Sei sulla pagina 1di 1318

Teología cristiana

Teología cristiana
TOMO I

H. ORTON WILEY

LENEXA, KANSAS, EE. UU.


Publicado por:
Casa Nazarena de Publicaciones
17001 Prairie Star Parkway
Lenexa, KS 66220 EUA

Título original:
Christian Theology, Vol. 1
Por H. Orton Wiley

Esta edición en español


Copyright © 2012 Global Nazarene Publications

Primera edición
ISBN 978-1-56344-663-4

Traductores: Juan Enriquez y Fredi Arreola


La “Dedicatoria”, el “Prefacio” y la “Introducción” fueron traducidas por Juan R. Vázquez Pla

A menos que se indique lo contrario, las citas bíblicas han sido tomadas de la vesión Reina-
Valera 95. Derechos reservados, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Usada con permiso.
Todos los derechos reservados.
ÍNDICE
DEDICAT ORIA ................................ ................................ ......... 7
INTRODUCCIÓN ................................ ................................ ....... 9
PREFACIO ................................ ................................ ........ 11
PARTE 1: INTRODUCCIÓN A LA TEOLOGÍA
CAPÍTULO 1: CONCEPTOS Y RELACION ES
DE LA T EOLOGÍA ................................ ........... 15
CAPÍTULO 2: LAS FUENTES DE LA TEOLOGÍA .................. 33
CAPÍTULO 3: SISTEMAS Y MÉTODOS ................................ 51
CAPÍTULO 4: LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA ...................... 61
CAPÍTULO 5: LA RELIGIÓN CRISTIANA ............................. 93
CAPÍTULO 6: LA REVEL ACIÓN CRISTIANA ...................... 115
CAPÍTULO 7: LA INSP IRACIÓN DE LA BIBLIA .................. 151
CAPÍTULO 8: EL CANON ................................ ................... 167
PARTE 2: L A DOCTRINA DEL PADRE
CAPÍTULO 9: LA EXIST ENCIA Y NATURALEZA
DE DIOS ................................ ....................... 195
CAPÍTULO 10: LOS NOMBRES Y PREDICADOS
DIVINOS ................................ ...................... 217
CAPÍTULO 11: DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA .......... 231
CAPÍTULO 12: DIOS COMO EFICIENCIA INFINITA ........... 253
CAPÍTULO 13: DIOS COMO PERFECTA
PERSONALIDAD ................................ .......... 265
CAPÍTULO 14: LOS ATRIBUTOS DE DIOS .......................... 293
CAPÍTULO 15: LA TRINIDAD ................................ .............. 359
CAPÍTULO 16: COSMOLOGÍA ................................ ............ 401
APÉNDICE A
DIVISIONES DE LA TEOLOGÍA ................................ ............ 443
DEDICATORIA
Este libro se dedica afectuosamente a los jóvenes, tanto hombres
como mujeres, que al sentir el llamado de Dios a la obra del ministerio,
deseen tener “cuidado… de la doctrina”, con el fin de poder dirigir a
otros en el camino que conduzca a Dios y a la vida eterna.
INTRODUCCIÓN
Tan temprano como en 1919, los que estábamos sirviendo en el
Departamento General de Educación de la Iglesia del Nazareno, senti-
mos la urgente necesidad de una obra sobre teología sistemática de
suficiente alcance y profundidad como para servir de norma doctrinal
en el desarrollo de la literatura de nuestra Iglesia y de nuestro movi-
miento, por lo que le solicitamos al doctor H. Orton Wiley que em-
prendiera la producción de dicha obra. Las presiones de las innumera-
bles responsabilidades como rector universitario, y las que durante
algún tiempo le trajeron el servicio como jefe editorial del Herald of
Holiness (El heraldo de santidad), hicieron imposible que el doctor
Wiley le dedicara a la obra el pensamiento y el tiempo requeridos para
la pronta terminación. A veces pensábamos que él no progresaba lo
suficiente en la tarea como para darnos esperanza de que viviera para
completarla. Pero el retraso resultó provechoso, ya que durante todo
ese tiempo el doctor Wiley pudo acumular material, reordenar su pen-
samiento, y crecer en arrojo en lo concerniente a la estupenda tarea que
se le había puesto por delante. Y ahora, en meses recientes, le ha sido
posible dedicar más tiempo y pensamiento directamente a esta tarea
con el fin de desempeñarse mejor que lo que de otra manera hubiera
sido posible. Así que, ganamos con esperar.
Estoy feliz de contarme entre los que desde el principio animaron al
doctor Wiley. No se me escapó oportunidad alguna para urgirlo a que
permaneciera en la tarea de escribir una teología normativa para nues-
tra iglesia, aun cuando tuviera que hacerlo a expensas de otros deberes.
Sentía que sería a través de este canal que él haría la más grande y per-
manente contribución de su vida. Ahora que se apresta a entregar su
primer tomo a la casa publicadora, y habiéndolo yo mismo examinado,
estoy más convencido que nunca de que él ha realizado una obra que
pocos de nuestra generación se hubieran encontrado capaces de realizar,
y que nos ha dado una teología tan fundamental y confiable para la
erudición que la misma permanecerá como norma para nosotros du-
rante un considerable número de años.
El doctor Wiley es un erudito, pero es más que eso. Es un predica-
dor ungido, y también un administrador. Se ha visto compelido a
comprobar sus teorías en la escuela de la vida, y a probar sus reclamos

9
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1

en el horno de pruebas y aflicciones. Él no es ni especulador ni inven-


tor. Es, a lo sumo, un descubridor y juez de las sanas palabras. Durante
el espacio promedio de una generación, ha permanecido ante nosotros
como cristiano y como líder, y ha merecido y recibido, en todo lugar y
en todo tiempo, el pleno encomio de sus contemporáneos y de sus más
íntimos coadjutores. Es hombre de buen nombre entre todos los que lo
conocen íntimamente o desde lejos. Es también una satisfacción para
mí encomiarlo, porque estoy seguro que nadie se levantará para
contradecirme.
No se espera de nadie que escriba el prólogo de un libro, que tam-
bién lo analice. Ese es especialmente el caso con un libro que ha de-
mandado tanto estudio y reflexión como la monumental obra que aho-
ra usted tiene en sus manos. Pero se encontrará que la panorámica es
adecuada, que las tesis son ortodoxas, que los argumentos son convin-
centes, y que las conclusiones son claras e inequívocas. Ciertamente no
veo qué más pueda hacerse con el tema de la teología sistemática que lo
que Wiley ha hecho.
Este libro hallará su lugar como un texto para nuestras escuelas y pa-
ra el curso de estudios para ministros. Será con toda probabilidad ahí
donde mayormente se ubique. Pero su estilo lo pone al alcance del
obrero de la escuela dominical y del laico de la iglesia, y muchos de los
que no sirvan en posiciones oficiales de la iglesia encontrarán placer y
beneficio en el estudio de las grandes doctrinas que yacen en el cimien-
to de nuestra sagrada religión. Creo que la demanda para este material
será lo suficientemente amplia como para que la teología de Wiley en-
cuentre un anchuroso campo tanto entre los que estudian por placer
como entre los que deberán hacerlo por razón de una preparación téc-
nica para tareas específicas.
Sin la más mínima reserva, y con una plena satisfacción, recomiendo
al doctor Wiley y su obra sobre teología sistemática a todas las perso-
nas, en todo lugar, a quienes mi recomendación les pueda resultar im-
portante. Y oro que Dios continúe bendiciendo al autor y a los de la
casa publicadora, y que las hojas de este libro puedan ser instrumentos
de salud, como si fueran hojas del árbol de la vida.
James B. Chapman, Superintendente General
Iglesia del Nazareno
Kansas City, Missouri, 6 de abril de 1940

10
PREFACIO
Hace casi veinte años el Departamento de Educación de la Iglesia
del Nazareno, del cual el doctor J. B. Chapman era presidente, me soli-
citó que preparara una obra de teología sistemática para usarse en el
curso de estudios para ministros licenciados. De inmediato me di a la
tarea, pero el alcance de lo que preví me resultó demasiado estrecho.
Encontré que descubría de manera constante nuevas verdades, y que
cada nuevo descubrimiento demandaba su lugar en el plan de la obra.
Ahora, después de casi veinte años de continuo estudio y enseñanza, le
presento a la iglesia el resultado de esos esfuerzos en la obra que he titu-
lado, Teología cristiana. Y la ofrezco con la oración de que encuentre un
lugar, por pequeño sea, en la preparación de jóvenes, tanto mujeres
como hombres, que anhelen la obra del ministerio. No he pretendido
hacer contribución nueva alguna a la ciencia moderna de la teología.
Mi propósito y fin ha sido repasar, de la manera más sencilla posible, el
campo de la teología, para que el tema pueda ser manejado por aquellos
que, al entrar al ministerio, deseen estar informados acerca de las gran-
des doctrinas de la iglesia.
Deseo reconocer que estoy en deuda con el reverendo Paul Hill, de
Lynbrook, Nueva York, quien ha sido mi colaborador en la prepara-
ción de esta obra, y quien también me ha hecho numerosas y útiles
sugerencias y críticas. Tengo una especial deuda de gratitud con los
superintendentes generales de la Iglesia, los doctores John W. Good-
win, R. T. Williams y James B. Chapman, por la ayuda e inspiración
continuas durante los abrumadores años de preparación de la obra.
Tengo una deuda especial con el doctor Chapman por haber escrito la
Introducción de esta obra. El doctor Olive M. Winchester ha revisado
las referencias hechas a los textos hebreos y griegos, y el doctor L. A.
Reed ha provisto el paralelo entre el relato de la creación de Génesis y
de la ciencia moderna. A todos los antes mencionados les expreso mi
sincero aprecio por la ayuda que me han dado.
Son diversas las casas publicadoras que me han otorgado el privile-
gio de citar de sus libros, por lo cual les estoy profundamente agradeci-
do. Reconozco mi deuda con las siguientes: Funk and Wagnalls, por el
permiso de citar de, The Institutes of the Christian Religion (Institutos de
la religión cristiana), por Gerhart; Pilgrim Press, por una selección del

11
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1

libro, Christ and the Eternal Order (Cristo y el orden eterno), escrito
por mi honorable ex profesor, John Wright Buckham; Cokesbury
Press, por el permiso de citar de su obra, Systematic Theology (Teología
sistemática), por el doctor Summers; Methodist Book Concern, por las
selecciones de Systematic Theology (Teología sistemática), por el doctor
Miley, de System of Christian Doctrine (Sistema de doctrina cristiana),
por el doctor Sheldon, y de Foundations of the Christian Faith (Funda-
mentos de la fe cristiana), por el doctor Rishell; Scribners, por las refe-
rencias a Present Day Theology (Teología del día presente), por el doctor
Stearns, y a An Outline of Theology (Un bosquejo de la teología), por el
doctor William Newton Clarke; Longmans, por la referencia a su obra
titulada, A Theological Introduction to the Thirty-nine Articles (Una in-
troducción teológica a los Treinta y Nueve Artículos), por el doctor
Bicknell; y a los demás que no he mencionado pero cuyas obras me han
provisto inspiración y ayuda en la preparación de este trabajo.
Estoy especialmente en deuda con la Casa Nazarena de Publicacio-
nes por la publicación de esta obra que ahora se presenta a la iglesia. El
gerente, M. Lunn, y el gerente auxiliar, el reverendo P. H. Lunn, le han
ofrecido todo tipo de aliciente al escritor, y han sido pacientes con sus
numerosas fallas. Tanto el escritor como la iglesia están en deuda con la
casa publicadora por la espléndida forma en la que el libro se ha
presentado.
Sería ciertamente ingrato si en esta, la publicación de mi primer libro,
no rindiera un delicado tributo a mi esposa, Alice M. Wiley, quien du-
rante todo el tiempo ha mantenido un infatigable interés en la prepara-
ción de la obra, siendo mi constante fuente de ánimo y de bendición.
H. Orton Wiley,
Pasadena, California

12
PARTE 1

INTRODUCCIÓN
A LA TEOLOGÍA
CAPÍTULO 1

CONCEPTOS Y
RELACIONES
DE LA TEOLOGÍA
El término introducción, en el sentido técnico, es un concepto de ex-
tensa aplicación. Cada rama del conocimiento científico requiere de
investigación preliminar, a fin de determinar apropiadamente sus fron-
teras y contenido en relación a otros campos de investigación. Tiene
que haber un “reconocimiento de la totalidad orgánica de las ciencias”,
dice Schelling, y esto “debe preceder a la búsqueda definida de una es-
pecialidad. El erudito dedicado a un estudio en particular tiene que
informarse de la posición que éste ocupa con respecto a la totalidad,
cuál es su propósito y cómo se desarrolla para lograr la unión armónica
con la totalidad. De ahí la importancia del método con que evaluará su
ciencia, para que no la considere con espíritu servil sino de manera
independiente y tomando en cuenta la totalidad”. La palabra introduc-
ción ha remplazado a los términos prolegómeno y propedéutica, emplea-
dos anteriormente en la filosofía y teología. Los términos enciclopedia y
metodología, usados con frecuencia como una ciencia distinta, tienen
que considerarse todavía como parte importante del currículo general.
No obstante, una verdadera introducción incluirá: (1) una enciclopedia
formal o sistemática —o una presentación de la información necesaria
para estudiar los diversos departamentos o áreas de la teología;
(2) metodología —o dirección en cuanto a los mejores métodos de
estudio teológico; y (3) una historia de la teología tal como se ha siste-
matizado en la iglesia. Este primer capítulo tratará de los conceptos y

15
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 1

las relaciones de la teología; el segundo, de las fuentes y limitaciones; el


tercero, de los sistemas y métodos; y el cuarto, de la teología en la iglesia.

NATURALEZA Y ALCANCE DE LA TEOLOGÍA


La teología cristiana o dogmática —el término técnico— es la rama
de la ciencia teológica cuyo objetivo es exponer sistemáticamente las
doctrinas de la fe cristiana. El término teología se deriva de las palabras
griegas theos ֕¿¼ŦË֖ y logos (ÂǺÇË֖, que originalmente significaban “dis-
curso acerca de Dios”. La palabra ya se usaba antes de la venida de
Cristo y del inicio de la iglesia cristiana. Aristóteles, en su obra Orga-
non, la aplicó a su filosofía más elevada o principal. Los griegos solían
aplicar el término theologoi a sus poetas y maestros destacados, tales
como Homero, Hesíodo y Orfeo, “quienes con inspiración poética
cantaron acerca de los dioses y los misterios divinos”. En el sentido más
general, por tanto, el término teología se puede aplicar a la investigación
científica acerca de personas, cosas o relaciones sagradas, ya sean reales
o imaginarias. Aunque el contenido de los tratados sea rudo, el uso
permite llamarlos teología si la materia en estudio tiene que ver con lo
que se considera sagrado. El vocablo es, pues, flexible y algo ambiguo, y
para hacerlo más definido y específico debemos usar términos califica-
tivos tales como teología cristiana o teología étnica.
Definiciones de la teología cristiana. Los maestros de esta ciencia
han definido de diversas maneras la teología cristiana. Sin embargo,
ninguna de esas declaraciones es más adecuada e inclusiva que la de
William Burton Pope, quien la define como “la ciencia de Dios y de las
cosas divinas, basada en la revelación hecha a la humanidad por medio
de Jesucristo, y que se ha sistematizado de diversas maneras en la iglesia
cristiana”.
Veamos algunas otras definiciones:
“La teología cristiana o dogmática, como se le llama técnicamente,
es la rama de la ciencia teológica cuyo objetivo es expresar de modo
sistemático las doctrinas de la fe cristiana” (William Adams Brown).
“La teología dogmática trata de las doctrinas de la fe cristiana sus-
tentadas por una comunidad de creyentes, en otras palabras, la iglesia”
(Martensen).
“Teología es la presentación de los hechos bíblicos en su propio or-
den y en relación con los principios o verdades generales implícitos en

16
CONCEPTOS Y RELACIONES DE LA TEOLOGÍA

los hechos mismos, los que impregnan y armonizan el todo” (Charles


Hodge).
“La teología es la ciencia de Dios y de las relaciones entre Dios y el
universo” (Augustus Hopkins Strong).
“La teología sistemática es esa área del sistema total de la teología
que debe resolver el problema que plantea la fe cristiana misma: la pre-
sentación del cristianismo como verdad” (J. A. Dorner).
“La teología cristiana es el tratamiento intelectual de la religión cris-
tiana” (William Newton Clarke).
“La teología es un discurso acerca de Dios en su relación con los se-
res morales y con el universo que creó” (A. M. Hills).
“Se puede definir la teología como la exposición sistemática y la jus-
tificación racional del contenido intelectual de la religión” (Albert C.
Knudson).
“La dogmática se ocupa de las enseñanzas doctrinales de la religión
cristiana. Es la presentación sistemática y científica de la doctrina del
cristianismo en armonía con la Biblia y en consonancia con las confe-
siones de la iglesia” (Joseph Stump).
“La teología sistemática es la presentación científica unificada de la
doctrina cristiana en su relación tanto con la fe como con la moral”
(George R. Crooks y John F. Hurst).
Wakefield, quien redactó la obra Watson’s Institutes (Institutos de
Watson) y añadió material propio de mucho valor, define la teología
como “la ciencia que trata de la existencia, el carácter y los atributos de
Dios; sus leyes y gobierno; las doctrinas que hemos de creer, el cambio
moral que debemos experimentar y los deberes que se nos demanda
que cumplamos”. Esta definición y la de Pope están muy relacionadas
con la de Alvah Hovey, el gran teólogo bautista, quien dice: “Por teo-
logía cristiana entendemos la ciencia de la religión cristiana, o la ciencia
que comprueba, justifica y sistematiza toda verdad obtenible concer-
niente a Dios y a su relación, por medio de Cristo, con el universo y
especialmente con la humanidad”.
Podemos recoger, por tanto, los diversos aspectos de la verdad plan-
teados en las declaraciones anteriores y resumirlas en una definición
breve pero que consideramos igualmente adecuada: “La teología cris-
tiana es la presentación sistemática de las doctrinas de la fe cristiana”.
El alcance de la teología. El estudio de la teología cristiana debe ex-
tenderse para abarcar un amplio campo de investigación, y luego,

17
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 1

sistematizarse de acuerdo con los principios considerados como domi-


nantes en la historia del pensamiento cristiano. Si analizamos cuidado-
samente las definiciones de Pope, Wakefield y Hovey, notaremos que
se consideran los siguientes temas: (1) Dios como la fuente, el objeto de
estudio y el fin de toda teología. “Esto le confiere su unidad, dignidad y
santidad. Es el A Deo, De Deo, In Deum: de Dios en su origen, concer-
niente a Dios en su sustancia, y nos conduce a Dios en todos sus te-
mas”. (2) La religión como aquello que provee al hombre la consciencia
básica, sin la cual la naturaleza humana no podría recibir las revelacio-
nes espirituales de la verdad divina. (3) La revelación como la fuente de
los hechos con los cuales se desarrolla la teología sistemática. (4) La
relación de estos hechos con Jesucristo, el Verbo personal y eterno en la
revelación de Dios. (5) El desarrollo y la sistematización de la teología
en la iglesia como expresión de su vida cristiana, bajo la supervisión y
control inmediatos del Espíritu Santo. (6) Se debe considerar a la
teología cristiana en su relación con el pensamiento contemporáneo.

RELACIONES DE LA TEOLOGÍA
Pope dice: “La teología universal, en un sentido, se ocupa simple-
mente de la relación de todas las cosas con Dios; si mantenemos con
cuidado nuestro propósito, podemos hacer que esta proposición inclu-
ya lo inverso: la relación de Dios con todas las cosas. La relación, por
supuesto, debe ser mutua, pero en este asunto es difícil separar la idea
de dependencia de la de relación. El Eterno es el Ser no condicionado.
Cuando estudiamos su naturaleza, sus perfecciones y obras, debemos
recordar siempre que Él es el Ser perfecto, independiente de todo obje-
to creado y de todo pensamiento respecto a Él. Pero, no existe doctri-
na, ni rama o desarrollo de alguna doctrina, que no sea puramente la
expresión de alguna relación de sus criaturas con la Primera Causa su-
prema. De ahí que todas las ramas de esta ciencia son sagradas. Es un
templo que está lleno de la presencia de Dios. Desde su santuario ocul-
to, en el cual ningún sumo sacerdote tomado de entre los hombres
puede entrar, arroja una luz que no deja oscuridad en ninguna parte,
excepto donde esté oscuro por el exceso de gloria. Por tanto, todos los
estudiantes competentes son adoradores a la vez que estudiantes” (Po-
pe, Compendium of Christian Theology, I:4-5). Pero, aparte de la Fuente
divina de la teología, ésta sostiene tres relaciones importantes y vitales:
(1) con la religión; (2) con la revelación; y (3) con la iglesia.

18
CONCEPTOS Y RELACIONES DE LA TEOLOGÍA

La teología y la religión. Puesto que la teología, en un sentido pre-


liminar y general, es la ciencia de la religión, es necesario discutir de
inmediato la naturaleza de la religión. Se puede decir que la religión
provee al hombre la consciencia básica, sin la cual la naturaleza humana
no podría recibir la revelación de Dios. Por tanto, sus raíces se hallan
en la naturaleza misma del hombre. Es la consciencia de que fue creado
para cosas más sublimes y que tiene parentesco con el Poder invisible,
de quien él siente que depende personalmente. Además, siente una
necesidad que se expresa de manera negativa, como consciencia del
pecado, y de manera positiva, como el deseo de tener comunión con un
poder espiritual supremo. La tarea de la teología consiste en reunir y
sistematizar esos deseos y necesidades, puesto que la religión es un fe-
nómeno social a la vez que individual. Los que empiezan a tener co-
munión con Dios sienten que deben impartir este conocimiento a
otros; de ahí que surjan las diversas sociedades religiosas. Estas llegan a
ser instituciones establecidas, con un conjunto de tradiciones diseñadas
para transmitir a la posteridad las ideas religiosas del pasado. Por tanto,
la teología y la religión están relacionadas entre sí “como efectos de la
misma causa en diferentes esferas. Tal como la teología es un efecto
producido en la esfera del pensamiento sistemático, por los datos res-
pecto a Dios y al universo, así la religión es un efecto que esos mismos
datos producen en la esfera de la vida individual y colectiva” (Strong,
Systematic Theology, I:19).
La teología y la revelación. La teología está relacionada no sólo con
la experiencia religiosa de manera general, sino también con aquel tipo
más sublime de verdad revelada que se halla en Cristo y que se conoce
como revelación cristiana. Desde el tiempo de Schleiermacher, al sen-
timiento o sentido de dependencia se le ha dado un lugar importante
en el pensamiento teológico. Algunos temen que haya demasiada subje-
tividad si la teología se fundamenta en la experiencia cristiana, pero
debemos tener en cuenta que la fe cristiana no nace de por sí. Su fuente
se encuentra en la revelación objetiva. El universo es una revelación
externa de Dios. Declara su “poder y divinidad eternos” (Romanos
1:20). En contra de la posición de James Martineau, quien injustifica-
damente limita el testimonio de Dios al alma individual, Strong declara
que en muchos casos, cuando la verdad se comunicó originalmente
como revelación interna, el mismo Espíritu que la comunicó produjo
un registro externo de ella, para que la revelación interna pudiera

19
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 1

trasmitirse también a otras personas. Tanto las revelaciones internas


que se registran, como las revelaciones externas que se interpretan, su-
ministran datos objetivos que pueden servir como material apropiado
para la ciencia.1
La teología y la iglesia. Dios le ha encomendado a la iglesia el uso
de las Escrituras y éstas han llegado a ser su regla de fe y práctica. Así
como el antiguo oráculo tenía su arca, la iglesia cristiana ha llegado a
ser la receptora de la fe que “ha sido una vez dada a los santos” (Judas
3). Con la venida del Cristo encarnado y el don del Espíritu Santo en el
día de Pentecostés, se pusieron los fundamentos de la iglesia; y con la
extensión de su misión para incluir universalmente a la humanidad, fue
necesario también que se incrementaran los mensajes divinos. Siendo la
depositaria de una nueva verdad dispensacional, la iglesia —como
maestra y defensora de la fe— desde el principio tuvo la obligación de
crear una teología mediante la cual pudiera presentar sistemáticamente
sus enseñanzas. Esta teología didáctica —afirma Pope— constituyó la
necesaria expansión de lo que en la Biblia se denomina “doctrina de los
apóstoles”. “Su forma original y más simple, como se ve en los escritos
de los primeros Padres, fue expositiva o práctica, con el objetivo de edi-
ficar al rebaño; luego siguió la forma catequética, para la instrucción
preliminar de los convertidos o catecúmenos para el bautismo, condu-
cida por pastores como catequistas y formulada en el catecismo perma-
nente; de esa manera se fueron poniendo los fundamentos de toda teo-
logía bíblica subsecuente. Debido a las herejías que estaban surgiendo
en la comunidad, y por la obligación de defender la fe contra los que
no pertenecían a ella, se vio la necesidad de hacer declaraciones en de-
fensa de la verdad. Tal obligación dio origen a la apología en todas sus
ramas, llamada evidencias en épocas modernas. La apología se refiere a
la posición de la sociedad cristiana frente a la oposición del mundo,
mientras que las evidencias pertenecen más bien a su agresivo carácter
misionero. La apología introdujo la teología dogmática que se enseñó
primero en los credos —Credo de los Apóstoles, Credo Niceno Cons-
tantinopolitano y Credo de Atanasio— y después en exposiciones espe-
cíficas de esos credos y sus artículos individuales; esto, a diferencia de la
apología, es teología controversial o polémica. En tiempos más recientes
se incorporaron todas estas ramas en la unidad llamada teología siste-
mática, o el arreglo ordenado de las doctrinas de la revelación, las que
se constituyen en dogmas establecidos en las decisiones de la iglesia,

20
CONCEPTOS Y RELACIONES DE LA TEOLOGÍA

defendidos contra ataques externos y dados a conocer en la ética del


deber humano. Éste es el desarrollo normal de la ciencia dentro del
cristianismo y es común en todas sus ramas. Cada comunidad cristiana
presenta estas formas de enseñanza fundamental en su literatura, en
una manera más o menos sistemática” (Pope, Compendium, I:15-16).
Este es sólo un breve bosquejo de la manera en que la teología se
desarrolló en la iglesia.

DIVISIONES DE LA TEOLOGÍA
El campo completo de la teología se puede dividir ampliamente en
(1) teología cristiana y (2) teología étnica. La teología étnica se refiere a
las enseñanzas de las religiones paganas, contrarias a la revelación de
Dios en Cristo. La gente no cristiana, sea instruida o no, tiene sus pro-
pias doctrinas acerca de Dios, o de los dioses y de las cosas que conside-
ran sagradas. Éstas deben clasificarse como teologías. Para los cristianos,
el valor de la teología étnica es mayormente informativo, puesto que
expone las diferencias sobresalientes y fundamentales entre el cristia-
nismo y el paganismo. A la luz de este contraste, vemos que el cristia-
nismo no es tan solo una religión que ha alcanzado un nivel superior de
desarrollo natural, sino que es única por ser la revelación de Dios al
hombre, en vez de originarse en el hombre en su estado de barbarie.
Sin embargo, posee valor exegético, porque las grandes doctrinas del
cristianismo se comprenden mejor al verlas al lado de las ideas erróneas
del paganismo.
Otra división, más popular entre los teólogos de la antigüedad que
en el presente, es la de (1) la teología natural y (2) la teología revelada.
La teología natural usa como fuente los hechos de la naturaleza, inclu-
yendo el ejercicio de la razón y la iluminación de la conciencia. La teo-
logía revelada usa como fuente la Santa Biblia, aceptándola como la
revelación autorizada de Dios al hombre. La teología cristiana no con-
sidera que la teología revelada sea contraria a la teología natural, sino
que se complementan. La ve como la recolección de la revelación pri-
maria de Dios, a través de la naturaleza y de la constitución del hom-
bre, para llegar a la revelación personal, suprema y perfecta de Dios en
Cristo.
La teología cristiana, como ciencia didáctica o positiva, por lo gene-
ral se clasifica en cuatro divisiones principales: teología bíblica (o exegé-
tica), histórica, sistemática y práctica. Esta división cuádruple es la que

21
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 1

siguieron los primeros enciclopedistas: Neosselt, Thym, Staudlin, Sch-


midt y Planck. Rabiger y Hagenbach siguieron la estructura cuádruple
de Schaff,2 tal vez la clasificación más común en la actualidad. Los teó-
logos Miley, Pope, Strong, Brown y Clarke siguieron la división cuá-
druple. Sin embargo, otros teólogos prominentes prefirieron diferentes
clasificaciones. Schleiermacher ordenó su material en tres divisiones:
(1) filosófica; (2) histórica y (3) práctica —“la raíz, el tronco y la copa”.
Otro la dividió en cinco partes: (1) exegética; (2) histórica; (3) apologé-
tica; (4) sistemática; y (5) práctica. Cave, en su Introduction to Theology
(Introducción a la teología) arregló su material en seis divisiones prin-
cipales: (1) teología natural; (2) teología étnica; (3) teología bíblica; (4)
teología eclesiástica; (5) teología comparativa y (6) teología pastoral (o
práctica). Danz intentó hacer una división doble: (1) lo que pertenece a
la religión y (2) lo que pertenece a la iglesia. Con el nuevo ímpetu que
se dio a los estudios históricos a mediados y durante la última parte del
siglo XIX, se intentó poner a la teología histórica por encima de la teo-
logía bíblica o exegética, las que habían tenido prioridad inicialmente.
Kienlen y Pelt adaptaron una división triple: (1) teología histórica, que
incluía la exegética; (2) teología sistemática y (3) teología práctica. Hay
dos objeciones principales a tal clasificación: Primera, ya que la fuente
de la teología cristiana es mayormente la Biblia como verdad revelada,
debería iniciarse con un estudio completo y sistemático de los docu-
mentos en los que se registra esta revelación. En esto consiste la teología
exegética. La teología protestante, basada en forma tan enfática en la
Biblia como la Palabra de Dios, necesariamente tiene que establecer la
teología exegética como una división separada y distinta, asignando a la
Biblia una posición suficiente e ilimitada en el campo del pensamiento
teológico. De lo contrario, la teología no será bíblica y vital, sino filosó-
fica y estéril. Segunda, debemos tener en cuenta que existe una ley de
desarrollo que es característica en la Biblia: la ley de la revelación pro-
gresiva, y otra ley íntimamente aliada a ella, la que gobierna la sistema-
tización de las verdades reveladas. La teología exegética debe tomar en
cuenta esta progresión histórica; por tanto, los eventos registrados de la
historia sagrada se convierten en la base para interpretar toda la histo-
ria. El arreglo lógico de las verdades reveladas, y declaradas en la histo-
ria sagrada, constituye la teología bíblica. Este proceso nos da una clara
idea de la conexión que, principiando con la teología exegética, muestra
el progreso del desarrollo histórico hasta nuestros tiempos por medio

22
CONCEPTOS Y RELACIONES DE LA TEOLOGÍA

de la teología histórica, combina las verdades en un cuadro mental pic-


tórico y ordenado, como se ve en la teología sistemática, y a partir de
allí hace las deducciones necesarias que la teología práctica ofrece para
convertir la teoría en práctica. La teología cristiana, por consiguiente,
llega a ser un organismo de la verdad. Más adelante, al discutir las for-
mas de la teología, veremos la división cuádruple antes mencionada. El
“Apéndice A” al final del libro muestra la clasificación de todos los
temas.

TEOLOGÍA EXEGÉTICA
La teología exegética, llamada también teología bíblica, es el estudio
del contenido de las Escrituras, comprobado y clasificado de acuerdo
con las doctrinas. Entre los griegos, el término exegeta se refería a aquel
cuyo oficio era enseñar o interpretar los oráculos a los laicos, a fin de
que los comprendieran y aceptaran. La teología exegética abarca un
campo extenso de interpretación, tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento, y comúnmente se divide en dos áreas principales: (1)
introducción bíblica y (2) exégesis o interpretación bíblica.
1. Introducción bíblica. Esta área incluye todos los estudios preli-
minares que sirven como introducción al trabajo de exégesis. Antigua-
mente se empleaba el término isagoge para designar esta división, inclu-
yendo cuatro ramas: (a) la arqueología bíblica, o el estudio auxiliar de
usos y costumbres de los pueblos antiguos; (b) los cánones bíblicos, o la
discusión acerca del canon de la Biblia desde el punto de vista de los
judíos antiguos, los primeros cristianos, la iglesia romana y la iglesia
protestante; (c) la crítica bíblica, que incluye la crítica baja o textual —
cuyo objetivo es la interpretación correcta del texto— y la crítica alta
—que a menudo se confunde como crítica destructiva, y estudia la
paternidad literaria, la fecha y la autenticidad de los libros de la Biblia,
las circunstancias bajo las cuales se escribieron, su ocasión y propósi-
to—, y (d) la hermenéutica bíblica, o la ciencia de las leyes y los princi-
pios que constituyen la base para la interpretación correcta.
2. Exégesis bíblica. Bajo esta división se incluyen la interpretación,
la exposición y la aplicación de la Biblia. Dos elementos son esenciales:
(a) Conocimiento de la interpretación en la filología sagrada y afín, y
una comprensión apropiada de la arqueología oriental. La Biblia fue
escrita originalmente en hebreo, caldeo y griego helénico, y es esencial
conocer estos idiomas para realizar una exégesis válida. Luego están el

23
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 1

árabe, el asirio y el arameo de los tárgumes, relacionados de varias for-


mas con el idioma hebreo. La arqueología oriental es esencial porque
ayuda a conocer la vida social, religiosa y política de los pueblos rela-
cionados con los hebreos en diferentes períodos de su vida como na-
ción. (b) El método de exégesis es igualmente importante. En distintas
épocas de la historia de la iglesia han predominado métodos de inter-
pretación tales como el alegórico, el catenular, el dogmático, el pietista,
el racionalista y el espiritualista, los que describiremos brevemente en la
siguiente sección.
3. Historia de la exégesis. La historia de los estudios exegéticos de-
be verse de acuerdo con los diversos análisis o planes de interpretación.
Los más prominentes son: (a) la exégesis judía, cuya forma rabínica está
representada en los tárgumes, y su forma alejandrina, en los escritos de
los judíos helénicos, particularmente Filón de Alejandría. (b) La exége-
sis cristiana primitiva, que dio mucha importancia a citas del Antiguo y
del Nuevo Testamento. El método alegórico, prestado de Filón, se ha-
lla en los escritos del seudo Bernabé y otros. (c) La exégesis patrística,
que asumió tres formas principales: las interpretaciones literal y realista
de Tertuliano y Cipriano; la escuela histórico-gramatical representada
por Jerónimo y Crisóstomo; y el método alegórico que se usó casi en
todas las formas. (d) La exégesis medieval, representada por las compi-
laciones de quienes empleaban el método catenular, consiste en exposi-
ciones selectas de varios autores, como lo indica la palabra catena o
cadena. Juntamente con ésta se encuentran la exégesis mística y la exé-
gesis escolástica de muchos eruditos. (e) La exégesis de la Reforma, que
siguió al avivamiento del aprendizaje, se encuentra en tres formas pre-
dominantes: la de la escuela alemana o luterana, la de la escuela suiza o
reformada y la de la escuela holandesa o arminiana. El trabajo de exége-
sis realizado por eruditos ingleses y americanos es abundante y valioso,
pero no se ubica en ningún grupo distintivo.

TEOLOGÍA HISTÓRICA
La teología histórica a veces se expande para incluir todo el campo
de la historia eclesiástica, pero en el sentido más estricto se refiere sólo
al desarrollo histórico de la doctrina cristiana y a su influencia en la
vida de la iglesia. Incluye dos secciones: (1) bíblica, que se limita a las
porciones históricas de las Sagradas Escrituras; y (2) eclesiástica, que

24
CONCEPTOS Y RELACIONES DE LA TEOLOGÍA

estudia el desarrollo de la doctrina de la iglesia desde el tiempo de los


apóstoles hasta el presente.
1. Historia bíblica. Esta división incluye el estudio de las secciones
históricas del Antiguo y del Nuevo Testamento, y la historia contem-
poránea que ayuda a comprender los relatos bíblicos. En el sentido más
limitado del término, la historia bíblica trata principalmente de los
hechos y eventos relatados en la Biblia y que tienen que ver con el plan
divino de la redención humana. La dogmática bíblica, por otro lado,
comprende el estudio del contenido doctrinal de las Escrituras presen-
tado en el orden de su desarrollo histórico, puesto que siempre debe-
mos ver la Biblia como revelación en marcha y, por lo mismo, incom-
pleta hasta el cierre del canon. Para comprender el contenido de la
historia bíblica, el estudiante debe contar con una orientación apropia-
da a fin de ver el punto de vista de las personas a las cuales se dirigió la
Biblia, más que su significado para las de épocas recientes. Una vez que
se comprende esto, se da respuesta a muchas objeciones hechas contra
costumbres y prácticas de la gente de períodos de revelación antiguos y
menos perfectos. Cristo no vino a abrogar las enseñanzas del Antiguo
Testamento sino a cumplirlas; es decir, a elevarlas a las formas supre-
mas de experiencia y de vida. No puede haber antagonismo entre las
enseñanzas del Antiguo y del Nuevo Testamento, pero aquel debe con-
siderarse como primero, y éste, como perfecto y completo.3
2. Historia eclesiástica. El objeto de estudio aquí se denomina his-
toria de la iglesia cuando estudia los eventos externos en la lucha de la
iglesia con el mundo, el desarrollo de sus instituciones y sus logros espi-
rituales. Se le llama historia de las doctrinas cuando considera la formu-
lación de la fe cristiana en declaraciones doctrinales. En esta división
también se incluye el estudio de los escritos de los Padres, conocidos
como patrística; y el estudio de los credos o símbolos de la iglesia
generalmente tratados bajo el encabezamiento de simbolismo.

TEOLOGÍA SISTEMÁTICA
La teología sistemática organiza en orden lógico los materiales que
suministran la teología exegética y la histórica; y lo hace para promover
el estudio más completo y la aplicación práctica. Por tanto, se puede
definir como “la presentación científica y unificada de la doctrina cris-
tiana en su relación con la fe y la moral”.

25
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 1

William Adams Brown dice: “La teología sistemática se encuentra


en el centro del currículo teológico, entre las teologías exegética e histó-
rica, y las disciplinas prácticas. De las primeras recibe el material; a las
últimas les provee los principios. En este aspecto se asemeja al lugar de
la filosofía en el currículo universitario, que se halla entre las ciencias y
las artes. Podemos describirla como la filosofía de la vida cristiana”. Sin
embargo, la teología sistemática trata no sólo de la fe sino de la prácti-
ca. Insiste en el arrepentimiento al igual que en la fe. Por tanto, debe
incluir tanto la dogmática como la ética. Lange resume la relación que
existe entre la dogmática y la ética de la manera siguiente: “La dogmá-
tica representa la vida en sus relaciones trascendentes con Dios, la base
eterna de su ser; la ética representa la vida de acuerdo con su relación
inmanente con el mundo del hombre. La dogmática la considera en su
carácter específicamente eclesiástico; la ética, en su carácter humano
general. La dogmática describe el órgano; la ética indica las tareas que
aguardan su energía. La dogmática enseña cómo el hombre deriva su
vida cristiana de Dios; la ética enseña cómo el hombre ha de dar evi-
dencia de ello en el mundo de los hombres, usando métodos humanos
y ejerciendo el poder encarnado que denominamos virtud” (Lange,
Christian Dogmatics, 46-47). Al parecer, no existe consenso en cuanto a
las divisiones de la teología sistemática, pero para nuestro propósito
trataremos el material de estudio bajo la siguiente división triple: (1)
dogmática; (2) ética y (3) apologética.
1. Dogmática. La dogmática cristiana, según la definición de Mar-
tensen, es la rama de la teología que “trata de las doctrinas de la fe cris-
tiana sustentadas por una comunidad de creyentes, en otras palabras, la
iglesia”. Por tanto, es “la ciencia que presenta y prueba las doctrinas
cristianas que conforman un sistema unido” (Martensen, Christian
Dogmatics, 1). Strong señala la distinción que antes existía entre la
dogmática y la teología sistemática, insistiendo que teología dogmática,
en el uso estricto del término, es “la sistematización de las doctrinas
expresadas en los símbolos de la iglesia, junto con el fundamento de
éstas en la Biblia y la explicación racional, hasta donde sea posible, de
por qué son necesarias”. La teología sistemática, en cambio, no co-
mienza con los símbolos sino con la Biblia. Pregunta primero, no lo
que la iglesia ha creído, sino cuál es la verdad de la Palabra revelada de
Dios (Strong, Syst. Th., I:41). Pero, puesto que la dogmática cristiana
constituye el punto central de toda teología, ahora se le identifica con la

26
CONCEPTOS Y RELACIONES DE LA TEOLOGÍA

teología sistemática misma. Así se pensaba también en épocas pasadas,


ya que Agustín declaró “que el uso antiguo adoptado por la mayoría,
que considera la dogmática y la teología como sinónimos, es evidencia
de la gran importancia que se le ha atribuido siempre a ésta como la
primera de todas las divisiones de la teología” (Augusti, Syst. der Christ.
Dogmatik, 1). Sin embargo, el término todavía connota una relación
con los símbolos o los escritos dogmáticos de la iglesia, en los que se
reflejan los dogmas de una escuela o denominación. Lange dice: “En
un sentido específico es la teología de la iglesia”, porque la dogmática
tiene que estar directamente relacionada con la iglesia a la cual debe su
existencia. En este sentido, entonces, es apropiado hablar de la dogmá-
tica del catolicismo romano o la del protestantismo, la luterana, la re-
formada o la arminiana.4 La dogmática cristiana debe verse, no como
filosofía de la religión ni como historia de la doctrina, sino como una
ciencia que incluye tanto elementos históricos como filosóficos. Es la
ciencia que dirige nuestra atención hacia el material que obtienen la
exégesis y la historia en forma organizada y sistemática, y que represen-
ta la totalidad de la verdad de la fe cristiana en conexión orgánica con
los hechos de la consciencia religiosa. Por consiguiente, demanda capa-
citación preparatoria en exégesis, historia y filosofía (Crooks y Hurst,
Th. Encycl. and Meth., 399).
2. Ética. La segunda rama principal de la teología sistemática es la
ética cristiana, conocida anteriormente como filosofía moral. El tér-
mino ética procede de ¾¿ÇË o ¼¿ÇË y tiene que ver con la casa, el asiento,
la postura, el hábito o el carácter interno del alma. La moral, por otro
lado, procede de la raíz mos, que significa costumbre, y se refiere de
modo más específico a la manifestación externa que al carácter interno.
El término ética, por tanto, ha remplazado al de filosofía moral al apli-
carse a la vida cristiana. La ética cristiana puede definirse propiamente
como la ciencia de la vida cristiana. En el esquema evangélico, la dog-
mática y la ética están muy relacionadas. Podría decirse que la ética es
la corona de la dogmática,5 porque las múltiples verdades de la revela-
ción encuentran su más alta expresión en la restauración del hombre a
la imagen divina. La ética cristiana difiere de la ética filosófica al menos
en tres factores fundamentales. (1) La ética filosófica dirige al ser hu-
mano hacia la moralidad en forma general e impersonal, mientras que
la ética cristiana es personal, representando la vida divina-humana en la
persona de Cristo como el ideal de la moralidad, por lo que se requiere

27
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 1

que cada individuo llegue a ser como Cristo. (2) La ética filosófica par-
te de la autodeterminación moral del hombre, mientras que la ética
cristiana considera al Espíritu Santo como el poder determinante me-
diante el cual se escribe la ley de Dios en el corazón del hombre. (3) La
ética filosófica trata de las relaciones del hombre con el mundo, en tan-
to que la ética cristiana tiene que ver principalmente con las relaciones
que él sostiene con el reino de Dios. Por tanto, no debemos considerar
la ética cristiana como un catálogo de deberes y virtudes impuestos a la
persona en forma externa; el elemento positivo no consiste en la letra
autoritativa de la ley, sino en una forma de vida que se introduce en las
condiciones humanas y que se hace realidad en Cristo. Esta nueva vida
es por medio del Espíritu, continúa en la comunidad de creyentes y,
por tanto, determina sus estándares éticos.
3. Apologética. La tarea de la apologética cristiana consiste en de-
mostrar la verdad de la religión cristiana ante el tribunal de la razón
humana. Además, debe probar que la religión cristiana es la única ma-
nifestación perfecta y verdadera de Dios al hombre en la persona de
Jesucristo. Aunque a veces se le considera como una rama separada de
la teología, el tema de la apologética se trata frecuentemente en cone-
xión con la dogmática. En estrecha relación con la apologética se hallan
dos ramas similares de la teología: (1) la polémica o el estudio de las
diferencias doctrinales y (2) el irenismo o el estudio de las armonías
doctrinales para promover la unidad cristiana. En su obra Polemik,
Sack distingue estos términos de la manera siguiente: “La dogmática es
la doctrina cristiana adaptada para pensadores cristianos, esperando
cordialidad de su parte; la apologética es la doctrina cristiana en una
forma adaptada para pensadores no cristianos, suponiendo hostilidad
de su parte; y la polémica adapta la doctrina al estado de los pensadores
cristianos herejes, basándose en la suposición de que están insatisfechos”.

TEOLOGÍA PRÁCTICA
La teología práctica se ocupa de la aplicación de las verdades descu-
biertas en las ramas del estudio teológico antes mencionadas, y de sus
valores prácticos en la renovación y santificación de los hombres. Vinet
la define como “un arte que presupone ciencia, o como una ciencia que
se transforma en arte. Es el arte de aplicar en el ministerio, de manera
útil, el conocimiento adquirido en las otras tres divisiones de la teología
que son puramente científicas”. Ebrard sostiene que la teología práctica,

28
CONCEPTOS Y RELACIONES DE LA TEOLOGÍA

“al examinarla a fondo, no es conocimiento sino capacidad; no es cien-


cia sino un arte, en el que el conocimiento teológico adquirido llega a
ser algo práctico”. Incluye las actividades y funciones eclesiásticas, reali-
zadas ya sea por la iglesia en conjunto, o por miembros individuales
que actúan en capacidad representativa. La organización de los temas
clasificados en esta división varía grandemente, pero por lo general se
incluyen los siguientes: (1) homilética, que trata de la composición y
predicación de sermones; (2) teología pastoral, que se ocupa de las cua-
lidades del ministro que está a cargo de una iglesia o misión; (3) cate-
quesis, que tiene que ver con la instrucción de los jóvenes, ya sea en
edad o en experiencia cristiana, preparándolos para la membresía de la
iglesia; (4) liturgia, que trata de la dirección de los cultos regulares o
especiales de la iglesia; (5) evangelismo, término que se aplica a las mi-
siones nacionales y en el extranjero, y a las formas de trabajo local o
general que tienen que ver con la diseminación directa del evangelio y
la salvación de las personas; y (6) eclesiología, conocida más común-
mente como cánones o gobierno eclesiástico, que estudia las varias
formas de organización de la iglesia, incluyendo la ley canónica.
Conocer las diversas divisiones de la teología es de suma importan-
cia, especialmente para aquellos a quienes Dios ha llamado al ministe-
rio. La teología exegética suministra las fuentes autorizadas; la teología
histórica proporciona perspectiva y equilibrio; la teología sistemática
aporta las normas doctrinales de la iglesia; y la teología práctica procura
llevar a efecto el conocimiento obtenido en las divisiones anteriores. Sin
esta amplia gama de la ciencia teológica no podemos tener verdadera
perspectiva, conocimiento equilibrado ni normas autorizadas, y, por lo
mismo, nuestro ministerio no será tan efectivo como debería ser.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. La creación en su totalidad revela al Verbo. En la naturaleza Dios muestra su poder; en la
encarnación, su gracia y verdad. La Biblia da testimonio al respecto pero no es la Palabra
esencial. En verdad comprendemos la Biblia y la hacemos nuestra cuando en ella, y por
medio de ella, vemos al Cristo vivo y presente. La Biblia no compromete a los hombres
consigo misma sino que los dirige a Cristo, de quien testifica. Cristo es la autoridad. En
las Escrituras Él nos guía a sí mismo y demanda que pongamos nuestra fe en Él. Esta fe,
una vez iniciada, nos lleva a apropiarnos de la Biblia de una nueva forma, pero también a
evaluarla de una nueva manera. En la Biblia vemos a Cristo más y más, pero la juzgamos
también más de acuerdo con el estándar que hallamos en Él (Dorner, Hist. Prot. Theology,
1:231-264).
2. La organización de temas en la división cuádruple que sigue la mayoría es la que propuso
Schaff en su Propedéutica teológica: (1) Teología exegética, que incluye: (a) filología bíblica;

29
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 1

(b) arqueología bíblica; (c) exégesis bíblica o introducción histórica crítica, que incluye la
crítica baja o textual, y la crítica alta o histórica; (d) hermenéutica bíblica. (2) Teología his-
tórica, que incluye historia bíblica y eclesiástica en el sentido más amplio. (3) Teología sis-
temática, que incluye: (a) apologética; (b) teología bíblica; (c) teología dogmática; (d) sim-
bolismo, polémica e irenismo; (e) ética, geografía y estadísticas eclesiásticas. (4) Teología
práctica, que incluye: (a) teoría del ministerio cristiano; (b) ley de la iglesia y gobierno de
la iglesia; (c) liturgia; (d) homilética; (e) catequesis; (f) teología pastoral; (g) evangelismo.
Crooks y Hurst, en su Theological Encyclopedia and Methodology (Enciclopedia y meto-
dología teológica), presentan el siguiente orden: (1) Teología exegética, que incluye arqueo-
logía, filología, exégesis, cánones, crítica bíblica, hermenéutica e interpretación. (2) Teolo-
gía histórica, que incluye historia del dogma, historia de la iglesia, patrística, simbolismo y
estadísticas. (3) Teología sistemática, que incluye doctrina, dogmática, apologética, polémi-
ca, irenismo, teología (en el sentido más limitado del término), antropología, cristología,
soteriología, escatología y ética. (4) Teología práctica, que incluye catequesis, liturgia,
homilética y teología pastoral.
La organización de la división cuádruple que vimos anteriormente también se puede
explicar de la siguiente manera: “Vale afirmar que todo conocimiento se basa en la obser-
vación personal (física o mental) o en la información y tradición; por tanto, es teórico (fi-
losófico) o histórico. El conocimiento histórico, sin embargo, se obtiene mediante investi-
gación, para lo cual es necesario conocer los idiomas y la crítica filológica; el conocimiento
teórico, por otro lado, conduce a su aplicación práctica. De la misma manera, en su carác-
ter positivo, el cristianismo es tanto historia como doctrina. No obstante, su historia se
basa en la Biblia, la cual, en primer lugar, debe ser examinada exegéticamente; y su doc-
trina no es mero conocimiento sino algo que se pone en práctica. La verdad de la revela-
ción ha de aplicarse en la iglesia y en sus diversas áreas de actividad, de lo cual se ocupa la
teología práctica. Las dos áreas de aprendizaje se encuentran, pues, entre dos campos de
arte aplicado: el exegético inicialmente y el práctico al final” (Crooks y Hurst, Th. Encycl.
and Meth., 139).
3. La teología bíblica es producto del protestantismo y sólo puede prosperar en el terreno
libre y fértil del mismo. La historia de su origen y desarrollo, hasta llegar a ser una rama
distintiva y reconocida de la ciencia teológica, es un capítulo muy interesante en la histo-
ria interna de la iglesia moderna. Pero, aun cuando la libertad y la actividad protestante le
han dado al mundo ésta y muchas otras fases del estudio bíblico y teológico, conviene a
los protestantes tener en cuenta vívidamente que la libertad no es licencia. ... Sería triste
para la iglesia, y por consiguiente para el mundo, que el protestantismo, en su creciente li-
bertad y anhelo de revelar la verdad, se desligara de todos los acontecimientos históricos
importantes, y que la palabra tradicional llegara a ser sólo una palabra de censura, sin mos-
trar respeto por las canas del pasado que una vez fue poderoso. El camino intermedio es el
más seguro, y el estudio bíblico protestante —ya sea en su sentido más limitado o en el
más inclusivo— debe continuar en él para lograr los mejores resultados para la iglesia y el
mundo.
4. Al parecer, la Reforma surgió principalmente por causas morales, y no en forma directa
por razones doctrinales. Pero, pronto hubo un cambio y se dio más importancia a la defi-
nición de puntos doctrinales. Se podría decir que la atención, con toda propiedad, se en-
focó en especial a establecer la verdad concerniente a la fe, puesto que las obras son resul-
tado de la fe. El problema fue que casi no se comprendía la fe desde el aspecto dinámico
sino del teórico, confundiéndose el conocimiento de la fe con tendencias en cuanto a las
creencias, y la comprensión de la fe, con su poder. Así, la ética cristiana por mucho tiem-
po no recibió un trato justo. Por tanto, no es extraño que Calixtus aceptara la idea de

30
CONCEPTOS Y RELACIONES DE LA TEOLOGÍA

separar la ética de la dogmática, asignándola a otra área. El teólogo reformado Danaeus lo


intentó aun antes que Calixtus (Crooks y Hurst, Th. Encycl. and Meth., 396-397).
5. La dogmática no es sólo una ciencia de fe sino conocimiento basado en la fe y tomado de
ella. No es meramente la declaración histórica de lo que otros han creído o creen ahora,
aunque no lo crea el autor; tampoco es el conocimiento filosófico de la verdad cristiana,
obtenida desde una perspectiva ajena a la fe y a la iglesia. Porque, incluso suponiendo que
sea posible conocer científicamente la verdad cristiana sin poseer la fe cristiana —lo cual
no aceptamos de ninguna manera—, no podríamos llamar dogmática a esa actividad filo-
sófica acerca del cristianismo, aunque sus conclusiones sean favorables para la iglesia. La
teología se halla dentro de los límites del cristianismo; y para considerar a un teólogo
dogmático como vocero de su ciencia, debe ser también vocero de su iglesia, lo que no su-
cede con el filósofo nato, cuyo único objetivo es promover la causa de la ciencia pura
(Martensen, Chr. Dogm., 1-2).

31
CAPÍTULO 2

LAS FUENTES
DE LA TEOLOGÍA
La pregunta respecto a las fuentes de la teología es un tema que el
teólogo enfrenta en el umbral mismo de su ciencia. Por tanto, antes de
entrar al templo de la verdad para investigar su riqueza y magnificencia
interiores, será útil considerar debidamente este tema. Aquí hallamos
puntos de vista muy diferentes —católico romano, evangélico protes-
tante, místico y racionalista— y cada uno demanda cierta atención.
Además, con frecuencia se considera a la razón y a la revelación como
fuentes de la teología. Para nuestro propósito, no obstante, empleare-
mos la clasificación que las organiza en dos divisiones principales:
fuentes autoritativas y fuentes secundarias.

LAS FUENTES AUTORITATIVAS


La teología cristiana, como la ciencia de la única religión verdadera y
perfecta, se basa en los archivos documentarios de la revelación de Dios
mismo en Jesucristo. La Biblia, pues, es la regla divina de fe y práctica y
la única fuente autoritativa de la teología. Pero, debemos explicar esta
declaración. En el sentido más estricto y profundo, Jesucristo, como la
Palabra o el Verbo personal y eterno, es la única revelación verdadera y
adecuada del Padre. “A Dios nadie lo ha visto jamás; el unigénito Hijo,
que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer” (Juan 1:18). Su
testimonio es la palabra última en lo que concierne a la revelación obje-
tiva y ese testimonio se perfecciona en la Biblia. “El Oráculo y los

33
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 2

oráculos son uno”. Así, la Biblia constituye la declaración perfecta y la


revelación completa de la voluntad de Dios en Cristo Jesús.
Por tanto, en general se puede decir que la fuente del conocimiento
divino, como se muestra en la teología cristiana, es una unidad, pero
ésta existe en forma doble, incluyendo aspectos objetivos y subjetivos.
Objetivamente, es la revelación de Dios mismo en Cristo como se re-
gistra y se presenta en la Biblia. Martensen dice: “Como la obra arque-
típica del Espíritu de inspiración, la Biblia incluye en sí misma un
mundo de gérmenes para un desarrollo continuo. Mientras que todo
sistema dogmático envejece, la Biblia permanece eternamente joven”
(Martensen, Chr. Dogm., 52). Subjetivamente, la misma verdad revela-
da vive en la consciencia cristiana de la iglesia que nace y se nutre por la
fe en Jesucristo. Este principio doble, mediante procesos similares pero
con resultados divergentes, dio lugar a la formación de las dos grandes
ramas de la iglesia: la católica romana y la evangélica protestante.1
La Iglesia Católica Romana, antes del Concilio Vaticano de 1870,
sostenía que había dos fuentes válidas y autoritativas para el conocimien-
to teológico: la Biblia y la tradición. Aquí la tradición se define como la
opinión religiosa en asuntos de fe y práctica que, según creía la iglesia, el
Espíritu Santo había trasmitido desde los tiempos apostólicos a las si-
guientes generaciones. Por tanto, la tradición representa la cristalización
del elemento subjetivo en la consciencia cristiana. Al carecer del princi-
pio profundo de la unidad, la relación de la Biblia y la tradición pronto
causó preocupación. Debido a la autoridad creciente de la sede romana,
sus dogmas y costumbres llegaron a ser el criterio para interpretar la Bi-
blia. Esta opinión eclesiástica se convirtió en la posición oficial de la igle-
sia de Roma en el Concilio Vaticano de julio de 1870, cuando éste adop-
tó la teoría transmontana o italiana conocida como infalibilidad papal.
Éste fue, en efecto, un triunfo de la tradición sobre la suprema autoridad
objetiva de la Biblia. Además, debido al decreto del Vaticano, cambió el
principio que originalmente sostenían la iglesia oriental y la occidental en
cuanto a las dos fuentes del conocimiento teológico. Ni la Palabra escrita
ni la tradición eclesiástica era ya la fuente autoritativa. Ambas ocuparon
una posición subordinada, unidas bajo la autoridad suprema de la iglesia.
El papa, al hablar ex cátedra, actúa como el portavoz de la iglesia y, por
tanto, como fuente y árbitro del conocimiento religioso. La iglesia queda
ubicada así en una relación anormal con Jesucristo, su Cabeza divina, y
los decretos e interpretaciones de la iglesia invalidan la autoridad directa

34
LAS FUENTES DE LA TEOLOGÍA

e inmediata de la Biblia. Cualquiera que sea el honor que le otorgue a


ésta, para el catolicismo romano ya no constituye la única fuente autori-
tativa de la dogmática cristiana.
En la iglesia evangélica protestante sucedió un proceso similar aun-
que con resultados opuestos. Quizá su desarrollo en el protestantismo
no haya sido tan visible como en la iglesia de Roma, debido a las mu-
chas y variadas denominaciones que abarca ese término general. Sin
embargo, tuvo efectos dañinos al conducir hacia un concepto distor-
sionado de la naturaleza de la Biblia, su lugar en la iglesia y su relación
correcta con Cristo, la Palabra viva. Especialmente durante el siglo XVI
y parte del XVII, la fuente dual de la teología para la iglesia evangélica
protestante no fueron la Biblia y la tradición, sino la Biblia y la ilumi-
nación espiritual de la iglesia, conocida técnicamente como testimonium
Spiritus Sancti (testimonio del Espíritu Santo). Estos dos principios,
cuando se interpretan en forma correcta, se hallan profundamente uni-
dos en el Cristo glorificado que envió al Espíritu Santo a la iglesia. El
Espíritu, entonces, llega a ser la fuente de inspiración de la Biblia y la
Presencia iluminadora, regeneradora y santificadora, mediante la cual los
creyentes reciben la capacidad para percibir y comprender la verdad pre-
sentada en la Palabra escrita. Este concepto evangélico corresponde al
principio doble de la Reforma expresado en la fórmula “sola Escritura y
sola fe”.
A medida que fue debilitándose el principio unificador, las fuentes
duales tendieron a separarse como ocurrió en el caso de la Biblia y la
tradición. Pero, hubo una diferencia importante. En el catolicismo
romano, el principio material de la tradición remplazó al principio
formal de la Biblia; mientras que en el protestantismo, el principio
formal de la Biblia remplazó al principio material de la consciencia
espiritual. En la comunión romana, la iglesia se constituyó en la autori-
dad suprema y vio necesario establecer la sucesión apostólica; mientras
que en la comunión evangélica, se confirió autoridad suprema a las
Escrituras, las que, habiendo sido dadas a la iglesia por los apóstoles y
profetas, vinieron a ser la única sucesión verdadera y lógica. Además,
debido al excesivo énfasis en el principio material, Roma colocó a la
iglesia en una falsa posición sacramental respecto a su Cabeza viviente,
convirtiéndose en una religión con sacerdocio; así también, por el exce-
sivo énfasis en el principio formal, el protestantismo ubicó a la Biblia
en una relación distorsionada respecto a Cristo, la Palabra personal. Por

35
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 2

tanto, la distinción que Pablo delineó con tanta precisión —entre la


letra que mata y el Espíritu que da vida— perdió significación en la
consciencia cristiana. Se llegó a considerar la revelación y la Palabra
escrita como idénticas. La adherencia intelectual a ciertas doctrinas se
aceptó como el estándar de la ortodoxia. No se recalcó lo suficiente el
concepto de que la iglesia era básicamente un compañerismo espiritual.
El legalismo remplazó a la espiritualidad. Además, el “testimonio del
Espíritu Santo” que se interpretaba como una experiencia espiritual,
poco a poco significó sólo la razón humana. Así surgió un conflicto
entre la razón y la revelación, dando origen al movimiento racionalista
del siglo XIX. Como reacción al énfasis injustificado en la razón, apare-
cieron varias formas de misticismo que no atribuían ninguna autoridad
a la tradición ni a la razón.
Sólo existe un camino seguro al considerar las fuentes autoritativas
de la teología: La Biblia debe ser nuestra única regla de fe y práctica.
No podemos imponer como artículo de fe lo que no se encuentre en
ella o lo que no se pueda probar por medio de ella. La Biblia que tene-
mos ahora es una condensación de las enseñanzas de Cristo, reunidas y
extendidas a su significado pleno por medio de la inspiración del Espí-
ritu Santo. Por tanto, ninguna fuente futura puede ser superior a la
fuente de toda verdad: el manantial abierto en Cristo mismo. Para no-
sotros, pues, “la Biblia significa toda la revelación y toda la revelación
significa la Biblia”.

LAS FUENTES SECUNDARIAS


Aunque el protestantismo reconoce que la Biblia, bajo Cristo, es la
autoridad principal y última de la iglesia, acepta que existen fuentes
secundarias y cercanas de gran valor para determinar la dogmática cris-
tiana. Entre las fuentes secundarias y subsidiarias se pueden mencionar:
(1) la experiencia, considerada como la fuente vital de la teología por-
que ofrece las condiciones para comprender correctamente sus verda-
des; (2) los artículos de fe o confesiones, que constituyen la cristaliza-
ción de las creencias de períodos o grupos en particular, llamados
generalmente la fuente tradicional; (3) la filosofía, que es la fuente for-
mal de la teología o la que le da forma; y (4) la naturaleza, como fuente
fundamental y condicionante.
1. La experiencia. Debemos aclarar que al usar este término, no nos
referimos simplemente a la experiencia humana del no regenerado sino

36
LAS FUENTES DE LA TEOLOGÍA

a la experiencia cristiana, en el sentido de la impartición de vida espiri-


tual mediante la verdad que el Espíritu Santo entrega con poder. Antes
señalamos en qué sentido la Palabra escrita es una fuente verdadera de
conocimiento teológico, y la posición subordinada que debe mantener
respecto a Cristo, la Palabra personal y eterna. Ahora nos resta mostrar
que el principio formal de la Palabra puede, mediante la Palabra perso-
nal, coincidir con el principio material de la fe de manera que viene a
ser la palabra firmemente inculcada que puede salvar el alma. La verdad,
en su naturaleza fundamental, es personal. Nuestro Señor lo declaró
cuando dijo: “Yo soy la verdad”. Él llama a la puerta del corazón de las
personas, no como una proposición que ha de ser comprendida, sino
como una Persona a quien debemos recibir y amar. A quienes lo reci-
ben, Él les da el derecho de ser hijos de Dios. Considerando que todo
conocimiento personal debe nacer de la afinidad ética, o de la semejan-
za en carácter entre el conocedor y el conocido, entonces conocer a
Dios implica una relación filial entre el Hijo encarnado y el alma de las
personas, una relación originada y fortalecida por el Espíritu Santo.
Esta relación filial es conocimiento espiritual, puesto que es un desper-
tamiento a tener consciencia de la comunión con Dios en Cristo.
Además, según el Nuevo Testamento, el conocimiento espiritual de lo
divino sólo es posible mediante el contacto personal con Dios a través
del Espíritu Santo.
Nuestro Señor recalcó esta gran verdad cuando dijo: “El que quiera
hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios o si yo
hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:17). Cristo afirma aquí que no
conocemos a Dios mediante investigación científica o especulación
filosófica, sino por medio de una correcta relación ética y espiritual. El
conocimiento personal no se logra mediante procesos lógicos sino a
través del contacto espiritual. Además, nuestro Señor indica que el fac-
tor esencial para el conocimiento personal es la voluntad obediente, y
que el creciente vínculo de la afinidad hace posible una comunión más
íntima y el enriquecimiento del conocimiento personal. Este conoci-
miento ético que surge de la obediencia de la fe es —así lo afirma-
mos— un conocimiento rudimentario de Dios pero verdadero, y por
tanto, una fuente secundaria de la teología cristiana. Al igual que Ger-
hart, creemos que en base a ella se pueden formular intelectualmente
conceptos válidos de Dios y desarrollar el conocimiento sistemático.

37
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 2

Entonces el ser integral, la persona en todas sus funciones, logra poseer


la verdad divina (Gerhart, Institutes, 30).
2. Confesiones y credos. La palabra latina credo, que significa creo,
denota una confesión de fe o artículos de fe. Las confesiones pueden ser
individuales o colectivas. Como formulaciones colectivas de una fe
común, constituyen testimonios públicos de cómo la iglesia comprende
y enseña las doctrinas bíblicas. A la iglesia no se le imponen los credos
desde afuera sino que surgen de ella. Por lo general comienzan como
convicciones individuales y gradualmente son reconocidas en forma
oficial. Siendo resultado de la experiencia, las confesiones representan
la experiencia colectiva o corporativa, corregida y probada por un gru-
po más amplio de creyentes. Aunque no son autoritativas como las
normas doctrinales, son resultado de la vida religiosa que se inició gra-
cias a Jesucristo por medio del Espíritu; por tanto, se les debe conside-
rar en un sentido secundario como verdaderas fuentes de la teología.
Son conclusiones a las que la iglesia ha llegado al interpretar la Palabra
de Dios y al defenderla contra errores. “Esto se debe a que los grandes
credos de la iglesia representan convicciones —dice William Adams
Brown— y por ello merecen un lugar entre las fuentes de la teología”.
Además, al formular los credos, todo desequilibrio entre el principio
formal y el material llega a ser evidente. Cuando domina el principio
formal y se deja de lado la experiencia cristiana, el credo ya no es una
confesión genuina, convirtiéndose en símbolo o regla de fe. Esta des-
viación, de la experiencia espiritual vital hacia la declaración formal,
siempre ocurre a pasos lentos e imperceptibles; en la transición, el credo
pierde mucho de la libertad y espontaneidad previas, volviéndose cada
vez más elaborado.
De acuerdo con Henry B. Smith, los credos y las confesiones tienen
cuatro objetivos: (1) dar testimonio vivo de la verdad; (2) testificar con-
tra lo erróneo; (3) proveer un vínculo de unión entre las personas de la
misma fe; y (4) proporcionar el medio para continuar la sucesión de
aquellos que están unidos por sus creencias, e instruirlos a ellos y a sus
hijos. La relación de los credos con la Biblia consiste en que los prime-
ros están diseñados para expresar la verdad bíblica en relación con los
errores, las necesidades y las preguntas de los tiempos.
Los tres credos ecuménicos han preservado para nosotros la esencia
de la fe de la iglesia unida. Estos son: (a) el Credo de los Apóstoles, (b)
el Credo Niceno, y (c) el Credo Atanasiano.

38
LAS FUENTES DE LA TEOLOGÍA

a. El Credo de los Apóstoles.2 Desde el punto de vista del orden siste-


mático, el Credo de los Apóstoles es una expansión de la fórmula bau-
tismal, presentando tres divisiones que corresponden a los nombres del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Sin embargo, debemos considerar-
lo como un sumario de hechos en vez de una interpretación teológica.
A este credo, aunque no fue escrito por los apóstoles, se le dio su nom-
bre porque representa un resumen de las enseñanzas de ellos. Al pare-
cer, en la iglesia primitiva las personas debían confesar ciertas creencias
para que se les aceptara en la comunidad de creyentes. La iglesia había
recibido de los apóstoles la orden de retener “la forma de las sanas pala-
bras” y guardar el “depósito” (2 Timoteo 1:13-14). Existían dos tipos
de fórmulas: (1) la kerygma, que era un relato condensado de la vida de
Cristo, y (2) la forma trinitaria, que se halla resumida y combinada en
el credo actual. En su forma final, el Credo de los Apóstoles es el credo
bautismal de la iglesia occidental. Se fecha entre los años 100—150
d.C., prácticamente en la misma forma en que se conoce ahora. Ireneo
y Tertuliano afirmaron que siempre se había mantenido igual (Schaff,
Creeds, II:52ss.). Se sabe con certeza que desde el año 390 d.C. existía
sustancialmente en la forma actual, como lo muestra el comentario de
Rufino. Se hicieron algunas adiciones y Pirminio de Germania nos dio
el textus receptus alrededor del siglo VIII. Desde entonces la iglesia lo ha
conservado por más de mil años, con excepción de un cambio para
sustituir ad inferos por ad inferna. Bien se ha dicho que todos los cre-
yentes deberían atesorar este credo en su corazón y mente y repetirlo
con frecuencia. El credo dice así:
Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la
tierra.
Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebi-
do del Espíritu Santo, nació de la virgen María, padeció bajo el
poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado; des-
cendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos;
subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre todopo-
deroso. Y desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la santa iglesia universal, la comu-
nión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección del
cuerpo y la vida perdurable. Amén.

39
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 2

b. El Credo Niceno. Hay una historia interesante en relación con este


credo, adoptado en el primer concilio ecuménico que se realizó en Ni-
cea de Bitinia en el verano de 325 d.C. El concilio fue convocado por
el emperador Constantino, quien no era todavía cristiano bautizado,
pero esperaba con esa medida restaurar la paz en la iglesia que había
sido perturbada por la controversia arriana. Al concilio acudió gran
número de obispos de Egipto y Asia Menor, y algunos de las provincias
más allá del Bósforo. También otros países estuvieron representados y
hubo algunos obispos misioneros que trabajaban fuera del imperio ro-
mano. Las listas existentes indican sólo cerca de 220 nombres, pero el
historiador Eusebio, quien estuvo presente, habla de más de 250 asis-
tentes. Constantino y Atanasio declararon que hubo más de 300. Di-
ckie afirma que la base para creer que hubo 300 era simbólica, no his-
tórica. Puesto que el símbolo griego para 318 es TIH, este número —
que fue el número de criados de la casa de Abraham que luchó contra
los reyes (Génesis 14)— se consideró desde la Epístola de Bernabé co-
mo el ideal para defender la verdad contra las enseñanzas erróneas, ya
que la T representa la cruz e IH son las primeras dos letras de IHSOUS
(Jesús). Sin embargo, en el tiempo del Concilio de Nicea aparentemen-
te los participantes no tenían idea de lo importante que sería en la his-
toria futura del cristianismo (Dickie, Organism of Christian Truth,
208). Incluso en los tiempos de Atanasio se creía que habían sido 318
los presentes en el concilio, por lo que se le llamó “el concilio de los
318 santos padres”. El texto del credo original difiere en algunos pun-
tos de la versión que se ha usado universalmente en la iglesia,3 la cual
incluimos a continuación:
Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y
de la tierra, y de todo lo visible e invisible.
Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, en-
gendrado del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de
luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado y no creado;
de la misma naturaleza del Padre, por quien todas las cosas fueron
hechas; quien por nosotros los humanos y por nuestra salvación
descendió del cielo y fue encarnado en la virgen María por el Espí-
ritu Santo, fue hecho hombre; y fue crucificado también por noso-
tros bajo el poder de Poncio Pilato. Padeció y fue sepultado, y re-
sucitó al tercer día de acuerdo con las Escrituras; ascendió a los

40
LAS FUENTES DE LA TEOLOGÍA

cielos; está sentado a la diestra del Padre; y vendrá otra vez en


gloria a juzgar a los vivos y a los muertos: su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo, el Señor y dador de la vida, que pro-
cede del Padre y del Hijo; que es adorado y glorificado juntamente
con el Padre y el Hijo; que habló por medio de los profetas. Y creo
en una iglesia católica y apostólica; reconozco un bautismo para la
remisión de los pecados; y espero la resurrección de los muertos y
la vida del mundo venidero. Amén.
Debemos notar que este credo es sencillamente una expansión de la
división triple del Credo de los Apóstoles, que a su vez es una expan-
sión de la fórmula bautismal. El concepto trinitario parece haber sido
uno de los principios más antiguos de sistematización. El credo mismo
fue producto de un proceso y pasó por varias revisiones. En su forma
más antigua, tal como la adoptó el Concilio de Nicea en 325 d.C., se
dirigió contra el arrianismo y otras enseñanzas erróneas. Se halló con la
confesión de Eusebio, en una carta de éste a su diócesis de Cesarea, y el
párrafo final contenía el anatema. En el Concilio de Constantinopla, en
381 d.C., se revisó el credo, se hicieron algunos cambios y adiciones y
se omitió el anatema. Se añadió un párrafo —sustancialmente como el
que se usa ahora— para combatir el error respecto al Espíritu Santo
que promovían Macedonio y sus seguidores, quienes negaban la deidad
esencial del Espíritu. El Credo Niceno-Constantinopolitano es esen-
cialmente el mismo que el actual, con la excepción de que incluía la
palabra “santa” antes de “iglesia católica y apostólica”, y omitía las pa-
labras “y del Hijo” (filioque) en relación con la procedencia del Espíri-
tu. La característica singular del credo es la inserción del término filio-
que, que indica la creencia en que el Espíritu procede del Hijo y del
Padre, pero esto se tratará con más amplitud en la sección de cristolo-
gía.
c. El Credo Atanasiano. El Credo de Atanasio es un documento en
latín de fecha incierta. Frecuentemente se le atribuye a Vicente de Le-
rins en el siglo V; otros lo atribuyen a Hilario, obispo de Arlés (449
d.C.) o a Vigilio, obispo de Tapsus en África; aunque Gieseler piensa
que se originó en España en el siglo VII. Es una extensión mayor del
Credo de los Apóstoles, incluyendo enseñanzas mucho más explícitas
respecto a la Trinidad y la encarnación que los credos previos. Sum-
mers lo describe como “muy sutil, metafísico y minucioso”. Ningún

41
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 2

concilio general lo adoptó, pero fue aceptado en el siglo VII como uno
de los símbolos ecuménicos. Los luteranos colocaron el Credo de los
Apóstoles, el Credo Niceno y el Credo Atanasiano en el Liber Concor-
diae; mientras que el octavo artículo de los Treinta y Nueve Artículos
anglicanos declara que “los tres credos —el Credo Niceno, el Credo
Atanasiano y el comúnmente llamado Credo de los Apóstoles— debían
ser recibidos y creídos, porque se pueden verificar por medio de las
pruebas más veraces de la Santa Biblia”. Al comparar la excelencia de
los tres credos, por lo general se reconoce que el Credo de los Apóstoles
supera en antigüedad tradicional al de Nicea en cuanto a la situación
dogmática formal, y al de Atanasio en cuanto a la abundancia de decla-
raciones explícitas. El credo es demasiado extenso para el uso común y
la Iglesia Episcopal Protestante de Estados Unidos lo omitió en su li-
turgia. El siguiente texto procede de la revisión del credo que se insertó
en la liturgia anglicana.

QUICUNQUE VULT
1. Todo el que quiera salvarse, debe ante todo mantener la fe católica.
2. El que no guarde esa fe íntegra y pura, sin duda perecerá
eternamente.
3. Y la fe católica es esta: que adoramos a un solo Dios en Trinidad, y
Trinidad en unidad.
4. Sin confundir a las Personas, ni dividir la sustancia.
5. Porque es una la Persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del
Espíritu Santo.
6. Mas la Divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es toda
una, igual la gloria, coeterna la majestad.
7. Así como es el Padre, así el Hijo y así el Espíritu Santo.
8. Increado es el Padre, increado es el Hijo e increado el Espíritu
Santo.
9. Incomprensible es el Padre, incomprensible es el Hijo, e
incomprensible es el Espíritu Santo.
10. Eterno es el Padre, eterno es el Hijo y eterno es el Espíritu Santo.
11. Y, sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno.
12. Tampoco son tres incomprensibles ni tres increados, sino un solo
increado y un solo incomprensible.

42
LAS FUENTES DE LA TEOLOGÍA

13. Asimismo, omnipotente es el Padre, omnipotente el Hijo y


omnipotente el Espíritu Santo.
14. Y, sin embargo, no son tres omnipotentes, sino un solo
omnipotente.
15. Así, el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios.
16. Y, sin embargo, no son tres Dioses, sino un solo Dios.
17. Así también, Señor es el Padre, Señor es el Hijo y Señor es el
Espíritu Santo.
18. Y, sin embargo, no son tres Señores, sino un solo Señor;
19. Porque así como la verdad cristiana nos obliga a reconocer que cada
una de las Personas de por sí es Dios y Señor.
20. Así la religión católica nos prohíbe decir que hay tres Dioses o tres
Señores.
21. El Padre por nadie es hecho, ni creado, ni engendrado.
22. El Hijo es sólo del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado.
23. El Espíritu Santo es del Padre y del Hijo, no hecho, ni creado, ni
engendrado, sino procedente.
24. Hay, pues, un Padre, no tres Padres; un Hijo, no tres Hijos; un
Espíritu Santo, no tres Espíritus Santos.
25. Y en esta Trinidad nadie es primero ni postrero; nadie es mayor ni
menor que el otro.
26. Sino que las tres Personas son coeternas juntamente y coiguales.
27. De manera que en todo, como queda dicho, se ha de adorar la
Unidad en Trinidad, y la Trinidad en Unidad.
28. Por tanto, el que quiera salvarse debe pensar así de la Trinidad.
29. Además, es necesario para la salvación eterna que también crea
correctamente en la encarnación de nuestro Señor Jesucristo.
30. Porque la fe verdadera que creemos y confesamos es que nuestro
Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, es Dios y Hombre;
31. Dios, de la sustancia del Padre, engendrado antes de todos los
siglos; y Hombre, de la sustancia de su Madre, nacido en el mundo;
32. Perfecto Dios y perfecto Hombre, subsistente de alma racional y de
carne humana;
33. Igual al Padre, según su Divinidad, e inferior al Padre, según su
Humanidad.

43
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 2

34. Quien, aunque sea Dios y Hombre, sin embargo, no es dos, sino
un solo Cristo;
35. Uno, no por conversión de la Divinidad en carne, sino por la
asunción de la Humanidad en Dios;
36. Uno totalmente, no por confusión de sustancia, sino por unidad de
Persona.
37. Pues como el alma racional y la carne es un solo hombre, así Dios y
Hombre es un solo Cristo;
38. El que padeció por nuestra salvación, descendió a los infiernos,
resucitó al tercer día de entre los muertos.
39. Subió a los cielos, está sentado a la diestra del Padre, Dios
todopoderoso, de donde ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
40. A cuya venida todos los hombres resucitarán con sus cuerpos y
darán cuenta de sus propias obras.
41. Y los que hubieren obrado bien irán a la vida eterna; y los que
hubieren obrado mal, al fuego eterno.
42. Esta es la fe católica, y quien no la crea fielmente no puede salvarse.

Este credo se conoce también como Quicunque Vult, por la primera


palabra en latín que significa quienquiera o todo el que. Summers dice:
“El credo mismo es un símbolo venerable y valioso y no pensamos,
como algunos, que sus proposiciones negativas y positivas son contra-
dictorias o difíciles de comprender. No se diseñó para legos sino como
una formulación dialéctica de los dogmas del cristianismo, planteada
por los teólogos más instruidos y perspicaces de la época en que se es-
cribió” (Summers, Systematic Theology, 35).
3. La filosofía. La filosofía es la fuente formal de la teología o la que
le da forma. Ocupa un lugar como fuente secundaria de la teología por
su capacidad para sistematizar y racionalizar la verdad, presentándola
en una forma apropiada para ser asimilada por la mente. Quizá nadie
haya expresado mejor que Auberlin, en su Divine Revelation (Revela-
ción divina), la relación entre la filosofía y la teología: “Esta es la tarea
de toda labor filosófico-teológica: ver lo real como si fuera transparente,
iluminado por la idea divina; lo positivo como ideal; lo real —lo que es
verdaderamente real, efectuado por Dios— como racional, para que
pierda ese carácter externo por el cual podría parecerle extraño a nues-
tra mente”.4

44
LAS FUENTES DE LA TEOLOGÍA

El cristianismo penetró en un mundo que se caracterizaba, no sólo


por formas antiguas de religión, sino también por antiguos sistemas
filosóficos. Entró en conflicto simultáneamente con la religión y la filo-
sofía paganas. Aun desde el tiempo de Pablo se advirtió contra los peli-
gros de “filosofías y huecas sutilezas” (Colosenses 2:8) y “la falsamente
llamada ciencia” (1 Timoteo 6:20).
Este conflicto entre la teología y la filosofía ha continuado a través
de la historia cristiana; en realidad, su relación ha sido tal que la histo-
ria de una no se puede escribir sin la otra. Podemos clasificar de manera
general los períodos y formas de este conflicto en cuatro divisiones
principales: (1) la filosofía griega y romana de la antigüedad; (2) el esco-
lasticismo como un avivamiento de la filosofía griega y romana; (3) el
período del racionalismo durante los siglos XVII y XVIII; y (4) los
sistemas absolutos o panteístas del siglo XIX.
El cristianismo llegó como un sistema de verdad revelada, declarando
que ésta poseía autoridad absoluta por proceder del Dios verdadero. Esta
revelación contradecía las pretensiones de la razón humana, por lo que
de inmediato entró en pugna con la filosofía de ese tiempo. El conflicto
alcanzó niveles críticos en la controversia gnóstica y maniquea de los
siglos II y III, y en la controversia neoplatónica que se extendió hasta el
siglo IV. En la iglesia surgieron dos formas de defensa. La primera fue
representada por Tertuliano, quien afirmaba que toda la filosofía era
ficción y que era necesario adherirse sólo a la fe; y la segunda fue la es-
cuela de Alejandría, la cual sostenía que había una verdadera filosofía
cristiana y que sólo sobre esta base debían destruir las falsas filosofías
paganas. Debido a este conflicto con la filosofía y religión paganas, la
teología cristiana asumió la forma apologética y frecuentemente la
polémica.
En la filosofía escolástica del período medieval hallamos quizá el
mayor intento en la historia de la iglesia de reconciliar al cristianismo
con la filosofía tradicional. Juan Escoto Erígena había derivado del
platonismo una forma de panteísmo teosófico, al cual se opusieron los
Padres de la iglesia que habían adoptado la filosofía aristotélica. Con
ello revivió la antigua controversia entre el nominalismo y el realismo.
Sin embargo, la lógica de Aristóteles permitió un esquema general de
clasificación del cual tomaron ventaja los Padres, empleándolo como
base para ordenar sistemáticamente los dogmas de la iglesia. De esa
manera, la filosofía dio forma a la teología de ese período, dando como

45
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 2

resultado la teología sistemática o, más propiamente, la teología


dogmática.
En el tercer período, el del racionalismo, la filosofía nuevamente tu-
vo conflictos con la teología. Al igual que Agar, la filosofía le rindió un
gran servicio a su ama, pero debido a que se exaltó a sí misma, la arroja-
ron de la casa. El período de la Reforma liberó a la mente y a la iglesia,
dando lugar a la lógica inductiva que rápidamente se aplicó a todos los
campos de investigación. Pero, al perder de vista su verdadera misión,
la filosofía intentó suministrar materiales de investigación en lugar de
limitarse a sistematizar la verdad derivada de la naturaleza y de la reve-
lación. Han de notarse tres tendencias: (1) la de Descartes y la escuela
cartesiana, que apelaban a la consciencia de uno mismo como la reali-
dad última; (2) la apelación a la naturaleza en vez de la revelación, lo
que dio lugar al deísmo inglés y al racionalismo alemán; y (3) la ten-
dencia teosófica o mística que buscaba la verdad en la visión espiritual
pura. Como consecuencia, la teología en este período asumió una for-
ma doble: (1) la teología natural y (2) la teología revelada, siendo la
primera ampliamente apologética. Como resultado también del falso
énfasis en la razón humana, surgieron varios sistemas teológicos
racionalistas que se basaban en alguna forma de especulación filosófica.
En el cuarto período, que cubrió el siglo XIX y principios del XX,
las tendencias racionalistas de los períodos previos hallaron expresión
en el materialismo y el panteísmo reaccionario. Los sistemas filosóficos
de Kant, Fichte, Schelling y especialmente Hegel influyeron en gran
parte de la teología del período. La búsqueda de lo absoluto en la filo-
sofía encontró su equivalente en las discusiones teológicas respecto al
ser y a la naturaleza de Dios, mientras que la filosofía sintética de Her-
bert Spencer, y las investigaciones de Huxley y Darwin dieron impulso
a las varias formas de evolución teísta que caracterizaron a algunos
tratados teológicos.
4. La naturaleza como fuente fundamental de la teología. La Bi-
blia reconoce que la naturaleza revela a Dios, no sólo por las frecuentes
referencias a la obra de la naturaleza, sino mediante declaraciones direc-
tas: “Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la
obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día y una noche a otra
noche declara sabiduría. No hay lenguaje ni palabras ni es oída su voz.
Por toda la tierra salió su voz y hasta el extremo del mundo sus pala-
bras” (Salmos 19:1-4). De acuerdo con Alexander, esto significa que “la

46
LAS FUENTES DE LA TEOLOGÍA

idea del testimonio perpetuo la transmiten las figuras del día que sigue
a otro día y la noche que sigue a otra noche, como testigos en sucesión
continua... La ausencia de expresión verbal, lejos de debilitar el testi-
monio, lo fortalece. Aun sin discursos o palabras, los cielos testifican de
Dios a todos los hombres”.
El apóstol Pablo, en su discurso en Listra (Hechos 14:15-17) y tam-
bién al dirigirse a los atenienses (Hechos 17:22-34), aclara que la natu-
raleza revela a Dios de manera suficiente como para conducir a los
hombres a ir en pos de Él y adorarlo. Pero, en la introducción de su
Epístola a los Romanos nos ofrece su declaración más clara sobre la
revelación natural, definiendo también sus limitaciones: “Porque lo que
de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó: Lo invi-
sible de él, su eterno poder y su deidad, se hace claramente visible desde
la creación del mundo y se puede discernir por medio de las cosas he-
chas. Por lo tanto, no tienen excusa, ya que, habiendo conocido a Dios,
no lo glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias. Al contrario, se
envanecieron en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebreci-
do” (Romanos 1:19-21). A la luz de esto no se puede dudar que Dios
se revela de manera suficiente a través de sus obras, dejando en la natu-
raleza un fundamento seguro para la teología. Pero, en cuanto al alcan-
ce, limita esta revelación al conocimiento de “su poder y deidad”, es
decir, a su existencia y personalidad. La naturaleza puede llevar a las
personas a buscar a Dios conscientemente, pero sólo por medio de la
revelación adicional de su Palabra pueden hallarlo en el conocimiento
de la salvación. Los racionalistas afirman que la luz de la naturaleza es
suficiente para la salvación, pero todas las ramas de la iglesia histórica
niegan esto. Nadie puede decir lo que es necesario para la salvación, ni
siquiera que la salvación es posible, sin la revelación sobrenatural.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. La posición católica romana respecto a la Biblia difiere de la protestante en dos aspectos
importantes: (1) Desde el tiempo de Agustín ha incluido los libros apócrifos en el canon
del Antiguo Testamento, considerándolos inspirados y con autoridad infalible. Estos li-
bros fueron declarados canónicos en los concilios de Hippo (393 d.C.) y de Cartago (397
d.C.). Tiempo después el Concilio de Trento (1542-1564) confirmó esta acción, con la
excepción de los dos libros de Esdras y la Oración de Manasés. La versión Douay del An-
tiguo Testamento (1609) contenía 46 libros. (2) Difiere de la posición protestante en
cuanto al tema de la inspiración. El protestantismo considera que sólo los textos originales
en hebreo y griego fueron inspirados, mientras que la Iglesia Católica Romana, por medio
de una bula papal, sostiene que la versión conocida como Vulgata Latina también fue

47
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 2

inspirada. Asimismo existe una amplia diferencia en cuanto a la tradición. El catolicismo


sostiene que la tradición fue otra corriente que fluyó de la misma fuente, Cristo, quien es el
manantial de toda verdad. Por ello se formó después, no sólo un canon bíblico, sino un ca-
non de tradición, y el Concilio de Trento afirmó que las tradiciones han de “recibirse con
igual piedad y veneración que la Biblia”. Las iglesias protestantes rechazaron completamente
que la tradición constituyera una fuente autoritativa de la teología.
2. El siguiente análisis del credo mostrará de manera más clara los períodos cuando se aña-
dieron las diferentes cláusulas y, en general, el significado que siempre se ha dado a las de-
claraciones del credo:
Credo in Deum Patrem Omnipotentem. Antiguo.
(Creatorem coeli et terrae). Se halla generalmente en los credos orientales desde los tiempos
más antiguos y en especial en los escritos de Ireneo. En el credo occidental apareció por
primera vez alrededor del año 375 d.C. Se copió del oriental sin antagonismo y quizá haya
sido el último artículo que se adoptó en forma general. Et in Jesus Christum filium eius
unicum Dominum nostrum. Antiguo. Aquí Jesús significa Salvador y es el nombre del
Hombre, mientras que Cristo significa ungido y es el representante de Dios. Él es el repre-
sentante plenipotenciario por ser el único Hijo y, como nuestro Señor, es el objeto de nues-
tra religión.
Qui (conceptus) est Spiritu Sancto, natus ex Maria virgine. Antiguo.
(Passus) sub Pontio Pilato, crucifixus, (mortuus) et sepultus. Antiguo.
(Descendit ad infernos). De fines del siglo IV, pero sin intención controversial. Como se
entiende generalmente, la connotación es que nuestro Señor descendió al lugar de los
muertos, les predicó y condujo al paraíso a quienes le siguieron. Esto se mencionaba a
menudo como el tormento del infierno. Por cierto, infierno en este artículo no significa lu-
gar de tormento, sino el de los espíritus de los fallecidos. Significa el reino de los que han
muerto.
Tertia die resurrexit a mortius. Antiguo.
Ascendit (ad) coelos, sedit as dexteram (dei) Patris (Omnipotentis). Antiguo. Significa que la
humanidad de Cristo vive ahora con Dios en la gloria.
(Inde) venturus est judicare vivos et mortous. Antiguo. La doctrina de la venida de Cristo en
gloria para juzgar es más antigua que la de su venida en gran humildad.
(Credo) in Spiritum Sanctum. Antiguo. Para que corresponda con la fórmula bautismal
más antigua, se correlaciona al Espíritu con el Padre y el Hijo como Persona divina.
Sanctam ecclesiam (catholicam). Catholicam se añadió a finales del siglo IV o en el V; el
resto es antiguo. Al principio católica significaba universal, distinguiéndola de local, pero
desde el siglo III significó también, y usualmente, en armonía con la iglesia universal, es
decir, que no era hereje ni cismática.
(Sanctorem communionem). Es casi contemporáneo con Catholicam. Existe cierta duda
acerca de su uso anterior. Cuando se incluyó en el credo significaba la unidad en la vida
de la iglesia, tanto de los vivientes como de los fallecidos.
Remissionem peccatorum. Antiguo.
Carnis resurrectuionem. Antiguo. El cuerpo será resucitado; el mismo cuerpo por la conti-
nuidad de la persona, pero en una condición diferente, como cuerpo espiritual.
(Et vitam aeternam). De finales del siglo IV. Eternidad aquí significa algo superior a una
mera sucesión en el tiempo. Von Hugel la define como simultaneidad.
3. El texto del Credo Niceno original, adoptado en 325 d.C., es el siguiente: “Creemos en
un solo Dios, el Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas visibles e invisibles; y en
un solo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, el unigénito del Padre, quien es de la sustancia
del Padre; Dios de Dios; Luz de luz; Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no

48
LAS FUENTES DE LA TEOLOGÍA

creado; de la misma naturaleza del Padre; por quien todo fue hecho, en el cielo y en la tie-
rra; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo, se encarnó y se
hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día; subió a los cielos y volverá para juzgar a vi-
vos y a muertos. Y en el Espíritu Santo. Pero la iglesia santa, católica y apostólica maldice
[anatematiza] a los que dicen que hubo un tiempo cuando Él no existía, o que no existía
antes de ser engendrado, o que fue creado de la nada, o a los que mantienen que el Hijo
de Dios era de otra naturaleza o sustancia [que el Padre], o creado, o sujeto a cambio o
conversión”.
El texto del Credo Niceno-Constantinopolitano de 381 d.C. es esencialmente como el
que se incluye en el cuerpo del texto, con la excepción de que comienza con la primera
persona del plural en lugar del singular. La cláusula del bautismo parece haberse dirigido
contra los novacianos que rebautizaban. La iglesia oriental u ortodoxa reconocía el
bautismo hereje como válido.
Las siguientes notas acerca de los términos técnicos del credo, tomadas de diversas
fuentes, quizá sean útiles para comprenderlos:
Dios de Dios. Se considera a Cristo como Dios derivado de Dios.
Luz de luz. Esta metáfora era muy apreciada en el siglo IV.
Engendrado y no creado. Esta declaración se dirigió contra la enseñanza arriana de que
Cristo había sido creado.
De la misma naturaleza del Padre. Aquí se considera que la divinidad de Cristo es igual a la
del Padre porque hay una sola divinidad.
Por quien todas las cosas fueron hechas. Esto se refiere al Hijo, como en las formas prenice-
nas. El Verbo es el agente de Dios en la creación. Por medio de quien es mejor que por
quien. El término expresa el significado de Dios en la naturaleza y luego como hombre.
Descendió del cielo. Forma metafórica o mística.
El Espíritu Santo, el Señor y dador de la vida. Los términos griegos para Señor y dador de la
vida están en neutro, usando el género gramatical para que concuerde con la palabra
Espíritu.
Adorado y glorificado juntamente con [el Padre y el Hijo]. Más literalmente, es coadorado y
coglorificado.
Una iglesia católica y apostólica. Aquí se omite la palabra santa que aparece en el Credo de
los Apóstoles y en el texto más antiguo del Credo Niceno. Sin embargo, debería incluirse
antes de católica porque eis aparece antes de mian, y hagian se refiere tanto a la iglesia
como a católica.
4. La filosofía debe ser la acompañante constante de la teología, pero cada una ha de retener,
sin intercambio ni confusión, su propio campo particular. Su trabajo no consiste en el
proceso meramente lógico de interrelacionar (arreglar) ideas, ni en el ejercicio de la crítica
ocasional (razonamiento); sino más bien en combinar la gran variedad de temas en una
unidad mayor para el conocimiento. Esto se puede hacer sólo después que la experiencia y
la historia suministran el material desde afuera. La filosofía no puede inventar el material
necesario ejerciendo su propia autoridad, ni destruirlo o cambiarlo a través de una supues-
ta transformación o proceso de idealización (Crooks y Hurst, Th. Encycl. and Meth., 74).

49
CAPÍTULO 3

SISTEMAS Y MÉTODOS
Los diversos sistemas teológicos, como fuentes secundarias, no son
menos importantes que los credos y las confesiones. Puesto que repre-
sentan las diversas agrupaciones de las grandes doctrinas del cristianis-
mo, están ordenados de acuerdo con ciertos principios de organización
que el autor considera centrales e inclusivos. Frecuentemente estos sis-
temas constituyen intentos de relacionar a la teología con la filosofía de
la época, justificando así sus afirmaciones ante el tribunal de la razón.
W. B. Pope escribió un párrafo que establece, quizá de manera más
clara que cualquier otro, el valor del sistema en la teología. Dice: “Es
muy importante que la mente esté imbuida desde el principio con una
percepción de las posibilidades y los beneficios de un sistema bien for-
mulado. En la unidad orgánica de la verdad cristiana, cada una de las
doctrinas tiene su lugar, mientras que todos los sistemas menores giran
alrededor de su centro común. Uno de los frutos del estudio teológico
es permitir que el estudiante localice de inmediato cada tema. Además,
existe una armonía rica y profunda entre estas verdades; y al tener cada
doctrina su lugar propio, se relaciona también con casi todas las demás;
la rápida comprensión de esas relaciones es otro fruto de la investiga-
ción dedicada y seria. Al unir esos dos frutos, el gran objetivo del exper-
to en este estudio será descubrir todas las afinidades y conexiones de las
verdades del sistema cristiano. Podría decirse que la teología, la ciudad
de Dios, está edificada sobre siete colinas, las cuales son las grandes
doctrinas que se pueden considerar fundamentales. Estas colinas del
Señor no están muy separadas una de la otra pero apuntan en todas
direcciones, por lo que resulta difícil ver dónde termina un campo de la

51
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 3

verdad y dónde comienza el otro. El objetivo de la ciencia teológica


saludable consiste en mantener las distinciones sin hacerlo en forma
mecánica” (Pope, Compendium, I:26).
Las personas ingenuas y mal informadas a veces preguntan: “¿Por
qué no tomamos las verdades de la Biblia tal como Dios las ha revela-
do, sin tratar de sistematizarlas?” Charles Hodge responde con un ar-
gumento en favor de la sistematización que ha llegado a ser clásico en la
teología: “Evidentemente esa es la voluntad de Dios. Él no enseña a los
hombres astronomía ni química, pero les entrega datos con los cuales se
desarrollan esas ciencias. Tampoco nos enseña teología sistemática,
pero nos da en la Biblia la verdad que, propiamente entendida y orga-
nizada, constituye la ciencia de la teología. Así como los hechos de la
naturaleza están relacionados y determinados por leyes físicas, también
los hechos de la Biblia están relacionados y determinados por la natura-
leza de Dios y de sus criaturas. Y así como Él quiere que los hombres
estudien las obras divinas y descubran sus maravillosas relaciones orgá-
nicas y combinaciones armoniosas, también es su voluntad que estu-
diemos su Palabra y aprendamos que, al igual que las estrellas, sus ver-
dades no son asuntos aislados sino sistemas, ciclos y epiciclos en
interminable armonía y grandeza. Además, aunque la Biblia no contie-
ne un sistema de teología total, las epístolas del Nuevo Testamento
ponen a nuestro alcance porciones del sistema ya elaboradas. Éstas son
nuestra autoridad y guía”. Podemos decir, asimismo, que tres argumen-
tos generales apoyan la necesidad de la sistematización. Primero, la
constitución de la mente humana, cuya naturaleza hace que después de
haber reunido conocimiento de datos, reflexione necesariamente acerca
de esas verdades y las unifique en un sistema armonioso de conoci-
miento. Al poseer datos, la mente jamás queda satisfecha a menos que
éstos estén organizados de manera ordenada y coherente. Esto ocurre
tanto al estudiar la Biblia como en cualquier otro campo de investiga-
ción. Segundo, el desarrollo del carácter cristiano. Sólo cuando se asimi-
la por completo la verdad puede ésta conducir al desarrollo de la vida
cristiana. El testimonio invariable de la iglesia es que los cristianos más
fuertes de cada época son los que han comprendido claramente los
grandes fundamentos de la fe cristiana. Esto es cierto, no sólo por el
poder de la verdad misma, sino por la fuerza del propósito que los lleva
a la investigación paciente para dar razón de la esperanza que se halla
en ellos. Tercero, la presentación de la verdad. En estrecha relación con

52
SISTEMAS Y MÉTODOS

la constitución de la mente que demanda un sistema ordenado, se ve


esa misma realidad desde otro ángulo. Se debe presentar la verdad de
manera ordenada para que la comprendan otras mentes. “Si hemos de
cumplir nuestro deber como maestros y defensores de la fe —afirma
Hodge— debemos tratar de poner todos los datos de la revelación en
un orden sistemático y mostrar su relación mutua”. De acuerdo con A.
H. Strong, el objetivo del maestro cristiano consiste en remplazar las
ideas confusas y erróneas de sus oyentes con aquellas que son correctas
y vívidas. Él no puede hacer esto sin conocer la relación entre los datos,
es decir, como partes de un sistema. A él se le ha confiado esta verdad.
Mutilarla o tergiversarla no sólo constituye un pecado contra el Revela-
dor de la verdad, sino que puede significar la ruina de las almas de las
personas. La mejor salvaguardia contra tales mutilaciones y tergiversa-
ciones es el estudio diligente de las diversas doctrinas de la fe, tomando
en cuenta la relación entre ellas y especialmente con el tema central de
la teología: la Persona y obra de Jesucristo (Strong, Syst. Th., 17).

MÉTODOS DE SISTEMATIZACIÓN
Trataremos brevemente aquí de los diversos métodos de sistematiza-
ción que han adoptado los teólogos de la iglesia, como ilustraciones de
sistemas desarrollados sobre una verdad central, los cuales el autor con-
sidera lo suficientemente amplios como para mostrar el alcance total de
la doctrina cristiana.
El método trinitario. Al estudiar los tres credos ecuménicos indi-
camos que el método trinitario de sistematización parece haber sido el
más antiguo que adoptó la iglesia. Esta forma de sistematización conti-
núa hasta el día de hoy. El obispo Martensen realizó su monumental
contribución a la dogmática cristiana bajo tres títulos: Doctrinas del
Padre, Doctrinas del Hijo y Doctrinas del Espíritu Santo. John Dickie,
teólogo erudito de la Iglesia Presbiteriana de Nueva Zelandia, siguió el
mismo plan en su Organism of Christian Truth (Organismo de la ver-
dad cristiana); y poco después Joseph Stump, del Seminario Teológico
Luterano Noroccidental, adoptó el mismo orden. Uno de los represen-
tantes más antiguos de este sistema en la teología moderna fue Ley-
decker (1642-1721), ferviente exponente de las doctrinas de la Iglesia
Reformada.
El método analítico. Este fue el método de Calixtus (1586-1656),
teólogo de la Iglesia Luterana de Alemania. Él principia con la suposi-

53
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 3

ción de que la bienaventuranza es el fin de todas las cosas y, a partir de


esto, trata de los medios para obtener tal bienaventuranza.
El método federal. Este método fue resultado de la ciencia política
del siglo XVI, en el que el liderazgo federal llegó a ser la teoría popular.
Al aplicarse a la teología, el método comienza con la idea de dos pactos:
uno de obras y otro de gracia. Este último constituye la base para desa-
rrollar las doctrinas de la salvación. El primero que lo usó fue el teólogo
holandés Cocceius (Johannes Koch, 1603-1669). Después lo emplea-
ron Witsius (1636-1708), otro teólogo holandés, y el escritor escocés
Thomas Boston (1676-1732).
El método antropológico. Su principio central de sistematización es
la idea del ser humano: su condición pecaminosa y su necesidad de
redención. Chalmers (1780-1847) comienza con la enfermedad del
hombre y procede a plantear el remedio. Rothe (1799-1867) presenta
su teología en dos divisiones principales: (a) la consciencia de pecado, y
(b) la consciencia de redención.
El método cristológico o cristocéntrico. Este tiene como idea cen-
tral la encarnación. Para todo estudiante de la Biblia resulta evidente
que el cristianismo primitivo estuvo estrictamente centrado en Cristo.
Como lo expresa Pablo: “El vivir es Cristo y el morir, ganancia” (Fili-
penses 1:21). Jesús y la resurrección constituían los temas centrales y
dominantes de la predicación y enseñanza apostólicas primitivas. Con
el surgimiento de la iglesia occidental y el énfasis que Agustín hizo en la
soberanía divina, el lugar central de Cristo quedó subordinado a la doc-
trina de la iglesia. En Continuity of Christian Thought (Continuidad del
pensamiento cristiano), A. V. G. Allen dice: “Casi nos parece que si se
eliminara totalmente a Cristo, el esquema de Agustín mantendría aún
su consistencia como totalidad y retendría su valor como sistema opera-
tivo”. El nuevo movimiento hacia una teología cristocéntrica ha de
atribuirse a Friedrich Schleiermacher (1768-1834), el teólogo alemán
conocido como “padre de la teología moderna”. Con su trasfondo de
misticismo moravo, reaccionó contra la vacuidad y el formalismo de la
teología racionalista de su tiempo, constituyéndose en el “gran revivifi-
cador de la teología espiritual”; y en el campo de la teología dogmática,
llevó a cabo una obra comparable a la que Juan Wesley, su gran con-
temporáneo, realizó para revitalizar la religión formal de su época. “Su
labor consistió en hacer que Cristo y su redención fueran el centro de
uno de los sistemas teológicos más hábilmente desarrollados que la

54
SISTEMAS Y MÉTODOS

iglesia cristiana haya conocido”, escribe Henry B. Smith, quien llegó a


ser el apóstol del movimiento en los Estados Unidos. Otros que adop-
taron este método fueron Hase (1800-1890), Thomasius (1802-1875),
Andrés Fuller (1754-1815) y Gerhart (1817-1904), cuyo bosquejo
parecería indicar algo diferente, pero contribuyó con una teología esen-
cialmente cristocéntrica, en especial en lo referente al conocimiento de
Dios; algunos escritores también ubican a Olin A. Curtis en este grupo.
A William Newton Clarke y A. H. Strong se les clasifica por lo general
en otro grupo, pero éstos conceden gran atención a la Persona y obra
de Cristo en sus tratados teológicos. Al rector Fairbairn, de Inglaterra,
usualmente se le atribuye la contribución más constructiva y de mayor
alcance a la escuela cristocéntrica.
El método confesional. Este plan simplemente consiste en la expo-
sición ordenada de ciertos credos y confesiones. Como ejemplos de este
método se puede mencionar a Pearson (1613-1686), Exposition of the
Thirty-nine Articles (Exposición de los 39 artículos); Charles Hodge
(1797-1878), Commentary on the Westminster Confession (Comentario
sobre la confesión de Westminster); T. O. Summers (1812-1882),
quien en su Teología sistemática, redactada por John J. Tigert, sigue el
orden de los Twenty-five Articles of Methodism (Veinticinco artículos del
metodismo). Summers era ampliamente conocido por su “posición
conservadora, su amplia erudición teológica y, particularmente, por su
estudio cuidadoso, concienzudo y paciente de todos los elementos del
sistema teológico arminiano. Su obra es al mismo tiempo un sistema
completo de la teología arminiana wesleyana y un comentario exhausti-
vo de los Twenty-five Articles of Religion (Veinticinco artículos de la
religión) que representan las perspectivas doctrinales del metodismo de
los Estados Unidos” (Tigert, Prefacio, 3). Uno de los últimos represen-
tantes de este método confesional fue E. J. Bicknell, quien publicó en
1919 su Theological Introduction to the Thirty-nine Articles (Introduc-
ción teológica de los 39 artículos), cuya última impresión se hizo en
1936.
El método alegórico. Este método predominó en la iglesia primiti-
va, especialmente entre los seguidores de Orígenes, pero decayó con el
surgimiento del racionalismo. El mejor representante moderno de este
método fue Dannhauer (1603-1666), profesor de teología en Estras-
burgo y ministro de la catedral de esa ciudad. Él describió al “ser hu-
mano como un vagabundo, a la vida como un camino, al Espíritu San-

55
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 3

to como una luz, a la iglesia como un candelero, a Dios como el fin, y


el cielo como el hogar”.
El método sintético. Éste es el método que adoptó A. H. Strong en
su Teología sistemática, afirmando que es el método más común y más
lógico para organizar los temas teológicos. Gamertsfelder, quien descri-
bía su sistema de teología como “arminianismo evangélico”, siguió
también este método en su Teología sistemática. Él declara que aun
cuando el método había estado en boga por muchos años, no había
perdido nada de su novedad y atractivo. Hagenbach dijo que este mé-
todo “comienza con el principio supremo, Dios, y prosigue con el ser
humano, Cristo, la redención y, finalmente, el fin de todas la cosas”. El
principio básico de organización es su orden lógico de causa y efecto.
Éste es el método que sigue Pope en su Compendium of Christian Theo-
logy (Compendio de teología cristiana), Miley en Systematic Theology
(Teología sistemática), Hills en Fundamental Christian Theology (Teo-
logía cristiana fundamental), Fairchild en Elements of Theology (Ele-
mentos de teología), Ralston en Elements of Divinity (Elementos de
teología) y Wakefield en la revisión de los Institutos de Watson, conoci-
do como Teología cristiana. Asimismo es el método de Charles G.
Finney, Henry C. Sheldon, Enoch Pond y muchos otros escritores.
Métodos misceláneos. Entre éstos podemos mencionar: (a) el méto-
do decretal, que parte de la idea de los decretos divinos; (b) el método
centrado en el Padre, que organiza el material alrededor de la idea cen-
tral de la paternidad divina; y (c) el método histórico, seguido por Ur-
sino (1534-1583) y adoptado después por Jonathan Edwards en su
History of Redemption (Historia de la redención) que, como dice
Strong, era en realidad un sistema de teología en forma de historia. El
método consistía en “comenzar y terminar con la eternidad, viendo los
grandes eventos y épocas en el tiempo sub specie eternitatis (bajo el es-
plendor de la eternidad). Los tres mundos —cielo, tierra e infierno—
habían de ser los escenarios de este magnífico drama. Incluía los temas
teológicos como factores vivientes, cada uno en su propio lugar”, for-
mando todos un conjunto completo y armonioso (Strong, Syst. Th,
I:50). En System of Christianity (Sistema del cristianismo), I. A. Dorner
presenta la fe cristiana como el principio organizador central, mientras
que Julius Kaftan (n. en 1858) en su Dogmática trata de la gracia de
Dios como la idea principal. En épocas posteriores, obras como la de
William Adams Brown, Christian Theology in Outline (Teología cristia-

56
SISTEMAS Y MÉTODOS

na en bosquejo), y la de William Newton Clarke, Outline of Christian


Theology (Bosquejo de teología cristiana), han situado el concepto de la
religión cristiana como el factor determinante.
El estudio de los diferentes sistemas teológicos brinda varios resulta-
dos importantes. El primero, y quizá el más importante, es que nos
permite conocer lo que sus autores consideraban central en su fe. En
todo sistema existe una verdad fundamental sobre la cual se organizan
todas las demás. En cualquier época, lo que los teólogos dogmáticos de
la iglesia consideran como central da lugar a que surjan los diversos
tipos de teología sistemática. Sin embargo, se debe tener cuidado al
juzgar los métodos de sistematización de una época a la luz de los que
se emplearon en otra. Si el Cur Deus Home de Anselmo, De Principiis
de Orígenes o la Suma Teológica de Santo Tomás no parecen ser cientí-
ficos de acuerdo con nuestros estándares, sin duda lo eran según sus
estándares, y estas diferencias resultan instructivas para el estudiante
serio de teología. Segundo, los diversos sistemas nos suministran cono-
cimiento acerca de los materiales que los escritores tenían a su disposi-
ción, de sus características mentales y los métodos empleados para
adaptar sus enseñanzas a las necesidades de la época. Dickie considera a
la dogmática como una convicción religiosa cristiana que trata de pen-
sar por sí misma y de relacionarse con los demás conocimientos y opi-
niones. La situación se complica —dice él— porque nuestros compo-
nentes mentales variables cuentan con diferentes fuentes en la
experiencia. Parte de nuestro contenido mental se lo debemos al am-
biente general, parte a nuestro entrenamiento especial y parte a la expe-
riencia individual. Uno debe tomar en cuenta esta compleja combina-
ción mental de conocimiento y opinión, la cual, ya sea imperfecta o
carente por completo de sistematización, jamás es igual en dos mentes.
Es evidente, entonces, que prestar atención al método de sistematiza-
ción revela mucho acerca de las características mentales del autor; esta
ecuación personal se tomará en cuenta para los fines propuestos, tanto
en los materiales seleccionados como en los métodos con los cuales se
adaptan. Tercero, son importantes porque aportan un fundamento para
el estudio de la teología histórica, permitiendo que el teólogo siga en
forma continua el desarrollo de la verdad de una época a otra. Puesto
que la iglesia es una en todos los tiempos, ninguna época puede llegar a
su expresión plena sin conocer el pasado.

57
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 3

LA TEOLOGÍA ES UNA CIENCIA


Después de haber definido la teología y haberla tratado desde el
punto de vista de sus fuentes y métodos, ahora tenemos que responder
a una objeción. Se dice que la teología no es una ciencia porque su ob-
jeto de estudio no se obtiene mediante el conocimiento sino la fe; por
tanto, carece de certeza. Muy relacionado con esto se halla el ataque de
William Hamilton quien, después de definir la fe como el órgano por
el cual aprendemos lo que está más allá de nuestro conocimiento, argu-
ye que puesto que la ciencia es conocimiento, lo que está más allá de
éste no puede ser materia de estudio para la ciencia. Por tanto, sostiene
que la ciencia en su más elevada realización sólo puede construir un
altar “al Dios no conocido”. Sobre la falsa suposición de que la fe y el
conocimiento son antitéticos, sea que la fe no alcance los requisitos de
certeza o que opere en una esfera que va más allá del conocimiento
científico, se han pasado por alto dos verdades. Primero, la ciencia
misma debe basarse en la fe, la cual se conoce y trata en el reino cientí-
fico como presuposiciones de la ciencia. La ciencia física se basa en la fe
en nuestra propia existencia, en un mundo ordenado cuyos datos se
pueden sistematizar y en el poder de la mente para organizar lógica-
mente los datos que se le presentan. Da por hecho verdades metafísicas
tales como espacio y tiempo, sustancia y atributos, causa y efecto, su-
poniendo también que la mente es digna de confianza en sus investiga-
ciones. Si estas presuposiciones no invalidan a la ciencia física, con se-
guridad no se debe pensar que invalidan a la ciencia que trata con
presuposiciones, por cierto, sin pruebas de la ciencia que le presenta
objeciones. “Si la teología debe ser desechada debido a que parte de
términos y proposiciones básicos, entonces todas las demás ciencias han
de desecharse con ella”. Mozley define la fe como razón no verificada
(Dove, Logic of the Christian Faith, 14).
Segundo, debemos adoptar la posición de que la dogmática cristiana
“no sólo es una ciencia de fe, sino que es también un conocimiento
basado en la fe y derivado de ella” (Martensen, Chr. Dogm., 1). Esta ha
sido la opinión de todos los teólogos sobresalientes. Richard Rothe
(1799-1867), considerado como parte del sector de derecha de la escue-
la hegeliana, le dio a la ciencia teológica una declaración clara de los
elementos básicos del conocimiento, los cuales se han usado amplia-
mente en la teología moderna. “En la persona devota o religiosa —dice
él—, en la medida en que su devoción esté viva y saludable, de inme-

58
SISTEMAS Y MÉTODOS

diato su pensamiento, como pensamiento puro, contiene la noción de


estar determinado por Dios. El sentimiento de sí mismo de la persona
religiosa es al mismo tiempo un sentimiento de Dios, y no puede tener
una idea distintiva y clara de sí misma sin llegar a la idea de Dios. De
esa manera se le provee a la persona devota un punto de partida doble
para su pensamiento especulativo, y la posibilidad de un método doble
para la investigación especulativa. El pensamiento puede proceder ya
sea de la consciencia de sí mismo, como un hecho a priori, o de la
consciencia de Dios. La especulación teológica, en esencia, es tan solo
el intento de expresar en forma conceptual el contenido inmediato y
verdadero de la consciencia devota, el contenido del sentimiento de lo
divino”. Julius Kaftan, un contemporáneo más joven que Roth (1799-
1867), adoptó una posición similar aunque admitió que la idea de fe en
la teología cristiana experimentó un cambio al pasar del período me-
dieval al moderno. En el período escolástico, la fe se basó en la autori-
dad, desarrollándose ampliamente por medio del fortalecimiento de
evidencias externas. Ahora hemos vuelto a la idea bíblica de la fe como
un hecho de la consciencia humana, y como una forma de conocimien-
to que llega a lo profundo de las relaciones internas y prácticas con los
objetos de esa fe.

59
CAPÍTULO 4

LA TEOLOGÍA EN LA
IGLESIA
Después de haber tratado acerca del material y los métodos de la
teología, nuestra tarea ahora consiste en seguir el desarrollo de la teolo-
gía sistemática en la iglesia. Las discusiones doctrinales no sólo surgen a
causa de las fuentes originales y elaboradas, sino de los escritos más
simples de los Padres de la iglesia primitiva. La historia de la dogmáti-
ca, no obstante, se ocupa principalmente de los intentos para estructu-
rar una representación ordenada y sistemática de la verdad cristiana
como totalidad, y sólo puede atender de manera secundaria las discu-
siones que han promovido o estorbado el desarrollo de una teología
sistemática.
Hagenbach encuentra cinco tendencias en el desarrollo de la doctri-
na cristiana. (1) Era de la apologética, cuando el principal esfuerzo del
pensamiento teológico consistió en defender al cristianismo contra la
infidelidad fuera de la iglesia. Se extendió desde la era apostólica hasta
la muerte de Orígenes (70-254). (2) Era de la polémica o las controver-
sias, cuando el principal esfuerzo del pensamiento teológico se dedicó a
proteger al cristianismo contra las herejías dentro de la iglesia. Se ex-
tendió desde la muerte de Orígenes hasta Juan Damasceno (254-730).
(3) Era de la sistematización de los resultados pasados o del escolasticismo,
en el sentido más amplio de la palabra. Se extendió desde Juan Damas-
ceno hasta la Reforma (730-1517). (4) Era de controversia sobre el credo.
Se extendió desde la Reforma hasta la filosofía de Leibnitz y Wolff
(1517-1720). (5) Era de la filosofía acerca del cristianismo. Este período

61
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

se caracterizó por críticas y especulación, la reconciliación de la fe con


la ciencia, y de la razón con la revelación (desde 1720 hasta cerca del
final del siglo XIX).
Para nuestro propósito —estudiar el desarrollo de la teología en la
iglesia— emplearemos el siguiente bosquejo: (1) Período primitivo, des-
de la era apostólica hasta el tiempo de Juan Damasceno (70-730). (2)
Período medieval o escolástico, desde Juan Damasceno hasta la Reforma
(730-1517). (3) Período de la Reforma, que cubre el resto del siglo XVI
(de 1517 hasta cerca de 1600). (4) Período confesional, que cubre los
siglos XVII y XVIII (de 1600 hasta cerca de 1800). (5) Período mo-
derno, desde inicios del siglo XIX hasta la actualidad (de 1800 hasta
hoy).

EL PERÍODO PRIMITIVO
El período primitivo se puede subdividir en: (1) Período apologético,
desde la era apostólica hasta la muerte de Orígenes (70-254); y (2) Era
de la polémica, desde la muerte de Orígenes hasta Juan Damasceno
(254-730). El período primitivo es en particular el de los Padres de la
iglesia. Éstos, defendiendo al cristianismo contra el paganismo exterior
y participando en controversias contra herejías internas, mediante pa-
ciente perseverancia y a menudo a precio de martirio, elaboraron mate-
riales que los doctores de períodos posteriores sistematizaron con diver-
sos métodos, dando como resultado la dogmática cristiana.

Grandes líderes del período primitivo. A los primeros Padres de la


iglesia se les clasifica generalmente en dos divisiones principales: (1)
Padres prenicenos, y (2) Padres postnicenos. Sin embargo, para nuestro
propósito mencionaremos sólo a los Padres apostólicos y a los primeros
apologistas. Los Padres apostólicos fueron los de los siglos I y II, que
conocieron personalmente a los apóstoles o recibieron influencia direc-
ta de ellos, de manera que sus escritos emiten el mismo espíritu que
muestran las últimas epístolas del Nuevo Testamento. Entre ellos men-
cionaremos a Clemente de Roma (siglo I), el primer obispo de esa ciu-
dad, cuya obra existente se conoce como La Epístola de Clemente, un
escrito elaborado y en forma de tratado como la Epístola a los He-
breos.1 Luego siguió Ignacio de Antioquía, quien nació a mediados del
siglo I. Fue discípulo inmediato del apóstol Juan, con quien fue con-
temporáneo por casi 20 años. Hay siete cartas existentes, escritas —

62
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

como algunas de la pluma de Pablo— mientras iba hacia Roma donde


sufrió el martirio. Se han descrito sus cartas como “más vehementes,
incisivas, vigorosas y elocuentes que cualquier otro escrito del período
postapostólico”. Su personalidad impresionante y pensamiento profun-
do lo distinguen como una figura sobresaliente de este período. El tono
dominante de su vida fue el amor devocional. El tercero en la sucesión
fue Policarpo, obispo de Esmirna, que escribió su Epístola a los Filipen-
ses por el año 120. Fue discípulo de Ignacio y se piensa que conoció
personalmente al apóstol Juan. Dejó un gran testimonio antes de su
martirio,2 y 30 años después, la iglesia de Esmirna envió un relato del
mismo a la iglesia de Filomelia, el cual se incluye con su epístola. Pa-
pías, obispo de Hierápolis, que quizá haya sido también discípulo de
Juan, escribió cinco libros de los que sólo se conservan fragmentos de la
Explicación de los discursos del Señor. Ireneo, obispo de Lyon (n. entre
115-125 ó 130-142), fue discípulo de Policarpo, por lo que se establece
una relación directa desde el apóstol Juan hasta Ireneo, el último padre
apostólico.
También existen numerosos escritos anónimos de suficiente impor-
tancia que demandan atención. La Didajé o La Enseñanza de los Doce
Apóstoles que, según se cree, se publicó por los años 80-90. De ser así,
quizá sea el manuscrito no inspirado más antiguo de la era cristiana. La
Epístola de Bernabé se atribuye a veces a Bernabé, el compañero de Pa-
blo, pero existe más evidencia en favor de una paternidad literaria anó-
nima. La Epístola a Diogneto menciona el discipulado con los apóstoles,
pero tal vez use ese término en el sentido amplio de que estaba en con-
formidad con las enseñanzas apostólicas. Respecto al Pastor de Hermas,
conocido como 1 Clemente, la paternidad literaria es subapostólica pero
por lo general se clasifica con los escritos de los Padres apostólicos. Al-
gunos atribuyen la autoría de esta epístola a Hermes, a quien Pablo
menciona en Romanos 16:14, pero parece haber mayor evidencia en
favor de Hermas, hermano de Pío I, obispo de Roma alrededor de 139-
154. También existe la epístola conocida como 2 Clemente que por su
fecha es subapostólica, pero como en el caso de 1 Clemente, se clasifica
con los escritos de los Padres apostólicos. Se desconoce al autor, pero lo
más probable es que sea una homilía escrita por los años 120-140, y por
ello quizá sea el sermón existente más antiguo que se haya predicado ante
una congregación cristiana.

63
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

Durante el siguiente período, llamado propiamente período apologé-


tico, los grandes nombres entre los primeros apologistas fueron: Justino
Mártir (m. ap. en 165), que escribió la Primera y la Segunda Apología y
Diálogo con Trifón; Clemente de Alejandría (ap. 160-220), prolífico
escritor cuya obra más conocida tal vez sea Stromata o Misceláneas, en la
que trata de varios temas bíblicos y teológicos; otras obras suyas son Pro-
tréptico, escrita con fines evangelísticos para la conversión de nuevas
personas, y Pedagogo, un manual básico para instruir a nuevos converti-
dos; Tertuliano (155-222), cuyo De Testimonio Animae es sólo una de
sus numerosas obras; y Cipriano (200-258), obispo africano cuya mayor
contribución fueron sus enseñanzas respecto a la iglesia.
También en este período estuvieron Orígenes (185-254), quizá el
principal erudito y escritor de ese tiempo, a cuyo Tratado de los princi-
pios se le dará después mayor atención; Arrio (m. en 336), predicador
popular, influyente y erudito de gran capacidad, quien al adoptar las
ideas racionalistas de Luciano (m. en 311 en Antioquía) entró en conflic-
to con su obispo Alejandro, originando así la controversia arriana; Atana-
sio (ap. 296-373), oponente de Arrio y conocido como “padre de la or-
todoxia” por su defensa de la deidad de Cristo; Agustín (354-430), el
nombre más importante del período, cuyos escritos son considerados
autoritativos por los católicos romanos y muchos protestantes; y final-
mente, Juan Damasceno (700-760), el gran teólogo de la iglesia oriental.
Además, existen muchos nombres de menor importancia pero de
enorme interés para el estudiante de apologética: Arístides, que dirigió
una apología al emperador Antonino Pío por el año 150; Taciano, co-
nocido especialmente por su Diatessaron; Atenágoras (escribió ap. en
176-178), que dirigió una apelación a Marco Aurelio; Teófilo, obispo
de Antioquía, que escribió una defensa del cristianismo alrededor del
año 190; los tres capadocios —Gregorio Nacianceno (ap. 329-389),
Gregorio de Nisa (bautizado en 372) y Basilio (ap. 330-379)— nota-
bles por su trabajo para resolver el problema trinitario; Cirilo de Ale-
jandría (m. en 444), Teodoreto de Ciro (m. en 457) y Teodoro de
Mopsuestia (ap. 350-428 ó 429), que contribuyeron con interpretacio-
nes de la Biblia y obras devocionales y apologéticas. La respuesta de
Cirilo de Alejandría al emperador Juliano ha sobresalido en la literatura
apologética.
Grandes concilios de la era primitiva. Ningún sumario, por breve
que sea, puede hacer justicia al período primitivo sin mencionar los

64
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

grandes concilios. Éstos aportaron a la iglesia las declaraciones doctrina-


les claras y concisas con las cuales se elaboró la teología de la iglesia. “Al
frente de estas controversias —dice Philip Schaff— estuvieron maestros
de la iglesia de notable talento y piedad enérgica; no meros intelectuales
sino venerables personajes dedicados a la teología, hombres íntegros,
tan grandes en la acción como en el sufrimiento. Para ellos la teología
era un asunto sagrado que involucraba el corazón y la vida”. Veamos el
siguiente sumario de los concilios ecuménicos. El oriente y el occidente
reconocen siete concilios ecuménicos, pero la Iglesia Católica Romana
acepta un número mayor. Por ecuménico se entiende uno que, ya sea
representativo en membresía o no, es aceptado por toda la iglesia por-
que la representa correctamente en sus definiciones de fe. Todos estos
concilios, con excepción de uno, se realizaron durante el período
polémico.
(1) Concilio de Nicea (325), convocado por el emperador Constan-
tino para considerar la herejía arriana y resolverla si era posible. Le dio
a la iglesia el primer gran credo ecuménico. (2) Primer Concilio de
Constantinopla (381), convocado por el emperador Teodosio el Grande
para corregir los errores del apolinarismo y del macedonianismo. Apo-
linar (m. en 392) sostenía que Cristo adoptó sólo un cuerpo humano y
que el Logos tomó el lugar de la mente o el espíritu humano. Macedo-
nio (ap. 341), obispo de Constantinopla, enseñaba que el Espíritu San-
to no era una Persona sino una energía divina a través del universo. (3)
Concilio de Éfeso (431), presidido por Cirilo, obispo de Alejandría. Se
convocó a causa de la controversia nestoriana que parecía enseñar un
dualismo cristológico. (4) Concilio de Calcedonia (451), presidido por
tres obispos y dos presbíteros, representantes del papa León I de Roma.
Asistieron 630 obispos. Este concilio condenó la herejía eutiquiana que
confundía las dos naturalezas de Cristo. Legó a la iglesia la declaración
cristológica del credo que ha resistido la prueba de los siglos. (5) Segun-
do Concilio de Constantinopla (553), convocado por el emperador Jus-
tiniano y presidido por el patriarca Eutiquio. El concilio condenó los
escritos de Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro y la Epístola de
Ibas, obispo de Edesa, por considerarse que apoyaban al nestorianismo.
(6) Tercer Concilio de Constantinopla (680), convocado por el empera-
dor Constantino IV Pogonato. Condenó el monotelismo o la enseñan-
za de que la voluntad divina suplantó a la voluntad humana en Cristo.
(7) Segundo Concilio de Nicea (787), que pertenece al siguiente período

65
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

pero se incluye aquí como uno de los grandes concilios. Discutió el


problema de los iconoclastas y la iconolatría.
Desarrollo de la teología sistemática. Aunque los escritores de este
período realizaron considerable trabajo preliminar, tal vez el primer
intento formal en el campo de la teología sistemática haya sido la obra
De Principiis (Tratado de los principios) de Orígenes, escrito cerca del
año 218. Está organizado en cuatro tomos: (1) Dios; (2) la creación y
los hechos de la historia humana; (3) la moral y los dones espirituales
del hombre; y (4) la Biblia como la base del sistema cristiano. No le da
un lugar adecuado a la cristología ni a la soteriología y omite por com-
pleto la doctrina de la iglesia. Westcott hace notar el valor de la cuarta
división, en la que Orígenes “examina el tema de la inspiración e inter-
pretación de la Biblia con una reverencia, comprensión, humildad y
grandeza de sentimientos jamás superadas” (Smith, Dictionary of Chris-
tian Biography, IV:121). Frente a las cuatro herejías cristológicas —
arriana, apolinaria, nestoriana y eutiquiana—, los escritos de Atanasio
son de excepcional valor, pero no se les puede catalogar como teología
sistemática.
El segundo intento formal para desarrollar una teología sistemática
fue Enchiridion, de Agustín (353-430), el gran dogmático y escritor
polémico del siglo V, cuya influencia aún predomina en el pensamiento
teológico. Como escritor polémico refutó a los maniqueos, donatistas,
pelagianos y semipelagianos. Las doctrinas de Agustín, al enfocarse en
el pelagianismo, muestran una posición controversial en cada punto,
aunque la controversia misma no fue entre Agustín y Pelagio sino un
conflicto entre el oriente y el occidente, enfocado en estos teólogos
eminentes. En las siguientes secciones tendremos ocasión de ver esos
contrastes respecto a la teología, la Trinidad, la cristología y la soterio-
logía. Enchiridion es una exposición acerca del credo; en el occidente
llegó a tener tanta autoridad como los credos mismos, profundizando
más que éstos en lo tocante a las doctrinas del pecado y de la salvación.
La obra está organizada de acuerdo con el triple principio paulino: fe
(de fide), esperanza (spe) y amor (caritate). Entre los demás escritos de
Agustín, Sobre la Trinidad y Sobre la doctrina cristiana son considerados
como contribuciones importantes a la teología. Su De Civitate o Sobre
la ciudad de Dios hizo época. Habló de la iglesia como el reino de Dios
en la tierra, y de su gobierno y adoración, como instituciones de la
realeza. Sin embargo, inició una línea de pensamiento que finalmente

66
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

llevó a identificar el reino espiritual de Dios con la organización visible


de la iglesia, impulsando así la posición católica romana que después el
protestantismo objetó y refuta todavía.
Otra obra de este período que algunos clasifican como teología es
Commonitorium, de Vicente de Lerins (m. ap. en 450), que apoya las
doctrinas de la iglesia haciendo referencia a los Padres de la iglesia. Sin
embargo, no es estrictamente dogmática sino una exposición sistemática
de la tradición de la iglesia.
El tercero y último intento de formular una teología sistemática en
este período fue la contribución de Juan Damasceno en el oriente (ap.
700-760), que marcó el final del período primitivo. Su obra, De Fide
Orthodoxa o Sobre la fe ortodoxa, es considerada por muchos como la
primera digna de llamarse teología sistemática. Es la tercera sección de
una obra mayor titulada Fons Scientia o Fuente de conocimiento, similar
a una enciclopedia religiosa moderna. Las primeras dos secciones —
Capita Philosophica, que contiene un breve tratado sobre las categorías
de Aristóteles, y De Haeresibus o Compendio de herejías, que menciona
103— carecen relativamente de importancia. La tercera sección se co-
noce también como Una exposición fiel de la fe ortodoxa y constituyó un
libro de texto filosófico así como eclesiástico. Juan Damasceno fue para
el oriente lo que Tomás de Aquino fue para el occidente y, según opina
Briggs, aquel ocupó incluso una posición superior como doctor de la
iglesia universal. Puesto que sus ideas generales son las de la escuela de
Constantinopla, se le considera como el teólogo de la iglesia griega.
Teófanes informa que lo llamaban Chrysorrhoas o “manantial de oro”
—literalmente, manando oro— “debido a esa gracia del espíritu que
resplandece como oro tanto en su doctrina como en su vida”.

PERÍODO MEDIEVAL
El período medieval cubre cerca de 700 años, extendiéndose desde
la muerte de Juan Damasceno hasta el principio de la Reforma (754-
1517). Es preeminentemente el período de los doctores o eruditos, por
lo que se le llama período escolástico. Turner, en su Historia de la filoso-
fía, y Kurtz, en su Historia de la iglesia, subdividen este período en cua-
tro épocas principales: “Desde el siglo X, desprovisto casi de todo mo-
vimiento científico —el soeculum obscurum—, surgieron los primeros
brotes de erudición pero sin ninguna marca distintiva de escolasticismo
en ellos. En el siglo XI el escolasticismo comenzó a manifestarse como

67
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

dialéctica, tanto escéptica como dogmática. En el siglo XII el misticis-


mo asumió un lugar independiente al lado de la dialéctica, procuró
exterminar la dialéctica escéptica y, finalmente, apareció en un aspecto
más pacífico, aportando material a la dialéctica dogmática positiva. En
el siglo XIII el escolasticismo dialéctico predominó totalmente, alcan-
zando su mayor gloria en la forma de dogmatismo asociado con misti-
cismo, sin enfrentar oposición de sus principales representantes”
(Kurtz, Church History, II:81).
La parte inicial de este período, hasta principios del siglo XI, fue un
soeculum obscurum en cuanto a erudición, pero no así respecto a los
eventos de la historia de la iglesia. Se caracterizó por constantes conflic-
tos tanto en la iglesia como en el estado. En la iglesia oriental surgió
una controversia acerca de las imágenes, en la que los defensores de la
iconolatría o adoradores de imágenes triunfaron sobre los iconoclastas o
destructores de imágenes. También en este período surgió la controver-
sia sobre la inserción de la palabra filioque en el credo occidental, resul-
tando en la separación de las iglesias de oriente y occidente. En base a
la palabra filioque, la cual indica que el Espíritu Santo procede del Hijo
y del Padre, surgieron dos sistemas de teología muy diferentes tanto en
contenido como en clase. La teología oriental era contemplativa y mís-
tica, y procuraba enseñar por medio de símbolos en lugar de credos; la
teología occidental era más analítica y progresiva, y mayormente ense-
ñaba mediante la presentación lógica de la verdad que se halla en los
credos y las confesiones. Los teólogos principales de este período fueron
Alcuin (735-804), un gran maestro cuyos escritos trataron principal-
mente de la doctrina de la Trinidad. Fue tutor de Rabanus Maurus
(776-856),3 conocido como el maestro más notable de Alemania. Al-
cuin fue también asistente de Carlomagno en su intento de revivir la
erudición; bajo su cuidado, el monasterio de Tours se convirtió en un
importante centro de estudio teológico. Otro teólogo de este período
fue Juan Escoto Erígena (ap. 815-875), conocido como “padre de la
teología escolástica”. Además de su De Divisione Naturae, un sistema de
teología natural y especulativa para el que afirmó tener una fuente co-
mún en la sabiduría divina, escribió el tratado De Divina Predestinatio-
ne, dirigido contra Gottschalk y su marcada posición agustiniana acerca
de la predestinación. Otros escritores menores de este período fueron:
Strabo (809-849), que dio origen a la Glossa Ordinaris o breves comen-
tarios sobre la Biblia, y se le reconoce también por su Visión de Wettin,

68
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

obra que Sandys denomina “precursora de la Divina Comedia de Dan-


te”; Servetus Lupus (805-862), discípulo de Rabanus que escribió un
tratado sobre la predestinación. Las obras de Rabanus fueron más exe-
géticas que teológicas e incluían comentarios de la Biblia y de los libros
apócrifos. Se le atribuye también el gran himno de Pentecostés, Veni
Creator Spiritus (Briggs, Historical Theology, II:4-7).
La última parte de este período, que abarca desde el siglo XI hasta el
XVI, se conoce como período escolástico tanto en filosofía como en
teología. El surgimiento del mahometismo en el oriente contribuyó a
que, en el occidente, la teología se transfiriera de las iglesias a las insti-
tuciones educativas. Los primeros dos siglos de este período —XI y
XII— fueron preparatorios, caracterizándose por la subordinación de la
filosofía a la teología. Las escuelas aceptaban las doctrinas teológicas tal
como se las presentaba la iglesia y, dando por hecho que eran verdade-
ras, procuraban adaptarlas a la razón humana y deducir de ellas los co-
rolarios que pudieran hallar. No obstante, este período marcó el inicio
de la teología sistemática. Después de Juan Damasceno, que representó
a la teología del oriente, siguieron Anselmo, Abelardo y Pedro Lom-
bardo, con quienes principiaron los tratados sistemáticos en el occiden-
te. Anselmo (1033-1109) fue el primero que intentó formular una teo-
ría racional de la expiación; su Cur Deus Homo —al igual que
Monologium y Proslogium— fue una contribución esencial a la literatu-
ra teológica. Abelardo (1079-1142) es conocido especialmente en filo-
sofía por su conceptualismo, una posición intermedia entre el realismo
de Anselmo y el nominalismo de Roscelino (1050-1100). Sus dos obras
teológicas principales son De unitate et Trinitate Divina —censurada
en Soissons bajo el título Teología cristiana— e Introductio ad Theolo-
gam. Pedro Lombardo (1100-1164) realizó uno de los primeros inten-
tos para sistematizar la doctrina en el occidente.
El siglo XIII representa el período de la perfección en el escolasti-
cismo. La filosofía se caracterizó por su alianza amistosa con la teología
en lugar de estar subordinada a ésta. El avivamiento de la filosofía aris-
totélica proveyó a los teólogos un nuevo principio de coordinación y
sistematización. Por tanto, la teología de este período consiste en las
doctrinas de los Padres sistematizadas de acuerdo con Aristóteles.
Mientras que en el primer período, la teología sistemática asumió la
forma de Sententiae o sentencias de los Padres, ordenadas sistemática-
mente bajo ciertas rúbricas, en este período asumió el carácter de Suma

69
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

Teológica, que en realidad eran sistemas de teología independientes.


Duns Escoto (1276-1308) nació poco después de la muerte de Tomás
de Aquino, y aunque vivió sólo cerca de 33 años, inició un movimiento
filosófico y teológico que finalmente produjo la caída del escolasticismo
y la introducción del período de la Reforma.
Desarrollo de la teología en el período escolástico. La primera obra
sistemática importante del período escolástico fue Libri Sententiarum
Quattuor o Cuatro libros de sentencias, de Pedro Lombardo. Fue una
presentación sistemática de resúmenes de los escritos de Agustín y otros
Padres de la iglesia. El primer libro trataba acerca de Dios; el segundo,
de las criaturas; el tercero, de la redención; y el cuarto, de los sacramen-
tos y los últimos acontecimientos. El Concilio Laterano (1215) lo
adoptó como libro de texto, usándolo como texto de teología por más
de 500 años. Pedro Lombardo, conocido como magister sententiarum
(maestro de las sentencias), fue discípulo de Abelardo. Previamente
hubo otros libros de sentencias tales como Summa Sententiarum, de
Hugo de San Víctor, y Sententiarum, de Roberto Pulleyn, pero no
fueron tan extensos como el de Lombardo.
El segundo tratado teológico importante del período escolástico fue la
Suma Teológica de Tomás de Aquino, una obra de gran valor y fuente
de consulta aun en estos tiempos.

EL PERÍODO DE LA REFORMA
La era precedente se caracterizó por la sistematización de los resulta-
dos del período polémico. Sin embargo, la Reforma constituyó un nue-
vo período de controversias y formulaciones del credo, marcando así la
transición del mundo medieval al moderno. La Reforma como tal fue
resultado del Renacimiento. De hecho, fue una continuación del Rena-
cimiento que afectó asuntos religiosos, especialmente en Alemania e
Inglaterra. A Reuchlin y a Erasmo se les conoce como los dos ojos de
Alemania, uno por su conocimiento de la lengua y literatura hebreas; el
otro, debido a su conocimiento del griego y sus obras en ese idioma.
Un escritor trazó el desarrollo del pensamiento a través de cuatro Jua-
nes —Juan Duns Escoto, Juan Tauler, Juan Huss y Juan Wesley— y
luego añadió un quinto y un sexto —Juan Wessel y Juan Reuchlin.
El evento más importante de este período, y el que permitió el desa-
rrollo de dos tipos de teología radicalmente diferentes, fue la división
de la iglesia en dos ramas principales: el catolicismo romano y el protes-

70
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

tantismo. Desde ese tiempo cada uno de ellos se ha desarrollado en un


gran sistema teológico. Aunque existen elementos de unidad funda-
mentales, las diferencias se manifiestan en casi cada punto esencial de la
teología. La posición católica romana fue expresada en los Decretos
Tridentinos que formuló el Concilio de Trento (1545-1563). Esos
decretos constituyen un sistema completo de la teología católica roma-
na, y fueron el resultado de la infatigable labor de eruditos de las uni-
versidades de la iglesia. La posición de la Reforma protestante fue de-
clarada en la Fórmula de Concordia (1580) y, después, en los cánones
del sínodo de Dort (1618-1619). El protestantismo aceptó las enseñan-
zas de los credos de Nicea, Constantinopla y Calcedonia, y, en lo esen-
cial, también las doctrinas agustinianas del pecado y la gracia. Rechazó
la autoridad absoluta de la tradición eclesiástica y las conclusiones de
los concilios de la iglesia. Sostuvo la autoridad suprema de la Biblia en
cuanto a fe y moral, el sacerdocio universal de los creyentes y la doctrina
de la justificación por la fe sola.
La teología del período de la Reforma. La teología del período de
la Reforma se divide en dos ramas extensas: la luterana y la reformada.
En general, se puede describir a la luterana como más profundamente
sacramental, en tanto que la reformada es más intelectual y doctrinal.
Lutero y Melanchthon son los representantes de la primera, y Zwinglio
y Calvino de la última. Lutero y Zwinglio fueron principalmente los
reformadores, y Melanchthon y Calvino, los teólogos en los inicios del
protestantismo. No obstante, al tratar de los teólogos luteranos, no se
debe pasar por alto a Martín Lutero mismo (1483-1546), cuya princi-
pal obra, De Servo Arbitrio, escrita en 1525, se ha considerado como un
manifiesto doctrinal. Pero el primer teólogo sistemático del período de
la Reforma fue Melanchthon (1497-1560),4 quien publicó Loci Com-
munes en 1521. Hubo 80 ediciones de esta obra durante la vida del
autor y le dio su nombre a incontables obras que la sucedieron. De
acuerdo con el espíritu práctico característico de la Reforma, los Loci de
Melanchthon resultaron de sus conferencias sobre la Epístola a los Ro-
manos y trató los diversos temas en el orden en que aparecen en la epís-
tola. Aunque a Zwinglio (1484-1531) no se le considera generalmente
como teólogo, en 1525 publicó Commentarius de Vera et Falsa Religio-
ne, un trabajo dogmático que empieza con una discusión acerca de la
religión y sigue con el orden usual de la teología. Esta obra hace hinca-
pié en la soberanía de Dios y en la predestinación absoluta. Sin embargo,

71
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

la obra de la teología reformada que hizo época fue Institutos de la reli-


gión cristiana, de Calvino (1509-1564). Los Institutos aparecieron pri-
mero en 1536 y después en 1559; consistían de cuatro libros divididos
en 104 capítulos. Los primeros tres libros tratan del credo y el cuarto
contiene la doctrina de la iglesia. Al igual que Zwinglio, enfoca la sobe-
ranía de Dios como idea central y el orden que presenta es esencialmente
trinitario.
Controversias del período de la Reforma. En la historia de la igle-
sia, por lo general se consideran los períodos de controversia como esté-
riles y carentes de interés. Es cierto que en esos tiempos jamás se ha
visto un desarrollo sistemático de la teología ni la fuerza espiritual del
evangelismo. No obstante, al parecer sólo de esa manera las verdades
pudieron quedar listas para su futura sistematización, llegando a ser
entonces la base de grandes períodos de avivamiento espiritual. Ningún
estudiante serio de teología puede pasar por alto la importancia de estas
controversias, y una vez que les dé atención, no dejará de admirar la
agudeza intelectual y el heroísmo moral de los defensores de la fe. Aquí
sólo podremos mencionar esas controversias en su orden histórico y
sugerir un estudio posterior más detenido al respecto.
1. Primera controversia eucarística (1524-1529). Sucedió entre Lute-
ro y Carlstadt (1481-1541) y también entre Zwinglio y los que defen-
dían la misa. Las ideas de Zwinglio eran diferentes de las de Lutero,
quien podría haberlas tolerado si no hubiera pensado que estaban aso-
ciadas con las enseñanzas de Carlstadt. Ya desde 1524 Lutero escribió:
“La ponzoña de Carlstadt se está esparciendo en Suiza”.
2. Controversia anabaptista (1525). Trató de las formas de bautismo
y las personas que debían ser bautizadas.
3. Controversia antinomista (1527-1566). Se produjo por las declara-
ciones extremas de Juan Agrícola, quien hacía hincapié en la justificación
por la fe restando importancia a la fidelidad a la ley.
4. Controversia adiaforística (1548). Trató de ciertos asuntos de fe y
moral. En sus inicios se discutió si existían o no doctrinas totalmente
neutrales respecto a lo correcto e incorrecto. Melanchthon y Bugenha-
gen afirmaban que sí existían, mientras que Placeus y Westphal soste-
nían lo contrario. Tomás de Aquino intentó establecer una distinción
entre lo correcto e incorrecto per se, y lo correcto e incorrecto en la
experiencia. En el siglo XVII surgió el conflicto nuevamente; Spener y

72
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

los pietistas negaban toda posición neutral, en tanto que sus opositores
afirmaban que existían doctrinas neutrales.
5. Controversia sinergística (1543-1580). Se ocupó de la relación en-
tre el elemento humano y el divino en la salvación. Los seguidores de
Melanchthon afirmaban que había cooperación entre lo divino y lo hu-
mano; los flacianos negaban que el pecador pudiera tener otro papel
excepto uno pasivo. La Fórmula de Concordia favoreció esta última po-
sición. El calvinismo en esencia es monergista, mientras que el arminia-
nismo es estrictamente sinergista.
6. Controversia osiándrica (1549-1552). En esta controversia acerca
de la naturaleza de la justificación, Osiander (1498-1552) sostuvo que
ésta consistía en la infusión de justicia esencial o de la naturaleza divi-
na. Aunque Osiander era un fiel protestante, su posición mostraba la
confusión entre la justificación y la santificación que se ve en la teología
católica romana. Este punto de vista de la justificación jamás halló
aceptación en la teología protestante.
7. Segunda controversia eucarística (1552). Surgió entre Lutero y
Zwinglio y ayudó a desarrollar y esclarecer las diferencias entre las igle-
sias luterana y reformada. Zwinglio negó: (a) que comer el cuerpo de
Cristo corporalmente confirme o pueda confirmar la fe; (b) que comer
el cuerpo de Cristo corporal o naturalmente perdone o pueda perdonar
pecados; (c) que el cuerpo de Cristo se halle corporalmente presente en
la eucaristía tan pronto como se declaran las palabras “esto es mi cuer-
po” respecto a los elementos. Lutero jamás enseñó lo siguiente: (d) que
el cuerpo de Cristo pueda estar corporalmente presente en los elemen-
tos. Lutero, por otro lado, afirmaba: (a) que en la eucaristía Cristo está
presente sólo por la fe; (b) que todo el que acepta el milagro de la en-
carnación no tiene razón para dudar de la presencia de Cristo en y con
los elementos; (c) que Cristo no está aprisionado en el cielo. Zwinglio
jamás enseñó lo siguiente: (d) que es necesario que el cuerpo y la sangre
de Cristo estén presentes en la eucaristía para que el creyente tenga la
seguridad del perdón de los pecados.
8. Controversia mayorística (1559). Trató de la naturaleza de las
buenas obras. Mayor declaró que las buenas obras eran esenciales para
la salvación, en tanto que Amsdorf, quien dirigió la oposición, declaró
que eran perjudiciales. La disputa se resolvió con la Fórmula de Con-
cordia que adoptó la posición intermedia, poniendo las bases para la
doctrina protestante generalmente aceptada, esto es, que las buenas

73
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

obras son necesarias como consecuencia de la fe, pero no necesarias


como condición para la justificación.
9. Controversia arminiana (1560-1619). Tuvo que ver con la doctri-
na de la gracia. Los arminianos, llamados así por el tipo de teología que
representaban, protestaron contra cinco puntos de la teología calvinista.
Por esta razón se les llamó protestantes. Los arminianos fueron excluidos
de la iglesia reformada y el sínodo de Dort condenó sus enseñanzas. La
teología arminiana constituye la base de la enseñanza wesleyana que sos-
tiene el metodismo. También es la base de la teología de la Iglesia Angli-
cana después de los días del obispo Cranmer. Esta controversia, por su
importancia, demanda mayor atención y se discutirá ampliamente al
ocuparnos de las doctrinas de la gracia.
10. Controversia deísta en Inglaterra (1581-1648). Fue una forma de
la controversia racionalista que surgió en un período posterior.
11. Controversia pietista (1650). Esta controversia ocurrió después
del período de la Reforma, pero se incluye aquí debido a su vínculo con
las controversias anteriores. La ocasionó una reacción contra el forma-
lismo dogmático de la época. Los reformadores habían hecho énfasis en
la eficacia de la fe en Cristo como el medio para obtener el perdón de
los pecados; sin embargo, las controversias que surgieron entre ellos
dieron, en forma gradual, un carácter exclusivamente doctrinal y polé-
mico a los sermones y escritos de los teólogos luteranos y calvinistas.
Como reacción, hubo un renovado énfasis en los sentimientos y en las
buenas obras. El iniciador de este movimiento fue Philip Jacob Spener
(1635-1705), quien en reuniones en su casa predicaba, explicaba pasa-
jes del Nuevo Testamento y motivaba a los presentes a conversar sobre
temas religiosos. A raíz de esto se les dio el nombre de pietistas. El pro-
pósito de Spener era combinar el énfasis luterano en la doctrina de la
Biblia, con la tendencia reformada hacia una vida vigorosa.
12. Controversia placeana (1633-1685). Esta controversia también
pertenece al período posterior a la Reforma y tuvo que ver con la
“imputación mediata”.
De este modo se desarrollaron y preservaron las doctrinas de la igle-
sia, mediante luchas y debates, a menudo con mucho odium theologi-
cum y a veces con prácticas que debemos desaprobar. Asuntos de gran
importancia estuvieron en juego, y hombres de perspicacia intelectual y
heroísmo moral acudieron en defensa de la fe. Hemos de creer, asi-
mismo, que sobre todo estuvo presente la Providencia, invalidando las

74
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

fallas y los defectos humanos, y que el Espíritu Santo mismo, como


Guía a toda la verdad, dio forma al destino de la iglesia.

EL PERÍODO CONFESIONAL
Los siglos XVII y XVIII (ap. 1600-1800) representan el período
confesional en el desarrollo teológico. Durante este tiempo se organiza-
ron en forma sistemática las declaraciones doctrinales de los principales
grupos cristianos, y fueron entregados a la iglesia como diferentes tipos
de dogmática cristiana. A los teólogos de este período con frecuencia se
les clasifica como escolásticos protestantes, puesto que siguieron esen-
cialmente los mismos principios de sistematización que observaron los
antiguos eruditos. Dos aspectos de este tema demandan nuestra aten-
ción: los diversos tipos de confesiones, y las diferentes formas que
adoptó la teología debido a la influencia de circunstancias externas.
Veremos estas divisiones desde el punto de vista genético.

Tipos de confesiones
Los diferentes tipos de teología se encuentran en el Nuevo Testa-
mento mismo y marcan el inicio de lo que aconteció en períodos poste-
riores de la historia de la dogmática. Pedro representó la tendencia
práctica; Santiago, una combinación de lo práctico y lo filosófico, ha-
biéndonos dejado la literatura sapiencial del Nuevo Testamento; Pablo,
lógico y sistemático, nos legó la teología sistemática del Nuevo Testa-
mento; en tanto que Juan fue principalmente un profeta que anunció
de manera dogmática lo que había visto por intuición. Las característi-
cas distintivas de estos tipos de teología se observarán mejor al estudiar
los contrastes presentados en orden cronológico en la historia de la
iglesia: las iglesias de oriente y occidente; las iglesias católica romana y
protestante; las iglesias luterana y reformada; y las iglesias reformada y
arminiana.
Las iglesias de oriente y occidente. El oriente y el occidente tienen
en común los tres credos ecuménicos y las decisiones de los cuatro con-
cilios ecuménicos: Nicea (325); Constantinopla (381); Éfeso (431); y
Calcedonia (451). Las iglesias se separaron por la controversia que cau-
só la inserción de la palabra filioque en el credo, pero quizá la separa-
ción se haya debido más a razones políticas y eclesiásticas que al punto
doctrinal sobre la procedencia única o doble del Espíritu Santo. Había
dos pontífices rivales, uno en Constantinopla en el oriente y otro en

75
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

Roma en el occidente. La decadencia del imperio oriental contribuyó


en gran manera al aumento del poder de Roma. Después de la separa-
ción se desarrollaron dos tipos distintos de teología. La del oriente era
más filosófica y especulativa; la del occidente, más progresiva y práctica.
A la primera, con su inclinación por las sutilezas metafísicas, le debe-
mos las doctrinas de la Trinidad y la naturaleza de la Deidad. Al occi-
dente, con su tendencia más práctica, le debemos las doctrinas de la
gracia y de la organización de la iglesia.
Las normas confesionales de la iglesia oriental son los tres credos an-
tes mencionados, a los que después se añadieron la Confessio Gennadii
(1453) y la Confessio Orthodoxa (1643). Las diferencias doctrinales en-
tre las iglesias de oriente y occidente son las siguientes: el oriente (1)
rechaza la doctrina del papado; (2) modifica los siete sacramentos; (3)
niega la inmaculada concepción de la virgen; (4) hace que circule la
Biblia en el lenguaje popular; y (5) afirma su propia supremacía, consi-
derando a la iglesia de Roma como el más antiguo de todos los cismas y
herejías.
Las iglesias católica romana y protestante. Así como se desarrolla-
ron diferentes tipos de teología en las iglesias oriental y occidental,
también en el occidente mismo fueron marcadas y distintivas las carac-
terísticas que distinguieron al catolicismo romano y al protestantismo.
La Iglesia Católica Romana es sacramentalista; la iglesia protestante es
evangélica. El cristianismo evangélico sostiene que Dios salva a las per-
sonas directamente, estableciendo una relación personal y espiritual con
ellas. El catolicismo romano, por el contrario, enseña que la iglesia es el
único instrumento designado por Dios y que por su medio se comuni-
can las bendiciones espirituales a través de los sacramentos. El cristia-
nismo evangélico sostiene que la verdadera iglesia se compone del nú-
mero total de los redimidos por medio de Cristo, y que su autoridad
está condicionada por la relación espiritual inmediata que existe entre
los miembros que la constituyen y el Señor viviente que es su Cabeza
divina. Aunque la teología católica romana técnicamente admite que
existe una iglesia invisible, en la práctica la identifica con la organiza-
ción visible, afirmando que ha sido comisionada para realizar cierto
trabajo en el mundo. Sostiene, además, que deriva su autoridad sólo de
esa comisión, independientemente de la relación personal que exista en
lo espiritual entre Cristo y sus miembros, o incluso con los oficiales

76
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

investidos de autoridad. De esta manera, en el occidente las dos ramas


desarrollan una teología extensa aunque muy divergente.
Las normas católico-romanas las conforman los tres credos y, dirigi-
dos especialmente contra el protestantismo, los Cánones y Decretos del
Concilio de Trento (1545-1563); Professio Fidei Tridentina (1564), que
es el credo de Pío IV; y a éstos se añadieron después las decisiones del
Vaticano sobre la inmaculada concepción (1854) y la infalibilidad
papal (1870).
La teología protestante y sus diversas variaciones. Aunque las
perspectivas divergentes de las iglesias católica romana y protestante se
centran mayormente en la concepción de la iglesia misma, de estas dife-
rencias han resultado dos sistemas teológicos opuestos entre sí en casi
todos los puntos. Primero, el protestantismo sostiene la universalidad
del sacerdocio de los creyentes, en oposición al orden sacerdotal espe-
cial que defiende el catolicismo romano; segundo, cree que la gracia se
comunica mediante la verdad que se recibe por fe, en oposición a la
que se confiere sólo en los sacramentos; tercero, exalta la predicación de
la Palabra por encima del ministerio sacramental en el altar; y cuarto,
declara que la gracia se recibe directamente de Cristo por medio del
Espíritu Santo, y que esto provee membresía en la iglesia como el cuer-
po espiritual de Cristo, en oposición a la enseñanza de que la relación
espiritual con Cristo debe establecerse por medio de la iglesia. El punto
de vista evangélico de que nos acercamos a la iglesia a través de Cristo,
en lugar de acercarnos a Cristo a través de la iglesia, no sólo establece
una distinción teológica sino que origina tipos de experiencia cristiana
muy diferentes.
Al tratar de la teología protestante consideraremos cuatro tipos: (1)
la dogmática luterana; (2) la dogmática reformada; (3) la dogmática
arminiana; y (4) la dogmática sociniana.
1. Dogmática luterana. Las normas luteranas son la Confesión de
Augsburgo con su Apología (1530); los Artículos de Smalcald (1537); los
Catecismos Menor y Mayor de Lutero (1529) y las Fórmulas de Concor-
dia (1577). En el luteranismo han existido tres tendencias marcadas:
primero, un movimiento a fines del siglo XVI y principios del XVII que
manifestó una renovada adhesión a las ideas de Lutero oponiéndose a las
de Melanchthon; segundo, una reacción contra el luteranismo estricto en
favor de los primeros credos ecuménicos; y tercero, las posiciones inter-
medias. Agruparemos a los teólogos luteranos bajo esa clasificación.

77
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

En el movimiento de retorno a Lutero se puede mencionar a Leo-


nard Hutter (1563-1616), conocido comúnmente como el “Lutero
resucitado”. Publicó en 1610 su obra principal, Compendium Locorum
Theologicorum, que consistía de extractos de las normas luteranas.
Twesten publicó una segunda edición en 1855. También aquí se debe
clasificar a Juan Gerhard (1582-1637), considerado como el teólogo
más erudito de su época. Su gran obra Loci Communes Theologici se
publicó en nueve tomos (1610-1622) y supera en mucho a la obra de
Hutter en cuanto al orden sistemático. Chemnitz (1522-1586) siguió
inicialmente a Melanchthon pero después se convirtió al luteranismo.
Se le describe como “claro y preciso, el más erudito entre los discípulos
de Melanchthon”. En oposición al luteranismo estricto, George Calix-
tus (1586-1656) inició un movimiento reaccionario promoviendo el
retorno a los grandes credos ecuménicos. Aunque siguió a Melan-
chthon y no a Lutero, se le conocía como el “teólogo sincretista” y se
empeñó en hallar la verdad tanto en la posición reformada como en la
romana. Su principal obra fue Epitome Theologiae, que representa un
cambio del método de tratamiento analítico al sintético. Aparte de Da-
naeus, fue el primer teólogo que estableció una separación entre la ética
y la dogmática. El opositor de Calixtus fue Calovius (1612-1686),
quien en defensa del luteranismo emprendió la tarea de refutar los erro-
res que surgieron después de los días de Gerhard. Su obra Systema Loco-
rum Theologicorum se publicó en 12 tomos y siguió el estilo escolástico.
Una obra similar a ésta, pero en un estilo aun más dialéctico, fue Theo-
logia Didactico-polemica Theologiae, de Quenstedt (1617-1688). Hollaz
(1648-1713), cuya obra consiste en gran parte de resúmenes de Ger-
hard, Calovius y otros mostrando la influencia del misticismo, marca
en cierto sentido la transición de la teología estrictamente escolástica
del siglo XVII al tipo pietista del siglo XVIII. Los teólogos intermedios
de la escuela de Jena mantuvieron una posición media entre la de Ca-
lixtus y Hutter; sus principales representantes fueron Musaeus (1613-
1681) y Baier (1647-1695). La obra de este último, Compendium Theo-
logiae Positivae, se convirtió en un libro de texto importante y popular
para el estudio de la dogmática luterana antigua.
2. Dogmática reformada. Un movimiento similar al que se vio en el
luteranismo ocurrió en forma aun más marcada en la teología reforma-
da. Basándose en la teología de Calvino, hubo un movimiento que
llevó a un extremo su posición, lo que condujo prácticamente al “hi-

78
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

percalvinismo”. En oposición a esta tendencia surgió un movimiento


reaccionario que no podría considerarse como el retorno al calvinismo,
sino una modificación declarada del mismo. Los representantes de este
movimiento fueron los amyraldistas y los arminianos; sin embargo, la
posición de los arminianos no debe considerarse tan solo como una
modificación de la teología reformada, sino como un tipo distintivo de
dogmática.
Los teólogos reformados que siguieron inmediatamente después de
Zwinglio y Calvino fueron representantes hábiles de las ideas calvinis-
tas. Entre ellos están: Pedro Mártir (1500-1562); Chamier (1565-
1621); Wolleb (1536-1626), autor de Compendium Theologiae Chris-
tianae; y Wendelin (1584-1652), cuyas obras principales fueron Com-
pendium Christianae Theologiae (1634) y Christianae Theologiae Systema
Majus (1656), que constituyen exposiciones del calvinismo estricto de
ese período. Teodoro Beza (1519-1605), que no produjo una obra
dogmática distintiva, pero inició un poderoso movimiento hacia el
hipercalvinismo que influyó en gran manera en la teología de su tiem-
po. William Twisse (1575-1646) escribió un libro que se publicó en
1648; la traducción del título sería Las riquezas del amor de Dios a los
vasos de misericordia de acuerdo con su odio o condenación absolutos de los
vasos de ira. MacPherson dice que esa obra proporciona “quizá el mejor
ejemplo de supralapsarianismo desarrollado mediante la aplicación
intrépida de la lógica —sin las necesarias explicaciones y reservas— a
los principios doctrinales del calvinismo” (MacPherson, Christian
Dogmatics, 63). Después siguieron Francis Turretin, de Génova (1623-
1687), cuyo Institutio Theologiae Elencticae muestra la influencia de la
naciente escuela federal de teología, y Jean Alfonso Turretin, hijo del
anterior (1671-1737), que procuró modificar el calvinismo estricto de
su padre y promover la unión de las iglesias reformada y luterana. A
Jean Alfonso Turretin y a su contemporáneo Benedict Pictet (1655-
1725) se les puede clasificar como federalistas; ambos siguieron la
influencia de la filosofía cartesiana.
El movimiento reaccionario en la iglesia reformada de este período
fue iniciado por Cocceius (1603-1669), quien renunció al método es-
colástico y aceptó un método puramente bíblico. Organizó su material
en base a la idea del pacto y, en este sentido, se convirtió en federalista.
Su principal obra, Summa doctrinae de Foedere et Testamentis Dei, se
publicó en dos tomos. Witsius (1636-1708) intentó reconciliar a los

79
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

federalistas con el partido ortodoxo pero sin éxito. En Inglaterra los


representantes del grupo intermedio fueron John Owen (1616-1683),
Richard Baxter (1616-1685) y Thomas Ridgeley (1666-1734). La es-
cuela de Saumur en Francia estuvo representada por dos teólogos so-
bresalientes: Amyraldus (1596-1664), quien intentó modificar las con-
clusiones del sínodo de Dort; y La Place, o Placaeus (1606-1655) como
se le conoce comúnmente, quien fomentó la teoría de la imputación
mediata del pecado de Adán. El calvinismo de la escuela de Saumur no
recibió la aprobación de las iglesias reformadas de Génova y, en el sí-
nodo de Charenton (1675), fue condenado por medio de la Formula
Consensus. Los teólogos presbiterianos escoceses fueron Thomas Boston
(1676-1732); John Dick (1764-1833) y Thomas Chalmers (1780-
1847). Jonathan Edwards (1703-1758) y Samuel Hopkins (1721-
1803) fueron los principales teólogos de ese período en los Estados
Unidos.
3. Dogmática arminiana. La escuela arminiana o protestante surgió
en Holanda en los inicios del siglo XVII, en protesta contra el calvi-
nismo de esa época. Jacobo Arminio (1560-1609) fue un “teólogo ilus-
trado y capaz, con un espíritu cristiano humilde”. Siendo un joven
precoz, estudió teología bajo la enseñanza de Teodoro Beza, un calvi-
nista rígido y líder en el desarrollo del hipercalvinismo. Al final de sus
días, Arminio se apartó de las ideas iniciales de la teología reformada y,
cuando era profesor en Leyden, enfrentó un duro conflicto con Goma-
rius (1563-1641). Arminio no vivió mucho después de esto, pero su
muerte no significó el fin de la controversia. Después de Jacobo Armi-
nio, de quien esta teología toma su nombre, se puede mencionar a Si-
mon Episcopius (1583-1643), quien tras la muerte de Arminio dirigió
el movimiento y continuó la controversia ante el sínodo de Dort. Su
obra Instituciones teológicas, publicada en 1643, es la declaración más
clara y de mayor autoridad sobre el arminianismo inicial. En Dort,
Episcopius enfrentó la oposición de Gomarius y de Maccovius (1588-
1644). Voetius de Utrecht (1588-1676) fue el opositor más cruel y más
violento del arminianismo; su Selectae Disputationes Theologicae estuvo
dirigida contra los arminianos, los cartesianos y los cocceianos. Hugo
Grotius (1583-1645) fue quizá el teólogo más notable de la escuela
holandesa. Se le reconoce tanto por su “teoría gubernamental de la
expiación” como por su contribución a la ley internacional. Entre sus
principales escritos apologéticos se hallan De Veritate Chr. Religionis y

80
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

Defensio Fidei Catholicae de Satisfactione Christi; este último se dirige


contra los pelagianos y los socinianos, pero defiende las ideas arminia-
nas. Philipp van Limborch (1633-1702) vinculó los siglos XVII y
XVIII, no sólo por los años en que transcurrió su vida sino porque
marcó la transición al racionalismo. Fue profesor de teología en Utre-
cht y amigo del filósofo inglés Juan Locke. Su exégesis del Nuevo Tes-
tamento demostró ser popular y duradera, y su Institutes of Christian
Theology (Institutos de la teología cristiana) constituye la más completa
y mejor conocida exposición del arminianismo inicial.
Entre los puritanos de Inglaterra, el más destacado representante del
arminianismo evangélico fue John Goodwin (1593-1665). Su obra
Redemption Redeemed (Redención redimida), publicada en 1651, trató
acerca de la elección, la condenación y la perseverancia, y su Imputatio
Fidei o Tratado sobre la justificación (1642) fue valorado en gran mane-
ra por Juan Wesley y Richard Watson. Su Exposition of the Ninth Chap-
ter of Romans (Exposición del noveno capítulo de Romanos) y On
Being Filled with the Spirit (Sobre el ser llenos con el Espíritu) fueron
otras contribuciones a la causa evangélica. John William Fletcher
(1729-1785), vicario de Madeley, ha sido denominado el “arminiano
de arminianos”. Fue el apologista del metodismo inicial y su Checks to
Antinomianism (Controles al antinomianismo) sigue siendo el mejor
tratado sobre este tema. Quizá sea más conocido por su carácter santo y
su ministerio espiritual. Juan Wesley (1703-1791) fue el padre del me-
todismo tanto en lo que respecta a la doctrina de la iglesia como a su
forma de gobierno. El desarrollo del arminianismo posterior, común-
mente conocido como wesleyanismo, sucedió en el siguiente siglo.
Aunque no seguían estrictamente la teología arminiana, siendo
evangélicos cabales, podemos mencionar aquí a George Fox (1624-
1691), el fundador de la Sociedad de Amigos o cuáqueros; y a George
Barclay (1648-1690), cuya Apología representa las normas doctrinales
de la sociedad. Los ministros ingleses de este período fueron Richard
Hooker (1553-1600); Gilbert Burnett (1643-1715) y John Pearson
(1613-1685), cuyas obras sobre el credo, las parábolas y los milagros
todavía se aceptan como fuentes de autoridad.
4. Dogmática sociniana. Con frecuencia no se considera a la teología
sociniana como una clase distintiva de dogmática, pero puesto que el
movimiento se remonta al período de la Reforma, lo incluiremos aquí.
Lelio Socino (1525-1562) y su sobrino Fausto Socino (1539-1604)

81
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

fueron los fundadores de lo que se conoce hoy como unitarismo. El


socinianismo toma su nombre del primero y al último se le considera el
fundador de la secta. Los escritos de ambos están reunidos en la obra
Bibliotheca Fratrum Polonorum. En el siglo XVII las doctrinas fueron
defendidas por Crell (1590-1631), quien escribió un tratado contra el
concepto trinitario de Dios; y por Schlichting (1592-1662), quien es-
cribió una confesión de fe para los cristianos polacos. El padre del uni-
tarismo inglés fue John Biddle (1615-1662), quien escribió una serie de
folletos sobre La fe en un solo Dios, quien es sólo el Padre; y en un Me-
diador entre Dios y los hombres, quien es sólo el hombre Cristo Jesús;
y en un Espíritu Santo, el don de Dios. Las normas doctrinales se ha-
llan en el catecismo racoviano. Éste apareció como Catecismo Rakow
en el idioma polaco en 1605, inmediatamente después de la muerte de
Socino, y, en base a los escritos de éste, fue completado por Statorius,
Schmalz, Moscorovius y Volkel. Las traducciones en latín aparecieron
en 1665, 1680 y 1684.

Formas de teología del período confesional


Consideraremos ahora algunas de las formas que adoptó la teología
debido a la influencia de circunstancias externas. Veremos de manera
concisa: (1) el movimiento pietista; (2) el movimiento racionalista; y
(3) el movimiento bíblico.
1. Movimiento pietista. Hacia fines del siglo XVII y principios del
XVIII surgió una fuerte oposición contra la esterilidad del escolasticis-
mo, dando origen así al movimiento pietista de Alemania. Andreae
(1586-1654) y Spener (1635-1705) lucharon contra la ortodoxia muer-
ta, proclamando que se necesitaba una theologia regenitorum o la rege-
neración de la teología. Spener defendía la sustitución de la oración y el
estudio de la Biblia en vez de la teología oficial de su tiempo. Sin em-
bargo, trabajó en especial en el campo de la escatología, intentando
suplir lo que, en su opinión, hacía falta en la dogmática de Lutero. Sus
puntos de vista acerca del milenio fueron desarrollados después por dos
de sus discípulos: Johann Wilhelm Peterson (1694-1727), un místico
luterano que fue expulsado de Luneburg debido a sus ideas milenialis-
tas; y Johann Konrad Dippel (1673-1734), conocido como entusiasta
religioso. La obra de Spener la continuó Francke (1663-1734), funda-
dor del Instituto Francke en Halle. Benedict Carpzon (1679-1767) fue
un decidido adversario del movimiento pietista y bajo su liderazgo se

82
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

ensanchó la brecha entre el escolasticismo y el pietismo. En la mente de


la gente se desarrolló repugnancia hacia el escolasticismo, como se puede
ver en los escritos de Hollaz, conocido como “el último de los teólogos
ortodoxos”.
2. Movimiento racionalista. Aquí es donde comienza a sentirse la
variada influencia de los sistemas filosóficos sobre la dogmática. En
Holanda hubo una escuela de Descartes representada por Bekker
(1634-1698). Su libro Strong Food for the Perfect (Alimento fuerte para
los perfectos) levantó sospechas de socinianismo y más tarde fue de-
puesto del ministerio. También existieron las escuelas de Wolff (1659-
1754) y Leibnitz (1646-1716) en Alemania, que influyeron en gran
manera en el estudio teológico. Entre los teólogos de la escuela de
Wolff se encuentran: Stapfer (1708-1775), cuya obra Theological Insti-
tutes (Institutos teológicos) fue muy conocida; Baumgarten (1706-
1757); Endemann (m. en 1789); Bernsau (m. en 1763) y Wyttenbach
(m. en 1779). Estos teólogos de los inicios del período racionalista eran
ortodoxos y su motivación era demostrar el dogma de manera tan exac-
ta y clara que no despertara oposición alguna. Sin embargo, sus inten-
tos de ofrecer una declaración exacta produjeron un intelectualismo
que dio origen a las tendencias escépticas del racionalismo. La separa-
ción entre la teología natural y la teología revelada se agudizó, exaltán-
dose a la teología natural a expensas de la revelación. Esto resultó en el
deísmo de Inglaterra y el período de la “ilustración”, como se le deno-
mina en filosofía. Estos fueron los inicios del período racionalista de
principios del siglo XIX, el que se opuso fuertemente a la verdad del
cristianismo. Después que la Reforma liberó en gran parte a la teología
de las cadenas del escolasticismo, pronto ocuparon su lugar otras filoso-
fías. Semler, basándose en la filosofía de Wolff y Leibnitz, enseñó que
la Biblia sólo tenía carácter local y temporal. Michaelis (1716-1784) y
Doederlein (1714-1789) siguieron a Semler (1725-1791) con la ayuda
de la filosofía de Emmanuel Kant (1724-1804). La filosofía de Herder
(1744-1803) y Jacobi (1743-1819) demostró una espiritualidad mayor
y preparó el camino para el “padre de la teología moderna”, Friedrich
Daniel Ernst Schleiermacher (1768-1834).
3. Movimiento bíblico. En oposición a la creciente tendencia hacia el
racionalismo surgió una tendencia teísta bíblica, la cual ayudó a preser-
var la verdad contra los ataques de los racionalistas. Bengel (1687-
1751), quien creía firmemente en la inspiración y en la autoridad abso-

83
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

luta de la Biblia, estaba confundido por la cantidad de variaciones en el


texto. Por tanto, se dedicó a estudiar y, después de 20 años, publicó
Apparatus Criticus (Aparato crítico), que constituyó el punto de inicio
de la crítica textual moderna del Nuevo Testamento. En Essay on the
Right Way of Handling Divine Subjects (Ensayo sobre la manera correcta
de tratar temas teológicos) afirma que, en resumen, consiste en “no
añadir nada a la Biblia sino sacar todo de ella, y no tratar de mantener
oculto lo que se halla realmente en ella”. Oetinger (1702-1782) siguió a
Bengel en lo teológico y a Boehme en lo filosófico. Sostuvo que la vida
no es sólo el fruto de la doctrina sino también su punto de inicio y su
base. Buddeus (1667-1729) fue un hombre letrado y genuinamente
piadoso, y por su posición conciliatoria ejerció una profunda influencia
cristiana. Su obra Institutiones Theologiae Moralis (1711) removió los
elementos casuísticos del tratamiento protestante de la moral cristiana.
Ernesti (1707-1781) sobresalió por su capacidad para las lenguas clási-
cas, la retórica y la teología. Su obra principal fue Institutio Interpretis
N. T. (1761), que inició una nueva época en la historia de la herme-
néutica. J. H. Michaelis (1668-1738) ofreció valiosas contribuciones a
la crítica y exégesis del Antiguo Testamento. Fue conferencista en Halle
y trabajó muy de cerca con Francke. J. D. Michaelis (1717-1791) fue
reconocido como infatigable investigador y prolífico escritor. Sus obras
de exégesis del Antiguo y del Nuevo Testamento son numerosas, siendo
de especial importancia su obra sobre Salmos.

EL PERÍODO MODERNO
Se puede decir que Schleiermacher, el “padre de la teología moder-
na”, introdujo en el pensamiento moderno la vitalidad de la enseñanza
evangélica, tanto como lo hizo su contemporáneo Juan Wesley en el
campo de la religión. En contraste con las ideas de los racionalistas,
comprendió la fe cristiana como algo dado, no sólo de manera externa,
sino establecido en la conciencia. Por tanto, no era consecuencia del pen-
samiento racionalista sino que se originaba en el corazón. La religión era
un “sentimiento de dependencia”, siendo Cristo y su redención el centro
de su sistema teológico. En cuanto al alcance de su influencia, se ha
comparado a Schleiermacher con Agustín y Calvino. Debido a lo extensa
que es la historia de la dogmática en el período moderno, sólo podremos
mencionar a los principales teólogos de cada escuela. Consideraremos el
desarrollo teológico de este período bajo la siguiente división: (1) la

84
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

escuela de Schleiermacher; (2) la escuela racionalista; (3) la escuela in-


termedia; (4) Ritschl y su escuela; y (5) la teología de Inglaterra y los
Estados Unidos.
1. Escuela de Schleiermacher. Por lo general a Schleiermacher y a
sus sucesores se les considera como parte de la escuela de transición,
que marca la distinción entre el pensamiento del período medieval y el
del período propiamente moderno. Como seguidores de Schleierma-
cher podemos mencionar a Alexander Schweitzer (1808-1888), quien
intentó elaborar un sistema de teología basado en la conciencia cristia-
na, siendo el cristianismo histórico la religión en la cual se realizó este
ideal. Schenkel (1813-1885) señaló la conciencia como el órgano dis-
tintivo de la religión. Lipsius (1830-1892) procuró desarrollar una
dogmática cristiana sólo desde el punto de vista de la conciencia cris-
tiana; su división triple comprendía: (1) la conciencia de Dios; (2) la
conciencia de uno mismo; y (3) la conciencia del mundo. Rothe
(1799-1867), alumno de Daub, ocupó una posición intermedia entre
el racionalismo y el supernaturalismo y, en este aspecto, su teología es
comparable a la de Schleiermacher.
2. Escuela racionalista. A ésta se le conoce a veces como la escuela
filosófica debido a que la teología de ese período recibió considerable
influencia de la filosofía, en especial la de Kant, Fichte, Schelling y
Hegel. Entre los primeros seguidores de Hegel estuvieron Daub (1765-
1836), Goschel (1784-1862), Hasse (1697-1783), Rosenkranz (1805-
1879), Erdmann (1821-1905) y Marheineke (1780-1846). Daub fue
maestro de Rothe y mostró la influencia de Fichte, Schelling y Heger
en etapas sucesivas. Marheineke fue colega de Schleiermacher y hege-
liano cabal. El bosquejo de su Sistema de la doctrina cristiana se deriva
de la triada hegeliana: (1) la noción pura de Dios mismo, que com-
prende su naturaleza y atributos; (2) Dios que se distingue a sí mismo
de su persona, el Dios-hombre, sustancia y sujeto a la vez; esto incluye
el tema de la cristología y la soteriología; (3) el retorno de Dios de esta
distinción a la unidad eterna consigo mismo, que abarca la doctrina de
la Trinidad, la administración de la gracia y el reino de Dios. Bieder-
mann (1819-1885), en Christliche Dogmatik (Dogmática cristiana),
desarrolla los principios del hegelianismo de manera panteísta. Con el
advenimiento del hegelianismo en la filosofía, se afirmó por un tiempo
que se había declarado la paz entre la fe y el conocimiento, y que la
teología presentaba la misma verdad en una declaración formal, mien-

85
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

tras que la filosofía la reconocía en un concepto superior. Sin embargo,


este autoengaño no duró mucho tiempo y la escuela de Hegel se dividió
en dos grupos: el primero se adhirió a la fe ortodoxa y el segundo hizo
una marcada distinción entre la fe y el conocimiento como la sabiduría
suprema. El ala izquierda del hegelianismo estuvo representada por
Bauer (1792-1860) y la escuela de Tubinga. Bauer aplicó el método del
desarrollo dialéctico de Hegel a la historia de la iglesia y al Nuevo Tes-
tamento; de esa manera fundó la escuela de Tubinga que se convirtió
en el centro del racionalismo y de la crítica destructiva. Fue Strauss
(1808-1874) quien adoptó las ideas más extremas, por lo que se dijo
que sus enseñanzas se asemejaban a “la teología cristiana como un ce-
menterio se asemeja a una ciudad”. También debemos mencionar aquí
a otros que fueron influenciados por Hegel pero cuya enseñanza fue
más evangélica: Otto Pfleiderer (1839-1908) y Lipsius (1830-1892).
Las obras de Pfleiderer, Philosophy of Religion (Filosofía de la religión,
1896) y Evolution and Theology (Evolución y teología, 1900), influye-
ron en gran manera en el pensamiento de los Estados Unidos durante
la última parte del siglo XIX.
3. Escuela intermedia. A ésta la representa un grupo de teólogos
sobresalientes que procuraron mantener los principios evangélicos, pero
combinándolos con el pensamiento más sobresaliente de su tiempo.
Entre las obras que muestran la marcada influencia de Schleiermacher
debemos mencionar, primeramente, la Dogmática incompleta de Twes-
ten (1789-1876), quien se inclinaba a la ortodoxia eclesiástica, y System
of Christian Faith (Sistema de la fe cristiana) de Nitzsch (1787-1868),
en el que intentó unir la dogmática y la ética. Otros miembros sobresa-
lientes de esta escuela fueron: Isaac A. Dorner (1809-1884), en cuya
obra titulada System of Christian Doctrine (Sistema de doctrina cristia-
na), sus posiciones racionalistas aparecen principalmente en su doctrina
de la Trinidad y en su cristología. El obispo H. L. Martensen (1808-
1884), escritor danés y amigo de Dorner, siguió en general las enseñan-
zas del luteranismo, aunque en la última porción de Christian Dogma-
tics (Dogmática cristiana) se inclinó más a la posición reformada. Su
gran contribución al pensamiento teológico ejerció amplia influencia
en las postrimerías del siglo XIX y principios del XX. Esta influencia se
debió quizá a su estilo atractivo y a su inusitada mezcla de misticismo y
especulación filosófica. A Thomasius (1802-1875) se le clasifica entre
los nuevos luteranos y se le reconoce especialmente por su tratado sobre

86
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

la kenosis. Kahnis (1814-1888) se inclinó a la idea sabeliana de la Tri-


nidad. Philippi (1809-1882) basó su dogmática en la idea de la comu-
nión: (1) la comunión original con Dios; (2) el rompimiento de la co-
munión; (3) la restauración objetiva de la comunión a través de Cristo;
(4) la apropiación subjetiva de la comunión con Dios; y (5) la futura
realización plena de la comunión restaurada y apropiada. Martín Kah-
ler de Halle (1835-1912) organizó su dogmática en tres partes: (1) la
confesión de la necesidad de salvación; (2) la confesión de la posesión
de salvación; y (3) la confesión de la esperanza de salvación. Ebrard
presentó la dogmática reformada a raíz de un estudio de sus fuentes en
oposición a los principios de A. Schweitzer. En un elaborado trabajo
sobre dogmática, J. P. Lange (1802-1884) comenzó con los principios
reformados y procuró armonizarlos con el pensamiento posterior.
Entre los que permanecieron más o menos independientes de las es-
cuelas encontramos a Carl Hase de Jena, quien a pesar de aceptar en
parte la posición racionalista, llegó a sus conclusiones independiente-
mente de los otros pensadores. Su principal obra teológica fue Evang.
Dogmatik (Dogmática evangélica, 1826). Podemos mencionar aquí
también a Cramer (1723-1788), Baumgarten-Crusius (1788-1843) y
en especial la Philosophische Dogmatik (Dogmática filosófica) de C. H.
Weisse (1801-1866), escrita como un intento de armonizar las diversas
posiciones filosóficas. J. Mueller (1801-1878) contribuyó al campo de
la teología con un tratado magistral sobre la Doctrina cristiana del peca-
do (1839). Entre los apologistas de este período podemos mencionar a
C. Ullman (1796-1865) y A. Tholuck (1799-1877). En la misma línea
con la posición supranaturalista del período anterior se hallan los nom-
bres de A. Hahn (1792-1863) y J. T. Beck (1804-1878), quien procuró
abrir un camino nuevo en la teología utilizando terminología especial.
Fue estudiante de Tubinga pero reaccionó contra el racionalismo que
prevalecía allí. Se le clasifica usualmente como seguidor de Schleierma-
cher, pero se alió al realismo bíblico inicial de Bengel. Strauss reaccionó
violentamente contra sus enseñanzas. A. Vinet (1797-1847), Godet
(1812-1900) y Poulain (1807-1868) sobresalieron en Suiza y Francia,
siendo Poulain uno de los más fuertes apologistas contra el naturalismo
moderno.
4. Ritschl y su escuela. En este período, Albrecht Ritschl de Bonn
(1822-1889), más que cualquier otro, fundó una escuela teológica dis-
tintiva. Su principal obra, Justificación y reconciliación, fue el tercer to-

87
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

mo de una obra mayor que planteó sus ideas. Ritschl rechazó la posi-
ción escolástica y, en realidad, toda la filosofía, sosteniendo que la filo-
sofía y la teología no tenían un vínculo válido entre sí. Fue un firme
seguidor del movimiento histórico y, por ello, defendió fuertemente el
reconocimiento del Cristo histórico y la aceptación de la Biblia como
registro de la revelación. Su teoría del conocimiento fue empírica y creó
confusión cuando intentó unir los elementos ideales y reales del cono-
cimiento, los cuales tomó prestados de Kant y de Lotze. El término
“juicios de valor” pertenece particularmente a Ritschl y a su escuela.
Este término se refiere a los juicios que son verdaderos e importantes
sólo en tanto tengan valor para producir efectos emocionales o de otra
clase en la conciencia de aquel que los emite. Esto dio origen a ciertas
fases de la crítica alta con sus tendencias destructoras, tales como la idea
de que los milagros quizá no hayan sido eventos históricos, pero puesto
que producen el efecto de poder omnipotente, poseen “valor” para la
religión. Algunos de los seguidores más radicales de esta posición ex-
tendieron el juicio de valor a Cristo mismo, afirmando que el valor
religioso podría disociarse del trasfondo histórico.
Entre los teólogos clasificados como ritchslianos están Gottschick
(n. en 1847); Hermann de Marburg (n. 1846); Hermann Schultz (n.
en 1836); y quizá Adolph Harnack (n. en 1851). Julius Kaftan (n. en
1848), el sucesor de Dorner en Berlín, modificó la posición de Ritschl,
abandonando las distinciones entre el conocimiento científico y el reli-
gioso; y Theodor Haering (n. en 1848), más que cualquier otro de los
ritschlianos, se acercó nuevamente a la Iglesia Ortodoxa.
5. Teología de Inglaterra y los Estados Unidos. Los primeros escri-
tos metodistas de carácter doctrinal fueron los Sermones de Wesley, que
juntamente con sus Notas y los Veinticinco artículos constituyen las
normas doctrinales del metodismo. Juan Fletcher, quien en cierto sen-
tido fue el apologista del metodismo, era miembro de la iglesia estable-
cida y vicario de Madeley. El primer escritor metodista que formuló un
sistema completo de doctrina fue Richard Watson (1781-1823), quien
publicó Theological Institutes (Institutos teológicos) en 1823. Esta obra
fue revisada por Wakefield, quien la incluyó con material adicional en
Christian Theology (Teología cristiana). William Burton Pope (1822-
1903), con su Compendio de teología cristiana publicado en tres tomos,
fue el primer escritor británico a quien se comparó favorablemente con
Richard Watson. En los Estados Unidos, Miner Raymond (1813-

88
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

1897) publicó Systematic Theology (Teología sistemática), una obra


monumental en tres tomos (1877-1879); Thomas Neely Ralston, Ele-
ments of Divinity (Elementos de teología, 1847), que fue revisada y
ampliada al añadirle Evidences, Morals and Institutions of Christianity
(Evidencias, moral e instituciones del cristianismo, 1871). En la forma
original se tradujo al noruego (1858) y en la forma ampliada se tradujo
y publicó en chino en 1886. Henry Clay Sheldon publicó History of
Christian Doctrine (Historia de la doctrina cristiana) en 1886 y System
of Christian Doctrine (Sistema de doctrina cristiana) en 1903. John J.
Tigert revisó y publicó en 1888 la Teología sistemática de Thomas O.
Summers (1812-1882). La excelente Teología sistemática de John Miley
se publicó en dos tomos en 1892. Olin A. Curtis publicó Christian
Faith (Fe cristiana) en 1905; S. J. Gamertfelder, Teología sistemática en
1913; y A. M. Hills, Fundamental Christian Theology (Teología cristia-
na fundamental) en 1931. Además, se publicó una gran cantidad de
obras menores que representan a la teología arminiana. Entre esos auto-
res están: Bank, Manual of Christian Doctrine (Manual de doctrina
cristiana, 1897); Binney, Theological Compend (Compendio teológico
—Binney y Steele, 1875); Field, Handbook of Christian Theology (Ma-
nual de teología cristiana, 1887); Ellyson, New Theological Compend
(Nuevo compendio teológico, 1905); Lowrey, Positive Theology (Teo-
logía positiva, 1853); Weaver, Christian Theology (Teología cristiana,
1900).
Las iglesias luterana y reformada de los Estados Unidos han depen-
dido ampliamente de las fuentes alemanas para su enseñanza teológica.
Entre las principales obras del luteranismo están: Knapp, Conferencias
sobre teología cristiana; Nitzsch, Sistema de doctrina cristiana (1849);
Martensen, Dogmática cristiana (1892); Van Oesterzee, Dogmática
cristiana; y Schmid, Teología doctrinal de la Iglesia Luterana Evangélica.
Una obra publicada en los Estados Unidos fue The Christian Faith (La
fe cristiana, 1932) de Stump.
Los teólogos de la iglesia reformada representan a dos diferentes es-
cuelas. Los representantes del antiguo calvinismo fueron: Charles Hod-
ge (1797-1878), Systematic Theology (Teología sistemática); A. A. Hod-
ge, hijo (1823-1886), Outlines of Theology (Bosquejos de teología);
Robert J. Breckinridge (1800-1871), The Knowledge of God Objectively
Considered (El conocimiento de Dios visto objetivamente, 1859) y The
Knowledge of God Subjectively Considered (El conocimiento de Dios

89
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 4

visto subjetivamente, 1860); William Shedd (1820-1894), Dogmatic


Theology (Teología dogmática); Henry B. Smith (1815-1877), Intro-
duction to Theology (Introducción a la teología, 1883) y Systematic
Theology (Teología sistemática, 1884), representante del punto de vista
cristocéntrico. Estos escritores defendieron las ideas de Agustín y Cal-
vino respecto a la depravación humana y la gracia divina, por lo que se
les conoció popularmente como la escuela antigua. La nueva escuela
modificó las posiciones calvinistas antiguas por medio de una sucesión
de escritores, desde Jonathan Edwards (1703-1758) hasta Horacio
Bushnell (1802-1876). Estos escritores siguieron a Jonathan Edwards
en el orden siguiente: Joseph Bellamy (1719-1790), Samuel Hopkins
(1721-1803), Timothy Dwight (1752-1817), Nathanael Emmons
(1745-1840), Leonard Woods (1774-1854), Charles G. Finney (1792-
1875), Nathaniel W. Taylor (1786-1858) y Horacio Bushnell, quien
defendió una perspectiva más o menos sabeliana de la Trinidad y la
teoría de la expiación conocida como teoría de la influencia moral.
Otros escritores reformados fueron: Gerhart, Institutes of the Chris-
tian Religion (Institutos de la religión cristiana); William Adams
Brown, Christian Theology in Outline (Teología cristiana en bosquejo,
1906); Pond, Lectures on Christian Theology (Conferencias sobre teolo-
gía cristiana, 1867); Dickie, Organism of Christian Truth (Organismo
de la verdad cristiana, 1930); John MacPherson, Christian Dogmatics
(Dogmática cristiana, 1898); y James Orr, Christian View of God and
the World (Perspectiva cristiana de Dios y del mundo, 1893).
Los teólogos bautistas fueron: A. H. Strong, Systematic Theology
(Teología sistemática, 1907); Alvah Hovey, Outline of Christian Theo-
logy (Bosquejo de teología cristiana, 1870); William Newton Clarke,
An Outline of Christian Theology (Un bosquejo de teología cristiana,
1917); Ezekiel Gilman Robinson, Christian Theology (Teología cristia-
na, 1894); y J. P. Boyce, Abstract of Systematic Theology (Resumen de
teología sistemática, 1887).
La teología anglicana fue representada por Pearson, On the Creed
(Sobre el credo); Burnet, The Thirty-nine Articles (Los 39 artículos);
Bicknell, Thirty-nine Articles (Treinta y nueve artículos); Hall, Dogma-
tic Theology (Teología dogmática), un tratado en 10 tomos; Mortimer,
Catholic Faith and Practice (Fe y práctica católicas); Lacey, Elements of
Christian Doctrine (Elementos de doctrina cristiana); Percival, A Digest
of Theology (Un compendio de teología); Mason, The Faith of the

90
LA TEOLOGÍA EN LA IGLESIA

Gospel (La fe del evangelio); Litton, Introduction to Dogmatic Theology


(Introducción a la teología dogmática); William y Scannell, A Manual
of Catholic Theology (Manual de teología católica); y Darwell Stone,
Outline of Christian Dogma (Bosquejo del dogma cristiano).

