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E
l mundo se volvió global en el siglo xvi. Europa se volvió Europa,
en parte, al separarse de lo que estaba al sur del Mediterráneo
pero, también en parte, a través de un movimiento hacia el oeste
que hizo del Atlántico el centro de los primeros imperios planetarios. A
medida que esos imperios se sobrepusieron o se sucedieron en el sistema
mundial moderno acercaron a las poblaciones de todos los continentes, en
tiempo y espacio. El surgimiento de Occidente, la conquista de América,
la esclavitud de plantación, la Revolución Industrial y los flujos pobla-
cionales del siglo xix pueden ser resumidos como “un primer momento
de la globalidad,” un momento Atlántico que culminó con la hegemonía
de los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.
Así expresado este momento Atlántico abarca cinco siglos de la historia
mundial y el encogimiento de masas continentales gigantescas, incluyendo
Asia. La designación no refiere a un espacio estático sino al locus de
un ímpetu. Los flujos globales de esa época no estuvieron restringidos,
geográficamente, a las sociedades que bordeaban el Océano Atlántico.
La conquista española de Filipinas, la conquista británica de la India y
el control norteamericano de Corea pertenecen a este momento. No es
accidental que esas aventuras no Atlánticas ocurrieron, con la suficiente
frecuencia, cuando el poder que las realizó reclamó control parcial o total
del Océano Atlántico. En suma, es la centralidad continua del Atlántico
como la puerta giratoria de grandes flujos globales a lo largo de cuatro
siglos la que me permite hablar de un solo momento.
Nuestra arrogancia contemporánea, que exagera la singularidad de
nuestros tiempos, puede cegarnos frente a las dimensiones de lo que
sucedió antes de que naciéramos. Por lo tanto, puede ser útil documentar
la densidad, la velocidad y el impacto de los flujos globales que hicieron
este momento Atlántico. Enfatizaré los siglos tempranos por dos razones.
Primera, es poco probable que nos demos cuenta de la importancia de
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34 Nota del traductor: con este nombre se conoce a las islas meridionales de
las Antillas Menores (Dominica, Martinica, Saint Lucia, Saint Vincent,
Granada y Granadinas).
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siglo xvi. En el siglo xviii las ruedas del comercio ya tenían dimensiones
planetarias (Braudel 1992). La historia de Holanda desde la reapertura, en
1592, del mercado de valores de Ámsterdam hasta su colapso en 1783 es
un texto de historia del capital mercantil y financiero cruzando fronteras,
uniendo continentes y, en el proceso, afectando creencias y prácticas
locales; también es una historia de la empresa privada dominando Estados
de maneras que usualmente creemos típicas de nuestro tiempo. Los
mercaderes holandeses apoyaron la empresa colonial española en América
para, después, apoyar sus propias flotas contra las naves españolas y
portuguesas y dar crédito a Francia y a Inglaterra mientras convirtieron a
Ámsterdam en un gigantesco depósito de mercancías de todos los conti-
nentes. Al hacerlo acumularon un poder global mayor que el de cualquier
realeza. La Dutch West India Company estableció depósitos en Brasil,
Curazao y Nueva York. La Dutch East India Company, el equivalente
a una transnacional poderosa que usaba el servicio de 8.000 marineros,
desarrolló un comercio lucrativo en Asia a lo largo de sus propios ejes
transcontinentales de especias, vendiendo madera de Timor a China,
textiles de la India a Sumatra y elefantes de Siam a Bengala. En suma,
desde muy temprano en el primer momento de la globalidad el capital,
el trabajo y las mercancías que generaron circunscribieron un mundo
cuyas varias subpartes estaban interconectadas, de manera creciente, de
una forma que tendemos a olvidar.
El flujo de bienes y capital a través de fronteras políticas y geográficas
no siempre aumentó pero alcanzó un pico en el período inmediatamente
anterior a la Primera Guerra Mundial. Los porcentajes del comercio
exterior en relación con el Producto Interno Bruto en 1913 pueden haber
sido más altos que en 1973. En 1913-1914 la inversión extranjera directa
(ied) fue de 11%, más o menos el mismo de nivel de 1994. Los flujos de
capital, con relación al rendimiento, fueron más altos durante las primeras
décadas del siglo xx que en 1980. En ese sentido el nombre de la Primera
Guerra Mundial fue adecuado, aunque sólo sea porque confirmó los lazos
globales que sugieren estas cifras. La Gran Guerra involucró la incautación
de posesiones alemanas en Oceanía, el suroeste de África y Tanganica.
