegir, como aquello que les tocó en suerte.
Todo esto, por las marcas subjetivas que suele dejar, es muy serio. El no haber
podido elegir equivale, a veces, a iniciar la profesión de educar asumiendo
desafíos pedagógicos y humanos para los que no se estaba maduro ni
preparado. Comenzar así, casi desarmado, se convierte en una exigencia a
todas luces desproporcionada.
Entonces, si la adversidad es vivida y, a veces, naturalizada de esta forma,
quedarían (ironizando) dos alternativas: o estudiar resiliencia, para tornarse en
un material resistente a situaciones que plantean un esfuerzo desmesurado y
aún sufrimiento o, de lo contrario, asumir que ese paso por
condiciones adversas es casi un ritual de iniciación, un derecho de piso que
toca pagar en los comienzos de una carrera docente y, a partir de ahí,
comenzar a contar el tiempo que queda para concursar un destino mejor.
Esto podría graficarse con dos imágenes muy fuertes y dolorosas recogidas a
lo largo de muchos años de investigación:
Otra escena similar, transcurrió en un primer grado de otra escuela (década del
’80). Era un día de calor insoportable, en un aula de techo bajo. Los chiquitos,
en su mayoría procedentes de una villa cercana, se encontraban desde hacía
unos pocos meses en un espacio destinado a un uso específico: enseñar y
aprender. Hasta ese año (no habían tenido la experiencia del nivel inicial), la
vida de esos pequeños había transcurrido en espacios de “usos múltiples”,
porque estudiar, comer y jugar tenía lugar por lo general en el afuera de sus
pequeñas viviendas: una habitación donde dormían hacinados y en días de
lluvia, además, se cocinaba. En ese estrecho “afuera” de piso de tierra no
había límites claros entre lo público (la senda peatonal) y lo privado (el terreno),
entre lo propio y lo del vecino. Era comprensible entonces que aquellos niños
entraran y salieran por la puerta y las ventanas del aula, sin entender todavía
que ése era un espacio para estarse quitecitos y atender. La maestra,
muy jovencita, crispada, gritaba infructuosamente para retenerlos dentro
del aula. Obviamente, tampoco había sido formada para situaciones de este
tipo e imaginaba, tal vez, que le habían tocado en suerte unos pequeños
forajidos hiperquinéticos. En el registro posterior a aquella escena, durante el
recreo, la maestra expresa, ensayando una explicación que parecía darse más
a sí misma que al entrevistador: “y me tocó a mí, me tocó la borra de la
sociedad”. La borra era para ella aquellos chiquitos de seis años…
Por una coincidencia que quizás no sea mera casualidad, la misma
maestra que recuperaba enfáticamente el desafío en aquella escuela del
volcadero, optaba tiempo después por esta otra, permaneciendo en ella doce
años y culminando así su paso por la docencia dando clases de ciudadanía a
sus pequeños de primer grado con un cartel en el cuello que decía: “maestra
ayunando”.
Ahora bien, ¿por qué la adversidad puede ser vivida y sufrida de formas tan
contrastantes? ¿Por qué unas, las docentes que vivieron su trabajo como
infortunio y a sus niños como “carozos” o “borra” carecían de sensibilidad para
la relación con estas criaturas? Más bien, porque las habían colocado en una
situación de tal desigualdad, de tal desproporción de posibilidades, que habían
llegado a subjetivizar todo aquello de una manera realmente muy dolorosa,
muy difícil de soportar. ¿Porque la otra, la maestra que “reincidió” en su opción
por los niños más postergados de las clases populares era un personaje
heroico? Quizás, más bien, por una historia de vida y un trayecto de formación
y experiencias previas que explicaban estas opciones desde otros encuadres
valorativos y desde otras capacidades y recursos personales, para hacer de
estas situaciones un puesto de lucha, de militancia, pero a la vez,
de gratificación en términos humanos y pedagógicos. Probablemente también,
porque a las primeras la desproporción entre desafíos y posibilidades las había
confirmado, además, en un modo de subjetivar su relación con estos niños
desde los sentidos comunes propios de su imaginario de clase, y, quizás, a la
segunda, su trayectoria singular la había ayudado a tomar distancia crítica de
este imaginario.
Pero también son las condiciones en las que llegan muchos chicos a la
escuela: mal alimentados, a veces cansados de trabajar en la víspera, mal
dormidos, algunos golpeados y muchos violentados de alguna manera.
