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ENSAYO SOBRE "EL MALESTAR EN LA CULTURA"

Metapsicología del Pesimismo

NOTA: Ponencia presentada en el Congreso sobre la Cultura organizado por el Movimiento


Freudiano Internacional en la ciudad de Roma, enero 29-31 de 1982. El descubrimiento del
inconsciente desemboca, inevitablemente, en un examen psicoanalítico de la cultura, porque la
cultura es el origen del hombre; el hombre no surge de la mutación genética de un antropoide
sino de una serie de accidentes y condiciones que transformaron la naturaleza en cultura para
permitir la supervivencia de una especie que librada a sus meros recursos biológicos habría
desaparecido rápidamente de la faz de la tierra. Fruto de esa imposibilidad de existencia, el
hombre es en sí mismo una ilusión; es un ser que llegó a saber de la posibilidad de su no
existencia, porque en una serie infinita de momentos el mundo dejó de ser estímulo para
convertirse en percepción de dificultad, percepción de una carencia instintiva que lo obligaba a
inventar la vida a partir de la muerte entrevista. La conciencia es desde sus albores, en el individuo
y en el conjunto humano, una respuesta a una debilidad que hace la vida imposible si no se
transforma en ilusión, más aún, en verdadera alucinación de posibilidad.

¿Habrá visto la luz en toda la eternidad de la naturaleza otro ser que durante tan largo tiempo no
pueda convertir sus pulsiones en acciones sobre el mundo sino en alucinaciones? ¿Habrá existido
otro ser que durante tanto tiempo dependa de la acción de sus progenitores para sobrevivir?
¿Otro ser que durante tanto tiempo no tenga fuerzas para atacar sino imaginación para odiar?

Al contestar estas preguntas, Freud encontró que todo en el hombre es engañoso e ilusorio, pero
que eso es precisamente lo que lo constituye como tal hombre.

La Investigación psicoanalítica denuncia como engañosa la consciencia misma de nuestro propio


yo; esta denuncia establece que la consciencia primaria, la consciencia originaria, es un difícil
trabajo de diferenciación, de demarcación frente a lo que no es yo; tarea infinita y para siempre
inconclusa; un "yo-todo" omnipresente tiene que volverse "parte", en una dolorosa inversión que
debe afrontar el sujeto humano para constituirse; se tiene que percibir a sí mismo como

una minúscula porción, no solamente de la naturaleza en general, sino también de su propia


naturaleza individual; tiene que pasar del "sentimiento oceánico” descrito por Romain Rolland, al
sentimiento de soledad y pequeñez, para que la instancia psíquica que ha llegado a llamarse "el
yo" pueda agregarse al ser.

Una confusión seguida de un desgarramiento es el comienzo de toda tópica posible, puesto que
una gran parte del ser nunca será "yo", sino “ello", inconsciente y casi enemigo, el cual no podrá
realizar su aspiración al placer sin excluir al "yo", sin lograr que éste se disuelva y renuncie a sus
fronteras; no otra cosa se debe concluir de uno de los más importantes descubrimientos de la
tópica freudiana: el ello, el yo y el super-yo sólo se diferencian cuando se oponen. Hay un principio
trágico en la formación del psiquismo humano, el hombre para ser consciencia tiene que oponerse
a sí mismo, a su propia naturaleza, y por consiguiente también a la naturaleza ajena a él.
Esta tragedia tópica está, además, inscrita sobre una tragedia dinámica y económica; el "yo" en
sus orígenes no cuenta con fuerzas propias; la libido fluye a él desde el "ello-naturaleza", del que
pretende diferenciarse. Durante toda la fase de su formación el "yo" es incapaz de procurar la
aparición del placer, o de evitar el dolor, sin el concurso de fuerzas ajenas, no siempre disponibles
o no siempre en capacidad de actuar en su auxilio.

Se instala pues el hombre desde el comienzo en una situación de desamparo, y de falta de


autonomía, en la cual la libido de la que llegue a disponer y la dinámica de sus impulsos y defensas
dependen de las relaciones iniciales que haya tenido con otros. Precisamente, sus primeras
vivencias de confusión con lo externo a él, dentro de un sentimiento de omnipotencia narcisista, lo
protegen de ser destruido por una confrontación inmediata y brutal con la realidad física y social
que lo rodea; al nacer, no en la naturaleza sino en la cultura, el niño encuentra a su disposición un
"yo" materno, ya formado, que asume en su lugar el manejo económico y dinámico de sus
intercambios con el mundo.

Estos patrones no son formas evolutivas pasajeras sino estilos de funcionamiento que dejan
huellas permanentes, como todos sabemos. Pasar del "yo" ampliado al "yo" restringido no es dar
un paso de una edad a otra edad, sino cambiar un modo de relación con el mundo inspirado en la
relación dual con la madre, a un modo de relación sobre determinado por la familia y la sociedad;
es conformar un destino de acuerdo con las vicisitudes de cada uno desde la infancia hasta la
muerte.

Pero en ningún momento de la vida se pueden considerar superadas las dificultades iniciales. Si,
rehuyendo toda temporalización vulgar, debemos considerar que lo primitivo coexiste con todo lo
que se conquista posteriormente, como lo demuestra el psicoanálisis, entonces lo psíquico es el
lugar de donde nada puede desaparecer jamás; en consecuencia, también en la cultura, una de las
formas de existencia de lo psíquico, todo se conserva de alguna manera y puede resurgir en
cualquier instante que le sea favorable.