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Entre las frases más notables, McGiffert ofrece las siguientes: “Es mejor guardar silencio y
ser, que hablar y no ser”. “Es apropiado que no sólo se nos llame cristianos sino que lo
seamos también”. “Cuando hay más lucha hay mayor ganancia”. “Un cristiano no tiene
autoridad sobre sí mismo excepto para darle su tiempo a Dios”. “El cristianismo es una
cuestión de poder cuando es odiado por el mundo”. “Yo soy trigo de Dios, molido por los
dientes de bestias salvajes para ser hallado como pan puro” (McGiffert, History of
Christian Thought, I:37).
2. En su epístola a la iglesia romana, Ignacio informa a los cristianos del lugar acerca de su
llegada, suplicándoles que no hagan nada para obtener la liberación de él o impedir su
martirio. Consideraba como “el mayor privilegio y honor supremo morir por el nombre
de Cristo”. Él escribió: “Sed pacientes conmigo. Sé lo que me conviene. Ahora estoy co-
menzando a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible envidie yo para que pueda
alcanzar a Jesucristo. ¡Venga el fuego, la cruz y las luchas contra bestias salvajes, disloquen
mis huesos, mutilen mis extremidades, destruyan todo mi cuerpo! ¡Vengan las torturas
crueles del diablo para atacarme! Lo único que quiero es alcanzar a Cristo”. “Los dolores
de un nuevo nacimiento están sobre mí. Sed pacientes conmigo, hermanos. No me impi-
dan vivir; no deseen mi muerte. No hagan que permanezca en el mundo uno que desea
ser de Dios, ni lo seduzcan con cosas materiales. Permitidme recibir la luz pura. Cuando
llegue a mi meta, entonces seré hombre. Permitidme ser imitador de la pasión de mi
Dios” (Ireneo, Epístola a los Romanos, 5-6).
Quizá el noble testimonio de Policarpo se haya citado más que cualquier otra palabra de
los Padres: “Ochenta y seis años he servido a mi Señor y Rey y Él jamás me ha hecho
daño. ¿Cómo puedo negarlo?”
3. “Los discípulos de Rabanus —dice Briggs— que enseñaban en varios monasterios del
norte y occidente de Europa, mejoraron grandemente la educación teológica”. De Alcuin
se dijo que distribuía “la miel de los escritos sagrados”, “el vino de la antigua erudición” y
“las manzanas de la sutileza gramatical”.
Rabanus escribió este interesante párrafo: “Si alguien desea conocer a fondo la Biblia,
debe primero investigar diligentemente la historia, alegorías, anagogías y tropos que pu-
dieran haber en el pasaje bajo consideración, porque existen cuatro sentidos en las Escritu-
ras: el histórico, el alegórico, el tropológico y el analógico, a los cuales llamamos hijas de la
sabiduría. A través de éstas la sabiduría nutre a sus hijos. A los que son jóvenes y comien-
zan a aprender, ella les da la leche de la historia; a quienes han avanzado en la fe, el pan de
la alegoría; a los que están verdadera y constantemente haciendo el bien de modo que
abundan en eso, ella los satisface con la carne apetitosa de la tropología; y finalmente, a
quienes desprecian las cosas terrenales y desean ardientemente las celestiales, los llena a
plenitud con el vino de la anagogía” (Schaff, Hist. Christian Church, IV:719).
4. Entre los primeros seguidores de Melanchton se hallan Strigel (1514-1569), Loci Theologi-
ci; Chemnitz (1522-1586), Loci Theologici; y Selneccer (1530-1592), Institutio Relig.
Christ. Juntamente con Calvino, otros dos teólogos suizos dignos de mención son Ursinus
(1534-1583) y Olevianus (1536-1587), autores del Catecismo de Heidelberg.

91
CAPÍTULO 5

LA RELIGIÓN CRISTIANA
La teología cristiana, como ciencia de la religión cristiana, nos lleva
de inmediato a considerar su primer postulado básico: la naturaleza
fundamental de la religión. La palabra religión, del latín religio, se deri-
va de religere que significa literalmente examinar de nuevo o meditar
cuidadosamente. En la traducción libre de MacPherson significa “consi-
deración cuidadosa, reflexión, entrega de la mente y de todas las facul-
tades al estudio de lo que parece demandar investigación respetuosa y
reverente”. Lactancio afirmaba que la palabra se derivaba de religare, o
volver a unir, siendo significativo en la relación del ser humano y su
Creador. Siguiendo a Cicerón, la mayoría de los etimologistas rechazan
esta definición. Sin embargo, Pope utiliza ambas explicaciones para
describir la naturaleza de la religión. De acuerdo con Lactancio, reli-
gión significa “el vínculo eterno que une al ser humano con Dios”; por
tanto, es la relación de la criatura humana con el Creador supremo,
como se reconoce y se da testimonio en todas las formas de enseñanza
teológica y de adoración. Por otro lado, según Cicerón, religión significa
el ejercicio de la mente humana para meditar y considerar asuntos divi-
nos; por tanto es, por así decirlo, una aspiración instintiva de la naturale-
za humana y entretejida en ella, corregida, purificada y dirigida hacia sus
puntos más decisivos en la fe verdadera. De esta manera, las relaciones
objetivas y subjetivas del ser humano se unen en la religión, que es uno
de los términos más importantes y profundos que enfrentamos (Pope,
Compendium, I:1).
En el Nuevo Testamento hay otras dos palabras que expresan la idea
de religión. La primera es eusebeía (¼ĤÊš¹¼À¸֖ que se emplea en el

93
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

sentido de temor reverente a Dios. Al principio sólo significaba ocupar-


se de algo con cuidado, de manera general, pero finalmente significó el
tratamiento cuidadoso y reverente de asuntos divinos (Lucas 2:25; He-
chos 2:5; 8:2). La segunda palabra es threskeía (¿É¾ÊÁ¼ţ¸, Santiago
1:26-27) que se usa en un sentido más externo para distinguir una
forma de adoración de otras (Hechos 26:5; Colosenses 2:18; Santiago
1:26-27). Por tanto, una comunidad puede ser threskos (¿ÉýÊÁÇË, San-
tiago 1:26) porque sigue formas de adoración establecidas; pero es euse-
beía (¼ĤÊš¹¼À¸Hechos 3:12; 1 Timoteo 2:2) sólo si está formada por
personas piadosas. Otra evidencia al respecto es que ¼Ĥʼ¹ŢË, el adjeti-
vo de eusebia (Hechos 2:5) se traduce en la versión en español como
“piadosos”, mientras que el sustantivo se traduce como “piedad”.
Definiciones de religión. Esencialmente, la religión es la vida en
Dios.1 Stewart la define como “comunión con Dios”; Sterrett, como “la
relación recíproca o comunión entre Dios y el ser humano, que implica
primero, revelación, y segundo, fe”; William Newton Clarke —a quien
William Adams Brown sigue— la define como “la vida del ser humano
en sus relaciones sobrehumanas”. Herbert Spencer sostenía que “reli-
gión es una teoría a priori del universo”, a lo cual Romanes añadió la
siguiente explicación: “que da por hecho una personalidad inteligente
como la causa originadora del universo, que la ciencia se ocupa del
cómo o el proceso del fenómeno, y que la religión se ocupa del quién o
la personalidad inteligente que lleva a cabo el proceso”. Holland esta-
blece la siguiente distinción entre la vida natural, que es “la vida en
Dios que todavía no reconoce que Dios está en todas las cosas, y como
tal, aún no es religiosa. La religión es el descubrimiento que hace el hijo
de un Padre que se halla en todas sus obras, pero que es diferente de
todas ellas”. MacPherson dice: “La religión consiste en la realidad de
una relación verdadera que existe entre Dios y el ser humano”.

ORIGEN Y DESARROLLO DE LA RELIGIÓN


El tema del origen de la religión ha ocasionado la formulación de
numerosas teorías divergentes. Tres ramas de la investigación moderna
han centrado su atención en este tema y, por medio de observación e
investigación, han aportado contribuciones valiosas. Esas ramas son: la
historia de la religión —conocida también como religiones compara-
das—, la sicología de la religión y la filosofía de la religión.

94
LA RELIGIÓN CRISTIANA

Historia de la religión. Desde la publicación de la famosa obra de


E. B. Tylor en 1871, Cultura primitiva, se han logrado grandes avances
en el estudio de la religión. A este estudio se agregaron otros trabajos
como el de Menzies, History of Religion (Historia de la religión); M.
Jastrow, The Study of Religion (El estudio de la religión); C. P. Tiele,
Elements of the Science of Religion (Elementos de la ciencia de la reli-
gión); A. Lang, Myth, Ritual and Religion (Mito, ritual y religión);
Frazer, The Golden Bough (La rama dorada); Brinto, Religions of Primi-
tive Peoples (Religiones de pueblos primitivos); y De la Saussaye, Hand-
book of Religions (Manual de las religiones). La fascinación de este estu-
dio, en un campo jamás explorado anteriormente, condujo a muchas
deducciones apresuradas y a teorías infundadas sobre el origen y la na-
turaleza de la religión. Sin embargo, uno de los beneficios fue que se
comparó el material extraído de amplios campos de investigación y se
organizó en forma científica.
Los objetos de adoración en las culturas primitivas se pueden clasifi-
car en cuatro grupos más o menos distintivos: (1) adoración de la natu-
raleza; (2) adoración de los ancestros; (3) adoración de fetiches; y (4) la
adoración de un ser supremo. Determinar cuál de estos grupos repre-
sentó la forma más antigua de religión fue inicialmente motivo de con-
troversia. Por un tiempo se consideró al fetichismo como la forma más
primitiva de adoración y la raíz de la cual brotaron las demás. Según
esta teoría, el salvaje adoptó como dios algún objeto causal de adora-
ción, siendo conducido después a objetos superiores tales como los
árboles, las montañas, el sol y las estrellas, hasta que por último el cielo
se convirtió en su fetiche supremo. Luego, cuando aprendió acerca de
los espíritus, convirtió al espíritu en su fetiche y finalmente adoró al Ser
supremo. Herbert Spencer y E. B. Tylor sostenían que la adoración de
espíritus era la forma más primitiva de religión, pero el sistema de ani-
mismo de Tylor parecía más inclusivo. El término animatismo se aplicó
con frecuencia al sistema de Spencer, quien consideraba que toda la
naturaleza era viva o animada. Tylor, sin embargo, afirmaba que la
naturaleza formaba “parte del alma” del ser humano. “Así como se creía
que el cuerpo humano vivía y actuaba en virtud del espíritu-alma que
residía en él, también otros espíritus parecían conducir las operaciones
del mundo”. Por ello, fue fácil llegar a creer en espíritus que podían
separarse del cuerpo y moverse libremente como los genios, demonios y
duendes que llenaban la mente de los pueblos antiguos. M. Reville

95
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

presentó la teoría de que la adoración de la naturaleza inferior fue la


forma más primitiva de religión, mientras que Max Muller y Ed von
Hartmann defendieron con el mismo celo la primacía de la adoración
de la naturaleza superior.
Aunque las conclusiones apresuradas y erróneas pronto fueron inva-
lidadas, se acepta en general que la forma más primitiva de religión que
la ciencia conoce es la creencia en mana, una fuerza impersonal pero
sobrenatural. Esta idea se desarrolló más ampliamente en Melanesia,
Oceanía. El obispo Codrington dice: “La mente melanesia está comple-
tamente poseída por la creencia en una fuerza o influencia sobrenatural,
llamada mana casi en forma universal. Ésta es la que actúa para realizar
todo lo que está más allá de la fuerza común del ser humano, aparte de
los procesos comunes de la naturaleza; se halla presente en la atmósfera
de la vida, se encuentra en las personas y cosas, y se manifiesta median-
te resultados que sólo se pueden atribuir a sus operaciones” (Wright,
Philosophy of Religion, 25). Los pigmeos de África tienen un concepto
similar para el que utilizan la palabra oudah. Los indios de Norteaméri-
ca creían en una fuerza sobrenatural semejante: los algonquinos la de-
nominaban manitou; los sioux, wakonda; y los iroqueses, arenda.
Wright afirma que la idea de mana puede contener otra verdad: la de
un ser espiritual separado de la mente humana, cuya ayuda se encuen-
tra disponible para las personas en la adoración. Por tanto, opina que
mana quizá sea el concepto primitivo por el cual estas civilizaciones de
estratos inferiores cobran consciencia de la existencia de Dios y cómo
pueden obtener su ayuda.
Siguiendo la filosofía dominante de ese tiempo, el material reunido
que enriqueció el estudio de la religión histórica se estructuró en base a
la hipótesis evolucionista. Se consideró a las religiones naturales como
el fundamento a partir del cual, según el proceso de evolución, el ser
humano pasó del animismo y totemismo a las religiones superiores del
espíritu. Éstas culminaron en el cristianismo como la verdadera religión
ética y espiritual. Hegel, en su Filosofía de la religión, clasifica a las reli-
giones primitivas inferiores como la infancia de la raza humana; a la
religión griega, como su niñez; a la religión romana, como su madurez
inicial; y a la religión cristiana, como la expresión plena de la naturaleza
religiosa del ser humano. Nosotros no podemos aceptar tal clasifica-
ción. John Caird ha señalado que “jamás se puede descubrir la verdade-
ra idea o esencia de la religión sólo mediante la búsqueda de algo que

96
LA RELIGIÓN CRISTIANA

sea común a todas las religiones; y no son las religiones inferiores las
que explican a las superiores; por el contrario, la religión superior expli-
ca a todas las religiones inferiores” (Caird, Fundamental Ideas of Chris-
tianity, I:25). El origen de la religión se remonta a la constitución ori-
ginal del ser humano. Éste fue creado para tener comunión personal
con Dios y, según las cualidades que recibió originalmente, poseía inte-
gridad personal y suficiente conocimiento de Dios para mantenerse en
el estado en que fue creado. Pero, por la caída y debido a la entrada del
pecado, la comunión con Dios se rompió, y la mente del hombre se
oscureció al perder la luz espiritual que forma el verdadero principio de
iluminación en las cosas de Dios. Por ello, al igual que Stump, debe-
mos considerar que la religión natural es “un recuerdo atenuado y di-
luido de la constitución y capacidad original del ser humano”. Es cierto
que esas religiones poseen ciertos elementos de verdad, pero han perdi-
do mucho de la revelación original y carecen del conocimiento salvífico
de Dios.
La Biblia considera que la degeneración de la religión es consecuen-
cia directa del pecado del hombre, en el que éste se apartó voluntaria-
mente del conocimiento más puro de Dios y del servicio a Él. El após-
tol Pablo describe los pasos en ese descenso de la manera siguiente: (1)
Rechazo del Dios verdadero. “Ya que, habiendo conocido a Dios, no lo
glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias. Al contrario, se envane-
cieron en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido. Pre-
tendiendo ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios
incorruptible por imágenes de hombres corruptibles, de aves, de cua-
drúpedos y de reptiles” (Romanos 1:21-23).2 Aquí se indica: (a) La
negativa directa a ofrecer adoración a Dios. El rechazo es ético. Al de-
clarar: “Dice el necio en su corazón: ‘No hay Dios’”, el salmista no se
refiere a negar la existencia de Dios sino a rechazarlo ética y espiritual-
mente: “Yo no quiero ningún Dios”. (b) Al rechazar a Dios y elevarse a
sí mismo, el ser humano creyó poseer una falsa independencia que des-
truyó la razón de la gratitud. (c) Al perder al objeto de su adoración, el
ser humano no perdió su anhelo de Dios, por lo que sus vanas imagi-
naciones lo impulsaron a proponer objetos de adoración para sí. (d)
Esos objetos de adoración adoptaron el carácter del corazón corrupto
del hombre. (e) Profesando poseer la sabiduría del mundo, elaboraron
sistemas religiosos que incluían a seres humanos, aves, cuadrúpedos y
animales que se arrastran. (f) Evidentemente Pablo desea mostrar la

97
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

declinación gradual del valor de los objetos de adoración, debido al


impulso ciego del corazón insensato y entenebrecido. Naturalmente el
ser humano sería el primer objeto de adoración, puesto que al rechazar
a Dios, se elevó a sí mismo. Dorner declara que las religiones orientales
parten de lo divino e intentan reducir a Dios al nivel humano, lo que a
menudo resulta en panteísmo; pero las religiones occidentales parten de
lo finito e intentan elevar al hombre al nivel divino, lo que resulta en la
deificación de los héroes (Dorner, Doct. Person of Christ, I:697). La
segunda etapa incluiría lo estético y lo útil, de ahí las aves y los anima-
les totémicos; mientras que la tercera extendería la deificación a todo lo
viviente considerándolo sagrado, como se ve en ciertas religiones de la
India. (2) El segundo paso descendente es el abandono judicial a la volun-
tad perversa. Debido a la lascivia de su corazón deseaban servir a las
criaturas y a las cosas creadas “antes que al Creador, el cual es bendito
por los siglos. Amén”. Al no guiarse por la verdad sino por un falso
impulso, la adoración llegó a deshonrar incluso la naturaleza física del
ser humano. “Por lo cual, también los entregó Dios a la inmundicia, en
los apetitos de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus
propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira,
honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es
bendito por los siglos. Amén” (Romanos 1:24-25). (3) El tercer paso
descendente es el abandono judicial a las inclinaciones malignas. Glorifi-
cando lo impuro e impulsado por pasiones desordenadas y sin control,
el ser humano degeneró en lo anormal y obsceno; Pablo presenta los
resultados de esa conducta en la descripción que leemos en Romanos
1:26-27. Muestras semejantes de degeneración deben tomarse en cuen-
ta en toda teoría de religión que se enfoca en la vida orgánica.3 (4) El
cuarto y último paso en el declive es el abandono judicial a una mente de-
pravada. Pablo lo resume al decir: “Como ellos no quisieron tener en
cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente depravada, para hacer
cosas que no deben. Están atestados de toda injusticia, fornicación,
perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contien-
das, engaños y perversidades” (Romanos 1:28-29). Las tres sentencias
judiciales cubren todo lo que comprende la personalidad: voluntad,
afectos e intelecto. Por cuanto deseaban perversidades, fueron abando-
nados a sus lascivias; por seguir sus lascivias, fueron abandonados a sus
afectos malvados; y por su degeneración, fueron entregados a una men-
te depravada. O, según el resumen del Apóstol, primero sustituyeron la

98
LA RELIGIÓN CRISTIANA

mentira por la verdad; luego amaron la mentira; y finalmente, creyeron


en la mentira en vez de la verdad. Por tanto, en la última etapa de la
degeneración, reina sólo la injusticia, la cual el Apóstol analiza mencio-
nando sus elementos constitutivos (Romanos 1:29-31). La culminación
de la degeneración, dice él, se encuentra en aquellos que “aunque cono-
cen el juicio de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de
muerte, no solo las hacen, sino que también se complacen con los que
las practican” (Romanos 1:32). De acuerdo con Pablo, entonces, la
profundidad de la maldad consiste en violar directa y conscientemente
la voluntad de Dios, sabiendo muy bien cuáles son sus consecuencias, y
uniéndose con placer a otros de mente pecadora como ellos. De esta
manera se forma lo que Martensen denomina una “sociedad pecadora”.
El orden de los hechos en la ciencia de la religión no es de interés
primordial para nosotros, excepto por estar entrelazados en una filoso-
fía que contradice las claras enseñanzas de la Biblia. Los hechos mis-
mos, sin embargo, son valiosos para la teología a fin de establecer la
universalidad de la religión y la certeza de que se basa en la naturaleza y
constitución del ser humano. Por algún tiempo se negó esto. John
Lubbock afirmaba que se habían hallado tribus ateas entre los pueblos
salvajes, pero escritores posteriores —al comprender mejor las religio-
nes primitivas— refutaron esa posición. Quaterfages dijo: “Poco a poco
se ha llegado a saber más y, como resultado, de la lista de pueblos ateos
se eliminó a los australianos, kafires, bechuanas y otras tribus salvajes,
aceptando que eran religiosos”. Tiele afirmó: “No se ha encontrado aún
ninguna tribu o nación que no crea en algún ser superior, y los hechos
han refutado a viajeros que afirmaron que existían algunas” (Tiele,
Outlines of the History of Religion, 6). Por ello la historia de la religión
llega a ser una propedéutica valiosa para el estudio de la teología cris-
tiana, ayudando a esclarecer y establecer que la religión se basa en la
constitución y naturaleza del ser humano.
Sicología de la religión. Otro campo de investigación que ha con-
tribuido en gran manera a este postulado fundamental es la sicología de
la religión. Al igual que su compañera, la historia de la religión, esta
ciencia inició sus investigaciones con cierta vacilación, a causa de lo
sagrado del objeto de estudio. Sin embargo, una vez que estuvo en ca-
mino, la novedad misma del campo atrajo la atención de los eruditos.
Quizá su mayor contribución al estudio de la religión haya sido esta-
blecer la variedad y validez de la experiencia religiosa. Pero, al tratar de

99
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

explicar el origen de la religión, ha cometido errores garrafales. Éstos no


se atribuyen a la ciencia como tal, sino a la actitud antagónica que ha
caracterizado a muchos de sus investigadores. Numerosos errores se
originan en una supuesta proyección de la idea de Dios que parte de la
experiencia humana interior. Sobre esta base, por tanto, Dios no es
real. Es tan solo la objetivación de ciertos conceptos sicológicos inter-
nos. Wobbermin aplicó el término “ilusionistas” a estas teorías de la reli-
gión y Knudson las clasificó en tres divisiones principales: sicológica,
sociológica e intelectualista.
La teoría sicológica del ilusionismo, de la cual nos ocupamos ahora,
atribuye el origen de la religión a la proyección del fenómeno síquico.
Lucrecio de Roma (99-95 a.C.) defendía esta teoría, afirmando que la
religión se originaba en el temor, especialmente el temor a la muerte.
La religión, por tanto, no existiría si no fuera por la ignorancia y la
inseguridad. Pero la teoría de que las personas crean dioses a su seme-
janza se remonta a los inicios de la historia griega. Se halla en los escri-
tos del filósofo Xenófanes (ap. 570 a.C.), quien no rechazaba la exis-
tencia de Dios sino el concepto antropomórfico de Dios que sostenían
los seres humanos. “Si el ganado pudiera pintar —decía él— los caba-
llos pintarían a los dioses como caballos y los bueyes los pintarían como
bueyes”. Por esta razón, “los etíopes representan a sus deidades con
narices planas y de rostro negro, mientras que los tracianos pintan a los
suyos pelirrojos y de ojos azules”. Pero, a pesar de tal crítica, Xenófones
tenía un profundo sentido de la existencia de Dios. “Esta Deidad —
decía él— no es engendrada, porque cómo podría nacer de alguien
igual a Él; cómo podría nacer de alguien diferente a Él. Si no ha nacido,
no puede perecer porque es independiente y autosuficiente”.
Feuerbach fue posteriormente el principal representante de este tipo
sicológico de ilusionismo.4 Él no atribuyó el origen de la religión al
temor sino a la búsqueda de vida y felicidad. Según esta teoría, la reli-
gión es “el instinto humano en busca de felicidad que halla satisfacción
en la imaginación”. La idea de Dios es “la salvación realizada, la dicha
del ser humano”. De acuerdo con Wobbermin, aunque Feuerbach ini-
cialmente sólo trató de desarrollar una teoría especulativa, al final, ca-
yendo en el error que procuraba evitar, le dio al mundo una teoría de
las religiones completamente racionalizada, tan racionalizada como la
de Hegel, cuya filosofía él rechazaba. “El punto de retorno necesario en
este asunto es la franca confesión y admisión de que tener consciencia

100
LA RELIGIÓN CRISTIANA

de Dios no es sino tener consciencia de las especies”. Es imposible no


ver aquí la influencia de la filosofía del subjetivismo de Fichte, que por
un tiempo fue popular en la filosofía como teísmo subjetivo, pero que
Howison denominó francamente “ateísmo objetivo”. Resulta evidente
que la filosofía de Feuerbach aportó el germen de lo que después dio
origen al humanismo. Puesto que esta teoría está muy relacionada con
el positivismo, se tratará más ampliamente como una de las teorías an-
titeístas. Pero el error de Feuerbach no sólo resultó en el humanismo,
sino que puso las bases para el desarrollo de otras dos teorías antagóni-
cas a la fe cristiana: el freudianismo y el marxismo. Éste, sin embargo,
debe clasificarse como ilusionismo sociológico.
El freudianismo ha tenido mucha influencia en los estudios sicológi-
cos y sociológicos. A través de la teoría del sicoanálisis estuvo muy rela-
cionado con la ciencia médica, y se le ha denominado a veces “materia-
lismo médico”. Sigmund Freud (1856-1928) era neuropatólogo en
Viena, Austria. El sicoanálisis que desarrolló era simplemente un méto-
do de técnica médica. El objetivo era controlar la vida subconsciente y,
con ello, las fuerzas inconscientes en la subestructura del mundo síqui-
co. Los sicoanalistas suponen que existen deseos o instintos elementales
que se han reprimido en el curso del desarrollo consciente, pero que
están aún latentes y se pueden descubrir. Freud y sus seguidores, no
obstante, sostienen haber hallado esos instintos reprimidos casi en for-
ma exclusiva, si no totalmente exclusiva, en el área de la patología se-
xual. Comienzan con el totemismo, intentando explicarlo en base a lo
que creen que sucedió en las comunidades salvajes primitivas. Esto
origina el llamado complejo de Edipo en la vida emocional del joven.
Se asegura que estas formulaciones son respuestas decisivas a la pregun-
ta en cuanto al origen y a la naturaleza de la religión. A través del tote-
mismo, se otorgó amor y reverencia retrasados a un animal como susti-
tuto del padre; con el tiempo, el sentimiento hacia el animal como
tótem y representante del padre se elevó, surgiendo así la idea de Dios.
Al parecer, nada podría corresponder más exactamente a lo que Pablo
describió al hablar de los que “pretendiendo ser sabios, se hicieron ne-
cios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes de
hombres corruptibles, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Romanos
1:22). La teoría ha sido terriblemente devastadora para la mente de los
jóvenes.

101
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

Filosofía de la religión. Habiendo señalado la contribución de la


historia y de la sicología de la religión, ahora examinaremos brevemente
la manera en que, en base a estas presuposiciones fundamentales, la
filosofía de la religión ha elaborado sus explicaciones. Éstas son necesa-
rias, primero, para comprender correctamente la verdadera naturaleza
de la religión; y segundo, como base para distinguir entre el énfasis ver-
dadero y el énfasis falso de la religión en la conducción de la vida
cristiana.
La filosofía de la religión cumple una función diferente a la de la
ciencia de la religión. La primera tiene que ver con los procesos menta-
les del desarrollo interno, en tanto que la última se ocupa de los proce-
sos materiales del desarrollo externo. Las religiones comparadas depen-
den de las similitudes que se hallan en la experiencia de una
comunidad, mientras que la filosofía de la religión trata del principio
eterno de la religión que se manifiesta en ella misma. Ninguna de ellas
puede decir qué es la religión, sino sólo la forma en que ésta se mani-
fiesta. Tampoco pueden proporcionar seguridad en cuanto a la expe-
riencia religiosa personal. En el mejor de los casos, sirven como eviden-
cias confirmatorias y suministran medios de expresión. La religión
personal sólo puede ser conocida por el religioso mismo, y conlleva la
certeza de que sus convicciones son verdaderas. “El que cree en el Hijo
de Dios tiene el testimonio en sí mismo” (1 Juan 5:10). Pero la religión
jamás consiste sólo en creencias. “El justo por la fe vivirá” (Gálatas
3:11). La vida es tan fundamental como la fe, y los ajustes en la vida
constituyen un elemento esencial de la religión. La realidad general, de
la cual dan testimonio todas las religiones, es la creencia en un orden
superior, y la relación apropiada con éste es esencial para experimentar
los ajustes correctos en la vida. Esta base es suficiente para la filosofía de
la religión, pero lo que nos interesa primordialmente es la religión
misma y las posibilidades que ofrece para desarrollar un concepto teísta
y cristiano de Dios. De esa manera se pondrán las bases sobre las cuales
elaboraremos nuestros argumentos teístas, y reuniremos el material que
se utilizará en la crítica de las teorías antiteístas.
En Modern Theories of Religion (Teorías modernas de la religión),
Waterhouse examina nueve tendencias en la filosofía de la religión.
Estas son: (1) la religión como sentimiento: Schleiermacher; (2) el mo-
nismo personal: Lotze; (3) los conceptos religiosos como juicios de
valor: Ritschl; (4) la filosofía trascendental de la religión: neohegelia-

102
LA RELIGIÓN CRISTIANA

nos; (5) el misticismo como filosofía religiosa: William Inge; (6) la filo-
sofía ética de la religión: Martineau; (7) la filosofía religiosa del acti-
vismo: Eucken; (8) el pragmatismo como filosofía religiosa: William
James; (9) el idealismo personal: Rashdall. Estudiar todas las tendencias
resultaría extenso; además, no es nuestro objetivo.
Schleiermacher (1768-1834) preparó el camino para las tendencias
posteriores en la filosofía de la religión. Waterhouse declaró: “Donde-
quiera que se encuentra una filosofía de la religión que nace de la sico-
logía de la experiencia religiosa, existe una línea directa que, atravesan-
do muchas conexiones de senderos convergentes, llega a la ferviente
especulación de Schleiermacher”. Él fue el primero en analizar y evaluar
la religión como disciplina independiente. Antes de su tiempo se cono-
cía muy poco del carácter intrínseco de la religión, excepto entre los
místicos; desde su época, ninguna filosofía o teología se reconoce como
tal sin él. Schleiermacher creció entre los moravos en Halle y desde
muy joven vivió experiencias religiosas profundas. Tanto su sistema de
teología como su filosofía estuvieron dominados por el deseo de expre-
sar la obra de la gracia divina en su propia alma. Pero, arraigado en esta
intensa experiencia religiosa, se dejó llevar por los campos de la especu-
lación filosófica, por lo que se le ha descrito apropiadamente como “la
unión de un alma piadosa con una mente filosófica”. Por tanto, la in-
fluencia morava no sólo creó un avivamiento religioso a través de Wes-
ley, sino un avivamiento de la filosofía religiosa mediante su contempo-
ráneo Schleiermacher.5 El avivamiento evangélico, y la nueva época en
la filosofía introducida por éste, se pueden considerar con justicia como
dos aspectos de un mismo evento.
Según Schleiermacher, la religión es “un sentimiento de dependen-
cia”.6 No busca como la metafísica determinar y explicar el universo, ni
como la moral, desarrollar y perfeccionar el universo mediante el poder
de la libertad. El sentimiento de dependencia conduce de inmediato a
la idea de Dios de la cual debe depender el alma. El conocimiento reli-
gioso, por tanto, es “la consciencia inmediata de la existencia universal
de todo lo finito en el Infinito y por medio de Él, y de todo lo tempo-
ral en el Eterno y por medio de Él”. Significa tener vida y conocerla en
un sentimiento inmediato. Cuando se experimenta esto, se satisface la
religión; cuando se esconde, hay desasosiego, angustia, adversidad y
muerte (Reden, 36). La filosofía de la religión es resultado del conoci-

103
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

miento consciente del sentido de dependencia y de la relación personal


con lo divino.
Hegel (1770-1831) consideraba que la religión era conocimiento
absoluto. Es la relación del espíritu con el Espíritu absoluto, y el Espíri-
tu es el único que conoce y es conocido. Por tanto, la religión constitu-
ye el punto de partida para tener consciencia de la Verdad, y Dios es la
Verdad absoluta. Hegel no concibe a Dios como un Ser supremo que
está detrás de toda experiencia; más bien, Dios se halla en toda expe-
riencia. Se puede decir que la suma total de todas las experiencias fini-
tas es la mente de Dios. De acuerdo con esta teoría existe únicamente
una experiencia: la del Absoluto. Lo finito es tan solo un momento
esencial en la experiencia del Infinito. La religión no es tanto nuestro
conocimiento de Dios, sino Dios conociéndose a sí mismo a través de
la experiencia finita. Es una función del espíritu humano por el cual
llega a conocer el universo o, en otras palabras, el Absoluto adquiere
plena consciencia de sí mismo. Por tanto, el universo ha de concebirse
como un solo proceso enorme en el cual el Absoluto constantemente
cobra consciencia o, como lo expresa Hegel, “el conocimiento de sí
mismo de parte del Espíritu divino por medio de un espíritu finito”.
Así, en base al concepto fundamental de la religión, se formula un sis-
tema de monismo muy relacionado con el antiguo gnosticismo. Tam-
poco difiere mucho del estoicismo de los griegos de la antigüedad. En la
filosofía moderna, Spinoza y Hegel se hallan estrechamente relacionados
por sus teorías respecto a una sola Sustancia.7
Ritschl (1822-1889) siguió a Schleiermacher y a Hegel, pero descar-
tó la filosofía por considerarla perjudicial para la religión. Se ha descrito
su sistema como “antidogmático, antimístico y antimetafísico”. Mien-
tras que Schleiermacher considera la religión como sentimiento, y He-
gel, como conocimiento, Ritschl la considera como poder desde el pun-
to de vista de la voluntad. Partiendo del concepto fundamental de
religión, señala una marcada distinción entre la naturaleza de las cosas
en sí mismas y lo que significan para nosotros. La ciencia y la filosofía
intentan explicar la naturaleza de las cosas y, por ello, tienen que ver
con lo que él llama “juicios existenciales”. Sin embargo, ésta no es la
única manera en que se puede juzgar un objeto. En lugar de investigar
su naturaleza, podemos preguntarnos: “¿Qué significa esto para noso-
tros?” Desde esta perspectiva, su significado depende de cómo afecte a
la persona. Este es un “juicio de valor”. La ciencia y la filosofía trabajan

104
LA RELIGIÓN CRISTIANA

con juicios existenciales pero la religión se expresa en juicios de valor.


Así cambia él de la idea del sentimiento o conocimiento a la de la voli-
ción, y la religión se convierte en una cuestión práctica. “En toda reli-
gión —dice él— lo que se busca con la ayuda del poder espiritual so-
brenatural a quien el hombre reverencia, es resolver la contradicción en
la que éste se encuentra, como parte del mundo de la naturaleza y co-
mo una personalidad espiritual que afirma dominar a la naturaleza. En
el primer rol, él es parte de la naturaleza, depende de ésta, se encuentra
sujeto a ella y está limitado por otros factores; pero, como espíritu, lo
mueve el impulso a mantener su independencia contra ellas. En esta
situación, la religión surge como fe en poderes espirituales sobrehuma-
nos, con cuya ayuda se complementa en cierto modo el poder que el
hombre posee personalmente, elevándose a una unidad en su afinidad,
capaz de enfrentar la presión del mundo natural” (Ritschl, Justification
and Reconciliation, 199).
Por lo general a Edward Caird (1835-1908) y John Caird (1820-
1898), juntamente con Thomas Hill Green, se les conoce como neohe-
gelianos. Siguiendo el procedimiento hegeliano acostumbrado, Edward
Caird señala que en la vida consciente hay una tesis: el ser; una antíte-
sis: un no-ser o mundo objetivo; y una síntesis: Dios. Difiere de Hegel,
no obstante, en que no elabora esta triada en relación con la conscien-
cia; se acerca más bien a Lotze, quien identifica a Dios con el principio
de la unidad. Él parte del principio básico de la religión para demostrar
que hay necesidad de Dios, y lo hace interpretando la religión como
consciencia racional. Así, el principio del cual surge la consciencia de
Dios es tanto un elemento primordial de conocimiento como nuestra
consciencia del ser o mundo objetivo. La idea de Dios se describe, por
tanto, como “la presuposición fundamental de nuestra consciencia”.
Martineau (1805-1900) desarrolló una filosofía ética de la religión.
Aquí se esperaría que la idea kantiana de religión como moralidad reci-
biera un giro moderno, pero Martineau dio atención al argumento
desde el punto de vista de la causalidad más que de la conciencia, aun-
que sin ignorar ésta. Su idea de causalidad es la de la voluntad, la cual
considera libre. No admite otras causas excepto las mentes creadas. La
religión se convierte, por tanto, en “una relación consciente de nuestra
parte con alguien superior a nosotros; y de parte de un universo racio-
nal, con uno superior a todos” (Martineau, Study of Religion, II:1).
Consiste en una fuente interior revelada personalmente, aunque

105
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

Martineau la considera como intuición y no como sentimiento. “Así


como en la percepción inmediatamente se nos presenta a alguien que nos
da lo que percibimos, en los actos de consciencia se nos presenta de in-
mediato a Alguien superior a nosotros que nos da lo que sentimos”. Él
dice: “No me interesa si se le llama visión inmediata de Dios en la expe-
riencia de la conciencia, o si debe verse como una inferencia obtenida de
la información provista. Es la verdad contenida en ellas” (Martineau,
Study of Rel., 27-28).8

CONCEPTOS FALSOS ACERCA DE LA RELIGIÓN


Las filosofías que se han desarrollado como apoyo a la religión han
cumplido, en la mayoría de los casos, un propósito admirable. Pero la
filosofía tiende a usurpar el lugar de la religión y, como tal, su influen-
cia resulta siempre perjudicial. Los conceptos acerca de la religión que
veremos se consideran falsos por presentar una síntesis incorrecta de los
factores de la personalidad. La verdadera religión debe incluir toda la
personalidad y, en sus formas de expresión, representar un énfasis equi-
librado basado en el elemento principal que incluye el sentimiento, el
intelecto y la voluntad.
La religión no es tan solo un sentimiento. Nos hallamos aquí en
un terreno delicado porque el término sentimiento se usa en sentidos
muy diferentes. Como lo utilizaba Schleiermacher, el sentimiento es la
unidad de consciencia donde se unen el conocimiento y la voluntad.
Por consiguiente, no es lo que se conoce generalmente como emoción,
sino la fuente fundamental profunda de donde nacen la intuición y la
emoción. La religión no es doctrina ni ceremonia, sino experiencia. Es
más profunda que el pensamiento y la consciencia. Significa conocer la
vida mediante un sentimiento inmediato. Quienes concuerdan con
Schleiermacher interpretan en el sentido bíblico esa idea del sentimien-
to, como corazón o espíritu. Para esto no puede haber excepción, pero
no siempre está claro si Schleiermacher emplea el término sentimiento
completamente en este sentido. Al parecer a veces se refiere sólo a la
sensación orgánica. Puesto que la “religión es sentimiento”, afirma él,
entonces el “sentimiento es religión”. Sostiene, por tanto, que en el
seno de todo ser humano existe lo que sólo requiere que se reconozca
para que sea religión. Tal confusión de los afectos espirituales del cora-
zón con meras sensaciones orgánicas destruye el lugar que la religión
debería ocupar, reduciéndolo de lo sobrenatural a un plano meramente

106
LA RELIGIÓN CRISTIANA

natural. Un exponente posterior de esta posición fue Horacio Bushnell,


quien afirmó que la gracia se comunicaba mediante las relaciones natu-
rales de la vida; por tanto, planteó la tesis de que el niño debería crecer
en un ambiente tal que jamás se considerara como otra cosa sino cris-
tiano. Esta teoría fue la base de muchas de las enseñanzas posteriores
sobre la educación religiosa. La religión no consiste en emociones sin
control, ni es “moralidad matizada con emoción”. La religión del cora-
zón debe llegar a ser consciencia viva por medio del pensamiento racio-
nal y probar su validez mediante la acción, siendo sus procesos induci-
dos y perfeccionados por la conciencia. Como dice Pablo, es “el amor
nacido de corazón limpio, de buena conciencia y fe no fingida” (1 Ti-
moteo 1:5); es decir, es la corriente de amor perfecto que fluye del co-
razón puro, regulado por una buena conciencia, y que se mantiene
pleno, fresco y fluyendo debido a la fe no fingida.
La religión no es mero conocimiento. El hegelianismo fue un factor
determinante en la racionalización de la religión. Pero también la vació
de su contenido emocional, dejándola estéril e inútil. Hegel no ignoró
el sentimiento por completo. Al igual que Schleiermacher, lo reconoció
como el elemento principal de la consciencia, pero lo convirtió en algo
demasiado elemental como para que tuviera algún valor. El sentimiento
como tal —decía él— está lleno de contradicciones, incluyendo desde lo
más bajo hasta lo más elevado y noble. El valor de la religión estriba en
su contenido racional. Por tanto, se prohibió la emoción en la religión y
los sentimientos fueron reprimidos hasta que sus fuentes se secaron.
La triada hegeliana presenta un concepto de pecado que no es váli-
do. Se desarrolla por medio de una tesis, antítesis y síntesis. En cual-
quier área, algo es malo sólo en contraste con su tesis correspondiente.
Sin embargo, se puede unir a esta tesis para formar una síntesis supe-
rior, eliminando así las diferencias y formando una tesis nueva y más
elevada. Por tanto, el pecado es una cuestión relativa. Sólo es un bien
parcial. Lo consideramos malo únicamente porque no vemos su signifi-
cado más elevado. De este modo resulta imposible sostener que el pe-
cado es maligno, como enseña la Biblia, debilitando así la idea de la
redención. Por esta razón Olin Curtis aborrece toda alusión al ambien-
te sicológico del naturalismo. El énfasis en el desarrollo debilitó tam-
bién la creencia en las crisis religiosas, al menos en cuanto a sus resulta-
dos prácticos. La posición determinista del hegelianismo dio lugar a
una nueva interpretación de la libertad, considerando al ser humano

107
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

como autodeterminado en el sentido de que sus acciones constituyen la


expresión o realización de sí mismo. Esto señala el carácter como la
fuente fundamental de la responsabilidad moral, considerando que no
es el resultado de decisiones libres y responsables, sino que procede de
la voluntad del hombre como expresión de todo su ser. Por tanto, se
minimiza la autoridad externa y la voluntad del ser humano se convierte
en su norma de vida.
La religión no es simplemente acción. Hemos señalado algunos pe-
ligros del énfasis desproporcionado en el sentimiento y el conocimiento
como factores de la religión; resta demostrar que tampoco a la voluntad
se le puede atribuir el lugar principal. Los intentos de identificar a la
religión con la moralidad se remontan generalmente a la filosofía de
Kant con su imperativo categórico. Aunque ambas coinciden y no pue-
de haber verdadera religión sin moralidad, ni verdadera moralidad sin
religión, es necesario distinguirlas claramente. La moralidad presupone
una capacidad desarrollada con la práctica, en tanto que la religión es
un poder otorgado de lo alto. La moralidad no reconoce que existe el
pecado, sólo fallas o deficiencias. El pecado y el arrepentimiento son
conceptos distintivamente religiosos. La vida moral no demanda adora-
ción y, en esencia, es acción; la religión, aunque se manifiesta en activi-
dad hacia los seres humanos, también se expresa en adoración a Dios.
La moralidad es principalmente obediencia a la ley; la religión es sumi-
sión a una Persona. El cristianismo siempre descarta toda esperanza de
recibir la justificación mediante la ley, porque por medio de ésta se
conoce el pecado; pero, siendo una religión redentora, declara que po-
demos ser “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la reden-
ción que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:24). Ni las filosofías éticas, ni
los cultos metafísicos, ni la adoración formal o alguna otra forma de
religión que dependa de buenas obras pueden lograr que el hombre
experimente la liberación del pecado. “Sin duda conocen las historias
de la insensatez humana —declaró Schleiermacher— y han revisado las
diversas estructuras de doctrina religiosa, desde las fábulas sin sentido
de pueblos libertinos hasta el más refinado deísmo, desde la primitiva
superstición de los sacrificios humanos hasta los fragmentos mal inte-
grados de la metafísica y la ética, llamado ahora cristianismo purificado,
y se han dado cuenta de que ninguno tiene sentido. Lejos esté de mí
contradecirlos”.

108
LA RELIGIÓN CRISTIANA

LA NATURALEZA DE LA RELIGIÓN
Después de haber examinado los resultados de la ciencia de la reli-
gión y los desarrollos filosóficos basados en la historia y en la sicología
de la religión, ahora podemos determinar en forma más completa la
verdadera naturaleza de la religión en el sentido más general. Existen
cuatro características fundamentales; éstas se ven tanto en las formas de
religión más elementales y primitivas así como en el cristianismo, la
religión suprema y última. Ninguna forma o grado de religión carece
de ellas. Primero, existe la idea de un poder sobrenatural —Dios— en
la religión de revelación, o dioses en las religiones naturales. Segundo, se
siente una necesidad que busca satisfacción de parte de ese poder so-
brenatural. Tercero, está presente la idea de guardar reverencia y que se
debe honrar en adoración y rendir obediencia voluntaria a lo sobrena-
tural. Cuarto, hay cierto tipo de seguridad en cuanto a la manifestación
de Dios. Es evidente que las primeras tres características dependen de la
relación existente entre Dios y el ser humano, en tanto que la cuarta, la
revelación, se considera como un favor divino especial.
Al examinar estas características comprendemos que son necesarias
en la religión. Lo sobrenatural, por ejemplo, puede entenderse como
los dioses en el politeísmo, o incluso como los poderes inferiores en el
animismo, totemismo y chamanismo. En el cristianismo existe una
clara idea del Dios personal como Padre. La necesidad sentida, asimis-
mo, puede llegar a las formas más bajas de las necesidades físicas, en las
que se busca la ayuda divina mediante prácticas supersticiosas y para
fines viles. La tercera característica también varía, conduciendo a sacri-
ficios idólatras en unos casos, o a momentos elevados de oración y ala-
banza en la adoración cristiana. La cuarta tiene que ver con lo que dis-
tingue a la religión cristiana, porque sólo en el Antiguo y Nuevo
Testamentos, entregados al judaísmo y al cristianismo como partes de
una sola revelación, hallamos la verdadera manifestación de Dios, la
cual a su vez depende de Cristo como la Palabra eterna hecha carne,
dándole así al ser humano la imagen gloriosa y clara del Padre.
Desde el tiempo de Bernabé —el apologista primitivo— hasta la
época de Kant, la iglesia acostumbraba trazar una clara línea demarca-
dora entre la religión cristiana y las religiones étnicas, declarando que la
primera era verdadera y que las demás eran totalmente falsas. Se pasaba
por alto que las otras religiones tenían mucho de verdad. Al desarrollar-
se la ciencia de la religión surgió una actitud diferente, reconociéndose

109
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

la perspectiva paulina que estuvo oculta por mucho tiempo: que las
religiones gentiles eran “ramas de olivo silvestre”, a diferencia de las
“ramas naturales” del judaísmo. No obstante, Pablo tampoco acepta la
posición sincretista moderna de que el cristianismo es una entre mu-
chas religiones, las que son expresiones igualmente beneficiosas de la
profunda naturaleza religiosa del ser humano. Aunque admite que hay
verdad en todas las religiones étnicas, establece una marcada distinción
entre éstas y el cristianismo basándose en dos factores: (1) la diferencia
en cuanto a la calidad ética; y (2) la diferencia en cuanto al carácter del
Fundador. El primer factor se observa en su condenación de las religio-
nes paganas, un hecho que confirman los que conocen el bajo nivel
moral de la religión primitiva y de las llamadas religiones universales.
Éstas constituirán la base de la siguiente sección.
Desde el punto de vista histórico, nuestro argumento acerca de la
supremacía de la religión cristiana sobre las religiones étnicas se basa en
su carácter inclusivo. El cristianismo es distintivo y, por tanto, exclusi-
vo, puesto que es absolutamente inclusivo. “No es una amalgama de
otras religiones —dice Matheson— sino que tiene lo mejor y lo más
verdadero de las demás religiones. Es la luz blanca que contiene todos
los rayos de colores. Dios pudo haber revelado verdades fuera del ju-
daísmo, como lo hizo a través de Balaam y Melquisedec. Pero, aunque
otras religiones tienen una excelencia relativa, el cristianismo es la reli-
gión absoluta que contiene todas las excelencias”. Este método, pues,
proporciona bases más firmes respecto a la singularidad y verdad supre-
ma de la religión cristiana, lo que no es posible si la consideramos como
una religión entre muchas, o como una contra muchas, preservando lo
verdadero de ambas posiciones.
El cristianismo es la religión distintiva y verdadera. Después de ha-
ber examinado las religiones falsas, es evidente que hay y puede haber
sólo una religión que abarque toda la verdad en sí misma. “El ser hu-
mano es un ser religioso que posee la capacidad para la vida divina. Sin
embargo, es realmente religioso sólo cuando entra en esta relación vi-
viente con Dios. Las religiones falsas son las caricaturas que los seres
humanos hacen del pecado, o imaginaciones que, al buscar a tientas la
luz, se forman de esta vida del alma en Dios” (Strong, Syst. Th., I:23).
Resumimos nuestros argumentos sobre el cristianismo como la religión
distintiva y verdadera con las siguientes proposiciones:

110
LA RELIGIÓN CRISTIANA

1. El cristianismo es una religión histórica. El cristianismo es más


que una filosofía de la religión o un culto religioso. No consiste en una
teoría intelectual sino en un poder redentor, manifestado en el plano de
la historia humana en la persona de Jesucristo, quien fue probado en
todo aspecto como los demás humanos pero triunfó sobre el pecado y
la muerte. Por tanto, debe ocupar un lugar en la historia de la religión,
y se le debe clasificar con las religiones universales que reciben su carác-
ter de la personalidad de sus fundadores. La diferencia entre el cristia-
nismo y las religiones étnicas radica en el carácter de los fundadores —
la distancia infinita entre lo humano y lo divino.
2. El fundador del cristianismo es Jesucristo, el divino Hijo de
Dios. Tanto el carácter distintivo como la exclusividad del cristianismo
se deben a la personalidad de su fundador. En esencia el argumento del
escritor a los Hebreos es: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de
muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos
últimos días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero
de todo y por quien asimismo hizo el universo” (Hebreos 1:1-2). Este
argumento sostiene que en la antigüedad, la revelación de Dios fue
parcial e imperfecta porque se realizó por medios humanos; ahora pue-
de ser perfecta al llevarse a cabo por medios divinos. Esta es la diferen-
cia esencial entre el judaísmo y el cristianismo. Puesto que los profetas
proporcionaban sólo mediación humana, la revelación debía ser exter-
na; siendo externa, tenía que ser necesariamente ceremonial; y por ser
ceremonial, era preparatoria. El cristianismo, al tener como mediador
al Hijo divino, es interno en lugar de externo, es espiritual y no cere-
monial, y es perfecto en vez de preparatorio. Por ello el judaísmo, con
sus oficios proféticos, sólo pudo ser preparación para la revelación plena
del cristianismo. El apóstol Pablo lo expresó claramente cuando, al
preguntársele qué ventaja tenían los judíos sobre los gentiles, respondió
que las ventajas eran muchas “en todos los aspectos. Primero, cierta-
mente, porque les ha sido confiada la palabra de Dios” (Romanos 3:2);
es decir, fueron los intermediarios entre Dios y las religiones del mun-
do. Por tanto, no eran el fin sino un medio, elegidos para un propósito.
Su condenación se debió a que, dejando de considerarse como un pue-
blo con un ministerio, se constituyeron un fin en sí mismos en la reve-
lación de Dios y, por consecuencia, despreciaron a los demás. Pero, el
apóstol Juan en el cuarto evangelio vincula en forma directa la obra de
Cristo con la del Padre, independientemente de toda relación terrenal.

111
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

Eligiendo conceptos y términos griegos, y no judíos, declara: “En el


principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios” (Juan 1:1).
El argumento de Pablo se condensó resultando en una declaración
de credo: Nuestro Señor Jesucristo —el Señor (kurios), indicando su divi-
nidad como el término más elevado aplicado a la deidad; Jesús, la rela-
ción humana e histórica; y Cristo o el ungido, como el oficio o la
misión de Cristo.
3. El cristianismo es una religión redentora. A través de todo el
Nuevo Testamento se muestra a Cristo en su misión redentora. Quizá
el texto más conocido que ilustra el propósito de Dios en la encarna-
ción sea Juan 3:16: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a
su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino
que tenga vida eterna”. Pablo presenta el aspecto soteriológico de la
venida de Cristo como la tesis de su Epístola a los Romanos, quizá su
tratado de teología más sobresaliente y sistemático. La tesis es: “No me
avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de
todo aquel que cree... pues en el evangelio, la justicia de Dios se revela
por fe y para fe, como está escrito: ‘Mas el justo por la fe vivirá’” (1:16-
27). El apóstol Pedro expresa también esa verdad profunda: “Bendito el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su gran misericor-
dia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de
Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontami-
nada e inmarchitable, reservada en los cielos para vosotros, que sois
guardados por el poder de Dios, mediante la fe, para alcanzar la salva-
ción que está preparada para ser manifestada en el tiempo final” (1
Pedro 1:3-5). Pablo, Pedro y Juan no veían el cristianismo simplemente
como doctrina sino como poder. A los judíos tal vez les parecía piedra
de tropiezo; a los griegos, locura; pero para los salvados, Cristo era el
poder y la sabiduría de Dios. No consideraban a Cristo sólo como pro-
feta, maestro o un gran hombre, sino como redentor. Ciertamente mu-
cho de lo que se acepta como evangelio no es sino un sistema de ética o
una profunda filosofía de la vida. Todo lo que no es poder de Dios para
salvación, no llega a ese punto en el que el mensaje de Cristo se convierte
en evangelio.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Desde el punto de vista objetivo, la religión es la relación del hombre con lo infinito, y
desde el subjetivo, es la determinación de la vida humana mediante esa relación (Hase,
Dogmatik).

112
LA RELIGIÓN CRISTIANA

2. Al estudiar la historia del mundo pagano antiguo, nos sorprende la precisión con que
Pablo lo describe en el primer capítulo de Romanos. Afirma que “cambiaron la gloria del
Dios incorruptible por imágenes de hombres corruptibles, de aves, de cuadrúpedos y de
reptiles” (1:23). “Ofrecían adoración como a dioses a los bueyes, cocodrilos, aves y repti-
les. Convirtieron a las bestias en dioses y, a su vez, transformaron a sus dioses en bestias
atribuyéndoles embriaguez, lascivias innaturales y los vicios más repugnantes. Adoraban la
embriaguez bajo el nombre de Baco y la lascivia bajo el nombre de Venus. Momus era pa-
ra ellos el dios de la calumnia, y Mercurio, el dios de los ladrones. Incluso a Júpiter, su
dios principal, lo consideraban adúltero. La adoración de seres reconocidos como malig-
nos prevaleció entre ellos, de ahí que muchos de sus ritos fueran crueles y obscenos. Las
fiestas florales que celebraban los romanos en honor a Flora, la diosa de las flores, duraban
cuatro días en los que practicaban los actos más vergonzosos y el libertinaje más desenfre-
nado” (Wakefield, Chr. Th., 33-34).
3. Para mencionar algunos ejemplos de entre muchos, los ritos de la diosa Cibeles se caracte-
rizaron tanto por su lujuria como por su crueldad; tales ritos se extendieron ampliamente
llegando a formar parte de la adoración pública de Roma. Los afrodisíacos, o festivales en
honor a Venus, se realizaban con ceremonias lascivas en muchas partes de Grecia; Strabo
relata que en Corinto había un templo tan rico que mantenía a más de mil prostitutas sa-
gradas a su servicio (Wakefield, Chr. Th., 33-34; véase Storr, Christian Religion; Seiss,
Apoc. Churches; otras referencias sobre religiones primitivas).
4. Respecto a su teoría ilusionista de la religión, Feuerbach dice: “El hombre —este es el
misterio de la religión— proyecta su ser en objetividad, y luego otra vez se hace objeto de
esta imagen proyectada de sí mismo y convertida así en sujeto... Ya que Dios no es sino la
naturaleza del ser humano purificada de lo que al individuo humano, sea en sentimiento o
pensamiento, le parece una limitación del mal”.
5. Al igual que Wesley, Schleiermacher consideró necesario separarse de los hermanos mora-
vos, pero la brecha se debió a su independencia intelectual y no al deseo de rebelarse con-
tra el espíritu o los métodos de ellos. Las cartas que se escribieron él y su padre en el tiem-
po cuando decidió separarse de los hermanos, suplicando que le permitieran entrar a la
esfera más amplia de la Universidad, muestran claramente la agonía que sufrió (Selbie,
Schleiermacher, 16-17).
6. Waterhouse sostiene que, para Schleiermacher, el nacimiento de la religión ocurrió en ese
momento misterioso inmediatamente previo al brote de la consciencia, un instante tan
momentáneo que casi no se puede describir como instante —un término que implica al
menos una fracción de tiempo cuando el sentido y el objeto son uno e indistinguibles,
cuando surge el primer contacto de la vida universal con un individuo y, como declara
Schleiermacher, “yaces directamente en el seno del mundo infinito”. Se debe tomar en
cuenta que, para él, el sentimiento significa primordialmente la unidad de consciencia, en
la que la oposición del conocimiento pasa por medio del sentimiento a la voluntad, y la
voluntad pasa por medio del sentimiento al conocimiento, y la relación común con el sen-
timiento forma el vínculo de conexión entre ellos. El campo de la religión se encuentra en
este elemento unificador del sentimiento. Por tanto, considera al pecado como el conflicto
y a la salvación como la reconciliación entre la consciencia de Dios y la consciencia del
mundo, y esto lo realiza Cristo, quien poseía la consciencia de Dios en medida absoluta,
estableciendo así su perfección y su divinidad.
7. William Adams Brown señala que la súbita caída del hegelianismo es uno de los hechos
más sorprendentes de la historia de la filosofía. Existían dos tendencias: una relacionaba a
la religión con la filosofía, resultando en un movimiento crítico; la otra se aproximaba a
las posiciones de la teología tradicional. Personas como Daub y Marheinecke intentaron

113
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 5

presentar al cristianismo como la síntesis final, pero los elementos más radicales finalmen-
te vencieron a los conservadores. Brown indica que Essence of Christianity (Esencia del
cristianismo), de Feuerbach, es la más clara expresión de esta tendencia destructiva.
8. Para completar su argumento, Martineau ofrece tres razones para identificar la Voluntad
que ha descubierto detrás de los fenómenos con el Dador de la ley revelado por la con-
ciencia: (1) En nuestra persona se unen la sujeción a la ley moral y la sujeción a la ley físi-
ca que están inseparablemente entrelazadas. (2) El mundo externo estimula nuestras ac-
ciones; la información de la conciencia se halla en la vida y en la humanidad, y sus
problemas son planteados por la condición que ellas imponen. (3) La disciplina que re-
quiere la ley moral es implementada por la ley física... Sin embargo, estos dos aspectos —
el físico y el moral— están separados sólo en el temor humano, no en la existencia divina
(Martineau, Study of Rel., 26ss.).

114
CAPÍTULO 6

LA REVELACIÓN
CRISTIANA
La teología cristiana se basa en la revelación de Dios en Cristo, cuyo
relato —tanto en la etapa preliminar como en la perfecta— se encuen-
tra en el Antiguo y Nuevo Testamentos. Para remitir al lector a nues-
tras presuposiciones básicas acerca de la relación entre la palabra escrita
y la Palabra personal y eterna, la cual vimos al tratar de la Biblia, po-
demos aquí, a modo de introducción, hablar de la revelación y la fe
cristiana como las formas objetiva y subjetiva de la revelación de Dios
al hombre. Pero la revelación las relaciona con Dios como el Revelador,
en tanto que la fe cristiana considera que son recibidas por el hombre.
Debemos tener esto en mente en nuestra discusión para preservar intac-
tos los principios formales y materiales de la revelación. Lo que a Dios
le complace dar a conocer, llega a ser la fe del ser humano cuando éste
lo acepta. Tanto la revelación como la fe cristiana concuerdan con la
Biblia. No decimos que sean idénticas, porque la teología cristiana
siempre debe presentar a Cristo —la Palabra viva y eterna— como la
suprema revelación de Dios. Pero la Biblia, como el registro verdadero
e inerrante de la Palabra personal y el medio de expresión continua
mediante el Espíritu Santo, debe convertirse en un sentido real y pro-
fundo en el aspecto formal de la revelación verdadera y perfecta. Por
tanto, respecto a la Biblia como la regla de fe formal, nuestro objeto de
estudio se divide naturalmente en tres partes principales: (1) la natura-
leza de la revelación cristiana, o revelación; (2) el origen de la revelación

115
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

cristiana, o inspiración de la Biblia; y (3) las evidencias de la fe cristiana,


o el canon de la Santa Biblia.
En el sentido más amplio del término, entendemos que revelación es
toda manifestación de Dios a la consciencia del ser humano, ya sea a
través de la naturaleza y el curso de la historia, o de revelaciones supe-
riores de la Palabra encarnada y la Santa Biblia. Por ello es “la palabra
más elemental y más inclusiva de nuestro sistema teológico”. Se divide
ampliamente el tema en: (1) revelación general, y (2) revelación espe-
cial. Otros términos que se utilizan para expresar esta división son reve-
lación natural y sobrenatural, o revelación externa e interna. MacPher-
son sugiere el uso de los términos mediata e inmediata —siendo la
primera la que se realiza indirectamente, por los diversos medios y
agencias de mediación; y la última, la que se hace de manera inmediata
a la naturaleza espiritual del ser humano. Estas divisiones son más o
menos convencionales pero la Palabra de Dios las acepta (Salmos 19;
Romanos 1:20; 2:15; Hechos 14:17; 17:22-31); y las revelaciones pos-
teriores y superiores de la verdad divina, en lugar de abrogarlas, parecen
exponerlas más claramente.

REVELACIÓN GENERAL
Al hablar de revelación general en teología, nos referimos a la forma
en que Dios se muestra a sí mismo a los seres humanos: en la naturale-
za, por medio de la mente, y en el progreso de la historia humana. Con
frecuencia ciertos teólogos tienden a considerar la revelación como el
aspecto divino de lo que, desde el plano humano, se ve como procesos
de aprendizaje comunes. Así, Lipsio declara que toda revelación, tanto
en forma como en contenido, es sobrenatural y natural; sobrenatural,
por ser el efecto del Espíritu divino en el hombre, y natural, porque
opera tanto sicológica como históricamente a través de la consciencia,
considerada como parte de la naturaleza espiritual del ser humano.
MacPherson denuncia esta falacia y nos advierte que viene a ser prácti-
camente una teoría deísta de Dios y del universo. Otras perspectivas
más modernas respecto a la inspiración, que difieren en grado pero no
en clase, han impedido también tener un concepto correcto de la Bi-
blia. Desde el punto de vista bíblico, no obstante, los dos términos —
ÒÈÇÁŠÂÍÐÀË o revelación y θŚÉÑÊÀË o manifestación o dar a conocer—
se aplican sólo a los misterios de la religión, y no a descubrimientos que

116
LA REVELACIÓN CRISTIANA

se realizan lenta y gradualmente mediante los procesos intelectuales de


aprendizaje.1
Expondremos ahora, de modo amplio, los resultados de las investi-
gaciones realizadas en la ciencia y en la filosofía de la religión. Éstas
brindan indiscutibles evidencias de la universalidad de la religión y de
sus bases en la naturaleza y constitución del ser humano. La filosofía de
la religión ha demostrado que la religiosidad natural del hombre es en
sí misma una revelación, y cuando se desarrolla, conduce directa y ne-
cesariamente a la revelación de la existencia objetiva de Dios. La reli-
gión asume su carácter moral de la realidad de la conciencia, por cuyo
medio el ser humano conoce la distinción fundamental entre el bien y
el mal, y esto conduce a la naturaleza del Ser supremo como santo.
Cuando empleamos el término revelación en lugar de religión, enfoca-
mos el tema desde un ángulo diferente pero logramos los mismos resul-
tados. La revelación general al ser humano se realiza por medio de (1) la
naturaleza, (2) la constitución del ser humano mismo, y (3) el progreso
de la historia humana.
La revelación por medio de la naturaleza. Aquí nos referimos a la
revelación de Dios por medio del universo físico, aparte del hombre. Ya
hemos señalado esto al discutir la naturaleza como fuente de la teología.
No es necesario repetir el argumento. La naturaleza está llena del Espí-
ritu divino y revela a Dios, así como la atmósfera está llena de la luz
solar y revela al sol. Pero el lenguaje de la naturaleza llega a intelectos
entenebrecidos y sensibilidades entorpecidas, y se lee a la débil luz de
una naturaleza espiritual corrompida. Sin embargo, como afirma
Ewald: “Mientras más se conoce a Dios de otra manera, esta creación
infinita y visible proclama aun más la gloria invisible de Dios y revela
su naturaleza y voluntad ocultas”, y de esto testifican con gozo las
almas espiritualmente renovadas.
También debemos señalar que, al repetirse con frecuencia, las expe-
riencias extraordinarias se convierten en comunes y ordinarias, per-
diendo así el aspecto milagroso. Samuel Harris, de Yale, lo presenta
muy claramente en Self-Revelation of God (Autorrevelación de Dios),
una obra antigua pero con una valiosa apología de la teología cristiana.
Dice él: “A veces las personas piensan que si Dios se hubiera revelado
continuamente y a todos los seres humanos realizando milagros ante
ellos, habría sido imposible dudar de su existencia. Pero, los milagros
son presentados a los sentidos y, por lo mismo, al igual que las obras de

117
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

la naturaleza conocidas, constituyen un velo que esconde a Dios mien-


tras lo revela; la mente debe pasar a través de ellos —así como pasa a
través de los fenómenos de la naturaleza— para llegar al Dios invisible
y espiritual detrás del velo. Y, si los milagros fueran tan comunes como
las lluvias y el arco iris, no atraerían la atención más que éstos. A veces
se piensa que si Dios se revelara continuamente mediante teofanías
como las que relata la Biblia, ya no sería posible dudar. Pero, incluso en
las teofanías los profetas no vieron a Dios; veían tan solo señales y sím-
bolos y, por medio de éstos, sus ojos espirituales vieron lo que sólo se
discierne espiritualmente. Ezequiel vio una nube proveniente del norte
con viento huracanado, fuego envolvente y resplandor; en medio del
fuego vio una refulgencia como de bronce y cuatro querubines, con
ruedas del color del crisólito, tan altas que eran temibles, y se movían
con luz deslumbrante, llenas del espíritu de vida. En el firmamento
había un trono de zafiro, y sobre éste, una semejanza como de hombre.
Pero, si cada mañana apareciera del norte esta visión ante nosotros,
¿cómo podría ese firmamento en miniatura revelar a Dios más que el
sol que sale cada mañana por el oriente, o más que el firmamento, que
cada noche gira majestuosamente con sus millares de estrellas sobre
nosotros? ¿Cuál teofanía presentada a los sentidos permite ver tal fuer-
za, tal rapidez de movimiento, tal grandeza y perfección, sistemas tan
grandiosos y armoniosos, poderes tan llenos del espíritu de vida, tales
manifestaciones de la razón y de Dios como las que la ciencia muestra
en el universo físico? Con el paso del tiempo, descubrimos también
ciertas limitaciones de la revelación de Dios que se lleva a cabo median-
te palabras. Algunos quizá piensen que ayudaría a la fe si en el cielo se
escribieran con estrellas las palabras ‘Dios es amor’. Tendríamos que
preguntar en qué idioma se escribirían, y podríamos afirmar que tal
arreglo implicaría que la tierra es el centro del universo y que todo lo
demás existe para ella. Pero, si se escribieran esas palabras, aún sería
sólo un arreglo ordenado de las estrellas a través del cual la mente debe
ver para entender su significado, y vemos tales arreglos ordenados en
toda la naturaleza. Cuánto más significativa es la revelación del amor de
Dios que Él nos ha dado a través de la vida y el amor sacrificado de
Jesucristo... De manera que las palabras de los profetas y apóstoles no
tienen sentido en nuestros oídos hasta que Dios, por su acción divina,
da a conocer su significado. El oyente debe conocer a Dios primera-
mente mediante la experiencia personal de la gracia divina, o mediante

118
LA REVELACIÓN CRISTIANA

su conocimiento de la acción de Dios en la naturaleza, o en la historia


humana, o sobre todo en Cristo, a fin de comprender la comunicación
del profeta” (Harris, Self-rev. of God, 70-71). Anticipamos aquí nuestro
argumento acerca de la necesidad de una revelación suplementaria.
La revelación de Dios en la naturaleza y constitución del ser hu-
mano. La siguiente etapa de la revelación natural se halla en la natura-
leza y constitución del hombre mismo. El ser humano sabe que es un
ser espiritual y personal, y en la unidad de esta personalidad encuentra
tres momentos o aspectos de su ser: intelecto, sentimiento y voluntad.
El hombre sabe también que posee conciencia, de la cual se origina el
sentido del deber hacia un Amo o Señor. No se puede pasar por alto la
palabra central. La conciencia es percepción en unión con alguien. Por
tanto, podemos decir que la consciencia consiste en el yo percibiendo el
mundo y, por lo mismo, distinguiéndose a sí mismo del mundo; mien-
tras que la conciencia consiste en el yo percibiendo a Dios y, por lo
mismo, distinguiéndose a sí mismo de Dios. Además, sabe que, como
persona, fue creado para tener comunión con la Persona suprema. Al
pensar en la creación, el yo supone un Creador; y al pensar en la pre-
servación, supone un Soberano. Pero no concluye aquí el tema de la
conciencia. Phineas F. Bresee a menudo mencionaba la definición de
Carlyle en sus predicaciones; pedía incluso que los estudiantes la repi-
tieran con él y comentaba la importancia de cada palabra. La concien-
cia es “aquel Algo o Alguien en nosotros que se pronuncia en cuanto a
lo correcto o incorrecto de la elección de los motivos”. Afirmaba que si
se omitía la palabra “algo”, hallaríamos la definición de conciencia de
Isaías. ¿Qué es esto que forma parte de nuestro ser, que cuando hemos
hecho todo lo posible para identificarla con nuestros impulsos interio-
res, y sabemos que no importa cuán íntimamente relacionada esté con
nuestra individualidad, no pertenece a nuestra naturaleza terrenal ni es
una posesión individual, sino que es en esencia infinita y eterna? Y esta
realidad interior tampoco es impersonal, no es mera abstracción o cua-
lidad, sino “una Presencia personal vital y concreta”. Esto es lo que
Bresee quería dejar grabado en aquellos que fueron tan afortunados de
estar bajo su ministerio. Llegamos a la conclusión de que, así como la
consciencia es esa cualidad del yo que se conoce a sí mismo en relación
con lo externo, y no puede existir independientemente de su objeto en
el orden temporal, tampoco la conciencia puede existir sin un Objeto
Personal en el orden infinito y eterno.

119
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

Al referirnos de nuevo a los elementos de la personalidad, podemos


decir que el ser humano conoce a Dios por medio de la razón, tanto de
manera inmediata en su consciencia, como de manera mediata a través
del universo. Es una intuición necesaria de la mente. Miley declara:
“Por intuición necesaria queremos decir una que surge inmediatamente
de la constitución de la mente, y que, bajo condiciones apropiadas,
debe surgir así” (Miley, Syst. Th., I:68). Estas revelaciones no son tan
solo producto del pensamiento. “Así como se difunde por todas partes
la luz del día al reflejarse la luz solar en la atmósfera y en innumerables
objetos, la mente se ve iluminada con inteligencia por el pensamiento
reflejado desde diferentes puntos de la realidad que la rodea”. Goethe
dice: “Todo el pensar en el mundo no nos lleva al pensamiento. De-
bemos estar en lo correcto por naturaleza para que los buenos pensa-
mientos vengan a nosotros como hijos libres de Dios y griten: ‘¡Aquí
estamos!’” Estos pensamientos se reflejan de los objetos del universo
físico y moral, revelando lo espiritual y divino que existe en ellos. “Por
ello, en la vida espiritual —afirma Harris— el conocimiento de Dios
no se origina con el pensamiento, sino que presupone revelación. Y
existe una intuición espiritual que investiga el significado de la realidad
revelada. Al revelarse Dios en la consciencia cristiana, la mente más
humilde tiene una visión de Dios y del universo en relación con Él, la
cual los genios impíos con todas sus facultades no pueden ver” (Harris,
Self-rev. of God, 87).
No debemos permitir que la sicología mecánica o la filosofía agnós-
tica nos sujeten a la tierra, ni debemos perder el sentido de la realidad
debido a un falso idealismo. Buckham declara: “El racionalismo cavó
tan hondo buscando base para la fe, que se quedó enterrado bajo el
suelo sobre el cual debía edificar. El idealismo absoluto menospreció la
tierra y siempre ha permanecido en el aire”. El hombre es al mismo
tiempo una criatura de la naturaleza y un ser personal superior a ésta.
La Biblia dice que desde el punto de vista físico, él es la más importante
de las criaturas terrenales creadas y, además, que Dios “sopló en su na-
riz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). Es el
recipiente de una vida impartida y, por ello, hijo de Dios. Al respecto,
Harris utiliza las palabras “natural” y “sobrenatural”, pero limita el
término “sobrenatural” al significado estrictamente literal, refiriéndose
a lo que es “superior a la naturaleza”, no a lo divino. Piensa que el con-
traste entre lo humano y lo divino se expresa mejor con los términos

120
LA REVELACIÓN CRISTIANA

“finito” e “infinito”. “Por tanto, el hombre como ser personal y espiri-


tual es sobrenatural. Sabe que posee razón, libre albedrío y motivos
racionales, los atributos esenciales de un ser sobrenatural o espiritual.
Como espíritu, es semejante a Dios quien es Espíritu; participa de la
razón al igual que Dios, la Razón eterna; reconoce que su razón está
bajo la misma ley de amor que demanda Dios, por lo que puede amar
como Él. Por tanto, tiene algo en común con Dios, aunque respecto a
su organización física es parte de la naturaleza como lo son los árboles,
es sensible a su acción sobre él y lo reconoce de esa manera en su expe-
riencia consciente. Respecto a su espíritu, el ser humano es sobrenatural
y sensible a la acción de lo sobrenatural en él, y lo reconoce en su expe-
riencia consciente. Por tanto, conoce dos sistemas en el universo: el
natural y el espiritual o sobrenatural... Su consciencia es el centro en el
que los poderes de la naturaleza convergen y se revelan a sí mismos;
asimismo, es el centro en el que convergen y se revelan los poderes del
sistema espiritual. Así pues, conoce el sistema de la naturaleza, el siste-
ma racional y moral, y su unidad en el universo, que es la manifesta-
ción de Dios. La unidad de ambos se encuentra en la subordinación de
la naturaleza al espíritu, y en su armonía con ella como la esfera en la
que actúa y mediante la cual se revela. Si la organización física del ser
humano no es sino la forma y el medio a través del cual se revela el
espíritu humano, y si la naturaleza no es sino la forma y el medio en el
cual, y a través del cual, Dios y el sistema espiritual se revelan, el anta-
gonismo entre lo natural y lo sobrenatural desaparece pero permanece
la distinción entre ellos; y el ser humano, en virtud de sus poderes espi-
rituales y sobrenaturales, participa de la luz de la Razón divina, siendo
capaz de conocer a Dios y de comunicarse con Él, de conocer lo sobre-
natural y participar de ello. Por tanto, el hombre es a la vez un ser so-
brenatural en un ambiente sobrenatural o espiritual, y participante de
la naturaleza en un ambiente físico. Si comprendemos esta realidad, es
imposible dudar que su ambiente espiritual pueda revelarse en la cons-
ciencia de él por medio de sus sensibilidades o susceptibilidades espiri-
tuales, así como el ambiente físico se revela por medio de sus sentidos.
Ya no se considerará al espíritu como algo fantasmal o espectral, sino
esencial y distintivamente humano” (Harris, Self-rev. of God, 85–86).2
La revelación de Dios en la historia. El progreso de la historia
humana revela el propósito de Dios de una manera más sublime que la
que puede brindar la constitución de un individuo. Al tratar de la pro-

121
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

videncia divina tenemos que desarrollar este tema, el cual constituye la


base del argumento teleológico respecto a la existencia de Dios. Sin
embargo, aquí abordaremos sólo los aspectos que no se incluirán en
discusiones posteriores. La historia no consiste en una serie de eventos
sin relación alguna entre sí. La historia pertenece a la volición humana.
Es un registro de lo que han hecho los seres humanos. Pero, existe una
Presencia interna que dirige la historia, y una Voluntad autoritativa
sobre ella que dirige todo hacia una meta expresa, a una plenitud del
tiempo. Esa meta es la venida del Verbo hecho carne, el Hijo de Dios
encarnado que sobresale en la historia humana como Dios manifestado
en la carne. A la luz de este hecho histórico, podemos mirar retrospec-
tivamente las páginas de la historia y reconocer que los eventos tenían
un propósito; y podemos leer las palabras de los profetas y ver cumpli-
das sus predicciones. Pero, como punto central de la historia, Él ha
dejado su huella en ella. “Lo sorprendente y significativo respecto a esta
iluminación nueva del Jesús histórico es que Él resulte tan real y de
tanto magnetismo para el mundo actual. Muchos siglos nos separan de
Él; a través de las generaciones han ocurrido enormes cambios; la civili-
zación ha pasado por diversos períodos y grandes avances, pero el
Hombre de Nazaret es el mismo ayer, hoy y para siempre en su autori-
dad sobre el ser humano. Por encima de las ideas de su tiempo —que
ahora consideramos extrañas y superadas—, de la vida de pobreza y las
costumbres arcaicas, Él surge como alguien sumamente real, con má-
xima autoridad y de gran atractivo” (Buckham, Christ and the Eternal
Order, 65).3 La historia, con su luz más brillante respecto al Cristo re-
velado, arroja sus rayos penetrantes a lo largo del camino y vemos que
“en el mundo estaba, y el mundo fue hecho por medio de él; pero el
mundo no lo conoció” (Juan 1:10). Como en el campo de la metafísi-
ca, Él, la luz que alumbra a todo ser humano, vino al mundo y, a pesar
de ser una luz que resplandecía en las tinieblas, éstas no la comprendie-
ron; de manera que en el curso de la historia humana, Él vino conti-
nuamente a lo suyo, pero los suyos no lo recibían. Bajo una luz más
clara, lo que parecía ser “algo” resulta ser “alguien”, quien como el
Verbo eterno y preexistente —a cuya imagen fue creado el hombre, por
cuyo poder fue formado el universo y por cuya presencia se ha desarro-
llado el curso de la historia a pesar de las tinieblas y la oposición del
pecado— debe continuar hasta que, de acuerdo con la declaración bí-

122
LA REVELACIÓN CRISTIANA

blica, se reúnan en Cristo todas las cosas, tanto en el cielo como en la


tierra (Efesios 1:10).

REVELACIÓN ESPECIAL
La revelación especial tiene que ver con el propósito redentor de
Dios manifestado en Cristo Jesús, en contraposición a la revelación más
general de su poder manifestado en las obras de la creación. Algunos
han objetado que la idea de una revelación especial equivale a despre-
ciar la sabiduría de Dios porque, al parecer, lo presenta enmendando o
complementando las primeras revelaciones de sí mismo. No es válida
tal objeción. Dios creó la tierra como escenario para las actividades de
los hombres como seres personales, quienes, en lo concerniente a su
cuerpo son parte integral de la naturaleza, pero en cuanto a su ser espi-
ritual, son superiores a la naturaleza y pueden establecer una comunión
espiritual. La revelación general es básica y fundamental, pero por la
naturaleza de los hechos, implica una revelación superior y personal.
Uniendo estas dos formas de revelación, llegamos a conocer a Dios, no
sólo como ley o una fuerza que obra a través de la ley, sino como una
Personalidad suprema que no sólo es capaz de entablar compañerismo
con el ser humano, sino que lo ha creado específicamente para que
tenga comunión con Él. Una vez más vemos que, puesto que el hom-
bre fue creado para disfrutar de comunión personal con Dios, es lógico
suponer que Él se haya dado a conocer a través de la personalidad hu-
mana, además de las revelaciones que realizó por medio de la naturaleza
restringida e impersonal. Finalmente, por la entrada del pecado en el
mundo después de la creación, se necesita una revelación especial para
que las personas comprendan la actitud de Dios respecto al pecado y
darles a conocer eficazmente su plan redentor. Como corolario, se ne-
cesita la revelación especial porque la enseñanza divina tiene que luchar
contra las consecuencias anormales del pecado, tales como la apatía, la
perversidad y la confusión espiritual que caracterizan a la mente huma-
na. Sheldon declara: “Una sola mirada a la tragedia del pecado e insen-
satez humanos debería disipar la ficción de que la naturaleza brinda una
revelación adecuada al ser humano en su condición actual. Quizá sea
suficiente para despertar cierto grado de responsabilidad, pero no basta
para suplir el poder para las motivaciones más elevadas o la guía más
eficiente” (Sheldon, Syst. of Chr. Doct., 75).

123
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

En realidad hay tres grados de revelación: la que se realiza por medio


de la naturaleza impersonal; la que se da por medio del hombre como
un ser personal que, en un sentido especial, es superior a la naturaleza;
y finalmente, la que se realiza a través de Jesucristo como el Verbo de
Dios encarnado. Por tanto, es evidente que la naturaleza espiritual del
hombre viene a ser el escenario para la revelación especial de Dios. Vis-
to desde el punto de vista inferior, el hombre representa la culminación
de la revelación de Dios mediante la naturaleza. Visto desde arriba, la
naturaleza humana viene a ser el órgano de la revelación divina a través
de Cristo. En el hombre, el espíritu humano depende de la naturaleza;
en Cristo, lo divino depende de lo humano. Desde los días de la iglesia
primitiva se ha especulado si Cristo se habría encarnado o no para per-
feccionar la revelación de Dios a través del ser humano, o si vino úni-
camente con su propósito y poder redentores. No importa cómo se vea
el asunto, incluye dos venidas de Cristo: una en humillación, por causa
del pecado; la otra, una segunda venida en gloria, sin pecado y para
salvación. Respecto a que esta segunda venida hubiera sido la primera si
el pecado no hubiera entrado en el mundo, sólo puede ser tema de con-
jetura personal. Sin embargo, nos hallamos en terreno seguro cuando
consideramos la revelación de Dios en Cristo, en su mayor profundidad,
como una revelación del plan redentor de Dios.
Al limitar la idea de la revelación especial al desarrollo del plan
eterno de Dios para la redención del hombre mediante Cristo, vemos
tres puntos sobresalientes: (1) el propósito redentor de Dios revelado
en Cristo; (2) las Escrituras perfeccionadas como el testimonio final de
Jesús a la humanidad pecadora; y (3) la coincidencia de las Escrituras
con la fe cristiana.
La misión redentora de Cristo. Trataremos de la naturaleza de la
misión de Cristo sólo de manera preliminar y en lo que concierne di-
rectamente a su obra de revelación. Pope dice: “La revelación, propia-
mente dicha, está consagrada al misterio escondido con Cristo en Dios,
al secreto que da a conocer”. De esto dan testimonio los profetas y
constituye una responsabilidad común, tanto del Señor como de sus
apóstoles. Cristo mismo es la suma de toda revelación, “el resplandor
de su gloria, la imagen misma de su sustancia y quien sustenta todas las
cosas con la palabra de su poder” (Hebreos 1:3). Se hace referencia a la
encarnación como “el misterio de la piedad” (1 Timoteo 3:16), y a
Cristo mismo, como el “misterio de Dios” (Colosenses 2:2), “en quien

124
LA REVELACIÓN CRISTIANA

están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento”


(2:3). El apóstol Pablo nos dice que el conocimiento de la gloria de
Dios se ve “en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). Juan incluye una
nota profunda y autoritativa en el prólogo del cuarto evangelio, espe-
cialmente en los siguientes versículos: “En el principio era el Verbo, el
Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). También dice:
“A Dios nadie lo ha visto jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno
del Padre, él lo ha dado a conocer” (Juan 1:18). Y en otro lugar afirma:
“El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Juan 14:9). Asimismo Ma-
teo declara: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al
Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mateo
11:27). Todos los profetas con sus lámparas, los sacerdotes con sus
altares y sacrificios, y los reyes con sus tronos y cetros desaparecen en
Cristo, nuestro Profeta, Sacerdote y Rey.
La Biblia contiene y es la Palabra de Dios. Cristo fue la revelación
plena y perfecta del Padre: el resplandor de su gloria y la imagen expre-
sa o exacta de su Persona. Su testimonio es el espíritu de la profecía, el
mensaje fundamental de toda revelación objetiva. Puesto que este tes-
timonio es perfeccionado en la Biblia, llega a ser la Palabra de Dios
objetiva. Dorner sostiene que ni la fe ni la Biblia, sino sólo Dios en
Cristo, y en el Espíritu Santo, es el principio de la existencia del cristia-
nismo (principium essendi), mientras que la fe es primordialmente el
principio del conocimiento del cristianismo (principium cognoscendi); y
que para la teología dogmática, la fe con su contenido tomado de la
Biblia constituye el material inmediato. No obstante, como MacPher-
son, sostenemos lo contrario: lo que el ser humano debe aceptar no es
la fe, con la Biblia como contenido, sino la Biblia, como registro de la
revelación divina. Cuando la recibimos por fe en Dios, quien se revela
en ella, la Biblia viene a ser el principio del conocimiento y la regla de
fe. La posición de Francke, contra la cual argumenta Dorner, concuer-
da mucho más con la doctrina protestante de la Santa Biblia, que la
considera como el principium cognoscendi objectivum, y luego ubica al
creyente a su lado, en coordinación con la Biblia como el principium
cognoscendi subjectivum. Dios, pues, como el principium essendi, une a
los dos en una unidad definitiva. “Por ello, el cristianismo debe su exis-
tencia a Cristo, el revelador de Dios, pero el conocimiento del cristia-
nismo se expone de manera inmediata en la Biblia, la cual el corazón y

125
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

la mente del creyente deben recibir y comprender” (MacPherson, Chr.


Dogm., 27).
La Biblia y la fe cristiana. La revelación de Dios, dada al ser hu-
mano en la Santa Biblia, se convierte en fe cristiana cuando éste la reci-
be. Por tanto, debemos considerar que el cuerpo de la verdad apela
primordialmente al principio de la fe, y que, en segundo lugar, presenta
sus credenciales a la razón para que la acepten quienes aún no forman
parte de la familia de la fe. Respecto al primero, discutiremos más am-
pliamente: (1) el Libro cristiano y (2) la fe cristiana. Y respecto al se-
gundo, veremos (3) las credenciales de la revelación y sus subtemas.

EL LIBRO CRISTIANO
En toda discusión acerca de la revelación cristiana, el primer tema
tiene que ser necesariamente el Libro cristiano, pues sólo allí se encuen-
tran sus documentos históricos. Esto nos conduce de inmediato a con-
siderar la naturaleza y función de las Escrituras como el oráculo de
Dios. Cristo, la Palabra personal, fue la revelación plena y final del Pa-
dre. Sólo Él es el verdadero Revelador. No sólo sus palabras y hechos,
sino Él mismo manifestado en sus palabras y hechos. Se puede decir en
este sentido que “el Oráculo y los oráculos son uno”. Entonces, para
comprender correctamente la naturaleza y función de la Biblia, debe-
mos entender que ocupa una posición intermedia entre la revelación
primaria de Dios en la naturaleza y la revelación perfecta de Dios en
Cristo, la Palabra personal. Si colocamos en el centro de la revelación la
idea del Verbo eterno, formando alrededor una serie de círculos con-
céntricos, el primero y más cercano representa al Verbo encarnado o la
revelación de Dios en Cristo, la Palabra personal. El segundo círculo,
más alejado, representa a la Biblia como la Palabra escrita. En este sen-
tido, la Biblia es a la vez la Palabra de Dios y el registro permanente de
esa Palabra. Los evangelios nos fueron dados por los evangelistas, quie-
nes, bajo la inspiración del Espíritu Santo, registraron las palabras y los
hechos del Cristo encarnado. El libro de Hechos, las Epístolas y Apoca-
lipsis fueron dados por el poder directo del Espíritu, cumpliendo el
propósito de Cristo de conceder a la iglesia las Escrituras del Nuevo
Testamento, a fin de suplementar y completar el Antiguo Testamento.
Es evidente, pues, que la relación entre la Biblia y la Palabra Viva y
personal es la misma que existe entre nosotros y nuestras palabras ha-
bladas y escritas. El círculo tercero y externo representa la revelación de

126
LA REVELACIÓN CRISTIANA

Dios en la naturaleza y en el universo creado. Por tanto, para entender


correctamente la Biblia como la Palabra escrita, debemos considerarla
en su relación con la naturaleza por un lado, y con la Palabra personal
por el otro.
La relación de la Biblia con la naturaleza. El objetivo de la reve-
lación de Dios en la Biblia no es remplazar, sino complementar su reve-
lación en la naturaleza. Es importante recordar constantemente que la
mente se eleva a conceptos espirituales mediante el uso de lo material.
“Pero lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual” (1
Corintios 15:46). ¿Qué sabíamos de asuntos espirituales cuando éra-
mos niños? ¿Y cómo habríamos aprendido acerca de ellos si no hubiera
sido por la analogía de cosas terrenales? ¿No era esto lo que hacía Jesús,
de quien se dice que “sin parábolas no les hablaba”? (Mateo 13:34).
Cuando Él quería dirigir a sus discípulos a las verdades más profundas
del Espíritu, les señalaba los lirios al lado del camino, la yerba de los
campos o los gorriones. De estas observaciones no los guiaba de inme-
diato a la verdad espiritual, sino primeramente al campo de la realidad
histórica y luego a los valores espirituales. “Considerad los lirios del
campo” —esta es su declaración primaria, la base de toda investigación
científica. “Ni aun Salomón con toda su gloria se vistió como uno de
ellos” —este es el campo del conocimiento secundario o histórico.
“¿No hará [Dios] mucho más por vosotros?” —este es el valor espiritual
que constituye la meta última de su instrucción: conocimiento del Pa-
dre y confianza personal en Él. Vemos aquí una filosofía profunda. La
tierra y la Biblia son los dos textos de Dios; cada uno tiene su lugar,
tiempo y función en la revelación progresiva. La naturaleza es la fuente
primaria de conocimiento y la Biblia es la fuente complementaria. La
naturaleza plantea asuntos misteriosos y, en la medida en que com-
prendemos la Biblia, en ella encontramos las respuestas. La Biblia nos
provee ideales; la naturaleza nos da las herramientas para implementar-
los. La naturaleza nos habla de la deidad y del poder eternos de Dios; la
Biblia nos muestra su misericordia y amor. Sin la Biblia, el universo
sería un enigma; sin la naturaleza, la Biblia carecería de significado.
Cuando Nicodemo deseaba conocer las verdades espirituales, Jesús le
dijo: “Si os he dicho cosas terrenales y no creéis, ¿cómo creeréis si os
digo las celestiales?” (Juan 3:12).
La relación entre la Palabra escrita y la Palabra personal. Te-
nemos que considerar la Biblia también en relación con Cristo, la Pala-

127
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

bra viviente. Los libros inspirados no emiten luz por sí mismos. La


fuente original del conocimiento cristiano de Dios debe ser siempre el
Señor Jesucristo. La palabra escrita está subordinada a Él, la Luz eterna.
La Palabra personal se manifiesta en la Palabra escrita y por medio de
ella. Los libros que los evangelistas y apóstoles escribieron respecto a Él
mantienen una relación con su vida divina-humana, mostrando la se-
mejanza de sus palabras con su Persona; y, a través de los siglos, estos
libros ininterrumpidamente derivan su luz y verdad de Él, quien es la
Luz y la Verdad. Las Escrituras, vinculadas místicamente con el Mesías
divino, continúan siendo el instrumento objetivo mediante el cual, por
el Espíritu, la Luz original resplandece en el corazón de los verdaderos
creyentes. Sin embargo, cuando se pierde la síntesis viviente de la Pala-
bra escrita y la Palabra personal, la iglesia separa a la Biblia de la comu-
nión espiritual en la que se halla perpetuamente, viéndola como un
libro independiente, alejado de la Presencia viva de su Autor. Una vez
es divorciada de su verdadero significado y de su fundamento místico,
la Biblia ocupa una posición falsa tanto para el teólogo como para el
maestro.
Falsos conceptos de la Biblia. Es evidente que, por bueno que sea,
todo lo que adopta una falsa independencia, oscureciendo u obstru-
yendo la revelación de la Palabra viva, se convierte en usurpador del
trono o uno que aspira a él. La historia de la cristiandad revela tres de
esas perversiones de lo divino. A tres autoridades honorables se les puso
el cetro en las manos, siendo forzadas a ocupar una posición falsa e
indigna ante Dios y el ser humano. La primera fue la iglesia. Fundada
por su Señor como una comunión santa de Cristo con su pueblo, la
iglesia estaba formada por santos redimidos que vivían en obediencia y
amor a Él. Como tal, la iglesia era espiritual y triunfante. Nada podía
oponerse al poder y a la gloria que poseía al estar en comunión con
Dios. Pero, debido a falsos maestros y un concepto equivocado de la
iglesia misma, pronto ocupó el lugar de su Señor. Se convirtió en un
fin en sí misma en lugar de ser el medio para que los creyentes se acer-
caran a Dios, usurpando así el trono de Cristo. El protestantismo se
reveló precisamente contra la tiranía de ese falso concepto respecto a la
iglesia. Los que protestaron no dejaron por ello de ser cristianos pero
declararon que eran libres en Cristo, negándose a someterse de nuevo al
yugo de esclavitud. Sostenían que uno era su Maestro, el Cristo, y que
todos ellos eran hermanos (Mateo 23:8-10).

128
LA REVELACIÓN CRISTIANA

Otra autoridad honorable que fue colocada en la posición de usur-


padora fue la Biblia. Antes que falleciera la segunda generación de re-
formadores, surgió un movimiento para darle a la Biblia el lugar que
antes ocupaba la iglesia. Los reformadores mismos lucharon para man-
tener el equilibrio entre los principios formal y material de la salvación
—la Palabra y la fe—, pero gradualmente el formal desplazó al mate-
rial, y la gente en forma inconsciente sustituyó la Palabra escrita en
lugar de Cristo, la Palabra viviente. Divorciaron la Palabra escrita de la
Palabra personal, forzando a aquella a ocupar una posición falsa. Ya no
era la expresión fresca de Cristo, el fluir de la presencia del Espíritu,
sino tan solo un mensaje escrito que unía a los seres humanos con lazos
legales en vez de espirituales. El conocimiento de las personas era for-
mal, no espiritual. Las ideas que se tenían de Dios eran meramente las
de un libro, no las del Cristo vivo que el libro debía revelar. Como
resultado, Cristo fue para ellos un personaje histórico, no una Realidad
viviente; las personas procuraban más conocer la voluntad de Dios que
a Dios mismo. Prestaban más atención a los credos que a Cristo. De-
pendían de la letra que —según la Biblia misma— mata, sin alcanzar
un concepto correcto de Aquél cuyas palabras son espíritu y vida. La
Biblia, divorciada de su conexión mística con la Palabra personal, se
convirtió en cierto sentido en usurpadora, pretendiendo ocupar el
trono.
Finalmente, la razón fue obligada a asumir una falsa autoridad. Se-
parada de su Fuente viva, la Biblia fue rebajada a la posición de un
simple libro como los demás. Al ser sometida al escrutinio de la razón
humana, surgió el movimiento de la crítica o crítica histórica del siglo
XIX, conocida como “crítica destructiva”. En protesta contra ésta sur-
gió un grupo reaccionario que, habiéndose originado por el deseo váli-
do de preservar la fe en la inspiración plenaria de la Biblia y en su legi-
timidad, autenticidad y autoridad como regla de fe, recurrió a una
defensa legalista de las Escrituras. Dependió de la lógica en vez de la
vida. A los hombres y mujeres espirituales —personas llenas con el Es-
píritu Santo— no les preocupa demasiado la crítica alta o baja. No
dependen de la letra que se debe defender con argumentos. Tienen un
fundamento más amplio y más sólido para su fe. Ésta se basa en el Se-
ñor resucitado, el Cristo glorificado. Saben que la Biblia es verdadera,
no por los argumentos de los apologistas, sino porque conocen al Au-
tor. El Espíritu que inspiró la Palabra habita en ellos y testifica que es

129
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

verdad. En ellos operan unidos el principio formal y el principio mate-


rial de la Reforma. El Espíritu Santo es el gran conservador de la orto-
doxia. Para los judíos, Cristo fue piedra de tropiezo, y para los griegos,
locura. “En cambio para los llamados, tanto judíos como griegos, Cristo
es poder y sabiduría de Dios” (1 Corintios 1:24).

LA FE CRISTIANA
La fe cristiana —el siguiente tema en nuestro estudio de la revela-
ción— se puede definir como la aceptación, de parte del ser humano,
de la revelación de Dios dada en Cristo y relatada en la Biblia. Por tan-
to, constituye el cuerpo de la revelación externa que creen y aceptan
con certeza los cristianos, porque están seguros de sus evidencias y la
han adoptado como la base de su confianza personal. Es más que una
revelación meramente externa; es la verdad revelada e incorporada en la
vida personal, y hecha vital y dinámica al llegar a formar parte de la
personalidad humana. El cuerpo de la verdad cristiana apela primor-
dialmente a la fe y sólo de manera secundaria a la razón. Apelando al
principio universal de la naturaleza humana, la facultad de creer, ese
cuerpo de la verdad constituye la fe cristiana. Y ante la razón presenta
sus credenciales para ser aceptada por aquellos que buscan la verdad.
El cuerpo de la verdad que apela a la fe. El principio de la fe per-
tenece a la naturaleza humana al igual que la razón. La fe es el máximo
ejercicio del hombre como ser personal, poniendo en acción todas sus
facultades: la comprensión de la mente, el amor del corazón y las capa-
cidades de la voluntad. Es aquella facultad de la personalidad profun-
damente asentada en su constitución espiritual, por cuyo medio es ca-
paz de aceptar la verdad que se le presenta con suficiente evidencia, sea
ésta la consciencia, la intuición o el testimonio. La revelación de Dios
es personal.4 El Espíritu muestra la verdad al intelecto, a los sentimien-
tos y a la voluntad. Además, la revelación divina siempre se dirige fi-
nalmente al entendimiento. Esto no siempre sucede de inmediato, por-
que con frecuencia se comunica por medio de los sentimientos o la
voluntad. Sin embargo, no se puede decir en ese caso que la revelación
es totalmente personal. Si en nuestro conocimiento de Dios hacemos
resaltar los sentimientos, damos origen al misticismo, que puede ser
verdadero y fuerte mientras el ser humano busque la comunión inme-
diata con Dios en sus experiencias conscientes. Su principal error es
que trata de limitar la experiencia religiosa al área de las emociones, sin

130
LA REVELACIÓN CRISTIANA

reconocer que está arraigada en la constitución espiritual del hombre.5


Excluye así el aporte de la razón y degrada a la Palabra de Dios, afir-
mando que posee una inspiración igual a la de las declaraciones divinas
de la Biblia. Es una entrada directa al error más perjudicial: que el
cuerpo de la verdad aceptada como la fe cristiana no fue dada en forma
completa por Dios, sino que el espíritu de inspiración la abandonó para
que fuera terminada mediante interminables suplementos y comunica-
ciones hechas a individuos. Por otro lado, si le damos demasiada im-
portancia a la razón, o si no la examinan la experiencia religiosa y la
revelación histórica, resulta en el racionalismo y no alcanza el verdadero
conocimiento de Dios. Sin embargo, para quienes reciben la verdad, la
revelación viene a ser un todo orgánico. Para ellos la fe cristiana es tan-
to objetiva como subjetiva: objetiva, como el cuerpo de la verdad reve-
lada; subjetiva, porque la hacen suya por medio de la fe y la certeza. Es
más que una filosofía de vida, la gloria de sus facultades de raciocinio; y
es más que una tradición recibida como herencia, por grandiosa que
ésta sea. Es la herencia más rica del Espíritu Santo, quien ha vivificado
sus creencias convirtiéndolas en la seguridad del conocimiento y de la
experiencia personales. Puesto que la razón no les proveyó este cuerpo
de la verdad, no puede quitárselos. Lo recibieron por fe; por tanto,
viven y se mueven en ese ámbito que es “la certeza de lo que se espera,
la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1).
La fe aliada con la razón. La fe cristiana apela al principio tocante
al creer del ser humano, y también a la razón que está subordinada a
esa fe. Dios se revela al hombre por medio de la razón, tanto de manera
inmediata en la consciencia, como de manera mediata a través de los
sistemas físicos y morales del universo. Basando su argumento en la
triple naturaleza de la personalidad, que incluye los afectos, la voluntad
y la razón, Harris afirma que existen tres elementos en nuestro conoci-
miento de Dios: el de la experiencia, el histórico y el racional; y que
sólo en la síntesis de estos tres elementos es posible obtener el mayor
conocimiento de Dios.6 Cada uno de ellos debe probar, corregir y re-
frenar a los demás y, al mismo tiempo, clarificarlos, verificarlos y com-
plementarlos. Obtener esta síntesis constituye el gran problema del
pensamiento religioso, una síntesis que sólo se puede alcanzar por me-
dio de la revelación histórica. La experiencia religiosa y el pensamiento
teológico deben centrarse en el Cristo vivo.7 En Él está la vida; y tam-
bién en Él están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y del conoci-

131
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

miento. La Biblia, como el cuerpo objetivo de la verdad cristiana, ha de


verse como la respuesta para la vida en el pensamiento teológico y, por
medio del Espíritu Santo, debe considerarse vital para la experiencia
cristiana. La obra de gracia del Espíritu Santo que despierta la fe en el
creyente influye en la totalidad de su ser. No sólo purifica los afectos,
de modo que se centren en su Señor viviente, sino que humilla a la
razón para que reciba aquellos misterios que no puede comprender.
Esto en ningún sentido menosprecia a la razón. La fe honra a la razón
cuando ésta es restaurada a la cordura, otorgándole perfecta autoridad
en el área sobre la cual debe presidir. La razón aprueba las evidencias
sobre las que se apoya la fe; por tanto, en el plan de la redención, las
Escrituras de la revelación y la voz de la razón sana se unen en un todo
perfecto y armonioso. Esto nos conduce de inmediato a las credenciales
de la revelación que se presentan a la razón como evidencias.

LAS CREDENCIALES DE LA REVELACIÓN


Después de discutir el carácter objetivo de la revelación y tratarla
desde el punto de vista subjetivo, como la fe cristiana que se presenta
para que el ser humano la acepte,8 consideraremos la revelación cristia-
na en su objetivo de presentar evidencias a la razón. Para ello contamos
con la autoridad bíblica. Se exhorta al creyente a estar siempre prepara-
do para dar razón o defensa (ÈÉġË ÒÈÇÂǺţ¸Å֖ de la esperanza que hay
en él (1 Pedro 3:15). También Lucas, conocido como el evangelista de
las evidencias, dirige su Evangelio a Teófilo a fin de que conozca “la
verdad de las cosas” en las que había sido instruido (Lucas 1:4). La pa-
labra ëÈÀºÅŊË aquí denota conocimiento exacto y sistemático. Aunque
el creyente cristiano cuenta con la evidencia más poderosa del testimonii
Spiritus Sancti, no debe pasar por alto el valor de las credenciales para
guiar al incrédulo a escuchar la voz de la revelación. Por supuesto, estas
evidencias externas, sin la demostración interna de la verdad por el Espí-
ritu Santo, no tienen la misma fuerza que las credenciales combinadas,
por lo que no se puede esperar mucho de ellas.
Presentaremos las credenciales de la revelación bajo los siguientes sub-
títulos: (1) milagros; (2) profecía; (3) la personalidad única de Cristo; y
(4) el testimonio del Espíritu Santo.
No podemos conceder mayor atención a las “presuntas evidencias”,
excepto señalar que la naturaleza rudimentaria de la religión, basada en
el sentimiento de dependencia, requiere de una revelación de Dios tal

132
LA REVELACIÓN CRISTIANA

que satisfaga los anhelos naturales de su corazón. Esta fue la súplica de


Agustín: “Tú nos creaste para ti, y nuestros corazones estarán inquietos
hasta que encuentren descanso en ti”. La revelación cristiana hace evi-
dente su valor en que apela directamente a la preparación del espíritu
humano. A través de toda la Biblia la voz del Creador habla directa-
mente a las necesidades internas de sus criaturas. La fuerza positiva de
las Escrituras, por tanto, radica en que la naturaleza humana creada no
puede plantear ninguna pregunta que el Creador no pueda responder.
Como vimos antes, el hombre requiere de la comunión inmediata con
Dios para preservarlo de la degradación moral. Hemos demostrado que
las religiones étnicas surgen cuando no se mantiene el conocimiento de
Dios. Por lo tanto, podemos suponer que Dios, quien creó al hombre
como ser social, proveyó la instrucción necesaria para organizar las ins-
tituciones sociales con justicia. De modo que no sólo Juan —el precur-
sor de Jesús— inició su ministerio preparatorio proclamando: “Arre-
pentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 3:2), sino
que Jesús también “fue... predicando el evangelio del reino de Dios”
(Marcos 1:14). De esa manera, la revelación de Jesucristo, quien llega a
ser el centro de un nuevo orden redentor, corrige las falsas estructuras
de la vida religiosa y social. Así se cumple también la antigua profecía
acerca del “que corrige a las naciones”, realizando ese castigo las fun-
ciones de la ley en Israel, como un maestro que les lleva a Cristo (Sal-
mos 94:10; Gálatas 3:24). Finalmente, puesto que las primeras revela-
ciones fueron imperfectas, podemos suponer que Dios, quien se revela
por medio de sus obras creadas y el progreso de la historia humana,
perfeccionaría esta revelación presentándose con autoridad y de modo
satisfactorio con sus atributos espirituales perfectos. El cristianismo
responde como credencial de la revelación porque explica todas las de-
claraciones preparatorias y es la consumación de las mismas.9 Dios ha
tenido testigos en cada época, una compañía de escogidos a los que Él
ha dado a conocer su voluntad, y estas revelaciones preliminares de la
verdad han satisfecho a los corazones humanos, inspirando a la vez en
ellos deseos más profundos y aspiraciones más elevadas. El cristianismo
es, pues, la respuesta suprema a esta continua expectativa. Llega “como
el perfeccionamiento de su ser anterior, la respuesta final y suficiente a
la expectativa que mantuvo desde el principio. Esta es su credencial
preparatoria suprema. Es la última palabra y nada deja que desear en lo

133
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

que respecta al estado presente de la humanidad” (Pope, Compendium,


I:59).
La evidencia de los milagros. Antes de considerar los milagros, de-
bemos recordar que la revelación es completamente sobrenatural. Dios
es inmanente en el mundo, pero no en el mismo sentido en que Él es la
Presencia Personal en el sistema de la verdad revelada. La naturaleza,
gobernada por ciertas leyes físicas y metafísicas establecidas, debe ser
tocada —tal vez aun penetrada— por lo sobrenatural. Pero, Dios es
trascendente e inmanente, y el mundo invisible y las intervenciones
espirituales necesariamente tienen que ser sobrenaturales para que den
testimonio del propósito trascendente de Dios. “Se deduce, por tanto,
que la entrada del ser humano en este sistema fue una intervención
sobrenatural; y, por su naturaleza, todas las revelaciones de lo invisible
son sobrenaturales, así como son sobrenaturales todas las evidencias de
la presencia y gloria de Dios en el universo que el hombre ve” (Pope,
Compendium, I:62). Dios, como Persona libre, no se halla sólo detrás
de la naturaleza como su fundamento metafísico, sino que está sobre
ella y libre para actuar en ella o sobre ella, conforme a su voluntad.
Pablo dice: “Claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las co-
sas” (1 Corintios 15:27). De modo preliminar, entonces, podemos decir
que se entiende como milagro la intervención del poder divino en el
curso establecido de la naturaleza, más allá de la capacidad humana; en
tanto que la misma intervención divina en el campo del conocimiento se
denomina profecía.10
La intervención de Dios como Ser personal libre no viola la ley ni la
suspende, sino que introduce una causa suficiente para todo efecto que
Él produzca. Sheldon señala que el trabajo libre de los seres humanos
introduce efectos en la naturaleza sin destruir la integridad del sistema,
y el nivel superior de milagros tiene el mismo efecto, de manera que el
mayor milagro es tan inofensivo como la mínima expresión física del
libre albedrío humano. A fin de ilustrar la combinación armoniosa de
lo natural y lo sobrenatural, habla de una persona que por su libre al-
bedrío arroja una rama al río, la cual de inmediato es arrastrada de
acuerdo con las leyes de la naturaleza aunque éstas jamás la habrían
introducido al río. Así también, el efecto físico de una obra milagrosa
entra inmediatamente en la corriente de las causas naturales y sigue su
incesante fluir. Los milagros, por tanto, no menoscaban a la naturaleza,

134
LA REVELACIÓN CRISTIANA

así como el río tampoco genera el efecto ni es desviado por él (Sheldon,


Syst. of Chr. Doct., 106ss.).
En la Biblia encontramos diversos términos que se refieren a mila-
gros. En su sermón del día de Pentecostés, Pedro describe al Señor Je-
sús como “varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas,
prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él” (He-
chos 2:22). Aquí se utilizan tres palabras para describir lo que común-
mente llamamos milagros, y el apóstol Juan usa una cuarta, “obras”.
La primera es dunamis (»¿ÅŠÄ¼ÀË֖, que significa “poder” y tiene que
ver especialmente con la agencia por la cual se realizaron —lo que Dios
hizo por sí mismo. Este poder habita en el Mensajero divino (Hechos
6:8; 10:38; Romanos 15:19) y es lo que Dios le proporciona a fin de
equiparlo para su misión. La palabra después llegó a significar “pode-
res”, en plural, como ejercicios separados de poder y se traduce como
“milagros” u obras maravillosas (Mateo 7:22).
El segundo término es terata (̚ɸ̸֖, que denota maravillas o pro-
digios, refiriéndose principalmente al efecto que producen en el espec-
tador. Con frecuencia los evangelistas describen el asombro de los es-
pectadores con términos gráficos. Orígenes afirma que el término
“prodigios” jamás se aplica a los milagros a menos que se relacione con
otro nombre. Se les describe a menudo como “señales y prodigios”
(Hechos 14:3; Romanos 15:19; Mateo 24:24; Hebreos 2:4).
El tercer término, semeia (ʾļė¸֖, tiene que ver con señales. Se re-
fiere en particular a su significación como los sellos que Dios usa para
autenticar a las personas que las realizan. Estos tres términos —poderes,
prodigios y señales— aparecen tres veces interconectados (Hechos
2:22; 2 Corintios 12:12 y 2 Tesalonicenses 2:9) y debemos considerar-
los como distintos aspectos de la misma obra, en lugar de diferentes
clases de obras. Esto se ilustra en la sanidad del paralítico (Marcos 2:1-
12) que fue un prodigio porque “todos se asombraron”; fue poder por-
que al pronunciar Cristo sus palabras, el hombre tomó su camilla y
salió delante de todos; y fue una señal porque constituyó una muestra
de que alguien superior al hombre estaba entre ellos, y se realizó para
que supieran “que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para
perdonar pecados” (véase también 1 Reyes 13:3; 2 Reyes 1:10).11
El cuarto término, erga (íɺ¸֖, significa “obras” y sólo aparece en el
Evangelio de Juan. Se incluye con frecuencia en las declaraciones de
Jesús mismo, por ejemplo, cuando dijo: “Pero si las hago, aunque no

135
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

me creáis a mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Pa-
dre está en mí y yo en el Padre” (Juan 10:38). O cuando declaró: “Si yo
no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no ten-
drían pecado” (Juan 15:24). En relación con la deidad de Cristo, el
término da a entender que lo que los hombres consideraban como ma-
ravillas que requerían gran poder, para el Señor eran simplemente
obras. En sus manos no requerían de un esfuerzo mayor del que era
común para Él como Dios. Al respecto, Trench dice: “Debido a que Él
era un ser superior, tenía que realizar necesariamente estas obras, mayo-
res que las del hombre. Ellas constituyen la periferia del círculo del cual
Él es el centro. El gran milagro es la encarnación; todo lo demás, por
decirlo así (Isaías 9:6), son obras prodigiosas; lo único asombroso sería
que no las realizara. El sol en los cielos es una maravilla; pero no es una
maravilla que siendo lo que es, irradie emanaciones de luz y calor.12
Estos milagros son el fruto que el árbol divino produce según su espe-
cie; por tanto, con profunda veracidad podemos llamarlos ‘obras’ de
Cristo, sin ninguna adición ni explicación” (Trench, The Miracles, 6).13
Donne señala que en cada milagro hay también una silenciosa llamada
de atención al mundo, y una reprensión tácita para aquellos que de-
mandan o necesitan milagros. Si los milagros no tuvieran otro objetivo
sino testificar de la libertad de Dios, cuya voluntad se declara habi-
tualmente en la naturaleza pero es superior a ésta; o si se realizaran tan
solo para romper un eslabón en la cadena de causa y efecto a la que, de
otro modo, pondríamos en el lugar de Dios, y que por tanto veríamos
como algo inexorablemente forzoso, los milagros cumplirían un gran
propósito en la vida religiosa de la humanidad.
Comúnmente se definen los milagros como manifestaciones de lo
sobrenatural cuyo escenario se da en el campo de las percepciones sen-
soriales. Fisher define “milagro” como el hecho que ocurre en relación
con una enseñanza religiosa y que las fuerzas de la naturaleza, incluso
las facultades naturales del humano, no pueden producir por sí mismas,
y que por ello debe referirse a un agente sobrenatural. La definición de
Dorner es similar: “Los milagros son hechos sensorialmente conocibles,
que no se comprenden en base a la causalidad de la naturaleza y del
sistema natural establecido como tal, sino esencialmente sólo en base a
la acción libre de Dios” (Dorner, Syst. of Chr. Doct., sección 55).14
Consideremos ahora la naturaleza de los milagros como credenciales
y examinemos en qué radica su valor como evidencias. En general, la

136
LA REVELACIÓN CRISTIANA

revelación apela al conjunto total de evidencias que Dios ha interpuesto


en los asuntos humanos; y esta evidencia es tan trascendente y extraor-
dinaria que garantiza la creencia en lo milagroso. La fe cristiana, por
tanto, se apoya fuertemente en que el cristianismo en su totalidad, tan-
to en la etapa preparatoria como en su cumplimiento perfecto, va
acompañado de una serie de milagros, señales y prodigios que ninguna
persona imparcial negará. Pero, en un sentido más específico, su valor
radica en que autentican a los mensajeros de Dios ante sus contempo-
ráneos. Por lo general esto es lo que esperan las personas; así lo expresó
Nicodemo al declarar: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como
maestro, porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está
Dios con él” (Juan 3:2). Aquí la señal precedió a la enseñanza, mientras
que para las generaciones posteriores el mensaje es lo más prominente,
y la comprobación, secundaria. Por tanto, debemos incluir los milagros
originales con otras clases de evidencia, examinando de modo más par-
ticular en qué radica su valor como evidencia, lo cual se conoce como
criterios o prueba de los milagros.
Puesto que los milagros son señales cuyo propósito es comunicar la
verdad y testificar de ella, podemos decir: Primero, los milagros deben
ser parte integral de la revelación misma. Su valor como evidencia es
importante y jamás debe considerarse secundario, dando el lugar pri-
mordial al impulso divino y a las necesidades humanas. En este sentido,
no existe milagro en la Biblia que no demuestre el poder o la sabiduría
de Dios, su misericordia o su justicia. Jamás debemos considerarlos
como meros portentos, sino siempre fieles al carácter esencial de Dios.
Segundo, las misiones que los milagros autentican deben ser dignas de
Dios. Debemos afirmar de nuevo que los milagros bíblicos satisfacen
toda demanda respecto a una credencial verdadera. Los primeros mila-
gros no fueron sólo autenticaciones de los mensajeros de Dios, sino
también del temido nombre de Jehová. Los milagros de Moisés y su
sistema dieron testimonio en todo momento crítico de que Dios reina-
ba. Esto se ve en el Nuevo Testamento y en el sistema más antiguo. Sin
embargo, el milagro supremo es el de la Persona divina, que debido a
su importancia debemos considerar como una credencial separada.
Tercero, los milagros, como credenciales, deben permitir que se apli-
quen criterios apropiados en el caso de quienes fueron testigos de ellos,
y contar con el apoyo de las evidencias que demande la posteridad.
Nuestro Señor reconoció esto cuando dijo: “Yo públicamente he ha-

137
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

blado al mundo. Siempre he enseñado en la sinagoga y en el Templo,


donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en oculto” (Juan
18:20). Esta afirmación respecto a sus palabras es igualmente válida
respecto a sus milagros. En cuanto a las evidencias históricas para la
posteridad, no hay hechos que se hayan comprobado mejor o de los
cuales exista mayor testimonio circunstancial que la totalidad de los
milagros centrales. Entre éstos fue crucial la resurrección; su estableci-
miento dio certeza de todos los demás. Muchas pruebas infalibles lo
garantizaron y lo creyó un numeroso cuerpo de personas mentalmente
sanas y conscientes, muchas de las cuales sellaron con sangre su fe. Los
milagros son atestiguados también por su conexión con monumentos
públicos. Así como la pascua era un testimonio permanente de la libe-
ración de Israel al salir de Egipto, el día del Señor constituye un testi-
monio innegable de la resurrección de Cristo. También la iglesia como
institución es un recuerdo perpetuo de la vida, la muerte y la resurrec-
ción de Cristo, y se le ha considerado así desde los primeros días hasta
el presente. Cuarto, existe una credencial o postulado que pertenece a la
fe más que a la razón —la que considera los milagros como el sistema de
un orden sobrenatural. Esto se ha discutido ya en los párrafos iniciales
del capítulo.
Surgen dos asuntos importantes: Primero, la existencia innegable de
lo que la Biblia denomina “falsos milagros” (2 Tesalonicenses 2:9),
admitiendo que éstos se permiten por razones incomprensibles para
nosotros. Estos milagros se reconocen rápidamente por ser contrarios al
carácter de Dios, siendo piedra de tropiezo sólo para aquellos cuya fe
no distingue la clara diferencia. Hemos recibido la orden de probar los
espíritus y Juan nos enseña cómo distinguirlos: “En esto conoced el
Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en
carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha
venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del Anticristo, el
cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo”
(1 Juan 4:2-3). Esta prueba es ética y espiritual. Quien acepta la encar-
nación como revelación de Dios al ser humano y está de acuerdo con el
espíritu y propósito de Jesucristo al vivir entre los hombres, es de Dios.
Quien no está de acuerdo con el carácter y las obras de Cristo, no es de
Dios. Esta prueba es infalible. El segundo asunto es la continuación de
los milagros en la iglesia. Sin embargo, para la fe que considera los mi-
lagros como parte de un sistema sobrenatural y a Dios como una Per-

138
LA REVELACIÓN CRISTIANA

sona infinita —no como un simple Absoluto filosófico o fundamento


metafísico de la realidad—, no hay motivo para dudar que Dios, con-
forme a su voluntad, pueda conceder a sus siervos el don de la profecía
o de realizar milagros.15
yyyLa profecía como credencial de la revelación. La profecía, al
igual que los milagros, está conectada vitalmente a la revelación. Sin
embargo, difiere de aquellos en que el valor de la profecía como evi-
dencia es acumulativo, pues cada predicción cumplida viene a ser la
base para otras. Por tanto, es una credencial del orden más alto. Se
puede definir la profecía como una declaración, descripción, represen-
tación o predicción de lo que la sabiduría humana no tiene la capaci-
dad de descubrir. El significado principal de la palabra es “proclamar
francamente”, refiriéndose a la declaración de la voluntad de Dios sin
tomar en cuenta el orden del tiempo. También se utiliza en el sentido
más estrecho de predicción o “decir anticipadamente”, el significado
que se le atribuye con mayor frecuencia. Hay dos palabras hebreas que
se aplican también a los profetas. La más antigua es vidente, dando a
entender que los profetas recibían mensajes de Dios por medio de vi-
siones. El segundo término es anunciador, en relación más directa con
el mensaje mismo. No obstante, éste no consistía en una mera explica-
ción de la ley dada, como hacían los sacerdotes, sino en una declaración
nueva de Dios, una revelación sobrenatural y autorizada de la verdad
divina. En 1 Samuel 3:1 hay una referencia a esta distinción, donde se
declara que “en aquellos días escaseaba la palabra de Jehová y no eran
frecuentes las visiones”. Por consiguiente, sea que la visión se presentara
al ojo interno de la fe o que la verdad se depositara en el entendimien-
to, el profeta al proclamar su mensaje realizaba lo que en otro medio se
denominaría milagro, y que en el campo de la profecía se llama con
frecuencia “milagro de conocimiento”.
La profecía como predicción es la impartición divina de conoci-
miento acerca del futuro. Al considerar el contenido total de la Biblia,
resulta claro que la profecía —en el sentido de anuncio anticipado—
debía ser una credencial permanente en la iglesia. Hablando a través del
profeta Isaías, Dios aprueba esta forma de credencial: “Acordaos de las
cosas pasadas desde los tiempos antiguos, porque yo soy Dios; y no hay
otro Dios, ni nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde
el principio”, o el futuro desde los tiempos antiguos, “y desde la anti-
güedad lo que aún no era hecho” (Isaías 46:9-10). Nuestro Señor

139
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

aprueba el Nuevo Testamento de la misma manera: “Y ahora os lo he


dicho antes que suceda, para que, cuando suceda, creáis” (Juan 14:29).
Pero la predicción sigue ciertos principios definidos. Pope, en su exce-
lente explicación al respecto, señala cuatro leyes de la predicción profé-
tica. (1) Cristo es su tema supremo. De Él dan testimonio todos los pro-
fetas (Hechos 10:43). Dice Pope: “Nada es más cierto en los anales de
la humanidad como el hecho de que, a través de la literatura antigua de
los judíos, existe una serie de predicciones que se cumplieron exacta-
mente en la venida y obra de Jesús. Esta es la credencial suprema de la
profecía en la revelación”. (2) La ley del progreso. Según este principio,
cada era está bajo alguna profecía que la gobierna y su cumplimiento
introduce un nuevo orden de expectativa profética. Así, el primer pe-
ríodo de la profecía comprendió desde el protoevangelio —la primera
profecía con promesa— hasta la de los profetas del exilio, con el tema
del evangelio que une el tiempo y la eternidad haciéndolos uno y con-
trola todo el alcance de la redención. El segundo período profético
abarcó desde el exilio hasta “los últimos días” o el “cumplimiento del
tiempo”, cuando se reunieron todas las profecías y se cumplieron en
Cristo. La profecía de este período presenta tres características: la voz
del Hijo (Hebreos 1:2), la sangre expiatoria (1 Pedro 1:11, 19-20) y el
derramamiento del Espíritu (Hechos 2:17). Con Cristo, el cumpli-
miento supremo, se inició una nueva era de profecía y estamos vincula-
dos ahora a su segunda venida, tal como lo estaban los judíos antiguos
que esperaban al Mesías. (3) La ley de reserva, por la cual Él ha estable-
cido que en toda predicción, y en todo ciclo de predicciones, se de a
conocer suficiente verdad para alentar la esperanza y expectativa, y que
a la vez se mantenga oculto lo suficiente para no revelarle todo a la fe.
“Cada generación podía regocijarse con el cumplimiento de las profe-
cías que antes se habían dado respecto a ella; pero en cuanto a su futu-
ro, estaba bajo el control de una esperanza indefinida. Esta ley no tiene
excepción en el sistema de la profecía” (Pope, Compendium, I:83). (4)
La profecía se ha constituido como señal a cada generación subsiguiente.
Los libros de los profetas proporcionan una riqueza inagotable de in-
formación e instrucción, aparte de los elementos de predicción, lo que
muestra claramente que la profecía debía ser una credencial permanen-
te a través de todo el curso de los tiempos.
La personalidad única de Cristo. La credencial suprema del cris-
tianismo es Cristo. Él es el gran Cumplimiento de todas las profecías.

140
LA REVELACIÓN CRISTIANA

En Él “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conoci-


miento” (Colosenses 2:3). A Él se le ha dado todo poder “en el cielo y
en la tierra” (Mateo 28:18). En Él, la revelación llega a ser esencialmen-
te un organismo de redención. En su sagrada presencia se ensancha de
inmediato el campo de lo milagroso. Su venida fue un milagro, y sus
palabras, obras, vida, muerte, resurrección y ascensión fueron simple-
mente la continuación de ese gran milagro. En Él hay un acto inmedia-
to de omnipotencia divina y la demostración inmediata de omniscien-
cia divina, las cuales se expresan en el plan redentor. Aquí se ve
claramente que el milagro es esencial para la redención y que sin él no
puede haber revelación cristiana genuina.
Ahora podemos elevar a un plano superior nuestra discusión respec-
to a los milagros, considerándolos desde el punto de vista bíblico en vez
de filosófico. Puesto que los evangelistas no pudieron poner por escrito
todos los milagros del Señor (Juan 20:30), un análisis cuidadoso mues-
tra que los milagros registrados fueron seleccionados de acuerdo con un
plan doble: (1) por sus consideraciones teándricas, según el uso que
Pearson le da al término; y (2) por su valor como evidencias. Lo prime-
ro implica ver los milagros como el fluir de la naturaleza de Cristo o
como una influencia que irradia de su persona. El gran milagro es la
unión hipostática; comparados con ésta, los milagros de la naturaleza
pierden importancia. De ahí que los evangelistas afirmen que la fuente
de los milagros de Cristo es esta unión hipostática. Quizá esto se expre-
se de manera más real en la sanidad de la mujer que tocó el borde del
manto de Cristo, haciendo que saliera virtud de Él (Marcos 5:30); y
cuando “toda la gente procuraba tocarlo, porque poder salía de él y
sanaba a todos” (Lucas 6:19). El objetivo de los milagros era manifestar
la gloria de Dios, como se declaró expresamente en el primer milagro
en Caná de Galilea (Juan 2:11). La transfiguración reveló la majestad
de Cristo (Mateo 17:1-8; 2 Pedro 1:16-18); la resurrección de Lázaro
se realizó para inspirar fe en el poder del Señor (Juan 11:15); mientras
que el propósito supremo de la oración sacerdotal de Jesús (Juan 17)
fue glorificar al Padre (Juan 17:1, 4-6, 26). Los milagros de Cristo reve-
laron también su misericordia, no sólo como actos de compasión tran-
sitorios y aislados, sino como el principio profundo y permanente que
caracteriza toda la obra de redención. Tanto Ireneo como Atanasio
enseñaron que las obras de Cristo fueron manifestaciones de la Palabra
divina, quien en el principio creó todas las cosas y en la encarnación

141
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

demostró su poder sobre la naturaleza y el hombre. Estas obras inclu-


yen la manifestación de la nueva vida impartida al ser humano, así co-
mo la revelación del carácter y de los propósitos de Dios (Juan 1:14).
Por tanto, debemos considerar el propósito redentor de los milagros
desde la misma perspectiva en que vemos la doctrina y vida del Hijo
eterno de Dios.
En segundo lugar, como se indicó antes, los milagros se selecciona-
ron por su valor como evidencias. Esto se deduce naturalmente de la
discusión previa. En referencia al milagro que hizo Jesús en Caná, se
dice que por eso “sus discípulos creyeron en él” (Juan 2:11). Jesús
mismo hablaba de sus obras como evidencias de su deidad y misión,
declarando que tenían mayor valor que el testimonio de Juan el Bautis-
ta (Juan 5:36; 20:31). Aunque se seleccionaron sólo algunos milagros
describiendo los detalles de modo más o menos minucioso, debemos
tener presente que para la gente que vivió en el tiempo de Cristo, la
multitud de milagros no registrados brindó gran apoyo a la misión del
Señor.16
La profecía también adquiere un nuevo aspecto cuando la vemos en
relación directa con la personalidad única de Cristo. Ninguna biografía
terrenal fue precedida por un prefacio como el que le brindaron a nues-
tro Señor las profecías mesiánicas. Durante mil años se reveló gradual-
mente el retrato de Aquél que sería el Hijo del hombre y el Hijo de
Dios, quien en su personalidad única manifestaría la totalidad de los
atributos divinos y humanos en armonía gloriosa. El bosquejo prelimi-
nar, declarado en las puertas del Edén, se desarrolló con más de cien
predicciones pronunciadas por hombres de toda clase y bajo circuns-
tancias diversas de tiempo y lugar. El salmista lo describe como el Hijo
de Dios, a quien se le darán las naciones como herencia y los confines
de la tierra como posesión (Salmos 2:7-8). Él será “sacerdote para
siempre, según el orden de Melquisedec” (Salmos 110:4). Juzgará a la
gente con justicia y al pobre con rectitud, dominará de mar a mar y su
nombre perdurará para siempre (Salmos 72:2, 8, 17). Con entusiasmo
Isaías declaró: “Saldrá una vara del tronco de Isaí; un vástago retoñará
de sus raíces y reposará sobre él el espíritu de Jehová: espíritu de sabi-
duría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de co-
nocimiento y de temor de Jehová. Y le hará entender diligente en el
temor de Jehová. No juzgará según la vista de sus ojos ni resolverá por
lo que oigan sus oídos” (Isaías 11:1-3). Su misión sería: “Que abras los

142
LA REVELACIÓN CRISTIANA

ojos de los ciegos, para que saques de la cárcel a los presos y de casas de
prisión a los que moran en tinieblas” (Isaías 42:7), palabras que Jesús se
aplicó a sí mismo en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4:18-21). Jeremías
compartió la misma esperanza con los otros profetas y exclamó: “Vie-
nen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará
como Rey, el cual será dichoso y actuará conforme al derecho y la justi-
cia en la tierra. En sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado; y
este será su nombre con el cual lo llamarán: ‘Jehová, justicia nuestra’”
(Jeremías 23:5-6). Miqueas y Zacarías declararon profecías que se usa-
ron durante la vida terrenal de Jesús como evidencias de la predicción
profética: “Pero tú, Belén Efrata, tan pequeña entre las familias de Ju-
dá, de ti ha de salir el que será Señor en Israel; sus orígenes se remontan
al inicio de los tiempos, a los días de la eternidad” (Miqueas 5:2).
“¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Da voces de júbilo, hija de Jerusalén!
Mira que tu rey vendrá a ti, justo y salvador, pero humilde, cabalgando
sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna” (Zacarías 9:9). Sin em-
bargo, fue Daniel quien presentó el cuadro de la majestad de Cristo y
profetizó que el reino comenzaría con Él, extendiéndose al futuro
cuando todas las cosas se sujetarán a Él y Dios será todo en todos. “Mi-
raba yo en la visión de la noche, y vi que con las nubes del cielo venía
uno como un hijo de hombre; vino hasta el Anciano de días, y lo hicie-
ron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para
que todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieran; su dominio es
dominio eterno, que nunca pasará; y su reino es uno que nunca será
destruido” (Daniel 7:13-14).
Sin embargo, la grandeza de la persona de Cristo sobrepasa a las
predicciones proféticas. Su manifestación histórica excede en gloria a
todo lo que el corazón humano pudiera concebir, o a lo que los profe-
tas mismos podían comprender plenamente, incluso cuando hablaban
bajo la inspiración del Espíritu Santo. Tenemos que identificarnos con
Herman Schultz que en su comentario sobre Isaías 53 dice: “Él empie-
za con la figura histórica real de quien ha hablado tan a menudo. Pero
es elevado por encima de sí mismo. La figura que contempla está en-
carnada en una figura ideal, en la que ve la salvación consumada y re-
sueltos todos los enigmas del presente. Si alguna vez se puede declarar
lo siguiente respecto a la historia de la poesía y la profecía, se puede
hacer aquí: que el escritor, lleno del Espíritu, dijo más de lo que perso-
nalmente quería decir, y más de lo que él mismo entendía” (Schultz,

143
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

Old Testament Theology, II:431-433). Resulta glorioso que Dios creara


una criatura viviente a su propia imagen, un reflejo de sí mismo; pero
que Dios mismo apareciera en carne en la persona de su Hijo, y que
personalmente adoptara la semejanza de los seres humanos, sobrepasa
en gloria a todas las demás manifestaciones humanas y divinas. Cuando
tomamos en cuenta que la encarnación fue redentora, representando
un nuevo orden de creación; que fue provisional en relación con la
crucifixión, resurrección y ascensión; y además, que a este Ser glorioso
se le dio el poder de transformar a una criatura pecadora —al punto de
hacerla poseedora de la santidad divina— y de exaltar a un gusano de la
tierra, degradado y envilecido, para que se siente con Él en el trono de
su majestad, realmente no sólo es indescriptible sino inconcebible. No
obstante, aquí se unen la gloria divina y la gloria humana. En Jesucristo
hallamos no sólo la esperanza gloriosa de nuestro llamamiento, sino
que en Él somos hechos asimismo alabanza de su gloria.
El testimonio del Espíritu Santo. La evidencia última y suprema de
la revelación se encuentra en la presencia del Espíritu Santo en la igle-
sia, y en su testimonio en el corazón de la gente de que son hijos de
Dios. Debemos tener presente que el Espíritu Santo no fue dado para
ser superior a Cristo, sino para extender y hacer más efectiva la obra
iniciada en la encarnación. El Cristo espiritual, o el Cristo del Espíritu
Santo, no es menos personal ni menos poderoso que el Cristo histórico;
por el contrario, es más poderoso que cuando habitó temporalmente en
la carne. Así lo declaró Él a sus discípulos: “De un bautismo tengo que
ser bautizado. ¡Y cómo me angustio hasta que se cumpla!” (Lucas
12:50). Por tanto, al despedirse, nuestro Señor les prometió al Conso-
lador a sus discípulos diciendo: “Os conviene que yo me vaya, porque
si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo
enviaré” (Juan 16:7). Este Consolador es el Espíritu de verdad que pro-
cede del Padre y testifica de Cristo (Juan 15:26); Él “convencerá al
mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8), y glorificará a
Cristo, no hablando de sí mismo, sino recibiendo de Él lo que ha de
revelar a los discípulos (Juan 16:14).
La iglesia primitiva reconoció este testimonio como su evidencia
más poderosa. Pedro declaró en su sermón en Pentecostés: “A este Jesús
resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos”, y después dio
su testimonio respecto al Espíritu Santo como la promesa del Cristo
exaltado (Hechos 2:32-33). Afirmó esto aun más claramente cuando

144
LA REVELACIÓN CRISTIANA

dijo ante el concilio: “Nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y


también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que lo obedecen”
(Hechos 5:32). El apóstol Pablo presenta un argumento poderoso acer-
ca del testimonio del Espíritu Santo, sosteniendo que la incredulidad
respecto a la revelación cristiana se debe directamente a que se rechaza
al Espíritu. Les recuerda a los corintios que “nadie puede exclamar:
‘¡Jesús es el Señor!’, sino por el Espíritu Santo” (1 Corintios 12:3). De-
clara además que él no predicaba con palabras persuasivas de sabiduría
humana, “sino con demostración del Espíritu y de poder”, para que su
fe “no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de
Dios” (1 Corintios 2:3-5). Aquí Pablo da testimonio de un principio
que se halla en toda la Biblia: que la revelación cristiana es un don de
Dios, otorgado en conexión con el uso prudente y en oración de nues-
tras facultades humanas. Juan cita en su primera epístola el doble tes-
timonio de lo humano y lo divino. Inicia su epístola refiriéndose a “lo
que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos
contemplado y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida” (1
Juan 1:1); pero añade: “Si recibimos el testimonio de los hombres, ma-
yor es el testimonio de Dios” (1 Juan 5:9). En cuanto a la naturaleza de
este testigo dice: “El Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu
es la verdad” (1 Juan 5:6). Pero, al estudiar más el pensamiento del
apóstol, vemos que el creyente no sólo “tiene el testimonio en sí mis-
mo” (1 Juan 5:10), sino que el Espíritu Santo da testimonio de todo el
plan objetivo de salvación, tanto del agua como de la sangre. El agua se
refiere evidentemente al bautismo de Cristo, por el cual entró a un
nuevo orden de ministerio y abrió un nuevo orden de vida para el cre-
yente; y la sangre se refiere a la expiación por la que se hizo plena pro-
piciación por los pecados del pasado. El autor de la Epístola a los He-
breos testifica también de la obra objetiva del Señor: “Pero Cristo,
habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los peca-
dos, se ha sentado a la diestra de Dios. Allí estará esperando hasta que
sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies. Y así, con una sola
ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. El Espíritu Santo
nos atestigua lo mismo” (Hebreos 10:12-15). Aquí no se dice específi-
camente que el Espíritu Santo dé testimonio de la salvación del creyen-
te individual —aunque se incluye— sino que, en el sentido más gene-
ral, atestigua que la obra expiatoria e intercesora de Jesucristo es
verdadera. El peso de esta evidencia, tal como la presenta el escritor y

145
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

como la ha recibido siempre la iglesia y ha dado testimonio de ella, se


muestra mejor en la exhortación con la que concluimos esta discusión
acerca de las credenciales de la revelación: “Mirad que no desechéis al
que habla, pues si no escaparon aquellos que desecharon al que los
amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desechamos al que
amonesta desde los cielos. Su voz conmovió entonces la tierra, pero
ahora ha prometido diciendo: ‘Una vez más conmoveré no solamente
la tierra, sino también el cielo’” (Hebreos 12:25-26).17

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. En esta aplicación más general se utilizan otras palabras además de ĮʌȠțȐȜȣȥȚȢ o revela-
ción, tales como ÎÑÌţ½¼ÀÅ o la luz del Hijo en la razón humana, que ilumina a todo hom-
bre que viene al mundo; θżÉÇÍÅ o declaración de la gloria divina en el universo, y del
testimonio del Supremo a todo ser humano que se pueda manifestar (Romanos 1:19) y de
la guía providencial de los gentiles ante quienes Él no quedó sin testigo, ÇĤÁ ¸ÄŠÉÌÍÉÇÅ
(Hechos 14:17). Todas estas revelaciones y métodos de revelación inferiores, más limita-
dos o impropios se encuentran a través del libro de Apocalipsis (Pope, Compendium, I:36-
37).
2. MacPherson recalca que aun cuando la revelación es una comunicación espiritual al hom-
bre, no se ocupa del conocimiento natural; por tanto, no toma en cuenta detalles de orden
metafísico o sicológico, sino sólo los hechos que tienen que ver con la relación del ser hu-
mano con Dios (MacPherson, Chr. Dogm., 20).
3. Watson dice que la revelación provee información sobre los temas que conciernen más
directamente con el gobierno divino. Por consiguiente, (1) debe contener información
explícita sobre los temas importantes en los que la humanidad ha cometido errores mayo-
res y fatales. (2) Debe concordar con los principios de revelaciones pasadas, dadas a los
hombres en el mismo estado de culpa e incapacidad moral en que se encuentran hoy. (3)
Debe contar con una autenticación externa satisfactoria. (4) Debe tener provisiones para
promulgarse eficazmente entre toda clase de personas. La revelación cristiana, por tanto,
debe proporcionarnos conocimiento de la voluntad de Dios, del Mediador entre Dios y la
humanidad, de la Providencia divina, del principal bien del ser humano, su inmortalidad,
responsabilidad y estado futuro (Watson, Institutes, I:62-63).
Los escritores del período medieval hacían la siguiente distinción: La religión natural
provee verdades que la razón puede comprender sin ayuda; la revelación se ocupa de ver-
dades que están más allá de la capacidad de la razón natural. No obstante, la teología na-
tural generalmente ha ido demasiado lejos: (1) afirmando que sus argumentos ofrecen
pruebas más sólidas y poderosas de lo que realmente son; y (2) la presuposición de que la
revelación es completamente ajena al campo de la razón. Tomás de Aquino sostenía que la
revelación opera mediante una luz interior, que eleva la mente para que perciba aquello
que no puede alcanzar por sí misma. Por tanto, así como la inteligencia está segura de lo
que sabe gracias a la iluminación de la razón, en el campo de la revelación tiene certeza
mediante esta luz interna sobrenatural.
4. Tenemos razón, por tanto, al sostener que las Escrituras de revelación y el cristianismo,
como la fe cristiana, cubren el mismo terreno y coinciden fielmente... Sólo nos interesa el
hecho general de que en toda teología sana, la Biblia y Cristo están vinculados insepara-
blemente. No es que sean idénticos: podemos suponer que en el mundo puede estar pre-

146
LA REVELACIÓN CRISTIANA

sente un Revelador encarnado sin la mediación de la Palabra escrita. De hecho, como vi-
mos, tenemos que suponer que en el mundo existe una revelación más amplia de la Pala-
bra que la que cubre la Biblia. Además, podemos aseverar que la revelación que Cristo ha-
ce de sí mismo es, aun en relación con las Escrituras, más o menos independiente de la
Palabra. Pero, como base de la ciencia de la teología, la Biblia es sinónimo de cristianismo.
Dios ha querido, desde el principio, conducir el desarrollo del gran misterio mediante do-
cumentos que contienen los hechos comprobados, las doctrinas autenticadas y las predic-
ciones selladas de expansión del Volumen del Libro. Ese Libro es el fundamento del cris-
tianismo; el Señor de la Biblia y la Biblia son indisolublemente la Roca sobre la cual está
basado. No tenemos otra religión cristiana excepto aquella que está unida con sus docu-
mentos y registros; no poseemos documentos y registros que no paguen tributo directa-
mente a la religión cristiana; y no existe revelación, en ningún campo de verdad, de la que
se pueda decir lo mismo. Toda revelación es idéntica al cristianismo y se resume en ella.
De ahí que por lo general, y considerando la Biblia sólo como un todo, podamos decir
que el carácter del cristianismo es el carácter de la Biblia; las afirmaciones y credenciales de
uno son las afirmaciones y credenciales de la otra. Mediante una fácil transición, esta ob-
servación nos conducirá a la compañera de la revelación: la fe cristiana (Pope, Compen-
dium, I:41).
5. Daniel Steele describe como fanático a quien “rechaza y desprecia esa chispa del Logos
eterno: la razón humana. Tal persona extingue esta antorcha encendida —puesta en ma-
nos del ser humano para guiarlo en ciertos asuntos— a fin de exaltar ostensiblemente la
luz del Señor, el Espíritu Santo, pero en realidad lo hace para elevar la lámpara de su pro-
pia imaginación fluctuante. La razón es un regalo de Dios que merece nuestro respeto.
Debemos aceptarla como la guía más segura en su medio apropiado. Fuera de éste, debe-
mos buscar la luz de la revelación y guía del Espíritu. El fanático desprecia un don perfec-
to del Padre de luz para magnificar otro. Ambas luces, la razón y el Espíritu Santo, son
necesarios para recibir una guía perfecta. Rechazar uno de ellos significa que creemos ser
más sabios que Dios. Él expondrá airadamente tal insensatez presuntuosa. Quien desdeña
al Espíritu quedará en oscuridad, fuera de la estrecha esfera de la razón; y a aquel que me-
nosprecia a la razón se le permitirá seguir las alucinaciones de su imaginación enardecida,
en lugar de los dictados del sentido común”.
“Es la razón lo que nuestro gran Maestro valora;
Son los derechos violados de la razón los que causan su ira;
Fue la voz de la razón lo que su gloriosa corona obedeció;
Para darle vida a la razón perdida, Él derramó su vida;
Cree y muestra la razón humana;
Cree y prueba el placer de un Dios.
Sólo por heridas de la razón puede morir tu fe”.
6. En el conocimiento de Dios existen, pues, tres elementos que denominamos experimental,
histórico y racional o ideal. El conocimiento teológico consiste en comprender los tres
elementos en una unidad o síntesis de pensamiento. El elemento histórico es el medio pa-
ra la síntesis del experimental y racional... Esta síntesis es necesaria porque el pensamiento,
que reconoce sólo a uno o dos de los elementos, produce graves errores. Cuando la creen-
cia experimental se concentra en sí misma, resulta en misticismo. Cuando lo racional o
ideal se aísla, el primer resultado es dogmatismo y, el final, racionalismo. En cada uno de
esos casos, la Biblia como registro de la revelación de Dios pasa a segundo término y fi-
nalmente es descartada. Cuando se aísla lo histórico, se produce una crítica árida y no es-
piritual de la Biblia, y de la investigación antropológica y arqueológica (Harris, Self-Rev. of
God, 122).

147
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

7. El cristianismo no llega al hombre como un sistema de doctrina que demande el asenti-


miento del intelecto, sino como un remedio práctico para el pecado, pidiendo el consen-
timiento de la voluntad para aplicarlo. El evangelio ofrece perdón de los pecados en base a
la obra expiatoria de Cristo, restauración de la comunión con Dios y la relación como sus
hijos, y la gracia del Espíritu Santo como el poder con el cual se puede vencer el pecado y
obtener la santidad. El medio o instrumento por el cual nos apropiamos de esto es la fe en
Cristo —una fe que consiste principalmente en confianza, un acto de la voluntad, la en-
trega de uno mismo en completa sumisión en las manos del Salvador. Hay sólo una ma-
nera de probar este ofrecimiento —personalmente. Pertenece al área de la experiencia in-
terior y personal, y quienes lo han probado plena y absolutamente han comprobado que
jamás falla (Stearns, Present Day Theology, 37-38).
8. A la facultad con la que percibimos lo infinito y eterno, la fe cristiana le presenta un
sistema de verdad que la razón humana no puede percibir o comprender, y contra la cual
se rebela por naturaleza. Pero el mismo espíritu que abre los ojos de la fe le concede a la
razón perfecta sanidad, para que esté dispuesta a aceptar lo que no puede verificar por sí
misma. Por supuesto, aquí consideramos a la revelación como un todo orgánico que tiene
como principio unificador una verdad abrumadora: la unión de Dios y el hombre en Cris-
to. Alrededor de este centro giran otras doctrinas igualmente incomprensibles; y más allá
de ellas, en una órbita más amplia, hay muchas que están fuera del alcance de la capacidad
humana en un sentido diferente. Al hablar de la vasta revelación, podemos decir que está
comprometida con la fe y que la razón se maravilla ante ella en sumisión. La fe se eleva
para recibirla y la razón se humilla para someterse a ella (Pope, Compendium, I:45-46).
9. En realidad este es el argumento presuntivo culminante en su favor: que constituye el fin y
la realización de una revelación que se ha llevado a cabo desde el principio. No es una re-
ligión que literalmente comenzó en Judea con la venida de Jesús. No afirma ser la primera
comunicación sobrenatural a la humanidad, no es la apertura de los cielos por primera
vez. Concluye un testimonio que comenzó con la caída del hombre; por tanto, en el me-
jor sentido, es tan antiguo como la creación... De hecho, ésta es su gloria. Es la última ex-
presión de una voz que habló primeramente en la puerta del paraíso. Esa voz fue la revela-
ción primitiva de las perversiones de las cuales surgieron las innumerables formas de
mitología. Pero esa voz despertó el deseo de la raza humana para el cual toda la revelación
ha sido la respuesta, y constantemente ha profundizado ese deseo mientras respondía a él,
pero sólo en una línea particular y en un área limitada. En ambos lados de esa línea y más
allá de esa área, a su manera los hombres han buscado a tientas al Creador y el paraíso que
perdieron, y se les trató con justicia y misericordia. En todas las épocas la misericordia del
Supremo ha guiado los instintos de las personas sinceras (Hechos 10:34-35; Romanos
1:21) [Pope, Compendium, I:58].
10. Estas tres credenciales —milagros, profecía e inspiración— deben estar unidas; se fortale-
cen mutuamente y son más poderosas cuando se combinan. El milagro, por supuesto,
constituye una demostración mayor para las generaciones que lo observan, mientras que la
profecía sólo lo es para las siguientes generaciones... La inspiración unifica a ambos; regis-
tra el hecho del milagro y, como inspiración, lo presenta a todas las edades; mientras que
como inspiración, presenta la profecía como si ya se hubiera cumplido o sucedido para
quienes la escuchan (Pope, Compendium, I:98).
11. El historiador o profeta hebreo consideraba los milagros sólo como la materialización, en
la experiencia de los sentidos, de esa fuerza divina que siempre controlaba el curso de la
naturaleza, aunque de manera invisible (Southampton, Place of Miracles, 18).

148
LA REVELACIÓN CRISTIANA

12. Si miramos un incendio a través de cristal ahumado, vemos que los edificios caen pero no
vemos fuego. De esa manera la ciencia ve los resultados, pero no el poder que los produce;
ve la causa y el efecto, pero no ve a Dios (George Adam Smith, Isaías 33:14).
13. “Los milagros, entonces, sin estar contra la naturaleza —aunque pueden hallarse fuera y
más allá de ella—, no son de ninguna manera desaires contra sus obras cotidianas; más
bien, si se contemplan de modo correcto, las honran con el testimonio que dan de la fuen-
te de la cual proceden todas originalmente, porque Cristo, al sanar a un enfermo con su
palabra, declara que es el Señor y Autor de todos los poderes sanadores que han ejercido
su influencia benéfica en los cuerpos de los seres humanos, y dice: ‘Probaré esta realidad
que siempre pierdes de vista, que en mí, el poder original —que surge en un millar de cu-
raciones graduales— reside y se manifiesta en esta ocasión sólo pronunciando una palabra
y restaurando al hombre a perfecta salud’; no separa así de su persona las otras sanidades
más graduales, sino que las vincula verdaderamente con él. Por ello, cuando multiplicó los
panes, cuando transformó el agua en vino, tan solo dijo: ‘Soy yo y no otro, quien median-
te los rayos solares y la lluvia, mediante el tiempo de siembra y de cosecha, proveo alimen-
to para el consumo del ser humano; y aprenderás esto —que siempre olvidas con ingrati-
tud— por el testimonio de uno o dos, o si no hay testimonio, por haberse repetido
siempre en tus oídos: que es mía la esencia de las cosas, que el pan se multiplica en mis
manos; que el agua, no vertida en el vino ni transmutada lentamente en el jugo de la uva,
sino sólo ante mi mandato, se transforma en vino. Los hijos de este mundo ofrecen sacri-
ficios a sus redes y queman incienso a su rastra, pero soy yo quien, dándoles en un mo-
mento la gran cantidad de peces que por mucho tiempo procuraron atrapar inútilmente,
les haré recordar quién los guía por las sendas del océano y permitirá que ustedes trabajen
por mucho tiempo sin obtener nada, o coronará su labor con una pesca rica e inesperada
en la temporada’. Incluso el único milagro que muestra un aspecto de severidad, el de la
higuera seca, expresa ese lenguaje porque el mismo Señor de gracia declara: ‘Son míos los
azotes —con los que castigo tus pecados y te llamo al arrepentimiento— que continua-
mente no cumplen su propósito, o necesitan repetirse vez tras vez; y esto se debe princi-
palmente a que ustedes ven en ellos sólo accidentes dañinos de una naturaleza ciega; pero
les mostraré que soy yo y nadie más quien castiga a la tierra con maldición, quien no sólo
tiene poder sino que envía estos azotes para castigar los pecados de los seres humanos’. Y
podemos percibir por qué esto era necesario. Porque, si en un sentido las obras ordenadas
de la naturaleza revelan la gloria de Dios (Salmos 19:1-6), en otro, esconden de nuestros
ojos esa gloria; ellas deberían hacer que lo recordemos a Él continuamente, pero existe el
peligro de que nos lleven a olvidarlo, hasta que el mundo a nuestro alrededor ya no sea un
medio translúcido a través del cual podamos contemplarlo, sino una cortina gruesa e im-
penetrable, ocultándolo por completo de nuestra vista” (Trench, Miracles, 15-16).
14. Un universo creado, tan perfectamente organizado en sí mismo que no admitiera la entra-
da de la intervención directa de Dios... sería una barrera para Dios y, en consecuencia,
una criatura muy imperfecta (Richard Rothe).
El gran filósofo Lotze no considera el universo como algo completo al que no se puede
añadir nada en cuanto a fuerza. Lo ve, más bien, como un organismo plástico al que pue-
de impartir nuevos impulsos Aquél de cuyo pensamiento y voluntad es una expresión.
Una vez impartidos, estos impulsos permanecen en el organismo y, por tanto, están suje-
tos a su ley. Aunque estos impulsos proceden de adentro, no provienen del mecanismo fi-
nito sino del Dios inmanente. “Él hace que la posibilidad del milagro dependa de la estre-
cha e íntima acción y reacción entre el mundo y el Absoluto personal; como consecuencia,
los movimientos del mundo natural se llevan a cabo sólo mediante el Absoluto, con la po-

149
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 6

sibilidad de una variación en el curso general de las cosas, de acuerdo con los hechos exis-
tentes y el propósito del Gobernante divino” (Strong, Syst. Th., I:123).
15. Ningún acto divino puede contradecir a la justicia divina. Por veredicto de la Biblia,
ningún obrador de prodigios que sea impuro tiene derecho a que se crea en él. Todas las
maravillas, en la medida en que no muestren una relación evidente con propósitos santos,
están sujetas a duda, mientras que aquellas que son antagónicas a los intereses morales son
sólo milagros falsos, productos del fraude humano o diabólico. En general se puede afir-
mar que se demanda más del testimonio cuando un supuesto caso de milagro no satisface
alguna de las otras dos pruebas (Sheldon, Syst. of Chr. Doct., 107ss.).
16. Entonces, ¿no ocupan los milagros un lugar entre las pruebas para tener certeza de lo que
hemos creído? Por el contrario, su lugar es muy importante. Sentiríamos su ausencia si no
aparecieran en la historia sagrada porque pertenecen a la idea misma de un Redentor, la
cual estaría incompleta sin ellos. No podríamos —sin debilitar y empobrecer esa idea infi-
nitamente— concebir que Él no hiciera tales obras; y aquellos a quienes se lo presentára-
mos podrían muy bien responder: “Parece extraño que alguien viniera a liberar a los hu-
manos de la esclavitud de la naturaleza que los estaba destruyendo, pero que Él mismo
estuviera sujeto a sus leyes más severas; que fuera maravilloso, pero que su presencia no es-
tuviera acompañada de maravillas similares en la naturaleza; que declarara ser la Vida, pe-
ro que se encontrara impotente al enfrentar la muerte; que hiciera muchas promesas, pero
que jamás las cumpliera; que no diera nada como preparación, ninguna primicia de poder
ni la promesa de las cosas venideras mayores”. ¿Y quién diría que no tienen razón al pen-
sar así... que si Él iba a satisfacer las necesidades de los humanos, debía mostrar que era
poderoso, no únicamente en palabras sino en hechos? Si objetamos el uso que se da a me-
nudo a estas obras, se debe a que se les ha separado del conjunto total de la vida y doctrina
de Cristo, presentando milagros a la gente aparte de éstas; y porque aun cuando en su ca-
beza hay “muchas coronas”, sólo se presenta una para probar que Él es Rey de reyes y Se-
ñor de señores. Se habla de los milagros como si no recibieran ningún apoyo de las verda-
des que confirman (en cambio, las verdades se apoyan totalmente en los milagros), cuando
en realidad ambos permanecen unidos en la Persona de Aquél que declaró las palabras y
realizó las obras (Trench, Miracles, 73-74).
17. Las obras escritas sobre profecía son numerosas. Ralston considera el tema bajo tres enca-
bezamientos principales: (1) profecías respecto a los judíos; (2) profecías respecto a Níni-
ve, Babilonia y Tiro; y (3) profecías mesiánicas. Watson afirma que existen más de cien re-
ferencias al Mesías en las diversas profecías y discute varias ampliamente. En su obra
Messianic Prophecy (Profecía mesiánica), Riehm cita referencias tales como 1 Reyes 22:17-
36, donde se predice que los sirios derrotarían a Acab y a Josías; Isaías 7:18-25; 8:5-7,
donde se dice que Rezín y Peka no lograrían conquistar a Jerusalén; Isaías 7:18-25 tam-
bién dice que Asiria afligiría a Judá; y en 14:24-27 se anuncia la destrucción del ejército
de Senaquerib. Jeremías predijo el derrocamiento del reino judío (5:15-18) y el retorno
después de 70 años (25:12) (A. Keith, su obra Evidences from Prophecy [Evidencias profé-
ticas] es antigua pero autorizada en cuanto al tema. Otra obra antigua y clásica es Intro-
duction to the Scriptures [Introducción a las Escrituras], por Horne, que en el Apéndice in-
cluye una gran colección de profecías y su cumplimiento).

150
CAPÍTULO 7

LA INSPIRACIÓN
DE LA BIBLIA
Como hemos visto, la religión y la revelación indican el área parti-
cular donde se debe buscar el material de la teología. Por tanto, aplica-
das a la fe religiosa, son más inclusivas que la teología cristiana. Pero
debemos considerarlas en el sentido más amplio de la fe religiosa en
general, no en el de la teología cristiana. Ésta, como la ciencia del cris-
tianismo, se basa en los archivos documentarios de la revelación de
Dios mismo en Jesucristo. Todas las escuelas reconocen las Escrituras
como fons primarius o la verdadera fuente de la teología cristiana.
Constituyen los documentos de la religión cristiana y el depósito de la
revelación. Es evidente, pues, que debemos dirigir nuestra investigación
a la naturaleza y autoridad de la Biblia, la cual contiene tanto los relatos
del desarrollo histórico como el resultado final de la revelación divina.
Posee tal autoridad por ser la revelación inspirada de Dios al hombre.
Su origen es divino: producto de la inspiración del Espíritu Santo. En-
tonces, en el sentido teológico, la inspiración se comprende como la
operación del Espíritu Santo sobre los escritores de los libros de la Bi-
blia, de manera que el producto de su trabajo es la expresión de la vo-
luntad divina. Por este medio la Biblia viene a ser la Palabra de Dios.
Definiciones de inspiración. Después de hablar de la inspiración de
modo general, la definiremos más específicamente recalcando los dis-
tintos usos del término. “Inspiración” se deriva de la palabra griega
theopneustos, que significa literalmente “la respiración de Dios” o “insu-
flar en”, siendo por ello “la agencia extraordinaria del Espíritu Santo

151
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 7

sobre la mente, mediante la cual quien participa de ella puede recibir y


comunicar la verdad de Dios sin error, sin debilidad ni fracaso” (Han-
nah). Esto se aplica a los temas de comunicación que se les revela direc-
tamente y a los que conocían desde antes.1 Farrar dice: “Por inspiración
queremos decir aquella influencia del Espíritu Santo que, cuando se
infunde a la mente humana, guía, eleva e ilumina todas sus facultades
para realizar los actos más elevados y nobles”. Pope la define como “la
respiración de Dios y el resultado de ésta”. Strong cambia el enfoque
respecto a la inspiración, de un modo de agencia divina, al cuerpo de la
verdad que es producto de esa agencia. Además, asegura que la inspira-
ción se aplica sólo al cuerpo total de la Biblia cuando se ve como un
todo, considerando cada parte en conexión con lo que la precede y lo
que le sigue. Su definición dice: “La inspiración es la influencia del
Espíritu de Dios sobre la mente de los escritores de la Biblia que hace
de sus escritos el relato de una revelación divina progresiva, y que,
cuando se consideran en conjunto y son interpretados por el Espíritu
que los inspiró, son suficientes para conducir hacia Cristo y la salvación
a todo aquel que lo busque sinceramente”.2 En una obra anterior, The
Inspiration of Scripture (La inspiración de la Escritura), William Lee
afirma esencialmente lo mismo: “Para entender correctamente las di-
versas partes de la Biblia, o valorarlas con justicia, debemos considerar-
las como los diferentes miembros de una estructura vitalmente organi-
zada, donde cada una realiza su función apropiada y transmite su
porción de la verdad... Si hubiera existido un solo evangelio, también la
enseñanza de la iglesia habría sido unilateral. En base al Evangelio de
Mateo, no se les hubiera probado tan claramente a los ebionitas la na-
turaleza superior de Cristo, como fue posible con el Evangelio de Juan;
sin embargo, el de Mateo refutó mejor las ideas de los gnósticos. Así, al
combinar en el canon los cuatro evangelios, la iglesia cuenta con defen-
sa en todos los frentes. Por eso uno de los padres primitivos (Ireneo)
llamó apropiadamente a los Evangelios los cuatro pilares de la iglesia;
cada uno sostiene su parte de la estructura, protegiéndola para que no
caiga en alguna de las formas de doctrina falsa que surgieron debido a
perspectivas parciales de la verdad” (pp. 31-32). Aunque han variado
mucho los puntos de vista de la iglesia acerca de las teorías, sobre nin-
gún otro tema ha existido acuerdo mayor que con respecto a la inspira-
ción misma. Esto se puede resumir en una definición general: La inspi-
ración es la energía activa del Espíritu Santo por la cual las personas

152
LA INSPIRACIÓN DE LA BIBLIA

santas escogidas por Dios han proclamado oficialmente la voluntad de


Él, como se nos revela en la Santa Biblia.3
Inspiración y revelación. Por revelación entendemos la comunica-
ción directa de Dios de un conocimiento que la facultad de la razón
humana no puede obtener, o que la persona que lo recibe desconocía
por alguna causa. Por inspiración entendemos la energía activa del Espí-
ritu Santo por la cual personas santas fueron capacitadas para recibir la
verdad religiosa y comunicarla a otras sin error.4 Mostrarle al ser hu-
mano algo que se encuentra en la mente de Dios es revelación cuando
se considera desde el punto de vista de la verdad que se da a conocer; es
inspiración cuando se consideran los métodos con que se imparte y
transmite. El significado más profundo de esta distinción se encuentra
en las diferencias entre el oficio del Hijo y el del Espíritu. El Hijo es el
Revelador, el Espíritu Santo es el Inspirador. El Hijo es la Palabra viva
y eterna de Dios que “habitó entre nosotros lleno de gracia y de ver-
dad” (Juan 1:14) y “en quien están escondidos todos los tesoros de la
sabiduría y del conocimiento” (Colosenses 2:3). Jesús como el Verbo
divino fue a la vez el Revelador y la Revelación. Como el Revelador,
nuestro Señor declaró que “nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel
a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mateo 11:27; Lucas 10:22). Co-
mo la Revelación, Él es Dios “manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16).
El Espíritu Santo es el Inspirador, cuyo trabajo consiste en dar a cono-
cer a los seres humanos la verdad que se encuentra en Jesucristo. Jesús
es la Verdad, el Espíritu Santo es el Espíritu de verdad. Por eso dijo:
“Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber” (Juan
16:14). En la Biblia hay expresiones que muestran revelación así como
inspiración, tales como Hebreos 1:1-2: “Dios, habiendo hablado mu-
chas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los
profetas, en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo”. Aquí se
hace referencia a la revelación como el cuerpo de verdades que recibie-
ron los profetas, y también a la inspiración como el método por el cual
recibieron y administraron esas verdades. “En otro tiempo” sólo puede
indicar la naturaleza progresiva de la revelación, aludiendo a las etapas
sucesivas en que Dios reveló la verdad a los antiguos profetas. “Muchas
maneras” se refiere a la inspiración que incluye visiones, sueños, éxtasis
u otras formas de manifestación que se hallan en el Antiguo Testamen-
to. Aquí, entonces, la relevación y la inspiración están unidas, y lo que

153
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 7

estaba implícito en el Antiguo Testamento se cumple plenamente en el


Nuevo, tanto en el contenido como en el método.
Posibilidades de la inspiración. No cabe duda de que el Padre de
los espíritus puede actuar en la mente de sus criaturas, y esta acción
puede extenderse al grado que sea necesario para cumplir los propósitos
de Dios. Esta verdad ha dado lugar a lo que se conoce como grados de
revelación, pero que debería considerarse de manera más precisa como
factores en toda revelación. El primero es la “superintendencia”, es
decir, la creencia de que Dios guía de tal manera a quienes ha elegido
como instrumentos de la revelación que los escritos de éstos están libres
de error. Luego sigue el factor de la “elevación”, en la que las mentes de
los instrumentos escogidos reciben mayor comprensión y se eleva su
percepción por encima de la medida natural del humano. El factor
superior y el más importante es el de la “sugerencia”, es decir, la suge-
rencia directa e inmediata de Dios al hombre por medio del Espíritu en
cuanto a las ideas que utilizará, o incluso las palabras que debe emplear,
a fin de que sean medios que transmitan la voluntad divina a los de-
más. Toda idea clara respecto a la inspiración debe incluir estos factores
en diversos grados, pero considerarlos grados de inspiración como si las
porciones de la Biblia fueran la Palabra de Dios en distintos grados,
definitivamente debilitaría la autoridad de la Biblia como totalidad.
Este error surge por no distinguir entre la revelación como el aspecto
variable y la inspiración como el aspecto constante; aquella proporciona
el material por medio de la “sugerencia” cuando no se puede obtener
de otra manera, mientras que ésta guía al escritor en cada punto, asegu-
rando así al instante la verdad infalible de su material y la selección y
distribución apropiadas. Por esta razón concluimos que Dios nos dio la
Biblia mediante la inspiración plenaria, incluyendo los elementos de
superintendencia, elevación y sugerencia de tal manera y a tal grado
que la Biblia es la infalible Palabra de Dios, la autorizada regla de fe y
práctica de la iglesia.5
Nuestra incapacidad para explicar esta extraordinaria acción de Dios
en la mente humana no puede constituir una objeción a la doctrina de
la inspiración. La sicología no puede explicar satisfactoriamente la in-
teracción entre la mente y el cuerpo del ser humano, ni la manera en
que se imprimen ideas en la mente. Pero sería incorrecto negar que
exista tal interacción. Si las personas pueden comunicar sus ideas por
medio del lenguaje y darse a entender así a los demás, ciertamente el

154
LA INSPIRACIÓN DE LA BIBLIA

Autor de nuestro ser puede revelarse a los humanos. Es irrazonable


suponer que Dios, el “Padre de los espíritus”, no tenga la facultad de
comunicar la verdad a la mente de las personas o enseñarles lo concer-
niente a su bienestar eterno.6
Necesidad de la inspiración. Sabemos que la inspiración es necesa-
ria debido a la naturaleza de los temas que revela la Biblia. Primero,
existen verdades que no conoceríamos si no fuera por la inspiración
especial. Hay verdades históricas, hechos del pasado, que jamás ha-
bríamos conocido si Dios no los hubiera revelado de manera sobrena-
tural, tales como la creación del mundo y la historia de los tiempos
anteriores al diluvio. Aun cuando se acepte que existieron fuentes escri-
tas y tradiciones orales que se transmitieron desde tiempos pasados, se
necesitaba la inspiración de superintendencia para que los relatos fue-
ran verdaderos y libres de error. Segundo, el lenguaje autoritativo de la
Biblia demuestra que hubo inspiración. Los escritores no comunican
sus ideas sino que, al empezar sus mensajes, usan frases tales como: “Así
dijo Jehová”. Sólo en base a esto demandan aprobación. De ello dedu-
cimos que los escritores sagrados hablaron impulsados por el Espíritu
Santo, o que debemos de considerarlos como impostores, una conclu-
sión invalidada por la calidad y el carácter perdurable de sus obras. Re-
petimos que si la Biblia no fuera inspirada por Dios, no podría declarar
—como lo hace— que es la norma infalible de la verdad religiosa. La
Santa Biblia llega a ser la regla divina de fe y práctica sólo cuando esta-
mos convencidos de que los escritores recibieron ayuda de una influen-
cia sobrenatural y divina, brindada de tal modo que los preservó infali-
blemente de todo error.

TEORÍAS DE LA INSPIRACIÓN
Varias teorías han surgido intentando armonizar y explicar la rela-
ción entre el elemento divino y el humano en la inspiración de la Bi-
blia. El cristianismo, sin embargo, se basa en la realidad de la inspira-
ción y no depende de ninguna teoría sobre el origen de sus escritos
sagrados. Las explicaciones racionalistas dan excesiva importancia al
elemento humano, en tanto que las teorías supranaturalistas lo minimi-
zan, sosteniendo que los escritores sagrados estaban tan poseídos por el
Espíritu Santo que fueron instrumentos pasivos en lugar de agentes
activos. La teoría dinámica se presenta como punto medio entre los dos
extremos y es la que más acepta la iglesia en general. Debemos aclarar

155
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 7

que las teorías erróneas no son calificadas como tales por estar esen-
cialmente equivocadas, sino porque al hacer excesivo énfasis en un ele-
mento en particular, no explican de modo adecuado el amplio alcance
de los fenómenos bíblicos. Clasificaremos esas teorías de la siguiente
manera: (1) la teoría mecánica o de dictado, que recalca el elemento
sobrenatural; (2) la teoría de la intuición y la de la iluminación, que
recalcan el elemento humano; y (3) la teoría dinámica o de mediación.
Teoría mecánica o de dictado. Esta teoría destaca el elemento so-
brenatural al grado de que la personalidad del escritor queda de lado;
bajo la dirección del Espíritu Santo, él viene a ser un simple amanuense
o escribiente. Como representante de esta posición extrema, Hooker
dice: “Ellos no hablaron ni escribieron ninguna palabra por sí mismos,
sino que expresaron sílaba por sílaba lo que el Espíritu ponía en sus
labios”.7 A fin de explicar las peculiaridades de la expresión individual
en esta teoría, Quenstedt dice: “El Espíritu Santo inspiraba a sus ama-
nuenses las expresiones que hubieran empleado de habérseles permitido
hacerlo solos”. Después del exilio se desarrolló entre los judíos una doc-
trina extravagante acerca de la inspiración mecánica, la cual prevalecía
aún en el tiempo de Cristo. Algunos talmudistas sostenían que Moisés
había escrito todo el Pentateuco, incluyendo la descripción de su pro-
pia muerte que escribió derramando lágrimas. La mayoría de los tal-
mudistas atribuían a Josué los últimos ocho versículos. La libertad con
que Cristo usó las Escrituras muestra cuánto había superado Él la escla-
vitud a la letra. Si afirmaba: “Escrito está”, también declaraba: “Pero yo
os digo”. Podemos argumentar las siguientes objeciones contra esta
teoría débil: (1) Niega la inspiración de las personas, afirmando que
sólo los escritos eran inspirados; pero la Biblia enseña que “los santos
hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2
Pedro 1:21). Por ello I. A. Dorner, en System of Christian Doctrine (Sis-
tema de doctrina cristiana, I:624), la denomina “teoría docética” por-
que los escritores sólo lo eran en apariencia, cumpliéndose todo efecto
secundario en medio de la pasividad de los instrumentos. (2) La teoría
mecánica no concuerda con los hechos. La Biblia misma da evidencia
de que los escritores actuaron de diversas maneras pero bajo la inspira-
ción de un solo Espíritu. Algunas revelaciones de la verdad se entrega-
ron en forma audible: “Cuando entraba Moisés en el Tabernáculo de
reunión para hablar con Dios, oía la voz que le hablaba de encima del
propiciatorio que estaba sobre el Arca del testimonio, de entre los dos

156
LA INSPIRACIÓN DE LA BIBLIA

querubines. Así hablaba con él” (Números 7:89). En Hechos 9:5 Pablo
también exclama: “¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien
tú persigues”. Estos pasajes bíblicos sólo pueden referirse a una revela-
ción audible (Éxodo 3:4; 20:22; Hebreos 12:19; Daniel 4:31; Mateo
3:17; 17:5; Apocalipsis 19:9; 1:10-11). No obstante, en varias ocasio-
nes los escritores mencionan fuentes, utilizan su conocimiento histórico
o relatan sus propias experiencias. Tal es el caso del Evangelio de Lucas
y de Hechos de los Apóstoles. (3) El tercer argumento, y quizá el más
fuerte contra esta teoría, es que no concuerda con la manera conocida
en que Dios obra en el alma humana. Mientras más elevadas y exalta-
das sean las comunicaciones divinas, mayor es la iluminación del alma
y más plenamente toma posesión el ser humano de sus facultades natu-
rales y espirituales. La teoría mecánica tal vez se aplique en algunos
casos, pero es muy limitada e insuficiente como para establecer una
teoría general acerca de la inspiración.
Teoría de la intuición. Según esta teoría, la inspiración es sólo el
conocimiento natural del ser humano, elevado a un plano superior de
desarrollo. Es racionalista en extremo y prácticamente niega el elemen-
to sobrenatural de la Biblia. Su debilidad radica en que la comprensión
humana de la verdad está contaminada por un intelecto confuso y por
afectos equivocados. “El hombre natural no percibe las cosas que son
del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede enten-
der, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).
Por tanto, no puede por sí mismo penetrar los misterios divinos y nece-
sita una comunicación directa de la verdad mediante el Espíritu. Shel-
don declara: “La teoría de la intuición menosprecia la idea de la opera-
ción directa del Espíritu Santo, dando a entender que las aptitudes
intelectuales de los escritores bíblicos, por virtud propia, les permitió
conocer toda la verdad que transmitieron”.
Teoría de la iluminación. Esta teoría difiere de la anterior porque
habla de una elevación de las percepciones religiosas, no de las faculta-
des naturales. Se ha dicho que es semejante a la iluminación espiritual
que todo creyente recibe del Espíritu Santo en la experiencia cristiana.
Según esta teoría, la inspiración de los escritores de la Biblia difiere sólo
en grado, no en clase, de la que les pertenece a todos los creyentes.
Aunque la iluminación mediante la intensificación de la experiencia
puede preparar la mente para recibir la verdad, no es en sí la comunica-
ción de esa verdad. Se verá que el elemento de la “elevación” se expan-

157
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 7

de aquí más allá de lo correcto, convirtiéndose en la base de una teoría


errónea acerca de la inspiración.8
Teoría dinámica. Esta es una teoría de mediación, con el fin de ex-
plicar y conservar en correcta armonía los factores divino y humano en
la inspiración de la Biblia. Sostiene que a los escritores sagrados se les
otorgó una ayuda extraordinaria que no interfirió con sus características
y actividades personales. Preserva la verdad bíblica de que Dios habla a
través de agentes humanos, pero insiste en que éstos no se limitan a ser
meros instrumentos pasivos. Muy poco se puede objetar contra esta
teoría. La han defendido teólogos notables como Pope, Miley, Strong,
Watson, Wakefield, Summers, Ralston y Hills, y con algunas modifica-
ciones, Curtis, Sheldon, Martensen y Dorner. A diferencia de la teoría
de la intuición, afirma que en la inspiración hay un elemento sobrena-
tural, no sólo la razón intuitiva natural. Al igual que la teoría de la ilu-
minación, afirma que en los escritores sagrados hubo una “elevación”
que preparó su mente y corazón para recibir el mensaje, pero insiste en
que la teoría es inadecuada porque, además de los medios preparados,
tiene que ocurrir una comunicación divina de la verdad.

