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JANKÉLÉVITCH


LA TONALIDAD DE LA MUERTE:
MEDITACIÓN Y PROTESTA EN
JANKÉLÉVITCH

Camilo Andrés Prieto Valderrama




Camilo Prieto Valderrama es magister en filosofía de la


Universidad Javeriana, especialista en derechos humanos y
resolución de conflictos de la Universidad Abierta de
Cataluña. Actualmente se encuentra cursando el programa
de maestría en energía y sostenibilidad en la Universidad
Javeriana. Se formó como médico y cirujano reconstructivo
en la Universidad Javeriana y en la Universidad Militar
Nueva Granada. Se desempeña como director de la
fundación Movimiento Ambientalista Colombiano. Hace
parte del comité asesor del Foro Nacional Ambiental y es
consultor del Instituto Latioamericano de Liderazgo en
asuntos de sostenibilidad y salud.

Es autor de los libros La economía de nobles propósitos y el


continente de la esperanza (2016) y El perro a cuadros
(2013).
Título:
La tonalidad de la muerte meditación
y protesta en jankélévitch

Primera edición: abril, 2020


©2020, Camilo Andrés Prieto Valderrama
La presente edición en castellano no tendrá ningún costo.

Trabajo de edicición y diseño Nexus Group.


El copyright estimula la creatividad las ideas y el conoci-
miento. Gracias por respetar los derechos de autor de la
presente obra. No se permite la reproducción parcial ni
total ni distribución por ningún medio sin permiso del
autor.

ISBN: 9771473968012
Tabla de contenido

Introducción ..................................................................................................................................... 6

CAPÍTULO 1. UN CAMINO HACIA LA


DESMEDICALIZACIÓN DE LA MUERTE
1.1 La medicalización de la vida .................................................................................... 14
1.2 Vladimir Jankélévitch como pensador de la vida ................................. 25
1.3 Pensar la muerte como un asunto serio ......................................................... 33

CAPÍTULO 2. LA MUERTE COMO UN FENÓMENO


METAEMPÍRICO
2.1 El misterio de la muerte y su fenómeno metaempírico .................. 46
2.2 La muerte desde el más acá ....................................................................................... 53
2.3 El no-ser y el no-sentido .............................................................................................. 60
2.4 El órgano-obstáculo .......................................................................................................... 65
2.5 La profunda ambigüedad de la muerte ........................................................... 72
2.6 La resignación ante lo indeterminado de la muerte ............................ 79

CAPÍTULO 3. ARRUGAS Y PARPADEO: UN FENÓMENO


Y UN MISTERIO
3.1 El tiempo de la senescencia: el envejecimiento ....................................... 89

3.2 El instante mortal ............................................................................................................... 104

CAPÍTULO 4. ESCATOLOGÍA Y PROTESTA


4.1 El porvenir escatológico y la absurdidad de la supervivencia ..... 147
4.2 La absurdidad de la nihilización total .............................................................. 156
Conclusiones ..................................................................................................................................... 172
Bibliografía ......................................................................................................................................... 177
El presente texto se encuentra basado en el trabajo de grado
de el autor para obtener el título de magíster en filosofía de
la Pontificia Universidad Javeriana donde la fue concedido el
grado con honores Magna Cum Laude. La dirección académi-
ca fue realizada por el doctor Luis Fernando Cardona Suarez
actual decano académico de la facultad de filosofía de la misma
universidad.
6 INTRODUCCIÓN

Introducción

“[…] es en el infierno donde las criaturas están condenadas a


un insomnio perpetuo y al suplicio del aburrimiento sin fin; el
infierno es la imposibilidad de morir.”
(Jankélévitch)

E
n el siglo xx, y lo que va del xxi, la τέχνη ha tomado un
altísimo valor en la vida del hombre. Las ciencias mé-
dicas, la ingeniería biomédica y la creciente industria
alrededor de la muerte han denostado el valor ético de la muerte
y del sujeto que ha muerto. Para la inmensa mayoría de nosotros,
la muerte es un asunto del que se debe hacer cargo el sistema de
salud y su aparato burocrático; el muerto es un riesgo para la sa-
lud pública y un negocio en el que la manipulación del cadáver,
el transporte, el ataúd y el funeral generan importantes réditos
económicos y profundos malestares sociales. Asimismo, la indus-
tria farmacéutica invierte millones de dólares en la consecución
de moléculas que, supuestamente, permitirían prolongar el esta-
dio terminal del moribundo y en la atenuación de los estigmas
del envejecimiento. Gracias a la τέχνη se han logrado desarrollar
equipos que pueden mantener a un sujeto en estado vegetativo,
durante varios años, en una unidad de cuidados intensivos, pese a
que su condición sea una irreversible muerte cerebral. En medio
de estos adelantos técnicos la ciencia médica se ha convencido de
su gran control sobre la vida y la muerte. Por ejemplo, al «abordar
la clonación y la ingeniería genética, que ponen en cuestión la de-
finición que el hombre tiene de sí mismo y de su identidad […]»
Introducción 7

(Pelluchon, 2009: 18), la técnica médica se propone repetir un in-


dividuo como si se tratara de un mero resultado de la producción
en una cadena de montaje industrial.

Desde otra orilla, Vladimir Jankélévitch (1903-1985) en su


permanente meditación sobre la muerte, nos ofrece un acto de
resistencia que nos invita a desmedicalizar este acontecimiento y a
entenderlo en su verdadera dimensión ética y seria, esto es, concer-
nida. Para el filósofo francés, que también era un gran musicólo-
go, la música «actúa sobre el hombre, sobre su sistema nervioso, e
incluso sobre sus funciones vitales» (2005: 17) y pensar la muerte
significa también poder escucharla musicalmente; la muerte es de
alguna manera un son, un baile, un vals. Jankélévitch piensa en la
vida cotidiana, esa vida que se nos pasa entre la vida y la muerte,
entre la nada previa al nacimiento y la nada posterior al instante
mortal. Es así como «el tiempo es, pues, su dimensión natural. La
muerte, por el contrario, es la suspensión que, deteniendo el deve-
nir y el movimiento, acalla los hechos de los que nace el ruido del
mundo» (Jankélévitch, 2005: 199). Su reflexión concernida no en-
caja en las categorías de la filosofía contemporánea, más detenida
en asuntos formales, lógicos o jurídicos. Nuestro pensador es una
víctima de la segunda guerra mundial, pues con su familia sufrió
la dureza de los campos de concentración y jamás aceptó traducir
sus textos al alemán. No es un filósofo de la deconstrucción ni de
la fenomenología, pero está muy próximo a Jean Améry (1912-
1978) y a Henry Bergson (1859-1941).

Jankélévitch es un filósofo de la resistencia. Valdría también la


pena preguntar aquí: ¿en qué piensa entonces la filosofía de la re-
sistencia? Piensa en tres cosas: en la muerte, en la culpa y en el
8 INTRODUCCIÓN

silencio. En efecto, el gran asunto de la música es el silencio; si el


músico no logra comprender el silencio no logra dominar nada
verdaderamente importante de su saber. Por otro lado, la resisten-
cia implica realizar una filosofía concernida de la cotidianidad,
pues cuando pensamos la cotidianidad concernida descubrimos
que filosofar es un ejercicio de protesta y compensación, que nos
permite encarar a un mundo caracterizado por el dolor, el enveje-
cimiento y la finitud. En términos de Pelluchon, esto nos lleva a
desplegar los caminos de una ética de la vulnerabilidad, «[…] que
abre paso a una concepción diferente de la humanidad del hombre
[…]» (2013: 44), pues la búsqueda de la compensación constituye
un trabajo de meditar en el sentido finito del hombre y de la impo-
sibilidad de la justificación del dolor (Marquard, 2001: 44). Como
lo mostraremos en el presente trabajo, la protesta ante la muerte
se puede dar, para Jankélévitch, de tres maneras distintas: Dios,
el amor y la libertad. Ahora bien, podemos preguntar: ¿protestar
ante la muerte? ¿Cómo es posible que un autor que experimentó
la crudeza de los campos del horror hable empero de la muerte en
un tono vitalista? Gracias al uso permanente de la anfibología, el
pensador francés logra llevar al lector de su obra La muerte (1966)
desde el nunca más nada más de la muerte hasta el particular es-
pacio de eternidad de su categorial existencial: el άπαξ. Con este
término el francés designa la singularidad única e irrepetible que
encarna cada hombre como un mundo dentro del mundo.

Nuestro trabajo se realizará en cuatro momentos, atendiendo


así a las tres consideraciones de ese fenómeno metaempírico que es
justamente la muerte. En el primer capítulo se aborda el problema
de la medicalización del fenómeno de la vida y de la muerte. En esta
parte se describen los diferentes intentos y consensos del gremio
Introducción 9

médico alrededor de la definición de la muerte; no olvidemos aquí


que la ciencia entiende la muerte como un fenómeno en el orden
empírico. Para enmarcar nuestro trabajo presentamos también una
breve descripción biográfica con la que queremos mostrar la pro-
funda relación entre la música y la filosofía en el pensamiento de
Vladimir Jankélévitch. Adicionalmente se explora la obra La aven-
tura, el aburrimiento y lo serio (1963) con el objetivo de situarnos
en la tonalidad jankélévitchiana frente a la muerte, a saber, lo serio.
A través de este texto el pensador francés expresa la diferencia entre
el destino y la destineé que adviene a la singularidad del hombre.
Ahora bien, la muerte es un asunto en un tono de temple serio y es
un fenómeno en el orden metaempírico. Por tales razones, nuestra
consideración sobre la muerte requiere emprender una meditación
completamente distante a un ensayo prescriptivo sobre las formas
del buen morir. En efecto, Jankélévitch aborda desde su particular
ética tanto la vida, el envejecimiento y la muerte, mostrando el
profundo compromiso con la singularidad irreductible del άπαξ
que, justamente, somos nosotros mismos.

En el segundo capítulo iniciamos el estudio de la obra funda-


mental que queremos aquí examinar, a saber: La muerte (1966).
Pese a que la comprensión de la muerte excede nuestras posibi-
lidades cognitivas, pues se trata de un fenómeno de orden me-
taempírico, el filósofo francés nos ofrece una perspectiva asumida
desde la vida en la primera parte de su obra La muerte: la muerte
desde este lado de la muerte. En efecto, la responsabilidad de pensar
nuestro presente radica, para Jankélévitch, en nuestro inevitable
nexo con la aniquilación de esa excepción, que somos en cada caso
nosotros mismos; de cara a esta excepción, se da el espacio para la
protesta y la compensación. La ciencia nesciente y la muerte del
10 INTRODUCCIÓN

otro, nos relacionan con la existencia de algo inconcebible: el ins-


tante mortal. En esta parte del trabajo examinaremos la muerte de
este lado de la muerte, es decir, como una posibilidad que, aunque
cierta, todavía no ha llegado.

En el tercer capítulo el fenómeno particular del envejecimien-


to como la conciencia activa del paso de la vida a la muerte y el
instante mortal como la conciencia del nunca más ya nada más.
El hombre puede comprender que tenga que morir e incluso
consciente de que la eternidad no es del orden humano, pero lo
que es inconcebible para mí en cada momento es que esto sea
justamente ahora. En palabras de Blumenberg (1920-1996) po-
demos decir que «[…] las preguntas que plantea la muerte son
sólo exteriormente preguntas del fin; por su auténtica naturaleza
son preguntas del principio mismo, inherentes a la vida humana y
cuyo carácter irresoluble hace constitutiva la necesidad de consue-
lo del ser humano» (2011: 482); y, adicionalmente señala, citando
a Husserl que «la vida misma es una idea-límite» (2011: 13).

Por su parte las protestas del άπαξ ante la muerte, no bus-


can negarla sino proponer una continuidad que facilite el fracaso
de la nihilización total. Jankélévitch identifica el valor del favor
de Prometeo frente a los hombres: ocultarnos la prognosis del
quando final. El pensador francés lo identifica como un factor de
protección para la vida del άπαξ. Podemos recordar el caso de la
película francesa Le tout nouveau testament1, en cuya trama la hija

1 Se trata de una comedia negra francesa estrenada en 2015 dirigida por Jaco van
Dormael. En la trama, Dios vive en La Tierra y fija unas reglas que parecen no
tener ningún sentido.
Introducción 11

menor de Dios, tiene una discusión con el Padre celestial, y en un


momento de confusión, la pequeña toma el control de un compu-
tador de escritorio, que regula la cotidianidad de la humanidad y
decide revelar la fecha fatal a todos los seres humanos. A partir de
ese momento se inaugura una nueva, angustiante y errática forma
de vivir para toda la especie.

Vladimir Jankélévitch escribe con pudor, sitúa a la muer-


te como un asunto verdaderamente serio; y habla con pudor de
aquello que hoy no queremos hablar en medio de la supuesta
sociedad del bienestar y el confort; un pudor entendido como
gesto de rebeldía contra el escándalo del aniquilamiento. Este es
al asunto que asumimos con cuidado en el cuarto capítulo. Así,
pues, cada muerto debería implicar una conmoción, puesto que
es un mundo entero el que ha dejado de existir y no simplemente
un individuo más. El pensador francés rechaza abiertamente el
mundo estadístico y los indicadores matemáticos de la mortali-
dad, que reducen la muerte de alguien a un puro dato cuantitativo
de bioestadística; esto coloca al fallecido bajo una mirada en terce-
ra persona respecto a la muerte, como una distante y ajena óptica.

El filósofo francés piensa la muerte, más bien, asumiendo la fini-


tud temporal de nuestra vida, y entiende que la renuncia al concep-
to de límite no es más que un ineficiente escamoteo de la muerte.
Para abordar la dificultad que implica pensar la finitud apela a la
ironía, tomando una rica herencia intelectual de Kierkegaard. Ha-
blar de la muerte desde este lado de la muerte implica transitar por
la vida de los morituri (los que van a morir) y aquí se llega a un
descubrimiento perplejo: sé que moriré, pero todavía no me lo creo.
En esta expresión se revela empero la vocación de continuidad que
12 INTRODUCCIÓN

caracteriza al hombre, es decir, la pervivencia es una alternativa para


escamotear también la muerte. Esta situación trae consigo un riesgo
antropológico; negarse a ceder el paso, rechazar el llamado de la
delegación. Uno de los conceptos centrales de la antropología meta-
forológica de Hans Blumenberg, que consiste en ver la vida comu-
nitaria del hombre como un acto de delegación, y por tal motivo la
continuidad y la reelección deben ser evitadas, porque son ajenas al
orden finito que caracteriza toda empresa humana. En Tiempo de la
vida y tiempo del mundo (1986) Blumenberg señala que:

«el que fuera durante muchos años ayudante militar de la Luf-


twaffe con Hitler, Nicolaus von Below, no reveló hasta 1980
lo que aquél le había dicho en una conversación privada tras el
fracaso de la ofensiva de la Ardenas: “No capitularemos, nunca.
Puede que nos vayamos a pique. Pero nos llevaremos un mundo
con nosotros”» (2007: 71).

Por tal razón, buscar la continuidad, buscar la inmortalidad


es equivalente a cerrar las hojas de las tijeras del tiempo de la
vida y del tiempo del mundo. Igualmente, Jankélévitch entien-
de al hombre como un ser único, pero prescindible; por ello, la
muerte se convierte en un escándalo irrevocable y necesario. No
ceder la posta es un acto vulgar e inútil de escamoteo, que genera
distorsiones sociológicas tan dramáticas como las que vivimos en
Colombia. Sin duda, a quienes se niegan a tomar como cierta la
irreversibilidad y el efecto válvula de la muerte, solo hay que dar-
les tiempo para separarlos de su escamoteo.

Ahora bien ¿más allá hay un futuro? ¿Es todavía posible un


espacio para la esperanza? ¿Es tan absurda la nihilización como
Introducción 13

la inmortalidad? Sus tonadas son un gesto rebelde contra la au-


sencia del escándalo. En efecto, el pensador francés denuncia que
cada muerto debería implicar una conmoción para cada uno:
¡Un mundo dejó de existir! Como connotado filósofo militan-
te protesta ante la nihilización del hápax; su reflexión encontró
tres modos de decir no al no de la muerte: Dios, el amor y la
libertad. Con su refinado uso de la paradoja demuestra que estas
tres protestas «[…] son más fuertes que la muerte. Y recíproca-
mente» (Jankélévitch, 2009: 401). Es así como puede entenderse
que las protestas ante la muerte son potenciadoras de la inercia
relacionada con el movimiento de la vida, un movimiento que
inicia y que no debería parar debido a la potencia de mometum de
inercia; pero el rozamiento es alto, la fricción relativa a la fragili-
dad de la vida y la condición temporal del hombre hacen que el
aniquilamiento frene de un portazo la vocación de inmortalidad.
Pese entonces a que la nihilización de todo άπαξ parece absurda,
ella es también simultáneamente necesaria. Es decir, lo absurdo es
también aquí necesario. Es justamente aquí donde «la docta ig-
norancia adquiere un sentido profundo. Ya sé, aunque todavía no
sepa nada» (Jankélévitch, 2009: 435). De esta manera, el filósofo
francés, pensador de la resistencia, medita la muerte para enten-
der la vida. Iniciemos, pues, nuestro recorrido de la muerte desde
su complejidad constitutiva.
14 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

Capítulo 1
Un camino hacia
la desmedicalización de la muerte

E
n la actualidad la muerte se ha tornado en un asunto
esencialmente médico y en el siglo pasado las asambleas
académicas presentaban permanentes discusiones para
definir científicamente la muerte. Posterior a esto, los exámenes
paraclínicos dejaron de ser el único insumo en ser considerado
para determinar este fenómeno, y la jurisprudencia llegó al escena-
rio global para tomar partido. En el presente capítulo, se muestra
cómo ha sucedido este hecho. La muerte ha sido pensada desde los
albores de la historia humana y es imprescindible tener presente
que su estudio va mucho más allá de la ciencia y la religión; es más,
se trata de un asunto de la filosofía. Por ejemplo, Vladimir Jankélé-
vitch busca un camino para desmedicalizarla. Para enmarcar cómo
el pensador francés asume lo que denomina como el fenómeno
metaempírico por excelencia, queremos, a continuación, ofrecer
algunos apartes biográficos relevantes sobre nuestro autor. Antes
de sumergirnos en su magnífica obra, La muerte, es menester tran-
sitar por La aventura, el aburrimiento y lo serio.

1.1 La medicalización de la vida

Ningún campo del conocimiento ha dado pasos tan grandes


en el último siglo como la medicina. Este avance se puede ver, si
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 15

atendemos a tres progresos que han marcado nuestro mundo: el


descubrimiento de los antibióticos, la techné anestésica y el tras-
plante de órganos. El primero consiste en la posibilidad de comba-
tir los intrusos microscópicos con sustancias sintetizadas en el inte-
rior de bacterias que antes eran mortales como la Escherichia coli.2

Seguramente, Theodore von Escherich3 no imaginó que su


descubrimiento terminaría más tarde en el despliegue del control
genético de una especie dispuesta a incrementar la producción
masiva de antibióticos, modificando así no solo la ciencia médica
sino también la vida humana en su conjunto, yendo más allá del
campo puramente médico. Sin duda, la producción en serie de la
penicilina y sus descendientes estereoquímicas han distanciado
temporalmente, de la muerte a millones de seres humanos y mi-
llones de animales.

Por otro lado, la anestesia, con su capacidad misteriosa para


alterar el estado de conciencia,4 ha permitido la modificación
permanente de la anatomía humana; el tratamiento sin dolor de
apéndices, hernias y aneurismas forma parte del acto quirúrgico

2 Esta bacteria es posiblemente el organismo procariota sobre el que más se ha


investigado. Por lo general, habita en el tracto digestivo de los animales y, por
tanto, en las aguas negras. Dado que habita normalmente en los organismos no
siempre genera cuadros infecciosos (Jawetz, 1992: 226).
3 Científico alemán que describió este microrganismo en 1885 y lo llamó Bacte-
rium coli. Más adelante, la taxonomía lo rotuló como Escherichia coli, en honor
a su descubridor (Jawetz, 1992: 229).
4 En la actualidad aún no se conoce el mecanismo de acción exacto de los
agentes anestésicos inhalados. Se conocen sus efectos sobre el sistema nervioso
central más no la biología molecular que desata su farmacodinamia (Goodman,
1996: 327).
16 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

que permite que los enfermos de estas dolencias no perezcan. Por


ejemplo, la anestesia general, aquel coma profundo inducido5,
permite que una situación patógena dada cambie por la inter-
vención médica y que los latidos cardiacos continúen. Al lado
de estos dos descubrimientos surgió un tercero: los trasplantes
de órganos y de regiones anatómicas afectadas por enfermedades
o malformaciones que ponen en riesgo la vida en su conjunto,
y permiten su sustitución por otros órganos sanos. Miles de ri-
ñones, pulmones, hígados, corazones, manos, segmentos faciales
y litros de sangre han sido llevados por intervención quirúrgica
de un muerto a un vivo o de un vivo a otro vivo. Es decir, el
corazón de un joven que muere prematuramente puede seguir
aun latiendo dentro del tórax de un viejo. La sangre ya no solo
se limita a circular dentro del espacio corporal originario, sino
que puede fluir en cuerpos que compartan las mismas impron-
tas celulares.6 En efecto, los trasplantes han roto las fronteras de
nuestros cuerpos y su incremento se ha basado en el supuesto que
nuestro cuerpo puede contar con la posibilidad de reemplazar
órganos dañados, total o parcialmente. La investigación científica
ha revelado que compartimos ciertos códigos homólogos7 con los
demás animales, por ejemplo, con el cerdo, aquel animal impuro

5 Los medicamentos usados en la anestesia general, generan efectos farmacoló-


gicos que prácticamente anulan los reflejos de la deglución, la respiración y los
pupilares (Uribe, Arana y Lombana, 1996: 6).
6El estudio de los grupos y tipos de sangre facilita establecer los patrones de
donación y recepción de derivados sanguíneos. La sangre se considera el órgano
que más se trasplanta a diario en el Planeta (West, 1991: 461).
7 Estos códigos genéticos se expresan en unas estructuras conocidas como hla,
antígenos de histocompatibilidad (Robbins, 1995: 195).
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 17

y prohibido,8 lo cual facilita, incluso, el trasplante de válvulas


cardiacas de estos animales al hombre.

Estos adelantos han sido posibles justamente en el siglo xx. Con


estos breves ejemplos hemos querido señalar que este siglo ha sido
realmente el siglo de la medicalización, pues los adelantos en medici-
na han dominado nuestra comprensión de lo que somos, dispután-
dole el lugar que, en el mundo griego clásico, tenía antes la filosofía.
En este contexto, pensar la muerte se ha convertido en un asunto
puramente biológico o médico, pues se ha reducido a una mera ecua-
ción de signos y síntomas, una distribución en el espacio de las ondas
cerebrales; curvas de voltajes iluminando monitores y batas blancas
hablan en tono sin comprender el silencio que implica el morir. Las
definiciones que ha presentado la lex artis médica han sufrido modi-
ficaciones ligadas a la mayor precisión de las imágenes diagnósticas.
Por ejemplo, se pasó de certificar la muerte con un espejo próximo
a las narinas, a un trazado de ondas cerebrales. Hasta hace décadas
se consideraba imposible que un ser humano pudiera vivir luego de
que su corazón dejara de latir. Con la evolución de la farmacología,
de los dispositivos tecnológicos y con el impulso de un desfibrilador,
la reanimación dejó de ser aquel relato de ficción de Mary Shelley9.
8 No olvidemos que en la tradición judía se dice que: «El cerdo, porque tiene pe-
zuñas, y aunque las tiene partidas en dos, no es rumiante. Deben considerarlo un
animal impuro» (Levítico, 11, 7).
9 Un año sin verano fue 1816, en el que se presentó un invierno volcánico debido
a la erupción del volcán Tambora. Durante este gélido año, Mary Shelley, a orillas
del lago de Ginebra concibió la idea de Frankenstein o el moderno Prometeo que
sería publicada más tarde, en 1818 (Rodríguez, 2001: 23). Esta novela es la historia
del joven estudiante de medicina Víctor Frankenstein, quien estaba obsesionado
por conocer «los secretos del cielo y la tierra». En su afán por desentrañar «la mis-
teriosa alma del hombre» crea un cuerpo a partir de suturar diferentes segmentos
corporales de cadáveres. El experimento culmina con éxito cuando Víctor imprime
una descarga eléctrica de vida al cuerpo cuya estatura era 2,44 metros.
18 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

Sin duda, existen ciertas condiciones de posibilidad en las que el


ser humano puede recuperar el ritmo perdido. Pero no solo re-
cuperar los latidos y la respiración son suficientes para despertar
de un paro. En este sentido, el fenómeno biológico de la muerte
solo es posible comprenderlo al tener en cuenta que los tejidos
corporales tienen límites temporales diferentes para soportar la
ausencia de oxígeno antes de morir o iniciar su proceso natural de
descomposición; mientras que el tejido pulmonar resiste la anoxia
hasta 60 minutos, el parénquima hepático de 60 a 120, las células
tubulares renales cerca de 30 y las miocárdicas hasta 30; el tejido
cerebral en 5 minutos presenta daño neuronal irreversible y des-
pués de 10 se considera que ha ocurrido una muerte neuronal
masiva irreversible. Es posible recuperar los latidos cardiacos, la
respiración y la función renal, pero después de 600 segundos de
asistolia jamás podrá ser recuperada la conciencia. De ahí el ori-
gen de la metáfora biológica con la que se acostumbra nombrar
este suceso: estado vegetativo.

Mientras la vida fluye en nuestros cuerpos, nuestras células


mantienen un gradiente de concentración entre su interior y el
entorno; la diferencia microvoltáica nos mantiene vivos, es decir,
permite que nuestras microscópicas fábricas de energía, conoci-
das normalmente como mitocondrias,10 produzcan la molécula
indispensable para la vida: adenosín trifosfato atp (Karp, 1987:
333). Cuando la vida se extingue, asimismo, las reservas de atp se
agotan hasta la última molécula, el desequilibrio iónico desapare-
ce y el calcio extracelular invade las células musculares; comienza

10 Son los organelos celulares encargados de producir la energía. En estas estruc-


turas sucede la respiración celular (Devlin, 1989: 23).
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 19

entonces la rigidez cadavérica que, a menudo, identificamos con


la muerte. Al tiempo la cadaverina y la putrescina transforman la
estética anatómica en tejidos en vía de putrefacción11. Este proceso
solo se puede detener en condiciones de congelamiento extremo.
Las estructuras descompuestas pueden también ser tomadas como
alimento por las aves carroñeras en una torre del silencio,12 ser ab-
sorbidas por el sistema radicular de las plantas, convertirse en humo
y cenizas en un horno crematorio o, simplemente, terminar forra-
das en un estuche de madera lacado aguardando la invasión copiosa
de gusanos. Todo esto no es más que una metamorfosis de nuestro
cuerpo vivo después de muerto.

A mediados del siglo pasado, los médicos franceses incluyeron


en la literatura médica el término «coma depasse». En este suceso,
la actividad respiratoria y circulatoria solo podían ser mantenidas
artificialmente sin que se evidenciara ninguna función inteligible o
sensorial. Pero en 1968, la Universidad de Harvard creó un comité
de expertos para lograr definir los criterios médicos de la muerte13.

11 La putrescina [NH2(CH2)4NH2], 1,4-diaminobutano, aparece cuando la


carne se pudre, confiriéndole su olor característico. La cadaverina (C5H14N2),
1,5-diaminopentano, es una diamina que surge en la descomposición del ami-
noácido lisina, como ocurre en la materia orgánica muerta (Devlin, 1989:
584).
12 Son conocidas también como dakhma. Corresponden a edificaciones fúnebres
de la religión zoroástrica, la cual cree que el cadáver humano es impuro y no
debe contaminar la tierra. Los cuerpos son dispuestos en lo alto de las dakhma
donde son digeridos por las aves de rapiña (Cantera, 1998: 37).
13 En 1968, se publicó en la prestigiosa revista científica jama el informe de este
comité constituido por especialistas en neurociencias de la Universidad de Har-
vard. Su punto de discusión central era definir el coma irreversible y como este a
su vez podía aplicarse a la definición de muerte cerebral. (Ad Hoc Committee of
the Harvard Medical School to examine the definition of brain death. A defini-
tion of irreversible coma. jama, 1968; 205: 337-40).
20 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

Su informe fue realmente controversial. Tal controversia fue más allá


de los marcos puramente médico-biológicos, pues implicó introdu-
cir asuntos legales en la consideración del morir y de la muerte. Solo
hasta 1971 la Corte Federal de Kansas14 aceptó por primera vez en la
historia el concepto de muerte fundamentado en la pérdida irreversi-
ble de la función cerebral, iniciando con ello una modificación sus-
tancial en la comprensión de la vida y la muerte. En Colombia esta
comprensión fue incorporada a nuestra jurisprudencia con la Ley 9
de 1979, reconocida como Código Sanitario Nacional. Esta norma
fue reglamentada bajo el Decreto 2642 de 1980 en cuyo artículo
9 define la muerte cerebral así: «Entiéndese por muerte cerebral el
fenómeno biológico que se produce en una persona cuando de ma-
nera irreversible se observan en ella los siguientes signos: a) ausencia
de la respiración espontánea; b) ausencia de reflejos superficiales y
profundos; c) carencia de tono muscular; y, d) desaparición de todas
las señales electroencefalográficas (electroencefalograma plano), sin
estar sometida a estados artificiales de hipotermia, ni encontrarse
bajo los efectos de sedantes». Hay muerte medicamente y jurídica-
mente cuando «las funciones espontáneas cardíacas y respiratorias
han cesado definitivamente, o si se ha verificado una cesación irre-
versible de toda función cerebral» (Uribe, Arana y Lombana, 1996:
564). En este breve recorrido de tematización de nuestra compren-
sión de la muerte no podemos dejar de lado un hecho significativo:
ya en la Ley 23 de 198115 se exonera de fallo ético al médico que se

14La Corte aceptó esta definición en medio de la discusión sobre trasplantes de


órganos. (Uribe, Arana y Lombana, 1996: 564).
15 «Artículo 13. El médico usará los métodos y medicamentos a su disposi-
ción o alcance, mientras subsista la esperanza de aliviar o curar la enfermedad.
Cuando exista diagnóstico de muerte cerebral, no es su obligación mantener el
funcionamiento de otros órganos o aparatos por medios artificiales». Esta Ley
corresponde al Código de Ética Médica colombiano.
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 21

abstenga de mantener en funcionamiento las medidas artificiales de


soporte vital en el caso de que haya sucedido una muerte cerebral.
Como vemos, más allá de estos adelantos significativos en el campo
de la medicina, la medicalización de la vida y de la muerte ha provo-
cado también en el siglo xx y lo que llevamos del xxi una lucrativa
y extensa industria alrededor de la muerte. Por todas partes vemos
empresas dedicadas a prolongar la agonía y paliar el dolor en las
unidades de cuidados intensivos y, por otro lado, la promoción de
empresas funerarias que facilitan la disposición final de los cuerpos
con el debido rigor de los protocolos de la salud pública y con el
supuesto cuidado a los dolientes. Para las empresas prestadoras de
servicios de salud resulta menos costoso un muerto que un trata-
miento de alto costo de un paciente aferrado a la vida por procedi-
mientos puramente instrumentales.

Si bien nuestra experiencia de la vida y la muerte ha estado mar-


cada hoy por el triunfo de la técnica en su afán de dominar todas
nuestras preocupaciones, lo cierto es que en medio de este triunfo,
la reflexión filosófica ha levantado también sus inquietantes pre-
guntas. Sin duda, el problema de la muerte ha sido una constante
en la reflexión filosófica, aunque obviamente abordada desde di-
ferentes posiciones. Sabemos que la única especie que se pregunta
por la muerte es la humana y muy seguramente los interrogantes y
las respuestas han ido caminando de la mano junto a la evolución
darwiniana y a las trasformaciones culturales. Sin duda, podríamos
preguntarnos: ¿qué tan antigua es nuestra conciencia de la muerte?
¿Este concepto está atado al desarrollo de las civilizaciones? Los tra-
bajos arqueológicos han resaltado lo que por ahora se considera el
rito funerario más antiguo, el de la Sierra de Atapuerca en Burgos
(España) donde fue encontrada una fosa con varios esqueletos de
22 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

homo heidelbergensis con algunos elementos que se asumen como


un ajuar funerario; este hallazgo muestra ya la presencia de una sim-
bolización de la muerte y la capacidad de reflexionar sobre el límite
ente la vida y la muerte en la historia más antigua de la humanidad;
la datación de estos cuerpos corresponde a 400 000 años (Quam,
2007: 5). De igual manera se han encontrado entierros funerarios
de homo neardenthalensis de 50 000 años de antigüedad (Fernández,
2014: 9) lo que nos evidencia que la reflexión sobre la muerte apa-
rece en nuestros parientes ancestrales mucho antes que el inicio de
las primeras civilizaciones desarrolladas exclusivamente por el homo
sapiens hace 6000 años.

Las experiencias frente al dolor de la muerte han tomado un


lugar central en nuestra historia, «[…] incluso podría afirmarse
que precede su humanización. Hasta donde alcanza la memoria
humana, se comprueba que el enterrar a los muertos constituye
un indiscutido signo distintivo del hombre» (Gadamer, 2011: 79).
En efecto, ya desde épocas muy remotas el entierro estaba acom-
pañado de elementos artísticos y de profundas edificaciones como
lo demuestran los yacimientos de Tierradentro en el departamento
del Cauca y las tumbas del Valle de los Reyes en Egipto; los rituales
funerarios se extienden por todas las culturas y por todas las tem-
poralidades de la humanidad. La presencia de la solemnidad, de los
tesoros y del desarrollo de sofisticadas técnicas de momificación son
testigos presenciales de la imposibilidad humana de aceptar «[…] el
no-ser-más del muerto, su apartamiento, su definitiva no-pertenen-
cia» (Gadamer, 2011: 79).

Teniendo en cuenta estos hallazgos de la arqueología y de la


historia de las culturas, podemos ver que pensar era el escenario
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 23

más apropiado donde adquiere sentido el conjunto de la vida hu-


mana. Adoptar pues una conducta de apertura frente a la muerte
como un destino propio e ineludible ha sido una labor propia
de todos los pensadores y no simplemente de los que se conside-
ran pesimistas; erróneamente, se asume lo contrario. El consuelo
de la inmortalidad y la prolongación artificial de la vida deben
ser tomados con precaución; ellos operan como instrumentos
de un narcisismo que se niega a reconocer que la muerte es un
límite no superable.

Nuestra relación con los difuntos y con los cementerios ha


cambiado: «El culto a los muertos no marcha ya actualmente al
ritmo de paroxismo que mantenía en el siglo xix y a principios del
xx, hasta después de la guerra de 1914. Se ha estabilizado, enfriado
y apaciguado» (Aries, 2000: 215). El hombre, a lo largo de su his-
toria, descubrió con el fuego prometeico que la muerte era siempre
una posibilidad en todas sus elecciones y que, como tal, estaba pre-
sente en toda la vida humana. Esto lo señala con mucha precisión
Heidegger en Ser y tiempo. El autor entiende la existencia como
apertura a posibilidades y, en ese sentido, el Dasein puede plantear-
se como totalidad, ya que desde un punto de vista ontológico es
realmente la posibilidad común dentro de todas sus posibilidades,
a saber, la muerte. Este acontecimiento final es intransferible y es
el único que permite la totalización del hombre en el horizonte de
su temporalidad constitutiva. Así pues, en el momento en el que el
ser humano queda totalizado, nos encontramos con que pasaría a
«ya-no-ser-más-ahí». En este sentido, mientras el ser humano es un
Dasein no ha alcanzado todavía su totalidad, no se ha completado
plenamente; pero en cuanto alcanza dicha totalidad, esa ganancia
muta en pérdida. Ya no es posible la experiencia de él como un
24 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

ente (Heidegger, 2009: 258). Entonces, el Dasein no puede sino


ser el «ser-para-la-muerte», en alemán Sein-zum-Tode. La posibili-
dad de la totalidad del Dasein como totalidad se da en su sintonía
con la muerte comprendida esta como la posibilidad misma de la
existencia. En este contexto, podemos entonces entender la muer-
te no como el final del tránsito de horas o de años, sino como la
posibilidad más propia. A lo sumo, la muerte es la posibilidad que
hace imposible toda posibilidad.

Recordemos pues que, en la filosofía moderna, lo posible,


generalmente, se ha definido como inferior a lo real: «[…] en
Kant se opone la posibilidad en cuanto categoría “dinámica” de
la modalidad, a la realidad y a la necesidad. Como categoría,
estructura del ente, la posibilidad significa lo que todavía no es
real» (Horcajada, 2010: 80). Sin embargo, la posibilidad no es
solamente una determinación categorial del objeto; es también,
para Heidegger, más bien, una determinación del Dasein, es de-
cir, un existencial; por tanto, no es algo minúsculo frente a la
realidad, sino superior a ella. Así, podemos decir que se trata
de la postrimera determinación ontológica del Dasein, pues, en
términos generales, nuestra existencia oscila entre el nacimiento
y la muerte. La muerte, en cuanto posibilidad no propone nada
al Dasein que deba ejecutar, pues es realmente posibilidad, de
imposibilidad (Dastur, 2009: 168).

En el siglo xx, las confrontaciones bélicas mundiales fueron una


razón suficiente para sentar a filósofos de diferentes nacionalidades a
escribir sobre la vida y la muerte, pues los acontecimientos históricos
demandaban, como nunca, que se sumiera nuestra condición con
plena determinación. Muchos de ellos vivieron la violencia desde
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 25

un campo de concentración (Hans Blumenberg), en una sala de


torturas (Jean Améry), desde el exilio (Theodor Adorno) o desde
la resistencia militante bien representada en Vladimir Jankélévitch,
quien levanta su mirada aguda como respuesta a la apropiación del
concepto de la muerte por parte de la medicina. La muerte dejará de
ser una simple estadística o una categoría; no serán los silogismos,
las definiciones, ni la filosofía analítica los que nos aproximarán al
estudio de la muerte, sino más bien el pensamiento de la paradoja
y de los espacios entreabiertos. ¿Quién fue Vladimir Jankélévitch?

1.2 Vladimir Jankélévitch como pensador de la vida

Una manera oportuna de abordar los aspectos biográficos de


un pensador es, por ejemplo, aprovechar las declaraciones en en-
trevistas, las cuales, en el caso de Jankélévitch fueron frecuentes.
Guy Suarès se dio a la tarea de recopilar parte de estas declaracio-
nes en entrevistas sostenidas con Jacques Chancel y con otros per-
sonajes en un texto conocido como Vladimir Jankélévitch: la vie
publicado, precisamente, en 1985, año en el que muere el filósofo
en París. Nuestro filósofo se presentaba más como un orador que
como un verdadero escritor: «Mi medio de expresión es el habla-
do. Esencialmente. Soy un profesor. No soy un escritor. Hay en
esto un matiz importante. Escribo efectivamente libros, pero no
soy un hombre de pluma. Mi oficio no es la escritura. […] Lo mío
no es escribir bien. Lo mío más bien tiene que ver con la palabra»
(Citado por Camarero, 2013: 35).