No hay proceso secundario sin proceso primario; el proceso primario, según Freud, no es otra cosa
que un tratamiento del mundo y sus objetos que está de acuerdo con los patrones originales de
funcionamiento deseante; funcionamiento que busca una identidad de percepción con los objetos
que una vez significaron la anulación momentánea de una carencia; carencia de objeto para una
pulsión, carencia de fuerzas para obtener un objeto que no se entregue por sí mismo, carencia de
instinto para responderle al objeto con algo que no sea una interrogación.

La carencia se constituyó en necesidad de elaboración por repetición de una experiencia


frustrante, no por una falla del objeto sino por una falla del sujeto, que nunca supo cuál era su
deseo. Sólo en la alucinación, o en su forma atemperada de fantasía, se puede realizar la
repetición anhelada, pues en la realidad no hay un sólo objeto que pueda obturar una carencia del
hombre sin destapar otra.

Cuando un otro se propone él mismo como objeto, lo que produce en el sujeto es el doloroso
reconocimiento de su carencia de instinto para responder a esa entrega, convirtiéndose así el
objeto en problema; el hombre debe dar el largo rodeo del pensamiento, debe producir un
sistema secundario que en la interacción con el primario, responda por el sujeto ante el otro.
Si el deseo -por definición inconsciente- se realiza mediante la alucinación, agota las cargas
psíquicas preconscientes, convirtiendo dicha realización directa del inconsciente en lo consciente,
en una amenaza para la supervivencia de lo psíquico.

Pero si lo único que nos puede dar la felicidad absoluta es la realización del deseo inconsciente,
entonces, por una deducción rigurosa que Freud no se negó a extraer, debemos afirmar que la
felicidad plena, equivalente al logro de esa identidad alucinatoria del objeto fantasma con el
objeto percibido, es aniquiladora.

Así lo experimentan los amantes que anhelan, como Tristán e Isolda, una noche eterna de amor.

Desde el punto de vista del pensamiento, es decir, desde el punto de vista de la cultura, tal
felicidad no solamente no es posible, sino, ni siquiera deseable; desearla equivaldría a desear no
desear, por agotamiento del deseo en una regresión total.

Para que el deseo no se agote, en la descarga absoluta, el rodeo por lo preconsciente, la


representación por el lenguaje de su objeto, es ineludible; por lo tanto, es ineludible la
disminución vivencial de la intensidad de realización en favor de la perdurabilidad del deseo.

Por consiguiente, la cultura no puede aspirar a otorgarle al hombre la felicidad, sin correr el riesgo
de destruirlo en su esencia.

No es casual que las tiranías pretendan auto justificarse como necesarias para la felicidad que los
hombres no saben darse a sí mismos; todas las civilizaciones tiránicas antiguas y modernas creen
saber cuáles son los intereses del hombre, se sienten intérpretes de sus necesidades.

La tiranía del capital abstracto, estatal o privado, que se basa en un poder sobre el trabajo (poder
que se acrecienta con el mismo trabajo tiranizado, y con las necesidades que crea), es
precisamente la que más ha difundido la ideología de la felicidad como meta humana por
excelencia; contra ella hizo su radical desafío “El hombre del subsuelo" la inquietante novela en la
que Dostoievski arrasa la filosofía del pragmatismo inglés, quinta esencia de la ideología
capitalista, y de la cual Nietzsche también se burlaba preguntándose “¿qué enfermedad habrá
inspirado a este filósofo?”. Citamos:

"Pero ¿cuándo a través de los siglos se dio por primera vez el caso de que el hombre obrase
solamente consultando su interés? ¿no tienen valor alguno los millones de hechos que atestiguan
que los hombres a sabiendas, es decir, conociendo sus verdaderos intereses les dan de lado y se
arrojan a la ventura por otros senderos donde, sin que nadie les haga fuerza se exponen a riesgos
y peligros, como si deliberadamente quisiesen desviarse del buen camino para trazarse adrede
otro más difícil y absurdo, que han de buscar a tientas?". El mismo Dostoievski en el mismo texto
da la única respuesta posible a su desafío...."¿no existirá cierto interés más principal que los otros,
uno de esos intereses que nadie hace cuenta, según he dicho, y por los que, sin embargo, es capaz
el hombre de arremeter, si es preciso, contra la razón, el honor, el sosiego, el bienestar; en una
palabra: contra cuánto más hermoso y útil existe, con tal de alcanzar esa primordial ventaja, la
más principal y preciada de todos, ¿a sus ojos? ...Sabed que esa ventaja presenta precisamente la
particularidad de dar al traste con todas las clasificaciones y dislocar todos los sistemas ideados
por los amigos del género humano para procurarle la dicha... Nuestro propio deseo, voluntario y
libre; nuestro propio capricho, aún el más alocado; la fantasía desatada hasta rayar en lo
extravagante: he ahí en qué consiste la ventaja pasada por alto, el interés más principal, que en
ninguna clasificación se incluye y que manda a paseo todos los sistemas y teorías...Solo una cosa
necesita el hombre: Querer con independencia cuéstele lo que le cueste... Pero, después de todo
el diablo sabrá lo que el hombre desea". Unas décadas más tarde "el diablo", encarnado en
Sigmund Freud, supo lo que el hombre desea: el hombre desea la repetición de una experiencia de
satisfacción - frustración, que al revelarse imposible mantiene el deseo, genera el sueño, incuba la
fantasía, produce el pensamiento, el arte, y todo lo que llamamos cultura.