PRUEBAS BÍBLICAS DE LA INSPIRACIÓN DIVINA


La Biblia declara que es inspirada por Dios. Puesto que el término
“inspiración” denota la agencia específica del Espíritu Santo como au-
tor de las Escrituras sagradas, tenemos que darle prioridad al testimonio
de la Biblia misma. Pope declara que no se trata de un argumento en
círculo cuando recibimos el testimonio de la Biblia respecto a sí misma,
si recordamos que en lo divino las credenciales siempre están en primer
lugar y sus evidencias deben sustentarlas. Veremos estas credenciales en
el siguiente orden: (1) el testimonio del Antiguo Testamento; (2) las
declaraciones de nuestro Señor; y (3) el testimonio de los apóstoles.
El testimonio del Antiguo Testamento. Los escritores del Antiguo
Testamento recibieron comunicaciones de la verdad divina en muchas
ocasiones y de diversas maneras. Los patriarcas recibieron revelaciones
de Dios y algunas fueron puestas por escrito, pero es evidente que no se
declararon oficialmente estos relatos como Escritura. Al parecer, a Moi-
sés se le otorgó una prerrogativa especial como fundador de la nación
de Israel porque se dice: “Nunca más se levantó un profeta en Israel
como Moisés, a quien Jehová conoció cara a cara” (Deuteronomio
34:10). Él tuvo el privilegio de formar el primer cuerpo de literatura

158
LA INSPIRACIÓN DE LA BIBLIA

conocida como Escritura sagrada. Sabiendo que contaba con la inspira-


ción del Espíritu, Moisés a menudo le recordaba a la gente que él daba
mensajes por autoridad divina; las palabras que vemos con mayor fre-
cuencia son: “Jehová dijo a Moisés” o “habló Jehová a Moisés”. David
también declaró haber recibido inspiración divina diciendo: “El espíri-
tu de Jehová habla por mí, su palabra está en mi lengua” (2 Samuel
23:2). Los profetas posteriores entregaron sus predicciones, no sólo en
el nombre de Jehová, sino como mensajes inspirados directamente por
el Espíritu. Isaías iniciaba con frecuencia sus mensajes proféticos con la
frase: “Así dice Jehová”; Jeremías, Ezequiel y algunos profetas menores
usaban expresiones tales como: “Vino a mí palabra de Jehová”, “Me
dijo Jehová” o “Así dice Jehová”. En su profecía Moisés parece hablar
anticipadamente de la llegada de una nueva era, en la que el Espíritu
Santo sería comunicado en sus oficios proféticos a todo el pueblo de
Dios: “Ojalá todo el pueblo de Jehová fuera profeta, y que Jehová pu-
siera su espíritu sobre ellos” (Números 11:29). Sin duda esta era una
referencia profética al Pentecostés y debe comprenderse en un sentido
diferente al de las revelaciones originales dadas a las personas. Cristo es
la revelación verdadera y suprema de Dios, y la venida del Espíritu es la
realización e interpretación de la verdad que hay en Él.
Las declaraciones de nuestro Señor. Cristo declaró que el Antiguo
Testamento tenía autoridad divina y su testimonio debe ser la palabra
final respecto a la naturaleza y los resultados de la inspiración. Su tes-
timonio satisface en forma plena las demandas de la fe cristiana. Él
consideraba el Antiguo Testamento como canon completo y declaró
expresamente que aun la regla o el mandamiento más pequeño debía
cumplirse. Esto quiso decir al usar las palabras “ni una jota ni una til-
de” (Mateo 5:18). A ello podemos añadir que la naturaleza del testi-
monio de nuestro Señor es tal que, aun cuando aprueba a todos los
escritores sagrados, habla como alguien que está por encima de ellos.
Jamás declaró que poseía la inspiración limitada de los profetas porque
“al Padre agradó que en él habitara toda la plenitud” (Colosenses 1:19),
y porque “en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad”
(Colosenses 2:9). Asimismo tenemos el testimonio de Juan el Bautista
acerca de la autoridad suprema de Cristo: “El que viene de arriba está
por encima de todos; el que es de la tierra es terrenal y habla de cosas
terrenales. El que viene del cielo está por encima de todos... porque
aquel a quien Dios envió, las palabras de Dios habla, pues Dios no da

159
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 7

el Espíritu por medida” (Juan 3:31, 34). En estas palabras de Cristo se


unen la plenitud de la revelación y la forma más elevada de inspiración.
A los judíos que se oponían a él, les dijo: “¿Por qué también voso-
tros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición?” (Ma-
teo 15:3, 6). Así declaró expresamente que el Antiguo Testamento era
la Palabra de Dios. En el desierto, Cristo le respondió al tentador: “Es-
crito está”; entre los judíos esta frase significaba que la cita procedía de
uno de los libros sagrados y, por tanto, era divinamente inspirado. Jesús
usó citas de cuatro de los cinco libros de Moisés, Salmos, Isaías, Zaca-
rías y Malaquías. Reconoció la triple división de las Escrituras que co-
nocían los judíos: la ley, los profetas y los salmos (Lucas 24:44-45) y
declaró que daban testimonio de Él. En una controversia con los judíos
salió a relucir esto otra vez, cuando dijo: “Escudriñad las Escrituras,
porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna, y ellas son
las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). Después afirmó que la Es-
critura era la Palabra de Dios y que no se debía quebrantar (Juan
10:35). Después de la resurrección, al hablar con los dos discípulos en
el camino a Emaús, se dice que “comenzando desde Moisés y siguiendo
por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él
decían” (Lucas 24:27). Él reconoció el contenido completo de la Escri-
tura como unidad y declaró especialmente que se refería a su persona y
obra.
El testimonio de los apóstoles. Veamos ahora el testimonio de los
apóstoles respecto a la inspiración del Antiguo y del Nuevo Testamen-
to. Primero debemos considerar el testimonio del apóstol Pedro, quien
antes del Pentecostés se levantó entre los apóstoles y otros discípulos y
dijo: “Hermanos, era necesario que se cumpliera la Escritura que el
Espíritu Santo, por boca de David, había anunciado acerca de Judas,
que fue guía de los que prendieron a Jesús” (Hechos 1:16). Algunos
han considerado esta declaración como una definición general de inspi-
ración: “el Espíritu Santo” habló, la “boca de David” fue el instrumen-
to, y el resultado fue “la Escritura” (Pope, Compendium, I:164). Pablo
cita constantemente el Antiguo Testamento en sus escritos usando gran
variedad de términos, tales como “las Escrituras de los profetas” (Ro-
manos 16:26), “las Sagradas Escrituras” (2 Timoteo 3:15) y expresiones
similares. Afirma la unidad de la Biblia en el siguiente texto: “Toda la
Escritura es inspirada por Dios”, declarando que es “útil para enseñar,
para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el

160
LA INSPIRACIÓN DE LA BIBLIA

hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena


obra” (2 Timoteo 3:16-17). La naturaleza de la Epístola a los Hebreos
es tal que su composición depende del Antiguo Testamento como Es-
critura sagrada. Considera el Antiguo Testamento como palabras de
Dios, expresadas por el Espíritu Santo y preservadas para la iglesia cris-
tiana en un libro citado como autoritativo e infalible. Otra peculiaridad
de esta epístola es que utiliza la misma expresión para referirse al testi-
monio del Espíritu y a la personalidad del escritor. Citando Jeremías
31:31, el autor de la epístola dice: “El Espíritu Santo nos atestigua lo
mismo, porque después de haber dicho: Este es el pacto que haré con
ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus
corazones, y en sus mentes las escribiré” (Hebreos 10:15-16). Otra
contribución de la epístola es que considera el Antiguo Testamento
como una fase rudimentaria de la revelación divina, y al Nuevo Testa-
mento, o Testamento cristiano, como la consumación de lo que había
empezado previamente. De ahí que el escritor declare: “Tenéis necesi-
dad de que se os vuelva a enseñar cuáles son los primeros rudimentos
de las palabras de Dios”, es decir, el Antiguo Testamento (Hebreos
5:12).
Consideremos también el testimonio de los apóstoles acerca de la
inspiración de las Escrituras del Nuevo Testamento. Como grupo, es-
tán unidos en la creencia de que sus mensajes proceden de Dios, su
Salvador, por medio del Espíritu Santo. En todos sus escritos dan a
entender que la inspiración es un hecho. Pero existen también afirma-
ciones directas que brindan evidencia indiscutible de la inspiración.
Pedro da la siguiente exhortación: “Que tengáis memoria de las pala-
bras que antes han sido dichas por los santos profetas, y del manda-
miento del Señor y Salvador, dado por vuestros apóstoles” (2 Pedro
3:2). Aquí se mencionan juntas la revelación hecha a los profetas del
Antiguo Testamento y la que se hizo a los apóstoles del Nuevo Testa-
mento, mostrando que tienen igual autoridad. Esta idea se desarrolla
más adelante en el capítulo, donde habla de cosas difíciles de entender
en los escritos de Pablo, “las cuales los indoctos e inconstantes tuercen
(como también las otras Escrituras) para su propia perdición” (2 Pedro
3:16). Hallamos aquí un testimonio directo y definido de la inspiración
de los escritos paulinos, clasificados con “otras escrituras” de igual auto-
ridad. Pablo mismo atribuye a Cristo sus revelaciones y al Espíritu San-
to sus inspiraciones. Del primero testifica que Dios lo llamó por su

161
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 7

gracia, para “revelar a su Hijo” en él a fin de que lo predicara entre los


gentiles (Gálatas 1:16); también declara que se le dio a conocer el mis-
terio “por revelación” (Efesios 3:3); mientras que del segundo testifica:
“Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu
que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido.
De estas cosas hablamos, no con palabras enseñadas por la sabiduría
humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual
a lo espiritual” (1 Corintios 2:12-13). Tampoco podemos omitir el
testimonio de Juan, quien en su primera epístola habla de “la unción
del Santo” (1 Juan 2:20), un privilegio que en cierta medida poseen
todos los creyentes verdaderos, pero que en su grado máximo, como se
dijo antes, pertenece sólo a los apóstoles y profetas como escritores de la
Biblia. Sin embargo, en Apocalipsis 1:10 Juan declara que estaba “en el
Espíritu”, lo que, en conexión con un versículo del último capítulo,
indica que utilizó tal expresión en el sentido en que se usaba respecto a
los profetas del Antiguo Testamento que hablaban por inspiración. Por
tanto, leemos: “Estas palabras son fieles y verdaderas. El Señor, el Dios
de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel para mostrar a sus
siervos las cosas que deben suceder pronto” (Apocalipsis 22:6). Los dos
evangelistas históricos, Marcos y Lucas, no participaron directa e inme-
diatamente de la promesa del apostolado, sino sólo en forma indirecta y
mediata por medio de Pedro y Pablo. Al tratar del canon estudiaremos
más acerca de estos escritores.

VALOR DEL TEMA PARA LA TEOLOGÍA


Ningún otro tema ha sido más importante en el estudio de la teolo-
gía que el de la inspiración de la Biblia. Refiriéndonos de nuevo a la
frase “el Espíritu Santo, por boca de David” (Hechos 1:16), veremos el
valor teológico del tema desde tres aspectos: (1) el Espíritu Santo como
la fuente de inspiración; (2) las personas santas como instrumentos de
inspiración; y (3) la Biblia como un cuerpo de verdades inspiradas por
Dios.
El Espíritu Santo como la fuente de inspiración. Así como la pa-
ternidad es propiedad del Padre, y la filiación, propiedad del Hijo, el
proceso le pertenece al Espíritu Santo. Tal como el Hijo es el revelador
del Padre y, por ello, la Palabra eterna, así el Espíritu inspirador, que
procede del Padre y del Hijo, es la única base de comunicación entre
Dios y el ser humano. Vemos, pues, que el Espíritu Santo es el Espíritu

162
LA INSPIRACIÓN DE LA BIBLIA

de la verdad, y como tal, preside la impartición de toda verdad. En


relación con la obra reveladora del Hijo, sólo Él es el Autor de la inspi-
ración. Entonces, podemos decir “que aun cuando la Escritura es inspi-
rada por Dios, sólo el Espíritu es el Dios que inspira”.
Los instrumentos de la inspiración. Al recalcar que la Biblia es la
Palabra de Dios, y por ello inspirada por el Espíritu que le otorga auto-
ridad divina, no debemos pasar por alto que la Biblia tiene un elemento
humano. No sólo el Espíritu Santo habló a través de David; también
habló David. Se nos dice que “los santos hombres de Dios hablaron
siendo inspirados por el Espíritu Santo”. Una mejor traducción sería:
“los santos hombres hablaron de parte de Dios, siendo inspirados por el
Espíritu Santo”. Estas dos oraciones no se oponen entre sí, sino que
juntas expresan el alcance total de la inspiración. Así como Jesús, el
Verbo de Dios, era a la vez divino y humano, también debemos ver de
esa manera la Palabra escrita. Pasar por alto las dos naturalezas de Cris-
to significa dirigirnos al unitarismo por un lado, o al docetismo por el
otro. Si ignoramos los dos elementos en la Palabra escrita, subestima-
mos su autoridad divina o su interés humano. Tal como Jesús fue cru-
cificado en debilidad pero resucitó por el poder de Dios, también los
enemigos de la Biblia la han atacado incesante y duramente, pero ella
vive para siempre como un monumento perdurable de la verdad divina.
Así como fue necesario que Jesús participara de nuestras debilidades a
fin de apelar al corazón de los seres humanos, también el carácter de la
Biblia es sumamente humano, escudriñando el corazón de las personas,
“viva, eficaz y más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta
partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los
pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12).
Los instrumentos de la inspiración poseían carácter y preparación.
Eran hombres santos. Al haber sido santificados por medio de la ver-
dad, estaban preparados para su oficio y labor. Puesto que sólo perso-
nas morales y espirituales pueden comprender la verdad moral y espiri-
tual, los instrumentos de la inspiración necesariamente tuvieron que
haber sido santos de corazón y de vida. Sus facultades fueron prepara-
das por la influencia inmediata del Espíritu inspirador, quien utilizó a
esas personas para cumplir el propósito que tenían por delante: la for-
mación de la Santa Biblia. No fueron instrumentos pasivos sino agentes
activos con todo el alcance de sus facultades. Sus características y capa-

163
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 7

cidades naturales, lejos de quedar ocultas, fueron elevadas y fortaleci-


das.
La Biblia como un cuerpo de verdades inspiradas por Dios. Si
Dios habló a través de personas santas, se deduce que sus declaraciones
deben constituir un cuerpo de verdades divinas. A éste aplicamos el
término Santa Biblia, la cual nos fue dada por inspiración plenaria.
Con este término no nos referimos a alguna de las teorías mencionadas,
sino al carácter del cuerpo de verdades. Al hablar de inspiración plena-
ria queremos decir que toda la Biblia y cada una de sus partes son ins-
piradas por Dios. Esto no apoya necesariamente la teoría mecánica de
la inspiración, como algunos afirman, ni algún método en particular;
sólo implica que el resultado de esa inspiración proporciona la Santa
Biblia como la regla de fe final y autoritativa en la iglesia.
A veces se pregunta qué seguridad tenemos de que Cristo quería
preservar y continuar sus enseñanzas en un nuevo volumen de Escritura
sagrada. Todo lo que necesitamos se encuentra en una promesa inclusi-
va que Él hizo a sus discípulos: “Aún tengo muchas cosas que deciros,
pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de
verdad, él os guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia
cuenta, sino que hablará todo lo que oiga y os hará saber las cosas que
habrán de venir. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo
hará saber” (Juan 16:12-14). Nuestro Señor aprobó las Escrituras del
Antiguo Testamento como los relatos preparatorios de su propio evan-
gelio y reino. Por tanto, era necesario que estos llegaran a su cumpli-
miento pleno con las Escrituras del Nuevo Testamento, las que com-
pletarían su significado e imprimirían en todo el cuerpo de la Escritura
el sello de su revelación perfecta.9

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. “Por inspiración entendemos la energía activa del Espíritu Santo, con cuya guía los me-
dios humanos elegidos por Dios han proclamado oficialmente la voluntad divina en forma
oral, o han escrito las diversas porciones de la Biblia” (Field, Handbook of Chr. Th., 53).
2. “La doctrina común de la iglesia es, y siempre ha sido, que la inspiración fue una influen-
cia del Espíritu Santo en la mente de algunos hombres escogidos, haciéndolos instrumen-
tos de Dios para la comunicación infalible de los pensamientos y voluntad divinos. Fue-
ron instrumentos de Dios al grado de que, lo que ellos decían, lo decía Dios” (Hodge,
Syst. Th., 154).
3. William Lee pregunta: “¿De dónde proviene el título Sagradas Escrituras?” “En la fuente
original vemos que se usa el término porque aquí las ideas de Verbo Eterno y Espíritu Di-
vino son, en cierto grado, correlativas. El Verbo, divina y eternamente creador, tiene al
Espíritu como el principio divina y eternamente vivificador en Él y consigo mismo. Por la

164
LA INSPIRACIÓN DE LA BIBLIA

agencia del Espíritu divino se introducen el significado y la voluntad del Verbo Eterno en
la existencia misma. Toda actividad divina en el mundo es orgánica. Así también la orga-
nización de la revelación de Dios conforma un sistema que abarca todas las áreas; que
ayuda a llevar luz a la oscuridad; cuyo centro es Cristo, a quien debe referirse toda revela-
ción de los primeros tiempos, y de quien ha procedido toda revelación de períodos poste-
riores en virtud del Espíritu Santo impartido por Él al mundo. Esta agencia del Espíritu
Santo, por la fuerza misma del término, forma la esencia de la idea de inspiración; por
tanto, los dos conceptos indicados —el del Verbo Eterno como la Persona divina que re-
vela, y el del Espíritu Santo como la Persona divina que inspira— son los pilares sobre los
que debe basarse toda teoría respecto a la Biblia y su origen para que sea digna de aten-
ción” (Lee, Insp. of Scr., 25-26).
4. En Dios como Logos están unidos siempre el Verbo y la Acción: “Él dijo, y fue hecho; él
mandó, y existió” (Salmos 33:9).
La transición a un documento escrito, compuesto de acuerdo con la voluntad de Dios,
de ninguna manera resta el poder y la eficacia de su Palabra. Sobre esta presuposición se
basa toda la idea de la inspiración (Rudelbach; Lee, Insp. of Scr., 25).
5. Si a los santos evangelios les quitamos la idea del Espíritu inspirador que guió la pluma del
escritor sagrado en cada oración, palabra y letra, entonces desaparece la unción celestial, el
poder divino del Libro. Ya no seguimos el relato del cielo ni escuchamos la voz de Dios.
La shekinah ha salido del propiciatorio; el sacrificio divino ya no arde en el altar y la gloria
ha abandonado el templo cristiano (Ralston, Elem. of Div., 600).
6. Es razonable pensar que el Ser supremo mismo sugirió a la mente de los escritores las ideas
y doctrinas formuladas en la Biblia. Éstas son totalmente dignas del carácter divino y
promueven los intereses supremos del ser humano; mientras más importante sea la comu-
nicación y más cuidado se tenga para preservar a las personas de error, animándolas a se-
guir la santidad y guiándolas a la felicidad, más razonable es esperar que Dios realice la
comunicación libre de todo error. En realidad, el concepto de inspiración entra esencial-
mente en nuestra idea acerca de la revelación de Dios, así que negarla significaría afirmar
que no hay revelación (Wakefield, Chr. Th., 72).
7. Según Filón, “un profeta no dice nada por sí mismo sino que en todas sus declaraciones
actúa como intérprete al impulso de otro; mientras está bajo la inspiración, permanece en
ignorancia, la razón se retira de su lugar y rinde la fortaleza de su alma cuando el Espíritu
divino entra y mora en él, tomando control del mecanismo de la voz y expresando clara-
mente a través de ella lo que profetiza”. “Josefo sostiene que incluso los relatos históricos
se obtuvieron por inspiración directa de Dios”, de manera que como decían los rabinos,
“Moisés no escribió ni una palabra basado en su propio conocimiento”.
Charles Hodge, quien sostiene que la inspiración de la Biblia se extiende a las palabras,
dice que “esto está incluido en la infalibilidad que el Señor atribuye a las Escrituras. El
simple informe o relato humano de una revelación divina será necesariamente no sólo fa-
lible, sino más o menos erróneo. Las ideas se hallan en las palabras. Las dos son insepara-
bles. Si las palabras sacerdote, sacrificio, rescate, expiación, propiciación por la sangre y
otras similares no tienen autoridad divina, entonces la doctrina que expresan no posee tal
autoridad divina”. Sin embargo, si la declaración de Hodge es verdadera, es evidente que
tiene que ver con la teoría dinámica de la inspiración más que con la teoría mecánica.
8. Algunos autores que han defendido la teoría de la iluminación son: E. G. Robinson: “El
oficio del Espíritu en la inspiración no difiere del que realizó para los cristianos en el
tiempo cuando se escribieron los Evangelios”; Ladd: “La inspiración, como la condición
subjetiva de la revelación bíblica y el predicado de la Palabra de Dios, es específicamente

165
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 7

la misma obra iluminadora, vivificante, inspiradora y purificadora del Espíritu Santo que
se lleva a cabo en las personas de la comunidad de creyentes”.
A. A. Hodge rechaza la teoría de la iluminación, diciendo: “La iluminación espiritual es
un elemento esencial de la obra santificadora del Espíritu Santo de la que pueden partici-
par todos los cristianos verdaderos. Jamás conduce a conocer una verdad nueva sino sólo a
discernir la belleza y poder espirituales de la verdad ya revelada en la Biblia” (Hodge,
Outlines of Th., 68).
9. Cristo hizo plena provisión para preservar su doctrina perfecta. En una gran promesa nos
dio todo lo que necesitamos para dar seguridad a nuestro corazón, declarando que sus
afirmaciones serían reavivadas con unidad inquebrantable en la memoria de sus discípu-
los: “Él os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he dicho”. Lo que
Cristo aún no podía decir de sí mismo, su Espíritu lo revelaría: “Él os guiará a toda la ver-
dad... y os hará saber las cosas que habrán de venir”. El Espíritu en realidad era Él mismo,
volviendo a declarar sus palabras por medio de su Agente, revelando su persona y obra y
cumpliendo su profecía del futuro. Finalmente, la sanción de nuestro Señor hace que la
Escritura sea la revelación terminada que jamás ha de ser remplazada. Claramente se dice
que el Espíritu Santo comunicaría a los apóstoles todo lo que el Revelador tenía que decir-
le al mundo, no como revelación adicional de parte del Espíritu, sino para consolidar la
enseñanza del Salvador en perfecta unidad y desarrollar su significado perfecto. Ninguna
corriente futura de revelación sería superior al manantial de la verdad abierto en Él. Por
eso, respecto al Libro, podemos repetir lo dicho en cuanto a la enseñanza de nuestro Se-
ñor: la Biblia quiere decir toda la revelación, y toda la revelación quiere decir la Biblia
(Pope, Compendium, I:40-41).

166
CAPÍTULO 8

EL CANON
Hemos visto el tema de la revelación, de manera objetiva, como un
apocalipsis o una demostración divina de la verdad, y de manera subje-
tiva, como la fe que recibe el ser humano; además, consideramos la
manera divina y humana en que esta revelación se puso por escrito me-
diante la inspiración del Espíritu. Nos resta completar el estudio viendo
más detalladamente el carácter específico de la Biblia, como el libro que
contiene los documentos de la fe cristiana autorizados por Dios. Esto
nos conduce directamente a estudiar el canon de la Biblia, que hemos
de considerar no sólo como la regla cristiana de fe y práctica, sino tam-
bién como la norma crítica y fundamental del pensamiento cristiano.
Al decir que un libro es canónico, nos referimos a su derecho de
ocupar un lugar en la lista de escritos sagrados. Canon (Á¸ÅŪÅ֖ significa
literalmente vara recta o caña para medir. Se utiliza en sentido activo y
pasivo: en el activo, como prueba o medida estándar; en el pasivo, apli-
cado a lo que se mide. Con este sentido dual se aplica la palabra canon a
la Santa Biblia. En el sentido objetivo, los libros canónicos son los que
están a la altura de las medidas estándar. En el sentido subjetivo, los
libros aprobados o canónicos llegan a ser la regla de fe de la iglesia. Esto
parece indicar Gálatas 6:16, donde el apóstol Pablo pronuncia una
bendición para “todos los que anden conforme a esta regla”. Según
Semler y otros, originalmente canon significaba lista, empleándola los
primeros escritores eclesiásticos para designar un catálogo de cosas que
pertenecían a la iglesia. Se aplicaba así a la colección de himnos que
cantaban en ocasiones festivas y, a veces, a la lista de nombres de los
miembros de la iglesia. En particular se aplicaba a la lista de libros

167
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

aprobados públicamente, los que podían ser leídos en la iglesia para


edificación e instrucción. En este sentido se distinguía entre los libros
canónicos autorizados para leerse en la iglesia, y los apócrifos que po-
dían leer para instrucción pero no como norma o regla de fe. Bicknell
concuerda afirmando que canónico (Á¸ÅÇÅţ½¼ÀÅ֖ se aplicaba a veces a un
solo libro, pero que pronto se utilizó de manera más general, como un
estándar al cual se podía apelar (Bicknell, Thirty-Nine Art., 176).
El término canon se encuentra por primera vez en los escritos de An-
filoquio (380), aunque Atanasio usó la palabra canónico en sus Epístolas
Festales (367). Desde el tiempo de Jerónimo se ha empleado canon tan-
to en el sentido objetivo como en el subjetivo, y cada uno depende del
otro. La palabra Biblia se ha usado desde el siglo 5 y significa una co-
lección de libros por excelencia. Probablemente Crisóstomo haya sido
el primero en utilizarla.
Antes de realizar un estudio más detallado del desarrollo del canon,
debemos notar lo siguiente:
1. No era la autoridad de la iglesia primitiva sino su testimonio lo
que determinaba si un libro era canónico. Esta distinción es importan-
te. La iglesia cree en milagros, no por la autoridad de los cristianos
primitivos, sino por sus testimonios y evidencias; asimismo, no fue una
decisión sobre la inspiración del contenido lo que hoy da autoridad a
los evangelios y epístolas, sino el testimonio de la iglesia acerca de la
autoría apostólica de esos escritos. “La autoridad de los primeros cris-
tianos —dice Shedd— no es mayor que la de cualquier otro cristiano,
pero su testimonio sí lo es”.1
2. Las pruebas aplicadas por los cristianos primitivos a los libros que
circulaban entre las iglesias eran simples, limitándose por lo general al
origen o autorización apostólicos. Se consideraba incuestionable que el
Señor sólo concedió a los apóstoles la autoridad para dirigir a la iglesia;
por tanto, lo único que demandaban era comprobar con certeza la au-
toridad apostólica. Por esta razón jamás cuestionaron los evangelios de
Marcos y Lucas, porque sabían que se habían escrito bajo la autoridad
de Pedro y Pablo. Cuando había incertidumbre en cuanto a la autoría
de un libro, se aplicaba la regula fidei o “regla de fe” mencionada ante-
riormente, además del testimonio de las iglesias que tenían esos docu-
mentos. Pero, esta armonía con la regla de fe, y el testimonio de las
iglesias, se consideraban siempre como pruebas secundarias aunque
suficientes.

168
EL CANON

3. También es necesario considerar el elemento humano en la for-


mación del canon. Al respecto, hay un paralelo entre las Sagradas Escri-
turas y Aquél de quien ellas dan testimonio. Se ha indicado ya tal para-
lelo pero ahora le daremos mayor énfasis. Así como en la Persona de
nuestro Señor hay un lado divino y otro humano, unidos en la vida del
Dios-hombre, también en las Escrituras hay, por un lado, la revelación,
la ley y la promesa divinas, y por el otro, aprehensión y representación
humanas. Así como en las doctrinas acerca de la Persona de Cristo sur-
gió el docetismo por un lado, minimizando la humanidad de Cristo a
fin de exaltar su deidad, por el otro surgió el socinianismo, magnifican-
do su humanidad a expensas de la divinidad. Respecto a las Escrituras
también han habido docéticos y socinianos; aquellos las exaltaron a tal
grado que resultó casi en bibliolatría, mientras que el racionalismo de
éstos tenía el propósito e intención declarados de reducir por completo
a la Biblia a un plano humano. Van Oosterzee dice que en cada paso el
lector imparcial debe exclamar: “¡Cuán divino!” y después: “¡Cuán hu-
mano!” El no comprender y sostener la gran verdad de que el Verbo
personal y encarnado era divino y humano condujo a opiniones heréti-
cas; del mismo modo, el énfasis indebido en un aspecto de la Biblia a
expensas del otro resulta desastroso, impidiendo tener una doctrina
correcta y una experiencia genuina.

EL CANON DEL ANTIGUO TESTAMENTO


Las Escrituras del Antiguo Testamento están organizadas en tres di-
visiones principales: la Ley (tora), los Profetas (nebiim), y los Escritos
(kethubim) conocidos como hagiógrafos. La primera división incluía el
Pentateuco; la segunda se dividía en Profetas Primitivos o Anteriores,
que incluían los libros históricos de Josué, Jueces, Samuel y Reyes; y los
Profetas Posteriores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce; la tercera
división incluía Salmos, Proverbios, Job, Daniel, Esdras, Nehemías,
Crónicas y los cinco “rollos” o Megilloth: Cantares, Rut, Lamentacio-
nes, Eclesiastés y Ester. Debido a que Salmos era el primer libro de la
tercera división, a veces se hablaba de las Escrituras como la Ley, los
Profetas y los Salmos (Mateo 11:13; Lucas 16:16; Hechos 26:22; Roma-
nos 10:5).
Los orígenes del canon del Antiguo Testamento son un misterio. Se
nos dice que antes que muriera, Moisés escribió un libro de la ley y
mandó que los levitas lo pusieran al lado del arca, para “que esté allí

169
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

como testigo contra ti” (Deuteronomio 31:26). En este libro de la ley


se mandaba que todo rey futuro, “cuando se siente sobre el trono de su
reino, entonces escribirá para sí en un libro una copia de esta Ley, del
original que está al cuidado de los sacerdotes levitas. Lo tendrá consigo
y lo leerá todos los días de su vida” (Deuteronomio 17:18-19). Después
se dice que Josué hizo un pacto con el pueblo y “escribió estas palabras
en el libro de la ley de Dios” (Josué 24:26). Esta parece haber sido una
adición a lo que estaba bajo el cuidado de los levitas. Tiempo después
Samuel, antes de establecer al pueblo bajo el reinado de Saúl, les expuso
“las leyes del reino, y las escribió en un libro, el cual guardó delante de
Jehová” (1 Samuel 10:25). Bajo las reformas de Josafat (ap. 914 a.C.)
se purificó la adoración, eliminando los elementos del baalismo y exal-
tando la adoración a Jehová. En ese tiempo, bajo la dirección del rey,
los príncipes juntamente con algunos levitas y sacerdotes llevaron “con-
sigo el libro de la ley... y recorrieron todas las ciudades de Judá ense-
ñando al pueblo” (2 Crónicas 17:9).
Pero la fecha resaltante en la formación del canon del Antiguo Tes-
tamento fue 621 a.C., cuando Hilcías descubrió el libro de la ley en el
templo durante la primera parte del reinado de Josías. “Entonces el
sumo sacerdote Hilcías dijo al escriba Safán: ‘He hallado el libro de la
Ley en la casa de Jehová’... Asimismo el escriba Safán declaró al rey: ‘El
sacerdote Hilcías me ha dado un libro’. Y Safán lo leyó delante del rey”
(2 Reyes 22:8, 10). De inmediato el rey Josías convocó a los ancianos
de Judá y Jerusalén, a los sacerdotes, a los profetas y a todo el pueblo,
tanto pequeños como grandes, y “leyó en voz alta todas las palabras del
libro del pacto que había sido hallado en la casa de Jehová. Después,
puesto en pie junto a la columna, el rey hizo un pacto delante de Jeho-
vá, comprometiéndose a que... cumplirían las palabras... que estaban
escritas en aquel libro. Y todo el pueblo confirmó el pacto” (2 Reyes
23:1-3). Este fue un evento importante en la historia del canon. Aun-
que Amós (759-745 a.C.) y Oseas (743-737 a.C.) mencionan la ley de
Dios, no indican los libros que se incluían en el canon (Amós 2:4;
Oseas 8:12). En su comentario acerca de la convocación de Josías, San-
day dice que ese fue un acto religioso solemne en el que tanto el rey
como el pueblo, aceptando que el libro leído ante ellos expresaba la
voluntad divina, reconocieron que debían obedecer sus preceptos. Este
es el significado esencial del epíteto canónico al aplicarse a un libro;

170
EL CANON

quiere decir autoritativo, y lo es porque fundamentalmente su origen es


divino (Sanday, Bible E.R.E., ii 565).
La siguiente fecha importante respecto a la primera división del ca-
non del Antiguo Testamento es la promulgación de la Ley en el tiempo
de Esdras y Nehemías (ap. 500-450 a.C.). La ley de Moisés, “la cual
Jehová había dado a Israel” (Nehemías 8:1ss.), fue leída ante el pueblo
e hicieron un pacto que sellaron los príncipes, levitas y sacerdotes
(Nehemías 9:38; 10:1ss.). Al estudiar los capítulos 8-10 de Nehemías,
es evidente que el libro de Josué estaba incluido en el Pentateuco, o en
el Hexateuco como lo tenemos ahora. Existe asimismo el testimonio
del Pentateuco samaritano, que data también del tiempo de Esdras y
Nehemías (500-450 a.C.). No obstante, es significativo que los samari-
tanos aceptaran como canónico sólo el Pentateuco, lo cual parece indi-
car que en esa fecha temprana, cuando los judíos y los samaritanos
formaron comunidades separadas, el canon incluía sólo el Pentateuco.
Podemos afirmar que por el año 440 a.C., ya se había aceptado como
canónica la primera división de las Escrituras hebreas: la tora o Ley.
La historia de los samaritanos se relata en 2 Reyes 17:6, 24, 26-28,
33. El rey de Asiria llevó gente a Palestina para que ocupara el lugar de
los judíos que habían llevado cautivos a la tierra del rey. Puesto que esa
gente creía que el Dios de Israel estaba contra ella, se envió a un sacer-
dote judío cautivo para que les enseñara, pero combinaron la adoración
a Jehová con la de sus propios dioses. Cuando Nehemías restauró Jeru-
salén, surgió hostilidad entre esa gente y los judíos. Green dice “que
después de ser rechazados por los judíos, los samaritanos, para apoyar
su afirmación de que provenían del antiguo Israel, ansiosamente adop-
taron el Pentateuco que les había llevado un sacerdote renegado”. Pero
esto da testimonio de que el Pentateuco, en su forma presente, existía
ya desde la época de Esdras y Nehemías.
La segunda división, o sección profético-histórica del canon del An-
tiguo Testamento, conocida como los Profetas, se desarrolló también
de modo gradual. Respecto a la razón por la que Esdras, Nehemías y
Crónicas no forman parte de esta segunda división, Bicknell piensa que
quizá cuando se compusieron estos libros, estaba muy avanzado el pro-
ceso para cerrar el canon. Asimismo opina que la manera libre en que el
cronista trata el texto de Samuel y Reyes, junto con las extrañas varia-
ciones en la traducción de Samuel en la Septuaginta, parecen indicar
que estos libros no eran del todo reconocidos como canónicos por el

171
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

año 300 a.C. La referencia más antigua a los Profetas como lista defini-
tiva la hallamos cerca del 200 a.C. En Eclesiástico (ap. 180 a.C.) hay
una referencia a los “doce profetas”, como paralelo a Jeremías y Eze-
quiel (Eclesiástico 49:10), y una referencia en Daniel que cita a Jere-
mías como libro autoritativo (Daniel 9:2).2 Por tanto, podemos consi-
derar que esta división del canon se cerró por el año 200 a.C.
La tercera división, o los Hagiógrafos, resulta aun más desconocida.
Como lo indica el nombre, contenía escritos de carácter diverso. La
primera referencia que tenemos de ella se encuentra en el prólogo de
Eclesiástico (130 a.C.), donde se utiliza la expresión “la Ley, los Profe-
tas y los otros escritos”. En 1 Macabeos (7:17) se hace referencia al sal-
mo 79 como Escritura. Podemos considerar que esta sección del canon
se cerró cerca del año 100 a.C. Wakefield opina que el canon del Anti-
guo Testamento se originó más o menos de la siguiente manera: Cuan-
do los judíos retornaron de Babilonia y restablecieron la adoración a
Dios, reunieron los libros inspirados que aún poseían, comenzando así
una biblioteca sagrada como la que habían formado antes con la Ley. A
esta colección se agregaron los escritos de Zacarías, Malaquías y otros
profetas y sacerdotes distinguidos que escribieron durante el cautiverio
o poco después; y también los libros de Reyes, Crónicas y otros escritos
históricos, compilados de los antiguos archivos de la nación. Llegó el
momento cuando se consideró completa esta colección, y a los libros
que la componían se les llamó Sagradas Escrituras, o la Ley y los Profe-
tas. A veces utilizaban también la división triple, como se señaló pre-
viamente, refiriéndose a las Escrituras como “la Ley, los Profetas y los
Salmos”.
Las autoridades judías reconocían que el canon del Antiguo Testa-
mento, como lo conocemos hoy, ya existía en el tiempo de Cristo. Jose-
fo dice: “Son solamente 22 los libros de los cuales podemos confiar que
tienen autoridad divina; cinco de ellos son los de Moisés. Desde su
muerte hasta el reinado de Artajerjes, rey de Persia, los profetas —que
fueron los sucesores de Moisés— escribieron 13 libros. Los cuatro res-
tantes contienen himnos de alabanza a Dios y documentos de vida para
edificación humana” (Contra Apión 1:8). Nuestra Biblia actual cuenta
con 24 libros porque separa a Rut de Jueces y a Lamentaciones de Je-
remías. Filón de Alejandría jamás cita libros apócrifos, aunque cita casi
todos los libros del canon hebreo. La resolución tomada por el Concilio
de Jamnia, en 90 d.C., puede considerarse como la etapa final para

172
EL CANON

establecer el canon judío. Después de la caída de Jerusalén, Jamnia se


convirtió en el centro del judaísmo palestino, y la decisión tomada allí
incluyó en el canon todos los libros que se encuentran ahora en el An-
tiguo Testamento, y ninguno más (Bicknell, Thirty-Nine Art., 178).
El testimonio máximo para la iglesia respecto a la inspiración divina
del canon del Antiguo Testamento radica en que fue ratificado por
nuestro Señor y sus apóstoles. La importancia de este testimonio es
invalorable para establecer que los libros del Antiguo Testamento son
mensajes suficientes e infalibles de Dios para la dispensación preparato-
ria. Es lo que sella el canon judío como Escrituras cristianas, para unir-
se con las que daría después el mismo Espíritu, completando así el ca-
non objetivo de las Escrituras sagradas de las dos dispensaciones. Acerca
de esta evidencia, Pope escribe que el origen divino de las Escrituras
está garantizado para la iglesia porque “el Salvador mismo ha dado su
testimonio autenticándolas como un conjunto íntegro. Esta aproba-
ción, en primer lugar, demuestra que el Antiguo Testamento es la reve-
lación de Cristo. Así como el Antiguo Testamento testificó de Cristo,
también Él testificó del Antiguo Testamento. Lo tomó en sus manos,
lo bendijo y lo santificó como suyo para siempre. De la misma manera
en que la revelación es Cristo, y Él es el tema del Antiguo Testamento,
éste es necesariamente la revelación de Dios. Él conocía los entresijos
internos de las Escrituras, mejor de lo que cualquier crítico humano
podría conocerlos; no obstante, las selló para que fueran reverenciadas
por su pueblo. El canon de los antiguos oráculos tal como los tenemos
ahora, ni más ni menos, fue santificado por Él, y lo dio a la iglesia co-
mo los primeros relatos preparatorios de su propio evangelio y de su
reino. Esta aprobación, en segundo lugar, nos asegura que el Nuevo
Testamento es la culminación autorizada de las Escrituras de revelación
de parte de Cristo” (Pope, Compendium, 39-40).

EL CANON DEL NUEVO TESTAMENTO


La formación del canon del Nuevo Testamento fue también un
proceso gradual que se extendió por un período prolongado. Abarcó el
período anteniceno y concluyó a fines del siglo 4, cuando se había des-
vanecido toda duda respecto a los libros. En la etapa más antigua de la
formación del canon del Nuevo Testamento, las iglesias locales —y en
algunos casos, las iglesias de un área determinada— llevaron a cabo la
colección de escritos. En 2 Pedro 3:16 encontramos evidencias de una

173
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

colección primitiva de las epístolas paulinas, entre las cuales, afirma


Pedro, había “algunas difíciles de entender”. En Colosenses 4:16, Pablo
solicita lo siguiente: “Cuando esta carta haya sido leída entre vosotros,
haced que también se lea en la iglesia de los laodicenses, y que la de
Laodicea la leáis también vosotros”.3 Hay evidencia asimismo de que la
Epístola a los Efesios fue primeramente una carta circular, porque en
los dos manuscritos más antiguos se omiten las palabras “en Éfeso”
(1:1). Éstas se añadieron porque la epístola se quedó finalmente en esa
ciudad. Algunos han pensado asimismo que la Epístola a los Romanos
se utilizó como carta circular sin la adición de los últimos capítulos. Es
fácil comprender, entonces, que cada iglesia preservaba las epístolas que
había recibido y, casi sin darse cuenta, comenzaron a formar el canon
del Nuevo Testamento.
Los cánones más antiguos. La mención más antigua de un canon
definido es la de Marción (140 d.C.), quien rechazando las Epístolas
Pastorales, reunió las epístolas de Pablo y añadió una versión mutilada
del Evangelio de Lucas. Marción, considerado como hereje por la igle-
sia, incluyó sólo las epístolas que concordaban con sus opiniones heré-
ticas, hizo cambios en el Evangelio de Lucas para sustentar sus ideas y
rechazó los otros tres evangelios. El Canon Muratoriano, formado por
el año 200 d.C., era un fragmento que contenía una lista de los libros
que Roma consideraba autorizados. Incluía los cuatro evangelios, He-
chos, las epístolas paulinas, Apocalipsis, dos epístolas de Juan, Judas y
la Primera Epístola de Pedro. Omitía Hebreos, Santiago y una epístola
de Juan, probablemente la tercera. Consideraba dudosa la Segunda
Epístola de Pedro. Hermas podía leerse en privado pero no en la iglesia.
Shedd opina que se ve aquí un concepto que fue formándose gradual-
mente en la mente de los cristianos: que el Nuevo Testamento acom-
pañaba al Antiguo Testamento, y por ello se citan los libros del Nuevo
Testamento como Escritura.
Las primeras listas de Escrituras. En los primeros siglos de la igle-
sia diversas personas elaboraron catálogos o listas de libros del Nuevo
Testamento. La lista más antigua es la de Orígenes (210 d.C.), quien
por alguna razón omitió las epístolas de Santiago y Judas, aunque las
reconoció en otras partes de sus escritos. La siguiente fue la de Eusebio
(315 d.C.), quien estableció una distinción entre los homologoumena y
los antilogoumena que consideraremos en la siguiente sección. La lista
de Atanasio, de la misma fecha que la de Eusebio, es igual a nuestro

174
EL CANON

canon actual. Bicknell ubica esta lista en una fecha anterior a la de Eu-
sebio (307 d.C.) y afirma que el canon de Epifanio, en su obra sobre
herejías, también es idéntico al nuestro. La lista de Cirilo de Jerusalén
(340 d.C.) y la del Concilio de Laodicea (364 d.C.) incluían todos los
libros del Nuevo Testamento excepto Apocalipsis, que fue rechazado
también por Gregorio Nacianceno (375 d.C.) y Anfiloquio de Iconio.
Filostro, obispo de Brescia (380 d.C.), excluyó Apocalipsis y la Epístola
a los Hebreos; pero Jerónimo (382 d.C.), Rufino (390 d.C.) y Agustín
(394 d.C.) tienen las listas completas de los libros reconocidos del
Nuevo Testamento. Podemos mencionar también que el manuscrito
Vaticano y el Sinaítico son de mediados del siglo 4 (ap. 325-350 d.C.).
El primero incluye todos los libros excepto Filemón, Tito, 1 y 2 Timo-
teo, Hebreos y Apocalipsis. El último incluye todos los evangelios, to-
das las epístolas y Apocalipsis.
Homologoumena y antilogoumena. La lista de Eusebio, como se
mencionó previamente, incluye todos los libros que aceptaban sus con-
temporáneos, pero los organiza en dos clases: los libros reconocidos,
homologoumena (ĝÄÇÂǺÇŧļŸ֖, y los libros cuestionados, antilogou-
mena (ÒÅÌÀÂǺŦļŸ֖; y añade una tercera clase: los libros espurios o
rechazados, notha (ÅŦ¿¸֖. En la lista de los reconocidos están: los cuatro
evangelios, Hechos, las epístolas de Pablo, 1 Pedro y 1 Juan, y mencio-
na Apocalipsis con cierta vacilación. En la lista de los cuestionados es-
tán: Santiago, Judas, 2 y 3 Juan y 2 Pedro; aquí incluye Apocalipsis de
nuevo. No menciona Hebreos, pero probablemente esté entre las epís-
tolas paulinas. Sin embargo, admite que la iglesia romana debate su
autoría. En el grupo de los rechazados menciona los Hechos de Pablo,
Hermas, Apocalipsis de Pedro, Epístola de Bernabé y la Didajé o Ense-
ñanzas de los Apóstoles. Parece asimismo que incluye Apocalipsis, aun-
que es dudoso. Esto muestra que no se había clasificado definitivamen-
te el libro de Apocalipsis. Los siete libros clasificados como
antilogoumena no eran obras rechazadas, sino sujetas a juicio pendiente,
porque no se había establecido con certeza la autoría, como en el caso
de la Epístola a los Hebreos; algunos escritos se dirigieron a los cristia-
nos en general y no estaban bajo la protección de una iglesia en particu-
lar, mientras que otros se dirigieron a individuos, y por esa razón no
fueron aceptados de inmediato. En épocas posteriores se clasificó a los
antilogoumena como deuterocanónicos. Los libros de la tercera clase, o
los rechazados, no eran considerados espurios por no ser verdaderos,

175
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

sino por no haber suficiente evidencia para declararlos canónicos. La


iglesia primitiva recibió algunos de estos tratados pequeños con gran
veneración, habiendo sido escritos por compañeros de los apóstoles.
Entre ellos están las epístolas de Clemente de Roma, Bernabé y Her-
mas. Éstos se incluyeron en los códices más antiguos, donde se hallan
aún, pero sólo como suplementos.
Decisión conciliar. El Sínodo de Cartago tomó la primera decisión
conciliar para establecer el canon, ratificándolo formalmente tal como
existe en la actualidad. Según Bicknell, esto ocurrió en 397 ó 419 d.C.
El Concilio de Trullan confirmó la decisión en 692 d.C.4 Como se
dijo, la decisión de estos concilios no autorizó el presente canon de la
Biblia; sólo confirmó lo que ya había sido aceptado por el uso general.
“Podemos resumir la historia del canon —dice Bicknell— como la
obra gradual del sentimiento colectivo de la iglesia, dirigida por el Espí-
ritu Santo. La tarea no consistió sólo en coleccionar sino en examinar y
rechazar... Fue un trabajo en el que tomaron parte todos los miembros
del cuerpo. La inclinación devocional de la multitud fue guiada y co-
rregida por el conocimiento y la iluminación espiritual de sus líderes.
Las decisiones de éstos recibieron aprobación plena en la mente y en la
conciencia de la iglesia en general” (Bicknell, Thirty-Nine Art., 182).
Así como el canon del Antiguo Testamento no se cerró sino hasta que
se retiró el Espíritu de inspiración, podemos creer que al cumplirse el
tiempo, el mismo Espíritu cerró el volumen del Nuevo Testamento.
Los apócrifos y seudoepígrafos. Tal como hemos mencionado, se
consideró completo el canon judío por el año 100 a.C. Sin embargo,
continuaron escribiéndose algunos libros de edificación que fueron
usados y citados ampliamente, sin considerarlos en el mismo plano que
las Escrituras canónicas. Pero esto sucedió sólo en Palestina. La actitud
de los judíos helénicos, en especial los de Alejandría, fue diferente. No
sólo adoptaron una organización distinta de los libros sino que incluye-
ron muchos escritos posteriores, que en su mayoría son los que ahora
consideramos apócrifos. Por tanto, a medida que la iglesia cristiana
primitiva extendió sus fronteras más allá de Palestina, se enfrentó con
un canon más extenso y menos importante. Por falta de información, la
mayor parte de la iglesia continuó usando la Biblia griega y el canon
alejandrino. Pero Jerónimo y otros eruditos, conocedores del idioma
hebreo, se dieron cuenta de que existía un canon más reducido y ver-
dadero. Este fue el canon que aceptó y defendió Jerónimo. No obstan-

176
EL CANON

te, Agustín se opuso y debido a su influencia los concilios de Hipona


(393 d.C.) y Cartago (397 d.C.) declararon que los libros apócrifos
eran Escritura canónica, por lo que después algunos escritores los cita-
ron como tal.
La palabra apocrypha, aplicada a los libros extracanónicos en el siglo
II, denota diferentes significados. Originalmente quería decir “oculto”,
refiriéndose a un origen o autoridad secretos. Pero, siendo inaceptable
para el espíritu del cristianismo la idea de una enseñanza esotérica,
pronto llegó a significar hereje o espurio. En el uso que le dio Jeróni-
mo, sin embargo, simplemente significaba “no canónico”. En este sen-
tido se comprende el término ahora. El protestantismo rechazó los li-
bros apócrifos y aceptó el canon judío en lugar del alejandrino, y las
Escrituras judías en vez de la Septuaginta.5
Los seudoepígrafos, como lo dice el nombre, eran una colección de
escritos espurios que no pertenecían a las Escrituras canónicas ni a los
libros apócrifos, y jamás fueron aceptados en la iglesia judía ni en la
cristiana. Atanasio, al igual que los primeros padres de la iglesia, distin-
guió entre (1) los libros canónicos (ĝÄÇÂǺÇŧļŸ֖, (2) los libros dig-
nos de ser leídos aunque no fueran canónicos (ÒÅÌÀÂǺŦļŸ֖, y (3) las
obras ficticias de los herejes (ÅŦ¿¸֖. En el primer grupo ubicó los 22
libros hebreos que componen el canon judío; en el segundo, los que
llamamos apócrifos; y en el tercero, los seudoepígrafos. La iglesia griega
mantiene el mismo orden.
Lo que se conoce comúnmente como los Apócrifos del Nuevo Tes-
tamento es una colección de escritos espurios que nunca se publicaron
con las Escrituras canónicas. Sin embargo, al menos en parte, fueron
coleccionados y publicados bajo el título de “Libros Apócrifos del Nue-
vo Testamento”. No hay evidencia de que fueran inspirados y la iglesia
jamás los aceptó como parte de la Biblia.
Historia posterior del canon. Como se infiere de la discusión acer-
ca de los apócrifos, el canon constituyó por mucho tiempo un asunto
complejo y sin solución en la iglesia medieval. En 1441 el Concilio de
Florencia aprobó un decreto declarando que la mayoría de los libros
apócrifos eran canónicos. En la época de la Reforma, cuando se fijaban
claramente los límites entre la Iglesia Católica Romana y el protestan-
tismo, el Concilio de Trento en 1546 abolió las diferencias entre los
libros y declaró que todos eran canónicos. Puesto que el concilio que
tomó esta decisión contó con escasa asistencia, y rechazó las listas pre-

177
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

vias, algunos teólogos romanos posteriores intentaron hacer menos


inflexible la posición, distinguiendo entre los libros protocanónicos y
los deuterocanónicos, o entre un canon mayor y otro menor. La iglesia
griega, después de muchos intentos para separar del canon los libros
apócrifos, finalmente los adoptó como canónicos en un sínodo en Jeru-
salén bajo Dositeo, en 1672 d.C. El protestantismo rechazó universal-
mente los apócrifos negando que fueran canónicos.6 Lutero aceptaba
que eran valiosos para edificación, pero los reformadores suizos fueron
más severos al rechazarlos. La Iglesia Anglicana es conciliatoria, consi-
derando como plenamente canónicos sólo los libros de cuya autoridad
jamás se ha dudado, pero acepta la lectura pública de algunas partes de
los apócrifos. Los primeros arminianos adoptaron los libros canónicos y
los apócrifos como Escritura, pero los grupos metodistas en todas par-
tes, de acuerdo con la Confesión de Westminster, rechazaron totalmen-
te que los libros apócrifos fueran canónicos.7

EL CANON COMO REGLA DE FE


El canon objetivo de la Biblia, como el conjunto aceptado y apro-
bado de los escritos, constituye a su vez la regla de fe al aplicarse a la
iglesia cristiana. Definimos aquí el canon objetivo como el documento
que incluye los libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento,
excluyendo los apócrifos. A estos últimos, en el plano humano, los con-
sideramos similares a otros escritos no inspirados. Son valiosos desde el
punto de vista histórico y, en la mayoría de los casos, su contenido es
edificante. Juzgamos su valor sólo en base al esfuerzo y capacidad hu-
manos, y en ningún sentido los vemos como regla de fe. El Nuevo Tes-
tamento, no obstante, declara ser la consumación de la Escritura, cum-
pliendo o completando la revelación dada en el Antiguo Testamento.
Esto nos dirige a uno de los problemas más antiguos de la iglesia primi-
tiva: la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Relación del Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento. Uno
de los primeros problemas suscitados en la iglesia primitiva fue el de su
relación con la ley judía. Los cristianos judíos no querían renunciar a
ninguna porción de sus leyes y los gentiles no estaban dispuestos a
aceptarlas. Además, puesto que la perspectiva histórica significaba muy
poco o no tenía significado alguno para la iglesia, la referencia al pasado
en ciertas partes del Antiguo Testamento presentaba dificultades para la
conciencia cristiana. Fue debido a esa moral no cristiana que Marción y

178
EL CANON

sus seguidores rechazaron el Antiguo Testamento. El problema se agu-


dizó cuando Pablo declaró que los gentiles no tenían que convertirse en
judíos para ser cristianos. La Epístola a los Gálatas constituye su decla-
ración de independencia respecto al judaísmo. Esta declaración severa y
fuerte se dirige a la iglesia en forma refinada y perfeccionada en la Epís-
tola a los Romanos. El gran Apóstol declaró asimismo su independen-
cia del paganismo en una carta también directa y fuerte: la Epístola a
los Colosenses. Esto se halla en su forma final en la Epístola a los Efe-
sios. La controversia se agudizó a tal punto que fue necesario convocar
a un concilio de ancianos en Jerusalén, presidido por el apóstol Santia-
go. Los fariseos demandaban que los gentiles se circuncidaran y guarda-
ran la ley de Moisés. Pedro arguyó relatando su experiencia en la casa
de Cornelio; Pablo y Bernabé citaron los milagros y maravillas que
Dios había realizado; y Santiago pronunció el veredicto final diciendo:
“Por lo cual yo juzgo que no se inquiete a los gentiles que se convierten
a Dios, sino que se les escriba que se aparten de las contaminaciones de
los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre, porque Moisés des-
de tiempos antiguos tiene en cada ciudad quien lo predique en las sina-
gogas, donde es leído cada sábado” (Hechos 15:19-21). Esta fue una
victoria para el grupo liberal, pero el problema ha persistido en cada
época sucesiva de la iglesia.
Al iniciarse el período de la Reforma surgió el problema de nuevo,
asumiendo una forma doble: por un lado, se restaba importancia al
Antiguo Testamento, y por el otro, se intentaba exigir el cumplimiento
minucioso de todas las reglas ceremoniales judías. El primer intento de
la Iglesia Anglicana para resolver el problema fueron los Diez Artículos,
en 1536, que pasaron rápidamente a través de otras declaraciones, lle-
gando a una expresión más definitiva en los Cuarenta y dos Artículos
en 1553. El presente Artículo VII de la Confesión Anglicana fue elabo-
rado por el arzobispo Parker en base a dos de los artículos de 1553, y lo
dirigió contra el romanismo y contra los errores de los anabaptistas.8
Éste no sólo representa las conclusiones del protestantismo inglés, sino
que concuerda con el protestantismo en general. En su formulación
final, la solución presenta tres declaraciones: Primero, el Antiguo Tes-
tamento no debe considerarse contrario al Nuevo Testamento, sino
como una etapa previa y preparatoria para el cristianismo. Debemos ver
el Antiguo Testamento como una demostración progresiva de la volun-
tad revelada de Dios, y que en cada etapa se juzgará a las personas y sus

179
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

acciones según las normas establecidas de su tiempo y de acuerdo con


la cantidad de luz divina que se les haya concedido. Segundo, las prome-
sas de Dios a los judíos incluían no solamente bendiciones materiales,
sino luz espiritual y salvación. Por tanto, no debemos considerarlas
“transitorias” sino como revelaciones, en varios niveles y grados, de la
esperanza mesiánica que encontró cumplimiento perfecto en Cristo
(Hebreos 1:1). Tercero, la relación de la iglesia con la ley judía se resol-
vió distinguiendo entre la ley civil y ceremonial por un lado, y la ley
moral por el otro. Esta distinción fue radical porque para el judío toda
porción de la ley era sagrada. Y no se habría logrado si nuestro Señor
no hubiera abrogado primero aquella parte que pertenecía solamente al
sistema previo. De manera que todo lo que había en el judaísmo como
circunstancia lógica y necesaria para su expresión en aquel tiempo, de-
bía remplazarse con otras formas de expresión más espirituales, aunque
en todo ello permanece la verdad eterna. Las declaraciones de Cristo
acerca de su superioridad ante la ley y su propósito de establecer formas
de expresión más elevadas (Mateo 5:38-39, 43-44); la declaración de
señorío, incluso sobre el sábado (Marcos 2:28); y sus referencias al paño
nuevo y al vestido viejo (Marcos 2:21-22), y al vino nuevo y los odres
viejos, constituyen prueba suficiente de que Él esperaba formas de ex-
presión nuevas y mejores para que la verdad fuera revelada por el Espí-
ritu Santo. El Concilio de Jerusalén (51 d.C.) afirmó haber recibido
dirección específica del Espíritu Santo, la cual Jesús había prometido
dar como Espíritu de verdad (Hechos 15:28); y la decisión fue tan de-
finida respecto a lo que debían retener, que no cabía duda en cuanto a
lo que abrogarían. Las epístolas de Pablo a los Gálatas y a los Romanos
también ofrecen evidencia directa al respecto, declarando que la ley
ritual y ceremonial fue abolida por Aquél que poseía la autoridad para
hacerlo.
Todo esto puede resumirse de la siguiente manera: Las porciones ci-
viles de la ley pertenecían a Israel como nación. Puesto que se conside-
raba al cristianismo como una religión de importancia universal, esas
restricciones civiles de ninguna manera podían aplicarse a la iglesia. El
Israel nuevo y espiritual demandaba leyes nuevas y universales, porque
en Cristo “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay
hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gá-
latas 3:28). Esta nueva ley ha de aplicarse a todas las naciones, a todos
los pueblos, a todos los niveles de civilización y de cultura sin distin-

180
EL CANON

ción de sexo. No puede ser nada menos que la “ley de la fe” (Romanos
3:21-28). De igual manera, los ritos ceremoniales cumplieron su pro-
pósito instruyendo apropiadamente a quienes los cumplían. En verdad
apuntaban hacia Cristo como su cumplimiento perfecto. Por eso Pablo
afirma que “cuando éramos niños estábamos en esclavitud bajo los ru-
dimentos del mundo. Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo,
Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la Ley, para redi-
mir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiéramos la adopción
de hijos” (Gálatas 4:3-5). “De manera que la Ley ha sido nuestro guía
para llevarnos a Cristo, a fin de que fuéramos justificados por la fe.
Pero ahora que ha venido la fe, ya no estamos bajo un guía” (Gálatas
3:24-25).
En cuanto a la ley moral, Cristo no la abolió; más bien declaró su
propósito de profundizarla y vivificarla. Y lo hizo porque la ley moral es
la voluntad de Dios para todo ser humano, sin ocuparse necesariamen-
te de los detalles de las ceremonias religiosas o de las obligaciones civi-
les. Pertenece a la naturaleza humana; es la ley del ser de Cristo mismo
y no podría abrogarse sin destruir los aspectos espirituales más elevados
del ser humano. Por otro lado, el cristiano es inspirado por la nueva ley
del amor como un poder impulsor interno, lo cual supera a la obedien-
cia obligatoria a una ley impuesta externamente. De ahí que en la Bi-
blia se exhorte al cristiano para que ande como es digno de su vocación,
en amor y obediencia a la ley moral (Romanos 13:9; Efesios 6:2; San-
tiago 2:10).

EVIDENCIAS DE LA REGLA DE FE
Habiendo visto brevemente las evidencias que apoyan el lugar de los
libros de la Biblia como canónicos, mencionaremos ahora las que apo-
yan a la Biblia como la regla autoritativa de fe y práctica en la iglesia.
Estas evidencias pertenecen propiamente al campo de la apologética,
que por el amplio alcance de su estudio e investigación es considerada
ahora como una rama separada de la ciencia teológica. Debido a los
ataques de los incrédulos en el pasado y a la crítica destructiva en los
tiempos modernos, este campo es en extremo difícil. Demanda la aten-
ción de estudiantes maduros con preparación académica apropiada para
este trabajo, y que además tienen acceso a libros que traten de la inves-
tigación moderna. Esta literatura se encuentra en las numerosas intro-
ducciones a la ciencia bíblica, en historias del canon y en el campo ge-

181
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

neral de la apologética. Por supuesto, el alcance limitado de esta obra


no permite una discusión extensa del tema. Además, consideramos que
las objeciones originadas en la incredulidad no son de mayor importan-
cia para el estudiante de teología. Generalmente no nacen de una bús-
queda intelectual sincera sino de la maldad del corazón incrédulo. Son
de breve duración, por lo que son remplazadas a menudo por hipótesis
nuevas e igualmente contradictoras. El desarrollo de la investigación
histórica moderna, y los descubrimientos recientes en filología y ar-
queología, han servido en cada caso para fortalecer y confirmar la fe de
la iglesia en la autenticidad de la Biblia. Como se dijo, al hablar de las
Escrituras hemos procurado mostrar que la vida de ellas no depende
tan solo de la evidencia histórica, sino también del testimonium Spiritus
Sancti o testimonio interior del Espíritu Santo. El Espíritu que habita
en el corazón del verdadero creyente, por la obra expiatoria de Jesucris-
to, es el mismo Espíritu que inspira las páginas de la Santa Biblia. Por
tanto, la evidencia más poderosa de la autoridad de las Escrituras radica
en que el Espíritu de inspiración, a quien debemos la autoría de la Bi-
blia, es también el Testigo divino de su legitimidad y autenticidad.9
Clasificación de las evidencias. Las evidencias que apoyan las de-
claraciones de la Biblia como la regla autoritativa de fe y práctica en la
iglesia se clasifican como externas, internas y colaterales. Las evidencias
externas reciben ese nombre porque se les considera externas a la Biblia,
tales como los milagros y la profecía que discutimos previamente al ver
el tema de la revelación. Las evidencias internas son las que se encuen-
tran en el libro mismo y constituyen los argumentos en favor de la legi-
timidad, autenticidad e integridad de la Biblia. Las evidencias colatera-
les son asuntos misceláneos que no se pueden clasificar propiamente
como pruebas externas o internas, pero que demandan atención por su
importancia. Entre éstas se clasifican evidencias tales como la rápida
expansión del cristianismo durante los primeros tres siglos, y la influen-
cia benéfica del cristianismo sobre la humanidad dondequiera que fue
aceptado. A veces se habla también de evidencias presuntas, en referen-
cia a los argumentos que disponen la mente para la presentación de
otras evidencias. Además, las evidencias se clasifican como racionales y
de autenticación. El argumento racional es el que procura convencer a
la mente de que la proposición presentada es verdadera. Tiene que ver
con la veracidad o falsedad de la proposición. El argumento de autenti-
cación procura probar que el maestro fue comisionado por Dios, y qui-

182
EL CANON

zá no tenga mayor influencia respecto a la veracidad de la proposición


misma. Sin embargo, si la afirmación de que el maestro recibió inspira-
ción divina se puede apoyar con un argumento de autenticación, esta es
por lo menos una evidencia presunta de que las doctrinas que enseña
son también inspiradas por Dios y, por tanto, verdaderas.
Para sustentar que el Antiguo Testamento es legítimo y auténtico
podemos mencionar: (1) La antigüedad del Antiguo Testamento. Josefo
cita a escritores como Maneto y Apolonio, quienes aceptaban que Moi-
sés era el líder del pueblo hebreo al salir de Egipto. Estrabo, Plinio,
Tácito, Juvenal y otros mencionan a Moisés; y Justino Mártir afirma
que casi todos los historiadores, poetas, filósofos y legisladores de la
antigüedad se refieren a Moisés como el líder de Israel y fundador del
estado judío. (2) La Septuaginta. El Antiguo Testamento fue traducido
al griego para uso de los judíos alejandrinos por el año 287 a.C. A esta
traducción se le conoce como la Septuaginta y prueba que el Pentateu-
co existía en ese tiempo. Y de ser así, debe admitirse que también exis-
tía en los días de Esdras (ap. 536 a.C.), porque la situación de los ju-
díos en la cautividad era tal que habría sido imposible escribirlo entre
esas dos fechas. Además, el hebreo dejó de ser la lengua viva del pueblo
poco después del cautiverio, y todos los documentos importantes des-
pués de esa fecha aparecen en griego o en caldeo. Tanto Esdras como
Nehemías mencionan “la ley de Moisés” (Esdras 3:2; Nehemías 8:1),10
la cual llevó Esdras a petición del pueblo para leerla ante la congrega-
ción de Israel. (3) El Pentateuco samaritano. Al hablar del canon men-
cionamos las dos copias existentes de la ley de Moisés; una la recibieron
los judíos, y la otra, los samaritanos. Es evidente que ambas se sacaron
del mismo original; por lo tanto, éste debió existir antes de la división
de los reinos. El templo magnífico de Salomón y el elaborado ritual en
sus ceremonias sustentan tal afirmación. Desde Moisés hasta David, un
período aproximado de cuatro siglos, las circunstancias fueron tales que
la paternidad literaria habría sido imposible. Por tanto, cuando se de-
clara que Josué escribió el libro que lleva su nombre (Josué 24:26), y
que parece ser adición a un volumen previo conocido como el “libro de
la ley” o el “libro de la ley de Moisés” (Deuteronomio 31:24-26), no
hay razón para negar que Moisés escribió el Pentateuco.11 Si Moisés
tuvo acceso a documentos previos, o si su inspiración fue una “hipóte-
sis de visión”, son temas sobre los que sólo se puede conjeturar. Lucas
dice claramente que usó material histórico al escribir el libro que lleva

183
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

su nombre, pero jamás se ha dudado de la inspiración del mismo. La


idea de que el Pentateuco fue compilado por redactores que utilizaron
documentos escritos previamente, como afirman los defensores de la
“hipótesis documentaria”, no parece contar con el apoyo de evidencias.
(4) Descubrimientos arqueológicos. Anteriormente se objetaba que Moi-
sés fuera el autor del Pentateuco, argumentando que para entonces aún
no se había inventado la escritura y que las normas morales del decálo-
go eran muy adelantadas para su tiempo. Ambos argumentos fueron
refutados por el descubrimiento del Código de Hamurabi en Susa, Per-
sia, tal vez la ciudad capital mencionada en el libro de Ester. La fecha
del Código se remonta aproximadamente a 2250 a.C. Prueba de modo
concluyente que, por lo menos mil años antes del tiempo de Moisés, la
escritura era una práctica común. Contiene 248 leyes formuladas por el
rey de Babilonia; algunas son muy similares a las que enseñó Moisés en
el monte Sinaí, respondiendo a toda objeción respecto a las normas
morales existentes en su tiempo. No obstante, se ha probado definiti-
vamente que el código mosaico no tomó nada prestado de los babilo-
nios. En 1887 se descubrieron las Tablas de Tel el Amarna que contie-
nen inscripciones cuneiformes que datan de 1400 a.C. Estas tablas
describen las condiciones de Egipto tal como se relatan en Génesis y
Éxodo, corroborando el testimonio de que Moisés fue el autor del Pen-
tateuco. El descubrimiento acerca de los hititas ha confirmado también
la veracidad del Pentateuco. Por mucho tiempo algunos críticos des-
acreditaban las declaraciones bíblicas acerca de ese pueblo antiguo y
poderoso, pero los hallazgos arqueológicos confirmaron los relatos,
añadiendo otra prueba de la autenticidad de las Escrituras. Sin embar-
go, una de las evidencias arqueológicas más notables ha sido el descu-
brimiento de la ciudad de Pitón. Allí, en ciertos lugares de almacenaje,
había ladrillos hechos con paja, otros con rastrojo y otros sin paja que
estaban unidos con varillas. Esto concuerda exactamente con la narra-
ción bíblica sobre los hebreos durante su esclavitud en Egipto.
Legitimidad y autenticidad de las Escrituras. Al hablar aquí de le-
gitimidad nos referimos únicamente a la paternidad literaria. Un libro
es legítimo cuando es obra del autor cuyo nombre lleva. El término se
confunde frecuentemente con “autenticidad”, la cual no tiene que ver
con la autoría del libro sino con la verdad de su contenido. En este
sentido, un libro puede ser legítimo sin ser auténtico, o auténtico sin
ser legítimo. Sin embargo, hay confusión en el uso de esas palabras en

184
EL CANON

teología y algunos escritores les atribuyen distintos significados. Reco-


nocemos que es difícil distinguir claramente entre ellas al discutir las
evidencias bíblicas, porque si un libro no fue escrito por el autor que
indica, entonces hay dudas, no sólo acerca de su legitimidad, sino tam-
bién de su autenticidad. Por esta razón muchos teólogos acostumbran
tratar juntos ambos temas.12
Previamente se discutió la autenticidad del Nuevo Testamento y no
repetiremos aquí los argumentos. Basta resumirlos de la siguiente ma-
nera: (1) Hay citas del Nuevo Testamento en escritos de los primeros
Padres que datan del primer siglo y los siguientes, tales como Clemen-
te, Ignacio, Policarpo, Justino Mártir e Ireneo. (2) El testimonio de
oponentes del cristianismo —tales como Celso en el siglo II, Porfirio y
Hierocles en el siglo III y Julián en el siglo IV— da testimonio de la
existencia del Nuevo Testamento en sus días. (3) Existen listas primiti-
vas de los libros del Nuevo Testamento. La más antigua es la de Oríge-
nes (ap. 210 d.C.) que incluye todos los libros del Nuevo Testamento
excepto Santiago y Judas, los cuales menciona en otros de sus escritos.
(4) Los historiadores romanos, cuya antigüedad jamás se ha puesto en
tela de duda, dan testimonio de Cristo y del cristianismo primitivo.
Suetonio menciona a Cristo: Judeos impulsore Christo assidue tumultan-
tes Roma expulit (Edit. Var., 544); mientras que Tácito menciona a
Pilato como procurador de Judea y se refiere a Cristo como el fundador
de la secta de los cristianos: Auctor nominis ejus Christus, qui Tiberio
imperitante, per procuratoreum Pontium Pilatum supplicio affectus erat
(Annal., 1, 5). (5) El estilo de cada libro es apropiado para la edad y las
circunstancias de los supuestos escritores, y las diferentes características
prueban que las obras no fueron de una persona sino de muchas. (6) El
carácter de los escritores es evidencia en favor de la autenticidad de sus
escritos. Eran personas santas, incapaces de falsificar o engañar.13 Estos
escritores exhiben una sinceridad y franqueza que los impostores no
podrían falsificar bien. (7) Los escritores mencionan incidentes, perso-
nas y lugares que la historia confirma, y que un impostor pasaría por
alto o quizá ocultaría. Se caracterizan por su sencillez, relatando incluso
lo que ningún escritor con menos integridad mencionaría. Se ha dicho,
con gran veracidad, que en el Nuevo Testamento hay mayor evidencia
de la legitimidad y autenticidad de los libros que lo componen que la
provista para libros de cualquier otra clase, sean sagrados o seculares.14

185
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

La integridad de la Biblia. Aun cuando los libros sagrados fueron


divinamente inspirados, ¿nos han sido transmitidos sin error? ¿Pode-
mos estar seguros de que poseemos la verdad del texto original? Al ha-
blar de la integridad de la Biblia, queremos decir que se ha preservado
intacta y libre de todo error esencial; por tanto, tenemos la certeza de
que es la verdad que comunicaron originalmente los autores inspirados.
También aquí daremos sólo un breve resumen de las evidencias de la
integridad bíblica: (1) No existe prueba de que se hayan introducido
errores en la Biblia. Los objetores aún no han podido demostrarlo. Y
no debemos temer el resultado de una investigación cuidadosa. Toda-
vía no se ha presentado ninguna prueba de alteraciones esenciales y lo
cierto es que no podrán presentarla en el futuro. (2) Los judíos tenían
fuertes motivos para preservar el Antiguo Testamento. Además de con-
siderar sus libros sagrados como objetos de gran reverencia, éstos con-
tenían los artículos de fe de su religión y las leyes de su nación. El anta-
gonismo existente entre los judíos y los samaritanos impedía todo
cambio en el Pentateuco, puesto que cada nación poseía una copia. (3)
La multiplicación de copias y su amplia difusión por parte de los levitas
desde el tiempo de Jueces y Reyes (Deuteronomio 31:11) evitó que se
alterara el texto. La lectura pública de las Escrituras en las sinagogas
cada sábado también preservó su pureza. Además, los judíos, celosos de
sus Escrituras, decretaron una ley declarando culpable de pecado inex-
piable a quien intentara hacer aun la alteración más insignificante. (4)
El cuidado minucioso de los copistas judíos contribuyó a que fueran
mínimos los errores de transcripción. Además, tomaban otras precau-
ciones, tales como verificar el número de letras y la sección central de
los libros.15 (5) En el caso del Nuevo Testamento, existe el consenso de
los manuscritos antiguos. Los principales cotejadores fueron Erasmo,
los redactores del Complutensian Polyglot y el Polyglot de Londres, y
eruditos bíblicos como Bengel, Wetstein, Griesbach, Matthai, Schols,
Kennicott y De Rossi. Kennicott examinó 615 manuscritos y De Rossi
cotejó 731 más, sumando 1,346 en total. Kennicott declaró: “Encontré
muchas variaciones y algunos errores gramaticales, pero ninguno afec-
taba en lo más mínimo algún artículo de fe y práctica”. (6) Las nume-
rosas citas del Nuevo Testamento incluidas en los escritos de los Padres
no sólo prueban la autenticidad de la Biblia, como se mencionó antes,
sino también la integridad del texto. (7) En estrecha relación con éstos
se hallan las diversas ayudas que han servido para preservar el texto

186
EL CANON

original. Para el Antiguo Testamento contamos con los Tárgumes, el


Talmud y la Septuaginta.16 Para el Nuevo Testamento están las diversas
traducciones. Podemos mencionar aquí la versión Peshito o Siriaca (ap.
150 d.C.), la Ítala o Antigua Versión Latina (ap. 160 d.C.); la Vulgata
traducida por Jerónimo (a fines del siglo IV); la Cóptica o antigua ver-
sión egipcia; la Etiópica y la Gótica, del siglo IV; y la traducción Arme-
nia del siglo V. Estas traducciones y recensiones confirman la autenti-
cidad y la integridad del Nuevo Testamento. Philip Schaff dice: “En
ausencia de los autógrafos, debemos depender de copias o fuentes se-
cundarias. Pero, afortunadamente éstas son mucho más numerosas y
confiables para el Nuevo Testamento griego que para cualquier otro
clásico antiguo”.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Shedd se refiere a la declaración de Coleridge de que “recibimos los libros atribuidos a
Juan y a Pablo como suyos basándonos en el criterio de hombres, sin afirmar que éstos
poseen discernimiento milagroso. ¿Creeremos en éstos menos que en Juan y Pablo? La
iglesia moderna no recibe como canónicos el Evangelio de Juan y las epístolas de Pablo
por el ‘criterio’ o la decisión de la iglesia primitiva respecto al contenido de las obras, sino
por su testimonio acerca de la paternidad literaria de los autores” (Shedd, Dogm. Th.,
142).
2. Pond declara: “No hay motivo suficiente para suponer que se ha perdido algún libro
canónico de la Biblia. No concuerda con nuestra idea sobre la sabiduría y la bondad de
Dios pensar que haya permitido que eso aconteciera; tampoco es probable que Él lo haya
hecho. Es cierto que en el Antiguo Testamento se mencionan escritos que ya no existen,
como ‘el libro de Jaser’ (Josué 10:13) y ‘el libro de las batallas de Jehová’ (Números
21:14). Pero no hay evidencia de que alguno de éstos estuviera incluido en el canon judío
o que calificara para estar en él. Lo mismo se puede decir respecto al ‘libro de las crónicas
de los reyes de Israel’, mencionado a menudo en 1 Reyes. No se refiere al libro de Cróni-
cas que tenemos en la Biblia, sino a los archivos autorizados del reino de Israel, redactados
y conservados por los escribas de los reyes. Era el archivo de lo que llamaríamos el Minis-
terio de Relaciones Exteriores. Los 3,000 proverbios y 1,005 cantos de Salomón, junta-
mente con sus libros de botánica e historia natural, sin duda serían muy interesantes si tu-
viéramos copias auténticas de ellos; pero no hay prueba de que alguna vez hayan sido
declaradas como obras inspiradas, o que fueron aceptadas en el canon sagrado de los ju-
díos” (Pond, Lectures, 53).
3. Los únicos libros del Nuevo Testamento que se cuentan como perdidos son: una epístola
de Pablo a los corintios, que supuestamente precedió a la que consideramos ahora como
su primera epístola, y su epístola a los laodicenses (Colosenses 4:16). Pero la carta que Pa-
blo menciona en 1 Corintios 5:9 era sin duda la misma epístola que estaba escribiendo. El
pasaje se traduce mal en nuestra versión; no “os he escrito por carta”, sino “os he escrito
en la carta”, es decir, en esta carta —el escrito que les envío ahora... Se ha considerado,
con razón, que la carta a los laodicenses no es otra sino la epístola a los Efesios. Como Éfe-
so era la ciudad principal de Asia proconsular, esta epístola bien pudo haberse preparado
para todas las iglesias de la provincia, entre las que se hallaba la iglesia de Laodicea. En el

187
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

siglo V hubo una Epístola de Pablo a los Laodicenses, pero era claramente una falsifica-
ción y jamás se incluyó en el canon sagrado (Pond, Lectures, 53).
4. La presión de la persecución contra los escritos sagrados resultó en la ratificación final;
pero indudablemente se realizó bajo la especial supervisión del Espíritu Santo. Hasta aquí
el paralelo (con la formación del canon del Antiguo Testamento) está completo. Pero hu-
bo algunas diferencias en el caso de la nueva lista. El evangelio se había diseminado por el
mundo y cada iglesia protegía sus libros sagrados, mientras que cada provincia del cristia-
nismo primitivo tenía su propia selección especial de Escrituras; también había innumera-
bles herejías que multiplicaban sus obras espurias. Debido a estas dos circunstancias, el
acuerdo al que llegó la iglesia cristiana para aceptar los escritos del Nuevo Testamento fue
más notable que la unanimidad de la iglesia judía respecto al Antiguo Testamento (Pope,
Compendium, I:199).
Desde el principio los cuatro evangelios se distinguieron de los libros apócrifos. Justino
Mártir (163 d.C.) habla de “memorias” de Cristo que eran obra de los evangelistas. Ireneo
(202 d.C.) cita pasajes de los cuatro evangelios canónicos. Clemente y Tertuliano (220
d.C.) hacen lo mismo. Tatiano (172 d.C.) y Ammonio (200 d.C.) prepararon armonías
de los cuatro evangelios. Teodoreto (457 d.C.) halló 200 copias de la armonía de Tatiano
en las iglesias sirias y se las quitó porque contenían herejías. Neander supone que Tatiano
mezcló ciertas secciones de los apócrifos con los evangelios canónicos. Orígenes (250
d.C.) escribió un comentario sobre Mateo y Juan. Estos datos muestran que antes de 250
d.C. había una aceptación general de los cuatro evangelios como canónicos. Pero la iglesia
no había tomado una decisión al respecto en un concilio general (Shedd, Dogm. Th.,
146).
Como evidencia de la legitimidad de los escritos del Nuevo Testamento, encontramos
citas de Clemente en el siglo I, así como de Ignacio, Policarpo, Justino Mártir, Ireneo,
Atenágoras y Teófilo de Antioquía. Eusebio coleccionó testimonios, en especial de escrito-
res eclesiásticos de los primeros tres siglos, desde Ignacio hasta Orígenes, y los publicó
desde el año 325 d.C. Se hallan en su Historia (III, xxv; VII, xxv) y también en su obra ti-
tulada Demonstratio Evangelica.
Otra evidencia de la legitimidad de los libros canónicos del Nuevo Testamento son las
versiones antiguas. La traducción Siriaca o Peshito se hizo alrededor del 175 d.C., y la An-
tigua Versión Latina o Ítala, aproximadamente en la misma fecha. Las dos versiones egip-
cias se hicieron por el año 250 d.C. y la etiópica cerca de 350 d.C.
5. En Lectures on Christian Theology (Conferencias sobre teología cristiana), Enoch Pond da
los siguientes argumentos contra la inspiración de los libros apócrifos: (1) No se encuen-
tran en la Biblia hebrea. No se escribieron originalmente en hebreo sino en griego, un
idioma que no era común —quizá ni siquiera conocido— entre los judíos sino hasta des-
pués del cierre del Antiguo Testamento. (2) Jamás se incluyeron los libros apócrifos en el
canon sagrado judío. Son escritos antiguos del pueblo judío pero éste jamás los ha consi-
derado inspirados. (3) En el Nuevo Testamento jamás se citan los libros apócrifos ni se les
menciona como si poseyeran autoridad divina. (4) La evidencia interna es decisiva. (5) El
escritor de Macabeos niega que sean inspirados al decir: “Concluiré aquí mi relato. Si mi
trabajo ha sido bueno, ese era mi deseo; pero si es deficiente y pobre, sólo eso pude lo-
grar”.
Como evidencia interna contra los libros apócrifos, Pond dice: “Inculcan doctrina
errónea y una moralidad falsa y no cristiana. En 2 Macabeos leemos: ‘Pero creían firme-
mente en una valiosa recompensa para los que mueren como creyentes; de ahí que su in-
quietud era santa y de acuerdo con la fe. Esta fue la razón por la cual Judas ofreció este sa-
crificio por los muertos; para que fueran perdonados de su pecado’ (12:44-46, La Biblia

188
EL CANON

Latinoamérica). El escritor del mismo libro justifica y recomienda el suicidio: ‘Acosado


por todas partes, se echó sobre la espada. Prefirió noblemente la muerte antes de caer en
manos criminales’ (14:42- 43). En varias partes de los apócrifos se declara que la expiación
y la justificación se obtienen mediante obras: ‘Quienquiera que honre a su padre, hace ex-
piación por sus pecados’ (Eclesiástico 3:3); ‘la limosna libra de la muerte y purifica de to-
do pecado’ (Tobías 12:9)” [Pond, Lectures, 48].
Orígenes y otros añadieron Baruc y la Epístola de Jeremías porque estaban anexados a
los escritos genuinos del profeta en los manuscritos de la Septuaginta. Por ello también,
en la iglesia latina, Ambrosio, Agustín y otros después de éstos que usaron la Septuaginta,
decían que los apócrifos eran canónicos porque se encontraban con éstos, por estar en el
mismo idioma (Summers, Syst. Th., I:503-504).
6. Los libros apócrifos y seudoepigráficos se clasifican de varias maneras. La que sigue es la
clasificación común:
Apócrifos del Antiguo Testamento: 1 y 2 Esdras, Tobías, Judit, Adiciones al Libro de
Ester, Sabiduría de Salomón, Eclesiástico (o Sabiduría de Sirac), Baruc, Epístola de Jere-
mías, Canto de los Tres Jóvenes, Historia de Susana, Bel y el Dragón, Oración de Mana-
sés, 1, 2, 3 y 4 Macabeos.
Apócrifos del Nuevo Testamento: Evangelio de la Natividad de María, Protoevangelio de
Santiago, Evangelio de la Infancia, Evangelio de Nicodemo (o Hechos de Pilatos), Hechos
de Pablo y Tecla.
Seudoepígrafos: Libro de Jubileos, Carta de Aristeo, Libros de Adán y Eva, Martirio de
Isaías, 1 Enoc (Etiópico), Testamentos de los Doce Patriarcas, Oráculos Sibilinos, Ascenso
de Moisés, 2 Enoc (o Libro de los Secretos de Enoc, Eslavo), 2 Baruc (o Apocalipsis Siria-
co de Baruc), 3 Baruc (o Apocalipsis Griego de Baruc), Salmos de Salomón, Pirke Aboth,
el Relato de Ahikar y Fragmentos de una Obra Zadoquita.
7. El Artículo VI de la Iglesia Anglicana dice: La Escritura Santa contiene todas las cosas
necesarias para la salvación; de modo que cualquiera cosa que no se lee en ellas, ni con
ellas se prueba, no debe exigirse de hombre alguno que la crea como Artículo de Fe, ni
debe ser tenida por requisito necesario para la salvación. (Sigue luego una lista de los li-
bros canónicos). Recibimos y contamos por canónicos todos los libros del Nuevo Testa-
mento, según son recibidos comúnmente. Los otros libros (como dice Jerónimo), los lee la
iglesia para ejemplo de vida e instrucción de las costumbres; mas ella, no obstante, no los
aplica para establecer doctrina alguna. (Sigue luego una lista de los libros apócrifos).
Wesley, al elaborar los Veinticinco Artículos del metodismo, utilizó el sexto artículo de
la Confesión Anglicana omitiendo toda referencia a los libros apócrifos. También sustitu-
yó los nombres “El Libro de Esdras” y “El Libro de Nehemías” en vez de 1 y 2 Esdras
como los denominan en la Confesión Anglicana.
El Artículo IV de la Iglesia del Nazareno dice: “Creemos en la inspiración plenaria de
las Sagradas Escrituras, por las cuales entendemos los 66 libros del Antiguo y Nuevo Tes-
tamentos, dados por inspiración divina, revelando infaliblemente la voluntad de Dios res-
pecto a nosotros en todo lo necesario para nuestra salvación, de manera que no se debe
imponer como Artículo de Fe ninguna enseñanza que no esté en ellas”.
8. Artículo VII de la Confesión Anglicana: El Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo;
puesto que en ambos, Antiguo y Nuevo, se ofrece vida eterna al género humano por Cris-
to, que es el solo Mediador entre Dios y el hombre, siendo Él, Dios y Hombre. Por lo
cual no debe escucharse a los que se imaginan que los antiguos patriarcas solamente tenían
su esperanza puesta en promesas temporales. Aunque la Ley de Dios dada por medio de
Moisés, en lo tocante a ceremonias y ritos, no obliga a los cristianos, ni deben necesaria-

189
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 8

mente recibirse sus preceptos civiles en ningún estado, no obstante, no hay cristiano al-
guno que esté exento de la obediencia a los mandamientos que se llaman morales.
9. Obras antiguas de apologética: Nelson, The Cause and Cure of Infidelity; William Lee,
The Inspiration of Holy Scripture: Its Nature and Proof; Rawlinson, The Historical Evi-
dences of the Truth of the Scripture Records; Gleig, The Most Wonderful Book in the
World (1915); Horne, Introduction to the Holy Scriptures. Véanse también las obras so-
bre evidencias de Paley, Whately, McIlvaine, Conybeare, Cudworth y Lardner.
10. Obras sobre la paternidad literaria del Pentateuco: Green, The Higher Criticism of the
Pentateuch (1895), The Unity of the Book of Genesis (1895); Bissell, The Pentateuch: Its
Origin and Structure (1885); Naville, The Higher Criticism in Relation to the Penta-
teuch (1923); Clay, The Origin of Biblical Traditions (1923); Griffith, The Problem of
Deuteronomy (1911), The Exodus in the Light of Archeology (1923); MacDill, Mosaic
Authorship of the Pentateuch; Finn, The Author of the Pentateuch (1931); Pilter, The
Pentateuch: A Historical Record (1928); Orr, The Problem of the Old Testament (1911);
Wiener, The Origin of the Pentateuch (1910); Pentateuchal Studies (1912); McKim, The
Problem of the Pentateuch (1906); Bartlett, The Veracity of the Hexateuch (1897).
Obras sobre arqueología: Ramsay, The Bearing of Recent Discovery on the Trustwor-
thiness of the New Testament; Barton, Archeology and the Bible (1933); Clay, Light on
the Old Testament from Babel (1906); Conder, The Tel el Amarna Tablets; The Bible
and the East; The Hittites and Their Language; Davies, The Codes of Hammurabi and
Moses (1905); Grimme, The Law of Hammurabi and Moses; Kyle, The Deciding Voice
of the Monuments (1921); Moses and the Monuments (1920); The Problem of the Pen-
tateuch (1920); Naville, The Discovery of the Book of the Law Under Josiah (1911); Ar-
cheology and the Old Testament (1913); Price, The Monuments and the Old Testament
(1925); Sayce, The Higher Criticism and the Monuments; The Hittites; Fresh Light from
the Ancient Monuments; Tompkins, The Life and Times of Joseph in the Light of Egyp-
tian Lore; Urquhart, Archeology’s Solution of Old Testament Problems (1906).
11. Véase Spencer, Did Moses Write the Pentateuch After All? (1901); Finn, The Mosaic
Authorship of the Pentateuch; Thomas, The Organic Unity of the Pentateuch (1904).
12. Obras sobre apologética general: Fisher, Grounds of Theistic and Christian Belief (1911);
Ingram, Reasons for Faith and Other Contributions to Chistian Evidences (1910-1914);
McGarvey, Evidences of Christianity (1912); Cairns, The Reasonableness of the Christian
Faith; Bissell, The Historic Origin of the Bible (1889); Lindberg, Apologetics: A System
of Christian Evidences (1917); Luthardt, Fundamental Moral and Saving Truths of
Christianity (3 tomos); Rishell, The Foundations of the Christian Faith (1899); Wright,
Scientific Aspects of Christian Evidences (1906); Wells, Why We Believe the Bible
(1910); Stewart, Handbook of Christian Evidences; Row, A Manual of Christian Evi-
dences; Ebrard, Christian Apologetics or the Scientific Vindication of Christianity (3 to-
mos); Christlieb, Modern Doubt and Christian Belief (1874); Robertson, The Bible at
the Bar (1934); Shiner, The Battle of Beliefs (1931); Short, The Bible and Modern Re-
search (1932).
13. Lecturas adicionales: Mullins, Why Is Christianity True?; Stearns, The Evidences of
Christian Experience (1890); Wright, Scientific Aspects of Christian Evidences (1906);
Kreitzmann, The New Testament in the Light of a Believer’s Research (1934); Marston,
New Bible Evidence (1934); Robertson, Luke the Historian in the Light of Research
(1920); Machen, The Origin of Paul’s Religion (1921); Noesgen, The New Testament
and the Pentateuch (1905); Watson, Defenders of the Faith: The Christian Apologists of
the Second and Third Centuries (1899); Carrington, Christian Apologetics in the Second
Century (1921); Cobern, The New Archeological Discoveries and Their Bearing on the

190
EL CANON

New Testament (1917); Ramsay, Was Christ Born in Bethlehem? The Bearing of Recent
Discoveries on the Trustworthiness of the New Testament.
14. Wakefield resume así las evidencias de la credibilidad de los escritores: (1) Eran personas
de virtud intachable y ejemplar. (2) Sus circunstancias les permitió saber con certeza que
era verdad lo que relataban. (3) Los apóstoles no estaban influenciados por intereses mun-
danos. (4) Su testimonio fue en sumo grado circunstancial (Wakefield, Chr. Th., 68-71).
Pond ofrece las siguientes leyes para determinar si un testimonio es válido: (1) Debe
haber un número adecuado de testigos. (2) Los testigos deben haber tenido la capacidad y
los medios para formarse un juicio correcto. (3) Deben ser personas de carácter moral
irreprochable. (4) Han de ser imparciales. (5) Deben testificar usando términos sencillos,
coincidiendo en todos los puntos esenciales. (6) El testimonio debe darse de modo que se
detecte si el testigo ha mentido. (7) Otras evidencias no deben contradecir sino confirmar
el testimonio (hasta donde sea razonablemente posible). (8) Los testigos deben actuar en
conformidad con su testimonio. Pond aplica estas leyes a la Biblia en un argumento de
especial sabiduría y fortaleza: “El cristianismo aún puede ser atacado, pero saldrá de cada
nueva prueba como ha salido de las anteriores, fortalecido en sus evidencias y no debilita-
do; victorioso y no derrotado” (Pond, Lectures, 97-105).
15. “En ciertos períodos los copistas judíos fueron excesivamente, y casi diría supersticiosa-
mente, exactos. Notaban los versículos donde supuestamente algo se había olvidado, pala-
bras que creían que se habían cambiado y letras que al parecer estaban de más. Compro-
baban cuál era la letra central en el Pentateuco, la cláusula y letra centrales de cada libro, y
cuántas veces aparecía cada letra del alfabeto en las Escrituras hebreas. Decían que alef
aparece 42,377 veces; bet, 32,218 veces. Menciono estos datos para demostrar el cuidado
excesivo y la singularidad de los copistas antiguos, y cuán improbable es que ocurriera al-
gún cambio considerable en sus manos” (Pond, Lectures, 89).
16. Los tárgumes eran paráfrasis hebreas del Antiguo Testamento. El término targum significa
“interpretación”. El Talmud, que significa “instrucción”, es un comentario del Antiguo
Testamento. El Talmud se compone de dos partes: Mishná, que es el texto mismo ya sea
en babilonio o en palestino, y Guemará, que es el comentario acerca del texto. Estas ayu-
das son de gran valor para comprender y preservar el texto. La Septuaginta es la traducción
griega del Antiguo Testamento, realizada en Egipto por judíos alejandrinos alrededor del
año 287 a.C., aunque algunos la ubican en 280 a.C. y otros en 250 a.C.

191
PARTE 2

LA DOCTRINA DEL PADRE


CAPÍTULO 9

LA EXISTENCIA Y
NATURALEZA DE DIOS
La tarea principal de la teología es establecer y explicar la doctrina
de Dios. La existencia de Dios es un concepto fundamental en religión
y, por consiguiente, un factor determinante en el pensamiento teológi-
co. La naturaleza que le atribuimos a Dios afecta nuestra percepción de
todo el sistema. Fallar aquí significa fallar en todo el alcance de la ver-
dad. Sin embargo, difícilmente se puede esperar que la teología aporte
una prueba demostrativa de la existencia de Dios, porque la creencia no
surge del todo de los argumentos lógicos. La existencia de Dios es una
primera verdad y tiene que preceder lógicamente y condicionar toda
observación y razonamiento. Las personas llegan a una convicción so-
bre esta materia independientemente de la discusión científica. Para la
gran mayoría de las personas los argumentos teístas son desconocidos, y
para muchos otros éstos no conllevan la certeza de la convicción. Estos
argumentos, por tanto, serán presentados como pruebas confirmatorias
de la existencia de Dios, y serán útiles para demostrar la aproximación
de la mente humana en su intento de comprender y explicar su fe en la
divina existencia. También debemos tener en mente que la mejor apo-
logética es una aseveración clara de las doctrinas que estableceremos.
Una vez que la posición cristiana se entiende claramente, muchas de las
objeciones que se levantan en su contra llegarán a ser irrelevantes. Te-
nemos que buscar, pues, otras causas que han convertido a la fe en Dios
en una idea general y persistente entre los hombres.
La definición de Dios. Puesto que la mente tiene que definir por
medio de la limitación el objeto de su pensamiento, es evidente que la
mente humana nunca puede formarse una adecuada concepción de

195
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

Dios o definir apropiadamente su ser. Sólo lo infinito puede compren-


der al Infinito. Esta conclusión filosófica encuentra su apoyo en el
Nuevo Testamento, que revela a Dios como el que “habita en luz inac-
cesible y a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver” (1
Timoteo 6:16). Lo más cercano a una definición es la de YO SOY EL
QUE SOY del Antiguo Testamento (Éxodo 3:14) que asevera su exis-
tencia sin ningún intento de dar prueba, y además implica que sólo Él
puede conocer su esencia. Nosotros podemos conocer, por tanto, a
Dios sólo a través de su revelación de sí mismo, y aunque estas manifes-
taciones son imperfectas, debido a nuestra limitada capacidad, ellas
son, hasta el punto que puedan ser comprehendidas por nosotros, el
conocimiento actual, que la mente atribuye a Dios como poseídas en
un grado infinito. Puesto que nuestra concepción de los atributos es de
igual manera indefinida en cierto grado, en este sentido no se pueden
considerar como una definición; pero, por el otro lado, en la medida
que proveen una declaración comprehensiva de los atributos como se
revelan en la Biblia, pueden ser considerados de manera apropiada una
definición de Dios.
Dios es un Espíritu, santo en naturaleza y atributos, absoluto en su
realidad, infinito en eficiencia, perfecto en personalidad, y por tanto el
último fundamento, causa adecuada y suficiente razón para toda la
existencia finita. En las palabras de nuestro credo: “Creemos en un solo
Dios eternalmente existente e infinito, Soberano del universo; que sólo
Él es Dios, Creador y administrador, santo en naturaleza, atributos y
propósito; que Él, como Dios, es trino en su ser esencial, revelado co-
mo Padre, Hijo y Espíritu Santo” (Manual, Art. I). Los Treinta y Nueve
Artículos de la Iglesia Anglicana definen a Dios como sigue: “Existe sólo
un Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, partes o pasiones; de po-
der, sabiduría y bondad infinitos; el hacedor y preservador de todas las
cosas tanto visibles como invisibles. Y en la unidad de esta deidad hay
tres Personas, de una sustancia, poder y eternidad; el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo” (Artículo I). Juan Wesley revisó la confesión anglicana
para la Iglesia Metodista Episcopal de Estados Unidos, reduciendo los
Treinta y Nueve Artículos a lo que se conoce comúnmente como los
Veinticinco Artículos. Sin embargo, no hizo cambio en el Artículo I.
Pero en 1786, los obispos de la conferencia omitieron la palabra “pa-
siones”, de tal manera que la declaración metodista reza: “sin cuerpo o
partes”. La declaración anglicana es uno de los artículos originales de

196
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

1553 y su lenguaje es muy similar al de la confesión de Augsburgo. El


catecismo de Westminster define a Dios como “Un Espíritu, infinito,
eterno e inmutable en su ser, poder, santidad, justicia, bondad y ver-
dad”.
Las definiciones de Dios dadas por los teólogos de la iglesia cristiana
difieren ampliamente. Charles Hodge aprueba la declaración de West-
minster, pero John Miley sostiene que “la personalidad es la verdad
más profunda en la concepción de Dios y con esto se debe combinar la
perfección de sus atributos personales”. Por ello, él define a Dios como
“un Ser eterno personal, de absoluto conocimiento, poder y bondad”.
La definición de A. H. Strong es “el Espíritu infinito y perfecto en
quien todas las cosas tienen su fuente, sostén y fin”. Calovius define a
Dios como essentia spiritualis infinita; Ebrard como “la fuente eterna de
todo lo que es temporal”, Kahnis la define como “el Espíritu infinito”;
mientras que Andrew Fuller piensa en Dios como “la primera causa y el
fin último de todas las cosas”. Martensen dice: “Dios es una Persona,
esto es, Él es el absoluto centralizado en sí mismo, el Ser fundamental
eterno, que se conoce a sí mismo como el centro —como el YO SOY
en medio de su gloria infinita, que está consciente de ser el Señor de
esta gloria”. Calderwood define a Dios como “un Ser infinito, que no
está sujeto a condiciones restrictivas”. Henry B. Smith dice: “Dios es
un Espíritu, absoluto, personal, santo, infinito y eterno en su ser y atri-
butos, el fundamento y la causa del universo”. Hase define a Dios co-
mo “la personalidad absoluta quien de su puro amor es la causa del
universo”; mientras que Van Oosterzee dice: “Hablamos de Él, no
simplemente como la totalidad de todo lo que existe, sino como la Per-
sona autoexistente, que incondicionalmente es y será, aunque todo lo
que esté más allá de sí mismo deba ser del todo no existente”.
La concepción filosófica de Dios. El término Dios tiene un signifi-
cado diferente en filosofía del que se le atribuye en la religión. En la
religión, el término Dios como Personalidad Absoluta se interpreta
como que significa que Él posee en infinita perfección todo lo que
constituye la personalidad en los seres finitos. En filosofía, el término es
un sinónimo para el Absoluto en el sentido de la realidad última, sea
concebido como personal o impersonal. El término Absoluto no es es-
critural y no es necesariamente religioso. Se ha utilizado de modo habi-
tual sólo en tiempos modernos, y se usa para expresar el pensamiento
abstracto respecto a la naturaleza última de la realidad. Aristóteles defi-

197
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

ne a Dios como “el primer fundamento de todo ser, el Espíritu Divino,


inamovible, pero que mueve todo”. La concepción de Dios aquí es
estática, un “Movedor Inamovible”. Quizá la definición más elevada en
la antigüedad pagana es la de Platón que dice: “Dios es la mente eterna,
la causa del bien en la naturaleza”. Kant define a Dios como “un Ser
que por entendimiento y voluntad es la causa de la naturaleza; un Ser
que tiene todos los derechos y no tiene obligaciones; la perfección su-
prema en sustancia, el Ser que obliga a todo, autor de un universo bajo
la ley moral; el autor moral del mundo; una inteligencia infinita en
todo aspecto”. Hegel, cuyo idealismo absoluto se derivó de la filosofía
kantiana, define a Dios como “el Espíritu Absoluto, el Ser puro, esen-
cial que hace de sí mismo el Objeto de sí mismo; absoluta santidad;
poder, sabiduría, bondad, justicia absolutos”. Para Spinoza, Dios es “la
Sustancia universal absoluta; la Causa real de toda y cada existencia; el
Ser solo, actual y sin condición, no sólo Causa de todo ser, sino en sí
mismo todo ser, del cual cada existencia especial es sólo una modifica-
ción”. Ésta es una definición panteísta. Cuando Calvino definió a Dios
como “una esencia infinita y espiritual”, y Lutero sostuvo una defini-
ción similar, tiene que tenerse en mente que en el siglo dieciséis, cuan-
do escribieron, la discusión panteísta no había surgido. Ahora es nece-
sario cualificar tales declaraciones abstractas al incluir el término
personalidad, algo que es esencial a la concepción cristiana de Dios.
En la medida en que el pensamiento del ser humano se acerca a la
madurez, las concepciones religiosas y filosóficas de Dios tienden a
identificarse más y más. El Espíritu de santidad y el Espíritu de verdad
son idénticos, y tienden a conducir a una declaración racional de la
experiencia religiosa. Esta tendencia hacia la identificación de pensa-
miento y experiencia no es un asunto arbitrario, sino la consecuencia
de una unidad de vida que combina en una persona tanto los intereses
filosóficos como religiosos. Se puede estudiar en religiones y filosofías
aparte del cristianismo. Con los discernimientos más amplios y más
profundos de la madurez, el hombre llega a darse cuenta que Dios tiene
que ser el Amo del mundo si es que ha de satisfacer las necesidades
religiosas de los hombres; mientras que el filósofo encuentra que el
universo no puede tener explicación sin dar cuentas de los hechos de la
vida ética y religiosa. La Biblia esclarece esto en la declaración de que
Cristo no sólo es la Cabeza de la iglesia, sino que es dado por Cabeza
sobre todas las cosas a la iglesia (Efesios 1:22).

198
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

En cualquier discusión comprehensiva de la doctrina de Dios, es


obvio que el asunto tiene que considerarse desde sus dos ramas princi-
pales, primero, la idea más general de la existencia de Dios como el ob-
jeto del pensamiento y conocimiento humano; y segundo, la revelación
más específica de su naturaleza y atributos. La primera es la idea de
Dios en sus aspectos filosóficos y se conoce comúnmente como teísmo;
la segunda es la idea de Dios como la hallamos en la religión, y se co-
noce comúnmente como teología, en el sentido más estrecho del tér-
mino. Estas dos concepciones no se pueden separar completamente,
pero se pueden distinguir en un sentido amplio, como la revelación de
Dios en el ser humano respecto a su constitución y naturaleza; y su
revelación al ser humano como una persona libre y responsable. La
primera es metafísica, la segunda es ética.
La concepción cristiana de Dios. Antes de iniciar la discusión de
estos dos aspectos del Ser Supremo, puede ser benéfico advertir una
tercera fase del asunto de una manera preliminar —la unidad de los
aspectos filosóficos y religiosos de Dios como se revelan en el Cristo
histórico. La concepción cristiana de Dios es una convicción de que la
Personalidad final de la religión y el Absoluto de la filosofía encuentran
su expresión más alta en Jesucristo; y que en su Persona y obra halla-
mos el discernimiento más profundo posible de la naturaleza y propósi-
to de Dios. “El que me ha visto a mí ha visto al Padre”, es el enunciado
de Jesús de esta gran verdad (Juan 14:9). Puesto teocéntricamente,
Cristo no sólo revela a Dios, Dios se revela a sí mismo a través de Jesu-
cristo. Cuando la teología principia con cualquier concepción de Dios
más baja que la que se revela en y a través de Jesucristo –dice Dickie–,
siempre es difícil elevar esa concepción a un estándar que sea pleno y
consistentemente cristiano. Por tanto, la teología cristiana tiene que ser
cristocéntrica en gran medida, y moldear sus concepciones conforme a
la plenitud de Aquél que es “el resplandor de [la] gloria [de Dios], la
imagen misma de su sustancia” (Hebreos 1:3). Es esta concepción la
que se ha expresado a sí misma teológicamente en las grandes doctrinas
de la encarnación y la trinidad, y que marca la distinción fundamental
entre el punto de vista cristiano de Dios, y aquel que hallamos en otras
formas de creencia teísta.
La idea cristiana de Dios reúne en sí misma históricamente tres ele-
mentos fundamentales que se pueden trazar en mayor o menor medida
en su proceso de desarrollo. El primero es el concepto de personalidad,

199
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

que da forma a la base de la religión de Israel, y fue revelada directa-


mente al pueblo del pacto por el Espíritu mismo. El segundo es el con-
cepto de lo absoluto, indirectamente revelado a través de la búsqueda
de la mente humana por la verdad. Alcanza su expresión más noble en
la filosofía de los griegos. Debido a que el lenguaje griego fue ordenado
por el Espíritu para que fuera el medio a través del cual el Nuevo Tes-
tamento fuera dado al mundo, su expresión se vio determinada en gran
parte por los conceptos filosóficos que caracterizan a ese lenguaje. A
esta expresión filosófica se le da la sanción de la revelación divina en la
doctrina del Logos como se expresa en el prólogo del cuarto evangelio.
En estos pocos versículos (Juan 1:1-18) el escritor inspirado ha sacado
de los laberintos del pensamiento griego el concepto verdadero de Cris-
to como el Logos, y en una de las declaraciones filosóficas más sobresa-
lientes que alguna vez se haya expresado, nos ha provisto de un discer-
nimiento divino respecto a la relación existente entre la revelación de
Dios en la naturaleza y su revelación a través del Espíritu. El tercer
elemento constituyente se encuentra en la interpretación tanto de la
personalidad como de lo absoluto en términos de la revelación de Dios
en Cristo. El cristianismo reclama que en Cristo se encuentra, a la
misma vez, la explicación de la verdadera naturaleza de la realidad final
como se buscaba en la filosofía, y la revelación suprema del Dios perso-
nal en su carácter y atributos, como lo demanda la religión.

LA EXISTENCIA DE DIOS
Entre los teólogos más antiguos, los aspectos filosóficos de la doctri-
na de Dios eran comúnmente tratados bajo el encabezado del teísmo.
Con esto se quiere expresar una creencia en un Dios personal, creador y
preservador de todas las cosas, que es a la vez inmanente en la creación
y trascendente, o que se halla encima y separado de ella. Opuesto a este
punto de vista se puede mencionar el deísmo, que sostiene la personali-
dad de Dios, pero niega su inmanencia en la creación y su soberanía
providencial del universo. Es un énfasis exagerado sobre la separación
de Dios de sus obras creadas, e históricamente ha negado la Biblia co-
mo una revelación divina. El panteísmo, por el otro lado, es un énfasis
exagerado de la relación de Dios con el universo, y destaca su inmanen-
cia al punto que desaparece su trascendencia. Al eliminar la distinción
entre Dios y la creación, el panteísmo, en contraposición con el teísmo,
niega la personalidad de Dios. El teísmo filosófico, con sus varias teo-

200
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

rías respecto a la naturaleza y pruebas de la existencia de Dios, en algún


sentido ha sido el área más árida del pensamiento teológico. Y sin em-
bargo, la Biblia nos ofrece algunos fundamentos para esta aproximación
filosófica por medio de su énfasis en la revelación de Dios en la natura-
leza y la constitución del ser humano. San Pablo asegura que “lo invisi-
ble de él, su eterno poder y su deidad, se hace claramente visible desde
la creación del mundo y se puede discernir por medio de las cosas he-
chas. Por lo tanto, no tienen excusa” (Romanos 1:20). La existencia de
Dios, como hemos mostrado, es una presuposición fundamental, no
sólo de la religión cristiana, sino de toda religión en sus formas más
altas. No es una convicción a la que se llega por la razón discursiva, y
por ello no depende de la demostración. Esta convicción es real y fuer-
te, es innata al ser humano y tiende a llegar a ser más y más explícita.
La existencia de Dios tiene que ser, por tanto, considerada como una
idea innata en el sentido limitado de este término, y como una verdad
que se demuestra a sí misma a la razón. De acuerdo a lo primero, es un
elemento necesario en la consciencia del hombre. Es como la atmósfe-
ra. No podemos verla, y sin embargo no podemos ver sin ella. De
acuerdo a lo último, llega a ser necesario arreglar los elementos de la
consciencia en un sistema de argumentos confirmatorios, de tal manera
que justifiquen los reclamos de la razón. Por tanto, trataremos esta ma-
teria de la existencia de Dios, primero, respecto al origen de la idea de
Dios en la intuición; y segundo, como una revelación confirmatoria de
Dios.

ORIGEN DE LA IDEA DE DIOS EN LA INTUICIÓN


Dios sólo puede revelarse a sí mismo al ser humano. Él ha realizado
esto en una revelación primaria que se encuentra en la naturaleza y
constitución del ser humano, y, luego, mediante la revelación directa
de sí mismo a través del Espíritu a la consciencia de las personas. La
primera encuentra su culminación en la encarnación, o la Palabra he-
cha carne; mientras que la segunda tiene su fuente en el Cristo glorifi-
cado, como el fundamento para la revelación de Dios a través del Espí-
ritu. El término “innato” se aplica por tanto a nuestro conocimiento
primario de Dios. Toda vez que este término ha generado mucha espe-
culación y debate en la filosofía, se puede usar más bien el término de
intuición racional.1 Por intuición queremos decir ese poder que la men-
te tiene del discernimiento inmediato de la verdad. Las verdades intui-

201
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

tivas son evidentes por sí mismas y generalmente se considera que se


hallan por encima de la prueba lógica. Existen algunas verdades, sin
embargo, que son intuicionales en una porción de su contenido, y sin
embargo se adquieren de una manera experimental o lógica. Tal es la
de la existencia de Dios, que es intuitiva como un dato inmediato de la
consciencia moral y religiosa, y sin embargo es una verdad que tiene
que ser demostrada ante la razón. Por tanto, cuando hablamos de la
idea de Dios como intuitiva, no queremos decir que es una verdad
primaria escrita en el alma antes de la consciencia; esto haría que el
alma fuese una sustancia material; ni es un conocimiento de hecho que
el alma encuentre que posee en sí misma en su nacimiento; ni es una
idea impresa sobre la mente que pueda desarrollarse aparte de la ley de
observación y experiencia. Significa que en la constitución y naturaleza
del hombre hay una capacidad para el conocimiento de Dios que res-
ponde de una manera intuitiva a la verdad revelada, comparable a
aquella en que la mente del ser humano responde al mundo externo.2
La Palabra por quien todas las cosas fueron creadas, no sólo es el prin-
cipio de inteligencia y orden en el universo, sino también el fundamen-
to de mediación del conocimiento intuitivo que el ser humano tiene de
Dios. Así unimos tres factores importantes en el conocimiento de Dios;
primero, la razón intuitiva como el poder de discernimiento inmediato
de la verdad, que como una consecuencia de la creación a través de la
Palabra divina, dota a las personas con una capacidad para el conoci-
miento de Dios; segundo, la revelación, o la presentación universal de la
verdad que el Espíritu hace a la razón intuitiva a través de la actividad
reveladora de la Palabra divina. “La luz verdadera que alumbra a todo
hombre venía a este mundo” (Juan 1:9); y tercero, como una conse-
cuencia de la unión de los dos factores previos, la idea universal y nece-
saria de Dios. La naturaleza humana, por tanto, es tal que necesaria-
mente desarrolla la idea de Dios, a través de la revelación de la verdad
por el Espíritu, de la misma manera como desarrolla el conocimiento
del mundo a través de los datos de los sentidos.3 Esta consciencia se
puede pervertir por la desemejanza moral a Dios, de la misma manera
que aquella del mundo externo se puede pervertir por medio de una
falsa filosofía. El hecho que la idea de Dios asuma tantas formas, es
prueba a la vez de su naturaleza intuitiva por un lado, y de su perver-
sión por el otro — perversión que se debe al alejamiento del Espíritu de
santidad ocasionada por el pecado. En apoyo de la naturaleza intuitiva

202
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

de la idea de Dios como se ha expuesto, ofrecemos, primero, el testimo-


nio de la Biblia; y segundo, la experiencia universal de los seres huma-
nos.
El testimonio de la Biblia.4 La Biblia sostiene en todas partes que
hay en la naturaleza del ser humano la consciencia de un Ser Supremo,
de quien depende y a quien tiene que dar cuentas. Hace una apelación
a la “ley escrita en sus corazones”, y también al sentido de dependencia
de Dios como la fuente y satisfacción de todos sus deseos, “si en alguna
manera, palpando, puedan hallarlo” (Hechos 17:27). Es en Dios que
“vivimos, nos movemos y somos... ‘Porque linaje suyo somos’” (He-
chos 17:28). El prólogo al Cuarto Evangelio es explícito en sus ense-
ñanzas sobre esta materia, donde se declara que el Logos eterno que
vino a este mundo es “la luz verdadera que alumbra a todo hombre”
(Juan 1:1-18). El único ateísmo reconocido en la Biblia es un ateísmo
práctico que es producto de una mente reprobada. El pecado ha obscu-
recido la verdad en la naturaleza humana y la Biblia acusa a los hom-
bres de no desear retener el conocimiento de Dios. Es el necio quien
dice en su corazón: “No hay Dios” — esto es, no hay Dios para mí
(compárese con Romanos 1:28; Salmos 14:1; Efesios 2:12). De gran
significación es también el hecho de que la revelación escrita principia
con las palabras, “En el principio... Dios”, y asume, sin pretender de-
mostrarlo, la existencia de Dios. El erudito cristiano puede, por tanto,
confiadamente descansar en el hecho de que Dios ha puesto esta evi-
dencia fundamental en la naturaleza y constitución del ser humano,
que Él en ninguna parte se ha quedado sin testimonio. Aun el filósofo
griego Platón podía decir que Dios tiene asida al alma por sus raíces —
no necesita demostrar al alma el hecho de su existencia. Tiene que de-
clarar, pues, explícitamente como lo hace la Biblia, que “lo invisible de
él, su eterno poder y su deidad, se hace claramente visible desde la crea-
ción del mundo, y se puede discernir por medio de las cosas hechas.
Por lo tanto, no tienen excusas” (Romanos 1:20).
La experiencia universal de los seres humanos. Una verdad prime-
ra o intuitiva se tiene que caracterizar por su universalidad y necesidad.
Entonces, si la idea de Dios es intuitiva, debe ser corroborada por una
apelación a la experiencia universal de la humanidad, y éste es el testi-
monio de aquellos cuyas investigaciones han enriquecido los campos de
la antropología y las religiones comparadas. Además de las ocasiones ya
citadas en nuestra discusión de la ciencia de la religión, podemos men-

203
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

cionar también a Max Mueller cuya investigación cuidadosa y discri-


minatoria respecto al origen y crecimiento de la religión declara, que
“tan pronto como el ser humano llega a estar consciente de sí mismo
como alguien distinto de todas las otras cosas y personas, al mismo
tiempo llega a estar consciente de un ser más grande; un poder sin el
cual piensa que ni él ni ninguna otra cosa tendría vida o realidad”. Este
es el primer sentido de la deidad, el sensus numinus como se le ha lla-
mado; porque es un sensus, una percepción inmediata, no el resultado
del razonamiento o la generalización, sino una intuición tan irreversible
como la impresión de nuestros sentidos. Al recibirla somos pasivos, a lo
menos tan pasivos como cuando recibimos de arriba una imagen del sol
o cualquier otra impresión sensible. Este sensus numinus es la fuente de
toda religión. Es aquello sin lo cual ninguna religión verdadera o falsa
es posible (Max Mueller, Science of Language [La ciencia del lenguaje],
145). En su referencia a la adoración de las formas más bajas de reli-
gión dice: “No son invocados el sol, la luna o las estrellas visibles, sino
algo más que no se puede ver”. Aunque han habido razas que al princi-
pio parecía que no tenían ninguna forma de religión, la observación
más aguda y un mejor entendimiento de las formas variadas de las prác-
ticas religiosas ha demostrado que ninguna tribu existe sin un objeto de
adoración. “La declaración de que existen naciones o tribus que no
poseen religión –dice Tiele– “descansa ya sea sobre observaciones
inadecuadas o en una confusión de ideas. No se ha encontrado ninguna
tribu o nación que carezca de creencias de algunos seres más altos, y los
viajeros que han asegurado su existencia se han visto refutados más
tarde por los hechos. Es legítimo, por tanto, llamar a la religión, en su
sentido más general, un fenómeno universal de la humanidad” (Tiele,
Outlines of the History of Religion , 6). Este acuerdo entre los individuos,
tribus y naciones, ampliamente separadas por el tiempo y el lugar pare-
cería ser suficiente evidencia respecto a la universalidad de la idea de
Dios. Puede asumir mil formas, pero estas ideas diversas e imperfecta-
mente desarrolladas se pueden explicar sólo como la perversión de una
convicción intuitiva común a todos los seres humanos. Washington
Gladden dijo en una ocasión: “Un hombre puede escapar de su sombra
al entrar en las tinieblas; pero si se pone bajo la luz del sol, la sombra
está allí”. Puede ser que una persona sea tan indisciplinada mentalmen-
te que no reconozca estas ideas; pero déjenlo que aprenda el uso de su

204
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

razón, permítanle reflexionar sobre su propio proceso mental y sabrá


que estas ideas son necesarias.
La universalidad de la idea de Dios lleva inmediatamente a su acep-
tación como una idea necesaria. Por una idea necesaria queremos decir
cualquier intuición que brota directa e inmediatamente de la constitu-
ción de la mente humana, y que bajo las condiciones propias tiene que
por necesidad brotar de esa manera. Solamente esto puede explicar la
persistencia de la idea de Dios, sin la cual jamás se hubiera perpetuado.
“Ni la revelación primitiva ni la razón lógica ni ambas juntas pueden
explicar la persistencia y universalidad de la idea de Dios sin una natu-
raleza moral y religiosa en el hombre a la que la idea le es innata” (Mi-
ley, Systematic Theology , I:70). Podemos llevar el argumento un paso
más adelante, e insistir que nuestras intuiciones nos ofrecen verdad
objetiva. Por un proceso de razón negativa, podemos argumentar que
negar esto es negar la validez de todo proceso mental. Desconfiar en sus
intuiciones significa llevarlo inmediatamente a una desconfianza en la
interpretación de las percepciones de los sentidos a través de los cuales
nuestro conocimiento del mundo externo es mediado. Sostenerlo de
otra manera significaría aterrizar en el agnosticismo. Pero las facultades
mentales del ser humano son dignas de confianza. Sus intuiciones ra-
cionales son verdad absoluta, y la intuición de Dios, universal y necesa-
ria en la experiencia de la raza, encuentra su única explicación suficien-
te en la verdad de Su existencia.

REVELACIONES CONFIRMATORIAS DE DIOS


Desde el tiempo cuando Hume llevó al empirismo inglés al escepti-
cismo total, y la Crítica famosa de Enmanuel Kant jugó una parte im-
portante en la discusión, los argumentos históricos para la existencia de
Dios han sido persistentemente atacados tanto por los oponentes como
por los defensores de la posición teísta. Existen algunos teístas que sos-
tienen que la existencia de Dios, debido a que es una primera verdad,
es el prius lógico de todo otro conocimiento, y por tanto será imposible
demostrarlo. Dios tiene que ser intuido,5 se dice, por la necesidad de
sus relaciones, tales como: el Infinito como el correlativo de lo finito; el
Ser Absoluto en contra-distinción a la dependencia; el Amo o Señor en
la naturaleza de la ley; y la Razón creativa que ofrece la garantía y base
de la razón humana. Es necesario, por tanto, desde el principio, decla-
rar en qué sentido la palabra prueba se usa en referencia a la existencia

205
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

divina. Ulrici sostiene que “las pruebas para la existencia de Dios coin-
ciden con las bases para la creencia en Dios; ellas son simplemente las
verdaderas bases para la creencia, establecidas y expuestas de una mane-
ra científica. Si no existen tales pruebas, no puede haber tales funda-
mentos —si son del todo posibles, no puede haber creencia propiamen-
te, sino una opinión arbitraria, de propia manufactura, subjetiva. Se
tiene que reducir al nivel de mera ilusión”. Si esto es verdad, se sigue
entonces que las pruebas de la existencia de Dios tienen que ser sim-
plemente revelaciones confirmatorias, las manifestaciones por las cuales
Él se da a conocer a sí mismo en la consciencia y en el mundo externo.6
Como revelaciones confirmatorias, es evidente que los grandes ar-
gumentos teístas tienen que ser menos que un punto de vista plena-
mente cristiano. Existe un límite a su poder de demostración, y en
realidad, a la luz de esto, ellos son considerados más propiamente como
argumentos probables que demostrativos. Pero, en cualquiera de los
casos, requieren de la fuerza de la influencia del Espíritu Santo como
credenciales divinas, y tienen que derivar en cada caso su fortaleza de la
revelación adicional de Dios respecto a su propia esencia y perfecciones.
Aunque las más tempranas objeciones a los argumentos se impulsa-
ron sobre la base de que eran formalmente inválidos desde el punto de
vista silogístico, ya que contenían la falacia lógica de asumir aquello que
se profesa demostrar, la crítica tardía señala que aun cuando se lleven
hasta la conclusión lógica, ellos dan paso a un resultado que no es ple-
namente cristiano. Se debe mantener en la mente que el período de la
Edad Media donde los escolásticos desarrollaron los argumentos teístas,
se caracterizó por un énfasis en la antítesis entre la razón y revelación.
La razón o la teología natural tiene que ser suplementada por la revela-
ción. Originalmente los argumentos teístas fueron diseñados para de-
mostrar que la idea cristiana de Dios era imposible para la teología na-
tural o razón, y tenía que apoyarse en la Biblia o revelación. Tenían
como función demostrar que la razón revelaba algunas cosas sobre
Dios, pero no lo suficiente para el conocimiento de la salvación. El
método racional estaba apoyado por la autoridad. Pero con el cambio
de actitud hacia la razón y la revelación, y la tendencia a considerar la
vida como una unidad, la experiencia llegó a ser el factor dominante en
el conocimiento de Dios y debió suplir el contenido distintivamente
cristiano.

206
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

La marcada distinción entre la razón y la revelación hecha por los


escolásticos dio origen, también, a los dos grandes métodos de aproxi-
mación que han jugado una parte importante en este departamento del
pensamiento teológico. El primero es el método de la filosofía, que
busca establecer la existencia de Dios solamente desde el punto de vista
de la razón humana, y, por ello, aparte de la revelación divina. El se-
gundo es el método de la autoridad, el cual hace su apelación a la Bi-
blia, más especialmente al milagro y la profecía. Ambos han sido histó-
ricamente importantes, y juntos constituyen los argumentos
tradicionales del teísmo. El método de la teología antigua, por consi-
guiente, tanto católico como protestante, principiaba con los argumen-
tos formales y abstractos de la razón, y se completaba con el contenido
distintivamente cristiano que aporta la revelación. John Dickie dice
que, en el primer caso, este esquema fue impuesto sobre la teología
cristiana a partir de la filosofía griega, y que dominó toda la teología
formal por lo menos mil setecientos años.
Por tanto, la tendencia en teología ha sido sustituir una concepción
racionalista de Dios por la revelación personal de Dios a través del Es-
píritu. Se ha dado la impresión de que por el examen de las evidencias
para la existencia de Dios, tal como se encuentran en la consciencia
humana y en el mundo externo, el ser humano puede obtener un co-
nocimiento espiritual y salvífico de Dios. En la iglesia de Roma esto es
sostenido de fido, es decir, es herejía no sostenerlo. Pero, correctamente
entendidos, estos argumentos tienen un valor espiritual e histórico que
les atañen. Aunque en algún sentido se pueden considerar como inváli-
dos silogísticamente, tienen una significación profunda en otro senti-
do.7 Primero, indican el punto inicial general para el desarrollo de la
idea de Dios, que mora principalmente en la mente humana. Todos los
procesos de los argumentos se hallará que descansan finalmente sobre el
análisis de la consciencia original de Dios, que es el derecho por naci-
miento de cada criatura. Mencionamos esto en anticipación a una dis-
cusión posterior respecto al conocimiento de Dios, i.e., que existe una
vasta diferencia entre conocer a Dios y conocer respecto de Dios. El cono-
cimiento secundario, como se ha dado en los argumentos, nunca puede
llevar a un conocimiento directo de Dios; pero una vez que Dios es
conocido a través de la revelación espiritual, “este conocimiento secun-
dario que nos llega indirectamente complementa nuestro cuadro men-

207
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

tal, mientras que nuestro conocimiento personal, aunque sea mínimo,


le da vida y actualidad a la totalidad”.
El segundo valor de los argumentos se encuentra en el hecho de que
los mismos marcan las varias etapas del conocimiento, las líneas a través
de las cuales en todas las épocas los pensamientos del ser humano se
han elevado hasta Dios. Ellos son, de acuerdo a John Caird, “la lógica
inconsciente o implícita de la religión”. “Los muchos testimonios de
Dios –dice el obispo Martensen– que el hombre encuentra en sí mismo
y a su alrededor, aquí son reducidos a principios generales, y las varias
maneras intrincadas por las cuales la mente humana es llevada a Dios lo
indican los resultados resumidos del pensamiento”. Tanto el Obispo
Martensen como William Burton Pope sostienen que el pensamiento
del ser humano se levanta hasta Dios de dos maneras: por la contem-
plación de sí mismo, y por la contemplación del mundo.8 Los argu-
mentos son clasificados según estas dos maneras — el cosmológico y el
teleológico surgen de la naturaleza del mundo externo, y el ontológico
y el moral de la constitución de la mente humana. Los argumentos que
han influenciado tan grandemente el pensamiento del pasado, por tan-
to, no pueden ser soslayados con ligereza, aun cuando sean considera-
dos pruebas confirmatorias en lugar de demostrativas. Más tarde tene-
mos el propósito de reunirlos y presentarlos en su forma moderna y
científica.
En los tratados más elaborados del teísmo, es práctica común dividir
los argumentos en dos clases —a priori y a posteriori. Este es un arreglo
conveniente aunque impreciso. Es difícil trazar una línea y asignar los
argumentos totalmente a una clase o a la otra. Por a priori se quiere dar
a entender la prueba del hecho o el efecto a partir del conocimiento de
las causas existentes; por a posteriori se quiere indicar el razonamiento
que va de los efectos a las causas anteriores. Para nuestro propósito la
clasificación más simple previamente mencionada es más apropiada.
Por tanto, trataremos los argumentos cosmológico y teleológico como
producto de la naturaleza del mundo externo, y los argumentos ontoló-
gico y moral como relacionados a la naturaleza y constitución de la
mente humana. William Adams Brown define estos argumentos e indi-
ca su propósito de la siguiente manera. Primero, el argumento cosmo-
lógico (del cambio a la causa) es la revelación de Dios como poder.
Segundo, el argumento teleológico (de la adaptación al propósito) es la
revelación de Dios como designio. Tercero, el argumento ontológico

208
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

(del pensamiento necesario al ser) es la revelación de Dios como reali-


dad; y Cuarto, el argumento moral (del ideal al poder adecuado para
realizarlo) es la revelación de Dios como derecho. (Compárese con
Brown, Christian Theology in Outline, 124).
El argumento cosmológico. El término “cosmológico” ha sido con-
vencionalmente adoptado para este argumento porque intenta dar
cuentas, o se propone explicar el cosmos o universo. Estrictamente es
más el argumento “etiológico” o causal por el cual la mente razona de
la contingencia del fenómeno a una Primera Causa. El argumento ge-
neralmente asume dos formas —la física que descansa sobre los hechos
del universo material, y la metafísica que hace su apelación a la causa o
fuerza eficiente. La primera forma de argumento, la física, hace uso de
dos hechos indiscutibles de la naturaleza —la materia y el movimiento.
Es cierto que algo ha existido desde la eternidad, pero esto no pudo
haber sido la materia porque la materia es mutable. Pero ya que la ma-
teria, por ser mutable, no puede ser eterna, de igual manera el Creador
porque es eterno no puede ser ni mutable ni material. Desde el punto
de vista de la física, por tanto, tenemos que aceptar la creencia en un
Creador autoexistente y espiritual. La segunda forma del argumento, la
metafísica, la expresa Johnson como sigue: “Todo cambio tiene que
tener una causa; pero la única causa real es una primera causa; por tan-
to, el siempre cambiante universo tiene que haber tenido una Primera
Causa. Además, la idea de lo causal surge en la mente por el ejercicio de
la voluntad. Tenemos una concepción de lo causal sólo por virtud del
hecho de que al formarse las voliciones, nosotros mismos somos cons-
cientemente causas. La Primera Causa, por tanto, tiene que ser conce-
bida por nosotros como Voluntad, esto es, una Persona”.
El argumento teleológico. La presencia del designio o propósito en
el universo ha sido más o menos reconocida claramente por los hom-
bres desde el principio. La declaración más antigua se encuentra en
Génesis, i.e., las estrellas son para dar luz, el fruto es para alimento, y
expresiones semejantes. Los Salmos están repletos de argumentos de
diseño. Al salmo 104 se le ha llamado el salmo teleológico o de diseño.
Este argumento siempre ha hallado un lugar importante entre los teís-
tas. Kant lo trató con gran respeto, y Mill lo veía como el único argu-
mento que tenía alguna fuerza. La apología cristiana ha dependido
mucho de este argumento, a menudo llevándolo más allá de los límites
del razonamiento saludable. Los evolucionistas reclamaron por algún

209
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

tiempo que el famoso argumento del reloj de Paley era inválido y que
había perdido su importancia por completo. Pero en LeConte, Drum-
mond y otros, el argumento reaparece en una nueva forma —ya no
como el diseño particular, sino como el diseño universal. Kant presentó
la objeción de que “el argumento del diseño en el mejor de los casos
prueba que hay un arquitecto solamente, no un Creador”, pero esta
objeción pierde su fuerza cuando se ve que el origen y el diseño van
juntos.
El argumento ontológico. El germen de este argumento se encuen-
tra en la discusión de san Agustín sobre la Trinidad (Trinity , VII, iv)
donde dice: “es más fácil pensar en Dios que describirlo, y Éste existe
con mayor certeza que lo que se piensa de Él”. William G. T. Shedd,
comentando sobre esto dice: “Ésta es una de aquellas proposiciones
impregnadas tan característica de los Padres Latinos, que comprime
una teoría en unas cuantas palabras... La existencia de Dios es aún más
real que lo que nuestra concepción de Él es para nuestra propia mente;
y nuestra concepción, debemos confesarlo, es una realidad en nuestra
propia consciencia... La idea subjetiva de Dios en lugar de ser más real
que Dios es menos real. La 'cosa' en esta ocasión tiene más existencia
que el 'pensamiento' de ello”. Sin embargo, fue Anselmo el que dio
primero su construcción en forma silogística al argumento ontológico,
y con todas las modificaciones a las que ha sido sujeto, quizá la declara-
ción original todavía es la más clara y más fuerte. “La idea de perfección
incluye existencia, porque aquello que no existe será menos que perfec-
to; por tanto, debido a que tenemos la idea de un ser perfecto, ese ser
tiene que existir porque la idea incluye su ser o sería menos que perfec-
to”.9
El agudo y poderoso intelecto de Anselmo poseía esa intuición me-
tafísica que veía tanto el centro de la expiación como el corazón de la
existencia divina. Gaunilio, un contemporáneo de Anselmo, escribió
un tratado titulado “Liber pro Insipiento”, o “Una defensa del necio”,
donde planteó una objeción al argumento que se ha repetido una y otra
vez. Sostuvo que tenemos la idea de un árbol, pero no sigue de esto que
existe un árbol en la realidad; o tenemos la idea de un león alado, pero
esto no nos asegura que tal criatura existe. Pero la respuesta a este ar-
gumento, y a todos aquellos de naturaleza similar, es que el punto vital
del argumento —el de la existencia necesaria— ha sido ignorado por
completo. Una idea es de un ser perfecto y necesario— la otra, de un

210
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

ser imperfecto y contingente. La idea de un árbol es contingente, puede


o no ser, y, por tanto, a partir de la idea del árbol es imposible demos-
trar su realidad objetiva. Pero con la idea de Dios existe el elemento de
necesidad en lugar de contingencia. Si la idea es contingente e implica
que una cosa puede o no existir, entonces no sigue necesariamente que
el objeto existe; pero si la idea de la cosa implica necesidad, o que tiene
que existir, entonces se sigue que la cosa existe.
Descartes aparentemente llegó a la misma conclusión de manera in-
dependiente. Al principiar a dudar de todas las cosas posibles, llegó a la
verdad: “Pienso, por tanto existo”, el cogito ergo sum del cual no podía
dudar. De este fundamento pasó a una segunda declaración: “He en-
contrado que la existencia de un ser perfecto estaba comprendida en la
idea, de la misma manera en que las equidistancias de los tres ángulos
de un triángulo son iguales a dos ángulos rectos está comprendida en la
idea de un triángulo, y que consecuentemente es a lo menos tan seguro
que Dios el Ser perfecto exista como puede serlo cualquier demostra-
ción en geometría” (compárese con Descartes, Method, 240.) Los teó-
logos ingleses han hecho mucho uso de este argumento en su conflicto
con el ateísmo de Hobbes y otros. Esto es especialmente cierto de aque-
llos teólogos que estaban profundamente versados en los escritos de
Platón y Aristóteles, tales como Cudworth, Bates, Stillingfleet y Henry
More.
Kant objetó al argumento ontológico sobre la base que hemos men-
cionado antes —que pensar en un ser perfecto de ninguna manera im-
plica la existencia perfecta. Las objeciones modernas, sin embargo, se
encuentran en el polo opuesto al razonamiento de Anselmo. Él sostuvo
que la realidad objetiva es más grande que el concepto interno, mien-
tras que exactamente lo opuesto se encuentra en Kant y sus seguidores,
i.e., que el objeto no es tan real como la idea de ello, y por tanto no
tiene que inferirse de este. Sin embargo, el argumento puede descansar
sobre otra base, la de la existencia absoluta como necesaria e implicada
en toda existencia. Dios es el substrato de toda realidad. No necesaria-
mente abandonamos el argumento por rechazar la forma ansélmica o
cartesiana de él. “El principio del ser absoluto –dice Samuel Harris–
existe como una ley necesaria del pensamiento, un elemento constitu-
yente del razonamiento, y un postulado necesario en todas las cosas
sobre el Ser" (Harris, Self-revelation of God, 164). La existencia relativa
implica la existencia absoluta, y un conocimiento relativo, el conoci-

211
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

miento absoluto. Dios tiene que ser el fin lo mismo que el principio de
todas las cosas.
El argumento moral. La revelación más elevada de Dios es la reve-
lación de lo recto. La tendencia del pensamiento especulativo es volver-
se de la naturaleza al hombre. No es que la naturaleza no tenga que
revelar algo, sino que la revelación más profunda es a través del ser hu-
mano. El ser humano es a la imagen divina; la naturaleza es secundaria.
El argumento, sin embargo, es sólo otra aplicación del principio de
causa —uno aplicado al mundo de lo moral en lugar del natural. Un
mundo así está tan ordenado y lleno de propósito como lo está el mun-
do físico, y puede explicarse sólo por una causa de la misma naturaleza
que éste. El hecho central de la esfera moral es la consciencia; pero la
consciencia no hace la ley moral. La ley moral es independiente del ser
humano y no varía de época a época. Sus leyes son inexorables, y su
existencia no sólo demanda un Autor, sino que la esfera moral revela su
carácter como el amigo de la justicia y el enemigo de la injusticia. Por
tanto, fue la aportación distintiva de Enmanuel Kant presentar este
argumento en su extensión plena y con gran relieve. Lo consideró co-
mo el único argumento suficiente para Dios. “Dos cosas existen –dijo
Kant– que producen maravilla incesante — los cielos estrellados arriba
y la ley moral adentro”. Kant tiene tres postulados: la libertad, la in-
mortalidad, y Dios. En el problema práctico de la razón pura y la bús-
queda necesaria del bien más alto, se postula una conexión entre la
felicidad y la moralidad, proporcionada a la felicidad. El hombre ha de
buscar el bien más alto, y por tanto, el bien más alto tiene que ser posi-
ble. Tenemos que postular, entonces, la causa de la naturaleza como
distinta de la naturaleza, y es esta causa la que es capaz de vincular la
moralidad con la felicidad. El bien más alto no puede existir excepto si
Dios existe —tiene que haber por tanto un bien más alto porque nues-
tra razón moral lo demanda. Algún bien más alto existe, por tanto Dios
existe. El deber es una gran palabra para Kant. Implica que existe en el
bien más alto un Ser que es la causa suprema de la naturaleza, y quien
es la causa o Autor de la naturaleza a través de su inteligencia o volun-
tad —esto es, Dios. Como la posibilidad del bien más alto está insepa-
rablemente conectada con éste, y es moralmente necesario sostener la
existencia de Dios, uno no puede sino preguntarse por qué Kant no
encontró la existencia de Dios en la ley moral en lugar de deducirla de
ella. El deber no es algo de por sí separado de las personas, sino vincu-

212
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

lado con ellas y reconocido por ellas. Es porque existe una Persona Su-
prema que reconocemos un bien supremo, un deber supremo, una ley
moral.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Por intuición queremos dar a entender esa habilidad del alma de recibir conocimiento
independientemente de los cinco sentidos aunque no contraria a ellos (Paul Hill).
2. Existen algunas facultades de la mente que determinan la manera en que se dan nuestras
ideas. Algunas las obtenemos a través de la percepción de los sentidos. La experiencia de
los sentidos subraya todas esas percepciones. No podemos de este modo alcanzar la idea
de Dios. Muchas de nuestras ideas se logran a través de la razón lógica. Son inferencias ga-
rantizadas de los hechos verificados o deducciones de los principios autoevidentes. A tra-
vés de la misma facultad recibimos muchas ideas, con una convicción de su verdad, sobre
la base del testimonio humano. También existen verdades intuitivas, conocimientos in-
mediatos de la razón primaria. La convicción de la verdad en estas ideas viene con su co-
nocimiento intuitivo. ¿A través de qué medios se puede obtener la idea de Dios? No a tra-
vés de la percepción de los sentidos, como se declaró previamente. Más allá de esto no está
limitado necesariamente a ningún modo de proceder mental: no a la facultad intuitiva,
porque puede ser producto de la razón lógica o una comunicación de la revelación a la ra-
zón lógica; ni a este modo, porque puede ser una verdad inmediata de la razón primaria...
La idea de Dios como un sentido o convicción de esta existencia es producto de la facul-
tad intuitiva. Existe una facultad intuitiva de la mente, la facultad del discernimiento in-
mediato en la verdad. Un análisis cuidadoso encuentra tal facultad tan ciertamente como
encuentra las otras bien conocidas facultades, tales como la manifiesta, la representativa y
la lógica. Abandonar estas distinciones de la facultad es abandonar la psicología. Sostener
otras sobre la base de tales distinciones implica admitir una facultad intuitiva (Miley, Sys-
tematic Theology, I:60, 62).
A. A. Hodge, cuando habla de lo innato de la idea de Dios, dice: “No es innata en el
sentido de que la persona nazca con una idea correcta de Dios perfectamente desarrolla-
da, o que, independiente de la instrucción, cualquier persona pueda llegar, sólo por el
desarrollo de sus poderes naturales, a un conocimiento correcto de Dios... Por otro lado,
independientemente de toda instrucción, es natural al ser humano un sentido de depen-
dencia y de responsabilidad moral. Éstos involucran lógicamente el ser de Dios, y cuando
el carácter intelectual y moral de un individuo o raza se desarrolla en algún grado, éstos
invariablemente sugieren la idea e inducen a la creencia de un Dios. Por ello se puede de-
cir que el ser humano es tan universalmente religioso como racional. Y en cualquier oca-
sión que se ofrezca como un hecho la existencia y el carácter de Dios como providencial y
regidor moral, entonces cada alma humana responde a ello como verdad, vista en su pro-
pia y autoevidente luz, en la ausencia de toda demostración formal” (A. A. Hodge, Outli-
nes of Theology, 12-13).
3. La existencia de Dios, sólo Dios puede revelarla. Él ha forjado esta verdad suprema en la
constitución de la naturaleza humana como su Creador. La Biblia, que nunca prueba la
existencia del ser Supremo, apela a esta consciencia; también da razón de su disturbio, y
así por anticipación soslaya la fuerza de cada argumento en su contra... Todos los procesos
de este argumento descansan finalmente sobre el análisis de esa consciencia original de
Dios que el ser humano tiene por derecho de nacimiento como criatura: por lo cual se de-
rivan, primero, de una apelación a la naturaleza del espíritu humano mismo; segundo, de

213
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

una consideración de la relación entre la mente humana y el fenómeno del universo; y ter-
cero, del teísmo universal de la raza como resultado de ambos... La forma más simple del
argumento debe buscarse en la constitución moral del hombre, que en razón o consciencia
proclama la existencia de un Supremo Dador de la Ley, y, en sus deseos y aspiraciones, la
existencia de un Objeto Supremo para la comunión con el cual fue hecho. Estos son ele-
mentos de nuestra naturaleza y no resultado de la educación; son primarios, intuitivos y
universales; que rechazan desde el principio todo argumento sobre su origen. Si la cons-
ciencia es la consciencia moral —su única recta definición— implica por necesidad un
mundo espiritual en el que el hombre nace, así como la consciencia en general implica el
mundo natural. Si es la razón o corazón o personalidad central del hombre, da testimonio,
supremo en el alma, de un Poder que rige con justicia y aborrece la iniquidad. La ley ra-
cional de nuestra naturaleza es su ley moral. Apunta a un Gobernador Santo, a quien su-
giere, o a quien apela, por encima de un mundo visible en el que nada es capaz de excitar
sus emociones. Y el sentimiento universal de dependencia de un Ser o una Persona más
elevada que nosotros mismos refuerza este argumento: el mismo corazón del hombre que
tiembla ante una Autoridad sobre él, anhela poder tner la capacidad de confiar en Él. A
esto se le puede llamar demostración moral (Pope, Compend, Christian Theology, I:234-
236).
4. La Biblia “ciertamente declara al menos esto: que la vida misma de la criatura dependiente
está vinculada con la idea de su Fuente Independiente; que el pensamiento mismo de
Dios en la mente del hombre —para anticipar un futuro argumento— asume que Dios
es. Se eleva más todavía, si es posible. Declara que el Logos eterno o Palabra, al venir al
mundo, es “la verdadera luz que alumbra a todo hombre”. Y esto precede, en orden de
tiempo y pensamiento, a esa revelación más alta que sigue: “A Dios nadie le ha visto a
Dios jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer”
(Juan 1:18). Él es en sí mismo la manifiestación del Dios invisible, pero sólo al revelarse a
sí mismo a una consciencia preparatoria de la humanidad. <Á¼ėÅÇË ëƾºŢʸÌÇ: él ha ex-
puesto en una exégesis final el texto original implantado en la naturaleza humana univer-
sal” (Pope, Compend, Christian Theology, I:235).
5. “La palabra intuición es un término valioso para establecer el hecho de que la mente, en
ciertas ocasiones, de su propia energía inherente da origen a ciertos pensamientos”. Por
una acomodación del lenguaje tales pensamientos son en sí mismos llamados intuiciones;
el poder que la mente tiene de dar origen a tales pensamientos se conoce como facultad
intuitiva. La misma idea en ocasiones se expresa con los términos, la naturaleza o la cons-
titución de la mente, es decir, la mente se concibe como un algo cuya naturaleza es dar
origen a pensamientos cuando se dan las condiciones apropiadas. Lo mismo se pretende
cuando se habla de una clase de ideas que son innatas, no que las ideas estén en las mentes
de los infantes en su nacimiento, sino que las ideas nacen en la mente cuando se dan las
condiciones de su nacimiento. Ahora, debe ser manifiesto que una investigación del géne-
sis del pensamiento tiene que ser referida, en todos los casos, en última instancia a la natu-
raleza de la mente misma; por ejemplo, en cualquier instancia de percepción, si inquiri-
mos, ¿cómo llegó la mente a tomar posesión de la idea, supongamos del color, como
blanco o negro? La respuesta común es: por el sentido de la vista; pero esta respuesta no
está completa, porque pudiera todavía inquirirse: ¿cómo da la vista tales ideas? y la res-
puesta tiene que ser: es la naturaleza de la mente ser impresionada de esa manera cuando
se ejercen los órganos de la vista... La afirmación de que la idea de Dios es intuitiva, es la
afirmación de que la idea surge en la mente precisamente de la misma manera como lo
hacen las ideas del tiempo, espacio, sustancia y todas las otras ideas correspondientes a esa
clase de pensamientos. De nuevo, el hombre, al venir a la existencia, lo hace en una con-

214
LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE DIOS

dición de absoluta dependencia, y algunas aprehensiones de esta dependencia tienen que


estar, por la naturaleza del caso, entre las ideas más primitivas de la consciencia. Surgido
de este sentido de dependencia inseparablemente conectado con ella, se halla un sentido
de obligación. La obligación es una aprehensión no sólo de que algo es un deber, sino
también de que algo se debe a Alguien, y que ese Alguien es Aquél de quien dependemos.
En una palabra, parecería evidente por los hechos obvios del caso, que el sentido de de-
pendencia y de obligación, de los cuales todos los hombres están al tanto desde los mo-
mentos más tempranos del pensamiento consciente, son por ellos intuitivamente referidos
a una primera causa inteligente infinita” (Raymond, Systematic Theology, I:248-252).
6. “La creencia en Dios de ninguna manera es producto necesario de la demostración. Tan
antigua como la humanidad misma, no fue al principio producida por el razonamiento,
sino más bien en su forma más primitiva precedió a todo razonamiento. Nadie jamás ha
principiado a sentirse convencido de esta verdad sólo porque se le ha demostrado de una
manera estrictamente lógica. En realidad, las personas difícilmente se hubieran entregado
a sí mismas a la tarea de buscar pruebas para esta convicción, si esta, por así decirlo, no se
hubiera forzado a sí misma con poder irresistible sobre sus consciencias más íntimas. En
todas partes descubrimos esta creencia, aun donde nunca se haya escuchado alguna vez
una prueba; y durará aun cuando los lados débiles de todas las pruebas conocidas de nin-
guna manera sean ignorados . La fe en Dios no es consecuentemente el resultado, sino,
por el contrario, un punto de inicio para el pensar del humano sobre las cosas invisibles
— un postulado de toda nuestra naturaleza racional y moral, pero no el resultado de un
silogismo universalmente reconocido (Van Oosterzee, Chr. Dogm., 239).
Pero la dogmática cristiana no debe ignorar, desde su punto de vista, la importancia de
las otras así llamadas pruebas para la existencia de Dios; mucho menos hacer causa común
con aquellos que hablan con cierto desprecio de ello, como fruto del razonamiento defec-
tuoso y de la imaginación necia. Por el contrario, tiene que y debe deplorar la liviandad
con la que la aseveración, en sí misma cierta, de que la existencia de Dios no se puede
probar (demostrar), con frecuencia y de cierta manera se repite, se entiende y se aplica al
punto de que se le hace caer repetidas veces en las manos de la incredulidad y el escepti-
cismo. “La teología moderna, que tan rápidamente abandona las pruebas para la existencia
de Dios, abandona con ello no sólo su propia posición como ciencia, sino también, en
principio, aniquila la fe y la religión de la cual pretender ser teología” (Ulrici). Es verdad
que no hay una sola prueba en contra de la cual se hayan aducido o se pudieran aducir ob-
jeciones más o menos serias. Todas conllevan evidencias inequívocas de la limitación del
pensamiento humano... Sin embargo, todavía siguen siendo en gran manera recomenda-
bles, como más o menos una tarea exitosa, no sólo para llevar a una claridad satisfactoria
las declaraciones de la consciencia más interna, sino también para justificarlas ante uno
mismo y ante otros como altamente razonables” (compárese con Pope, Compend. Chris-
tian Theology, 233-234, 236).
7. A medida que arribamos al argumento teísta positivo, no sería incorrecto resguardarse de
ciertos errores respecto a sus funciones. Sería calificar demasiado alto el valor práctico del
argumento el suponer que explique toda la base o el incentivo de la creencia teísta. El
impulso constitucional es anterior al silogismo. Las necesidades de la naturaleza emocio-
nal, estética y moral estimulan al pensamiento y se unen con las necesidades intelectuales
para engendrar y mantener viva la idea de un poder sobrenatural y regidor. La historia de
la raza rinde un tributo demasiado alto a la fuerza, persistencia y universalidad de esta idea
como para permitir la suposición de su origen adventicio... La función de la argumenta-
ción formal, por tanto, puede ser solamente suplementaria. La base de la fe teísta siempre

215
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 9

está a la mano antes de que la filosofía o la teología principien a poner en orden sus prue-
bas (Sheldon, Sys. Chr. Doct., 53-54).
Significaría sobrevalorar la argumentación teísta suponer que es competente, en el
sentido estricto del término, para demostrar la existencia de una Persona Divina. La de-
mostración propia pertenece a la esfera de las cantidades y relaciones ideales, donde la in-
formación es de una manera y de otra por hipótesis, y no se tiene que tomar en cuenta
ninguna inseguridad e imperfecciones de observación o experiencia. Por tanto, no puede
aplicarse a la esfera de la realidad objetiva. En este dominio, una preponderancia abruma-
dora de las bases en favor de una conclusión particular es lo más que se puede obtener. Es-
to es suficiente para las necesidades prácticas, y la especulación llega a ser intemperante
cuando pide más de eso, ya sea en la ciencia física o en la teología (Sheldon, Syst. Chr.
Doct., 54).
8. Aunque estos diversos argumentos no conducen necesariamente al ignorante al conoci-
miento de Dios, sin embargo, cuando se le ofrece aunque sea una pista de la existencia di-
vina, la razón y la naturaleza ofrecen corroboración abundante. Una cosa es hacer una sín-
tesis de todas las enseñanzas de la naturaleza y la razón y declarar que el Dios antes
desconocido sea un resultado necesario, y otra cosa considerablemente diferente es que,
habiéndose ofrecido la existencia de Dios como una proposición para prueba, se reúnan
las evidencias de ella. No existe prueba de que el primer hallazgo lo haya producido algu-
na vez alguna nación o individuo. El descubridor de Dios, aunque fuera un genio más
grande que Euclides o Newton, no ha escrito su nombre en la historia (Summers, Syst.
Th., 69).
9. Knapp da el argumento ansélmico de esta forma: “El ser más perfecto es posible y por
tanto, existe en realidad; porque la existencia es una realidad o perfección, y la existencia
necesaria es la perfección más elevada. Como consecuencia se tiene que predecirse la exis-
tencia necesaria del ser más perfecto (Knapp, Christian Theology, 86).
Miley, citando del Proslogium, da la siguiente declaración del argumento: “Tenemos la
idea del Ser más perfecto, un Ser sobre el cual no se puede concebir uno más grande o
perfecto. Esta idea incluye y tiene que incluir la existencia real, porque la existencia real es
el contenido necesario de la idea de lo más perfecto. Un ser ideal, sin importar qué tan
perfecto sea en la concepción, no puede responder a la idea del Ser más perfecto. Este Ser
más perfecto es Dios. Por tanto, Dios tiene que existir” (Miley, Systematic Theology,
II:74).

216
CAPÍTULO 10

LOS NOMBRES Y
PREDICADOS DIVINOS
La revelación progresiva de Dios al hombre que vemos en la Biblia
se origina y desarrolla con el uso de los nombres divinos; a través de
éstos, Dios ha comunicado en diversos grados algo del misterio inson-
dable que rodea su Ser. Dos de esos nombres, Elohim y Jehová o Yahvé,
vistos en la unidad del Antiguo Testamento, declaran que el ser de
Dios es absoluto y necesario. Existen muchos otros nombres que se
aplican a la Deidad, pero estos dos son supremos y se encuentran a
través de todo el período de revelación más antiguo. Otros nombres
como El Shaddai —combinación de El y Shaddai— y Adonai —
especialmente al usarse en plural con Elohim y Jehová— son de sufi-
ciente importancia como para demandar atención especial. Todos estos
nombres continúan en el Nuevo Testamento, y su culminación es la
revelación de Dios en Aquél cuyo nombre es “sobre todo nombre que
se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero” (Efesios
1:21).

LOS NOMBRES DIVINOS Y LA CRÍTICA HISTÓRICA


Resulta significativo que, aunque la teología no le ha dado a los
nombres divinos la importancia merecida en el desarrollo histórico de
la idea de Dios, el pensamiento racionalista ha formado en base a ellos
la “hipótesis documental” que ha ocupado un lugar tan prominente en
la “alta crítica”. El movimiento racionalista se inició con Eichorn
(1781-1854) y su estudio de los “fragmentos de Reimaurus”. Él intentó

217
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 10

aplicar los principios de la escuela histórica a la ley eclesiástica y, en el


prefacio de su Introduction to the Old Testament (Introducción al Anti-
guo Testamento), usó el término “alta crítica” para distinguir su posi-
ción de la que sostenía la antigua teología. Sin embargo, en la formula-
ción de la hipótesis documental, fue el médico francés Jean Astruc
(1684-1766) quien introdujo los términos elohista y yahvista, o elohísti-
co y yahvístico, aplicándolos a porciones del Antiguo Testamento. Al
leer el libro de Génesis le llamó la atención algo que, al parecer, hasta
ese tiempo nadie había notado: que en Génesis 1 se utiliza sólo la pala-
bra Elohim para “Dios”, mientras que en otras secciones se usa Yahvé
con igual persistencia. En Génesis 2 y 3 se combinan los dos nombres,
dando lugar a un nuevo concepto de la Deidad como Yahvé-Elohim o
el “Señor-Dios”. Pensando que Moisés quizá tuvo ante sí documentos
más antiguos, algunos tal vez del tiempo de Abraham, los que se unie-
ron en un solo relato, se propuso descubrir si era posible detectar y
separar los documentos asignándolos a sus fuentes originales. Intentó
hacerlo basándose en que el uso variado de los términos indicaba dife-
rentes escritores. Sobre esta suposición se fundamentó la actitud crítica
moderna hacia la Biblia.
En la formulación de la alta crítica, Eichorn y DeWette aceptaron la
teoría de Astruc. DeWette (1780-1849) la desarrolló aun más, afir-
mando que el autor de los primeros cuatro libros del Pentateuco no
escribió Deuteronomio; y su Introduction to the Old Testament (Intro-
ducción al Antiguo Testamento), publicado en 1806, marca una etapa
en el avance de la crítica racionalista. Strauss (1806-1874), Bauer
(1792-1860) y la Escuela de Tubinga dirigieron sus ataques contra el
Nuevo Testamento. Vatke publicó un libro en 1836, aplicando a la
Biblia los principios de la filosofía hegeliana. Graf, en 1866, introdujo
la teoría de que el grupo de leyes que se encuentra en los libros centra-
les del Pentateuco era una producción tardía, elaborada y colocada en
su posición actual después del exilio babilónico. Esta teoría, conocida
como la “hipótesis de Graf”, fue aceptada por Kuenen, quien publicó
The Religion of Israel (La religión de Israel) en 1869-1870, un paso más
en la crítica destructiva. Sin embargo, le correspondió a Julius We-
llhausen (1844-1918), por sus dones populares y agudeza intelectual,
proporcionarle a esta posición su amplia aceptación en el pensamiento
teológico moderno. Hemos ofrecido esta breve historia de la alta crítica
—que con su forma radical y destructiva ha dañado tanto la fe de la

218
LOS NOMBRES Y PREDICADOS DIVINOS

iglesia— a fin de mostrar más claramente la distinción entre el desarro-


llo del racionalismo en su concepto de Dios y su Palabra, y la revela-
ción de Dios mismo a través de los nombres divinos. Al recordar que la
perspectiva histórica es la base del desarrollo de la crítica moderna, de-
be atribuirse nueva importancia a los medios señalados por Dios para
revelarse a sus criaturas.
Elohim. El primer nombre de Dios que se nos proporciona en la
Biblia, y que se encuentra en todos los escritos primitivos, es Elohim.
La derivación de la palabra es incierta, pero se puede rastrear hasta la
raíz simple que significa poder, o hasta la forma singular que significa el
efecto del poder. En Génesis 31:29 Labán dice: “Poder [El] hay en mi
mano para haceros daño”. Al predecir los juicios que enfrentaría Israel
si desobedecía a Dios, Moisés dijo: “Tus hijos y tus hijas serán entrega-
dos a otro pueblo... pero nada podrás [El] hacer” (Deuteronomio
28:32). La palabra El se traduce “Dios” en aproximadamente 225 luga-
res del Antiguo Testamento, y en cada caso se refiere al poder de Dios
usado en favor de su pueblo.1 Significa, pues, que Dios posee toda for-
ma de poder. La palabra se usa por lo general en plural para expresar la
plenitud y gloria de los poderes divinos, y la majestad de Aquél en
quien estos poderes son inherentes; pero puesto que se usa con un ver-
bo en singular, mantiene la posición monoteísta sin interpretarla de
manera tan rígida que excluya el concepto trinitario posterior acerca de
Dios. El nombre Elohim indica la revelación primaria de Dios como
poder a través de las fuerzas de la naturaleza y la constitución del hom-
bre. Como tal, es un término genérico que en la Biblia se aplica asi-
mismo a los dioses del paganismo. En él se halla también la base de la
energía triple que se muestra al revelar la actividad divina: “En el prin-
cipio creó Elohim los cielos y la tierra... y el espíritu de Elohim se movía
sobre la faz de las aguas. Dijo Elohim: ‘Sea la luz’” (Génesis 1:1-2).
Aquí hay tres movimientos distintos como predicados o afirmaciones
acerca de Dios: Elohim, el Espíritu de Elohim, y la Palabra, que aparece
en la frase dijo Elohim. Todos están activos en la creación y marcan,
con algún grado distintivo, los inicios de lo que sería el concepto trini-
tario de la Deidad revelado a través de Cristo. Las distinciones no se
ven con claridad pero se disciernen los débiles rayos de la aurora, y pa-
sos posteriores de la revelación divina permiten leer en estos términos la
plenitud de la Deidad.

219
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 10

Jehová o Yahvé. El segundo nombre en el desarrollo de la revela-


ción de Dios es Jehová o Yahvé, que eleva el concepto de Dios del plano
de mero poder al de las relaciones personales. Elohim es un término
genérico; Jehová es nombre propio. Dios mismo lo interpretó a su sier-
vo Moisés como YO SOY o YO SOY EL QUE SOY, expresiones que
se pueden traducir como EL QUE ES o EL QUE ES LO QUE ES. En
un solo concepto el nombre une lo que para el hombre es el pasado,
presente y futuro; de ese modo denota al Ser absoluto juntamente con
el proceso del devenir continuo, a través de la revelación histórica de sí
mismo a su pueblo. También se puede interpretar el nombre como Él
hará que sea, expresando la fidelidad personal de Jehová hacia su pue-
blo. Revela así el carácter espiritual del propósito de Dios para los seres
humanos, y la importancia mayor que atribuye a las relaciones indivi-
duales y personales. Muestra más claramente la trascendencia de Dios,
elevándolo sobre las fuerzas de la naturaleza en las que se basan las reli-
giones étnicas. Sitúa a Dios en el plano de las relaciones espirituales, el
cual se da a conocer sólo a través de la revelación sobrenatural.
El énfasis en el proceso histórico de la revelación, en relación con el
nombre de Jehová, se basa tanto en la Biblia como en la historia de la
raza humana —especialmente en su relación con la promesa mesiánica.
En verdad no se percibe la relación del Antiguo Testamento con el
Nuevo, de la misión de Moisés con la de Cristo, o entre la Palabra es-
crita y la Palabra Personal, sin reconocer el método divino de una reve-
lación progresiva que se desarrolla en el proceso de la historia. Sólo
desde el punto de vista genético se ve que las revelaciones de Dios, da-
das “muchas veces y de muchas maneras” (Hebreos 1:1), constituyen
partes de un todo bien enunciado. Con frecuencia se adopta una posi-
ción falsa respecto a la relación existente entre la Biblia como la Palabra
de Dios, y Cristo como la Palabra Personal. A la Palabra escrita se le
atribuye una autonomía falsa si no se comprende que es una expresión
espiritual. Se convierte así en la letra que mata, en vez de ser el espíritu
que da vida. Esto origina mucho de lo que se vuelve casi adoración a la
Biblia en vez de conocimiento espiritual de Cristo. Se hace de la Biblia
el fin en lugar del instrumento; es el objeto de reverencia, en lugar de
que surja la reverencia al usarla como medio para revelar a la Palabra
Personal. Este método de interpretación tampoco discierne la diferen-
cia genérica entre Moisés y Cristo; por tanto, no distingue la diferencia
entre la revelación preliminar y la final. Dando por hecho que el Anti-

220
LOS NOMBRES Y PREDICADOS DIVINOS

guo y el Nuevo Testamento se mueven en el mismo nivel de revelación,


los teólogos se han visto tentados a colocar a uno en oposición al otro.
Cuando Cristo declaraba: la ley dice, pero yo os digo, no estaba despre-
ciando, mucho menos contradiciendo las verdades del Antiguo Testa-
mento; más bien, admitía que ellas contenían las fases inferiores de la
revelación divina, y que serían llevadas a su perfección mediante una
revelación más plena y perfecta. Si no se reconocen los procesos genéti-
cos de la historia, entonces no se comprende la relación entre el Anti-
guo y el Nuevo Testamento, ni la relación que existe entre la Palabra
escrita y la Personal.
El pacto abrahámico introdujo una nueva idea en el proceso históri-
co de la revelación, un compañerismo más real y satisfactorio entre
Dios y el hombre al efectuarse por fuerzas espirituales sobrenaturales.
Vemos su comienzo en el protoevangelio que Dios anunció al hombre
en la puerta del Paraíso, la promesa inicial de la redención personal: La
simiente de la mujer herirá la cabeza de la serpiente. Sólo por medio del
nombre de Jehová pudo comprenderse esto más claramente a la luz del
pacto abrahámico. Elohim significaba la revelación intuitiva de Dios
mediante las fuerzas de la naturaleza y la constitución humana, alcan-
zando su cenit en lo que puede denominarse el conocimiento acerca de
Dios. No llega a ser compañerismo personal. Denota la inmanencia de
Dios, en base a la cual surge el panteísmo que da origen a las religiones
étnicas. Pero, sólo a través de Jehová o la revelación de Dios como Per-
sona se profundiza el conocimiento, llegando a ser compañerismo y
estableciéndose relaciones éticas. Este conocimiento y compañerismo
superiores, iniciados por el pacto abrahámico, toman la forma de una
promesa en la que Jehová viene a ser el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob, y de su descendencia de generación a generación. Sin embargo,
este pacto es más que un arreglo entre dos partes en base a ciertos
acuerdos estipulados; es más bien una institución, y Abraham con su
posteridad llegan a ser miembros mutuamente. Difiere de la intuición
natural porque es revelación sobrenatural, como la etimología de la
palabra convenio parece indicar: con y venire o venir, un advenimiento
divino, una venida especial de Jehová a su pueblo. Difiere también de
la enseñanza más externa sobre Dios, ya que es un otorgamiento espiri-
tual, un compañerismo personal que necesita del conocimiento de Dios
en la experiencia individual. Pone de relieve además la trascendencia de

221
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 10

Dios y del hombre, y también a la familia de la fe, en la medida en que


el convenio constituya una institución ética y espiritual.
El Shaddai. Aunque los dos nombres supremos aplicados a Dios en
el Antiguo Testamento son Elohim y Jehová, existen muchas variaciones
y combinaciones de éstos,2 siendo uno de los más importantes El Shad-
dai o Dios todopoderoso. Otros nombres semejantes son: Dios viviente
(Josué 3:10), Dios Altísimo (Génesis 14:18), Jehová, Dios de los ejércitos
(Jeremías 5:14). La palabra Shaddai se refiere literalmente al pecho
materno, derivado del sustantivo hebreo shad o seno. Así se traduce en
los siguientes pasajes: Job 3:12; Salmos 22:9 (Reina-Valera 1960); Can-
tares 1:13; 4:5; 7:3, 7-8; Isaías 28:9. Parkhurst, en su Léxico, define el
nombre Shaddai como “uno de los títulos divinos que significa el poder
o Derramador de bendiciones temporales y espirituales”. También se
define como “Aquél que nutre” o “Dador de fuerzas”, o en sentido
secundario, “Aquél que satisface” derramándose a sí mismo en la vida
de los creyentes. Por tanto, Dios es Aquél que nutre o satisface espiri-
tualmente a su pueblo. Esto se le declaró primero a Abraham (Génesis
17:1), y es la figura que Dios escogió para expresar la naturaleza de su
omnipotencia, que no consiste en fuerza o poder, sino en un amor que
nunca falla y se da libremente a aquellos que Él ha redimido. En el
proceso de la revelación, este aspecto de Dios alcanza su expresión final
en el Espíritu de amor, el Consolador, quien es la promesa del Padre y
el don del Cristo resucitado y exaltado.
Adonai. El nombre Adonai está en forma plural; aplicado a Dios, se
usa como un pluralis excellentiae para expresar posesión y dominio so-
berano. Significa Señor o Amo, y en el griego se traduce como ŧÉÀÇË
(Kyrios), un término aplicado con mucha frecuencia a Cristo. La pala-
bra Adonai muchas veces está unida a los dos nombres originales
Elohim y Jehová, ya que denota su dominio y señorío de un modo en
que no lo hace la palabra Jehová. Ésta se deriva de la palabra hebrea que
se traduce ser, y denota autoexistencia e inmutabilidad. Puesto que lo
consideraban como el nombre incomunicable de Dios, los judíos le
tenían tal reverencia supersticiosa que rehusaban pronunciarlo, sustitu-
yéndolo siempre en su lectura con la palabra Adonai o Señor. En Sal-
mos se usa Adonai con Elohim, y se encuentra en expresiones como
“Dios mío y Señor mío” (Salmos 35:23), y “Jehová, Dios mío” (Salmos
38:15). El testimonio de Tomás, “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan

222
LOS NOMBRES Y PREDICADOS DIVINOS

20:28), representa el uso combinado de los términos en el Nuevo Tes-


tamento.3
Elohim-Jehová. Las palabras Elohim y Jehová con frecuencia están
unidas en la Biblia; usadas así, expresan tanto la idea genérica como la
naturaleza personal de Dios. Unidos, estos nombres constituyen una
protesta contra el politeísmo por un lado, y contra el panteísmo por el
otro. Cada uno denota que el Ser divino es uno solo, necesario e infini-
to, y cada uno se conecta con el hombre y la criatura de una manera
que demanda la más definida personalidad. Además, los nombres divi-
nos contienen la revelación del Dios de la creación y la del Dios de la
redención; y cuando se usa el nombre El Shaddai, se expresa también la
naturaleza de la relación de Dios con su pueblo redimido. En estos
nombres, pues, se esconde la revelación más completa del nombre
trino, expresado en Dios como el Padre, Jesucristo el Hijo como el
Verbo encarnado, y el Espíritu Santo como el Paracleto o Consolador.
Es significativo que todas las representaciones griegas de los cuatro
nombres hebreos —Elohim, Jehová, Shaddai y Adonai— aparecen uni-
dos en la presentación del Señor a las iglesias en su estado resucitado y
exaltado: “‘Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin’, dice el Señor, el
que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso” (Apocalipsis 1:8).
Además de los nombres de Dios que expresan su esencia o naturale-
za esencial, como los mencionados anteriormente, existen otros que se
usan en sentido atributivo y relativo. Los nombres atributivos son los
que expresan algún atributo de Dios, tales como el “Omnipotente” o el
“Eterno”. Los términos relativos son los que se derivan de la relación
que Dios sostiene con los seres humanos, tales como “Rey de reyes” o
“Señor de señores”. Nuestro Señor, en la oración que enseñó a sus dis-
cípulos, utiliza el término “nombre” en sentido inclusivo, para expresar
todo lo que Dios constituye para los hombres; la frase “santificado sea
tu nombre” significa separar o hacer santo todo lo que le pertenece a
Dios en su relación con los seres humanos. El apóstol Juan en especial
utiliza nombres atributivos, como “Dios es luz” y “Dios es amor” (1
Juan 1:5; 4:16), que combinan la naturaleza de Dios con sus atributos,
y forman una transición natural a nuestro estudio de la esencia y las
perfecciones divinas.

223
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 10

LA ESENCIA Y LAS PERFECCIONES DIVINAS


Al revelarse Dios por medio de sus nombres esenciales, nos propor-
ciona un concepto de su ser y naturaleza. Algunos se refieren especial-
mente a la Esencia eterna, algunos a la Existencia divina y otros a Dios
como Sustancia vestida de atributos. Pero, recordemos que existen
otros métodos por los cuales Dios se ha presentado al pensamiento de
sus criaturas, y de éstos trataremos ahora. Acerca de Dios, la Biblia
afirma, primero, que es Espíritu (Juan 4:24); segundo, que es luz (1 Juan
1:5); y tercero, que es amor (1 Juan 4:8). Estas afirmaciones no son
definiciones de Dios en el sentido estricto del término, sino que repre-
sentan aspectos fundamentales de Él. Dios es Espíritu (żıĸ ĝ ¼ŦË,
no un Espíritu, Juan 4:24), indicando un principio que se mueve por sí
mismo, eficiente y vivificante. Abarca la unidad y el movimiento vital
de la actividad creadora y se le denomina vita absoluta, es decir, vida
eterna que no deriva de otra (Juan 5:26; 11:25; 1 Juan 5:20). Incluye,
por tanto, las ideas de sustancialidad y personalidad. Dios es Luz (ľË,
el principio de automanifestación e intuición, 1 Juan 1:5). Según la
teoría del Logos, esta es la Razón eterna, donde el Espíritu se vuelve
objetivo para sí y Dios se revela a sí mismo (Juan 1:1; 1 Timoteo 6:16;
Hebreos 1:3). Dios es Amor (ĝ ¼ġË ÒºŠÉ¾ ëÊÌţÅ, 1 Juan 4:8, 16).
Alude al principio de ser completo en sí mismo, autónomo y autosufi-
ciente, el Ìġ ÌšÂÇË o “perfecto” al que se refiere Mateo 5:48. Espíritu,
razón y amor son, pues, los elementos más simples y más fundamenta-
les en el concepto cristiano de Dios. Y así como en la consciencia hu-
mana del ego indivisible, la unidad y coherencia de la razón, sentimien-
to y poder es el punto final exacto de la ciencia sicológica, más allá del
cual es imposible ir; así también en el Ser absoluto, la identidad de la
razón, poder y amor es el punto final de la ciencia teológica, más allá
del cual nada se puede conocer.
Por tanto, es evidente que Dios sólo puede ser conocido a través de
su revelación de sí mismo, como también es el caso con el ser humano,
quien puede revelarse a sí mismo o esconder dentro de sí sus pensa-
mientos y sentimientos más íntimos. Pero tiene la facultad de revelarse
a otros, ya que existe un principio común de inteligencia en el ser hu-
mano, una razón con capacidad intuitiva y discursiva. Y eso no es todo.
Este principio inteligente de razón y orden en el ser humano también
se halla en el universo creado; a través de él, al ser humano se le provee
un medio de comunicación: el del nexo corporal, por el cual el hombre

224
LOS NOMBRES Y PREDICADOS DIVINOS

conoce y entiende al mundo, y por medio del cual entiende y se comu-


nica con otros. Este principio tiene que extenderse a la naturaleza divi-
na, al Logos o Verbo eterno a través del cual Dios no sólo creó todas las
cosas, sino a través de quien también constituyó al ser humano como
un ser personal e inteligente. Por esta razón Juan, en su maravilloso
prólogo, relaciona al Cristo encarnado con el Verbo eterno de Dios.
Primero declara la deidad del Verbo en sus aspectos eternos: “En el
principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios”
(Juan 1:1). Luego relaciona a Cristo con la Palabra creadora: “Todas las
cosas por medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido
hecho fue hecho” (Juan 1:3); y sigue de inmediato con la declaración:
“En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Juan 1:4). Es
evidente que así como el ego humano está relacionado con la naturaleza
y con el hombre, el Logos divino está relacionado con la creación y con
la personalidad humana. La naturaleza y el ser humano en cierto senti-
do participan del Logos; la naturaleza recibe su sustancialidad y orden;
el ser humano, su consciencia personal. Así que, entre el ser humano y
Dios existe un medio de comunicación tan evidente como el que se da
entre una persona y otra. Es evidente, asimismo, por qué el apóstol
Juan vio necesario no sólo identificar al Cristo encarnado con el orden
divino y eternal, sino unirlo de igual manera con la creación como su
principio de sustancialidad y orden, y con el ser humano como su luz y
vida internas. Por tanto, Cristo fue el poder revelador de Dios, y, en-
carnado por el Espíritu Santo en su eficiencia infinita, se hizo también
el poder capacitador de la redención.
La doctrina de Dios comúnmente se trata bajo tres divisiones prin-
cipales: ser, atributos y Trinidad. Sin embargo, antes de estudiar el te-
ma, necesitamos considerar términos técnicos que se usarán en la discu-
sión, tales como sustancia y esencia, atributo y predicado, subsistencia e
hipóstasis.
Sustancia y esencia. Aunque el punto de vista modificado del pen-
samiento moderno ha hecho obsoletas muchas de las ideas que los esco-
lásticos formularon tan minuciosamente, sus definiciones de sustancia,
esencia, atributo y relación son valiosas al tratar de la naturaleza esen-
cial de Dios; además, no se entendería el desarrollo de la doctrina trini-
taria sin dar cuidadosa atención a términos como persona, hipóstasis,
propiedad y subsistencia. Si no hubiera otro motivo, se puede conside-
rar el valor pedagógico del estudio de estos términos, los cuales hay que

225
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 10

tomar en cuenta en todo acercamiento histórico a estas importantes


doctrinas. Existe también una justificación bíblica para aplicar el tér-
mino sustancia a Dios, que se encuentra en el nombre que Él se aplica a
sí mismo: el YO SOY (Éxodo 3:14), o EL QUE ES, que se le aplica en
Apocalipsis 1:4. Se dice, además, que Dios posee naturaleza (Gálatas
4:8; 2 Pedro 1:4) y se le atribuye deidad o divinidad (Romanos 1:20;
Colosenses 2:9). La Biblia enseña que Dios, como el Espíritu infinito y
eterno, tiene existencia real y sustancial; no es una mera idea del inte-
lecto. Asegura que Dios posee existencia objetiva aparte del ser hu-
mano; no es resultado de una tendencia a lo subjetivo que haría a Dios
la criatura de la experiencia humana, negaría la existencia del yo como
entidad, y rebajaría a la teología viéndola sólo como una rama de la
sicología funcional.
El término esencia se deriva de esse, ser, y denota un ser energético.
Sustancia proviene de substare y significa la potencialidad latente de ser.
Cuando se usa el término esencia respecto a Dios, denota la suma total
de sus perfecciones, mientras que sustancia se refiere al fundamento de
sus actividades infinitas. En cuanto a forma, el primero es activo, y el
segundo, pasivo; uno comunica la idea de espiritualidad, el otro puede
aplicarse a cosas materiales. No hablamos de esencia material sino de
sustancia material. Además de estos términos, en sus discusiones sobre
la Trinidad los latinos utilizaban otro: subsistencia, equivalente de hipós-
tasis o persona. Este término denota más precisamente una distinción en
la sustancia última en lugar de la sustancia (substantia) misma.
Esencia y atributo. La relación de sustancia o esencia con atributo ha
sido tema de mucha discusión tanto en filosofía como en teología. ¿Es
la sustancia la base de los atributos o son éstos simplemente la manifes-
tación de la esencia?, es decir, ¿son dos cosas diferentes o idénticas? Esta
es tan solo una declaración teológica del problema filosófico del noú-
meno y el fenómeno, la apariencia y la realidad. Es obvio, por tanto,
que la forma en que se defina atributo determine en gran parte su uso al
aplicarlo a la doctrina de Dios.4 John Dickie define los atributos como
las “cualidades que pertenecen a la Esencia o Naturaleza divina y la
constituyen”. B. F. Cocker declara que todo concepto de atributo, de
un modo u otro, supone la Esencia divina. Por ello define atributo co-
mo “el concepto del Ser incondicionado bajo cierta relación con nues-
tra consciencia”. William Shedd considera los atributos como “modos,
ya sea de la relación o de la operación de la Esencia divina”, lo cual

226
LOS NOMBRES Y PREDICADOS DIVINOS

armoniza completamente con su realismo platónico, expresado en su


idea agustiniana-eduardiana de Dios como el Ser absoluto. En el otro
extremo está la definición de H. B. Smith, quien sostiene que atributo
es “todo concepto necesario en la idea explícita de Dios, todo concepto
distintivo que no se pueda resolver en algún otro”. William Adams
Brown y Albert Knudson aceptan esta definición. La posición de Olin
Curtis es similar al definir atributo como “toda característica que ten-
gamos que atribuir a Dios para expresar lo que Él es realmente”.
Atributo y predicado. Es necesario distinguir cuidadosamente entre
atributos y predicados. Predicado es todo lo que se pueda afirmar o pre-
dicar de Dios, tal como su soberanía, su condición como Creador o
afirmaciones semejantes que no le atribuyen cualidades esenciales o
características distintivas. Predicado es un término más amplio e incluye
todos los atributos, pero no puede decirse que el atributo incluya a
aquél. Los predicados pueden cambiar, pero los atributos son inmuta-
bles. De modo que los predicados variables se basan en atributos inva-
riables.
Al aplicar términos filosóficos a la idea de Dios, es evidente que de-
bemos pensar en Él bajo las categorías de ser, atributo y relación. Sin
estas categorías fundamentales, no es posible hacerlo. Cocker ha seña-
lado correctamente que, sin concebir a Dios como realidad, eficiencia y
personalidad, no podemos pensar en Él como el Ser incondicionado
que se condiciona a sí mismo. Esos aspectos constituyen el concepto de
la Esencia divina por la cual es lo que es. Cuando pensamos en los atri-
butos de tal Ser, tenemos que considerarlos como absolutos, infinitos y
perfectos. Y cuando pensamos en las relaciones de Dios con la existen-
cia y consciencia finitas, lo vemos a Él como fundamento, causa y ra-
zón de todo ser dependiente. Cocker los combina en un esquema cate-
górico de pensamiento y nos da el siguiente bosquejo.
Ser (essentia) Realidad Eficiencia Personalidad
Atributos
(esencia relacionada) Absolutos Infinitos Perfectos
Relación
(libre determinación) Fundamento Causa Razón o fin
Así que, en la Realidad absoluta tenemos el fundamento último; en
la Eficiencia infinita tenemos la causa adecuada; y en la Personalidad

227
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 10

perfecta tenemos la razón suficiente o causa final de toda existencia


(Cocker, Theistic Conception of the World, 41ss.). Al hablar de Dios,
entonces, habrá que considerar su triple relación con el universo crea-
do como su fundamento, causa y fin. Esto clasifica el material de mane-
ra lógica; por tanto, consideraremos el tema en términos de Realidad
absoluta, Eficiencia infinita y Personalidad perfecta.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Respecto a God, la palabra Dios en inglés, Adam Clarke dice: “Es puramente anglosajona
y, entre nuestros ancestros, denota no sólo al Ser divino a quien esa palabra designa ahora,
sino también bueno [good], ya que, según lo comprendían, parecía que God [Dios] y good
[bueno] eran términos correlativos. Cuando pensaban en Dios o hablaban de Él, sin duda
la palabra misma los guiaba a considerarlo como el Ser bueno, una fuente de infinita be-
nevolencia y bondad hacia sus criaturas”.
2. En Handbook of Christian Theology (Manual de teología cristiana, 10), Field incluye los
siguientes nombres y sus usos:
1) Elohim, “adorable”, “fuerte”. Este nombre por lo general está en plural o se usa con
adjuntos plurales. Según los Padres de la iglesia, esto indicaba pluralidad de personas
en la Deidad, una creencia que parece estar bien fundada.
2) Jehová (o Yahvé), “Señor”, “existente por sí mismo”, “el Ser”, “Yo soy”, “Yo soy el
que soy” (Éxodo 3:14). Este nombre sólo se usa en relación con el Ser divino.
3) El-Shaddai o Shaddai, “el Fuerte”, “el Poderoso”, “Todopoderoso”, “Todo suficien-
te”.
4) Adoni o Adon, “Señor”, “Sustentador”, “Juez”, “Amo”.
5) El-Elyon, “el Altísimo”, “el Supremo”.
6) Elyeh, “Yo soy”, “Yo seré”.
3. “Este nombre doble expresa lo que el panteísmo ha procurado en vano expresar en el
curso de sus muchas evoluciones, pero impide el error en el que ha caído aquel. Afirma
que en la esencia eterna existe una plenitud infinita de vida y posibilidad, pero lo asigna
todo a la voluntad controladora de una Persona. La Biblia rara vez aborda la idea de una
entidad abstracta; invariablemente presenta a Elohim y Jehová como sujetos de intermina-
bles predicados y atribuciones predicativas: ‘En él vivimos, nos movemos y somos’ (He-
chos 17:28); en Él, una Persona a quien se debe buscar y encontrar. De hecho, la persona-
lidad de Dios como Espíritu de individualidad autoconsciente, autodeterminante e
independiente se halla estampada tan profundamente en su revelación de sí mismo como
lo está su existencia. Somos creados a su imagen; nuestro Arquetipo tiene, en la realidad
eterna, el ser que poseemos como sombras suyas; Él posee en verdad eterna la personali-
dad que nosotros sabemos que es característica nuestra, aunque la mantenemos por su fi-
delidad. Tu Dios es la Palabra divina; mi Dios, la respuesta humana a través de las páginas
de la revelación. Ninguna sutileza de la filosofía moderna ha igualado jamás la definición
del absoluto YO SOY; en nuestro idioma, las palabras comunican el significado correcto
del original sólo cuando recalca el SOY respecto al ser esencial, y el YO como la persona-
lidad de ese ser” (Pope, Compendium, I:253-254).
4. Los atributos de Dios son aquellas características distintivas de la naturaleza divina que
son inseparables de la idea de Dios, y que constituyen la base y el fundamento de sus di-
versas manifestaciones a las criaturas. Las llamamos atributos porque somos compelidos a

228
LOS NOMBRES Y PREDICADOS DIVINOS

atribuirlas a Dios como cualidades o capacidades fundamentales de su ser, a fin de dar una
explicación racional de ciertos hechos constantes de la revelación de Dios mismo (Strong,
Syst. Th., I:244).

229
CAPÍTULO 11

DIOS COMO REALIDAD


ABSOLUTA
En el estudio inicial de las definiciones teológicas y filosóficas de
Dios dijimos, en forma preliminar, que Jesucristo es la expresión su-
prema de la Personalidad última de la religión y del Absoluto de la filo-
sofía; y que en su Persona y obra hallamos el conocimiento más pro-
fundo posible de la naturaleza y propósito de Dios. Como se indicó
también, el concepto cristiano —visto históricamente— combina el
concepto hebreo expresado por los profetas del Antiguo Testamento, y
el concepto de los griegos expresado en su idioma. En el idioma griego,
por la providencia de Dios, se dio a la iglesia cristiana la mayoría de los
libros del Nuevo Testamento, si no todos. Esto causó un conflicto de
ideas respecto a la naturaleza de Dios como Absoluto, ya que se inten-
taba expresar los conceptos más elevados de la revelación divina por
medio de conceptos inferiores de un lenguaje incapaz de comunicar
todo el contenido cristiano. El concepto hebreo de Dios era el de un ser
trascendente, poderoso, santo, justo y, por consiguiente, personal.
Consideraban que era el Creador de todas las cosas, que era uno y per-
fecto. El judaísmo desarrolló un monoteísmo verdadero. El concepto
cristiano tomó el elemento monoteísta judío, agregando el concepto de
la revelación adicional a través de Cristo y el Espíritu Santo. El concep-
to griego de Dios tuvo un largo período de desarrollo antes de entrar en
contacto con el cristianismo, y en ese tiempo no había unidad. Ado-
rando a dioses de la naturaleza y a la naturaleza misma, llegó a ser un
teísmo filosófico. El concepto de Platón era dinámico, mientras que el

231
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

de Aristóteles era estático. Para Platón, Dios era la idea del bien, o como
se expresa en terminología moderna, el ideal que constituía la suprema
realidad del universo. Para Aristóteles, Dios era el primer motor del uni-
verso, siendo Él mismo el motor inmóvil. Los estoicos consideraban a
Dios de manera panteísta, como una especie cuasi material, el alma del
universo. Para los epicúreos, los dioses eran trascendentes y ajenos a los
asuntos de los humanos. Los neoplatonistas siguieron una idea agnósti-
ca que ha sido la base de mucho del agnosticismo moderno. Para ellos
Dios era absolutamente trascendente y, por tanto, impasible, más allá
de todo predicado, pero mediado a través de su Mente en una serie de
emanaciones. Cada religión de misterio tenía su propio Kyrios o Señor,
pero lo consideraban más como el Señor de una religión o secta en vez
del Dios del universo. Eran seres finitos, no el Infinito.
El cristianismo arribó al mundo en un tiempo cuando éste se encon-
traba bajo el influjo del deísmo, por un lado, y del panteísmo por el
otro; y éstos requerían que se considerara el problema de la inmanencia
y la trascendencia. Además, estaban las preguntas éticas sobre el pecado
y la gracia, relacionadas fundamentalmente con las de la inmanencia y
trascendencia, ya sea que se refirieran a la creación o la providencia. Las
filosofías griega y romana entraron en conflicto con el concepto cris-
tiano desde sus inicios. “Algunos filósofos de los epicúreos y de los es-
toicos disentían” con el apóstol Pablo (Hechos 17:18) en la plaza de
Atenas, dando ocasión para su gran discurso en el Areópago (Hechos
17:22-31). De estas falsas filosofías surgió la herejía de Colosas, una
forma de gnosticismo contra la cual Pablo dirigió su epístola a los Co-
losenses. También Juan, en su primera epístola, ataca esa herejía. La
doctrina cristiana quizá nunca sería sometida a una prueba más severa
que la de los primeros siglos de la iglesia, en especial en el período in-
mediatamente antes del tiempo de Agustín. El mitraísmo, el gnosticis-
mo, el maniqueísmo y el neoplatonismo se combinaron para robarle a
la iglesia la sencillez de su concepto de Dios como el Padre de nuestro
Señor Jesucristo. Por ello Pablo advirtió a los colosenses en cuanto a
“filosofías y huecas sutilezas” (Colosenses 2:8), y le aconsejó a Timoteo
que evitara “los argumentos de la falsamente llamada ciencia” (1 Timo-
teo 6:20). No obstante, los apologistas de la iglesia conocían profun-
damente los fundamentos de la fe y se dedicaron a propagar la idea
correcta de Dios, comprendiendo que de ella dependían todas las de-
más doctrinas. Sostuvieron que Dios estaba relacionado históricamente

232
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

con el pueblo del pacto del Antiguo Testamento; espiritualmente, con


la iglesia del Nuevo Testamento; y por la creación, con el mundo fuera
de la iglesia. Además, eliminaron los elementos mitológicos adheridos a
los conceptos arios de Dios, sostuvieron la idea cristiana de que Dios es
sólo espíritu, y negaron que las deidades paganas fueran reales. El con-
cepto cristiano de Dios, por tanto, era de unidad, espiritualidad y abso-
lutidad, y los apologistas lo mantuvieron firmemente contra la filosofía
pagana fuera de la iglesia y las opiniones herejes dentro de ella.

