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URBANISMO 2016

TEXTO 1
El significado de las ciudades
CARLO AYMONINO

En el campo de la investigación urbana, la interrogación acerca del “significado de las


ciudades”, exige identificar el ámbito físico en el cual resulte posible tanto un análisis
morfológico del conjunto como una clasificación tipológica de los distintos elementos, que
establezca las posibles relaciones existentes entre éstos.
Teniendo en cuenta estos objetivos, el concepto de significado puede ser reducido a
aquello que se entiende por (ciudad), desde un punto de vista teórico y no operativo; es decir,
no en función de la configuración de una teoría dirigida a la construcción de una ciudad de
nuevo tipo, por ejemplo, sino en función de una teoría cuyo objetivo sería definir tres cuestiones
fundamentales: cuándo podemos asumir la palabra “ciudad” para designar aglomeraciones y
asentamientos humanos, desde qué punto de vista y por qué motivos. Estas tres condiciones
exigen, a su vez, ciertas limitaciones.
En lo que respecta a la primera cuestión, resulta suficiente una limitación de tipo
temporal, reduciendo el examen del “significado de las ciudades” a la época moderna y
contemporánea, teniendo en cuenta que este “significado” constituye el resultado de otros
significados precedentes, considerados, sin embargo, como ya agotados y no como existentes.
En efecto, por motivos no sólo de orden histórico, sino también geográfico, económico o
administrativo, se designan con la palabra “ciudad” fenómenos físicos muy diferentes entre sí,
dada la disparidad de usos que estas estructuras inducen en los grupos humanos que se
agrupan, genéricamente, bajo la categoría de “habitantes” (así, por ejemplo, se consideran
“ciudades” realidades tan distintas como Londres y Pienza).
Se ha intentado superar esta dificultad formulando diversos términos, como ciudad
pequeña, media o grande, metrópolis, ciudad-región, etc., que, sin embargo, no inciden en el
problema del significado.
Por lo tanto, puede decirse que, hasta el momento actual, se ha identificado
históricamente mediante el término “ciudad” un proceso continuo en el desarrollo de los
asentamientos humanos socialmente organizados que parte, aproximadamente, de
determinadas experiencias de la sociedad griega y se prolonga hasta la expansión mundial de
las formas sociales anglosajonas.
Dada mi inclusión personal en esta historia, y teniendo en cuenta que considero aún
confusas o imprecisas las posibilidades de proceder a modificaciones capaces de definir una
“historia universal” globalizadora (que reduzca o sitúe en relaciones diferentes las experiencias
de la “civilización” occidental), este estudio se referirá sólo a las ciudades surgidas de
experiencias históricas europeas y a sus derivaciones.
El punto de vista desde el cual se pretende desarrollar el examen del significado
constituye una consecuencia de experimentación personal en el campo de una profesión
específica –la profesión de arquitecto- y de una posición política referida a la experiencia
marxista. El punto de vista es así, necesariamente, autobiográfico; y sólo de este modo puede
ser confrontado con otros para constatar su validez y sus limitaciones.
La interrogación acerca del por qué se asume el término “ciudad” constituye el
contenido de este capítulo. Su título puede, por lo tanto, extenderse a la siguiente expresión:
¿Cuál es el significado de las ciudades, en el momento actual, desde un punto de vista
arquitectónico?
Este análisis puede asumir, como punto de partida, dos consideraciones, difícilmente
integrables, en apariencia, dentro de un mismo discurso: una de carácter sociológico,
enunciada por un gran arquitecto (“las grandes ciudades son, en realidad, puestos de mandos”,
Le Corbusier); y otra, de carácter estético, escrita por un importante sociólogo (“la ciudad
favorece el arte, constituye en sí misma una creación artística”, Lewis Mumford).
Afirmar que las grandes ciudades son puestos de mando representa una constatación
que no se refiere sólo a la época contemporánea, el poder constituye el resultado de unas
operaciones políticas cuya complejidad depende, directamente, de la amplitud y extensión del
mismo poder. En lo que respecta al tema analizado en este trabajo, se trata de un “poder”
ejercido sobre fenómenos diferenciados, en sí mismos, de la ciudad –comarcas, territorios,
naciones, imperios coloniales, inversiones e intereses económicos exteriores, etc.- pero que
sólo en la ciudad encuentran sus razones y medios de existencia e, incluso, a un segundo
nivel, de representación simbólica (evidentemente, no se debe al azar el hecho de que las
hipótesis políticas “igualitarias” hayan insistido siempre en la desaparición de las grandes
ciudades en tanto que signos físicos de un poder opresor).
Si bien el poder presenta históricamente unas formas diferenciadas, la necesidad de
asumir un espacio determinado de representación puede considerarse, sin embargo, como un