Los hindúes lucharon en el frente occidental británico y los tirailleurs
de Senegal murieron en Francia y por Francia. Once años después de
la guerra el gran colapso de la década de 1930 amarró a Nueva York y
Viena en una espiral descendente que hizo caer los precios de los bienes
agrícolas en todo el mundo. Ciertamente fue una depresión mundial,
prontamente seguida por una segunda guerra mundial.
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Universales noratlánticos
La modernidad es un término turbio que pertenece a una familia de pala-
bras que podemos llamar “universales noratlánticos.” Por esas palabras
entiendo ese proyecto que el Atlántico Norte experimenta en una escala
universal que ha contribuido a crear. Los universales noratlánticos son
particulares que han obtenido un grado de universalidad, pedazos de
historia humana que se han convertido en estándares históricos. Palabras
como desarrollo, progreso, democracia y Estado-nación son miembros
ejemplares de esa familia que se contrae o expande de acuerdo con los
contextos y los interlocutores. Pertenecer a esa clase no depende de un
significado fijo; es un asunto de pelea y contienda sobre y alrededor de
estos universales y el mundo que dicen describir. Sólo el tiempo dirá
si nuevas expresiones populares como “globalización” o “comunidad
internacional” se volverán universales noratlánticos.
Así definidos los universales noratlánticos no sólo son descriptivos
o referenciales. No describen el mundo; ofrecen visiones del mundo.
Parecen referirse a las cosas en su existencia pero, puesto que están
enraizados en una historia particular, son evocativos de múltiples capas de
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La administración de la imaginación
La modernidad y la modernización traen a la mente la necesaria coexis-
tencia de las dos geografías a través de las cuales tienen lugar los desplie-
gues de Occidente y del capitalismo mundial. Como momentos y aspectos
dentro de esos despliegues, pero como figuras con dos geografías distintas,
la modernidad y la modernización son discretas y entrelazadas; por lo
tanto, una distinción rígida entre la modernización social y la modernidad
cultural puede ser engañosa (Gaonkar 1999:1), especialmente cuando se
expresa como desarrollos históricos separados que pueden ser juzgados
en sus propios términos. Pero la distinción sigue siendo útil si tenemos
en mente que el conjunto de hechos y procesos que cobijamos bajo uno
de los rótulos fue, en cualquier momento de la historia mundial, una
condición de posibilidad de los procesos y fenómenos que cobijamos con
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La sombra de Baudelaire
Aunque puede ser idiosincrático el caso Baudelaire sugiere, en miniatura,
el rango de silencios que necesitamos poner al descubierto para realizar
una evaluación crítica de la modernidad que arroje luz en sus caras
ocultas. Como es sabido Baudelaire acababa de cumplir 20 años cuando
su padrastro lo forzó a embarcarse para Calcuta; sólo llegó hasta las islas
Mauricio y Bourbon (ahora Reunión), entonces parte del imperio de plan-
taciones de Francia. Ese viaje inspiró —y puede haber visto los primeros
borradores de— muchos de los poemas que serían publicados en Les fleurs
du mal (Las flores del mal). De regreso en París comenzó una relación
con una actriz “mulata,” mejor conocida como Jeanne Duval, de quien
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se decía que tenía ancestro haitiano. Aunque su gusto por mujeres de piel
oscura parece haber antecedido ese encuentro su affaire tumultuoso con
la mujer que llamó su “Venus negra” duró más de veinte años, durante
los cuales ella fue una fuente básica de inspiración poética para él.
Sólo hace poco la relación entre la señora Duval y Baudelaire se ha
convertido en un objeto central de investigación académica.35 Emmanuel
Richon (1998) señalo que los estudios sobre Baudelaire ni siquiera se han
preocupado por verificar los hechos más básicos sobre Duval, incluyendo
sus orígenes precisos. Los varios bocetos que Baudelaire hizo de Duval y
otros retratos, como La maîtresse de Baudelaire couchée (La amante de
Baudelaire acostada), de Edouard Manet, sólo confirman su presencia
constante en su vida. Muchos visitantes recuerdan haber entrado en la
vivienda del poeta y encontrarlo leyendo su poesía inédita a Jeanne. Los
estudios literarios han atribuido parte del trabajo de Baudelaire al “ciclo
Jeanne Duval,” insistiendo en su papel como femme fatale y saboreando
la afirmación de que Duval lo infectó con sífilis. Richon demolió esa afir-
mación arguyendo, convincentemente, que lo contrario era más probable.