Algunos datos importantes de su vida son los siguientes. Nace


en la región central de Francia, Bourges, el 31 de agosto de 1903.
26 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

Samuel Jankélévitch, su padre, era de origen judío ruso, y, en


1890, viajó desde Odessa a Francia con el propósito de estudiar
medicina. Contrajo nupcias con Anna Ryss, que tenía similares
líneas ancestrales. Posteriormente, los Jankélévitch se mudan de
Montpellier a Bourges; la pareja encontró la marca vital de la diás-
pora en nuestros días. En diciembre de 1940, Vladimir escribe en
una carta dirigida a un amigo conocido como Beauduc: «[…] este
año tampoco iré a Limoges. Desde hace unos días he sido releva-
do de mis funciones y no están los tiempos para hacer turismo.
Me descubrieron dos abuelos impuros porque soy, por parte de
madre, semi-judío; pero no habría bastado esta circunstancia si
no hubiera, por añadidura, sido meteco por mi padre. Esto su-
ponía demasiadas impurezas para un solo hombre» (Citado por
Camarero, 2013: 40). Esta marca de impureza será para nuestro
pensador objeto de constante meditación16.

El hecho particular de tener un padre médico, que fue el pri-


mero en traducir al francés los textos de Sigmund Freud, no pue-
de ser tomado con ligereza. Sin duda, la influencia del entorno
académico próximo como la medicina, el psicoanálisis, la ciencia
y la religión, determinaron bases fundantes en el pensamiento del
pensador francés. Desde la infancia, las partituras hicieron parte
de sus pasiones. Desde pequeño una tía, con reconocidos estu-
dios de piano, aproximó las manos del joven Jankélévitch a un
teclado, iniciando así una relación con el instrumento para toda

16 De lo puro nada puede decirse solo la impureza es cognoscible y descriptible.


Toda narración, toda historia comienzan con la impureza. Lo puro no tiene his-
toria; la pureza suprema, Dios, solo puede ser tratada negativamente, es decir,
apofánticamente. Jankélévitch trata con profundidad este tema en su obra Lo
puro y lo impuro publicada en 1960.
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 27

la vida. Con el paso de los años su conocimiento trascendió la


interpretación, no se contentó en repentizar ejecuciones; alcanzó
una amplia experiencia como musicólogo y es por tal motivo que
sus estudios sobre el silencio deben ser tomados con valor. Para
Jankélévitch, la música expresa paradójicamente la profundidad
del devenir y adicionalmente, en términos absolutos, la música
no existe debido a que no tiene entidad porque es solo apariencia:
no es ser, sino fenómeno. Esto lo podemos rastrear en su texto La
música y lo inefable: «La música, fantasma sonoro, es la más vana
de las apariencias, y la apariencia, que sin fuerza probatoria ni
determinismo inteligible cautiva a su víctima, es, en cierto modo,
la objetivación de nuestra debilidad» (Jankélévitch, 2005: 19). En
una entrevista con Robert Hebrard dijo: «El piano es un placer
completo, que va hasta la punta de los dedos: hay un placer parti-
cular en hundir las teclas» (Citado por Camarero, 2013: 43). En
el prólogo de La muerte, Manuel Arranz presenta el silencio como
un asunto límite en el corpus del autor (2009: 10).

Vladimir Jankélévitch publicó un primer trabajo exponien-


do el corte vitalista de Henri Bergson en 1924,17 y ese mismo
año se gradúa de L’École normale supérieure con un estudio sobre
Plotino, formación que se dio bajo la tutela de su maestro Léon
Brunschvicg. En 1933 se doctoró con su tesis sobre Schelling18
en L’Institut français de Prague y, posteriormente, regresó a Pa-
rís. Los textos publicados por Jankélévitch aparecieron antes de
terminar su doctorado y, como es conocido, fue un destacado

17 El artículo « Deux philosophes de la vie. Bergson» de 1924, se encuentra en


Revue Philosophique de la France et de l’Étranger.
18 L’Odyssée de la conscience dans la dernière philosophie de Schelling, 1933.
28 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

discípulo de Henri Bergson, sobre quien publicó su primera obra


Henri Bergson (1931), en la que resaltamos la intuición funda-
mental de realizar un pensamiento de la vida que asuma la idea
directriz del órgano-obstáculo.19 Fue activo militante de la resis-
tencia; en 1934 se afilió al Frente Popular. Bajo el régimen de
Vichy, fue desposeído de la nacionalidad francesa y en 1941 entró
a la Resistencia para enfrentar, tanto en el pensamiento como en
la acción, la brutalidad y violencia que estaba viendo por doquier.
Luego de la Liberación de Francia optó, por algún tiempo, por or-
ganizar la programación musical en la emisora Touluse-Pyrénées.
Posteriormente, ejerció como docente en la Universidad de Lille y
en 1951 fue catedrático titular de la Sorbona y fue en ese campus
universitario donde finalizó su actividad en el medio universita-
rio. En el Mayo francés de 1968, participó activamente a favor de
las causas estudiantiles (Trejos, 1993: 80).

Sin duda, el tema de la muerte es una constante en la produc-


ción literaria de nuestro autor, aunque solo en 1966 publica su
gran obra, justo cuando ya su trayectoria académica estaba muy
consolidada, pues este tema requiere, obviamente, haber vivido
bastante y tener un pensamiento maduro para asumirlo con ente-
reza. Jankélévitch es prueba de esta situación, pues solo se puede
meditar con profundidad sobre la muerte, cuando hemos estado
justamente muy cerca de ella. Esta obra de 1966 es uno de los más

19 Jankélévitch estuvo profundamente influenciado por su maestro Henri Berg-


son. Elaboró una extensa fundamentación filosófica de la existencia y de las
características de la libertad humana. Así como Bergson deriva sus reflexiones
sobre la libertad humana de su concepto de duración, Jankélévitch también hace
depender su concepto de libertad de las ideas bergsonianas acerca del tiempo y
del instante (Trejos, 2002: 139). Sobre el desarrollo del concepto de órgano-obs-
táculo volveremos más adelante.
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 29

poderosos esfuerzos para asumir el significado de la guerra; en ella


se arriesgó a diagnosticar que uno de los instrumentos indispensa-
bles del conflicto bélico en Francia fue justamente la sedimentaria
ambigüedad moral con la que convivieron muchos galos frente a
la industria de la muerte, pues asumir la muerte implica tomar
una clara postura ética frente a la vida y a todo lo que en ella ocu-
rre. Por ejemplo, Jankélévitch fue uno de los intelectuales que se
negó a aceptar el mito de La Résistance sin condenar especialmen-
te la ambigüedad del colaboracionismo; más bien, decidió asumir
esta situación como expresión de un segmento estructural de la
ambigüedad del ser humano.

Dentro de sus obras más importante podemos destacar las si-


guientes: Tratado de las virtudes (1949), Filosofía primera (1954),
Lo no sé qué y lo casi nada (1957), Lo puro y lo impuro (1960),
La Aventura, el aburrimiento y lo serio (1963) y La paradoja de la
moral (1981); en el campo de la musicología escribió reconocidos
trabajos que le otorgaron prestigio en este campo20. Se debe tener
presente que la gran extensión de su obra orbita sobre un tema
nodal, la vida cotidiana.

¿Cómo leer a Jankélévitch? Resulta un filósofo de lectura difícil


por diferentes razones: escribe apelando a la metaforología y con
unos referentes que no son necesariamente propios de la filosofía
tradicional. Nos dejó una obra caracterizada por una ausencia de
sistematicidad, en la cual su autor quiere tomar una clara distancia

20 Se destacan entre sus trabajos de música sus estudios sobre Fauré (1938), Ravel
(1939), La Rapsodia (1955), La música y lo inefable (1961), La vida y la muerte en
la música de Debussy (1968), Liszt y la rapsodia: ensayo sobre la virtuosidad (1979),
La presencia lejana. Albéniz, Séverac, Mompou (1983).
30 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

frente a la sustancialización, tan propia de la metafísica de su épo-


ca. Sus escritos no buscan ofrecer ningún absoluto como punto
de partida ni de llegada. Apartado del andamiaje de un sistema
se distancia, por ende, de las ópticas de la totalidad. Él mismo
decía: «Yo no tengo una filosofía, un sistema del que sería propie-
tario como uno detenta una cátedra que le ha sido otorgada por
el Estado. Y no puedo hacerme espectador de mi propia doctrina
puesto que no la tengo» (citado por Trejos, 1993: 75). Pero su
obra mantiene una coherencia interna en la que cada tema explo-
rado se engrana sutilmente con los otros; cada una de sus agudas
reflexiones es como un movimiento dentro de una composición.
Le interesaban los místicos españoles, los músicos catalanes, los
poetas italianos y en el piano de su casa tenía prohibido tocar
obras de Bach, porque le recordaban indefectiblemente los años
de la Ocupación. Este autor está lleno de metáforas topológicas
y constitutivas, pero no podemos entender su uso de metáforas
como una mera técnica discursiva, como tampoco podemos espe-
rar de él una distinción categorial ni descripciones conceptuales,
tan típicas en filósofos académicos.

Normalmente, localizamos al hombre en un lugar determina-


do, para desde ahí dar inicio a la reflexión. ¿Cuál es pues el ecosis-
tema en el que nuestro autor localiza al ser humano? Entre la tierra
y el agua, es un anfibio cuyo espacio es «el entre ». Las dualidades
ángel y bestia, risa y llanto, y el alfa y omega forman parte del en-
torno humano, pero siempre en su relación. En sus líneas fluye el
pudor de lo que no queremos hablar; por ellas se desliza el escán-
dalo desatado por el silencio del mundo frente a la muerte de ese
otro que no soy yo. Y frente a la reducción del hombre al número,
denunciada por Jaspers y la filosofía existencial de la primera mitad
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 31

del siglo xx, Jankélévitch se rehúsa a incorporar los números fo-


renses en su meditación, que hacen de la muerte un mero evento
estadístico, sin atender a la naturaleza metaempírica de su acaecer.

La reflexión de Jankélévitch sobre la guerra y sobre ‫האושה‬21 se


va delimitando y adaptando por su experiencia vital. Por ejem-
plo, en su famoso texto El mal hace un primer aporte desde la
cotidianidad: el mal está en el terreno de la anfibología22 y esta es
inevitable durante la guerra. Aquí señala cómo la malevolencia,
entendida como la forma humana del mal, es nuestra cuota indivi-
dual a la vida. Aquello que los seísmos o las enfermedades no han
destruido, el hombre sencillamente lo destruye con sello destaca-
do. El hombre resulta ser en esencia impuro. La guerra ha sido,
precisamente, una gran experiencia de confusión, cuando aquello
que parece imposible se torna factible en las vidas mediocres.

El derrotero de la filosofía del siglo XX parece ubicarse en el


problema del tiempo y la obra emblemática de este asunto es,
sin duda, Ser y tiempo. Es difícil pensar algo hoy en día si no se
contrasta con este texto de Heidegger. El eje central de este libro
es el tiempo el cual jamás es definido, a lo largo de sus páginas
jamás es mostrado como una categoría más. Heidegger habla de la

21 La Shoá se identifica con el nombre de Holocausto, también es conocida,


según la terminología nazi como «solución final» (Lansman, 2013: 19).
22 Kant dedica todo un apartado de la Analítica Trascendental para explicar el
uso erróneo de los términos en: La anfibología de los conceptos de reflexión a
causa de la confusión del uso empírico del entendimiento con el trascendental
(Crítica de la razón pura, B316, a 261, Apéndice a la Analítica Trascendental). La
muerte tiene una causa fenoménica pero cuando la muerte sucede por la tristeza
la causa es del orden nouménica.
32 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

permanente tensión del ser en el tiempo. Asimismo, Jankélévitch


tiene sus propios instrumentos para hablar sobre el tiempo al ar-
ticular recursos musicales, filosofía y literatura sin trivializarlo o
reducirlo a una mera categoría.

Desde que Aristóteles inventó las categorías, corrientemen-


te, se piensa basándose en ellas y estas son un instrumento de
precisión quirúrgica para los filósofos analíticos. Jankélévitch no
reduce la vida a categorías como lo hace todo hegeliano. El pen-
sador francés es mucho más próximo a Kierkegaard para quien la
existencia jamás se puede reducir a concepto alguno. El 6 de junio
de 1985, el mismo día que, en Embu (Brasil), la policía exhuma-
ba los restos de Wolfgang Gerhard para probar que se trataba del
médico genocida nazi, Josef Mengele,23 murió en París Vladimir
Jakélévitch. Así narraría la noticia El País de España:

El filósofo Vladimir Jankélévitch, uno de los intelectuales fran-


ceses de mayor prestigio, murió ayer por la mañana en París a la
edad de 83 años, según informó su familia. Pensador al margen
de capillas y modas, defensor de los derechos humanos, Vladimir
Jankélévitch fue profesor de filosofía moral en la universidad de
la Sorbona desde 1951. Autor de un monumental Tratado de
las virtudes, huyó de todo moralismo y simplemente pidió al
hombre que amara. Como metafísico, renunció a develar el ser y
a decir lo que es, pero se asombró de que aún exista el ser. Entre
sus numerosas obras se cuentan Filosofía primera, Lo irreversible
y la nostalgia, En algún lugar de lo inacabado, en las que meditó

23 Disponible en: The New York Times en: <http://www.nytimes.com/1985/06/12/


world/body-is-mengele-s-his-son-declares.html>.
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 33

sobre el problema del tiempo. Además de sus obras de filoso-


fía, Jankélévitch es conocido por sus numerosos trabajos sobre
la música y los músicos. Es autor reciente de un estudio sobre
Mompou (El País, 1985).24

Ese 6 de junio, casualmente, se celebraba la fecha del día D,


que enmarca el fin de la Francia Ocupada. Como vemos, la vida
de Jankélévitch, incluso el destino de sus restos después de la
muerte, estuvo siempre marcada por acontecimientos históricos
violentos, tan violentos como lo es siempre la muerte. Por esta
razón, cuando vemos una de sus fotos más emblemáticas, nos da-
mos cuenta de la seriedad de su figura, que casi parece ser la de un
hombre que lleva consigo un enorme peso: la vida. Por esta razón,
antes de abordar el estudio de su texto más significativo sobre la
muerte, debemos tomar un espacio y detenernos, a manera intro-
ductoria, en una de sus obras, la que nos irá llevando a entender
por qué la muerte es un asunto serio.

1.3 Pensar la muerte como un asunto serio



Su obra La Aventura, el aburrimiento y lo serio (1963) se plan-
tea como una narración descriptiva con una división particular-
mente desproporcionada; por ejemplo, la extensión en páginas del
tema de la aventura y lo serio dista mucho de la consideración
del fenómeno del aburrimiento. La aventura, el aburrimiento y lo
serio son modos de considerar la vida, esto es, maneras de vivir en

24 Recuperado de la versión digital del diario EL PAÍS en: http://elpais.com/


diario/1985/06/07/agenda/ 486943201_850215.html
34 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

el tiempo. El tiempo me determina, me limita, me define; el mo-


vimiento existencial de la aventura es el porvenir siempre abierto,
en el aburrimiento y en lo serio, el tiempo se vuelve pasado y,
particularmente, en el aburrimiento el tiempo es un pasado que
pesa. En la aventura, el tiempo pasa rápido y en lo serio yo voy
quedando atrás. Por otro lado, estos fenómenos también tienen
su peculiar modulación según la edad en la que estemos, pues el
pasar del tiempo determina también la forma como asumo y vivo
el tiempo. Por ejemplo, la aventura es el tono del temple de ánimo
del joven que está siempre abierto al porvenir; mientras que en el
adulto mayor será el aburrimiento el que marca el compás y para
el viejo lo serio será su permanente rasgo tonal.

En la aventura, el presente está abierto y el hombre encuentra


el goce en ella, porque intensifica la existencia; el presente es aquí
instante. Jankélévitch habla de la aventura explorando la intui-
ción de Simmel, que piensa el presente cultural aún vigente, a ese
mundo burgués inundado de la industria de las aventuras pre-
fabricadas; plagado de indicadores, de burocracias y de museos.
En palabras del pensador francés, en su ensayo: George Simmel,
filósofo de la vida: «La forma de una obra de arte tiene, por el
contrario, un sentido profundo por el hecho mismo de reforzar
su aislamiento, su Fürsichsein» (Jankélévitch, 2007: 62). El aven-
turero es aquel que participa en aventuras burguesas, en instantes
fabricados. La aventura mercenaria alcanza su mayor grado de ob-
jetivación en la industria turística. Aquel que busca riesgos con el
amparo de la seguridad da el paso de aventuroso hacia aventurero.
El aventuroso experimenta la aventura simple, la del instante, la
aventura mortal. El aventuroso no es un profesional, es un ser
humano común y corriente. A pesar de esto existe una industria
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 35

enorme en el campo del riesgo controlado, es decir, de la aven-


tura de los aventureros. Para escribir un ensayo se necesita ver y
oír muy bien; Jankélévitch percibe con suma agudeza el mundo
burgués. La descripción de un «pobre funcionario» que decide
un día cambiar la rutina de su trabajo en el metro es un buen
ejemplo de su olfato frente a la cotidianidad (Jankélévitch, 1989
36). Una aventura puede iniciar al combinar la sutileza de una
sonrisa y el enfoque afortunado de una mirada, aunque el destino
de esta aventura amorosa no se puede resolver en un matrimonio
porque pierde su esencia. Un ejemplo que describe con exquisitez
este acontecer es la película Monsiur Hire (1989)25 cuyo prota-
gonista es un sastre misántropo y voyerista consumado a quien
una mirada inicial lo arrastra hacia la aventura y una segunda
mirada lo sumerge en los vórtices de quien presencia sin querer
un homicidio; esta aventura conduce al protagonista a ser víctima
de una profunda traición que lo lleva a una caída que le cuesta
la vida. El cuerpo politraumatizado y sin vida del voyeur es ahora
observado por todos.

Ocurre en demasía que en la filosofía hay suficiente gente que


piensa pero son pocos los que ven, y Jankélévitch comprende que
para entender el mundo se necesita ser un buen voyerista; se debe
aprender a comprender el instante cotidiano. Comprensión que lo
abre justamente al espacio de la decisión ética. Jankélévitch halla
la potencia de la filosofía en la metaforología no categorial; lo me-
taforológico dista de lo naíf, de tal suerte que le permite hablar de
la vida sin trivializarla. El pensador francés encuentra en la aven-
25 Producción cinematográfica francesa, dirigida por Patrice Leconte y protago-
nizada por Michel Blanc y por Sandrine Bonnaire. Su guion está basado en la
novela Les Fiançailles de M. Hire de Georges Simenon.
36 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

tura el comportamiento de los átomos epicúreos; partículas que se


autoconfirman, cuando actúan de manera independiente en una
dinámica caótica a lo sumo cuando asumen su destineé, como las
Venus vagabundas nómadas y errantes (Jankélévitch, 1989: 30).
Para Jankélévitch, la desventura de la muerte es aquello aventu-
roso de toda aventura. En este sentido, la indeterminación de la
muerte es homóloga a la del porvenir que se muestra ambiguo.
La muerte es, a la vez, lo más cierto y los más incierto; el hecho
de que moriremos es seguro, pero la fecha nos permanece vedada
y ese desconocimiento es lo que nos facilita vivir. En «Gorgias»
Platón retoma el mito de Prometeo, según el cual a Zeus, luego de
haberles negado la inmortalidad a los hombres, se le antojó entre-
garles un regalo sencillo, ocultarles la fecha de su muerte: «Éstos
son los obstáculos que se les interponen y, también, sus ropas y las
de los juzgados; así pues, en primer lugar, dijo, hay que quitar a
los hombres el conocimiento anticipado de la hora de la muerte,
porque ahora lo tienen. Por lo tanto, ya se ha ordenado a Prome-
teo que les prive de este conocimiento» (Gorgias, 523d)26. Esa
neblina postrada sobre el instante mortal, nos concede pensar en
la otra semana, en el próximo año y en el mundo que ha de venir.
Incierta y contingente, así es la hora de la muerte. La probabilidad
de aplazarla con la aplicación de algunas tecnologías «justifica la
esperanza y el optimismo médico» (Jankélévitch, 1989: 21).

Jankélévitch va más allá de la aventura mortal y toma un es-


pacio para presentar la aventura estética donde encontramos al

26 Este suceso podemos encontrarlo en palabras de Ío y Prometeo «[…] -¡Es


verdad! Revélame, al menos, cuándo veré el término de mi vagar errante, cuándo
llegará la hora en que cese el sufrimiento[…] -No es por deseo de ocultártelo,
sino por temor de causarte nuevas aflicciones». (Esquilo, 2001: 14).
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 37

Ulises homérico arrojado a la aventura en un espacio circular,


contrastado con Cristóbal Colón que decide asumir una aventu-
ra en un mar sin certezas. Aquí se da un fino contraste entre lo
abierto y lo cerrado. El Ulises dantesco se distancia del homérico
puesto que pasa las columnas de Hércules dejando el Mediterrá-
neo dirigiéndose hacia el océano infinito. Entre el Ulises dantesco
y el homérico se encuentra Sadko, el famoso aventurero de épi-
ca medieval rusa. El protagonista es ahora un humilde trovador
que se ganaba la vida tocando el gusli que es convertido en un
rico mercader por el zar del mar y decide ir en busca de tesoros
para lucrarse y para conseguir embellecer los bulbos de los tem-
plos; parte desde Novgorot que se manifiesta como «una ventana
abierta al mar y al infinito del horizonte quimérico» (Jankélé-
vitch, 1989: 26). Sadko representa al hombre en una constante
partida.

Georg Simmel establece una diferenciación entre la percep-


ción utilitaria o práctica y la percepción artística. La utilitaria hace
referencia a la vida ligada a las fuerzas físicas en un único bloque
que representa la totalidad de lo vivido a manera de un continen-
te. Frente a este rasgo serio que enmarca la vida, la percepción
artística tiene, topográficamente, rasgos de insularidad. Un museo
protege y aísla las obras del ruido, las envuelve en un jardín cerra-
do. En las avenidas serán las rejas y los pedestales los que protegen
creando así una insularidad artificial. Igualmente, el día festivo
opera como una ínsula en medio de la rutinaria monotonía, así
como la poesía resulta ser un periodo de vacaciones de la prosa
ordinaria; la poesía es, por tanto, una cierta «prosa en suspensión»
(Jankélévitch, 1989: 27). La poesía es una disonancia en medio
de la tonalidad.
38 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

Jankélévitch describe un tercer tipo de aventura, y según él, la


más importante: la amorosa. En la aventura mortal lo más pro-
minente era lo serio, inclusive llegando a lo trágico; en la estética
lo más relevante es lo imprevisible del porvenir donde el hombre
está más afuera que adentro (Jankélévitch, 1989: 29). En cambio,
en la aventura amorosa es imposible responder si el hombre está
afuera o adentro, porque acá el juego y lo serio se permutan en el
espacio de la paradoja. En este sentido, podemos decir entonces
que la aventura amorosa no pertenece al destino de los hombres,
pero tal vez lo haga de su destinée. Destino se considera la suma-
toria de fatalidades fisiológicas, sociales y económicas; materiali-
dad pura. La aventura amorosa no forma parte de esta estructura
cerrada e inflexible. Para el autor, el amor está fuera del destino.
Alrededor de la materialidad del destino aparece un aura que lo
ilumina con carácter femenino: la destinée. Se trata entonces de
la libertad por medio de la cual al ser humano le es lícito alterar
su suerte como si se tratara de un particular ingrediente de la
destinée. Podemos ver un enorme contraste entre lo abierto de la
destinée y lo cerrado del destino comparando el desenlace usual de
la vida del arquetipo artístico con el final de dos artistas franceses
de particular interés para Jakélévitch: Rimbaud y Gauguin.

Arthur Rimbaud construyó una pequeña fortuna como tra-


ficante de armas en Abisinia, hasta que una inflamación crónica
de la rodilla derecha empezó a limitarle la vida. Inicialmente, le
diagnosticaron artritis; ante el fracaso del tratamiento, su nuevo
rótulo fue sinovitis que, posteriormente, se configuró en un cán-
cer articular. Esta condición obligó su retorno a Francia donde le
sería amputada su extremidad inferior derecha. Seis meses des-
pués, abrazado por la miseria, moriría en Marsella, con apenas 37
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 39

años (Pérez, 1991: 22). Por otro lado, Paul Gauguin decidió alejarse
de la capital mundial de la soledad, no quería terminar su vida en Pa-
rís, y decidió irse a vivir a las Islas Marquesas en una vivienda austera
junto a su mujer nativa. La tuberculosis le aseguró la experiencia del
instante mortal; vivió la destinée de su aventura. Sin duda, este es un
caso opuesto al de la gran mayoría de artistas que encuentran goce
en el ringorrango parisino por donde transita lo más destacado del
homo faber.27 Publicar para las editoriales, premios, reconocimientos
en revistas y «desempeñar su papel en la república de las marionetas
forma parte del destino de un poeta» (Jankélévitch, 1989: 37). Sin
embargo, lo experimentado por estos artistas, Rimbaud y Gauguin,
no era parte de su destino, pero sí de su destinée.

Para Jankélévitch, resulta particularmente llamativo que las


aventuras amorosas no hagan parte del curriculum vitae, ni que
esto sea interesante en el momento de contratar a algún funciona-
rio. Según el pensador francés: «lo más importante en la vida de un
hombre no son los grados sucesivos de su progreso en la “techné”,
son las amantes que ha tenido. ¡Es sorprendente y paradójico que
sea de lo único que no habla el currículum!» (Jankélévitch, 1989:
31). La aventura inserta una discontinuidad en la tramoya de la
existencia, la aventura amorosa fragmenta la prosa de la cotidiani-
dad. La motivación por este tipo de aventura surge de la inquietud
generada por la culpa y por la aceleración del ritmo que se traduce
en una arritmia del tedio. Por ejemplo, en una sala de cine, en
medio de la oscuridad podremos ver mujeres, parajes, alegrías y

27 Esta expresión, Henri Bergson la utilizó en su texto La evolución creadora,


donde definió la inteligencia como «la capacidad de crear objetos artificiales,
en particular herramientas para hacer herramientas, y de modificarlos de forma
ilimitada» (Bergson, 1927: 436. La traducción es nuestra).
40 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

tragedias que no son más que evasiones de la aventura en primera


persona. Esas imágenes no son más que la skiagrafía relativa a los
prisioneros descritos en «El mito de la caverna». Iniciando el libro
vii de La República, Platón nos representa esta famosa imagen que
ha dado tanto qué pensar en la historia de la filosofía occidental:

[…] compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su


falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate
hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que
tiene la entrada abierta en toda su extensión, a la luz. En ella están
desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que
deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las
cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más
lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre
el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual
imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo
que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por
encima del biombo, los muñecos. (República. 514a-514b).

Jankélévitch está hablando permanentemente de movimientos


musicales; de tres modos diferentes que experimenta la vida en
relación con el tiempo. No entiende lo serio como un sinónimo
de tragedia sino como medianía, la atención del individuo se en-
cuentra en estado de alerta. Lo serio se aparta de ser una categoría
y sucede en el tiempo como un legato28 en contraste completo con

28En la notación musical el legato corresponde a un signo de articulación sim-


bolizado a través de la ligadura de expresión o ligadura de articulación, que se-
ñala un modo de ejecución de un grupo de notas musicales de diferentes alturas.
Así, pues «las notas afectadas se deben interpretar sin articular una separación
entre ellas mediante la interrupción del sonido» (Grabbner, 2001: 32).
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 41

el staccato29 En lo serio el α y el Ω, la vida y la muerte se tocan. Lo


serio reside entre la megalopsiquia trágica y la micropsiquia frívola,
equidistante entre el nacimiento y la muerte.

¿Con qué debemos entonces relacionar lo serio? Para responder


esta pregunta, Jankélévitch asume un carácter apofático y encuen-
tra que lo serio no es lo no cómico, no corresponde a una categoría
estética, ni tampoco es lo trágico. Lo serio no se relaciona con la
naturaleza ni con el rostro, no es déficit ni exceso. «Lo serio no es
una tragedia ligera o una comedia ácida, igual que la tragedia no es
una seriedad subida de tono. Lo trágico es lo trágico y lo serio es lo
serio» (Jankélévitch, 1989: 157). Así pues, la seriedad y la sonrisa se
relacionan directamente con la expresión. La sonrisa es, en muchos
casos, enigmática con en el caso famoso de La Gioconda; con su
encanto aparece simultáneamente un misterio sutil que nubla su
luz verdadera. Asimismo lo serio revela y oculta, y claramente se
distancia de la frivolidad y el arrebato (Jankélévitch, 1989: 158). La
interpretación de un legato nos lleva a comprender el gesto de risa y
no de carcajada de la protagonista del cuadro. Jankélévitch describe
varios ejemplos en torno a lo serio, como el del humorista que en la
mitad de la presentación de su acto se muestra serio, o el del confe-
rencista que se resbala y cae mientras el público ríe hasta saber que
esta caída le ha costado justamente una fractura de cadera. Es decir,
súbitamente ha cambiado: hemos pasado de una situación jocosa a
algo serio. Para nuestro autor, es claro que en el tiempo vital del ser
humano todo puede cambiar en tan solo un instante, como en el
caso de una caída o en el caso de la muerte.

29Se trata de una forma de ejecución en la que se marca la separación entre las
notas mediante un silencio (Grabbner, 2001: 32).
42 Un camino hacia la desmedicalización de la muerte

¿Qué es aquello que aparece luego de lo serio? Es factible que


sea una fragmentación seguida por una nueva compactación, nu-
dos que se desatan y se ligan: «[…] La seriedad, atenta a las vincu-
laciones entre interés y determinismos, introduce en la existencia
la ligadura, el encadenamiento o, mejor aún, el legato: ¿Acaso no se
manifiesta en Leibniz el legato en la naturaleza serial de la econo-
mía general?» (Jankélévitch, 1989: 171). Por tanto, podemos com-
prender así la vida, como sucesos ligados; lo que fuimos y nuestro
futuro está enmarcado en la unidad monadológica de Leibniz, pues
todo presente está premiado de porvenir. En este contexto, solo po-
dremos acceder a nuestro contenido al final. Siendo así, tiene poco
sentido el sonado reproche: «si lo hubiera hecho». Para Jankélé-
vitch, es claro que nuestra vida transcurre, pasa y transita en una
condición finita, en un pasar la muerte. Tampoco podemos con-
siderar que lo serio consiste en el mal humor, ni en la conciencia
malvada; al contrario, se trata de un movimiento imprevisto que se
relaciona con la conciencia de nuestra finitud; es un saber basado
en saber lo que no se sabe.

La vida transita, pues, entre los matices de la aventura, el abu-


rrimiento y lo serio. La aparición de la risa refleja ahondamiento,
cuando un hombre ríe manifiesta hondura: «El cómico, con la
intención de hacer reír, disloca el legato de la existencia y aísla sus
‘pequeños defectos’, que se convierten así en puntos débiles. Para
poder reír es necesario ahondar las grietas y las fisuras que separan
los momentos del devenir» (Jankélévitch, 1989: 178). En medio
de este claroscuro, de este color gris, la muerte se muestra como
la posibilidad de la vida, esto es, el órgano-obstáculo se formula
como posibilidad para un lugar único donde el aprendiz hace mo-
vimientos perfectos y no necesita volver a repetir la partitura, pues
Un camino hacia la desmedicalización de la muerte 43

ha alcanzado el máximo grado de perfección. Podemos entender


la filosofía desde su vínculo con el amor y la sabiduría, expuesta
bellamente por Diotima y Sócrates en «El Banquete»30 o desde la
comprensión del Fedón donde Sócrates expone a la filosofía como
un instrumento para aprender a morir.31 En este punto, con el
tono de temple que implica lo serio, iniciamos una exploración
más profunda sobre la muerte, en la que Jankélévitch comienza su
recorrido de comprensión operática de su fenómeno y misterio.
La muerte es una tragedia metaempírica y una necesidad natural
que se puede dar en primera, en segunda y en tercera persona.

30«Pues es la sabiduría una de las cosas más bellas y el Amor es amor respecto de
lo bello, de suerte que es necesario que el Amor sea filósofo, y, por ser filósofo,
algo intermedio entre el sabio y el ignorante» (Banquete, 204b).
31 «-¿Por tanto, eso es lo que se llama muerte, la separación y liberación del
alma del cuerpo? –Completamente dijo él.–Y en liberarla, como decimos, se
esfuerzan continuamente y, ante todo, los filósofos de verdad, y ese empeño es
característico de los filósofos, la liberación y la separación del alma del cuerpo.
¿O no?» (Fedón, 67d).
44 La muerte como un fenómeno metaempírico

Capítulo 2
La muerte como
un fenómeno metaempírico

L
uego de haber iniciado nuestra comprensión de la muerte
como un asunto serio de estudio por parte de la filosofía,
es ahora momento de concentrar nuestra investigación
en la gran obra de Jankélévitch, La muerte. Este texto fue publicado
en 1966, año en el que Lyndon B. Johnson, determina que los sol-
dados estadounidenses deben permanecer en Vietnam del Sur hasta
que concluya la denominada agresión comunista, reforzando así la
industria bélica al servicio de la muerte. En este tiempo había trans-
currido la primera mitad de un siglo con abundantes reflexiones
sobre este asunto, nutridas generosamente por dos guerras mun-
diales y por el nacimiento de la palabra genocidio. Comenzando
el siglo XX se sitúan los versos de Rilke contenidos en el tercer
Stunden-Buch, que lleva el título de El libro de la pobreza y de la
muerte (1904); no podemos tampoco dejar de lado el artículo de
Freud titulado «Consideraciones intempestivas sobre la guerra y la
muerte» (1915) y su famoso Más allá del principio del placer (1920).
El pensador vienes señala cómo la guerra hace surgir en los hombres
un trasfondo pulsional arcaico de naturaleza inconsciente, con una
meta claramente definida: la muerte (Lisciani, 2011: 333). Adi-
cionalmente, en 1927, Heidegger publicó Ser y tiempo fijando un
nuevo horizonte existencial al asumir la muerte como la posibilidad
presente en todas las posibilidades del hombre, como lo habíamos
descrito anteriormente en el capítulo anterior de este trabajo.
La muerte como un fenómeno metaempírico 45

Como podemos ver, el tema de la muerte no es una novedad


reflexiva en el pensamiento de nuestro autor, aunque sí lo es la
perspectiva concernida para abordarlo. Así, nutriéndose de la li-
teratura como escenario teórico, y de la guerra como laboratorio
práctico, Jankélévitch dictó en la Universidad de la Sorbona entre
1957 y 1959 un exitoso curso público sobre el tema de la muer-
te; este curso fue transmitido por radio, y diez años después, en
1966, fue publicado por la editorial Flammarion como un libro
titulado La Mort. Emanuel Levinas describe esta obra en el prefa-
cio del Humanismo del otro hombre, así:

Esas profundas notas de Vladimir Jankélévitch en su inquietante


libro sobre la muerte remiten sin embargo también, –más allá
de los motivos ciertos de la excepción humana: dignidad de la
persona, empeño y preocupación de ser en un ser consciente de
su muerte, –a la imposibilidad de anular la responsabilidad más
imposible que la de dejar la propia piel– al deber imprescriptible
que sobrepasa las fuerzas del ser (Lévinas 1974, 15).

La muerte se compone de tres partes: la muerte de este lado de


la muerte, la muerte en el instante mortal y la muerte más allá de
la muerte. En este segundo capítulo abordaremos las dos primeras
partes32. Iniciaremos un recorrido sobre la reflexión de la muerte
como misterio y fenómeno metaempírico; revisaremos las apre-
ciaciones sobre el silencio indecible y estudiaremos la reflexión
jankélévitchiana de la muerte como órgano-obstáculo.

32 El estudio del envejecimiento que corresponde a la segunda parte de La Muer-


te será tratado en el tercer capítulo junto con el instante mortal.
46 La muerte como un fenómeno metaempírico

2.1 El misterio de la muerte y su fenómeno


metaempírico

Sin duda, la medicina, la estadística, la economía y la biología


han ocultado el misterio de la muerte, al simplificarlo a la descrip-
ción física de lo que aquí sucede. Para la mirada médica, la muerte
es un suceso determinable, audible y epidemiológico. En la orilla
jurídica, la muerte es un mero hecho natural y, por tal motivo, la
administración de las defunciones es una labor más del aparato ju-
dicial. Al inicio de su obra La muerte, nuestro autor renuncia a la
posibilidad de comprender la muerte desde la física y desde la me-
tafísica; siente que esta última puede actuar como una trampa, si
se encaminan esfuerzos inútiles a encontrar su esencia. Se quiere
también distanciar de la demografía, de las sumas, de las restas y de
los promedios. Por ejemplo:

Tal es el aspecto tranquilizador y burgués bajo el que Tolstoi, al


principio de su célebre novela, empieza a examinar la muerte de
Ivan Ilich: esa muerte no es sólo la dolorosa muerte de Ivan, sino
que es además el fallecimiento del caballero Ivan Golovín33, magis-
trado del Estado; he aquí un acto administrativo banal y abstracto,
un acto necrológico (Jankélévitch, 2009: 17).

Para iniciar su reflexión sobre la muerte, el autor francés for-


mula tres tesis: 1) debemos entenderla como una tragedia me-
taempírica; 2) asumir igualmente que debemos tomarla en serio;

33 «La esquela, enmarcada en negro, decía así: Prascovia Fiorovna Golovina, con
profundo dolor, da cuenta a sus allegados y amigos del fallecimiento de su amado
esposo Ivan Ilich Golovín, miembro de la Cámara Judicial, sobrevenido el 4 de
febrero de 1882. El sepelio será el viernes a la una de la tarde» (Tolstoi, 2003: 9).
La muerte como un fenómeno metaempírico 47

y, 3) la comprensión del fenómeno de la muerte se logra en pers-


pectiva de la primera, segunda y tercera persona.