fenómeno invariable: así, por ejemplo, puede decirse que la relación mantenida por Venecia
con sus dominios presenta ciertos paralelismos con la mantenida por Londres con la
Commonwealth. En este aspecto –y examinado, por ejemplo, el tema de las características
arquitectónicas de estas ciudades- la observación de Bujarin acerca del carácter de “campo”
asumido por la India con respecto a Londres en el siglo XIX, resulta tan aclaratoria como los
documentos históricos que señalan como los elementos utilizados en las obras de
enriquecimiento de la Basílica de San Marcos (las columnas, los mármoles, los caballos de
bronce, etc.) procedían de las rapiñas venecianas en Constantinopla; del mismo modo, resulta
evidente que París sería muy diferente sin las importantes rapiñas económicas y culturales de
Napoleón. En cambio, los papas del siglo XVI tuvieron la suerte de encontrar, como material
arquitectónico de base, los monumentos de un poder ya desaparecido (el poder de los
emperadores romanos) dentro del mismo espacio urbano que pretendían transformar.
El poder ha aportado, hasta el momento actual, una de las condiciones básicas de la
representación arquitectónica; condición necesaria, aunque no suficiente, que puede resumirse
en la acumulación, en la confluencia, dentro de un espacio determinado, de energías, de
capitales, de elementos “superfluos”, que comportan ineludiblemente un salto cualitativo, la
transición de la necesidad a la posibilidad, el deseo o la voluntad de representación
(fenómenos que constituyen la característica más evidente, desde un punto de vista
arquitectónico, de la misma existencia de la ciudad: en este sentido, puede decirse que nada
se aleja tanto de la teorización inicial que definía las construcciones de estructura metálica
como arquitectura de fácil sustitución y recuperación como el rascacielos Seagram, de Nueva
York, arquitectura monumental, en bronce y vidrios especiales).
La concentración y especialización creciente de actividades productivas de carácter
diverso, la integración, constantemente variable, con un poder en mayor o menor “expansión” –
fenómenos que se encuentran en continua relación con la actividad de la residencia-
constituyen las causas económico-sociales de aquellos efectos que determinan, de un modo
directo, las características de carácter cuantitativo que definen las ciudades: esto es, la
coexistencia de espacios físicos con cierto grado de diferenciación, utilizados en distintos
momentos (bien a lo largo del día, bien según otros flujos de tiempo) por un mismo número de
usuarios.
La ciudad constituye, por lo tanto, un espacio artificial, histórico, en el cual toda
sociedad –una vez alcanzado un suficiente grado de diferenciación respecto a la configuración
social precedente- intenta en cada época, mediante su autorrepresentación en monumentos
arquitectónicos, un objetivo imposible: “marcar” ese tiempo determinado, más allá de las
necesidades y motivos contingentes a que obedeció el proceso de construcción de sus
edificios.
Se configura así una especie de herencia, de permanencia, cuya finalidad es presentar
un testimonio de ambiciones y aspiraciones determinadas, tanto de carácter personal como
colectivo, a través de instrumentos perennes: los monumentos construidos en piedra, en
mármol, en hierro, en hormigón. En este sentido, debe señalarse como la belleza de una
ciudad, su capacidad de constituir una “obra de arte”, aparece determinada precisamente por
las contradicciones existentes entre su conformación inicial (es decir, los motivos a que ha
respondido la construcción de unos determinados monumentos) y la utilización real de esta
herencia (utilización constantemente variable en el tiempo, como sucede, por lo demás, con
todos los tipos de herencia). Estos procesos aparecen, incluso en la misma época en que se
desarrollan las sistematizaciones arqueológicas teniendo en cuenta que, si bien en esta época
han sido “clausurados” procesos como los descritos en cada momento aislado (evidentemente,
no se puede ya proponer la utilización del Coliseo para la instalación de una fábrica de hilados),
las relaciones asumidas por las zonas arqueológicas en la estructura urbana tienden a
configurar estas zonas como componentes de una ciudad totalmente diferente de la ciudad en
que surgieron aquellos monumentos como elementos de representación.
El “testimonio” aportado por los monumentos permanece válido, por lo tanto, gracias
precisamente a las continuas transformaciones y adaptaciones sufridas por estas edificaciones
–inicialmente proyectadas con carácter “eterno”- a lo largo del desarrollo histórico-social; hecho
que confirma su carácter de validez temporal, en tanto que, en última instancia, cuanto más se
prolonga esta permanencia temporal, más intensas son las tendencias de una posible
“eternidad” (entendida, por supuesto, como continuidad de una presencia). Y se convierten en
elementos significantes respecto a una ciudad determinada debido, igualmente, a que su
presencia específica inicial y su posterior diversificación de usos contribuyen, de modo