Pero la principal lección del trabajo de Richon va más allá de una
rectificación biográfica. Su idea de que el viaje por el Océano Índico y,
especialmente, la relación con Duval fueron fundamentales en dar forma
a la estética de Baudelaire sugiere que los estudios sobre el poeta pueden
haber producido lo que llamo un “silencio de significación” a través de
un proceso de banalización. Los hechos bien conocidos son referidos de
paso pero mantenidos en el fondo de la narrativa principal o se les concede
poca significación porque, “obviamente,” no importan (Trouillot 1995).
Sin embargo, ¿puede no importar que Baudelaire estuviera viviendo un
tabú racial en medio de un París chisporroteante con argumentos por
y en contra de la abolición de la esclavitud y la igualdad de las razas
humanas? La esclavitud fue abolida en Bourbon y en otras posesiones
francesas menos de siete años después de que Baudelaire estuviera allí
y mientras estaba más cautivado por su relación con Jeanne. ¿Puede no
importar que el panegirista de la modernidad también fuera el panegirista
de Jeanne Duval?
El asunto es aún más intrigante a la luz del desdén de Baudelaire por
la modernización —la administración concreta de lugares y poblaciones
por el Estado francés, republicano e imperial—, que era la condición
de posibilidad de su propia modernidad. Como en Rousseau la relación
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1996, 1998), quien desde hace tiempo ha insistido que el Caribe ha sido
moderno desde su temprana incorporación en varios imperios del Atlán-
tico Norte. Usando los comentarios de Wolf y basándome en el trabajo
de Mintz quiero delinear algunas de las contradicciones del registro del
Caribe para dar cuerpo a una imagen compuesta de lo que quiero decir
cuando hablo del Moderno de Otra Forma.
Consideren las islas azucareras desde la cima de la carrera de Barbados
hasta la ventaja de Cuba en la carrera de relevos —después de Jamaica
y Saint-Domingue desde, más o menos, la década de1690 hasta la de
1860. A primera vista las relaciones de trabajo en el Caribe bajo la escla-
vitud ofrecen una imagen de poder homogeneizador. Los esclavos eran
intercambiables, especialmente en los campos de caña que consumían
la mayor parte de la fuerza de trabajo, víctimas del lado más “desperso-
nalizador” de la modernización (Mintz 1966). Si miramos más de cerca,
sin embargo, emergen unas cuantas figuras que sugieren los límites de
esa homogeneidad. Prominente entre ellas es el esclavo striker, quien
ayudaba a decidir cuándo la cocción del jugo de caña había alcanzado el
punto exacto para que el líquido pudiera ser transferido de una vasija a
la siguiente.36 Algunos cultivadores trataron de identificar ese momento
usando termómetros complejos. Pero puesto que el momento correcto
dependía de la temperatura, la intensidad del fuego, la viscosidad del jugo,
la calidad de la caña y su estado al momento del corte otros cultivadores
pensaron que un buen striker era mucho más valioso que la tecnología
más compleja. El esclavo que adquiría esa habilidad era denominado y
vendido como “un striker.” Lejos de la caña de azúcar, especialmente
en las pequeñas haciendas que producían café, el trabajo usualmente se
distribuía por tareas, permitiendo que, a veces, algunos esclavos exce-
dieran su cuota y ganaran una remuneración adicional.
El punto no es que la esclavitud de plantación dio espacio a algunos
esclavos para maniobrar en el proceso de trabajo: no lo hizo. Tampoco se
trata de conjurar imágenes de resistencia sublime. Más bien, la historia
del Caribe nos permite atisbar la producción del yo moderno —un yo
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37 Algunas veces los datos están a mano pero sólo falta la perspectiva.
Sidney W. Mintz (1971c:267-268) preguntó, reversando la perspectiva
dominante: “¿Quién es más moderno, más Occidental, más desarrollado:
una vendedora yoruba en el mercado, descalza y analfabeta, arriesgando
su seguridad y su capital todos los días en una competencia vigorosa
con otros como ella o un estudiante graduado de Smith College que
pasa sus días llevando a su marido a la estación de tren de Westport y
a sus hijos a clases de ballet? Si la respuesta es que, por lo menos, la
mujer de Smith es alfabeta y usa zapatos puedo preguntar si una clase
de antropología no ha sido levantada por su propio petardo.”
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