En otras palabras, la imposibilidad de la satisfacción convierte la pulsión en deseo. ¿En deseo de


qué? En deseo de saber sobre el deseo, responde una bella conclusión de Piera Aulagnier; deseo
inagotable de un conocimiento imposible; deseo organizador del aparato psíquico, origen de todos
los demás aparatos estructurados como civilización y cultura.

Tanta imposibilidad, tanto desamparo, tanta necesidad de protección, nos vinculan


inevitablemente a figuras idealizadas de la autoridad; esa vinculación se convierte
inmediatamente en fuente de nuevos problemas, puesto que surge el requerimiento de una
mediación entre la autoridad y el deseo.

El "yo" al convertirse en sede de la mediación queda convertido en sede de la angustia; vivencia


de la nueva imposibilidad, la de reconciliar lo inconciliable.

Tal mediación "yoica" nos puede conducir a los más altos logros de la ciencia y del arte, e
igualmente al fanatismo, a la credulidad y a la superstición.

Se justifica un razonable pesimismo al comprobar que el hombre puede construir un gran edificio
social para protegerse, y sin embargo, de si mismo nunca logrará protegerse del todo.

Dentro del proceso de mediación el "yo" crea, con una porción de agresividad reprimida, según lo
expuesto por Freud, el "super-yo"; esta nueva instancia, construida con fuerzas prestadas al "ello",
en cualquier momento dinámico puede aliarse con esas fuerzas, ponerse al servicio del proceso
primario y conducir al ser a la autodestrucción.

El "yo", que tenía bastante dificultad con el ello, conquista una nueva dificultad; la religión y otras
prácticas culturales de masas son la expresión máxima de tal dificultad.

Al seguir la línea trazada por Freud en “Psicología de las Masas y Análisis del Yo”, concluimos que
aquel deseo de saber, del que habla Piera Aulagníer, se verá principalmente afectado por esta
nueva imposibilidad; se convertirá en deseo de ser consolado y este último deseo a su turno
engendrará religiones y partidos.

El hombre suele hacer de la necesidad virtud, se auto idealiza y proyecta esa autoidealización en
el cielo, en una ideología o en un líder; en vez de correr el riesgo de alucinar, fantasear, o pensar el
objeto, se hace del "super–yo” un objeto perfecto (omnisapiente, omnipresente, omnipotente) en
relación con el cual se agota todo deseo; además, una vez constituido podemos exportar tal
"super-yo" hacia el líder o la institución, y el “yo”" se ve libre de tener que vérselas tanto con una
autoridad propia como con un deseo propio.
El arte y la ciencia son difíciles; sus practicantes, en vez de promover magnas porciones del
narcisismo a la posición de objetos divinizados - que asume nuestros riesgos en nombre de la
providencia o del programa o línea de un partido - corren el riesgo de crear verdaderos objetos
sustitutivos de los originarios, pero no sustitutivos del deseo y de sus complicaciones.

El artista vive en su creación todas las peripecias del goce, pero también de la renuncia y del
sufrimiento que son el clima del deseo.

Con justa razón Freud coloca la religión, y nosotros agregaríamos los partidos y los gobiernos,
entre el arte y la droga, a la cual define como anestésico de las dificultades que suscita la relación
con un objeto.

El pesimismo freudiano no radica por consiguiente en el descubrimiento del “malestar en la


cultura”, sino en el descubrimiento de que el hombre necesita un remedio para ese malestar; tal
demanda de remedio alimenta la exigencia de encontrar una finalidad trascendente para la vida, la
cual enemista al hombre con la verdad y alimenta la ideología de un sujeto libre y autónomo;
sujeto que al ignorar las causas que lo mueven a actuar pierde toda posibilidad de modificarlas.

La idea de remedio corresponde a la idea de un programa de vida ordenado por el principio del
placer y búsqueda de la felicidad, que Freud, como Dostoievski, considera no realizable; "pues
todo el orden del universo se le opone y aún estaríamos por afirmar que el plan de la creación no
incluye el propósito de que el hombre sea “feliz”.

Frente a esta aspiración imposible del hombre a la felicidad y la consiguiente intolerancia al


sufrimiento, Freud, a veces, busca explicaciones no metapsicológicas: nos habla de factores
constitucionales, de tensiones, necesidades y descargas; pero eso no constituye su pensamiento
de fondo.

La aspiración a la felicidad es un fenómeno eminentemente cultural, vale decir metapsicológico;


según el mismo Freud, es la realización del deseo de repetir la identidad de percepción con el
objeto perdido, identidad que no puede darse sino como alucinación guiada por la reminiscencia;
por lo tanto, la felicidad no es descarga de una tensión que hace cesar un estado de displacer, sino
algo que involucra todas nuestras instancias psíquicas. La felicidad es episódica porque
corresponde a un momento de reconocimiento, en el cual el pasado se realiza en un presente que
absorbe lo vivido; es un tiempo intensificado que reproduce simultáneamente la percepción del
objeto perdido, la inevitabilidad de la pérdida y la ir recuperabilidad del objeto originario; es el
tiempo en que sabemos, como el poeta, que sólo "robamos de paso un placer clandestino/ que
exprimimos con fuerza como una vieja naranja"; tiempo, por consiguiente, abierto hacia el hastío
que "en un bostezo devoraría el mundo", y que hace exclamar a Goethe, para confirmar a
Baudelaire, que "nada es más difícil de soportar que una serie interminable de días hermosos".