determinante, a transformar sus referencias parciales respecto a la forma urbana en su
conjunto.
Este entrelazamiento dialéctico que preside la transición de la referencia a un
monumento en sí mismo a la referencia de la ciudad como monumento constituye,
precisamente, la raíz del significado de las ciudades.
De este modo, las pirámides –que han mantenido su “identidad” a lo largo del tiempo-
no poseen ninguna “característica” urbana y su significado tiende a confundirse con el de los
grandes fenómenos naturales, como ciertos paisajes, mientras que el Campidoglio de Roma ha
renovado su “existencia” gracias a las continuas modificaciones a que ha sido sometido,
confirmando sus significados, urbanos y simbólicos.
Esta tesis puede llegar a ser confirmada incluso a través de un procedimiento inverso:
en efecto, ciertas edificaciones de grandes dimensiones situadas, de forma aislada, en paisajes
naturales –como la abadía de Cluny, Castel del Monte, villa Pisani, Castle Howard, etc.- deben
ser consideradas como elementos urbanos, al extraer la validez de su representación de
determinadas experiencias de la ciudad, no sólo en aspectos técnicos o formales sino también
en lo que respecta a su organización interna, caracterizada por la existencia de una
multiplicidad de relaciones jerarquizadas, interdependientes e intensamente relacionadas. Se
trata, por lo tanto, de la implantación en un ambiente natural de elementos artificiales
complejos, explicitados precisamente a través de su conformación arquitectónica (fenómeno
confirmado en la actualidad, por ejemplo, por el convento de la Tourette); la localización “no
urbana” de estas construcciones facilita, además, el mantenimiento de los usos originales,
confirmando, al mismo tiempo, su matriz de carácter urbano.
El monumento exige, sin embargo, la presencia de una dimensión específica, de
carácter excepcional, determinada bien a través de solucione singulares (dimensión que
coincide, a menudo, con el carácter “original” del monumento: la “primera” catedral gótica, la
“primera” cúpula renacentista, etc.) bien a través de repetición de soluciones “típicas” a partir de
procesos de consolidación tipológica (como las torres medievales, la edificación residencial de
la burguesía mercantil, los rascacielos comerciales, etc.)
El aspecto físico de la representación varía, en uno u otro caso, en cada ciudad,
modificándose incluso dentro de una misma ciudad, a lo largo de la historia, lo que implica una
diferenciación, un enriquecimiento o un deterioro del significado. La repetición o la
superposición de tipologías especificas –que en estas operaciones poseen un carácter
autónomo, sin intentar establecer unas relaciones urbanas precisas- puede provocar en cada
ciudad tanto una pérdida como un mantenimiento de los significados, a lo largo de las
sucesivas reelaboraciones que han caracterizado el desarrollo de estos fenómenos respecto a
determinadas representaciones (en relación, naturalmente, a la forma urbana).
Basta pensar, por ejemplo, en el efecto producido por la construcción de una primera
torre de S. Geminiano, en Bolonia (respecto a la ciudad entonces existente), y en los efectos
estéticos, de carácter diferente, pero de intensidad similar, de las “cien torres”, en tanto que
significado de la ciudad concluida en aquel período determinado; o, por el contrario, en el
escaso significado que asumiría, en la actualidad, la presencia de una sola torre de S.
Geminiano en contraste con la situación de Bolonia, donde la torre de los Agnelli ha mantenido
un intenso valor simbólico, como elemento de referencia del conjunto de la ciudad, incluso
después de la desaparición de la mayoría de las torres restantes.
En este sentido, pueden citarse aún algunos ejemplos, como la cúpula de Santa María
de Fiori, en Florencia, y la cúpula, inicialmente aislada, de San Pedro, en Roma; o al fenómeno
de disminución de significado (no en el aspecto estético, sino en su capacidad de actuar como
elemento “ordenador” de la estructura urbana) de otra cúpula florentina, la de las capillas
mediceas, que contrasta con el mantenimiento del significado de la cúpula de Miguel Ángel en
etapas posteriores, cuando surgen en Roma otras nuevas cúpulas. Refiriéndonos a situaciones
actuales, basta citar el fenómeno del skyline de Nueva York, modificado radicalmente en los
últimos cincuenta años sin disminuir su significado inicial (reforzado, incluso, a lo largo de este
proceso); o los rascacielos de Moscú (totalmente diferentes de los americanos, por su forma,
su localización y sus contenidos) que constituyen puntos de referencia de la radical
reestructuración y transformación de la estructura urbana registrada en esta ciudad.
Puede afirmarse, por lo tanto, que el significado de las ciudades (y, en especial, el de
determinadas ciudades) desde un punto de vista arquitectónico no representa un hecho
exclusivamente estético o estrictamente funcional, sino que encuentra su punto de partida en
fenómenos relacionados con la necesidad:

(…) no necesitáis consejos. Sois demasiado pobres. Para hacer


Buenos ladrillos contáis solamente con vuestras manos y con la
Arcilla. No tenéis dinero. No tenéis ni siquiera un ejemplo que
Copiar. ¿Cómo podréis equivocaros, entonces? (…) El arquitecto
Dibujó los cimientos, de forma rectangular y simple, el trazado
Perenne no sólo el tribunal, sino del conjunto de la ciudad, di-
ciéndoles las siguientes palabras: “dentro de cincuenta años in-
tentaréis transformarlo en nombre de lo que llamareis progreso.
Pero no lo conseguiréis; no podréis nunca liberaros de ella”.
(William Faulkner, Requiem por una monja, en Obras Completas, Barcelona, 1962)

Pero cuando se satisface la necesidad, surge, añadiéndose a este proceso, la


confrontación, la diversidad, la ambición, el deseo de belleza e incluso, más allá de estos
elementos, la acumulación como posibilidad de lo superfluo, de la simbolización arquitectónica.

Con una decisión casi sobrehumana, decidió adoptar una forma oval (para la definición del
recinto de la plaza de San Pedro, en Roma). Ciertamente, aquellos que no conociesen los
inconvenientes señalados anteriormente pensarían que Su Santidad se habría inclinado por
esta conformación ovalada ateniéndose sólo a motivaciones de orden estético, cuando el
aspecto más sorprendente de esta decisión se encuentra en la unión de lo bello, apropiado y lo
necesario.
En efecto, la belleza de esta solución depende de su forma, más agradable visualmente,
perfecta en sí misma y capaz de producir un efecto maravilloso mediante los arquitrabes planos
sobre las columnas exentas. Su carácter apropiado, del hecho de que siendo el templo de San
Pedro casi una matriz de todos los templos, requería disponer de un pórtico que demostrase su
capacidad de recibir con los brazos abiertos, materialmente, a todos los católicos, con el fin de
confirmar sus creencias; a los herejes, con el fin de lograr su unión con la Iglesia, y a los
infieles, con el fin de atraerles a la verdadera fe. Su aspecto necesario, de la superación de las
dificultades señaladas anteriormente.
Escrito contenido en el Cod. Vat. Chig. En AA. VV.
Topografía y urbanística di Roma, Bolonia, 1958, p. 527

