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INTRODUCCION A LA HISTORIA
CONTEMPORÁNEA DE LA IGLESIA
CATÓLICA

Alfredo VERDOY, SJ
Septiembre, 2019.
2

PROGRAMA

1. La Ilustración frente a la Iglesia romana. En camino hacia la


Revolución Francesa.
2. La Revolución Francesa y la Iglesia (1789-1800).
3. Fin de la división de la Iglesia en Francia: la elección del
papa Pío VII (1800) y la firma del Concordato de 1801.
4. La Iglesia Católica durante la Restauración: entre la defensa
a ultranza de la verdad católica y la búsqueda de su propia
identidad (1814-1846).
5. El largo pontificado de Pío IX (1846-1878): la Iglesia
católica en medio del mundo, pero enfrentada a él.
6. El diplomático pontificado de León XIII (1878-1903): entre
el realismo y la apertura frente a un mundo que se seculariza.
7. El breve pontificado de San Pío X (1903-1914): en búsqueda
de la reforma interna de la Iglesia. La restauración del mundo
en Cristo.
8. El sufrido pontificado de Benedicto XV (1914-1922):
porfiando por la paz mundial en el nombre de Dios.
9. El persuasivo pontificado de Pío XI (1922-1939). La Iglesia
católica más y más involucrada con los problemas del mundo
contemporáneo.
10.El autorizado y reconocido pontificado de Pío XII (1939-
1958). La Iglesia católica servidora de la nueva civilización
cristiana.
11.El luminoso pontificado de Juan XXIII (1958-1963). La
Iglesia católica ilumina con su luz a un mundo en cambio.
12.Un concilio diferente a todos los anteriores: el Concilio
Vaticano II.
13.El pontificado de Pablo VI (1963-1978) entre la renovación
y la frustración del cambio conciliar.
14.El fugacísimo pontificado de Juan Pablo I (1978). Una
sonrisa en medio de la tormenta
15.Juan Pablo II (1978-2005). El papa venido de la Europa
Oriental: entre la nueva evangelización y la globalización.
3

TEMA 1: LA ILUSTRACIÓN FRENTE A LA IGLESIA


ROMANA. EN CAMINO HACIA LA REVOLUCIÒN
FRANCESA

Para comprender los efectos de la RF nos es necesario conocer antes


la Ilustración en sus más variadas manifestaciones. En lo que respecta al
mundo de la religión textos como la Historia natural de la Religión (1757)
de Hume (1711-1776) y el Nuevo libro de oraciones para los cristianos de
Philipp-Josep Brunner nos dan una idea de lo que estaba pasando en
Inglaterra y en el Imperio: el escepticismo y el racionalismo religioso
convivían con el pietismo y con la religión y la moral popular. En el campo
de la edición religiosa, aun cuando los llamados libros o textos paralitúrgicos
se siguieron editando, se aprecia un descenso en la producción teológica;
descenso que se puso de manifiesto en una menor tirada de libros sobre el
bien morir en Francia y en otros lugares. Descenso que viene confirmado con
la caída en las celebraciones de Misas de difuntos según el testimonio de las
testamentarias de París, Provenza y Blois en la década de los cincuenta del
siglo XVIII, hecho, en parte, reforzado con un cierto optimismo religioso a
medio camino entre la ingenuidad y el cinismo y que viene avalado por “la
sustitución en las representaciones del purgatorio de almas sufrientes por
otras que aguardan con serenidad su liberación y adoptan los mismos gestos
que los del fiel vuelto hacia Dios”1
En lo que respecta al mundo de la filosofía, un nuevo sistema
epistemológico, en el que perdían peso las concepciones cristianas, se fue
imponiendo lentamente. En 1764 se publicaba el Diccionario filosófico de
bolsillo; Voltaire, con su inteligencia práctica y su buena pedagogía, escribía
al comienzo del término Abraham: “Abraham es uno de los nombres
famosos en Asía Menor y en Arabia, como Tot entre los egipcios, el primer
Zaratustra en Persia, Hércules en Grecia, Orfeo en Tracia, Odin entre las
naciones del Norte y tantos otros cuya fama es mayor que la autenticidad de
su historia”2; toda una insinuación para poner en duda la existencia del padre
de la fe de los cristianos; el Abraham de la Biblia bien podía ser una
invención de los redactores de la Biblia. Mucho más contundentes eran los
juicios de D´Holbach (1723-1789) sobre la teología y su misión: “La teología
y sus conceptos, lejos de ser útiles al género humano, son la verdadera fuente
de los males que afligen a la tierra; de los errores que la acechan, de los
prejuicios que la paralizan, de la ignorancia y de los vicios que la atormentan,

1
FROESCHLÉ-CHOPARD, M-H., Religión en Diccionario de la Ilustración, FERRONE, V., y ROCHEM, D (Eds),
Alianza Editorial, Madrid 1998, 197-205, especialmente 204
2
BURLEIGH, M., Poder terrenal. Religión y política en Europa. De la Revolución Francesa a la Primera
Guerra Mundial, Taurus, Madrid 2005, 57 y PLONGERON, B., Arquetipo y repeticiones de una Cristiandad
1770 y 1830 en CONCILIUM 67 (1971), 89-103 aquí 99-100
4

de los gobiernos que la oprimen. Concluyamos que las ideas sobrenaturales


y divinas que son enseñadas hasta el fin de la infancia son las verdaderas
causas de nuestra habitual incapacidad de razonar, de las disputas religiosas,
de las guerras de religión y de las más inhumanas persecuciones.
Reconozcamos, por fin, que estas ideas funestas han oscurecido la moral,
corrompido la política, retardado los progresos de las ciencias, destruido la
felicidad y la paz del corazón mismo del hombre”3.
Decisivas en el haber de las luces fueron las aportaciones de Kant
(1724-1808). Afirmaba en su Crítica de la razón pura que las cosas no se
podían conocer cómo eran y en su Crítica de la razón práctica que los
principios morales para ser válidos precisaban de la aprobación de los
hombres. La autonomía del hombre era elevada de categoría. Poco a poco,
el hombre se convertía en el centro de la creación. A nadie le debe extrañar
que desde estos supuestos se dijese que la existencia de Dios, la inmortalidad
del alma y la existencia de la libertad humana eran postulados de la razón
práctica; algo que caía lejos de las certezas del ser humano. Si esto se decía
del hombre y de su existencia, qué no se dirá pocos años más tarde de la
Revelación y de las relaciones del hombre con Dios. Las relaciones
inmediatas que el hombre mantenía con Dios, un ser personal y accesible
dentro del misterio al hombre, eran puestas en crisis. El lugar que ocupa Dios
sería lentamente sustituido por “la ética, el arte y la ciencia, vinculadas a
menudo a un vago sentimiento panteísta del mundo”4.
Por otra parte, resulta paradójico que los propagadores de esta manera
de abordar la realidad y de esta nueva manera de pensar fueran no solo en
Francia sino también en el resto de Europa discípulos, mayoritariamente, de
los jesuitas y del Oratorio. Las enseñanzas aprendidas en los mejores
establecimientos educativos de la elite religiosa y cultural de Francia y los
instrumentos académicos en los que muchos de estos jóvenes estaban siendo
ejercitados servían para atacar no solo a sus maestros, sino también a las
ideas por ellos defendidas y vividas. Algo no tan banal y que ponía de
manifiesto dos hechos de graves consecuencias: la carencia de eclesiásticos
y de hombres de ciencia en la Iglesia de Francia, una Iglesia muy necesitada
de buenos propugnadores, y el derroche de fuerzas, así lo reconocía el mismo
papa Benedicto XIV, “en escandalosas controversias sobre toda clase de
nimiedades”, especialmente teológica, en la Francia de este tiempo5.
Con todo, los filósofos luchaban por una reforma ilustrada, por una
reforma desde arriba, y no por una revolución que es lo que resultó al final.
Todavía permanecían calientes los rescoldos de las muy luctuosas guerras de
religión. Los cambios, urgidos por una burguesía posesiva a la que servían

3
Texto del filósofo D´Holbach, tomado del libro de Luigi MEZZADRI, La Rivoluzione francesa e la Chiesa,
Roma 2004, 35.
4
SCHWAIGER, G., La Ilustración desde una perspectiva católica en CONCILIUM, 27 (1967), 98
5
SCHWAIGER, G., La Ilustración … 102
5

los filósofos, debían emprenderse y consumarse de tal manera que apenas


modificasen el orden exterior y la estructura social. Con el paso del tiempo,
se pensaba, se conseguiría la iluminación del hombre en sus relaciones
sociales y sobre todo en sus relaciones con Dios, logrando de esta manera la
transformación del orden social y el nacimiento de un nuevo mundo.
El orden social imperante y las relaciones entre los distintos
estamentos fueron, ciertamente, cambiando con el paso del tiempo. La
ofensiva de los filósofos, que siempre contó con la benevolencia y protección
de la opinión pública, fue minando el secular respeto hacia la religión,
provocando, como consecuencia lógica, una primera descristianización. Esta
descristianización, en opinión de Dominique Julia, se puso de manifiesto
cuando miles de jóvenes, como efecto de la expulsión y supresión de los
jesuitas y de la Compañía de Jesús en Francia (1762-1768), se sintieron tan
libres en su fuero interno y en sus decisiones religiosas que lo primero que
hicieron para demostrar su libertad fue abandonar la misa dominical. La
religión estaba dejando de ser uno de los soportes de la educación; más bien
se estaba convirtiendo en algo accesorio y extraño a la misión educativa. La
educación estaba cambiando. Las novedades y valores mundanos iban
ocupando el lugar que hasta entonces había ocupado la religión. El catecismo
y con él todo un sistema de referencias consistente en librar verdaderas
batallas entre individuos particulares, escuelas e instituciones educativas,
iglesias y capillas, calles y hasta barrios enteros, dejaba de tener interés y
predicamento. El catecismo, pese a los esfuerzos de los misioneros populares
y de los obispos, era sustituido por todo un sistema racional que, más allá del
misterio, quería ir al fondo de las cuestiones religiosas para quedarse
únicamente con lo auténtico y luminoso de la religión.
No olvidemos que en buena medida el sistema educativo del siglo
XVIII aspiraba a una comprensión “laicisée” del mundo. Los cristianos
filósofos razonaban y antes de creer necesitaban examinar los contenidos de
la fe. Les resultaba más fácil entrar en discusión con Dios que creer en Él.
Los filósofos reclaman el uso de la razón; aspiraban a destruir y volatizar
todo tipo de prejuicios y supersticiones populares; criticaban al clero y a los
religiosos al no favorecer éstos una religión esclarecida. Al clero, por otra
parte, lo tachaban de crédulo, avaro, hipócrita y cuando venía al caso de
libertino. Para muchos de estos filósofos la religión no era más que una
mentira; una mentira sin sentido y a la que había que combatir de frente6.
Partícipes de alguna manera de estas mismas tendencias fueron algunos
príncipes arzobispos como fueron los de Viena y Salzburgo, von Trautson y
von Colloredo, quienes, en distintas y diversas cartas pastorales, fechadas en
1752 y 1782, abogaban por una religión alejada de toda sospecha de
superstición y de caza de indulgencias, en la que el verdadero centro fuera
6
JULIA, D., C´est la faute à Voltaire, c´est la faute à Rousseau, tome III Histoire de la France religeuse. Du
roi Très Chrètiene à la laïcité républicaine, Editorial Philippe Joutard, Paris 1991, 257-262.
6

Cristo, fuente de toda gracia, la celebración de la misa y la sana y honesta


predicación. Estos deseos y propuestas hicieron que Benedicto XIV y
Clemente XIV redujesen numerosas fiestas del calendario católico.

¿En realidad era posible acometer un cambio como el que soñaban los
filósofos? Responder adecuadamente esta cuestión, nos obliga a presentar a
grandes rasgos la Iglesia del AR. No resulta nada fácil describirla. Más,
cuando la misma Iglesia y con ella el mundo entero se vieron muy afectados
por los efectos de la Reforma protestante y por la nueva configuración
territorial y nacional, tras los tratados de Westfalia (1648) y más adelante
Utrecht (1713). Por otra parte, tanto en el seno de las monarquías protestantes
como en el de las católicas se fueron estableciendo estrechas relaciones entre
el Estado y la Iglesia, entre el poder político y el poder eclesiástico. Con el
paso de los años, los gobiernos católicos y también los protestantes
orientarán su política hacia un mayor control de sus súbditos en lo espiritual
y en lo organizativo. El Galicanismo, el Patronato Regio español y el
Josefinismo eran algunas de sus manifestaciones. Añádase a esto que al
tiempo que los privilegios de la Iglesia y de los altos eclesiásticos en sus
respectivas naciones se mantuvieron e incluso se acrecentaron, el poder y los
privilegios de los papas fueron disminuyendo. A lo largo del siglo XVIII los
papas se convirtieron en modestos príncipes italianos; simples príncipes en
nada ayudados, más bien estorbados, por el resto de los gobernantes
italianos, príncipes la mayoría de ellos, sometidos, a su vez, a los intereses
familiares y territoriales de los todopoderosos intereses de los gobiernos
reinantes en Francia, España, el Imperio. Nada o muy poco se podía hacer
frente a una serie de doctrinas y prácticas, que, entre otras cosas, ponían en
cuestión la misma institución pontificia.
La más exitosa y trascendente de estas nuevas doctrinas y prácticas
resultó ser el galicanismo, interpretado muchas veces en clave jansenista, y
en su tanto el regalismo y en menor medida el episcopalismo.
El jansenismo y con él el galicanismo acabaron marcando el rumbo no
solo de la nación francesa sino también el de su Iglesia. El jansenismo,
nacido dentro del seno del catolicismo francés como una teología y una
corriente espiritual muy adaptadas a sus regiones septentrionales, acabó
convirtiéndose en todo un programa semipolítico; programa que será llevado
a término por un importante sector de la Iglesia francesa, por los más adictos
al sistema galicano. Los jansenistas eran como los puritanos dentro del seno
de la Iglesia católica. Personas selectas, severas y muy bien formadas;
contrarias a las prácticas religiosas populares y al barroquismo espiritual
jesuítico y por extensión a la espiritualidad proveniente de las distintas
órdenes religiosas, triunfadoras de la Reforma Católica. Los jansenistas
hostigaron todo lo que pudieron a los católicos tradicionales de Francia y
presentaron esquemas de funcionamiento tan lejanos de los de la Iglesia de
7

Roma y aún a la misma monarquía francesa, que en 1713 el papa Clemente


XI por medio de la bula Unigenitus condenaba como erróneas 101 tesis,
sacadas de los escritos de P. Quesnel. Cuatro años antes, Port Royal, bastión
del jansenismo más vivo y rancio, fue cerrado y demolido por las fuerzas
del Rey Luis XIV7.
En el caso español, los regalistas que en ningún momento le
discutieron al papa su carisma y oficio de vicario de Cristo en lo espiritual,
pero sí que fueron cercenando su poder jurisdiccional hasta el punto de
apropiarse de la casi entera administración de la Iglesia en sus respectivos
estados, especialmente en América. Los reyes fueron interviniendo más y
más en la vida de la Iglesia. Acabaron obteniendo y reteniendo el control de
los nombramientos eclesiásticos más importantes; se apoderaron de la
administración de los bienes eclesiásticos en sede vacante; recortaron las
inmunidades eclesiásticas tanto personales (fueros y tribunales especiales)
como reales (exención de impuestos) y locales (derechos de asilo);
fomentaron iniciativas desamortizadoras de los bienes eclesiásticos;
legitimaron recursos de fuerza para intervenir en los asuntos de la Iglesia;
establecieron e impusieron el llamado exequator o pase regio como una
especie de aduana de cara a la limitación de la publicación de las cartas o
normas de la Santa Sede; acreditaron en Roma un agente de preces,
encargado de canalizar y regularizar toda clase de dispensas de sus siervos e
instituciones; intentaron nacionalizar en lo posible la Iglesia, favoreciendo a
sus propios obispos frente al poder pontificio8.
Añadamos, para terminar, que dentro del seno de la jerarquía católica
se fueron manifestando tendencias en esta misma dirección. Nos estamos
refiriendo a la llamada Ilustración católica. Ésta acabó imponiéndose en el
Imperio Alemán, Austria y en la Toscana italiana. Lo más característico de
esta corriente fue su cuestionamiento crítico de las formas eclesiásticas
religiosas tradicionales y la reafirmación de la razón y el evangelio, junto
con el sueño de volver a la Iglesia primitiva y a una mayor consideración y
valoración de las Sagradas Escrituras. Esta manera de pensar y de actuar
causó cierta distancia respecto de Roma y de los papas. Amén de estas
tendencias, la Ilustración católica abogaba por una reforma de la Iglesia
insistiendo en lo didáctico y en lo inteligible; en lo concreto, en lo práctico y
en los pequeños espacios y núcleos parroquiales frente a los grandes
movimientos de masas. La crítica a lo carismático y emocional, muy
especialmente a todo lo que procediese del mundo de los religiosos y de su

7
CONGAR, Y. Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 2014, 220-221. BURLEIGH,
Poder terrenal… 50-55. Una bella recreación de los años finales de Port Royal puede verse en JIMÉNEZ
LOZANO, J., Historia de un otoño, Barcelona 1971, 222 pp
8
EGIDO, T., El regalismo en España en LA PARRA, E., Iglesia, Sociedad y Estado en España, Francia e Italia
(ss XVIII al XX), 193-217; COUSIN, B., El regalismo en Francia. De Luis XIV a Bonaparte, en LA PARRA…. 237-
250.
8

entorno además de una cierta dependencia de los gobiernos y de los estados,


la aproximaban al eclesialismo estatal y al josefinismo.
Entendemos por eclesialismo estatal “una determinada forma de
soberanía estatal sobre la Iglesia”9; su lema, en frase favorita del emperador
José II, era: “La Iglesia está en el Estado, no el Estado en la Iglesia”. En la
práctica significaba: la emancipación del Estado respecto de la Iglesia; el fin
de las inmunidades eclesiásticas, el fin del derecho de asilo y del fuero
eclesiástico así como la exención de los impuestos. Todo lo que dentro del
ministerio eclesiástico no concerniera a la conciencia quedaba dentro de la
función y poder del Estado. Todo, desde el régimen interno de las
congregaciones y órdenes religiosas, tal como la fijación de la edad a la hora
de emitir los primeros y los últimos votos, el número mínimo de los
componentes de una comunidad, hasta el nivel del presupuesto comunitario,
era del dominio del estado. También le incumbía al estado dictaminar sobre
el modo de presentarse y ejercitarse la piedad popular; las procesiones y las
peregrinaciones eran censuradas y visadas; las predicaciones de los
misioneros populares prohibidas y las devociones populares desconsideradas
y no siempre respetadas. A la Iglesia no se le reconocían sus derechos. El
derecho canónico quedaba supeditado al derecho civil. Se defendía la
existencia de un solo ámbito jurídico, dentro del cual la Iglesia debía atenerse
al derecho que nacía exclusivamente del Estado y abarcaba todas las facetas
de la vida social. La Iglesia disfrutaba, únicamente, de una cierta autonomía
en el campo de la conciencia.
El josefinismo puede entenderse como la versión imperial católica del
eclesialismo estatal. Su más alto representante fue el emperador José II,
(1765-1790). En lo que pudo trató de desvincularse de Roma; suprimió y
eliminó, siguiendo la política de las luces, conventos y monasterios y
rehabilitó, concediéndoles plena libertad, protestantes y judíos. Anticipadora
de lo que sería el pertinaz enfrentamiento entre la Iglesia y el estado fueron
todos sus intentos por decretar e instaurar el matrimonio civil (1783). Su
influencia llegó a la Toscana, a la sazón gobernada por su hermano Leopoldo
II; en esta región comenzaron una serie de reformas en detrimento o en contra
de los intereses de la Iglesia: en 1769 se implantó el regium exequator, es
decir la “imposibilidad de pedir dispensas a Roma sin el permiso de la
autoridad civil; también se prohibió la lectura de la bula In coena Domini en
la que Roma ponía límites a las injerencias de los gobiernos ilustrados y, algo
que sería habitual en el siglo siguiente, la Inquisición era suprimida el año
1782. También estuvieron en su punto de mira la reforma de las órdenes
religiosas.
Pero será en el Sínodo de Pistoya (1786) donde todas estas ideas y
otras de mucho más calado eclesiológico y teológico se pondrán de

9
SCHATZ, K., Historia de la Iglesia contemporánea, Herder, Barcelona 1992, 13.
9

manifiesto10. Años más tarde en 1794 Pío VI las condenará por medio de la
bula Auctorem fidei11. Ideas y prácticas que se reforzaran en la llamada
puntualización de Ems (1786); en ella los príncipes arzobispos de Colonia,
Maximiliano Francisco de Austria, hijo de la emperatriz María Teresa; de
Tréveris, Clemente Wenceslao de Sajonia, arzobispo de Maguncia y el de
Tréveris reclamaban como suyos los derechos que habitualmente ejercían
por delegación pontificia, por lo que pedían que Roma renunciara a la
colación de oficios y que el papel del Nuncio quedara reducido a una simple
actividad diplomática12. L. J. Rogier considera que existe una relación directa
entre lo que estas posturas defendían y lo que la Revolución Francesa (en
adelante RF) llevaría a término más adelante, especialmente en todo lo
relacionado con los sacerdotes y con sus ministerios; vida y ministerios
mantenidos y vividos al modo de los funcionarios estatales13

Próximos a ellos y en el marco de los grandes episcopados históricos


del centro y del norte de Europa imperaba el episcopalismo. Puede
describirse como el esfuerzo que las grandes iglesias hicieron para conseguir
un funcionamiento si no al margen de Roma sí muy alejado de ella. Lo que
en realidad venía a esconder el episcopalismo era una defensa de los
derechos y prerrogativas de las iglesias nacionales frente al supuesto poder
de Roma. Aspiraban a una mayor autonomía y a un gobierno de tipo político
dentro de sus respectivas diócesis. Un gobierno que les permitiera, tal como
hemos podido percibir en el caso de los príncipes-arzobispos de Viena y
Salzburgo, una verdadera reforma pastoral de sus iglesias; en definitiva, de
la Iglesia.

En suma, tanto la Iglesia de Francia como la del Imperio y con ellas


las de otras naciones católicas necesitaban una cierta reforma. La
aparentemente majestuosa y brillante Iglesia francesa, muy aristocrática y
nobiliar en sus estructuras de gobierno; estructuras, por otra parte, obsoletas
y muy alejadas de la realidad social y demográfica, necesitaba una reforma
en profundidad. Francia contaba con 135 obispados, muy dispares en
población, riqueza, rentas, parroquias y valor simbólico; había diócesis que
apenas sobrepasaban las treinta parroquias, mientras otras llegaban a 1300.
La distancia entre el clero bajo y la jerarquía era demasiado profunda como
para que los sacerdotes, cada vez más ilustrados y mejor formados, no

10
FANTAPPIE, C., Per una rilettura del sinodo di Pistoya del 1786 en CRISTIANESIMO NELLA STORIA IX
(1980) 541-562; STELLA. P. (Ed), Atti e decreti del Concilio diocesano de Pistoya dell´anno 1786, Firenze
1986; SARANYANA, J. I., La eclesiología de la revolución en el Sínodo de Pistoya (1786) en ANUARIO DE
HISTORIA DE LA IGLESIA, vol 19 (2010) 55-71
11
STELLA, P., La bolla Auctorem fidei (1794) nella storia del ulramontanismo. Saggio introduttivo e
documenti, Roma 1995.
12
ROGIER, LJ, La Ilustración y la Revolución, Tomo IV. Nueva Historia de la Iglesia, Madrid 1984, 96-101.
13
LEMAITRE, N., Histoire des cures, Paris 2005, 250-255
10

exigiesen reformas en profundidad en sus estructuras internas y externas, en


el origen y disfrute de sus rentas, en la selección de sus ministerios y en el
cumplimiento de las obligaciones y responsabilidades de todos.
La mayor parte de los franceses se sentía católico: a finales de siglo se
contabilizaban unos 40.000 judíos, unos 500.000 protestantes y unos 25
millones de católicos. El clero ocupaba el primer orden del reino de Francia;
tenía prestigio y riqueza; sus rentas eran bastante productivas. El clero poseía
entre el 6 y el 7 por ciento de las tierras cultivables. Su renta global ascendía
a 150.000. 000 de liras
En el Imperio Alemán, la Iglesia adolecía de parecidas enfermedades.
Sus 23 principados-arzobispados y sus 44 principados-abadías eran
administrados por los hijos de la alta nobleza, quienes actuaban como un solo
hombre al frente de sus ricas catedrales y de sus florecientes monasterios.
Los hijos de los burgueses y el clero bajo necesitaban una reforma y la
deseaban en muchos casos ardientemente.
La Iglesia hispanoamericana, pese a la distancia geográfica y a su
propio contexto histórico, no era en este punto muy diferente. El Patronato
Regio español, dependiente de la Corona, era quien de hecho gobernaba la
Iglesia, elegía sus obispos, marcaba los límites diocesanos y prefería un
gobierno de la Iglesia con gentes venidas de la península ibérica y no de las
que estaban naciendo en el continente americano: los criollos.
Nada, dentro de un aparente orden, hacía sospechar que la Iglesia del
Antiguo Régimen saltaría por los aires al tiempo que se disolvían las
estructuras que sostuvieron el orden imperante durante los cuatro últimos
siglos.
11

TEMA 2: LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y LA IGLESIA14

“Sigo diciendo, afirma F. Guizot, que la Revolución, fruto del necesario


desarrollo de una sociedad en progreso, basada en principios morales,
llevada a cabo en nombre del bien común, fue la terrible pero legítima
batalla del derecho contra el privilegio, de la libertad legal contra el
despotismo, y que sólo a la Revolución compete la tarea de controlarse a
sí misma, de purgarse a sí misma, de fundar la monarquía constitucional
para consumar el bien que empezó y reparar el daño que hizo”15

“El alto clero y la nobleza fueron derrotados por los párrocos de


Francia”16.

“Han sido estos malditos curas los que nos han traído la Revolución”17.

El papa Pío VI a mediados de julio de 1799 fue desterrado y encarcelado


en Valence-sur-Rhone; ciudad en la que morirá a los 81 años. “En aquel
momento, afirma Aubert, no quedaba prácticamente nada del antiguo
mecanismo de la santa sede: el trabajo de la curia estaba completamente
desorganizado, el colegio cardenalicio disperso y varios cardenales en
prisión. Así no tiene nada de extraño que, unos con satisfacción y otros
con consternación, pensaran que con Pío VI desaparecía, bajo los golpes
de los jacobinos franceses, incluso el pontificado como tal, es decir, la
clave de bóveda de la Iglesia católica”18.

14
NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA. Tomo IV. Madrid 1984, 549 pp. HALES, E. E. Y., Revolution and Papacy
(1769-1846), Eyre and Spottiswoode, London 1960, 320 pp, UPCo 1675/13 y La Iglesia católica en el
mundo moderno : desde la Revolución Francesa hasta el presente, Barcelona 1962. LATREILLE, A., L´Église
catholique et la Révolution française, tome 1 (1775-1799) et tome 2 (1800-1815), 295 y 290 pp. UPCo
1748/125-1 y 125-2. NICOLET, C., L´idée républicaine en France (1789-1924), Essai d´histoire critique,
Gallimard 1982, 528 pp. VARIOS (Bergeron, L., FURET, F., y KOSELLECK, R.), La época de las revoluciones
euorpeas, 1780-1848, Madrid 1986, 340 pp. TACKETT, T., La Révolution, l´Eglise, la France, Cerf, Paris
1986, 485 pp. UPCo 1748/190. FURET, F. y OZOUF, M., Diccionario de la Revolución Francesa, Alianza,
Madrid 1989, 918 pp, UPCo 5481/82. MORALES MOYA, A. y CASTRO ALFÍN, D., Ayer y hoy de la Revolución
Francesa, Barcelona 1989. 190 pp. UPCo 5451/52. RÉMOND, R., L´Antico Regime e la Rivoluzione francese
(1750-1815), Biblioteca Universale Rizzoli. Milano 1994, 194 pp. GONZÁLEZ PACHECO, A., La Revolución
Francesa (1789-1799), Ariel Practicum, Barcelona 1998, 282 pp. VAN KLEY, D.K., Los orígenes religiosos de
la Revolución Francesa: de Calvino a la constitución civil (1560-1791), Encuentro, Madrid 2003, 558 pp.
UPCo 5451/88. BURLEIGH, M., Poder terrenal. Religión y política en Europa. De la Revolución francesa a
la Primera Guerra Mundial, Taurus 2005, 600 pp. PLONGERON, B., Des résistances religieuses à Napoleón
(1799-1813), Paris 2006, UPCo 1748/256; FIORANI, L. e ROCCIOLO, D., Chiesa romana e Rivoluzione
Francese, Roma 2004, 904 pp en UPCo 5451/105. McPHEE, Peter, La Revolución francesa (1789-1799).
Una nueva historia, Barcelona 2013, 274 pp. TACKETT, T., El terror en la Revolución Francesa, Barcelona
2015, 521 pp UPCo 5451/124.
15
Juicio de F. GUIZOT (1787-1874) en HOBSBAWM, E., Los ecos de la Marsellesa, Barcelona 1992, 139
16
HALES, E.E.Y., La Iglesia católica… 36
17
ROGIER, L. J., Nueva Historia de la Iglesia. Tomo IV: La Ilustración y la Revolución, 156
18
JEDIN, H. (Ed), Manual de Historia de la Iglesia; tomo VII: La Iglesia entre la revolución y la restauración,
Editorial Herder, Barcelona 1978, 112
12

Francia vivió entre 1789 y 1801 una larga y densa etapa de crispación,
convulsión, cambio rápido y revolución. En 1801 apenas si quedaba en pie
la estructura arquitectónica que había sostenido el edificio habitado por la
hija mayor de la Iglesia en el largo período conocido como el Antiguo
Régimen.
Las ideas e ideales de la Ilustración, con la colaboración, a su pesar,
de los clérigos, se acabaron imponiendo; más aún, fueron más lejos de lo
que lógicamente se podía prever. La Iglesia pasó de ser rica, poderosa e
influyente a ser un pequeño reducto de fieles creyentes enfrentados entre sí
y divididos en dos mitades: la de los fieles, primero, a la Iglesia galicana,
más adelante, a la Constitución Civil del Clero (CCC), y la de los que en aras
de una vivencia de su fe más acorde con la tradición católica, con Roma y la
monarquía caída, se fueron alineando en medio de persecuciones y no pocos
martirios en torno a Roma.
En estos diez años, Francia se convirtió en un campo de misión, en el
que resultaba sumamente peligroso dar culto a Dios, recibir los sacramentos
y vivir como católico. A muchos no les quedó más remedio que emigrar y
mirar cada vez más confiadamente a Roma; en su esfuerzo por sobrevivir
nacía una Iglesia contraria a la Iglesia constitucional, a la Revolución y a sus
herederos naturales: la nueva burguesía.
Durante estos diez años el sueño político de los ilustrados se fue
encarnando en una República, inestable al principio e inclinada a todo tipo
de componendas políticas y golpes de Estado, al final. En el último golpe de
Estado, el de Brumario (1799), bajo la dirección de la mano del militar y
estadista de Napoleón Bonaparte, se logró imponer una nueva cultura: la
cultura democrática, basada en el respeto de las nuevas leyes de los derechos
humanos, fundamento de lo que más adelante será la cultura burguesa y su
estructura material y política: el nuevo Estado burgués.
Este nuevo Estado disolvió los vínculos que durante siglos ligaron la
política con la religión e instauraron el laicismo como modo de vida y como
fuente de pensamiento.

El plan que seguiremos será el siguiente: presentaremos, en un primer


lugar, el clima espiritual y pastoral en el que vivían la mayor parte de los
párrocos y sacerdotes rurales y las razones por las que abandonaron el
estamento clerical para formar parte del llamado tercer estado. Constituida
la Asamblea Nacional, estudiaremos en un segundo momento, la liquidación
de los bienes y riquezas de la Iglesia y sobre todo la elaboración y las
consecuencias de la llamada Constitución Civil del Clero (CCC). Con la
desarticulación de la Iglesia francesa del Antiguo Régimen y con la creación
de la Iglesia Nacional francesa, presentaremos, en tercer lugar, las medidas
que en medio de un clima de terror para imponer la CCC, conformar un
estado laico y establecer el matrimonio civil fue tomando la Asamblea
13

Legislativa. Nos detendremos, en cuarto lugar, en el gobierno de la


Convención (1792-1795) y en la guerra civil que los franceses libraron en el
exterior y sobre todo en el interior por motivos políticos y también religiosos,
sin olvidarnos de los progresos de la Revolución fuera del territorio francés.
A continuación, y en quinto lugar, ofreceremos un sumario del Directorio
(1795-1799), en el que también en medio de duras circunstancias para la vida
de los católicos, se fueron poniendo las bases de un arreglo no directamente
con los católicos franceses sino con Roma. Finalizaremos con unas breves
conclusiones.

1. Nos interesa, ahora, conocer y sopesar las razones por las que una buena
parte de los párrocos se pasaron a las filas del tercer estado, del que por
origen familiar y social procedían. Los años previos a la Revolución fueron
pródigos y copiosos, excepto en lo que se conoce como el catolicismo
devoto, en panfletos y manifiestos a favor de casi todas las tendencias
sociales y políticas que se iban a encontrar en la palestra política años más
tarde19. Los sacerdotes de segundo orden, la mayoría de ellos párrocos,
tuvieron muy dignos defensores y apologistas. Maultrot, figura destacada de
la apologética jansenista y uno de los autores más prolíficos, dedicó al tema
más de diez trataditos. Los más sobresalientes fueron la Institution divine des
curés (1778) y La défense des droits du second ordre (1789); a ellos se sumó
L´ecclesiastique citoyen (1787), de autor anónimo. En todos ellos, muchos
de clara inspiración jansenista, se exaltaba, al tiempo que se condenaba a los
religiosos, la figura del cura párroco. Los regulares, tachados por los
párrocos de parásitos, eran denigrados como provenientes no de una
institución de origen divino sino puramente humana. Retomando ideas que
ya se habían popularizado con la publicación en 1776 de un panfleto, titulado
Droits des curés, salido de las manos de Henri Reymond, se acometió una
reforma general de la propiedad del clero, de su papel y ubicación en la
Iglesia. Muchos sacerdotes rurales y no pocos párrocos subsistían, en medio
de una creciente inflación, gracias a la porción congrua – una cantidad
mínima no siempre fija que recibían del clero catedralicio o monástico, más
privilegiado, que eran los que realmente poseían y recolectaban el diezmo-.
Ante una situación tan escandalosa como vergonzosa, elevaron fuertes
protestas contra la malversación del diezmo por parte del clero secular y
contra las excesivas limosnas y donaciones que recibía el clero regular;
tacharon de inadecuada y lamentable la mera existencia de la porción
congrua; criticaron con excesiva acritud la opulencia y hasta la misma
existencia de los beneficiados y se quejaron de la exclusión de los sacerdotes
de los despachos diocesanos que distribuían los diezmos. En general,

19
TACKETT, T., El terror en la Revolución francesa, Barcelona 2015, 54-60.
14

concluye Van Kley, eran muy contrarios a “la opresión aristocrática en todos
los ámbitos de poder, riqueza e influencia de la jerarquía eclesiástica”.
Mucho más peso tuvo en esta confrontación la justificación teológica
sobre la que se basaba: el dogma richerista del origen divino y apostólico del
sacerdocio. El richerismo, entre otras conclusiones prácticas, reclamaba para
los párrocos el poder ser jueces en los sínodos diocesanos y el designar sus
propios vicarios. Por otra parte, la filosofía fisiócrata consideraba a los
párrocos dentro de una Francia necesitada de líderes en el mundo rural, frente
a los religiosos, tachados de pasivos, como ciudadanos útiles y virtuosos.
Posición refrendada por el mismo Rousseau cuando consideraba que los
párrocos eran las únicas personas dignas de virtud y plenas de autoridad en
el mundo rural.
Cuando, finalmente, fueron convocados los Estados Generales, la
Asamblea General del Clero no estuvo a la altura de las circunstancias ni
tampoco satisfizo a los que veían una posibilidad de cambio social en la que
el clero, por razones obvias, tenía que implicarse. La Asamblea del Clero se
mostró muy tacaña a la hora de aportar la totalidad del don gratuit, suma que
al no pagar impuestos entregaba el clero cada año al rey, entregando
únicamente la cuarta parte de lo que se le había demandado. De muchísima
más gravedad fue el comportamiento del arzobispo de Paris, monseñor de
Juigne, quien intentó, por todos los medios a su alcance, persuadir y
convencer a la mayor parte de los párrocos que conformaban la Asamblea
General del Clero y sobre todo a los procedentes de la aristocracia para que
de ninguna de las maneras se sumaran a las pretensiones unitarias del tercer
estado, que deseaba constituir una única cámara para abordar el arreglo de la
causa nacional.
Finalmente, la tarde del 27 de junio de 1789, tras una reñida votación
entre los miembros procedentes de la nobleza e inclinados al Tercer Estado,
más de la mitad de los representantes del clero, 148 votos contra 136,
apostaron por la creación de una Asamblea Nacional, capaz de mirar por los
intereses generales frente a los intereses partidistas de los diversos
estamentos. Los esfuerzos de los obispos resultaron vanos ante el poder de
los sacerdotes de origen popular, que ansiaban sumarse al Tercer Estado y
que les hizo exclamar a algunos representantes del clero en contra de los
obispos: “no hay artificio que no usen los prelados para seducir a los curas;
han llegado a insinuar que queremos atentar contra la religión católica”20.
Finalmente, el que el Tercer Estado saliese fortalecido gracias a la
participación del clero, hizo gritar al panfletista d´Antraigues: “Han sido
estos malditos curas los que nos han traído la Revolución”21. Seguramente
este autor, conocía mejor nadie cómo una considerable proporción del clero
francés había actuado en las asambleas regionales para que sus
20
CASTRO, D., Robespierre … 117.
21
ROGIER, L. J. Nueva Historia de la Iglesia (NHI), tomo IV, 156.
15

representantes fueran elegidos y, posteriormente, enviados a Versalles.


Mientras los representantes del clero en los Estados Generales convocados
en 1614, apenas llegaban al 10 por ciento, los representantes del clero, es
decir sacerdotes de pueblos y párrocos con la exclusión en algunas diócesis
de sus obispos, que irían a Versalles en la primavera de 1789 representaban
las dos terceras partes de los sacerdotes elegidos22. Los llamados cahiers du
clergé de 1789, réplicas de los cahiers de doléances, nos permiten conocer
las reivindicaciones de estos sacerdotes diputados. Aun cuando sus
reivindicaciones no fueron unánimes a nivel nacional, las diferencias
regionales fueron muy significativas, sí que pedían un mayor reconocimiento
social, una cierta libertad frente a los obispos y un catálogo de reformas
eclesiásticas, que, de modo muy general, anticiparon algunas de las medidas
aprobadas por la inminente Constitución Civil del Clero; sin que esto quiera
suponga la existencia de un fuerte enfrentamiento entre el clero y sus
obispos23

2. Una vez constituidos los Estados Generales en Asamblea Nacional,


(Asamblea Constituyente desde el 9 de julio de 1789) razones políticas,
sociales y económicas inclinaron a sus representantes no sólo a abordar todo
lo relacionado con el uso de los bienes raíces del clero y de su derecho a
ellos, sino a llevar a término “al mismo tiempo la reforma de la Iglesia en su
totalidad”24; deseo al que se sumó la mayor parte del clero parroquial, sin
darse cuenta que, en adelante, los acontecimientos podrían desbordarse al
tiempo que podrían dejar de ser los protagonistas y directores de su propia
historia.
Si la Iglesia era despojada de toda su función temporal, sus
propiedades serían altamente gravadas, con lo que el clero dejaría de ser un
estamento independiente y los religiosos-- monjes, canónigos regulares y
clero regular y religiosas —amén de ver expropiados sus bienes e incautadas
sus propiedades, correrían el peligro de desaparecer. La generosidad y
entusiasmo del clero, tal vez condicionados por el terror del asalto a la
Bastilla (14 de julio de 1789), aún a sabiendas de lo que podía ocurrir, fueron
enormes25. Sus representantes ofrecieron las mejores y más lógicas
soluciones; éstas pasaban por sacrificar en aras de la patria su riqueza y
propiedades.
Todas estas medidas, muy influenciadas por los jansenistas, habían
calado muy hondo en el tejido social y religioso francés; tenían como primer

22
TACKETT, T., La Révolution, l´Eglise … 164.
23
TACKETT, T., La Révolution, l´Eglise … 165-176.
24
VAN KLEY, D. K. Los orígenes… 495.
25
GODECHOT, J., Los orígenes de la Revolución Francesa: la toma de la Bastilla (14 de julio de 1789),
Barcelona 1985, 376 pp.
16

y último fin la regeneración de la nación y de Iglesia. La Iglesia, en la medida


de lo posible, se debía ajustar a la Iglesia evangélica y a la Iglesia primitiva.
Si esto era lo que ansiaba el clero parroquial mucho más radicales, al decir
de Maurice Hunt, fueron los sueños y las propuestas laicas26.
Tras la toma de la Bastilla, 14 de julio de 1789, lo que supuso, en
buena parte, que el rey aceptase la constitución de la Asamblea Nacional así
como el estallido de una violencia generalizada a lo largo de toda la nación,
el mes de agosto ofreció una cosecha de consecuencias imprevisibles: la
noche del cuatro de agosto la Asamblea Nacional abolía el régimen feudal.
Con la renuncia de los privilegios feudales, se ponía fin a la Francia del
Antiguo Régimen27; lo que significaba en palabras de Rogier que la Iglesia
francesa en una sola noche perdía todo su patrimonio, dejando al clero “a
merced de la generosidad del pueblo”28. Semanas más tarde, el 26 de agosto,
la Iglesia, con la aprobación de la Declaración de los derechos del hombre,
“renunciaba al proteccionismo del poder sin liberarse al mismo tiempo de su
tutela todopoderosa según la tradición galicana”29; además, siguiendo el
tenor de la Declaración se afirmaba la separación de la Iglesia y del Estado
y se decía, igualmente, que las sociedades funcionarían sin la ayuda de la
religión; a nadie, en consecuencia, “se le podía perseguir por sus opiniones,
ni siquiera las religiosas, con tal de que no alterasen el orden público
establecido por la ley” (Art 18). Con todo, aunque se excluyó el
reconocimiento explícito de la Iglesia, se mantuvo en el preámbulo de la
Declaración, “la primacía del catolicismo”.
La respuesta popular a lo acontecido, casi de repente a lo largo del mes
de agosto, fue unánime y entusiasta tanto en París como en el más profundo
interior de la nueva nación francesa. En no pocos lugares se celebraron
asambleas espontáneas en la que se juró colectivamente acatar los decretos
de la Asamblea Nacional. En las iglesias de toda Francia se cantaron
solemnes Te Deum. A lo largo del verano de 1789 se vivió a lo largo y ancho
de Francia una suerte “de traspaso de la soberanía a la comunidad en tanto
que un todo30. En la distancia se reprodujo en lo político un clima colectivo
muy parecido al vivido por los europeos durante lo primeros años de la
Reforma protestante.
Como acabamos de decir, el estamento clerical, por su parte, no dudó
en entregar al Estado los vasos sagrados, ornamentos y otros objetos del culto

26
HUNT, Maurice, The Curés and the Third Estate. The ideas of Reform in the Pamphlets of the French
Lower Cleregy in the Periodo 1787-1789, en Journal of Modern History 8 (1957), 74-92.
27
La respuesta popular fue inmediata y entusiasta. “Por todas partes, por todas las calles y puentes,
empezó a congregarse la ciudadanía que hablaba de las nuevas y las vociferaba a los transeúntes. ´La
euforia y el júbilo se contagiaron rápidamente a todos los corazones. Nos felicitábamos los unos a los
otros…´escribía periodista Proudhomme en TACKETT, T., El terror… 77-78.
28
ROGIER, L.J., NHI, tomo IV, 156.
29
ROGIER, L.J., NHI, tomo IV, 159.
30
TACKETT, T., El terror … 80.
17

que no les fueran necesarios. Días más tarde, la Iglesia, en parte para aliviar
la quiebra de la Hacienda pública y, en parte, en consonancia con los
principios de la Revolución, renunciaba al diezmo. La Iglesia francesa perdía
80 millones de francos; por primera vez se defendía en la Asamblea Nacional
que “los bienes del clero pertenecían a la nación y que ella era la que los daba
en usufructo”31.
Con la llegada del otoño, el 10 de octubre, Talleyrand, obispo de
Auton32, solicitó la secularización de todos los bienes de la Iglesia; tan
trascendental medida, después de vivas y matizadas discusiones, quedaba
aprobada el 2 de noviembre de 1789. La secularización de los bienes de la
Iglesia fue aprobada por 568 votos frente a 386 que se manifestaron en
contra. El Estado se comprometía, por su parte, a velar por el culto y
asegurar a los párrocos un salario más que suficiente.
Con estas medidas el Estado se adueñaba de una suma, proveniente
fundamentalmente de los inmuebles eclesiásticos, cuyo valor ascendía a
unos tres mil millones de francos. Cantidad más que suficiente para que el
nuevo Estado sufragase sus gastos y el presupuesto del Estado fuese posible
durante diez años gracias a la venta de estos bienes, los bienes negros. Esta
medida y sobre todo las ideas que la alimentaron tendrán mucha
trascendencia en el futuro siglo XIX. Con la secularización de los bienes de
la Iglesia se debatía el derecho de propiedad de los eclesiásticos. Cuando se
hablaba del derecho de propiedad sobre todo de las grandes propiedades de
la Iglesia se decía: “Es evidente que el clero no es propietario en el mismo
sentido en que lo son otros, ya que los bienes de que hacen uso y de los que
no pueden disponer se les entregaron no para su beneficio personal sino para
que los empleasen en el desempeño de sus funciones”33.
Para Van Kley todas estas medidas no se podrían haber tomado ni
tampoco mantenido si no hubiesen estado respaldadas por lo que él mismo
denomina el peso de los “cinco principios”, principios todos ellos de matriz
jansenista. Dichos principios defendían los siguientes postulados: aunque la
administración de los bienes eclesiásticos corresponda a las jerarquías
eclesiásticas, su propiedad pertenece a la Iglesia francesa; la Iglesia no estaba
formada solamente por las jerarquías eclesiásticas, sino por toda la asamblea
de los fieles, coincidente e identificada ahora, tal como había acaecido en el
pasado con la Francia católica, con la nación. La Asamblea Nacional,
representante de la nación, se sentía, en consecuencia, autorizada para
declarar el carácter nacional de dichos bienes. Dado que solo el Estado tiene
poder de coacción y, por tanto, de jurisdicción sobre todos los asuntos
públicos, también en lo que atañe a la Iglesia, a él le corresponde determinar
qué hacer con dichos bienes. Sin que tenga que ver mucho con los principios

31
MEZZADRI, L., La Chiesa e la Revoluzione Francesa, Milano 1989, 60.
32
MADELIN, L., Talleyrand, Paris 2014, 592 pp.
33
BURLEIGH, M. Poder terrenal … 72
18

anteriores, se defendía, en un cuarto momento, que el sacramento del orden


confería al nuevo sacerdote un poder indefinido para predicar y administrar
los sacramentos, pero “su asignación y su ejercicio en un territorio concreto
era una cuestión temporal y fáctica”, una competencia de la Asamblea
Nacional. Solo de esta manera se podría conseguir la verdadera regeneración
de la Iglesia y hacer que ésta se pareciese cada día más a lo que fue en sus
orígenes. En suma, la Asamblea Nacional imponía su autoridad temporal
sobre la Iglesia34.

Meses más tarde, el 13 de febrero de 1790 se dio un paso más en


consonancia con las políticas galicanas que acabamos de presentar, tal como
eran interpretadas por muchos de los diputados de la Asamblea Nacional.
Por medio de un decreto se procedió a la secularización de todas las órdenes
religiosas, excepción hecha de las dedicadas a la enseñanza y al cuidado de
los enfermos. Dicha medida, por extraño que pueda parecer, no provocó
fuertes reacciones ni entre los obispos, ni tampoco entre los sacerdotes y
laicos. Incluso puede verse un cierto asentimiento en algunos de ellos; de los
cuarenta monjes que por entonces tenían su residencia en Cluny, treinta y
ocho dejaron sus hábitos en el vestuario y sin más problema abandonaron la
vida religiosa. No ocurrió lo mismo entre los cartujos, entre los capuchinos
y entre las congregaciones femeninas. El decreto del 13 de febrero decretaba
que todos aquellos religiosos que abandonaran sus respectivas comunidades,
recibirían una pensión apropiada del Estado. La pensión que recibieron las
religiosas resultó escasa, 250 libras al año, menos de la mitad de la congrua
de los sacerdotes que en 1786 recibían una pensión anual de 750 libras al
año.
Por otra parte, el clima revolucionario y la opinión pública parecían
inclinados a esta toma de decisiones. Las órdenes religiosas contradecían,
en opinión de Barnave (1761-1793), los ideales de la Revolución; si se quería
ser coherente con la nueva realidad, se hacía necesario suprimirlas. “No creo
que sea necesario, afirmaba Barnave, demostrar que las órdenes religiosas
son incompatibles con los derechos del hombre. Una profesión que priva a
los hombres de los derechos que habéis reconocido es incompatible con esos
derechos. Obligados a asumir deberes que no se hallan prescritos por la
naturaleza, que la naturaleza reprueba, ¿no están condenados por la
naturaleza misma a quebrantarlos?”35 Los monjes, se dijo, en los debates
parlamentarios “en cuanto a organización son peligrosos. Más que su
peligrosidad, en este momento, pesó el principio y el sueño volteriano de que
había que acabar para siempre con ellos; el sueño de los jansenistas,
finalmente, terminaba con los estamentos y los intereses corporativos. “La
voluntad de una comunidad cualquiera, afirmaban Chalelier y Robespierre
34
VAN KLEY, D. K. Los orígenes … 507-510.
35
BURLEIGH, M. Poder terrenal … 75
19

(1758-1794), representa su actitud y sus intereses particulares y la voluntad


del clero representará, decían, siempre su actitud y sus intereses
corporativos”36 . La vida religiosa, sin ella quererlo, era metida en el mismo
saco que las corporaciones estamentales. Desde febrero de 1790,
consecuentemente, los conventos fueron suprimidos y la admisión de
novicios quedó prohibida.
Sólo entonces comenzaron a aflorar los nervios. El obispo de Nancy,
angustiado ante lo que se venía encima, pidió que el catolicismo fuese
confirmado como la religión del Estado; nadie le respondió. El pueblo,
superados los problemas del josefinismo, tenía la posibilidad de intervenir
en cuestiones espirituales. Las consecuencias no tardarían mucho en aparecer
como puede comprobarse en la negativa al reconocimiento por parte de la
Asamblea Constituyente de una propuesta del cartujo Gerle, quien solicitaba
en abril de 1790 declarar la religión católica como religión del Estado. Nadie
podía poner en duda el prestigio de la Iglesia católica, sin embargo, los
diputados votaron en contra de esta moción.
Lo más fuerte, con todo, estaba por venir. La Asamblea Nacional,
lejos de aprobar una Constitución para la nueva Francia, dio comienzo, en su
lugar, a la discusión y redacción de lo que el 12 de julio de 1790 sería la
Constitución Civil del Clero (CCC). Constitución que significo una ruptura
traumática entre la Iglesia y la Revolución37. Por medio de sus títulos y
artículos quedaban incluidos dentro del poder civil todos aquellos elementos
que afectaban las relaciones de la Iglesia con la comunidad política en
sentido amplio. Diversos comités, cada vez con una mayor participación del
elemento laico, se hicieron cargo de los borradores y procuraron que a la
hora de la votación todos ellos tuvieran derecho a emitir su voto. El 29 de
mayo de 1790, el Comité presentó a la Asamblea un proyecto constitucional
sobre el clero. En opinión de muchos se trataba de un Diktat presbiteriano
sobre cuestiones que eran en el fondo espirituales. No tocaba el dogma ni la
moral, sí la disciplina externa; se inspiraba en la disciplina de la Iglesia
primitiva, en los apóstoles y en los concilios. Para algunos historiadores, la
confusión entre lo espiritual y lo gubernamental era clara y manifiesta.
El texto fue aprobado el 12 de julio de 1790 y sancionado, después de
semanas de angustia, por la firma del rey Luis XVI; siendo promulgado el
24 de agosto.
La CCC contenía las siguientes medidas: 1ª abolición de más de
cincuenta sedes episcopales; 2ª racionalización de las parroquias: se
suprimieron sin más 4.000; 3ª el clero que no tuviera funciones pastorales,

36
VAN KLEY, D. K. Los orígenes … 517.
37
TACKETT, T., La Révolution, l´Eglise, la France. Le serment de 1791, Paris 1986, 485 pp. MEZZADRI, L. La
Chiesa … 68-93. Muy sugerente y muy en línea con el galicanismo es la interpretación que B. Cousin hace
de la Constitución Civil del Clero, véase su El “Regalismo en Francia, de Luis XIV a Bonaparte… pp 247-249.
GONZÁLEZ PACHECO, A., La Revolución Francesa (1789-1799), Barcelona 1998, 60-64.
20

como los canónigos y los religiosos, quedaba abolido; 4ª para ser nombrado
obispo era necesario haber servido al menos durante quince años como
párroco; 5ª los obispos debían tener en cuenta la opinión de al menos doce
de sus sacerdotes diocesanos para gobernar sus diócesis; 6ª los sueldos de
los sacerdotes fueron elevados considerablemente, mientras los de los
obispos se vieron reducidos; 7ª los laicos serían los encargados, a nivel
departamental, de elegir sus obispos y párrocos dentro de las parroquias y 8ª
se prohibía que los obispos recién elegidos fuesen confirmados por el Papa38.
La Asamblea Nacional, como puede verse, estaba mezclando la tradición con
la renovación. Los tradicionales cánones de la Iglesia quedaban sometidos a
los derechos de la Nación y del Estado.
Aunque muchos historiadores afirmaron que la CCC pretendía destruir
el cristianismo, la historiografía más serena, opina que siendo la mayoría de
los miembros de la Asamblea Nacional católicos y monárquicos, lo que
deseaban era transformarla y ponerla al servicio de la nueva realidad
nacional. Sin embargo, el riesgo que se acabó corriendo con la aprobación
de la CCC estuvo en proporción directa con la novedad y radicalismo de
algunas de sus medidas. Los miembros de la Asamblea, en opinión de
Mezzadri, ignoraron “los límites de su acción”39.
Las reacciones, como es de suponer, no se hicieron esperar. Los
obispos desde un comienzo se mostraron en total desacuerdo. Boisgelin de
Aix (1732-1804) en su Exposition des principes sur la Constitution civile du
clergé la criticó duramente; defendía, por su parte, que la Asamblea
Nacional no tenía poder ni competencia para legislar sobre el clero; su entero
contenido, afirmaba, estaba en contra del concordato de 1516, que era un
acuerdo bilateral y, finalmente, manifestaba, que con la nueva constitución
se rompía la unión con el papa, unión y vínculos necesarios porque él era el
que confería la misión.
La Iglesia, con la aprobación de la CCC, quedaba dentro del Estado y
no el Estado dentro de la Iglesia. El sueño del emperador José II se cumplía
constitucionalmente. El clero francés era liberado de la tiranía del Papa, para
ser sometido a una nueva y más peligrosa dominación, la tiranía del Estado40.
El testimonio de Boisgelin fue refrendado, primero, con la firma de treinta
obispos miembros de la Asamblea Constituyente y más adelante con la firma
de otros noventa, es decir de la práctica totalidad del episcopado francés. A
estas firmas habría que sumar las de cientos y cientos de sacerdotes y fieles,
que, desde el principio, se mostraron contrarios a estas medidas. En medio
de este ambiente, Boisgelin, con la intención de rebajar algunas de estas

38
“El nuevo obispo, se leía en el art. 19 de la CCC, no podrá dirigirse al Papa para obtener confirmación
alguna, pero le escribirá como jefe visible de la Iglesia Universal, en testimonio de la unidad de la fe y de
la comunión que debe mantener con él”, en GONZÁLEZ PACHECO, La Revolución … 62.
39
MEZZADRI, L. La Chiesa ... 71.
40
DE VIGUERIE, Christianisme et Révolution… p 79 y ss
21

medidas, pidió permiso para la convocatoria y celebración de un concilio


nacional y de una serie de concilios provinciales; petición que,
evidentemente, le fue denegada.
Con la CCC se estaba dando comienzo al nacimiento de la
contrarrevolución, de la conspiración y del terror. Con la caída un poco más
delante de la monarquía en septiembre de 1792, la religión, además de ser
para muchos revolucionarios algo despreciable y contrario por definición al
progreso y a la civilización, comenzaba a ser identificada con la monarquía
y con las fuerzas contrarrevolucionarias.
Para que la CCC tuviera validez tenía que ser firmada y reconocida
por el rey y en su tanto por el papa. Sin embargo, ante las críticas de una gran
parte del clero, ante la sospecha de que los obispos, para los que realmente
iba dirigida, no la aprobasen un aceptasen y ante el temor de que dentro de
la Iglesia surgiesen fuerzas contrarrevolucionarias, se fue acariciando la
posibilidad de que todos los clérigos fuesen obligados a jurarla, decisión que
finalmente se llevó a cabo, tras votarla en la Asamblea Nacional, el 27 de
noviembre de 1790; votación que sería ratificada con la firma real el 26 de
diciembre del mismo año.
Los primeros que juraron la CCC fueron, lógicamente, los
eclesiásticos diputados; el primero de todos, Henri Baptiste Grégoire (1750-
1831). Muchas más resistencias ofrecieron los obispos; inicialmente la
juraron solamente siete. Desconocemos el número total de sacerdotes que
acabaron firmando; los mejores estudios afirman que la firmaron entre un 52
y un 55 por ciento del clero parroquial41. Fuera de París, el clero se dividió
en dos mitades: los del centro y sur la juraron; los de la costa atlántica,
Alsacia, Flandes y Normandia se negaron. Donde la piedad popular era más
intensa el clero no prestó juramento42. En muchos lugares la presión de los
laicos y seglares obligó a muchos sacerdotes a jurar la CCC. Los que la
juraron fueron llamados constitucionales y los que no la juraron, refractarios,
lo que les elevaba a la categoría de contrarrevolucionarios. Desde París y
desde los gobiernos locales, los refractarios comenzaron a ser considerados
como los causantes de las alteraciones sociales y políticas del mundo rural
francés.

Con el juramento de la CCC nuevos peligros acecharon a la Iglesia


francesa: nacía una jerarquía paralela y una iglesia cismática podía sustituir
a la iglesia oficial. En la primavera de 1791, Talleyrand, líder de la iglesia
constitucional, ya había ordenado 60 obispos. Las ordenaciones fueron muy
escrupulosas y muy acordes con la liturgia; se quería evitar una especie de

41
TACKETT, T., La Révolution … Del total de sacerdotes y obispos pertenecientes a la Asamblea Nacional,
la juraron el 4 de enero de 1791 tres y 44, respectivamente. Un elevado número de sacerdotes se negó a
hacerlo.
42
TACKETT, T., La Révolution … 309-317
22

anglicanización y se pretendía que la ordenación sacerdotal no solamente


fuese legítima sino también válida; eso sí no se prometió obediencia al Papa.
Como consecuencia de estas ordenaciones nacieron dos Iglesias: la romana,
que dejaba para siempre de ser galicana, y la nacional o constitucional;
iglesias paralelas y en muchas ocasiones enfrentadas. La reacción del pueblo,
al menos en las regiones del oeste, fue de rechazo completo: los nuevos
sacerdotes constitucionales, bajo la protección de una buena escolta, tomaron
posesión de sus parroquias; las campesinas los saludaban con el canto del
gallo y los niños en vez de saludarlos los apedreaban. En muchos lugares,
como signo de un nuevo tiempo, las campanas de muchas iglesias fueron
descolgadas y fundidas.

En medio de la desesperación y angustia de muchos franceses fieles a


las tradiciones católicas y afectos a la Iglesia de Roma, llegó la intervención
y la reacción de Roma43. El 10 de marzo de 1791, Pío VI por el breve Quod
aliquantum concedía cuarenta días a los sacerdotes que habían jurado la CCC
para que se retractasen; de paso, evidentemente, la condenaba. Las
elecciones de los nuevos obispos eran consideradas nulas y carentes de base;
se rompían, finalmente, las relaciones diplomáticas con Francia. En el breve
pontificio se afirmaba el carácter hostil de la legislación francesa, que no
tenía otro objetivo que la “abolición de la religión católica y la obediencia
debida al rey”. Con la CCC, afirmaba Roma, se quería perturbar y trastornar
los dogmas más sacrosantos y la disciplina eclesiástica44.
Siendo graves estas críticas, lo que realmente puso nerviosa a la
Asamblea Constituyente, cada vez más pagada de sí misma y más resuelta a
cambiar el orden de las cosas, fue la percepción de un cierto afianzamiento
de la autoridad de la Santa Sede frente a los principios revolucionarios, así
como el nacimiento de una más que segura alianza entre poder del altar y el
poder del trono, siempre en clave católica y tradicionalista. Por otra parte, el
Breve de Pío VI tiraba por tierra las bases de los derechos del hombre, ponía
en cuestión todos los principios que estaban en la base de las nuevas
libertades, especialmente los principios de libertad e igualdad. La respuesta
de la opinión pública francesa fue contundente: el papa además de ser
criticado era ultrajado y con su efigie se cometían todo tipo de actos
delictivos y macabros.

43
PLONGERON, B., Les ´silences` de la papauté durant la Révolution français en Papes et papauté au XVIII
siecle, 299-317. Études reunis par P. Koeppel, Paris 1999. LANGLOIS, C, Concordato y sistema
concordatario: el caso francés, 413-26 en LA PARRA, E. Iglesia, Sociedad y Estado…
44
MEZZADRI, L. La Chiesa … 76
23

En síntesis, la CCC destruyó la solidaridad entre todos los patriotas y


provocó una honda división no sólo entre el clero sino en la totalidad de la
nación francesa45.

3. Desde el punto de vista de la práctica política, la CCC acabó mostrando el


camino que meses más tarde recorrerían los políticos en su esfuerzo por
otorgarle a la nueva nación francesa una nueva Constitución política. La
aprobación de la nueva Constitución significaba la creación de una
monarquía constitucional de carácter burgués, para más señas censitaria. Con
la aprobación de la Constitución de 1791 se daba paso a la Asamblea
legislativa (1791-1792).
Con la Asamblea legislativa el ambiente se fue haciendo cada vez más
tenso. La Asamblea Legislativa formada, al prohibir Robespierre46 la
reelección de diputados, por personas no elegidas anteriormente, llevó a la
dirección de la cosa pública a gobernantes sin experiencia y sin el realismo
político necesario para abordar la cruda realidad nacional. Mientras los
constituyentes eran, en buena parte, creyentes, los nuevos diputados electos
eran, en su mayor parte, ateos. Fue esta miscelánea de inexperiencia y
anticlericalismo la que “hizo explotar la revolución”. Frente al problema de
las dos iglesias, prevaleció la línea dura. El pueblo, siguiendo esta línea, fue
invitado a denunciar a los sacerdotes que no fuesen fieles a las dos
constituciones: a la CCC y a la Constitución Nacional. En octubre de 1791,
la Asamblea aprobó un decreto por el que se declaraban sospechosos todos
los sacerdotes refractarios, es decir todos los sacerdotes que no hubiesen
jurado la CCC. Meses más adelante, el 27 mayo de 1792, se decretó que
todos aquellos sacerdotes que fuesen denunciados por más de veinte
ciudadanos serían deportados sin proceso judicial previo. Luis XVI (1754-
1793) vetó estas leyes. Por su parte, los clubs jacobinos, verdaderos
animadores de esta política, convencidos, tras el manifiesto de Coblenza, que
el rey había firmado una alianza con otros monarcas para terminar con la
Revolución, optaron por sacar adelante la Revolución costase lo que costase.

45
Los juicios de los historiadores coinciden, por una parte, en que una medida de este tipo era natural en
la Francia de la época y del momento y, por otra, en la dureza y rigidez de algunos de sus artículos. Schatz
afirma que la CCC era hija de la Ilustración; su novedad radicaba en que una gran nación consumaba
histórica y decididamente cambios que hasta ahora nadie se había atrevido a establecer. SCHATZ, K., 22-
23). Bernard Cousin defiende, por una parte, la necesidad de la nueva constitución del clero y, por otra,
el protagonismo, siguiendo las costumbres y prácticas galicanas, de la Asamblea Nacional que, de ninguna
manera, podía dejar de intervenir en asuntos tan importantes como el culto y el mantenimiento de la
religión. La Constitución Civil del Clero procedía al mismo tiempo de una visión tradicional de la religión
en perspectiva galicana y de una concepción nueva de la Asamblea como órgano regenerador de la nación.
Para Van Key la Constitución del Clero suponía, por una parte, la culminación de todos los sueños
jansenistas a favor de una reforma eclesiástica y, por otra, la radicalización de la Revolución.
46
CASTRO, Demetrio, Robespierre. La virtud del monstruo, Tecnos, Madrid 2013, 511 pp.
24

Los revolucionarios al tiempo que organizaron una imponente


manifestación antimonárquica frente a las Tullerías, demandaron en la
Asamblea la deposición del rey, juzgándolo digno de alta traición.
Finalmente, el 20 de agosto de 1792, la Asamblea Legislativa suspendía al
Rey de todas sus funciones y convocaba una Convención Nacional.
Sin embargo antes de su convocatoria, la Asamblea Legislativa siguió
tomando importantes medidas en materia eclesiástica: el 14 de agosto se
obligaba de nuevo a todo el clero a prestar nuevo juramento: “Juro ser fiel a
la Nación, juro defender con todas mis fuerzas la libertad, la igualdad, la
seguridad de las personas y de la propiedad, y morir si es necesario por el
cumplimiento de las leyes”47. Al clero constitucional se le prohibió “vestir
los hábitos sacerdotales en público” y a este mismo clero se le arrebató “el
derecho a registrar los nacimientos, matrimonios y fallecimientos; en
adelante, esta tarea recaería en la administración municipal”48
Aunque se trataba de un mero juramento cívico, muchos sacerdotes
filoromanos, más después de la publicación del breve pontificio, se llenaron
de inquietudes no sabiendo, en realidad, cómo proceder. Un nuevo cisma,
esta vez dentro de los sacerdotes fieles a Roma, se cernía sobre los sacerdotes
refractarios. Para dificultar más las cosas, se creó un nuevo tribunal,
presidido por Robespierre, capacitado para juzgar a todos los sospechosos.
Finalmente, el 20 de septiembre de 1792, día en el que la Asamblea
legislativa cesaba en sus funciones, siendo sustituida por un gobierno de
Convención, teóricamente elegido por sufragio universal, Francia era
declarada Estado laico, en el que se aprobaba el matrimonio civil y se
introducía una ley del divorcio. La Iglesia constitucional se convertía en una
iglesia dependiente y servidora, al igual que otro ministerio, del Estado49.

4. El gobierno de la Convención (1792-1795). Lo más significativo de estos


tres frenéticos años fue el que Francia dejó de ser una monarquía para
constituirse en república. El paso estuvo precedido el 21 de enero de 1793,
no lo olvidemos, por la muerte en la guillotina ante más de 80.000
espectadores del rey Luis XVI. Con la república, la Nación, representada
ahora por un Gobierno republicano, se apoderó del poder ejecutivo. Sus
relaciones con la Iglesia constitucional buenas en apariencia fueron situando
a los sacerdotes que habían jurado la CCC lejos de los resortes del poder y
del nuevo orden. “El estatuto de la Iglesia se parecía cada vez más a una
ficción legal”50.
Fue durante los primeros meses de la Convención cuando miles y miles de
franceses, todos ellos vinculados de una manera u otra a la monarquía y

47
BURLEIGH, M., Poder … 85 y MEZZADRI, L., La Chiesa… 110.
48
TACKETT, T., El terror … 233
49
MENOZZI, D., 19
50
ROGIER, L., NHI, tomo IV, 165.
25

próximos a los intereses de Roma y del clero refractario, emigró fuera de


Francia51. El gobierno de la Convención reaccionó con virulencia y encarceló
a miles de sacerdotes. La situación a nivel general se hizo tan insostenible
que los jacobinos con Robespierre a la cabeza dieron un golpe de Estado;
asumió el poder el llamado Comité de Salvación Pública. Con él comenzaba
el terror y la más brutal de las dictaduras, especialmente cruenta entre
septiembre de 1793 y julio de 1794.
En septiembre de 1792, dado el clima de tensión e inseguridad que se
vivía en París con el consiguiente vacío de poder, y el temor a la invasión de
prusianos y austriacos, murieron entre dos mil y tres mil presos, tres eran
obispos, 220 sacerdotes, la mayoría refractarios, a los que la opinión pública
calificaba como monstruos52. El clero refractario caía, finalmente, en los
brazos de las fuerzas contrarrevolucionarias y el clero constitucional, fiel a
los principios de la Revolución, condenaba la Constitución de 1791; por su
anticlericalismo se acabó convirtiendo de hecho en una carta en blanco para
la descristianización de Francia53.
Así, entre septiembre de 1793 y julio de 1794 se aconsejó que todos los
franceses bautizados pudiesen elegir otro nombre; se mandó que en las torres
parroquiales sólo se podía colgar una campana; a los sacerdotes se les
obligaba a casarse. El número de los sacerdotes que se casaron varía entre
los 70.000 y los 12.00054. A costa del calendario gregoriano se introdujo el
calendario de la Revolución, un invento de Gilbert Romme, ideado en
octubre de 1792 y llevado a la práctica a finales de noviembre del mismo
año. Además de cambiar el nombre de los meses, el nuevo calendario abolía
el nombre de los santos; la semana fue organizada de tal modo que el
domingo fue sustituido por una suerte, después de diez días de trabajo, de
día festivo. Se intentó, en suma, sustituir el cristianismo por una nueva
religión: la religión republicana, que rendía culto a ideas tan abstractas como
la Razón, la Libertad, la Nación y también a los mártires de la Revolución –
Marat, Lepeletier, Chalier—cuyas imágenes sustituyeron en las iglesias a las
de los santos cristianos.
Los propugnadores de este modo de vivir y sobre todo de este modo de
sentir estaban convencidos de que todos los males que padecía la sociedad
francesa procedían de la religión. No entendían que la Revolución no fuese
capaz de suprimir para siempre la religión y la superstición que nacía de ella.

51
PIERRE, V., Le clergé français dans les états pontificaux (1789-1803), en Revue Historique 27 (1902) 103-
143. PLONGERON, B., Eglise et Révolution d´aprés les pretes emigrés a Rome et Londres (1792-1802), X
(1989), 273-306.
52
MEZZADRI, L. La Chiesa… 111-114. Pierre Dubreil-Chambardel, simpatizante de la Montaña, escribía
al respecto: “la perversa raza del clero refractario ha corrido la suerte que sus acciones merecen. Hay
razón es para creer que muy pronto la nación se habrá purgado de todos estos monstruos”, citado por
TACKETT, T., El terror … 253.
53
MENOZZI, D., 20.
54
DE LA VIGUERIE, J., … 154.
26

Además, se afirmaba, si se quería que la Revolución prosperarse y la nación


se regenerase, al menos esto pensaba Marat, era necesario acabar con el
cristianismo. Muchos sacerdotes en aras de la religión del Estado,
renunciaron a sus funciones sacerdotales. Entre los que renunciaron estaba
el arzobispo de París, quien no dudó en quitarse en medio de la Convención
su crucifijo y quemar sus credenciales sacerdotales. El culto católico se fue
eliminando lentamente; Fouché, decidió en virtud de su cargo “cerrar por la
fuerza las iglesias de dos departamentos” del centro de Francia: Con el paso
de los días, se fueron cerrando más y más iglesias y templos. A finales de
1792 “apenas quedaban en Francia Iglesias donde los sacerdotes oficiases
misas”. Las cosas llegaron a tales extremos que hasta “el relicario de santa
Genoveva y los cálices de la iglesia de Saint-Sulpice fueron trasladados a la
casa de la moneda para su fundición”. Algunos de los sacerdotes que
procedían de esta manera, “acompañados de sus flamantes esposas”,
quemaron “ostentosamente” sus patentes de ordenación. La situación llegó a
tal extremo que “los sans-culottes comenzaron a descabezar las largas filas
de santos góticos esculpidos en el exterior de la catedral” de París55.
A nadie, pues, le puede extrañar que la liturgia católica fuese
sustituida por una nueva liturgia en la que el culto a la Razón, más adelante,
sustituido por Robespierre, por el culto al Ser Supremo, llegase a constituirse
en el centro de la vida cultual56. Las catedrales fueron llamadas templos de
la razón y de la libertad. El método para llevar a buen término todos estos
proyectos fue el Terror. La situación llegó a ser tan extrema que bastaba con
haber asistido a la misa de un refractario para ser condenado a muerte. La
descristianización en 1794 era una realidad consumada: de las 40.000
parroquias pre-revolucionarias tan sólo se celebraba la misa en 150. La suerte
de la Iglesia dependía, por una parte, de la dinámica de los gobiernos de la
Convención y, por otra, del clima bélico a nivel internacional al que durante
estos años se tuvo que enfrentar la República.
La Iglesia francesa, tanto la constitucional como la refractaria, sufrió
las acometidas y el terror de los gobiernos de la Convención. En octubre de
1793 se pusieron en funcionamiento los llamados Tribunales especiales; por
su medio se quería mantener la Revolución en todo su vigor. Hasta 500.000
personas fueron apresadas. Murieron cerca de 40.000. Las medidas
descristianizadoras, bajo la dirección de M. Robespierre, alcanzaron su cenit:
se instituía el culto a la diosa Razón, que poco después era entronizada en
Notre Dame de París57. Meses más tarde, se decretaba el culto al Ser
Supremo. En abril de 1794 fueron proclamados dos dogmas: “el pueblo
francés reconoce el Ser Supremo y la inmortalidad del alma”.

55
TACKETT, T., El terror en la Revolución Francesa, Barcelona 2015, 371-375.
56
MEZZARDI, L., La Chiesa 161-164 y 168-170. Para Rogier el culto al Dios Supremo era el triunfo del
deísmo, ROGIER, NHI, Tomo IV … 167.
57
BURLEIGH, M., Poder terrenal … 110-111.
27

Desaparecido Robespierre en julio de 1794, meses después, en enero de


1795, la Convención decretaba la separación legal de la Iglesia y del Estado;
el culto católico era permitido, aunque sin manifestaciones exteriores
Sin embargo, en el seno mismo de la Revolución se fue produciendo
un cambio mucho más significativo y trascendental58: la revolución acabó
convirtiéndose en una “religión política” y en una Iglesia. Los jacobinos que
rechazaban el pecado original defendían, en cambio, que el ser humano era
muy maleable, por lo que había que educarlo desde su más tierna infancia en
los principios y en la sensibilidad revolucionaria. Se compusieron nuevos
catecismos; su modelo seguía siendo el eclesiástico. “Qué es el Bautismo?”,
se preguntaba, “la regeneración del francés iniciada el 14 de julio de 1789 y
apoyada por toda la nación francesa”, era la respuesta. ¿Qué es la Comunión?
La asociación propuesta a todos los pueblos por la República francesa, con
el fin de formar en la Tierra una sola familia de hermanos que no acepten ni
rindan culto a ningún ídolo o tirano”59. Desde el punto de vista de la cultura
se intentó llevar a cabo una “revolución cultural”; dicho intento suponía la
erradicación del cristianismo y de todos sus signos y símbolos, considerados
trasnochados y viejos frente a la novedad y modernidad de la Revolución; la
palabra santo era una de las que con más ahínco se combatía; también fueron
combatidos, hasta que se consiguió erradicarlos del vocabulario y del uso
común, los tradicionales nombres cristianos muy frecuentes en toda Francia.
Nombres revolucionarios, sacados de los clásicos, sustituían a los nombres
de los apóstoles. Hasta los nombres de oficios y profesiones fueron elevados
de categoría: la palabra impôt fue sustituida por contribution, más aséptica
pero igualmente punitiva para los bolsillos de los contribuyentes; los
abogados se convirtieron en hommes de loi.
El culto cristiano desapareció en la misma medida en la que los objetos
de culto eran fundidos para la fabricación de armamento o para su
financiación. Los nombres de Dios, Cristo, la Virgen, los santos y el papa
fueron profanados como nunca antes en un país cristiano se había hecho. De
la Virgen se decía que era una puta; de Cristo, un bastardo; de San José un
maldito cornudo… Los racionalistas pretendían erradicar todo signo
cristiano que impregnaba el ritmo de la vida diaria y cotidiana de un pueblo

58
Algo que vio y supo formular con exquisita precisión el joven Tocqueville: “Como la Revolución parecía
proponerse la regeneración del género humano más aún que la reforma de Francia, encendió una pasión
que las revoluciones políticas nunca habían sido capaces de inspirar. Produjo convulsiones y generó
propaganda. Asumió, al final, aquella apariencia de revolución religiosa que tanto asombró a sus
contemporáneos. O se convirtió ella misma, más bien, en un nuevo género de religión, una religión
incompleta, ciertamente, sin Dios, sin ritual y sin vida después de la muerte, pero una religión que sin
embargo, como el Islam, inundó la tierra con sus soldados, apóstoles y mártires” citado en BURLEIGH, M.,
Poder terrenal … 116.
59
BURLEIGH, M., Poder terrenal… 107 y MEZZADRI, L., La Chiesa… 120-122.
28

centenariamente cristiano. Los nuevos calendarios, contestados desde sus


comienzos, iban en esta misma dirección.
Los fautores de estos cambios fueron, en buena parte, los jacobinos.
Está demostrado que al menos un seis por ciento eran antiguos sacerdotes;
un porcentaje muy superior al de los abogados y otros profesionales. Su
retórica y pensamiento, hijos de una ilustración cada vez más secularizada,
dieron como fruto una moral maniquea; toda forma de disensión o de
contestación era castigada con la sospecha y si era necesario con la pena
máxima: la muerte. Aspiraban a transformar el mundo; dieciocho siglos, los
previos a la Revolución, no valían nada frente a los ideales revolucionarios.
La nueva religión se mostraba mucho menos elocuente en los campos
franceses que en las plazas públicas de París donde se celebraron los
primeros cultos a la diosa Razón y al dios Supremo.
El grupo social más atacado fue el de los sacerdotes refractarios y la
región más combatida fue la de La Vendée. Muchos sacerdotes refractarios
tuvieron que ocultarse, constituyendo una Iglesia clandestina. Antiguos
sacristanes, laicos y sobre todo mujeres y madres de familia ocuparon su
lugar; por toda Francia, los laicos, ante la falta de sacerdotes, celebraron las
famosas misas blancas. Las mujeres, como había pasado siglos antes en la
Inglaterra de la Reforma, salvaron el cristianismo y el catolicismo. Se
organizaron peregrinaciones y, como no podía ser menor, comenzaron a
manifestarse hechos milagrosos. Se decía que Dios había escrito una carta
en letras de oro; se multiplicaron hasta el infinito, especialmente en el mundo
rural, las profecías y las apariciones60. En la diócesis de Lyon se organizaron
una suerte de misiones rurales: los misioneros andaban de incógnito de
pueblo en pueblo, donde un responsable laico preparaba el lugar de la
celebración. Con mucha audacia se redactaron catecismos para niños y
jóvenes. Cuando algunas de estas personas eran denunciadas, las penas de la
justicia revolucionaria caían sobre ellas con todo su rigor. Contamos con
testimonios sobrecogedores como el de un numeroso grupo de sacerdotes,
quienes, confinados sobre la rada de Aix, escribieron un reglamento por el
que se comprometían a prepararse convenientemente hasta el momento
supremo61. Muchos sacerdotes iban a la guillotina proclamando el Te Deum
o diciendo Introito ad alterem Dei.
El clima de oposición a los sacerdotes y al pueblo refractario comenzó
a modificarse cuando el gobierno y la nación, extenuados por las costosas
guerras en el exterior y por la leva permanente de sus hijos, advirtieron que
la contrarrevolución podía cundir en suelo francés. El gobierno de la
República no fue capaz de contener en la región de la Vendée una guerra que
con el paso del tiempo se convertiría en el inicio de la contrarrevolución62.

60
VOVELLE, M., La mentalidad revolucionaria, Barcelona 1989, 180-186.
61
MEZZARDI, L., La Chiesa… 128-129.
62
MEZZARDI, L., La Chiesa … 133-144
29

En esta región la mayor parte de sus habitantes, amén de por los factores
religiosos ya conocidos, estaba en contra de la Revolución. Sus tradiciones
y modo de vida se habían visto violentamente transformados; sus
propiedades agrícolas se habían visto arruinadas y lo que era mucho más
grave, cuando la Revolución necesitaba nuevas levas, sus hijos y no los
ciudadanos de las urbes, eran los primeros en ser alistados. La mañana del
12 de marzo de 1793 dio comienzo esta guerra civil francesa. Cientos de
bandas y grupos dispersos, encabezados por enseñas religiosas y portando
imágenes de la Virgen María y del Sagrado Corazón, no sólo rechazaron la
Revolución en el nombre de la tradición y de Dios, sino que ofrecieron sus
vidas para erradicarla para siempre. La guerra fue abierta y total. Hubo miles
de muertes; las represalias y las venganzas estuvieron a la orden del día. El
terror se fue adueñando de todo. Los jacobinos y sus comités de Salud
Pública63 al tiempo que sembraban los campos franceses de muerte y
violencia, propalaban el odio y la venganza política. “Matad a los bandidos
en vez de quemar las granjas, castigad a los huidos y a los cobardes y aplastad
totalmente esta humilde Vendée. Os ordeno entregar a las llamas todo lo que
pueda quemarse y de pasar a filo de bayoneta a cuantos habitantes encontréis
a vuestro paso. Se actuará del mismo modo con las mujeres, las jóvenes y
los niños. Todas las aldeas villas y pueblos y cuanto pueda quemarse, se
entregará a las llamas”. Así hablaba la Revolución. En Angers y Laval se
fusilaron en masa miles de personas, pereciendo un tercio de su población64.
Parecida suerte, corrieron los chuanes, monárquicos y cristianos. Lo que fue
el terror en las ciudades fue la Vendée en el campo.

No está en nuestra mano seguir el curso exterior de la Revolución. Una


empresa difícil y excesiva para lo aquí se pretende. Con todo, entre 1793 y
1799 se constituyeron en las naciones vecinas a Francia seis repúblicas
hermanas, cuyas instituciones políticas y religiosas acabaron imitando a las
establecidas en Francia.
Sus impulsores fueron los representantes del ejército francés. Ellos
fueron los que “exportaron” el espíritu revolucionario y los que implantaron
sus nuevas instituciones. Odiaban como buenos revolucionarios a los
sacerdotes, siendo, a su vez, poco tolerantes y muy reacios a las ideas y
prácticas religiosas. La primera nueva república que se creó fue la Bátava
(Países Bajos) en 1795. Siguieron la Cisalpina y la Ligur en territorio italiano
en 1797; la Romana y Helvética en 1798 y la Partenopea en Nápoles. Al
decir de Aubert se tuvo cuidado en no dar a las masas del pueblo, “que eran
en general muy adictas a la fe, ningún motivo suplementario de resistencia,
como se ponía también empeño en evitar medidas excesivamente brutales de

63
RICHET, D., Comité de Salvación Pública en Diccionario de la Revolución Francesa editado por F. FURET
y OZOUF, M., Madrid 1989, 416-419.
64
BURLEIGH, M., Pode terrenal … 124-125 y 126.
30

modo que – según Godechot – fue en el sector religioso, donde mejor se


conservaron las tradiciones locales”.
¿Qué aconteció desde el punto de vista religioso en estas nuevas
repúblicas? En la región wallona y Flandes, en lo que más adelante sería
Bélgica, tierra de una fe muy acendradamente católica y muy fiel a Roma,
las autoridades francesas se mostraron demasiado en contra de las prácticas
religiosas; en pocos meses les arrebataron a los eclesiásticos la dirección del
registro civil, cerraron muchos conventos e importunaron a las órdenes
religiosas, dedicadas a la formación de la juventud y al cuidado de los
enfermos. Grupos de anticlericales, espoleados por los jacobinos,
persiguieron al clero y ejecutaron impunemente unos treinta sacerdotes
(1794). Con todo, no se impidió la práctica del culto. Todo cambió después
del golpe de Fructidor. Las medidas antieclesiásticas fueron contestadas por
las masas del pueblo, que en todo momento defendieron y protegieron a sus
sacerdotes. Durante tres años, el culto tuvo que hacerse ocultamente. Pese a
la lealtad del pueblo, la exportación de la Revolución supuso “un golpe de
gracia para viejas formas de devoción todavía subsistentes, como las
cofradías, aunque al mismo tiempo se asistió al desarrollo de nuevas formas
individuales de religiosidad, que luego fueron características de la piedad del
siglo XIX”.
Las medidas que se tomaron en Renania fueron mucho más leves y
tuvieron mucho más en cuenta el sentir católico y religioso de la población.
Los franceses no querían que en esta región se repitiesen ni las escenas ni el
clima vividos en la Vendée. Con todo, los efectos tuvieron largo alcance y
profundas repercusiones: “la ocupación francesa acarreó la desaparición de
los principados eclesiásticos”.
En Suiza, el nuevo gobierno se mostró tan nacionalista que no quería
saber nada con Roma ni tampoco estaba dispuesto a que las congregaciones
religiosas admitiesen novicios suizos; se hizo cuanto se pudo por cortar las
relaciones de los sacerdotes con los obispos emigrados.
Muy distinta fue la reacción en los Países Bajos. Los católicos, un 40
por ciento de la población, recibieron la Revolución con ciertas esperanzas.
Con la puesta en práctica de los principios revolucionarios, los católicos, que
habían estado muy perseguidos y arrinconados por las políticas de los
protestantes, experimentaron que no sólo ganaban en libertad y en capacidad
de movimiento, sino que también podían abrir establecimientos de
enseñanza y seminarios. Aceptaron de buen grado la separación de la Iglesia
del Estado, medida que aprovecharon para separarse de los italianos “que
conocían mal el país”, por lo que solicitaron la restauración de una jerarquía
episcopal propia.
Sin embargo, la situación vivida en las nuevas repúblicas italianas fue
muy distinta de la vivida y sufrida en centroeuropa. En general, fue en Italia
donde los franceses encontraron un clero bastante proclive a sus
31

concepciones políticas y religiosas. Comportamiento, pensamos, debido a


dos factores: primero, a la manera de conducirse los franceses, quienes con
el paso del tiempo, apreciaron que resultaba mucho mejor respetar las
tradiciones religiosas que ir en su contra, que era mejor reconocer
jurídicamente y favorecer con toda clase de favores la religión católica,
frente a otros credos, que ignorar la fuerza de los hechos; y, segundo, al clima
de reforma de la Iglesia, propiciado, en parte, por los jansenistas italianos
con Degola al frente y, en parte, a los cattolici democratici y a un puñado de
sacerdotes que aspiraban a la reforma de la Iglesia. Aubert apunta que todo
este clima desembocaría “durante la primera mitad del siglo XIX, en el
movimiento del risorgimento”65.

5. El Directorio (1795-1799). Con la aprobación de una nueva


Constitución (septiembre de 1795, la Constitución del año III según el nuevo
calendario revolucionario) se iniciaba un nuevo periodo en la etapa
revolucionaria: la época del Directorio (1795-1799). Al final del mismo, más
por cansancio y por temor a una contrarrevolución interior, se inicia un
periodo en el que la Iglesia al tiempo que se vio obligada a reconocer la
Revolución fue, igualmente, reconocida por los más directos herederos de
ésta.
Uno de los prohombres del Directorio fue Napoleón Bonaparte66.
Aunque fue en extremo contrario a Roma durante el inicio de este período,
acabó propiciando un acercamiento interesado entre París y Roma.
En un principio, Napoleón, tras ocupar Lombardia, puso sitio a los
Estados Pontificios. Pío VI pidió un armisticio, el Directorio le respondió
que antes convenía se retractase de lo dicho en el Breve de 1791. Ante la
negativa papal, Napoleón invadió Roma. El papa tuvo que firmar el Tratado
de Tolentino (1797), que comportaba la pérdida de los Estados de la Iglesia
situados al norte del río Pó, la zona más rica y próspera de Italia así como el
pago de una grave contribución de guerra
Tras el asesinato del general Duphot en Roma, el Directorio acordó
tomar Roma, cosa que hizo 15 de febrero de 1798, y proclamar en el corazón
de la catolicidad, la República Romana. Por primera vez en su ya larga
historia, los Estados Pontificios, verdadero bastión de la soberanía de la
Iglesia, eran dominados por un estado enemigo. Pío VI caía prisionero en
manos de su máximo enemigo. A mediados de julio de 1799 fue desterrado
y encarcelado en Valence-sur-Rhone; ciudad en la que morirá a los 81 años.
“En aquel momento, afirma Aubert, no quedaba prácticamente nada del
antiguo mecanismo de la santa sede: el trabajo de la curia estaba
completamente desorganizado, el colegio cardenalicio disperso y varios
cardenales en prisión. Así no tiene nada de extraño que, unos con satisfacción
65
AUBERT, R. en Historia de la Iglesia, tomo VII de la Historia de la Iglesia… Barcelona 1978 … 96-104.
66
GODECHOT, J., Napoleon, Paris 1969, 443 pp.
32

y otros con consternación, pensaran que con Pío VI desaparecía, bajo los
golpes de los jacobinos franceses, incluso el pontificado como tal, es decir,
la clave de bóveda de la Iglesia católica”67. .
Las novedades ante los cambios que se estaban produciendo en París
comenzaron cuando el Directorio se sintió en la obligación de promulgar
ciertas leyes como las de la libertad religiosa, lo que permitió el retorno de
muchos emigrados. Sin embargo, con la vuelta de Napoleón y Augereau a
París los católicos eran, de nuevo, perseguidos. Situación que fue
empeorándose tras el golpe de Estado de Fructidor, septiembre de 1797; los
miembros del Directorio impusieron un nuevo juramento al clero;
exigiéndole, también, odio a la realeza. En caso de no hacerlo se les amenazó
con la deportación a Guinea. Muy pocos fueron los que alcanzaron estas
regiones africanas; la mayoría permanecieron varados en los puertos del sur
en lo que se llamó las “Bastillas flotantes” en las que murieron de peste unos
527 sacerdotes. Los eclesiásticos no podían vestir traje talar; las procesiones
se limitaron y se prohibió el culto al aire libre así como el voltear de las
campanas y la fabricación y creación de nuevas imágenes. Se impuso la
obligación de guardar el décad, sucedáneo del domingo cristiano, y hasta se
prohibió la venta de pescado los viernes.
De mayo de 1798 a junio de 1799 se acrecentaron las amenazas a los
sacerdotes y cristianos. El temor a un nuevo golpe de Estado, dirigido esta
vez, por fuerzas emigradas y monárquicas, hizo que más de nueve mil
sacerdotes en Bélgica y unos dos mil en Francia fueran amenazados con la
prisión y la deportación. Al final, apenas unos mil fueron arrestados y unos
doscientos fueron deportados a la Guayana. Cerca de cuarenta fueron
fusilados más por motivos políticos que religiosos.

Las cosas, sin embargo, no podían caminar durante mucho más tiempo
en esta dirección. La solución vendría una vez más de la mano de un nuevo
y certero golpe de Estado, el golpe de Estado del 18 de Brumario del año VII
(9 de noviembre de 1799). Con el golpe de Brumario, siempre en medio de
tensiones y reacciones de todo tipo, la situación religiosa se fue aclarando y
el clima pacificando. Todo aquel que lo desease podía participar en el culto
cristiano y recibir los sacramentos lo podía hacer sin peligro alguno para su
libertad o seguridad personal. Pero también en esta ocasión, la nueva
dirección política acabó imponiendo un nuevo juramento constitucional. La
mayor parte del clero, sobre todo el refractario, no prestó dicho juramento.
No obstante, a lo largo de 1800 fue ganando terreno el sentimiento
opuesto. El nuevo papa, Pío VII, y el primer cónsul, Napoleón Bonaparte,
parecían dispuestos a entenderse y hacer cuanto estuviese al alcance de sus

67
AUBERT, R., Historia de la Iglesia … 112.
33

manos para llegar a acuerdos mínimos que facilitasen una paz religiosa,
incierta siempre, pero más necesaria que nunca.

6. Terminamos. Antes de acometer un nuevo capítulo en el que nos


acercaremos a la redacción y estudio del Concordato de 1801, presentaremos
el estado real de la religión en la Francia revolucionaria.
La Iglesia católica se había dividido en dos mitades; dos mitades,
alimentadas por dos “teologías políticas” diferentes, que además de
enfrentarlas, acabó haciéndolas irreconciliables. Si en un primer momento
Roma y el papa las alejaba y enfrentaba, con el paso del tiempo, la supuesta
o real vinculación entre la fe católica con la monarquía se convertiría para
los que así sentían en una de las marcas de lo que con el tiempo sería el
partido de los emigrados, el integrismo y el ultramontanismo del siglo XIX,
mientras que los defensores de la Revolución acabarían alejándose poco a
poco de la Iglesia y de la práctica religiosa.
Al comienzo de este capítulo presentábamos la Iglesia francesa del
Antiguo Régimen como una Iglesia rica; diez años después era muy parecida
a la Iglesia en un país de misión. Sin obispos y sin cabezas visibles; sin
jerarquía conocida y gobernada por vicarios generales anónimos. Estos junto
con numerosos sacerdotes peregrinos la recorrían a riesgo de su propia vida
con el único objetivo de mantener la llama de la fe. “Iban disfrazados de un
lado para otro; celebraban la eucaristía de noche o a horas intempestivas en
establos y granjas”; ayudado a lo largo y ancho de muchas regiones por un
creciente ejército de laicos, gracias a los cuales se pudo mantener la fe
mediante ejercicios piadosos clandestinos practicados en lo más hondo y
recóndito de las casas y de los domicilios privados.
La situación, en cambio, de los emigrados, especialmente de los
obispos y jerarcas fue, en parte, diferente. La distancia, el temor a nuevas
persecuciones y martirios, el miedo y el deseo de venganza en nada les ayudó
a la hora de encontrar y elaborar soluciones para en su caso ir aceptando el
hecho de la Revolución, las nuevas ideas y los nuevos gobernantes. Nada en
la Iglesia y en el Estado se parecía a lo vivido y establecido antes de mayo
de 1789.
La solución vendría, como ya hemos dicho, de la mano de dos
personalidades, que, por razones parecidas, aunque, en el fondo muy
diferentes, estaban dispuestos a dialogar y a firmar acuerdos comunes.
Napoleón y el nuevo papa Pío VII.
34

TEMA TRES: FIN DE LA DIVISIÓN DE LA IGLESIA EN


FRANCIA. LA ELECCION DEL PAPA PÍO VII (1800) Y EL
CONCORDATO DE 180168
Con el asentamiento del Directorio, con el protagonismo que dentro
de él iba a tener Napoleón Bonaparte (1769-1821)69 y con la elección en 1800
de un nuevo papa, el activo y sufrido Pío VII, las relaciones entre la Iglesia
católica y la República francesa se iban a acercar y, en su tanto, a solucionar;
eso sí, dentro de lo que la acción política de la nueva Francia y la misión de
la Iglesia de Roma demandaban a cada una de estas dos grandes
instituciones. En estas páginas nos acercaremos a la solución acordada entre
Napoleón y Pío VII y a la firma, en medio de un clima enorme tensión, del
Concordato de 1801, verdadera piedra angular de la Iglesia contemporánea
no sólo en Francia sino en toda Europa.

No obstante, el Directorio antes de embarcarse en esta dirección, tal


como hemos visto en el capítulo precedente, dictó una serie de decretos y
leyes con el ánimo de acercar posiciones y rebajar tensiones: el 24 de agosto
de 1797 se dejaba en libertad a todos los sacerdotes, refractarios y
constitucionales, para que pudiesen ejercer su ministerio.
En lo que respecta al presente y el futuro de la Iglesia, el acierto o
desacierto en la elección de un nuevo papa era un asunto capital. En orden a
una elección lo más alejada de los intereses de los estados y gobiernos, el
difunto Pío VI, pensando en las dificultades que tendría el conclave en el que
se elegiría su sucesor, publicó, al efecto, un Breve con las condiciones que
en su desarrollo deberían seguirse. El cónclave tuvo lugar en Venecia,
Monasterio de los Benedictinos de la Isla de San Jorge, entonces bajo el
dominio austriaco; naturalmente el Imperio corrió con todos sus gastos70.
Cuarenta y seis eran los cardenales que por entonces tenía la Iglesia de Roma.
Al Cónclave asistieron solo treinta y cinco; el resto, unos por enfermedad,
otros por su muy elevada edad, decidió no ir.
Después de cuatro meses y tras un duro y pertinaz enfrentamiento
entre los zelanti, que querían a toda costa conservar los estados pontificios,
la amistad con Viena y el rigor de la doctrina católica, y los politicanti,
mucho más inclinados a la negociación y a la adaptación a las nuevas
circunstancias, fue elegido con el voto de todo el colegio cardenalicio,
exceptuado el suyo propio, y con el disimulado agrado del francés Maury,

68
BERTIER DE SAUVIGNY, G., La Restauración (1800-1848), Nueva Historia de la Iglesia, Tomo IV, 247-271
y PLONGERON, B., Des résistences religieuses à Napoléon (1799-1813), 2006, 123-15, 173-184 y 185-215.
69
GODECHOT, J., Napoléon, Paris 1969, 331 pp.
70
ZIZOLA, G., Il Conclave. Storia e segreti, Roma 2005, 142-145.
35

un eclesiástico independiente, el cardenal benedictino Bernabé Chiaramonti,


que adoptó el nombre de Pío, Pío VII71.
A diferencia de sus predecesores, fundamentalmente administradores
y políticos, el nuevo papa acabará revelándose “como un hombre de doctrina
y pastor de almas”, capaz de distinguir claramente entre los intereses
espirituales y los mundanos e inclinado por dar preferencia a “los fines
religiosos”. Hombre, en suma, capacitado para llevar los asuntos de la
Iglesia, tal como había demostrado durante su pontificado en Imola, donde
pronunció una homilía, Navidad de 1797, en la que declaraba que la forma
democrática de gobierno no repugnaba en modo alguno al evangelio; muy al
contrario, exigía más que cualquiera otro régimen el ejercicio de las virtudes
cristianas.
Recién elegido papa, una de sus primeras determinaciones fue dejar
Venecia. En vez de dirigirse a Viena, como quería el emperador, se encaminó
a Roma. La capital de la Iglesia, además de haber sufrido los efectos de las
invasiones francesa y napolitana, estaba aislada y medio en ruinas. Era
necesario, con él en Roma, iniciar el restablecimiento administrativo de la
Iglesia y la recuperación de sus territorios y tesoros, entonces en manos de
franceses, napolitanos y austriacos. Otra decisión no menos importante fue
la de nombrar a Ercole Consalvi (1757-1824), a quién, las últimas
investigaciones, le atribuyen el que Chiaramonti fuese elegido Papa,
Secretario de Estado72. Con ellos dos al frente de la Iglesia se llevaron, por
fin, a la práctica una serie de medidas de carácter administrativo, impulsadas
ya en anteriores pontificados. Dichas medidas fueron respaldadas, en parte,
por la bula Post diurnas, (30-10-1800). Se trataba de agilizar la
administración de la Iglesia, entregándola a personas competentes y no
exclusivamente a los eclesiásticos.
La elección del nuevo Papa ayudó a Napoleón a caer en la cuenta de
que no podía gobernar en contra de los intereses de la mayoría católica de
sus ciudadanos. “Mi política, dijo en el Consejo de Estado, consiste en
gobernar a los hombres tal como lo desea la gran mayoría”73. Desde el golpe
de Estado del 18 de brumario (9 de noviembre de 1799), las medidas
antirreligiosas se relajaron, los cultos republicanos perdieron el poco valor
del que gozaban y los emigrados pudieron hacerse de nuevo cargo del culto.
Esta actitud se vio confirmada cuando meses más tarde. Napoleón,
dirigiéndose al clero de Milán, confesaba sus deseos de llegar a una

71
NHI, tomo IV, 250-251 e Historia de la Iglesia editada por JEDIN, tomo VII, 116-118.
72
Se ordenó de sacerdote en 1822. Desde muy joven estuvo al servicio de la Iglesia romana; en 1799 fue
nombrado secretario para el cónclave. PIRRI, P., Il cardinale Ercole Consalvi nel primo centenario della m
orte en Civiltà católica, LXXV (1924/3) 97-114. Una actualizada biografía REGOLI, Roberto, Ercole Consalvi:
le scelte per la Chiesa, Roma 2006, 514 pp. UPCo 1702/67. También en nuestra biblioteca tenemos sus
memorias en su edición francesa de los años 1860. PLONGERON en el tomo X de la Histoire du
Christianisme dedica a Consalvi las pp 680-687.
73
NHI, tomo IV, 251. Texto que aparece en GODECHOT, J., Napoléon, Paris 1969, 171
36

reconciliación con la Iglesia. En un acto más propagandístico y efectista que


propiamente religioso, Napoleón mando cantar el Te Deum en el Duomo de
Milán agradeciendo la victoria de Marengo (1800) y sobre todo se mostró
inclinado a negociar en firme con Roma. Era la primera vez que un jefe de
Estado de la República francesa participaba en una ceremonia de este género.

G. de Bertier de Sauvigny afirma, comentando el nuevo clima, que


estos interesados y buenos propósitos de Napoleón alegraron el ánimo del
nuevo papa. “Dada la situación de Europa en aquellos momentos, la suerte
del catolicismo dependía realmente de la posición que adoptara Francia, y de
ahí el extraordinario espíritu de conciliación desplegado por el pontífice en
las negociaciones que se iniciaron”74.

No obstante, la posición de Napoleón no dejaba, en el fondo, de ser


ambigua y de estar muy condicionada por los logros de la Revolución. Una
vez más, el juramento, exigido por la Constitución del año VIII, cuando tanto
desde posiciones del clero constitucional cuanto desde las filas del clero
refractario se habían tomado posiciones y se estaba elaborando, tal como
viera Plongeron hace tiempo, una suerte de teología política, podía
condicionar las negociaciones. Los primeros, la mayor parte del clero
constitucional, impregnados por el espíritu de esta nueva teología política,
no veían ninguno problema ni ninguna incompatibilidad desde el punto de
vista doctrinal y dogmático entre los principios republicanos y la misión de
la Iglesia, entre el evangelio y los principios de la igualdad y la libertad.
También esta naciente teología política revalidaba las principales reformas
eclesiásticas, al fin y al cabo, reformas administrativas, acometidas y
defendidas por la Revolución. Los segundos, el clero refractario, a su modo,
también fue construyendo su propia teología política. La cuestión capital en
la que se debatían era si era congruente con las leyes de la Iglesia asociarse
políticamente con un régimen al que no consideraban justo. Lo sería, se
respondieron, siempre y cuando dicha colaboración no fuera contra su
conciencia; entonces, un cristiano mirando el bien de la Iglesia y de las
almas, podía participar en la nueva era política advenida con la Revolución75.
Todas estas circunstancias, así como la voluntad de servirse del
catolicismo para reforzar su poder personal y garantizar la paz social en
Europa, inclinaron el ánimo de Napoleón, primero, a la negociación, y,
después, a la firma de un nuevo Concordato con la Iglesia católica.
Con todo, Napoleón antes de llegar a la firma del Concordato tuvo
que ganar tres importantes batallas políticas: la primera, convencer a sus
máximos y más próximos colaboradores, ligados todavía al maximalismo

74
NHI, tomo IV, 251
75
PLONGERON, B., Consciente religieuse en révolution, Paris 1989 y Théologie et politique au siecle des
lumieres, Ginebra 1973.
37

revolucionario en materia de política eclesiástica, que era mejor llegar a un


acuerdo con la Iglesia para, más adelante, seguir impulsando los principios
revolucionarios; la segunda, demandar temperancia y mesura a la Iglesia
constitucional francesa, que para nada deseaba volver a compartir su
conquistada autonomía con Roma y, por último, reducir a los representantes
del incipiente legitimismo francés, temerosos, empezando por el teórico
heredero al trono, Luis XVIII, que de un eventual acuerdo de Napoleón con
Roma, acabaría poniendo a la masa católica al lado del máximo heredero de
la Revolución, Napoleón.
Las negociaciones fueron tan difíciles como breves e intensas. En poco
tiempo, pese a que hasta última hora todo estuvo a punto de perderse, se
allanaron posiciones enfrentadas. El negociador por parte francesa fue
Bernier76; por parte de Roma, Consalvi. Éste intentó resolver las dificultades
que desde el lejano 1790 se habían ido acumulando entre la Iglesia y el
Estado. Del acierto o desacierto de tan graves problemas dependía el futuro
de la Iglesia en Francia y en el resto de Europa77.
Finalmente, el texto definitivo del Concordato se firmó en París la
medianoche del 14 al 15 de julio de 1801. En opinión de J. Godechot, “el
Concordato ponía fin a la lucha entre la Iglesia y la República”78. Su texto
era demasiado breve para los problemas que en su corto articulado se
dirimían. Constaba de un preámbulo y diecisiete artículos. El Gobierno
francés reconocía la religión católica como la religión de la mayoría de los
ciudadanos franceses (lo que hacía previsible que sería la que más se
beneficiara de la paz religiosa). En su artículo primero, uno de los que más
costó negociar y que hasta muy última hora mantuvo muy nervioso a
Consalvi, se reconocía que “la religión católica será libremente ejercida en
Francia”. El culto sería público, eso sí acomodándose a los reglamentos de
orden público que el gobierno juzgase necesarios para la tranquilidad
pública. Apelando a la conformidad y al buen juicio de los antiguos obispos,
propietarios de sus sedes, se acometía una nueva delimitación de las diócesis
francesas. Los obispos y los cargos principales de la Iglesia serían
nombrados por el primer cónsul de la República; “Su Santidad conferirá la
institución canónica siguiendo las formas establecidas con respecto a Francia
antes del cambio de gobierno”. Ello implicaba, así se reconoce en el art 6,
que los obispos, antes de entrar en funciones, prestarían directamente ante el
primer cónsul el juramento de fidelidad. Con respecto a la erección de
parroquias, artículo 9, se decía algo parecido: los nuevos párrocos tendrían
que ser personas del agrado del Gobierno. Los seminarios no serían, en
cambio, dotados por el Gobierno; su erección dependería de la voluntad
expresa de los obispos. Los poseedores de bienes eclesiásticos

76
AUBERT, R., Historia de la Iglesia, tomo VII, 124.
77
D´ONORIO, J-B., Portalis: l´esprit des siecles, Paris 2005, 365 pp, UPCo 133/106, 243-278.
78
GODECHOT, J., Napoléon… 173
38

desamortizados no serían turbados por la Santa Sede; a cambio, el Gobierno


aseguraría una dotación conveniente a obispos y párrocos.
Entre sus logros indirectos figura el haber zanjado, por el momento, la
cuestión del cisma que, durante los últimos diez años, había dividido a la
Iglesia francesa. El Concordato satisfacía el ímpetu modernizador, siempre
en clave del antiguo ideal cristiano, fomentado por el Estado al tiempo que
aseguraba la libertad del Papa al permitirle “intervenir en la organización de
las Iglesias nacionales”.
Las grandes ausentes del Concordato fueron las órdenes religiosas.
Nada se decía de su restauración; tampoco de la del clero en cuanto orden.
Se aceptaba la libertad de cultos no católicos, la laicidad del Estado y la
nueva legislación matrimonial. Pese a todos los problemas planteados y pese
a que en la congregación cardenalicia en la que fue juzgado sólo obtuvo 14
votos de veintiocho, el Papa hizo suyo el Concordato, respaldándolo con la
encíclica Ecclesia Christi, (16 de julio de 1801).
Con la publicación de esta encíclica, la Iglesia francesa, muy en
consonancia con las leyes y prácticas galicanas, quedaba subordinada al
Estado. Se le imponía una organización muy parecida a la de los ministerios
estatales. La colegialidad de la Iglesia quedaba suprimida; los obispos se
convertían dentro de sus diócesis en verdaderos prefectos episcopales, algo
que nunca había sucedido durante el AR. Nacía un nuevo episcopado. Con
el paso del tiempo, siguiendo un estilo parecido al que por entonces seguían
las autoridades civiles en sus circunscripciones civiles, su autoridad se ira
fortaleciendo, lo que, lógicamente, acabó teniendo pésimas y duraderas
consecuencias. Los obispos perdieron toda vinculación con la Iglesia; los
sacerdotes se convirtieron en funcionarios. “Con esto la institución ganó, sí,
cohesión y funcionó mejor, pero, en cambio perdió libertad y espíritu de
iniciativa”79. Aun a sabiendas de esto, tanto Pío VII como Consalvi
comprendieron que la reconciliación de la Iglesia con la nueva sociedad
revolucionaria costaba este precio.
Sin embargo, las cosas no acabaron aquí. Napoleón con la ayuda del
responsable de Culto, Portalis80, con la anuencia del nuncio, el anciano
Caprara, y con grandes golpes de efecto, consiguió que Roma terminara
aceptando los así llamados Artículos orgánicos del clero; un total de 77
artículos, fueron incorporados, inmediatamente, al proyecto de ley sobre la
organización de cultos; incorporación que terminó desnaturalizando el
Concordato. La Iglesia quedaba subordinada al Estado. Se reproducía el
modelo galicano. El clero, en la práctica, dependía en todo del Estado: no
podía publicar documentos pontificios, ni celebrar concilios provinciales y

79
AUBERT, R., Historia de la Iglesia, Editorial Herder, tomo VII, p 129.
80
LANGLOIS, C., “Philosophe san impieté et religieux sans fanatismo”. Portalis et l´ideologie du systeme
concordataire, en Richerche di Storia Sociale e Religiosa, 1979, 37-57. En Archivador artículos de la UPCo.
D´ONORIO, J-B., Portalis: l´esprit des siecles, Paris 2005, 365 pp, UPCo 133/106
39

nacionales; tampoco le estaba permitido, sin el consentimiento del


Ministerio de Cultos, erigir nuevas parroquias ni oratorios privados. Los
antiguos catecismos diocesanos fueron sustituidos por un único catecismo
nacional; el matrimonio civil precedía al matrimonio religioso. Todo, hasta
las misiones y los trabajos de los nuncios, con el rigor y la precisión de una
ordenanza militar, quedaba regulado por el Estado. Los obispos como cuerpo
desaparecían; en cambio, dentro de sus diócesis alcanzaron un poder
semejante al que los nuevos intendentes regentaban en sus departamentos.
El clero, naturalmente, adoptó un comportamiento funcionarial. La Iglesia
se convirtió en la práctica en un departamento del Estado y los eclesiásticos
en funcionarios estatales81; los sacerdotes, además, estaban obligados a rezar
al final de la misa por la República: Domine salvam fac republicam, salvos
fac consules. A costa de su seguridad, la Iglesia, repetimos una vez más,
perdía su autonomía y libertad.
Sin embargo, tras el texto del Concordato modificado por Napoleón
anidaban los problemas que habían nacido con la CCC y que, lógicamente,
demandaban una solución. Solución que exigía la reorganización territorial
de la Iglesia en Francia82. Las personas sobre las que basculó el cambio de
régimen eclesiástico y territorial de la Iglesia en Francia, fueron: el nuncio
Caprara, el ministro de Cultos Portalis y el negociador y versátil eclesiástico
Bernier. Una de las primeras medidas que se tuvieron que tomar fue el
arreglo de las diócesis y el problema de los obispos. De las 139 diócesis
existentes en la Francia del AR sólo quedaron en pie 60; de ellas, diez serán
arzobispados. No todas se correspondían con un departamento. Treinta
estaban formadas por dos departamentos y seis por tres. La reducción de las
diócesis implicaba, asunto que no resultó nada fácil, la supresión de muchos
obispos que habían sido nombrados por el rey y que en momentos tan crudos
como los vividos durante tanto tiempo se habían mantenido fieles a la
monarquía y contrarios a la República. Aubert considera que Napoleón con
estas medidas preparó el triunfo del ultramontanismo.

Ante esta situación, Pío VII tuvo que emplearse a fondo; fruto de su
empeño fueron el breve Tan multa, 15 de agosto de 1801, y la bula Qui
Christi Domini Vices, 29 de noviembre de 1801. En opinión de no pocos
historiadores se produjo un auténtico “apostolicidio”. Los obispos de Blois
y de la Rochela, los más fieles a su juramento monárquico, dieron lugar a la
Pequeña Iglesia83. Las dificultades como puede sospecharse fueron muy
grandes y muy graves. Napoleón, por una parte, no podía ceder ante los

81
Una muy buena presentación de las consecuencias de este nuevo regalismo y del imperante papel del
Ministro de Cultos, un laico que gobernaba con mano dura y con permanentes circulares las actividades
y hasta la manera de conducirse de los obispos … puede verse en tomo IV NHI pp. 261-262
82
MEZZARDI, L., La Chiesa … 171-182.
83
AUBERT, tomo VII, 132.
40

obispos nombrados por la monarquía y, por otra, estaba muy controlado por
la Cámara legislativa y por algunos miembros, Talleyrand y Fouché, de su
gobierno. Finalmente, prevaleció el buen juicio y la renuncia, por el bien
nacional y de la Iglesia, a los derechos adquiridos. “Fiel a la monarquía, tenía
a Bonaparte por usurpador, exclamaba el obispo Eugene de Mazenod, pero
como hijo de la Iglesia anteponía a todo el interés de la religión y de la
obediencia a la santa sede”84.
El nuevo episcopado francés, muy del gusto y de las necesidades de
Napoleón, consentido más que aprobado por Pío VII, resultó ser una
mezcolanza de procedencias y perfiles: 16 habían sido consagrados durante
el Antiguo Régimen; eran, en consecuencia, bastante ancianos; 12 eran
antiguos obispos constitucionales y el resto hasta 60 eran antiguos vicarios
generales. Todos se mostraron capaces y, pese a las muchas dificultades,
sacaron adelante sus compromisos con Roma y París. Muchas más
dificultades se presentaron a la hora de cubrir las nuevas parroquias. El ideal
del emperador de que un tercio de los nuevos sacerdotes fuesen
constitucionales no llegó a consumarse. En 1808 más de un veinte por ciento
de las parroquias quedaban por cubrir. Además de lo variado de sus orígenes,
la carencia de una cierta y mínima seguridad económica dificultaba el
reclutamiento del clero. Pese a todo, el número de ordenaciones fue
creciendo muy lentamente. Cuando en 1807 se asignó a los párrocos un
sueldo anual de 500 francos las cosas comenzaron a mejorar.
Finalmente, la riqueza espiritual y el ánimo religioso del pueblo
francés acabaron arrastrando a sus gobernantes. Estos no tuvieron más
remedio que reconocerlo: se aprobaron leyes, que ayudaron a fundamentar
una nueva espiritualidad, que con el paso del tiempo sembró Europa de
nuevas congregaciones religiosas. Recordemos estos hechos: por la ley del 1
de abril de 1803 se aconsejaba que todos los niños franceses llevasen
nombres de santos y santas; por decreto del 13 de julio de 1804 se ordenaba
que fuesen rendidos honores militares al santísimo sacramento llevado en
procesión y que los eclesiásticos fuesen colocados en puestos honoríficos en
los actos oficiales. A cambio, se les pedía que colaborasen con el orden y el
buen gobierno de la República. Las órdenes y congregaciones religiosas
empezaron a crecer muy tímidamente. Cuando el Gobierno percibió un cierto
renacer en el mundo de las congregaciones masculinas, emanó un decreto,
22 de junio de 1804, por el que se disolvían todas las congregaciones no
reconocidas, permitiéndose únicamente las de misioneros y las dedicadas a
la enseñanza. En el caso de las congregaciones femeninas se procedió con
mucha más benevolencia y amplitud. En 1800 las Hijas de la Caridad eran
ya conocidas; en 1807 tenían 274 casas abiertas. En 1802 se fundaron las

84
AUBERT, tomo VII, 133.
41

Damas del Sagrado Corazón y otras muchas. En 1809 el número total de


religiosas alcanzaba las 16.447 y el de sus casas 2.057.
Brevemente, ¿qué males e inconvenientes sufrieron las confesiones
protestantes durante el proceso revolucionario? Éstos fueron tan graves, o
quizás más, que los padecidos por la Iglesia católica. La RF debilitó
numéricamente a los protestantes, los empobreció cualitativamente y sobre
todo los privó de sus instancias de gobierno: los sínodos. También ellos se
tuvieron que agrupar artificialmente en comunidades sinodales compuestas
por 6000 miembros. El racionalismo geográfico francés no admitía otra
organización que la suya. Y todo por el pago de una pastoral subvencionada.
El único beneficio, nada desdeñable si se conoce la historia del
protestantismo en Francia, que obtuvieron las comunidades protestantes fue
su reconocimiento en pie de igualdad con las católicas85.