Al comentar esta paradoja de su poeta preferido Freud dice que tal vez Goethe exagera, pero
todos sabemos que no es una exageración, es una imagen condensada de la felicidad y el hastío en
la metáfora del día hermoso; lo hermoso tiene que ser perecedero, pues la insistencia de la
percepción destruye la ilusión de identidad con el objeto original.
En otras palabras: la belleza es una promesa de felicidad que no se cumple nunca; en su
cumplimiento se realizaría la caducidad del objeto y del sujeto; en la continuidad temporal la
caducidad se inscribe en el preconsciente bajo la forma del hastío.

El artista al convertir la pasión originaria en un culto de la imagen y de la forma. es el único que


logra fijar el objeto en su evanescencia, adquiriendo así un control sobre la muerte que le da un
poder sobre el destino; tal como lo afirma Freud al aprobar la técnica de vida intelectual y artística
como la única posibilidad metapsicológica de escapar a la falsa oposición placer- displacer.

Freud afirma que “de las relaciones con otros seres humanos” emana un sufrimiento “más
doloroso que cualquier otro”. pero la verdad es que ese sufrimiento no sólo es el más doloroso
sino el único que puede tenerse en cuenta en un análisis metapsicológico del pesimismo; el
sufrimiento de la enfermedad y el producido por las catástrofes naturales sólo tiene sentido a la
luz de las relaciones humanas.

La idea de la muerte es sufrimiento, pero no la muerte como un hecho físico; más aún, nos
atrevemos a afirmar que el hombre es el único ser que sobrevive largamente al período necesario
para la reproducción de su especie, porque una vez se comprometió con el objeto a hacerlo
sobrevivir sobreviviendo; la supervivencia humana es también una cuestión de deseo y es afectada
por todo lo que concierne al deseo, única fuente posible de sufrimiento propiamente humano.

El hombre es el único ser para quien no solamente su cuerpo es fuente de gozo y de sufrimiento
sino también el cuerpo del otro; el único que vive la muerte del otro como su propia muerte,
aunque lo reprima casi siempre; por eso la civilización instaura un manejo colectivo de la muerte
que sigue las mismas pautas que traza el obsesivo en la esfera privada para hacer de la muerte no
una amenaza de desintegración sino una promesa de eternidad.

El neurótico obsesivo, nos enseña el psicoanalista francés Serge Leclaire (La Muerte en la Vida del
Obsesivo), se quiere eternizar como objeto falo de la madre. En la civilización todos nos
eternizamos en instituciones y edificaciones, petrificamos el barro deleznable que somos y lo
convertimos en metal y duración; pero el barro se resiste a dejarse convertir en oro, el barro
quisiera sobrevivir como barro, sufre de tener que ser oro para poder sobrevivir; ese sufrimiento
es también un excelente motivo para un sano pesimismo que apruebe el deseo del barro de seguir
siendo barro contra la tiranía del metal y su eternidad inhumana, que pretende representar los
intereses humanos; para poder ser oro el barro tendría que renunciar al deseo en beneficio del
“principio de la realidad”. Sin embargo, al hombre así como no le es posible la realización total del
deseo tampoco le es posible la renuncia total a él; lo único que le es posible como lo explica
pertinentemente Freud, es domeñar sus deseos porque la no realización de las pulsiones inhibidas
es menos dolorosa que la de las no inhibidas; más el hombre no olvida nunca que sólo de una
pulsión indómita podría obtener un placer absoluto aún al precio de la muerte.

Hay pues también una buena razón económica para el pesimismo: “el carácter irresistible que
alcanzan los impulsos perversos" y “la seducción que ejerce lo prohibido en general".
Lo prohibido es seductor para el hombre porque su economía libidinal es de tal naturaleza que
sólo puede llegar a tener pasiones indómitas como efectos de la prohibición; no habría deseo sin
prohibición y tampoco Inconsciente, ni proceso primario ni secundario, es decir no habría cultura
ni seres humanos. ¿Podríamos dejar de ser pesimistas ante un ser que se establece sobre un tal
juego dinámico y económico, que hace de la prohibición, vale decir de la dificultad y de la
adversidad, su origen? ¿Un ser al que todo lo que se le prohíbe lo vuelve deseo y lo eterniza?

La civilización prohíbe el deseo de destruir y al hacerlo se convierte a sí misma en objeto de ese


deseo. Todo deseo exige un trabajo, genera un trabajo como el del sueño, una serie de
construcciones que lo hagan posible; el hombre no puede destruir sin construir y viceversa.

Una civilización o una cultura no pueden ser destruidas sino por otra cultura, aún el anarquismo y
el nihilismo no pueden pretender destruir la cultura oficial sin ofrecerse ellos como propuesta
cultural y solución social; los anarquistas para lograr sus fines tendrían que hacer un gran trabajo y
derivar de él sus grandes y pequeñas satisfacciones, además del sufrimiento, sin el cual no se
sentirían vivir.