En este momento podemos identificar, quizá, aquella característica urbana que puede
definir, de modo más intenso, el significado de las ciudades: la organización artificial, si bien
constituye un fenómeno totalmente necesario, no es suficiente por sí misma (en tanto que se
encuentran elementos artificiales como diques, redes de comunicación, etc., que no poseen
esta característica urbana); resulta necesario, por el contrario, una organización artificial que no
responda a un objetivo único (función, necesidad), sino a varios objetivos ocultos, diferenciados
y, en ocasiones, contradictorios; que permita la utilización de los espacios construidos –abiertos
y cerrados, vacíos y llenos- con respecto a dos parámetros que condicionan el significado de
las ciudades: el temporal (la ciudad respecto a su propia historia) y el espacial (la ciudad
respecto a su propia extensión); que tienda a confirmar “decisiones diversas” en su estructura
física, como una continua e ininterrumpida transición de la necesidad a la posibilidad. Para
reducir toda esta problemática a datos cuantitativos bastaría considerar la existencia de cierta
cantidad de metros cúbicos construidos “al servicio” de cada habitante, además de su lugar de
residencia y de su puesto de trabajo; pero estos fenómenos adquieren una representación
arquitectónica: y, entonces, surge la ciudad.
Esta representación posee, además, una mayor evidencia en función de la
homogeneidad, de la unilateralidad alcanzada por una determinada ciudad, en uno o varios
períodos históricos, en sus múltiples aspectos (recorridos, subdivisión de la propiedad,
implantación de sus monumentos, disposición de espacios públicos y de equipamientos
colectivos, etc.) hasta llegar a asumir, en ciertos casos, una forma general de identificación, en
la que reconocen las distintas partes que la componen.
Examinemos, por ejemplo, ciertos componentes de tres ciudades muy distintas: Roma,
Venecia y Londres.
Una lectura superficial resultaría suficiente para identificar, en las relaciones existentes
entre viales-edificios-espacios públicos, representaciones muy diferentes, que no se limitan,
además, al simple aspecto planimétrico. En efecto, estos datos planimétricos implican, aún de
modo indirecto, otros de carácter volumétrico, relativos no sólo a la altura de la edificación
respecto a las calles sino también a la misma solución arquitectónica de los distintos
componentes (en tanto que relación jerarquizada entre ellas), solución que la arquitectura
explicita y que la planimetría registra bidimensionalmente.
En este aspecto, se hace totalmente necesario incluir otros datos de análisis y
valoración: aquellos que se relacionan con el tema de la dimensión. Sin embargo, debe
señalarse que estos datos no deben entenderse sólo como dimensiones cuantitativas de una
determinada ciudad (si bien este fenómeno posee cierta importancia indirecta), sino más bien
como dimensiones históricamente representadas; es decir, aquellas relaciones dimensionales
que denotan el período político-cultural durante el cual un determinado sector urbano, o la
ciudad en su conjunto, ha llegado a adquirir un carácter homogéneo y unitario, hasta alcanzar
una completa representación formal.
La ciudad de Venecia puede considerarse “concluida” ya en su organización medieval,
que las yuxtaposiciones y transformaciones posteriores han completado y enriquecido,
haciéndola, en cierto modo, aún más evidente. Le Corbusier señalaba, a este aspecto:

Sé de sobra que un día, en Venecia, cuando la magnífica maquinaria se encontraba ya