El Concordato de 1801 tuvo como colofón, el día dos de diciembre de


1804, la coronación imperial de Napoleón. Previamente, el 18 de mayo
Napoleón había conseguido del Senado la trasformación de la República en
monarquía hereditaria. Nada mejor que consagrar su itinerario personal con
una coronación a la usanza de los reyes merovingios, en la que se suponía la
intervención del papa. Estos deseos que, evidentemente, sorprendieron a
Roma, vinieron acompañados por toda una serie de medidas que favorecían
la presencia y el futuro de la Iglesia en la República cisalpina, asunto que,
ciertamente, preocupaba y mucho a Roma y a la Iglesia italiana y, no menos,
a la francesa: en 1804 se crearon en Francia diez seminarios mayores a
expensas del gobierno; la Dirección de cultos pasaba a convertirse en
Ministerio; el papel de los altos eclesiásticos era asumido por el ceremonial
y el protocolo de la Nación y, finalmente, se creaba la Gran Capellanía de la
Corte, a la que fue destinado el arzobispo de Lyon, Fesch, tío del
emperador86.
Sin embargo, estas medidas no lograron engañar al papa. Era mucho
lo que la Iglesia católica se jugaba con la coronación del nuevo emperador
francés. Era un asunto que convenía ponderar. Finalmente, Pío VII se puso
en camino; le alegró el recibimiento del pueblo francés y le molestaron las
triquiñuelas y cambios permanentes del emperador. El papa tuvo que hacer
grandes esfuerzos para soportar los cambiantes planes del emperador y su
muy irregular humor. El papa no cedió, en cambio, en dos asuntos que
siempre consideró graves. El que el emperador se coronara así mismo le daba
igual; lo que no le resultaba igual era la llamada cuestión del juramento. En
este punto, “Pío VII se mantuvo inflexible”; el juramento sería pronunciado
al final de la ceremonia y lejos de su presencia. Otro punto por el que el papa
no pasó fue el hecho de que la pareja real no estuviese casada por la Iglesia.
85
GODECHOT, J., Napoléon… 175-177. NHI, tomo IV, 256-257.
86
NHI, tomo IV, 257-259.
42

La noche antes de la ceremonia Napoleón y Josefina regularizaron


eclesiásticamente su relación. En medio de todo, con la coronación del
emperador “la Revolución había concluido; la nación francesa iba a
recuperar su estabilidad moral y política bajo la égida de aquella misma
religión de la que parecía haber renegado”87.
La estancia del papa en Francia se prolongó hasta abril de 180588.
Durante este tiempo se establecieron lazos muy estrechos entre papado y el
pueblo francés. Clima que muy pronto se vio alterado con la publicación por
parte del Emperador del Catecismo imperial en 180689, un burdo remedo del
catecismo de la Iglesia.

Nunca pensó el papa que una vez vuelto a Roma, sería molestado de
nuevo por el emperador. Napoleón, deseoso de expandir su Imperio, no
soportó que el papa no pusiese a su servicio los puertos de los Estados
Pontificios, decisión de la que se aprovecharon los ingleses. Como castigo
Roma fue ocupada por el ejército imperial el 2 de febrero de 1808 y pocos
meses incluida en el Imperio. La ciudad eterna era declarada ciudad imperial
y libre, la segunda del Imperio. La toma de Roma así como la de las
provincias de Ancona y Urbino ponían en peligro los Estados Pontificios y
suponían un serio anticipo de hasta dónde podían llegar los sueños y las
venganzas del emperador. El papa se resistió cuanto pudo. Lo primero que
hizo fue nombrar al cardenal Pacca gobernante de los Estados Pontificios;
pero no pudo impedir, en cambio, que el 17 de mayo de 1809 se firmase en
Viena, palacio de Schönbrunn, un decreto por el que Francia se anexionaba
los Estados de la Iglesia en Italia. El 10 de junio era izada la bandera francesa
en lo más alto del Castillo de Sant´Angelo. Frente a la impunidad francesa,
el papa promulga una bula por la que se excomulga a los franceses y a
cuantos les apoyasen. La situación empeoró de tal manera, que tomando muy
al pie de la letra los deseos del emperador, el general Radet, se presentó, la
noche del 5 al 6 de julio, ante las puertas del Quirinal. La soldadesca batió a
hachazos las puertas y Radet, por fin, pudo entrevistarse con el papa,
solicitándole la renuncia de la soberanía temporal de los Estados Pontificios.
No estaba en su mano conceder lo que no era suyo. Los Estados Pontificios
eran de la Iglesia y él no pasaba de ser un mero administrador90.
Un administrador que como castigo fue apresado y llevado al
destierro. Pasó por Florencia, Génova y Grenoble hasta quedar confinado
en Savona. Permanecerá allí hasta el 9 de marzo de 1812. Entre tanto, el
primer hijo de Napoleón de su matrimonio con María Luisa recibió el título

87
NHI, tomo IV, 260.
88
TICCHI, J-M., Le Voyage de Pie VII à Paris pour le sacre de Napoléon (1804-1805). Religion, politique et
diplomatie, Paris 2013, 599 pp.
89
PLONGERON, B., Des résistances... 257-278
90
PLONGERON, B., Des résistances… 329-336
43

de Rey de Roma. Con ello se significaba que el papa no era el soberano


temporal de Roma.
La única defensa que el papa tenía era la de no cumplimentar lo
estipulado, es decir no revalidar, la investidura canónica a los obispos
designados por el emperador. Razón por la cual 17 diócesis francesas
permanecieron como sede vacante. La respuesta del emperador no se hizo
esperar: convocó un Concilio Nacional. Este se llevó a cabo en junio de
1811. Sus asistentes, pese a estar dirigido por los intereses del emperador y
del Imperio, confiaban la legalidad de sus conclusiones al refrendo del papa.
Entretanto las sedes continuaban vacantes. La situación llegó a tal extremo
que el emperador, únicamente para presionar al papa, decidió trasladarlo a
Fontainebleau. El papa llegó medio muerto (19-6-1812); por el camino se
temió por su vida. En todo momento, pese a las presiones e instigaciones que
sufrió, se mantuvo firme y no claudicó frente al emperador y sus cada vez
más exigentes y desproporcionadas peticiones. Deseaba la firma de un nuevo
Concordato; Concordato por el que el papa redujese el número de diócesis
en Alemania, Italia y Holanda y por el que se arreglase definitivamente el
cisma francés
El cardenal Fesch, tío del emperador y gran capellán de la corte,
reconoce que estos graves problemas comenzaron a solucionarse al mismo
tiempo en el que el emperador era vencido en los campos europeos de Rusia,
Alemania y España. “Mi sobrino está perdido, pero la Iglesia se ha salvado”.
Pese a todo, el mismo Napoleón intentó arrancar las medidas que buscaba;
en un último esfuerzo le hizo firmar al papa el arreglo definitivo, que debería
permanecer en secreto. Napoleón al día siguiente traicionó su palabra y lo
publicó. El papa contestó con una carta en la que decía que todo el arreglo
se le había arrancado en un momento de debilidad.
Las derrotas de Francia frente a Alemania y España, permitieron que
el papa pudiese volver a Roma. Pisaba el suelo romano, después de un viaje
triunfal, el 24 de mayo de 1814. La vuelta de Pío VII a Roma fue interpretada
por muchos como el punto final de las pretensiones personales de Napoleón
de constituirse el nuevo Constantino de la Iglesia católica.

BALANCE DE LO QUE SUPUSO LA REVOLUCION FRANCESA

“La Revolución ha destruido completamente, o está en trance de destruir, todo


aquello de la antigua sociedad que derive de las instituciones feudales y aristocráticas,
todo lo que de una forma u otra tuviera relación con ellas, todo lo que tenga la misma
huella de ellas”91.

91
Citado por HOBSBAWM, E., Los ecos de la marsellesa, Barcelona 1992, 35
44

En lo social, con la instauración del régimen de igualdad, quedaba


abrogado el mayorazgo, se liquidaban los privilegios económicos y las
exenciones de las cargas fiscales que disfrutaban clases enteras. Se acababan
las discriminaciones sociales en las leyes penales y en el acceso a los cargos
y empleos públicos.
Finalizaban, también, las discriminaciones confesionales y con ellas
cesaban las inmunidades de las que disfrutaban los eclesiásticos. A partir de
este momento, los eclesiásticos serán considerados por el Estado como
ciudadanos normales, con idénticos derechos y deberes a los que tengan los
demás ciudadanos. Del principio de igualdad derivaba, por ejemplo, el
alistamiento obligatorio; lo que suponía que cuando a un eclesiástico le
llegase la edad militar debía prestar un servicio militar a la patria.
Con la práctica desaparición de las rentas de la Iglesia, de una buena
parte de su riqueza, amén de la disminución del número de sacerdotes, la
Iglesia y la vida cristiana saldrán de la Revolución muy empobrecidas: miles
de parroquias perdieron sus pastores, cientos de casas rectorales se vieron
abandonadas y esquilmadas y miles y miles de fieles se quedaron sin
sacramentos. La Iglesia, al decir de Mona Ozouf, dejará de controlar y de
intervenir sistemáticamente en la vida de sus fieles. La vida social dejará de
ser religiosa y comenzará a bastarse a sí misma. Irá apareciendo una práctica
religiosa individualista y lo que fue peor para la religión y para la Iglesia, la
libertad se mostrará antagónica respecto de la religión. Religión y libertad
dejarán de estar tan cerca como habían estado hasta antes del estallido de la
Revolución. “El orden religioso, afirma Furet, se asimilaba así al civil, el
edificio de la Iglesia se calcaba sobre el del Estado, fundado en una soberanía
constitucional cuya legitimidad estaba en la elección popular. Sus vínculos
con el Papado quedaban rotos, y pasaba, sobre todo tras la aprobación de la
Constitución Civil del Clero, a depender por completo del poder temporal”92
Con la Revolución nació un Estado centralizado y centralista, con
esquemas jurídicos uniformes para todo el territorio. Centralismo que acabó
con la supresión de los antiguos tribunales locales autónomos y que alumbró
la creación, en su lugar, de otros rígidamente subordinados al poder central.
En lo político muy lentamente se fue imponiendo un régimen de
libertad, comienzo de un primer liberalismo político. En él, el rey no podrá
apelar, en consecuencia, a la fórmula “por la gracia de Dios”, sino a la
fórmula: “por la voluntad de la nación”. En el progreso y consolidación del
llamado régimen liberal tuvieron mucho que ver la supresión de la censura y
el reconocimiento de la libertad religiosa.
En la libre concurrencia y en lo que más adelante se llamará mercado
de trabajo, quedaron suprimidos los gremios medievales por medio de la Ley
Chapelier (1791). Poco a poco se fue instaurando “el derecho de todo

92
FURET, F., Constitución Civil del Clero, 445
45

individuo para alcanzar, por sus propios méritos, los puestos más elevados
de la sociedad civil y del Estado”, reconocía el alemán Von Stein años
después.
Con el progreso y triunfo de las ideas revolucionarias y liberales se fue
desarrollando un primer laicismo. Un laicismo nacido, en no pocas
ocasiones, de un exagerado culto a la igualdad, así como de una reacción al
poder que la religión había tenido durante la etapa anterior.
Dentro de este primer esquema liberal, la Iglesia católica se vio con
frecuencia oprimida por los mismos gobiernos liberales. Las medidas
políticas y sociales de sus gobiernos hicieron que con el paso del tiempo
crecientes masas de ciudadanos prescindieran de la Iglesia y de todas sus
organizaciones e instituciones. Puede afirmarse que los nuevos estados
fueron muy conscientes de su soberanía a la hora de gobernar y conformar
la sociedad, comportamiento que en no pocas ocasiones les enfrentaba con
la Iglesia. Muy lentamente, la vida política fue conquistando su propia
autonomía, muy alejada de los fines sobrenaturales que, a su modo, habían
estado presentes en los distintos regímenes políticos y sociales salidos de la
Reforma. Esta autonomía, que en ningún momento fue aceptada por la
Iglesia, se transformó en un laicismo excluyente de lo religioso en la vida
política.
Desde el punto de vista de la oferta religiosa, con la Revolución
francesa se abrieron un abanico de posibilidades que van desde la
indiferencia y la hostilidad a la simpatía. Si a todo ello se une un cambio
general en lo ideológico, en lo administrativo y en lo vivencial, a nadie le
podrá extrañar que los dirigentes de la Iglesia de Roma “tardaran en caer en
la cuenta” que lo que estaba pasando no era otra cosa que la constatación de
un clima “de incompatibilidad entre los principios nuevos y la religión
antigua”93.

93
OZOUF, M., Descristianización en Diccionario de la Revolución francesa… 48
46

TEMA CUATRO: LA IGLESIA CATÓLICA DURANTE LA


RESTAURACIÓN: ENTRE LA DEFENSA A ULTRANZA
DE LA VERDAD CATÓLICA Y LA BÚSQUEDA DE SU
PROPIA IDENTIDAD (1814-1846)94

En este largo capítulo, abordaremos el llamado romanticismo católico, el


renacimiento de lo sobrenatural, especialmente pujante en Centroeuropa y
Francia. En un segundo momento, presentaremos los llamados papas de la
Restauración católica, sin olvidarnos de la importancia que éstos y toda la
Iglesia ultramontana concedió al mantenimiento, a la contra de las ideas y de
las políticas de la época, de los Estados Pontificios. No nos detendremos en
esta ocasión en la renovación teológica que por entonces se inició en la
Iglesia católica, sí, en cambio, nos pararemos y presentaremos una visión
panorámica del devenir de la Iglesia católica en Europa y América.

EL ROMANTICISMO CATÓLICO: LA VUELTA A LO


SOBRENATURAL Y LOS COMIENZOS DEL TRADICIONALISMO
POLITICO

Antes de entrar de lleno en la Restauración, creo vale la pena prestar


atención al clima espiritual alumbrado durante la coyuntura del primer tercio
del siglo XIX, clima muy ligado y próximo al Romanticismo. Durante este
tiempo, el mundo occidental, cansado de las luces y de las guerras, vivió, lo
que Plongeron y antes que él, R. Aubert, han denominado la vuelta de lo
sobrenatural95.
Nos detendremos, por tanto, en la vuelta a lo sobrenatural para
ocuparnos después del nacimiento del pensamiento tradicional, presentes en
el tradicionalismo eclesiástico, en el ultramontanismo y en el creciente poder
papal.
Podríamos describir la vuelta a lo sobrenatural como el triunfo y el
reconocimiento de la gracia; triunfo capaz de producir actos contrarios a las
leyes ordinarias de la naturaleza. En este campo resultaron fundamentales las
conversiones de personas influyentes y conocidas, así como los milagros y
apariciones que afirmaban se producían en su entorno. Casi de repente,
cientos, miles de convertidos al catolicismo, personas, por otra parte, de una
cierta categoría social y con un recorrido de búsqueda de la verdad muy
antiguo y esforzado, fueron ocupando el espacio público. Los convertidos,

94
LEFLON, J., Restaurazione e crisi liberale (1815-1846), tomo XX/2 de la Storia della Chiesa, San Paolo,
1984. MENOZZI, D., Storia del cristianísimo, tomo IV, pp. 141-142.
95
Histoire du Christianisme, tomo 10, 690-705.
47

muchos provenientes del protestantismo, años más adelante del


anglicanismo, se transformaron en católicos devotos, en personas llenas de
entusiasmo religioso y con una sorprendente capacidad para adaptar la fe
cristiana y católica a las necesidades de los nuevos tiempos. En muchas de
estas conversiones fueron claves las mujeres; gracias a su auxilio y buen
hacer, numerosas personalidades de las clases altas se fueron convirtiendo.
Prototipos de estos primeros convertidos fueron el americano O. Brownson
(1803-1876), iniciador del cristianismo social, y J. Görres (1776-1848),
adalid y propugnador de la mística cristiana.
Los nuevos convertidos y una gran parte de los católicos de aquella
época sintieron, a su vez, la necesidad de rehabilitar los tradicionales signos
y símbolos cristianos; de esta manera pensaban que irían regenerando su
propia sensibilidad y la de sus contemporáneos. A nadie le puede extrañar el
triunfo del oratorio Paulus, (1836), en el que se exaltaba la conversión de
San Pablo, el apóstol de las naciones.
Muchos de estos nuevos conversos subrayaron con demasiado
entusiasmo aspectos milagrosos y misteriosos de su nueva religión. Todo lo
que tenía relación con lo misterioso y milagroso atraía su atención y
sensibilidad. Cuanto más ostentosos fueran los milagros más impacto tenían
en ellos. Sin duda las ansias de milagros estaban muy relacionadas con “la
necesidad de una teología de lo visible”; teología que acabó derivando en las
apariciones. Apariciones a pastorcillos en las vísperas de su primera
comunión; apariciones con un mensaje claro de Nuestra Señora: debéis
aprender en tres días el catecismo, de lo contrario no podréis comulgar. Las
apariciones se transformaban en espectáculos vitales en los que participaban
multitudes ingentes.
En Alemania los protagonistas del despertar religioso no fueron ni los
teólogos ni tampoco los altos eclesiásticos; lo fueron, más bien, diferentes y
numerosos grupos de laicos y simples sacerdotes. La salvación personal, el
proselitismo de los convertidos, un cierto descuido por las instituciones, la
expresión libre de su fe así como el aprovechamiento de la secularización
para reconquistar nuevos espacios, fueron constituyendo la identidad de cada
vez más personas. Estos grupos se preocuparon por darle a la Iglesia un alma
de la que hasta entonces había carecido. Trataron, igualmente, de hacer de la
religión algo más que un conjunto de proposiciones dogmáticas y de
prescripciones administrativas. Este trabajo les vino facilitado en parte por
la secularización de la época. Por otra parte, la Iglesia al tiempo que se iba
popularizando iba fortaleciendo sus vínculos con Roma.
Los representantes y miembros de estos grupos, alejados de todo
interés por la teología dogmática, estaban más preocupados por expresar sus
experiencias personales y por compartirlas con sus iguales que por
profundizarlas. Lo que en ellos predominaba, siempre desde
posicionamientos religiosos, incluso místicos, era un fuerte espíritu de lucha
48

contra el racionalismo de las luces. Frente a la frialdad de las luces, de la


mano de San Francisco de Sales, se fue configurando una espiritualidad
fresca, ingenua a veces, ardiente siempre. Se exhumaron y reeditaron libros
como el Combate espiritual de Scupoli (1589), que alcanzó numerosas
ediciones96.
Clave en este despertar religioso alemán fue el Círculo de Munster. La
princesa conversa Amélie Galitzine (1748-1806), su fundadora y
sostenedora hasta su muerte, marcó y orientó el camino que recorrerán
muchos conversos. Bien auxiliada y estimulada por los emigrados franceses,
volverá a la fe y a la frecuencia de los sacramentos. Su director espiritual
será Bernard Overberg, director espiritual, a su vez, de la exagustina Ana
Catalina Emmerich (1774-1824), encamada y enferma desde 1812, receptora
de los estigmas y las marcas de la pasión. Su influencia y testimonio llenó
Alemania y Europa de muchos excesos; excesos a los que no estuvo ajeno el
un tanto excéntrico poeta Clemente Brentano (1778-1842) y mucho más
todavía el original Alejandro de Hohenlohe, que orientará la renovación
religiosa por caminos donde lo extraordinario se combinaba con milagros y
curaciones. Clemente María Hofbauer97, segundo fundador de los
Redentoristas, intentó, sin enfriar la devoción, poner orden y encauzar,
siguiendo los deseos de Pío VII, las devociones y la religión del corazón
hacia una sólida piedad cristocéntrica.
Sin que tengan una relación expresa con lo que estamos describiendo,
en Alemania al tiempo que cundían las conversiones se fue imponiendo muy
lentamente “la tesis teológica del episcopado universal del papa”. Parece que
en un principio no influyeron principios teológicos. Fue la falta de obispos
al frente de sus respectivas sedes, más de veinte, la que invitó a los
eclesiásticos y fieles católicos alemanes a dirigirse a Roma. Los expedientes
y peticiones que hasta el momento presente se habían gestionado en
Alemania comenzaban ahora a gestionarse en Roma. Los nuevos estados
nacidos con la Revolución y en desacuerdo con los antiguos señoríos
eclesiásticos y contrarios a la creación de una Iglesia nacional lo
suficientemente fuerte como para competir con ellos, preferían “regular la
situación de sus súbditos católicos mediante acuerdos con la Santa Sede,
aunque a ojos vista pareciese débil y lejana; con ello se subrayaba en la
práctica la extensión de los derechos del papa en la Iglesia. Además, en
muchos de los círculos católicos, especialmente en los dirigidos por
Clemente María Hofbauer, F. Schlegel y Gorres… se vivía y defendía que la
vinculación de la nueva Iglesia católica alemana con Roma era uno de los

96
“En todos los sedientos del Puro Amor, el fenómeno de la conversión personal, por lo que de la infusión
del Espíritu significaba, encauzó la teología de lo sobrenatural y trazó la misión cristiana dentro del mundo
del panteísmo que el suyo” PLOGERON 693,1
97
RAMOS, T., Vida de San Clemente María Hofbauer de la Congregación del Santísimo Redentor, Madrid
1909.
49

principales factores de la regeneración católica en Alemania. Querían formar


al clero en un espíritu romano y marcadamente antiprotestante, y con este fin
propagaron las tesis ultramontanas de Bellarmino mediante la enseñanza en
los seminarios y los artículos de vulgarización de su revista más popular, Der
Katholik.
Más adelante, todas estas ideas se tradujeron en estudios canónicos y
eclesiológicos. Las obras de Drey, Schenkle y especialmente Scheill fueron
ganando adeptos e importancia. El josefinismo y el febronianismo eran
sustituidos por el derecho romano. Ilustrativo de cuanto estamos afirmando
resultó el hecho de que en 1820 por orden de Pío VII fueran puestos en el
Índice todos los manuales de derecho canónico e historias de la Iglesia que
desde hacía treinta años se habían estudiado en las universidades austriacas.

Sin embargo, será en Francia donde todo este despertar, incluido lo


milagroso, se oriente fehacientemente hacia lo político. Dicho de otro modo,
los franceses que asistieron durante veinticinco años, los años que duró la
Revolución, al desmontaje de la religión y al triunfo del mal, en la opinión
del tradicionalismo francés, interpretaron, ahí están las predicaciones de los
grandes de la corte y de muchos de sus obispos y altas autoridades de la
Iglesia, que la situación estaba cambiando y que el cristianismo y con él
Francia, la Francia verdadera y eterna, tenían futuro. El futuro de Francia,
esta será una de las tesis de sus tradicionalistas, se basará en la unión del
trono con el altar. Las imágenes de Dios y de Cristo saldrán cargadas de
fuerte sentido político. La religión y el partido de los sacerdotes se politizan.
Este despertar religioso coincidió, según lo han visto Aubert y Camille
Latreille, con la firma, l8 de noviembre de 1816, por parte de cinco obispos
del AR de un requerimiento dirigido al rey por el que reconocían la autoridad
del papa para intervenir en los asuntos eclesiásticos de una Iglesia nacional.
Este acto equivalía a la terminación del galicanismo y al comienzo del
derecho de intervención del papa en los asuntos de las Iglesias nacionales,
en los asuntos de la Iglesia de Francia.
Este clima se vio reforzado con la publicación de traducciones
italianas ultramontanistas, promovidas por los jesuitas y con la aparición de
las primeras obras de los ultramontanos franceses. Entre ellos, destacamos a
De Bonald98, Chateaubriand, al primer Lamennais y a Joseph de Maistre. En
1819 se publicaba el Du Pape de Maistre. En este libro, “apoyándose mucho
menos en testimonios bíblicos o patrísticos que en analogías con la sociedad
política vista en la perspectiva de la monarquía absoluta”, se defendían, muy
98
DE BONALD, L. A., Teoría del poder político y religioso; teoría de la educación social, Madrid 1988. OSÉS
GORRÁIZ, J. M., Bonald o lo absurdo de toda revolución, Pamplona 1997, 139 pp. De Bonald ha escrito
OSÉS GORRÁIZ: “fija los criterios inamovibles en los que debe basarse el orden del universo en todos sus
ámbitos en un ejercicio de tradicionalismo y teocratismo”, en De Maistre y Donoso Cortes: hermeneutas
de lo inefable, Revista de Estudios Políticos (2011), p 76. Y del mismo autor Bonald o el absurdo de toda
revolución. Pamplona
50

simplificadamente, los principios papalistas. La infabilidad pontificia echaba


a andar; sus primeros impulsores fueron, como estamos viendo, autores cuya
experiencia religiosa, cuando menos, era indiscreta e interesada.
¿Qué defendían, qué postulaban? Como analistas sociales que eran y
no como teólogos, defendían la supremacía de la monarquía absoluta sobre
cualquier otra forma de gobierno y postulaban como modelo de la misma, la
monarquía pontificia. Este grupo tuvo mucha importancia en Francia, menos
en Alemania.
En su reflexión, de Maistre partía de la verdad revelada y precrítica,
así como de la existencia de una sociedad perfecta, de origen divino, que en
su tanto reproducía la bondad del acto creador de Dios, cuya mejor
realización se desarrollaba en la existencia histórica de la Iglesia católica,
“cuyo jefe natural, era el Papa”. El papa como encarnación y responsable del
orden, acabaría convirtiéndose “en fuente nutritiva de civilización y
organización socio-política”99.
Estas ideas se propagaron con mucha fuerza entre los que se opusieron
a las innovaciones de la Revolución Francesa, prendiendo de manera muy
privilegiada entre el clero joven. Lentamente se fue construyendo un
pensamiento muy esquemático en el que la religión constituía el punto de
partida: “No existe moral pública ni carácter nacional sin religión; no existe
religión europea sin el cristianismo; no existe cristianismo sin el catolicismo;
no existe catolicismo sin el papa; no existe papa sin la supremacía que le
pertenece”. De esta manera, concluye, Congar, comenzaba “la carrera de una
teoría de la autoridad de hecho de la autoridad monárquica del papa, sin
verdadera eclesiología”. Estas proposiciones irán derivando hacia “la
infabilidad y la soberanía”; cuyas raíces, según Congar, se hunden en “la
noción de soberanía de Bodino y Hobbes”100.

LOS ESTADOS PONTIFICIOS Y EL GOBIERNO DE LA


IGLESIA: LOS PAPAS DE LA RESTAURACION

El clima del despertar religioso, cuyo corolario político fue la


reafirmación del régimen monárquico inspirado en el gobierno del papa, en
última instancia en el gobierno de Dios, coincidió con el final de la aventura
napoleónica, con la celebración del Congreso de Viena101 y con la
recuperación por parte de los papas de sus estados pontificios.
En los años precedentes a este decisivo Congreso y durante su
desarrollo, así como en la larga serie de congresos, conferencias y eventos

99
OSÉS GORRAIZ, De Maistre… 87
100
CONGAR, Y. Eclesiología del siglo XIX, pp 259-260
101
KOSELLECK, R., La época de las revoluciones europeas (1780-1848), Siglo XXI, octava edición, Madrid
1983, pp 187-216. NICOLSON, H., El Congreso de Viena, Madrid 1985, 290 pp. EVANS, R., La lucha por el
poder. Europa (1815-1914), Barcelona 1917, 52-62.
51

de carácter internacional, se asentaron las nuevas bases políticas, territoriales


y jurídicas, que acabarían por refundar Europa. Una refundación que se
alargó durante un siglo. En Viena nació el llamado sistema de la pentarquía;
sistema en el que en el este Rusia y en el oeste Inglaterra se fueron haciendo
hegemónicas. Ambas, apoyadas en un nuevo sistema de derecho
internacional, orientarán y dirigirán su política exterior por encima de los
intereses de Francia y del Imperio. Desde el punto de vista político-
constitucional, las nuevas monarquías y estados asumieron en sus
constituciones la herencia de la Revolución, respetaron y reconocieron los
derechos privados de sus súbditos, el derecho de emigración, el derecho a la
propiedad privada, una cierta libertad de tráfico con el reconocimiento de la
navegación fluvial libre e inauguraron una nueva política de justicia con
decisivas proclamas de amnistía.
Para los historiadores que han estudiado el Congreso de Viena, las
expectativas eclesiásticas, encabezadas y encarnadas en la persona de
Consalvi, se evaporaron incluso antes de que éste pusiese sus pies en la
capital del Imperio. En dicho Congreso, heredero indirecto de la Revolución
Francesa, se reconocía en su artículo 16 que las diferencias confesionales no
debían significar discriminación alguna para el disfrute de los derechos
civiles y políticos dentro de los nuevos estados. “Quedaba así consagrada la
idea del Estado paritario en sustitución de la que había sido tradicional en
Alemania, la del Estado confesional”. No era poco lo que con este artículo
se conseguía. La paz social y los derechos del hombre, principios esenciales
de la RF y en su tanto del cristianismo, eran elevados a la categoría de leyes
y de prácticas sociales.
Por su parte, la Iglesia católica, que llegó a Viena derrumbada y en
gran parte desmantelada, salió en parte recuperada y con un mejor porvenir.
Un porvenir, por cierto, dirigido no ya desde las capitales europeas sino
desde el corazón y centro de la cristiandad: Roma, donde brillaría de manera
especial la fe católica.
El catolicismo se concentraba en el cuadrilátero formado por Viena-
Nápoles-Cádiz-Bruselas. El número de católicos llegaba a los 100 millones
-- 28, 5 millones en Francia, 24 en el imperio austriaco y 10 en España; 14
millones en Italia, 3 en Portugal, 3 en Baviera y 4 en los Países Bajo; en los
estados no católicos: 4,5 en Prusia, 1,5 en el resto de los estados alemanes;
4,5 en Irlanda, 3 en Polonia rusa, 750.000 en Suiza y 500.000 en Turquía --.
En el resto del mundo la presencia de católicos era minoritaria; comenzaba
a florecer en el Canadá y en los Estados Unidos, con 200.000 y 150.000
fieles, respectivamente; en la América Latina apenas frisaba los 16 millones.
En el resto, salvo en Filipinas, pequeños grupos, siempre minoritarios y muy
alejados del centro de la Iglesia y no siempre en comunión con Roma, apenas
si la Iglesia católica con presencia alguna
52

La Iglesia católica, vista por muchos como una antigua fortaleza,


arruinada y medio desmantelada, alternaba en su dirección ya desde mucho
antes del Cónclave de 1800 entre dos concepciones y estilos de gobierno que,
con el paso del tiempo, se convertirán en dos talantes y hasta en dos maneras
de afrontar la realidad y que, indudablemente, tendrán mucha trascendencia
en el seno de la Iglesia y por extensión en la vida de los cristianos. Por una
parte, estaban los zelantes, “apasionados defensores de la primacía de lo
religioso y en especial de una auténtica reforma religiosa y que a la vez
deseaban regir la política por medio de normas directamente cristiano-
eclesiásticas”102; por otra, los politicanti, próximos al posibilismo y al
pragmatismo político, siempre animados y con ánimos para conciliar dentro
de lo posible las aspiraciones de los políticos y las necesidades y principios
de la Iglesia. Su prototipo fue el cardenal Ercole Consalvi (1757-1824),
secretario de Estado de Pío VII103.

Pero, ¿realmente era posible una vuelta al Antiguo Régimen? ¿Era


imaginable el que la Iglesia pudiese recuperar todo su antiguo poder
económico y todas sus ya liquidadas prerrogativas? ¿Habían pasado en balde
dos décadas revolucionarias? La Iglesia, después de lo aprendido en Viena
cuando las negociaciones de 1814, trató de no dejarse llevar por lo que
Regoli denomina restauración ingenua para imprimir una nueva dirección en
su política respecto tanto a los nuevos estados como a las ya declinantes
iglesias nacionales. Consalvi prefirió, por tanto, adaptarse a las nuevas
realidades, “salvando los principios”; se entienden los principios y los
intereses de la Iglesia de Roma frente a los intereses particularistas de las
Iglesias nacionales.

La Iglesia, como han reconocido muchos historiadores no


precisamente eclesiásticos, salió ganando de cara al futuro. Su porvenir se
aseguraba, gracias a tres factores, contradictorios entre sí, pero que le dieron
estabilidad: la firma de nuevos concordatos con los nuevos estados; la
recuperación de los Estados Pontificios y la vuelta a la vida eclesiástica de
las antiguas órdenes religiosas.
La firma de los Concordatos. El Congreso de Viena inauguró un nuevo
orden político. Las nuevas formas políticas requerían un orden eclesiástico
duradero, con el asentimiento de Roma. Se intentó, pues, unificar burocrática
y administrativamente aquellos territorios heterogéneos. Hasta las regiones
católicas habían de integrarse en los nuevos Estados. Para ello era preciso
tranquilizar la conciencia de los súbditos católicos con un estatuto eclesial
reconocido por Roma y satisfacer las necesidades elementales de la Iglesia,

102
SCHATZ, Klaus, Historia de la Iglesia contemporánea, Herder, Barcelona 1992, p 34.
103
REGOLI, Roberto, Ercole Consalvi. Le scelte per la Chiesa, Editrice Pontificia Universitá Gregoriana,
Roma 2006, 509 pp. UPCo 1702/67.
53

pero también hacía falta un clero que aceptara las nuevas estructuras
nacionales y a sus nuevos soberanos. Ante todo importaba erigir y dotar
nuevos obispados que correspondieran a la recién creada delimitación
política. Se repetía así lo sucedido en Francia dos décadas antes. La solución
sería la misma: la firma de concordatos o en su defecto de bulas de
circunscripción. Un concordato, lo recordamos, “es una convención de
derecho internacional entre un Estado y la Iglesia, que tiene como
presupuesto el reconocimiento mutuo de las partes como personas jurídicas
con derechos soberanos”. Dado que no en todos los nuevos países era posible
la firma de concordatos, se acudió a las llamadas bulas de circunscripción,
por las que se fijaban normas de “derecho administrativo”104.
El gran impulsor de estos primeros concordatos fue el Secretario de
Estado, el cardenal Consalvi. Dado que no era posible anular la
secularización, la Iglesia consideró que lo mejor que podía hacer era abordar
la reconstrucción de sus relaciones con la nueva situación política y social,
adaptándose a las circunstancias del momento para de esta manera, sin ceder
demasiado en sus principios, lograr su objetivo final, o lo que es lo mismo
ocupar el lugar que dentro de la civilización cristiana había ocupado no hacía
mucho tiempo.
La Iglesia gracias a la firma de los Concordatos volvía a estar presente,
como un estado más, en la nueva configuración política resultante del
Tratado de Viena. La Iglesia y sus derechos se apoyaban ahora en el derecho
internacional. Entre 1817 y 1827 se firmaron concordatos con Cerdeña,
Francia, Nápoles y Rusia y los pequeños estados alemanes105. La doctrina
concordataria, muy distinta según los diversos estados, ponía sus bases en la
Europa del XIX. En el caso de los estados alemanes, tras las vacilaciones de
Dalberg y Wessenberg, prevalecerá años más tarde la doctrina de Görres, la
llamada doctrina de la “coordinación”: en los países donde se mezclaban
varias confesiones y donde el derecho civil de origen francés había laicizado
el Estado y la sociedad, las libertades esenciales de la Iglesia serían
salvaguardadas no por un recurso a los imperativos abstractos del derecho
canónico, sino mediante acuerdos concretos y limitados, tendentes a limar
los puntos de fricción entre ambas potestades, la eclesiástica y la civil.
Con la Paz de Viena, la Iglesia recuperó “eficaz y efectivamente” los
Estados Pontificios. Su impulsor y garante, pese a los muchos inconvenientes
que la reposición de los Estados Pontificios trajo consigo y que más adelante
darán paso a lo que se ha llamado la Cuestión Romana, fue una vez más
Consalvi. Su recuperación supuso de hecho la liquidación de la Italia
napoleónica. Sin embargo, recuperados éstos, las primeras medidas que se
tomaron en Roma -- decreto del Cardenal Agostino Rivarola (1758-1842)
del 13 de mayo de 1814 --, miraron más al pasado que al presente y futuro.
104
FRANZEN, A., Historia de la Iglesia, Santander 2009, 338.
105
Sobre la firma del Concordato en 1817 con Baviera: NHI IV pp 332-333.
54

Todas las leyes francesas así como el código napoleónico quedaron


anulados. Se volvía a la confusa administración y legislación pontificia; se
restauraba el Santo Oficio. Los registros civiles fueron transferidos al clero,
fueron anuladas las ventas de bienes eclesiásticos y restablecidos los
conventos. Predominaba, pese a los esfuerzos de Consalvi, lo reaccionario.
De todas las maneras, pese a las críticas que pudieran hacerse a los principios
revolucionarios, muchas de sus prácticas administrativas y sociales, una vez
impuestas, tuvieron que aceptarse; en este punto, los Estados Pontificios,
pese a las políticas conservadoras en lo administrativo de León XII y Pío IX,
también formaban parte de Europa. La dirección política le correspondió a
la Iglesia, el gobierno y la administración a la ciudadanía y a la
administración comunal. Expresión de lo que estamos diciendo es el
contenido del motu proprio del 6 de julio de 1816, por el que se daba un
estatuto definitivo a los Estados de la Iglesias. Dichos estados eran
organizados racional, uniforme y centralizadamente106.
Mucho más complicada fue su administración. Partiendo del supuesto
de que los Estados Pontificios eran considerados como necesarios para el
ejercicio de la misión espiritual de la Santa Sede, ya que aseguraban su
independencia, la buena administración era capital para el futuro de los
mismos y con ellos de la Iglesia. En esto punto no se acertó. Siendo la
soberanía temporal del papa un hecho consagrado por la historia y en última
instancia por la voluntad divina, el papa, soberano de estas tierras, no podía,
en consecuencia, alinear una parte de su soberanía en beneficio del pueblo,
más cuando el gobierno y la administración de la que se dotaría sería una
administración de inspiración liberal. En consecuencia, los Estados
Pontificios debían mantenerse en su integridad, incluyendo las provincias del
Norte, las Marcas y la Romaña, regiones muy ricas y activas, necesarias para
el mantenimiento de la política de la Iglesia y para el sostenimiento de los
mismos Estados Pontificios.
Los Estados Pontificios ocupaban una extensión de 41.400 kilómetros
cuadrados. Su población pasó de 2.534.000 habitantes en 1816 a los tres
millones en 1848. En la base de su estructura económica y social continuaban
predominando el sector primario, acompañado de una tradición artesanal,
que no acababa de asumir los aires de renovación y transformación que
estaban conduciendo a las regiones más avanzadas de Europa a vivir en su
seno la primera revolución industrial. Los grandes propietarios eran muy
pocos; los trabajadores agrícolas, el proletariado agrícola, los braccianti,
eran, en cambio, cada vez más numerosos y más contrarios al marco político,
social y económico en el que se veían obligados a vivir. Los más activos eran
los representantes de la burguesía, que aspiraban a la dirección del gobierno

106
LEFLON, J., Restaurazione … 557-584.
55

y de los asuntos públicos, que, en parte, ya habían disfrutado durante la


invasión francesa.
La administración de los Estados Pontificios les fue confiada a los
monseñores y sacerdotes romanos, “demasiado laicos como clérigos, y
demasiado clérigos como laicos”, repetía la sabiduría del pueblo. La alta
política venía de Roma. Se inspirada en las ideas y procederes de los
cardenales Bernetti y Lambruschini. Todo parecía muy controlado. A lo
largo de estos años se crearon instituciones sociales y asistenciales y se
hicieron reformas útiles en la administración, en la justicia y en las finanzas,
que no dieron el fruto que cabía esperar.
Los Estados Pontificios fueron, en nuestra opinión, uno de los mayores
problemas, tal vez el mayor, a los que Roma tuvo que hacer frente y que con
el paso del tiempo repercutió negativamente tanto sobre sus intereses como
sobre su misión evangelizadora. En su defensa, la política exterior de la
Iglesia estuvo muy condicionada por la debilidad de los mismos y por los
intereses de Austria y Francia respecto de estos territorios. Al ser Roma
incapaz de mantener el orden público y de satisfacer una mayor sed de
libertad no le quedaba más remedio que acudir al Imperio. Cuando lo hizo,
y lo tuvo que hacer desde el principio, Francia se mostró celosa y con más
impetuosidad que diplomacia, invadió ciudades, como el caso de Ancona,
poniendo en un brete las difíciles relaciones diplomáticas entre uno y otro
estado.
Sin embargo, los grandes problemas que llevarán al Pontificado a un
desgaste permanente y a un encerramiento en sus posiciones, vendrán, no
solo de los deseos de liberación del poder romano de un creciente número de
sus habitantes cuanto del sueño de la unificación de Italia como una única
nación, sueño nacido en el norte de la península italiana y que poco a poco
irá ganando las conciencias de los italianos. La unificación de Italia como
nación y nuevo estado comenzó a manifestarse durante el pontificado de
Gregorio XVI en una doble versión: un sector de la población y de la opinión
pública, el representado por el sacerdote Vincenzo Gioberti (1801-1852),
soñaban con una nueva nación en la que el papa era constituido como la
cabeza, presidente y árbitro de los príncipes y estados italianos dentro de una
doctrina conocida como neogüelfismo; otro sector, más numeroso y mejor
dispuesto, aspiraba a la creación de un nuevo estado libre de todo tipo de
ataduras y sin especial relación con la Santa Sede; la figura más sobresaliente
de esta aspiración nacional italiana fue Giusseppe Mazzini (1805-1872),
encarnación del Risorgimento. Gregorio XVI hizo cuanto pudo por mantener
incólumes los Estados Pontificios y por tenerlos lejos de los intereses y
control de las grandes potencias de su tiempo.

Finalmente, tras el Congreso de Viena y la general pacificación de la


Restauración, las congregaciones religiosas, masculinas y femeninas,
56

volvieron a estar muy presentes y activas en medio de la Iglesia, siempre al


servicio del pueblo. Tras la vuelta de Pío VII a Roma, se dio comienzo
oficial a la restauración de las congregaciones históricas y a la aprobación de
numerosas congregaciones de nueva planta: en 1814 era restaurada la
Compañía de Jesús107, los benedictinos lo fueron en 1821108, los dominicos
franceses bajo la guía de Lacordaire en 1837 y entre 1814 y 1822 numerosas
ramas italianas de las grandes congregaciones históricas. Durante estos
mismos años se fundaron en Francia, Italia y también en Inglaterra
numerosas y activas congregaciones dedicadas a la enseñanza de los niños y
a la asistencia de los ancianos. Algo parecido, pero mucho más
ordenadamente aconteció en el mundo femenino. Numerosas
congregaciones femeninas, dedicadas a la enseñanza y a la asistencia a los
pobres y enfermos, poblaron los pueblos, las ciudades y las diócesis
europeas. Fueron tantas y tan variadas que la Iglesia al tiempo que las
animaba, hacía todo lo posible para retrasar su aprobación final. Era una
manera de cribar y probar los nuevos carismas. En la Francia de 1846, el 50
a por ciento de las nuevas congregaciones se dedicaban a la enseñanza, el 23
por ciento a la asistencia a los pobres y enfermos y el 17 por ciento a la vida
contemplativa.

Con la reposición y la recuperación de las órdenes religiosas, también


de las contemplativas, el protagonismo de Roma y de lo romano se
recuperaron en muy poco tiempo. De la mano de las congregaciones
religiosas y de su constante labor, el culto a los santos, las peregrinaciones,
las indulgencias, las congregaciones piadosas y apostólicas, la enseñanza y
el arte, fueron ganando posiciones y recuperando un cierto prestigio. Los
papas, convencidos de la trascendencia de la vida religiosa, hicieron todo lo
posible para que las congregaciones históricas recuperaran su antiguo fervor,
celo apostólico y disciplina y para que las nuevas mantuviesen sus
respectivos carismas en conexión, contacto y obediencia a Roma. La
Congregación romana para la Reforma de los Regulares, los visitadores
nombrados por la Santa Sede y el ejemplo de santa emulación y devoción a
Roma, hicieron que Roma en lo que respecta a la vida religiosa gobernara la
vida religiosa mucho más de cerca y con más criterios de homogeneidad que
antes de la Revolución. Las congregaciones religiosas, antiguas y nuevas,
masculinas y femeninas, llenas de pasión y celo apostólicos, se sintieron muy
agradecidas y unidas a la protección y misión que les confiaba la Santa Sede,
el papa. Actitudes que supieron contagiar al pueblo cristiano. Los católicos
de todo el mundo, por muy diversas razones, comenzaban a llevar al papa y
a Roma en su corazón, mente y costumbres.

107
LEFLON, J., Restaurazione ... 1009-1017 y 1043-1048; REGOLI, R., Ercole Consalvi… 399-412.
108
Recordemos que antes de la Revolución el número de monasterios benedictinos rondaba los 1520; tras
la Revolución, apenas quedaban en pie una treintena. LEFLON, J., Restaurazione … 1011
57

Durante este mismo tiempo, concretamente en 1817, se reorganizó en


Roma la Congregación de la Propagación de la Fe, que pudo impulsar pulsar
las misiones exteriores gracias a la colaboración y esfuerzo de miles y miles
de religiosos y religiosas. Con el paso de los años, la presencia de los
religiosos en tierras de misión fue una de las notas características de la Iglesia
nacida tras la Revolución Francesa.

Pese a los esfuerzos y al buen hacer de Consalvi, la Restauración


estuvo en gran parte dirigida por el llamado grupo de los zelantes. Pensaban
y sentían la religión muy ligada a la tradición y al pasado. Como grupo eran
enemigos declarados del cardenal Consalvi. Incapaces de comprender las
medidas administrativas que la nueva situación requería, añoraban los
tiempos pasados. En sus soluciones a los problemas de la actualidad pesaban
más, repetimos, los criterios del pasado que los de los nuevos tiempos.
Esta tendencia se fortaleció con la elección del sucesor de Pío VII, el
Cardenal Della Genga, el futuro León XII. Una caída con fractura de fémur
en sus habitaciones particulares precipitó la muerte de Pío VII. En el
cónclave del que salió elegido como papa Della Genga (2-9-1823), reinó la
división desde el principio; el candidato más apoyado por las monarquías
reinantes era, obviamente Consalvi. Vencido éste, tampoco resultó elegido
el otro candidato del Imperio, el cardenal Albani. Los zelantes podían salir
victoriosos y salieron. El Cónclave acabó considerando como mejor
candidato, por su independencia respecto a Austria, al cardenal Della Genga,
que tomaría el nombre de León, León XII109.
Nacido en Spoleto (1760) en el seno de una familia aristocrática y
formado en la Academia romana para nobles eclesiásticos, diplomático en
Colonia y en otras ciudades del Imperio, fue despreciado por Napoleón,
confinándolo en la abadía de Monticelli. Débil de salud y no muy hábil en
su representación diplomática, Pío VII lo nombró cardenal y obispo de
Sinigaglia. Fracasado también en esta misión, el papa lo nombró cardenal
vicario de Roma y miembro de varias congregaciones. Cuando fue elegido
papa frisaba los sesenta y tres años de edad.
Una de sus primeras medidas fue trasladar la residencia papal de los
palacios del Qurinal al Vaticano. No tardó mucho en relevar al ya veterano
Secretario de Estado, Consalvi, para poner en su lugar a otro mucho más
veterano, el octogenario cardenal della Somaglia, sustituido al poco tiempo
por el más joven Tomasso Bernetti (1779-1852).
Si la política interior de los Estados Pontificios estaba inspirada en
principios y prácticas restauracionistas, también lo estará su política exterior.
En orden a la restauración de la Iglesia, León XII, amén de mantener muy

109
HAYWARD, F…. pp 55-107, COLAPIETRA, R., La Chiesa tra Lamennais e Metternich. Il pontificato di
Leone XII, Brescia 1963; ROEGIERS, J., Les années de formation de Léon XII. Le nonce della Genga et son
conseiller Feller en DELVILLE, J-P., pp 91-131.
58

estrechas relaciones con los más significados representantes del


ultramontanismo francés, se tomó muy a pecho sus obligaciones como
garante de la doctrina: condenó el indiferentismo y la masonería, el
galicanismo y el josefinismo, el totalitarismo y sobre todo el liberalismo. Su
primera encíclica, la Ubi primum, acabará siendo paradigmática en la
condena que del liberalismo hicieron sus sucesores y muchos católicos a lo
largo del siglo XIX.
En esta encíclica se proclamaba, por activa y por pasiva, la naturaleza
invencible de la Iglesia y la importancia que dentro de ella le correspondía
al sucesor de Pedro. Era necesario “respetar la autoridad de la Iglesia querida
directamente por Dios mismo”. Exhortaba a obispos y fieles a confiar en “la
ayuda de los príncipes terrenos, los cuales, como prueban la razón y la
historia, defienden la propia causa defendiendo la autoridad de la Iglesia. De
hecho, no será nunca posible que dé al César lo que es del César, si no se da
a Dios lo que es de Dios”. Terminaba con estas palabras: “en las dudas, en
toda vuestra necesidad, recurrid a la Sede Apostólica. Dios, como afirmaba
San Agustín, ha puesto “la doctrina de la verdad sobre la cátedra de la
unidad”.
Digna de mención en esta misma línea fue la bula Quod divina
Sapientia, 28 de agosto de 1824, por la que se restauraron los estudios
universitarios en los Estados Pontificios y, por ende, en Roma. Ese mismo
año, se encomendó la dirección del Colegio Romano a la Compañía de
Jesús110 y se elevó de categoría a la universidad de Bolonia. Junto a estos dos
centros, se crearon otras cinco universidades de segundo rango. En todas
ellas acabó predominando la apologética, la “defensa de la Santa Sede,
entiéndase bien”, afirma De Bertier, el derecho canónico, la liturgia, la
arqueología y la erudición. En este campo destacó el director de la Biblioteca
Vaticana, monseñor Angelo Mai, que logró descifrar palimpsestos que se
daban por perdidos.
León XII, frente a los cardenales que no deseaban la celebración del
año santo de 1825, porque temían que las deudas de la Iglesia aumentasen y
sobre todo que con los peregrinos se propagasen las malas ideas, decidió
celebrarlo. Resultó un éxito grandioso.
Estas alegrías y fastos no se corresponden con los recelos de su
primera encíclica ni con el celo por recuperar el tono espiritual y
ejemplarizante de la Iglesia; actitud que le llevó crear un cuerpo de
visitadores apostólicos para de esta manera reformar todos los abusos del
clero. “Los mismos funcionarios de la Curia y del Estado fueron sometidos
a las averiguaciones secretas de una congregación de vigilancia. Se animó al
cardenal vicario de Roma para que infligiera penas de prisión a los fieles que
no cumplieran con Pascua; hasta los extranjeros residentes en Roma estaban
110
FILOGRASSI, G., Teologia e filosofía nel Collegio Romano dal 1824 ad oggi. Note e ricordi en
Gregorianum 35 (1954), 512-540.
59

sometidos a tales rigores y no digamos el pueblo de Roma. Mirando la


seguridad y el orden de Roma, su capital, aprobó el conocido decreto de los
cancelletti, por el que en las tabernas no podrían servir en adelante vino; lo
más se despacharía “para llevarlo fuera, a través de una ventanilla”111. El
mismo rigor empleó contra los carbonari. Los persiguió y cuando lo creyó
necesario mandó matar a los más peligrosos. A nadie le puede extrañar que
su pontificado fuese tachado de oscurantista y retrógrado. Cuando murió en
1829, la Roma popular escribió este sentido epitafio: “Aquí yace Della
Genga, para su descanso y el nuestro”.

Tras el breve paréntesis de Pío VIII, tomaba las riendas de la Iglesia


el zelante Mauro Cappellari, antiguo fraile camaldunense, que tomaría el
nombre de Gregorio XVI (1831-1846)112. Las tendencias restauracionistas se
impusieron durante este y el siguiente pontificado.
Cappellari, persona austera y estudiosa, pasó gran parte de su juventud
y primera madurez en los centros de estudio y formación de su orden en el
norte de Italia, concretamente en Venecia. Seleccionado por Pío VII y
nombrado consultor de varias congregaciones romanas, fue elevado al
cardenalato por León XII en 1826. Libresco e intelectual, aunque no hablaba
ninguna lengua extranjera ni había tenido ninguna experiencia fuera de Italia,
parecía “petrificado en su teología formalista”, se sentía muy responsable de
su misión y del mantenimiento de los derechos tradicionales de la Iglesia y
de la defensa de los Estados Pontificios.
En 1799 había publicado un libro cuyo título nos habla de su talante:
El triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia contra los asaltantes de las
novedades113. En él se defendía y apostaba por un extremo papalismo; toda
la vida de la Iglesia se subordinaba a la persona del papa y a Roma, la ciudad
de Roma, muy pronto elevada a la categoría de ciudad eterna y ciudad
católica por excelencia, frente a las influencias negativas de otras grandes
ciudades como eran París y Londres; igualmente, se afirmaba el carácter
monárquico del gobierno del papa, del papado, y se propugnaba la
infabilidad del papa.
El inicio de su pontificado coincidió con uno de los momentos
revolucionarios más significativos del siglo XIX: la Revolución de 1830.
Reaccionó contra ella con su programática encíclica Mirari Vos, 15 de agosto
de 1832. En ella se condenan, tal como lo habían venido haciendo sus
predecesores, el galicanismo, el racionalismo, el indiferentismo y la libertad
de conciencia, “pestilentísimo error”, ligada, en su opinión, a la libertad de

111
NHI tomo IV, p. 281.
112
UGOLINI, R., (A cura), Gregorio XVI: tra oscurantismo e innovazione: stato degli studi e percorsi di
ricerca, Roma 2012, 432 pp.
113
ZAMBARBIERI, A., Trionfo della Santa Sede? Spunti ecclesiologici durante il papato di Gregorio XVI en
UGOLINI, R., Gregorio … 57-74
60

opinión, dañosa tanto para la Iglesia como para el Estado. Con esta encíclica
se ponía una de las bases de lo que la historiografía ha llamado el
utramontanismo católico. Todo esto hizo que no fuera fácil, al menos en los
ambientes eclesiásticos, distinguir entre lo justo y lo falso en las
proposiciones filosóficas y teológicas. Todas las teorías y concepciones que
parecieran peligrosas eran de antemano condenadas; todos los profesores
sospechosos eran suspendidos, alejados de sus cátedras y medios de
comunicación y desde luego evitados en los seminarios y centros de
formación.
Las consecuencias de esta manera de pensar fueron muy graves y
costosas para la Iglesia. Con este modo de proceder se rechazaba toda
tentativa de entendimiento entre la teología y las ciencias modernas; frente a
este entendimiento se proponía el retorno a la escolástica, cosa que se logrará
con relativo éxito mucho más tarde. Mientras tanto la Iglesia se alejaba de la
filosofía moderna, de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias sociales
y políticas. La teología y la eclesiología romanas acabaron imponiéndose a
toda la Iglesia. Comenzaba con ello una nueva etapa en la historia de la
Iglesia. La Iglesia se separaba de los llamados intelectuales para vincularse
con la masa del pueblo sencillo; dando lugar con el paso del tiempo a una
Iglesia muy popular y muy cercana afectiva y espiritualmente al papa con
una teología muy modesta y, al mismo tiempo, muy jurídica, la teología del
Colegio Romano, la teología del padre Perrone.

¿Qué juicio conviene que emitamos sobre estos tres papas, los papas
de la Restauración católica? Nos quedamos con las sabias palabras de De
Bertier: “Se puede lamentar, retrospectivamente, que el papado no tuviera en
esta época el hombre genial que fuera capaz de percibir en las convulsiones
de su tiempo algo más que su faceta destructora: que en lugar de condenar
en bloque toda la obra de la Revolución, se adentrara sin miedo en la
corriente del siglo para potenciar todas sus virtualidades cristianas. Pero
estos son los sueños que no tienen en cuenta la realidad del contexto humano.
De 1800 a 1814 tuvo Pío VII que luchar por la supervivencia de la institución
eclesiástica, lo que ya es bastante mérito; de 1815 a 1831, la Sede de Pedro
estuvo ocupada por moribundos, cuya mentalidad arrancaba de una
formación antediluviana; Gregorio XVI, finalmente, no estaba preparado
para simpatizar con las corrientes dominantes de su tiempo ni por sus
antecedentes ni por las luchas que le impuso la defensa del Estado temporal.
No significa ningún agravio a la memoria de estos pontífices el admitir que,
a pesar de su piedad y de su celo sincero, su acción se queda muy corta las
más de las veces en relación con lo que exigían aquellas situaciones
excepcionales, que permaneció casi siempre demasiado confinada en los
61

surcos de una tradición, en que el elemento humano adquiría, por su


antigüedad, un valor abusivo de absoluto”114.

114
Nueva historia de la Iglesia, IV, 400-401
62

TEMA CINCO: EL LARGO PONTIFICADO DE PÍO IX


(1846-1878). LA IGLESIA CATOLICA EN MEDIO DEL
MUNDO, PERO ENFRENTADA A ÉL115

“No fue por ambición personal por lo que Pío IX alentó, cada vez más abiertamente, los
progresos de la corriente ultramontana, sino porque veía en ello la condición para la
restauración y expansión de la vida católica allí donde las intervenciones gubernativas en
la vida de la Iglesia amenazaban con ahogar el ardor apostólico, y el mejor medio para
integrar todas las fuerzas vivas del catolicismo y que éstas pudiesen reaccionar contra la
ola ascendente del liberalismo anticristiano”116.

En el largo pontificado del papa Mastai117 cabe distinguir cuatro


periodos: el primero se corresponde con sus tres primeros años, 1846-1849;
años de entusiasmo, de intentos de conciliación con la cultura del liberalismo
y de lucha por un mejor y más efectivo gobierno de los Estados Pontificios;
años, también, de sospecha y decepción ante la imposibilidad de un acuerdo
con los ideales del liberalismo y también de crecida fidelidad a la tradición
de la Iglesia. El sueño neoguelfo de edificar la nueva Italia en torno al Papa
quedaba arruinado y con él la esperanza que el nuevo papa había suscitado.
El segundo, comprende los años que van de 1850 a 1861, tiempo en el que
papa sufre las consecuencias de la Revolución de 1848 y de su autoexilio en
Gaeta, las primeras acometidas del liberalismo italiano y la lucha por la
defensa de los Estados Pontificios, lo incidirá en la transformación político
religiosa de su pensamiento, que marcará su devenir en el gobierno de la
Iglesia y con él el de sus sucesores.
En el tercero, de 1862 a 1870, se inaugura con la convocatoria en
Roma de la Iglesia universal, representada por la jerarquía católica invitada
a Roma con motivo de la celebración de la canonización de los mártires del
Japón del siglo XVII y con la publicación del Syllabus y de la encíclica
Quanta Cura; documentos y clima que desembocará en la convocatoria y
celebración del Vaticano I (1870).
Con el postconcilio del Vaticano I y la ancianidad del papa dará
comienzo el cuarto y último período (1870-1878).

115
LIBROS BÁSICOS Y MANUALES PARA CONTINUAR LA REDACCIÓN DE ESTE IMPORTANTE CAPÍTULO.
Tomo 11 de la Storia del Cristianesimo: Liberalismo, industrializzazione, espansione europea (1830-1914),
Borla/Cittá Nova, Roma 2003. En las notas en la que aparezca será citado por el autor correspondiente y
BORLA
116
AUBERT, R., Pío IX y su época, Edicep, Valencia 1974, p. 320.
117
AUBERT, R., Le pontificat de Pie IX, Paris, 1952; MARTINA, G., Pio IX, PUG 1702/ 38, 51 y 58. LÖNNE,
K-E., Il cattolicesimo politico nel XIX e XX secolo, Il Mulino, Bologna 1991, 349 pp. CHIRON, Yves, Pío IX,
Palabra, Madrid en UPCO 1676/43. Para un estudio del Vaticano I puede verse el libro de PEREIRO, J., pp
283-311: preparando el Concilio y 313-370: Concilio Vaticano I. TOCQUEVILLE, Alexis, Recuerdos de la
Revolución de 1848, Trotta, Madrid 1994, 293 pp. LECOMTE, B., Histoire des papes de 1789 à nous juors,
Paris 2013, 65-91.
63

Sin ánimo de adelantar un juicio global sobre la persona y el


pontificado de Pío IX, cosa que haremos al final de este capítulo, sí que
afirmamos que este largo pontificado fue clave en la configuración mental y
en la experiencia devocional de la Iglesia, en la reafirmación de la Iglesia
jerárquica por encima y al mismo tiempo muy al lado del pueblo católico y,
finalmente, en la elevación del papa y del pontificado romano a cotas de
poder espiritual nunca antes alcanzadas.

1 La elección del papa Mastai Ferreti, la Revolución de 1848 y el derrumbe


del sueño neogüelfo (1846-1850)

Mastei Ferretti fue elegido papa, frente al cardenal zelante


Lambruschini, en el cuarto escrutinio o lo que es lo mismo dos días después
del comienzo del cónclave. Una elección rápida que ofrecía a la Iglesia un
papa relativamente joven, cincuenta y cuatro años, frente a la elevada edad
de sus antecesores. Persona jovial y afable, caritativa, candorosa y muy
piadosa. Patriota italiano y un tanto crítico frente a las políticas de defensa a
ultranza de su antecesor.
Nacía el 13 de mayo de 1792 en la ciudad de Sinigallia, perteneciente
entonces a los Estados Pontificios. Miembro de una familia aristocrática
venida a menos. Su infancia y juventud no fueron fáciles. Padeció durante
sus años jóvenes de epilepsia. Enfermedad que no le dejó estudiar y que le
retuvo durante mucho tiempo cerca de los suyos. Con la mejoría de su salud
pudo estudiar y también llevar una cierta vida social. Antes de establecerse
en Roma, paso por Bolonia.
En Roma, con la ayuda de algunos sacerdotes de su familia y de sus
acompañantes espirituales, todos ellos jesuitas, afianzó su vocación
sacerdotal. Fue ordenado sacerdote en el mes de abril de 1819.
Su primer trabajo sacerdotal fue de capellán de una pequeña obra social, la
obra del Tata Giovanni, que cuidaba de jóvenes romanos en riesgo de
exclusión. Alternó este trabajo con la predicación de misiones populares. En
1823 se ofreció para forma parte de la comitiva que a instancias del papa
León XII se constituyó en torno al que después sería el obispo Muzzi con el
objeto de visitar la Iglesia de Chile. Viaje que le permitió ampliar horizontes
y sobre todo darse cuenta de la importancia de las misiones y del legado
español en el continente americano.
La expedición a Chile duró dos años. A su vuelta a Roma fue
nombrado administrador del Hospicio Apostólico de San Miguel. También
en esta ocasión volvió a mostrar sus dotes de buen administrador. En 1827
fue nombrado arzobispo de Spoleto; pacificada esta violenta diócesis, cuatro
años más tarde fue promovido a la más importante diócesis de Imola.
El paso del cardenal Mastei, cardenal desde 1839, por la diócesis de Imola
fue más que positivo. Renovó pastoral y sacerdotalmente la vida de sus
64

sacerdotes así como de los religiosos y religiosas de su diócesis. Llenó de


establecimientos educativos y de obras sociales los pueblos y ciudades y
sobre todo animó espiritualmente al pueblo que se le había confiado.
A su modo, aunque sobre el particular existen graves discrepancias,
reflexionó sobre el encaje de los Estados Pontificios, en los que había nacido
y en los que estaba gobernando sus iglesias locales, dentro de la soñada
unidad italiana. En este sentido, redactó en 1845 una pequeña memoria con
este sugerente título, Pensamientos relativos a la administración pública del
Estado Pontificio. En dicho texto se mostraba contrario a los principios del
liberalismo, pero al mismo tiempo rechazaba las posiciones extremas de los
zelantes. Buscaba en el gobierno de los Estados Pontificios una vía media
entre el rigor de la administración romana y el liberalismo al que algunos
aspiraban.
Sugería, entre otras medidas, una reforma general de los impuestos en
la que no interviniesen los ayuntamientos y sí comisiones especiales:
abogaba por una reforma de la censura y por una amnistía para los miles de
prisioneros políticos y militares, unos 20.000, en una población de unos dos
millones y medio de habitantes. Proponía, para evitar la corrupción, una
mejor selección de los administradores locales y provinciales y una elevación
de su salario. Este era el hombre que habría de gobernar la Iglesia católica
durante el período más largo que un papa rigió los destinos del mundo
católico.

El cónclave de 1846. En medio de este clima se llegó al cónclave del


mes de junio de 1846 del que Mastai saldría elegido papa como sucesor de
Gregorio XVI. El domingo 14 de junio dio comienzo el cónclave no en el
Vaticano sino en los Palacios del Quirinal. De un total de sesenta y dos
cardenales, cincuenta fueron los electores. Mastai, como decíamos más
arriba, aunque no era considerado como el más firme candidato, tampoco
debía ser excluido. El embajador napolitano en Roma afirmaba que podía ser
el próximo papa: “goza de buena reputación en su diócesis y en las horas
difíciles ha dado pruebas de un espíritu conciliador”118.
Salió elegido al cuarto escrutinio. Pasó de treces votos en el primero a
36 en el cuarto y último. En cuarenta y ocho horas, la Iglesia tenía un nuevo
papa. La Iglesia, en suma, elegía como papa, en la opinión del anciano
Metternich, un “hombre de cálido corazón, pero débil en sus determinaciones
y sin espíritu de gobierno”. Un papa, según Aubert, “desprovisto de las
cualidades esenciales del hombre de Estado, y que con mucha facilidad se
dejaba influir por su temperamento emotivo”; un papa que gobernaría la
Iglesia durante treinta y dos años, marcándola en su destino y en su identidad
hasta el Concilio Vaticano II.

118
MARTINA, tomo I, 85. ZIZOLA, G., Il Conclave … 151-164.
65

Sus primeros pasos en la administración y en la doctrina


Sus primeras medidas, una vez nombrado Papa, le ganaron mucha
popularidad y le señalaron como el campeón de la nueva Italia y de la nueva
Iglesia. En julio de 1846 decretó una amnistía; unos, como Veuillot años
más tarde, lo interpretarán como “una especie de deslumbramiento de
ternura”; otros, lo liberales como la aurora de una nueva era119. El 8 de agosto
nombró como secretario de Estado al cardenal Gizzi, supuestamente liberal.
En 1847 creó un cuerpo consultivo y un consejo municipal para Roma, el 12
de junio un Consejo de Ministros120 y el 5 de julio la Guardia cívica. En el
campo de la administración y en el de las infraestructuras dio comienzo al
tendido de las primeras vías ferroviarias, símbolo de los nuevos tiempos, y
además proyectó una unión aduanera. Dichas medidas fueron muy bien
aceptadas por los liberales. De esta manera nacía la leyenda del papa liberal.

En lo doctrinal
Sin embargo, prácticamente desde el principio, el nuevo papa no
estaba decidido a ir más lejos y más en la línea de lo esperado por los
liberales. En su primera encíclica Qui Pluribus, (9-11-1846), complementada
por otra dirigida a los superiores de las órdenes religiosas, la Ubi primun
arcano (17-12-1848), se atacaba dura y crasamente al liberalismo y se hacía
una presentación-síntesis de las grandes coordenadas de lo que la Iglesia
pensaba de sí misma y de su misión.
Recibía, confesaba sentidamente el nuevo papa, su ministerio “del
mismo Príncipe de los Pastores”. Era consciente de que en el futuro tendría
que “hacer las veces de San Pedro, apacentando y guiando, no sólo corderos,
es decir, todo el pueblo cristiano, sino también las ovejas, es decir, los
Prelados”. A los que animaba e instaba no sólo a velar sino a combatir “con
constancia y fortaleza episcopal al terrible enemigo del género humano,
como buenos soldados de Jesucristo” hasta construir “un firme muro para la
defensa de la casa de Israel”.
Hacer de la Iglesia un muro firme en defensa de la casa de Isarel,
oponiéndose, en primer lugar, a los liberales. Los describe como “hombres
unidos en perversa sociedad e imbuidos de malsana doctrina”; como
personas que prestan oídos sordos “a la verdad”; como activistas que “han
desencadenado una guerra cruel y temible contra todo lo católico”,
esparciendo y diseminando “entre el pueblo toda clase de errores, brotados
de la falsía y de las tinieblas”. Su empeño, reconoce el nuevo papa, consiste
“en apagar toda piedad, justicia y honestidad; en corromper las costumbres;

119
CHIRON, Yves, Pio IX, 117-123
120
Sin ninguna presencia de los laicos. La dirección le correspondía al Secretario de Estado, que era a su
vez ministro del Interior y de Asuntos Exteriores. Los ministros restantes, es decir los responsables de las
carteras de Industria y Comercio, Obras públicas, Justicia, Ejército y Economía, eran cardenales.
66

en conculcar los derechos divinos y humanos, en perturbar la Religión


católica y la sociedad civil, hasta, si pudieran arrancarlos de raíz”. Llegan
“en su temeridad hasta a enseñar en público, sin sentir vergüenza, con
audacia inaudita abriendo su boca y blasfemando contra Dios, que son
cuentos inventados por los hombres los misterios de nuestra Religión
sacrosanta, que la Iglesia va contra el bienestar de la sociedad humana, y que
aún se atreven a insultar al mismo Cristo y Señor”. Se “arrogan el nombre
de filósofos” (3). Elevan a la razón por “encima de la fe de Cristo, y vociferan
con audacia que la fe se opone a la razón humana” (4). Son enemigos de la
“revelación”. “Exaltan el humano progreso”, queriéndolo “enfrentarlo con la
Religión católica como si la Religión no fuese obra de Dios sino de los
hombres” (5).
Además de pastorear a sus fieles y pastores, guardándolos de la peste
del liberalismo, la misión del papa y de la Iglesia, una vez asegurada ésta,
consiste en fortalecer la Religión “con la fuerza y autoridad del mismo Dios.
Una Religión, que “no fue inventada por la razón humana” (6) y por lo tanto
divina, con “su origen en el mismo Señor de los cielos”, en Cristo Jesús.
La Iglesia era considerada como “maestra infalible”. En su polémica
con los liberales, no abordaba su naturaleza; eso sí, apelaba a su “autoridad
viva”, constituida por Dios “para enseñar el verdadero y legítimo sentido de
su celestial revelación”, para establecerlo sólidamente, y para dirimir toda
controversia en cosas de fe y costumbres con juicio infalible, para que los
hombres no sean empujados hacia el error por cualquier viento de doctrina”.
Misión que encarnan los sucesores de Pedro, “sin interrupción, sentados en
su misma Cátedra, y herederos también de su doctrina, dignidad, honor y
potestad”. Dentro de la misma línea identifica Roma con “la principal
Iglesia”, a la que califica y eleva a “metrópoli de la piedad” y a la que debe
acudir toda la Iglesia, es decir, los fieles que están diseminados por todo el
mundo” (8).
Supuestos estos principios eclesiológicos, vuelve a insistirles a los
obispos para que luchen contra los errores de los liberales; errores,
transformados en leyes, por las que se atacaba la “Cátedra Romana de San
Pedro y entre los que destacaban: la libertad de prensa y la tolerancia
religiosa.
La Iglesia y el Romano Pontífice en su lucha contra el liberalismo
contarán en todo momento con sus obispos y sacerdotes; cuya misión
apostólica será inculcar “al pueblo cristiano la obediencia y la sujeción
debidas a los príncipes y poderes constituidos”, enseñándole, conforme a la
doctrina del Apóstol, “que toda potestad viene de Dios, y que los que no
obedecen al poder constituido resisten a la ordenación de Dios” (13).

Concluye, por último, esta su primera encíclica dirigiéndose a los


príncipes. Les recuerda de dónde nace su poder y en qué consiste. Se les “ha
67

concedido no sólo para el gobierno del mundo, sino principalmente para


defensa de la Iglesia”. Por lo mismo, les corresponde favorecer “con su
apoyo y autoridad nuestros comunes votos, consejos y esfuerzos, y defender
la libertad e incolumidad de la misma Iglesia para que también su imperio
(el de los príncipes) reciba amparo y defensa de la diestra de Cristo”. (21)

A nadie, pues, le podrá extrañar que tras el estallido de la Revolución


de 1848, el casi recién estrenado pontificado de Mastai se reorientase hacia
las posiciones antiliberales que acabamos de exponer, viendo, en expresión
de R. Aubert, en el “catolicismo autoritario” la más apta y más conveniente
forma de gobierno de la Iglesia. Gobierno autoritario que tenía como objetivo
conservar y recuperar “para la Iglesia un régimen de privilegios y de
prestigio” en el interior de los Estados oficialmente católicos, “libre de la
presión de corrientes de opinión anticristianas, tal como subsistía, al menos
parcialmente, en la España de Isabel II, en el Imperio de los Habsburgo y en
muchos Estados italianos hasta 1859”.
Repasemos el significado de la Revolución de 1848. La Revolución
de 1848 afectó de manera muy especial a la Iglesia y al modo de entender
sus relaciones con el mundo y la política. Frente a los aires de libertad y de
igualdad que la Revolución trajo, la Iglesia católica, al decir de Aubert, se
dejó arrastrar por el “principio de autoridad” y por una muy especial manera
de entender el orden en la nueva sociedad. La Iglesia, como ya hemos
indicado, reivindicaba junto con los pensadores más tradicionales, un
universo totalmente estructurado y muy en conexión con planteamientos
provenientes de una concepción teocrática y no pactista del poder y de la
sociedad civil. La Iglesia, en consecuencia, se convertía en compañera de
viaje de los defensores del orden.
La Iglesia, en suma, no se proyectó hacia el mundo tal como por
entonces lo entendían los católicos de los Estados Unidos ni tampoco hacía
la dirección que le marcaban, consciente o inconscientemente, los numerosos
convertidos ingleses, ni tampoco hacia lo que de verdadero y cristiano había
en el fondo de muchos de los nuevos analistas sociales. La Iglesia sin querer
miraba más hacia la defensa de su posición en los Estados Pontificios y hacia
las naciones todavía impregnadas de un fuerte catolicismo: España y el
Imperio de los Habsburgo que hacia un posible entendimiento con el cada
vez más triunfante liberalismo.
Aun cuando alguno de los autores más representativos de esta
tendencia ya lo conocemos como es el caso del español Juan Donoso Cortes,
en este tiempo aparecieron otros nuevos. Nos estamos refiriendo al colegio
de escritores, pensadores y publicistas de corte integrista, de la Civiltá
Cattolica; revista fundada en 1850 y dirigida y sostenida por la Compañía de
Jesús y también a la influyente presencia del periodista y polemista francés
68

Luis Veuillot121. Todos ellos aspiraban en todo orden de realidades – en lo


político, en lo social, en lo económico y ante todo en lo religioso -- a la
restauración cristiana, sirviéndose del absolutismo y mirando más a la Edad
Media que a la época que les tocaba vivir. A Veuillot, descaradamente
reaccionario, no le importará nada hacer pasar a la Iglesia “por enemiga de
todo lo que apasiona al siglo”; él y todos los que bebían en él estaban en
contra de los derechos del hombre y defendían los derechos de Dios y de la
Iglesia. Su periódico L´Univers se convirtió en la tribuna desde la que se
fustigó a todos los que defendían lo que entonces se llamaba el espíritu del
noventa y nueve. Este clima, en opinión de Aubert, marcará la guerra
fratricida entre integristas y liberales.
Las páginas de la Civiltá Cattolica y de L´Univers así como la nueva
prensa integrista no hablaban de otra cosa que de la malignidad de los
principios liberales y del odio de sus representantes a la Iglesia por encima
de los derechos de Dios. Su intransigencia rayaba con el fanatismo.
Presentaban como únicamente compatibles con la ortodoxia sus
concepciones político-religiosas, con vistas a obtener para la Iglesia un
régimen de privilegios en el seno de un Estado oficialmente católico y
sustraído a la presión de la opinión pública. Según ellos, no cabía pactar con
el error y sí romper los puentes y reforzar las defensas, a fin de impedir que
este mundo moderno entrase en la Iglesia. “Al reaccionar así, estaban
indiferentes al riesgo que existía de separarse de sus contemporáneos y de
reforzar todavía más el equívoco por el que numerosos liberales se figuraban
sinceramente que no se podría construir una sociedad de acuerdo con las
aspiraciones modernas sino después de haber privado a la Iglesia católica de
toda influencia”.
Lo peor de todo fue, tal como en su día lo viera el padre Congar, que
en el mundo católico se acabó llegando de hecho a la militancia partidista;
lo que suponía que vivir dentro de la sociedad significaba tomar partido y ser
considerado por unos y otros como miembro de ese partido, en este caso del
partido católico integrista.
Los integristas, pues, cegados por la pasión y la vehemencia acabaron
dogmatizando la religión y la moral y sobre todo no dando se cuenta de que
las nuevas clases dirigentes estaban dejando de ser cristianas y que los
nuevos políticos tenían otro credo. De éstos, en consecuencia, nada o muy
poco podía esperarse; a lo más que fueran neutrales, benévolamente
neutrales, con la Iglesia.

121
DUPONT, A., ¿Hacia una Internacional neo-católica? Trayectorias cruzadas de Louis Veuilllot y
Antoponio Aparisi y Guijarro en Ayer 95 (2014/3), 211-236.
69

No percibieron, algo que atisbaron y defendieron algunos preclaros


teólogos, discípulos de Maret, que los principios del liberalismo y del 1789,
bien entendidos, “se derivan tanto del cristianismo como de la razón
filosófica”, así como de la existencia en el mismo seno de la Iglesia católica
de los llamados católicos liberales. Estos creían y defendían que el
catolicismo y la Iglesia católica eran compatibles con los principios del
liberalismo.
Los más significativos representantes del catolicismo liberal fueron
franceses. Casi todos ellos habían sido discípulos del primer Lamennais.
Hicieron cuanto pudieron por desligar la Iglesia del poder del Estado,
liberándola de todas las ataduras que las prácticas galicanas habían abonado
en el mundo político y eclesiástico de finales del Antiguo Régimen.
Destacamos entre ellos a Eugene Boré, miembro desde 1849 de la
Congregación de los Lazarista y Superior General de 1874 a 1878;
Lacordaire, el más crítico y tal vez el más capaz e inteligente de los
discípulos de Lamennais, predicador desde 1835 en Notre Dame, impulsor
de una nueva apologética y refundador de los dominicos; Frederic Ozanam,
impulsor de las Conferencias de san Vicente de Paul; Gerbert, que sería
desde 1854 obispo de Perpignan y el conde de Montalembert.
Todos ellos fueron tachados por los integristas como acomodaticios y
pusilánimes122. Tal vez, como han reconocido algunos de los más señeros
estudiosos de la época, militar dentro del integrismo o inclinarse al
catolicismo liberal fuera cuestión de sensibilidad y de inteligencia para
percibir los matices123.

Estos confesados o inconfesados objetivos influyeron no sólo en sus


políticas de recuperación católica sino en la interpretación de cuanto le
estaba pasando a la Iglesia de su tiempo. La pérdida de fieles y la baja en la
práctica religiosa fue interpretada más desde una perspectiva moral, fruto del
pecado, que desde una perspectiva sociológica. Como hijo de su época ni él
ni sus colaboradores “se dieron cuenta de que las clases dirigentes, en el
fondo, habían dejado de ser creyentes” y que de los gobiernos los más que

122
Véase al respecto el juicio que le merecían al obispo integrista Parisis: “Ya hace tiempo que deploro
las ilusiones y los estragos de esta escuela de acomodamiento. Está compuesta en general por hombres
honorables, pero temerosos y a los que nuestro Señor llamó modicae fidei. Estos hombres tiemblan por
la Iglesia de Dios, cuando ven la potencia y la extensión del racionalismo, y se persuaden de que, por
prudencia ella debe hacer concesiones que nunca ha hecho a este enemigo, pretendidamente nuevo”.
123
“Numerosos católicos de provincia y principalmente la masa del clero, escribe Aubert, desposeídos de
ese sentido de los matices, necesario para descubrir la parte de verdad que se buscaba en el liberalismo,
no podían admitir que la Iglesia tuviese que renunciar a los derechos y privilegios que había poseído, sin
lugar a dudas, durante siglos. Por su simplismo tanto como por su preocupación por una rigurosa
ortodoxia, de la que ellos mismos aumentaban las exigencias, se acomodaban mejor a posiciones
intransigentes de doctrinarios como Pie o dom Guéranger, ya que éstas más que buscar las posibilidades
de adaptarse a posibilidades concretas eminentemente complejas, preferían centrarse en los principios
para deducir después las consecuencias lógicas”.
70

cabía esperar era “una neutralidad benévola”, que acabaría beneficiando a


los nuevos estados frente al otrora gran poder de la Iglesia.

Uno de los problemas que tuvo que enfrentar como papa y


prácticamente desde el principio fue el ya conocido como cuestión romana
La llamada cuestión romana. Con la llegada de la Revolución de 1848
se iniciaba la soñada reunificación italiana así como la reconfiguración del
puesto del papa en el gobierno de la península; la suma de ambas realidades
supondrá el fin de los Estados Pontificios. La Iglesia católica consideraba
casi como un dogma la posesión de sus Estados Pontificios.
La llegada a la sede de Pedro del nuevo papa suscitó grandes
esperanzas: el nuevo papa dentro de la política, trazada y soñada por
Gioberti, era considerado como el garante junto con el rey de Piamonte de la
futura unidad italiana. Las teorías neogüelfas triunfaban por entonces.
Teorías que no eran bien vistas del todo en el seno de la Curia vaticana.
El papa se contentaba con introducir algunas reformas administrativas de
corte ilustrado, pero de ninguna manera estaba dispuesto a instaurar en los
Estados Pontificios una constitución liberal. Temía ceder a los seglares “algo
de su realeza sacerdotal”; dicha cesión, pensaban, limitaría su independencia.
Independencia necesaria y hasta imprescindible para poder llevar a término
su misión espiritual.
No obstante, los aires y sueños revolucionarios así como la caída en
Francia de Luis Felipe, febrero de 1848, obligaron al papa a otorgar la
constitución “reclamada hacía meses”. Por un motu proprio del 2 de octubre
de1847 se creaba en Roma un Consejo municipal y doce días después, el 14,
un Consejo de Estado. Las nuevas medidas fueron consideradas como
insuficientes Con el paso de los días hubo que añadir nuevas concesiones,
que pasaban por una mayor presencia de los laicos en las instancias de
gobierno. En enero de 1848 fue nombrado ministro del Ejército el general
Pompeo Gabrielli, el primer laico que entraba en el gobierno de los papas. A
este nombramiento y a cuantos intentos se hicieron por parte del papa se
contestó con manifestaciones ante el Quirinal y con proclamas de la
independencia de Italia de Austria.
Con el paso de los meses, tras la caída de Luis Felipe, el resto de los
estados italianos aprobaron sus respectivas cartas constitucionales; en
febrero el Nápoles de Fernando II y la Toscana de Leopoldo II y el cuatro de
marzo el reino del Piamonte Cerdeña, el reino de Carlos Alberto. Justo en
estos días en Roma, el 14 de marzo, se aprobaba el Estatuto fundamental,
con el que se creaban dos cámaras: el Consejo Supremo y una Cámara de
Diputados. Algo que le costó al Papa sangre, sudor y lágrimas.
Las cosas se complicaron todavía más cuando en marzo de 1848 el
reino de Piamonte-Cerdeña declaró la guerra a Austria. Pío IX en su
alocución del 29 de abril dejo claro “que, pese a sus simpatías por la causa
71

italiana, el papa jamás aceptaría desempeñar un papel activo en la guerra de


la independencia contra Austria, incompatible a sus ojos con la misión
religiosa del padre común de los fieles”.
La situación ganó en gravedad cuando el nuevo primer ministro de los
Estados Pontificios, el laico Pelegrino Rossi, cuyo objetivo era defender “los
derechos del soberano y de la nación y asegurar el orden público y aumentar
la prosperidad de todos”, además de negociar con los gobiernos italianos una
Confederación italiana, fue asesinado en Roma el 15 de noviembre de 1848.
El Papa, sólo, cada vez más amenazado e intimidado hasta en su propia casa,
indefenso y traicionado por su propia policía y por la nobleza negra, huyó de
Roma con la ayuda y protección de los embajadores de Francia y Baviera,
refugiándose en Gaeta, entonces perteneciente al reino de Nápoles.
Huía a Gaeta, les explicaría a los romanos en carta del 27 de
noviembre, para “conservar su independencia” y, de paso, anunciarles la
creación de una Comisión gubernamental provisional, pensada para el
gobierno de Roma. Todo resultó papel mojado. El vacío papal propició que
en enero de 1849, con la creación de una Asamblea constituyente elegida el
1 de enero, se proclamase durante muy pocos meses la república en Roma.
La respuesta, una vez más fue la guerra y la violencia124. El papa, apoyado
por la diplomacia europea, Francia, Austria, España y Nápoles, por la fuerza
militar de los ejércitos expedicionarios francés, español y napolitano de los
generales Oudinot y Fernández de Córdoba, recuperó el mando sobre Roma
e introdujo leves reformas políticas y mantuvo su supuesta libertad gracias a
la protección de un “ejército de ocupación francés”, formado por 80.000
soldados.
Lo más grave, sin embargo, estaba por llegar. La vuelta del papa a
Roma, 12 de abril de 1850, vino acompañada por jornadas de auténtica
represión; en medio de “una atmósfera de resentimiento pasional que
justifica plenamente la calificación de ´reaccionaria e inhábil´ dada por
monseñor Corboli-Bussi a la restauración pontificia”, se produjo en el ánimo
del papa una “transformación, en virtud de la cual la preocupación por una
reacción religiosa iba a dominar y a condicionar las ideas de reacción
política”. Reacción que marcará el devenir de su comportamiento y el de
muchos altos miembros del clero y de gran parte del pueblo católico. El papa
se iba convenciendo de la existencia “de una estrecha relación entre los
principios de 1789 y la destrucción de los valores tradicionales en el orden
social, moral y religioso”, eran manifiesta para el papa, para muchos de los
altos eclesiásticos y para una buena parte de la masa católica.
124
“Imitando los procedimientos de la Revolución francesa, escribe Chiron, proclamó bienes nacionales
todos los bienes de la Iglesia y todas las propiedades eclesiásticas. Las tropas ocuparon numerosos
monasterios y conventos y se produjeron destrucciones y profanaciones, detenciones de sacerdotes y de
religiosos, y asesinatos de algunos de ellos; el cardenal De Angelis fue encarcelado en la ciudadela de
Ancona”; la familia del papa fue perseguida en las personas de sus hermanos y sobrinos en su ciudad
natal: Senigallia en CHIRON, YveS, Pío IX… 173
72

El mito del papa liberal se derrumbaba; el sueño de una Italia en torno


a la figura de un padre común se rompía para siempre y el ideal de una Iglesia
restaurada y próxima a las máximas propugnadas por los herederos de la
Revolución caía por tierra. Los patriotas italianos que hasta ese momento le
habían tenido como garante de la nueva Italia, le considerarán como un
traidor. Su figura era sustituida por la del Rey de Piamonte y Cerdeña, Víctor
Manuel II De cara a los nuevos tiempos, la pérdida de prestigio de la Iglesia
estará acompañada de un creciente anticlericalismo.

2. Pío IX el último Papa Rey y el primer papa de los tiempos modernos


(1850-1861)
Aunque la década de 1850, una vez reconducida la situación, fue de
relativa calma para los Estados pontificios y aunque las medidas
marcadamente ilustradas de Antonelli, eterno secretario de Estado de Pío XI,
contentaron a las clases populares, no satisficieron ni a la burguesía ni a los
intelectuales.
Los Estados Pontificios se mantuvieron en pie gracias al apoyo que el
papa recibió de Francia y del resto de las potencias católicas europeas. Pero
lo más decisivo no fue ni consistió en el difícil mantenimiento de los estados
del papa, sino la construcción de un talante y de un modo de abordar la
realidad en la que el propio papa y su entorno dejaban todo en manos de la
Providencia, capaz de vencer las convulsiones políticas en una especie de
nueva edición de la lucha del bien contra el mal, la magna lucha entre Dios
y Satán, que acabaría evidentemente con la victoria del primero.
En suma, el conflicto entre la Italia liberal y el poder temporal se
transformó a sus ojos en una guerra de religión, en la que la resistencia a lo
que él llamará cada vez más a menudo ´la Revolución´, no era ya una
cuestión de equilibrio de las fuerzas diplomáticas, sino de oración y de
confianza en Dios. La reacción de sus enemigos estaba igualmente tocada
por este mismo de violencia, por lo que, en opinión de algunos, todo iba
tomando un marcado sesgo esencialmente religioso en clave de contienda y
enfrentamiento.
Esta inteligencia de las cosas con su consiguiente modo de proceder,
tan contrario a todo racionalismo y posibilismo político, marcará la vida
interna de la Iglesia, así como la misma vida espiritual de los católicos. Las
dificultades, pues, no pocas veces se espiritualizaron. Una situación que
llevaría a la Iglesia con el papa Pío IX a la cabeza “a una crítica radical de
los principios liberales, no logrando discernir lo que en las aspiraciones
confusas de su tiempo tenía un valor positivo de lo que era una concesión
inhábil a modas pasajeras o incluso un pacto más o menos inconsciente con
ideologías poco conformes con el espíritu cristiano”.
73

Este tan peculiar comportamiento hacía que los embajadores


extranjeros en Roma, como fue el caso del cónsul de Wurtemberg,
percibiesen que con el retorno del papa a Roma “se volvía abierta y
descaradamente al antiguo sistema del absolutismo puro y simple” y que el
liberal Mamiami afirmase: “¡Gregorio XVI ha resucitado; de nuevo reina en
el Quirinal”.
Pese a este supuesto rearme moral y religioso, el presente de los
Estados Pontificios no era muy halagüeño: Cavour (1810-1861), primer
ministro del Reino de Piamonte-Cerdeña, cada vez más convencido de que
se podía sacar adelante la unificación italiana con la creación de un solo y
único estado, se anexionó, tras la guerra de 1859, la Romaña, (marzo de
1860) y un poco más adelante las Marcas y la Umbría. No se llegó a más
gracias a la influencia y al poder de Napoleón III, quien de ninguna de las
maneras quería exacerbar el ánimo de la opinión católica francesa, cada vez
más celosa de los derechos del pontificado, y que tanto necesitaba para
mantenerse en el poder. El papa se fue confinado en Roma y sus alrededores.

3. La Iglesia frente al liberalismo: la publicación del Syllabus y la Quanta


Cura (1864) y la preparación del Vaticano I (1862-1870)
En medio de este clima de doble enfrentamiento primero con los que
dentro de la Iglesia no pensaban y sentían igual y segundo con los conocidos
y tenidos como enemigos declarados de la Iglesia: los liberales, se fue
creando el clima que se transparenta en la espiritualidad y en el modo de ser
de los integristas y cuya paradigmática representación fue el Syllabus.

El Syllabus (1864). Prácticamente desde el inicio del pontificado de


Pío IX, el entonces cardenal Pecci, futuro León XIII, hizo una petición en la
que se solicitaba del papa la redacción de un catálogo de los errores que
estaban confundiendo el mundo y llevando a las clases populares a la
revolución tal como había ocurrido en 1848. En 1851, a instancias de
diversos hombres de ciencia como el abogado turinés Emiliano Avogadro,
se crearon sucesivas comisiones ad hoc. Hasta 1854 se reunieron con relativa
frecuencia en Roma; en dichas reuniones se valoraron y cribaron las
doctrinas y principios liberales que la Iglesia católica debería condenar. Con
todo, desde muy pronto fue considerada como inoportuna la publicación de
una lista de los errores modernos, a modo de apéndice final, en el texto del
dogma de la Inmaculada Concepción. Por otra parte, ni la coyuntura política
italiana, estamos en pleno Risorgimiento y en plena lucha por la unidad de
Italia ni la política internacional, dependiente en parte de lo que estaba
pasando en Italia, aconsejaban una medida de esta consideración.
Con el paso del tiempo parece que fue determinante en el modelo y en
la gestación final del Syllabus la Carta Pastoral del 23 de julio de 1860 de
Monseñor Gerbert, obispo de Perpiñan: Instruction sur erreurs du temps
74

present; pastoral que el nuncio en Paris, monseñor Sacconi, remitió en


cuanto pudo al papa. En ella aparece un anexo, reagrupado en once capítulos,
con un elenco de 85 errores. Texto que parece que el papa manifestaba
conocer en su alocución del 18 de marzo de 1861, la alocución Jamdudum,
y que hacía suyo. No menos importancia, al decir de papa, tuvieron otros
documentos aparecidos durante aquellos meses: un discurso del todavía no
obispo Maning sobre el poder temporal de la Iglesia así como varios escritos
del obispo de Poitiers, monseñor Pie, del padre Lacordaire, del obispo de
Orleáns, monseñor Dupanloup, de Guizot y de muchas otras personalidades.
Por otra parte en Italia durante la década de los sesenta fueron abundando,
cuando la unificación ya era un hecho más que seguro, opiniones tanto entre
los eclesiásticos como entre los civiles, “la parte hostil a la conciliación con
Italia”, en las que se solicitaba la elaboración de “una declaración que
pudiese confirmar los derechos de la Iglesia sobre la sociedad civil”. Poco a
poco se iba manifestando el peso que la política y el poder político tendrían
en un futuro Syllabus.
Unas y otras cosas determinaron que se crease en Roma en 1861 una
comisión, inclinada, por cierto, a un cierto moderantismo. Sus trabajos
dieron muy pronto sus frutos. Las 85 proposiciones de Gerbert fueron
nuevamente sintetizadas, quedando reducidas en 70. El papa parece que filtró
intencionadamente el nuevo texto. Lo hacía en el marco de la convocatoria
que hizo a los obispos del orbe católico en enero de 1862. Los obispos del
mundo entero fueron llamados a Roma para en la fiesta de Pentecostés asistir
a la canonización de los mártires japoneses y del trinitario Miguel de los
Santos y de paso escuchar y responder a ciertas cuestiones de trascendencia
que el mismo papa pudiera formularles.
Pese a las dificultades que les pusieron sus gobiernos y muy
concretamente el gobierno italiano, cerca de la tercera parte de los obispos
de todo el mundo llegaron a Roma. Un total de 286 miembros de la jerarquía
católica, más 4000 sacerdotes y unos 100.000 fieles católicos pusieron de
manifiesto la vitalidad y el poder de la Iglesia católica125.
Tras la apoteósica celebración litúrgica de la canonización, el papa
saludó y recibió a los obispos, dirigiéndoles la alocución Maxima quiden, 9-
6-1862126, en la que verdaderamente mostraba todo su poder tal como puede
recogerse en las palabras de agradecimiento que le expresaba el cardenal

125
Algo que el liberal A. Conchin expresaba de esta manera: “Ha sorprendido esta demostración de
poder, la unión y la extensión de la Iglesia. Se comprende que no ha llegado la hora de los funerales por
un ser tan vivo, tan colosal. Los acontecimientos seguirán su curso; pero Dios acaba de iluminar el poder
espiritual con un rayo que deslumbra a los perversos”. Texto citado por CHIRON, Y. Pío IX… 265, nota 6
126
El papa pudo reunirse con todos ellos. Sus palabras quedaron recogidas en la Alocución Maxima
quidem (9-6-1862). En el posterior texto del Syllabus 19 nuevas proposiciones provenían de esta
alocución.
75

Mattei127. Más devoción, afecto e identificación con la misma persona y con


los objetivos y deseos del papa no se podían esperar de los obispos del mundo
entero. La unanimidad católica en lo afectivo y dentro de poco en lo doctrinal
era un hecho.
Lo que en este encuentro se estaba ventilando era doble: por un lado,
la confirmación de la existencia dentro de la Iglesia católica de un gran grupo
de obispos intransigentes y, por otro, su manifestación pública a todos los
niveles. Se estaban poniendo las bases para definir cuestiones de
jurisprudencia desde supuestos espirituales que tenían como primer objetivo
la salvaguarda de los beneficios y de la inmunidad eclesiástica. Se trataba,
en suma, de elevar a la categoría de tesis la inseparabilidad de la religión
católica y del papado como institución política; juicio perfectamente
sintetizado en un panfleto escrito durante aquellos días en el que se decía:
“O il Papa-Re con la civiltá, o il Papa servo con la barbarie”. El papa para
muchos católicos “no era tan sólo el Rey de Roma sino el sucesor de los
césares”128.
Mientras el papa se confirmaba en su pensamiento y se inclinaba por
avanzar en la dirección emprendida: el mantenimiento a toda costa de su
poder temporal, se filtraron algunos de los errores que con toda seguridad se
iban a discutir y después a condenar. En esta ocasión se propaló que entre
los autores del índice condenatorio estaba el cardenal Wiseman. Todo ello
propició que el texto condenatorio, en nada del gusto de Dupnaloup, obispo
de Orleans, y de otros obispos franceses se retirara y se suspendiese su
eventual publicación.
Se tuvo, en consecuencia, que preparar una nueva versión; versión en
la que se recogieron nuevos errores, procedentes de Alemania, más en
concreto de los escritos del filósofo bávaro Frohshammer, en los que
demandaba plena libertad de investigación en la filosofía y en la teología.
Entre tanto en el verano de 1863, Montalembert fue invitado a
participar en el Primer Congreso de los católicos belgas, celebrado el mes de
agosto en Malinas. La intervención de Montalembert fue colosal. Aprovechó
la oportunidad en defensa de la libertad, elevándola por encima de todo otro
principio, para animar a todos los católicos a ser consecuentes con este
principio, para él el primero de todos. Dirigiéndose a los católicos les
reprochaba que siguiesen sin darse cuenta de las novedades de los tiempos y
127
“Para nosotros sois el dueño de la santa doctrina, sois el centro de la unidad, sois para los pueblos la
luz indefectible preparada por la Sabiduría divina, sois la piedra, sois el fundamento de la Iglesia misma
contra la que no prevalecerán las puertas del Infierno: cuando habláis, oímos a Pedro; cuando decretáis,
obedecemos a Jesucristo; os admiramos en medio de tantas pruebas y tempestades, el rostro sereno, el
corazón imperturbable, invencible y en pie, cumpliendo vuestro sagrado ministerio” y continuaban
diciendo: “condenamos los errores que habéis condenado; rechazamos y detestamos las doctrinas nuevas
y extranjeras que, en detrimento de la doctrina de Cristo, se propagan por todas partes. Condenamos,
reprobamos los sacrilegios, las rapiñas, las violaciones de la inmunidad eclesiástica, y los otros delitos
cometidos contra la Iglesia y contra la Silla de Pedro”. Em CHIRON, Y., Pío … 267.
128
Ver PAPA, Egidio 95-113.
76

sin advertir que la libertad hacía muy distinta la vida política a la que se había
llevado hasta el presente. No tenía sentido que los católicos siguiesen
sirviendo a un régimen en el que no se “admitía ni la igualdad, ni la libertad
política, ni la libertad de conciencia”. Si “en una mitad de Europa la
democracia ya es soberana; mañana lo será en la otra”, enfatizaba a quien lo
quisiera oír. La teocracia, en suma, estaba enterrada y no cabía mantener
durante más tiempo la alianza entre el trono y el altar. “La simple apariencia,
decía, de una alianza demasiado estrecha entre la Iglesia y el trono basta para
comprometerla y debilitarla”. De paso, alababa la libertad de culto y la
libertad de conciencia, considerándola como “la más preciosa, la más
sagrada, la más legítima, la más necesaria”. El papa, pese al afecto que sentía
por Montalembert, condenaba, por medio de una carta redactada por el
Secretario de estado, Antonelli, sus tesis. Tesis que estaba “en contradicción
con las enseñanzas de la Iglesia católica y con los hechos emanados de
distintos Soberanos Pontífices”. Digamos para terminar, que los discursos de
Montalembert fueron recogidos y publicados en un libro con título
paradigmático: La Iglesia libre en el Estado libre. Texto que fue
inmediatamente contestado con la publicación de otro libro del integrista
belga el conde de Val Beaulieu y cuyo título rezaba: L´erreur libre dans
l´Etat libre, que gustó mucho en Roma.
Las jornadas de Malinas se complementaron con otras que en el mes
de septiembre de ese mismo año se convocaron, a instancias de Döllinger,
en Munich. Unos ochenta hombres de ciencia católica procedentes de
Alemania, Austria y Suiza demandaron, dirigidos en todo momento por el
convocante, entera libertad a la hora de estudiar e investigar en las ciencias
eclesiásticas. De paso, criticaron la decadencia de estas mismas ciencias en
los países latinos, “afirmando que únicamente Alemania era dueña absoluta
de ´los dos ojos de la teología, a saber la filosofía y la historia”.
Evidentemente y muy pronto, las propuestas de los alemanes fueron
condenadas. El mismo Pío IX en un escrito dirigido al arzobispo de Munich
lamentaba que en un congreso de la categoría del tenido no se hubiese
aludido lo más mínimo a “la autoridad y misión del poder eclesiástico”. De
paso, les recordaba a los asistentes que no bastaba con respetar el contenido
de los dogmas, era necesario “someterse, tanto a las decisiones doctrinales
que emanan de las congregaciones pontificias, como a los puntos de doctrina
que, de común y constante acuerdo, son considerados en la Iglesia como
verdades y conclusiones teológicas, tan ciertas que las opiniones contrarias,
aunque no puedan ser calificadas de heréticas, merecen, sin embargo, alguna
censura teológica”129.
Si a todo esto añadimos el escándalo que produjo en toda Francia y
en todos los países de cultura francesa la publicación de La Vida de Jesús de

129
CHIRON, Y. Pío… 274-277
77

Renan (1863)130, en la que se negaba la divinidad de Jesucristo, no es de


extrañar que durante el otoño de ese mismo año y a lo largo de 1864 llovieran
sobre Roma decenas de manifiestos y memoriales en los se solicitaba de
urgencia la publicación, en expresión del cardenal benedictino dom Pitra, de
un texto condenatorio en el que “la Santa Sede hablara con la claridad
magistral de una constitución dogmática”.
El clima era más propicio para que el papa determinara la publicación
del Syllabus. Clima que no fue desinflado en sentido contrario ni por los
trabajos en esta dirección llevados a cabo por Dupanloup y de otras
autoridades católicas francesas y belgas; más bien, en Francia los integristas
y los ultramontanos estaban decididos justamente a todo lo contrario, lo
mismo que en el seno de la Congregación del Santo Oficio. Muchos
cardenales pensaban que el momento de la publicación de los errores era
llegado.
La mano y los conocimientos del padre barnatiba Luis Bilio ordenaron
y pusieron el punto final a los ochenta errores que la Iglesia condenaba,
finalmente, en la fiesta de la Inmaculada Concepción, ocho de diciembre, de
1864. Bajo su consejo y aprobación, el papa se decidió no establecer un
índice de los errores condenados por parte de la Iglesia sino presentar una
serie de textos aprobados y publicados por el mismo Pío IX, de los que
salieron las ochenta proposiciones que el papa condenaba. La encíclica y el
Syllabus, firmados el 8 de diciembre de 1864, aparecieron en la prensa
italiana el 23 de diciembre.
Precedía al Syllabus la encíclica Quanta cura con la que se quería
justificar el contenido del Syllabus. Se aludía en ella al naturalismo político,
fuente y madre de la democracia y del poder entendidos al modo liberal; a la
libertad de conciencia y de cultos, calificándolas como “libertad de
perdición”; a la libertad de enseñanza y educación, perniciosa a la hora de
asegurar un futuro digno y ordenado en la vida de la juventud; a la negación
de los derechos temporales de la Iglesia y a su sometimiento al Estado. Se
concluía afirmando que todos aquellos que defendían estos principios
estaban “movidos y estimulados por el espíritu de Satán”; tan movidos y
estimulados por el espíritu del mal que negaban y atacaban hasta la divinidad
de Jesucristo.
Los ochenta artículos del Syllabus procedían, como se acaba de decir,
de siete fuentes muy distintas en su naturaleza y alcance, casi todas ellas,
pensadas y publicadas a lo largo del pontificado de Pío IX. Eran estas: siete
de la Qui pluribus (1846); otras siete de la Carta Multiplices inter (1851);
dieciocho de la Carta Ad apostolicae sedis (1851), en la que se condenaban
los errores vertidos en las obras del letrado defensor de la unificación

130
Para el teólogo dominico lo que verdaderamente echó a perder todo su potencial intelectual fue su
inclinación y cultivo unidireccional de sus grandes descubrimientos intelectuales, convirtiéndolos en una
sistemática “abstracción intelectual”. CONGAR, Y. Verdadera… 222
78

italiana, el piamontés Juan Nepomuceno Nuytz; ocho de la alocución


Acerbisimus (1852); ocho de la también alocución Nunquam fore (1856);
diecinueve de la ya conocida alocución Maxima quidem (1862) tenida ante
la asamblea de los obispos de todo el mundo llegados a Roma y, finalmente,
siete de la carta Tuas libenter (1863) en la que se condenan los últimos
errores de la filosofía y teología alemana.
Diez capítulos de distinta factura y número agrupan las diversas
condenas: el primero (1-7) tiene que ver con la teología y el racionalismo; se
defiende la existencia de la existencia del Dios cristiano y se ataca al
panteísmo, al naturalismo y al racionalismo absoluto; el segundo (8-14)
versa sobre las condenas que nacen de un racionalismo moderado; el tercero
(15-17) se enfrenta al indiferentismo y al latitudinarismo o lo que es lo
mismo la libertad de religión; en el cuarto (18) se presentan conjunta y
sucesivamente el socialismo, el comunismo, las sociedades secretas, las
sociedades bíblicas y las sociedades de clérigos-liberales; en el quinto (19-
38), el más discrepante con el liberalismo por la defensa que sus distintas
proposiciones del poder y de los derechos que le corresponden a la Iglesia,
se ofrece paladinamente lo que la Iglesia piensa de sí misma en relación con
los nuevos poderes liberales; en el sexto (39-55) muy relacionado con el
anterior se atacan los errores de la sociedad civil en sí mismos y en su
relación con la Iglesia; en el séptimo (56-64) se aborda la nueva moral, una
moral natural muy contraria a la cristiana; en el octavo (65-74) se traen los
errores acerca del matrimonio tal como lo entienden y practican las
sociedades inspiradas en el liberalismo; en el noveno (75-76) se atacan los
errores liberales acerca del principado civil del Romano Pontífice y en el
décimo (77-80) los errores del liberalismo moderno.
Con el Syllabus, finalmente, quedaban más que consolidados el
integrismo y la intransigencia. Ambas aptitudes formarán, se quiera o no
reconocer, el rostro y el talante de la Iglesia católica del siglo XIX.

Las primeras reacciones no tardaron en llegar. Los católicos,


especialmente, los integristas, tal como se podía leer en un artículo que el 23
de diciembre de 1864 se publicaba en el diario integrista Il Contemporaneo
de Florencia, confirmaban la malignidad del liberalismo. No había ninguna
duda, se decía en el artículo antedicho: “Quien está contra la Iglesia debe ser
puesto en el rango de los acatólicos, puesto que después de esta clara y
solemne reprobación de errores, no es posible ninguna especie de
hipocresía”.
Los liberales, véase el diario francés La France, afirmaban que el
Syllabus sería tan eficaz, es decir nada, como años antes lo había sido la
Mirari vos. El liberalismo era una corriente irresistible y la Iglesia nada podía
hacer frente a él. La publicación del Syllabus suponía una marcha atrás. Con
79

su publicación, escribía E. Yung en el Journal des Debats, 28 de diciembre


de 1864, Pío IX había dado un golpe de estado contra la catolicidad.
De poco o nada sirvió el esfuerzo del obispo de Orleans, Felix
Dupanloup, y de la publicación de su folleto: La convention du 15 septembre
et l´encyclique du 8 décembre. Un lenitivo en medio de una grave
enfermedad.

El otro gran acontecimiento, relacionado con los intentos y la


significación del Syllabus, fue la convocatoria y celebración de un concilio:
el Concilio Vaticano I (1870)131. El primero en trascendencia del largo
pontificado del papa Pío IX.
La celebración del que acabaría siendo el Vaticano I se fue preparando
poco a poco. Amén de la convocatoria de los obispos que acudieron a la
celebración de la canonización de los mártires japoneses de la que dábamos
cuenta más arriba, el año 1867, aprovechando el décimo octavo centenario
del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo fue convocada en Roma una
asamblea de la entera catolicidad mundial. Asistieron a la celebración y más
tarde a la canonización de algunos santos proclives por su devoción y
vivencia al papado y a la infabilidad pontificia como Leonardo de Puerto
Mauricio, cerca de 500 obispos, además de todos los patriarcas orientales,
14.000 sacerdotes y 130.000 peregrinos. Por primera vez desde el siglo
XVII, la cátedra de San Pedro fue retirada del relicario de Bernini y expuesta
a la veneración de los fieles. Y aunque en las palabras que pronunciara el
papa, el 1 de julio, “si bien no contenía, contrariamente a lo que esperaban
algunos, la afirmación explícita de la infabilidad, sí la insinuaba con
suficiente claridad, exaltando el magisterio pontificio y la autoridad de la
cátedra de Pedro”.
Por razones de espacio no podemos detenernos en los momentos y en
los acontecimientos que precedieron al Vaticano I. Lo haremos en otra
ocasión. Tampoco nos vamos a detener en el desarrollo del mismo.
Traeremos aquí lo más relevante que éste aportó a la Iglesia católica, el
primado del papa y el dogma de la infabilidad.
La infabilidad siendo un tema más entre los que podían estudiarse en
un próximo concilio, “no era en absoluto el tema central”; sin embargo, años
antes una muy bien orquestaba campaña se encargó de promover y crear un
ambiente favorable para que este punto fuera debatido en el concilio casi por
obligación.
En este sentido, en Francia caldeó el ambiente la propaganda llevada
a cabo durante años por el periodista Louis Veuillot, director de L´Univers.
Veuillot afirmaba que el papa debía ser aclamado como infalible por la
fuerza e inspiración del Espíritu Santo, sin necesidad de acudir a vanos

131
RONDET, E., Vaticano I. El Concilio de Pío IX, Bilbao 1963, 191 pp.
80

debates; no se necesitaba que nadie lo aprobara. Esto mismo se promovió


desde la misma Roma, siendo la Civiltá Cattolica su máxima tribuna: En
Inglaterra, su máximo defensor fue el cardenal Manning.
Frente a estas propuestas, dentro del mismo seno de la Iglesia,
aparecieron propuestas mucho más matizadas, inspiradas en la moderación.
Sus representantes y defensores no querían romper vínculos con la opinión
pública liberal; temían que la Iglesia se distanciase todavía más de la
sociedad y que la sima existente entre sociedad e Iglesia se ahondase todavía
más. No estaban dispuestos a que la Iglesia reverdeciese sus ya no
actualizadas pretensiones medievales en sus relaciones con los Estados y con
el mundo.
En enero de 1870 todo el mundo sabía que el tema de la infabilidad
sería tratado; no hacerlo “equivalía” a haber tomado “una decisión
negativa”132. Obispos tan significativos y de tanta autoridad como el
anteriormente citado, el inglés Manning, y el alemán Senestrey, obispo de
Regensburg, se habían juramentado con el padre Liberatore delante de la
tumba de San Pedro: harían cuanto estuviera al alcance de su mano para que
la infabilidad magisterial del papa fuera definida como dogma. Hasta el
propio papa Pío IX, conforme se fue acercando la fecha de la inauguración
del Concilio, no sólo se mostró inclinado a tratar el tema, sino que acabó
erigiéndose, de hecho, en jefe de la mayoría frente a una minoría, que basada
en el rigor pastoral y en importantes consideraciones teológicas se decantaba
por no entrar en este delicado asunto. El papa, además, quería que de tratarse
se aprobase por mayoría, unánimemente y sin condiciones. Como expresión
de la fuerza y de la unidad de la Iglesia y como manifestación del poder del
Espíritu Santo. “El sumo pontífice- se escribía en La Civiltá Cattolica –
debido a un sentimiento de augusta reserva, tal vez no quiera tomar él mismo
la iniciativa de una proposición que parece afectarle personalmente. Con
todo, se espera que la explosión unánime del Espíritu Santo por la boca
unánime de los Padres del futuro concilio ecuménico, la definirá por
aclamación”133.
Muy pronto la asamblea conciliar se encontró dividida. La componían
una minoría, un 20% de los Padres, unos 140 sobre un total de 700 y una
mayoría, el 80%. Los primeros procedían de Alemania, Austria-Hungría,
Francia, el 40% de sus obispos pertenecieron a la minoría, Estados Unidos,
un tercio de los obispos norteamericanos lo eran, y unos cuantos ingleses e
italianos. Eran obispos de grandes ciudades, personas abiertas y cultas y con
una cierta sensibilidad hacia las posturas liberales. La mayoría, muchos de
ellos latinos, tendía a presentar la doctrina de la Iglesia como contradogma

132
SCHATZ, K., El primado del papa. Su historia desde los orígenes hasta nuestros días, Sal Terrae,
Santander 1996, 213
133
Texto tomado del libro de SESBOÜÉ, B. La infabilidad de la Iglesia. Historia y teología, Sal Terrae,
Santander 2014, 299-300.
81

frente a los principios de 1789 y a subrayar, en la línea de Maistre, que puesto


que la Iglesia tenía que traer al mundo la salvación, “debía ofrecerle un
principio de autoridad del que el mundo carecía y sin el cual estaba abocado
al caos”134. Algunos de sus representantes como el obispo Gasser de Brisen,
relator conciliar, interpretaba no solo el Concilio sino la oportunidad del
dogma como algo, en el fondo, providencial. Ante las dificultades por las
que estaba pasando el mundo y la sociedad, el que Dios mantuviese incólume
a su Iglesia, era ocasión “para que todos los ojos se vuelvan a la roca de
Pedro, contra la que no van a prevalecer las puertas del infierno….
Ofreciéndole al mundo la doctrina de la infalibilidad del papa” como garantía
del orden y como tabla de salvación.
“En un mundo, escribe nuestro autor, en profunda transformación, la
Iglesia a través de la infabilidad, fundamentalmente concretada en el papado,
debía representar lo estable, lo seguro, la roca inconmovible de la autoridad.
Al mismo tiempo, la definición de la infabilidad papal era vista como la
reflexión de la Iglesia sobre el núcleo de su propia certeza, dado que había
dejado de existir la sociedad cristiana como algo que se da por supuesto”135.
Llegados a este punto, conviene que presentemos las razones de fondo
tanto de la mayoría como de la minoría. La mayoría, identificada con la letra
y el espíritu del Syllabus (1864), consideraba que la Iglesia en medio de un
mundo en cambio y en continua pérdida de autoridad y referentes morales,
era la única instancia doctrinal que ante las dificultades por las que también
estaban pasando los católicos aseguraba la doctrina de manera clara, sólida,
segura y con las garantías necesarias para evitar todo tipo de rupturas
internas.
En este sentido, conviene advertir dentro de la mayoría, posturas
extremas como la representada por el benedictino Prósper Gueranger (1805-
1875), quien afirmaba: “El papa no recibe nada de la Iglesia, del mismo
modo que Pedro no recibió nada de los Apóstoles. El papa ocupa el lugar de
Jesucristo, del mismo modo que los obispos ocupan el de los Apóstoles”136.
Razón por la cual el papa podría actuar sin tener en cuenta a los obispos en
todo lo referente a la doctrina.
Frente a esta postura fueron apareciendo entre los representantes de la
mayoría opiniones mucho más matizadas, menos esencialistas y más
históricas: el papa debía escuchar a la Iglesia y emplear, a su vez, todos los
medios humanos para la búsqueda de la verdad; su infabilidad, se decía,
“estaba vinculada al testimonio de toda la Iglesia”. La dificultad radicaba en
cómo determinar “la manera en la que el papa debía cerciorarse acerca de la
fe de la Iglesia”. La mayoría, con todo y como prueba de su cercanía al papa
y de su comunión con los obispos de la minoría, parecía inclinarse a redactar

134
SCHATZ, K., El primado…. 215
135
SCHATZ, K., El primado… 216
136
SCHATZ, K., El primado… 219
82

un texto en el que apareciera claramente que “para que el Espíritu Santo


protegiera realmente a la Iglesia frente al error, se requería una instancia
capaz de decidir sin demora”137
Los representantes de la minoría, sin estar totalmente en contra de la
infabilidad pontificia, pensaban que el papa debía aprender de la historia y
de la tradición; de esta manera evitarían que el papa acabase convirtiéndose
en “un oráculo vivo”138.
Las cosas se agravaron cuando el papa adujo fuera de reglamento “La
tradición soy yo”. Fue entonces cuando intervino el cardenal dominico Guidi
con estas palabras: “El papa no dependería de los obispos en el plano de la
autoridad, pero sí en el del testimonio, para saber cuál es el sentido de la fe
de la Iglesia universal y qué tradición existe en las diversas iglesias
particulares con respecto a la verdad en cuestión…”139.