EL ORIGEN DEL ABSOLUTO


El término absoluto es creación de la filosofía moderna, pero el he-
cho de la absolutidad es un problema antiguo. Ningún capítulo de la
filosofía antigua conlleva mayor patetismo que el de la búsqueda de la
verdad —una búsqueda sincera pero ciega— que realizaron hombres
diligentes pero mal informados. Los jonios buscaron un primer princi-
pio, una materia prima que explicara el origen y la unidad del universo
creado. El filósofo Tales la encontró en el agua; Anaxímenes, en el aire;
y Anaximandro, alcanzando un plano más sublime, lo encontró en el
Infinito. Luego siguieron el Ser de Parménides, los átomos de Demócri-
to, y un destello anticipado del nous o razón que propondría después
Anaxágoras. En el plano del materialismo, el pensamiento antiguo no
pudo elevarse más, por lo que hubo un período de escepticismo. De
esta confusión, Sócrates guió el pensamiento griego a un nivel más ele-
vado, el de la naturaleza moral del universo. En este nuevo plano, la
filosofía griega alcanzó alturas supremas con el misticismo de Platón y
la lógica de Aristóteles. Pero, cuando no pudo avanzar más, cayó de
nuevo en la decadencia. En el tiempo de Cristo, la filosofía griega an-
daba a tientas en el plano de la religión primitiva, expresada en térmi-
nos filosóficos. Al parecer, Pablo tenía esto en mente cuando dirigió su
discurso a los atenienses. Después de referirse al “dios no conocido”,
declaró que Dios, siendo soberano sobre las naciones, había señalado
los límites de la habitación de los hombres “para que busquen a Dios”,
entendiéndolo como una búsqueda intelectual de la verdad; “si en al-
guna manera, palpando”, es decir, por la presión moral sobre sus con-
ciencias, “puedan hallarlo, aunque ciertamente no está lejos de cada
uno de nosotros, porque en él vivimos, nos movemos y somos; como
algunos de vuestros propios poetas también han dicho: ‘Porque linaje
suyo somos’” (Hechos 17:24-28). “Al que vosotros adoráis, pues, sin

233
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

conocerlo”, exclama Pablo triunfalmente, “es a quien yo os anuncio”


(Hechos 17:23). Así, a la búsqueda intelectual a tientas de hombres mal
informados, y a la presión moral sobre la conciencia, Pablo añade otro
factor: la iluminación espiritual; ésta se recibe mediante la religión re-
dentora del Señor Jesucristo, y trae la búsqueda y las presiones de los
hombres a la plena realización cumplir su objetivo de encontrar a Dios.
De este modo, en una declaración divinamente inspirada e iluminada,
Pablo combina los aspectos de creatura y natura de Dios —tanto la
trascendencia personal que sostenían los hebreos, como la inmanencia
que sostenían los griegos. En este discurso autoritativo se presenta el
concepto cristiano de Dios. El intento de armonizar los diversos ele-
mentos originó graves problemas que en cada época ha desconcertado a
la teología, pero aun más a la ciencia y a la filosofía. El Apóstol conocía
las diferentes actitudes mentales de los judíos y los griegos cuando es-
cribió: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos”, con
su mentalidad científica, “ciertamente tropezadero”; y “para los genti-
les”, con su mentalidad filosófica, “locura. En cambio para los llama-
dos, tanto judíos como griegos, Cristo es poder y sabiduría de Dios” (1
Corintios 1:23-24).
Realmente amplía nuestro entendimiento y nos alienta pensar que
Dios, quien se reveló a los judíos en forma más objetiva, se reveló en
cierta medida también a los gentiles a través de su búsqueda de la ver-
dad. El apóstol Pablo parece haber establecido el límite de esa búsqueda
como el conocimiento de “su eterno poder y su deidad” (Romanos
1:20). Más allá no puede ir, porque el verdadero conocimiento de Dios
es a la vez ético y espiritual. Incluye el aspecto redentor. Como se ha
indicado, en el tiempo de Cristo el pensamiento griego atravesaba por
un período de escepticismo. El cumplimiento del tiempo en el que
vino Jesús parece haberse aplicado no sólo a los judíos, sino también al
mundo de los gentiles. Es significativo que un grupo de griegos se acer-
cara a los discípulos, y les dijeran: “Señor, queremos ver a Jesús” (Juan
12:21). El pensamiento griego, con su búsqueda de la verdad mediante
la agudeza intelectual y la presión moral, se había rendido, y los anhelos
vagos e insatisfechos de su corazón, en conexión con la providencia de
Dios, los había llevado a Jesús. La respuesta que Él les dio también es
significativa, y se tratará a fondo al hablar del conocimiento de Dios.
“Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere”, les dijo, “queda
solo, pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24). Les explicó que el

234
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

obstáculo no era la falta de comprensión intelectual ni de presión mo-


ral, sino el pecado, por el cual no hay semejanza moral y ética a Dios,
destruyéndose la verdadera base del conocimiento personal y espiritual.
Por tanto, se debe morir a la naturaleza pecaminosa y ser infundido de
vida nueva para que exista comprensión espiritual. En el Cristo reden-
tor todas las aparentes contradicciones de la vida encuentran su princi-
pio de unidad. La idea judía del pecado como transgresión encuentra
perdón, y de esa manera se cumple la misión judía. El concepto griego
de pecado como “errar al blanco” o fallar, culmina en Jesús. Esta es,
entonces, la visión profética de Cristo: “luz para revelación a los genti-
les y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2:32).
En este breve bosquejo histórico hemos repasado los diferentes con-
ceptos filosóficos de Dios como el Absoluto. Los judíos sostenían la
idea de un Dios trascendente. Puesto que creían que la creación se
realizó por medio de la Palabra divina, nunca consideraron que Dios
estaba ajeno a toda relación, lo cual los preservó de la posición agnósti-
ca. Sin embargo, cuando la idea de trascendencia entró en contacto con
la filosofía griega en Alejandría, Filón y los neoplatonistas la llevaron a
tales extremos que desembocó en el agnosticismo.1 Por tanto, se vieron
obligados a desechar la idea de la creación y postularon una serie de
emanaciones a fin de explicar el mundo. De esta filosofía falsa surgie-
ron las diversas sectas gnósticas que influyeron de modo perjudicial en
la iglesia. Pero, la filosofía griega en general era panteísta. Es decir, con-
sideraba a Dios como el Absoluto, no ajeno a las relaciones sino que las
incluía a todas. El problema de la posición agnóstica respecto al Abso-
luto era que no relacionaba a Dios con el universo; la debilidad del
panteísmo era que no distinguía a Dios del universo. El cristianismo, y
por consiguiente la filosofía cristiana, asumió una posición mediadora.
Sostenía que Dios, como Absoluto, ni está ajeno a las relaciones ni in-
cluye a todas. Afirmaba que el Absoluto es autoexistencia independien-
te. Como tal es capaz de existir aparte de toda relación externa, o de
entrar en una relación libre con los seres creados, ya sea de manera ex-
terna y trascendente, o interna e inmanente. La filosofía cristiana sos-
tiene que negar esto es limitar, y por tanto destruir, todo concepto ver-
dadero del Absoluto. Veamos ahora una investigación, desde el punto
de vista cristiano, de las distintas teorías del Absoluto en la filosofía
moderna.

235
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

CONCEPTOS FILOSÓFICOS MODERNOS


DEL ABSOLUTO
En la filosofía moderna vemos tres interpretaciones del término ab-
soluto. Primero, lo ha interpretado como aquello que está totalmente
ajeno a toda relación. Esta posición en forma inevitable desemboca en
agnosticismo, el cual afirma que el Absoluto es incognoscible. Segundo,
en el otro extremo, lo ha interpretado como la totalidad de todas las
cosas, o el Ser que abarca el universo como un todo. Esto es panteísmo.
Fue contra estas ideas, en su forma antigua, que el apóstol Pablo argu-
mentó en el Areópago, y sus formas filosóficas modernas no son menos
anticristianas. Tercero, lo ha interpretado como aquello que es inde-
pendiente o existe por sí mismo. En esta teoría el Absoluto no está
ajeno necesariamente a toda relación, pero las relaciones son libres y la
existencia del absoluto no depende de ellas. Esta es la posición del teís-
mo. El cristianismo es teísta, y sólo en esta tercera clasificación se en-
cuentra el punto de vista cristiano. La característica distintiva del siste-
ma cristiano es que la revelación se lleva a cabo por medio de una
Persona, no a través de las áridas abstracciones de la filosofía.
Aunque el cristianismo se basa en el concepto teísta del Absoluto,
procura proteger las verdades que se encuentran en la primera y en la
segunda clasificación, evitando caer en el agnosticismo por un lado, y
en el panteísmo por el otro. En la primera se halla la idea de la trascen-
dencia. El cristianismo siempre ha sostenido que a Dios no se le puede
comprender porque trasciende los límites del conocimiento humano,
pero niega el agnosticismo al insistir que su conocimiento de Dios es
verdadero dentro de los límites de la concepción finita. En la segunda
se halla la idea de la inmanencia divina, la que jamás será panteísta si se
mantiene persistentemente la idea de la personalidad. Tanto la inma-
nencia como la trascendencia pertenecen al concepto cristiano de Dios,
pero éste niega tanto el panteísmo como el agnosticismo. Puesto que
estas formas de filosofía moderna presentan conceptos no bíblicos de
Dios, debemos examinarlos y refutarlos. El teísmo también ha sido
atacado por las “teorías antiteístas”, las cuales mencionaremos después.
Agnosticismo. Esta es la teoría negativa de lo Incognoscible, y aun-
que Herbert Spencer la aplicó al hecho fundamental de la ciencia y al
de la religión, la teoría adquirió su forma más definida al negar la posi-
bilidad de todo conocimiento verdadero de Dios. Se deriva del feno-
menalismo y está muy vinculado con el escepticismo de Hume; pero,

236
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

en algunos casos, también lo han aceptado aquellos que basan sus doc-
trinas del Infinito y el Absoluto en la limitación de la inteligencia hu-
mana. En el desarrollo del agnosticismo se observan tres etapas previas
a su culminación plena y quizá final: la teoría de la evolución naturalis-
ta. Generalmente se le atribuye la primera etapa a Kant, cuya filosofía,
sabemos, le debe a Locke y a Hume su inspiración, si no su contenido.
La filosofía crítica de Kant intentó determinar hasta qué punto se obtie-
ne conocimiento de la experiencia, y cuánto se debe a la contribución
de la mente misma. Él no hablaba de esto en el sentido de conocimien-
to real, sino de las formas necesarias que determinan las posibilidades
de conocimiento. Por tanto, Kant atribuyó todo conocimiento a tres
facultades cognoscitivas: la sensación, el juicio y la razón. La sensación
nos permite percibir los fenómenos del juicio, un conocimiento más
elaborado que se agrupa bajo las categorías de cantidad, calidad, rela-
ción y modalidad; mientras que la razón nos da aquellas ideas que regu-
lan el sistema del conocimiento: el alma, el universo y Dios. Cuando
Kant dice que el conocimiento termina con la razón, considera a ésta
como la facultad o el principio que regula el juicio, y consecuentemen-
te, como la capacidad máxima de la inteligencia humana. La materia
del conocimiento son los fenómenos y se perciben por medio de los
sentidos; la mente misma proporciona la forma; por tanto, las catego-
rías y las ideas, el espacio y el tiempo, el alma, el universo y Dios sólo
regulan el procedimiento mental pero no proveen el conocimiento de
existencias reales. La base para el agnosticismo, sin embargo, sólo se
encuentra en su Crítica de la razón pura. En su Crítica de la razón prác-
tica destaca el imperativo categórico de la ley moral y establece su doc-
trina de la existencia de Dios, basada en la fe antes que en la razón.
La segunda etapa se encuentra en las filosofías de William Hamilton
y Henry Longueville Mansel. Hamilton sostenía que “la mente puede
concebir, y por consiguiente conocer, sólo lo limitado y lo condicio-
nalmente limitado. Lo incondicionalmente limitado, ya sea el Infinito
o el Absoluto, no puede ser interpretado de modo positivo por la men-
te; sólo se puede concebir mediante abstracciones o alejándose de las
condiciones bajo las cuales se realiza el pensamiento; por tanto, la idea
de lo incondicionado es negativa —la negación de lo concebible”
(Hamilton, Discussions on Philosophy, 13). El deán Mansel, de la Cate-
dral de San Pablo (1820-1871), aceptó la filosofía de Hamilton y pro-
curó aplicarla como apologética en la teología. Lo hizo en sus famosas

237
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

Conferencias Bampton, dictadas en Oxford bajo el título de The Limits


of Religious Thought (Los límites del pensamiento religioso). Sin embar-
go, en lugar de apelar a los teólogos, sus conferencias proporcionaron
un estímulo al agnosticismo. Su argumento, prestado de Hamilton,
planteó que pensar es condicionar; por tanto, lo incondicionado no
puede ser objeto del pensamiento, excluyendo así toda la verdad revela-
da respecto a Dios porque trasciende el límite de la lógica. La tercera
etapa se encuentra en la filosofía de John Stuart Mill quien, en su Exa-
mination of Hamilton’s Philosophy (Examen de la filosofía de Hamil-
ton), siguió las enseñanzas de Hamilton y negó que tuviéramos “cono-
cimiento intuitivo de Dios”. “Considero que todo lo que se relacione
con Dios”, dijo, “es asunto de inferencia; añadiría, de inferencia a poste-
riori”. Aunque aceptaba la filosofía de Hamilton, lo criticaba por no
poner en práctica estrictamente sus principios agnósticos y tratar el
Absoluto como una abstracción sin sentido. Esto nos lleva a considerar
el agnosticismo de Huxley y Spencer, los precursores inmediatos de la
doctrina de la evolución propuesta por Darwin.
Thomas E. Huxley (1825-1895) basó su filosofía agnóstica en Hu-
me y Kant, mientras que Herbert Spencer (1820-1903) partió de Philo-
sophy of The Unconditioned (Filosofía de lo incondicionado) de Hamil-
ton, y Limits of Religious Thought (Límites del pensamiento religioso)
de Mansel. Huxley se jactaba de haber inventado el término “agnósti-
co” para denotar su actitud mental hacia los muchos problemas que
aún permanecían sin solución para él. Samuel Harris declara: “Es un
invento de mal agüero porque la palabra, etimológicamente, denota
negación de todo conocimiento y es sinónimo de escepticismo univer-
sal. Quizá ni él mismo se dio cuenta de las implicaciones de su deci-
sión, puesto que el escepticismo es necesariamente el resultado último y
lógico de la forma de pensar a la que aplicó el término”. Hume fue el
gran protagonista de la filosofía de Huxley, y éste declara que sus ideas
son tan solo la aplicación de la teoría del conocimiento que sostenía
Hume. “En el negocio de la vida”, dice Huxley, “en forma constante
tomamos la acción más severa basados en una evidencia de carácter
totalmente insuficiente. Pero está muy claro que la fe no tiene derecho
de ignorar el raciocinio porque éste no puede ignorar la fe como punto
de partida; y, aunque por la presión de los eventos, con frecuencia nos
vemos obligados a actuar en base a muy mala evidencia, eso no implica
que sea apropiado actuar basados en tal evidencia cuando no exista

238
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

presión”. Aquí se dirige el principio agnóstico hacia la destrucción de


toda creencia religiosa. Rishell declara que en el curso de la investiga-
ción, esta forma de agnosticismo cambia por completo. Sustituye calla-
damente el “no creo” por el “no sé”. ¿Qué derecho tiene el agnosticis-
mo en el campo de la fe? No obstante, deriva una conclusión práctica
del “no creo” y dice “no actuaré”. Si hubiera permanecido como agnos-
ticismo podría haber actuado a pesar de su falta de conocimiento. Pero
el “no creo” aniquila completamente todo impulso para la acción. La
diferencia entre el agnosticismo en esta forma y el ateísmo es casi, si no
totalmente, de nombre (Rishell, Foundations of the Christian Faith, 62).
El agnosticismo de Huxley difiere del de Spencer y concuerda más con
los principios del positivismo de Comte.
Como evolucionista, Herbert Spencer llevó la doctrina de Hamilton
y Mansel un paso más adelante, profesando creer en “un Absoluto que
trasciende no sólo el conocimiento humano, sino la concepción huma-
na de ideas”. Escribió First Principles of a New System of Philosophy
(Primeros principios de un nuevo sistema de filosofía), intentando ha-
llar una base para reconciliar a la ciencia y a la religión. Por tanto, pro-
curó demostrar que las ideas fundamentales de la ciencia y la religión
constituyen un gran misterio detrás de las cosas y son idénticas. Dijo:
“Si la religión y la ciencia se han de reconciliar, la base de la reconcilia-
ción tiene que ser el hecho más profundo, más amplio y más cierto:
que el Poder que el universo nos manifiesta es totalmente inescrutable”
(First Princ., cc. 2 y 3). El agnosticismo de Spencer no niega por com-
pleto todo conocimiento, ya que reconoce no sólo el conocimiento que
el ser humano tiene del universo, sino a un Ser absoluto que, como
poder omnipresente, se revela a través de los fenómenos del universo.
La falacia de este tipo de agnosticismo se ve más claramente en su tra-
tamiento de los conceptos simbólicos y la relatividad del conocimiento,
y, podemos añadir, también en su carácter antiteísta. Dice: “Cuando,
en vez de tratar con cosas cuyos atributos pueden unirse tolerablemente
en un estado singular de consciencia, tenemos que tratar con cosas cu-
yos atributos son demasiado vastos o numerosos para poder unirlos,
debemos eliminar del pensamiento parte de sus atributos o no pensar
en ellos en absoluto; formar un concepto más o menos simbólico o no
formar ninguno”. Luego declara: “Se nos lleva a tratar con nuestros
conceptos simbólicos como si fueran reales, no sólo porque no pode-
mos separarlos claramente, sino porque en la mayoría de los casos, los

239
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

primeros sirven para nuestros propósitos casi igual o tan bien como los
últimos —son simplemente señales abreviadas que sustituimos en vez
de las más elaboradas, que son nuestro equivalente de los objetos
reales... Así abrimos la puerta a algunos que profesan apoyar cosas co-
nocidas, pero que en realidad apoyan lo que no es posible conocer de
ninguna manera” (First Princ., 28-29). Luego, sin ninguna base cientí-
fica ni religiosa, incluye todas las ideas fundamentales de la ciencia y la
religión en la clase de lo Desconocido, y, mediante el análisis, intenta
demostrar que la Realidad tras las apariencias es desconocida y siempre
debe serlo. Todo conocimiento para él es relativo, es decir, un conoci-
miento de relaciones, pero sin llegar jamás a la finalidad de las cosas.
Desde esta perspectiva, no se puede conocer el fundamento del mundo
del cual dependen todas las cosas finitas, ni se puede conocer a Dios
como el Absoluto, el Infinito o la Primera Causa.2 En oposición a esta
teoría agnóstica, el teísmo sostiene que aunque sea inadecuado el cono-
cimiento que el ser humano tiene de Dios, aun así es positivo y no tan
solo una abstracción negativa.
¿En qué radica la falacia del agnosticismo? Primero, intenta definir al
Absoluto a partir de una mera idea a priori. De la presuposición de que
el Absoluto es enteramente no-relacionado, de que es el ilimitado, el
incondicionado o el independiente, nada se puede desarrollar sino una
serie de negaciones sin contenido positivo. Hamilton y Mansel repre-
sentan este tipo de pensamiento. Segundo, no sólo es imposible formu-
lar una doctrina del Absoluto a partir de una idea a priori, sino que en
algunos tipos de agnosticismo existe un falso concepto de esa idea a
priori. Se le define como aquello que está ajeno a toda relación y, por
tanto, es “incognoscible”. El error consiste en suponer que el Absoluto
no se relaciona. El Absoluto ciertamente no está condicionado por el
universo como una relación necesaria, pero sí condiciona al universo;
por tanto, no está ajeno a toda relación. En ocasiones esto adopta la
forma de la “cosa en sí misma” que propuso Kant, y a veces es un in-
tento de resolver lo universal en cualidades indeterminadas, pero ambos
llevan directamente al agnosticismo. Tercero, supone que toda defini-
ción limita; por tanto, si se conoce y define al Absoluto, cesa de ser el
Absoluto y el Infinito se vuelve finito. Contra esta posición, tan domi-
nante en la filosofía moderna, Harris presenta un argumento que con-
sideramos incontestable: “La máxima de que toda definición limita es
pertinente para una idea lógica general o para el total de una suma ma-

240
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

temática, pero no para un ser concreto. Los argumentos de los agnósti-


cos son concluyentes respecto a las falsas ideas que sostienen acerca del
Absoluto, pero no poseen fuerza contra nuestro conocimiento del ver-
dadero Absoluto o Ser incondicionado, cuya existencia es revelada por
el universo. Pero, entre más poderes revela, más determinado está. Exis-
ten pocos seres como él; pocos en la clase designada por el nombre ge-
neral. El creciente estado determinado, que limita la idea lógica general
a unos pocos seres, engrandece a éstos. Y cuando llegamos al Ser abso-
luto, que es uno solo y se revela en todos los poderes del universo, Él es
a la vez el Ser más determinado y el mayor de todos. No es necesario
que el Absoluto lo sea todo para evitar que lo limite aquello que no es.
La existencia de seres finitos que dependan del Ser absoluto no limita al
Absoluto. Por el contrario, si el Ser absoluto no pudiera manifestarse en
seres finitos dependientes de él, esa incapacidad sería una limitación de
este Ser” (Harris, Self-Rev. of God, 175-176).
Panteísmo. Como teoría filosófica del universo, el panteísmo redu-
ce toda existencia a una sola esencia o sustancia. Deriva su nombre de
îÅ Á¸Ė ÈÜÅ, o el Uno y el Todo, que al parecer fue utilizado primero
por el filósofo griego Jenófanes en el siglo VI a.C. Ha aparecido en
muchas formas. La sustancia común que compone el universo se puede
considerar como materia; por tanto, tenemos el panteísmo materialista.
O, la sustancia universal o base del universo puede considerarse como
pensamiento, en cuyo caso tenemos el panteísmo idealista, que filosófi-
camente es su forma más común. Sin embargo, el panteísmo adquiere
el significado que su nombre implica sólo cuando habla de Dios como
la sustancia única. Como tal, la teoría sostiene que Dios no está afuera
y más allá del universo, sino que Él es el universo. Él tan solo existe en
éste, y aparte de éste no tiene existencia. Él es el Alma, la Razón y el
Espíritu del mundo. El mundo natural es su cuerpo, a través del cual se
expresa. Dios es todo: la suma total de todo ser. Es evidente que el pan-
teísmo ocupa un lugar intermedio entre el materialismo, que identifica
a Dios con la naturaleza, y el teísmo, que sostiene la creencia en Dios
como un Ser autoconsciente, una Persona infinita y eterna, que creó el
mundo y lo sostiene con su poder.
El panteísmo está estrechamente relacionado con el politeísmo de
las religiones étnicas. Ambos parecen tan disímiles que con frecuencia
se pasa por alto dicha relación. Así como la religión griega sostenía que,
además de los dioses del Olimpo, había un sinnúmero de semidioses

241
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

como las ninfas y las náyades que poblaban la naturaleza entera, tam-
bién el filósofo griego veía en toda la naturaleza una manifestación de la
Deidad. Por lo tanto, el panteísmo y el politeísmo son dos formas de la
misma creencia fundamental; el primero busca de manera filosófica la
unidad entre los fenómenos individuales, y el último casi los personifi-
ca. Por esta razón el panteísmo, tanto religioso como filosófico, siempre
se encuentra asociado con las formas politeístas de religión.
Sin tomar en cuenta las falacias religiosas del panteísmo que vere-
mos después, es imposible sustentar científicamente al panteísmo como
una teoría del Absoluto en relación con el fundamento del mundo.
Primero, se basa en presuposiciones que no han sido demostradas y que
no se pueden demostrar. Así como el materialismo se basa en la suposi-
ción de la eternidad de la materia, también Spinoza —el modelo del
panteísmo moderno— usa como fundamento la suposición de una
sustancia universal que él identifica con Dios. Él no investiga esta idea
de Dios. Más bien usa una proposición universal lógica que abarca
todas las ideas individuales; pero no comprende que es tan solo una
idea subjetiva, no una existencia real. Esta confusión del pensamiento
con la existencia, esta imaginaria unidad de ideas en nuestra conscien-
cia con el orden objetivo existente, es la falacia en la que se basa la ma-
yor parte del pensamiento moderno respecto a la naturaleza del Absolu-
to. Dice Spinoza: “Mis opiniones respecto a Dios y la naturaleza son
enteramente diferentes de aquellas que los cristianos modernos acos-
tumbran vindicar. En mi mente, Dios es inmanente, no la Causa tras-
cendente de todas las cosas; es decir, la totalidad de los objetos finitos
se sitúa en la esencia de Dios, no en su voluntad. La naturaleza, consi-
derada per se, es una con la esencia de Dios”. Segundo, el panteísmo no
explica el origen de la materia cósmica. Al afirmar que el mundo y Dios
poseen una esencia idéntica, es inconcebible que Él pueda crearla de la
nada anterior. Spinoza intenta explicarlo en base a una natura naturans,
o una “naturaleza que engendra”, la cual desde la eternidad constante-
mente está engendrando y produciendo los fenómenos del mundo (na-
tura naturata).3 Para explicar esta eterna plenitud de vida, Spinoza sos-
tiene que la naturaleza engendrada reacciona ante la naturaleza
engendradora, estableciéndose así la armonía. Frente a tales absurdos, la
idea bíblica de la creación como milagro tiene que parecer mucho más
razonable. Tercero, el panteísmo no alcanza a realizar totalmente su idea
del Infinito, porque la realidad del Infinito siempre se encuentra en lo

242
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

finito. La acción del universo es una perpetua evolución de la Sustancia


absoluta en sus diversos modos de existencia, sin producir jamás efectos
ad extra, fuera o más allá de sí misma. Por tanto, es un proceso eterno
de llegar a ser, y el Dios que revelaría está perpetuamente escondido.
Cuarto, el panteísmo niega la personalidad de Dios. Por tanto, tiene
que explicar cómo la personalidad puede proceder de una Sustancia
impersonal. El panteísmo sostiene que Dios es libre en el sentido de
que no hay restricciones externas. Pero se le niega la libertad de escoger,
ya que tiene que desarrollarse de acuerdo con la naturaleza de su ser
esencial. Él hace lo que hace por lo que Él es, no porque desea hacerlo.
Así pues, se niega que Dios posea inteligencia, en el único sentido de la
palabra que conocemos. El panteísmo considera al ser humano y a
otros seres finitos tan solo como un modo de la existencia de Dios,
abarcando los únicos dos atributos conocidos: pensamiento y exten-
sión. La mente humana es esencialmente una porción del pensamiento
divino, mientras que el cuerpo es el objeto de la mente. Estos están
relacionados entre sí, no por su unidad esencial, sino porque se les con-
sidera como dos aspectos de la misma sustancia. Pero, aunque Spinoza
declara que el ser humano no posee autodeterminación ni libre albe-
drío, no niega que éste posee consciencia de sí mismo. Entonces surge
la pregunta: “¿Cómo puede esta conciencia de sí mismo proceder del
Alma del mundo, si Dios mismo no la posee? ¿Cómo puede Dios crear
o comunicar lo que no tiene? Aquí el panteísmo siempre se resquebraja
por su debilidad inherente. El Absoluto del panteísmo no es verdadero
debido a su deficiencia en el punto de la personalidad. Es esta restric-
ción la que le niega al panteísmo, por sus propias suposiciones, el uso
del término Absoluto.4
Ya se ha mencionado la relación del panteísmo y la religión. La reli-
gión presupone un Dios personal, investido no sólo de inteligencia y
poder sino de toda excelencia moral. El panteísmo identifica a Dios
con el universo. Niega que tenga personalidad, libre albedrío y atribu-
tos morales. Él es el Alma o la Razón del mundo y toda la naturaleza es
su cuerpo, que debe desarrollarse conforme a la ley de la necesidad. Por
tanto, hay que abandonar la idea de la creación como un acto libre de
la voluntad y, en su lugar, sustituirla por la emanación. También se
tiene que abandonar la creencia en los milagros y en una providencia
que supervisa. Puesto que el panteísmo ve al ser humano sólo como
fenómeno o un modo de lo infinito, no puede haber en él libre albe-

243
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

drío y, por lo mismo, ningún sentido de responsabilidad. El pecado y la


culpa, por tanto, se vuelven meros productos de la imaginación. Ade-
más, ya que Dios es todo, lo que parece ser malo debe considerarse
como bueno. Las pasiones y los actos pecaminosos de los humanos,
según esta teoría, son los actos y estados de Dios, tanto como los que
son justos y santos. Como vimos, el panteísmo destruye la creencia en
la inmortalidad individual al integrarla con la vida del universo. Sin un
Dios personal no puede haber un objeto digno de reverencia o adora-
ción, ni lugar para la oración y la providencia, ni objeto de adoración y
amor. Al identificar a Dios con el universo, el panteísmo excluye toda
relación personal y, por ende, destruye los fundamentos de la morali-
dad y de la religión.5
Teísmo. La tercera forma en que la filosofía concibe al Absoluto es
la teísta, contraria a las posiciones agnóstica y panteísta. Esta forma no
concibe al Absoluto como totalmente carente de relaciones ni como la
suma total de toda existencia, sino como independiente o que existe
por sí mismo. En esta tercera clase también han surgido ideas erróneas,
tales como el materialismo, que considera la materia como el funda-
mento último del mundo; o el idealismo en algunas de sus muchas for-
mas que consideran el pensamiento como lo último, pero éstos perte-
necen propiamente al tema de las “teorías antiteístas”. El aspecto
distintivo del teísmo, en lo que respecta a estas teorías, es que cree que
el fundamento del mundo es personal.6 Pero, ¿puede el Absoluto de la
filosofía identificarse con el concepto cristiano de Dios? El cristianismo
afirma que sí. Insiste en que la filosofía que lo impida, es falsa; pero
reconoce también que el teísmo con frecuencia ha interpretado mal la
idea cristiana de Dios. Para el pensamiento maduro, ambos conceptos
deben ser idénticos. Sin embargo, no estamos tratando primordialmen-
te de la personalidad de Dios —que veremos después—, sino de Dios
como el Absoluto en el sentido del fundamento del mundo.7 El cristia-
nismo sostiene que el fundamento del mundo es personal y que Dios es
la base de todo ser finito e inteligencia racional. Se afirma que la razón
es universal, y el Absoluto llega a ser lo fundamental en el pensamiento
y las relaciones. Todas las realidades últimas, como lo verdadero, justo,
perfecto y bueno, se centran en el Absoluto, en quien está el fundamen-
to de todas las relaciones y más allá del cual no pueden ir. Si se ve de
otra manera, Harris afirma que “ninguna conclusión racional sería po-
sible, ninguna observación científica sería digna de confianza, ningún

244
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

sistema científico podría verificarse, la ciencia se desintegraría y todo el


conocimiento se derrumbaría en impresiones aisladas e ilusorias. Por
tanto, Dios es esencial para la realidad de todo conocimiento y de todo
ser. No podemos eliminarlo con el pensamiento porque, sin la suposi-
ción explícita o implícita de su existencia, todo pensamiento racional se
vuelve vacío y no puede culminar en conocimiento. Si el pensamiento
se basa fundamentalmente en cero, todas sus creaciones y conclusiones
tienen que ser cero” (Harris, Self-Rev. of God, 227).

EL ABSOLUTO Y LA IDEA DE DIOS


Hemos visto que el teísmo tiene que basarse en el concepto del Ab-
soluto como independiente o de existencia autónoma, y que esta posi-
ción lo distingue del agnosticismo y del panteísmo. Pero el teísmo
también es personal,8 a diferencia de otras teorías filosóficas que ven el
fundamento del mundo como algo impersonal. Tal es la filosofía del
materialismo, que sostiene que la materia es la realidad última, o la de
algunas formas de monismo o idealismo, que piensan que el fundamen-
to del mundo se encuentra en el pensamiento. A éstas, así como al ag-
nosticismo y panteísmo, debemos considerarlas antiteístas. Sin embar-
go, ya que los argumentos contra ellas pueden ser los mismos que
refuten al panteísmo, aquí veremos brevemente las teorías antiteístas.
Teorías antiteístas. En tiempos modernos se han presentado tres
teorías contrarias al teísmo que, en especial, han tratado de destruir el
concepto cristiano de Dios. 1) El ateísmo. Este es un término negativo y
una negación directa del concepto de Dios que sostiene el teísmo.9 Sin
embargo, al aplicarlo, siempre se ha usado en un sentido más o menos
relativo. La palabra griega originalmente significaba la negación del
concepto griego de Dios. Por ello los paganos acusaban a los cristianos
de ser ateos, y los atenienses condenaron a Sócrates por la misma acusa-
ción. Para los antiguos griegos el ateísmo era una deshonra, conside-
rándolo como sinónimo de maldad. Christlieb señala que este punto de
vista, después de aparecer esporádicamente durante siglos, por primera
vez asumió el carácter de sistema —si acaso es digno de ese nombre—
en la escuela del materialismo francés. La Mettrie, por ejemplo, declaró
que la creencia en la existencia de Dios era infundada e inútil. Esta
tendencia penetró en el pueblo francés durante el “reinado del terror”
de la Convención, cuando los “herbertistas” establecieron el principio
de “que el Rey del cielo tiene que ser destronado al igual que los reyes

245
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

de la tierra”.10 Tiempo después Feuerbach defendió el ateísmo dicien-


do: “Dios no existe; es tan claro como el sol y tan evidente como el día
que no hay Dios, y aun más, que no puede existir uno, porque si hu-
biera Dios, entonces tiene que haber uno; Él sería necesario. Pero, si no
hay Dios, entonces no puede haber Dios; por tanto, no hay Dios. No
hay Dios porque no puede haber ninguno”. Este es el tipo de razona-
miento que se ha empleado para sustentar las declaraciones del ateís-
mo.11 La refutación más simple y directa de esta posición falsa e indig-
na, dice un apologista moderno, es que en nuestra mente existe una
certeza directa de Dios. “Nosotros no sólo creemos que hay un Dios; lo
sabemos por una cognición ideal consistente en un acto inmediato de
fe en la consciencia humana”. 2) El materialismo. Esta es una forma de
filosofía que da prioridad a la materia como fundamento del universo,
e ignora la distinción entre la mente y la materia. Según esta teoría to-
dos los fenómenos del universo, sean físicos o mentales, deben conside-
rarse como funciones de la materia. Epicúreo (342-271 a.C.) fue el
primero en darle forma sistemática al materialismo. En la historia de la
filosofía moderna, los representantes del materialismo son La Mettrie y
Von Holback, a quienes Buchner, Voght, Mollschott, Strechner, Feu-
erbach y otros generalmente clasifican como ateos materialistas. Esta
teoría declara: (1) que la materia es eterna; (2) que la materia y la fuerza
han formado el universo sin ningún Creador personal; (3) que el alma
es material y mortal; (4) que es imposible seguir un código establecido
de principios morales; y (5) que la religión como se entiende común-
mente no es esencial. La debilidad del materialismo es que no puede
explicar la mente y sus manifestaciones. 3) El idealismo. Este término se
refiere a las filosofías monistas que tomaron el lugar antes ocupado por
el antiguo materialismo, tales como el monismo idealista y el monismo
materialista. Éstos afirman que la materia es producto de la fuerza, no
que la fuerza es una propiedad de la materia. El monismo materialista
fue defendido por August Florel y Ernst Haeckel. Florel enseñaba que
el cerebro y el alma eran uno, y que el alma tenía el aspecto material, y
el cerebro, el aspecto físico. La sicología y la fisiología del cerebro, por
tanto, eran dos aspectos del mismo asunto. Haeckel, de manera similar,
sostenía que lo que llamamos alma es tan solo la suma del proceso fisio-
lógico del cerebro. El monismo idealista, representado por Hoffding,
sostiene que existe una sola sustancia que trabaja tanto en el espíritu
como en la materia, pero niega toda interacción entre ellos. Defiende

246
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

más bien un paralelismo entre la actividad de la consciencia y las fun-


ciones del sistema nervioso. Además de estas teorías hay un idealismo
extremo, el cual afirma que sólo la mente sensitiva y cognitiva es real, y
que los fenómenos del mundo material son simplemente modificacio-
nes de la mente. Ya sea que se presente el ateísmo, el materialismo o el
monismo como explicación del universo, todos fracasan por igual ante
la convicción intuitiva y universal de la humanidad: que existe un Dios
y que sólo Él es el Creador y Preservador de todas las cosas.
Desintegración moderna de la idea de Dios. Desde el tiempo de
Agustín hasta el de Descartes y Spinoza, el concepto común acerca de
Dios cambió muy poco. Principiando con Descartes, y en especial con
Spinoza, vemos un nuevo ciclo de pensamiento que resaltó los concep-
tos filosóficos de Dios y, por consecuencia, afectó las creencias religio-
sas. Aunque cada una de las definiciones filosóficas modernas contiene
alguna verdad fundamental, ninguna alcanza las alturas sublimes del
concepto cristiano de Dios. (1) Descartes sostenía la idea de Dios como
Sustancia suprema; (2) Spinoza, como Sustancia total; (3) Leibniz,
como la Mónada primordial en un universo de mónadas; (4) Kant,
como Gobernador moral; (5) Herbert Spencer, como la Realidad últi-
ma incognoscible, en ocasiones llamada “la Energía infinita y eterna de
la que proceden todas las cosas”; (6) Hegel, como la Mente absoluta;
(7) Fichte, como el Ego social; (8) H. G. Wells, como el Ser velado; (9)
Hoffding, como el Principio de la conservación del valor; (10) Bergson,
como la Fuerza de vida, siendo su término favorito el Ímpetu vital; (11)
A. N. Whitehead, como el “Ímpetu integral” o el Principio de concre-
ción; mientras que (12) William James, H. G. Wells y otros propusie-
ron de nuevo la idea de un Dios finito. Se verá que estos conceptos
filosóficos son sólo parciales, y de ninguna manera podrán satisfacer la
naturaleza religiosa del hombre, que demanda un objeto de adoración
así como una explicación del universo.
Ideas básicas de Dios. Podemos clasificar en tres grupos principales
las numerosas ideas de Dios propuestas por filósofos modernos, según
destaquen alguno de los siguientes elementos básicos: Primero, la idea
de Dios como el origen de toda Realidad, expresada generalmente en
términos de Creador. Se le puede llamar la idea cósmica de Dios. Se-
gundo, la idea de Dios como el Ideal o la suma de todos los valores,
toda bondad y toda perfección. Murray llama a esta teoría “el foco de
todos los valores hipostáticos”, mientras que Galsworthy la considera

247
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

como “la suma del altruismo del ser humano”. Este es el aspecto idea-
lista de Dios. Tercero, la idea de Dios como Ser supremo o Entidad
independiente. Este es principalmente el concepto religioso, en contras-
te con los conceptos filosóficos antes mencionados. Puede abarcar des-
de el concepto más bajo de Dios que mantienen las religiones primiti-
vas, hasta el más alto concepto cristiano del Dios trino y uno.
Según el primer aspecto, el cósmico, para nosotros Dios tiene que
ser al menos tan real como las cosas físicas o las personas humanas. Este
argumento se fundamenta en la naturaleza de la consciencia, en la cual
debe encontrarse la idea de dependencia. No importa qué tan libres
seamos como personas morales, estamos conscientes de que esta liber-
tad es limitada. Por tanto, fundamentalmente dependemos de un Ser
independiente a quien los filósofos cósmicos llaman Dios. Sin embar-
go, la idea es escueta porque no define el contenido de ese Ser.
Hoffding comprendió que la religión no sólo incluye el sentido de de-
pendencia, sino también el de los valores. Estos valores se encuentran
en una personalidad moral. Dios, pues, es el protector de los valores y,
por consiguiente, de las personas. En el segundo aspecto de Dios, el
idealista, se ve al Ser supremo como el Ideal o aquello que incluye la
verdad, la belleza y la bondad. Se afirma que estos ideales tienen auto-
ridad absoluta o divina, de manera que la verdad es la palabra divina, y
el deber es la ley divina. Cuando se considera la religión como aspira-
ción, el Ideal adquiere nuevo significado. Los filósofos idealistas sostie-
nen que este ideal no existe como necesidad, sino que subsiste de ma-
nera trascendente como una Realidad progresivamente permanente.
Pero, como se ha visto, sin el concepto unificador de la voluntad moral,
es difícil armonizar la Realidad absoluta con una Idea trascendente que
está en eterno devenir. Esto nos lleva al tercer aspecto de Dios como
Entidad independiente, un Ser personal. Si Dios se distingue por la
personalidad, su carácter puede ser absolutamente Ideal pero su volun-
tad perfecta quizá aún no se realice en el mundo objetivo. Como Ser
personal, es posible confiar en Él y adorarle, dejando lugar al mismo
tiempo para el imperativo moral, que llama al ser humano a compartir
la tarea y la oración que nuestro Señor enseñó a sus discípulos: “Venga
tu Reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tie-
rra” (Mateo 6:10).

248
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Los neoplatonistas enseñaban que el fundamento y la fuente original de todas las cosas era
un ser simple, sin vida ni consciencia, del que nada se podía conocer excepto que existe.
Daban por hecho una cantidad desconocida, de la cual nada podía afirmarse. El seudo
Dionisio llamó Dios a este fundamento original de todas las cosas, enseñando que él era
tan solo un ser sin atributos de ninguna clase; que no sólo era incognoscible para el hom-
bre sino que no había nada que conocer de él; como ser absoluto en el lenguaje de la filo-
sofía moderna, era Nada; nada en sí mismo, y sin embargo era el »ŧŸÄÀË ÌľÅ ÈŠÅÌÑÅ
(causa de todas las cosas). El universo procede del ser original, no por algún ejercicio de
poder o voluntad consciente, sino por un proceso de emanación... A las emanaciones pri-
marias del fundamento de todo ser, que los paganos llamaban dioses; los neoplatonistas,
espíritus o inteligencias; y los gnósticos, eones, el seudo Dionisio los llamó ángeles. A éstos
los dividió en tres tríadas: (1) tronos, querubines y serafines; (2) potestades, señoríos y au-
toridades; (3) ángeles, arcángeles y principados” (Hodge, Syst. Th., I:71-72; véase Colo-
senses 1:16).
2. Spencer rechaza la posición de Hamilton y Mansel, considerando que cuestiona la impo-
sibilidad de afirmar la existencia positiva de cualquier cosa fuera de los fenómenos, mien-
tras que para él existe lo que define como “un Poder, la Primera Causa, absoluta e infinita,
y capaz de manifestarse por sí misma”; insiste en que “su existencia positiva es un dato ne-
cesario de la consciencia y, mientras ésta perdure, no podemos librarla por un instante de
este dato; así, la creencia que este dato constituye, tiene una garantía mayor que cualquier
otra” (First Princ., 98).
3. “Si demandamos el origen del mundo real, es decir, de la ‘naturaleza engendrada’, se nos
dice que la ‘naturaleza engendradora’ es la causa última; y si demandamos el origen de és-
ta, de nuevo se nos refiere a la ‘naturaleza engendrada’, es decir, al hecho mismo del cual
buscamos explicación” (Christlieb, Modern Doubt and Christian Belief, 116).
Lo totalmente erróneo del panteísmo se manifiesta en esto: El monismo que sostiene
determina que todas las existencias finitas son sólo modos de la sustancia infinita única,
sólo fenómenos sin ninguna existencia real en sí mismos. El universo físico se vuelve in-
sustancial, como en la forma extrema del idealismo. La mente se vuelve igualmente irreal.
Así, no se puede eliminar ninguno del campo de la existencia sustancial. En el universo fí-
sico hay un ser muy real. No todo es mera apariencia. Y cada mente personal tiene su
propia consciencia, la prueba absoluta de que existe en sí misma. La mente personal no es
un simple fenómeno. El monismo del panteísmo constituye una doctrina totalmente falsa
(Miley, Syst. Th., I:115-116).
El panteísmo, al igual que el materialismo, llevado a sus consecuencias lógicas, destruiría
todo pensamiento. Empieza con la contradicción de los hechos fundamentales de la cons-
ciencia. Si no sabemos que existimos como agentes personales y libres, no sabemos nada.
Porque negar esto es negar el ego, en contraste con el cual sólo conocemos el no-ego. Así
que, tanto el ser como el no-ser son eliminados a la vez. Pero si estamos tan terriblemente
engañados en cuanto a los hechos primordiales de la consciencia, en aquello que está más
accesible al pensamiento, cómo podemos confiar en nuestras conclusiones respecto a asun-
tos más remotos (Rishell, Found. of Chr. Faith, 102).
4. Existe incluso una forma de panteísmo, o más bien de semipanteísmo, que preserva hasta
cierto punto la personalidad de Dios y ve el mundo como un flujo de la Deidad; por tan-
to, considera que tiene su esencia aunque no es una coextensión de Él. Un ejemplo es la
doctrina de las emanaciones de los Vedas de la India. Pero aquí, también, la personalidad

249
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 11

de Dios incluye peligrosamente la necesidad del proceso natural en el que se realizan esas
emanaciones (Christlieb, Mod. Doubt and Chr. Belief, 163).
5. Al pensar en Dios, el panteísta tiene que escoger entre alternativas de las que ningún genio
ha encontrado escape aún. El panteísta debe afirmar que Dios es, literalmente, todas las
cosas; Dios es todo el universo material y espiritual; es la humanidad en todas sus manifes-
taciones; por inclusión, es cada agente moral e inmoral; toda forma y exageración de mal
moral, así como toda variedad de excelencia y belleza moral, forman parte del movimiento
de su vida universal que todo lo penetra y abarca. Si se deja de lado la horrenda blasfemia,
el Dios del panteísmo tiene que ser la abstracción más vacía del ser abstracto; como en el
caso de los pensadores alejandrinos, ese Dios es una abstracción tan exagerada que tras-
ciende la existencia misma; debe imaginarse totalmente irreal, sin vida e inexistente; mien-
tras que los únicos seres reales son estas formas finitas y determinadas de existencia de las
que se compone la “naturaleza”. Este dilema surge continuamente en todas las transfor-
maciones históricas del panteísmo, en Europa como en el oriente, hoy al igual que hace
dos mil años. El panteísmo tiene que afirmar que su Dios es el único ser cuya existencia
absorbe el universo y la humanidad y se identifica con ellos; de lo contrario, debe admitir
que Él es la abstracción más extraña e irreal que se pueda concebir; dicho sin rodeos, que
no existe en absoluto (Liddon, Bampton Lectures).
6. Con el término “fundamento del mundo” nos referimos a la realidad básica del mundo.
El materialismo ve esta realidad básica como “materia”; el idealismo, como “pensamien-
to”; y las filosofías personalistas modernas, como “personal”.
El teísmo significa la existencia de un Dios personal, creador, preservador y gobernante
de todas las cosas. El deísmo igualmente significa la personalidad de Dios y su obra crea-
dora, pero niega su providencia en el sentido del teísmo. Estos términos se utilizaban más
o menos como sinónimos; no obstante, desde principios del siglo XIX, se ha denominado
deísmo mayormente a la corriente que no acepta la providencia divina ni a la Biblia como
revelación de Dios. Eso lo distingue ahora del teísmo. El panteísmo difiere del teísmo
porque niega la personalidad divina. Con esta negación, el panteísmo no puede referirse
propiamente a la obra de creación o providencia. El agnosticismo filosófico, que propone
al Infinito como el fundamento de la existencia finita pero niega su personalidad, partici-
pa de tal negación con el panteísmo. Distinguir el teísmo de estos términos opuestos
muestra su propio significado con más claridad (Miley, Syst. Th., I:57).
7. Julius Kaftan favorece el uso del término Absoluto en teología. Sin embargo, sostiene que
debe emplearse, no meramente en el sentido etimológico, sino con el significado que ha
adquirido por su uso en el lenguaje. Dice: “Nunca debemos olvidar que con la expresión,
‘Dios es el absoluto’, no pretendemos hacer una afirmación fundamental respecto a la
esencia de Dios, sino tan solo expresar la importancia que tiene para nosotros la idea de
Dios” (Kaftan, Dogmatics, 162).
8. La enseñanza bíblica respecto a Dios se basa en el concepto teísta, es decir, el que mantie-
ne a la vez su carácter supramundano y el intramundano; uno por su naturaleza y esencia,
el otro por su voluntad y poder. Porque, aunque el teísmo por un lado considera al Theos
como un Ser personal —por tanto, esencialmente distinto del universo creado y del hom-
bre—, por el otro, lo presenta como Aquél que siempre vive y opera en su relación perso-
nal inmediata con el hombre y el universo, por la doctrina de la providencia divina uni-
versal (Christlieb, Mod. Doubt and Chr. Belief, 210).
9. “Si el ateísmo es verdadero, entonces el hombre no está de acuerdo con la verdad”. Esta es
una anomalía, ¿y cómo podemos explicarla? El ateísmo dice que no hay Dios, que no hay
una primera causa sobrenatural; pero el ser humano tiene dentro de sí la convicción intui-
tiva de que hay un Dios, y esta convicción es tan universal como la familia humana. Si el

250
DIOS COMO REALIDAD ABSOLUTA

hombre es producto de la casualidad, o si evolucionó de algún orden inferior de existen-


cia, es extraño que no esté de acuerdo “con la verdad”. Parece mucho más razonable que
aquello que lo hizo existir imprima la verdad en su naturaleza. Pero si el ateísmo es ver-
dad, entonces aquello que hizo que el hombre exista no es digno de confianza, ya que im-
primió en su consciencia la convicción de que hay un Dios —algún ser o seres superiores
a él (Weaver, Chr. Th., 11).
10. En el siguiente párrafo gráfico Christlieb describe el reino del terror durante la Revolución
Francesa, cuando predominó el ateísmo: “Animados por la abjuración del cristianismo de
parte del obispo de París y sus sacerdotes, presentaron ante la Convención la petición de
que se abrogara el cristianismo y se instituyera la adoración de la razón, presentando a la
esposa de uno de sus colegas como la diosa de la Razón. Vestida en traje blanco y manto
celeste, con un gorro rojo sobre la cabeza y una lanza en la mano, la pusieron en un carro
fantásticamente ornamentado y, rodeada de multitudes de danzadores báquicos, la condu-
jeron al “Templo de la razón”, como renombraron a la catedral de Notre Dame. Allí, sen-
tada en el altar mayor, en medio de profundas genuflexiones, discursos frenéticos y cánti-
cos frívolos, le rindieron honores divinos —un escándalo que fue imitado de inmediato en
miles de iglesias en el país. ¡Quién no percibe con esto qué abismos se abren ante una na-
ción cuando el ateísmo gana terreno!” (Christlieb, Mod. Doubt and Chr. Belief, 139).
11. Foster menciona tres tipos de ateísmo: (1) el ateísmo dogmático, que niega que exista
algún Dios; (2) el ateísmo escéptico, que duda que exista algún Dios; y (3) el ateísmo crí-
tico, que dice que si existe un Dios, no hay evidencia de ello. Es dudoso que alguna vez
haya habido ateos totales de la primera clase. El tercer tipo es estrechamente afín al agnos-
ticismo.

251
CAPÍTULO 12

DIOS COMO EFICIENCIA


INFINITA
Hemos señalado que el Absoluto, como fundamento del mundo,
tiene que ser idéntico con el Dios de la religión. Pero, al ver a Dios
como el Absoluto, hemos visto que lo finito, ya sea en existencia o co-
nocimiento, tiene que descansar en Él. ¿Qué, entonces, es el carácter de
las relaciones que Él sostiene con el universo de las cosas finitas? ¿De-
penden de él en un mero orden lógico, o emanan de su ser, como sos-
tenían los neoplatónicos? La concepción teísta de Dios como persona
necesita una creencia en la voluntad así como en el intelecto, y tiene,
por tanto, que dar cuentas de la eficiencia así como de la absolutidad.
Tiene que considerar a Dios tanto la fuente como la base de la realidad.
Aunque generalmente se asume la posición de Dios en relación al
mundo como Creador, a esta verdad se le necesita dar su debido énfasis
como aspecto necesario y característico de la idea cristiana del universo.
A menos que el universo dependa de Dios como fundamento del mun-
do, no puede ser el dócil instrumento de su infinita eficiencia.
El teísmo especulativo moderno. La necesidad de las relaciones cau-
sales de Dios al universo se demuestra por las varias teorías de la espe-
culación teísta moderna. Este tipo de teísmo difiere del antiguo deísmo
en su concepción de la relación de Dios al mundo, principalmente en
su énfasis sobre la inmanencia antes que la trascendencia. Se desarrolló
como una reacción a la aridez de las especulaciones respecto al Absolu-
to como trascendente e incognoscible, y está representado por escritores
tales como Theodore Parker y James Martineau. Específicamente di-

253
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 12

cho, Dios no debe identificarse con el mundo, como en el panteísmo,


pero, por ser a tal punto uno con el mundo, su actividad está rígida-
mente confinada dentro de ese mundo, y el curso de la naturaleza lo
limita. La energía desplazada en el mundo es la inmanencia divina reve-
lándose a sí misma en la esfera tanto de la materia como de la mente,
pero en cada una de acuerdo con sus propias leyes. La teoría tiene todo
el efecto, por tanto, en sus consecuencias, que la que tuvo el antiguo
estoicismo. Le niega la actividad creadora a Dios en el sentido de un
acto volitivo y limita la libertad humana a una mera expresión de la
actividad divina interna. Sin embargo, estos teístas se protegen cuida-
dosamente del panteísmo al insistir en lo distinto que es Dios del mun-
do. Theodore Parker dice: “Si Dios es infinito, entonces tiene que ser
inmanente, perfecta y totalmente presente en la naturaleza y en el espí-
ritu. Así que no hay punto ni átomo en la materia en el que Dios no
esté; no hay punto del espíritu ni átomo del alma en el que Dios no
esté. Y sin embargo, la materia finita y el espíritu finito no dan fin a
Dios. Él trasciende al mundo de la materia y del espíritu, y, en virtud
de esa trascendencia, hace continuamente al mundo de la materia más
justo, y al mundo del espíritu más sabio. Así que, realmente hay un
progreso en la manifestación de Dios, no un progreso en el Dios que se
manifiesta. En el pensamiento uno podría aniquilar el mundo de la
materia y del hombre; pero al hacerlo no aniquilaría en el pensamiento
al Dios Infinito, ni sustraería nada de la existencia de Dios. En el pen-
samiento uno podría duplicar al mundo de la materia y del hombre;
pero, al hacerlo, no duplicaría en el pensamiento el Ser del Dios infini-
to; este permanece igual que antes. Eso es lo que quiero decir cuando
digo que Dios es infinito, y que trasciende la materia y el espíritu, y es
diferente en clase del universo finito” (Parker, Works , XI:108). Esta
forma de teísmo, aunque estrechamente relacionado al panteísmo, tiene
que clasificarse con el antiguo deísmo. Franz Delitzsch resume las dos
posiciones en esta declaración: “Aunque el teísmo especulativo, de ma-
nera parcializada, subraya la inmanencia de Dios, el antiguo deísmo
subraya de manera igualmente parcializada su trascendencia. El prime-
ro hace a Dios el fundamento activo del desarrollo del mundo de
acuerdo con la ley natural, la cual depende de Él, y Él a su vez de ella;
el último, lo coloca por encima del perpetuum mobile del universo, y le
hace un mero espectador de la historia humana; ambos están de acuer-
do en la opinión de que no hay necesidad o lugar para una incursión

254
DIOS COMO EFICIENCIA INFINITA

sobrenatural de Dios en el curso natural del desarrollo, y rehúsan reco-


nocer en Cristo un nuevo comienzo creador y todo lo que esto conlle-
va” (Delitzsch, Christian Apologetics , 157). A. B. Bruce dice que se
puede hacer la distinción más vívida para la imaginación si se represen-
ta la deidad inmanente como encarcelada dentro del mundo, y la dei-
dad trascendente como exiliada fuera del mundo (compárese con Bru-
ce, Apologetics , 135). Por lo cual, al pretender que la declaración
anterior tenga un sentido verdaderamente cristiano, Theodore Parker
procura que las implicaciones de su teoría nieguen lo milagroso. “No
hay capricho en Dios, por tanto no hay milagros en la naturaleza. La
ley de la naturaleza representa los modos de Dios mismo, que es la úni-
ca causa verdadera y el único verdadero poder, y como Él es infinito,
inmutablemente perfecto y perfectamente inmutable, su modo de ac-
ción es por tanto constante y universal, de manera que no puede haber
tal cosa como una violación del modo constante de acción de Dios”
(Parker, Works , XI:114). Se puede ver de inmediato, pues, que es posi-
ble considerar al Dios personal como el Absoluto en el sentido del fun-
damento del mundo, y negarle la concepción cristiana de la actividad
voluntaria en el mundo según afecta tanto la creación como la provi-
dencia. Es por esta razón que tenemos que destacar la eficiencia infinita
del Espíritu si es que hemos de retener la concepción cristiana de la
personalidad de Dios.1

LA IDEA DE UN DIOS FINITO


El intento de armonizar al Absoluto de la filosofía con el Dios de la
religión ha dado origen a varias teorías que tienen como base la idea de
un Dios finito. Se asume con frecuencia que tal reconciliación de pen-
samiento es imposible, y que la creencia religiosa tiene que descansar
sobre la base de los sentimientos éticos y religiosos. El superior Eckhart
(1260-1329), el notable místico alemán, hizo una distinción entre la
deidad y Dios; y el deán W. R. Inge, quien lo sigue en este particular,
asegura que “el Dios de la religión no es el Absoluto, sino la forma más
alta en que el Absoluto puede manifestarse a sí mismo a las criaturas
finitas” (Inge, Personal Idealism and Mysticism , 13-14). La teoría de un
Dios finito no es un producto del pensamiento moderno, sino que
encuentra sus profundas raíces tanto en la filosofía griega como en la
religión griega. Los griegos tenían en su panteón un dios que, aunque

255
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 12

supremo, era solo uno entre muchos. Platón identificó a Dios con la
Idea del Bien, pero al mismo tiempo admitió otras ideas igualmente
existentes por sí mismas y eternas. Para Aristóteles, Dios era el “Motor
inmóvil”, absolutamente independiente del mundo, pero, para él, el
mundo era igualmente autoexistente y eterno.2 En tiempos modernos,
la idea de un Dios finito está estrechamente asociada con el escepticis-
mo de David Hume, pero se le dio una forma más definida en la filoso-
fía de John Stuart Mill. Aquí la idea no es tanto ontológica como ética,
y surge del intento de armonizar la creencia en la bondad infinita de
Dios con el problema de la existencia del mal. Hume sostuvo que es
imposible “reconciliar mezcla alguna de mal en el universo, con atribu-
tos infinitos”. Adopta, por tanto, la idea de un Dios finito con el pro-
pósito de explicar el mal, que piensa está afuera y más allá del Dios de
la religión como lo conocemos. En esta teoría, la infinitud no es necesa-
ria para crear, sino que “la benevolencia regulada por la sabiduría, y
limitada por la necesidad, puede producir un mundo tal como el pre-
sente”. Mill es igualmente específico en negar la posibilidad de “recon-
ciliar la benevolencia y la justicia infinitas con el poder infinito en el
Creador de un mundo como éste”. La idea de finitud ha asumido dife-
rentes formas. Primero, está la idea agnóstica representada en tiempos
modernos por Samuel Butler y H. G. Wells, quienes sostienen que
existe una Realidad no revelada detrás del Dios de la religión que lo
llamó a existencia. Esta teoría está estrechamente relacionada con el
gnosticismo y el neoplatonismo del primer siglo cristiano, contra los
cuales San Pablo advirtió a los colosenses, y San Juan escribió su Prime-
ra Epístola. Segundo, está la idea de un Dios finito, la cual está conteni-
da en la teoría comunitaria del Absoluto. Tanto el doctor Rashdall co-
mo A. E. Taylor sostienen que el Absoluto no debe identificarse con
Dios, sino que debe incluir a Dios en una más amplia comunidad de
otras consciencias. “El Ser Último es un poder singular,” dice Rashdall,
“manifestado en una pluralidad de consciencias, una consciencia que es
omnisciente y eterna, y muchas consciencias que tienen un conoci-
miento limitado, las cuales tienen un principio, y algunas de las cuales,
es posible, o probable, tienen un fin”. Tercero, y estrechamente relacio-
nada a la anterior, está la idea de un Dios que crece o se desarrolla. La
misma está representada en la filosofía de Henri Bergson y sus seguido-
res, y también por William James en su Pluralistic Universe [Universo
pluralista] y su Varieties of Religious Experience [Variedad de experien-

256
DIOS COMO EFICIENCIA INFINITA

cias religiosas]. Con Bergson, los filósofos parecen indecisos de si él cree


en el crecimiento de la totalidad del universo, o si lo restringe a esa
porción conocida como la esfera fenomenal. William James, sin em-
bargo, hace muy claro que él considera el crecimiento del universo co-
mo un todo, el cual, para él, con su concepción pluralista, es un agre-
gado en lugar de un organismo. Siendo que los individuos finitos
crecen por extraer de su ambiente, él considera a Dios como “teniendo
un ambiente, estando en el tiempo, y trabajando una historia idéntica a
la nuestra”. Cuarto, podemos mencionar la teoría de Horace Bushnell,
que se presenta en su obra titulada: “Dios en Cristo”, la cual general-
mente se considera como uno de los primeros intentos en este país de
demostrar la finitud de Dios. La teoría está directamente relacionada al
agnosticismo de Hume, y es un intento de cerrar la brecha entre el Ab-
soluto, inconcebible y no revelado, y el Dios de la religión, no por ar-
gumento razonado, sino por el sentido de la necesidad religiosa. “¡Mi
corazón quiere al Padre”, dice, “mi corazón quiere al Hijo, mi corazón
quiere al Espíritu Santo!” De aquí que Bushnell conciba al Absoluto
filosófico como poseyendo un poder generativo interno que se expresa
en una dramática personificación, dándonos el Dios de la religión, y
presentándose a sí mismo bajo un triple aspecto, aquel del Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, cada uno de los cuales es finito. Sostiene que,
en tanto el Absoluto no es revelado, es totalmente prescindible, y sólo
tiene el valor de Cero. Quinto, podemos mencionar lo que generalmen-
te se clasifica como una teoría de un Dios finito, pero que en realidad
equivale a volver a definir el Absoluto para conformarlo a la doctrina
teísta de Dios. El obispo Francis J. McConnell argumenta que la así
llamada idea “ilimitada” de Dios como se expresa en el Absoluto de la
filosofía, es en realidad más limitada que la idea cristiana de Dios. Acu-
sa a los teólogos abstractos de limitar a Dios, ya que ellos tienden a
vaciar la idea de todo contenido concreto, empobreciendo así la idea de
Dios al limitarlo a escasas abstracciones. En la misma corriente, E. S.
Brightman sugiere que hay en Dios aquello que él llama, lo “Dado”, lo
cual, como factor retardador, necesita ser superado. Este “Dado” es
algo parecido a la sensación en el hombre, y explica los elementos irra-
cionales en la creación y sus consecuencias en el sufrimiento.

257
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 12

DIOS Y EL UNIVERSO
Después de haber indicado las posiciones del teísmo especulativo
moderno respecto a la relación causal de Dios al mundo, y habiendo
señalado también algunos de los intentos de armonizar al absoluto de la
filosofía con el Dios de la religión, ahora tenemos que tratar más direc-
tamente la relación volitiva de Dios al mundo, reservando para un capí-
tulo posterior las varias teorías que se han presentado para explicar la
naturaleza de la creación.
La iglesia fue forzada desde muy temprano a intentar una explica-
ción del universo en su relación con Dios. La filosofía del momento, de
estoicos y neoplatónicos, hizo necesario que la iglesia presentara su
punto de vista cristiano de Dios y el mundo. La ocasión inmediata para
esto fue el desarrollo de las sectas herejes comúnmente conocidas como
gnósticas. Éstas varían ampliamente, pero sus teorías son generalmente
clasificadas como gnosticismo oriental o siriaco, y gnosticismo occiden-
tal o alejandrino. Los representantes del primero fueron Saturnino de
Antioquía, Bardesanes de Edesa, Marción de Sínope y Tatiano de Asi-
ria. Todos ellos pertenecieron al segundo siglo, y se les conoce como los
gnósticos antijudaicos. Los representantes de la última clasificación
fueron Basílides y Valentino, frecuentemente conocidos como los gnós-
ticos judaizantes. Las varias sectas del gnosticismo tenían estas cosas en
común: (1) Todas estaban de acuerdo que el mundo no procedía in-
mediatamente del Ser upremo. Es este respecto eran agnósticos a pesar
de su nombre. Valentino consideraba al ser Supremo como el Abismo
insondable, y Basílides como el Innominable. (2) Todas relacionaban el
mundo a Dios por el proceso de emanación. (3) El mundo procedente
de la esencia de Dios era, por tanto, de la misma esencia que Él. Es este
respecto eran panteístas. (4) Ellos creían en la eternidad tanto del espí-
ritu como de la materia, del bien y el mal, de la luz y las tinieblas, y por
tanto eran dualistas. La distinción entre el panteísmo y el dualismo se
puede expresar así: el panteísmo sostiene que Dios está en todas las
cosas en el sentido de que Dios es todo; el dualismo sostiene que Dios
se mueve en todas las cosas ya sea como su alma, o como el armoniza-
dor de sus discordanacias. El agnosticismo y el panteísmo han sido
considerados previamente en conexión con la idea de Dios como el
absoluto; ahora tiene que darse atención a las teorías dualistas que se
han presentado en oposición a la eficiencia infinita de Dios.

258
DIOS COMO EFICIENCIA INFINITA

El gnosticismo siriaco se caracterizó por su hincapié en la emana-


ción, y en general fue más dualista que el de Alejandría. Era una teoría
del universo que sostenía que el mundo no fue creado por un fiat di-
vino, sino que era la consecuencia del fluir de la esencia divina, lo cual,
con cada eón subsecuente, se deterioraba gradualmente hasta hacerse
materia. Su ilustración favorita era aquella de la luz, que, procediendo
del sol, posee su mayor intensidad cuando está más cerca a su fuente,
pero decrece en intensidad a medida que se aleja hasta que se pierde en
las tinieblas. Los principios duales de luz y tinieblas eran eternos. Los
eones en emanación cerraban la brecha entre el Infinito y lo finito,
entre el bien y el mal. El gnosticismo bajo el disfraz de una filosofía
cristiana dejó sentir su influencia en las iglesias de Asia, especialmente
Colosas, y por esta razón en ocasiones se le conoce como la herejía co-
losense. Por tanto, cuando San Pablo en su epístola a esta iglesia declara
que “en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos, y las
que hay en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, sean dominios,
sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y
para él” (Colosenses 1:16), está utilizando una terminología, si no exac-
ta, semejante a la que los gnósticos aplicaban a los eones en emanación.
El gnosticismo alejandrino era más filosófico en su carácter, y su
dualismo más profundamente velado. Con Valentino y Basílides se
hicieron esfuerzos por trascender el dualismo, y las ideas tanto de la
emanación como de la evolución aparcen con frecuencia extrañamente
mezcladas. El gnosticismo era el racionalismo de la iglesia primitiva, y
se relacionaba muy estrechamente al neoplatonismo. Dios es lo incog-
noscible, lo insondable, el Abismo ֕Í¿ŦË֖. Con él hay un pleroma
(ÈÂÅÉÑĸ֖ o mundo espiritual (ÁŦÊÄÇË # ÅÇŢĸÌÇË֖, compuesto de un
sistema de eones que dan a conocer la profundidad oscura y misteriosa.
Además de este mundo espiritual, la materia como un principio eterno
existe en la forma de la ÁšÅÑĸ, o hueco vacío, que parece ser un otro
lógico, o una existencia no existente. A esta fuerza sin inteligencia, Dios
la ha dotado con una porción de su propia inteligencia (ÅÇıË֖բ y así
llega a ser el Demiurgo o alma del mundo. El puente entre el pleroma
(ÈÂŢÉÑĸ֖ y kenoma (ÁšÅÑĸ֖ se logra con la última emanación, o
sabiduría (ÊÇÎţ¸֖. De esta manera Dios no es en sí mismo el que da
forma al mundo. Este es el trabajo del demiurgo o alma del mundo,

259
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 12

que permea el universo visible y lo constituye en un todo viviente ani-


mado.
En contra del gnosticismo en todas sus formas, reaccionó la iglesia y
buscó emplear en su lugar el punto de vista ético de una acción creado-
ra libre.3 Se asió firmemente a la idea de la personalidad como pertene-
ciente al Ser Original, y como consecuencia concibió al mundo como
procediendo de Dios, no por una necesidad física o lógica del develar
de su esencia, sino como un acto de voluntad. Por tanto, lo consideró
no como un proceso eterno, sino como un hecho que había ocurrido
una vez por todas. También concibió al mundo como mediado a través
del Verbo divino (ÂǺÇË֖, en quien la trascendencia e inmanencia de
Dios como potencias separadas permanecen unidas, el Logos o Dios
dentro del mundo, ofreciendo una posada para el Dios sin mundo. Es
por esto que San Juan acaba de un solo golpe con todo el pensamiento
de las emanaciones y declara: “En el principio era el Verbo (ëÅ ÒÉÏöÅ ĝ
ÂŦºÇË֖, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). Fue
el Verbo el que cerró la brecha entre el Infinito y lo finito, entre Dios y
el mundo. Este Verbo era creador. “Todas las cosas por medio de él
fueron hechas”. Esta declaración está en la forma enfática —(ÇĤ»¼ ðÅ ğ
ºšºÇżÅ֖ “y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho”. Además,
este Verbo es la pleroma (ȾÉŪĸÌÇË ¸ĤÌÇı֖. “De su plenitud recibi-
mos todos, y gracia sobre gracia” (ÏŠÉÀÅ ÒÅÌĖ ÏŠÉÀÌÇË o favor sobre fa-
vor, Juan 1:16֖. Así, el Logos es tanto creador como redentor, y Cristo
es el Mediador tanto de la naturaleza como de la gracia. San Pablo de
igual manera nos advierte en contra de la vana filosofía (Colosenses
2:8), y de la falsamente llamada ciencia (1 Timoteo 6:20), teniendo en
mente, sin duda, las tendencias gnósticas que demandaban reconoci-
miento en la iglesia. Para él, “Cristo es la imagen del Dios invisible, el
primogénito de toda creación, porque en él fueron creadas todas las
cosas... Y él es antes que todas las cosas, y todas las cosas en él subsis-
ten”, o “Él precede a todas las cosas y en él todas las cosas han sido
permanentemente colocadas” (Colosenses 1:15, 17). San Pablo tam-
bién tiene su doctrina del pleroma, y podemos añadir, su doctrina de la
encarnación. El pleroma encuentra su expresión en las palabras: “Por-
que al Padre agradó que en él habitara toda la plenitud” (ÈÜÅ Ìġ
ÈÂŢÉÑĸ Á¸ÌÇÀÁýʸÀ o que toda la plenitud debiera habitar en él,
1:19). A la enseñanza gnóstica respecto a la luz y las tinieblas como
principios eternos del bien y del mal, y a todo el intento confuso de

260
DIOS COMO EFICIENCIA INFINITA

cerrar la brecha entre ellos, tanto filosófica como religiosamente, San


Pablo le da una respuesta en un himno de alabanza: “Con gozo, daréis
gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los
santos en luz. Él nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha tras-
ladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su
sangre, el perdón de pecados” (Colosenses 1:12-14).
Hemos considerado este asunto con alguna extensión con el propó-
sito de presentar la idea cristiana de Dios en su aspecto creador. No
necesitamos dar atención a aquellas filosofías que desde el tiempo del
gnosticismo hasta el presente han buscado explicar la relación de Dios
con el mundo sin un Mediador; ni a aquellas que, ignorando el Verbo
divino, lo han sustituido por una serie de emanaciones impersonales. El
panteísmo sin la mediación del Logos o el Verbo disuelve al mundo en
Dios; el materialismo, por el otro lado, reduce a Dios a la esfera de la
materia o cae en el ateísmo. Las filosofías monistas más modernas gene-
ralmente no son sino un panteísmo velado, y correctamente merecen el
nombre de “monismo fácil”. El pluralismo, aparentemente abandona
todo intento de unidad. En contra de todas estas teorías el cristianismo
propone la eficiencia infinita de la Personalidad absoluta. Ve a la crea-
ción como el resultado de un fiat creador, y encuentra su unidad en el
Logos como el Verbo eterno. Sin embargo, la voluntad, como se utiliza
aquí, es algo más que un mero escogimiento o volición; es pensamiento
o propósito, es razón o fin.
Esto lo declara específicamente San Pablo en su Epístola a los Efe-
sios. Habla primero del “puro afecto de su voluntad” (ÌüÅ ¼Ĥ»ÇÁţ¸Å ÌÇı
¿¼ÂŢĸÌÇË ¸ĤÌÇı o afecto benevolente de su voluntad, Efesios 1:5);
luego del “misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se
había propuesto en sí mismo” (ÈÉÇš¿¼ÌÇ ëÅ ¸ĤÌŊ o según su propio
designio benévolo, que anticipadamente se había propuesto en sí mis-
mo, Efesios 1:9); y finalmente del “propósito del que hace todas las
cosas según el designio de su voluntad” (ÇÍÂüÅ ÌÇı ¿¼ÂŢĸÌÇË ¸ĤÌÇı
o quien efectúa u opera según el consejo, propósito o designio de su
voluntad, Efesios 1:11). Aquí, entonces, de acuerdo al punto de vista
cristiano, el mundo es creado por la infinita eficiencia de Dios, el amor
divino siendo la causa que origina, la voluntad divina la causa eficiente,
y la Palabra divina la causa instrumental.4

261
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 12

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Si “Dios fuera simplemente naturaleza viviente”, dice J. A. Dorner, “y no el amo de sí
mismo, y por tanto no verdaderamente todopoderoso, por él ser no otro que él mismo,
podría crear, pero sólo alcanzaría trabajarse y producirse a sí mismo por necesidad física.
Toda la cosmogonía sería, pues, teogonía. Por el contrario, si su naturaleza es la sierva de
su voluntad, entonces, sin perjuicio a su poder original o su omnipotencia, quedaría lugar
para el mundo, y para un mundo libre, por virtud solo del cual la acción recíproca sería
posible entre Dios y éste, y en donde la Ley de la Causalidad encontraría de nuevo su per-
fección. Dios no puede, es verdad, estar limitado desde afuera, sino que solo puede condi-
cionarse por sí mismo; pero si él es Todopoderoso, por virtud de su omnipotencia, y sin
que nada lo limite, podría libremente determinar la condición de su acción por causalida-
des en el mundo que él ha formado, sobre el cual otorga la posibilidad de una determina-
ción libre. Una declaración más completa se puede admitir solamente en las categorías
más altas de la idea divina, y especialmente de los atributos éticos de Dios” (Dorner, Sys-
tem of Christian Doctrine, 261).
2. Qué Dios sea finito en lugar de infinito, tiene sus raíces en la filosofía griega. Para Pláton
Dios era la Idea o Bien supremo, pero habían otras ideas igualmente autoexistentes, como
los cuerpos celestes en relación al sol; además, Él no es el autor de todas las cosas; Dios no
es el autor del mal sino solamente del bien (República, II:380). Aristóteles concebía a
Dios como una autoconciencia perfecta; cuyo ser era absolutamente independiente del
mundo que era, igualmente con Dios, autoexistente y eterno (Windelband, History of
Philosophy, 689).
3. La razón demanda para el universo unidad de dependencia en algún fundamento o causa
original común, unidad de orden y ley, de inteligibilidad y significado común, y de fin ra-
cional; y el teísmo enfrenta y satisface estas demandas. Presenta como el fundamento ab-
soluto o causa de donde todas las cosas se originan, a la Razón absoluta que se ejerce por sí
misma y se dirige por sí misma. En el análisis final de la fuerza física, la ciencia siempre
encuentra un poder que la trasciende, y que propone el poder de voluntad. En todas sus
exploraciones de la naturaleza y las explicaciones de ella según las leyes naturales, la ciencia
nos lleva a divisar el misterio del infinito, el cual ninguna ley natural puede explicar... La
constitución del sistema físico es el pensamiento que pertenece al arquetipo de Dios ex-
presado en ese sistema. Sus secuencias factuales invariables, llamadas leyes de la naturaleza,
las cuales constituyen su uniformidad y continuidad, están de acuerdo con las verdades,
leyes, ideales y fines que son eternos en la Razón absoluta (Samuel Harris, Self-revelation of
God, 288ss).
4. La doctrina sublime de la relación del Hijo eterno a la criatura es el único secreto de la
continuidad que se enseña, el único puente entre el Creador y la criatura. Él es el Media-
dor —si se puede permitir el uso de tal término— entre el Infinito y lo finito, entre Dios
y la criatura... San Pablo contradice las especulaciones gnósticas respecto al demiurgo; to-
do el pleroma de la deidad, y no una emanación, habitó en él, y descendió sobre él corpo-
ralmente y no en semblanza. Y Él que fue el “Primogénito de toda la creación”, era el
ÉÏŢ o Principio, en quien y a través de quién la creación principió. “En él fueron creadas
todas las cosas; como si en él, el Dios Absoluto o el Padre, originara la existencia de la
criatura, la sostuviera y la administrara; por una encarnación antes de la Encarnación. No
podemos concebir cómo el universo creado puede tener esta relación específica con el Hi-
jo, y cómo en Él el Infinito se hizo finito antes de que Dios se hiciera carne; pero tenemos
que recibir el misterio y adorarlo. Nuestro Señor fue el Primogénito de la nueva creación
cuando la vida de ésta principió en sí mismo; y Él es el Primogénito, o principio de la

262
DIOS COMO EFICIENCIA INFINITA

creación de Dios que en Él tuvo su origen (William Burton Pope, Compend. Chr. Th.,
I:384-385).

263
CAPÍTULO 13

DIOS COMO PERFECTA


PERSONALIDAD
Hemos considerado a Dios como el Absoluto en el sentido del fun-
damento de toda realidad, y como el Infinito en el sentido de eficien-
cia; ahora resta que consideremos a Dios como la Perfecta Personali-
dad, primero, en el sentido de completar o perfeccionar los dos aspectos
previos; y segundo, de proveer la razón o propósito de todas las cosas. La
concepción cristiana de Dios tiene, pues, que incluir la idea de la
Realidad absoluta como el fundamento de la existencia, su Eficiencia
infinita como la causa, y su perfecta Personalidad como la razón o el fin
de todas las cosas.
Hemos visto que las concepciones falsas del Absoluto y el Infinito
han llevado a graves errores respecto a la verdadera naturaleza de Dios,
así como también una falsa concepción de la personalidad ha llevado a
muchos a sostener que existe una inconsistencia al atribuirle personali-
dad y atributos personales al Absoluto y al Infinito. Uno de los pro-
blemas sobresalientes de la filosofía y teología moderna, pues, es esta
cuestión de la personalidad. Quizá en ningún otro punto la filosofía y
la teología han tenido contacto tan directo, ni ha hecho la filosofía más
para moldear las concepciones teológicas de Dios, que en estos conflic-
tos que han surgido respecto al ser y naturaleza de Dios.
Origen y significado del término. La idea de la personalidad ha si-
do dominante en el pensamiento desde los tiempos más primitivos,
pero por una extraña coincidencia la palabra misma ha venido a em-
plearse sólo durante tiempos modernos. Las concepciones griegas más

265
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

tempranas de la deidad eran personales, aunque politeístas, pero los


atributos de bondad y verdad no se le aplicaban. Mucho más tempra-
nas que estas está la concepción hebrea de un Dios personal, con todos
los atributos que atribuimos a la personalidad humana. Fue Boecio, sin
embargo, al principio del siglo sexto, quien proveyó la definición de
personalidad que ha estado vigente en la iglesia hasta tiempos moder-
nos. Esta definición es: Persona est naturœ rationalis individua substan-
tia, o una “persona es la subsistencia individual de una naturaleza ra-
cional”. Entonces, una persona fue caracterizada de dos maneras —un
individuo como separado y distinto de otros; y una naturaleza racional
común de la cual cada individuo es participante.
Tomás Aquino en su Summa Theologica define a una persona como
“aquello que es más perfecto en toda naturaleza, como subsistiendo en
la naturaleza racional”. Entonces argumenta “que el término persona se
puede aplicar a Dios, siendo que su esencia contiene en sí misma toda
perfección, aunque no en el mismo sentido que se le da a sus criaturas,
sino de una manera más excelente, como otros nombres que se dan a
las criaturas son atribuidos via eminentiœ a Dios”. Es evidente que san-
to Tomás está pensando más de la personalidad como estando en Dios
que como aplicada a Dios. Las controversias trinitarias se habían con-
ducido bajo la influencia prevaleciente del realismo platónico, y la ten-
dencia era a subordinar lo individual a lo universal. Esto es notable en
los conceptos griegos primitivos de la religión. Los dioses del panteón
politeísta eran demasiado personales, en el sentido de que su finitud
subvertía su universalidad. Se pensaba, por tanto, de la palabra “perso-
na” en el sentido que comúnmente la empleamos en su aplicación a la
Trinidad, mientras que la unidad de Dios se expresaba por la palabra
“sustancia” o “esencia”. Así que, tenemos la palabra griega hypostasis y
la palabra latina substantia que, como equivalente de hypostasis, debió,
para ser más exactos, haberse traducido subsistencia, en lugar de sustan-
cia, ya que la primera denota una distinción dentro de la sustancia úl-
tima antes que la sustancia misma. Así, Dios era personal en el sentido
de las distinciones trinitarias, pero al ser último y unitario de Dios se le
aplicaba el término más abstracto de esencia o sustancia. Fracasar en no
aplicar el término “persona” a todo el ser de Dios dio ocasión a las con-
troversias modernas entre la filosofía y la teología respecto a la naturale-
za de la personalidad; y, todavía más, a controversias dentro de la mis-
ma teología respecto a la naturaleza de la Trinidad. De éstas ha

266
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

resultado un entendimiento más firme y más amplio del significado de


personalidad. Parece ahora que aplica, no sólo a las distinciones hipos-
táticas de la Trinidad, sino a toda la concepción de Dios tanto como
Unidad y Trinidad. Ha demostrado ser la realidad última, a través de la
cual solo se puede entender el Absoluto. El fundamento del mundo,
por tanto, es personal, y la eficiencia infinita de la primera causa es
igualmente personal. Reservaremos la naturaleza trina de Dios para
una discusión posterior, mientras que ahora trazaremos el desarrollo de
este concepto más amplio de personalidad, presentando, primero, el
argumento sicológico a partir de la naturaleza de la conciencia propia, y
segundo, el argumento metafísico a partir de la naturaleza de la persona-
lidad misma. El primer argumento lo declara de la manera más capaz
William G. Shedd, en su Dogmatic Theology [Teología dogmática]; el
segundo es mejor representado por Lotze en su discusión de la natura-
leza de la personalidad.
El argumento sicológico para la personalidad. La personalidad es-
tá marcada por la conciencia propia y la decisión propia. Olin A. Cur-
tis, en su Christian Faith [La fe cristiana], la define como “el poder de
captar, estimar y decidir por sí mismo”, o más concisamente “el poder
de la decisión autoconsciente”. La conciencia implica la dualidad del
sujeto y el objeto —un sujeto que conoce y un objeto que se conoce.
Sin esto, la conciencia es imposible. La autoconsciencia es una forma
más alta de consciencia en la que el sujeto y el objeto se identifican. La
dualidad permanece, pero el espíritu humano, en el acto de cognición
propia, provee tanto el sujeto como el objeto en un ser o sustancia.
Tiene el poder de colocarse a sí mismo frente a sí mismo, y por tanto
duplicar su propia unidad como sujeto y objeto. Por tanto, el hombre
no sólo piensa, siente y decide, sino que sabe que piensa, siente y deci-
de. Es este poder de autoconsciencia y determinación lo que lo consti-
tuye un ser personal. Shedd establece la posición como sigue: la con-
ciencia propia es (1) el poder que un espíritu racional, o mente, tiene
de hacerse a sí mismo su propio objeto; y (2) de saber que lo ha hecho.
Si se toma el primer paso, y no el segundo, hay consciencia pero no
conciencia propia; porque el sujeto, en este caso, no sabría que el obje-
to es el yo. Y no se puede tomar el segundo paso, sin que se haya toma-
do el primero. Estos dos actos de un espíritu racional, o mente, le con-
llevan tres distinciones o modos. La mente toda, como sujeto,
contempla la misma mente toda como un objeto. Aquí hay dos distin-

267
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

ciones o modos de mente. Y la misma mente total también percibe que


el sujeto contemplador y el objeto contemplador son una y la misma
esencia o ser. Aquí hay tres modos de una mente, cada uno distinto de
los otros, sin embargo los tres vendrían a formar un único espíritu auto-
consciente. A menos que haya estos dos actos y las tres distinciones re-
sultantes, no habría conocimiento propio. La mera singularidad, un
mero sujeto sin un objeto, es incompatible con la consciencia propia. Y
una mera dualidad sólo produciría conciencia, no conciencia propia. La
conciencia es dual; la autoconsciencia es trina (compárese con Shedd,
Dogmatic Theology , I:183ss.). La consciencia propia, siendo la forma
más perfecta de consciencia, se aplica a Dios como el Ser supremo o
personalidad perfecta. Pero aquí tenemos que hacer una distinción. El
hombre tiene conciencia y conciencia propia. Por la conciencia se rela-
ciona al mundo objetivo a través de la sensibilidad. Hay en él la cons-
ciencia sensorial del animal y las agencias ciegas del apetito físico. El
animal es impresionado por objetos externos que no son parte de él
mismo, pero aparentemente nunca es impresionado por él mismo. Ex-
perimenta calor y frío, placer y dolor, pero no puede duplicar su propia
unidad y hacerse así consciente del sujeto que los experimenta. Un
animal no es una persona y no puede tener consciencia propia. El
hombre también tiene esta conciencia sensible, pero difiere en este res-
pecto: que es capaz de ser escudriñada y convertida en conciencia pro-
pia. En este nivel más bajo, el hombre puede pensar, pero no piensa de
lo que piensa; o puede sentir, y no dirigir su atención al carácter y cua-
lidad de esos sentimientos. Dice William G. Shedd: “Es uno de los
efectos de la convicción por el Espíritu Santo, convertir la conciencia
en autoconsciencia. La convicción de pecado es la conciencia del yo
como el autor culpable del pecado. Es forzar al hombre a que diga: ‘Yo
sé que me he sentido así, y que así he pensado, y que así he actuado’. La
verdad y el Espíritu de Dios traen a los pecadores, de un estado de me-
ra conciencia, al conocimiento propio y a la autoconsciencia” (William
G. T. Shedd, Christian Dogmatics , I:180). Olin A. Curtis enfatiza este
mismo hecho pero da más atención a lo volicional que a los aspectos
intelectual y afectivo de la personalidad. Considera la decisión propia
como el aspecto más importante del proceso personal entero, porque es
la culminación. “Cada vez que queremos alguna cosa, supremamente
conscientes del yo, esa volición es decisión propia”. “Cada vez que un
hombre se ve a sí mismo allá afuera”, dice, “como un individuo existen-

268
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

te, aislado y peculiar, y entonces, en el destello pasajero de esa visión


del yo, desea alguna cosa, esa volición es autodecisión. La persona pri-
mero se hace a sí misma el objeto claro y completo de su propio pen-
samiento, y luego hace ese punto definido de su persona la iniciativa
original de su escogimiento. Y así, la importancia de la decisión propia
se vuelbe colosal porque la decisión está cargada con la concepción, con
la valuación entera, que el hombre tiene de sí mismo” (Curtis, Chris-
tian Faith , 23-24).
A Dios le pertenece la autoconsciencia. Es evidente, sin embargo,
que Dios, al igual que el hombre, no puede tener conciencia aparte de
la conciencia propia. Primero, la sensibilidad no puede ser atribuida a
Dios. Dios es Espíritu (Juan 4:24). De acuerdo a la declaración del
credo, Él es “sin cuerpo, partes o pasiones”. Aquí se hace una aguda
distinción entre espíritu y materia. La materia tiene forma corporal, y
tiene que tener partes y pasiones. Un cuerpo es divisible, y por tanto,
capaz de ser destruido. Un cuerpo es capaz de pasiones en el sentido
etimológico del término, esto es, puede ser influido desde afuera por las
sustancias materiales. El Espíritu, siendo una unidad, no puede tener
partes, y por tanto es indestructible. Dios como el espíritu absoluto es
una unidad, y por tanto, no puede estar en relaciones pasivas y orgáni-
cas con aquello que no sea él mismo. Cuando el credo declara que Él
no tiene “pasiones”, significa que a Él no se le opera o se le mueve des-
de afuera, sino que toda su actividad es determinada por sí mismo. El
movimiento divino es totalmente desde adentro, esto es, ab intra en
contraste con ab extra. Sus decisiones personales siempre son decisiones
propias del tipo más alto posible. Su conocimiento y afectos siempre
son la expresión de su dignidad infinita y eterna. Segundo, en Dios no
puede haber crecimiento o desarrollo de la conciencia. El hombre llega
a la conciencia propia gradualmente, a través del aumento de la com-
plejidad de las relaciones que existen entre el yo y el mundo objetivo. A
medida que se desarrolla físicamente desde la infancia hasta la virilidad,
también lo hará en su vida mental y moral. Como el Verbo encarnado,
crece en sabiduría y estatura, y al igual que Él, debe crecer en favor con
Dios y el hombre. No podemos pensar de Dios como teniendo proce-
sos mentales ciegos y sin reflexión. Su razón no es discursiva sino intui-
tiva. Él siempre está “consciente de sí mismo, contemplándose a sí
mismo, conociéndose a sí mismo y comunicándose a sí mismo”. En
realidad, Él es conocedor del universo que creó, pero este conocimiento

269
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

no es mediado a través de los sentidos, como lo es con el hombre, y,


como consecuencia, nunca es parcial o imperfecto. Aquí escuchamos el
rompimiento del gran abismo en las playas infinitas y eternas de la om-
nipresencia, omnisciencia y omnipotencia de Dios.
La naturaleza metafísica de la personalidad. Hemos presentado
algunos de los aspectos sicológicos de la personalidad como se encuen-
tran en la naturaleza de la autoconsciencia; ahora tenemos que conside-
rar más cuidadosamente sus características metafísicas. El pensamiento
panteísta asegura que no se puede concebir la personalidad sin limita-
ciones finitas. Por esta razón siempre ha objetado a la aplicación del
término personalidad a Dios. La personalidad, de acuerdo con los hege-
lianos y neohegelianos, consiste en la contraposición del yo a otro obje-
to, un no-ego por el cual está limitado. Esta limitación del yo por el
ego cósmico es la causa de la conciencia que reflexiona sobre sí misma,
y que así da origen a la consciencia propia o personalidad. La persona-
lidad infinita, entonces, de acuerdo con este tipo de pensamiento, sería
una contradicción de términos. Pero, ¿depende la personalidad de esta
limitación? Los teístas responden negativamente. Sostienen que esta
limitación pudiera ser la ocasión pero no la causa de la personalidad. La
raíz de la personalidad reside en su naturaleza antes que exista contra-
posición alguna con otros sujetos, y consiste en la constitución peculiar
del sujeto como un espíritu finito. La contraposición, por tanto, no es
la esencia de la personalidad, sino sólo una consecuencia inherente de
su naturaleza.
El argumento filosófico de los hegelianos en contra de la personali-
dad de Dios ha sido hábilmente contrapuesto, sobre fundamentos filo-
sóficos, por Hermann Lotze (1817-1881), cuyos escritos han influen-
ciado profundamente a la teología. Sus obras principales sobre el tema
son el Microcosmos, y sus conferencias de aula sobre la Filosofía de la
Religión. Lotze se acerca al asunto de la personalidad desde el ángulo
opuesto, afirmando que la personalidad perfecta le pertenece a Dios
solamente, y que la necesidad que tiene la personalidad finita de pen-
sarse a sí misma frente a un no-yo se debe a la limitación de la finitud
antes que la de la personalidad. Principia su argumento con un análisis
de la personalidad, la cual encuentra que ocasiona dos aspectos, prime-
ro, que el sujeto posee una imagen de la cognición o representación de
lo que es, por cuyo medio se distingue a sí mismo de otros; y segundo,
que esta imagen es única en que no se puede contrastar con ninguna

270
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

otra imagen en el mismo sentido en que la otra imagen se puede con-


trastar con una tercera. Sostiene que lo único y distintivo de esta ima-
gen es fundamental a la personalidad. Aunque nuestro conocimiento
de la personalidad pudiera venir de la experiencia en el sentido del
desarrollo mental, no es meramente el arreglo ordenado de ideas de
acuerdo con algún sistema, sino el ego colocado en oposición directa a
cualquier no-ego. Así, Lotze encuentra que la autoconsciencia propia
siempre implica la existencia de un autosentimiento fundamental que
es su elemento más esencial. También niega que la personalidad sea
ocasionada por la actividad del ego como proviniendo de lo que “refle-
xiona” sobre un no-ego. Declara que esto sería un “mero suplemento
del pensamiento, vacío de toda base”. Tal proceso, dice, no distinguiría
el “yo” del “tú” o “él”, nuestra propia personalidad de la de otros. Esta
distinción, sostiene, no es efectuada por medio de pura ideación, sino
por el poder del yo para combinar su experiencia de sentimiento con
sus ideas. Es esta combinación la que nos capacita para distinguir un
estado personal como nuestro. “La capacidad más pequeña para la ex-
periencia del sentimiento”, dice, “es suficiente para que el que lo expe-
rimenta se distinga del mundo externo, pero la intelectualidad más alta,
aparte de esta capacidad, no sería capaz de comprenderse a sí misma
como un ego en contraposición a un no-ego. Con esto se afirma, una
vez más, que la personalidad presupone el sentimiento, o el sentimiento
propio, y que no puede ser solamente una construcción intelectual sub-
secuente”.1
Al negar la limitación como la esencia de la personalidad, Lotze es-
tablece un firme fundamento para la creencia en la personalidad de
Dios. Pregunta: “¿Qué justificación hay para atribuir el término perso-
nalidad a su forma incompleta en el hombre, y luego negársela a la
deidad, que está completamente dotada de con ella?” Entonces, la fini-
tud, de acuerdo con Lotze, es la limitación en lugar de la expresión de
la personalidad, y sólo en lo infinito existe la personalidad más verdade-
ra y más alta. “Por tanto, la idea de la personalidad de Dios es tan esca-
samente contradicha por su infinita grandeza y perfección”, dice
Christlieb, “que, al contrario, es precisamente por razón de ellas que él
tiene que ser personal” (Christlieb, Modern Doubt and Christian Belief ,
170).
Concluyamos, entonces, nuestro argumento sobre la personalidad
de Dios.2 Hemos visto que lo infinito de Dios, en lugar de ponerle

271
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

fuera del alcance del conocimiento humano, como declara el agnosti-


cismo, o negarle personalidad, como el panteísmo sostiene, más bien es
la presuposición misma de su personalidad. Y además, la idea del Abso-
luto se puede sostener solamente al afirmar un Sujeto absoluto, esto es,
la Personalidad absoluta. Así, el Absoluto, en lugar de ser una contra-
dicción de la personalidad, se puede explicar sólo a la luz de la persona-
lidad. La conciencia propia de la Personalidad absoluta no necesita
limitarse a sí misma por un no-yo externo. Dios creó el universo y le
dio la posición que mantiene, de tal manera que si lo consideráramos
una limitación en algún sentido de la palabra, tendría que ser una auto-
limitación. Esto necesariamente involucra una creencia en la libertad.
Si le negamos a Dios la libertad para crear un mundo de existencia fini-
ta aparte de sí mismo, esta misma limitación sería una negación de su
ser absoluto. Así que, el concepto cristiano de Dios lo salvaguarda del
panteísmo. Por el otro lado, se sostiene que una persona se puede dis-
tinguir de la otra sólo por la multiplicidad de poderes que la caracteri-
za. Por eso el agnosticismo sostiene que el Absoluto, siendo una abs-
tracción fuera de la esfera de los atributos, no se puede conocer. El
concepto cristiano de Dios es que estos poderes no son abstraídos de la
personalidad, sino que funcionan en ella como una unidad en lugar de
una multiplicidad. El conocimiento, el sentimiento y la voluntad se
pueden distinguir en la personalidad finita, y se ejercitan con algún
grado de independencia, pero esto no es cierto de la Personalidad abso-
luta. Los poderes personales pueden corresponder a ciertas distinciones
objetivas en Dios, pero es su ser total el que conoce y siente y decide, y
esto de tal manera que su ejercicio no rompe la unidad absoluta de su
ser. Pero aparte de la importancia filosófica del término personalidad
aplicado a Dios, existe una importancia religiosa del término. Como un
Ser personal, consciente de sí mismo y libre, Dios se sitúa en relaciones
éticas y espirituales con la humanidad. Como personal, Dios es la reali-
dad absoluta en relación al fundamento de toda existencia; como Efi-
ciencia Infinita, Él es la causa de toda existencia; así también, como
Personalidad perfecta, Él es la razón o propósito de toda existencia.

LA PERSONALIDAD COMO LA CAUSA FINAL DE LA


EXISTENCIA FINITA
Hemos demostrado que la Personalidad perfecta es la culminación
de un proceso que incluye el concepto del Absoluto como fundamento

272
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

de toda realidad, y el Infinito como la causa de toda existencia finita.


Ahora debemos demostrar que existe una razón suficiente o causa final
del universo, y que esto también lo encontramos en la Personalidad
perfecta. Hasta este punto hemos tratado principalmente con los aspec-
tos filosóficos de la absolutidad, infinitud y personalidad. Pero el tér-
mino personalidad tiene un contenido más rico que aquél que le da la
metafísica sola. A la consciencia propia tiene que añadírsele determina-
ción propia. La Personalidad perfecta involucra la perfección del inte-
lecto, sentimiento y voluntad. Por tanto, hay dentro del cosmos mismo
una teleología o propósito que se deriva de su Autor. J. A. Dorner ha
demostrado que el Espíritu expresa algo positivo, un Ser peculiar que
trasciende la naturaleza y sus categorías, que no es meramente en grado
de dignidad más alto que todas las cosas finitas buenas, sino que tam-
bién es el fin último absoluto. En este algo más alto, o en Dios como
Espíritu, se encontrarán los principios de todas aquellas ideas de las
cuales el mundo forma la mera manifestación finita o tipo, los princi-
pios de medida, designio y orden, de belleza y armonía. Dios, como
Espíritu es el asiento original de las “verdades eternas”; ellas tienen en
Él su ser absoluto... Porque, ¿cómo puede el Ser absoluto, del cual se
tiene que pensar necesariamente como la posibilidad real y original,
tanto de las cosas existentes como del conocimiento, ser tal posibilidad,
si no es esencialmente espiritual? (compárese con Dorner, System of
Christian Doctrine , 284). Dios como Personalidad perfecta satisface,
por tanto, la naturaleza religiosa del hombre, no sólo en sus aspectos
intelectuales, sino también en sus demandas morales y éticas.
La naturaleza y el espíritu personal. La perfecta Personalidad se
halla solamente en la esfera del espíritu. Por tanto, el espíritu tiene que
darle significado a la naturaleza. La esfera espiritual es la única suficien-
te explicación de la naturaleza, sin la cual sus contradicciones para el
pensamiento racional siempre permanecerán un enigma insoluble. Dice
Dorner: “No es un trágico accidente que, sin excepción, cada cosa in-
dividual o todo bien natural pase. Está en la naturaleza del caso”. La
naturaleza tiene que ser penetrada por la esfera espiritual para que todos
sus procesos sean sujetados y subordinados a fines más altos. Este es el
argumento de San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios. Dice:
“Hay cuerpo animal y hay cuerpo espiritual. Así también está escrito:
‘Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente’; el postrer Adán,
espíritu que da vida. Pero lo espiritual no es primero, sino lo animal;

273
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

luego lo espiritual. El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segun-


do hombre, que es el Señor, es del cielo. Conforme al terrenal, así serán
los terrenales; y conforme al celestial, así serán los celestiales. Y así co-
mo hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen
del celestial” (1 Corintios 15:44-49). Aquí se señala claramente que el
fin de la naturaleza es lo espiritual, y que es inherente en el cristianismo
como una filosofía de vida que lo natural tiene que espiritualizarse, que
la naturaleza tiene que hacerse que sirva a los fines espirituales. La natu-
raleza transitoria de la existencia finita, o la disipación de la naturaleza,
por tanto, no es irracional, ya que sirve a un propósito permanente y
llega a una expresión más completa en algo más alto que lo finito, y así
sirve a un fin infinito.
La personalidad y su contenido espiritual positivo. Pero la esfera
espiritual no sólo trasciende la naturaleza y se vuelve su fin de una ma-
nera general; hay un contenido positivo en el término Espíritu. Signifi-
ca no meramente un grado más alto de dignidad que la naturaleza, sino
un ser único, personal, que trasciende la naturaleza y sus categorías, y es
en sí mismo la Razón suficiente de la naturaleza, su fin absoluto y final.
Fue Atanasio (296-373), el gran defensor de la concepción trinitaria de
Dios, quien declaró que “el que contempla la creación correctamente
está contemplando el Verbo que la formó, y a través de Él principia a
entender al Padre” (Atanasio, Discourse Against the Arians [Discurso
contra los arrianos], I:12). Aquí nos acercamos al misterio profundo e
insondable de la adorable Trinidad. Pero es imposible discutir la cues-
tión de la Personalidad perfecta sin anticipar la concepción distintiva-
mente cristiana de Dios como Espíritu Trino o Ser Trinitario. ¿Por qué
existen los principios de verdad, rectitud, belleza y armonía en el mun-
do? ¿No nos exigen inmediatamente la creencia de que hay un princi-
pio de orden en el mundo? ¿Y puede haber orden sin sabiduría? ¿Y
puede la sabiduría ser menos que personal? Aquí hemos llegado a la
declaración inspirada del prólogo del Cuarto Evangelio: “En el princi-
pio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Este
estaba en el principio con Dios. Todas las cosas por medio de él fueron
hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho” (Juan 1:1-3).
Aquí se declara específicamente que el mundo fue creado por el Verbo,
esto es, de acuerdo con un orden racional, y siguiendo principios abso-
lutos en el Verbo personal, que más tarde se hicieron carne en Cristo.
Fue solo porque el Logos era personal y creador que Cristo vino a ser la

274
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

Persona redentora. En Él se manifestó la plenitud de la gracia y la ver-


dad. Entonces, es en Dios como Espíritu que tenemos que encontrar el
asiento original de misericordia y verdad, fortaleza y belleza (Salmos
96:6). Es en el Logos como el Verbo eterno que todo esto tiene su ser
absoluto y no originado. Estos principios no se originan en la voluntad;
ellos son verdaderos en sí mismos y son, por tanto, eternos dentro de su
esencia como Espíritu. Ellos son las categorías que presuponen la Inte-
ligencia divina. Sea finita o absoluta, no puede haber un verdadero fin
aparte de la inteligencia, ni puede haber tampoco sin ella belleza o
armonía. Solamente en la medida que haya una síntesis de la mente
dentro de la naturaleza, y de la mente dentro del hombre, puede haber
algún entendimiento de la naturaleza por el hombre, o cualquier co-
municación del hombre con el hombre. Es por causa del Logos eterno
que precede y subyace la estructura misma de la creación, constituyén-
dola un cosmos y no un caos, que tenemos nuestro mundo de orden y
belleza. Y aún más, es debido a la concepción cristiana del Logos como
personal y creador que nos da San Juan, que somos salvaguardados del
panteísmo, que, por un lado, integraría todo en Dios, o por el otro,
considería al mundo como una emergencia o emanación de Dios. San
Pablo, en su discurso de la colina de Marte, declaró a los atenienses que
Dios no “es honrado por manos de hombres, como si necesitara de
algo, pues él es quien da a todos vida, aliento y todas las cosas”. Y pa-
sando directamente del aspecto creador, presenta lo ético como la gran
meta de la personalidad humana: “para que busquen a Dios, si en al-
guna manera, palpando, puedan hallarlo, aunque ciertamente no está
lejos de cada uno de nosotros, porque en él vivimos, nos movemos y
somos” (Hechos 17:25-28). Un entendimiento firme del hecho de la
personalidad evitará para siempre que el pensamiento se vuelva panteís-
ta.3

LOS PRINCIPIOS DE LA INTUICIÓN RACIONAL


¿Cuáles son estos principios absolutos, eternos en la deidad y pecu-
liarmente la propiedad del Logos divino, que forman las ideas arqueti-
pos del mundo, los principios racionales de orden en el universo? Los
filósofos antiguos expresaron estas normas en la clasificación familiar de
lo verdadero, lo hermoso y lo bueno. Samuel Harris, en su Philosophical
Basis of Theism [Base filosófica del teísmo] (180ss), piensa que esta cla-
sificación es inadecuada. Principiando con las preguntas de Kant:

275
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

“¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?”, divide
la última en dos, las cuales encuentra que son: “¿Qué puedo llegar a
ser?” y “¿Qué puedo adquirir y gozar?” Encuentra, así, cuatro normas
en lugar de tres, las cuales considera realidades últimas, conocidas a
través de la intuición racional. Éstas son (1) lo verdadero, que es el pa-
trón moral o norma de lo que el hombre puede conocer; (2) lo justo,
que es la norma de la actividad humana; (3) lo perfecto, que es la norma
de lo que el ser humano puede llegar a ser; y (4) lo bueno, que es la
norma de lo que un ser humano puede adquirir y gozar. Una breve
discusión de éstos nos dará una idea de la riqueza de la Personalidad
perfecta, que forma la meta espiritual de los seres humanos finitos y el
fin supremo de todas las cosas.
La primera realidad última es lo verdadero. Por lo “verdadero”
queremos decir aquellas verdades universales o principios primitivos de
la mente que regulan todo conocimiento. Estas verdades de la razón
tienen realidad objetiva como principios o leyes de las cosas en el senti-
do de que son los elementos constitutivos de la razón absoluta. No
puede haber verdad aparte de la realidad del fundamento del mundo,
así como no puede haber leyes de la naturaleza aparte del Autor o
Creador. Dice A. H. Strong: “Por verdad queremos decir ese atributo
de la naturaleza divina en virtud del cual el ser de Dios y el conoci-
miento de Dios eternalmente se conforman uno al otro” (Strong, Sys-
tematic Theology , I:260). Así que, como una perfección divina, tene-
mos que considerar la verdad como la correspondencia absoluta de la
revelación con la realidad. Samuel Harris aprueba la posición de Platón
con respecto a las ideas arquetípicas cuando son tocadas, como dice él,
por el teísmo cristiano. Estas ideas arquetípicas de lo verdadero, lo jus-
to, lo perfecto y lo bueno existen eternamente y como arquetipos en el
Dios que es la Suprema Razón. Éstas y todas las otras formas e ideales
compatibles con ellas estaban en la mente de Dios como un universo
ideal antes de que llegaran a existir en el universo físico como nosotros
ahora lo percibimos. A éstas Él les da expresión en el tiempo y el espa-
cio, y bajo otras limitaciones de los seres finitos. También creó a los
seres humanos como seres racionales finitos que en su desarrollo nor-
mal llegan no sólo a conocerse a sí mismos, pero también a conocerse a
sí mismos a la luz de Otro, y así surge el sistema moral y ético en el que
Dios da expresión a pensamientos arquetípicos aún más altos.

276
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

La verdad, cuando se aplica a Dios, generalmente se clasifica como


verdad, veracidad y fidelidad. Los dos últimos se pueden considerar
como atributos, ya que representan la verdad transitiva manifestada a
sus criaturas. La primera tiene que considerarse como verdad inmanen-
te, y no meramente como un atributo activo. Es la correspondencia
exacta de la naturaleza divina con el ideal de la perfección absoluta.
Mientras que este ideal sólo puede ser comprendido parcialmente por
los seres finitos, es plenamente conocido por Dios en toda su excelen-
cia, y a esta excelencia suprema pertenece toda su naturaleza. Es en este
aspecto que la Biblia le llama el verdadero Dios, como se indica en las
siguientes referencias: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).
Siendo que la verdad es la realidad revelada, Jesús es la verdad porque
en él están reveladas las cualidades escondidas de Dios. Esto se declara
también en 1 Juan 5:20, donde el escritor dice: “Pero sabemos que el
Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento para conocer al
que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este
es el verdadero Dios y la vida eterna”. En ambos pasajes se usa la pala-
bra Ò¾¿ÀÅŦÅ, la cual describe a Dios como genuino o real, distinto de
Ò¾¿ŢË, un término que se usa para expresar la veracidad o lo verdadero
de Dios. Por tanto, cuando nuestro Señor habla de sí mismo como la
verdad, Él quiere decir no meramente que es el verdadero pero que es la
verdad, y la fuente de la verdad. Su verdad es aquella del ser y no me-
ramente aquella de expresión (compárese con 2 Crónicas 15:3; Jeremías
10:10; 1 Tesalonicenses 1:9; Apocalipsis 3:7).4
Con respecto a la veracidad y fidelidad de Dios, la Biblia abunda
tanto en referencias como en ilustraciones. Siendo que el conocimiento
de Dios es perfecto, Él no puede estar equivocado; siendo que Él es
santo no puede haber disposición de engañar; y siendo que sus recursos
son infinitos, Él no está bajo necesidad de fracaso. Su ley, por ser un
transcrito de su naturaleza, es inmutable y exactamente adaptada al
carácter y condición de su pueblo. Por tanto, llega a ser la base de ado-
ración y alabanza. “Tu justicia es justicia eterna, y tu Ley, la verdad...
La suma de tu palabra es verdad, y eterno es todo juicio de tu justicia”
(Salmos 119:142, 160). Los escritores de la Biblia se deleitan en medi-
tar sobre la fidelidad de Dios como el fundamento de la fe y la esperan-
za y el amor. Si Dios no fuera verdadero en todas sus promesas y fiel en
todos sus compromisos, la religión sería imposible. Por lo cual tenemos

277
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

referencias como las siguientes: “Dios no es hombre, para que mienta,


ni hijo de hombre para que se arrepienta. ¿Acaso dice y no hace? ¿Acaso
promete y no cumple?” (Números 23:19). “Él es la Roca, cuya obra es
perfecta, porque todos sus caminos son rectos. Es un Dios de verdad y
no hay maldad en él; es justo y recto” (Deuteronomio 32:4). “Porque
más grande que los cielos es tu misericordia y hasta los cielos tu fideli-
dad” (Salmos 108:4). “Porque ha engrandecido sobre nosotros su mise-
ricordia, y la fidelidad de Jehová es para siempre” (Salmos 117:2). “De
generación en generación es tu fidelidad” (Salmos 119:90). En el Nue-
vo Testamento tenemos referencias como las que siguen: “Fiel es Dios,
por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo,
nuestro Señor” (1 Corintios 1:9). “Si somos infieles, él permanece fiel,
porque no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2:13). “Toda buena
dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces,
en el cual no hay mudanza ni sombra de variación” (Santiago 1:17).
Otras referencias se tienen que reservar para el estudio en relación a los
atributos específicos de Dios.
La segunda realidad última es lo recto. Aquí los principios de la
intuición racional son conocidos como leyes, ya que son reguladores de
la energía o poder. Éstos se aplican a cada esfera —la física, la moral y
la espiritual. El término recto se usa para expresar conformidad de ac-
ción a los principios de la razón considerados como ley. Esto es aplica-
ble tanto al intelecto como a la voluntad. Con el término “deber” se
quiere decir la acción de un ser racional libre en respuesta a las deman-
das de la razón. La ley en su simple forma intelectual es meramente
secuencias observadas, y cuando ello tiene que ver con el poder físico es
conformidad de acción a las leyes de la esfera física. Sin embargo, en el
deber se levanta una nueva realidad que tiene que ser considerada en
relación a la voluntad libre y así se vuelve en ley moral. Como las otras
intuiciones de la razón, esta ley es operativa de una manera práctica
antes de que se formule en pensamiento. Mientras reflexiona, el hom-
bre llega a ver que cualquier cosa que conoce como verdadera en la
razón se vuelve una ley de acción. De aquí que se desarrolle un sentido
de deber, y el deber tome un nuevo e intenso significado. Se ve a sí
mismo bajo un amo o Señor, y en consciencia sabe que está junto con,
o a la luz de, Otro. Kant, en su Metafísica de la moral, representa la
consciencia como conduciendo un caso delante de una corte, y da su
conclusión en estas palabras: “Ahora, que el acusado por la conciencia

278
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

deba representarse como la misma persona que el juez, sería una repre-
sentación absurda de un tribunal; en un evento tal, por necesidad, el
acusador siempre perderá su caso. Por tanto, la conciencia como juez
debe representarse a sí misma como alguien que no sea ella, a menos
que quiera arribar a una contradicción consigo misma”. También en-
cuentra que la conformidad o falta de conformidad a la ley como lo
recto resulta en dos tipos conflictivos de carácter. A uno él le aplica el
término virtud, y al otro vicio. Sin embargo, más remotamente, en-
cuentra que una es santa y la otra pecaminosa, y esto en directa relación
al Amo, conocido y sentido en la conciencia. Dios como Personalidad
perfecta tiene que, por tanto, ser santo y justo, y como tal demanda
santidad y justicia de sus súbditos. Dice William Newton Clarke: “La
santidad es la plenitud gloriosa de la excelencia moral de Dios, sosteni-
da como un principio de su propia acción y la norma para sus criatu-
ras” (Clarke, Outline of Christian Theology, 89).
La tercera realidad última es lo perfecto. Por perfección se quiere
decir la correspondencia de la acción externa con la norma racional
interna. Cuando la mente se imagina un objeto perfecto, esa creación
de la imaginación se llama un ideal. Por tanto, los ideales no se obtie-
nen por imitación, o por copiar objetos observados, sino que son crea-
ciones de la mente misma. La belleza y la armonía no dependen de
material alguno, sino que pueden ser imágenes espirituales puras. La
belleza es, principal y originalmente, forma pura. No surge de la mate-
ria, sino que es una forma impresa sobre la materia. Las cosas materiales
como las encontramos en la naturaleza se vuelven hermosas a través del
entrelace de estas formas. Además, este principio formativo tiene que
ser capaz de fijarse en el pensamiento, no meramente como una ley
externa de belleza o armonía, sino como un principio de la Esencia
misma. La ley de lo bello, de armonía y orden, de perfección, tiene que,
por tanto, pertenecer a la naturaleza de Dios y ser parte de la Esencia
absoluta. Si como Dios es el Ser supremo, o el Ser de seres, así su per-
fección es una suprema perfección, o una perfección de todas las per-
fecciones. Por tanto, pertenece a Dios imprimir el cuño de su propio
ser sobre todas las obras divinas, y consecuentemente sus obras son
perfectas. Fue por esta razón que Agustín se deleitaba en pensar de
Dios como belleza y armonía principalmente. Dice: “Dios es amable
como lo bello, porque nosotros solamente podemos amar lo bello; pero
lo verdaderamente hermoso es lo suprasensible, es la verdad inmuta-

279
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

ble”. Al aplicarse a Dios, la perfección es generalmente considerada en


teología como el principio de la armonía que unifica y consuma todos
los atributos divinos, evitando así el sacrificio de un atributo por el
otro, y trayendo cada uno a su suprema manifestación. La perfección
en Dios no es la combinación de muchas cualidades, sino solamente,
“la gloria indivisa de los varios rayos del carácter divino”. Es la armonía
de la absoluta libertad de contradicciones internas. Por tanto, la belleza
está directamente conectada con la santidad, y se nos ordena adorar “a
Jehová en la hermosura de la santidad” (Salmos 96:9; compárese con 1
Crónicas 16:29; Salmos 29:2; 2 Crónicas 20:21; Salmos 110:3).
Pero la Vida divina como perfecta, no es meramente una de libertad
de contradicciones internas, sino también de contenido positivo. Está
llena con las potencialidades divinas internas, y todas estas potencias
están en equilibrio armonioso. Por tanto, la Vida divina se vuelve esen-
cialmente Propósito en sí misma. La Biblia reconoce esta belleza y ar-
monía que caracterizan la perfección divina al reconocer la verdad y la
justicia como pertenecientes a la naturaleza divina. El salmista declara:
“Desde Sión, perfección de hermosura, Dios ha resplandecido” (Salmos
50:2); y también: “Te has vestido de gloria y de magnificencia: el que
se cubre de luz como de vestidura, que extiende los cielos como una
cortina” (Salmos 104:1-3). Cuando Jesús, en su Sermón del Monte,
ordena a sus discípulos los principios de la perfección, diciendo: “Sed,
pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es
perfecto” (Mateo 5:48), no podía haberse referido a nada menos que
esa libertad de contradicciones internas que constituye un ser santo, y
la posesión de aquellas potencias positivas que, en armonía con la natu-
raleza divina, se estamparon a sí mismas en belleza sobre todas sus
obras. La perfección que Él prescribe para sus discípulos no es la per-
fección absoluta del Ser divino, sino aquella de la personalidad humana
que corresponde a la naturaleza divina. Es la liberación del alma de las
contradicciones internas ocasionadas por el pecado o la depravación
heredada, y su restauración a la pureza de corazón y sencillez de propó-
sito. Y, además, esta perfección implica en el ser humano como en
Dios, una correspondencia entre las actividades externas de la vida y la
armonía interna del ser. La perfección en este sentido es intensamente
ética por cuanto incluye tanto la santidad interna como la justicia ex-
terna. Es el cumplimiento “del juramento que hizo a Abraham, nuestro
padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros enemigos,

280
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

sin temor lo serviríamos en santidad y en justicia delante de él todos


nuestros días” (Lucas 1:73-75).
La cuarta realidad última es el bien. El bien es el último y el más
elevado en la serie de últimos que constituyen las normas de la existen-
cia humana finita. En su sentido último y absoluto, nuestro Señor apli-
ca el término a Dios solamente: “Nadie es bueno sino uno: Dios” (Ma-
teo 19:17). En este sentido debe interpretarse como el sentimiento
divino que desea el bien de todas las criaturas como tales. Así que, pa-
rece haber una distinción entre lo perfecto en el sentido de una con-
formidad a las normas de la verdad y la rectitud, y el bien en el sentido
de lo útil. Una cosa puede ser un medio para algo más, o puede ser un
fin en sí misma. En el primer sentido, su valor se estima solamente en
relación a aquella otra cosa y no por sus propios méritos. Esto la deter-
mina como útil. “Lo adecuado, lo útil, lo conveniente, dependen de
algo más”, dice Agustín, y “no se pueden juzgar por sí mismo sino so-
lamente de acuerdo con esa relación a algo más”. Por el otro lado, una
cosa puede desearse por sus propios méritos en lugar de otra, y por
causa de su propia armonía y belleza interna volverse un fin en sí mis-
mo, o un bien. Debe observarse que el bien como lo más alto en la serie
de normas involucra cada una de las otras en un orden de precedencia y
dependencia. La verdad en sí misma parece ser primordial y no presu-
pone verdad, y la rectitud es tal, sólo por la conformidad a la verdad
como una ley de acción. Lo perfecto presupone tanto la idea de verdad
como de rectitud; mientras que el bien no sólo involucra la experiencia
de gozo y tristeza, sino que presupone lo verdadero, lo recto y lo perfec-
to como la norma o regla por la cual discriminar las fuentes del gozo y
la búsqueda de los placeres dignos de un ser racional. El bien, entonces,
es lo racional.
Por tanto, el bien es el fin racional u objeto de adquisición, posesión
y disfrute. Presupone lo verdadero, lo recto y lo perfecto; es aquello en
lo cual culminan. Aquí venimos a la provincia de la ética, y la necesaria
investigación del ámbito de los fines, que constituirá una razón com-
pleta y suficiente para la vida misma. Es esta realidad conocida por la
razón la que abre al conocimiento la esfera total de la teleología o las
causas finales. Pero mientras que el bien se puede definir como aquello
que tiene valor racional, la pregunta surge inmediatamente: “¿Qué es
este bien? ¿Qué es aquello que en sí mismo tiene algún valor estimado
por la razón, que está en todas partes y siempre es digno de adquisición

281
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

y posesión humana, y en todas partes y siempre digno de ser la fuente


de la felicidad de un ser racional?” Samuel Harris define esto como “la
perfección de su ser; su consecuente armonía consigo mismo, con Dios
la razón suprema, y con la constitución del universo; y la felicidad que
necesariamente resulta” (Harris, Self-revelation of God , 271).5
Entonces, se verá que la personalidad perfecta no es solamente el
más alto concepto filosófico del Ser divino, sino que se vuelve también
el fin supremo de la existencia finita. El bien esencial es principalmente
la perfección del ser en la personalidad. El bien es en sí mismo la reali-
zación de las verdades, leyes e ideales de la razón. En tanto que el hom-
bre alcanza la perfección de su propio ser obtendrá el fin que la razón
declare de verdadero valor. Este es un fin digno de buscarse y adquirir-
se, no sólo para nosotros sino para todos los seres morales. Los pasos en
este proceso de desarrollo tienen que principiar en la adquisición del
carácter moral correcto. El carácter principia en el escogimiento, y de
allí en adelante la voluntad es una voluntad con carácter. Cada escogi-
miento subsecuente desarrolla, confirma o modifica este carácter. La ley
moral requiere de sus sujetos el amor a Dios como lo supremo, y el
amor a nuestro prójimo igual que a nosotros mismos. El amor, por
tanto, es el cumplimiento de la ley. Es el germen esencial de todo carác-
ter recto.
Pero el bien no sólo incluye la armonía dentro de la persona indivi-
dual, en el sentido de un carácter unificado y motivado por el amor
perfecto, sino que también incluye la perfección de todos los poderes y
susceptibilidades de la persona, los cuales se desarrollan progresivamen-
te de acuerdo con la ley del amor. Esto tiende hacia la disciplina, desa-
rrollo y depuración del individuo, pero implica también una corres-
pondencia de la razón finita con la Razón suprema, la voluntad finita
con la voluntad infinita de Dios. La santidad, como hemos señalado, es
“la plenitud gloriosa de la excelencia moral de Dios, sostenida como el
principio de su propia acción y la norma para sus criaturas”, y, por
tanto, el supremo bien para todas las criaturas de Dios. Además, tene-
mos que considerar la armonía con el universo de Dios como contenida
en este supremo bien. El universo, tanto físico como espiritual, es la
expresión de las ideas arquetípicas de Dios, y fue traído a existencia a
través del Verbo divino o Logos (Juan 1:3). El individuo no puede
obrar su propio bien aparte del universo. Pertenece a un sistema uni-
versal del cual Dios es el Autor, y en el cual su sabiduría y su amor es-

282
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

tán siempre dándose en expresión armoniosa. Su bienestar consiste en


un ajuste propio y armonioso con el sistema del cuál él es parte, y que
fue diseñado por la Razón suprema para su bien progresivo. Ahí está el
significado hondo y profundo de las palabras: “Sabemos, además, que a
los que aman a Dios, todas las cosas los ayudan a bien, esto es, a los que
conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). Luego, de
nuevo, el bien tiene que incluir la felicidad. Esto sigue como conse-
cuencia de la perfección de la persona y su armonía con Dios y el uni-
verso. La felicidad no puede tener existencia separada. Siempre es inse-
parable de aquella en donde tiene su fuente. Así, el gozo brota del
carácter y acciones justas, y les son inseparables. Este es el significado
de lo que Jesús dijo a sus abatidos discípulos: “También vosotros ahora
tenéis tristeza, pero os volveré a ver y se gozará vuestro corazón, y nadie
os quitará vuestro gozo” (Juan 16:22). Por tanto, lo personal siempre
tiene que ser el verdadero fin u objeto de adquisición, posesión o dis-
frute. Es sólo en la personalidad que las ideas de lo verdadero, lo recto y
lo perfecto culminan. Dios como personalidad perfecta es el único ob-
jeto digno del escogimiento humano, y el amor a Dios, el cumplimien-
to de la ley. El alma, con amor perfecto a Dios y al hombre, por siem-
pre se irá descubriendo a la luz de este Supremo Bien, y en cada etapa
de su progreso abrazará concepciones ampliadas de lo verdadero y lo
justo, lo perfecto y lo bueno.

LA CONCEPCIÓN CRISTIANA DE DIOS


En nuestra discusión de los nombres y predicados divinos, hemos
señalado de una manera preliminar algo de lo que la Biblia afirma de
Dios según nuestro Señor y sus apóstoles. Entre éstos estaban los tér-
minos espíritu, vida, luz y amor. Después de presentar los aspectos filo-
sóficos de Dios como el Absoluto, el Infinito y lo Personal, y habiendo
demostrado la necesidad de un Dios personal que llene las demandas
éticas y religiosas de la personalidad finita, abandonaremos lo filosófico
para discutir lo religioso del concepto de Dios. El cristianismo sostiene
que el verdadero concepto de Dios es aquel que Cristo reveló, o más
específicamente, que Dios mismo reveló a través de Cristo. Por tanto,
nos esforzaremos en completar de alguna manera el bosquejo que ya
hemos presentado, y lo haremos por medio de una discusión adicional
del concepto que Cristo tuvo de Dios, aumentado e interpretado por

283
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

aquellos conceptos agregados dados por Él a los apóstoles a través de la


inspiración del Espíritu Santo.
Dios es Espíritu. En una afirmación reveladora nuestro Señor de-
clara que “Dios es Espíritu, y los que lo adoran, en espíritu y en verdad
es necesario que lo adoren” (Juan 4:24). Sin lugar a dudas, la declara-
ción tiene como intención afirmar la personalidad y el valor religioso
de Dios, y no principalmente la esencia meramente filosófica, como se
acostumbra en algunas ocasiones. Dios es Espíritu, un Espíritu infinito;
el hombre es espíritu, un espíritu finito, pero existe una relación común
de tal manera que “Espíritu pueda encontrarse con espíritu”; y esta
posibilidad de comunión espiritual es la base de la verdadera adoración.
San Pablo enfatiza el aspecto del espíritu en su Primera Epístola a los
Corintios. Del Espíritu de Dios afirma: “Porque el Espíritu todo lo
escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:10). Del espíritu
humano dice: “Porque ¿quién de entre los hombres conoce las cosas del
hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo,
nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no
hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de
Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (1 Corintios
2:11-12).
En ocasiones se objeta que la declaración de nuestro Señor respecto
a la naturaleza de Dios no se le pueda llamar una definición de Dios.
Sin embargo, Christlieb afirma que aquí tenemos “la definición más
profunda de la Biblia respecto a la naturaleza de Dios, una definición
cuya sublimidad los presentimientos y anhelos de ningún pueblo pa-
gano jamás alcanzaron, aunque la verdad de estos se precise directa-
mente sobre la razón y la conciencia... El ser humano tiene espíritu,
Dios es Espíritu. En Él, el Espíritu no forma meramente una porción
de su ser; antes, la totalidad de la sustancia de su naturaleza, su yo pe-
culiar, es Espíritu. Aquí tenemos la idea de Dios en su perfección in-
terna, así como los nombres Elohim y Jehová nos informan principal-
mente de su posición externa. Como Espíritu, Dios es el resplandor y la
verdad autodependiente y eterna, el conocimiento absoluto, el princi-
pio inteligente de todas las fuerzas cuya mirada penetra en todo, y pro-
duce luz y verdad en todas las direcciones” (Christlieb, Modern Doubt
and Christian Belief , 221).
Dios como Espíritu es vida. De Dios, la Biblia afirma no sólo que
Él existe sino que Él vive. “Como el Padre tiene vida en sí mismo, así

284
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo” (Juan 5:26). De sí


mismo Jesús declaró: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan
14:6). Esta vida que existe absolutamente en el Padre, es mediada a la
iglesia a través de Jesús como el pan del cielo. “Así como me envió el
Padre viviente y yo vivo por el Padre, también el que me come vivirá
por mí. Este es el pan que descendió del cielo; no como vuestros pa-
dres, que comieron el maná y murieron; el que come este pan vivirá
eternamente” (Juan 6:57-58). San Juan también afirma del eterno Lo-
gos, que “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Juan
1:4); mientras que San Pablo, en su discusión de la misión redentora de
Cristo, testifica que “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha
librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2). Debemos
entender por el término “vida” como aquí se usa, no sólo el ens que
denota simple realidad o ser, sino vida organizada, un organismo que
incluye la plenitud de la verdad, orden, proporción, armonía y belleza.
La Biblia no nos ofrece garantía para pensar de Dios como un mero Ser
en reposo. Tampoco debe considerársele como meramente pensamien-
to o ideal. Dice J. A. Dorner: “Como vida absoluta, Él posee un ple-
roma (ÈÂóÉÑĸ֖, un mundo de fuerzas reales en sí mismo. Lleva den-
tro de sí una fuente inagotable, por virtud de la cual Él es vida que
brota eternamente, pero que también eternamente retorna a sí mismo.
Sin embargo, Él no ha de definirse como vida transitoria; Él es, antes
de cualquier cosa, esencialmente vida absoluta; ni se vacía ni se pierde a
sí mismo en su actividad vital. Él es un mar de vida que retorna a sí
mismo; una plenitud infinita de fuerza se mueve, por decirlo así, y on-
dula en él... La vida de Dios se expresa de una manera especialmente
pintoresca en aquella visión de Ezequiel (Ezequiel 1; compárese con
Apocalipsis 4), donde el tema son los “seres vivientes”, que no son án-
geles, pero pertenecen al trono de Dios o a su manifestación. Están
unidos con los símbolos de ruedas que se elevan a sí mismas y se mue-
ven libremente hacia todos lados, porque en ellas hay un espíritu de
vida, de vida inevitablemente rotativa, que resplandecía de un lado a
otro. Las ruedas apuntan al movimiento circular de la vida (compárese
con Santiago 3:6, el curso o ‘rueda’ de la naturaleza); están llenas de
miles de ojos, para expresar que el espacio les está igualmente presente
en todas partes; mientras que las alas significan la vida que se mueve
libremente en todos lados. Pero se ha de considerar que en Ezequiel
esta vida, y el movimiento de los poderes de la vida, no agotan la des-

285
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

cripción de la teofanía. El querubín con las ruedas vivientes, meramen-


te formas, por decirlo así, el carruaje, el trono para el Dios viviente,
todo esto es la mera antesala de la esfera divina —el círculo más íntimo
se reserva para Dios como Espíritu viviente (Ezequiel 1:26). Si lo ve-
mos desde el lado del mundo, esta plenitud celestial de vida ya parece-
ría ser la deidad o Dios. Pero más tarde, cuando estamos en posesión de
la Personalidad divina, esa plenitud será un predicado de Dios, un me-
ro substrato, por decirlo así, de su Personalidad. Como vida absoluta,
Él es absolutamente exaltado por encima de la pasividad o disminución
y transitoriedad, así como por encima de cualquier acrecentamiento. Él
tiene absoluta suficiencia en sí mismo, porque Él tiene vida en sí mis-
mo” (Juan 5:26; compárese con 1:3) (Dorner, System of Christian Doc-
trine , I:259-260). Como vida absoluta, Dios es personalidad perfecta.
La vida, en un sentido es el substrato al que los atributos se adhieren.
Los poderes necesarios del espíritu personal no son atributos, sino la
esencia del Ser que posee los atributos. La vida, pues, pudiera en algún
sentido ser indefinible, pero es conocida en la conciencia como pensa-
miento, sentimiento y voluntad, y, por tanto, la fuente de toda razón,
emoción y actividad autodirigida. En Dios, el pensamiento es creador,
sus afectos perfectos, y su actividad infinitamente libre y poderosa.6
Dios como Espíritu es luz. Otra propiedad fundamental del Espíri-
tu, como lo presenta San Juan, es aquella de la luz o verdad absoluta. El
apóstol utiliza el término en su sentido más general, no “una luz”, sino
“luz”. Dice Meyer: “Dios es luz, así que toda luz fuera de Él es la radia-
ción de su naturaleza”. Dios como personalidad absoluta se alumbra de
la verdad. En Él no hay tinieblas ninguna. Por tanto, la posibilidad de
falsedad y error está excluida. La luz revela, y la revelación suprema de
Dios en Cristo se torna en la base firme de la religión cristiana, tanto
en su subsistencia objetiva como subjetiva. Pero el contraste entre la luz
natural y las tinieblas es sólo el símbolo de un contraste más profundo
entre la santidad y el pecado. Isaías utiliza ambos términos en un senti-
do proféticamente relacionado: “Y la luz de Israel será por fuego, y su
Santo por llama que abrase y consuma en un día sus cardos y sus espi-
nos” (Isaías 10:17). La luz es, pues, el fulgor o resplandor de la natura-
leza intrínsecamente santa del Padre, ya que lo natural y lo moral en
Dios tienen que considerarse como uno. Un escritor lo expresa así: “La
santidad es la gloria escondida” y “la gloria es la santidad manifestada
de Dios”. Esta es la concepción de Dios como se reveló en Cristo de

286
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

acuerdo al autor de la Epístola a los Hebreos. “Él, que es el resplandor


de su gloria, la imagen misma de su sustancia”, afirma que Cristo es la
objetivación de la gloria interna de Dios; “y quien sustenta todas las
cosas con la palabra de su poder”, lo relaciona, como el Hijo Divino, a
todo el proceso creador; mientras, la última cláusula lo identifica con el
propósito redentor de Dios: “habiendo efectuado la purificación de
nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Ma-
jestad en las alturas” (Hebreos 1:3). San Pablo, también en un solo
versículo de gran profundidad y comprensión, usa el término luz como
una consecuencia milagrosa del Verbo divino, para expresar la trans-
formación espiritual en los corazones de los hombres: “Porque Dios,
que mandó que de las tinieblas resplandeciera la luz, es el que resplan-
deció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la
gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). Aquí los tér-
minos luz, conocimiento y gloria se identifican, o a lo menos se em-
plean en un sentido estrechamente relacionado, y todos resplandecen
en la faz de Jesucristo como la revelación suprema que Dios hace de sí
mismo al mundo.
Hay dos doctrinas de importancia primaria en el sistema cristiano
que surgen inmediatamente de la concepción de la luz como santidad y
verdad absolutas. Primero, está la concepción negativa de la deprava-
ción moral como la ausencia de luz espiritual. Esto resulta en la igno-
rancia de Dios y de sus relaciones con el mundo y el ser humano. Pero
esta ausencia de luz es tal por causa de la libertad personal que se afirma
a sí misma en contradicción a Dios. Es un apagar voluntario de la luz y
sus influencias iluminadoras y sanadoras. Pero esta contradicción de
Dios también es contradicción de sí mismo, esto es, es una violación de
la ley inmanente de Dios en la naturaleza y constitución del ser hu-
mano. Esta actividad pervertida de libertad personal trae una actitud
falsa de parte del espíritu humano, y permite que surja una esfera de
contradicciones internas caracterizadas por la falsedad y la ignorancia.
El estado autocontradictorio que sigue en la vida intelectual y ética es
uno donde reina el engaño del pecado como personalidad autoperver-
tida. Por tanto, es un estado de oscuridad moral. Es la consecuencia de
una “privación” de luz, y por tanto un estado de depravación moral. El
pecado original como un estado se debe al pecado original como un
acto, y se hace a su vez el estado o condición del hombre natural del
cual brota la transgresión de la ley de Dios. San Pablo declara de los

287
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

paganos que, “Como ellos no quisieron tener en cuenta a Dios, Dios


los entregó a una mente depravada, para hacer cosas que no deben”
(Romanos 1:28), un estado que en la misma epístola le llama “la mente
carnal” que es “enemistad contra Dios, porque no se sujetan a la Ley de
Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7). Detrás de esto, sostiene el
Apóstol, está el “Dios de este mundo”, quien no es meramente la per-
sonificación de las tinieblas, sino una personalidad, un espíritu que
abarca dentro de sí esas tinieblas morales y espirituales ocasionadas por
la ausencia de todo rayo de luz espiritual. Por tanto, Satanás como “el
dios de este mundo les cegó el entendimiento, para que no les resplan-
dezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de
Dios” (2 Corintios 4:4).
Segundo, existe el contenido positivo de la luz que brota de la santi-
dad de Dios, en contraste con el concepto negativo de la depravación
moral, consecuente con la ausencia de la luz espiritual. La Biblia afirma
que “Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5). He-
mos visto que el Espíritu implica no sólo la conciencia propia sino la
determinación propia, y las libres y eternas determinaciones propias de
Dios tienen que estar de acuerdo con su naturaleza divina. Su bondad y
su santidad son absolutas, su autoconocimiento y su autodeterminación
tienen que conmensurarse a la infinitud de su Ser. Como consecuencia,
allá en las profundidades de su infinito Ser, no hay tinieblas, nada que
no esté descubierto, nada que no esté cumplido, nada que necesite ser
traído al cumplimiento o la perfección. Él es el “Padre de las luces, en
el cual no hay mudanza ni sombra de variación” (Santiago 1:17). Dios
como luz es la fuente inagotable de verdad. “El único que tiene inmor-
talidad, que habita en luz inaccesible y a quien ninguno de los hombres
ha visto ni puede ver. A él sea la honra y el imperio sempiterno. Amén”
(1 Timoteo 6:16).
Dios como Espíritu es amor. La tercera propiedad fundamental del
Espíritu es amor. Aquí, de nuevo, estamos endeudados con San Juan
por sus claras y enérgicas expresiones sobre esta fase de la naturaleza de
Dios. “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”.
También dice: “Dios es amor, y el que permanece en amor permanece
en Dios y Dios en él” (1 Juan 4:8, 16). La personalidad, como hemos
visto, para poder conocer demanda un sujeto y un objeto, y en la con-
ciencia propia este sujeto y objeto se identifican. Así también, en el
amor existe una igual necesidad de un sujeto y un objeto, y también

288
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

una relación libre y recíproca entre ellos. En el amor, el sujeto y el obje-


to se identifican uno con el otro, y sin embargo cada uno afirma y
mantiene una personalidad distinta. Aquí, de nuevo, tenemos que anti-
cipar la naturaleza trina del Espíritu y las distinciones trinitarias en la
deidad. Al Padre le pertenece principalmente la vida; al Hijo, la luz, y
al Espíritu, el amor, que es “el vínculo perfecto” (Colosenses 3:14). Del
Padre, el Hijo declaró: “Me has amado desde antes de la fundación del
mundo” (Juan 17:24), y en una declaración inmediatamente anterior,
afirma el mismo amor hacia los discípulos con estas palabras: “Y que los
has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:23).
Aquí la comunión es personal. No sólo los términos Padre e Hijo son
personales, sino que el órgano de este amor recíproco, el vínculo perfec-
to, es igualmente personal. Dice E. V. Gerhart: “Esta unidad, esta co-
munión absoluta de amor con amor, del sujeto personal con el objeto
personal, en la gloria de la Vida divina, es el Espíritu Santo” (Gerhart,
Institutes , I:447). Pero el amor pertenece tanto a la naturaleza como a
los atributos de Dios. Aquí tenemos que considerar al amor como la
esencia de Dios solamente, dejando la discusión del atributo del amor
que forma un eslabón entre la deidad absoluta, y su manifestación a sus
criaturas, para un capítulo posterior.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Existen dos factores en el autoconocimiento humano: (1) un sentimiento directo del yo
de uno; y (2) una concepción del yo o de los poderes y propiedades del yo. Esta concep-
ción del yo de uno es desarrollada, pero el sentimiento del yo está presente desde el prin-
cipio. El niño tiene poca o ninguna concepción de sí mismo, pero tiene la experiencia más
vívida de sí mismo. Esta experiencia del yo es muy independiente de toda antítesis del su-
jeto y objeto, y no es derivada. Pero, permitiendo todo lo que puede reclamarse para el
desarrollo de nuestra autoconsciencia, no está en la noción de la autoconsciencia que ésta
tenga que desarrollarse. Un yo eterno es metafísicamente tan posible como un no-yo
eterno. Decir que porque nuestra autoconsciencia se desarrolla toda autoconsciencia tiene
que ser desarrollada, es tan racional como decir que todo ser tiene que tener un principio
porque nosotros lo tenemos. Es transferir a lo independiente todas las limitaciones de lo
finito, que es exactamente lo que el panteísmo reclama aborrecer (Borden Parker Bowne,
Studies in Theism, 274).
Se nos dan no pocas pistas en el rango humano de que la mente es intrínsecamente el
poder de iniciación, el resorte original de la energía. De igual manera, no es una temeri-
dad especulativa concebir que la mente infinita, a pesar de la ausencia de estímulo ex-
terno, puede estar viva, enérgica, inclusiva de todos los sentimientos y propósitos subli-
mes, y así tener medios abundantes de consciencia propia. En realidad, existe buena razón
para concluir con Lotze que la autoconsciencia completa, o la personalidad en el sentido

289
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 13

más alto, se puede predicar solamente del infinito (Henry C. Sheldon, System of Christian
Doctrine, 37).
2. Lotze reúne los resultados de esta investigación en las siguientes propuestas: (1) El yo, la
esencia de toda personalidad, no depende de ninguna oposición que haya presentado o es-
té presentando el Ego al No-Ego, sino que consiste en una existencia propia inmediata
que constituye la base de la posibilidad de ese contraste en dondequiera que aparezca. La
autoconsciencia es la elucidación de esta autoexistencia que se da por medio del conoci-
miento, y ello, incluso, de ninguna manera está necesariamente atado a la distinción del
Ego del No-Ego, a lo cual se le opone sustancialmente. (2) En la naturaleza de la mente
finita como tal se encuentra la razón de por qué el desarrollo de su consciencia personal
puede tomar lugar sólo a través de las influencias de esa totalidad cósmica que el ser finito
mismo no es, esto es, a través de la estimulación que viene del No-Ego, no porque necesi-
te el contraste con algo ajeno para tener existencia propia, sino porque, en este respecto,
como en todo otro, no contiene en sí mismo las condiciones de su existencia. No encon-
tramos esta limitación en el ir del Infinito: por lo cual, para él solo existe la posibilidad de
la existencia propia, que ni necesita ser iniciada ni ser continuamente desarrollada por algo
que no sea él mismo, pero que se mantiene a sí mismo dentro de sí mismo con acción es-
pontánea que es eterna y no tiene principio. (3) La Personalidad Perfecta está en Dios so-
lamente; a todas las mentes finitas se les dota sólo de una pálida copia; la finitud de lo fi-
nito no es una condición productora de esta Personalidad, sino un límite y un estorbo de
su desarrollo (Para estudio adicional, compárese con Herbert M. Relton, Christology, 116,
167).
Si no estoy equivocado, todo el sistema de este razonamiento descansa sobre un error
común del escepticismo y el panteísmo, que anteriormente desvió, y todavía engaña, mu-
chas mentes superiores. Este error consiste en sostener que toda determinación es una ne-
gación. Omnis determinatio negatio est, dice Hamilton siguiendo a Spinoza. Nada puede
ser más falso o más arbitrario que este principio. Surge de la confusión de dos cosas esen-
cialmente diferentes, es decir, los límites de un ser, y sus características determinadas y
constitutivas. Yo soy un ser inteligente, y mi inteligencia es limitada; estos son dos factores
igualmente ciertos. La posesión de inteligencia es la característica constitutiva de mi ser,
que me distingue del ser bruto. La limitación impuesta sobre mi intelecto, que puede ver
solo un número pequeño de verdades a la vez, es mi límite, y esto es lo que me distingue
del Ser absoluto, de la Inteligencia perfecta que ve toda verdad a la vez. Lo que constituye
mi imperfección no es, ciertamente, el que sea inteligente; al contrario, ahí precisamente
está la fortaleza, la riqueza y la dignidad de mi ser. Lo que constituye mi debilidad y mi
nada es que esta inteligencia se encuentra encerrada en un círculo estrecho. Así, en cuanto
soy inteligente, participo en el ser y la perfección; en cuanto soy inteligente sólo dentro de
ciertos límites, soy imperfecto (Saisset, Modern Pantheism, II:69-72).
3. Que la meta del universo es espiritual y que se encuentra en la Personalidad perfecta se le
ha dado expresión definitiva y hermosa en estas palabras de San Pablo: “Luego el fin,
cuando entregue el Reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda
autoridad y todo poder. Preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos
debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte, porque todas las
cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a
él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero, luego que todas las
cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él to-
das las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15:24-28). “Os digo un mis-
terio: No todos moriremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un
abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta, porque se tocará la trompeta, y los muertos serán

290
DIOS COMO PERFECTA PERSONALIDAD

resucitados incorruptibles y nosotros seremos transformados, pues es necesario que esto


corruptible se vista de incorrupción y que esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Corin-
tios 15:51-53). Esta es la esperanza viva a la que se nos ha hecho renacer por la resurrec-
ción de Jesucristo de los muertos (1 Pedro 1:3).
4. Toda verdad entre los seres humanos, sea matemática, lógica, moral o religiosa, debe
considerarse como que tiene su fundamento en esta verdad inmanente de la naturaleza di-
vina y como que revela hechos en el ser de Dios (A. H. Strong, Syst. Th., I:261).
5. Harris usa el término bueno como sinónimo de bienestar. La ocasión en la experiencia
sobre la cual la idea del bien y del mal surge, es la de algún sentimiento que impele a ejer-
citarse hacia algún fin o a reaccionar con gozo o tristeza, placer o dolor. Si el ser humano
nunca fuera impelido por ningún motivo a la acción y fuera incapaz de gozo o sufrimien-
to, no tendría idea del bien y del mal. Si fuera posible concebir de un ser como pura razón
y nada más, no podríamos concebir que ese ser fuera un sujeto del bien y del mal; porque
el ser nunca experimentaría el impulso de ningún motivo ni sería afectado por ningún
sentimiento (Samuel Harris, Philosophical Basis of Theism, 256).
6. Las referencias al “Dios viviente” son muchas, tanto en el Antiguo Testamento como en el
Nuevo. La siguiente es una lista parcial: 1 Samuel 17:36; 2 Reyes 19:4; Salmos 42:2; 84:2;
Jeremías 10:10; 23:36; Hechos 14:3; 1 Timoteo 6:16; 3:15; 4:10; 2 Corintios 3:3; 6:16;
Romanos 9:26; Hebreos 10:31; Apocalipsis 2:8; 7:2; 22:13; compárese también con Juan
6:63, 69; Mateo 22:32.

291
CAPÍTULO 14

LOS ATRIBUTOS DE DIOS


Previamente hemos señalado en nuestro análisis de términos que
hay dos grupos de definiciones aplicadas a los atributos —uno más
general y popular, el otro más técnico y filosófico. El primero, bien
puede estar representado por la definición de Henry B. Smith quien
sostiene que “un atributo es cualquier concepción que es necesaria a la
idea explícita de Dios, cualquier concepción distintiva que no se puede
resolver en ninguna otra”. En este sentido, los atributos se pueden con-
siderar como las cualidades que pertenecen a la naturaleza divina, y que
la constituyen. William Burton Pope los llama “el agregado completo
de aquellas perfecciones que Dios se atribuye a sí mismo en su Palabra,
en parte como la expansión más completa de sus nombres, y en parte
como una designación para regular nuestra concepción de su carácter.
Deben distinguirse de las propiedades de la Esencia Trina por un lado,
y por el otro de los actos por los cuales la relación con sus criaturas es
conocida. De aquí que la teología dogmática los considere, primero, en
su unidad como perfecciones que manifiestan la naturaleza divina, y
segundo, en su variedad como atributos capaces de arreglo sistemático”
(Pope, Compend. Chr. Th. , I:287). Quenstedt, el teólogo luterano
(1617-1686), dice que los atributos fueron así llamados porque eran
atribuidos a Dios por nuestra inteligencia; y perfecciones porque com-
ponían la esencia divina. Por tanto, la teología adopta la palabra perfec-
ciones para estas cualidades cuando son aplicadas a Dios por Dios mis-
mo; atributos, cuando son asignados a Él por sus criaturas.
En el otro extremo está la definición más técnica y filosófica de Wi-
lliam G. T. Shedd, quien considera los atributos “como modos ya sean

293
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

de la relación o la operación de la esencia divina”. Por tanto, son me-


ramente una descripción analítica y más estrecha de la esencia. En apo-
yo de su posición, que es tan evidentemente platónica, cita la posición
de Nitzsch, quien dice que “todo atributo divino es una concepción de
la idea de Dios”. Aquí los términos “concepto” e “idea” se usan en el
sentido de la filosofía de Schelling. A la medida que la idea general e
indefinida se reduce a la forma de una concepción particular y definida,
así la esencia divina general se contempla en el atributo particular. Los
atributos no son partes de la esencia, de los cuales esta última está com-
puesta. Toda la esencia está en cada atributo, y el atributo en la esencia.
No debemos concebir la esencia como existiendo en sí misma, y ante-
rior a los atributos, y los atributos como añadidos a la esencia. Dios no
es esencia y atributos, sino en los atributos. Los atributos son cualidades
esenciales de Dios” (Shedd, Dogm. Th., , I:334). Aquí también vale la
pena señalar la distinción entre hipóstasis y atributo. La Hipóstasis o
“Persona”, como se usa el término en referencia a la Santísima Trini-
dad, es un modo de existencia de la esencia; mientras que un atributo es
un modo lo mismo de la relación que de la operación externa de la esen-
cia. En contraste a esta operación externa está la operación interna de la
esencia que se refiere necesariamente a las personas o hipóstasis y no a
los atributos.
Hay dos preguntas que tienen que responderse respecto a los atribu-
tos, y al responderlas, la Iglesia ha tenido que protegerse en contra de
dos errores prevalecientes. Primero, ¿son los atributos realidades en la
naturaleza divina, o son meramente modos humanos de concebir a
Dios sin que nada en la esencia divina corresponda a estas concepciones
humanas? Segundo, ¿cómo llegamos a conocer los atributos? Como un
corolario de esta pregunta, ¿conocemos a Dios a través de sus atributos,
o, conociendo a Dios, son los atributos meramente una descripción
analítica y más estrecha de la esencia como se sugirió anteriormente?
El primer problema tiene que ver con la relación de los atributos a la
naturaleza de Dios —¿son realidades en la esencia divina, o meramente
modos humanos de concepción? A lo cual tenemos que responder que
son objetivos y reales. No son meramente concepciones humanas sub-
jetivas, sin que nada objetivo les corresponda en la naturaleza de Dios.
Sin embargo, esta pregunta ha sido discutida extensamente por teólo-
gos de temple filosófico como Agustín, Tomás de Aquino, Guillermo
de Occam, y en tiempos modernos por Nitzsch y Dorner. Agustín en-

294
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

señó que “Dios es ciertamente llamado de múltiples maneras: grande,


bueno, sabio, bendito, verdadero, y de cualesquiera otras cosas que no
resulte indigno decirlas de Él; pero su grandeza es lo mismo que su
sabiduría; porque no es grande por su tamaño, sino por su poder; y su
bondad es lo mismo que su sabiduría y su grandeza, y su verdad es lo
mismo que todas estas cosas; y en él no es una cosa ser bendito y otra
ser grande, o sabio, o verdadero, o bueno, o, en una palabra, ser Él
mismo” (De Trinitate, VII:7). Los escolásticos nominalistas de la Edad
Media, Guillermo de Occam (c. 1270-1347) y Gabriel Biel (m. 1495),
sostuvieron que Dios tenía y podía tener sólo una cualidad o atributo,
una posición que creció de un intento de justificar al ser de Dios como
ens simplicissimum, y por tanto sin distinción de cualidades y poderes.
Tomás de Aquino (1227-1274), por el otro lado, señala cuidadosamen-
te la distinción entre lo que Dios es en sí mismo, y lo que es en relación
con el ser finito, definiendo los atributos como relaciones que no co-
rresponden a nada en Dios visto en sí mismo, sino como algo que no es
meramente pensado sino objetivamente real en la relación de Él con el
mundo. Esta posición preserva suficientemente la unidad de Dios en
contra del peligro que surge al atribuirle una variedad de atributos, ya
que éstos representan solamente la esencia indivisa en su relación al
mundo. Schleiermacher (1768-1834) sigue a Agustín (354-430), y
expresa su posición de una manera similar. “Todos los atributos que
adscribimos a Dios deben tomarse como denotando, no algo especial
en Dios, sino solamente algo especial en la manera en que el sentimien-
to de dependencia se ha de relacionar con Él. . . el pensamiento divino
es lo mismo que la divina voluntad, y la omnipotencia y omnisciencia
son una y la misma” (Der Christliche Glaube, trad. inglesa, 474). Este
énfasis exagerado sobre el Absoluto ha sido el veneno tanto de la filoso-
fía como de la teología, y si se lleva lógicamente a su conclusión, lleva-
ría directamente al agnosticismo. El obipo Martensen expresa acerta-
damente la posición cuando declara que los atributos “no son modos
humanos de comprender a Dios, sino el modo de Dios de revelarse a sí
mismo”. Olin A. Curtis toma prácticamente la misma posición cuando
define un atributo como “cualquier característica que tenemos que
atribuir a Dios para expresar lo que Él realmente es”.
El segundo problema se preocupa con la manera en que llegamos a
conocer los atributos de Dios. Como con la cuestión anterior, mucho
de los errores hay que asociarlos a las soluciones pretendidas del pro-

295
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

blema. Estrechamente vinculado con éste se encuentra el problema del


conocimiento de Dios. ¿Conocemos a Dios por medio de sus atributos?
¿O, conociendo a Dios, conocemos los atributos como análisis más
estrecho y explícito de este conocimiento personal primario? Las dos
posiciones están en extremos opuestos, una haciendo el elemento místi-
co más prominente en el conocimiento, la otra el racional. Aquí, de
nuevo, muchos de los teólogos antiguos tomaron la posición de que
conocemos a Dios por conocer sus atributos. El racionalista en filosofía
y teología busca llegar a un conocimiento de Dios a través de pruebas
teístas. Esto lo hace de una manera atomista al organizarlas en una uni-
dad. El espíritu racionalista se ve también en ciertos tipos de estudio
bíblico, especialmente aquel que meramente combina las enseñanzas de
la Biblia respecto a los atributos de Dios y las mezcla para formar una
totalidad. En ambas instancias el que busca a Dios no puede obtener
más que un “conocimiento sobre Dios”, nunca un “conocimiento de
Dios”. Tenemos que sostener que venimos a un conocimiento personal
de Dios de la misma manera como llegamos al conocimiento de una
personalidad humana finita. No importa qué tanto lleguemos a saber
sobre una persona, jamás podemos decir que tenemos conocimiento
personal hasta que haya contacto espiritual. Pero una vez que se haya
tenido este contacto espiritual, todo lo que aprendemos o descubrimos
a través de la asociación personal se puede considerar como cualidades
personales o atributos humanos.
Así también es con nuestro conocimiento de Dios. Obtenemos
nuestra idea de los atributos solamente al analizar el conocimiento per-
sonal de Dios que se nos ha revelado en Cristo a través del Espíritu.
Teniendo este conocimiento personal podemos analizarlo de formas
más definidas y específicas. Consecuentemente, podemos sostener que
conocemos a Dios personalmente en la unidad de su Ser, no importa
qué tan imperfecto esto pudiera ser; y los atributos son los análisis de
este conocimiento total de Dios por el cual se manifiesta a sí mismo en
la naturaleza y en la gracia. En otras palabras, es nuestro conocimiento
personal de Dios lo que hace posible un verdadero conocimiento de sus
atributos, y no una suma meramente racionalista de los atributos la que
nos da nuestro conocimiento de Dios.
Sigue, entonces, que un arreglo propio de estos atributos es de gran
importancia para traer los aspectos distintivos de la naturaleza divina a
una expresión más clara. Así como en cada persona finita, alguna carac-

296
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

terística del carácter parece central y dominante, también en nuestras


concepciones finitas de Dios, aunque demostraremos más tarde que no
puede haber desunión o falta de armonía en los atributos de Dios. La
filosofía generalmente ha hecho la omnisciencia o la sabiduría el atribu-
to central, aunque la voluntad divina en ocasiones se ha presentado
como de primera importancia. El agustinianismo consideró como cen-
tral la gracia o el amor condescendiente. El calvinismo hace de la justi-
cia el atributo central. Pero ninguno reproduce plenamente la concep-
ción que Cristo tuvo de Dios como Padre. Si Dios es Padre, el amor
santo tiene que ser supremo y central. En realidad, el amor es tan cen-
tral que los otros atributos de la personalidad se pueden considerar
como el amor dando energía en ciertas direcciones. La justicia es amor
en relación con la ley moral, la omnisciencia es amor ejemplificando la
sabiduría, y la omnipresencia es amor en su presencia universal. El
amor santo tiene que ocupar el lugar central en nuestro conocimiento
de Dios. Pero estamos anticipando nuestra discusión de los atributos
morales.
Se puede admitir que la doctrina de los atributos no es muy afín con
la simplicidad de la idea cristiana de Dios, y nos hemos referido pre-
viamente al intento de parte de los teólogos de preservar esta sencillez
de la desunión lógica. Por el otro lado, siempre existe el constante peli-
gro de mirar a Dios como un montón de atributos. Las tendencias ac-
tuales de la sicología son hacia formas más simples de clasificación. La
sicología no está ya tan segura como antes de lo aconsejable de colocar
a la mente humana en departamentos claramente definidos y separados.
Es la mente como un todo la que actúa en la unidad de la personalidad,
por lo cual los aspectos intelectual, volicional y emocional tienen que
considerarse en relación con la mente como un todo. Es mejor, por
tanto, protegerse de la multiplicación de los atributos, y centrar el inte-
rés en unas cuántas características fundamentales. Esta es la posición de
Carl Knudson, quien principia su estudio con una investigación respec-
to a la existencia de Dios, y arregla el material que sigue en tres capítu-
los que tratan, primero, con la absolutidad; segundo, la personalidad, y
tercero, la bondad de Dios.
Quizá el valor supremo del estudio de los atributos está en el hecho
que tiende a preservar la idea de Dios de lo indefinido y de la corrup-
ción. Pero tiene que mantenerse constantemente en mente que los atri-
butos no pueden tener existencia aparte de la naturaleza de Dios, ni el

297
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

ser de Dios tener realidad aparte de sus atributos. Los atributos son
simplemente las cualidades que se nos han revelado, y como tal perte-
necen a la personalidad de Dios, y le son inseparables.

PRINCIPIOS DE CLASIFICACIÓN
Una de las formas más simples de clasificación es la doble división
en atributos absolutos y relativos, o los attributa absoluta y attributa
relativa de los teólogos antiguos. Esta doble división en ocasiones se
expresa en otros términos, como comunicables e incomunicables, tran-
sitivos e inmanentes, positivos y negativos, morales y naturales, éticos y
metafísicos. No importa el término que se utilice, el principio de clasi-
ficación es el mismo. El obispo Martensen adopta la doble clasificación,
pero rechaza los términos absoluto y relativo por asistirles dificultades,
ya que no hay atributos que no sean relativos o transitivos, esto es, que
no expresen una relación con el mundo; ni hay ninguno que no sea
reflexivo, esto es, que no regrese de nuevo a Dios. “Obtenemos un
principio más determinado de división”, dice, “cuando consideramos la
doble relación que Dios sostiene con el mundo. Es decir, una relación
de Dios con el mundo que, por un lado, es relación de unidad, y por el
otro, relación de diversidad o antítesis. Ciertamente, nuestra vida reli-
giosa, con todas las moralidades y estados, se mueve entre estos dos
polos —el de unidad y el de diversidad, el de libertad y el de depen-
dencia, el de reconciliación y el de separación” (Martensen, Christian
Dogmatics, , 93). En su consideración de los atributos, por tanto, en-
cuentra necesario dar una consideración a la momenta tanto de unidad
como de diversidad. Por el otro lado, William Burton Pope objeta a los
términos incomunicable y comunicable sobre la base que aquellos
nombrados comunicables pueden ser semejantes a los atributos de
Dios, pero considerados estrictamente como atributos, no son comuni-
cables. Puede haber similitud, pero uno le pertenece a Dios, y el otro a
la personalidad humana finita.1
Otro método de clasificación sigue la analogía de la personalidad
humana. Ésta, de acuerdo con John Miley, es la verdadera clasificación,
ya que el método de la ciencia siempre da atención al factor más de-
terminado, que en esta instancia es la personalidad. “La personalidad es
la concepción más determinada de Dios”, dice, y por tanto, “el sentido
más verdadero y más profundo en el que se lo puede ver como sujeto
de sus propios atributos”. Siendo que el hombre está consciente de la

298
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

sustancialidad de su ser, y sabe que tiene un ser que no es afectado en


su identidad por cambio alguno, de igual manera concibe la subsisten-
cia de Dios como aparte de todo fenómeno. Pero el hombre es una
persona con intelecto, sentimiento y voluntad, y en su consciencia está
al tanto de estos tres modos de manifestaciones del ser. Bajo esta clasifi-
cación Dios como personalidad absoluta es primero, razón absoluta u
omnisciencia; segundo, sentimiento absoluto o bondad, la cual el doctor
Miley interpreta como santidad, justicia, amor, misericordia y verdad; y
tercero, absoluta voluntad u omnipotencia.
Pero el hombre está también consciente de su propia existencia sus-
tancial a través de los cambios del tiempo y el espacio, y esto da lugar al
pensamiento de la existencia absoluta, y los atributos consecuentes de
aseidad o subsistencia propia, e inmutabilidad o impermutabilidad; por
lo cual existe la omnipresencia con relación al espacio, y la eternidad
con relación al tiempo. Estos últimos dan expresión a lo que es prima-
rio y fundamental en el concepto cristiano de Dios, y a éstos la previa
clasificación no parece hacer justicia plena. Tanto William Newton
Clarke como William Adams Brown toman esto en consideración y,
por tanto, arreglan los atributos como sigue: (a) atributos de personali-
dad: espiritualidad, vida y unidad; (b) atributos de carácter: sabiduría,
amor y santidad; (c) atributos de absolutismo: omnipresencia, omnipo-
tencia, omnisciencia e inmutabilidad. Los que encabezan la lista son
primarios, los otros secundarios. Con este mismo énfasis sobre la per-
sonalidad como un factor determinante, otra clase de teólogos piensa
que la verdad se puede alcanzar de una manera más directa y simple
por seguir un doble bosquejo o clasificación: (a) atributos de personali-
dad absoluta, incluyendo lo que comúnmente se presenta bajo el tér-
mino atributos absolutos y relativos; y (b) atributos del amor santo, o
los atributos morales. En esta clase podemos mencionar a Luthardt
(1823-1902), Haering y Dickie.
Difiriendo de éstos y sin embargo con el principio determinante de
la personalidad como la base de la clasificación, está otra clase de teólo-
gos que, siguiendo a Schleiermacher, han enfatizado más especialmente
las demandas religiosas sobre la naturaleza del hombre. Aquí tenemos
(a) el sentido de dependencia que hace surgir la necesidad de los atribu-
tos esenciales; (b) el sentido de pecado del hombre, los atributos mora-
les; y (c) el todo consumado por la revelación del amor a través de Jesu-
cristo. McPherson piensa que la clasificación bajo el ser,

299
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

entendimiento, sentimiento y voluntad no es suficientemente exacta, y


que da lugar a una división confusa y entrecruzada. Piensa que el prin-
cipio correcto de clasificación es aquel que sigue los momentos sobresa-
lientes en el desarrollo histórico de la revelación cristiana. Los atributos
de Dios, entonces, son sus maneras de manifestarse a sí mismo en el
mundo y a los hombres. Por tanto, deben clasificarse de acuerdo con la
relación de Dios, (a) al mundo natural; (b) al mundo moral aparte de la
redención; y (c) al mundo de la gracia, o al mundo moral incluyendo la
redención. Aquí se pueden clasificar a Alexander Schweizer (1808-
1888), Herman Schultz (1836-1903) y F. A. B. Nitzsch (1832-1898).2
Habiendo repasado los varios principios de clasificación, nos volve-
mos al triple método como el método más simple y más práctico para
nuestra discusión de los varios atributos de Dios. Si el doble método de
los atributos absolutos y relativos se adopta, estamos bajo la necesidad
de clasificar tales atributos como la omnisciencia, omnipotencia y om-
nipresencia, que implican la relación creadora de Dios con el mundo,
junto a los atributos morales como la sabiduría, justicia, amor y bon-
dad, por los cuales administra su gobierno de seres morales y responsa-
bles. Si, por el otro lado, aceptamos una clasificación doble, según lo
natural y moral, o lo incomunicable y comunicable, estamos compeli-
dos a clasificar juntos los así llamados atributos absolutos y relativos.
Esto es confuso, ya que tendríamos que ignorar la distinción entre el
modo de existencia de Dios y su modo de operación. Por tanto, adop-
tamos el método triple de clasificación como el método lógico de más
simple arreglo y al mismo tiempo la forma más clara de presentación
desde el punto de vista pedagógico. Nuestro bosquejo es como sigue:
1. Los atributos absolutos, o aquellas cualidades que pertenecen a
Dios aparte de su obra creadora.
2. Los atributos relativos, o aquellos que brotan de la relación que
existe entre el Creador y lo creado, y que necesariamente requieren a la
criatura para su manifestación.
3. Los atributos morales, o aquellos que pertenecen a la relación en-
tre Dios y los seres morales bajo su gobierno, y especialmente lo que
conciernen a la humanidad.3

LOS ATRIBUTOS ABSOLUTOS


Por atributos absolutos o inmanentes queremos decir aquellas cuali-
dades que tienen relación al modo de existencia de Dios, en contraste

300
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

con aquellas que se refieren a su modo de operación o actividad. Tie-


nen que concebirse, en cuanto sea posible, aparte de cualquier relación
a la criatura. Son absolutos porque son ilimitados por el tiempo o espa-
cio, son independientes de toda otra existencia, y perfectos en sí mis-
mos. Tienen su base en el hecho de que Dios es, en sí mismo, el Ser
absoluto. Son inmanentes porque pertenecen al espíritu, y son esencia-
les para cualquier concepción correcta de la naturaleza divina. Son los
atributos de un Ser personal, y se pueden resumir así: espiritualidad,
infinitud, eternidad, inmensidad, inmutabilidad y perfección.
Espiritualidad. Con frecuencia se la ha considerado como que per-
tenece a la esencia de Dios antes que un atributo de esa esencia. Esto
sería verdad si estuviéramos usando el término en el sentido de espíritu
puro. Pero aún ello tiene que ser conocido por sus efectos, como se
implica en el término pneuma, que significa respirar hacia afuera. Co-
mo consecuencia, usamos el término que más estrechamente se acerca
al espíritu puro; y como se analizó previamente, ello sería la aseidad o la
subsistencia en sí misma, que en ocasiones se amplia para incluir uni-
dad, sencillez e idealidad. Si se ve la espiritualidad desde el punto de
subsistencia propia, no puede objetarse que se la considere un atributo.4
Por “aseidad” (aseitas) queremos decir subsistencia propia, o la pose-
sión de la vida que Dios tiene en sí mismo, que es independiente de
toda otra existencia. El hombre tiene vida en sí mismo, pero sólo en
comunión con el Hijo (Juan 6:53); el Hijo tiene vida en sí mismo, pero
aún esta se le ha dado del Padre (Juan 5:26); pero solo el Padre la tiene
de nadie. La tiene en sí mismo precisamente porque Él es la Persona
absoluta. La aseidad, por tanto, denota que el fundamento del ser está
en sí mismo. “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él
hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos
por manos humanas ni es honrado por manos de hombres, como si
necesitara de algo, pues él es quien da a todos vida, aliento y todas las
cosas” (Hechos 17:24-25).
Es evidente que esta verdad respecto a la independencia y la subsis-
tencia de Dios en sí mismo no era conocida de los paganos, pero fue
entendida por Israel, y declarada con claridad y poder por la iglesia
primitiva. Por esta razón J. J. Van Oosterzee la considera, hasta cierto
punto, la prueba de la pureza de nuestra concepción de Dios —si reco-
noce o no esta independencia sin límites. Aquella filosofía que sostiene
que la creación es necesaria a la personalidad de Dios como un sujeto, y

301
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

el mundo como su objeto, necesariamente tiene que resultar en pan-


teísmo. Sin embargo, desde el punto de vista del teísmo, tiene que re-
conocerse que mientras el mundo no es necesario para la existencia de
Dios como Personalidad absoluta, como Amor supremo tendrá criatu-
ras que le pertenezcan. Esto no es la autosuficiencia del estoicismo, sino
la plenitud de vida inagotable del Amor que da sin necesidad de reci-
bir.5
Al término “simplicidad”, cuando se aplica al espíritu puro y sin
composición, en ocasiones se le denomina atributo. James Petrigu Boy-
ce, por ejemplo, trata el primer atributo bajo este encabezado, y afirma
que “significa más que la espiritualidad de Dios, ya que la misma inclu-
ye solamente que Él debe ser espiritual”. Sin embargo, los espíritus
creados pueden tener una naturaleza espiritual compuesta que incluye
un cuerpo espiritual así como un alma espiritual, y en esto no hay con-
tradicción. Pero en Dios la naturaleza espiritual tiene que ser no com-
puesta, y sus atributos y su naturaleza son de tal manera uno que son
inseparables unos de la otra. La simplicidad, por tanto, es la unidad de
la naturaleza espiritual opuesta a la forma y la limitación. La dificultad
de este concepto para la mente finita, que está bajo la necesidad de
pensar en términos de tiempo y espacio, con frecuencia da lugar al an-
tropomorfismo, aunque la iglesia siempre lo ha rechazado. Se dice que
Melitón (162 d.C.) ha sido el primer escritor cristiano en atribuirle un
cuerpo a Dios. Tertuliano también atribuyó un cuerpo o corpus a Dios,
y consideró el alma como material, pero esta materialidad no era la del
cuerpo humano. Como él la veía, era un tertium quid o una sustancia
diferente de aquella que nosotros llamamos materia, y era considerada
la forma necesaria de toda existencia. Orígenes se opuso a esto como lo
hizo toda la Escuela Alejandrina. Su tendencia a la idealización, como
se ha señalado, resultó en un concepto de la deidad como mera nega-
ción. Ireneo sostuvo que Dios no debe compararse a hombres frágiles, y
sin embargo su amor justifica que usemos fraseología humana cuando
hablamos de Él. En tiempos modernos la iglesia ha expresado clara-
mente su creencia en la espiritualidad y simplicidad de Dios. Esta de-
claración se encuentra en el Artículo I de los Treinta y Nueve Artículos,
según fueron revisados por Juan Wesley para las iglesias americanas, y
en general conocidos como los Veinticinco Artículos del Metodismo. La
porción del artículo que se refiere a la espiritualidad de Dios lee como

302
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

sigue: “Solo hay un Dios vivo y verdadero, eterno, sin cuerpo, partes o
pasiones”.6
El término “pasiones” en la declaración anterior se hizo muy tem-
prano causa de desacuerdo en la iglesia, y los obispos de la Conferencia
de 1787 la eliminaron. Originalmente, la palabra pasión se refería a
pasividad, y por lo tanto, no siendo Dios una criatura del ambiente, ni
una sobre la que se actúa desde afuera, el credo le negaba una naturale-
za pasiva. Pero con el tiempo la palabra llegó a significar una emoción o
una manifestación de sentimiento. Negar el término pasión, entonces,
parecía dar la idea que Dios estaba desprovisto de una naturaleza afecti-
va. Aquellos que sostenían el primer punto de vista, insitieron que las
referencias a Dios como poseído de emociones eran puramente metafó-
ricas. Richard Watson, el teólogo del metodismo temprano, se opuso a
este punto de vista. Dice: “Se asume que la naturaleza de Dios es esen-
cialmente diferente de la naturaleza espiritual del hombre. Esta no es la
doctrina de la Biblia. . . La naturaleza de Dios y la naturaleza del hom-
bre, no son la misma; pero son similares porque conllevan muchos
atributos en común, aunque en la parte de la naturaleza divina, en un
grado de perfección que excede infinitamente” (Watson, Institutes ,
I:389). Por tanto, debemos concebir el conocimiento y el amor como
siendo lo mismo en Dios que en el hombre, solo que en Dios se en-
cuentran libres de todas las imperfecciones.
Infinidad. Por infinidad queremos decir que no hay bardas o lími-
tes a la Naturaleza Divina. El término aplica solamente a Dios, y es
peculiarmente aplicable a los atributos personales de la sabiduría, el
poder y la bondad. Es por esta razón que las declaraciones del credo
que se encuentran en los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia Angli-
cana y los Veinticinco Artículos del metodismo, incluyen las palabras “de
infinito poder, sabiduría y bondad”. Los teólogos modernos del tipo
arminiano han tendido a absorber la doctrina de la infinidad en los
otros atributos. Richard Watson, Samuel Wakefield, Miner Raymond,
Thomas N. Ralston ni Thomas O. Summers lo mencionan entre los
atributos. Field lo menciona brevemente, y Banks lo trata como sabi-
duría infinita. Solo William Burton Pope le da un trato extenso. Por el
otro lado, el Catecismo de Westminster define a Dios como “Un Espí-
ritu, infinito, eterno e inmutable en su ser, poder, santidad, justicia,
bondad y verdad”. Como consecuencia, encontramos a los teólogos
reformados tendiendo al extremo opuesto de absorber los otros atribu-

303
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

tos en el de la infinidad. A. H. Strong hace de la infinidad algo básico


para la existencia propia, para la inmutabilidad y para la unidad, mien-
tras que Foster la considera el fundamento de la eternidad y la inmen-
sidad u omnipresencia. Charles Hodge declara que la infinitud de Dios
relativa al espacio es la inmensidad u omnipresencia; relativa al tiempo,
es la eternidad. Además considera la inmensidad como aquel aspecto de
la infinidad por el cual Dios llena todo con su presencia, mientras que
la omnipresencia es su infinidad vista con relación a sus criaturas (com-
párese con Hodge, Systematic Theology , I:383ss.).
El término “infinidad”, siendo negativo en forma, en ocasiones ha
sido interpretado como siendo negativo en contenido. Esto lleva direc-
tamente al agnosticismo, como lo hemos demostrado en nuestra consi-
deración de ese asunto. Por tanto, tenemos que considerar el término
infinito como un concepto positivo en forma negativa, y como tal apli-
ca solamente al Espíritu personal. No tiene significado cuando se aplica
extensivamente al tiempo y al espacio, y su aplicación en este sentido
lleva directamente al panteísmo. Por esta razón no debemos de conside-
rar la trascendencia como mera externalidad sino como una fuente ili-
mitada desde adentro. En las palabras de Agustín: “Él sabe cómo estar
en todas partes en todo su Ser y no estar limitado por lugar alguno.
Sabe cómo venir sin partir del lugar donde estaba; sabe cómo irse sin
dejar el lugar al que ha venido” (Ep. cxxxvii, 4); y de nuevo: “Él está en
todo lugar en todo su Ser, sin ser contenido por ningún lugar, limitado
por ningún límite, sin ser divisible en parte alguna ni en manera alguna
mutable, llenando el cielo y la tierra con la presencia de su poder (De
Civ. Dei, vii, 30). Los teólogos generalmente han reconocido tres mo-
dos de presencia en el espacio. Los cuerpos están en el espacio circuns-
criptivamente, es decir, limitados por este espacio. Los espíritus están en
el espacio definitivamente, como teniendo un ubi, i.e., no están en todas
partes sino sólo en alguna. Dios está en el espacio repletivamente, lle-
nando todo el espacio. Sin embargo, esto no se puede considerar desde
el punto de vista de la extensión, ya que esta propiedad aplica sólo a la
materia. Dios está por encima de las limitaciones del espacio, puesto
que estas no le aplican. No está ausente de ninguna porción del espacio
ni tampoco está presente en una porción más que otra. El hombre y la
naturaleza están dondequiera presentes delante de él, porque “todas las
cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que
dar cuenta” (Hebreos 4:13). Sin embargo, el concepto cristiano de un

304
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

Dios personal evita cualquier tendencia hacia el panteísmo, y claramen-


te distingue a Dios de todas las cosas tanto en hecho como en pensa-
miento. Si se insiste que el Ser infinito tiene que incluir todas las cosas,
sólo podemos referirnos de nuevo a nuestra discusión del Absoluto. El
Espíritu infinito, a quien únicamente aplica el término, tiene que ser, si
es infinito en cualquier sentido verdadero del término, capaz de crear
existencias finitas y dotarlas de voluntad libre.
Eternidad. Por eternidad como un atributo de Dios, sólo podemos
significar que Él está por encima del tiempo, libre de las distinciones
temporales del pasado y el futuro, y en cuya vida no puede existir suce-
sión. Este es el sentido de aquellas referencias bíblicas que hablan de la
eternidad de Dios, ninguna de las cuales lo hace más explícito que la
revelación del nombre YO SOY EL QUE SOY. Desde su primera de-
claración hecha a Moisés (Éxodo 3:14) hasta la revelación final hecha a
Juan en Apocalipsis, como “el que es y que era y que ha de venir, el
Todopoderoso” (Apocalipsis 1:8), este nombre no sólo declara la asei-
dad o autosuficiencia de Dios, sino su eternidad. Anterior a la revela-
ción a Moisés se nos dice que Abraham “invocó allí el nombre de Jeho-
vá, Dios eterno”, o como también se puede traducir, el Dios de la
eternidad (Génesis 21:33). En Deuteronomio leemos: “El eterno Dios
es tu refugio y sus brazos eternos son tu apoyo” (Deuteronomio 33:27).
El salmista declara: “Antes que nacieran los montes y formaras la tierra
y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios” (Salmos 90:2),
y, “tú eres el mismo y tus años no se acabarán” (Salmos 102:27). El
profeta Isaías es específico en su referencia a este atributo: “Yo soy el
primero y yo soy el último, y fuera de mí no hay Dios” (Isaías 44:6), y
“Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad y cuyo
nombre es el Santo” (Isaías 57:15; compárese con 40:28).7
En el Nuevo Testamento se expresa la misma idea, pero de una ma-
nera más o menos negativa. San Pablo habla de “su eterno poder y su
deidad” (Romanos 1:20). Y estrechamente relacionado a este pensa-
miento menciona “la gloria del Dios incorruptible” (Romanos 1:23).
En la Primera Epístola a Timoteo, el atributo de la eternidad se expresa
por una adscripción de alabanza: “Por tanto, al Rey de los siglos, in-
mortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos
de los siglos. Amén” (1 Timoteo 1:17). Aparte del augusto nombre YO
SOY, es evidente que las referencias apenas citadas conllevan el pensa-
miento de duración extendida indefinidamente, pero esto se debe al

305
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

hecho de que los seres finitos no tienen otro modo de concepción. La


eternidad, por tanto, tiene que expresarse en términos finitos aunque la
noción de un ser sin tiempo no deje de estar presente. Más aún, la pura
idea de la eternidad fue demasiado abstracta para encontrar expresión
en las épocas tempranas del mundo, y Georg Christian Knapp señala
que no hay palabras para expresala en ninguno de los lenguajes anti-
guos. Los hebreos, como las demás naciones, se vieron bajo obligación
de recurrir a la circunlocución. Para expresar la eternidad a parte ante,
usaron la expresión: antes que el mundo fuera; y para la eternidad a parte
post, dijeron: cuando el mundo ya no sea más.8
Existen tres sentidos diferentes en los que los teólogos han entendi-
do la eternidad en su relación al tiempo. Primero, como una duración
perpetua, de acuerdo con lo cual el tiempo es una cierta existencia ex-
terna a Dios que condiciona su existencia. Pero esto destruiría su uni-
dad, y, de igual manera, resultaría contradictorio a su atributo de inva-
riación o inmutabilidad. Segundo, está la idea de tiempo sin fin. Como
teoría filosófica, data desde Platón y su fluir de ideas sin fin. Pero ya sea
en la filosofía o en la teología, los pensadores más profundos de todas
las épocas han visto la imposibilidad de atribuir a Dios las ideas de
tiempo y sucesión como las condiciones bajo las cuales los seres finitos
tienen que pensar y actuar. Hacer esto indicaría que la vida de Dios fue
en partes sucesivas, las cuales serían finitas o infinitas; si infinitas, en-
tonces cada parte sería igual al todo, y cada una sería igual que la otra.
Por el otro lado, si las partes sucesivas son finitas, entonces el infinito
sería la suma de las cosas finitas, y en cualquiera de los casos la conclu-
sión sería un reductio ad absurdum. Tercero, existe la posición que tanto
el tiempo como la eternidad están combinadas en la conciencia divina.
Una de dos posiciones generalmente se han sostenido respecto a esta
relación en la Mente divina: o que el tiempo no tiene significado para
Dios y, por tanto, no tiene ninguna relación al orden temporal; o que
la superioridad de Dios sobre el tiempo está de alguna manera vincula-
da con su intervención en el tiempo.9 Así como el ser finito está por
encima de la corriente de lo consciente, sin la cual no podría haber
conocimiento del fluir temporal, así Dios como el Eterno está por en-
cima de todas las limitaciones del tiempo; y es exactamente a causa de
esto que el tiempo existe o tiene algún significado. Las dos ideas del
tiempo y la eternidad no son exclusivas. Están, por el otro lado, objeti-
vamente conectadas. Lo temporal, por necesidad presupone lo eterno; y

306
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

lo eterno es a la misma vez la base positiva y la perpetua posibilidad de


lo temporal. El movimiento del mundo en el tiempo, por el cual el
futuro llega a ser el presente y el presente el pasado, inmediatamente
cesaría si no fuera por lo eterno.10 Dice Rothe: “Lo temporal y lo eterno
de ninguna manera se excluyen uno al otro. Lo opuesto de lo temporal
es lo que no tiene fin, y por tanto no tiene origen; lo opuesto de lo
eterno es lo que no existe” (Rothe, Still Hours , 99). En lugar de opo-
nerse uno al otro, tenemos que considerar lo eterno como la garantía de
la continuidad. Desde el punto de vista negativo, la eternidad es mera-
mente la negación del tiempo, pero en el sentido positivo es un modo
de ser por el cual Dios sostiene el tiempo. La verdad de la eternidad en
el sentido positivo está de alguna manera misteriosa conectada con la
idea intuitiva de Dios, mientras que lo temporal pertenece a la idea
intuitiva del hombre. Por tanto, tenemos que sostener firme la verdad
de que, así como en la autoconsciencia el yo trasciende el fluir del
tiempo y a la misma vez reconoce este fluir, también Dios, como el
Eterno, trasciende el tiempo, pero, como el Dios de las criaturas, obra
sus propósitos para ellas bajo la ley del tiempo que Él mismo ha creado.
Hay una sucesión en el orden de las cosas como existen; no puede ha-
ber sucesión en el conocimiento que Dios tiene de ellas. Al tratar con
sus criaturas, por tanto, Dios las reconoce como pasado, presente y
futuro en esta sucesión de la existencia; o como un teólogo tan apta-
mente lo declara: Dios conoce el pasado como pasado, el presente co-
mo presente y el futuro como futuro.
Inmensidad. Así como la eternidad expresa el contraste entre el
mundo temporal y el modo de existencia de Dios, así la inmensidad
expresa el mismo contraste con referencia al mundo espacial. En oca-
siones se identifica con la infinidad en oposición a las limitaciones del
espacio, y se relaciona a la omnipresencia como la trascendencia se rela-
ciona a la inmanencia. Así como el tiempo nace de la eternidad, así el
espacio nace de la inmensidad. El espacio es objetivo, porque es un
modo de existencia del hombre, y subjetivo, porque es un modo de
pensamiento de la razón humana. Así también la inmensidad de la in-
finitud es objetiva como el modo de la existencia divina; y subjetiva
como el orden de la razón divina. No se puede concebir la inmensidad
como extensión de espacio, como tampoco se puede concebir la eterni-
dad como la extensión de la duración. Dios como Espíritu está por

307
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

encima de todas las limitaciones espaciales, y es a causa de esto que tales


relaciones tienen validez.
Este atributo se menciona directamente sólo una vez en la Biblia en
dos pasajes paralelos que se encuentran en 1 Reyes 8:27 y 2 Crónicas
6:18: “Si los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener,
¿cuánto menos esta Casa que he edificado?” Sin embargo, hay otros
pasajes que indirectamente enseñan la misma verdad. “Jehová ha dicho:
El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies” (Isaías 66:1). “¿Se
ocultará alguno, dice Jehová, en escondrijos donde yo no lo vea? ¿No
lleno yo, dice Jehová, el cielo y la tierra?” (Jeremías 23:24). “Jehová
miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había
algún entendido que buscara a Dios” (Salmos 14:2). Como con los
otros atributos, la apelación de la Biblia es principalmente religiosa y
devocional; y en esta ocasión se dirige especialmente a evitar el peligro
de localizar inadecuadamente nuestro pensamiento de Dios.11
Inmutabilidad. Por la inmutabilidad de Dios se quiere decir que
no cambia en esencia o atributo, propósito o consciencia. John Dickie
piensa que este atributo debe incluirse bajo eternidad, y el doctor
McPherson señala, también, que la eternidad se asocia generalmente
con la inmutabilidad. Los dos están relacionados de la misma manera
que la omnipresencia se relaciona a la inmensidad. Cuando se ve ad
intra la inmutabilidad excluye todo desarrollo, el proceso de llegar a ser,
cualquier cambio o posibilidad de cambio; cuando se ve ad extra, Dios
es el mismo después de la creación como antes, la plenitud de la vida, la
luz y el amor, sin menguar por el libre fluir en la creación. Por tanto, se
opone al panteísmo, o a cualquier otra forma de emanación. Dice Rot-
he: “Dios es inmutable debido a que su ser, en todos sus cambios y
modificaciones, permanece constantemente fiel a su propia concepción.
… Viendo que Dios, en todo tiempo y en toda relación con el mundo,
corresponde perfectamente a su propia idea. Él es en todo tiempo como
es, y consecuentemente inmutable” (Rothe, Still Hours , 102). Pero hay
algunas limitaciones. El hecho de que lo divino no cambia, no debe
interpretarse como que excluya todo movimiento en la vida divina. La
inmutabilidad no es una mismidad rígida de ser, sino una característica
de la libre inteligencia. Se refiere a la esencia o atributos de Dios, y no a
sus operaciones en la creación y providencia, en tanto que éstas siempre
estén en armonía con la inmutabilidad de la naturaleza divina. Él ama
la justicia y aborrece la iniquidad. Como consecuencia, su gobierno

308
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

moral siempre está en armonía con su naturaleza de amor santo. Él


considera a una persona ahora con desprecio y ahora con complacencia,
según esa persona sea desobediente o justa. La divina inmutabilidad es,
pues, vital tanto a la moralidad como a la religión.12
Las referencias de la Biblia a la inmutabilidad de Dios son peculiar-
mente ricas y satisfacientes. El salmista declara: “pero tú eres el mismo
y tus años no se acabarán” (Salmos 102:27) y el autor de la Epístola a
los Hebreos lo declara así: “Pero tú eres el mismo, y tus años no acaba-
rán” (Hebreos 1:12). En el último libro del Antiguo Testamento el
profeta Malaquías da voz a este atributo con las palabras: “Porque yo,
Jehová, no cambio” (Malaquías 3:6). Santiago dice: “Toda buena dádi-
va y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el
cual no hay mudanza ni sombra de variación” (Santiago 1:17). En He-
breos de nuevo se declara: “Por lo cual, queriendo Dios mostrar más
abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su
consejo, interpuso juramento, para que por dos cosas inmutables, en las
cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo
los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de
nosotros” (Hebreos 6:17-18). El doctor Blair dice: “Esta es la perfec-
ción que quizá, más que cualquier otra, distingue la naturaleza divina
de la humana, le da completa energía a todos sus atributos, y la hace
acreedora de la más alta adoración. Porque de aquí se derivan el orden
regular de la naturaleza y la firmeza del universo”. El Dios Eterno que
se revela a sí mismo como el YO SOY a Moisés, es el YO SOY de hoy,
“infinito, eterno e inmutable en su ser, sabiduría, poder, santidad, jus-
ticia, bondad y verdad”.13
Perfección. Con el término perfección se quiere decir ese atributo
que consuma y armoniza todas las otras perfecciones. Es por virtud de
este atributo que Dios es suficiente en sí mismo.14 Por tanto, nada falta
a su ser que sea necesario a su bienaventuranza. Su conocimiento, vo-
luntad y amor no dependen de la existencia de la criatura, sino que
encuentran sus relaciones y alcance infinito de su actividad en las Per-
sonas del Dios Trino. Tenemos que considerar esta perfección también
como una unidad, singular y absoluta. No es la combinación de las
perfecciones individuales, no es la culminación de un proceso, es el
fundamento y origen de toda otra perfección, y excluye toda posibili-
dad de defecto. La perfección de Dios es simple y única, excluye toda
pluralidad, y le es peculiar a sí mismo. Por tanto, cuando nuestro Señor

309
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

le dijo a sus discípulos: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro


Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48), presentó al Pa-
dre como el Summum Bonum, de todo bien espiritual y el fin principal
del disfrute y devoción del hombre; porque como el Perfecto, com-
prende en su propio ser todo lo que es necesario para nuestra propia
bienaventuranza.