Todo esto permite recordar que, tanto desde la propia adversidad laboral como
desde las situaciones en que viven los alumnos, lo adverso tiene también que
ver con condiciones históricas, acumuladas a lo largo de muchas décadas en
este país; con situaciones estructurales de la sociedad en su conjunto que, al
prolongarse en el tiempo, han adquirido una estabilidad que las hace
objetivamente reconocibles y, lo que es peor, subjetivamente naturalizables.
Aquí cabría retornar a Galeano para reconocer que el mundo todo, desde esta
perspectiva estructural, es una escuela patas arriba; es decir, un mundo que
enseña, desde su poder de comunicación, cosas que están al revés como si
estuviera al derecho.
Los primeros en sufrir este mundo como escuela patas arriba, son los niños,
pero ¡todos los niños!
Aquellos niños a los que se les niega en primer lugar el derecho de ser niños.
Precisamente Galeano, en el capítulo que dedica a los alumnos, dice que día
tras día se niega a los niños el derecho de ser niños a través de hechos que se
burlan de ese derecho: “El mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero
para que se acostumbren a actuar como el dinero actúa. El mundo trata a los
niños pobres como si fueran basura para que se conviertan en basura y a los
del medio, a los niños que no son ni ricos ni pobres, los tiene atados a la pata
del televisor para que desde muy temprano acepten como destino la vida
prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser
niños”.
También la siempre vigente María Elena Walsh cantaba que “en el mundo del
revés, donde nadie baila con los pies, es posible ver que un ladrón es vigilante
y otro es juez y que dos y dos son tres”. Ambos se refieren a una escuela-
mundo que, parafraseando a Benedetti, colonizó a los niños con su vocación
de estafa2.Este texto habla entonces de una cierta adversidad, la que todavía
atenta contra la dignidad de niños y docentes en un país rico, la que
avergüenza y duele a todo aquel que se respete a sí mismo y reconozca estas
situaciones como inaceptables. Pero también hay adversidades que, como lo
señala Galeano, hacen que los niños no puedan ser niños aún en
la riqueza y en la abundancia; hay también adversidades que padecen
los niños de las clases medias, y todos, vale la pena insistir, todos sin
distinción, son niños.
Sin embargo, este artículo está especialmente dirigido a los docentes que se
dedican a la alfabetización inicial de los niños más vulnerables y vulnerados de
este país.
2
Ver versos que Mario Benedetti le dedica a uno de sus maestros en Próximo prójimo.
la posibilidad de cambiar esa suerte. Después es harto difícil, aunque no
imposible; se puede, hasta en la universidad se puede, pero cuesta mucho.
3
La Argentina tiene algunos nombres emblemáticos al respecto: Adalbert Krieger Vasena, Alberto
Martínez de Hoz, Domingo Felipe Cavallo, entre otros.
4
Ver de Jacques Rancière: El desacuerdo – Política y filosofía; Nueva Visión, Buenos Aires, 1996
mayoría. Aquella fiesta neoliberal debe entrar también en la memoria del nunca
más.
“Pasan tantas cosas que no sé por dónde empezar: Hay rivalidad entre la
directora y la “vice”, rivalidad entre docentes titulares y suplentes, rivalidad
entre las cocineras y las docentes; hay agresión del barrio hacia el jardín y los
robos son reiterados (habían robado el timbre, roto el tanque de agua y el vidrio
de una de las ventanillas del auto de una de las preceptoras, sustraído el
estéreo de una docente y la computadora, que era la única, ya no está); falta
participación de los padres, la directora increpa a los padres individualizando a
quién pagó la cooperadora y a quién no; en el Jardín no funciona el baño, no
hay agua, no se pueden usar las piletas; faltan libros en las bibliotecas de los
docentes y en la biblioteca de los niños; hay luchas de poder en la escuela;
hay fallas de comunicación entre el personal; la directora constantemente hace
comparaciones entre el turno de la tarde y el turno de la mañana; algunos
docentes se han quedado sin cobrar el sueldo porque la directora hace mal el
contralor; hay un caso de amenaza de muerte de padres a una docente; en
reiteradas oportunidades algún niño queda después de hora en el
establecimiento; parece que las cocineras y las docentes titulares reúnen más
poder que la directora; la “vice” se quiere ir del jardín y una de las docentes del
turno tarde también…”
Hasta aquí el mail de una alumna universitaria. Quizás esta carta sea más
una caricatura de la realidad que su descripción rigurosa; quizás, en su
sorpresa, hizo de lo observado una pintura impresionista; quizás incluyó
también relatos de toda una historia de calamidades institucionales
como si todas estuvieran ocurriendo en aquel presente. De cualquier
manera, esto condensa al menos lo que una alumna vio, le fue relatado y
subjetivó en algún lugar del país que se llama Argentina.