Presentaremos sus dos Constituciones dogmáticas; la Dei Filius y la


Pastor Aeternus, es decir lo tocante a la relación entre la fe y la razón y,
mucho más ampliamente, el primado del papa y el dogma de la infabilidad.
Con todo, siendo rigurosos con los acontecimientos y con lo sucedido en el
Concilio, conviene que presentemos en un primer momento la primera de las
constituciones dogmáticas por él aprobadas: la Dei Filius (24-4-1870). En
ella se abordaron las relaciones de la fe y de la razón y de la ciencia. Dicha
constitución está dividida en cuatro partes: en la primera se aborda la
relevancia y el papel de Dios como creador de todas las cosas. Un Dios que
está por encima de todas las cosas, que no necesita de nadie (DS 1782); un
Dios creador, por encima de todo condicionamiento, de todas las cosas; un
Dios providente, que conserva y gobierna todas las cosas y lo dispone todo
suavemente (DS 1783). En la segunda se presenta la Revelación y su
concreta y específica necesidad: la revelación es en sí misma un hecho, que
puede ser conocido “con firme certeza y sin mezcla de error alguno”;
también se exponían las fuentes de la revelación, muy concretamente se
hablaba de los textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, “escritos
por inspiración del Espíritu Santo”, que “tienen a Dios como autor, y como
tales han sido transmitidos a la misma Iglesia” (DS 1788). En la tercera se
presentaba la fe como “el principio de la humana salvación”, como “virtud
sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios,
creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado (DS 1789. A
continuación, se afirmaba y demostraba que “la fe es conforme a razón” y
“en sí misma don de Dios”, que necesita ser actuado para que la fe se
mantenga viva. En la cuarta y última parte se tocaba la importante temática
de la fe y la razón. Tras afirmar el doble orden de conocimiento que suponían

137
SCHATZ, K., El primado… 219
138
SCHATZ, K., El primado… 217
139
SCHATZ, K., El primado… 218
83

la una y la otra (DS 1795), se analizaba “la parte que toca a la razón en el
cultivo de la verdad sobrenatural” y se afirmaba: que “la razón ilustrada por
la fe, cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza por don de Dios
alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los misterios, ora por analogía de lo
que naturalmente conoce, ora por la conexión de los misterios mismos entre
sí y con el fin último del hombre” (DS 1796). Proclama, dicho lo anterior, la
imposibilidad de conflicto entre la fe y la razón (DS 1797-98), para
desembocar y desarrollar en “la mutua ayuda de la fe y la razón y de la justa
libertad de la ciencia” (DS 1799). El Vaticano I no solo condenó el
racionalismo, sino también el fideísmo y el tradicionalismo, que ponen en
cuestión que la razón pueda significar algo en el acto de fe, en el
conocimiento de la verdad.

Así las cosas, conviene que nos centremos en la Constitución


dogmática Pastor Aeternus y que la presentemos como un “capítulo que
requiere ser comprendido por sí mismo” e interpretado históricamente.
Dicha Constitución consta de cuatro capítulos: en el primero se aborda
la institución por Cristo del primado apostólico en el bienaventurado Pedro;
en el segundo la perpetuidad del primado en los Romanos Pontífices; en el
tercero se entraba en la presentación de la naturaleza y razón del primado
(primado de jurisdicción) y en el cuarto se abordaba el tema de la infabilidad
del Romano Pontífice (primado doctrinal)
En lo referente a la naturaleza y razón del primado, estamos
comentado el capítulo tercero, con el primado de jurisdicción, se ponía fin al
conciliarismo, que se resolvía a favor del papado como instancia última de
gobierno; nadie en el gobierno ordinario de la Iglesia podía apelar a ningún
otro tribunal. El papa, en consecuencia, gozaba de pleno poder. Se declaraba
que su poder era y es “ordinario” e “inmediato” sobre todas las iglesias y
todos los creyentes. Su poder era de alguna manera absoluto – absolutista
para entendernos --, no estaba limitado por ningún derecho positivo. Sin
embargo, todo cuanto estamos afirmando, por la fuerza de la realidad, por la
costumbre y por las consecuencias de las decisiones episcopales dentro de
sus propias diócesis, quedaba en parte matizado y abierto a posteriores
interpretaciones. Interpretaciones, por cierto, no tan netas a la hora de saber
hasta dónde llegaba verdaderamente el poder del papa.
El capítulo cuarto abordaba el tema de la infabilidad del magisterio
papal. A este respecto, se le reconocía al obispo de Roma la infabilidad
cuando habla ex cathedra. Dicho esto y aunque pueda parecer un poco raro,
los padres conciliares se tuvieron que poner de acuerdo acerca de lo que se
encerraba en este término. En opinión del relator del Concilio monseñor
Gasser, secretario de la Comisión teológica del Concilio, una decisión ex
cathedra requería que “para definir una doctrina o poner fin a una situación
indecisa debe manifestarse inequívocamente la intención de hacerlo (…)
84

pronunciando al respecto una sentencia definitiva y promulgando la


correspondiente doctrina, que ha de ser observada por toda la Iglesia”140.
De aquí se deducían unas cuantas consecuencias: “al afirmar que las
decisiones papales son irreformables ´por sí mismas, no por el consenso de
la Iglesia´” (ex sese, non autem ex consensu ecclesiae) se condenaba el
capítulo cuarto galicano, que sostenía que las decisiones magisteriales del
papa sólo son irrevocables si cuentan con el consenso de la Iglesia”
Lo que aquí se quiere decir y lo que realmente significa la infabilidad
es que si se diesen “definiciones papales, bastaría con que constara el
carácter definitivo e irrevocable de la doctrina en cuestión, que no requeriría
ser ratificada por consenso de la Iglesia”. El ex sese se refiere, atención, no
al papa sino a la definición, que ha sido tomada por la Iglesia con la asistencia
del Espíritu Santo. Por lo que concluimos: “el magisterio papal tiene un
carácter de conservación y de preservación, y en modo alguno un carácter
creador e innovador”, tal como se dice en el texto de este capìtulo: “El
Espíritu Santo no ha sido otorgado a los sucesores de Pedro para proclamar
una nueva doctrina recibida de él por revelación, sino para, con su asistencia,
custodiar y exponer fielmente la revelación recibida de los Apóstoles, es
decir, el depósito de la fe”141.
Terminamos. ¿Cómo debe interpretarse la aprobación de la infabilidad
pontificia? “En una perspectiva histórica, las definiciones papales del
Vaticano I deben ser consideradas como un intento de la Iglesia católica de
precisar su situación en medio de un mundo y una sociedad cada vez más
secularizados. Una vez que la sociedad cristiana ya no era algo que se diera
por supuesto, parecía lógico que la Iglesia se centrara en su propio núcleo
institucional. Esto es aplicable, ante todo al primado de jurisdicción como
expresión de una Iglesia que se emancipa internamente del Estado porque
tiene su propio e inequívoco centro de unidad. En la medida en que pueda
tener un punto de referencia en este mundo, la identidad de la Iglesia no se
remite a una nación, sino a un centro puramente eclesial. Y lo mismo puede
decirse del dogma de la infabilidad, cuya razón de ser no radica ante todo en
que el papa pueda recurrir a tomar decisiones ex cathedra en temas
concretos, ni en la frecuencia con que pueda hacerlo, sino más bien en la
seguridad que proporciona a la Iglesia agrupada en torno al papa. También
aquí es un factor importante el distanciamiento de la Iglesia respecto de la
sociedad cristiana, como ya supo percibirlo el Vaticano I. En una sociedad
cristiana no se necesitaba tanto la infabilidad papal (…)
En la medida en la que la Iglesia define su situación con independencia
de la sociedad profana y del Estado, se configura a imagen de éste,
asumiendo progresivamente – en un proceso quizá inevitable y que, de
hecho, ensombrece la esencia de la misma de la Iglesia – los rasgos del
140
SCHATZ, K., El primado… 223
141
DS 3069
85

Estado moderno centralizado. Algo semejante ocurre también en el


magisterio que verdaderamente, a diferencia del poder de jurisdicción,
carece de analogía en el ámbito estatal. La insistencia en el aspecto de la
decisión y en la autoridad formal, la idea de la infabilidad papal como
soberanía y la preterición de la dimensión testimonial se sitúan en ese nivel.
Ciertamente, como ya hemos visto, la formulación del Vaticano I contiene
además otros elementos en los que siempre se manifiesta esta otra dimensión
y se evita una idea de la infabilidad que en último término, haría de la
voluntad del papa el criterio de la fe de la Iglesia”142.

El largo repaso en el que hemos presentado el pontificado de Pío IX


nos invita a terminar con una somera presentación de la vida católica bajo
su pontificado.
Comenzaremos presentando la vida y la evolución apostólica del clero
diocesano y del clero religioso. A sus esfuerzos e iniciativas, siempre con la
ayuda y con la colaboración del mundo laico cada vez más comprometido y
consciente de su misión dentro de la Iglesia, se deben capitales
transformaciones en el campo de la espiritualidad, del culto, de la liturgia,
de la música y hasta de la arquitectura. Una transformación, debe
reconocerse, de la que la Iglesia del siglo XX ha seguido viviendo hasta
prácticamente las vísperas del Concilio Vaticano II.
El clero diocesano y la evolución del apostolado. A lo largo de las
páginas anteriores hemos podido ver como el clero ha ido ganando en
disciplina y en identidad sacerdotal. En el seno de la estructura de gobierno
de las respectivas diócesis se produce una verdadera revolución
administrativa: los cabildos pierden importancia, sus miembros son elegidos
por sus obispos; las tareas que antes llevaban a cabo los canónigos les son
ahora confiadas a los secretarios de los obispos; los vicarios generales,
nombrados por los obispos, son junto con ellos, los que administran y
gobiernan las diócesis. La movilidad de los sacerdotes comienza a
generalizarse y la centralización administrativa diocesana a ser más un lugar
común.
Con estos cambios administrativos se consiguió acrecentar el celo y el
espíritu sacerdotal, así como la práctica de la meditación diaria. Aubert dice
al respecto: “La sensible elevación del nivel espiritual del clero es uno de los
aspectos menos espectaculares pero más importantes de la historia de la
Iglesia durante la primera mitad del siglo XIX”. Los sacerdotes conscientes
de su debilidad se agrupan entre sí, conformando grupos afines como el
iniciado por el abate Lebeurier, creador de la Unión Apostólica de los
sacerdotes y de otras muchas organizaciones paralelas.

142
SCHATZ. K., El primado… 225-226
86

Fortalecidos interiormente, los sacerdotes del XIX van sintiendo cada


vez más en su conciencia la responsabilidad apostólica que les acabará
constituyendo en la medida en la que vaya pasando el siglo en casi
únicamente pastores. La parroquia, en consecuencia, se transforma durante
la segunda mitad del siglo XIX en el campo por excelencia de la acción del
sacerdote. El sacerdote vive, administra la fe, acompaña el crecimiento
espiritual de sus fieles en un medio cada vez más individualista; sus trabajos
servirán, entre otras cosas, para que ese sentimiento que acabará entrando en
las entrañas del pueblo, se vea contenido y reorientado hacia la vida
comunitaria y grupal.

Desde este punto de vista y muy dignas de mención serán las


innumerables cofradías, tal vez grupos apostólicos que se fueron creando
durante este tiempo. Una de las más populares fue la congregación de las
“Hijas de María”, presentes en todo el orbe católico y fundamentales en la
animación religiosa, social, caritativa y festiva de la Iglesia católica de los
siglos XIX y XX. Las Hijas de María están en la base de un sistema
organizativo en el que se conjugan la educación y la sensibilidad religiosa,
reforzadas “por las costumbres populares, entre la parroquia, la escuela y la
familia”.
La acción pastoral de los sacerdotes se vería complementada por la
escuela. Con todo, debe reconocerse que sus objetivos no siempre se
lograron. Más bien fueron muy limitados; limitados en cuanto no supieron
responder a las verdaderas demandas de un pueblo que cada vez se alejaba
más de la Iglesia y de los principios cristianos. Digno de mención en medio
de esta pobreza de medios será la creación en Alemania de los Vereine,
anticipo de lo que será más adelante la Acción Católica. Podemos definirlas
como “agrupaciones de laicos, dirigidas en gran parte por laicos y que
trataban de hacer penetrar los principios cristianos en los diversos sectores
de la actividad profana” y también de ayudar a los sacerdotes.

El desarrollo de las órdenes y de las congregaciones. Una de las


consecuencias de la revolución francesa y de su hija la revolución liberal fue
el que la vida religiosa se vio obligada a reorganizarse. Fue durante el
pontificado de Pío IX cuando se logró el crecimiento y la consolidación de
la vida religiosa; a Pío IX se le considera como el papa de los religiosos.
Gracias a su buen hacer las órdenes religiosas adquirieron su fisonomía
contemporánea y aumentaron muy considerablemente el número de sus
efectivos totales. Su nueva reconfiguración supuso, en cierta manera, la
centralización de la misma, lo que se tradujo en una mayor conciencia de
unidad y comunión entre sus miembros y, como defecto o como gloria, en
una mayor dependencia de las congregaciones romanas. El nuevo estilo de
la vida religiosa buscó y encontró en un encendido y apasionado retorno a
87

las antiguas reglas, frente “al relajamiento que se había introducido durante
la época moderna”, un mayor fervor y una devoción casi a flor de piel.
Desde prácticamente el comienzo mismo de su pontificado, Pío IX, así
se expresa en su encíclica Ubi primum arcano, intervino en el gobierno de
las órdenes religiosas. Sus primeras medidas afectaron a los redentoristas y
a su gobierno general; en 1850 su curia general se traslada de Nápoles a
Roma y en esa misma fecha su nuevo superior general es nombrado con la
anuencia y aprobación del papa. Algo parecido acaeció en el nombramiento
(1850) del nuevo general de los dominicos. Las congregaciones florecieron
en obras apostólicas de todo tipo, movidas por una vida espiritual muy
intensa.
Dentro de las congregaciones religiosas destacó la Compañía de Jesús.
Si la espiritualidad y la vida de piedad, afirma Aubert, se hicieron
individualistas, “se debe en parte a ellos”. Los jesuitas fueron muy
aficionados a la oración mental, según el método de San Ignacio,
interpretado por el padre Rothaan y muy inclinados a los retiros cerrados.
Otra de las grandes congregaciones religiosas históricas que se
recuperó fue la orden de Santo Domingo, muy sabiamente gobernada por el
padre Jandel. Los franciscanos y los benedictinos tuvieron muchas más
dificultades y tuvieron que esperar casi hasta el final de siglo para ver
asegurado su carisma y misión. Se crearon muchísimas congregaciones
nuevas y, finalmente, aparecieron los Institutos Seculares.

Las formas de devoción y la evolución de la espiritualidad. Pese a lo


que acabamos de afirmar, se fue caminando hacia una piedad más cálida y
externa. Afirma Aubert que una de las manifestaciones del triunfo del
ultramontanismo fue “la transformación interna del catolicismo en los países
al norte de los Alpes”. Lentamente se fue imponiendo, también en estos
lugares, “una piedad de tipo italiano, más indulgente, más superficial tal vez,
pero también más humana y más popular, que daba más importancia al
sentimiento y a la necesidad de exteriorización y basada al mismo tiempo en
una mayor frecuencia de los sacramentos y en la multiplicación de
determinados ejercicios, sustituyera al rigorismo jansenista y a la piedad
sólida y profunda, pero austera y poco manifestada, que preconizaban los
discípulos de Sailer en Alemania, los antiguos del colegio de Ushaw en
Inglaterra y de San Sulpicio en Francia”.
La piedad se fue orientando cada vez más hacia la persona de Cristo
misericordioso, hacia el Sagrado Corazón; hacia Jesús, el prisionero del amor
en el sagrario; hacia María, bajo los rasgos más sensibles de Nuestra Señora
de Lourdes y hacia una serie de santos cada vez mas populares: San Antonio,
san José, desde 1870 patrono de la Iglesia universal.
En este cambio influyeron, entre otros, los siguientes factores: el
entusiasmo del romanticismo, así como el interés y el esfuerzo de los jesuitas
88

“por organizar de manera sistemática la devoción de las masas”. Empresa en


la que intervinieron muchos sacerdotes de formación romana como el inglés
padre Faber, verdadero adaptador de la devoción italiana a la fría Inglaterra;
el abate Gaume, autor de el Horloge de la Passion, y adaptador de las obras
de san Alfonso Maria Ligorio, que de manera natural desplazaron las obras
de Bossuet, Fenelon, a la Francia racionalista y prerrevolucionaria.
Estas tan afectivas devociones se vieron acompañadas por peligros y
desviaciones como el sentimentalismo, la superstición, el gusto por las
devociones particulares, la preocupación por ganar indulgencias y por una
cierta ingenuidad al lado de la ternura.
En torno a Cristo ganaron espacio el Pesebre, la Cruz, la Eucaristía así
como la sacramentalización de toda la vida cristiana. Todo fue haciéndose
cristocéntrico: “el desarrollo de la devoción eucarística y el éxito
extraordinario del culto al Sagrado Corazón fueron sus expresiones más
notables, sin olvidarnos de la importancia del culto eucarístico.
Creció la devoción a la Eucaristía. Capitales en su promoción y
propagación fueron el poeta Guido Gezelle, Monseñor de la Ségur, José
Frassinetti, autor de Banquete del Amor divino (1867), Don Bosco, Faber,
Dalgairns y muchos otros.
Al lado de Cristo, creció la devoción mariana en la que tanta
importancia y relevancia tuvieron las apariciones. Cundió un gusto por lo
maravilloso hasta llegar “a considerarse como una falta de fe la menor
reserva ante los hechos maravillosos del presente o del pasado”.
Devociones ardientes y también metódicas hicieron proliferar grupos
apostólicos y personalidades de acción. Los activos hombres del siglo XIX
fueron iniciados en los métodos ignacianos de oración, complementados con
el paso del tiempo por el ritmo oracional de los monjes benedictinos.
Todo ello incidió en una renovación de la literatura espiritual. Poco a
poco los grandes maestros espirituales como Angela de Foligno y
Ruysbroeck fueron traducidos y ganando espacio entre el gran público. Estos
y otros autores espirituales acompañaron las ofertas espirituales de los
nuevos autores contemporáneos de corte místico como Scheben, Naturaleza
y Gracia (1861) y Los Esplendores de la Gracia Divina (1863), los sermones
de Newman, Faber, autor de Todo por Jesús (1853), el abate Chaumont y
toda la influencia de San Francisco de Sales y las obras de monseñor Gay,
especialmente su Vida y virtudes cristianas (1874). Este fue el autor
espiritual francés más clásico del siglo XIX. De este libro se vendieron en
tan solo 18 meses 10.000 ejemplares; en dicho libro se aúnan la
espiritualidad paulina y joanea. Su intención era incorporar al cristiano a
Cristo.
Muy en relación con la devoción y con la espiritualidad, en íntima
conexión con ellos, se fue renovando la liturgia. Durante la segunda mitad
del siglo XIX tuvo lugar el inicio del movimiento litúrgico. En suma, se fue
89

pasando de la indiferencia por la liturgia a una vida litúrgica cada vez más
viva. La influencia de la espiritualidad ignaciana parece que pesó mucho en
la lentitud con la que se procedió. El gran adalid fue dom Guéranger. La
influencia de su monumental Año Litúrgico (1854) fue transcendental. Los
más conspicuos enemigos de la Iglesia decían de ella. “He aquí una obra que
hará tanto mal como bien hicieron las narraciones de Voltaire”.
Con el comienzo del movimiento litúrgico se consolida en toda la
Iglesia romana el triunfo de su liturgia. El mérito se debe indistintamente y
a partes iguales al papa Pío IX, a las distintas congregaciones romanas y a
dom Guéranger. Poco a poco fueron desapareciendo los privilegios de las
iglesias particulares, especialmente en Francia, hasta la consecución de un
único culto; culto inspirado en la Iglesia de la antigüedad y con el latín como
lengua vehicular y básica.
Algo parecido aconteció en el muy variado mundo de la música
sagrada. En este punto, al decir de Husymans, todo parecía feo y desdichado
dentro de las iglesias y templos católicos. A lo largo de la segunda mitad del
siglo XIX se fue imponiendo una verdadera reforma que buscaba la belleza,
el equilibrio y la consonancia estética con los nuevos tiempos y
sensibilidades burguesas de la época. Por otra parte, la Iglesia se había
impuesto purificar su liturgia de todo rastro chabacano y mundano. La
Congregación de Ritos de 1884 escribía al respecto: “Ejecutar en la Iglesia
cualquier frase, por mínima que sea, o toda reminiscencia de obras teatrales,
partes de danza de cualquier género, como polcas, valses, mazurcas,
minuetos, rondós, escocesas…. Canciones populares eróticas o bufonas,
romances, etc y utilizar instrumentos de música demasiado ruidosos, como
tambores, bombos, címbalos y parecidos, como los instrumentos de
saltimbanquis”, debía conjurarse y liquidarse. La revolución en este campo
se logró gracias al triunfo de la música instrumental, de la música polifónica
y del canto gregoriano. Destacamos, entre los principales músicos de la
época a Nicolás Jacques Lemmens (1823-1881) y César Frank (1822-1890);
en la polifonía a F. C. Gounod (1818-1893). Las asociaciones cicilianas de
la música en Alemania, inspiradas en los trabajos del sacerdote F. X. Witte
(1834-1883), coadyuvaron y potenciaron cuanto estamos diciendo.
Amén de los progresos en la composición musical eclesiástica, durante esta
época se lo logró la restauración del canto gregoriano. Una vez más, dom
Guéranger fue clave. La importancia de los monasterios benedictinos de
Solesmes y Beuron, (Alemanía) resultaron determinantes. Poco a poco se
fue imponiendo el canto llano.

En el campo de la arquitectura religiosa se pasó de las regulares


restauraciones a la construcción de miles de iglesias con no los mejores
métodos y recursos. Faltó originalidad y se pensó mucho más en la
monumentalidad y solemnidad que en la creación de espacios para rezar.
90

Privaban en las iglesias cristianas los espacios para las bodas y las primeras
comuniones. Estamos en la época del neogótico.
91

TEMA SEIS: EL DIPLOMÁTICO PONTIFICADO DE


LEÓN XIII (1878-1903): ENTRE EL REALISMO Y LA
APERTURA A UN MUNDO QUE SE SECULARIZA143

Los últimos ocho años del pontificado de Pío IX (1870-1878)


constituyen, en nuestra opinión, el preámbulo del también largo pontificado
de León XIII. Sus primeros años no tuvieron otro objetivo que el de sacar a
la Iglesia del atolladero en el que la había metido el papa Mastai. Pecci, el
nuevo papa León XIII, supo aprovechar sus cualidades personales, su
liderazgo y su influjo moral sobre la Iglesia y sociedad de su tiempo para
situar al papado a finales del siglo XIX en una de sus más altas cimas. Cima
que debe compararse con el estado de la Iglesia a comienzos del siglo XIX.

Con todo, no conviene llamarse a engaño, el logro de este objetivo no


fue fácil. La Iglesia católica, además de hacer frente, al creciente secularismo
y al naciente anticlericalismo, tuvo que librar una formidable batalla para,
sin romper su unidad, acercar posturas entre los católicos integristas, cada
vez más inclinados hacia posiciones monárquicas y con el paso del tiempo
hacia comportamientos populistas y autoritarios, y los católicos más
sosegados inclinados a dialogar con el mundo y a intentar un mejor
entendimiento con él144.
Concluido, finalmente, el larguísimo pontificado de Pío IX, en el que
el papado tanto a nivel jurisdiccional, como doctrinal y devocional había
alcanzado su máximo poder, convenía acertar en la elección de su sucesor.
Convenía, pues, elegir a alguien que supiera y pudiera encanar la naturaleza
humana del vicario de Cristo sin olvidarse de llevar a término un gobierno
de la Iglesia en diálogo y en contacto con el mundo. Esta era la única manera
por la que la Iglesia podría recuperar también su presencia en un nuevo
mundo cada vez más secularizado y lejano de sus fines. Convenía, pues,
encontrar un hombre capaz de llevar a cabo los cambios que el papado y la
Iglesia debían acometer. Ese hombre sería Vincenzo Gioacchino Pecci.

143
T´SERCLAES, Mgr de, Le Pape Léon XIII. Sa vie, son action religieuse politique et sociale, vol 1 y 2 , Paris
1894,576 y 636 pp en UPCo 1676/7. HAYWARD, Fernand, León XIII, Barcelona 1952, 352 pp. UPCo
1676/28. GALINDO GARCIA, A y BARRADO BARQUILLA, J. (Eds), León XIII y su tiempo. Publicaciones
Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 2005, 697 pp. VIAENE, V. (Ed), La papauté et le nouvel
ordre mundial. Diplomatie vaticane, opinión catholique et politique internationales au temps de Léon XIII,
Leuven Universiyt Press, Leuven 2005, 514 pp. UPCo 1676/48. ZAMBARBIERI, A., I cattolici e lo stato
liberale nell´etá di Leone XIII, Venezia 2008, 287 pp. UPCo 1677/229; CHENAUX, Ph. (a cura di), Leone XIII:
tra moderntà e tradizione, Lateraum 10 (LXXCI) 2, 185-413 y CASAS, S., León XIII, un papado entre
modernidad y tradición, Pamplona 2014 210 pp. UPCo 1676/54.
144
CARCEL, V., Historia de la Iglesia. III. La Iglesia en la Época Contemporánea, Palabra, Madrid 1999, pp
209, 216, 219-220.
92

Pecchi sucesor de Pío IX


Los candidatos a la sucesión del papa Mastei se dividían en dos
grandes grupos: los que se consideraban sus herederos naturales y los que
con una mirada más abierta a las necesidades de la Iglesia y del mundo,
pensaban era necesario elegir una persona, fiel en todo a la Iglesia, pero con
iniciativa y con capacidad para enfrentar los nuevos problemas. El grupo de
los zelantes, estuvo encabezado en el cónclave por el cardenal barnabita
Bilió, uno de los redactores del Syllabus; el de los aperturistas, los
politicantes, estuvo liderado por Franchi, antiguo nuncio en la España de
1868. A ellos habría que sumar un nuevo grupo: el de los independientes,
muy reducido en número, que no confiaba en tópicos y se sentía libre para
elegir entre los mejores. Entre éstos se encontraba el cardenal camarlengo,
arzobispo de Peruggia, Pecci. Un eclesiástico, en opinión de Viaene, “a la
vez politicante y zelante”145.
El cónclave comenzó en la Capilla Sixtina la tarde del lunes 18 de
febrero de 1878; el 20, con la ayuda de los cardenales Franchi y Manning,
salía elegido papa con 44 votos de 64 el cardenal Pecci146. Todo el mundo
consideraba que se trataba de un papa de transición.
El nuevo papa parecía del gusto del embajador francés ante la Santa
Sede, quien en carta a su presidente, lo describía como persona reputada en
la ciencia, revestida de virtudes y de experiencia política147. Dupanloup, el
obispo de Orleans, se felicitaba por haber salido elegido un papa “bien
informado sobre todas las cosas que tratan de los problemas capitales de la
situación actual”.
Pero más allá de estos juicios tan laudatorios: ¿Quién era el nuevo
papa? El nuevo papa, Joaquín Pecci, había nacido el año 1810 en Carpineto,
sur de Roma, dentro, pues, de los Estados Pontificios.
Formado en el internado de Viterbo que los jesuitas acababan de
inaugurar, aprendió de modo sobresaliente la lengua latina y el arte de la
retórica. A los 14 años, sin abandonar la férula de los jesuitas, continúo su
formación en el Colegio Romano. Fue un alumno brillante, responsable y
divertido. Terminados sus estudios eclesiásticos se matriculó en 1832 en la
Academia de Nobles, centro de estudios en el que se formaban los futuros
diplomáticos y altos funcionarios de la Iglesia católica. Finalmente, se
doctoró en derecho civil y canónico.

145
DE CESARE, R., Il Conclave di Leone XIII (Con documenti), Cittá di Catello, 1887; MELLONI, A., Le
conclave. Les clés de l´election du pape, Paris, 2003. VIAENE, V., La papauté… p. 49.
146
HAYWARD, F., León XIII, Barcelona 1952, pp 33-48.
147
BARBICHE, B., Le conclave de 1878 ou les déboires d´un ambassadeur de France, en Le Pontificat de
Léon XIII. Renaissances du Saint Siege?, Études réunies par Ph. LEVILLAIN et J-M. TICCHI, Collection de
l´Ecole Française de Rome (368), Rome 2006, 55-63, especialmente 61
93

Discernida su vocación y descartado su ingreso en la Compañía de


Jesús, se inclinó por el clero diocesano. Ordenado sacerdote por el cardenal
Odescalchi en 1837, sus protectores, los también cardenales Scala, Pacca y
Lambruscini, le confiaron muy pronto altas responsabilidades dentro de la
Curia Vaticana. El año de su ordenación, el mismísimo Gregorio XVI le
nombró prelado doméstico, confiándole una pasantía en la signatura papal y
elevándolo muy pronto a la Congregación del Concilio.
En 1838 fue nombrado delegado pontificio destinado a Benevento; en
1841 a Spoleto y Perugia. En estas tres provincias logró la pacificación, la
erradicación del bandidaje y la regularización de una nueva administración.
Mejoró los antiguos caminos y comenzó la construcción de nuevas
carreteras. Con los bienes y recursos de la Santa Sede prestó atención a los
más pobres y desheredados; no se olvidó, finalmente, del cultivo de las letras
y las artes. Logró que en la ciudad de Perugia nadie fuese encarcelado y que
la usura desapareciera con la creación y apertura de una caja de ahorros.
Tan excelentes resultados propiciaron, quizás precipitadamente, su
nombramiento como Nuncio en Bélgica; nunciatura, entonces, de segunda
clase. Su estancia en Bruselas fue corta (1843-1846). Incapaz de resolver los
difíciles problemas por los que la Iglesia y el nuevo estado belga estaban
pasando, todos ellos relacionados con el encaje de la Iglesia en el sistema de
enseñanza del nuevo reino, fue muy pronto removido y nombrado obispo de
Perugia.
Perugia fue su único pontificado; un pontificado que duró treinta y dos
148
años . Actúo como pastor, organizador, animador de las letras y las artes,
siempre en actitud de diálogo con la sociedad. Sus grandes preocupaciones
hasta 1870, año en el que se hizo efectivo en la práctica el nacimiento de la
nueva Italia, fueron la mejora de la formación espiritual y científica de los
futuros sacerdotes, la defensa del domingo y la lucha contra la blasfemia, la
instrucción de los jóvenes, la creación de una cierta cultura católica. Todos
estos esfuerzos hicieron que Perugia fuse considera como la pequeña Atenas
de los Estados de la Iglesia.
Tuvo tiempo, además, para promover la prensa católica y redactar
todo tipo de documentos en los que además de mostrarse en contacto con el
mundo, trataba de orientar y preparar a sus fieles ante los formidables
cambios que por entonces se estaban produciendo. La Vida de Jesús de
Renan (1863) le animó a escribir una carta pastoral en la que rebatía el
racionalismo. Lideró con alturas de miras y en tiempo oportuno (1869) el
Sínodo de los obispos de Umbría y de las Marcas. Terminando su largo y
fructuoso pontificado, redactó dos famosas cartas pastorales, datadas,
respectivamente, en 1874 y 1876, cuya temática fue la Iglesia católica y el
siglo XIX, la Iglesia y la civilización. En ambas cartas rechazaba la

148
CASAS, S., León XIII, un papado 37-53
94

separación entre la sociedad civil y la sociedad religiosa y también criticaba


la explotación que por medio del trabajo abusivo padecía el nuevo hombre
del siglo XIX149. Cardenal desde 1853 y camarlengo desde el 21 de
noviembre de 1877, formaba parte de la Congregaciones de Ritos, del
Concilio, de la Inmunidad eclesiástica y de la de Disciplina.

El balance de su primer año: fidelidad en lo doctrinal, acomodación


en lo práctico de cara a hacer del mundo una respublica christiana. El nuevo
papa poseía un temperamento de jefe y tenía claridad de visión. Se sentía
investido de un alto dominio de sí y se sabía agraciado y capacitado para
gobernar. Hombre, pues, de acción y pensamiento, sabía cómo proceder.
No se arredraba con facilidad. Cuando había que mostrarse frío y distante lo
hacía; cuando tenía que mostrarse cálido y cercano, también. Aun cuando su
aspecto exterior recordaba al de los papas del Renacimiento150, su mundo
interior, su mundo religioso, estaba animado por las comunes devociones de
la época: devoción al Sagrado Corazón, a la Santísima Virgen y a San José.
Devociones que lo mantenían vivo y activo151.
Mucho se ha hablado de las diferencias entre León XIII y su
predecesor. El papa Peccí se mostró siempre más sagaz, agradable,
posibilista y diplomático que su antecesor. Tenía una cierta habilidad para
reconocer la valía de sus colaboradores; congeniaba con eclesiásticos de
fuera de Roma como fueron Dupanloup y Newman; estaba muy capacitado
para las relaciones sociales; sabía estar ante la prensa y los medios de
comunicación; se interesaba, finalmente, por cuanto pasaba en el mundo y

149
He aquí cómo veía la explotación del hombre por el hombre: “Cuántas quejas y cuán gravemente nos
tocó escuchar también en países que son considerados cimas de la civilización, por las exhaustivas horas
de trabajo impuestas a los que han de ganar el pan con el sudor de su frente. Y los pobres niños conducidos
al agotamiento en medio de precoces fatigas, no contristan también al observador cristiano, no sacan
palabras de fuego de un alma generosa, y no obligan a los gobiernos y parlamentos a estudiar leyes para
poner obstáculos a este tráfico inhumano”. Citado por CASAS, S., León XIII, un papado… 47-48
150
Víctor Manuel Arbeloa nos describe con su buen estilo al nuevo papa: “en su sede arzobispal Mons.
Pecci se dedicó al estudio y a la meditación de modo infatigable. Entre los cardenales italianos pasaba por
ser el que más vasto, profundo y claro conocimiento tenía de los problemas de su tiempo. Ágil de cuerpo
y de espíritu, sin la cordialidad espontánea de su predecesor, pero mucho más dueño de sí y de sus
decisiones, tiene el sentido de lo posible y el genio que le sugiere las vías oportunas, a veces
desconcertantes, hacia el fin meticulosamente prefijado.” Socialismo y anticlericalismo, Taurus, Madrid
1973, p. 13.
151
La devoción, como era habitual entre los católicos de la época, le mantenía a sus ochenta y cuatro años
en pie desde las cuatro de la mañana. Escuchaba a muy buena hora, mientras se preparaba para la
celebración personal de su Misa, un pequeño sermón, predicado por un padre capuchino; celebraba la
Misa en la que consumía unos buenos tres cuartos de hora; asistía y seguía entre oraciones personales y
rezos devocionales la misa celebrada por uno de sus secretarios. En tiempo de Cuaresma visitaba una de
las capillas en las que hacía el “Via Crucis, meditando algún tiempo en cada Estación”. A las siete rezaba
en su oratorio el Rosario y los domingos y viernes, siempre en el tiempo de Cuaresma, oía un sermón
predicado por un capuchino. Diariamente visitaba el tabernáculo…” Datos tomados de un suelto titulado
Método de vida de S. S. León XIII durante la Cuaresma, publicado en LA CRUZ, tomo I (1894), 190-191.
95

por cuanto del mundo pudiera repercutir en la Iglesia. Parecía tener una clara
vocación política.
Estaba convencido, pese al equívoco de su primera bendición papal,
de la importancia y del papel regenerador de la Iglesia. León XIII se propuso
al día siguiente de su elección salir de la sacristía en la que los papas
permanecían encerrados desde la pérdida de los Estados Pontificios e hizo
todo cuanto pudo para ponerse en contacto con el pueblo. Esta clara
vocación apostólica y, en su tanto, política, supuso una innovación respecto
al modo de proceder de su predecesor. Estilo que sus más directos
colaboradores, como su familiar el conde Conestabili, advirtieron en las
primeras palabras que dirigió al nuevo Secretario de estado, Alejandro
Franchi: Quiero hacer una política grande.
F. Jankowiak, conocedor de la política llevada a cabo por el papa
Pecci, ha demostrado que León XIII desde un principio se propuso
reconstruir la Respublica christiana. Una Respublica en la que se debía
mantener, siguiendo los ejemplos y la trayectoria de papas tan autorizados
como fueron León Magno, Gregorio VII e Inocencio III, “la supremacía de
la Iglesia sobre el Estado no solamente en materia religiosa sino también en
el campo político y social”.
Si la Iglesia había sido fundada por Cristo y si la Religión católica,
siempre con mayúscula, eran las únicas verdaderas, lo único que cabía hacer
era elaborar un programa al servicio de lo que esto significaba. Programa,
que se adivina en sus más importantes y decisivas de sus encíclicas, y que se
hace patente en sus acciones diplomáticas y apostólicas. Un programa
encarnado en su persona y prolongados en sus más directos e inmediatos
colaboradores.
Un programa que de una u otra manera se llevó a término desde la
Curia y por la Curia. La Curia Vaticana se entiende. Conviene, pues, que
prestemos la debida atención a su curia, a la Curia Vaticana. .
Dentro de su Curia, Jankoviak, Tricia y Durand ponderan la
importancia que tuvo la creación, siguiendo el modelo de los gobiernos de la
época, del llamado gabinete secreto, los perugini. Mullidores de todo lo que
en ella y desde ella se decidía. Una de sus figuras claves fue Gabriele Boccali
(1843-1892), su hombre de confianza, intérprete de su mente y muñidor de
las audiencias pontificias. Otro de los habituales de este gabinete secreto será
su obispo auxiliar, monseñor Carlo Laurenzi. Junto a los perugini, fueron
claves en su largo pontificado obispos como Luigi Rotelli, pastor de
Montefiascone, el maestro de ceremonias Antonio Cataldi así como un
nutrido y compacto grupo de ayudantes de cámara y de secretarios secretos,
entre los que cabe destacar a V. van den Branden de Reeth, rector del Colegio
belga.
Este equipo, equipo de gabinete, se encargó de ir transformando desde
el punto de vista de la diplomacia, interior y exterior, no tanto desde el punto
96

de vista de la menuda administración de la Iglesia, la Curia Vaticana. La


muerte en cascada de los más altos eclesiásticos nombrados por Pío IX,
facilitó la renovación en profundidad de la Curia del papa anterior. Una
renovación acertada. Los nuevos hombres de gobierno del papa Pecci se
distinguieron, además de por su fidelidad a la Iglesia y a la persona del papa
Pecchi, por su tremenda y eficiente actividad y diligencia, casi siempre
exitosa, en los asuntos que se les encomendaban.
Con todo, a León XIII le costó -- algo parecido le había acontecido a
su antecesor -- dar con un Secretario de Estado adecuado. Quería un hombre
al que pudiera manejar, que en ningún momento le hiciese la menor sombra
y que al mismo tiempo fuese eficaz. El elegido, aunque hubo que esperar
hasta 1887, sería el cardenal Rampolla.
La renovación de la Curia se vio acompañada por un incremento
todavía más si cabe de la centralización de Roma y en la que tanta
importancia tuvieron los nuncios. Los nuncios y sus nunciaturas crecieron en
importancia; éstos se convirtieron en auténticos delegados y representantes
del papa; su autoridad dentro de sus respectivas iglesias era superior a la de
los obispos locales. La Curia y Roma acabaron siendo no sólo el centro de la
Iglesia sino el origen de los impulsos exteriores de la misma. De una Iglesia
cada vez más globalizaba, internacional y católica. Una Iglesia que, tal como
viera el literato Zola, supo aunar los intereses de la Iglesia universal, dentro
de lo que se llamará el “espíritu romano”.
Más aún, desde una Curia renovada y enfrentada con el gobierno
italiano, pero sin apenas dependencia alguna, León XIII, lúcido hasta el final
de su pontificado, tras la pérdida de los Estados Pontificios y tras la
singularidad de su nuevo Estado, supo transferir al gobierno de la Iglesia, el
“carácter de sociedad perfecta” y, en su tanto, sociedad universal. Sociedad
universal, cuya misión y autoridad espiritual se debían ejercer, finalmente,
sobre todos los pueblos del mundo. De esta manera la Iglesia se hacía
internacional, mejor todavía supranacional.
De cara a esta tan personal manera de gobernar la Iglesia, durante su
pontificado se desarrollaron dos líneas de actuación, que aparentemente
caminaban en paralelo, pero que en realidad se entrecruzaban y
realimentaban mutuamente: una nueva geopolítica vaticana, complementada
y reactivada, tal como se ha dicho más arriba, por una ágil, densa bien
lubrificada red de nunciaturas.
Geopolítica que Jankowiak, siguiendo los estudios de Piovani, valoró
como un verdadero y novedoso cambio de orientación. Si hasta la muerte de
Pío IX la política exterior de la Iglesia se caracterizó por un temporalismo
horizontal con León XIII se caracterizará por un temporalismo vertical.
Temporalismo vertical basado en el control jerárquico y magisterial directo
sobre los fieles y desde ellos, como puede verse en las encíclicas más de
orden político como la Inmortale Dei (1885) y antes en la Diuturnum, sobre
97

el gobierno del mundo, sobre los gobernantes. Los registros de tal cometido
fueron desde la reclamación casi permanente de la devolución de los Estados
Pontificios al gobierno italiano a la instauración de los llamados derechos de
Dios, fuente y origen de todo tipo de derechos; derechos administrados,
indudablemente, por la Iglesia.
Para llevar a término esta nueva vocación de la Iglesia y como siempre
ha sucedido en su seno se fueron reforzando las antiguas las nunciaturas, y
constituyendo otras nuevas. La revitalización que supuso la nueva política
de las nunciaturas, posibilitó, al decir de Jankowiak, el que la Iglesia pasase
en un tiempo relativamente corto de la resistencia a la conquista. Una
conquista, más bien reconquista, al decir de Ph. Levillain, encarnada en una
sutil alianza entre la acomodación y la intransigencia. Acomodación,
actualizando los principios enunciados hacía tiempo por Consalvi;
intransigencia hacia quienes dentro del seno de la Iglesia no aceptaban dicha
política, tal como pudo percibirse en algunas fases de la política del
raillement en Francia y en el intento de una reconversión del integrismo al
constitucionalismo en España. Una política que con el paso del tiempo y
fortalecida por sus propios éxitos, no estuvo lo suficientemente activa para
velar convenientemente por sus asuntos, sobre todo por aquellos que
consideraba como menores y tuvieron que ser corregidos durante el
pontificado de Pío X.
Dentro de lo que hemos caracterizado como temporalismo vertical
habrá que situar en lo que respecta al gobierno interior de la Iglesia y también
en lo que hace a sus relaciones con el exterior, así lo han denominado algunos
estudiosos de Lovaina, la importancia concedida a la creación de la opinión
católica. Viaene la define “como el proceso por el cual la Iglesia y el
movimiento social católico son reproducidos en tanto que actores de la esfera
pública” católica152.

El magisterio de León XIII


Tan importante o más que la renovación de la Curia para llevar a
término el sueño del papa Pecci: hacer del mundo una respublica cristiana,
fue la lenta configuración de lo que llamaremos el magisterio leonino.
Entendemos éste como el esfuerzo metodológico e intelectual, fusionando la
filosofía, la teología y la moral, por el que este papa lograba adaptar las
verdades cristianas a los nuevos tiempos y a la consecución de sus objetivos,
sin renunciar a sus principios, flexibilizándolos y dándoles al mismo tiempo
un carácter universal, de los que los hombres de la Iglesia y los cristianos de
a pie podían sacar argumentos para encarnar la vida cristiana en un mundo
nuevo y muy distinto, sin ir más lejos, al de Pío IX.

152
VIAENE, V., Réalité et image sous le pontificat de Léon XIII en VIAENE, V., La paupaté… 34 y DURAND,
J- D-. Léon XIII, Rome et le monde en VIAENE, V., La paupaté… 57-58
98

Acompañemos la lenta configuración del magisterio leonino. El peso


de la Revolución de 1848, la pérdida de los Estados Pontificios y la pérdida
de la hegemonía francesa ante los alemanes en 1870 y la pretensión
imperialista del nuevo reino prusiano seguían teniendo su peso.
Rescatemos de sus encíclicas los ejes de su magisterio. En la primera
de una larguísima serie, la Inescrutabili Dei (21-4-1878)153, se nos ofrece
una muy pesimista y negra visión del mundo. Un mundo que ha negado “las
supremas verdades … fundamentos estables del orden social”; un mundo en
el que predominan: “la arrogancia de los intelectuales”, “la perpetua siembra
de discordias que provocan guerras civiles y conflictos sangrientos, el
desprecio de las leyes que rigen la moral y garantizan la justicia, la insaciable
codicia de los bienes caducos y el olvido de los bienes eternos, la
corrupción…., la desvergüenza de aquellos que, cuanto mayores son sus
errores, con tanto mayor ahínco trabajan por presentarse como defensores
de la patria, libertad y de todo el orden jurídico”. Todo ello resultado y a la
vez causa “de nuevas revoluciones” (ID 2). La aparición de tantas desdichas
se debe, esta es la opinión del papa, al desprecio de la Religión, al “olvido
de la santa y augusta autoridad de la Iglesia” y a la destrucción de sus
derechos (ID 3). El papa, en consecuencia, se entregará “a la defensa y
reivindicación de la Iglesia de Cristo y de la dignidad de la Sede Apostólica”
(ID 4), o lo que es lo mismo: a la reivindicación y puesta en el lugar que le
corresponde a la Religión. La Religión es considera como verdadera “áncora
de salvación” y como “el centro común” del que siguiesen partiendo tanto
“la doctrina de la fe religiosa como los consejos acertados para conservar la
paz” (ID 7). La Religión, comenzaba a repetirse hasta la saciedad, además
de dignificar y ennoblecer “la obediencia civil”, era la única que podía
contener el espíritu disgregador de la política (ID 8) y de paso mantener,
“incólume e intacta la dignidad de la Cátedra Romana y asegurar más y más
la unión de los miembros con la Cabeza, de los hijos con el Padre”; misión
en la que tenía que perseverar el papa (ID 10), hasta lograr la “plena
independencia de nuestro poder apostólico”. Desde esta perspectiva
suplicaba a los reyes que se uniesen a la Santa Sede “con lazos de respeto e
íntimo cariño”. Unión tanto más íntima cuanto de ella saldría el progreso de
los pueblos y la estabilidad de los gobiernos. (ID 11).
El papa, como se dirá en la segunda parte de esta encíclica, llevará
adelante su misión con la colaboración de sus obispos, a quienes instaba
desde el principio de su pontificado a una sincera “adhesión de inteligencia
y voluntad” a la Santa Sede y a un rechazo “de plano de aquellas opiniones,

153
ACERBI, A., La chiesa nell tempo. Sguardi sui progetti di relazioni tra Chiesa se società civile negli ultimi
cento anni, Vita e Pensiero, Milano 1979. Este autor dedica el primer capítulo de este libro, Ver pp 11-93
a la encíclica y al comienzo del pontificado de León XIII. DE LAMBIER, P., Un idéal historique concret de
societé. Le projet de Léon XIII, en Revue thomiste, 86 (1978), 3, 385-412 y la obra de COURTNEY-MURRAY
que se indica en la nota 1 del cap 1 del libro de ACERBI
99

que por muy generalizadas que estén”, contradigan su doctrina. El ideal del
nuevo papa era el de conseguir la unidad total de todos los católicos con su
persona, con su modo de proceder y pensar hasta lograr “que todos los fieles
unidos en un solo espíritu y en un mismo sentir, piensen como Nos y hablen
como Nos” (ID 12). Dicha identificación exigía estar “por entero de acuerdo
con la fe católica tanto en las letras como en la ciencia, y sobre todo en la
filosofía, de la cual depende en gran parte la buena dirección acertada de las
demás ciencias” (ID 12).
Claves en el triunfo de la religión eran la educación cristiana de la
juventud, la vida ordenada de los hijos dentro de la familia cristiana (ID 13)
y “la creación y fomento de asociaciones piadosas, que, con extraordinaria
ventaja de los intereses católicos, han sido fundadas modernamente.” (ID
14).
Medio año después en su segunda encíclica, en la Quod Apostolici
Muneris (28-12-1878), presentaba y condenaba como uno de los más
grandes de lo que ansiaba que fuera la respublica christiana: el socialismo.
El socialismo era calificado como “el cáncer natural que está invadiendo las
articulaciones más íntimas de la sociedad humana, poniéndola en peligro de
muerte” y los socialistas eran tachados de “sectarios”, señalando que su
principal objetivo no era otro que el de “derribar los fundamentos de la
sociedad civil”.
Si perniciosos eran los socialistas y destructivas para el orden social
sus doctrinas, gravísimas y peligrosísimas eran sus consecuencias respecto
de Jesucristo: no lo consideraban como al “autor de la redención del género
humano”; razón por la cual deseaban que fuera desterrado de las
“universidades, de los institutos, de los colegios y de todo el ámbito público
de la vida humana”. Lo triste, gritaba el papa, era que el socialismo había
llegado a “los hombres de las clases bajas”; quienes, “hastiados de la pobreza
de su casa o de su taller, ansían lanzarse contra los palacios y el patrimonio
de los más ricos”. La presencia del socialismo en la vida social, afirmaba el
papa, traería la inseguridad y la ruina del mundo (QAM 2). Había, pues, que
luchar contra él y contra todo lo que le identificaba como era: una suerte de
derecho nuevo, “contrario a la ley natural y divina” (QAM 3), un
igualitarismo universal, una concepción natural del poder y de la propiedad
artificiales y no naturales y, finalmente, una acusada e interesada defensa de
la revolución como camino del cambio social.
Saquemos las consecuencias de sus dos primeras encíclicas: una
visión muy negativa y enfrentada con el mundo, en la que se destacaba el
rechazo de éste de la Religión; una defensa a ultranza de ésta y un intento de
reposición de la misma como una fuente de salvación religiosa y como causa
del orden en el mundo. Esto supuesto, el papa se confiaba en sus obispos y
pueblo cristiano para constituir una especie de ejército, en el que todos
pensasen y sintiesen de manera parecida, en el que la unanimidad fuera la
100

norma, con una misión concreta: la transformación del mundo en una suerte
de respublica christiana. Uno de sus principales enemigos eran el comunismo
y el socialismo; el otro será el liberalismo y otro tercero, hijo de ambos, el
secularismo.
Si en sus dos primeras encíclicas León XIII se enfrenta a un mundo
que camina hacia una apostasía social y más en concreto al comunismo y al
socialismo, en las que siguen su gran enemigo será el liberalismo.
En la Diuturnum illud (1881) se perciben las consecuencias del
asesinato del Zar Alejandro II en la Rusia de 1881 y las enseñanzas que del
triunfo de la religión pueden seguirse para el establecimiento y
mantenimiento del orden: “Al conocer el nefando asesinato de un
emperador” y frente a los peligros y amenazas del terrorismo “contra los
demás reyes de Europa”, la Religión, en opinión del papa, seguía siendo la
única institución que garantizaba la estabilidad y el orden de los Estados, la
única que armonizaba los mutuos deberes de gobernantes y gobernados (DI
1).
De aquí se concluía frente al derecho nuevo, defensor del origen
natural del poder, que Dios era “el principio natural y necesario y origen del
poder político” (3). Lo que quería decir que el gobierno por unos de “la
multitud” así como la obediencia a la autoridad proceden del poder que Dios
que se lo ha otorgado a algunas personas para que puedan desarrollar la
misión que les ha sido encomendada (DI 7). “El pacto, en consecuencia,
clave en el liberalismo, fuente de la soberanía popular, es una ficción
inventada”.
Cuatro años más tarde, León XIII dará un paso más con la Inmortale
Dei (1885). En esta encíclica, calificada como el código de la política
cristiana, se criticaba el iusnaturalismo, campo en el que la nueva política
cimentaba el origen del poder, y se denunciaba el que los Estados del llamado
derecho nuevo excluyesen a la Iglesia de la vida política. Frente a esta
realidad excluyente, el papa creía que seguía siendo necesario apelar a los
valores del evangelio y a la autoridad de la Iglesia para fundamentar la
doctrina del Estado y así asegurar la paz y el progreso en el mundo, por lo
que en la sociedad, como primera instancia, debían mantenerse el culto y la
religión (ID 4). La Iglesia y la Religión, afirmaba el papa, constituía una
“sociedad sobrenatural” y espiritual, distinta y diferente de la sociedad
política. “Una sociedad genérica y jurídicamente perfecta”. Dado que su
finalidad es la más “noble de todas”, la Iglesia en lo que respecta la autoridad
es superior a la autoridad civil.
Pero por mucho que el papa afirmase la superioridad de la Iglesia
como sociedad perfecta estaba obligado a reconocer la existencia de la
sociedad civil. Existían, pues, dos sociedades, dos poderes, el eclesiástico y
el civil, soberanos ambos en sus respectivas esferas.
101

Reconocida la existencia de estos dos poderes, se alzaba otro problema


no menor. Dado que “el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno
mismo”, el ciudadano en muchos casos cristiano. Ante esta realidad debían
hacerse todos los esfuerzos posibles para llegar a un mutuo entendimiento
del que saliera siempre beneficiado ese sujeto pasivo que nosotros
llamaremos ciudadano. En el campo concreto de la acción política y del
cuidado del alma de ese sujeto al poder político, le correspondía velar por el
desarrollo de las cosas temporales, al poder eclesiástico por “la adquisición
de los bienes eternos”.
Un equilibrio muy difícil de conseguir y muy fácil de sobrepasar sobre
todo cuando el nuevo derecho se siente capaz de invadir y hacer suyos los
derechos de la Iglesia en materia de religión y de culto, igualando a todas las
religiones y atribuyéndose sobre ellas un derecho que no tiene, propiciando,
a su vez, “una libertad ilimitada de conciencia, una libertad absoluta de
cultos, una libertad totalmente de pensamiento y una libertad desmedida de
expresión” (10).
Extralimitaciones que se harán todavía más evidentes en el campo de
la enseñanza, donde la Iglesia tendrá cada vez menos presencia “en la
enseñanza y en la educación pública de los ciudadanos; el matrimonio dejará
de ser cristiano al estar bajo la jurisdicción del Estado; el clero será privado
de sus propiedades y a la Iglesia se le negará el derecho de propiedad.
Entonces la Iglesia como “la parte más débil” sucumbirá “ante la parte más
fuerte” (ID 11). La Iglesia, en suma, será destruida y todas sus instituciones
verán suprimidos “todos sus derechos” (ID 12).
Expuestos los peligros que para la Iglesia encierra el derecho nuevo,
no seríamos fieles al contenido de esta encíclica si no reconociéramos en
virtud de la soberanía del Estado, el que el papa le reconozca a los Estados
el que elijan las formas de gobiernos que consideren mejores para sacar
adelante sus intereses. Reconocimiento que se extiende hasta una cierta
libertad religiosa y de cultos, por lo que no es aconsejable en los nuevos
estados violentar ni forzar a nadie “a abrazar la fe católica” (ID 18).
Igualmente, “acepta los adelantos que trae consigo el tiempo (….) como
destello de la mente divina”, presente en toda “investigación del
entendimiento humano”. Desde aquí se entiende que la Iglesia guste, como
si fuera una auténtica bendición, el progreso de las ciencias (ID 20).
Finaliza recordándoles a los católicos que hagan suyas “todas las
enseñanzas presentes y futuras de los Romanos Pontífices”, que no se dejen
engañar por las apariencias de la libertad que dice contener el derecho nuevo
y que ajusten “su vida y su conducta a los preceptos evangélicos”. En el
orden práctico, les invita a participar en la administración de sus municipios,
en la instrucción de la juventud y en todo lo que “abarque el poder supremo
del Estado”. Deberes a los que los católicos están obligados en conciencia.
Pero por encima de estos deberes y muy en línea con su fidelidad a los
102

principios evangélicos, los católicos deberán estar “dispuestos a ser hijos


amantes de la Iglesia y aparecer como tales” (23). Harán, en consecuencia,
todo lo que puedan en defensa de la Religión católica, evitando,
principalmente, “la connivencia con las opiniones falsas y una resistencia
menos enérgica que la que exige la verdad”.

Asentados doctrinalmente el origen del poder y la autoridad, expuesta


la constitución del Estado, le faltaba al papa atacar la libertad y el
liberalismo, lo hará en 1888. Coincidiendo con el cincuenta aniversario de
su ordenación sacerdotal, publicará la Libertas praestantissimun (25-7-
1888), texto en el que se estudian de manera orgánica tanto los principios del
liberalismo como sus prácticas.
En esta encíclica, además de oponerse a la separación de la Iglesia y
del Estado, se critica la libertad de cultos. Ésta es “contraria a la verdad”. En
este punto la Iglesia no hace ninguna concesión. La Religión, al “ser la reina
y la regla a la vez de todas las virtudes”, tiende a realizar su misión, es decir
a poner a todo y todos en contacto directo e inmediato con Dios, a quien se
le debe dar el culto debido. La libertad de cultos supone para el hombre el
abandono “del bien para entregarse al mal”. O lo que es lo mismo: la
“depravación de la libertad y la esclavitud del alma entregada al pecado” (L
15). La Iglesia discrepa con el principio de que el Estado “no rinda a Dios
culto alguno” y “que el pueblo no signifique nada cuando profesa la religión
católica”. Permitir esto equivale a la creación de “un ateísmo del Estado (...)
y a la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones” (L 16). La
Religión estará por delante y por encima de la libertad (L 17).
Respecto de la libertad de expresión y de la libertad de imprenta se
dirá que dado que la libertad tiene que ser únicamente para el bien y no para
el mal; “todo lo que la licencia gana lo pierde la libertad”, supuesto que la
“libertad no debe oprimir nunca la verdad” (L 18). Dado que los supuestos
de la libertad de enseñanza son la verdad, la libertad y la revelación no tiene
sentido abogar por esa libertad. La apologética prevalecerá incluso sobre el
derecho a la investigación (L 20). Tampoco estará de acuerdo ni con la
libertad de conciencia (L 22) ni con la tolerancia (L 23).
Todo cuanto llevamos dicho puede y debe completarse con la lectura
de las encíclicas Sancta Dei (1881) sobre las misiones extranjeras y de la
Sapientiae christianae (1890) sobre los deberes políticos de los fieles
católicos.
Al mismo tiempo y en consonancia con todo lo anterior, el papa Pecci
abordó la cuestión social. Lo hacía de manera muy novedosa. Pensando y
considerando el futuro de la sociedad era necesario, en palabras del papa, no
acrecentar la contienda, es decir la honda y progresiva división entre las
clases sociales, sino disminuirla y encauzarla por caminos de justicia con la
intervención y ayuda del Estado. El papa reclamaba estados fuertes con
103

claras políticas sociales inspiradas por y en la religión, en los que las


sociedades intermedias, la familia y las asociaciones civiles y profesionales,
no solo tuviesen peso y reconocimiento, sino que junto con el estado
pudiesen actuar conjuntamente, subsidiariamente, para conjurar para
siempre la creciente odiosidad entre las nacientes clases sociales, asegurando
la paz social y el progreso social y religioso.
Con la publicación de la RN el 15 de mayo de 1891154 daba comienzo
lo que ha venido a llamarse Doctrina Social de la Iglesia155. Los tiempos
estaban más que maduros para que la Iglesia, dentro del esquema doctrinal
acometido por León XIII, hiciese pública su solución ante el problema
social156. Por primera vez en su historia la Iglesia, tras describir
realísticamente la situación de las masas obreras, manifestaba llevar a cabo,
«de intento y por entero», el estudio de la cuestión obrera a fin de que
«resplandezcan los principios con que poder dirimir la contienda conforme
lo piden la verdad y la justicia» (RN 1).
Frente a las soluciones liberal y socialista, cuyas características y
consecuencias conocemos, la Iglesia se postulaba como la única solución
social a un problema en el que «un número sumamente reducido de opulentos
y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una
muchedumbre infinita de proletarios» (RN 1).
La Iglesia apoyaba su convicción en la asistencia de la fuerza del
Espíritu Santo, que la constituía en única intérprete del proyecto divino sobre
la humanidad y la sociedad; razones por las que podía y debía intervenir con
«pleno derecho» (RN 12). En caso de no hacerlo, la solución al problema
obrero sería «verdaderamente nula» (RN 12).
Con todo, la Iglesia, al tiempo que se sentía garante de la contienda
entre ricos y pobres, sabía –y esto es algo muy decisivo desde el comienzo
de la DSI– que para conseguir el arreglo final de la cuestión obrera necesitaba
contar con la ayuda de las leyes, de la autoridad del Estado, de la
colaboración del proletariado y de los dueños del capital así como la
implantación de las nuevas formas de asociación, amén del triunfo de la
probidad de las costumbres cristianas y del imperio de la religión.
La RN daba mucha importancia en la resolución de la cuestión obrera a la
religión. En la medida en la que el hombre y la sociedad fuesen más y más
religiosos, más fácilmente se conseguiría el acercamiento de los ricos y los
pobres y la erradicación de la contienda (cf. RN 14-16). Asunto que se

154
Rerum Novarum. Écriture, contenu et réception d’une Encyclique. Actes du colloque international
organisé par l’École française de Rome et le Gréco nº 2 du CNRS (Rome, 18-20 avril, 1991), Rome 1997,
711.
155
Cf. G. JARLOT, La Iglesia ante el progreso social y político, Barcelona 1967. Cf. para todo el desarrollo
histórico, DEPARTAMENTO DE PENSAMIENTO SOCIAL CRISTIANO, Una nueva voz para nuestra época (PP 47),
Madrid 2006, 3-138; I. CAMACHO, Doctrina Social de la Iglesia. Una aproximación histórica, Madrid 1991.
156
Cf. M. TOSO, Welfare Society. L’apporto dei pontefici da Leone XIII a Giovanni Paolo II, Roma 1995, 41-
50.
104

complementaría –esta es nuestra opinión– con la creación por medio del


ahorro de un creciente número de propietarios de la tierra, que en la
mentalidad del papa León XIII eran los únicos capaces de mantener el orden
cristiano; un orden, fundamentalmente, religioso.
Pese a la importancia que la Iglesia concedía a la vivencia de la
religión –el recuerdo de la vida futura, el imperio de la caridad cristiana, la
dignidad y mérito de la pobreza y los beneficios de la gracia–, era consciente,
como acabamos de decir, de la vital importancia del Estado. Razón por la
cual se atreverá a recordarle, desde su propia concepción de las relaciones
Iglesia-Estado, cuáles eran sus deberes en el campo social, algo en los que
ambas instituciones coincidían en el fondo.
La Iglesia le recordaba al Estado que su primera y principal misión era
la de procurar tanto a nivel nacional como individual la prosperidad. Ésta era
«el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes» (RN
23). Al mismo tiempo le indicaba el modo en que el Estado debería llevarla
a cabo: «sin la más leve sospecha de injerencia, ya que el Estado debe velar
por el bien común como propia misión suya»; es decir, aplicando el principio
de subsidiaridad (RN 23).
El segundo deber del Estado, en una época en la que la ciudadanía era
un privilegio únicamente de unos cuantos, sería hacer todo lo posible para
que este derecho les fuese reconocido a los proletarios tanto a nivel legal
como fáctico. El Estado defenderá, en consecuencia, «por igual a todas las
clases sociales, observando inviolablemente la justicia llamada distributiva»
(RN 24).
Al Estado le correspondería como tercer deber, dado que «la riqueza
nacional proviene no de otra cosa que del trabajo de los obreros», hacer
cuanto esté al alcance de su mano para que los proletarios reciban lo que
«aportan al bien común, como la casa, el vestido y el poder sobrellevar la
vida con mayor facilidad» (RN 25), así como el asegurar el cultivo de «los
bienes del alma» de los obreros, por lo que tendrá que aprobar leyes y
reglamentos donde se fijen jornadas de descanso y se hagan respetar las
fiestas religiosas.
El Estado, en cuarto lugar, tendría que hacer todo lo necesario para
asegurar las mejores condiciones laborales para el trabajador. Fijará, entre
otras cosas, las condiciones laborales, el derecho al descanso (cf. RN 31), y
determinará la cuantía de los salarios de los obreros. Éstos tendrán que ser
suficientes para mantener su vida y la de su familia así como para hacer
frente a sus deudas.
Fijadas las obligaciones del Estado, la Iglesia insistirá hasta la
saciedad en la importancia del ahorro. Solo si “el salario es suficientemente
amplio”, el obrero podrá ahorrar. Con sus ahorros, fruto de su trabajo y vida
morigerada, el trabajador a cuenta ajena se convertirá en un pequeño
propietario y en un seguro comprador de pequeñas parcelas de tierra. Con el
105

paso del tiempo y con el fruto de su sudor, este pequeño propietario agrícola
incrementará su patrimonio y se aficionará todavía más al ahorro. No
olvidemos que en el pensamiento y en la tradición de la Iglesia el ahorro
equivalía a la más «equitativa distribución de las riquezas». Con ello se
garantizaban una mayor abundancia de los productos de la tierra y un mayor
apego de los proletarios a su tierra, factores que acercarían las clases. Todo
ello exigía que «la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza de
los tributos e impuestos». En la práctica, de cara a la resolución de la
contienda, se reforzaba el derecho de propiedad; derecho que en la teoría ya
lo estaba. Al fin y al cabo, era un derecho natural, que nadie podía abolir (cf.
RN 33).
Finalmente, la Iglesia aceptó en la medida en la que pudo la puesta en
práctica del llamado derecho de asociación. Derecho que tendría que ser
impulsado por el Estado y que bien ejecutado podría acercar a las clases
contendientes, sueño eterno de la Iglesia. En este punto, sin embargo, la
Iglesia miró más hacia atrás que hacia delante. Las modalidades asociativas
por ella propugnadas fueron: las sociedades de socorros mutuos, los
patronatos, las sociedades de obreros, los gremios, las sociedades mixtas de
patronos y obreros y todo tipo de asociaciones privadas (cf. RN 35-36).
La Iglesia, frente a la influencia del poder de los sindicatos y temerosa de su
pérdida de prestigio entre la clase obrera, sostuvo que los obreros católicos
deberían crear y constituir sus propias asociaciones; asociaciones
confesionales, se entiende. Con ellas quedarían asegurados sus principios y
se alejarían de los graves peligros que para la religión suponía militar en
instituciones en las que ésta era despreciada (cf. RN 37). La Iglesia, apelando
«a las leyes sociales de la religión» y a la restauración de las costumbres
cristianas (RN 40), optaba, frente a los sindicatos de clase, por los sindicatos
mixtos: sindicatos de obreros y patronos. La religión –mantenía y concluía
la RN–, restaurando las costumbres cristianas y haciendo del imperio de la
caridad la «señora y madre de todas las virtudes» (RN 41), era la única que
podía aproximar las clases sociales y erradicar la contienda social.
La publicación de la RN fue mejor recibida por la prensa y por la
opinión pública laica que por la opinión católica. Sin embargo, con el paso
de los años, la Iglesia católica multiplicó sus centros sociales y sus
sociedades de socorros mutuos; creó patronatos obreros y sociedades de
socorro; siguió defendiendo los gremios y alentando los sindicatos mixtos de
patronos y obreros. Los sacerdotes y religiosos se prodigaron en múltiples
iniciativas sociales; no pocos sacerdotes se llamaron y consideraron a sí
mismos como sacerdotes sociales. La sociología y la DSI se convirtieron en
enseñanza obligada en seminarios y facultades de teología. La Iglesia, por
fin, había encontrado su camino y sabía cómo responder a los graves
problemas de la clase obrera.
106

La nueva geopolítica de la Iglesia católica157


Conocidos los supuestos intelectuales con los que el papa Pecci abordó
la realidad y elaborada su teología política, presentaremos a continuación la
realización de la misma, es decir nos pararemos en las no siempre fáciles
relaciones de Roma con los estados y las iglesias de su tiempo y de su
entorno.
En los ocho años que van de la terminación del Vaticano I (1870) al
fallecimiento de Pío IX (1878), la política exterior de la Iglesia se vio
alterada y sin rumbo. No pasó de un vacío reclamo de los Estados Pontificios
y de un larvado enfrentamiento con los países de su entorno, todos ellos
gobernados por el régimen del sistema liberal.
Con la elección de León XIII se alumbraron unas nuevas relaciones
con el mundo exterior. Éstas adquirieron una velocidad y un perfil en clave
de raillement a partir de 1887, año en el que fue nombrado Secretario de
estado el cardenal Rampolla del Tíndaro (1843-1913). Con su nombramiento
se pusieron las bases de una nueva política exterior de la Iglesia. Política
que se apoyó de manera creciente en la Congregación de Propaganda Fide y
que tuvo como norte el posibilismo diplomático y político, en lo que se ha
venido en llamar la geopolítica vaticana.
Una geopolítica que el historiador italiano Trincia resume de esta
manera: “La voluntad de relanzar las relaciones internacionales de la Santa
Sede y de definir sobre nuevas bases las relaciones con los Estados europeos
queda como el punto fuerte de todo el pontificado de León XIII. El método,
que Marcel Launay ha definido como el sentido de lo posible, es siempre el
mismo: León XIII renueva el diálogo con los Estados, reconociendo su
legítima independencia, favoreciendo por parte de los ciudadanos católicos
el pleno reconocimiento de las estructuras civiles de su país (…) es el caso
de la recomposición consecutiva con la Kulturkampf en Alemania. Más que
renovar las protestas formales sin efecto, la diplomacia de León XIII trabajó
para atenuar las crisis y para suprimir las dificultades que dañaban el diálogo
entre el Vaticano y las naciones europeas. Lo cual no significaba, en el
pensamiento de León XIII, negar la tradicional distinción entre naciones
amigas y naciones hostiles. Significaba trabajar a lo largo de un amplio
período, por mantener la alianza de las naciones favorables a la Santa Sede
y por reconciliarse con sus antagonistas, conquistando o reconquistando sus
apoyos”158.
El posibilismo y el realismo de la política internacional de la Iglesia
católica, puestos de manifiesto de manera clara y evidente años más tarde
durante el pontificado de Benedicto XV, lograron el que la Iglesia, rescatase

157
BRANDI, SJ. La politique de Léon XIII, Paris 1892?, 109+49 pp. UPCo 1676/38
158
TRINCIA, L,. Relations internationales et gouvernement central de l´Eglise en Le Pontificat de Léon XIII.
Renaissances du Saint Siege? Études réunies par Ph. Levillain et Jean-Marc TICCHI, École Française de
Rome, Rome 2006, pp 122-24.
107

y se diese a sí misma una misión de servicio por encima de todo poder


político.

Una manera más que digna de ir conociendo cómo se fue fraguando


esta nueva política será, por una parte, presentar las alternantes relaciones de
Roma con los países de tradición católica y cristiana y, por otra, conocer
rastrear todo lo que Roma llevó a cabo con las minorías católicas de países
y regiones donde la Iglesia católica era menos importante. .
Nos detendremos con los casos alemán, francés e italiano.

Las relaciones de la Iglesia católica con el incipiente Imperio alemán


estuvieron muy mediatizadas por lo que la historiografía ha llamado la
Kulturkampf159.
Si tuviéramos que describir la Kulturkampf la describiríamos como el
conjunto de medidas de carácter político y administrativo, todavía
impregnadas del regalismo y josefinismo alemanes, tomadas por los
gobiernos de Bismarck (1815-1898) no tanto, al menos en un principio,
contra la Iglesia católica cuanto contra los políticos católicos, miembros y
partidarios del Cemtrum, partido político opuesto a la política imperial de
Bismarck.
La Iglesia alemana posterior a 1870 estuvo muy condicionada por una
doble realidad: por una parte, por la pérdida de los Estados Pontificios y por
la aprobación de los decretos del Vaticano I, de los que salía fortalecida la
autoridad del papa y reforzada la identidad católica con lo que esto suponía
de rechazo en un país mayoritariamente no católico y, por otra parte, por la
constitución del Reich (1870). Aun cuando las relaciones entre la iglesia
católica alemana y el nuevo imperio se basaron en una mutua fidelidad, tanto
que algunos liberales invitaron a los católicos a constituirse como Iglesia
nacional católica, muy pronto pesó más en las huestes católicas la fidelidad
a Roma que la lealtad a Berlín.
Todo esto se puso de manifiesto en la elaboración de la nueva
Constitución imperial (1870). A parte de las divergencias que los miembros
del Centrum tenían al respecto, el que los católicos se enfrentaran
políticamente a la mayoría liberal, fue el motivo, según Lill, por el que
Bismarck anticipó su llamada Kulturkampf.
La primera medida que se tomó (18 de julio de 1871) fue la de suprimir
el departamento católico en el ministerio de culto y unirlo al evangélico para
de esta manera formar un solo departamento de asuntos eclesiásticos.
159
MOURRET, F., Historia General de la Iglesia. La Iglesia contemporánea, tomo IX, vol I, Madrid 1927,
225-287. HALES, E. E. Y., La Iglesia católica en el mundo moderno. Desde la Revolución Francesa hasta el
presente, Editorial Destino, Barcelona 1962, 254-271. La Iglesia en Alemania y la Kulturkampf, Historia
de la Iglesia, tomo VIII, Herder, Barcelona, 67-93 y 107-133 y el tomo XXV de la editorial EDICEP,
Valencia , pp 257-296. COLONGE, P. Les catholiques face au Kulturkampf en COLONGE, P. et LILL, R,
Histoire religieuse de l´Allemagne, Cerf, Paris 2000, 137-150 en UPCo 1721/118
108

Bismarck, en nada contrario a la religión, lo único que pretendía en estos


momentos era “combatir el partido ultramontano, especialmente en las
provincias orientales”.
En el otoño de ese mismo año, segunda sesión del Reichstang, se
aprobó una ley sobre la predicación. Los predicadores no podían aludir ni
tratar en sus predicaciones temas políticos, temas y puntos que pusieran en
“en peligro el orden público”.
Todas estas medidas se cobraron sus correspondientes víctimas. Las
más señaladas fueron los obispos Krementz y Namszanowski, capellán
mayor del ejército. Las relaciones con la Santa Sede se hicieron, en
consecuencia, cada vez más difíciles; el embajador prusiano, al negarse
Roma a aceptar al cardenal Hohenlohe, fue sustituido por un encargado de
negocios.
También es esta ocasión los jesuitas fueron expulsados (ley del 4-7-
1872); les acompañaron los redentoristas y los lazaristas. La expulsión de los
religiosos supuso la retirada por parte de Roma del encargado de negocios
alemán en el Vaticano. Tres años más tarde, 1875, la partida presupuestaria
del Reich para la embajada del Vaticano fue cancelada. En medio de tan
tristes circunstancias fueron apresados cinco arzobispos; pasaron unos
cuantos meses en la cárcel. Éstos y algunos obispos más fueron depuestos de
sus diócesis.
La ley contra los jesuitas “una ley de excepción que violaba los
principios constitucionales del liberalismo”, fue contestada por los obispos.
Redactaron una serie de memoriales que como tales se dieron a conocer en
las reuniones anuales que los obispos católicos tenían en Fulda. La
resistencia episcopal provocó el que se añadiesen nuevas cláusulas al artículo
15 de la Constitución: la autonomía de las Iglesias quedaba “sometida a las
leyes del Estado y a la supervisión del Estado dispuesta por la ley” y los
anteriores derechos y libertades de la Iglesia a la hora de proveer sus cargos,
formar sus seminaristas, cubrir diócesis y parroquias vacantes, así como la
posibilidad de crear un tribunal eclesiástico (1873) quedaron muy limitados.
De hecho, quedaron excluidos de cualquier nombramiento eclesiástico todos
los que no fuesen alemanes, empezando por el mismo papa. Con estas leyes
se violaba la libertad de religión y de conciencia.
En 1873 se añadieron nuevas leyes: la relativa al derecho de corrección
y castigo (13-5-1873). La Iglesia católica no podía imponer sanciones
canónicas; además un católico podía abjurar de la religión católica mediante
una declaración ante un juez civil. No cumplir las leyes comportaba duras
sanciones económicas.
Todas estas medidas dirigidas a la constitución de “una Iglesia de
Estado”, dieron lugar a que en el mundo católico y más concretamente en
los ambientes eclesiásticos nadie se sometiera a leyes consideradas injustas
y a que se fuera gestando, respaldado por el mismo gobierno y por un
109

conjunto de intelectuales y abogados liberales, un enfrentamiento político y


hasta civil en el seno de la sociedad alemana. Enfrentamiento al que,
evidentemente, contribuyó el papa Pío IX cuando en los memoriales y
protestas dirigidas ante el emperador Guillermo I, afirmaba que “todo el que
ha recibido el bautismo pertenece en alguna forma y manera… al papa”160.
En 1874 se intensificaron estas medidas. En mayo se aprobó una ley de
expatriación extensiva a todo el Reich; por dicha ley todos los sacerdotes que
no se hubiesen sometido a las leyes aprobadas hasta el momento podían,
cuando menos, ser desterrados dentro del Imperio y si convenía hasta
expatriados. Ese mismo año se aprobaron sendas leyes sobre la
administración de sedes vacantes y sobre el embargo de todos sus bienes.
“Parecía haberse alcanzado así la perfección jurídico administrativa del
Kulturkampf”161.
La tensión llegó al máximo cuando el conde Arnim publicó un
despacho de Bismarck en el que se ofrecían criterios para la elección de un
nuevo papa, contrarios, naturalmente, a los intereses de la Santa Sede, Roma
inició un proceso contra éste e hizo pública la encíclica Quod nunquam (5-
2-1875). En ella, amén de excomulgar a todos cuantos se oponían a la
Iglesia, exhortaba a los eclesiásticos para que obedeciesen únicamente a sus
gobiernos “en asuntos meramente temporales”. En respuesta al papa se
aprobaron nuevas leyes: la llamada ley de la cesta del pan (1875), por la que
se suprimían todas las prestaciones económicas del Estado a la Iglesia
católica así como otra nueva la ley contra las órdenes religiosas (31-5-1875);
ley que en la práctica ahogó y liquidó la vida religiosa en el Imperio alemán.
Mucho más grave por su alcance y sus pretensiones fue la ley sobre la
administración de las comunidades católicas; su objetivo era “debilitar la
organización jerárquica de la Iglesia y adoptar en gran escala el principio de
las comunidades evangélicas. La administración de los bienes de las iglesias
fue democratizada y transferida a un comité compuesto por el párroco y por
miembros efectivos. Para más inri para los católicos, se aprobó el
matrimonio civil obligatorio.
Los resultados a mediados de 1876 no podían ser peores. “La
ideologización liberal y la perfección burocrática” con la que tales medidas
se ejecutaron rompieron la paz interior del Imperio y acabaron relegando a
un ghetto, para daño del Reich, a los católicos y también a otras minorías
religiosas162. A todo ello se sumó el que Bismark, vista la alteración del orden
público prusiano, comenzaba a modificar su política interior.

160
HERDER, tomo VIII, 85
161
HERDER, tomo VIII, 86
162
HERDER, tomo VIII, 90-91. “En 601 parroquias pobladas por 646.000 almas no había ningún sacerdote;
en 584 parroquias habitadas por más de 1.500.000 almas, el número de sacerdotes había disminuido,
desde 1873, a la mitad”. Habían desaparecido 296 conventos y se habían secularizado 1181 religiiosas.
Datos tomado de MOURRET, F. o. p. 248.
110

Con la elección del papa León XIII comenzaron a cambiar las cosas.
El papa estaba convencido de que en el caso alemán el futuro de la Iglesia
en Alemania pasaba por la constitución de una alianza entre el papado y la
monarquía imperial prusiana163; alianza que acabaría, además,
convirtiéndose en un “verdadero frente de resistencia frente al socialismo y
la revolución”.
Por su parte, León XIII supo aprovechar la coyuntura. Justo al
comienzo de su pontificado el anciano emperador Guillermo sufrió dos
atentados, que pusieron en peligro su integridad. Dichos atentados alertaron
a los alemanes de que dentro de su imperio se estaba despertando una
sublevación contra el orden, motivada, según algunos, por los conflictos
religiosos que por aquella época se vivían.
Así las cosas, tanto Bismarck como León XIII hicieron desde el
principio todo cuanto estuvo al alcance de su mano para allanar el camino
hacia un necesario entendimiento. Entendimiento, digámoslo desde el
principio, que supuso orillar todo grupo político, en este caso el partido
Centrum, y de esta manera conseguir la paz en las relaciones de la Iglesia
católica con el nuevo imperio alemán.
Comenzaba la llamada política de los modus vivendi con sus
consiguientes negociaciones. Éstas empezaron en el verano de 1878. Un
encuentro en el balneario bávaro de Kissingen entre el canciller y el nuncio
Masella supuso el comienzo del fin del Kulturkampf. Con todo, no fueron
unas negociaciones fáciles. No lo fueron porque se estuvo jugando al menos
a tres bandas: la primera y principal, la representaban el papa y el canciller;
la segunda, sus hombres de confianza: el nuncio de Baviera Masella, el
nuncio de Viena Jacobini y los altos cargos administrativos y diplomáticos
del Imperio; la tercera, casi exclusivamente los obispos alemanes, los
representantes políticos del Cemtrum y la administración de la Curia romana,
que en nada coincidía con las propuestas y con el modo de entender la vida
y el papel que la Iglesia jugaba en la nación alemana. Pero más allá de estas
consideraciones, en el inicio de estas negociaciones se fueron dibujando los
trazos de la política exterior del Vaticano bajo León XIII. Las fuerzas
políticas, en este caso la fuerza del Cemtrum, o no eran tenidas en cuenta o,
en su defecto, tenían que estar bajo la dirección de la Curia y de los nuncios.
En un principio, con el ojo puesto en el objetivo final, la Iglesia cedió tanto
cuanto fáctica como doctrinalmente le fue posible. Lo práctico y el
posibilismo marcarían su rumbo político.

163
Leamos las palabras que el nuevo papa dirigía al emperador alemán nada más ser elegido: “Apelamos
a la magnanimidad de vuestro corazón para que se devuelva la paz y la tranquilidad de las conciencias a
los católicos, que constituyen una parte notable de vuestros súbditos. En cuanto a ellos, no dejarán,
como les prescribe la fe que profesan, de mostrarse deferentes y fieles a Vuestra Majestad con la más
concienzuda adhesión”, palabras tomas de Mourret, op cit 235.
111

En el caso que estamos analizando, se llegó a finales del verano de


1879, cosa que se temían los eclesiásticos alemanes y sobre todo los políticos
del Cemtrum, “hasta el extremo de aceptar la ley del deber de notificación;
con ello se admitía implícitamente una progresiva subordinación de la
actividad de la Iglesia a la burocracia del Estado”164. Así era, eso es lo que
se desprenden de las palabras del mismo papa al cardenal Melchers de
Colonia: “para apresurar la inteligencia (entendimiento), estaba dispuesto a
tolerar que se comunicasen al Gobierno, antes de la institución canónica, los
nombres de los sacerdotes destinados por los ordinarios de las diócesis para
consagrar sus solicitudes en el bien de las almas”. Esta cesión, muy celebrada
por Bismarck, arrancó estas palabras del mismo canciller: “La actitud de la
Curia no influirá en lo que debamos hacer en nuestra casa, en interés de
nuestros conciudadanos… No pedimos a Roma contraindicaciones;
legislaremos en interés de los súbditos católicos”165.
La siguiente fase (1880-1883) tuvo como ejes las tres leyes
discrecionales de mitigación de 1880, 1882 y 1883. La aprobación de las
mismas, pese a los dilatorios deseos del Canciller, se debió a la inteligente
política del Centrum y a la constante lucha de los representantes de la Santa
Sede. Gracias a la mitigación de las llamadas leyes, algunos importantes
episcopados pudieron ser cubiertos (Fulda, Tréveris con el nombramiento
del acreditado sacerdote Félix Korum en 1881) así como también quedó
reabierta en 1882 la embajada de Prusia en Roma, encomendada a Schlözer,
personaje hábil y poco simpático para con los intereses católicos; no se pudo
conseguir, en cambio, que el Vaticano abriese una embajada en Berlín. Por
otra parte, julio de 1883, 1500 sacerdotes ordenados durante el Kulturkampf
pudieron reanudar su ministerio a lo largo y ancho de muy diversas diócesis.
Si a la altura de 1884 nos preguntásemos quién iba ganando, tendríamos que
responder que quienes ganaban eran los representantes del canciller: los
principios de la Kulturkampf no habían sido puestos en cuestión y lo que eran
mucho más grave, lentamente se iba logrando una “reestructuración de las
organizaciones de la Iglesia católica deseada por el gobierno” y se iba
apagando el fuego del rechazo católico a la política imperial. Quedaban
muchos asuntos por decidir: veto estatal a la colación de cargos, lucha por la
formación del clero, reposición y vuelta de las órdenes religiosas y provisión
de los arzobispados de Colonia y Gniezno-Poznam… La resolución de estos
graves conflictos hizo famoso a León XIII y le elevó de categoría entre los
papas de los últimos tiempos166.

164
HERDER, VIII, 115.
165
MOURRET, F., o. c. 252 y 253.
166
León XII, en opinión del autorizado THE TIMES, era uno de los grandes papas y de los que mejor sabían
discernir lo esencial de lo no esencial. El The Times respecto a la resolución de la crisis con Alemania: le
atribuye a León XIII el “restablecimiento de la paz religiosa”; le califica como “uno de los hombres más
notables que nos muestran los anales del Pontificado Romano (….) Con su gran prudencia que le hace
112

En la tercera fase (1886-1887) se aprobaron las llamadas leyes de paz.


Se llegó a ellas gracias a la suma de los deseos del papa de terminar de una
vez con este espinoso problema. El camino ya lo sabemos o lo podemos
intuir: ceder en todo lo que se pudiera ceder, menos en los principios y
negociar con los mejores y más hábiles negociadores.
El papa estaba dispuesto a ceder y con esto a ayudar al canciller y a
aprovechar todo tipo de coyuntura, también en la política internacional en la
que tan necesitada estaba Prusia, para acercarse como fuera a la fuente de
sus intereses. Lo primero que había que hacer era intentar resolver la
sucesión del arzobispado de Colonia, asunto que llegó a su fin en el más puro
sentido leonino: el cardenal Melchers, titular de Colonia y figura fuerte frente
a Bismarck, fue llamado a Roma, y su lugar fue ocupado por el más débil
Krementz.
Pero fue la decisiva intervención del papa a instancias de Bismarck en
el litigio por las Islas Carolinas entre España y Alemania la que abrió
definitivamente las puertas de la solución final. Las negociaciones se
llevaron a cabo desde las más altas instancias, dejando a un lado a las fuerzas
representativas del catolicismo alemán como eran Windhorst y los obispos
Korum y Krementz y dando paso a Galimberti y Kopp por parte de la Iglesia
y Schlözer por parte del estado prusiano. El 21 de mayo de 1886 se aprobaba
la primera ley de paz por la que quedaba suprimido el tribunal eclesiástico y
el examen de cultura de los estudiantes de teología, permitiéndose la
reapertura de muchos seminarios167. La puesta en práctica de estas
concesiones puso muy de manifiesto el modo de actuar del papa Pecci. Por
una parte, urgía a los administradores diocesanos la presentación a las
autoridades políticas de los nuevos párrocos para de esta manera y lo antes
posible cubrir las vacantes; por otra, exhortaba a los obispos a la prudencia
en las negociaciones con el Estado y a la paciencia en la aplicación de los
nuevos derechos.
La segunda ley de paz, denominada por León XIII como aditus ad
pacem, quedaba aprobada (29-4-1887), después de muy duras negaciones en
las que se mezclaron asuntos de estado que nada tenían que ver con los

discernir los obstáculos, el Papa es, por lo que concierne a Roma, el supremo árbitro de estas laboriosas
negociaciones. León XIII tiene un espíritu bastante elevado para resolver las dificultades solicitadas por el
Príncipe de Bismarck y para resolverlas de acuerdo con éste último”. Para decir a continuación a modo de
conclusión: “no hay en el mundo contemporáneo una figura de una grandeza más real y más imponente
que León XIII… Nadie sabe separar mejor lo que hay de inmutable en el dogma de lo que es capaz de
transformación, y si Prusia le pide sacrificios en este dominio, si sus deseos no están detenidos por la
infranqueable barrera del dogma, León XIII colocará resueltamente su mano en la mano del canciller, y
estos dos hombres estarán orgullosos de encontrarse y de apreciarse el uno al otro” LA CRUZ (1883),
Tomo I, pp 119-120.
167
No olvidemos que el objetivo final era devolver a la Iglesia católica y a su clero todos los derechos de
los que disfrutaba antes de la Kulturkampf. Reclamaban, en consecuencia y además, la vuelta de todas las
órdenes religiosas.
113

problemas de la Iglesia. La ley del septenio, aprobación del presupuesto


militar para un periodo de siete años y otros proyectos del gobierno salieron
adelante gracias a la suma, excepto siete de los 98 que tenía, de los votos del
Centrum. A cambio, la Iglesia veía anulado el poder de notificación debido
al Estado y retirado el veto del gobierno en lo que respecta a la provisión
estable de cargos parroquiales; se permitía, finalmente, la apertura de todos
los seminarios y la vuelta de las órdenes religiosas, así como la recuperación
de sus bienes.
La retirada de estas inicuas leyes y la puesta en práctica de una nueva
legislación coincidió en el tiempo con el acceso al poder del joven emperador
Guillermo II (1888). Un hombre deseoso de guardar la religiosidad y el
temor de Dios, de favorecer la modificación de las leyes a favor de la Iglesia
y “de mantener con todas sus fuerzas la paz religiosa”. Tan buenos
propósitos quedaron revalidados con su viaje a Roma y con su visita
Vaticano en octubre de 1888. El papa como respuesta a tan augustas
novedades publicó la encíclica Canisius.
De todas las maneras, de la legislación elaborada por la Kulturkampf
siguieron en pie: el control de las escuelas por parte del Estado, el
matrimonio civil, el artículo sobre la predicación y la expulsión de los
jesuitas, medida que quedaría abrogada en 1893. En resumidas cuentas, la
superioridad del Estado sobre la Iglesia se mantenía jurídicamente a un nivel
muy superior al de 1871 y las relaciones del Estado alemán con la Iglesia se
vieron llenas de tensiones durante largo tiempo.
A modo de balance, con la Kulturkampf se retrasó la integración de
los católicos dentro del estado alemán; “quedaron agravadas en forma
duradera las relaciones interconfesionales”. Los católicos, éste parece ser
uno de los objetivos de la política liberal, “quedaron totalmente aislados
intelectual y socialmente”. Reaccionaron como pudieron, “reconcentrándose
en sus propias fuerzas y cerrándose a la idea de que algunas iniciativas
liberales sólo respondían a la progresiva secularización, contra la que una
actitud defensiva poco podía conseguir a la larga”168.
Pese a todo el prestigio diplomático, sueño de León XIII, salió
aparentemente fortalecido, pero muy pronto, al decir de Lill, el mismo papa
fue consciente de que las soluciones a las que con tanto esfuerzo se había
llegado estaban llenas de limitaciones, por lo que no tuvo inconveniente en
orientar la política de la Iglesia más hacia Francia que hacia el Imperio
alemán.

El Vaticano y Francia. Decíamos más arriba que será a partir de 1887,


coincidiendo con el nombramiento de Rampolla como Secretario de Estado,
cuando se produzca un cambio en la geopolítica vaticana. Si hasta entonces,

168
HERDER, VIII, 131
114

ésta estuvo dominada por una cierta improvisación posibilista, a partir de


1887, aprovechando la debilidad de la política internacional de Prusia muy
volcada en el mantenimiento de la Triple Alianza (1882), el aislamiento al
que esta misma alianza le llevaba y el alza de la política exterior francesa, el
Vaticano se orientará hacia nuevos posicionamientos, hacia Francia.
Estudiaremos con cierto detenimiento las relaciones de la Iglesia
católica con Francia, mejor dicho, el devenir histórico de la Iglesia en la
Francia de las dos últimas décadas del siglo XIX, que coincidieron con el
triunfo de la tercera República169 y con los años en los que la geopolítica
vaticana alcanzó su zenit.
André Latreille y René Rémond en la presentación de su historia del
catolicismo francés durante la Tercera República afirman que durante el
largo periodo que va desde 1879 a 1905, Francia “ofrece al mundo el
espectáculo de una nación que avanza sistemáticamente, no sin vacilaciones
y retrocesos, por el camino de una laicización metódica, cuyo coronamiento
y fin serán las leyes de separación de la Iglesia y el Estado en 1905”170.
El objetivo, pues, de este apartado será mostrar los caminos por los
que Francia, como ejemplo paradigmático para todas las naciones civilizadas
y como hija mayor de los países católicos, se esfuerza por gobernarse por
medio de una legislación laica, enfrentada en muchas ocasiones a los
intereses de la Iglesia católica. La consecución de este objetivo, pese a los
muchos sufrimientos y dolores padecidos por los católicos y cristianos
franceses, reanimó constantemente al catolicismo popular francés. Un
catolicismo que, en medio de las peores coyunturas, creció fecundo en
iniciativas, búsquedas y frutos de santidad.
En 1876 comenzó a activarse en defensa del sistema republicano la
lucha por la enseñanza laica. La cautela propuesta por el nuevo papa a los
obispos franceses, nada pudo frente a la tormenta que se avecinaba.
Fracasada la intentona de reposición de la monarquía en 1879 y activada en
1881 la ocupación y transformación de los ayuntamientos y otras
instituciones por parte de los republicanos, la Iglesia católica se fue
convenciendo de que lo mejor que podía hacer era entenderse con “una
república con cuya ruina ya no podían contar”171. No cabía hacer otra cosa.

169
LECANUET, E., L´Eglise de France sous la Troisième Rèpublique, París 1930, cuatro volúmenes.
Me sirvo e inspiro en un primer momento en las páginas que Gadille escribiera hace años en el tomo VIII
de Herder: Fracaso de la reconciliación en Francia, pp 161-175 y del tomo XXV DE EDICEP 193-208 así
como del tercer volumen de la Historia del Catolicismo en Francia de André Latreille y René Remond y
ENCREVÉ. A., GADILLE, J., y MAYEUR, J-M. La France. Storia del cristianesimo, vol 11, 449-486. CAPERAN.
L., Histoire de la laïcité française, 3 vol, Paris 1962 (Están en UPCO) LATREILLE, A. y RÉMOND, R., Histoire
du catholicisme en France. La periode contemporaine, Editions Spes, Deuxiéme edition, Paris 1962, pp
383-569.
170
LATRAILLE, A. y REMOND, R., 422
171
HERDER, VIII, 162
115

Más cuando incluso algunos medios republicanos porfiaban por la supresión


del régimen concodatario172. La situación en la que el nuevo papa encontró
a la Iglesia en el seno de la sociedad francesa era altamente complicada. Aun
cuando una buena parte de los miembros del gobierno estaban predispuestos
a entenderse con Roma, la animosidad de una buena parte de la población
contra la Iglesia y el clero, expresada en un creciente anticlericalismo, iban
en aumento.
Pese a lo que estamos afirmando, elevados miembros del
republicanismo como Gambetta vieron en el nuevo papa “un diplomático
enviado del cielo”. Un hombre capaz de preparar una etapa conciliadora, “
que rompiera la combatividad de su predecesor”173. Los halagos del papa
Pecci durante los primeros días de su pontificado a la causa y a la historia de
la Iglesia francesa fueron tan manifiestos como tal vez interesados.
Sin embargo, la republicanización de las instituciones era un hecho.
La Iglesia, como parece natural, se sintió muy afectada por esta tendencia.
Los jefes de la mayoría republica ante el temor de que continuase durante
mucho tiempo el influjo social que la Iglesia había tenido y de hecho seguía
teniendo en campos tan diversos como la predicación, la caridad, la
enseñanza, ejercida por medio de las congregaciones religiosas, emprendió
una política cuya finalidad no era otra que “la secularización sistemática de
la vida pública”174. Política que con el paso del tiempo llevaría a la
secularización de la escuela y de las instituciones benéficas así como a la
reducción del presupuesto del clero y del culto
Con todo, tal como se puso de manifiesto por medio de una encuesta
sobre el papel del clero en la Francia republicana, la novena parte de la
población total francesa era católica. Los católicos sobrepasaban con mucho
los 35 millones, los protestantes era unos 600.000 y los judíos unos 50.000;
a todos ellos había que sumar unos 80.000 librepensadores. Desde el punto
de vista económico, los obispos y los sacerdotes franceses se consideraban y
eran considerados como verdaderos funcionarios. El número total de
sacerdotes era de 55.369. En su inmensa mayoría estaban al servicio de
36.000 parroquias urbanas y rurales. La ratio sacerdote-fiel era de un
sacerdote para 639 fieles. La mayoría de los sacerdotes diocesanos provenían
del campo y del catolicismo popular francés. Los hijos de la burguesía,
especialmente sus hijas, se encaminaron hacia la vida religiosa. La vida de
la inmensa mayoría de los sacerdotes diocesanos franceses fue tan difícil
como la de los españoles de su época. Pese a que dentro del cuadro
diocesano, las desigualdades entre el estamento sacerdotal se fueron
equilibrado, la vida sacerdotal y parroquial no resultaba nada fácil. Se
necesitaba una fuerte convicción interna para poder convivir con un mundo

172
STORIA DEL CRISTIANESIMO, XI, 456
173
EDICEP XXV, 193
174
HERDER, VIII, 162
116

cambiante y que consideraba a los sacerdotes como personas que nada tenían
que ver con él.
Será durante este tiempo, cuando comienza el más duro
anticlericalismo175 y cuando la opinión pública, en aras de dividir y enfrentar
a los servidores de la Iglesia, compare permanentemente la dura existencia
de los sacerdotes diocesanos con la existencia más ordenada, exitosa, segura
y opulenta de los religiosos. El número total de éstos superaba los 30.000, de
los cuales 3.350 eran jesuitas; el de las religiosas alcanzaba las 128.000. Sus
escuelas y centros de enseñanza en los que atendían y servían a una parte
muy grande de la infancia y juventud francesa rondaba los 16.500; sin
embargo, la mayoría de las congregaciones carecía de autorización legal.
Años más adelante estas congregaciones fueron reordenadas por medio de
arsenal legislativo, que lentamente se les fue aplicando.
Su combatividad, celo, organización y dedicación a todo tipo de
ministerios y de trabajos hizo, por una parte, que su presencia en Francia
fuese reconocida como un triunfo de la Iglesia y, por otra, que desde las
esferas del poder público y desde la misma burguesía, fuesen contempladas
y juzgadas como instituciones particulares interesadas en su propio
crecimiento y guarda de sus privilegios. En el campo de la enseñanza
secundaria 309 colegios católicos más unos ochenta seminarios menores
educan unos 73.000. alumnos; un número parecido a los que se educaban en
los colegios y liceos del Estado. Los más activos y reconocidos en este
campo, especialmente en la segunda enseñanza, fueron los jesuitas, seguidos
de los colegios diocesanos, encomendados a los sacerdotes dependientes de
sus respectivos obispos. Años antes de la proclamación de la Tercera
República una tercera parte de los alumnos ingresados en las Academias y
Facultades técnicas de las que saldrían los altos funcionarios de la nación,
procedían de los colegios religiosos y de los centros y colegios de la
Compañía de Jesús. Además, como efecto de la ley Falloux, la presencia de
los sacerdotes en las distintas instancias de gobierno de la enseñanza estatal,
Consejo Superior de Instrucción Pública, Consejos Académicos, estaba más
que consolidada. Añadamos que en los liceos estatales la presencia del
capellán y la obligación de la enseñanza de la religión, así como la
permanente intervención de los sacerdotes, hacían que estas instituciones
estatales fuesen como una prolongación de las obras y colegios de la Iglesia.
El peso de la Iglesia en la enseñanza primaria no era tanto; el Estado,
como es natural, regentaba más del doble de establecimientos que los
congregacionistas: 51.657 frente a 19.890; otra cosa era la respuesta del
pueblo francés: los primeros educaban un total de 2.648.562 alumnos, los
segundo, bastante 2.068.373. Pero si atosigante era la presencia de la religión
y de la Iglesia en la enseñanza secundaria, todavía lo era más en la primaria.

175
LALOUETTE, J., La République anticlericale. XIX-XX siècles, Editions su Seuil, Paris 2002.
117

La tutela de los sacerdotes sobre el maestro fue tan absorbente que, también,
en este ámbito las escuelas elementales francesas eran verdaderos
sucedáneos de las escuelas congregacionistas. Los teóricos de la República,
tal como puede comprobarse en el Diccionario pedagógico de Buisson,
reivindicaban como necesaria la secularización de las escuelas.
A nadie, pues, le podrá extrañar el que los sacerdotes y sobre todo los
religiosos fuesen calificados por sus enemigos con el apelativo: de moines-
ligueurs (monjes avariciosos). Los consideraban como un ejército que
actuaba en bloque a las órdenes de una autoridad extranjera, “en vistas de la
dominación del Estado y de la opresión de las libertades individuales”176;
enriqueciéndose hasta por encima de la ley. El creciente y sostenido
patrimonio de los religiosos los convertía en una nueva versión de lo que
durante mucho tiempo con referencia a los religiosos se denominó manos
muertas: grupos que se enriquecían, pero que no ponían su riqueza al servicio
de la nación. Los religiosos, tachados de avariciosos y ventajistas, y la nueva
república democrática eran incompatibles.
Repetimos con Latreille y Remond que la actitud de León XIII fue
muy distinta a la de Pío IX. Pese a sus buenas intenciones y a su posibilismo,
con la llegada de los republicanos al poder comenzaba en Francia una debate,
mejor, una guerra de principios. Los republicanos, habitados por un
anticlericalismo en muchos de ellos visceral y muy cultivado, estaban
decididos más que nunca a llevar adelante el ideal de una sociedad laica, de
un Estado dueño de sí mismo y de una neutralidad por encima de los intereses
de todos. Los católicos entendieron la propuesta de los republicanos como la
amenaza de una apostasía nacional, que comportaba la negación de los
derechos de Dios y de la Iglesia, el sufrimiento de una injuria hacia el pasado
de Francia y, sobre todo, la negación de los derechos y deseos de la mayoría.
La primera y casi única batalla estuvo dirigida, como muy bien estudió en su
tiempo L. Caperan, a desmontar la Ley Falloux (1851), a ganar la escuela
para la República, único medio, en opinión del ministro de Instrucción
Pública, Jules Ferry (1832-1893), de construir sobre base segura e igualitaria
un Estado nuevo.
El gran impulsor de estas nuevas medidas fue el citado ministro de
Instrucción Pública, Jules Ferry. Ferry fue un católico convertido al
positivismo, masón declarado, y campeón de la educación popular. Ferry con
la aprobación de la ley del 19 de marzo de 1879, además de modificar el
Consejo General de Enseñanza y los Consejos Académicos, prohibía enseñar
a las congregaciones no autorizadas. En realidad, este artículo iba contra la
enseñanza de los jesuitas. 261 establecimientos educativos, dirigidos por las
más importantes congregaciones religiosas, fueron clausurados.

176
LATREILLE, A. y REMOND, 433
118

La clausura de tan importantes centros de enseñanza levantó una


verdadera avalancha de protestas; unos cuatrocientos jueces y procuradores
consideraron que el artículo siete de la ley de marzo de 1879 era injusto,
razón por la que con satisfacción del gobierno republicano dimitieron de sus
funciones. El gobierno de paso, consiguió depurar de los tribunales de
justicia a un crecido número de jueces que estaban en su contra. “Al igual
que el episcopado y el clero, también el papa protestó contra estas leyes
persecutorias y prohibió en principio a las órdenes cualquier conformidad,
aconsejando después (sobre la base de los intentos de aproximación y
contemporización del gobierno) la firma de un manifiesto de sumisión. En
carta del 22 de octubre de 1880 a Guibert justificó semejante complacencia
con la necesidad de una lealtad eclesial y papal ante cualquier forma de
gobierno, en defensa de la religión”177.
En el curso de este mismo año se llevó, igualmente, a cabo la
laicización de las escuelas públicas de París y por extensión de toda Francia.
Se hizo de mala manera. En no pocas escuelas se profanaron los crucifijos.
Mucha más trascendencia tendría, siempre siguiendo los proyectos
republicanos, la organización por parte del Estado de la enseñanza
secundaria femenina. La aprobación de esta y otras parecidas leyes
propiciaron el que por primera vez, esto es lo que opina Caperan, apareciese
el término laico en la enseñanza. El Estado ocupaba el lugar que le
correspondía en este capítulo a la iniciativa privada; se aprobaban programas
totalmente laicos, donde la enseñanza religiosa lo sería desde el punto de
vista de la moral.
Mucha mayor trascendencia tuvo la apertura de escuelas normales
para maestras. Se ofrecía en ellas una formación y una educación en línea
con la moral kantiana, independiente de toda revelación, de todo dogma y
sin la intervención de ningún sacerdote.
Relevantes en grado sumo fueron las leyes que se aprobaron entre
1882 y 1886 y por las que se creó la escuela obligatoria y gratuita y laica.
Una escuela financiada con fondos del Estado y dirigida a todos los
franceses. Con esta ley se daba el golpe definitivo a la Ley Falloux. Si en
ésta se decía que “la enseñanza primaria comprendía la instrucción moral y
religiosa”, en el artículo primero del nuevo proyecto de ley, se postulaba “la
instrucción moral y cívica”. Es decir, la formación y la instrucción religiosa,
sueño de los católicos liberales, era sustituida por la formación e instrucción
cívica. Se acabó imponiendo una escuela neutra. Una escuela que los padres
católicos consideraban como muy perniciosa. A una inmensa mayoría de
bautizados se les imponía “el silencio de Dios, la ocultación de Jesucristo y
la negación de la Biblia, acompañado, para más castigo, de una formación

177
EDICEP XXV, 194. Nota 10.
119

moral sin referencia a los principios religiosos que la fundamenten de manera


absoluta”.
Finalmente, en 1886 quedaba aprobada la ley Paul Bert-Goblet. Dicha
ley mandaba que el personal de la escuela pública debía ser exclusivamente
laico, que todos sus profesores debían observar una neutralidad completa en
lo referente a la enseñanza, desligándose de todo empleo en centros privados
y religiosos, que la enseñanza religiosa no podría llevarse a término dentro
de los locales escolares. Como muy bien pusieron de manifiesto en su día
Latreille y Remond, la famosa neutralidad confesional se deslizaba y se
traducía también en neutralidad filosófica, entendiendo por filosofía el no
diálogo con la religión y la teología. La aprobación de estas leyes dividió a
la nación en dos cuerpos antagónicos, que, en palabras del diputado obispo
Freppel, se traducía en dos mitades: “de un lado los republicanos, del otro
los cristianos”.
Las consecuencias de cuanto estamos historiando fueron más que
evidentes: la práctica religiosa, más en unas regiones que en otras,
continuaba descendiendo, otra cosa era la desaparición del sentimiento
religioso y de las prácticas religiosas básicas y el recelo de los campesinos,
aumentando178.
Francia entre 1881 y 1886 dejó de ser un Estado católico,
transformándose en un Estado laico. Transición que supuso, entre otras
cosas, la aprobación de las siguientes leyes: la asistencia a los pobres y
desheredados, en la que tanta importancia desde tiempos inmemoriales tuvo
la fuerza y el espíritu de la Iglesia, se convertía en un derecho de los
ciudadanos y en un deber del Estado; el régimen interior así como todos sus
emblemas y costumbres católicas y religiosas de los hospitales, cuarteles,
ayuntamientos, prefecturas y universidades y hasta del mismo Parlamento se
transformó en muy pocos años, erradicando todo signo religioso: oraciones,
crucifijos, emblemas y ceremonias religiosas. La magistratura continúo con
su depuración. La neutralidad del Estado fue llevada a la vida pública y
administrativa: a nadie se le debía preguntar por la confesión que practicaba.
Todo parecía orientado hacia una apostasía oficial. A todas estas
transformaciones, convertidas y traducidas en nuevas leyes, se sumó la nueva
ley de libertad de prensa (29 de julio de 1881), que suprimía el delito de
ultraje por motivos religiosos. Con el pretexto de la libertad del trabajo, fue
prescrita la ley del descanso dominical; para que ninguna entidad religiosa
tuviese la más mínima posibilidad de ser reconocida se renunció a legislar a
favor del derecho de asociación.
Finalmente, como corona del nuevo mundo querido por los
republicanos, el 27 de julio de 1884 quedaba aprobada la llamada Ley
Naquet y con ella el divorcio. En definitiva, los republicanos se encaminaron

178
HERDER VIII, 164
120

poco a poco, tal como lo denunciara paladinamente en el Senado el obispo y


diputado Freppel, hacia la separación de la Iglesia del Estado.