LOS ATRIBUTOS RELATIVOS O CAUSALES


Al pasar de una consideración de los atributos absolutos a los relati-
vos o causales, debe tenerse en mente que no estamos presentando una
nueva clase de atributos, sino las mismas perfecciones en otra forma y
aplicación. Ya hemos sentido la dificultad de intentar expresar los atri-
butos absolutos aparte de los relativos, que es el caso, por ejemplo,
cuando hablamos de la inmensidad o inmutabilidad, aplicando en
realidad a las cualidades espirituales el lenguaje de cosas materiales. Es
esta pobreza de lenguaje la que crea mucha de la dificultad tanto en la
filosofía como en la teología. Si, como sugiere William Burton Pope,
cambiamos nuestros términos y hablamos de Dios como un Espíritu
personal, infinito y eterno, siempre el mismo en naturaleza y modo de
ser, y que no piensa o actúa por necesidad bajo las limitaciones del
tiempo y el espacio, eliminamos esta anomalía. Pero al hacerlo, creamos
otra, esta vez la de la relación de la personalidad y la infinidad. Al pon-
derar sobre los atributos absolutos, como ahora intentamos hacerlo,
trayéndolos dentro del orden de la operación finita respecto a la criatu-
ra, tenemos que mantener firme en nuestro pensamiento el hecho de
que ellos forman el trasfondo de toda representación. Esto evitará cual-
quier dificultad que pudiera surgir del uso del lenguaje antropomórfico,
y nos asegurará la verdad de que si Dios no le habla al hombre en tér-
minos que pueda comprender, no puede haber ciencia de la teología, ni
religión. Al cambiar de una consideración de los atributos como abso-
lutos a los mismos atributos como relativos o causales, cambiamos
nuestro punto de vista de la absolutidad a la eficiencia, del ser al poder.
Así la aseidad divina o suficiencia propia encuentra expresión en la
omnipotencia o el todo poder de Dios; mientras, la inmensidad divina
considerada en relación al espacio, y la eternidad en relación al tiempo,
con sus cualidades estrechamente relacionadas de la inmutabilidad,
encuentra expresión en la omnipresencia de Dios. Sin embargo, la om-
nisciencia no parece estar estrechamente relacionada a los atributos

310
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

absolutos como los hemos considerado, excepto en lo que hemos resu-


mido como Perfección. Le pertenece más especialmente a la personali-
dad como la entendemos en el sentido finito, y por tanto se vuelve el
punto de transición lógico entre los atributos metafísicos como un to-
do, y los atributos éticos que pertenecen a Dios en sus relaciones con la
personalidad humana. Así que, presentaremos los atributos relativos o
causales en este orden: primero, omnipresencia, segundo, omnipotencia,
tercero, omnisciencia, y cuarto, la suma de éstos en la cualidad moral de
la bondad como se relaciona a la perfección por un lado, y a los atribu-
tos éticos por el otro.15
Omnipresencia. La inmensidad divina como se consideró previa-
mente es la presuposición de la omnipresencia divina. En la primera,
Dios fue considerado en un aspecto transcendental como siendo supe-
rior a todas las relaciones espaciales, aquí Dios es considerado en un
aspecto inmanente, que está presente en todo el espacio así como por
encima de él. Por omnipresencia queremos decir que Dios no está ex-
cluido de nada por un lado, o incluido en nada por el otro.16 Pero esta
inmanencia tiene que considerarse como libre y no como necesaria. El
error del panteísmo está en esto, que falla en reconocer la verdad de que
la presencia de Dios no está restringida a los límites del espacio; y más
aún, que su inmanencia en el espacio se puede entender sólo sobre la
presuposición de su trascendencia sobre el espacio. “Por tanto, cuando
en armonía con la Biblia, hablamos de Dios como conmensurable y
presente en todas partes”, dice J. J. Van Oosterzee, “tenemos que en-
tender esta última expresión, no en el sentido extensivo, sino dinámico,
y ser cuidadosos de salvaguardarnos de la levadura panteísta. Se tiene
que atribuir a Dios, no una presencia sustancial, sino operativa, en cada
punto de su creación. Al crear, Él no se ha limitado, sino que de la ma-
nera más gloriosa, se ha revelado a sí mismo. Con este poder vivificante
de la existencia, Él está activo en todas las cosas; sin embargo, de nin-
guna manera es prisionero de su propia obra. Abarca, rige y penetra lo
creado, no en el sentido panteísta, sino en el sentido teísta del término”
(Van Oosterzee, Chr. Dogm. , 258). John Miley toma una posición
afín. Sostiene que la verdad no existe en el sentido de una esencia divi-
na ubicua, puesto que considerada en sí misma, carecería de atributos
personales, y por tanto no podría ejercer aquella agencia que deberá ser
siempre una realidad de la presencia divina (Miley, Systematic Theology,
I:218-219). Así también, Tomás de Aquino enseñó (Summa Theologi-

311
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

ca, 8) que “Dios está en todas las cosas, no como parte de su esencia, ni
como un accidente, sino de la manera que un agente está presente en
aquello sobre lo que trabaja”.
Hay tres maneras en que se puede considerar que Dios es omnipre-
sente en el universo. Primero, la presencia actual de la Deidad en cada
porción del universo creado. “¿No lleno yo, dice Jehová, el cielo y la
tierra?” (Jeremías 23:24). Con esto no se quiso decir que la esencia de
Dios se extienda o se difunda en un sentido panteísta, ya que el Espíri-
tu no es una sustancia extendida. Más bien, es en el sentido dinámico o
espiritual, como acabamos de indicar.17 Ni puede en este sentido estar
ausente de alguna porción del universo, o de ningún acto de los seres
que Él ha creado, y todavía considerarse omnipresente. John Dickie
piensa que esto simplemente significa que Dios no está limitado por las
relaciones espaciales, como lo estamos nosotros. Rudolph Otto sostiene
que la relación de Dios al espacio no es la abstracción metafísica de la
omnipresencia, sino que Dios está donde quiere estar, y no está donde
no quiere estar. William Burton Pope sostiene que esta posición con
todas sus inevitables consecuencias es su omnipresencia absoluta o na-
tural. Segundo, por omnipresencia se quiere decir la presencia de toda
criatura ante Dios, como parece indicarse con la declaración, “en él
vivimos, nos movemos y somos” (Hechos 17:28). Visto desde un pun-
to de vista práctico, esta cita bíblica tiene como intención fijar en los
hombres la idea de que en la presencia de Dios, toda criatura vive y se
mueve, cada pensamiento se concibe y cada hecho se hace, de tal mane-
ra que nada se esconde de los ojos de Aquél con quien tenemos que ver.
Pero se puede ver también en un sentido metafísico. La creación como
una potencialidad se encuentra en las profundidades mismas del Ser
eterno, pero se vuelve una actualidad solamente cuando hay una exis-
tencia diferente y separada de la de Dios, en la cual vive y se mueve. Es
verdad que Dios todo lo llena, pero no en el sentido panteísta, como ya
hemos indicado. En este sentido la divina omnipresencia significa sim-
plemente que cada criatura está directamente presente ante Dios, y que
corre delante de Él el curso establecido. Tercero, por omnipresencia se
quiere decir el ejercicio del poder de Dios, que lo relaciona aún más
estrechamente con la actividad divina. “¿A dónde me iré de tu espíritu?
¿Y a dónde huiré de tu presencia?” (Salmos 139:7). Este pasaje, cuando
se toma en su contexto, indica que Dios está presente en donde quiera
que haya una manifestación de su poder. A la luz de nuestra discusión

312
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

previa de la unidad de la persona de Dios, la manifestación de su poder


debe entenderse en conexión con su omnipresencia —que Él está pre-
sente en cada punto con su ser entero.
Un asunto más necesita considerarse en nuestra discusión de la om-
nipresencia. Aunque Dios es omnipresente, se le tiene que considerar
como estando en diferentes relaciones respecto a sus criaturas. Dice el
obispo Martensen: “Dios está presente de una manera en la naturaleza,
de otra manera en la historia; de una manera en la iglesia, y de otra
manera en el mundo; Él no está presente en el mismo e igual sentido
en los corazones de sus santos que en el de los impíos; en el cielo y en el
infierno” (Santiago 4:8) (Martensen, Chr. Dogm., 94). E. V. Gerhart
toma una posición semejante, sosteniendo que la presencia de Dios en
el mundo la determina la forma de receptividad con la que su propia
palabra libre y creadora dota a cada orden de la creación (Gerhart, Ins-
titutes [Institutos], I:487). Con estas distinciones delante de nosotros
tenemos que concluir que la omnipresencia de Dios respecto a los seres
finitos siempre tiene que ser diferente de su presencia consigo mismo
en su gloria. Cuando el profeta le pide a Dios, “Mira desde el cielo y
contempla desde tu santa y gloriosa morada” (Isaías 63:15), podía solo
significar que Dios, que es omnipresente en todas partes, manifieste su
gloria más peculiar y brillantemente en la región que nosotros llama-
mos cielo que en cualquier otra esfera, así como el sol que brilla en
todas partes despliega su pleno esplendor solamente en el firmamento.
Por tanto, nada nos impide pensar del cielo como un lugar más alto
que la esfera de las cosas materiales y terrenales que es esta habitación
de su presencia a la que Jesús intentó guiarnos, cuando nos enseñó a
orar: “Padre nuestro que estás en los cielos” (Mateo 6:9).18
Aunque la cuestión de la omnipresencia ha dado lugar a muchos
problemas metafísicos, la Biblia es rica y variada en sus enseñanzas so-
bre este asunto. Además, también es una verdad que la inteligencia
común admite. El devoto siempre le adora como una muy presente
ayuda en tiempo de necesidad. “¿Soy yo Dios de cerca solamente, dice
Jehová, y no Dios de lejos? ¿Se ocultará alguno, dice Jehová, en escon-
drijos donde yo no lo vea? ¿No lleno yo, dice Jehová, el cielo y la tie-
rra?” (Jeremías 23:23-24). “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que
habita la eternidad y cuyo nombre es el Santo: ‘Yo habito en la altura y
la santidad, pero habito también con el quebrantado y humilde de espí-
ritu, para reavivar el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón

313
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

de los quebrantados” (Isaías 57:15). “Porque él observa hasta los confi-


nes de la tierra y ve cuanto hay bajo los cielos” (Job 28:24). “Desde los
cielos miró Jehová; vio a todos los hijos de los hombres; desde el lugar
de su morada miró sobre todos los habitantes de la tierra” (Salmos
33:13-14). Son pasajes como éstos que nos llevan a la concepción del
valor de la omnipresencia divina en la adoración religiosa. Cómo es
posible que la Persona infinita esté en todas partes es para la mente
finita algo más allá de toda comprensión, y sin embargo, en donde
quiera que el pueblo de Dios se acerca a Él en oración, lo percibe como
estando ahí presente en la plenitud de sus perfecciones infinitas.19
Omnipotencia. La omnipotencia de Dios es el fundamento de todo
lo que llamamos eficiencia o causalidad. Se relaciona al atributo absolu-
to de la aseidad como personalidad expresada en voluntad, y a la omni-
presencia de Dios, como la aseidad relacionada a la criatura. Siendo
una expresión de la voluntad divina, también está directa y vitalmente
vinculada con los atributos morales de Dios. La omnipotencia se define
correctamente como aquella perfección de Dios por virtud de la cual Él
es capaz de hacer todo lo que desea hacer. Esta es la definición de la
Biblia. “Nada hay que sea difícil para ti” (Jeremías 32:17). “¡Nuestro
Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho!” (Salmos 115:3).
Tanto el profeta como el salmista discriminan en su pensamiento, limi-
tando el poder de Dios a aquello que se conforma a su beneplácito.
Puede hacerlo todo, no quizá en lo abstracto, como tocante a aquello
que es contrario a su naturaleza y voluntad, sino a todo lo que Él quiere
hacer. Cualquier cosa que es imposible para Él, no lo es a causa de una
limitación de su poder, sino solamente porque su naturaleza lo hace así,
en el mismo sentido que su santidad es incompatible con el pecado.
Tertuliano dice: “Para Dios, querer es poder, y no querer es no poder”.
Con la excepción, pues, de aquello que es contrario a su naturaleza, no
existe nada para Él cuya realización sobrepase el poder.20
La Biblia por todas partes abunda en expresiones que declaran el
poder infinito de Dios. Desde los primeros tiempos, Dios se reveló a
Abraham diciendo: “Yo soy el Dios Todopoderoso. Anda delante de mí
y sé perfecto” (Génesis 17:1); y a esto sigue la declaración: “Yo me
aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente” (Éxodo
6:3). Los salmos, con su riqueza devocional, destacan la omnipotencia
de Dios. “Una vez habló Dios; dos veces he oído esto: que de Dios es el
poder” (Salmos 62:11). “¡Tema a Jehová toda la tierra! ¡Tiemblen de-

314
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

lante de él todos los habitantes del mundo!, porque él dijo, y fue hecho;
él mandó, y existió” (Salmos 33:8-9). El profeta Jeremías declaró: “Él
hizo con su poder la tierra, con su saber puso en orden el mundo... A
su voz se produce un tumulto de aguas en el cielo; él hace subir las nu-
bes del extremo de la tierra, trae los relámpagos con la lluvia y saca el
viento de sus depósitos” (Jeremías 10:12-13).
El Nuevo Testamento es igualmente explícito en su enseñanza res-
pecto a la omnipotencia de Dios, pero aquí la importancia religiosa es
aún más marcada que en el Antiguo Testamento. Se entiende bien que
en los credos griegos la palabra pantokrator (ȸÅÌÇÁÉŠÌÑÉ֖, traducida
al latín como omnipotens, significa el que gobierna todo; y es en este
sentido que se emplea mayormente por los escritores del Nuevo Testa-
mento. En su aplicación a la obra de salvación, Jesús declaró: “Para los
hombres esto es imposible, pero para Dios todo es posible” (Mateo
19:26). Refiriéndose al poder preservador y protector que ejerce hacia
su pueblo, Jesús dijo a los judíos en el pórtico de Salomón: “Mi Padre,
que me las dio, mayor que todos es, y nadie las puede arrebatar de la
mano de mi Padre” (Juan 10:29). El apóstol Pablo en una referencia a
Abraham, habla de Dios, “el cual da vida a los muertos y llama las cosas
que no son como si fueran” (Romanos 4:17). Más tarde, en una atribu-
ción de alabanza, dice: “Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las
cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos,
según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en
Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén”
(Efesios 3:20-21). El último libro del Nuevo Testamento nos da una
visión de Dios como el “Alfa y Omega, principio y fin... el que es y que
era y que ha de venir, el Todopoderoso” (Apocalipsis 1:8). Y también
dice: “Señor, digno eres de recibir la gloria, la honra y el poder, porque
tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas”
(Apocalipsis 4:11). Así el atributo de la omnipotencia se convierte en el
cimiento, por un lado, de la profunda y permanente adoración religio-
sa; y por el otro, en el fundamento y apoyo firme para la quieta con-
fianza y seguridad.
Es evidente que aún la omnipotencia tiene que ser condicionada por
la sabiduría y bondad de Dios. William Newton Clarke señala que es
fácil caer en el error de considerar la omnipotencia como la habilidad
de hacer todo lo que se puede pensar, pero el poder divino siempre
tiene que operar en armonía con la naturaleza divina. No puede hacer

315
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

nada contrario a su divina voluntad, lo que sería irracional, y contradic-


torio a sí mismo. Fue esto lo que ocasionó en J. J. Van Oosterzee la
contención de que la Soberanía tenía que considerarse como un atribu-
to de Dios, y esto en un sentido ilimitado (Van Oosterzee, Chr. Dogm.,
263ss.). William Adams Brown define la omnipotencia como la habili-
dad de Dios de hacer todas las cosas que su carácter y propósito sugie-
ran (Brown, Th. in Outline, 116). Esto, dice Charles Hodge, es todo lo
que necesitamos saber sobre esta materia, si no fuera por los vanos in-
tentos de los teólogos de reconciliar estas verdades simples y sublimes
de la Biblia con sus especulaciones filosóficas.21
Hay varias deducciones de importancia que deben mencionarse
aquí. (1) Los teólogos generalmente han hecho una distinción entre lo
mediato e inmediato, entre lo ordenante y lo ordenado, en la manera
en que el poder de Dios se manifiesta. A esta diferencia en la manifes-
tación del poder, el término potestas absoluta se aplica al poder absoluto
que crea al principio todas las cosas; y potestas ordinata al gobierno a
través de leyes secundarias. El ejercicio inmediato del poder en este
sentido sería el potestas absoluta, mientras que el ejercicio mediato de
ese poder sería la potestas ordinata. La primera sería ordenante o absolu-
ta; la segunda ordenada o relativa. Esta distinción hace clara la diferen-
cia entre el supremo poder creador de Dios, y el ejercicio económico de
ese poder para el beneficio de sus criaturas.22 (2) La filosofía empírica
moderna, que niega causa a aquello a lo cual un efecto se debe, y la
hace consistir solo en aquello que uniformemente la precede, destruye
así la idea del poder, y no encuentra lugar para la omnipotencia de
Dios. Esta fue la doctrina de la causa adelantada por Hume, Kant,
Brown, Mill, y en algún sentido, Hamilton; y es esta idea la que sirve
de fundamento a la filosofía positivista de Comte. (3) John Miley llama
la atención a una distinción importante entre la agencia electiva y la
ejecutiva de la voluntad divina. El escogimiento de un fin, señala, no
necesariamente es la causa que lo produce, de otra manera el efecto
tendría que ser instantáneo al escogimiento. Esto le negaría a Dios la
posibilidad de un plan o propósito, y destruiría todo efecto futuro de la
energía causal de su voluntad personal (compárese con Miley, Syst. Th.
[Teología sistemática], I:213). Dios como un Ser personal es libre de
determinar sus propios planes por la agencia electiva de su voluntad, y
perfeccionarlos por la agencia ejecutiva de esa misma voluntad. Este es

316
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

el significado de la declaración apostólica que Él obra todas las cosas de


acuerdo al designio de su propia voluntad (Efesios 1:11).
Como se indicó previamente, no hay doctrina más importante en
valor religioso que aquella de la omnipotencia divina. Llevó valiente-
mente al Señor a la cruz, con la confianza de que a través de la omnipo-
tencia de Dios, su causa triunfaría aún sobre la muerte, el último
enemigo. Ha dado valor a los santos de todas las épocas, y a pesar del
desánimo y aparente derrota, les ha hecho ser más que vencedores.23
Omnisciencia. Por omnisciencia se significa el conocimiento per-
fecto que Dios tiene de sí mismo y de todas las cosas. Es la perfección
infinita de aquello que en nosotros llamamos conocimiento. Como
consecuencia leemos que “su entendimiento es infinito” (Salmos
147:5). Dios entiende y conoce los corazones de los hombres. Nada
está escondido de Él. Él ve todas las cosas como son, tanto en sus cau-
sas como en sus fines. La enseñanza de la Biblia respecto a este atributo,
como en el caso de los que previamente hemos discutido, lo hace la
base de valores religiosos. El profeta Isaías expresamente asigna un dis-
cernimiento de todo el futuro como lo que marca la distinción entre
Jehová y los dioses falsos. “Dadnos noticias de lo que ha de ser después,
para que sepamos que vosotros sois dioses” (Isaías 41:23), y “He aquí,
ya se cumplieron las cosas primeras y yo anuncio cosas nuevas; antes
que salgan a luz yo os las haré saber” (Isaías 42:9). Ezequiel toma una
posición parecida. “Así ha dicho Jehová: Así habéis hablado, casa de
Israel, y las cosas que suben a vuestro espíritu yo las he entendido”
(Ezequiel 11:5). En 1 Crónicas 28:9 David insta a la obediencia a Sa-
lomón, declarando que “Jehová escudriña los corazones de todos, y
entiende todo intento de los pensamientos”. De nuevo, parece sobreco-
gido por el pensamiento: “Tú has conocido mi sentarme y mi levan-
tarme. Has entendido desde lejos mis pensamientos... pues aún no está
la palabra en mi lengua y ya tú, Jehová, la sabes toda... Tal conocimien-
to es demasiado maravilloso para mí; ¡alto es, no lo puedo compren-
der!” (Salmos 139:2-6, y todo el salmo). El Nuevo Testamento presen-
ta este atributo con una claridad aún mayor. El apóstol Santiago al
hablar al concilio de Jerusalén, usa la expresión, “que hace conocer
todo esto desde tiempos antiguos” (Hechos 15:18). San Pablo usa la
presciencia en conjunción con la predestinación: “A los que antes co-
noció, también los predestinó para que fueran hechos conformes a la
imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos her-

317
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

manos” (Romanos 8:29; compárese con Efesios 1:4-5). A esto se con-


forman las palabras de San Pedro: “Elegidos según el previo conoci-
miento de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser
rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2).
El atributo de omnisciencia ocupa un lugar crítico e importante en
la teología. Hay algo que le es peculiarmente perplejo, aún más que el
atributo de la omnipotencia. Como la omnipotencia no se puede con-
siderar aparte de los atributos de la sabiduría y el conocimiento, así
también parece que la omnisciencia conlleva una relación más estrecha,
si posible, con la Personalidad singular y divina. De hecho, provee el
punto de transición entre los atributos relativos y morales, aunque te-
nemos que resumir los primeros en una consideración de la bondad,
que como un atributo de Dios, en algún sentido puede incluirse en
cualquiera de las clasificaciones. En las citas del Nuevo Testamento del
párrafo anterior se ha demostrado que el atributo de la omnisciencia
tiene, en su mayor parte, que ser considerado en relación al gobierno
moral de Dios. Esto da lugar a dos problemas; (I) la cuestión del cono-
cimiento divino de los eventos contingentes, comúnmente conocido
como presciencia. Este asunto con frecuencia se discute bajo el encabe-
zado de nesciencia y presciencia, siendo el primero una negación de la
presciencia en Dios, y el último su afirmación. (II) La cuestión respecto
a la relación que existe entre la presciencia y la predestinación.
(I) La cuestión de la presciencia ha sido la ocasión de mucha especu-
lación. Su importancia reside en el hecho de que está estrechamente
relacionada con la predestinación, que como la base para un tipo de
teoría redentora, forma la materia de nuestro próximo párrafo. La cues-
tión de la realidad del conocimiento divino ha sido sostenida en las
siguientes formas. (1) El panteísmo niega el conocimiento divino en el
sentido de omnisciencia porque el Ser divino, en el sentido panteísta, se
hace consciente sólo a través de las criaturas finitas, y por tanto nunca
puede ser infinito. (2) La presciencia divina ha sido negada por algunos
teólogos cristianos sobre la base de un nunc stans o ahora eterno en la
conciencia de Dios. Así Agustín dice: “¿Qué es la presciencia sino el
conocimiento de las cosas futuras? ¿Qué puede ser futuro para Dios,
que trascienda el tiempo todo? Pero del conocimiento que Él tiene de
las cosas en sí mismas, no son para Él futuro, sino presente, y conse-
cuentemente no se le puede llamar presciencia sino conocimiento”. (3)
Los teólogos tanto arminianos como calvinistas sostiene la scientia ne-

318
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

cessaria, o el conocimiento que Dios tiene de sí mismo, y scientia libera,


o el libre conocimiento que Dios tiene de las personas y las cosas fuera
de sí mismo. Sin embargo, difieren respecto al fundamento de esta
presciencia, los arminianos generalmente al sostener que Dios tiene un
conocimiento de pura contingencia, mientras que los teólogos calvinis-
tas lo vinculan con los decretos que Dios se ha propuesto en sí mismo.
(4) Hay una posición mediadora comúnmente conocida como scientia
media o un conocimiento de lo hipotético. Esta teoría fue propuesta
por los jesuitas Molina, Fonseca, Suárez y otros teólogos distinguidos
de esta orden, quienes se opusieron a la idea de la predestinación de los
jansenistas. Fue aceptada por los teólogos arminianos Limborch y Cur-
cellaeus, y por un número de los teólogos luteranos. William Burton
Pope declara que generalmente ha sido aceptada por todos los teólogos
contrarios a la predestinación. Los calvinistas generalmente se le opu-
sieron. J. J. Van Oosterzee define las tres posiciones como sigue: “El
conocimiento divino”, dice, “se divide en un conocimiento natural,
que Él tiene de sí mismo; y el así llamado libre conocimiento, que Él
tiene de todo lo que existe más allá de sí mismo. Y de nuevo, de estos
dos se distingue además el conocimiento condicional (Scientia media o
hipotética), por virtud del cual Él está exactamente familiarizado, no
solo con todo lo que sucederá, pero también con todo lo que podría o
no podría suceder bajo ciertas condiciones no existentes — el así lla-
mado futuribile. Que esto último también es conocido de Dios, cierta-
mente no será negado: es simplemente una parte insignificante de ese
gran todo que permanece desnudo y abierto delante de Él”. Su conclu-
sión es que, ya sea el conocimiento libre o condicional, “absolutamente
nada está excluido del conocimiento divino”.
(II) Nuestra segunda pregunta se interesa en la relación que existe
entre la presciencia y la predestinación. Se han tomado tres posiciones
en la teología: (1) La posición arminiana sostiene que el poder del esco-
gimiento contrario es un elemento constitutivo de la libertad humana,
y que la presciencia tiene que referirse a actos libres y por lo tanto a la
contingencia pura. Tanto Limborch como Curcellaeus sostienen que
la habilidad de conocer de Dios no debe juzgarse por criterios huma-
nos, sino que Él prevé lo necesario como que sucede de una manera
necesaria, y lo contingente como que ocurre contingentemente (Curce-
llaeus, II:6; Limborch, II:8). “No es la presciencia divina la que condi-
ciona lo que sucede”, dice William Burton Pope, “sino lo que sucede

319
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

condiciona la presciencia divina. Hemos visto una y otra vez que el


Dios de la eternidad ha condescendido para ser el Dios del tiempo, con
su pasado, presente y futuro. En lugar de decir con los escolásticos que
para Dios sólo existe el eterno ahora, sería mejor decir que para Dios
como esencia absoluta existe el eterno ahora, y también que para Dios
como se relaciona a la criatura existe el proceso de sucesión. La predes-
tinación tiene que tener sus derechos; todo lo que Dios quiere hacer es
predeterminado. Pero aquello que la libertad humana logra, lo que
Dios puede hacer es solo conocerlo de antemano; de otra manera la
libertad ya no es libertad” (Pope, Compend. Chr. Th. [Compendio de
teología cristiana], I:318ss). Henry C. Sheldon dice que esta teoría de-
bería llamarse mejor católica que arminiana, puesto que era la teoría
común en la iglesia antes de la Reforma, desde la era apostólica en ade-
lante. Ha sido sostenida en general tanto por los teólogos luteranos
como anglicanos, y todavía es la teoría dominante en la Iglesia Católica
Griega y Romana (compárese con Sheldon, Syst. Chr. Doct., 173). (2)
La posición calvinista identifica la presciencia y la preordinación, soste-
niendo que los decretos divinos son la base para el acontecimiento de
todos los eventos, incluyendo las acciones voluntarias de los hombres.
En esta teoría, la presciencia depende de la certeza de los decretos, y no
es estrictamente un conocimiento de los eventos contingentes. “Él pre-
vé los eventos futuros”, dice Calvino, “solamente en consecuencia de
que decrete que sucedan” (Calvino, Institutos, libro III, cap. 23). Turre-
tin toma la misma posición. Dice: “La razón es que la presciencia de
Dios sigue a su decreto, y como el decreto no se puede cambiar, tam-
poco puede su conocimiento estar sujeto a error” (Turretin, Inst. Locus
III, Quœst. 12). Cocceius, después de identificar la presciencia con la
agencia divina, hace un lugar para causas secundarias. Dice: “Dios pre-
vé desde la eternidad aquello que tomará lugar, porque nada ha de to-
mar lugar sin la agencia de Dios”. Cocceius hace luego esta declaración:
“Lo que Él ve que después sucederá, Él lo ve en el decreto por el cual, o
convoca a los eventos para que sucedan, o ha decidido suplir a la criatu-
ra pecadora el concurso de la primera causa, sin la cual la segunda no es
capaz de actuar” (Cocceius, Summa Theol., cap. X). Charles Hodge
piensa que la dificultad se desvanece cuando se hace una distinción
entre la certeza de un acto y el modo de su ocurrencia.24 (3) La posición
sociniana niega que Dios tenga alguna presciencia de los eventos con-
tingentes. Tanto Fausto Socino como Juan Crell sotuvieron que lo

320
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

contingente es, por su misma naturaleza, incognoscible, y que por tan-


to no es más derogatorio excluir la presciencia de la omnisciencia de
Dios que excluir de la omnipotencia el poder para hacer aquellas cosas
que son contradictorias a la naturaleza divina. Esta teoría fue propuesta
en un intento de armonizar la presciencia y la libertad. En un tiempo
posterior, Adam Clarke propuso el punto de vista peculiar de que Dios
puede conocer todos los eventos futuros pero no escoge hacerlo. Este
punto de vista nunca fue aceptado por los teólogos metodistas. Rothe y
Martensen hasta cierta medida reafirmaron la teoría sociniana, soste-
niendo el último una presciencia condicional. Dice: “Solo lo actual que
es en sí y por sí mismo racional y necesario, puede ser el sujeto de una
presciencia incondicional, lo actual que no es esto, no puede serlo; sólo
puede conocerse de antemano como posible, como eventual”. Dice, de
nuevo, que los eventos, “en tanto que estén condicionados por la liber-
tad de la criatura, pueden solo ser el sujeto de una presciencia condi-
cional; i.e., sólo pueden conocerse de antemano como posibilidades,
como futurabilia, pero no como realidades, porque otras posibilidades
pueden de hecho tomar lugar” (compárese con Martensen, Chr. Dogm.,
218-219). Es evidente que aquí la posición original sociniana ha sido
considerablemente modificada. En otras declaraciones en esta sección
(sec. 116) las tendencias reformadas están en evidencia, y aparecen en
contraste al luteranismo estricto de la porción más grande de su obra
valiosa.25
La posición arminiana, como se ha señalado, es en realidad el punto
de vista católico de la iglesia, y es la única que se puede sostener consis-
tentemente en armonía con las grandes doctrinas de la salvación. Tanto
los arminianos tempranos como los wesleyanos tardíos han apoyado sus
posiciones con argumentos extensos y lógicos. Quizá el más conocido
de estos argumentos en favor de la presciencia divina sea el de Richard
Watson en su Theological Institutes (Institutos teológicos) (I:365ss).
Samuel Wakefield asegura que la posición que sostiene que cierta pres-
ciencia destruye la contingencia, es un mero sofismo. Miner Raymond,
con no muy poco celo, declara que “con la excepción de los ateos, pan-
teístas, positivistas y la clase de pensadores que han discutido lo absolu-
to y lo infinito de modo que, con su filosofía, se han hecho profesantes
de una total ignorancia, y de la convicción de que el conocimiento de
Dios es imposible, todos los hombres consideran la Primera Causa no
sólo absoluta e infinita, sino también como una Persona que posee

321
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

inteligencia y libre voluntad, y especialmente consideran su inteligencia


como sin límites. En la aprehensión común, Dios tiene un conocimien-
to perfecto de todo lo que es o puede ser; de toda la existencia y todos
los eventos, de lo actual y lo posible, de lo presente, lo pasado y lo futu-
ro” (Raymond, Syst. Th. [Teología sistemática], I:330).26
Sabiduría. Como atributo divino, la sabiduría está estrechamente
relacionada a la omniscenica y depende de ésta, pero generalmente se le
da un trato separado por los teólogos arminianos. Thomas O. Sum-
mers, sin embargo, trata la omnisciencia como comprendida bajo el
atributo de la sabiduría. Samuel Wakefield define la sabiduría de Dios
como “ese atributo de su naturaleza por el cual conoce y ordena todas
las cosas para la promoción de su gloria y el bien de sus criaturas”
(compárese con Wakefield, Chr. Th., 159). Aunque la sabiduría y el
conocimiento están estrechamente relacionados, la distinción es clara.
El conocimiento es la aprehensión de las cosas como son, y la sabiduría
es la adaptación de este conocimiento a ciertos fines. Como el conoci-
miento es necesario a la sabiduría, así la omnisciencia en Dios es nece-
saria a su sabiduría infinita. La Biblia es peculiarmente rica en sus refe-
rencias a los valores religiosos de la sabiduría divina, y a esto le daremos
ahora atención.27
Job declara: “Pero con Dios están la sabiduría y el poder: suyo es el
consejo y la inteligencia” (Job 12:13), y también: “Es poderosa la fuerza
de su sabiduría” (Job 36:5). El salmista exclama: “¡Cuán innumerables
son tus obras, Jehová! Hiciste todas ellas con sabiduría; ¡la tierra está
llena de tus beneficios!” (Salmos 104:24). “Jehová fundó la tierra con
sabiduría, afirmó los cielos con inteligencia” (Proverbios 3:19). “Habló
Daniel y dijo: Sea bendito el nombre de Dios de siglos en siglos, por-
que suyos son el poder y la sabiduría” (Daniel 2:20). El Nuevo Testa-
mento es igualmente rico en su alabanza de este atributo divino. “¡Pro-
fundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios!
¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!” (Roma-
nos 11:33). El apóstol Pablo en su refutación de las tendencias gnósti-
cas, declara que Cristo es “poder y sabiduría de Dios” (1 Corintios
1:24); y que Él “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación,
santificación y redención” (1 Corintios 1:30). Esta es una referencia al
Logos o Verbo divino, el cual en el Antiguo Testamento fue personifi-
cado como la Sabiduría. “Jehová me poseía en el principio, ya de anti-
guo, antes de sus obras. Eternamente tuve la primacía, desde el princi-

322
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

pio, antes de la tierra... con él estaba yo ordenándolo todo. Yo era su


delicia cada día y me recreaba delante de él en todo tiempo” (Prover-
bios 8:22-23, 30). Esta sabiduría se hizo el Verbo encarnado, que esta-
ba en el principio con Dios y era Dios (compárese con Juan 1:1). “Por
tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea
honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén” (1 Timoteo 1:17).
Bondad. La bondad de Dios es ese atributo por razón del cual Dios
desea la felicidad de sus criaturas. La perfección, como hemos demos-
trado, es la excelencia absoluta que Dios tiene en sí mismo; la bondad
es esa excelencia que mueve a Dios a impartir ser y vida a las cosas fini-
tas aparte de su esencia divina, y a comunicarles los dones que tengan
capacidad de recibir. La bondad es generalmente expresada por la pala-
bra hebrea chesedh, y por las palabras griegas Òº¸¿ÇÊŧž o ÏɾÊÌŦÌ¾Ë y
términos como éstos. La bondad de Dios ad intra pertenece a la Santa
Trinidad, con la cual los Tres Benditos se comunican eternamente uno
al otro su infinita riqueza. En este sentido, la bondad es eterna y nece-
saria. La bondad de Dios ad extra es voluntaria, y se refiere principal-
mente a su benevolencia, la cual puede definirse como aquella disposi-
ción que busca promover la felicidad de sus criaturas. Schouppe la
define como “la voluntad constante de Dios de comunicar felicidad a
sus criaturas, de acuerdo con sus condiciones y su propia sabiduría”.
Está relacionada al amor, pero el amor se limita a las personas que res-
ponden, o a los que son capaces de reciprocarlo, mientras que la bon-
dad aplica a toda la creación. Ni un pajarillo “está olvidado delante de
Dios” (Lucas 12:6). La palabra se aplica a toda la creación en la aurora
de su existencia. “Y vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en
gran manera” (Génesis 1:31). Las declaraciones positivas de la Biblia
respecto a la bondad de Dios son numerosas y convincentes. Dios le
dijo a Moisés: “Yo haré pasar toda mi bondad delante de tu rostro”
(Éxodo 33:19); y de nuevo: “Dios fuerte, misericordioso y piadoso;
tardo para la ira y grande en misericordia y verdad” (Éxodo 34:6). El
salmista parece deleitarse al meditar sobre la bondad de Dios: “Cierta-
mente, el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y
en la casa de Jehová moraré por largos días” (Salmos 23:6). “Hubiera
yo desmayado, si no creyera que he de ver la bondad de Jehová en la
tierra de los vivientes” (Salmos 27:13). “¡Cuán grande es tu bondad,
que has guardado para los que te temen, que has mostrado a los que
esperan en ti, delante de los hijos de los hombres!” (Salmos 31:19). “¡La

323
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

misericordia de Dios es continua!” (Salmos 52:1). “Proclamarán la


memoria de tu inmensa bondad, y cantarán tu justicia” (Salmos
145:7). Isaías menciona la gran bondad hacia la casa de Israel (Isaías
63:7) y Zacarías pronuncia la exclamación: “Porque ¡cuánta es su bon-
dad y cuánta su hermosura!” (Zacarías 9:17). En el Nuevo Testamento
el apóstol Pablo habla de la bondad de Dios que guía al arrepentimien-
to (Romanos 2:4); y en la misma epístola menciona la bondad y severi-
dad de Dios aparentemente como los elementos constitutivos de la
santidad divina (Romanos 2:22). En Gálatas 5:22 y en Efesios 5:9 la
bondad se menciona como un fruto del Espíritu.
Es común en esta conexión añadir una teodicea, o a lo menos dar al
asunto alguna consideración. Por teodicea se quiere decir la vindicación
de la sabiduría y bondad de Dios en la creación y el gobierno del mun-
do. Dentro del canon sagrado, el libro de Job se puede decir que es la
teodicea del Antiguo Testamento. En verdadera forma filosófica, la
primera obra de importancia sobre este asunto en los tiempos moder-
nos fue la de Leibnitz (1747); y siguiéndola muy de cerca estuvieron las
obras de Benedict (1822), Von Schaden (1842), Maret (1857) y
Young, Evil and Good [El mal y el bien] (1861). Thomas O. Summers
dedica un capítulo a este importante asunto (compárese con Summers,
Syst. Th. [Teología sistemática], I:122-146). William Burton Pope trata
el asunto brevemente, introduciéndolo así: “Pero la tremenda dificultad
surge porque el mal existe. La bondad de Dios es el atributo que este
hecho confronta más directamente: no su amor, que no surge en su
gloria del móvil de su favor hasta que el pecado ya existe; no su santi-
dad, que, de igual manera, implica la existencia de lo que Él sempiter-
namente rechaza; no su sabiduría, que tiene su mayor ilustración al
hacer al mal un siervo de sus designios. Pero se argumenta continua-
mente que un Creador de ilimitada benevolencia y poder, tiene que, o
puede, o debe haber prevenido el origen del mal. Hay dos posibles so-
luciones de esta profunda dificultad. O se tiene que adoptar el expe-
diente desesperado de renunciar totalmente a un Dios supremo, una
solución que en realidad no es solución, puesto que el ateísmo no re-
suelve nada sino que lo disuelve todo. O, aceptando el testimonio de
Dios mismo, tenemos que inclinarnos delante de un misterio insonda-
ble, y buscar nuestro refugio en la armonía de los atributos divinos
(compárese con Pope, Compend. Chr. Th., I:322). Probablemente no
hay mejor solución que la ofrecida por Juan Wesley.28 “¿Por qué hay

324
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

pecado en el mundo? Porque el hombre fue creado a la imagen de


Dios; porque él no es mera materia, una aglomeración de tierra, un
montón de barro, sin sentido o entendimiento, sino un espíritu como
su Creador; un ser dotado no sólo con sentido y entendimiento, sino
también con una voluntad que se ejercita a sí misma con diversos afec-
tos. Para coronar todo el resto, él fue dotado de libertad, el poder de
dirigir sus propios afectos y acciones, una capacidad de determinarse a
sí mismo, o de escoger el bien y el mal. En realidad, si el hombre no
hubiera sido así dotado, todo el resto hubiera carecido de utilidad. Si
no hubiera sido un ser libre al igual que inteligente, su entendimiento
hubiera sido tan incapaz de santidad o de cualquier otra clase de virtud
como lo es el árbol o el bloque de mármol. Y teniendo este poder, un
poder de escoger el bien y el mal, escogió lo último, escogió el mal. Así
‘el pecado entró al mundo’” (Wesley, Sermones).

LOS ATRIBUTOS MORALES


Los atributos morales de Dios se relacionan a su gobierno sobre las
criaturas libres e inteligentes. Dado que los vínculos morales son esen-
ciales a la existencia y perpetuidad de la sociedad, el conocimiento de
Dios siempre tendrá que ser un factor determinante en la vida comuni-
taria de los humanos. Puntos de vista claros de la naturaleza divina son
indispensables tanto para la estabilidad como para el progreso. Existe
abundante prueba histórica de que la sociedad en última instancia de-
pende de la fortaleza de sus vínculos morales, y cuando éstos se relajan
o decaen, la estructura social colapsa. Existe también una marcada dife-
rencia entre los atributos metafísicos y los éticos, que mientras ambos
en una medida se pueden comprender por la razón finita, los últimos
dependen más en particular de la experiencia común. Al ser hechos a la
imagen de Dios, los seres humanos como seres racionales pueden com-
prender, dentro de los límites de su finitud, los atributos naturales de
Dios; pero, habiendo caído en pecado, el ser humano carece de la base
subjetiva para la percepción del carácter moral y espiritual de Dios. Es
sólo el puro de corazón quien ve a Dios. La santidad de Dios no permi-
te el acercamiento del hombre pecaminoso. No hay lugar de encuentro,
ni base común para el entendimiento. Por tanto, es evidente que sólo a
través de la mediación de Jesucristo, el humano puede hacerse partici-
pante de la naturaleza divina, y, como consecuencia, llegar a conocer en
el sentido más profundo y más verdadero su santidad y su amor. Es en

325
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

este punto de los atributos morales de Dios donde la revelación natural


es más defectuosa. El ser humano no queda satisfecho con ella. Los
errores de la teología se han derivado, hasta extremos desconsiderables,
de las nociones confusas de Dios que resultan de la revelación natural.
Nuestra pregunta es: “¿Cuál es la naturaleza y carácter de Dios que se
nos da a conocer a través de la revelación redentora?” Aquí está la im-
portancia de este departamento de la teología.
Necesitamos, primero que nada, recordarnos a nosotros mismos que
el término personalidad, como lo hemos utilizado en su aplicación a
Dios, expresa la idea de un contenido más rico que aquel que se le ha
dado en la metafísica sola. Abarca no sólo la autoconsciencia sino la
autodeterminación. Involucra la perfección de la razón, el poder y el
amor, y tiene, por tanto, no sólo existencia metafísica sino cualidad
ética y moral. Cada objeción que se levanta en contra de atribuir una
naturaleza al Ser divino descansa sobre una concepción falsa e irreal de
lo absoluto. Los argumentos para la existencia de Dios presuponen su
carácter ético, si es que se va a poder explicar la naturaleza moral del ser
humano. Pero atribuir una naturaleza moral a Dios lleva consigo algo
más que meras distinciones éticas. Significa que el sentimiento moral
tiene que ser coordinado con el conocimiento perfecto y el poder ilimi-
tado. Además, significa que la voluntad divina tiene que dar expresión
perfecta a aquello que constituye su Ser, de tal manera que él desee
aquella santidad que forma la cualidad esencial de su naturaleza. Sigue,
entonces, que la naturaleza moral de Dios no es meramente un estado
de quiescencia, sino que es activa, con intensidad infinita, en la exten-
sión libre e ilimitada de sus poderes personales. Si, en la esfera metafísi-
ca, podemos hablar de la existencia de Dios bajo la doble distinción de
esencia y atributo, podemos también, con igual propiedad, en la esfera
del gobierno moral de Dios, observar la distinción entre la naturaleza
divina y los atributos morales; y si pudiéramos considerar los atributos
metafísicos como inherentes a la esencia de Dios, y expresivos de ella,
de igual manera podemos considerar los atributos morales como inhe-
rentes a una naturaleza divina o carácter moral, al cual de igual modo
dan expresión.
Todas las perfecciones de Dios como se manifiestan en su gobierno
moral se pueden resolver en dos —su santidad y su amor. Éstas, en su
esencia y relación, se pueden entender solamente a través de un análisis
propio de la naturaleza de la vida personal. Es una característica de la

326
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

personalidad matizarse como separada y distinta de todas las otras exis-


tencias, sean personales o no, por medio de lo que comúnmente se
conoce como la autopercepción o autoafirmación. Pero, de igual mane-
ra, pertenece a la personalidad revelar e impartirse a sí mismo. Enton-
ces, si vemos la naturaleza ética de Dios desde el punto de vista de la
autopercepción o autoafirmación, poseemos el concepto de la santidad
divina; si lo vemos desde el punto de vista de la autoimpartición o au-
tocomunicación, poseemos el concepto del amor divino. Podemos con
perfecta propiedad decir, pues, que la naturaleza de Dios consiste en el
amor santo, pero en esta afirmación ni identificamos ni confundimos
los términos.
La santidad como naturaleza o atributo. Los teólogos han diferi-
do grandemente en sus posiciones respecto a la santidad de Dios. Tres
posiciones pueden ser tomadas, y lo son, respecto a este asunto: prime-
ro, se puede considerar como un atributo al lado de otros atributos, y
coordinados con ésta; segundo, se puede considerar como la suma total
de todos los atributos; y tercero, se puede considerar no como un atri-
buto, sino como una naturaleza, de la cual los atributos son la expre-
sión. Dice Samuel Wakefield: “La santidad de Dios comúnmente se
considera como un atributo distinto de sus otras perfecciones; pero
pensamos que esto es un error. La santidad es un término complejo, y
denota, más que un atributo particular, aquel carácter general de Dios
que resulta de todas sus perfecciones morales. La santidad del hombre
no es una cualidad distinta a la de su disposición virtuosa, sino que
significa el estado de su mente y corazón que es influenciado por éstos.
Cuando procedemos a analizar su santidad, o mostrar en qué consiste,
decimos que es un hombre devoto, un hombre de integridad, un hom-
bre fiel a todos sus compromisos y consciente en todas las tareas perti-
nentes, un hombre que aborrece el pecado y ama la justicia. De igual
manera, la santidad de Dios no es, y no puede ser, algo diferente de las
perfecciones morales de su naturaleza, sino un término general bajo el
cual todas estas perfecciones se comprenden” (Wakefield, Christian
Theology [Teología cristiana], 168). Ésta es semejante a la posición del
doctor Dick, quien sostuvo que la santidad no era un atributo particu-
lar, sino “el carácter general de Dios que resulta de sus atributos mora-
les” (Dick, Theology, I:274). Ralph Wardlaw define la santidad como
“la unión de todos los atributos, como la luz blanca pura es la unión de
todos los rayos de colores del espectro” (Wardlaw, Systematic Theology,

327
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

I:619). A. H. Strong considera la santidad como el atributo fundamen-


tal de Dios. Considera la veracidad y fidelidad como verdad transitiva;
la misericordia y bondad como amor transitivo; y la justicia y rectitud
como santidad transitiva. John Dickie objeta a esta posición rehusando
clasificar el amor o la santidad como atributos distintos. Él piensa que
hacer fundamental la santidad o el amor sería, o subordinar la una al
otro, o apoyar formalmente una concepción dualista de la naturaleza
divina, como si el amor y la santidad estuvieran opuestos uno al otro.
Para él, el amor de Dios es santo, y la santidad de Dios, amorosa. Por
esta razón, sostiene que la posición de A. H. Strong no alcanza la plena
afirmación de la verdad cristiana. William Burton Pope toma la posi-
ción dual apenas mencionada, pero, para él, la santidad y el amor como
atributos son coordinados uno con el otro, “dos ascendencias en su
unión y armonía todavía no plenamente explicadas”. Por tanto, se con-
vierten en el fundamento para dos clases de atributos prominentes:
justicia, rectitud y verdad, que le pertenecen a la santidad de Dios, y
gracia y sus atributos, que le pertenecen a su amor (compárese con Di-
ckie, Organism of Christian Truth, 94; Pope, Compendium of Christian
Theology, I:329). Henry C. Sheldon asume una posición similar a la del
doctor Dickie, sosteniendo que la naturaleza ética de Dios se expresa
mejor en la frase santo amor, o con propiedad casi igual, justicia amante.
Sin embargo, reconoce la distinción que el doctor Pope indica entre
ellas, y sostiene que la santidad no se puede subyugar al amor, ni el
amor a la justicia, sino que deberán considerarse como los términos de
una copla, los cuales representan perfecciones estrechamente relaciona-
das y perfectamente armoniosas (Sheldon, Syst. of Chr. Doct., 184).
Thomas O. Summers trata la santidad bajo el encabezado de la bon-
dad, la cual considera tanto esencial como relativa. La bondad esencial,
la define como santidad (Summers, Systematic Theology, I:98). En esta
conexión, también podemos referirnos brevemente a aquellos teólogos
que adscriben la idea de santidad a alguna facultad de la personalidad,
como la voluntad o los afectos. Aquellos teólogos que hacen la voluntad
la expresión más alta de la personalidad, comúnmente tratan la santi-
dad en relación a aquella. Así el doctor Fairchild sostendrá que la santi-
dad o virtud es una preocupación benevolente por el bien. Esta es una
actitud voluntaria, un estado de la voluntad, un simple ejercicio, no
cambiado en su carácter por cambiar percepciones o sentimientos
(Fairchild, Elements of Theology, 127). El doctor Foster de igual manera

328
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

define la santidad como un atributo de la voluntad divina, pero al ha-


cerlo no deberá entenderse como limitándola a las voliciones. La volun-
tad en sí misma es santa. “Todas sus determinaciones propias son san-
tas, sea que las concibamos como eternas o temporales. Si Dios es una
persona, no podemos concebirlo como pensando, sin primero conce-
birlo como uno que desea pensar. Si hablamos de sus pensamientos
como santos, es porque los consideramos como la expresión de su eter-
namente santa voluntad. Si consideramos su esencia misma como san-
ta, como en realidad debemos, es porque tenemos que, al mismo tiem-
po, considerarla como esencia personal; y la consideramos como una
esencia eternamente personal porque existe eternamente como una
esencia que decide. Esta voluntad es la forma de una preferencia inma-
nente, y claro, consciente” (Foster, Christian Theology, 227). John Mi-
ley, por el otro lado, relaciona la santidad más estrechamente con la
sensibilidad divina, afirmando que hay una verdad del sentimiento
moral en Dios que es más profunda que las distinciones más definidas
del modo, un sentimiento moral que es intrínseco a la santidad de la
naturaleza divina (Miley, Systematic Theology, I:199). Con este breve
repaso de las varias posiciones sostenidas, es evidente que la santidad
ocupa una posición central y de importancia en el gobierno moral de
Dios; y que cuando se limita a una facultad en contraste de otras, es
solamente porque esta facultad particular se considera como suprema
en la vida personal.
Podemos entonces decir que la santidad pertenece a la naturaleza
esencial de Dios en un sentido más hondo y más profundo que mera-
mente como un atributo entre otros. Si se objeta que la santidad no se
podría conocer si fuera de la esencia y no de los atributos, podemos
referir al lector a nuestra discusión del absoluto. Fue indicado que el
término se usa en tres sentidos diferentes: primero, como aquello que
carece enteramente de relación, lo cual lleva directamente al agnosti-
cismo; segundo, como la totalidad de todas las relaciones, lo cual lleva al
panteísmo; y tercero, como aquello que es independiente y existente en
sí mismo. Esta es la posición teísta y cristiana. El cristiano sostiene que
su conocimiento de Dios es limitado, pero que es verdadero, hasta
donde alcanza; también, que este conocimiento en cualquier grado o
extensión se debe solamente a la autorevelación de Dios. Esto es tan
cierto de la naturaleza ética de Dios como de la metafísica. Dios puede
ser conocido solamente al revelarse a sí mismo a través del Hijo eterno

329
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

y el siempre bendito Espíritu. Y este conocimiento de Dios que viene a


través del contacto místico del Espíritu con el espíritu, se revela al en-
tendimiento por un concepto cada vez más profundo y amplio de los
atributos morales. Sin embargo, no somos contrarios a la posición del
doctor Pope, quien sostiene que a las dos perfecciones divinas de santi-
dad y amor, se les puede llamar la naturaleza moral de Dios; y que estos
dos son los únicos términos que unen en uno los atributos y la esencia
de Dios (compárese con Pope, Compend. Chr. Th., I:331).29 Como
esencia, constituyen la naturaleza moral de Dios; como atributos, son la
revelación de esta naturaleza a través de la economía de la gracia divina.
Los atributos morales difieren en un sentido peculiar de los atribu-
tos naturales en que no se pueden entender sin ese carácter subjetivo en
el ser humano que corresponde a la naturaleza moral de Dios, y por
tanto no se puede separar de la obra redentora de Cristo. La revelación
perfecta de la santidad de Dios se encuentra en el Hijo encarnado, de
quien está escrito: “Has amado la justicia y odiado la maldad, por lo
cual te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus
compañeros” (Hebreos 1:9). La santidad, entonces, es principalmente
esa disposición que está detrás de todos los atributos —una disposición
o una naturaleza que se manifiesta a sí misma en amor por la justicia y
en aborrecimiento por la iniquidad. Es amor santo. Pero como previa-
mente se indicó, la santidad pertenece a la autoafirmación de la perso-
nalidad antes que a la autoimpartición; y la autoafirmación siempre es
más profunda y más fundamental que la automanifestación. Aquello
que separa a Dios de la naturaleza de la criatura, aún aparte del pecado,
aquello por lo cual la solicitud e integridad de su ser se sostiene, es la
santidad. No debe olvidarse o ignorarse esta idea de separación. La san-
tidad no es meramente un sinónimo de perfección en general, ni tam-
poco se puede interpretar como una bondad comunicativa, un fluir
indefinido de amor a la naturaleza del ser humano aparte de las distin-
ciones morales. El amor santo demanda una comunidad de personas,
cada una separada y distinta, y la pureza del amor depende de la aten-
ción estricta que se dé a los límites que separan la una de la otra. La
santidad en el aspecto ético del Ser divino se caracteriza por lo separado
de Dios, en esencia, de todos los otros seres. Pertenece a la integridad
de su ser antes que a la de sus relaciones. La santidad es inmanente y
esencial a la idea misma de Dios. El amor ciertamente tiene su asiento
en las relaciones libres de las personas de la santísima Trinidad, pero la

330
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

santidad pertenece a las interrelaciones necesarias. La santidad, por


tanto, es más fundamental en cierto sentido que el amor, a lo menos se
le tiene que dar prioridad lógica, aunque el amor ocupe la esfera más
exaltada. Dice el obispo Martensen: “El reino del amor se establece
sobre el fundamento de la santidad. La santidad es el principio que
salvaguarada la distinción eterna entre el Creador y la criatura, entre
Dios y el ser humano, en la unión efectuada entre ellos; preserva la
dignidad y majestad divina de ser infringida por el amor divino; exclu-
ye eternamente todo lo malo e impuro de la naturaleza divina. La men-
te cristiana no conoce nada de un amor sin santidad” (Martensen,
Christian Dogmatics, 99ss).
Podemos referirnos aún más, en esta conexión, al trisagio encontra-
do en Isaías 6:3: “¡Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos!”, y tam-
bién en Apocalipsis 4:8 en donde los “seres vivientes” que correspon-
den a los serafines de Isaías, no descansan día y noche diciendo:
“¡Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que
es y el que ha de venir!” La iglesia siempre ha sostenido que esta triple
atribución se refiere a la Santísima Trinidad, y por tanto que la santi-
dad pertenece igualmente al Padre, al Hijo y al siempre bendito Espíri-
tu. La gloria que por Isaías se atribuye a Jehová de los ejércitos, es por
San Juan atribuida al Hijo (Juan 12:41), y por San Pablo al Espíritu
Santo (Hechos 28:25-26). Si se nos permite referirnos de nuevo a nues-
tra discusión de la concepción cristiana de Dios, nos habíamos encon-
trado allí con que era básico para este concepto la declaración de nues-
tro Señor de que “Dios es Espíritu” (Juan 4:24), lo que fue
interpretado más tarde por los escritores del Nuevo Testamento como
vida (Juan 5:26), luz (1 Juan 1:5) y amor (1 Juan 4:8). Por tanto, en la
Trinidad la vida es peculiarmente la propiedad del Padre, la luz del
Hijo y el amor del Espíritu. Pero como básica y fundamental para cada
uno está la atribución de una naturaleza caracterizada como santa, y la
triple atribución de la adoración y alabanza no se da sobre la base de la
vida o la luz o el amor, sino de la santidad. Podemos decir, entonces,
que la santidad en el Padre es el misterio de la vida, separada, distinta y
no originada; la santidad en el Hijo es luz que desde las profundidades
de su ser infinito no manifiesta tinieblas, nada sin descubrir, nada in-
cumplido, nada que necesite traerse a la perfección; la santidad en el
Espíritu es la revelación del amor que existe entre el Padre y el Hijo, y
es por San Pablo llamado el vínculo perfecto. En el Padre, la santidad

331
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

es original y sin derivación, en el Hijo la santidad es revelada, y en el


Espíritu la santidad es impartida. Por tanto, no es mera casualidad que
encontremos la expresión “participantes de la naturaleza divina” (2
Pedro 1:4), asociada con “participantes de su santidad” (Hebreos
12:10); y “participantes de la gloria” (1 Pedro 5:1) con “participantes
de Cristo” (Hebreos 3:14) y “del Espíritu Santo” (Hebreos 6:4). Estas
distinciones deberán considerarse a continuación como “el concepto
bíblico de la santidad” y “el concepto del amor divino”.
El concepto bíblico de la santidad. El término santidad ha tenido
una larga y compleja historia. En la religión de Israel aparece por pri-
mera vez como expresión de la naturaleza de Dios en Éxodo 15:11:
“¿Quién como tú, Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico
en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?”
Ocurre en la misma relación por última vez en Apocalipsis 15:4:
“¿Quién no te temerá, Señor, y glorificará tu nombre?, pues solo tú eres
santo; por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus
juicios se han manifestado”. Es significativo también que el término
ocurra primero como una revelación de Jehová a su pueblo escogido en
su relación redentora, y no en su revelación de sí mismo como creador.
Este hecho lo marca como el fundamento de su carácter ético en el
gobierno moral de un pueblo libre y responsable. La palabra, de hecho,
ocurre en Génesis, pero asociada con la perfección de las obras de Dios.
“Entonces bendijo Dios el séptimo día y lo santificó, porque en él re-
posó de toda la obra que había hecho en la creación” (Génesis 2:3).
Aunque la idea de perfección sobresale más prominentemente, ya aquí
aparece la idea de separación. La santidad le atañe al día a causa de la
presencia de Dios. El lugar de descanso de Dios, o el lugar de su pre-
sencia permanente, es santo. Más tarde, la misma idea le atañe a la casa
de Dios, respecto a la cual el salmista declara: “La santidad conviene a
tu Casa, Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmos 93:5). La idea
de separación para la posesión le atañe tanto al día como a la casa. El
día es separado o dedicado como memorial de la creación terminada.
Es santo porque se separa en devoción a Dios, y así se vuelve peculiar-
mente su posesión; Él descansa o mora en él. De la casa está escrito:
“Me erigirán un santuario, y habitaré en medio de ellos” (Éxodo 25:8).
Podemos decir, entonces, que aún en esta fecha temprana las dos ideas
de separación y posesión le atañen a la palabra santidad. Ambas cuali-
dades se colocan bajo una luz más clara con el pacto abrahámico, y son

332
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

expresadas en su perfección por la Trinidad redentora en el Nuevo Pac-


to. Siguiendo la sugerencia del trisagio, consideraremos el término san-
tidad en sus tres aspectos, según se relaciona al Padre, al Hijo y al Espí-
ritu Santo.
La santidad, como se relaciona al Padre, expresa la perfección de la
excelencia moral que en Él existe, sin origen ni derivación. Por tanto,
es, primero, el móvil de la reverencia y adoración. “¿Quién no te teme-
rá, Señor, y glorificará tu nombre?” (Apocalipsis 15:4). Fue a causa de
esta gloria resplandeciente que el salmista exclamó: “¡Santo y temible es
su nombre!” (Salmos 111:9). Aquí la idea sugiere majestad. Esto tam-
bién es verdad del pasaje “su santo brazo le ha dado la victoria” y “Exal-
tad a Jehová, nuestro Dios, y postraos ante su santo monte, porque
Jehová, nuestro Dios, es santo” (Salmos 99:9).30 Segundo, la santidad es
la norma de toda bondad moral. Es en esta conexión que el concepto
de la santidad sostenida por William Newton Clarke resulta peculiar-
mente apropiado. Como se indicó previamente, él considera la santidad
como la plenitud gloriosa de la excelencia moral de Dios, sostenida
como el principio de su propia acción y la norma para sus criaturas
(Clarke, An Outline of Christian Theology, 89). Aquí es evidente que la
santidad no es solamente el carácter interno de Dios como bondad
perfecta, sino consistencia con este carácter como norma de su propia
actividad; y, además, es requerimiento para sus criaturas moralmente
responsables. Es por esta razón que tenemos el precepto: “Sed santos,
porque yo soy santo” (1 Pedro 1:16). La santidad demanda carácter,
consistencia y requerimiento. El carácter de Dios como santo no podría
serlo a menos que poseyera toda bondad moral. Es la suma de todas las
excelencias, no como un total matemático sino como una naturaleza
que incluye toda perfección, ninguna de las cuales se podría disminuir
sin destruir su santidad. En la consistencia de Dios con sus perfeccio-
nes, tenemos la acción de la voluntad a la que la santidad en ocasiones
se atribuye. Pero el carácter perfecto demanda conducta perfecta, y por
esta razón su libertad perfecta tiene que estar en armonía perfecta con
su carácter. Durante el período escolástico se debatió con frecuencia la
pregunta de si Dios quería lo bueno porque era bueno, o si era bueno
porque Él lo quería. Tomas de Aquino sostuvo la primera posición, y
Duns Escoto la última. Pero esta pregunta no tiene sentido, porque la
santidad de Dios no se determina por algo fuera de Él sino dentro de
Él.31 Él no se puede contradecir a sí mismo y por tanto es moralmente

333
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

incapaz de aquello que no expresa verdaderamente su naturaleza como


santa. No puede hacer al mal en bien sin cesar de ser Dios. Por omni-
potencia en Dios queremos decir que Él no está limitado por nada fue-
ra de sí mismo, pero insistimos en que Él está limitado por su propia
naturaleza o carácter divino. No puede desear nada contrario a su natu-
raleza ni de ninguna manera serse infiel. Tercero, y estrechamente rela-
cionado con lo anterior, la santidad como la norma de la bondad está
eternamente opuesta al pecado. Como consecuencia leemos: “Muy
limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio” (Habacuc
1:13), y “¿Quién podrá estar delante de Jehová, el Dios santo?” (1 Sa-
muel 6:20). Por tanto, la santidad no sólo es la norma de todo lo
bueno, sino que, como tal, tiene necesariamente que incluir la repul-
sión de todo lo malo. Es evidente que este aspecto de la naturaleza di-
vina viene a más clara luz por contraste, y puede ser, como William
Burton Pope sugiere, que siempre “se presente contra el oscuro tras-
fondo del pecado”. Esto nos trae a la discusión de la santidad como
relacionada a la obra redentora de Cristo.
La santidad, en su relación con el Hijo, se encuentra tanto en su mi-
sión reveladora como redentora. La santidad en Dios solamente puede
ser conocida por aquellos que como Él son santos. Es por esta razón,
como previamente hemos indicado, que Él dice: “Sed santos, porque
yo soy santo” (1 Pedro 1:16). La santidad repele todo acercamiento de
la contaminación. Es evidente, por tanto, que el ser humano pecamino-
so puede conocer la santidad de Dios solo a través de una economía de
gracia divina. Es esta concepción que subyace y da significado al siste-
ma ritual del judaísmo como preparatorio para la obra redentora de
Cristo. La idea del sacrificio en la Biblia lleva consigo el pensamiento
de impureza en el que lo ofrece, el cual, por un acto propiciatorio, tiene
que ser limpiado o hecho santo. El amor del Padre encuentra su expre-
sión más alta en el don de su Hijo, pero este don es específicamente
declarado como una ofrenda propiciatoria por el pecado. Por su medio,
el ser humano puede ser hecho santo y de nuevo entrar en comunión
con el Padre. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en
propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10). Así el amor ofreció
la ofrenda o propiciación por el pecado que la santidad requería. (El
amor envió al Hijo en propiciación por nuestros pecados, i.e., ya propi-
ciación, el Cordero inmolado desde la fundación del mundo.) El mis-

334
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

mo pensamiento subyace tras el texto familiar: “De tal manera amó


Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel
que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Aquí el amor de Dios descansa sobre su santidad divina como funda-
mento inmutable. Fue solo esto lo que requirió la exhibición estupenda
del amor divino, y la hizo posible. Si el amor envió al Hijo, fue su san-
tidad la que demandó el sacrificio —“nuestro Dios es fuego consumi-
dor” (Hebreos 12:29). La santificación no es por efusión de amor, sino
por rociamiento de sangre. “Por lo cual también Jesús, para santificar al
pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salga-
mos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su oprobio” (Hebreos
13:12-13). La santidad y el amor en la naturaleza de Dios asumen la
forma de justicia y gracia en la economía redentora. Por esta razón se
declara que la justicia de Dios se revela “por fe y para fe” (Romanos
1:17); mientras que desde el punto de vista del amor divino, San Pablo
declara que “la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a toda
la humanidad” (Tito 2:11).
La santidad, al relacionarse con el Espíritu, es santidad impartida o
hecha accesible a los seres humanos. Es a través del Espíritu que nos
hacemos “participantes de la naturaleza divina”. De aquí que el tér-
mino “Espíritu Santo” no sólo afirme la naturaleza del Espíritu como
en sí mismo santo, sino también declare que su oficio y obra es hacer a
los seres humanos santos. La santidad y el amor, pues, parecen estar
estrechamente unidos si no identificados en el Espíritu Santo. Él es el
Espíritu de santidad y, a la vez, el Espíritu de amor. Sin embargo, la
distinción permanece y debe dársele su debida consideración. Por esta
razón no debemos ignorar las distinciones hechas por nuestro Señor en
su oración sacerdotal: “Les he dado a conocer tu nombre y lo daré a
conocer aún, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo
en ellos” (Juan 17:26). Aquí hay una revelación de santidad y amor de
Dios como impartidas o comunicadas a través del Espíritu. El “nom-
bre” o naturaleza tiene que declararse antes de que el amor pueda mani-
festarse. El Espíritu, por su acto santificador, tiene que identificar al ser
humano con la sangre santificadora de Cristo, la ofrenda propiciatoria,
antes que pueda haber alguna libre afluencia del amor divino. Tiene
que haber una participación de su santidad antes que pueda haber una
plenitud de su amor. Por lo tanto, ser participantes de la naturaleza
divina es compartir tanto su santidad como su amor. Esto se vuelve a

335
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

expresar en la declaración: “Yo en ellos y tú en mí, para que sean per-


fectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que
los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:23).
San Pedro se acerca a esta verdad de manera diferente de la de San Pa-
blo o incluso San Juan. “Elegidos según el previo conocimiento de
Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados
con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2); y “Al obedecer a la verdad,
mediante el Espíritu, habéis purificado vuestras almas para el amor
fraternal no fingido. Amaos unos a otros entrañablemente, de corazón
puro” (1 Pedro 1:22). Podemos decir, entonces, que nuestro participar
de la santidad divina es por la santificación del Espíritu; mientras que
nuestro participar del amor divino se explica en que “nos ha dado de su
Espíritu”. Mientras que el acto del Espíritu Santo en la santificación
siempre tiene que preceder lógicamente a aquella comunicación de sí
mismo por la cual “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones”, sin embargo, en la experiencia humana se puede decir que
los dos son concomitantes (compárese con Romanos 5:5; 1 Juan 4:13).
El concepto del amor divino. En nuestra discusión de la santidad
de Dios hemos encontrado necesario mencionar brevemente la natura-
leza del amor divino. Este asunto, sin embargo, es de tan vasta impor-
tancia, tanto para la religión como para la teología, que demanda ahora
una mayor consideración, primero, en cuanto a su origen; segundo, en
cuanto a su naturaleza; y tercero, en cuanto a su relación con la santi-
dad. Podemos decir, entonces, (1) que el amor tiene su origen en la
triunidad de Dios. En la intercomunión misteriosa del Padre y el Hijo,
el amor es el vínculo de unión. Así San Pablo caracteriza la caridad o el
amor divino como el “vínculo perfecto” (Colosenses 3:14). Aunque el
estudio más extenso de este asunto pertenece al capítulo siguiente, te-
nemos que llamar la atención en este punto a la naturaleza personal de
esta interrelación. La comunión del Padre y el Hijo es vital y real, como
entre un sujeto personal y un objeto personal. Pero no solamente son
los términos Padre e Hijo personales; el órgano de la interacción recí-
proca y la intercomunión, de igual manera, tiene que ser personal. El
vínculo de unión que existe entre el Padre y el Hijo como seres perso-
nales, y que produce tanto la condición como el cimiento de la comu-
nión, es el Espíritu Santo personal, la tercera Persona de la Trinidad. Y
esta intercomunión y reciprocidad absoluta de amor, demanda la
igualdad y consustancialidad del Espíritu Santo con aquella del Padre y

336
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

el Hijo, “igual la gloria, coeterna la majestad”. Es por esta razón que se


le llama a Él el Espíritu de comunión en las bendiciones apostólicas:
“La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Es-
píritu Santo sean con todos vosotros” (2 Corintios 13:14). El Padre
ama al Hijo y es a su vez amado por el Hijo, y el vínculo de amor que
es el fundamento de la comunión es el Espíritu Santo. Entonces, po-
demos considerar el amor como la expresión moral o ética de la unidad
divina, y por tanto, el punto focal de todos los atributos morales. Aquí
se exhibe la profunda verdad que “Dios es amor, y el que permanece en
amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Juan 4:16). También pode-
mos, basados en la autoridad de la Biblia, con confianza creer que el
Dios trino existe eternamente en la esfera del amor; que este amor dio a
Jesucristo nuestro Señor como propiciación por el pecado; y que es a
este compañerismo sagrado del amor divino que sus criaturas finitas
serán recibidas a través del don del Espíritu Santo. Fue por esta razón
que nuestro Señor, en el cumplimiento de su misión, concluyó su ora-
ción sacerdotal con las palabras: “Les he dado a conocer tu nombre y lo
daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado esté en
ellos y yo en ellos” (Juan 17:26).32
Ahora tenemos que considerar (2) la naturaleza del amor divino.
Schleiermacher define el amor como “aquel atributo en virtud del cual
Dios se comunica a sí mismo”; Francis J. Hall, como “el atributo por
razón del cual Dios desea una comunión personal con Él de los que son
santos o capaces de llegar a serlo” (Hall, Theological Outlines, 89);
mientras que William Newton Clarke, cuyas definiciones son siempre
concisas y claras, lo considera como “el deseo de Dios de impartirse a sí
mismo y todo bien a otros seres, y de poseerlos para su propio compa-
ñerismo espiritual” (Clarke, Outline of Christian Theology, 95). Estas
definiciones evidencian que hay por lo menos tres principios esenciales
en el amor —la autocomunicación, el compañerismo, y el deseo de
poseer el objeto amado. Refiriéndonos de nuevo a nuestra caracteriza-
ción de la santidad como el aspecto autoafirmativo de la naturaleza de
Dios como amor santo, hemo insistido que la santidad no es meramen-
te pureza afirmativa de sí misma en el sentido negativo del término,
sino que también incluye una delicia positiva o una complacencia en lo
justo. Aquí vemos estas cualidades apareciendo de nuevo con una nue-
va luz dentro del amor mismo. El amor tiene que hallar expresión en el
doble deseo de poseer otras cosas para sí mismo, y de impartirles de sí

337
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

mismo y de todo bien adicional. Con frecuencia se señala que la madre


que se sacrifica y se da a sí misma por su hijo, es aquella cuyos anhelos
por el amor responsivo del hijo es muy profundo e inextinguible. No
importa qué tan grande sea la entrega y el sacrificio del amor, siempre
irá acompañado por el deseo de reciprocidad. Pero en la devoción
misma de una madre por su hijo, esa madre afirma su personalidad
distintiva. La autoentrega y la autoafirmación tienen que ser iguales, y
una no puede crecer sin la otra si es que el amor ha de mantenerse. Si la
afirmación de sí mismo no va acompañada con su equivalente en la
entrega propia, no tenemos amor sino egoísmo bajo el disfraz del amor;
si a la autoentrega no la acompaña el equivalente de la autoafirmación
de sí mismo, no tenemos amor sino debilidad. A la medida que el amor
se desarrolla, se hace más rico en el sacrificio propio, y aumenta su de-
seo por la posesión del objeto amado. Por tanto, cuando San Juan de-
clara que “nosotros lo amamos a él porque él nos amó primero” (1 Juan
4:19), está dando voz al amor recíproco que deleita el corazón de Dios.
Desde el punto de vista del amor divino, también conviene recordar
que sin Dios el hombre es un huérfano; y que sin el hombre, Dios se
encuentra acongojado.33
Una de las contribuciones sobresalientes de la teología moderna se
encuentra en el análisis del amor de Ritschl (compárese con Ritschl,
Justification and Reconciliation, 277ss). Después de definir el amor co-
mo “voluntad, que busca, o la apropiación de un objeto, o el enrique-
cimiento de su existencia, movido por un sentimiento de su dignidad”,
Ritschl enumera varias condiciones necesarias para su existencia. Po-
demos resumirlas brevemente como sigue: (1) Es necesario que los ob-
jetos amados sean de naturaleza semejante al sujeto que ama, esto es,
personas. Hablar del amor por las cosas o los animales, es degradar la
concepción del amor a algo menos que su significado propio. (2) El
amor implica una voluntad que es constante en su propósito. Si los
objetos cambian, podríamos tener fantasías, pero no se les podrá llamar
amor. (3) El amor busca la promoción del fin personal del otro, lo co-
nozca o lo conjeture. El amor no está meramente interesado en aquellas
cosas que son accidentales; antes, estima todas las cosas que conciernen
al otro por lo que contribuyan al carácter del amado. El amor desea, o
promover, mantener y, a través del interés por simpatía, gozar la indi-
vidualidad del carácter adquirido por el otro, o asistirlo en asegurar
aquellas bendiciones que son necesarias para afirmar el logro de su ideal

338
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

personal. (4) Si el amor ha de ser una constante actitud de la voluntad,


y si la apropiación y la promoción de los intereses e ideales del otro no
han de divergir, sino coincidir en cada acto, entonces la voluntad de la
persona que ama tiene que asumir los intereses personales del otro y
hacerlos parte suyas. El amor continuamente busca apropiarse de la
otra personalidad, considerando esto como una tarea necesaria de su
propia individualidad consciente. Esta característica implica que la vo-
luntad como amor no se entrega a sí misma por causa del otro.34
Tenemos también que considerar (3) la relación de la santidad con el
amor. Cuidadosamente, todo este tiempo, nos hemos preservado de
cualquier confusión de los términos, y por tanto, se nos impone la pre-
gunta de la relación que la una tiene sobre el otro. Si la naturaleza de
Dios como amor santo, desde el punto de vista de la autoafirmación,
ha de ser definida como santa, y desde el punto de vista de la autoco-
municación, ha de interpretarse como amor, entonces la santidad y el
amor le pertenecen igualmente a la esencia de Dios. La santidad se con-
sidera fundamental solamente desde una prioridad lógica, ya que la
autoafirmación siempre tiene que preceder la autocomunicación. La
santidad y el amor están relacionados en Dios de la misma manera que
la integridad y la generosidad lo están en el ser humano. La santidad
demanda no solo una naturaleza, pero una naturaleza consistente con-
sigo misma. Siendo que esa naturaleza, en sus expresiones, es siempre
amor, entonces la santidad en Dios requiere que Él siempre actúe con
amor puro. Es así que, en el primer concilio cristiano de Jerusalén, el
apóstol Pedro dice concerniente a los gentiles que, “Dios, que conoce
los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo
que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purifi-
cando por la fe sus corazones” (Hechos 15:8-9); y en su epístola gene-
ral: “Al obedecer a la verdad, mediante el Espíritu, habéis purificado
vuestras almas para el amor fraternal no fingido. Amaos unos a otros
entrañablemente, de corazón puro” (1 Pedro 1:22). Por otro lado, si
vemos la naturaleza de Dios desde el punto de vista del amor o la co-
municación de sí mismo, entonces es la naturaleza de Dios impartirse a
sí mismo, y ese sí mismo es santo. La santidad siempre tiene que actuar
de acuerdo con el amor, y el amor siempre tiene que atraer su objeto a
la santidad. Podemos decir, entonces, con el doctor Clarke, que el
amor es de por sí el deseo de impartir la santidad, y este deseo se satis-
face solamente cuando los seres a quienes busca son hechos santos

339
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

(compárese con Clarke, Outlines Chr. Th., 100). Consecuentemente,


leemos que “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo
aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8); y “En esto
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en
que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nues-
tros pecados” (1 Juan 4:10).
Sin embargo, existe un peligro aquí que no debemos dejar de consi-
derar. A. H. Strong define la santidad como pureza que se afirma a sí
misma, y en virtud de este atributo de su naturaleza, Dios eternamente
desea y sostiene su propia excelencia moral. Esta pureza no es solamen-
te negativa, sino positiva, no solo la ausencia de toda contaminación
moral, sino la complacencia en todo bien moral. Por lo tanto, en la
naturaleza moral de Dios como realización necesaria, están los dos ele-
mentos de voluntad y ser, pero lógicamente lo pasivo precede lo activo,
y el ser viene antes del desear. Dios es puro antes que desee la pureza.
Dios es santo en tanto que su naturaleza es la fuente y norma de lo
justo. La santidad provee la norma para el amor y por tanto tiene que
ser superior a él. Dios no es santo porque ama, sino que ama porque es
santo. El doctor Strong preserva así la distinción entre la santidad y el
amor, y hace la santidad lógicamente anterior al amor. En todo esto él
está acertado y firme. Pero va más allá y hace la santidad fundamental,
por ser una necesidad de la naturaleza divina, mientras que el amor es
voluntario. Por esta razón, la justicia como santidad transitiva tiene que
ejercerse, mientras que la misericordia como amor transitivo es opcio-
nal. Por lo tanto, Dios no estaba bajo la obligación de proveer reden-
ción para los pecadores. Aquí se ha puesto la base para el concepto cal-
vinista de la gracia divina que encuentra su lógico resultado en la
elección y la predestinación. La misma posición toma William G. T.
Shedd, quien afirma que Dios puede, después que Él la haya obrado,
aplicar la salvación a quien Él quiera (compárese con Shedd, Discourses
and Essays, 277ss). G. B. Stevens, en su crítica de Philosophy and Reli-
gion del doctor Strong, declara que este punto de vista subyace tras
toda la soteriología de la Systematic Theology [Teología sistemática] de
este autor, como es el caso con Dogmatic Theology [Teología dogmáti-
ca], del doctor Shedd (compárese con Stevens, Johannine Theology,
285-286). William Burton Pope evita este error y, como hemos indica-
do previamente, establece el punto de vista arminiano verdadero cuan-
do toma la posición de que la santidad y el amor son las dos perfeccio-

340
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

nes que, juntas, pueden denominarse la naturaleza de Dios, y que éstos


son los únicos dos términos que unifican en uno solo los atributos y la
esencia (compárese con Pope, Compend. Chr. Th., I:331). Tanto la
santidad como el amor pertenecen a la esencia divina, al igual que los
atributos, y no se pueden separar excepto en el pensamiento. Por tanto,
la justicia nunca puede ser necesaria y la misericordia opcional, sino
que siempre están unidas; y en la economía redentora, la santidad y la
misericordia son supremas.
También sería bueno notar en esta ocasión la conexión estrecha que
existe entre la santidad y el amor perfecto, entre la pureza y la perfec-
ción. Todas estas cualidades están extrañamente entremezcladas en la
naturaleza divina. Ya hemos demostrado que Dios no puede ser amor si
no es santo. Si el amor es el impulso de entregarlo todo, entonces, el
amor perfecto en su grado más alto puede existir solamente cuando
tiene todo para dar. Si Él no fuera perfecto no se podría decir que
“Dios es amor”. Así la perfección y el amor perfecto están unidos inse-
parablemente. Así también puede haber amor perfecto en la criatura
sólo cuando, a la medida de su capacidad, lo entregue todo. Pero, por
otro lado, el amor desea poseer al otro en comunión, una comunión
que demanda el bien mayor del objeto amado. No puede haber un
toque de egoísmo, o el amor no sería puro. Por tanto, la pureza es el
amor libre de toda contaminación, y la autoafirmación de esta pureza
es santidad.
Dos otros asuntos están estrechamente vinculados con este concepto
del amor divino: la idea de bienaventuranza, y la idea de ira. Los mis-
mos requieren solo una breve mención en este momento. (1) La idea de
bienaventuranza. Este asunto rara vez se menciona en las obras genera-
les de teología, sin embargo, la palabra misma con frecuencia estuvo en
los labios de nuestro Señor (compárese con Mateo 5:3-11; 11:6; 13:16;
25:34; Lucas 11:28; Juan 20:29). El Obispo Martensen define la bie-
naventuranza como un término “expresivo de una vida que es completa
en sí misma”, y además la describe como “la reflexión de los rayos de
amor al retornar a Dios después de pasar a través de su reino” (Marten-
sen, Chr. Dogm., 101). La palabra con frecuencia se traduce como di-
cha, pero resulta demasiado débil como para transmitir el significado
pleno del término original. Sin embargo, se traduce así en las palabras:
“Me tengo por dichoso, rey Agripa” (Hechos 26:2). Se puede decir que
el término expresa el deleite que Dios tiene en la reciprocidad de su

341
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

amor de parte de sus criaturas, deleite que Él comunica a los que res-
ponden a su amor. Es estrechamente afín a la paz y el gozo que Cristo
comunica a sus discípulos aparte de la dicha que brota de circunstan-
cias favorables. “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el
mundo la da” (Juan 14:27); y “Estas cosas os he hablado para que mi
gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea completo” (Juan 15:11). La
bienaventuranza también está estrechamente ligada al “reposo de la fe”
(Hebreos 4:3) o el “guardar el reposo” (Hebreos 4:9), pero la idea de
reposo tiene que distinguirse agudamente del eudaimonia o gozo pere-
zoso atribuido a los dioses del paganismo. (2) La idea de la ira divina.
Existen dos posiciones que se han tomado en la iglesia respecto al asun-
to de la ira divina. El punto de vista común es que la ira no es incom-
patible con el amor divino, y que esto tiene el apoyo de la Biblia. Los
teólogos especulativos, para poder evadir las dificultades que le atañen a
este asunto, han buscado explicarla como un mero modo de lenguaje
humano sin ninguna realidad en la naturaleza de Dios. El punto de
vista común fue disputado muy temprano en la iglesia, debido sin duda
a la influencia de la filosofía pagana. Los neoplatonistas y los estoicos,
con sus puntos de vista panteístas de Dios y el mundo, sostuvieron que
Dios no podía estar sujeto a ninguna emoción, porque ello necesitaba
pasividad. Por tanto, la ira era imposible para Dios. A esta posición,
Lactancio (c. 320 d.C.) objetó, sosteniendo que Dios tiene que ser ca-
paz de resentimiento justo, o su carácter sería imperfecto. Agustín pare-
ce revelar la influencia de la filosofía en su propio pensamiento cuando
identifica la ira de Dios con la sentencia que pronuncia en contra del
pecado. Dice: “El enojo de Dios no inflama su mente, ni incomoda su
tranquilidad inmutable”. Durante el período deísta en Inglaterra,
cuando el amor divino se vio reducido a una indulgencia complaciente,
el obispo Butler enfrentó los argumentos de los deístas en sus sermones
sobre Resentment [El resentimiento] y The Love of God [El amor de
Dios], que generalmente se consideran los clásicos ingleses sobre este
asunto. Ritschl, cuyo análisis del amor ya hemos citado, intentó una
posición mediadora, sosteniendo que la ira de Dios era puramente esca-
tológica, y consistía en la sentencia final en contra del pecado que éste
pronunciaría al fin del mundo.
La posición cristiana en general es que la ira es el lado inverso del
amor, y necesaria para la perfección de la Personalidad divina, o incluso
para el amor mismo. Dios se reveló a sí mismo en Jesucristo como

342
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

quien ama la justicia y odia la iniquidad; y el aborrecimiento de la


iniquidad es tan esencial para la personalidad perfecta como lo es amar
la justicia. La ira divina, por tanto, tiene que considerarse como el abo-
rrecimiento de la iniquidad, y es, en algún sentido propio, la misma
emoción que, al ejercitarse hacia la justicia, se conoce como amor di-
vino.
Así como el concepto de la santidad se ha desarrollado a través de
un largo proceso de la historia, también el amor tiene su desarrollo
histórico. Los dos siempre se asocian en la Biblia. Es interesante notar,
sin embargo, que en la historia más antigua del pueblo escogido, la idea
de la santidad parece preceder a la del amor. La majestad divina es
esencial a la adoración, y la adoración al amor. La santidad siempre es
la guardiana del amor, y excluye todo acercamiento del mal. Así tene-
mos el concepto de Dios como “magnífico en santidad, terrible en ma-
ravillosas hazañas, hacedor de prodigios” (Éxodo 15:11). Mientras que
el aspecto de la santidad aquí es el de separación, un “Dios, fuerte, ce-
loso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos”, inmediatamen-
te después está la declaración que “hago misericordia por millares a los
que me aman y guardan mis mandamientos” (Éxodo 20:6). En un pe-
ríodo más tardío en el desarrollo progresivo de la gracia divina, la reve-
lación del amor precede a la de la santidad. “Jehová pasó por delante de
él y exclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! Dios fuerte, misericordioso y piadoso;
tardo para la ira y grande en misericordia y verdad” (Éxodo 34:6). Es
solamente en el Verbo encarnado donde la suprema revelación de la
santidad de Dios y de su amor se encuentran. Cristo fue el Santo.
Amaba la justicia y aborrecía la iniquidad. También fue la revelación
del amor del Padre. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a
su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino
que tenga vida eterna” (Juan 3:16). Aquí principiamos a sondear las
profundidades del misterio de la obra expiatoria de nuestro Señor Jesu-
cristo. Aquí encontramos por primera vez una identificación del amor
con el Ser mismo de Dios. San Juan se atreve a decirlo: “Dios es amor”
(1 Juan 4:8).
La naturaleza de Dios como amor santo se exhibe a sí mismo en dos
grandes ramas de los atributos morales —la una que corresponde más
de cerca a la idea de santidad, la otra, a la del amor. Desde el aspecto de
la santidad divina podemos mencionar: (1) la justicia o rectitud, que,
aunque en ocasiones se les da un trato por separado, en general se con-

343
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

sideran juntas; y (2) la verdad, que se divide a sí misma en veracidad y


fidelidad. Desde el aspecto del amor divino podemos mencionar la
misericordia, la benevolencia, la longanimidad, la compasión y todas
aquellas cualidades que generalmente se conocen como el fruto del
Espíritu.35
Justicia y rectitud. A. H. Strong considera la justicia y la rectitud
como santidad transitiva, con lo cual quiere decir que el trato que Dios
le da a sus criaturas siempre se conforma a la pureza o santidad de su
naturaleza. Aunque están estrechamente relacionadas, la justicia y la
rectitud se pueden distinguir una de la otra, y ambas, de la santidad. El
término santidad aplica a la naturaleza o esencia de Dios como tal,
mientras que la rectitud es su norma de actividad en conformidad con
esa naturaleza. Esto se refiere tanto a sí mismo como a sus criaturas. Se
puede decir que la justicia es la contraparte de la rectitud de Dios pero
en ocasiones se identifica con ella. La rectitud es el fundamento de la
ley divina, la justicia la administración de esa ley. Cuando considera-
mos a Dios como el autor de nuestra naturaleza moral, lo concebimos
como santo; cuando pensamos de esa naturaleza como la norma de
acción, lo concebimos como recto; cuando pensamos de Él como ad-
ministrando esa ley en el otorgamiento de recompensas y castigos, lo
concebimos como justo. La justicia es en ocasiones considerada en el
sentido más amplio de justitia interna, o excelencia moral, y en ocasio-
nes en el sentido más estrecho de justitia externa, o rectitud moral. Una
división adicional del término es (1) justicia legislativa, que determina
el deber moral del hombre y define las consecuencias en recompensas y
castigos; y (2) justicia judicial, en ocasiones conocida como justicia dis-
tributiva, por la cual Dios juzga a todos los hombres de acuerdo con sus
obras. La justicia por la cual Él recompensa al obediente en ocasiones se
conoce como justicia remunerativa, mientras que aquella con la que
castiga al culpable es justicia retributiva o vindicativa. Pero, ya sea como
legislador o juez, Dios es eternamente justo.
En las siguientes citas bíblicas no se hace distinción entre los térmi-
nos justicia y rectitud. El estudiante cuidadoso de este asunto se impre-
sionará con las muchas y variadas maneras en que estos atributos se
combinan. “Los juicios de Jehová son verdad: todos justos” (Salmos
19:9). “Justicia y derecho son el cimiento de tu trono; misericordia y
verdad van delante de tu rostro” (Salmos 89:14). “Y no hay más Dios
que yo, Dios justo y salvador. No hay otro fuera de mí” (Isaías 45:21).

344
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

“Jehová es justo en medio de ella, no cometerá iniquidad” (Sofonías


3:5). “El cual pagará a cada uno conforme a sus obras” (Romanos 2:6).
“Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso; jus-
tos y verdaderos son tus caminos” (Apocalipsis 15:3).
A. H. Strong toma la posición de que ni la justicia ni la rectitud
pueden otorgar recompensas, ya que a Dios se le debe obediencia, y por
tanto ninguna criatura puede reclamar una recompensa por aquello que
justamente debe. William Burton Pope toma una posición más bíblica,
insistiendo en que, aunque todo lo que es digno de alabanza en la natu-
raleza humana es de Dios, bien por gracia preveniente o por la renova-
ción del Espíritu, no puede haber mención de mérito excepto cuando
la palabra se utiliza con condescendencia divina. Sin embargo, el que
corona la obra de sus propias manos al glorificar al creyente santificado,
constantemente habla de sus propias obras de fe como un asunto de
recompensa. “Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo
de amor” (Hebreos 6:10). “¿Será injusto Dios al dar el castigo? (Hablo
como hombre.) ¡De ninguna manera! De otro modo, ¿cómo juzgaría
Dios al mundo?” (Romanos 3:5-6) (compárese con Strong, Syst. Th.,
I:293; Pope, Compend. Chr. Th., I:341). Las recompensas de la justicia
judicial o distributiva de Dios deben, pues, de acuerdo con San Pablo,
contarse, no como deudas, sino como gracia (Romanos 4:4). El día
final es llamado por el mismo Apóstol, “la revelación del justo juicio de
Dios” (Romanos 2:5). Por tanto, podemos con confianza creer que el
castigo de los hacedores de maldad será una inflicción del juicio divino
y, a la misma vez, las consecuencias de atesorar ira para el día de la ira.
Y podemos igualmente asegurarnos que las recompensas de los justos
será a la vez la decisión de un Juez justo, y el fruto de su propio sem-
brar en rectitud.
Verdad. Esta perfección, al igual que la justicia o la rectitud, está es-
trechamente relacionada con la santidad. Comúnmente se trata bajo el
doble aspecto de la veracidad y la fidelidad. (1) Por veracidad se quiere
decir que todas las manifestaciones de Dios a sus criaturas, sean natura-
les o sobrenaturales, están en estricta conformidad con su propia natu-
raleza divina. Así, cuando la Biblia habla del “verdadero” Dios, la in-
tención es distinguirlo de los dioses falsos de los paganos; pero cuando
lo menciona como el “Dios de verdad”, tiene como intención dar la
idea de su veracidad. (2) Por fidelidad se quiere decir el cumplimiento
que Dios hace de sus promesas, sea que estas promesas se den directa-

345
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

mente en su Palabra, o sea que estén implícitas indirectamente en la


constitución y naturaleza del hombre.
La Biblia abunda con referencias tanto a la veracidad de Dios como
a su fidelidad. (1) Respecto a su veracidad, el salmista declara: “Tú me
has redimido, Jehová, Dios de verdad” (Salmos 31:5); “la fidelidad de
Jehová es para siempre” (Salmos 117:2); “la suma de tu palabra es ver-
dad” (Salmos 119:160); y además se refiere a Dios como el “que guarda
la verdad para siempre” (Salmos 146:6). Las referencias a la verdad en
el Nuevo Testamento son igualmente específicas. “Jesús le dijo: Yo soy
el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Juan
14:6). En su oración sacerdotal Jesús dice: “Santifícalos en tu verdad:
tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Aquí la primera cláusula evidente-
mente se refiere a la fidelidad de Dios, pero la fidelidad está fundada en
su veracidad —tu palabra es verdad. San Pablo, en su descripción de
los paganos, asegura que “cambiaron la verdad de Dios por la mentira,
honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador” (Romanos
1:25); y “sea Dios veraz y todo hombre mentiroso” (Romanos 3:4). El
autor de la Epístola a los Hebreos declara que “es imposible que Dios
mienta” (Hebreos 6:18), mientras que San Juan afirma que “el Espíritu
es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad” (1 Juan 5:6).
(2) Las referencias a la fidelidad de Dios son igualmente definitivas. “Él
es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectos.
Es un Dios de verdad y no hay maldad en él; es justo y recto” (Deute-
ronomio 32:4). “La hierba se seca y se marchita la flor, mas la palabra
del Dios nuestro permanece para siempre” (Isaías 40:8). Jesús declaró
que “ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya
cumplido” (Mateo 5:18); y “El que recibe su testimonio, ese atestigua
que Dios es veraz” (Juan 3:33). Las epístolas se refieren con frecuencia
a la fidelidad de Dios en la economía redentora. La oración de San
Pablo por la santidad perfeccionada de los creyentes está acompañada
por el testimonio: “Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1
Tesalonicenses 5:24). En otra oración para animar a los creyentes, el
mismo Apóstol dice: “Pero fiel es el Señor, que os afirmará y guardará
del mal” (2 Tesalonicenses 3:3). De igual manera, Juan testifica de la
fidelidad de Dios en la obra de salvación. “Si confesamos nuestros pe-
cados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de
toda maldad” (1 Juan 1:9).

346
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

La gracia y sus atributos relacionados. Así como la justicia y la


rectitud se pueden considerar como santidad transitiva, de igual mane-
ra la gracia y sus atributos relacionados, tales como misericordia, com-
pasión, longanimidad y paciencia, con igual propiedad se pueden con-
siderar como amor transitivo. Así se le da al amor de Dios diferentes
nombres de acuerdo con las diferentes relaciones sostenidas con sus
criaturas y sus condiciones. El más apropiado de estos términos, y uno
peculiarmente aplicable a la economía redentora completa, lo represen-
ta la palabra gracia. Se encuentra en sus varios derivativos en los si-
guientes textos: “Todos daban buen testimonio de él y estaban maravi-
llados de las palabras de gracia que salían de su boca” (Lucas 4:22).
“Sea vuestra palabra siempre con gracia” (Colosenses 4:6). “Por quien
también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos fir-
mes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos
5:2). “Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús”
(2 Timoteo 2:1; compárese con 1 Pedro 5:12; 2 Pedro 3:18). Se usa
con frecuencia en las bendiciones al cerrar las epístolas. “La gracia de
nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros” (Romanos 16:20; compárese
con 1 Corintios 16:23; 2 Corintios 13:14; Gálatas 6:18; Efesios 6:24).
La palabra se usa en el sentido de mostrar favor, o congraciarse, en He-
chos 24:27, y en el sentido de donativo, en 2 Corintios 8:19.
Así como la gracia es un favor inmerecido ejercitado hacia el in-
digno y pecador, la misericordia (ð¼ÇË֖ es el amor ejercitado hacia el
miserable, e incluye tanto lástima como compasión. Jesús “tuvo com-
pasión” (ëÊȸºÏÅţÊ¿¾, lástima o compasión) de las multitudes (Mateo
9:36). La paciencia es el amor que retrasa o mengua el castigo. Al igual
que la longanimidad, pertenece a la educación de los hombres por Dios
a través de la gracia divina. “¿O menosprecias las riquezas de su benig-
nidad [ÏɾÊÌŦ̾ÌÇË], paciencia [ÒÅÇÏýË] y generosidad [ĸÁÉÇ¿ÍÄţ¸Ë,
paciencia o longanimidad], ignorando que su benignidad [ÏɾÊÌġÅ] te
guía al arrepentimiento?” (Romanos 2:4; compárese con Romanos
9:22). Cuando el amor de Dios se usa respecto a los seres humanos en
general, se conoce como bondad o filantropía, y viene de la palabra
griega ÎÀ¸ſÉÑÈţ¸ (benevolencia, bondad o filantropía). “Pero cuan-
do se manifestó la bondad [ÏɾÊÌŦ̾Ë, amabilidad] de Dios, nuestro
Salvador, y su amor [ÎÀ¸ſÉÑÈţ¸, amor al ser humano] para con la
humanidad” (Tito 3:4). La palabra »ÀÁ¸ÀÇÊŧÅ¾Ë (traducida como justi-
cia, Romanos 4:11; Hebreos 5:13) con frecuencia se utiliza en el senti-

347
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

do de benevolencia, como también las palabras Òº¸¿ÑÊŧž (traducida


como bondad, Gálatas 5:22; 2 Tesalonicenses 1:11; Efesios 5:9; Roma-
nos 15:14), y ÏɾÊÌŦÌ¾Ë (traducida bueno, Romanos 3:12; bondad, 2
Corintios 6:6; Gálatas 5:22). Aquí encontramos el atributo de bondad
llenando un lugar en los atributos morales así como relativos, y for-
mando una transición entre ellos.
La gracia de Dios es universal e imparcial. Da a sus criaturas tanto
bien como tengan capacidad de recibir. Este parece ser el principio de
acuerdo con el cual Él dispensa sus favores. “Bueno es Jehová para con
todos, y sus misericordias sobre todas sus obras” (Salmos 145:9). “Por-
que, como la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su miseri-
cordia sobre los que lo temen” (Salmos 103:11). “Mas tú, Señor, Dios
misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y
verdad” (Salmos 86:15). La gracia de Dios es inmerecida y gratuita.
“Pero al que trabaja no se le cuenta el salario como un regalo, sino co-
mo deuda; pero al que no trabaja, sino cree en aquel que justifica al
impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:4-5).
Hemos ofrecido un estudio extenso de los atributos de Dios, prime-
ro porque la delineación de estas perfecciones en su armonía y propor-
ción es la gloria de la teología; y segundo, porque las herejías que han
traído mayor disensión en la iglesia han salido de una noción indigna o
pervertida de los atributos divinos. Podemos, entonces, provechosa-
mente, cerrar esta discusión con el resumen de los atributos que nos
ofrece Agustín en un pasaje de gran belleza. “Infinitamente misericor-
dioso, y justo, al mismo tiempo inaccesiblemente secreto y vivamente
presente, de inmensa fuerza y hermosura, estable e incomprensible, un
Inmutable que todo lo mueve. Nunca nuevo, nunca viejo; todo lo re-
nuevas, pero haces envejecer a los soberbios sin que ellos se den cuenta.
Siempre activo, pero siempre quieto; todo lo recoges, pero nada Te
hace falta. Todo lo creas, lo sustentas y lo llevas a la perfección. Eres un
Dios que busca, pero nada necesita. Ardes de amor, pero no te quemas;
eres celoso, pero también seguro; cuando de algo te arrepientes, no te
duele; te enojas, pero siempre estás tranquilo; cambias lo que haces
fuera de Ti, pero no cambias consejo. Nunca eres pobre, pero te alegra
lo que de nosotros ganas. No eres avaro, pero buscas ganancias; nos
haces darte más de lo que nos mandas para convertirte en deudor nues-
tro” (compárese con Agustín, Confesiones, I:4).

348
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. El método favorito ha sido hacer una división en dos clases en contraparte. Por lo tanto,
son distribuidos como natural y moral por una distinción que el significado de ninguna
de estas palabras permitiría; ambas son inapropiadas para la Deidad, y la aspereza no es
removida si se substituyen metafísico y ético. La objeción instintiva que sentimos respecto
a estos términos no se siente tocante a los correlativos de absoluto y relativo, inmanente y
transitivo, interno y externo: estas distinciones proveen la clave correcta y son sólidos has-
ta donde puedan; pero no sugieren aquellas manifestaciones especiales de Dios que dan su
gloria peculiar a la teología cristiana. Es peligroso hablar de los atributos positivos y nega-
tivos porque, aunque no hay excelencias positivas en la Deidad que no impliquen nega-
ción o su opuesto, las ideas negativas de la infinitud y otras son en realidad y verdadera-
mente positivas. Finalmente, cuando se clasifican como comunicables e incomunicables,
se tiene que recordar que, como atributos, todos son igualmente incomunicables a las cria-
turas (Pope, Compend. Chr. Th. [Compendio de teología cristiana], 290).
2. Drury (Outlines of Doctrinal Theology, 143) piensa que la clasificación mejor garantizada
es la ofrecida por Samuel Harris, aunque previamente desarrollada y utilizada en parte por
otros. Esta clasificación es como sigue:
Existencia propia

Inmensidad
Absolutos….... Eternidad
Plenitud
Atributos divinos…..
Omnipresencia
Amor
Personales…... Sensibilidad divina ................
Santidad
Omnipotencia

El doctor Harris no ofreció las subdivisiones de amor y santidad, pero el doctor Drury
las usó al adaptar el esquema.
3. Richard Watson clasifica los atributos como sigue: (1) unidad; (2) espiritualidad; (3)
eternidad; (4) omnipotencia; (5) omnipresencia; (6) omnisciencia; (7) inmutabilidad; (8)
sabiduría; (9) bondad; (10) santidad.
Samuel Wakefield: (1) unidad; (2) espiritualidad; (3) eternidad; (4) omnipotencia; (5)
omnipresencia; (6) omnisciencia; (7) inmutabilidad; (8) sabiduría; (9) verdad; (10) justi-
cia; (11) santidad; (12) bondad.
Miner Raymond: (1) unidad; (2) espiritualidad; (3) eternidad; (4) inmutabilidad; (5)
omnipotencia; (6) omnipresencia; (7) omnisciencia; (8) sabiduría; (9) bondad.
Thomas N. Ralston: (1) unidad; (2) espiritualidad; (3) eternidad; (4) omnisciencia; (5)
sabiduría; (6) omnipotencia; (7) omnipresencia; (8) inmutabilidad; (9) santidad; (10) ver-
dad; (11) justicia; (12) bondad.
John Miley: (1) omnisciencia; (2) sensibilidad divina; (3) omnipotencia. El doctor
Miley trata la eternidad, la unidad, la omnipresencia y la inmutabilidad como predicables
pero no distintivamente atributos.
4. La idea que tenemos de lo que el Espíritu divino es, se deriva de nuestra idea de lo que el
espíritu humano es; esto involucra la existencia actual de una entidad real, una sustancia,
una sustancia individual, simple, capacitada con poder para conocer, para sentir y para
decidir, una persona consciente del yo y del no yo, capaz de acciones morales y susceptible
del carácter moral. Estos elementos del ser, concebido como sin limitación o defecto, con

349
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

todas las otras perfecciones posibles conocidas y desconocidas, infinito en grado, hace
nuestra idea de Dios; y ésta, a la luz de nuestras intuiciones conscientes, confirmadas, ilus-
tradas y ampliadas por la revelación, estamos confiados en que es, hasta donde se puede,
una idea verdadera; nuestro conocimiento de Dios es en el mejor de los casos excesiva-
mente limitado e imperfecto, pero aún así es un conocimiento positivo; no podemos ra-
zonablemente dudar de la espiritualidad, y, consecuentemente, de la personalidad auto-
consciente (Raymond, Syst. Th., I:314).
5. Tres de los atributos más esenciales de Dios —es decir, su autoexistencia, su existencia
eterna, y su literal independencia— todos están involucrados en la idea misma de Él como
la primera causa originadora. Así que, si Él es la primera causa de todas las cosas, entonces
Él es en sí mismo sin causa. Y si no hay causa para su existencia fuera de sí mismo, enton-
ces tiene que tener los fundamentos, los elementos de la existencia, dentro de sí mismo;
que es simplemente decir que Él es autoexistente (Pond, Chr. Th., 49).
Sigue también que Dios es un Ser simple, no solamente como no compuesto de elemen-
tos diferentes, sino también como no admitiendo distinción entre sustancia y accidentes.
A Dios no se le puede añadir o quitar nada. En este punto de vista la sencillez, así como
los otros atributos de Dios, son de un orden más sublime que los atributos correspondien-
tes de nuestra naturaleza espiritual. El alma del hombre es una sustancia simple, pero está
sujeta al cambio. Puede ganar o perder conocimiento, santidad y poder. En este punto de
vista, éstos son accidentes en nuestra sustancia. Pero en Dios, ellos son atributos, esencia-
les e inmutables (Hodge, Syst. Th., I:379).
6. Nada de naturaleza material o corporal puede pertenecer al espíritu. La materia no posee
poder de pensamiento o voluntad, y es gobernada por leyes enteramente diferentes de
aquellas que prevalecen en la esfera del espíritu. La primera es gobernada por la ley de la
necesidad, el último por la de la libertad. Si esto es así, y el espíritu es totalmente diferente
a la materia, no puede ser compuesto, y por tanto es simple (compárese con Juan 4:24).
Aquí pertenecen aquellos textos que enseñan que Dios no se puede representar (Isaías
40:25; Éxodo 20:4) (Knapp, Chr. Th., 98).
7. Cuando se dice que Dios es eterno, la idea primaria es que su existencia no tiene principio
y no tendrá fin; pero evidentemente las representaciones de la Biblia y el pensamiento filo-
sófico involucran algo más que la mera idea de duración: la eternidad se considera como
un atributo de Dios; esto es, Él es eterno en el sentido que es su naturaleza existir (Ray-
mond, Syst. Th., I:315).
Cuando se considera como sin un principio, los escolásticos hablaban de la eternidad
como a parte ante; cuando se consideraba como no teniendo fin, se le llamaba a parte post.
A esta última con frecuencia se le llamó inmortalidad, y se le consideró necesaria, lo cual
no sucede con las criaturas finitas.
8. En la doctrina bíblica de Dios, sin embargo, no sólo encontramos declarado que Dios no
tiene principio, sino que no tendrá fin... Ninguna criatura puede, sin contradicción, su-
ponerse haber estado desde la eternidad; pero aún una criatura puede suponerse que con-
tinúe existiendo para siempre. Su existencia, sin embargo, siendo originalmente depen-
diente y derivada, tiene que continuar siendo así. No está, por decir así, en su naturaleza
vivir, o jamás hubiera sido no existente; y lo que no tiene de sí mismo, lo ha recibido, y
tiene que, a lo largo de cada momento de su actual existencia, recibirla de su Hacedor
(Watson, Theolog. Institutes).
9. La pregunta de la eternidad de Dios ha sido un terreno fructífero para el debate entre los
teólogos. Se resuelve en esto: ¿Existe sucesión en la conciencia divina? Algunos lo afirman,
otros lo niegan. Aquellos que lo afirman hacen que la eternidad consista en la duración o
continuación del ser; aquellos que la niegan mantienen un nunc stans o eterno “Ahora”.

350
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

De la primera clase, Richard Watson dice: “La duración como se aplica a Dios, no es más
que una extensión de la idea como aplicada a nosotros mismos, y que se nos exhorte a
concebirla como algo esencialmente diferente, es requerirnos concebir lo inconcebible”,
Charles Hodge dice: “Por tanto, si Dios es una Persona, o un Ser pensante, no puede no
tener tiempo; tiene que haber sucesión; un pensamiento o estado tiene que seguir a otro.
Negar esto, dicen, es negar la personalidad de Dios. Por tanto, el dictamen de los escolás-
ticos, y de los teólogos, de que la eternidad excluye la sucesión —que es un Ahora persis-
tente inamovible— de acuerdo con esto, queda repudiado (Hodge, Syst. Th., I:388ss).
Thomas O. Summers critica esta posición defendida por el doctor Dwight como abierta a
seria objeción.
La explicación parece estar en una concepción más verdadera de la naturaleza de la
personalidad. Existe un ser que tiene que ser supratemporal al fluir temporal de la con-
ciencia, o no podría haber concepción de este fluir. Sin un observador externo o por en-
cima del fluir temporal, ¿cómo se podría conocer la sucesión? Así también en el hombre
como una personalidad finita, existe un elemento permanente que se constituye a sí mis-
mo uno y el mismo, sin importar la multiplicidad de cambios a su propia conciencia.
Ahora, ¿pudiera no ser posible que aquellos teólogos mencionados arriba, que insisten tan-
to en la sucesión, y que consideran la eternidad como mera duración, se estén refiriendo
más bien al contenido de la conciencia con su multiplicidad y cambio, mientras que aque-
llos que se refieren al nunc stans o Ahora eterno, consideren la eternidad como aquello que
está detrás de la idea de sucesión, y la condiciona? Thomas O. Summers parece admitir es-
to cuando dice que quizá la objeción a la sucesión en duración surge de confundirla con el
cambio en sustancia. Nosotros cambiamos por el fluir del tiempo; pero podemos concebir
una esencia o sustancia que no cambie, aunque haya un fluir o sucesión en su duración.
La simple duración no tiene nada que ver con la mutabilidad o inmutabilidad; es compa-
tible con la primera cuando se afirma de nosotros, y con la última cuando se afirma de
Dios (compárese con Summers, Syst. Th., I:78).
10. Miner Raymond toma una clara y fuerte posición. Refiriéndose a tales citas bíblicas como
Isaías 44:5 y 57:15, dice: “En ocasiones se dice que estas afirmaciones tan evidentemente
ciertas son equivalentes a la afirmación de que con Dios no hay pasado o futuro, sino des-
de la eternidad hasta la eternidad un eterno ahora. Si esto es una negación de que Dios ve
las cosas y los eventos en sucesión, es objetable; porque evidentemente los eventos ocurren
en sucesión, y Dios ve las cosas como lo que son; no que Él es más viejo ahora que ayer; ni
que Él es un océano estancado, eternamente, inmutablemente el sujeto de una y la misma
sola conciencia. Él ve todas sus criaturas como teniendo un presente, un pasado y un futu-
ro, como haciendo esto ahora y aquello después. Para sí mismo, sus propios pensamientos,
propósitos y planes pudieran ser tan eternos como Él mismo; y en este sentido quizá la
concepción de un ahora eterno pudiera ser válida; pero para todas las cosas que no son
Dios, tiene que concebirse que Dios las considera como existiendo ayer, hoy y mañana.
De la verdad del pensamiento primario respecto a la eternidad de Dios, es decir, que su
existencia no tiene principio ni tendrá fin, y también de la concepción de la existencia ne-
cesaria y por tanto eterna, no puede haber duda razonable; más allá de esto, probablemen-
te el silencio es más sabio que la especulación (Raymond, Syst. Th., I:316ss).
William Burton Pope toma una posición definitiva en favor del nunc stans. Dice: “La
idea perfecta de la eternidad, como existe en la mente humana, no puede tolerar duración
o sucesión de pensamientos como necesaria a la conciencia divina. Y ésta es la perplejidad
profunda de nuestro intelecto humano, el cual, sin embargo, tiene que aceptar el profun-
do significado del YO SOY como enseñando un eterno ahora que abraza y rodea la exis-
tencia sucesiva del tiempo. El Jehová Personal una vez y una vez solamente declaró su

351
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

eternidad pura. Su nombre es la única palabra de la que el lenguaje humano dispone en su


pobreza para expresar ese pensamiento; tales términos como eterno y perpetuo tienen no-
ciones temporales que todavía se le quedan apegados a ellos; y todas nuestras frases no van
más allá de que el Supremo llena todo el espacio y todo el tiempo, y que Él era antes de
ellos, la palabra misma conllevando duración en ella. Pero YO SOY —antes de que el
tiempo o espacio fuera YO SOY tiene en sí toda la fuerza de la eternidad. Es literalmente
la aseveración de la pura existencia, sin distinción del pasado, presente o futuro como se
mide en tiempo y se regula por el movimiento en el espacio. Por tanto, tenemos que acep-
tar esta doctrina de Dios en toda su incomprensibilidad, como la única que satisface la
mente. El Eterno en sí mismo no conoce la sucesión en el tiempo más de lo que conoce la
circunscripción del espacio; y cuando creó todas las cosas, su ser permaneció tan indepen-
diente de la duración como lo es de la localidad. (Pope, Compend. Chr. Th., I:295ss). El
doctor Pope encuentra la explicación de las relaciones entre el tiempo y la eternidad en
Cristo, el Logos eterno. “Podemos atrevernos a decir que el Eterno habita en la eternidad;
y sin embargo en el Hijo, el Primogénito de toda criatura, habita también el tiempo. Así
como en la encarnación Dios se manifiesta en la carne, también en la creación Dios se
manifiesta en el tiempo. Y como Dios para siempre se manifestará en su Hijo encarnado,
así para siempre tiene, en y a través de su Hijo, el Vicerregente de las cosas creadas, una
manifestación en el tiempo; es decir, en palabras llanas, que la eternidad y el tiempo para
siempre coexistirán. Algo que pertenece al tiempo cesará; su cambio y tentativa y oportu-
nidad. En este sentido el tiempo también cesará de ser, pero en ningún otro sentido que
éste (Pope, Compend. Chr. Th., I:298ss).
11. Lotze dice: “De acuerdo con el punto de vista ordinario el espacio existe, y las cosas existen
en él; de acuerdo con nuestro punto de vista, existen solamente las cosas, y entre ellas no
existe nada, sino que el espacio existe en ellas” (Outline Metaphysics, 87).
12. Más estrechamente relacionada con esta eternidad del Ser divino está la inmutabilidad, en
virtud de la cual toda idea de modificación en su forma de existencia es totalmente exclui-
da (Malaquías 3:6; Santiago 1:17), ya que Él habita en la eternidad; así que su perfección
admite poco de crecimiento o disminución. Entonces, hasta este punto es menos acertado
hablar de la naturaleza de Dios, ya que esta palabra, por virtud de su derivación (naturale-
za de “nasci”) necesariamente sugiere la idea de un crecimiento o un devenir. Es mejor
hablar del Ser de Dios, como indicando aquello que en sí mismo, desde la eternidad y
hasta la eternidad, ES (Éxodo 3:14). Solamente se puede indicar aquí cuán poderosa con-
solación fluye de un reconocimiento confiado de esto. Compare Salmos 90 (Van Ooster-
zee, Chr. Dogm. 257-258).
13. La inteligencia divina es inmutable en el sentido de que es conocimiento eterno y perfecto
de todas las cosas; pero evidentemente un conocimiento perfecto de todas las cosas es un
conocimiento de ellas tal y como son: posibles, como posibles; actuales, como actuales;
pasadas, como pasadas; presentes, como presentes; y futuras, como futuras; los eventos ne-
cesarios como necesarios, y los eventos contingentes, como contingentes. Los fenómenos
de la moral divina y la naturaleza estética son inmutablemente los mismos en el sentido de
que corresponden eternamente a la naturaleza inherente de su objeto. Dios ama invaria-
blemente aquello que es excelente, y siempre siente aversión por aquello que no le es agra-
dable. Ama la justicia y aborrece la iniquidad, y castiga al culpable. Es inmutable en los
principios de su gobierno, y es tan variable en la aplicación de aquellos principios como
son los objetos variables a los que los tiene que aplicar (Raymond, Syst. Th., I:318).
14. La importancia de este atributo se encuentra en su uso como una defensa reverente de la
naturaleza adorable, de todo lo que la deshonraría en nuestros pensamientos o sistemas
teológicos. Si sacrificamos cualquier atributo por cualquier otro, derogamos la perfección

352
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

de Dios, quien es el Ser en el que cada atributo tiene su suprema existencia y manifesta-
ción. Así como le pertenece esencialmente a Dios en sí mismo, también imprime su es-
tampa sobre todas las obras divinas, y tiene que proveer la ley para todos nuestros puntos
de vista teológicos de su carácter (Pope, Compend. Chr. Th., I:304).
A. H. Strong relaciona la perfección a los atributos morales, haciéndola no lo cuantitati-
vamente completo sino lo cualitativamente excelente. La acción correcta entre los hom-
bres presupone una organización moral perfecta, un estado normal de intelecto, afecto y
voluntad. Así la actividad de Dios presupone un principio de inteligencia, de afecto, de
volición, en su ser más interno, y la existencia de un objeto digno de cada uno de estos
poderes en su naturaleza. Pero en la eternidad pasada no hay nada que exista fuera o apar-
te de Dios. Él tiene que encontrar en sí mismo, como de hecho lo hace, el objeto suficien-
te de intelecto, afecto y voluntad. Existe un autoconocerse, un autoamarse, y una autovo-
luntad que constituye su absoluta perfección. La consideración de los atributos
inmanentes es, por tanto, propiamente concluida con una declaración de esa verdad,
amor, y santidad, que hacen a Dios enteramente suficiente en sí mismo (Strong, Syst. Th.,
I:260).
15. Existe otro predicado al que tiene que dársele consideración antes de pasar de los atributos
absolutos a los relativos, y es el de la libertad divina, que tenemos que colocar en oposi-
ción al panteísmo como una razón suficiente de por qué cualquier cosa que no sea Dios
exista del todo. Pero, al atribuir voluntad a Dios, hemos llevado nuestro estudio a una
consideración de su naturaleza espiritual a la luz de la nuestra como no lo hemos hecho
antes. Pero el Espíritu como se aplica a Dios tiene que abarcar conocimiento, sensibilidad
y voluntad. La personalidad tiene sus factores esenciales, autodeterminación, y autoeva-
luación. El Apóstol, en la Epístola a los Efesios (1:11), resume esta idea de la voluntad
como expresada en el propósito, y como resultante en el acto: “Conforme al propósito del
que hace todas las cosas según el designio de su voluntad”. Aquí tenemos ¿¼Âĸ o volun-
tad en el ejercicio; ¹Ç; o determinación de esa voluntad; y el resultado en acción como
¼Å¼ÉºÇÍÅÌÇË. Es, por tanto, uno de los atributos que, con la omnisciencia divina, forma un
eslabón entre las perfecciones absolutas y aquellas perfecciones relacionadas a la criatura.
Esto necesita entenderse, porque significa que el acto de Dios dirigido hacia sus criaturas
debe buscarse sólo en sí mismo; la voluntad es en realidad la necesidad de su esencia, co-
mo los atributos ya considerados, pero no está en sí mismo bajo ninguna necesidad (Pope,
Compend. Chr. Th. , I:308).
16. Albert C. Knudson trata el atributo de la omnipresencia como una especificación bajo la
omnipotencia. E. G. Robinson considera la omnipresencia como un compuesto de omni-
potencia y omnisciencia. Foster considera la inmensidad y la omnipresencia juntas, to-
mándolas como el mismo atributo bajo diferentes aspectos. Hace esta distinción al consi-
derar la omnipresencia como limitando la esencia divina a las fronteras de la creación,
mientras que la inmensidad conlleva el pensamiento que la esencia no tiene límites más
allá de las fronteras de la creación. Samuel Wakefield define la omnipresencia o ubiquidad
de Dios como su estar presente en todo lugar al mismo tiempo.
No debemos concebir la omnipresencia de Dios, sin embargo, como una extensión
universal y material, de tal manera que una parte de él esté en un lugar y otra parte en
otro; porque, siendo un espíritu, Dios no se divide en partes. Además, aquí, y en todas
partes, algo más que una parte de Dios se necesita para hacer las obras divinas (Pond, Chr.
Th., 50).
17. Turretin dice: “Se concibe que los cuerpos existen en el espacio circunscriptivamente
porque ocupan cierta porción del espacio; están limitados por el espacio por todos lados.
Los espíritus creados no ocupan ninguna porción del espacio, ni están encerrados por

353
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

ninguna. Ellos están en el espacio definitivamente aquí y no allá. Dios está en el espacio
plenamente, porque de una manera trascendente su esencia llena todo espacio”.
18. Fue sobre este principio que el Apóstol argumentó cuando disputó con los educados
atenienses. Dios “no está lejos de cada uno de nosotros”, esto es, está íntimamente cerca y
presente con nosotros; “porque en él vivimos, nos movemos y somos”. Si las cosas viven,
Dios está en ellas y les da vida. Si las cosas se mueven, Dios les imparte su movimiento. Si
las cosas poseen ser, ese ser está en Dios. Cada objeto aparece a nuestra vista en la superfi-
cie de la tierra, o en la expansión sobre nosotros, anuncia su presencia. Por Él, el sol brilla,
el viento sopla, la tierra está vestida con vegetación, y las olas del océano se levantan y
caen. En todas partes Él existe en la plenitud de la perfección. El universo es un magnífico
templo, edificado por sus propias manos, donde se manifiesta a sí mismo a sus criaturas
inteligentes. El Habitante divino lo llena, y cada parte brilla con su gloria (Wakefield,
Chr. Th., 150).
19. A. Hahn declara que, de la historia de las varias opiniones que han prevalecido respecto a
la omnipresencia de Dios, parece que la mayoría de los errores han surgido al confundir
las ideas del cuerpo y la sustancia. Al hacer esto nuestro autor ha seguido el ejemplo de
Reinhard, Morus, Doederlein y otros, quienes adoptaron la filosofía de Leibnitz y Wolf.
Al negarle a Dios un cuerpo, y así evitar los errores del panteísmo, parece que al mismo
tiempo, inconscientemente, le niegan sustancia, y lo transmutan a un pensamiento no
esencial, y luego lo ubican de alguna manera más allá de los límites del universo, desde
donde Él mira y ejerce su poder sobre todas sus obras; en ellas, pues, Él no está presente
excepto por su conocimiento y agencia (Knapp, Chr. Th., 106).
Georg Christian Knapp señala que algunos de los teólogos antiguos sostuvieron más que
otros la posición bíblica que tanto la presencia sustancial como eficiente de Dios estaban
involucradas en su omnipresencia. La tendencia a separar las dos, si se pudiera, lleva al én-
fasis equivocado. Así John Miley ve solamente en la omnipresencia la eficiencia divina, y
tiende a minimizar la noción de una esencia divina omnipresente como el fundamento
necesario de la omnisciencia y la omnipotencia. Sostiene que la agencia personal es para
nosotros la única realidad vital de esta presencia. Es a esta posición que el doctor Hills ob-
jeta, sosteniendo que esta omnipresencia no debe entenderse como una mera presencia en
conocimiento y poder, sino una omnipresencia de la esencia divina. Sin embargo, esto de
ninguna manera ha de interpretarse en el sentido panteísta (compárese con Hills, Fund.
Th., I:230ss). Miner Raymond, con su típico y abarcador entendimiento de la verdad,
reune ambas fases de ésta en la siguiente declaración: “Aquellas ideas que son inconsisten-
tes con las representaciones de la Biblia y los entendimientos comunes tienen que recha-
zarse. Por ejemplo, si se afirma que Dios está en todas partes presente por extensión o di-
fusión, de tal manera que pudiera decirse que una parte de Dios está aquí y una parte de
Dios allá; o si se dice que Dios está presente en todas partes solamente por su conocimien-
to y su poder; tales puntos de vista tienen que rechazarse, porque la verdad requiere que
nosotros concibamos que la esencia divina es ilimitada tan plena y tan perfectamente co-
mo lo son los atributos divinos. Dios, como todo lo que es Dios, está en todas partes
siempre; la esencia infinita es incapaz de división y separación; la esencia y el atributo, in-
mutablemente inseparables, llenan la inmensidad; el todo Dios que está en todas partes es
una verdad percibida tanto por la piedad como por la sana filosofía” (Raymond, Syst. Th.,
I:328).
20. Procediendo de este principio, podemos abundar en unas cuantas inferencias importantes.
(I) La omnipotencia de Dios es la base y secreto de toda eficiencia, o lo que llamamos cau-
salidad. Ningún argumento, no importa que tan plausible sea, nos puede robar de la con-
vicción indestructible de que existe un poder en la naturaleza de las cosas que llamamos

354
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

causa; que hay una conexión entre los eventos que es más que secuencia. Respecto a casi
todo atributo de Dios, pero en este caso con más claridad que lo común, percibimos en
nosotros mismos el reflejo finito del Infinito. Estamos conscientes de producir efectos de
los cuales somos su causa. De eso, recordando dos cosas, nos levantamos a la Omnipoten-
cia Divina. (II) El alcance de nuestra causación directa es excesivamente limitado: muy
decisivo hasta donde se extiende, pronto alcanza su término. En la economía interior de
nuestra naturaleza espiritual es comparativamente grande; en el gobierno de nuestra cons-
titución corporal, menos; en nuestra acción sobre otros ha disminuido rápidamente; y en
nuestra acción sobre la naturaleza externa, se ha ido. . . (III) Todo poder en nosotros se
deriva de Él: Él es la fuente absoluta de toda causación. No es simplemente que Él puede
hacer todas las cosas; sino que todas las cosas que se hacen son hechas por la operación de
causas que le deben su eficiencia a Él, aunque en muchos casos la eficiencia es contraria a
su voluntad (Pope, Compend. Chr. Th. , I:311-312).
En la explicación de la paradoja anterior, William Burton Pope dice: “En la sabiduría
infinita de Dios, cosas contrarias a su voluntad, en un sentido, se permiten por su volun-
tad en otro. Esto lleva al misterio original de que el Todopoderoso creó seres capaces de
caer de Él; y de nuevo al misterio presente que la omnipotencia sostiene en ser criaturas
que se oponen a su autoridad; y luego al mismo misterio en su forma consumada, que la
omnipotencia preservará en el ser, no en realidad a rebeldes activos en contra de su auto-
ridad, sino a espíritus separados de Él mismo. Es la solemne peculiaridad de este atributo,
en común con la sabiduría y bondad, que es estorbado y contrariado, por decir así, por las
criaturas que le deben su origen. Pero los mismos tres atributos son conspicuos en la eco-
nomía redentora (Pope, Compend. Chr. Th., I:313).
21. Dios no puede hacer aquello que le es repugnante a cualquiera de sus perfecciones. No
puede mentir, o engañar, o negarse a sí mismo, porque hacerlo sería injurioso a su ver-
dad. No puede amar al pecado, porque esto sería inconsistente con su santidad. No puede
castigar al inocente, porque esto destruiría su bondad. Sin embargo, esto no es una impo-
sibilidad física, sino moral, y no es, por tanto, una limitación de la omnipotencia; pero
atribuir un poder a Dios que es inconsistente con la rectitud de su naturaleza, no es mag-
nificarlo, sino rebajarlo (Wakefield, Chr. Th., 148-149).
22. Respecto a la distinción entre potentia absoluta y potentia ordinata, como él expresa estos
términos, Charles Hodge dice: “Esta distinción es importante, porque traza la línea entre
lo natural y sobrenatural, entre aquello que se debe a la operación de las causas naturales,
sostenidas y guidas por la eficiencia providencial de Dios, y lo que se debe al ejercicio in-
mediato de su poder. Esta distinción, ciertamente, es rechazada por la filosofía moderna”.
La filosofía moderna sostiene que Dios, al crear y sostener al mundo, lo hace como un to-
do. Por tanto, nada está aislado y consecuentemente no hay actos individuales sino sola-
mente la eficiencia general de parte de Dios. Nada se refiere a su agencia inmediata. Todo
es natural, y por tanto, los milagros así como las providencias especiales se rechazan (com-
párese con Hodge, Syst. Th., I:410.)
23. Miner Raymond dice, sobre las representaciones de la Biblia respecto al poder divino, que
ellas son “incomparables en su perspicuidad y su sublimidad; perspicuas porque están es-
critas por la inspiración del Todopoderoso, quien solo puede comprender la medida de su
poder; y sublimes porque la cosa descrita es en sí misma la perfección de la sublimidad.
Estas no son palabras inventadas por una fantasía poética, sino las palabras de verdad y
sobriedad, literalmente presentando el pensamiento intencionado (Raymond, Syst. Th.
I:320ss).
Foster afirma que, aparte del primer capítulo de Génesis, quizá la mejor descripción de
la omnipotencia física sea la que se encuentra en Job 38.

355
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

24. William Newton Clarke intenta una explicación parecida a la de William Burton Pope al
sostener un doble aspecto de la omnisciencia, un conocimiento del universo según existe
eternamente como su propia idea, y un conocimiento de ese universo como existe en el
tiempo y el espacio, y por tanto como un proceso perpetuo del devenir. Esto vuelve a la
idea del Logos como un pleroma. El doctor Clarke ofrece esto a manera de una explica-
ción de cómo Dios puede tener a la misma vez la presciencia de las cosas bajo el orden
temporal y un conocimiento simultáneo en el orden eterno (compárese con Clarke,
Outline of Chr. Th., 82).
25. Dice Charles Hodge: “Toda esta dificultad surge de suponer que la contingencia es esen-
cial a la agencia libre. Si un acto puede ser seguro que acontezca, y sin embargo libre res-
pecto al modo de su acontecimiento, la dificultad se desvanece. Es claro que los actos li-
bres pueden ser absolutamente seguros, porque han sido predichos en una multitud de
casos. Era seguro que los actos de Cristo serían santos, y sin embargo serían libres. La san-
tidad continua de los santos en el cielo es segura, y sin embargo es perfectamente libre. La
presciencia de Dios es inconsistente con una falsa teoría de la agencia libre, pero no con la
verdadera doctrina al respecto. Después de Agustín, el punto de vista común de enfrentar
la dificultad de reconciliar la presciencia con la libertad, era presentarla como meramente
subjetiva. La distinción entre el conocimiento y la presciencia está solamente en nosotros”
(Hodge, Syst. Th., I:401).
26. Georg Christian Knapp expresa el argumento como sigue: “La presciencia de Dios, la cual
se contiende, invade la libertad de la voluntad en el hombre y otros seres morales. Porque
si Dios conoce de antemano todas las cosas, y es infalible en su conocimiento, cualquier
cosa que Él sepa que tiene que tomar lugar, por tanto, es necesaria, y ya no depende de la
libertad del hombre. Pero este argumento es falaz; porque el hombre no desempeña una
acción u otra porque fue conocida de antemano por Dios; más bien, Dios conoció de an-
temano la acción, porque el hombre, en el ejercicio de su libre albedrío, la desempeñaría”
(Knapp, Chr. Th., 104).
El gran argumento de Richard Watson se puede resumir como sigue: “La gran falacia en
el argumento de que la segura presciencia de una acción moral destruye su naturaleza con-
tingente está en suponer que la contingencia y la seguridad están opuestas una a la otra. . .
Sin embargo, si el término contingente en esta controversia tiene algún significado defini-
do, como aplicado a las acciones morales de los seres humanos, tiene que significar su li-
bertad, la cual se opone no a la seguridad, sino a la necesidad. . . Las acciones libres cono-
cidas de antemano, por tanto, no cesarán de ser contingentes. Pero ¿cómo permanece el
caso respecto a su seguridad? Precisamente sobre el mismo cimiento. La seguridad de una
acción necesaria conocida de antemano no resulta del conocimiento de la acción, sino de
la operación de la causa necesaria; y de igual manera, la seguridad de una acción libre no
resulta del conocimiento de ella, lo cual en lo absoluto es su causa, sino de la causa volun-
taria, esto es, la determinación de la voluntad. No altera el caso en lo mínimo decir que la
acción voluntaria pudo haber sido de otra manera. Si hubiera sido de otra manera, el co-
nocimiento de ella hubiera sido de otra manera; pero así como la voluntad que da a luz la
acción no depende del conocimiento previo de Dios, sino del conocimiento de la acción
sobre la previsión del escogimiento de la voluntad, ni la voluntad ni el acto están contro-
lados por el conocimiento, y la acción, aunque prevista, todavía es libre y contingente. La
presciencia de Dios, entonces, no tiene influencia sobre la libertad o la seguridad de las
acciones, porque esta razón llana es el conocimiento y no la influencia; y las acciones pue-
den ser ciertamente conocidas previamente, sin que se conviertan en necesarias por ese
conocimiento previo (Watson, Institutes, I:379ss).

356
LOS ATRIBUTOS DE DIOS

27. Richard Watson ofrece los siguientes signos de la sabiduría: (1) El primer carácter de la
sabiduría es actuar para fines dignos. Actuar con diseño es carácter suficiente de la inteli-
gencia; pero la sabiduría es el ejercicio correcto y propio del entendimiento. (2) Es otro
signo de la sabiduría que el proceso por el cual alguna obra se logra sea simple, pero que
muchos efectos se produzcan de uno o pocos elementos. “Cuando cada esfuerzo diverso
tiene una causa particular separada, ello no resulta placentero para los espectadores, puesto
que no se le descubre su designio; pero una obra es contemplada con admiración y delicia
como resultado de una deliberación profunda, complicada en sus partes, y sin embargo
simple en su operación, cuando una gran variedad de efectos se ven brotar de un principio
que opera uniformemente” (Abernathy sobre Atributos) (compárese con Watson, Institu-
tes, I:405ss.)
28. Richard Watson presenta una discusión interesante y útil sobre este asunto cuando ofrece
el punto de vista antiguo, con porciones algo extensas de Natural Theology de Paley, Ori-
gin of Evil de King, Testimony of Natural Philosophy to Christianity de Gisborne, y Remarks
on the Refutation of Calvinism de Scott. El tono de la apología es colocar la naturaleza en
una mejor luz que lo que comúnmente se hace por aquellos que, al verla bajo la maldición
y consecuencias del pecado, no encuentran nada bueno en ella.
En tiempos recientes, The Philosophy of the Christian Religion, por A. M. Fairbairn,
rector de la Universidad Mansfield, en Oxford, es un intento sincero y reverente de pre-
sentar una verdadera filosofía de la religión cristiana. Cualquiera que sea el juicio que pu-
diera formarse respecto a sus conclusiones, todos admitirán que en cuanto a erudición y
candor, el libro es de un alto nivel.
29. Dios es la síntesis de todo bien por virtud de su ser mismo; Él es la perfección tanto meta-
física como ética (Kubel).
30. El Dios cuya gloria llenaba el templo, y revelaba la falta de santidad de todos aquellos que
se acercaban a Él, sin embargo invitaba a los no santos a acercarse y ser santificados. ¿Fue
entonces por los rayos de su santidad brillando sobre ellos y a sus alrededores? De seguro
que no. El misterio de esa paradoja fue este: que el atributo que separaba a Dios de los pe-
cadores, y a Él mismo, se resolviera solamente por el sistema de la expiación de los sacrifi-
cios que tipificaba la gran expiación, a través de la cual la satisfacción ofrecida a la justicia
divina abría el compañerismo de amor entre Dios y el hombre (Pope, Compend. Chr. Th.
I:334).
31. La bien conocida pregunta: ¿Es el bien, bien, porque Dios lo quiere, o Dios lo quiere
porque es bien?, no está propiamente planteada. La pregunta no es respecto a lo que Dios
quiere, sino respecto a su esencia. El bien es bien por la simple razón de que es un fluir,
una automanifestación del mismísimo Dios. Esto también responde a la pregunta de la
base para la justicia. Dios es la justicia; una criatura hace justicia cuando armoniza con
Dios —esto es, cuando cumple el fin fijado divinamente para su ser. Las definiciones de la
santidad y la justicia divina son de un mismo carácter. La santidad de Dios es aquel atri-
buto en virtud del cual Él toma su propio yo absolutamente perfecto como la norma de
toda su actividad. Su santidad, como se revela al ser humano, y como la que revela al ser
humano el propósito de Dios en crearlo, constituye la justicia de Dios y del hombre”
(Summers, Systematic Theology, 99).
32. Julius Mueller en su doctrina de la Trinidad declara que “Su significado más íntimo es
que Dios tiene en sí mismo el objeto de su amor eterno y totalmente adecuado, indepen-
diente de toda relación con el mundo. “Me has amado desde antes de la fundación del
mundo” (Juan 17:24). Esto requiere igualmente la unidad de la esencia, y lo distintivo de
las Personas. Porque sin la distinción de las Personas, sin un Yo y un Tú, no puede haber
amor. De nuevo, sin la unidad de la esencia, seguiría del amor de Dios una relación nece-

357
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 14

saria con una esencia distinta de la de Dios. Por tanto, ambas están implicadas en lo que
se dice del Logos en el principio del evangelio de Juan” (Mueller, The Chr. Doct. of Sin,
II:136ss).
33. William Burton Pope declara que, si tomamos las palabras, “me has amado desde antes de
la fundación del mundo”, y las conectamos con aquellas que inmediatamente las prece-
den, “los has amado a ellos como también a mí me has amado”, y luego, con la garantía
de, “como el Padre me ha amado, así yo os he amado”, y éstas, una vez más, con el man-
damiento, “Que os améis unos a otros; como yo os he amado”, aflorará cuán perfecta es la
identidad en clase entre el amor finito e infinito, entre el reflejo en nosotros y la realidad
en la Trinidad esencial, y qué tan profundo es el significado de estas palabras: “El amor es
de Dios”, una forma de expresión que no se utiliza de ninguna otra gracia. Dice: “Así que,
podemos repetir confiadamente que cosas más gloriosas no se dicen de ninguna otra que
de la perfección divina del amor” (Pope, Compend. Chr. Th., 344-345).
34. La aplicación de Ritschl de estos principios está viciada por dos cosas: (1) hace que el
amor resida solamente en la voluntad, y por tanto ve al amor de Dios como voluntad sin
contenido emocional; (2) su falta de una concepción propia de la Trinidad le hace impo-
sible proveer fundamento verdadero alguno, ya sea para el amor o la santidad. Fracasa en
ver que el amor de Dios está principalmente dirigido al Hijo y sólo secundariamente hacia
la comunidad cristiana, y como consecuencia ignora la Trinidad inmanente o esencial.
35. Este afecto o sentimiento en Dios, originando y dirigiendo la economía de redención, no
se reveló plenamente hasta que el Señor mismo lo reveló. Y cuando lo reveló, se reservó
para un servicio: presidir en la cruz y en la recuperación de la humanidad. Ningún récord
o registro de las perfecciones divinas, relacionado al universo creado como tal, contiene la
del amor. Se alude con frecuencia a su bondad y misericordia como la aproximación más
cercana al atributo que nunca se vuelve hacia nada sino los objetos del amor redentor. Pe-
ro finalmente vino el tiempo para la nueva revelación, o a lo menos la revelación más
completa, del atributo que gobierna todo el resto: aquel que, para adoptar la palabra del
apóstol Santiago, es la ley real en Dios y en el ser humano (Pope, Compendium of Chris-
tian Theology, I:345ss).

358
CAPÍTULO 15

LA TRINIDAD
La doctrina evangélica de la Trinidad afirma que la deidad es una
sola sustancia, y que en esta sustancia hay una triplicidad de personas.
Quizá la declaración más simple de esta verdad se encuentre en el Cre-
do Niceno, que expresa: “Hay un solo Dios vivo y verdadero... Y en la
unidad de esta Deidad hay tres Personas, de una sustancia, poder y
eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”. La doctrina de la Tri-
nidad es una de las más profundas, y más sagradas, en el sistema cris-
tiano. Stearns señala que San Agustín, al principiar uno de los libros en
su tratado sobre la Trinidad, musita la siguiente oración: “Imploro
primero ayuda para entender lo que explicar intento, y pido perdón, si
en algo yerro, a Dios nuestro Señor, en quien siempre debemos pensar
dignamente, y a quien en todo tiempo debemos bendición de alabanza,
sin que haya palabra capaz de darle a conocer” (De Trininate, v. i, 1).
No necesitamos inquirir si Dios se hubiera o no revelado a sí mismo
como Trinidad si el hombre hubiera permanecido sin pecar. Pero sa-
bemos que es en el misterio de la redención que esta verdad adquiere
una clara visión. La razón pudo haberla sospechado, pero sólo en el
Cristo redentor se hizo visible. Y es que no podemos entrar en este sa-
cratísimo santuario de la fe cristiana por el sendero del conocimiento
humano, sino sólo a través de Cristo, quien es el Camino, como tam-
bién la Verdad y la Vida.
La base experimental de la doctrina. La doctrina de la Trinidad en
la Biblia es como aire húmedo. La refrescante ola de reflexión a través
de la cual la iglesia pasó, condensó su pensamiento y precipitó lo que
durante todo el tiempo había estado diluido. Aunque existen nociones

359
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

filosóficas de la Trinidad, sin embargo, el análisis filosófico probable-


mente nunca pudo haberla producido, y ciertamente no la produjo.
Brotó como una expresión de la experiencia, y ello, también, de una
experiencia compleja y rica. La doctrina es un intento de simplifica-
ción, declarando y resumiendo brevemente lo que se ha dado con ma-
yor detalle en el Nuevo Testamento. Fue religión antes de ser teología,
y para que pueda ser eficaz, de nuevo tiene que hacerse, en cada uno de
nosotros, religión así como teología.
La doctrina de la Trinidad no es, pues, meramente teórica o especu-
lativa. Es intensamente práctica. Con ella está enlazada nuestra eterna
salvación. Se reveló históricamente en estrecha conexión con la reden-
ción, y no meramente como una concepción metafísica o teológica
abstracta. Dios el Padre envió a su Hijo al mundo para redimirnos;
Dios el Hijo se encarnó con el propósito de salvarnos; y el Espíritu
Santo aplica la obra redentora a nuestras almas. Por tanto, la Trinidad
está vitalmente involucrada en la obra de redención, y es desde de este
aspecto práctico y religioso de la doctrina que la verdad se debe apro-
ximar. A causa de su importancia para la conducta y destino humano,
ha sido necesario definirla metafísicamente con el fin de evitar su per-
versión por el pensamiento especulativo. La doctrina, aunque recibe
contribuciones de los varios sistemas y tipos de filosofía, no debe su
origen a ninguno de ellos, ni jamás alguno de ellos podrá explicarla
plenamente.
La experiencia de los apóstoles y los primeros discípulos fue inten-
samente religiosa, rica, lozana y totalmente convincente. Las Epístolas
de San Pablo, que integran una puerta abierta al pensamiento y vida
del Nuevo Testamento, revelan una religión completamente organiza-
da, una iglesia que vive la creencia ardiente de que Cristo, como el Hijo
de Dios divinamente glorificado, le estaba dando su vida por el Espíritu
Santo. Pero el judaísmo tardío al que esta nueva religión llegó, también
era una religión plenamente organizada, ardiendo en la fe en un solo
Dios, en la ley revelada de Dios, y en la venida del reino de Dios. Sos-
tuvo también a lo menos algunas creencias en un Mesías que debería
estar vinculado con el Espíritu del Señor, y por su medio inaugurar el
nuevo reino. Lo que pasó entre estos dos puntos de vista ha de ofrecer-
nos la pista para una solución del problema. Primero, Jesús había apa-
recido en un ministerio como el de los antiguos profetas, había sido
reconocido después como el Mesías por algunos de sus discípulos, lue-

360
LA TRINIDAD

go había reclamado el título en Jerusalén, luego fue considerado con


reverencia religiosa por sus discípulos, desacreditado y asesinado por los
gobernantes, dejando trás Él a unos seguidores totalmente desanimados
y desolados. Segundo, inmediatamente después siguieron muchas apa-
riciones de Jesús resucitado y glorificado, y éstas convirtieron el testi-
monio de los discípulos en uno de gozo triunfante. Tercero, después de
una breve permanencia en Jerusalén, había habido un derramamiento
del Espíritu Santo de acuerdo con la promesa; y esto resultó en un es-
fuerzo misionero confiado y triunfante. Estos hechos eran suficientes
para cerrar la brecha, y explicaban los logros del ministerio del evange-
lio a través de una continuación de la presencia mística de Cristo en la
iglesia. Tuvo, necesariamente, que dársele a Cristo una atención cre-
ciente en el pensamiento de la iglesia. Había demostrado que era el
Mesías por la resurrección de los muertos, y el derramamiento del Espí-
ritu Divino. Por lo tanto, se le invocaba en oración, y sin marcadas
distinciones personales, fue llamado Dios.

EL DESARROLLO DE LA DOCTRINA
EN LA ESCRITURA
Es a la Biblia que tenemos que volver como el fundamento para
nuestra fe tanto en la unidad como en la triunidad de Dios. Así como
Dios puede ser conocido sólo a través de su propia revelación, así tam-
bién las distinciones trinitarias que se relacionan a la vida interna de la
Deidad sólo se pueden conocer de la misma manera (compárese con 1
Corintios 2:10-12).
La unidad de Dios. Que el Señor nuestro Dios es un solo Señor, es
una verdad aseverada o implicada a través de todo el cuerpo de la Escri-
tura. Desde los tiempos más primitivos el israelita confesaba su fe, co-
mo lo hace ahora, con las palabras: “Oye, Israel: Jehová, nuestro Dios,
Jehová uno es” (Deuteronomio 6:4). En medio de las formas más se-
ductoras del politeísmo, era necesario que el israelita fuera meticulosa-
mente instruido en la unidad divina. El primero y fundamental man-
damiento, por tanto, era: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”
(Éxodo 20:3). Por lo cual encontramos tales declaraciones como:
“Jehová es Dios y... no hay otro fuera de él” (Deuteronomio 4:35;
compárese con 1 Reyes 8:60). De Jehová, dice Isaías: “¡Yo, Jehová, este
es mi nombre! A ningún otro daré mi gloria, ni a los ídolos mi alaban-
za” (Isaías 42:8), y “Yo soy el primero y yo soy el último, y fuera de mí

361
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

no hay Dios” (Isaías 44:6). “¡No hay Dios sino yo! ¡No hay Roca, no
conozco ninguna!” (Isaías 44:8). En el Nuevo Testamento encontramos
las mismas declaraciones explícitas. “Jesús le respondió: El primero de
todos los mandamiento es: ‘Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor
uno es’” (Marcos 12:29). “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti,
el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan
17:3). “¿Es Dios solamente Dios de los judíos? ¿No es también Dios de
los gentiles? Ciertamente, también de los gentiles” (Romanos 3:29).
“No hay más que un Dios. Aunque haya algunos que se llamen dioses,
sea en el cielo o en la tierra (como hay muchos dioses y muchos seño-
res), para nosotros, sin embargo, solo hay un Dios, el Padre, del cual
proceden todas las cosas y para quien nosotros existimos; y un Señor,
Jesucristo, por medio del cual han sido creadas todas las cosas y por
quien nosotros también existimos” (1 Corintios 8:4-6). “Y el mediador
no lo es de uno solo; pero Dios es uno” (Gálatas 3:20; compárese con
1 Timoteo 1:17; 2:5; Santiago 2:19).
La triunidad de Dios. Que Dios es igualmente considerado como
una Trinidad, está también claro en la Biblia. La prueba generalmente
se deriva de la teofanía al tiempo del bautismo de Cristo; y del hecho
que en la Biblia, los nombres divinos, los atributos divinos, las obras
divinas y la adoración divina son atribuidos respectivamente al Padre,
al Hijo y al Espíritu Santo. La fórmula bautismal es el texto fundamen-
tal en el que dos Personas se unen con el Padre de una manera que no
se encuentra en ninguna otra parte de la Biblia. “Por tanto, id y haced
discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19). Estrechamente asociadas
con la fórmula bautismal están las bendiciones que unen los tres nom-
bres de la Deidad: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la
comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Amén” (2 Co-
rintios 13:14); y también los dones del Espíritu como en 1 Corintios
12:4-6: “Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el
mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y
hay diversidad de actividades, pero Dios, que hace todas las cosas en
todos, es el mismo”. Siendo que aquellos que reconocen la existencia de
un Dios personal nunca cuestionan su paternidad, es evidente que la
pregunta respecto a la Trinidad se resuelve en la prueba de la deidad
del Hijo y del Espíritu Santo.

362
LA TRINIDAD

El concepto del Antiguo Testamento.1 Ha habido mucha discusión en


teología respecto a si el Antiguo Testamento nos ofrece o no una reve-
lación de la Trinidad. Entre los antiguos dogmáticos, Quenstedt sostu-
vo que siendo que esta doctrina es necesaria para la salvación, tiene que
haberse enseñado claramente en el Antiguo Testamento y haber sido
conocida por los santos del Antiguo Testamento. Calovius, de igual
manera, enseñó que la doctrina es explícita en el Antiguo Testamento,
y encontró falto a Calixto por enseñar que solamente estaba implícita.
Sin embargo, el pensamiento moderno parece favorecer la posición de
Calixto. El doctor Stump, un teólogo luterano del tiempo presente,
rompe con el pensamiento de los antiguos dogmáticos de su iglesia, y
asegura que la doctrina de la Trinidad no es explícitamente enseñada
en el Antiguo Testamento, que es una verdad del Nuevo Testamento, y
que no se pudo haber conocido sino hasta que se reveló en Cristo, que
los judíos nunca la encontraron en el Antiguo Testamento, y que si no
tuviéramos más revelación que la contenida en éste, estaríamos igno-
rantes de la doctrina (Stump, The Christian Faith, 47-48). Podemos
confiadamente asumir la posición de que la doctrina de la Trinidad,
como todas las otras verdades del Nuevo Testamento, estaba contenida,
en germen, en el Antiguo Testamento; y que sólo con la revelación de
Dios en Cristo podía desarrollarse por completo. A la clara luz de la
dispensación cristiana, existen muchos pasajes en el Antiguo Testamen-
to que se ve que contienen implícitamente la doctrina de la Trinidad.
Estas insinuaciones se encuentran en el uso plural de los nombres de
Dios, en el Ángel de Jehová, en la bendición aarónica, en el trisagio, en
el uso de los términos Palabra y Sabiduría, y en las descripciones del
Mesías.
El uso de los nombres plurales para designar a la Deidad es frecuen-
te en la Biblia. En ocasiones se atribuye esto al sentido de la majestad,
así como los pronombres plurales se usan editorialmente en el tiempo
presente. Sin embargo, los teólogos de toda época han asegurado que es
imposible explicar el uso del plural en lugar de los nombres en singular,
a menos que hubiera una pluralidad de personas en la Deidad. Por lo
cual, existe una alusión a la doctrina de la Trinidad que, en el progreso
de la revelación, sería con el tiempo claramente revelada. Este uso plu-
ral se encuentra en la oración inicial del Génesis, donde se declara: “En
el principio creó Dios [i.e., Elohim o los Dioses] los cielos y la tierra”
(Génesis 1:1). De nuevo, se encuentra en el versículo 26: “Entonces

363
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra


semejanza”, y también en Génesis 3:22: “Luego dijo Jehová Dios: El
hombre ha venido a ser como uno de nosotros”. Samuel Wakefield dice
que se prefiere el plural aún cuando la intención es afirmar, de la mane-
ra más solemne, la unidad de Dios. “Oye, Israel: Jehová, nuestro Dios
[Elohaynu, nuestros Dioses], Jehová uno es” (Deuteronomio 6:4).
Tampoco se restringe el plural simplemente a los nombres divinos. Se
aplica a otros términos que se refieren al Ser divino. “Si, pues, yo soy
padre [Adonim, Amos], ¿dónde está mi honra?” (Malaquías 1:6).
“Acuérdate de tu Creador [Eth Boreka, tus Creadores] en los días de tu
juventud” (Eclesiastés 12:1). “Porque tu marido es tu Hacedor [Boalaik
Osaik, tus Hacedores]” (Isaías 54:5; compárese con Wakefield, Chris-
tian Theology, 182). El “ángel de Jehová”, que se emplea desde Génesis
hasta Malaquías, es otra expresión que contiene implícitamente el pen-
samiento de la Trinidad. El “ángel” es el mensajero o manifestación de
Dios, que, aunque separado de Dios, no obstante se identifica con Él.
Aunque la frase, en ocasiones, se usa para denotar un mensajero hu-
mano, y en otras, un ángel creado, se emplea, con estas pocas excepcio-
nes, para designar al Logos pre-encarnado. Sus manifestaciones en for-
ma angélica o humana, auguraban su aparición en la carne. En un caso
(Éxodo 23:20-21) hay una referencia a Jehová, al ángel de Jehová, y al
Espíritu, y se encuentra este último en la expresión, “mi nombre está
en él”. La palabra “ángel” en ocasiones se usa con el plural Elohim. La
bendición aarónica emplea la palabra Jehová en un sentido triple:
“Jehová te bendiga y te guarde. Jehová haga resplandecer su rostro so-
bre ti y tenga de ti misericordia; Jehová alce sobre ti su rostro y ponga
en ti paz” (Números 6:24-27). Se puede decir que los tres componentes
de esta forma corresponden al “amor del Padre”, “la gracia del Señor
Jesucristo” y “la comunión del Espíritu Santo” (compárese con 2 Co-
rintios 13:14).
Estrechamente relacionado a esto está el trisagio o triple uso de la
palabra “santo” en el acto de adoración. Ya que el lugar interior del
santuario judío era conocido como el “lugar santísimo”, podemos en-
tender que esto signifique el lugar santo de los santos. Fue aquí donde
los serafines cubrieron sus rostros y clamaron uno al otro diciendo:
“¡Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos!” (Isaías 6:3). Este es un
acto de adoración donde el término santo se usa igual y apropiadamen-
te para cada una de las Personas de la adorable Trinidad, y a este acto se

364
LA TRINIDAD

responde desde la más excelente gloria en el mismo lenguaje de plurali-


dad. “Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré y quién
irá por nosotros?” (Isaías 6:8). Es interesante notar el trato trinitario de
este pasaje bíblico de parte de los escritores del Nuevo Testamento,
apóstoles Juan y Pablo. Por todas partes se reconoce el término “Jehová
de los ejércitos” como una referencia al Padre. San Juan consideró que
la visión se refería a Cristo el Hijo cuando escribió: “Isaías dijo esto
cuando vio su gloria, y habló acerca de él” (Juan 12:41). En el versículo
previo se hace referencia a la futilidad de la misión que se entregó a
Isaías el profeta (compárese con Juan 12:39-40; Isaías 6:9-11), una
profecía que Pablo atribuye al Espíritu Santo: “Bien habló el Espíritu
Santo por medio del profeta Isaías a nuestros padres, diciendo: ‘Ve a
este pueblo y diles: De oído oiréis y no entenderéis; y viendo veréis y
no percibiréis’” (Hechos 28:25-26). Así es, entonces, cómo pasajes bí-
blicos tardíos consideran el trisagio una referencia a la Trinidad. Las
descripciones del Mesías que se encuentran en el Antiguo Testamento
también se refieren implícitamente a la Trinidad, aunque éstas serán
consideradas en un párrafo posterior. Aquí es suficiente mencionar sólo
dos de ellas. Isaías, al referirse al Mesías, dice: “Y ahora me envió Jeho-
vá el Señor, y su espíritu” (Isaías 48:16), palabras que manifiestamente
fueron habladas por el Mesías, que se declara a sí mismo enviado por
“el Espíritu del Señor”. La segunda referencia es similar, y se encuentra
en Hageo 2:4-7: “Yo estoy con vosotros, dice Jehová de los ejércitos.
Según el pacto que hice con vosotros cuando salisteis de Egipto, así mi
espíritu estará en medio de vosotros, no temáis. Porque así dice Jehová
de los ejércitos... haré temblar a todas las naciones; vendrá el Deseado
de todas las naciones”. Aquí se encuentra una triple referencia a Jehová
de los ejércitos, a su Espíritu, y al Mesías como el “Deseado de todas las
naciones”.
El Hijo y el Espíritu en el Antiguo Testamento. No existe un pre-
anuncio directo e inmediato del Hijo en el Antiguo Testamento, pues-
to que la paternidad de Dios no se había revelado como tal. Tanto la
paternidad como la filiación son revelaciones del Nuevo Testamento, y
la una esperó por la otra. Pero la idea de la filiación permea la totalidad
de las Escrituras del Antiguo Testamento, desde el primer versículo de
Génesis hasta el último de Malaquías. Se ha de admitir también men-
ciones ocasionales del Hijo. Ya hemos indicado que indicios de la Se-
gunda Persona de la Trinidad se encuentran sobre todo en expresiones

365
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

tales como “el ángel de Jehová”, “la Palabra o Sabiduría”, y las descrip-
ciones del Mesías. El “ángel de Jehová” se refiere directamente al Logos
eterno, quien, aunque distinto de Jehová, sin embargo es Jehová mis-
mo. “Llamó el ángel de Jehová a Abraham por segunda vez desde el
cielo, y le dijo: Por mí mismo he jurado, dice Jehová” (Génesis 22:15-
16). Aquí el “ángel de Jehová” es claramente identificado con Jehová.
Fue el “ángel de Jehová” quien llamó a Moisés desde la zarza ardiendo
y dijo: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de
Isaac y el Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque
tuvo miedo de mirar a Dios” (Éxodo 3:6; compárese con Génesis
16:9-11; 48:4; Éxodo 23:20-21; Jueces 13:20-22). El segundo indicio
de la divina filiación se encuentra en el uso de los términos “palabra” y
“sabiduría”, los cuales aluden de una manera más clara al Logos divino
que habría de encarnarse a la semejanza de los hombres. La “Palabra”
aparece en forma velada en el tercer versículo de Génesis: “Dijo Dios:
‘Sea la luz’. Y fue la luz” (Génesis 1:3). El vocablo “dijo” es el primer
indicio del Logos o Palabra. Esto aparece de una forma más clara en la
personificación de la Sabiduría que encontramos en Proverbios, capítu-
lo 8, y parte del 9. Aquí la dama Sabiduría aparece en contraste con la
“mujer necia” (Proverbios 9:13-18). “¿Acaso no clama la Sabiduría...?
Jehová me poseía en el principio, ya de antiguo, antes de sus obras...
con él estaba yo ordenándolo todo. Yo era su delicia cada día y me re-
creaba delante de él en todo tiempo” (Proverbios 8:1, 22, 30). Por tan-
to, podemos decir que la Palabra aparece al principio de forma abstrac-
ta, luego personificada, y finalmente como el Verbo que “se hizo carne”
(Juan 1:1-18). Es en las descripciones del Mesías que encontramos la
visión más clara de la Segunda Persona de la Trinidad como el Hijo
Divino.2 “Porque un niño nos ha nacido, hijo nos ha sido dado, y el
principado sobre su hombro. Se llamará su nombre ‘Admirable conse-
jero’, ‘Dios fuerte’, ‘Padre eterno’, ‘Príncipe de paz’” (Isaías 9:6). “Pero
tú, Belén Efrata, tan pequeña entre las familias de Judá, de ti ha de salir
el que será Señor en Israel; sus orígenes se remontan al inicio de los
tiempos, a los días de la eternidad” (Miqueas 5:2). “Tu trono, Dios, es
eterno y para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino. Has
amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el
Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Salmos
45:6-7; compárese con Hebreos 1:8-9). “‘Yo envío mi mensajero para
que prepare el camino delante de mí. Y vendrá súbitamente a su Tem-

366
LA TRINIDAD

plo el Señor a quien vosotros buscáis y el ángel del pacto, a quien


deseáis vosotros, ya viene’, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Malaquías
3:1). Éste es el “ángel del pacto”, el Cristo que introdujo la nueva dis-
pensación.3
El Hijo y el Espíritu en el Nuevo Testamento. Es al Nuevo Testa-
mento que tenemos que volvernos para la plena revelación del Hijo
como la Segunda Persona de la Trinidad; y para la personalidad y dei-
dad del Espíritu Santo como la adorable Tercera Persona. Es tal la ri-
queza de expresión encontrada en la Biblia que sería imposible conside-
rar el alcance total de sus enseñanzas, por lo cual tenemos que reducir
nuestra discusión a unos cuantos textos prueba.
La deidad de Cristo es apoyada por las siguientes clases de pasajes
bíblicos: (1) Aquellos que se refieren a su preexistencia: “El que viene
después de mí es antes de mí, porque era primero que yo” (Juan 1:15).
“De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuera, yo soy” (Juan
8:58). “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo” (Juan 6:51). “Nadie
subió al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre, que
está en el cielo” (Juan 3:13). “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado
tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiera”
(Juan 17:5). Aquí es claro que Cristo tenía existencia, no sólo antes de
su encarnación, sino antes de la fundación del mundo.
(2) A Cristo se le aplican los nombres y títulos divinos. Se le llama
Señor ( ŧÉÀÇË֖: “¡Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas!”
(Mateo 3:3; compárese con Isaías 40:3). “Todo aquel que invoque el
nombre del Señor, será salvo” (Romanos 10:13; compárese con Joel
2:32, donde se utiliza el término Jehová). Tomás se dirigió a Él como,
“¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20:28), y Pedro lo llamó, “Señor de
todos” (Hechos 10:36). Se le llama Dios: “En el principio era el Verbo,
el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). “De los cua-
les, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas,
bendito por los siglos” (Romanos 9:5). “Aguardamos la esperanza bie-
naventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salva-
dor Jesucristo” (Tito 2:13). “Y estamos en el verdadero, en su Hijo
Jesucristo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna” (1 Juan 5:20). (3)
A Cristo se le adscriben atributos divinos, tales como aseidad o existen-
cia propia (Juan 2:19; 10:17-18; 5:26); eternidad (Juan 1:1-2; 17:5,
24; Hebreos 1:8, 10-12; 1 Juan 1:2); omnipresencia (Mateo 18:20;
28:20; Juan 3:13; Efesios 1:21); omnisciencia (Mateo 9:4; 12:25; Mar-

367
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

cos 2:8; Lucas 6:8; 9:47; 10:22; Juan 1:48; 2:24-25; 10:15; 16:30;
21:17; Colosenses 2:3; Apocalipsis 2:23); omnipotencia (Mateo 28:18;
Lucas 21:15; Juan 1:3; 10:18; 1 Corintios 1:24; Efesios 1:22; Filipenses
3:21; Colosenses 2:10; Apocalipsis 1:18); inmutabilidad (Hebreos
1:11-12; 13:8). (4) A Cristo se le atribuyen obras divinas: crea (Juan
1:3, 10; 1 Corintios 8:6; Colosenses 1:16; Hebreos 1:10); sostiene y
preserva todas las cosas (Colosenses 1:17; Hebreos 1:3); perdona peca-
dos (Marcos 2:5-10; Lucas 5:20-24; 7:47-49; Hechos 5:31); da el Espí-
ritu Santo (Lucas 24:49; Juan 16:7; 20:22; Hechos 2:33); da paz (Juan
14:27; 16:33; Romanos 15:33; 16:20; 2 Corintios 13:11; Filipenses
4:9; 1 Tesalonicenses 5:23; Hebreos 13:20); da luz (Juan 1:4-9; 8:12;
9:5; 12:35, 46; 1 Juan 1:5-7; Apocalipsis 21:23); da vida eterna (Juan
17:2) y confiere dones espirituales (Efesios 4:8-13). (5) A Cristo se le
ofrece adoración divina: “Lo adoraron, diciendo: Verdaderamente eres
Hijo de Dios” (Mateo 14:33; compárese con Lucas 24:51-52; Hechos
1:24; 7:59-60; Hebreos 1:6; Apocalipsis 5:13). Aquí se pueden men-
cionar también las doxologías, las atribuciones de alabanza, y las bendi-
ciones: “A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén” (2
Pedro 3:18). “Al que nos ama, nos ha lavado de nuestros pecados con
su sangre y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre, a él sea glo-
ria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 1:5-6).
“Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”
(Romanos 1:7). “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la
comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Corintios
13:14).
La personalidad y deidad del Espíritu Santo no requieren una discu-
sión tan extensa como la deidad del Hijo, puesto que muchos de los
principios involucrados ya han sido considerados. Que la Persona del
Espíritu Santo es distinta de la del Padre y del Hijo se enseña claramen-
te en la Biblia. Se le llama “el Espíritu”, “el Espíritu de Dios”, “el Espí-
ritu Santo”, “el Espíritu de gloria”. Nuestro Señor lo llama “el Conso-
lador” u “otro Consolador”. Que el Espíritu Santo es más que un
atributo o una influencia se desprende claramente de estas palabras de
nuestro Señor: “Y yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para
que esté con vosotros para siempre” (Juan 14:16). “Pero el Consolador,
el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseña-
rá todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan
14:26). Aquí se declara expresamente que el Espíritu Santo es la tercera

368
LA TRINIDAD

Persona en la Santísima Trinidad, así como el Padre es la primera y el


Hijo es la segunda. Existen también ciertos textos en los que sería mera
redundancia hablar del Espíritu Santo como un poder o influencia de
Dios: “Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Naza-
ret” (Hechos 10:38). “Para que abundéis en esperanza por el poder del
Espíritu Santo” (Romanos 15:13). Aquí es evidente que el Espíritu
Santo no se puede considerar como un poder, sino que tiene que pen-
sarse como una persona. De nuevo, existen distintas representaciones
simbólicas del Espíritu Santo, como la paloma en el bautismo de Jesús
y el viento fuerte y las lenguas de fuego en el Pentecostés. Pero la evi-
dencia mayor es el hecho de que el pronombre personal con un sustan-
tivo neutro se utilice en referencia al Espíritu Santo. Es un desvío de la
regla ordinaria usar un pronombre masculino con un sustantivo neu-
tro, dice Charles Hodge, a menos que el masculino esté garantizado
por el hecho de que la persona a quien se refiere se le pueda llamar
“Él”. De aquí que el uso del pronombre masculino sea una evidencia
contundente de que los escritores de la Biblia tenían como intención
presentar la personalidad del Espíritu Santo.
Se puede demostrar bíblicamente la deidad del Espíritu Santo por
medio de una comparación de textos, como en el caso de la filiación
divina. El nombre de Dios, y sus atributos, obras y adoración, todos se
aplican al Espíritu Santo. Será suficiente dar unas cuantas citas de las
muchas encontradas en la Biblia: “¿Por qué llenó Satanás tu corazón
para que mintieras al Espíritu Santo...? No has mentido a los hombres,
sino a Dios” (Hechos 5:3-4). El apóstol Pablo en su referencia a los
dones espirituales los atribuye al “mismo Espíritu” y declara: “Pero
Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo” (1 Corintios
12:6-11). También aplica el término “Señor” al Espíritu Santo: “El
Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay liber-
tad” (2 Corintios 3:17). La obra de inspiración, como se ha señalado, es
peculiarmente el oficio del Espíritu. Por eso leemos: “Dios, habiendo
hablado... a los padres por los profetas” (Hebreos 1:1). San Pedro atri-
buye esta inspiración al Espíritu: “Los santos hombres de Dios habla-
ron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21), y a “el
Espíritu de Cristo que estaba en ellos” (1 Pedro 1:11).

369
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

EL DESARROLLO DE LA DOCTRINA EN LA IGLESIA


Durante los períodos apostólico y subapostólico, la doctrina de la
Trinidad se sostuvo de una manera no dogmática. No hubo expresión
científica o técnica para ella, ni se necesitaba, hasta que surgieron las
herejías que demandaron declaraciones exactas y seguras. El hecho de
esta indefinición, sin embargo, ha sido llevado demasiado lejos por los
racionalistas. Los padres apostólicos y primitivos fielmente reproducen
el espíritu del Nuevo Testamento.4 Estos aplican el término Dios
( ¼ŦË֖ a Jesucristo, a quien comúnmente conciben como el Dios-
hombre. Clemente de Roma escribe: “Hermanos, debemos de concebir
a Jesucristo como Dios; como juez de los vivos y los muertos” (Epístola
II:1). Ignacio saluda a la iglesia en Éfeso como “unida y electa por una
verdadera pasión, de acuerdo con la voluntad del Padre, y de Jesucristo
nuestro Dios”; y a la de Roma, como “iluminada por la voluntad de
Aquel que quiere todas las cosas que son de acuerdo con el amor de
Jesucristo nuestro Dios”; y les insta a “que busquen las cosas invisibles
en lugar de las terrenales”, “porque aún nuestro Dios Jesucristo, estan-
do en el Padre, es más glorificado”. Los padres primitivos, Justino Már-
tir (c. 163), y Clemente de Alejandría (c. 220), representan el trinita-
rianismo griego; e Ireneo (c. 202), Hipólito (c. 235) y Tertuliano (c.
220), el trinitarianismo latino. Todos éstos sostuvieron las dos posicio-
nes fundamentales católicas, una unidad de esencia y una distinción de
personas como se expresa en Juan 10:30, “El Padre y yo uno somos”,
esto es, un ser, no una persona (ëÂĽ Á¸Ė ĝ ¸ÌüÉ ðÅ [not šÀË] ëÊļÅ֖.5
No pasó mucho tiempo después del cierre del período apostólico,
sin embargo, para que las semillas del error principiaran a germinar y
que brotaran varias herejías en la iglesia. Debe tenerse en mente que la
construcción de la doctrina de la Trinidad en su forma teológica no
creció tanto de una consideración de las tres Personas como de una
creencia en la deidad del Hijo. La doctrina altamente metafísica, por
tanto, brotó de una creencia vital entre los cristianos primitivos de que
Cristo era el coigual Hijo de Dios. Tanto Ireneo como Tertuliano vin-
cularon al Hijo y al Espíritu Santo con el Padre para formar una tríada
que tendía hacia el diteísmo o el triteísmo según se considerara al Espí-
ritu como personal o impersonal. Para guardarse de esto se introdujo la
idea de subordinación, la cual daba precedencia al Padre, lo que llevó
inmediatamente a lo que Tertuliano primero llamó monarquismo.
Dice: “Por cierto que la gente simple, para no llamarlos ignorantes y

370
LA TRINIDAD

comunes —de quienes la porción más grande de los creyentes siempre


está compuesta... retroceden de la economía... Expresan constantemen-
te la acusación de que predicamos dos dioses o tres dioses... Dicen que
nosotros sostenemos una monarquía” (Adv. Prax 3). Así se levantó el
agudo problema de intentar relacionar a Cristo con Dios y todavía pre-
servar la creencia en el monoteísmo.6 El monarquismo fue un intento
vano de reconciliar la Trinidad con la unidad esencial de la Deidad, y
tomó muchas formas. Todos estaban de acuerdo en negar la deidad de
Cristo y del Espíritu Santo, y sostenían que sólo el Padre es Dios. La
primera forma, la dinamista, que consideró a Cristo como una criatura,
encontró su desarrollo en el subordinacionismo de Orígenes, y más
tarde en el arrianismo. La segunda forma, conocida como modalista o
sabeliana, identificó a Cristo con el Padre y consideró la Trinidad so-
lamente como económica, esto es, simplemente como tres modos de
manifestación. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran, pues, la mis-
ma Persona divina manifestándose en diferentes capacidades.
Teorías antitrinitarias. Los teólogos generalmente clasifican las
teorías antitrinitarias como (1) monarquianismo; (2) trinitarismo no-
minal; y (3) humanitarianismo. William G. T. Shedd y el doctor Fos-
ter, ambos utilizan esta clasificación. (1) Monarquianismo. Los monar-
quianos, en virtud de una concepción errada de la naturaleza de la
unidad divina, sostenían que la Trinidad le era irreconciliable. Dios el
Padre era la única Persona quien, al encarnarse, lo llamaron Dios el
Hijo, o Logos. En esta forma encarnada, fue el Padre mismo quien
sufrió por el pecado de la humanidad. Por esta razón se les llamó patri-
pasionistas o Padre-sufrientes. Ellos negaron alma propia a la persona
de Jesucristo, sosteniendo que Él era Dios en alianza con cierta organi-
zación física, pero que no tenía naturaleza humana real. Los principales
representantes de esta forma de monarquianismo fueron Praxeas (c.
200), a quien se opuso Tertuliano en su tratado, Adversus Praxean;
Noeto (c. 230), opuesto por Hipólito en su Contra Horesin Noeti; y
Berilio (c. 250), un obispo árabe que más tarde se convenció de su
error y renunció a su patripasionismo. (2) Trinitarianismo nominal.
Esta forma de monarquianismo sostenía que Cristo era divino pero no
verdadera deidad. La distinción entre “divinidad” y “deidad” ha ocupa-
do un lugar importante en la historia del trinitarianismo. Se consideró
al Logos, no como una Persona, sino solamente como la Sabiduría o
Razón divina que emanaba de la Deidad esencial, y que se unió a sí

371
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

mismo de una manera preeminente con el hombre Jesús en su naci-


miento. Siendo que fue iluminado en un grado mayor que cualquiera
de los profetas antes de Él, el hombre Jesús fue llamado el Hijo de
Dios. El representante principal del trinitarianismo nominal fue Pablo
de Samosata, obispo de Antioquía (c. 260). Se le pronunció hereje por
los dos sínodos antioqueños, y después de mucha dilación fue depuesto
de su oficio. Sabelio ocupó una posición intermedia entre ésta y las
formas precedentes de monarquianismo. Sus enseñanzas serán presen-
tadas en un párrafo posterior. (3) Humanitarianismo. Los humanita-
rianos afirmaban la simple y sola humanidad de Cristo y negaban su
divinidad en cualquiera de sus formas. Algunos sostuvieron la humani-
dad ordinaria y otros una humanidad extraordinaria. Aquí podemos
clasificar a los ebionitas, teodosianos, artemonitas, alogois y cerintianos.
Estos se apartaron tanto de las enseñanzas comúnmente aceptadas de la
Biblia que la iglesia no entró en conflicto o controversia con ellos.
El sabelianismo. Esta forma de monarquianismo adoptó la teoría
modal de la Trinidad. Rechazó la teoría de las tres hipóstasis o Perso-
nas, y substituyó, en su lugar, tres prosopa o rostros o semblanzas, las
que correspondían a las tres dispensaciones del Padre, el Hijo y el Espí-
ritu Santo. La doctrina fue primero enseñada por Praxeas en Roma,
Noeto en Esmirna y Berilio en Arabia, pero le correspondería a Sabelio
(c. 250-260), presbítero de Tolemaida en Pentápolis, desarrollar más
plenamente el error que ha tomado su nombre. Sostuvo que Dios se
manifestó a sí mismo en tres modos personales. Dios como Padre es el
Creador; y, manifestado a través de la Encarnación, el mismo Dios es
conocido como el Hijo y cumple el oficio de redentor; y finalmente,
como el Espíritu Santo, Dios lleva a cabo su ministerio espiritual en la
iglesia. El principio es panteísta, puesto que es el mismo Dios quien se
desarrolla a sí mismo como Jehová, luego más claramente a sus criatu-
ras como el Hijo, y todavía más plena y espiritualmente como el Espíri-
tu Santo. El único punto que satisfizo de la fe cristiana fue la deidad del
Hijo, pero al afirmar esto, el sabelianismo le negó personalidad distinta
al Padre y al Espíritu Santo. Su oposición a la posición bíblica fue clara,
porque allí el Padre está constantemente dirigiéndose al Hijo, y el Hijo
al Padre. William G. T. Shedd considera la posición de Sabelio como
un punto medio entre el patripasionismo y el trinitarismo nominal.
Pertenece a la primera clase al negar que Cristo fuera meramente un
hombre ordinario sobre quien el Logos divino ejerciera una influencia

372
LA TRINIDAD

peculiar, afirmando que el poder del Logos perteneció a la personalidad


propia de Cristo. Se acerca a la segunda clase cuando considera al Lo-
gos y al Espíritu Santo como dos poderes (»¿ÅŠÄ¼ÀË֖ que brotan de la
esencia divina, a través de los cuales Dios obra y se revela a sí mismo
(compárese con Shedd, History of Christian Doctrine, I:257). El golpe
decisivo contra del monarquianismo fue dado por Orígenes, de la es-
cuela alejandrina, en su De Principiis o Primeros Principios, una obra
generalmente reconocida como la primera presentación sistemática y
positiva de la doctrina cristiana.
El arrianismo. En el otro extremo del sabelianismo está el arria-
nismo, que toma su nombre del presbítero Arrio (256-336), quien te-
nía una posición importante en la iglesia de Alejandría en el momento
en que la controversia con el obispo Alejandro principió, alrededor del
318 d.C. Hubo dos etapas en el desarrollo pleno del arrianismo, (1) la
del subordinacionismo, como fue defendida por Orígenes, pero que
asumió varias formas según la presentaron diferentes escritores: y (2) el
arrianismo en sí, que encontró expresión en las enseñanzas de Arrio
mismo.7
1. El subordinacionismo de Orígenes resultó de un intento de expli-
car la doctrina de la Trinidad a la luz de la filosofía de su tiempo. Los
gnósticos habían sostenido el principio monarquiano al sostener una
serie de emanaciones de lo que se conocía como el Ser Primario. Los
neoplatonistas, especialmente Filón, habían modificado el platonismo y
aplicado esta filosofía a la teología del Antiguo Testamento. El Logos,
de acuerdo con Platón y Filón, era el término colectivo para el mundo
ideal. Era la Razón divina, que conteniendo en sí misma las ideas o
tipos de todas las cosas, se volvió a su vez en los principios vivientes por
los cuales las existencias actuales se forman. En el desarrollo del Logos
filónico, el término llegó a utilizarse de dos maneras: (1) como la Razón
trascendente, aparte de su manifestación, a la cual se le aplicó el tér-
mino Logos endiathetos (ÂŦºÇË ëÅ»ÀŠ¿¼ÌÇË֖; y (2) como una existencia
personal engendrada en la Esencia divina, y como tal el Arquetipo di-
vino o Primogénito de la creación. A este término se le aplicó Logos
prosphorikos (ÂŦºÇË ÈÉÇÊÎÇÉÀÁŦË֖, aunque Filón utilizó otros términos,
especialmente ¹ÀŦË o vida, »ŦƸ o gloria (como se usa en el Nuevo Tes-
tamento), y »¼ŧ̼ÉÇË ¼ŦË, un segundo u otro Dios. En el primero y
trascendente sentido, el Logos era meramente la razón impersonal y
eterna. Era la suma o totalidad de todas las ideas y tipos, que en un

373
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

sentido abstracto, existían como las formas arquetípicas en las que las
existencias creadas aparecerían. En el segundo y personal sentido, espe-
cialmente en su desarrollo tardío, el Logos era la manifestación propia
de Dios, que en la creación tuvo su nacimiento y fue enviado o proyec-
tado, como dando forma y vida a todas las cosas. Era divino pero
subordinado, divinidad pero no deidad, excepto en un sentido limitado
y acomodado.8 Aquellos que sostenían el principio monarquiano inten-
taron explicar la Trinidad sobre la base de un Dios velado o escondido,
revelándose a sí mismo por dos Poderes que manaban como rayos de
luz del sol. Uno era un Poder iluminador, el Logos o Razón Divina,
existiendo primero como la razón reflexiva de la Deidad por la cual Él
es capaz de inteligencia racional (ÂŦºÇË ëÅ»ÀŠ¿¼ÌÇË֖ y segundo, como la
obra de aquella razón autoexpresiva de sí misma por la cual Él crea y se
comunica con su creación (ÂŦºÇË ÈÉÇÊÎÇÉÀÁŦË֖. Así como el Logos era
el Poder iluminador, así el Espíritu Santo era el Poder vivificador, pero
ninguno era considerado como hipóstasis, sino solamente emanaciones.
Justino Mártir, Tatiano y Teófilo, por el otro lado, aplicaban el tér-
mino Logos a Cristo, pero en el sentido de hipóstasis, y por tanto afir-
maban su personalidad. Justino, en su Apología (I:13), declara: “Noso-
tros adoramos al Creador de este universo... De nuevo, hemos
aprendido que Aquél que nos enseñó estas cosas, y quien para este fin
nació, es decir, Jesucristo... era el Hijo de Aquél que es verdaderamente
llamado Dios; y nosotros lo valoramos en segundo lugar. Y que, con
razón, honramos al Espíritu profético en el tercer rango, enseguida lo
demostraremos”. Aunque Cristo era exaltado por este medio sobre to-
das las criaturas, no satisfizo las demandas de la conciencia cristiana,
puesto que hacía de la divinidad de Cristo una esencialmente subordi-
nada, y su generación premundanal, pero no eterna. Los cristianos vie-
ron que, apesar de toda distinción entre el Dios escondido (ĝ ¼ŦË֖ o
Dios en sí mismo, y el Logos ( ¼ŦË֖ o Dios en naturaleza, el subordi-
nacionismo no era sino una reconstrucción del panteísmo pagano que
hace al universo una manifestación de la existencia de Dios.
Es en este punto que la obra de Orígenes principia, siendo sus de-
ducciones de tal importancia que marcan una época en la historia del
trinitarianismo. Orígenes elevó la doctrina del Logos a un plano más
alto, e introdujo en su pensamiento especulativo la idea de la genera-
ción eterna. Tertuliano había identificado al Logos con el Hijo, y tanto
él como Ireneo diferían de Justino porque empleaban la palabra “Hijo”

374
LA TRINIDAD

con más frecuencia que el término “Logos”. Con esto ellos trajeron más
del elemento personal a la doctrina. Pero Orígenes captó más plena-
mente que sus predecesores la idea de la filiación y su importancia. Esto
lo llevó a afirmar que el Hijo era tan verdaderamente una hipóstasis
como el Padre, y que, a cualquiera de los dos, los pronombres persona-
les se podían aplicar estrictamente. Él asoció al Espíritu Santo en dig-
nidad con el Padre y el Hijo, pero sostuvo que Él no tenía la misma
relación inmediata con el Padre como la tenía con el Hijo, aunque te-
nía conocimiento directo y escudriña las cosas profundas de Dios. Orí-
genes buscó armonizar la trinidad de Personas con la unidad de esencia
al emplear la idea de la generación eterna. Con esto quería decir, la
generación eterna del Hijo por la voluntad del Padre. Existen dos mo-
mentos aquí, primero, una subordinación de la hipóstasis del Hijo a la
del Padre respecto a la esencia, y segundo, una creación como opuesta a
una emanación. Orígenes se opuso a la idea de que el Logos era mera-
mente pre-mundano y que advino a la expresión plena a través del na-
cimiento en la creación, afirmando en su lugar una existencia eterna del
Logos. Objetó a la posición de los emanacionistas en que el Hijo es
generado de la esencia del Padre, y sostuvo que la generación del Hijo
procede eternamente de la voluntad del Padre. Estaba preocupado
principalmente con la personalidad del Hijo, al contrario del monar-
quianismo, pero interpretó esta relación como para hacer al Hijo
subordinado en la esencia. Basando su discusión sobre Juan 1:1, hace
una distinción entre Dios ( ¼ŦË֖como divinidad, y el Dios (ĝ ¼ĚË֖
como deidad. Usa, por tanto, el artículo cuando se refiere al Padre o
Dios como no engendrado, y lo omite cuando el Logos o el Verbo es
denominado Dios. Esto lo lleva a adoptar esa forma de subordinacio-
nismo que sostiene que el Hijo no participa en la sustancia autosubsis-
tente de la Deidad, y por tanto no es propio utilizar el término ho-
moousios (ĝÄÇÇŢÊÀÇË֖ para el Hijo como consustancial con el Padre.
Esto proveyó la base sobre la cual Arrio más tarde desarrolló su idea de
la calidad de criatura del Cristo. Sin embargo, al mismo tiempo, Orí-
genes negó que Cristo era una criatura, insistiendo que él es de la natu-
raleza que está “entre medio de aquella de lo increado y aquella de to-
das las criaturas”. Esta distinción entre el Hijo y el universo creado,
sostiene, descansa en lo siguiente, que el Hijo deriva su divinidad
( ¼ĚË֖ inmediatamente de la absoluta Deidad (ĝ ¼ĚË֖, mientras que
el universo deriva su ser inmediatamente a través del Hijo, que es el

375
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

Logos o primer fundamento y causa de todas las cosas. En prueba de


esto cita a Juan 5:26: “Como el Padre tiene vida en sí mismo, así tam-
bién ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo,” esto es, Dios el Padre
(ĝ ¼ĚË֖ ha dado a Dios el Hijo ( ¼ĚË֖ tener vida en sí mismo; y por
tanto Él se vuelve el Creador del mundo, quien, en relación a Dios, está
un grado más distante. En este sentido, Él no puede ser clasificado to-
talmente con las criaturas. Por tanto, Orígenes niega “que hubo un
tiempo cuando Él no era”, y sobre esta base fue citado como una auto-
ridad por los atanasianos en su oposición a los arrianos.
2. El arrianismo de por sí fue el enemigo más formidable en el ca-
mino del desarrollo de la doctrina trinitaria. Arrio era de la escuela de
Luciano de Antioquía, donde el monarquianismo dinámico de Pablo
Samosata era la influencia dominante. Esto, unido con la idea judía de
la trascendencia, lo prejuició en favor de la unidad de Dios en detri-
mento del concepto trinitario. Arrio buscaba encontrar un lugar para
Cristo por encima de la creación, pero al mismo tiempo fuera de la
Deidad. Principiando con la idea del subordinacionismo como la pre-
sentó Orígenes, el efecto final de su enseñanza fue hacer tanto a Cristo
como al Espíritu Santo seres creados. Solo Dios era eterno, y no podía,
por tanto, comunicar su sustancia a ningún ser creado. Aún más, con-
sideró la unidad de Dios de una manera tan trascendente que no sólo
excluía todas las distinciones dentro de la Deidad, sino también todo
contacto fuera de ella. Cuando Dios iba a crear al mundo, se le hizo
necesario primero crear al Hijo o “Verbo” como su Agente. El Hijo
como criatura sugiere que Dios no siempre fue Padre sino que se hizo
tal solamente con la creación del Hijo, quien, por tanto, era de una
esencia diferente a la del Padre. Sin embargo, el Hijo era diferente de
las otras criaturas por su preeminencia, de manera que podemos hablar
de él como el “Dios unigénito”. Arrio explica su punto de vista en una
carta dirigida a Eusebio de Nicomedia, como sigue: “Pero decimos y
creemos, y hemos enseñado y enseñamos, que el Hijo no es no engen-
drado, ni de ninguna manera no engendrado incluso en parte; y que Él
no deriva su subsistencia de ninguna cosa subyacente; pero que de su
propia voluntad y consejo Él ha subsistido antes del tiempo, y antes de
los siglos, como Dios perfecto, el unigénito e inmutable, y que Él no
existió antes que fuera engendrado, o creado, o determinado, o estable-
cido. Porque Él no era no engendrado. Somos perseguidos porque de-
cimos que el Hijo tuvo un principio, pero que Dios es sin principio.