En primera instancia sabemos que el orden de la muerte tras-


ciende la empiria y a los rasgos del intervalo. Por ejemplo, los
cementerios en las ciudades se hallan ubicados usualmente en
las afueras, extra ordinem. La muerte es esencialmente un orden
extraordinario. Nadie ha escapado de su abrazo; nunca nadie ha
logrado vivir por siempre. Es un hecho común a todos los seres
vivos, y sobre todo a todo ser humano. Pero si se trata de un
factor común a todo ser vivo, ¿por qué se nos presenta como un
escándalo que hiere nuestra cotidianidad? ¿Por qué su acontecer
despierta horror y una profunda inquietud? En palabras de Eu-
gène Ionesco: «[…] estoy lleno, pero de agujeros. Me roen. Los
agujeros se agrandan. No tienen fondo […] Yo me muero […] Yo
me muero […]» (Ionesco, 1962: 48). Cada muerte trae consigo
una novísima banalidad que comparte características con la lon-
geva novedad del amor. Para quien se enamora, el amor siempre es
nuevo y pronuncia palabras y versos que han sido repetidos como
si jamás ninguno los hubiera pronunciado; el amor es siempre
joven y novedoso igual que lo es la muerte. Lo que nos separa del
misterio del más allá y el más acá es una membrana ubicada en
el medio y por ella solo fluyen los sustratos seleccionados del más
acá al más allá.34

34 El concepto de membrana fue expuesto por Leibniz en 1703, donde lo relacio-


na con la estructura de una pantalla dotada de una fuerza activa capaz de adaptarse
tanto a los pliegues nuevos como a los viejos: «[…] convendría suponer en la
habitación oscura un lienzo para recibir las imágenes, y que ese lienzo no fuese
uniforme, sino diversificado por medio de pliegues, los cuales representan los co-
nocimientos innatos; además de eso, una vez extendido el lienzo o membrana, ha-
bría que suponer una especie de resorte o fuerza activa […]» (Leibniz, 1983: 162).
48 La muerte como un fenómeno metaempírico

La muerte puede ser entendida como una tangente trazada


entre lo desconocido metaempírico y el fenómeno del más allá
que demanda apoyo de la religión. La contradicción de estas dos
orillas promueve los escamoteos, aquellos ansiolíticos que con
eufemismos motivan los malentendidos con la falsa ilusión de
querer decir algo sobre la naturaleza de la muerte. Estos escamo-
teos muestran a la muerte como un problema del otro como un
suceso ajeno y no concernido. No es posible que algún ser vivo
se puede sustraer de ella o que su presencia sea borrada de la faz
del planeta. Su triunfo no conoce límites y seguramente su acto
sobre La Tierra culmine cuando el planeta sea igual a sus vecinos,
cuando no sea más que materia orbitando en legato alrededor del
Sol. Pero cada ser humano solo muere una vez y solo puede existir
también una única vez; en este sentido, cada uno de nosotros es
«[…] una existencia absolutamente semelfáctica» (Jankélévitch,
2009: 24).35 Pero esta existencia es igualmente trágica, pues su
singularidad es tan irreductible como lo es también su necesario
desaparecer.

Como lo indicamos, esta singularidad implica que debemos


tomar en serio también su irremediable desaparecer. Este tomar
en serio implica dar un paso de la frase «tarde o temprano todos
mueren» a la afirmación «yo moriré también»; este paso está mo-
tivado por la toma de conciencia que se caracteriza por acaecer
como «una brusca intuición y una revelación tan repentina como
la conciencia de envejecer; porque si el hombre envejece poco a
poco, cada vez más, día tras día, la conciencia de envejecer aparece

35 Con esta expresión, el filósofo francés quiere indicar la singularidad irreducti-


ble de la existencia, la cual solo es factible en una única oportunidad.
La muerte como un fenómeno metaempírico 49

en cambio de repente y de una sola vez… ¡Una mañana al afeitar-


se!» (Jankélévitch, 2002: 25-26).

En este inevitable acto, el hombre se apercibe de que él es real-


mente un candidato más en el eterno paso de la vida a la muerte.
Este instante fatal puede surgir para cada uno de nosotros, al estar
expuesto, por ejemplo, a una desgracia mortal, desde la cual se asu-
me lo que en serio advendrá finalmente. Sin duda, el hombre es, por
completo, vulnerable cuando se confronta con un futuro finito y
con un final realmente próximo. El verdadero ataque de pánico lle-
ga para quedarse, cuando las suposiciones escatológicas fijan ahora
la fecha del final o cuando un diagnóstico médico, basado en datos
estadísticos prospectivos, establece nuestro límite máximo de vida.

Esta circunstancia se describe con exquisitez en la cinta ale-


mana de El gabinete del doctor Caligari,36 cuyo protagonista es
el desequilibrado doctor y su inseparable sonámbulo Cesare. La
mayor parte del argumento es presentado como analepsis. El
narrador, Francis, y su amigo Alan deciden visitar un carnaval
donde ven al doctor Caligari y a Cesare, a quien el doctor expo-
ne como una atracción, ya que, según él, Cesare puede respon-
der cualquier pregunta. Cuando Alan le consulta al sonámbulo
cuánto tiempo le queda de vida, Cesare le responde que morirá
antes del amanecer del día siguiente, lo que le provoca una crisis
emocional que termina con el posterior cumplimiento de la fatí-
dica profecía. Sin duda, conocer el fatídico momentum de su gran

36 Esta cinta es considerada el primer filme expresionista de la historia del cine


y es asi mismo una de las películas expresionistas germanas más importantes. Su
título original es Das Cabinet des Dr. Caligari (1920), fue dirigida por Robert
Wienea y el guion cinematográfico fue obra de Hans Janowitz y Carl Mayer.
50 La muerte como un fenómeno metaempírico

noche arrastra a cualquiera a la locura y al instante mortal. Aquí


el movimiento saltó de lo serio a la tragedia, del legato al staccato.

Lo serio, entonces, no es la certeza sino la palpación de la posi-


bilidad de la muerte. Es como «[…] una tragedia en sordina, una
tragedia a media luz […]» (Jankélévitch, 1989: 183). Hay dos
escenarios que se muestran como condición de posibilidad para
conocer la muerte desde lo abstracto: el pasado, debido a que su
distancia con el presente permite pensar el instante mortal de los
otros gracias a la retrospección, y el futuro que sucede como un
aplazamiento del último instante. Por encima del velo de maya
que confeccionamos con el lenguaje o con la medicalización, ad-
viene la muerte convirtiéndose en un referente inmediato, y se
desata un seísmo en el interior del hombre. Nadie está preparado
para la muerte, ella siempre toma por sorpresa, siempre ocurre
antes de tiempo. El fin propio es asumido como el fin de todas
las cosas, no solo con respecto a mi ser, sino también, en general;
pero la nihilización es muy efectiva para evitar que el planeta en-
tero también muera; la muerte del otro es trivial frente a la propia
y la propia, lo es para el otro.

La tercera tesis que queremos resaltar en el trabajo de Jankélé-


vitch consiste en señalar la perceptiva triple desde la cual la pre-
gunta por la muerte puede ser asumida: la muerte en tercera, en
segunda, en primera persona nos permite diferenciar tres formas
de su consideración: «[…] las tres ópticas: la tercera y la segunda
personas que son mis puntos de vista sobre el otro (él o tú) o los
puntos de vista del otro sobre mí (yo, considerado como terce-
ra o segunda persona del otro); las dos parejas continúan sien-
do dos sujetos monádicamente y personalmente distintos […]»
La muerte como un fenómeno metaempírico 51

(Jankélévitch, 2002: 34). En nuestra cotidianidad, la perspectiva


a la que estamos más acostumbrados es a la de la tercera persona,
pues se trata de una perspectiva anónima y abstracta. En un caso
excepcional puede también ser la muerte propia; el médico que
se enferma y que desempeña el doble rol de médico y paciente
en simultánea. En los casos de la tercera persona, de ese lejano
y anónimo cadáver que la vida ha abandonado, asumimos este
hecho con una relativa serenidad, pues no nos concierne propia-
mente, aunque en verdad podamos estar conmovidos por este
acontecimiento; en cambio, en los casos referidos a la primera
persona, la angustia hace su presencia, por el acorralamiento de
un misterio que me permea directamente: «Se trata de mí, es a
mí a quien la muerte llama personalmente por mi nombre, a mí
a quien señala con el dedo y de quien tira la manga, sin darme la
oportunidad de hacer pasar por delante el vecino» (Jankélévitch,
2002: 35). Es muy posible que ante este señalamiento personal
nos gustaría a todos atrasar la fecha y posponer así este aconteci-
miento. Entre el destacado anonimato de la tercera persona y la
tragedia personal de la primera persona, se encuentra el estadio
intermedio de la segunda persona; entre la muerte foránea e in-
diferente de ese otro desconocido y la propia aparece la de un ser
querido que, pese a la distancia, la vivimos como si se tratara de
la propia, porque este ser es alguien que consideramos próximo,
casi como si lo fuéramos nosotros mismos. Por ejemplo, tras
la muerte de su hijo, la madre siente que con su muerte ella
murió también, pues todo cambio irremediablemente para ella,
aunque ella esté ahora viva y su hijo no. Esta proximidad, sin
embargo, se trata de una cercanía sin superposición, sin unifor-
midad y, por ende, podemos pensar la muerte del otro como un
evento no-propio. El hijo murió y la madre no, aunque sienta
52 La muerte como un fenómeno metaempírico

su muerte como si fuera la de ella. Al retomar la perspectiva de


la primera persona, entendemos que el privilegio de esta reside
en su tiempo futuro, debido a que solo puede hablar de morir en
futuro, pues siempre se trata de evento que vendrá. Desde este
horizonte, la perspectiva de la primera persona afirma simple-
mente: moriré. Para la de la segunda y tercera persona es posible
conjugar el verbo morir en presente y en pasado. Nunca muero
para mí mismo, jamás soy yo el que muere siempre será el otro,
me es lícito entender que moriré, pero no puedo vivir el acon-
tecimiento en primera persona. Esta es la aporía que envuelve la
muerte; la muerte concierne a mi existencia singular, pero solo
puedo estar alrededor de la muerte del otro.

Teniendo en cuenta esta limitación, podemos también señalar


que:

[…] lo que viene después de la muerte escapa a fortiori al propio


yo que la muerte, precisamente, ha nihilizado: la consciencia ulte-
rior o póstuma es, forzosamente, segunda o tercera persona; a falta
de un mensaje inmediato, la muerte de uno necesita la conciencia
del otro, y esta consciencia epiloga esta muerte como se epiloga el
pasado. (Jankélévitch, 2009: 43).

Un caso que nos ejemplifica la diferencia entre los roles de la


primera, segunda y tercera persona, aconteció el 18 de octubre de
2015, cuando una avioneta cayó sobre una vivienda en Bogotá. Sin
duda, se trató de un hecho poco probable, pero la contingencia se
dio y seis personas murieron. Esta noticia tuvo un impacto mediá-
tico que fue amplificado debido a que en esa misma aeronave iban a
viajar el expresidente Andrés Pastrana y la exministra Martha Lucía
La muerte como un fenómeno metaempírico 53

Ramírez. Una contingencia apareció y ellos no viajaron; pero luego


de ver las llamas, esas muertes en tercera persona les hicieron sentir
una proximidad al instante mortal que los llevó a asumir esta po-
sibilidad de haber muerto como una verdadera tragedia personal.
Por diversos medios de comunicación estos personajes de nuestra
vida pública solicitaron una investigación exhaustiva que, segura-
mente, no hubiesen pedido si no hubiesen tenido alguna relación
con este fatídico evento, aunque fuese tan solo en su posibilidad,
pues simplemente lo sucedido ese día 18 de octubre habría sido
parte tan solo de una estadística de los siniestros aéreos en nuestro
país. Vale la pena resaltar en este punto que solo es posible apreciar
el sentido total de la muerte, según Levinas, cuando ella es asumida
como responsabilidad por el otro (Cardona, 2010: 199), por tanto:

La muerte que supone el final no podría medir todo su alcance


sino convirtiéndose en responsabilidad hacia el prójimo, por la
cual, en realidad, nos hacemos nosotros mismos: nos construimos
a través de esa responsabilidad intransferible, no delegable. Soy res-
ponsable de la muerte del otro hasta el punto de incluirme en la
muerte. (Levinas, 1998: 56-57).

Detengámonos ahora en el examen que hace Jankélévitch de


la muerte desde este lado, desde la vida, desde quien piensa en el
futurible y desde quien escucha el silencio indecible e inefable.

2.2 La muerte desde el más acá

El texto La muerte, comienza con una presentación de carác-


ter programático. Jankélévitch no quiere reducir su comprensión
54 La muerte como un fenómeno metaempírico

al horizonte fenoménico, pues quiere ganar una perspectiva exis-


tencial del evento, así como realmente concernida. Es decir, no
quiere realizar una investigación metafísica que señale qué es la
muerte en cuanto muerte; de ella podemos decir que es un acon-
tecimiento grave, mortal, único e intransferible. Se trata de un
acontecimiento metaempírico que hiere la existencia entera. A
pesar de que ocurre en el orden mundano no lo podemos explicar
con las categorías ordinarias. En este sentido, pensar la muerte
es un acto siempre deficiente, debido a que no se puede abrazar
perfectamente su objeto, esto es, la muerte escapa a cualquier de-
terminación teórica. No tenemos la posibilidad de recordar ni el
inicio ni el final de nuestra vida; pese a la búsqueda por medio de
las técnicas de regresiones bajo hipnosis nunca nadie puede recor-
dar el útero materno ni el nacimiento. Pareciera que la naturaleza
usa en este caso la imposibilidad de almacenar recuerdos in útero
como un factor de protección. Nuestro sistema nervioso durante
el periodo embrionario carece de la madurez estructural necesaria
para almacenar y procesar las aferencias del entorno (Barr, 1994:
51). De la misma manera, nadie podrá recordar su muerte, pues
con un mismo acto ella nihiliza el pensamiento y el recuerdo pro-
pio. Para nuestro autor, la muerte no es un asunto genérico que
se pueda aplicar a todo; las plantas y los animales no humanos
simplemente dejan de vivir, pero no mueren.

La condición de muerte es exclusiva del hombre que encarna


la realidad de un άπάξ. Aquello que diferencia la experiencia hu-
mana y la no humana es la percepción exclusiva de nuestra espe-
cie frente al tiempo. Para Jankélévitch, cada ser humano es único,
es un άπάξ, el último de su especie; con su muerte se acaba no
solo este individuo, sino al mismo tiempo la especie entera. En
La muerte como un fenómeno metaempírico 55

este sentido, matar a alguien se traduce en un acto de implicacio-


nes profundamente ontológicas. El punto de partida del examen
jankélévitchiano consiste en asumir el enfoque arquimédico de la
segunda meditación cartesiana: el yo. Pero este yo ahora es un docto
ignorante cuando se pregunta sobre la muerte, ese acontecimiento
siempre violento e irreductible y es por esto que inicia la primera
parte de su obra, La muerte, pensándola desde lo próximo a cada
uno de nosotros: la muerte desde este lado. Podemos asumir que
esta meditación es realmente una filosofía citerior.37

Con frecuencia, para referirse a la muerte se usan eufemis-


mos: «descansó», «era lo mejor que le podía ocurrir», «este niño
que ha muerto seguro será un ángel más en el cielo». Nos cuesta
aceptar que es una tragedia. Para los psiquiatras este recurso es
conocido como intelectualización38 y se presenta siempre como
un mecanismo de defensa frente al dolor de la pérdida irreparable
de un ser querido. Como segunda persona, nos es factible pensar
la muerte desde este lado, es decir, citerior y separarla del otro
lado; aquel ulterior del cual el escamoteo y la especulación son
las herramientas disponibles para que el hombre asuma el evento
mortal. Al situarnos en lo citerior nos ubicamos en el orden del

37 El término citerior no denota simplemente algo próximo. En la antigüedad, el


Imperio Romano dividió Hispania en citerior y ulterior y pertenecer a un lado o
al otro tenía determinantes sobre la existencia de sus habitantes. La descripción
precisa de estos límites se encuentra denotada en los mapas de la Geografía de
Estrabón, libro III. (Estrabón, 1998: 132).
38 La intelectualización es un concepto psicodinámico. Es considerado un meca-
nismo de defensa, donde el razonamiento es usado para bloquear la interacción
con un problema inconsciente y su estrés emocional relacionado, mediante el
«uso excesivo de ideación abstracta para eludir sentimientos difíciles» (Kaplan,
1996: 261).
56 La muerte como un fenómeno metaempírico

misterio y cualquier consideración sobre la muerte siempre será


alegórica. Este recurso lingüístico dista de lo apofántico, debido a
que en ella el «como sí» no busca alcanzar una cierta igualdad sino
una aproximación. La muerte no es un evento que pueda ser re-
ducido a algo conocido. No se parece a nada de lo que conocemos
o podemos conocer. La ilusión más ingenua es tomar la muerte
como un lugar, un «allí de aquí». La imposibilidad de imaginarla
con cierta precisión no solo se fundamenta en no haber estado
en ella, debido a que podríamos imaginar el desierto sin haberlo
visitado, sino porque nadie tiene un recuerdo o una imagen que
pueda trasmitirnos para hacer inteligible lo que allí sucede. Solo
hay espacio para las alegorías y estas jamás otorgan definiciones.
La filosofía citerior es siempre alegórica y no busca plantear solu-
ciones, le basta tan solo con nadar en lo aporético.

La muerte resulta similar a un astro; si queremos observarlo


debemos hacerlo siempre de lejos. Por ejemplo, podemos con-
templar la luna, sus cráteres y sus colores, porque estamos a 384
400 kilómetros de distancia y, para hacerlo, debemos usar tele-
scopios. Pero si estuviéramos parados en el medio de uno de los
cráteres del paisaje lunar, no conoceríamos la dimensión de su
naturaleza; nuestro cuerpo no estaría sometido a una gravedad
terrestre de 9.8 m/s2, sino a la de 1.6 m/s2. Seguramente, Kepler
jamás habría podido escribir el capítulo XVI de su obra El secreto
del universo,39 el cual dedica al satélite: «No es poca la perplejidad
que produce el orbe de la Luna, por pequeño que este sea. Y por
tanto, ya es hora de que diga alguna cosa sobre la Luna» (Kepler,

39 El título original de la obra es Prodromus dissertationum cosmographicarum, con-


tinens mysterium cosmogra-phicum y fue publicada en 1596.
La muerte como un fenómeno metaempírico 57

1994: 164). Vale la pena recordar el 12 de abril de 1961, cuando


el cosmonauta ruso Yuri Gagarin consiguió lo inimaginable: orbi-
tar La Tierra. Sin duda, este fue un acontecimiento sin preceden-
tes en la historia de la humanidad. Por primera vez un hombre
observaba nuestro planeta desde lejos; Gagarin había descentrado
la mirada humana. El alcance del cosmonauta va más de lo per-
formativo de sus récords mundiales:

Más importante que todo eso es la apertura probable a nuevos


conocimientos y a nuevas posibilidades técnicas, son el coraje
y las virtudes de Gagarin, es la ciencia que ha hecho posible la
hazaña y todo lo que todo esto a su vez presupone en términos de
espíritu de sacrificio y de abnegación. Pero quizás lo que cuenta
por encima de todo es el hecho de haber abandonado el Lugar.
Por una hora, un hombre ha existido fuera de todo horizonte
–todo era cielo alrededor suyo o, más exactamente, todo era es-
pacio geométrico–. Un hombre existió en lo absoluto del espacio
homogéneo (Levinas, 2004: 289).

La muerte también es similar a la Gorgona, a quien nadie


podía mirar directamente a los ojos sin quedar petrificado, asi-
mismo, a la muerte se le debe observar por el reflejo del espe-
jo, pensarla de soslayo. Ciertamente, para esto necesitamos un
proceso no de altas velocidades sino de lentitud, y es posible
que al leer el texto de Jankélévitch el lector busque prontamente
una definición de la muerte, pero una de las características de
la filosofía citerior es que piensa sobre algo que llegará pero que
todavía aún no. Sin duda, esto genera una profunda ansiedad.
Esta filosofía solo puede entonces hablar de la vida, en la me-
dida en que se dirige hacia la muerte; la vida solo es vida en la
58 La muerte como un fenómeno metaempírico

medida que avanza hacia la muerte. Desde el momento citerior


la muerte es un futurible: «me morí» o «me muero» no tienen
pues lugar. Todo acontece en un segundo. Jankélévitch siempre
insiste en la complejidad del fenómeno alegórico de la muerte.

Nuestro filósofo vincula la música como un recurso funda-


mental de la filosofía citerior que en esencia es siempre una aper-
tura de iniciación. Por esta razón, apela al Amor Brujo (1915) del
español Manuel de Falla (1876-1946) para resaltar así el carácter
enigmático del fenómeno metaempírico que resulta similar a la
iniciación del amor, en la que el brujo sabe que quien quiera
amar y no esté dispuesto a morir no debe entrar en el acto del
amor; de igual manera, quien quiera vivir estará siempre dis-
puesto a asumir la ignorancia biológica que se enaltece con la
muerte. Igualmente, Jankélévitch apela a los Cantos y danzas
de la muerte (1870) de Modest Músorgsky (1839-1881), quien
escribe esta obra basado en los poemas de Arseny Golenish-
chev-Kutuzov; usualmente, es interpretada por bajos o baríto-
nos. En cada canto se presenta la muerte en una forma alegórica
que procura reflejar las experiencias frente a las patologías rusas
del siglo xix: la mortalidad infantil, el alcoholismo y los efectos
de la guerra; en cada una de ellas, la muerte ronda las habitacio-
nes, se pasea por las calles.

¿Qué escena se teje entre estas dos obras musicales? Sin duda,
estamos ante la percepción de un suceso macabro; a él no pode-
mos darle la espalda, y nuestra actitud no puede ser otra que dila-
tar su inevitable advenimiento o precipitarnos en él. No podemos
dejar de pensar en la muerte, pero no podemos realmente pensar
en ella. ¿Podemos seguir el camino de una filosofía apofática o
La muerte como un fenómeno metaempírico 59

podemos usar el recurso de la reflexión en el espejo? Para Jankélé-


vitch, el carácter de espejo solo es posible pensarlo con lo que él
denomina inversión apofática: lo positivo se vuelve aquí negativo
y lo negativo positivo. Ese trastocamiento es también una nihili-
zación. La muerte entonces sería un no radical, no es un no entre
otros, es un no absoluto, es clausura completa.

En esta parte de la obra se produce un salto cromático en la


reflexión del autor; pasamos del amarillo de la aventura y del cla-
roscuro de los serio a lo negro de la muerte.40 La muerte no guar-
da propiamente un secreto, aquello que alguien sabe y guarda con
recelo, como la fabricación de la bomba de hidrógeno, sino que
es un misterio para todos los seres humanos y jamás podrá ser
develado por nadie.

Desde una perspectiva pascaliana los seres humanos tenemos


una condición de protección: la ignorancia. Nadie podría cono-
cerlo todo y ser al mismo tiempo hombre. Sin duda, queremos
saberlo todo, nos parecemos a ese hombre aristotélico que por na-
turaleza desea saber. Pero si lo supiéramos todo, nos perderíamos
en la locura. La ignorancia resulta entonces un protector natural.
Tenemos un particular deseo de saber, un gnosticismo agnóstico,
ignorancia docta, aunque, si lo supiéramos todo no habría espacio
para la acción, es decir, para la vida. Ahora bien, todo aquello que
hacemos en la vida, solo es posible desde el orden del sinsentido.
Este es el verdadero orden del sentido.

40 De este aspecto el autor hace una exposición en La aventura, el aburrimiento


y lo serio: «El hombre introduce la luz en la oscuridad de la noche. ¿No es el
claroscuro la ambigüa luz del camino aventuroso?» (Jankélévitch, 1989; 40).
60 La muerte como un fenómeno metaempírico

La muerte, que solo es posible en la vida, hace posible justamen-


te la vida en la medida en que la limita. ¿En qué consiste, entonces,
nuestra meditación sobre la muerte? Especulativamente, es una re-
flexión sobre la vida y en esto Jankélévitch se distancia de Spinoza,
para quien el hombre libre solo piensa en la vida.41 La muerte es
realmente el a priori letal que hace posible todo conocimiento de la
vida. Si Dios es plenitud del ser, la muerte es aquella noche que es
la plenitud del no ser. ¿En qué radica pues este no-ser?

2.3 El no-ser y el no-sentido

Recordemos que Jankélévitch se pregunta sobre la muerte


desde este lado de la vida con una dificultad que podemos resu-
mir en la siguiente pregunta: ¿cómo pensar este fenómeno que
en sí es un misterio? Para atender a esta pregunta, inicia por efec-
tuar una diferenciación entre secreto y misterio: «Hay un miste-
rio de la muerte, pero este misterio se caracteriza por el hecho de
que no es un secreto, como hay secreto de la bomba atómica, el
secreto de la piedra filosofal, el secreto de los violines Stradiva-
rius, etcétera. Pero nadie tiene el secreto de la muerte. No es un
secreto y es en eso que la muerte es un misterio» (Jankélévitch,
2009: 35). No podemos pasar por alto que del misterio habla-
mos con los recursos de la analogía y la dimensión paradojal. En
esta parte de la investigación abordaremos inicialmente de qué
manera se expresa el No de la muerte, posteriormente, nos cen-
traremos en el asunto del silencio y por último en la descripción
41Spinoza en su parte iv de su Ética señala con claridad: «Un hombre libre en
nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la
muerte, sino de la vida» (Ética, Parte iv, Proposición lxvii).
La muerte como un fenómeno metaempírico 61

de los impedimentos existentes para comprender la muerte como


una categoría.

Jankélévitch atiende al No-ser y el No-sentido de la muerte;


para nuestro pensador, la muerte es un incuestionable No-ser
de todo nuestro ser, el No-sentido de la esencia. Para abordar
reflexivamente este No, apela a una filosofía negativa de la nega-
tividad absoluta, es decir, una filosofía que asume este no en su
negatividad radical y no como un simple juego de la positividad
absoluta. Así se aparta de toda formulación apofática en la que
se propone la confrontación de la negatividad ante la positividad
absoluta, como ocurre, por ejemplo, en la dialéctica hegeliana.
Dios sería el no-ser en el sentido que está por encima del ser.
La muerte, a diferencia de Dios, se ubica por debajo del ser, el
Creador entrega la Creación. Pensar el No de la muerte implica
asumir una complejidad soportada en la negatividad absoluta
que es, a su vez, la negación pura del ser; esta negación es real-
mente la asechanza permanente del no-sentido. Este No es una
profundidad: «[…] de la vida, pero esta profundidad no es una
profundidad dialéctica a la que podamos descender interpretan-
do el sentido críptico de las apariencias esotéricas: pues la pro-
fundidad dialéctica es más bien una altura y una apelación al
movimiento anagógico del pensamiento» (Jankélévitch, 2009:
76). En este sentido, podemos decir ahora que la muerte permite
vivir a la criatura por un lapso antes de contrarrestar toda posibi-
lidad alternativa a ella misma, pues acaece como la aniquilación
de todo ser vivo, el cual cuenta siempre con un tiempo vital
límite. Este límite es justamente el misterio interior de la vida,
su brevedad. Vida es siempre vida breve, pues siempre queda
para el viviente algo realmente pendiente, una vez se pierda en
62 La muerte como un fenómeno metaempírico

la noche de la muerte. No es posible, entonces, comprender ni


la nada en estado puro, ni la positividad pura de lo eterno en un
ser limitado por la muerte.

El No de la muerte comparado con Sí de la Creación es una


contracorriente, porque es ese No radical; la muerte no es el inicio
sino el término, aunque no podemos aceptarla como conclusión,
esto debido a que en ella se desata la aniquilación completa de lo
que era antes vivo. El caudal vital desemboca así en la nada y su-
cumbe reafirmando aquí el triunfo de la muerte; es de esta manera
como ocurre la irreversible inversión de la positividad apofática,
está hecha para afirmar el ser y la vida. La muerte es el resquebra-
jamiento del futuro último de todos los futuros para el άπάξ; es la
sombra amenazadora del no-sentido, la noche de los fenómenos
en la que se eclipsa nuestra existencia. Se trata aquí de un cese
definitivo para el muerto que siempre es incapaz de resucitar. Si
esto último aconteciera, no estaríamos hablando propiamente de
un muerto, sino de un ser en estado cataléptico.42 El muerto no
puede regresar debido a que nada puede surgir de la nada. La
muerte constituye el fin de la serie de las series, aquel instante que
carece de un después, porque es un estrangulador infalible de la
continuidad. La muerte es oscura como el negro absoluto y como
la noche ciega y tan presente como el silencio.

42 Catalepsia proviene del griego κατάληψις, que se relaciona con la acción de


coger o de sorprender. Se trata de una alteración súbita del sistema nervioso
caracterizado por la pérdida temporal de la movilidad y de la sensibilidad. La
catalepsia se presenta en pacientes con diagnóstico de esquizofrenia o con cua-
dros psicóticos. El sujeto no responde a los estímulos; el pulso y la respiración
son lentos y la piel se torna pálida (Stedman´s, 1993: 295).
La muerte como un fenómeno metaempírico 63

En este contexto, la muerte resulta inenarrable desde el princi-


pio; es un silencio ante un cuerpo frío, rígido, en apnea y asistolia
permanentes, y esto nos inspira una angustia que se somatiza en
el abdomen, en el olfato y en un frío invasor que parece colonizar
nuestra médula ósea;43 la relación con el cuerpo sin vida también
se traduce en un silencio perturbador. Lo inefable es, también, el
inseparable acompañante de este silencio; no obstante, este silencio
se nos presenta siempre en imágenes de muda interpretación, un
discurso y un canto sin límite (Jankélévitch, 2009: 90). Sin em-
bargo, estas sensaciones no se dan exclusivamente con la muerte,
las podemos experimentar también en el amor y con Dios; con el
primero, los hombres se tornan silenciosos o elocuentes y pueden
hacer de sí un poeta entregado a la ebriedad lírica, que desborda
todo uso habitual del lenguaje. El poeta sabe muy bien que no hay
palabras para nombrar su amor; sin embargo, se atreve a nom-
brarlo. Ante Dios nos encontramos, también, frente a los aconte-
cimientos imprevisibles que suceden en el curso del devenir, que
suscitan un profundo silencio. Ahora bien, estas consideraciones
no son más que metáforas, pues es la imaginación que pone en
movimiento la intuición y esta última recrea así, de un solo golpe,

43 Los mamíferos y las aves tienen la posibilidad de generar el aumento de


la temperatura corporal, gracias a su propio metabolismo, lo cual demanda
una alta ingesta calórica. La gran mayoría de peces, reptiles y anfibios son
incapaces de autorregular su temperatura y necesitan de fuentes externas de
calor; antiguamente, se les denominaba organismos de sangre fría; actual-
mente, son llamados poiquilotermos (Kingma, 2011: 38). Debido a que el
ser humano tiene una temperatura corporal entre 36.5° y 37.5° y su piel se
encuentra a 33.5°, su relación táctil con los animales poiquilotermos puede
evocarle el frío corpóreo de los muertos: los seres humanos somos animales
que nos relacionamos corporalmente con el calor, lo que ha promovido la
interacción social desde los albores de las civilizaciones, como se evidencia en
los fósiles hallados de Homo erectus datados en 1.5 millones de años. (James,
1989: 26).
64 La muerte como un fenómeno metaempírico

lo inefable. Si nos fijamos una vez más en esta comparación del


silencio de la muerte, ella no se parece ni al silencio de Dios ni al
del amor, debido a que sobre ella no es posible hacerse una imagen.
De Dios podemos hacernos una imagen, aunque Él mismo sea
irrepresentable, del amor también, aunque no podamos reducirlo
a un caso conocido; el No de la muerte es, sin embargo, la termi-
nación de todos nuestros relatos, de todas nuestras imágenes, de
todas nuestras representaciones. Cabría entonces preguntarnos: ¿es
posible tener una intuición de la muerte? ¿Será que la muerte se
asemeja más a un largo viaje por el Aqueronte que a un profundo
sueño junto al Leteo de Hypnos? Vladimir Jankélévitch quiere que
disfrutemos las Canciones de cuna de la muerte de Mussorgski y de
Suk, y el poema sinfónico de Liszt De la cuna a la sepultura, pues
aquí podemos tal vez vislumbrar una intuición musical sobre el
misterio metaempírico de la muerte.44 Para penetrar en esta intui-
ción, Jankélévitch ahonda en la reflexión de la negatividad propia
de la muerte partiendo de la corporalidad, puesto que es el cuerpo
donde acontece su manifestación. De la mano de Henry Bergson
el pensador francés nos lleva a su perspectiva de la muerte como ór-
gano-obstáculo. Detengámonos en esta maravillosa comprensión.

44 Existe una anécdota de Franz Liszt en relación a un beso que, supuestamente,


le dio Beethoven, en abril de 1823, cuando a los once años acababa de dar uno
de sus primeros conciertos. Wolfgang Dömling la relata como si, desde aquel
instante, Liszt hubiera tomado simbólicamente la posta de los grandes de la
música. Jankélévitch no es la excepción al indicar a Liszt, como una de las encar-
naciones del artista genial del siglo xix. «Para él, las inquietudes, el impulso y el
modo en que utiliza las formas musicales confirman esta idea, particularmente
cuando se refiere al tratamiento de lo rapsódico, que en su opinión constituye,
mejor que una forma musical, un género que invita a la liberación de las energías
patéticas» (Camarero, 2013: 179).
La muerte como un fenómeno metaempírico 65

2.4 El órgano-obstáculo

[…] así la muerte, según la esperanza escatológica, es en el mis-


mo instante el final de la vida y el umbral de la supervivencia, la
conclusión del orden anterior e, ipso facto el comienzo de un orden
distinto: terminal e inicial todo junto […]
(Jankélévitch, El perdón 1999: 198).

Vladimir Jankélévitch asume la muerte como «el nunca-ja-


más-nada de nuestro todo psicosomático» (2009: 95) que cons-
tituye el a priori letal de la vida. Esta comprensión del fenómeno
metaempírico señala que el hombre existe, exclusivamente, por-
que en algún momento y lugar deberá dejar de ser. Esto significa
entonces que «desde el mismo momento de su nacimiento, el vivo
es aquel que debe morir» (Jankélévitch 2009: 95). En este sentido,
debemos asumir como el límite aquello que hace posible el ser del
hombre y de cualquier cosa en general; como ocurre, por ejemplo,
en el caso de un triángulo o un cuadrado, los cuales consisten en
las líneas que los enmarcan y si alguna de estas desapareciera, el
espacio que los conforma se fundiría con el espacio general y deja-
rían entonces de ser. Como lo detectaría tempranamente Euclides
(325 a.C-265 a.C) toda figura es realmente una limitación del
espacio.45 Igualmente, el hombre es aquella forma orgánica que
constituye un espacio delimitado dentro del espacio general, y la
vida, lacrada por la muerte, un segmento de tiempo delimitado
dentro del tiempo indistinto.

45 Dentro de las definiciones del Libro I de Elementos señala: «13.Un límite es


aquello que es extremo de algo. 14. Una figura es lo contenido por uno o varios
límites.» (Euclides, 1982: 7).
66 La muerte como un fenómeno metaempírico

Por tanto, vemos cómo los límites permiten que algo sea, cuan-
do simultáneamente niegan la posibilidad de ser en cualquier mo-
mento y en cualquier lugar; en caso opuesto, la falta de límites, en
vez de implicar omnipresencia y eternidad, lo que señala es la pura
inexistencia, de forma que podríamos decir que aquello que no
está limitado en el tiempo y en el espacio, simplemente no es. Así
pues, la limitación es, entonces, el costo que se debe asumir por la
existencia; es imposible ser al mismo tiempo algo y todo, ni ser, a
la vez, ahora y en todo momento. En este orden, una existencia
sin límites no puede ser una existencia, igualmente, ser todo y ser
siempre es sinónimo de no ser. El límite le otorga forma al ser y
previene que se termine diluyendo en la indeterminación absoluta
de lo carente de límite, que es pura nada. Todo lo que es tiene,
entonces, límite.

Como lo hemos señalado, la muerte es la última frontera de


nuestra vida y, por ende, enmarca los límites espaciotemporales
que configuran el ser del hombre. Teniendo en mente esta perspec-
tiva del límite, nuestro pensador afirma, siguiendo aquí a Bergson,
que «la muerte es el órgano-obstáculo de la vida» (Jankélévitch,
2009, 99), así como el ojo es el órgano-obstáculo de la visión; y
como ese límite absoluto «la muerte impone una forma a la vida»
(Jankélévitch, 2009: 96), la mantiene en tensión y rige el carácter
del curso vital. Esto significa, entonces, que la vida no solo se afir-
ma a pesar de la muerte, sino que solo es vida por la delimitación
que la muerte le impone. La muerte antes, de acabar con la vida la
hace posible en la medida en que la delimita. Así pues, la muerte
no es, en algunos casos obstáculo, y en otras oportunidades órga-
no, sino que en todo momento es órgano-obstáculo de la vida, así
como «el organismo es ante todo el conjunto de instrumentos y
La muerte como un fenómeno metaempírico 67

herramientas naturales que permiten al individuo vivir» (Jankélé-


vitch, 2009: 102); este mismo organismo es el que constituye el
límite del individuo, es decir, se trata del obstáculo mismo que le
impide al individuo expandirse más allá de su ser tanto en el tiempo
como en el espacio. Gracias al cuerpo, el individuo posee una vida
delimitada y por él termina con la muerte. Una vida ilimitada es
igualmente una vida descorporalizada.

Según Jankélévitch, la naturaleza positiva del órgano es per-


cibida en su mera positividad por las conciencias desprevenidas,
pues en principio «la sensación no nos habla más que de presen-
cia» (2009: 104) y la positividad de la vida solo se presenta como
positividad y en cuanto tal no tiene aparentemente relación con
la muerte. Únicamente de forma reflexiva puede una conciencia
aguda representarse la negatividad de la positividad; en este caso,
las limitaciones propias del órgano hacen que sea concebido a la vez
como obstáculo. Según esto, el órgano-obstáculo solo aparece como
tal en «un espíritu complicado y un poco perverso» (Jankélévitch,
2009: 102). Solo esta clase de espíritus se angustian por lo que hay
fuera de los límites del órgano, en otras palabras, por aquello que
este, en tanto obstáculo, imposibilita. Por otra parte, la muerte es
un mero obstáculo solo para las cabezas distraídas, pues ante los
espíritus penetrantes se revela el carácter de órgano de la muerte,
es decir, la positividad de la negatividad y con ello se hace patente
también la anfibología del pensamiento sobre el tiempo: «Destruc-
tor el tiempo es una muerte que es una vida, pero esta vida es una
vida que es una muerte» (Jankélévitch, 2009: 107).

Ahora bien, el riesgo de muerte amenaza la forma orgánica, pro-


vocando a su vez que el pensamiento de la muerte dramatice el
68 La muerte como un fenómeno metaempírico

tiempo dirigiéndose de forma inevitable a los conceptos de finitud


y brevedad. Por esta razón, percibimos que el tiempo de la vida es
limitado y que su determinación marca la organización del mismo
como periodo vital. Por esta razón, el límite es aquello que hace de
un lapso amorfo un tiempo vivido, un tiempo con estructura, un
verdadero «episodio en la eternidad de la nada» (Jankélévitch, 2009:
97). Esta particular circunstancia en la que el tiempo es limitado
hace que se le asigne un valor inmenso; el hombre tiene tiempo y
lo tiene contado y esto condiciona su existencia; la cuenta regresiva
inicia en el instante de nacer. En este sentido, el efecto limit resulta
infalible sobre el último destino del ser humano. Por consiguiente,
la muerte amorfa diluye en su acontecer todas las formas, pues mol-
dea la vida o, en otras palabras, es el sinsentido de la muerte lo que
marca la tonalidad de la vida y la hace susceptible de un sentido.