Nunca la civilización por perfeccionada que llegase a ser, podría generar en nosotros esos
instintos cuya carencia suscita la duda sobre nuestra posibilidad de existencia; tal duda es matriz
del deseo y del trabajo necesario para buscar su realización, ella implica de por sí un nihilismo, una
negación, que también exige un trabajo de pensamiento.

La duda y la negación al buscar su representación en el preconsciente, contribuyen a producir


dicho preconsciente, quedan inscritas en la tópica y por consiguiente utilizadas como fuerzas
dinámicas de la cultura.

Pensamos que este trabajo necesario al servicio de Eros y/o de Tánatos, explica
metapsicológicamente por qué el trabajo productor de la cultura, incluido por Freud en el
concepto de sublimación, llega a ser un fin en sí mismo y el gran paliativo de los sufrimientos
provocados por la misma cultura.

Freud incluso nos hace la promesa de que “si se sabe acrecentar el placer del trabajo psíquico e
intelectual... el destino poco puede afectarnos... porque las satisfacciones de esta clase, como la
que el artista experimenta en la creación, en la encarnación de sus fantasías, la del investigador en
la solución de sus problemas y en el descubrimiento de la verdad, son de una calidad especial que
seguramente podremos caracterizar algún día en términos metapsicológicos".

El camino para esta metapsicología lo había abierto en verdad Dostoyevsky al escribir las
“Memorias del subsuelo”, y al plantear en ellas que el hombre sólo ama la búsqueda, no soporta el
encuentro ni la culminación, y prefiere la destrucción y el caos a vivir, “en un palacio de cristal”.

Así como el animal no podría vivir sin sus instintos, el hombre no podría vivir sin deseo y el deseo
solo se produce en el trabajo hacia su realización y no en la realización misma; trabajo que no
inventó el hombre, más bien el hombre fue inventado por tal trabajo, por eso puede dar la vida
por construir su casa, pero no habitar en ella, sino construir otra; y no puede construir otra casa
sin destruir la primera, se ve obligado a hacerlo.
El optimismo de los sistemas políticos, jurídicos o éticos, que quieren darle al hombre la casa
hecha, es pues antihumano.

El segundo paso decisivo lo había dado ya el mismo Freud cuando descubrió el trabajo del sueño.
Freud describe el trabajo sin sujeto que produce el sueño (La Interpretación de los Sueños 1900) y
al hacerlo describe también el trabajo sin sujeto que produce al hombre.

Veamos: "Esta parte de la elaboración del sueño deja transparentarse mejor que ninguna otra su
motivación, que es el intento de que el sueño resulte comprensible. El descubrimiento de esta
motivación nos revela la procedencia de la actividad que a la misma da origen, la cual se conduce
con el contenido del sueño dado como nuestra actividad psíquica normal con cualquier contenido
de una percepción que se sitúe ante ella. Nuestra actividad psíquica acoge dicho contenido
empleando determinadas representaciones previas y lo ordena ya, al percibirlo, entre hipótesis
comprensibles. Más al hacerlo así, corre el peligro de falsearlo, y cae, efectivamente, en los más
singulares errores, cuando no puede situarlo al lado de algo conocido"...

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"Aquellos sueños que han experimentado esta elaboración por parte de una actividad psíquica
totalmente análoga al pensamiento despierto pueden denominarse bien compuestos... Para la
construcción de la fachada del sueño se emplean con frecuencia fantasías optativas que se hallan
ya formadas en las ideas latentes y que son del mismo género que las que conocemos por
pertenecer a nuestra vida despierta". Queda claro en el texto anterior el alcance del
descubrimiento de Freud (el destacado es nuestro) y queda claro que la neurociencia
contemporánea no contradice a Freud, como sostienen algunos científicos que no lo han leído,
sino que lo confirma, como sostienen otros neurocientíficos que sí lo han leído.

Es tal la situación del hombre en el mundo que todo objeto que se ofrezca a sus sentidos, le
plantea un interrogante sobre su ser y sobre su existencia que sólo se puede resolver por un
intenso trabajo, el cual, además, la mayoría de las veces lo engaña; es un trabajo que no puede
detenerse ni cuando el cuerpo se entrega al reposo, pues sin elaborar todo lo que el día le aportó
como estímulo e interrogación el hombre casi no podría dormir; y si no lo hiciera despierto, ya no
podría ni vivir; trabajo de las pulsiones y con las pulsiones, imposibles de satisfacer porque ni
siquiera conocen su objeto, que las convierte en deseos optativos que tienen, estos sí, la
posibilidad de reinventar objetos para sus fines.

El psiquismo humano no es otra cosa que un trabajo de elaboración y de conversión de los


instintos en deseos; trabajo siempre orientado hacia la coincidencia de un futuro deseado con un
pasado imaginado; cuando futuro y pasado logran encontrarse en el presente, se realiza el deseo;
al mismo tiempo quedamos oscura y profundamente insatisfechos. Sería bueno recordar a este
propósito la extraordinaria película de Luis Buñuel: Ese Oscuro Objeto del deseo.

Declararnos satisfechos sería casi lo mismo que declararnos muertos, pero para esa declaración
también necesitamos un otro, pues el saber sobre la muerte es otra imposibilidad que nos asalta,
según la citada, ya varias veces, Piera Aulagnier.