constituida y en pleno funcionamiento, llegaron los “artistas”. Pero en ese momento todo se
encontraba ya ajustado, enraizado en el ambiente, construido a través de la colaboración de
todos. Esos artistas (en el Renacimiento) ofrecen, a partir de esta etapa, la medida de lo
desarraigado.
Roma resume y hace desaparecer en la organización barroca todas las amplias y
numerosas estratificaciones anteriores, confirmando, a través del desarrollo completo de esta
organización, una ciudad nueva, totalmente diferente de las organizaciones urbanas
precedentes.
Londres sólo adquiere una unidad urbana en el siglo XVIII, pudiendo afirmarse que los
pocos monumentos procedentes de épocas anteriores (como la abadía de Westminster y la
Torre) sólo se sitúan en unas nuevas relaciones urbanas gracias a la dimensión espacial de la
estructura de aquel siglo.
Puede observarse, por lo tanto, que en los casos en que una determinada ciudad
“posee un significado” –es decir, cuando puede encontrarse en ella, desde una perspectiva
morfológica, una homogeneidad de representación arquitectónica (independientemente de la
época de construcción de las distintas edificaciones)- pueden establecerse relaciones precisas,
y por lo tanto identificables, entre la forma urbana y la “escala” de edificios (y, en particular, de
los monumentos), en tanto que fenómenos mutuamente determinados.
En efecto, la “escala” no constituye sólo una dimensión, sino también una técnica, un
esquema de implantación, una interpretación; así debe entenderse, en sí misma, como una
relación que incide tanto en el tejido existente como en el futuro, como una intervención parcial
que presupone, sin embargo, una determinada idea general, expresada con instrumentos
arquitectónicos. En resumen, las dos condiciones de esta relación aparecen tanto en lo que
concierne a los resultados obtenidos (es decir, en la organización física existente, en las
estructuras urbanas ya definidas) como en lo que se refiere a los resultados alcanzables (esto
es, en la organización proyectada, en los casos en que se pretenda definir una estructura
urbana diferente).
En el primer caso, las condiciones de la relación conciernen a las formas
arquitectónicas, como elementos objetivos e históricamente determinados, y, por tanto, no sólo
identificables sino también clasificables según juicios de valor precisos (en este aspecto,
resultaría indispensable utilizar instrumentos precedentes de la historia de la arquitectura y de
la teoría urbanística para alcanzar un tipo de valoraciones que comporten una o varias
decisiones operativas). Sin embargo, cuando se trate de espacios “concluidos” formalmente
como la Plaza del Campo en Siena o Regent’s Park en Londres, cabe la posibilidad de plantear
un estudio o una valoración que considere estos espacios de un modo autónomo, como
“monumentos”, haciendo asumir, por lo tanto, una función predominante a los instrumentos
procedentes de la historia de la arquitectura (orientados, por ejemplo, por objetivos operativos
relacionados con problemas de conservación o de restauración).
En el segundo caso, las condiciones de la relación conciernen, en cambio, a las
imágenes urbanas, como elementos subjetivos, referibles a la historia precedente y, por lo
tanto, capaces de encuadrarse en descripciones y clasificaciones (aun implicando
determinadas formas de reinvención y, en muchos casos, proyectos completamente nuevos,
como la Plaza del Duomo en Milán, los boulevards parisinos, el Ring de Viena, etc.). De este
modo, puede afirmarse que ambas disciplinas proporcionan instrumentos válidos para la
realización de estos análisis, si bien resulta evidente que en este último caso predomina
netamente la perspectiva de estudio relacionada con la morfología urbana.
La caracterización –y, al mismo tiempo, el significado- de una ciudad resultaría,
entonces, directamente proporcional al grado de coincidencia alcanzado por la organización
espacial y los sistemas de interpretación, que, en ciertos casos, se implicarán mutuamente, de
forma completa. Sin embargo, sólo la reinterpretación de todos los elementos determinantes,
en cada caso, de la situación entre ambos niveles, permitirá llegar a definir una “valoración”,
entendida como un proceso continuamente analizable. En este aspecto –y teniendo en cuenta
que reinterpretar significa, en definitiva, proyectar- debe plantearse el problema del proyecto del
centro antiguo (sector al que hemos concedido, en esta parte del estudio, un papel
preponderante en la identificación del significado de la ciudad), considerando tanto las
ideologías de las que somos portadores (intereses materiales + decisiones políticas) como los
objetivos que pretendemos alcanzar (patrimonio cultural + decisiones políticas) para la ciudad
contemporánea en su conjunto.
En efecto, el monumento, en tanto que foco de referencia y de síntesis de significados
y, por estos motivos, necesariamente “central” (no en un sentido topográfico, sino
arquitectónico), accesible y visible desde varios puntos cercanos y lejanos y, en el límite, desde
todos los sectores de la ciudad (como los campanarios, las torres, las cúpulas, etc.) ha sido
sustituido, en la ciudad contemporánea, por un sistema de recorridos, en tanto que espacio de
representación “total” (aunque su exclusiva referencia a la clase burguesa confiere, en realidad,
un carácter parcial a esta representación) de la forma urbana y de la multiplicidad de sus usos
(resulta suficiente citar, como ejemplos, el sistema que interrelaciona el Mall y el Regent’s Park