Así pues, tenemos que reconocer que la vida y la muerte, pese


a ser fatalmente indisolubles, jamás pueden presentarse juntas.
Epicuro se refirió a esta imposibilidad y a lo espantoso de la
muerte en la Carta a Meneceo de la siguiente manera:

Así que el más espantoso de los males nada es para nosotros,


puesto que mientras somos la muerte no está presente, y cuan-
do la muerte se presenta ya no existimos. En nada afecta, pues,
ni a los vivos ni a los muertos, porque para aquellos no está y
éstos ya no son […]. El sabio, en cambio, ni rehúsa la vida ni
teme el no vivir, porque no le abruma el vivir, ni considera que
sea algún mal el no vivir (Epicuro, 1991: 59).

Estrictamente hablando, el ser no puede ser al mismo tiempo


no-ser, pero sucede que se vinculan de forma necesaria. Jankélévitch
La muerte como un fenómeno metaempírico 69

llama a esta paradoja lo imposible-necesario. En efecto, sabemos


que es imposible que los contradictorios sean al mismo tiempo y
en el mismo lugar; pero resulta indispensable que se contradigan
para que puedan ser. Frente a esta situación, vemos cómo «el es-
píritu está siendo lanzado constantemente de un contradictorio al
contradictorio de ese contradictorio sin que pueda fijarse nunca»
(Jankélévitch, 2009: 100). Esto nos permite señalar ahora que, en el
horizonte de la reflexión sobre el a priori letal, «el pensamiento os-
cila continuamente entre órgano y obstáculo» (Jankélévitch, 2009:
106) pues se encuentra permanentemente entre el ser y el no-ser.
Solo en el tiempo resulta factible la concepción de la contradicción,
pues una cosa y su contrario solo pueden ser con la condición de
que sean en momentos distintos, lo que quiere decir que de alguna
forma: «El devenir ayuda a digerir no solo la contradicción sino
lo imposible-necesario» (Jankélévitch, 2009: 110). De esta forma,
parece quedar claro que la muerte solo se presenta en la vida como
virtualidad y que solo como tal determina el tránsito vital del hom-
bre; pero cuando la muerte deja de ser virtual y se actualiza diluye
la forma del ser y lo aniquila, pues «la muerte y la vida no son
jamás contemporáneas» (Jankélévitch, 2009: 100). Esto pone de
manifiesto que lo que realmente oscila entre la vida y la muerte es el
pensamiento y no tanto el organismo.

En cualquier caso, la disyuntiva metaempírica latente en lo


imposible-necesario se hace momentáneamente visible cuando el
hombre se ve obligado a llevar a cabo una elección. En la acción
de elegir, que es en esencia un espacio de crisis, el hombre se hace
consciente del drama que encierra el hecho de que, para poder ser,
hacer o conseguir algo, tiene necesariamente que renunciar a todo
aquello que, por definición, ese algo excluye. Esto hace que, ante la
70 La muerte como un fenómeno metaempírico

conciencia, se haga patente la ambivalencia del órgano-obstáculo,


lo que quiere decir que justamente «en la elección y por la elección,
la criatura hace suya la constricción que una fatalidad constitucio-
nal le impone; la criatura está perfectamente adaptada al estatus de
la alternativa» (Jankélévitch, 2009: 116). Sin embargo, y a pesar de
la tragedia que implica, la elección es el único espacio de libertad
que tiene el hombre en medio de su constitución restrictiva, pues,
aunque el descenso hacia el futuro y la limitación son inevitables,
el hombre tiene también la posibilidad de elegir la forma de estar
limitado y de descender en lo negativo que él excluye. Si bien el
hombre tiene que morir, su libertad radica en el cómo de este in-
evitable acontecimiento.

Ahora bien, teniendo en cuenta que: «[…] la duración conce-


dida al ser vivo estará constreñida entre los límites de un lapso de
tiempo determinado» (Jankélévitch, 2009: 118), resulta evidente
que la muerte es, sobre todo, un límite temporal y está marcada
por dicho límite. Esto quiere decir que, así como los límites del
organismo lo constituyen y le dan forma en el espacio, igualmen-
te la última frontera en el tiempo determina la organización del
tiempo de la vida. Así pues, la muerte determina la forma de la
vida en dos sentidos. Primero, y en un sentido analítico, la muer-
te, en tanto límite temporal del despliegue vital de un organismo,
constituye el a priori de la vida, lo que quiere decir que solo vive
aquello que puede morir y que su forma solo se completa con la
muerte. Segundo, como influjo virtual efectivo, la muerte dina-
miza la vida y determina el cómo y la tonalidad del devenir vital
del hombre. Este último aspecto consiste en la afectación del pre-
sente por «los efectos anticipados de una causalidad retroactiva»
(Jankélévitch, 2009: 120) lo que quiere decir que la anticipación
La muerte como un fenómeno metaempírico 71

en la conciencia, del límite temporal que es la muerte, configura la


actualidad y la estructura temporal del viviente. Por esta razón, el
a priori de la vida es a la vez un a priori letal. Desde esta perspec-
tiva, Jankélévitch asume la muerte como aquello que da forma a
la vida. Sin embargo, esto plantea la angustiante disyuntiva entre
el ser sin forma ni sentido y el sentido y la forma sin ser, pues
«mientras el ser exista, la forma del ser permanece en las brumas
del aún-no […] y de la posibilidad; y cuando la forma por fin se
actualiza, es el ser entonces el que se aniquila en la noche del ya-
no-más» (Jankélévitch, 2009: 121). Por esta razón, la forma y el
sentido de la vida se completan con la muerte, pero cuando esta
tiene lugar ya no hay ser al que corresponda dicha completitud.
En este sentido, al hombre no le queda más alternativa que con-
formarse con el sentido parcial de los intervalos intraseriales, que
se precipitan en el pasado a medida que el devenir acontece, pues
el sentido de la serie total, que solo se da con la muerte, no podrá
comprenderlo mientras viva, tal como lo señala Epicuro.

Ahora bien, la finalidad de la existencia humana, en términos de


su completitud, solo puede ser retrospectiva, lo que quiere decir que
el sentido de la vida en primera persona siempre llega a destiempo
y nunca podrá coincidir con el ser al que se supone pertenece. Ante
tan aciago panorama, solo parece quedar el consuelo de la perspec-
tiva de la segunda y la tercera persona, para quienes el sentido y la
forma de la vida del que muere se presentan en su totalidad como
la consumación de una biografía. Vemos, entonces, que la muerte
constituye el punto de tensión entre el órgano y el obstáculo, don-
de se desgarra completando la forma de la vida del «hombre [que]
pasa así sin transición de lo informe a la inexistencia» (Jankélévitch,
2009: 128) lo que quiere decir: «¡la forma de la existencia-propia
72 La muerte como un fenómeno metaempírico

es un regalo que él hace a los supervivientes y del que él no gozará


jamás!» (Jankélévitch, 2009:128). Teniendo en cuenta esta imposi-
bilidad de captar el sentido y la forma total de la existencia propia,
podríamos pensar que la frase de Jankélévitch que reza: «¡no os va-
yáis nunca antes del final!» (Jankélévitch, 2009: 122) constituye
en realidad una desesperada y resignada invitación a sobrevivir al
otro, para poder así reconciliarse con espectáculo del sentido que
adquiere la vida ajena, cuando llega al límite y, diluyéndose en la
nada, proyecta un rayo de luz sobre sí misma. Esta proyección es
justamente el sentido de una vida que ha sido vivida en la excep-
cionalidad propia del hápax. El consuelo que a todos nos queda,
cuando un ser querido ha muerto, es el gozo de haber presenciado
que el que ahora no está fue realmente excepcional.

2.5 La profunda ambigüedad de la muerte

[…] Y nosotros: siempre espectadores, / en todas partes, ¡vueltos hacia


el todo, nunca/ hacia afuera! El todo nos colma. Lo ordenamos./
Se desintegra. Lo volvemos a ordenar/ y nos desintegramos nosotros
mismos./ ¿Quién nos ha volteado así,/ que hagamos lo que hagamos,
mantenemos la actitud/ de alguien que se va? Como quien,/ desde la
última colina, que le muestra una vez más todo/ su valle, voltea,/ se
detiene, permanece un momento, así vivimos/ nosotros, y siempre nos
estamos despidiendo (Rilke, 1987: 141).

Recapitulemos: tenemos una certeza de la muerte en sentido


muy general, pero es un tipo de certeza de la cual no se sabe pro-
piamente nada. Suponemos que es una certeza con respecto a mí.
Pero esta certeza es realmente una incertidumbre muy compleja.
La muerte como un fenómeno metaempírico 73

En conjunto, la reflexión sobre la muerte, para Jankélévitch, es un


asunto serio; pocos asuntos pueden tener esta característica y, como
lo sabemos, solo la poseen aquellos en los que se pone la vida en
juego. Es precisamente bajo esta condición que nos aproximamos a
la entreabertura. Partiendo de este punto en las próximas líneas nos
acercaremos a esta formulación aporética sobre la muerte: ni abierto,
ni cerrado.

Como vemos, en los textos de Jankélévitch descubrimos que


estamos ante un pensador no dialéctico, pero sí paradojal. Efec-
tuar una propincuidad a la muerte como órgano-obstáculo y como
entreabertura requiere un distanciamiento de las estrategias dialéc-
ticas, y a la vez una cercanía a la paradoja, terreno en el cual dos
elementos en situación próxima desatan un conflicto en el que or-
bitan el uno frente al otro, sin poder escapar; pues aquí, las fuerzas
centrípetas y centrifugas actúan sin cesar. En este sentido, Jankélé-
vitch afirma con un tono claroscuro que la muerte es propiamente
algo «entreabierto, es decir, entrecerrado, puesto que el hecho es
cierto; entrecerrado, es decir, entreabierto puesto que la hora es
incierta: así es la vida del hombre. Cuando la luz entra a los rauda-
les en la cueva de Barba Azul por el tragaluz y rompe la cautividad
asfixiante […]» (2009: 144). Para entrar ahora en la ciencia nes-
ciente de la muerte es necesario verificar la tensión producida entre
lo que nombramos el quod, el hecho de la muerte, y el quando, la
prognosis de la muerte.

En esta meditación desde la ciencia nesciente y el poder impo-


tente, a lo sumo, desde el conocimiento y la voluntad requerimos
de un instrumento: el misterio. Para el filósofo de la paradoja, este
instrumento es un referente sobre algo cuya existencia suponemos
74 La muerte como un fenómeno metaempírico

o adivinamos, pero siempre ignoramos sus determinaciones cir-


cunstanciales, pues el cuándo, el cómo y el dónde nos son desco-
nocidos antes de que acontezca la muerte y solo revelados en el
último momento, cuando ya es todo demasiado tarde: «El ser es
de una claridad meridiana, mientras que las maneras de ser siguen
siendo nocturnas y brumosas. La docta ignorancia del misterio no
tiene nada en común con un saber enumerativo sencillamente in-
completo […]» (Jankélévitch, 2009: 130). Al situarnos en el mis-
terio hallamos lo incognoscible de su origen, pero extrañamente
su contexto nos parece elemental. Esta condición ocurre cuando
hablamos de la existencia, de la cual surge la oscuridad radicular
del ser, pero nos es sencillo reconocer diferentes formas de exis-
tencia. Por tanto, el misterio señala esa docta ignorancia enunciada
que caracteriza a nuestra certeza de la muerte. Las circunstancias
incognoscibles del misterio no son, empero, desconocidas en abso-
luto o susceptibles de una evaluación empírica, sino que es y será
incognoscible eternamente y a priori; la teología y la tanatología
son igualmente inmovilistas. Siguiendo a Pascal, podemos decir
que «sólo conocemos la vida, la muerte por Jesucristo. Fuera de Je-
sucristo, no sabemos qué es nuestra vida ni que es nuestra muerte,
ni qué es Dios, ni qué somos nosotros mismos» (Pascal, 1993: 63).
Si bien, el hombre avizora el quod, Dios existe, pero nunca puede
establecer el quid, sus propiedades le serán siempre incognoscibles.

Fijar la fecha de la muerte es una imposibilidad humana, por


determinaciones metaempíricas, y no podemos relacionar este he-
cho con una imprecisión de carácter accidental, de cálculo errado
o por insuficiencia de datos; por el contrario nos enfrentamos aquí
a una indeterminación esencial. La quoddidad de la muerte, la cual
se refiere al hecho de que moriré, pareciera mostrarse menos oscura
La muerte como un fenómeno metaempírico 75

que la quoddidad de Dios mismo. Desconocemos el dónde, el cómo


y el cuándo de la muerte; nos es posible limitar estas variables solo
postmortem. En este sentido, la muerte adviene de manera impre-
visible, con incierta certidumbre traducida en la ambigüedad del
futuro. El advenimiento del porvenir siempre está vinculado a este
tiempo futuro: «[…] la futuridad del futuro no es sino nuestra tem-
poralidad destinal, es decir, nuestro abrumador destino cerrado por
la muerte.» (Jankélévitch, 1989: 13). Si asumimos que el hombre
tiene una noción del quod de la muerte, debemos tomarlo sin pre-
cipitación, puesto que para el pensador francés este quod tiene un
rasgo ontológico, ya que hace referencia a un algo formal, pero que
siendo así resulta carente de contenido. Dicho de otro modo, se nos
presenta un fenómeno nocturno, una cierta determinación indeter-
minada. Si bien el hombre conoce que es mortal, tristemente, no
logra comprender lo que es la muerte:

El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero


es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para
aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aun
cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo
que le mata, porque sabe que muere, y lo que el universo tiene de ven-
taja sobre él. El universo no sabe nada. Toda nuestra dignidad consiste,
pues, en el pensamiento. De ahí es donde tenemos que elevarnos y no
del espacio y del tiempo, que no sabríamos llenar (Pascal, 1997: 81).

En este ambiente anfibológico del chiaroscuro, de tenebrismo46


nos movemos, en efecto, entre la certidumbre y la incertidumbre,

46 Este estilo pictórico no es más que una aplicación radical del claroscuro en la cual,
exclusivamente, las figuras centrales se destacan con iluminación en medio de un fondo
generalmente oscuro (Fatás, 1990: 62).
76 La muerte como un fenómeno metaempírico

entre la determinación y la indeterminación en torno a la prognosis


de la muerte. Siguiendo este juego de luz y sombra, Jankélévitch es-
tablece cuatro posibilidades para pensar esta certidumbre incierta,
cuatro posibilidades en las que juega la aporía de la entreabertura.
La primera se enuncia como mors certa, hora certa sed ignota, la
cual se cruza en el tiempo del hombre cuando conocemos: «[…]
la inconsistencia del futuro y del efímero edificio llamado buena
salud […]» (Jankélévitch, 2009: 137). El sentido de esta expresión
lo podemos ver, por ejemplo, en aquel hombre que recibe el diag-
nóstico de un carcinoma metastásico de páncreas; tiene una certeza
sobre el hecho de la muerte y sabe que la fecha llegará, aunque no
sabe con precisión cuándo. Un suceso completamente ansiogénico,
es una secuencia promotora de angustia. La balanza oscila entre la
esperanza y la desesperanza. Este movimiento pendular puede ser
asumido de dos maneras: un claroscuro pesimista o un claroscuro
optimista. De la primera, se impone la penumbra sobre la luz, es
aquí cuando la certeza del acontecimiento prevalece sobre la fecha
incierta: «[…] la certeza de morir hace que la incertidumbre de la
hora sea un poco menos incierta, y transforma la esperanza en ame-
naza» (Jankélévitch, 2009: 135). Estamos aquí ante un diferimien-
to de lo inevitable, pues la condena ha sido impuesta y la salvación
es prácticamente inalcanzable. Por todo lo anterior, cuando el pa-
ciente con el diagnóstico de una enfermedad catastrófica piensa en
la proximidad de la muerte ve a su médico tratante escondiendo
un afilado bisturí tras la espalda, oculto pues señala la fecha última.
Tener el anuncio de la posibilidad de morir próximamente puede
también dar un aire, aunque escaso, pues abre una esperanza fugaz
y oscilante, hora certa sed ignota; siguiendo a Jankélévitch, podemos
afirmar que surge aquí un optimismo del más crudo pesimismo.
La muerte como un fenómeno metaempírico 77

En la segunda formulación, mor certa, hora certa, nos halla-


mos, sin duda, en la desesperación opresiva y disneica. El caso que
describe con precisión este punto es el del condenado a muerte.
El hombre conoce que morirá y además le ha sido programada
la hora, día, mes y año por el aparato judicial. Sabe el quod y
el quando. En este saber se instaura ahora el tiempo de la des-
esperanza; los granos de arena caen lenta, pero continuamente
llenando el bulbo de vidrio inferior del reloj. El futuro se congela
y el pasado se petrifica: «[…] entre el futuro congelado y el pre-
térito cosificado y mineralizado, se ha dejado de oír la incesante
circulación del devenir. El buque ha quedado aprisionado en el
hielo» (Jankélévitch, 2009: 143). Precisamente por esto nuestra
gratitud con Prometeo debe ser altísima, nos evita el ruinoso con-
teo regresivo que tiene el condenado a muerte; toma provecho de
nuestra ignorancia y nos confiere un futuro ilusorio. El condena-
do a muerte vive entre el paso de las gotas de la clepsidra, pues
aquí nada se puede desperdiciar. En el momento de recordar el
tiempo perdido, la paranoia abarca su tiempo restante. Mors certa,
hora certa es la formulación del pesimismo, donde el condenado
pierde toda esperanza, pues el conocimiento de la proximidad de
su aniquilamiento deja las puertas del tiempo entrecerradas.47

Pasemos ahora a la tercera posibilidad, donde el desconoci-


miento pareciera ser un insumo efectivo para la esperanza. Mors
incierta, hora incierta corresponde a la esperanza del prestidigitador,
el truco oculto hace aparecer el tiempo amorfo, esa secuencia

47 En el apartado sobre el instante mortal, nos detendremos a pensar el caso


particular de la reacción de Sócrates, debido que la actitud serena del gran pen-
sador griego desafía la descripción que hasta ahora se ha realizado sobre aquellos
desdichados que conocen la hora de su muerte.
78 La muerte como un fenómeno metaempírico

en la que las marionetas son performativamente felices. Siendo


así «[…] el hada de la Esperanza se ha quedado para salvar el
príncipe del futuro» (Jankélévitch, 2009: 144). Parafraseando la
hora incierta podemos afirmar «“tal vez antes de lo que pensáis”,
“tal vez enseguida”, sino “no importa cuándo, tal vez mucho más
tarde, y… ¿quién sabe?, ¡tal vez nunca!” Tal vez, tal vez… Este
tal vez es una ilusión a la ventana entreabierta» (Jankélévitch,
2009: 144). Tal vez la muerte se olvide de mí; la incertidumbre
eyecta la duda hacia la certeza y embriaga al hombre con el sabor
de la esperanza.

Esta embriaguez acontece como una despreocupación con


finalidad protectora y, en definitiva, hace de la vida un suceso
más apacible: «[…] para aquel que no muere un día en particu-
lar, para aquel que debe sencillamente morir en general: ¿qué
sentido tiene la muerte?» (Jankélévitch, 2009: 146). Bajo esta
incertidumbre del quod y del quando, el hombre vive tranquilo,
alejado falsamente de la seriedad de la muerte. ¿Es posible soste-
ner con firmeza esta quimérica esperanza? Revisemos la última
formulación de Jankélévitch: mors certa, hora incierta. Para el
pensador francés, este es el lema de una voluntad seria y militan-
te, distanciada de la desesperación y de la esperanza ilusa. Aquí
se invita a un optimismo moderado, un pesimismo del optimis-
mo. Nos hallamos frente a la certeza de la muerte, pero también
nos vemos confrontados con la incertidumbre de la hora. Como
vemos, se da un desbalance entre la certeza quodditativa y la
incertidumbre del quando que «[…] le da a la vida el impulso y
la energía necesarios para emprender cualquier cosa» (Jankélé-
vitch, 2009: 149).
La muerte como un fenómeno metaempírico 79

Acá se conjugan la esperanza y la inseguridad, pues las posibi-


lidades de morir aumentan a medida que el tiempo transcurre. La
incertidumbre de la fecha facilita el inicio de diversas acciones por
parte de la voluntad y hace más llevadera la certeza del quod. Es
así como la ignorantia acerca de la última fecha le permite a la vo-
luntad influenciar esta indeterminación y arriesgarse por los actos
no vividos del destino. Podemos apreciar cómo la acción se hace
posible en relación con una relación dispar entre saber y poder,
que encarna en esencia nuestra finitud. Frente a la quoddidad no
existe nada, absolutamente nada que podamos hacer y el quando,
el cual ignoramos, depende en cierta medida de nuestros actos,
de cuánto inducimos el riesgo con múltiples circunstancias, por
ejemplo, nuestra alimentación o ciertas actividades cotidianas. De
acá se desprende otra paradoja jankélévitchiana: sabemos lo que no
podemos y podemos lo que no sabemos. Estas cuatro formulacio-
nes representan diferentes grados infinitesimales de entreabertura.
Con ellas podemos reafirmar y comprender el proceder ambiguo
de nuestra finitud. El carecer de la prognosis nos faculta de una
ceguera lúcida que favorece nuestra acción.

2.6 La resignación ante lo indeterminado de la


muerte

Desde este lado de la muerte la entreabertura se manifiesta como


posibilidad para la esperanza ante la hora incerta del límite insupe-
rable. Esta hora pareciera indefinidamente aplazable, pero lo cierto
es que es inevitable. Otros misterios presentes en nuestra existencia
suponen una situación en parte similar a la de la muerte: la libertad,
la vida misma y el vínculo del cuerpo y el alma. Experimentamos
80 La muerte como un fenómeno metaempírico

a diario cada uno de estos misterios y cuando tratamos de mirarlos


fijamente, su imagen aparece nublada y nocturna. Ante el misterio
y lo inevitable de la quoddidad de la muerte se da un portazo de-
finitivo; no es posible que develemos el misterio, no podemos ver
más allá. Ante esta situación el órgano solicita ser empleado, ejercer
sus funciones y la conciencia busca tomar conciencia. Al parecer, la
libertad tiene la obligación de ejercer sus facultades, sintetizada en
derechos, hasta el final. Gracias a la libertad, el hombre gana am-
plitud, hipertrofia su volumen y la geografía donde puede vivir, y
aumenta el espacio vital y «[…] la duración vital que necesita para
respirar y asentarse en todas sus dimensiones, ensancha todo lo que
puede los muros de su cárcel» (Jankélévitch, 2009: 152).

En este confinamiento, el ser humano quiere aumentar su po-


der, por ejemplo, quiere ir más rápido, volar más alto, ser más fuer-
te y, en general, acumular más y estirarse las arrugas. Los técnicos
de las industrias tienen mucho trabajo en el perfeccionamiento
de su oferta mercantil, pues deben atender a deseos cada vez más
ilimitados. El avance de la τέχνη estimula una necesidad muy par-
ticular del hombre: «[…] transformar la naturaleza, horadar mon-
tañas y corregir el curso de los ríos» (Jankélévitch, 2009: 152). Es
precisamente esta misma τέχνη la que le entrega la libertad al ga-
leno para extender la vida del enfermo; de remiendo en remiendo
el cuerpo del ser humano se mantiene con vida. Así ocurre en las
unidades de cuidado intensivo donde muchos seres humanos con
muerte cerebral, en estado vegetativo, están conectados a bombas
de infusión, ventiladores, monitores y compresores vasculares, los
cuales soportan la vitalidad de unos órganos y tejidos que alguna
vez fueron parte de un άπάξ, pero que ahora no lo pueden sostener.
La muerte como un fenómeno metaempírico 81

Cuando las terapéuticas alopáticas, o las alternativas, permi-


ten al enfermo prolongar aunque sea una prórroga mínima, el
valor que damos a la positividad de estar vivos nos lleva a sentir
el menor aplazamiento posible como un tiempo grandioso. Estos
diferimientos van acompañados de un gran riesgo para nuestra
especie, el de creer que podemos controlar el quando, pues cree-
mos que podemos contar con una sobrenatural influencia sobre
nuestro destino. Por esta razón, le damos un gran valor a esa
posible prolongación de tiempo, a la que potencialmente todos
podemos apelar, y es aquí cuando el hombre precavido alista su
propia resistencia para poder decir con vehemencia: «¡Aún no,
aún no!». Baltasar Gracián (1601-1658) en su obra Oráculo ma-
nual y arte de prudencia (1647)48 señala en su aforismo 55 la
siguiente prescripción:

Hombre de espera. Arguye gran corazón, con ensanches de su-


frimiento. Nunca apresurarse ni apasionarse. Sea uno primero
señor de sí, y lo será después de los otros. Hay que caminar por
los espacios del tiempo al centro de la ocasión. La detención pru-
dente sazona los aciertos y madura los secretos. La muleta del
tiempo es más útil que el afilado palo de Hércules. El mismo
Dios no castiga con bastón, sino con sazón. Es un gran dicho: «el
Tiempo y yo, a otros dos». La misma Fortuna premia la espera
con un gran galardón (Gracián, 1993: 32).

48 El texto está compuesto por trescientos aforismos comentados, y presenta


una serie de reflexiones para orientarse en la sociedad. Su contenido despertó la
admiración de Schopenhauer quien lo tradujo al alemán. La obra fue presentada,
con el subtítulo de «Sacada de los aforismos de Lorenzo Gracián», pseudónimo
que utilizaba el autor español para lidiar con la censura de la cual era víctima
(Romera-Navarro, 1954: 34).
82 La muerte como un fenómeno metaempírico

Baltasar Gracián ve como «[…] la moratoria, es la verdadera


dignidad del hombre razonable; al estratega, al cortesano, al polí-
tico, Gracián recomienda “la detención prudente”» (Jankélévitch,
2009: 154). En este sentido, la prudencia resulta contemporiza-
dora y esto lleva a la pausa, a que el hombre se tome su tiempo
asumiendo precauciones que mitiguen el desgaste del futuro. Una
situación muy diferente a la de la prudencia la podemos encontrar
en el deseo de alcanzar una vida interminable: una existencia sin
final. La vida eterna es una contradicción en sí misma, debido
a que la muerte pese a que no se presenta como una necesidad
apremiante, sí es un destino que reafirma la vida; en efecto, es un
destino metaempírico y no simplemente una desgracia experimen-
tada en la empiria.

¿Será que la muerte puede ser pensada como una enferme-


dad del destino? Para Jankélévitch, no, puesto que esto implica-
ría considerarla como un renglón más en las descripciones de las
enfermedades del famoso manual CIE-10.49 La muerte, más que
una enfermedad particular, es donde acaba cualquier enferme-
dad. Más bien podemos asumir que la enfermedad se presenta
en el destino, como una enfermedad-necesaria. Toda enfermedad
es realmente contingente, pues no hay necesidad alguna de pa-
decer esta o aquella enfermedad. Empero, la muerte es la única
enfermedad necesaria. Podemos buscar la cura de esta o aquella
enfermedad, pero de la muerte no poseemos cura alguna. Sobre
esta paradoja reconocemos nuevamente la anfibología que anima

49 La CIE-10 es la sigla de la Clasificación internacional de enfermedades, dé-


cima versión, en la que se clasifican y codificación las enfermedades y una
diversa gama de signos, síntomas y también hallazgos anormales <http://www.
who.int/es/>.
La muerte como un fenómeno metaempírico 83

la meditación concernida sobre la muerte en Jankélévitch; «[…]


ninguna necesidad, salvo en un mundo absurdo y malvado, po-
dría ser mala» (Jankélévitch, 2009: 156).

Como vemos, en el orden del misterio, el futuro letal de las


criaturas une las siguientes situaciones: la contingencia de la
enfermedad y el orden natural de la necesidad. El tiempo del
hombre es elástico y podemos distenderlo en cierta medida, pero
no lo podemos hacer de manera infinita; el diferimiento no es
indefinido. Precisamente en física, el concepto de elasticidad se
refiere a la propiedad mecánica de algunos elementos de sufrir
deformaciones reversibles, cuando se hallan sometidos a la ac-
ción de fuerzas externas y de retornar a la forma original, si estas
fuerzas exteriores se suprimen (Valero, 1983: 79). La aplicación
de la moratoria a la que nos invita Gracián en su aforismo y la
τέχνη médica puede fungir como externalidad, pero el límite de
la deformidad que lleva al diferimiento siempre supera las fuerzas
externas y es así que todo hombre finalmente muere. Lo propio
de nuestra vida es vivir justamente en este límite. De la mano del
reconocimiento de esta elasticidad del límite llega la resignación
frente al quod de la muerte.

Dios no ha mencionado el tiempo de duración de los sujetos,


ha determinado que nuestra vida será finita; «Dios es como un
gran rey que no tiene tiempo de ocuparse en bagatelas: de mini-
mis non curat Deus…» (Jankélévitch, 2009: 157). Es así como la
medición del tiempo nos la deja a los mortales para que en medio
de la libertad hallemos en qué ocupar el tiempo. El hombre es
arrojado a la libertad y en este espacio combate con denuedo con-
tra el inevitable agotamiento de sus recursos. Las enfermedades
84 La muerte como un fenómeno metaempírico

deben ser tratadas y curadas, pero, específicamente, la mortalidad


–la cual hace referencia al hecho de la enfermedad y el hecho de la
muerte– termina siendo como la enfermedad de las enfermedades
que no puede ser curada. La muerte es, entonces, el a priori incu-
rable. Si continuamos este argumento y pensamos la mortalidad
como enfermedad, nos podemos preguntar: ¿cuál es el órgano o
sistema aquí comprometido, puesto que toda enfermedad afecta
a un determinado órgano o conjunto de órganos? ¿Hacia dónde
debe dirigir sus esfuerzos el médico para atender esta enfermedad
de las enfermedades? La comprensión limitada de la muerte por
parte de la medicina alopática conlleva a unas propuestas terapéu-
ticas de escaso valor, con las que torpemente se busca enfrentar la
enfermedad de las enfermedades y es así como: «La prolongación
de la vida termina siendo una prolongación de la agonía y un
desdibujarse de la experiencia del yo, y esto culmina con la des-
aparición de la experiencia de la muerte» (Gadamer, 1993: 77).

Si la mortalidad es el punto de anclaje de la muerte y repre-


senta su núcleo, la doloridad es, de cierta manera, el destino del
dolor. Cualquier tipo de dolor puede llegar a ser indoloro, pero no
existen ni aines,50 ni opiáceos contra la doloridad. En este contex-
to, podemos ver cómo la espacialidad es la quoddidad imprescin-
dible del espacio, y la temporalidad la indestructible quoddidad del
tiempo. Cuando miramos hacia el cielo, sentimos que el espacio
es una vía libre para superar todas las marcas de velocidades y
distancias recorridas. Así hemos visto como los 343m/s recorri-
dos por la velocidad del sonido pueden ser superados y también
50 Es un amplio grupo de fármacos conocidos como antiinflamatorios no este-
roideos, los cuales actúan como antiinflamatorios y como analgésicos (Good-
man, 1996, 667).
La muerte como un fenómeno metaempírico 85

hemos presenciado al hombre desafiando la gravedad terrestre y


lunar, pero pese a todo esfuerzo técnico la ubicuidad nos ha sido
denegada; ni siquiera la insuperable velocidad de la luz consigue
el mínimo asomo de omnipresencia. Sin duda, el espacio es obs-
táculo en cuanto separa a los hombres y órgano puesto que les
permite la comunicación. Los seres humanos podemos viajar de
un lugar a otro por medio del aire, del agua o de la tierra y esto
parece hablarnos de cierto grado de docilidad del espacio, carac-
terística ausente cuando pensamos el tiempo. Este último es im-
palpable; es pues una existencia inexistente, pero también puede
ser abreviado, acelerado y las variables de eficiencia laboral se es-
tablecen basándose en las actividades ejecutadas por cada unidad
de tiempo; hoy conseguimos así compactar nuestras actuaciones
en el tiempo, pero nunca podremos dilatar el tiempo que nos es
dado vivir. Como lo señala Seneca, la vida es siempre breve; y tal
vez esta brevedad es lo mejor que ella tiene:

Viene de ahí aquella proclama del más grande de los médicos de


que la vida es breve, la ciencia larga. Viene de ahí aquel pleito tan
poco propio de un hombre sabio que Aristóteles planteó a la natu-
raleza, pues sería que ella le ha regalado a los animales una edad tan
larga que alcanzan cinco o diez generaciones, mientras que en el
hombre, engendrado para tantas y tan grandes empresas, el límite
se ha fijado mucho más acá. (Seneca, 2010: 9)

Pese a los esfuerzos humanos la anfibología hace posible que sea


imposible modificar la quoddidad del tiempo. El número de actos
ejecutados por unidad de tiempo están relacionados con nuestra ve-
locidad, pero el tiempo contenido durante nuestra ejecución se fuga
ante la limitación de nuestros poderes. Vemos cómo el tempo de una
86 La muerte como un fenómeno metaempírico

sonata está supeditado al metrómetro o a la virtud del intérprete,


pero el tiempo universal no es posible acelerarlo o desacelerarlo,
tiene su propio e inmutable ritmo. Podemos recordar el terremoto
más potente vivido por Japón, el 11 de marzo de 2011, el cual
registró un seísmo de 9 Mw51 y olas de maremoto superiores a 45
metros de altura. Este poderoso evento geológico, desplazó el eje
de la Tierra 10 centímetros y acortó la duración de los días en 1,8
microsegundos según los estudios de la nasa (Prieto, 2013: 121).
Ahora, cada año nos ahorramos este breve tiempo, pero ni siquiera
los movimientos telúricos más estrepitosos pueden alterar el tiempo
universal y su quoddidad.

El devenir de la vida es en esencia futurición, toda vez que, a


partir del nacimiento, dicho devenir se orienta hacia el porvenir, es
decir, tiene una direccionalidad, una finalidad, una vocación espe-
ranzadora. Ahora bien, la vida en tanto determinada por la fecha
de nacimiento e indeterminada por la hora incerta, se manifiesta
como entreabertura en medio de la disimetría nacimiento-muerte.
La muerte, para el individuo que muere, es un futuro que nunca
será pasado. Por su parte, el nacimiento, para el individuo que nace,
siempre será un pasado que no es presente ni futuro, excepto para
los padres del recién nacido. Entre la nada inmemorial del no-ser
anterior al ser, y la nada eterna del no-ser ulterior, hay entonces
una especie de simetría. Sin embargo, nacimiento y muerte no se
pueden homologar debido a la inversión de relaciones que se da,

51 La escala sismológica Mw, magnitud de momento, es una gradación logarít-


mica aplicada para cuantificar y comparar terremotos. Se basa en la medición de
la energía total que se libera en un sismo. Fue introducida en 1979 por Thomas
C. Hanks y Hiroo Kanamori como la sucesora de la popular escala sismológica
de Richter (Utsu, 2002: 733)
La muerte como un fenómeno metaempírico 87

ya que el ser sucede al no-ser, y al final, el no-ser sucede al ser. Pese


a esta no homologación, la vida, que sucede desde la fecha certa
del nacimiento y la fecha incerta de la muerte es «¡Un libro que
cada cual respectivamente lee siempre por primera vez!» (Jankélé-
vitch, 2009: 176). Por tal motivo, la disimetría entre el nacimien-
to y la muerte es aquello que justifica la disposición vectorial de
nuestras vidas. En este tránsito, si el tiempo lo permite, la cor-
poralidad humana va cambiando, se va deteriorando; la síntesis
de colágeno disminuye, nuestros reflejos pierden velocidad y los
huesos se vuelven frágiles. Estos cambios corporales corresponden
a un fenómeno que nos aproxima, sin pausa, al instante mortal:
el envejecimiento. Detengámonos con cuidado en este fenómeno
que anticipa la resolución del instante mortal.
88 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

Capítulo 3
Arrugas y parpadeo:
un fenómeno y un misterio

E
s conocido que la medicina y la industria farmacéutica
han decidido sumar esfuerzos en el estudio del enveje-
cimiento entendido como un fenómeno susceptible de
ser controlado. Por ejemplo, la ingeniería genética ha logrado de-
tectar algunos genes relacionados con el aumento de la velocidad
del deterioro sistémico, y en la actualidad se puede diagnosticar
con técnicas moleculares la presencia de la progeria52, pero aún se
hace imposible detener su curso. La aceleración hacia la muerte de
estos pacientes es imparable. Adicionalmente, el bisturí y la indus-
tria cosmética estiran, cortan, maquillan y paralizan músculos con
el objeto central de atenuar la objetivación del envejecimiento.
Jankélévitch aborda este fenómeno en una meditación metafísica
e incluso oracular que dista de las aproximaciones de la indus-
tria. El pensador francés consigue ver el envejecimiento como un
problema realmente filosófico. En este capítulo nos enfocaremos
en el problema del envejecimiento y en el profundo misterio que
representa el instante mortal.

52 Se trata de una enfermedad genética, poco frecuente, en la que se presenta


envejecimiento prematuro y veloz. Su incidencia es de 1 por cada 7 000 000
de recién nacidos vivos. Al no existir tratamiento, las personas afectadas viven
alrededor de trece años; algunos pacientes pueden vivir hasta poco más de los
veinte. Usualmente mueren a causa de un infarto agudo al miocardio (Pilarc-
zyka, 2008: 12).
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 89

3.1 El tiempo de la senescencia: el envejecimiento

Juventud, divino tesoro,/ ¡ya te vas para no volver!/Cuando quiero


llorar, no lloro.../y a veces lloro sin querer.../ Plural ha sido la celeste/
historia de mi corazón. /Era una dulce niña, en este/mundo de duelo
y de aflicción./ Miraba como el alba pura;/sonreía como una flor./
Era su cabellera obscura/ hecha de noche y de dolor
(Rubén Darío 1999: 62).

A medida que la decrepitud conquista nuestra corporalidad,


la hora final parece más cerca, la muerte ronda y se vuelve más
familiar cada día transcurrido; los amigos del pasado son ahora
los muertos del presente. Podemos así entender la vida como un
continuo progreso regresivo, vamos avanzando en medio de un
tiempo contado y no renovable. No podemos asumir que este
tiempo fluya como los números de un cronómetro, máquina en
la cual siempre sabemos qué tiempo resta para el cero final. En el
envejecimiento el conteo regresivo reviste una mayor dificultad;
conocemos la dirección en la que se mueve y sabemos que hay un
límite, pero nos es imposible saber en qué momento va a cesar el
tic-tac. Desde el día inicial en este mundo, nuestra vida oscila en-
tre el crecimiento y la decadencia. Esta última se enmascara detrás
del crecimiento, permanece oculta en la niñez y en la juventud.