No estamos hechos sólo de imposibilidad, también de inutilidad; todo lo realizado se torna inútil
para seguir viviendo, que es la última pretensión del deseo.

El arte y la ciencia asumen orgullosamente tanto su imposibilidad como su inutilidad; la moral


social, por el contrario, quiere rebajar nuestras metas haciéndolas posibles, pero ella misma
quiere lo imposible, pues quiere convertirnos en animales útiles.

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Sin embargo ¿cómo sacar un animal útil de un animal cuyo único objeto heredado y
verdaderamente instintivo es el seno de la madre, que sólo vive en función de la huella mnémica
de ese objeto original y de las huellas o marcas que dicho objeto imprimió en su propio cuerpo,
con el plan de re-encontrarlo siempre en un futuro que se le deshace entre las manos?

Verdaderamente, la única posibilidad de un ser soñador de nacimiento y condenado por destino a


la repetición de la carencia originaria, es el arte, y su único trabajo realizador es el trabajo creador,
o mejor, re-creador del objeto.

Freud no da simplemente un remedio al aconsejar el trabajo creador; nos señala una técnica de la
vida humana que realiza su misma esencia.

Freud propone que aquella misma verdad que fundamenta su pesimismo puede ser un
"remedio"; porque la única verdadera desgracia es que el hombre no pueda asumir la verdad, ni,
mucho menos, producirla, porque entonces la cultura en vez de ser filosofía y arte se plasma en la
forma religiosa, en la forma de ideales sociales que terminan siempre siendo opresores.

Pero hay una forma artística que toma directamente de la vida humana su técnica de tratar la
verdad: es la Tragedia Griega; en la Tragedia se cristaliza el dolor del drama humano y queda
expuesto como música y poesía, haciendo intervenir la estética como una mediadora entre la
verdad y el espectador, que se ve así protegido de los efectos destructores del sufrimiento del
hombre; es una especie de destilación mítica del sufrimiento que permite aceptarlo como un
destino consubstancial a la vida misma.

Este remedio enérgico que nos proporcionaron los griegos al inventar la tragedia como género
literario, y después de ellos Shakespeare, Racine, Goethe -también Schopenhauer desde el punto
de vista filosófico - y algunos pintores románticos desde la perspectiva de las artes plásticas, es un
remedio que opera, según Aristóteles, como una catarsis y no solamente como un consuelo,
porque a través de la identificación con el héroe que lucha con el destino, magnifica en vez de
anestesiar nuestra capacidad para sufrir y aprobar el dolor y la muerte; es una droga para almas
fuertes.

Pero la novela es un remedio más universal porque en su estructura no se concentra y cristaliza


una verdad destacada sobre un fondo mítico sino que da libre curso a todos los matices de la
verdad, incluyendo lo ridículo y lo tonto que hay en la vida, además de lo heroico y pasional; su
lógica es más acorde con la gramática de los sueños y con el trabajo de elaboración de los mismos,
pues su meta no es entusiasmar y acrecentar las potencias humanas sino, como la del trabajo
preconsciente, hacerse comprender y hacer admitir el deseo y el fantasma en la vida cotidiana.

La novela nos convence y nos consuela - como un sueño "bien compuesto"- de un deseo que
agota sus posibilidades de realización en la mera representabilidad

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escénica; también nos consuela de la muerte, que no se agota en la representación (su obra
culminara sólo con el radical dejar de ser para si, pues para otros seguiremos siendo aún después
de muertos).

No es la novela droga enérgica, pero si de efecto más seguro y prolongado; a ella se suman como
formas de administrar la verdad otros ejercicios artísticos y filosóficos claramente concordantes
con su estructura, tales como la música que se ha compuesto desde Bach hasta nuestros días; pero
sobre todo la pintura de los impresionistas, en la que se da una tendencia, tan fuertemente
desarrollada como en la novela, a decirlo todo, a no privilegiar ningún tema, a no desechar nada
de lo humano y su entorno; es verdaderamente una pintura reconciliadora con la verdad y por ello
fuertemente consoladora de la imposibilidad de lograr la identidad de percepción con el objeto
perdido.
En filosofía la verdad se reviste, desde los griegos hasta los pensadores contemporáneos, con una
concepción estoica del hombre y la civilización, esta filosofía es un sistema de acceder a la verdad
por medio de la desidealización, quitándole su poder destructor con la belleza del rigor lógico;
cuando no por la ironía y el reconocimiento de su imposibilidad.

Estos últimos y grandes remedios han sido transformados, por obra y gracia de la dialéctica
histórica, en motivos de un máximo pesimismo sobre el destino humano; es el pesimismo que
destila una civilización que convirtió toda producción en producción de poder; la producción de
un arte popular, no en el sentido de producido por el pueblo sino para el pueblo, como un articulo
de consumo y de gran mercado, ha sido explotada en todas sus posibilidades comerciales e
ideológicas; el arte y la filosofía se usan como instrumentos para convencer a las grandes masas de
que la trivialidad y tontería de sus vidas es la verdad misma y que no se debe buscar otra. Fue
oportunísimo remedio cuando la religión comenzaba a fallar como gran potencia tranquilizadora y
amortiguadora del malestar cultural.