de Londres, como recorrido de trabajo, comercio y ocio; o los boulevards parisinos, que no sólo
hacen posible el desarrollo de intensas relaciones entre los distintos sectores de la ciudad, sino
que constituyen, en sí mismos, elementos urbanos complejos, en tanto que espacios culturales,
comerciales y lúdicos).
La configuración de un sistema de recorridos representa, por lo tanto, una acentuación
del carácter artificial de la forma urbana, siendo imposible encontrar un fenómeno semejante
“fuera de la ciudad”.
La transición de uno a otro tipo de fenómenos –desde el espacio referencial “central” al
“total”- se encuentra determinada, como se intentará demostrar en este trabajo, por la
modificación de la estructura material de la sociedad, que ha provocado la desaparición de los
esquemas de poder basados en un único foco, identificable en un monumento preciso que
aparecía como punto de referencia de los acontecimientos políticos y sociales (como la
coronación de Carlo magno, en San Pedro o el asalto al palacio de Versalles, por citar dos
ejemplos dispares), esta situación ha sido sustituida, en efecto, por la presencia simultánea de
distintos “poderes” y, por lo tanto, de diferentes puntos de referencia, representados por focos
de poder diversificados, alternativos o contradictorios, en el interior de una forma urbana abierta
(así, pueden citarse, como ejemplos, las funciones del Hotel de Ville y de Versalles durante la
Comuna de Paris, o las del Smolny y del Palacio Imperial durante la Revolución de 1917; o,
incluso, la ocupación de los centros de información o de los nudos de comunicación y enlaces
ferroviarios durante movimientos insurreccionales o represivos más recientes).
La “representación”, es decir, la exigencia de que un edificio determinado se
corresponda con un tema dado, decidido por los realizadores del encargo (tema que deberá
reflejarse a través de efectos de distinto tipo, tanto inmediatos –esto es, temáticos- como
indirectos, derivados de su posición en la estructura urbana) encuentra sus últimas
manifestaciones más evidentes en los grandes “servicios” de carácter público, en los
monumentos del orden burgués: los palacios del Parlamento, de la Justicia, de la
Administración Estatal, de Hacienda, de la Ciencia y la Cultura, de las Artes, etc. La exigencia
de reflejar un tema determinado, aun de manera imprecisa y simbólica, se limita, en una etapa
posterior, a los edificios de las grandes exposiciones universales, sobre los que recae la misión
de representar, frecuentemente de un modo efímero, el progreso técnico, el triunfo de la
industria, la victoria de la civilización y la riqueza nacional (fenómeno que perdura, incluso, en
el presente, como lo demuestra la complicada y aparatosa simbología del pabellón italiano de
la exposición de Montreal).
Cuando las exposiciones constituyen la ocasión para ordenar, parcial o totalmente,
ciertos efectos positivos, de carácter urbano, generados por la representación arquitectónica.
En este aspecto, resulta suficiente recordar las características de las exposiciones parisinas,
que culminan en la construcción de la Torre Eiffel, símbolo de las nuevas posibilidades técnicas
y, al mismo tiempo, nuevo elemento que enriquece y sintetiza la ciudad de aquel período, a
través de su carácter superfluo, “innecesario” (por otra parte, puede apreciarse, en la Torre
Eiffel, la definición de una nueva funcionalidad indirecta, en tanto que sólo resulta útil para
observar la ciudad desde su punto de vista inédito, haciendo así posible descubrir valores de
nuevo tipo en el “panorama”, la visualización de la ciudad en su conjunto, visualización
reservada hasta entonces a determinados puntos geográficos, como colinas, promontorios,
etc.) De un modo semejante, la Exposición Universal de 1942 (EUR) o el Royal Festival Hall
cumplen en Roma y Londres, la función de auténticos equipamientos urbanos, convirtiéndose
en polos de reestructuración o desarrollo de los sectores urbanos en que se sitúan.
La adopción y la fusión del planeamiento urbano, desde sus primeras etapas hasta la
aparición de los planes “generales”, deforma y desfigura el significado de las ciudades: en
efecto, los planes se convierten sólo en instrumentos de ordenación de un desarrollo
“cuantitativo” que no exigirá la expresión de ningún “tema”; proceso que explica la pobreza de
ideas y, sobre todo, la escasez de referencias al significado que caracterizara este desarrollo,
en correspondencia con la adopción de instrumentos técnicos bidimensionales (el plano
cartográfico), en lugar de modelos tridimensionales (la maqueta).
Esta situación presenta, sin embargo, importantes excepciones que pueden
considerarse como hipótesis de un posible “significado” de la ciudad contemporánea: el Plan
Voisin, el desarrollo del nuevo Moscú, determinados procesos de reestructuración de ciudades
inglesas y de distintos países socialistas, ciertas ciudades “fundadas” (Chandigarh y Brasilia);
en efecto, en estos casos, la adopción de modelos tridimensionales en la elaboración del
proyecto, ha representado un instrumento de confirmación de la dimensión arquitectónica, de
verificación de la representación, estableciendo las hipótesis de un nuevo significado
caracterizado tendencialmente por la definición de unas relaciones entre tipo arquitectónico y
forma urbana diferentes a las predominantes hasta el momento actual, esto es, configurado, en
cualquier caso, unas relaciones basadas, esencialmente, en las interconexiones entre la
vivienda, los servicios y los equipamientos.