Así pues, el sentido de la vida, la dirección ascendente de la


misma, es contrarrestado por un sin sentido que la limita y se
hace cada vez más patente, a medida que el tiempo transcurre.
Latente desde el inicio de la vida, la declinación presente en el
crecimiento o, dicho de otro modo, el contrasentido inmerso
en el sentido de la vida, se exterioriza y el envejecimiento surge
90 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

cada vez con más fuerza en la trayectoria vital. A medida que


la respuesta del organismo se desacelera, se hace manifiesto con
más fuerza «el absurdo congénito de la vida» (Jankélévitch, 2009:
178), absurdo que se revela al pensar en el hecho de que todo
sentido implica significación y dirección y, no obstante, la muerte
es la nada, el no-ser, y carece de todo sentido; no tiene por tanto
ninguna dirección. La inexistencia de una meta de la vida, o más
bien, que dicha meta se traduzca en el final mismo de la vida,
desencadena el surgimiento de la duda en el anciano que vive su
propia vejez; la continuación y el crecimiento continuo y seguro
que percibía en años anteriores parece ahora casi irreal. Surge aquí
una ineludible duda: ¿valía la pena el viaje para terminar de esta
forma? Y siendo así, ¿hay forma de consolar al viejo? ¿No serán
esta declinación y esta precipitación la nada absoluta solo una óp-
tica entre muchas, frente al devenir vital?

En efecto, el devenir tiene una intención cuya dirección se


orienta hacia el no-ser. En palabras de Jankélévitch, estas conside-
raciones hacen del tiempo vivido una senescencia, es decir, el en-
vejecimiento se manifiesta como prueba certera del paso del tiem-
po envuelto en un proceso ostensible, característico y concernido.
El proceso del envejecimiento es experimentado, entonces, como
una especie de tono y de tempo en la vitalidad, un desfallecimien-
to o una declinación en el tiempo vital, que no pueden ser expli-
cados únicamente mediante los signos biológicos y cuantificables
como la pérdida de la visión, la audición, las canas y las arrugas en
la piel. Por esta razón, si incluso se descubriese la forma de impedir
el envejecimiento biológico, seguiríamos envejeciendo. Así pues,
el envejecimiento es el paso del tiempo en mí como un fenómeno
concreto que implica «el hastío progresivo, el marchitamiento de
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 91

toda lozanía, la amortiguación de todo impulso, y de toda con-


vicción apasionada, el desgaste de toda inocencia» (Jankélévitch,
2009: 180). Tal como en el otoño se van marchitando las hojas de
los arboles más frondosos cuyas flores antes resplandecían, en la
vejez se desvigoriza la fuerza del conatus y el desgaste se hace cada
vez más evidente, hasta terminar finalmente en la muerte.

Jankélévitch señala que el declinar es un proceso constante y


se asemeja a la fatiga y al paso de las estaciones. Sin embargo, estas
dos metáforas tienen un límite, debido a que mi vida no es un ci-
clo reiterable, ni la muerte un episodio provisional. Decíamos an-
tes que la vejez es el otoño de la vida, pero todo otoño aguarda por
la primavera. El movimiento de traslación de la tierra aproxima
y aleja a la humanidad entera al sol a una velocidad de 108 000
km/h, una vez cada año; la precesión y la rotación son también
cíclicas. De su oscilación y de su ajuste, las estaciones alternan una
a otra y en el advenimiento de la primavera se resguardan nuestras
esperanzas de que el invierno terminará, para dar lugar una vez
más a la primavera, y así sucesivamente. Para los habitantes del
trópico es aún más difícil asimilar la semiótica inmersa en el es-
pectro otoñal. Nuestras variaciones climáticas tan erráticas como
binarias, nos alejan de la dinámica estacionaria y nos acomodan
frente al claroscuro de los fenómenos de La Niña o El Niño;53 la

53 Cuando los vientos alisios son fuertes desde el Occidente, las temperaturas
ecuatoriales se enfrían y comienza la fase fría o La Niña, periodo que en Colom-
bia se manifiesta con alta pluviosidad. Cuando la intensidad de los alisios dismi-
nuye, las temperaturas superficiales del mar ascienden aumentan y comienza la
fase cálida, El Niño. Cualquiera de las dos fases climáticas se expande y persiste
sobre las regiones tropicales por varios meses y generan variaciones evidentes en
las temperaturas globales y especialmente en los regímenes de lluvias a escala
global (Pabón, 2006: 86).
92 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

duración de estos fenómenos meteorológicos es indeterminada, y


su quod es impenetrable y su quando nunca se da en hora certa. El
fenómeno de El Niño siempre nos recuerda el triunfo de la muerte
cuando a la vida se le priva de agua progresivamente. Asi mismo,
en el envejecimiento nuestro cuerpo pierde agua, se va secando
mientras espera el abrazo sin fin de la muerte.

Si asumimos que el envejecimiento es un proceso irreversible


y progresivo, podríamos pensar que toda la semiología de la se-
nectud nos va develando gota tras gota la muerte; esta argumen-
tación expone la vida moribunda. Siendo así, las manifestacio-
nes del paso del tiempo sobre la corporalidad permitirían pensar
el envejecimiento, pero esta indicación fenomenológica es más
próxima a Jean Améry (1912-1978) que a la intención del pro-
pio Jankélévitch. El pensador austriaco encarnaba a un hombre
muerto, Hanns Chaim Mayer, para quien la muerte no representa
el instante mismo, sino que se muestra como un progreso en la
secuencia de la vida; un progreso que inicia el primer día de la
vida acompañado de una constante mortificación. Améry es un
muerto viviente, siempre está pensando en condición moribun-
da. Contrariamente, Jakélévitch no centra su pensamiento en el
fenómeno, sus notas se dan en un tono metafísico y abiertamente
anfibológico. Para el pensador francés, el envejecimiento no se
puede reducir al fenómeno del deterioro corporal, no se puede
resolver con bótox ni con peluquines, ni tampoco apelando a cos-
tosas tinturas capilares. Este, definitivamente, no es un fenómeno
susceptible de manipulación desde la corporalidad.

Para V. Jankélévitch, tanto el pasado como el futuro pueden


ser representados en la metáfora de dos recipientes; a medida que
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 93

la cubeta del futuro se va desocupando, la del pasado va incre-


mentando su contenido. La esperanza inmersa en el recipiente
del futuro se transforma en memoria, en la medida en que se va
vertiendo en el recipiente del pasado. El inevitable paso del tiem-
po configura el espacio para un futuro que se marchita y que se
apaga a favor del enriquecimiento del pasado. Este cambio en el
contenido de los recipientes es dolorosamente irreversible; es la
inalterable senescencia. En la vejez el futuro se reduce al mínimo,
se muestra como los últimos restos adheridos a las paredes del
recipiente. De la misma forma que en la aurora matutina al sol
le queda todo un día para brillar, la juventud tiene todo el futuro
por delante, mientras que el pasado es, más bien, reducido: «[…]
el Ahora de la juventud es por entero un Aún-no […]» (Jankélé-
vitch, 2009: 187). El espectro de los proyectos y las probabilida-
des es amplio y la esperanza está más radiante que nunca. Es evi-
dente, la nota característica del día es la fuerza, el empuje, el vigor;
la juventud es día. A diferencia del joven, el adulto se encuentra
posicionado como el sol de mediodía, a mitad del trayecto entre el
pasado y el futuro, entre la fortaleza de la memoria y la atracción
de un futuro esperanzador. Luego, en la senectud, la potencia del
futuro se ha consumido, las huellas del pasado han quedado atrás
y el camino va sucumbiendo en medio de la llegada de la noche;
cuando las últimas gotas de esperanza se han caído en el recipiente
de la memoria, el hombre cesa de existir. La muerte sucede cuan-
do todo futuro se extingue en el pasado, cuando literalmente ya
no queda más por vivir y el tiempo se ha consumado. Siendo así,
el anciano detenta un pasado voluminoso y un futuro mínimo;
en el muerto, la trayectoria se reduce exclusivamente al pasado,
aunque, paradójicamente, un pasado carente de futuro no se pue-
de llamar pasado. En efecto, el pasado solo adquiere densidad en
94 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

razón del porvenir que consume, mientras que el futuro es futuro


en relación con el impulso que le brinda el pasado. Por tanto, una
formulación vitalista derivada de esta indicación jankélévitchiana
sería: donde hay aún vida existe la esperanza. Es así que «[…] hay
una considerable diferencia de cualidad entre la muerte en el lími-
te de la vejez y la muerte súbita que nos aniquila en la madurez o
en la juventud» (Sartre, 2009: 725).

Sin duda, cuando se separa el pasado del futuro este se asfixia,


pues carece de contenido. Este tiempo de la asfixia, este tiempo
pasado sin ningún futuro corresponde al tiempo del condenado
a muerte. Aquí el tiempo que se ha reducido al pasado no es ya
tiempo, sino mero espacio, pues se ha condensado en instan-
tes contados hasta la hora certa; la hora final reduce a materia
inerte al devenir. El tiempo vivido es entonces una secuencia
que no se puede fracturar. Los instantes están entrelazados y se
engranan para facilitar la continuidad de la vida misma. De tal
manera que el tiempo no es una sucesión de cuadros fílmicos,
no corresponde a momentos sucedáneos; por el contrario, se re-
laciona con la inmanencia de los tres tiempos constitutivos del
devenir. En efecto, «en todo momento, y en todo tiempo, el vivo
no vive más que con sus tres tiempos solidarios» (Jankélévitch,
2009: 189). El asunto trágico de esta relación aparece con la su-
matoria de eventos que sitúan al hombre intempestivamente en
el ámbito senil: la senescencia, normalmente imperceptible, se
apresura súbitamente de manera fulminante un día frente al es-
pejo. Este suceso condensa, en unos pocos minutos, los instantes
ocurridos durante años y sabemos que «en el fondo es cierto que
nuestra superficie cutánea nos limita: cuanto ocurre más aquí de
ese confín somos nosotros […]» (Améry, 2011: 67). La tortuosa
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 95

precipitación hacia la muerte que experimenta un condenado a


muerte es también una tragedia en la que en los últimos minu-
tos antes del patíbulo, la vida es recordada casi por completo en
aquellos últimos estertores del tiempo que experimenta misera-
blemente el condenado. Con frecuencia al condenado se le con-
ceden unas palabras finales o algún deseo final, eso sí de simple
consecución. Esas palabras finales pueden estar contenidas en un
silencio inefable o en un inesperado desafío a los verdugos. Por
ejemplo, posterior a la denominada Patria Boba, en medio de los
fusilamientos ordenados por el general Pablo Morillo y el virrey
Juan Sámano, las últimas voces eran cantos de piedad, llantos de
clemencia, pero una voz se alzó rompiendo el contenido siste-
mático de los discursos finales de los condenados a muerte por
traición al rey Fernando vii: Policarpa Salavarrieta Ríos (1796-
1817) quien a las 9:00 de la mañana del 14 de noviembre de
1817 al subir al cadalso y mirando a una multitud inmóvil y
expectante, exclamó:

« ¡Pueblo indolente! ¡Cuán diversa sería hoy vuestra suerte si


conocieseis el precio de la libertad! Pero no es tarde. Ved que
aunque mujer y joven, me sobra valor para sufrir la muerte y
mil muertes más. No olvidéis este ejemplo». Cuando llegó al
banquillo volvió otra vez su mirada al pueblo y les gritó: «¡Mi-
serable pueblo! Algún día tendréis más dignidad». Cuando se le
ordenó que se colocara de espaldas sobre el banquillo, se sentó
de medio lado, para evitar esa posición indecente (citado por
Hincapié, 1996: 32).

Es poco probable que la multitud presente en la Plaza Mayor


estuviera esperando estas últimas palabras. Algunos días antes, el
96 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

28 de octubre, Francisco José de Caldas (1768-1816) usando un


carbón extinto que había sido empleado por la guardia escribió
en una pared: «Oh larga y negra partida» (Urdaneta, 1882: 32)
Los siguientes condenados que desfilaban por el pasillo hacia el
patíbulo leían este escrito. Posteriormente la iconografía de la
época identificó al sabio Caldas con la letra θ, la cual representa el
misterio contenido en su último escrito. ¿Qué sentirían aquellos
hombres y mujeres que acompañaban a Jesucristo cuando pro-
nunció: «consumatum est» (Jn. 20, 30), mientras se desangraba
en la cruz?

Las últimas palabras de un condenado a muerte siempre en-


trañan misterio. No es posible hablar sobre este asunto sin recor-
dar aquel último instante plagado de misterio del gran Sócrates:
«Ya estaba casi fría la zona del vientre cuando descubriéndose,
pues se había tapado, nos dijo, y fue lo último que habló: –Cri-
tón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo
descuides» (Fedón, 118b). La producción literaria sobre esta, la
postrimera frase socrática, es tan abundante como insuficiente
en su propósito de descifrar lo indescifrable. Las últimas palabras
pueden también ser consignadas en un testamento que desate la
revelación de un pasado trágico oculto tras un silencio inexpli-
cable como el de Nawal Marwan en la magnífica obra Incendios
(2003) de Wajdi Mouawad:

A Jeanne y Simon, Simon y Jeanne./ La infancia es un cuchillo


clavado en la garganta./ No se lo arranca uno fácilmente./ Jeanne,/
el notario Lebel te entregará un sobre./ Ese sobre no es para ti/ Va
dirigido a tu padre./ El tuyo y el de Simon./ Encuéntralo y en-
trégale el sobre./ Simon,/ el notario Lebel te entregará un sobre./
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 97

Ese sobre no es para ti./ Va dirigido a tu hermano./ El tuyo y el de


Jeanne./ Encuéntralo y entrégale el sobre (2011: 53)54.

Un condenado a muerte ya no tiene, antes sí, esperanza algu-


na, pues no es posible postergar el momento o prolongar el límite.
El temple de la vida que lo ilusionaba con postergar la hora final
ha sido fracturado; es un tiempo al que se le ha suprimido el futu-
ro, la esperanza. Pero cada minuto que aún le queda es invaluable.
El condenado a muerte y el anciano se asemejan a un viajero que
se desplaza en un trayecto limitado; ambos cuentan las estaciones
para llegar al destino final, se percatan de la disminución progresi-
va que conduce al final y sienten cada vez más próxima la hora de
llegada (Jankélévitch, 2009: 191). En este sentido, la sumatoria
de cada segmento del camino o cada etapa de la vida constitu-
ye, entonces, el curso vital. Empero, esta metáfora se erige en el
orden del espacio, en ella que se expone un ciclo vital cerrado en
el que se enmarcan las etapas del envejecimiento cuyo fin sería
la muerte. Pero, ¿esta es la única alternativa para aproximarnos
al envejecimiento? ¿Está el viejo en la misma situación miserable
del condenado a muerte? Si la respuesta es afirmativa: ¿cómo pa-
liamos entonces la angustia que nos suscita envejecer? Es posible
que sea ese carácter diluido y hasta cierto grado imperceptible de
54 Dentro del desenlace de la obra Incendios, cada sobre entregado a los hijos
de Nawal Marwan los lleva a descubrir que su padre y su hermano son el
mismo: Nihad. Jaenne y Simon son los mellizos de una madre violada por su
propio hermano y padre, aunque la madre solo lo sabe al final de la historia.
En esta desgarradora tragedia Mouawad sumerge al lector en una exploración
de lo inefable en medio de la guerra del Líbano, la guerra que el mismo dra-
maturgo intenta comprender. El gran misterio que enmarca esta tragedia se
puede condensar en la siguiente pregunta: «¿Uno y uno pueden sumar uno?»
(Mouawuad, 2011: 184).
98 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

la llegada de la senectud la que nos protege frente a la ansiedad


de su arribo.

En efecto, la vida del hombre sine dia y sine hora «péndula»


entre dos ópticas. Por un lado, se encuentra la perspectiva de ter-
cera persona que anticipa la finitud de la vida y la reconoce como
un ciclo concluido de procesos y grados sucesivos, y, por el otro,
se encuentra también la experiencia vivida de plenitud afirmativa
del eterno presente y la confianza en el devenir continuo. La pri-
mera perspectiva –propia del punto de vista de quien se ubica a sí
mismo en tercera persona y, por tanto, como externo al devenir
propio– asume el curso vital como un ciclo cerrado, estructurado
por períodos y con una terminación clara. En esta óptica, la du-
ración vital sucede en el orden del espacio. La segunda perspec-
tiva es aquella que se sitúa en lo más íntimo del devenir vivido;
implica ubicarse, precisamente, en el interior del tiempo propio,
donde se abre la vivencia del presente inagotable e indivisible de
la primera persona. Las dos ópticas nos presentan dos caminos
para experimentar la duración de la vida. El hombre que se sitúa
en la segunda óptica renuncia a la conciencia panorámica, entre-
gándose a la plenitud afirmativa del presente, y se ubica en una
juventud permanente al centrar su atención, especialmente, en
la continuidad del devenir. Por esta razón, no se deja alterar por
la preocupación apremiante de la muerte. Podemos decir que la
experiencia de dicha plenitud afirmativa del presente se encuentra
en la vejez al igual que en la juventud, debido a que la vejez es una
vitalidad declinando, pero en esencia viviente, que se diferencia
de la juventud solo por su tempo y ritmo específico. Es posible
afirmar, pues, que la vejez no se caracteriza por una disminución
del ser, sino por un cambio cualitativo en el modo de ser. En la
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 99

tonalidad que compone la duración de la vida, el joven y el ancia-


no, cada uno con su ritmo vital, se mueven con diferentes notas
y tempos dentro de dicha tonalidad. Es así como la experiencia
vivida del presente continuo acontece también en la vejez, pero,
«[…] a cámara lenta […]» (Jankélévitch, 2009: 196).

Dentro de esta doble óptica «el devenir vivido está descontado


y no descontado del tiempo que nos queda por vivir» (Jankélé-
vitch, 2009: 196). Es decir, el devenir vivido está descontado en la
óptica panorámica que tiene en cuenta nuestra finitud, las etapas
de nuestra vida y los límites de nuestro poder. Teniendo en cuenta
esta consideración, podemos decir entonces que la existencia es
una carrera cuyo desenlace ya conocemos; por esta razón, aquello
que vivimos ya está vivido. Pese a lo anterior, el devenir vivido no
está descontado del tiempo que nos queda aún por vivir desde el
rol del agente, cuyo presente se extiende indefinidamente y cuyo
poder de acción es también ilimitado.

Si procuramos situarnos dentro del envejecimiento, bien qui-


siéramos cerrar nuestros ojos ante la conciencia panorámica, nos
convendría situarnos únicamente en la óptica del agente inocente,
en el eterno presente, para no ver cómo cada gota de futuro se
resbala en el recipiente del pasado, es decir, para no escuchar el tic-
tac de la cuenta regresiva. Pese a ese anhelo no podemos cerrar los
ojos ante nosotros mismos, no logramos evitar tomar conciencia;
y cuando alguien cree que lo logra, solo hay que darle tiempo. Por
este motivo, el hombre, frente al envejecimiento, se sitúa en la
óptica de la primera persona, pretendiendo que la preocupación
por la muerte le aparezca como extraña; sin embargo, no puede
evitar sospechar que, como aquel invitado poco deseado, la muerte
100 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

siempre se hace presente en nuestra reflexión. El hombre oscila


entre estas dos ópticas: está tan dentro como afuera de la reflexión
acerca de la muerte. La óptica de la primera persona le brinda la
serenidad de la indiferencia mientras que la óptica de la tercera
persona «[…] le zambulle en la noche del compromiso ciego […]»
(Jankélévitch, 2009: 199). Y es así como «[…] la desesperación
nace continuamente en la esperanza, como la esperanza en la des-
esperación» (2009: 199). En este sentido, la conciencia del enveje-
cimiento aparece un día cualquiera, cuando aplicamos en nuestra
propia vida aquello que era válido solo para los demás: la carrera
vital es finita, no puede superar su propia barrera.

La toma de conciencia del paso del tiempo en la trayectoria


vital, que ocurre a medio camino entre la experiencia vivida y
el razonamiento objetivo, mediante la cual el hombre percibe
que envejece, es la realización. Esta consiste en un saber, en to-
mar-en-serio aquello que ya sabíamos pero que antes veíamos de
soslayo. Realizar quiere decir, aquí, contemplar con detalle las se-
ñales proféticas del paso del tiempo en nosotros, cuyo mensaje
ya conocíamos, pero que ahora vemos con otra mirada, es decir,
lo reconocemos y lo sabemos ahora de otro modo. Sabemos que
todo hombre debe envejecer, esto nos dice la óptica objetiva, pero
esta vez, soy yo quien envejece. La experiencia de los signos del de-
terioro hace que mi conocimiento de la muerte se haga efectivo.
Así descubrimos la realidad cruda súbitamente y por una brus-
ca intuición; la muerte envía mensajes sutiles y parece que ahora
podemos ya interpretarlos. La muerte es, por tanto, un aconte-
cimiento que, de hecho, tiene lugar: es efectivo. No solo eso, es
también un acontecimiento que tendrá lugar próximamente. La
toma de conciencia implica entonces que la muerte ya no es una
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 101

amenaza impersonal, sino que es un asunto que me concierne;


todos los hombres mueren, yo voy a morir. La muerte ha dejado
de ser entonces una eventualidad lejana en el espacio y el tiem-
po otrora diferible. Cuando se experimenta el envejecimiento, la
posibilidad de aplazar la muerte disminuye considerablemente.
Frente al envejecimiento cada día, cada hora, nos queda menos
por hacer. Ese momento súbito de la toma de conciencia usual-
mente se puede describir:

No sé con precisión cómo sucedió, cuando empecé a sentir el


paso, la pisada, el trote. Aquí un sentirse cansado quizás dema-
siado pronto, una ligera falta de resuello, un súbito dolor allá;
aunque no pueda recordarlo, retrospectivamente se hace reali-
dad. Sólo cuando diversos malestares se fueron sedimentando,
el envejecimiento y la expectativa de morir aparecieron como
elementos constitutivos (Améry, 2001: 133).

De esta forma, el individuo que envejece se compromete con


el pensamiento serio que asume su propia muerte. Es válido pre-
guntarnos empero: ¿es factible evitar que el pensamiento concer-
nido de la muerte propia se consolide como una letanía obsesiva
que nos entierre en la angustia permanente? Para responder a
este cuestionamiento, no debemos olvidar que la situación del
anciano es distinta a la del condenado a muerte, cuya asfixia
crece segundo a segundo. Pareciera que, en la senectud, el cres-
cendo de la angustia frente a una verdad cada vez más evidente
tiene la alta probabilidad de alternar con algunos destellos de
una esperanza atrófica. El hombre viejo pareciera ubicarse en un
equilibro artificioso; sabe que morirá, pero anhela que hoy no
sea ese día. Para el anciano, cuyo espacio en el trayecto vital está
102 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

a punto de terminar, cada victoria pírrica es un alargamiento del


plazo vital. La realización tiene como resultado una evidencia
opaca para la cual nunca estamos preparados, pero de la cual
empezamos a escuchar y nos anuncia cada vez más fuerte lo que
arribará con el futuro. Quien sabe que envejece oscila entre la re-
signación y el anhelo. Adicionalmente, debemos reconocer que
la disminución en la fuerza, la reducción de la potencia de la
locomoción y la atenuación del gusto por la vida, actúan como
facilitadores en el futuro que se aproxima.

El envejecimiento nos aproxima al encuentro con nuestra


nada, a reconocer que nuestra vida no se dirige a ninguna parte.
La condición de envejecer tiene entonces una doble connota-
ción. Por un lado, nos aproxima a la muerte y, por el otro, quien
consigue acercarse a ella realiza un ciclo vital completo, pues
después del nacimiento se alcanza la madurez y con el envejeci-
miento se consigue el decrecimiento final. En la medida que el
tiempo avanza «el espacio se llena de cosas que mueren/. Cayen-
do en cascada un largo hilillo de agua/. Abre las rocas a profun-
didad/. El pequeño valle se escucha y oye el eco/ De inmemoria-
les latidos del corazón» (Cheng, 2015: 113). Tenemos claro que
el acontecer del envejecimiento está plagado de incomodidades
físicas y de pasado; también sabemos que si, anhelamos llegar a
viejos, no podemos conocer si vamos a tener la oportunidad de
serlo:

Dos hermanos comparecen ante el tribunal divino, el día del jui-


cio. El primero le dice a Dios: «¿Por qué me has hecho morir tan
joven?», y, Dios le responde: «Para salvarte. Si hubieras vivido
más, habrías cometido un crimen, como tu hermano». Entonces
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 103

el hermano pregunta a su vez: «¿por qué me has hecho morir tan


viejo?» (Sartre, 2008: 728).

Para Emanuel Lévinas nuestra subjetividad está marcada por


la vulnerabilidad y lo está por el a pesar de sí mismo, situación que
se manifiesta con crudeza en el envejecimiento en el que se revela
«[…] el llamado o elección sin renuncia posible» (citado por Pe-
lluchon, 2013: 260) del que el sujeto nunca logra emanciparse.
Es decir, la cotidianidad nos revela la incomodidad presente en la
mayoría de las personas frente a la senectud, que la leen como un
sinónimo de la decadencia y como una afrenta a la vida misma;
envejecer parece injusto. El punto de vista de Lévinas asume, más
bien, el envejecimiento como el modelo de la síntesis pasiva, en
palabras de Pelluchon: «La pasividad del tiempo no es la iniciativa
de un yo ni un movimiento hacia un telos cualquiera de la acción»
(2013: 260).

En este sentido, el envejecimiento es un padecer, un pasivo


en el «eso» del «eso pasa». Así pues, la expresión síntesis pasiva se
refiere a un acto de la conciencia que se efectúa sin aquel movi-
miento de reflexión que promueve que la conciencia se reconozca
como constituyente. En efecto, la senectud es «[…] fatigué de la
fatigue […]» (Lévinas, 2002: 41) aquel cansancio de todos los
cansancios del hombre. Pero no olvidemos que la pasividad es
también un sinónimo de prudencia y protección; por ejemplo, el
descenso cuidadoso de las escaleras puede evitar una desagradable
fractura de cadera. Ir en contra de la desaceleración implícita de
la vejez, puede acentuar la relación íntima de esta con la muerte.
Por esta razón, el viejo camina con cuidado y sus pasos se hacen
lentos. La temporalización o paciencia del envejecimiento no es
104 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

una postura frente a la muerte, sino, de cierta manera, un desfa-


llecimiento, una reducción de todas las fuerzas; una exposición
frente a la muerte en medio de la bruma del pasar de los años.
La desaceleración inducida por la senectud puede desatar un éxo-
do repentino de quien la experimenta. Vemos como Jeremiah de
Saint-Amour en El amor en los tiempos del cólera le expresa a su
amante «“Nunca seré viejo”. Ella lo interpretó como un propó-
sito heroico de luchar sin cuartel contra los estragos del tiempo,
pero él fue más explícito: tenía la determinación irrevocable de
quitarse la vida a los sesenta años» (García Márquez, 1985: 27).
En efecto, cumplió su propósito y cegó su vida; no soportó la ve-
jez. Con la meditación sobre el envejecimiento y la temporalidad
concernida finaliza la exploración de la filosofía citerior examina-
da por Vladimir Jankélévitch. Hasta el momento hemos estado
situados en el estudio filosófico de la muerte desde este lado de la
muerte. A partir de ahora daremos un paso a la reflexión de un
instante atopológico, acategórico y que funge como umbral entre
el ser y el no-ser: el instante mortal, que es el punto indeterminado
del clinamen.

3.2 El instante mortal

–¿Hay acaso esa cosa extraña en la que estaría en el momento en que


cambia? –¿Qué cosa? –El instante. Pues el instante parece significar
algo tal que de él proviene el cambio y se va hacia uno u otro estado.
Porque no hay cambio desde el reposo que está en reposo ni desde el
movimiento mientras se mueve. Esa extraña naturaleza del instante
se acomoda entre el movimiento y el reposo, no estando en ningún
tiempo (Par. 156e).
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 105

Para pensar el instante mortal, esto es, aquel umbral entre el


tiempo y el no tiempo, existen diferentes posibilidades de abor-
daje. La ciencia con su batería empírica cree firmemente que el
fenómeno ocurre en un espacio de tiempo donde las ondas ce-
rebrales desaparecen y las funciones vegetativas cesan.55 En este
contexto, los médicos registran aquel instante en un certificado de
defunción para datar el quando. Mientras este registro epidemio-
lógico surte su trámite burocrático, el cadáver es asumido como
un asunto de la salud pública; una potencial fuente de infecciones
y malos olores. Obviamente, el despojo mortal debe ser manejado
con meticulosos aislamientos. En medio de la guerra, cuando un
combatiente experimenta este particular instante parece surgir una
licencia para tratarlo como un objeto carente de valor que estorba
el campo de combate y cuyo mejor destino solo encuentra lugar
en la miserable condición que le otorga una fosa común. Sócrates
tiene claro que un cadáver debe ser respetado incluso durante la
guerra, y frente al ultraje perpetrado por Aquiles al cuerpo de Hé-
ctor siente tal horror, que prefiere poner en duda los relatos homé-
ricos antes que transmitir a las nueva generaciones lo narrado en
la Ilíada: «Y a su vez, en lo concerniente a las vueltas alrededor de
la tumba de Patroclo, donde era arrastrado el cadáver de Héctor, y
el sacrificio de cautivos vivos sobre la pira, diremos que todas estas
cosas que se han contado no son ciertas» (Rep. 391b).56

55 Las definiciones y consensos adoptados frente a la muerte por parte de la me-


dicina, han sido abordadas en la primera parte del presente trabajo.
56 «Entonces, después de uncir bajo el carro los ligeros caballos,\ ataba el cuer-
po de Héctor tras la caja para arras- trarlo,\ le daba tres vueltas alrededor del
Menecíada muerto\ y se volvía de nuevo a la tienda a descansar, dejando aquél\
extendido de bruces en el polvo» (Ilíada. Canto xxiv, 14-18).
106 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

Ahora bien, ¿es posible categorizar el instante? ¿Es cuantifica-


ble como lo pretenden los informes burocráticos? Los físicos han
invertido un importante esfuerzo en medir la mínima unidad de
tiempo posible. En el año 2004, en su preocupación por verifi-
car los rápidos movimientos dentro la envoltura electrónica del
átomo, un grupo de científicos austríacos consiguió cuantificar
un instante de 100 attosegundos, la fracción de tiempo más pe-
queña reportada hasta ese momento. Un attosegundo equivale a
10-18 segundos y para tener una referencia del instante efectuaron
la siguiente comparación: si 100 attosegundos duraran lo mismo
que un segundo, un minuto equivaldría entonces a 14 000 millo-
nes de años, es decir, cifra que corresponde aproximadamente a la
edad calculada para el universo. En junio de 2010, un equipo de
investigadores consiguió medir un instante de 20 attosegundos;
muy seguramente la ciencia cada vez más logrará cuantificar por-
ciones más reducidas de tiempo (Shultze, 2010: 1658). En medio
de esta empresa de cuantificar la medida más ínfima de tiempo,
podemos aun preguntarnos: ¿pueden estos dispositivos científicos
tan sofisticados aproximarse al instante mortal? Si esta pregunta se
asume desde un modelo categorial, la respuesta podría ser afirma-
tiva, pues la empresa científica busca alcanzar la medida de todo. Si
pensar es preguntarse y preguntarse es conocer y finalmente cono-
cer es categorizar, la ciencia podría determinar este instante. Pero
no olvidemos que la muerte es un fenómeno metaempírico, como
lo anota Jankélévitch; en este horizonte las categorías son realmen-
te inútiles para determinar el sentido de lo que se quiere indicar
cuando hablamos del instante mortal. Visto de este modo, el pen-
samiento de Kant tampoco es suficiente para pensar el umbral
último; su aproximación solo se daría entorno a la finitud como
límite de la temporalidad. Si buscamos en las obras de Heidegger,
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 107

veremos una filosofía que asume la muerte como posibilidad, pero


que olvida la presencia efectiva del muerto, porque lo reduce a su
mera presencia óntica. La filosofía tendría que esperar a Emanuel
Lévinas para empezar a pensar en aquel que muere y que ahora es
un cadáver.

Recordemos que en la filosofía de Søren Kierkegaard surge la


posibilidad de no pensar ya la existencia en categorías; aquí sucede
una honda fisura en el modo de pensar según las categorías aris-
totélicas, el cual había sido asumido con denuedo y sin vacilación
alguna por Occidente. Por ejemplo, el instante es para Kierke-
gaard la paradoja. De una manera, eso explica, de inicio, que la
forma de entenderlo escape a las categorías del tiempo objetivo.
De hecho, Kierkegaard niega en muchos pasajes esa vinculación;
el instante no puede pensarse en relación con esa forma de conce-
bir el tiempo. Esta formulación se distancia de la descripción del
instante o ahora que se remonta a la perspectiva aristotélica de la
Física y que lo asume como una desvinculación entre lo anterior y
lo posterior (Toscano, 2013: 44). El instante no es, entonces, un
mero punto en una sucesión de momentos temporales. Esta nota
nos permite profundizar para explorar, por principio de cuentas,
uno de los lados de la paradoja que involucra a este concepto. El
instante, puede decirse, es un puente que vincula dos campos de
posibilidades. De un lado, se ubica el pasado; del otro, el futuro.
El pasado no es algo necesario, justamente porque ha ocurrido. Es
decir, se ha hecho posible; o, para decirlo aún mejor, ha sucedi-
do de una manera que ahora se distingue como inmutable, pero
pudo haberse llevado a cabo de otra forma. Inmutabilidad no es
necesidad y, de hecho, incluso eso que sucedió puede relacionar-
se continuamente consigo mismo, en sus propios elementos, de
108 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

otras formas. Su apertura hacia lo posible es continua. Eso es jus-


tamente lo que permite que el futuro también sea posible, no
necesario, que sea también una apertura. En el caso contrario, si
el pasado fuera necesario, el futuro sería tan solo su apéndice, una
mera inercia necesaria.

Conviene también advertir que la idea de instante, tanto en


alemán Augenblick como en danés Oieblikket, implica un parpa-
deo, una mirada rápida; es una palabra digna de toda atención
puesto que «nada hay tan rápido como la mirada y, sin embargo,
es conmensurable con el contenido de lo eterno. Así cuando Inge-
borda mira hacia Frithjof por encima del mar, nos ofrece con ello
una imagen de lo que ésta palabra significa» (Kierkegaard, 2015:
181). Para el filósofo danés el instante «[…] no es en realidad un
átomo del tiempo, sino un átomo de la eternidad. Es el primer
reflejo de la eternidad en el tiempo» (Kierkegaard, 2015: 183).
Parece ser, entonces, que con este término se indica el primer acto
de la eternidad en su intención de frenar el tiempo. En ese senti-
do, la noción de un fragmento de tiempo queda ligada indiscuti-
blemente a un movimiento o a un reflejo corporal: una duración
concernida. El instante llega «[…] cuando el hombre está ahí, el
hombre indicado, el hombre del instante. Éste es un secreto que
eternamente permanecerá oculto para toda la inteligencia mun-
dana, para todo lo que sólo es hasta cierto punto» (Kierkegaard,
2012: 187).

En español, esta vinculación es indirecta, pero un poema de


Octavio Paz logra acentuar la relación. Así, leemos en un frag-
mento del poema Cuarto de hotel, tomado del libro Calamida-
des y milagros y recogido en Libertad bajo palabra, lo siguiente:
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 109

«Arde el tiempo fantasma: / arde el ayer, el hoy se quema y el


mañana. / Todo lo que soñé dura un minuto y es un minuto
todo lo vivido. / Pero no importan siglos o minutos: / también
el tiempo de la estrella es tiempo, / gota de sangre o fuego: par-
padeo» (Paz, 1960: 37).

El filósofo francés Jaques Derrida también toma muy en se-


rio el acto del parpadeo y es así como en su disertación Las pu-
pilas de la universidad (1983) presentada en la Universidad de
Cornelle señala:

Abrir el ojo para saber, cerrar el ojo, o al menos, escuchar para sa-
ber aprender y para aprender a saber; este es un primer esbozo del
animal racional. Si la Universidad es una institución de ciencia y
enseñanza: ¿debe, y según qué ritmo, ir más allá de la memoria y
la mirada? ¿Debe acompasadamente, y según qué compás, cerrar
la vista o limitar la perspectiva para oír mejor y para aprender
mejor? Obturar la vista para aprender, esta no es, por supuesto,
más que una forma de hablar figurada (1997: 3).

Si pensamos el instante como un parpadeo y a este como


obturación, nos es posible entender la intención del gran fotó-
grafo Richard Avedon (1923-2004) quien, acompañando a su
padre en los últimos momentos vitales, decidió registrar aquel
momento con su cámara fotográfica (1993: 141); el disparo fo-
tográfico de Avedon es aquí un acto ético producto de su pro-
funda conmoción por la muerte de su padre. Ante esta fotogra-
fía, el silencio es la mejor postura; en ella se expresa lo inefable.
Por esta razón, el instante mortal no encaja, para Jankélévitch,
en el andamiaje de las categorías y, por tal razón, decide iniciar
110 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

su aproximación a este suceso desde Platón. Como es sabido,


Platón, en el Fedón, presenta con claridad la diferencia entre
άποθνήσκειυ y τεθυάυάυαι. La primera palabra hace referencia al
instante mortal y la segunda, a la condición específica de los
muertos (Jankélévitch, 2009: 207). En el instante final acon-
tece un acto en el que el aprendiz de mago ejecuta el acto con
exquisita perfección y se lleva, irremediablemente, el secreto del
suceso consigo hacia el no tiempo. El instante mortal genera un
espejismo en el que el vivo se ha ido sin moverse de su lecho,
pero en su lugar ha dejado un cadáver. Este espejismo nos da
a los hombres un particular consuelo, el cual es reemplazado
por una inconsolable angustia en el caso de los familiares de los
desaparecidos, en los que la esperanza se alterna sin cesar con el
dolor; la presencia del cadáver es como un analgésico imperfec-
to que se requiere durante la elaboración del duelo. El cadáver,
envoltorio del vivo, ya no es un cuerpo, es una masa informa,
donde no actúa más quien lo animaba, pero que evoca, a la vez,
la presencia que ahora es una dura ausencia.

Jankélévitch advierte que existe la permanente tentación de


creer que el instante mortal puede ser «[…] la ocasión más favo-
rable para una visión situada […]» (Jankélévitch, 2009: 207). Se
puede, empero, caer en el error de pensarlo como un momento
entre el lado de acá y el lado de allá; como si el instante mortal
fuera una duración susceptible de ser atrapada in fraganti. La si-
multaneidad simbiótica de la conciencia y el instante mortal es
repentina y definitiva; si hay un mensaje con la muerte, se tra-
ta definitivamente de algo verdaderamente incomunicable: «De
ninguna manera la simultaneidad fulgurante, que es contempo-
raneidad reducida a las dimensiones del instante, y finalmente
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 111

anulada, puede ser vivida como una experiencia psicológica cons-


ciente» (Jankélévitch, 2009: 209). Por eso, la conciencia solo se
aproxima al instante mortal, siempre, a manera de tangente.

En efecto, el pensador francés señala que la imposibilidad de la


filosofía citerior radica en que todos sus aparentes hallazgos están
siempre en la positividad de la vida, y que cualquier intento por
situarse en la duración del instante mortal es realmente un intento
fallido. La vida no puede hablar del no-ser; por ello, el instante
mortal se escapa a cualquier intento de aprehensión, dado que
no tiene consistencia, no es objeto o cosa y tampoco intervalo.
Lo que se diga sobre él está condenado al mero rumor, pues nada
de lo que se diga podrá finalmente ser comprobado por el que
escucha sobre eso. Bajo la figura del charlatán, Jankélévitch nos
muestra la relación inversa entre autenticidad y palabrería: si hay
autenticidad en la experiencia cercana a la muerte, hay tendencia
a la mesura y al silencio, pero no porque se hayan resuelto los
misterios, sino porque una sólida docta ignorancia invade ahora
al viviente.