El arte prefabricado es droga pura, de carácter estupefaciente; uno de sus efectos más
aterradores es que los artistas, despojados de un publico propicio a la verdad, han introyectado
toda la hostilidad del ambiente y la han vuelto contra sus propios sentimientos, llegando a los
límites de la antimúsica, la antipintura, la antiliteratura; recurso nihilista para luchar contra el
poder que se apropió de dichos instrumentos; convierten su propio horror y su propia abyección
en el objeto último del arte. Nos preguntamos ¿hasta dónde habría llegado el pesimismo de Freud,
si hubiera contemplado a qué grado de reasimilación por la ilusión podrían caer los que él
consideró grandes remedios, incluyendo el psicoanálisis mismo? El problema radica en que la
verdad nunca puede dejar de ser un modificador de nuestros módulos existenciales y la sociedad
actual no sólo quiere la conservación de esos módulos sino la multiplicación ampliada al mismo
ritmo de la del capital gobernante.

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La verdad de su imposibilidad transformó la pulsión en deseo, el sexo en Eros, la agresividad en


Tánatos; todo en búsqueda de una repetición, igualmente imposible; se convirtió lo cotidiano, a
través del arte, en una elaboración del fantasma y en una expresión de lo episódico de la felicidad
posible.

Si se promueve como se hace actualmente, la necesidad y la satisfacción por vía del consumo
acelerado, la estructura misma de la cultura es la que se derrumbará y algún día el hombre tendrá
que volver a conquistar el fuego.
El motivo fundamental del pesimismo de Freud surge así a plena luz: es muy triste que el hombre
hubiese necesitado religión teniendo arte.

Nosotros tenemos la obligación de ser más pesimistas pues teniendo psicoanálisis no sólo inventa
nuevas religiones sino que hace de la ignorancia un culto; con lúcida razón Aldous Huxiey habla de
una "voluptuosidad de la ignorancia” y de una relación inversamente proporcional entre la
intensidad de la vida mental y la intensidad del consumo. El hombre del consumo es definido
como un ser que “careciendo de pensamientos con los que distraerse, necesita adquirir aquellas
cosas que pueden ocupar su puesto; incapaz de viajar mentalmente, necesita ir de un lado a otro
por la realidad. En una palabra constituye el consumidor ideal, el consumidor en gran escala de los
productos y de los transportes".

Todo hombre que no se ajuste a este modelo no sólo es improductivo para la civilización
capitalista sino inmoral y perverso; está contaminado por el deseo de “sacarle la lengua a los
edificios de cristal", de afirmarse en su capricho contra sus intereses determinados socialmente,
como el hombre del subsuelo dostoyevskyano.

La civilización que en busca de una más grande concentración del poder, vuelve a poner en
vigencia el principio del placer se tropieza con el hastío, ante la imposibilidad de crear nuevos
placeres; el hastío es una reversión del dominio de Eros sobre el afecto en beneficio de Tánatos;
abre la puerta a la violencia y a la destrucción.

Freud ya en el estudio de la psicología de los procesos oníricos, en los albores del psicoanálisis,
señalaba el peligro de que el impulso regresivo del deseo sobrepase los limites de la huella
mnémica; aunque en ese entonces todavía no había elaborado la teoría del instinto de muerte, es
evidente que ese peligro radicaba para él en el hecho de que la descarga masiva de la libido,
producida por una satisfacción absoluta de las pulsiones, destruiría el aparato psíquico.

Antes de tener el nombre Freud habría descrito el proceso; el triunfo de la muerte en el


psiquismo cuando la compulsión de repetición se impone, logrando una regresión total al placer
originario; triunfo del hastío, rey y señor del mundo moderno, con su corte de violencia,
estupefacientes y perversiones.

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No es posible rehuir la verdad de que toda psicología es psicología social; el aparato psíquico del
ente colectivo es la cultura; está dotado de las mismas fuerzas, instancias y defensas que el del
psiquismo individual.

Nos atreveríamos incluso a rectificar, no el pensamiento de Freud sino cierta manera de


expresarlo, diciendo que la cultura no surge de la represión de instintos poderosos en el hombre,
sino que es la sustitución obligada de instintos muy débiles e inespecíficos, los cuales a través de
ella logran una potenciación verdaderamente inaudita tanto en el campo erótico como en el
campo tanático.

El abrazo universal al que aspira la sinfonía coral de Beethoven, y en la vertiente tanática la


destrucción universal de la bomba de neutrones de la Superpotencia, no pueden ser resultado de
una represión, sino de una multiplicación de los instintos básicos.

El orden y el sistema de la ciencia para el bien y para el mal, para curar y para matar, para producir
y para destruir, para sembrar y para exterminar, ¿no es acaso la reinvención, no por la cultura sino
en la cultura, de aquello que les permite a los animales tener una respuesta preparada para cada
situación que enfrentan en relación con su supervivencia y su reproducción? Nos da todo esto la
impresión de un gigantismo de las pulsiones logrado por su transformación en cultura.

Precisamente Freud dedica los dos últimos capítulos del "Malestar en la Cultura” al examen del
problema de la agresividad y del sentimiento de culpa, porque es ahí donde el gigantismo y
deformación de lo instintivo en lo cultural más seriamente nos amenaza como especie y como
comunidad, e incluso como mundo y naturaleza.

