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No es difícil imaginar ni ser futurista para saber qué sucederá en América Latina después
del cese de la pandemia del covid-19: recesión económica, desempleo, pobreza y Estados
más políticos que administradores del bien común. Otros virus de por sí letales han
recorrido el territorio latinoamericano: el racismo, la marginación, las ideologías del
populismo y nacionalismos de toda raigambre; estos han dejado secuelas que con el paso
del tiempo continúan haciendo estragos en la población. Los caudillos sembraron por
doquier la sombra de la discriminación y la lucha fratricida entre el pueblo y aquellos que
no son pueblo. Una bipolaridad rancia que aún no acaba y sigue siendo una pandemia en
los Estados Latinoamericanos, que nacieron a la vida independiente enfermos de un virus
incontrolable: la codicia por el poder. El pasó del coronavirus chino no solo acarreará
muerte y desolación sino que profundizará aún más los virus ya presentes en América
Latina desde la conquista Ibérica hasta nuestros días.
Un rápido repaso nos muestra cómo los egipcios fueron una civilización como
ninguna otra dedicada a la exaltación y deseo de la inmortalidad del ser humano, no solo
espiritualmente sino también físicamente. Ahí están las pirámides y otros monumentos a la
inmortalidad. En cambio judíos, griegos y romanos, exaltaron la mortalidad del ser
humano, sin otra posibilidad; por esa razón, la muerte se convirtió en un espectáculo; hasta
los dioses griegos sucumbieron a la mortalidad y terrenidad del ser; los héroes griegos
peleaban por la gloria presente y no por algo que esté más allá de la muerte; la civitas
romana gozaba con la muerte al punto que mirar cómo se extinguía la vida en la arena tanto
para esclavos venidos de las galeras o cristianos ante las fieras, era una preparación y
anticipación de su propia muerte, pero al mismo tiempo, un éxtasis colectivo sin límite; y
por esa razón, sin telos ni esperanza en un más allá, emperadores y súbditos se entregaban a
las orgias del placer y fue el motivo de su derrumbe histórico.
Pues como el ser humano se reconoce absolutamente mortal, entonces, nadie está
seguro, pues ronda continuamente el fantasma de la inestabilidad, que genera el miedo. El
sistema se nutre de personas sumisas por miedo a la escasez, a la violencia, a la
enfermedad, etcétera; así hemos llegado hoy al miedo, en cuanto paraliza y acobarda, es
hoy por tanto el principal factor de sumisión a un orden injusto y excluyente. Sin hablar que
igualmente es uno de los productos más rentables. No obstante, el reconocimiento y la
aceptación de la mortalidad, supone también el terror inigualable ante la muerte. Europa y
su logocentrismo, causaron desolación y tragedia por distintos lugares del planeta por
medio de la colonización; pero hoy se siente aterrorizada frente a la muerte. Su apuesta
moderna por la mortalidad y la autonomía de la razón no han sido capaces de detener un
simple virus, un ente invisible pero que les ha recordado a los otrora civilizados europeos,
de que la inmanencia no tiene sentido sino está conectada con la esperanza trascendente de
un futuro o una realidad mejor a la presente. Y de manera contundente el papa Francisco lo
expresó en su encíclica Evangelii Gaudium: «Salir de sí mismo para unirse a otros hace
bien. Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la humanidad
saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos» (EG 87). Es tan evidente ese
encierro en los países desarrollados, pero por muchos muros que haya levantado, por
ejemplo, Estados Unidos, frente a la pandemia no son sino su propia Troya.
Estamos frente a esa dicotómica apuesta igual que los primeros homínidos:
¿mortalidad y/o inmortalidad? Esta es la manera como el ser humano encara la muerte y su
estar en el mundo. Termino estas líneas con las palabras del filósofo alemán, Peter
Sloterdijk que en su ensayo, En el mismo barco, anota: «los hombres quedan yuxtapuestos,
formando huérfanas multitudes en un inmenso paisaje mundial […] algo ha muerto y solo
le queda descomponerse con más o menos rapidez, aunque, de algún modo, la vida y la
civilización siguen adelante y se aventurarán en novedades todavía inconcebibles». Es
decir, seguirá el ser humano su camino entre aquello que le inspira esperanza o le produce
horror.