376
LA TRINIDAD

Repetimos —por esto somos perseguidos, y también porque decimos


que Él es de la nada. Y esto afirmamos, porque Él no es parte de Dios,
ni de ninguna cosa subyacente”. De acuerdo a Arrio, Cristo tomó so-
lamente un cuerpo humano en la encarnación, no un alma humana; y
el Espíritu Santo sostiene la misma relación con el Hijo que el Hijo con
el Padre.
Así como la doctrina de la Trinidad creció de la vida devocional de
la iglesia y no de la filosofía, así fue su conciencia devocional y no su
filosofía la que rechazó la herejía arriana. Si Cristo no era Dios, enton-
ces, adorarle era idolatría. De nuevo, como señaló Atanasio, el arria-
nismo destruía la base de la redención en Cristo. Si Él no era ni Dios ni
hombre, no podía ser un mediador; y si Él no conocía al Padre por sí
mismo, ¿cómo podía revelarlo a otros? Por eso la iglesia de entonces,
como la desde ese tiempo, ha rechazado cualquier intento de hacer a
Cristo una mera criatura. El valor principal de la controversia arriana
está en el hecho de que forzó a la iglesia a clarificar su creencia en la
Trinidad, y expresar de tal forma esta creencia como para incluir a Je-
sucristo dentro del ser eterno de Dios. Esto lo hizo en el Credo Niceno
(325) y su revisión ulterior en Constantinopla (381), que en ocasiones
se conoce como el Credo Niceo-Constantinopolitano. Una declaración
más explícita se da en el así llamado Credo de Atanasio de fecha poste-
rior (449 d.C.). Después de una breve observación de los desarrollos
trinitarios que se encontrarán en los escritos de los escolásticos y los
reformadores, daremos atención a las varias formas en las que la doctri-
na de la Trinidad se ha expresado, y resumiremos los resultados que en
general se sostienen en la iglesia.
Los escolásticos y los reformadores. La doctrina trinitaria sufrió
cierto cambio en la controversia sobre la procesión simple o doble del
Espíritu Santo, aunque de otra manera la declaración nicena en general
fue aceptada por los escolásticos. A través de la influencia de Juan de
Damasco, la iglesia oriental confirmó el credo y adoptó la doctrina de
una procesión simple, en la que el Espíritu Santo procedía del Padre
solamente. Después de esto el emperador Carlomagno convocó un
sínodo en Aix-la-Chapelle, en 809 d.C., que añadió la palabra filioque
al credo adoptado en Constantinopla, confirmando así la doctrina de la
iglesia occidental de que el Espíritu procedía del Padre “y del Hijo”.
Por tanto, la doctrina de la Trinidad retó necesariamente el ingenio
filosóficode los escolásticos y la imaginación de los místicos. La filosofía

377
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

dominante de los universales influenció grandemente el pensamiento


de los escolásticos. Juan Escoto Erígena (c. 800-877), de tendencias
gnósticas o neoplatónicas, se inclinaba hacia el sabelianismo. Declaró
que no había distinciones en la esencia divina correspondientes a los
nombres Padre, Hijo y Espíritu. Roscelino, por el otro lado, era un
nominalista en filosofía y, por tanto, consideraba el término Dios co-
mún a las tres Personas como un simple nombre, la idea abstracta de
un género bajo el cual los términos Padre, Hijo y Espíritu Santo debe-
rían comprenderse. Con esta posición se abrió a la acusación del tri-
teísmo. Abelardo, también un nominalista (1079-1142), cayó en los
puntos de vista sabelianos al sostener que el Poder, la Sabiduría y el
Amor eran las tres personas de la Trinidad, y que cualquier distinción
era meramente nominal. Gilberto de la Porree (1076-1154) era un
realista en filosofía, pero alcanzó los mismos resultados de Roscelino.
Fue acusado de separar las personas como lo hizo Arrio. El error del
sabelianismo, de acuerdo con Gilberto, era su fracaso en distinguir en-
tre el quo est y el quod est, esto es, que podemos decir que el Padre,
Hijo y Espíritu son uno, pero no que Dios es Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Distinguió entre Dios y la Deidad como entre la humanidad y
el ser humano, siendo la primera la forma universal en la que el ser
humano existe, pero no el ser humano en sí mismo. Éste fue un intento
de conciliación entre la posición realista respecto a la esencia, y la posi-
ción nominalista respecto a las tres personas. Gilberto fue acusado de
resucitar el error del tetrateísmo sostenido por Damián de Alejandría,
pero no fue formalmente condenado. Anselmo (1033-1109) era un
realista extremo y defendió la unidad de Dios en contra de la posición
triteísta de Roscelino.
Los reformadores permanecieron fieles a la doctrina de la Trinidad
como se exponía en los tres credos. Se dieron a analizarlos cuidadosa-
mente, y elevaron a un grado más alto de perfección las distinciones
filosóficas trabajadas con tanta ingeniosidad por los escolásticos. Sostu-
vieron que la sola esencia subsistía en tres Personas, la unidad siendo
numérica y la triunidad hipostática. Trabajaron minuciosamente las
distinciones entre las propiedades y las procesiones, los actos ab intra,
generación y espiración, y los actos ab extra, creación, redención y san-
tificación. La circumincesión es peculiarmente una doctrina de la Re-
forma.

378
LA TRINIDAD

Después de la Reforma los errores antiguos reaparecieron de vez en


cuando, siendo la principal doctrina hereje la del socinianismo, que
desembocó más tarde en el unitarismo moderno. El mismo es una revi-
vificación del antiguo monarquianismo, que reconoce al Padre solo
como Dios, y niega la deidad de Cristo y la personalidad del Espíritu
Santo.

LOS TÉRMINOS TÉCNICOS DEL CREDO


Los términos técnicos en los que la iglesia ha presentado la doctrina
de la Trinidad demandan una consideración especial. Los términos
“sustancia” y “esencia” ya han sido discutidos en conexión con la con-
cepción filosófica de Dios. Los términos que ahora demandan atención
son unidad y trinidad; persona, subsistencia e hipóstasis; procesión,
generación y espiración; propiedad y relación; misión y economía; cir-
cumincesión y monarquía.
Unidad y Trinidad. La unidad como se aplica a Dios se utiliza en
conexión con la sustancia o esencia, la trinidad en conexión con perso-
nas. Así Una substantia, y Tres Personæ , primero utilizadas por Tertu-
liano, llegaron a ser las fórmulas aceptadas para expresar la unidad y la
triunidad de Dios. El término Trias se utilizó primero por Teófilo (c.
180) en conexión con Dios, su Palabra y su Sabiduría. Un poco más
tarde, la palabra trinitas se utilizó por Tertuliano. La fórmula Una subs-
tantia, o “una sustancia”, se utilizó en un sentido filosófico para deno-
tar una entidad real. Para Tertuliano era el ser subyacente por el cual
las cosas son lo que son, y era, por tanto, un término más profundo que
natura o “naturaleza”, que utilizó solamente para denotar la suma total
de las propiedades de las cosas.
Persona, subsistencia e hipóstasis. La palabra latina persona presu-
pone otro término utilizado con frecuencia en la teología, el de supposi-
tum, por el cual se quiere decir un individuo en el sentido concreto.
Una persona es un suppositum con una naturaleza racional, o un indivi-
duo racional. El término persona, o “persona”, se aplica al principio de
unidad, o al centro de esa naturaleza racional. En el uso moderno de la
palabra, una persona es el sujeto o yo individual (¸ĤÌŦË֖ de una natura-
leza racional, autoconsciente, y autodeterminante, e incluye también la
naturaleza y propiedades de la cual es el sujeto. Sin embargo, esta últi-
ma con frecuencia se utiliza como personalidad en contraste con el
sujeto individual. Pero en teología la palabra nunca se utiliza en este

379
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

sentido. Aquí se tiene que distinguir claramente del contenido de la


naturaleza de la cual es el sujeto. No incluye la naturaleza así unida, ni
el contenido o sistema de experiencia, ni es el centro o parte alguna de
este contenido. Es más bien aquello por lo cual el sistema entero de la
experiencia se une, una posición de importancia peculiar en la cristolo-
gía. Las personas divinas, por tanto, no son individuos separados sino
que poseen en común una naturaleza o sustancia cuya distinción no
está en una sustancia separada sino en la manera que ellas comparten la
misma sustancia. Siendo que las personas humanas están asociadas con
cuerpos y están separadas en el espacio, resulta difícil para nosotros
concebir las personas sin la idea de separación. Por subsistencia se quie-
re decir una distinción dentro de una sustancia última en lugar de la
sustancia misma. El término se reserva para las distinciones de la Trini-
dad, y, como se utiliza comúnmente, es el equivalente de persona o
hipóstasis.
El término hipóstasis (ĨÈŦÊ̸ÊÀË֖ también se utiliza para expresar
las distinciones de la Trinidad, y como tal es el equivalente de persona
o subsistencia. La palabra originalmente significaba el simple ser
(ÇŧÊţ¸֖, y en este sentido era el equivalente exacto de la palabra latina
substantia (sustancia). Pero también expresa otro significado: el de la
realidad permanente de algo que persiste a través de todos los cambios
y experiencias. En este sentido casi se acerca al término “ego”, y conse-
cuentemente vino a ser utilizada en el sentido de una subsistencia o
persona. El uso del término en un doble sentido trajo gran confusión
en la iglesia. Los latinos utilizaban no sólo la palabra esencia para tra-
ducir ousia (ÇĨÊţ¸֖, sino que utilizaban la palabra substantia (sustancia)
para traducir tanto hypostasis (ĨÈŦÊ̸ÊÀË֖ como ousia (ÇĨÊţ¸֖. La pala-
bra hypostasis por tanto llegó a ser ambigua. Agustín dice: “Aquello que
tiene que entenderse de personas de acuerdo con nuestro uso, debe
entenderse de sustancias, de acuerdo con el uso griego; porque ellos
dicen tres sustancias (hypostases) una esencia (essentia), de la misma ma-
nera que nosotros decimos tres personas, una esencia o sustancia (essen-
tiam vel substantiam)”. Bicknell señala que aquellos que utilizaban
ĨÈŦÊ̸ÊÀË como sinónimo de ÇĤÊţ¸, y hablaban de ÄĖ¸ ĤÈŦÊ̸ÊÀË,
parecían sabelianos para aquellos que distinguían entre los términos.
Por el otro lado, aquellos que distinguían entre ellos y hablaban de
ÌɼėËĤÈÇÊ̊ʼÀË, parecían triteístas para aquellos que consideraban los
dos términos como sinónimos. Sin embargo, en el Concilio de Alejan-

380
LA TRINIDAD

dría (362) se reconocieron ambos usos de la palabra, y la fórmula ÌɼėË


ĤÈÇÊ̊ʼÀË fue aprobada como ortodoxa. Después de esto la iglesia
oriental se acogió a la fórmula ÄĖ¸ ÇĤÊţ¸ ÌɼėË ĨÈÇÊ̊ʼÀË, y el occi-
dente retuvo su Una substantia, Tres Personæ (compárese con Bicknell,
Thirty-nine Articles, 65).
Procesión, generación y espiración. Por procesión se quiere decir el
origen de una persona procedente de otra. Pertenece tanto al Hijo co-
mo al Espíritu de una manera general, pero más específicamente al
Espíritu Santo solo. Por generación se quiere decir una relación eterna
que siempre ha existido, y no meramente un evento que una vez suce-
dió y luego dejó de suceder. Generalmente en teología uno se refiere a
la generación del Hijo como generación eterna. Esto no significa que el
Padre existió antes del Hijo, o que los atributos del primero son mayo-
res que los del último, sino que el Padre tiene su naturaleza de sí mis-
mo, y el Hijo tiene su naturaleza por el don del Padre (compárese con
Juan 5:26). El término espiración es similar al de generación, y es la
propiedad peculiar del Espíritu. Como del Hijo se dice que es generado
por el Padre, de igual manera el Espíritu se dice ser espirado por el Pa-
dre, y de una manera secundaria por el Hijo.
Propiedades y relaciones. Por propiedades (proprietates) se quiere
decir las características peculiares de las personas; por relación se quiere
decir el orden en el que una persona está en cuanto a la otra. Las pro-
piedades son paternidad (que significa “ser de nadie”), filiación y proce-
sión. La paternidad es la propiedad por excelencia del Padre, filiación
es la propiedad del Hijo, y la procesión la propiedad del Espíritu Santo.
Las relaciones son estas:
1. Del Padre con el Hijo, paternidad; del Padre con el Espíritu, es-
piración.
2. Del Hijo con el Padre, filiación; del Hijo con el Espíritu, espira-
ción (teología occidental).
3. Del Espíritu con el Padre, procesión; del Espíritu con el Hijo,
procesión, pero en un sentido diferente del de la procesión del Padre.9
Las misiones y economías. Las relaciones apenas mencionadas son
procesiones eternas, en ocasiones conocidas como opera ad intra; y de
éstas se derivan las procesiones temporales o misiones. El obrar de estas
misiones constituyen las economías. No son actividades separadas de
las Personas, ya que la actividad de Dios es una, sino las relaciones con
algún efecto temporal y externo, o opera ad extra. Es evidente que tiene

381
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

que hacerse la distinción entre el que envía y el que es enviado (Juan


8:42); y que tiene que reconocerse además, que la Persona enviada está
en cierta nueva relación con aquello a lo cual es enviado (o terminus ad
quem). El cambio no es en la Persona sino en la relación económica.
Por esta razón el Padre está especialmente relacionado a la obra de Dios
en la creación; el Hijo por la encarnación está especialmente relaciona-
do a la obra de Dios en la redención; y el Espíritu Santo por su habita-
ción está especialmente relacionado a la obra de Dios en la santifica-
ción. Por supuesto, la entera Trinidad de Personas viene al mundo
(Juan 8:42; 14:23; 16:7), pero el Padre no procede y por tanto no es
enviado, mientras que tanto el Hijo como el Espíritu, aunque de mane-
ras diferentes, proceden del Padre. La relación de cada Persona con el
efecto temporal, por tanto, es diferente, y esto explica el hecho de que
se atribuyan actos a una Persona en lugar de la otra. En este sentido
podemos decir (1) el Padre es Dios sobre nosotros; (2) el Hijo es Dios
con nosotros; y (3) el Espíritu Santo es Dios en nosotros. Así los valores
religiosos de las economías hacen de la religión cristiana la expresión
plena de los valores prácticos y espirituales. San Pablo utiliza el término
economía (ÇĊÁÇÅÇÄţ¸֖ o “ley de la casa” en el sentido de una dispensa-
ción o plan del gobierno de Dios. Conlleva, sin embargo, el pensa-
miento de una verdad que no ha sido totalmente revelada, y, por lo
tanto, el Apóstol la llama un misterio (ÄÍÊÌŢÉÀÇÅ֖, incomprensible en
su totalidad, pero inteligible en la medida en que ha sido revelada. El
término “Trinidad económica” hace referencia a la revelación de Dios
progresivamente como Padre, luego como Hijo, y finalmente como
Espíritu. En este sentido es verdad. Llega a ser falsa solamente cuando
se sostiene que meramente son aspectos de un Dios, y no distinciones
eternas en la esencia divina misma. La doble idea de la “Trinidad esen-
cial” y la “Trinidad económica” tiene que asisirse firmemente si es que
ha de existir un punto de vista propio de esta doctrina fundamental del
cristianismo.
Circumincesión y monarquía. Habiendo reconocido lo distintivo
de las Personas de la Trinidad y su valor religioso, se hace necesario
enfatizar la unidad divina de una manera nueva y diferente, ya no por
causa de la unidad de su sustancia, sino más allá y por encima de esto,
en el sentido de unidad social. La doctrina de la circumincesión
(ȼÉÀÏŪɾÊÀË, o coinherencia ÊÍÄȼÉÀÏŪɾÊÀË֖, sostiene que las tres
Personas se permean o se habitan entre ellas al compartir una naturale-

382
LA TRINIDAD

za, dando así unidad social en la pluralidad de Personas. Los equivalen-


tes latinos de perichoresis o mutua permeación son interactiio, interexis-
tentia e intercommunio. La monarchia o divina monarquía destaca toda-
vía más la unidad de la Deidad al mantener la sola fuente de las
Personas divinas, esto es, el Padre, y ello en el sentido de la unidad ge-
nética o un grupo de parentesco.

LA DOCTRINA EVANGÉLICA
La doctrina evangélica de la Trinidad se expresa mejor en los credos
antiguos y en los artículos de fe. El Credo de Atanasio tiene la declara-
ción más explícita. Dice: “Adoramos a un solo Dios en la Trinidad, y a
la Trinidad en la unidad; sin confundir las personas ni separar la sus-
tancia. Porque una es la Persona del Padre, otra la del Hijo, y otra la
del Espíritu Santo; pero el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo tienen
una sola Deidad, gloria igual y coeterna majestad”. El artículo I de los
Treinta y nueve Artículos como fueron revisados por Juan Wesley y los
obispos metodistas de 1789, lee como sigue: “Hay un solo Dios vivo y
verdadero, eterno, sin cuerpo o partes; de infinito poder, sabiduría y
bondad; el hacedor y preservador de todas las cosas, visibles e invisibles.
Y en la unidad de esta Deidad, hay tres personas de una sustancia, po-
der y eternidad —el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo” (Artículo I,
Twenty-five Articles of Methodism). Podemos decir, por tanto, que la
doctrina evangélica afirma que la Deidad es de una sola sustancia, y que
en la unidad de esta sustancia hay tres susbsistencias o Personas; y ade-
más, que esto tiene que sostenerse de cierta manera que no divida la
sustancia o confunda las Personas. Por tanto, resumiremos nuestra de-
claración de la doctrina bajo cuatro encabezados como sigue: (1) la
unidad de la esencia; (2) la trinidad de personas; (3) la monarquía divi-
na y (4) la circumincesión.10
La unidad de la esencia. El término unidad se aplica a la esencia o
sustancia de Dios, y el de trinidad, a su personalidad. En ocasiones se
afirma que la unidad y la trinidad son términos contradictorios, pero la
iglesia nunca ha utilizado el uno y el tres en el mismo sentido. No en-
seña que las tres Personas son una en el mismo sentido que son tres; ni
enseña que la una sustancia es tres en el mismo sentido que es una. No
hay una trinidad de esencia o ser, sino una trinidad de Personas, una
pluralidad dentro del solo ser de Dios. Esta es la concepción más sim-
ple posible. Al afirmar que la sustancia es numéricamente una y la

383
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

misma, la iglesia se protege del error de suponer que esta unidad es


similar a la de la naturaleza humana, que puede ser la misma en dos o
más individuos humanos. En este caso la naturaleza humana es genéri-
camente la misma, pero no numéricamente; entre tanto que en la Dei-
dad no sólo es genéricamente la misma sino también numéricamente
—de otra manera tendríamos tres individuos o tres Dioses. Esto lleva al
triteísmo pero no a la concepción cristiana de la Trinidad. Fue por esta
razón que la iglesia rechazó no solo al arrianismo pero también al semi-
arrianismo. Este último sostuvo que Cristo o el Hijo no era un ser
creado sino una generación, en la que la sustancia o esencia del Hijo no
era la del Padre sino sólo semejante a ella, esto es homoiousios
(ĝÄÇÀÇŧÊÀÇË֖ en lugar de homoousios (ĝÄÇÇŧÊÀÇË֖. Aunque la unidad le
pertenece a Dios en el sentido de la simplicidad e indivisibilidad de su
ser, la misma implica más que esto, ya que la unidad del Ser divino
tiene que trascender toda necesidad, todas las limitaciones humanas y
concepciones finitas. Por tanto, se utiliza para expresar simbólicamente
lo que de otra manera está fuera del alcance de la consideración huma-
na. En el caso de las personas humanas previamente citado, por virtud
de una naturaleza genérica común se vuelven una clase, y el término
unidad se aplica a cada individuo como un miembro de esa clase. Pero
esto no es aplicable a Dios. Él no es de una clase. Por lo tanto, en este
sentido de la definición, Dios no es un individuo, esto es, la unidad no
puede aplicársele así. Pero un individuo puede ser definido de otra ma-
nera, esto es, en el sentido de un Ser que puede existir independiente-
mente o solo. J. A. Dorner usa el término “solo” para expresar esta in-
dependencia. En este sentido, solamente Dios tiene individualidad,
puesto que Él solo es ser absoluto. Es también en este sentido que apli-
camos el término unidad a Dios. Dice John Miley: “La unidad no es en
ningún sentido determinativa de lo que Dios es en sí mismo. Exacta-
mente lo inverso es la verdad. Dios es la unidad más profunda porque
Él solo es espíritu absoluto, que existe en la personalidad eterna, con la
perfección infinita de los atributos morales. Esta unidad más profunda
no es, por tanto, en ningún sentido, constitutiva o determinativa de lo
que Dios es en sí mismo, sino que es pura consecuencia de las perfec-
ciones infinitas que son su sola posesión. Por tanto, la unidad no es en
sentido propio un atributo de Dios” (Miley, Systematic Theology,
I:217).11

384
LA TRINIDAD

La trinidad de personas. Aunque la Biblia asocia la divina Trini-


dad principalmente con el proceso redentor histórico, ello no nos da
base para suponer que es, por tanto, meramente una Trinidad “econó-
mica” o una Trinidad de manifestaciones, tal y como el sabelianismo
sostiene. La iglesia siempre ha sostenido que la Trinidad expresa no
solamente la relación externa de Dios con el hombre, sino su relación
interna consigo mismo; y por tanto, que hay una Trinidad “esencial”
así como “económica”. Lo ha hecho sobre la base de una enseñanza
bíblica clara. Cree que “en el principio era el Verbo, el Verbo estaba
con Dios y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). En la declaración divina de
que el Verbo estaba con Dios, y que el Verbo mismo era Dios, la iglesia
encuentra distinciones internas en la Deidad, una distinción entre Dios
y Dios, y una relación de Dios con Dios. San Pablo revela la misma
verdad en este otro pasaje: “Pero Dios nos las reveló a nosotros por el
Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de
Dios” (1 Corintios 2:10). Aquí, unido a la declaración respecto a la
Trinidad económica o reveladora, está otra de igual importancia respec-
to a la Trinidad esencial. El Espíritu no es, de acuerdo con este pasaje,
apenas una actividad dirigida externamente hacia el mundo, sino que se
dirige internamente también, siendo el Espíritu el Dios que escudriña a
Dios. Por lo tanto, sobre la base tanto de la Biblia como de la razón, la
iglesia ha sostenido una distinción entre la Trinidad económica o la
revelación de Dios al mundo ad extra (ÈÉŦÈÇË ÒÈÇÁ¸ÂŧмÑË֖, y la Tri-
nidad esencial o la revelación de Dios a sí mismo ad intra (ÈÉŦÈÇË
ĨÈŠÉƼÑË֖.
Los primeros padres, tanto griegos como latinos, y más tarde los es-
colásticos y los reformadores, hicieron uso de analogías para ilustrar sus
enseñanzas respecto a la Trinidad, aunque no para explicarla.12 El logos
humano o palabra, decían, es hablada y por tanto emitida desde el alma
humana sin la pérdida de su esencia; de igual manera, la generación
eterna del Hijo dejó la naturaleza divina intacta. De igual manera, la
razón o sabiduría o Dios media la esencia divina sin sustraer de ella. La
ilustración más común, sin embargo, fue tomada de la conciencia hu-
mana, y ha llegado hasta nosotros desde los padres primitivos. En
tiempos modernos, los teólogos mediadores, Nitzsch, Wiesse, Dorner y
Martensen le han dado su forma más perfecta. Estos escritores en oca-
siones han sido acusados de ser hegelianos en su modo de pensamiento,
especialmente en lo que concierne a la tesis, la antítesis y la síntesis. La

385
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

filosofía de Hegel hace a Dios la tesis, y al mundo la antítesis. Esto hizo


del mundo algo necesario para la idea de la existencia de Dios, y llevó al
panteísmo y al agnosticismo. Los teólogos trinitarios, por el otro lado,
encontraron la síntesis dentro de la Trinidad misma, Dios el Padre
siendo el sujeto, Dios el Hijo el objeto, y Dios el Espíritu el vínculo de
unión o perfección. Dice el obispo Martensen: “Por tanto, al seguir tras
las pisadas de la iglesia, enseñamos que no meramente el Padre, sino
también el Hijo y el Espíritu Santo preexistieron eternamente y son
independientes de la creación; decimos que Dios no podía no ser el
Dios revelado por sí mismo, amante de sí mismo, a menos que se hu-
biera distinguido eternamente a sí mismo en un Yo y un Tú (en Padre
e Hijo), y a menos que Él eternamente se comprendiera a sí mismo
como el Espíritu de amor, que procede de esa relación de antítesis en la
esencia divina” (Martensen, Chr. Dogm., 107). A esto en ocasiones se
objeta que las distinciones en la mente humana son meramente ideas,
no distinciones reales. La objeción descansa sobre el fracaso en distin-
guir la diferencia entre la autoconsciencia creada e increada. La mente
creada está limitada por la antítesis entre ser y pensamiento, y por tanto
su autoconsciencia se puede desarrollar sólo en conexión con el mundo
fuera de sí mismo. Pero en Dios, pensamiento y ser son uno, y el mo-
vimiento por el cual la autoconsciencia divina se completa, no es me-
ramente del sujeto divino, pero también de la sustancia divina. Los tres
egocentros, por tanto, no son meramente formas de consciencia sino
que llegan a ser distinciones hipostáticas o formas de subsistencia. En-
tonces, este es el primer paso en el argumento que parte de la autocons-
ciencia, i.e., que los tres centros focales en la autoconsciencia creada
tienen que considerarse como hipóstasis o subsistencias reales en la
autoconsciencia divina increada.
El segundo paso en el argumento está interesado en la naturaleza del
Logos. Así como en la conciencia humana el ser se vuelve consciente de
sí mismo, proveyendo ese acto de cognición propia tanto el sujeto co-
mo el objeto en un ser o sustancia, así Dios el Padre desde las profun-
didades de su naturaleza eterna propia, ve la imagen de su propio Ego
en una segunda subsistencia, que es el Logos eterno o Hijo. Es por esta
razón que el autor de la Epístola a los Hebreos habla del Hijo como “el
resplandor de su gloria, la imagen misma de su sustancia” (Hebreos
1:2-3). Aquí la palabra “resplandor” es la efulgencia o brillo de la gloria
o doxa (ĶÅ Òȸŧº¸Êĸ ÌýÊ ĨÈÇÊ̊ʼÑË֖; y la “misma imagen”

386
LA TRINIDAD

(ϸɸÁÌüÉ ÌýË ĤÈÇÊ̊ʼÑË ¸ĤÉÇı֖, la imagen exacta o impresión de la


sustancia (ĨÈÇÊÌÒʼÑË֖ de Éste; así sosteniendo (o haciendo manifies-
to) todas las cosas por la palabra de su poder. Como en el prólogo del
cuarto evangelio, el autor de esta epístola identifica a Jesucristo con el
Logos como el intermediario de la creación, el cual, como el Hijo de
Dios encarnado, se hace el Mediador de la redención. Su declaración
respecto a la gloria del Hijo es, por tanto, seguida inmediatamente por
otra que la relaciona a su propósito redentor, declarando que “habien-
do efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mis-
mo” (habiendo hecho purificación por los pecados), “se sentó a la dies-
tra de la Majestad en las alturas” (o a la diestra de la Majestad en los
lugares altos).13
Es digno de notar que existe en el Antiguo Testamento un indicio
de esta concepción del Logos, encontrada más especialmente en la des-
cripción de la Sabiduría, como previamente se mencionó. Dios se ma-
nifiesta a sí mismo en la Sabiduría que estaba con Él en el principio, y
se regocija siempre delante de su faz. “Con él estaba yo ordenándolo
todo. Yo era su delicia cada día y me recreaba delante de él en todo
tiempo. Me regocijaba con la parte habitada de su tierra, pues mis deli-
cias están con los hijos de los hombres” (Proverbios 8:30-31). La idea
judía de la sabiduría, sin embargo, era impersonal. Era la imagen eterna
del mundo, el pleroma celestial, increado y sobrenatural, pero todavía
solo una personificación. Así también el Logos filónico, el cual era un
ÁŦÊÄÇË ÅǾÌŦË, no era otra cosa que un término para el mundo celes-
tial, y aunque increado, era de igual manera impersonal. Por tanto,
Juan tocó una fibra profunda cuando, por la pluma de la inspiración,
declaró que el Logos era el Hijo, y que, como tal, no sólo era la Palabra
hablada sino el Verbo hablante, no solamente una revelación, sino un
Revelador, no sólo la Sabiduría personificada, sino el Verbo eterno, que
estaba en el principio con Dios, y era Dios (Juan 1:1). Por tanto, Dios
no solamente es el Padre de la criatura o la idea, sino del Logos que es
el vehículo de la idea, sin el cual ni un solo pensamiento se presentaría
al Padre como un objeto, diferente de sí mismo. Esta es la verdadera
concepción de la generación eterna que ha sido tan prominente en las
controversias de la iglesia —no un evento en el tiempo o incluso antes
del tiempo, sino una relación eterna sin la cual la personalidad es impo-
sible. Era esto a lo que los arrianos aspiraban, pero fracasaron cuando
hicieron la generación tan completamente un nacimiento de la volun-

387
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

tad de Dios en lugar de su esencia, que el Hijo se volvió una mera cria-
tura, del cual afirmaron que hubo un tiempo cuando no era.
El tercer paso en el argumento para la doctrina evangélica de la San-
tísima Trinidad se preocupa de la naturaleza del Espíritu y su relación
con el Padre y el Hijo. Es evidente que si la revelación del Padre hubie-
ra terminado en el Hijo, esta relación hubiera sido una de necesidad y
no de libertad. Es la obra del Espíritu que procede del Padre y el Hijo,
glorificar esta relación necesaria convirtiéndola en una de libertad y
amor. La relación existente entre el Padre y el Hijo es por tanto ética así
como metafísica. La relación de Dios con el mundo, entonces, no es
meramente una de contemplación, como los panteístas enseñan, sino
una de creación motivada por el amor divino.
La doctrina evangélica de la Trinidad, por tanto, satisface perfecta-
mente el principio unificador de la mente humana. La energía autore-
veladora de Dios se revela también como actividad personal en el Lo-
gos, manifestada desde la fundación del mundo, y alcanza su clímax en
el Verbo hecho carne. La encarnación es, entonces, el enfoque de la Luz
personal que alumbra a todo ser humano que viene al mundo. La pre-
existencia de Cristo no sólo es una verdad religiosa sino también filosó-
fica, en la que el ser humano y Dios se unen, tanto en las relaciones
naturales como morales. “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas
resplandeciera la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para
iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucris-
to” (2 Corintios 4:6). Así, en esta segunda hipóstasis, tenemos al Verbo
como la “imagen exacta” o verdadera revelación del Padre, y también al
Verbo como el Revelador, la “efulgencia” o resplandor de su gloria. La
tercera hipóstasis, o el Espíritu, tiene referencia, no a la energía autore-
veladora, sino a la energía autoinspiradora de Dios, que, de igual mane-
ra, es una actividad personal. A la medida que la autorevelación de
Dios avanza, se da un incremento constante en el despliegue de la ener-
gía autoimpartidora del Espíritu Santo. Por esta razón el Verbo divino
tenía que llegar a la expresión plena en la encarnación, antes que el
Espíritu Santo pudiera venir en la plenitud de la gloria del Pentecostés.
A la medida que la energía autoreveladora de Dios encontró su perfec-
ción en la personalidad única de Jesucristo el Hijo; así la energía auto-
impartidora de Dios alcanzó su expresión más elevada en la presencia
personal del Espíritu Santo. Ahí reside el significado profundo y per-
manente de las palabras de nuestro Señor: “Os conviene que yo me

388
LA TRINIDAD

vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si


me voy, os lo enviaré” (Juan 16:7).14
La monarquía divina. Nuestra discusión previa de la Trinidad ha
estado interesada principalmente con las cuestiones metafísicas de uni-
dad y triunidad, pero ahora tenemos que dar alguna atención a los as-
pectos sociales y gubernamentales de esta importante doctrina. Lo que
se designa como la “monarquía” del Padre tiene referencia a su preemi-
nencia, no ya percibida desde el punto de vista de la esencia metafísica,
sino desde el orden y la relación. Le pertenece a los oficios de las perso-
nas y no a la de su sustancia. Es el principio de unidad en el aspecto
social de la Trinidad, no una desigualdad en el aspecto de la Trinidad
esencial. En la declaración nicena de la monarquía, el Padre no es más
divino que el Hijo, o el Hijo que el Espíritu Santo.15 Pero en el orden
de subsistencia en esa sola esencia, el Padre depende solo de sí mismo
para su deidad, el Hijo deriva su deidad del Padre (Dios de Dios ¼ġÅ
ëÁ ¼Çİ), esto es, Él es el Verbo o autorevelación del Padre y por tanto
eternamente dependiente de Él; y el Espíritu procede del ֕ëÁ֖ Padre y
del Hijo (Padre a través del Hijo »ÀŠ ȸɊ), y por tanto en orden y
relación depende eternamente de ambos. Respecto a naturaleza y ser,
sin embargo, el Hijo no pertenece a un grado de divinidad más bajo
que la del Padre, sino que es “Dios de Dios, engendrado y no hecho,
siendo de una sustancia con el Padre”. La relación filial como Hijo con
el Padre es lo segundo, y por tanto, en este sentido, subordinada; pero
la esencia filial es igual y coordinada con la de la paternidad, “la gloria
igual, la majestad coeterna”. Más aún, el orden no es temporal o crono-
lógico, sino que se fundamenta en las tres distinciones o subsistencias
de la sola esencia, y por tanto real y eterno. De aquí que tengamos la
declaración del credo de que, “en esta Trinidad ninguno es antes o
después del otro, ninguno es más grande o menos que el otro; sino que
todas las tres Personas son, juntas, coeternas y coiguales. De tal manera
que en todas las cosas que se han dicho, la unidad en la Trinidad y la
Trinidad en la unidad ha de ser adorada”.16 Hemos señalado previa-
mente algunos de los errores que surgieron respecto al monarquianismo
en el período primitivo o antiniceno, tales como el subordinacionismo
de Orígenes, el arrianismo y el semiarrianismo. La declaración de Nicea
de la Trinidad marcó un avance decisivo sobre el período anterior en la
claridad de la doctrina, pero los teólogos encontraron necesario guar-
darse de dos errores. El primero era la confusión de la esencia o sustan-

389
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

cia con las distinciones personales. Cuando estas dos se identificaban, o


a lo menos no se separaban claramente, la “generación” de una Persona
significaba la generación de la esencia, y la “procesión” de una persona
significaba la procesión de la esencia. Esto resultó en una diferencia de
esencia y, como consecuencia, en la multiplicación de deidades, o el
triteísmo. El segundo error estaba estrechamente aliado con el primero,
y consistía en una confusión de las ideas de generación y creación. La
generación era considerada como creación de la nada; y la procesión de
una persona de la otra significaba la creación de esa persona de la nada
por la anterior. Esto redujo al Hijo y al Espíritu Santo a meras criatu-
ras. Los teólogos nicenos corrigieron el primer error al hacer una aguda
distinción entre sustancia y subsistencia, entre esencia y personas. Con-
sideraban éstas como dos concepciones distintas y separadas. A la pri-
mera pertenecía la unidad de la Deidad, a la segunda, la triunidad.
Luego, era posible combinar la unidad de la esencia con la triplicidad
de personas. La generación o procesión de una persona de la otra, por
tanto, no necesitaba una diferencia de esencia, y las dos podían combi-
narse sin contradicción de términos. El segundo error fue corregido al
considerar al Padre y al Hijo como correlativos, de modo que uno no
tuviera existencia sin el otro, y que la hipóstasis de uno demandara la
hipóstasis del otro.17 En la enseñanza de Orígenes, el Padre era una
mónada que existía antes del Hijo en el orden de naturaleza, y el Espíri-
tu Santo se subordinaba a ambos, en lugar de ser hipóstasis divina y
coeterna. Y aunque Orígenes sostuvo la generación eterna, la hizo des-
cansar más en la voluntad del Padre que en la necesidad de su naturale-
za. Los arrianos, por tanto, haciendo una distinción en la esencia así
como en las personas, sostenían una forma más alta y más baja de la
divinidad; una ĝ ¼ġË y una ¼ġË. Atanasio insistió en la identidad de
la esencia, y por tanto sostuvo el homo-ousia en contraste con la dife-
rencia en esencia o heter-ousia, sostenida por los arrianos. Los semia-
rrianos, en un intento de mediación, propusieron el término homoi-
ousia o esencia parecida, pero esto también fue rechazado por los teólo-
gos ortodoxos. Podemos decir, pues, que el trinitarianismo niceno ar-
monizó la doctrina de la sola sustancia con las tres Personas, al insistir
en la necesidad de esta generación y procesión, en contraste con la idea
voluntaria de los arrianos. Ellos inferían de su idea de generación vo-
luntaria que hubo un tiempo cuando el Hijo no era. En contra de esto,
los ortodoxos afirmaban que la generación del Hijo era una consecuen-

390
LA TRINIDAD

cia necesaria de la naturaleza divina, por lo cual era tan independiente


de la acción volitiva del Padre como lo era la existencia de cualquiera de
los atributos divinos. Este fue un paso gigante hacia adelante. Ahora
necesita la doctrina de la circumincesión para salvaguardarse de una
tendencia demasiado fuerte hacia la indebida separación de las Personas
y sus misiones divinas.18
La circumincesión o perichoresis. La circumincesión o perichoresis
viene de la palabra griega ȼÉÀÏŪɾÊÀË o ÊÍÄȼÉÀÏŪɾÇÀË; como pre-
viamente se señaló en nuestras definiciones de términos. Los equivalen-
tes latinos son interactio, intercommunio o interexistentia. El término
significa una intercoherencia de las Personas de la Trinidad, o aquella
propiedad, que por razón de identidad de esencia, ellas pueden comu-
nicar la una con la otra sin confusión de personas. Protege la unidad de
la Deidad, al afirmar que las tres Personas no existen una al lado de la
otra como individuos separados, sino que ellas se permean o penetran
una a la otra, y así existen no una al lado de la otra sino en y a través de
la otra... Así como la monarquía divina enfatizó el aspecto social de la
Trinidad, también lo hace la perichoresis. Afirma que hay unidad de
propósito y coinherencia en acción así como en esencia. Así como estu-
vieron unidas en la obra de la creación, también cada una está ocupada
en la obra de la redención, y compartirán cada una en la consumación
de todas las cosas. La esencia divina no está dividida y es indivisible. La
totalidad de la Deidad está en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu San-
to. En el Padre como el origen de todas las cosas; en el Hijo (Logos)
como la autoexpresión de Dios, y en el Espíritu como su autoconscien-
cia. La circumincesión es especialmente necesaria para proteger la uni-
dad religiosa de Dios, o ese acercamiento a la Trinidad a través de la
experiencia religiosa. La razón está principalmente preocupada con la
unidad de Dios, pero la experiencia religiosa, con la distinción de las
Personas. El peligro de una es la abstracción; el de la otra, el antropo-
morfismo. La mente tiende a pensar de la personalidad como lo que
distingue a un individuo del otro. Por tanto, el triteísmo es el resultado
práctico de la distinción de las Personas, a menos que la perichoresis sea
plenamente entendida y se mantenga constantemente delante del indi-
viduo en su vida devocional. Y, además, lo distintivo de las personas
tiende a enfatizar la individualidad y minimizar los aspectos sociales de
la personalidad, ya sean considerados en referencia a lo humano o a lo
divino. Se puede conceder que existe una línea profunda de división

391
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

entre los aspectos individuales y sociales de la personalidad, y sin duda


esto es intensificado por el orgullo y el egoísmo pecaminoso. Es sólo
cuando nos damos cuenta de que los bienes más sublimes de la vida
tienen que compartirse para que puedan realizarse y gozarse plenamen-
te, que llegamos a ver que la personalidad humana no es menos sino
más verdaderamente social. Esto tiene su prototipo perfecto en la peri-
choresis o circumincesión, la misteriosa habitación y la interpenetra-
ción de las Tres Personas de la Deidad, la promesa y potencia de la
comunión espiritual en la iglesia.19 “Yo les he dado la gloria que me
diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú
en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca
que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me
has amado... Les he dado a conocer tu nombre y lo daré a conocer aún,
para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos”
(Juan 17:22-23, 26).
Thomas O. Summers concluye su discusión sobre este asunto con
una cita del siempre memorable John Hales, quien fuera profesor de
griego en Oxford en 1612, y a quien el obispo Pearson menciona como
un “hombre de tan grande agudeza, presteza y sutileza de conocimiento
como ésta o quizá ninguna otra nación ha dado... un hombre de cono-
cimiento vasto e ilimitado, de un juicio severo y profundo”. John J.
Tigert, en una nota adjunta, dice que fue al Sínodo de Dort como cal-
vinista y regresó como arminiano. Dice: “Ante la oportuna presenta-
ción de Juan 3:16 por Episcopio, allí le dije a Juan Calvino buenas
noches, como tantas veces él me lo había dicho”. Lo que sigue se tomó
de Golden Remains (Obras póstumas doradas, Londres 1673), y se titu-
la la “Confesión de la Trinidad”, por John Hales:
Dios es uno; numéricamente uno; más uno que ningún ser humano
singular, si la unidad se pudiera suscipere magis et minus: sin embargo,
Dios es tan uno que admite distinción; pero admite de tal modo distin-
ción que todavía permanece una unidad.
Siendo que Él es uno, le llamamos Dios, la Deidad, la Naturaleza
Divina, y otros nombres con el mismo significado; siendo que Él se
distingue, le llamamos Trinidad: Personas; Padre, Hijo y Espíritu San-
to.
En esta Trinidad hay una esencia; dos emanaciones; tres personas o
relaciones; cuatro propiedades; cinco nociones: una noción es aquello
por lo cual se significa o se conoce cualquier persona.

392
LA TRINIDAD

La sola esencia es Dios con esta relación, que genera o engendra, ha-
ce la Persona del Padre: la misma esencia con esta relación, que es en-
gendrada, hace la Persona del Hijo: la misma esencia con esta relación,
que procede, hace la Persona del Espíritu Santo.
Las dos emanaciones son, ser engendrado y proceder o ser exhalado;
las tres personas son Padre, Hijo y Espíritu Santo; las tres relaciones,
engendrar, ser engendrado, y proceder, o ser espirado. Las cuatro pro-
piedades son: la primera inasibilidad e inemanabilidad; la segunda es
generar —ésta pertenece al Padre: la tercera es ser engendrado; y ésta
pertenece al Hijo: la cuarta es proceder o ser espirado; y ésta pertenece
al Espíritu Santo. Las cinco nociones son: la primera, inasibilidad; la
segunda, engendrar; la tercera, ser engendrado; la cuarta, spiratio passi-
va, o ser espirado; la quinta, spiratio activa, o espirar: y esta noción le
pertenece al Padre y al Hijo por igual, porque Pater et Filus spirant Spi-
ritum Sanctum”.
La palabra emanación como se utiliza arriba no es el concepto orien-
tal de la finitud que procede de la infinitud, sino un uso acomodado
del término en el sentido cristiano. Pero siempre volvemos al pensa-
miento de que el Ser de Dios, como lo designa San Pablo, es un miste-
rio (ÄÍÊÌŢÉÀÇÅ֖, y que se nos pide adorar a la “Unidad en la Trinidad y
a la Trinidad en la Unidad”, y no necesariamente a entenderla. Dice
Ralston: “La doctrina bíblica de la Trinidad es uno de esos misterios
sublimes y gloriosos que la mente del ser humano, a lo menos mientras
esté amortajada en barro, no puede penetrar. Podremos estudiar y me-
ditar hasta que nos perdamos en el pensamiento, sin embargo, jamás
podremos comprender el modo y la naturaleza del ser divino” (Ralston,
Elements of Divinity, 65). William Burton Pope nos advierte respecto a
la terminología científica de la doctrina que “es bueno familiarizarse
con los términos que expresan la relación del Uno a los Tres-en-Uno.
Ningún estudiante pensante los descartará o rebajará. La Deidad es la
esencia o sustancia o naturaleza divina; los tres son subsistencias, hipós-
tasis y personas... En ninguna parte la precisión es más necesaria que en
el orden de la fraseología de la adoración. La mente y la lengua tienen
que ser educadas al punto de evitar el lenguaje manchado del triteísmo
o del sabelianismo o del error arriano. Uno de los resultados del estudio
cuidadoso y reverente será la disciplina que hará que cada palabra sea
fiel al honor igual de cada una de las tres personas adorables en la uni-
dad de las otras dos, y en la unidad de la Deidad, adorando y orando a

393
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

cada una con esta sagrada excepción. Pero, después de todo, tenemos
que recordar que la iglesia antigua nunca se cansó de imponer lo rela-
cionado a este asunto; la naturaleza de Dios es ÔĢģ¾ÌÇË inefable, inson-
dable e inexpresable; la Deidad solo se puede conocer por el que es
¼Ç»ţ»¸ÁÌÇË, enseñado por Dios; y ese conocimiento es y será eterna-
mente sólo ëÁ ÄšÉÇÍË, en parte” (Pope, Compendium of Christian Theo-
logy, I:286). ¿Es sorpresa, entonces, que la iglesia no sólo nos dio una
declaración de la Trinidad en el credo, sino que implantó su enseñanza
en la música por medio de una incomparable doxología como la “Glo-
ria Patri”? En esta doxología se resumen todas las enseñanzas respecto a
la Trinidad como se deben emplear en el servicio de adoración. “Gloria
demos al Padre, al Hijo, y al Santo Espíritu; como eran al principio,
son hoy, y habrán de ser, eternamente. Amén”.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. La doctrina de la Trinidad, como cualquier otra, tiene en el misterio de la educación
divina en la iglesia, su desarrollo lento. Recordando la ley de que el progreso de la doctri-
na del Antiguo Testamento tiene que trazarse a la luz del Nuevo Testamento, podemos
discernir a través de los escritos antiguos un preindicio del Tres-Uno, listo para revelarse
en el último tiempo. Ninguna palabra del antiguo texto debe estudiarse como si existiera
por sí sola, sino de acuerdo con la analogía de la fe, que no es otra cosa que la sola verdad
que reina en el todo orgánico de la Biblia (Pope, Compendium of Christian Theology,
I:260).
2. A través de los evangelios, desde el testimonio de Gabriel al ángel mayor que él, en adelan-
te, no hay duda que el ángel de Jehová es Jehová mismo, y que Jehová mismo, muy fre-
cuentemente, aunque no exclusivamente, vuelve a aparecer en el nombre Señor. No solo
Isaías, sino todos los escritores del Antiguo Testamento, “vieron su gloria y hablaron acer-
ca de él” (Juan 12:41). Pero el ministro increado de la voluntad de Jehová no es en general
anunciado de antemano en el Antiguo Testamento como el Hijo, más que lo que Jehová
es revelado como el Padre. Sin embargo, esto no quiere decir mucho. El eslabón que en
las Escrituras más antiguas conecta al Ángel de la Faz con el Hijo, en las Escrituras poste-
riores es triple. En los salmos y la profecía Él es expresamente conocido como el Hijo, la
Palabra u oráculo de Dios, o la Sabiduría hipostasiada; y se le llama Adonai o Señor, el
Dios todopoderoso. Pero estos testimonios un tanto ocasionales fluyen hacia una repre-
sentación más general del futuro Mesías, y como tal deberán reservarse para una exhibi-
ción más completa de la Trinidad Mediadora y la Persona de Cristo (Pope, CCT, I:263).
3. Al considerar estos pasajes, A. H. Strong señala que ningún escritor judío antes de Cristo
había tenido éxito en construir de ellos una doctrina de la Trinidad. Sólo a la luz del Nue-
vo Testamento muestran su significado real. Su conclusión es que ellos por sí mismos no
producen suficiente base para la doctrina de la Trinidad, pero contienen el germen de ella,
y se pueden utilizar en confirmación de la misma cuando su verdad es sustancialmente
demostrada a partir del Nuevo Testamento (Strong, Systematic Theology, I:322).
4. En la creación lo vemos moviéndose sobre la faz del caos, y sujetándolo a la belleza y el
orden; en la providencia, renovando la tierra, adornando los cielos, y dando vida al ser

394
LA TRINIDAD

humano. En la gracia lo contemplamos expandiendo la escena profética hasta la visión de


los videntes del Antiguo Testamento, y haciendo una perfecta revelación de las doctrinas
de Cristo a los apóstoles del Nuevo. Reprueba al mundo de pecado, obrando en el cora-
zón del ser humano una convicción secreta de su mal y peligro. Él es “el espíritu de gracia
y súplica”; y de Él son el corazón enternecido, la voluntad sumisa, y todos los deseos y
tendencias celestiales. Se apresura al espíritu atribulado de los seres humanos penitentes,
que son dirigidos por su influencia a confiar en Cristo, con las nuevas del perdón; dando
testimonio a su espíritu que son hijos de Dios. Los ayuda en sus debilidades; hace interce-
sión por ellos, inspira pensamientos de consuelo y sentimientos de paz, planta y perfec-
ciona en ellos cualquier cosa que sea pura, amable, honesta y de buen nombre; mora en las
almas como en un templo; y, después que se ha rendido el espíritu a Dios, “sin mancha ni
arruga ni cosa semejante”, termina su obra benévola y gloriosa al levantar a los cuerpos de
los santos en el día final, a la inmortalidad y la vida eterna. ¡Tan poderosamente el Espíri-
tu de gloria y de Dios reclama nuestro amor, nuestra alabanza, nuestra obediencia! Por lo
tanto, en las formas de la iglesia cristiana Él ha estado asociado constantemente con el Pa-
dre y el Hijo en igual gloria y bendición; y este reconocimiento del Espíritu Santo debe
ser hecho en todo acto congratulatorio de devoción, de tal manera que igualmente a cada
persona de la eterna Trinidad se le dé gloria “en la iglesia por todos los siglos. Amén”
(Wakefield, Christian Theology, 233).
Para mayor estudio ofrecemos la siguiente relación de pasajes bíblicos respecto a la
personalidad del Espíritu Santo: (1) Se declara que procede del Padre (Juan 15:26) y que
es dado o enviado por el Padre (Juan 14:16, 26; Hechos 5:32) y por el Hijo (Juan 15:26;
16:7; Hechos 2:33). (2) Se le llama el Espíritu del Padre (Efesios 3:16) y también el Espí-
ritu de Cristo o del Hijo (Romanos 8:9; Gálatas 4:6). Se distingue del Padre y del Hijo en
pasajes como los siguientes: Mateo 3:16-17; 28:19; Juan 14:26; 16:13; Hechos 2:33; Efe-
sios 2:18; 1 Corintios 12:4-6; 2 Corintios 13:14; 1 Pedro 1:2. (3) Se pueden deducir evi-
dencias de su acción y emoción personal. Está activo (Génesis 1:2; Mateo 3:16; Hechos
8:39); enseña e instruye (Lucas 12:12; Juan 14:26; 16:8, 13-14; Hechos 10:19; 1 Corin-
tios 12:3); testifica de Cristo a la gente, y a los creyentes de su filiación (Juan 15:26; Ro-
manos 8:16; 2 Corintios 1:22; 5:5; Efesios 1:13-14; 4:30); es un guía (Romanos 8:14) y
habita en los hijos de Dios, revelándonos la presencia divina (Juan 14:16-17; Romanos
8:9-11; 1 Corintios 3:16-17; 6:19); puede ser entristecido (Efesios 4:30); resistido (He-
chos 7:51), y vejado (Isaías 63:10); lucha con los hombres (Génesis 6:3), intercede por
ellos (Romanos 8:26-27) y los inspira (Hechos 2:4; 8:29; 13:2; 15:28; 2 Pedro 1:21).
La deidad del Espíritu Santo se puede demostrar de la misma manera que la del Hijo.
Se le atribuye la creación (Génesis 1:2; Job 26:13; Salmos 104:30); los atributos divinos le
pertenecen (Salmos 139:7-11; 1 Corintios 2:10); y escudriña las cosas profundas de Dios
(1 Corintios 2:10). La deidad del Espíritu Santo también se hace clara de su relación a
Cristo (nacimiento, Mateo 1:18-20; Lucas 1:31-35; bautismo, Mateo 3:16; Juan 1:33;
tentación, Mateo 4:1; Marcos 1:12; ministerio, Lucas 4:14-21; poder sobre los malos espí-
ritus, Mateo 12:28). Se dice que su influencia espiritual no tiene medida, Juan 3:34, y Pe-
dro le llama a expresamente Dios en conexión con Ananías y Safira.
5. En contra de aquellos que critican la declaración científica de la doctrina trinitaria, Wi-
lliam G. T. Shedd dice: “Muchos hombres en el mismo seno de la iglesia hoy en día ate-
soran una fe en el Dios trino que involucra una definición especulativa de las tres Personas
y sus relaciones mutuas, los cuales al presente, en su carencia de disciplina teológica, no
podrían darla con más exactitud, sin desviación hacia el sabelianismo a la derecha y al
arrianismo a la izquierda, que lo que podrían especificar los elementos químicos del aire
que respiran, o hacer un mapa del cielo bajo cuya cúpula caminan cada día. Nos confron-

395
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

tamos con el mismo hecho en la arena más amplia de la iglesia universal. La experiencia
cristiana es una y la misma en todas las épocas y períodos, pero la habilidad para hacer una
declaración científica de las doctrinas que son recibidas por el alma que cree, varía con las
demandas peculiares de tales declaraciones, y la intensidad con la que, en emergencias pe-
culiares, la mente teológica se dirige hacia ellas (Shedd, History of Christian Doctrine,
I:246-247).
6. La tradición más antigua no sólo hablaba de Jesús como ÁŧÉÀÇÊ, ÊÑÌŢÉ y »À»ŠÊÁ¸ÂÇË sino
como ĝ ÅÀġË ÌÇı ¼Çı, y este nombre se adhirió firmemente en las comunidades cristianas
gentiles. Siguió de inmediato de esto que Jesús pertenece a la esfera de Dios, y que, como
se dijo en la predicación más temprana que conocemos, uno tiene que pensar de Él ŪË
̼Éţ ¼Çı (Harnack, Hist. of Dogma, I:186).
7. Los escritores durante los primeros tres siglos de la iglesia se pueden clasificar como sigue:
(1) La doctrina católica de la Trinidad: Justino Mártir, Teófilo de Antioquía, Atenágoras,
Ireneo, Clemente de Alejandría, Tertuliano, Orígenes, Dionisio de Alejandría, Cipriano,
Novaciano y Dionisio de Roma. (II) Monarquianos o unitarios: Teodoto, Artemón y Pa-
blo de Samosata. (III) Patripasionistas o sabelianos: Praxeas, Noeto, Berilo de Bostra y Sa-
belio.
8. Los cristianos eruditos del segundo siglo redujeron su discusión de la Trinidad en gran
parte al Logos, un término aplicado en el Nuevo Testamento a Cristo. Estos cristianos fi-
losóficos vincularon en general dicha idea con el término Logos como lo hizo Filón y los
otros platonistas, y como consecuencia, en muchas ocasiones, se alejaron de la concepción
joanina. Los neoplatonistas concebían por el término Logos como el entendimiento infi-
nito de Dios, lo cual pensaban como una sustancia que emanaba, con sus funciones, de
Dios. Ellos suponían que pertenecía desde la eternidad a su naturaleza como un poder,
pero que, en acuerdo con la voluntad divina, como Justino lo expresa, principió a existir
fuera de la naturaleza divina, y por tanto es diferente de Dios su Creador y Padre, y, sin
embargo, como engendrado por Él, es enteramente divino. El Espíritu Santo fue mencio-
nado más raramente por estos primeros padres, y sus puntos de vista respecto a Él eran
menos claramente expresados que respecto al Hijo (compárese con Knapp, Christian
Theology, 149).
9. Hall clasifica los términos trinitarios como sigue: Hay una Naturaleza, dos procesiones (el
Hijo del Padre, el Espíritu del Padre a través del Hijo); tres propiedades (paternidad, filia-
ción y procesión); cuatro relaciones (paternidad, filiación, espiración y procesión); y cinco
nociones (notiones) (inasibilidad, paternidad y espiración, que le pertenecen al Padre, filia-
ción y espiración al Hijo, y procesión al Espíritu).
10. Aunque es obvio, por un lado, que ningún lenguaje humano puede expresar este misterio,
la teología, tanto científica como práctica, demanda que la fraseología trinitaria sea orde-
nada con cuidadosa precisión a lo menos para salvaguardar la verdad del acercamiento del
error. Después que se haya dicho todo sobre lo inadecuado de las palabras humanas, y la
ausencia de definiciones en la Biblia, todavía sigue siendo verdad que muchas otras, ade-
más de aquellas del Nuevo Testamento, se tienen que usar en la enseñanza y la adoración.
Respecto a la terminología científica de la doctrina, sería bueno estar familiarizados con
los términos que expresan las relaciones del uno con el Tres-en-Uno. Ningún estudiante
pensante puede descartarlos o subestimarlos (Pope, CCT, I:285-286).
11. Es imposible definir la unidad de Dios: la palabra unidad en el lenguaje humano no ofrece
una noción adecuada, puesto que apenas sirve para defender la doctrina de cada error que
se le opone. Luego, es nuestra sabiduría estudiarla a la luz de su exhibición en la Biblia:
marcando los usos a los que la doctrina se aplica, el método bíblico de expresarla, y las

396
LA TRINIDAD

confirmaciones de las verdades que se pueden encontrar en todas partes en la sola y uni-
forme economía de la naturaleza (Pope, CCT, I:255).
12. Porque si Dios en realidad es Trinidad en la unidad, entonces hay toda razón para supo-
ner que las obras de su manos deban, a lo menos en algún grado, reflejar su naturaleza, y
especialmente que el ser humano, que es creado a la imagen de Dios, deba dar evidencia
en su naturaleza de ciertas analogías que indiquen un Creador trino. ¡Y qué abundancia de
tales indicaciones aparece ante nuestros ojos, con tal que olvidemos que no podemos espe-
rar encontrar dentro de los límites de la vida creada analogías que perfectamente corres-
pondan con la que es incomparable y única! Los pensadores cristianos, aún en tiempos an-
tiguos, descubrieron trazas de la Trinidad en la vida del espíritu humano; y de aquí que
Agustín y otros hablen de una trinidad humana, consistiendo en la triple función del sen-
timiento, el pensamiento y la voluntad. Y en realidad, estas facultades principales del espí-
ritu nos presentan, por decir así, una triple cuerda, los hilos de la cual son distintos y sin
embargo uno, y nos dan alguna idea de la cooperación unida y armoniosa de las tres divi-
nas Personas. Ninguna de estas funciones de sentimiento, pensamiento y voluntad en par-
ticular se puede ejercer sin la actividad simultánea de las otras... De igual manera, el pro-
ceso de nuestro pensamiento nos explicará en algún grado la preexistencia del Hijo como
el Logos o Verbo del Padre. En nuestra conciencia humana, un cierto pensamiento siem-
pre produce simultáneamente la palabra correspondiente; podemos solamente pensar en
concepciones y palabras, porque nuestro pensamiento es un habla interna. Así también, el
pensamiento de Dios respecto a sí mismo necesita la expresión de la Palabra que represen-
ta este pensamiento original; pero la expresión divina es al mismo tiempo un acto real; de
aquí que esta Palabra interna en Dios sea un ser igual a Él. Es verdad que en nuestra auto-
consciencia humana no producimos, porque nosotros lo concibamos, un segundo yo: to-
do el tiempo sólo tenemos un ego. Pero nosotros somos sólo criaturas, no la fuente crea-
dora de la vida; y nuestra conciencia humana sigue siendo imperfecta. Pero el caso es
diferente con Dios, quien es la fuente eterna y todopoderosa de la vida y el poder. Su au-
toconsciencia es absolutamente perfecta, y por tanto, la imagen intelectual de sí mismo,
que Él ha concebido, se vuelve un antetipo sustancial real del Padre. De cualquier manera,
tenemos una analogía de la Trinidad en el pensamiento, su producto la palabra, y la uni-
dad de ambas, el espíritu” (Christlieb, Modern Doubt and Christian Belief, 275-276).
13. Nitzsch sostiene que el Ego divino, para poder tener una personalidad viviente, no sólo
debe ver su segundo “otro yo” como un objeto, sino también revertirse a sí mismo, por un
acto adicional, como un tercer sujeto, ya que intuye su “álter ego” como la imagen real de
sí mismo. Así que, si Dios se concibe como el Ego original, y de esta base engendra un ál-
ter Ego objetivo, la tesis y la antítesis todavía permanecerían separadas o incompletas hasta
que un tercer Ego procediera de la esencia Divina por medio del segundo, y así consumara
plenamente la personalidad.
14. Henry C. Sheldon piensa que una declaración inteligible de la Trinidad está esencialmen-
te comprimida en una fórmula como ésta: “Correspondiendo a la triple manifestación del
Padre, Hijo y Espíritu, subsisten en la Deidad, en un cierto orden lógico, distinciones
eternas y necesarias que entran en la consciencia divina y determinan la perfección de la
vida divina. Afirmar menos que esto es dejar de hacer justicia a los datos totales del asun-
to. Afirmar mucho más es recurrir a categorías ininteligibles, o a una combinación ininte-
ligible de categorías” (compárese con Sheldon, Syst. Chr. Doct., 227).
15. La Trinidad es la principal piedra del ángulo del sistema cristiano. Elimine esto, con lo
que lógicamente le sigue, y no queda nada sino lo que es común a todos los sistemas teís-
tas de religión que se conocen entre los seres humanos. En tanto que el cristianismo tenga
algún reclamo de que se le considere, en tanto que contiene excelencias confesamente su-

397
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

periores a cualquier sistema de religión que existe entre los seres humanos, en tanto que se
demuestra su autenticidad con pruebas indubitables como la revelación de la voluntad de
Dios, en tanto que el hombre tiene razón para recibir la Biblia como su sola y autorizada
regla de fe y práctica, será aún más obligatorio sobre uno que desea conocer a Dios y hacer
su voluntad, inquirir diligente, honestamente y sin prejuicio, sin temor o favor, si la Biblia
enseña o no la doctrina de la iglesia de la Santa Trinidad (Raymond, Systematic Theology,
I:392).
De todo esto sigue que la doctrina de la Trinidad es la consumación y la única perfecta
protección del teísmo. Ya hemos demostrado que la concepción teísta de Dios es la única
verdadera; y ahora podemos añadir, que si esta concepción teísta ha de ser efectivamente
protegida en contra del ateísmo, panteísmo, dualismo y deísmo, tiene que expandirse a la
idea trinitaria (Christlieb, Mod. Doubt and Chr. Belief, 271).
16. Refiriéndonos de nuevo al Credo de Atanasio podemos decir que, “La fe católica es ésta:
que adoramos un solo Dios en la Trinidad, y la Trinidad en la unidad; sin confundir las
Personas ni dividir la substancia. Porque hay una Persona del Padre, otra del Hijo, y otra
del Espíritu Santo. Pero la Deidad del Padre, la del Hijo, y la del Espíritu Santo, es toda
una—la gloria, igual; la majestad, coeterna”.
17. Los padres ilustraron su idea de este acto eterno y necesario de comunicación por el ejem-
plo de un cuerpo luminoso, que necesariamente irradia luz todo el período de su existen-
cia. Así se define al Hijo en las palabras del Credo Niceno: “Dios de Dios, Luz de Luz”.
Así la radiación del sol es coeva con su existencia, y de la misma esencia de su fuente. Con
esta ilustración ellos intentaron indicar su creencia en la identidad y consecuente igualdad
de las Personas divinas respecto a la esencia, y la relativa subordinación de la segunda a la
primera, y de la tercera a la primera y segunda tocante a la subsistencia personal y orden
consecuente de operación (compárese con A. A. Hodge, Outlines of Theology, 155).
El obispo Pearson sostiene que la preeminencia consiste en esto: “Que Él es Dios no de
ninguno otro sino de sí mismo, y que no hay otra Persona que es Dios si no es Dios de sí
mismo. No es mengua para el Hijo decir que Él es de otro, porque su mismo nombre lo
conlleva; pero sería una mengua para el Padre hablar así de sí mismo; y tiene que haber al-
guna preeminencia, donde hay lugar para derogación. Lo que el Padre es, lo es de nin-
guno; lo que el Hijo es, lo es de Él; lo que el primero es, lo da; lo que el segundo es, lo re-
cibe. El primero es Padre, en realidad, por razón de su Hijo, pero Él no es Dios por razón
de Aquél; en cambio, el Hijo no es tal solo respecto al Padre, sino también Dios por razón
del mismo” (Pearson, On the Creed, 35).
Los maestros arrianos y semiarrianos primitivos pusieron bastante énfasis en el ¼ÀŦ̾Ë
o divinidad de los dos Seres subordinados. Fueron considerados como el vínculo, o más
bien los eslabones intermediarios, entre el Absoluto y lo condicionado, el Infinito y lo fi-
nito: mirando hacia la criatura, eran primogénitos, o más bien los primeramente creados
antes de los mundos; pero mirando a la Deidad, eran más directamente emanaciones de la
mónada que la criatura. La doctrina era una substitución especulativa de los errores gnós-
ticos de la emanación aeónica... El arrianismo primitivo también ha sido esporádico. Ha
moldeado la opinión muy extensamente en la cristiandad tardía: nunca integrando un
formulario o fundando una secta, pero influenciando los pensamientos de muchos pensa-
dores y dando color a los sentimientos de la poesía, e infundiéndose a sí mismo en las de-
vociones de muchos que casi no están conscientes de su error. La historia de la tendencia
arriana en Inglaterra es importante e instructiva: trae algunos grandes nombres en nuestra
literatura filosófica y teológica; pero muestra que el sentido común saludable de los lecto-
res de la Biblia nunca ha aceptado este acomodamiento, ni lo aceptará. O se tiene que re-
chazar al Nuevo Testamento como la autoridad final y aceptar al racionalismo deísta del

398
LA TRINIDAD

unitarianismo, o, siendo recibida la Biblia como la regla de fe, la plenitud de la Deidad


tiene que adorarse en el Hijo encarnado (Pope, CCT, I:283).
18. William G. T. Shedd resume las enseñanzas de los teólogos nicenos en cuanto a la genera-
ción y la creación en estas breves declaraciones: (1) la generación eterna es la producción
de la esencia eterna de Dios; la creación es la originación de una nueva esencia de la nada.
(2) La generación eterna es la comunicación de una esencia eterna; la creación es el origen
de una esencia temporal. (3) Aquello que es eternamente generado es de una esencia con
el generador; pero aquello que es creado es de otra esencia distinta a la del Creador. La
sustancia de Dios el Hijo es una e idéntica con la del creador. El Padre y el Hijo son una
naturaleza, y un Ser, Dios y el mundo son dos naturalezas y dos seres. (4) La generación
eterna es necesaria, pero la creación es opcional. La filiación de la segunda Persona en la
Trinidad está fundamentada en la naturaleza de la Deidad; pero el origen del mundo de-
pende enteramente de la voluntad arbitraria. Es tan necesario que haya Padre e Hijo en la
Deidad, como que la Deidad sea eterna o autoexistente; pero no existe tal necesidad para
la creación. (5) La generación eterna es una actividad perpetua inmanente en la esencia
siempre existente; la creación es un acto instantáneo, y no supone elementos de la criatura
en existencia (Shedd, History of Christian Doctrine, I:317-318).
19. Generalmente se supone que Agustín introdujo las analogías sicológicas de la Trinidad,
sosteniendo que la complejidad de la Trinidad encuentra una imagen en nuestro propio
ser como memoria, razón y voluntad: “Yo existo, yo estoy consciente, yo amo la existencia
y la consciencia”. Así en el proceso de lo consciente descubrimos tres “Yos” que forman el
foco de la conciencia, el yo que piensa, el yo del cual se piensa, y el yo que está consciente
del yo que piensa del yo. Este yo es a la vez sujeto, objeto y consciencia del sujeto y el ob-
jeto (Stump, The Christian Faith, 55).
Liebner, Sartorio y otros han extraído analogías desde el punto de vista del amor en
lugar de la razón autoconsciente. El amor demanda un proceso de comunicación propia
que en su perfección más alta tiene que ser trinitaria. El amor es la trasposición de uno
mismo a otra persona como un álter ego o segundo yo. Dios que es amor, por tanto tiene
que trasponerse a sí mismo en su segundo yo, que como tal es de la misma naturaleza di-
vina, porque de otra manera el acto de autotransposición no sería perfecto. Sin embargo,
no menos necesaria es la concepción de un tercer yo homogéneo, por el cual la igualdad
infinita es mediada de tal manera que produzca unidad armoniosa en las distinciones. Es
esto lo que fija la Personalidad divina, porque la mera trasposición del yo sería equivalente
a un desasosiego infinito. Así el Espíritu es el predicado de toda la naturaleza, puesto que
Dios es Espíritu (Juan 4:24), y el Señor es el Espíritu (2 Corintios 3:17). Así Dios es una
persona en tres personas en el sentido de la perichoresis, cada una de las cualeses sólo en y
a través de las otras. Esta aparente contradicción de que las varias personas deben ser una y
tener su plena personalidad solamente en la unidad, se resuelve por el principio del amor
(Liebner). Sartorio distingue entre el amor que engendra y el amor que bendice al Hijo —
el amor del beneplácito del Padre y el amor que responde de parte del Hijo. El hálito de
esa bendición y el amor que responde es el Espíritu. Pero si sólo fuera hálito, y no una
persona, la glorificación del Padre y del Hijo sería egoísta. Este elemento egoísta se elimi-
na sólo si el Espíritu que glorifica al Padre y al Hijo es en sí mismo una persona.
Christlieb reúne el sentimiento de lo antes dicho como sigue: “El amor siempre incluye
deleite en el objeto amado. Si este objeto es una persona enteramente separada, la pureza
de mi amor no es manchada por mi deleite. Pero este no es el caso con Dios. El objeto de
su amor no es una Persona fuera de Él, sino su segundo yo. Aquí, por tanto, el deleite en
otro es al mismo tiempo deleite en sí mismo. Por tanto, para que este deleite no parezca
un egoísmo autocomplaciente, Dios ha entregado este deleite en sí mismo a una tercera

399
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 15

Persona, que representa el deleite mutuo del Padre y el Hijo, el uno en el otro; y esta Per-
sona es el Espíritu Santo. Cuando el Padre se expresó a sí mismo, engendró al Hijo, el
Verbo eterno. Pero ninguna palabra toma lugar sin hálito, y el hálito de ese Verbo habla-
do fue hipostasiado en el Espíritu, que representa el deleite del amor divino (Christlieb,
Modern Doubt and Christian Belief, 273).

400
CAPÍTULO 16

COSMOLOGÍA
El estudio de la cosmología puede abarcar el universo entero en su
alcance, o como comúnmente se trata, puede dividirse en (1) cosmolo-
gía, que se aplica al reino de la naturaleza aparte del hombre; y (2) an-
tropología, que estudia la ciencia del hombre. Aún cuando el hombre,
desde el punto de vista físico, pertenece al reino animal, la amplia di-
vergencia entre la personalidad y los órdenes no personales es suficiente
para garantizar esta división. Dentro de la ciencia de la antropología,
como se trata en el estudio teológico, se hace una división adicional,
limitándose la antropología al hombre en su estado original, y añadién-
dose la hamartiología como tratamiento del hombre en su estado caído
o pecaminoso.
El significado del término “mundo”. Con el término “mundo” en
el sentido filosófico, queremos decir todo lo que es extrínseco a Dios,
sea animado o inanimado, sea racional o irracional. Los pueblos anti-
guos tenían una concepción escasa del mundo como tal, considerándo-
lo generalmente de existencia accidental o necesaria. No existía un tér-
mino único que pudiera emplearse para hablar sobre el universo. Con
el desarrollo del período de reflexión los hombres primero volvieron su
atención a la tierra sobre la cual vivían, y a los cielos que veían encima
de ellos. Así “los cielos y la tierra” llegaron a ser la expresión más primi-
tiva para el universo creado (compárese con Génesis 1:1; 2:1; Salmos
115:15). Las naciones, sin embargo, que vivían cerca del mar, con fre-
cuencia hablaban de “el cielo, la tierra y el mar” (compárese con Salmos
146:6; también Hechos 17:24, que evidentemente es una cita, y la im-
plica aunque no menciona la palabra mar). Esta también era la concep-

401
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

ción griega dominante. Homero consideraba al mundo como dividido


en tres porciones: cielo, tierra y mar. Con el pasar del tiempo se utiliza-
ron otras palabras. Los hebreos, los caldeos y los sirios utilizaron un
término que correspondía al griego aion (¸ĊŪÅ), que se refería más espe-
cialmente a la duración o época del mundo que al aspecto de su crea-
ción. Los griegos más tarde hablaron del mundo como cosmos (ÁŦÉÄÇË)
por causa de su belleza y orden. El equivalente de este término en latín
es mundus.
La eternidad de la materia. La gente antigua encontró dificultad
en explicar el origen del primer material. Esto se debió en gran parte al
hecho de que insistían en el principio ex nihilo nihil fit, o de la nada,
nada viene. Por tanto, no podían admitir que el mundo fuera creado de
la nada. Como consecuencia, aceptaron casi universalmente la creencia
en dos principios eternos: Dios, y la materia existente por sí misma, sin
que uno dependiera del otro. El principio, en efecto, pudo ser cierto en
lo que aplica a las causas materiales, pero no es aplicable a una causa
eficiente de la cual se afirma la omnipotencia. Ante esta verdad, el ma-
terialismo, sea antiguo o moderno, por necesidad tiene que desvanecer-
se. Platón enseñó que Dios voluntariamente se unió a sí mismo con la
materia y así produjo al mundo; y que aunque Dios, al igual que la
materia, era considerado como eterno, el mundo que resultó de la
unión de los dos podía decirse que era creado. Aristóteles, por el otro
lado, enseñó, como lo hizo también Zenón el estoico, que la unión de
Dios con la materia era necesaria, y que, por tanto, el mundo tenía que
considerarse como eterno. Epicúreo, en el otro extremo, sostuvo que
Dios estaba enteramente separado y apartado del mundo. En general
los antiguos creyeron que la materia primordial consistía de aire ralo, o
de un éter, fluido y movible. La palabra caos se deriva ya sea de ÏŠÑ o
ÏšÑ, en alusión a esta fluidez. La palabra latina para lo que es confuso o
desarreglado es silva. La concepción que Platón tenía de la materia co-
mo ճŧ¾ involucraba tanto silva como materia. Los griegos suponían
que de esta masa fluida y fermentada se había formado la tierra. Sin
embargo, los hebreos, con un temperamento diferente de mente, con-
sideraron al universo más en el sentido de un edificio, del cual Dios era
el creador de los materiales así como de su estructura.

402
COSMOLOGÍA

TEORÍAS DE LA CREACIÓN
La iglesia se vio forzada desde muy temprano a intentar una explica-
ción del universo con miras a cerrar la brecha entre lo finito y el Infini-
to. Con el avance de la ciencia moderna, muchos de sus descubrimien-
tos entraron aparentemente en conflicto con el relato bíblico de la
creación. Sin embargo, este conflicto era sólo aparente, porque a la
medida que la teoría científica se ha vuelto más exacta, ha habido un
acercamiento más estrecho a las posiciones bíblicas. El asunto demanda
sólo una breve atención.
La teoría mecánica. Esta teoría sostiene que el mundo fue formado
de una manera puramente externa y formal. Enfatiza el pensamiento de
la trascendencia e ignora totalmente la inmanencia divina. Esa nunca
fue la teoría de la iglesia primitiva. La misma ha surgido sólo en tiem-
pos modernos, y ha resultado de la protesta en contra del racionalismo
extremo del movimiento crítico-histórico. Ireneo habla de la creación
de esta manera. “Pero Él mismo, siguiendo un patrón que jamás po-
dremos describir ni concebir, predestinó todas las cosas y las formó
como quiso”. “Tú creaste el cielo y la tierra”, dice Agustín, “cosas de
dos clases; una cercana a ti, la otra cercana a nada”. De nuevo dice: “Tú
creaste cielo y tierra, pero no de ti mismo, de lo contrario hubieran sido
iguales a tu unigénito Hijo, y por lo tanto igual a ti también”. Atanasio
enseñó que la creación ocurrió a través del Logos o el Verbo divino.
La teoría física o materialista de la creación. Esta teoría está es-
trechamente relacionada al dualismo, ya que presupone la eternidad de
la materia. Rechaza, sin embargo, la idea arquitectónica de un creador
en el sentido de un demiurgo o forjador de este material en las formas
creadas que nosotros conocemos, substituyéndola con la teoría de la
generación espontánea. Sostiene que la materia tiene en sí misma el
poder de asumir nuevas funciones y, bajo las condiciones propias, desa-
rrollarse en formas orgánicas. Por tanto asume que todas las cosas pue-
den explicarse sobre la base de cambios materiales. La teoría es mera-
mente una aplicación de la filosofía materialista a la idea de la creación,
y brotó del racionalismo de principios del siglo diecinueve. Fue soste-
nida por Feuerbach, Vogt, Moleschott, Buchner, Bastian y Owen. Es-
trechamente relacionada a esta teoría está el resurgimiento del hylozois-
mo griego antiguo, que reconoce un principio formativo en el mundo,
aunque considera este principio como confinado a la materia misma, y
como una característica de su verdadera naturaleza. Considera a la ma-

403
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

teria como imbuida de vida, al igual que la planta que se desarrolla de


una semilla, y a la que la inteligencia le pertenece a lo menos en algunas
de sus combinaciones. Hasta allí donde Dios es reconocido, lo es me-
ramente como la vida universal de la naturaleza. Por tanto, la teoría
tiene que terminar en el panteísmo o el ateísmo materialista. “Si el alma
del mundo es inconsciente”, dice J. J. Van Oosterzee, “¿cómo puede
explicarse el orden y el designio en la creación? Si es consciente, ¿no
sería también, al mismo tiempo, un Agente libre? Y si es un Agente
libre, ¿cómo se vuelve y permanece tan inseparablemente vinculado a
su gigantesco vestido material?”
La teoría de la emanación o panteísta. En el otro extremo está la
teoría de la emanación, que sostiene que el mundo no fue creado ni
formado de material preexistente, sino que ha de considerarse como
una extensión de la sustancia divina. Fluye de Dios como un arroyo de
una fuente, o como los rayos de luz del sol. Esta fue la teoría sostenida
por los antiguos gnósticos, y en tiempos modernos ha sido resucitada
como consecuencia del énfasis renovado en la filosofía idealista. Lotze
distinguió entre emanación y creación al decir que la creación necesita
de una Voluntad divina, pero que la emanación fluye, por consecuen-
cias necesarias, del ser o naturaleza de Dios. Basado en esta teoría, el
mundo, o se vuelve en su naturaleza como Dios, o la hendidura en la
sustancia de Dios destruiría la unidad divina. Las objeciones a esta teo-
ría fueron presentadas en nuestra discusión del panteísmo y no necesi-
tan repetirse aquí.
La teoría de la creación eterna. Esta teoría surgió del intento de
protegerse del dualismo y a la misma vez preservar el énfasis sobre la
eternidad de Dios. Orígenes sostuvo la creación por la voluntad de
Dios y, sin embargo, enseñó la teoría de la creación eterna. De acuerdo
con él, este mundo no fue el primer mundo que Dios creó; nunca hubo
uno primero y nunca habrá uno último. Los escolásticos revivieron la
teoría sobre las bases de que los pensamientos de Dios eran necesaria-
mente creativos. “Porque él dijo, y fue hecho; él mandó y existió”
(Salmos 33:9). Pero decir que la palabra de Dios, por necesidad, tiene
que resultar en la creación, sería identificar el propósito de Dios con el
fiat creativo. Esto resultaría en otra forma de panteísmo. De hecho,
tomó esta forma en las enseñanzas de Escoto Erígena, aunque otros de
los escolásticos medievales evitaron las tendencias panteístas al sostener
que el mundo era en esencia diferente de Dios, pero eternamente de-

404
COSMOLOGÍA

pendiente de él. En tanto que la creación sea independiente del tiempo,


y que el “nacimiento del tiempo” se considere como que toma lugar en
el fiat creativo, podemos sostener que la creación tomó lugar en la eter-
nidad. Con esto, sin embargo, no se quiere decir que el mundo no tuvo
principio, sino que el tiempo comenzó con la creación. Esto rechaza la
idea de que el tiempo era preexistente, y que la creación del mundo
ocupó meramente un momento en ese esquema temporal.
La teoría de la evolución natural. Esta teoría es similar si no idén-
tica con la de la generación espontánea, pero ha asumido una forma
más filosófica. Cuando fue presentada por Darwin y su escuela de la
hipótesis evolutiva, la misma fue recibida con un gran aplauso. Sin
embargo, difícilmente se puede esperar que se sostenga firme en contra
de la creencia cristiana de la creación. No resuelve el problema. Mera-
mente lo empuja hacia atrás en el tiempo y, por tanto, al final de cuen-
tas, tendrá que depender o de la creación o de la emanación. La evolu-
ción naturista colapsa en tres puntos vitales: (1) no ha sido capaz de
salvar el abismo entre lo inanimado y lo animado; (2) no puede pasar
de la vida difusa del reino vegetal a la vida somática consciente del
reino animal; y (3) no puede pasar de la vida irracional de los animales
a la vida racional consciente de sí misma del hombre. Sólo la actividad
creativa de Dios pudo haber originado la vida vegetal, animal y perso-
nal. La teoría de la diferenciación de las especies colapsa todavía más en
el caso de la esterilidad de los híbridos. La declaración en el relato del
Génesis de que cada cosa dará fruto de acuerdo con su clase, es un he-
cho reconocido tanto en el mundo de la ciencia como en el de la expe-
riencia.
La teoría de la creación continua. En tiempos recientes, la idea de
la creación como un evento, inmediato y completo, ha sido retada en
favor de la creación como un proceso continuo. La teoría es un deriva-
do del énfasis renovado respecto a la inmanencia divina, y debido a la
influencia de la hipótesis evolutiva, tomó la forma de la evolución teís-
ta. Aunque estrechamente relacionada a la teoría de la generación es-
pontánea, considera la inmanencia divina como la realidad básica, en
contraste con la eternidad de la materia. Insiste en que el desarrollo
orgánico se debe, no a la espontaneidad del principio materialista o
hilozoico, sino al poder divino que trabaja dentro del organismo. La
actividad divina en ocasiones se identifica con todo el proceso, y en
ocasiones se limita meramente a los puntos de crisis en el desarrollo.

405
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

LA DOCTRINA BÍBLICA DE LA CREACIÓN


La doctrina bíblica de la creación sostiene que el universo tuvo un
principio, que no es eterno como materia ni forma, que no es autoori-
ginado, y que debe su origen al poder omnipotente y la voluntad in-
condicional de Dios. Esta es la concepción cristiana. Involucra, prime-
ro, la creencia en un Dios todopoderoso, en la cual el mundo tuvo una
vez comienzo de la nada, pero enteramente a través de la voluntad di-
vina; segundo, el concepto de Dios en la Trinidad de su esencia; tercero,
un despliegue de los atributos de Dios —omnipotencia, sabiduría y
amor; y cuarto, la creencia en la creación a través del Verbo divino co-
mo el Mediador, el Logos que forma el vínculo entre lo finito y el Infi-
nito, entre Dios y el mundo.
La creación y la Trinidad. La idea misma de la paternidad que
constituye la concepción cristiana de Dios, sugiere la condición de
creador. Sin embargo, es el amor y no la condición de creador la que
forma la esencia de la paternidad divina. En el acto de la creación Dios
trae a existencia lo que antes carecía de ella, y la hace ser diferente de sí
mismo en la esencia. Aunque la creación se origina en el amor de Dios
y es hecha efectiva por la voluntad divina, la Biblia específicamente
declara que en esta obra tanto el Hijo como el Espíritu se asocian con el
Padre. De aquí que leemos: “Para nosotros, sin embargo, solo hay un
Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para quien nosotros
existimos; y un Señor, Jesucristo, por medio del cual han sido creadas
todas las cosas y por quien nosotros también existimos” (1 Corintios
8:6). También la Biblia señala que, en la aurora de la creación, “el espí-
ritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”, esto es, se movía sobre
las aguas en el sentido de traer orden y belleza del caos (Génesis 1:2); y
el salmista dice: “Envías tu espíritu, son creados” (Salmos 104:30). La
Trinidad, por tanto, se revela en la creación como se revela en la reden-
ción; de hecho, es la base de todo el proceso redentor. El amor como la
causa originadora de la redención tiene su fuente en la libertad interna
de la Trinidad, que, existiendo allí en perfección infinita, se expresa por
el término bendito. El amor que existe entre el Padre y el Hijo es ad
intra, expresado en el Espíritu Santo como el “vínculo de la perfec-
ción”; mientras que ese mismo amor ad extra, es la causa originadora
tanto de la creación como de la redención. El Hijo es la imagen “exac-
ta” o “expresa” del Padre, y por tanto, bajo cierto aspecto, el pleroma u
orden infinito de las posibilidades existentes en el Padre, el ÁŦÊÄÇË

406
COSMOLOGÍA

ÅǾÌŦË o mundo de las ideas que forman los arquetipos de la creación.


San Pablo resume la relación de la Trinidad con el universo creado en
estas palabras: “Porque de él [como la causa originadora], por él [como
la causa mediadora o eficiente] y para él [como la causa o propósito
final] son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Ro-
manos 11:36). Pero Cristo como el Logos es más que la palabra hablada
o revelación de Dios; Él es el Verbo que habla o la causa eficiente de la
creación. Al Verbo o Logos como la causa mediadora de la creación
dirigiremos más tarde nuestra atención.
La creación y los atributos de Dios. La creación, como hemos de-
mostrado, tiene su origen en el amor de Dios y no en la mera necesidad
metafísica. Es la consecuencia de la plenitud rebosante de amor que
busca nuevos objetos en los cuales gastarse a sí mismo. Si el principio
fundamental de la teología es la autorevelación de Dios, como hemos
sostenido todo este tiempo que es, entonces la creación se puede consi-
derar como diseñada principalmente para desplegar las perfecciones de
Dios. El mundo es lo que es porque Dios es lo que es. Es el terreno
para la manifestación de aquellos atributos que pueden surgir sólo de
una relación existente entre el Creador y la criatura. Sólo por este me-
dio pueden ser traídos dentro del alcance de la comprensión de la cria-
tura. Aquí el amor se manifiesta a sí mismo más prominentemente en
la omnipotencia y la omnisciencia, que se vinculan con la creación
primaria; y con la sabiduría y la bondad, que se asocian con la creación
secundaria. Es la omnipotencia divina la que ofrece la base de la causa-
lidad y de la eficiencia, y la omnisciencia divina la que da razón, orden
y propósito al universo. Es la sabiduría y bondad de Dios la que ha
adaptado todas las cosas a la promoción de la felicidad y disfrute de
parte de sus criaturas. Se ha dicho aptamente que no hay inventos en la
naturaleza para la promoción del dolor por el dolor mismo, pero las
manifestaciones del diseño para la producción de la felicidad están más
allá de todo cálculo. “¡Cuán maravillosas son tus obras! Hiciste todas
ellas con sabiduría; ¡la tierra está llena de tus beneficios!” (Salmos
104:24).
La creación y el Logos. ¿Por qué medios creó Dios todas las cosas?
A esto la Biblia da la respuesta: Por la palabra de su poder. “Por la pa-
labra de Jehová fueron hechos los cielos; y todo el ejército de ellos, por
el aliento de su boca” (Salmos 33:6). “Él envía su palabra a la tierra;
velozmente corre su palabra” (Salmos 147:15). Pero no debe pensarse

407
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

de esta palabra como impersonal. Al contrario, es el Logos, la palabra y


sabiduría del Padre. Es un elemento esencial en la fe cristiana el que
Cristo como el Logos o Verbo sea el Mediador en la creación, sin lo cual
no pudiera haber sido el Mediador en la redención. Esto lo enseñan
claramente tanto Juan como Pablo. “En el principio era el Verbo [Lo-
gos], el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios... Todas las cosas por
medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue
hecho” (Juan 1:1, 3). “Para nosotros, sin embargo, solo hay un Dios, el
Padre, del cual proceden todas las cosas y para quien nosotros existi-
mos; y un Señor, Jesucristo, por medio del cual han sido creadas todas
las cosas y por quien nosotros también existimos” (1 Corintios 8:6).
“Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y
las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios,
sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y
para él. Y él es antes que todas las cosas, y todas las cosas en él subsis-
ten” (Colosenses 1:16-17). “Aquello que vagamente conjetura el filóso-
fo”, dice J. J. Van Oosterzee, “es decir, que Dios no produjo el mundo
de una manera absolutamente inmediata, sino de alguna manera u otra,
mediata, aquí se nos presenta a sí mismo investido con el lustro de la
revelación, y exalta mucho más el reclamo del Hijo de Dios de que,
profunda y reverentemente, le rindamos homenaje”.
Es exactamente aquí que el pensamiento del Logos resulta extrema-
damente convincente. Sin una causa mediadora, la idea de la creación
tiene que llevarnos directamente al dualismo y a su eternidad de la ma-
teria, o al panteísmo como una mera extensión de la esencia divina.
Esto sería una emanación en lugar de una creación. Tiene que haber,
tanto para el pensamiento como para la realidad, una idea intermedia;
y así como la doctrina cristiana de la creación sostiene una diferencia
esencial entre Dios y el mundo, también sostiene una distinción entre
la idea eterna de la creación y el Verbo o Logos creador. Es por éste
último como el Agente eficiente que la idea de la creación se vuelve una
realidad en la existencia actual. De otra manera, sostener que el propó-
sito divino y la ejecución de este propósito son necesariamente simul-
táneos, convierte lo absoluto de Dios en una necesidad física, y, por
tanto, no puede escapar a la resolución lógica del panteísmo. Dios no
es meramente el Padre de la idea de la creación, sino el Padre del Logos
que es el vehículo de la idea. El pensamiento judío, representado en la
escuela alejandrina, consideró el Logos como meramente un cosmos

408
COSMOLOGÍA

nœtus (ÁŦÊÄÇË ÅǾÌŦË֖ o mundo de ideas, como hemos indicado pre-


viamente. San Juan se atreve a afirmar que el Logos no es una idea so-
lamente, sino una Persona, y como tal el vehículo de la idea por la cual
se le da realidad al mundo. Así el Logos se vuelve el solo vínculo entre el
Infinito y lo finito, entre la esfera de las ideas y la esfera de las existen-
cias actuales. Aquí, entonces, está el misterio escondido de las edades
pero hecho manifiesto en la encarnación, es decir, que el Logos o Verbo
creador es Dios mismo. El Verbo velado en el Antiguo Testamento en
las expresiones “dijo Dios”, y “haya”, ahora se ve que no es solamente el
Verbo hablado sino el Verbo hablante. Es a través de él que la palabra
de sabiduría de Dios pasa a la realidad creada. Por tanto, la creación
demanda un Mediador, tanto para el pensamiento como para la reali-
dad. Fue porque el Logos era el Mediador tanto del propósito como de
la eficiencia en la obra de la creación, que el Logos se encarna como el
Hijo y se hace el Mediador tanto de la revelación como de la gracia
capacitadora de la redención.

EL HIMNO DE LA CREACIÓN
El libro de Génesis abre con un salmo inspirado, en ocasiones cono-
cido como el “himno de la creación”, y en otras, como el “poema de la
aurora”. Pero con esto no se quiere decir que el relato es alegoría o fic-
ción, sino una descripción histórica verdadera, poéticamente expresada.
Es propio que la armonía de la creación, en la que las estrellas de la
mañana cantaron juntas, y todos los hijos de Dios gritaron de gozo, se
nos revelara en las armonías de la descripción poética. John Miley niega
la forma poética del capítulo, y cita al doctor Terry diciendo que “todo
verdadero erudito hebreo sabe que en el Antiguo Testamento completo
no hay una narrativa en prosa más simple y directa que este primer
capítulo de Génesis” (Miley, Syst. Th., I:298). Podemos admitir que no
está escrito en forma poética, pero el ritmo balanceado, el movimiento
majestuoso, los estribillos recurrentes, y la mezcla de belleza y poder,
todo indica que pertenece a la naturaleza de la poesía. “El carácter rít-
mico del pasaje”, dice Daniel Whedon, “su estilo imponente, sus para-
lelismos, sus estribillos, su unidad en sí mismo, todo se combina para
mostrar que es un poema”. B. F. Cocker sostiene que contiene la mis-
ma unidad del salmo 104, o del Padrenuestro, o de la parábola de los
labradores de la viña. Thomas C. Porter dice que “para el que pueda
entender la poderosa idea y tomarla toda como una sola visión, la crea-

409
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

ción entera parecería un himno solemne, un gran oratorio que, princi-


piando con unas cuantas notas bajas y suaves, gradualmente adquiere
fuerza y plenitud, y al resonar cada vez más fuerte, pasa de una armonía
sublime a otra, hasta que alcanza su erupción y expresión más elevada
con ese sonido del diapasón completo que es el hombre”. El doctor
Pace sostiene que todo el libro de Génesis tiene un estilo típico métrico
de octavas al que le llama la composición métrica del Espíritu Santo.
EXORDIO
En el principio creó Dios los cielos y la tierra.
I.
La tierra se había vuelto desierta y silvestre (o desordenada y vacía),
y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo (o la profundidad rugiente)
y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz del abismo (las aguas o vapores)
(I) Dijo Dios:1
Sea la luz (o “exista la luz”)
Y fue la luz.
Primer estribillo: Vio Dios que la luz era buena.
Y separó la luz de las tinieblas.
Llamó a la luz “Día”,
y a las tinieblas llamó “Noche”.
Y fue la tarde y la mañana del primer día.
II.
(II) Luego dijo Dios:
“Haya un firmamento en medio de las aguas, para que separe las
aguas de las aguas (o vapor)”.
E hizo Dios un firmamento que separó las aguas que estaban deba-
jo del firmamento, de las aguas que estaban sobre el firmamento.
Y fue así.
Y fue la tarde y la mañana del segundo día.
III.
(III) Dijo también Dios:
“Reúnanse las aguas que están debajo de los cielos en un solo lugar,
para que se descubra lo seco”.
Y fue así.
A la parte seca llamó Dios “Tierra”,
y al conjunto de las aguas lo llamó “Mares”.

410
COSMOLOGÍA

Segundo estribillo: Y vio Dios que era bueno.


(IV) Después dijo Dios:
“Produzca la tierra hierba verde (que retoñen los retoños),
hierba que dé semilla;
árbol que dé fruto según su especie,
cuya semilla esté en él, sobre la tierra”.
Y fue así.
Produjo, pues, la tierra hierba verde (desche, hierba tierna)
hierba que da semilla según su naturaleza,
y árbol que da fruto, cuya semilla está en él, según su especie.
Tercer estribillo: Y vio Dios que era bueno.2
Y fue la tarde y la mañana del tercer día.
IV.
(V) Dijo luego Dios:
“Haya lumbreras en el firmamento de los cielos
para separar el día de la noche,
que sirvan de señales para las estaciones,
los días y los años,
y sean por lumbreras en el firmamento celeste
para alumbrar sobre la tierra”.
Y fue así.
E hizo Dios las dos grandes lumbreras (lugares o instrumentos de luz):
la lumbrera mayor para que señoreara en el día,
y la lumbrera menor para que señoreara en la noche;
e hizo también las estrellas.
Las puso Dios en el firmamento de los cielos (o expansión)
para alumbrar sobre la tierra,
señorear en el día y en la noche
y para separar la luz de las tinieblas.3
Cuarto estribillo: Y vio Dios que era bueno.
Y fue la tarde y la mañana del cuarto día.
V.
(VI) Dijo Dios:
“Produzcan las aguas seres vivientes,4
y aves que vuelen sobre la tierra,

411
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

en el firmamento de los cielos”.


Y fue así (traducción de la Septuaginta)
Y creó Dios los grandes monstruos marinos
y todo ser viviente que se mueve,
que las aguas produjeron según su especie,
y toda ave alada según su especie.
Quinto estribillo: Y vio Dios que era bueno.
Y los bendijo Dios, diciendo:
“Fructificad y multiplicaos, llenad las aguas en los mares
y multiplíquense las aves en la tierra”.
Y fue la tarde y la mañana del quinto día.
VI.
(VII) Luego dijo Dios:
“Produzca la tierra5 seres vivientes según su especie:
bestias (bestias domésticas o brutas), serpientes
y animales (salvajes, opuestos a domésticos por razón de la energía
vital) de la tierra según su especie”.
Y fue así.
E hizo Dios los animales de la tierra según su especie,
ganado según su especie,
y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie.
Sexto estribillo: Y vio Dios que era bueno.
(VIII) Entonces dijo Dios:
“Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra seme-
janza;
y tenga potestad sobre los peces del mar,
las aves de los cielos y las bestias,
sobre toda la tierra (en el siríaco occidental, bestias salvajes de la
tierra)
y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra”.
Y creó Dios al hombre a su imagen,
a imagen de Dios lo creó;
varón y hembra los creó.
Los bendijo Dios
(IX) y les dijo:

412
COSMOLOGÍA

“Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla;


ejerced potestad sobre los peces del mar,
las aves de los cielos
y todas las bestias que se mueven sobre la tierra”.
(X) Después dijo Dios:
“Mirad, os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda
la tierra,
así como todo árbol en que hay fruto y da semilla.
De todo esto podréis comer.
Pero a toda bestia de la tierra,
a todas las aves de los cielos
y a todo lo que tiene vida y se arrastra sobre la tierra,
les doy toda planta verde para comer”.
Y fue así.
Séptimo estribillo: Y vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en
gran manera.
Y fue la tarde y la mañana del sexto día.
EPODA
Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra,
y todo lo que hay en ellos.
El séptimo día concluyó Dios (le puso un periodo a) la obra que hizo,
y reposó el séptimo día de todo cuanto había hecho.
Entonces bendijo Dios el séptimo día y lo santificó,
porque en él reposó de toda la obra
que había hecho en la creación.

LA COSMOGONÍA MOSAICA
El “himno de la creación” que ofrece la base de la cosmogonía mo-
saica ha sido interpretado de varias maneras. (1) La interpretación mito-
lógica. Los críticos modernos consideran el primer capítulo de Génesis
como un relato mitológico escrito por un israelita altamente culto que
ofrece sus reflexiones respecto al origen de todas las cosas. Pero ni el
tono ni el contenido garantizan esta construcción. Tanto Jesús como
los apóstoles tratan el capítulo como historia sagrada (compárese con
Mateo 19:4). (2) La interpretación alegórica. Debido a la influencia de
la escuela alejandrina, muchos de los escritores cristianos primitivos

413
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

adoptaron el método alegórico de interpretación. Sin embargo, para el


pensamiento moderno con su trasfondo científico, este método difícil-
mente es menos objetable que la interpretación mitológica. Tan recien-
te como en el siglo XIX, Herder defendió el método al considerar el
relato de la creación como una representación óptica del principio de
todas las cosas que vuelve a aparecer cada mañana con la salida del sol.
(3) La hipótesis de la visión. Esta teoría fue defendida por Kurtz, Keerl y
otros, quienes consideraron que el relato se dio a conocer a través de
una serie de visiones retrospectivas, de tal manera que la verdad objeti-
va de la revelación se entremezcló con el concepto subjetivo del viden-
te. Aunque esta forma de revelación es, por supuesto, posible, no en-
cuentra apoyo al no haber otras ocasiones de visión retrospectiva, y
nunca ha sido una teoría aceptada en la iglesia. (4) La interpretación
histórica. Este relato era una porción de la Biblia que existía en el tiem-
po de nuestro Señor, la cual pronunció sagrada y apeló a ella como
divina. Por tanto, es autorizada. Las interpretaciones pueden variar,
pero para nosotros este relato es la verdad respecto al origen del mun-
do.
Los días de la creación. El relato del Génesis de la creación es pri-
mariamente un documento religioso. No se puede considerar una de-
claración científica, y sin embargo no debe considerarse como contra-
dictoria a la ciencia. Más bien, es una ilustración suprema de la manera
en la cual la verdad revelada indirectamente arroja luz sobre los campos
científicos. La palabra hebrea yom, que se traduce “día”, ocurre no me-
nos de 1,480 ocasiones en el Antiguo Testamento, y se traduce en poco
más de 50 palabras diferentes, incluyendo términos como tiempo, vida,
hoy, era, para siempre, continuamente y perpetuamente. Con un uso tan
flexible del término original, es imposible dogmatizar o demandar una
restricción rígida a sólo uno de estos significados. Con frecuencia se
asume que la creencia ortodoxa original sostuvo un día solar de 24 ho-
ras, y que la iglesia alteró su exégesis bajo la presión de los descubri-
mientos geológicos modernos. Como William G. T. Shedd señala,
“Este es uno de los errores de la ignorancia”. La mejor exégesis hebrea
nunca ha considerado los días del Génesis como días solares, sino como
días-períodos de duración indefinida. La doctrina de un tiempo inmen-
so antes de los seis días de la creación era un punto de vista común
entre los padres primitivos y los escolásticos. Sólo con los escolásticos
de la edad media y los escritores evangélicos de los siglos XVII y XVIII,

414
COSMOLOGÍA

esta idea tuvo vigencia. Previo a esto, un punto de vista más profundo
era enseñado por los líderes reconocidos de la iglesia. Así Agustín dice:
“Nuestros siete días se asemejan a los siete días del relato del Génesis en
que son una serie, y en que tienen las vicisitudes de la mañana y la tar-
de, pero son multum in pares”. Les llama naturœ (naturalezas o naci-
mientos), y morœ (retrasos o pausas solemnes). Por lo cual, son días
divididos por Dios en contraste con días divididos por el sol; son días
inefables (dies ineffabiles), siendo trascendentes en su verdadera natura-
leza, mientras que los días divididos por el sol (vicissitudines cœli) se
deben meramente a los cambios en los movimientos planetarios. Por
tanto, afirma que la palabra día no aplica a la duración del tiempo, sino
a los límites de grandes períodos. Ni es un significado metafórico de la
palabra, sino el original, que significa “poner períodos a” o denotar un
tiempo auto completado. Orígenes, Ireneo, Basilio y Gregorio Nacian-
ceno enseñaron la misma doctrina durante el período patrístico, como
hicieron también muchos de los ilustrados doctores judíos fuera de la
iglesia cristiana. Los escritores posteriores que sostuvieron este punto de
vista fueron Hahn, Hensler, Knapp, Lee, Henry More, Burnett y otros.
De los escritores más recientes podemos mencionar a Hodge, Pope,
Miley, Cocker y Stearns. Algunos escritores, reconociendo que la pala-
bra para “día” como se encuentra en el texto hebreo puede significar un
período de tiempo definido lo mismo que indefinido, dejan la pregunta
abierta. Samuel Wakefield sostiene la teoría de los días solares, mientras
que un número de teólogos consideran el asunto de la creación como
perteneciente al campo de la ciencia en lugar de la teología, y lo men-
cionan brevemente o lo omiten por completo.
Creación y cosmogonía. El relato de la creación del Génesis estable-
ce una distinción entre la primera producción de la materia en el senti-
do de origen, y la creación secundaria, o la formación de esa materia
por subsiguiente elaboración en un cosmos. Estas distinciones general-
mente son conocidas como creación primaria y secundaria, o inmediata
y mediata. Mientras que la creación primaria es de origen directo, la
creación secundaria siempre es indirecta, es decir, que se logra por me-
dio de una Ley detrás de otras leyes. El término creación mediata ex-
presa mejor el pensamiento, y expresa la idea de que Dios crea a través
de la creación misma. El obispo Martensen señala que está implícito en
la creación el que Dios no produce algo muerto, sino algo vivo, y con-
secuentemente capaz de reproducirse a sí mismo. Por tanto, hay una

415
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

cierta autonomía en el universo creado, en efecto, derivada y depen-


diente, sin embargo es autonomía, con la capacidad de colocarse en
oposición a Dios mismo. San Pablo reconoce esta capacidad limitada
de la criatura cuando dice: “La creación misma será libertada de la es-
clavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sabe-
mos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto
hasta ahora” (Romanos 8:21-22). Por tanto, cuando Dios creó la vege-
tación no dijo: “Haya vegetación” sino “Produzca la tierra hierba ver-
de”; cuando creó la vida somática dijo: “Produzcan las aguas seres vi-
vientes” y “Produzca la tierra seres vivientes según su especie”. Esta es
creación mediada. Como previamente se señaló en una nota sobre el
himno a la creación, estas expresiones no tienen intención de formular
la idea de una generación espontánea, sino de enfatizar la verdad de que
todas las cosas fueron creadas, inmediata o mediatamente, al mandato
de Dios. Cada uno de los días nuevos sucedió solamente por virtud de
la palabra omnipotente hablada por el Creador, y por tanto era creatu-
ra; pero cada nuevo día finalizó solamente cuando el tiempo fue cum-
plido y las condiciones perfectas, por tanto era natura. También aquí se
sugiere que el progreso de la creación entera depende del progreso he-
cho por las criaturas en su desarrollo natural. La idea dominante de la
creación entre los hebreos era la de creatura; y entre los griegos, natura.
La primera era un acto creativo directo, un origen; la última un desen-
volvimiento o desarrollo en el tiempo. Es evidente que la tendencia de
la primera es hacia el deísmo, mientras que la de la última es hacia el
panteísmo. Es la gloria del cristianismo presentar tanto los aspectos
trascendentes como inmanentes de la creación en su armonía balancea-
da. Así San Juan, en su enseñanza respecto al Logos, considera al mun-
do (1) como una producción a través del Verbo, un origen de lo que
antes no tenía ser; y (2) como una transición del no ser al ser a través
del Logos. “Todas las cosas por medio de él fueron hechas [ºšºÇżÅ], y
sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho” (Juan 1:3, Diaglot Enfá-
tico). La palabra ginomai (ºţÅÇĸÀ֖ ocurre en el Nuevo Testamento
más de 700 veces, y 53 veces en este evangelio; pero como el Diaglot
Enfático señala, nunca se traduce crear, sino que significa ser, volverse,
suceder; también ser hecho o transigido. Se traduce “era” en el sentido
de “nacer” en Romanos 1:3, y “nacido” en Gálatas 4:4, lo cual da el
verdadero sentido de la palabra, es decir, un nacimiento o un proceder.
La palabra para crear es ktizo (ÁÌţ½Ñ֖. Está entonces claro que, de

416
COSMOLOGÍA

acuerdo con las enseñanzas de la Biblia, ha habido un principio creati-


vo y cosmogónico —uno sobrenatural e infinito, el otro relativo y fini-
to, ambos siendo comprendidos en cualquier concepto cristiano verda-
dero del origen del mundo.

EL ORDEN DE LA CREACIÓN
Al considerar el orden de la creación como se nos da en el relato del
Génesis, tres cosas demandan atención, primero, la creación primaria u
origen; segundo, la creación secundaria o formación; y tercero, la crea-
ción gradual y acumulativa.
Creación primaria u origen. La palabra “crear” se utiliza tres veces
en el relato del Génesis, y es una traducción de la palabra bara, que
significa originar, o crear de novo. Esta palabra ocurre en los tres si-
guientes versículos: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”
(Génesis 1:1). “Y creó Dios los grandes monstruos marinos” (Génesis
1:21). “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó”
(Génesis 1:27). B. F. Cocker declara que un estudio cuidadoso de éste
y el siguiente capítulo lo llevó a la conclusión que había algo funda-
mental y distintivo en la palabra bara que no le atañe a las palabras
yetsar y aysah. Dice: “Es en realidad la distinción entre origen de novo, y
formación a partir de materiales preexistentes. Existen tres ocasiones en
las que bara ocurre en Génesis 1. Estamos plenamente convencidos que
en cada caso denota el origen de una nueva entidad —una adición real
a la suma de la existencia” (Cocker, Theistic Conception of the World,
157). John Miley cuestiona esta posición y cita Isaías 43:7, en donde
las tres palabras ocurren y son aplicadas al mismo acto divino. No es
que niegue que el acto primitivo de la creación fuera el origen de la
materia misma, sino que insiste en que no existe prueba conclusiva de
ello sobre bases puramente filológicas (compárese con Miley, Systematic
Theology, I:283). Adam Clarke arroja el peso de su autoridad del lado
de la primera posición. Interpreta la palabra bara como el causar de que
algo exista que, previo a este momento, no tenía existencia. Dice: “Los
rabinos, que son los jueces legítimos en un caso de crítica verbal de su
propio lenguaje, son unánimes en asegurar que la palabra bara expresa
comienzo de la existencia de una cosa, o su egresión de la no entidad a
la entidad. En su significado primario no denota la preservación o nue-
va formación de cosas que ya habían existido previamente, como algu-
nos se imaginan, sino creación, en el sentido propio del término, aun-

417
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

que tiene algunas otras acepciones en otros lugares” (Clarke, Commen-


tary, Génesis 1:1). Entonces, si examinamos las tres ocasiones en donde
ocurre la palabra, encontraremos que cada una de ellas es el origen de
una nueva entidad.
El primer origen fue el de la sustancia material, o la prima materia
de todas las existencias físicas. La traducción de Adam Clarke de este
versículo es: “Dios en el principio creó la sustancia de los cielos, y la
sustancia de la tierra, i.e., la prima materia”, o el primer elemento del
que los cielos y la tierra fueron sucesivamente formados. Apoya su posi-
ción al referirse a la palabra hebrea eth, que generalmente se considera
como una partícula que denota que la siguiente palabra está en el acu-
sativo o caso oblicuo, pero que la literatura rabínica usa en un sentido
más extenso. Dice Eben Ezra: “La partícula eth significa la sustancia de
una cosa”. Kimchi, en su Book of Roots [Libro de raíces], da una defini-
ción parecida. Se utiliza por los cabalistas para significar el principio y
el fin, al igual que las palabras alfa y omega se utilizan en el Apocalipsis.
El doctor Clarke declara, además, que eth “argumenta una maravillosa
certeza filosófica en la declaración de Moisés, la cual trae delante de
nosotros, no cielos y tierra terminados, como todas las demás traduc-
ciones parecen decir, aunque después el proceso de su formación se dé
en detalle, sino meramente los materiales de donde Dios construyó
todo el sistema en los siguientes seis días” (Adam Clarke, Commentary ,
Génesis 1:1). Por tanto, el primer origen fue el de la materia en su es-
tado caótico o no formado.
El segundo origen fue el de la vida somática o del alma. “Y creo
Dios los grandes monstruos marinos y todo ser viviente [nefesh o alma
de vida] que se mueve” (Génesis 1:21). Aquí aparece una nueva enti-
dad. La vida difusa que se encuentra en el reino vegetal es individuali-
zada y separada de la vida universal de la naturaleza. Se le llama vida
somática (de soma, cuerpo), porque a la vida individualizada se le da un
cuerpo separado y distinto de la vida difusa; y es una nefesh o alma de
vida, ya que el alma es el centro de fuerza individualizado y el cuerpo es
el campo inmediato de actividad. Esta alma es una entidad inmaterial,
que tiene sensación, sentimientos y voluntad. Por tanto, se expresa
propiamente con la palabra bara, ya que un nuevo poder o principio
fue infundido en la naturaleza ya para entonces existente.
El tercer origen fue el del espíritu o ser personal. “Y creó Dios al
hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los

418
COSMOLOGÍA

creó” (Génesis 1:27). Así como el segundo origen fue el de la vida indi-
vidualizada caracterizada por la conciencia, así el tercer origen es otra
individualización más, la cual se puede caracterizar como autoconscien-
cia. Entonces, si entendemos por alma el principio que individualiza la
vida, el alma tiene que asumir el carácter de la vida así individualizada.
Podemos considerar el alma de un animal, pues, como una consciencia
que domina un campo de instinto; en cambio, el alma del hombre es
un yo que domina un campo de consciencia. El hombre no sólo cono-
ce, sino que sabe que conoce, y es así como se vuelve responsable de sus
acciones. Es esta cualidad la que constituye al hombre en un agente
moral libre, y así lo hace semejante a Dios. Esta es la imagen de Dios
en el hombre.
Podemos decir, entonces, que las tres entidades creadas que la pala-
bra bara expresa son materia, alma y espíritu, o materia, vida y mente.
También, de igual modo, puede expresar bien las palabras materia,
consciencia y yo.
Creación secundaria o formación. Así como es de profundo el mis-
terio de la creación en el sentido primario, no lo es menos en el sentido
secundario de formación. Dios no origina el material de la creación, y
luego de una manera externa lo forma en objetos individuales sin nin-
guna relación uno con el otro, excepto el de un forjador o arquitecto
común. Él crea a través de la creación misma. Crea lo que tiene vida en
sí mismo y consecuentemente el poder de propagación propia. Así el
mundo tiene un principio tanto sobrenatural como natural. Es un
cosmos donde la totalidad de las partes que componen el todo están
arregladas con orden y belleza. No están desconectadas, sino que una
emerge de la otra al mandato de Dios de manera tal que todas las cosas
están relacionadas tanto en naturaleza como en consecuencia de su
origen sobrenatural. No hay lugar en el relato para la teoría de genera-
ción espontánea. Esta es la falacia de la hipótesis evolutiva. Si ahora
notamos las varias etapas que se introducen por el fiat creativo “Sea”, y
concluyen con el estribillo “Y vio Dios que era bueno”, tendremos de-
lante de nosotros los siete actos formativos de Dios como se encuentran
en el relato del Génesis. Éstos constituirán la serie séptupla de los co-
mienzos naturales o nacimientos a partir de la materia preexistente y
preparada que, a través del Verbo divino o Logos, transformó el mundo
del caos al cosmos y unió el universo en una verdadera cosmogonía.

419
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

(1) “Sea la luz” (Génesis 1:3). Esta es la formación de la luz cósmica,


en ocasiones considerada como calor y luz radiantes. La palabra hebrea
es aur y se traduce “fuego” en Isaías 31:9 y Ezequiel 5:2; “sol” en Job
31:26 y “luz” en Job 37:3. (2) “Haya un firmamento” (Génesis 1:6), y
“Reúnanse las aguas que están debajo de los cielos en un solo lugar,
para que se descubra lo seco” (Génesis 1:9). Puede notarse que aquí hay
dos acciones incluidas en el estribillo. En la Septuaginta el estribillo
sigue al versículo 6, pero la mejor exégesis hebrea sostiene que este pe-
ríodo formativo no terminó en el segundo día; por tanto, el estribillo
fue añadido sólo después de la creación de los mares y la tierra que
principiaron con la formación del firmamento. B. F. Cocker sostiene
que el firmamento representa una combinación mecánica de los ele-
mentos químicos, mientras que el mar y la tierra representan los com-
ponentes químicos y su agregación molar. (3) “Produzca la tierra hierba
verde” (Génesis 1:11). Aquí se introduce una nueva fuerza dentro de la
materia, un elemento vital que hace surgir una materia germinal con
vitalidad, y que hace posible la esfera orgánica. (4) “Haya lumbreras en
el firmamento de los cielos” (Génesis 1:14). Es un hecho significante
que los órdenes orgánicos así como los inorgánicos principian con la
introducción de la luz. Aquí la luz es un ajuste de las relaciones cósmi-
cas, que provee las condiciones para el desarrollo adicional de la esfera
orgánica. (5) “Produzcan las aguas seres vivientes, y aves que vuelen
sobre la tierra” (Génesis 1:20). Este quinto acto formativo o nacimien-
to procedente de las aguas y la atmósfera sólo se puede referir a los or-
ganismos materiales que encarnan las almas vivientes, porque junto con
este acto formativo se emplea la palabra bara como el origen del alma
viviente que forma la segunda entidad. (6) “Produzca la tierra seres
vivientes según su especie” (Génesis 1:24).6 La sexta formación es el
surgimiento de la tierra de los organismos materiales de lo animal por
un acto de Dios. Este parece ser el último de los actos surgidos pura-
mente de la creación mediata de Dios, porque el que le sigue combina
consigo la introducción de un nuevo elemento formativo así como un
nuevo elemento creativo. (7) “Hagamos al hombre” (Génesis 1:26). De
la declaración creativa, esta porción sólo se refiere a la formación del
organismo material del hombre. Pero el acto formativo no es entera-
mente mediado como en las ocasiones anteriores, porque la palabra no
es “Produzca la tierra al hombre”, sino “Hagamos al hombre”. En la
palabra “hagamos” encontramos el acto formativo que relaciona el

420
COSMOLOGÍA

cuerpo del hombre al cosmos, mientras que en la palabra “crear” (ba-


ra), como se indicó previamente, encontramos el origen del ser espiri-
tual del hombre a imagen y semejanza de Dios. Así cada etapa de desa-
rrollo es la condición para cada etapa subsecuente en el arreglo
ordenado, hasta que se reúnen todas en un estribillo final: “Y vio Dios
todo cuanto había hecho, y era bueno en gran manera” (Génesis 1:31).
Los períodos creativos. Quizá el aspecto más sobresaliente de la
cosmogonía mosaica es el arreglo ordenado de etapas y períodos cono-
cidos como días creativos. En el sentido de origen, la creación es instan-
tánea; pero como formación es gradual y acumulativa. Hay una revela-
ción progresiva en una escala ascendente de actos creativos. Cada etapa
es preparatoria de la que le sigue, y también una profecía de lo que
habría de venir. El estudio del relato del Génesis revela ciertos hechos
que cobran añadida importancia con cada descubrimiento científico.
Primero, hay dos grandes eras que se mencionan, cada una con tres días
creativos —la inorgánica y la orgánica. Segundo, cada una de estas
grandes eras principia con la aparición de la luz —la primera con la
creación de la luz cósmica, la otra con la luz que emana de las lumina-
rias creadas. Tercero, cada una de estas eras termina con un día en el
que una doble obra se logra, la primera, el acto que completa o perfec-
ciona lo que le precede, y la segunda una profecía de lo que ha de ser.
Este arreglo se puede presentar en una forma esquemática como sigue:

LA ERA INORGÁNICA
1er. día —Luz cósmica
2do. día —El firmamento —agua y atmósfera
3er. día —Tierra seca (o la delimitación de la tierra y los mares)
Creación de la vegetación (transicional y profética)

LA ERA ORGÁNICA
4to. día —Las luminarias
5to. día —Los animales inferiores —peces y aves
6to. día —Animales terrestres
Creación del hombre (transicional y profética)
La creación de la vegetación que por razones físicas pertenece al ter-
cer día, es la culminación de la era inorgánica y la profecía de la era
orgánica que sigue inmediatamente. Podemos decir también que el
hombre, la culminación de la obra del sexto día, es de igual manera

421
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

profética de otro aeon, la nueva era donde la voluntad de Dios se hará


en la tierra como en el cielo.
Con los descubrimientos rápidamente crecientes de la ciencia, el re-
lato de Génesis pronto fue cuestionado por hombres que parecían ser
autoridades en sus campos de investigación. Pero hombres cristianos,
eminentes en ciencia también, después de estudios e investigaciones
prolongados, declararon que no sólo no existe conflicto entre Génesis y
la ciencia moderna, sino que existe un paralelo sorprendente entre am-
bos. Hugh Miller, eminente de la geología, no encontró una ubicación
equivocada en los hechos del relato de Génesis. Los profesores Win-
chell, Dana, Guyot y Dawson, entre los primeros hombres de ciencia,
sostuvieron que el orden de los eventos en la cosmogonía de la Biblia
está esencialmente de acuerdo con los descubrimientos de la ciencia
moderna. Uno de los primeros paralelos entre Génesis y la geología es
el del profesor Dana, quien ofrece el siguiente orden geológico (compá-
rese con Dana, Manual of Geology [Manual de geología]; Hodge, Syst.
Th. [Teología sistemática], I:571):
1. Luz.
2. La división de las aguas debajo, de las aguas sobre la tierra.
3. La división de la tierra y el agua sobre la tierra.
4. La vegetación, que Moisés, apreciando las características filosófi-
cas de la nueva creación, distingue de las sustancias inorgánicas previas,
y la define como lo que tiene semilla en sí mismo.
5. El sol, la luna y las estrellas.
6. Los animales inferiores, aquellos que se mueven en el agua y las
especies de los que se arrastran y vuelan sobre la tierra.
7. Bestias predadoras.
8. El hombre.
Los descubrimientos posteriores de la ciencia demandan nuevos
planteamientos de estos paralelos, pero podemos creer, con James
Ward, que no hay ni jamás podrá haber oposición alguna entre la cien-
cia y la religión, como nunca la habrá entre la gramática y la religión.
William Ramsey una vez dijo: “Entre la verdad esencial del cristianismo
y los hechos establecidos de la ciencia no existe antagonismo real”. Es-
tamos endeudados con L. A. Reed por los siguientes paralelos entre el
relato de la creación del Génesis y los descubrimientos más recientes de
la ciencia moderna.

422
COSMOLOGÍA

“Cuando Pierre Simón Laplace, matemático y astrónomo francés,


defendió la hipótesis nebular a principios del siglo XIX, la misma fue
aceptada casi universalmente por el mundo científico. Casi cada una de
las investigaciones originales de Laplace es suficiente para calificarlo
como uno de los más grandes matemáticos. Algunos de sus logros son
el descubrimiento de lo invariable de los ejes mayores de las órbitas
planetarias; la explicación de la gran desigualdad en los movimientos de
Júpiter y Saturno; la solución del problema de la aceleración del movi-
miento medio de la luna; la teoría de los satélites de Júpiter y muchas
otras leyes importantes incluyendo esta teoría nebular, que fue un in-
tento de explicar el desarrollo del sistema solar. ‘Esta teoría supone que
los cuerpos que componen el sistema solar en alguna ocasión existieron
en la forma de nebulosa; que éstos tuvieron una revolución sobre sus
propios ejes del occidente al oriente; que la temperatura gradualmente
disminuyó, y la nebulosa se contrajo por la refrigeración, la rotación
aumentó en rapidez, y zonas de nebulosidad fueron sucesivamente ex-
pulsadas como consecuencia de la fuerza centrífuga que dominó la
atracción central. Estas zonas, al condensarse y participar de la rotación
primaria, constituyeron los planetas, algunos de los cuales a su vez ex-
pulsaron zonas que ahora forman sus satélites. El cuerpo principal que
se condensó hacia el centro, formó el sol. La teoría después se extendió
también para incluir una cosmogonía de todo el universo’” (compárese
con Winston, Encyl., Tomo VII, Neb. Hypth. ).
“Se levantaron muchas objeciones a esta hipótesis, porque no satis-
facía las demandas de la interpretación del primer capítulo del Génesis.
Con el descubrimiento del espectroscopio, mucho de la hipótesis ante-
rior demostró ser un hecho, porque ahora se reconoce que la materia
nebulosa existe en todo el universo. También se descubrió que mucho
de la nebulosa es negro y oscuro, y además se descubrió que la nebulosa
espiral tiene una organización planetesimal. Esto produjo la teoría de
que el sistema solar fue formado de una nebulosa consistente de plane-
tesimales. Estas formaciones todavía se pueden encontrar en el univer-
so. Por lo tanto, se ha notado un cambio importante en la antigua hi-
pótesis nebular, ya que en lugar de la masa nebulosa candente de
‘Laplace’, tenemos la nebulosa oscura que estructura un universo de
planetas, planetoides, asteroides,7 y meteoros. Como ya se ha declarado
formalmente, este proceso de estructuración todavía se puede descubrir
en acción en el universo. Miles de meteoros caen sobre la tierra cada

423
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

año y el magnetismo de las varias esferas los estructura al atraer los pla-
netesimales a sí mismo. Todo esto encaja hermosamente con Génesis
1:2, que dice: ‘La tierra estaba desordenada y vacía, las tinieblas estaban
sobre la faz del abismo’. Y así los planetas fueron formados de estas
masas sin forma. Entre más pequeñas las nebulosas más rápida la con-
tracción, lo cual podría explicar por qué la tierra se menciona como
creada antes del sol, ya que éste no hubiera empezado a funcionar hasta
que la tierra hubiera estado lo suficiente bien formada como esfera. La
tierra también precedió a la luna, ya que los satélites debieron cobrar
existencia a través de la fuerza centrífuga, y se la mencionó en relación
con el sol como para ‘alumbrar sobre la tierra’. Así, en el primer día esta
luz nebulosa era la iluminación universal. El carácter de esta luz es de
alguna manera un misterio, pero los astrónomos piensan que era eléc-
trica y fosforescente. Baste decir que en el tratamiento de la explicación
(o hipótesis) planetesimal, el que se incluya la luz antes de la mención
del sol y la luna apoya científicamente el reclamo del relato de la crea-
ción”.
Una vez uno se orienta respecto al primer día de la creación, enton-
ces los otros días siguen en orden científico exacto. Estos períodos de
tiempo nunca han sido arreglados por los científicos de ninguna otra
manera excepto como los arregla el primer capítulo de Génesis. La evi-
dencia paleontológica apoya el orden y arreglo de la vida como se expli-
ca en Génesis. El acto creativo, en su triple expresión en el primer capí-
tulo de Génesis, es suficiente explicación para la existencia tanto
inanimada como animada, y con los descubrimientos continuos de la
ciencia, dicha explicación es verificada cada día por las mentes más
grandes del mundo.
La teoría de la restauración. Con el propósito de explicar los
grandes períodos geológicos se ha sostenido más o menos extensamente
en la iglesia que el primer versículo del relato de la creación es una de-
claración introductora sin referencia a un orden temporal; y que entre
éste y los siguientes versículos pasó un inmenso intervalo de tiempo.
Así William G. T. Shedd hace la aseveración de que entre el simple
acto inclusivo de la creación de los ángeles y la materia caótica mencio-
nada en Génesis 1:1, pasó un intervalo de tiempo; y además declara
que éste era el punto de vista común entre los padres y los escolásticos.
De esta manera se explican los grandes períodos creativos que la geolo-
gía demanda sin tener que considerar los días de Génesis como diferen-

424
COSMOLOGÍA

tes a los días solares de veinticuatro horas cada uno. Escritores moder-
nos como John W. McGarvey y G. Campbell Morgan toman esta po-
sición, separando los dos versículos introductorios como expresiones de
un período inmensamente largo de tiempo. Esto fue seguido por una
gran catástrofe donde todo en la tierra fue destruido. Después de esto
Dios creó de nuevo la tierra y la vivificó de nuevo en una semana de
seis días solares. En apoyo de esto se citan las palabras de Isaías: “Él es
Dios, el que formó la tierra, el que la hizo y la compuso. No la creó en
vano [i.e., no la creó baldía], sino para que fuera habitada la creó”
(Isaías 45:18). El doctor Coggins llama la atención a las palabras he-
breas tohu wabohu, las cuales implican esa gran catástrofe, pues la pri-
mera significa “desierto”, y la última “vaciedad” o “vacuidad”.

EL PROPÓSITO DE LA CREACIÓN
Hemos considerado el mundo como cosmos; resta ahora dirigir nues-
tra atención al mundo como aeon. Con esto queremos decir esa suce-
sión de épocas y períodos que corren a través del curso de las edades, y
que implican tanto los aspectos físicos como éticos del mundo. El pri-
mer aeon es pasado, el segundo aeon es la época presente, y tenemos la
promesa de una era venidera. Lo que está más allá de esto no lo sabe-
mos, aunque San Pablo se refiere a “los siglos venideros” (Efesios 2:7).
El primer aeon en el nivel físico es esa época indefinida que antecede los
cielos y tierra presentes (Génesis 1:1). El segundo aeon es la presente
economía. Así como el aeon prehistórico fue suplantado por la acción
de fuerzas persistentes, que al mandato de Dios resultaron en el aeon
presente, así las observaciones de los naturalistas y las palabras de la
revelación divina enseñan que ahora existen poderosas agencias que
están detenidas, que anticipan tremendas convulsiones, y que cuando el
cumplimiento del tiempo venga, irrumpirán en un nuevo cielo y una
nueva tierra. “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche.
Entonces los cielos pasarán con gran estruendo, los elementos ardiendo
serán deshechos y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas.
Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas [ÂÍ¿ŢÊÇÅÑ̸À], ¡có-
mo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, espe-
rando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los
cielos, encendiéndose, serán deshechos [ÂÍ¿ŢÊÇÅ̸À], y los elementos,
siendo quemados, se fundirán! Pero nosotros esperamos, según sus
promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2

425
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

Pedro 3:10-13). En un sentido, por tanto, el mundo presente llegará a


su fin, y pasará, para dar lugar a una organización diferente; pero en
otro sentido no llegará a su fin, porque al mandato de Dios, todo lo
que estorba su progreso, todo lo que lo ata a la maldición del hombre,
será fundido y disuelto, y luego surgirá como los cielos y la tierra que
han de ser. “Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra.
De lo pasado no habrá memoria ni vendrá al pensamiento” (Isaías
65:17). “Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el pri-
mer cielo y la primera tierra habían pasado” (Apocalipsis 21:1).
Pero no se pueden entender los aeones en el plano físico solamente.
Existen ámbitos éticos y espirituales que les sirven estrechamente de
paralelos y revelan con luz más clara el propósito de Dios en la crea-
ción. (1) El primer aeon en este plano es el nivel prehumano de los
espíritus creados que se mencionan brevemente en la Santa Biblia. Una
parte de este mundo de espíritus ha apostatado, trayendo así el desor-
den moral y la confusión espiritual al universo. Lo que el caos de las
épocas geológicas fue para el presente universo material, el desorden
prehistórico espiritual lo es para la economía moral y espiritual presen-
te. (2) El segundo aeon abre con la creación del hombre como un ser
ético y espiritual y se extenderá hasta la consumación final del orden
mundial presente. Se pueden observar dos épocas decisivas. Primero, la
caída del hombre en pecado, lo cual la Biblia parece indicar que fue la
consecuencia directa de la defección de los ángeles; y segundo, la encar-
nación o el advenimiento del Segundo Hombre como el Señor del cie-
lo. El primer hombre era de la tierra, terrenal, por lo cual debemos
entender que era el complemento pleno de todos los reinos subhuma-
nos. El Segundo Hombre era un espíritu vivificador que marcó un
nuevo principio en la raza humana —un principio que puede llegar a
su perfección sólo con el retorno del Hijo del Hombre en su gloria.
Aunque condicionado por el primer Adán, el último Adán será el com-
plemento espiritual pleno de todas las demandas esenciales implícitas
en la constitución original de la raza adámica, y de todas las demandas
accidentales debido a la depravación y pecado del hombre. Podemos
decir, entonces, que el universo físico llegó a su triunfo en la resurrec-
ción de Jesucristo, y que, en lo ético y espiritual, llegó a su triunfo con
el retorno del Espíritu Santo. Así que, el universo físico encuentra su
significado en lo ético, lo ético en lo espiritual, y lo espiritual en la glo-
ria de Dios. (3) El tercer aeon abrirá con la venida de Cristo e introdu-

426
COSMOLOGÍA

cirá la nueva era que será. Entonces la idea del mundo con la que se ha
luchado a través de las épocas llegará a su perfección. Este es el miste-
rio, que de acuerdo con San Pablo ha estado escondido desde los siglos
y generaciones, pero que ahora se ha manifestado. Cristo es tanto el
misterio como la manifestación. El nuevo aeon, en el aspecto físico,
encontrará su expresión en un nuevo cielo y una nueva tierra; en el
plano ético y moral, será una era donde morará la justicia —una era
libre de pecado y de todo desorden moral.
El reino de Dios. Podemos decir, entonces, que la teología encuen-
tra el propósito de la creación en el reino de Dios. Este reino es a la vez
una posesión presente y una esperanza futura. Jesús era en sí mismo la
encarnación perfecta de los principios sobre los cuales el reino descansa.
A través de su obra redentora los hombres pueden ahora ser liberados
del pecado; con la fruición plena de esta obra, su pueblo será liberado
de las consecuencias del pecado. La realización completa de este ideal
requiere otras condiciones que las que se obtienen durante el presente
aeon. Aquí hay una experiencia redentora interior de “justicia, paz y
gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17); luego, con la aparición
del Señor en gloria, el reino se establecerá como la realización plena de
los ideales éticos y espirituales más altos del hombre, y el medio perfec-
to de la realización de todas sus aspiraciones y esperanzas.
Hay tres interpretaciones históricas del reino de Dios, cada una de
las cuales contiene cierta verdad que debe ser conservada. Estos concep-
tos del reino son, primero, el milenario; segundo, el eclesiástico; y terce-
ro, el individual. Ellos solamente demandan una mención breve en este
momento.
El concepto milenario del reino. Este es un término que se usa para
describir aquella clase de teorías que anticipan que el reino será inaugu-
rado por una transformación repentina del presente orden, en la venida
de Cristo. Ya que de acuerdo con esta teoría la venida precede al mile-
nio, a los creyentes en esta teoría se les conoce regularmente como
premilenarios. El término usado en la iglesia primitiva para expresar
este concepto era “chiliasmo”. El equivalente latín del griego ÏÀÂÀŠË es
mille, o mil, de donde nuestra palabra milenio se deriva. Los comienzos
de esta doctrina datan de algo tan distante como el ideal escatológico
del judaísmo tardío, y fueron revivificados y fortalecidos en la iglesia
primitiva a través del estudio de la literatura apocalíptica judía. Aunque
esta enseñanza no fue universal en la iglesia primitiva, sin embargo fue

427
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

la teoría dominante, como se puede confirmar por un estudio de los


padres antenicenos.
El concepto eclesiástico del reino. Con Agustín el pensamiento fue ca-
nalizado en diferentes direcciones. El languidecimiento de la expectati-
va del retorno inmediato de Cristo llevó a una interpretación nueva de
las enseñanzas de nuestro Señor. Agustín interpretó el milenio como
significando el reino espiritual de la iglesia, y por tanto, en gran medida
identificó el reino con la iglesia visible. La extensión de la iglesia signi-
ficó la extensión del reino. El término, por tanto, se aplica a las teorías
que buscan que la organización social y eclesiástica moldee la estructura
social conforme al patrón cristiano. La teoría encuentra su más clara
expresión, a lo menos para la Iglesia Católica Romana, en la Ciudad de
Dios de Agustín.
El concepto individual del reino. En contra de la organización social
de la Iglesia Católica Romana, el protestantismo ha reaccionado, y co-
mo consecuencia ha desarrollado la concepción individual del reino.
De acuerdo con esta teoría, el reino es un reino espiritual interno —el
gobierno de Cristo sobre su pueblo a través de la presencia residente del
Espíritu Santo. Ha tomado diferentes formas, como por ejemplo, la
gracia electiva del calvinismo y la probatoria individual del arminia-
nismo. Lutero enfatizó la idea de la justificación por la fe, y Juan Wes-
ley llevó todavía más lejos el asunto al insistir que así como somos justi-
ficados por fe, también somos santificados por fe. Pero ya sean
luteranos, reformados o arminianos, todos están de acuerdo en negar
los oficios mediadores de la iglesia, e insisten en una relación directa del
hombre con Dios a través del Espíritu.
El elemento que debe conservarse en la primera teoría es la necesi-
dad de un nuevo orden como el fundamento para la expresión plena
del ideal cristiano. En la segunda teoría, tenemos que insistir en que los
principios espirituales internos tienen su contraparte en una estructura
social externa; mientras que la necesidad de la gracia en vidas transfor-
madas de personas individuales tendrá que dar siempre carácter y cali-
dad a los ideales del reino.

ÁNGELES Y ESPÍRITUS
La Biblia claramente enseña que existe un orden de inteligencias
más alto que el de los hombres; y además asegura que estas inteligencias
están conectadas con el hombre tanto en providencia como en la eco-

428
COSMOLOGÍA

nomía redentora. A estas inteligencias se les llama espíritus para denotar


su naturaleza específica; pero también se les llama ángeles para denotar
su misión. No se puede conocer nada de ellos excepto lo que está reve-
lado en la Biblia. Son espíritus creados, pero el tiempo de su creación
no se indica. John Miley sostiene que tal creación tiene que haber sido
incluida en la declaración que se encuentra en Génesis 1:1, y por tanto
preceden al período formativo de los seis días. El doctor Stump, por
otro lado, declara que este acto creativo tiene que haber seguido al pe-
ríodo formativo, porque al concluirlo Dios pronunció que todo lo que
había hecho era “bueno en gran manera”.
La naturaleza y atributos de los ángeles. Con frecuencia se descri-
be a los ángeles como espíritus puros, i.e., seres incorpóreos e inmate-
riales. La Biblia no les atribuye cuerpos; pero sobre la suposición de que
un mundo de espíritus no podría funcionar en la esfera material sin el
medio que representan los cuerpos, un concilio llevado a cabo en Nicea
(784 d.C.) decidió que los ángeles tienen cuerpos etéreos, compuestos
lo mismo de luz que de éter. Para apoyar esto citaron versículos como
Mateo 28:3 y Lucas 2:9, así como otros pasajes que hablan de su pre-
sencia luminosa. El Concilio Laterano (1215 d.C.) anuló la decisión
anterior y declaró que los ángeles eran incorpóreos. Esta ha sido la opi-
nión general de la iglesia desde ese tiempo. William Burton Pope, sin
embargo, toma una posición diferente. Sostiene que los ángeles, aun-
que están menos estrechamente conectados con el universo material
que el hombre, no deben considerarse como puros espíritus. Dice: “Só-
lo Dios es Espíritu puro, esencial; estos espíritus creados están vestidos
de vestimentas etéreas, tal como Pablo lo describe cuando dice: ‘Hay
cuerpo espiritual’ (1 Corintios 15:44). Así nuestro Señor nos dice que
los ‘hijos de la resurrección’ son [ĊÊŠºº¼ÂÇÀ], ‘iguales a los ángeles’ (Lu-
cas 20:36). Teniendo una organización más sutil que el hombre, al
presente son más altos en su rango de facultades; mayores en fuerza y
poder (2 Pedro 2:11), y son poderosos en fortaleza (Salmos 103:20).
Pero cuáles son sus facultades, cuáles órganos usan, y qué es el vínculo
entre su psicología y la nuestra, no lo sabemos” (Pope, Compend. Chr.
Th., I:409). Que los ángeles han asumido cuerpos humanos, ya sea en
apariencia o en realidad, con el propósito de conversar con los hom-
bres, se hace evidente en la Biblia (compárese con Génesis 18:2, la apa-
rición a Abraham, y Génesis 19:1, 10, la aparición a Lot).

429
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

El obispo Martensen sostiene que los ángeles o espíritus representan


poderes generales en lugar de específicos, y por tanto tienen la misma
relación con el hombre que el universo tiene con lo microcósmico.
Aunque el ángel es un espíritu más poderoso, sin embargo, el espíritu
del hombre es más rico y más inclusivo. Dice: “Porque el ángel, con
todo su poder, sólo es una expresión de una fase singular de todas las
fases que el hombre, en la naturaleza interior de su alma, y la riqueza de
su propia individualidad, tiene como intención combinar en un micro-
cosmo completo y perfecto”. Además asegura que “es precisamente
porque los ángeles son solamente espíritus, pero no almas, que no pue-
den poseer la misma rica existencia del hombre, cuya alma está en el
punto de unión donde el espíritu y la naturaleza se encuentran. El alto
privilegio que el hombre goza sobre los ángeles encuentra expresión en
la Biblia, donde se dice que el Hijo de Dios no fue hecho un ángel,
sino un hombre (Hebreos 2:16). Él estuvo dispuesto a unirse a sí mis-
mo con la naturaleza sola, que es el punto central de la creación... Así
como el hombre es ese punto donde los mundos espirituales y corpó-
reos se unen, y la humanidad es la forma particular donde la encarna-
ción ha tomado lugar, también se sigue que los hombres son capaces de
entrar en la más completa y más perfecta unión con Dios, mientras que
los ángeles, por causa de su espiritualidad pura, sólo pueden ser hechos
partícipes de la majestad de Dios, pero no pueden, de la misma manera
inmediata que el hombre, ser hechos participantes de su revelación de
amor, el misterio de la encarnación, y la unión sacramental relacionada
con ella” (compárese con Martensen, Chr. Dogm., 132ss). Es por esta
razón que San Pedro habla de aquellos “que os han predicado el evan-
gelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan
mirar los ángeles” (1 Pedro 1:12); mientras que San Pablo habla del
“plan del misterio escondido desde los siglos en Dios, el creador de
todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora da-
da a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en
los lugares celestiales” (Efesios 3:9-10). Aquí expresamente se declara
que los ángeles y espíritus en los lugares celestiales son meramente tes-
tigos de la gloria redentora del hombre, pero que ellos mismos no pue-
den participar de Cristo de la misma y real manera. Por lo cual San
Juan, en el Apocalipsis, escucha a los hombres redimidos cantar un
cántico nuevo, diciendo: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus
sellos, porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido

430
COSMOLOGÍA

para Dios, de todo linaje, lengua, pueblo y nación”. Los ángeles, sin
embargo, decían a gran voz: “El Cordero que fue inmolado es digno de
tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria
y la alabanza”. Mientras, al universo creado se le escucha decir: “Al que
está sentado en el trono y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria
y el poder, por los siglos de los siglos”. (Apocalipsis 5:9, 12-13.)
Los atributos adscritos a los ángeles generalmente incluyen la indivi-
sibilidad, inmutabilidad, ilocalidad y agilidad. Siendo indivisibles e
inmutables, se puede describir a los ángeles como invisibles, incorrup-
tibles e inmortales. Su relación al espacio es la de illocalitas, i.e., no son
omnipresentes, pero siempre están presentes en algún lugar. El atributo
de agilidad se refiere más especialmente al poder de los ángeles de mo-
verse con la más grande celeridad. Los ángeles también tienen que con-
siderarse como individuos y no como componiendo una raza. Se decla-
ra expresamente que no son varón y hembra y no propagan su clase
(Mateo 22:30). Sin embargo, parece que hay grados o rangos entre los
ángeles, tales como querubín (Génesis 3:24), serafín (Isaías 6:2), tro-
nos, dominios, principados, potestades (Colosenses 1:16; Efesios 3:10;
Romanos 8:38), y arcángeles (1 Tesalonicenses 4:16; Judas 9). Es in-
teresante notar que en los órdenes inferiores de la creación, las especies
predominan y el individuo no es nada, en el hombre la especie y el
individuo se mezclan, mientras que en el mundo superior se pierde la
especie y el individuo está solo delante de Dios. Ya sea en la iglesia o el
estado, la estructura social tiene la intención divina de cuidar y preser-
var al individuo, pero en última instancia el individuo tiene que com-
parecer por sí mismo delante de Dios para responder por las obras he-
chas en el cuerpo.8
El ministerio de los ángeles. El más alto ejercicio de los ángeles es
esperar en Dios. La expresión: “Jehová de los ejércitos” se refiere al
Señor que es asistido por sus ángeles. Cuando se dice que “se regocija-
ban todos los hijos de Dios” (Job 38:7), la referencia es a los ángeles
como hijos. Su principal tarea es ministrar a los herederos de la salva-
ción. Los ángeles estuvieron presentes en la creación, en la entrega de la
ley, en el nacimiento de Cristo, después de la tentación en el desierto,
en el Getsemaní, en la resurrección y en la ascensión. Por esto el autor a
los Hebreos inquiere: “¿No son todos espíritus ministradores, enviados
para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?” (He-
breos 1:14). Fueron preparados por un período probatorio para este

431
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

libre servicio. Tanto Adam Clarke como William Burton Pope consi-
deran a los querubines como formas simbólicas en lugar de descripti-
vas, y significan las fuerzas del universo creado como asistentes de Dios.
De igual manera, los serafines representan la criatura delante de Dios, y
son los vigilantes, ardiendo con el amor divino. Los escolásticos dividie-
ron a los ángeles en tres jerarquías: (1) tronos, querubines y serafines
que asisten de inmediato a Dios; (2) dominios, virtudes y potestades,
que operan en la naturaleza y en la guerra; y (3) principados, arcángeles
y ángeles, que cumplen misiones especiales y ministran a los herederos
de la salvación.
Ángeles buenos y malos. Los ángeles en su estado original eran seres
santos, dotados de libre voluntad y sujetos a un período de prueba.
Debían escoger el servicio voluntario a Dios, y así estar preparados para
el libre servicio a los herederos de la salvación. No todos mantuvieron
su primer estado, sino que algunos cayeron en pecado y rebelión contra
Dios. Por lo tanto, leemos de “la condenación del diablo” (1 Timoteo
3:6), de donde deducimos de la Biblia que era la cabeza del grupo de
los ángeles que cayeron. Por esta razón a Satanás se le llama el “príncipe
de la potestad del aire” (Efesios 2:2), y se habla de sus “huestes espiri-
tuales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12). También po-
demos creer que después del período probatorio, los buenos ángeles
fueron confirmados en santidad y admitidos a un estado de gloria —un
estado de indefectibilidad donde siempre contemplan el rostro de Dios
(Mateo 18:10). De igual manera, los malvados fueron confirmados en
su estado de miseria. Su caída no fue debido a ninguna necesidad in-
terna, o ninguna compulsión externa, sino que debe considerarse como
una apostasía voluntaria. Se concluye que su pecado fue el orgullo (1
Timoteo 3:6). Como consecuencia de su pecado, han sido puestos bajo
la condenación de Dios (2 Pedro 2:4), y serán castigados eternamente
(Mateo 25:41). Siendo que Dios es un Dios de amor, podemos inferir
que los ángeles no eran salvables, o Él hubiera hecho provisión para su
salvación. Su disposición hacia Dios es una de enemistad, concentran-
do este propósito maligno en Satanás que es su cabeza.
Satanás. Satanás es un ser personal, la cabeza del reino de los espíri-
tus malos. Es el anticristo esencial. Se le aplican dos nombres principa-
les, y ambos expresan su carácter. Es Satanás o adversario, y diablo
(diabolus) o calumniador. Nuestro Señor lo describe como el que siem-
bra semillas de error y duda en la iglesia (Mateo 13:39), y como menti-

432
COSMOLOGÍA

roso y homicida (Juan 8:44). También es capaz de transformarse en un


ángel de luz. Los racionalistas siempre han negado un diablo personal,
considerando a Satanás como una personificación de los principios del
mal. Aún Schleiermacher combatió la idea de un Satanás personal. Sin
embargo, los teólogos mediadores posteriores como Martensen, Dor-
ner, Nitsch y Twesten, sostuvieron firmemente el punto de vista de
Satanás como un ser personal. Se le dará más atención a este asunto en
conexión con el origen del mal.

LA PROVIDENCIA
El Dios de la creación también es el Dios de la providencia. Él sos-
tiene y cuida el mundo que hizo, y sus tiernas misericordias están sobre
todas sus obras. La providencia envuelve los atributos de Dios, siendo
los más prominentes su bondad, sabiduría y poder. Incluye a la Trini-
dad con sus varias misiones y economías. La providencia se atribuye al
Padre (Juan 5:17), al Hijo (Juan 5:17; Colosenses 1:17; Hebreos 1:3),
y al Espíritu Santo (Salmos 104:30). Como Padre, Dios descansó de su
obra de creación, pero la continúa en providencia. El sábado divino,
por tanto, es un descanso perfecto lleno de perfecta actividad — no en
una nueva obra creadora, ni siquiera en creación continua, sino en la
preservación y sustentación de todas las cosas con la palabra de su po-
der. También hay una economía especial de providencia que pertenece
al Hijo en la administración de la redención —la del oficio real de la
economía de mediación (Mateo 28:18; Efesios 1:22; Hebreos 1:2-3).
Además, hay una economía del Espíritu Santo como el Señor y dador
de la vida. Es especialmente el Dios de la providencia cristiana en la
administración de la redención. Sin embargo, la providencia está con-
vencionalmente atribuida al Padre. Siendo que Dios como creador es
trascendente e inmanente en su relación con el mundo, estamos bajo la
obligación de guardarnos en contra de los errores del deísmo y del pan-
teísmo en cualquier discusión del asunto. Estas posiciones han sido
previamente discutidas, por lo que aquí necesitan solamente una breve
mención.
La providencia se puede definir como la actividad del Dios Trino
por la cual conserva, cuida y gobierna al mundo que hizo. El asunto
puede ampliamente dividirse en providencia general, con lo cual se quie-
re decir el cuidado de Dios por el mundo como un todo y por cada
cosa que hay en él; y providencia especial, que se refiere más particular-

433
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

mente a su cuidado por la raza humana. En el sentido más estricto del


término, la providencia se puede revelar solamente en la historia, y está
interesada en las exigencias que surgen de la libertad de voluntad del
hombre. Siendo que el asunto de la creación en el sentido del aeon ya
requirió la discusión del propósito de Dios en la creación, ahora necesi-
tamos dirigir nuestra atención sólo a una consideración de la fase ad-
ministrativa de este asunto. Aquí encontramos otra clasificación, la de
providencia ordinaria, por la cual se quiere decir el ejercicio general del
cuidado de Dios a través de principios y leyes establecidas; y providen-
cia extraordinaria, o la intervención milagrosa de Dios en el curso ordi-
nario de la naturaleza o la historia. Es con la primera que ahora estamos
especialmente interesados. Además, la providencia envuelve la doble
idea de una agencia conservadora y regidora, pero en su aplicación a los
objetos de la providencia, la triple división es más inclusiva y apropia-
da. Por tanto, trataremos el asunto de la providencia bajo las siguientes
divisiones principales: primero, conservación como una referencia a la
naturaleza inanimada; segundo, preservación como una referencia a la
naturaleza animada y los deseos de la criatura de los reinos subhuma-
nos; y tercero, gobierno en su aplicación al hombre en su estado proba-
torio.9
Conservación. La conservación es la providencia preservadora de
Dios en el ámbito del universo físico. Está interesada en la relación de
Dios con el mundo. Estas preguntas surgen inmediatamente: ¿No exis-
te otra relación de Dios con el mundo que la del hecho primario de la
causalidad creativa? ¿Tienen las leyes de Dios, como se encuentran en la
naturaleza, una eficiencia real, de tal manera que su presencia y agencia
inmediata ya no se requieren? ¿O está Dios todavía inmanente en la
naturaleza, sustentando todas las cosas con la palabra de su poder (He-
breos 1:3)? La Biblia es explícita en sus declaraciones: “Él es quien da a
todos vida, aliento y todas las cosas” (Hechos 17:25); “porque en él
vivimos, nos movemos y somos” (Hechos 17:28); “Él es antes que to-
das las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Colosenses 1:17); “por-
que de él, por él y para él son todas las cosas” (Romanos 11:36). Juan
Wesley resume la creencia evangélica respecto a la conservación en la
siguiente declaración clara y concisa. Dice: “Dios también es el que
sustenta todas las cosas que ha hecho. Lleva, mantiene y sustenta todas
las cosas creadas por la palabra de su poder; por la misma palabra pode-
rosa que las trajo de la nada. Así como esto fue absolutamente necesario

434
COSMOLOGÍA

para el principio de su existencia, lo es igualmente para su continua-


ción; si su poderosa influencia fuera retirada, no podrían subsistir un
momento más” (Sermón sobre la providencia).
Respecto al modo de esta relación existente entre Dios y el mundo,
se han propuesto tres teorías. (1) La creación continua. Si se admite que
la creación es por el poder de Dios, y que la existencia continua se debe
a la conservación incesante de su poder, la noción de una dependencia
constante fácilmente pasa al error de la creación continua. Si la conser-
vación requiere en cada momento la misma energía divina que requirió
para su existencia original, la transición es fácil. La doctrina apareció en
esta forma temprano en la iglesia. Agustín enseñó que el universo crea-
do es sin cesar y absolutamente dependiente del poder omnipotente de
Dios, y que si Él retirara del mundo su poder creativo, éste inmediata-
mente caería en la nada (compárese con De Civitate Dei, xii:25). Así
también Tomás de Aquino sostuvo que la preservación es una creación
siempre renovada, y que todas las causas de la criatura derivan su efi-
ciencia directa y continuamente de la Primera Causa (Aquino, Summa
Theologica, pt. 1, ¶ 104, art. i; pt. 1, ¶ 105, art. 5). Esta teoría de la
creación continua, sin embargo, cuando se relaciona a la conservación,
es esencialmente diferente de la teoría de la creación continua como
una teoría de origen. La primera insiste en un acto creativo y una con-
tinuación de estos actos creativos en la conservación; la última, como se
discutió previamente, suplantaría cualquier acto creativo y lo substitui-
ría por una emergencia o continuo devenir. Entre los teólogos moder-
nos, Jonatán Edwards es el mejor representante de esta posición.10
Otra teoría es (2) la concurrencia. Con esto se quiere decir la activi-
dad de Dios que concurre en causas secundarias, y coopera con las cria-
turas vivientes. El término cobró prominencia con el teólogo luterano
Quentedt (1617-1680), y se usó por los teólogos anteriores para expre-
sar lo que en la teología más reciente se conoce como inmanencia divi-
na. Sin embargo, la teoría tiene que entenderse como diciendo, no me-
ramente que Dios conserva ciertos poderes en la naturaleza como
causas secundarias, sino que existe una cooperación inmediata de Dios
con la acción y los efectos de estas causas secundarias. William Burton
Pope rechaza la teoría al declarar que disfraza “bajo el término concursus
la idea de tal cooperación entre la Primera Causa y las causas secunda-
rias, ya que hace de la acción resultante una igualmente de Dios y del
agente inmediato”. Admite, sin embargo, que fuera de la esfera de la

435
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

acción moral, podemos adoptar la posición de Quentedt. El doctor


Stump admite también que la doctrina de la concurrencia levanta algu-
nas dificultades en conexión con los actos pecaminosos de los hombres,
pero señala que los dogmáticos antiguos resolvían este problema al de-
clarar que Dios concurre con el efecto pero no con el defecto de un acto
pecaminoso. A. H. Strong sostiene que Dios concurre con los actos
malos de sus criaturas, pero sólo hasta el punto en que sean actos natu-
rales y no malévolos (compárese con Stump, Christian Faith, 80;
Strong, Syst. Th., II:418). La teoría de la concurrencia parece estar es-
trechamente relacionada con lo que se conoce en filosofía como el oca-
sionalismo de los cartesianos, y así lo trata John Miley.
Existe todavía otra teoría, la de (3) la absoluta dependencia, que hace
a todas las cosas dependientes de la agencia inmediata de Dios al punto
de excluir las causas secundarias. Esta teoría muestra la influencia de
una filosofía idealista de tipo berkeliana, y tiende directamente hacia el
panteísmo en la teología. En la esfera moral ha tenido el mismo efecto
que el fatalismo de los antiguos estoicos, y es considerada por William
Burton Pope la base de un predestinarismo rígido en la teología mo-
derna (compárese con Pope, Compend. Chr. Th., I:447).
En el ámbito científico, también se han propuesto ciertas teorías
como soluciones de este problema perplejo. Aquí se pueden mencionar:
(1) la hipótesis de la ley natural, que sostiene lo inseparable de la materia
y la fuerza, de las cuales brotan todas las formas de energía en la natura-
leza, sean inorgánicas u orgánicas. La teoría niega la necesidad de la
Voluntad divina y es atea en sus tendencias. Su principal representante
fue John Tyndall. (2) La teoría de la physis o naturaleza supramaterial.
Otra escuela de científicos, de la cual Owen y Huxley fueron represen-
tantes, negó de igual manera la distinción entre la materia y la fuerza,
pero sostuvo que ambas eran manifestaciones del fenómeno de un
substrato subyacente. Esta sustancia divina era en cierto sentido idénti-
ca a la natura naturans de Espinoza. La totalidad de la teoría tendió
hacia el panteísmo del tipo de Espinoza, pero en otro sentido fue la
base de la hipótesis evolutiva moderna. (3) La teoría de una naturaleza
plástica. Esta teoría sostiene que hay una naturaleza intermedia entre
Dios y el mundo, como lo hace la anterior, pero en lugar de considerar-
la un substrato desconocido, la considera una inteligencia organizadora
inconsciente. Esta parece diferir en nombre solamente del alma-mundo
o anima-mundi de la física platónica. Todas estas teorías son intentos

436
COSMOLOGÍA

de explicar el mundo por medio de causas secundarias y eximir la agen-


cia inmediata de Dios. Se han hecho intentos por teólogos recientes de
cristianizar a lo menos una de estas teorías bajo el nombre de la evolu-
ción teísta. Los descubrimientos científicos del presente están convir-
tiéndose más y más una apologética de la enseñanza bíblica respecto a
la creación y la conservación.
Entonces, podemos resumir la posición teológica respecto a la con-
servación como sigue: (1) La cooperación divina (concursus Dei genera-
lis), que es un concurso equivalente, si no entera casi completamente, a
la creación continua. Esta teoría fue sostenida por Agustín, Tomás de
Aquino, Jonatán Edwards y, en un sentido acomodado, por Samuel
Hopkins, y por Emmons. (2) El impulso divino intermedio (impulsus
non cogens) como la propuso Lutero. (3) La sustentación divina (susten-
tatio Dei) como la sostuvo Arminio. Y, (4) la teoría de la superinten-
dencia y control divinos —una teoría que B. F. Cocker aprobó hasta
cierto punto, ya que se aproximaba a la energía siempre presente y pre-
valeciente que él defendía (compárese con Cocker, Theistic Conception
of the World [La concepción teísta del mundo], 176). Es evidente que la
verdad de la conservación reside en algún punto entre los extremos del
pensamiento que, por un lado, eliminaría todas las causas secundarias,
y por el otro, negaría la necesidad de una Primera Causa. No sólo los
escritores teológicos, sino la vida religiosa de la iglesia en general, siem-
pre han sostenido una creencia en la presencia inmediata de Dios en la
conservación del universo material, y de igual manera han considerado
las leyes de la naturaleza como los principios observados de la actividad
divina. John Miley admite que esta es la posición sostenida común-
mente en la iglesia, pero cuestiona la aplicación de la conservación a
nada que no sea creación mediata o secundaria. Piensa que no aplica a
una creación original o primaria. Sin embargo, la doctrina fue sostenida
por Juan Wesley, quien declara que “toda la materia de cualquier clase
es absoluta y totalmente inerte. No se mueve ni puede en ningún caso
moverse por sí misma... El sol, la luna o las estrellas no se mueven por
sí mismos. Son movidos cada momento por la mano todopoderosa que
los hizo” (compárese con Wesley, Sermones, II:178-179). Otros escrito-
res que han defendido este punto de vista son Samuel Clarke, Dugald
Stewart, Nitzsch, Mueller, Chalmers, Harris, Young, Whedon, Chan-
ning, Martineau, Hodge, Whewell, Bascom, Tullock, Herschel, Walla-
ce, Proctor y Cocker (compárese con Crooks y Hurst, Cyclopœdia , Art.

437
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

Providence ). Sin embargo, todos éstos reconocen leyes, principios y


causas secundarias en la conservación del mundo, pero no las convier-
ten en hipóstasis, es decir, en agencias activas que suplanten a Dios y lo
desvanezcan del universo.
Preservación. De la manera que usamos el término preservación,
no lo identificamos con conservación, sino que lo empleamos en un
sentido acomodado para designar la obra de la providencia en la esfera
animada. Su alcance incluye toda la naturaleza animada, sea impersonal
o personal. Puede ser difícil determinar cuándo la línea entre el ámbito
inorgánico y el orgánico se cruza, pues que así es el misterio de la vida;
pero podemos estar seguros que hasta en la estructura celular más baja
hay necesidad de un cuidado providencial si es que el organismo se ha
de expandir a sus formas predeterminadas. La vida de las plantas tiene
muchas maneras ingeniosas de proveer para su propagación o buscar
nutrición del suelo. Dios gobierna los órdenes inferiores del reino ani-
mal principalmente por medio de apetitos e instintos. “Las hormigas,
pueblo que no es fuerte, pero en verano preparan su comida” (Prover-
bios 30:25). “Aun la cigüeña en el cielo conoce su tiempo, y la tórtola,
la grulla y la golondrina guardan el tiempo de su venida; pero mi pue-
blo no conoce el juicio de Jehová” (Jeremías 8:7). “Los ojos de todos
esperan en ti y tú les das su comida a su tiempo. Abres tu mano y col-
mas de bendición a todo ser viviente” (Salmos 145:15-16). “Él da a la
bestia su mantenimiento y a los hijos de los cuervos que claman” (Sal-
mos 147:9). Este cuidado providencial se extiende al hombre como
criatura de Dios, aunque como agente moral libre el hombre tiene que
considerarse bajo el gobierno providencial de Dios. En esta división
más amplia del cuidado providencial, tenemos las palabras de nuestro
Señor que declaró que el Padre “hace salir su sol sobre malos y buenos
y llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45).11
Gobierno. Cuando pasamos al ámbito de la acción responsable y
voluntaria, hay una nueva relación que subsiste entre el propósito de
Dios y la manera en que este propósito se realiza. Aquí la relación de
Dios no es propiamente causativa, como en la conservación y preserva-
ción, sino moral, esto es, tiene que ejercerse en la forma de un móvil, y
no en el sentido de compulsión. La voluntad finita se interpone entre la
voluntad de Dios y las consecuencias de esa voluntad en la actividad
libre de forma que la acción resultante no es propiamente la obra de
Dios sino la de la criatura a quien pertenece el acto. Por lo tanto, aun-

438
COSMOLOGÍA

que Dios ha dado el poder de libertad a la criatura y permitido su ejer-


cicio, una acción pecaminosa de parte de la criatura no se puede decir
que es un acto de Dios. Los teólogos antiguos distinguían cuatro mo-
dos diferentes de gobierno divino. (1) Permissio o permisivo. Dice Sa-
muel Wakefield: “Cuando decimos que Dios permite algún evento, no
debemos entender el término como que indique que lo deja que sea, o
que lo consienta; sino más bien que Él no ejercita su poder para evitar-
lo. Dios permite el pecado pero no lo aprueba; debido a que Él es infi-
nitamente santo, el pecado siempre será el objeto de su aborrecimiento.
Conforme a esto, Él testificará contra los mismos pecados en los que
permite que los hombres caigan, promulgando amenazas contra ellos, y
de hecho castigándolos por sus crímenes” (Wakefield, Chr. Th., 266;
compárese con 2 Crónicas 32:31; Salmos 81:12-13; Oseas 4:17; He-
chos 14:16; Romanos 1:24, 28). (2) Impeditio o preventivo. Este es el
acto restrictivo de Dios por el cual previene a los hombres de cometer
pecado. Existen muchos ejemplos de esta gracia en la Biblia: “Por tan-
to, cerraré con espinos su camino, la cercaré con seto y no hallará sus
caminos” (Oseas 2:6). Los espinos y el seto evidentemente se refieren a
la gracia restrictiva de Dios (compárese con Génesis 20:6; Génesis
31:24; Salmos 19:13). (3) Directio o directivo. Dios predomina sobre
los actos malos del hombre y extrae de ellos consecuencias que no eran
la intención de las agencias malévolas. En ocasiones a esto se le llama la
providencia predominante. Dijo José a sus hermanos: “Vosotros pen-
sasteis hacerme mal, pero Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que
vemos hoy, para mantener con vida a mucha gente” (Génesis 50:20;
compárese con Salmos 76:10; Isaías 10:5; Juan 13:27; Hechos 4:27-28;
Romanos 9:17-18). (4) Determinatio o determinativo. Con esto se
quiere decir el control que Dios ejerce sobre los límites del pecado y la
maldad. “Dijo Jehová a Satanás: ‘Todo lo que tiene está en tu mano;
solamente no pongas tu mano sobre él’” (Job 1:12; compárese con 2:6;
Salmos 124:2; 2 Tesalonicenses 2:7). Uno de los pasajes mejor conoci-
dos y con más frecuencia citados de la Biblia cae bajo este encabezado
general: “Pero fiel es Dios, que no os dejará ser probados más de lo que
podéis resistir, sino que dará también juntamente con la prueba la sali-
da, para que podáis soportarla” (1 Corintios 10:13).
Dentro de esta esfera, la idea que sirve de raíz a la doctrina cristiana
de la divina providencia es que Dios rige sobre todo en amor. Esta idea
alcanza su expresión triunfante en San Pablo, quien declara: “A los que

439
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

aman a Dios, todas las cosas los ayudan a bien, esto es, a los que con-
forme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28). Respecto al modo
de la providencia, sus eventos son tan sobrenaturales como los mila-
gros, aunque no poseen la manifestación abierta. Los milagros tienen
un oficio peculiar en demostrar la autoridad de profetas y apóstoles,
pero, como John Miley señala, los eventos providenciales no tienen tal
oficio y por tanto no necesitan tal manifestación. Es evidente que el
asunto de la divina providencia es de largo alcance en su visión, e in-
cluye, como lo hace, no sólo el gobierno del mundo en general, sino
también preguntas como la existencia del mal en el mundo, y el lugar y
la importancia de los milagros, la eficacia de la oración, y todo el pro-
blema de la teodicea. Estos asuntos serán considerados en su propio
lugar.
Uno de los mejores resúmenes acerca de la divina providencia se en-
cuentra en el Compendium of Christian Theology , de William Burton
Pope (I:456). Dice: “Todavía se hace necesario algunas cuantas obser-
vaciones generales para completar este examen de la providencia. Ob-
viamente es el término más inclusivo en el lenguaje de teología; es el
trasfondo, misterioso en su brillo u oscuridad, de todos los departa-
mentos de la verdad religiosa. Más bien, penetra y llena todo el especio
de las relaciones del hombre con su Hacedor. Conecta al Dios invisible
con la creación visible, y la creación visible con la obra de la redención,
y la redención con la salvación personal, y la salvación personal con el
fin de todas las cosas. No hay tópico que ya haya sido discutido, ni
alguno que espere discusión, que no rinda tributo a una doctrina de la
providencia que todo lo abarque y que a todo rodee. La palabra misma
—se nos ha de señalar de nuevo— en un aspecto traslada nuestros pen-
samientos a ese propósito supremo que estaba en el principio con Dios,
y en otro lleva nuestros pensamientos al fin previsto o consumación de
todas las cosas; a la vez incluye entre éstos toda la variedad infinita de
los tratos de Dios con el hombre. Silenciosamente, pues, acompaña a la
teología a todas sus regiones de estudio y meditación; la toca literal-
mente en cada punto, y derrama su gloria, opresiva a la razón pero re-
constituyente para la fe, sobre todas las ramas de su investigación. Debe
ser el gran reconciliador de los que contienden en defensa de la predes-
tinación y la elección condicional. El reclamo de los primeros tendrá
todos los derechos legítimos de la prothesis (ÈÉŦ¿¼ÊÀË֖; a los últimos no
se les usurpará de los derechos de la prognosis (ÈÉŦºÅÑÊÀË֖; mientras

440
COSMOLOGÍA

que ambos deberán de regocijarse en la pronoia (ÈÉÇÅÇÀ¸֖ que se pre-


senta entre lo uno y lo otro. Todas las verdades teológicas están rodea-
das por esta palabra insondable. Pero por la misma razón que es, en su
más amplia extensión, tan literalmente ilimitada y universal, nosotros
encontramos necesario darle sólo un escaso tratamiento como un de-
partamento distinto”.
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Se notará que al principio de cada obra de la creación está la fórmula, “Y dijo Dios”. Si incluimos
las dos fórmulas providenciales encontradas en los versículos 28 y 29, la expresión ocurre diez ve-
ces, dando origen al proverbio judío: “Por diez dichos el mundo fue creado” (Aboth, v. 1).
2. Los tres términos utilizados para expresar la idea de vegetación cubren las divisiones mayores. (1)
El término desche se traduce como hierba que brota (2 Samuel 23:4) y hierba tierna (Job 38:27);
(2) como “hierba” para referirse a las plantas más grandes (Génesis 3:18); y (3) como árboles fruta-
les cuya semilla está en sus frutos, con lo que se intenta dar la idea de propagación propia.
Las palabras “Y fue así” encontradas en el versículo 7 están mal colocadas y deben colocarse al
final del versículo 6 como en la traducción de la Septuaginta. Nosotros la hemos puesto así en el
Himno de la Creación arriba.
Hay siete estribillos en el texto hebreo, pero la traducción de la Septuaginta tiene un estribillo
adicional: “Y vio Dios que era bueno” al final del versículo 8. Los estribillos que se encuentran en
el texto hebreo están en los versículos 4, 10, 12, 18, 21, 25 y 31. Los de los versículos 28 y 29 ge-
neralmente se consideran como estribillos providenciales en lugar de creativos.
3. El escritor declara que el triple propósito de las lumbreras es como sigue: (1) separar el día de la
noche, o la luz de las tinieblas (v. 18). (2) Para señales y estaciones, y para días y años. Las señales se
refieren a los puntos cardinales del compás y la ayuda que las estrellas dan para encontrar estos
puntos. Las estaciones se refieren a tiempos fijos para la migración de las aves (Jeremías 8:7), tiem-
po para sembrar, regar y cosechar —prácticamente lo que nosotros queremos decir por las cuatro
estaciones. Se refiere también a los festivales religiosos fijos. Los “días y años” son fijos respecto a su
largura por los cuerpos celestiales. (3) Dar luz sobre la tierra, una expresión que sin duda se refiere a
proveer las condiciones necesarias para la existencia y progreso de la raza.
4. Las almas vivientes es una expresión que tiene referencia a la vida somática individualizada. El
término alma (nephesh) en la psicología hebrea no es peculiar al hombre, sino que representa el
principio de vida y sensibilidad en cualquier organismo animal. Por tanto, con frecuencia se trans-
fiere al organismo sensible en sí mismo (compárese con Ezequiel 47:9; Levítico 24:18).
5. La expresión “que la tierra produzca” no tiene como intención dar la idea de una generación
espontánea, sino representar meramente la adaptación necesaria a la siguiente etapa del desarrollo.
Enfatiza el hecho que toda vida se originó por el mandamiento de Dios, sea inmediata o media-
tamente.
6. Si San Pablo quiso solamente resumir los varios órdenes de la creación animal, o si quería enseñar
distinciones en clase, el siguiente versículo es digno de estudio. Dice: “No toda carne es la misma
carne, sino que una carne es la de los hombres, otra carne la de las bestias, otra la de los peces y otra
la de las aves” (1 Corintios 15:39).
7. Cerca de 600 asteroides tienen su órbita entre Marte y Júpiter; el más grande de ellos, Ceres, tiene
un diámetro de no más de 500 millas.
8. Se nombran cuatro arcángeles en la Biblia: Miguel (Daniel 10:13; 12:1; Judas 9; Apocalipsis 12:7);
Gabriel (Daniel 8:16; 9:21; Lucas 1:19, 26); Rafael (Apócrifa, Tobías 3:17; 12:15) y Uriel (2 Es-
dras 4:1). Otros tres son nombrados en la tradición judía: Chamuel, Jofiel y Zadquiel.

441
TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 1, CAPÍTULO 16

9. Tú dices que permites una providencia general, pero niegas una particular. ¿Y qué es lo general, o
de la clase que sea, que no incluya los particulares? ¿No es cada general necesariamente compuesta
de sus varios particulares? ¿Puedes decirme de algún general que no sea así? Dime de algún género,
si puedes, que no contenga especies. ¿Qué es lo que constituye un género, sino tantas especies aña-
didas juntas? Te insto, ¿qué es un todo que no contenga partes? Mero sin sentido y contradicción.
Cada todo tiene, por la naturaleza de las cosas, que hacerse de varias partes; en tanto que no tenga
partes, no puede ser un todo (Juan Wesley, Sermón sobre la providencia).
Una providencia general y especial no pueden ser dos modos diferentes de operación divina. La
misma administración providencial es necesariamente al mismo tiempo general y especial, por la
misma razón, porque alcanza sin excepción igualmente a cada evento y creación en el mundo.
Una providencia general es especial porque asegura resultados generales por el control de cada
evento, grande y pequeño, que lleva a ese resultado. Una providencia especial es general porque
especialmente controla todos los seres y acciones individuales. Todos los eventos están tan ínti-
mamente relacionados como un sistema concatenado de causas y efectos y condiciones, que una
providencia general que no es al mismo tiempo especial es tan inconcebible como el todo que no
tiene partes o una cadena que no tiene eslabones (A. A. Hodge, Outline of Theology, 266).
10. “Sigue de lo que se ha observado”, dice Jonatán Edwards, “que el que Dios sostenga la sustancia
creada, o que cause su existencia en cada momento sucesivo, es del todo equivalente a una produc-
ción inmediata de la nada; ello es así debido a que su existencia en este momento no es sólo par-
cialmente de Dios, sino totalmente de Él, y en ninguna parte o grado procedente de su existencia
antecedente. Porque suponer que su existencia antecedente concurra con Dios en eficiencia, para
producir alguna parte del efecto, le asisten todos los mismos absurdos que se han demostrado que
le asisten a la suposición de que la produzca totalmente. Por tanto, la existencia antecedente no es
nada en cuanto a alguna influencia propia o asistencia en los proyectos; y consecuentemente, Dios
produce el efecto tanto de la nada al igual que si no hubiera habido nada antes. Así que, este efecto
no difiere en nada de la primera creación, sino sólo circunstancialmente, ya que en la primera crea-
ción no hubo tal cosa como un acto y efecto previo del poder de Dios; mientras que, cuando Él da
después la existencia, la siguen los actos y los efectos precedentes de la misma clase en un orden es-
tablecido” (Edwards, Works, II:489).
11. John Miley declara que es el sentido de la Biblia que la vida debía perpetuarse a través de la ley de
la propagación, pero que no significa que la vida en sí misma, que se inicia de tal manera, sería su-
ficiente para todo el futuro de este reino. Más bien debemos encontrar en los hechos la prueba de
una agencia divina antes que la suficiencia intrínseca de la vida misma para tan maravilloso resul-
tado (Miley, Syst. Th., I:326).

442
APÉNDICE A
DIVISIONES DE LA TEOLOGÍA

443


Teología cristiana




Teología cristiana

TOMO II

H. ORTON WILEY

Casa Nazarena de Publicaciones


L E NE X A , K A N S A S , E E . UU.




Publicado por:
Casa Nazarena de Publicaciones
17001 Prairie Star Parkway
Lenexa, KS 66220 EUA
Título original:
Christian Theology, Vol. 2
Por H. Orton Wiley
Copyright © 2013 Global Nazarene Publications
Primera edición
ISBN 978-1-56344-664-1
Traductores: Juan Enriquez, Fredi Arreola y Juan R. Vázquez Pla
A menos que se indique lo contrario, las citas bíblicas han sido tomadas de la versión
Reina-Valera 95. Derechos reservados, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995.
Usada con permiso. Todos los derechos reservados.



ÍNDICE
PARTE 2: LA DOCTRINA DEL PADRE (CONTINÚA)
CAPÍTULO 17: LA ANTROPOLOGÍA ........................................ 8

CAPÍTULO 18: LA DOCTRINA DEL PECADO ......................... 51

CAPÍTULO 19: EL PECADO ORIGINAL O


LA DEPRAVACIÓN HEREDADA ...................... 93

PARTE 3: LA DOCTRINA DEL HIJO


CAPÍTULO 20: LA CRISTOLOGÍA ........................................ 139

CAPÍTULO 21: LA PERSONA DE CRISTO ............................. 163

CAPÍTULO 22: LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO ........ 179

CAPÍTULO 23: LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA


Y SU HISTORIA ............................................ 207

CAPÍTULO 24: LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA


Y EXTENSIÓN ............................................... 255

PARTE 4: LA DOCTRINA DEL ESPÍRITU SANTO


CAPÍTULO 25: LA PERSONA Y OBRA
DEL ESPÍRITU SANTO .................................. 285

CAPÍTULO 26: LOS ESTADOS PRELIMINARES


DE LA GRACIA .............................................. 313

CAPÍTULO 27: LA JUSTIFICACIÓN ...................................... 355

CAPÍTULO 28: LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN ........ 377

CAPÍTULO 29: LA PERFECCIÓN CRISTIANA


O ENTERA SANTIFICACIÓN ........................ 413




PARTE 2

LA DOCTRINA
DEL PADRE
(CONTINÚA)




CAPÍTULO 17

LA ANTROPOLOGÍA
El término antropología, como indica su composición, se refiere a la
ciencia del hombre, del griego anthropos, hombre y logos, ciencia. Se usa
tanto en sentido teológico como científico. Como ciencia, la antropo-
logía trata con el problema del hombre primitivo, la distinción de razas,
su distribución geográfica, y los factores que intervienen en el desarrollo
y progreso humano. En el sentido teológico, el término se limita al
estudio del ser humano en su aspecto moral y religioso. Se puede decir,
sin embargo, que estos dos puntos de vista no se excluyen mutuamente.
La creación del ser humano tiene que ser por necesidad una cuestión de
estudio científico lo mismo que de reflexión religiosa; y cuestiones
teológicas como la caída del hombre y el pecado original no pueden
entenderse sin un estudio cuidadoso y científico del estado original del
ser humano. La antropología, pues, en su acepción más fiel, ha de
considerarse como el estudio del ser humano en el sentido más amplio
posible; y su empleo teológico debe formar el fundamento de las
diversas doctrinas que de éste dependen.
Aparte de la revelación, las teorías que el ser humano ha sostenido
respecto a su origen no han sido sino vagas y mitológicas. Las mismas
han cobrado la forma de poesía o mitología religiosa, y se han relacio-
nado generalmente con las concepciones materialistas y panteístas de la
filosofía antigua. Los seres humanos se consideraban por lo regular a sí
mismos como terrigenæ o nacidos de la tierra, emanados de la tierra, de
las piedras, de los árboles, o de los animales salvajes. Los pueblos
antiguos que supusieron que la raza humana provenía de los dioses
fueron relativamente pocos. Las teorías científicas y filosóficas moder-
nas referentes al origen del ser humano son, en cierto sentido, una mera
repetición de las enseñanzas antiguas ahora expresadas en terminología

10 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

científica. La evolución naturalista no es otra cosa que una reconstruc-


ción del materialismo antiguo. La evolución teísta, no importa sus
desaciertos, al menos le abre un espacio a la intervención divina en el
origen de los órdenes vivientes, y reconoce con frecuencia el poder
divino como agente creador continuo.
La preparación del mundo para el ser humano. Antes de considerar el
paso final de la creación del ser humano tenemos que tomar en
consideración la providencia de Dios, la cual marcó las etapas prepara-
torias. El ser humano es la obra que corona la creación. “Los cielos son
los cielos de Jehová, y ha dado la tierra a los hijos de los hombres”
(Salmos 115:16). Las edades geológicas representan los largos periodos
de la preparación del mundo para la habitación del ser humano.
“Existe”, dice Agassiz, “un manifiesto progreso en la sucesión de los
seres sobre la faz del orbe. Este progreso estriba en que se asemejan cada
vez más a la fauna viviente, y entre los vertebrados, en que se asemejan
cada vez más al ser humano. Pero este vínculo no es el resultado de un
linaje directo entre las faunas de las diferentes edades. Los peces de la
era paleozoica no son de manera alguna los ancestros de los reptiles de
la era secundaria, ni el ser humano desciende de los mamíferos de la era
terciaria. El eslabón que los conecta es de naturaleza inmaterial, y su
vínculo ha de buscarse en el pensamiento del Creador mismo, cuyo fin
al formar la tierra, y permitirle que pasara a través de los cambios
sucesivos que la geología ha indicado, creando sucesivamente todos los
distintos tipos de animales que han desaparecido, consistió en presentar
al ser humano ante la faz del orbe. El ser humano es el fin hacia el cual
ha tendido toda la creación animal”. La providencia de Dios no solo ha
depositado en los estratos de la tierra vastos recursos de granito y
mármol, carbón, sal y petróleo, sino también los útiles y preciosos
metales que tan necesarios son para la más elevada existencia del ser
humano. B. F. Cocker señala que la geografía física muestra, “no solo
un estado de preparación para el ser humano, sino también una
adaptación especial de las formas fijas de la existencia de la tierra, que
garantiza el desarrollo perfecto del ser humano de acuerdo con el ideal
divino. Y así como la tierra que habita, el alimento que come, el aire
que respira, las montañas y los ríos y los mares que lo circundan, los
cielos que lo cubren, la diversidad de climas a los que está sujeto, y en
efecto todas las condiciones físicas, ejercen una influencia poderosa
sobre sus gustos, sus empeños, sus hábitos y su carácter, tendremos que
suponer que todas estas condiciones no solo son predeterminadas por

LA ANTROPOLOGÍA 11

Dios, sino que están continuamente bajo su control y supervisión”


(compárese con B. F. Cocker, Theistic Conception of the World, 257).
San Pablo declara que Dios de “una sangre ha hecho todo el linaje de
los hombres para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha
prefijado el orden de los tiempos y los límites de su habitación, para
que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarlo,
aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros” (Hechos
17:26-27).
La antropología, como veremos más adelante, abarca el estudio del
origen del ser humano, los elementos constitutivos de la naturaleza
humana, la unidad de la raza, la imagen de Dios en el ser humano, y la
naturaleza de la santidad primitiva.