Dicho texto sustenta la tesis de que el “superyo” es generado por la renuncia a la agresividad
contra el padre; como el “superyo” no está disociado del “yo”, no puede ignorar que se trata de
una renuncia a la acción mortal, no de la intención mortal; de tal ignorancia imposible brota el
sentimiento de culpabilidad y la necesidad de castigo, manifestada por el “yo” frente al superyo; a
su turno, esta necesidad de castigo provoca toda suerte de actos que puedan conducir al castigo
real que alivie el sentimiento de culpabilidad.

Es una tesis brillante y correcta, lógica y psicológicamente hablando, pero tiene el inconveniente
de ser presentada como el resultado de un análisis que parte del supuesto de una agresividad
natural muy intensa, que tuvo que ser domeñada por las primitivas formas culturales para lograr
la convivencia entre los hombres hasta un grado que hiciera posible el utópico precepto de “ama
tu prójimo como a ti mismo”.
Decimos que es inconveniente esa presentación, porque nos crea arduos problemas para explicar
por qué en el reino animal la agresividad más feroz nunca es dirigida contra los congéneres, sino
en casos muy específicamente

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determinados por el comportamiento instintivo, (por ejemplo en la rivalidad por las hembras y,
mucho más ocasionalmente por la repartición de la presa o por jefatura de la manada); en cambio
en los seres humanos, después de milenios de cultura, la ferocidad casi es un privilegio de las
relaciones entre sí.

Nosotros queremos aventurar la hipótesis de que así como la pulsión sexual reproductora es
convertida, gracias al rodeo cultural e intelectual del deseo, en el poderoso Eros, capaz de
procrear un mundo, así también, gracias al mismo rodeo cultural e intelectual, la agresividad
simplemente competitiva por la vida y por la hembra fue convertida en una divinidad no menos
poderosa que Eros, capaz de destruir al mundo.

El inconsciente desea la muerte del padre; la prohibición de realizar esa muerte es la génesis del
“superyo” y del sentimiento de culpa; pero eso se da en la cultura y no contra la cultura; la
agresividad y el deseo que el padre prohíbe, son suscitados por la misma prohibición, es decir, por
la cultura; la inspiración y la represión se dan en un mismo acto, acto cultural por excelencia, acto
originario de la cultura: la prohibición, que convierte a la naturaleza en intelecto.

Freud dice que el hombre conquistó el fuego cuando resistió el deseo de orinarse en él, y tiene
toda la razón; pero nos atrevemos a preguntarle, ¿podría el hombre haber sabido de su deseo de
orinarse en el fuego antes de prohibírselo a si mismo?; además, el saber sobre el fuego no sólo
permite dominar el fuego, también convierte al hombre en incendiario.

Las pulsiones, imprecisas, carentes de instrumentos eficaces para lograr sus fines, carentes incluso
de objetos definidos genéticamente por su mismo polimorfismo y deficiencia adaptativa, debieron
ser prohibidas en beneficio de la supervivencia de unos seres especialmente mal dotados para la
existencia; esa prohibición, que obliga a dar un rodeo por la representación, por la institución, por
la palabra, creó el psiquismo; es decir, el deseo de vivir y el deseo de morir, el deseo de amar y el
deseo de matar, deseo de construir y deseo de destruir; la cultura no es más que ese mismo
psiquismo en su dimensión colectiva, lo cual equivale a decir: en su dimensión gigantesca.
La represión no aniquiló, ni inhibió, ni empequeñeció el instinto, lo transformó en otra cosa
mucho más terrible, mucho más gozosa, representada por los griegos en sus dioses, verdaderas
encarnaciones míticas de los deseos de un pueblo veraz; el “yo” represor tampoco queda indemne
en el proceso, puede transformarse en el gran proveedor de las normas, de las formas y de las
leyes de la estética, como el no menos griego Apolo, o en el vengativo Dios judaicocristiano del
pacto, de la alianza, de los mandamientos, que intercambia protección absoluta contra sumisión
absoluta, Dios que inspira la culpa y la expiación y las representa en la figura del hijo enviado al
sacrificio.

¿Podemos confiar en nosotros mismos, seres necesitados de semejantes rodeos y deificaciones o


demonificaciones para poder existir? Indudablemente no;

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es posible que sobrevivamos, pero el malestar que expresa nuestra dificultad para lograrlo,
sobrevivirá con nosotros. Ese malestar nos es consubstancial, porque se deriva de la consciencia o
mejor de la preconsciencia de que si alguna vez llegamos a amar al prójimo como a nosotros
mismos es porque también lo podemos odiar y matar como a nosotros mismos.

El malestar es la consciencia hipertrofiada de que somos el prójimo, el semejante, sin el cual


nuestra dotación instintiva no nos produciría la existencia.

Toda cultura expresa una determinada manera de amar al semejante y de odiar al semejante
como a nosotros mismos; una determinada manera de proyectar una instancia imaginaria dotada
de nuestros deseos magnificados y de nuestra agresividad omnipotente para poblar con ella la
tierra, el cielo y el universo entero.

Pesimismo y optimismo se derrumban como pareja contradictoria en nuestro análisis


metapsicológico, porque ni económicamente, ni dinámicamente, ni tópicamente el hombre podrá
dejar de ser lo que es: una lucha perpetua contra la dificultad de existir tanto en la naturaleza
como en la cultura.

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