TEXTO 2
ALDO ROSSI (La arquitectura de la ciudad)
Estructura de los hechos urbanos

1. Individualidad de los hechos urbanos

Al describir una ciudad nos ocupamos preponderantemente de su forma, ésta es un


dato concreto que se refiere a una experiencia concreta: Atenas, Roma, París.
Esa forma se resume en la arquitectura de la ciudad y por esta arquitectura es por lo
que me ocuparé de los problemas de la ciudad. Ahora bien, por arquitectura de la ciudad se
puede entender dos aspectos diferentes; en el primer caso es posible asemejar la ciudad a una
gran manufactura, una obra de ingeniería y de arquitectura, más o menos grande, más o
menos compleja, que crece en el tiempo; en el segundo caso podemos referirnos a contornos
más limitados de la propia ciudad, a hechos urbanos caracterizados por una arquitectura propia
y, por ende, por una forma propia. En uno y otro caso nos damos cuenta de que la arquitectura
no representa sino un aspecto de una realidad más compleja, de una estructura particular, pero
al mismo tiempo, puesto que es el dato ultimo verificable de esta realidad, constituye el punto
de vista más concreto con el que enfrentarse al problema.
Si pensamos en un hecho urbano determinado nos damos cuenta más fácilmente de
eso, y de repente se nos presenta una serie de problemas que nacen de la observación de
aquel hecho por otra parte también entrevemos cuestiones menos claras, que se refieren a la
cualidad, a la naturaleza singular de todo hecho urbano.
En todas las ciudades de Europa hay grandes palacios, o complejos edificatorios, o
agregados que constituyen auténticas partes de ciudad y cuya función difícilmente es la
originaria.
Tengo presente en este momento el Palazzo della Ragione de Padua.
Cuando visitamos un monumento de este tipo quedamos sorprendidos por una serie de
problemas íntimamente relacionados con él; y, sobre todo, quedamos impresionados por la
pluralidad de funciones que un palacio de ese tipo puede contener y cómo estas funciones son,
por así decir, completamente independientes de su forma y que sin embargo en esta forma la
que queda impresa, la que vivimos y recorremos y la que a su vez estructura la ciudad.
¿Dónde empieza la individualidad de este palacio y de qué depende?
La individualidad depende sin más de su forma más que de su materia, aunque ésta
tenga en ello un papel importante; pero también depende del hecho de ser su forma compleja
y organizada en el espacio y en el tiempo. Nos damos cuenta de que si el hecho arquitectónico
que examinamos fuera, por ejemplo, construido recientemente no tendría el mismo valor; en
este último caso su arquitectura seria quizá valorable en sí misma, podríamos hablar de su
estilo y por lo tanto de su forma, pero no representaría aun aquella riqueza de motivos con la
que reconocemos un hecho urbano.
Algunos valores y algunas funciones originales han permanecido, otras han cambiado
completamente; de algunos aspectos de la forma tenemos una certeza estilística mientras que
otros sugieren aportaciones lejanas; todos pensamos en los valores que han permanecido y
tenemos que constatar que si bien éstos tenían conexión propia con la materia, y que éste es el
único dato empírico del problema, sin embargo no referimos a valores espirituales.
En este momento tendremos que hablar de la idea que tenemos hecha de este edificio,
de la memoria mas general de este edificio en cuanto producto de la colectividad; y de la
relación que tenemos con la colectividad a través de él.
También sucede que mientras visitamos este palacio, y recorremos una ciudad
tenemos experiencias diferentes, impresiones diferentes. Hay personas que detestan un lugar
porque va unido a momentos nefastos de su vida, otros reconocen en un lugar un carácter
fausto; también esas experiencias y la suma de esas experiencias constituyen la ciudad. En
este sentido, si bien es extremadamente difícil por nuestra educación moderna, tenemos que
reconocer una cualidad al espacio. Este era el sentido con que los antiguos consagraban un
lugar, y éste presupone un tipo de análisis mucho más profundo que la simplificación que nos
ofrecen algunos test psicológicos relacionados sólo con la legibilidad de las formas.
Ha sido suficiente detenernos a considerar un solo hecho urbano para que una serie de
cuestiones haya surgido ante nosotros se puede relacionar principalmente con algunos
grandes temas como la individualidad, el locus, el diseño, la memoria; y con él se dibuja un tipo
de conciencia de los hechos urbanos más completo y diverso que el que normalmente
consideramos; tenemos que experimentar los elementos positivos.
Repito que quiero ocuparme aquí de lo positivo a través de la arquitectura de la ciudad,
a través de la forma, porque ésta parece resumir el carácter total de los hechos urbanos,
incluyendo su origen.
Por otra parte, la descripción de la forma constituye el conjunto de los datos empíricos
de nuestro estudio y puede ser realizada mediante términos observativos; en parte, eso es todo
lo que comprendemos por medio de la morfología urbana: la descripción de las formas de un
hecho urbano; pero es sólo un momento, un instrumento. Se aproxima al conocimiento de la
estructura pero no se identifica con ella. Todos los especialistas del estudio de la ciudad se han
detenido ante la estructura de los hechos urbanos declarando, sin embargo, que, además de
los elementos catalogados, había l’ âme de la citè; en otras palabras, había la cualidad de los
hechos urbanos. Los geógrafos franceses han elaborado así un importante sistema descriptivo
pero no se han adentrado a intentar conquistar la última trinchera de su estudio: después de
haber indicado que la ciudad se construye a sí misma en su totalidad, y que ésta constituye la
raison d’ être de la misma ciudad, han dejado por explotar el significado de la estructura
entrevista. No podían obrar de otra manera con las premisas de que habían partido; todos
estos estudios han rehusado un análisis de lo concreto que está en cada uno de los hechos
urbanos.

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