Ante tales hechos, ¿cómo actúo el episcopado francés? Unánime en su


condena fue incapaz de emprender una acción común. Pese a la autoridad
que tenían sobre las familias de sus pupilos, en ningún momento animaron a
sus padres a que emprendiesen una huelga en el mundo de la enseñanza. Lo
más que hicieron fue orientar cuantas iniciativas empresariales y familiares
católicos pudieron hacia la constitución de una red de colegios privados
católicos. ¿Por qué actuaron de esta manera? La moderación del papa pesó
lo suyo y no menos el clima anticlerical que se desató en las más importantes
y pobladas ciudades francesas, así como el temor de los obispos a no ser
seguidos por una masa suficiente en el caso de iniciar una campaña en toda
regla en contra de los intereses del gobierno. Además, tal como decíamos
más arriba, la nueva política republicana había sido asumida ya en 1879,
siendo muchos los católicos y no pocos los eclesiásticos que no se
mostraron contrarios a los intereses de la Nación; ellos, también, eran
franceses.
Pese al cambio tan radical que se estaba obrando en Francia, Roma no
formuló una condenación pública y solemne de la escuela neutra. León XIII
preocupado por la suerte de la Iglesia y de los católicos en Francia,
consideraba que lo mejor era mantener la calma y no romper relaciones con
los gobernantes ni con las instancias de poder.
Con todo y como correspondía a su deber y estilo de gobierno, el papa
dirigió una carta, 12 de mayo de 1883, al presidente Grévy, en la que le
recordaba el digno comportamiento que tanto él como los miembros de la
Iglesia de Francia habían mantenido en tan difíciles circunstancias,
comportamiento del que parecían disentir los miembros de su gobierno;
demandaba, en consecuencia, la colaboración de ambos poderes y lamentaba
que por parte del estado francés se atacase, sin previo aviso, el vigente
concordato. Parece que la respuesta del presidente francés no gusto mucho
al papa.
Como puede imaginarse, el comportamiento del papa no gustó mucho
a la mayoría de los católicos franceses. Ansiaban una defensa más cerrada;
calificaban de tactismo y de debilidad la lentitud con las que el Papa y la
Santa Sede procedían.
Hubo un momento, siempre lejos de los propósitos del papa y de
Roma, en que los católicos y dentro de ellos los monárquicos estuvieron
tentados a unirse con el incipiente movimiento del Boulangismo, una suerte
de movimiento popular crítico frente a la corrupción de los políticos y frente
la transformación de la política en maquinaria electoral y modo de vida. Al
final, para bien de la Iglesia, no se dieron los pasos correspondientes, que
121

hubiesen puesto a los eclesiásticos todavía más en contra de los políticos y


de la sociedad francesa.
De todas las maneras, el papa no permaneció callado: el 8 de febrero
de 1884 publicaba la encíclica Nobilisima, en la que a un mismo tiempo
ensalzaba el glorioso pasado de la Iglesia francesa y enumeraba “sus actuales
males con sus causas y remedios, encareciendo especialmente la concordia
y la educación cristiana”179, de un modo casi privilegiado y son exclusiones.
El gobierno reacciono con nuevas medidas anticlericales.
Sin embargo, dadas las necesidades que el gobierno francés sentía y
tenía en política exterior, donde sus planteamientos eran muy distintos a los
seguidos en el interior, el Gobierno francés, en aras de no perder posiciones
en el nuevo reparto del mundo colonial, sin dejar de lado los esfuerzos de
Roma, coordinados por el mismo papa, que quería extender la fe católica y
la civilización cristiana por las posibles nuevas colonias, comenzaron a
acercar posiciones.
Entre tanto, el pensamiento y la táctica del papa iban calando en los
nuevos obispos franceses, en parte del clero y en algunos importantes laicos.
El cardenal Pitra, reaccionario por antonomasia y enlace del
ultramontanismo francés con la Curia romana fue desautorizado y, en su
contra, el prestigioso monseñor Charles Lavigerie fue nombrado arzobispo
de Argel180. Se mantuvo a raya la prensa ultramontana. Como contrapartida,
el mismo papa trató de orientar la prensa hacia posiciones más moderadas,
más parecidas a los comportamientos de la prensa liberal. Igualmente,
encomendó los asuntos de la Iglesia a la parte más sana y capaz del
episcopado francés. Defendió a sus nuncios Czacki y di Rende así como a
los obispos, que ahora llamaban de la conciliación: Pie, Bellot des Minières.
En definitiva, fue creciendo entre el pueblo católico francés este mensaje: no
era conveniente recurrir a la resistencia por cualquier cosa, bastaba con
hacerlo en “cuestiones de conciencia”. La Iglesia francesa, al decir de
Gadille, comprendió que su comportamiento no podía degenerar en “una
franca oposición contra la política general”181.
Ante estas circunstancias muchos consideraron que se hacía necesario,
algo parecido a lo que había sucedido años antes en Alemania, la creación
de un partido político que en el Parlamento con la ayuda de la opinión pública
defendiese los intereses de la Iglesia. Albert de Mun, asesor pontificio,
desaconsejó tal paso.
Hubo, en consecuencia, que esperar unos cuantos años más. La
recuperación de un cierto clima espiritual en el que se dejaba notar el influjo
del primer Bergson así como el de los literatos Vogüé y Paul Bourget, la
colaboración del papa con la Triple Alianza y el nombramiento de monseñor

179
EDICEP, XXV, 195, nota 18.
180
POTTIER, R., Le Cardinal Lavigerie apotre et civilisatuer, Paris 258 pp. UPCo 2768/58
181
HERDER, VIII, 168
122

Ferrata como nuncio en Paris (1889)182, pusieron de manifestó los deseos de


la Iglesia en su búsqueda por una franca reconciliación con el gobierno y con
la sociedad francesa. No obstante, no parecieron estar muy de acuerdo los
cardenales de París, Lyon y Rennes. Comportamiento muy distinto, que al
final marcaría el camino, fue el del nuevo arzobispo de Argel, monseñor
Lavigerie. El 29 de noviembre de 1890 aprovechando el paso de la flota del
Mediterráneo por Argel, “pronunció un brindis por la marina francesa, en el
que sugería a los católicos franceses, ´el reconocimiento sin reservas de la
República”, añadiendo, para quien lo quisiera oír, que ´podían estar seguros
de no tener que sufrir desaprobación alguna de ninguna parte autorizada”183.
Comportamiento seguido por el cardenal Adolphe Perraud y por numerosos
grupos de Burdeos y París, animados por la magnífica acogida de la Rerum
Novarum.
El pronunciamiento de monseñor Lavigerie fue reconocido al modo y
manera como la Iglesia reconoce estos actos, con lentitud y al mismo tiempo
con firmeza: el 3 de mayo de 1891 remitía el papa León XIII una carta a
todos los cardenales franceses y el día 17 de febrero de 1892, cuando los
católicos, al decir de Latreille-Remond, estaban menos dispuestos a
entenderse, se publicaba la carta encíclica Au milieu des sollicitudes. En esta
carta es donde aparece el famoso término del ralliement.
¿Cómo debe entenderse este término? León XIII lo entendía como el
esfuerzo que debía hacerse de cara a la aceptación de un gobierno, en este
caso del gobierno republicano, “como instrumento de la recristianización de
la legislación y de las instituciones sociales”. No se trataba, afirma Gadille,
de constituir un partido católico, “sino en reunir a los católicos de todas las
tendencias y a los republicanos en una amplia alianza conservadora. Esta
alianza debía contribuir a la recristianización apoyándose en su electorado y
en su poder en el parlamento”184.
Algo demasiado sutil para los apasionados intereses de los católicos
franceses. Las reacciones a favor del contenido de esta encíclica no fueron
muchas. El periodista Drumont, autor de la Francia judía, ensayo de historia
contemporánea y uno de los más combativos antisemitas franceses, se
despachaba de esta guisa: “Creo que no ha habido desde hace mucho tiempo
algo tan lamentable, iba a decir tan corruptor, para la conciencia humana,
que esta gloria victoribus, entonada por el jefe de esa Iglesia que tiene
palabras de vida eterna”185. El Conde de París, pretendiente a la monarquía,
calificó a la encíclica de “intervención extranjera”, que los monárquicos no
aceptarán nunca.
182
EDICEP, XXV, 186-197
183
HERDER, VIII, 169. DE MONTCLOS, X., Lavigerie, le Saint-Siege et l´Eglise. De l´avènement de Píe IX à
l´avènement de Léon XIII, (1846-1878), Paris 1965, 661 pp

184
HERDER, VIII, 169.
185
LATRAILLE, A. y REMOND, R., 473-474
123

Quedaba claro que el raillement no exigía la creación de un partido


político; significaba y comportaba, más bien, un esfuerzo de cara a la
animación de las fuerzas católicas para que aceptando la república,
defendiesen los intereses de la Iglesia en los medios en los que se
desenvolvía su vida diaria. La publicación a los pocos meses de la Rerum
Novarum y el entusiasmo que ésta y el catolicismo social desataron,
animaron a unas muy cuidadas, entusiastas y activas minorías de laicos
sociales católicos y a un relativo grupo de sacerdotes, dando lugar a lo que
en Francia, de la mano del abate Six, se llamaría democracia cristiana.
Los años posteriores, es decir desde 1893 a 1898, se vivió dentro del
catolicismo francés lo que se conoce como el tiempo de la segunda
democracia cristiana. Consintió ésta en la aparición de diversos grupos de
sacerdotes con una viva vocación social, política y propagandística. A este
grupo pertenecen hombres de la categoría de los sacerdotes Charles Calippe
(1869-1942), Paul Naudet (1859-1929), el abate Paul Six y Jules Auguste
Lemire (1853-1928), todos ellos líderes naturales, creadores y mantenedores
de una prensa nueva, cuyos títulos más significativos son: La justicia social,
La Democracia cristiana….
Las distintas personas y grupos sociales dependientes de una manera
u otra de estos sacerdotes y asociaciones “pugnaban por un compromiso
político más claro e inequívoco”, y que les llevaron a fundar en el Congreso
de Reims de 1896 una federación electoral. La persona encargada, con el
visto bueno de Rampolla, fue Lamy. El éxito no les acompañó. No lograron
que los católicos se sumasen a su programa, cuyo objetivo no era otro que el
de apoyar un republicanismo moderado, capaz de conseguir objetivos
políticos inequívoco”186.
Pese a que no consiguieron alcanzar sus objetivos, sí que en la
legislatura 1894-1898 y dentro de un gobierno de mayoría republicana,
conocido como la Derecha Constitucional, y liderado por los ministros
Charles Dupuy y Méline, se atemperó el clima en contra de la Iglesia y,
aunque no consiguieron modificar ninguna de las leyes que habían sido
aprobadas, lograron una cierta recuperación de la Iglesia y de los intereses
de los católicos. El Concordato seguía en pie y con más salud que nunca; el
sesgo anticongregacionista se moderó; muchos religiosos, incluidos los
siempre denostados jesuitas, pudieron volver de sus lugares de exilio; la
propiedad eclesiástica y la enseñanza de la religión se volvieron a
desarrollar; las leyes escolares y las leyes en las que se mandaba que los
religiosos prestasen, al menos, un año de servicio militar siguieron vigentes,
pero sin la acrimonia e intemperancia de años anteriores. El laicismo escolar,
al decir de Lecanuet, se vio muy paliado; la libertad de enseñanza “alcanzó
entonces su apogeo y ofreció sus mejores resultados. La población escolar

186
HERDER, VIII, 173
124

de segunda enseñanza que acudía a unos 700 colegios, comprendidos en ellos


los 150 seminarios franceses, alcanzó muy pronto a la educación estatal. La
educación primaria, 3000 escuelas fueron abiertas entre 1887 y 1895, ganó,
igualmente, posiciones. Las llamadas obras paraescolares se desarrollaron de
tal manera que las instituciones estatales nada tenían que hacer frente a ellas.
Estos magníficos resultados fueron y son interpretados como el fruto maduro
de la política de León XIII. Política que más que resistir, se preocupó de
preparar el futuro de los católicos y de la Iglesia.
La pacificación de la legislatura de 1894-1898 y sobre todo sus
estupendos resultados no podían dejar de preocupar a los representantes más
radicales del laicismo y a los teóricos de la República. El gobierno de Dupuy
y Méline fue denunciado como colaboracionista con Roma: “Si un gobierno
acepta, sea por su silencio, sea por su alianza con los que la representan, la
intrusión de la dirección pontificia…. en el dominio temporal, político y
electoral de Francia, está llevando a término una abdicación de la dignidad
nacional”187. Las elecciones, pues, de la nueva legislatura, las elecciones de
1898, serían determinantes para el futuro de la Iglesia en Francia.
La Iglesia francesa se tendrá que enfrentar a un republicanismo muy
influenciado por un creciente anticlericalismo y muy condicionado por la
defensa del capitán alsaciano de religión israelí, Alfred Dreyfus; es decir por
el antisemitismo.
El anticlericalismo francés de esta época se radicalizó tanto a nivel
popular y de calle como en sus propuestas y objetivos. La calle, las plazas
públicas, los lugares de reunión y asueto, las instituciones y todo espacio de
libertad fueron tomados por los anticlericales. Su presencia se hizo
especialmente familiar a la hora de estorbar, más tarde reventar,
manifestaciones católicas de todo tipo. A este anticlericalismo popular debe
sumarse un anticlericalismo representado por los hombres del gobierno, por
los políticos radicales, por los miembros del partido socialista, por los
librepensadores y por todos los que tenían algún interés en llevar a término
la revolución republicana de los años ochenta. De las declaraciones de un
Clemenceau o de un Jaures se desprendían una serie de objetivos cada vez
más claros: no les bastaba con volver a la más pura escuela laica, ni tampoco
con estorbar e impedir la enseñanza de los miembros de las congregaciones
religiosas; lo que ahora se proponían con cada vez más medios a su alcance
era terminar con el Concordato y separar, para que la República fuera tal, la
Iglesia del Estado.
El asunto Dreyfus, mucho más complejo e interesado de lo que se
supone, dividió, primero, a la opinión pública francesa, más tarde a sus
representantes políticos y, finalmente, a la sociedad francesa en dos grupos
antagónicos e irreconciliables, en los que se proyectaba lo que la verdadera

187
LATRAILLE, A. y REMOND, R., 484
125

República, deseo de los republicanos, debía ser: la respetuosa y la defensora


de los derechos humanos, por encima de toda contingencia y situación, y la
de los nacionalistas franceses, cada vez más identificados con la derecha y
con los católicos en masa, que luchaban por la defensa de una nación libre,
de una patria, libre de traiciones judías y de esquemas socialistas.
Dreyfus había sido acusado, parece que por error judicial, de haber
pasado información militar confidencial a los enemigos tradicionales del
pueblo francés, a los alemanes. Si en un principio, hasta los republicanos y
los socialistas, al decir del estudioso L. Caperan, sus máximos defensores, se
habían mostrado a favor de la condena, con la revisión del caso y con la
identificación de la libertad y la defensa de los derechos humanos,
encarnados en la figura de este capitán alsaciano, judío de religión, se
levantaron como paladines de la verdadera constitución y de ser francés: la
libertad sobre todo y la independencia y la lejanía de Dios.
La formación del gobierno salido de las elecciones de 1898 llevó al
gobierno a Waldeck-Rousseau; era este Primer Ministro, discípulo de los
históricos y combativos Gambetta y Ferris. Su gloria será la de llevar a
término sus ideales republicanos y construir la verdadera República.
Lo primero que hizo fue parar en seco a los Asuncionistas con el
secuestro de sus publicaciones y con la entrega de sus propiedades a un
empresario para que sus periódicos continuaran viendo la luz pública. Aun
cuando en el Parlamento, utilizando un lenguaje velado, se mostrara
aparentemente respetuoso con la ley y con la presencia de todos los franceses
dentro de su patria, pronunció en octubre de 1900 un discurso en Toulouse
muy contrario a los intereses de las congregaciones. Verdadero golpe de
corneta que, además, de despertar el republicanismo más cerril y anticlerical,
ponía en peligro la existencia misma de los franceses y francesas con votos
religiosos. Anunció en dicho mitin que venía trabajando desde hacía mucho
tiempo en un proyecto de ley sobre la libertad de asociación, cuyo resultado
final acabaría solucionando el grave problema que padecía Francia con la
existencia de tantas y tantos religiosos. El proyecto de ley, que acabaría
resultando la famosa ley de 1901, sólo tenía una finalidad: dejar fuera de la
ley, en este caso de la ley de asociación, a las congregaciones religiosas.
La ley de julio de 1901 se dividía en tres partes: en la primera se
ofrecían una serie de criterios, todos ellos muy simples y aparentemente
sencillos, para que el Gobierno pudiese reconocer como lícita una
asociación; el único criterio era que no fuese contrario a la Constitución del
Estado. En la segunda, las congregaciones religiosas quedaban sometidas al
control del Estado; éste autorizaría o no su existencia según la utilidad que
el Estado recibiese de ellas y según esto, el mismo Estado se encargaría de
su desarrollo. En la tercera parte, se decía taxativamente que toda
congregación debía, bajo pena de ser disuelta, pedir una autorización que
suponía votar una ley; se añadía que en caso de que se autorizase alguna
126

nueva congregación, no podría abrir nuevos establecimientos, si antes no era


autorizada por medio de un decreto gubernativo. Se terminaba diciendo que
toda congregación autorizada podría ser disuelta por medio de un decreto
tomado en consejo de ministros.
No hace falta ser muy inteligentes ni en derecho ni en disciplina
eclesiástica para advertir que con la aplicación de esta ley, las
congregaciones religiosas no tenían futuro alguno en Francia. Pese a todo,
con excepción de los jesuitas, benedictinos y algunas otras, 400
congregaciones estaban dispuestas a cumplir con los requisitos
gubernamentales con tal de seguir en Francia. En 1903, bajo el ministerio de
Combes, 54 congregaciones solicitaron al gobierno someterse al contenido
de la ley de 1901; la respuesta del exseminarista Combes fue la aprobación
de 54 leyes denegando sus ingenuas e interesadas solicitudes.
Combes, al que acabamos de citar, fue el encargado de talar el florido
y frondoso árbol congregacional francés. A los religiosos, por el mero hecho
de serlo, se les retiraba el derecho de enseñar, negándoles su autorización. A
continuación, vino la orden de expulsión de más de 20.000 consagrados.
Todo este proceso se coronó con la ley del 7 de julio de 1904, con la que se
prohibía a los religiosos, en razón de su sola pertenencia a una congregación,
la enseñanza de todo orden y de toda naturaleza. Los religiosos no podían
enseñar a los niños franceses. Su manera de ser y vivir contravenía los
derechos del hombre; no podían educar en la libertad en la que ellos mismos
no creían.
De nada sirvieron las protestas episcopales. Las relaciones con la
Santa Sede estuvieron a punto de romperse y con ello el Concordato. El papa
ya en sus últimos años de gobierno y de vida, hizo cuanto pudo para no
romper con Francia. “Por eso se ha calificado a menudo su política eclesial
francesa como una cadena de fracasos, cuando, escribe Schmidlin, en
realidad fue una triunfante derrota”188.

La Iglesia italiana. Si Alemania y Francia acabaron siendo las claves


de bóveda de la geopolítica vaticana, Italia constituyó un portillo, nunca
cerrado y siempre abierto, en su política exterior. León XIII, como su
antecesor y sus inmediatos sucesores, se sintió prisionero del Estado
italiano189 y durante sus casi veinticinco años de pontificado no dejó de
reclamar lo que consideraba suyo: los Estados Pontificios y la ciudad de

188
EDICEP, XXV, 199, nota 60.
189
Vale la pena entresacar algunas frases que el papa dirigiera el 4 de agosto de 1881, días después del
intento de secuestro del cadáver de Pío IX camino de la Iglesia de san Lorenzo. “¡Vea claramente el mundo
entero la seguridad de que goza la ciudad de Roma! Si no se han podido trasladar a través de la ciudad las
cenizas de Pío IX sin dar lugar a las violencias más escandalosas, ¿quién podrá impedir a los malvados
desplegar la misma audacia si nos viesen salir por la ciudad con el aparato que conviene a nuestra
dignidad? Así resulta cada día más evidente que no podemos permanecer en Roma sino continuamente
prisionero en el Vaticano” (NOTA, MOURRET, F., p 36,1)
127

Roma, capital, desde 1870, a un tiempo de la nueva Italia y de la Iglesia


católica. Algo que a sus ojos constituía una grave afrenta.
A lo largo del pontificado de Pecci, las dos Romas, la eclesiástica y la
política-administrativa, se enfrentaron en una dura lucha, en la que ambas
salieron ganando. Catherine Brice afirma que León XIII aprovechó Roma
como lugar de adaptación y experimentación del catolicismo. Roma acabará
convirtiéndose en el mejor polo de atracción católica. De los 463.000
habitantes censados en la Roma de 1905, según una encuesta del Osservatore
romano, 443.000 eran católicos. Organizaciones católicas como El Círculo
de San Pedro, La Sociedad primaria para el fomento de los intereses
católicos, marcadamente intransigentes, y otras más abiertas, permitieron a
los católicos, pese a la imposición del Non expedit, una tímida, pero real
participación en las elecciones administrativas. Comicios que dieron como
resultado en las elecciones municipales de 1877 el que una coalición
católico-liberal moderada gobernase, con consentimiento del Vaticano, el
Ayuntamiento de Roma y el que años más tarde la capital del nuevo reino de
Italia contase con un alcalde católico, Torlonia.
¿Cómo fue y cómo se llevó adelante la política exterior del papa Pecci
en lo que respecta a la nueva nación italiana, a su nación? En la actividad
política del papa León XIII y con él de la Iglesia católica cabe distinguir tres
niveles: el primero, el nivel de los principios, consistente en una firme
oposición a los gobiernos liberales; el segundo, el de la pura acción política,
que llevaba y hasta obligaba primero a los laicos y con ellos a los
eclesiásticos a hacer cuanto estuviese en su mano para actuar e influir en las
decisiones políticas; y el tercero, el económico, que invitaba a los católicos
a entrar de lleno no sólo en las actividades económicas sino en operaciones
especulativas, incluso de alto riesgo.
Respecto al primer nivel, las relaciones del papado con el nuevo reino
italiano nunca fueron buenas. La diplomacia vaticana, consciente o
inconscientemente, se fijó un sueño imposible: la recuperación, al menos a
nivel moral, de la autoridad del papa frente a la del rey de Italia así como la
recuperación, digámoslo con lenguaje eclesiástico, de los derechos de la
Iglesia y del Pontificado, que incluían los bienes de la Iglesia para “el disfrute
en el ejercicio de su autoridad de una plena y completa libertad. Algo
imposible tal como el mismísimo papa reconocía: “no nos hacemos ninguna
ilusión, discurso ante los miembros del Sacro Colegio en abril de 1878, la
guerra emprendida contra el Pontificado continúa implacable y emplea las
armas más indignas y desleales. En cuanto a Nos, fijos los ojos en el cielo,
estamos dispuestos a defender sus derechos sagrados; pero lo que deseamos
sobre todo es difundir entre los hijos ingratos que combaten el Pontificado
las influencias saludables de esta divina institución”.
La oposición de la Iglesia católica, que incluía el no reconocimiento
del nuevo estado italiano, fue contestada por éste con la aprobación de una
128

legislación, inspirada por un fuerte neojurisdiccionalismo, y cuyas leyes más


significativas fueron: la obligación por parte de los eclesiásticos del servicio
militar, a partir de 1869, la prohibición desde 1877 de la enseñanza religiosa
en las escuelas pública y el juramento ante el Estado de los nuevos obispos
italianos. Estas y otras parecidas leyes, como la desamortización de los
bienes de la Iglesia y el control de la vida de los institutos religiosos, hicieron
que los católicos se sintieran asediados y hasta perseguidos dentro de su
propio país.
León XIII como hiciera su antecesor, además de protestar contra la
destrucción de su poder temporal, no dejará de luchar de cara a la reconquista
de su perdida libertad. Todo lo que afectase y disminuyese su libertad era
vivido por Pecci como una afrenta no sólo a su persona sino hacia al honor
y a los derechos de la Iglesia.
Consideraba el papa un rebajamiento el esfuerzo que tenía que hacer
a la hora de nombrar nuevos obispos para que éstos fuesen, con el permiso y
la aprobación del gobierno italiano según los cánones de la Ley de Garantías,
admitidos rápida y cordialmente en sus nuevas diócesis. En 1882 eran veinte
las diócesis en las que sus nuevos pastores no habían sido recibidos190. Tan
grave como la dilación en la asunción de sus responsabilidades ministeriales
por parte de los obispos, resultaron la desamortización por parte del
Gobierno en 1879 de miles de conventos y residencias pertenecientes a la
vida religiosa, así como la conversión en 1882 en bonos del estado de la
práctica totalidad de los bienes muebles e inmuebles de Propaganda Fide.
En el Vaticano se tenía la impresión de que el gobierno de la monarquía
italiana gobernaba contra la Iglesia, contra los eclesiásticos y hasta contra la
misma persona del papa. Los insultos que sobre éste llovían eran
reproducidos inmediatamente en hojas populares como La Lega y La
Capitale.
En medio de esta situación una de las primeras misiones que el papa
se impuso fue la creación de un cuerpo episcopal “sólido, sabio y virtuoso”.
La no aceptación por parte de la Santa Sede de la Ley de Garantías, por la
que el gobierno italiano le permitía la libre designación de los nuevos
obispos, hizo que Roma actuase sin el consentimiento del gobierno y que el
inicio de los nuevos obispos en sus funciones fuese largo y muy
problemático. De cara al nombramiento de los nuevos obispos creó una
Comisión, presidida por el cardenal Bilio. En lo referente a los laicos,
impulso la Obra de los Congresos.
En lo referente al segundo nivel, el de la participación de los laicos, la
consolidación de la Opera dei Congresi fue decisiva. “La Obra de los

190
Sus quejas no podían ser más comedidas: “Que se diría si la suprema autoridad política, cuando escoge
para el ejército los jefes reputados más aptos, y para las provincias los gobernadores tenidos por más
hábiles, debiera esperar, antes de que pudieran asumir el mando, el beneplácito de otra autoridad, que
se negase a darle, o hiciera transcurrir mucho tiempo sin motivo plausible?” MOURRET, 39
129

Congresos y de los comités católicos es constituida con el fin de reunir a los


católicos y a las asociaciones católicas de Italia en una acción común y
coordinada para la defensa de los derechos de la Santa Sede y de los intereses
religiosos y sociales de los italianos de acuerdo con los deseos y las
aspiraciones del sumo pontífice y bajo el control del episcopado y del clero”.
Su gran animador fue el veneciano Paganuzzi. La Obra de los
Congresos se construyó sobre y desde la parroquia. Se marcó la reconquista
de cinco frentes, con la creación y mantenimiento de sus correspondientes
estructuras: 1º: jóvenes, la FUCI desde 1896, organizaciones femeninas,
problemas atinentes al culto, peregrinaciones y cuestiones electorales. 2ª
Economía social cristiana: casas rurales, círculos de obreros, cooperativas,
emigrantes. 3º. Educación e instrucción. 4º. Prensa y 5º Arte cristiano. El
resultado fue una organización muy variada y diversificada, que logró
controlar en la práctica todo el asociacionismo católico italiano. En 1897
había 3.982 comités parroquiales, 708 asociaciones juveniles, 17 círculos
universitarios, 688 sociedades obreras, 24 diarios y 155 periódicos. Esta
imponente red apostólica se activó todavía más tras la publicación en 1892
de la Rerum novarum.
Sin embargo, la reanimación apostólica de la Iglesia italiana, pese a la
categoría y buen hacer del nuevo Secretario de estado, el cardenal Rampolla,
se vio muy afectada por la legislación estatal aprobada durante el gobierno
del napolitano Francesco Crespi (1819-1901), conocido por su radicalismo
y anticlericalismo. Durante su gobierno se aprobó en 1888 la reforma del
Código penal italiano. Su artículo 101 rezaba: “todo el que ejerza un acto
que tienda a someter el Estado o una de sus partes a un poder extraño o a
alterar su unidad, será castigado a trabajos forzados a perpetuidad”. Los
eclesiásticos entendieron que toda defensa de la Iglesia y todo escrito en el
que se defendiera la independencia del papa, iba en contra de la ley. Algo
parecido se defendía en los artículos 173-176. Tan grave o más fue la
aprobación de Proyecto de ley en 1889, cuyo objetivo fue la expropiación
general de las obras pías de la iglesia italiana (1889). El Estado italiano se
apropió del patrimonio fundacional de 21.766 obras pías y de 2.400
fundaciones para otros fines más acordes con “las necesidades modernas”.
En opinión del papa, una beneficencia laica sustituiría a la caridad cristiana.
Proyecto que fue aprobado y, en parte, ejecutado en 1898, año en el que cerca
de cuatro mil asociaciones fueron suprimidas, así como molestados,
incordiados y apresados personalidades eclesiásticas. Fruto de todo ello fue
la publicación de la encíclica Saepe numero pontificatus (1898).

Podríamos continuar con otras presentaciones de la historia de la


Iglesia en el resto del mundo. No podemos. Por razones de brevedad y
concisión, abordaremos, a continuación, las nuevas líneas de las misiones
130

dentro del contexto y del gobierno del papa Pecci. Las misiones católicas
llevadas a cabo durante el pontificado de León XIII191. Aun cuando León
XIII no haya sido considerado como un papa misionero, nadie podrá dudar
de la importancia concedida a las misiones durante su pontificado. El
desarrollo de las misiones durante su pontificado debe ser considerado,
dentro de su política internacional, como un momento cualificado no sólo
para realimentar sus relaciones diplomáticas sino para coordinar la acción
diplomática y misionera dentro de un proyecto católico global muy activo.
Amén del incremento de la acción llevada a cabo a lo largo y ancho
de los cinco continentes por Propaganda Fide, que supuso la creación de 50
nuevos vicariatos apostólicos y 39 prefecturas, los más sobresaliente de su
pontificado tal vez sea “la integración de las misiones exteriores en el
gobierno de la Iglesia”; un gobierno cada vez menos europeo y más católico
y universal. Dicha integración estuvo acompañada por la priorización de la
formación del clero indígena, por el establecimiento exclusivo, más allá de
las tradiciones imperialistas o regalistas, de la autoridad del papado y la
búsqueda de la autonomía financiera de todos y cada uno de los nuevos
territorios misioneros.
Consecuencias de tan importante esfuerzo fueron: la elaboración y
mantenimiento de toda una estrategia para conseguir todo el control posible
de las nuevas iglesias por parte de Roma en lo que se ha denominado el
establecimiento en las misiones del espíritu romano, dentro del cual el
papado no sólo sale garante de la ortodoxia doctrinal sino de la ortopraxis;
las nuevas iglesia deberían acomodarse lo más posible al espíritu romano, lo
cual entrañaba la formación de los futuros sacerdotes en sus respectivos
colegios nacionales, sitos en Roma, corazón de la cristiandad; el
establecimiento, igualmente, en Roma de una Procura, una especie de
consulado de las distintas congregaciones misioneras para despachar
directamente con el Vaticano y de esta manera asimilar lo que de Roma
partiese y, finalmente, el control de los nombramientos eclesiásticos, en los
que se trababa de compensar, por una parte, los intereses de Roma con los
ineludibles intereses de los imperios coloniales.
Al hilo de lo anteriormente indicado, el intento de llegar en el campo
de las misiones y de las relaciones internacionales lo más lejos posible. Será
en este tiempo cuando la Iglesia establecerá relaciones diplomáticas con
países tan alejados de Roma como China, Japón y Abisinia.

191
MOURRET, F., La Iglesia contemporánea…. 345-411. PRUDHOMME, Claude, Stratégie missionnaire et
grande politique sous Léon XII. Le heurt des logiques, en VIAENE, V, La papauté…. 351-379. PRUDHOMME,
Claude, Misioni cristiane e colonialismo, 2007, 124 pp. UPCo 2744/13. PIROTTE, J., La pénetration du
christianisme dans les cultures non-eurpéennes: dynamique, enjeux et strategies (1815-1950) en
ARMOGHATE, J. R, Histoire générale du christianisme… vol 2, 663-713.PRUDHOMME, C., Stratégie
missionnaire du Saint-Siege sous Léon XIII (1878-1903). Centralisation romaine et défits culturels, Roma
1994, 621 pp en UPCo 2744/14
131

Este doble esfuerzo se irá traduciendo en una lenta pero firme


instauración, con muy pocas excepciones, del rito latino a lo largo y ancho
de todas las iglesias católicas particulares, en una creciente y ferviente
devoción al papa, en un dominio de lo legislativo, cuya máxima expresión
será, sin ir más lejos, el que la composición química de la cera de las velas
tenía que ser la misma en todas las latitudes católicas, lo mismo que la
composición química del vino. Política, esencialmente romana y romanista,
que actuó en muchas ocasiones al margen de lo carismático y de lo particular
de las nuevas iglesias. Como se puede apreciar el motor de esta nueva
expansión misionera fue una vez más un catolicismo de inspiración
ultramontana.
El significado y las consecuencias de cuanto estamos afirmando
favorecerá, al mismo tiempo que mantendrá, la elevación del pontificado a
la categoría de jefe de estado temporal, capaz de negociar con países con una
nueva conciencia nacional, casos de Ecuador, Colombia y Montenegro, y
firmar con ellos nuevos concordatos. El papado se constituía en una
instancia de carácter supranacional, aunque careciese de estado propiamente
dicho, participando de igual a igual con y frente a los distintos estados
soberanos. La campaña antiesclavista, iniciada por el cardenal Lavigerie192,
y la incontrastable la labor de los católicos en las nuevas etapas
colonizadoras, pusieron de manifiesto cuanto estamos afirmando.
Todo lo dicho no evitó la dependencia de las misiones católicas de los
gobiernos de los imperios coloniales193. El control de las misiones francesas
en China por parte de la III República francesa; la deslealtad de los
misioneros italianos, dependientes en casi todo de un gobierno enfrentado a
la cabeza de la Iglesia y el secundario papel de la Iglesia católica en el
Congreso de Berlín, en el que no pudo conseguirse que la confesión católica
tuviese más privilegios que el resto de las confesiones cristianas, nos
manifiestan que los logros misioneros y expansivos de la Iglesia católica,
aun siendo considerables, no lograron sus objetivos: el de imponer la
respublica christiana, la civilización cristiana, a lo largo y ancho del mundo.

La Iglesia y la cultura. Aun cuando aparezca al final y suene a apéndice


no querríamos que cuanto se va a leer fuese considerado menos importante
que todo lo anterior. La cultura, el diálogo con el mundo, el esfuerzo llevado
a cabo por la Iglesia para relacionarse con el nuevo pensamiento y sobre todo
con las nuevas sensibilidades de la época, nos ofrecen un amplísimo campo
de acción. Durante el pontificado de León XIII se mejoraron los nuevos

192
POTTIER, R., Le cardinal Lavigerie. Apotre et civilisateur, Paris 1947, 236 en UPCo 2768/58 . LA BELLA,
G., Léon XIII et la bataille antiesclavagiste en LEVILLAIN, Ph., Le pontificat de Léon XIII …, 250-264.
193
PRUDHOMME, C., Missioni cristiane e colonialismo, Milano 2007, 124 pp. UPCo 2744/13
132

estudios eclesiásticos y se renovaron y ampliaron metodológica y


temáticamente los estudios bíblicos e históricos.
La renovación de los estudios eclesiásticos. Éstos, al decir de Aubert,
a lo largo del siglo XIX se “habían quedado rezagados en relación a los de
los protestantes y racionalistas, especialmente en el terreno de la crítica
bíblica y de la historia de los dogmas”. Para entender la renovación
intelectual de la Iglesia conviene leer la encíclica Aeterni Patris (1879) y el
Breve del 18 de agosto de 1883.
Con la primera se incidía de lleno en la filosofía eclesiástica, ahora
entendida y estudiada como sistema en torno al tomismo. Gracias a su
impulso se logró “la reagrupación de unos cuantos principios
fundamentales” de naturaleza filosófica y se puso una sólida base para una
nueva filosofía, la que provenía de una nueva reinterpretación del tomismo.
Con ello se actualizaba un pensamiento y sobre todo una metodología
antigua y en nada favorecedoras de una renovación del pensamiento
filosófico y teológico, que, evidentemente, se quedó corto y no fue capaz de
dialogar plenamente con el mundo científico al depender en exceso de las
posiciones más filosóficas que propiamente científicas expuestas por Tomas
de Aquino, interpretadas de forma intransigente y muy rígida por los más
altos representantes del neotomismo romano como fue el padre Matteo
Liberatore194. Más adelante, presentaremos la importancia para la renovación
de la historia del Breve de 1883.
En el campo de lo puramente científico desde 1875 a iniciativa del
jesuita belga Carbonelle se fundó la Societé scientifique de Bruxelles,
destinada a reunir a los sabios católicos de los todos campos y países. Más
ardua y pesada fue la celebración de los llamados Congresos católicos de
científicos. Las ciencias naturales cuestionaban el valor del relato de la
creación del Génesis y colocaban a los teólogos frente al problema del
transformismo. Se hacía necesario ofrecer una respuesta y adaptarse a los
cambios en estas y otras materias. No faltaron iniciativas. La más fructuosa
vino de la mano de monseñor d´Hulst, rector del Instituto Católico de París.
D´Hulst, quien, contra viento y marea, logró no solo convencer a científicos
y católicos de que les era necesario dialogar entre ellos sino también con sus
colegas de profesión. Nadie creía en estos encuentros y en estas reuniones.
Con la autorización de Roma se reunieron por primera vez en París en 1888;
a este encuentro sucedieron cuatro en el espacio de diez años. Lentamente,
se fue imponiendo un modo de hacer, cuya primera regla consistía en “no
atreverse a mentir y la segunda no temer decir toda la verdad” hasta
imponerse el talante deseado y querido por el mismo León XIII, quien en
1892 declaró a monseñor d´Hulst: “Hay espíritus tristes e inquietos que
presionan a las congregaciones romanas para que se pronuncien sobre
194
MALUSA, L., Il secolare dibattito tra scienza e religione en Italia en ÁLVAREZ LÁZARO, P… 176-177 y
180.
133

cuestiones dudosas aún. Yo me opongo y les detengo porque no se puede


impedir a los sabios que trabajen. Es preciso permitirles vacilar e incluso
equivocarse. Lo cual no puede redundar más que en beneficio de la verdad
religiosa”.

Pero dónde más manifiesta se hizo la oposición entre los que


lentamente se iban abriendo al mundo y a las ciencias y los que permanecían
en la pura tradición fue en el campo bíblico La crítica que se le hacía a la
incipiente y nueva exégesis era que metodológicamente dependía en exceso
del racionalismo; sin embargo, poco a poco fue imponiéndose el
pensamiento de que era necesario aplicar resueltamente a los libros sagrados
los principios de la crítica histórica, modificando “por tanto, la línea del
frente tradicional en las controversias entre exegetas creyentes y
racionalistas”. Pioneros y sobresalientes en estos campos fueron A. Loisy y
A. Van Hoonacker en París y Lovaina; el dominico M. J, Lagrange en
Jerusalén y por encima de todo el influjo de la revista por éste la Revue
Biblique. Olivier Artus afirma que la publicación de la encíclica
Providentissimus Deus (18-11-1893) estuvo muy condicionada por la
aportaciones de éstos y otros exégetas. En la Providentissimus Deus serán
abordadas importantes cuestiones en el campo bíblico: las fuentes y
constitución del texto bíblico mismo así como los métodos y los principios
de interpretación; se marcarán, igualmente, los caminos por los que puedan
transcurrir los nuevos exégetas. Sus resultados, tanto parcial como
globalmente, fueron más que positivos: abordaron el estudio científico de las
fuentes bíblicas, estudio que suponía entrar en contacto con los
representantes y cultivadores de la ciencia histórica y de la escuela crítica195,
se fijaron una serie de criterios, científicos en lo posible, para fijar tanto el
sentido literal de los textos del que salió reforzado el llamado principio de la
inerrancia bíblica. En definitiva se fijaba el canon; se afirmaba que el estudio
crítico de los textos era legítimo; se declaraba el sentido del texto bíblico,
que de ninguna de las maneras tenía una finalidad propiamente científica,
estaba ordenado únicamente a la revelación de la salvación y, finalmente, se
defendía que los logros de la exégesis bíblica debían articularse y estar en
consonancia con las afirmaciones de la tradición bíblica católica y con la
interpretación de los Padres de la Iglesia.
Todo ello hizo que apareciesen nuevas traducciones de la Biblia y
nuevos comentarios exegéticos como la de Crampon (1894); en 1902,
muerto el cardenal Mazella se creaba la Comisión Bíblica Pontificia. Estaba
195
Por ejemplo en el nuevo Seminario romano de San Apolinar al que se sentía muy cercano el papa, “se
habían añadido dos nuevas cátedras; una para el estudio de las lenguas semíticas, sobre todo el hebreo,
el árabe y el siriaco; la otra para el estudio de los idiomas de la India, especialmente el sánscrito. Además,
su Santidad quiere promover en modo particular el estudio de las antigüedades de Asiria y Babilonia, por
cuyo motivo ha empezado ya una colección de inscripciones cuneiformes, que forman como la base de
un Musero asirio” en LA CRUZ (1884), tomo I. p. 625
134

constituida por personas abiertas intelectualmente y muy influenciadas por


la Revue Bíblique, elegida como órgano de dicha comisión. Esfuerzo que, al
decir de Artus, no sirvió para reorientar pacíficamente los trabajos bíblicos
de lo que poco después será el modernismo.

En el campo histórico lo más importante con mucho fue la apertura


del Archivo Secreto Vaticano y de su amplia biblioteca en 1880 196. La
importancia de la historia, la competencia entre las diversas escuelas
nacionales, el deseo de dar a conocer la verdad y la necesidad de trabajar
conjunta y transversalmente reclamaron la apertura de los archivos
vaticanos.
Una primera apertura, más accidentada y eventual que real, tuvo lugar
en 1810, cuando los fondos del Archivo Segreto Vaticano fueron trasladados
por las fuerzas imperiales de Napoleón a París. Volvió gracias, una vez más,
al buen hacer de Consalvi. Desde 1823 se permitieron algunas visitas. Los
primeros que lograron ganarse el favor del prefecto del Archivo Marini
fueron algunos investigadores de la Monumenta Germánica. Aunque el
Archivo estaba cerrado, los investigadores no dejaban de asediarlo. Ranke
que vio publicada su Historia de los Papas en el bienio 1834-36 no pudo
trabajar en el Vaticano, pero sí que pudo y con fruto en los archivos privados
de las más importantes familias romanas. Mucha más suerte tuvo en la
redacción de su historia de los Papas Gregorovius; por primera vez se ponían
al servicio del historiador la riqueza de las actas notariales. Les faltaba lo
fundamental: los fondos que guardaba el Archivo del Vaticano.
A nadie le debe extrañar, tal como ha demostrado Martina, que antes
de su apertura definitiva se concediesen permisos a distintos investigadores,
Los más beneficiados fueron los franceses, ingleses y alemanes. Decisiva
importancia de cara a la apertura definitiva de los Archivos Vaticanos tuvo
el inmenso trabajo del prefecto del Archivo Augustin Theiner, quien a lo
largo de veinte años fue publicando extractos y resúmenes de documentos
vaticanos relacionados con las historias nacionales de toda la cristiandad. Por
otra parte, los deseos y hasta las necesidades de los historiadores
profesionales se iban dejando notar. El historiador jesuita Grissar en carta al
cardenal Franzelin le manifestaba el clima de impaciencia de los
historiadores alemanes. La apertura de los archivos vaticanos, antes o
después, era un “casi un paso obligado”.
La apertura se hizo al modo romano. No se le dio publicidad alguna;
se desconoce la fecha exacta de su apertura. Sus resultados, gracias al
excelente trabajo de los historiadores alemanes, fueron excelentes. El

196
MARTINA, G., L´apertura dell´Archivio Vaticano: il significato di un centenario en Archivum Historiae
Pontificiae 19 (1981), pp 239-305; SEMENARO, Cosimo, (Ed), Leone XIII e gli studi storici. Atti del
Convegno Internazionale Commemoratibo. Cittá del Vaticano, 30-31 ottubre 2003. Librería Editrice
Vaticana 2004, 270 pp.
135

papado y la Iglesia salieron muy bien parados. Se imponía, cosa que no era
frecuente entre los historiadores católicos italianos como Guicciardini, Bota
y hasta el mismo Muratori, la profesionalidad al credo, la verdad a la
mitología y la ciencia a la propaganda. León XIII acuñó con inteligencia
práctica y con cierto aire de superioridad una frase que sigue vigente entre
los historiadores que frecuentan el Archivo Vaticano: “la Iglesia no debe
temer la verdad”.
Con el paso de los años, los objetivos del Papa se vieron más que
cumplidos: los Archivos Vaticanos y la Biblioteca Apostólica se convirtieron
en una especie de cantera y arsenal, al que pudieron acceder de manera libre
y científica cuantos buscaban y amaban la verdad. Roma, a su vez, congregó
importantes sedes nacionales de estudios históricos. Su labor a lo largo de
más de cien años ha supuesto no sólo la renovación de la historia de la
Iglesia, sino el inicio y la culminación de estudios complejos en los que la fe
y la razón, las historias nacionales y la misma historia de la Iglesia, han
alumbrado un mejor y más matizado conocimiento de las siempre
particulares relaciones de la Iglesia con el mundo197

CONCLUSION PROVISIONAL

Para el historiador suizo del Laterano, Philippe Chenaux, León XIII es


el primer papa de la edad contemporánea. Razón por la que tuvo que modular
un modo nuevo de actuar y de llevar adelante la misión de los papas. Una
nueva forma de hacerse presente y de hacer presente a la Iglesia y al
pontificado, que al cabo de los años lo constituyó como uno de los grandes
líderes morales de su época, reforzando y revalorizando el papado como una
potencia moral en el mundo globalizado que a finales del siglo XIX era ya el
mundo.
Son cientos los documentos firmados por León XIII. Hay uno, sin
embargo, que recoge de manera muy especial, mucho más que su
programática primera encíclica, su programa de gobierno: la Carta que el 15
de junio de 1887 dirigiera a su nuevo Secretario de Estado, el cardenal
Mariano Rampolla.
Esta carta, muy bien construida y apasionada hasta su mismo final,
está fundamentada en el ser y en la verdad de la Iglesia católica. En ella,
gracias a “las grandes virtudes de las que la Iglesia es rica” y que sobrepasan
la “salvación de las almas” hasta conseguir “la salvación de toda sociedad
humana”, se construye la nueva estrategia de la Iglesia.
Desde la constatación de esta doble realidad, el papa Pecci no duda en
presentar a la Iglesia católica como “la mejor amiga y benefactora de los
príncipes y de los pueblos”. Verdad sentida que le obligará a “empeñarse en
197
SEMERARO, C., La commision cardinalice pour les Études Historiques, en LEVILLAIN, Ph et TICCHI, J-
M., Le pontificat de Léon XIII. Renaissances du Saint-Siege?, Roma 2006, pp 317- 343
136

reconciliarles con ella, reanudando o estrechando caminos… con amistosas


relaciones y restableciendo por todas partes la paz religiosa”.
Una paz religiosa que alcanzará su cenit en el Vaticano II, pero que
iniciaba su lento y ambivalente camino durante el pontificado del primer
papa de la historia que quiso mostrársenos vivo, risueño y bendecidor del
mundo en nombre de Cristo a través y por medio de los primeros conatos de
la cinematografía moderna.
137

TEMA SIETE: EL BREVE PONTIFICADO DE PÍO X (1903-


1914). EN BÚSQUEDA DE LA REFORMA INTERNA DE LA
IGLESIA. LA RESTAURACIÓN DEL MUNDO EN
CRISTO198

El CÓNCLAVE DE 1903
El cónclave del que salió elegido papa el cardenal Sarto presentaba un
perfil y un cariz muy distintos del que eligió a su predecesor. Parte de la
Curia pensaba que un digno candidato sería el cardenal Rampolla, secretario
de Estado y mano derecha del difunto papa, “intransigente en la cuestión
romana y auspiciador de1 diálogo con la cultura moderna”. Otros, ante los
problemas que se estaban anunciando y ante la fatal política con Italia, cada
día más fortalecida en el interior y con más prestigio en el exterior, y la cada
vez más anticlerical Francia, abogaban por instaurar, de nuevo, una línea
parecida a la que había mantenido Pío IX. No pocos, hartos de políticos y
curiales, deseaban un pastor, avezado en el ministerio episcopal y, a ser
posible, lejano de la Curia.
Amén de estas legítimas “candidaturas”, los gobiernos de las naciones
se habían dado cuenta, algo que no sucedió en 1878, de que contar con el
prestigio del papa y de tenerlo de su parte, podría ser capital para sus
respectivas políticas. El candidato de los franceses era, qué duda cabe,
Rampolla; enemigo, por antonomasia, y nada querido por el Imperio
Austriaco. Ante la negativa de los “representantes” del Imperio y ante el veto
interpuesto a la candidatura de Rampolla por medio del Cardenal Puzyna,
cardenal de Cracovia199, los electores se acabaron inclinando por Giuseppe .
Sarto, patriarca de Venecia, que salió elegido por 50 votos frente a los 10
votos que mantuvieron su apuesta en favor de Rampolla. El cuatro de agosto

198
ROMANATO, G., Pio X. La vita di papa Sarto, Rusconi, Milano 1992, 341 pp UPCo 1718/208. LAUNAY,
M., La papauté á l´aube du XX siecle, Cerf, Paris 1997, pp 133-215 y 282-339 en UPCo 1676/42. LA BELLA,
G., Pio X e il suo tempo, Il Mulino, Bologna 2003, 840 pp; está en UPCo. ROMANATO, G., Pío X. En los
orígenes del catolicismo contemporáneo, Madrid 2018, 447 pp
199
Don Benito Pierami, abad benedictino de Valombrosano, en su vida de Pío X, reproduce las palabras
que pronunció Rampolla tras el veto de Austria “Deploro vivamente la gran herida que la autoridad civil
infiere a la dignidad del Sacro Colegio y a la libertad eclesiástica; en cuanto a mi persona declaro que nada
me podía ser má honroso ni más agradable”. La primera reacción de los cardenales fue votar con un voto
más a Rampolla en el escrutinio siguiente. PIERAMI, B., Vida del siervo de Dios Pío X, Turín, 1929, p. 108.
F. Hayward opina, sin echar por tierra la tesis oficial, que el veto del cardenal Puzyna tal vez se preparó
en la ribera del Tíber y no en la del Danubio al considerar, por una parte, la imposible elección de Rampolla
como un futuro León XIV y al comprobar, por otra, los deseos de la nación italiana que de ninguna de las
maneras querían por su defensa cerrada de la Cuestión Romana a Rampolla como papa. HAYWARD, F.,
Pío X, Barcelona , 37-39.
138

de 1903, el nuevo papa comunicó su nombre oficial: sería, “en recuerdo de


los pontífices de este nombre que en el siglo pasado lucharon valientemente
contra las sectas y los errores que pululaban”, Pío. Quedaba clara la línea que
mantendría.
El desarrollo del cónclave y el fuerte y práctico temperamento del
nuevo papa le llevaron a los pocos meses de su elección a dictar una serie
textos como la bula Commissum nobis, 20-1-1904 y el motu propio Vacante
sede. La Iglesia con estas disposiciones quería asegurase, por una parte, la
libertad de los electores en los próximos cónclaves y, por otra, su necesaria
independencia frente a los cada vez más poderosos estados del naciente siglo
XX. Se pretendía que, de aquí en adelante, el conclave y los cardenales
estuviesen por encima y al margen de cualquier interés nacional; lo único
que verdaderamente les debería importar era el servicio de la Iglesia
universal. La Iglesia mostraba su independencia frente a los cada vez más
poderosos estados200.

¿Quién era el nuevo papa? El nuevo papa, en el mundo Giuseppe


Sarto, era hijo de una familia modesta y numerosa; había nacido en la
localidad de Riese, norte de Italia, en 1835. Su infancia trascurrió feliz en
medio de la austeridad, el aprendizaje y la devoción. En noviembre de 1850
ingresaba en el seminario de Padua. Allí estudió con aplicación y excelentes
resultados la filosofía y la teología; el estudio no le impidió mostrarse franco,
decidido y al mismo tiempo cercano a sus compañeros y superiores. Dotado
de una voz y un oído muy singulares dirigió la Schola Cantorum y otras
acciones litúrgicas y pastorales propias de un seminario de la época. Recibió
una formación tridentina y ultamontana, atenuada con el conocimiento de la
teología moral de San Alfonso María Ligorio. Fue ordenado sacerdote en la
catedral de Castelfranco en septiembre de 1858201.
Inmediatamente después inició su ministerio sacerdotal: fue destinado
como vicario parroquial a la difícil parroquia de Tombolo. Como típico
representante del clero del siglo XIX descolló por su actividad ardiente, tanto
que sus feligreses le motejaron con el apodo “movimiento continuo” y sus
compañeros sacerdotes “cappellanus de cappellanis”. Amante de la
predicación y de la oratoria, fue llamado con harta frecuencia por los
sacerdotes de los pueblos circunvecinos; siendo, en consecuencia, muy
conocido por toda la comarca. Pese a los pingues ingresos que le

200
PERNOT, Maurice. La politique de Pie X (1906-1910), Paris 1910, 297 pp. UPCo 1677/211.
201
HÜNERMAN, W., San Pío X. La llama ardiente, Barcelona 1961, 7-107.
139

proporcionaban sus predicaciones y sermones, practicó una pobreza


franciscana202. En 1867 fue nombrado arcipreste de Salzano y años más tarde
fue elevado al canonicato en la Catedral de Treviso; cargo que le permitió
conocer y resolver al mismo tiempo asuntos y cuestiones muy embrollados.
En 879 sería nombrado vicario general de su diócesis y cinco años más tarde
(1884), obispo de la difícil diócesis de Mantua.
La diócesis de Mantua contaba, por entonces, con muy pocos
sacerdotes y encima estaban divididos por causas políticas; el pueblo, por
otra, parte, parecía contaminado por un elevado anticlericalismo,
mostrándose, en consecuencia, alejado y crítico hacia la Iglesia. Sarto se hizo
muy rápidamente cargo de la situación, acometiendo desde un principio una
serie de reformas que le ganaron a su antes desanimado clero con el
consiguiente aumento de jóvenes ingresados en su seminario diocesano.
Activo y posibilista pidió a los laicos que se tomaran en serio su compromiso
temporal; convocó y llevó adelante un Sínodo diocesano (1888), en el que se
propuso un plan de reformas para la Iglesia local e hizo cuanto pudo por
reanimar y vigorizar un catolicismo popular en torno a los santos patronos
de los pueblos y de la región. Significada fue la peregrinación que llevó en
1891 a más de 20.000 jóvenes a la patria de San Luis Gonzaga, Castigilone
delle Stiviere. Frente al liberalismo se mostró siempre en guardia. Solicitó
de Roma la publicación de un catecismo único, “fácil y popular”. No se
olvidó de las cuestiones sociales; en 1889 animó el nacimiento de la Unión
Católica de Estudios sociales.
En 1893 es nombrado para el Patriarcado de Venecia. Debido a una
serie de problemas administrativos y protocolarios y al freno que el gobierno
del presidente Gioletti puso al placet del gobierno italiano, tardó dieciséis
meses en asumir el cargo. Gobernó el Patriarcado veneciano con la misma
dedicación y celo con los que había gobernado su primera parroquia; desde
un principio se preocupó de la enseñanza del catecismo, invitando a los
párrocos a que se implicasen en tan formidable y endeble ministerio. Dictó
una pastoral en la que animaba a los párrocos y predicadores a tomarse en
serio la predicación, olvidándose de una vez de los florilegios para los
predicadores y aprendiendo a predicar el Evangelio con el Evangelio. Su
gobierno fue un gobierno muy pastoral, en el que estuvieron presentes las
parroquias más humildes, los seminaristas, los jóvenes sacerdotes, los niños,
los ancianos y los enfermos.

202
HÜNERMAN, W., San Pío X… 162-190
140

Como en Mantua sacó adelante un Sínodo (1897); elaboró un plan


pastoral en el que la misión de los laicos quedó totalmente subordinada al
querer y a las necesidades del clero. Esta manera de conducirse no le impidió
estar en contacto permanente con el pueblo. Desplegó una actividad sin igual
y aprovechó los recursos que le ofrecía su ministerio para hacerse notar en
todos los campos: en las elecciones municipales de 1895 gracias a su
intervención se firmó una alianza entre católicos y liberales moderados;
alianza que llevó al poder al conde de Grimani, quien se mantuvo al frente
de Casa Consistorial durante 25 años. Sin embargo, se opuso, desde el
principio, a los jóvenes demócratas cristianos, agrupados en torno a Rómulo
Murri. En el plano de la política, frente al creciente poder estatal en materia
de justicia y de organización de la caridad, hizo cuanto pudo para que no se
fuera adelante; pensaba que si los capellanes eran considerados como
funcionarios, su trabajo caritativo no tenía ningún valor ante Dios (137).
Animó la acción social y apoyó cuanto pudo las Ligas agrarias que surgían
en el norte de Italia y con ellas una serie de instituciones y establecimientos
de ahorro con capacidad para la promoción de la industria local y para la
defensa del pueblo frente a los dueños del dinero.
Cultivó, como era tradicional en él, un catolicismo popular y de corte
restaurador, sin olvidarse de dar entrada a una cuidada liturgia en la que las
rúbricas y el canto gregoriano sobresalían sobre la improvisación y los gustos
mundanos203. Celebró con toda la pompa de la fue capaz el octavo centenario
de la basílica de San Marcos; aprovechó la ocasión para predicar, en
expresión de Hayward, “un sermón de elocuencia directa que transformó a
los auditores”204. En 1901 a lomos de una mula escaló la altura del Monte
Grappa para “pedir la protección de Nuestra Señora sobre la comarca en la
aurora del siglo XX”; descendió colgando de su cuello un collar
confeccionado con rododendros”, una flor autóctona, que sus fieles colgaron
de su cuello. Supo sacar el máximo partido al Congreso Eucarístico
celebrado en su capital mitrada en el verano de 1897205.

203
Convencido de la importancia de la música no dudo en encargarle la dirección del Coro de San Marcos
al músico Lorenzo Perosi. Perosi, bajo la guía de los más importantes maestros de París, Solesmes y otros
lugares, inauguró su ministerio musical con la interpretación de una misa de Pier Luigi Palestrina. La
música y los tonos del gregoriano tomaban asiento en San Marcos de Venecia; con el paso de los años y
el padrinazgo del que más tarde sería el papa Pío X, ganaría el corazón de la Iglesia universal .
204
HAYWAR, F., Pio X, Barcelona, p. 91.
205
AUBERT, R., Pio X tra restaurazione e reforma en Storia dei Papi a cura di GRESCHAT, M. y GUERRIERO,
E, Cinisello Balsamo 1994, 673-677
141

DE VENECIA A ROMA
Aunque gozaba del prestigio y de la admiración de los cardenales
electores italianos no curiales, nadie podía imaginar que saliera elegido papa
en el cónclave de agosto de 1903206. Finalmente, un eclesiástico alejado de
las nunciaturas y de la carrera diplomática, todo un signo de los nuevos
tiempos que la Iglesia afrontaba, era elegido como sucesor de Pedro. Un
papa, en definitiva, del que se esperaba un gobierno muy distinto del de su
predecesor. La santidad, eso era lo que se esperaba, debía sustituir a la
diplomacia207. Su elección gustó a la mayoría de los sacerdotes. Veían en él
a un igual, a uno que había recorrido todos los peldaños de la jerarquía
eclesiástica. No satisfizo, en cambio, a personas de mediana cultura que
lamentaban que un hombre de formación exclusivamente eclesiástica, un
pobre y sencillo sacerdote, fuese capaz de llevar adelante la misión que se le
encomendaba. El tiempo dirá.
¿Sería capaz el nuevo papa de mantener sus señas de identidad o sería
asimilado a los pocos meses de ejercer el ministerio de Pedro por la corte
pontificia y por los intereses de las naciones católicas? Parece que no fue
asimilado. Desde el principio se mantuvo en la independencia en la que
siempre había vivido. Su estilo de vida siguió siendo tan disciplinado y casi
espartano como siempre. Al Sarto papa lo único que le importaba era su
misión: el cuidado de la Iglesia, el mantenimiento de la pureza de su doctrina.
A lo largo de su pontificado mantuvo una cuidadosa, hasta puntillosa,
administración del dinero. Tampoco se desprendió de estilo autoritario que
le había acompañado a lo largo de su vida. Se hizo incluso más reservado de
lo que lo había sido hasta entonces. Mantuvo hasta la víspera de su muerte
un celo grande por todo lo que hacía referencia a su persona y a sus enseres
personales. Cuando alguien o algo le contradecían manifestaba gran fastidio.
Actuó de papa con el mismo estilo rápido y hasta precipitado con el que había
actuado a lo largo de su vida pastoral. En su manera de hacer y de decidir se
mostraba poco inclinado “a repetir dos veces el mismo orden”208.

206
ZIZOLA, G., Il Conclave. L´elezione papale da San Pietro a Giovanni Paolo II, Roma 2005, 172-186
207
“Hoy tenemos un Papa, León XIII, escribía el famoso abogado milanés Contardo Ferrini en 1900, hoy
beato, que, con su ciencia profunda, su mirada sagaz, su habilidad, ha levantado prodigiosamente, y por
encima de cuanto pudiera esperarse, la situación de la Iglesia en el mundo. Pero a la muerte de León XIII,
continuaba escribiendo, la Iglesia puede necesitar un jefe supremo que la conduzca más estrechamente
a las virtudes evangélicas de los tiempos apostólicos, a la bondad, a la caridad, a la pobreza de espíritu, a
la mansedumbre, para ejercer una más amplia influencia sobre las masas populares”. DANIEL-ROPS, La
Iglesia de las revoluciones. Un combate por Dios, Barcelona 1965, 69
208
ROMANATO, pp 244-245
142

Sarto, esta es nuestra hipótesis de trabajo, gobernó la Iglesia de un


modo parecido a cómo había gobernado su primera parroquia. Acometió
desde el principio una incesante cadena de actuaciones pastorales con un
único objetivo reanimar la vida interna de la Iglesia y de los católicos, hacer
de ellos cristianos más comprometidos con su vocación de tales y de paso
más devotos.
Trató, en la medida en la que sus fuerzas y la complejidad de sus
responsabilidades se lo permitieron, de gobernar con un estilo personal y
cercano a todos y cada uno de los problemas que llegaban a la Curia. Si
importante en todo pontificado es la composición de su secretaria personal.
La formaban, con la excepción de un laico, un mediano grupo de sacerdotes,
todos ellos conocidos suyos y con los que había trabajado a lo largo de su
vida. Romanato afirma que sin su secretaria personal no se puede entender
su gobierno de la Iglesia. Con la ayuda de sus secretarios personales
controlaba toda la correspondencia, participaba en la redacción de todas sus
respuestas y centralizaba lo más que podía todas sus acciones. Era la única
manera de mantener, cosa que no había sucedido en el pontificado anterior,
la unidad de gobierno. Eso sí con el riesgo de que en muy pocas manos se
concentraba un poder demasiado grande, que, naturalmente, ponía en
cuestión el poder tradicional de la Curia. Figura destacada en su pontificado
fue su secretario particular, Bresan y su ayudante Pescini209. Entre las
personalidades de la Curia cabe destacar a su Secretario de Estado, el español
Rafael Merry del Val210 y a los cardenales de Lai y Vivés y Tutó211 y Pietro
Gasparri212.
Con la ayuda de todos ellos y con el entusiasmo de otros muchos que
se consideraron sus fieles más devotos pudo llevar adelante su misión: la
reanimación de la vida cristiana de todos los católicos y el mantenimiento y
progreso de las buenas doctrinas en tiempos nuevos y que desde un principio
le inclinaron a arrancar las malas hierbas que crecían en el campo de la
Iglesia se le había confiado.
Una misión que le llevó a enfrentarse cara a cara con todos los
problemas que acometieron a la Iglesia durante su pontificado,
concretamente el problema del modernismo y el del rompimiento de las
relaciones de la República francesa con Roma. Si la diplomacia fue la ama

209
ROMANATO, G., Pío X. En los orígenes …294-299.
210
Sobre la elección del aristócrata español Rafael Merry del Val como Secretario de Estado puede verse
ROMANATO, G., Pio X. La vita di papa Sarto, Milano 1992, 228-234
211
BARCELONA, Antonio María de, El cardinal Vives y Tutó, Barcelona 1916, 515 pp
212
AUBERT, R. Pio X tra… 700-704
143

ble compañera que sostuvo a León XIII, el sufrimiento y la tenacidad serán


los instrumentos que acompañen su pontificado213.

EL GOBIERNO DEL NUEVO PAPA


Antes de meternos con una exposición más cuidada y sistemática de
su pontificado, vamos a servirnos, como guía, de algunas de sus encíclicas.
Acudimos a la primera, la Supremi apostolatus (4 octubre de 1903) en la
que, además de expresar veladamente su estado de ánimo de cara a la misión
que se le encomendaba, nos ofrece algunas de las claves de lo que será su
futuro gobierno y su particular manera de llevarlo adelante.
En su inesperada elección vive y experimenta la victoria final de Dios
sobre su persona y vida. Una experiencia, vivida en clave de reconocimiento
y victoria, que acabará marcando los derroteros y objetivos de su pontificado:
restablecer todas las cosas en Cristo (Ef 1,10) a fin de que Cristo sea todo en
todos (Col 3,11)” (2). Objetivo y misión en los que le acompañarán y
asistirán todos aquellos que han sentido y sienten “la guerra impía que
actualmente, casi en todas partes, se ha suscitado y se propaga contra Dios”.
Pues al final todas las naciones se darán cuenta de que Dios será el Dios de
“toda la tierra (Salmo 46,179”).
La restauración de todas las cosas en Cristo le hizo establecer el
siguiente binomio: “es enteramente una misma cosa restablecer todo en
Cristo y hacer volver a los hombres a la obediencia de Dios”. En
consecuencia, todos los esfuerzos se deberán orientar a “que los hombres
vuelvan al imperio de Cristo. Hecho esto, habrán retornado al mismo Dios”.
Lo que, lógicamente, suponía que Cristo y sobre todo la Iglesia fueran
obedecidos y que el “antiguo honor de las leyes santísimas y los consejos del

213
Su Secretario de estado, el cardenal español Merry del Val, fue testigo de este profundo sufrir: “a veces
parecía un poco duro. Con que energía el Papa nos ordenaba arrancar las malas hierbas de la parte del
campo de la Iglesia que nos había confiado a nuestros cuidados. Se veía, se leía en sus ojos tristes y dulces,
luminosos, como velados por una sombra: ´Yo también sufro, sufro más que vosotros, pues desde todos
los lados debo actuar; debo reprimir, golpear, yo, el padre, el Padre de todos. Me obliga el deber de mi
carga, un deber ineluctable; el peligro de la Iglesia me preocupa, me tiene tomado, el peligro de fuera y
el peligro de dentro, más peligroso todavía: tengo el derecho de saberlo incluso si sufro. Menos dramático
y mucho más sencillo y práctico, en cambio, se mostraba con los peregrinos que acudían a Roma, a quienes
sin mucho protocolo les manifestaba cuanto anidaba en su corazón. A los peregrinos moravos, les decía:
“Bendigoos a todos, grandes y pequeños, ricos y pobres; que los buenos se mantengan buenos, que los
que se han desviado del recto sendero, vuelvan a él; que los padres eduquen a sus hijos; que los hijos
hagan honor a las canas de sus padres y al país que ha alimentado”. Y en otras ocasiones: “Decid a los
ricos que sean generosos en hacer limosnas; decir a los pobres que estén orgullosos de haber sido
escogidos para vivir representando a Cristo en la tierra. Recomiéndoos no os envidiéis ni odiéis a otros,
sino que practiquéis la resignación y la paciencia” en PIERAMI, B., Vida … 120-121.
144

Evangelio”, la proclamación “de las verdades enseñadas por la Iglesia acerca


de la santidad del matrimonio, de la educación e instrucción de la niñez, de
la posesión y uso de las riquezas, de los deberes de los que administran la
cosa pública”, verdaderamente se restablezcan para de esta manera encontrar
un “justo equilibrio entre las diversas clases sociales según las leyes y las
instituciones cristianas”.
Una misión de esta categoría requiere la colaboración de todos. En ella
deberán emplearse de manera excepcional los obispos y los sacerdotes. Unos
y otros tendrían que convertirse en verdaderos y auténticos evangelizadores,
capaces de “restablecer el imperio de Dios en las almas por medio de la
enseñanza de la religión” y la práctica de la caridad. También deberán
emplearse “todos los fieles sin excepción, quienes deben trabajar por el
interés de Dios y la salvación de las almas… siempre bajo la dirección y
anuencia de los obispos”, creando asociaciones de laicos en el campo y en la
ciudad, única manera de que los fieles católicos “perseveren en una vida
enteramente cristiana”. En la medida en la que actúen así serán verdaderos
“soldados de Cristo”. Pues “no cabe duda de que si en todas las ciudades y
en todas las aldeas se cumpliera fielmente con la ley del Señor, si se tuviera
el respeto debido a las cosas sagradas, si se frecuentaran los sacramentos, si
se observara todo lo demás que pide un vivir cristiano, no habría más que
hacer... para establecer todas las cosas en Cristo” (7.754,1-2). Desde estos
posicionamientos doctrinales reclama a los gobiernos libertad de acción y el
fomento de la piedad, “La piedad es útil para todo y donde ella reina
incólume allí se sentará verdaderamente el pueblo en la plenitud de la paz”.
Ideas y principios que se complementarán, como veremos, con el contenido
de la encíclica que publicaría año y medio más tarde, la Acerbo nimis (1905).
Romanato juzga que este propósito, el de la restauración de todas las
cosas en Cristo era “fruto de una genuina y profunda inspiración religiosa,
pero brota a la vez de una simplificación de la dialéctica social y de las
fuerzas espirituales, en la que por entonces – continúa diciendo Romananto
– muchos, incluidos espíritus auténticamente católicos, no se reconocían”214.
En realidad, nos preguntamos nosotros: ¿era posible acometer una verdadera
reforma de la Iglesia cuando una suerte de apostasía, en expresión de su
antecesor, de él mismo y de sus sucesores, estaba más que presente en el
seno del catolicismo? Era, por tanto, cuestión de equilibrar el diagnóstico
con los remedios que la Iglesia verdaderamente podía aportar.

214
ROMANATO, G., Pío X. En los orígenes … 310
145

Conocido su objetivo, pasemos a comentar algunas de sus empresas


más determinantes: la reforma de la Curia215. Dicha reforma no fue ni
novedosa ni precipitada. Como vicario, sacerdote, párroco, arcipreste, obispo
y hasta Patriarca de Venecia, Sarto, había sufrido las consecuencias
negativas de una administración más jurídica que pastoral, más inclinada al
embrollo y a la parsimonia administrativa que a la diligencia y efectividad
de una administración moderna. Una administración, en palabras del mismo
papa, “desordenada, varia y arbitraria” y que naturalmente había que
actualizar y reformar.
El asunto no se presentaba nada fácil. Era como meter la mano en una
zarza llena de espinas. Quien lo hiciera podía salir más que escaldado,
quemado e inutilizado para siempre. Parece un hecho no desmentido por
nadie que el papa permitió la publicación de un opúsculo sin firma, táctica
que formó parte de su manera de proceder, en el que se presentaba una
especie de programa de lo que debería ser la reforma de la Curia y el modo
cómo tendría que ejecutarse. Se pretendía, como todo lo que programaba el
papa Sarto, que fuese lo más rápida posible y con la intervención del menor
número de personas. Con la reforma de la Curia se recuperaría el prestigio
interno de la Iglesia y se evitarían muchos escándalos y tal vez la corrupción
interna imperante en el corazón de la administración de la Iglesia
desapareciera.
La Curia que heredó Sarto seguía en parte siendo la que trazó en 1588,
carta apostólica Immensa aeterni Dei, el papa Sixto V. Desde entonces
apenas se habían acometido algunas leves transformaciones. El resultado no
podía ser peor: algunas congregaciones habían perdido su razón de ser,
mientras otras estaban sobrecargadas de trabajo; en algunas había oficiales
muy competentes y preparados, en otras el personal era incompetente e
ineficiente; las retribuciones, verdadero caballo de batalla, eran desiguales,
injustas y en algunos casos casi nulas e irrisorias. Las regalías, las propinas
y la entrega de sobres eran práctica usual. El modo cómo resolvían los
litigios, algunas de ellas funcionaban como auténticos tribunales, era lento,
caro y muchas veces injusto para los fieles católicos. El favoritismo guiaba
e inspiraba la selección y la elección del nuevo personal, muy lejos de los
concursos públicos que por entonces imperaban en la administración estatal.
Todo ello hacía, en palabras del mismo papa, que un mismo asunto fuese
215
DEL RE, N., La Curia Vaticana. Lineamenti storico-giudici, 1998. VARNIER, G., La riforma della curia en
LA BELLA, G., Pio X e il suo tempo, Il Mulino, Bologna 2003, 275-309. ROMANATO, G., Pío X. En los orígenes
… 322-329.
146

tratado “por varias Congregaciones, de modo que el interesado puede


dirigirse a la que, echando cuentas, más le convenga. Y como los criterios de
las distintas Congregaciones no son idénticos, y son diferentes las tasas de
cada Congregación, se da así motivo a críticas poco decorosas para el
gobierno de la Santa Sede, que se presenta desordenado, variopinto y
también arbitrario”216. Era, pues, conveniente cambiar el marco general de la
administración curial, basado e inspirado en un jurisdiccionismo excesivo.
Convenía darle una perspectiva más pastoral y más favorable al interés y a
las necesidades del pueblo católico, tal como puede percibirse en la
constitución Sapienti consilio (29-6-1909).
A partir de esa fecha las congregaciones romanas quedaron reducidas
a once. La más importante y primera siguió siendo la del Santo Oficio. Se
creó la congregación de los sacramentos y se modificó la de Propaganda
Fide, ocupándose únicamente de los territorios de misión. A estas
congregaciones habría que sumar tres tribunales: el de la Sacra Penitenciaría,
el de la Rota y el de la Signatura apostólica, la suprema instancia jurídica del
Vaticano. La reforma pudo llevarse a término gracias al liderazgo del papa
y al empeño y a los trabajos del cardenal De Lai.
El resultado de tanto esfuerzo fue el que a partir de estas fechas
quedaba constituido dentro de la curía un poder piramidal, cuyo vértice lo
ocupaba el papa y sus máximos colaboradores, custodiados por una especie
de representante del papa, prefecto, que constituía, en opinión de los
expertos, una especie de sombra del papa dentro de la curia. Esa sombra en
tiempos de Pío X fue la del cardenal Gaetano De Lai (1853-1928), secretario
de la congregación consistorial217
La reforma de la Curia llevaba consigo la reforma de su periclitado y
hasta entonces desfasado Derecho; algo que se tendría que haber hecho, tal
como deseaban algunos padres conciliares en el ya lejano Vaticano I. De no
hacerlo, no podría llevarse a término su principal objetivo: el que todo se
restaurase en Cristo. Los primeros pasos que llevarían a la reforma del
Derecho en 1917, los dio a los pocos meses de ser elegido papa. El 19 de
marzo de 1904 publicó el motu proprio Arduum sane munus en el que se
contemplaba la necesidad de iniciar la codificación del derecho canónico.
Una labor de esta naturaleza no era empresa fácil; además, el papa quería
que en ella participase verdaderamente toda la Iglesia. Al tiempo que se
creaba una comisión de cardenales y de expertos, liderada por el Cardenal
216
Texto tomado de ROMANATO, G., Pío X. En los orígenes … 325.
217
FELICIANI, G., La codificacione del Diritto Canonico e la reforma della Curia Romana, en FLICHE-
MARTIN, Tomo XXII/2, 310-315 y VARNIER, G. La reforma… 285-288 y 293-295
147

Gasparri, se hacía una especie de encuesta a todos los obispos, rectores de


universidades católicas e iglesias particulares para que todos hiciesen sus
propuestas a los miembros de la comisión. Una experiencia equiparable a la
preparación y ejecución de un concilio ecuménico. Una empresa de tales
dimensiones salió adelante, esta es la opinión de Gasparri, porque el papa
quiso; lo que le supuso, según su secretario, Bressan, vigilarla y seguirla muy
de cerca. Finalmente, la reforma se concluyó el año 1917 con la publicación
de un nuevo Código, el de ese mismo año. El nuevo Código fue calificado
por los expertos de entonces y de ahora como un “verdadero monumento de
la ciencia jurídica”. Monumento jurídico que el historiador G. Feliciani
calificó como la construcción de “un Estado de las almas” y que dio a la
Iglesia una grandísima confianza en sí misma y una certeza normativa,
susceptible de defender la naturaleza y los derechos de la Iglesia y de los
católicos en los difíciles años treinta del siglo XX. Lo cual supuso mucho
antes de la publicación del Código, la creación del Acta Apostolicae Sedis en
1909, considera por muchos como la primera Gaceta Oficial de la Iglesia218.
Al mismo tiempo que acometía estas dos grandes reformas, cerraba la
centenaria presencia de los gobiernos civiles en la elección de un nuevo papa
por medio de la práctica del veto. El veto, cuando la Iglesia había perdido
para siempre sus estados territoriales, el veto, cuando al decir del joven
Pacelli la injerencia de los estados no formaba parte del gobierno de la
Iglesia, no tenía ningún sentido. Estas y otras ideas se perciben en el texto de
la constitución apostólica Commissum nobis (20-1-1904), en la que con el
tono tajante del nuevo papa se prohibía a los futuros miembros del cónclave
la menor dependencia de las fuerzas políticas de su entorno. Terminaba
afirmando: “queremos que esta prohibición se extienda a todas las citadas
mediaciones, intercesiones y a todas las demás formas a través de las cuales
los poderes laicos de cualquier nivel y orden deseen inmiscuirse en la
elección del Pontífice”219. Medida que fue calificada por el cardenal Gasparri
como “hecho memorable”.
Pero no bastaba, por muy necesarias y urgentes que fueran, con estas
tres grandes reformas. En el programa de gobierno del papa Sarto había todo
un proyecto pastoral. Proyecto que pasaba por la dignificación del culto y
por el restablecimiento de una liturgia acorde con las necesidades espirituales
de un pueblo con menos recursos espirituales y con muchas más solicitudes
exteriores. Había que reanimar el culto, lo mismo que había que reanimar
toda la vida cristiana. Al papa Pío X no le bastaba tampoco con un más
218
FELICIANI, G., La codificacione… 293-310.
219
Texto tomado de ROMANATO, G., Pío X. En los orígenes… 320.
148

íntimo conocimiento y una más personalizada experiencia relacional con


Cristo en la comunión y en la oración eucarística. Consciente de la ineludible
regeneración de la dignidad de la casa de Dios y de los cultos allí celebrados,
Pío X, desde prácticamente el día siguiente de su elección, inició una
auténtica cruzada para regenerar el culto cristiano y hacer de los templos
verdaderas casas de oración. Si examinamos su vida pastoral, el decoro, la
música sagrada y la liturgia formaban una única unidad.
Uno de sus confesados objetivos, lo venía haciendo desde hacía
décadas, fue el de erradicar la música profana de las celebraciones litúrgicas
e imponer en su lugar un estilo musical si no nuevo, sí novedoso para los
oídos y sensibilidades demasiado mundanas de los católicos de aquel tiempo:
la música de las orquestas debía ser sustituida por el canto sagrado, nacido
con la reforma gregoriana, el gregoriano. El gregoriano con el paso del
tiempo y con la inestimable ayuda de la congregación de san Benito acabaría
siendo la música de la Iglesia católica. El 22 de noviembre de 1903 publicó
el motu proprio Tra le sollecitudine. En dicho motu proprio se manifestaba
el nuevo papa, más como pastor que como esteta, inclinado a hacer cuanto
estuviese de su parte para acrecentar la devoción de los fieles. La devoción
y el afecto hacia el culto sagrado y hacia las personas divinas se conseguían
mejor y más devotamente con el canto gregoriano220.
Pareja con la música iba la liturgia y un poco en sintonía con ellas la
construcción de nuevos templos, política que con no pocas dificultades
emprendió y logró coronar en Roma. En los nuevos barrios de la Ciudad
Eterna fueron levantadas decenas de Iglesia Su prototipo es la dedicada a San
Camilo de Lellis.
Música, liturgia, templos dignos para el mejor y más católico culto
conducían inexorablemente, véase la enciclica Acerbo nimis 1904, a una más
cuidada enseñanza catequística y a una revalorización de la frecuente
participación de los fieles en el sacramento de la eucaristía (decreto
Sacrosanta Tridentina Synodus del 10 de diciembre de 1905) y que andando
el tiempo desembocaría en la instrucción Quam singulari Christus amore (8-

220
“Es dulce, suave, fácil de aprender y de una belleza tan nueva y tan insospechada que donde quiera
que se ha introducido ha suscitado verdadero entusiasmo…. Contribuye a aumentar la magnificencia y
esplendor de las ceremonias eclesiásticas y, por consiguiente, su propio objeto consiste en añadir un
alcance mayor todavía al mismo texto, que debe ser en latín, para que de esta manera los fieles estén más
fácilmente inclinados a la piedad… La música debe ser santa, evitar todo carácter profano en sí y por parte
de los ejecutantes”.
149

8-1910) en la que se fijaba la edad mínima de los niños para poder recibir la
comunión.
Sarto, antes de ser nombrado papa, había mostrado sumo interés por
el fomento de la comunión frecuente. Era un fiel seguidor de pastores de la
categoría de un Frasinetti y de un don Bosco en Italia, de los obispos Gerbet
y Dupanloup en Francia y un entusiasta seguidor del movimiento eucarístico
belga. Una vez coronado papa, Sarto aprovechó la celebración en Roma en
junio de 1905 de un Congreso Eucarístico Internacional para sacar adelante
sus propósitos. En el acto de clausura alabó la práctica de la comunión
cotidiana, puso fin a las polémicas que en Bélgica habían encendido la pasión
de importantes eclesiásticos y prometió numerosas indulgencias a quienes
rezasen para que la comunión frecuente fuese una práctica al alcance de
todos. A finales de 1905 aparecía publicado un decreto titulado De
quotidiana SS Eucharistiae sumptiione. Dos únicas condiciones se exigían
para comulgar diariamente: el estado de gracia y la recta intención. En dicho
decreto se insistía en que se hiciesen todos los esfuerzos necesarios para que
los alumnos de todos los establecimientos educativos católicos acabasen
amando y practicando la comunión frecuente. A nadie le podrá extrañar que
durante este tiempo se constituyesen ligas y asociaciones como los
Caballeros del Santísimo Sacramento en Inglaterra y que la Congregación
de las Indulgencias fomentase desde 1907 la celebración de triduos
eucarísticos destinados al mismo fin. La popularidad y la frecuencia de
Congresos Eucarísticos a todos los niveles contribuyeron de manera
manifiesta en el mismo propósito; en el Congreso celebrado en Lourdes se
tuvo la iniciativa de crear una gran cruzada eucarística infantil, que adquiriría
en la posguerra europea una inmensa popularidad. Otro punto que con el
paso de los años se fue aclarando fue la edad mínima a la que un cristiano
podía comulgar. En el decreto Quam Singulari (8-8-1910) se establecía la
edad de discreción, la edad en la que un niño comienza a distinguir lo bueno
de lo malo y que coincidía en aquella época con los siete años. Estas y otras
muchas disposiciones tuvieron que esperar un cierto tiempo para que la
comunión frecuente calase en el pueblo católico.
Esta importante reforma estuvo acompañada por dos reformas más: la
del calendario litúrgico y la del breviario. El breviario vio reducidas
drásticamente las fiestas de los santos a favor de la recitación de los salmos
hasta ser elevados a la categoría de oración oficial de la Iglesia.
El fomento de la comunión frecuente y la reanimación de la vida
cristiana comporta un especial cuidado de la catequesis y de los catequistas.
150

La catequesis en el esquema teológico y en el plan de gobierno del papa Sarto


será fundamental221. Lo será porque tal como hemos dicho más arriba en el
conocimiento de Jesucristo se fundamentaba la restauración de todas las
cosas en Cristo y se visibilizaba de manera concreta la actuación del hombre
restaurado en Cristo y en sus ocupaciones ordinarias. También lo era la
predicación.
La Iglesia tendría buenos catequistas y predicadores si acertaba en la
selección, cuidado y formación de sus futuros sacerdotes. En orden a la
consecución de tan laudable objetivo redactó la encíclica Pieni l´animo
(1906). En esta encíclica, dirigida a los obispos italianos, se denunciaban los
grandes peligros que en el campo de la doctrina estaban acechando en los
seminarios222. Desde esta preocupación, además de nacer una serie de
instrucciones respecto de la disciplina, vida espiritual y vida académica, se
insistió en la naturaleza del “sacerdocio instituido por Jesucristo” y que como
tal no debía entenderse como una profesión u oficio sino como un ministerio
para la salvación de las almas. El modelo sacerdotal que se les proponía a los
seminaristas no era otro que el de Cristo. Lo que significaba que su vida
debía ser una vida en la que se buscase la santidad, la santidad sacerdotal. El
sacerdote debía ser una persona incansable, inclinada de modo natural a
hacer el bien a sus ovejas en las parroquias, principalmente, pero también en

221
De cara al mantenimiento y restauración de la Doctrina cristiana, el papa desea establecer para todas
las diócesis “las siguientes disposiciones que habrán de ser rigurosamente guardadas y cumplidas”. 1
Todos los párrocos y sacerdotes deberán instruir por medio del Catecismo a todos los niños y niñas
“durante una hora entera todos los domingos y fiestas del año, sin exceptuar ninguno…. en cuanto deben
creer y obrar para alcanzar la salvación eterna”. 2. Los sacerdotes deberán preparar a niños y niñas “en
época fija del año, y mediante instrucción que ha de durar varios días, a recibir dignamente los
Sacramentos de Penitencia y Confirmación”. 3. Harán lo mismo de cara a la preparación de los niños y
niñas “para que santamente se acerquen por primera vez a la Sagrada Mesa…” 4. En todas las parroquias
deberá instituirse la Congregación de la Doctrina Cristiana, “con la cual, principalmente donde ocurra ser
escaso el número de sacerdotes, tendrán los párrocos auxiliares del estado seglar para la enseñanza del
Catecismo, los cuales se ocuparan en este ministerio, así por el celo de la gloria de Dios, como por lucrar
las Santas Indulgencias con que los Romanos Pontífices han enriquecido esta asociación”. 5. En aquellas
poblaciones donde haya posibilidades y abunden los centros de estudio teológico y sobre todo “liceos y
colegios, fúndense escuelas de religión para instruir las verdades de fe y la vida cristiana, a la juventud
que frecuenta las aulas públicas en que no se mencionan las cosas de religión. 6. Dado que la ignorancia
religiosa es muy abundante entre la gente de edad adulta, conviene que los párrocos, además de predicar
todos los domingos y días de fiesta, hagan lo posible para que el mayor aflujo de personas puedan recibir
“en forma sencilla y acomodada a sus inteligencias”, el Catecismo del Concilio de Trento. “De tal modo
que en el espacio de tres o cuatro años expliquen cuanto se refiere al Símbolo, los Sacramentos, el
Decálogo, la Oración y los Mandamientos de la Iglesia”.
222
“teorías nuevas y reprensibles se extienden sobre la naturaleza de la obediencia; y lo que es más grave
se propagan máximas, más o menos ocultas, entre los jóvenes que se preparan al sacerdocio en el interior
de los seminarios, como si se quisiera desviar con el tiempo las nuevas promociones al grupo de los
rebeldes…”.
151

todos aquellos espacios donde transcurre la vida humana. Las virtudes que
un sacerdote debía aprender, mantener y desarrollar tenían mucho más que
ver con la piedad que con la ciencia. Pues la piedad acababa venciendo todos
los males, mientras la ciencia podía conducirlos al orgullo y a la contumacia.
Los sacerdotes, no lo olvidemos, representaban a la Iglesia ante los fieles y
también eran los llamados a formar parte de la jerarquía eclesiástica.
Todo este programa sacerdotal exigía la más cuidada, acertada y mejor
formación de los futuros sacerdotes. Sarto consideraba que los seminarios,
especialmente los de las diócesis más pequeñas y los ubicados en las
capitales de provincia, no eran los lugares aptos para la formación que se
pretendía. En orden a la consecución de estos objetivos publicó en 1905 un
Programma generale di studi y al año siguiente las Norme per l´ordinamento
educativo e disciplinare. Se quería que los estudios eclesiásticos se
equiparasen a los que de las escuelas públicas. Para ser ordenado se exigía la
estancia obligatoria de los fututos sacerdotes en el seminario; en caso
contrario no podría ser ordenado. Con esta medida se ponía fin a la enseñanza
externa de los seminaristas.
Coincidiendo con el octavo centenario de san Anselmo, redactó la
Communium rerum, 21 de abril de 1909, en esta encíclica se dibujaba el
modelo del obispo Entre sus principales obligaciones destacaba la de vigilar
en auxilio del papa la pureza de la enseñanza de la doctrina de la Iglesia. Los
obispos eran el brazo ejecutor del poder central de la Iglesia como también
lo eran los laicos y los miembros de las más diversas asociaciones,
constituidos en falanges en pie de guerra.
La restauración de todas las cosas en Cristo223 dependía de la
reanimación de la vida cristiana de los fieles católicos. Una cosa acompañaba
a otra. Nada podía ser restaurado en Cristo, si lo cristianos desconocían la
persona de Cristo y vivían su vida diaria con criterios mundanos. Conocemos
gracias a la lectura de la Acerbo nimis el deficiente estado en el que se
encontraba la vida cristiana así como los objetivos y medios propuestos para
su remedio. La tenacidad de Sarto y la necesidad de instruir a grandes y
pequeños acabó con la publicación en octubre de 1912, después de varios
ensayos, de un catecismo para la diócesis de Roma; catecismo que con el
tiempo acabaría denominándose el catecismo de Pío X.

223
“Restaurar en Cristo, no sólo lo que propiamente pertenece a la divina misión de la Iglesia, que es
conducir las almas a Dios, pero también, lo hemos explicado, cuanto se deriva naturalmente de esta divina
misión: la civilización cristiana en el conjunto de todos sus elementos y en cada uno de los que la
constituyen”. De la Firmo proposito. Traducción de la Revista LA CRUZ 1905 (2), 7
152

Junta a las misiones interiores, las misiones exteriores también fueron


objeto de su preocupación. Durante su pontificado las nuevas iglesias de los
países del norte de Europa y los Estados Unidos, verdaderas cristiandades,
dejaron de depender la Congregación de la Propaganda. Se continuaron
creando vicariatos apostólicos (39), prefecturas (37), diócesis y
archidiócesis. Se firmaron fructuosos acuerdos con el rey Leopoldo II de
Bélgica por el que se aseguró la presencia de la iglesia católica en el Congo,
lo que supuso la apertura de escuelas y colegios para la instrucción religiosa
y profana de sus habitantes. En el oriente, Japón comenzaba su segunda
evangelización; en 1913 se abría la Universidad Sofia en Tokio y China
veían como poco a poco florecía con nuevas escuelas católicas. En las
Filipinas, después de su independencia, se reconfiguraba su antiguo mapa
diocesano.

LA ACCION DE LOS CATÓLICOS EN EL SISTEMA DE GOBIERNO


DE PÍO X Y EL DEVENIR DE LA PRESENCIA DE LA IGLESIA EN LA
ITALIA Y FRANCIA DE LA ÉPOCA224
Hemos venido insistiendo en la importancia que el papa Sarto dio a lo
largo de su pontificado a la acción católica. Entendemos por esta la acción
que los laicos, en una relativa dependencia de la jerarquía, debían llevar
adelante con miras de conquistar y restaurar la sociedad de su tiempo para
Cristo.
Un documento clave tanto para conocer qué es lo que pensaba el papa
Sarto de la acción católica, social y política de los católicos será la encíclica
Il fermo propósito (14-6-1905)225. Repasémosla.
Siendo la Iglesia “un cuerpo único, cuya cabeza es Cristo”, la misión
que le correspondía a la cabeza, al papa, en lo concerniente a los fieles laicos
no era otra que la de mostrarles en qué consistía la acción que como tales
debían llevar a término en medio del mundo. Su campo de acción era
“dilatadísimo”. Tan dilatado que “la necesidad del concurso de la acción
individual” era necesaria e imprescindible para llevar a cabo la acción
católica. Acción católica, conviene advertirlo desde el principio, tenía como
meta y fin la extensión y el ensanchamiento “del reinado de Dios”, la

224
Visión general de los partidos políticos de raíz cristiana: MAYEUR, J-M., Partiti cattolici e democazia
cristiana in Europa. Ottocento-Novecento, Milano 1983349 pp. UPCo 418/565.
225
No hemos encontrado una versión oficial de la misma. Nos servimos de la traducción que apareció en
la revista LA CRUZ , vol 2 (1905), 3-19
153

restauración de todas las cosas en Cristo, la construcción de la civilización


cristiana226. Dicha construcción se podría llevar a término gracias a las
“escogidas huestes de católicos”. Éstas debían “combatir por todo medio
justo y legal, a la civilización anticristiana” hasta devolverle a Dios sus
derechos “en todas las cosas” y no menos a “su Iglesia”.
El “conjunto de todas estas obras”, el conjunto de todos los esfuerzos
que los católicos llevasen a término hasta conseguir la restauración de todas
las cosas en Cristo, recibía “el nombre especial y nobílisimo de acción
católica o acción de los católicos”. Una acción católica, ciertamente,
cambiante en su forma exterior, pero idéntica, “si se considera su naturaleza
y su objeto”, en su esencia. Los directores de esta acción católica debían “ser
católicos a toda prueba”, estar “bien convencidos de su fe, sólidamente
instruidos en las cosas de la Religión, sinceramente sumisos a la Iglesia,
especialmente a esta suprema Cátedra Apostólica y al Vicario de Cristo en
la tierra; y han de juntar con la piedad verdadera, virtudes varoniles, pureza
de costumbres, y vida tan limpia que a todos sirvan de eficaz ejemplo”.
Entre las obras que el papa ponderaba como más necesarias señalaba
“una institución de carácter general que, con el nombre de Unión popular,
tiene por objeto unir a los católicos de todas las clases sociales y
especialmente a la multitud de los del pueblo en derredor de un centro común
de doctrina, propaganda y organización social”227 y en su tanto política.
Lo que permitía participar directamente en “la vida política de la
Nación, mediante la representación popular en las Asambleas legislativas”.
Los católicos tendríán, pues, que concurrir “formal y prudentemente a la vida
política” a nivel nacional. Eso sí de acuerdo con “los altos principios que
regulan la conciencia de todo buen católico. Solo de esta manera, afirmaba
indirectamente el papa, podría resolverse el problema social y con ello el
reflorecimiento de la civilización cristiana228.
Según lo dicho, ¿qué relación deben tener las obras de la acción
católica con la autoridad eclesiástica? Si toda acción católica que tiene como
propósito “un fin religioso con la mira de procurar el bien de las almas, hasta
en las cosas más pequeñas, debe hallarse supeditada a la autoridad de la
Iglesia, y por consiguiente a la autoridad de los obispos”, las obras que se
enderezan a restaurar en Cristo y a promover la verdadera civilización

226
(NOTA. Ver en las páginas 5-6 de esta edición, la traducción de la revista LA CRUZ (UPCo 1083), se
ofrece una descripción de la civilización cristiana).
227
Il fermo proposito, página 11.
228
Ibidem, 14
154

cristiana, “no pueden tampoco concebirse, en manera alguna, independientes


del Consejo y la alta dirección de la Autoridad eclesiástica, especialmente
por cuanto todas deben acomodarse a los principios de la doctrina y moral
cristiana; y mucho menos pueden concebirse en oposición, más o menos
franca, a la misma autoridad”. Los católicos enfrascados en las obras de la
acción católica deberán, en consecuencia, someterse a la vigilancia maternal
de la Iglesia “como dóciles y amantes hijos”229.
Digamos, para terminar, que la participación de los clérigos en la
acción católica que tenga que ver con la política queda muy limitada por la
naturaleza y misión propias de su estado. Los que por alguna razón se sientan
obligados a participar en la dirección de la acción católica, deberán
“meditarlo maduramente”, ponerse “de acuerdo con su Prelado” y
comprometerse “únicamente en el caso de ser visto que su concurso esté
exento de todo riesgo y sea de evidente utilidad”230. En cambio, su
participación en la acción social es muy favorecida y hasta alabada. Para
concluir: “de esta suerte la colaboración del Clero en las obras de acción
católica tendrá un fin altamente religioso y nunca será obstáculo, antes bien,
secundará su ministerio espiritual, cuyo campo irá ensayando y cuyos frutos
multiplicará”231.
La Iglesia con este programa en la mano logró desvincular mayor
número de fieles católicos de las habituales posiciones extremistas en las que
había cuajado la acción social y política de los católicos. Se alejó en cuanto
pudo de posiciones tradicionalistas e integristas y no menos de las
posiciones representadas por los demócratas cristianos y sociales. A Roma
lo que verdaderamente le interesaba era la formación y consolidación de
numerosas, en su lenguaje, huestes de católicos activos, a poder ser
moderados y seguros doctrinalmente. El laicado, en consecuencia, sería
organizado, siguiendo las necesidades de los tiempos, tal como puede
percibirse en los casos de Italia y de Francia.
En Italia: a la llegada del papa Sarto al gobierno de la Iglesia, la
situación de la nación, minada todavía por un nacionalismo extremo y sobre
todo por una creciente marea socialista, invitaba a la intervención de los
católicos en la vida pública, en las elecciones. Las elecciones de 1904
disolvieron definitivamente el non expedit de Pío IX; gracias a la

229
Ibidem, 15-16.

230
Ibidem, 17
231
Ibidem, 17-18
155

participación de los católicos un católico entraba a formar parte del gobierno


municipal de Milán.
Mucha mayor trascendencia tuvo la fundación por parte del sacerdote
Romolo Murri de la Liga democrática nacional. Su objetivo no fue otro que
el orientar en un sentido plenamente democrático las actividades públicas de
los católicos para de esta manera defender lo mejor posible a los
trabajadores. Con la Liga, al decir de Launay, nacía en primer partido
democrático en Italia. Un partido que entre sus aspiraciones figuraban una
serie de reformas dentro de la Iglesia. Algo muy ligado, todavía, a una
teocracia de izquierdas. Como cabe suponer las relaciones entre los
representantes de la Liga y los representantes de la Iglesia se hicieron más
que tensas. La respuesta de la Iglesia no se hizo esperar. Muy en relación con
la última parte de Il firmo proposito, el Vaticano publicaba en 1906 la
encíclica Pieni l´animo. En ella se prohibía la intervención del clero en la
política. Tres años después (1909), Murri, elegido diputado nacional, fue
excomulgado. Sin embargo, la llama de Murri fue continuada por la antorcha
de otro sacerdote, el siciliano Liugo Sturzo232. Los católicos, afirmaba,
deberían formar un partido político de inspiración cristiana.
Poco a poco la situación se fue aclarando. Si las elecciones de 1909
supusieron un inicial éxito para los católicos y para los candidatos de orden
por ellos apoyados, las elecciones de 1913 fueron decisivas de cara a la
concurrencia y participación de los católicos en la lucha política. En 1913 se
firmó el llamado pacto Gentilione, por el que los católicos podían apoyar
candidatos liberales, era el voto útil de la época, para así oponerse a la marea
socialista y evitarle males mayores a la Iglesia y a los intereses de los
católicos; además según los acuerdos de ese famoso pacto, los liberales
serían leales con la Iglesia. Treinta y tres católicos formarían parte del
parlamento italiano. La cuestión romana estaba, ahora ya de verdad, en vías
de solución. La normalización política supuso el que la paz entre el estado
italiano y el Vaticano fuese, antes o después, una realidad233.
En Francia234: dos movimientos sociales y políticos animaron de
muy distinta manera la presencia de los católicos en la Francia republicana;
ambos acabaron siendo suprimidos y desautorizados, en el fondo, por

232
BOTTI, A., Romolo Murri e l´anticlericalismo negli anni de ´La Voce´, Urbino 1996, 197 pp,
especialmente 13-80.
233
MAYEUR, J-M., Partiti cattolici… 143-154
234
LAUNAY, M., La papauté…186-196
156

parecidas razones, primero por los obispos franceses, y por Roma después.
Son Le Sillón235, en castellano el Surco, y la Actión français.
Le Sillon nació y creció antes que el papa Sarto recomendase en Il
fermo proposito la creación de la Unión popular cristiana a nivel diocesano
y a nivel interdiocesano. La dedicación de los sacerdotes sociales Lemire,
Garnier y Maudet favoreció el surgimiento de Le Sillon. Nacía en 1894
dentro del seno de las congregaciones juveniles establecidas en el colegio
San Estanislao de París y en torno a la publicación juvenil del mismo
nombre. Desde un principio su finalidad no fue otra que la de lograr la
reconciliación de la Iglesia con el mundo obrero, la reconciliación de la
Iglesia con la República. En 1902 estaba perfectamente organizado y en 1906
sus dirigentes accedían a la acción política y parlamentaria. Una acción que
no se paraba ante una posible colaboración con otras fuerzas no
confesionales y tampoco ante el diálogo con personas y asociaciones no
creyentes. Los jóvenes del Sillon pretendían un nuevo railliement francés.
Sus aspiraciones, como parece natural, no fueron ni bien vistas ni
respetadas por muchos representantes del clero y de la jerarquía. Se temía
dentro de la iglesia francesa que su excesivo amor a la democracia, su
inclinación y respeto a la República y su colaboración con creyentes y no
creyentes, fuese en detrimento de la fe de la mayoría de sus militantes y en
perjuicio de los intereses de la Iglesia. En 1908 un total de diez obispos, a la
vez que enviaban negativos informes a Roma, prohibían a sus sacerdotes y
seminaristas asistiesen a las conferencias y círculos organizados por Sillon.
Roma, en medio del paroxismo de la reacción modernista, no se hizo esperar:
lo condenaba en agosto de 1909. Con su condena se ponía fin, por el
momento, al inicio de la democracia cristiana en Francia.
Coetáneo en parte al Sillon fue la Action francaise. Puede describirse
este movimiento como una manifestación del nacionalismo francés de cuño
integrista. Su líder fue Charles Maurras (1868-1952)236. Más allá de su
nacionalismo inicial, lo que verdaderamente pretendía era vincular la
monarquía con la Iglesia.
Creado en 1905 crece rápidamente entre el pueblo más tradicional y
entre los fieles de la Iglesia y del clero. Este mismo año inaugura una
editorial y en 1908 publica un periódico diario: L´Action française. Entre

235
CARON, J., Le Sillon et la democratie chretienne (1894-1910), Paris 1967; MAYEUR, J-M., (Ed), Le
Sillon de Marc Sanginer et la démocratie sociale. Actes du Colloque des 18 et 19 mars 2014, Besançon
2006, 210 pp en UPCo 1748/259
236
BURLEIGH, M., Poder terrenal … 486-493.
157

tanto el prestigio de líder, olvidados sus orígenes y su inicial


anticristianismo, muy vinculado al positivismo del siglo XIX, crece. Cuenta
entre sus grandes defensores a figuras eminentes del episcopado francés y de
la curia vaticana; entre los primeros, destacaron el cardenal Cabriéeres,
obispo de Montpellier y monseñor Sevin, arzobispo de Lyon desde 1912;
entre los segundo al cardenal de Lai, al futuro cardenal Billot y al padre Le
Floch, superior del seminario francés en Roma.
Contó, nada extrañó en el contexto de la época, con el entusiasmo del
mismo papa, quién vio en la Action françcaise un aliado natural para luchar
en suelo francés contra Le Sillon, la democracia cristiana y el modernismo.
Ante el creciente poder que iba tomando, fuerzas, mucho más
equilibradas dentro y fuera de la Iglesia, comenzaron a criticar y poner en
cuestión la ideología de Maurras, señalando sus contradicciones y peligros
para la Iglesia e incluso para Francia. Entre sus debeladores destacaron
Maurice Blondel y el padre Laberthonnière; el primero criticaba su falta de
sentido religioso, el segundo su milenarismo y hasta su totalitarismo. Sus
críticas fueron asumidas por un reducido pero autorizado grupo de obispo,
entre los que destacaba Mignot, el obispo de Albí, simpatizante en un
principio del modernismo moderado. Como era natural estos y otros críticos
lo desautorizaron ante sus seminaristas y sacerdotes. La cosa llegó a tanto
que en 1913, el obispo de Niza, monseñor Chapon, condenaba el movimiento
y lo denunciaba ante la Santa Sede. La denuncia romana dio frutos
inmediatamente. El obispo Guillibert, profesor de Maurras, ponía en guardia
a la curia romana, afirmando que éste quería servirse del catolicismo para
fortalecer su carrera política y sacar adelante propósitos no confesados.
Finalmente y tras no pocas vacilaciones, las obras de Maurras fueron
analizadas y condenadas por el Indice. La Action française era condenada el
29 de enero de 1914; condena que no se hizo pública hasta el año 1926. Pío
X no quería causar más divisiones dentro del tradicionalismo y de la iglesia
francesa y tampoco quería darle la razón a ninguna de las partes
contendientes.
Otro asunto muy vinculado al Sillon y a la Action française durante el
pontificado de Pío X fue la cuestión del sindicalismo cristiano. Los
representantes de las diversas tendencias sindicales católicas se preguntaban
hasta qué punto los sindicatos debían seguir siendo confesionales. La
posición pontificia, sobre todo desde la publicación en 1905 de Il fermo
proposito quedaba clara: los sindicatos católicos tenían que ser confesionales
y tenían que estar en perfecta comunión con la Iglesia y con los intereses de
158

la jerarquía. El problema, con todo, se suscitó y adquirió un dramatismo


especial en Alemania cuando al mismo tiempo la Confederación de los
Sindicatos cristianos con sede en Colonia, bajo los auspicios y la dirección
del cardenal Fischer, defendía su carácter interconfesional y la confederación
de los sindicatos católicos con sede en Berlín defendía su dependencia de la
jerarquía. El año 1912 unos y otros apelaron a Roma. Meses después, el 24
de septiembre, se publicaba la encíclica Singulari quadam . En dicho
documento se insistía sobre los peligros de la interconfesionalidad de los
sindicatos y sobre la necesidad de crear y sostener en todos los países
católicos asociaciones católicas de obreros. Dicha doctrina se sostenía y
defendía en las páginas de la Civiltá cattolica de 1914: el sindicalismo y
cristianismo eran términos incompatibles. El sindicalismo se identificaba
con el sindicalismo revolucionario237.
Estos problemas por graves que parecieran no eran nada comparados
con los que la Iglesia romana iba a vivir en sus relaciones con la República
francesa. Nos estamos refiriendo a la separación de la Iglesia y del Estado en
Francia238. Era previsible y que antes o después podía acontecer. La
constitución de un estado verdadero laico, con la consiguiente separación de
la Iglesia, era uno de sus más grandes objetivos.
Repasemos algunas de las medidas que prepararon las jornadas de
diciembre de 1905, fecha en la que se consumó la separación. En 1880 se
suprimía, habiendo estado vigente desde 1814, la obligación del descanso
dominical; también se descolgaban y retiraban los crucifijos de las alcaldías,
comisarías y escuelas y se establecía el 14 de julio como fecha de la fiesta
nacional francesa. Un año después, en 1881, era abolido el carácter
confesional de los cementerios. Este mismo año se aprobaba una nueva ley
de libertad de prensa y de reunión. En 1882, como ya hemos indicado, la
enseñanza primaria era pública y obligatoria. En 1884 se aprobaba el
divorcio, práctica canónica prohibida desde 1826; igualmente se suspendían
todo tipo de oraciones públicas, muy especialmente en el Parlamento y al
mismo tiempo se establecían leyes municipales para reglamentar el toque de
las campanas de las Iglesias. Finalmente, en 1887 se legislaba sobre

237
LAUNAY, M., La papauté … 193-196
238
MAYEUR, J-M., La separación de la Iglesia y el Estado, Madrid 1967, 197+XVII. CHEVALIER, P.,
La Séparation de l´Eglise et de lécole, Paris 1981, 485 pp. MAUDIT, A-M., La France contre la
France: la séparation de l´Eglise et de l´État (1902-1906), Paris 1984, 370 pp. VARIOS (CHANTIN,
J-P et MOULINET, D), La separation de 1905. Les hommes et les lieux, Paris 2004, 271 pp en UPCo
1748/227
159

enterramientos y funerales; se quería que se respetaran las últimas voluntades


de los difuntos, especialmente si éstas consistían en no ser enterrados al
modo católico.
En lo referente al campo de la enseñanza desde muy pronto, como
hemos visto en otro lugar, el estado francés se marcó el objetivo de hacerla
totalmente laica. En 1880 se crearon los primeros liceos para alumnas; en
1881 y 1882 se garantizó la gratuidad para toda la enseñanza primaria que
desde esta fecha sería obligatoria; la enseñanza del catecismo en la escuela
eran prohibida y sustituida por un curso de instrucción cívica y moral,
impregnado de los principios de la moral kantiana. En 1879 se abrió una
Escuela Normal Superior para formar profesoras de alumnas, esste mismo
año se creó una Escuela Normal Superior para profesores. Paralelamente
todos los profesores sospechosos de no comulgar con la nueva filosofía
educativa fueron separados de sus actividades; en 1886, a todos los
sacerdotes y religiosos, no pocos en todas las escuelas, se les prohibía
ejercer como profesores dentro de los establecimientos públicos.
Una vez creada una mínima estructura estatal de la enseñanza, el
siguiente objetivo fue debilitar la concurrencia católica: en 1880 se aprobaba
una ley, que en su artículo siete, sostenía que “nadie que perteneciese a una
congregación religiosa no autorizada podría dirigir un establecimiento
público o privado ni tampoco ser profesor en él”. Esta medida estuvo
acompañada por un decreto, 29 de marzo de 1880, por el que se decretaba la
disolución y la dispersión de la Compañía de Jesús; el resto de las órdenes
religiosas, si querían continuar en la enseñanza, tenían que tener un permiso
especial de la Administración.
Veinte años más tarde, el 1 de julio de 1901, las congregaciones
religiosas fueron sometidas a un doble control: su existencia jurídica
dependería en el futuro de una ley sobre congregaciones religiosas y la
apertura de un colegio particular de un decreto de autorización. En 1902,
bajo el ministerio de Combes, fueron clausuradas, alegando que no estaban
autorizadas, más de 3.000 escuelas congregacionales. Dos años más tarde,
1904, se prohibía enseñar a todos los religiosos y se imponía a todas las
congregaciones, en el plazo de diez días, el cierre de todos sus colegios. Los
efectos no podían ser más demoledores: la Iglesia pasaba de contar 30.000
escuelas en 1880 a tener 27 en 1912.
Sin embargo, la ley de separación de la Iglesia y el Estado no llegará
hasta el 9 de diciembre de 1905. ¿Por qué tardó tanto tiempo? Existen, al
respecto, varias interpretaciones: durante la década 1880-1890 se pensaba
160

que tal medida no era oportuna y que los intereses generales de la nación
podrían verse alterados en sus fundamentos; se consideraba, con cierta
malicia, que era mucho mejor tener a la hidra controlada que tenerla fuera de
control; durante la década de los noventa se pensaba que los verdaderos
peligros venían de las filas socialistas y de los extremistas de la derecha. La
Iglesia podía ser un elemento de unión y de consolidación del orden burgués,
por lo que no convenía alterar más las relaciones de la Iglesia y del Estado.
La aprobación de la ley de 1905 coincide con un fuerte período
anticlerical y con el temor de las izquierdas a una reacción conjunta de las
escuelas, de la prensa católica, muy crítica con el gobierno y hasta del mismo
Ejército que se había sentido muy molesto cuando advirtió que el gobierno
estaba controlando y examinado la catolicidad de los oficiales.
La Iglesia católica ante este aluvión de medidas no supo contenerse.
Además, el nuevo papa y el nuevo secretario de estado no tenían ni las tablas
ni el dominio de la escena que tuvieron sus respectivos antecesores. Así
llegamos al mes de marzo de 1903; mes en el que la Cámara rechazó con
suficiente mayoría las demandas que un total de 54 congregaciones
masculinas elevaron al Parlamento francés para poder continuar su misión
en suelo francés. La misma respuesta recibieron a lo largo del mes de junio
81 congregaciones femeninas.
La respuesta del papa, diciembre de 1903, fue contenida y hasta
respetuosa. Con todo, lamentaba los esfuerzos que el gobierno de la
República venía haciendo para implantar una sociedad laica y separar a la
hija mayor de la Iglesia de su madre, Roma. Por el momento no quería echar
más leña al fuego. Aceptaba, como prueba de buena voluntad, el que el
gobierno francés controlase el nombramiento de ocho obispos para otras
tantas sedes vacantes.
Sin embargo, las cosas iban a cambiar meses después. Una primera
manifestación de dicho cambio fue la reacción ante la nota dirigida y escrita
por el cardenal Merry del Val a los representantes del cuerpo diplomático
ante Roma con el motivo de la visita del presidente Loubet a Roma en marzo
de 1904. La nota, poco diplomática por cierto y muy contraria a los intereses
de Francia, fue publicada por la prensa de izquierdas, por L´Humanité. El
ambiente, pese a que la Cámara, 27 de mayo de 1904, rechazó la proposición
de renunciar al Concordato, se fue enrareciendo. El 29 de julio se llegaba a
la ruptura de relaciones diplomáticas entre Francia y la Santa Sede. La
separación era inminente. Votada en julio de 1905 por la Cámara, era
ratificada por el senado en diciembre del mismo año. En adelante la
161

República ni reconocería ni subvencionaría ningún culto, además los bienes


de la Iglesia eran y permanecerían en el futuro siendo propiedad del Estado.
Con todo, los edificios de culto serian confiados gratuitamente a
asociaciones de culto, elegidas por los fieles.
Pese al rompimiento de todo tipo de relaciones, la Ley de separación,
así se quiso y así ha sido valorada por distintos historiadores, se caracterizó
por su contenido liberal; en lo que se pudo se huyó, en su aplicación, del
sectarismo al que podía llevar a sus administradores. Con todo, ante las
encuestas y los inventarios de los bienes, tal como se preveía en la misma
ley, fueron muy numerosos los incidentes que se produjeron en enero y
febrero de 1906. Los católicos franceses tenían la impresión de que se
estaban reviviendo los peores años de su larga historia religiosa. La
propagación de noticias en las que se afirmaba que los agentes de la
República estaban profanando los sagrarios, levantó a una parte de la iglesia
popular francesa y la enfrentó con su gobierno239. La publicación de la
encíclica Vehementer nos, en opinión de Launay, alentó el clima de
oposición y de protesta de una buena parte de los católicos franceses.
La Vehementer nos condenaba sin paliativos la separación. Con la
aprobación de la Ley de separación, manifestaba el papa, se rompía
unilateralmente un contrato bilateral de obligado cumplimiento. Un contrato
que la Santa Sede había cumplido escrupulosamente. Más aún, recalcaba el
papa, la República francesa lo rompía, injuriando a la Santa Sede, violando
el derecho de gentes y perturbando el orden social. La autoridad del Romano
Pontífice era “menospreciada”.
La nueva ley no le concedía a la Iglesia la libertad e independencia
propias de un verdadero Estado liberal. Ante bien, creaba “disposiciones
odiosamente restrictivas”, que obligaban “a la Iglesia a quedar bajo la
dominación del poder civil…. en una situación dura, agobiante y totalmente
contraria a los más sagrados derechos de la Iglesia”. Con esta ley, se defendía
con toda claridad, se rompía la estructura jerárquica de la Iglesia, fundada
“en la ley divina”. La Iglesia a partir de este momento sería gobernada por
“una determinada asociación civil”. Bajo su autoridad se administraría el
“uso de los templos, la propiedad de la Iglesia y los bienes de la Iglesia”. Se
haría todo bajo “la competencia exclusiva del Consejo de Estado”, de tal
manera que “la autoridad eclesiástica no tendrá sobre ella competencia
alguna” y además se haría con fórmulas vagas e indeterminadas.