5
Beltán Llavador, Francisco: Hacer pública la escuela; Edic. Lom; Santiago de Chile, 2000.
Cada docente, afirma Beltrán, sabe que, más allá del acto de transmisión de
conocimientos, lo que importa en el fondo es el sentido de esos conocimientos,
es el por qué y el para qué de esos conocimientos.6
El contenido y el sentido de estas propuestas tienen que pasar luego por una
reflexión y debate colectivo en cada maternal, en cada jardín, en cada escuela,
en cada colegio, para que estas se adecuen a cada situación particular, a la
medida de las problemáticas y necesidades específicas de cada población
escolar, a escala de cada establecimiento y sus singularidades. En
síntesis, contenido y sentido debieran ser construidos, reconstruidos o
resignificados colectivamente en cada espacio escolar porque éste es público
por definición y porque igualdad en el acceso implica diversidad y especificidad
en una construcción que, si es realmente pública, debiera terminar
decidiéndose entre todos los que configuran y expresan, concretamente en
cada escuela, en cada barrio, en cada zona rural, esa diversidad y
especificidad.
6
Paulo Freire planteó esto de una manera más radical: primero propuso que cada docente se interrogue
acerca de cuál es su comprensión del acto de conocer; luego, que cada uno se haga las siguientes
preguntas: ¿conocer para qué, con quiénes, a favor de qué, contra qué, a favor de quiénes y contra
quiénes?. Y finalizaba esta convocatoria radical con una pregunta acerca del método: ¿cómo conocer?
(Rosa María Torres: Educación popular. Un encuentro con Paulo Freire; Centro Editor de América
Latina; Buenos Aires, 1988).
Ahora bien, ¿de dónde derivar y cómo construir ese sentido acerca del
conocimiento, si todos estos sujetos, de alguna manera, han sido afectados por
una forma de distribución de ese conocimiento que se ha caracterizado por ser
selectiva y desigual?
Más aún, debiera acotarse que, todo ese patrimonio implica saberes.
“Los saberes son conocimientos sobre los que se sabe algo más que su
contenido informativo; pueden incluir reflexiones que avanzan sobre el
sentido del propio conocer. No implican necesariamente precisión
sobre un conjunto de conceptos valiosos, pero requieren, eso sí,
haber pasado esos conocimientos por el crisol de la reflexión crítica, la
propia experiencia personal e histórica, las vivencias y convicciones profundas
para transformar dichos conocimientos en germen de sabiduría. También hay
saberes que recogen y reproducen los sentidos comunes que se instalan
desde el poder; también hay saberes que se construyen desde el mito y el
prejuicio.
Aquí interesan algunos saberes que, por ser tales, no sólo se nutren de teorías,
implícitas o no, sino que también dan cuenta de una experiencia histórica; de
un modo existencial de vincularse con ciertos conocimientos; de conectarse
con ellos desde un lugar en el orden social y desde la memoria de
generaciones en sus relaciones con el poder. Se trata de saberes gestados en
las luchas populares; saberes que dan cuenta del dolor y del sometimiento
como experiencia colectiva, de las expectativas y esperanzas burladas a lo
7
Paro, Vitor Enrique: Educaçāo como exercício do poder – Crítica ao senso comum em educaçāo; Cortez
Editora, Sāo Paulo, 2008 (traducción propia).
largo de historias personales y sociales; saberes que son fruto de conquistas
que han costado vidas, que no pueden dejar atrás los horrores de las víctimas”
8
8
Cantero, Germán: Educación popular en la escuela pública: una esperanza que ha dejado de ser pura
espera; en Pablo Martinis y Patricia Redondo (comps.): Igualdad y educación – Escritura entre (dos)
orillas; Del estante editorial; Buenos Aires, 2006, pág. 212.
Darse permiso: Hoy, más que discutir legitimidad, hay que vigilarla en lo
sustantivo y darse los permisos necesarios para adecuar, resignificar y
completar propuestas curriculares desde una condición de la que ningún
docente debería abdicar: su condición de intelectual (al menos, en el sentido
que Gramsci le asignaba), de profesional de la educación, de ciudadano y de
trabajador, corriéndose, por ende, del lugar del burócrata o empleado.
9
Capella,J. R.: “Ciudadanos siervos”; Trotta, Madrid, 1993
Mientras se aprende a hablar, se aprende a reclamar: Algunos afirman que lo
que se acaba de describir ya pasó; otros sostienen que no. Mientras la duda
persista, en las escuelas que aspiren a ser realmente públicas y populares
tienen construirse las bases para que esto sea efectivamente pasado. Esto
implica proyectos institucionales que desde la más temprana infancia
eduquen al ciudadano de la dignidad.