En este punto, el pensador francés señala que el instante mor-


tal no es un máximo cuantitativo; es, más bien, el límite infran-
queable de lo humano, el último fondo y la última cumbre. Por
esta razón, nuestro filósofo no acepta la comparación entre un
grado empírico y la importancia metaempírica del aniquilamien-
to. Es decir, entre la perspectiva no concernida de la muerte, que
externamente observa un incidente más en la serie continua del
cambio, y la perspectiva en primera persona, donde mi muerte es
para mí el final de todo. Por ello, el grado que determina el máxi-
mo del instante mortal es incomparable con cualquier otro grado,
112 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

pues el instante mortal dista de ser un asunto cuantitativo, cuan-


do el que muere soy precisamente yo. Para mostrar que estamos
ante un cambio no cualitativo, Jankélévitch dice que, si se consi-
dera el instante mortal como una mutación, estaría más cercano al
intervalo de duración que al instante, es decir, sería asumido más
como una continuación que como un acontecimiento. Desde esta
perspectiva, el asunto principal está en la naturaleza del cambio,
de la alteración; el devenir es alteración continua, mientras que la
aniquilación que adviene es el paso del ser al no-ser, es contingen-
te y discontinua. Esta alteración es en efecto advenir. El instante
mortal se presenta en realidad como un plumazo final, no como
una transformación, pues no hay forma que sobreviva a la muerte.
No es tampoco una transubstanciación, porque el instante mortal
no es el paso de una sustancia a otra; el no-ser no es sustancia. Por
tanto, la transformación, la metamorfosis y la transfiguración son
máscaras que no dan cuenta del paso final de la vida a la muerte.

La muerte, asumida como cambio cualitativo, es proclive a ser


considerada como un suceso entre otros, tal como acontece, por
ejemplo, en la palingenesia.57 Para ello, se tendría que conservar
una identidad en el tránsito de la vida a la muerte, un hilo que
uniera el pasado y el futuro. Pero nos enfrentamos a la real tau-
maturgia del advenir; en el instante mortal no hay realmente un
ser que deviene. La nihilización mortal suprime las modalidades
y la sustancia lanzándolas hacia la nada total. Se trata pues de una
descreación o creación negativa en la que se aniquila al moribundo

57 Del gr. παλιγγενεσία palingenesia hace referencia a la reencarnación. Es una


doctrina que plantea que cada ser vivo cumple un ciclo de existencia, compren-
dido desde el nacimiento, pasando por su existencia, luego su muerte, hasta la
reencarnación <ww.rae.es>.
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 113

y con ello se le da la estocada final a la vida en su carácter semel-


fáctico. Jankélévitch no asume el instante mortal como una alte-
ración temporal. La muerte en su carácter inenarrable interrumpe
la continuidad y, por tanto, el devenir. Se trata, entonces, de una
alteración fingida que no tiene alteridad y que niega la idea popu-
lar de una vertiente citerior que, por medio del instante mortal,
se transformaría en una vertiente ulterior, como si se tratara de un
viaje de un puerto a otro sobre un torrente que separa la vida de
la muerte. Para Jankélévitch, el misterio de la creación y el de la
nihilización son opuestos. En el primero, la nada es el antecedente
y el peso recae en el futuro; en el segundo, la nada es el futuro y el
peso radica en la continuación del pasado. El curso completo de la
vida se daría entonces del no-ser prenatal al ser preletal, al no-ser
póstumo; la existencia sucede así entre dos nadas: la que está antes
del nacimiento y la sucede después de la muerte.

Siguiendo el carácter atopológico de las categorías existencia-


les anotadas por Kierkegaard, podemos decir ahora que el ins-
tante mortal es atopológico, pues el que muere en algún lugar
se retira a un no-lugar, a ninguna parte. Así como el instante
y el pecado no tienen «[…] domicilio propio en ninguna cien-
cia» (Kierkegaard, 2015: 58) no puede existir saber alguno de la
muerte, pues su saber es más bien nesciente. Si bien el fenecer
ocurre en las dimensiones del espacio y el tiempo, la muerte es un
suceso indeterminable. Desde la perspectiva de la primera perso-
na, es el equivalente a la supresión del tiempo y del espacio; aquí
es donde ocurre la inauguración de una eternidad sin historias
y carente de sucesos. Precisamente, por este rasgo atopológico,
Jankélévitch plantea que la separación y la ausencia se vuelven
etéreas y el muerto adquiere un rasgo de ausencia presente, en
114 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

el que pese a la inasistencia irreductible de la esencia, se puede


seguir hablando de él o, inclusive, leer bajo la topología de su
obra. En efecto, el pudor que nos suscita la muerte se origina en
gran medida en ese rasgo inimaginable e inenarrable del instante
mortal; existe un pudor frente al ocaso metaempírico. La biolo-
gía que permite la vida y sus acontecimientos es la misma que
genera un coágulo de sangre que interrumpe abruptamente la
vida (Jankélévitch, 2009: 209).

Alrededor de la meditación sobre el instante mortal nacen


diversos problemas, debido a que, por un lado, nos permite
la aproximación epistemológica, pero, por el otro, nos impide
también de manera irremediable determinar sus límites. Ahora
bien, podemos preguntar: ¿el instante mortal desmiente el prin-
cipio de no contradicción, según el cual no se puede decir de
una misma cosa que es y que al mismo tiempo no es? Para res-
ponder a este cuestionamiento, debemos tener presente que el
instante permite que veamos un casi nada y un yo no sé qué; por
esto, el instante opera, precisamente, como un enlace entre el ser
y el no ser. Estamos aquí ante un movimiento anfibológico. El
instante es un casi nada que fractura el principio de no contra-
dicción. Sócrates nos ubica con alta precisión en este problema
filosófico, cuando aborda la discusión sobre el eleatismo de la
siguiente manera:

–En consecuencia, se es imposible que los desemejantes sean


semejantes y semejantes, desemejantes, ¿es imposible también
que las cosas sean múltiples? Porque, si fueran múltiples, no
podrían eludirá esas afecciones que son imposibles (Parméni-
des: 127e).
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 115

Partiendo de la existencia del Ser Único, y asumiendo que es


mutable, es decir, es susceptible de cambio y este a su vez conduce
a la multiplicidad, conviene determinar el locus de esta mutación.
Si lo uno se hace múltiple, si lo semejante se torna desemejante,
si lo pequeño se vuelve grande, es a causa del movimiento (Tre-
jos, 2000: 90). En el estudio de la mecánica, un cuerpo en repo-
so en un tiempo 0, si es sometido a una fuerza f, puede iniciar
un trayecto en un tiempo a y volver al reposo en un tiempo b.
Si divido las distancias recorridas entre los intervalos de tiempo
descritos, es posible determinar velocidades y aceleraciones. En
efecto, Newton lo expresa como la Ley ii del movimiento. «El
cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impre-
sa, y se hace en la dirección de la línea recta en la que se impri-
me esa fuerza» (1993: 41). Pero en el caso del instante mortal,
se hace imposible definir las variables implicadas debido a que
el objeto cambia, no es el mismo, esto solo sería posible en un
tiempo fuera del tiempo; a lo sumo, una antilogía. Si abandona-
mos la mecánica y buscamos aprovechar otro recurso empírico
como es la termodinámica, y pensamos ahora no un objeto sino
a la energía misma como la substantia sensible al cambio en un
tiempo ponderable, nos enfrentamos a una transformación de la
energía en sus diferentes rostros, pero siempre siendo ella misma.
La energía no se crea ni se destruye, tan solo se transforma por
el principio de conservación de la energía (Giancoli, 2006: 159).
Es decir, la energía no puede mudar de e a la nada. Todos los
posibles ejemplos en los que el aparato empírico es aplicado en
los terrenos atopológicos de la metaempiria son actos fallidos. En
este sentido, podemos ahora concluir que «el instante suspende la
alternancia pero no la resuelve, ya que es imposible instalarse en
ella» (Trejos, 2006: 91).
116 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

El instante es, pues, uno de los asuntos centrales que es-


tructuran el pensamiento de Vladimir Jankélévitch. No es una
casualidad que el capítulo central de La muerte esté dedicado
completamente a pensar este asunto. Su reflexión está perma-
nentemente vinculada al tiempo, pero busca también evitar
identificar el tiempo con el instante. Para el pensador francés el
estudio del tiempo no es un ejercicio propedéutico ni prescrip-
tivo, muy por el contrario, lo asume como la esencia misma del
pensar (Trejos, 2000: 89). Lo cognoscible, como totalidad, es
inaprensible. La metaempiria, el absoluto, el más allá son, esen-
cialmente, misterios a los cuales solo nos podemos aproximar
diciendo lo que no son. En efecto, Jankélévitch está vinculado
con la teología apofática, pero su nexo es tímido puesto que la
teología negativa entiende lo absoluto como absolutamente otro,
mientras que Jankélévitch aplica su formulación casi nada, pues
es propio del instante mortal ser casi nada. Detengámonos ahora
en este rasgo anfibológico de la muerte y en el escamoteo de su
umbral.

Recordemos el recorrido hasta ahora realizado. Pensar la muer-


te permite tres estadios: el primero, una filosofía citerior que nos
remite siempre a este lado de la vida, al más acá, y nos relacio-
na con un fenómeno que excede con todo cualquier intento de
clasificación categorial. En este sentido, ante la imposibilidad de
conocer las determinaciones quiditativas de la muerte, nuestra
consideración de su fenómeno rebasa cualquier consideración
científica, más aún, estaríamos moviéndonos en una sabiduría
nesciente, pues sabemos de la muerte en un sentido en que pro-
piamente no sabemos nada de ella. La filosofía se encuentra aquí
con la frontera de su propia ignorancia; saber que el futurible
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 117

existe solo porque somos conscientes de que, sin excusa, algún


día moriremos, es pues no saber más de lo que ignoramos. Sin
embargo, este conocimiento que es ignorancia es un problema
al que Jankélévitch decide enfrentarse. En efecto, de este lado de
la muerte, es decir del lado de la vida, nos encontramos que ella
es primeramente un fenómeno empírico, que lo podemos cons-
tatar efectivamente en la muerte del otro, pero en este sentido
la muerte mía no puede ser comprendida desde esta óptica. Así
pues, el acontecimiento relacionado con la muerte deja abierto
un misterio, su aparición empírica no es más que un impulso
para ir más allá de esta y preguntarnos: ¿qué es?, ¿en qué consiste
su verdad como fenómeno empírico? y ¿qué queda tras su abra-
zo? Con tales preguntas quedamos, entonces, ante un fenómeno
metaempírico que se revela desde sí mismo, un más allá desde el
más acá, y que nos lleva allende de meras consideraciones empí-
ricas y científicas.

Esto nos aproxima a los dos estadios restantes, el del instante


mortal y el del más allá; aquí surge entonces la dificultad de esta-
blecer una meditación sobre una experiencia jamás relatada por
nadie. Toda filosofía citerior no deja de ser un pensamiento de
la vida y, por tanto, es muy cercana a un relato biográfico que no
puede concluir hasta que la vida misma termine. Pero una filoso-
fía del más allá no sería más que mera novela escatológica y fan-
tasía, y el instante escaparía a cualquier intento discursivo, ya que
como se ha indicado, al igual que las categorías existenciales, el
instante es acategorial y toda palabra llegaría siempre demasiado
tarde. Es justamente aquí donde damos un paso a la meditación
y nos distanciamos de toda posible reflexión; la temporalidad del
instante se revela como el umbral de la aporía.
118 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

La muerte fedoniana, las filosofías ascéticas y las posturas me-


gáricas no hacen más que escamotear el umbral de la muerte. En
el Fedón, el sabio debe afrontar con valor el momento en que los
lazos entre cuerpo y alma se desatan, a su vez ese temple se ve nu-
trido con la esperanza de una remuneración en el más allá, don-
de será posible alcanzar el conocimiento verdadero de las ideas;
es precisamente por esta continuidad que el instante mismo es
disimuladamente pasado por alto. La filosofía platónica, que no
se ve interrumpida por la muerte de Sócrates, pasa, no obstante,
por alto el clinamen y lo escamotea. En esta gran continuidad
entre el más acá y el más allá que nos propone el Fedón, estas pa-
labras se muestran a su vez como una invitación a la tranquilidad
y a la serenidad. «Si la tensión trágica de la urgencia no existe
para Sócrates, es porque en general la instantaneidad trágica del
acontecimiento le es lejana; propiamente no sucede nada en el
Fedón; y por consiguiente la muerte es algo que no llega nunca»
(Jankélévitch, 2009: 245). Y, no obstante, justo al final aparece
una nota falsa, una disonancia: «[…] tuvo un estremecimiento
[…]» (Fedón, 118b). Propiamente, el estremecimiento del que
aquí se habla es el único advenimiento en el diálogo, el resto es un
entramado de continuidad y eternidad; aquí es posible encontrar
el instante que queremos captar que, si bien se pasaba por alto,
aparece disimulado en el último gesto de Sócrates. El instante es
pues ese estremecimiento que acaba de manera contundente con
el pensador que piensa la muerte.

Se ha documentado que Antonio Nariño (1765-1823) estaba


convencido que el 13 de diciembre era su último día desde este
lado de la muerte. La tuberculosis que adquirió en la prisión a
la que fue confinado después de traducir la Declaración de los
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 119

derechos del hombre y del ciudadano, había acelerado su senectud.


Quiso esperar el instante mortal «[…] sentado en una silla recos-
tado con dos almohadas por delante; solo apetecía algo de leche
de burra» (Santos, 1999: 579). El Precursor «[…] con la mayor
serenidad de ánimo, y en todo su juicio, pagó su tributo a la natu-
raleza» (Santos, 1999: 579). Quería llegar al instante mortal, con
la tranquilidad que la entrega por la patria le había arrebatado,
pero los estertores finales y la asfixia mortal lo llevaron a repetir
el estremecimiento socrático que nos recuerda la violencia de la
muerte.

Es sabido que las filosofías ascéticas trivializan el instante mor-


tal entendiendo la vida como una muerte progresiva que avanza
en continua cesación; una vida moribunda. Su invitación consis-
te en prepararse para la muerte, pues así se busca robar por com-
pleto la solemnidad y radicalidad de aquel instante final. Pero
así se impide asumir la muerte como un acontecimiento único,
transfigurándolo en un fenómeno trivial. Pero aquel que muere
todo el tiempo, propiamente, no muere nunca, pues en este con-
tinuo no es posible determinar diferencia alguna. Convertir la
muerte en una mortificación permanente es escamotear el asunto
que nos es más propio. Cuando el asceta habla de esas pequeñas
muertes que ocurren a lo largo de la vida, mezcla el ser con el
no-ser, y deja en el olvido que el ser viviente está vivo hasta el
último momento, y no deja de ser menos vivo por su vejez o por
su enfermedad; entre el moribundo y el no-ser existe un abismo.

Asi mismo, vemos como frente a esas pequeñas muertes pueden


aparecer espíritus que se resisten a ceder en contraposición al asce-
tismo y es aquí donde aparece la diferencia entre vida moribunda y
120 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

el vivir muriendo. En los dos casos existe la conciencia de eventos


que van destruyendo al individuo, pero la diferencia radica en que,
en el primer caso existe una marcada aceptación, y, en el segundo
se produce, más bien, una resistencia frente a las pequeñas muertes.
Tal es el caso de los autorretratos de Frida Khalo; sus obras expre-
san una corporalidad profunda y en constante deterioro. Su cuerpo
se halla en continua confrontación y resistencia frente a unas pe-
queñas muertes que se suceden en el tiempo. En sus autorretratos
se encuentra «[…] este doble juego de repetición-creación, imagen
reflejada que alude a un tiempo que pasa imperceptible, a un cuer-
po imaginado, sufrido» (Calderón, 2014: 514).

Si nos detenemos en la posición de los sofistas, el escamoteo


del umbral de la muerte se da porque si bien para ellos no hay
evolución y rehúsan la gradación transitoria, conciben el antes
y el después como estados yuxtapuestos; la plenitud vital y el
vacío letal no dejan espacio para nada, no hay zona mixta ni algo
similar a un umbral. Sin embargo, ¿cómo podrían responder
ellos a la pregunta de en qué momento el vivo deja de ser vivo
y se convierte en muerto? Como vemos, aquí «el artículo final
es escamoteado, tragado y súbitamente ingurgitado» (Jankélé-
vitch, 2009: 254). En las tres posiciones filosóficas expuestas, el
platonismo fedoniano, las posturas ascéticas de la mortificación
permanente y las sofísticas de la yuxtaposición cae, inevitable-
mente, el escamoteo, al convertir la muerte en un acontecimien-
to sin importancia. Ahora bien, transición en el instante no es
el paso de la frontera sino liminalidad, en la medida en que
el instante mortal es semejante a una delgada membrana por
medio de la cual el no-ser se filtra en el ser y lo aniquila. A pesar
de su minúscula porosidad por medio de la cual puede pasar el
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 121

no al ser, en el instante se fulmina todo por medio de un salto


abrupto y radical. Ahora bien, esto no quiere decir que el no-
ser se vaya mezclando progresivamente con el ser, precisamente
aquello que Jankélévitch ha reprochado en las posturas ascéticas;
aquí es indispensable resaltar el advenimiento de un no que es
un no absoluto.

Ahora bien, podemos preguntar: ¿existen alumnos iniciados


en el instante, como de alguna manera lo sugiere la posición fe-
doniana? Para abordar esta cuestión, podemos tomar el recono-
cido caso aporético del citarista:58 «¿Tocando la cítara es como
uno se convierte en citarista? ¡Pero hay que ser ya citarista para
tocar la cítara, y hay por tanto que ser ya citarista para conver-
tirse en citarista!» (Jankélévitch, 2009: 261). El problema que
ronda esta aporía es justamente el del instante. Si bien es cierto,
el aprendiz de citarista debe ser en cierta medida citarista para
poder tocar la cítara, pues únicamente llega a serlo plenamente,
es decir, deja de ser aprendiz, no tanto por una larga y difícil pre-
paración, sino por un salto. Por ejemplo, un día practica las es-
calas y los ejercicios correspondientes a su arte, y al día siguiente
el aprendiz da un salto cuántico y ahora toca con un virtuosismo
excepcional. ¿En qué momento entonces el aprendiz ha dejado
de serlo? Para la física, un salto cuántico es un cambio súbito del
estado físico de un sistema cuántico de manera prácticamente
instantánea. En particular, este fenómeno se contrapone directa-
mente al principio mentado por Leibniz: Natura non facit saltus

58 Aristóteles precisa este caso aporético de la siguiente manera: «[…] pues to-
cando la cítara se hacen tanto los buenos como los malos citaristas […]» (Ética
a Nicómaco 1103b 251-252).
122 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

(Leibnitz, 1983: 49) esto quiere decir que la naturaleza no pro-


cede a saltos.

Aquí encontramos dos connotaciones. En primer lugar, y para


continuar con la explicación del carácter liminal de la transición,
no queremos decir que el no se va mezclando paulatinamente con
el ser; más bien, así como hay que ser ya citarista para tocar la cítara,
hay que ser mortal para morir. De esta manera, podemos decir que
el no se filtra porosamente por el carácter liminar de la vida y, sin
embargo, no es sino hasta cuando se da aquel salto violento, cuando
el aprendiz deja se ser tal y se convierte en maestro, cuando aquel
no absoluto abarca por completo al ser y lo aniquila. El instante es
pues el mismo acontecimiento en estado puro. Y al decir que es
el casi-nada se refiere tanto a que la muerte es casi nada para mí,
es decir, todo; como a que entre el casi y el nada queda aún una
distancia infinitesimal, una distancia infinitamente infinita entre el
instante y la nada.59 Aquí surge, como hemos visto, la dificultad de
determinar en qué momento exacto el vivo exhala su último suspiro
y pasa a ser un muerto.

En la medida en que el instante mortal coincide con el estre-


mecimiento fedoniano y con el salto, la muerte es pues no del
orden del devenir sino del advenir; lo que adviene es propiamente
el acontecimiento, es decir, el instante. Ante tal advenir surge la

59 Si la ciencia buscara determinar la velocidad del instante, se enfrentaría a una


dificultad, debido a que el tiempo sería equivalente a cero, si se asimila la nada
con el cero. La división sobre cero es un problema que surgió alrededor del año
650 de nuestra era, cuando en India se masificó el uso del cero y los números
negativos. El primer matemático que abordó teóricamente este problema fue
Bhaskara I, quien describió la fórmula n/0 = ∞ (Ifrah, 1997: 27).
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 123

angustia y de paso, sea dicho, el estremecimiento del sabio que


piensa la muerte. El estremecimiento de Sócrates delata aquel
instante último en el cual acontece su muerte, en el cual aquel
no absoluto, que nos dice nunca más nada más, asalta a su ser.
A pesar de todas las preparaciones que intente el asceta, no se
puede aprender a morir. No se puede aprender a comenzar, pues
«el comienzo comienza por sí mismo siendo a la vez comienzo y
fin» (Jankélévitch, 2009: 258). Por eso, el hombre comienza por
el final y termina por el comienzo, esto es, solo podría aprender a
morir muriendo y a su vez moriría aprendiendo a morir, es decir,
siempre como primera vez y última. De tal forma que no le sería
posible aprender nada en absoluto. Ante esta situación seremos
siempre neófitos e improvisadores.

No obstante, resaltamos una diferencia entre estar listo y es-


tar preparado; pese a que como acabamos de decir, no podemos
prepararnos para la muerte, parece que habría un sentido en el
cual podríamos estar listos para ella y lo encontramos también
en el Fedón. Este sería, no vivir cada día como si fuera el último,
sino morir como se vivió durante toda la vida, que en términos
de Sócrates significa vivir según la virtud. Tal como Sócrates que,
siendo consecuente con su vida, no intentó postergar indefinida-
mente el último momento, ni hizo de él un escándalo, sino que
lo asumió tal como expresaba que se debía asumir aquel aconteci-
miento, como un acto de purificación. Pese a que podemos creer
que estamos listos, la muerte nos toma siempre desprevenidos y
por sorpresa. Irrumpe en la continuidad de la vida como un sal-
to discontinuo, súbito y accidental. Por eso, no hay una diferen-
cia precisa entre la muerte de un anciano moribundo y la de un
adolescente en un accidente de tránsito; toda muerte es siempre
124 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

prematura y, en tanto tal, violenta. La muerte es, más aún, la vio-


lencia misma, el brusco final, el instante que deshace y que es
nihilización absoluta. El instante de la muerte es pues la muerte
misma, y el salto mortal la aventura propiamente dicha.

Ahora bien, en su meditación acerca del instante mortal


Jankélévitch dedica un espacio a pensar en lo irreversible del su-
ceso; para ello, propone un análisis puntual del movimiento. La
palabra momentum, es una derivación de movimientum, que está
a su vez formado por el verbo movere (mover) y el sufijo entum
(que señala un estado del ser). El movimiento es entonces, en
general, cualquier variación que pueda tener la substantia dentro
del a priori espacio-tiempo. Jankélévitch se interesa especialmente
en la relación del movimiento con el concepto de la irreversibi-
lidad, es decir, la imposibilidad de revertir o de regresar. Para el
pensador francés, el movimiento dentro de la temporalidad es el
devenir mismo, entendido como «[…] la futurición que median-
te un advenimiento continuo hace advenir el porvenir» (Jankélé-
vitch, 2009: 270). El tiempo puede ser pensado como una línea
recta con un sentido único cuya esencia misma y su significado es
ese mismo sentido. Es claro que el aumento de la velocidad nos
acorta el tiempo que empleamos en los desplazamientos dentro
del espacio, la esencia misma del espacio, la ubicuidad, no puede
ser nihilizable porque «[…] nuestra finitud nos impide estar a la
vez aquí y en otra parte; la magia de la instantaneidad nos ha sido
negada» (2009: 271). El ser solo puede ser-en el tiempo. El tiem-
po es pues la condición de posibilidad de todo aquello que es, y,
aun así, en la ausencia de la vida, el tiempo en el cosmos seguiría
fluyendo irreversiblemente.
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 125

En el interior de esta meditación sobre el tiempo y la muer-


te, podemos indicar ahora que la característica determinante del
tiempo es la imposibilidad de la reiteración: la incapacidad abso-
luta de aplicar nuestros movimientos dentro de nuestra memoria
a los movimientos del tiempo. Recordar el pasado es imaginárselo
como presente en el ahora. Asimismo, volver a vivir, por segunda
vez, una experiencia, por más que esta sea en circunstancias prác-
ticamente iguales a la primera, es strictu sensu vivir una experien-
cia nueva, porque dentro del sentido rectilíneo y unidireccional
del tiempo todo intento de reiteración es una novedad por la di-
ferencia irreductible de la fecha. Un nuevo amor repite el primer
amor. De este modo «la temporalidad de los acontecimientos no
está marcada por un tiempo de transcurso circular, sino lineal,
progresivo» (Han, 2015: 32). El recuerdo, así sea un movimiento
del pasado al presente, se inscribe siempre dentro del devenir. La
apuesta por el rejuvenecimiento es un trampantojo del hombre
que deja entrever una angustia frente a la decrepitud, ya que la
vuelta en el tiempo «[…] es una contradicción y casi un absurdo,
no únicamente algo impensable, como la cuadratura del círculo,
sino incluso insoportable» (Jankélévitch, 2009: 275). Todas es-
tas prácticas temporales «[…] crean un lazo con el futuro y limi-
tan un horizonte, que crean una duración, pierden importancia»
(Han, 2015: 37). En efecto, «¡Cuántas veces la belleza nos parece
engañosa! Y vemos que, en manos de personas malintencionadas,
puede convertirse en un instrumento de dominio, es decir, de
destrucción» (Cheng, 2015: 55). Independientemente de que un
acontecimiento haya tenido un testigo, como una tercera persona
o mi memoria propia, y pueda ser contado o recordado, el hecho
mismo del acontecimiento no puede ser nihilizado, puesto que ya
aconteció como sucedió.
126 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

En este punto, el análisis de Jankélévitch establece una dife-


renciación entre el tiempo objetivo y el subjetivo. El primero se
refiere al paso cronológico que marca el minutero del reloj, y, el
último, a la manera como el sujeto percibe el curso de la tem-
poralidad a través de su propia subjetividad; el entretenimiento
es, en este caso, una manera de pasar el tiempo, o mejor aún, de
hacerlo pasar, que vaya más rápido. Es así como, por ejemplo, el
aburrimiento se caracteriza por la lentitud y la pesadumbre del
tiempo. En efecto, ya sea acelerando o desacelerando la percep-
ción del paso del tiempo, este siempre va en un mismo senti-
do. Jankélévitch concibe lo irreversible como la marca distintiva
de la objetividad del tiempo. Si tenemos en cuenta a la volun-
tad, la que en el tiempo subjetivo se mueve casi libremente,
frente al tiempo objetivo no puede nada: está completamente
atada y lo irreversible es aquí «aquello que se resiste obstinada-
mente a nuestros esfuerzos y no se deja doblegar» (Jankélévitch,
2009: 276).

El devenir está confinado dentro de esa línea recta que «sólo


tiene dos sentidos posibles, de los cuales uno está prohibido,
puesto que no se puede remontar su corriente; lo que equivale
a decir por consiguiente que este devenir incapaz de revenir no
tiene en absoluto dimensiones» (Jankélévitch, 2009: 277). De-
cimos atrapado, porque si bien el devenir se caracteriza por la
libertad de volverse otro siendo otro mismo, esta modificación
se da dentro de un marco indeformable que no permite otro
orden diferente a la linealidad unidireccional. La palabra fatum
proviene del latín fata (predicción) que a su vez viene del verbo
fari (hablar). El fatum es literalmente la palabra de los dioses,
aquello que al pronunciarse no tiene posibilidad de variación.
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 127

Jankélévitch relata el devenir dentro del terreno de una anfibo-


logía que tiene el rostro de la pesadez del fatum y de lo irrever-
sible, y por otro, la ligereza de nuestra propia libertad, en otras
palabras «[…] es un medio en el que no se hace lo que se quiere,
pero en el que se puede hacer todo lo que se quiera. […] En el
tiempo todo está permitido; pero el tiempo mismo, el tiempo
vacío, es inexterminable» (Jankélévitch, 2009: 278-279).

Durante el siglo xx los grandes físicos teóricos se preguntaron


sobre la irreversibilidad y la posible elasticidad del tiempo. Precisa-
mente, en 1916 Albert Einstein (1879-1955) señaló que existe un
fenómeno en el cual los objetos pueden perder parte de su masa,
la que posteriormente se convierte energía y, a su vez, esta energía
se desplaza en forma de ondas a la velocidad de la luz perturbando
el espacio-tiempo; el mundo científico se preguntó: ¿es entonces
el tiempo elástico? ¿Se puede curvar de tal manera el espacio-tiem-
po que nos sea permitido viajar en el tiempo? (Sagan: 1980: 197).
Desde entonces, la demostración de la existencia de las ondas gra-
vitacionales, descritas inicialmente por Einstein, protagoniza nu-
merosos trabajos a escala global. Por ejemplo, el 14 de septiembre
de 2015, el observatorio ligo60 en usa consiguió detectar por
primera vez estas ondulaciones en el intersticio espacio-tiempo.
Este descubrimiento confirma una predicción de la teoría de la
relatividad especial de Einstein y abre, a la vez, una nueva vía para
investigar el universo. El anuncio fue efectuado por David Reitze,
el director ejecutivo del laboratorio ligo, quien explicó que la

60 Esta es la sigla de Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory (Ob-


servatorio de ondas gravitacionales por interferometría laser). Fue estructurado
con el fin de confirmar la existencia de las ondas gravitacionales predichas por la
teoría de la relatividad general de Einstein, y cuantificar sus propiedades.
128 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

detección fue posible gracias a que dos agujeros negros chocaron


entre sí hace unos 1.300 millones de años.

Kip Thorne, uno de los mayores expertos en agujeros negros


del mundo, señala que si uno lograra involucrarse en medio de
este acontecimiento:

Verías el tiempo acelerándose y atrasándose, verías el espacio es-


tirarse y contraerse de forma muy violenta. Viajarías en el tiem-
po de alguna forma porque el tiempo correría hacia adelante
más lento de lo normal y luego mucho más rápido, todo de
forma salvaje. Es un evento muy breve solo dura una fracción
de segundo. Así que lo que necesitamos es enviar un robot que
pueda captarlo todo muy rápido. Nadie sobreviviría a un evento
como este. (El País, 2016).

Continuamente, a nivel atómico y subatómico, las ondas están


presentes perturbando el espacio-tiempo. La comunidad científi-
ca ha sido clara y esto ha desilusionado a quienes sueñan con los
viajes espacio-temporales; las ondas gravitacionales son vibracio-
nes, oscilaciones del tejido espacio-tiempo, audibles no visibles,
y que no rompen esencialmente el carácter del tiempo que pode-
mos experimentar los seres humanos, que está marcando la vida y
la muerte. Nuestra corporalidad nos condena a una sola dirección
temporal, a esta «[…] dirección en la que nosotros sentimos que
pasa el tiempo, la dirección en la que recordamos el pasado pero
no el futuro» (Hawking, 1996: 191).

Ahora bien, dentro de la sucesión del devenir está la disyuntiva


que se crea y recrea en el encuentro del pasado, del presente y del
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 129

futuro. De alguna manera coexisten en el instante «[…] un pasa-


do en concepto de recuerdo […]» y «[…] un futuro en concepto
de posible» (Jankélévitch, 2009: 279) que le confieren al devenir
un carácter de «creación y recomienzo» y al mismo tiempo de
«huida y perennidad» (Jankélévitch, 2009: 279). En este sentido,
podemos decir que el devenir dura gracias a esa doble tensión que
asegura una continuidad en medio de la discontinuidad. Asimis-
mo, el pasado y el futuro están ligados en la medida en que la pre-
sencia del antes en el presente, por medio del recuerdo, permite,
por comparación, la existencia de un después en forma de posible.
Así pues, lo irreversible se compensa por el retorno mnemónico
de la anamnesis: concretamente, lo que hace factible la relati-
vidad de la irreversibilidad es pues la coexistencia del pasado
en tanto imagen en el presente y como anticipación del futuro.
Empero, cabe recordar que la imagen no es más que justamente
una imago, una compensación simbólica que no «nos permite
reunir lo que la disyuntiva ha separado» (Jankélévitch, 2009:
281). La presencia del pasado es para Jankélévitch una victoria
en escala de grises; la reunión del ser con el haber sido nos da
un reducido «acceso al paraíso perdido de la juventud» (2009:
281) aunque no nos permita, por causa de la sucesión, acumular
los momentos en un eterno presente. Es decir, no podemos unir
el comienzo con el fin; por esta razón, como lo decía el médico
griego Alcmeón: «Los hombres no son capaces de unir el co-
mienzo con el fin, por eso deben morir» (citado por Gadamer,
2011: 96).

Como nos lo sugiere la idea de la imago en tanto mímesis,


cada instante del devenir es único y en ese sentido irrepetible.
No obstante, Jankélévitch divide el intervalo vital en series que
130 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

inician o finalizan un capítulo de la existencia. Una serie es la


sumatoria de eventos que tienen una relación entre sí y que se
suceden unos a otros, por ejemplo, la frecuencia cardíaca. Ahora
bien, aunque haya una repetición por la relación de las cosas
entre sí y que esta repetición se dé en la sucesión sin alterar el
orden de la linealidad irreversible que caracteriza el tiempo obje-
tivo, cada sístole es, sin embargo, única, y es, al mismo tiempo,
indiscernible de la siguiente y de la anterior. Asimismo, cada
serie consta de una primera vez que la inaugura y una última
vez que la clausura. Estos dos momentos son acontecimientos
privilegiados y, además, inversos el uno del otro. Estamos aquí
ante un fenómeno que caracteriza la vida del hápax: ser prime-
rúltima vez. La irreversibilidad del devenir es la flecha que dirige
la meditación de Jankélévitch sobre la muerte, y es alrededor de
ella donde se hilvanan las reflexiones que le dan consistencia al
conjunto de su pensamiento. Al insistir en la imposibilidad del
retorno del devenir, Jankélévitch introduce el concepto de la pri-
multimidad. Decíamos que en una serie en los extremos existen
posiciones sobresalientes, la primera y la última, el comienzo y el
fin, absolutamente caracterizadas por una solemnidad sobre las
veces que están en el interior del intervalo serial. Sin embargo, es-
tas veces se dan también en el devenir y este no es sino «según qué
aspecto se considere, una terminación continuada o una conti-
nuación del comienzo» (Jankélévitch, 2009: 289). Es decir, cada
vez es, en sí, primera y última vez; cada latido es único absoluto
e indiferentemente de la similitud que tenga con el siguiente o
el precedente. A través del concepto de primultimidad, Jankélé-
vitch hace del presente un instante único, una singularidad; otra
vez el άπαξ que solo se da una vez en la historia del mundo, pero
ésta vez el άπαξ no es solo una persona que vive y que muere,
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 131

es además cada acontecimiento vivido por ese ser, es cada latido


de su corazón, cada una de las experiencias vividas; cada attose-
gundo que pasa es, en últimas, un instante irrepetible en toda la
eternidad. Por tal razón:

Primero y Último, en el tiempo concreto, se juntan para coinci-


dir y no forman más que una única ocasión, una única coyuntura
semelfáctica, una única transparencia: entonces la ocasión única
vale lo que una serie completa; el comienzo y el final, sobreim-
poniéndose el no sobre el otro, se identifican en un punto [...]
(Jankélévitch, 2009: 286).

Ahora bien, ese άπαξ del instante, ese latido único, si bien son
primúltimos han ocurrido y volverán a ocurrir, desde otros puntos
de vista, muchas veces. La semelfacticidad no excluye la reitera-
ción; vuelve a aparecer la anfibología del devenir en tanto que
es, al mismo tiempo, algo que nunca ha sucedido y que ya ha
sucedido y sucederá, «la unicidad y la trivialidad son dos puntos
de vista sobre un mismo tiempo irreversible» (Jankélévtich, 2009:
290). En este sentido, el intervalo de la continuación es un seguro
emocional para el hombre; la zona intermedia en la cual las veces
son comparativas, es un refugio, frente a los extremos que se ca-
racteriza fundamentalmente por el superlativo, pues la totalidad
es más que sus partes y que la suma de ellas. En efecto, atreverse,
osar, aventurarse, son verbos que se refieren a la primera y a la úl-
tima vez, pues siempre aquí hay un comienzo y un final; por esta
razón, podemos decir:

Del mismo modo que hay un sistema de renovación gracias al cual


la novedad preexiste a sí misma: la preformación de lo imprevisible
132 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

no sirve para eludir a la iniciativa y la iniciación, y para amortizar el


choque, del mismo modo que la moratoria no sirve para escamo-
tear el brusco final y suavizar, mediante una conciencia perturba-
da, el vértigo del instante escatológico y la angustia del ultimátum
(Jankélévitch, 2009: 290).

Así pues, nuestra finitud nos recuerda la inestimabilidad del


tiempo vivido, puesto que la irreversibilidad mortal, es decir, la
última vez que sella todas las series, hace al devenir angustioso,
porque su duración es limitada. La muerte contribuye a tomarnos
el tiempo con un temple de ánimo serio. Con respecto a la pri-
multimidad relativa dentro del intervalo vital, la primultimidad
mortal es absoluta. Como ya lo indicamos, la muerte destruye
todas las categorías, pues es literalmente de un orden distinto a
todo lo que simplemente acontece. El sentido del devenir con su
irreversibilidad le da un significado a la sucesión del antes y del
después. Adicionalmente, la inconmensurabilidad se explica en
otras palabras porque el ser que se ha constituido durante todo
el intervalo vital se ve desgarrado, súbitamente, de su haber sido,
por la muerte. Por el contrario, el que nace tiene simplemente
toda una vida por delante, la posibilidad está abierta para él. Todo
lo anterior nos reafirma que la muerte es del orden metaempíri-
co, puesto que siendo primera y última vez es incomparable con
cualquier acontecimiento de la empiria. De hecho, y para reforzar
su argumentación, Jankélévitch nos dice que la muerte ni siquiera
puede ser considerada una novedad, puesto que lo nuevo, como
lo perfecto o lo bueno, solo puede serlo comparativamente; nadie
muere dos veces, nadie aprende a morir, y aquel que puede dar
cuenta de la muerte se ha tornado una nada. Frente a la anfibo-
logía del devenir, que consiste al mismo tiempo en unicidad y
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 133

trivialidad, está «la unicidad del golpe mortal [que] concierne no


tanto a la manera de ser, como al ser mismo de todas las maneras»
(Jankélévitch, 2009: 297). La muerte es el fin definitivo, la nihili-
zación del devenir y solo puede ser concebida desde la perspectiva
de la tercera persona; mi muerte­propia es un futuro que nunca
será presente y nunca será pasado. La aparición que desaparece
es la verdadera cara de la irreversibilidad mortal, que sella la vida
entera del hápax.