239
DANIEL-ROPS, La Iglesia de las revoluciones. Un combate para Dios, Barcelona 1965, 239-240.
162

La práctica de la religión católica en Francia, se constataba, corría


peligro y tal como se había hecho con las órdenes religiosas se le privaba
“hasta de los medios necesarios para su existencia y para el cumplimiento de
su misión”. Roma daba “por mala” la ley promulgada que separaba al
Estado francés de la Iglesia.
Ante esta situación, la Iglesia, sostenía el papa, saldría reforzada.
Demandaba, en consecuencia, “la unión más perfecta de corazones y
voluntades” e instaba a todos a que la vida cristiana se viviese con más vigor
hasta llegar si necesario fuera al martirio. En lo concreto, no se arredró y en
cuanto se mostró libre e independiente: nombró, sin la anuencia del gobierno
francés, catorce obispos para otras tantas sedes vacantes; los consagró en San
Pedro de Roma y un poco más adelante beatificó al cura de Ars y, finalmente,
agosto de 1906, publicaba la encíclica Gravissimo officii. No aceptaba las
Asociaciones. La Iglesia era más libre que nunca. El galicanismo era
enterrado para siempre.
Si graves eran los problemas que la Iglesia padecía en sus relaciones
con el mundo, mucho más graves eran los que dentro de sí misma, es decir
en su funcionamiento y vida interna, se estaban produciendo. Los temores a
la secularización interior, denunciados por el papa Sarto, en su primera
encíclica se hicieron más que patentes con la aparición y no súbita del
movimiento modernista, del modernismo.

EL MODERNISMO240
El modernismo no se entiende si no se relaciona con la creciente
secularización que la cultura occidental venía padeciendo en el umbral del
siglo XX. Sin la secularización de las ideas teológicas y sin su
universalización y difusión por medio de una tupida red de publicaciones,
cursos, proyectos y sed de reformas dentro y fuera de la Iglesia, el
modernismo o no hubiese nacido o hubiese tardado algunos decenios en
manifestarse241.

240
ROSA, SJ, L´ Enclica Pascendi e il Modernismo. Studii e commenti, Roma 1909, 471 pp, UPCo 1960/49.
HOUTIN, Histoire du modernismo catholique, 1913 en UPCo 1960/15; RIVIERE, J., Le modernisme dans
l´Eglise d´histoire religieuse contemporaine, 1929, 589 pp. UPCo 1960/7 ; POULAT, E., La crisis modernista.
Historia, dogma y crítica, Taurus, Madrid 1974, 608 pp. SCOPPOLA, P., Crisi modernista e rinnovamento
cattolico in Italia, Il Mulino, Bologna 1975, 412 pp, UPCo 1752/154. GADILLE, J., Di fronte alle nuove
science religiose. Il modernismo en Storia del Cristianesimo. Tomo 11. Edizioni Borla, Roma 2003, pp 399-
417
241
RAPONI, N. ZAMBARBIERI, Z., Modernismo en Dizionario storico del movimento cattolico in Italia, p.
311 y ss
163

Una primera aproximación al modernismo nos lleva a describirlo


como una orientación más que como una doctrina, como una tendencia y
sensibilidad más que un cuerpo orgánico y organizado de pensamiento,
como una metodología más que como un credo cerrado y bien construido.
De hecho, tanto los que fueron tachados de modernistas por el decreto
Lamentabilis y por la encíclica Pascendi Dominici gregis, julio y septiembre
de 1907, no tuvieron conciencia ni de pertenecer a una escuela determinada
ni de formar parte de un cerrado y exclusivo grupo de pensamiento. El
modernismo, en opinión de sus defensores, fue un invento del Vaticano. Un
invento dañino, pues, tal como se dirá en la Pascendi, el modernismo es el
“jugo y la sangre de cuantos errores acerca de la fe han existido (17); una
tendencia, tal como estaba planteada, se repetía machaconamente en esta
famosa encíclica, que desembocaba bien en el panteísmo, bien en el
ateísmo242.
Lo que al final acabaría denominándose modernismo debe situarse
cronológicamente en los umbrales de los siglos XIX y XX, “paralelamente,
añade Aubert, a la crisis que se había producido medio siglo antes en las
Iglesias de la Reforma con el nombre de protestantismo liberal”. Emile
Poulat, el máximo estudioso francés de esta corriente de vida, describió el
modernismo como “el encuentro y confrontación actuales de un pasado
religioso largo tiempo inmóvil con un presente que ha encontrado en otra
parte las fuentes vivas de su inspiración”243. Apreciación en la que otros
estudiosos coinciden: el modernismo se fue incubando dentro de un clima
cultural, en el que, tal como explicó Antonio Fogazzaro al desvelar la
identidad de algunos de los protagonistas de su novela Il Santo, en concreto
de Giovanni Selva, eran legión los que en los umbrales del siglo XX
desarrollaban ideas y programas de acción dentro del mundo católico, eso sí
dentro de la más pura ortodoxia244, promoviendo “la reforma interior de la
Iglesia, convencidos de que la ciencia puede aportar algo a la fe, así como
del papel positivo que el laicado puede y debe desempeñar dentro de la
Iglesia”245

242
HEER, F., Europa, madre de revoluciones, tomo 2, Alianza Universidad (264), Madrid 1980, pp 800-815.
Para poder estudiar el papel que sobre el modernismo le cupo a la Civiltá Cattolica puede verse SALE, G.,
La Civiltá Cattolica nella crisi modernista (1900-1907), Prefazione di Pietro Scoppola, Jaca Book, Milano
2001, 487 pp UPCo 1960/87.
243
AUBERT, R., La Iglesia católica desde la crisis de 1848 hasta la Primera Guerra Mundial en Nueva
Historia de la Iglesia, tomo V, segunda edición, Madrid 1984, pp 188-204., aquí p. 189. El libro de
referencia de POULAT, E., La crisis modernista. Historia, dogma y crítica, Taurus, Madrid 1974, 608 pp.
244
MARANGON, P., Il modernismo di Antonio Fogazzaro, Napoli 1998, 371 pp. En UPCo 4738/8
245
GUASCO., M., El modernismo: los hechos, las ideas, los personajes, Desclée de Brouwer, Bilbao 2000,
p. 136.
164

Supuesta le elasticidad del modernismo, la historiografía y los


estudiosos de este movimiento vieron, ya desde hace mucho tiempo, en el
americanismo, condenado por León XIII en su Carta apostólica Testem
Benevolentiae (11-1899), un precursor del modernismo246. En nuestra
opinión, el americanismo no tiene que ver nada con el modernismo. Aun
cuando hayan podido crecer en paralelo, son dos realidades distintas, nacidas
en ambientes diferentes, con un algo en común: una mayor apertura al mundo
y a la civilización moderna. En lo demás no creo que se parezcan en nada.
La vida y las hazañas, buenas y malas, del ex redentorista, más tarde
fundador de los Paulistas, padre Isaac Thomas Hecker en nada se parecen a
los objetivos y propuestas de un Loisy o de un Tyrrell247.
El clima espiritual en el que se vivía en América del Norte y en Europa
era muy diferente. Mientras el catolicismo americano seguía creciendo y al
mismo tiempo, tal como se puso de manifiesto cuando en 1892 monseñor
Ireland a su paso por París, entusiasmó a la opinión pública católica francesa,
las jóvenes generaciones católicas del viejo continente o caminaban hacia la
apostasía o se inclinaban hacia fórmulas nuevas, alejadas de la tradición;
fórmulas capaces de satisfacer sus necesidades espirituales y, al mismo,
susceptibles de ser utilizadas en el diálogo exegético, histórico y teológico
con sus contemporáneos. Estas legítimas aspiraciones sólo podrían llevarse
a término si esa juventud ya madura, personas nacidas en las décadas
cincuenta y sesenta del siglo XIX, hablaba un parecido lenguaje y abordaba
la realidad con parecido método al que utilizaban los representantes de la
nueva cultura europea. No en vano al comienzo de lo que más tarde sería la
contienda modernista, escribía Loisy: “¿El conocimiento actual del universo
no sugiere una crítica de la idea de creación? ¿El conocimiento de la historia
una crítica de la revelación? ¿El hombre moral una crítica de la idea de
redención? La gente demanda que le expliquemos quien sea Dios y quien sea
Cristo, porque nuestras definiciones son concebidas en parte en otra lengua.
Se impone una traducción”248
En suma, una nueva ciencia y un nuevo saber fueron conformando las
bases del modernismo. Los ambientes académicos católicos empezaron a

246
Uno de los máximos defensores de esta teoría fue E. Chiettini, OFM. Declaraba en 1948 que el
“americanismo contenía en germen numerosos errores condenados luego por Pío X bajo el título genérico
de modernismo” en TRACY, J., La Iglesia en los Estados Unidos en tomo V de la Nueva Historia de la Iglesia,
Madrid 1984, p. 276. Información y valoración más pertinente en COLIN, P., L´audace et le soupçon. La
crise du modernisme dans le catholicisme français (1893-1914), Paris 1997, 101-114 en UPCo 1960/79
247
DANIEL-ROPS, La Iglesia de las Revoluciones. Un combate por Dios, Caralt, Barcelona 1965, pp 281-
285; GUASCO, M, El modernismo, pp 41-45.
248
Cita tomada de GADILLE, J. Di fronte… p. 400.
165

cambiar cuando en Francia comenzaron a aplicarse los nuevos métodos de


la crítica literaria a la Sagrada Escritura y a la historia de los orígenes del
cristianismo249. Profesores de la talla de Louis Duchesne (1843-1922),
Marcel Herbert (1851-1916) y hasta el mismo Houtin, docentes en el
Instituto Católico de París así como el protestante Auguste Sabatier250,
fueron los maestros y mentores de los que más adelante serán calificados
como modernistas. Estos y otros profesores rompieron la dinámica que hasta
entonces se había vivido en la mayor parte de los seminarios franceses y
mediterráneos. La alta jerarquía eclesiástica, así como la mayor parte de los
obispos estaban más preocupados por la formación espiritual y por la
construcción de un estilo sacerdotal devoto y activo de sus seminaristas y
jóvenes sacerdotes que por su formación intelectual y académica. La
exégesis era la pariente pobre de los seminarios; el concordismo bíblico,
método imperante en el campo exegético, no se admitía ningún otro. Los
manuales utilizados en el estudio y la enseñanza de la historia de la Iglesia,
al menos hasta la década de 1880, eran parciales y, a menudo, estaban llenos
de errores251. “Había en todo ello, escribía el bolandista Padre de Smedt, para
la ciencia católica un escándalo y un peligro que había que combatir a toda
costa”252, y lo que era mucho más grave, ninguna filosofía verdaderamente
católica se imponía a las mentes más capaces e inteligentes253.
Los nuevos científicos católicos, muy dependientes de las
innovaciones en el campo de la crítica literaria y de la investigación histórica,
comenzaron a aplicar las nuevas técnicas metodológicas e interpretativas al
estudio de la Biblia y a los orígenes del cristianismo. Lo hicieron de tal
manera que además de recontextualizar y, en su tanto, reinterpretar la historia
antigua y los orígenes del cristianismo, acabaron por adelgazar posiciones y
supuestos en los que se disminuía y “se eliminaba sistemáticamente el punto
de vista sobrenatural”. El español Agustín Rodríguez comentando la
aparición y condena del modernismo, escribía en 1907, que con el
modernismo, “la crítica imparcial y severa se ha aplicado a la Historia,
derribando de un soplo mil narraciones medioevales; a la Patrología,
depurando la autenticidad y genuinidad de las obras de los Santos Padres; a
la Hagiografía, desterrando de la Iglesia leyendas inverosímiles, o
enteramente falsas o deformadas por la imaginación popular”. Este mismo

249
COLIN, P., L´audace… 115-163
250
SORREL, C., Paul Sabatier et le modernisme ou ´l´étrange misión” en Catholicisme et Monde
moderne aux XIX et XX siécles. Autour du Modernisme,(CHAUBERT, F. (Ed), Dijon 2008, 28-39
251
MIGNOT, Lettres sur les etudes ecclesiastiques, 1908, 324 pp. UPCo 1960/32
252
DANIEL-ROPS, p. 277.
253
COLIN, P., L´audace… 165-197 y 199-237
166

autor, desde la vertiente más segura de los Pirineos, se preguntaba en sus


reflexiones sobre el modernismo que “si en la Sagrada Escritura hemos de
admitir errores ¿qué va a ser de la inspiración? ¿qué va a ser de la historia
sagrada? ¿qué de la veracidad misma de Dios, digan lo que quieran los
defensores de ciertas teorías?”; terminaba advirtiendo que “si en las
cuestiones político-religiosas, hemos de ser independientes de toda autoridad
religiosa; si no tememos obligación de obedecer a los Obispos en lo
concerniente a la acción social; si, en frase de un modernista italiano,
tenemos el derecho de examinar serenamente las órdenes del Papa y de
contestar con un nom serviam si no se conforman con nuestro sereno juicio
¿qué frutos se pueden esperar de esta acción que podrá ser, si se empeñan,
muy democrática, pero jamás católica”254.
Si examinamos las reflexiones y la valoración que del modernismo
hace Agustín Rodríguez, podremos, por una parte, advertir los tres frentes,
muy distintos y a la vez muy relacionados entre sí, en los que se manifestaban
las nuevas metodologías, elevadas ya a doctrinas por el Papa: el frente
histórico-exegético, el teológico y el político y, por otra, el peligro que para
la Iglesia, la fe y la civilización cristiana podría significar.
Antes de volver sobre este punto, vamos a tratar de presentar si no el
origen del modernismo, sí la relevancia, la significación y la importancia que
dentro del campo de la exégesis y de la teología, tuvo su máximo y principal
adalid, el francés Alfred Loisy (1857-1940)255
Digamos, para comenzar, que mientras en este mismo campo, el
bíblico, el dominico padre Lagrange256 se limitaba a probar la conformidad
de sus opiniones progresistas con la enseñanza oficial de la Iglesia, Loisy y
otros echaban por tierra, incluso en revistas de divulgación, principios
generales admitidos por toda la comunidad científica católica.
¿Quién fue Alfred Loisy? Fue a un tiempo un devoto y piadoso
seminarista y un inquieto estudiante de teología257. Brillante como ninguno

254
RODRÍGUEZ, Agustín, Modernismo, en Revista Eclesiástica (1907), vol 2 pp 5-7.
255
POULAT, E., Critique et mystique. Autour de Lois you la conscience catholoque et l´esprit moderne, Paris
1984, 334 pp. En el capítulo cuarto de la primera parte de este libro se presentan las más importantes
biografías y textos de referencia escritos hasta 1984 sobre la vida y obra de Loisy, ver pp 79-150. En UPCo
1960/62
256
MONTAGNES, OP. B., Marie- Joseph Lagrange frente a los teólogos hostiles a los exegetas, en Anuario
de Historia de la Iglesia (2007), pp 97-112 y su biografía del mismo Lagrange, editada por la editorial San
Esteban de Salamanca, Salamanca 2010.
257
En su autobiografía Choses passées publicada en 1913, escribía sobre sus primeros años de teología:
“Aunque yo vivía en este tiempo entregado por completo a la vida piadosa y era fervoroso entre los más
fervorosos de los seminaristas, el primer contacto de mi pensamiento con la doctrina católica, con lo que
se me presentaba como la interpretación auténtica de la revelación divina, fue algo para mí infinitamente
167

de sus compañeros, en seguida se ganó la confianza de sus superiores y


profesores. Desde 1880, colaboró con Duchesne en la sección de libros del
Bulletin critique. Poco después D´Hulst y su mentor intelectual Duchesne, le
encargaron una serie de conferencias, que con el paso del tiempo, le
facultaron para la enseñanza de asignaturas instrumentales, curso de lenguas,
y más tarde las más importantes de exégesis. Sus cursos exegéticos tuvieron
como eje central el canon del Antiguo y del Nuevo Testamento, curso 1890-
91. Materias que le dieron acceso a la crítica del texto; misión que le permitió
investigar y escribir sobre las distintas versiones del Antiguo Testamento.
Durante estos años afrontó el estudio del Pentateuco y del Génesis y llegó a
la conclusión de que su contenido estaba muy relacionado con textos
orientales y con las antiguas divinidades de Nínive y Babilonia. Al decir de
Alfred Baudrillart, desde un principio, Loisy, “pareció experimentar una
especie de júbilo al encontrar en alguna falta al texto sagrado. En todo lo que
decía sentía la pasión y la furia. Estaba persuadido de que, a cualquier precio,
había que renovar la crítica bíblica”258.
Convencido de su misión y de la necesidad de divulgar sus
descubrimientos creó y dirigió la revista Enseignement biblique; revista a
medio camino entre la divulgación y la ciencia, en la que además de dar a
conocer sus investigaciones, avanzaba sus propuestas metodológicas que
muy pronto ganaron audiencia hasta llegar a Roma. Los hermanos Mercatti
las dieron a conocer, eso sí con ciertas reservas, en el Osservatore romano
del 17 de abril de 1892. El contenido del Génesis y del Pentateuco debían
considerarse como altísimas lecciones de teología, pero no como
documentos históricos, basados en hechos ciertos.
La exposición de estas y otras doctrinas provocó, entre otras cosas,
que M. Icard, Superior general de San Sulpicio, prohibiese a sus súbditos
matricularse en los cursos de Loisy. Ni las veladas advertencias de Roma ni
la actitud de los superiores religiosos frenaron su proyecto y su sueño de
renovar la exégesis católica. Publicó en su propia revista un artículo en el
que defendía la presencia de errores en la Biblia, lo cual, añadía, era
“compatible con la inspiración y con una teología verdaderamente católica”.

doloroso que marcó para siempre mi vida intelectual. Los cuatro años consecutivos que tuve que dedicar
entonces al estudio de la doctrina cristiana fueron para mí – puedo afirmarlo sin exageración – cuatro
años de tortura intelectual tal que aún ahora me pregunto cómo fue posible que mi razón no hiciera
quiebra y que el frágil resorte de mi existencia no se rompiera”. Citado por TRESMONTAT, Claude, La crisis
modernista, Herder, Barcelona 1981, pp 33-34.
258
Citado por DANIEL-ROPS, p. 290.
168

Al rector del Instituto Católico, Hulst, no le quedó más remedio que apartarle
de la docencia.
Estas y otras propuestas sirvieron para que la Santa Sede interviniese
con la publicación de la encíclica Providentisimus Deus (18-11-1893); en
ella se dejaban ver los peligros que para la exégesis y la fe podían seguirse
de la aplicación de metodologías demasiado racionalistas, así como se
reafirmaba el concepto católico de inspiración bíblica; la inspiración no se
reducía únicamente a las cuestiones de fe y costumbres.
Retirado de la enseñanza y nombrado capellán de un convento de
dominicas, ubicado en las proximidades de París, se dedicó al estudio y con
el paso del tiempo a la divulgación, incluida la Revue du clergé français, de
sus teorías y propósitos. Un momento capital, que se convertiría en el
comienzo del modernismo, fue la publicación, verano-otoño de 1902, de su
primer libro rojo, El evangelio y la Iglesia. En este texto trataba de defender
con criterios apologéticos católicos, entendidos a su manera, el credo de la
Iglesia católica frente al reduccionismo de Adolf Harnack y su Esencia del
cristianismo, publicado en 1900 en Alemania y divulgado por su mismo
autor en la sede de la Facultad de Teología protestante de París.
Para Harnack quedaba claro que el cristianismo, gracias a la fuerza de
su mensaje ético, representaba la esencia y la cumbre de la religión; sin
embargo, el evangelio predicado por Jesús no lo fue para acabar fundando
una religión positiva. El cristianismo, según esto, no era una doctrina, sino
un modo de vivir, una experiencia. Una experiencia que buscaba al modo de
Jesucristo al Dios viviente para experimentarlo como tal, para
experimentarlo como padre. El error del cristianismo, defendía Harnack, y
muy especialmente del catolicismo, fue y seguía siendo su intento de
transformar el mensaje de vida de Jesús en una doctrina, “introduciendo
luego la teoría de la naturaleza humano-divina de Cristo completamente
extraña al evangelio”259, continuada y perpetuada por la Iglesia.
Con El Evangelio y la Iglesia, Loisy, repetimos, pretendía criticar el
reduccionismo de la fe cristiana de Harnack. Su gran error, error al que no
podía renunciar, fue el de utilizar la metodología histórico crítica no en un
sentido reduccionista sino en un sentido evolucionista. Loisy, al querer desde
el campo católico elaborar una apologética de la fe, fundada críticamente,
acabó no solamente rompiendo la apologética católica, sino haciendo del

259
GUASCO, M., El modenismo… p. 82.
169

método crítico histórico el único método; método que acabaría, en su


opinión, en un punto sin retorno.
En El Evangelio y la Iglesia, Loisy critica a Harnack por proceder
como un filósofo. “Harnack no concibe el cristianismo como una simiente
que se ha desarrollado – primero como planta en potencia, después como
planta real – idéntica a sí misma desde el comienzo de su evolución hasta el
término actual, y desde la raíz hasta la cima, sino como un fruto más maduro,
o más bien podrido, que necesita descarnarse hasta llegar al hueso
incorruptible. Y Harnack quita la pulpa con tanta perseverancia que es
posible preguntarse si al final quedara algo. Este método de despedazar un
sujeto no conviene a la historia, que es una ciencia de observación de lo vivo,
no de disección de un muerto”
Pensaba Loisy que Harnack estaba mutilando el cristianismo,
transmitiéndonos de él una esencia abstracta, ahistórica, centrada en un solo
punto: el de la paternidad de Dios. El francés creía que este postulado con
ser importante no era el único y que otros muchos se enseñaban con más
seguridad en el evangelio como eran “la realidad del reino futuro, la certeza
del mensaje evangélico concerniente al reino, y la misión de aquel que lo
anuncia”. Loisy, al examinar la esencia del cristianismo, veía, cosa que no
hacía Harnack, la Iglesia; la veía como continuidad con el evangelio, “del
que es su desarrollo histórico: sin la Iglesia, el evangelio no sería predicado
ni seguiría estando presente en la historia…. La Iglesia con su organización,
sus dogmas y su culto, es necesaria para el evangelio”. Otra cosa, y aquí
radican y comienzan las interpretaciones de los críticos de Loisy, es si en la
Iglesia se ha dado una continuidad homogénea entre el contenido del
evangelio y la misma vida de la Iglesia. Dicho de otra manera, si la Iglesia
es la expresión final y feliz del evangelio. En este punto, Loisy no es muy
claro y terminante. Razón por la cual, muchos críticos vieron en El evangelio
y la Iglesia no una respuesta firme y bien construida sino más bien “una
barquichuela al merced del océano”.
La imagen de la barquichuela a merced del océano es de Poulat,
barquichuela que en su siguiente libro iría a la deriva. En En torno a un
pequeño libro (1903), Loisy, protegido por monseñor Mignot, obispo de
Frejus260, y denostado y atacado por el arzobispo de París, monseñor
Richard, trató olvidándose de Harnack y su Esencia del Cristianismo, de
explicar el contenido de su primer libro rojo, la relación entre el hecho
260
SARDELLA, L-P., Un évêque français face au modernisme: Mgr Mignot et la consciente modene, en
CHAUBET, F., Catholicisme et Monde moderne aux XIX et XX siecles. Autour du Modernisme, Dijon 2008,
pp 15-25.
170

evangélico y el hecho eclesiástico, dirigido esta vez a su propia comunidad


católica. Loisy, consecuente con su método y con la historia en la mano,
afirmó que “pedir al historiador que encuentre en los textos bíblicos toda la
doctrina de la Iglesia es como pedir que se vea en una bellota las raíces, el
tronco y las ramas de una encina secular”. “Todo está en evolución en una
religión viva”. Todo en el catolicismo estaba por hacer, afirmaba Loisy; a lo
que respondió uno de los representantes del tradicionalismo francés: Charles
Maignen: “si la ciencia cambia constantemente, la fe es inmutable”261. A
estos dos libros siguieron otros en la misma línea: El cuarto evangelio (1903)
y Los evangelios sinópticos (1907-1908)262.
Recapitulemos, la renovación de la exégesis bíblica propuesta por
Loisy, defendía que el exegeta debía hacer abstracción de toda opinión
preconcebida sobre el origen sobrenatural de los libros sagrados e
interpretarlos como un documento histórico cualquiera sin preocuparse del
magisterio eclesiástico, e inspirándose en la escuela escatológica alemana,
no sólo presentaba una concepción de la obra de Jesús muy distinta de la
perspectivas habituales – `Jesús anunciaba el reino y surgió la Iglesia´-, sino
que exhortaba a revisar la noción de revelación externa – ´los dogmas no son
verdades caídas del cielo´ – y a admitir´, en consecuencia, la legitimidad de
una evolución radical tanto en la forma de interpretar los dogmas como en la
organización de la Iglesia”, ha escrito Aubert. Esta postura y su defensa a
ultranza echaban por tierra todos los esfuerzos que la apologética católica
venía haciendo desde Trento. Eran puestos en cuestión puntos centrales de
la apologética y de la teología cristiana: la naturaleza de la revelación, de la
inspiración bíblica y del conocimiento religioso, eran cuestionadas; la
personalidad de Cristo y su papel en la fundación de la Iglesia y de sus
sacramentos, puestos en duda; la naturaleza y función de la tradición viva en
el sistema católico y los límites de la evolución dogmática, alterados; la
autoridad del magisterio eclesiástico, el alcance real de la noción de
ortodoxia y el valor de la apologética clásica, denigrados y preteridos.
Intelectuales que participaban de lo que sería el modernismo y que
estaban convencidos de que la Iglesia tenía que renovarse, advirtieron que
los puntos de partida y sobre todo las conclusiones de Loisy eran demasiado
radicales. Exigir una total autonomía de la crítica respecto del magisterio
eclesiástico, equivalía, en el fondo, a poner en entredicho la noción misma

261
GIBELLINI, R. La teología del siglo XX., Sal Terrae, Santander 1993, pp 166-170.
262
LOISY, A., La crise de la foi dans le temps présent, texte inédit publié para François LAPLANCHE, 2010,
728 PP. En UPCo 1960/91. En este libro se presentan y se ofrece una síntesis y antología de las principales
obras de Loisy.
171

de ortodoxia. Con todo, las aportaciones de Lagrange, Pierre Batiffol y el


mismo Maurice Blondel, eran muy distintas a las de Loisy. En este sentido y
sin entrar en campos filosóficos sí que conviene traer a este punto el concepto
y la concepción que de tradición defendía por entonces Maurice Blondel.
Conviene que nos paremos un poquito y que valoremos la mayoría de
edad del modernismo desde el punto de vista de la secularización: en el
campo bíblico y en el del conocimiento se imponía el racionalismo; a la hora
de estudiar los orígenes de la religión y de la misma fe, la libertad estaba por
encima del credo y de la misma Iglesia; la presencia del positivismo fue
ocupando el espacio que antes había pertenecido a la filosofía y a la teología;
el evolucionismo y con él el relativismo debían ser tenidos en cuenta para
entender la historia y la esencia de los dogmas de la Iglesia católica. La
noción de revelación, lo sobrenatural, tal como lo entendía la Iglesia,
quedaba herida de muerte; la inspiración bíblica reducida a lo esencial e
interpretada más desde el punto de vista de una tradición sometida a
constantes estudios que desde la intervención directa de Dios. El
conocimiento religioso, adelgazado y con tendencia hacia la anorexia y el
puro sentimiento. La personalidad de Cristo y su papel en la fundación de la
Iglesia y de sus sacramentos, como hemos dicho más arriba, puestos en duda.
Miles de peligros, advenidos gracias al secularismo teológico y filosófico, se
cernían sobre la religión cristiana y sobre la Iglesia católica.
Fuera de Francia personas de gran categoría moral e intelectual fueron
proyectando sus deseos y opiniones de manera parecida a cómo en Francia
lo estaba haciendo Loisy. En Inglaterra descollaron el varón Von Hügel y el
jesuita Georges Tyrrell (1861-1909). Al primero, cosmopolita, culto y
ferviente católico, se debe el que Tyrrell y algunos otros entren en contacto
con diversas personas del continente. Personas todas abiertas e inclinadas al
diálogo con el tiempo presente.
Determinante en el aspecto más teológico-místico de lo que fue el
modernismo fue la figura de Tyrrell. Presentemos su pensamiento.
Convertido del calvinismo al catolicismo; se mostró como un ferviente
católico, muy en consonancia con la obra espiritual de Faber, y como un
contumaz defensor de la neoescolástica. Ingresado en la Compañía de Jesús;
una vez ordenado, se le reconoció como un consumado predicador, experto
director espiritual, autor de delicadas obras de devoción y de pequeños
ensayos de divulgación teológica. Persona, en suma, llena de intuición y
sagacidad para captar y exponer el devenir del cristianismo en la Inglaterra
172

de su tiempo. Aconsejado por Von Hugel se inició en la crítica bíblica y en


la filosofía neokantiana.
Prolífico escritor. Sus primeras obras Nova et Vetera (1897), Hard
sayings (1898) y On external religion (1899) trataban de buscar un acuerdo
entre la fe y las exigencias del pensamiento moderno. La lectura de las obras
de Newman le llevaron por derroteros cada vez más antiintelectualistas hasta
desarrollar un concepto de evolución, evolucionismo, que acabó en una
especie de relativismo dogmático tal como puede apreciarse con la lectura
de sus Lex orandi (1903), Lex credendi (1906) y el Cristianismo en la
encrucijada (1909). Temeroso de la censura interna y externa, sostenía en
sus escritos, firmados muchas veces con seudónimos, que Jesucristo no se
presentó en su tiempo como un profesor de ortodoxia, por lo que la teología
no tenía “razón alguna cuando definía la fe como asentimiento del espíritu a
una teología que se pretende revelada y milagrosamente preservada del
error”. El dogma más que contener verdades eternas debería considerarse
como un esfuerzo intelectual del ser humano para expresar en términos
intelectuales, siempre provisionales, la fuerza divina que experimenta en sí.
Expulsado de la Compañía de Jesús, siguió escribiendo por lo que al poco
tiempo fue excomulgado.
Otro autor que debe ser citado dentro de lo que hemos llamado el
modernismo teológico es el francés Edouard Le Roy (1870-1954), autor de
un polémico artículo: Qu´est-ce qu´un dogme? y de un libro Dogma y crítica
(1907). En ellos intentaba responder desde el concepto de inmanencia, qué
era y significaba el dogma católico. Insistía sobre el sentido práctico del
dogma. Los dogmas debían ser contemplados, no en lo que tenían de verdad,
“sino en su valor pragmático, como reglas de conducta del cristiano”263. Es
decir vaciaba los dogmas de su propia sustancia y reducía la fe a puro y
simple subjetivismo264.
El cristianismo y el catolicismo se iban transformando en una religión
del corazón en la que el sentimiento y la unión directa con Dios, la conciencia
religiosa, estaba en algunos casos más allá de lo que la Iglesia reconocía
como reglado; constituyendo, en consecuencia, un peligro, no precisamente
en la línea secularista de la que venimos hablando, sí, en cambio, en el de
una religión nueva, capaz de dialogar con el mundo y de ser vivida desde y
en el mundo. Todo el sistema apologético de la Iglesia parecía ser sustituido.

263
GIBELLINI, p. 170.
264
DANIEL ROPS, p. 303.
173

El modernismo italiano presenta un aspecto mucho más popular.


Enraizado con la cultura y tradición italianas, vinculadas con el
Risorgimento, el liberalismo político y el reformismo religioso, fue
especialmente querido por muchos sacerdotes, religiosos y laicos jóvenes e
ilustrados265. Frente al modernismo francés, muy académico y con el deseo
expreso de situar la enseñanza de la Iglesia a la altura de las ciencias y de la
enseñanza impartida en las mejores universidades, el italiano se caracterizó
por la divulgación de sus ideas entre las masas y por su apoyo a los que
propugnaban la democracia cristiana. Frente a la racionalidad de los
franceses, el modernismo italiano era mucho más afectivo y sensible: sus
representantes pensaban la Iglesia como un ser vivo, carismático y con una
atractiva y brillante historia, especialmente en sus orígenes; por lo que el
ideal del cristianismo primitivo fue siempre una de sus aspiraciones. Su nota
más sobresaliente fue su preocupación apostólica. Mientras los franceses
eran sabios de laboratorio, los italianos aspiraban a impregnar la cultura
religiosa del católico medio con los nuevos métodos científicos y a dialogar
con un mundo que ya no creía en la argumentación apologética. Por encima
de todo eran muy conscientes de lo superficial que era la fe y la cultura
religiosa de muchos de sus contemporáneos.
Dentro del modernismo italiano se pueden distinguir tres corrientes: la
primera, muy implantada en el centro de Italia, y cuyos representantes fueron
sacerdotes y religiosos jóvenes, fervorosos y cultos, bien dispuestos para el
estudio y muy inclinados a traducir apostólicamente lo que leían y
estudiaban. En medio de todo, quisieron y supieron mantener su fidelidad a
la Iglesia. Sus representantes más sobresalientes fueron el joven sacerdote
Salvatore Minocchi, fundador de la revista Studi religiosi (1901), el
historiador Ernesto Buonaiuti, miembro de la Rivista storico-critica delle
scienza teologiche (1905). Próximos a ellos, pero conformando un segundo
grupo, tenemos a un puñado de fuertes personalidades procedentes de la
Opera dei Congressi, que, insatisfechos tanto de sus supuestos teológicos
cuanto de sus prácticas, aspiraban a la acción política por medio de la
democracia cristiana. Su más prestigioso representante, el ya conocido
sacerdote Rómulo Murri266, estaba convencido de la deficiente formación
del clero y de su falta de madurez intelectual para abordar con honestidad y
acierto los graves problemas de los católicos y de la Iglesia en la vida pública.
En su célebre discurso en San Marino (1902), defendió que “el catolicismo
265
BEDESCHI, L., Il modernismo italiano. Voci e volti, Cinisello 1995, 258 pp, especialmente 21-150
266
BOTTI, A., Romolo …81-105
174

se liberará de sus elementos anticuados y retornará al evangelio”. Opinión


que ganó no pocos sacerdotes, quienes reclamaban reformas de cierto calado
dentro de la Iglesia: reducción del número de diócesis, modificación de los
procedimientos del Índice, reforma de los seminarios y de los métodos
tradicionales de apostolado, supresión del celibato eclesiástico. Un tercer
grupo, muy asentado en la Italia del norte, la Italia del Risorgimento, y
formado por intelectuales laicos, muy apasionados por los problemas
religiosos que sentían los italianos de la época, ansiaban una reforma de la
Iglesia en la línea de Rosmini y sus Cinco llagas, muy especialmente la llaga
del inmovilismo. Un grupo de intelectuales milaneses fundaron la revista Il
Rinnovamento (1907). Querían una Iglesia renovada, capaz de integrar
ciertos valores de la cultura laica como la primacía de la conciencia frente a
la autoridad externa, la libertad de investigación científica, defensa del
laicado en la vida de la Iglesia, respeto de un cierto subjetivismo frente al
puro racionalismo de la escolástica y, por último, un mejor entendimiento
entre la Iglesia y el Estado. Muchos de sus seguidores pertenecían al clero
joven.
La reacción por parte de la Iglesia jerárquica no se hizo esperar. En
1903 a instancias del arzobispo de París, el Índice condenó cinco obras de
Loisy y de otros representantes del modernismo. A lo largo del año 1906 se
efectúo un control sistemático de los seminarios italianos; muchos de sus
profesores, sin previo aviso y sin darles la oportunidad de defenderse, fueron
privados de sus cátedras. Las obras de autores nada sospechosos como
Laberthonniére fueron revisadas nuevamente. Un año más tarde, tras una
alocución consistorial del papa en la que se aludió al tema, se publicaba en
el tres de julio el decreto del Santo Oficio Lamentabili sane exitu,
conformado por 65 proposiciones, tomadas casi todas ellas de la obra de
Loisy; el 8 de septiembre se publicaba la encíclica Pascendi Dominici gregis.
En ella, en opinión de Aubert, no se exponía con rigor y criterio científico el
pensamiento de los autores a los que se hacía alusión; lo que se pretendía era
describir y poner remedio a las repercusiones que le modernismo pudiera
tener en la Iglesia.
Resultado de todo ello fue la creación de un clima tan atosigante como
enervante en el que el Índice redobló su actividad, lo mismo pasó con la
Comisión Bíblica. Mucho más grave fue el que los ´consejos de vigilancia´
prescritos por la Encíclica comenzaron a funcionar en algunas diócesis sin
verificar en todos los casos con suficiente espíritu crítico el valor de las
denuncias recibidas. En medio de este clima nació y se configuró el
juramento antimodernista, por el que los profesores de seminarios e
175

intelectuales católicos fueron invitados, obligados, defienden algunos, a


prestar juramento de que no darían pábulo a ninguna de las doctrinas del
modernismo ni tampoco seguirían sus métodos. El ambiente teológico
“envenenó literalmente la atmósfera en los últimos años del pontificado de
Pío X”. El clero se dividió, reapareciendo los integristas, quienes llegaron a
identificar el papa con la Iglesia y afirmar: “la Iglesia y el papa son una
misma cosa”.
El que le modernismo prendiese dentro de la Iglesia puso en
movimiento y en activo, se desconoce todavía si con el permiso y la
aprobación del mismo papa, una especie de servicio de espionaje, dirigido
por el clérigo Umberto Benigni (1862-1924), conocido como el Sodalitium
pianum267, formado por personalidades de una fuerte mentalidad
integrista268. El Sodalitium Pianum se designaba frecuentemente por sus
iniciales SP; su nombre cifrado era el “Sapiniére”. Componían dicho grupo
unas cincuenta personas. Repetimos, aunque se duda del protagonismo y de
la ayuda del mismo papa, parece que Pío X estuvo detrás de estos esfuerzos
inquisitivos y que todos los días era informado por monseñor Bressan269. En
opinión del cardenal Pietro Gasparri, Pío X aprobó, bendijo y animó esta
asociación oculta de espionaje y la puso al margen y por encima de la
jerarquía. La Sapinierie espiaba a los mismos miembros de la jerarquía270. El
punto álgido de esta reacción integrista tuvo lugar en el bienio 1912-1913: el
padre Lagrange tuvo que alejarse de Jerusalén, la Revue Bíblique estuvo a
punto de ser clausurada; al padre Laberthonniére se le prohibió imprimir
cualquier escrito y no se le ofreció ninguna posibilidad de defensa: la revista
que dirigía Annales de philosophe chrétienne fue clausurada. Se mandó
retirar de todos los seminarios el manual de Historia de la Iglesia de Funk y
el Índice condenó la Historia de la Iglesia antigua de Dúchense, aduciendo
que no se ponía suficientemente de relieve el carácter sobrenatural de la
Iglesia y que se usaba un tono excesivamente agrio y severo frente a la
jerarquía.
Este clima que se cobró entre otras víctimas al “santo cardenal
Ferrari”, cardenal de Milán, tuvo, como es natural, sus detractores: “algunos

267
Una aproximación a esta peculiar policía puede verse en RAURELL, F., L´antimodernisme i el Cardenal
Vives i Tuto, Barcelona 2000, 265-317
268
“El católico-romano integral acepta íntegramente la doctrina, la disciplina, las directrices de la Santa
Sede en todas sus consecuencias legítimas para el individuo y la sociedad. Es papalino, clerical,
antimodernista, antiliberal, antisectario. Por ello es íntegramente antirrevolucionario, porque es
adversario no sólo de la revolución jacobina y del radicalismo sectario, sino del liberalismo religioso y
social”. Citado por Cárcel Orti, p. 318.
269
AUBERT, R., (202-203)
270
Cárcel Ortí, p. 318, 2
176

cardenales y obispos, que habían visto con inquietud durante los años
precedentes el giro que tomaban las cosas, y algunos jesuitas, conscientes de
que el sucesor de Pío X tendría que iniciar una evolución y de que era
importante preparar este viraje, formaron los núcleos entorno a los cuales se
fue organizando dicha resistencia. Varias revistas importantes de la
Compañía de Jesús (Stimmen der Zeit y Etudes) llegaron a protestar
públicamente a partir de 1913. Para los iniciados no era un secreto que
quienes así reaccionaban estaban respaldados por su general y por dos de
sus principales colaboradores. En este contexto se comprenden mejor las
amargas quejas de Pío X acerca de su “aislamiento” en la lucha por defender
la ortodoxia integral. El papa no oculta su descontento, y parece que estuvo
a punto de destituir al padre Wernz y nombrar General de la Compañía al
padre Matiussi, muy vinculado a los ambientes integristas. El fallecimiento
del papa y del padre Wernz, casi simultáneos, pusieron un punto final a este
último episodio de la represión antimodernista.
Conclusión y balance: Si durante el largo y activo gobierno de la
Iglesia del papa León XIII la Iglesia logró, además de mantener su
independencia, acercarse con benevolencia y persuasión y con ánimo de
reconciliación al mundo y a su nueva cultura, el pontificado de su sucesor,
el pontificado del papa san Pío X, supuso un paso adelante en la reanimación
de la vida cristiana e interna de la Iglesia, un cometido olvidado o dejado en
un segundo lugar por el papa Pecci, y un pasó hacia atrás en sus relaciones
con un mundo cada vez más distante de los intereses de la Iglesia y del sutil
dominio de la religión y de lo religioso.
San Pío X, animoso y constante como ninguno de sus predecesores,
fue incapaz, su psicología y talante espiritual no daban para más, de dialogar
con un mundo que tanto dentro como fuera de la Iglesia se inspiraba con
supuestos intelectuales, existenciales, culturales, filosóficos y teológicos
muy distintos a los suyos. Su teología y la teología por el representada
carecía de la sensibilidad suficiente para afrontar la nueva sensibilidad de un
mundo pagado de sí mismo, convencido de su grandeza, insolidario y cada
vez más violento. El mundo que explotó en la Gran Guerra y que concitó una
mirada distinta y llena de misericordia, la misericordia de la paz,
representada y encarnada en la persona del papa Benedicto XV.
177

TEMA OCHO: EL SUFRIDO PONTIFICADO DE


BENEDICTO XV (1914-1922). PORFIANDO POR LA PAZ
MUNDIAL EN EL NOMBRE DE DIOS271

272
Un pontífice que in tempore iracundiae factus est reconciliator .
Para John F. Pollard, Benedicto XV fue un papa anómalo.
Seguramente lleva razón si lo comparamos con sus antecesores y sobre todo
con sus sucesores. A nadie, pues, le debe extrañar que algunos lo tengan y
consideren como un papa desconocido y como una figura de no mucho
relieve. Sin embargo, con el paso del tiempo las opiniones sobre su
pontificado y persona son muy diferentes. Gabriele De Rosa considera este
pontificado entre los más importantes de la historia contemporánea.
Nace prematuramente en Génova un 24 de noviembre de 1854.
Miembro de una familia aristocrática venida a menos. Su niñez y
adolescencia no fueron fáciles. Una leve cojera le impedía relacionarse con
sus iguales; de carácter reservado, poco parlanchín y muy aficionado al
estudio y la lectura. Devoto desde niño del Sagrario y del Sagrado Corazón
y no menos de Nuestra Señora de la Guardía, patrona de Génova, muy pronto
manifestó deseos de ser sacerdote.
Su padre, en cambio, pensó que antes de consagrarse a los estudios
sacerdotales, convenía doctorarse en los estudios seculares, empresa que
llevó a cabo en la universidad de su ciudad natal en 1875. Su paso por una
facultad de derecho de una universidad estatal de la nueva Italia le permitió
sentir muy de cerca los efectos políticos y sociales de la nueva cultura
italiana, que en 1873 clausuraba las facultades de teología de sus
universidades. Siendo universitario fue miembro, gracias a la Opera dei
Congresi, de la Società degli Interesi Cattolici, grupo creado para defeder
dentro de la universidad los intereses católicos y la misma glesia. Lector
asiduo de la prensa, participó y colaboró con el periódico católico Il
Citadino. No menos activo se mostró en las prácticas sociales y caritativas
de su ciudad. Visitaba con frecuencia las cárceles, dejándose inspirar por el
espíritu de la Compañía de la Misericordia de la que sus padres eran
miembros muy activos. Fue el primero de los papas contemporáneos que
alcanzó el doctorado en una universidad laica. Su tesis doctoral llevaba por
título Dell´interpretazione delle leggi.
271
AUBERT, R., Nueva Historia de la Iglesia, tomo V. La Iglesia en el mundo moderno, Madrid 1984, 469-
478. LATOUR, F., La Papauté et les problèmes de la paix pendant la première guerre mondiale, Paris 1996,
348 pp. POLLARD, John F., Il Papa sconosciuto. Benedetto XV (1914-1922) e la recerca delle pace, San
Paolo, Cinisello, 1999, 265 pp; JARLOT, UPCo 1718/47; HILAIRE, Y-M., Histoire de la papauté. 2000 ans de
misión et de tribulations, Paris 2003, 437-452. MENOZZI, D., Chiesa, pace e guerra nel Novecento. Verso
una delegittimazione religiosa dei conflitti, Il Mulino, Bolognia 2008, 14-76.
272
CORSANEGO, C., Benedetto XV e l´Univesità di Genova, en Studium, I, 1932, p. 11.
178

Su formación sacerdotal se inició y consumó en la Roma de León XIII,


concretamente en el colegio Capránica, o lo que es lo mismo el convictorio
sacerdotal donde se formaban los que por entonces gobernaban y
gobernarían la Iglesia. Académicamente hablando fue alumno de la
Universidad Gregoriana273.
El clima que se respiraba en la ciudad eterna cuando llegó el joven
Giacomo no era el mejor para un aspirante al sacerdocio. El enfrentamiento
entre el nuevo estado y el papado era manifiesto; las reacciones anticlericales
frecuentes y la violencia entre una y otra parte permanentes. El, entretanto,
era educado y formado en la más estricta ortodoxia de las universidades
católicas. Sus formadores y profesores eran todos ellos figuras relevantes,
defensores a ultranza de la teología y de la moral católicas. Entre sus
profesores destacaban los padres Franzelin, Antonio Ballerini, moralista de
prestigio, y Camilo Mazella. Su aplicación intelectual fue coronada con otro
doctorado cum laude esta vez en teología el año 1879. Un año después se
doctoraba en derecho canónico. Fue ordenado sacerdote a los 24 años.
Su mente lúcida, piedad y capacidad de trabajo deslumbraron al exigente
monseñor Rampolla del Tindaro, quien le nombró profesor de estilo
diplomático en la Academia eclesiástica romana y, además, le introdujo en
la Congregación de los Asuntos eclesiásticos extraordinarios de la Curia
Romana, de la que Rampolla era secretario.
En 1883 Rampolla fue nombrado nuncio en Madrid. El nuevo nuncio
decidió que el joven Della Chiesa le acompañase a la nunciatura de Madrid.
Madrid fue para el futuro papa su primera plaza diplomática. Con la vuelta
en 1887 de Rampolla a Roma, ahora como nuevo Secretario de Estado y
nuevo cardenal, Della Chiesa fue reclamado por el que hasta entonces había
su jefe y valedor. Minutante eficaz, prudente y considerado, le fueron
confiadas misiones diplomáticas en Viena y Paris.
Con el paso del tiempo y con la ayuda de Rampolla fue ganando en
autoridad y prestigio. Aunque no fue consagrado obispo, sí que fue elevado
a la categoría de sustituto de la secretaría de Estado. “Il piccoletto”, mote
medio cariñoso y castigador con el que era conocido, pisaba fuerte. Estuvo a
punto, frente Rafael Merry del Val, que al final lo sería, de ser nombrado
secretario en el Cónclave de 1903.
Su dedicación a la curia vaticana la complementaba con la práctica
pastoral en la Iglesia de san Eustaquio y con el asesoramiento a diversas
asociaciones sacerdotales.
La elección del cardenal Sarto como papa supuso para Rampolla y
todo su equipo un auténtico jarro de agua fría. Con el nombramiento del
nuevo papa, tal como veíamos en páginas anteriores, daba comienzo una

273
DOLDI, M., Figlio di Genova. Gli anni giovanili di Giacomo Della Chiesa en MAURO, L, Benedetto XV,
profeta di pace in un mundo in crisi, Bologna 2008, 17-30
179

nueva etapa en la vida y en el gobierno de la Iglesia. Una etapa, al menos al


comienzo, incierta para los hombres confianza del papa anterior.
Las relaciones del nuevo Secretario de estado, el español Rafael
Merry del Val, “il giovannetto”, no fueron ni cordiales ni colaborativas. En
consecuencia, lo mejor era alejarlo de Roma. Durante un tiempo se barajó
con destinarlo a la nunciatura de Madrid. Este era el deseo del Secretario de
estado, no el del papa, que se acabaría imponiendo. A finales de 1907, Della
Chiesa era consagrado obispo con todos los honores en la Capilla Sextina.
Pío X fue el celebrante principal y el consagrante; como deferencia el papa
asistió al banquete de la consagración. Lo lógico hubiera sido que el
consagrante fuese Merry. Ejercería como tal en la importante y al mismo
tiempo difícil diócesis de Bolonia. Parece que el futuro Benedicto XV por su
prudencia frente al modernismo, no era muy querido por la Curia romana de
Pío. Monseñor Benigni sospechaba de él. Della Chiesa era tenido como un
modernista encubierto. De haber tenido la más mínima simpatía con los
modernistas, es totalmente seguro que Pío X no le habría consagrado obispo.
En este punto, Sarto no vacilaba.
Llega a Bolonia en febrero de 1908. La situación política y económica
por la que pasaba esta importante diócesis no eran las mejores. La
secularización, el anticlericalismo y un nuevo socialismo agrario de clara
matriz marxista dominaban el clima cultural y político de la que había sido
la segunda ciudad en importancia de los Estados Pontificios. Una ciudad que
se había mostrado defensora a ultranza del Risorgimento y de la unidad
italiana. La llegada de Della Chiesa a Bolonia fue bien acogida por sus
sacerdotes; el resto de la población y muy especialmente las autoridades
civiles, escriben Pollard y Launay, lo recibieron con indiferencia y frialdad.
Instalado en su sede episcopal, después de formado un equilibrado
equipo de gobierno entre los que destacaban Ersilio Menzani, se impuso un
fuerte ritmo de trabajo y un duro horario. El programa de su pontificado
quedó expresamente claro en una Carta Pastoral, (10 de febrero de 1908) a
sus diocesanos antes de tomar posesión. La carta llevaba por título: Che cos´e
l´ufficcio del vescovo; el oficio episcopal no consistía en otra cosa que en ser
para los cristianos y para todas sus ovejas un buen padre de familia, un buen
pastor; estar atento a ellas y obedecer y ser humilde en su misión. Debido al
bajo nivel de su clero no tuvo apenas problemas con el modernismo, sus
sacerdotes tenían muchos más problemas con el celibato y la castidad que
con las nuevas ideas. En carta a sus amigos les confesaba que sus jóvenes
sacerdotes, una vez que dejaban el seminario se olvidaban de la meditación
y de la oración. La única razón de semejante olvido no era el que no quisieran
hacerla; era, sencillamente, que apenas habían sido iniciados en ella.
Se propuso como buen pastor llevar a término la visita pastoral a toda
la diócesis. Después de 392 visitas, unas cien al año, casi siempre a uña de
caballo, el 13 de diciembre de 1913 clausuraba con un Te Deum, cantado en
180

su catedral de San Petronio, la visita de una de las diócesis mayores y más


densamente pobladas de Italia.
Amén de la pobreza de muchas de sus iglesias y de las mil anécdotas
y asechanzas de tantos viajes y jornadas, Della Chiesa se quedó
impresionado de la falta de instrucción religiosa de sus diocesanos, muy
especialmente de los niños y jóvenes. Ante esta situación, Della Chiesa
organizó una verdadera movilización catequética. Creó un centro
catequético, formó personas, se valió de cuanto la pedagogía moderna
pudiera ofrecer e instó a sacerdotes y padres a tomarse en serio esta misión.
Otro asunto preocupante fue el de los matrimonios civiles; las nuevas leyes
obligaban a los nuevos esposos a casarse por lo civil antes de ir a la Iglesia.
Por diversos motivos, entre ellos los económicos, muchos no se casaban por
lo religioso; de lo que resultaba que un 17 por ciento de los nacidos estaban
considerados como hijos ilegítimos. El buen criterio del obispo aconsejaba a
sus diocesanos a pasar por el ayuntamiento antes que por la Iglesia.
No fueron nada fáciles sus relaciones con las autoridades civiles. El
sistema liberal italiano fue aprobando y dictando leyes que hacían muy difícil
la vida de las iglesias locales. Su aplicación por parte de los ayuntamientos
y otras instancias de poder, amargaban la vida de los obispos italianos y
dificultaban el desarrollo de sus iniciativas. Della Chiesa sufrió el peso de la
ley civil y de las leyes de la Iglesia, cuando, siguiendo la reforma de los
seminarios ideada por Pío X, se vio obligado a construir en medio de grandes
dificultades de todo tipo, un nuevo seminario regional274. Más dificultades
encontró cuando ante los escasos ingresos, administrados por el Ministerio
de Justicia y por sus delegados en cada diócesis, reclamó desde el punto de
vista legal, como reposición a los bienes incautados por el estado, un extra
de cinco millones de liras para ayuda de sus sacerdotes. La autoridad civil,
además de negárselo, tachó tal iniciativa como un mal precedente y como
una manera ilegal de aprovecharse de los bienes del estado.
Frente al modernismo y su represión se mostró paciente y abierto y
claramente 275favorecedor de personas, todos ellos sacerdotes cultos y
profesores de seminario, como el historiador Manaresi, Cantono de su
seminario de Bolonia y Ravaglia del seminario di Cesena276, todos ellos
perseguidos por las autoridades religiosas. En el campo político práctico, con
la Democracia cristiana y los partidismos e indefiniciones clásicas de los
católicos italianos, trató de mantenerse lo suficientemente equilibrado, pero
con una cierta distancia crítica de Murri y sus partidarios y mucho más
distante y militantemente en contra de las prácticas políticas y de la naciente

274
GORIUP, L. y MANCCIANTELLI, R., Mons. Giacomo Della Chiesa e la nascita del Pontificio Seminario
Regionale. Benedetto XV di Bologna en MAURO, L, Benedetto XV, profeta… 105-123.
275
VILLADA, Pablo, La primera Encíclica de Benedicto XV y la naturaleza del modernismo, RAZON Y FE, vol
43 (1915), 413-427
276
GUASCO, M., Fine dell´antimodernismo en MAURO, L, Benedetto XV, profeta… 229-238
181

cultura socialista en la Emilia-Romagna, claramente antiliberal y muy


enfrentada ante los intereses de la Iglesia. Frente a un anticlericalismo
radicalizado e inclinado a la revolución, la iglesia de Bolonia siguió
expresándose en el campo de lo social como en ella era habitual: frente a las
denuncias y las aspiraciones revolucionarias e igualitarias, Della Chiesa en
su carta pastoral de la Cuaresma de 1909 mantenía el argumento y la práctica
de la Providencia; una mirada demasiado paternalista y en su tanto partidista
para una inmensa mayoría de los más desfavorecidos. Un comportamiento,
ciertamente muy paternal, paternalístico, común entre los más sociales del
episcopado italiano, incluido en cardenal Ferrari de Milán.
En 1913 fue nombrado cardenal. Su nombramiento no debió ser fácil.
Parece que la iniciativa la tomo el Secretario de Estado; “según el testimonio
del conde Ferruccio de Carli, fue el mismo Merry del Val el que insistió ante
Pío X para que Monseñor Della Chiesa fuese nombrado cardenal, cuando
Merry se dio cuenta de que faltaba su nombre en la lista preparada por el
Papa de cara al próximo Consistorio: ´¿Padre Santo y el arzobispo de
Bolonia? Que dirá el mundo de un nombramiento que está tardando siete
años´. El Santo Padre Pío X toma la pluma y añadió el nombre de Giacomo
della Chiesa”277. De haber vivido su protector Mariano Rampolla, por mucho
que la iglesia y la sociedad boloñesas y sus amigos curiales hubiesen
insistido, tal vez no habría llegado al Consistorio de 1913.
Personas muy próximas a él así como la prensa del momento
caracterizó su pontificado boloñés con dos notas: caridad y firmeza. Pero
más allá de ser amable, caritativo y firme gobernante, su experiencia en
Bolonia le imprimió una seguridad de la que parecía carecer en etapas
anteriores y sobre todo le permitió asimilar de manera altamente responsable
la autoridad individual que un cargo como el suyo comportaba278.

El cónclave de 1914. Con la muerte de Pío X en agosto de 1914, la


Iglesia católica, en opinión de Pollard, quedaba descabezada y sin autoridad.
Desde la muerte de Pío IX en el lejano 1878, la Iglesia católica nunca había
tenido tan poca influencia en la escena internacional como en estos terribles
momentos. A este problema se sumaba desde la crisis y la represión
modernista una fuerte división en el seno mismo de la Iglesia.
El cónclave del que salió elegido Della Chiesa tuvo lugar en
septiembre de 1914. La situación internacional no podía ser peor. El nuevo

277
DE MATTEI, R., L´antimodernismo sotro Pio X en varios Don Orione negli anni del modernismo, Milano
2002, 69.
278
SCOTTÀ, A., Giacomo Della Chiesa arcivescopo de Bologna (1909-1914). L´ottimo noviziato episcopale
di papa Benedetto XV, Rubbetino 2002.
182

papa se encontraría con el magno y grave problema de la Guerra Mundial279.


Las antiguas potencias con capacidad para el veto, aunque por razones
constitucionales no lo podían ejercer, hicieron cuanto les fue posible para
impedir, en el caso de Austria y de Alemania, que los amigos de Rampolla,
en este caso Della Chiesa, fuesen elegidos. Aunque lo realmente trágico
seguía siendo la gravísima situación interna en la que se encontraba la
Iglesia. “La amarga y dolorosa cuestión de la cruzada antimodernista pesaba
sobre las deliberaciones de los cardenales”. El cuerpo cardenalicio estaba
muy dividido. Los cardenales de Curia se inclinaban hacia posiciones
integristas, mientras los residenciales se mostraban mucho más abiertos y
con una mentalidad posibilista. El cónclave, en consecuencia, se jugaba en
su terreno.
El cónclave fue largo, once escrutinios, y rico en acontecimientos. El
nombre de Della Chiesa estuvo presente desde el primer escrutinio. El
cardenal de Bolonia y el de Pisa, Maffi, obtuvieron doce nominaciones. Al
tercer día, tres de septiembre, Della Chiesa era elegido papa por 38 votos
frente a los 18 que sacaba el pacífico y bondadoso cardenal Serafini. La línea
iniciada por León XIII y respaldada por Rampolla, podría ser continuada por
Della Chiesa. Más allá del elemento humano, lo que sí parece claro es que
entre los candidatos, Maffi, Pompilj, Merry del Val, Serafini y el mismo
Della Chiesa, el más capacitado y preparado era este último. La Iglesia
necesitaba un hombre capaz. Della Chiesa lo era como lo demostró ya desde
su primer saludo como papa.
Nadie esperaba que saliese elegido el neocardenal de Bolonia. Estaba
claro que su nombre no sería el de Pío, tal vez fuera el de León; no fue
ninguno de los dos. Benito como el santo fundador de los benedictinos que
sembró la paz en Europa, Benito como uno de sus doblemente predecesores
en Bolonia y en el Vaticano, el papa Benedicto XIV (1740-1758), sería su
nombre.
Por modestia y por respeto al luto en el que vivía la vida europea el
nuevo papa determinó que su coronación fuese lo más humilde posible.
Frente a la grandiosidad de San Pedro, prefirió la belleza y la intimidad de la
Capilla Sixtina280. Una de las primeras medidas que tomo, remedando en esto

279
BAUDRILLART, Alfred, La Guerra Alemana y el Catolicismo, Bloud y Gay, París 1916. Me he encontrado
con este libro en la BLoyola 5/72, 2-19 19. Este libro fue editado por el Comité de Propaganda Francesa.
Hay otros libros que figuran en la contraporta tanto en castellano como en francés, Los autores y títulos
son los ss. MELOT, Auguste, El martirio del clero belga; BERGSON, Henry, La significación de la Guerra:
VINDEX, La Basílica devastada, Destrucción de la Catedral de Reims. Hechos y documentos. BEGOUEN,
Comte, Los Católicos alemanes antes y ahora. Algunos precedentes al caso del Cardenal Mercier….
280
POLLARD, J. Il Papa…. 78-85 y ZIZOLA, G., Il Conclave. Storia e segreti, Roma 2005, 187-194.
183

a León XIII en circunstancias semejantes, fue la de dirigirse al presidente


francés, el republicano Poincaré. Con este gesto manifestaba claramente
cuáles eran sus intenciones y preocupaciones.
En lo que respecta al gobierno interno de la Iglesia y a la elección de
sus máximos y próximos colaboradores se mostró muy libre. Nombró como
Secretario de estado al cardenal Ferrata, sustituido tras la muerte éste, por el
prestigioso y querido cardenal Pietro Gasparri, filofrancés, de la vieja
guardia de Rampolla, y que acabó siendo un magnífico Secretario de
Estado281.
El nuevo papa tenía en su contra, afirma con cierto humorismo inglés
Pollard, un físico y rostro, estamos entrando en la era de las comunicaciones
y de la imagen pública, que no le favorecían. Su físico, en opinión de muchos
periodistas y corresponsales extranjeros, lo hacía terriblemente obstinado y
retraído. Su figura tan poco mediática parece que disuadió a muchos
católicos de los Estados Unidos a hacer un viaje tan largo a Roma; las
peregrinaciones romanas, no solo por la Guerra, fueron menos frecuentes y
numerosas.
Benedicto XV, reordenada la administración vaticana, no perdió
tiempo en el gobierno de la Iglesia. El 6 de septiembre de 1914282 saludaba
a la cristiandad con hondos deseos de paz: “Tan pronto como desde esta sede
Apostólica hemos echado una mirada sobre el rebaño confiado a nuestro
cuidado, hemos sido sacudidos por el horror y la angustia inefables a causa
del espectáculo monstruoso, en que, gran parte de Europa, se encuentra
devastada por la guerra de fuego y metralla, esparciendo sangre cristiana.
Nos hemos recibido de Jesucristo, Buen Pastor, cuyo lugar representamos en
la Iglesia, el deber de abrazar con amor paternal a todos aquellos corderillos
y ovejas de Su rebaño. Ya que, a ejemplo del Señor, debemos estar
dispuestos, y así los estamos, a dar nuestra vida para la salvación de todos,
hemos decidido firmemente no dejar ocasión alguna, si está en Nuestro
poder, para conseguir el final de esta gran calamidad”283.
Dos días después, 8 de septiembre, se dirigía a los católicos del mundo
entero; les pedía, casi les mandaba, hiciesen cuanto les fuese posible para

281
Los más íntimos colaboradores del papa Sarto pasaron a ocupar un discreto papel de segundo orden
Merry del Val dejó la Secretaría de Estado, como Rampolla la había dejado en 1903; pasaba a dirigir la
Congregación de la Fábrica de San Pedro, además de ser nombrado secretario del Santo Oficio. La criba
entre los grandes colaboradores del papado anterior continúo hasta el final. Con todo, les permitió seguir
en Roma. Todos ellos vivían próximos y se ayudaban cuanto podían; el risueño pueblo romano los absolvió
diciendo que entre ellos formaban Il Vaticanetto. No tuvo inconveniente, en cambio, en mantener en sus
puestos a los más discretos: De Lai, Billot y Agliardi.
282
Ad Universos orbis Católicos, La CC, 1542, 9-9-1914, I-.IV.
283
RAZON Y FE comentando esta primera intervención del nuevo papa decía: “La primera Encíclica del
nuevo Papa…. es como grito de angustia por los errores de la guerra y sentido llamamiento a las naciones
beligerantes para que depongan las armas”, vol 40 (1914), 257. También puede verse JARLOT, G., La
Iglesia ante el progreso social y político, Barcelona 1967, p. 311
184

terminar la guerra; la oración era un medio insustituible y al alcance de todos;


apostaba en contra de las formas e intereses diplomáticos de los países
contendientes por medidas poco comunes; lo único importante era poner
remedio a los grandes males que se estaban desatando con la guerra284.
Más importante de lo que los historiadores españoles puedan pensar
fue su primera Encíclica, la Ad Beatissimi, (1-11-1914)285. En ella, muy en
segundo lugar, se condenaba sin alacridad el modernismo; se dejaban las
puertas abiertas al diálogo y al estudio y se reclamaba como la única solución
a los grandes males de la humanidad: la caridad. El objetivo de su primera
encíclica fue la denuncia de la guerra y la siembra de la paz286. Amén de
analizar las causas del fratricidio europeo, la encíclica se redactó cuando los
frentes se habían consolidado y cuando todo hacía prever que la guerra sería
larga y cruenta. Llamaba la atención sobre “la falta de amor mutuo entre los
hombres” y añadía que el “odio de la raza nos ha llevado al paroxismo”.
Raza equivalía a nacionalismo. Dibujaba planes generales para retornar a la
paz, pero no ofrecía ninguno en concreto. Con el paso de los meses, la guerra
y la búsqueda de la paz mundial se convirtieron en su único programa de
gobierno. Pollard afirma que en este punto tanto él como Gasparri fueron
obstinados; en todo momento dieron a entender que la paz estaba por encima
de todo: ellos, ante todo el papa, como representante del Príncipe de la Paz
y padre común de todos los creyentes, debían emplearse a fondo hasta que
ésta volviese a reinar. Más aún, pese a las críticas del pasado y del
presente287, en todo momento trató de mantenerse por encima de los intereses
particulares de los contendientes, incluso de los italianos. El Príncipe de la
Paz, Cristo, era el hijo único de Dios, Padre de todos los hombres. La
imparcialidad, además de ser la piedra angular sobre el que basaba su
esfuerzo, era también el precio que debía pagar. Con la publicación de la
Beatissimi Apostolorum quedaban fijados los grandes objetivos de su
pontificado: frenar la extensión del conflicto; preservar, en cuanto le fuera
posible, los intereses de los católicos y, sobre todo, preparar la postguerra
por medio de una paz justa, larga y segura.
Ciertamente, la Iglesia católica hizo cuanto pudo por la paz. La paz
justa se convirtió en una obsesión para el nuevo papa. A sus iniciales
mensajes habría que sumar otros muchos más: volvía a la carga el 6 de
diciembre de 1914; retomaba el asunto el 25 de mayo, el 28 de julio y el 6
de diciembre de 1915; insistía de nuevo el 4 de marzo y el 30 de julio de
1916; finalmente, pese a sus continuos fracasos, publicaba sendos mensajes

284
OSSANDÓN, María Eugenia, Una aproximación a la acción humanitaria de la Santa Sede durante la
Primera Guerra Mundial, a partir de fuentes publicadas, en Annales Theologici, (2009), pp 311-351.
285
MONTICONE, Alberto, Il Pontificato di Benedetto XV en La Chiesa e la societá industrialle (1878-1922),
a cura de Elio GUERREIRRO y Annibale ZAMBARBIERI, Edizioni Paoline, XXII/I, 1990, pp 158-161.
286
VARNIER, G. B., Benedetto XV e il problema della societá contemporánea en MAURO, L., Benedetto XV,
334-335
287
El historiador servio americano Dragan Zivojinovic lo tachó de proitaliano.
185

el 10 de enero y el 5 de mayo de 1917. Estos últimos anunciaban su famosa


y arriesgada nota del 1 de agosto de 1917.
¿Pero realmente a qué se pudo deber tanta insistencia y constancia?
Aubert escribió en su día que tales esfuerzos, además de fundarse en razones
cristianas y humanitarias, obedecían también a razones de política
eclesiástica. La religión católica corría grandes peligros y los desórdenes
morales de la guerra podían perturbar el orden natural de las cosas y hacer
saltar para siempre el orden mundial. No menos le preocupaba el desastre
que para la Iglesia estaba suponiendo la guerra. “La guerra, afirma Aubert,
alejaba de su ministerio a numerosos sacerdotes y religiosos movilizados,
dificultaba considerablemente la dirección centralizada de la Iglesia,
comprometía la unidad del mundo católico suscitando entre los fieles de
ambos bandos sentimientos de antagonismo, exacerbados por una
propaganda tendenciosa”288.
Las reacciones de los católicos, como no podía ser menos, estuvieron
mucho más volcadas hacia sus propios intereses nacionales que hacia los
intereses mucho más abstractos de una paz universal católica, sin vencedores
y vencidos. Los católicos se sentían hijos de sus países en guerra. El mundo
católico resultó muy dividido. Las paradojas y los equilibrios a los que se
veía obligada la Santa Sede a nadie gustaron y la contestación, las críticas y
el enfrentamiento al mismo papa fueron durante algún tiempo moneda
común hasta el punto que a la Santa Sede le resultaba muy difícil elegir
nuevos obispos; éstos, para evitar problemas, eran elegidos entre los
religiosos, supuestamente más ecuménicos y menos nacionalistas.
El que el papa o al menos sus más directos colaboradores se inclinasen
y desde luego el que el clero romano e italiano se pusiesen a favor de los
imperios centrales a nadie le puede extrañar. Ese era el juicio del único
cardenal inglés destinado en la Curia, monseñor Aidan Gasquet. Nadie podía
dudar del prestigio de la cultura teológica alemana en Roma; Francia, al decir
de Alberto Monticone, seguía siendo una nación sospechosa, y lo que en
estos momentos era más importante, tan sólo Rusia y Bélgica tenían
representantes en el Vaticano. Los imperios centrales estaban, por el
contrario, muy bien representados: para empezar, Alemania contaba con dos
representantes: uno de Prusia y otro de Baviera. Aunque en el curso de la
guerra, prácticamente a lo largo de 1915, todos los países tenían sus
representantes en Roma. Hasta Suiza que había roto sus relaciones con el
Vaticano en 1873 permitió que se estableciese en Berna una delegación
vaticana.
Gasparri, clave en estos momentos, pensaba, todavía en grado muy
dependiente de los supuestos diplomáticos de Rampolla, que los intereses de
Austria, país católico por excelencia, debían satisfacerse en primer lugar.

288
AUBERT, R. p 471.
186

Pero quizás la razón de tantas sospechas, y donde pudo radicar el fracaso


final del papa, sea que tanto el papa como su Secretario de estado eran
personas más inclinadas al mantenimiento de statu quo en la política
internacional que a una nueva cosmovisión. No tenían la suficiente
capacidad para favorecer cambios radicales en el mapa mundial. El
mantenimiento de Austria-Hungria como baluarte del mundo católico frente
al socialismo, el anarquismo, el paneslavismo y el creciente poder de los
Soviets era clave en la política vaticana. El Vaticano temía que la alianza de
Inglaterra con Rusia, llevase la Iglesia ortodoxa a Constantinopla, posición
desde la que se podía convertir en una Iglesia paralela y rival de los cristianos
en el Oriente europeo.
El lento restablecimiento de relaciones diplomáticas estables con los
países contendientes fue advertido desde un principio por los ingleses como
una apuesta válida para llegar al establecimiento de la paz. Política en todo
momento negada y no querida por Italia. Y política en el fondo incierta y
siempre muy expuesta a los contrarios intereses de los bandos contendientes.
Unos y otros, conscientes del poder moral del Pontificado, deseaban y hacían
cuanto podían para que la Santa Sede ratificase sus dolores y penas frente a
la potencia destructora del enemigo. La Santa Sede trató de mantenerse en
un difícil equilibrio. La Santa Sede no quería pronunciarse. Antes,
argumentaba, debían ser ponderadas todas las circunstancias: No quería
convertirse en un Comisionado Internacional para la Paz y ansiaba
permanecer lo más libre posible para poder continuar llevando a término
acciones humanitarias. La Santa Sede lo único que por el momento quería
era trabajar por la humanidad sufriente. Inclinarse por una u otra parte
equivalía a echar por tierra el sueño de la paz. Una religión universal siempre
tiene difícil pronunciarse por alguno de los contendientes. Algo que no
entendía, como parece natural, el primado belga, el cardenal Mercier.

La situación para la Santa Sede cambió radicalmente cuando Italia el


24 de mayo de 1915 se sumó a los aliados. Hasta esa fecha, los esfuerzos de
la Santa Sede para que Austria cediese parte de los territorios irredentos y
para que Italia rebajase sus pretensiones fracasaron ante la dureza de unos y
la contumacia de otros. Con la entrada de Italia en la guerra, la Santa Sede
era arrastrada a la guerra con Italia o al menos tendría que sufrir todas las
consecuencias de la guerra. Esto con ser grave no lo era si lo comparamos
con la situación que se estaba viviendo dentro de la ciudad de Roma y hasta
en el interior de los palacios vaticanos. Los italianos consideraban como
enemigos todos los intereses de los Imperios centrales en Roma: el Colegio
alemán en Roma estuvo a punto de ser tomado por el ejército italiano y lo
que es peor a todo el mundo se le pasó por la mente que la guardia suiza y
muchos eclesiásticos y civiles podrían ser llamados a participar activamente
en la guerra. Italia, como representante único de todos los intereses y
187

problemas vividos dentro de su territorio, aspiraba, en el fondo, tal como las


últimas investigaciones han puesto de manifiesto, a ocupar el lugar de la
Santa Sede, primero, en el curso de la guerra y, más adelante, en la segura
firma de los tratados de paz. El futuro de la Santa Sede no podía ser más
negro. La cuestión romana palpitaba de nuevo289. En medio de tantas
adversidades y tensiones, el papa se sintió muy afectado, llegando a pensar
que lo mejor sería no tener ninguna relación diplomática con Italia.
En medio de esta situación, la Santa Sede se fue inclinando en la
medida en la que se lo permitían las circunstancias, por una parte, a mantener
las ayudas y socorros a todos los contendientes y, por otra, y esto es
sumamente importante, a reforzar su papel como alto representante
diplomático. Roma estaba convencida de que lo que mejor podía hacer en
este momento era seguir jugando el mejor papel diplomático que pudiera,
pasando de las notas y llamamientos públicos a la paz a lo que Garzia llama
la lucha por la ofensiva de la Paz que culminó en la Nota de la Paz de 1917.
Pero antes de pasar a la gestación y análisis de esta Nota, conviene que
reparemos en lo que Pollard llama la Obra humanitaria del Vaticano. Pese a
los inconvenientes y limitaciones que tanto dentro como fuera de Italia
sufrieron los recursos de la Santa Sede, su labor humanitaria cabe calificarla
de eficaz y universal, con una especial sensibilidad para curar todo dolor
padecido por los contendientes de uno y otro bando.
Benedicto XV quiso, aunque no todos respondieron favorablemente,
que el día de Navidad de 1914 fuera una jornada de paz en todos los frentes;
los rusos se manifestaron en contra. Unos pocos días después, el 10 de enero
de 1915, el papa publicó su Oración por la Paz que no fue del todo bien
recibida por el clero y por los católicos de los países contendientes; en
Bélgica y Francia algunos sacerdotes alteraron el texto para que las oraciones
de los católicos beneficiasen a sus respectivos ejércitos. Mucha más
trascendencia y efectividad tuvo la publicación el 2 de diciembre de 1914 en
el Observatore romano de un Decreto por el que se creaba una red de
asistencia material y espiritual que beneficiase a todos los prisioneros. En
esta misma línea, la sede de la Secretaría de estado se transformó en una
moderna agencia de correos y paquetería desde la que fueron ayudados miles
y miles de prisioneros. Gracias a esta labor miles de soldados envueltos en
el barro de las trincheras pudieron leer las cartas de sus padres y familiares;
cientos de familias pudieron saber con seguridad el estado y la situación de
sus hijos y amigos. Miles de niños en los confines de los campos de Bélgica
y Francia en un primer momento y más adelante miles y miles de personas
pudieron saciar su hambre y sed los últimos años de la guerra gracias a la
creación de pequeñas redes que con las ayudas recibidas de los Estados
Unidos satisficieron necesidades en la Europa en guerra. La Santa Sede, pese

289
GARZIA, I., La Questione Romana durante la I guerra mondiale, Napoli 1981.
188

a sus diferencias con el Imperio turco, denunció la limpieza étnica llevada a


cabo en Armenia, donde desapareció más de un millón de personas290. Miles
de capellanes, muchos de ellos bajo la dirección de la Santa Sede,
acompañaron en el dolor y hasta en la muerte a soldados caídos y prisioneros
de guerra. A nadie le debe extrañar que la Santa Sede viese como sus finanzas
y sus fuentes de ingresos económicos se agotaban y se empobrecían.
La guerra y la crisis económica mundial afectaron de lleno las finanzas
del Vaticano. Muchos historiadores tacharon de manirroto al papa Della
Chiesa. Nos parece exagerado tal juicio. Que por sus manos pasaran cerca
de 82 millones de liras, una cantidad extraordinaria para aquellos tiempos,
destinada en su integridad a paliar a inmensas multitudes dentro y fuera de
Italia, dice mucho de él y mucho de los esfuerzos y riesgos de una Iglesia, la
romana, que cabía, administrativamente hablando, dentro de los jardines del
Vaticano y que era todavía más pequeña que lo que los Acuerdos Lateranos
decidieron. Lo único cierto fue que la Iglesia durante el pontificado de
Benedicto XV se vio sumida en falta de liquidez; hasta el mismo papa gastó
su propia fortuna personal así como los ingresos ordinarios de la Santa Sede
en la repatriación, primero, de miles de prisioneros de guerra y en el socorro
de cientos de refugiados civiles, más tarde. A la altura de 1922 el tesoro del
Vaticano ascendía a un equivalente en liras de 10.000 libras, unos 19.000
dólares. Su sucesor que no podía empeñar un Miguel Ángel… se las arregló
para agotar aún más los recursos económicos, con generosas donaciones para
los arruinados por la inflación de la Alemania de Weimar y en obsequios
para las multitudes hambrientas de la Unión Soviética. Solo la generosidad,
termina Burleigh, y el talento financiero de los católicos norteamericanos,
que aportaron más de la mitad de los ingresos del papado en la década de
1920, impidieron la ruina económica de la Iglesia291.
Pero el papa Benedicto XV no se conformaba con remediar los dolores
de la guerra292, sus pretensiones iban mucho más allá. El día en el que se
celebraba el primer aniversario de la conflagración mundial, 28 de julio de
1915, dirigió una nota a todos los contendientes293. En ella, además de
exhortar a todos los países en la búsqueda de la paz, confesaba que la Santa
Sede estaba dispuesta a hacer cuanto estuviese de su parte por conseguirla.
Poco después comenzaron a llegar a Roma embajadas de los católicos
holandeses y belgas, representaciones de un grupo de pacifistas, mujeres,
llegadas de los Estados Unidos, amén de múltiples ofertas de pactos entre los

290
DEL ZANNA, G., Benedetto XV e la questione armena en MAURO, L., Benedetto XV… 125-137
291
BURLEIGH, M., Causas sagradas…. p 100.
292
Nos podemos hacer una idea de la actividad desplegada en este campo por la Santa Sede si valoramos
que en los Archivos Vaticanos se encuentran más de 700.000 informaciones distintas sobre la Gran Guerra
y más de 500.000 comunicaciones con las familias de los soldados heridos en los distintos frentes
europeos. Puede verse más información en VARNIER, G. B., Benedetto XV… 329
293
Puede leer en Civiltá Católica, vol 3, 7 de agosto de 1915, p. 259. Enchiridium 968-969 y RAZON Y FE,
vol 43 (1915), 123.
189

beligerantes. Sin embargo, ni el Cardenal Mercier ni el rector del Instituto


Católico de París, monseñor Braudrillart, estuvieron de acuerdo con estas
iniciativas. Un paso en falso en las tentativas de la paz fue la reserva con la
que fue acogida en el Vaticano una propuesta de paz (12-12-1916), un tanto
indeterminada y vaga, venida de la todavía poderosa Alemania.
Pocos días después, el 20 de diciembre de 1916, Wilson, presidente de
los Estados Unidos, muy en línea con los textos y deseos del papa hacía una
nueva propuesta: era necesario que entre todos buscaran la paz. El Vaticano
acogió por medio del Osservatore Romano (24-12-1916) esta propuesta, que
quedó empobrecida cuando los Estados Unidos rompieron sus relaciones con
Alemania. Los Estados Unidos no estaban de acuerdo con la guerra
submarina que los alemanes desencadenaron por aquellas fechas contra
países contendientes y no contendientes. Tampoco el papa sabía, en medio
de una situación internacional muy partidista, como seguir adelante. Los
aliados se sintieron muy molestos cuando el papa criticó la alianza de los
Estados Unidos con los aliados y cuando se manifestó contrario a que sus
barcos de viajeros fueron usados para el transporte de armas. Todos estos
esfuerzos se vinieron definitivamente abajo cuando en abril de 1917 los
Estados Unidos entraron en guerra.
Con la entrada en la guerra de los Estados Unidos y con el estallido de
la revolución rusa de febrero de 1917, la Santa Sede redobló sus esfuerzos
en búsqueda de la paz. Además, convenía aprovechar, verano de 1917, el
clima que se estaba viviendo en Alemania que, pese a su supremacía militar,
inclinaban a su Parlamento y a su poderosa opinión pública a buscar la salida
de la paz. Claves en la creación de este clima de paz en Alemania fueron la
intervención y los esfuerzos del diputado católico y jefe del Centrum,
Matthias Erzberger294.
Sin embargo, la realidad seguía siendo muy cruda. Los alemanes no
estaban dispuestos a conceder la independencia a Bélgica. En el verano de
1917 Pacelli fue nombrado Nuncio en Baviera, lo que permitió auscultar el
clima alemán y manifestar cuales eran las condiciones sobre las que
trabajaba por entonces la Santa Sede. Eran estas: limitación general de los
armamentos; institución de tribunales internacionales; restablecimiento de la
independencia de Bélgica y acuerdos en firme sobre la Alsacia-Lorena y
sobre otros territorios.
Sobre estos puntos está basada la Nota pontificia de agosto de 1917295.
Iba más allá de un simple intercambio de puntos de vista y de un elenco y
reconocimiento de los derechos de los pueblos. Proponía puntos concretos
para llegar a una paz justa y duradera. Eran estos: simultánea y recíproca

294
TRINCHESE, S., I tentative di pace della Germania e della Santa Sede nella I Guerra Mondiale, l´attivitá
del deputado Erzberger e del diplomático Pacelli (1916-1918) en ARCHIVUM HISTORIAE PONTIFICIAE 35
(1997) 225-255.
295
Monticone, pp 185-187.
190

disminución de armamentos; creación de un arbitrio internacional; libertad y


comunidad en el dominio de los mares; recíproca renuncia a las
indemnizaciones de la guerra; evacuación y reconstrucción de todos los
territorios ocupados y, por último, una conciliación de las pretensiones
territoriales de todos los rivales. Era la primera vez que alguien en el curso
de la guerra bajaba a detalles concretos. Comportamiento que,
evidentemente, no fue del gusto de ninguno de los contendientes.
La opinión pública internacional denunció que había sido inspirada
por Austria-Hungría. La prensa inglesa la tachaba de partidista. Francia e
Italia y sus máximas autoridades: el presidente Clemenceau, el rey Víctor
Manuel III y su ministro de Exteriores Sonnino, la rechazaron sin más. No
estaban dispuestos a que la dirección militar que por entonces gobernaba
Alemania (Hindenburg y Ludendorff) y su exitosa política de los
submarinos, marcara el rumbo hacia la paz. Además, en el caso italiano,
como hemos expuesto más arriba, el rechazo de la Nota equivalía a un
defensa de su propia política nacional frente a un eventual acrecentamiento
del poder de la Santa Sede. Estados Unidos en una carta firmada por su
presidente, pero que representaba a todos los aliados, sostenía que
simplemente no se podían fiar de Alemania y que sólo cuando en Alemania
cambiasen las condiciones y se diesen los pasos necesarios e imprescindibles
para la instalación de una verdadera democracia se podrían poner las bases
de una paz segura. Con todo, Wilson en su famoso discurso de los Catorce
puntos, enero de 1918, recogía las tesis formuladas meses antes por
Benedicto XV.
El papa, ante el rechazo de su Nota, consideró aquella hora como la
más amarga de su vida. Nadie le escuchó. Muchos católicos, empezando por
muy altos eclesiásticos, como un predicador en la Iglesia de la Magdalena
de París, el dominico Sertillanges, voceó a voz en grito: “Santo Padre no
queremos su paz” y continuando por los napolitanos, lo tacharon de papa
alemán. Con todo, Monticone afirma que la Nota del 1 de Agosto de 1917
tuvo un amplio eco en la opinión pública internacional. El prestigio moral
del papa se agigantó, pese a su castigo en el terreno diplomático.

Pese a todo se caminaba hacia la paz. La situación comenzó a cambiar


a resultas de la derrota de del ejército italiano en Caporetto, noviembre de
1917. Los italianos, además de sufrir más de 300.000 víctimas y de ver
deshecho el norte del país, comprobaron que su entrada en la contienda
apenas si les había servido de algo: en pocas semanas la frontera italiana
volvía a su punto de origen. El clero y los obispos, pese a que no fue
reconocido por la prensa anticlerical, salvaron la situación y aliviaron la vida
de muchas personas. Durante estos meses fue cuando se produjo el
acercamiento del gobierno italiano a la Santa Sede. Italia necesitaba al
Vaticano y el Vaticano necesitaba a Italia. El primer ministro Orlando lo
191

supo ver y admitir; no así la prensa y muchos políticos que achacaron la ruina
de Caporetto al desánimo que según ellos cundió entre los católicos italianos
cuando leyeron la Nota pontificia meses antes. .
Pero había algo más. Benedicto XV, tal como se puede leer en su
correspondencia privada con el nuevo emperador Carlos I, había advertido
que el Imperio Austro-Húngaro podía desintegrarse y con él iniciarse la
siempre difícil construcción de un nuevo mapa político europeo, ahora tanto
más difícil cuanto más pequeños eran su nuevos protagonistas, las nuevas
nacionalidades, que reclamaban formar parte de la nueva Europa; igualmente
le urgía el papa llegar a la paz lo antes posible, antes, desde luego, de que
terminase el mandato de Wilson. Benedicto XV para nada y en nada dudaba
del peso de los Estados Unidos en la coyuntura europea del momento.
Ante las perspectivas de un nuevo mapa mundial, la Santa Sede pensó
que el papel de Polonia tendría que ser mucho mayor de lo que
aparentemente era. Polonia podría ser un freno ante Rusia y Alemania.
Sin embargo, las políticas de paz de Gran Bretaña, Estados Unidos y
Alemania era diametralmente opuestas a las de la Santa Sede. Fueron los
intereses de estos estados los que echaron por tierra los proyectos de la Santa
Sede296. Gran Bretaña y con ella sus dos principales aliados, Francia e Italia,
no estaban dispuestos a que la hegemonía económica, militar, marítima y
hasta cultural no fuese otra que la suya. Estados Unidos, cuyos intereses
económicos apenas tuvieron fuerza frente a la hegemonía de una nueva
potencia, haría todo lo necesario menos seguir el camino trazado por la Santa
Sede. Alemania, dudosa mientras la suerte militar le acompañó, tampoco
estaba en disposición, no olvidemos que estamos en el año 1917, cuarto
centenario de la Reforma, de depender de la Santa Sede. Si a todo esto
añadimos, cosa que puede ser cierta, la falta de habilidad en una misión,
ciertamente, imposible por parte de la Santa Sede para convencer a los
contendientes, mostrándose por encima de las circunstancias, neutral e
imparcial, podemos entender por qué fracasó el plan de paz de Benedicto
XV. Mantener el statu quo ante bellum en el fondo equivalía a seguir dándole
ventaja a los Imperios centrales. La Iglesia no pudo hacer más.

¿Fracasó la Iglesia? Parece que no. Su autoridad moral se acrecentó.


La cultura de la paz y los esfuerzos por conseguirla la enriquecieron y le
ofrecieron un nuevo rasgo a su identidad: defensora de la paz.
Sin embargo, la Santa Sede, una vez terminada la guerra, no aceptó de
buen grado el que se le acabara imponiendo el artículo 15 del Tratado
firmado por los países aliados. Italia era quién debía representar todos los
intereses que encerraban sus límites territoriales. La doctrina Sonnino y la
lucha del presidente Orlando se acabaron imponiendo incluso a una cierta

296
POLLARD, J….. 156.
192

presencia vaticana en Versalles en la persona de monseñor Cerrutti.


Tampoco estaba de acuerdo con la dureza con la que fue tratada Alemania
ni con la interpretación del llamado principio de Wilson por el que diversas
nacionalidades podían optar a su determinación como naciones libres e
independientes. Para Gasparri esto equivalía que al no poder ser
autosuficientes serían siempre muy vulnerables frente a la amenaza de los
bolcheviques y frente a otros intereses internacionales. Desaprobó,
finalmente, la creación de Yugoslavia y en el fondo, tampoco, aceptó de buen
grado ser excluida de la Sociedad de Naciones.
Firmado el tratado de Versalles (1919), el pensamiento y las
preocupaciones de la Iglesia católica quedaron manifiestos en tres sucesivas
encíclicas sobre la paz: en la primera, la Pacem Dei munus pulcherrimum,
junio de 1920, el Papa, complementada por un artículo de la Civiltá Cattolica
(19 de junio de 1920), volvía a repetir que la paz que Europa y el mundo se
habían dado no sería duradera; no lo sería porque los principios de la caridad
y justicia habían sido sustituidos por los de la hostilidad entre los pueblos y
el egoísmo de las naciones; en esta encíclica se proponía un desarmen
mundial y se animaba a los gobiernos de toda Europa a luchar por la
unificación europea297. En la Paterno diu iam (1919) y en la Annus iam
plenus (1920) se exponía el dolor del papa así como su cuidado y solicitud
por miles y miles de niños europeos necesitados de ayuda y consuelo. El 28
de diciembre de 1921 en toda Europa se pedía dinero para los niños de la
guerra; una iniciativa olvidada, pero que creó escuela en su tiempo y que a
lo largo del tiempo sería secundada.
Descompuestos los imperios centrales, los males que para los intereses
de la Iglesia católica se siguieron cuando también se desintegró el imperio
otomano, no fueron menos. Roma desaprobó la propuesta inglesa de crear
una patria hebrea en Palestina. Temía que la presencia de los judíos en los
lugares santos y la compra de las propiedades de los empobrecidos católicos
y musulmanes de estas regiones, acabarían afectando a la cultura y a los
católicos de estas regiones. Hubiera preferido que la presencia de Francia se
hubiese mantenido por más tiempo. Frente al problema irlandés, la Iglesia
mirando más los intereses de los católicos que poblaban el imperio británico
que los de los irlandeses, abogó, en contra de lo que el lobby irlandés en
Roma quería, por la paz, el equilibrio y la reconciliación.
La diplomacia vaticana, tal como hemos indicado más arriba y tal
como se reflejó en las palabras que Della Chiesa pronunció en la alocución
tenida durante el Consistorio del 13 de junio de 1921, una vez firmada la paz,
pudo recoger frutos. Al final pudo establecer relaciones diplomáticas con

297
En esta encíclica y posiblemente en muchos de los discursos sobre la paz se observa cómo la caridad
era elevada desde el punto de vista de la organización interna de la Iglesia y no menos de su mismo ser a
principio constitutivo, a una nueva manera de gobernar la Iglesia y desde ella de influir en el mundo: la
eclesiología de la caridad. Ver el desarrollo de estas ideas en BUTTURINI, G., Benedecto XV… 202-203
193

tolos los nuevos países surgidos de la descomposición de los imperios


centrales. Sin embargo, los problemas que tuvo que afrontar no fueron pocos:
a los obligados cambios de población, roto el esquema nacido en 1648 y de
alguna manera ratificado por el Congreso de Viena de 1815, y al
rompimiento de las fronteras que durante muchas generaciones había
mantenido un cierto mapa religioso en la Europa central, se sumaban las
nuevas demarcaciones de las nuevas diócesis así como el nombramiento de
sus nuevos obispos. Por otra parte, el clima en el que se tuvieron que tomar
muchas de estas decisiones estaba herido de un fuerte nacionalismo y de un
cierto complejo de inferioridad por parte de los nuevos países en cuanto que
reclamaban derechos y clausulas en competencia y en igual de condiciones
con los derrotados imperios y con las menguantes metrópolis de décadas
anteriores.
Pero como se acaba de decir, Roma al final pudo restablecer
relaciones diplomáticas con Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia; con
Holanda y Suiza y de no haberse interpuesto Francia, también se habrían
logrado con China. Las negociaciones con Alemania, preparadas por Cerretti
y coronadas por Pacelli, fueron todo un logro y al mismo tiempo un aviso
del prestigio y de la responsabilidad política de la Iglesia en la Europa
Central. Las negociaciones con Francia, mucho más laboriosas por el
problema del nombramiento de obispos en los territorios ocupados, supuso
el triunfo de la política exterior de la Iglesia, auspiciada por León XIII y
Rampolla y continuada por sus discípulos Benedicto XV y Gasparri.
El Vaticano y el Papa Benedicto fueron visitados y saludados por los
gobernantes de todas las naciones. El aislamiento en el que por diversas
razones había caído el papado se rompió gracias a los sufrimientos y al
empeño del papa: la Iglesia debía estar al servicio del mundo y de sus
angustias y necesidades. Un nuevo ralliement, el único que el posibilista
Benedicto XV podía ofrecer ahora al mundo, salía adelante: el inspirado en
este adagio latino: ad vitanda mala maiora.
Donde con más evidencia se percibió esta apertura fue en las
relaciones de la Santa Sede y el estado italiano. Poco a poco se fueron
tejiendo unas relaciones cordiales, tranquilas y de mutua cooperación. A este
respecto, fue muy importante, según observara Pietro Scoppola, el que se
rebajase el anticlericalismo oficial y el que la opinión pública dejase de
considerar a los católicos como traidores a la patria y como meros servidores
del Vaticano. Los representantes del Vaticano y la práctica totalidad de los
católicos italianos pusieron de manifiesto que se podía ser al mismo tiempo
católico y súbdito fiel del estado italiano; ambas militancias no eran
incompatibles. Un sueño que nunca los pontífices anteriores pensaron
llegaría a hacerse realidad. Por su parte, el estado italiano hizo todo lo
posible para que la administración vaticana funcionase como una
administración moderna. Pero donde mostró más sensibilidad fue en todo lo
194

referente a las ayudas económicas, una preocupación muy personal de Della


Chiesa desde su paso por Bolonia; poco a poco el sueldo de los sacerdotes
italianos fue equiparándoe al de los otros cleros europeos y el pago de los
derechos de sucesión y el de impuestos de las comunidades religiosas y de
la Iglesia diocesana se fueron adaptando a sus necesidades.
Todas estas medias fueron preparando los pactos lateranenses de 1929.
La cuestión romana y la internacionalización del Vaticano parecían maduras,
especialmente cuando en París y más tarde en la misma Roma hubo
encuentros y conversaciones en las que la Santa Sede por medio de Cerretti
y el Estado italiano por medio de Orlando y Nitti estaban dispuestos a oír las
condiciones vaticanas. Eran estas: soberanía territorial sobre el Vaticano y
posiblemente algunas otras áreas y, lo que era más importante, garantía
internacional de las mismas. En la distancia quedaba en suspenso un posible
concordato, que, previamente, suponía la firma de un tratado de paz y el
inicio de unas nuevas negociaciones. Esto era lo que pensaba Orlando,
entonces primer ministro. Pero para llegar a un acuerdo definitivo y para
terminar para siempre había que esperar hasta la firma de los Tratados de
Letrán en 1929.

El gobierno de Benedicto XV no puede reducirse tan sólo a sus


iniciativas frente a la guerra. Dignas de mención fue la publicación del
Código de Derecho Canónico (1917), “piedra miliar en la historia de la
Iglesia”. Conocemos la importancia que Pío X concedió a la codificación del
nuevo Código. Este, después de una muy laboriosa elaboración, quedó
organizado armónica y orgánicamente en cinco libros y listo para su
publicación298. Con la misma salió reforzada la autoridad del papa y de su
curia: las estructuras de la Iglesia se centralizaron todavía más,
especialmente en todo lo relacionado con el nombramiento de los obispos;
se renovaron y firmaron nuevos concordatos y al hilo de este esfuerzo, en el
que destacaron de manera especial Gasparri y el joven Eugenio Pacelli,
nacieron la Comisión Pontificia para la interpretación de los textos y una
escuela de estudios canónicos299.
Tras la publicación del nuevo Código la Curia romana se fue
renovando con la creación de nuevos órganos: el 1 de mayo de 1917 se
creaba la Sagrada Congregación de las Iglesias Orientales300. Con ella, el
papa manifestaba su preocupación por los cristianos de las Iglesias orientales
y sus deseos por llevar adelante medidas capaces de mantener la presencia
de la Iglesia católica en medio de las nuevas naciones salidas del imperio
otomano, en las que apenas contaban los cristianos. Con todas estas medidas

298
ZANOTTI, A., Benedetto XV e il Codex Iuris Canonici en MAURO, L., Benedetto XV…167-179. LAUNAY,
M., Benoit XV (1914-1922). Un pape pour la paix, Paris 2014, 72-78.
299
LAUNAY, M., Benoit XV… 80
300
POGGI, V., Benedetto XV, Delpuch e Marini en MAURO, L., Benedetto XV… 139-165
195

Benedicto XV quería poner freno a los proyectos de la nueva Rusia, que


perseguía hacer de Constantinopla el centro de la cristiandad eslava y
ortodoxa y de Santa Sofía su símbolo y su catedral.

El modernismo y las misiones exteriores siguieron ocupando un


privilegiado lugar en la mente y en la agenda del papa Della Chiesa. De cara
a la resolución del primero y a la clarificación de las segundas, publicó dos
encíclicas: la Spiritus Paraclitus (1920) y la Maximun illud (1919). En la
primera, al final de la deriva de la marea antimodernista, el papa tomaba la
palabra para ir un poco más lejos de lo que su predecesor León XIII fue en
la Providentissimus Deus301”. Son muchas las hipótesis que se han hecho
sobre las razones que llevaron al papa a publicar esta encíclica. Por una parte,
a nadie le puede extrañar, quería reforzar los juicios de sus predecesores, por
otra, dado el debate que por aquellos días mantenía la Civiltá Cattolica sobre
el evolucionismo y sobre la posición de la Iglesia frente a las teorías de
Darwin, que el papa reafirmase la inerrancia de la Escritura y a Dios como
autor de la creación del mundo. Pero tal vez, la novedad de esta encíclica tal
vez esté en la orientación de la fuerza e influjo de los exegetas más allá de
los evangelios hacia la totalidad de la Biblia. Algo que según los exégetas no
se consiguió del todo302.
Muy distinto peso tuvo la Maximun illud (1919) la encíclica de las
misiones modernas303. Benedicto XV continuó, al menos en un principio, el
programa que sobre las misiones exteriores había proyectado su antecesor.
Hasta el final de la primera década del siglo XX, el trabajo en las misiones
exteriores no era ni muy voluminoso ni tampoco muy atrayente. Con todo,
gracias al esfuerzo del cardenal Serafini, prefecto de Propaganda, y sobre
todo a la laboriosidad de algunos sacerdotes se fueron dando pasos hacia la
reanimación de la vida misionera de la Iglesia católica. En 1916, Roma
reconocía la Unión misionera del clero, funda en 1908 en Milán por el Padre
Paolo Manna, miembro de las Misiones extranjeras. Se pretendía que dentro
de cada diócesis hubiese una asociación de sacerdotes con capacidad para
movilizar las iglesias diocesanas de cara a la ayuda en dinero y en personas
de las iglesias misioneras. Más decisivo en orden a los cambios venideros,
fue el que Roma decidiese el traslado de la Obra de la Propagación de la Fe
de París y Lyon a Roma. No menos importancia de cara a los cambios que
en este campo se fueron produciendo tuvo el descenso por motivos
únicamente bélicos del número de misioneros en los países de misión.

301
POLLARD, J…. 213
302
CIVILTÁ CATTOLIA, 71, 3 (1920) p. 427.
303
GIOVAGNOLI, A. (ED) Roma e Pechino. La svolta extraeuropea di Benedetto XV, Roma 1999, 290 pp; en
UPCo 1783/88. METZLER, J., La Santa Sede e le missioni. La politica missionaia della Chiesa nei secoli XIX
e XX, San Paolo, 2002, 138 pp. UPCo 2765/78.
196

Pero lo que realmente orientó el cambio, que aquí estamos


presentando, fue la propia experiencia de los misioneros y la necesidad que
ellos mismos sentían cuando consideraban que el futuro de la Iglesia católica
pasaba por la creación de pujantes iglesias nacionales lo más autónomas y
autosuficientes posibles. Propuestas que a lo largo del siglo XIX habían
defendido grandes misioneros como fueron Liebermann (1802-1852),
Comboni (1831-1881) y Brasillac (1813-1859), quienes afirmaban,
especialmente, el último, que Asía se salvaría con los asiáticos y África con
los africanos304.
Tarea nada fácil y llena de inconvenientes y dificultades, a las que
habrá que sumar las repercusiones de la guerra. Cuando ésta vio su fin y
cuándo los aliados en la Conferencia de Paz de Versalles, al menos en la
primera redacción del número 438 de los Tratados de la Paz, pusieron en
peligro el futuro de las misiones católicas, la Iglesia, que venía trabajando
este asunto desde hacía tiempo, consideró llegada la hora de afrontar sus
misiones exteriores con otros criterios.
En los tratados de Paz de Versalles se determinó, por una parte, que
las misiones católicas fundadas y mantenidas por los alemanes podían ser
administradas por sociedades protestantes anglosajonas y, por otra, que los
bienes de las misiones podían y debían ser administrados por Consejos de
administración formados meramente por cristianos. La Iglesia, por medio de
su enviado a Paris, el obispo Cerreti, protestó, consiguiendo que las misiones
creadas por los católicos les fueran entregadas a católicos procedentes de
otros países y que los Consejos de administración estuviesen formados
únicamente por católicos. La cuestión era todo menos baladí. Lo que estaba
en juego no era el futuro de las misiones de la Iglesia sino la misma
predicación evangélica, tal como el mismo lo expresaba en el Consistorio del
3 de julio de 1919.
En medio de este clima, el 30 de noviembre de 1919 se publicaba la
Maximum illud305. Su primera parte está dedicaba a los responsables de las
misiones; la segunda, a los misioneros. Será en esta parte donde se denuncie
la tendencia a identificar misiones con colonias, confundiendo los intereses
de éstas con los intereses de aquéllas. Dicha mixtificación era calificada
como peste horrible. Se abogaba, en consecuencia, por respetar la cultura del
país, por el conocimiento y aprendizaje de sus lenguas y cultura, por el
fomento de las vocaciones misioneras autóctonas, por su excelente
formación y por la promoción de sus sacerdotes en el gobierno de sus
iglesias. “El misionero, se afirmaba, era enviado por Cristo, no por su patria”.

304
BUTTURINI, G., Benedetto XI… 191-193. Puede verse con fruto SOETENS, C., L´eglise catholique en
Chine au XIX siécle, Paris 1997.
305
SOETENS, C., La svolta della Maximum illud en GIOVAGNOLI, A., (Ed), Roma e Pechino…69-90.
BUTTIRINI G., Benedetto XV… 199-205.
197

El que el misionero se sintiese enviado por Cristo equivalía en el fondo a


trabajar por la romanidad y a orientar la nueva dirección de las misiones en
la línea emprendida años antes. Había que erradicar la todavía presente
cultura del Patronato, practicado indirecta y directamente por los gobiernos
y por las iglesias española, portuguesa y también francesa, abriendo los
territorios de misión a varias congregaciones verdaderamente
internacionales y había que desvincular ciertos tipos de cristiandad que
tenían mucho más que ver con la cultura nacional y con las iglesias de las
que procedían los misioneros.
Llevar adelante estos deseos no resulto nada fácil. Los prejuicios
raciales y las susceptibilidades por fuertes que fueron no impidieron que
pocos años después, en 1924, Pío XI consagrara en San Pedro seis obispos
chinos.
Donde no hubo grandes avances, pese a la nueva etapa de globalidad
iniciada con la Gran Guerra, fue en el campo del ecumenismo. No obstante,
durante su pontificado permitió al cardenal de Malinas, Mercier, el comienzo
en su sede de un encuentro anual entre 1922-16 de representantes de la iglesia
católica y anglicana (228-31).

Balance final: el papa Della Chiesa una persona de gran piedad, y muy
silenciosa y discreta, su pontificado ha sido calificado por los historiadores
como un pontificado, que pacificó la Iglesia y curó las heridas abiertas por
el modernismo. Fue un papa con el que la Iglesia comenzó a asumir su
fisonomía moderna desde posiciones y basamentos cristianos: relaciones
pacíficas y abiertas con todos los estados, preocupación por las nuevas
cristiandades de la Europa Oriental y las que nacían en los continentes de
misión. Más allá de sus logros, lo esencial de su corto pero intenso
pontificado, fue el que sus líneas programáticas fueron continuadas por sus
predecesores.
198

TEMA NUEVE: EL PERSUASIVO PONTIFICADO DE PÍO


XI (1922-1939). LA IGLESIA CATOLICA MÁS Y MÁS
INVOLUCRADA CON LOS PROBLEMAS DEL MUNDO
CONTEMPORÁNEO306

Pese a su fuerte temperamento y a su específica trayectoria personal,


pastoral y académica, Aquiles Ratti, recientemente nombrado cardenal de
Milán, no parecía, antes del Conclave, el candidato más idóneo ni el más
capacitado para suceder al papa Benedicto XV.
El cónclave que le eligió fue largo y muy controvertido. De un total
de sesenta cardenales electores, solo 53 pudieron tomar parte en él. Los
cardenales americanos, por falta de tiempo y por dificultades de viaje, no
pudieron asistir. El cónclave comenzó el dos de febrero y terminó con la
elección del nuevo papa, el seis. El elegido Aquiles Ratti tomó el nombre de
Pío en homenaje a sus dos predecesores, el 6 de febrero.
Después de 14 escrutinios Ratti salió elegido papa con 42 votos. Ratti
aparecía como un candidato de consenso entre los que querían se siguiese la
línea de León XIII y los que preferían un gobierno más próximo a la línea
marcada por Pío X. Su primera decisión fue designar como secretario de
Estado a Gasparri. Con el nombramiento de éste, el nuevo papa manifestaba
a un tiempo una cierta voluntad de continuidad con el pontificado anterior
así como un homenaje a la tradición romana de la Iglesia307.
Aquiles Ratti (31-5-1857), el nuevo papa, era miembro de una familia
burguesa de la Lombardia. Formado entre Milán y Roma. Fue ordenado en
1879. En 1888 pasó a formar parte del selecto grupo de doctores que dirigía
la Biblioteca Ambrosiana de Milán; la dirigirá como prefecto desde 1907
hasta 1911. Fruto de su trabajo y de su capacidad investigadora será la
publicación de volúmenes tan relevantes para la cultura lombarda como las
Acta ecclesiae mediolanensis y el Missale ambrosianum. En 1911 el padre
Ehrle, prefecto de la biblioteca vaticana, le reclama y le nombra subprefecto;
en 1914 sería nombrado prefecto.
Persona de mucha capacidad de trabajo y de vivo entusiasmo pastoral,
supo compatibilizar la investigación y el trabajo pastoral. Este modo de vida
lo mantuvo próximo a los grandes problemas de la Iglesia y del mundo, sin

306
BERLTETTO, D., Discorsi di Pio XI, Liberia Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1960 y La devozione mariana
di Pio XI, Salesianum, 1964, pp 355. JARLOT, G., Doctrine pontificale et histoire. Pie XI. Doctirne et action
(1922-1939), Universidad Gregoriana, Roma 1973. AGOSTINO, M., Achille Ratti, Pape Pie XI, École
Française de Rome, Roma 1996. CRIPPA, Luigi, Pio XI, maestro di vita cristiana, Quaderni Balleriani, Milano,
1999, 187 pp Tengo fotocopias de las páginas en las que se estudian las encíclicas programáticas y su
eclesiología en PUG. FATTORINI, E., Pio XI, Hitler e Mussolini. La solitudine di un papa, Torino 2007, 252
pp. GUASCO, A. y PERINM E., (Eds), Pio XI: Keywords. International Conference Milan 2009, 430 pp en
UPCo 1677/264
307
ZIZOLA, G., Il Conclave. Storia e segreti. Roma 1993, 194-203
199

olvidarse por ello de la práctica del alpinismo ni de la observación de las


nuevas costumbres sociales de su tiempo.
En 1918 Benedicto XV lo envió a Varsovia como visitador apostólico.
En 1919, cuando Polonia alcanza su independencia fue nombrado nuncio. La
Polonia de entonces vivió en medio de una tremenda inestabilidad,
sintiéndose amenazada por sus vecinos alemanes y rusos, contra quienes
libró una nueva guerra en 1920. Ratti, en medio de esta difícil coyuntura, fue
adquiriendo sabias dotes diplomáticas y sobre todo una gran desenvoltura
para dirigir la Iglesia lejos de todo interés partidista y nacional. En 1921, a
los 62 años, fue nombrado arzobispo y cardenal de Milán. Los pocos meses
que estuvo al frente de la gran iglesia ambrosiana le sirvieron para orientar
la nueva Acción Católica masculina y para apoyar al franciscano padre
Gemelli en su puesta en marcha de la Universidad Católica de Milán308. Seis
meses después, el 6 de febrero de 1922, era elegido papa.
Su fuerte temperamento le sirvió en lo bueno y en lo malo para
enfrentarse con determinación y ánimo resuelto ante los graves problemas
por lo que entonces estaba pasando la Iglesia309. Giovanni Coco, reputado
investigador y custodio de los papeles de Ratti en el Archivo Secreto
Vaticano, afirma que Pío XI procuraba que sus órdenes se llevasen a término
hasta las últimas consecuencias, hasta casi con minuciosidad. Ratti en la
persona de Pío XI encarnó perfectamente todo el cuidado de la Iglesia; es el
hombre de la sollicitudo omnium ecclesiarum310.
Persona de honda y devota devoción311. Su devoción era constante,
cálida y hasta ingenua. Su mesa de trabajo, su habitación, su cama, su cartera
y sus objetos más personales estaban llenos de estampas, láminas y
fotografías de santos y santas; sin faltar, tampoco las reliquias. Entre los
santos, santa Teresa del Niño Jesús era su predilecta. A nadie le debe extrañar
que sobre su mesa de trabajo papal conviviesen la Cruz, algunas imágenes
del Sagrado Corazón y muchas estampas de los santos de su devoción. Vivía
muy apegado a las devociones tradicionales del siglo XIX: la devoción a
María, al Sagrado Corazón y a san José. Las vivía y encarnaba con un fuerte
carácter penitencial y reparador. Lógico, por lo tanto que en uno de sus
primeros escritos, la carta apostólica Galliam ecclesia filiam, (2-3-1922),
proclamase a María como patrona de Francia. Lourdes, lo mismo que para
inmensas multitudes de católicos europeos, fue para él lugar de

308
BOCCI, M., Agostino Gemelli, rettore e francescano. Chiesa, regime e democracia, 2003.
309
Uno de sus secretarios particulares, monseñor Confalonieri, afirmaba que le ponía malo la lentitud y la
parsimonia de la curia romana y de sus empleados. Temperamento fuerte y mandón. “quería dirigir y
controlar todo personalmente; no acostumbraba a pedir consejo e intervenía más que sus predecesores
en la redacción de sus encíclicas. No transigía en la cuestión de los principios. Se sentía a gusto trabajando
con sus colaboradores, especialmente si procedían del norte de Italia y eran jesuitas. Referencias tomadas
del tomo V de la NHI, naturalmente de Aubert, p. 479.
310
COCO, G., L`edizione delle udienze del Cardinal Pacelli en PETTINAROLI, L., Le gouvernement… 53-54
311
CHALINE, Nadine-Josette, La spiritualité de Pie XI, en Achille Ratti Papa Pie XI, pp 159-170
200

peregrinación y fuente constante de devoción. Durante su pontificado


consagró 309 documentos a la Virgen María. No se cansaba de recordar a
todo el mundo, pero muy especialmente a los jóvenes casados que en su luna
de miel visitaban Roma, el rezo del santo rosario; práctica que, pasase lo que
pasase, no podía faltar en su vida familiar.
Devoto de los santos, su pontificado estuvo saturado de
beatificaciones y canonizaciones. Éstas se adensaron de manera especial en
los años santos, muy concretamente entre 1929 y 1934. En estos años fueron
canonizados Teresa de Lissieux, Juan Bosco y el cura de Ars.
Un tercer rasgo fue el de su intelectualidad. Una intelectualidad más
práctica que teórica y creativa y que le acabó inclinando más hacia el
ordenancismo académico dentro de la Iglesia y a la culminación académica
de los centros y universidades eclesiásticas de Roma que a la creación
intelectual pura. Sostuvo la consolidación del Instituto Pontificio de
Arqueología cristiana, impulsó el proyecto y la redacción de la constitución
Deus scientiarum Dominus (1931) por la que se reorganizaron todos los
centros superiores de estudios de la Iglesia universal. Acabó
autonombrándose Prefecto de la Congregación de Seminarios y
Universidades, sin descuidar la organización de los seminarios y planes de
estudios de las misiones católicas.

Su pontificado puede dividirse en tres grandes etapas: 1ª: de 1922 a


1929, etapa dominada por el establecimiento del fascismo en Italia y por la
preparación de la firma de los Pactos de Letrán. 2ª: de 1930 a 1935,
caracterizado, según Cárcel, por una aparente incertidumbre y la 3ª: de 1936
a 1939 en el que el papa intentó mantenerse libre ante el comunismo y el
nazismo. La primera etapa estuvo dominada por su ideal restaurador de la
cristiandad junto con su deseo de centrar todas las cosas en Cristo Redentor
y Rey verdadero del Universo; durante la segunda ensayó un equilibrado
acercamiento al liberalismo con el objeto de mantener la defensa de los
derechos fundamentales del hombre y al mismo tiempo de construir la ciudad
cristiana, para terminar, tercera etapa, con la publicación de sus dos más
famosas encíclicas: Divini Redemptoris y Mit brennender Sorge (1937) en la
que paladinamente condenaba el comunismo y el nacionalsocialismo312.