EL ORIGEN DEL SER HUMANO


La revelación divina, tal y como se encuentra en la Santa Biblia, será
siempre nuestra autoridad en lo que respecta al origen del ser humano.
El Génesis registra dos relatos. El primero es breve, y se encuentra
vinculado al relato de la creación animal en el día sexto (Génesis
1:26-30); el segundo es más extenso y aparece por sí solo (Génesis
2:4-35). No existe discrepancia entre estos relatos. En ellos tenemos,
aunque breves, las únicas narraciones autoritativas sobre el origen del
ser humano. Que se implica un nuevo orden de existencia, y que el
mismo tiene preeminencia sobre la creación animal, lo indica el cambio
en la forma del fíat creativo. Ya no tenemos la palabra, “sea”, la cual
implica la inmediatez del fíat creativo en unión a causas secundarias;
sino “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra
semejanza”, una expresión que afirma el poder de la palabra creadora en
unión al consejo deliberado. Este consejo, el cual de por sí implica la
doctrina de la Santa Trinidad, se torna explícito únicamente al ser leído
a la luz de revelación adicional. El ser humano, por tanto, es la
culminación de todos los actos creativos anteriores, ligado a ellos como
la corona de la creación, y, a su vez, distinguido de ellos como un
nuevo orden de existencia. En él coinciden lo físico y lo espiritual. Es a
la vez criatura e hijo. Es evidente, pues, que en el primer relato el autor
presenta al ser humano como el acto cumbre del proceso creativo; pero
el segundo tiene la intención de ser el punto de partida para la consi-
deración específica de la historia personal del ser humano.
El origen del ser humano como individuo. El doble acto creativo, o si
se prefiere, las dos etapas del único acto creativo a través del cual el ser

12 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

humano cobró existencia como un orden nuevo y distinto, se expresa


así: "Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra,
sopló en su nariz aliento de vida [plural, vidas] y fue el hombre un ser
viviente” (Génesis 2:7). Esta declaración retorna aparentemente al fíat
creativo del primer capítulo con miras a demostrar que el cuerpo del ser
humano estaba vinculado con la tierra, pero que el origen de su ser
como humano se le debía al soplo divino que lo constituyó alma
viviente. El primer paso, pues, en el origen del ser humano fue la
formación de su cuerpo del polvo de la tierra, y de aquellos elementos
químicos que lo componen. La palabra “formó”, como se usa aquí,
conlleva la idea de una creación resultante de material preexistente. No
tenemos que inferir que esta formación fuera una indirecta, en donde el
cuerpo del ser humano se formara por medio de la transformación
gradual o instantánea de otro cuerpo previamente formado. Hay que
entender que cuando el polvo cesó de serlo, subsistió en la carne y en
los huesos que constituyeron el cuerpo humano. Es cierto que la
creación animal inferior fue también formada de la tierra, y que los
mismos ingredientes, al igual que en el cuerpo del ser humano,
entraron en su composición. Pero en la narración del Génesis no hay
lugar para la evolución naturalista del ser humano a partir de un reino
animal inferior. Igualmente excluida de la Biblia está la idea del ser
humano como autóctono, o que emana del suelo, como sostenían los
griegos, especialmente los atenienses. La Biblia, no obstante, nos enseña
que, en efecto, cierto aspecto del ser humano está ligado a la naturaleza;
que su lado inferior es la culminación del reino animal, y que represen-
ta su perfección tanto en estructura como en forma.
Pero el rasgo distintivo de la creación del ser humano se encuentra
en la declaración concluyente: “Sopló en su nariz aliento de vida y fue
el hombre un ser viviente”. Aquí hay una creación de novo, y no una
mera formación. Dios, al crear al ser humano, le comunicó una vida
que no se extendió a la de los animales inferiores. Lo hizo un espíritu,
un ser consciente de sí mismo y que se determina a sí mismo, una
persona. Aunque es cierto que el ser humano fue hecho un ser espiritual
en virtud del soplo divino, no tenemos que suponer que el espíritu
humano fuera una parte de Dios por emanación panteísta. El espíritu
de Dios es único, y así también el del ser humano: aquél, infinito; éste,
finito. Podemos utilizar la expresión, “vida que se imparte”, pero solo
en el sentido de una creación superior. El hijo es de la misma esencia
que su padre, del cual recibe la vida, pero no por ello es idéntico. Solo

LA ANTROPOLOGÍA 13

de Cristo, “el unigénito Hijo”, se puede afirmar que es de la misma


esencia con el Padre. William Burton Pope piensa que “el mismo acto
divino produjo tanto el cuerpo como el alma, sin intervalo alguno”.
Pero aún si así lo concediéramos, es evidente que el escritor tiene como
propósito destacar distintivamente la diferencia entre el cuerpo que se
forma de la tierra y el soplo de la vida divina que hace al ser humano un
alma viviente. George Christian Knapp, por otro lado, sostiene que el
cuerpo fue creado sin vida, y que “Dios vivificó el cuerpo previamente
sin vida del hombre” por medio del soplo divino, o del soplo de vidas.
De ser así, podemos suponer que una de estas vidas fue la vida natural
compartida con la creación animal, y que la otra fue la característica
distintiva del ser humano: un espíritu inmortal. Esto trae inmediata-
mente ante nosotros la pregunta de la naturaleza dicótoma o tricótoma
del ser humano, lo cual formará parte de una discusión posterior. Si,
por otro lado, Adán fue creado con la forma de vida somática o de alma
que caracterizó la creación animal, ello haría que la primera de estas
vidas hubiera constituido al ser humano en un espíritu viviente e
inmortal; la segunda entonces representaría un don espiritual de gracia
divina, ya fuera concreada, como sostienen los protestantes, o un donum
superadditum, como mantiene la Iglesia Católica Romana. Este asunto
recibirá también consideración adicional en nuestra discusión de la
naturaleza de la santidad primitiva.
El aspecto genérico o racial del origen del ser humano. El ser humano
fue creado no solo como individuo sino también como ser racial. La
palabra hebrea que se traduce hombre, no es un nombre propio, ni
tampoco se emplea sino hasta el segundo capítulo.1 Si hubiéramos
tenido solo el relato del primer capítulo de Génesis, bien podríamos
haber supuesto que el varón y la hembra de la especie fueron creadas
simultáneamente. El segundo relato es más específico: “Entonces
Jehová Dios hizo caer un sueño profundo sobre Adán y, mientras este
dormía, tomó una de sus costillas y cerró la carne en su lugar. De la
costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al
hombre. Dijo entonces Adán: ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y
carne de mi carne! Será llamada ‘Mujer’, porque del hombre fue
tomada” (Génesis 2:21-23). Esta declaración ha sido una fuente de
perplejidad para los comentaristas, y las teorías que se han sugerido para
interpretarla han sido muchas y variadas. Es evidente, sin embargo,
para el lector sin prejuicio, que el primer relato tiene la intención de
enseñar que el acto creativo se refiere genéricamente al hombre; el

14 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

segundo, no obstante, trata no tanto con el acto creativo original sino


con el proceso formativo por medio del cual el hombre genérico fue
elaborado en dos sexos. La palabra que se emplea no significa creación
de novo, sino simplemente el acto formativo. De ahí que el apóstol
Pablo declare que “Adán fue formado primero, después Eva” (1
Timoteo 2:13). Con esto parece querer decir que el varón fue traído
primero a la perfección, y que de éste, el Señor Dios tomó aquello de lo
cual hizo a la mujer. Adán reconoció este hecho cuando dijo, “¡Esta sí
que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Será llamada ‘Mujer’,
porque del hombre fue tomada“.
La traducción de la palabra hebrea que aquí aparece como “costilla”
es desafortunada. La palabra original se encuentra cuarenta y dos veces
en el Antiguo Testamento, y en ninguna otra ocasión excepto en ésta se
ha traducido como “costilla”. En la mayoría de los casos es traducida
como “costado” o “lados”, y en algunos casos como “esquinas” o
“cámaras”. El presidente Harper traduce el versículo como sigue:
“Tomó de sus costados, y cerró su carne”; mientras, el canónigo
Payne-Smith dice que la mujer procede del flanco del ser humano,
“algo que, curiosamente, se traduce como ‘costilla’ desde los tiempos
antiguos”. En la Versión Septuaginta, la palabra que se utiliza es
“pleura”, la cual se nos presenta invariablemente como “costado” en los
escritores griegos Homero, Hesíodo y Herodoto, algo que también
sucede en el griego del Nuevo Testamento. Por tanto, el relato del
Génesis enseña que cada miembro individual de la raza humana, lo cual
incluye la primera madre, tiene su representante antetipo en el primer
ser humano; y que es solo de esta forma que la Biblia puede declarar
que Dios, de “una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres”
(Hechos 17:26).
El aspecto genérico de la creación del ser humano se presenta no
solo desde el punto de vista físico, pero también como aquello que
forma la base de la estructura social. La ocasión para la formación de la
mujer se alega que surge de la necesidad de Adán. “No es bueno que el
hombre esté solo: le haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18). No hay
duda de que la formación de Eva, y el que haya sido sustraída de Adán,
contempla las virtudes sociales como un factor en el desarrollo de la
raza. No solo Adán lo reconoce, sino que el precepto al que nuestro
Señor aducirá más tarde lo refuerza: “Por tanto dejará el hombre a su
padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Génesis
2:24; compárese con Mateo 19:4-5). De aquí que San Pablo alegue que

LA ANTROPOLOGÍA 15

“el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón; y tampoco el


varón fue creado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del
varón. A la misma vez concede que el hombre es imagen y gloria de
Dios; pero la mujer es gloria del varón” (1 Corintios 11:7-9); es decir,
que el hombre como ser genérico fue creado por Dios, y que es por lo
tanto la imagen y la gloria de Dios; pero que la mujer fue formada del
hombre en virtud de un acto subsiguiente, por lo que se le considera
como la gloria o resplandor de la raza. Al ver la relación del hombre y la
mujer desde el punto de vista ético, el Apóstol alega además que el
deber de la mujer hacia el hombre es uno de reverencia cimentado en la
existencia; y que el del hombre hacia la mujer es uno de amor devoto
que le sirve de cimiento a la estructura social.
De la misma manera, San Pablo construirá sobre este relato del
Génesis el simbolismo de Cristo y su iglesia. “Así que, como la iglesia
está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en
todo” (Efesios 5:24); y por esto fija la razón de que “somos miembros
de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30). Por aquello
de que no se abuse de esta relación, como ha sido muchas veces el caso
debido a una interpretación demasiado estrecha del pasaje, el Apóstol
sigue inmediatamente con el mandato de, “Maridos, amad a vuestras
mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por
ella”; es decir, que el amor del marido hacia su mujer tiene que ser de
naturaleza permanente y vicaria--un amor que sacrificará todo propó-
sito egoísta, y que dedicará toda facultad humana al adelanto de los
mejores intereses de ella, sean físicos, sociales o religiosos. “Así también
los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El
que ama a su mujer, a sí mismo se ama, pues nadie odió jamás a su
propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida, como también Cristo a
la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus
huesos” (Efesios 5:28-30). Este misterio de Cristo y la iglesia, San Pablo
lo resume con estas palabras, las cuales terminan con un precepto ético,
“Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer
y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio, pero yo me
refiero a Cristo y a la iglesia. Por lo demás, cada uno de vosotros ame
también a su mujer como a sí mismo; y la mujer respete a su marido”
(Efesios 5:31-33).


16 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

ELEMENTOS CONSTITUTIVOS
DE LA NATURALEZA HUMANA
La posición dual del ser humano como parte de la naturaleza y a la
vez un espíritu libre que trasciende la naturaleza, levanta intrincadas
cuestiones con respecto a los elementos que constituyen su personali-
dad.2 Se pueden mencionar como principales entre aquellas las teorías
de la dicotomía y la tricotomía, las cuales consideran al ser humano
como de un aspecto doble o triple, y establecen el fundamento para una
amplia divergencia de opiniones en el estudio posterior de la teología.
La teoría de la dicotomía. La dicotomía sostiene que el ser humano se
compone de dos clases de esencia--una porción material (el cuerpo), y
una porción inmaterial (el espíritu o alma). El cuerpo es material
debido a que es formado de la tierra. El espíritu o alma, como resultado
del soplo divino, constituye la porción inmaterial del ser humano. El
dicotomista, por tanto, sostiene que el ser humano consiste de dos, y
solo dos, elementos o sustancias distintivas--materia y mente, o lo
material y lo espiritual. No existe un tertium quid, o tercera sustancia
que no sea ni materia ni mente. Sin embargo, se suele hacer una
distinción entre sustancia y facultades--considerándose la sustancia
inmaterial como espíritu bajo un aspecto, y como alma bajo otro. De
aquí que Godet diga que “el espíritu es el hálito de Dios considerado
como independiente del cuerpo; el alma es ese mismo hálito en tanto le
da vida al cuerpo” (Godet, Biblical Studies of the Old Testament, 32).
William Burton Pope asume la misma posición. “La distinción
sobresaliente de la naturaleza humana”, dice, “estriba en que es una
unión de los dos mundos del espíritu y la materia, un reflejo de las
inteligencias espirituales en la creación material. El principio inmaterial
es el alma o psyqué en tanto se conecta con la materia por medio del
cuerpo, y es el espíritu o pneuma en tanto se conecta con el mundo
superior. En el registro original existe una afirmación evidente referente
a los dos elementos de la naturaleza humana” (William Burton Pope,
Compendium of Christian Theology, I:422). Quizá la manera más
sencilla de definir el alma es considerándola meramente como espíritu
en relación al cuerpo.3 De esta manera Alvah Hovey sostiene que el
alma es espíritu según lo modifica la unión con el cuerpo; mientras que
A. A. Hodge dice que “lo que queremos decir con alma es solo una
cosa, a saber, un espíritu encarnado, un espíritu con un cuerpo. Es por
esto que nunca hablamos de las almas de los ángeles. Estos son espíritus
puros que no tienen cuerpo” (A. A. Hodge, Popular Lectures, 227). Esta

LA ANTROPOLOGÍA 17

posición más escueta parece estar en mayor armonía con las representa-
ciones escriturales de los elementos constitutivos del ser humano que
aquellas hipótesis que se desarrollan de manera más elaborada.
La teoría de la tricotomía. Hay otra clase de pasajes bíblicos, espe-
cialmente en las epístolas del Nuevo Testamento, que parecen indicar
que la naturaleza del ser humano es triple o tricótoma.4 Este uso se
derivó de la filosofía platónica heredada por la iglesia, la cual conside-
raba al ser humano como de esencia triple. Pitágoras, y tras él Platón,
enseñó que el ser humano consiste de tres elementos constitutivos: el
espíritu racional (nous o pneuma, en latín, mens), el alma animal
(psyqué, en latín, anima), y el cuerpo (soma, en latín, corpus). Esta
clasificación fue tan generalmente aceptada por los filósofos griegos y
romanos posteriores, que su uso quedó plasmado en el lenguaje popular
para indicar la naturaleza total del ser humano. Por tanto, cuando San
Pablo quiso destacar el ser humano como ser total, implora que “todo
vuestro ser--espíritu, alma y cuerpo--sea guardado irreprochable” (1
Tesalonicenses 5:23). Al hacer hincapié en el poder penetrante de la
palabra de Dios, el escritor sagrado habla de que “penetra hasta partir el
alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos” (Hebreos 4:12). “La
manera en que los apóstoles utilizaron estos términos”, dice A. A.
Hodge, “no prueba otra cosa sino que usaron vocablos de sentido
popular vigente para expresar ideas divinas. El vocablo pneuma designa
un alma respecto a la cual se destaca su cualidad racional. El vocablo
psyqué designa esa misma alma respecto a la cual se destaca su cualidad
como principio vital y vivificador del cuerpo. Ambos se usan de manera
conjunta para referirse popularmente al ser humano total” (A. A.
Hodge, Outlines of Theology, 299-300). Esta es la posición por lo
general aceptada, especialmente en la teología occidental.
La iglesia oriental en general sostuvo la teoría de la tricotomía; la
occidental hizo lo propio con la dicotomía. Pero la tricotomía en el
Oriente condujo la iglesia a cierto número de errores graves, lo cual
sirvió para que el Occidente fortaleciera su posición dicotómica.5
Podemos resumir estos errores como sigue: (1) Los gnósticos conside-
raron el espíritu del ser humano como una emanación de Dios y, por lo
tanto, como parte de la esencia divina. De ahí que sostuvieran que el
espíritu del ser humano fuera incapaz de pecar. (2) Los apolinarianos
aplicaron a Cristo su concepción tripartita del ser humano, por lo cual
sostuvieron que, al asumir la naturaleza humana, éste participó solo del
cuerpo (soma) y del alma (psyqué); pero que el espíritu del ser humano

18 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

en Cristo fue suplantado por el Logos divino. Luego, según esta teoría,
Cristo no tuvo sino una naturaleza humana deficiente. (3) Los semipe-
lagianos embarazaron en demasía la controversia sobre el pecado
original, ya que mantuvieron que se transmitía por medio del alma. (4)
Placeo, cuyo nombre se asocia generalmente con la teoría de la
imputación mediada, enseñó que solo el pneuma fue creado directa-
mente por Dios. Consideró al alma como simple vida animal, creada
con el cuerpo, y perecedera con él. (5) Julio Mueller enseñó que el
psyqué se deriva de Adán, pero consideró que el pneuma era preexisten-
te. Este escritor explicará la doctrina de la depravación mediante la
suposición de que estos espíritus preexistentes que cobran cuerpo al
nacer se habían corrompido previamente. (6) Existe la doctrina de los
anihilistas posteriores quienes sostuvieron que el elemento divino,
soplado en el ser humano en su creación, se perdió en la caída. La
muerte es interpretada como aniquilación del alma, la cual puede ser
restaurada a su existencia solo por la regeneración. La inmortalidad, por
tanto, es condicional, y solo la poseen los regenerados.
Tenemos, pues, que concluir que la Biblia sostiene la teoría de la
dicotomía en cuanto a los elementos esenciales del ser humano se
refiere, es decir, que es cuerpo y espíritu, una esencia material e
inmaterial que se liga para formar una persona.6 Pero tenemos también
que admitir una tricotomía práctica tanto en el habla vulgar como en la
terminología bíblica. “Entonces será obvio para los que sopesan bien los
enunciados de la Biblia que, partiendo de que los elementos constitu-
tivos originales son solo dos, la historia religiosa total del ser humano
requiere cierta distinción entre el alma y el espíritu; el alma es la que
conecta su personalidad con el mundo de los sentidos, y el espíritu es el
que la conecta con el mundo de la fe. Pero el alma y el espíritu forman
una persona” (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, I:435). Aunque el ser humano está compuesto de una porción
material y una inmaterial, la terminología bíblica exacta percibe esta
última de una manera doble. Cuando se considera como la facultad que
vivifica el organismo físico se le llama psyqué o alma; cuando se
considera como un agente racional y moral, esta misma porción
inmaterial se conoce como pneuma o espíritu. En la manera en que San
Pablo lo utiliza, el pneuma es la parte más elevada del ser humano en
relación a las cosas espirituales; el psyqué es esa misma parte elevada
pero en relación a las cosas corporales. Por tanto, el espíritu o pneuma
es la parte más elevada del ser humano que mira hacia Dios. Luego, es

LA ANTROPOLOGÍA 19

capaz de recibir y manifestar el Espíritu Santo (pneuma ágios), y de


tornarse en hombre “espiritual”. El alma o psyqué es la parte elevada del
ser humano que desciende a las cosas bajas y por consiguiente se
absorbe en los intereses mundanales. Este tipo de persona es llamada
“terrenal”, en contraposición al hombre “espiritual”. Augustus H.
Strong compara la porción inmaterial del ser humano con la estructura
superior de una casa, la cual tiene ventanas que miran en dos direccio-
nes, unas hacia la tierra y otras hacia el cielo. El elemento de verdad en
la tricotomía parece entonces ser este, que el alma tiene una habilidad
triple, la cual sostiene una relación triple con la materia, el yo y Dios.

LA UNIDAD DE LA RAZA
Cualquier correcta consideración de la unidad de la raza implica dos
puntos: (A) La comunidad de origen, y (B) La unidad de las especies.
Ambos son esenciales para la correcta comprensión del asunto. Cuando
las plantas o los animales se derivan de un mismo tronco se les consi-
dera como pertenecientes a la misma especie. Pero si Dios, como parece
declarar la Biblia, creó por un simple fíat, en un momento, la vegeta-
ción de toda la tierra, y en otro, las miríadas de animales, estos también
serían considerados como pertenecientes al reino vegetal o al animal,
pero sin provenir de un parentesco común. El primer asunto, por tanto,
debe considerarse desde el punto de vista histórico; el segundo es de
naturaleza más filosófica.
La Biblia afirma tanto la unidad de la raza humana como su comu-
nidad de origen. Hemos señalado anteriormente que la creación del
hombre conllevó tanto el aspecto individual como el genérico. La
palabra “Adán” era el nombre de un individuo y a la vez de una
familia--el nombre personal del primer hombre y el nombre genérico
de la humanidad. El registro divino declara que el hombre es uno, y
que surgió de un origen común (Génesis 1:27). Ello lo confirma aún
más la declaración paulina de que Dios, “de una sangre ha hecho todo
el linaje de los hombres para que habiten sobre toda la faz de la tierra”
(Hechos 17:26). Esto, como hemos expuesto, lo demuestra el relato del
Génesis hasta el extremo de que Eva misma fue tomada de Adán para
venir a ser “la madre de todos los vivientes”. La raza, por consiguiente,
no comenzó originalmente de una sola pareja, sino del Adán genérico.
Tenemos que creer, partiendo del establecimiento de la primera pareja,
que todas las razas de la humanidad han descendido de este parentesco
común (Génesis 3:20).

20 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Argumentos en favor de la comunidad de origen. Hubo un tiempo en


que la ciencia disputó los reclamos de la Biblia relacionados a la unidad
de la raza, especialmente a su comunidad de origen. Sin embargo, con
el avance de los descubrimientos científicos, las evidencias en pro de la
posición bíblica se han ampliado continuamente. El relato del Génesis
tiene las siguientes consideraciones en su favor. (1) La unidad de la raza
se confirma por lo similar de las características físicas halladas en todos
los pueblos, como es el caso de lo idéntico de la formación vertebral, la
temperatura del cuerpo, el tiempo de la gestación, la fertilidad de las
razas y el promedio de años de vida. (2) Un cuerpo común de tradición
demuestra que existen características mentales así como tendencias y
capacidades similares dentro de las diversas razas. (3) En estrecha
asociación con el argumento anterior está el que se deriva de un origen
común de lenguaje. Los filólogos concuerdan generalmente en que los
principios subyacentes son los mismos bajo los distintos idiomas. El
sánscrito aparenta ser el lazo que vincula los distintos idiomas indo-
germánicos. En la gramática egipcia antigua algunas partes del vocabu-
lario son semíticas pero a la vez arias. (4) Existe una vida religiosa básica
común. El ser humano es universalmente religioso, y las tradiciones
halladas en pueblos lo más ampliamente distanciados entre sí indican
una habitación común y una unidad de vida religiosa. En muchas
naciones existen relatos tradicionales de un origen común, de un huerto
original y una edad de oro de la inocencia, de la serpiente, de la caída
del hombre y del diluvio. Otto Zockler piensa que estos mitos de las
naciones han sido transmitidos desde el tiempo en que las familias de la
tierra permanecían sin separarse, y que las variantes en la transmisión se
deben a la corrupción de los relatos. Se puede argüir aquí que el
evangelio apela a todos los pueblos y encuentra respuesta entre todas las
naciones.7
El estado primitivo del ser humano. La Biblia enseña que el estado
primitivo del ser humano no era uno de barbarie, desde el cual, a través
de un proceso de evolución social, fuera llevado a un estado de
civilización, sino que el ser humano fue creado originalmente en un
estado de madurez y perfección. Esta perfección, sin embargo, no ha de
interpretarse de forma tal que excluya todo progreso o desarrollo
adicional, sino que se entenderá en el sentido de una adecuada
adaptación al fin para el que fue creado. En cuanto al asunto de la
madurez, la Biblia se opone a las enseñanzas de una evolución natura-
lista que considera al ser humano primitivo como de constitución física

LA ANTROPOLOGÍA 21

imperfecta y de mentalidad baja, que lentamente desarrolla para sí un


lenguaje, y que despierta únicamente por etapas graduales a los
conceptos morales y religiosos. Los registros más antiguos nos proveen
evidencias de un alto grado de civilización, aun en los periodos más
tempranos de la historia humana. La barbarie, como ya hemos
señalado, es una civilización degenerada antes que un estado primitivo.
La Biblia es clara en lo que enseña sobre el asunto, y para los cristianos
esto es concluyente.8
La antigüedad de la raza. El conflicto de la ciencia con el relato
bíblico del origen del ser humano no podía sino incluir también el
asunto de la antigüedad de la raza. La cronología de Usher, siguiendo
los cálculos de la Biblia hebrea, dispone que el origen del ser humano
anteceda por 4,004 años el advenimiento de nuestro Señor; John Hales,
entre tanto, sobre las bases de la Septuaginta, deduce que los años son
5,411. Es bien sabido que la cronología aceptada de la Biblia nunca ha
sido considerada como totalmente exacta; y estimados como los de
Hales, los cuales se han considerado perfectamente ortodoxos, incre-
mentan lo suficiente el número de siglos hasta el punto de hacer posible
todo desarrollo racial y lingüístico. Lo incierto de la cronología bíblica
se debe a los varios métodos de hacer el recuento de las genealogías. La
línea no siempre se traza hasta los ancestros inmediatos. Es así como los
hijos de Zilpa fueron dos, Gad y Aser (Génesis 35:26); pero más tarde
(Génesis 46:18), después de mencionar los hijos, nietos, y bisnietos, se
declara que los hijos que ella dio a luz a Jacob fueron dieciséis personas.
El mismo capítulo registra otros casos de naturaleza similar. En la
genealogía registrada en el Evangelio Según San Mateo se señala que
Josías engendró a su nieto Jeconías, y Joram a su bisnieto Uzías (Mateo
1:8, 11). Resulta, pues, evidente que las genealogías no siempre se
trazan de padre a hijo; de aquí que sea imposible lograr una cronología
exacta a partir de las tablas genealógicas.
Los hechos no apoyan los largos e improcedentes periodos de tiem-
po que, según lo afirmado por muchos científicos, se hace necesario
para el desarrollo de las razas y para los cambios lingüísticos. Las leyes
demográficas conocidas darían cuenta del número de habitantes del
mundo en aproximadamente seis mil o siete mil años. Más aún, es bien
conocido que los cambios lingüísticos ocurren muy rápidamente
cuando no existe un cuerpo sustancial de literatura. Por tanto, no hay
razón válida para suponer que la raza sea más antigua que lo que se
reconoce en las cronologías aceptadas de la Biblia.

22 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Pero la unidad de la raza implica más que la comunidad de origen;


también encierra la unidad de las especies, lo cual conduce enseguida al
asunto de la naturaleza del género y las especies. Este es un problema
tanto científico como filosófico. Agassiz sostenía que las especies no
dependen solamente de características externas como el color, la forma
y el tamaño, sino de lo que él llama “el principio inmaterial”. Es de ahí
que depende lo constante de las especies. “El embrión”, dice, “permite
que el simple punto en la yema de un huevo hasta el cual pueden
rastrearse las huellas de todos los animales, no guarde parecido alguno
con el futuro animal. Pero aun aquí está presente un principio inmate-
rial que determina su forma futura, sin que ninguna influencia externa
pueda prevenirlo o modificarlo; por eso el huevo de una gallina podrá
producir solo un pollo, y el huevo de un abadejo solo un bacalao”
(Agassiz, Principles of Zoology, 43). Dana asume la misma posición.
Dice que cuando “los individuos se multiplican de generación en
generación lo que hacen es solo repetir la idea-tipo primordial; la
noción real de las especies no está, pues, en el grupo que de ellas resulta,
sino en la idea o elemento potencial que se encuentra en la base de cada
individuo del grupo”. Descubrimientos científicos posteriores relacio-
nados con los genes y los cromosomas han confirmado la posición de
los científicos anteriores; ahora se comprende bien que los progenitores
solo son los transmisores de un flujo de vida separado, el cual, una vez
se une, da lugar al nuevo individuo de la especie.9
El problema filosófico es mucho más antiguo que el que representa
la ciencia. El cristianismo fue el heredero del realismo platónico, el cual
representaba la filosofía dominante de la época de la iglesia primitiva.
La iglesia de la edad media fue influenciada considerablemente por la
filosofía de Aristóteles. Ambos sistemas filosóficos eran una forma de
realismo. La fórmula del primero era, Universalia ante rem, o lo
universal antes que las especies; la del último, Universalia in re, o lo
universal dentro de las especies. De acuerdo con el primero, los géneros
y las especies son sustancias reales, creadas antes que los individuos e
independientemente de estos; los individuos son tales solo en la medida
en que participen de la esencia original. De acuerdo con el último, lo
universal, aunque real, existe solo en lo individual. En la teología
moderna, William G. T. Shedd representa la posición del realismo
platónico, mientras que Charles Hodge la contrapone. El realismo de
Shedd, sin embargo, no es del tipo extremo. Sostiene que el que lo
universal anteceda o no a los individuos depende de los individuos en

LA ANTROPOLOGÍA 23

cuestión. Si lo que se tiene en mente son los dos primeros individuos de


una especie, entonces lo universal no antecede a la especie sino que es
simultáneo con ésta. En el instante en que Dios creó la primera pareja,
creó la naturaleza o especie humana en y con ellos. Pero, tras esto, en el
orden de la naturaleza, la humanidad existe antes que la generación de
la humanidad; la naturaleza precede al individuo que resulta de esta.
Dios creó la naturaleza humana en Adán y Eva, y los millones que
descienden de ellos, los cuales habitan ahora la tierra, no son sino
individualizaciones de esa naturaleza humana original. No obstante,
Shedd tiene cuidado en hacer una distinción clara entre “naturaleza” y
“persona”. Así como en la Trinidad hay tres personas en una naturale-
za, el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo; y así como en Cristo hay una
persona en dos naturalezas--la divina y la humana; así también en el ser
humano hay una persona en dos naturalezas--la espiritual y la material.
La distinción entre “persona” y “naturaleza”, tan vital en el trinitaria-
nismo y la cristología, es igualmente importante en la antropología. Los
seres humanos como “personas” son separados y distintos el uno del
otro, y deberán serlo siempre; pero cada uno está dotado de una
naturaleza humana común, y juntos constituyen un organismo viviente
que, como tal, constituye la raza humana. Pero no obstante las
explicaciones filosóficas que se brinden, sea el realismo, el nominalismo
o el conceptualismo, prevalece el hecho de que el ser humano es un
individuo tanto como un ser racial. Es como en la fruta, la cual necesita
un árbol donde crecer y con el cual estar relacionado orgánicamente.
Así también en la raza, la cual tiene que percibirse no simplemente
como un agregado de individuos, sino como un organismo de compo-
nentes que interactúan y se relacionan vitalmente, los cuales son
recíprocamente medios y fines en el logro de lo que es el bien del todo.
La raza está bajo la ley de la solidaridad; está enlazada a la vida común.
He ahí la base de la gran metáfora de San Pablo. Así como el cuerpo se
compone de muchos miembros, los cuales están juntamente ligados en
un organismo viviente por medio de una vida común, así la iglesia, el
cuerpo de Cristo, se compone de muchos miembros, todos los cuales
han sido bautizados en un cuerpo por un solo Espíritu. De esa manera
se constituyen en un organismo espiritual bajo la dirección de su
Cabeza viviente. La solidaridad de la raza humana forma la base de la
doctrina paulina de la redención. No nos es posible entender la
enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios, la cual constituye el corazón
mismo del evangelio, a menos que veamos la raza humana como una

24 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

unidad de especie. Esta unidad considera a cada persona no solo como


un individuo consciente de sí y que se determina a sí mismo, sino como
un individuo que también es miembro de una raza orgánica con la cual
se relaciona metafísicamente tanto como éticamente. Luego, la relación
del individuo con la raza viene a ser tanto un problema teológico como
filosófico. Se admite que la raza propaga el cuerpo por medio de los
padres, ¿pero qué diremos respecto al origen del alma? Hay tres teorías
que han dominado lo que la iglesia piensa al respecto--la preexistencia,
el creacionismo y el traducianismo.
La preexistencia. La doctrina de la preexistencia del alma fue here-
dada del platonismo, y produjo un número de opiniones heréticas en la
iglesia primitiva. Platón creía en un mundo ideal o inteligible que
existía antes que el presente universo, el cual le proveía de los arqueti-
pos de sus formas. El universo, por tanto, consistía simplemente de
estas ideas en la mente de Dios vestidas de cuerpos materiales, y
desarrolladas en la historia. Algunos de los teólogos más filosóficamente
inclinados de la iglesia primitiva identificaron este reino de las ideas en
la mente de Dios con los géneros o las especies, las cuales consideraban,
por tanto, que existían antes que el individuo. Era así que explicaban las
ideas que el alma poseía, las cuales no podían ser derivadas del mundo
de los sentidos. Agustín acusó a Prisciliano de adoptar la totalidad del
sistema platónico, incluso la creencia de que el alma era parte de la
naturaleza divina, y que el cuerpo material era esencialmente malo.
Orígenes, quien es el mejor representante de esta teoría, obtiene su
doctrina solo indirectamente del platonismo. Su preocupación
aparentemente consistía en la disparidad de condiciones bajo la cual los
seres humanos llegaban a este mundo, e intentó explicarla en términos
del carácter de su pecado en un estado previo. Se puede notar de
inmediato que esta doctrina está estrechamente vinculada con su idea
de la creación eterna. Fue rechazada acuciosamente por la iglesia
oriental tanto como por la occidental, razón por la que se dice que
principió y terminó con Orígenes. Ha reaparecido algunas veces en la
filosofía y la teología moderna. Emanuel Kant la defendió, como
también lo hizo Julius Mueller y Edward Beecher--la base de sus
argumentos consistía en la suposición de que la depravación innata
puede explicarse solo por medio de un acto de determinación propia en
un estado previo del ser.
El creacionismo. La teoría del creacionismo sostiene que Dios crea de
inmediato cada alma humana, y que el cuerpo es propagado por los

LA ANTROPOLOGÍA 25

progenitores. El origen de esta teoría se le atribuye generalmente a


Aristóteles; luego, con el resurgimiento del aristotelismo durante la
edad media, los escolásticos por lo regular la adoptarían. Previamente,
Jerónimo, al igual que Pelagio, apoyó la teoría, así como lo hicieron
Cirilo de Alejandría y Teodoroto en la iglesia oriental, y Ambrosio,
Hilario y Hierónimo en la iglesia occidental. El creacionismo como
teoría parece estar estrechamente relacionado con los esfuerzos que
hacen hincapié en la importancia del individuo, en contraposición con
los que destacan la continuidad y la solidaridad racial. Por ello la Iglesia
Católica Romana, la cual da poca importancia a la depravación de
nacimiento, pero mucha a la libertad individual en las cosas espiritua-
les, ha adoptado por lo regular la posición de los escolásticos, y ha
aceptado la teoría del creacionismo. Igualmente, la Iglesia Reformada,
gracias a la primacía que le da al individuo, ha favorecido el creacio-
nismo, por lo que ha sido la teoría prevaleciente durante los dos
últimos siglos. Pelagio y los pelagianos recurrieron a esta teoría para
justificar su posición en relación al estado original del ser humano.
Sostuvieron que, si Dios creó las almas de los seres humanos, debió
haberlas creado puras y santas, o impuras y pecaminosas. Pero dado que
esta última posición no es consistente con la santidad de Dios, habrá
que rechazar la doctrina de la depravación de nacimiento.
El creacionismo se relaciona unas veces con la tricotomía, y otras
con la dicotomía. En el primer caso, únicamente el espíritu (pneuma) es
considerado como una creación directa de Dios; el alma (o psyqué), por
no ser sino la vida animal natural, se considera que se propaga junta-
mente con el cuerpo. Cuando se relaciona con la dicotomía, se
considera que únicamente el cuerpo se propaga por la raza, ya que el
espíritu o alma sería creada de inmediato por Dios. Goeschel sostuvo
que la dicotomía conducía necesariamente al traducianismo y la
tricotomía al creacionismo. Así que el onomástico racial o de familia
corresponderá al psyqué, en tanto que el onomástico cristiano corres-
ponderá al pneuma. Los mejores representantes del creacionismo en los
tiempos modernos son H. L. Martensen, Francis Turretin y Charles
Hodge. William G. T. Shedd, al igual que Augustus H. Strong, se
opone a esta posición. Entre los teólogos arminianos no se atribuye
mucha importancia a la cuestión relacionada con el origen de las
almas.10
El traducianismo. El traducianismo sostiene que las almas de los seres
humanos, al igual que sus cuerpos, se derivan de sus padres. La palabra

26 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

procede del latín, traducere, que significa trasladar, como lo que se hace
con el renuevo de una vida con el propósito de que se propague. Es, por
tanto, una analogía con cosas vivas, y supone que las almas nuevas se
desarrollan del alma de Adán, como lo hacen los vástagos (traduces) de
una vida o de un árbol. La teoría parece haber sido propuesta primero
por Tertuliano en su De anima, en la que la discute, y en donde el
vocablo tradux se utiliza repetidas veces. Ha tenido apoyo amplio en la
iglesia protestante, entre cuyos teólogos Strong y Shedd son sus más
capaces representantes. La teoría implica que la raza fue creada
inmediatamente en Adán tanto en lo que respecta al cuerpo como al
alma, y que ambos se propagan por generación natural. Su fundamento
bíblico normalmente se encuentra en la aseveración de que Adán
“engendró un hijo a su semejanza”, la que se interpreta como querien-
do decir que es el ser humano en su totalidad el que engendra y es
engendrado. La teoría recibe un marcado apoyo teológico en la medida
en que parece proporcionar una explicación para la transmisión del
pecado original o la depravación. Henry B. Smith piensa que, en
términos generales, el traducianismo ha sido la teoría más ampliamente
difundida.11

LA IMAGEN DE DIOS EN EL SER HUMANO


La nota distintiva del relato bíblico sobre el origen del ser humano
ha de hallarse en lo siguiente: que es creado a imagen de Dios. Es esta
semejanza con su Creador lo que lo distingue en el acto de los órdenes
inferiores de la creación, y lo que a su vez lo relaciona inmediatamente
con el mundo espiritual. Dado que existía una declaración del propó-
sito divino para el ser humano aun antes de que el fíat creador fuera
ejecutado, esta imagen habría de pertenecer a su más íntima constitu-
ción como criatura. “Como tal, era esencial e indestructible; la persona-
lidad autoconsciente y autodeterminante del ser humano que, como
espíritu, lleva el sello de la semejanza a Dios--una reflexión de la
naturaleza divina en la criatura” (William Burton Pope, Compendium of
Christian Theology, I:423). Ewald señala que el relato del Génesis en
este punto es particularmente enérgico en su alborozada exaltación,
como si el pensamiento de la excelencia peculiar del ser humano como
ser racional y moral no pudiera expresarse con suficiente vivacidad.
El desarrollo histórico. Aunque es de aceptación común que la ima-
gen de Dios tenga la intención de expresar la semejanza general del ser
humano con su Creador, las opiniones de los teólogos han diferido

LA ANTROPOLOGÍA 27

considerablemente en lo referente a los puntos particulares de semejan-


za implicados en la expresión. En los primeros días de la iglesia hubo la
tendencia a distinguir entre la imagen (imago) y la semejanza (similitu-
de) de Dios, refiriéndose lo primero a la constitución original o los
poderes innatos del alma humana; y lo segundo a la semejanza moral
del alma con Dios, según se manifiesta en el libre ejercicio de estos
poderes originales. Algunos de los primeros padres se inclinaron a
considerar la imagen como una referencia a la forma corporal y la
semejanza como una referencia al espíritu humano; pero en general la
“imagen” se entendía como si se refiriera a la base racional de la
naturaleza del ser humano, y la “semejanza”, a su libre desarrollo. Por
eso Agustín relaciona la imagen a las facultades intelectuales (cognitio
veritatis), y la semejanza a las facultades morales (amor virtutis).
Tertuliano ubica la imagen de Dios en los poderes íntimos del alma,
especialmente en la libertad de escoger entre el bien y el mal. Orígenes,
Gregorio de Nisa y León el Grande tenían la misma opinión general
que Tertuliano, y sostenían que la imagen de Dios consistía principal-
mente en la libertad y rectitud de la voluntad. En general, los teólogos
orientales destacaron la base racionalista como el cimiento de la imagen
divina, en tanto que los teólogos occidentales hicieron mayor hincapié
en los aspectos morales de esta imagen.
Escritores posteriores han seguido comúnmente una de tres posi-
ciones. Primero, los que encuentran la imagen de Dios en el alma
racional en disyuntiva de la conformidad moral. Así, pues, los escolás-
ticos, siguiendo a Agustín, distinguían entre imagen y semejanza,
remitiendo a la primera los poderes de la razón y la libertad--o los
atributos naturales; y a la última, la justicia original--o los atributos
morales. Pero sostenían que en esta separación solo la imagen era parte
de la constitución original del ser humano, y que la conformidad moral
o justicia original era un donum superadditum, o una gracia superaña-
dida, únicamente la cual se perdió en la caída. Segundo, otro tipo de
racionalistas, representados principalmente por los pelagianos y
socinianos, sostuvieron que la imagen de Dios habría de encontrarse en
el dominio del ser humano sobre las criaturas de la tierra, dado que se
lo menciona en esta relación (Génesis 1:26). En tiempos modernos,
esta posición recibe apoyo de los defensores de la evolución racionalista,
quienes visualizan el estado primitivo del ser humano como de barbarie
y salvajismo; quienes también consideran la naturaleza moral no como
un patrimonio original, sino como el resultado de esfuerzo y logro.

28 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Tercero, y en el otro extremo, están los que sostienen que la imagen de


Dios se ha de encontrar solo en la constitución original del ser humano,
y que por consiguiente fue perdida totalmente en la caída. El lutera-
nismo, en una posición reaccionaria, tendió a destacar la conformidad
moral en perjuicio de la base racional, pero las posiciones extremas
fueron la excepción antes que la regla.
El protestantismo en general rechaza cualquier distinción entre la
imagen y la semejanza de Dios porque considera que un término es
sencillamente la explicación del otro. Es así como Charles Hodge va a
decir que “imagen y semejanza significa una imagen que es semejante”.
La declaración escueta de la Biblia es que el ser humano en su creación
era como Dios (Charles Hodge, Systematic Theology, II:96). Juan
Calvino, en sus comentarios de Colosenses 3:10 y Efesios 4:24, afirma
que “en el principio la imagen de Dios era conspicua en la luz de la
mente, en la rectitud del corazón, y en lo sano de todas las partes de
nuestra naturaleza” (Juan Calvino, Institutes, 1:15). Samuel Wakefield
dice que, “Es en vano sostener que esta imagen consistiera en alguna
cualidad esencial única de la naturaleza humana, la cual no podría
perderse, porque nos toparemos con que vislumbraba más de una
cualidad; y aunque la revelación la sitúa en parte en lo que era esencial
para la naturaleza humana, incluía igualmente lo que no era esencial, y
lo que podría perderse y recuperarse” (Samuel Wakefield, Christian
Theology, 278). Casi todas las confesiones de fe protestantes sostienen
que la santidad en el ser humano fue concreada, y que la justicia
original estaba por tanto incluida en la imagen divina. El protestantis-
mo se opone a la posición racionalista, sea en la forma pelagiana que
solo admite la posibilidad de santidad en la creación original del ser
humano, o a la posición católica romana sobre la justicia original como
un don súper añadido. Se opone de igual forma a la posición contraria,
que la hace condicional, y por consiguiente perecedera en la caída. Es,
entonces, de esta manera que somos guiados a la posición más bíblica,
que incluye los elementos racionales tanto como los morales, los
primeros conocidos normalmente como la imagen natural o esencial de
Dios, y los últimos como la imagen moral o incidental.
La imagen natural o esencial. Con la imagen natural o esencial de
Dios en el ser humano lo que se pretende significar es su constitución
original--lo que lo hace ser humano, lo que lo distingue, por ende, de la
creación animal inferior; mientras, lo que se quiere significar con la
imagen moral o incidental es el uso que éste hace de los poderes con los

LA ANTROPOLOGÍA 29

que fue dotado en la creación. Lo primero puede resumirse bajo el


término personalidad; lo segundo, bajo la semejanza moral con Dios o
santidad. En virtud de su personalidad, el ser humano posee ciertas
facultades, como el intelecto, los sentimientos o afectos, y la voluntad; y
en virtud de su calidad moral, posee ciertas tendencias propias, o
disposiciones. Podemos, entonces, decir que, al ser creado a la imagen
de Dios, el ser humano fue dotado de ciertos poderes que se conocen
como la imagen natural, y que estos poderes recibieron cierta dirección,
lo cual se conoce como la imagen moral. La imagen natural no se borra
y es imborrable, y existe en todo ser humano; la imagen moral es
accidental y condicional. El espíritu libre del ser humano reflejaba la
santidad de Dios en perfecta conformidad de mente, sentimiento y
voluntad, pero ésta se perdió en la caída, y solo puede ser restaurada por
medio de la gracia divina. Hay tres características destacadas de la
imagen natural de Dios que demandan nuestra atención: la espirituali-
dad, el conocimiento y la inmortalidad.
1. La espiritualidad. La espiritualidad es el hecho más profundo de la
semejanza del ser humano con Dios. Esto se evidencia en la declaración
bíblica de que Dios es el “Padre de los espíritus” (Hebreos 12:9). Lo
mismo resulta de otra declaración que encontramos en el discurso de
San Pablo en la colina de Marte. “Siendo, pues, linaje de Dios, no
debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra,
escultura de arte y de imaginación de hombres” (Hechos 17:29). Aquí
el apóstol arguye que si el ser humano posee una naturaleza espiritual
como linaje de Dios, entonces Dios mismo tiene que ser espiritual, y
por consiguiente no puede ser representado por sustancias materiales
como oro, o plata, o piedra. Santiago habla de los ser humanos “que
están hechos a la semejanza de Dios” (Santiago 3:9), implicando así la
indestructibilidad de la imagen natural de Dios en el ser humano. El
espíritu en el ser humano es semejante al Espíritu en Dios, el uno
finito, el otro infinito. La naturaleza espiritual, por tanto, es el hecho
más profundo en la imagen de Dios, y es el cimiento de todas las otras
formas de semejanza. Witsius señala que esto no se ha de ver a la luz de
un lienzo sobre el cual se pueda dibujar la imagen de Dios, sino que la
naturaleza espiritual será en sí misma la semejanza de Dios. La persona-
lidad del ser humano, con su naturaleza racional, afectiva y volitiva, es
como la personalidad de Dios; y este parecido todavía se conserva,
aunque en Él los atributos son infinitos, y su esencia trasciende
totalmente la limitación de los poderes finitos del ser humano.

30 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

2. El conocimiento. Los poderes cognoscitivos del ser humano perte-


necen también a la imagen original en la que fue creado. Esto se
evidencia no solo por el hecho de que lo consciente, al igual que la
determinación propia, sean propiedades inherentes del espíritu, sino
por la declaración directa de la Biblia. En su carta a los Colosenses, San
Pablo afirma que hemos sido revestidos del nuevo hombre, y que éste,
“conforme a la imagen del que lo creó, se va renovando hasta el
conocimiento pleno” (Colosenses 3:10). Aquí se hace claro que la
imagen original en la que el ser humano fue creado incluía el conoci-
miento tanto en su aspecto moral como intelectual; y dado que había
perdido la imagen moral de Dios en la caída, la misma sería restaurada
por la gracia divina--una renovación en conocimiento, conforme a la
imagen de Dios. La cualidad moral del conocimiento al que aquí se
hace referencia se encuentra en la expresión eis epígnosin, que significa
literalmente “hasta el conocimiento”. Por consiguiente, no es una
renovación solo en el conocimiento, como poder cognitivo; ni por el
conocimiento, como el medio para un fin; sino hasta el conocimien-
to--hasta que se restaure la semejanza moral y la comunión espiritual.
Es indiscutible, pues, que el conocimiento en su aspecto intelectual o
cognoscitivo pertenece a la imagen natural, mientras que el conoci-
miento como cualidad ética y espiritual pertenece a la imagen moral en
la que el ser humano fue creado. De modo que como la sabiduría
marcó la transición de los atributos de Dios de relativos a morales, así el
conocimiento marca la transición de la imagen de Dios en el ser humano
de una natural a una moral.
3. La inmortalidad. La iglesia, con pocas excepciones, ha sostenido
que el ser humano fue creado inmortal, y que la muerte entró solo
como consecuencia del pecado. Sin embargo, cuando nos referimos a la
inmortalidad como algo que forma parte de la imagen de Dios en la
que fue formado, estamos interesados más particularmente en el alma,
aunque con frecuencia se afirma que es aplicable a toda la naturaleza del
ser humano. Las excepciones a lo de la inmortalidad del ser humano
han sido adelantadas por los racionalistas de todas las épocas. Los
pelagianos y los socinianos impulsaban sus objeciones sobre las bases
de, (1) que el cuerpo de Adán como organización corporal no fue
diseñado para inmortalidad; y (2) que la creación animal, lo mismo que
la humanidad, fueron creadas varón y hembra con el propósito de
propagar la especie, por lo que el diseño del Creador fue la continua-
ción de la sucesión de individuos antes que la preservación de los

LA ANTROPOLOGÍA 31

mismos individuos. Hay dos factores, pues, que se incluyen en el


asunto de la inmortalidad del ser humano en lo que toca a la imagen de
Dios: primero, la inmortalidad del cuerpo; y segundo, la inmortalidad
del alma.12
El primer asunto se refiere a la inmortalidad del cuerpo o si al ser
humano se le eximió de la muerte corporal. Samuel Wakefield y
Thomas N. Ralston entienden la inmortalidad como aplicable a la
naturaleza compuesta del cuerpo; al cuerpo tanto como al alma. En este
respecto siguen a Richard Watson, quien afirma que “la noción
pelagiana y sociniana de que Adán hubiera muerto aunque no hubiera
pecado, no requiere otra refutación que las palabras del apóstol Pablo,
quien declara que la muerte entró en el mundo por el pecado; de aquí
que inevitablemente siga que, por lo menos en cuanto al ser humano, si
no hubiera sido por el pecado no hubiera habido muerte. La opinión de
aquellos teólogos que incluyen en la pena adscrita a la primera ofensa,
la mismísima `plenitud de muerte’, como correctamente ha sido
expresado, muerte corporal, espiritual y eterna, no la disipará el
sarcasmo, pues que permanece firmemente cimentada en el testimonio
inspirado” (Watson, Institutes, II:386). Hay dos posiciones que por lo
general se han asumido: (1) Que el cuerpo es naturalmente mortal y
que el plan divino incluyó agentes que contrarrestaran y que, en efecto,
anularan las influencias productoras de muerte. Esta fue la posición de
Martín Lutero, quien enseñó que el árbol de la vida tuvo por intención
preservar eternamente jóvenes los cuerpos de nuestros primeros padres.
(2) La segunda posición es aquella de que el ser humano como tal era
inmortal, pero que en su constitución original estuvo provisto que su
cuerpo se pudiera espiritualizar gradual o instantáneamente. Muchos de
los primeros padres de la iglesia enseñaron que Adán tenía que atravesar
por un periodo probatorio en el huerto terrenal, y que si obedecía sería
trasladado al paraíso celestial, del cual el jardín del Edén era el tipo
terrenal. Entre los escritores más recientes, Henry C. Sheldon piensa
que “el árbol de la vida” puede representar la eficiencia divina, la cual
asistiría al espíritu humano en su continua comunión con Dios, y que
por medio del espíritu humano así vitalizado, se habría elevado la
naturaleza sensual humana, sin experimentar alteración dolorosa
alguna, al estado de la vida glorificada (Sheldon, System of Christian
Doctrine, 278). Charles Hodge y William Burton Pope asumen
esencialmente la misma posición. Augustus H. Strong considera que el
cuerpo del ser humano es mortal en sí mismo, y cita 1 Corintios 15:45

32 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

como su prueba bíblica. Sostiene, no obstante, que si Adán hubiera


conservado su integridad, su cuerpo podría haber sido desarrollado y
transfigurado sin la intervención de la muerte. Estas posiciones parecen
fundarse en que el apóstol Pablo declara, “Os digo un misterio: No
todos moriremos; pero todos seremos transformados, en un momento,
en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta, porque se tocará la
trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros
seremos transformados, pues es necesario que esto corruptible se vista
de incorrupción y que esto mortal se vista de inmortalidad. Cuando
esto corruptible se haya vestido de incorrupción y esto mortal se haya
vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está
escrita: ‘Sorbida es la muerte en victoria’“ (1 Corintios 15:51-54).
Charles Hodge alega que si la declaración de San Pablo a los fines de
que aquellos que han llevado la imagen de lo terrenal también llevarán
la imagen de lo celestial, pretende concluir que nuestros cuerpos son
como el cuerpo de Adán en su constitución original, entonces su
cuerpo, no menos que el nuestro, requirió haber sido cambiado para
prepararse para la inmortalidad (Hodge, Systematic Theology, II:116).
William Burton Pope, al destacar especialmente la prueba de que el ser
humano fue hecho “alma viviente”, en tanto que el Segundo Hombre
fue hecho “espíritu que da vida” (Pope, Compendium of Christian
Theology, I:430), declara que “la comparación de Génesis con el
comentario de San Pablo demuestra que hubo un desarrollo del ser, por
así decirlo, el cual se quiso en Adán y se suspendió en él: que debió
haber disfrutado de la inmortalidad por medio de la espiritualización
gradual o súbita de su andamiaje corporal, pero que se requirió que
viniera el Ultimo Adán para que se alcanzara el designio de la creación.
El primer Adán, por medio de la caída, se hizo el padre de una
naturaleza falleciente: se privó a sí mismo, y nos privó a nosotros del
espíritu vivificante que hubiera hecho innecesaria la resurrección”.
El segundo asunto se refiere a la inmortalidad del alma en su rela-
ción con la imagen divina. El mismo se reduce a lo siguiente: ¿es la vida
eterna en su sentido literal un privilegio exclusivo de los que son salvos
en Cristo, o es el alma, por su constitución natural, inmortal en todos
los seres humanos? Tertuliano (c. 220) y Orígenes (c. 254), aunque
discrepaban ampliamente en muchos asuntos, estaban de acuerdo en
esto: que la inmortalidad le pertenece a la esencia misma del alma. El
espíritu es en sí la persona, y la personalidad humana no perece. Esta ha
sido siempre la fe de la iglesia. Durante la historia temprana de la

LA ANTROPOLOGÍA 33

iglesia, Némesis (c. 400) parece haber sido el primero en adelantar la


noción de la inmortalidad condicional. La opinión perduró brevemen-
te, pero fue revivida por Nicolás de Metone en 1089 d.C. En 1513, el
Concilio Laterano declaró que la inmortalidad propia del alma era un
artículo de fe, y desde entonces la opinión se ha sostenido con tal
firmeza que las opiniones contrarias han sido consideradas heréticas. La
confusión de los que sostienen la doctrina de la inmortalidad condi-
cional se debe mayormente a una falta de discriminación de términos.
Identificar la vida con la existencia, y la muerte con la aniquilación, es
tanto irracional como antibíblico. La confusión surgió principalmente
como una manera de enfrentar las objeciones a la doctrina del castigo
eterno. El protestantismo ha sostenido de manera uniforme que la vida
eterna como un don de Cristo no se aplica a la existencia como tal, sino
a la calidad de esa existencia. El alma del ser humano puede existir en
un estado de vida o en un estado de muerte. De aquí que nuestro Señor
diga, “No temáis a los que matan el cuerpo pero el alma no pueden
matar” (Mateo 10:28); y que San Pablo declare que “cuando estabais
muertos en vuestros delitos y pecados”, Dios, por su gran amor, “nos
dio vida juntamente con Cristo” (Efesios 2:1, 4, 5). Por tanto, el alma
posee existencia sin que importe el estado o calidad de esa existencia, la
llamemos vida o muerte. Puede existir en un estado de pecado y muerte
o en un estado de vida y justicia, sea en este mundo o en el porvenir.
Las iglesias protestantes han expresado generalmente esta doctrina en
sus confesiones, sea directa o indirectamente.
La imagen moral o incidental. Ya hemos mencionado algunas de las
distinciones entre la imagen natural y moral de Dios, y no es necesario
repetirlas. Baste decir que, en adición a los poderes de la personalidad
con los que el ser humano fue dotado en la creación, también se le dio
cierta responsabilidad respecto al uso correcto de estas habilidades
naturales. Siendo que tiene el poder de determinación propia, es
responsable por el ejercicio de esta libertad; siendo que tiene afecciones
que lo atraen hacia los objetos que escoge, es responsable por la calidad
de esas afecciones; siendo que tiene poderes intelectuales, es responsable
por la dirección de sus pensamientos y la naturaleza de los ajustes que
demanda la inteligencia. Podemos resumir aún más las dos posiciones
como sigue: la imagen natural de Dios en el ser humano tiene referen-
cia a la personalidad, la que lo distingue de la creación animal inferior;
en cambio, la imagen moral se refiere al carácter o calidad de esta
personalidad. La primera tiene que ver con la constitución del ser

34 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

humano en tanto que posee consciencia de sí mismo y autodetermina-


ción; la segunda tiene que ver con lo correcto o incorrecto del uso de
estos poderes. La imagen natural le da al ser humano su habilidad
natural y su responsabilidad moral; la imagen moral le da su habilidad
moral y hace posible un carácter santo.13 La imagen moral de Dios en el
ser humano está por lo tanto estrechamente vinculada con la idea de la
santidad primitiva, lo cual nos proporciona nuestro próximo tema de
investigación. En relación a este asunto, los teólogos más antiguos
solían discutir largamente la cuestión de la libertad de la voluntad, pero
el cambio de actitud respecto a todo el asunto de la personalidad lo
hace ahora innecesario. Sin embargo, al tema se le dará alguna conside-
ración afín con nuestra discusión sobre la expiación y la gracia preve-
niente.
Cristo como la imagen perfecta de Dios. La doctrina de la imagen
divina encuentra su perfecta expresión en el Hijo eterno como la
Segunda Persona de la Trinidad. Él es “la imagen misma de Dios”, el
resplandor o destello de la gloria divina. Fue a imagen de esa imagen
que el ser humano fue creado. En su primera creación tanto como en su
segunda, el Hijo fue el arquetipo y modelo. Fue esta relación específica
del Hijo con el hombre, y del hombre con el Hijo, lo que hizo posible
que el Verbo se hiciera carne. Cristo, por tanto, preservó la imagen
plena y exacta de Dios en el hombre, haciéndose así el Redentor de una
raza caída, restaurando el ser humano a la semejanza moral con Dios en
justicia y verdadera santidad.14

LA NATURALEZA DE LA SANTIDAD PRIMITIVA


Las distintas posiciones que acabamos de indicar en relación a la
imagen de Dios en el ser humano, llevaron a una amplia divergencia de
opiniones en lo que se refiere a la naturaleza de la santidad primitiva.
Los dos extremos estuvieron representados por el pelagianismo de un
lado y el agustinianismo de otro. En breve repaso, tanto Pelagio como
Agustín hacían distinción entre la “imagen” de Dios, la cual limitaban a
la constitución natural del ser humano, y la “semejanza”, la cual
consignaban a su naturaleza moral. Pero diferían ampliamente en
cuanto a la naturaleza de esta semejanza. Pelagio sostenía que el ser
humano fue creado solo con la posibilidad de santidad; Agustín, en
cambio, sostenía que la santidad era una cualidad de la naturaleza
original del ser humano. Los padres católicos romanos sostuvieron, con
Agustín, que al ser humano se le poseyó de santidad primitiva, pero

LA ANTROPOLOGÍA 35

siendo que esta era condicional o capaz de perderse, pronto arribaron a


la conclusión de que, por consiguiente, no pudo haber sido un
elemento esencial de la constitución original del ser humano. De ahí
que la consideraran como un donum superadditum, o un don sobrena-
tural subsiguiente a su creación. La Iglesia Católica Romana por ende
coincide en cierta medida tanto con Agustín como con Pelagio--con el
primero sostuvo que el ser humano era santo; con el último coincidió
en que esta santidad no era parte de la constitución natural del ser
humano. Podemos decir, entonces, que el contraste entre Pelagio y
Agustín en la Iglesia Católica Romana descansa en lo siguiente: el
primero consideró la santidad como una mera posibilidad; el segundo,
como un don sobrenatural.15
En el tiempo de la Reforma el protestantismo reaccionó agudamente
contra la idea católica romana de la santidad como un don sobrenatu-
ral. Sus teólogos regresaron a la enseñanza original de Agustín de que la
santidad era concreada y por ende una cualidad original del ser humano.
Pero, en su intento de protegerse del error del pelagianismo, cayeron
usualmente en el error opuesto que considera este estado subjetivo
como uno de santidad ética completamente establecida. Esta es una
distinción de gran importancia. De aquí que el contraste entre el
pelagianismo y el agustinianismo cobrara una nueva forma en la iglesia
protestante. Ya no era un contraste entre la posibilidad de la santidad y
la de un don súper añadido, sino entre la posibilidad de la santidad y la
de un estado ético meritorio. Fue así como surgieron dos sistemas de
antropología en el protestantismo cuyas implicaciones doctrinales eran
considerablemente diferentes y a veces contradictorias.
Distinciones fundamentales de la santidad primitiva. En nuestra dis-
cusión de la santidad primitiva existen dos distinciones fundamentales
que necesitan observarse. Primero, está la distinción entre una mera
posibilidad de santidad y la santidad en sí misma. Lo primero es un
estado negativo; lo último se evidencia por una actitud positiva del
alma--una tendencia espontánea a obedecer lo bueno y a rechazar lo
malo. Segundo, está la distinción entre santidad creada y santidad
ética.16 Lo primero es un estado y una tendencia subjetiva sin responsa-
bilidad personal; lo último brota de escogimientos morales, y depende
de la acción de un ser personal libre. A ambos aspectos se les debe dar la
debida consideración. Aunque difieren uno del otro, el último no
invalida el primero sino que lo confirma y lo desarrolla. Gracias al
ejercicio de los escogimientos correctos, en armonía con las tendencias

36 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

de la santidad creada, el ser humano reconoce el valor de lo justo, y por


tanto da testimonio de que posee una comprensión de los valores
morales. De esa manera se da principio al desarrollo del carácter santo,
y si continúa, en virtud de los escogimientos correctos, será fortalecido
y confirmado en la justicia.
Ahora estamos preparados para señalar los enfoques extremos del
pelagianismo y del agustinianismo.17 Tanto Pelagio como Agustín
pasaron por alto la distinción entre la santidad como un estado
subjetivo y la santidad como una consecuencia de los escogimientos
morales libres, razón por la que se subscribieron solo a esto último.
Luego, Pelagio sostuvo que el estado subjetivo creado no podía ser de
santidad, sino solo de la posibilidad de santidad; en cambio, Agustín, al
insistir en el estado creado como éticamente santo, sostuvo que se le
adscribió mérito. Agustín, por tanto, mantuvo que el pecado original
significaba culpa y depravación de nacimiento; en cambio, Pelagio,
quien sostuvo que el demérito era imposible fuera de los escogimientos
personales, negó totalmente la depravación de nacimiento. John Miley
señala que, “Con un análisis adecuado, el primero podría haber
mantenido toda la verdad de la depravación de nacimiento sin el
elemento del demérito pecaminoso; mientras que el último podría
haber sostenido la misma verdad de la depravación de nacimiento y a la
vez haber mantenido su principio fundamental de que la conducta
personal libre condiciona de manera absoluta todo demérito pecami-
noso” (Miley, Systematic Theology, I:416, 417). Estamos además
preparados para observar la distinción entre la santidad de la naturaleza,
y la santidad de la agencia personal. En toda vida humana existe un
ámbito interno de pensamiento, deseo y aspiración que tiende a
alcanzar expresión en la actividad externa. Pero esta vida interna no es
pasiva--ella también se encuentra en el ámbito de los escogimientos
personales libres, por lo cual es supremamente ética. No obstante,
debajo de este ámbito interno está la naturaleza, y es en esta naturaleza
que encontramos la ley determinante de la vida. A esto fue que nuestro
Señor se refirió cuando dijo, “Si el árbol es bueno, su fruto es bueno; si
el árbol es malo, su fruto es malo, porque por el fruto se conoce el
árbol” (Mateo 12:33). Luego, el árbol tiene una cualidad en sí mismo
distinta de la fruta. Así también el ser humano fue creado con una
naturaleza subjetiva, la cual subyace y suministra el carácter tanto al
ámbito interno de los escogimientos personales como al ámbito externo
de la actividad personal.

LA ANTROPOLOGÍA 37

Juan Wesley se opuso tenazmente tanto al pelagianismo como al


socianismo. John Taylor de Norwich, un unitario de principios del
siglo dieciocho, fue uno de los mejores eruditos y defensores del
socianismo con los que Wesley tuvo que lidiar. Lo bien fundado de la
posición del primero se ve en la siguiente declaración: “Adán no pudo
ser creado originalmente en justicia y verdadera santidad ya que los
hábitos de santidad no se pueden crear sin nuestro conocimiento,
concierto y consentimiento, dado que la santidad por naturaleza
implica el escogimiento y consentimiento de un agente moral, sin lo
cual no puede ser santidad” (Watson, Institutes, II:16).18 Con el fin de
hacer clara la distinción entre la posición sociniana y la de los arminia-
nos posteriores, ofrezcamos la respuesta que Wesley le da a Taylor.
Dice, “Un ser humano puede ser justo antes de que haga lo justo, santo
de corazón antes de que sea santo de vida. Que usted se confunda aquí
siempre parecería la base de la extraña imaginación de que Adán ‘tuvo
que escoger ser justo, tuvo que ejercer el pensamiento y la reflexión,
antes de poder ser justo’.
¿Por qué así? ‘Porque la justicia consiste en el justo uso y aplicación
de nuestros poderes?’ He ahí su error capital. No, no lo es, sino que es
el justo estado de nuestros poderes. Es la justa disposición de nuestra
alma, el justo temperamento de nuestra mente. Acepte esto, y jamás
soñará que ‘Dios no pudo haber creado al hombre en justicia y
verdadera santidad’” (Wesley, Sermon on Original Sin). No tenemos
que buscar muy lejos la razón para la tenaz oposición de Wesley.
Cuando Pelagio enseñaba que “el bien y el mal por el que somos
alabados o condenados no se originan juntamente con nosotros”,
negaba de esa manera cualquier cambio moral en la raza como conse-
cuencia de la caída de Adán. Adán, por haber sido creado sin carácter,
haría que su posteridad naciera de igual manera sin la santidad o el
pecado. Por tanto el pelagianismo negaba el pecado original como
corrupción de la naturaleza del ser humano por razón de la caída, por lo
que sostenía que la gracia salvadora era sencillamente la instrucción
externa que apela a una naturaleza que yerra solo por razón de acciden-
te y mal ejemplo.19 Wesley se opuso consecuentemente a estas posicio-
nes por considerarlas destructoras del sistema total de la teología
evangélica.
La naturaleza de la santidad en Adán. Si observamos la distinción ya
mencionada, se vuelve evidente que puede haber santidad creada como
estado subjetivo, lo cual, por un lado, es más que una mera posibilidad,

38 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

y por el otro algo previo a la acción moral. Esta santidad creada consiste
en una inclinación o tendencia espontánea hacia el bien--una disposi-
ción subjetiva que responde siempre a lo justo. Es más que inocencia.
El ser humano fue creado no solo negativamente inocente, sino
positivamente santo, con un entendimiento iluminado respecto a Dios
y a las cosas espirituales, y con una voluntad inclinada enteramente a
éstas. Al hablar, pues, de la santidad adánica, nos referimos sencilla-
mente a la inclinación espontánea o disposición positiva que le
pertenece en virtud de su creación. Si se argumentara que esta posición
difiere poco de la que sostuvieron los pelagianos, y más tarde los
socinianos, respondemos que hay una vasta diferencia entre el alma que
se produce con una naturaleza libre de virtud lo mismo que de pecado,
y un alma que se crea con una dirección positiva hacia el bien. Las
implicaciones doctrinales son también además tales que conducen a
sistemas de teología enormemente diferentes. El pelagianismo niega por
obligación la depravación heredada en los descendientes de Adán; el
agustinianismo sostiene por su lado con igual obligación que los
descendientes de Adán eran no solo depravados sino culpables.20
El arminianismo se opone no únicamente al error del pelagianismo
sino también al error opuesto del agustinianismo. Aunque sostiene que
el reciente estado en el que Adán fue creado era uno de santidad, no
obstante niega que ese estado con todo y su excelencia tuviera cualidad
ética verdadera alguna. Por tanto, no podía estimarse como meritorio
ni recompensable. El agustinianismo desarrollado por los reformadores
sostuvo que la santidad fue concreada, según lo hemos indicado
anteriormente, y que por lo tanto no era algo súper añadido, sino una
cualidad de la naturaleza original del ser humano. Su error estribó en lo
siguiente: que consideraron el estado original del ser humano uno de
justicia ética lo mismo que de santidad interior. Era por tanto una
santidad ética, o una obligación bajo la ley moral; y, como cualidad de
la naturaleza original del ser humano aún previo a toda acción personal,
se consideró que poseía el valor moral de la justicia ética. Por eso J. J.
Van Oosterzee va a aseverar que no debemos, “con la iglesia romanista,
asumir que la imagen de Dios en el primer ser humano fuera algo
meramente adicional (accidens), de lo que fue dotado a consecuencia de
una comunicación sobrenatural, sin que perteneciera a la esencia de su
naturaleza. Los reformadores asumieron con mayor propiedad, en
oposición a este enfoque mecánico, que la justitia originalis era un
elemento original y actual de nuestra naturaleza, pues que provenía de

LA ANTROPOLOGÍA 39

la mano del Creador”. Lutero fue particularmente insistente en cuanto


a que la justicia original era una cualidad de la propia naturaleza del ser
humano, y que lo perfecto y completo de ella lo hacía necesario.21
Jonatán Edwards, en un periodo un tanto más tardío, asumió la misma
posición. “Adán fue traído a existencia con la capacidad de que actuara
inmediatamente como agente moral, razón por la cual estuvo inmedia-
tamente sujeto a una ley de acción justa; estuvo obligado a actuar
rectamente tan pronto como existió. Y si estuvo obligado a actuar
rectamente tan pronto como existió, estuvo obligado aún en ese
momento a inclinarse a actuar rectamente. … Y si estuvo obligado a
actuar rectamente desde el primer momento de su existencia, y lo hizo
hasta que pecó en materia del fruto prohibido, debió haber tenido una
inclinación o disposición de corazón para hacer lo bueno desde el
primer momento de su existencia, con una inclinación, o, lo que es lo
mismo, una disposición de corazón virtuosa y santa” (Edwards, Works,
II:385). John Miley, al comentar esta declaración, señala que, “No solo
se pasa por alto aquí toda distinción entre la tendencia puramente
espontánea y la acción ética propia, sino que se intenta probar una
santidad ética original en Adán a partir de una necesidad respecto a la
obligación moral instantánea que trajo su existencia. Asumir esa clase
de obligación instantánea es algo totalmente improcedente. … Estamos
de acuerdo con la antropología agustiniana prevaleciente en lo que
respecta a la realidad de la santidad primitiva, pero disentimos en lo
que respecta a cualquier carácter ético propio de esa santidad, y
también en lo que respecta a limitarla a una mera cualidad de la
naturaleza adánica. En esa antropología, Adán aparece habitualmente
desde el comienzo mismo, y antes de acción personal alguna, con la
dignidad moral de la justicia ética, y con las actividades de afección
santa en temor y amor a Dios. Nosotros excluimos todo este asunto del
contenido de la santidad primitiva. Las actividades de afección santa
pueden ser espontáneas respecto a la naturaleza moral, pero deben ser
subsecuentes a su propia constitución” (Miley, Systematic Theology,
I:411, 421).
Elementos esenciales de la santidad primitiva. A manera de resumen
podemos decir que hay dos elementos esenciales en toda doctrina
verdadera de la santidad primitiva. Primero, la rectitud moral de la
naturaleza de Adán como estado subjetivo. Hemos demostrado que un
análisis cuidadoso distingue entre la creación de una naturaleza moral
como estado subjetivo, y las actividades de la vida personal de esa

40 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

naturaleza moral. Un arminianismo verdadero distingue entre el error


del pelagianismo por un lado, y el del agustinianismo por otro. Ya se les
ha dado amplia consideración a estas posiciones. Segundo, la presencia y
agencia del Espíritu Santo. Este elemento es necesario para entender
plenamente la verdad, y provee igualmente un fundamento para
discriminar contra otras formas de error.22 Ya hemos señalado la
posición extrema de la Iglesia Católica Romana al sostener que la
santidad fue un don súper añadido, y que por lo tanto no fue parte de
la constitución original del ser humano. Hemos notado también, en
oposición a esto, el punto de vista extremo de los reformadores, quienes
mantuvieron que la santidad fue concreada, y por consiguiente limitada
a una cualidad de la naturaleza originaria del ser humano. La verdad se
encuentra a mitad de camino entre estas dos posiciones extremas. El
arminianismo ha objetado siempre a la doctrina papal de la santidad
como un don sobrenatural porque encierra una posición falsa respecto a
la naturaleza de la caída y el pecado original. Ha objetado igualmente a
que se limite la santidad a una mera cualidad de la naturaleza adánica.
La verdad tácita es esta, que, por razón de creación, hay que añadir la
presencia y poder inmediato del Espíritu Santo a la santidad de la
naturaleza del ser humano. Agustín mismo admitió que “Dios le había
dado al hombre una ayuda sin la cual no hubiera podido perseverar en
el bien, si es que lo hubiera hecho. Pudo perseverar si lo hubiera
querido, pues que esa ayuda (adjutorium) no fallaría, de modo que él
pudiera. Sin ésta no podía retener el bien que podría querer”. Los
teólogos arminianos han destacado siempre este aspecto importante de
la santidad primitiva, considerando a veces al Espíritu Santo en estrecha
afiliación con el patrimonio del ser humano, y a veces como actuando
más independientemente, pero siempre presente y operante. William
Burton Pope dice: “Esta doctrina está incompleta si no se le añade el
don sobrenatural del Espíritu Santo, si se le puede llamar sobrenatural a
lo que perteneció a la unión de Dios con su criatura elegida. … No
añadió la imagen moral, sino que guio los principios de acción del alma
del hombre creada con dicha imagen. Esto resuelve la dificultad que en
ocasiones se plantea de la creación de un carácter que, según lo dicho,
tiene por necesidad que ser formado por el que lo ostenta. El ser
humano fue guiado por el Espíritu, quien era el poder del amor en su
alma ya en su primer dominio, y ahora en el último” (Pope, Compen-
dium of Christian Theology, I:427).23 Miner Raymond establece la
misma verdad pero de un modo un tanto diferente. Dice: “Otros

LA ANTROPOLOGÍA 41

emplean el término de justicia original para referirse a las influencias y


agencias del Espíritu Santo disfrutadas por el ser humano en su estado
original. Ese ser humano gozó de la comunión con su Creador; no se
puede negar que el Espíritu divino haya revelado en el ser humano
cierto conocimiento de Dios, y que haya sido para el ser humano un
poder de persuasión moral en pro de afectos santos y voliciones santas.
Pero es totalmente inaplicable designar lo dicho como justicia del ser
humano. El término, para que sirva de algo, para que represente algún
rasgo real existente en el carácter original del ser humano, o alguna
característica de su naturaleza original, debe usarse para expresar la
perfección, lo completo de la naturaleza y carácter total. El ser humano
fue originalmente justo, constitucionalmente bueno, en cuanto al todo
y a las partes de su ser se refiere” (Raymond, Systematic Theology,
II:42-43). John Miley declara la posición mediadora del arminianismo
como sigue: “Hemos disentido previamente de la limitación agustinia-
na de la santidad como una mera cualidad de la naturaleza adánica.
Hemos también disentido de la doctrina papal de que sea exclusiva-
mente de carácter sobrenatural; pero la ponderada objeción de que
implica defectos serios en la naturaleza del ser humano según se la
constituyó originalmente, es solo válida contra una posición tan
extrema. La presencia del Espíritu Santo como un elemento constitu-
yente de la santidad primitiva no tiene tal implicación. La naturaleza
adánica pudo ser santa en su propia calidad y tendencia, y aun así
necesitar la ayuda del Espíritu para los requisitos de la prueba moral. …
De aquí que el plan divino incluiría la presencia del Espíritu como un
elemento original y permanente en la santidad del ser humano.
Necesitamos esta verdad para la interpretación correcta de la deprava-
ción humana. La caída del hombre no solo fue una pérdida de la
santidad; fue, además, la corrupción de su naturaleza. Esta corrupción
no la hemos de adscribir a ninguna agencia inmediata de Dios, sino que
la hemos de interpretar como la consecuencia del repliegue de la
presencia y la influencia del Espíritu Santo. Este es el significado
doctrinal de la ‘privación’” (Miley, Systematic Theology, I:421-422).
Cerramos esta discusión haciendo referencia al relato bíblico de la
creación, el cual declara que “vio Dios todo cuanto había hecho, y era
bueno en gran manera” (Génesis 1:31). No hay interpretación posible
que haga que esto se refiera a la creación aparte del ser humano, por lo
que tendrá que expresar la aprobación divina de la bondad del ser
humano. Otro texto que se cita habitualmente en esta relación proviene

42 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

del Predicador: “He aquí, solamente esto he hallado; que Dios hizo al
hombre recto, pero él se buscó muchas perversiones”. Esto no puede
referirse a la conducta del ser humano subsecuente a su creación, por lo
que tendrá que referirse a la rectitud de la naturaleza moral del ser
humano por razón de la creación. Hay dos textos en el Nuevo Testa-
mento, que también suelen citarse, los cuales tienen implicaciones
respecto a la naturaleza original del ser humano. “Y vestíos del nuevo
hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad”
(Efesios 4:24); “y revestido del nuevo. Este, conforme a la imagen del
que lo creó, se va renovando hasta el conocimiento pleno” (Colosenses
3:10). Estos textos se discutirán más extensamente en relación a la
santidad como un estado de gracia, por consiguiente será suficiente
señalar aquí, (1) que la transformación de gracia así declarada es algo
más profundo que la vida de acción personal, y necesita por tanto
incluir la renovación de la naturaleza moral; (2) que se indica que esta
transformación tiene lugar por la operación del Espíritu Santo--una
purificación de la naturaleza moral; (3) que se indica que esta renova-
ción ha de ser una restauración de la imagen original en la que el ser
humano fue creado; por tanto (4) que el ser humano tiene por necesi-
dad que haber sido creado santo--dado que esta santidad parte de la
imagen original de Dios en la que fue creado. En los próximos
capítulos consideraremos algunas de las implicaciones de esta enseñanza
para la cual hemos establecido tan cuidadosamente el cimiento en este
capítulo.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

1. “Enós significa hombre, no lo mismo que Adán, que también significa hombre, pero que
en el hebreo se emplea indistintamente para hombre o mujer; y al así estar escrito, ‘Hom-
bre y mujer los creó; y los bendijo, y les puso por nombre Adán el día en que fueron
creados’ (Génesis 5:2), no da lugar a dudas que aunque la mujer fue llamada distintiva-
mente Eva, todavía el nombre Adán, que significa hombre, les fue común a ambos. Pero
Enós quiere decir hombre en un sentido tan estricto que los lingüistas hebreos nos dicen
que no puede aplicarse a la mujer” (Agustín, City of God, XV:17). San Pablo declara que
“el varón no procede de (ek) la mujer, sino la mujer del (ex) varón” (1 Corintios 11:8).
2. Dios formó el cuerpo del hombre del polvo de la tierra, y sopló en él aliento de vida, y
vino a ser un alma viviente. Ello se entiende que enseña que hay dos, y solo dos, elementos
en la constitución humana--uno material y otro espiritual--el primero materia y el otro
mente. Estos dos son sustancias, entes, cosas que existen realmente, unidas al pensamiento
humano de una manera inescrutable, misteriosa, incomprensible, pero todavía realmente
unidas, y tan unidas que constituyen una naturaleza--una naturaleza individualizada, una,
pero material tanto como espiritual. Es solo por lo vigente de tal unión que ciertos hechos


LA ANTROPOLOGÍA 43

de lo consciente pueden ser pensadamente posibles, como sería el dolor de la carne herida.
Un espíritu no puede ser punzado con un alfiler, y aunque un cuerpo muerto sea punza-
do, no habría dolor. La materia es indispensable para el fenómeno, y la mente para la
consciencia que produce. El ser humano no es mente materializada, ni materia espiritua-
lizada, ni es algo que sea ninguno--o algo entre ambos; antes, es ambos, material en cuanto
a su cuerpo, espiritual en cuanto a su mente, misteriosamente unido durante su existencia
terrenal en una persona individual (Raymond, Systematic Theology, II:24).
3. El espíritu del ser humano, además de sus dotes superiores, puede poseer poderes
inferiores que vivifiquen en cuerpo humano la materia muerta. El que el alma principie a
existir como una fuerza vital no requiere que deba siempre vivir como una fuerza tal, o
vinculada con un cuerpo material (Porter, Human Intellect, 39).
Los animales irracionales pueden tener vida orgánica y sensibilidad, pero aun así
permanecen sumergidos en lo natural. No es la vida y la sensibilidad lo que eleva al ser
humano por sobre la naturaleza, sino la característica distintiva de la personalidad (Harris,
Philosophical Basis of Theism, 547).
La importancia de estas preguntas para la teología se señala así por el doctor Charles
Hodge. “La doctrina bíblica de la naturaleza del ser humano como espíritu creado en
unión vital con un cuerpo organizado, que consiste, por tanto, de dos y solo dos elemen-
tos o sustancias distintivas, materia y mente, es una que reviste gran importancia. Está
vinculada íntimamente con algunas de las doctrinas más importantes de la Biblia; con la
constitución de la persona de Cristo, y consecuentemente con la naturaleza de su obra
redentora y su relación con los hijos del hombre; con la doctrina de la caída, del pecado
original y la regeneración; y con las doctrinas del estado futuro y la resurrección. Es debi-
do a este vínculo, y no porque interese como una cuestión de la psicología, que la idea
verdadera del ser humano demanda la investigación cuidadosa del teólogo (Hodge, Syste-
matic Theology, II:48).
Las referencias bíblicas utilizadas para apoyar la posición dicotómica son las siguientes:
(1) Génesis 2:7, donde se establece que el cuerpo se formó de la tierra, y el alma por el
soplo del Espíritu divino, vale decir, vivificada por un principio único. (2) Génesis 41:8
compárese con Salmos 42:6; Juan 12:27 compárese con 13:21. Estas referencias y muchas
otras utilizan de manera intercambiable los términos alma y espíritu. Mateo 10:28 com-
párese con 1 Corintios 5:3; 6:20, en donde el alma y el cuerpo se mencionan juntos,
conformando al ser humano completo.
John Miley establece que la posición dicotómica se da claramente en la Biblia, pero que
siendo que no es la modalidad de los escritores sagrados ser siempre analíticos, temas
como estos deben solo considerarse siguiendo las líneas generales y haciendo las distincio-
nes más prominentes. Compárese con John Miley, Systematic Theology, I:400.
4. Los pasajes bíblicos que se usan para apoyar la teoría tricotómica son 1 Tesalonicenses
5:23 y Hebreos 4:12. Los argumentos se derivan adicionalmente de aquellos pasajes que se
refieren por separado al espíritu y el alma, y de la manera característica en que aparecen.
5. En la historia temprana de la iglesia, la tricotomía floreció mayormente en la escuela de
Alejandría, y se introdujo a la teología cristiana por medio de la filosofía platónica. Pareció
por un tiempo que se encaminaba lo suficiente hacia la común aceptación, pero influen-
cias adversas frenaron su progreso y la llevaron al descrédito. Tertuliano se le opuso te-
nazmente, y ejerció una enorme influencia. Aún la aparente indiferencia de Augusto se le
tornó indirectamente contraria, ya que su influencia era tan grande en todas las cuestiones
doctrinales, que nada que no tuviera su abierto apoyo podía mantener una posición de
principal favor en el pensamiento más ortodoxo de la iglesia (Miley, Systematic Theology,
I:399).


44 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

6. La primera parte, el espíritu, es la parte más elevada, profunda y noble del ser humano. Lo
capacita para comprender las cosas eternas, y es, para abreviar, la casa en la que habita la fe
y la palabra de Dios. La otra, el alma, es el mismo espíritu de acuerdo con la naturaleza,
aunque en otra clase de actividad, a saber, la que anima el cuerpo y obra por su medio; y es
su método no captar las cosas incomprensibles, sino solo lo que la razón puede investigar,
conocer y medir (Lutero).
7. La doctrina de la unidad original de la raza humana no es en manera alguna asunto de
indiferencia para la vida religiosa y moral. Por ella es probada la alta nobleza de la huma-
nidad (Hechos 17:28), por ella se demuestra la igualdad original y el deber del amor
fraternal (Mateo 7:12; Lucas 10:30-37), por ella se declara el origen y la completa univer-
salidad del pecado (Romanos 5:12), por ella se anuncia la armonía entre el dominio de la
creación y la redención (1 Corintios 15:21-22), y por ella se asegura la verdad de que el
reino de Dios vendrá a todos, ya que el evangelio, sin distingo alguno, tendrá que ser
llevado a todo ser humano (Efesios 1:10; Mateo 28:19) (Van Oosterzee, Christian Dog-
matics, I:364).
8. John Miley piensa que el grado intelectual del ser humano primitivo necesita ser juzgado
en función de una interpretación racional de hechos relativos. Considera las posiciones
extremas respecto al estado intelectual del ser humano como formadas tras las extravagan-
cias de Milton, antes que tras la moderación de Moisés. Cita a Robert South quien declara
que “un Aristóteles no es sino el escombro de un ser humano”, si se juzga por la posición
exaltada del ser humano en su estado de integridad. También señala que Juan Wesley
suponía que Adán, en su estado no caído, razonaba con precisión inequívoca, si es que en
realidad necesitaba del todo razonar (Miley, Systematic Theology, I:403). Charles Hodge
asume también la posición de que “es del todo probable que nuestra naturaleza, en virtud
de la unión con la naturaleza divina en la persona de Cristo, y en virtud de la unión del
redimido con su Redentor exaltado, sea en lo sucesivo elevada a una dignidad y gloria
mucho mayor que aquella en la que Adán fue creado o la que jamás hubiera alcanzado”
(Hodge, Systematic Theology, II:92).
No decimos que las facultades del ser humano estén ahora en el mismo estado en que
estuvieron antes de la caída, o en el mismo que hubieran estado si nunca hubiera caído.
Sin duda que se han deteriorado bajo la influencia desmerecedora y embrutecedora del
pecado. El entendimiento ha sido debilitado y obscurecido; las sensibilidades se han
aminorado y desconcertado; la conciencia, en cierta medida, ha perdido su poder. Nues-
tras facultades todas puede que hayan sido más o menos debilitadas. Aun así, no parece
que ninguna de ellas se haya perdido. En número como en clase, permanecen igual que lo
que eran en el paraíso (Pond, Christian Theology, 354).
9. En la antigua discusión entre realistas y nominalistas surgió la pregunta de si no habrá en
la mente divina, y en el pensamiento humano como un reflejo de la mente divina, una
realidad de la naturaleza humana, de la cual cada viviente es una expresión, y la representa.
Así como hay un theiótes abstracto, del cual las Tres Personas son representativas, también
hay una naturaleza humana que la Segunda Persona representó en la encarnación, sin que
llegara a ser un ser humano personal e individual. Asumiendo la verdad de este misterioso
principio--no menos verdadero porque no lo podamos comprender--, cada ser humano
que desciende de Adán exhibe su propia individualización personal de aquel carácter
genérico que su Creador estampó sobre la humanidad; y recibe para sí el mal genérico del
pecado original, que es el pecado de la raza en Adán (Pope, Compendium of Christian
Theology, I:436).
10. Minor Raymond afirma que “por mucho, la porción mayor de los pensadores cristianos, o
no han estimado opinión alguna respecto al origen de las almas, por no encontrar, según
su mente, nada decisivo en la revelación, y por no pretender ser más sabio que lo escrito, o

LA ANTROPOLOGÍA 45

se han dividido entre creacionistas y traducianistas. Por un lado se concede que si uno
puede sostener la doctrina de la creación inmediata, sin afirmar que Dios cree almas
pecaminosas, sin negar la depravación heredada, y sin suponer que Dios sancione de
manera o grado alguno todo los actos de procreación con los que su poder creador está
conectado, su teoría, aunque sea un error, probablemente no le causará ningún daño. Por
otro lado, se concede que si uno puede sostener la doctrina del traducianismo sin que
afirme la unidad numérica de la substancia de todas las almas humanas, sin que afirme
tampoco la abscisión y división de la esencia del alma humana (esto es, que afirme que la
persona humana sea solo una parte de la común humanidad--una porción individualizada
de la humanidad), y sin que afirme culpa ni pecado en la humanidad de Jesucristo, luego,
probablemente, aunque el traducianismo sea un error, sería en cuanto a él sin perjuicio
(Raymond, Systematic Theology, II:35-36).
11. Turretin, en sus “Institutos”, indica que “Algunos son de la opinión de que las dificultades
pertenecientes a la propagación del pecado original se resuelven mejor mediante la doc-
trina de la propagación del alma; una posición sostenida por no pocos de los padres de la
iglesia, y hacia la cual Agustín parece frecuentemente inclinarse. Y no hay duda que me-
diante esta teoría toda dificultad parece removerse; pero siendo que no concuerda con la
Biblia, ni con la sana razón, y siendo que se expone a grandes dificultades, no pensamos
que se debe recurrir a ella”. Esto representa una fuerte posición creacionista, y una admi-
sión de que la misma explica mejor la doctrina de la depravación original.
La posición de Tertuliano, según la ofrece Neander, es como sigue: “Era su opinión que
nuestro primer padre llevó dentro de sí el germen sin desarrollar de toda la humanidad;
que el alma del primer ser humano fue la fuente de donde procedieron todas las almas
humanas, y que todas las variedades de la naturaleza humana individual no son sino
modificaciones de aquella sola substancia espiritual. Por consiguiente, la naturaleza toda se
corrompió en el padre original de la raza, y la pecaminosidad se propagó a la misma vez
que las almas. Aunque este modo de comprender el asunto, en Tertuliano, está vinculado
a sus hábitos sensorios de concepción, aun así no es en modo alguno un vínculo necesa-
rio”.
12. Que Dios hizo al ser humano condicionalmente inmortal no se puede, en mi estimación,
negar con sensatez. Aunque fue formado del polvo de la tierra, su Hacedor sopló en su
nariz el aliento de vida, y vino a ser un alma viviente; y siendo que no hubo entonces nada
impetuoso, nada fuera de lugar, ningún agente demasiado débil o lento por un lado; o
demasiado poderoso o activo, por el otro; por tanto, todas las operaciones de la naturaleza
se llevaron a cabo cabalmente en tiempo, cantidad y poder de acuerdo con las exigencias
de los fines a lograrse. Ello para que, en número, peso y medida, todo existiera y actuara
conforme a la sabiduría y habilidad inequívoca del Creador omnipotente. Por tanto, no
pudo haber ninguna corrupción o degeneración; ninguna tiesura indebida ni solución o
solubilidad preternatural de porción material alguna; ningún desconcierto en la tierra; ni
nada nocivo o insano en la atmósfera. La vasta masa era toda perfecta: igualmente lo eran
todas las partes de la cual estaba compuesta. Como las creó, así sostuvo todas las cosas por
la palabra de su poder: y como creó todas las cosas, así por él todas las cosas subsisten; y
entre ellas, el hombre (Clarke, Christian Theology, 87).
13. El ser humano fue creado como ser personal, y fue esa personalidad la que lo distinguió
del animal irracional. Por personalidad queremos decir el doble poder de conocerse a sí
mismo en lo relacionado al mundo y a Dios, y de determinarse a sí mismo con miras a
fines morales. Por virtud de esta personalidad, al ser creado, el ser humano pudo escoger
cuál de los objetos de ese conocimiento--su yo, el mundo, o Dios--debía ser la norma y el
centro de su desarrollo. Esa semejanza natural con Dios es inalienable, y por cuanto
constituye una capacidad para la redención, da valor a la vida aun en el no regenerado

46 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

(Génesis 9:6; 1 Corintios 11:7; Santiago 3:9). Ese primer elemento de la imagen divina no
puede perderse en el ser humano hasta que cese de ser humano. Bien dijo San Bernardo,
que no puede quemarse ni aun en el infierno. Es por eso que la naturaleza humana ha de
ser reverenciada (Strong, Systematic Theology, II:515).
14. Por tanto, esta imagen tendrá que pertenecer a su más íntima constitución como criatura.
Como tal, sería esencial e indestructible: la personalidad autoconsciente y autodetermi-
nante del ser humano, por ser un espíritu que lleva el sello de la semejanza de Dios y es
capaz de inmortalidad, era el reflejo de la naturaleza divina en el ser humano. Aunque
todas las criaturas hasta llegar al ser humano reflejen las perfecciones de su Creador, es
distinción del ser humano, lo cual se destaca en el acto de su creación, que solo él lleve su
imagen. Esta, por tanto, es el cimiento de su dignidad, y aunque dicha dignidad perte-
nezca a su naturaleza como un todo, aquella se ubica por necesidad en la parte que es
imperecedera. De principio a fin el registro sagrado considera esta imagen como que no se
borra ni se puede borrar, y que todavía existe en cada ser humano (Pope, Compendium of
Christian Theology, II:423-424).
15. Para el observador superficial, todo este asunto puede verse como de importancia
subordinada, pero cuando se examina más de cerca resulta de valor teológico y antropoló-
gico preponderante. Porque trata, en otras palabras, sobre el asunto de la existencia y el
derecho de un conocimiento natural de Dios; y aún si esto se dejara de un lado, es de
inmediato aparente que, desde el punto de vista de la iglesia romanista, la caída solo se
vuelve más enigmática, no pudiendo considerarse en ningún caso como una decadencia,
así llamada, que corresponda a la naturaleza humana misma. Además, la concepción toda
de un donum superadditum es extraña a la Biblia, y se origina en la concepción no bíblica
de que solo el primer ser humano llevaba la imagen de Dios, y que la perdió por el pecado
(Van Oosterzee, Christian Dogmatics, I:376-377).
La antropología tridentina es una mezcla de pelagianismo y agustinianismo. Dios creó al
ser humano en puris naturalibus, sin santidad ni pecado. Este acto creador, el cual dejó al
ser humano desprovisto de carácter, Dios lo siguió con otro acto por medio del cual dotó
de santidad al ser humano. La santidad es algo sobrenatural y que no está contenida en el
primer acto creador. La creación es, por tanto, imperfecta, pero mejorada gracias a una
consideración tardía (Shedd, Dogmatic Theology, II:96).
La santidad concreada es uno de los rasgos distintivos del agustinianismo. El
pelagianismo niega que la santidad sea concreada. Afirma que la voluntad del ser humano,
por creación, y en su primera condición, carece de carácter. Su primer acto será para
originar la santidad o el pecado. … La posteridad de Adán es nacida como él fue creado,
sin santidad y sin pecado. … El semipelagianismo sostiene la misma opinión, excepto que
confiere la transmisión de una naturaleza física viciada, lo cual el pelagianismo niega. En
cuanto a la naturaleza racional y voluntaria del ser humano se refiere, el semipelagiano
afirma que la santidad, lo mismo que el pecado, será originada por cada individuo (Shedd,
Dogmatic Theology, II:96).
De modo que se pueda señalar la importancia de las diferencias doctrinales, digamos
como repaso breve que el pelagianismo se adhirió al indeterminismo de la voluntad,
contrario al agustinianismo, que se adhirió al determinismo; es decir, que el primero
consideró la voluntad como el simple poder de escogimiento, en tanto que el segundo la
consideró como poseedora de un carácter que determinaría los escogimientos. El pelagia-
nismo sostuvo que el pecado original no fue transmitido por Adán a su posteridad, en
tanto que el agustinianismo sostuvo que los descendientes de Adán no solo nacieron
depravados, sino que la depravación conllevó culpa. El pelagianismo sostuvo que las almas
nacen puras, y que el pecado se origina en el entorno; el agustinianismo sostuvo que la
depravación del ser humano es tal que no puede pensar ni tampoco actuar aparte de la

LA ANTROPOLOGÍA 47

gracia divina. La gracia, como la veía Pelagio, era sencillamente instrucción externa,
mientras que con Agustín estaba estrechamente asociada con el llamado interior o eficien-
te. Por tanto, la salvación con Pelagio era sinergística, o a través de la gracia cooperadora,
mientras que con Agustín la salvación era monergística, es decir, una gracia operada a
través de la predestinación y la elección. En consecuencia, Pelagio se adhirió a la idea de
una expiación universal; Agustín a una expiación limitada. Así, pues, surgieron dos siste-
mas de teología vastamente diferentes, solo como consecuencia de que ciertas doctrinas
fundamentales fueron llevadas hasta puntos extremos e indefendibles. El arminianismo
surgió como un sistema mediador de teología, que intenta conservar la verdad de cada uno
de los sistemas anteriores.
16. Así, pues, distinguimos dos aspectos de la santidad en Adán. Primero está la santidad que
es el resultado del acto creador. El escogimiento creador, el proceso creador y el producto
creador eran santos con una santidad garantizada por la santidad absoluta de Dios. El
producto creador en el caso de Adán era un ser santo, sin pecado, a la imagen de Dios, una
criatura de clase distinta a Dios pero que depende de él y que es inmortal en su duración.
Esto era la santidad como resultado de la creación. Segundo está el aspecto de la santidad
que resulta del escogimiento moral adánico. La santidad ética principia con el primer
ejercicio correcto del escogimiento moral. Esto no anula la santidad creada, sino que,
como principal deber de la personalidad humana, confirma la santidad creada y edifica
sobre ella. Por el ejercicio del escogimiento moral en armonía con esa santidad que pro-
viene del escogimiento y proceso divino, la persona creada se fortalece por ella, y por ese
escogimiento testifica que se ha posesionado de una comprensión de los valores morales, y
que reconoce el valor del temor. De esa manera empieza el desarrollo del carácter santo. Al
continuar, el carácter santo se expande y se confirma en la justicia (Hill, The Man in the
Garden, 18ss).
17. El pelagianismo no es tanto la enseñanza de un solo individuo cuanto un sistema moral y
religioso completo que tomó su nombre de Pelagio, un monje británico, quien llegó a
Roma durante la primera parte del siglo quinto. Por agustinianismo se representa la forma
de doctrina desarrollada por los reformadores y sostenida principalmente por las iglesias
calvinistas. Tanto la Iglesia Católica Romana como los reformadores ciertamente edifica-
ron sobre las enseñanzas de Agustín, pero desarrollaron unos sistemas de teología consi-
derablemente diferentes.
18. La declaración del doctor Taylor aparenta haber sido influenciada por la filosofía de John
Locke, la cual sostenía que el alma de un niño es una tabula rasa o una hoja de papel en
blanco, sobre la que ha de escribirse, por elección personal, lo que la haga buena o mala.
Esta, ya se verá, es la suposición básica de mucha de la educación religiosa del tiempo
presente--una suposición que pasa por alto la distinción fundamental entre la actividad
personal y aquella cualidad de la naturaleza que la subyace.
Agustín cita lo siguiente del primer libro de Pelagio sobre el libre albedrío: “Todo bien o
mal, por el cual seamos alabados o culpados, no se origina junto con nosotros, sino que es
hecho por nosotros. Nacemos capaces de hacerlo, pero sin ser llenos ni del uno ni del otro.
Y siendo que estamos elaborados sin virtud, tampoco lo estamos sin vicio; y antes de la
acción de su propia voluntad, lo que existe en el hombre es solo lo que Dios hizo”. Esto,
dice John Miley, niega cualquier cambio en el estado moral de la raza como consecuencia
de la caída adánica. Respecto a su naturaleza moral el ser humano es el mismo que res-
pecto a su constitución original. A Adán se le dotó de libertad y se le colocó bajo la ley del
deber, pero era moralmente indiferente entre el bien y el mal. Esta negación de la santidad
primitiva no es sencillamente un error especulativo. El principio de esta negación trae
consigo la negación de la caída adánica y la depravación de la raza, lo cual deja sin lugar a
la teología evangélica (Miley, Systematic Theology, I:417).

48 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

19. La posición pelagiana se expresa en la siguiente declaración: “Cuando cada ser humano
nace, su facultad voluntaria, lo mismo que la de Adán, no está determinada ni para el
pecado ni para la santidad. Estando así desprovisto de carácter, sin una voluntad decidida
ni para el bien ni para el mal, ni tampoco en lo más mínimo afectado por la apostasía de
Adán, cada ser humano individual empieza su ejecutividad después de nacer, y origina su
propio carácter y decide su propio destino al elegir lo bueno o lo malo”.
20. Convendría en este punto distinguir entre inocencia y santidad, aunque ambas fueron al
principio posesiones adánicas, y ambas el resultado del acto divino de la creación. La
inocencia se refiere a la ausencia de la culpabilidad del mal obrar; la santidad se refiere a la
actitud positiva del alma que favorece lo bueno y antagoniza lo malo. La inocencia no
requiere un ejercicio tenaz de la voluntad; la santidad presupone la inclinación positiva de
la voluntad hacia el bien y en contra del mal. Un niño recién nacido es inocente, pero
desde la caída ninguno nace santo. La inocencia infantil permanece hasta que el niño, por
un acto de desobediencia, se alía definitivamente con el pecado, momento en el cual
pierde la inocencia. Estaba primero conectada con la santidad creada, en la creación, y más
tarde, por el ejercicio de la libre elección, se hizo ética (Hill, The Man in the Garden, 19).
21. Podemos suponer un ser, como Adán, creado con un alma perfectamente justa. Sus
sentimientos preferenciales anteriores a la acción se conforman a la ley divina. Sus sensibi-
lidades, de tal manera bajo el fácil control volitivo, su mente tan clara y pura, que todo en
su imperturbable estado primitivo es bueno. Su voluntad, capaz de mantener todo su ser
subordinado al imperativo moral. Un ser que, en su grado, es perfectamente excelente; y
que su excelencia no es meramente mecánica o estética, sino ética. Es una excelencia
moral, y perfecta en su clase, pero absolutamente sin mérito alguno (Whedon, Freedom of
the Will, 391).
22. Una santidad adánica primitiva no tiene que ser una imposibilidad porque Adán no
pudiera, como sencillamente creado, ser santo en algún sentido estrictamente ético o
meritorio. En las distinciones fundamentales de la santidad encontramos un modo que se
aplica a la naturaleza, a diferencia del agente personal. Yace en la tendencia espontánea a
hacer el bien. La disposición subjetiva le responde al bien cuando éste se presenta. Res-
ponde en la forma de una inclinación espontánea o impulso hacia la acción santa. Esto es
todo lo que queremos decir con la naturaleza de la santidad adánica o primitiva (Miley,
Systematic Theology, I:412).
23. Pero esta doctrina está incompleta sin que se le añada el don sobrenatural del Espíritu
Santo, si es que puede llamarse sobrenatural aquello que perteneció a la unión de Dios con
su criatura elegida. La Santa Trinidad debe vincularse a cada etapa de la historia de la
humanidad. Así como el protoplasma fue formado a la imagen de la imagen eterna--un
hijo de Dios a la semejanza del unigénito Hijo, así lo estuvo bajo el gobierno espiritual y
natural del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. Aquél que se movió sobre el
caos, y presidió sobre todas las dispensaciones sucesivas de la vida en sus etapas progresivas
hacia la perfección, y fue la vida suprema soplada en la criatura suprema, tomó posesión
completa de esa nueva criatura. No le añadió la imagen moral, sino que guio los principios
de acción del alma del ser humano creada a esa imagen. Esto soluciona la dificultad que a
veces se expresa en cuanto a la creación de un carácter que, según se dice, tiene por nece-
sidad que formarse por el que lo lleva. El ser humano fue dirigido por el Espíritu, quien
era el poder del amor en su alma ya desde su primera etapa, como lo es ahora en su última.
Cuánto duró está disciplina santa no se nos es dado a conocer, pero sí sabemos que la
caída fue la manera en que cesó su educación libre y perfecta. Esto explica también las
maravillosas dotes de Adán, que le permitieron razonar, formar su idioma, y entender y
darle nombre a las criaturas que lo acompañaron. El Señor Dios del huerto era el Espíritu
Santo en el alma humana. El Espíritu en el espíritu del ser humano no debe, sin embargo,

LA ANTROPOLOGÍA 49

confundirse con la imagen de Dios como tal: el don fue distinto, y verdadero comple-
mento y perfección de todos los demás dones. Esto es, como veremos más tarde, el secreto
de la tricotomía del cuerpo, el alma y el espíritu en la naturaleza humana (Pope, Compen-
dium of Christian Theology, 427).




CAPÍTULO 18

LA DOCTRINA
DEL PECADO
La doctrina del pecado o hamartiología se considera en muchos
casos como una rama de la antropología. En los tales, la doctrina del ser
humano se considera habitualmente bajo dos encabezados principa-
les--el status integritas o el ser humano antes de la caída, y el status
corruptionis o el ser humano después de la caída. Dada la importancia
de esta doctrina, preferimos considerarla bajo un encabezado por
separado. La palabra “hamartiología” se deriva de uno de los varios
términos que se emplean para expresar la idea del pecado--el de
hamartía, que significa una desviación del fin o del modo señalado por
Dios. El término se aplica al pecado, ya sea como acto, o como estado o
condición. Como doctrina estará estrechamente entretejida con todas
las etapas posteriores de la teología, razón por la cual resulta de
importancia fundamental para todo el sistema de verdad cristiana. “En
toda religión”, decía el piadoso Fletcher, “existe un principio de verdad
o de error que, como el primer eslabón de una cadena, arrastra
necesariamente tras sí todos los componentes con los que está esen-
cialmente vinculado”.1 En la teología cristiana, dicho primer eslabón es
el hecho del pecado. Dado que el cristianismo es una religión de
redención, el mismo está grandemente influenciado por las diversas
posiciones sobre la naturaleza del pecado. Cualquier tendencia a restarle
seriedad al pecado tiene como consecuencia un punto de vista menos
exaltado de la persona y obra del Redentor. Los tres grandes temas de la
Biblia--Dios, pecado y redención--están entrelazados de tal manera que
los puntos de vista que se sostienen sobre cualquiera de ellos influye
profundamente en los otros dos.


52 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

En este capítulo consideraremos los siguientes asuntos: (I) La Ten-


tación y Caída del Ser humano; (II) El Origen del Pecado; (III) La
Doctrina de Satanás; y (IV) La Naturaleza y Castigo del Pecado.

LA TENTACIÓN Y CAÍDA DEL SER HUMANO


El carácter histórico del relato de Génesis. El relato del estado proba-
torio del ser humano y su caída, que se encuentra en Génesis 3:1-24, es,
así lo consideramos, un registro inspirado de hechos históricos, ligado a
un simbolismo rico y profundo. Todo intento de demostrar que el
relato consista en una colección de mitos carentes de autoridad divina,
o que se considere una alegoría en sentido de una ilustración de una
verdad dada divinamente pero separada del hecho histórico, fracasará
ante la evidencia que insiste que el mismo es parte íntegra de una
narración histórica continua.2 Separar esta porción de la totalidad del
relato, y considerarla como alegoría, representa un procedimiento
contrario a toda regla aceptada de interpretación. En adición, el relato
se considerará histórico a través del Antiguo y Nuevo Testamentos. Es
cierto que nuestro Señor no lo menciona directamente, pero si sus
palabras sobre el divorcio se sopesan debidamente, se verá que, al
confirmar el relato de Génesis como histórico, debió haber incluido
indirectamente también el relato de la caída (compárese Mateo 19:4, 5;
con Juan 8:44). El apóstol Pablo, en sus epístolas, se refiere con
frecuencia al relato de Génesis como histórico (compárese 2 Corintios
11:3 y 1 Timoteo 2:13-14). Hay también en el Antiguo Testamento
alusiones innegables a la caída (compárese Job 31:33 y Oseas 6:7).
El sentido espiritual de la historia paradisíaca. Tanto el obispo Mar-
tensen como William Burton Pope llaman la atención a uno de los
aspectos de la historia paradisíaca que los teólogos en general pasan por
alto, estos es, “Que la escena del paraíso, aunque se inserta en la historia
humana, pertenece a un orden de eventos muy diferente de todo lo
demás que la experiencia humana conoce o puede fielmente apreciar.3
Aunque la narración es cierta, como cierta es cada una de sus circuns-
tancias, no hay un aspecto de la historia paradisíaca del ser humano que
sea, como hoy entendemos el término, puramente natural. El proceso
probatorio del ser humano, ya fuera breve o prolongado, fue conducido
sobrenaturalmente a través de símbolos, cuyo profundo significado hoy
conocemos solo en parte, aunque nuestros primeros padres quizá lo
conocieron por enseñanza expresa. El jardín resguardado, el árbol
sacramental de la vida, el árbol místico del conocimiento, cuyo fruto

LA DOCTRINA DEL PECADO 53

revelaría el profundo secreto de la libertad, el precepto positivo que


representó toda la ley, la forma simbólica de la serpiente como el
tentador, la naturaleza de las advertencias y su cumplimiento en todos a
los que atañían, la exclusión del huerto y las flameantes defensas del
Edén perdido, todos eran emblemas a la vez que hechos, los cuales casi
sin excepción reaparecen al cierre de la revelación con un nuevo y más
elevado significado. Tanto en Génesis como en Apocalipsis, son
símbolos o señales que contienen un profundo sentido espiritual”. Así,
pues, “el carácter puramente histórico de la narración puede mantener-
se perfectamente consistente con el reconocimiento del amplio
elemento de simbolismo que contiene” (Pope, Compend. Chr. Th.,
II:10, 11).4
Algunos de los teólogos más ortodoxos del siglo pasado, en su es-
fuerzo por defender el carácter histórico del relato mosaico, no le
hicieron justicia a su rico simbolismo. Su metodología misma no
armonizaba con la tendencia general de la Biblia, además de que
constreñían el ámbito de la verdad espiritual que presentaban. El
apóstol Pablo no negaba el carácter histórico de Sara y Agar cuando
decía, “Lo cual es una alegoría” (Gálatas 4:24), ni el autor de Hebreos
negaba los hechos históricos relacionados a la entrega de la ley cuando
establecía un paralelo entre el monte Sinaí y el monte de Sión (Hebreos
12:18-24). Los primeros teólogos arminianos y wesleyanos no se vieron
en necesidad de combatir la crítica destructiva, por lo que asumieron
una posición más veraz y más bíblica. Samuel Wakefield dice que
“aunque el sentido literal de la historia queda así establecido, que tenga
aún en sus diversas partes, en perfecto acuerdo con la interpretación
literal, un sentido místico, queda igualmente demostrado por la Biblia”.
Todavía antes, Richard Watson se incluye a sí mismo entre “quienes, a
la vez que contienden seriamente en favor de la interpretación literal de
cada parte de la historia, consideran algunos de los términos que se
utilizan, y algunas de las personas que se presentan, como que transmi-
ten un significado que se extiende más allá de la letra y constituyen
varios símbolos de objetos y de seres espirituales” (Watson, Dictionary,
Art. “The Fall of Man”). Solo en la medida en que podamos darle al
relato histórico una interpretación espiritual, estaremos en la capacidad
de acercarnos a la profundidad del significado que aquel encierra para la
humanidad.
Antes de retomar el estudio de los varios eventos de la historia para-
disíaca, sería bueno mencionar el hecho de que la interpretación de

54 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

dichos eventos ha sido motivo de considerables controversias en la


iglesia. Por tanto, no es posible hacer un repaso detallado de la
literatura sobre el asunto. Solamente llamaremos la atención a lo
siguiente: (1) El jardín del Edén. Se nos dice que “Jehová Dios plantó
un huerto en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había forma-
do” (Génesis 2:8). De aquí obviamente se desprende que Dios proveyó
un ambiente especial para la primera pareja como escenario propio de
su periodo probatorio. William G. T. Shedd observa que “el primer
pecado fue único en lo que respecta al estatuto que quebrantó. El
mandamiento del Edén estaba confinado al Edén. Jamás se había dado
antes ni se daría después. Por tanto, la primera transgresión adánica no
podrá repetirse. Permanecerá como una única y solitaria transgresión, el
“solo” pecado del que se habla en Romanos 5:12, 15-19” (Shedd,
Dogm. Th., II:154). (2) El árbol de la vida. Este árbol no solo representa
la comunicación de la vida divina al ser humano, sino que también
simboliza su constante dependencia de Dios. Con tal que el hombre
comiera del árbol de la vida que estaba en medio del huerto, estaría
también en libertad de comer de los demás árboles, ya que este acto de
por sí sería el reconocimiento de la soberanía divina. Por tanto, conlleva
una relación con los demás árboles del huerto un tanto semejante a la
que el pan de la comunión tiene con el pan como sostén de la vida. El
mismo es sacramental en el sentido de que da significado a toda la vida.
Adam Clarke, junto a otros, sostenía que el árbol de la vida se quiso que
fuera un emblema de aquella vida que el ser humano debía siempre
vivir, con tal que continuara obediente a su Hacedor. Y probablemente
se intentó que la función de este árbol fuera un medio para preservar el
cuerpo del ser humano en un estado de continua energía vital, y como
antídoto para la muerte”. (3) El árbol de la ciencia del bien y del mal.
Hagamos aquí una distinción entre conocer acerca del mal, y conocer el
mal como una realidad de la experiencia personal. “El ser humano
debe, por tanto, conocer el mal”, sostiene Martensen, “únicamente
como posibilidad que ha vencido; debe únicamente advertir el fruto
prohibido, pero si lo comiere, su muerte estará encerrada en el acto. Si
llega al conocimiento del mal como realidad en su propia vida, se habrá
alejado de su vocación y habrá frustrado el objetivo mismo de su
creación” (Martensen, Chr. Dogm., 156. (4) La serpiente. Esta figura
mística ha sido ocasión de mucha especulación en la teología, y los
diversos puntos de vista han ido del más estricto literalismo hasta el más
puro simbolismo.5 Quizá el punto de vista más aceptado es el que

LA DOCTRINA DEL PECADO 55

sostiene que la serpiente era un animal creado de los de más alto rango,
el cual Satanás utilizó como instrumento para asegurar la atención de
Eva, y hacer posible la conversación con ella. Aparte de cualquier otra
enseñanza que esa figura entrañe, hay dos que resultan claramente
evidentes: primero, que la tentación del ser humano provino de un ser
espiritual que le era ajeno; y segundo, que esta figura mística propor-
cionó el instrumento por medio del cual el tentador obtuvo acceso a
nuestros primeros padres.6
La necesidad del estado probatorio del ser humano. Si Dios iba a ser
glorificado por el servicio voluntario de su criatura, la misma tenía que
ser puesta a prueba, sujeta a tentación, y ello al costo inevitable de la
posibilidad de pecado. La tentación fue permitida porque de ninguna
otra manera pudo probarse y perfeccionarse la obediencia humana.
¿Cómo fue posible que un ser santo pecara?, surge de inmediato la
interrogante, la que tendrá que verse como desprendida de un desa-
cierto referente a la naturaleza original del ser humano. La pregunta
implica que la voluntad del ser humano no fue hecha libre, o que lo fue
en el sentido eduardiano de estar bajo el control de móviles dominan-
tes. Esto último es, después de todo, una teoría de necesidad bajo la
apariencia de libertad. En efecto, Adán fue creado santo, pero no de
manera indefectible, es decir, que su voluntad, aunque se conformaba a
la ley moral, era mutable por no ser omnipotente. Es así como en Dios,
por ser infinito, la autodeterminación voluntaria no podía revertirse al
punto de que una caída entrara en consideración; pero en el caso de los
hombres o de los ángeles, por cuanto son seres finitos, la caída es
posible. Decimos con William G. T. Shedd que, “Una voluntad
determinada para el bien, que tenga energía omnipotente, no está sujeta
a cambio, pero una voluntad determinada para el bien que tenga fuerza
finita y limitada, sí lo está. Adán, por razón del poder restringido de su
voluntad creada, podía perder la justicia con la que fue creado, aunque
no estaba en la necesidad de hacerlo. Su voluntad poseía suficiente
poder para que continuara en santidad, pero no el poder suplementa-
riamente suficiente como para hacer imposible una caída en pecado”
(cf. Shedd, Dogm. Th., II:149). La posición protestante está adecuada-
mente enunciada en la Confesión de Westminster, que dice: “Dios creó
al hombre varón y hembra, con justicia y verdadera santidad, teniendo
la ley de Dios escrita en sus corazones y con potestad para cumplirla,
pero con todo, bajo una posibilidad de transgresión, pues que se les
dejó a la libertad de su propio albedrío, el cual estaba sujeto a cambio”.

56 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Los escolásticos ordenaron de la siguiente manera los posibles pun-


tos de vista sobre la voluntad de Adán en su relación con el pecado:
Primero, si la voluntad de Adán iba a tomar alguna acción, tendría que
resultar necesariamente en pecado. Este es el punto de vista de la caída
denominado non posse non pecare (no es posible no pecar), y la sostie-
nen aquellos que ubican el pecado en la imperfección metafísica del ser
humano, como lo hacía Leibniz, o como lo hacen los que sostienen que
el pecado está necesariamente ligado a la ley del progreso. Es el caso de
Kant y de Schiller, quienes interpretan la primera transgresión como
una necesaria transición de la razón, de un estado de naturaleza a uno
de cultura; y el de Schleiermacher, Ritter y otros, quienes hacen del
pecado la secuela de la superioridad que la vida de los sentidos había
adquirido sobre la espiritual. Segundo, la voluntad de Adán no era ni
santa ni no santa. No poseía tendencia hacia el bien ni hacia el mal, por
lo cual, dado este estado de equilibrio, estaba en libertad de actuar en
cualquier dirección, según su propia determinación. Este es el punto de
vista denominado posse pecare (es posible pecar), el cual sostenían los
pelagianos, pero que necesitará que se le dé considerable atención más
adelante. Tercero, la voluntad de Adán era santa y, por consiguiente,
creada con una tendencia en la dirección correcta, aunque no de modo
indefectible, es decir, que tenía la potestad de cambiar su curso y
proceder en dirección opuesta, aunque solo por su propia autodeter-
minación. Este es el punto de vista denominado posee non pecare (es
posible no pecar), cuya posición es generalmente aceptada como la
ortodoxa. Cuarto, es concebible que el ser humano pudo haber sido
creado santo, y libre de avanzar perennemente en la santidad, pero sin
libertad de determinar lo contrario. Este es el punto de vista de la
voluntad denominado non posse pecare (no es posible pecar), el cual
nunca ha sido sostenido como una doctrina aceptada de la teología
cristiana.
Procederemos ahora a examinar el relato de la tentación a la luz de
los planteamientos anteriores, y al hacerlo intentaremos responder a la
pregunta, “¿Cómo puede un ser santo pecar?”
1. El ser humano, por su propia constitución, es un ser consciente
de sí mismo y que se determina a sí mismo. Es un agente moral libre,
por lo cual tiene la capacidad para el desempeño de la acción moral. La
acción moral exige a su vez una ley por la que se determine el carác-
ter--una ley que el sujeto pueda obedecer o desobedecer. De otra
manera, no sería una cualidad moral, puesto que ni a la obediencia, ni a

LA DOCTRINA DEL PECADO 57

la desobediencia, podría imputársele ningún halago o culpa. Luego, se


hubiera destruido su carácter de agente moral. Por lo tanto, es evidente
que el poder para obedecer o desobedecer es un elemento esencial en un
ente moral; de aquí que Dios pudo haber prevenido la caída solamente
si destruía el libre albedrío en el ser humano.7
2. El ser humano fue creado santo, con tendencias espontáneas hacia
lo recto. Pero no lo fue de manera indefectible, es decir, que su santidad
no sería un estado fijo. Dado que su voluntad no era omnipotente, era,
por consiguiente, propensa al cambio. Dado que su conocimiento no
era omnisciente, el engaño era por consiguiente posible. Podemos decir,
entonces, que aunque el ser humano fue creado santo, existían en él
ciertas susceptibilidades al pecado.
3. Estas susceptibilidades se extienden en dos direcciones, una me-
nos y otra más elevada. El ser humano, dado que se compone de alma y
cuerpo, se hace susceptible a las satisfacciones de los deseos físicos, los
cuales son legítimos en sí mismos, pero se vuelven ocasión para el
pecado. Desde el lado más elevado o espiritual de su ser, el ser humano
puede tornarse impaciente respecto al proceso lento de la providencia
divina, por lo que se hace susceptible a las insinuaciones que parecerían
apresurar el logro del propósito de Dios. El uso de medios falsos en el
esfuerzo de alcanzar fines buenos es parte de lo engañoso del pecado.
4. La ocasión de la tentación fue el árbol de la ciencia del bien y del
mal que el Señor Dios había puesto en medio del jardín. El fruto de
este árbol era prohibido, lo cual sin duda tenía la intención de un
mandamiento positivo antes que moral. No obstante, si la opinión de
Vitringa ha de tenerse en cuenta, el árbol tenía la intención de servir de
recordatorio constante de que cabía hacer ciertas cosas pero otras no, y
que el ser humano está bajo la necesidad de ejercitarse constantemente
en escogimientos sabios.8
5. El agente de la tentación fue la serpiente, que, como espíritu
engañoso, presentó los benditos dones de Dios bajo la luz de lo ilusorio
y falso. La verdad fue colocada en un escenario de injusticia, lo cual se
hizo posible por razón de darle demasiado hincapié a esa verdad, o no
lo suficiente, o por razón de pervertirla. Satanás no tiene nada de suyo
que ofrecer, luego ha de tentar al ser humano únicamente mediante la
utilización engañosa de los dones de Dios. Es por esta razón que el
obispo Martensen dice que, “Los dos momentos que aquí se describen
se dan en cada acto de pecado. No se comete pecado sin que tanto el
fruto como la serpiente estén presentes, el uno, un fenómeno seductor

58 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

que atrae los sentidos, y el otro un tentador invisible que le presenta al


ser humano una imagen ilusoria de su libertad”.
6. Lo engañoso del pecado se asoma de inmediato. A la luz de colo-
res falsos, la tentación tomó forma de alimento bueno, agradable a la
vista; un árbol deseable para uno hacerse sabio. Llevado por el deseo de
pensar en que habría una posible gratificación, lo bueno parecía ser
aquello que Dios desearía proporcionar, y en vista de que la sabiduría
era algo deseable en los seres inteligentes, su acrecentamiento haría que
el ser humano fuera más semejante a Dios. De aquí que se creara una
susceptibilidad en favor de una conclusión falsa, en la que Satanás
inyectó inmediatamente la duda, “¿Conque Dios os ha dicho?”. En la
brillantez falsa del fruto irradiador, la verdad quedó oscurecida--¿Acaso
Dios trataba realmente de prohibir el uso de ese fruto? ¿Cumpliría sus
amenazas? ¿Intentaba que sus amonestaciones resultaran eficaces en
prohibir su uso? La consecuencia queda registrada en esta breve
declaración: “…tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido,
el cual comió al igual que ella” (Génesis 3:6).
La caída del ser humano. Podemos haber intentado bosquejar las etapas
externas de la tentación, pero las reacciones internas del espíritu humano
habrán de permanecer para siempre un secreto. La revelación no nos da luz
especial sobre dos cuestiones: una, el punto misterioso en el que la
tentación encuentra, porque lo crea, algo de lo cual asirse, y desde donde
pasa a ser en realidad pecado; y la otra, la manera en que el deseo puro por
el conocimiento pasa a ser deseo por mal conocimiento, o en que las
sensibilidades del alma se sumergen en el apetito vil. Todo lo que conoz-
camos sobre esas cuestiones ha de obtenerse indirectamente del relato
bíblico. Aun así existe una considerable unanimidad de opinión en cuanto
a los siguientes puntos: (1) El pecado principió en la autoseparación de la
voluntad del ser humano de la voluntad de Dios. De aquí que el primer
pecado formal habrá de encontrarse en que se diera consideración a la
pregunta, “¿Conque Dios os ha dicho?”. (2) Hasta este punto, los apetitos
que se despertaban eran puramente espontáneos, y las sensibilidades eran
inocentes y enteramente consistentes con la santidad primitiva. (3) La única
susceptibilidad subjetiva a la que Satanás pudo dirigirse, fue al deseo natural
e inocente por el fruto de un árbol de la ciencia que era considerado bueno
para comer y agradable a los ojos. (4) Con la inyección de esta duda, el
deseo del conocimiento legítimo vino a ser el deseo por el conocimiento
ilegítimo--el ser sabios como dioses. Tal deseo prohibido es pecado
(Romanos 7:7). Fue un deseo producido por Adán mismo, dado que no

LA DOCTRINA DEL PECADO 59

tenía existencia previa en su corazón sumiso y su voluntad obediente.


(5) Cuando el yo se separó de Dios, el acto externo respecto al árbol se
hizo mirada de concupiscencia, lo cual tenía en sí mismo culpa de
participación, siguiendo tras ello la participación como acto. Estas son
las etapas del descenso y la caída del ser humano que sostienen
generalmente los teólogos protestantes.9
Una de las preguntas más repetidas y osadas sobre la caída, reza así:
“¿Por qué Dios permitió que el ser humano pecara?”. Su familiar
dilema, expresado en una antigua forma de objeción al teísmo, reza así:
“Si Dios era bueno y fracasó en prevenir el pecado, debió faltarle poder.
Si poseía el poder y rehusó prevenirlo, le faltaba bondad”. Son dos los
factores que entran en la consideración de lo permisible de la caída.
Primero, el permiso divino no puede considerarse en sentido alguno
como un consentimiento de la caída o como licencia para pecar. Como
único puede considerarse es en el sentido de que Dios, por su poder
soberano, no intervino activamente para prevenirla. Esto nos lleva
inmediatamente a la posición bíblica de que el ser humano cayó en
pecado solo porque lo determinó libremente por sí mismo. Se permitió
la tentación porque no había otra manera en que la vida moral pudiera
desarrollarse ni perfeccionarse. El ser humano pecó en contra de la
santidad de su propia naturaleza, y en un ambiente que hubiera hecho
fácil el no pecar. William Edgar Fisher, en su Catecismo, resume así lo
atroz del primer pecado: “La comisión de ese pecado se agravó por
darse en el momento en que el ser humano tenía la plena luz de su
entendimiento, tenía una copia clara de la ley en su corazón, una
voluntad sin prejuicio atroz que impidiera su disfrute de perfecta
libertad, y suficiente haber de gracia en sus manos para resistir el
enemigo tentador; por darse tras Dios haber hecho un pacto de vida
con él y haberle hecho una advertencia expresa contra el comer del
fruto prohibido”. El pecado es dominio exclusivo del ser humano, por
lo cual la bondad de Dios resulta así reivindicada. Segundo, aunque
Dios no hubiera situado el árbol de la ciencia en el huerto, el ser
humano hubiera estado de alguna otra manera bajo la necesidad de
escoger. Un ser personal no puede escapar a la necesidad de hacer
decisiones, sean buenas o malas. Poner el árbol en el huerto fue en
realidad un acto bondadoso, cuya intención era advertir al ser humano
contra las malas decisiones y servirle de un continuo recordatorio de su
obligación de escoger sabiamente. Se sigue, pues, que toda pregunta en
cuanto a lo propio del estado probatorio del ser humano, se desprende,

60 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

o de la ignorancia respecto a la naturaleza del pecado de Adán, o de un


corazón rebelde e incrédulo.10
Hay otro aspecto de la caída que en este momento necesita solo
mencionarse brevemente--es el denominado aspecto pasivo, el cual se
preocupa de su naturaleza y extensión. Las consecuencias inmediatas
del pecado del ser humano pueden resumirse en dos posiciones
generales: externamente, consistieron en su alienación de Dios y su
esclavitud a Satanás; internamente, consistieron en la pérdida de la
gracia divina, lo que hizo que el ser humano quedara sujeto a la
corrupción física y moral. Si ahora examinamos la caída en lo que
respecta a sus relaciones externas, encontraremos que el ser humano ya
no portaba la gloria de su semejanza moral a Dios. Retuvo la imagen
natural en cuanto a su personalidad, pero perdió su gloria. Cayó a las
profundidades de la privación y el pecado desde las alturas de su destino
de comunión con Dios. Habiendo perdido el Espíritu Santo, se inició
en una vida de discordia externa y miseria interna. Sus relaciones
domésticas carecían de la perfección que se esperaba. La mujer había
dejado de ser la gloria del ser humano en el mejor y más veraz de los
sentidos. El ser humano se dio con una tierra maldita por su causa en lo
relacionado con el mundo externo de la naturaleza al cual se vinculaba.
Privado ya de la abundancia provista bondadosamente en el huerto, fue
compelido a ganarse el pan con el sudor de su frente. Si examinamos la
caída partiendo de su aspecto interno, descubriremos que la misma dio
nacimiento a una mala conciencia, y a un sentido de vergüenza y
degradación. La privación del Espíritu Santo como principio organiza-
dor de su ser hizo que el ordenamiento armonioso de las facultades del
ser humano quedara imposibilitado, lo que ocasionó que los poderes de
su ser quedaran en desorden. De este estado desordenado provino,
como consecuencia, la ceguera del corazón o pérdida del discernimien-
to espiritual, la concupiscencia o las ansias carnales sin restricción, y la
incapacidad moral o debilidad en la presencia del pecado. Mas ni
siquiera lo nefasto de su pecado, ni lo vergonzoso de su caída, habría de
resultar en la total destrucción de su ser. La mano invisible del redentor
prometido lo previno. El misterio del pecado y el misterio de la gracia
se topaban así en el umbral del Edén.11
Habiendo considerado el origen del pecado en la raza humana,
demos al asunto todavía mayor consideración haciendo un breve repaso
de las teorías filosóficas sobre el origen del pecado en el universo.


LA DOCTRINA DEL PECADO 61

EL ORIGEN DEL PECADO


La teología cristiana, tal y como encuentra sus raíces en la Biblia y
en el pensamiento dominante de la iglesia, sostiene que Dios no es el
autor del mal, ni en sentido positivo ni negativo. El comienzo histórico
del pecado en nuestra raza no se debió a un estado de maldad, sino a un
acto de pecado, aunque el mismo en cambio se volvió inherente tanto
como estado de maldad así como de pecado. El mal existía antes de la
caída del ser humano, y tentó al hombre a pecar en la persona de
Satanás. Es así como, en el protestantismo, la Confessio Augustana
declarará que, “La causa del mal ha de encontrarse en la voluntad del
diablo y de los impíos, quienes inmediatamente después de Dios
haberlos abandonado, se volvieron al maligno”.12 Esa posición también
se confirma en la Formula Concordiæ y la Variata, pues que declaran
que “el pecado procede del diablo y de la voluntad mala del hombre”.
Sin embargo, la filosofía no se va a conformar sin que intente explicar la
universalidad del pecado por medio de la búsqueda de una causa
común de su existencia última. Las teorías que propone se clasifican
habitualmente bajo dos encabezados: primero, las teorías de la necesi-
dad, las cuales o niegan el pecado o lo perciben ligado de alguna
manera al progreso de la raza; y segundo, las teorías de la libertad, las
cuales encuentran el origen del pecado en el abuso de la libertad
humana. A estas se les añade a veces una tercera clasificación, la de las
teorías mediadoras, las cuales intentan reconciliar los principios de las
dos anteriores. No obstante, esta tercera clasificación no reviste
suficiente importancia como para requerir atención. Debido a que la
cuestión del origen del pecado está significativamente vinculada con el
próximo tema a tratarse, esto es, el del pecado original o depravación
heredada, aquí haremos solo un breve repaso de las explicaciones
filosóficas, reservando nuestro tratamiento teológico para una discusión
posterior.
Las teorías de la necesidad. Las teorías de la necesidad, o bien niegan
el pecado por eliminar la distinción entre el bien y el mal, como sería
con las diversas formas de panteísmo, con cierta forma de limitación
finita que admite el hecho del pecado pero niega su realidad, con la
afirmación de un antagonismo entre la naturaleza sensorial inferior del
ser humano y su ser espiritual superior, como sería el caso de las teorías
evolucionistas; o bien con el dualismo, que insiste en un antagonismo
entre los principios del bien y el mal, ya sea temporal, como sería con


62 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

algunas formas dualistas de la filosofía, o eterno, como sería con el


dualismo persa antiguo.
1. Las teorías panteístas en sus diversas modificaciones, tienen que
negar del todo el pecado o hacer de Dios su autor. Dios es el absoluto,
y lo que parece ser la criatura finita es solo lo infinito manifestado en el
fenómeno. Durante el proceso de desarrollo, el elemento del Ser existirá
en mayor o menor grado. Cuando es menor, existirá lo que el ser
humano designa como maldad; cuando es mayor, corresponderá a lo
que más se acerca a la perfección. Luego, la apariencia transitoria estará
sujeta a la limitación metafísica, que es lo que se considerará pecado.
Con esa teoría, pues, lo que de plano se observa es que, sencillamente,
el pecado se negará como realidad.
2. Las teorías de la limitación finita están estrechamente relacionadas
con las anteriores. (1) Está la teoría de que lo finito o limitado es malo
de por sí. Por tanto, el pecado surge de la limitación del conocimiento
y el poder. Lo finito puede acercarse al bien solo pasando a lo infinito.
Esta teoría se verá que está estrechamente relacionada con el panteísmo.
(2) Una próxima teoría sostiene que el pecado es una mera negación. Es
la simple ausencia de bien; una deficiencia antes que un asunto de
contenido positivo. Esa teoría se le atribuye habitualmente a Agustín,
quien sostenía que si el pecado se considerara como una no entidad, la
teología no tendría necesidad de buscarle una causa eficiente. John
Dickie señala que aunque esa teoría fue hasta cierto punto aceptada por
Agustín, fue “el neoplatónico en él, y no el cristiano, quien lo hizo”.
Fue ese error el que formó la filosofía que subyacería bajo la teodicea de
Leibniz, durante el periodo temprano de la modernidad. En tiempos
más recientes, ha sido defendida por C. C. Everett, de la Universidad
de Harvard, en sus Essays Thological and Literary.13 Sin embargo, podría
decirse que, en cada caso, es meramente una conveniencia adoptada por
la filosofía en su esfuerzo por salir en defensa de un carácter divino que
permite el mal en el mundo. (3) Una última teoría de naturaleza aún
más superficial es la que sostienen los que perciben el pecado como algo
que se nos aparenta así, aunque solo por razón de nuestra limitada
inteligencia. Vemos solo los fragmentos del universo, nunca el todo. Si
se observara demasiado de cerca, sería como ver las toscas pinceladas
sobre un lienzo que, desde la perspectiva correcta, se volvería un
hermoso cuadro. Con todo y que esa teoría haya sido impulsada con
bastante atractivo bajo el manto de lo poético, ha fracasado en hacerle
justicia al hecho del pecado.

LA DOCTRINA DEL PECADO 63

En respuesta a las teorías anteriores del pecado, podemos decir, (1)


que el pecado no puede definirse como ignorancia, debido a que
implica por su propia naturaleza el escogimiento consciente del mal en
lugar del bien. (2) El pecado no puede considerarse una mera negación.
El pecado es un hecho en el mundo y posee realidad en lo fenomenal.
Todavía más, el pecado ha de considerarse como una fuerza positiva
tanto maligna como agresiva. Esa es la razón para que la Biblia utilice la
levadura como distintivo de su poder penetrante. (3) Estos hechos
también responden a la teoría de que el pecado es sencillamente una
falta de perspectiva, debido a la inteligencia finita limitada. Sin
embargo, la respuesta filosófica a todas estas teorías es que son repre-
sentaciones del panteísmo idealista, las cuales, llevadas hasta sus
conclusiones lógicas, hallarían todas las formas de experiencia, absorbi-
das en la experiencia del absoluto. Este Absoluto filosófico se contradice
a sí mismo, pues que se vuelve a la vez en santo y pecaminoso, en
omnisciente e ignorante. La respuesta a estas teorías ha de hallarse, por
consiguiente, en la respuesta que se da a todo tipo de panteísmo.
3. Las teorías evolucionistas, o aquellas que encuentran el origen del
pecado en la naturaleza sensorial del ser humano, viven a expensas del
error de que existe un antagonismo esencial entre el espíritu y la
materia. En sus expresiones más antiguas, el mal era considerado como
una propiedad esencial de la materia; en las teorías evolucionistas
modernas, este antagonismo es considerado meramente como una
etapa en el desarrollo genético del ser humano. Notemos las siguientes
posiciones: (1) En las más primitivas formas de gnosticismo, el mal era
considerado como propiedad esencial de la materia, aunque más
adelante vino a ser considerado como un simple accidente. El pecado,
por tanto, se debía a que el ser humano poseía un cuerpo material. Pero
esa teoría es insostenible, en la medida en que la Biblia nunca le
adscribe cualidad moral a la materia. Además, algunos de los peores
pecados no son de la carne, sino del espíritu—“idolatría, hechicerías,
enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, divisiones, herejías,
envidias“ (Gálatas 5:20). Ese error persiste hasta el presente en la
creencia que muchos sostienen de que el ser humano no puede librarse
del pecado mientras habite en un cuerpo mortal. (2) Durante el
periodo medieval, la teoría sensualista cobró forma bajo la modalidad
de los Decretos Tridentinos de la Iglesia Católica Romana. Los mismos
consideraban que la naturaleza inferior estaba bajo la restricción del
don sobrenatural de la gracia. Cuando el ser humano cayó, se removió

64 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

la restricción, lo cual puso en movimiento lo que vendría a conocerse


como concupiscencia. (3) A principios del periodo moderno, Schleier-
macher presentó una exposición más elaborada de la teoría, haciendo
que el antagonismo consistiera en la oposición entre la consciencia que
el ser humano tiene de Dios, y su propia consciencia en relación con el
mundo. Schleiermacher explicaba este conflicto afirmando que los
poderes superiores de la aprehensión espiritual se desarrollaban más
rápido que los poderes de la voluntad, lo cual hacía que viéramos lo
ideal antes de que fuéramos capaces de concretarlo. Existe, decía él, una
comunicación que llega al ser humano, que es siempre más rica y plena,
y el antagonismo consiste en ser reacios a recibirla. En Cristo, sin
embargo, se le da al mundo una revelación de lo que la naturaleza
humana no alcanzó, ni pudo alcanzar, fuera de Él, cuya consciencia de
Dios estuvo siempre en perfecto ascenso, y por cuyo medio lo mismo
puede resultar con nosotros. (4) La teoría evolucionista moderna es
sencillamente una aplicación del principio del antagonismo entre el
espíritu y la materia. Esta teoría sostiene que los elementos espirituales
superiores se desarrollan desde las partes bajas o sensoriales del ser
humano, pero dado que la parte de los sentidos fue creada primero, la
parte superior o espiritual del ser humano nunca podrá en realidad
superarla. En cuanto al origen del pecado se refiere, esa teoría sostiene
que el mal moral tendrá que explicarse en términos de la supervivencia
de aquellas propiedades que los ancestros humanos del hombre,
cualesquiera que fueren, compartían con el resto de la creación
irracional. Dado que el bien se presenta ante el ser humano como un
todo, lo cual puede suceder solo gradualmente en la vida real, existe una
disparidad entre lo consciente de sus logros, y lo que son sus metas. Es a
esa disparidad a la que se le atribuye la culpa. Dado que no puede haber
crecimiento sin que no haya una conciencia de imperfección, la
debilidad de este sistema estriba en el hecho de que la conciencia de
imperfección viene a ser la conciencia de pecado.14
4. Las teorías dualistas son quizá las más antiguas de todos los in-
tentos de explicar el origen del pecado. Las mismas sostienen que el mal
es un principio necesario y eterno del universo. (1) La expresión más
antigua del dualismo se encuentra en la religión del parsismo (c. 1500
a.C.), la que comúnmente se conoce como dualismo persa. Zoroastro,
quien se considera como el fundador real o imaginario del parsismo,
representaba a Ormuz como el autor de todo bien, mientras que
Arimán era el autor de todo mal. El primero habitaba en luz perfecta,

LA DOCTRINA DEL PECADO 65

mientras que el último lo hacía en la más densa oscuridad. Estas


personas, que más tarde se consideraron como principios, eran
necesarias y eternas. Cada una era independiente de la otra, y el
gobierno sobre su dominio era absoluto. El parsismo sostenía que todo
el mundo visible dependía de estos principios fundamentales para su
origen, historia y fin último. Pero los persas no pudieron depender en
última instancia de este dualismo, razón por la que se dio un afán
ascendente que terminó en la creencia de una esencia eterna en la que
ambos principios hallarían su unidad, y, en el proceso de las edades, su
reconciliación. (2) El dualismo persa reapareció en los sistemas
gnósticos de la iglesia primitiva, los cuales se han mencionado previa-
mente. (3) Manes (o Mani, 215-276 d.C.), un persa, revivió el antiguo
error dualista dentro de lo que llegó a conocerse como el maniqueísmo.
Sin embargo, atemperó el antagonismo al hacerlo consistir en la
oposición de principios antes que de personas. (4) Todavía más tarde
apareció la herejía pauliciana, en el siglo séptimo, la que luego resurgió
en el duodécimo, aunque es poco lo que se conoce de sus enseñanzas,
excepto que sostenían un dualismo en el que el mal aparecía como el
dios de este mundo, y el bien como el dios del mundo porvenir. El
error de todos estos sistemas yacía en la creencia de que el mal es una
propiedad esencial de la materia. (5) En la filosofía moderna,15
Schopenhauer (1788-1860) y Hartmann (1842-1906) defendieron una
forma de dualismo fundamentada en la distinción entre la voluntad y la
presentación, o entre lo volitivo y lo lógico, considerándolos como dos
poderes mutuamente opuestos dentro del Absoluto. Una teoría
igualmente fútil es la de Schelling (1775-1854), quien tras Jacobo
Boehme (1575-1624), asumía que en Dios había un principio ígneo y
oscuro, lado a lado con uno luminoso. El principio de luz, a través de
conflicto y esfuerzo, atraviesa como relámpago el espíritu ígneo, el que,
aunque constantemente superado, mantiene su indispensabilidad
dentro de la vida divina interior. El propio obrar de este principio de
oscuridad es la fuente del mal en el mundo. La mención de esta teoría
responde solo a su tendencia a reaparecer bajo la apariencia de un
elemento en Dios. El corazón de las teorías dualistas se encuentra en el
hecho de que la vida no existe sin los opuestos, y que la única solución
al problema se halla en Cristo, en quien todas las contradicciones de la
vida se compensan y se resuelven plenamente.
Las teorías de la libertad. Estas teorías se fundamentan en el hecho de
la libertad y el abuso de ella. Las teorías erradas solo necesitan una breve

66 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

mención. (1) El pelagianismo sostiene que todo pecado se origina en el


abuso de la libertad, que el ser humano nace sin inclinación al mal, y
que, por consiguiente, debe su carácter únicamente a la naturaleza de
sus escogimientos. El medio exclusivo a través del cual el pecado de una
persona pasaría a otra, sería por causa del daño que ocasionan las
influencias perversas. La filosofía de John Locke sostenía una posición
similar en lo que se refería al origen y transmisión del pecado. Pero esa
teoría fracasa en tener en consideración todos los hechos respecto al
pecado, especialmente el del pecado original o depravación humana.
(2) La teoría de premoral sostiene que el abuso de libertad se da en cada
individuo en el principio mismo de su vida personal, pero previo a la
memoria. (3) La teoría de lo preexistente, de Orígenes, se derivó de su
platonismo. Sostuvo que cada alma individual cayó en pecado en un
estado preexistente. Esta teoría resurgió en la época moderna por medio
de Julius Mueller de Halle, uno de los teólogos de la meditación
seguidores de Schleiermacher. Para Mueller esa era la única solución al
dilema, la que proponía de la siguiente manera: “Si es imposible escapar
del pecado, ¿qué lugar habría para la libertad, cuya presuposición el
sentido de culpa la demanda? Si la libertad es una realidad, ¿cómo es
posible que no se pueda escapar del pecado?” John Dickie señala que,
aparte de otros defectos, la posición cae en el serio error de identificar
demasiado estrechamente el pecado y la culpa, y que errar en este
particular lleva a la negación del carácter de culpabilidad que tiene todo
pecado. “Esa posición”, dice, “al igual que todas las demás que hacen
del pecado, de alguna manera, una necesidad, es fundamentalmente no
cristiana” (compárese con Dickie, The Organism of Christian Truth,
146).
Bajo este encabezado también nos damos con lo que se conoce como
la teoría ortodoxa o eclesiástica del pecado, la que en una manera más
bíblica que las anteriores, encuentra también la fuente de todo mal en
el abuso de la libertad. Le daremos ahora nuestra atención.
La enseñanza bíblica concerniente al origen del pecado. El origen
último del mal jamás podrá conocerse, ni su propósito descubrirse, a
través de la filosofía. La revelación que Dios nos ha dado en su Santa
Palabra, lo mantiene en silencio. Si se busca un rayo de luz al respecto,
las palabras de nuestro Señor Jesucristo en relación al hombre nacido
ciego nos lo darían. Su respuesta a los judíos fue la siguiente: “No es
que pecó este, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se mani-
fiesten en él” (Juan 9:3). Al pecado se le llama “el misterio de la

LA DOCTRINA DEL PECADO 67

iniquidad” (2 Tesalonicenses 2:7; Apocalipsis 17:5), y todo lo que ha


logrado es desconcertar las mentes especulativas de cada época cuyo
interés haya estimulado. La Biblia, con todo, nos da una clave en
cuanto al origen último del pecado, y esta, aún desde el punto de vista
filosófico, es la respuesta más satisfactoria que jamás se haya ofrecido
para esa perpleja pregunta. La Biblia vincula el origen del pecado con el
abuso de la libertad de parte de las criaturas libres e inteligentes. Ya
hemos considerado el relato de la tentación y la caída del ser humano, y
hemos hallado que el origen del pecado en la raza humana se ha debido
a la propia separación voluntaria del ser humano de Dios. También
hemos tomado en cuenta que algún poder sobrenatural ejerció
influencia sobre el ser humano, lo que nos lleva a creer que el pecado
existió en el universo antes de que se originara en el ser humano.
Además, haríamos bien en suponer que el pecado se originó en el
universo de la misma manera que sucedió en la raza humana: por la
elección libre de un ser inteligente. Pero esto nos dirige inmediatamen-
te a considerar la doctrina de Satanás o del mal sobrehumano.

LA DOCTRINA DE SATANÁS
El ser humano fue tentado por un ser sobrehumano que la Biblia
llaman el diablo o Satanás. Luego, el mal debe haber existido antes del
origen de la raza humana, y desde su exterior. La Biblia representa el
conflicto entre el bien y el mal esencialmente como un conflicto entre
poderes sobrehumanos, al cual el ser humano es atraído por medio de la
tentación. Esta es la razón por la que leemos que la iglesia es llamada a
luchar contra “principados, contra potestades, contra los gobernadores
de las tinieblas de este mundo, contra huestes espirituales de maldad en
las regiones celestes” (Efesios 6:12). Satanás es comúnmente conside-
rado como uno de los ángeles caídos, y como consecuencia es costum-
bre estudiarlo bajo ese encabezado. Pero nos parece que tal cosa no hace
justicia a la importancia del tema.16 Satanás no es meramente uno entre
muchos representantes del mal. Es el mal in persona. No es meramente
el mal en esta o aquella relación, sino que lo es en sí mismo y por sí
mismo. Presentemos, pues, la enseñanza bíblica sobre este tema, y
hagámoslo bajo los siguientes cuatro encabezados: (1) Satanás y su
relación con la creación; (2) Satanás en oposición a Cristo; (3) Satanás
y la obra redentora de Cristo; y (4) El reino de Satanás.
Satanás y su relación con la creación. En nuestro estudio de la crea-
ción hemos visto que la posición cristiana sostiene que hay una

68 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

diferencia esencial entre Dios y el mundo. Ambos poseen realidad o


existencia sustancial--uno, absoluta e infinita, el otro, dependiente y
finita. Es de esa manera que el pensamiento cristiano se salvaguarda del
error del dualismo por un lado, y del panteísmo por otro. Pero dado
que las cosas creadas poseen realidad en sí mismas, finita y dependiente
como lo es, existe la posibilidad de que esa sustancia creada se contra-
ponga a lo infinito, la criatura contra su Creador. El obispo Martensen
lo denomina el “principio cósmico” del universo. En el ámbito de las
cosas materiales, este principio cósmico existe únicamente como una
posibilidad. De aquí que tanto el primero como el segundo manda-
miento de la ley mosaica prohíban la idolatría y el esculpir imágenes
como objetos de adoración. En el ser humano como ente finito, por
estar dotado de conciencia y determinación propias, se da no solo la
posibilidad sino también el poder de contravenir a su Creador. Ese
poder de autoseparación, como hemos visto, marca el origen del pecado
en el ser humano. El relato de la caída revela además la presencia de un
poder sobrehumano como tentador de la humanidad.17 Arroja luz sobre
la naturaleza de ese poder el que la Biblia nos enseñe que hubo ángeles
en la esfera puramente espiritual que no retuvieron su estado original o
primario, por lo que parece que hubo una caída en la esfera espiritual
con antelación a la de la raza humana. Tampoco hemos de suponer que
los ángeles cayeron simultánea y voluntariamente solo por una
tentación desde adentro. Tuvo que haber habido entre ellos un
tentador que los descarrió. Por tanto, el punto de vista cristiano sobre el
mal, en tanto y en cuanto lo propone la Biblia, termina con la idea de
Satanás, quien como sobrehumano pero a la vez espíritu creado, y
originalmente bueno, cayó de su elevado estado y se hizo enemigo de
Dios. El mal es, por tanto, personal en su origen. Más allá de esa
afirmación, la razón no puede ir ni la revelación dice cosa alguna.
Satanás en oposición a Cristo. El apóstol Juan explica con claridad
que Satanás es aquel espíritu del anticristo que había de venir y que
ahora está en el mundo. El antagonismo esencial de ese espíritu con
Cristo encuentra su expresión en que no confiesa que Jesucristo ha
venido en carne (1 Juan 4:1-3). Además, el pecado, en el uso neotesta-
mentario del término, debe interpretarse como la actitud que los seres
humanos asumen respecto a Cristo. De aquí que el Espíritu Santo
convenza a los hombres de pecado por cuanto no creen en Jesucristo,
de justicia porque Él va al Padre, y de juicio porque el príncipe de este
mundo ya ha sido juzgado (Juan 16:8-11).18 Pero si hemos de

LA DOCTRINA DEL PECADO 69

entenderla correctamente, necesitamos seguir las huellas de esa


oposición hasta su fuente. Si volvemos a nuestra discusión de la
creación y el logos, estaremos en la posición de comprender más
claramente el profundo significado de esa verdad. Dios creó el mundo
por medio del Logos o Verbo como intermediario entre sí mismo y el
universo creado. El Logos o Verbo era el Hijo Eterno, la segunda
persona de la Trinidad. En Él, como la imagen expresa del Padre,
estaban comprendidos todos los principios de la verdad, el orden, la
belleza, la bondad y la perfección. Por tanto, en la medida en que la
relación entre lo finito y lo infinito estuvo mediada por el Logos, esa
relación auténtica con Dios se mantuvo. Pero, como hemos indicado
en el párrafo anterior, la realidad finita tiene en sí la posibilidad de ser
puesta en una relación falsa de independencia, o en el caso de criaturas
dotadas de conciencia y determinación propias, el poder de ubicarse a sí
mismas en esa falsa relación a través de una autoseparación voluntaria
de Dios. Es obvio, pues, que entre Dios y el universo creado existe la
posibilidad de dos formas de mediación, la una de verdad y justicia, la
otra de falsedad y pecado.
Ahora comenzamos a ver algo de la magnitud de Satanás y el peca-
do. Si contrastamos con el Logos un ser creado de tanta gloria y poder
como la que un espíritu creado por Dios merecía, un verdadero “hijo
de la mañana”, y si, junto a los místicos, sostenemos que ese ser
contempló su propia hermosura como si le perteneciera, y habiendo
sentido envidia del Hijo, buscó sentarse en Su trono, estaremos en
posición de comenzar a entender la Biblia cuando indica que, habién-
dose alzado en orgullo, cayó en condenación. A esto se refirió sin duda
Jesús cuando dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo”
(Lucas 10:18). La magnitud de ese acontecimiento se verá en lo
siguiente: que tanto Cristo como Satanás aparecen como mediadores
entre Dios y el mundo, el primero un verdadero mediador de justicia y
santidad, el segundo un falso mediador de injusticia y pecado. Por eso
el apóstol Pablo habla respecto a Satanás como “el dios de este mundo”
(2 Corintios 4:4), y también como el “príncipe de la potestad del aire,
el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efesios 2:2).
Juan apóstol escribe en el sentido de que “el mundo entero está bajo el
maligno”, o bajo maldad, pero no queriendo decir que el mundo sea
inherentemente malo, sino que estando bajo el malo, el verdadero
propósito de su existencia queda pervertido. El espíritu malo, como
Satanás (Satanas) es “el adversario”, “el acusador” y “el engañador”;

70 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

como diablo (diábolos) es “el impostor”, “el calumniador” y “el


destructor de la paz”; como Belial (Belíal) es “el bajo”, “el indigno” y
“el abyecto”; mientras que como Apolión (Apollíon) es “el destructor”.
Desde otra perspectiva, también podemos contemplar el hecho del
pecado como la perversión, debido a usos falsos, de las bondadosas
dádivas de Dios; el mantener la verdad en injusticia; el falso atractivo de
lo que a Dios le pertenece presentado de una manera engañosa; las
obras de la carne y lo vacío de la insinceridad. El pecado es como la
levadura, que necesita alimentarse de otra sustancia que no sea ella
misma, mientras todo lo corrompe y amarga.
Satanás y la obra redentora de Cristo. Para ser más claros, ahora se
nos puede permitir colocar la totalidad de este asunto en contraste con
la obra redentora de Cristo, y a su vez presentar de manera más
transparente la naturaleza de Satanás y el pecado.19 Hemos visto que en
la creación existe la posibilidad de que la criatura se enaltezca a sí
misma en contra del Creador, y que por medio de una autoseparación
voluntaria de Dios, se le anteponga en falsa independencia. Luego,
Satanás, en oposición a Cristo como el verdadero Logos, se antepuso
como mediador del “principio cósmico” de independencia y autosufi-
ciencia. Por cuanto opera en la creación como el principio de perver-
sión y pecado, es hipóstasis del mal en sí y por sí mismo. Dado que
carece en sí mismo del poder de creación, su ámbito de actividad está
limitado a la perversión de aquellas cosas de la creación de Dios que
tienen corporeidad. Así, viene a ser diábolos, aquel engañador y
calumniador de quien Jesús dijo, “Él ha sido homicida desde el
principio y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en
él. Cuando habla mentira, de suyo habla, pues es mentiroso y padre de
mentira” (Juan 8:44). Creemos que su primera esfera de operación
estaba ubicada en su propio dominio angelical. Así lo dice el apóstol
Pedro: “Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los arrojó
al infierno y los entregó a prisiones de oscuridad, donde están reserva-
dos para el juicio” (2 Pedro 2:4).
Dios, también en su sabiduría, extendió la creación más allá del
dominio puramente espiritual, y creó al humano como un ser en el que
se ligaban ambas sustancias, la espiritual y la material. Más aún, creó al
ser humano, no como un agregado de individuos, sino como una raza
de seres interrelacionados y dependientes, y dotados del poder de
propagar su propia clase. El ser humano había sido constituido de tal
manera en la creación que, en lo subjetivo, era una criatura que

LA DOCTRINA DEL PECADO 71

dependía de su Creador, y por consiguiente siervo de Dios. En el


dominio físico, el ser humano era la más elevada de todas las criaturas,
lo que en un sentido real lo hacía señor de la creación. Cuando el ser
humano, en esa posición intermedia, miraba a Dios, se veía a sí mismo
como siervo; cuando miraba la creación, se veía a sí mismo como el
señor. En la tentación, Satanás hizo que el carácter de señor en el ser
humano pareciera más atractivo que el de siervo. Le dijo así: “Seréis
como Dios” (Génesis 3:5). Pero lo que Satanás no le dijo al ser humano
fue que su señorío sería un poder delegado, y que lo tendría por virtud
de una mayordomía fiel. Así que, cuando el ser humano cayó, dejó de
ser siervo de Dios y se volvió siervo de Satanás. De aquí que nuestro
Señor diga respecto a los incrédulos judíos: “Vosotros sois de vuestro
padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer” (Juan
8:44). Dios es el Padre de todos los seres humanos, porque siempre
actúa como padre, pero los seres humanos no siempre son los hijos de
Dios, porque no siempre obran como hijos. Al perder esa condición de
siervo, el ser humano perdió su verdadero señorío, por lo que ahora
obliga que todas las cosas le sirvan a él. Ve al mundo desde una
perspectiva falsa. Ve todas las cosas con su propio sesgo. Las cosas de
Dios que fueron puestas bajo su cuidado, las considera suyas. Como su
padre Satanás, se ha convertido en usurpador del trono. El ser humano,
como hijo de Satanás y como siervo del pecado, ha sido infiel a la
confianza que Dios le tuvo.20
No obstante, Dios siempre triunfará. Hará que la ira misma del ser
humano lo alabe. Proyectará la creación aún más lejos, si es que,
aunque con cuidado, se nos permite usar esa frase. Ha de crear un
nuevo hombre--no meramente un alma viviente, sino un espíritu
vivificante. Así como en el primer hombre lo espiritual descansaba en lo
material, en el nuevo hombre lo divino descansará en lo humano. Esta
nueva creación es una encarnación. El Hijo de Dios, quien fue hecho
en la semejanza de carne de pecado, “tomó la forma de siervo…
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses
2:6-8). Por virtud de esa legitimidad como siervo, Cristo, en su propia
persona, reinstauró al ser humano a su relación original con Dios.
Restableció la amistad y comunión espiritual. Como Capitán de
nuestra salvación, enfrentó los mares tormentosos de este mundo, y los
sufrió a cada paso. Pero nunca desmayó, y como resultado, venció aún
hasta su último enemigo, la muerte. Como siervo, “no vino para ser
servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos”

72 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

(Marcos 10:45). Habiendo cumplido las exigencias de un siervo


perfecto, vino a ser el Señor de su pueblo--en ese caso no por la
creación, pues este señorío nunca lo perdió, sino como su Redentor, su
Salvador y su Señor. Habiendo triunfado, recibió la promesa del
Espíritu Santo, quien, ahora como Señor de la iglesia, lo da gratuita-
mente a todos los que creen. Así, podemos decir con los redimidos: “Al
que está sentado en el trono y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la
gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 5:13).
El reino de Satanás. Dado que la obra de Satanás es pervertir las
cosas de Dios, esa perversión se extiende también al concepto del reino.
Así como hay un reino de Dios y de los cielos, también hay un reino de
Satanás y del mal. De aquí que se haga referencia a principados,
potestades y gobernadores de las tinieblas, que no puede indicar otra
cosa que la organización de fuerzas malignas. Estas están bajo la
dirección del “príncipe de este mundo”, a quien Jesús menciona como
el que fue “echado fuera” (Juan 12:31), como el que no tenía nada en
Él (Juan 14:30), y como alguien que ha sido ya juzgado (Juan 16:11).
El apóstol Pablo habla de Satanás como el “príncipe de la potestad del
aire” (Efesios 2:2), y habla de las “huestes espirituales de maldad”
(Efesios 6:12). Hay un gran número de espíritus malos bajo la direc-
ción de Satanás, tal como se indica en los siguientes pasajes bíblicos,
entre muchos otros: “Legión me llamo” (Marcos 5:9), “al fuego eterno
preparado para el diablo y sus ángeles” (Mateo 25:41).21 Ese reino del
mal no permanecerá para siempre, “porque ha sido expulsado el
acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro
Dios día y noche. Ellos lo han vencido por medio de la sangre del
Cordero y de la palabra del testimonio de ellos” (Apocalipsis 12:10-11).

NATURALEZA Y CASTIGO DEL PECADO


Habiendo considerado las teorías filosóficas en cuanto al origen del
pecado, dirijamos ahora nuestra atención a los aspectos históricos del
asunto. Aquí consideraremos la naturaleza y desarrollo del pecado
como una experiencia real en la historia de la raza. La mejor manera de
hacerlo será a través de un estudio de los términos griegos utilizados en
la Biblia para expresar la idea de pecado. Esos términos son hamartía,
parabasis, adikia, anomia y asebeia, junto a sus muchos derivados.
1. La palabra hamartía significa desprenderse, perder el camino
recto, o errar al blanco. Esta palabra para pecado a veces se vincula con
el vocablo iniquidad, que en ambos casos significaría desviarse de lo

LA DOCTRINA DEL PECADO 73

recto. En un sentido más específico, la palabra para pecado indicaría


errar al blanco, mientras que la palabra para iniquidad significaría
equivocar el blanco. En el Antiguo Testamento existe un número de
expresiones para enunciar la idea de pecado, como sigue: “caerse”,
“descarriarse”, “vanidad” y “culpa”. Esto significa que la cuestión se
desarrolló más plenamente entre los hebreos que entre los griegos, lo
que sin duda se debió a la insistencia en la santidad de Dios que había
entre los primeros. Sin embargo, ninguna de esas designaciones de
pecado, ni en el hebreo ni en el griego, limita la idea a un mero acto.
De hecho, esas designaciones lo que sugieren de más natural es la idea
del pecado como disposición o estado. Por tanto, hamartía transmite la
idea de que el ser humano no halla lo que busca en el pecado, por lo
que, como señala Julius Mueller, el mismo le resulta en un estado de
engaño y desilusión.
2. La segunda palabra es parabasis, que significa pecado como acto
de transgresión. La idea de pecado aparece aquí como limitada por la
idea de la ley: “pero donde no hay Ley, tampoco hay transgresión”
(Romanos 4:15). En su sentido más amplio, esa ley deberá interpretarse
como la existencia de un orden moral eterno en el que se procura la
distinción del bien y el mal. Su manifestación más temprana ocurre en
los reclamos de la conciencia. En sentido más específico, la ley no es
admonición o exhortación, sino demanda positiva. Por consiguiente,
relacionarnos con ella debe ser una cuestión de sujeción o de transgre-
sión. Pero el pecado así planteado será posible solo en seres morales y
racionales. De esta manera, los seres irracionales y los infantes podrían
errar, pero en ese sentido del término no podrían pecar. El ser humano
se sabe a sí mismo incondicionalmente bajo la ley, tanto por razón
como por conciencia. Cuando dicho reclamo es rechazado, en ese
instante el pecado ha nacido.
3. Pero la ley no puede considerarse impersonal. Hay que por nece-
sidad vincularla inmediatamente con el Promulgador de la ley. De aquí
que transgredir la ley sea una desobediencia positiva, considerada como
afrenta personal. Por eso el apóstol Pablo dice: “La ley produce ira”
(Romanos 4:15).22 El término aquí es parabasis, como se indicó antes,
pero ahora lo que se subraya es que la desobediencia voluntaria sujeta al
ofensor a la ira del Promulgador personal de la ley. La virtud le
pertenece por tanto a la obediencia, mientras que el pecado es desobe-
diencia a Dios, aunque la injusticia cometida sea contra el prójimo. En
el sistema cristiano, la moralidad está siempre incluida en la ley de

74 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Dios. Por tanto, el pecador que viola la ley de Dios se vuelve, en el


ámbito de lo moral, un rebelde. Por este motivo el pecado se considera
con frecuencia como la violación de un pacto por razón de infidelidad,
como denota la palabra parapiptein.
4. El próximo paso en el avance de nuestro pensamiento establece
que el carácter de la ley y el carácter del Promulgador de la ley son
indisolublemente uno. Luego, la sustancia del mandamiento está
contenida en la palabra “amor”. Esto lo basamos en la autoridad de
nuestro Señor, quien cuando se le preguntó cuál era el más grande
mandamiento de la ley, respondió: “‘Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente’. Éste es el primero y
grande mandamiento. Y el segundo es semejante: ‘Amarás a tu prójimo
como a ti mismo’” (Mateo 22:37-40). Aquí se verá que el pecado que
nace de la falta de amor, es tanto un acto como una cualidad del ser.
Esa es la razón por la que el apóstol Juan vincula el uso de la palabra
adikia con hamartía. Dice: “Si confesamos nuestros pecados (hamar-
tías), él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados (hamartías) y
limpiarnos de toda maldad (adikías)” (1 Juan 1:9). Después de esta
declaración, Juan nos da una de sus varias profundas y de gran alcance
definiciones de pecado: “Toda injusticia (adikía) es pecado (hamartía)”
(1 Juan 5:17). La palabra adikia significa ausencia de justicia, por
consiguiente se traduce generalmente como injusticia y a veces como
iniquidad, aunque esta última acepción se deriva generalmente de un
vocablo griego diferente. El término quiere decir “encorvadura”, como
cuando se tuerce o daña lo que es recto. Luego, como en el caso de las
palabras hamartia y anomia, no solo significa acciones pervertidas sino
un estado de injusticia o desorden que emana de la perversión. El
pecado, pues, es la autoseparación de Dios en el sentido de descentrali-
zación, donde el yo asume el lugar que debe ser ocupado por Dios. El
amor al yo que caracteriza ese estado, no puede pensarse que posea una
calidad verdadera de amor. Dado que la desobediencia a la ley de Dios
no es una marca de fortaleza sino de debilidad, de igual modo el amor
al yo no es meramente amor desubicado o excedido, sino amor que
manifiesta el carácter de lo exactamente opuesto. O todo fluye del ser, o
todo se dirige al ser. La perfección de amor que se manifestó en Cristo
residió en el hecho de que no buscaba complacerse a sí mismo (Mateo
22:37-40), y que no buscaba lo suyo (1 Corintios 13:5). Por otro lado,
el apóstol Pablo declara que el colmo del pecado en los últimos días se
hallaría en lo siguiente: que habría “hombres amadores de sí mismos”

LA DOCTRINA DEL PECADO 75

(2 Timoteo 3:1-2). Así, adikia significa un estado o condición en el que


el centro alrededor del cual los pensamientos, afectos y voliciones del
ser humano debían girar, ha sido suplantado, y viene a ser centro de
injusticia. Esa es la razón por la que el apóstol Juan habla de que los
pecados son perdonados, pero que la injusticia es limpiada.
5. La próxima palabra, anomia, se encuentra en la segunda defini-
ción de pecado que Juan ofrece, aunque es un texto que aparece
primero en el orden de la epístola. La razón para ubicarlo en segundo
lugar es porque implica el uso de un término más enérgico. La defini-
ción la encontramos en el siguiente texto: “Todo aquel que comete
pecado (hamartía), infringe también la ley (anomían), pues el pecado
(hamartía) es infracción de la Ley (anomía)” (1 Juan 3:4).23 Aquí la
palabra anomia no significa infracción en el sentido de un acto abierto,
sino en que “no se conforma con la ley”, o “que la desobedece”. Es un
término más enérgico que adikia debido a que no significa meramente
un estado desordenado, sino además un estado que conlleva la idea de
hostilidad y rebelión. Así Jesucristo dirá: “Si yo no hubiera hecho entre
ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora
han visto, y me han odiado a mí y a mi Padre” (Juan 15:24). Vinculado
a esto J. J. Van Oosterzee dice: “Ni siquiera el más tierno amor está
libre de cierto egoísmo oculto, y el amor se cambia en odio donde la
negación de sí mismo que el amor demanda, la carne y la sangre la
rechaza. A veces se eleva al deseo de que no hubiera ni ley ni dador de la
ley, donde el ser humano puede separarse a cualquier costo de la
supremacía de la primera, hasta el rencor y la ira impotente, como se ve
en el Caín de Lord Byron… y donde el ser humano destrona a Dios
para deificar su yo, se hace al fin un destituido de los afectos naturales”
(Romanos 1:31) (compárese con Van Oosterzee, Chr. Dogm., II:395).
6. La última palabra que mencionaremos es asebeia, o impiedad. Esa
palabra no solo señala la separación del alma de Dios, sino que conlleva
la idea de un carácter desemejante al de Dios, y de un estado o
condición definida por la ausencia de Dios. Es un término enfático. El
apóstol Pablo lo utiliza cuando condena el pecado en su relación con
adikia. “La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad
(asebeian) e injusticia (adekían) de los hombres que detienen con
injusticia (adikía) la verdad” (Romanos 1:18; compárese con Efesios
2:12). Asebeia también conlleva la idea de estar al borde de un precipi-
cio. Así, Judas, el escritor sagrado, dice: “Vino el Señor con sus santas
decenas de millares, para hacer juicio contra todos y dejar convictos a

76 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

todos los impíos (asebeis) de todas sus obras impías (asebeías) que han
hecho impíamente (isebisai), y de todas las cosas duras que los pecado-
res impíos (asebeis) han hablado contra él’” (Judas 14-15).
Las definiciones del pecado. Los teólogos han definido el pecado de
diferentes maneras, pero raramente han pasado por alto que el pecado
exista como un acto al igual que como un estado o condición. Esa
definición es importante en todo sistema de teología en el que el
principio evangélico de la salvación por la fe recibe prominencia.
Hemos citado ya la definición de William Burton Pope de que, “el
pecado es la separación voluntaria del alma de Dios”. Esa definición
implica, primero, el establecimiento de la ley de la actividad del yo, o
del pecado actual; y segundo, el entregarse a la confusión interna o
pecado original. Jacobo Arminio define el pecado como “algo que se
piensa, se habla o se hace contra la ley de Dios, o la omisión de algo que
ha sido ordenado por esa ley para que se piense, se hable o se haga”. La
definición de pecado de Juan Wesley, de que es “una transgresión
voluntaria de una ley conocida”, resulta familiar en la teología armi-
niana. De acuerdo con John Miley, “el pecado es desobediencia a una
ley de Dios, que se condiciona a la agencia moral libre y a la oportuni-
dad de que se conozca esa ley”. Miner Raymond destaca la naturaleza
dual del pecado. Dice: “La idea primaria designada en la Biblia para el
término pecado es la falta de conformidad a la ley, una transgresión de
la ley, el hacer aquello que es prohibido o dejar de hacer aquello que es
requerido. En un sentido secundario, el término se aplica al carácter; no
a lo que uno hace sino a lo que uno es” (Raymond, Syst. Th., II:54-55).
J. J. Van Oosterzee define el pecado como “una negación positiva de
Dios y su voluntad en la medida en que coloque algo enteramente
diferente en el lugar de esa voluntad. En el pecador, no solo hay
carencia (defectus) de lo que se debe hallar en él, pero también una
inclinación, una tendencia, un esfuerzo (affectus) que no debe existir en
él” (Van Oosterzee, Chr. Dogm., II:395). William Newton Clarke
piensa que la teología no puede ofrecer una definición a priori del
pecado, sino que la debe derivar de la experiencia, a la luz de la
revelación cristiana. Son cinco los aspectos bajo los que él nos presenta
ese asunto, los cuales pueden resumirse de esta manera: (1) El pecado
puede verse a la luz de su propio carácter--entiéndase, pues, como
maldad; (2) puede verse en relación con la naturaleza del ser hu-
mano--entiéndase, pues, como anormal; (3) puede verse en relación
con la norma del deber--entiéndase, pues, como alejamiento del deber;

LA DOCTRINA DEL PECADO 77

(4) puede verse como refiriéndose a su móvil y calidad inter-


na--entiéndase como el colocar la voluntad propia o el egoísmo por
encima de los reclamos del amor y el deber; (5) puede verse en relación
con el gobierno moral de Dios--entiéndase como la oposición al
espíritu y a la obra del gobierno moral de Dios (Clarke, Outline of Chr.
Th., 231-237). Una de las definiciones más claras y abarcadoras de
pecado es la de A. H. Strong. Dice: “El pecado es la falta de conformi-
dad a la ley moral de Dios, ya sea en acto, disposición o estado”
(Strong, Syst. Th., II:549). La definición de pecado que se da en el
Catecismo Breve de Westminster es una de las más condensadas y a la
vez más abarcadoras que la teología pueda encontrar. Según esa
Confesión, “el pecado es cualquier falta de conformidad o cualquier
transgresión a la ley de Dios”.
Las consecuencias del pecado. Puede que resulte oportuno en estos
momentos llamar la atención al hecho de que los términos que se
aplican al pecado y a la redención provienen de tres universos de
conversación--el del hogar, el de la corte judicial, y el del servicio en el
templo. Dicho de otra manera, hay tres aspectos del pecado y la
redención: el natural, el legal y el religioso. Fracasar en la discrimina-
ción de esos usos ha traído considerable confusión, lo mismo que el
aplicar un término al pecado y a la redención que es propiamente
aplicable solo dentro de otro universo de conversación. Será más tarde
que ese asunto podrá ser visto más claramente. Aquí será suficiente
notar las consecuencias naturales del pecado como una enajenación
entre la criatura y su Creador; las consecuencias legales como culpa y
castigo; y las consecuencias religiosas como depravación y contamina-
ción. Dado que el ser humano es un individuo a la vez que un ser
social, las consecuencias del pecado se aplican tanto a la persona como a
la raza. El pecado, sea actual u original, asume dos formas: culpa y
corrupción. La culpa a su vez tiene dos aspectos, primero, que es
merecedora de culpa personal con respecto a la comisión del pecado, lo
cual se conoce habitualmente como reatus culpæ; y segundo, que está
expuesta al castigo, lo cual se conoce como reatus poenæ. El pecado
actual incluye esas dos formas de culpa, mientras que al pecado original
solo se le adscribe la segunda. De igual manera, la corrupción o
depravación se le adscribe tanto al individuo como a la raza. Cuando se
le adscribe a los pecados cometidos por el individuo, a la corrupción se
le conoce como depravación adquirida; cuando se le adscribe a la raza
se le denomina depravación heredada o pecado original.24

78 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

La naturaleza de la culpa y el castigo. Las consecuencias del pecado se


encuentran en la culpa y el castigo, términos estos que deben distin-
guirse cuidadosamente en el pensamiento. La culpa es el sentido de que
merecemos que se nos inculpe personalmente tras el acto de pecado, lo
cual incluye la idea dual de responsabilidad por el acto, y el que por su
causa se esté expuesto al castigo. El castigo conlleva la idea de la
condena que sigue al pecado, ya sea como consecuencia natural o como
decreto positivo.
1. Culpa era originariamente un término legal, pero en el curso de la
historia ha asumido también un significado moral. El término, cuyo
significado primario era deuda, llegó a significar responsabilidad por esa
deuda, y luego, en un sentido más amplio, la violación de la ley, y por
último, el estado o condición del que infringe la ley. La ley, como aquí
se entiende, puede significar en algunos casos la ley objetiva, pero no de
manera exclusiva. Tampoco puede limitarse únicamente a la infracción
contra los atributos de la justicia divina. Debe considerarse como
oposición personal a un Dios personal, en el grado y la medida en que
se le haya revelado al ofensor. La culpa, en ese sentido, toma la forma
de condenación basada en la desaprobación de Dios. Así, en la
conciencia, la culpa no es un sentido de transgresión contra la justicia
divina o la ley absoluta, sino contra la voluntad divina. La culpa como
un sentido merecedor de incriminación, debe distinguirse de lo que es
estar consciente de la culpa. El hecho de que una persona haya
cometido pecado conlleva un sentido de culpa, pero diversas circuns-
tancias podrían acrecentar o disminuir cuán consciente se esté de la
culpa. El pecado no solo engaña sino que endurece el corazón. El ser
humano siente con frecuencia menos compunción de conciencia
mientras más se adentra en el pecado. No obstante, la culpa aun así
permanece, aunque no se esté plenamente consciente de ella.25 La culpa
no debe verse solo desde el punto de vista de la responsabilidad
personal por el acto, sino también como la responsabilidad personal por
el castigo. En ese sentido, la culpa y el castigo son términos correlativos.
Sin embargo, debe hacerse una diferencia entre la responsabilidad por
el castigo de parte del ofensor y el hecho mismo del castigo.
2. El castigo en su relación con la culpa, por un lado, y por el otro,
con los principios del gobierno moral de Dios, incluye dos preguntas:
(1) ¿Cuál es la naturaleza del castigo, es decir, qué porción de las
consecuencias del pecado podría considerarse como castigo del pecado?
(2) ¿Cuál es la función del castigo, es decir, que es lo que el castigo

LA DOCTRINA DEL PECADO 79

pretende lograr en el dominio del gobierno moral de Dios? En cuanto a


la naturaleza del castigo, se le debe limitar a aquellas consecuencias que
se adjudican como malas y que, en el gobierno moral de Dios, se sigue
que son consecuencias inevitables y necesarias. La palabra para castigo
conlleva aquí, de nuevo, el significado legal, e implica relaciones
judiciales y forenses. Ya hemos visto que la culpa implica algo más que
la violación de la ley objetiva; por tanto, el castigo debe considerarse
como algo de significado más amplio. Habrá que hacer que incluya las
consecuencias de todos los diferentes males incluidos en el pecado.
Toda forma de pecado tiene su propio castigo. Hay pecados en contra
de la ley, en contra de la luz, y en contra del amor, y cada uno tiene su
castigo peculiar. Hay pecados secretos y pecados contra la sociedad,
pecados de ignorancia y pecados de presunción. Así que puede haber
grados tanto de culpa como de castigo, como sería el caso de los
pecados de ignorancia o de flaqueza en contraposición a los pecados del
conocimiento (compárense Mateo 10:15; 12:31; Marcos 3:29; Lucas
12:47; Juan 19:11; Romanos 2:12). El castigo, por tanto, es la sanción
que sigue al pecado, se presente ésta por medio de la operación de las
leyes naturales, morales y espirituales, o por medio de un decreto
directo. Dios no está limitado por sus leyes habituales como medio de
administración del castigo. Él es una Persona libre, y puede, por acción
directa, emplear varios medios que lo reivindiquen, y que reivindiquen
su gobierno. Sin embargo, el castigo, en todas sus formas, representa la
reacción de Dios contra el pecado, y se fundamenta en última instancia
en la santidad. En cuanto a la función del castigo, existen dos teorías
generales: la retributiva y la reformativa. Estas pueden expresarse de
manera interrogativa como sigue: ¿castiga Dios el pecado solo para
vindicar su justicia? o, ¿busca Él la reforma del pecador y el bien de la
sociedad? Allí donde el pensamiento dominante de la teología ha sido la
gloria de Dios, se sostiene que la teoría retributiva es la que mejor
exhibe su justicia, o su misericordia en relación con la justicia. Allí
donde el pensamiento dominante ha sido el bien del ser humano, como
en el caso de la idea del reino de Dios, la teoría disciplinaria es la más
prominente. Pero la herencia es un hecho, como también lo es la
solidaridad, de aquí que Dios haya creado de tal manera al ser humano
que éste no pueda actuar aparte de sus relaciones sociales. Las dos
teorías, por consiguiente, no son mutuamente excluyentes, por lo que
no deben contrastarse demasiado. William Adams Brown dice que la
teoría retributiva del castigo puede, a propósito, tener espacio para la

80 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

disciplina, y que la teoría disciplinaria, a su vez, puede reconocer


claramente la retribución como elemento necesario de la preparación
moral (compárese con William Adams Brown, Chr. Th. in Outline,
289). El castigo, entonces, debe considerarse como algo relacionado
tanto con el individuo como con la estructura social, y en consecuencia
como algo que atañe tanto al pecado actual como al original. El
principal castigo del pecado es la muerte. Dado, sin embargo, que Dios
ama a todos los seres humanos y busca su salvación, el castigo del
pecado y la obra redentora de Cristo estarán íntimamente ligados, y
será imposible entender una cosa sin la otra.
La muerte como castigo del pecado. La Biblia enseña que el castigo del
pecado es la muerte (Génesis 2:17), aunque la naturaleza de ese castigo
haya sido interpretada de diferentes maneras. Los teólogos arminianos
en general la han interpretado de modo que signifique lo que se conoce
habitualmente como “la plenitud de muerte”, es decir, la muerte física,
temporal y eterna. Hay cuatro errores principales con relación a este
tema, que son: (1) que la muerte como castigo por el pecado se aplica
solo a la muerte física o del cuerpo. Esa es la posición asumida por los
pelagianos y los socinianos; (2) que el castigo ha de limitarse solo a la
muerte espiritual, y que la muerte del cuerpo deberá considerarse como
meramente su consecuencia; (3) que la muerte es una ley natural, pero,
que con la entrada del pecado, a la misma se le ha dado un significado
penal. Así, la muerte viene a ser una aflicción de castigo, y el temor y el
sufrimiento que el ser humano padece vienen a ser los castigos de su
pecado; (4) que la muerte ha de considerarse la aniquilación total tanto
del cuerpo como del alma. Los primeros dos errores son más especula-
tivos y teológicos; los últimos dos más difusos y populares.27
1. La muerte física está incluida en el castigo del pecado. Algunos
escritores, como lo son Vaughan, Godet y Meyer, aparentan hacer de la
muerte física el factor principal del castigo. Así, Vaughan, en Romans,
dice, “Primariamente, la muerte natural, como castigo que especial-
mente se promulga; incidental y secundariamente, la muerte espiritual
y eterna, como la consecuencia necesaria de la separación de la criatura
de su servicio y amor al Creador”. Olin A. Curtis hace hincapié en la
misma posición cuando considera la muerte corporal como un evento
que no es ni agradable ni útil, sino anormal, hostil y terrible. Esa
posición parece ser una reacción en contra de la enseñanza científica
actual de que la muerte es sencillamente la expresión de una ley
biológica, y un arreglo benéfico que previene la sobrepoblación de la

LA DOCTRINA DEL PECADO 81

tierra. El hecho de que la muerte física es un castigo, es algo que


requiere un énfasis renovado, pero el hecho de que la muerte espiritual
sea el factor principal, es algo que requiere mantenerse siempre
presente.28 La muerte física es la consecuencia de la separación del
Espíritu Santo, hecho que la vincula inmediatamente con la muerte
espiritual. El pámpano que se ha separado de la vid está muerto, puesto
que ya no está ligado a su fuente de vida. El momento en el cual el ser
humano se separó de Dios fue el que trajo el reino de la muerte. El que
la existencia terrenal del ser humano no terminara inmediatamente se
debió al plan de Dios para la redención. El “don gratuito” de la gracia
divina dio comienzo antes de que ocurriera la transgresión. La virtud de
la expiación brotó del Cordero inmolado desde antes de la fundación
del mundo. Por tanto, se suspendió la fuerza plena de la condenación y
se mitigaron las consecuencias de la caída. La Biblia nos lleva además a
pensar que no solo la naturaleza del ser humano, sino también la
naturaleza que lo rodea, es testigo del principio desorganizador del
pecado. Así, la creación (e ktíois) misma, según el apóstol Pablo, será
libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad de la gloria de los
hijos de Dios (compárese con Romanos 8:19-22).
2. La muerte espiritual se debe al repliegue del Espíritu Santo como
lazo que unía el alma con Dios. Sin ese lazo el ser humano perdió
inmediatamente su comunión con Dios. En lo negativo, representó la
pérdida de la justicia original o santidad primitiva; en lo positivo,
significó la depravación de aquellos poderes que, en su acción concer-
tada, reciben el nombre de naturaleza moral del ser humano. Así, la
naturaleza humana caída se conocerá como la carne o sarx, un término
que se utiliza para indicar que todo el ser de la persona, su cuerpo, alma
y espíritu, ha quedado separado de Dios y sometido a la criatura. Las
consecuencias de maldad no se hacen esperar, y entre ellas podríamos
mencionar las siguientes: (1) Idolatría. La pérdida del Espíritu Santo
reduce el corazón del ser humano a un templo abandonado. No le
queda otra opción al yo que entronizarse como su propio dios. Acto
seguido, el mundo se torna en un “vasto panteón” de dioses inferiores,
todos los cuales son obligados a servir al yo entronizado. (2) El yo como
el principio que rige la vida. Cuando el yo se entroniza, la esclavitud al
pecado comienza. “Yo soy carnal”, dice el Apóstol, “vendido al pecado”
(Romanos 7:14), y de nuevo, “veo otra ley en mis miembros, que se
rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del
pecado que está en mis miembros” (Romanos 7:23). Así, la carne viene

82 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

a ser el principio que se opone al Espíritu. Por tanto, cuando Pablo se


refiere a la mente carnal como sarkikos, y al hombre espiritual como
pneumaticos, describe la naturaleza total de la una como bajo el
dominio de la carne, y del otro, también de manera total, pero bajo la
influencia del Espíritu.29 (3) La concupiscencia de la carne. Dado que el
yo se halla en una posición falsa, aunque todavía en posesión de su
carácter esencialmente activo, surge entonces lo que se conoce como
concupiscencia o deseo desordenado. El apóstol Pablo utiliza el término
phronema o mente para referirse a la mente carnal. Santiago utiliza un
término más primitivo pero más enérgico, el de epithumia, el que por lo
general se traduce como pasión (Santiago 1:14, 15) o deseo. Juan lo
revalida cuando se refiere al pecado del mundo como “los deseos
(epithumia) de la carne, los deseos (epithumia) de los ojos y la vanaglo-
ria (alazonía) de la vida” (1 Juan 2:16). (4) Impiedad. El yo no solo está
esencialmente activo, sino que ha sido creado para progresar ilimitada-
mente. Bajo la gracia, tal situación se convierte en un adelanto cada vez
mayor en la semejanza divina--una transformación “de gloria en gloria”
(2 Corintios 3:18). Pero en el pecado, lo que es cada vez mayor es “la
impiedad”, y por lo tanto un descenso de vergüenza en vergüenza.
Recuérdese, sin embargo, que el pecado es solo un accidente de la
naturaleza del ser humano, y no un elemento esencial de su ser original.
Éste retiene su personalidad y todos sus poderes, solo que los ejercita
separadamente de Dios como el verdadero centro de su ser, lo cual los
hace pervertidos y pecaminosos. El pecado no es una nueva facultad o
poder que se le infunde al ser de la persona como órgano especial de
pecado. Es más bien el sesgo de todos sus poderes--el oscurecimiento de
su intelecto, una alienación de sus afectos, una perversión de su
voluntad.
3. La muerte eterna es el juicio final de Dios sobre el pecado. Es la
separación del alma de Dios, pero de manera permanente. Es el castigo
del pecado aparte de las influencias mitigantes de la gracia divina.
Desde el punto de vista del pecador individual, es la separación
voluntaria y final de Dios, la actitud de la incredulidad y el pecado del
alma, hecha permanente. “Pero el sentido más elevado del término
‘muerte’ en la Biblia”, dice Richard Watson, “es el castigo del alma en
un estado futuro, que acarrea tanto la pérdida de la felicidad como la
separación de Dios, además de la punición positiva de la ira divina.
Ahora, esto se instituye no como algo peculiar a una dispensación de
alguna religión, sino como algo común a todas--como el castigo por la

LA DOCTRINA DEL PECADO 83

transgresión de la ley de Dios en todos los grados. ‘El pecado es


infracción de la Ley’; en esto consiste su definición. ‘La paga del pecado
es muerte’; en esto consiste su castigo” (Watson, Institutes, II:50).