La muerte es la negación misma de esta alteridad y el devenir


que no deviene nada, que se vuelve inexistente e insubstancial y
produce sentimientos ambivalentes como de «curiosidad pasional
y de horror» (Jankélévitch, 2009: 299) en la medida que es de un
orden similar y, al mismo tiempo, absolutamente diferente. La
costumbre del devenir durante el intervalo vital contrasta con el
devenir que cesa y desemboca en el no-ser, a lo sumo en la nada.
Basado en lo anterior, Jankélévitch construye una metáfora miste-
riosa, bella y abismal:

[…] el umbral del ser y del no ser se parece a un balcón sobre la


nada; los balcones están hechos para contemplar una vista, un
panorama, un paisaje: pero la nada no es un paisaje y la nulidad
de esa nada anula el acto mismo de contemplar. Un umbral da
acceso a alguna parte: pero el más allá no es alguna parte, y el
instante último no da acceso a nada (Jankélévitch, 2009: 298).

Nuevamente, la muerte se viste con superlativos que nos dan


el verdadero sentido de lo inefable. Hay, entonces, una distancia
infinita entre el sentido del para siempre y el significado concreto
de estas cuatro sílabas. Visto de este modo, la tragedia no es solo
134 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

para aquellos que sobreviven; es, a su vez, la condición irreversible


de la primera persona. Irónicamente el hombre convierte el adiós
en un hasta luego, puesto que en esta situación le parece preferible
abrir una esperanza más allá que mirar con denuedo el horror de
su propia tragedia existencial. La ironía sucede cuando al mismo
tiempo que se niega el adiós se deposita la esperanza en un futuro
desconocido:

Es que no sólo nos equivocamos sino que la conciencia se equi-


voca acerca de sí misma. No se sale impune del escándalo: la
ironía juega con fuego y engañando a los otros a veces se engaña a
sí misma. Todos lo hemos vivido: cuando uno finge el amor corre
el riesgo de sentirlo, quien parodia imprudentemente puede ser
en su propia trampa, la mente sensata no es más que una triste
enamorada (Jankélévitch, 2015: 139-140).

Este hecho se hace evidente en la ritualidad fúnebre que


trasciende las culturas, y en la construcción de tumbas que
fungen como objeto de culto. Si bien el devenir es un adiós
continuado, el adiós marca el umbral de la separación y el lími-
te metaempírico de la muerte. El adiós se asemeja a la solem-
nidad que le atribuimos a la muerte, cada adiós simboliza ese
desgarramiento por venir que nos fractura el ánimo y que nos
presenta «[…] anticipaciones melancólicas de la última últi-
ma-vez» (Jankélévitch, 2009: 304). El hombre es un ser de per-
manentes despedidas, pero esta serie nunca va a poder colmar
el abismo irrevocable que significa el adiós final, cuyo orden
es completamente distinto a cualquiera de los anteriormente
conocidos.
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 135

Como se ha expuesto, la irreversibilidad es lo en sí del tiempo


y tiene que ver con el devenir unidireccional del mismo, es decir,
con el hecho temporal para vivirlo hacia atrás o para volver a vi-
virlo. En este sentido, lo irreversible se relaciona, esencialmente,
con la propiedad más elemental de ser en el tiempo, y se mantiene
al margen de hacer en el tiempo. Esto significa que el flujo del
tiempo hacia delante es constante e independiente de las acciones
humanas que en él puedan darse; bien sea en el actuar más mili-
tante o en la quietud más estuporosa, el tiempo nunca detiene su
paso, jamás varía la dirección y no modifica su irreversibilidad.
A este fundamento del tiempo se suma aquello que Jankélévitch
denomina irreparable-irrevocable, propiedad que se relaciona no
tanto con el ser como con el hacer en el tiempo. De este modo,
si la irreversibilidad del tiempo conforma una particular «[…]
maldición metafísica» (Jankélévitch, 2009: 310), lo irreparable se
inscribe dentro del espacio de la libertad, pues interactúa con las
decisiones y las acciones que suceden dentro del lapso temporal.
Lo irreparable-irrevocable complementa y hace más dramática la
irreversibilidad del tiempo, pues aquello que no puede ser repara-
do ni revocado lo es por la misma circunstancia de su imposibi-
lidad de volver el tiempo hacia atrás. El flujo de la temporalidad
arrastra consigo el vértigo de los acontecimientos que reafirman
con impiedad su rasgo irreversible. Dicho de otro modo, «[…]
con nuestras propias manos, espontáneamente, escandalosamen-
te, sin estar obligados por el devenir, fabricamos lo irreparable que
volverá lo irreversible todavía más irremediable y nos cerrará el
paso al pasado irrevocablemente» (Jankélévitch, 2009: 309). En el
mismo sentido de lo irreversible, el escenario trágico de lo irrepa-
rable-irrevocable, se encuentra dado por el prefijo «i» que instituye
el orden de la imposibilidad. Si la irreversibilidad es imposibilidad
136 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

de revertir el tiempo, lo irreparable-irrevocable expresa a su vez la


imposibilidad de aniquilar la acción de haber hecho dentro de
la serie temporal; la acción o la decisión, una vez activan el de-
tonante, fijan improntas indelebles y, por tanto, no es imposible
asumir que no hayan tenido lugar. Por tal motivo, mientras que
la irreversibilidad posibilita el espacio de la nostalgia, es decir, el
anhelo de volver a vivir lo ya vivido frente a la imposibilidad de
hacerlo, lo irreparable-irrevocable abre la puerta al arrepentimien-
to, a ese anhelo imposible de borrar la palabra dicha, o reversar la
bala disparada.

Teniendo presente que la irreversibilidad del tiempo puede ser


relativamente revertida, por ejemplo, por medio del recuerdo, lo
irreparable-irrevocable puede, a su vez y de manera igualmente
relativa, ser reparado y revocado, pues, en cierto modo, lo hecho
puede deshacerse o rehacerse de forma diferente. Esta posibilidad
se basa en la divergencia entre el hacer y lo hecho. Sin embargo, el
hecho de haber-hecho no puede ser nunca deshecho de forma ab-
soluta y realmente efectiva, así como lo ya vivido no puede volver
a actualizarse efectiva y absolutamente. Así pues, es perfectamente
factible desenterrar el día de ayer, pero no es posible volver a vi-
vir empírica y fácticamente ese día. De igual manera las secuelas
de un hecho pueden ser, en cierto sentido, reparadas, borradas
o dejadas sin efecto, pero no se puede eliminar el haber-hecho.
Este suceso es una cicatriz, no una regeneración. En el primer
caso la huella de la lesión siempre está presente así se realicen
los máximos esfuerzos científicos para borrar las lesiones dejadas
por acciones violentas; una vez se rompe la membrana basal de
la piel, que actúa como umbral determinando si va a producirse
una cicatriz o no, la marca dérmica acompaña al cuerpo hasta el
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 137

día letal. La cicatriz marca un fenómeno irreversible-irrevocable,


aunque susceptible de ciertos cambios relativos, pero siempre será
una cicatriz de algo que ha sido. Si bien la regeneración somática
permite, por ejemplo, a las salamandras recuperar la extremidad
pérdida, sin evidencia clara de cicatriz ni rasgos clínicos de un
antecedente traumático, para nosotros el hecho de haber perdi-
do una extremidad es imborrable, aunque busquemos la forma
de compensación protésica o de reimplantación. En este sentido,
Macbeth puede haber lavado sus manos, pero la impronta del
crimen, aunque invisible es también imborrable (Jankélévitch,
2009: 311). «Podemos por tanto hacer, deshacer y rehacer a vo-
luntad, pero no podemos deshacer el haber hecho» (2009: 314) y
es precisamente aquí donde se determina lo irrevocable.

Según esta flexibilidad aparente, tanto del tiempo como de


lo que sucede, es posible hacer como si un evento no hubiera
acaecido nunca, aunque no pueda anularse el hecho de que efec-
tivamente haya tenido lugar. Es posible, por ejemplo, intentar
anular o matizar las consecuencias de un evento, pero no se puede
aniquilar el suceso mismo. Así, toda tentativa de reparación se da
siempre en rango deficiente, pues hacer como si algo no hubiera
sido no es lo mismo que hacer que eso hecho efectivamente nunca
hubiera sucedido, y «[…] en ese desfase del como si con relación
al que se distingue el carácter ficticio e insignificante, metafórico
y miserablemente simbólico de las compensaciones humanas[…],
la ineficacia innata y la impotencia desconsoladora de las compen-
saciones humanas» (Jankélévitch, 2009: 314). Esto nos reafirma
que es completamente imposible ir de regreso al statu quo luego de
cualquier acontecimiento vivido y en cualquiera que sea el punto
del tiempo en el que se esté. En efecto, aunque se intente resarcir
138 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

a alguien por un perjuicio causado, la irreversibilidad misma del


tiempo hace que el hombre al que se busca indemnizar ya no sea
el mismo, las circunstancias no sean iguales y el tiempo mismo no
pueda rebobinarse, «[…] ninguna justicia humana puede devol-
ver el pasado a nadie. El ciudadano indemnizado seguirá siendo
un hombre eternamente perjudicado» (Jankélévitch, 2009: 313).

Precisamente, lo irreversible, lo irreparable-irrevocable, en-


cuentra su grado máximo en la muerte. Si bien dentro del in-
tervalo vital lo irreversible y lo irreparable-irrevocable puede ser
asimilado (de forma siempre insuficiente), la muerte constituye
el punto hiperbólico en el que lo esencial del tiempo y del acon-
tecimiento se manifiesta de forma más trágica. Se trata del adve-
nimiento más radical que liquida la serie temporal vital y anula
con ello cualquier posibilidad de ser o hacer. Por esto, la muerte
no resulta, desde ningún punto de vista, asimilable y mucho me-
nos reparable, pues se trata de un suceso en el que se amalgaman
de forma lúgubre la irreversibilidad, lo irreparable y lo irrevoca-
ble, características del fenómeno metaempírico de la muerte que
interactúan de tal manera que parecieran interdependientes. A
pesar de ser irrevocable, no siempre un evento resulta siempre
irreparable. Esto no quiere decir que un acontecimiento pueda
ser revertido o revocado, significa que lo irreparable es una cua-
lidad esencialmente negativa que depende de múltiples factores
como, por ejemplo, los rasgos que presente la acción (intensidad,
duración, etc.) y la naturaleza del organismo o del objeto que lo
contiene. Si nos fijamos, una fractura de fémur puede ser hábil-
mente consolidada por el organismo joven y saludable, o, puede
desencadenar una tragedia que le cueste la vida a un anciano con
osteoporosis. Así pues, «[…] lo irreparable […] es aquello que, en
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 139

ningún caso, de ninguna manera, bajo ninguna forma, en ningún


grado y en ningún momento puede ser reparado […]» (Jankélé-
vitch, 2009: 315).

En este mismo sentido, el pensador francés afirma que la


muerte es como una válvula que permite el paso del flujo unidi-
reccionalmente, imposibilitando el retorno del mismo; de la vida
a la muerte, pero jamás en caso inverso. Esto ocurre secundario
a la condición irreversible del tiempo que deviene exclusivamen-
te en un sentido, teniendo una prohibición natural por el otro.
Siendo así, la libertad humana, siempre, casi es a medias; impli-
ca una facultad de elección y acto exclusivamente volcado hacia
adelante, no existen los pasos hacia atrás en la temporalidad de
la libertad. Surge acá una desproporción entre el futuro en per-
manente apertura hacia las probabilidades, y lo irrevocable de
todo lo hecho que se acumula en las improntas indelebles del
pasado que se erige como espacio de responsabilidad. Si bien la
responsabilidad está relacionada con cada acto antrópico den-
tro de la serie vital, debido a la irreversibilidad del tiempo, esta
se dramatiza de forma vertiginosa, cuando tiene que ver con la
posibilidad de aniquilación de la serie misma, es decir, con la
muerte, la cual es siempre irreparable, irreversible e irrevocable.
Vemos, por ejemplo, cómo la sumatoria de los actos humanos
vinculados a los actuales modelos productivos ha llevado a la
extinción total de miles de especies a nivel global; esto ha pro-
vocado, indudablemente, eventos irreparables. El cúmulo de
movimientos humanos del pasado hace responsable a la especie
humana de la desaparición de cruciales engranajes ecosistémicos
(Stern, 2007: 55).
140 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

En efecto, una válvula que permite salida, pero impide el re-


torno, la muerte inquieta a los hombres y suscita una curiosidad
por el punto de fuga del umbral fatídico. Empero, al estar la
salida completamente abierta y el regreso, de la misma manera,
herméticamente sellado, no resulta posible que se filtre ningún
tipo de datos al respecto. Pero el misterio de la muerte ha dado
espacio a diversas especulaciones que ante «[…] la fobia de las
discontinuidades y los saltos» […] (Jankélévitch, 2009: 321) ra-
dicales, han conducido en esencia lo mismo: la continuación de
la vida más allá de la muerte. Posturas como las de la palingenesia
o la metempsicosis, entre muchas, buscan soslayar la dimensión
acategorial y trágica de la muerte; pero son meros eufemismos
que se distancian del salto hacia la nada, del no-ser que acaece
en el instante mortal. Para el filósofo francés es evidente: cual-
quier pretensión de continuación vital entra directamente en
contradicción con la muerte, pues, al ser esta una cesación to-
tal de la vida, es lógicamente inaceptable que morir implique
la continuación de la vida en cualquier forma; siendo esto así,
resultaría entonces absurdo y vacuo hablar de la vida después de
la muerte. Muy lejos de representar un movimiento perpetuo, la
muerte consiste más bien en una iterruptio abrupta que conduce
a un salto nihilizador hacia un no-lugar. Podemos aquí resaltar el
hecho de que la medicina alopática busca la constante reanima-
ción del moribundo; al tomar sin prisa la técnica de reanimación,
sabemos que no es de la muerte de donde se recupera el mori-
bundo, ni tampoco es rescatado del instante mortal, sino de la
supresión temporal de la actividad cardiopulmonar. Por tanto, la
reanimación no es un retorno del anima al σώμα, sino una reac-
tivación plausible del ritmo cardiaco antes del salto. Siendo esto
así, la verdadera muerte no permite excepciones de ninguna clase
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 141

y se rige por la imposibilidad de supervivencia y por su carác-


ter irremediablemente irrevocable, en tanto que «[…] aquel que,
aunque sólo sea el instante de un instante, roza la muerte, está
abocado irrevocablemente al no-ser […]» (Jankélévitch, 2009:
326). La más infinitesimal relación tangencial con la nada desata
el umbral para siempre y no permite ya retorno; de esta forma, la
muerte constituye un acontecimiento que solo ocurre una única
vez, primera y, a la vez, última.

Es así como la muerte resulta estrictamente incognoscible.


Si bien es completamente absurdo pretender atrapar el instan-
te mortal para extraer de él algún posible mensaje del más allá,
este acontecimiento es algo inevitable. No debemos olvidar que
el instante mortal es esencialmente inasible por su instantanei-
dad y por el desfase temporal que provoca, pues antes de morir
es muy temprano para saber algo de la muerte y una vez dado el
salto nihilizador ya es demasiado tarde, pues el advenimiento del
no-ser aniquila la condición de posibilidad de tener un conoci-
miento sobre él. Por esto, el moribundo, por más próximo que
esté del instante mortal, realmente no sabe nada de la muerte, ya
que aún se encuentra de este lado del más acá, donde inexorable-
mente reina la positividad vital. En una situación similar se hallan
aquellos testigos de la muerte ajena, pues la muerte no acontece
como una transición, sino que adviene instantáneamente como
si se tratara de un salto. El instante mortal constituye, entonces,
el punto de contacto entre el ser y el no-ser, y por consiguien-
te su advenimiento no es progresivo, sino más bien tangencial y
abrupto. Por esta razón, ni el directamente concernido, ni los que
lo acompañan, logran descubrir el misterio del acontecer mortal
que, una vez acaecido, instaura el no-ser de forma tan repentina
142 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

que nadie puede realmente dar razón de cómo ha sucedido o de


cómo esto fue posible. Como si de un extraordinario juego de
prestidigitación se tratara, al moribundo le es escamoteado el ser
ante la mirada estupefacta de los testigos. Así, por ejemplo, el arte
barroco busca con denuedo estos instantes fugitivos como en el
caso de «[…] el rostro de Cristo expirando, sorprendido en el ins-
tante de su último suspiro, el hombre suspendido en el vacío en
el instante vertiginoso de la caída […]» (Jankélévitch, 2009: 328).
Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610) en su obra La
resurrección de Lázaro (1609) encuentra a Lázaro en el momen-
to justo de la resurrección e igualmente en El sacrificio de Isaac
(1598) sorprende al Patriarca justo antes de que el ángel detenga
su mano potencialmente filicida. Si vamos a la literatura, Dostoie-
vski, en El Idiota describe el instante último de un condenado a
muerte en los siguientes términos: «Se coloca al hombre sobre una
plancha y en seguida cae la cuchilla, movida por una potente má-
quina llamada guillotina. La cabeza queda cortada antes de tener
tiempo de parpadear» (1948: 488).

Teniendo en cuenta este horizonte, resulta comprensible ahora


la inevitable tendencia a creer en «[…] las virtudes reveladoras
de la ultimidad […]» (Jankélévitch, 2009: 338) pues «la idea del
secreto que el moribundo se lleva para siempre con él a la tumba
[…] es apasionante y seduce fuertemente a la imaginación» (2009:
338). Por esto, tanto el instante mortal como las últimas palabras
del moribundo suelen ser esperados con gran expectativa, pues se
cree que ellas contienen alguna pista sobre la muerte; pero esta
esperanza se ve siempre decepcionada, ya que el moribundo, al ser
todavía vivo, sabe de la muerte tanto como aquellos que son testi-
gos de su caída en la nada. Por esta razón, «[…] el moribundo, in
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 143

extremis, nos dice Buenas noches y nos deja con las manos vacías»
(Jankélévitch, 2009: 338) pues no nos revela acerca del secreto de
la muerte. Esta espera siempre decepcionada encuentra su razón
de ser en la confusión del secreto con el misterio. El secreto se
encuentra escondido, en algún lugar y puede finalmente ser loca-
lizado, mientras que el misterio no es algo oculto en ningún lugar,
sino que por definición es algo que no puede ser comprendido
ni explicado, aunque se encuentre a la «vista» de todos. Así, en el
caso particular del instante mortal, poco importa qué tan lejos o
qué tan cerca se esté de él, pues el misterio de la muerte no solo es
incomprensible, sino que en él «[…] no hay efectivamente nada
que saber» (2009: 340).

De lo que aún no hemos conocido, podemos no obstante tener


un conocimiento, como sucede en el caso de los que se aventuran
en tierras lejanas o, en el caso hipotético de un viajero a través del
espacio. Este futuro viajero tendrá mucho que comentar de su
empresa. Pero el que ha visto de frente el absurdo de la muerte, se
convierte realmente en un hombre taciturno:

Los periodistas, acostumbrados a recoger la palabrería de los ex-


ploradores y los cosmonautas, sufrirán una decepción: los super-
vivientes de los campos de la muerte, en general, no son nada pro-
lijos, más bien al contrario, suelen ser extrañamente silenciosos;
pues si los hermosos viajes y las apasionantes aventuras vuelven
locuaces, el viaje a Auschwitz, que es un viaje a las puertas del
infierno, hace enmudecer para siempre. Es inútil asediar al viejo
deportado como se asediará un día al viajero que vuelva del plane-
ta Marte para saber lo que ha visto allí y escuchar los tópicos que
refiere: pues el terrible misterio del odio, del sufrimiento y de la
144 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

muerte no tiene nada en común con los secretos provisionalmente


desconocidos de un planeta (Jankélévitch, 2009: 340).

Como vemos, «[…] la muerte no se esconde en ese instante


privilegiado que es el instante último […]» (2009: 339) ya que
podemos decir que el último instante en la vida de un hombre,
aparte de constituir el último de la serie cronológica, es exacta-
mente igual a los demás instantes del intervalo vital. En palabras
de Jankélévitch:

[…] el último suspiro del moribundo por mucho que sea la úl-
tima señal de vida del vivo, para un tercero no es más que un
mensaje perfectamente vacío; y en cuanto a nosotros, por mucho
que analicemos incansablemente el recuerdo de ese estertor, que
profundicemos interminablemente en esa señal sin profundidad,
no encontraremos nada más que lo que es: un suspiro como
tantos otros, un suspiro más; el hecho de que ya no haya otros
suspiros después de él no le confiere ninguna tonalidad especial
(Jankélévitch, 2009: 337).

Empero, ese instante infinitesimal que sirve de trampolín para


el gran salto hacia la nada, al ser todavía un instante interserial,
tiene la particularidad de no arrojar ninguna luz sobre el más allá
de la muerte, sino que ilumina siempre el más acá, es decir, la vida
misma. Como señalamos anteriormente, la muerte es el aconteci-
miento que al ser el último del intervalo vital configura, a la vez,
el sentido de la vida vivida y cierra definitivamente su forma, lo
que significa que el fulgor del instante mortal es siempre retró-
grado y retrospectivo. Por esto, aquel sentido, que al moribundo
se le escapa por llegarle siempre demasiado tarde, permite que
Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio 145

los demás puedan comprender de alguna forma el curso vital de


aquel que se ha precipitado en la nada, pues «[…] la muerte nos
hace comprender la vida […]» (Jankélévitch, 2009: 342) y, en
consecuencia, «el instante de la muerte no habla nada más que la
vida vivida» (2009: 341).

La imposibilidad de cualquier tipo de iluminación, que per-


mita algún conocimiento o acceso a lo que está más allá del ins-
tante mortal, radica en el hecho de que en la realidad no hay nada
que iluminar, nada que conocer y ningún lugar al cual acceder.
No debemos dejar de lado que el punto de contacto entre el ser y
el no-ser es algo así como un balcón en el que instantáneamente
se precipita el moribundo. En efecto, la nada en la que desem-
boca la muerte es, por definición, un no-espacio y un no-tiempo
que, por lo tanto, excede o, mejor aún, aniquila cualquier tipo
de intuición o conocimiento propios de la positividad vital. En
otras palabras, esta monstruosidad de una alteridad-absoluta que
no opone al ser con el ser-mínimo, sino que confronta el ser
con el no-ser, hace infructuosa cualquier predicación. Querer,
entonces, concebir algo así como un puente, una continuación
o un medio de comunicación constituye un error categorial que
pone de manifiesto la fobia de los hombres a la diferencia radical
y, a la vez, es riesgoso en tanto que banaliza el acontecimiento
mortal. Precisamente, la seriedad y la gravedad de la muerte ra-
dican en que aquella es de un orden completamente distinto al
de la positividad de la vida, lo que eleva a potencias indecibles la
tragedia de la irreversibilidad del tiempo y de la irrevocabilidad
de las acciones, pues «la muerte no es distinta de la vida […]
sino completamente distinta, absolutamente distinta» (Jankélé-
vitch, 2009: 343); es de otro orden o incluso, si se quiere, es tan
146 Arrugas y parpadeo: un fenómeno y un misterio

distinta que podría decirse que es más bien un ningún-orden,


una estricta nada.

Desde luego, esto tiene consecuencias éticas, ya que como


muy bien dice Jankélévitch: «lo irreversible, y más todavía lo irre-
vocable son para el hombre una amarga invitación a lo serio»,
pues «lo irrevocable concentra en efecto en un acontecimiento o
un accidente, en una decisión o una opción, la imposibilidad de
la vuelta atrás» (Jankélévitch, 2009: 342). No debemos olvidar
que la libertad humana solo es posible hacia adelante en el tiempo
mientras que el pasado le está prohibido, y que esta desproporción
en la posibilidad de acción constituye el terreno de la responsa-
bilidad que, bajo la luz de lo expuesto, se convierte en un asun-
to abrumadoramente serio y grave. Del instante mortal, damos
un paso a otro misterio subsecuente, al porvenir escatológico: la
muerte más allá de la muerte.
Escatología y protesta 147

Capítulo 4
Escatología y protesta

N
os introducimos, a partir de este momento, en la
tercera parte de la obra La muerte. Particularmente,
este espacio de meditación es el más breve de todo
el texto. La muerte más allá de la muerte fija nuestra atención en
el porvenir escatológico, en la absurdidad de la supervivencia y
de la nihilización, y culmina con una reflexión que nos muestra
la quoddidad como imperecedera. Los capítulos anteriores nos
han llevado, pausadamente, hasta este momento: al más allá de la
muerte, a la nada, a la ausencia absoluta del ser, a la culminación
total de la existencia.

4.1 El porvenir escatológico y la absurdidad de la


supervivencia

Pasamos del casi-nada a la nada. Sabemos que el casi-nada


no es propiamente nada, pero es como nada; tampoco podemos
afirmar que casi sea algo, sin embargo, es alguna cosa. Este quasi
aparece «en las negras tinieblas de la nada, el Casi deja filtrar un
rayo de esperanza, un delgado hilo de luz… Si nuestro espíritu
fuera lo bastante sutil y libre, y nuestros sentidos lo bastante ágiles
para captar el relámpago, tal vez pudiéramos tener acceso a algu-
nas migajas de la verdad» (Jankélévitch, 2009: 347). Siempre nos
será negado pensar la muerte simultáneamente a ella; del antes
148 Escatología y protesta

al durante al después nuestra docta ignorantia solo ha mudado de


forma. Antes es demasiado pronto; durante sigue siendo demasia-
do pronto o demasiado tarde; después, es inevitable, es demasiado
tarde.

En el contexto de la docta ignorantia, Jankélévitch se pre-


gunta: ¿el más allá es un futuro? La respuesta a esta pregunta
se fundamenta en comprender que transitamos del moribundus
al moriens y ahora estamos frente al mortus, y existe el riesgo de
asimilar estos momentos como una secuencia de conjugación:
pretérito, presente y futuro, pero: «[…] el Antes y el Después
no son los dos lados del presente. Se puede hablar en efecto de
una perennidad vital en la medida en que la vida es plenitud
de continuación […]» (Jankélévitch, 2009: 349). Más allá de
la muerte no hay una sucesión histórica de hechos, es un esta-
do carente de emociones, y según lo señala el filósofo francés,
más aburrido que el Paraíso antes del pecado. El hombre que
ha muerto es expulsado del tiempo, y con ello adviene ahora
la eternidad amorfa, la eternidad del no-ser nunca nada más.
Es decir, el más allá absoluto no está más acá de nada. Pese a
estas consideraciones, el hombre ha establecido referentes para
mejorar su comprensión del entorno y es así como ha logrado
entender que la fuerza gravitacional define la polaridad de la
Tierra por arriba y por abajo, aunque el universo no tenga una
topología que defina un espacio superior y otro inferior; la suce-
sión vectorial de la temporalidad hace de este más allá posletal
un futuro y es así que la muerte representa para el hombre el
futuro más extremo de todo el conjunto de futuros. En este
punto surge una nueva dificultad: «¿Pero cómo llamar futuro a
un futuro que no será nunca presente?, ¿un futuro que no ten-
Escatología y protesta 149

drá nunca, en definitiva, un Ahora?» (Jankélévitch, 2009: 350).


En efecto, los futuros de la empiria se postergan; algunos, pese
a su potencial letal, se pueden diferir, aunque ese diferimiento
pueda llevar al más allá a 25 000 seres humanos como ocurrió
en Armero (Tolima) cuando los gobernantes de turno posesos
por la negligencia y la inoperancia decidieron postergar el des-
alojo de todo un municipio, aunque fuese lo llamado a efectuar
ante un inminente alud; luego de la trágica avalancha, miles de
cadáveres flotaban embebidos de barro, y sobre el barro, como
errantes embarcaciones póstumas sin pasado ni presente, «[…]
ese futuro sin amarras flota como un barco a la deriva sobre los
mares ulteriores. ¡Es un monstruo del tiempo!» (Jankélévitch,
2009: 350). Pero el futuro escatológico estará eternamente por
arribar.

Sin duda, sobre el más allá se han escrito relatos en diferen-


tes épocas y culturas; todos tienen algo en común, ninguno ha
sido desmentido, nunca un muerto ha venido a corregir algún
diálogo de Homero, de Virgilio o le ha señalado impresiones a
Dante. Todas son especulaciones permitidas, porque se hacen de
este lado de la muerte. Por medio de estos relatos Sócrates tuvo
noticias de los premios y castigos después de la muerte gracias
a Er, el armenio, de la tribu panfilia. Er fue un bravo guerrero
que, luego de haber caído en la batalla, fue recogido a los diez
días para ser incinerado. Una vez en la pira despertó y volvió a
la vida. Er relató que, al morir, su alma había abandonado el
cuerpo y «[…] se puso en camino junto con muchas otras almas,
y llegaron a un lugar maravilloso, donde había en la tierra dos
aberturas, una frente a la otra, y arriba, en el cielo, otras dos
opuestas a las primeras» (República, 614c). Este mito de la Re-
150 Escatología y protesta

pública ha dado mucho a la especulación; por ejemplo, el con-


denado a muerte, descrito por Víctor Hugo en 1829, encuentra
el mundo del más allá como el mal según lo describe Plotino: un
mundo al revés. El hombre se angustia con el instante mortal y el
miedo lo acompaña cuando piensa en el más allá. Seguramente,
esto ocurre porque asociamos este suceso al paso de una frontera
hacia un país desconocido; ese desconocimiento nos llena de
angustia y se desencadena una ansiedad por el instante, y miedo
a rebasar un umbral absoluto sin retorno. Pero no olvidemos
que, en la meditación sobre el instante mortal, Jankélévitch nos
mostró este suceso como carente de contenido y densidad, y
sin duración; siendo así no existiría razón para experimentar ni
angustia ni miedo.

Esto ya lo tenían muy claro en la escuela Megárica: «[…]


no hay, literalmente, nada que temer en el instante; ¡como
mucho un mal trago que pasar! La ablación de la vida se pare-
ce, si nos olvidamos de la forma de proceder, a la extracción de
un diente: antes que os deis cuenta, ¡el diente ha desaparecido!
[…]» (Jankélévitch, 2009: 353). Si lo vemos desde el Fedón
la cosa temible es la suerte relativa al difunto y lo relativo a
la angustia de fallecer termina siendo nada; para Sócrates hay
un más allá de plenitud. Así, pues, las religiones y las creen-
cias concentran su preocupación en el estado ulterior y no
justamente en el instante. Las sanciones del pecador son un
asunto sobrenatural. Surge así el componente ético del temor
y temblor. La salvación o la condena del alma, a lo sumo su
destino, son preocupaciones sobre las cuales se ha escrito con
abundancia.

Escatología y protesta 151

Así, por ejemplo, en El libro tibetano de los muertos61 pode-


mos encontrar la siguiente descripción: «[…] si debes renacer
como deva, visiones del mundo-Deva, se te aparecerán; así como
si tienes que renacer ora como asura, bien como ser humano,
como bruto, como preta, o como ser del Infierno, una visión del
mundo correspondiente se te aparecerá» (2007: 34). En algunas
regiones de Brasil, los niños fallecidos son enterrados con los
ojos abiertos, para que su alma compruebe el mundo que deja
atrás antes de su descanso junto a Jesucristo. Este hecho se en-
cuentra registrado en uno de los instantes fotográficos de Sebas-
tiao Salgado (1944-) en su obra Other Americas (1986) donde
un recién nacido ha sido vestido de gala y de luces para su fune-
ral. En el féretro se ve al infante con los ojos abiertos, profundos,
vacíos y severamente deshidratados (Salgado, 2015: 37).

Un ser mortal se pregunta y se inquieta por el infinito, habla


de tiempos y niveles en el más allá. La soteriología le confiere for-
taleza al moribundo frente al hecho inevitable de tener que morir.
Para la filosofía del instante, si no existe un después, o si ese des-
pués no es nada, la muerte es entonces una nihilización sin la más
mínima compensación, en otras palabras, una creación invertida;
es la nada que resulta del aniquilamiento. Pero es preciso tener en

61 El Bardo thodol conocido en occidente como El libro tibetano de los muertos


es un instructivo orientado a los moribundos y a los muertos. La creencia del
budismo tántrico afirma que su aplicación posibilita obtener la iluminación du-
rante el periodo inmediatamente posterior al instante mortal y por algunos días
más, a fin de evitar renacer e ingresar nuevamente al Samsāra. A la luz del budis-
mo, la muerte dura 49 días, después de los cuales sucede un renacimiento en el
círculo de la reencarnación. Este texto ofrece las recomendaciones que deben ser
tenidas en cuenta durante esos 49 días, rango de tiempo llamado bardo por los
tibetanos (O. James, 1956: 193; Ellwood, 2009: 48).
152 Escatología y protesta

cuenta que los castigos del más allá, que usualmente son descritos
como eternos, sin la nihilización implicarían una forma de super-
vivencia. De igual manera la nihilización sin la eternidad sería tan
nimia como una suspensión de la corriente. Cuando se suman el
miedo y la angustia el hombre aprehende el no-ser eterno. Para
Jankélévitch, el más allá debe prescindir, por igual, de la esperan-
za mercenaria del Paraíso y del terror interesado del Infierno; el
Paraíso resulta ser este mundo en una versión sublimada, y el In-
fierno «[…] es un mundo monstruosamente grosero y deforme»
(Jankélévitch, 2009, 356).

El más allá, asumido como algo lejano a la racionalidad, se


encuentra desesperadamente deseado y no apasionadamente espera-
do. La esperanza desesperada es aquello que resulta cuando todas
las esperanzas se han ido diluyendo. La esperanza desesperada
podemos comprenderla como esperar sin esperanza. Todo parece
indicar que el hombre vive para el futuro, pero no logra nunca
enfrentarse a su futuro extremo, el cual se diluye en el horizonte.
Somos conscientes de esta dilución y frente a nuestra escasez surge
ahora un potente deseo: la inmortalidad, aquella promesa rota de
la taumaturgia. Platón y Aristóteles prometieron «[…] un futuro
de felicidad en las islas de los Bienaventurados […]» (Jankélévitch
2009: 358).

Cuando pensamos en el más allá, podemos pensar, entonces,


en el producto derivado de ese paso del casi-nada a la nada, pero
también se abre el espacio para pensar en el problema de la in-
mortalidad, que es una carencia determinada por el hecho de no
poder morir. El inmortal no es ajeno a los problemas y esto lo de-
tecta con exquisitez Jorge Luis Borges en su narración El inmortal:
Escatología y protesta 153

«Homero y yo nos separamos en las puertas del Tánger; creo que


no nos dijimos adiós» (2009: 996). La interminable repetición
de los eventos entre los inmortales puede modificar la percepción
de aquel anhelo humano de no morir; un inmortal estará con-
denado a la repetición de los encuentros y desencuentros hasta
el infinito. Muy seguramente, el triunfo sobre la muerte, al que
hacen referencia los profetas y san Pablo, parte de la suposición
que la muerte se ha producido. Jankélévitch señala que ante la
inmortalidad se dan dos interpretaciones, las cuales se pueden
sintetizar de la siguiente manera: el que nunca muere, y el que
tiene vida después de la muerte.

En el primer caso, se trata de personas que por más años vi-


vidos parece que nunca fueran a morir, que su senectud es indes-
tructible o que también se da en aquellos que por más traumas
y politraumatismos que sufran resultan vivos y, por ello, se con-
sideran inmortales y experimentan la muerte como una utopía.
Pero la muerte no es una utopía y pese a que puedan evitar mi-
rarse al espejo, el envejecimiento va a promover la decrepitud y el
deterioro. En el segundo caso está aquello que los inmortalistas
denominan otra vida, una segunda vida, una vida posterior que
toma la posta de la primera superando el vacío de la muerte; la
resurrección como salvación, como victoria sobre la muerte, es
aquella que nos relata justamente san Pablo:

Y cuando nuestra naturaleza corruptible se haya revestido de lo


incorruptible, y cuando nuestro cuerpo mortal se haya revestido
de inmortalidad, se cumplirá lo que dice la Escritura: «la muerte
ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh, muerte, tu
victoria? ¿Dónde está oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está oh
154 Escatología y protesta

muerte, tu aguijón?» El aguijón de la muerte es el pecado, y la


ley antigua es la que da el pecado su poder. ¡Pero gracias a Dios,
que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!
(Corintios 14, 50-52).

Sin duda, es importante tomar en serio el principio universal


de la conservación, el cual nos impide comprender la desapari-
ción de un ser vivo por medio de la nigromancia. Frente a esta
limitante surgen tres soluciones posibles: la primera demanda la
perennidad de la vida, la segunda la eternidad de la esencia y la
última promueve la supervivencia personal del alma. Estas tres
posibilidades se dan a partir de la anulación del ser sin por ello
aniquilar la esencia de ese ser, trasformando así a la muerte en
una suspensión parcial; estas compensaciones metaempíricas vul-
garizan empero la angustia y el carácter trágico de la muerte, al
escamotear su carácter definitivo.

Aparte de este tipo de compensaciones, Jankélévitch examina


otra alternativa, a saber: la consolación cosmológica, en la cual la
muerte impone la evidencia de una descomposición del cuerpo
orgánico, «[…] transformando primero en cadáver inerte, des-
pués en osamenta, sales minerales, elementos químicos» (Jankélé-
vitch, 2009: 361). Para algunos, en este punto se podría afirmar
que la muerte es una especie de metamorfosis, un renacimiento
permanente; descomposición y nacimiento de otros seres, alimen-
to para carroñeros, putrefacción y florecimiento, de tal suerte que
morir sería revivir, atomizándose bajo otras formas. En este pun-
to, podemos recordar la perspectiva de Empédocles, que niega el
nacimiento y el fin y acepta exclusivamente la mezcla y el cambio
de los elementos; pensar la continuidad sería entonces la resu-
Escatología y protesta 155

rrección personal arrojada al azar. Siguiendo esta formulación del


filósofo griego, tendríamos entonces que afirmar que el ser vivo
es mortal, pero la vida de ese ser y la vitalidad de aquella vida son
indestructibles y, por tal motivo, la muerte no sería ya el final de
la vida, sino tan solo el final del ser vivo y no de la vida universal.
Para los discípulos de Empédocles, la muerte no es entonces una
tragedia, ya que el aniquilamiento singular permite la persistencia
de la vida en la Tierra. Teniendo presente lo anterior, tendríamos
entonces que reconocer que: «La evidencia del aniquilamiento
individual y la evidencia de la supervivencia específica se contra-
dicen, y sin embargo estas dos evidencias, conjuntas, explican la
paradoja del devenir: el devenir es esa renovación continua de
un ser que cesa continuamente de ser en particular y continúa
siendo en general» (Jankélévitch, 2009: 365). Tenemos entonces
que, para el dualismo, el aniquilamiento de lo impuro no cierra
el devenir, lo deja abierto y la muerte deja de ser un No absoluto.