Los docentes para los que se pensó primariamente este artículo, podrán decir
quizás que sus alumnos son muy chiquitos para estas pretensiones educativas.
Ciertamente que para muchas cosas son muy pequeños, están madurando,
están recién apropiándose de la lengua, hay palabras del lenguaje
corriente que aún les cuesta pronunciar, todavía algunos términos
los dicen de tal manera que enternecen.
Sin embargo, ese chiquito desde los cuatro o cinco años sabe, por ejemplo,
que en la placita de su barrio los juegos están rotos, que el tobogán está
astillado, que el sube y baja está endeble y hay que ayudarlo a entender por
qué.
Entonces ésta, como otras situaciones semejantes, son ocasión para aprender
a peticionar. Pero no a peticionar como ejercicio didáctico. No, la cartita al
Intendente, para ser un recurso realmente educativo debe implicar el
compromiso de la directora, quizás de la supervisora o inspectora distrital, de
que esa cartita llegue efectivamente al intendente y de obtener de éste (o de
quien lo represente) el compromiso recíproco de venir a la salita y decir
“¡chicos, los juegos están nuevos y pintados porque ese es un derecho de Uds.
No me aplaudan porque ésta era mi obligación!” El deber de rendir cuenta de
los actos de gobierno debiera tener, quizás, a los niños como
primeros destinatarios. Allí comienzan esos pequeños a darse cuenta cuál
es la razón de ser de los mandatarios y de cual es la diferencia entre espacio
público y espacio privado cuando se trata de ejercer ciertos derechos.
Si lo público puede ser muy diferente para unos y para otros, puede terminar
siendo un espacio adverso para todos.
Una colega investigadora, Ana María Zoppi, desde las realidades investigadas
en la provincia de Jujuy10 valora en cambio a los proyectos institucionales por
su capacidad de conformar un nosotros escolar, una voluntad colectiva y una
referencia identitaria que orienta la práctica.
Los docentes argentinos cuentan para esto con un aval normativo: una reciente
ley nacional,13 que, en su Artículo Nº 122, establece que la institución
educativa está constituida por “directivos, docentes, padres, madres, tutores,
alumnos, alumnas, exalumnos, personal administrativo y auxiliar de la
docencia, y profesionales del equipo de apoyo, para garantizar el carácter
10
Ver de Zoppi, Ana María: El planeamiento de la educación en los procesos constructivos del
curriculum; Universidad Nacional de Jujuy; Jujuy, 2004
11
Las obras del chileno Carlos Matus, particularmente “Política, Planificación y Gobierno” (1992) y
“Teoría del Juego Social” (2000), ambas publicadas por Altadir, en Caracas, constituyen una bibliografía
de gran profundidad al respecto.
12
Ibidem.
13
Ley Nacional de Educación Nº 26.206.
integral de la educación, cooperadoras escolares y otras organizaciones
vinculadas a la institución”. Esto deja en claro quiénes pueden ser los actores
protagónicos de los proyectos institucionales como procesos de construcción
colectiva.
Para esta tarea puede acudirse, sí, a mucha gente de las universidades; pero
sólo cada colectivo docente, desde el ejercicio de esta práctica institucional,
puede revisar su propia formación, adecuar lo que sabe, lo que ha acumulado,
a la luz de lo que investiga.
Así se podrá entender por qué los chicos son como son; por qué hay violencia
en algunas escuelas; por qué los alumnos hablan como hablan; por qué juegan
como juegan.
Para reconocerlos hay que ir a su encuentro, allí donde viven, recorrer los
barrios o los campos en los que habitan; este reconocimiento, como
sostiene una entrañable maestra santafecina, requiere un relevamiento
permanente.
Esta es una práctica que viene de lejos, desde fines del siglo XIX, cuando los
higienistas recorrían las viviendas y las escuelas registrando las condiciones de
vida y necesidades de los niños.
Esto que hacían algunos médicos hace casi ciento veinte años y continuaron
los maestros normalistas, no es nada nuevo, pero asumido desde una
intencionalidad crítica y transformadora, puede desembocar en pequeños pero
profundos cambios en las escuelas que son, en sí mismos, microcambios
sociales.
Sin embargo, sin el protagonismo, sin la lucha de los que tienen derecho a ser
reconocidos en su dignidad a través de la escuela y de la apropiación de la
cultura que les pertenece, todos estos apoyos resbalan sobre las propias
víctimas.