Primera etapa: (1922-1929). La realeza social de Jesucristo. Su


primera encíclica lleva por título Ubi arcano, (23 de diciembre de 1922). Fue
escrita al tiempo en el que se celebraba la Conferencia Internacional de
Ginebra (1922). En ella las naciones contendientes de la Gran Guerra no se
pusieron de acuerdo y una vez más fracasaron estrepitosamente. Dicho

312
Un texto en el que se contextualiza esta encíclica puede leerse en CHENEAUX, Ph, La Santa Sede e la
questione dell´antisemitismo soto il pontificato de Pío XI en Edith Stein e il Nazismo, Citta Nouva, Roma
2005, pp 11-36.
201

fracaso indujo al papa a dedicar una buena parte de su programa pontificio


al tema de la paz.
Los fundamentos de este deseo de una paz justa y duradera -- no
olvidemos el rescoldo del odio en el que se firmaron los acuerdos de paz-- ,
se enraízan en la divisa del papa Pío X: restaurar todo en Cristo y en el
empeño por la paz de Benedicto XV. Muy en conexión con sus predecesores,
su divisa y su programa de gobierno tendrán como objetivo la restauración
de todo en la paz de Cristo. El texto de referencia es la Encíclica Urbi arcano.
La descripción que se hace en ella del mundo es tan oscura como pesimista.
El mundo estaba viviendo, en palabras del papa, una especie de modernismo
moral, jurídico y social. Modernismo “que condenamos de la misma manera
que condenamos el modernismo dogmático”. En su opinión, ninguna
institución humana podía solucionar los graves problemas que padecía el
mundo. Los intereses de los particulares y los intereses de las naciones eran
tan egoístas y particularistas que nada se podía esperar de otras fuerzas que
no fuesen las de la Iglesia. Aun cuando al nuevo papa no le quedase más
remedio que reconocer la liquidación de la cristiandad, la pérdida del
cristianismo y de la Iglesia como sostenedores e inspiradores del orden
humano y de la actividad del hombre moderno, seguía apelando a la
vitalidad, al prestigio y a la naturaleza de la Iglesia como los únicos medios
y la única institución capaz en el mundo de solucionar los graves conflictos
por los que estaba pasando la humanidad y asentar de esta manera la paz.
Su primera encíclica fue seguida, después de los fastos y del éxito sin
precedentes del año santo de 1925313, por una iniciativa de gran proyección
apostólica, social y política: la instauración de la nueva fiesta litúrgica en
honor de Cristo Rey. Era la salida lógica de una corriente doctrinal y de una
práctica religiosa que se fue acrecentando a lo largo del último siglo. Al final
del primer congreso eucarístico internacional (Lille 1881), Gabriel del
Belcastel, uno de los líderes de la derecha política en el Parlamento de París,
había proclamado: “nosotros somos súbditos de Cristo antes de ser súbditos
de cualquier otro poder civil” y había aclamado a Cristo como el “jefe de la
humanidad, la cabeza de la humanidad”. A estos sentimientos y deseos deben
sumarse una serie de prácticas religiosas, nacidas en torno a la creciente
devoción al Sagrado Corazón y a la adoración eucarística, presentes en
muchos grupos sociales, y que se traducían en la consagración a Jesucristo
de las familias y más delante de los grupos y asociaciones profesionales.
Con el paso del tiempo fue tomando cada vez más cuerpo el deseo de
establecer una nueva fiesta litúrgica en la que el poder de Cristo, frente al
poder de los que iban en su contra y frente a los que querían instaurar desde
posiciones laicas una sociedad diferente y contraria a la cristiana, no tuviese
ningún otro frente que le pudiese hacer sombra. Aunque la fiesta de Cristo
313
ZERBINI, L., L´exposition vaticane de 1925: l´affirmation de la politique missionnaire de Pie XI en
PETTINAROLI, L, Le gouvernement… 649-671
202

rey, según los liturgistas, ya estaba establecida en la liturgia en la fiesta de la


Epifanía, les pareció a las fuerzas vivas de la Iglesia que no era suficiente
por lo que se hacía necesario establecer una fiesta en la que la imagen del
Rey pudiese mantener una potencia de sugestión capaz de evocar, mejor que
por otro medio, el carácter permanente y absoluto, no proveniente de poderes
intermedios e inferiores, del señorío de Cristo sobre el universo.
La encíclica Quas primas (11-12-1925), responderá a esta petición. El
papa afirmaba que Jesucristo no sólo era rey en sentido metafórico, rey de la
inteligencia y de la voluntad, sino que también lo era en el sentido propio del
término, es decir en cuanto hombre, seguido de la unión hipostática. Según
afirma Aubert comentando la encíclica Quas primas, sería un error de mucho
calado refutar a Cristo, en cuanto hombre, el dominio soberano sobre todos
los asuntos civiles, porque Él recibe de su Padre Celeste la jurisdicción total
e ilimitada de toda la creación. Se reconocía que, aunque Cristo no hizo suyo
tal poder cuando se encarnó, sí que dejó la posesión y la administración de
los bienes terrestres, responsabilizando a los que Él destinó continuasen su
obra. Más aún, el dominio de Cristo, haciendo suyas las palabras de León
XIII, se extendía no solo a los bautizados, los que pertenecían jurídicamente
a la Iglesia, sino a la totalidad de los hombres, permaneciesen alejados de
ella por cisma o herejía, “de modo que el dominio de Jesucristo es
verdaderamente la universalidad del género humano”. Los jefes de Estado
deberán rendir homenaje público y sumisión a la soberanía de Cristo.
Además de fundamentar la realeza social de Cristo, en la Quas primas
se enunciaban toda clase de bienes materiales y espirituales para el mundo,
siendo el primero el de la paz. Nada mejor, como ya hemos dicho, que
establecer una fiesta con esta intención: la fiesta de Cristo rey314. Fiesta en la
que todos los pueblos del universo se unirían para reconocer de modo eficaz
y concreto la soberanía de Cristo, para recriminar los males propalados y
llevados a cabo por la secta del laicismo y sobre todo para reparar la apostasía
pública, generada por el laicismo, tan desastrosa para la sociedad.
Conminaba, pues, a los católicos que así como en los Parlamentos se evitaba
mencionar el nombre de Jesucristo, ellos debían expresar sus aclamaciones
hacia su persona y difundir los derechos que por su dignidad y autoridad real
le pertenecían. Solo de esta manera se podían restaurar los derechos de la
Iglesia.
Las consecuencias, pese a lo abstracto del lenguaje y a la indefinición
de sus concreciones, no se hicieron esperar. La Iglesia, estamos en plena
línea restauracionista, si quería llevar adelante su misión y de paso conseguir
la felicidad eterna de todos los miembros del reino de Cristo no podía
depender de ningún poder civil ni de ningún poder extraño a ella misma. Una

314
MENOZZI, D., La dottrina del regno social di Cristo tra autoritarismo e totalitarismo en MENOZZI, D. y
MORO, R. (Edd), Cattolicesimo e totalitarismo. Chiese e culture religiose tra le due guerre mondiali (Italia,
Spagna, Francia), Brecia 2004, 17-55
203

vez más, la Iglesia, frente a un exasperante y agotado liberalismo, se


declaraba independiente del Estado, reclamaba su plena soberanía y se
consideraba como guía alternativa y a la vez verdadera de la mejor política
que en aquel tiempo podía llevarse a cabo. El Estado, siguiendo esta lógica,
debía conceder total libertad a los miembros de las congregaciones religiosas
de ambos sexos y lo que era más importante, el mundo entero, empezando
por los jefes de los gobiernos, debían hacer suyas las inspiraciones y
mandatos del vicario de Cristo, del papa.
¿Qué papel, nos preguntamos, le correspondía entonces al papa en
cuanto vicario de Cristo en el gobierno y en la dirección de la humanidad?
No resulta nada fácil responder a esta pregunta. Daniele Menozzi en un
agudo estudio sobre esta temática trata de responderse a lo que nos acabamos
de preguntar. Lo hace analizando el comportamiento de tres asociaciones
europeas, la francesa Société du règne social, la belga Ligue du Christ-Roi
et de nations y la italiana Opera della regalitá di Cristo. Las tres de manera
muy homogénea defienden que si se quería la paz y con ella el progreso del
mundo, el Papa como Vicario de Cristo tenía no solamente que ser
escuchado, sino también obedecido por los gobernantes. Algo, ciertamente,
imposible y que en la medida de sus posibilidades inclinó al papa y con él a
toda la Iglesia a desear la instauración de gobiernos de corte autoritario, de
partido único y de ideología tradicional, en el que cabía sin mucha
competencia y rivalidad política la actuación y la militancia del nuevo
movimiento católico que con tanto entusiasmo y devoción defenderá siempre
el papa Ratti: la Acción Católica.
La Acción Católica, en opinión de Pietro Scoppola, aceptada la
liquidación del Partido Popular Italiano, se convertirá en la plataforma y en
el escenario, sobre todo tras la publicación de sus nuevos estatutos en 1922,
de la actuación eclesiástica y también civil de los católicos. En opinión de
este autor, la Acción Católica era considerada por Pío XI como “un
instrumento privilegiado para la cristianización de la sociedad y para la
misma renovación de la Iglesia en el sentido de un mayor compromiso
apostólico”. La Acción Católica debía entenderse, en palabras del mismo
papa, “como la participación de los laicos católicos en el apostolado
jerárquico”. Una participación en la que debían defenderse los principios
religiosos y morales propuestos por la Iglesia y desarrollarse una sana y
beneficiosa acción social. Estos y otros objetivos debían llevarse a cabo bajo
la guía de la jerarquía eclesiástica, más allá de los intereses de los partidos
políticos, con una finalidad la de restaurar la vida católica en las familias y
en la sociedad. La Acción Católica en cuanto movimiento restaurador debía
salir de las sacristías para de esta manera extender su influencia en la
sociedad y conseguir de paso la instauración de la realeza social de Cristo.
La Acción Católica debía, en consecuencia, revitalizar apostólicamente las
parroquias, afrontar los problemas de la moralidad pública con propuestas e
204

iniciativas que tuviesen una incidencia cierta en las costumbres sociales y en


la mentalidad popular. La Acción Católica, en suma, estaba llamada a formar
cristianos de elite en todas las profesiones y en todas las actividades. Todo
ello, repetimos, bajo la guía y el impulso de la jerarquía315.
Esta misma filosofía y teología está presente en la encíclica Rerum
Ecclesiae (1926), en la que se aborda, en continuación de las encíclicas
misioneras de Benedicto XV, la acción misionera de la Iglesia cada vez más
en clave global e internacional. En esta encíclica el vicario de Cristo
reclamaba para la Iglesia la libertad de sus misioneros respecto a cualquier
tipo de imperialismo colonial y, al mismo, tiempo se propiciaba la entrega
confiada de la misión y del apostolado a las Iglesias jóvenes y al clero nativo,
tal como se pondría de manifiesto en los años sucesivos; además, dio
comienzo el proceso por el cual se traspasaron las misiones a las iglesias
locales. Todos estos esfuerzos dieron su fruto.
La conmemoración de Cristo Rey llevaba aparejada la sugerencia de
que una vez al año durante la fiesta de Cristo Rey se renovase la consagración
del género humano al Sagrado Corazón de Jesús. Se subrayaba de esta
manera la ligazón, la unión, entre las dos devociones que se habían
desarrollado a lo largo del siglo XIX: Cristo Rey y el Sagrado Corazón. Para
profundizar esta clave teológica se publicó en 1928 la encíclica
Miserentissimus Redemptor316.
La finalidad de esta última encíclica no era tanto exponer y
recomendar las principales manifestaciones del culto al Sagrado Corazón
cuanto subrayar un punto que había quedado un tanto oscuro en la encíclica
Anum Sacrum (1899) sobre la consagración del género humano al Sagrado
Corazon: el deber de la reparación al corazón amantísimo de nuestro Señor.
Pío XI fundaba este deber sobre el dogma de la redención y de la comunión
de los santos y no sobre las revelaciones privadas. El deber de la reparación
se imponía por un doble motivo: por justicia, expiación de la ofensa hecha a
Dios por nuestros pecados y por penitencia para de esta manera restablecer
el orden violado. De ahí nacía el concepto de reparación, reparación dirigida
a la persona de Cristo y no a Dios en cuanto Señor sino en cuanto hombre.
Los hombres cumplirán con este sagrado deber cuando, por una parte, se
sintiesen unidos en la práctica de la comunión reparadora, en el ejercicio de
hora santa, en la participación del sacrificio eucarístico que se identifica con

315
SCOPPOLA, P., Gli orientamenti di Pio XI e Pio XII sui problemi della societá contemporánea en Storia
della Chiesa, vol XXIII, I cattolici nel mondo contemporáneo (1922-1958), a cura di GUASCO, M;
GUERRIERO, E. y TRANIELLO, F, 1996, 139-140 y MAYEUR, J-M. Forme di organizzasione del laicato
cattolico en Storia della Chiesa, vol XXIII… 473-493.
316
Para profundizar sobre estos puntos nos remitimos a los siguientes textos: Francesco degli Expositi, La
teologia del sacro Cuore da Leone XIII a Pio XII, Roma 1967, pp 135-144 y N. Pickery en Nouvelle revue
theologique, LV, 1928, p 561.
205

el sacrificio expiatorio del Calvario, y, por otra, cuando se inmolasen ellos


mismos con la mortificación de su amor propio y de sus codicias.
Durante este tiempo se fue llevando a cabo otro de sus grandes
objetivos: la construcción de la ciudad cristiana. Una manera muy particular,
aunque incompleta, de saber en qué se fundamentó dicha construcción pasa
por la presentación y análisis de un conjunto de encíclicas en las se
acariciaba alcanzar objetivos, que incidían y a la vez reordenaban la
educación cristiana317, la familia y el matrimonio318, las cuestiones sociales
y políticas319. Estas palpitantes cuestiones eran analizas y concebidas a la luz
de una teología perenne, proyectadas, al mismo tiempo, de manera concreta,
organizada y en clave de combate.
En orden a la construcción de la ciudad cristiana para Pío XI no cabía
distinguir entre la vida pública y la vida privada. Lo que realmente marcaba
la vida del hombre, de todo hombre, era su práctica religiosa y su credo,
única manera de luchar frente al individualismo y el colectivismo, socialismo
y comunismo; frente al poder de la subjetividad, meta del hombre
contemporáneo.
El impacto y las consecuencias de estas encíclicas no se hicieron
esperar. Al poco de ser publicadas fueron tenidas por la opinión católica y
por la masa católica junto con el derecho natural y la revelación como las
fuentes de su actuar y como el modelo de su nueva identidad. Muchos
católicos, como siempre ha ocurrido, en vez de profundizar en esta nuevas
“doctrinas”, se conformaron con repetir sus argumentos y con esgrimir sus
textos.
A lo largo de estos años, la Iglesia católica, consciente de su
importancia y nuevamente sabedora del papel que de cara a la redención del
género humano le tocaba asumir, se trazó un programa de actuación
diplomática y política con la firma de nuevos concordatos y alianzas de paz.
Roma, en suma, aprovechando las nuevas condiciones políticas de los países
de tradición católica, quería restablecer y reordenar el papel de las
comunidades católicas en los nuevos contextos.

Dentro de este nuevo contexto, examinaremos las nuevas relaciones


que la Iglesia estableció con los gobiernos y en parte con las Iglesias de Italia
y Francia.
En Italia320, la Iglesia católica, más dirigida que nunca por el papa, fue
beneficiada en un principio por el nuevo régimen que durante estos mismos
años impulsaba Benito Mussolini (1922). Los nuevos gobernantes parecían
317
Divini illius magistri (1929)
318
Casti connubi (1930)
319
Quadragessimo anno (1931) y Caritate Christi compusi (1932).
320
SCOPPOLA, P., Gli orientamenti di Pio XI e Pio XII sui problemi della societá contemporánea en Storia
della Chiesa, vol XXIII, I cattolici nel mondo contemporáneo (1922-1958), a cura di GUASCO, M;
GUERRIERO, E. y TRANIELLO, F, 1996, 141-142.
206

mucho más cercanos a las necesidades de la Iglesia que los liberales. De


hecho, la vida y la piedad cristiana salieron fortalecidas, los crucifijos
volvieron a las escuelas y los capellanes castrenses al ejército; los tribunales
civiles actuaron en contra del divorcio y la blasfemia. El episcopado, tal
como en su día demostrara G. Vian321, y buena parte del clero vieron con
buenos ojos el nuevo régimen. Mussolini, pensaban muchos eclesiásticos,
además de hacer grande a Italia, haría, igualmente, grande y todopoderosa a
la Iglesia católica en Italia. No pocos miembros del clero, ayudados por
interpretaciones escolásticas del poder, intuyeron que con el nuevo régimen
llegaba el reinado social de Cristo.
No obstante, fueron los católicos, especialmente algunos de sus
sacerdotes más lúcidos como Luigi Sturzo, quienes advirtieron los peligros
que para la nación y la Iglesia italianas comportaba el nuevo régimen. El
fascismo, como ha demostrado la historiografía italiana, se convirtió en una
religión política. Religión, que de ninguna manera quería sustituir a la
religión católica, pero sí reducirla y someterla a sus intereses. Con el
fascismo la Iglesia católica en Italia corría el peligro de convertirse en “una
Iglesia nacional y cesárea”322

Parecía llegado el momento para que de una vez para siempre se


pusiese punto final a la cuestión romana y se restableciesen, por fin, las
mejores relaciones de la Iglesia con el Estado. Este deseo, como hemos visto,
venía de muy atrás. Benedicto XV y Carlo Monti fueron sus penúltimos
iniciadores. Sus iniciales trabajos fueron continuados por Francesco Pacelli,
representante de la Santa Sede, y por el magistrado italiano, el consejero de
Estado, Domenico Barone. La Santa Sede puso como condición inicial que
en los futuros pactos se le concediese un territorio y que se reconociesen los
efectos civiles del matrimonio religioso. Aun cuando el buen entendimiento
entre Barone y Pacelli supuso desde el comienzo una cierta garantía de éxito,
los intereses de las instituciones que uno y otro representaban, fueron
modificándose. La Iglesia velaba por el control y por el mantenimiento de
sus privilegios en la enseñanza y en el cuidado de la juventud; el Estado
italiano por el fortalecimiento de su Opera Nazionale Balilla, una nueva
organización juvenil que abarcaba todas las iniciativas sobre la juventud
italiana. El 20 de agosto de 1928 se presentó un proyecto final; proyecto que,
finalmente, se firmaría el 11 de febrero de 1929. La firma tuvo lugar en los
palacios lateranos. Ese memorable día se firmaron tres documentos: un
tratado, un concordato y una serie estipulaciones y convenciones
321
VIAN, G., Considerazioni intorno al pensiero di alcuni vescovi italiani su autoritá e potere nei primi
decenni del novecento en MENOZZI, D. y MORO, R. (Edd), Cattolicesimo e totalitarismo. Chiese e culture
religiose tra le due guerre mondiali (Italia, Spagna, Francia), Brecia 2004, 68-74.
322
GENTILE, E., La religione política fascista e l´angoscia di Pio XI en ÁLVAREZ LÁZARO, P., CIAMPINI, A. y
GARCÍA SANZ, F. (eds), Religión, laicidad y sociedad en la historia contemporánea de España, Italia y
Francia, Madrid 2017, 325.
207

económicas; el conjunto tomó el nombre de Pactos Lateranos. Por parte de


la Santa Sede los firmó el cardenal Gasparri, por parte del gobierno italiano,
Benito Mussolini323.
Gracias al tratado, el reino de Italia reconocía la independencia y la
soberanía de la Santa Sede dentro de su mismo territorio, denominado Estado
de la Ciudad del Vaticano. Su soberanía era tan completa que al Estado de la
Ciudad del Vaticano se le reconocía, en caso de que el estado italiano entrase
en guerra, poder mantener relaciones con estados que estuviesen en contra
de los intereses de Italia. El estado vaticano, por su parte, daba por finalizada
la cuestión romana y reconocía al estado italiano como heredero de la
dinastía de Saboya. A su vez, el estado italiano gracias a una serie de
acuerdos, recogidos en el mismo concordato, aceptaba: que la religión
católica, apostólica y romana era la sola religión del estado (artículo 1);
igualmente se reconocía el carácter sagrado de la ciudad de Roma. Por el
artículo 34 se reconocían los efectos civiles del matrimonio católico y por el
artículo 36 la doctrina cristiana, tal como la interpretaba la Iglesia católica,
razón por la cual la Iglesia católica podía abrir y mantener todo tipo de
establecimientos religiosos; por el artículo 43 se admitía la existencia de la
Acción Católica, eso sí dentro de los límites del ordenamiento jurídico
italiano. Y para más abundamiento se admitía una congrua a los sacerdotes
con carga pastoral plena, además de la libertad de cultos. Como punto final,
una serie de estipulaciones económicas le permitieron a la Iglesia italiana
beneficiarse de mil millones de liras como compensación de los bienes
eclesiásticos de los que el Estado se había ido apoderando a lo largo de los
últimos decenios324.
Sin embargo, antes de la ratificación de los Pactos, Mussolini
pronunció en el Parlamento el 13 de mayo de 1929 una serie de discursos en
los que aparte de descalificar a la Iglesia y de afirmar que la grandeza de la
Iglesia católica se debía en gran parte a que se había desarrollado y
consolidado desde Roma e Italia, afirmaba que la Iglesia dentro del estado
no era soberana ni libre, añadiendo que al Estado le pertenecía en exclusiva
la misión de educar a las nuevas generaciones. Concluía este famoso discurso
afirmando que el estado fascista incorporaba el catolicismo como religión
del Estado, pero no se dejaría limitar en las reivindicaciones de su primado
político y ético. El papa reaccionó en sentido contrario. El cinco de junio de
1929 en carta al cardenal Gasparri decía lo más claramente que podía que:
“el pleno y perfecto mandato educativo no incumbe al Estado, sino a la

323
PASCALI, R., Patti Lateranensi e custodia costituzionale, Jovente, Napoli, 1984. VENERUSO, D., Il
Pontificato di Pio XI, en I cattolici nel mondo contemporaneo (1922-1958), a cura de M. Guasco, San Paolo,
Milan 1991, 58-63.
324
VENERUSSO, D., Il pontificato di Pío XI, 786-789
208

Iglesia, y que el Estado no puedo ni impedirlo ni paralizar el ejercicio de tal


mandato”325.
Dos años más tarde (1931) cuando desde las páginas del diario Il
lavoro fascista se atacó a la Acción Católica y se animó a cuantos quisieran
a asaltar sus sedes, -- fue especialmente llamativa la animosidad contra los
locales de la FUCI romana --, el papa contestó con la publicación de una
encíclica en italiano Non abbiamo bisogno, en la que denunciaba la
pretensión por parte del estado italiano de tener el total control de la
educación de la juventud y, sobre todo, condenaba el fascismo como religión
política.
Con todo, gracias en parte a los buenos oficios del hermano del Duce,
Arnaldo Mussolini, y del cardenal Pacelli, ya por entonces Secretario de
Estado, pudo firmarse con el estado italiano un acuerdo por el que se
aseguraba, eso sí con algunas limitaciones, el porvenir de la AC en Italia. Un
porvenir, tal como afirmó en 1935 Tardini, subsecretario de la congregación
de Asuntos eclesiásticos extraordinarios, en el que el papel de la Iglesia se
limitaba dentro de un régimen en el que cada la vida política se reducía a
seguir y a aplaudir las consignas políticas del Duce; consignas que estaban
haciendo que Musolini tuviese más aceptación popular que el papa. Lo que
significaba que muchos católicos se inclinaban por un nacionalismo
irrespetuoso, tempestuoso y agresivo con sus vecinos y sobre todo con los
pueblos que en su lógica imperialista les pertenecían, caso de Etiopia;
muchos sacerdotes se mostraban tumultuosos, exaltados y belicistas y no
pocos obispos excitados y poco equilibrados326, ajenos a los grandes peligros
que les esperaban.

En lo que respecta a las relaciones de Roma con la Iglesia y la


república francesa327, Pio XI estaba persuadido de que la paz mundial sería
una realidad cuando franceses y alemanes actuasen conjuntamente y no
hostilmente. No era fácil, después de una historia de enfrentamientos
constantes y muchas veces sangrientos, conciliar los intereses de unos y
otros, más cuando en Francia algunas organizaciones juveniles se mostraban
contrarias a toda suerte de conciliación. La más importante de éstas era, sin
duda, la Acción Francesa. Sus miembros era enemigos de la conciliación,
opuestos a las ideas republicanas y tocados por un incisivo integrismo,
próximo a un lejano deseo de restaurar la monarquía en Francia. Su fundador
Ch. Maurras (1868-1952) y sus miembros más activos no sólo se oponían a
los deseos de conciliación propuestos por Roma, sino que intentaban
radicalizar a la juventud francesa con un programa señaladamente
nacionalista y un tanto alejado de la vida católica por lo ideológico y por

325
GENTILE, E., La religione política … 326-327.
326
GENTILE, E., La religione política … 330-331.
327
AUBERT, R. Tomo V de la NHI, 482-483
209

tendencias cada vez más materialistas. La política era un fin de sí misma,


olvidándose y desvinculándose de la moral y de las costumbres y prácticas
cristianas.
La situación llegó a ser tan extrema que en 1926 el papa condenó
Charles Maurras, líder de Acción Francesa328. No sabemos hasta qué punto
pudo influir en su decisión constatar los resultados de una encuesta llevada
a cabo por la revista belga Cahiers de la Jeunesse Catholique en la que se
afirmaba que Maurras era el escritor que más había influido en la juventud
católica en los últimos veinticinco años. Maurras era condenado. Su
producción literaria y periodística, siete de sus libros, era incluida en el
Índice. La reacción no se hizo esperar. ¿Eran condenados el autor y obra
porque no tenían clara inspiración cristiana o eran condenados, más bien, por
su querencia monárquica opuesta al republicanismo francés? La medida no
fue bien aceptada. Muchos obispos defendieron a Maurras y a su Acción
Francesa. La opinión pública vio en la condena una concesión al régimen
republicano y una fuerte desafección y desautorización hacía la monarquía y
hacia la labor de los católicos que seguían inspirándose en principios
legitimistas. La contestación fue tan desproporcionada que, sin ir más lejos,
el cardenal jesuita Billot, en desacuerdo con las medidas del papa, le
presentó, forzado por altas instancias vaticanas de las que formaban parte
algunos hombre de la Curia generalicia de los jesuitas, la renuncia de la
púrpura, siguiendo como simple jesuita hasta su muerte329. La condena de
la AF obedeció “a consideraciones eminentemente religiosas y no políticas;
fue condenada por el peligro que representaba para los católicos franceses,
pues era un movimiento lleno de sobreentendidos ideológicos, muy
peligrosos especialmente para la juventud, aunque, por su carácter complejo
y aparentemente cristiano, había gozado de una amplia tolerancia e incluso
adhesión de muchos eclesiásticos”, tal como los obispos franceses
advirtieron en una nota publicada el 9 de marzo de 1926330.

La segunda etapa del pontificado de Pío XI (1929-1935), cuyo


objetivo será la construcción de la ciudad cristiana, comienza con la
publicación de la encíclica Divini Illius Magistri (1929), dedicada a la
educación de la juventud.
Fue redactada como respuesta a las pretensiones educacionales de
Mussolini, quien aspiraba a convertir al estado en educador único de la
juventud. En ella se presentan los derechos del Estado y de la Iglesia, de la

328
WEBER, E., L´Action Française, Paris 1964. NGUYEN, V., Aux origenes de l´Action Français. Intelligence
et politique á l´aube du XXe siecle, Paris 1991. PREVOTAT, J., La condammnation de l´Action française:
étude du processus décisionel en PETTINAROLI, L., Le gouvernemet… 519-533
329
PAGANO, Sergio, Dalla porpora al chiostro. L´inflessibilitá di Pio XI verso il cardinale Louis Bilot, en La
Papaupate contemporaine (XIX-XX siecles), edité par Jean Pierre DELVILLE et Marko JACOV, Leuven 2009,
pp 395-410.
330
Puede verse el contenido de lo que afirmamos en AUBERT, R. tomo V de la NHI, p 483, 1 segunda mitad.
210

familia y del mismo individuo, las nuevas técnicas pedagógicas y, por


encima de todo ellos, como gobernándolos e inspirándolos, el primado de lo
sobrenatural. Desde este posicionamiento y desde la función ministerial que
le corresponde a la Iglesia por encargo de Jesucristo y en virtud de su
maternidad espiritual, le asistía a ésta el derecho primario de enseñar la
verdad religiosa y de formar a los hombres en la vida moral. La Iglesia tenía,
en el pensamiento de Pío XI, el derecho de enseñar con independencia de
cualquier poder e independientemente del lugar en el que el niño fuese
enseñado. Señalaba, además, el derecho de los padres, por haber sido
instituidos por Cristo, por encima del Estado a educar a sus hijos. La misión
del Estado en la educación, que no niega, es secundaria y subsidiaria de los
padres y de la Iglesia, los primeros educadores. Consideraba, pues, ilícita
toda pretensión monopolística de la educación estatal. El papa criticaba, por
extremista e incompleta, la educación física y ponía en guardia contra el
naturalismo. Respecto a la educación sexual, el papa, aunque criticase la
educación mixta de niños y niñas, se mostraba prudente. Apoyado en el
pedagogo italiano Tomaseo, defendía que la educación literaria, social y
religiosa, debían estar en perfecto acuerdo y a poder ser en sintonía.
Condenaba la escuela neutra, o lo que es lo mismo la escuela en la que la
religión era excluida. El fin de la educación cristiana, terminaba diciendo,
era formar al verdadero discípulo de Cristo; educado, a ser posible, en todas
sus facultades naturales. De esta manera, salvo inconvenientes mayores, el
niño cristiano llegaría a ser un ciudadano útil para la sociedad. Para Roger
Aubert esta encíclica supuso respecto a las anteriores de su género un fuerte
progreso y una mirada mucho más compleja y matizada sobre el problema y
la realidad de la educación331.
Un año después se publicaba la Casti Connubii (1930). Pío XI,
consciente de los cambios acontecidos en la sociedad, se posicionaba frente
al amor libre y señalaba que éste acabaría destruyendo la familia. En la
defensa de sus posiciones apelaba más al derecho natural que a la Revelación
y al derecho positivo de la Iglesia. La Casti Connubbi iba dirigida a luchar
contra los principios falsos de una nueva moral, opuesta, en su opinión, a la
santidad del matrimonio. En su primera parte, siguiendo a San Agustín,
fijaba y exponía los tres fines del matrimonio: la procreación y educación de
los hijos; la fidelidad conyugal y, finalmente, la indisolubilidad del vínculo
matrimonial. A continuación, condenaba las nuevas costumbres sociales que
defendían las uniones temporales, el matrimonio de prueba, el matrimonio
entre amigos y que, en su opinión, solo pretendían corromper el verdadero
matrimonio y hacerlo estéril. Todavía más contundente se mostraba contra
los que defendían las prácticas sexuales entre los esposos no directamente

331
Un comentario más clásico y combativo puede verse en GUERRERO, E., Fundamentos de pedagogía
cristiana: comentario a la encíclica Divini Illius magistri, Madrid 1945 en UPCo 448/152. JARLOT, G., Pie
XI…174-216 y CHOLVY, G., La Chiesa e la educazione en Storia della Chiesa, vol XXIII, 612-617
211

dirigidas a la procreación; prácticas que condenaba muy duramente,


especialmente todo lo relacionado con el onanismo332, que había sido aludido
y como reconsiderado por la Iglesia anglicana en su reunión de 1929-30 en
Lambeth; denunciaba así mismo el crimen del aborto, la poligamia, la
emancipación excesiva de la mujer, a la que miraba más con ojos
tradicionales que con mirada abiertamente moderna. Atacaba con dureza el
matrimonio civil y ponía en guardia contra los matrimonios mixtos…
Señalaba como soluciones a tan graves problemas, tercera parte de la
encíclica, el vigor espiritual, la ayuda de la gracia y la formación
matrimonial. Esta encíclica como es fácil reconocer marcó época y orientó
la vida matrimonial y familiar hasta el Vaticano II333.
Muy importante de cara a la construcción de la ciudad cristiana y a la
consecución de la justicia social será la publicación en 1931 de la encíclica
social Quadragesimo anno (15-5-1931)334. Fue redactada en medio de un
contexto político y social de fuerte crisis económica y de gran inestabilidad
política y social.
Llama la atención el título completo de la encíclica: Sobre la
restauración del orden social, con el que se indica que en ese momento
existe un problema más vasto y preocupante que el de la condición de los
obreros, que es la situación de la entera humanidad. Digamos para empezar
que ésta es la encíclica más larga de su pontificado. Parece que fue idea
personal del papa: quería celebrar el aniversario de la Rerun Novarum. Un
año antes se lo había comunicado al secretario de Estado, Pacelli335; se la
encargó al padre Ledochowski, quien, a su vez, demandó su entera
colaboración al joven profesor padre Oswald Nell-Breuning, ayudado más
adelante por el jesuita belga, Albert Muller. Parece que la colaboración entre
estos dos redactores no resultó nada fácil. El primer borrador, redactado por
Nell-Breuning, fue modificado en ocho ocasiones. El papa participó muy
activamente; a él se debe la redacción de todo lo referente al estado
corporativo italiano, números 91-96336.
Su primera parte es histórica. En ella se hace un balance bastante
idealizado de los felices resultados de la Rerum Novarum y del florecimiento
332
LANGLOIS, C., Le Crime d´Onam. Le discours catholique sur la limitation des naissances (1816-1939),
Paris 1930.
333
VERMEERSCH, A., Cathecisme du mariage chretien, Bruges 1931. Parece que este padre tuvo parte
importante en la preparación de la encíclica. JARLOT, G., Pie XI… 217-246. Muchos son los comentarios y
las revisiones que desde el punto de vista de la evolución de la moral y de la medicina se han venido
haciendo últimamente sobre esta encíclica. Comentarios y valoraciones muy complejos y llenos de
matices en los que sobresalen los estudios, entre otros, de E. BETTA. De este autor puede leerse con fruto:
La dottrina sulla famiglia nell´età di Pio XI tra storiografia e ricerca en GUASCO y PERIN, (Eds), Pius XI…
165-173 y SEVEGRAND, M., Pie XI et la moral familiale, en GUASCO y PERIN, (Eds), Pius XI… 175-183.
334
JARLOT, G., Pie XI. Doctrine et Action Social (1922-1939), Roma 1973, UPCo 1686/2-2.
335
FATTORINI, E., Eugenio Pacelli, Secretario di Statu di Pio IX en PETTINAROLI, L., Le gouvernement
pontifical sous Pie XI. Practiques romaines et gestion de l´universel, Rome 2013, 503-517
336
SCHASCHING, J., Quadragesimo Anno: continuitá e aggiornamento, en Achille Ratti Pape Pie XI, Roma
1996, pp 399-400.
212

del sindicalismo cristiano. En la segunda parte, afirma el papa que a la Iglesia


le corresponden no sólo el derecho sino el deber de pronunciarse en el campo
económico y social no solo por lo que respecta a los problemas técnicos sino
por lo que afecta a los problemas morales y a su incidencia concreta en la
persona humana, por lo que defiende una estrecha unidad entre la economía
y la moral.
Respecto del derecho de propiedad, Pío XI denuncia como errores
perniciosos el individualismo egoísta y el colectivismo comunista; reclama
las obligaciones inherentes al derecho de propiedad y aboga para que el
estado defienda tales derechos. En este punto, que estudiaremos más
adelante, hay un indudable progreso respecto a la doctrina expresada por
León XIII. Al analizar las relaciones entre el capital y el trabajo, el papa
defiende la necesidad de un mejor reparto de los beneficios por medio del
contrato de sociedad. Un régimen económico que permita la acumulación de
la riqueza entre pocas manos debe ser examinado y tal vez reorganizado.
Aboga por la desaparición del proletariado pasando por el acceso progresivo
a la propiedad. Respecto del justo salario se muestra mucho más avanzado
que León XIII; aclara que el justo salario equivale al salario familiar.
Además de todo lo dicho, en esta segunda parte se estudian las
reformas que el régimen social en vigor necesita para ser cada vez más justo:
se muestra en desacuerdo con los principios y prácticas marxistas; más bien
piensa que una colaboración estrecha y cordial entre los trabajadores y los
que ofrecen el trabajo acabara beneficiando a todos. Influenciado por el ideal
corporativo de la escuela social alemana, representado en Italia por Toniolo,
el papa concibe la sociedad como un inmenso cuerpo viviente que
comprende órganos esenciales, familia y estado, y órganos naturales como
las agrupaciones profesionales, que no son siempre necesarios, pero que
unidos a los factores imprescindibles del cuerpo social pueden favorecer al
desarrollo humano y social. Frente al cada vez más poderoso Estado, el papa
defiende la necesidad, la autonomía y la concurrencia de los cuerpos
intermedios, de las asociaciones profesionales e interprofesionales, que
deberán ser ayudadas y estimuladas por el estado, nunca sustituidas por él.
Termina diciendo que el capitalismo no es necesariamente malo, pero
que en los últimos decenios se ha comportado más mirando sus propios
intereses que el bien común general. En este punto se muestra mucho más
enterado y crítico que León XIII. Es especialmente duro con el capitalismo
salvaje y con los propietarios del dinero y del capital, que con sus prácticas
económicas pueden y de hecho acaban asfixiando la sociedad entera. Las
relaciones entre capital y trabajo, afirma, deben, estar reguladas y
gobernadas por la caridad cristiana y el bien común universal. Aunque
reconoce que las prácticas del socialismo han perdido la intemperancia y el
radicalismo social y religioso en el que nacieron, un cristiano no puede
afiliarse a un partido socialista, porque el socialismo acaba mostrando
213

siempre su rostro y ese rostro lo hace contrario a los principios del


cristianismo. La incompatibilidad entre cristianismo y socialismo es debida
a dos factores: el espíritu materialista del socialismo y la socialización
excesiva de la actividad económica que somete totalmente al hombre a los
poderes públicos y sacrifica por tanto la dignidad de la persona humana y su
bien más precioso, la libertad, a los fines del Estado. Nadie puede ser al
mismo tiempo buen católico y verdaderamente socialista.
De la lectura de esta encíclica se desprende un juicio durísimo sobre
el socialismo y una alabanza al ideal corporativo de la sociedad, que para
muchos estudiosos ya estaba superado en su tiempo; aparece como una cierta
nostalgia por el antiguo régimen337. Con todo, esta encíclica tiene mucho de
audaz y de pertinente: no tiene reparo en denunciar los graves problemas
económicos y sociales que padecían entonces el mundo y el mundo cristiano
y de indicar caminos que convendría recorrer como el que los salarios se
pongan en relación con la marcha general de la economía, siguiendo los
conceptos y las normativas de los nuevos principios económicos; también es
novedoso cuando aborda el tema de la distribución del producto nacional.
Más significativo es el que considere al trabajador como copropietario en su
empresa y como cogestor en la participación en los beneficios. Todo esto que
está más que consolidado era considerado como revolucionario en los
tiempos en los que fue escrita esta encíclica. Respecto de las relaciones de la
Iglesia con las doctrinas económicas y políticas Pío XI se muestra mucho
más inclinado al diálogo con el liberalismo y el capitalismo que sus
predecesores. Además, en muchas de sus alocuciones abordó temas tan
espinosos y recurrentes como son el paro, las crisis económicas, la carrera
de las armas, tal como puede leerse en la Nova Impendent (1931), en la que
relaciona la desorganización de la economía con el rearme.

En la tercera etapa de su pontificado, años 1935-1939, Pío XI se


enfrentará de lleno al comunismo y al nacionalsocialismo, expresiones
teóricas y prácticas de un sistema totalitarista salido de la mala resolución
del conflicto internacional que malamente se dilucidó durante la Gran Guerra
y que, en opinión de la Iglesia, empeoró durante la postguerra.
Dos grandes encíclicas enmarcan este periodo: por la Divini
Redemptoris (1937) condena sin paliativos al comunismo ser contrario a la
libertad humana y a los derechos del hombre y por basarse en raíces
puramente materialistas; por la Mit brennender Sorge al nacionalsocialismo
imperante por entonces en la arruinada Alemania.
La presentación que del comunismo que se hace en la Divini
Redemptoris no puede ser más apocalíptica. Con todo, las relaciones de la
Iglesia con el régimen comunista -- pese a que el comunismo, tal como
337
Un comentario amplio de la misma puede leer en CALVEZ, Y y PERRIN, J., Iglesia y sociedad económica.
. La enseñanza social de los papas: de León XIII a Juan XXIII (1878-1963), Bilbao 1965, 191-245.
214

recuerda la encíclica, era ya condenado desde 1846 – no fueron tan


radicalmente opuestas como cabe suponer. Si esperanzadas, al menos en un
principio, fueron las relaciones con el régimen fascista de Mussolini, no lo
fueron menos, tal como afirma Pietro Scoppola, con el comunismo. La caída
de los zares abrigó ciertas esperanzas en el seno de la Iglesia católica. La
cierta debilidad por la que comenzaba a pasar la Iglesia ortodoxa tras la
revolución de 1917, alentó los planes católicos e hizo que durante un tiempo
se mantuviesen discretas y esperanzadas relaciones con el ministro de
asuntos exteriores de los soviets, Cicerin. Con el paso del tiempo se demostró
que ni la presencia del jesuita Michel d´Herbigny en suelo ruso, ni la
capacidad involucrativa del también jesuita Tacchi Ventura, ni la maestría
diplomática de Pacelli, entonces nuncio en Berlín, podían hacer nada frente
a un sistema, por definición, ateo y que comenzaba a imponerse como una
auténtica religión política.
Hubo que esperar a febrero de 1930 para que el mismo Pío XI
denunciase públicamente las persecuciones religiosas que en Rusia y en otros
lugares ordenaba el régimen de los soviets. Pesaron, también, lo suyo en la
redacción de esta encíclica los negativos efectos que durante este mismo
tiempo sufrió la Iglesia en Méjico y que no pocos atribuyeron al marxismo
que como sistema comenzaba a exportar la URSS así como los despiadados
ataques que desde febrero de 1936 padeció la Iglesia de España y que se
recrudecieron en el verano de ese mismo año, coincidiendo con el inicio de
la Guerra Civil española.
Para el papa el comunismo ofrecía a los desheredados del mundo una
falsa redención y un “falso misticismo”. No estaba de acuerdo ni con el
materialismo dialéctico ni con el materialismo histórico. Un materialismo
que abogaba por la lucha constante de la materia y que en el plano social
llevaba a la instauración de una sociedad sin clases, sin Dios, sin familia, sin
padres y sin matrimonio. Una sociedad en la que la vida del ser humano,
teóricamente igual, era administrada por el Estado y cuyos objetivos eran la
implantación de una dictadura económica338, la destrucción de la civilización
occidental y de la religión cristiana, a poder ser de raíz, tal como estaba
pasando, cuando se redactaba esta encíclica, en España.
Expuestos los principios y las perniciosas consecuencias del
comunismo, el papa, a modo de propuesta frente a tan delirante doctrina y
modo de vida, presentará la civilización cristiana y sobre todo, tal como
hiciese en la QA, la renovación de la vida cristiana; renovación según los
principios evangélicos de la vida privada y pública.

338
“Un sistema, afirma, henchido de errores y sofismas, en contradicción con la razón y con la relevancia
divina, subversivo del orden social porque lleva a la destrucción de sus fundamentos, desconocedor del
verdadero origen, de la naturaleza y del fin del Estado, negador de los derechos de la humana
personalidad, de su dignidad y de su libertad” (7).
215

Una renovación, siempre en opinión del papa, que exigía “el desapego
de los bienes materiales y el precepto de la caridad”; “la distribución”, en el
caso de los ricos, “de lo que les sobra”; la colaboración y la paciencia de los
pobres, que pone su confianza en los bienes del cielo, la práctica del “
precepto de la caridad”, que, finalmente, “infundirá en los corazones una paz
interna desconocida por el mundo, y remediará eficazmente lo males que
afligen a la humanidad”.
Pero con la caridad no bastaba. El gran remedio que conjurará el
comunismo es y será la práctica estricta de la justicia, en este caso la justicia
conmutativa y sobre todo de la justicia social, “que impone a su vez deberes
a los que no se pueden substraer ni los patronos ni los obreros” y que se
traduce a la hora de legislar y de dar a todos los hombres, “todo lo que deben
tener para sus funciones sociales”, con el mantenimiento y fomento de las
corporaciones profesionales e interprofesionales. Terminaba advirtiendo que
el comunismo, pese a ser intrínsecamente perverso, se había infiltrado dentro
de las organizaciones de la Iglesia y del movimiento por la paz.
Un mal tan perverso sólo se erradicaría de la Iglesia y del mundo con
oración y penitencia; con una especie de internacional de la oración y de la
penitencia hasta terminar con él. En este esfuerzo por reducir al comunismo
a ceniza, los sacerdotes tendrían que ir como padres que son a los obreros y
a los pobres, “reconquistándolos para Cristo y para la Iglesia”, pues de lo
contrario “serán fácil presa de los agitadores comunistas”. En su esfuero
tendrían que ser acompañados por los soldados de la Acción Católica,
quienes “serán los primeros e inmediatos apóstoles de sus compañeros de
trabajo y los preciosos auxiliares del sacerdote para llevar la luz de la verdad”
. No menos tendrán que contribuir a esta misión los obreros católicos (31),
todos los que creen en Dios (32) y el mismo Estado.

Si contundentes era en sus palabras y juicios en contra del comunismo


no lo sería menos en la presentación del nacionalsocialismo. Lo hará, como
ya se ha dicho, por medio de la Mit brennender Sorge339. Fue firmada el
domingo 14 de marzo de 1937 y hecha pública una semana después, el
también domingo 21, Domingo de Ramos. Redactada en alemán a espaldas
totalmente del gobierno y de la policía alemanes. Su lectura cayó como una
bomba en el ambiente político y social alemán. La historiografía tanto la
antigua como la más reciente ha reconocido que el papel de las Iglesias,
especialmente de la católica, frente al creciente poder de Hitler fue más que
digno. Los cristianos hicieron cuanto estaba al alcance de su mano340.
Tres figuras encarnan de manera muy distinta, pero en el fondo muy
homogénea, la oposición de la Iglesia católica frente al nazismo. El jesuita, hoy

339
FATTORINI, E., Pío XI, Hitler… 108-169
340
JOLL, p. 395
216

beato, Rupert Mayer; el cardenal de Munich, Michael Faulhaber y el secretario


de estado del Vaticano, antes nuncio en Berlín, Eugenio Pacelli.
Rupert Mayer (1876-1945)341, sacerdote jesuita, capellán durante la
Primera Guerra Mundial y merecedor, por su abnegada ayuda a sus soldados y
por las heridas recibidas, de ser condecorado con la Cruz de Hierro, fue, al
nivel de los grandes predicadores y directores de grupos cristianos, una de las
personalidades que más se distinguió en la defensa de los judíos, en el auxilio
a los pobres y enfermos y en la denuncia de las peculiares teorías de la nueva
religión de los nazis.
Las tribunas desde las que predicaba no eran otras que un improvisado
altar de campaña que todos los domingos y días de fiesta plantaba en la estación
central de ferrocarril de Munich y el púlpito del jesuítico templo de San
Miguel. En uno y en otro lugar denunciaba con sólidos y sabios argumentos
las perversas doctrinas del nacionalsocialismo, las horribles prácticas que la
eugenésica implantaba en el seno de miles de matrimonios y familias, la
inhumana limpieza de sangre que segaba la vida de miles de judíos y el
transformismo religioso al que se veían sometidos todos los que practicantes
religiosos.
Ni las amenazas, ni el hostigamiento, ni los juicios sumarísimos, ni la
prisión pudieron con su amor a la libertad, a la verdad y a la humanidad. Con
el paso de los días su único afán fue el que la fe cristiana y la cultura católica
no desapareciesen de su querida tierra alemana.
El cardenal Michael Faulhaber (1869-1952) defendió siempre que tuvo
que hacerlo al pueblo judío. Lideró junto con Pacelli al clero y a la Iglesia
alemana y cuando, después de cuatro años de ser violentado el Concordato de
1933, redactó en Roma los primeros e iniciales borradores de la que la más
tarde sería la encíclica Mit Brenender Sorge.
Finalmente, Pacelli, quien vislumbró los males que una doctrina y una
militancia tan irrespetuosa y atosigante con todo los que no sintieran como
ellos incubaba para el género humano. Desconfió, desde un principio de su
líder, al que consideraba “no sólo un bribón indigno de confianza, sino una
persona fundamentalmente malvada. No le creía capaz de moderación, a pesar
de las apariencias, y apoyaba plenamente a los obispos alemanes en su posición
antinazi”342.
Entonces, ¿por qué la Iglesia católica acabó firmando un Concordato
(1933) con un régimen al que muchos, dentro y fuera de la Iglesia,
consideraban perversos? Faulhaber, enemigo mortal del nuevo régimen, en una
de sus típicas expresiones, lo dejó bien claro: “Con el concordato estamos
ahorcados, sin el concordato ahorcados, arrastrados y descuartizados”. La

341
KORBLING, A., Rupert Mayer, testimonio de Cristo, Zaragoza 1959; ACQUAVIVA, G., Rupert Mayer un
jesuita contro il nazismo, Roma 1987, 207 pp; BLESTEIN, R., Alfred Delp, SJ. Storia di un testimonio, San
Paolo, Milano 1994, 336 pp.
342
BURLEIGH, M., p. 230.
217

Iglesia católica, al igual que otras muchas instituciones, se vio obligada al


menos para salvar nominalmente y durante un cierto tiempo sus instituciones,
sus iglesias, sus ministerios y hasta las personas de los eclesiásticos, a firmar
un concordato en el que casi nadie creía. La Iglesia católica, en fin, tuvo que
aceptar lo que ningún gobierno alemán anterior le había ofrecido o, en caso de
negarse, firmaba su desaparición. La Iglesia católica como las iglesias de la
Reforma no pudieron, en el fondo, ir en contra de una marea popular, que, de
manera cada vez más fanática y ciega, con fe religiosa, confiaba en un nuevo
mesías, en el liberador del pueblo alemán, el austriaco Adolf Hitler343.
Con el concordato de 1933 el Reich garantizaba la libertad de la
profesión y del ejercicio público de la religión católica y el derecho de la
Iglesia de regular libremente sus propios asuntos y a la Santa Sede se le
reconocía plena libertad para comunicarse con los obispos. En el ejercicio de
su ministerio los eclesiásticos gozaban de la protección del Estado, lo mismo
que los funcionarios civiles. La enseñanza de la religión católica sería
materia ordinaria en los planes docentes y las escuelas confesionales
católicas tendrían garantizada su libertad. Las asociaciones católicas,
siempre que dieran garantías de no desarrollar actividades de partido,
gozarían de la misma protección civil que tuvieran asociaciones de tipo
cultural y caritativo. A cambio, los obispos, eso sí, los obispos prestarían
juramento de fidelidad al Reich344 y harían oraciones especiales por el Reich
germánico y los eclesiásticos tendrían prohibió militar en los partidos
políticos o desarrollar actividades a su favor.
Desconocemos si el Concordato a partir de 1935 fue papel mojado; lo
que sí es cierto es que a partir de ese año, tras el plebiscito de la cuenca del
Saar, se desencadenó una fuerte campaña contra el clero católico y contra las
asociaciones católicas y su prensa y contra los seminarios. Con el tiempo se
difundieron por todos los medios a su alcance un carrusel de ideas
anticristianas, inspiradas en la doctrina de Rosenberg345, que desembocarían
en las antirracistas leyes de Nürenberg (1935).
Durante estos mismos años, Pacellí firmó unas setenta notas y
memorandos ante las continuas violaciones que de manera harto significativas
llevaba adelante el gobierno nazi. Poco a poco, inexorablemente, el
ahorcamiento, al que aludía el cardenal de Munich, fue ejecutado: las
agrupaciones juveniles católicas o fueron liquidas y proscritas o fueron
asimiladas a las del Gobierno; las publicaciones católicas fueron secuestradas
y vetadas. En 1935 no existía ninguno de los cuatrocientos periódicos
católicos; hasta las hojas parroquiales fueron perseguidas. Las escuelas
confesionales fueron vilmente atacadas y laicizadas a toda velocidad; se
343
ALLEN, W. Sh. Come si diventa nazista, Einaudi, Torino 1994, 297 pp
344
´Juro y prometo, como conviene a un obispo, fidelidad al Reich germánico y al Estado, trataré de
impedir cualquier daño que pueda amenazarlo´.
345
BLESTEIN, SJ, Roman, Alfred Delp. Soria di un testimonio, San Paolo, Milano 1994, 336 pp.
218

desencadenaron fuertes y muy orquestadas campañas en contra del clero


católico, al que tacharon de corrupto moral y económicamente. La práctica
pacífica de la religión católica se convirtió en algo imposible.
Las reacciones de la Iglesia ante esta y otras medidas no se hicieron
esperar: el cardenal Faulhaber, arzobispo de Munich, y la Conferencia
episcopal hicieron cuanto pudieron para rebajar leyes tan vejatorias y
discriminadoras. La conferencia episcopal alemana, reunida en Fulda,
agosto de 1936, remitía una carta al papa en la que se le solicitaba la
redacción de una carta dirigida “a nuestros hijos… planteando con palabras
clarísimas a nuestros diocesanos los principales males que se oponen a la
religión en Alemania (…..) impartiendo enseñanzas que iluminen también a
los ciegos y despierten a los absorbidos por el sueño”346. Entre tanto tuvo
lugar un encuentro entre Faulhaber y Hitler. El político no dejó hablar al
eclesiástico; cuando éste último logró que el político rozase el asunto que les
había convocado, las palabras del dueño de Alemania, fueron premonitorias:
“No haré ningún trato. Usted sabe que soy enemigo de los compromisos,
pero habrá un último intento”. Por otra parte, las pretensiones de Hitler a
la altura de 1937 no podían ser más expeditivas y violentas. Rosenberg
había anotado en su diario las siguientes palabras de Hitler: “La gran
lucha por la supremacía del Estado sobre la Iglesia prosigue, nosotros
tenemos la tarea de llevar adelante el combate de los grandes
emperadores alemanes contra los papas y llevarlo a buen fin. La Iglesia
se resiste, entonces se deberá reconsiderar la táctica, no la decisión de
someterla: si lo mejor es ir cortando una vena, después de otra o llevar a
cabo una lucha abierta” 347.
El análisis que los obispos hicieron de este encuentro no pudo ser más
negativo. Si la salvación no venía de Roma, todo estaba perdido. Se imponía
acudir, viajar, a Roma. El Vaticano acogió con cariño y respeto esta
iniciativa. Convocó en el Vaticano a los tres cardenales arzobispos, Bertram
de Breslavia, Schulte de Colonia y Faulhaber de Munich, y a los obispos de
Berlín, Preysing, y Munster von Galen348.
Los alemanes y Pacelli trabajaron con diligencia y método.
Consideraron que lo mejor era la publicación de una encíclica y no la
redacción de una carta al Fuhrer. Una encíclica ad hoc; una encíclica, que
superase los supuestos doctrinales de una especie de nuevo Syllabus que por
aquellos años se estaba elaborando en Roma, y que atacase las llamadas
herejías sociales alemanas. Fruto de este clima de trabajo fue la redacción en
alemán de la encíclica Mit brennender Sorge. Encíclica que sería mandada

346
FALASCA, p. 130.
347
FALASCA, pp 127-128.
348
BECKER, W., Clemens August von Galen, arcivescovo di Munster en Storia della Chiesa, vol XXIII, 277-
288.
219

leer en todas las Iglesias del imperio alemán el domingo 21 de marzo de


1937, Domingo de Ramos349.
Según Thomas Brechenmacher a quien verdaderamente habrá que
concederle la autoría final de la encíclica será al Secretario de Estado,
Pacelli. Pacelli, una vez vueltos a Roma los miembros de la jerarquía
alemana que se habían reunido desde el 16 de enero de 1937 en el Vaticano,
se puso a trabajar y darle el orden y la textura de encíclica a las notas de los
eclesiásticos alemanes. Pacelli no estuvo sólo; le ayudaron su secretario
particular, el jesuita alemán Robert Leiber, así como el prelado Ludwig Kaas,
exiliado en Roma desde 1933. A este autorizado equipo de trabajo habría que
sumar, esto es lo que piensa Miccoli, la presencia y la mano del mismo Pío
XI. Las frases más beligerantes parece que salieron de sus manos. Con todo,
la actual investigación considera que lo único que verdaderamente cabría
atribuir al papa sería el título mismo: que en castellano significa con viva
ansia, que por el estilo puede ser, pero que otros atribuyen al secretario de
estado. Las últimas investigaciones afirman que también participó en la
redacción la Curia General de la Compañía de Jesús en Roma, en la persona
de su General, Ledóchowski; quien consideró que la encíclica debía afrontar
las novedades y los peligros del nacionalsocialismo desde la importancia
doctrinal y social del concepto de derecho natural350.
La Mit brennender Sorge supuso en momentos tan crudos un estímulo
moral para los católicos y para todo el pueblo alemán. Se prevenía a cuantos
la leyesen “contra la desviación de conceptos religiosos fundamentales hacia
el sentido profano” y se les recordaba, en qué consistía la genuina fe en Dios,
en Jesucristo y en la Iglesia, frente al panteísmo y la divinización de la raza,
del pueblo y del Estado. La reacción del gobierno fue contundente: fueron
condenados 103 católicos, 1,100 personas entre eclesiásticos y laicos fueron
metidos en prisión; meses más tarde, en 1938, 304 sacerdotes fueron
deportados a Dachau. Lo que manifestaba bien a las claras que en Alemania,
tal como dijera el mismo Pío XI en su alocución navideña de 1937, “hay de
hecho persecución (…) a la que no le faltan ni la prevalencia de la fuerza ni
la presión de las amenaza ni los engaños de la astucia y el fingimiento”351.
La Mit Brennender Sorge condenó enérgica y a la vez lo más
moderadamente que pudo la ideología nazi y todas sus aplicaciones. Era una
verdadera apología de la razón natural, de la libertad y de la dignidad natural
de la persona humana. El papa señalaba tres clases de errores: errores
dogmáticos, sociales y jurídicos. Entre los primeros se condenaba la
concepción panteísta y el teísmo impersonal del nazismo; se combatía la
negación de la redención de Cristo y se rechazaba todo lo que estuviese en

349
FALASCA, pp 127-142.
350
BRECHEMACHER, Th., La preparazione dell´enciclica Mit brennender Sorge en PETTINAROLI, L. Le
Gouvernement…, 552-560
351
FALASCA, 141, nota 3.
220

contra de la Iglesia y del primado del Papa no menos que su empeño por
construir una nueva moral y un nuevo derecho. Una moral utilitarista y de
carácter colectivo y un derecho desvinculado de todo lo que no beneficiase
la causa nacional.

Las páginas que componen este ya largo capitulo nada o muy poco
dicen sobre la vida interior de la Iglesia. Durante el gobierno del papa Ratti,
la Iglesia trató por todos los medios a su alcance de cuidar su crecimiento y
vida interior, sin descuidar tampoco sus misiones exteriores. En este apartado
presentaremos muy someramente algunos aspectos de la vida interior de la
Iglesia. En concreto: la formación de los candidatos al sacerdocio y la
espiritualidad de los pastores y evangelizadores para terminar con el
crecimiento y la consolidación de la vida misionera.

Si la selección y formación de los futuros candidatos al sacerdocio


siempre fue una preocupación y hasta un deber por parte de la jerarquía de
la Iglesia, lo fue mucho más en el largo pontificado de Pío XI. El crecimiento
y la propagación de la cultura, la multiplicación y proliferación de medios,
instrumentos y centros de estudio, la consolidación de nuevas y numerosas
especialidades y la urgente necesidad de vincular en la formación de los
seminaristas y jóvenes sacerdotes su capacitación pastoral y su preparación
intelectual, hicieron que durante este pontificado la Iglesia católica
acometiese la reordenación de sus centros de estudios y lo que es más
importante la elaboración y aprobación de nuevos programas. Se pretendía
que razón y fe, capacitación intelectual y preparación apostólica, vida
intelectual y religiosa fuesen juntas y no estuviesen enfrentadas. .
Ratti, como es natural, no partió de cero. Sus decisiones fueron una
prolongación de las iniciativas y decisiones de su predecesor, Pío X.
Culminó los esfuerzos llevados a cabo por éste en orden a la configuración
de la vida seminarística en seminarios mayores y menores, en orden a la
erección de seminarios regionales. Pío XI hizo cuanto pudo para que los
jóvenes sacerdotes adquiriesen con su formación y ordenación sacerdotal la
cultura media de las personas a las que como sacerdotes deberían servir. En
este sentido y de cara a la consecución de este objetivo, Pío XI publicó en en
1931 la constitución Deus scientiarum Dominus. Gracias a ella se
reorganización los programas de estudios superiores, se evaluaron todas las
universidades eclesiásticas de Iglesia, cerrándose todas aquellas que no
cumpliesen una serie de condiciones que asegurasen la mejor formación
académica. También se aprobaron nuevos programas de estudio, concebidos
más universitariamente que los anteriores, lo que demandó nuevos y
numerosos profesores, todos ellos preparados en las mejores facultades. Los
especialistas accedían a las aulas de los seminarios y con ellos las nuevas
221

metodologías y una nueva sensibilidad. Pareciera como si los estudios se


antepusiesen a la formación espiritual de los nuevos sacerdotes.
La renovación de la vida seminarística y la nueva ordenación de los
estudios en las facultades eclesiásticas parece que llegó con un relativo
retraso y que no preparó convenientemente a los nuevos sacerdotes de cara
a una labor pastoral y parroquial, alterada y modificada, en buena parte, por
causa de la emigración con su consiguiente secularización de la vida
parroquial.
La vida parroquial como efecto de la urbanización se vio alterada. Las
muy efectivas y a la vez gastadas estructuras parroquiales, más rurales que
urbanas, se fueron disolviendo y haciéndose menos efectivas. Con el cambio
de modelo parroquial, además de tambalearse las estructuras diocesanas con
ella de la cristiandad, se fue dando a luz una nueva espiritualidad clerical.

Otro de los campos donde el liderazgo del papa Ratti fue decisivo fue
en el campo de las misiones extranjeras. Hemos presentado la inmensa e
importante labor de su predecesor en este campo. Benedicto XV tuvo un
digno sucesor en la persona de Pío XI. Pocos meses después de ser elegido
papa transfirió a Roma, a la Congregación de Propaganda Fide, la Obra de
la Propagación de la fe, que había sido fundada cien años antes en Lyon y
cuya misión no era otra que la de recaudar fondos económicos para las
misiones. En junio de 1922, aprovechando un encuentro de la Unión
misionera del Clero, además de dar a conocer su programa misionero, animó
a toda la catolicidad para que los católicos, desde el papa hasta el último
bautizado, se tomasen totalmente en serio y como cosa suya el anuncio
misionero a lo largo de todo el mundo.
Asia y África serán, pues, los nuevos objetivos de la Iglesia romana.
En 1922 envió a China como delegado apostólico a Celso Constantini. El
modelo misionero que debía seguirse era el impulsado por el jesuita Ricci en
el siglo XVI. Poco tiempo después, en 1924, se celebró el primer concilio
nacional chino y lo que era más importante seis chinos fueron nombrados
obispos. Su consagración tendría lugar en el Vaticano; el consagrante fue el
mismo papa. La desvinculación de la evangelización de las potencias
occidentales por parte del Vaticano quedaba más que clara. Decisión que fue
ratificada con la publicación de la Carta Apostólica Ab ispsis (15-6-1926).
El camino emprendido en China se siguió en el resto de los continentes.

Tales medidas fueron acompañadas en todas partes por numerosas


visitas apostólicas, visitas que más tarde se tradujeron en medidas
favorecedoras de una nueva cristiandad y trajeron como consecuencia el
nombramiento de obispos indígenas, la indigenización del clero, incluido el
clero negro en África del Sur, el respeto a las tradiciones católicas no
romanas imperantes en la India, Egipto y Etiopia. En la India se
222

reestructuraron algunas diócesis de tradición no romana; lo mismo sucedió


en el caso de los coptos en Egipto. Cuanto decimos quedó más que
manifiesto con la publicación de una nueva encíclica, la Rerum Ecclesiae
(1926). Se abogaba en ella por una evangelización lo más alejada posible de
los intereses de las potencias coloniales y del occidente; con ella se iniciaba,
esta es la opinión de Danilo Veneruso, lo que más tarde se llamaría la
inculturación misionera. La Iglesia en este campo se inclinaba, en tiempos
en los que se estaba incrementando el razismo, hacia una cultura de paz y
hacia la universalización de la fe católica. Convenía, en consecuencia,
confiar en el clero indígena y no confundirlo “con una estirpe inferior y de
ingenio obtuso”, en opinión del mismo Pío XI352.
Pío XI en la medida en la que pudo aprovechó todas las oportunidades
que el gobierno de la Iglesia le ofrecía para relanzar y popularizar las
misiones. Éstas tuvieron una presencia más que cualificada en el año santo
de 1925. Se organizó una muestra misionera de carácter internacional;
muestra que fue muy visitada y muy ponderada por la prensa. Terminado el
Año Santo, la muestra se transformó en el museo etnológico y misionero del
Vaticano, inaugurado el año 1927, que anticipaba en 1931 la inauguración
de un nuevo edificio en el Colegio Urbaniano de Propaganda Fide, destinado
al estudio de las misiones y a la preparación científica, espiritual y pastoral
de los nuevos misioneros y que, lógicamente, repercutió en un incremento
en el número de bautizados y convertidos353 y en los fondos recaudados para
tan altos y apostólicos fines354.
Al finalizar su pontificado, en 1937, las misiones se distribuían en 512
circunscripciones misioneras; unos años antes, en 1922, en 330. El número
de los misioneros, una activa falange, crecía de día en día. La Union
Missionaire du Clergé francesa llegó a agrupar a más de la mitad de los
misioneros franceses, 22.000 de 40.000 y así en otras partes.

352
VENERUSO, D., Il Pontificato di Pio XI en GRESCHAT, M., Storia di papi, 763.
353
Se sospecha que pudo llegar al medio millón. Un número insuficiente para el papa Ratti, quien se sentía
responsable de la salvación de todas las almas.
354
El balance económico de tres de las grandes instituciones misioneras, La Obra por la Propagación de
la Fe, La Santa Infancia y La Obra de San Pedro Apóstol, crecía de año en año: la primera recaudó en 1922
24 millones francos, en 1928, 55 millones; La Santa Infancia pasaba de los 9 millones de francos en 1922
a los 27 millones y medio en 1929 y La Obra de San Pedro Apóstol de dos millones y medio en 1922 a 11
millones y medio en 1928
223

TEMA DIEZ: EL AUTORIZADO PONTIFICADO DE PÍO


XII (1939-1958). LA IGLESIA CATÓLICA SERVIDORA DE
UNA NUEVA CIVILIZACION CRISTIANA355

“Es un romano de origen y de espíritu. No hay que esperar de él la vivacidad de reflexión


y de intuición, la espontaneidad y la fuerza de temperamento que caracterizaban a su
antecesor. Durante la guerra, en Roma le llamaban paloma en la tempestad. En estos
últimos años la paloma ha adoptado, por la conciencia de su responsabilidad, una actitud
enérgica y combativa”356.

Si la elección del papa Benedicto XV coincidió con el inicio de la Gran


Guerra, la del sucesor de Pío XI coincidirá con el comienzo de la Segunda
Guerra Mundial. Nadie, entre los hombres de gobierno de la Iglesia para
enfrentar la vida de la Iglesia en momentos tanto dolor y ruina que el hasta
entonces Secretario de Estado Eugenio Pacelli, que tomaría el nombre de Pío
XII.
Nació en el corazón de Roma, “a la sombra del cupulone” el año 1876.
Pertenecía a una familia muy vinculada con la Santa Sede; entre sus
antecesores destaca uno de los fundadores del Osservatore romano. Miembro
de una familia dedicada al servicio activo de la Santa Sede y de gran tradición
levítica; tuvo un tío misionero en el Brasil. Otro tío, Ernesto, fue durante el
pontificado de León XIII uno de los más altos representantes de la
administración vaticana357. Su padre, abogado de profesión, fue abogado
consistorial. Su hermano Francesco fue el comisionado por parte de la Santa
Sede en la primera etapa que llevaría finalmente en febrero de 1929 a la firma
de los Tratados de Letrán.
Tímido y reflexivo desde el principio; parece que en su decisión
vocacional, como en otras muchas acciones y decisiones de su vida, pesó
mucho el libro y el método de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de
Loyola358.
Tuvo una muy cuidada formación: frecuentó las mejores
universidades eclesiásticas de Roma: Gregoriana, Capránica y el Apollinare,
355
RICCARDI, A. (a cura) Pio XII, Laterza, Bari 1984, pp 31-92 y El poder del papa, PPC, Madrid 1997, 15-
184. CHENAUX, Ph., Pio XII. Diplomatico e pastore, Cinisello 2004, 430 pp L´ereditá del magistero di Pio
XII, Roma 2010, 357 pp
356
Palabras finales de J. Maritain como embajador de Francia ante la Santa Sede. Ver RICCARDI, A., El
poder del papa, 68.
357
LAY, B. Finanze e finazieri vaticani fra l´800 el 900. Milano 1979.
358
Su médico personal, el doctor Galeazzi-Lisi, ha escrito que Pacelli desde su juventud hasta su muerte
se sintió muy próximo al libro y al autor de los Ejercicios. “Mientras hablaba tenía en sus manos el libro
de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola en su idioma original; ese mismo libro que, usado y
descolorido, sería compañero constante de sus noches de insomnio, o que, colocado sobre la modesta
mesa de su alcoba, velaría fielmente los breves reposos del soberano pontífice” y más adelante, “el libro
que le ayudaba a soportar sus pruebas físicas y morales en las más graves enfermedades. Siempre leía
alguna de sus frases antes de entregarse al sueño: ´La pasada noche, el hipo me ha dejado mientras leía
las meditaciones de San Ignacio, dijo una mañana, mientras le visitaba tras una de sus terribles crisis
gástricas de 1954”´. GALEAZZI-LISI, R., A la luz y bajo la sombra de Pío XII, Barcelona 1962, pp 21 y 213.
224

del que sería profesor. También estudió en la universidad civil. Persona culta
y lector infatigable. El prefecto de la Biblioteca Vaticana, padre Albareda,
comentaba a sus amigos y correligionarios que prácticamente todos los días
el papa pedía libros para sus lecturas y discursos.
Ordenado en 1899, será un sacerdote romano, siempre al servicio de
la Santa Sede. Comenzó en 1901 como minutante; terminó en el momento
de su muerte. Apenas llegado a Munich, afirmó de sí mismo: “J´appartiens
tout entier au Saint-Siege”. Sus amigos y conocidos le calificaron como “el
obrero de la Iglesia”359. Sirvió a la Santa Sede, primero en la Congregación
de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios; más adelante (1903) a las órdenes
del Cardenal Gasparri trabajó para los asuntos de Francia; en 1911 fue
nombrado subsecretario de Asuntos Extraordinarios, tres años más tarde
Secretario. En 1917, nuncio de Baviera, y obispo.
La nunciatura en Baviera le curtió y le hizo experto en salvar
dificultades sin perder la paciencia y el ánimo. Su título de nuncio no fue
reconocido por el estado alemán hasta 1925, fecha en la que tomó posesión
de dicha nunciatura. Entre 1925 y 1929 negoció con el estado y el gobierno
alemán la firma de un nuevo concordato, que no llegaría a término hasta
1933. Los tiempos de calma los supo emplear en la acción pastoral, en el
estudio y en el conocimiento de la realidad y cultura alemanas. Alemania y
el catolicismo que allí se vivía acabaron teniendo para Pacelli “una
relevancia decisiva para la vida europea”. Con el paso de los años, Pacelli
siempre mostró una entrañable comprensión ante el drama alemán. En
Alemania y desde Alemania dirigió la diplomacia romana con Rusia.
Diplomacia iniciada y nunca terminada.
Cardenal en 1929, vuelve a Roma donde será nombrado Secretario de
Estado en 1930. Amén de ser considerado uno de los mejores y más expertos
representante de la diplomacia de la Iglesia universal, parece que una de las
razones por las que fue elegido por el papa Ratti fue, al decir de Ricccardi,
su falta de ambición y su disponibilidad total para llevar adelante la política
de la Iglesia.
Como Secretario de estado le tocó vivir tiempos recios y atender
asuntos complejos, que supo sacar adelante: el nacionalsocialismo en
Alemania, el fascismo en Italia, el comunismo en Rusia, la guerra civil de
España, la crisis anticlerical de Méjico. La Secretaria de estado acabó siendo
un laboratorio del que su máximo representante salió configurado y más que
preparado para hazañas posteriores. Su máxima fue siempre la de evitar
fracturas dentro de la Iglesia y la de defender sus intereses y derechos y con
ellos los de la humanidad.

359
GALEAZZI-LISI, 33
225

Un papa muy singular. Fue elegido papa el 2 de marzo de 1939, un


día después de que comenzase el Cónclave. Solo necesitó tres escrutinios.
Fue el primer secretario de estado de su predecesor que fue elegido papa. No
pocos consideran, exageradamente quizás, que su pontificado fue como la
sucesión natural de la Secretaria de estado; una etapa más en su vida y no la
novedad que supondría en otro que uno hubiese recorrido ese itinerario.
Su condición de hombre institucional, su gran conocimiento de la vida y de
las instituciones romanas, su timidez natural y su particular modo de trabajar
y decidir -- no quería ni herir ni corregir a nadie, pero tampoco aceptaba que
nadie le condicionase en sus determinaciones -- le jugaron malas pasadas y
propiciaron que su aislamiento natural se acrecentase hasta hacerse
insoportable e infecundo.
Los que más le conocieron afirmaron que desde el inicio mismo de su
misión como pontífice comenzaron a apreciarse signos que, por una parte, le
identificaban con la misión para la que con tanta celeridad había sido elegido
y, por otra, le alejaban de sus semejantes y colaboradores, sin que por otra
parte pueda decirse que en él abundase el distanciamiento y el desprecio
hacia sus semejantes360.
Cuando en 1944 fallecía el cardenal Maglione, su Secretario de
Estado, muy distinto por temperamento y experiencia diplomática a la del
papa, Pacelli no eligió a nadie que le sustituyese. El mismo papa sería y haría
de secretario de sí mismo. Montini y Tardini fueron sus colaboradores, él su
jefe y patrón. Esta personal elección acabó acentuando “la soledad de su
gobierno… en el marco de un fuerte centralismo decisional”. Todo el
gobierno de la Iglesia universal estaba centralizado en su persona; las
comisiones y los trámites se hacían insoportablemente lentos o inexistentes
hasta el punto que su médico personal, Galeazzi Lisi, llegó a afirmar que el
papa Pacelli sentía una fuerte repugnancia a la hora de recibir a los cardenales
de la Curia. Comportamiento que Tardini hace extensivo a los obispos y que
supuso una gran pérdida para el gobierno y el progreso de la Iglesia
universal361
No estuvo, naturalmente, sólo, se ayudó de un reducido grupo de
personas de su máxima confianza, entre los que se encontraban los
monseñores Tardini, continuador de la tradición diplomática de Della Chiea
y Gasparri y del clero romano, y Montini, representante de las sensibilidades

360
“El Papa es solemne como una estatua: lo recuerdo cardenal hace un mes y era un hombre entre los
hombres. Hoy parece verdaderamente tocado por un soplo divino que lo espiritualiza y eleva”, afirmaba
el ministro italiano Ciano. De él decía su colaborado y compañero Tardini: “… su gran bondad le empujaba
a contemplar a todos y a no irritar a ninguno, a preferir el camino de la dulzura al de la severidad, la
persuasión a la imposición”. RICCARDI, A., El poder del papa, 56 y 57.
361
Oigamos las palabras de Tardini: “Durante su pontificado, se fueron reduciendo los contactos directos
y personales entre el Pastor Supremo y los pastores de las diferentes diócesis; contactos no sólo útiles de
por sí, sino que sin duda habrían ofrecido a los prelados la posibilidad de enriquecerse con la sabiduría
del Papa” en RICCARDI, A. El poder del papa… 67-68.
226

y del nuevo catolicismo italiano así como un equipo de cinco jesuitas


alemanes, entre ellos, el padre Bea, su confesor.
Pendiente de muchos asuntos a los que trató de iluminar
doctrinalmente, uno tiene la sensación de encontrarse ante un gobierno un
tanto solitario y con una especial dificultad para la comunicación; “Un
gobierno, en opinión de Riccardi, caracterizado por una fuerte centralización
personal, y también por una falta de autoridades intermedias”. Un gobierno
muy en solitario. A lo más “tenía en torno a sí ciertos ejecutores, pero ni
siquiera los que el número de las tareas vaticanas requería”.
Hay quien ha visto en esta manera tan peculiar de gobernar la Iglesia
universal un trasunto del gobierno de Compañía de Jesús llevado a cabo
desde Roma por el padre General de la misma. Lo cual no obsta,
confirmando lo anterior, para que el número de colaboradores de la
Secretaria de estado pasase en 1934 de treinta y cuatro colaboradores a casi
cien en 1954, mientras en el resto de los dicasterios apenas crecieron. Lo que
sí parece fuera de dudas es que tan peculiar manera de regir y administrar la
Secretaría de Estado implicaba el control de toda la vida de la Iglesia. Papel
y puesto que al parecer no disgustaban al papa, antes bien, en opinión del
embajador americano Tittmann, “el ser secretario de Estado de sí mismo no
le desagrada…” o no le desagradaba tanto como para no haberse dado cuenta
de que por este camino no iba a ninguna parte. Si la Curia vaticana había
funcionado a pleno rendimiento, siguiendo sus propias tradiciones, durante
el pontificado de Ratti, durante el de Pacelli asistiremos a “una progresiva
ralentización, al tiempo que no hay adquisiciones particulares de nuevo
personal ni cambios significativos”.
Singularidades, en suma, tan particulares y personales que a la larga
inutilizaron sus dotes diplomáticas, sus dones humanos y sus deseos de
representar dignamente al Vicario de Cristo. Un pontificado en lo personal
pesado, heroico y muchas veces amargo. No obstante lo dicho, su gobierno
tuvo algo de innovador, más por los nuevos problemas a los que tuvo que
enfrentarse que, como se ha dicho, por su creatividad y originalidad

Una herencia difícil. Pacelli heredó una Iglesia en medio de una crisis
mundial. Las naciones más cultas y civilizadas se volvían a enfrentar,
librando en esta nueva ocasión una nueva guerra mundial, que hizo trizas el
orden internacional salido de Versalles. Estos cambios le impidieron a la
Iglesia de Roma, que por primera vez gozaba de muy buena salud en el
Occidente, profundizar las políticas emprendidas durante el pontificado de
Pío XI.
La Iglesia gozaba de muy buena salud en los países anglosajones,
especialmente en los Estados Unidos e Inglaterra; en estas dos grandes
naciones los católicos, aprovechando las ventajas de la separación de la
Iglesia y el Estado, crecían en número, recursos e influencia. En Francia, tras
227

la traumática ruptura con la Acción francesa, se había producido como un


segundo ralliement. En Italia, superada la cuestión romana, la Iglesia
disfrutaba de más espacios políticos y sociales que nunca. En España,
concluida la guerra civil, se abrían tiempos de promesas y de un aparente
dominio del catolicismo y de su modo de ver las cosas. En el resto de Europa
la Iglesia había logrado establecer muy buenas relaciones, por medio de una
muy activa y muy bien dirigida diplomacia, con la mayoría de las nuevas
naciones. En la América latina, con la excepción de Méjico, la Iglesia se
había convertido en uno de los puntales del orden y del progreso. Por otra
parte, las nuevas iglesias, reconocidas algunas de sus singularidades, sentían
que su fuerza y porvenir pasaba por su vinculación y comunión con Roma.
En todos estos estados la cultura concordataria había logrado de manera
pacífica y efectiva la puesta en marcha y la potenciación de organizaciones
como la Acción Católica. Ésta era vista y contemplada, por mucho dentro y
fuera de la Iglesia, como un espacio para la militancia del laicado y como
una decisiva ayuda para la acción pastoral del clero. Pero quizá lo más
significativo de cuanto estamos apuntando es que la nueva cultura
concordataria propició una suerte de indiferencia hacia las formas de
gobierno, con preferencia, nadie lo negará, hacia los regímenes políticos
fuertes y permeados e influenciados por los principios de la moral católica y
de la doctrina social de la Iglesia. Algo impensable década antes.
Este cuadro, sin embargo, escondía dos grandísimos peligros, frutos e
hijos ambos del socialismo, del liberalismo y de la respuesta a la crisis
europea que rusos y alemanes sufrieron a lo largo de las tres primeras
décadas del siglo XX: el progreso y las políticas excluyentes del comunismo
ruso y del nacionalsocialismo alemán. Conocemos lo que la Iglesia pensaba
de ambos. Ante ellos y la puesta en práctica de sus respectivas políticas y
acciones no cabía quedarse quietos. El expansionismo de ambos, puesto de
manifiesto en el caso del nacionalsocialismo con la anexión de Austria en
marzo 1938, el Anschluss, privaba a la Iglesia católica de una región y de
una nación que tradicionalmente se había mantenido fiel a Roma, siendo, a
su vez, un hogar fecundo de vida cristiana y ya en vísperas de la nueva
conflagración la Santa Sede sentía muy dolorosamente la invasión de
Polonia. El poder comunista por el este y el imperio nazi por el oeste
invadían y se repartían tierras católicas.
Esta era la herencia que recibía el nuevo papa una herencia que pocos
meses después de su elección iba a saltar por los aires.

La Segunda Guerra Mundial y los silencios del Papa362. Poco o nada


desde el punto de vista material podía hacer la Iglesia en el mayor conflicto

362
VIVIERI, G., Pio XII y la guerra, Barcelona 1943, 144 pp. UPCo 1986/32. RICCARDI, Pio XII, pp 47-53.
BLET, Pi., Pio XII y la segunda guerra mundial, Madrid 2004m 424 pp
228

internacional que se desató en el corazón de Occidente y que, como había


pasado durante la precedente Gran Guerra, pronto ganó todo el mundo.
Algo más, y ciertamente lo hizo, desde el punto de vista de la
asistencia, beneficencia y caridad. La Santa Sede reactivó su diplomacia363 e
hizo, finalmente, cuanto pudo para restablecer una red de estructuras
organizativas que con el paso del tiempo se fueron incrementando y cuyo
único objetivo era aliviar la situación de los perseguidos. Muestra de cuanto
estamos diciendo lo podemos percibir en el personalísimo comportamiento
del papa cuando Roma fue bombardeada por la aviación alemana. Pacelli,
hijo de romanos y nacido en el corazón de la Urbe, cabeza de la cristiandad,
tuvo, en medio de la guerra, un comportamiento muy solícito y cercano hacia
Roma y su entera población. Ni la Iglesia ni el papa escatimaron esfuerzos a
la hora de ayudar. Nadie fue excluido en este capítulo. Ayuda y protección
orientadas a impedir que Italia y Roma, especialmente la masa obrera y
también el movimiento juvenil católico, cayesen en poder del comunismo.
Nadie quería imaginar que el gobierno universal de la católica Iglesia de
Roma se tuviese que hacer desde una ciudad gobernada por el comunismo
Pero quizá la Iglesia hizo mucho más en lo respecta al campo de sus ayudas
en todo lo referente al rearme moral y religioso de católicos y no católicos.
Con todo, punto no hay unanimidad total en este punto. Algunos consideran
que la Iglesia católica estuvo demasiado tiempo callada.
El papa, incluso antes de ser elegido, estaba convencido del incendio
de una guerra total. Nadie podrá negar los esfuerzos que la Iglesia romana y
las diversas iglesias nacionales llevaron a cabo para proteger y defender no
sólo a los cristianos sino también a los hebreos364. Los hebreos, se afirmaba
con contundencia y consecuencia, eran humanos. Los católicos fueron
perseguidos desde el comienzo de la guerra. La muerte del jesuita Alfred
Delp y de sus compañeros así lo atestigua. Más de 2.000 sacerdotes,
religiosos y pastores protestantes, muchos de ellos de gran categoría
intelectual y moral, fueron encerrados en Dachau.
Sabedores del comportamiento del papa Benedicto XV y del fracaso
de su política de imparcialidad frente a una guerra fratricida entre hermanos,
véase su encíclica Ad Beatissimi, a nadie le puede extrañar, en circunstancias
todavía peores, la inoperancia a nivel diplomático de los intentos del papa
Pacelli.
Lo cierto y verdad, afirma Andrea Riccardi, es que el papa no quiso
posicionarse directamente sobre la violencia nazi. Quiso, al decir de Miccoli,
sentirse equidistante de la situación. Quizás, esta supuesta equidistancia,
escondía problemas mayores. Miccoli afirma que el silencio de Pío XII es
todo un “síntoma de una crisis, el signo de una incapacidad para hacer frente

363
Prueba de lo que decimos fue el nombramiento, gracias a los buenos oficios del nuevo cardenal de
Nueva York Spellman, de Myron Taylor como representante de los Estados Unidos junto a la Santa Sede.
364
TORNIELLI, A ., Pio XII. Il Papa degli Ebrei, Casale Monferrato, 2001, 397 pp
229

y comprender los nuevos y terribles problemas que la realidad


contemporánea traía consigo”. Hasta cierto punto el juicio de Miccoli puede
tener mucho de verdad, pero no toda verdad. La Iglesia, Roma, en este
momento no podía hacer otra cosa que ser imparcial. La toma de posiciones
posiblemente traería muchos más perjuicios e inconvenientes, traducidos en
muertos y en persecuciones, que beneficios.
La única solución que le quedaba a la Santa Sede, una vez cerrado el
camino de la diplomacia, era intentar recorrer una vía, inaugurada por
Benedicto XV, y que, tal como estaban las cosas, tardaría en lograr su gran
objetivo: parar la guerra. La guerra sirvió para que la cabeza de la Iglesia
apelara de manera clara e inequívoca a la defensa de los derechos humanos
como una forma de derrotar y hasta aniquilar la guerra.
Los radiomensajes de Navidad y muchas otras intervenciones públicas
en las que se partía de los principios de la doctrina social de la Iglesia tenían
como primer objetivo: parar la guerra, tal como hiciera en su discurso del 24
de agosto de 1939 en el papa afirmó: “nada se pierde con la paz. Todo se
pierde con la guerra” y, más adelante, preparar una paz justa y duradera. Sin
embargo, como ya ocurrió en el pasado, los oídos y el corazón de los que por
entonces gobernaban el mundo y creaban la opinión pública, no estaban
dispuestos a escuchar a nadie y mucho menos a cambiar de rumbo. Muchos
contendientes, en su caso católicos, como ya ocurriera en la primera guerra
mundial, se mostraban más solícitos e inclinados hacia sus respectivos
episcopados que hacia lo que decía y defendía el mismo papa.

En su primera encíclica del papa Pacelli, Summi pontificatus 20-10-


1939, y en su primer radiomensaje de navidad, ofrecía en medio de un gran
pesimismo, su pensamiento y programa en torno a la paz. Defenderá el
derecho a la vida y a la independencia de toda nación, grande o pequeña; el
desarme en el orden práctico y en el orden moral y espiritual; la creación de
instituciones internacionales; la atención a las demandas de las naciones y de
las distintas minorías junto con la revisión de los tratados internacionales,
inspirados en el derecho divino, la justicia moral y la ley del amor365.
La invasión alemana a Bélgica, Holanda y Luxemburgo y sobre todo
el comienzo de la guerra en Francia, determinaron que Pío XII escribiese
cartas a los reyes y presidentes de estos países. El papa, con todo, se mostró
demasiado cauto y no fue capaz de condenar la invasión del Occidente como
los pueblos y los eclesiásticos de las naciones invadidas hubiesen deseado.
Muy dolorosa fue y hasta muy peligrosa, en cambio, la entrada de Italia en
la guerra.
En su radiomensaje navideño de 1940 al tiempo que deseaba la paz,
comenzaba a fijar los criterios con los que el nuevo orden debería

365
RAZON Y FE, 120 (1940) El papa y la guerra. Condiciones para una paz justa, 81-84.
230

gobernarse. Cuando con el incremento de la guerra se acrecentó la limpieza


étnica judía y el peligro para los cristianos y católicos alemanes en su propio
suelo, la Iglesia hizo cuanto pudo para ayudar a judíos y cristianos y para
desautorizar el comportamiento alemán.
Con el fortalecimiento de la alianza anglo-ruso-americana, la Iglesia
tuvo que hacer cuantos esfuerzos estuvieron a su alcance para no inclinarse
ante las fuerzas del eje, para no identificarse con ninguna de las partes
contendientes y para desvincular, cuestión en la que la alta diplomacia
vaticana no fue del todo a una, el ataque al comunismo ruso.
Salvadas estas dificultades y respondidas desde posiciones no del todo
coincidentes con el embajador norteamericano Taylor una serie de
cuestiones sobre el devenir de la guerra, el Vaticano optó por incrementar
sus iniciativas caritativas y sociales y sobre todo por ofrecer para tiempos de
paz criterios morales que asegurasen una futura paz larga y duradera.
Principios tales como la dignidad de la persona humana, la concepción de la
autoridad de los estados como participación de la autoridad de Dios, la
insistencia de la naturaleza moral del orden jurídico, la custodia por parte de
la Iglesia de los valores morales, fueron haciéndose habituales en el
magisterio de Pacelli, quien con su acostumbrada insistencia no dejaba de
repetir: los principios constitutivos de la llamada “civilización cristiana”.
Dichos principios pueden rastrearse en el Radio mensaje de navidad de 1942
y en el radio mensaje del 1 de septiembre de 1944 así como también en el
radio mensaje de navidad de 1944. Este tocaba y hacía suya la democracia.
Pero quizás fue en su discurso del 2 de junio de 1945 ante el Colegio
Cardenalicio donde con más claridad se perciba la lucha llevada a cabo por
el papa y por la Iglesia contra el nacionalsocialismo.
Aunque Pacelli no siguió a su predecesor Benedicto XV y no escribió
una encíclica tan valiente y libre frente a los poderes del mundo como la
Munus pacis pulcherruimun (1920), nadie podrá poner en duda los
denodados y permanentes esfuerzos que católicos, sacerdotes, obispos y
hasta el mismo papa hicieron para conseguir la paz. Todos actuaron como
constructores de la paz. La Santa Sede intentó, por su parte, ofrecer al mundo
católico, siempre en torno a la Iglesia y al papado, un destino común basado
en principios religiosos y morales, madurados, precisamente, durante la larga
contienda.

Pero por muy importante que fuesen sus esfuerzos por para la guerra
y por construir la paz, el magisterio de Pío XII atendió otros asuntos no
menos importantes. Nos toca, en consecuencia, acercarnos a su magisterio366.
Pacelli, desde el comienzo de su pontificado, enfrentó la renovación
teológica que por entonces estaba iniciándose en la Iglesia católica. Prestó
366
Para un acercamiento al Magisterio de Pío XII: HALES, E.E..Y. La revolución del papa Juan, 1962, pp
53-58.
231

atención a la renovación de la cristología y de la eclesiología, sin olvidarse


de la exégesis, la liturgia y el
A la cristología le dedicó la encíclica Sempiternus Deus (8-9-1951),
escrita al calor del 1500 aniversario del Concilio de Calcedonia. Cristo,
evidentemente, era concebido y vivido como el Hijo de Dios, Jesucristo Dios
y hombre, Verbo encarnado; presentado, eso sí, dentro de un contexto de
humanismo integral, que recelaba de la presentación de Cristo como Hijo de
Dios.
Su aportación en el campo de la eclesiología fue decisiva. Fue el
iniciador de una eclesiología en la que lo comunitario y lo místico fueron
ocupando el peso que hasta entonces tenía lo jurídico tal como puede
percibirse en la encíclica Mystici Corporis (29 de junio de 1943); se
presentaba en ella “una eclesiología paulina, en la que los elementos
institucionales de la estructura eclesiástica se articulaban según la doctrina
de la Iglesia como Cuerpo de Cristo”.
No menos importante fue su decisiva encíclica sobre la Sagrada
Escritura y la exégesis. Publico la Divino afflante Spiritu, cuyo objetivo era
ayudar con criterios actualizados a los exegetas católicos; en ella se
recordaba que la Iglesia únicamente declaraba “con autoridad el sentido de
unos pocos textos, mientras deja la gran mayoría a la libre investigación y
discusión de los estudiosos”. También se estudiaba el complejo problema de
los géneros literarios.
El 20 de noviembre de 1947 se promulgaba la Mediator Dei sobre la
liturgia, que acabó siendo el documento más importante sobre liturgia
publicado entre el Concilio de Trento y el Vaticano II. Con ella se daba un
fuerte espaldarazo a los estudios y conclusiones del llamado movimiento
litúrgico y se aclaraba en qué consistía el culto católico. Con la publicación
de esta encíclica se iniciaron una serie de pequeñas reformas litúrgicas: la
del Salterio, la del ordo de la Semana Santa, se mitigó el ayuno eucarístico y
se inició la misa vespertina. Todas las medias y medio reformas en ella
iniciadas, fueron criticadas.
Decisiva para el estudio y la renovación de la teología fue la
publicación de la Humani géneris (12 de agosto de 1950). En ella se tomó
posición “no contra la evolución, sino contra el evolucionismo”; en esta
encíclica se defendía la capacidad de la razón para conocer la verdad y el
valor de las fórmulas dogmáticas, a la vez que se pedía respeto hacia
fórmulas consagradas por la tradición teológica. Parece que detrás del texto
de la HG estaba la doctrina de la Nouvelle Theologíe.
Durante este pontificado se definió el dogma de la Asunción de María
en cuerpo y alma a los cielos, tema al que se le dedicó la encíclica Ad caeli
reginam, (1954). Otras encíclicas fueron Menti nostrae (23 de septiembre de
1950); en ella se tocan todos los asuntos más importantes concernientes a la
formación del clero y Sponsa Christi (1-11-1950).
232

Es opinión común que habla de la relevancia y autoridad de muchas


de sus encíclicas el reconocer y ver su traza en algunos de los más
importantes documentos conciliares. La Lumen Gentium está inspirada en la
Mystici Corporis; la Dei Verbum en la Divino afflante Spiritu, la
Sacrosantum Concilium en la Mediator Dei y la Gaudium et Spes en muchos
de sus radiomensajes y discursos. Pero más allá de su trascendencia, lo
decisivo del magisterio de Pío XII fue el que tuvo alcances y resonancias
mundiales. A los obispos, sacerdotes, profesores y católicos cultos no les
quedaba otro remedio que divulgar, adaptar y repetir lo que salía de Roma.
Esta manera tan peculiar de entender y asumir el magisterio pontificio al
tiempo que unía a la Iglesia identificándola con el papa hasta el punto, al
decir del Cardenal Ottaviani, que criticar al Santo Oficio era atacar la persona
del papa, tuvo, tal como ha puesto de manifiesto Alberigo, grandes
inconvenientes, siendo el más determinante, una excesiva presencia de la
autoridad de la Iglesia en todos los ámbitos de la vida de los cristianos367. La
ortodoxia era una de sus mayores preocupaciones; preocupación que con el
paso del tiempo acabaría convirtiéndose en autoritarismo e inmovilismo;
atemperados por el cardenal dominico padre Cordovani; persona capaz de
contener el espíritu inquisitivo del cardenal Ottaviani, responsable del Santo
Oficio.
En su magisterio social los derechos humanos son defendidos de
manera muy concreta y muy especial. El derecho al trabajo y el derecho a la
propiedad nos son presentadas “como piedra angular de un orden social bien
organizado en intima conexión con la dignidad de la persona”. Dentro de
este contexto defendió siempre que tuvo oportunidad que “la Iglesia, en
cuanto Cuerpo místico, es el modelo de toda vida social, capaz de edificar la
colectividad nacional con sano espíritu comunitario, en el cual prosperan los
grandes principios de la libertad, igualdad y fraternidad”.
Al lado de estas grandes aportaciones, conviene advertir la
importancia que en la gestación y control de la doctrina propuesta por el papa
Pacelli, tuvieron el Santo Oficio, y dentro de él su prefecto Alfredo
Ottaviani368, y lo que se ha llamado el partido romano.

367
ALBERIGO, G., La Chiesa nella storia, 256.
368
“La Iglesia es una realidad social con un ordenamiento jurídico y con un ordenamiento teológico,
profundamente unidos, tanto que lo que afecta a uno pone en discusión al otro. La defensa de la
integridad de la constitución de la Iglesia y de su doctrina, desea ofrecer al mundo y a los Estados, un
modelo de sociedad perfecta, al que razonablemente deben conformarse. Los enemigos de la Iglesia, la
antiiglesia afirma Ottaviani, no son solo las ideas erróneas, en la edad contemporánea, lo son también los
movimientos históricos, inspirados por las doctrinas que atacaban frontalmente a la Iglesia e intentaban
debilitarla echando en ella su veneno. La indulgencia frente a estas ideas y movimientos históricos es
peligrosa, lo cual no quiere decir que no se pueda ser indulgente frente a ciertos casos personales. El plan
de Ottaviani era el de defender una Iglesia centrada en torno al papa, segura en la clarificación jurídica y
doctrinal, contra el enemigo de la fe y de la civilización. El Santo Oficio tendrá la misión de ser un baluarte”.
En Riccardi
233

Muy en relación con la preocupaciones sociales y magisteriales de Pío


XII estuvo su seguimiento y enfrentamiento con el comunismo369.
Llama la atención que en pleno siglo XX la Iglesia decida excomulgar
a todos los comunistas y a todos los que defiendan ese credo. No fue una
determinación cualquiera. Tiene una larga historia que hunde sus raíces en
la visión que los papas proyectaron sobre las nuevas doctrinas nacidas de la
Revolución Francesa y que de una manera y otra se hizo presente y patente
en textos como la encíclica Mirari Vos, el Syllabus y la Divini Redemptoris.
Lo cierto y verdad es que la Iglesia católica fue tomando conciencia de la
gravedad del asunto a lo largo de los tiempos. Uno de sus principales
testigos, prácticamente de principio a fin, fue Pacelli, primero como nuncio
y después como papa. Como nuncio, Pacelli fue testigo directo de la
influencia y del crecimiento del comunismo como sistema durante su tiempo
como embajador de la Santa Sede en Munich y Berlín. Sufrió en persona los
insultos de los comunistas alemanes; en más de una ocasión tuvo que zafarse
y no hacerse presente hasta en la propia sede de la Nunciatura muniquesa.
Su acercamiento a los acontecimientos y el seguimiento que en
contacto con diplomáticos de diverso rango, le hizo advertir la gravedad del
comunismo así como la fuerza y el entusiasmo con los que se propagaba e
imponía tanto en la Rusia de los Zares como en los países de su entorno.
Fracasados los primeros intentos por parte de Roma para establecer en
territorios fronterizos con la Europa central y occidental la Iglesia católica,
la Iglesia uniata, bajo la dirección del obispo jesuita d´ Herbigny, las cosas
empeoraron coincidiendo con su nombramiento como Secretario de Estado.
Se rompió todo contacto y reinó el silencio y la prevención370. Prevención
que saltó por los aires con la publicación en 1937 de la Divini Redemptoris,
encíclica en la que se condenaba sin paliativo alguno el comunismo como
doctrina, como modelo de vida y como sistema.
Recorramos algunas de estas etapas. Nombrado papa una de sus
primeras determinaciones fue la de favorecer una mesa de diálogo entre las
embajadores y altos diplomáticos de Rusia, Inglaterra y Francia. Los
resultados fueron más bien pobres.
Antes de finalizar la guerra y cuando Roma fue liberada, Pacelli
mostró su preocupación sobre el devenir de la Rusia comunista al embajador
americano, M. Taylor. Le preocupaba no sólo la suerte que pudieran correr
en tiempo de paz los católicos residentes en suelo ruso; le angustiaba, ante
todo, el presente y sobre todo el futuro de los católicos polacos dentro y fuera
de su propio territorio. En Polonia, al decir de Taylor, se perseguía y se
negaba la práctica libre de la fe católica; no era mejor la suerte que corrieron
dentro del territorio ruso los católicos.

369
WENGER, A., Rome et Moscou, 1900-19050, Paris 1987.
370
FOUILLOUX, E., Vatican et Russie sovietique (1917-1939), en Relations Internationales, 1981, 27, 303-
318
234

Mientras la guerra terminaba, la posición de Roma frente a Rusia y el


comunismo fue de cautela y de reserva y la de Rusia frente a Roma de
desconfianza y con el paso de tiempo hasta de una cierta violencia. Rusia no
podía permitir que Roma actuase lo más mínimo en Polonia; Polonia era
considerada por los rusos como un área de dominio soviético. Por otra parte,
los informes que llegaban a Roma desde Moscú y desde Rusia eran cada vez
más alarmantes. Ante situación, Roma ordenó el abandono de sus
nunciaturas de los países recién incorporados al régimen soviético.
A todo ello debe sumarse la interesada vinculación del nuevo régimen
con los representantes del Patriarcado de Moscú y con los intentos llevados
a cabo por éste para conseguir el traslado “de la ecumenicidad de Estambul
a Moscú”. La presencia de los católicos en suelo ruso y su particular relación
con el internacionalismo y la vinculación con la Iglesia de Roma eran mal
vistas por Moscú; en el fondo, significaba la presencia de una fuerza
internacional en su suelo. La liberación de Rusia, quisiera o no quisiera
Roma, significaba el destierro de la religión católica de la antigua tierra de
los zares. Esta era la respuesta que se desprende de la visita del general De
Gaulle tras su visita a Rusia: “parece que la contraseña permanezca siempre:
nada para los católicos”. De existir alguna religión en Rusia esa no sería la
católica; todo lo más sería la Iglesia ortodoxa rusa.
Fruto de cuanto estamos diciendo y prueba evidente del fracaso y de
la protesta de la Iglesia de Roma fue la publicación de la encíclica (1945).
Roma, mientras la agresividad del gobierno ruso y del clero ortodoxo se
acrecentaba, animaba en ella a que los católicos rusos permaneciesen fieles
a la unidad de Roma371.
Pero a Roma no solamente le preocupaban los católicos residentes en
suelo ruso, le angustiaba la suerte del catolicismo en los países del llamado
Telón de Acero y no menos la propagación del comunismo por el occidente
y el protagonismo que los partidos comunistas iban adquiriendo en el
corazón de Europa y de la catolicidad, en Francia y en Italia. La Civiltá
Cattolica los consideraba como la “quinta columna del expansionismo
soviético en Europa occidental”.
El comunismo, así lo creían y afirmaban los altos eclesiásticos de
Roma y los medios de comunicación de su propiedad, se estaba
constituyendo en una alternativa a la civilización cristiana, en una nueva
religión que pretendía ocupar el lugar de preferencia que hasta entonces le
pertenecía casi en exclusiva a la Iglesia católica. Optar por el comunismo,
algo que podría haber ocurrido en Francia e Italia con ocasión de sus
371
“Se observa que ante la acción anticatólica conducida con ritmo creciente en todos los países de la
Europa oriental en los que la influencia rusa es más marcada, la Iglesia no tiene otra forma que reaccionar
y reafirmar su vitalidad que no sea la que todos sus más altos prelados van adoptando en todas partes:
una actitud de clara y abierta defensa de los principios de los que la Iglesia católica es depositaria y
guardían”. Comunicación de la Embajada italiana en la Santa Sede, 12 de octubre de 1946. Nota tomada
del libro de RICCARDI, A. El poder del papa, p 111, nota 16.
235

respectivas elecciones de 1946, significaba, en palabras de Pío XII, “colocar


la suerte de su futuro en la impasible omnipotencia de un Estado materialista,
sin ideal ultraterreno, sin religión y sin Dios”. Dichas elecciones se
convirtieron en una suerte de enfrentamiento entre la civilización cristiana y
la muerte de la religión. Muerte de la religión y ahogamiento de la libertad
religiosa. Un posible triunfo del comunismo en Italia echaba por tierra las
aspiraciones pontificias de convertir de nuevo a Roma en la capital del nuevo
orden, en la referencia de una paz duradera, justa y universal.
La crispación y el miedo a los que nos estamos refiriendo se pusieron
de manifiesto de manera evidente durante la campaña electoral italiana de
1948. La Iglesia apoyó los Comités Cívicos, animados por el líder de la
Acción Católica, Gedda, en los que se advertía a los católicos italianos sobre
de la peligrosidad del comunismo y se les invitaba a votar a las fuerzas
contrarias con estas palabras: “En vuestra conciencia, que conoce
plenamente su responsabilidad, no hay sitio para una ciega credulidad en
aquellos que al principio abundan en afirmaciones de respeto a la religión,
pero que después desgraciadamente, se desvelan negadores de aquello que
es lo más sagrado”.
Tan magnífica preparación dio sus frutos. El partido de la Democracia
Cristiana salió más que triunfador. De Gaspari, su líder natural, agradeció la
participación de la Iglesia, pero no se sometió a las interferencias que el
Vaticano pretendió tenderle. Con la victoria italiana sobre el comunismo
salieron a la luz las profundas diferencias entre los que abogaban por una
mayoría de edad de los laicos en la acción política y los que ansiaban que la
acción temporal de éstos sirviese en primera instancia los intereses a todos
los niveles de la Iglesia.
Pero tras la victoria se escondían algunas aspiraciones más. La más
importante y decisiva era de la ir al copo y hacer institucionalmente cuanto
se pudiera para mitigar la presencia y la importancia del Partido Comunista
Italiano, misión en la que tuvo mucho empeño la Civilta Cattolica,
advirtiendo hasta la extenuación la permanente peligrosidad del comunismo.
Conscientes de cuanto estaba pasando fueron los representantes de la
diplomacia europea; los más conspicuos advirtieron que Montini y Veronese
perdían poder en la dirección del catolicismo militante a favor del cardenal
Pizzardo y de sus hombres de confianza Gedda y Galeazzi, quienes se
inclinaban, tal como se advertía en los informes enviados a sus respectivas
cancillerías, a que “la Iglesia asumiese un poder temporal, mezclándose, si
hay necesidad, con las contingencias de la política y ligando sus intereses a
los del poder”.
Aun cuando la condena del comunismo era un hecho desde 1937, la
Iglesia casi de repente, por medio de un Decreto del Santo Oficio del 15 de
julio de 1949, condenaba la doctrina y a todos los que la defendiera. La
236

Iglesia, el pueblo así lo entendió, excomulgaba a quienes se relacionasen con


el comunismo.
¿Qué razones pudo haber para aprobar tales medidas? Parece que pesó
la coyuntura por la que estaban pasando los católicos orientales. Tras el
Concilio ortodoxo de Moscú creció, por una parte, la influencia de su
Patriarcado sobre todas las Iglesias y hasta las entonces buenas relaciones
del gobierno de Bulgaria con los católicos de ese país se vieron afectadas.
Mucho más significativa fue la condena y la puesta en prisión del cardenal
húngaro Mindszenty en diciembre de 1948. El primado magiar en su lucha
por la libertad de la Iglesia y por su contestación permanente a una política
de adaptación solicitada por el régimen, “había pedido desde 1945 una
actitud firme frente al comunismo por parte de la Santa Sede”. Algo muy
parecido a lo que el arzobispo checo Beran, ante el endurecimiento de las
relaciones del gobierno checo con la Iglesia, pedía a sus sacerdotes y fieles.
Berán, que había resistido al nazismo, pedía a sus fieles el 15 de junio de
1948, “no dar fe a ninguna declaración o documento… que pudiera significar
el abandono por su parte de las posiciones de la Iglesia”. Era la única manera
de frenar la incorporación al gobierno y la dirección de la Iglesia checa de
sacerdotes adictos y fieles al gobierno comunista checo y la única manera de
romper en el mismo seno de esta Iglesia los intentos de crear una Acción
católica trufada y dependiente del gobierno, primer paso para formalizar una
iglesia nacional checa. El temor a la constitución de una red de iglesias
nacionales era una realidad que preocupaba a toda la Curia Vaticana, un
intento muy consolidado que ponía en jaque la misión de la Iglesia católica
en estas latitudes.
Más allá de la oportunidad y conveniencia de la publicación de este
Decreto del Santo Oficio, “en la conciencia del Papa, esto es lo que afirma
Pacelli, la diplomacia de la espera y la reserva cedía el paso a la profecía en
defensa de la cristiandad de una nueva invasión: es la hora de Lepanto, de la
defensa de la cristiandad exaltada por Pío XII en la beatificación de
Inocencio XI”.

Balance final. La elección del cardenal secretario de estado, Eugenio


Pacelli, como sucesor del papa Ratti fue más que prometedora. Su
responsabilidad y su alta conciencia de su misión como vicario de Cristo
descubrieron al mundo entero un hombre que lo daba todo por la Iglesia y
por un mundo necesitado de su presencia y aliento.
Sin embargo, su peculiar personalidad, así como los graves problemas
que atenazaban al mundo y a la Iglesia no fueron abordados con la visión
que los nuevos tiempos, los amanecidos en los centrales de la década de los
años cuarenta del siglo XX, exigían.
Si en el campo de la teología su aportación constituye en puente
natural de una teología renovada y salida de la apologética camino de la
237

renovación del Vaticano, si en el campo de los derechos humanos y de la


instauración de la democracia dentro de las estructuras de la Iglesia supuso
un avance más que considerable, al menos teóricamente, en todo lo
concerniente a las relaciones de la Iglesia le faltó por recorrer un largo trecho.
La Iglesia gobernada e impulsada por el papa Pío XII tuvo más de continuista
que de innovadora, más de melancólica e inclinada sobre sí misma, sus
tradiciones y sus derechos que de esperanzada, abierta y confiada en Dios y
también en la fuerza de los hombres y de las naciones.
La apertura de la Iglesia que no fue capaz de sacar adelante Pío XII la
pondrá en marcha su sucesor; el papa Roncalli, el papa Juan XXIII.
238

TEMA ONCE: EL LUMINOSO PONTIFICADO DE JUAN


XXXIII (1958-1963). LA IGLESIA CATÓLICA ILUMINA
CON SU LUZ A UN MUNDO EN CAMBIO372

“… Vengo de la humildad y fui educado en una pobreza feliz y bendita,


que tiene pocas exigencias y protege el florecimiento de las virtudes más
nobles y altas y prepara para elevadas ascensiones en la vida. La
Providencia me trajo de mi pueblo natal y me hizo recorrer los caminos
del mundo, en oriente y occidente, acercándome a gente de religión e
ideología diversas, en contacto con problemas acuciantes y amenazadores,
ayudándome a conservar la calma y el equilibrio en la búsqueda, en el
aprecio: siempre más preocupado, manteniendo la firmeza en los
principios del credo católico y de la moral, por todo lo que une y no por lo
que separa y suscita contrastes…”373.