Sin duda, este dualismo ofrece una gran esperanza, y en ella


entraña la creencia de la sobrenaturalidad, es decir, el apego a la
cosa insoluble que facilita la solución del dilema de la nada y la
supervivencia. En palabras de Sócrates:

La muerte es algo así, digo que es una ganancia, pues la tota-


lidad del tiempo no resulta ser más que una sola noche. Si por
otra parte la muerte es como emigrar de aquí a otro lugar y es
verdad, como se dice, que allí están todos los que se han muer-
to ¿Qué bien habría mayor que éste, jueces? Pues si, llegado
uno al Hades, libre ya de éstos que dicen que son jueces, va
a encontrar a los verdaderos jueces, los que se dice que hacen
justicia allí: Minos, Radamanto, Eáco y Tripolemo, y a cuantos
156 Escatología y protesta

semidioses fueron justos en sus vidas, ¿sería acaso malo el viaje?


(Apología, 41a).

Para Jankélévitch, la supervivencia que el dualismo confiere


a nuestra esperanza no es realmente el establecimiento de un or-
den-completamente-distinto; pero este orden inconcebible pode-
mos entenderlo como un espiritualismo que deviene en espiritis-
mo o en animismo. En efecto, los seres humanos hemos invertido,
sin éxito, mucho tiempo de nuestra historia en lograr establecer
una topografía certera para el alma, pero con estos actos lúdicos
tan solo se consigue motivar la curiosidad, pues «el mínimo-ser
del casi nada no es localizable, decíamos, porque el instante pun-
tual es a la vez la negación del lugar y la negación de la duración;
y el no-ser no es localizable por la sencilla razón de que está pura
y simplemente en ninguna parte» (Jankélévitch, 2009: 372). Só-
crates, en el Fedón, parece prometernos un futuro de plenitud y
vale la pena preguntar: ¿a qué se debe que Sócrates crea en la
supervivencia del alma? Es un misterio en el que la última palabra
jamás será dicha. Con todo, este asunto está lejos de ser una sim-
ple trivialidad. Lo cierto es que la continuidad de la existencia del
alma se relaciona con un rechazo a la absurdidad de la nihilización
total de la muerte.

4.2 La absurdidad de la nihilización total

Sabemos que en términos generales, en todo ser vivo exis-


te un instinto de conservación, pero en el ser humano aparece
una particular vocación de continuación. En el hombre, este
instinto se manifiesta como una renuncia desesperada ante la
Escatología y protesta 157

absurdidad de la nihilización. La protesta ante la muerte se pre-


senta de una manera única en el hombre y se muestra, particu-
larmente, en el pensamiento de un alma que es consciente de
su propia muerte. Así, pues «[…] el alma, no es una cosa, sino
algo distinto, pero no sé qué otra cosa» (Jankélévitch, 2009:
377). El pensamiento y la memoria solo se pueden concebir
ligados a un cerebro; sin cerebro no son posibles ni la memoria
ni el pensamiento, pero «[…] por eso mismo y razonablemente,
la memoria es algo distinto al cerebro que depende… Si no,
¿qué sentido tendrían el verbo depender y el sustantivo condi-
ción? ¿Cómo podría darse siquiera una relación entre condición
y condicionado?» (Jankélévitch, 2009: 378). De este modo, el
alma pensante depende de su compuesto psicosomático, pues es
condición de su existencia personal; sin embargo, el alma está
siempre por encima de esta corporalidad, en la medida que es
pensante. En efecto, podemos preguntarnos: ¿será factible que
el alma sobreviva a la muerte? ¿Qué pasa con el alma después de
la disolución de la corporalidad? Vemos como, desde este lado
de la muerte, dentro del misterio que ella misma encarna, uno
de los aspectos confusos al entendimiento sería la afirmación del
principio de conservación.

Sabemos que la búsqueda de la ininterrumpida existencia del


alma no se da por la apelación humana a este principio común
en todos los animales, sino que obedece a otro orden: el prin-
cipio de continuación. Por ejemplo, la muerte de un animal se
rige bajo el principio de conservación, mientras que el hombre,
gracias a la conciencia de su propia muerte, se ampara bajo el
principio de continuación. El principio de continuación es una
extraña fuerza, un momentum de inercia metafísico conforme al
158 Escatología y protesta

esse, que le enuncia con vehemencia a la nada: ¡No! Es sabido


que, para la gran mayoría de la humanidad, no hay razón para
que el ser sea aniquilado; si la existencia es un milagro, ¿cómo es
posible entonces que se dirija a un no-ser? El no-ser interrumpe
el milagro con un contundente portazo. En el Banquete Diotima
expresa que entre mejor sea el hombre más amará lo inmortal, o
mejor, el hombre que se conoce como mortal amará naturalmente
lo inmortal (Banquete, 208d-e). Pero en la muerte se da, efecti-
vamente, una violencia, independiente de cuál sea la causa del
deceso, pues es un constreñimiento que nihiliza al ser finito que
anhela la inmortalidad.

¿Cómo asumimos entonces la inmortalidad? ¿Acaso existe


como mera negación de la naturaleza mortal del hombre? Para
Jankélévitch, no hay que buscar alguna prueba relativa a la inmor-
talidad, y, en esta medida, piensa que la muerte no es responsable
la onus probandi. Desde la perspectiva de Bergson «[…] la prueba
corre a cargo de aquel que la niega» (Jankélévitch, 2009: 379); sin
embargo, devolverle la carga a los que niegan el aniquilamiento
absoluto de la muerte no resuelve para nada el verdadero asunto.
No es correcto demostrar una tesis exigiendo al contrincante que
pruebe lo contrario. Debemos tener presente pues que no es la
prueba de inmortalidad la que le interesa al que intenta revelarse
a la muerte; es, más bien, la fatídica violencia de advenimiento lo
que efectivamente le perturba. Sabemos que nacer es extraordi-
nario, es realmente un acontecimiento milagroso y, sin embargo,
esto no atenúa para nada la violencia de la muerte; al contrario,
la hace más incomprensible. El nacimiento es un paso de la nada
hacia la existencia, ergo, «la nada prenatal y la nada postletal no son
en absoluto simétricas ni homólogas. Porque el tiempo de la vida
Escatología y protesta 159

tiene un sentido: está orientado hacia el futuro; es advenimiento


inagotable, irreversible futurición; camina continuamente hacia el
no-ser» (Jankélévitch, 2009: 380).

Es decir, aunque el ser pensante se dirija continuamente al no-


ser, vive su vida continuamente hacia el ser; volver a la nada des-
pués de haber sido es una incomprensible tragedia. El que ha exis-
tido, acepta el alfa pero rechaza el omega, quiere conservar el regalo
del ser y se aferra sobre él. Renunciar a este regalo es un absurdo
para el hombre de buena fe. Ahora bien, el principio de continua-
ción en el hombre es una vocación de inmortalidad, es una condi-
ción humana que honra y protesta contra lo irrevocable de ratificar
esta disimetría esencial del tiempo; esto es precisamente en lo que
consiste la vocación de inmortalidad. Para Jankélévitch, «un ser
inmortal es un ser que se ha convertido en eterno; no es infini-
to por sus dos extremos, sino únicamente en dirección al futuro»
(Jankélévitch, 2009: 380). Así pues, el hombre acepta el instante
natal del que no se puede decir mucho y rechaza el instante mortal
que llega súbita y violentamente; es decir, acepta la ambigüedad de
la aparición del ser, pero niega la ambigüedad determinada del no-
ser. Como es sabido, es imposible determinar en qué momento de
la gestación aparece el ser y sin embargo es aceptado con facilidad.
Desde la otra orilla, la muerte suprime de una sola vez y en un
instante determinado, todo ser vivo y consciente, y esto lo niega.

Ahora bien, esta vocación de continuación está inevitable-


mente determinada por la muerte; por lo tanto, es una serie
amenazada, lo que se traduce en un ser finito; para toda conti-
nuación la finitud representa así una posibilidad de cesación. De
esta manera, se expresa una relación anfibológicamente trágica,
160 Escatología y protesta

terriblemente ambigua. ¿Qué podemos hacer con la ambigüedad


entre continuación y cesación? ¿Qué hacemos con esta posición
anfibológica en la que se encuentra el ser pensante? Esta dualidad
se da precisamente en el caso particular de aquel que es pensa-
miento y ser, pensamiento que nos hace pensar que, de alguna
forma, la consciencia sobrevivirá a la muerte. Esto se debe a que
el hombre construye pensamientos que el instante mortal no ani-
quila. Por ejemplo, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
(1605), no desapareció con la muerte del genio ibérico. Precisa-
mente, de aquí surge un interrogante: ¿este pensamiento no es
acaso él mismo una verdad? “La intemporalidad define a la vez
la verdad-objeto y la verdad sujeto, la verdad pensada y la verdad
pensante, la idea y el cógitans, este es a su vez objetivamente vá-
lido, aquel que es cognoscible y sin embargo nunca es otra cosa”
(Jankélévitch, 2009: 383). Así, irónicamente, el pensamiento
que piensa la intemporalidad es lo primero de todo en rendirse al
tiempo, pues el pensador que piensa la muerte acaba finalmente
muriendo. Parece imposible que el ser pensante salga de esta si-
tuación ambigua, el pensamiento que piensa la inmortalidad de
la vida no sobrevive a la muerte, y aun así, «[…] él es el Cógito
que trasciende a la historia y a la evolución que engloba a la una
y a la otra» (Jankélévitch, 2009: 383). Para el pensador francés,
meditar en este asunto nos pone a orbitar en torno a la paradoja
del cretense Epiménides: «Todos los cretenses son unos mentiro-
sos»,62 la cual se relaciona directamente con la que el pensador

62 Esta paradoja es abordada por Foucault en Pensamiento del afuera (1966).


«Cuando el lenguaje se definía como lugar de la verdad y lugar del tiempo, era
para él tremendamente peligroso que Epiménides el Cretense afirmase que todos
los cretenses eran unos mentirosos: el vínculo de ese discurso consigo mismo lo
desvinculaba de toda verdad posible» (1997: 40).
Escatología y protesta 161

francés formula: «El mortal que piensa la inmortalidad muere»


(Jankélévitch, 2009: 382). Es así como el ser pensante que piensa
lo atemporal le pone fin a su saber una vez muere. Tal vez, dice
Jankélévitch, esto se daba a que el ser pensante, como realidad
óntica, esté inclinado personalmente a esta nada que no se puede
pensar; por esta razón, el pensamiento protesta y niega esta nada,
después de lo cual se anula así mismo incomprensiblemente y
se hunde en la nada inimaginable: «Sabe que muere» según la
formulación pascaliana63. Según el pensador francés, existe algo
cierto en lo que afirma Pascal: el hombre tiene consciencia de
su muerte y se asombra ante su propia existencia. Pero lo que
es totalmente absurdo es que la arrogancia lo lleve a contemplar
la posibilidad de controlar la muerte, que siempre lo asaltara de
sorpresa. A pesar de tener la consciencia de la muerte, el ser pen-
sante morirá y, sin embargo, no se convence del todo sobre su
inevitable finitud. Incluso Sócrates que medita sobre la muerte y
la inmortalidad del alma con sus amigos, finalmente muere.

Así mismo, el pensamiento toma conciencia de la muerte y


actuando de esta manera, la engloba en su conjunto. Sin em-
bargo, al ser el pensamiento inmortal de un ser mortal, deja de
dominar y es dominado por eso que él mismo domina, pues es
«[…] englobado por aquello que engloba; la consciencia de la
muerte está ella misma rodeada de muerte, inmersa en la muerte;
se mueve en la muerte; vive en la muerte» (Jankélévitch, 2009:
390). Según lo anterior, podemos decir que el hombre trasciende
la muerte y que, al mismo tiempo, permanece dentro de ella,

63 La descripción de la caña pensante, contenida en Pensamientos No. 347, se


encuentra descrita en el segundo capítulo del presenta trabajo.
162 Escatología y protesta

afuera y adentro, eso sí, asimétricamente, es decir, más aden-


tro que afuera. Parece inevitable que sigue triunfando la muerte,
pues lo englobante termina por ser englobado; es una trascen-
dencia impura o más bien un inmanencia mortal que es pro-
piamente letal. Así pues, la sobreconsciencia es la conciencia de la
muerte que se encuentra entre la inmanencia y la trascendencia,
es decir, afuera y adentro que engloba y es englobada por lo que
engloba.

Esta relación recíproca entre la trascendencia e inmanencia es


también una relación anfibológica que resalta el misterio mortal;
sin embargo, esto no significa que esta reciprocidad sea fuente
de confusión, sino más bien de relatividad. En otras palabras, lo
englobante englobado, la impura trascendencia inmanentemen-
te mortal es, por tanto, una relación inteligible. Ahora bien, exa-
minemos con mayor profundidad lo que hemos aquí anotado.
Para Jankélévitch, la inmanencia mortal es a la vez inevitable y
total, ineludible, luego es todo nuestro ser el que está sumergi-
do en la muerte. La trascendencia impura impulsa, en efecto,
al hombre hacia la inmortalidad, pero este impulso se debe a
que la muerte se presenta como punto de gravedad invisible,
esto es, opera como un agujero negro, cuya potencia gravitatoria
deforma de manera severa el tejido espacio-tiempo llevando a su
misterioso interior toda luz y toda materia que se le aproxima64.
Vemos como la relación reciproca de lo englobante englobado

64 Según la astrofísica, un agujero negro corresponde a una región finita del


espacio en cuyo interior existe una densidad de masa lo suficientemente grande
como para generar un campo gravitatorio tal que ninguna partícula material, ni
siquiera la luz, puede escapar de ella (Hawking, 1996: 116).
Escatología y protesta 163

revela nuestra condición humana; no es en absoluto una limi-


tación unilateral, sino más bien una finitud óntica, pero el fin
y al cabo ambigua. Se podría decir que ésta es «[…] la misma
ambigüedad de nuestra situación moral: el hombre cumple con
su deber, como filósofo de la muerte, está adentro y afuera; el su-
jeto agente y pensante, en cuanto pensante, pasa por encima del
deber; pero en la medida en que es sujeto agente, es decir, está
comprometido con la acción, es el deber por contrario lo que
pasa por encima de él: el deber incumbe también al elocuente
teórico que lo predica […]» (Jankélévitch, 2009: 392).

En efecto, el filósofo que no vive su filosofía es un modelo


ridículo; sin embargo, el filósofo que no piensa la muerte, al igual
que el que la piensa, también muere. El deber, como la muerte,
es un asunto serio, pues es a la vez englobante y problemático;
pero definitivamente la muerte es mucho más seria de pensar la
muerte, pues el deber, aunque englobe al hombre, deja intacta
su libertad; en cambio, en la muerte, el no-ser suspende por en-
cima al ser, es decir, lo aniquila de un solo plomazo. Ahora, si
bien no es claro que la conciencia desaparezca y tampoco es claro
que subsista completamente sola, entonces: ¿quién tendrá aquí
la última palabra? ¿El pensamiento o la muerte? En efecto, «el
pensamiento piensa al infinito, y la voluntad, por su parte, puede
querer al infinito; pero el pensamiento no supera físicamente la
muerte, y la voluntad, por su parte no puede querer lo imposi-
ble» (Jankélévitch, 2009: 393). Vemos entonces como en la ico-
nografía del medioevo la muerte aparece, por ejemplo, siempre
triunfante, pues ante ella se rinden los papas y emperadores, los
soldados y los sabios, los escultores y los pintores, e incluso los
bellos amantes parecen no poder escapar a ella. Así, en el puente
164 Escatología y protesta

de los molinos en Lucerna, Kaspar Meglinger (1595-1670) rea-


lizó su famosa obra Danza de los muertos en la que representa a
la muerte arrastrando, en tono triunfante, al obispo y al duque,
entre otros personajes65.

La cotidianidad nos muestra que ni siquiera la música que eng-


loba al tiempo y que es englobada por él puede comprender el úl-
timo silencio, en la medida en que con él se cierra la danza mortal.
En este instante, el último acorde brilla más que nunca cuando está
ante el silencio final. La sobreconsciencia parece pues brillar en el
último instante, en el punto infinitesimal de inversión del ser al no-
ser. Pero examinémoslo mejor: la muerte en primera persona es, de
algún modo, la inversión de la duda cartesiana. El pensamiento que
soy, ya no está; ahora bien, ¿pasa lo mismo con la sobreconsciencia?
En el instante mortal la sobreconsciencia se encuentra englobada
para siempre por aquello que ella siempre englobó; así pues, en
el instante mortal parece que uno se ha salvado del naufragio; sin
embargo, parece no haberse salvado específicamente lo esencial.
Esta situación se debe a que «[…] la conciencia no es la más fuer-
te, pero es casi la más fuerte, porque se trata de un único instante
de inconsciencia, de un desmayo infinitesimal y de una minúscula
distracción del pensamiento. ¡Apenas un abrir y cerrar de ojos! La
conciencia está a salvo, pero en cambio el ser consciente ya no
está» (Jankélévitch, 2009, 395). Por tanto, volvemos a nuestra
pregunta: ¿quién tiene pues la última palabra, la conciencia de la
muerte o la propia muerte? Recordemos que en una relación an-
fibológica no parece haber última palabra. Siendo rigurosos, en el

65 La información sobre Kaspar Meglinger puede ser consultada en: www.sikart.


ch. portal virtual del Instituto suizo para el estudio del arte.
Escatología y protesta 165

caso de la muerte, esto es aún más difícil, pues la nihilización de-


safía toda lógica. Dentro y fuera de un pensamiento anfibológico
existe una doble verdad de contrarios que más bien sugiere que: la
muerte y la conciencia tienen, a la misma vez, una y otra la última
palabra. Pese a lo anterior, la conciencia se encuentra desarmada
ante la nihilización; sin embargo, protesta sin rendirse hasta que
es inevitable su aniquilamiento, de ahí que en cierta medida, solo
muera el hombre. La conciencia sobre la muerte y la muerte están
íntimamente ligadas y, al mismo tiempo, son lejanas. El choque
entre estas dos verdades resulta insoluble; a manera de columpio
que va y viene, la libertad prevalece sobre la necesidad y la ne-
cesidad sobre la libertad. De esta manera, Jankélévitch sitúa en
diálogo al Sócrates del Fedón con la nada. Se trata pues de un
teatro musical en el que Sócrates simboliza la protesta y la muerte
representa, a la vez, a la nada; el último acorde vital así como el
silencio que le sigue hacen parte de la unidad ambigua que somos.
Tanto la muerte como la protesta son inevitables, aunque sea, a la
vez, inevitable que la protesta en últimas se acalle. El pensamiento
ignora el paso del tiempo y la muerte no significa nada para él,
aunque sea consciente que en la nada irá finalmente a parar y que,
«[…] al revés, la muerte es invencible, pero su poder absoluto es
sólo superioridad ciega y sin transparencia, sin verdad racional»
(Jankélévitch, 2009: 396).

La muerte no sabe nada y ante esto la protesta es inevitable.


De ahí que la protesta sea un gesto platónico, pues la protesta
de la conciencia es un repudio ante el hecho violento que es la
muerte, ante el no-ser. Recordemos, Sócrates sólo es consciente
de que nada sabe, lo que lo muestra como claramente consciente;
sin embargo, Sócrates muere, luego de estremecerse, pese a la
166 Escatología y protesta

conciencia que sobrepasa este acontecimiento. Ante la muerte el


hombre no es un pensamiento puro sin ser, una esencia inexis-
tente, pues si este fuera el caso, contemplaría y juzgaría la muerte
como un espectador imparcial; y si, por el contrario, el hombre
fuera un ser sin pensamiento, una especie de autómata incons-
ciente, «estará hundido hasta las cejas en la muerte y se entrega-
ría, cuando le llegara el día» (Jankélévitch, 2009: 397). En primer
caso, sería no más que un espectador; en el segundo, un náufra-
go total. Paradójicamente, el hombre es un espectador carente
de perspectiva, englobado por lo que engloba; la trascendencia
e inmanencia se refieren una a la otra bilateralmente diluyéndose
en un misterio que irónicamente escapa a toda consciencia. Para
Jankélévitch, la protesta ante la muerte es pues una vocación so-
brenatural, que él denomina una verdad eterno-mortal. En efecto,
«[…] el a priori opaco se ha adelantado a la conciencia. La con-
ciencia de la muerte, no reteniendo de la muerte más que una
efectividad vacía, se queda sin contenido y nos deja en un estado
de precariedad total» (2009: 401).

Como es evidente, durante todo el desarrollo de este trabajo


ha existido una permanente relación con las mediaciones paradó-
jicas, pues esta situación caracteriza a la metaforología y al pen-
samiento anfibológico de Jankélévitch. Con estas meditaciones
en tono aporético y acategorial, inspiradas en el estremecimiento
socrático en el Fedón, el pensador francés nos ha revelado aquello
de lo que no queremos hablar, a saber, el escándalo de la muerte.
Este escándalo nos demanda empero una cierta posición ética.
El autor francés dialoga así con los vivos acerca del misterio de la
muerte; aquí la piensa como un obstáculo, como un escándalo,
como un acontecimiento de violencia y como una nihilización
Escatología y protesta 167

absoluta final. En este sentido, la muerte es, para Jankélévitch, un


asunto concernido e irrevocable del άπαξ.

En la tercera parte de La muerte, el asunto central es la voca-


ción de continuación del άπαξ, enunciada ahora como protesta
frente a la nihilidad de su muerte. En esta parte final de su obra,
el autor propone tres formas de protesta ante la violencia de la
muerte y el escándalo del aniquilamiento. La primera, el amor,
que responde con un no al no de la muerte, aunque es capaz de
decir sí a ese no. El amor encarna entonces la continuación, el
futuro, la renovación de la vida, «en una palabra el amor anima
y activa la alteración de lo mismo y vuelve a poner en marcha al
ser dormido» (Jankélévitch, 2009: 403). El amor es pues capaz
de inmortalizar a Cleopatra junto a Marco Antonio, y a Ferminia
Daza unida con Florentino Ariza. Así pues, por medio del amor la
muerte deja de ser un obstáculo, reuniendo a los amantes que han
pronunciado el sí desde este lado de la muerte; es, sin duda, un
logro simbólico y metafórico de la quimera de nuestra esperanza.
La segunda protesta es la libertad, a saber, el principio de vida,
la primera piedra y la aurora perpetua. La libertad es realmente
una inmensa fuerza que avanza oponiendo su voluntad, sin ce-
der, debilitando inclusos a la muerte, «[…] por eso el torturador
no podrá arrancar su secreto a la voluntad que rehúsa confesar y
contesta desesperadamente no, no hasta la muerte» (Jankélévitch,
2009: 405-406). La libertad, esperanza platónica ante un destino
absurdo, pero a la vez una protesta. A este tipo de protesta apeló
Antonio Ricaurte Lozano (1786-1814), cuando el 25 de marzo
de su último año, en San Mateo, libre y valerosamente decidió
prender fuego a las municiones que custodiaba, con el fin de evi-
tar que el ejército realista las tomara. Se trata, en efecto, de un
168 Escatología y protesta

instante mortal que inmortalizó a un héroe; «De la patria en un


punto concentrada:/ Sacrificio ó derrota es el dilema;/ San-Mateo
da nombre á la jornada…/ Ricaurte en llamas coronó el poema,/
Y eterna gloria fulguró en su espada» (Núñez, citado por Salgado,
1886: 13).

Finalmente, la tercera protesta es Dios, que representa la es-


peranza de la prórroga y de la recompensa del más allá; esperanza
en la desesperación, consuelo y promesa de salvación. A pesar de
su ambigüedad e invisibilidad, a pesar de no ser verificable, Dios
es la esperanza de que habrá algo. En palabras del apóstol: «Ce-
lebra todo mi ser la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra
en el Dios que me salva» (Lucas, 1:46). Vladimir Jankélétvitch
está pensando aquí que Dios, el amor y la libertad, disminuyen
la contundencia de la muerte y la superan, en cuanto son formas
de protesta del hápax; por ejemplo, aquel que permanece leal así
deba morir. Meditar acerca de estas protestas, conduce al filósofo
a pensar seguidamente en la imposibilidad de comprender tan-
to la mortalidad como inmortalidad. La muerte es sobrenatural
e impenetrable y por ello desmiente la verdad del pensamiento;
por otro lado, la inmortalidad es la indemostrable confrontación
de toda supresión de la temporalidad. Se trata de dos caras de la
misma moneda, que es justamente la vida del hápax labrada en y a
través de su mortalidad y finitud irremediable. Estos dos contra-
dictorios hacen de la muerte un misterio marcadamente ambiguo.
Resulta tan absurda la nihilización como la simple continuación.
En este sentido, «la muerte es por tanto a la vez imposible y ne-
cesaria, del mismo modo que la inmortalidad es a la vez necesaria
e imposible» (Jankélévitch, 2009: 410). En la incomprensión de
esta absurdidad surge la esperanza del άπαξ, que constantemente
Escatología y protesta 169

da paso a los que siguen, a los reemplazos, a los sucesores, a aque-


llos que a su vez continuarán la función que quedó truncada con
su extensión. En palabras del pensador francés: «El devenir, que
va siempre por delante, compensa los muertos reemplazandolos:
¡pero no puede reemplazar esos absolutos de los que cada cual res-
pectivamente es un fin en sí, un fin del devenir, meta y término
de la historia, desenlace de toda evolución humana! La tragedia
del Hápax continuará sangrando […]» (Jankélévitch, 2009: 416-
417).

Teniendo presente estas reflexiones acerca de las tres protestas


frente a la muerte, llegamos ahora al final de La muerte; en sus
últimas páginas Jankélévitch despliega un tono vitalista, sin apar-
tarse de la anfibología que ha caracterizado su meditación concer-
nida sobre el hápax. Es así como no deja de lado su apreciación de
la muerte en su dimensión paradojal, en tanto medio e impedi-
mento para vivir. El que está vivo tiene que morir, liberándose de
la inmortalidad, morirá para vivir; se liberará del obstáculo de la
corporalidad para soltarse de la vida. Quien ha vivido ha conocido
el dolor, la enfermedad, la ansiedad, el temor y el temblor. Por tal
razón, «se puede decir entonces que lo que no muere no vive. Por
lo tanto prefiero ser aún el que soy, condenado a algunos decenios,
pero finalmente haber vivido» (Jankélévitch, 2009: 18).

En efecto, así como el mal se convierte en bien y la finitud


engloba a la conciencia la muerte hace aflorar el espíritu y libera el
sentido de la vida dirigiéndolo hacia la eternidad; por esta razón,
«[…] va a ser la vida misma, en la alegría de vivir y en la sobre-
naturalidad de la naturalidad vivida donde vamos a encontrar la
prueba de una existencia imperecedera» (Jankélévitch, 2009: 423).
170 Escatología y protesta

De esta manera, la meditación concernida de Jankélévitch rinde


tributo al más acá, restándole absurdidad a la muerte y suavizando
con ello el escándalo de la completa nihilización, pasando así de
la mera negatividad del morir a la plenitud afirmativa y positiva
de la vida que incluye su irremediable brevedad. La muerte sella
las biografías y hace surgir la gratuidad del nacimiento, de la vida
sumergida en la cotidianidad. La muerte logra que nos asom-
bremos frente a la quoddidad del ser desnudo y ante los milagros
del parto y de la muerte. Es decir, «[…] la filosofía podría ser una
meditación sobre la muerte, y la muerte misma podría ser filosófica»
(Jankélévitch, 2009: 245), del mismo modo la meditación sobre
la muerte tendrá que ser, a la vez, una meditación sobre la vida

El autor de La muerte está pensando nuevamente en el instante


supremo, en su irreversibilidad e irrevocabilidad, y considera que
la eternidad de lo irrevocable más allá de la muerte, se refiere a un
hecho muy simple, al hecho de haber vivido la vida. Sin duda, el
pensamiento se topa aquí con un radical irrevocable para lo irre-
versible; lo hecho no puede ser deshecho, así como el perdón y el
arrepentimiento no pueden borrar el hecho. Por tales razones, el
homicidio, en tanto asesinato ontológico, es un suceso imperdona-
ble. No se puede soslayar que «[…] la muerte destruye al ser vivo
por completo, pero no puede nihilizar el hecho de haber vivido»
(Jankélévitch, 2009: 427); es decir, la muerte deja de ser omnipo-
tente pese a su violencia radical y letal. Sin importar cuantos años
se llegue a vivir, siempre será un breve suspiro sobre el que la muer-
te asienta la indiferencia eterna. Pero el militante, el irrepetible, el
singular άπαξ no será nunca nihilizado por la muerte: nada puede
destruir la quididad de haber existido; pese a que se pierda todo, se
salvará lo esencial.
Escatología y protesta 171

En efecto, la nihilización desnuda la hermosura de la vida,


este es precisamente el precioso regalo de la caducidad que hace
bello el instante de la vida, aunque sea breve. Una vida inundada
de sonrisas, de lágrimas, de hiperalgesia y de hipoestesia es una
invaluable singularidad. Entonces pues, «[…] la alternativa para
nosotros es la siguiente: tener una vida corta pero una verdadera
vida, una vida de amor, etcétera, o bien entonces una existencia
indefinida, sin amor, pero que no es en absoluto una vida, que
sería una muerte perpetua» (Jankélévitch, 2004: 37). Podemos
preguntarnos entonces: «¿Qué es lo que eternamente será recorda-
do? Sólo una cosa: haber sufrido por la verdad. Si quieres ocuparte
de tu futuro eterno, cuídate de sufrir por la verdad» (Kierkegaard,
2012: 161). Para terminar, resaltemos algo elemental: la vida del
άπαξ es aquello sobrenatural, un cúmulo de instantes secretos y
misteriosos; una única vez que acontece entre dos milagros: el na-
cimiento y la muerte. Con la aniquilación de la vida el άπαξ está
«[…] invitado a devolver ese regalo que no había buscado pero
al que ha acabado de coger apego» (Jankélévitch, 2009: 433). La
singularidad del άπαξ no triunfa en la inmortalidad pero consigue
ser eterna. Y esto que consigue pagando el precio de su brevedad
es lo que lo hace único.
172 Conclusiones

Conclusiones

P
ensar la muerte no es un asunto trivial, su meditación
permanece vigente; su misterio es impenetrable, pero
no impensable. La ciencia médica supone haberse apo-
derado del estudio de la muerte y de los fenómenos con ella rela-
cionados. En términos generales, la ciencia asume la muerte como
un fenómeno empírico digno de todo estudio fisiopatológico; a
los sumo considera que ante ella estamos como ante un secreto
todavía no revelado, pero sobre el cual se puede conocer cada vez
más y se puede controlar más variables fisiológicas que la deter-
minan. Esta mirada es empero muy distante a la desarrollada por
Jankélévitch, que ve en la muerte un fenómeno metaempírico
envuelto en un eterno secreto. Por otro lado, la ingeniería gené-
tica y los desarrollos de la tecnología protésica permiten que el
hombre sueñe con el control total sobre la vida y la muerte. Es
así como, “más allá del problema planteado por el hecho de que
los padres quieran controlar el fenotipo y el genotipo de sus hijos,
esta práctica es contraria al elogio que en nuestras sociedades se
hace de la originalidad, del derecho de cada quien a expresarse a
través de aquello que lo hace único” (Pelluchon, 2009, 359). La
apuesta por una aprehensión de la totalidad de los fenómenos por
parte de la razón es definitivamente una idea limitada y peor aun
cuando se quiere dominar la muerte. Los fenómenos metaempí-
ricos pueden ser pensados, pero no dominados ni controlados.
En efecto, la ciencia moderna expone a la τέχνη como la gran
herramienta que permitirá unir el α y el Ω. Muy probablemente,
el materialismo histórico con su afirmación marxista expuesta en
la tesis undécima sobre Feuerbach, según la cual “los filósofos no
Conclusiones 173

han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero


lo que se trata es de transformarlo” (Marx, 1987: 11), ha nutrido
la idea acerca de la filosofía reveladora de secretos.

De otro modo, la filosofía de la resistencia protesta contra la


idea de buscar una transformación a toda costa y se aproxima,
más bien, a la del cuidado del mundo y a la compensación de
la vida humana. Por tanto, para pensar la muerte esta filosofía
asume que “los filósofos de la historia simplemente han transfor-
mado el mundo de diferentes maneras; de lo que se trata ahora
es de cuidarlo” (Marquard, 2007: 17). Cuidarlo implica aprender
a valorarlo y entender la singularidad excepcional del άπαξ y, por
tanto, no negar la condición de vulnerabilidad del hombre. Las
experiencias frente a la aniquilación producida por la muerte han
adquirido un lugar muy relevante en la historia de la humanidad.
Por tal razón, verificar el antiguo enterramiento de los muertos es
interpretado como un signo particular del hombre; sabemos que
desde los albores de nuestra especie la muerte ha sido protago-
nista. Es claro que el asunto de la muerte es una constante en la
producción literaria de Jankélévitch, pese a que sólo en 1966 pu-
blicó su libro titulado La Muerte, precisamente cuando ya su pen-
samiento filosófico se hallaba muy sólido; meditar sobre este tema
requiere un previo recorrido vital. El pensador francés demues-
tra que sólo se puede meditar con profundidad sobre la muerte,
cuando hemos estado muy próximos a ella. Para Jankélévitch,
asumir la muerte requiere tomar una postura ética seria frente a la
vida y frente a todo lo que en ella nos ocurre.

Sin duda, Vladimir Jankélévitch es un pensador de lectura


compleja, puesto que escribe empleando recursos de imágenes,
174 Conclusiones

metáforas y ejemplos musicales, así como algunos referentes


poco trabajados en la filosofía tradicional. Nos entregó una obra
carente de sistematicidad, en la que está presente una clara dis-
tancia frente a todo intento metafísico de sustancialización. Sus
meditaciones no intentan ofrecer ningún absoluto con el cual el
pensamiento pueda consolarse. En la primera parte de su obra
La Muerte se aborda este asunto desde el espacio desde acá, en el
escenario de la filosofía citerior; la proximidad a su advenimiento
se pude dar en primera, segunda o tercera persona. Para el autor
francés, cuando se da en la perspectiva de la primera persona, la
muerte se nos revela precisamente como un asunto concernido.
Por otro lado, cuando este acontecimiento se da en otra persona,
no por eso debe dejar de ser importante, pues toda muerte debe
ser para mí un escándalo, ya que un άπαξ ha desaparecido y junto
con él un todo: un mundo entero. Jankélévitch fue un connotado
discípulo de Henri Bergson, de quien toma la idea anfibológica
del órgano-obstáculo; la muerte como límite y como condición
de posibilidad de la vida misma. En este sentido, la muerte da
forma a la vida en la misma medida que implica que ella llega a su
fin. La forma y el sentido de la vida se completan entonces con la
muerte, pero en el instante que ésta adviene ya no hay ser al que
corresponda dicha completud.

Jankélévitch se enfrenta al No-ser y al No-sentido de la muer-


te; la muerte es un No-ser de todo nuestro ser, el No-sentido de
la esencia. Para introducirse en este No, apela a una filosofía ne-
gativa de la negatividad absoluta, a lo sumo, una filosofía que
asume este no en su negatividad radical y no como una simple
interacción de la positividad absoluta, como ocurre en la dialéc-
tica hegeliana. De esta manera, se distancia de toda formulación
Conclusiones 175

apofántica en la que se propone la confrontación de la negatividad


ante la positividad absoluta.

La muerte resulta innenarrable; es un silencio perturbador


ante un cuerpo hipotérmico, con rigidez cadavérica y en asistolia
irreversible. Lo inefable siempre va de la mano de este silencio.
Vemos como, el sentido de la vida, la dirección en ascenso de
la misma, es frenada por un sin sentido que la limita y se hace
cada vez más evidente en la medida en que el tiempo transcurre:
el envejecimiento. Presente como potencia desde el nacimiento
se expresa cada día con mayor determinación. A medida que las
reacciones del cuerpo se desaceleran, la proximidad de la muerte
se hace manifiesta con vigor. No todo el que muere experimen-
ta la decrepitud, pero todo el que envejece muere. Podemos así
entender la vida como un continuo progreso regresivo, vamos
avanzando en medio de un tiempo no renovable. No podemos
asimilar este fenómeno a al de un cronómetro, dispositivo en el
cual siempre podemos conocer que tiempo resta para el final. En
el envejecimiento conocemos la dirección en la que se mueve el
tiempo y sabemos que existe un límite, pero nos es completamen-
te imposible determinar cuándo llegará este momento cero.

La meditación de Jankélévitch es realizada desde la ciencia nes-


ciente que enfrenta a un misterio. Para el francés, siempre ignora-
mos aquellas determinaciones circunstanciales de la muerte, pues
el cuándo, el cómo y el dónde nos son desconocidos antes de que
acontezca y sólo nos son revelados en el último momento, cuando
ya es demasiado tarde. El instante mortal se aparta de una simple
determinación estadística y del trámite burocrático. Su misterio
promueve todo tipo de escamoteos y claramente el instante mortal
176 Conclusiones

es propio de todo ser humano sin excepción. La postura ética de


Jankélévitch frente a la muerte es seria y concernida, pues ante
la muerte el άπαξ tiene tan sólo tres posibilidades para protestar:
la libertad, el amor y Dios. Pese a la nihilización total y el ani-
quilamiento, estas tres opciones dan fuerza a la permanencia del
άπαξ, pese a su desaparición irremediable. Pero la meditación de
Jankélévitch sobre la muerte es profundamente vitalista; es decir,
nos invita a valorar nuestra existencia, a rechazar la medicaliza-
ción del No. Jankélévitch, al igual que Hans Blumenberg, está de
acuerdo en que el hombre no puede olvidar que el tiempo de la
vida es una singularidad irrepetible que debemos valorar, “porque
el diablo ha descendido a vosotros, teniendo gran ira, sabiendo
que tiene poco tiempo” (Apocalipsis: 12, 12). Nuestro momento
ahora es el de cuidar la vida, apreciarla en su irremediable devenir
hacia la muerte.
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n el siglo XX y lo que va del XXI la técnica ha tomado un
altísimo valor en la vida del hombre. Las ciencias médicas,
la ingeniería biomédica y la creciente industria alrededor
de la muerte han denostado el valor ético de la muerte y del sujeto
que ha muerto. Para la inmensa mayoría de nosotros, la muerte es
un asunto del que se debe hacer cargo el sistema de salud y su
aparato burocrático; el muerto es un riesgo para la salud pública y
un negocio en el que la manipulación del cadáver, el transporte, el
ataúd y el funeral generan importantes réditos económicos y
profundos malestares sociales. Así mismo, la industria farmacéuti-
ca invierte millones de dólares en la consecución de moléculas que,
supuestamente, permitirían prolongar el estadio terminal del mori-
bundo y en la atenuación de los estigmas del envejecimiento.

Desde otra orilla, Vladimir Jankélévitch (1903-1985), en su perma-


nente meditación sobre la muerte, nos ofrece un acto de resistencia
que nos invita a desmedicalizar este acontecimiento y a entenderlo
en su verdadera dimensión ética y seria, esto es, concernida. Su
reflexión concernida no encaja en las categorías de la filosofía
contemporánea, más detenida en asuntos formales, lógicos o jurídi-
cos. Camilo Prieto se introduce en la reflexión del pensador francés
evidenciando que con el amor, con Dios y con la libertad es posible
protestar frente a la nihilización que adviene con la muerte.

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