Concluíamos el pontificado anterior, afirmando que la Iglesia católica,


aparentemente más grande y poderosa que nunca, necesitaba de una reforma
que rompiese la inercia en la que sus sagradas tradiciones y su mirada
medianamente distante de los intereses y preocupaciones la tenían sumida.
El elegido para acometer la apertura que tanto interior como exteriormente
necesitaba la Iglesia católica en la mitad del breve siglo XX sería una persona
en apariencia nada singular, muy tradicional, pero, sobre todo, persona
creyente en el Dios de la historia y en el buen hombre de la calle. Ese hombre
era el patriarca de Venecia, el cardenal Roncalli.
Angello Giuseppe Roncalli fue elegido papa en el undécimo escrutinio
del Conclave celebrado, tras el óbito de Pío XII, en el mes de octubre de
1958. Un papa más que anciano. Contaba por entonces con 77 años. Era
elegido, así se dijo y creyó, como un papa de transición. Un papa que
aprovechó como nadie su paso por la sede de Pedro, marcando línea y
renovando la Iglesia católica desde una nueva lectura de su tradición e
historia, encaminándola hacia nuevos derroteros y misiones con la
convocatoria de un Concilio general.
¿Quién fue ese anciano que se atrevió con tamaña empresa? Fue el
primogénito de una familia de trece hijos, cuyos padres eran unos pobres

372
ALGISI, L., Juan XXIII, Santander 1960, 369. JIMÉNEZ LOZANO, J., Juan XXIII. Biografía ilustrada,
Barcelona 1974, 171 pp. ZAMBARBIERI, A., Los concilios del Vaticano, Madrid 1995, 470 pp. RICCARDI, A.,
El poder del Papa, Madrid 1997, 185-254. HEBBLETTWAITE, P., Juan XXIII. El Papa del Concilio, Madrid
2000, 663 pp. MELLONI, A., Papa Giovanni. Un cristiano e il suo concilio, Torino 2009, 348 pp.
373
Palabras de salutación a la iglesia y al pueblo de Venecia el día de su presentación como Patriarca de
Venecia. Texto tomado del libro de LUBICH, G., Vida de Juan XXIII. El Papa “extramuros”, Madrid 2003,
162.
239

campesinos. Nacía el 25 de noviembre de 1881 en un pequeño pueblo del


norte de Italia, próximo a la ciudad de Bérgamo.
A los doce años, tras pasar por varias escuelas locales, ingresó en el
seminario de su diócesis, Bérgamo. Un seminario más acreditado en la
formación ascética de sus seminaristas que en la formación intelectual de los
mismos. A los 19, aprovechando el jubileo del Año Santo de 1900 y una beca
para los buenos estudiantes de su diócesis, se encaminó hacia Roma, ciudad
en la que concluirá, tras un paréntesis de un año, 1901-1902 en el servicio
militar, sus estudios, su formación seminarística con un doctorado en
teología el año 1904 y con su ordenación sacerdotal el mismo año. En Roma
tanto dentro de su Colegio, el Colegio Cerasola, como en el Apolinar donde
estudiaba, conoció los buenos y no tan buenos efectos del modernismo. Tuvo
como compañero al acreditado tiempo después como paladín del
modernismo italiano, Ernesto Buonaiuttti, quien le asistió en su ordenación
sacerdotal.
Pese a que sus estudios y formación le garantizaban una larga estancia
en Roma, de hecho fue admitido en el famoso y selecto seminario del
Apolinar romano, su nuevo obispo Giacomo Maria Radini-Tedeschi lo quiso
a su lado como secretario particular y como profesor de su seminario.
De 1904 a 1921 residió en la capital de su provincia y diócesis,
Bérgamo. Se le encomendó la enseñanza de la historia de la Iglesia, de los
cursos de patrística sin olvidarse de la apologética y desde 1915 la dirección
espiritual de los seminaristas. Misión que compatibilizó con el
asesoramiento y acompañamiento, como secretario particular, a su obispo y
con su trabajo de director de la Acción Católica femenina. Fue durante estos
largos años cuando sus estudios, lecturas e investigaciones sobre el pastor de
la Iglesia de Milán, San Carlos Borromeo, también pastor de la Iglesia de
Bérgamo y su aprendizaje al lado de un sabio y dinámico pastor, empezaron
a dar fecundos frutos. Al decir de los que han estudiado su trayectoria
personal, el joven sacerdote Roncalli transformó, ayudándose de su
inteligencia práctica y de su mucha bondad, no lejos del posibilismo
apostólico, y de una lectura de la realidad abierta a los problemas y dolores
del mundo – recordemos que cinco de sus hermanos fueron víctimas como
soldados de la Primera Guerra Mundial y él mismo se vio enrolado en la
contienda europea como sargento de Sanidad– su recién estrenado
sacerdocio en un sacerdocio realista, adaptado a las preocupaciones de su
época y al mismo tiempo caritativo, esperanzado y muy cristológico y no
menos apostólico.
240

Concluida la guerra, ocuparon su mente y corazón temas que tenían


que ver con la educación popular y la instrucción femenina.
En enero de 1921 fue llamado a Roma por el cardenal prefecto de
Propaganda Fide, Van Rossum. Le costó dejar su diócesis y su tierra. En
Roma fue destinado a la oficina central de la Obra de Propagación de la Fe.
Muy pronto se le confío su presidencia. Cuatro años después, en 1925, a
instancia del que más adelante sería cardenal y antes había sido visitador
apostólico en Bulgaria, Tisserant, se le nombró visitador apostólico de
Bulgaria, cargo que comportaba su consagración como obispo. Su lema
episcopal fue tan breve como significativo: Oboedentia et pax374 .
Una vez en Sofía supo conjugar su misión estrictamente pastoral y
diplomática con la atención a los refugiados y a las víctimas de la Gran
Guerra. 400.000 refugiados procedentes de Macedonia y de la Tracia se
beneficiaron de sus desvelos, autoridad moral, cercanía, amabilidad y buen
trato. Supo poner orden en las tempestuosas y al mismo tiempo cordiales
relaciones que el rey Boris mantenía con Roma. Era el primer representante
de la Santa Sede que de asiento se establecía en estos territorios mil años
después de su antecesor. Se entendió muy entrañable y religiosamente con el
metropolitano Esteban; acabaron siendo muy amigos. Recorrió y visitó el
país palmo a palmo. Le impactaron a partes iguales la pobreza del pueblo y
su honda religiosidad; besaba con honda devoción los iconos que le ofrecían
y sentía como propias las devociones del pueblo. Se sintió un búlgaro más
entre los búlgaros.
Tras nueve años de buen trabajo en Sofia fue nombrado en 1934
delegado apostólico en Turquía y Grecia. Estambul y Atenas fueron su
residencia. En 1939 logró encontrarse y saludar al Patriarca ecuménico.
Sufrió, como tantos otros eclesiásticos y diplomáticos, los efectos de
Revolución dirigida por Atartuk en Turquía y más adelante los negativos
efectos de las la invasión alemana en Grecia. En estas tan alejadas regiones
de la Roma central, Roncalli aprendió lecciones de vida e hizo suyos

374
Vale la pena conocer el origen humano y espiritual de su emblema episcopal. “En Roma, escribe el
mismo Roncalli, hacia la hora de vísperas, durante un largo número de años, se veía todos los días a un
pobre sacerdote atravesar el puente de Santangelo y dirigirse grave y pensativo hacia la Basílica Vaticana.
Los pequeños mendigos que estaban a la puerta del templo, al verlo lejos, alegrándose, decían: Ya está
aquí el cura zapatones, ya viene, aludiendo a los grandes zapatos que llevaba. Llegaba el sacerdote y data
un ochavo a cada uno de los golfillos que se ponían de rodillas en su alrededor. Después, entrando con
reverencia en la Basílica, se dirigía directamente hacia la estatua de San Pedro y besando el pie del Apóstol
pronunciaba siempre estas dos palabras: Oboedientia et pax”. Este era el cardenal de la Congregación del
Oratorio de San Felipe Neri, el cardenal Baronio. Tomado de JIMÉNEZ LOZANO, J., Juan XXIII. Biografía
ilustrada, Barcelona 1973, 51-52. La importancia que el cardenal Baronio tuvo sobre el joven Roncalli
puede apreciarse leyendo a MELLONI, A., Papa Giovanni … 87-90.
241

programas tan simples y concretos a la hora de gobernar como el que se


encierra en esta sentencia, tomada en parte de san Gregorio Magno: ver todo,
disimular mucho, corregir poco.
Finalmente, en el mes de diciembre 1944 era nombrado nuncio de
Roma en París. Sustituía en medio de una atmósfera cargada de recelos a
Valero Valeri, eclesiástico muy inclinado hacia la persona y las tesis del
mariscal Petain; rechazado por las fuerzas de la izquierda, en cuanto Francia
fue liberada, y también por no pocos representantes del episcopado y del alto
clero francés. Su primera comparecencia y su primer servicio a la Iglesia de
Roma en París tuvo lugar el 1 de enero de 1945. Actúo como decano del
cuerpo diplomático. Leyó un discurso, parece que fue el texto que tenía
preparado el embajador ruso, que agradó a todo el mundo. Con todo, desde
un principio tuvo muchas dificultades. Para empezar su talante espiritual y
su peculiar manera de enfocar los problemas parecieron desconcertar a la
opinión pública y a los altos representantes de la Iglesia, concretamente al
arzobispo de París, Suhard, y a otros muchos monseñores, quienes, cuando
se enteraron que su antiguo nuncio era el nuevo papa, afirmaron sin pelos en
la lengua: “no hay más que una cosa segura, que el Papa no será Roncalli”375.
En definitiva, su talla no daba ni ofrecía los resortes necesarios para
mantener la unidad de espíritu y de colaboración que durante la pasada II
Guerra Mundial habían entrelazado íntimamente al clero y a las clases
directoras de Francia. En definitiva, no era el hombre. Dilataba los
problemas, no los abordaba con el racionalismo francés y quemaba asuntos
que exigían rápida solución. No era el hombre que se necesitaba o más bien
parecía no serlo. Eso sí ponía en todo lo que hacía mucha dulzura y cariño y
no menos humildad y sabiduría popular… entretanto los problemas se iban
solucionando y el ambiente iba mejorando.
Su política en París fue casi idéntica a la que había desarrollado en la
Europa oriental: desbrozar caminos, tender puentes, crear buen ambiente,
cultivar amistades y reconciliar posiciones extremas. Llegó a ser muy amigo
del presidente socialista Auriol y también del ya anciano radical socialista,
Herriot. Al decir de Jiménez Lozano, al que seguimos en este punto, parecía
arreglar las cosas a las buenas, como las habían arreglado durante siglos los
buenos párrocos rurales y los jueces de paz de los pueblos de media Europa.
No fue un hombre de libros ni un intelectual de primera clase, sí un sabio
que supo captar la esencia del pensamiento y la profundidad del drama y de
la gloria del hombre contemporáneo. Leía y se dejaba regalar las obras de

375
JIMÉNEZ LOZANO, J. Juan XXIII… 85.
242

los más importantes literatos franceses y europeos del momento: Bernarnos,


Mauriac, Malraux y tantos otros, entre los que entraban los nuevos padres de
la nueva teología francesa sin excluir los cuadernillos ciclostilados del sabio
Teilhard de Chardin ni los textos de los intelectuales de izquierda franceses.
A nadie le podrá extrañar que recibiese con alegría y regocijo de todos la
birreta cardenalicia, 15 de enero de 1953, del presidente de la República
francesa, Vicente Auriol.
En París como antes en Bérgamo, Roma, Sofía, Estambul y Atenas
demostró tener una fuerte personalidad y una seguridad basadas en una
experiencia de fe, la fe de sus padres, la fe del pueblo sencillo, que le
orientaban en medio de las fuertes tormentas a las que se vio sometido y a
las que siempre respondió con la práctica de su lema episcopal: obediencia
y paz.
Actitudes y experiencia de vida que pondría de manifiesto,
acompañadas ahora de toda su espontaneidad y simpatía naturales encerradas
durante casi treinta años en lenguas y gramáticas expresivas muy distintas a
las italianas, en una nueva misión: el gobierno del Patriarcado de Venecia.
Ganaba la ciudad de los canales el 15 de marzo de 1953.
Muy pronto se lanzó a la acción pastoral y al gobierno de su importante
e histórica diócesis con un programa tan preciso como incontrolable:
Procederé como un padre, no como un carabinero; lo que quería decir:
Procuraré ponerme en contacto con vosotros, pero con simplicidad, no de
un modo solemne, sino a pasos rápidos y silenciosos. Llevar a término un
programa de esta naturaleza equivalía a echarse a la calle y al mismo tiempo
tener abiertas las puertas de su palacio y de todas las iglesias. Esto y no otra
cosa es lo que hizo Roncalli los pocos años que estuvo al frente de la Iglesia
de Venecia.
Camino del cónclave y de Roma. Supo la noticia del óbito del papa
Pacelli en medio de una visita pastoral. Suspendida, se preparó de la manera
más conveniente y personal que pudo para el cónclave en el que como
príncipe de la Iglesia tenía que participar. Esperaba mucho del encuentro de
la Iglesia en Roma; soñaba con un nuevo Pentecostés y con la reconstitución
de la Iglesia. Así se expresaba antes de ponerse en camino hacia Roma en
carta al obispo de Bérgamo: “El alma se tranquiliza con la confianza de un
nuevo Pentecostés que podrá dar a la Santa Iglesia, con la renovación de su
243

cabeza y la reconstitución del organismo eclesiástico, un nuevo vigor hacia


la victoria de la verdad, del bien y de la paz”376.
Ignoraba que el nuevo Pentecostés con el que soñaba tendría en él a
uno de sus más entusiastas y constantes testigos.
No entramos en el cónclave ni en las inciertas conjeturas que una
institución de esta naturaleza lleva consigo. Roncalli, lanzamos como
hipótesis, más allá de las encuestas de opinión, sondeos y necesidades de la
Iglesia, era persona que por su propio temperamento y por su manera tan
particular de encarnar la Iglesia romana, podría ser elegido como sucesor del
papa Pacelli. Así fue. Un nuevo papa en las antípodas de su predecesor era
elegido por el soberano cuerpo de la Iglesia.
Lo primero que llamó la atención, a nadie le hubiera extrañado que
también se hubiese hecho llamar Pío, fue el nombre con el que quiso ser
denominado. Optó por uno de los nombres más populares del calendario
cristiano: Juan. Juan es mi nombre, exclamó. “Vocabor Johannes. Me
llamaré Juan. El nombre nos resulta dulce porque es el nombre de nuestro
padre; el nombre nos resulta suave, porque es el titular de la humilde
parroquia donde recibimos el bautismo; es el nombre solemne de
innumerables catedrales que están dispersas por el mundo, y en primer lugar,
de la sacrosanta basílica de Letrán, catedral nuestra. Es un nombre que en la
larguísima serie de pontífices romanos goza del primado numérico. De hecho
se han enumerado veintidós Sumos pontífices de nombre Juan con
legitimidad indiscutible. Casi todos tuvieron un breve pontificado. Hemos
preferido cubrir la pequeñez de nuestro nombre detrás de esta magnífica
sucesión de romanos pontífices”377.
El contraste entre su personalidad y la de su predecesor cabe calificarlo
de mayúsculo. Dos mundos, dos psicologías y hasta dos espiritualidades,
complementarias al fin y al cabo en el buen gobierno de la Iglesia, se
sucedían con toda normalidad378.

376
JIMENEZ LOZANO, J., Juan XXIII… 96-100
377
RICCARDI, A., El poder … 189, nota 9.
378
“Pío XII, escribe el gran literato español Jiménez Lozano, había vivido hasta el paroxismo un cristianismo
de tensión, una fe llena de carga intelectual y dramática, una ascesis jesuítica… Tiene un sentido que
pudiéramos llamar trágico de la carga pontifical, agudizado por las terribles circunstancias que le tocaron
vivir y en las que hubo de hacer las más difíciles opciones cristianas. Se mostró constantemente muy
preocupado por asentar jurídica y políticamente el Reino de Dios en el reino de este mundo, y por la
exigencias más arriesgadas de la encarnación histórica de la Iglesia en el mundo que cambiaba
profundamente de rumbo y de dirección histórica. Era muy consciente de ello y le gustaba repetir que él
sería el último Papa que lo conservaría todo, esto es, toda una herencia de siglos que ya abrumaba sus
hombros”. “Juan XXIII es un hombre de fe sencilla, popular, sin complicaciones intelectuales, sin
244

Sus primeros pasos y sus primeras decisiones: un nuevo estilo en el


gobierno de la Iglesia. Uno de sus primeros nombramientos fue el de
Secretario de estado en la persona de Domenico Tardini (1888-1961).
Elección muy pensada. Con ella contentaba a los que todavía no se habían
despedido de Pío XII y, a su vez, anunciaba la puesta al día de las estructuras
de gobierno del Vaticano379. Tardini, pese a sus recelos y su particular
relación con Roncalli, acabará siendo para el nuevo papa el hombre necesario
que todo buen gobernante necesita. Sin su respuesta positiva a la celebración
de un nuevo concilio tal vez éste o no se hubiese convocado o quizá se
hubiese realizado de manera muy diferente. Tardini, a su modo, fue el
segundo y más importante impulsor del Vaticano II.
A este nombramiento le sucedieron otros con idéntica filosofía
restauradora, los correspondientes al gobierno de la casa y de los palacios
pontificios. Con estos nombramientos el acceso al papa era de nuevo posible.
La muralla levantada por la timidez de Pío XII caía por los suelos; el papa
podía ser oído y escuchado, podía moverse y ser visto por todos los que lo
desearan. El ritmo habitual del trabajo curial se desatascaba y se agilizaba.
Se ponía al día. Se olvidaban los pesados y rocambolescos métodos del papa
Pacelli.
Mucha más importancia tendrá la renovación del Colegio
Cardenalicio. El primer consistorio tuvo lugar el 30 de diciembre de 1958.
Los dos primeros cardenales constituidos por el nuevo papa eran Tardini y
Montini. Años después vendrían muchos más consistorios y muchos más
cardenales. Este consistorio y otros ensanchaban y ponían a la Iglesia a la
altura de la nueva civilización ya globalizada. La Iglesia se
internacionalizaba y se hacía más universal con el nombramiento de nuevos
cardenales, procedentes, en buena parte de la misma Curia, y de los rincones
más alejados de Roma. Nombramientos que en casi todos los casos
respondieron a criterios objetivos; los nuevos cardenales, quitando dignas
excepciones, no eran amigos del papa. Con su nombramiento la Curia
recuperaba su tradicional ritmo de trabajo; en lo posible, a cada dicasterio le
correspondería un único cardenal, un único director; las dobles direcciones,

dramatismo alguno… Una espiritualidad de la Encarnación, de Belén y de la Resurrección. Vive un


pontificado como viviría siendo párroco de aldea…” Tomado de JIMÉNEZ LOZANO, Juan XXIII, 108-110.
O´Malley afirma al respecto: “allí había un ser humano que sonreía, que hacía bromas, que actuaba con
espontaneidad y cuya gordura no le impedía ser natural. Expresaba abiertamente, además, el amor que
sentía por su familia”, O´MALLEY, J., ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 148.
379
Parece que Tardini se resistió y que le costó aceptar el honor y la carga del cardenalato. Una vez
asumida, fue un más que digno colaborador del papa. “Deseo de ser escuchado, sin pretensión de ser
seguido”, se afirma que le dijo Tardini a Roncalli. RICCARDI, A, El poder del Papa, 201-202. Nota 24.
245

propias de los últimos años de Pacelli, se terminaban por el momento. Poco


a poco el particular estilo impuesto por el nuevo papa se fue imponiendo en
el funcionamiento ordinario de la Curia. Un estilo más dinámico, equilibrado
y sobre todo justo. Roncalli, consciente de los desniveles retributivos del
personal de la Curia, equilibró los sueldos de todos sus empleados y revisó
al alza las retribuciones de los que menos ganaban. El peso de su edad le
impidió acometer y llevar a término las fechas y los años de la jubilación de
sus empleados.
Pero lo decisivo y lo más trascendente era cómo incidir en la
administración y en el gobierno ordinario de la Iglesia. Juan XXIII tuvo que
librar, sin conseguirlo del todo, una dura guerra con la administración y con
el modo de proceder del régimen del papado anterior. Pío XII, queriéndolo
o sin querer, se hacía ayudar de algunos dicasterios romanos de manera
especial. El peso a la hora de gobernar y decidir en la administración
ordinaria y también extraordinaria del Santo Oficio y de otras importantes
congregaciones, hizo que asuntos muy controvertidos, como la situación
creada por los sacerdotes obreros, fueran resueltos no tanto por la prudencia
y la caridad pastoral del papa cuanto por el peso de la tradición canónica de
estos dicasterios. Este tan particular modo de proceder limitaba la autoridad
y el papel de los obispos, miraba en la resolución de los casos y de los
problemas más al pasado que al presente y, no pocas veces, el peso de la
argumentación se basaba más en consideraciones canónicas que en razones
teológicas y en motivos pastorales. Pero lo peor, con todo, no era esto: lo
peor era que a estas decisiones, especialmente a las provenientes del Santo
Oficio, se les daba un peso desmedido. En la práctica decisiones políticas se
presentaban como cuasi dogmas de fe y como postulados fundamentales a
los que había que prestar obediencia.
En la medida en la que Juan XXIII se fue haciendo cargo de esta
estructura de gobierno, quiso transformarla. Tendría que hacerlo para llegar
a buen puerto con mucho tacto político y con la sabiduría acumulada por su
paso por el Oriente y el Occidente. Procuró no desautorizar los juicios
preparados y defendidos por sus altos funcionarios y siempre estuvo cerca
de las personas afectadas por estas decisiones. Les mostraba toda su
confianza, trababa de comprenderlas y de hacer suyas sus razones al tiempo
que les pedía paciencia, comprensión y coraje para con el tiempo ir
cambiando las formas y hasta el contenido del gobierno de la Iglesia. Muchos
son los ejemplos que en este punto podríamos aducir; nos basta con aludir a
la resolución de los curas obreros de Francia, al trato al superior del
monasterio de Camaldoli. Siguiendo esta línea siempre que pudo apoyó y
246

concedió a los obispos toda la autoridad que durante el pontificado anterior


se les había restado. El gobierno de la Iglesia de aquí en adelante no sería
solo el gobierno del Vaticano; el Vaticano debía compartir sus grandes
decisiones con los obispos, dignos sucesores de Cristo en el gobierno de la
Iglesia.
Este tan peculiar y personal modo de proceder, el del nuevo papa, en
el que la redistribución de las responsabilidades, el respeto de las decisiones
de sus colaboradores y el aprecio de su trabajo era su norma, supuso, al decir
de Riccardi, “la decadencia de la imagen de la omnipotencia del papa” 380 y
algo, a nuestro modo de ver, mucho más importante, la activación de todos
los miembros de la Iglesia, especialmente de todos los obispos del mundo.
Sin unos y otros la Iglesia estaba muerta. La Iglesia daba la impresión, otra
de las herencias de Pío XII, que parecía ser de unos cuantos y no del entero
cuerpo eclesial.
La activación de la masa eclesial, la puesta al día de la Iglesia, la
movilización de sus responsables, le llevaron a sacar adelante una serie de
objetivos concretos. Objetivos para los que necesitó la colaboración de
muchos y el aplauso de todos. Tres fueron, prácticamente, desde el principio
los objetivos que se propuso sacar adelante: el Sínodo de Roma381, la revisión
en línea más espiritual y mística del Código de Derecho Canónico y la
celebración de un nuevo Concilio Ecuménico. En su planteamiento inicial
este triple objetivo conformaba un único plan; al menos eso es lo que se
desprende de sus palabras del 25 de enero de 1959 en la abadía de San Pablo
a los cardenales allí reunidos: “Pronunciamos ante vosotros, temblando un
poco por la emoción, pero a la vez con humilde resolución de propósito, el
nombre y la propuesta de la doble celebración de un Sínodo diocesano para
la ciudad, y de un Concilio Ecuménico para la Iglesia universal”382. Con este
triple objetivo, el Papa salía hacia adelante más que respaldado y al mismo
tiempo respetado, desmarcándose para siempre de los frenos y de la
dirección impuestos a la Iglesia por su antecesor. Con este triple objetivo el
papa Juan reconocía el estado de emergencia en el que se encontraba la
Iglesia. Ansiaba abrirla y liberarla del miedo acumulado durante las pasadas
guerras mundiales y hacer frente de manera inteligente a la modernidad y al
triunfo e imperio del comunismo.
¿Cómo eran y cómo estaban el mundo y la Iglesia cuando el papa Juan
tomó el mando de la catolicidad? Al decir del presidente De Gaulle, el estado
380
RICCARDI, A., El poder… 210.
381
REMIREZ MUNETA, J., Una obra de Juan XXIII: el primer Sínodo Romano, Madrid 1964, 154 pp
382
RICCARDI, A., El poder… 212
247

por el que atravesaban la Iglesia y el mundo a comienzos de su pontificado


no eran muy boyantes. Tras una aparente brillantez se manifestaba una crisis
que no por diluida era menos grave. Oigamos, al respecto como se expresa
el presidente francés, tras su primera entrevista con el papa Juan en el
Vaticano: “… el soberano pontífice me habló del derrumbamiento espiritual
impuesto a la cristiandad por las grandes revueltas del siglo. En todos
aquellos pueblos europeos y asiáticos sometidos al comunismo, la
comunidad católica se ve oprimida y separada de Roma. Pero en todos los
demás lugares, bajo regímenes libres, un tipo de contestación difusa ataca si
no a la religión, sí al menos sus acciones, sus reglas, su jerarquía, sus ritos”.
Ante esta situación, cierta y más extendida de lo que por entonces podría
considerarse, el mismo papa parece sereno y tranquilo. Lo que está
sucediendo es un capítulo más de las muchas crisis que la “Iglesia ha
experimentado y superado después de Jesucristo. Cree que avalándose en sus
propios valores de inspiración y valoración, ella no dejará una vez más de
restablecer su equilibrio. Quiere, concluía el famoso general su recuerdo,
consagrar su pontificado justamente a esta labor”383.
¿Por dónde empezar? Para no perdernos, recorramos parte de la
geografía católica. En el Este europeo, donde el comunismo había tejido un
robusto telón de acero, Juan XXIII emprendió un pequeño cambio, que alteró
la modulación de las relaciones de los distintos gobiernos con la Iglesia. La
situación era muy dura y el futuro de los católicos muy negro. Beran, el
arzobispo de Praga, fue nuevamente apresado; tres eran los obispos que
sobrevivían en Eslovaquía y dos en Hungría. La situación no era mejor en
otros países. Pese a todo, Juan XXIII optó por abandonar las tesis
maximalistas y por no condenar permanentemente el comunismo. Optaba
por una política de disensión, que tenía como objetivo la recuperación de la
salud de los cristianos orientales y con ella la lenta paralización de la
persecución de todos los cristianos. Una política, con todo, que tardaría años
en dar frutos, pero los acabó dando.
Entre tanto y muy desde el principio Roncallí trató de aprovechar las
pocas posibilidades que se le ofrecían en su intento de mejorar las relaciones
con el Este. Hizo cuanto pudo por asentar y acrecentar la paz y por iniciar
nuevas prácticas ecuménicas. El abrazo entre el Patriarca de Constantinopla,
Atenágoras, y el papa Juan fue posible. Las puertas cerradas de la Iglesia de
Occidente, reconocía este último, empezaban a abrirse y la Iglesia católica
salía “del monólogo en el que esta Iglesia vivía desde hace siglos”384. Poco
383
RICCARDI, A., El poder… 215.
384
RICCARDI, A. El poder … 218.
248

después se creaba el Secretariado para la Unidad; institución que hizo posible


que durante el Concilio y como dependiendo de él, estuviesen representados
hasta los no creyentes. Los esfuerzos que hicieron los representantes de este
importante Secretariado posibilitaron el que la Iglesia católica rompiese la
dinámica de aislamiento en la que hasta entonces se estaba viviendo dentro
del catolicismo. La Iglesia católica no podía seguir siendo autosuficiente
durante más tiempo. Se fue produciendo una cierta apertura; apertura que
con el paso del tiempo resultaría fecunda. Se ponían, definitivamente, las
bases para que el Concilio pudiese aprobar y reconocer la libertad religiosa
y el respeto hacia los no católicos.
Decisivo en este sentido fue el discurso del Papa del 10 de septiembre
de 1960. En medio de la llamada Guerra Fría llamó a todos los países de la
tierra a la conquista de la paz. La paz mundial no merecía ser puesta en
cuestión. Este y otros parecidos discursos tuvieron efectos balsámicos:
acercaron posiciones y sobre todo personas e historias personales en torno a
la paz y a la reconciliación. Jruschov, jefe del Partido Soviético y otros
representantes de la diplomacia europea oriental se acercaron a la Iglesia y
de paso aflojaron sus tensiones con ella y con los católicos de sus respectivos
países. Aun cuando no se solucionaron los graves problemas que aquejaban
las relaciones entre Roma y el Oriente, se abrieron las puertas y se pusieron
las bases de la llamada ostpolitik. La Iglesia se despegaba del occidente y
miraba con benevolencia al oriente. Los católicos orientales eran más
respetados y menos atacados385.
La situación de la Iglesia católica en el oeste, en occidente, escondía
una fuerte crisis, que urgía diagnosticar y enfrentar. El talante pastoral y la
suavidad serían las armas que el papa Juan emplearía para tan formidable y
dificultoso cometido. Un estilo pastoral distinto al empleado hasta el
presente era el único camino para revitalizar un catolicismo demasiado
polémico y combativo. Ya no servían las formidables campañas de
movilización llevadas a término durante el pontificado de Pío XII. Una
predicación inspirada en el evangelio y en las necesidades de los fieles, una
exposición de las verdades cristianas en la que la moral se presentara con
respeto y convicción eran preferibles a la organización de movilizaciones y
demostraciones de la fuerza católica. La verdad tenía que ser proclamada de
tal manera que por muy clara y resolutivamente que se hiciera no acabase
385385
Oigamos el juicio que sobre la política de apertura del papa Juan escribiera años después el que sería
Secretario de Estado, Casaroli: “El soplo de aire nueve y vivificante que su figura parece traer al mundo,
penetra más allá del Telón… Algunos contactos, algunos signos de cortesía se esbozan tímidamente; y, sin
embargo, ya representan acontecimientos de gran significado y de enorme importancia. Una espesa
barrera de hielo parece fundirse sin darnos cuenta”. EN RICCARDI, A., El poder del papa… 224-225.
249

con el prestigio y el carisma de quien la expusiese. Un estilo pastoral


respetuoso, religioso, suave y simple resultaba mucho más eficaz que la
proclamación lógica y fría de las verdades cristianas.
El estilo pastoral que el Papa Juan quería no debería inclinarse ante
“intereses mundanos cualesquiera”, sino más bien ofrecer la verdad y la
posibilidad real de construir un mundo nuevo desde el evangelio. Un mundo
nuevo, un mundo común, al que todos los eclesiásticos podían y debían
acceder y con ellos el pueblo de Dios386. Los obispos, en consecuencia,
debían actuar de manera muy diferente a como venían actuando durante los
últimos años. Un obispo “debe guardarse de todo tipo de juicio temerario, de
toda palabra injuriosa hacia quien sea, de toda adulación arrancada del temor
de toda connivencia”387.
El estilo pastoral al que nos venimos refiriendo se fue consolidando y
haciéndose más efectivo conforme fue pasando el tiempo. Adquiriría su
plenitud tras la muerte en 1961 de Tardini, ante quién, según Riccardi, el
papa Roncalli sentía demasiado respeto. Cuando éste fue sustituido por
Cicognani, y conforme nos vayamos acercando a la apertura del Concilio,
este nuevo estilo pastoral alcanzará su máxima expresividad y,
posiblemente, eficacia. Primaba en él una particular conciencia de
independencia, de sano relativismo y de discernimiento pastoral frente a las
soluciones preconcebidas y seguras, un tanto dogmáticas que se venían
practicando en Roma desde hacía mucho tiempo.
Con este ánimo se afrontó la convocatoria y la preparación del gran
acontecimiento de su vida y de la vida de la Iglesia contemporánea: la
celebración del Concilio Vaticano II.
Una larga prehistoria en el tiempo Digamos para empezar que la
celebración de un Concilio, además de suponer un encomiable esfuerzo,
siempre queda abierta a imprevistos. Eso es lo que, en buena parte, pasó en
el dilatado desarrollo del Vaticano II. Recordemos que el Vaticano I nunca
se clausuró oficialmente y que los deseos de celebrar nuevos concilios
latieron a lo largo del tiempo. El obispo croata Strossmayer insinuó muy
tempranamente y muy en consonancia con las prácticas y cánones de
Constanza, (enero de 1870), la conveniencia de celebrar cada veinte años un
Concilio. Con su celebración alegaba podrían ser conjurados muchos de los
males y peligros que padecía y acosaban a la Iglesia.

386
Lo Svizzero, La Chiesa dopo Giovanni, 1963, 15.
387
RICCARDI, A., El poder… 228
250

Pío XI en su primera encíclica Ubi arcano (1922) aludió a una posible


celebración de un Concilio. No obstante, se tenían que dar una serie
favorables circunstancias, que al final no se dieron. De hecho, el papa Ratti
llevó a cabo una serie de consultas, a las que respondieron positivamente
muchos obispos. Respuestas ante las que su consultor y hombre de confianza
el cardenal jesuita Billot estimaba que no era conveniente su celebración.
Además de ser “dispendioso e incómodo”, los concilios, subrayaba, estaban
“tan llenos de dificultades y peligros de todo tipo”; en este caso, seguía
diciendo Billot, “los peores enemigos de la Iglesia, los modernistas”,
aprovecharían “los estados generales de la Iglesia para hacer la revolución,
el nuevo 89, objetivo de sus sueños y esperanzas”388.
Un poco antes, el nuevo Código de Derecho Canónico en su canon
228, 1 contemplaba la celebración de un Concilio; algo que el papa Pacelli
no dejó en el olvido. En la medida de sus posibilidades evacuó consultas,
llegando a la conclusión en 1951 de que tal proyecto no estaba maduro.
Tan inmaduro debía estar que hasta el mismo papa Juan XXIII,
después de la convocatoria de su celebración, escribía en su diario: “el
primero en sorprenderse de mi propuesta fui yo mismo”. Personalidades tan
romanas y tan conocedoras de la historia de los concilios como Jedin,
Dejaifve y el obispo jesuita Henrici, el cardenal Colombo y muchos otros no
salían de su asombro389.

¿Qué razones llevaron al nuevo papa a la convocatoria de un


Concilio?390 ¿Fue un momento de improvisación, mantenido en alto a costa
de lo que fuese, o fue más bien el fruto de la reflexión y de su propio
programa de gobierno? Sería ingenuo interpretar la convocatoria de un
Concilio general, menos de cien días después de ser elegido papa, como una
improvisación. Más bien habría que decir que fue el fruto un tanto inesperado
de la oración y de la gracia. “En nuestra humilde oración, el Señor hizo
despuntar en la íntima sencillez de nuestro corazón la idea de un concilio
ecuménico”, confesará el mismo papa, el 24 de enero de 1960, fecha en la
que se inauguraba el Sínodo Romano. Con el paso de los días, la
convocatoria de un Concilio ecuménico se irá confirmando como una
“resolución decidida”391. Decisión a la que los órganos oficiales de la prensa
388
ZAMBARBIERI, A., Los concilios del Vaticano… 142 y 144.
389
Ibidem, 141.
390
MELLONI, A., Papa Giovanni … 195-225. A lo largo de estas páginas Melloni rastrea a lo largo de la vida,
de los escritos y de toda suerte de referencia de Roncalli, lo que el ahora papa pudo sentir sobre este
punto.
391
ALBERIGO, G., Breve historia del Concilio Vaticano II (1959-1965). En busca de la renovación del
cristianismo, Salamanca 2005, 19.
251

vaticana, el Observatore Romano y la Civiltá Cattolica, apenas prestaron


atención392. Dicha noticia, más bien, levantó sospechas y envalentonó en su
contra a los miembros más renuentes de la Curia vaticana393.
De todas las maneras, para responder lúcidamente a la cuestión que
nos acabamos de hacer, el nuevo papa, afirmaba el dominico Schillebeeckx,
encarnaba en su persona y en su historia apostólica una psicología que le
ayudaban a unir, vincular, la acción y los deseos de Dios con las necesidades
de los tiempos y de los hombres. Lo que parece fuera de toda duda es que
Juan XXIII en su intervención del 25 de enero de 1959 se mostró como un
hombre de su tiempo, como una persona que, contemplando las novedades y
necesidades de sus contemporáneos y de los hijos de la Iglesia, advertía la
conveniencia de dar un paso adelante por muy novedoso que fuera. Nuevos,
muy nuevos según algunos, eran los problemas que estaban afectando a la
humanidad.
La humanidad estaba más necesitada que nunca de la palabra de Dios
y del estímulo de la Iglesia. La decisión de convocar un Concilio se inscribía
dentro de la renovación que los nuevos tiempos demandaban. El Vaticano II
nacía, pues, en el contexto de un mundo renovado en el que se tomaban
decisiones positivas en medio de cambios imprevistos que hacían todo
mucho más ligero, abierto, optimista y universal394. Algo que en el
comportamiento y tradición de la Iglesia, fuese por el peso de la tradición,
por la inercia o, sencillamente, por la tendencia eclesiástica al continuismo,
no era tan claro. Lo cierto y verdad, reconoce Schatz, era que la época en la
que “la Iglesia había buscado con absoluta prioridad lo seguro, lo fijo, lo
enteramente fiable”, quedaba, cada vez, más lejana. Por otra parte, la
experiencia religiosa y la misma presencia de la Iglesia en el mundo estaban
siendo puestas en cuestión. “La disgregación del mundo católico, y la
propensión a situar la religión y la fe exclusivamente en el plano de lo
subjetivo, lo privado, lo existencial, en el de la honda interpretación de la
realidad, y no ya el de su transformación y estructuración desde fuera”395.

392
El Observatore lo publicó días después en un suelto cualquiera y la CC no le dedicó ni un solo artículo
a lo largo del año 1959.
393
Al menos esto es lo que se desprende de una carta del famoso sacerdote y publicista italiano G. De
Luca al cardenal de Milán, Montini: “La Roma que tú conoces y de la que fuiste desterrado no presenta
indicios de cambio, como parece que debería ocurrir finalmente. De nuevo se dibujan los círculos de los
nuevos buitres, después de un primer susto. Lentamente, pero retornan. Y retornan con sed de nuevas
carnicerías, de nuevas venganzas. Alrededor del carum caput (o sea, Juan XXIII) se van cerrando aquellos
macabros círculos. Ciertamente se han vuelto a dibujar. Carta de G. De Luca a G. B. Montini, 6 de agosto
de 1959, en Carteggio 1930-1962, editado por G. Vian, Brescia 1992, 232.
394
Para una mejor contextualización de la convocatoria del Concilio puede verse el libro de G.
BARRACLOUGH, Introducción a la historia contemporánea, Madrid 1973, UPCo 5149/81 y las pp 154-167
del libro de ZAMBARBIERI.
395
SCHATZ, K., Historia de la Iglesia contemporánea, Barcelona 1992, 205
252

Parecía llegado el momento en el que la Iglesia tenía la oportunidad


de incorporar los cambios sociales, políticos y religiosos que se estaban
produciendo en la Europa y en el Occidente después de 1945….

El nuevo Concilio acabaría representando un acontecimiento nuevo y


un momento transcendental en el presente y devenir de la Iglesia católica y,
por ende, en el ámbito de las confesiones cristianas. Un acontecimiento,
afirmaba en su alocución del día de Pentecostés de 1959, el 17 de mayo, “que
debe conmover a los cielos y a la tierra”396.
Muy poco o nada, salvo el nombre y la precedencia, tendrá que ver el
nuevo concilio con el Vaticano I. El nuevo Concilio, en palabras del papa el
mismo día de su convocatoria, quería ser un “convite de gracia” y un
momento de fraternidad para todos los cristianos. “Convite de gracia” era
tanto como ponerse en torno al Señor para recibir su gracia y avanzar en la
vida de gracia; momento de fraternidad equivalía a la realización de un
deseo, quizás un sueño, en el que Roncalli se dejaba ir más allá de lo que
parecía posible, tal como rezan dos textos que nos parecen muy ilustrativos:
en su primera encíclica Ad Petri cathedram (junio de 1959), pese a su
contenido, muy en línea con los textos y encíclicas de su antecesor. Al
referirse a los hermanos separados les decía: “A todos nuestros hermanos e
hijos separados de esta cátedra de Pedro, les repetimos las palabras: Yo soy
José, vuestro hermano”397y que desde el comienzo de la preparación del
Concilio quedó patente hasta prácticamente el mismo día de la inauguración
del Concilio. En la última sesión de la Comisión Central, 20 de junio de 1962,
el papa nos presentaba, al decir de Zambarbieri, una visión cautivadora y
muy religiosa de lo que aspiraba fuese el Concilio: un acontecimiento
místico, que era preciso poner en estrecha relación con la fe en Cristo y
traducirlo más tarde pastoralmente398.
El segundo texto al que nos estamos refiriendo es el Radio mensaje
del papa Juan del 11 de octubre de 1962 en el que se afirmaba: el nuevo
Concilio tendría que verse y desarrollarse como “un nuevo encuentro cara a
cara con el Jesús resucitado”. Un encuentro en el que la Iglesia, en palabras
del mismo papa, habría de darse a conocer “como la Iglesia de todos, y
especialmente de la Iglesia de los pobres” y como una oportunidad verdadera
que contribuyese de manera mayúscula al acrecentamiento de la paz.
El nuevo Concilio, esto es lo que se desprende de muchas de las
intervenciones del papa Roncalli, lo que verdaderamente buscaba era una
verdadera renovación general de la vida cristiana y de la vida de los
cristianos, un aggiornamento; un aggiornamento que se inclinaba más a
fusionar los aspectos doctrinales y disciplinares que a decantarse por uno u

396
HALES, E.E.Y., La revolución del papa Juan, Madrid 1967, 132.
397
ZAMBARBIERI, A., Los concilios del Vaticano… 172
398
ZAMBARBIERI, A., Los concilios del Vaticano … 202-203
253

otro en el logro de una nueva pastoral de la Iglesia universal; pastoral en


sentido amplio, universal, renovada y en contacto con el mundo. Lo que
supondría desde el punto de vista doctrinal, tal como el mismo papa declaró
a la Comisión preparatoria el 14 de noviembre de 1960, no la supremacía de
“tal o cual punto de doctrina o disciplina…. “ sino el fortalecimiento y
posible esplendor de la sustancia del pensamiento y de la vida humana y
cristiana”399. Se quería, siguiendo las inspiraciones y los deseos del
convocante, que fuese un concilio en el que predominase lo pastoral y no lo
doctrinal; en el que fuese más decisivo lo pragmático que los dogmático.
Otra cosa fue cómo entendió la Curia Vaticana el término pastoral. Parce que
se inclinó hacía práctica pastoral “ligada a un severo planteamiento
doctrinal”.

La preparación inmediata del Concilio. Digamos para empezar que el


recorrido practicado durante la preparación conciliar acrecentó, sin la ayuda
y en medio de reacciones no muy favorables por parte de algunos altos cargos
de la Curia, la popularidad y el favor del papa entre los obispos de todo el
mundo.
Desde un principio se impuso el realismo como metodología. La
inteligencia práctica y el deseo de conocer de primera mano el estado real de
la Iglesia universal inclinó al papa a pedir a sus más próximos colaboradores
que en la encuesta inicial previa, segunda mitad de 1959, a los obispos y
superiores generales no se preguntase y sobre todo no se respondiese
esquemáticamente. Nada o muy poco valía esta metodología. Era preferible
ofrecer a los callados obispos la palabra y que se expresasen a sus anchas.
Bastante tiempo habían estado callados durante el largo pontificado de Pío
XII.
Llegadas y examinadas las respuestas de un 77% de los que pudieron
contestar, desde noviembre de 1960 a octubre de 1962, se acometió la
preparación, propiamente dicha, del Concilio400. Su cometido era, en
palabras del mismo Papa, pronunciadas en su discurso en San Pedro el día
13 de noviembre de 1960 cuando dieron comienzo oficialmente los trabajos
del Concilio, “mostrar a la verdadera luz, y restaurar en su valor real las
cualidades de la vida humana y cristiana, de las que la Iglesia había sido
durante centenares de años custodia y señora”. Lo que se pretendía era
propiciar dentro del catolicismo, y por extensión dentro del cristianismo, una

399
ZAMBARBIERI, A., Los concilios del Vaticano … 175.176
400
Un elenco de estas respuestas puede verse en ZAMBARBIERI, A., Los concilios … 182-183.
254

renovación de toda la Iglesia. Renovación que quedaba expresada con la


famosa palabra italiana aggiornamento.
Se creó la Comisión antepreparatoria, presidida por el Secretario de
estado, Domenico Tardini y no por el Prefecto del Santo Oficio, Alfredo
Ottaviani; el secretario fue monseñor Felici.
Poco después con el motu proprio Supremo Dei nutu (5-6-1960) al
tiempo que se creaban las diez comisiones preparatorias del Concilio se
constituían dos secretariados: uno, para atender la comunicación social; otro,
para velar por la unidad cristiana, el Secretariado para la Unión de los
Cristianos. Estas diez Comisiones tenían a la cabeza una Comisión Central
presidida por el papa. Su trabajo fue enorme. Acabaron presentando 70
esquemas. Este arduo trabajo ha merecido por parte de los historiadores
juicios muy concordantes: la mayor parte de los documentos eran mero
acopio y repetición de documentos anteriores, especialmente de Pío XII; no
se prestaba en ellos la debida atención a las novedades y a las nuevas
circunstancias por las que estaba pasando la Iglesia y la sociedad, excepto en
los predecretos sobre la liturgia. El mismo papa siguió el trabajo de las
distintas comisiones; sancionó con toda libertad su tono a veces demasiado
duro, su estilo y todo lo que pudiese alejarlos de lo que le quería que fuese
el Concilio.
Mucho más laborioso fue el examen crítico al que fueron sometidos
los esquemas elaborados hasta ese momento, “un pequeño concilio en
miniatura”, en feliz expresión de Felici, secretario de la Comisión Central.
En este primer examen participaron numerosas personas, siendo los
representantes de la Curia un 29,6 por ciento. Se trabajó con criterio, libertad,
franqueza y diversidad de opiniones, reconocía el arzobispo de Burdeos, el
cardenal Richaud; de la misma opinión fueron los cardenales Alfrink y
Köning. La Comisión central más que una comisión de censura, acabó siendo
una comisión de garantías.
Garantías de que lo que pudiese llegar a la asamblea conciliar fuese
bien recibido; en este sentido no fueron admitidos, y sí muy criticados, una
serie de esquemas capitales en el desarrollo del concilio: los esquemas De
fontibus revelationis, sobre la Iglesia, sobre los obispos y la formula nova
professionis fidei. Todos estos esquemas y documentos fueron tachados de
romanos. Los esquemas referentes a la fe fueron tachados de excesivamente
objetivistas, rígidos y nada abiertos a los nuevos tiempos y a la nueva
situación que el pueblo cristiano estaba viviendo.
El papa, al decir de muchos historiadores, no quería, en manera alguna,
proponer la agenda de los asuntos que debieran ser tratados en el Concilio;
más bien deseaba que éste fuese verdaderamente cristiano y que siguiese
estando inspirado, gobernado y llevado a término por el Espíritu Santo. Sin
embargo, como espectador de primerísima fila pudo percibir que desde el
255

comienzo mismo de la preparación de su Concilio había posiciones


antagónicas, no fáciles de reconducir y que, a la larga, marcarían la marcha
del concilio.
Dichas posiciones partieron de las distintas teologías e incluso
temperamentos de los responsables del Santo oficio, el cardenal Ottaviani, y
el secretario de del Secretariado para la Unidad de los Cristianos, el cardenal
Bea. Ottaviana, representante de la teología y del partido romano, no
aceptaba de entrada nada que pudiese desmerecer el papel del Santo Oficio
y con ello desautorizar el sistema teológico y el régimen de gobierno
mantenidos por Pío XII. El cardenal jesuita Bea, personalidad rica en matices
y más versátil y flexible que el prefecto del Santo Oficio, era muy consciente
de las dificultades que una sesgada y muy católica presentación de los temas
que deberían estudiarse en el Concilio podrían causar a la causa de Cristo, a
la causa del cristianismo a nivel universal. Temas tan controvertidos y que
estarán más que presentes a lo largo del Concilio enfrentó a ambos
porpurados. Eran estos una eventual libertad religiosa, el papel de los laicos,
la cuasi segura reforma de la liturgia y, finalmente y como tema de fondo,
las relaciones de la Iglesia con el mundo.
Todo ello llevó al Papa a defender la dinámica del Concilio frente a
los trabajos y deseo de la Curia. “El Concilio debe desenvolverse con una
dinámica propia y no estar condicionado por la curia”. Para el papa esto era
más que evidente: “El Concilio ecuménico tiene su propia estructura y
organización, que no pueden ser confundidas con la función ordinaria y
característica de los distintos dicasterios o Congregaciones que constituyen
la curia romana, la cual actúa también durante el Concilio según el curso
ordinario de sus atribuciones ordinarias de administración general de la Santa
Iglesia; por tanto, éstas son disposiciones importantes: una cosa es el
gobierno ordinario de la Iglesia, de lo que se ocupa la curia romana y otra
cosa es el Concilio”, afirmaba el Papa el día de Pentecostés de 1960401.
El futuro Concilio no sería, en consecuencia, ni una edición del Sínodo
de la diócesis de Roma de 1959. Sería un concilio o no sería nada. Todo
parecía encaminado hacia esta dirección. La publicación en 1961 de la
encíclica Mater et Magistra, la consolidación del cardenal Bea al frente del
Secretariado de la Unidad de los Cristianos y las recuperadas y puestas al día
relaciones de Roma con Moscú, abogaban por un venturoso y decisivo
Concilio. Un concilio en la que la fuerza y el vigor del Espíritu Santo se
manifestasen.

401
RICCARDI, A., El poder del papa … 239.
256

TEMA DOCE: UN CONCILIO DIFERENTE A TODOS LOS


ANTERIORES: EL CONCILIO VATICANO II402
“El Concilio es en realidad un acto de fe en Dios, de obediencia a sus leyes, de esfuerzo
sincero por corresponder al plan de la redención… Será verdaderamente el nuevo
Pentecostés, que hará que florezcan en la Iglesia su riqueza interior y su extensión hacia
todos los campos de la actividad humana; será un nuevo paso adelante del reino de Cristo
en el mundo, un reafirmar de modo cada vez más alto y persuasivo la alegre nueva de la
redención, el anuncio luminoso de la soberanía de Dios, de la fraternidad humana, de la
caridad y de la paz prometida en tierra a los hombres de buena voluntad” 403.

Primer periodo del Concilio (Octubre-Diciembre 1962)404


El Concilio comenzaba con una solemne inauguración, en la que
destacó una larga procesión de más de 2500 obispos, una celebración
eucarística dentro de la Basílica de San Pedro presidida por el cardenal
decano, monseñor Tisserant, en la que participaron miles de personas, unas
siete mil; eucaristía poco comunitaria al decir de Congar, y un discurso
inaugural, pronunciado en latín y con el título: Gaudet Mater Ecclesia
(1962)405, “sencillo en su forma”, pero efectivamente “extraordinario”. Con
este discurso el papa se apartaba del tono gruñón del documento correlartivo
del Vatiano I y lo orientaba hacia el mundo. No sería un concilio doctrinal;
sería, en cambio, un concilio pastoral406.
La primera sesión del Concilio, 13 de octubre de 1962, aun cuando no
produjo resultados concretos, acabó orientando la dirección del Concilio. La
primera tarea a la que los padres conciliares se tuvieron que enfrentar fue la
elección de los distintos miembros, 16 nombres por comisión, de las diez
comisiones que, inicialmente, trabajarían en el desarrollo del Concilio. Dicha
elección no les fue fácil a la mayoría de los obispos congregados. “La
mayoría de los padres no estaban dispuestos a aceptar sin resistencia
proposiciones teológicas que brindaban soluciones demasiado fáciles e
ignoraban los progresos y nuevos planteamientos teológicos de los últimos
años”. Cuanto decimos se puso más que de manifiesto, cuando el secretario

402
Cardenal Garrone, El Concilio. Su unidad interna, Bilbao 1968, 208 pp. ALBERIGO, G., Breve historia del
Concilio Vaticano II (1959-1965), En busca de la renovación del cristianismo, Salamanca 2005, 206 pp.
DORIA, P., Storia del Concilio Ecumenico Vaticano II. Da Giovanni XXIII a Paolo VI (1959-1965), Roma 2016,
458 pp.
403
ZAMBARBIERI, A., El Concilio del Vaticano … 245. Discurso del Juan XXIII al término de la primera sesión
conciliar. En ellas se puede percibir la dinámica espiritual, eclesial, misionera y pastoral que se le quiere
dar al Concilio recién inaugurado.
404
AUBERT, R., Lo svolgimento del Concilio en Storia della Chiesa. La Chiesa del Vaticano II (1958-1978) a
cura di GUASGO, M., GUERRIERO, E. y TRANIELLO, F. tomo XXV/1, Milano 1994, 227-255. O´MALLEY, J.,
¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 175-216 y Doria, P., Storia del Concilio Ecumenico Vaticano
II. Da Giovanni XXIII a Paolo VI (1959-1965), 83-100.
405
ALBERIGO, G. y MELLONI, A., L´allocuzione Gaudet Mater Ecclesia di Giovanni XXIII (11 ottobre 1962):
Sinossi critica della allocuzione en Fede, tradizione, profezia: Studi su Giovanni XXIII, Brescia 1984, 23-283.
406
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 136-137.
257

del Concilio, Pericle Felici (1911-1982)407, declaraba que lo primero que


tenía que hacerse era proceder a la elección de las comisiones. Sin embargo,
las listas que componían las distintas comisiones estaban, lógicamente,
preparadas de antemano. De cara a la facilitación de tan importante misión,
“el cardenal Ottaviani había hecho circular una lista con los nombres de los
obispos considerados apropiados para las diferentes comisiones… Esta
iniciativa… fue interpretada por algunos obispos como una manipulación
por parte de la Curia”408. Manipulación o no que no estaban dispuestos a
seguir. La asamblea conciliar entendió que no cabía proceder y que antes de
que se pronunciase una asamblea en la que participaban 2500 personas,
debían conocerse. De lo contrario, sentían que algo tan importante podría ser
teledirigido desde fuera de la asamblea conciliar propiamente dicha. De no
hacerse así, “los decretos conciliares continuarían en la línea de los textos
preparados”. Sendas intervenciones del obispo de Lille, Lienart, y Colonia,
Frings, saludada la primera con un fuerte aplauso409, pidieron y obtuvieron
se retrasase la elección para que esta se realizase con algo más de
conocimiento.
Durante tres días, las diferentes conferencias episcopales elencaron
diferentes listas de posibles esquemas. El 16 de octubre se procedió a la
votación. Salió elegida una lista internacional; compensada, en parte, por una
lista confeccionada por el Papa, que “personalmente nombraba a un tercio
de los miembros de las comisiones”.
Muy en línea con el modo de proceder con el que se había resuelto la
composición de las distintas comisiones conciliares, cabe ubicar un
documento que no estaba previsto y que dice mucho del carácter soberano
de la asamblea conciliar. El 20 de octubre se debatió y aprobó en el aula un
documento que llevaba por título: Mensaje de los padres del concilio a todos
los hombres410. Se desconoce la autoría de la iniciativa, aunque se sopecha
que fue del dominico Chenu. Los obispos, libres de toda imposición, se
dirigían al mundo entero, comprometiéndose a no olvidarse de los problemas
que por entonces atenazaban al mundo. Querían y deseaban que el Concilio
excediese y se saliese de lo puramente eclesiástico. Afirmaban, en suma, que
no querían un concilio doctrinal y sí pastoral. El Concilio tenía vida propia.
Comenzado el Concilio, lo primero con lo que éste se tropezó y tuvo
que hacer suyo fue con el Ordo Concilii, el Reglamento oficial del Concilio,
promulgado unos meses antes, el 6 de agosto de 1962. Dicho reglamento no
facilitó los trabajos conciliares. Su principal defecto, en opinión de
O´Malley, “consistió en no delimitar claramente el alcance y los límites de
407
GROOTAERS, J., Protagonisti del Concilio en Storia della Chiesa. La Chiesa del Vaticano II (1958-1978)
a cura di GUASGO, M., GUERRIERO, E. y TRANIELLO, F. tomo XXV/1, Milano 1994, 425-437.
408
O`MALLEY, J., ¿Qué pasó … 138.
409
DORIA, P., Storia del Concilio … 89-90.
410
Mensaje de los padres del Concilio a todos los hombres (20 de octubre de 1962) en Documentos
Conciliares Completos, edición biliigüe, Razón y Fe, Madrid 1967, 1136-1139.
258

la autoridad de los diversos cuerpos responsables de los diferentes aspectos


de la marcha del concilio. Las relaciones de cada uno de estos cuerpos con
los demás, con la asamblea de los obispos no estaban descritas con la
suficiente concreción como para ofrecer un diagrama organizativo completo
del concilio”411. Amén de lo que pueda haber de estilo personal, de
costumbre y de forma, todo cuanto estamos afirmando se puso de manifiesto
en las airadas reacciones de los presidentes de las distintas comisiones, la
mayoría de ellos prefectos de los distintos dicasterios, cuando la asamblea
conciliar criticaba, rechazaba y no aceptaba el fruto del trabajo que durante
dos años ellos y sus mejores colaboradores habían llevado adelante.
A continuación, se procedió al estudio y votación de los diversos
esquemas. El primero que se abordó y presentó fue el de liturgia,
Sacrosanctum Concilium412. Esquema que con más esfuerzo que entusiasmo
firmó en febrero de 1962 el prefecto de la Congregación de Ritos, Gaetano
Cicognani, fallecido meses después. En él había trabajado con acierto el
profesor de liturgia en las universidades Lateranense y Urbaniana, Annibale
Bugnini. A Cicognani le sustituyó el cardenal español, el claretiano Arcadio
Larraona, alma de la oposición durante el concilio según O´Malley413, quien,
a su vez, por motivos no del todo claros y con sorpresa de mucho sustituyó
a Bugnini por el sacerdote Ferdinando Antonelli. Antonelli, pese a no haber
participado en la redacción del documento que tenía que presentar, lo hizo
con mucha solvencia. De su intervención se desprendía que Sacrosanctum
Concilium había sido amasado dentro de la tradición de la renovación
litúrgica vivida a lo largo del siglo XX y dentro de la línea y espíritu de la
encíclica Mediator Dei; igualmente, se ponía en claro la estrecha relación
entre liturgia y eclesiología y no menos la importancia de la Escritura y de la
inspiración en los padres, con un cierto olvido de lo puramente jurídico.
El documento elaborado por la Comisión de liturgia constaba de ocho
capítulos. El más importante, desde luego, era el primero. En él se
especificaba que el misterio de Cristo era el centro del misterio pascual; se
insistía, igualmente, en la importancia de la participación activa de los
asistentes en las asambleas litúrgicas para lo que éstas y todas las
celebraciones litúrgicas debían de ser sencillas, “eliminado todo aquello que
pudiera oscurecer el significado esencial de las celebraciones litúrgicas”. Se
afirmaba, lo que fue una novedad para muchos, que Cristo estaba presente
“tanto en la Palabra de la Escritura como en la Eucaristía”. Se reconocía que
aunque el latín debía seguir utilizándose en la liturgia católica como lengua
oficial de la Iglesia, las lenguas vernáculas debían utilizarse para bien del
culto y para bien de los fieles. En el resto de los capítulos abundaban las
aplicaciones prácticas o directrices concretas de lo que debía ser la reforma

411
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó …, 142-143.
412
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó …, 177-192.
413
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó …, 154.
259

de la liturgía católica que postulaba el Vaticano II. No había cánones ni


condenas414.
La respuesta inicial de la asamblea conciliar, aunque con matices, fue
doblemente positiva: positiva por la autoridad y nombres de los padres
conciliares que respondieron, los grandes cardenales de la iglesia católica,
Frings, Ruffini (1888-1967)415, Lorcano, Montini, Spellman, Dopfner y el
patriarca de la Iglesia oriental, Maximos IV (1878-1967)416, y también
positiva por su contenido: estaban de acuerdo con él; lo aceptaban, hacían
suyo y respetaban. A estas respuestas siguieron, hasta que se puso, en medio
de un no del todo preciso y ágil dominio del reglamento del concilio, 328
nuevas intervenciones en el aula y 297 sugerencias por escrito. Finalmente,
el 14 de noviembre de 1962 se procedió a la votación del texto de la
Sacrosanctum Concilium: “una avalancha de 2162 votos a favor, exclama
O´Malley, con solo 46 votos en contra. ¡El documento había sido aprobado
por el 97 por ciento de los padres conciliares!”417. Meses más tarde, el 4 de
diciembre de 1963, el concilio aprobaba el texto revisado y a continuación
el papa Pablo VI lo promulgaba. Días después, se creaba una Consejo, con
el padre Bugnini al frente, para poner en práctica el nuevo decreto. Los
resultados prácticos y la traducción de tantos esfuerzos muy pronto se
pusieron al alcance del pueblo cristiano: la Misa comenzó a tener un perfil y
una configuración distinta a la que había tenido a lo largo de los últimos
siglos; el sacerdote la celebraba no de espaldas la pueblo, sino en frente de
la comunidad; la llamada ahora liturgia de la Palabra, la proclamación y
explicación de la Palabra, sería en adelante en lengua vernácula. El pueblo
cristiano, salvo sus excepciones, parece que aceptó de buen grado los
primeros pasos de la reforma litúrgica; una reforma que traducía el deseado
aggiornamento, adaptando los ritos católicos a las nuevas necesidades
espirituales de los fieles, bajo la dirección de los obispos y con el respaldo
de las conferencias episcopales y de la Santa Sede.
Con la aprobación del esquema Sacrosanctum Concilium, el Concilio
parecía haber encontrado su camino y lo que en ese momento era más
importante, parecía que su organización interna y su modo de proceder cabía
dentro del Reglamento que él mismo se había dado sin constatar las muchas
dificultades por las que tendría que pasar.
El siguiente esquema que se abordó fue el que con mucho cuidado y
no pocos recelos había preparado la Comisión doctrinal, bajo la batuta del
prefecto de la Doctrina de la Fe, Ottaviani, y que llevaba por título: Sobre
las fuestes de la revelación. Se abordaban en él cuestiones altamente
complicadas desde el punto de vista teológico y mucho más desde el punto

414
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó …, 179-183.
415
STABILE, F. M., Il Cardinal Ruffini el il Vaticano II en Cristianesimo nella storia XI/I (1990), 83-93
416
ROUSSEAU, O., Le Patriarche Máximos IV (1878-1967) en Revue Nouvelle, 47 (1968), 64-70.
417
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó …, 189.
260

de vista ecuménico como era el papel que tenían en la Iglesia la Escritura, la


Tradición y el Magisterio, “es decir la autoridad eclesiástica docente,
especialmente del papa”418. Si realmente se quería avanzar por la línea
marcada por el papa Juan XXIII en su discurso inaugural, la presentación de
este esquema era clave. Todo, especialmente la manera de estar de Ottaviani,
parecía indicar que no iba a ser así. Hacer de un esquema doctrinal un
esquema pastoral no era nada fácil, más si éste había sido elaborado por los
teólogos romanos de espaldas a lo que por aquellos años se estaba
dilucidando teológicamente en estos asuntos. Ottaviani no presentó el
esquema, pero sí que calentó con una breve intervención el ambiente del aula
conciliar en contra de su persona y del esquema. Para el cardenal como para
muchos de sus colaboradores, “la tarea pastoral, peroraba, es la de ofrecer
doctrina correcta. Enseñad […] Esforzarse por enseñar correctamente es lo
que de verdad resulta fundamental para la pastoral”. Roma identificaba el
estilo pastoral al que aspiraba el concilio con la verdadera enseñanza. El
encargado de la presentación del esquema fue el sacerdote Salvatore
Garofalo. El esquema se componía de cinco capítulos. El más importante era
el primero. Presentaba la Escritura y la Tradición como dos fuentes
esencialmente distintas. Subrayaba para terminar: que la “tarea de preservar,
defender e interpretar auténticamente ambas fuentes recaía exclusivamente
en el magisterio eclesiástico… representado por el papa y las
Congregaciones romanas”419. El segundo capítulo del esquema abordaba
asuntos mucho más técnicos y por lo tanto polémicos como eran la
inspiración, la inerrancia y la composición literaria de las Escrituras. En este
segundo capítulo se defendía, sin tener en cuenta del todo los avances de la
exégesis católica, que todo lo que se decía en la Biblia estaba inspirado por
Dios, que la Escritura estaba libre de todo error “tanto en materias religiosas
como profanas”. Los capítulos tercero y cuarto estaban dedicados a la
presentación del Antiguo y Nuevo Testamento y el quinto, y último, a la
Vulgata. En medio de todo, el ponente con el esquema en la mano puso de
manifiesto que la autoridad de la Iglesia en estos campos era primordial y
sustancial tanto a la hora de interpretar el texto sagrado como a la hora de
transmitirlo a los fieles católicos.
Nos podemos imaginar la reacción de parte del auditorio. El cardenal
Lienart fue el grano desde el principio con una réplica-intervención: “Es
inaceptable. Non placet… El texto debía ser revisado de principio a fin”. Los
cardenales Frings, König, Alfrink, Ritter de San Luis y el cardenal de
Montreal, Leger, A. Bea, SJ (1881-1968)420, abundaron en lo mismo. “Si no
418
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó …, 192.
419
O´MALLEY, J., ¿Qué paso …, 193-194.
420
Simposio Cardinal A. Bea (16-19 dicembre 1981), Segretariato per l´unitá dei cristiani, Roma 1983.
GROOTAERS, J., Protagonisti del Concilio …, 394-404. Grootaers al final del texto aquí citado afirma: “Se
puede asegurar con toda la seguridad que sin la presencia y la actividad de Agustín Bea el concilio Vaticano
Ii se habría desarrollado de manera diversa y no habría conseguido los resultados que alcanzó”.
261

es posible disponer de un esquema completamente nuevo, propuso el


cardenal Bea, el que se nos ha presentado ahora debe ser radicalmente – digo
bien, radicalmente – revisado. No podemos basar lo que decimos
simplemente en el miedo al error”. Frente a ellos, los cardenales italianos
Ruffini y Siri pidieron a la asamblea que el esquema fuese estudiado y
discutido y no fuese rechazado en bloque. Lo peor de todo, tal como dijo en
una encendida intervención Ottaviani, era que antes de la presentación del
esquema teólogos de mucho relieve como ya eran Rahner, Ratzinger, Philips
y algunos otros se habían embarcado, siguiendo las indicaciones de sus
respectivos obispos, en la redacción de un nuevo esquema. Algo que no
estaba previsto en el Reglamento.
Las críticas continuaron días después. No era conveniente, al decir del
patriarca Maximos IV, aceptar un esquema que, además de estar privado de
todo sentido pastoral y ecuménico, rezumaba las esencias de la
Contrarreforma y del antimodernismo. Algo parecido se transmitió en la
brillante intervención del obispo de Brujas, monseñor Smedt, para quien el
esquema propuesto iba en contra de lo que debía ser el Concilio en todo lo
que se refería al diálogo con el mundo y con los hermanos separados.
Así las cosas, el 20 y el 21 de noviembre de 1962, medio solucionadas
algunas cuestiones que tenían que ver con la aplicación del Reglamento, que
conforme pasaba el tiempo mostraba sus deficiencias a la hora de llevar
adelante la marcha del Concilio, se procedió de manera un tanto ambigua a
la votación de tan controvertido esquema. Votación crucial. Podía pasar de
todo, como de hecho pasó. Se emitieron 2209 votos; 1.368 votaron por la
interrupción del debate, es decir por el no; 822 por continuarlo, es decir por
la aceptación del esquema. Aun cuando los que no estaban de acuerdo eran
muchos más, les faltaban, según el Reglamento, 105 votos para echar para
atrás el esquema y para proceder a una nueva redacción. La cuestión no era
baladí. La asamblea conciliar se había dividido. ¿Hacía donde tirar? ¿Qué
hacer, cómo proceder?
Fue en medio de esta coyuntura cuando algunos prestigiosos y
autorizados padres conciliares como fueron los cardenales Bea, Leger y
Cicognani, personas de gran influjo moral y de reconocida solvencia
intelectual y académica, se dirigieron al papa para que éste, dentro de sus
atribuciones como papa, interviniese en orden a la reunificación moral y
teológica de la asamblea conciliar y así salvar el primer escollo de
envergadura con el que se encontró el Concilio. Cicognani, secretario de
estado, entregaba la mañana del 21 de noviembre de 1962 un mensaje al
secretario del Concilio, Felice. Éste lo leyó a continuación: “Respondiendo
a los deseos de muchos, Juan XXIII había decidido devolver el documento a
una comisión mixta, formada por miembros de la Comisión Doctrinal y del
Secretariado para la Unión de los Cristianos. Su tarea sería corregir el
262

esquema, abreviarlo y hacerlo más adecuado, destacando especialmente los


principios morales”421.
Acabamos de afirmar que la lectura del resultado de la votación del
esquema de las dos fuentes de la revelación no fue baladí. Efectivamente no
lo fue, tal como algunos de los más agudos observadores externos del
concilio, entre ellos el padre Robert Rouquette, cronista e informador del
Concilio en la revista Études, escribía a modo de balance de esta primera
sesión: “El destino del concilio estuvo en juego el martes, 20 de noviembre…
Con la votación del 20 de noviembre podemos considerar que ha terminado
la era de la Contrarreforma y ha comenzado una nueva era para la cristiandad
de consecuencias impredecibles”422. Juicio, tal vez equivalente, al que el
observador protesante Douglas Horton escribió en su diario el 14 de
noviembre de 1962: “El dique se ha roto”423.
Superado el impasse de la votación y alumbrada la solución con la
creación mixta para sacar adelante el esquema de la revelación, se procedió,
siguiendo la agenda conciliar, a la presentación de dos nuevos esquemas. El
primero sobre los medios de comunicación social: De instrumentis
communicationis sociales, esquema que fue aprobado rotundamente. De
2.160 votos emitidos, 2.138 fueron favorables. Mucho más problemática
resultaron ser la presentación y votación del esquema, clave por otra parte en
la arquitectura del concilio y, por ende, en la vida de la Iglesia: el De
Ecclesiae Unitate (Sobre la unidad de la Iglesia). Como previendo lo que iba
a suceder, su presentación no pasó desapercibida para la mayoría de los
padres conciliares. Las críticas, comenzando por los representantes de los
obispos melquitas, vinieron de todas partes.
Con este precedente, tocaba presentar unos de los esquemas más
esperados, el De Ecclesia. En su preparación había intervenido
exclusivamente la Comisión Teológica. En ningún momento quisó hacer
suyos los planteamientos y las observaciones provenientes del Secretariado
para la Unidad de los Cristianos. Su presentación a la asamblea no la llevó a
término ningún actor secundario; fue el todopoderoso cardenal Ottaviani el
que lo hizo. En su u intervención estuvo, al decir de Congar, “malhumorado
y agresivo”; afirmó que “antes incluso de que este esquema fuese
disrtibuido… ya se había redactado un esquema alternativo”424. Lo cual era
verdad. Gerad Philips, el teólogo de Lovaina, había sido encargado, a
petición del cardenal Suenens, de la redacción de un nuevo esquema. La
crítica más demoledora y contundente salió de labios del obispo de Brujas,
monseñor Smedt, quien, sin pelos en la lengua, calificó el esquema de la
Comisión, el esquema de Ottaviani, de triunfalismo, clericalismo y

421
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó … 204
422
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó … 206 y ROUQUETTE, R., en ETUDES 1963, 5 y 104
423
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó … 192
424
O´MALLEY, j., ¿Qué pasó … 209
263

juridismo. En tono parecido, el cardenal Frings se preguntaba si el esquema


era católico; en su opinión no lo era. Su contenido le parecía muy sesgado.
El texto romano no había tenido en cuenta la eclesiología que durante más
de cien años se venía enseñando fuera de Roma, así como tampoco había
tenido en cuenta la doctrina de los Padres. En su largo texto se escondía y
latía el espíritu del tratado De Ecclesia Christi del cardenal Billot publicado
por primera vez en 1898. La Iglesia aparecía como un Estado soberano con
todo lo necesario para funcionar por sí misma.
Dentro del marco de réplica al esquema De Ecclesia intervino el cuatro
de diciembre el cardenal Suenens. Aprovechó la ocasión para desmarcarse y
ofrecer a sus hermanos en el episcopado una alternativa que iba más allá de
este y otros venideros esquemas, apelando al nuevo orden y programa que,
en su opinión, debía darse el concilio. Un programa que tenía un único eje:
la Iglesia tanto en lo que miraba a sí misma (ad intra) como en lo que miraba,
hacía referencia, hacia fuera (ad extra). El programa al que nos estamos
refiriendo lo había expuesto el cardenal de Malinas en su carta pastoral de
cuaresma de 1962. Muy pronto se hicieron eco de ella en Roma. De hecho,
el secretario de estado, Cicognani, convocó una reunión en el colegio belga
de Roma a la que fueron invitados Döpfner, Montini, Siri y Lienart.
El programa al que con la anuencia del papa y de los más importantes
e influyentes cardenales invitaba Suenens tenía un eje y un tema central
desde los cuales se podía organizar el plan de renovación al que aspiraba el
concilio. Era el de “la Iglesia de Cristo, luz del mundo, Eclesia Christi, lumen
Gentium”425. Al tiempo que la Iglesia se concentraba y miraba dentro de si
misma, tenía por invitación de Cristo y por necesidades de los tiempos que
mirar hacia fuera. La Iglesia tenía que aprovechar el concilio para un triple
diálogo: el diálogo con su propia militancia, el diálogo con los hermanos
separados, es decir el diálogo ecuménico y el diálogo con el mundo moderno.
La asamblea, haciendo suyo el programa de Suennes, respondió con
un sonoro aplauso. De esta manera, concluye O´Malley, el concilio
recuperaba la iniciativa y unificaba sus propuestas de trabajo; más aún, los
padres conciliares advirtieron que los textos originales que estaba por
presentar y los ya presentados “necesitaban algo más que meros retoques” y,
finalmente, se aludía a un nuevo documento no previsto hasta ese momento:
un documento en el que la Iglesia abordase sus relaciones con el mundo
actual, la futura constitución pastoral Gaudium et spes.
Amén de estos significativos cambios, antes de clausurar la primera
etapa conciliar se anunció la constitución de una Comisión Coordinadora,
dependiente de la secretaria de estado, clave en el funcionamiento posterior
del Concilio. También les quedaba claro a los padres conciliares y a la

425
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó …, 214.
264

opinión pública “la reelaboración completa de los trabajos realizados por las
Comisiones preparatorias”.
En suma, el concilio que había comenzado con un programa definido
y claro y dentro del derecho canónico, un programa de marcado signo
romano, tras la contestación de la mayoría de los padres se orientó hacia un
programa que debería ser sacado entre todos, bajo la batuta del papa, cuyo
eje era la salud de la Iglesia y no el dogma y las verdades del credo católico.

El segundo período. (Septiembre-diciembre de 1963)


El tiempo transcurrido entre la finalización del primer periodo del
concilio y la fecha de inauguración del segundo fue tan denso como
prometedor. Juan XXIII, dos meses antes de su muerte, publicaba su última
encíclica: Pacem in Terris. Una encíclica rompedora en la que se recogían
muchos de los temas que preocupaban al mundo y a la Iglesia y que sería
profundizados en la futura Gaudium et Spes. Finalmente, fallecía el 3 de
junio de 1963.
En los que respecta a la marcha ordinaria del concilio, la Comisión
Coordinadora llevó adelante una auténtica poda de los esquemas conciliares
preparados por las distintas comisiones y dicasterios. Presidida por
Cicognani los redujo a 17; el último, con un título incierto, unas veces el
esquema 17, otras el 13, sería el que estudiaría las relaciones de la Iglesia
con el mundo contemporáneo.
Mantuvo, como parecía, lógico, aunque muy reformado,
prácticamente nuevo, el esquema De Fontibus. Este esquema daría paso al
decreto Dei Verbum. Reelaboró, siguiendo las instrucciones de Cicognani, el
nuevo esquema De Ecclesia, redactado por Philips. Se dejaba de hablar de
“La naturaleza de la Iglesia” para hablar y profundizar: “Sobre el misterio de
la Iglesia”; además, el tema de la colegialidad y las relaciones de los obispos
con el papa sería un punto capital. Y lo más importante se volvió a revisar el
Reglamento del Concilio.
Estos y otros muchos trabajos se coronaron con el fallecimiento del
papa Juan XXIII el 3 de junio de 1963. En el sucesivo cónclave, difícil según
los entendidos, salió elegido papa el cardenal de Milan, Juan Bautista
Montini. Éste no perdió el tiempo y fijó su atención en el estudio de la
agilización y de la buena marcha del concilio, que se daba por segura. Se
prolongó la Comisión coordinadora y también, encomendándole una misión
de vigilancia, el Consejo de los Presidentes. Se creó el cuerpo de los cuatro
moderadores con la misión de presidir y moderar las asambleas generales y
el trabajo del concilio; los cuatros moderadores fueron los cardenales:
Döpfner, Lercaro, Suenens y Agagianian. El engranaje entre estos tres
cuerpos no siempre resultó fácil, creándose a menudo problemas en el
funcionamiento ordinario del concilio.
265

Ocho días antes de la inauguración de la segunda etapa conciliar, 21


de septiembre, el papa se dirigió a los miembros de la Curia Romana. Les
aseguró que el Concilio no entraría en la reforma de la Curia; les pidió
colaboración y les insinuó que aceptasen los cambios y las reformas que
estaban por venir. Finalmente, el 29 de septiembre el nuevo papa inauguraba
la segunda etapa del Concilio. La Iglesia, sobre la que estaba preparando una
encíclica, se había convertido y por lo tanto sería el tema central del concilio.
De todos los trabajos y actuaciones llevadas a cabo por el papa en lo
referente al concilio se desprendían una serie de consecuencias: Pablo VI se
mostraba mucho más vigilante frente al concilio que su predecesor; “a veces
daba la impresión de querer competir con el concilio”; parecía estas
dispuesto a actuar como árbitro en las disputas procedimentales; en cuanto
pudiera se esforzaría a la hora de votar por la unanimidad y, finalmente, se
veía “a sí mismo como el guardián de la ortodoxia en el concilio”426.

Uno de los primeros temas que se abordó fue el de la constitución de


la Iglesia. Se partía de un esquema nuevo, el elaborado por el belga Philips;
estaba estructurado en cuatro grandes capítulos: la Iglesia como misterio, el
ser de la Iglesia; su estructura jerárquica, en particular el tema del
episcopado; el pueblo de Dios y el relevante papel de los laicos y, por último,
la vocación a la santidad de la Iglesia.
Muy dignas de tenerse en cuenta fueron las dos primeras
intervenciones en las que, de modo general, se hacía una valoración del
esquema sobre la Iglesia. La intervención del cardenal de Colonia, Frings,
manifestaba con cierta satisfacción que la Iglesia se presentase con un ropaje
distinto a cómo se había venido presentado; un ropaje menos jurídico, más
personal, bíblico y pastoral. La Iglesia era el sacramento fundamental, la
Iglesia, a su vez, presentaba una fuerte impronta escatológica. Frings deseaba
se estableciese un nexo más orgánico entre el aspecto del cuerpo místico y
el del pueblo de Dios. La intervención, en cambio, del cardenal de Génova,
Siri, advertía que por la ambigüedad de las formulaciones del nuevo esquema
se podían correr serios riesgos a la hora de concluir qué es la Iglesia.
No vamos a entrar en el detalle de las discusiones que se siguieron días
después. No hubo, lo impedía la existencia de muchas procedencias y
sensibilidades, acuerdo sobre la naturaleza mística de la Iglesia. Tampoco
hubo unanimidad en torno al punto concreto del papel y misión de los
obispos dentro de la Iglesia; temática que seguía estando como hipotecada
por el poder jurisdiccional del Papa y por el dogma del Vaticano I. Se
manifestó, por otra parte, una fuerte discrepancia entre dos posturas
alternativas en todo lo referente a la colegialidad del episcopado.

426
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó … 232-233
266

Dada la variedad de opiniones así como el pronunciamiento de


tendencias opuestas, la dirección del Concilio determinó cursar una especie
de encuesta para saber con exactitud qué pensaba una asamblea tan numerosa
de la que apenas se tenía noticias ya que el número de sus intervinientes no
llegaba al diez por ciento. Las preguntas que finalmente se hicieron el 29 de
octubre de 1963 eran estas: ¿la consagración del obispo constituía el grado
supremo del sacramento del orden? 2123 padres respondían positivamente,
34 en contra; ¿los obispos podían formar parte “del cuerpo de los obispos”
(colegialidad)? 2049 síes, 104 noes. ¿Si el corpus o collegium episcoporum
debía considerarse como sucesor de los apóstoles y sí junto al romano
pontífice, nunca en su contra, gozaba de potestad plena y suprema sobre
todas las Iglesias, 1808 placet y 336 non placet. Cuarta, si este poder era de
derecho divino? 1777 votos a favor, 408 en contra y, por fin, ¿si consideraba
conveniente restaurar el diaconado permanente? 1558 placet y 525 non
placet. Los resultados de esta encuesta servirían de guía en las discusiones
posteriores.
Tan significativa como la encuesta fue el que el que el tema del laicado
fuera tratado antes que el de los obispos. Otra de las novedades sería,
siguiendo a los cardenales Alfrink, Bea y al patriarca Maximos IV, la
postulación de una especie de consejo permanente, formado por eclesiásticos
y obispos, que asesorase al papa en el gobierno directo de la Iglesia. Lo que
le llevó a escribir a Jedín: “estamos ante una nueva orientación secular del
estatuto eclesiástico”.
La segunda mitad del mes de noviembre y los primeros días de
diciembre se dedicaron a la presentación de los esquemas sobre el
ecumenismo y sobre los medios de comunicación social. No entramos en
ellos.
Nos parecen mucho más importantes las modificaciones que
lentamente y muy en relación con lo que se venía discutiendo se fueron
produciendo en todo lo referente a la organización y dirección del concilio.
La discusión de la colegialidad de los obispos alteró algunas de las
estructuras del gobierno de la Iglesia y muy en concreto de la apropiación de
lo que el Concilio quería estudiar y proponer: Durante el Vaticano I y primer
período del Vaticano II, “el único sujeto de autoridad era el papa, aunque
fuera con la aprobación del Concilio, la nueva versión incluía tres momentos:
el juicio de los obispos, la aprobación del papa junto con los padres, para
cumplir el procedimiento deliberativo sinodal; y, finalmente, la
promulgación por parte del papa”. En este período se aprobaron los decretos
sobre liturgia y sobre los medios de comunicación social. La Sacrosanctum
Concilium, decreto sobre la liturgia, concede teológicamente a la liturgia un
puesto muy relevante como actualización del misterio pascual de Cristo y la
plena autorrealización de la Iglesia,
267

Entre el segundo y el tercer período, el nuevo papa viajó a Jerusalén;


allí abrazó al patriarca de Constantinopla, Atenágoras. En lo referente a la
puesta en marcha del Concilio durante los últimos días del mes de enero fue
instituido el Consilium ad exequendam Constitutionem de sacra liturgia. Fue
nombrado presidente el cardenal Lercaro, cardenal de Bolonia, y secretario
el sacerdote Bugnini. Mucha más importancia para el desarrollo del Concilio
tuvo lo que se ha venido llamando el plan Döpfner, es decir la creación de
una comisión coordinadora. Su misión, llena de inconvenientes y
dificultades, no era otra que la de aportar criterios para conducir hacia su fin
las intervenciones de los padres conciliares, la selección y limitación de los
esquemas que se debían estudiar, presentar y redactar; en un principio se
pensó que bastaría con seis. Todos ellos tenían mucho que ver con la Iglesia.
Al tiempo que se iban produciendo estas iniciativas, la masa conciliar, cada
vez más enfrascada en su trabajo y cada vez más conocedora de la
importancia de los temas que tenían que estudiar y aprobar, comenzó a
manifestarse más libremente. Diversos grupos de obispos, liderados por los
cardenales Ruffini427 y Micara, remitieron al papa consideraciones muy
críticas respecto de la colegialidad tal como estaba recogida en la redacción
del nuevo esquema. Además, se creó un grupo, el Coetus internationalis
Patrum, en el que se agruparon padres de tendencia conservadora y que
acabaría teniendo un fuerte protagonismo en la tercera y cuarta sesión.

Tercera sesión del Concilio: 1964


Comenzaba, pues, el tercer período (14 de septiembre de 1964) con
una ceremonia de apertura muy distinta a la de 1962; en esta ocasión, el papa
se veía acompañado de igual a igual por una comunidad de concelebrantes;
el decreto conciliar sobre la Liturgia cobraba vida y se manifestaba al mundo
entero. En el discurso inaugural Pablo VI insistió, como para ablandar y
convencer a todos aquellos que temían que la colegialidad recortara el poder
del papa, en la dimensión jerárquica de la Iglesia y del primado pontífice,
eso sí aludiendo a la colegialidad, punto que ha sido interpretado por algunos
historiadores como si el papa manifestase la dirección por la que debería
orientar sus trabajos.
La Asamblea conciliar se veía, por otra parte, enriquecida con la
incorporación de cinco representantes de la Iglesias orientales, con la llegada
de nuevos auditores, de los cuales ocho eran laicos, provenientes, a su vez,
de África, Asia y Oceanía. Se constató la presencia entre los auditores de las
mujeres: ocho religiosas y siete laicas428, así como de 39 párrocos llegados
427
STABILE, F.M. Il Cardinal Ruffini el i Vaticano II. Le lettere di un intransigente, Cristianessimo nella
storia 11 (1990), 138.
428
Pablo VI dirigiéndose a un grupo de religiosas de la diócesis de Albano, les dijo: “Hemos dispuesto que
algunas mujeres cualificadas y devotas asistan, como auditoras, a algunos ritos solemnes y a algunas
concregaciones generales de la terera sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II. […] De vosotras,
religiosas, en primer lugar; y después de las grandes organizaciones femeninas católicas, a fin de que la
268

de todo el mundo. La presencia de la prensa y de los medios de


comunicación, igualmente, se multiplicaron; nunca una asamblea religiosa
había recibido tanta atención y nunca los comentarios, juicios y rumores de
los periodistas pesaron más en la Iglesia y en su tanto en los padres
conciliares. Muy pronto, empezando por los más acreditados se dieron
cuenta que el Concilio no terminaría en este período; debía alargarse. Se
impuso un ritmo de trabajo muy vivo; no había tiempo que perder. Uno tiene
la impresión de que además de iniciarse un nuevo período conciliar,
comenzaba lo más nuclear del Concilio. Comenzaba el Concilio.
La Iglesia y en concreto la colegialidad, tal como venía propuesto por
la comisión de coordinación, ocuparon el lugar más preeminente. Los dos
primeros capítulos sobre la constitución de la Iglesia no presentaron
problemas; éstos llegaron cuando se abordó la cuestión de la colegialidad.
Fue entonces cuando de manera diáfana apareció en el Concilio una mayoría
y una minoría. La discusión fue viva, apasionante y bastante más metódica
de lo que se ha escrito. Para resolver las graves dificultades que se cernían
sobre la asamblea conciliar, se presentó el esquema tal como venía preparado
por la comisión coordinadora, esquema prior, acompañado por otro en el que
se contestaba y trataba de desmontar los argumentos del primero, esquema
alter. El defensor del esquema alter fue el obispo Franic: discrepaba en que
los obispos por el mero hecho de ser consagrados recibiesen con la
consagración “la jurisdicción episcopal ipso facto”. Era el papa quien recibía
toda la potestad exclusivamente de Cristo, mientras los obispos la recibían
inmediatamente del romano pontífice y de Cristo sólo a través de esta
mediación. La posición que defendía lo contrario la hicieron suya los obispos
Parente, Henrique Jiménez y el cardenal König. Salió adelante esta
proposición, la prior.
Otro punto que levantó posturas encontradas fue el de la libertad de
conciencia. Para el cardenal Ruffini ante la verdad, la religión católica era la
única verdadera, no cabía elección; a lo sumo tolerancia. Nadie era libre ante
la religión verdadera. Le contestaron en sentido contrario, entre otros, el
cardenal de Santiago de Chile y el obispo Colombo, teólogo personal del
papa, quienes defendieron que la libertad religiosa hundía sus raíces en la
vocación y en la conciencia de las persona; de no trabajarse por la libertad
religiosa se argumentaba se rompía la dinámica de diálogo con el mundo, no
se reconocía el derecho de todo hombre a buscar la verdad, la obligación de
obedecer la conciencia cierta ni tampoco se tendría en cuenta el carácter libre
y sobrenatural del acto de fe, no sometido al juicio de la autoridad pública.
Se saltó, a continuación, al tema de los judíos y al de la revelación,
para entrar de nuevo y muy de lleno en el llamado esquema XIII, la Iglesia

mujer sepa hasta qué punto la Iglesia las honra en la dignidad de su ser y de su misión humana y cristina”.
Tomado de RAGUER, H., Réquiem por la cristiandad. El Concilio Vaticano II y su impacto en España,
Barcelona 2006, 270.
269

en el mundo. Tampoco en esta ocasión se avanzó lo suficiente, enfrentándose


visiones opuestas de cómo llevar adelante la presencia y el diálogo de la
Iglesia con el mundo contemporáneo. Visiones que de seguir adelante sin
converger en puntos comunes podrían poner en cuestión la continuidad y
marcha del Concilio. Fue justamente en estos momentos, cuando
concretamente se tenía que aprobar el decreto sobre el ser de la Iglesia,
cuando la Comisión teológica, con la anuencia del papa, consideró necesaria
la publicación de una Nota explicativa y una carta del papa a los padres
conciliares, en la que se precisaba el término colegio. “Esta nota, redactada
por el canonista Wilhelm Bertrams, no era un documento conciliar
propiamente dicho, sino una mera determinación del papa”, que
evidentemente ayudó y en cierto modo dirigió la votación sobre el decreto
sobre la Iglesia. En la nota se subrayaban una vez más las prerrogativas del
primado, que podía también actuar por sí solo, sin el colegio, y de también
se rechazaba un concepto de la colegialidad que pudiera de cualquier modo
atentar contra los derechos soberanos del papa.
La votación a la que nos estamos refiriendo tuvo lugar el 15 de
noviembre. Al día siguiente quedó aprobada la redacción en la que se
abordaba el controvertido tema de la colegialidad. Finalmente, el 21 de
noviembre quedaba aprobada la constitución dogmática sobre la Iglesia, la
famosa Lumen Gentium y días después los decretos sobre las Iglesias
orientales, Orientalium Ecclesiarum, y ecumenismo, Unitatis redintegratio.
La importancia de este último decreto viene avalada por el reconocimiento
que en él se hizo del mundo luterano: un documento “tan importante que
ninguna Iglesia puede permitirse ignorarlo. Este ha creado una nueva
situación en las relaciones entre la Iglesia romana y las otras. Todas las
Iglesias deberán estudiarlo con atención y comprobarán con alegría las
nuevas posibilidades que abre”.
Concluía el tercer período del Concilio con un discurso del papa,
discurso a medio camino entre la valoración de todo lo hecho y el modo
cómo debía entenderse y asimilarse, con una especial atención al papel de la
Virgen María dentro de la Iglesia, a la que se le dio precisamente este título,
María Madre de la Iglesia.

Cuarta y última sesión (1965)


La cuarta y última sesión conciliar, propiamente, comenzó nada más
terminar la tercera. Los diez meses que quedaban hasta la inauguración de la
que sería la última sesión se dedicaron a la revisión y reelaboración de los
últimos esquemas: el famoso esquema 13 y el que tenía como objetivo final
la libertad religiosa.
En contra de la tradición de historia conciliar, Pablo VI quiso, por una
parte, acelerar la finalización del concilio y, por otra, intervenir más de lo
que sus predecesores habían intervenido en los concilios que les había tocado
270

convocar. Pablo VI a su modo supervisó el trabajo de las comisiones y las


temáticas que iban a desarrollar. Todo ello, como reconoce O´Malley, tuvo
sus consecuencias: los peritos trabajaban dentro del marco teológico
orientado por el pontífice; el trabajo de algunas comisiones, como por
ejemplo la Comisión Coordinadora, apenas tuvo importancia y, finalmente,
si ya en la etapa anterior el papa había sido solicitado mucho más lo sería en
esta última etapa.
La última y cuarta etapa del concilio, esto era lo que decidió el papa,
comenzaría el 14 de septiembre; debería terminar, eso era lo que pensaba el
papa aunque no se atrevió a fijar una fecha, bastante antes de la navidad. Pero
antes de llegar a esa fecha quedaba mucho por hacer. Había que cerrar y dejar
lo mejor preparados los esquemas que todavía no se habían aprobado y que
después de fuertes debates habían sido devueltos para su perfeccionamiento,
debate y aprobación final. Los peritos conciliares tenían que enfrentarse y
ponerse de acuerdo en temas como la revelación y la tradición, la libertad
religiosa, la presencia de la Iglesia en el mundo actual y abordar nuevamente
el esquema de la Unidad de los Cristianos, o lo que es lo mismo abordar el
tema de los judíos y de la religión judía.
Los peritos, dentro de lo que pudieron, trabajaron en silencio; silenció
que se tradujo en presiones, críticas, alusiones permanentes, cartas a la
opinión pública y al papa, artículos, una verdadera campaña política a favor
de sus opiniones y en contra de las de los demás. Siri en carta al papa se
oponía tal como estaba al decreto de la libertad religiosa, que llevaría a la
Iglesia a la admisión del indiferentismo, interpretamos nosotros, tal como lo
entendiera en 1832 Gregorio XVI, y al dominio del pensamiento de Maritain
y sus discípulos en todo lo concerniente al diálogo de la Iglesia con el mundo,
el famoso esquema XIII. Carli criticaba el esquema de la Unidad de los
cristianos, en el que se presentaban las relaciones de la Iglesia con el
judaísmo y con los judíos. La cuestión nuclear era si el documento debía
seguir calificando a los judíos de deicidas, posición defendida a ultranza por
el obispo Carli y los miembros de la minoría, o no. Finamente el papa decidió
que no y, además, pidió a los que le molestaban que en vez de trabajar por la
división debían orientar su inteligencia e influencia hacia la unidad y la
serenidad. días antes se fueron haciendo públicas una serie de matizaciones
de los más representativos eclesiásticos en las que manifestaban sus
discrepancias en torno a los decretos y documentos que faltaban por aprobar.
Así las cosas, Pablo VI, con el desconocimiento de muchos de sus
colaboradores, publicaba el mismo día en que se abría la cuarta sesión del
concilio un motu proprio: Apostolica Sollicitudo por el que se aprobaba la
creación del Sínodo de los obispos. Parecía que con esta iniciativa el papa
respondía a los deseos de descentralización del gobierno de la Iglesia,
pedidos, entre otros, por Máximos IV y Lercaro, y alentaba la colegialidad.
Nada más lejos de la realidad. La Apostolica Sollicitudo, afirma O´Malley,
271

debe ser considerada “sobre todo como una expresión del primado papal, no
de la colegialidad episcopal”. El texto, sigue afirmando, “desconectaba la
colegialidad de su fundamento en la realidad institucional de la Iglesia”429.
Si los discursos inaugurales anteriores habían sido esperados con una
cierta expectación, el de la cuarta sesión lo fue todavía más. Dos años
después de su elección, Pablo VI por timidez cálculo o sencillamente por
razones de gobierno no era del todo comprendido por la asamblea conciliar
ni tampoco por la opinión pública430. Se le alababa hasta el exceso o se le
temía hasta el miedo. ¿Cuál sería el tono y sobre todo el contenido del último
discurso inaugural del concilio? ¿Por dónde saldría esta vez el papa?

“Este Concilio es algo grande”, proclamaba el papa en su discurso


inaugural del 14 de septiembre. La asamblea conciliar debía asumir su
servicio y su misión en un triple acto de amor a Dios, a la Iglesia y a la
humanidad. El papa anunció la creación de los Sínodos de la Iglesia
universal. Si por parte de la dirección de la Iglesia, todo parecía dispuesto
para la feliz conclusión del Concilio, días antes se fueron haciendo públicas
una serie de matizaciones de los más representativos eclesiásticos en las que
manifestaban sus discrepancias en torno a los decretos y documentos que
faltaban por aprobar. Siri en carta al papa se oponía tal como estaba al decreto
de la libertad religiosa, que llevaría a la Iglesia a la admisión del
indiferentismo, interpretamos nosotros, tal como lo entendiera en 1832
Gregorio XVI, y al dominio del pensamiento de Maritain y sus discípulos
en todo lo concerniente al diálogo de la Iglesia con el mundo, el famoso
esquema XIII.

La discusión se llevó a cabo. Los puntos de partida de los


intervinientes fueron muy diferentes; acabaron imponiéndose las propuestas
de los que entendían la libertad de conciencia y la libertad como un derecho
que la Iglesia tenía que respetar y sobre todo asumir. La intervención del
arzobispo de Praga, cardenal Beran, tuvo mucho peso. Dado que el acuerdo
no se alcanzaba y que el Concilio se veía frenado y enquistado en asunto tan
importante, se decidió, con no pocos problemas, preguntar, es decir
reconducir, el estado de la discusión con una pregunta, lenta y cuidadamente
formulada, para conocer de hecho qué es lo que pensaba la asamblea
conciliar después de tan intensa y fogosa discusión. La respuesta satisfizo a
la dirección del Concilio: 1997 padres daban su placet, 224 declaraban estar
en contra.
Dos días después quedaron aprobados tres decretos y dos
declaraciones: los decretos Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los
obispos; Perfectae caristatis, sobre la renovación de la vida religiosa;
429
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó … 320
430
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó … 394-395
272

Optatam totius, sobre la formación sacerdotal. Y las declaraciones


Gravissimun educationis sobre la educación y Nostrae aetate sobre las
relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
Enfervorizados y animados con la aprobación casi unánime de tantos
y tan concretos decretos y declaraciones, el Concilio enfilaba su recta final.
El papa aprovechó la ocasión para marcar la línea que de aquí al final tenía
que recorrerse. Véase su discurso del 18 de noviembre de 1965. En él el papa
hacía una lectura muy particular y a la vez muy objetiva del concilio; en su
opinión la fase preparatoria e inicial estuvo marcada por “la esperanza y por
sueños casi mesiánicos”; la del desarrollo se caracterizó “por la
problematicidad” que introdujo en la opinión pública una serie de tensiones
que culminarían en “la duda acerca de la verdad (…) y acerca de la
autoridad”, hasta que “la voz del Concilio empezó a hacerse sentir: llana,
meditada, solemne; y por último tras los pronunciamientos de la asamblea
que habrían servido para determinar “la forma de la vida de la Iglesia”, se
inauguraba el “tercer momento”, descrito por el papa en dos frases: en las
que se expresa un juicio sobre el inmediato pasado y un programa para el
futuro: “Acaba la discusión y empieza la comprensión. Después de remover
los campos con el arado, hay que proceder a cultivarlos con normalidad para
que den fruto”. En pocos días quedaron aprobados el decisivo decreto Dei
Verbum sobre la revelación, decreto con matices muy diferentes a los
asentados y defendidos en el decreto Dei Filius del Vaticano I y el no menos
interesante Apostolicam actuositamen sobre el apostolado de los seglares.
Faltaban por aprobar los decretos sobre la libertad religiosa y sobre las
relaciones de la Iglesia con el mundo. Antes de aprobarlos se concluyó con
la aprobación de los decretos Ad gentes sobre las misiones y Presbyterorum
ordinis sobre la vida y misión de los sacerdotes. Finalmente se aprobaba el
decreto Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa y ya embocando la
línea de meta del Concilio, el decreto pastoral Gaudium et spes, coronado
con un mensaje del Concilio a la Humanidad.

BALANCE DEL VATICANO II

Antes de entrar propiamente en la exposición de los logros y también


de sus relativos fracasos, conviene advertir que nunca estuvo en el ánimo del
papa Juan XXIII vincular, más allá de la tradición de la Iglesia, el nuevo
Concilio, el Vaticano II, con el Vaticano I. Sin ser distintos quería y aspiraba
a que fuesen diferentes: diferentes en sus planteamientos, en su metodología,
en sus logros y en sus fines. El nuevo Concilio, afirmaba Juan XXIII a tiempo
y a destiempo, tendría que ser un Nuevo Pentecostés, abierto a las realidades
de la vida del espíritu, a las necesidades del mundo y de la entera humanidad
y a lo que la Iglesia pudiese ofrecerles desde el punto de vista del espíritu,
de la palabra de Dios, de su tradición y de su propia historia y misión. Lo
273

que no impide que su sucesor, el papa Montini, afirme al hilo de la


aprobación de la Lumen Gentium, en la que se debatía la naturaleza de la
Iglesia, que entre el nuevo Concilio y su predecesor “se había completado la
obra doctrinal del primer concilio ecuménico Vaticano”.

1. La convocatoria, celebración y puesta en práctica del Vaticano II


supuso un acontecimiento de gran alcance. Ni los dogmas del primado
pontífice ni el de la infabilidad impidieron el que la Iglesia, abierta al
Espíritu, aspirase a la celebración de un Nuevo Pentecostés

2. La asamblea conciliar se convirtió en una extraordinaria caja de


resonancia tanto de los problemas de la Iglesia como de los problemas de la
humanidad. Muchos fieles se unieron a las intenciones de la Iglesia y
compartieron entre ellos y con el mundo el advenimiento del Nuevo
Pentecostés soñado para la Iglesia y el mundo por el papa Juan XXIII.

3. Los medios de comunicación estuvieron presentes y con la


ambigüedad propia de su naturaleza, dieron una notable publicidad a lo
tratado en el Concilio.

4. En medio del clima optimista de los años sesenta y de los arrebatos


utópicos de la Iglesia católica de este tiempo, se impulsó la reformulación
global de la doctrina y de la vida católica. Una reformulación costosa y que
exigió en determinados momentos y coyunturas la intervención del papa. El
papel del papa ha sido hasta ahora el mayor que un papa ha tenido en un
Concilio. Tanto Juan XXIII como sobre todo Pablo VI trataron con su
autoridad problemas puramente metodológicos como doctrinales; todo ello
con un criterio y una finalidad siempre respetuosas con su propio carisma y
misión: la búsqueda de la unidad de la Iglesia, unidad moral en algunos
casos, y la tutela de la fe.

5. Las experiencias personales y comunitarias que los obispos vivieron


durante el Concilio, los debates en los que reexaminaron su propia fe y los
esfuerzos que todos ellos tuvieron que hacer para sacar adelante el Concilio,
hicieron que en los obispos se acrecentase un fuerte sentido de su
corresponsabilidad, de la corresponsabilidad episcopal por la Iglesia
universal. Algo que para el gran historiador Jedin suponía “una huella
importante en la historia de la Iglesia”. Corresponsabilidad que en ningún
momento supuso ni en la actualidad supone rebajar la importancia y el papel
central en el gobierno y en la vida de la Iglesia del sucesor de Pedro, del
papa. Su misión, pese a lo que pueda decirse, fue reforzada, tal como se puso
de manifiesto en algunas de las coyunturas más críticas del mismo Concilio
274

así como en las relevantes intervenciones del papa lejos del Concilio como
fue en Jerusalén, Nueva York y Nueva Delhi. Corresponsabilidad expresada
en el juego de la colegialidad, que hizo y hace a todos los obispos
responsables del gobierno entero de la Iglesia, más allá de sus respectivas
diócesis e iglesias nacionales, sin olvidarse, por supuesto, en comunión con
sus presbíteros y pueblo del gobierno de sus respectivas diócesis.

6. Desde el punto de vista de los contenidos, el Concilio supuso


avances significativos: la celebración del misterio litúrgico en la vida de la
Iglesia se considerará a partir del Concilio como el verdadero sostén de la
comunidad de los fieles; la nueva visión eclesiológica supondrá el
reconocimiento de la originalidad de las Iglesias locales y del laicado así
como una revalorización de la unión de todos los cristianos y aún de todos
los hombres. Las consecuencias prácticas de estos y otros decretos se
evidenciaron en una profunda renovación en el campo de la liturgia y en el
de las estructuras de gobierno de la Iglesia en instituciones tan típicas dentro
de la Iglesia de nuestros días como el fortalecimiento de las Conferencias
episcopales nacionales, la celebración de los Sínodos y hasta los consejos
parroquiales.

7. Por primera vez en la historia de la Iglesia se fue dando curso al


establecimiento progresivo de ciertas representaciones democráticas y de
modelos participativos donde imperan la libertad y la igualdad. Las
instituciones de la Iglesia comenzaron, en consecuencia, a adecuarse a los
cambios sociales, sin que por ello perdiesen mucho de su originalidad como
comunidad instituida por Cristo para el servicio de la humanidad.

8. La Iglesia, finalmente, con la aprobación de la Gaudium et spes


aceptó su propia responsabilidad en los asuntos capitales del mundo,
especialmente en todo lo referente a la paz y seguridad mundiales. Dicho
acercamiento no se hizo desde la confrontación ni desde el anatema sino
desde la simpatía a la historia del mundo y de los hombres.

9. Pero por encima de todo el Vaticano II supuso una verdadera vuelta


a las fuentes de la fe. La inspiración cristiana alumbró documentos tan
propios y característicos del Concilio como la Sacrosanctum concilium y la
Dei Verbum, lo que determinó que la palabra de Dios fuese acogida
comunitariamente en la celebración de los misterios, asimilada
personalmente, y transmitida sin rémoras ni distinciones a todos los
cristianos, para de esta manera obtener el juicio y la salvación, razones para
la esperanza y fuerzas para construir, sin barreras ni discriminaciones, la
fraternidad humana.
275

10. Finalmente, las cuatro Constituciones, las tres Declaraciones y los


nueve Decretos aprobados, como fruto de su coherencia interna, todos ellos
giran en torno a la Constitución sobre la Iglesia, la Lumen Gentium,
constituyendo un cuerpo con la misma doctrina; unos de carácter más
dogmático, otros de carácter más pastoral. En definitiva, todos los
documentos aprobados por el Vaticano II tratan de impulsar y procurar la
extensión y la consolidación del Reino de Dios sobre la tierra.

EL POSTCONCILIO
Aunque mucho se ha escrito sobre el posconcilio mucho queda todavía
mucho por escribir. La impresión es que su recepción, por buena que fuese,
podía ser cuando menos tormentosa. En abril de 1964, cuando todavía
faltaban unos meses para comenzar la cuarta sesión, se corrían por Roma
notas como esta: “Hay quien piensa, se decía en una nota anónima que le
había llegado al papa y que él pasaba al cardenal Bea, que el Concilio está
excesivamente dominado por la presencia de los hermanos separados y su
mentalidad. Que el Concilio ha visto menguada su libertad psicológica.
Parece como si fuera más importante agradar a los hermanos separados que
salvaguardar la coherencia de la Iglesia católica. El Concilio de Trento y el
Vaticano I no parecen ejercer la debida orientación doctrinal sobre el
Concilio. Se desatiende la autoridad del magisterio eclesiástico a favor de las
opiniones ´progresistas´, que son con frecuencia las protestantes o de
tendencias irenistas o laicas. Las opiniones de los peritos prevalecen sobre
las de los documentos pontificios y sobre las de muchos obispos solícitos y
deseosos de conservar para el pensamiento católico la función de custodio o
intérprete del patrimonio doctrinal derivado de la revelación y tradición de
la enseñanza eclesial”.
Además de estos panfletos, en los meses finales del Concilio
proliferaron cartas y notas remitidas directamente al papa, muchas de ellas
por miembros del Coetus internationalis, en el que se dibujaba el
postconcilio con trazos nada esperanzados. Ante este clima, Pablo VI se
pronunció en una audiencia pública, fechada el 28 de julio, en la que
invitaba al pueblo cristiano a “ponerse en estado de vigilancia espiritual”,
para que el Concilio fuese “un momento renovador y decisivo en la vida de
la Iglesia. Vigilancia quiere decir tensión, humildad, capacidad para aceptar
las novedades y gozar de ellas… No podemos decir que esté igualmente en
sintonía con la espiritualidad del Concilio la actitud de los que aprovechan
la ocasión de los problemas que este plantea y de las discusiones que genera
para estimular, en sí y en los demás, un espíritu de inquietud y de reformismo
radical, tanto en el campo doctrinal como en el disciplinar, como si el
Concilio fuera ocasión propicia para poner en cuestión dogmas y leyes que
la Iglesia ha escrito en las tablas de su fidelidad a Cristo el Señor”.
276

En esta misma línea abundó el arzobispo Pellegrino, estudioso del


antiguo cristianismo, al final del debate sobre el esquema XIII, anunciando
parte de los males con los que se iba a enfrentar la Iglesia universal una vez
concluido el Concilio. Decía así: “En la fase posconciliar se pueden prever
fácilmente dos peligros: por un lado, existirá la tentación de debilitar y anular
las normas del Concilio que cambian las viejas costumbres; y otros, por el
lado opuesto, se convencerán de que todo lo viejo está pasado, y aceptarán
lo nuevo por el mero hecho de ser nuevo. Para evitar estos riesgos serán
necesarios en los sacerdotes no solo la obediencia humilde y fiel….ni
solamente el fervor de la vida interior, sino además la clara visión de los
problemas y de la realidad histórica en que estos problemas podrán colocarse
y resolverse”.
277

TEMA 13: EL PONTIFICADO DE PABLO VI (1963-1978)


ENTRE LA RENOVACION Y LA FRUSTRACION DEL
CAMBIO CONCILIAR431

Juan Bautista Montini nace en los alrededores de Brescia el 26 de


septiembre de 1897; será bautizado el mismo día, 30 de septiembre, en el que
moría en Lissieux la joven Teresa del Niño Jesús.
Hijo de padres acomodados; propietarios agrícolas, educados y
formados en las instituciones educativas que por entonces estaban abiertas
en los alrededores de Brescia y Milán. Su padre Giorgio, abogado y director
del diario católico de Brescia es el típico representante del Movimiento
católico italiano: activista católico, auxiliar de los eclesiásticos, colaborador
laico, hombre público y emprendedor. Su madre, una digna representante de
la burguesía de la clase media de las ciudades del norte de Italia y muy
religiosa. Giuditta Alghisi era su nombre de soltera, se mostró siempre celosa
de sus obligaciones; al pequeño Juan Bautista, enfermo del corazón y de no
muy buena salud, lo llenó de atenciones y enseñanzas. De ella aprendió el
francés y el recogimiento. Giudittta pertenecía a la tercera orden franciscana
y a diversas congregaciones asociaciones religiosas laicas. Junto con su
marido todos los días asistía a la misa. La fidelidad y admiración de su
segundo hijo, Juan Bautista, fue constante. Años más tarde en una larga
entrevista con Guitton dirá de sus padres: “a mi padre le debo los ejemplos
de coraje, la necesidad de no rendirse neciamente al mal, el juramento de no
preferir nunca la vida a las razones de la vida. Su enseñanza puede resumirse
en una palabra: ser un testigo. Mi padre no tenía miedo….. A mi madre le
debo el sentido del recogimiento de la vida interior, de la meditación que es
oración. Toda su vida fue un don. Al amor de mi padre y de mi madre, a su
unión… debo el amor a Dios y el amor a los hombres”432. En las últimas
cartas que dirigió a sus padres, su padre moría en enero de 1943, su madre
unos meses después, les decía: que “llamaba con los dedos” desde lejos,
desde Roma, a la puerta de su habitación de enfermo “ para proporcionarle
unos minutos de compañía…. pensando en tu coraje, en tu serenidad, de la
que siempre nos has dado ejemplo, en el bien que la providencia amorosa,
oculta incluso bajo sus dolores, en los dolores infinitos y mucho mayores del
mundo actual”433. Y en la última carta a su madre, dolorido, cansado y

431
Paul VI et la modernité dans l´Eglise. Actes du colloque organisé par l´École fraçaise de Rome (Rome
2-4 juin 1983), publiés avec le concours de l´Istituto Paolo VI de Brescia, Rome 1984, 875 pp en UPCo
1687/32. DORN, L.A., Pablo VI. El reformador solitario, Barcelona 1990. ACERBI, A., Paolo VI. Il Papa che
vació la terra, 1997. RICCARDI, A., El poder del papa, Madrid 1997, 255-430. DE LA HERA, E., La noche
transfigurada. Biografía de Pablo VI, Madrid 2002,
432
ADORNATO, G., Pablo VI. El coraje de la modernidad, Madrid 2008, 18.
433
DORN, L. A. Pablo VI… 162
278

entristecido, le decía: que “de la iluminada serenidad y la calma segura” de


ella sacaba fuerzas para superar su cansancio espiritual y para refugiarse en
la oración siguiendo su ejemplo. Para terminar diciéndole: “Ahora eres tu,
mamá, la que humanamente me sostiene y guía, para que no dirija la vista ni
la atención a la morada eterna, sino para que sirva con el mayor estímulo y
empeño fiel al reino de Dios, como vosotros dos me habéis enseñado
siempre”434.
Sus padres, como es natural, se preocuparon desde el principio de la
formación religiosa de sus hijos: los enviaron al colegio que la Compañía de
Jesús acababa de abrir en Brescia y allí se educaron hasta que ingresaron en
la Universidad. La formación del colegio en su caso y en el de sus hermanos
se vio completada con la que recibieron en las activas y modernas
congregaciones marianas que los sacerdotes del Oratorio de San Felipe Neri
dirigían para niños de su edad. Creció, por lo tanto, en un ambiente devoto
e intelectual.
Su salud fue siempre frágil. No pudo seguir el curso ordinario de los
estudios y vivió una cierta soledad, bien apoyada por amigos y sobre todo
por sus padres y directores espirituales, miembros de la Congregación de
Santa Maria de la Paz, como fueron los padres Caresana y Bevilacqua.
Ambos, personalidades muy definidas y muy bien preparadas, acompañaron
su proceso vocacional, le disuadieron por razones de salud en la petición de
ingreso en los benedictinos, disponiéndolo para que, en su lugar, ingresase
en el Seminario de Brescia; seminario al que ingresó cumplidos ya sus 19
años435.
La guerra como a tantos jóvenes de su generación le marcó
enormemente. Le sacó de sus ensimismamientos y le hizo tomar partido por
sus amigos y hermanos: creó una biblioteca para los que estaban en el frente
y cuando los soldados franceses llegaron a Brescia abrió la Casa del soldado
francés. Antes, en la más pura línea apologética, creó con sus amigos la
Asociación de estudiantes Alejando Manzini; asociación que salvaría a
muchos de ellos de las garras de asociaciones contrarias. Al final de la guerra,
estando ya en el seminario, publicó un largo escrito en el que analizaba la
situación posbélica. En dicho escrito, amén de lamentar tantas muertes
inútiles, se condolía con los heridos, con los huérfanos y con las viudas; en
su opinión, convenía atender y remediar antes los males morales que los
materiales. De lo contrario, afirmaba, la vida en tiempos de paz estaría
marcada por la amargura y el desencanto en vez de por una verdadera
reconciliación.
Su ingreso en 1916 el seminario de Brescia en 1916 no mejoró su frágil
salud. Sus padres, muy influyentes en la ciudad e iglesia local, lograron un
régimen muy particular: llegó a ordenarse sacerdote sin dormir ni una noche
434
DORN, L. A. Pablo VI… 164
435
DORN, L. A. Pablo VI… 23-29
279

en el seminario. Fue seminarista por libre. En su formación se mezclaron


muy libremente lecturas profanas, lecturas personales y lecturas religiosas y
muchísima actividad. Durante su tiempo de seminario logró con sus
compañeros consolidar la asociación de estudiantes católicos local y luchar
por lo que entonces creían esencial: la libertad de enseñanza. Al final él y
todos sus compañeros lograron uno de sus sueños: entrar en contacto con la
FUCI (Federación universitaria católica italiana)436 y con su capellán mayor,
el sacedote Pini. No se conformaron con esto. Meses más tarde lanzaron una
revista: la Fionda (La Fronda), en la que de manera asidua participó el joven
Montini y en la que fue responsable de su sección espiritual: In vía. Sin
saberlo se preparaba para el futuro.
Su formación seminarística y sacerdotal, como acabamos de decir,
tuvo mucho de autodidáctica y estuvo, pese a los esfuerzos de sus mentores,
llena de lagunas. Los manuales de Tanqueray le sirvieron de ayuda; lo que
no obsta para que sus biógrafos hablen de una formación ecléctica y sin
mucho fundamento; eso sí lo suficientemente amplia y flexible, rica en el
fondo, para ponerlo en contacto con los problemas de su tiempo. Parece, cosa
muy natural, que influyeron muy mucho los consejos y ayudas de su entorno
familiar. El abogado Luigi Bazoli, amigo de su padre, le llevó a Rosmini,
cuyas obras estaban condenadas por el Índice; el padre Semería, vuelto de su
exilio belga por sus querencias modernistas, lo puso en contacto con la
historia de la liturgia. Y el Padre Bevilacqua lo mantuvo culturalmente
hablando siempre vivo.
Montini en su infancia y juventud vivió la fiebre política que supuso
en 1904 el levantamiento por parte de la Iglesia del non expedit. Los Montini
y sus amigos optaron por la propuesta política que defendía por aquellos años
el sacerdote siciliano dom Sturzo y de la que nacería en 1919 el Partido
Popular Italiano; un partido en su esencia aconfesional, que abogaba por la
libertad de enseñanza, la defensa de la familia, la creación de cooperativas
agrícolas y la regeneración política y social. Su padre fue elegido tres veces
diputado. Esta experiencia política y su primer encuentro en Monte Cassino
con las juventudes de la FUCI, le prepararon para su ordenación sacerdotal.
Ésta tuvo lugar en mayo de 1920. Contaba 23 años y muy mala salud; una
salud tan endeble que aconsejaba ser ordenado lo antes posible.
Con una formación tan deficiente, su obispo decidió enviarlo a Roma
para que complementase su formación. Parece que no se tomó muy en serio
sus estudios gregorianos y que su estancia en el Colegio Lombardo se le hizo
pesada y aburrida. Como otros muchos estudiantes de su época compatibilizó
la enseñanza eclesiástica con la civil: compatibilizaba sus estudios en la
Gregoriana y en la Sapienza romana. Sus amigos siguieron siendo los de
Brescia y algunos otros romanos que le presentaba su padre. Durante su

436
MORO, C., L´Azione Catolica Universitaria. FUCI. 1950, 232
280

llegada a Roma, sin estar a disgusto, parece que no fue feliz. Al curso
siguiente con la inestimable ayuda de Longinotti, miembro del gobierno y
amigo de su padre, logró entrar en la Academia de nobles eclesiásticos. Pese
a las dificultades que entrañaban sus estudios muy orientados al derecho y a
la administración con el consiguiente abandono de las letras, logró asentarse
y sentirse a gusto por primera vez con personas alejadas de su ambiente.
Entre sus jóvenes compañeros encontró verdaderos amigos y sobre todo un
ambiente espiritual e intelectual que le hará crecer y sentirse en comunión,
en medio de no pocas dudas y vacilaciones, con la cultura imperante en
Roma de los años veinte. En la correspondencia con sus padres afirmará que
lo único necesario para descubrir el evangelio era participar en verdaderas
conversaciones y no en sesudas discusiones y debates, hablar desde y con el
corazón y dejarse llevar por la Providencia y no por la lógica. Con todo, su
formación culminaría con un doctorado no en Roma sino en Milán.
A sus veintiséis años, en 1923, es llamado, gracias a los habituales
buenos oficios de su padre y de su gran amigo Giovanni Maria Longinotti,
amigo, a su vez del papa Pío XI y del cardenal Gasparri, a la Secretaría de
Estado por Monseñor Pizzardo (1877-1970)437.
También en esta ocasión los comienzos fueron vacilantes. Vacilaba
entre formar parte de una congregación religiosa o seguir la vida sacerdotal
sin más. Será el abad del Monasterio benedictino de San Pablo extramuros,
el abad y futuro cardenal de Milán, A. Schuster, quién de manera definitiva
le desaconseje optar por la vida religiosa. A partir de ese momento ya no
dudó: optó por perseverar en el servicio de la Iglesia, inicialmente como
minutante de la Santa Sede. Su paso como funcionario de la Santa Sede en
la nunciatura de Polonia tampoco le resultó nada fácil. No pasó de ser un
subalterno para tareas menores. Sus ingresos económicos tuvieron que ser
complementados por sus padres y hasta por su protector el cardenal Pizzardo.
Antes de que se le echase encima el duro invierno polaco, tal vez con alguna
intervención de su padre, retornó a Roma.
Retorno incierto en lo político y en lo eclesiástico. El presente y el
futuro del Partido Popular italiano, en el que su familia paterna estaba
altamente implicada, no pasaban por su mejor coyuntura. La situación de
dom Sturzo, estorbada por la secretaria de Estado, seguía siendo muy crítica.
La sombra del fascio lo ocupa todo. Ante tanta incertidumbre, los Montini
consideraban que la suerte del PPI era que luchase por su independencia,
lejos de la influencia política y social del partido de Mussolini438.
437
DORN, L. A., Pablo VI… 53-57
438
“Fue funesto que la vida política de los católicos no pudiera desarrollarse con cuño católico. Primero,
a nuestro partido, convertido en el único puramente burgués, tal vez se le ha olvidado la tarea de dar un
ejemplo sereno y paciente de honradez, rectitud y de altos ideales frente al bizantinismo y chalaneo de
los otros partidos. En la medida en la que el Partido Popular se mantuvo fiel a su conciencia del deber y
espíritu de sacrificio, hubo de ser superado en la marcha providencial de las cosas por otros partidos, unos
partidos que actúan de un modo puramente laicista, partidos que en un delirio de autosuficiencia y orgullo
281

Estos graves inconvenientes se vieron compensados con su nombramiento


en 1923 como capellán del Círculo Romano de la FUCI439. El verano como
era habitual en él lo pasó en París.

Trabajador en la Santa Sede. En la Secretaria de Estado, sección de


Asuntos ordinarios, comienza como un simple minutante, es decir como
encargado de redactar, después de recibidas las instrucciones pertinentes, los
borradores para las copias de cartas, circulares…. Sus comienzos en la FUCI
romana fueron tan modestos como bien orientados. Deseaba despolitizar al
máximo dicho círculo para llenarlo de formación cristiana y para orientar su
vida de manera distinta a como se había entendido hasta entonces. No
obstante, le salpicaron susceptibilidades políticas y críticas que ligaban esta
sección de la FUCI con el PPI y con su familia.
En el verano de 1924 tuvo lugar una asamblea nacional de la FUCI en
Bolonia. Fue invitado el rey Víctor Manuel. La Santa Sede, encabezada por
Pío XI, reaccionó logrando la dimisión de su presidente y de su consiliario
general. Fueron sustituidos por Montini y por un estudiante del círculo
romano, Higinio Righetti (1904-1939). Ambos, no con pocos esfuerzos,
impusieron, frente a la politización que por aquellos años se vivía en la
universidad y en la sociedad italiana, una línea netamente cultural y religiosa.
Línea que no miraba tanto al presente cuanto a la preparación de
personalidades capaces de orientar el futuro en clave cristiana y en clave de
diálogo social. Esta estrategia fue acertada; de aquí surgió un grupo de
jóvenes, en el futro demócratas cristianos, como Aldo Moro, Guido Gonella,
Giulio Andreotti, que gobernaron Italia después de la Segunda Guerra
Mundial.
La clave del cambio y éxito de la FUCI radicó en tres puntos: atención
muy cuidada y esmerada a un minoritario grupo de estudiantes; al principio
no pasaban de una treintena; segundo, aprovechamiento de las revistas
(Studium y Azione Fucina) y de los medios de propaganda que la misma
institución fue sacando adelante y, tercero, y principal interiorización de la
religión y apropiación de la persona y de la doctrina de Jesucristo y de los
evangelios. De este esfuerzo nacía un cristianismo optimista, cristocéntrico,
comprometido por medio del testimonio y, en lo posible, alejado de la
polémica y de la apologética entendida como contienda. Un nuevo

se consideran capaces de salvar la nación. Eso me parece un signo de que no está afianzada, ni puede
estarlo, nuestra identidad de católicos confesores de la fe”, le escribía el joven Montini a su padre. En
DORN, A. L., Pablo VI… 75-76.
439
En carta dirigida a sus padres antes de partir de Polonia, además de confiarles su preocupación sobre
el presente y futuro de Italia, manifestaba de manera explícita su aprecio por la educación católica y por
sus juventudes: “Quiera Dios que para nuestro bien, y más aún para bien de toda la humanidad, que de
los acontecimientos presentes surja una generación más pura y más fuerte de jóvenes católicos: el
catolicismo italiano tiene que ser el patrón para el catolicismo mundial”, citado por Dorn, Pablo VI…. 73.
282

humanismo, en suma, alimentado desde diversas fuentes: el evangelio, una


concepción nueva de la liturgia y de la oración y una manera nueva de
presentar la cultura católica.
Por otra parte, Montini, aprovechando las circunstancias, comienza a
traducir y a hacer accesible la cultura moderna a los jóvenes universitarios
romanos e italianos. Entra en contacto decidido con la cultura francesa. Se
inspira, lee y hace traducir las obras que por aquellos años escribían Zundel
y Maritain. Del primero traduce al italiano su Poeme de la Sainte liturgia;
del segundo, en 1928, su Introduction general a la philosophie con prólogo
del mismo Montini en el que atacaba a los despiadados neotomistas e,
igualmente, criticaba tan velada como autorizadamente al ya rampante
fascismo italiano. Le culpabilizaba de haber roto con la tradición el
humanismo cristiano y le achacaba que ensalzase la libertad de los egoístas
y de los revolucionarios.
Con la llegada a Roma de su mentor Bevilacqua, abandona la sede
social de los capellanes de la FUCI, alquila una casa en el Aventino y
comienza una nueva etapa en su vida en la que estarán muy presentes los
siguientes puntos: una pequeña comunidad con sus amigos (Bevilacqua, De
Gaspari, Della Torre), un gusto muy grande por la liturgia benedictina y una
apasionada defensa del humanismo cristiano que significarán para él una
fuerte oposición al fascismo y una gran reserva a la firma de los Pactos de
Letrán. Estaba convencido, de ahí su crítica, que la Iglesia perdía libertad al
tiempo que lamentaba el que la Iglesia se aprovechase incluso
económicamente de un socio tan poderoso como comenzaba a ser por
entonces el estado fascista italiano. La firma de los acuerdos lateranos atrajo
a muchos estudiantes a la FUCI, muchos de ellos militaban también en la
GUF, Grupo Universitario Fascista. La dirección decidió excluir a todos los
que no abandonasen éste grupo.
Montini seguía empleando las mañanas en la Secretaría de Estado. En
su correspondencia paterna no parecía muy a gusto en su oficio de minutante.
Lo que le centraba y le daba vida eran los jóvenes universitarios. Supo
rodearse de colaboradores e impulsar y orientar la vida de los estudiantes
católicos en la siembra de la cultura y en la formación de las conciencias.
Toda esta actividad le acrecentaba su espíritu sacerdotal. El sacerdote,
escribía y predicaba por aquellos años, debe sentirse primero miembro e hijo,
antes que superior. Sus ideas educativas eran nuevas y por lo tanto contrarias
a muchas tendencias cristianas y a las nuevas prácticas fascistas. Todo ello
hizo que algunos de sus colaboradores y amigos como De Luca, se separasen
de él. Les parecía que la formación de los jóvenes era demasiado
parsimoniosa y lenta, impropia de aquellos tiempos.
La llegada a la Secretaria de Estado, 27 de enero de 1930, de Monseñor
Pacelli, aclaró su situación, animó su espíritu e incremento su productividad
283

y sobre todo aseguró su inserción en este grupo de trabajo, por ende, dentro
de las instituciones eclesiásticas.
El año siguiente, 1931, fue un año difícil para Montini, para la FUCI,
para la Iglesia italiana y para el estado. La política fascista en su intentó de
dirigir todas las actividades de la juventud sintió como una crítica y como
una reducción de sus derechos firmados con la Iglesia, la iniciativa de la
Acción Católica italiana de formar una secretaría de obreros, destinada a
trabajar con la clase obrera y a subvenir necesidades sociales por toda Italia.
La prensa fascista reaccionó muy violentamente; calificó tal iniciativa como
contraria a los acuerdos lateranos, publicó los nombres de los jóvenes
pertenecientes a los movimientos católicos y trató de desvincular tales
movimientos y personas del PPI. La situación llegó a ser tan tensa que el
mismo Papa se vio obligado a intervenir. Publicó la ya conocida encíclica
Non abbiamo bisogno, primera encíclica en lengua italiana. Esta enérgica
protesta posibilitó, gracias, como bien sabemos, la firma de la llamada
segunda conciliación. Por ella la Iglesia se veía obligada a desvincular a los
dirigentes de la AC y de la FUCI del PPI, a cambiar el nombre de Acción
Católica por el de Asociaciones Universitarias y a ubicar la sede de los
estudiantes católicos fuera del campus universitario. Montini, pese a sus
críticas, aceptó a regañadientes la nueva situación; dos años más tarde puso
su dimisión de la FUCI, Antes había aceptado la capellanía de una nueva
institución como fue la de los Laureados italianos440
El bienio 1931-1933 fue demasiado duro para la salud física y
espiritual de Montini. Logró, con más esfuerzo y sufrimiento que el que
había empleado en su preparación y redacción, la publicación de su libro,
La vía de Cristo. En este libro se contenían los cursos que sobre cristología
y la persona de Cristo había dirigido durante los años precedentes a los
estudiantes de la FUCI. La censura diocesana de Brescia puso demasiados
inconvenientes, tachando el libro de avanzado. Por fin, en el verano de 1931
veía la luz. Esta alegría no compensó el enfrentamiento que desde su mismo
nombramiento como capellán del círculo romano tuvo con Monseñor Ronca.
En las circulares que escribía Montini por aquellos días se manifestaba
contrario a los modos tradicionales y de corte apologético y combativo que
los jesuitas italianos, los profesores de la Universidad Gregoriana en su
flamante Instituto Superior de Cultura religiosa y sobre todo muchos
sacerdotes italianos, comenzando por Ronca y por el obispo-vicario de
Roma, Marchetti empleaban en sus trabajos universitarios. Montini criticaba
los excesos litúrgicos, las devociones individuales, el excesivo culto a los
santos y al Sagrado Corazón, los vacíos doctrinales y religiosos, la falta de
diálogo y el enfrentamiento continuo con la sociedad. En medio de estas
circunstancias y no sin dolor y lágrimas se sintió obligado, no porque sus
440
ANDREOTTI, G., Giovanni Battista Montini, aumônier des universitaires et des licenciés en Paul VI et
la modernité… 33-40.
284

trabajos en la Secretaría de Estado le requiriesen más dedicación, a presentar


la dimisión. Su paso por la FUCI fue positivo. Su autoridad moral y el fruto
de sus iniciativas, palabras y escritos ya han sido reconocidos por la historia
y los historiadores441,
Su vida y salud no mejoraron hasta su nombramiento como sustituto
de la Secretaría de Estado en 1937. Sus jornadas transcurrían de manera
parecida: los estudiantes, en este caso lo Laureados, sus clases de diplomacia
vaticana en el Laterano, sus visitas y amistades y, sobre todo sus libros y
lecturas y el cuidado de su frágil salud, ocuparon los años que van de 1934-
1937. En el aspecto cultural es consejero sin serlo oficialmente de la Editorial
Morcelliana de Brescia. A sus empeños y sabiduría se debe la traducción de
las de Karl Adam y el que su Esencia del cristianismo no sea condenada por
el Santo Oficio. Una fuerte crisis de salud lo tiene alejado de Roma el año
1935. Pese a estas limitaciones y que no está del todo contento, Pacelli,
Pizzardo y otras altas personalidades le eligen en 1937 como sustituto del
Secretario de Estado para los asuntos ordinarios.
Su nombramiento como sustituto de la Secretaria de Estado tuvo lugar
en medio de unas circunstancias políticas a nivel mundial harto difíciles. Por
todos los lados se mascaba la guerra. Montini estuvo por su nuevo cargo y
por la confianza ganada ante sus máximos responsables, el mismo Papa,
Pacelli, Tardini y Maglione, al tanto de las soluciones que unos y otros
buscaban para que la guerra no estallase. Nada pudieron hacer. El 1 de
septiembre de 1939 Alemania invadía Polonia, dos días más tarde Francia e
Inglaterra le declaraban la guerra.
Amén de salvar a algunos amigos que se permitían criticar al gobierno
italiano, invitándolos a nacionalizase en el estado Vaticano como fue el caso
de Guido Gonella, dirigió desde el comienzo de la guerra la Oficina de
Informaciones, órgano muy útil por su labor informativa y por la ayuda
prestada a miles y miles de familias de los prisioneros y desaparecidos en la
guerra442. Esta labor sería completada y reforzada por la revista romana
Ecclesia, aparecida en 1942
Montini se mostró muy activo desde el principio. Informó al papa de
la situación y de la persecución a la que estaban siendo sometidos por las
fuerzas nazis los sacerdotes y militares polacos. Determinaron denunciar esta
situación. Aprovecharon las ondas de radio Vaticana, cuyo mensaje llegó a
todo el mundo y fue repetido por la radio inglesa. La reacción alemana no se
hizo esperar. El 27 de enero de 1940 el consejero de la embajada alemana
junto a la Santa Sede, Menshausen, se entrevistó con Montini. Pocos días
después, Radio Vaticana, bajo las presiones alemanas, Radio Vaticana,
suspendía sus emisiones y callaba las barbaries de los nazis en Polonia. El
temor a la venganza nazi calló la radio vaticana. Pío se veía obligado a callar.
441
MORO, R., La formazione della classe dirigente carttolica (1929-1937), Il Mulino, 1979.
442
DORN, A.L., Pablo VI… 160
285

Los primeros años de la guerra los empleó Montini en la dirección de


la Oficina de Refugiados y en la dirección de una nueva oficina,más de
carácter financiero que diplomático. Montini, además de administrar lo que
llegaba de todo el mundo en ayuda de los judíos, distribuía dinero en ayuda
de miles de personas y familias, especialmente judías. No menos atención le
requirió el seguimiento y asesoramiento diario de los problemas
diplomáticos que un conflicto de esta naturaleza desencadena. Estuvo muy
cerca Tardini y Maglione y muy en contacto con el papa Pacelli. Con el paso
de los días y con el cumplimiento de sus obligaciones fue ganando autoridad
y prestigio. Se sabe que muchas intervenciones del exigente papa Pacelli
tuvieron como borrador los escritos de Montini. Intervenciones al filo del
tiempo, hicieron que muchas decisiones políticas y militares como
deportaciones masivas de los judíos en Hungría y en otras partes de Europa
se pudieran suspender; en otras, como fue el caso de los judíos alemanes,
nada pudieron hacer. Además, como se ha venido demostrando, y Chiron se
suma a esta opinión, las protestas en vez de mejorar las empeoraban. Con
todo, muchos judíos reconocieron que la intervención de la Santa Sede salvó
“más de ciento cincuenta mil judíos de una muerte cierta”.
La segunda parte de la guerra fue todavía más movida, excitante y
peligrosa para Montini. Mientras los fascistas gobernaron Italia, Montini se
convirtió por muchas razones, entre otras por ser hijo de Giorgio Montini y
hermano de sus hermanos, todos ellos ligados como sabemos al PPI, en
persona vigilada, perseguida y vilipendiada por los servicios secretos y por
la prensa fascista. Por muchas razones, cuando la situación era insostenible,
y la familia real creía que tenía que hacer algo por la salvación de Italia, se
entrevistó numerosas veces con la princesa María José de Saboya. No se sabe
muy bien qué hablaron y a qué acuerdos llegaron. El hecho es que Montini
estuvo muy al tanto de los movimientos políticos, de los esfuerzos de los
aliados y de las consultas de los diplomáticos aliados en la Santa Sede y en
Roma para lograr la huída y la rendición de Mussolini. Al final, junio de
1943 se lograba caída de Mussoloni, la formación de un nuevo gobierno
presidido por el general Badoglio; entre los miembros de ese nuevo gobierno
figuraban algunos jóvenes formados por él y miembros de los laureati.
Roma no fue bombardea. No obstante, en los primeros días de 1943
algunos barrios romanos sufrieron los efectos de los bombardeos y de la
guerra abierta. Pío XII movido de compasión fue a los barrios
bombardeados, oró en medio de las ruinas y el dolor y abrió el Vaticano para
que la multitud se pudiese refugiar en la sede papal. Esto ocurrió en dos
ocasiones; en ambas le acompañó Montini.
Muy poco duró el gobierno del general Badoglio. El 10 de septiembre
de 1943 Roma fue ocupada por el ejército alemán. Los que más sufrieron en
la Ciudad Eterna fueron los judíos en ella residentes. La jornada del 20 de
septiembre de 1943 fue muy triste. El general de las SS exigió del Gran
286

Ravino de Roma la pronta entrega de 50 kilos de oro; en caso de no hacerlo


en el tiempo conveniente, 200 judíos romanos serían deportados. Los judíos
pidieron ayuda al Papa y el papa a todos los cristianos de Roma. Gracias a la
generosidad de muchos cristianos y de muchas comunidades religiosas pudo
completarse la cantidad pedida. Pese a la ocupación, los servicios de ayuda
dirigidos por Montini no cesaron en sus actividades, y tampoco él cesó de
estar cerca del papa, del cuerpo diplomático, de sus amigos, del pueblo
cristiano y de su familia. Tras muchas amenazas entre las que no se
descartaban el bombardeo y la lucha abierta en Roma, entre el 4 y 5 de junio
de 1944, las tropas alemanas evacuaron la ciudad. La guerra se alejaba de
Roma, aunque para liberar Italia faltaba casi un año. En este tiempo,
primavera y verano de 1943, Montini perdió a sus padres, a algunos de sus
amigos y su querido compañero de infancia, Andrea Trebeschi, asesinado en
un campo de concentración.

La postguerra tampoco fue un tiempo tranquilo ni para la Santa Sede


ni para Montini. La Secretaría de Estado se había quedado descabezada por
la muerte repentina del hasta entonces titular, cardenal Maglione. El papa
Pacelli decidío no nombrar a nadie en su lugar; él mismo ayudaría a Tardini
y Montini en sus respectivas funciones. Al papa le preocupaba la situación
de Francia; los franceses demandaban la depuración de algunos obispos y el
nombramiento de un nuevo Nuncio. El papa lo hará forzado por las
circunstancias. El nuevo nuncio, nombramiento sorpresa, será el delegado
apostólico en Turquía y Grecia, monseñor Roncalli. No menos preocupante
era la situación del pueblo alemán y el comportamiento arbitrario del ejército
ruso en las nuevas tierras ocupadas por ellos. A la destrucción y al pavor de
la guerra se le sumaba ahora la barbarie de un ejército ahíto de venganza y
de deseoso de botín. Montini, que tuvo la suerte de ver como embajador de
Francia ante la Santa Sede a su admirado Maritain443, estuvo al tanto de estos
problemas. Además se vio obligado a mantener las instituciones de ayuda
internacional creadas durante la guerra, a las que se unía en 1946 un servicio
especializado para atender a los emigrantes y más adelante a la Cáritas
internacional.
Pero lo que realmente preocupaba a Montini era Italia, su propio país
y su casa. Muchos historiadores afirman que el papel jugado por Montini fue
clave en la política italiana de los años cincuenta. Los jóvenes formados por
él: De Gaspari y Andreotti fueron claves en muchos momentos. Las dobles
elecciones de 1946 se saldaron con un referéndum, en el que Italia decidía si
continuaba la monarquía o no, ésta lo perdió por una inmensa mayoría, por
más de dos millones de votos; las Constituyentes, donde tanto empeño puso

443
RUMI, G., Maritain ambasciatore presso la Santa Sede e i suoi rapporti con il Sostituto G. B. Montini.
Spunti e congeture en Pubblicazioni dell´Istituto Paolo VI: Montini, Journet, Maritain: une famille
d´esprit, Brtescia 2000, 213-224 en UPCo 1687/91
287

Montini y tanto dinero la Santa Sede, fueron ganadas por la Democracia


cristiana, que formó un gobierno de coalición con De Gasparis a la cabeza.
Al año siguiente se aprobó la Constitución en la que se reconocieron en lo
que respecta a los intereses de la Iglesia, los pactos de Letrán. En las
legislativas de 1948 la Democracia Cristiana logró el triunfo con un 35%
frente al Bloque Popular, formado por socialistas y comunistas. Al año
siguiente, aunque De Gaspari, apoyado en este caso por Montini y
respaldado por Pacelli, no así por Tardini que se inclinaba por la neutralidad,
Italia se adhirió a la OTAN. Respecto a la sindicalización de los católicos
italianos, Montini se mostró, siempre y dentro de lo posible, más inclinado a
que los católicos formasen parte de la organización sindical única italiana
(CGIL), que por entonces estaba naciendo que de formar un sindicato
católico. Eso sí, desde el principio apareció el matiz montiniano, los
sindicalistas católicos, como todo buen católico, debían formarse
cristianamente para lo que se constituyó la ACLI, la Asociación de
trabajadores cristianos italianos. La CGIL estaba muy contralada por
comunistas y socialistas que muy pronto manifestaron sus puntos de vistas
con la declaración de huelgas y la e invasión de fábricas, por lo que los
cristianos dejaron de formar parte de ese sindicato.
Con el tiempo y según los testimonios de muchas de las personalidades
llegadas a Roma y de las que trabajaban en los mentideros de la Curía, el
trabajo, la personalidad y la autoridad moral de Montini se fueron
acrecentando. Chiron sospecha que muchísimos de los documentos de
segundo y de tercer grado de la Curia de Pío XII salieron de las manos y del
corazón de Montini. Con el tiempo muchos otros advirtieron que el mejor
intérprete del papa y el medio más seguro para llegar a él era Montini.
Montini ponía paz y luz en asuntos delicados; animaba a los grandes
investigadores como al padre De Lubac y al literato Van der Meersch (1907-
1953), autor de una discutida obra sobre Teresa de Lisseux, o el gran
humanista francés Jean Guitton y también rebajaba la tensión cuando fue
publicada en 1950 la encíclica Humani Generis. Tenía iniciativas o las de
otros las hacía suyas como en el caso de la Asociación Internacional para la
Unión de los cristianos (Unitas), confiada al profesor jesuita de la Gregorina
padre Boyer. Siguiendo esta línea impulsó una serie de iniciativas de gran
proyección internacional. Destacamos, entre otras, la que propuesta por
algunos grupos católicos de Chile y de la que saldría años después el
gobierno de demócrata cristiano de E. Frei; las que dieron lugar a la
comunidad monástica de origen protestante en Taizé; la creación del Centro
de Pastoral Litúrgica de Paris; la configuración, a instancias de Helder
Cámara, de la Conferencia Episcopal del Brasil, amén del apoyo que siempre
ofreció a los Curas obreros en Francia y tantas otras.
Con todo, uno de los encargos que más le dio a conocer fuera de la
Curia y que más votos y admiración le hizo ganar en el trepidante mundo
288

que gira alrededor de la Iglesia fue la organización del Año Santo de 1950:
trabajo del que nació, muy en el estilo de Montini, el llamado Círculo de
Roma: lugar de encuentro, confiado a sus amigos cristiano-demócratas en el
que se encontraron las grandes personalidades peregrinas llegadas a Roma
con motivo del Jubileo de 1950. No menos importante fue su viaje en 1951
a los Estados Unidos.
Nos encontramos por lo tanto ante una personalidad rica, capaz y con
una creciente proyección nacional e internacional. Sin embargo, Montini era
un simple sacerdote, un monseñor de Curia, el mejor minutante del Papa y
nada más, pero tampoco nada menos. ¿Por qué no le han consagrado obispo?
¿Montini verdaderamente es querido por sus compañeros de Curia y por
muchos de los cardenales que conoce y con quienes trabaja? Ciertamente no
representa las esencias del Partido Romano, más bien está en su contra en
asuntos políticos, como la preparación de un gran partido católico que
pudiese concurrir con éxito a las elecciones municipales y nacionales de
1952 tal como quería el político Gedda, aupado por la Curia Romana y en
asuntos morales, como se puso de manifiesto en el caso. En no pocas
ocasiones los rumores lo han alejado de Roma y del papa, quien, según
muchos, empieza a recelar de él y a estar cansado de su independencia y de
su tan original manera de proceder. Algo pasa o al menos eso es lo que se
deja adivinar en los escritos de Guitton. Lo cierto y verdad es que ni él ni su
amigo y compañero en la Secretaría de Estado parece que aceptaron de labios
del mismo Pío XII ser recibidos como cardenales. ¿No quisieron para no
alejarse del Papa y de las funciones que venían realizando? ¿No quisieron
para ser más libres y dejar su futuro y el de la Iglesia en manos del sucesor
del papa Pacelli? ¿Realmente se lo propuso con todas las de la ley el Papa?

Hasta aquí el largo servicio de Montini en la Curia Roma. Todo


cambió, casi de repente, cuando el mismo Montini supo de labios el papa
Pacelli que sería nombrado obispo de Milán. Mi tío, afirmaba uno de sus
sobrinos, cuando nos comunicó que dejaba Roma para ir a Milán, “lloró” y
lloró no de alegría sino de pura tristeza. En carta a su mentor y maestro el
Padre Bevilacqua le comunicaba la nueva en medio de un clima de vejación,
aturdimiento, espanto, desconfianza y tentación pusilánime. ¿Cuáles fueron
las razones que determinaron que Montini saliese de Roma? Existen muchas
hipótesis; ninguna parece totalmente convincente. Si hubiera que inclinarse
por alguna, quizás habría que hacerlo por un conjunto de hechos
entremezclados en los que abundan por una parte las muestras de confianza,
Milán no es una diócesis cualquiera, y por otra, los recelos y la respuesta
seca y contundente al secretario y hombre de confianza que oculta
informaciones, la dimisión de Mario Rossi como capellán de la Juventud
italiana de la Acción Católica, y orienta la Iglesia por caminos no del todo
289

seguros: las conversaciones que Montini mantiene con representantes de la


URSS.
El hecho es que Montini tiene que salir de Roma sin “el capelo”
cardenalicio y ser consagrado obispo, paradojas de la vida, por el papa
Pacelli, que por aquellos días cayó enfermo. Se ha dicho y escrito que tras la
salida de Montini de Roma nunca más se vio con el papa Pacelli. Testimonios
fotográficos lo desmienten. A los pocos meses de su estancia en Milán, su
arzobispo presidiendo un grupo de la Acción Católica en audiencia por el
papa; no consta que se viesen en privado. Lo que si parece cierto es que la
víspera de la muerte del papa Pacelli, (8-10-1959), Montini quiso visitarlo
en su lecho de muerte. Sor Pasculiana, con la que no se había entendido nada
bien en los muchos años de servicio de esta activa religiosa alemana a la
persona del Papa Pacelli, le frenó diciéndole que el médico había prohibido
la entrada de los extraños. Para el entorno más íntimo del falleciente papa,
Montini estaba siendo considerado como un extraño.

Arzobispo de Milán444. Los comienzos como a todo hombre moderno


se le debieron hacer duros. Sus más próximos colaboradores lo dicen sin
reparos: el padre Bevilacqua antes de entrar en Milán le espetó: “pasas de la
diplomacia a la brutalidad” y su gran amigo Guittón afirma que en “Milán
sufrió el martirio”. Los primeros tiempos fueron tiempo de contacto y de
asunción de realidades pastorales nunca vividas directamente por él. Su
sensibilidad y su peculiar modo de proceder se manifestaron desde el
principio: visitas a todas las instituciones cristianas y no cristianas donde el
hombre moderno desarrolla su vida: hospitales, barriadas populares,
fábricas, colegios, universidades, pueblos y pequeñas ciudades. Fue el
primer obispo que visitó la Feria Internacional de Milán. Contactó con toda
clase de personas; se mostró cercano a sacerdotes y religiosos y religiosas de
su vastísima diócesis…. De tan trepidante vida nacieron pequeñas
instituciones y secretariados para los nuevos tiempos, para el cuidado de la
formación permanente de sus sacerdotes y para el conocimiento de las
nuevas realidades de un tiempo nuevo y distinto. Grupos de trabajo en los
que se compartía la amistad y la misión. Montini sabía crear el clima
adecuado para que personas muy distintas procedencia pusieran lo mejor que
tenían al servicio de la Iglesia.
Roma, pese a la distancia y a las muchas ocupaciones a las que tenía
inexorablemente que atender, seguía en su corazón. Sus amigos afirman que
la echaba de menos. No estaba dispuesto a perder lo bueno que de ella había
recibido. Milán se convirtió con el paso de los meses en un lugar donde
muchos diplomáticos, eclesiásticos y obispos de muy distintas diócesis

444
RUMI, G., Montini arcivescovo di Milano. Avvertenze metodologiche e linee di ricerca en Paul VI et la
modernite… 129-134. CRIVELLI, L., Montini: arcivescovo a Milano. Un singolare apprendisato, Milano
2002, 257 pp
290

europeas llegaban con toda normalidad. Milán acabó siendo la plaza donde
se editaban y presentaban libros sospechosos en Roma como fue el Misterio
de la Iglesia del padre De Lubac. Milán, en el fondo, sin llegar a competir
con Roma, se convirtió en alternativa pastoral, teológica y moral del presente
y futuro de la Iglesia católica.
Una muestra de cuanto estamos diciendo puede verse sin duda alguna
en el prólogo que escribió al libro del por entonces obispo auxiliar de
Manilas, Monseñor Suenens La Iglesia en estado de misión. En él trazó un
cuadro muy realista de la situación de la Iglesia: “El momento parece
apocalíptico y lo es. El fenómeno central, Cristo, agoniza en su Iglesia, en
medio de las torturas legales de las persecuciones, de las maldiciones
irónicas de sus adversarios, en medio del abandono de sus discípulos,
guardan únicamente la fidelidad de algunos”. Y añadía: es preciso “una
movilización general” de toda la Iglesia, a fin de “reparar las pérdidas,
defender las posiciones, recuperar los miembros dispersos, ganar algunos
nuevos. Es necesario “adaptar a las necesidades espirituales de nuestra
época” las instituciones eclesiásticas, reformarlas y modernizarlas”445.
Adaptación, reforma y modernización se convertirán en estos años y en los
sucesivos en el programa de muchos obispos.
Un texto muy significativo, el primero de su magisterio en Milán, fue
la Carta Pastoral que publicó en la Cuaresma de 1956 y que llevaba por título:
Deberes del cristiano ante la evolución, la crisis social y religiosa del mundo
moderno. En ella se tocaba uno de los puntos neurálgicos de la nueva cultura.
La omnipresencia del marxismo. Muchos leyeron en el texto cuaresmal la
condena expresa del marxismo; pero muchos más advirtieron que la Iglesia
se veía invitada por su misión y por las nuevas circunstancias a prestar
atención a misiones, llevadas, por otra parte, con una nueva sensibilidad. Si
a Montini estando en Roma le dolía la Iglesia entera, en Milán le comenzó a
doler el mundo entero. Prueba de cuanto decimos son las letanías que
compuso y publicó en su Boletín diocesano ante la tragedia sufrida por los
cientos de trabajadores en las minas de Bélgica.
Pero Montini no era sólo un hombre de palabras; le encantaba la
acción y muy pronto pasó a ella. Ante las nuevas circunstancias lanzó la Gan
Misión de Milán, que prácticamente ocupó todo le mes de noviembre de
1957. El tema central de esta gran misión giró en torno a “Dios Padre”.
Los resultados de la misión a la altura de 1960 parece que decepcionaron a
su gran animador. Ya plena misión escribía al cardenal Roncalli: “Algo se
mueve, pero tengo la impresión, juzgándolo humanamente, de estar arañando
apenas las costra de indiferencia y hostilidad religiosas que se han extendido
sobre esta tierra de tradición católica”. Los resultados parece que fueron
decepcionantes y que no se lograron los objetivos que se pretendían.
445
ALBERIGO, G., Il concilio Vaticano II e le trasformazzioni culturali in Europa, en Cristianísimo nella
Storia 20 (1999) 383-405
291

En el mes de octubre de 1958 fallecía en Castelgandolfo Pío XII. Unos


días más tarde, tras once escrutinios, el Patriarca de Venecia, el Cardenal
Roncalli, era elegido nuevo papa. Hay quien afirma que en este cónclave,
Montini, sin ser cardenal fue votado como papa. La fiesta de la coronación
se celebró el 4 de noviembre. Fuentes muy bien informados nos dicen que,
antes incluso de esta fecha, el nuevo papa había escrito a Montini y Tardini,
comunicándoles que el próximo consistorio sería elevados a cardenales.
El 25 de enero de 1959 el nuevo papa hacía público su deseo de
convocar un concilio ecuménico. Meses después se inició un frenético
trabajo en que se invirtieron muchos esfuerzos y años. Los obispos y los
superiores generales del mundo entero fueron invitados a enviar a Roma sus
propuestas de trabajo y también el modo cómo el concilio se tendría que
llevar a término446. Las propuestas de Montini fueron muy diferentes de las
de los obispos de su entorno; éstos proponían la declaración dogmática de
María como corredentora y abogaban por una condenación explícita del
comunismo y del laicismo. Él demandaba, en cambio, que las lenguas
vulgares fuesen tenidas en cuenta en la liturgia de la Iglesia. Las de Montini,
que no se han publicado y que se guardan en el fondo del Concilio del ASV,
eran esencialmente diferentes. Respecto de la preparación del concilio
Montini proponía “reuniones contradictorias”, es decir, reuniones de
católicos y ortodoxos, anglicanos y protestantes; deseaba que no se
condenara ninguna doctrina y que se indicara y precisará desde el comienzo
que la finalidad del concilio era la de ayudar a todo hombre en su realización
espiritual; ansiaba que la piedad de los católicos fuese más litúrgica y con
fundamentos bíblicos más precisos y amplios; deseaba que las lenguas
vulgares tuviesen carta de naturaleza en la vida litúrgica de la Iglesia. En
cuanto al modo de llevar adelante el concilio sugería que previamente al
concilio ecuménico se celebrasen concilios particulares primero en las
regiones y después en las naciones de toda la cristiandad.
Los años previos a la celebración del Concilio los vivó Montini con su
realismo acostumbrado, alejado en cuanto pudo de las comisiones
preparatorias, tratando de gobernar su diócesis y aprovechado los veranos
para viajar y conocer la iglesia universal. El fracaso de la Gran Misión de
Milán pesaba demasiado en su ánimo. La Iglesia, pese a sus esfuerzos de
adaptación, perdía reputación y presencia en el mundo social y en el mundo
político. Los cristianos no reaccionaban, no se comprometían y abandonaban
algunas de sus responsabilidades. Como cardenal de la Iglesia de San
Ambrosio le entristecía acompañar procesos tan significativos como el
descenso en el número de ordenaciones: si en 1955 la diócesis de Miñan
había ordenado 83 neosacerdotes, en 1960 eran 13 los neosacerdotes. Los

446
SUENENS, Aux origines du Concile Vatican II, en NRT 107 (1985), 3-21.
292

viajes en las vísperas de un concilio universal, además de necesitarlos como


buen moderno, los creía necesarios para crear entre las cabezas más señeras
de la Iglesia el clima necesario para abordar los grandes problemas de la
humanidad. Los Estados Unidos y Brasil, verano de 1961?, Irlanda, África
lo recibieron y lo reconocieron como príncipe de la Iglesia y pastor universal.
Sus visitas excedían los muros de las residencias episcopales. En su viaje a
los Estados Unidos visitó la sede de su Presidente; en cambio, en el prefirió
visitar lugares mucho más humildes; eso sí, sirviéndose siempre de los
medios de comunicación social.
Llegado el año 1962 no le quedó más remedio que presidir la comisión
central preparatoria del Concilio. Intervino mucho y bien. Ante él desfilaron
los problemas y las temáticas que después estarían presentes en el Concilio:
la reforma litúrgica, los dogmas marianos, la libertad de conciencia, la
condena del marxismo…. Los resultados de tantos años de trabajo, las actas
fueron recogidas en cuatro gruesos volúmenes, que entre todas suman más
de cuatro mil páginas, en opinión de monseñor Giuseppe Colombo no eran
los que se esperaban; en su opinión hubiesen sido necesarios tres años más
de trabajo. “Ningún plan de conjunto estaba previsto”.

El Concilio Vaticano II. Primera sesión conciliar (Octubre—


Diciembre 1962)447
Llama poderosamente la atención que con los informes que el Papa
Roncalli recibía de la Comisión preparatoria del Concilio, se pudiera
imaginar, eso es lo que se desprende de las páginas de Chiron, que el
Concilio estaría concluido para las Navidades en una sola sesión.
Novedades muy significativas fueron introducidas desde un principio.
La creciente y cualificada presencia de observadores no católicos, que, al
decir de monseñor Willebrans, aunque no tenían voz, influían lo suyo en el
desarrollo de los debates conciliares; presencia que no fue acompañada como
hubiera sido de desear por la Iglesia ortodoxa y por una mayor representación
de los laicos católicos; tan sólo, gracias a la insistencia de Montini, estuvo
presente el francés Jean Guitton. No menos significativa y de mayor peso
sería la presencia de los peritos en teología. Comenzaron doscientos para
terminar siendo en 1965 más de cuatrocientos.
Otras muchas novedades y que tendrán mucha trascendencia se irán
produciendo a lo largo del concilio. Lo cierto y verdad es que desde un
principio, quizás como pasó al menos en el Vaticano I, grupos muy reducidos
en su número pero muy acreditados por la autoridad moral de sus
componentes, se erigieron en los auténticos muñidores del Concilio. A nadie
le cabe la menor duda de que la composición de las diversas comisiones así
como su modo de funcionar se debe a un encuentro, en el que estuvo presente
447
ALBERIGO, G. Per la storizzazione del Vaticano II, en Cristanesimo nella Storia, 13 (1992) 473-474.
TORNIELLI, A., Paolo VI il timoniere del Concilio, Casale Monferrato, 2003, 208 pp en UPCo 1677/199.
293

el obispo de Lille, Lienart, y que hizo ganar al grupo más abierto al diálogo
con el mundo frente a los que se mostraban más remisos y dubitativos.
Montini apenas intervino durante la primera sesión. Hay que piensa
que este comportamiento estuvo aconsejado por el propio Papa que lo quería
como sucesor y que no deseaba se quemase antes de tiempo. Por otra parte,
se corrían rumores de que Montini se alojaba, por privilegio papal, en una
casa contigua a la Basílica de San Pedro, desde la que se podía ver con suma
discreción con el Papa.
No vale la pena, al menos en este momento, seguir el devenir de esta
primera sesión. Las palabras de monseñor Colombo iban a quedar más que
confirmadas. Salvo los esquemas referentes a la liturgia y a los medios de
comunicación, todos los demás iban a ser rechazados, creándose, después de
lo vivido en los tres primeros meses del concilio, un nuevo esquema de
trabajo, que, finalmente, saldría adelante, con un programa y con un proyecto
muy concreto en torno a la esencia, misión y relaciones exteriores de la
Iglesia. En este punto una carta firmada por Montini y dirigida al cardenal
Ottaviani, puede verse en Noticiario de 1983 nº 7 pp 11-14, junto con la
intervención pública de Suenens, obligaron al papa a anunciar la creación de
una comisión de coordinación para unir el trabajo de las diversas comisiones
y para seguir los trabajos. En consecuencia, un nuevo esquema de trabajo
debía prepararse; esquema del que nacerá la Gaudium et Spes.

Con las fiestas de Navidad de 1962 comienza la segunda sesión


conciliar. Vueltos todos los obispos a sus respectivas diócesis, las
expectativas de todo género crecen por doquier. A muchos el concilio les ha
decepcionado; a otros, en cambio, les ha gustado y hasta emocionado y a
unos cuantos, entre los que se encuentra Montini, les ha dejado perplejos y
preocupados. Basta leer y analizar sus intervenciones de la primera mitad del
año 1963 para advertirlo. Montini el domingo de Ramos de 1963 les hace
ver a sus sacerdotes que nada en la Iglesia ha cambiado y que no se ha
empezado una nueva era y que no sirve de nada hablar del “crespúsculo de
edad constantiniana”, ni del pluralismo ideológico ni de la Iglesia espiritual
y todavía menos comparar la naciente iglesia del rampante Vaticano II con
la Iglesia jurídica de tiempos anteriores. Conviene ser prudentes y esperar.
Entre tanto, la declinante salud de Roncalli es a todas luces manifiesta.
Durante su última comparecencia en la presentación de la encíclica Pacem
in terris, no podía ocultar su agonizante estado físico. Enterado de su
gravedad, Montini vuela a Roma. Al anunciar su visita al lecho papal, dicen
los que allí estaban, que Roncalli sacó fuerzas de flaqueza y pronunció en
medio de los tubos de la respiración artificial con los que se ayudaba su
agonía: “Mi sucesor, en mi opinión, es el Cardenal Montini. El debería ser
el votado por el Sagrado Colegio”. Actitud muy distinta, recordamos, a la
vivida por el mismo Montini años antes cuando éste visitó al papa Pío XII
294

en su lecho de muerte. El balance que hacía de este pontificado en la oración


fúnebre tenida en el Duomo de Milán era muy distinto de los escritos y
discursos en los que examinaba el pontificado de Pacelli.

El Cónclave de 1963. Las quinielas y pronósticos no tardaron en


aparecer. En todos ellos figura Montini en los primeros puestos. De todas las
maneras nada estaba seguro. Siri, el correoso cardenal de Génova, Lercaro,
el fino obispo de Bolonia, y el conservador, tachado por algunos como
filofranqusita, el cardenal Antoniutti, aparecían tan papables como
Montini448. El cardenal de Milán, por lo que ha trascendido en su
correspondencia particular y en las entrevistas con Guittón, se sabía entre los
elegibles. ¿Hasta qué punto fue cierto que el adolescente Montini tuvo el
presentimiento a sus quince años de ser elegido papa? ¿Hasta qué punto, si
lo tuvo, lo mantuvo durante toda su vida siendo tan realista como era?
Los días previos al cónclave, Montini dejó Milán la tarde del 16 de
junio, fueron claves en su elección. Aunque residió en Castellgandoldo se
reunió con los grandes electores de la Iglesias de América del Norte y con
los cardenales de Francia, Países Bajos, Bélgica y Austria y cuando no pudo
estar presente sus hombres de confianza lo hicieron por él. El 19 fue
inaugurado el cónclave. Pese a estos trabajos previos, legítimos y naturales
en toda asamblea decisional, el Cónclave fue real. Los grandes electores, por
poderosos que sean, no pueden orientar la voluntad de un grupo tan
numeroso, variopinto y versátil como el formado por ochenta personas
procedentes de todo el mundo. Salió elegido en el sexto escrutinio. Montini,
en opinión de Riccardi, era, a la vez, un “perfecto diplomático y un maduro
eclesiástico, capaz de valorar la importancia de la gradualidad y de las
esperas. Montini era un curial sin ser un romano”449
La elección mayoritaria ratificaba su persona pero también el espíritu
que él encarnaba, que no era otro que el de llevar a término, culminar, el
concilio, “hacia el cual miran los ojos de todos los hombres de buena
voluntad”; el de trabajar por la paz entre los pueblos y sobre todo desgastarse
por mantener y lograr la unidad de los cristianos. Su coronación fue la última
coronación papal.
Supo mantener en sus puestos a los cardenales que con él habían sido
votados en el cónclave y que, por cierto, discrepaban en muchos asuntos:
Siri, siguió presidiendo la Conferencia Episcopal Italiana; Ottaviani450,
continuó al frente de la Secretaría del Santo Oficio; Cicognani de la
Secretaria de Estado y Dell´Acqua siguió como sustituto. Pero lo que más le
448
RICCARDI, A., El poder… 256-258
449
RICCARDI, A., El poder… 257
450
Andrea Riccardi afirma de él que afrontó la teología con una preparación de jurista. Representó durante
los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI una posición contraria a la línea conciliar, coherente con su visión
romana de la Iglesia y de la sociedad. Voz OTTAVIANI, Alfredo (1890-1979) en Dizionario storico del
movimento cattolico in Italia (II), 1982, pp 435-9.
295

preocupaba en estos iniciales momentos era el curso del “frenado” concilio.


Para ello contaba con el cardenal Suenens, al que le pidió si aceptaba ser
nombrado su representante personal en las sesiones conciliares. Solo una
persona como Suenens sería capaz de encauzar el concilio y asegurar su
dirección para de esta manera romper con el inmovilismo y el desorden de
la primera sesión.
Nada menor de cara a la consecución de tan alto objetivo que preparar
y ganarse el ánimo y la confianza de la Curia romana. El nuevo papa era
consciente de la importancia que la Curia tenía en el desarrollo del concilio.
Si no contaba con su apoyo el concilio no podría salir adelante. Memorable
en este sentido fue el discurso tenido a la Curia el 21de septiembre de 1963.
Llamaba a la curia a “perfecta comunión” y a un inmediata respuesta y
absoluta obediencia al romano pontífice”451.
A los pocos días se anunció que la segunda sesión del Concilio
comenzaría el 29 de septiembre de 1963. El verano se dedicó a ultimar su
preparación y a mentalizar a la Curia de los cambios que poco a poco irían
cayendo sobre ella y sobre todo a ponderar y asimilar muy personalmente lo
que el papado al que había sido llamado significaba. Vale la pena que nos
paremos en este punto. Montini estaba más que preparado para la misión que
se le confiaba. Su preparación de la que era consciente no le ocultaba la
pesada carga que a nivel particular y a nivel eclesiástico y hasta político
suponía asumir el pontificado: su propia conciencia y la soledad ante Dios y
los hombres. Revelador de cuanto estamos diciendo es un apunto suyo
personal escrito el 5 de agosto de 1963. Dice así: “es necesario que me dé
cuenta de la posición y de la función que ahora me son propias… La posición
es única. Es igual que decir que me acompaña una extrema soledad. Ya era
grande antes, ahora es total y tremenda. Da vértigo. Como una estatua sobre
un pedestal, una persona viva como soy yo… Es más, debo acentuar esta
soledad, no debo tener miedo, no debo buscar apoyo exterior que me exonere
de mi deber, que es el de querer, decidir, asumir toda responsabilidad, guiar
a los demás, aunque esto parezca ilógico y quizá absurdo. Y sufrir solo. Las
confidencias que consuelan sólo pueden ser escasas y discretas. La
profundidad del espíritu está conmigo. Yo y Dios”452.
Un papa, por tanto, dispuesto a todo. Un papa que desde el principio
quiso que el nuevo Concilio caminase con rumbo seguro y que los
imprevistos fueran los menos posibles. A mitad de septiembre se hizo
público el nombramiento de los cuatro moderadores: los cardenales
Doepfner, Lercaro. Suenens y Agagianian. El 21 de este mes, reunida la

451
RICCARDI, A., El poder… 260
452
Tomado de Riccardi, p. 285, nota 23 de Guitton
296

Curia, supo que se estaba preparando “un consejo de los obispos del mundo
entero destinado a gobernar la Iglesia” así como una reforma de la Curia453.
Ese mismo día, el nuevo papa se dirigía a todos los miembros de su
Curia, de la Curia vaticana. Les sugería y les animaba a que cayesen en la
cuenta de lo que el Concilio estaba significando para la Iglesia; les insinuaba
que de nada valían las banderías y las divisiones; les recordaba que su papel
y misión eran las de apoyar al papa y al Concilio no decantándose, como
trataría de hacer hasta el final del Concilio el mismo papa, por ninguna de
las partes. El futuro de la Iglesia, su renovación, estaba en juego; de nada
valían, en consecuencia, los partidismos. La unidad era una meta y también
una obligación. Una unidad que, incluía de aquí en adelante, contar con la
opinión de todos los obispos y de todo lo por ello representado. Los curiales
seguían siendo importantes, decisivos en muchos casos; no menos, a partir
de la convocatoria del Concilio, los obispos, los sacerdotes, los religiosos,
los laicos, los fieles y hasta la opinión pública.

La segunda sesión, después de un discurso papal en el que se ofrecieron


algunas de las claves de su pontificado, estuvo dedicada al examen de los
esquemas conciliares anteriores y a la preparación y redacción de otros
nuevos. El esquema sobre la Iglesia y la cuestión de la colegialidad marcaron
el ritmo de esta sesión. No menos disputados fueron los debates en torno a
la Virgen María; finalmente se votó que la Virgen figurase al final del
esquema sobre la Iglesia. Otro tema muy debatido, encrespado, fue el de las
conferencias episcopales. Además de los temas anteriormente citados,
también se presentaron los proyectos sobre los judíos, sobre el ecumenismo
y, no sin gran discusión, sobre la libertad religiosa. Todo ello en medio de
un clima de alta complejidad intelectual, en la que asomaban sensibilidades
muy distintas y hasta enfrentadas. La Iglesia, desde dentro, estaba
alumbrando con dolores de parto su nueva estructura. Una estructura en la
que el poder del papa, el control de su Curia, los dictámenes del Santo Oficio
y las costumbres romanas, iban a saltar por los aires.

453
Todas estas iniciativas han sido vistas de manera muy diferentes; con todo, predominan los juicios en
los que se defiende la lealtad del nuevo papa al Concilio y su talante de buen y respetuoso administrado.
El perito jesuita Murray en una entrevista televisiva se expresaba de esta manera: “Pablo VI se enfrentaba
al problema de llevar el Concilio a su fin. Tenía que señalar qué temas había de estudiar el concilio, y
hacerlo de manera que pudiera encontrar el asentimiento de todos los miembros del concilio. Y lo hizo
con éxito brillante ya en el discurso de apertura del segundo periodo conciliar señalando un triple
programa: autocomprensión y reforma de la Iglesia, unidad de los cristianos, diálogo de la Iglesia con el
mundo moderno. Dio al concilio plena libertad de discusión…. Condujo el concilio con mano suave pero
segura. Su objetivo principal fue alcanzar un consenso dentro de aquella magna asamblea, superar
posibles tensiones o, mejor aún, prevenirlas solucionándolas en el momento de su aparición. Era un
cuerpo mal entrenado con el que tenía que tratar: con hombres habituados a la independencia en su
manera de pensar y de actuar…. En ocasiones parecía que maniobrase con el fin de alcanzar o de ampliar
un consenso” Texto tomado de DORN, L. A., Pablo VI… 217-218.
297

Finalmente quedaron aprobados dos esquemas, que después se


transformaron en decretos: el Inter Mirifica sobre los medios de
comunicación social y la constitución Sacrosanctum concilium sobre
liturgia. Con la aprobación del segundo se evidenciaba que el Concilio iba
totalmente en serio. El tradicional modo de orar y de celebrar la eucaristía se
transformó de tal manera, sobre todo después de la creación del Consilium
ad exequendam constitutionem de sacra liturgia (1964), presidido por el
cardenal Lorcano, que los fieles sintieron que el Concilio era cosa de todos
y no sólo de sus pastores. El tradicional modo de expresar la fe y de
celebrarla cambiaba substancialmente. Las llamadas lenguas vulgares, las
lenguas nacionales, sustituían a la lengua oficial de la Iglesia: el latín. El latín
dejaba de ser, después de muchos siglos, el signo de la identificación
litúrgica de la Iglesia y el vehículo de la unidad de la Iglesia católica.
Pero más allá de la trascendencia de este segundo decreto y de las
consecuencias que en el seno mismo de la Iglesia acabaría teniendo, en lo
referente al curso del Concilio se fue imponiendo la llamada mayoría. Una
mayoría que reclamaba, entre otras cosas, que la Iglesia dejase de ser
gobernada en exclusiva por el Papa y por sus íntimos. Una mayoría que
aspiraba, desde la asunción de la compleja realidad del mundo, a dialogar
con el mundo. Algo inaudito hasta entonces y que, lógicamente, tendrá
transcendentales consecuencias en la nueva configuración del gobierno
interno y también externo de la Iglesia romana, tal como puede percibirse de
la lectura de la Carta apostólica Pastorale Munus (30-11-1963), por la que el
papa dotaba a los obispos de poderes reservados hasta ese mismo momento
a la Santa Sede454. Aunque el peso de la mayoría incidió en la marcha del
Concilio, el Papa, Pablo VI, asumió desde un principio y poco a poco la
dirección del mismo.
Cuando nadie lo esperaba y a modo de clausura de esta importante
sesión, el nuevo papa anunció a la cristiandad entera que en enero de 1964
iría como peregrino a Tierra Santa455. Nunca como entonces los padres
conciliares respondieron tan unánimemente a las palabras del Papa. Y nunca
antes ningún papa contemporáneo había dejado Roma para visitar una región
emblemática de la tierra y del orbe católico
El viaje a Tierra Santa, comenzando por Jordania, se desarrolló según
había sido previsto. Lo más significativo, tal vez, fue el encuentro del Papa
con la tierra de Jesucristo y con los representantes de todas las confesiones e
iglesias cristianas, amén del encuentro con las autoridades civiles y religiosas
judías y árabes. El papa se encontraba con los legítimos representantes de las
religiones monoteístas con los que en el fondo quería dialogar en clave de
amistad. Memorable, igualmente, fue el encuentro con el Patriarca de

454
RICCARDI, A., El poder… 270.
455
MARTIN, J., Los voyages de Paul VI en Paul VI et la modernité… 317-332
298

Constantinopla, Atenágoras456. Un viaje altamente simbólico. Un viaje del


Papa y con él del Concilio justo en el momento en el que se están repensando
las relaciones entre las religiones no cristianas. Un viaje en el que el Papa
lucha por el diálogo más que por la confrontación457. Un viaje en el que la
Iglesia, rompiendo los grilletes que la tenían atada a sus propias tradiciones,
tenía “en cuenta una realidad que no pertenece a su comunión, que no
depende de ella y que no se identifica con ella”. Saltaban las cadenas,
comenzaba el diálogo, se reforzaba el ecumenismo458. “De este modo,
apostilla Riccardi, los cristianos no católicos entran, y no de forma
subordinada, en el mundo de las relaciones y de las relevancias del
catolicismo”. Los cismáticos y los heréticos entraban en el seno de la Iglesia
católica; de alguna manera formaban parte de la misma. Un mundo
policéntrico en los religiosos y en lo cultural al que la Iglesia no podía volver
la espalda459.
Lo más señalado, quizás, de aquel año fue la publicación de su primera
encíclica la Ecclesiam suam (6-8-1964). Pieza clave para entender este
pontificado y para valorar los pasos y las consecuencias que los nuevos
tiempos significaban para la Iglesia. Se aceptaba y quería el diálogo, pero
entendiéndolo como la búsqueda de la verdad con todos los hombres de
buena voluntad, que desde su nacimiento la desean y también buscan, incluso
con los comunistas. Se pasaba, al decir de los analistas, de una Iglesia sin
mundo a una Iglesia con una misión dentro del mundo; la Iglesia, en
consecuencia, se presentará ante el mundo como Iglesia-Comunión. Una
Iglesia en concilio, en expresión del teólogo personal del papa Carlo
Colombo. Fruto de esta dinámica y de las necesidades de los tiempos fue el
incipiente y limitado acuerdo entre la Santa Sede y Hungría.

El 14 de septiembre de 1964 daba comienzo la tercera sesión conciliar,


que terminaría el 21 de noviembre. El tema que desde el principio la
atravesaría era el de la colegialidad y el de las relaciones de los obispos con
el Papa. Un tema tan complejo y tan cargado de resonancias afectivas,
tradiciones y concepciones jurídicas con sus consiguientes espiritualidades,
hicieron que esta sesión resultase altamente crítica. Pese a lo difícil que
resultó, el Papa, en opinión de Riccardi, se sintió “cada vez más el papa de
todos, de la mayoría reformadora y de la minoría conciliar, de la renovación
pero también de la continuidad de la tradición”. Las intervenciones del Papa
fueron tan limitadas y concretas como lo habían sido en las sesiones
anteriores. Tuvieron tanto o más peso los gestos que de vez en cuando y

456
RICCARDI, A., El poder… 273-277
457
“La misión del cristianismo es una misión de amistad con los pueblos de la tierra; una misión de
comprensión, de ánimo, de promoción, de elevación”. Citado por RICCARDI, A., El poder… 274
458
CONGAR, Y., L´oecuménisme de Paul VI en Paul VI et la modenité… 807-820.
459
RICCARDI, A., El poder 278 y 280.
299

siempre en ocasiones solemnes fue haciendo: al finalizar la celebración


eucarística del 23 de septiembre, en la que se celebraba la fiesta de san
Andrés, el papa decidió entregar las reliquias de este santo a la Iglesia
ortodoxa. Las reliquias habían llegado a Roma en el siglo XV por temor a la
destrucción de los Otomanos. Más significativo fue lo que ocurrió al terminar
la celebración eucarística del día 13 de noviembre. La misa había sido
presidida por los patriarcas católicos orientales. Terminada la ceremonia, el
Papa descendió de su trono y colocó su tiara sobre el altar, declarando que la
entregaba para los pobres del mundo. El Papa, además renunciaba al poder
temporal que representaba la triple corona de su tiara.
El primero de los temas abordados en esta tercera sesión fue el de la
libertad religiosa; su presentación y tratamiento no desmerecieron en
tensión y hasta violencia de lo vivido en sesiones precedentes. Ante tales
dificultades el tema se remitió a la siguiente sesión. Pero antes de que ésta
terminara el Papa se sintió obligado a intervenir en dos ocasiones: el 19 de
noviembre a propósito de la colegialidad y el poder del Papa y a continuación
a propósito del ecumenismo.
Prácticamente desde el comienzo del Concilio, como era y es habitual
en este tipo de asambleas, la masa conciliar comenzó a tomar partido y,
consecuentemente, a dividirse. Una mayoría y una minoría, cada una con su
propio perfil y modo de actuar, fueron dominando la escena conciliar. El
talante y la responsabilidad del papa hicieron que éste intentase en todo
momento echar puentes entre uno y otro grupo, no decantarse más por uno
que por otro, acercar posiciones y discernir criterio. Ni la sensibilidad ni la
personalidad del papa Montini iban a permitirle tanto por su propio bien
como papa como por el bien de la Iglesia que el Concilio naciese dividido.
En este punto, Pablo VI se empleó con todas sus fuerzas; puso al servicio de
la unidad de la Iglesia y del presente y futuro del Concilio toda su experiencia
de gobierno y sus grandes dotes de diplomático. Fruto de todo ello serán la
Nota praevia del 19 de noviembre de 1964 y
Con su Nota praevia del 19 de noviembre, Pablo VI pretendía, a fe
que lo consiguió, hacer consciente a la minoría del Concilio que ni él ni la
asamblea conciliar actuaban en el vidrioso campo de colegialidad en contra
de los trabajos y de las conclusiones que el mismo Concilio se estaba dando,
sin olvidarse, tampoco de la mayoría, a la que le pedía el debido respeto por
la minoría, que representaba la tradición de la Iglesia. El mismo Pablo VI,
como Papa de la Iglesia católica, se iba aclarando en la línea de lo que había
pretendido su antecesor: proceder a una reforma de la Iglesia católica,
“promovida por la autoridad del Vaticano II, ejercida por el gobierno central
del papa en estrecha colaboración con los episcopados. La tarea del papado
es entonces, no frenar o conservar, sino promover una profunda y correcta
orientación reformadora, una transición del catolicismo sin mermas o
exclusiones de sectores o grupos”. Una labor en la que el papa Montini sufrió
300

y padeció; una labor, en expresión del confidente del Papa, de “síntesis”,


difícil, dura, pesada, cansada y solitaria460. Solo, cada vez más solo, entre sus
propios colaboradores, la jerarquía de la Iglesia y la incredulidad de su
tiempo.
Al final de esta sesión se aprobaba la constitución sobre la Iglesia y
los decretos sobre el ecumenismo y las Iglesias Orientales, así como con la
proclamación de María Madre de la Iglesia. Pese a los progresos logrados,
las críticas de personas, esta vez, muy autorizadas y muy próximas al corazón
del Papa, llovieron un tanto inmisericordemente.
La tensión se rebajó con el viaje a la India (diciembre de 1964),
concretamente a la celebración del Congreso Eucarístico de Bombay. Este
viaje, como todos los de Pablo VI, fue un viaje misionero; en él trató de
encontrarse con los representantes de todas las confesiones cristianas y de
todas las religiones así como con los más pobres y enfermos de la sociedad
india. Vuelvo a Roma se encontraba con los problemas que el concilio y su
desarrollo estaban pasando. Para salir del impasse pidió ayuda y fue ayudado
por sus amigos franceses, Guitton y Maritain. Nadie podía rebajar la
importancia y la trascendencia de la libertad de conciencia; otra cosa sería su
aplicación. Pero mucho más grave era lo que ya por entonces se llamaba “la
crisis de la Iglesia”.
La llamada “crisis de la Iglesia” no debe entenderse como el
nacimiento de actos contestatarios en contra de la Iglesia. Más bien habría
que entenderla como la aparición de un cierto clima espiritual y cultural en
el que la fe parecía derrumbarse tanto por las opiniones de los teólogos así
como de una serie de actitudes, muy comunes entre los clérigos, que, además
de poner en crisis a muchos sacerdotes, ponían también en crisis la fe de
muchos cristianos. La disminución de la fe iba acompañada por una gran
defección y abandono de muchos sacerdotes de su ministerio y vocación, por
una creciente disminución de vocaciones sacerdotales y religiosas y por una
creciente división en el pueblo cristiano entre progresistas y tradicionalistas.
Conforme se fueron conociendo las reformas litúrgicas, los nuevos
catecismos y otras novedades nacidas con el Concilio, el clima de
nerviosismo y de división se fue haciendo más claro y neto en muchos
católicos.
La cuarta sesión del concilio se aproximaba. Entre tanto el papa
multiplicó sus actividades y trató de encauzar y preparar lo mejor posible el

460
“Es necesario, escribía a los pocos días de su elección, el cinco de agosto de 1963, que me dé cuenta
de la posición y la función que ahora me son propias… La posición es única. Es igual que decir que me
acompaña una extrema soledad. Ya era grande antes, ahora es total y tremenda. Da vértigo. Como una
estatua sobre un pedestal, una persona viva como soy yo… Es más, debo acentuar esta soledad, no de no
tener miedo, no debo buscar apoyo exterior que me exonere de mi deber, que es el de querer, decidir,
asumir toda la responsabilidad, guiar a los demás, aunque esto parezca ilógico y quizá absurdo. Y sufrir
solo. Las confidencias que consuelan pueden ser escasas y discretas. La profundidad del espíritu está
conmigo. Yo y Dios”. En RICCARDI, A., El poder… 285
301

siguiente paso en el que el tema de la libertad de conciencia seguía sin


resolverse y la llamada crisis de la Iglesia parecía agigantarse. Fueron
constituidos 27 nuevos cardenales, procedentes de todo el mundo y al mismo
representativos de toda la Iglesia; los sacerdotes obreros fueron nuevamente
permitidos; se publicó una encíclica que tenía como centro a la Virgen
María, el rezo del rosario y la práctica del mes de Mayo y lo más
sorprendente de todo, Pablo VI publicó su testamento y justo cuando la crisis
de la Iglesia holandesa arreciaba se hacía publica una nueva encíclica, la
Mysteriun Fidei (3-9-1965), consagrada a la Eucaristía y a la denuncia y
aclaración de diversas teorías sobre el sacramento y la celebración de la misa,
con el colofón de una homilía tenida la antevíspera de la cuarta sesión en las
catacumbas de Santa Domitila en la que comparaba los tiempos de las
catacumbas con la situación que vivían los cristianos en los países del telón
de acero.
El 14 de septiembre de 1965 daba comienzo la cuarta sesión conciliar,
la más compleja de todas. Quedaban once esquemas por examinar, discutir
y votar. Una de las primeras sorpresas fue el anuncio de la creación de los
Sínodos. El papa apenas intervino, dejaba la dirección de la sesión a los que
estaban designados para ello. Durante los últimos días de septiembre se
aprobó el decreto sobre libertad religiosa; unas semanas más tarde el Papa
viajaba a Nueva York, más en concreto a la sede de las Naciones Unidas. Le
acompañaron siete cardenales, representantes del concilio y de la Iglesia
universal. Se presentaba desprovisto de todo deseo de competir, sin ningún
poder temporal al que referirse y al que agarrarse; pero investido, eso sí, de
una creciente autoridad moral; se presentaba como “un experto en
humanidad” y abogaba por los todos los cristianos, por todos los hombres de
buena voluntad y por los pobres. Por petición del cardenal Lionart el discurso
del papa ante la ONU fue recogido en las actas oficiales del Concilio.
Con este viaje se rompía la inercia que hasta entonces había mantenido
a la Iglesia bastante replegada en lo referente a sus relaciones exteriores, a la
política internacional, y se optaba por una dinámica más acorde con los
tiempos y sobre todo con su mismo ser. La Iglesia dejaba de posicionarse
frente al comunismo y de no confiar en la fuerza y pujanza de los Estados
Unidos.
El concilio se vio en la necesidad de responder y aclarar peticiones y
deseos presentes en los debates conciliares como fueron el posible segundo
matrimonio de los divorciados y el estudio del matrimonio de los sacerdotes.
Este segundo punto fue zanjado por la autoridad papal que pidió al Concilio
que no lo tratase y que en el seno de la Iglesia católica se mantuviese la ley
antigua, sagrada y providencial del celibato. También fue abordado el tema
de la Revelación como la no condenación del comunismo
En los primeros días de diciembre de 1965 se ponía fin al Concilio. Su
clausura tuvo dos momentos significativos, los dos en las dos grandes
302

basílicas de Roma: el primero, en San Pablo extra muros, el segundo, el 8,


en San Pedro. Siete mensajes eran dirigidos a todos los hombres y a todas
las categorías de los seres humanos: a los gobernantes, pensadores y
científicos, artistas, mujeres, trabajadores, pobres, enfermos y pobres.
Mensajes como las siete trompetas del Apocalipsis, en expresión de Pablo
VI a su amigo Guitton.
De entre las reformas acometidas por el Vaticano quizás la más
señalada, la más visible y la que más ha afectado a sacerdotes y fieles fue y
sigue siendo la reforma litúrgica. Para muchos historiadores supuso el
cambio más profundo en la vida de la Iglesia; cambio que dio lugar a muchas
desviaciones. Hubo una serie de pasos que conviene recordar: el junio de
1964 tuvo lugar en la abadía romana de San Anselmo una misa experimental,
en la que se concelebró por primera vez y en la que muchas partes de la misa
fueron proclamadas en italiano, en lengua vulgar. Más importante aún fue la
celebración litúrgica dominical del primer domingo de cuaresma, 7 de marzo
de 1965, tenida en una parroquia de Roma en la que se celebró de manera
muy parecida a la forma empleada en nuestros días. Las protestas de todo
tipo no se hicieron esperar; en Francia se creó una sociedad privada para la
defensa del latín: Una voce que gozó de buena salud. Para frenar los abusos
y las desviaciones fue creado el llamado Consilium.
Los años siguientes fueron años en los que el Papa trató de proseguir
el diálogo años antes iniciado: diálogo ecuménico con los representantes de
la Iglesia anglicana, llegados a Roma en marzo de 1966; con las autoridades
de los países comunistas. Años, finalmente, en los tuvo que enfrentar
numerosos signos de crisis, resumidos de alguna manera en una circular que
el ya veterano Prefecto de la Doctrina de la Fe dirigiera a todos los obispos
y superiores mayores y en la que describía los errores doctrinales que por
entonces estaban acometiendo al clero y a los fieles cristianos. Las respuestas
llegadas a Roma confirmaron estos supuestos y alarmaron al mismo Papa del
estado particular en el que se encontraban algunas iglesias como la de
Francia. Maritain en su Campesino del Garona habla del advenimiento de un
neomodernismo que reflorece y de la apostasía inmanente, combatidos así
mismo por el integrismo, haciendo la vida de la Iglesia y de los católicos
difícil y lacerante. La situación vivida en Holanda era todavía más difícil y
tensa.
En medio del temporal Pablo VI publicó dos encíclicas: la Populorum
Progressio y la Sacerdotalis Coelibatus. El sacerdocio católico era
enfrentado y en su tanto robustecido con la publicación de la encíclica
Sacerdotalis coelibatus. El de la injusticia en el mundo, en la más moderna
y compleja de sus encíclicas la Populorum Progressio; que por cierto no fue
muy bien recibida por los medios financieros. Dos viajes de muy distinto
signo siguieron a estas dos encíclicas: uno a Portugal, el otro a Estambul. En
el primero, mayo de 1967, el papa rechazó un encuentro personal con sor
303

Lucia en Fátima, pero quedó altamente impresionado y conmovido de la fe


y de la humanidad del pueblo portugués; años después dirá a Guitton, “he
visto la humanidad”461. El viaje a Turquía y a Éfeso estuvo lleno de signos
proféticos y de anuncios de cambios en el diálogo con los ortodoxos que
hasta el presente se han materializado en menos resultados de los que hubiera
sido de desear.
Para muchos estudiosos uno de los documentos más cuidados y más
trascendentales fue la Constitución Apostólica Regimini Ecclesiae (15-8-
1967). En ella se acometía una reforma en profundidad de la Curia Romana.
A la reforma de la Curia en la que profundizaremos más adelante, le siguió
la convocatoria y la celebración del primer Sínodo de los Obispos en el que
se debatieron asuntos tan importantes como frágiles: la revisión del derecho
canónico, las cuestiones doctrinales, los seminarios, la catequesis, la liturgia.
De esta reunión nacerá la Comisión Teológica Internacional y la aprobación
pública de la reforma litúrgica con la celebración de una eucaristía en la
Capilla Sextina el 24 de octubre. Era la primera vez que se celebraba una
eucaristía en la que el italiano sustituía enteramente al latín y en la que al
canon romano acompañaban otros cánones reconocidos por la Iglesia. Las
críticas, lideradas por Una Voce, no se hicieron esperar; se perdía el sentido
de lo sagrado y se desfiguraba el misterio. Muchos padres sinodales,
igualmente, manifestaron su decepción y votaron en contra de la reforma.
Ésta fue aprobada con 71 votos a favor, 43 en contra y 62 que deseaban que
se siguiese estudiando. Se siguió laborando hasta que finalmente, el 2 de
mayo 1969, fue presentado el nuevo Ordo Misae, que entraba en vigor el 30
de noviembre. El misal romano de San Pío V era sustituido por el de Pablo
VI.
Los problemas continuaron años después462. Muchos han visto y
entendido que a partir de 1968 se produjo con un cambio de rumbo en este
pontificado. No lo sabemos. Quizás el hecho más significativo de este año
tan crucial para Europa y el mundo entero, fue la publicación de El Credo de
Pablo VI. ¿Respondía de esta manera al contenido no del todo acorde con el
dogma católico del Catecismo holandés?463.
Un mes más tarde aparecía la encíclica Humanae Vitae y con ella una
tormenta de protestas y de manifestaciones, que, además de amargar el
corazón del Papa, provocaron en él una gran perplejidad intelectual y un
amor más creciente a la tradición de la Iglesia. De todas las maneras, era un
tema que de manera indirecta había estado presente en el Concilio en el
momento en el que se debatió como debía vivir el tema de la castidad y el
tema de la procreación de los hijos una familia, un matrimonio católico. Tras
algunas intervenciones dentro del aula conciliar y también fuera del cardenal

461
GUITTON, J., Pablo VI secreto, Madrid 2015, 83-87.
462
TORNIELLI, A., Paolo VI… 39-54
463
DANIELOU, Jean, Tests, Beauchesne 1968
304

Suenens, se determinó que este asunto quedase totalmente en manos del


“magisterio supremo”464. Se desconoce cómo se redactó esta encíclica465.
Parece que el método que se siguió fue el método del dédalo: encargo a
diversas personas e instituciones para que cada una de ellas lo más
libremente posible y sin contacto entre ellos, orientase la moral matrimonial
de la Iglesia en el postconcilio. Los primeros pasos redaccionales hay que
situarlos en el otoño de 1966; el director y coordinador hasta prácticamente
el final fue monseñor Carlo Colombo, teólogo personal del papa. La primera
redacción, junio de 1967, fue considerada como muy dura por lo que fue
retirada. En el otoño se retomaron los trabajos; ahora eran doce
superexpertos, se quería que tuvieran experiencia pastoral, los responsables
de la redacción. Al final del otoño llegaron a algunas conclusiones: la
principal la continuidad en la moral matrimonial entre el magisterio de la
Casta connubii de Pío XI y lo que sería la HV. Tampoco fue aceptada esta
redacción. A finales del mes de febrero de 1968, con una fuerte presencia de
Monseñor Philippe, el papa tenía sobre su mesa de trabajo una nueva
redacción. Fueron despedidos los redactores, y el borrador entra en una fase
que Jan Grootaers, llama de ocultación completa. El trabajo continúo. A su
frente siguió Carlo Colombo, el padre Martelet y el mismísimo papa. Un
último consultor que no pudo estar presente en las etapas anteriores,
finalmente se hacía presente, y según el autor al que seguimos, su
intervención fue decisiva en la argumentación de fondo; éste no era otro que
el cardenal de Cracovia,. Monseñor Wojtyla. Como se ha podido comprobar,
la redacción de la HV tuvo el desarrollo más particular y quizás más extraño
de los muchos documentos que publicó Pablo VI. No se olvidó en su
redacción de su particular método de trabajar: un grupo de teólogos, sus
teólogos, entre los que sobresalía Carlo Colombo, estuvo al tanto durante
todo el tiempo; sin embargo, dadas las cambiantes circunstancias de la Curia,
entonces en fase de renovación y dado sobre todo la gravedad del asunto,
parece que ningún miembro de la Doctrina de la Fe tuvo un papel demasiado
relevante en la redacción final de la HV. Grootaers afirma que en medio de
estas circunstancias: “la responsabilidad de la preparación de la HV cayó
enteramente sobre la Secretaria de Estado y sobre su adjunto para los
Asuntos Públicos. La intervención de monseñor Philippe, parece que contaba
con la anuencia y el respaldo de la Secretaría de Estado, fue más un deseo
del papa que una obligación de la Doctrian de la Fe. Esta forma de trabajar,
dada la trascendencia de la HV, se alejaba bastante del esquema de trabajo
habitual del papa Montini. Cuando por aquellos días estaba a punto de
hacerse público la creación de la Comisión teológica internacional y cuando
ocho obispos le fueron impuestos al Santo Oficio, nadie se explica la

464
O´MALLEY, J., ¿Qué pasó en el Vaticano II?, Santander 2012, 320.
465
Un intento es el que hemos seguido en el párrafo siguiente: GROOTAERS, Jan, Quelques donnés
concernat la redaction de L´Encyclique Humanae Vitae en Paul VI et la modernité … 385-398.
305

gestación tan misteriosa de esta encíclica. Pablo VI como papa y como


último responsable del magisterio se quiso reservar la última palabra y
mantener el resultado final en secreto total. La relación con la Casta
connubii llegó hasta el final. El concepto de Ley natural, defendido a
ultranza por Wojtyla, permea el texto final de la HV. ¿Pero qué papel le
correspondió al papa en la redacción final de la HV? En la opinión de
Grootaers, Pablo VI es el responsable, sólo podía ser él añadimos nosotros,
de la redacción de una serie de textos que rebajaban la dureza del texto final
y lo hacían mas accesible y respetado. Frente a algunos de sus consejeros
que querían darle al texto la calificación de carácter infalible, Pablo VI
pensaba que esto sería muy grave. La utilización de los anticonceptivos como
medios terapéuticos para los enfermos físicos y psíquicos (nº 15 de la HV) y
el no considerar como pecado mortal cometer ciertas transgresiones, fue obra
e interés del Papa. Lo que el papa quería era que los cristianos no se dejasen
arrastrar por el hedonismo creciente y que el comportamiento, en último
término de los esposos cristianos, no estuviese manipulado por los gobiernos,
cada vez más ansiosos en la introducción de medios anticonceptivos e
incluso abortivos para de esta manera resolver el problema demográfico466.

Un lenitivo de los graves momentos por los que estaba pasando lo


vivió con agradecimiento y pasión durante su viaje a Colombia.
Entretanto en Europa la Iglesia se desgastaba y se fraccionaba en
protestas públicas y en encendidas defensas de posiciones, a veces
antagónicas, que para nada contribuían a la paz social y a la unidad de la
Iglesia. Hasta los teólogos que tanto y tan bien habían trabajado en el
Concilio y con los que tan unido se mostraba el papa, se manifestaron. Pablo
VI reaccionó con dolor y con mucha pena. “La Iglesia, dijo en una audiencia
a los seminaristas del Seminario Lombardo de Roma, se encuentra en una
hora de inquietud, de autocrítica, se diría de casi autodemolición”. Ante esta
situación, les siguió diciendo, “muchos esperan del papa decisiones
enérgicas y decisivas. El papa cree que su único deber es el de seguir la línea
de la confianza en Cristo. El será el que calme la tempestad”. Pero la
tempestad, mientras el papa se sintió un tanto aliviado durantes sus viajes a

466
Las críticas recibidas, como se ha dicho más arriba, fueron muchas y muy acres. Oigamos le oyó Jean
Guitton a un teólogo en una reunión internacional de teólogos tenida en Viena en septiembre de 1968:
“Quiere constreñir el eros. Ahora bien, argumenta a la vez contra la ciencia y contra la teología. Reedita
el caso de Galileo y del Syllabus, deja fuera de la Iglesia a los que más tarde le salvarán, y que será
consideraros en el siglo venidero como los verdaderos católicos. Es Galileo quien ahora es el maestro de
los espíritus. Por lo mismo, en el siglo XIX, el Papado ha desatendido las advertencias de los espíritus
críticos en exégesis, de los demócratas en la política, del mundo obrero en materia social. Ahora resulta
que el Papado deja fuera de la Iglesia a la mayoría de los fieles, ya que las directrices que da a la encíclica
serán imposibles de practicar. El pueblo cristiano deberá vivir en la hipocresía. La diferencia reside en que,
en los siglos pasados, las contestaciones, las separaciones, los cismas habrían estado enmascarados por
el conformismo universal, pero ahora funciona todo de forma diferente. El cisma va a ser visible, todo
está ya en el dominio público”. Texto tomado del libro de GUITTON, J., Pablo VI secreto, 97-98.
306

Ginebra y África durante el verano de 1969, no se calmó. La contestación y


la división imperaban. Muchos historiadores y analistas interpretaron la
aparición días antes del Sínodo extraordinario de 1969 de una entrevista del
cardenal Suenens como de verdadero golpe de estado teológico. El cardenal
criticaba el centralismo romano, no estaba de acuerdo con el excesivo
jurisdicionismo y reclamaba una redacción más coral y universal de las
encíclicas y de los documentos claves de la Iglesia.
Durante el sínodo de 1969 se enfrentaron dos concepciones opuestas
de la Iglesia: la más progresista, representada por Suenens, la más tradicional
por Danielou, quien defendía que los graves problemas por los que estaba
pasando la Iglesia sólo se resolverían trabajando todos juntos bajo la
autoridad del Papa. Las contestaciones continuaron y los viajes a la entera
catolicidad de la Iglesia, también. El 26 de noviembre de 1969 Pablo VI
emprendía su último viaje apostólico fuera de Italia. Asia y Oceanía le
esperaban. Salvado el atentado de Manila, el papa dio muestras de apertura,
de fidelidad y de firmeza.
Todos estos viajes en los que el papa se sentía y actuaba como un
peregrino, el peregrino cristiano que llevaba el anuncio y las palabras de
Cristo a la humanidad, fueron correspondidos, como antes nunca lo habían
sido, por innumerables visitas de prácticamente todos los jefes de Estado del
mundo. Todo esto, evidentemente, tuvo sus consecuencias: el número de
representaciones pontificias pasó de 61 en 1963 a 109 en 1978; el papa y sus
representantes a lo largo del mundo se fueron convirtiendo, el caso del
Vietnam es el más significativo, en intermediarios en la resolución de los
conflictos internacionales y en la búsqueda de la paz; el contacto entre el
papa y los diversos presidentes y fejes de estado fue más constante que
nunca. La nueva Iglesia, la que estaba naciendo del Vaticano II, manifestaba
con este nuevo talante su preocupación por los más favorecidos del mundo
que su reconciliación con éste era cierta y verdadera. Tan cierta después de
su viaje a la ONU como para emprender nuevas relaciones diplomáticas con
los países socialistas y comunistas.
Los forjadores de la nueva política vaticana en el Este, en los países
del Telón de Acero, especialmente en Rusia, Hungría y Ucarania, fueron el
mismo papa y el nuevo Secretario de Estado, monseñor Casaroli. La empresa
no era nada fácil. La Iglesia católica deseaba ocupar un espacio, por pequeño
que fuera, del que había sido expulsada y del que no quería desaparecer para
siempre. Ni el victimismo, comportamiento en el que era fácil entrar y
bastante difícil salir, ahí están con todo el respeto del mundo los casos de
personalidades como el cardenal húngaro Mindszenty y otros muchos
eclesiásticos, ni el providente absentismo o alejamiento eran compatibles
con la nueva política y con las legítimas aspiraciones apostólicas de la Iglesia
de Roma. Si de verdad la Iglesia católica quería seguir estando presente en
esta parte de Europa tenía, por una parte, que atemperar y graduar el
307

comportamiento ultradefensivo de personalidades como el cardenal húngaro


anteriormente citado y, por otra, tomar la iniciativa. Tenía que adaptar sus
aspiraciones apostólicas al ritmo, también cambiante, de los países donde
imperaba el comunismo. Un juego nada fácil, en el que la Iglesia y los
católicos solo podrían sobrevivir si al mismo tiempo colaboraban
posibilísticamente con el Estado. Un estado más seguro y, en consecuencia,
más distendido hacia la realidad católica, era el mejor camino para conseguir
lo que Roma deseaba. El martirio y la clandestinidad, sin ser desautorizadas
por Roma, eran sustituidos por la diplomacia y por un eventual acercamiento
de posiciones. En suma, el posibilismo diplomático, las críticas interiores y
exteriores que este comportaba, el acercamiento de posiciones, el encuentro
personal y la lectura inteligente de los tiempos serían con el paso del tiempo
las piedras sobre las que se reconstruiría la diplomacia vaticana en el Este.
El posibilismo diplomático, al que nos estamos refiriendo, pasaba e
incluía el trabajo por la paz y por los derechos humanos; suponía,
evidentemente, encuentros personales. Los saludos y las visitas a Roma de
Gromyko y de Podgorny así como los viajes de Casaroli a Moscú no
solucionaron los problemas de los católicos en Rusia, pero sí que mejoraron
y comenzaron a normalizar las relaciones de Roma con los países del Telòn
de Acero y a distender la vida de los católicos en esta parte de Europa, tal
como puede percibirse en la Yugoslavia de 1966 y en la Hungría de la época.
En esta última nación la jerarquía de la Iglesia pudo ser reconstruida. Algo
que no sucedió en Checoslovaquia. En el caso de Polonia, la Iglesia y el
pueblo católico siguieron jugando un papel determinante en la vida real y en
la resolución de muchos problemas nacionales.
La configuración y el mantenimiento de una política tan arriesgada y
tan imprevisible fue sometida, como ya hemos indicado, a muchas críticas.
Su balance, con todo, lo consideramos positivo. La política vaticana
contribuyó de manera eficaz a mejorar la vida de los católicos en el Este.
Otra cosa muy distinta es que se alcanzaran todos sus objetivos y que la
distensión, algo imposible en este territorio y tiempo, se consiguieran. Lo
que sí parece que se logró fue una nueva presencia de la Iglesia, fruto
indudablemente del Vaticano II, en el mundo y un acrecentamiento de la
Iglesia católica “como una alta e imparcial instancia humanitaria dentro de
las relaciones con los Estados”467

Los años setenta fueron los más difíciles de su pontificado.


Continuaron los trabajos en la Europa oriental y comunista. Especialmente
dramática fue la forma cómo se resolvió el problema de Hungría; el cardenal
Mindszenty se vió obligado a dejar, primero Hungría, y más adelante a
aceptar en contra de su propia voluntad, su dimisión. Poco a poco, gracias al

467
RICCARDI, A., El poder… 316
308

buen hacer de Monseñor Casaroli, la presencia de la Iglesia católica se fue


haciendo más común y más universal en los países que estaban bajo la férula
del comunismo.
Las peculiaridades y el fondo teológico de Montini Papa se pusieron
de manifiesto en la Carta Apostólica que publico con motivo del ochenta
aniversario de la Reum Novarum, la Octogésimo anno (14-5-1971). Para
empezar quiso que no fuera una encícilica; en política como en tantas otros
aspectos de la vida cristiana, Pablo VI dejaba libertad a los cristianos y lo
que es más importante, de ninguna manera, quería vincular opiniones sobre
las realidades mundanas al depósito de la fe. Algo muy distinto a lo que
cuarenta años antes, había escrito su antecesor Pío XI, defendiendo la
incompatibilidad absoluta entre el catolicismo y el socialismo, entre el
católico y el militante socialista. Muchas fueron las interpretaciones y
muchas más las repercusiones en la vida social y política de los católicos de
todo el mundo de estas doctrinas: nacía, sin ir más lejos, en Chile el
Movimiento cristianos para el socialismo, muy próximo a la mística de los
partidos comunistas.
Los problemas continuaron o tal vez se acrecentaron. El Sínodo de
1971 fue una auténtica prueba para la Iglesia universal. La división de los
obispos y con ella de la Iglesia era más que manifiesta y tal vez mucho más
grave la crisis de la vida sacerdotal y la pérdida de sentido y de identidad
sacerdotal en muchos de sus ministros. De nuevo, se volvió a tratar del
celibato sacerdotal y de nuevo el papa se mostró cómo se había mostrado en
ocasiones anteriores: el celibato sacerdotal siguió siendo obligatorio para los
sacerdotes de rito latino, la inmensa mayoría de los sacerdotes católicos.
Al mismo tiempo una imponente red de movimientos e iniciativas de diverso
signo nacieron a lo largo de todo el mundo: Algunas como Los Silenciosos
de la Iglesia y el grupo que respondía al título Fidelidad y Apertura, se
manifestaron a favor de una apertura moderada, pausada, siempre respetuosa
con la letra y el espíritu del Concilio y con la persona del papa. En la parte
opuesta se fue consolidando el grupo liderado por monseñor M. Lefebvre,
fundador de la Fraternidad sacerdotal de san Pío X. Las reivindicaciones de
Una Voce, cada vez más próximas a Lefebvre, la creación de secciones
parecidas en otros puntos de la cristiandad, la Latin Mass Society en
Inglaterra, la contestación permanente al papa tal como hiciera el director de
la revista Itineraire, Jean Madiran y la expresa petición de condena del papa
por cismático, hereje y escandaloso, tal como se pude ver en la acusación
escrita por el abaté de Nantes, Liber accusatiionis in Paulum sextum. Y la
crisis desatada en torno a la supresión del seminario de Ecome en el verano
de 1974 y las reacciones en contra de la persona del papa y del concilio de
monseñor Lefebvre.
La crisis de la Iglesia era evidente, el abandono del Espíritu parecía
una realidad a cualquiera que mirase con una cierta atención la vida interna
309

y externa de la Iglesia. El papa logró permanecer en pie, gracias a su


abandono en el espíritu de Jesús y a su deseo de serle fiel como pastor de
todos los cristianos. Sus discursos, un tanto pesimistas en los días más crudos
y tensos de los primeros años setenta468, adquirieron un tono esperanzado,
realista y abierto al mundo en el que el Espíritu Santo se convirtió en el motor
y en el inspirador de un pontífice y de una Iglesia que quería salir, pese a tan
profunda crisis, adelante. Algunos consideran que fue una auténtica suerte el
que en el seno de la Iglesia apareciese la Renovación carismática y que el
papa, gracias a las ayudas del polémico cardenal Suenens, la hiciese suya.
Pese a las críticas y bajo la inspiración del Espíritu Santo y el signo de la
reconciliación dentro de la Iglesia, fue convocado el Año Santo de 1975. Su
celebración significó todo un éxito, tal como puede percibirse leyendo la
Exhortación apostólica Gaudete in Domino (9-5-1975).

Llegamos al final. Los últimos años del pontificado del papa Montini
estuvieron presididos por el dolor físico; una fuerte artrosis le impedía
caminar sólo, por el dolor espiritual y psíquico y por el recuerdo y
acompañamiento de la muerte. No por ello, Pablo VI dejó de afrontar temas
espinosos en los que manifestó su carácter y determinación; fueron éstos la
Constitución Apostólica: Romano pontifici eligendo (1-10-1975) y una
Declaración sobre algunas cuestiones de ética sexual (29-12.1975). Ambas
fueron recibidas con acritud y destemplanza. Uno de sus últimos actos
públicos fue el de presidir los funerales de su amigo Aldo Moro, asesinado
por las Brigadas Rojas. No pronunció homilía alguna; sí rezó, en cambio,
una oración conmovedora y llena. En medio del dolor y la pena aparecían la
esperanza y caridad.

468
“Por alguna fisura el humo de Satanás está dentro del templo de Dios. La duda, la incertidumbre, la
problemática, la inquietud, la insatisfacción, los enfrentamientos están a la orden del día. Hubiéramos
creído que el día siguiente después del Concilio habría sido un día luminoso para la Iglesia. Pero nos hemos
encontrado con nuevas tempestades. Buscábamos llenar los nuevos abismos en lugar de hacerlos más
grandes. ¿Qué ha pasado? Os confieso: se trata de un poder adversario, el diablo, este ser misterioso,
enemigo de todos los hombres, que tiene algo de sobrenatural, llegado a pudrir y resecar los frutos del
concilio ecuménico y a impedir que la Iglesia cante himnos de alegría por haberse redescubierto a sí
misma, por tener más y mejor conciencia de su misión” Palabras pronunciadas el 29 de junio de 1971.
Página 320, 2
310

TEMA CATORCE: EL FUGACÍSIMO PONTIFICADO DE


JUAN PABLO I (1978). UNA SONRISA EN MEDIO DE LA
TORMENTA469

El cardenal Luciani, a la sazón cardenal de Venecia, fue elegido papa


en el primero de los dos cónclaves de 1978, el de agosto, tras cuatro
escrutinios. Era un hombre de 67 años, el clásico representante de una Iglesia
todavía poderosa, muy volcado en la acción pastoral y muy en contacto con
los problemas de la gente. Hombre de Iglesia, por lo tanto creyente y
propulsor de las grandes apuestas del Concilio Vaticano II: la colegialidad y
sobre todo el diálogo dentro de la Iglesia y desde ella con el mundo. Apenas
tenía nada de intelectual y sí mucho de pastoral.
¿Quién fue el papa Luciani?
Nacido en año 1912 en el seno de una familia muy pobre en el mismo
corazón de las montañas de Belluno, norte de Italia. Su padre era un obrero
de tendencia socialista y, por lo tanto, anticlerical. Tras muchos años de
itinerancia y trabajo provisional, fue contratado como obrero en la industria
del cristal en la floreciente ciudad de Murano. Su madre, al contrario, era una
mujer devota, muy favorecedora de la vocación sacerdotal de su hijo.
Criado, pues, en el seno de una familia que durante muchos años rozó
la pobreza y la exclusión, nació muy debilitado y enclenque. Su infancia
desde el punto de vista de la salud fue de mucho sufrimiento; a los tres y
después a los cinco años estuvo a punto de morir. Padeció de los pulmones
y fue un asiduo de los hospitales.
Su frágil salud estuvo acompañada de una alegría natural, de una
inteligencia despierta y muy curiosa y de “una delicada sensibilidad
religiosa” como puede apreciarse en esta oración que compuso siendo muy
niño: “Señor, tú que sabes todo y que puedes todo, ayúdame a vivir. Soy
todavía un muchacho, no estudio, soy pobre, pero deseo conocerte. Ahora
no sé verdaderamente quién eres y no sé si te quiero bien, me gusta el Padre
Nuestro, me place tanto el Ave María, rezo por mis muertos y por mis seres
queridos. Ayúdame a entender. Soy tu Albino. Amén”470.
Su primera formación tuvo lugar en los seminarios diocesanos del
norte de Italia: Feltre y Belluno. Una formación estrictamente manualística

469
ACERBI, A., Giovanni Paolo I en Storia della Chiesa. La Chiesa del Vaticano II (1958-1978), XXV/1.
Roma 1995, 101-117. LILL, R., Il potere dei papi. Dall´etá moderna a oggi. Roma 2008.
470
ACERBI, A., Giovanni … 101-102
311

en filosofía y teología dentro de un ambiente espiritual e intelectual


claramente antimodernista. Conviene saber que al claustro de profesores de
su seminario de Belluno le fue prohibido enseñar por el papa Pío X.
Ordenado en 1935, su formación culminó con un doctorado en teología,
aunque sin la asistencia a las clases, en la Facultad de Teología de la
Gregoriana de Roma. Licenciado en 1942 y doctor en 1947. Su tesis tuvo
como título L´origine dell´anima umana secondo Antonio Rosmini. Tesis de
corte apologético y método escolástico sobre la doctrina del alma de
Rosmini.
Una vez ordenado simultaneó la docencia en su seminario diocesano
con la administración diocesana y el trabajo pastoral y parroquial. Destacó
como enseñante de teología en el seminario y en un colegio dependiente del
Seminario; tanto en uno como en otro enseño de todo. No hizo ascos a nada.
La pobreza ambiental y las dificultades que por entonces sufrían estas
regiones lo hacían imposible. Animoso, competente y siempre alegre. Fue
profesor de teología hasta su nombramiento como obispo en 1958. Como
enseñante de la teología no fue muy original; continúo enseñando los
manuales por él estudiados cuando era seminarista: los manuales de
Tanquerey y J. M. Hervé y también de Billot. En el campo que más destacó
fue en el de la catequesis. Para Luciani ser catequista era su manera de
comunicarse, de evangelizar y de estar en el mudo. Fruto de sus
preocupaciones catequéticas fue la publicación en 1949 de un manualito
titulado: Cathechetica in briciole (Catequesis en migajas).
La catequesis le ponía en contacto con la religiosidad popular de la
región del Véneto y con la fuerte espiritualidad de sus habitantes. Manejaba
como nadie el método de los ejemplos. Sus ejemplos salidos de la literatura
popular, oral y escrita, de sus múltiples lecturas y hasta de su propia
inventiva así como de la prensa hacían que los que le escuchaban atendiesen
a sus explicaciones y se sintiesen movidos a actuar. Su cultura, afirma
Acerbi, era funcional. Lo sabido y lo aprendido lo ponía al servicio de la
catequesis y de la predicación. A la catequética sumaba su colaboración con
la prensa escrita y con la dirección de numerosos cineforum…
En 1948 fue nombrado, después de haber sido anteriormente elegido
como secretario del sínodo diocesano, provicario de la diócesis, siendo,
finalmente, nombrado vicario general en 1954. Cuatro años más tarde (1958)
será nombrado obispo de la diócesis de Vittorio Veneto en la región véneta.
Servirá esta diócesis de 1959 a 1969.
312

La diócesis de la que se hizo cargo era una diócesis de tipo medio,


300.000 habitantes, pero de gran actividad pastoral. Su talante emprendedor
y su celo apostólico lo movieron en todas las direcciones. Muy pronto
acometió una activa y cuidada visita pastoral y muy pronto se dirigió a sus
sacerdotes en torno a dos puntos muy concretos: la importancia de la
instrucción religiosa y la catequesis.
Como tantísimos otros obispos Luciani sufrió durante la celebración
del Vaticano una profunda conversión. Una conversión que pasó por la
aceptación pacífica de sus muy limitados conocimientos teológicos,
escriturísticos y hasta canonísticos. Se le hizo un poco cuesta arriba, pero lo
aceptó, el decreto sobre la libertad religiosa. No intervino ni una sola vez en
el Aula Conciliar. A lo más remitió un escrito a la dirección del Concilio en
el que se mostraba de acuerdo con la colegialidad.
Su conversión conciliar tuvo una inmediata repercusión en el gobierno
de su diócesis: renovó sus estructuras pastorales, el plan de estudio del
seminario, sus líneas de formación y reforzó su espíritu misionero. La
diócesis de Vittorio Veneto firmó sendos hermanamientos con la diócesis de
Ngozo en Burundi y San Mateo en el Brasil. Más aún su conversión conciliar
le hizo enfrentarse de modo nuevo, creativo y muy valiente a la teología.
Comprendió que era necesaria una nueva teología. Una teología que
transformara la vida de los creyentes y que perdiese “el intelectualismo y el
tecnicismo de la vieja teología”, conservando eso sí los contenidos y la
verdad de la tradición católica, frente al secularismo, la desmitificación, el
reformismo precipitado. De su nueva teología y de sus preocupaciones por
la vida espiritual en un tiempo nuevo nació una nueva concepción de los
ministerios y de las funciones de sacerdotes y laicos y en su tanto de la
familia471.
Respecto este último punto, su pensamiento y su manera de afrontar
las relaciones de los esposos en orden a generar la vida no coincidía, véanse
sus intervenciones en la Asamblea de los obispos de la región del Triveneto
y de la Lombardìa y algunos de los párrafos de su prólogo a la HV en un
texto dirigido a sus diocesanos, con los postulados del papa Pablo VI. Lo
reconocía humildemente, daba razón de sus juicios y aceptaba la propuesta
del papa con toda honradez y honestidad.
En 1969 era nombrado Patriarca de Venecia y en 1973 cardenal. Antes
en 1971 fue invitado por Pablo VI a participar en el sínodo de 1971. Se

471
ACERBI, A., Giovanni … 108-109
313

trataba en él sobre el ministerio sacerdotal y la justicia en el mundo. Intervino


en el Sínodo una sola vez. Mucha más trascendencia tuvo una entrevista que
se publicó en el AVVENIRE (11-12-1971), en la que defendía la libertad en
el aula sinodal sin que esto supusiese estar en contra ni del papa ni de la
misma curia vaticana. Con el cardenalato fue ganando prestigio dentro y
fuera de la Iglesia de Italia. Fue nombrado vicepresidente de la CEI, intervino
en los siguientes sínodos; sin embargo, su estilo pastoral, el contacto directo
con los fieles y sus problemas concretos, su simplicidad y austeridad de vida
se mantuvieron e incluso se acrecentaron.
Sus múltiples trabajos y responsabilidades no le impidieron seguir
colaborando con la prensa escrita. Publicaba breves y ricos textos sobre
temas de actualidad tanto en diarios católicos como laicos. Famosas fueron
sus cuarenta cartas a otras tantas personalidades del pasado y del presente en
el Messaggero di Sant´Antonio; cartas en las que se afrontaban “los
problemas corrientes de la vida religiosa y moral” de sus fieles472.
Son muchas las críticas sufridas por el Luciani publicista. Muchos le
achacaron padecer y escribir con un exceso de imaginación, otros
consideraban sus artículos demasiado simplistas y partidistas, bastantes los
tacharon de ser demasiado rígidos y apologéticos. En ellos, al decir de
Acerbi, se reflejaba su celo pastoral y también “su congénito animo ansioso”;
temperamento que no le permitía la más mínima vacilación a la hora de
denunciar el experimentalismo teológico, litúrgico y pastoral
postconciliar473.
Se mostró muy especialmente duro frente a eclesiásticos y laicos
cuando advertía que la doctrina de la Iglesia no era del todo defendida o
sencillamente puesta en cuestión tal como puede apreciarse en muchas de
sus acciones con motivo del referéndum abrogativo del divorcio en 1974, las
elecciones municipales de 1975. En uno y otro caso se inclinó por posiciones
no del todo matizadas, llegando demasiado lejos en el caso de las elecciones
municipales cuando reasumió una declaración del cardenal Roncalli de 1956
en la que se prohibían el voto de los católicos a las listas en las que
apareciesen comunistas y socialistas.
Estos y otros comportamientos en un tiempo nuevo le llevaron a
reconocer en el consejo presbiteral del 21 de febrero de 1977 una cierta
desconexión en la diócesis. Debemos entender que se trataba de una
desconexión del obispo con las instituciones diocesanas y hasta con las

472
ACERBI, A., Giovanni … 113-114
473
ACERBI, A., Giovanni … 113-114
314

estructuras de gobierno. De hecho, pocos meses después se vio obligado a


aceptar un nuevo organigrama diocesano. Se le pedía menos actividades
pastorales – visita pastoral incluida – y más programación y mejor
estructuración diocesana474.
Nada, en consecuencia, hacía suponer que el Patriarca de Venecia
saliese papa en el cónclave convocado tras la muerte de Pablo VI y más
cuando, conforme se fueron acercando los días previos al cónclave se fue
imponiendo la necesidad, por una parte, de elegir un papa que sacase
adelante con paciencia y autoridad los frutos del concilio, y, por otra, la
conveniencia, de que fuese un papa más ecuménico que los anteriores a ser
posible que no fuese italiano. Se barajaba la posibilidad, llegada años más
tarde, de que fuese hispanoamericano. Entre los nombres que sonaron en
estas vísperas figuraba el del cardenal de Cracovia, Wojtyla, afirma el
historiador alemán Lill. Su perfil, pues, estaba muy alejado de lo que se
pretendía y buscaba en el nuevo papa.
Eso sí los candidatos al pontificado, tanto los presentados por Acerbi
como por Lill, eran también italianos y montinanos. Para Lill, Benelli, desde
hacía poco al frente de la Iglesia de Florencia y Sergio Pignedoli,
personalidad muy considerada por la opinión pública de la época, amante de
la cultura contemporánea y en diálogo con el Islán. Sin embargo, su
autoridad y su implicación con una curia demasiado inclinada a la política
internacional y casi en quiebra económica se convirtieron en rémoras a la
hora de las votaciones. La candidatura de Luciani se impuso, pues, de modo
natural. Convenía que la cabeza de la Iglesia cambiara de aires y que el
gobierno de la misma se le entregase a un pastor gozoso y alegre, capaz de
gobernar con trasparencia. El elegido sería Albino Luciani, quien sin duda
alguna no solo aceptaba el Concilio sino que estaba dispuesto a culminarlo.
Una vez elegido papa, Luciani manifestó su nombre. La elección de
un doble nombre, algo inédito en la historia de los papas, tuvo una
significación muy clara: su pontificado quería ser una prolongación creativa
en fidelidad y promesa de los dos papas del Vaticano II.
Desde el principio Luciani fue consciente de sus limitaciones
intelectuales, de su pobreza lingüística, y de su incapacidad, por razones de
salud y falta de práctica, para enfervorizar y conectar con los miles de
peregrinos que visitaban Roma, metáfora y cabeza de la Iglesia universal.
Desde el primer día se puso a estudiar nuevas lenguas y sobre todo a gobernar

474
ACERBI, A., Giovanni … 115
315

la Iglesia dentro de la política del aggiornamento, entendido más en la línea


de una mejora en la acción pastoral que en las acciones políticas, sociales y
económicas. Su proyecto de su programa de gobierno puede deprenderse de
su discurso del 27 de agosto de 1978: deseaba y quería culminar la labor de
su predecesor, la herencia del Vaticano II, la evangelización, el ecumenismo,
el diálogo y la búsqueda de la paz en el mundo así como “la conservación de
la gran disciplina de la Iglesia en la vida de los sacerdotes y de los fieles, tal
como la probada riqueza de su historia ha asegurado a lo largo de los siglos
con ejemplos de santidad y heroísmo”475.
Su lema pontificio fue la humildad, humilitas. Una de las primeras
decisiones que tomó fue la de simplificar y podar el ceremonial, renunciando
al pluralis majestatis (3-9-1978). El papa se hacía uno más. Su estilo simple,
sencillo, directo y sin ningún aparato le gano el aprecio de los católicos y
también de la opinión pública no católica.
Se sabía limitado y a la vez necesitado. Tal vez recordando sus
oraciones infantiles no temió confesar sus limitaciones al pueblo romano y
al mismo tiempo pedir su ayuda con estas santas y sabias palabras: “No tengo
la “sapiencia cordis” del papa Juan y tampoco la preparación y la cultura del
papa Pablo; pero estoy en su puesto, debo tratar de servir a la Iglesia. Espero
que me ayudéis con vuestra oración”476.
Moría, tras un ataque al corazón no confirmado por falta de autopsia,
la tarde noche del 28 al 29 de septiembre de 1978. La primera persona que
lo encontró muerto en su cama fue una religiosa; hecho que permaneció
ocultó por no dar a entender que en la Curia Vaticana las religiosas visitaban
a muy primera hora las habitaciones de los papas. La falta de noticias sembró
de falsos y exagerados rumores las páginas de los diarios, dando pábulo a
todo tipo de infundios: desde el propio suicidio por el periodista inglés David
A. Yallop hasta el envenenamiento.

475
ACERBI, A., Giovanni … 116
476
ACERBI, A., Giovanni … 117
316

TEMA QUINCE: JUAN PABLO II (1978-2005). EL PAPA


VENIDO DE LA EUROPA ORIENTAL: ENTRE LA NUEVA
EVANGELIZACION Y LA LIBERACIÓN477
El segundo cónclave de 1978, el del mes de octubre, puso al frente de
la Iglesia católica a un jerarca de ideas conservadoras, pero de estilo
moderno: el polaco Wojtyla, cardenal de Cracovia.
Tres parece que fueron los muñidores de este segundo cónclave: el
Secretario de estado, Villot, quien advirtió que tal vez fuese necesario
inclinarse ya por un papa no italiano; los italianos Colombo y Pappalardo,
cardenales de Milán y de Palermo, quienes consideraron que no valía la pena
buscar un candidato italiano para impedir que fuese elegido el montiniano
Benelli y, finalmente, el tándem König y el neocardenal alemán Ratzinger,
quienes afirmaban que era necesario, después del fracaso de la Ostpolitik,
colocar al frente de la Iglesia a alguien que sin acudir a la diplomacia plantase
cara al comunismo y la marxismo como Wojtyla lo venía haciendo desde
hacía mucho tiempo. Tras ocho escrutinios salía papa el cardenal de
Cracovia, Karol Wojtyla.
Su biografía personal y su particular historia pasada le ayudaron
mucho más que la elección de su nombre, según Lill, a la hora de popularizar
su persona al servicio de la sede de Pedro. También le ayudaron su visión
universal del fenómeno católico y cristiano como fuente de unión frente al
poder de las dictadoras pasadas europeas, fascismo y nacionalsocialismo, y
actuales: el comunismo. Pudo contribuir también el respeto que la Iglesia y
los obispos polacos tenían en aquellos años ante la mayor parte de los fieles
y jerarcas de la Iglesia. Su resistencia frente al comunismo los hacía
merecedores de respeto y consideración. Lill apunta que tal vez en su
elección influyera algo que con el paso del tiempo se fue confirmando: sus
puntos de vista, su estilo personal, su visión de la Iglesia y del papado, su
teología… se parecía más a la de Pío XII que a la de sus predecesores. ¿Pudo
intervenir esta intuición en su elección?478.
Desde un principio se declaró y mostró heredero e intérprete principal
de las doctrinas del Vaticano II. En la defensa de su herencia se mostró
mucho más decidido y directivo, tenía una concepción muy diferente de la
autoridad tanto en lo doctrinal como en lo disciplinario, que sus antecesores.

477
HILAIRE, y-m., Histoire de la paputé. 2000 ans de misión et de tribulations, Paris 2003, 481-495.
O´MALLEY, J., Historia de los papas. Desde Pedro hasta hoy, Santander 2011, 343-354. RICCARDI, A.,
Juan Pablo II. La biografía, Madrid 2011, 663 pp
478
LILL, R., Il potere … 195
317

Muchos han considerado que esta manera de obrar y de encarnar el


ministerio petrino le alejaba de la doctrina y práctica de la colegialidad. En
todo momento se manifestó. En lo que respecta al capítulo tan importante de
la política exterior de la Iglesia abandonó prácticamente desde el comienzo
la senda de la Ostpolitikik para conducir otro tipo de política en total acuerdo
con la dignidad humana, la justicia y la libertad religiosa. En su primera y
programática encíclica, la Redemptor hominis (4-3-1979), se declaró como
paladín y defensor de la religión, de toda religión, ante el marxismo y el
materialismo. También apostó por el diálogo interreligioso, convocando a
los representantes de las distintas religiones en Asís.
Desde muy pronto se puso de manifiesto su manera de gobernar.
Consistía ésta en una dialéctica inclinada, por una parte, hacia la apertura en
el exterior y, por otra, hacia una cierta cerrazón y control en el interior de la
Iglesia. Juan Pablo II quería una iglesia compacta. Para llevar a cabo su
política, especialmente todo lo referente al gobierno interno de la Iglesia, no
le importó reproducir esquemas y comportamientos usados por él mismo en
Cracovia; esquemas no muy diferentes de los utilizados por Pío XII en los
años centrales de su gobierno.
Las consecuencias no se hicieron esperar: no pocos teólogos fueron
reducidos al silencio; las congregaciones religiosas más determinadas por
llevar adelante las consecuencias teóricas y prácticas del Concilio fueron
desautorizadas, llegando, en el caso de la Compañía de Jesús, tras la
enfermedad de su Padre General, el P. Arrupe, a intervenir hasta alterar su
propia normativa interna, dándoles un nuevo superior vicario. Sin embargo,
los grupos y congregaciones afines a su modo de proceder, como el Opus
Dei, se vieron favorecidos, al igual que muchos nuevos grupos religiosos,
entre ellos los nuevos movimientos. Su ápice fue el Año Santo del 2000. A
todo ello, habría que sumar la preocupación del mismo papa por defender su
imagen pública. En su manera de hablar y de dirigirse al pueblo y a los fieles
procedió de manera muy distinta a las empleadas por Pablo VI. No siguió el
estilo respetuoso de su predecesor, adoptó y subrayó el suyo propio. Lill
juzgó este tan particular modo de comunicarse con el pueblo como
irrespetuosos, plesbicitario y orientado a la creación, pasase lo que pasase,
de consensos. Muchos autores interpretan que sus viajes pastorales, 190 a lo
largo de su pontificado, participan del mismo estilo (página 197). Algo
parecido puede decirse desde 1984 de las Jornadas Mundiales de la Juventud,
de las beatificaciones y canonizaciones.
318

En lo que respecta a la elección y nombramiento de nuevos obispos


prefirió a aquellos que tuviesen y sobre todo asegurasen una visión compacta
de la Iglesia. Muchos de los elegidos fueron personas de las que en nada
podía dudarse de su fidelidad a la persona del papa. Muchos de los elegidos
se convirtieron en propagadores más que consumados de su pensamiento y
manera de proceder. Los obispos, opinamos, parece que tenían como primera
obligación más la representación de los intereses y del pensamiento del papa
que la defensa de los intereses de la Iglesia.
La supremacía pontificia se vio reforzada con la publicación del
Código del Derecho Canónico de 1983, elaborado sin la colaboración de
personas ajenas a la Curia ni tampoco del episcopado mundial, amén de por
la presencia de una numerosa y poderosa colonia de sacerdotes polacos
enviados a la Curia vaticana, liderados por su secretario personal Stanislaw
Dziwisz. De nuevo, los papas recibían culto, algo que parecía olvidado
después del Concilio.
Esta línea de gobierno se vio fortalecida con el nombramiento del
cardenal J. Ratzinger como prefecto de la Congregación de la Fe, Presidente
de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional.
Con dichos nombramientos, “el neoconservadurismo del pontífice recibió el
consolidamento cultural y teológico que el papa deseaba. Se iniciaba de lleno
la restauración teológica que el papa polaco no podía hacer por él mismo,
pero que deseaba llevar adelante. i
La restauración a la que aspiraba Wojtiya y que ciertamente consiguió,
se logró con un reforzamiento del primado papal en lo doctrinal, pastoral y
moral, tal como puede verse en los cánones 218-221 del nuevo Código y no
menos en los 330-341. Todo lo que le interesaba al papa tenía que ser llevado
adelante. Capital como se acaba de indicar fue el encumbramiento al
gobierno ordinario de la Iglesia del CDC de 1983. La colegialidad y la
autonomía de los obispos en el gobierno de sus diócesis era como asimilada
por las normas y las reglas del Código.
A nadie le puede extrañar, siguiendo esta misma línea, que ya en 1967
la Congregación para la doctrina de la fe propusiera una especie de juramento
centrado en el contenido de la fe antigua de la Iglesia, según los dos primeros
concilio, y que sobre todo en 1989 se introdujese un juramento de fidelidad
previo a la recepción del diaconado y de cargos eclesiásticos de cierta
importancia (ver página 204) y que en opinión de Lill, representa en el
conjunto de las medidas de Juan Pablo II un “instrumento de
disciplinamiento que contradice no pocos pronunciamientos del último
319

Concilio” (página 205, 2). Muy en línea con estos propósitos está el nuevo
Catecismo de 1992. Toda esta normativa se vio complementada con la
publicación en el mes de mayo de 1990 de una Instrucción eclesial de los
teólogos (ver página 205, 1). Añádase a todo esto un nuevo centralismo fiscal
tal como se operó dentro de la Iglesia (canon 1271)
Nuestro autor sigue insistiendo en esta línea y afirmando que la
insistencia del papa sobre el celibato de los sacerdotes y el comportamiento
patriarcal hacia las mujeres vienen a reafirmar su tesis (206-209).
Las páginas que siguen están dedicadas al pontificado de Benedicto
XV. Un pontificado continuista, en el que sobresalen el carácter metafísico
y doctrinal del papa Ratzinger y su escaso y pobre talante histórico. La
doctrina y la verdad sobre la historia, el contexto y el momento actual. Digno
de leerse. Con todo, creo que el autor se muestra muy partidista… y
demasiado crítico con el papa teutón.

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