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. En toda religión existe un principio de verdad o de error que, como el primer eslabón de
una cadena, arrastra necesariamente tras sí todos los componentes con los que está esen-
cialmente vinculado. Ese principio dominante en el cristianismo, distinto del deísmo, es la
doctrina de nuestro estado corrupto y perdido; pues que si el ser humano no está reñido
con su Creador, ¿qué necesidad hay de un Mediador entre él y Dios? Si no es una criatura
depravada, en ruinas, ¿qué necesidad hay de un Restaurador y Salvador tan maravilloso
como el Hijo de Dios? Si no está contaminado, ¿por qué necesita ser lavado en la sangre
inmaculada del Cordero? Si su alma no está dolida, ¿qué ocasión habría para tan singular
Médico divino? Si no es indefenso y miserable, ¿por qué se le invita perpetuamente a que
se asegure de la ayuda y el consuelo del Espíritu Santo? Y, en una palabra, si no nace en
pecado, ¿por qué Cristo declara con la más solemne aseveración que el nuevo nacimiento
es tan absolutamente necesario que sin éste nadie podrá ver el reino de Dios? (Fletcher de
Madeley).
2. Una proporción considerable de los patriarcas de la iglesia (por ejemplo, Justino, Ireneo,
Teófilo, Tertuliano, Agustín y Teodoreto), y también la mayoría de los más antiguos
teólogos de la iglesia protestante, permanecerían unánimes en la opinión de que este pasaje
no debe explicarse como alegoría, aunque defirieran entre ellos respecto a la interpretación
de expresiones particulares. Sin embargo, estuvieron mayormente de acuerdo en conside-
rar la serpiente como algo más que una mera serpiente natural, al igual que lo hicieron
Josefo y otros intérpretes judíos. Algunos afirman que la serpiente era sencillamente el
diablo--una opinión justificadamente impugnada por Vitringa, dadas las grandes dificul-
tades que encierra. Otros, junto a la mayor parte de los intérpretes judíos más antiguos,
supusieron que la serpiente de la que aquí se habla era el instrumento que el espíritu malo
empleó para seducir a la humanidad. De igual manera lo explicó Agustín, quien fue
seguido al respecto por Lutero y Calvino, y esa opinión, desde el tiempo de los tales, fue la
que prevaleció entre los teólogos protestantes hasta mediados del siglo diez y ocho (George
Christian Knapp, Chr. Th., 267).
No insistiríamos tan marcadamente en una exégesis literal al punto de decir que sería
imposible que el relato fuera figurado, pero, por otro lado, sí insistiríamos en que no
habría necesidad de considerarlo así, ni ventaja alguna si lo hiciéramos. El libro de Génesis
es histórico en todas sus características; no pretende, ni parece ser otra cosa, que un regis-
tro literal de eventos que en realidad ocurrieron (Miner Raymond, Syst. Th., II:52, 53).
3. Es precisamente debido a que el paraíso se encuentra fuera de las condiciones de nuestra
presente experiencia, que sea tarea tan fácil para la crítica demostrar lo imposible que nos
resulta forjarnos un cuadro del primer Adán. Existe cierta analogía entre la representación
del paraíso en lo que respecta a las primeras condiciones de la vida humana, y la represen-
tación de las últimas condiciones de la vida humana, es decir, de la vida futura. Ambas se
encuentran igualmente más allá de las condiciones de la experiencia presente, lo cual es
razón para que haya tantas personas que las estimen como meros cuadros de la imagina-
ción. Pero porque no seamos capaces de tener una intuición empírica del paraíso de
nuestro pasado ni de nuestro futuro, no por eso estamos menos obligados a pensarlo, pues
que también lo vemos en fe, como en un espejo en oscuridad. Por consiguiente, aunque el
primer Adán permanece como figura en el trasfondo de la raza humana, oculto en una


84 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

nube, y de contorno indefinido, una vaga memoria, no más clara que el recuerdo de la
primera vez que cada individuo cobró consciencia de sí mismo, con todo, lo consciente de
la especie, cuando se dirige sobre sí, regresa por necesidad a esta vaga memoria, pues que
sin ella lo consciente de la especie estaría completamente carente de unidad y vínculo
(Martensen, Chr. Dogm., 153, 154).
4. El doctor Pope dice, en relación a los dos árboles del huerto, que son símbolos o señales
acompañadas de profundo sentido espiritual. “Recordarlo sirve de dos propósitos. Sugiere
que nuestros primeros padres estaban ligados a su Creador por una religión que hacía
sacramentales todas las cosas a su alrededor, unas más especialmente que otras. Además,
protege los detalles sencillos del huerto contra el desdén de los incrédulos, quienes ven en
ellos solo lo que aparece en la superficie de la narración. El agua del bautismo, y el pan y el
vino eucarísticos, son comunes y diminutos en relación a las asombrosas realidades que
representan. Pero el espíritu infiel no encuentra nada como tal en estos símbolos contra lo
cual pueda objetar. Luego, ¿por qué habría de considerarse como increíble que los dos
árboles del paraíso dieran fruto sacramental? (Pope, Comp. Chr. Th., II:11)
5. Hay diferentes opiniones sobre el agente de la tentación. Samuel Wakefield dice que, “El
agente visible en la seducción del hombre fue la serpiente, pero el verdadero tentador era
ese espíritu malo llamado el diablo y Satanás. Se desprende obviamente de los atributos y
propiedades adscritas a la serpiente, que un ser superior se identificaba con ella en la
transacción. … Sin que tengamos que abandonar el sentido literal de la historia, aquí
tenemos que ver más allá de la letra, y considerar la serpiente solo como el instrumento de
un tentador sobrehumano. De igual manera, en la sentencia pronunciada contra la ser-
piente, aunque entendamos que se emite literalmente contra el animal, habrá que consi-
derar que enseña más de lo que la letra expresa, razón por la cual sus términos se conside-
rarán de naturaleza simbólica. La maldición de la serpiente era el símbolo de la maldición
que cayó sobre el diablo, quien era el verdadero agente de la tentación; entre tanto, la
predicción respecto a que la simiente de la mujer heriría la serpiente en la cabeza, era
indicación de que nuestro Señor Jesucristo redimiría al ser humano de la maldad y el
poder de Satanás. La interpretación simbólica del pasaje se confirma por las siguientes dos
consideraciones: (1) Si la serpiente era solo un simple instrumento empleado por Satanás,
como obviamente era el caso, la justicia requería que la maldición cayera con su mayor
peso sobre el verdadero seductor. Si interpretáramos la historia de manera simplemente
literal, limitaríamos el castigo tan solo a la serpiente, por lo que dejaríamos al principal
autor de la ofensa sin parte alguna de la maldición. (2) Sería ridículo suponer dentro de
estas circunstancias que la predicción respecto a que la serpiente sería herida en la cabeza,
no podría entenderse sino solo en sentido literal” (Wakefield, Chr. Th., 285, 286).
6. El extremo del literalismo sobre el relato de la tentación de parte de la serpiente, encuentra
la mejor ilustración en la posición de George Christian Knapp, de Halle. Dice así: “Lo
propio y consistente del relato de la tentación por medio de la serpiente lo pueden ilustrar
los siguientes señalamientos. La serpiente era empleada por casi todas las naciones antiguas
como símbolo de prudencia, habilidad y astucia. Eva ve una serpiente en aquel árbol
prohibido, que comía probablemente de su fruto, lo que no sería dañino para una ser-
piente. Es muy natural que sea la mujer la que primero lo observe. … De lo que sigue
entendemos muy naturalmente que Eva reflexionó sobre lo que había visto, y expresó sus
pensamientos en palabras. ‘La serpiente es un animal muy avisado e inteligente; con todo,
come del árbol que nos ha sido prohibido. Ese fruto, por tanto, no puede ser tan dañino, y
puede que la prohibición no lo sea en realidad’. Estas son las mismas falacias con las que
los seres humanos todavía se engañan a sí mismos cuando los objetos de los sentidos los
atraen y arrastran. El hecho por observado por la mujer en el sentido de que la serpiente
comía el fruto del árbol prohibido sin sufrir daño, estimuló el pensamiento que en los

LA DOCTRINA DEL PECADO 85

versos 4 y 5 aparece representado como palabras de la serpiente, dando por bueno comer
del fruto. Este no parecía que causaba muerte, antes bien, parecía que impartía salud,
vigor e inteligencia, de lo cual era prueba el ejemplo de la serpiente, que permaneció
saludable e inteligente aun después de comerlo’. ‘Fíjate en mí’, pudo haberle dicho la
serpiente a Eva, ‘cuan enérgica, sensata y astuta soy’. Dado que la mujer no conoce ser
alguno que supere al humano en conocimiento, excepto Dios solo, supone en su ingenui-
dad que si se hacía más sabia que lo que era, sería como Dios. Entre tanto, el deseo por lo
que era prohibido se hizo cada vez más irresistible. Tomó del fruto y comió. El hombre
que, típico de él, era lo suficientemente débil e inconstante como para ceder a la petición
de su esposa, recibió de ella el fruto, y con ella comió (Knapp, Christian Theology, 269).
Adam Clarke dice: “Tenemos aquí una de las más difíciles, y a la vez, una de las más
importantes narraciones en todo el libro de Dios”. La palabra nachash, pide Clarke que
notemos, se traduce como serpiente, como lo hace la Septuaginta. Siguiendo una elabora-
da argumentación, él adelanta la teoría de que en lugar de que la palabra nachash se tradu-
jera como serpiente, debió haber sido traducida como simio. Llega a esa conclusión sobre
las bases de que la palabra árabe chanas o khanasa significa “partió, se retiró, fue puesto,
seducido, se escurrió”, a la vez que las palabras de la misma raíz, akhnas, khanasa o khanoos
significan simio, o satirio, o cualquier criatura del género simio o cuadrumano. “¿No es
extraño”, pregunta, “que el diablo y el simio tuvieran el mismo nombre, derivado de la
misma raíz, y que esa raíz fuera tan similar a la palabra del texto?” Por tanto, arguye que
nachash, quienquiera fuera, tenía las siguientes características: (1) era la cabeza de todos los
animales inferiores; (2) era de caminar erecto; (3) estaba dotado con el don del habla; (4)
estaba también dotado con el don de la razón; (5) y que todas estas cualidades eran típicas
de la criatura, por lo cual Eva no mostró sorpresa.
Richard Watson sigue la misma línea de argumentación cuando dice: “No tenemos
razón de suponer, como de manera casi uniforme hacen extrañamente los comentaristas,
que este animal tuviera forma de serpiente de modo o grado alguno antes de que se trans-
formara”.
John Miley, junto a la mayoría de los teólogos arminianos, asume la posición de que la
serpiente como animal era sencillamente el instrumento de la tentación, pero que el hecho
de la inteligencia que se le adscribe, es muestra de la presencia de un agente superior.
7. El estatuto probatorio era un precepto positivo antes que un mandato moral. La diferencia
entre ambos descansa principalmente en lo siguiente: que en un mandamiento positivo, su
razón está escondida, mientras que la naturaleza misma de un mandamiento moral abarca
algo de su conveniencia. William G. T. Shedd, haciendo referencia a Anselmo, llama la
atención a ese hecho, y señala que el estatuto del Edén fue por tanto una mejor prueba de
fe y obediencia implícita que lo que un estatuto moral hubiera sido, ya que requeriría
obediencia por ninguna otra razón que la de la voluntad soberana de Dios. A la misma
vez, su desobediencia implicaría una violación de la ley moral, puesto que era un desdén
de la autoridad, un no creerle a Dios pero creerle a Satanás, una inconformidad con el
presente estado, una impaciente curiosidad de conocer, un orgullo y una ambición (cf.
Shedd, Dogm. Th., II:153, 154).
La sola y absoluta ley tenía una forma negativa y otra positiva, vinculada a los dos
árboles simbólicos del huerto: el árbol de la vida y el árbol de la ciencia. Comer del pri-
mero era una condición positiva de vida prolongada, y de todo beneficio de la creación;
abstenerse del otro era la condición negativa (William Burton Pope, Compend. Chr. Th.,
II:14).
Sobre la prohibición contra comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal,
Adam Clarke dice: “La prohibición tuvo por intención ejercitar esa facultad en el ser
humano, de tal modo que le enseñara constantemente esta lección moral: que había unas

86 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

cosas propias que hacer y otras que no lo eran; y que en referencia a ese punto, el árbol
mismo debe ser un maestro y moderador constante. Comerlo no hubiera acrecentado esa
facultad moral, pero la prohibición tenía como intención ejercitar la facultad que ya se
poseía. Ciertamente no hay nada de irrazonable en esta explicación, y visto bajo su luz, el
pasaje pierde bastante de su oscuridad. Vitringa favorece particularmente esta interpreta-
ción” (Adam Clarke, Comm., Génesis 1:9).
8. No ha de suponerse que los árboles tuvieran virtud inherente alguna, que uno sostuviera
eternamente la vida, y que el otro envenenara y corrompiera la naturaleza del ser humano.
Comer solemnemente del fruto del árbol de la vida no era sino un sacramento de inmor-
talidad: comerlo era para todo árbol del huerto lo que la Santa Cena es para toda otra
comida. El comer fatal del árbol de la ciencia era solo la señal visible y externa de un
pecado que, por la ley divina labrada en la naturaleza humana, hubiera sido seguido por la
vergüenza, y la culpa, y el temor, aun si un árbol tal no hubiera existido. Al ingerir su
fruto, el ser humano llegó al verdadero conocimiento del bien y el mal, al conocimiento de
su miseria, conocimiento que lo relacionó con el poder que él mismo tenía sobre su propio
destino--como si fuera su propio dios--y a la misma vez le enseñó que su poder, en inde-
pendencia de Dios, era su ruina (Pope, Compend. Chr. Th., II:14).
9. Este párrafo es una compilación de referencias de William Burton Pope, William G. T.
Shedd y John Miley, aunque podrían citarse otros teólogos quienes sostienen las mismas
posiciones. Las siguientes referencias prueban esas posiciones.
“Separarse de la voluntad suprema fue algo que se consumó adentro, antes de que se
exhibiera la acción. El principio más íntimo del pecado se da cuando el yo se separa de
Dios; el principio de la maldad humana se dio, por consiguiente, en el momento en que se
le dio consideración a la pregunta, ‘¿Conque Dios os ha dicho?’ En esto consistió el primer
pecado formal, aunque no se mencione así en la Biblia. El acto externo respecto del árbol
se hizo mirada de concupiscencia, lo cual tenía en sí mismo culpa de participación, tras lo
cual siguió la participación como acto. Es por esa razón que el principio de la desobedien-
cia se destacará en todas las referencias del Nuevo Testamento al pecado original” (Pope,
Compend. Chr. Th., II:15).
“La única susceptibilidad subjetiva en Adán a la que Satanás pudo dirigirse, fue al deseo
natural e inocente por el fruto de un árbol de la ciencia que era considerado ‘bueno para
comer y agradable a los ojos’ (Génesis 3:6). El otro deseo del fruto, el que los haría ser
‘como Dios, conocedores del bien y el mal’, era un deseo prohibido, y el deseo prohibido
es pecado. … Adán no fue creado con el deseo de un conocimiento del bien y el mal que
lo haría ser como ‘los dioses’, es decir, como Satanás y sus ángeles. Un conocimiento tal es
falsedad, no verdad, y desearlo es erróneo y pecaminoso. … Ese tipo de deseo rebelde y
desobediente requería haber sido originado por Adán mismo, dado que no tenía existencia
previa en su corazón sumiso y su voluntad obediente. Dios no había implantado un deseo
de maldad tal. Esa lascivia orgullosa y egoísta en pos de un conocimiento falso y prohibido
tenía que haberlo originado Adán mismo como algo enteramente nuevo y original”
(Shedd, Dogm. Th., II:155).
“Las sensibilidades del hombre primitivo daban pie a la tentación. En función de esas
sensibilidades se darían incitaciones y apetencias que surgirían, no directamente inclinadas
a la acción pecaminosa como tal, pero hacia formas de acción que podrían ser pecamino-
sas, o que se supiera que lo eran. Tenemos un ejemplo en el caso de Eva. Se despiertan las
apetencias por el fruto prohibido al presentársele a la luz falsa de la tentación. En la me-
dida en que estas sensibilidades activas fueran puramente espontáneas, lo serían también
inocentes, y enteramente consistentes con la santidad primitiva. El pecado podría surgir
solo si se les daba indebida atención a las incitaciones de las sensibilidades, o si las mismas
conducían a alguna infracción voluntaria de la ley del estado probatorio. Pero aunque

LA DOCTRINA DEL PECADO 87

espontáneas y todavía dentro de los límites de la inocencia, esas sensibilidades podían


actuar como impulso hacia la infracción voluntaria” (Miley, Syst. Th., I:435).
10. Muchas veces me preguntaba en mi locura por qué, según la gran sabiduría previsora de
Dios, no se impidió el inicio del pecado; así, pensaba yo, todo hubiera estado bien. …
Pero Jesús me respondió con esta palabra, y dijo, ‘El pecado existe, pero todo estará bien,
y toda manera de cosa estará bien’” (Julián de Norwich).
11. El resultado del pecado o desliz de Adán fue el que lo puso bajo la ira de Dios, el que lo
hizo propenso al dolor, la enfermedad y la muerte, el que lo privó de la santidad primige-
nia, el que lo separó de la comunión con Dios y de aquella vida espiritual que Dios le
había impartido antes, de la cual dependía completamente su santidad, y de cuya pérdida
resultaría el desorden moral y la depravación total de su alma, y, finalmente, el que le
propició la miseria eterna (Watson, Dictionary, Art. The Fall).
12. La Confessio Augustana que aquí se menciona a veces se ha interpretado como queriendo
decir que Dios es negativamente el autor del pecado, por retirar su mano, o por retirar el
donum perseverantiæ. Eso, como se verá de inmediato, está estrechamente relacionado con
el donum superadditum que se discutió previamente. Si la justicia es un don sobrenatural,
entonces depende de que ese don continúe o perdure. Si Dios lo retira, el ser humano cae
en pecado. Pero esa no es una interpretación correcta, como se demuestra en los credos
más tardíos que se mencionan también aquí. El que la presencia de Dios se retirara,
necesita considerarse no como una causa, sino como un efecto del pecado.
La primera edición de la Confesión de Augsburgo hecha por Melanchthon se conoce
como la Invariata, en tanto que las tres subsecuentes ediciones, las de 1531, 1535-1540 y
1540-42, se les llama la Variata.
13. C. C. Everett, en la obra citada, dice que “los teólogos más profundos han insistido en que
el pecado es una carencia antes que una presencia. Nada es en sí pecaminoso. El acto
pecaminoso lo es porque ocupa el lugar de un acto mejor y más elevado. La mala tenden-
cia no existe; se vuelve tal solo cuando se queda desprovista de apoyo por causa del fracaso
de otras tendencias que debieron haberla complementado, y hasta en su momento domi-
nado. El pecado es, pues, negativo, no positivo”. Es claro que esa posición no le hace
justicia a la idea bíblica del pecado. El pecado, como James Orr lo percibe, es “un poder
tiránico que desafía todos los esfuerzos del ser humano y su natural vigor para evadirlo”.
14. N. P. Williams, en sus Conferencias de Bampton de 1929, las cuales tituló, “Ideas de la
Caída y el Pecado Original”, pretende explicar la caída apoyado en el andamiaje de la
filosofía evolucionista moderna. Williams dice que hay tres complejos en la personalidad
humana: el “complejo de la manada”, el “complejo del yo” y el “complejo del sexo”.
Sostiene que, en la personalidad ideal, el complejo de la manada formaría un contrapeso
adecuado para los otros dos, de forma tal que el alma pudiera disfrutar de una condición
de perfecto equilibrio o balance sobre la que la libre voluntad consciente pudiera obrar,
reforzando unas veces una y otras veces otra de las estructuras síquicas dominantes, y
controlándoles, modificándoles o inhibiéndoles el flujo de energía vital. La debilidad de la
naturaleza humana, o lo que es esencialmente el pecado original, yace en que, debido a la
debilidad del instinto de la manada que la alimenta, el complejo de la manada no posee
algo que ni siquiera se asemeje a la energía vital que se necesitaría para colocarlo sobre las
mismas bases de los otros dos complejos primarios, de modo que se pudiera preservar el
equilibrio del yo empírico, o “lo mío”, el cual necesita el ser trascendental o “yo” para
poder funcionar con libertad (cf. 491, 492). Este aparenta ser un planteamiento de conte-
nido teológico, pero en la medida en que contenga alguna verdad, podría expresarse más
sencillamente en la afirmación teológica de la gracia preveniente, la cual se ha dado a todos
los seres humanos en virtud de la expiación universal de Jesucristo. Pero el aspecto evolu-
cionista de la posición de Williams se demuestra en la idea del “instinto de la manada” o

88 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

“complejo de la manada”, el cual se transmite de los antepasados animales del ser humano.
Las teorías de ese tipo se quedan cortas ante el hecho de que el pecado consiste en la
autoseparación de la voluntad del ser humano de la voluntad de Dios. Esta posición
únicamente provee un lugar adecuado para el pecado y la culpa que se le debe adscribir.
15. La manera en que los sistemas racionalistas de filosofía dan cuenta del pecado es
escasamente menos cristiana que las teorías de las religiones paganas antiguas. Así, pues,
Hegel considera que el pecado representa meramente otra etapa en el desarrollo humano;
Schleiermacher, Ritter, Lipsius y otros, lo representan como consecuencia de la debilidad
humana de espíritu y voluntad; Ritschl considera que el pecado es ignorancia; por su lado,
la teoría evolucionista moderna lo ve como simplemente una etapa en el desarrollo bioló-
gico y moral.
16. Se han hecho esfuerzos para demostrar que, anterior al periodo de la cautividad
babilónica, no se puede detectar las huellas de la doctrina de Satanás en el Antiguo Tes-
tamento. Si esto ha de entenderse como que signifique que los judíos no supieran de
ángeles malos con antelación a ese periodo, la Biblia se encargaría fácilmente de refutarlo.
Aparte de la sola referencia de Zacarías 3:1-2, quizá no se encuentre otra referencia a
Satanás en la Biblia post-babilónica, aunque las hay numerosas en los libros anteriores.
(Compárense Job 1:6; 1 Crónicas 21:1; Salmos 109:6 y 106:37.) También existen nume-
rosas referencias a ángeles malos bajo la designación de “espíritus malos”, como en Jueces
9:23, 1 Samuel 16:14, y así por el estilo. El Nuevo Testamento desarrollará esta doctrina
de manera más plena. Si incluimos tanto la forma singular como la plural del vocablo
diabolus, encontraremos que el Nuevo Testamento lo utiliza cuarenta y dos veces, el
vocablo Satanás, veinte y tres veces, espíritu malo, ocho veces, espíritu mudo, tres veces, y
espíritu de adivinación, una vez.
El obispo Martensen, en su Christian Dogmatics, 186-203, nos ofrece una atractiva e
interesante presentación de este tema. Se le ha acusado de sostener un punto de vista
meramente impersonal de Satanás como “el principio cósmico”, sujeto a creación y de otra
manera sin existencia. Pero nos parece que no es cierta esa aseveración sobre su posición.
Algunos de sus planteamientos, es cierto, aparentan no salvaguardarse con la suficiente
diligencia, por lo que si se extraen de la discusión como un todo y se interpretan por sí
mismos, parecerían indicar que Satanás no es otra cosa que dicho principio impersonal, el
cual en ese caso vendría a ser el mal último. El obispo Martensen tiende hacia el punto de
vista cosmológico antes que soteriológico de la teología.
17. La tentación desde afuera estaba más que simbolizada por el instrumento de aquella
antigua serpiente--caída también ahora de su primer estado, al igual que el verdadero
tentador--llamada diablo, y Satanás, quien engañaba a todo el mundo. Lo distintivo de
este registro es de gran importancia. El mismo establece la diferencia entre el pecado
original de la tierra y el pecado original del universo. De hecho, no tenemos que asumir
que los ángeles que cayeron fueron tentados solo desde adentro; hay sobrada razón para
pensar que, como por la envidia que se le tuvo al diablo entró la muerte al mundo, así
también por la misma envidia, estimulada por algún otro objeto en el cielo, la muerte
entró a los ángeles. No puede ser que el pecado haya tenido su origen dentro del espíritu
de una criatura de Dios independientemente de una incitación desde afuera. Pero en el
caso del ser humano, la agencia de Satanás adquiere prominencia desde el principio de la
Biblia hasta el final, no para empequeñecer la culpa de la primera transgresión, sino para
mitigar su castigo, y sugerir por lo menos que existe una diferencia entre el pecado de los
ángeles y el de la raza humana (Pope, Compend. Chr. Th., II:14).
18. A. H. Strong señala algunos contrastes entre el Espíritu Santo y el espíritu de maldad
como sigue: (1) La paloma y la serpiente; (2) el padre de mentira y el Espíritu de verdad;
(3) seres humanos que son poseídos por espíritus mudos y seres humanos a quienes se les

LA DOCTRINA DEL PECADO 89

da hablar en diversos idiomas; (4) homicida desde el principio, y Espíritu que da vida,
regenera el alma y resucita nuestros cuerpos mortales; (5) el adversario y el Consolador; (6)
el acusador y el abogado; (7) Satanás que zarandea y el Maestro que avienta; (8) inteligen-
cia y maldad organizada del mal, y la combinación que hace el Espíritu Santo de todas las
fuerzas de la materia y el espíritu para edificar el reino de Dios; (9) el hombre fuerte que se
arma totalmente y el que lo supera en fuerza; (10) el mal que obra solo maldad, y el
Espíritu Santo que es el autor de la santidad en los corazones de los seres humanos. La
oposición de los ángeles malos desde el principio y siempre, a partir de su caída, puede ser
una razón por la que sean imposibles de redimir (Strong, Syst. Th., II:454).
19. El apóstol Pedro nos dice que los ángeles que apostataron fueron arrojados al infierno. La
palabra que se usa aquí es “tartarus”, que es donde únicamente ocurre en el Nuevo Tes-
tamento. John Dick dice que “por tartarus se entendía la más baja de las regiones inferna-
les, el lugar de oscuridad y castigo, donde eran confinados los culpables de impiedad hacia
los dioses y grandes crímenes contra los seres humanos. La palabra, tal y como la adopta el
Apóstol, transmite la misma idea general”.
Si aquí se propusiera la pregunta, “¿Por qué no se hizo provisión para la recuperación de
los ángeles caídos como se hizo para el ser humano?”, no se podría dar una respuesta
decisiva. Con todo, existen ciertas circunstancias vinculadas con la historia de los ángeles
caídos, y con la de nuestra raza, las cuales merecen consideración, ya que pueden arrojar
alguna luz sobre ese misterioso tema. (1) Estos eran sin duda superiores al ser humano en
dotes intelectuales, y por consiguiente menos propensos a ser engañados. (2) Dado que el
ser humano era en parte material y sujeto a la influencia de los sentidos, pudo ser que su
atención hubiera sido desviada, y su juicio torcido, por las seducciones que se les dirigían.
Pero los ángeles eran seres puramente espirituales, por lo que no podían estar propensos a
semejantes tentaciones. (3) El progenitor de la raza humana sostenía una relación federada
con toda su posteridad. En él ella permanecía o caía. Pero los ángeles eran individualmen-
te responsables, por lo que tal relación entre ellos era inexistente. (4) El hombre pecó en el
paraíso terrenal mediante la sutileza de un tentador, pero los ángeles pecaron en el paraíso
celestial sin que hubiera un tentador. Porque aunque no tenemos una historia de su
apostasía, sabemos que no fueron incitados por un ser de astucia superior, como lo fue con
el ser humano, ya que eran los únicos habitantes del cielo” (Wakefield, Chr. Th., 260).
Aunque no fueron tentados por uno fuera de su número, parece claro de lo que antecede
que, en efecto, cayeron mediante uno de su propio número.
20. Contra el argumento que con frecuencia se adelanta en el sentido de que Jesús y los
apóstoles meramente se acomodaron al lenguaje y las creencias de su día, Richard Whately
dice: “Tampoco puede decirse que Jesús y sus apóstoles simplemente dejaron a las perso-
nas a sus creencias, pensando que no valía la pena desengañarlos, y confiando que con el
tiempo ellos mismos descubrirían por su cuenta sus errores. Al contrario, nuestro Señor y
sus seguidores confirmaron tajante y rotundamente la doctrina a través de un número
expreso de declaraciones. Por ejemplo, nuestro Señor, en su explicación de la parábola del
trigo y la cizaña, dice explícitamente que el enemigo que siembra la cizaña es el diablo. Y
de nuevo, al explicar la parte de la parábola del sembrador en la que se dice que las aves se
comieron la semilla que cayó junto al camino, señala que ‘viene el malo y arrebata lo que
fue sembrado en su corazón’. Si, por lo tanto, la creencia en los espíritus malos es un error
completamente vulgar, no es ciertamente un error que Jesús y sus apóstoles sencillamente
se descuidaron en corregir, o que meramente toleraron, sino que concluyentemente in-
culcaron”.
21. “La Biblia enseña clara y enfáticamente la existencia separada, distinta y personal del
diablo, y de una hueste innumerable de espíritus malos comúnmente llamados demonios.
Aunque, en la propiedad estricta del lenguaje bíblico, hay solo un diablo--el príncipe de la

90 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

potestad del aire--, un Belial--un adversario--, a él se le une una hueste de espíritus malos
que participan de la misma naturaleza, y se ocupan de la misma obra que el padre de
mentira. … Los que niegan la existencia personal del diablo, tienen métodos extrañamente
distintos de interpretar la Biblia. Unos dicen que el diablo personifica cierto principio de
mal; otros dicen que es el propender del corazón al mal; aún otros dicen que el diablo
significa enfermedad, locura o demencia. Unos pocos preclaros pasajes bíblicos demostra-
rán lo absurdo de ese método de interpretar la Santa Palabra de Dios. Los escritores
sagrados no eran tan descuidados como para utilizar vagamente su lenguaje. Si no existe
un diablo personal, ¿cómo hemos de entender el caso del hombre que habitaba en los
sepulcros, según se registra en Marcos 5:2-16 y Lucas 8:27-38? Este hombre estaba poseí-
do por muchos demonios. Esos demonios ‘lo atormentaban’. ‘Salieron’ de él. ‘Entraron en
los cerdos’. Esos demonios tenían una existencia personal separada, y aparte, del hombre
del cual fueron expulsados. Entraron en el hombre y salieron de él. Existían antes de que
entraran en él, y continuaron existiendo después que salieron. Las acciones que se les
adscriben a estos demonios son tales, que solo pertenecen a seres personales reales”
(Obispo Weaver, Christian Theology, 106-107).
22. A. B. Bruce dice: “Para entender el paulinismo debemos notar cuidadosamente la
distinción entre hamartía y parábasis. Hamartía es objetivo y general; parábasis es subjeti-
vo y personal. Hamartía conlleva ciertos resultados malos, pero es preciso parábasis para la
culpa y la condenación” (compárese con MacPherson, Chr. Dogm., 247).
Olive M. Winchester llama la atención al hecho de que, en los vocablos anteriores para
pecado, la terminación abstracta ßá denota “estado” o “cualidad”. Así, hamartía, en sin-
gular, denota pecado como estado o calidad, y en plural, “pecados”. Hay también otro
sustantivo de este verbo, hamartema, un nombre concreto antes que abstracto, lo cual, por
tanto, denota una cosa o un acto.
“El pecado y la desobediencia son términos intercambiables. El pecado no es una
concepción arbitraria. Es la afirmación de la voluntad egoísta contra la autoridad suprema.
La persona que peca viola esencialmente la ‘ley’ para la que fue creado que cumpliera, pero
no lo hace solo por accidente ni como pormenor aislado. Esa ‘ley’, que expresa el ideal
divino de la constitución y crecimiento del ser humano, tiene tres aplicaciones principales.
Está la ‘ley’ de cada ser humano en su ser personal; está la ‘ley’ de su relación con las cosas
fuera de él; y está la ‘ley’ de su relación con Dios. Violar cualquier parte de esa ley triple es
pecado, ya que todas las partes son divinas” (Santiago 2:10; Westcott, Comm., 1 Juan
3:4).
El doctor Westcott también señala que Santiago considera el pecado como egoísmo
(1:14ss). Juan sostiene que “la injusticia”, o el fracaso en cumplir nuestras obligaciones
con los demás, es también pecado (1 Juan 3:4).
23. La definición del apóstol Juan es importante, puesto que señala la diferencia entre el acto
de infracción y el estado de infracción. Los términos que utiliza significan que el acto es el
resultado del estado, y que el estado es igualmente el resultado del acto. El pecado es solo
el acto de una voluntad primitiva transgresora, pero esa voluntad conforma el carácter
detrás de la voluntad futura, y determina sus fines. Esa declaración final del Apóstol puede
dividirse en sus dos bifurcaciones, cada una de las cuales arrojará luz sobre la terminología
general de la Biblia. El pecado es la separación voluntaria del alma de Dios: esto implica el
establecimiento de la ley de la actividad del yo, y en lo pasivo, la entrega a la confusión
interna (Pope, Compend. Chr. Th., II:30).
24. William Adams Brown señala que las consecuencias del pecado deben representarse de
acuerdo al punto de vista desde el cual se vea el pecado. Así, si se mira desde el punto de
vista moral, el pecado resulta en culpa; desde el punto de vista religioso, en enajenación;


LA DOCTRINA DEL PECADO 91

desde el punto de vista del carácter y los hábitos propios del ser humano, en depravación;
desde el punto de vista del gobierno divino, en castigo (cf. Chr. Th. in Outline, 277).
25. La conciencia del ser humano provee su propio y claro testimonio. Esa facultad de nuestra
naturaleza, o ese representante del Juez dentro de nuestra personalidad, es, en relación con
el pecado, simplemente el registrador de su culpa. Es la conciencia moral que fielmente
asume, antes por instinto que por reflexión, aunque siempre de ambas maneras, la res-
ponsabilidad personal del pecado, y que anticipa sus consecuencias. Ese es el significado
bíblico de la palabra. No lo es la norma del bien y el mal establecida en la naturaleza
moral. De esta norma el apóstol Pablo escribirá que estaba escrita en el corazón universal
del ser humano: los gentiles muestran “la obra de la Ley escrita en sus corazones” (Roma-
nos 2:15). El apóstol añadirá que la conciencia de los gentiles da “testimonio” al acusarlos
o defenderlos, lo que sin duda dirige la mirada hacia arriba, hacia un Juez, y hacia delante,
hacia un juicio. Lo que el apóstol Pablo llama sunéidesis, el apóstol Juan lo llama kardía,
queriendo referirse, sin embargo, no al corazón en el que Pablo ubica el asiento de la ley,
sino a la conciencia del ser humano interior. La conciencia es el yo de la personalidad, la
que en la humanidad universal nunca excusa pero siempre acusa, la que es “conciencia de
pecado” (Hebreos 10:2). Basta que establezcamos esa distinción entre la norma del bien y
el mal, la cual puede ser defectuosa, lo que no sería propiamente conciencia, y la concien-
cia moral, la cual unirá infaliblemente la falta y sus consecuencias dentro de la conciencia
del pecador (Pope, Compend. Chr. Th., II:34).
26. El vínculo entre el pecado y la miseria se deja sentir universalmente, cosa que nadie que
sea serio lo disputa. … Este vínculo es directo, ya que el pecado nos separa de Aquél, solo
en quien está nuestra felicidad, razón suficiente para que nos haga sumamente miserables;
esta relación es recíproca, pues que si la miseria emana del pecado, así, de nuevo, el pecado
emana continuamente de la miseria. El pecado es la semilla, y la miseria es la cosecha, pero
ésta trae continuamente consigo los granos para el semillero; de hecho, el pecado, no
meramente produce, sino que es en sí mismo la más grande de las miserias. El pecado
excede todavía más infinitamente en miseria toda tristeza que parcialmente cause, que
parcialmente aumente, que parcialmente prolongue. Hemos de considerar como su
amargo fruto, no solo la pesadumbre que venga directamente de Dios, sino el dolor que
los seres humanos infligen los unos sobre los otros, y hasta la calamidad que nosotros
mismos provocamos. La consciencia de pecado acrecienta, por un lado, cada carga de la
vida, y disminuye, por el otro, el poder para sobrellevarla con tranquilidad. Por la simple
razón de que el pecado es un mal mucho más general, vergonzoso y pernicioso que cual-
quiera otra plaga, deberá llamársele la causa más grande de lamentación (Van Oosterzee,
Chr. Dogm., II:434).
27. La culpa tiene otro significado. Es la obligación segura de castigo, o lo que a veces se
denomina el reatus poenæ. Debemos recordar que aquí se le considera como absoluta, sin
referencia a provisión expiatoria alguna; que es el castigo de un alma viviente y no una
aniquilación; y que es el castigo del espíritu humano que informa un cuerpo humano. El
alma que peca es culpable de muerte, o de ser separada del Espíritu Santo de vida: la
muerte del espíritu separado de Dios, que incluye la separación del alma del cuerpo, y esto
por la eternidad. Duro es decirlo así, si se toma aisladamente, pero su mitigación vendrá a
su debido tiempo (Pope, Compend. Chr. Th., II:36).
La Sagrada Escritura recapitula todas las perturbaciones de la vida humana, las cuales
son el resultado y castigo del pecado, al designarlas “muerte”. “La paga del pecado es
muerte” (Romanos 6:23 y Santiago 1:15; Romanos 5:12). Hay varias clases de muerte.
Con ese término la revelación querrá significar, no solo la muerte vinculada a la vida
interior--el parecido espiritual de la vida, el ser fingido que el pecador carga, separado de
Dios; no solo el estado dividido del ser humano interior, el resquebrajamiento y el

92 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

desmembramiento de los poderes espirituales, lo cual resulta del pecado; sino también la
muerte que abarca la vida exterior, toda la andanada de enfermedades y plagas que pasan
por la raza humana, y “todos los distintos males de los que la carne es heredera”, que se
consuman en la muerte, en la separación del alma y el cuerpo (Martensen, Chr. Dogm.,
209).
28. A pesar de que una explicación plena y satisfactoria de los oscuros relatos de la naturaleza
puede que resulte imposible dentro de los límites actuales de nuestra experiencia, con todo
una manera espiritual y moral de ver la naturaleza siempre volverá a las palabras del
Apóstol, en el sentido de que la criatura está sujeta a vanidad, y que gime por su redención
(Martensen, Chr. Dogm., 214).
La muerte física es el castigo del pecado humano, sin embargo, no en sí misma, sino por
su vinculación con la muerte espiritual, vinculación que en cierto sentido resulta de la
misma privación del Espíritu Santo, cuya habitación en la persona regenerada es la pro-
mesa de la resurrección física, así como el principio de la resurrección del espíritu a la vida.
De que es el castigo por el pecado del ser humano, es algo que se declara expresamente,
pues que fue por su causa que se le sujetó a la vanidad que recibieron en suerte las criaturas
inferiores, que se le negó acceso al árbol de la vida, y que se le entregó a la disolución que
ya pertenecía a la terminación natural de la existencia de los órdenes inferiores de los
habitantes de la tierra. … Todavía más, la muerte física en el sentido de aniquilación de
toda la naturaleza del ser humano, que es alma y espíritu, es algo a lo cual nunca se alude a
través de la Biblia. En la Biblia, morir, nunca significa extinguirse (Pope, Compend. Chr.
Th., II:39).
A. Weismann dice que el organismo no debe ser visto como una pila de material
inflamable, que se reduzca completamente a cenizas en un momento dado, y cuya dura-
ción se determine por su tamaño y el ritmo en que se quema; antes debe compararse a un
fuego al que se le puede añadir combustible fresco, y el que, sea que se queme rápida o
lentamente, puede mantenerse ardiendo tanto tiempo como sea necesario. … La muerte
no es una necesidad primaria, sino que es algo adquirido secundariamente, como por
adaptación (Weismann, Heredity, 8, 24).
29. La segunda consecuencia es, por tanto, la muerte espiritual, ese estado moral que surge de
la privación de la comunicación de Dios con el alma humana, la cual se había contami-
nado, y de aquella influencia que es la única fuente y origen de la justa y vigorosa direc-
ción y empleo de los poderes en los que consiste su rectitud; una privación de la que la
depravación, subsiguiente y necesariamente, proviene. Tal cosa, como ya hemos visto, fue
incluida en la amenaza original, y si Adán era una persona pública, un representante, la ha
transmitido a sus descendientes, quienes en su estado natural, se les considera que están
“muertos en sus delitos y pecados”. Es de esa manera que el corazón resulta engañoso
sobre todas las cosas, y desesperadamente malo; y que todo mal “de él procede”, como lo
hacen las corrientes corrompidas que de un manantial corrompido proceden (Watson,
Institutes, II:55).




CAPÍTULO 19

EL PECADO ORIGINAL
O LA DEPRAVACIÓN
HEREDADA
Hemos visto que la paga del pecado es la muerte. Hemos visto tam-
bién que los efectos del pecado no se pueden limitar al individuo, sino
que deben incluir igualmente en su alcance las consecuencias sociales y
raciales. Es a esas consecuencias que la teología aplica las expresiones de
pecado original y depravación heredada. Siguiendo nuestro procedi-
miento habitual, primero examinaremos la Biblia misma, de modo que
podamos establecer el hecho de la depravación humana; y partiendo de
ese hecho, ya establecido, intentaremos construir una doctrina que esté
en armonía tanto con la Biblia como con la experiencia humana.1 Hay,
pues, dos preguntas que surgen inmediatamente. La primera, ¿se ligarán
esas consecuencias a Adán como la cabeza federal o representante oficial
de la raza; o se considerarán sencillamente como las consecuencias
naturales de la relación de la raza con Adán? La segunda, ¿en qué
sentido deben esas consecuencias ser vistas como pecado, y en qué
sentido como depravación heredada? Dado que el término, pecado
original, parece proveer una vinculación más directa con el asunto que
se discutió en el capítulo anterior, examinaremos primero los pasajes
bíblicos que tratan con el pecado original, y luego los que tratan con la
depravación heredada.
Respecto al pecado original, la Biblia enseña que la presencia de la
muerte en el mundo, con todos los males que la asisten, se debe al
pecado del ser humano. “Por tanto, como el pecado entró en el mundo
por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los
hombres, por cuanto todos pecaron. Antes de la Ley ya había pecado en

94 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

el mundo; pero donde no hay Ley, no se inculpa de pecado. No


obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no
pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura del que
había de venir. … Si por la transgresión de uno solo reinó la muerte,
mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la
abundancia de la gracia y del don de la justicia. Así que, como por la
transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la
misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la
justificación que produce vida” (Romanos 5:12-14, 17-18). Aquí se
enseña claramente que antes de la caída de Adán, no había pecado ni
muerte, pero que después de su caída, los había ambos, y que ambos se
consideran una consecuencia directa del pecado. Se desprende también
patentemente de esta declaración que el mal natural es la consecuencia
del mal moral, puesto que la muerte es por el pecado. El Apóstol
además declara que la muerte, como consecuencia del pecado, pasó a
todos los seres humanos, es decir, se les propagó racialmente. Parece,
pues, que el pecado original y la depravación heredada están separadas
solo de pensamiento, puesto que no lo están de hecho. Por consiguien-
te, la raza de Adán se propagó no solo por semejanza física, sino por
imagen moral. Como si anticipara el error de que fue el pecado de
Adán el que constituyó a todos los seres humanos en transgresores, el
Apóstol añade, “por cuanto todos pecaron”. Con todo, admite el
mismo Apóstol, la muerte reinó aun en los que no pecaron a la manera
de la transgresión de Adán, vale decir, por un acto abierto de desobe-
diencia. Entonces, si la pena de muerte se les imputó a todos los seres
humanos, por cuanto todos pecaron, el pecado debe haber sido un
estado del corazón, es decir, una naturaleza depravada. Ello lo confir-
man pasajes bíblicos como, “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo!” (Juan 1:29); “y la sangre de Jesucristo, su Hijo,
nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
Respecto a la depravación heredada, no es solo cuestión de que todos
los seres humanos nacen bajo la pena de muerte, como consecuencia
del pecado de Adán, sino que nacen también con una naturaleza
depravada, lo que, en contraposición con el aspecto legal del castigo, se
le denomina generalmente pecado innato o depravación heredada. La
definición que se le da en el credo es la de “aquella corrupción de la
naturaleza de toda la prole de Adán, razón por la cual todo ser humano
está muy apartado de la justicia original” (Manual de la Iglesia del


EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 95

Nazareno, Artículo de Fe V). Pero volvamos a la enseñanza de la Biblia,


que es la que ahora nos interesa con relación a este tema.
La Biblia afirma que el ser humano nace en un estado de muerte
espiritual. Aunque se ha hecho una provisión completa para el perdón
de la culpa y de la condenación de las que el ser humano no es direc-
tamente responsable, el hecho permanece que sigue siendo responsable
de las consecuencias de ese pecado. Hacemos este planteamiento de
modo que podamos ilustrar la condición presente del ser humano
aparte de las influencias mitigadoras de la gracia divina. El primer
pasaje bíblico que apunta a la depravación heredada de la naturaleza del
ser humano se encuentra en Génesis 5:3, en donde se indica que Adán
“engendró un hijo a su semejanza”. Aquí se hace una diferenciación
entre la semejanza a Dios, y la semejanza a Adán en la que su hijo fue
engendrado. Otro pasaje bíblico de igual importancia se encuentra en
Génesis 8:21, donde se dice que “el corazón del hombre se inclina al
mal desde su juventud”. Dado que se habla así del ser humano cuando
ya no había otro ser humano sobre la tierra excepto el justo Noé y su
familia, deberá apuntar a una referencia a la tendencia hereditaria del
ser humano hacia el mal. Estrechamente relacionadas con esos textos
están las palabras de Job: “¿Quién hará puro lo inmundo? ¡Nadie!” (Job
14:4). Aquí de nuevo se indica claramente que la raza humana está
contaminada o corrompida por el pecado, y que, por tanto, cada cual
nacido de la raza está corrompido. El salmista va a establecer lo mismo,
como sigue: “Jehová miró desde los cielos sobre los hijos de los
hombres, para ver si había algún entendido que buscara a Dios. Todos
se desviaron, a una se han corrompido; no hay quien haga lo bueno, no
hay ni siquiera uno” (Salmos 14:2-3). El apóstol Pablo usará esta cita
bíblica en su momento para señalar el estado de depravación universal
de la humanidad. Hay dos pasajes adicionales de Salmos que se pueden
utilizar como textos de pruebas: “En maldad he sido formado y en
pecado me concibió mi madre” (Salmos 51:5); y, “Se apartaron los
impíos desde la matriz; se descarriaron hablando mentira desde que
nacieron” (Salmos 58:3). El vocablo, iniquidad, conlleva la idea de una
naturaleza torcida o pervertida desde la concepción misma de la vida,
hecho que, bajo ninguna circunstancia, permitirá que, iniquidad, se
refiera al pecado actual. El segundo versículo, al hablar de un apartarse
o alienarse de Dios, lleva el pensamiento todavía más lejos. Esa
alienación, por ser de nacimiento, no se debe considerar como depra-
vación adquirida, sino heredada. El profeta Jeremías declaró: “Engaño-

96 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

so es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conoce-


rá?” (Jeremías 17:9). Así, el profeta ha utilizado los términos más
enérgicos para expresar la depravación natural del corazón humano.
Son numerosas las referencias del Nuevo Testamento al carácter
moralmente depravado de la raza humana, aunque aquí solo necesita-
mos ofrecer unos pocos de los textos de pruebas más destacados.
Nuestro Señor decía que “lo que sale del hombre, eso contamina al
hombre, porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos
pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los
hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lujuria, la envidia, la
calumnia, el orgullo y la insensatez. Todas estas maldades salen de
dentro y contaminan al hombre” (Marcos 7:20-23). Aquí nuestro
Señor afirma claramente que esas características malvadas salen de
adentro, esto es, tienen su fuente original en el corazón natural del ser
humano. De nuevo, dice el Señor, que “el que no nace de agua y del
Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne,
carne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:5-6). Aquí, la
palabra carne se refiere no solo a la condición física de la humanidad
cuando viene a este mundo, sino que también implica que su condición
moral es tal, que la misma se convertirá en la base para la necesidad de
un nuevo y espiritual nacimiento. Las palabras de nuestro Señor hasta
aquí citadas son evidencia suficiente del estado moralmente depravado
del ser humano natural, pues que para el cristiano no puede haber más
alta autoridad que ésta. Pero el apóstol Pablo, quizá más que ningún
otro escritor del Nuevo Testamento, también utiliza el término carne, y
de la manera que lo utiliza, el término se referirá a la naturaleza
depravada del ser humano--especialmente a la propagación de su
naturaleza corrupta. Aquí ofreceremos solo unas pocas de sus referen-
cias. “Los que son de la carne piensan en las cosas de la carne” (Roma-
nos 8:5); “y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”
(Romanos 8:9); “porque si vivís conforme a la carne, moriréis”
(Romanos 8:13); “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne
con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). Pero hay un pasaje aún más
extraordinario vinculado a este asunto, y es aquel del cual la iglesia ha
derivado la frase, “el pecado que habita”: “De manera que ya no soy yo
quien hace aquello, sino el pecado que está en mí. Y yo sé que en mí,
esto es, en mi carne, no habita el bien” (Romanos 7:17-18). Todos
estas expresiones lo que demuestran es que la tendencia a pecar le
pertenece a la naturaleza humana caída como tal. El término carne,

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 97

como aquí se emplea, representa el estado caído de la humanidad en


general--no la destrucción de ninguno de sus elementos esenciales, sino
la privación de su vida espiritual original, y así, la depravación de su
tendencia.

EL DESARROLLO DE LA DOCTRINA EN LA IGLESIA


La doctrina de la depravación del ser humano descansa sobre el
cimiento sólido de la Biblia y del testimonio universal de la experiencia
humana. Esta doctrina está implícita tanto en la pena de la ley adánica
como en la relación natural que Adán sostuvo con su posteridad. Con
la excepción de los pelagianos y los socinianos, esta es una doctrina que
nadie ha negado seriamente en la iglesia. Juan Wesley le adscribió gran
importancia a esta creencia fundamental. Decía que, “Todos los que la
niegan (llámenla pecado original o de cualquier otra manera), siguen
siendo paganos en el punto fundamental que distingue el paganismo
del cristianismo. Pero he aquí nuestro sibbolet, nuestra contraseña: ¿Está
el ser humano, por naturaleza, lleno de toda maldad? ¿Está totalmente
caído? ¿Está su alma totalmente corrompida? O, para regresar al texto,
¿está su corazón inclinado al mal, y esto de continuo? Concédalo, y
hasta ahí sigue siendo cristiano. Niéguelo, y no podrá ser otra cosa que
todavía pagano” (Wesley, Sermon on Original Sin). Pero si primero
hacemos un breve estudio de las varias posiciones que se han sostenido
en la iglesia, aunque las presentemos de manera más bien esquemática,
le serviremos mejor al propósito de la exposición de tan importante
doctrina. Enseguida después podremos señalar las diferencias sutiles
que sirven para salvaguardar la posición bíblica.
La iglesia cristiana primitiva. La iglesia primitiva no se preguntó a sí
misma sobre esta doctrina fundamental, como tampoco lo hizo con
muchas de las otras doctrinas importantes de la iglesia cristiana, lo cual
resultó en que los primeros cristianos no tuvieran una doctrina
claramente definida del pecado original. No obstante, aquí y allá
pronto aparecerían ciertas variaciones que, con su desarrollo tardío, se
prestarían para servir de germen a sistemas considerablemente diferen-
tes de teología.2 La universalidad del pecado fue algo que se reconoció
desde el principio. Justino (165 d.C.) decía: “Toda raza sabe que el
adulterio, el homicidio, y actos similares, son pecaminosos, y aunque
todos cometen esos actos, no pueden escapar del conocimiento de que
actúan injustamente cada vez que incurren en ellos”. Sin embargo,
Justino parecía no estar seguro de cómo explicar adecuadamente esta

98 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

universalidad del pecado. En una ocasión decía que “cada uno de los
miembros de la raza humana, la cual desde Adán cayó bajo el poder de
la muerte y el engaño de la serpiente, ha cometido transgresión
personal”; pero en otra ocasión, hablando de la posteridad de Adán,
decía que, “ellos, por ser como Adán y Eva, obraron para sí su propia
muerte”. Parece que Clemente sostuvo la posición que se conocería más
tarde como pelagianismo. Repudió la idea de cualquier corrupción por
herencia. Los teólogos griegos posteriores, quienes siguieron general-
mente a Orígenes, asumieron la misma posición. Sostuvieron que el
pecado original era meramente corrupción física, por lo que no se le
podía en realidad considerar merecedor de culpa. El pecado, por tanto,
no tuvo su origen en Adán, sino exclusivamente en la voluntad
humana. Así, respecto al pecado original, Cirilo diría que, “cuando
venimos al mundo, no tenemos pecado, mas ahora lo tenemos por
nuestro escogimiento”. Crisóstomo sostuvo una posición similar. Por
tanto, en términos generales, podemos decir que la iglesia oriental
consideraba el pecado original como ligado solo a la naturaleza física y
sensible, pero no a la volitiva y racional. El pecado original, pues, fue
suplantado con la creencia de la maldad original.
La controversia pelagiana. La controversia entre Pelagio y Agustín fue
en realidad la concentración de la atención de dos grandes sistemas de
teología que se oponían mutuamente--el del oriente y el del occidente.
Pelagio puso extremadamente de relieve la autodeterminación del
individuo para el bien o el mal, pero negó que el pecado de Adán
afectara a alguien que no fuera a Adán mismo.3 Por tanto, negó que
hubiera depravación heredada o pecado racial alguno. Los descendien-
tes de Adán nacieron en condiciones idénticas a aquellas en las que
Adán fue creado, y como él, pecaron por transgresión directa. El
pecado prevalece, decía Pelagio, debido al mal ejemplo. Agustín, por su
lado, destacaría el pecado racial o la depravación, al punto de excluir
toda libertad individual verdadera. Adoptó un realismo extremo al
mantener que Adán y la raza a una pecaron--toda la raza estuvo en
Adán cuando este pecó, por tanto, todos en realidad pecaron en él. El
pecado racial que comenzó en Adán tenía la naturaleza de concupiscen-
tia, la ascendencia de la carne sobre el espíritu. Fue esto lo que intro-
dujo la necesidad de pecar, y fue la naturaleza que Adán transmitió a
sus descendientes lo que los hizo, no solo depravados, sino culpables en
sí mismos, como lo fue Adán. El semipelagianismo procuró mediar
entre los dos extremos, por lo que sostuvo que el pecado original era

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 99

meramente “viciosidad”, o el debilitamiento del poder para querer y


hacer. Sostuvo que en la voluntad depravada permanecía suficiente
poder para iniciar, o poner en marcha, el principio de la salvación,
aunque no lo suficiente para completarla. Será la gracia divina la que
deberá hacerlo.
La transición medieval. Las discusiones de los escolásticos sirvieron
mayormente a una transición, no sin que desarrollaran, sin embargo,
varias aplicaciones de la doctrina del pecado original. La idea agusti-
niana de que la posteridad de Adán debe considerarse tanto culpable
como depravada, encontró su desarrollo lógico en la doctrina de la
condenación de los infantes. Dado que el bautismo era considerado la
base para la remisión de la culpa del pecado original, Gregorio llevaría
hasta el extremo la aplicación de ese principio. Sostuvo que, a la pœna
damni o perdición, se le añadía la pœna sensus o sufrimiento consciente,
lo que implicaba la condenación de todos los infantes que no habían
sido bautizados. Otra cuestión que dividió considerablemente las
opiniones de los escolásticos era la de la inmaculada concepción de
María. Unos sostenían que, a menos que María hubiera nacido libre del
pecado original, Cristo no hubiera nacido sin pecado. Por tanto,
sostenían que María era santificada desde su estado prenatal--única
excepción a la universalidad del pecado, tanto original como actual.
Otros sostuvieron que nadie podía ser hecho santo sin la intervención
de la expiación. El asunto se debatió por casi un siglo, pero en 1854 el
papa Pío IX constituiría la doctrina de la concepción inmaculada en un
artículo de fe de la Iglesia Católica Romana. Durante ese periodo
también se debatiría la pregunta sobre el origen y la transmisión del
pecado original. Pedro Lombardo sostendría la posición del creacio-
nismo. Dios, sostenía este teólogo, creó pura cada alma individual, pero
siendo que ese espíritu inmaterial se infundiría en el organismo
engendrado del cuerpo, contraería contaminación y se haría culpable.
Anselmo y Tomás de Aquino sostuvieron el traducianismo como la
mejor explicación de la depravación heredada, es decir, que la persona
de Adán corrompió la naturaleza, y que, en su posteridad, la naturaleza
corromperá a la persona.
El desarrollo tridentino. Los teólogos de la Iglesia Católica Romana
fueron tan definitivos como los reformadores en su posición concer-
niente a la pena del pecado. Sostuvieron que el pecado de Adán le había
acarreado a su posteridad, no solo las consecuencias del pecado, sino el
pecado mismo. Afirmaban también que la caída había delimitado el

100 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

libre albedrío, pero repudiaron la idea de que la libertad de la voluntad


se hubiera extinguido o perdido. En esas creencias eran, pues, semipe-
lagianos. Tanto la negación del pecado original como la libertad de la
voluntad, fueron anatematizadas por el Concilio de Trento, en 1560
d.C.4 La peculiaridad de la doctrina tridentina consiste, sin embargo,
en la creencia de que la justicia original era un don sobreañadido. Ya lo
hemos señalado en nuestra discusión anterior referente a la imagen de
Dios en el ser humano. La pérdida de la justicia original por causa del
pecado de Adán, arrojó la raza de regreso a su condición original de
contrariedad entre la carne y el espíritu. De la privación del don
original, surgió la concupiscencia, y por ésta la carne dominó al
espíritu. La doctrina tridentina sostiene que la culpa que le atañe al
pecado original es quitada por el bautismo, aunque la concupiscencia
permanece. Esta, sin embargo, no será considerada pecado. “La
concupiscencia, la cual el Apóstol a veces denomina pecado, el Santo
Sínodo declara que la Iglesia Católica nunca entendió que se llamara
pecado porque fuera de hecho y en verdad pecado en el regenerado,
sino porque proviene del pecado y se inclina al pecado”. La doctrina
tridentina va a admitir, sin embargo, que la caída ha nublado la imagen
natural, y que la naturaleza total del ser humano, por estar herida, así se
propaga.
Las normas luteranas. Los teólogos luteranos reconocen generalmen-
te dos elementos en el pecado original: la corrupción de la naturaleza
del ser humano, y la culpa ligada a esta corrupción.5 La Confesión de
Augsburgo establece que, “Todos los ser humanos engendrados según
el curso común de la naturaleza, nacen en pecado, esto es, sin temor a
Dios, sin confianza en Él, y con apetitos carnales; y esta enfermedad o
defecto original es verdaderamente pecado, el cual ahora también
condena y trae muerte eterna a todos los que no nacen de nuevo por el
bautismo y el Espíritu Santo” (Artículo II). Aunque aquí no se diga
nada respecto a la naturaleza de esa imputación, si es mediata o
inmediata, la teoría necesariamente identificará la depravación heredada
con el pecado original. El luteranismo siempre ha sostenido, y de
manera enfática, la incapacidad moral del hombre caído. La Fórmula
de Concordia (1577) sirvió para contener a dos tendencias opuestas, la
de los sinergistas, quienes sostenían que existía cierta cooperación de la
voluntad humana en el asunto de la salvación; y la de Flacio, cuya
teoría del pecado original proponía que el mismo era la verdadera
sustancia del ser humano caído. La Fórmula de Concordia afirmaría,

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 101

contrario al sinergismo luterano, que, en las cosas naturales, el ser


humano puede hacer el bien, pero que en las espirituales, su voluntad
está completamente atada; y contrario a la teoría de Flacio, afirmaría
que el pecado original era un accidente de la naturaleza humana, y no
parte de la esencia del alma humana. Afirmaría, en el lenguaje de los
escolásticos, que el pecado original es accidens antes que substantia.
Las confesiones reformadas. Calvino y, en general, las iglesias refor-
madas, no hicieron distinción alguna entre la culpa imputada y la
depravación heredada. El pecado original incluía ambos elementos: la
culpa y la corrupción. La culpa del pecado original se explicaba de
varias maneras: unas veces, según el modo representativo, o el de Adán
como cabeza legal; otras veces, según el modo realista, o el de la
existencia virtual de la raza en Adán; y aun otras veces, según el modo
genético, o el de la cabeza natural de la raza en Adán. Los reformadores,
con muy pocas excepciones, aceptaron las primeras dos de estas
posiciones, es decir, que creyeron que el pecado era imputado a la raza
en virtud de la relación que sostenía con Adán como su representante
legal; y que también creyeron que, puesto que la raza estaba en Adán
cuando éste pecó, ella también pecó, y que, por lo tanto, se hizo
culpable con él en el primer pecado. Después de la época de Coccio
(1603-1669), la noción federal asumió mayor prominencia, pero no
suplantó del todo la posición realista. La imputación, por tanto, unas
veces se consideraba legal, y otras veces moral. El que los dos elementos
con frecuencia se retuvieran, dio lugar a que surgiera la controversia
placiana sobre la imputación mediata o inmediata. Calvino y los
reformadores sostuvieron generalmente la imputación inmediata o
antecedente, la que hacía del pecado de Adán como la cabeza federal de
la raza el motivo exclusivo y previo de la condenación. Placio, por otro
lado, adelantó la teoría de una imputación mediata o consecuente, la
cual sostenía que la condenación siguió a la corrupción individual
como su causa, y dependió de ella. Su doctrina implicaba la idea del
creacionismo. El alma, sostenía Placio, es creada de inmediato por
Dios, y como tal es pura, pero se corrompe tan pronto como se une al
cuerpo. Según esa teoría, el pecado innato es, por tanto, la consecuen-
cia, más no la pena, de la transgresión de Adán.
Zuinglio (1484-1531) difirió de manera muy importante de los
otros reformadores en cuanto a su concepción del pecado innato,
especialmente al excluir su elemento de culpa. Zuinglio definió
propiamente el pecado como la transgresión de la ley. En lo

102 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

concerniente al pecado original, decía: “Lo deseemos o no, estamos


obligados a admitir que el pecado original, según se encuentra en los
descendientes de Adán, no es propiamente pecado, como ya se ha
explicado, puesto que no es una transgresión de la ley. Por consiguien-
te, es propiamente una enfermedad y una condición”. Lo que en
realidad él sostiene es que los seres humanos son por naturaleza hijos de
ira, pero interpreta esto como queriendo decir que a los seres humanos
no se nos adjudica de veras la culpa, sino que por naturaleza estamos
desprovistos del derecho a la inmortalidad, así como los hijos de alguien
que sea hecho un esclavo heredarán la condición de esclavitud”. Esa
concepción de pecado innato es esencialmente la misma que Arminio
aceptaría más tarde.
La posición arminiana. La posición de Jacobo Arminio (1560-1609)
sobre la cuestión del pecado original difería marcadamente de la de sus
seguidores, especialmente Limborch (1633-1702) y Curcelao
(1586-1659), cuya inclinación hacia el pelagianismo, a raíz de la
controversia de Dort, fue extrema. Esta es la razón para que reservemos
el término “arminianismo temprano” para aplicarlo a las enseñanzas del
mismo Arminio, y para esas enseñanzas pero según las afirmó Juan
Wesley (1703-1791). La posición de los remonstrantes es la que mejor
se conoce como “arminianismo tardío”. El arminianismo, en su mejor y
más pura forma, preservará la verdad de las enseñanzas reformadas,
pero no aceptará sus errores. Sostendrá, junto a los reformadores, que la
unidad de la raza está en Adán, que “en Adán todos han pecado”, y que
todos los ser humanos “son por naturaleza hijos de ira”. Pero, por lo
contrario, sostendrá que en Cristo, el segundo Hombre, quien es el
Señor venido del cielo, “el Dios bondadosísimo ha provisto para todos
un remedio para ese mal general que se nos derivó de Adán, remedio
libre y gratuito en su amado Hijo Jesucristo, quien viene a ser un nuevo
y distinto Adán. Así queda expuesto claramente el funesto error de los
que acostumbran encontrar en el pecado original un decreto de
reprobación absoluta, lo cual ellos mismos inventan”. La Apología de
los Remonstrantes declarará, además, que “no hay motivo para afirmar
que el pecado de Adán le fue imputado a su posteridad en el sentido de
que Dios de hecho juzgue a la posteridad de Adán como culpable e
imputable del mismo pecado y crimen que Adán había cometido”. “No
niego que sea pecado”, decía Arminio, “pero no pecado actual. …
Debemos distinguir entre el pecado actual y lo que es la causa de los


EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 103

pecados diversos, lo cual, por razón de esto mismo, se puede denominar


pecado”.
La doctrina wesleyana. Juan Wesley mejoró considerablemente la
posición arminiana tardía, pues que la purgó de sus elementos pelagia-
nos y la colocó sobre bases más bíblicas. El wesleyanismo, por tanto,
está más cerca en sí de las posiciones de Jacobo Arminio. Sin embargo,
debemos reconocer que existen ciertas diferencias entre las enseñanzas
de Arminio y Wesley. Una de ellas es muy marcada. Arminio conside-
raba la capacidad conferida a nuestra naturaleza depravada que hacía
posible la cooperación con Dios, algo que emanaba de la justicia de
Dios, capacidad sin la cual no se le podría pedir cuentas al ser humano
por sus pecados. Wesley, por otro lado, consideraba esta capacidad
como solo un asunto de gracia, capacidad conferida mediante el don
gratuito de la gracia preveniente, dada a todos los seres humanos como
primer beneficio de la expiación universal hecha por Cristo en pro de
todo ser humano. Charles Hodge resume las diferencias entre los
wesleyanos y los remonstrantes de la siguiente manera: “El wesleyanis-
mo (1) admite la depravación moral completa; (2) niega que ningún ser
humano en este estado tenga poder para cooperar con la gracia Dios;
(3) afirma que la culpa de todos mediante Adán fue removida por la
justificación de todos mediante Cristo; y que (4) la capacidad de
cooperar viene del Espíritu Santo, por medio de la influencia universal
de la redención de Cristo” (Hodge, Syst. Th., II:329-330).6 Hodge, en
su teología, sigue más de cerca a Juan Wesley y Richard Watson,
mientras que Daniel Whedon y Miner Raymond representan mejor el
tipo de arminianismo que sostuvieron los remonstrantes. Dado que
nuestro propósito es presentar la posición arminiana de manera más
completa, no necesitamos darle al asunto un tratamiento más extenso
en estos momentos.

EL ORIGEN Y LA TRANSMISIÓN
DEL PECADO ORIGINAL
Si concedemos que el pecado original tiene su origen en el pecado
de Adán, lo que procede ahora es considerar la manera en que se
transmite a los miembros individuales de la raza, y el carácter que le
atañe. Las teorías al respecto se conocen generalmente como “modos de
transmisión”, o, en la teología calvinista, “teorías de imputación”.
Existen tres teorías principales. La primera es la del modo realista, la
cual considera a Adán la cabeza natural de la raza, e identifica a su

104 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

posteridad con su transgresión original. La segunda es la del modo


representativo, la cual considera a Adán la cabeza legal de la raza, lo que
lo hace el representante legal de la raza, y a su pecado, por imputación,
el pecado de ella. Aquí se pone de relieve el pecado original antes que la
depravación heredada. La tercera es la del modo genético, la cual se
fundamenta en Adán como la cabeza natural, aunque considera las
consecuencias de su pecado principalmente a la luz de la depravación
heredada y no del pecado original.
El modo realista de transmisión. Agustín fue el primero en adelantar
esta teoría (354-430), aunque la misma ya aparecía de manera germinal
en los escritos de Tertuliano (d. 220), Hilario (350) y Ambrosio (374).
Es por esa razón que la misma se conoce habitualmente como la teoría
agustiniana de imputación, o “la teoría de Adán como cabeza natural”.
Esta fue la teoría aceptada generalmente por los reformadores, con la
excepción de Zuinglio (1484-1531). El realismo se acoge a la solidari-
dad de la raza como modo de transmisión; pero como teoría de
imputación, sostiene la identidad personal constituida de Adán y su
posteridad. Hay tres formas o grados de realismo reconocidos en el
pensamiento filosófico y teológico. (1) El realismo extremo, el cual va a
proponer una naturaleza genérica sencilla en la cual los individuos no
poseen existencia separada, sino que se consideran meros modos o
manifestaciones de una misma sustancia. Dado su panteísmo, no tiene
derecho a un lugar en el sistema cristiano. (2) El realismo moderado o
alto, el cual sostiene igualmente una naturaleza genérica sencilla,
aunque sostiene también que, a través de un proceso de individualiza-
ción, esa sustancia única puede separarse en distintos individuos, cada
uno de los cuales posee una porción de la naturaleza o sustancia
original. (3) El realismo bajo, el cual sostiene que la raza entera existe
en Adán, aunque solo de manera germinal. Ello la relaciona estrecha-
mente con el modo genético. Sin embargo, esta teoría va a identificar a
Adán mismo con su posteridad en el solo y único pecado original.
1. El alto realismo se construye sobre la distinción escolástica entre
géneros y especies, entre la naturaleza y el individuo. Representa la
teoría agustiniana de “existencia genérica, transgresión genérica y
condenación genérica”. William G. T. Shedd y A. H. Strong son los
mejores representantes modernos de esa posición, aunque el primero es
más pronunciado en su realismo que el segundo.7 William G. T. Shedd
nos ha provisto indiscutiblemente de la aseveración más clara sobre el
modo realista de transmisión. “La naturaleza humana”, dice, “es una

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 105

sustancia específica o general creada en y con los primeros individuos


de la especie humana, sustancia que no está todavía individualizada,
pero que a través de la generación ordinaria se dividirá en partes, las
cuales se formarán en individuos distintos y separados de la raza.
Aquella sola sustancia específica, a través de la propagación, y como por
metamorfosis, vendrá a ser millones de sustancias o personas indivi-
duales. Un ser humano individual es la parte fraccional de una
naturaleza humana que se separa de la masa común y se constituye en
una persona particular, con todas las propiedades esenciales de la
naturaleza humana”.8 Shedd cita a Agustín como sigue: “Dios, que es el
autor de la naturaleza, aunque no del pecado (vitium), creó al hombre
recto, pero dado que éste, de su propia voluntad, se depravó y condenó,
al propagarse, condenó y depravó a su prole. Porque todos estábamos
en aquel solo hombre, dado que todos éramos ese hombre, el cual se
sumió en pecado mediante aquella mujer que de él fue hecha antes de
la transgresión. La forma particular en la que viviríamos como indivi-
duos todavía no había sido creada, ni se nos había asignado, ser
humano por ser humano, pero la naturaleza seminal de la que nos
propagaríamos ya estaba en existencia... En ese momento, todos los
seres humanos pecaron en Adán, pues que en su naturaleza todos los
seres humanos todavía eran ese único hombre”. Es en declaraciones
como ésta que el doctor Shedd construye su propia teoría. Así, la vida
total de la humanidad estaba en Adán, dado que la raza todavía tenía su
única existencia en él. Su esencia no había sido todavía individualizada,
y su voluntad todavía era la voluntad de la especie. La raza, en el acto
libre de Adán, se rebeló contra Dios y se corrompió en su naturaleza. Si
se considera como una esencia, la naturaleza humana es inteligente,
racional y voluntaria; por consecuencia, su agencia en Adán participará
de las cualidades correspondientes. Por tanto, el pecado genérico u
original es verdadera y propiamente pecado, ya que representa una
acción moral. Por consiguiente, sobre las bases del realismo, el pecado
de Adán le es imputado directamente a su posteridad, no como algo
que le sea extraño a ella, sino porque todos los seres humanos estaban
en Adán como un todo moral, y todos pecaron en él. La naturaleza
humana en su origen fue corrompida, y todos vinieron a ser partícipes
de esa sola naturaleza corrompida, porque todos pecaron en Adán. No
es que hayamos meramente heredado la misma clase de naturaleza, sino
que se nos individualiza en nosotros la naturaleza corrupta idéntica, de
modo que, en virtud de nuestro propio pecado, todos nos hemos

106 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

corrompido a nosotros mismos. Existe, entonces, sobre las bases


agustinianas del realismo, una imputación triple: el acto original de
pecado, la naturaleza corrupta que deriva de ese acto, y la muerte eterna
como pena tanto por el acto como por la naturaleza depravada.
Las objeciones9 que habitualmente se levantan respecto a esa teoría
podrían resumirse brevemente como sigue: (1) Dar por sentado una
naturaleza genérica no tiene base en la filosofía ni en la Biblia. El
realismo nunca ha sido plenamente aceptado como teoría filosófica, y
generalmente desemboca, por lógica, en altas formas de monismo
panteísta. (2) Si la totalidad de la naturaleza genérica estuvo personali-
zada en Adán, y fue dotada de la agencia moral libre, y así capacitada,
debió haber existido en la unidad de la esencia espiritual y la personali-
dad. Pero si se concibe la personalidad como una unidad, es difícil que
se conciba como que se pueda dividir y distribuir. (3) Uno puede
predecir el pecado solo en las personas. Si en Adán “todos pecamos”,
debió entonces existir en él, no la esencia unitaria de una sola persona-
lidad, sino un agregado de individuos, cosa que nadie aceptaría. La
objeción general al modo realista, como lo vemos nosotros, estriba en
que resulta ser un intento forzado de probar lo que puede explicarse
sobre bases diferentes.
2. El bajo realismo difiere del alto en la medida en que no se subs-
cribe a la unidad de la naturaleza genérica, sino que se fundamenta en
el principio de la existencia germinal de la raza en Adán. Sin embargo, y
en armonía con el alto realismo, mantiene la participación común de la
raza en el pecado de Adán. La manera más frecuente de ilustrar esa
relación es apuntando a aquella que existe entre la raíz y las ramas de un
árbol, o entre la cabeza y los miembros del cuerpo. John Owen
(1616-1685), quien junto a Richard Baxter y Thomas Ridgely,
representó el grupo intermedio que intentó reconciliar a los realistas y
federalistas, nos da la siguiente explicación10: “Dado que expresamos
que Adán es la raíz y la cabeza de todo lo humano, y todos nosotros las
ramas que provienen de esa raíz--todos nosotros los miembros de ese
cuerpo del que él era la cabeza--, se puede decir que su voluntad es la
nuestra. Todos éramos entonces ese solo hombre--estábamos todos en
él, y nuestra voluntad no era otra que la de él, porque, aunque nos fuera
extrínseca, considerándonos personas particulares, todavía es intrínseca,
puesto que todos somos partes de una naturaleza común. Puesto que en
él pecamos, en él tenemos también voluntad de pecar”. Aquí, de nuevo,
hay que indicar que la teoría resulta inadecuada. Es tal la unicidad que

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 107

se intenta identificar entre Adán mismo y su posteridad, que el pecado


del primero sería imputable a esta última, responsabilidad esta que la
teoría de la existencia germinal en Adán no puede explicar.
El modo representativo de imputación. A este modo se le conoce por
lo regular como la teoría federal, o “la teoría de la condenación por
pacto”. Dicha doctrina, según lo que sostienen las iglesias reformadas,
es una combinación del sistema del pacto, de Coccio (1603-1669), y las
teorías de la imputación inmediata sostenidas por Heidegger y Turretin
(1623-1687). En la teología norteamericana, la teoría fue desarrollada
por teólogos de Princeton, en oposición a la llamada “nueva escuela” de
la no imputación, de Nueva Inglaterra. El impulso real del federalismo,
temprano o tardío, provino de la dificultad que la teoría agustiniana
tenía para explicar la no imputación de los pecados subsecuentes de
Adán a su posteridad. La teoría federal, por tanto, es una de impu-
tación, como lo es la teoría realista, pero da cuenta de esa imputación
de manera particularmente diferente. El agustinianismo, como hemos
demostrado, daba cuentas de la culpa y la depravación por razón de una
participación actual en el primer pecado de Adán; la teoría federal la
explica por razón puramente legal de un pacto cuyo representante de la
raza divinamente asignado era Adán. Así que, su obediencia le fue
contada o imputada a su posteridad como obediencia de ésta, así como
la transgresión de ésta, su transgresión.
1. Primero, bajo el modo representativo, necesitamos considerar la
teoría de la imputación inmediata, la cual se conoce comúnmente
como la teoría federal. Charles Hodge es considerado el exponente más
capaz de esa teoría en los tiempos modernos, y es él quien nos provee la
afirmación más clara al respecto. Dice: “La unión entre Adán y su
posteridad, la cual sirve de motivo para que su pecado se le impute, es
tanto natural como federal. Adán era la cabeza natural de su posteridad.
Es tal la relación entre padre e hijo, no solo en el caso de Adán y sus
descendientes, sino en todos los demás casos, que, por necesidad, el
carácter y conducta de uno, en mayor o menor grado, afecta al otro. No
hay un hecho más claro en la historia que el que los hijos carguen con
las iniquidades de sus padres. Aquellos sufren los pecados de éstos. Pero
en el caso de Adán había algo peculiar. Era la constitución divina
especial a través de la cual Adán fue asignado la cabeza y el represen-
tante de toda su raza, más allá de la relación natural”. “La solución
bíblica de este temible problema es”, dice Hodge, “que Dios constituyó
a nuestro primer padre la cabeza federal y el representante de su raza, y

108 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

lo puso a prueba, no solo para sí, sino para toda su posteridad. De


haber retenido su integridad, él y todos sus descendientes hubieran sido
confirmados para siempre en un estado de santidad y felicidad. Pero
como él cayó del estado en el que fue creado, ellos cayeron con él en su
primera transgresión, de modo que la condena de ese pecado vino sobre
todos como sobre él. Los seres humanos, por tanto, su prueba la
sostuvieron en Adán. Porque él pecó, su posteridad vino al mundo en
un estado de pecado y condenación. Sus descendientes son por
naturaleza hijos de ira. Los males que sufren no son imposiciones
arbitrarias, ni las meras consecuencias naturales de su apostasía, sino lo
que judicialmente se les inflige. La pérdida de la justicia original, y la
muerte espiritual y temporal bajo las cuales comienzan su existencia,
son la pena del primer pecado de Adán” (Hodge, Syst. Th.,
II:196-197).11
Nos beneficiaríamos de una mayor claridad si destacamos ciertas
similitudes y contrastes con respecto a las teorías realista y federal.
Primero, las dos teorías son similares en lo siguiente: ambas mantienen
que la depravación heredada es condenable. Sin embargo, la manera
que cada una tiene de explicarlo será diferente. La teoría realista
mantiene que la posteridad de Adán pecó en él, y que, por lo tanto, son
culpables por motivo de su propio pecado. La teoría federal sostiene
que la posteridad de Adán no participó en su pecado, aunque de
cualquier manera fueron responsables de la condena, puesto que él era
legalmente su representante. La condena consistió en que se infligiera la
depravación sobre los descendientes de Adán, y la muerte en conse-
cuencia de dicha corrupción. Así, el pecado original es esencialmente
un asunto punitivo. Segundo, las dos teorías muestran un contraste
marcado en lo siguiente: la primera mantiene que la culpa en el sentido
de culpabilidad le atañe a la depravación, entretanto que la segunda
establece una aguda distinción entre culpa y demérito. “Cuando se
expresa que el pecado de Adán le es imputado a su posteridad, no
significa que cometieron el pecado de él, ni que fueron los agentes de su
acto, como tampoco significa que eran moralmente criminales respecto
a esa transgresión; sencillamente significa que, en virtud de la unión
entre Adán y sus descendientes, su pecado resulta en el motivo judicial
para la condenación de la raza” (Hodge, Syst. Th., II:195).12 Así, se hará
una distinción entre la culpa que consta simplemente de la susceptibi-
lidad de castigo sin culpabilidad personal, y la culpa a la que se liga el


EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 109

demérito personal y la torpeza moral. Solo la última afecta el carácter


moral.
Las objeciones que se impulsan en contra de esta teoría son muchas.
(1) La cabeza federal en virtud de un pacto específico es pura presupo-
sición, sin apoyo bíblico alguno. No se niega que Adán sea la cabeza
natural de la raza, ni que le atañan responsabilidades legales a esa
autoridad, pero lo demasiado mecánico y artificial de esa teoría la
privan de veracidad. (2) La teoría es contraria al tenor general de la
Biblia. Los descendientes de Adán no son pecadores porque Dios los
considere así; Dios los considera pecadores porque lo son. El apóstol
Pablo es explícito en esto: “así la muerte pasó a todos los hombres, por
cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). (3) Esa teoría confunde la
justicia con el poder soberano. Si Dios, por un acto soberano, imputa
culpa al inocente, se convertiría en un gobernante arbitrario que trata a
los inocentes como si fueran culpables, y que subordina la justicia a la
ficción legal. (4) Si la raza no tuvo parte en la operación ni en el
demérito del pecado de Adán, es evidente que, antes del pronuncia-
miento judicial, eran de hecho inocentes ante la justicia divina. Por
tanto, por un acto judicial se les imputa un pecado que no les pertene-
ce, y con motivo de esta culpa gratuita, se les inflige la pena de la
depravación moral y de la muerte eterna. Aquí se viola todo sentido de
justicia, y se obliga el cuestionamiento de la idea fundamental de Dios
como un ser perfecto.13
2. Lo próximo que consideraremos, bajo el modo representativo, es
la teoría de la imputación mediata, la que habitualmente se conoce
como “la teoría de la condenación por la depravación”. Placio
(1606-1655), de la escuela de Saumur, en Francia, fue quien primero la
propuso. En primer lugar, negaba que el pecado de Adán hubiera sido
en sentido alguno imputado a la raza, pero debido a que la Iglesia
Reformada condenó esa posición en 1644 d.C., Placio luego propon-
dría otra teoría, que es la que ahora lleva su nombre. Según ese punto
de vista, la posteridad de Adán es contada culpable, no por causa de él
como su representante, sino porque sus descendientes nacen física y
moralmente depravados. Aunque la naturaleza corrupta provenga de la
ascendencia natural, aun así se considera causa suficiente de condena-
ción. En la teoría federal, la imputación es la causa de la depravación;
en la teoría placiana, la depravación es la causa de la imputación. La
principal objeción a esta teoría consiste en que no ofrece explicación
para la responsabilidad que el ser humano tiene de su depravación

110 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

innata, la cual, por consecuencia, deberá verse a la luz de una imposi-


ción divina arbitraria. Las mismas objeciones que se impulsaron en
contra de la teoría de la imputación inmediata, se impulsan en contra
ésta.
El modo genético de transmisión. Para expresarlo en otras palabras,
este modo simplemente consiste en la ley natural de la herencia. Es la
ley de la vida orgánica de que todo reproduce su propia clase, y de que
lo hace no solo en cuanto a características físicas y estructura anatómica
se refiere, sino en cuanto a la vida mental y el temperamento. El modo
realista de la antropología agustiniana que da cuenta del pecado
original, se fundamenta en esta ley de transmisión genética. La teoría
federal de imputación consideró a Adán como representante de la raza
solo por el motivo de que era la cabeza natural. El arminianismo
también ha dependido mucho de esta ley genética para su explicación
de la depravación originaria. John Miley dice: “Si Adán hubiera
obedecido a su propia santidad por naturaleza, y la hubiera retenido,
sus descendientes hubieran recibido su vida y comenzado su probatoria
en esa misma santidad primitiva. Todavía hubiera permanecido la
posibilidad de traspiés individuales, que corrompieran su propia
naturaleza y que trajeran como consecuencia la depravación de sus
descendientes, pero fuera de esa contingencia, o en cuanto al vínculo
adánico concierne, todos hubieran nacido en la santidad primitiva.
¿Bajo qué ley se hubiera dado una consecuencia tal? Incuestionable-
mente, bajo la ley de la transmisión genética... ya que si la ley de la
transmisión genética gobierna en todas las formas de la vida en que se
propaga, y determina la semejanza que sus descendientes tienen a sus
progenitores, y dado que esa ley bastó para la transmisión de la santidad
primitiva a toda la raza, la misma debe bastar para dar cuenta de la
depravación oriunda común” (Miley, Systematic Theology, II:506). La
manera en que el arminianismo temprano o tardío se relaciona con ese
modo de transmisión deberá considerarse en otro párrafo más adelante.

LOS ASPECTOS DOCTRINALES


DEL PECADO ORIGINAL
El pecado original o la depravación heredada son términos que se
aplican al estado o condición moral subjetiva del ser humano por
nacimiento, razón por la cual expresa la condición moral del ser
humano en su estado natural. Sin embargo, esa depravación no debe
considerarse como una entidad física, ni como ninguna otra forma de

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 111

existencia esencial que se añada a la naturaleza del ser humano. Antes,


como el nombre lo implica, es un privarse de lo perdido. Algunos
teólogos han intentado ubicar la depravación en la voluntad humana,
pero todos sus intentos han sido simplemente representaciones del error
de pretender dotar la voluntad de poderes personales. La depravación le
pertenece a la totalidad de la persona del ser humano, y no meramente
a alguna forma de manifestación personal, sea que se dé a través de la
voluntad, el intelecto o las afecciones. La depravación es un estado o
condición de existencia de la persona, de donde puede decirse que es
una naturaleza, término este que en su forma metafísica no es fácil de
captar, pero que no deja de ser demasiado de verdadero en la experien-
cia real. Por “naturaleza” podemos referirnos a cualquiera de las
siguientes cosas: (1) Los elementos constitutivos del ser de la persona
que lo distinguen de todos los demás órdenes de existencia. En ese
sentido la naturaleza humana permanece como fue creada original-
mente. (2) El desarrollo moral de su ser como un crecimiento desde
adentro, independiente de toda influencia externa. Cuando hablamos
de la naturaleza corrupta del ser humano, solo lo hacemos en este
último sentido. En el primer sentido de la palabra naturaleza, el pecado
no es, sin embargo, inherente, sino solo accidental. No representa un
elemento que constituya parte del ser de la persona como fue original-
mente creado. Es por este motivo que el pecado no armoniza con la
naturaleza verdadera del ser humano, como lo pone de manifiesto la
conciencia y la ley más profunda de la razón, lo cual es un elemento de
la imagen moral del ser humano. Esa naturaleza corrupta es, por tanto,
algo ajeno a la santidad primitiva de la naturaleza del ser humano según
la creación, y a lo menos en pensamiento, algo separable de la persona
cuya condición representa. La depravación es algo “más hondo y de
más adentro” que el intelecto, los sentimientos o la voluntad, y, por lo
tanto, en lo metafísico, algo que subyace la conciencia. Es la condición
o estado en el que la persona existe, y afecta al ser humano tanto en su
naturaleza sensible como moral. Debemos entender la naturaleza
sensible como algo más que lo meramente físico; nos referimos a
aquellas sensibilidades fronterizas donde la condición física afecte la
vida mental, o la vida mental a su vez influencie las condiciones
corporales.14 Las malas tendencias, las sensibilidades o afectos desorde-
nados, y los impulsos viciosos, surgen de esa condición desordenada.
Asimismo, la naturaleza moral se ve afectada al punto de que la luz de


112 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

la conciencia alumbra débilmente, y el deber moral no se cumple


debidamente.
A la misma vez que la mayoría de los credos ortodoxos consideran
que la condición moral del ser humano es una de pérdida de justicia
original, difieren ampliamente en sus teorías explicativas. El pelagia-
nismo y el calvinismo representan los pensamientos extremos, el
primero porque niega que ninguna consecuencia mala se haya derivado
de la caída, y el último porque hace de esa pérdida el efecto de partici-
par en el pecado de Adán. El arminianismo surgió como una via media,
o posición mediadora, aunque algunas veces se inclinó demasiado en
una dirección o en otra. Juan Wesley hizo todo esfuerzo posible de vivir
en paz con los calvinistas, aunque sin dejar de ser consistente con las
posiciones bíblicas que sostuvo. John Fletcher sería siempre consistente,
y su obra, Checks to Antinomianism (Objeciones al antinomianismo),
fue tan completa y abarcadora, que todavía permanece como la mejor
refutación de las posiciones calvinistas. Esa obra merece un estudio
profundo de parte de los que deseen informarse en lo concerniente a lo
más verdadero y lo mejor del arminianismo. Pero nosotros preferimos
el tipo wesleyano de doctrina arminiana por dos razones: (1) porque no
solo enseña sino que hace que uno sienta que el pecado es sobremanera
pecaminoso; y (2) porque engrandece la obra expiatoria de Jesucristo.
La doctrina del pecado original es tal que no puede entenderse
adecuadamente separada del don gratuito de justicia. Aún más, si la
depravación heredada no es esencia de pecado, ¿cómo podremos
entender textos tales como, “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo!”, y “la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de
todo pecado”? Si debilitamos nuestra posición sobre el pecado,
debilitamos también la de la santidad. Por consiguiente, las páginas que
siguen representan nuestro esfuerzo de mostrar las posiciones del
arminianismo temprano, sostenidas por Wesley mismo, y por Watson,
Fletcher, Wakefield, Sumners, Fields, Banks y Pope.
Definiciones del pecado original. “Creemos que el pecado original, o
depravación, es aquella corrupción de la naturaleza de toda la descen-
dencia de Adán, razón por la cual todo ser humano está muy apartado
de la justicia original, o estado de pureza, de nuestros primeros padres
al tiempo de su creación, es adverso a Dios, no tiene vida espiritual, está
inclinado al mal y esto de continuo. Además, creemos que el pecado
original continúa existiendo en la nueva vida del regenerado, hasta que
el corazón es limpiado completamente por el bautismo con el Espíritu

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 113

Santo” (Manual de la Iglesia del Nazareno, Artículo de Fe V). Este


artículo se relaciona históricamente con el Artículo VII de los Veinti-
cinco Artículos del Metodismo, y el Artículo IX de los Treinta y Nueve
Artículos de la Iglesia Anglicana. Wesley omitió del Artículo anglicano
la palabra “falta” en su aplicación al pecado original, y las palabras, “de
manera que la carne desea siempre lo contrario al Espíritu, por lo que
merece la ira y condenación de Dios en cada persona que nace en este
mundo”. Omitió, todavía más, las palabras, “Y esta infección de la
naturaleza permanece, aún en los que son regenerados”, las cuales
nosotros hemos retenido en una declaración similar. Esas son omisiones
importantes, pero no lo suficiente como para hacerlas apoyar, contrario
a lo que John Miley cree, la idea de no imputación de la condena. En lo
referente a las definiciones calvinistas, la que sigue, tomada de la
Confesión de Westminster, será suficiente. “Por este pecado (nuestros
primeros padres) cayeron de su justicia original y comunión con Dios,
volviéndose así muertos en pecado, y totalmente contaminados en
todas las facultades y partes del alma y el cuerpo. Por ser ellos la raíz de
toda la humanidad, la culpa de este pecado fue imputada, por lo que se
transmitió la igual muerte en pecado y naturaleza corrupta a toda su
posteridad, la cual desciende de ellos por generación ordinaria. Todas
las transgresiones actuales proceden de esta corrupción original, por la
cual estamos completamente indispuestos, incapacitados, y hechos
opositores de todo bien, y totalmente inclinados a todo mal. Esa
corrupción de la naturaleza permanece durante esta vida en aquellos
que son regenerados; y aunque sea perdonada y mortificada a través de
Cristo, tanto ésta en sí misma, como todas las cosas que de ella
provengan, son verdadera y propiamente pecado”.
La naturaleza del pecado original.15 La creencia en el pecado original,
con pocas excepciones, ha sido uniforme dentro de la iglesia; donde las
opiniones han variado ampliamente es en cuanto a su naturaleza. (1)
En los patriarcas griegos, en los semipelagianos, y en algunos arminia-
nos, se hacía hincapié en la depravación heredada antes que en el
pecado original. Así, la depravación se consideraría física antes que
moral, esto es, vitium o debilidad, y no peccatum o pecado. Dado que la
condición física de Adán se había deteriorado por consecuencia de su
pecado, esa naturaleza debilitada o viciada les fue comunicada así a sus
descendientes. A esto se debió que “la Nueva Escuela” sostuviera que el
pecado original fuera viciosidad pero no pecado, intrínsecamente
hablando. Se le consideró pecado solo porque guio al pecado. Por

114 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

tanto, ni la viciosidad ni la muerte se considerarían penas impuestas,


sino solo las consecuencias naturales que Dios ordenó para señalar su
desagrado por la transgresión de Adán. (2) En estrecha relación con la
teoría anterior, está la del pecado original como concupiscencia. Aquí se
plantea el contraste de los atributos elevados de la razón y la conciencia
del ser humano, con su corrupción originaria, la cual resulta de la
ascendencia de su naturaleza sensible o animal. Implica una propensión
al pecado, pero sin que se pueda considerar intrínsecamente pecamino-
sa. Esa doctrina es sostenida por algunas ramas del protestantismo, pero
es peculiar de la Iglesia Católica Romana. (3) Algunos teólogos, debido
a que ponen desmedidamente de relieve a Adán como cabeza federal,
han supuesto que el pecado original fue un mal positivo infundido en la
naturaleza del ser humano en virtud de un acto judicial de Dios, lo que
trajo por consecuencia su transmisión a toda la posteridad de Adán. (4)
La teoría que los teólogos generalmente aceptan, sean calvinistas o
arminianos, es la de la privación--una privación que trae como
resultado la depravación. Aquí las dos preguntas que demandan nuestra
atención son, primero, ¿en qué sentido la depravación es una privación?,
y segundo, ¿en qué sentido mi depravación por herencia se dice que es
culpa por herencia?
1. El pecado original debe considerarse privatio, o privación de la
imagen de Dios. Esto está más en armonía con el tenor general de la
Biblia que aquella noción de una infusión de cualidades de maldad en
el alma como resultado de un decreto divino. Arminio le llama “una
privación de la imagen de Dios”, pero la explica (1) como una pérdida
del don del Espíritu Santo; y en consecuencia, (2) como una pérdida de
la justicia original. La depravación, entonces, es “una depravación que
surge de una privación”.16 Hay un mal positivo que también se vincula
con esa depravación, el cual surge como consecuencia de la pérdida de
la imagen de Dios. Richard Watson lo ejemplifica por medio de la
analogía de la muerte física que ha pasado a todos los seres humanos.
Dice: “Así como la muerte del cuerpo, la mera privación del principio
de la vida, produce inflexibilidad en los músculos, la extinción del
calor, de la sensibilidad, del movimiento, y entrega el cuerpo a la
operación de un agente que la vida, entre tanto se prolongue, ha de
resistir, esto es, el de la descomposición química, así, de la pérdida de la
vida espiritual resultó la alienación de Dios, la incapacidad moral, el
dominio de pasiones irregulares, y el gobierno del apetito; también, por
consecuencia, la aversión al comedimiento, y la enemistad contra

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 115

Dios... lo cual da cuenta de toda la corrupción del ser humano. La


influencia del Espíritu en él no impidió la posibilidad de que pecara,
aunque le proveyó suficiente seguridad, en tanto y en cuanto buscara
esa fuente de fortaleza. Pero pecó, y el Espíritu se alejó; y, una vez vino
la marea del pecado, inundó toda su naturaleza, puesto que el banco de
arena de la resistencia había sido removido. Es en ese estado de
alienación de Dios en el cual los seres humanos nacen, con todas esas
tendencias al mal, pues que el único poder controlador y santificador, la
presencia del Espíritu, está ausente, aunque se da ahora al ser humano,
no como cuando fue primero traído a la existencia como criatura, sino
de manera segura, por la misericordia y gracia de una nueva y diferente
dispensación, bajo la cual el Espíritu se administra en grados, tiempos y
modos diferentes, según la sabiduría de Dios, pero nunca por motivo
de que seamos criaturas, sino porque somos redimidos de la maldición
de la ley por Aquél que se hizo maldición por nosotros” (Watson,
Theological Institutes, II:79-83).
2. La próxima pregunta tiene que ver con la depravación que se
hereda, y la culpa que se hereda. Acabamos de ver que la depravación es
la pérdida de la justicia original que resulta de la remoción del Espíritu
Santo. La muerte fue la maldición con que se amenazó la desobedien-
cia. El pecado de Adán incurrió en condena, y la condena fue impuesta.
Dios se retiró del alma de Adán. Por tanto, sus descendientes nacieron
bajo la maldición de una ley que ha privado la naturaleza humana del
Espíritu de Dios, el cual puede serle restaurado solo en Cristo. Luego,
la depravación que se hereda no es solo la ley de la herencia natural,
sino la ley que opera bajo la consecuencia penal del pecado de Adán.17
Por consiguiente, la iglesia enseña “que toda la raza, la cual desciende,
por generación ordinaria, de sus ya caídos primeros progenitores,
hereda de ellos una naturaleza manchada y viciada; una naturaleza en la
que no existe la inclinación a hacer nada verdaderamente bueno, sino
que se revela a sí misma mala por la producción de pensamientos,
palabras y acciones malas, tan pronto como su temperamento y
tendencias comienzan a manifestarse”. Esa es la razón para que Richard
Watson diga que la depravación que se hereda surge de la culpa que se
hereda, y que Juan Wesley interprete el texto, “por cuanto todos
pecaron” (Romanos 5:12), como queriendo decir “que fueron consti-
tuidos pecadores por el pecado de Adán en un sentido tal que vinieron
a ser responsables del castigo con el que se amenazó la transgresión de
Adán” (Wesley, Works, V:535). Pero el término “culpa”, que lo

116 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

utilizamos aquí como en la teología arminiana, necesita salvaguardarse


cuidadosamente. Puede significar, como hemos demostrado, lo mismo
culpabilidad (reatus culpœ) que mera responsabilidad por el castigo
(reatus pœnœ). En este caso, la culpabilidad pertenecería únicamente a
Adán, y residiría en el primer pecado como cabeza natural y represen-
tante de la raza. Las consecuencias del pecado serían transmitidas a sus
descendientes por razón de reatus pœnœ, o de estar sujetas a castigo.
Esas dos ideas, la de la responsabilidad por el hecho, y la de estar sujeto
a las consecuencias, no son inseparables. Dado que Adán, por su
pecado, fue separado de Dios, ha traspasado a sus descendientes ese
estado de separación o muerte, de los cuales se dice que en su estado
natural están de hecho “muertos en sus delitos y pecados”, y que son
“por naturaleza hijos de ira”.18 El testimonio de la Biblia al respecto es
explícito: “el juicio vino a causa de un solo pecado para condenación”,
y “por la transgresión de uno solo reinó la muerte”, pero ambas cosas se
presentan con relación a “el don”, que “vino a causa de muchas
transgresiones para justificación” (Romanos 5:16-18). Al comentar
sobre el texto, “como el pecado entró en el mundo por un hombre y
por el pecado la muerte”, Thomas N. Ralston dice: “Ahora, si la pena
no incluye a toda la humanidad, tenemos que negar rotundamente la
Palabra de Dios, la cual representa clara y repetidamente a la muerte, en
todo el sentido de la palabra, como un castigo penal, una sentencia
judicial pronunciada contra el culpable como justo castigo por el
pecado” (Ralston, Elements of Divinity, 179).19 Tanto Richard Watson
como John Howe defienden la naturaleza penal de la depravación a
partir de la retracción del Espíritu, y se basan en Gálatas 3:13-14:
“Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, haciéndose maldición
por nosotros (pues está escrito: ‘Maldito todo el que es colgado en un
madero’), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzara a
los gentiles, a fin de que por la fe recibiéramos la promesa del Espíritu”.
“Si la remisión de la maldición conlleva que se confiera la gracia del
Espíritu, entonces la maldición, mientras que continuó, no podía sino
incluir y conllevar la privación del Espíritu. Tan pronto como la ley fue
quebrantada, el ser humano fue maldito, razón por la cual este Espíritu
se retendría, se mantendría alejado, hasta que fuera restaurado por
causa del Redentor, y conforme a sus métodos” (compárese con
Watson, Theological Institutes, II:81).
Depravación total. La Biblia, como hemos demostrado, representa a
la naturaleza humana como depravada totalmente. Dado que este

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 117

término se ha malinterpretado tan crasamente en el habla del pueblo,


su uso teológico necesita salvaguardarse de manera cuidadosa.20 Como
tal, el término no se usa intensivamente, es decir, que a la naturaleza
humana no se le considera tan completamente depravada que no pueda
haber grados mayores de maldad; antes, extensivamente, como un
contagio que se propaga a través del ser entero de la persona. Nadie que
abogue de manera consciente en favor de esta doctrina ha afirmado
jamás que todos los seres humanos sean personalmente malos en el
mismo grado; o que los seres humanos malos no puedan “ir de mal en
peor”. Hay tres maneras diferentes en que el término “total” puede
aplicarse a la depravación. (1) La depravación es total por cuanto afecta
el ser entero del humano. Vicia todo poder y facultad del espíritu, el
alma y el cuerpo. Aliena los afectos, oscurece el intelecto, y pervierte la
voluntad. John Fletcher dice que la depravación se notará en la
corrupción de los poderes que constituyen una cabeza sana: el enten-
dimiento, la imaginación, la memoria y la razón; y en la depravación de
los poderes que conforman un corazón bueno: la voluntad, la concien-
cia y los afectos. En lenguaje del profeta, “Toda cabeza está enferma y
todo corazón doliente” (Isaías 1:5). (2) La depravación es total porque
el ser humano está destituido de todo bien positivo. El apóstol Pablo
dice: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien”
(Romanos 7:18). Lo mismo se establece claramente en el Artículo VII
de nuestro credo: “Creemos que la creación de la raza humana a la
imagen de Dios incluyó la capacidad de decidir entre el bien y el mal y
que, por tanto, los seres humanos fueron hechos moralmente responsa-
bles; que a través de la caída de Adán ellos se tornaron depravados, de
tal modo que ahora no pueden, por sí mismos y por su capacidad y
obras, volver a la fe e invocar a Dios. Pero también creemos que la
gracia de Dios, por medio de Jesucristo, se concede gratuitamente a
todas las personas, capacitando a todos los que quieran, para volverse
del pecado a la justicia, para creer en Jesucristo y recibir perdón y
limpieza del pecado, y para seguir las buenas obras agradables y
aceptables ante El”. Como es el caso con el demérito que le atañe al
pecado innato aparte del don gratuito en Cristo, pero que es remitido
por medio de la difusión universal de la gracia, así, la depravación,
aparte de esa comunicación de bondadosa capacitación, deja al ser
humano totalmente incapaz en los asuntos espirituales. El pelagianismo
sostiene la capacidad plena del ser humano en su estado natural; la
Nueva Escuela sostiene la capacidad natural; las iglesias calvinistas, la

118 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

total incapacidad aparte de la elección y el llamado eficaz; pero los


arminianos sostienen la capacidad bondadosa extendida a todos los
seres humanos, puesto que, en las palabras de Wesley, “el estado de la
naturaleza es en cierto sentido un estado de gracia”. (3) La depravación
es total en un sentido positivo, puesto que los poderes del ser de la
persona, aparte de la gracia divina, son empleados continuamente con
maldad (Génesis 6:5; Mateo 15:19). En palabras de nuestro credo,
“todo ser humano está muy apartado de la justicia original, y por su
propia naturaleza, inclinado al mal, y esto de continuo”. Richard
Watson ha señalado que algunos teólogos intentan atemperar este
artículo al aprovecharse de la frase, “está muy lejos”, pretendiendo que
no expresa una total separación de la justicia original. Sin embargo, este
artículo, junto a otros, fue suscrito por las dos cámaras convocatorias de
1571 d.C., en latín, y también en inglés, por lo que ambas copias son
igualmente auténticas. La copia en latín utiliza la frase “quam longissi-
me distet”, una expresión lo más enfática que ese idioma permite. Por
lo tanto, la copia fija el sentido de los compiladores en dicho asunto, y
elimina cualquier argumento que dependa de la alegada ambigüedad de
la versión inglesa (compárese con Watson, Theological Institutes, II:47).

EL PECADO ORIGINAL CON RELACIÓN A CRISTO


La cuestión del pecado original no se puede entender aparte de la
verdad que la contrarresta, la del don gratuito de justicia. El “don
gratuito” se refiere a la difusión incondicional de gracia para todos los
seres humanos como primer beneficio de la expiación universal hecha
por Jesucristo. Se puede decir que esa es la doctrina distintiva del
arminianismo temprano, y que así lo confirmaron los teólogos wesle-
yanos desde Fletcher hasta Pope.21 Concedían, con Calvino, que la
pena completa de la muerte se aplicaba tanto a Adán como a su
posteridad, y esto como consecuencia de la caída; y que, por lo tanto,
aparte de la gracia de Cristo, tanto la culpa como el demérito atañían a
la depravación heredada. Juan Wesley afirmaba lo mismo, pero no
ofrecía explicación respecto a la manera en la que el pecado original se
transmitía. Todos, sin embargo, diferían en lo siguiente: el calvinismo
enseñaba que, por cuanto toda la raza había caído en Adán, Dios podía,
sin reconvención alguna de su justicia, predestinar a algunos para la
salvación en Cristo, y abandonar a otros a su merecido pecado. Los
arminianos, en contraposición, enseñaban que hubo un “don gratuito”
de justicia, el cual se otorga incondicionalmente a todos los seres

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 119

humanos por medio de Cristo.22 De aquí que Thomas O. Summers


diga: “Los teólogos representativos, desde el principio hasta ahora,
desde Fletcher hasta Pope, han derrocado esta enseñanza fundamental
del calvinismo con la declaración expresa de la Biblia, la cual contra-
pone el segundo Adán que da vida al primero que trae muerte. Si un
decreto de condenación se ha emitido en contra del pecado original,
derivado sin responsabilidad del primer Adán, de igual manera un
decreto de justificación ha sido emitido desde la misma corte, el cual
conlleva beneficios que se otorgan incondicionalmente por medio del
segundo Adán. ‘Así que, como por la transgresión de uno vino la
condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de
uno vino a todos los hombres la justificación que produce vida. Así
como por la desobediencia de un hombre muchos fueron constituidos
pecadores, así también por la obediencia de uno, muchos serán
constituidos justos’ (Romanos 5:18-19). El primer segmento de cada
uno de estos versículos encuentra pleno balance y reversión en el
segundo segmento. De no haberse previsto la intervención del segundo
Adán, la cual hacía y constituía universalmente justos a todos los que
habían sido hechos y constituidos pecadores, a Adán nunca se le
hubiera permitido propagar su especie, y la raza hubiera sido cercenada
en su cabeza pecadora misma” (Summers, Syst. Th., II:39). Por tanto, la
posición arminiana auténtica admite la plena condena del pecado, y por
consiguiente, ni minimiza la sobreabundante pecaminosidad del
pecado, ni considera livianamente la obra expiatoria de nuestro Señor
Jesucristo.23 Sin embargo, esto lo hace, no negando el pleno vigor de la
pena, como lo harían los semipelagianos, sino magnificando la
suficiencia de la expiación, y la comunicación consecuente de la gracia
preveniente a todos los seres humanos a través de Adán como cabeza.
Adán como cabeza natural y federal. El arminianismo reconoce a
Adán la cabeza natural tanto como federal, pero rechaza los extremos a
los que a veces estas posiciones han sido llevadas. Con el realismo,
sostiene la solidaridad de la raza, pero rechaza la idea de que ésta
participe personalmente en el pecado de Adán. Sostiene, además, que
Adán era el representante legal y federal de la raza, pero lo sostiene
siempre como vinculado a Cristo como cabeza natural. La cabeza
natural puede tener consecuencias en la depravación que se hereda,
pero estas consecuencias no pueden ser pecaminosas en sentido alguno,
a menos que se considere que operan bajo condena. Las consecuencias
legales solo fluyen de relaciones legales. Así lo declaran específicamente

120 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

la Biblia. El locus classicus es Romanos 5:12-19, el que ya se ha discuti-


do por algunos de los detalles que destaca. Si omitimos ciertas palabras
a manera de resumen, tendremos lo siguiente: por la transgresión de uno,
a todos los seres humanos la condenación; de la misma manera, por la
justicia de uno, a todos los seres humanos la justificación que produce vida.
Aquí, el pecado de Adán y los méritos de Cristo se consideran como
coextensivos, por lo que la condenación del primero queda revertida
por la justicia del segundo.24 El apóstol Pablo declara específicamente
que Adán era “figura del que había de venir” (Romanos 5:14). El
pecado de Adán, por ser Adán tipo “del que había de venir”, no puede
desasirse de la obediencia justa de Adán el libertador. “La redención
que Cristo hace del hombre”, dice Samuel Wakefield, “no fue cierta-
mente una consideración posterior, que sucede una vez que el hombre
apostata. Antes, fue una provisión, en la que el hombre, cuando cayó,
encontró a la justicia de la mano con la misericordia. Si miramos el
asunto bajo esa lupa, se removerá toda dificultad” (Wakefield, Christian
Theology, 294). El Cordero fue inmolado desde la fundación del
mundo, y la expiación dio principio cuando el pecado dio principio. El
evangelio fue predicado en el momento en que el primer pecado fue
condenado; y la provisión excedió sobremanera la ofensa, porque
donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Así, “el pecado
original y la gracia original se encontraron en el misterio de la miseri-
cordia, a las puertas mismas del Paraíso”.25
La naturaleza del don gratuito. ¿Cuál, entonces, es la naturaleza de
ese don gratuito, y cuáles son los beneficios que la raza deriva del
mismo? Su resumen general sería como sigue: (1) El primer beneficio
del don gratuito fue preservar a la humanidad de hundirse más allá de
la posibilidad de redención. Preservó a la raza de su destrucción total.
No solo preservó la imagen natural del ser humano, sino que además
impidió la destrucción del sentido eterno de lo justo y lo injusto, y de
lo bueno y lo malo, lo que en cierto sentido protegió de una violación a
la imagen moral. La caída no arruinó nuestra humanidad totalmente en
ningún respecto, pero sí depravó todas nuestras facultades. La mente
humana ha retenido la verdad en sus principios, el corazón y su
capacidad para los afectos santos, y la voluntad y su libertad, aunque no
la libertad para el mal necesario. Todo eso se lo debemos al segundo
Adán” (Pope, Compend. Chr. Th., II:52). (2) El segundo efecto del don
gratuito fue la reversión de la condenación y el otorgamiento de título
para vida eterna. El juicio vino sobre todos los seres humanos para

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 121

condenación, pero, de la misma manera, el don gratuito vino sobre todos


los seres humanos para justificación. Así, la condenación que se extendió
sobre la raza por medio del pecado de Adán, ha sido removida por una
sola oblación, la de Cristo. Es de esta manera que entendemos que
ningún hijo de Adán ha sido condenado eternamente, ni por la ofensa
original, ni por sus consecuencias. Por tanto, podemos decir que nadie
ha sido predestinado incondicionalmente a la condenación eterna, y
que la culpabilidad no le atañe al pecado original. Debemos creer que la
condenación, en el sentido de la perdición de la raza, nunca fue más
allá de Adán ni de la naturaleza no individualizada del ser humano. En
lo que concierne a cada individuo, la condena se suspendió en Cristo,
lo cual conllevó un cambio a sentencia condicional. No hay ahora
condenación para el ser humano por la depravación de su naturaleza,
aunque esa depravación sea de la esencia del pecado; antes mantenemos
que su culpabilidad fue removida por el don de la gracia en Cristo. Al
ser humano se le condena únicamente por sus propias transgresiones. El
don de la gracia ha removido la condenación original, y es pródigo para
con las muchas ofensas. El ser humano se hace responsable de la
depravación de su corazón solo cuando rechaza su remedio, puesto que
la ratifica conscientemente como suya, con todas sus consecuencias
penales.26 El don de la gracia consistió en que se le restaurara el Espíritu
Santo a la raza, pero no en el sentido del espíritu de vida en la regene-
ración, ni del espíritu de santidad en la entera santificación, sino en el
sentido del espíritu de despertamiento y convicción. Hemos visto que
la depravación es de naturaleza doble--la ausencia de la justicia original,
y la inclinación o tendencia hacia el pecado, lo cual es una consecuencia
de esa depravación. Ambas tienen su origen en la privación del Espíritu
Santo como lazo original de unión entre el alma y Dios. Por tanto, el
Espíritu fue devuelto a la raza tan ciertamente como se le dio la
expiación, es decir, como una disciplina provisional para la gracia más
plena de la redención.
La mitigación de la depravación heredada. El don gratuito tiene un
peso de importancia sobre la cuestión del pecado original, y sirve para
reconciliar algunas de las aparentes contradicciones de la teología
arminiana. Así, tanto el arminianismo temprano como el tardío
mantienen que el pecado de Adán no se le podrá inculpar a su posteri-
dad, pero lo harán de manera diferente.27 El arminianismo temprano
sostenía que los descendientes de Adán cayeron bajo la pena total de su
pecado, es decir, bajo la muerte temporal, espiritual y eterna. Pero

122 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

sostenían que esa pena era remitida por el don gratuito impartido a
todos los seres humanos como primer beneficio de la expiación hecha
por el Cordero inmolado desde la fundación del mundo. Los arminia-
nos tardíos, debido a sus tendencias pelagianas, arribaron a la misma
conclusión, pero de manera menos bíblica, puesto que negarían que las
consecuencias del pecado de Adán fueran de naturaleza penal. Sus
diferentes posiciones respecto a la naturaleza de la depravación
heredada, reflejan la misma aparente contradicción. Tanto el arminia-
nismo temprano como el tardío sostenían que la culpa, en sentido de
falta o demérito, no le atañía a la depravación heredada. Aquí también
el arminiano se distingue del calvinista. No obstante, el arminianismo
temprano sostendría que la depravación heredada posee la naturaleza de
pecado, y que la culpa le atañía originalmente, solo que había sido
remitida por el don de la gracia. El arminianismo tardío consideraría la
depravación heredada como meramente herencia natural, sin demérito
o culpabilidad. De nuevo, el arminianismo temprano consideraría al ser
humano incapaz por sí mismo para la fe en Dios, y para invocarlo, pero
también consideraría que esa carencia de capacidad natural era
restaurada en la forma de una capacidad de gracia.

EL PECADO ORIGINAL
EN SUS RELACIONES GENERALES
Hemos visto que el vínculo entre el pecado original y la doctrina
cristiana de salvación es fundamental y universal. El pecado de Adán,
sus consecuencias para la raza, la expiación de Cristo, y la gracia del
Espíritu, todos son cuestiones intrincadamente enlazadas. Cualquier
posición que se asuma respecto a una, sea teológica o práctica, las
afectará a todas. Pero surgen varias preguntas generales a las que se les
debe dar consideración, que son: (1) ¿Cuál es la condición moral del ser
humano cuando nace? (2) ¿En qué sentido es esclavo del pecado? (3)
¿Es posible conocer la mente carnal aparte de sus manifestaciones? (4)
Y, ¿cuál es la diferencia entre el pecado original y la flaqueza humana?
La naturaleza corrupta del ser humano. La naturaleza del ser humano,
cuando viene al mundo, está corrupta, alejada en demasía de la justicia
original, en aversión contra Dios, sin vida espiritual e inclinada al mal,
y esto de continuo. Sin embargo, debido a que no se es responsable de
esa naturaleza depravada, a la misma no le atañe culpa o demérito
alguno. Pero esto no es por razón de que la depravación no sea
condenable, sino porque, por medio de la gracia de nuestro Señor

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 123

Jesucristo, y como consecuencia de su expiación universal, el don


gratuito revertió la pena. Sostenemos, por tanto, con la misma certeza
de los arminianos tardíos, que el ser humano, al venir a este mundo, no
es culpable del pecado innato. Se lo hace su responsabilidad solo
cuando lo ratifica como suyo propio, una vez rechaza el remedio
provisto por la sangre expiatoria. Podemos decir lo mismo en lo que
concierne al libre albedrío. Todo el que quiera, puede tornarse del
pecado a la justicia, creer en Jesucristo para perdón y limpieza de
pecado, y seguir las buenas obras agradables y aceptas a su vista. Sin
embargo, ese libre albedrío no es una capacidad meramente natural,
sino una capacidad por gracia. “Creemos... que a través de la caída de
Adán [los seres humanos] se tornaron depravados, de tal modo que
ahora no pueden, por sí mismos y por sus capacidades y obras, volver a
la fe e invocar a Dios. Pero también creemos que la gracia de Dios, por
medio de Jesucristo, se concede gratuitamente a todas las personas...”
(Manual de la Iglesia del Nazareno, Artículo de Fe VII). Juan Wesley
llama la atención al hecho de que la redención fue contemporánea con
la caída. “Concedemos que todas las almas de los seres humanos están
muertas por naturaleza, pero eso no las excusa, puesto que observamos
que ningún ser humano se encuentra en un estado de mera naturaleza;
ningún ser humano está totalmente privado de la gracia de Dios, a
menos que haya contristado el Espíritu” (Wesley, Sermon: On Working
Out Our Own Salvation).
La esclavitud del pecado innato. La naturaleza del pecado innato es
una en la que la naturaleza superior es esclava de la inferior. A esa
naturaleza inferior en su ser completo--cuerpo, alma y espíritu--el
apóstol Pablo la denomina carne o sarx. En ese sentido, “la carne” es la
naturaleza del ser humano separada de Dios y sujeta, como resultado, a
la criatura. Lo cual quiere decir que el yo o autos ego está sin Dios,
aunque solo en el sentido de que está sin Él como Dios: y dado que está
sin Dios, una falsa esfera de vida y disfrute caracteriza su existencia en el
mundo. Esa posición, la cual considera a la carne como la humanidad
depravada esclavizada a lo sensible, está estrechamente aliada a la idea
de concupiscencia. De hecho, el apóstol Pablo habla de que esa
depravación produce “toda codicia” (Romanos 7:8). A lo cual añade
que hay un agente espiritual que tiene el poder para querer, pero que
no es capaz de darle vigencia a ese querer. Hay, consecuentemente,
impotencia para el bien. “Por tanto, una misma personalidad, poseerá
un carácter dual: el ser humano interior de la mente, en quien el querer

124 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

está presente, y la carne o el cuerpo de pecado, en el que no está hacer


aquello que es bueno. Pero la misma sola persona a la que le pertenecen
estos elementos opuestos--un hombre interior, una razón, un querer el
bien; una tendencia carnal, un hombre exterior, una esclavitud a lo
malo--es la que está detrás de todas estas cosas, la que está detrás hasta
del hombre interior mismo. Y en él, en lo más secreto de su naturaleza,
está el vicio original que da a luz estas contradicciones... Aquí se enseña,
de la manera más distintiva, la libertad de la voluntad, y a la vez la
incapacidad del ser humano de hacer lo bueno. La armonía de esos
aparentes opuestos se pone sobremanera de manifiesto; la facultad de
querer, ha permanecido en todo caso intacta, y la influencia de la
conciencia la provoca a querer lo bueno; pero ello es algo que está atado
a una miserable impotencia para el bien, lo que resulta tanto en
incapacidad natural como moral para hacer lo que la ley de Dios
requiere” (Pope, Compend. Chr. Th., II:66-67).28
Contaminación de carne y espíritu. El apóstol Pablo hace claro que,
además de las obras manifiestas de la carne (Gálatas 5:19), existe una
contaminación secreta de carne y de espíritu que sirve de nacimiento o
fuente de esas manifestaciones carnales exteriores. Por tanto, insta a los
cristianos a que nos limpiemos “de toda contaminación de carne y de
espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios
7:1). El pecado innato, como un principio, puede conocerse solo a
través de sus manifestaciones personales y actuales. En la experiencia de
aquellos que buscan libertad del pecado innato, no recordar lo anterior
lleva a veces a confusión. Ellos ven “las profundidades del orgullo, la
propia voluntad y el infierno” en sus corazones, por medio de la
iluminación del Espíritu Santo, pero lo ven a la luz de sus pasadas
manifestaciones. Ven solo esto: que aunque se despojaron de las obras
de la carne en la conversión, todavía permanece en ellos la necesidad de
crucificar la carne misma, es decir, la naturaleza carnal con sus tenden-
cias y derivaciones pecaminosas. En el pleno sentido del Nuevo Pacto,
“los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y
deseos” (Gálatas 5:24).
Depravación y flaqueza. Hemos visto que “la carne”, como el apóstol
Pablo emplea ese término, incluye tanto la naturaleza espiritual como la
física, pero bajo el reinado del pecado. La corrupción se extiende tanto
al cuerpo como al alma.29 La depravación de su naturaleza espiritual
puede ser removida por el bautismo con el Espíritu Santo, pero las
flaquezas de la carne serán removidas solamente cuando el cuerpo

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 125

resucite y sea glorificado. El ser humano, en términos generales, no


tiene dificultades en distinguir entre el alma y el cuerpo, pero se le hace
imposible determinar la fina línea de demarcación, fijar el punto
exacto, entre lo espiritual y lo físico. Si solo supiéramos dónde descansa
esa línea de diferenciación, no sería difícil distinguir entre las manifes-
taciones carnales, las cuales tienen su asiento totalmente en el alma, y
las flaquezas físicas, las cuales conciernen a una constitución física que
todavía permanece bajo el reinado del pecado. Se nos ha indicado que
el cuerpo está muerto por causa del pecado, pero que el espíritu está
vivo por causa de la justicia. Dado que la tensión mental muchas veces
debilita la constitución física, y que la debilidad física a su vez nubla la
mente y el espíritu del ser humano, un espíritu de caridad hacia todos
los seres humanos siempre será necesario.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. El tratado de Juan Wesley sobre el pecado original ha sido caracterizado como una de las
reflexiones más fieles y rigurosas de esa doctrina bíblica conocidas en nuestro idioma. Su
sermón sobre “El Pecado en los Creyentes” es igualmente fiel a los hechos de la experien-
cia cristiana. Ese sermón fue el resultado de su conflicto con los moravos. Después de
emerger de su laberinto de dudas y perplejidades, hizo una declaración de los siguientes
principios, según Harrison los resume. “Aunque el alma principia una nueva vida en la
hora de la conversión, queda en uno no solo la capacidad para pecar, sino la tendencia a
hacerlo. El viejo Adán del pecado activo, de la resistencia a Dios, y del antagonismo a la
santidad, se ha ido: ha sido sepultado con Cristo por la gracia regeneradora del Espíritu
Santo. Pero la caída adánica es más que un ordenamiento de vida, y el nuevo nacimiento
es más que un cambio de un conjunto de móviles a otro. Después que hemos pasado de
muerte a vida, permanecemos conscientes de la naturaleza moral enferma, cuyos aliados
son la carne y la sangre; y aunque estas son conquistadas, no son aniquiladas por el cambio
que nos hace hijos de Dios. … La mente sagaz de Wesley analizó su propia experiencia, y
siendo que se encontró que en realidad no estaba libre de la guerra entre el bien y el mal,
escudriñó la Biblia, y ellas lo guiaron a las cosas profundas de Dios. Las aspiraciones de su
alma por una vida elevada habían sido acentuadas por las dudas en las que había caído; y
cuando se arrojó una vez más a la misericordia de Dios en Cristo Jesús, el Espíritu de
poder y de amor y de una buena conciencia, se le manifestó en su pureza, y de nuevo fue
abrigado con un espíritu de regocijo, y poseído de una paz que el mundo no puede dar ni
puede quitar” (Harrison, Wesleyan Standards, I:256-257).
2. La iglesia cristiana primitiva exhibe la verdad como la ha extraído de la Biblia, aunque con
el germen de cada error que subsecuentemente aquí y allá aparecería. Antes de la herejía
pelagiana, ya los padres griegos y latinos sostenían generalmente el Vitium Originis, lla-
mado así primero por Tertuliano, aunque todos harían hincapié en la cooperación de la
voluntad humana, iluminada por la enseñanza y la gracia. Los latinos serían más enfáticos
en cuanto a ambas (Pope, Compend. Chr. Th., II:74).
Tertuliano (200) propuso la teoría de la depravación natural, la que parecía estar
estrechamente ligada a sus puntos de vista sobre la traducción de las almas. Al él se le
atribuye generalmente la autoría de la doctrina del “pecado original”, la cual formuló de la


126 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

siguiente manera: “Además del mal que viene a un alma por medio de la intervención de
los espíritus malos, existe un antecedente de maldad, que en cierto sentido es natural, el
cual surge de su origen corrupto”. Esa doctrina la elaborarían más tarde Cipriano y Agus-
tín, pero daría origen a agrias controversias (Crispen, Hist. Chr. Doct., 90).
3. Según Wiggers los presenta, los siete puntos del pelagianismo son como sigue: (1) Adán
fue creado mortal, de modo que hubiera muerto aun si no hubiera pecado; (2) el pecado
de Adán hirió, no a la raza humana, sino solo a Adán; (3) los infantes, cuando nacen, se
encuentran en las mismas condiciones que Adán antes de la caída; (4) la raza humana
como un todo, ni muere por causa del pecado de Adán, ni se levanta por causa de la
resurrección de Cristo; (5) los infantes, aunque no se hayan bautizado, obtienen la vida
eterna; (6) la ley es un medio de salvación tan útil como el evangelio; y (7) antes de Cristo,
hubo personas que vivieron sin cometer pecado. (Estas personas fueron Abel, Enoc, José y
Job; y entre los paganos, Sócrates, Arístides y Numa.) Los errores del pelagianismo pueden
refutarse tanto por la Biblia como por la historia. El pelagianismo ha sido considerado por
la iglesia como una herejía, y los individuos que lo han sostenido solo lo han hecho espo-
rádicamente.
El pelagianismo, en su relación con la negación del “pecado original”, y de la muerte
como el efecto del pecado, fue formalmente condenado como herético por el Concilio
General de Éfeso en 431 d.C. Pero la controversia no terminó. El agustinianismo nunca
fue aceptado completamente por los teólogos de oriente, quienes rechazaban la predesti-
nación para adherirse a la doctrina del pecado original, lado a lado con la libertad humana.
Fue en occidente donde el agustinianismo alcanzó el favor. Algunos de los monjes de
Hadrumento fueron hasta el extremo de declarar que Dios había predestinado hasta los
pecados de los malos.
4. El dogma que se definió en el Concilio de Trento combinó la identificación realista que el
agustinianismo hacía de Adán y la raza, con la idea negativa semipelagiana de los efectos
de la caída. A Adán, creado a la imagen de Dios, y dotado de libre albedrío y de perfecta
armonía tocante a los elementos puramente naturales, se le había añadido el don de la
justicia original: conditus in puris naturalibus, lo hacía in justitia et sanctitate constitutus. La
justicia original era un don sobrenatural añadido, pero la pérdida de este refrenamiento
añadido arrojó la raza de vuelta a su condición creada de contrariedad entre la carne y el
espíritu. En el bautismo se quita la culpa de la ofensa original que provocó la pérdida, pero
no la concupiscencia que resultó de la transgresión y que lleva a la transgresión, aunque ya
aquella no tenga en sí misma la calidad esencial de maldad. … Todas las confesiones
reformadas protestaron contra esa posición, pues que afirmaban que la concupiscencia
tenía en sí misma la naturaleza del pecado. Por lo demás, la teoría romana admite que la
caída ha nublado la imagen natural, que la naturaleza total del ser humano ha sido herida,
y que así se propaga (Pope, Compend. Chr. Th., II:77).
5. Melanchthon definió el pecado original como una corrupción de la naturaleza que fluye
de Adán, pero sostuvo la imputación mediata antes que inmediata de ese pecado a la raza.
Decía: “Por razón de esa corrupción, los seres humanos nacen culpables, e hijos de ira, es
decir, condenados por Dios, a menos que se obtenga remisión. Si alguien desea añadir que
los seres humanos nazcan culpables por razón de la caída de Adán, no objetaré”. Entre los
teólogos luteranos, Calixto negaría que la culpa ataña al pecado original. Tanto Gerhard
como Quensted favorecieron la imputación mediata.
6. El orden de los decretos en el sistema arminiano es como sigue: (1) permitir la caída del
hombre; (2) enviar el Hijo para que sea plena satisfacción por los pecados de todo el
mundo; (3) remitir, sobre esas bases, todo el pecado original, y dar una gracia tal que
capacite a todo el mundo en la obtención de la vida eterna; (4) ordenar para salvación a
todos los que hacen valer esa gracia y perseveran hasta el fin.

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 127

7. William G. T. Shedd sostiene que, “Una especie o naturaleza específica es aquella


sustancia o principio plástico primitivo e invisible que Dios creó de la no entidad como
materia rudimentaria de la que se compondrán todos los individuos de la especie”. “Aun-
que es un principio invisible”, existe como “una entidad real y no una mera idea. Cuando
Dios crea una sustancia primordial con el fin de que se individualice mediante la propaga-
ción, lo que se crea no es una abstracción mental o término general que carezca de co-
rrespondencia objetiva. Una naturaleza específica posee existencia real, y no noúmena”.
“Luego, el realismo es verdadero dentro de la esfera del ser específico, orgánico y propa-
gado, en tanto que el nominalismo es verdadero dentro de la esfera del ser no específico,
inorgánico y no propagado. … El ser humano, como concepción general, denota no solo
el agregado colectivo de todos los seres humanos individuales que jamás hayan existido,
sino también aquella naturaleza humana primitiva de la que son partes fraccionales, y de la
que se han derivado. El individuo en ese caso no es la única realidad presente y objetiva.
La especie es también real. La estricta naturaleza humana en Adán era una entidad tan
verdadera como la multitud de individuos que de ella se produjo. La unidad primitiva ‘ser
humano’ era tan objetiva y real como el agregado final ‘seres humanos’” (Shedd, Dogmatic
Theology, II:68-71).
8. La cuestión respecto a la prioridad de lo universal (las especies) y de lo individual (res) se
desprende de aquí mismo. Que lo universal anteceda a los individuos dependerá de los
individuos de que se trate. Si lo que se tiene en mente son los dos primeros individuos de
la especie, entonces lo universal, i.e., la especie, no es previa sino simultánea (universale in
re). En el instante en que Dios creó la primera pareja de individuos humanos, en ellos y
con ellos creó la naturaleza o especie humana. Pero si se tiene en mente los individuos que
siguieron a la primera pareja, entonces lo universal, i.e., la especie, antecede a los indivi-
duos (universale ante rem). Dios creó la naturaleza humana en Adán y Eva antes que de
ellos se produjera su posteridad. Por tanto, el verdadero realismo es la doctrina de “uni-
versale ante rem”, en el caso de que “res” denote los individuos de la posteridad. La espe-
cie, como naturaleza única, es creada y existe antes que se distribuya mediante propaga-
ción. Lo universal como especie existe antes de que los individuos (res) se formaran de ella.
Y la doctrina de “universale in re” es el verdadero realismo, en el caso de que “res” denote
solo la primera pareja de individuos. La naturaleza específica que se crea y que existe en
estos dos individuos primitivos (res), no les antecede, sino que les es simultánea (Shedd,
Dogmatic Theology, II:74).
9. Charles Hodge, el representante principal de la teoría federal, levanta enérgicas objeciones
a la teoría realista. Las mismas podrían resumirse como sigue: (1) El realismo es una mera
hipótesis. (2) No tiene apoyo en la Biblia. (3) No tiene apoyo en la conciencia de los seres
humanos, sino que contradice las enseñanzas de la conciencia según la interpreta la vasta
mayoría de nuestra raza. Cada individuo se revela para sí como una sustancia individual.
(4) El realismo contradice la doctrina de la Biblia en la medida en que no pueda reconci-
liarse con la doctrina bíblica de la existencia separada del alma. (5) Subvierte la doctrina de
la Trinidad en tanto que hace del Padre, el Hijo y el Espíritu un Dios solo en el sentido en
el que todos los seres humanos son un ser humano. Las respuestas que los realistas trinita-
rios ofrecen a esa objeción son insatisfactoria, puesto que asumen la divisibilidad del
Espíritu, y, por consiguiente, su materialidad. (6) Es difícil, si no imposible, reconciliar la
teoría realista con el Cristo sin pecado. Si la sola esencia numérica de la humanidad se hizo
culpable y se contaminó en Adán, ¿cómo pudo la naturaleza humana de Cristo estar libre
de pecado si tomó sobre sí la misma esencia numérica que pecó en Adán? (7) Las objecio-
nes anteriores son teológicas o bíblicas; las de carácter filosófico se han encargado de
desvanecer la doctrina del realismo de todas las escuelas modernas de filosofía, excepto en


128 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

el caso en donde se ha fusionado bajo formas de un alto monismo panteísta (Hodge, Syst.
Th., II:221-222).
10. John Miley, en su comentario sobre ese pasaje de Owen, dice que, “una inspección
estrecha le descubrirá serias deficiencias lógicas, las cuales, al señalárselas, demostrarán aún
más lo infundado de la teoría. El argumento principia con la presuposición de una exis-
tencia rudimentaria de todos los seres humanos en Adán, tanto en lo que respecta al alma
como al cuerpo. Que el alma haya existido de esa manera en Adán, todavía permanece una
pregunta abierta para los teólogos. Agustín mismo la tuvo siempre en serias dudas. Cal-
vino la rechazó, y con él, la mayoría de los teólogos reformados. No ha tenido lugar en el
credo de la iglesia. Cuando un principio tan dudoso ocupa el lugar de una premisa lógica,
no puede haber fuerza en el argumento como un todo. A partir de una existencia que se
asume así en Adán, el argumento es como sigue: ‘puede decirse que su voluntad era la
nuestra’. ¡Puede decirse! ¡Cuántas cosas pueden decirse sin la debida garantía para decirlas!
La debilidad de esa teoría queda de manifiesto cuando el mejor apoyo que se le atribuye es
una premisa dudosa y una inferencia meramente hipotética” (Miley, Systematic Theology,
I:490-491).
11. El profesor Moses Stuart caracteriza muy hábilmente esta teoría como una de “culpa
ficticia pero de condenación verdadera”. El doctor Baird dijo: “Aquí tenemos un pecado
que no es crimen, sino una mera condición que nos considera y trata como pecadores; y
una culpa que está desprovista de pecaminosidad, y que no implica demérito moral o
vileza”. Hollaz sostuvo que Dios trata a los seres humanos de acuerdo a lo que previó que
harían, si estuvieran en el lugar de Adán (compárese con Strong, Syst. Th., II:615).
12. Henry C. Sheldon, al referirse a la teoría de la imputación inmediata, dice: “¿Qué es esta
sino la apoteosis de un artificio legal? El mismo Dios cuya mirada penetrante quema cada
artificio con el que un hombre pueda cobijarse, y que de inmediato expone la realidad
desnuda, aquí se representa como alguien que ata su juicio a un gigantesco artificio, en el
sentido de que considera culpables a incontables millones de una transgresión que sabe
que se cometió antes de que personalmente existieran, pero que les era tan imposible de
prevenir como imposible les hubiera sido impedir el fíat de la creación. Si eso es justicia,
entonces no se conoce el significado del giro justicia. Los seres humanos que están en sus
cabales condenan el salvajismo de una tribu que trate a toda una nación como enemiga
porque uno o más de sus representantes la hayan ofendido. ¿Podrán, entonces, los seres
humanos que estén en sus cabales concebir que un Dios santo condene por adelantado a
una raza antes de que existiera, a causa del pecado de uno?” (Sheldon, Syst. of Chr. Doct.,
320).
Esta teoría niega toda participación directa de la raza, ya sea en el acto o en el demérito
del pecado de Adán. En esto se distingue de la teoría realista, la cual, en su alta forma, en
ambos caso la afirma. Por cuanto la raza no tuvo parte en la acción de Adán, su pecar no
pudo haber tenido consecuencia inmediata de demérito y culpa sobre aquella, como la
tuvo sobre él. Por tanto, antes del acto judicial de imputación inmediata, todos debieron
de hecho ser inocentes, y así debieron aparecer a la vista de una justicia divina que proce-
dió a protegerlos de la culpa de un pecado extraño, un pecado que en ningún sentido les
pertenecía, tras lo cual, con motivo de esa culpa gratuita, la condena de la depravación
moral y de la muerte les fue infligida. Así, aunque de hecho inocente, a la raza se le hace
objeto de culpa y castigo (Miley, Syst. Th., II:503).
13. Lo arbitrario del sistema del pacto se demuestra en el hecho de que se propone de más de
una manera. Coccio, quien originó el sistema, y Burmann, uno de sus seguidores inme-
diatos y exponente capaz del sistema, sostenían que el pacto de gracia era entre Dios y los
elegidos, y que el oficio de Cristo era meramente el de mediador. Herman Witsius soste-
nía que el pacto de gracia era primariamente un pacto eterno entre el Padre y el Hijo, y de

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 129

manera solamente secundaria, un pacto entre Dios y los elegidos. Francis Turretin y
Charles Hodge, quienes defendieron el esquema pacto-imputación, sostenían que en el
pacto de las obras estaban Dios y el primer Adán, y en el de la gracia, Dios y el último
Adán.
E. C. Robinson piensa que es perfectamente cierto que Jonatán Edwards no se acogiera
a la doctrina de imputación inmediata, y que no hay evidencia decisiva de que se acogiera
a la imputación mediata de Placio. Su creencia era en “una unión real entre la raíz y las
ramas del mundo de los seres humanos, establecido por el Autor del sistema total del
universo”; en “el pleno consentimiento de los corazones de la posteridad de Adán a la
primera apostasía”. Por tanto, el pecado de la apostasía no es de ellos meramente porque
Dios se lo haya imputado, sino que lo es, verdadera y propiamente de ellos, y es sobre esa
base que Dios se lo imputa (Agustín, Original Sin. Compárese con Robinson, Christian
Theology, 155).
14. La naturaleza sensible, como utilizamos aquí el término, es bastante más amplia que la
naturaleza física, y es el asiento de muchas más sensibilidades que las apetencias conside-
radas más especialmente físicas. Estos sentimientos múltiples tienen sus funciones corres-
pondientes en la economía de la vida humana. Si la naturaleza sensible goza de un tono
saludable y un estado normal, estos sentimientos se subordinarán al sentido de la pruden-
cia y de la razón moral, cumpliendo así sus funciones en consistencia con la vida espiritual.
Cuando la naturaleza sensible esté en un estado desordenado, las sensibilidades serán
irregulares. De ahí surgirán las malas tendencias, y los impulsos y apetencias viciosas, y las
formas de sentimiento desordenadas, y así todo lo que pueda incluirse en “los deseos de la
carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16). El estado desorde-
nado de la naturaleza sensible se demuestra claramente en los muchos casos de sensibili-
dades desordenadas y pervertidas de la vida humana. Este estado desordenado es parte de
la depravación de la naturaleza humana. La naturaleza moral es el asiento de lo consciente,
y de la razón moral. Así como lo hay de la naturaleza sensible, también puede haber un
estado desordenado de la naturaleza moral; un estado en el que la razón moral se oscurece
o pervierte, y la conciencia queda muda y prácticamente impotente. Dios, o no se verá, o
se verá de manera tan tenue, que verlo tendrá poco o ningún poder gobernante; porque,
aunque en la realidad de su existencia Dios todavía puede ser aprehendido por la razón
lógica o intuitiva, es solo en la aprehensión de la conciencia moral que Él llega a ser una
presencia viviente (Miley, Systematic Theology, I:443-444).
15. La expresión, “pecado original”, como se conoce habitualmente, denota “la corrupción
inherente en la que nacen todos los seres humanos desde la caída”. En la ciencia, distinto
de la teología, el término correspondiente es “herencia”, como sea que la entienda la
ciencia, y en la medida en que, según ese conocimiento, la entienda correctamente. Noso-
tros debemos ir, más allá de la ciencia, a la Biblia, y afirmar que esa corrupción de la
herencia no es una mera “viciosidad no condenable”. Si esa corrupción de la herencia cae
en alguna medida bajo la lupa de un Dios que se considera un Ser moral, la tendrá que
juzgar o agradable o detestable. Si lo primero, entonces no es corrupción moral, lo cual
sería contrario a nuestra hipótesis; pero si lo segundo, entonces será condenable. El go-
bierno moral de Dios, y de aquí, su plan de redención, no tiene nada que ver directamente
con una mera viciosidad o corrupción física. Concluimos, por tanto, que el pecado origi-
nal no es meramente corrupción de herencia, sino que le atañe la calidad de condenación
(Foster, Theology, 406).
16. La posición de Arminio es como sigue: “Dado que el tenor del pacto en el que Dios entró
con nuestros primeros padres fue este: que si continuaban en el favor y la gracia de Dios,
por razón de la observancia de ese precepto y de otros, las bondades que les habían sido
conferidas se transmitirían a su posteridad, en virtud de la misma gracia divina que habían

130 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

recibido; que si por lo mismo, mediante la desobediencia se hicieran a sí mismos indignos


de tales favores, se privaría de ellos de igual manera a su posteridad, y ésta sería responsable
de los males contrarios; entonces se sigue de aquí que todos los seres humanos, los cuales
se propagarían naturalmente de los primeros padres, quedarían sujetos a la muerte tem-
poral y eterna, y serían destituidos del bien del Espíritu Santo, o de la justicia original. A
ese castigo se le denomina regularmente la privación de la imagen de Dios, y el pecado
original. Sin embargo, si permitimos que este punto se convierta en materia de discusión,
alguien se podría preguntar si, aparte de la carencia o ausencia de la justicia original, pero
como parte adicional del pecado original, alguna otra cualidad contraria fue constituida.
Nosotros creemos que es más probable que solo esta ausencia de justicia original sea en sí
el pecado original, pues que solo ésta es suficiente para que se cometa y se produzca todo
pecado actual, cualquiera que sea”.
Richard Watson piensa que la privación no cobra plena expresión en la frase, “la pérdida
de la justicia original”, a menos que sea la intención incluir la vida que se imparte y se
suple por el Espíritu Santo, la cual representa la única fuente de justicia, incluso en el
primer hombre. Por tanto, añade: “Arminio ha expresado, de manera más explícita y
enérgica, la privación de la que estamos hablando, señalándola una pérdida del “bien del
Espíritu Santo” en Adán, para él y para sus descendientes, y una pérdida de la justicia
original como consecuencia. Para mí que esa es una manera sencilla y a la vez bíblica de
ver el caso” (Watson, Theological Institutes, II:80).
17. En la discusión de la santidad primitiva, hemos reconocido plenamente la presencia del
Espíritu Santo como fuente de su más elevada forma. No hemos aceptado el punto de
vista papal de que la justicia original sea totalmente una dotación de gracia, que se sobre-
añade después que el hombre es creado, sino que hemos sostenido que la naturaleza
adánica es recta en sí misma tal y como fue creada. En total consistencia con esa posición,
sostenemos que la presencia del Espíritu es la fuente de una fuerza y un temple mayor de
santidad. Así, fue total la provisión que se hizo para la subordinación más completa de
todos los impulsos y las apetencias de los sentidos, y para el dominio completo de la vida
moral y espiritual. La privación del Espíritu Santo ocurrió como resultado del pecado, y la
depravación de la naturaleza del ser humano fue una consecuencia de esa carencia. En
adición al efecto más directo de ese pecado sobre la naturaleza sensible y moral, también se
perdió el vigor y el temple moral que emanaba de inmediato de la presencia y agencia del
Espíritu Santo. El detrimento era doble, y la depravación, por consiguiente, era aún más
profunda. Con todo, en ese punto de vista no dejamos de percibir la depravación como un
estado desordenado de la naturaleza sensible y moral (Miley, Systematic Theology,
I:444-445).
18. El castigo de la muerte espiritual, la cual ya hemos demostrado que fue incluida en la
sentencia original, consistió, por supuesto, en la pérdida de la vida espiritual, que era aquel
principio del que fluían toda dirección y control correcto de los diversos poderes y facul-
tades del ser humano. Pero esa vida espiritual del primer ser humano no era un efecto
natural, esto es, un efecto que se derivaba de su mera creación, independientemente de la
influencia del Espíritu Santo que se le había otorgado. Esto puede inferirse de “la nueva
creación”, la de la renovación del ser humano a la imagen del que primero lo creó. Esta es
la obra del Espíritu Santo; sin embargo, después de ese cambio, de ese “nacer de nuevo”, el
ser humano todavía no es capaz de preservarse en esta condición renovada a la que se le ha
traído, a menos que sea gracias a la continuación de la misma influencia que vivifica y
auxilia. No hay crecimiento futuro en conocimiento y experiencia, ni poder de hábito, por
mucho que se haya preservado, que le haga independiente del auxilio del Espíritu Santo;
antes, en proporción con su crecimiento, posee una consciencia más profunda de su
necesidad de que Dios lo habite, y de que, como dice el Apóstol, haga su “obra poderosa”

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 131

en él. La aspiración que pone más de manifiesto esa vida nueva es la de la comunión y
relación continuas con Dios; y dado que esa es la fuente de la nueva vitalidad, esa renova-
da vitalidad se expresa a sí misma en un “asirse al Señor” con un “propósito de corazón”
siempre más vigoroso. En una palabra, que la santidad del cristiano depende totalmente
de la presencia del Santificador. Podemos ocuparnos en nuestra propia salvación solo en la
medida en que Dios produzca en nosotros “así el querer como el hacer” (Watson, Theolo-
gical Institutes, II:80).
19. Watson, Raymond, Field y Banks se inclinan más hacia la imputación inmediata; Pope,
más hacia la idea de que es mediata. “Y por cuanto Adán era una persona pública, un
representante, este estado de muerte, de separación de Dios, se ha traspasado a sus des-
cendientes, quienes, en su estado natural, se señala que están, por consiguiente, ‘muertos
en delitos y pecados’, ajenos a Dios, y por consecuencia, llenos de maldad” (Field, Hand-
book Chr. Th., 151). “La transmisión de la culpa, en el sentido restricto ya explicado, es
perfectamente justificable, si justificable es el principio representativo o federal en lo
moral, y en esferas similares. Luego, pues, la transmisión de la culpa se convierte en la base
para la transmisión de la naturaleza corrupta” (Banks, Manual of Chr. Doct., 139). “La
imputación del pecado de Adán a su posteridad se confina a sus resultados legales. Si un
hombre comete traición, y por esa causa pierde sus bienes, su crimen es imputado de
suerte tal a sus hijos que, con él, se ven obligados a sufrir la pena de su ofensa. No quere-
mos decir, sin embargo, que el acto personal del padre se les inculpe a los hijos, sino que
esa culpa o sujeción al castigo por el pecado de aquel, les es transferida de una manera tal
que hasta sus consecuencias legales sufren” (Raymond, Chr. Th., 293).
Ha de observarse que la Biblia nunca separa la condenación de la depravación; la una
está siempre implícita en la otra, a la vez que ambas están generalmente vinculadas con la
gran salvación. Es imposible concebir estas dos como separadas entre sí; sin embargo, la
precisión del lenguaje bíblico sugiere que los que nacen con una tendencia pecaminosa
están por consiguiente condenados, y que el hecho de que lo estén, los hace por necesidad
depravados. Hay un pasaje que lo ilustra de manera sugestiva. El Apóstol habla de que los
convertidos efesios estaban bajo el dominio de la carne, en el sentido pleno en que se ha
señalado anteriormente, demostrando así que eran por naturaleza hijos de ira. Aquí se
juntan la depravación y la condenación del estado natural: es el caso solitario en el que se
señala que la naturaleza del ser humano está bajo ira; pero la ira está sobre los que viven
sujetos a esa naturaleza, antes que sobre la naturaleza en sí; y a ambos se les trae en estre-
cha vinculación con Cristo, la luz de cuya venida ya alumbra, aunque todavía la oscuridad
no haya pasado (Pope, Compend. Chr. Th., II:54).
20. Es un hecho notable, el cual no debe pasarse por alto, que casi todos los teólogos
calvinistas que han intentado determinar la doctrina arminiana sobre este asunto, han
derivado sus puntos de vista de las nociones semipelagianas de Whitby, en lugar de deri-
varlas de Arminio mismo, o de los que lo apoyan. Por ejemplo, veamos lo que el doctor
Dick afirma respecto a los arminianos: “Ellos no admiten que el efecto de la caída fuera
una pérdida total de lo que llamamos la justicia original”. También los representa como
sosteniendo que, aunque el ser humano “cayó de un estado de inocencia e integridad, y su
apetito estaba ahora más inclinado a la maldad que antes”, con todo, “no cayó en un
estado de impotencia moral, ni perdió completamente su poder para hacer el bien”. Que
algunos que se llamen arminianos discurran de esa manera, no lo negaremos; pero adscri-
bírselo a Arminio, o a alguno de sus auténticos seguidores, es palpablemente una falsa
representación. El primer pecado, de acuerdo al gran teólogo, trajo sobre los ofensores el
desagrado divino, la pérdida de aquella santidad y justicia primitiva en las que fueron
creados, y la sujeción a una muerte dual. “Por tanto”, dice, “cualquier castigo que vino
sobre nuestros primeros padres, ha penetrado y acosado igualmente a su posteridad; por lo

132 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

tanto, todos los hombres ‘son por naturaleza hijos de ira’ (Efesios 2:3), sujetos a condena-
ción, y a la muerte tanto temporal como eterna. También están privados de la santidad y
la justicia original. A menos que no hubieran sido liberados por Jesucristo, hubieran
permanecido eternamente oprimidos por esos males”. Debe, por consiguiente, ser eviden-
te para toda mente imparcial, que tanto los arminianos como los calvinistas sostienen la
doctrina de la total depravación del ser humano (Wakefield, Christian Theology, 299).
21. Esto, por tanto, es la base general de la justificación. Por el pecado del primer Adán, quien
no solo fue el padre, sino también el representante de todos nosotros, todos quedamos
destituidos del favor de Dios; todos vinimos a ser hijos de ira; o, como los expresa el
Apóstol, “el juicio vino sobre todos los hombres para condenación”. Con todo, por el
sacrificio por el pecado hecho por el segundo Adán, como representante de todos noso-
tros, Dios está a tal punto reconciliado con todo el mundo, que les ha dado un nuevo
pacto; y dado que así, de una vez, la clara condición se había cumplido, “no hay más
condenación” para nosotros, sino que “somos justificados gratuitamente por su gracia, por
medio de la redención que es en Cristo Jesús” (Wesley, Sermon: Justification by Faith).
La enseñanza de este último pasaje, el apóstol Pablo la resumen y confirma al proponer
que Jesucristo, el segundo Adán, fue dado a la raza humana como la fuente de una justicia
original que ayuda a cancelar, y más que cancelar, los efectos del pecado original en el caso
de aquellos que serían su simiente espiritual. Por tanto, ese don primitivo era una provi-
sión objetiva para todos los descendientes del primer pecador, cuyos beneficios se aplica-
rían a aquellos que abrazaran con su fe al Salvador. Pero es importante recordar que el
mismo asumió la forma de un don gratuito original para la raza entera, antes de iniciada la
transgresión, y que ha afectado en muchos respectos el carácter del pecado original: sus-
pende el pleno vigor de su condenación, y, hasta cierto grado, contrarresta su depravación
(Pope, Compend. Chr. Th., II:55).
22. Las “objeciones al antinomianismo” que presentó Fletcher bien podrían denominarse
clásicas en la teología wesleyana. En su “tercera objeción”, él adelanta los cuatro grados
que componen la justificación eterna de un santo glorificado. Son como sigue: (1) la
justificación de la infancia; (2) la justificación o perdón de los pecados actuales, como
resultado de haber creído; (3) la justificación por obras, de la epístola de Santiago; y (4) la
justificación del día del juicio.
“Todos esos grados de justificación”, dice él, “es Cristo quien los hace igualmente
meritorios. Nada hacemos para merecer el primero, puesto que nos encuentra en estado de
total muerte. En pro del segundo, creemos, pero lo hacemos por el poder que se nos da
libremente en el primero, y por el auxilio adicional de la palabra de Cristo y la agencia del
Espíritu. En pro del tercero, obramos por fe. En pro del cuarto, continuamos creyendo en
Cristo, y colaborando con Dios, según tengamos oportunidad.
“Predicar distintivamente estos cuatro grados de la justificación del santo glorificado,
tiene ventajas particulares. La primera justificación capta la atención del pecador, estimula
su fe, y atrae con amor su corazón. La segunda hiere al fariseo que se justifica a sí mismo,
el cual obra pero no cree, a la vez que ata el corazón del publicano arrepentido, quien no
tiene otro ruego que el de, ‘Dios, se propicio a mí, pecador’. La tercera detecta la hipocre-
sía y destruye las vanas esperanzas de todos los antinomianos, quienes, en lugar de ‘mos-
trar su fe por sus obras, niegan con las obras al Señor que los rescató, y le traen abierta
vergüenza’. Y, en tanto que la cuarta hace que hasta ‘un Félix tiemble’, hace también que
los creyentes ‘pasen aquí el tiempo de su peregrinación en temor humilde’, y alegre vigi-
lancia.
“Aunque todos estos grados de justificación se encuentran en los santos glorificados,
violentamos la Biblia si pensamos... que son inseparables. Como sucedió con Faraón, caen
del primero todos los malos que ‘contristan el Espíritu que convence’, los cuales son

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 133

finalmente entregados a una mente reprobada. Caen del tercero, y, como Himeneo, Fileto
y Demas, pierden el segundo, todos los que ‘reciben la simiente entre espinas’, todos los
que ‘no perdonan a sus consiervos’, todos los que ‘comienzan por el Espíritu y terminan
por la carne’, y todos los que ‘se apartan’ y vienen a ser hijos e hijas ‘de perdición’. Y nadie
participa del cuarto, sino solo los que ‘llevan fruto para perfección’, según una u otra de las
dispensaciones divinas: ‘cual a treinta por uno’, como entre los paganos, ‘cual a sesenta por
uno’, como entre los judíos, y cual ‘a ciento por uno’, como entre los cristianos.
“Tal parece que, a partir del todo, aunque no podemos hacer absolutamente nada en
favor de nuestra justificación, decir que ni la fe ni las obras se requieren para los otros tres
grados, es una de las aseveraciones más atrevidas, antibíblicas y peligrosas del mundo,
puesto que deja de un lado lo mejor de la Biblia, mientras que permite que el oleaje del
antinomianismo crudo arrope totalmente la iglesia” (Fletcher, Works, I:161-162).
23. Pero la justicia que se confirió a la raza antes de que el curso de su historia comenzara,
tenía la naturaleza de una provisión que contrarrestara los efectos del pecado, una vez el
pecado original llegara a ser actual. No abolió de inmediato los efectos de la caída en la
primera pareja, cuyo pecado original era también en ese caso transgresión actual; no los
colocó en un nuevo estado probatorio, ni excluyó la posibilidad de una raza futura de
pecadores. La gran expiación ahora se había hecho necesaria: tan necesaria para estos
padres de la raza como lo sería después que se diseminaran en multitudes incontables. El
Redentor ya era el don de Dios para el ser humano; pero todavía era “el que vendría”,
como el apóstol Pablo una vez lo llamó con relación a ese mismísimo hecho: hizo del
primer pecado el primer tipo del Salvador del pecado. La expiación no quita el pecado por
lo soberano de una gracia arbitraria, sino por la virtud de una gracia que perdona y sana a
todos los que creen. La casa de una nueva humanidad se había comenzado a edificar de
inmediato--la simiente espiritual del segundo Adán--siendo el mismo primer Adán la
primera piedra viviente del nuevo templo. Y al referirse a la vida que se le otorga a esa
nueva raza, el apóstol Pablo no escatima palabras para demostrar cuánto más sobreabunda,
cuánto más sobrepasa el efecto de la caída (Pope, Compend. Chr. Th., II:56).
24. En cuanto al caso de Adán y sus descendientes adultos, se verá que todos quedaron sujetos
a la muerte corporal. Aquí había justicia. Pero por medio de la expiación, la cual declara
eficazmente la justicia de Dios, esa sentencia queda revertida por una resurrección glorio-
sa. De nuevo, cuando Dios, la fuente de la vida espiritual, se retrajo de Adán, éste murió
una muerte espiritual y se corrompió en lo moral; y, dado que “lo que es nacido de la
carne, carne es”, toda su posteridad está en la misma condición. Aquí hay justicia. Luego,
la vida espiritual visita al ser humano desde otro lugar y por otros medios. El segundo
Adán es un “espíritu vivificante”. Gracias a la expiación hecha por éste, al ser humano se le
ha dado el Espíritu Santo, quien podrá de nuevo infundir la vida celestial en su naturaleza
corrupta, y regenerarla y santificarla. Aquí hay misericordia. Y en cuanto a un estado
futuro, se promete vida eterna a todos los que creen perseverantemente en Cristo, quien
revierte la sentencia de muerte eterna. Aquí, de nuevo, encontramos la manifestación de la
misericordia (Wakefield, Christian Theology, 294).
25. Pero, para la interposición del plan de redención, ningún otro resultado pudo haber
seguido a la primera transgresión, como al menos parece evidente a la luz del pensamiento
racional, que la muerte inmediata de la primera pareja. La muerte temporal, o del cuerpo,
habría de terminar con su existencia, y la segunda muerte se sucedería de manera instan-
tánea. Que la muerte del cuerpo hubiera hecho la propagación imposible, es algo dema-
siado de evidente para que requiera una declaración particular. Dado que la naturaleza
humana es lo que es, sería demasiado descabellado siquiera permitirse por un momento la
idea de que almas sin cuerpos pudieran propagarse. La única noción admisible en el caso
es que, a no ser por la redención, la raza se hubiera extinguido en las personas de nuestros

134 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

padres. Toda la humanidad debe su existencia, y las bendiciones que la acompañan, a las
agonías del Getsemaní, a la crucifixión y a la muerte de nuestro Señor Jesucristo. La
muerte de nuestro Salvador compró toda consciencia de pensamiento, de emociones, de
volición, todos los placeres del conocimiento, el amor y la esperanza, y todo lo que somos
o esperamos ser, y todo lo que tenemos y disfrutamos. ¿Concibe alguien aquí alguna
incongruencia al llamar la existencia una bendición, un don benévolo, resultado de una
interposición clemente, en el caso de aquellos cuya existencia acaba en muerte eterna?
(Raymond, Systematic Theology, II:308-309).
Es bien conocido el hecho de que la doctrina metodista de la expiación, y la universali-
dad de su gracia, modifica considerablemente su doctrina de pecado. Hemos sostenido
siempre la doctrina de una depravación originaria común, que esa depravación es en sí
misma una ruina moral, y que no hay en nosotros, por naturaleza, el poder para una vida
buena. Pero, por medio de una expiación universal, existe una gracia universal: la luz y el
auxilio del Espíritu Santo en cada alma. El que nazcamos con una naturaleza corrupta
como descendientes de Adán, hace que recibamos nuestra existencia bajo una economía de
redención, con una cierta medida de la gracia de Cristo. Con esa gracia, la cual, si se
aprovecha adecuadamente, recibe crecimiento, podemos tornarnos al Señor y ser salvos.
Estas doctrinas de depravación originaria y gracia universal, conllevan para cada alma la
lección más profunda de responsabilidad personal por el pecado, y de la necesidad de
Cristo para la salvación y para la vida buena (Miley, Systematic Theology, I:532-533).
26. La doctrina de la depravación natural afirma la total incapacidad del ser humano de
volverse a la fe y de invocar a Dios. Postulado esto de esa manera, la afirmación de que
todos tiene una probatoria justa implicará la doctrina de una influencia benévola, asegu-
rada incondicionalmente como común herencia de la raza; esa influencia benévola está así
asegurada: la misma sangre que compró una existencia consciente para la humanidad,
obtuvo a su favor toda la gracia que se necesita para las responsabilidades de esa existencia
(Raymond, Syst. Th., II:316).
27. Richard Watson, al hablar del rechazo del remedio para el pecado, dice lo siguiente: “De
rechazarlo, la persona se sujeta a la pena total, al castigo de pérdida por las consecuencias
naturales de su naturaleza corrupta que hace a esa persona incapaz del cielo: y podemos
decir, sin ser injustos, un castigo de igual dolor por la ofensa original que el adulto, cuan-
do los medios de su liberación habían sido provistos por Cristo, por sus transgresiones
actuales consiente con toda rebelión contra Dios, y con la de Adán mismo; y por la pena
de su propia transgresión actual, la cual se ha agravado por haber hecho liviano el evange-
lio” (Watson, Institutes, II:57).
28. La influencia universal del Espíritu califica al pecado original, ya que, en cada alma
responsable, es el Espíritu quien recuerda el estado perdido, quien provoca el deseo de
Dios y de recuperar la comunión que es ansia inextinguible de la humanidad, según lo
demuestra toda su historia. No permite que el espíritu del ser humano se olvide de su gran
pérdida. Es por medio de esa influencia universal preliminar que, en el ser humano, la
culpa se avergüenza naturalmente de su deformidad... Pero la conciencia sugiere, por lo
menos en el ser humano, la idea de recuperación; puesto que es el mismo Espíritu que en
la conciencia incita hacia Dios, bien por miedo, bien por esperanza, y quien hurga uni-
versalmente las fuentes secretas de la voluntad. El pecado original es impotencia total para
el bien; es en sí mismo una cautividad dura y absoluta. Pero no se le deja por su cuenta.
Cuando el Apóstol dice que los gentiles tiene la ley escrita en sus corazones, y que miden
conscientemente su conducta según esa norma, y que pueden hacer por naturaleza las
cosas contenidas en la ley, nos enseña claramente que en lo más recóndito de la naturaleza
está el misterio secreto de la gracia, la cual, si no se resiste ni contrista, provoca al alma a
desear a Dios, y le ofrece aquellos comienzos secretos e inexplicables que la pondrán en

EL PECADO ORIGINAL O LA DEPRAVACIÓN HEREDADA 135

marcha hacia un bien que una gracia mayor pueda asir. De hecho, la capacidad misma de
salvación prueba que la pecaminosidad innata del ser humano ha sido hasta cierto punto
restringida; que su tendencia a la maldad absoluta ha sido detenida; y que la capacidad
natural y la capacidad moral, si se permite utilizar el lenguaje de controversia, se hacen una
por medio de una gracia que opera misteriosamente detrás todo mal humano (Pope,
Compend. Chr. Th., II:60).
29. La naturaleza humana caída es carne o sarx: el ser todo del ser humano, el cuerpo y el
alma, el alma y el espíritu, separado de Dios, y sujeto a la criatura... Se puede asumir que
el disturbio de la esencia misma de la naturaleza humana afecta la personalidad entera del
ser humano como un espíritu que actúa en un cuerpo. El ser humano ha nacido con una
naturaleza que, aparte tanto del Malo, externamente, y, también externamente, del poder
renovador de la Nueva Creación, está bajo la esclavitud del pecado. A esa esclavitud se le
puede relacionar con la naturaleza baja que pone en servidumbre a la alta, y con la natu-
raleza alta esclavizada (Pope, Compend. Chr. Th., II:65).




PARTE 3

LA DOCTRINA DEL HIJO




CAPÍTULO 20

LA CRISTOLOGÍA
Al abordar el tema de la cristología se nos debe permitir hacer hin-
capié en el hecho de que, en este departamento, llegaremos al corazón
mismo del cristianismo. Aquí nos encontraremos con aquellas doctrinas
que marcan el cristianismo como único y universal, contrastándolo con
las religiones étnicas en todas sus formas. En nuestra discusión de la
religión señalábamos el doble fundamento sobre el que diferenciábamos
el cristianismo de las religiones paganas, y que consistía, primero, en la
diferencia de la calidad ética, y segundo, en el carácter de su fundador.
Por un lado, el apóstol Pablo reconoció la verdad que había en las
religiones étnicas, pero las condenó debido a su bajo tono moral. No
valoraban ni a la criatura ni a su Creador. Por otro lado, hemos
anticipado la superioridad del cristianismo tal y como fue fundado por
Jesucristo, el Hijo del único, vivo y verdadero Dios, y como una
religión de poder redentor y vida interior. Ahora consideraremos las
doctrinas distintivas acerca de Cristo de manera más amplia y crítica.
La cristología (Christon logos) es el departamento de la teología que
trata con la persona de Cristo como el Redentor de la humanidad. A
veces el tema se amplía para incluir tanto la persona como la obra de
Cristo, pero, por lo general, el término soteriología se aplica a esto
último, en tanto que el término cristología se limita a lo primero. El
advenimiento de Cristo es el hecho central de toda la historia, y a éste
se liga toda la obra de la creación y la redención. Por medio de Cristo,
Dios sostiene una relación doble con la humanidad: una, constituida
por la Palabra creadora, al formar al ser humano a su propia imagen; la
otra, como consecuencia de la entrada del pecado al mundo por medio
de la tentación y la caída de Adán. Por tanto, una concepción propia
del advenimiento implica los dos términos, Dios y hombre, y su relación
recíproca. Siendo que el advenimiento no puede referirse solo a Dios, o


140 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

solo al ser humano, tampoco puede referirse a relaciones meramente


legales y externas entre ellos. Tenemos que verlo como una encarna-
ción, en la cual Dios y el ser humano se unen en una Persona: el Hijo
eterno. En su propósito, antecede no solo la caída del hombre y de los
ángeles, sino el principio mismo del proceso de la creación. El cosmos
incluyó en su consumación al Cordero inmolado antes de la fundación
del mundo. Hay que encontrar en el corazón mismo de Dios ese amor
sacrificial que dio al Hijo para ser la propiciación por nuestros pecados.
“De entre todas las obras que Dios quiso antes del tiempo, y las cuales
efectuó en el tiempo”, decía el arzobispo Leighton, “es esta la obra
maestra que aquí se nos dice que fue antes ordenada, la manifestación
de Dios en la carne, para la redención del ser humano”.
Así como la doctrina de la Trinidad está implícita en el Antiguo
Testamento, así también tenemos una cristología del Antiguo Testa-
mento. Justamente, "Abraham vuestro padre se gozó de que había de
ver mi día; y lo vio, y se gozó" (Juan 8:56). "Porque de cierto os digo,
que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis" (Mateo 13:17).
"Los profetas... inquirieron y diligentemente indagaron... qué tiempo
indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de
antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras
ellos" (1 Pedro 1:10-12). Solo en el Nuevo Testamento fueron
plenamente revelados estos misterios. Por lo tanto, el Antiguo Testa-
mento deberá verse a la luz de una economía preparatoria, la cual llega
a su perfecto cumplimiento en Cristo. En palabras de Philip Schaff, "El
judaísmo genuino vivió para el cristianismo, y murió con el nacimiento
del cristianismo". Lo que podemos notar aquí son dos líneas de
desarrollo, una objetiva y divina, la otra subjetiva y humana.
Primero, está el hecho objetivo de la revelación divina. En el proto-
evangelio (Génesis 3:15), la promesa de que la simiente de la mujer
heriría la cabeza de la serpiente, resulta tan amplia como la raza
humana misma. Fue quizá por esa razón que nuestro Señor empleó con
tanta frecuencia el título de, "Hijo del hombre". Tras esto, y a través
del curso de la historia, encontramos revelaciones adicionales, cada una,
en cierto sentido, un advenimiento o venida de Dios a su pueblo.
Tuvimos el pacto abrahámico, en el que Dios seleccionó a un pueblo
con el cual estableció comunión personal, y por medio del cual vendría
la simiente prometida. A esto siguió la ley dada por Moisés, que
despertó el sentido de pecado y culpa. También ella sirvió como tutora,
para traer a las personas a la necesidad sentida de Uno que sería la

LA CRISTOLOGÍA 141

propiciación por el pecado. Luego, la comunidad que originó el pacto


abrahámico, y que fue enseñada por esa revelación superior, se trans-
formó gradualmente en “linaje escogido” (Deuteronomio 14:2;
26:18-19; 1 Pedro 2:9), con una concepción más noble de la santidad
de Dios, con un sentido más profundo de lo excesivamente pecaminoso
del pecado, y con una nueva esperanza profética. Estaban, como lo
declara Pablo, “encerrados para aquella fe que iba a ser revelada. De
manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de
que fuésemos justificados por la fe” (Gálatas 3:23-24). Pero Israel no
pudo captar el significado espiritual de la ley, conformándose con las
formas externas y los lavamientos ceremoniales. Solo el “remanente”
entendió su contenido espiritual, aunque es de ese remanente que
surgirían los profetas. Los profetas cultivarían la esperanza mesiánica y
señalarían el camino hacia un nuevo orden espiritual. Esta línea
profética encontraría su culminación y consumación en Juan el
Bautista, de quien el Señor dijo, “Entre los que nacen de mujer no se ha
levantado otro mayor que Juan el Bautista… Porque todos los profetas
y la ley profetizaron hasta Juan” (Mateo 11:11, 13). Inmediatamente
antes del nacimiento de Jesús, el profetismo se había reducido a un
círculo pequeño y apocalíptico: Zacarías y Elisabet, José y María, el
anciano Simeón, y Ana la profetisa, todos los cuales esperaban la
consolación de Israel.
Segundo, está el factor subjetivo de la sumisión humana. La revela-
ción divina, en cierto sentido, está condicionada por el elemento pasivo
de la receptividad humana. Así como el orden profético culminó en
Juan, también la sumisión y la confianza humana encontraron su más
elevada expresión antiguotestamentaria en María, la “muy favorecida”
de Israel, la bendita entre las mujeres (Lucas 1:28). Emanuel V. Gerhart
resume así el carácter de María, como aparece en los relatos de los
evangelios: “La simplicidad infantil queda unida con la fe divina, la
santa entrega de sí misma con la inocencia humana, y la pureza virginal
con una voluntad obediente. Detectamos una consciencia de inmacu-
lada castidad, pero sin los excesos de la soltería; una percepción de lo
hermoso en la anunciación, pero sin el éxtasis emotivo; un sentido de la
dignidad extraordinaria de su vocación, pero sin la presunción vanido-
sa; un gozo profundo, pero sin olvidarse de sí misma; un silencio
inusual, pero carente de miedo; un reflexionar delicado, pero falto de
incredulidad o duda. La providencia de Dios, por medio del proceso y
los conflictos de la historia mesiánica, había forjado una mujer que, en

142 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

virtud de su elevación moral y espiritual, era capaz de convertirse en la


madre del Hombre ideal” (Emanuel V. Gerhart, Institutes of the
Christian Religion, II:201). Fue, pues, en María que el protoevangelio
dado en el Edén alcanzó su cumplimiento por medio de la gracia del
pacto. Esto lo reconoció María cuando declaró en el Magníficat que el
Señor, “Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia de la
cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para
siempre” (Lucas 1:54-55). El apóstol Pablo aplicó esto directamente a
Cristo: “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su
simiente. No dice: a las simientes, como si hablase de muchos, sino
como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gálatas 3:16).
Zacarías, en el Benedictus, le da su interpretación espiritual a la
naturaleza del pacto, como sigue: “Del juramento que hizo a Abraham
nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros
enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de
él, todos nuestros días” (Lucas 1:73-74). A José se le anunció el
advenimiento con estas palabras: “Y dará a luz un hijo, y llamarás su
nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo
1:21), y Mateo lo interpretó como cumplimiento de la profecía de
Isaías: “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás
su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mateo
1:23; Isaías 7:14).
La mejor manera de abordar el estudio de la cristología es por medio
de su presentación en la Biblia, en la cual los grandes eventos de la vida
de Cristo se ven a la luz del significado teológico que se les adscribe.
Luego se considerará el desarrollo de la cristología en la iglesia, ya que
provee el más amplio bosquejo bajo el cual debe tratarse el asunto y los
peligros que confronta. Consideraremos, pues, en este capítulo, (I) La
aproximación bíblica a la cristología; y (II) El desarrollo de la cristolo-
gía en la iglesia.

LA APROXIMACIÓN BÍBLICA A LA CRISTOLOGÍA


Los eventos en la vida de Cristo, los cuales se considerarán en su
significado teológico, son los siguientes: (1) la concepción milagrosa y
el nacimiento; (2) la circuncisión; (3) el desarrollo normal de Jesús; (4)
el bautismo; (5) la tentación; y (6) la obediencia de Cristo, su pasión y
su muerte. El descenso, la resurrección, la ascensión y la sesión, será
mejor considerarlos en conexión con su estado de exaltación.


LA CRISTOLOGÍA 143

La concepción milagrosa y el nacimiento. En el Evangelio de San


Mateo, el relato de la concepción milagrosa y el nacimiento de Jesús se
da como una demostración del cumplimiento de la profecía, y en el
Evangelio de San Lucas, como un hecho histórico fundamental en la
obra de la redención. Este hecho a veces ha sido fuertemente asediado,
pero la preexistencia de Cristo lo demanda. Tampoco es algo indife-
rente, como algunos lo han afirmado, puesto que negarlo reduciría a
Cristo al nivel de un ser humano, e involucraría a su persona en el
pecado de la raza. Los que niegan el nacimiento virginal se envuelven
en mayores problemas que los que admiten su naturaleza milagrosa. La
aparición de Cristo en medio de la historia, como el único Ser sin
pecado, no puede explicarse sino sobre la base bíblica de que el Hijo de
Dios se hizo hombre (Juan 1:14). Esa es la razón por la que la iglesia
afirma que Jesús fue concebido del Espíritu Santo y nacido de la virgen
María.1 Aunque fue por un agenciar milagroso, desde el punto de vista
humano María concibió de acuerdo con la ley natural de la maternidad,
impartiéndole así a su niño la misma constitución orgánica que ella
poseía. Más aún, el niño fue concebido con todas las propiedades
esenciales de la humanidad original, con exclusión de la calidad
accidental del pecado en la raza adámica caída. El pecado no es un
elemento esencial de la naturaleza humana, sino un principio foráneo
que falsifica el comienzo de la vida individual (Salmos 51:5), llevando a
los seres humanos a la esclavitud por medio de la ley del pecado y de la
muerte que está en sus miembros (Romanos 7:23).
Pero establecer la humanidad real y sin pecado de Jesús afirma solo
un aspecto del misterio de su persona. Su concepción también fue, de
parte del Hijo divino, un asumir la naturaleza humana. Como lo ha
expresado Richard Hooker, “La carne y la conjunción de la carne no
fueron sino uno y el mismo acto” (Eccl. Pol., Libro 5, capítulos 52 y
53). Esa es la razón por la que la Biblia habla del niño como “el santo
ser” que habría de nacer, lo cual implica que se habría de obrar un
cambio en la constitución misma de la humanidad. Jesús no fue, por
tanto, el simple origen de un nuevo individuo en la raza, sino Aquél
que era preexistente y que venía desde lo alto hasta la raza; Él no era
meramente otra individualización de la raza humana, sino la conjun-
ción de la naturaleza humana y divina en un nuevo orden de ser: una
persona teantrópica. En el instante en que la naturaleza humana se unió
con Dios en la persona de Jesús, la misma se tornó en naturaleza
redimida, proveyendo así el principio de la regeneración para la

144 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

humanidad caída. En Jesús se da el nacimiento de un nuevo orden de


humanidad, un nuevo ser humano, “creado según Dios en la justicia y
santidad de la verdad” (Efesios 4:24). Por lo tanto, es en la persona de
Jesucristo que se ha de encontrar la base de su obra mediadora, el
principio de “la vida eterna”, la cual, por medio del Espíritu, se da a
todos los que creen en Él.
La circuncisión. El rito de la circuncisión marcaba la entrada oficial
de un niño judío a la bendición del pacto abrahámico. Jesús, por tanto,
en conformidad con la ley levítica, fue circuncidado en el octavo día
(Lucas 2:21). Por haber nacido de la virgen María, Jesús participó de la
común naturaleza humana, y era, por consiguiente, “del linaje de
David, según la carne” (Romanos 1:3). Pero Él también participó de la
vida de la raza conforme había sido elevada y disciplinada por medio
del pacto abrahámico. Consecuentemente, no solo era “del linaje de
David”, sino también de “la simiente de Abraham”. “Porque cierta-
mente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de
Abraham” (Hebreos 2:16). Y siendo que la promesa hecha a Abraham
incluía el don del Espíritu (compárese Hebreos 7:6 y Gálatas 3:14),
Pablo afirma también, “que fue declarado Hijo de Dios con poder,
según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos”
(Romanos 1:4). El significado de estos pasajes bíblicos descansa en lo
siguiente: que la perfección final no se alcanza por medio del reino de la
naturaleza, sino por medio del reino de la gracia. Aunque la humanidad
de Jesús era inmaculada, y en cierto sentido ya redimida en la persona
de Cristo, no era ese el caso en la aplicación de la redención a la
humanidad aparte de la encarnación. Esta no podía, por tanto, ser el
perfeccionamiento final del Hijo para su oficio redentor. Debe
recordarse que la promesa a Abraham fue que, “en Isaac te será llamada
descendencia” (Génesis 21:12). Y aunque Isaac era el hijo de la
promesa, prefigurando así el nacimiento de Cristo, esa promesa no se le
hizo a Isaac según la carne, sino solo cuando, de manera figurada, fue
recibido de nuevo de entre los muertos. De aquí que Pablo afirme que
“recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que
tuvo estando aún incircunciso; para que fuese padre de todos los
creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea
contada por justica… Porque no por la ley fue dada a Abraham o a su
descendencia la promesa de que sería heredero del mundo, sino por la
justicia de la fe” (Romanos 4:11 y 13).


LA CRISTOLOGÍA 145

Pero una sana cristología debe sostener que, para Jesús, la circunci-
sión era más que un rito religioso hueco, desprovisto de significado y de
poder espiritual. Para Él, era un pacto de gracia en el cual la relación de
Dios con el ser humano, y la del ser humano con Dios, se elevaba a un
nivel único y exaltado. Para Él, era la comunión de dos naturalezas en
una persona: la divina y la humana. Por lo tanto, en esa comunión
exaltada con el Padre por medio del Espíritu, fue posible que el niño
Jesús pasara desde lo inmaculado y puro de su niñez, y a través de una
juventud perfecta, hasta una adultez incorrupta e incontaminada. En
Él, la inocencia inconsciente, se transformó en obediencia consciente, y
la santidad de su naturaleza nunca conoció la contaminación o la
experiencia del pecado. Podemos decir, entonces, que la comunión
personal de Dios con el ser humano prometida a Abraham, recibió su
perfecto cumplimiento en Cristo sin error ni deficiencia; y es así que
leemos que Jesús “crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con
Dios y los hombres” (Lucas 2:52).
El desarrollo normal de Jesús. La porción de la vida de Jesús desde la
circuncisión hasta el bautismo, un periodo como de 30 años, hay que
considerarla como preparación para su gran obra mediadora. No
debemos asumir que haya sido un periodo de inactividad, aun cuando
la Biblia no mencione nada aparte del relato de la visita de Jesús a
Jerusalén para hacerse un hijo de la ley. Debió ser uno de desarrollo
físico, ético y espiritual, puesto que cuando nuestro Señor se hizo de
nuestra humanidad, la asumió bajo la ley del desarrollo natural típico
de la naturaleza humana. Pudo haberla asumido con toda la gloria de la
transfiguración, pero en su lugar escogió traer a la comunión consigo
mismo el germen de todo lo que se llama hombre, para que en Él la
naturaleza humana pudiera develarse separada del pecado, y, como
consecuencia, ser traída a su gloriosa perfección por medio de la
resurrección y la ascensión. Temprano en la historia de la iglesia, Ireneo
escribiría que Cristo “no menospreció o evadió condición de humani-
dad alguna, ni dejó de un lado en su persona aquella ley que Él había
señalado para la raza humana, sino que santificó toda las edades por
medio del periodo correspondiente que le perteneció a sí mismo.
Porque vino para salvarlos a todos por su propio medio, a los infantes, a
los niños, a los adolescentes, a los jóvenes y a los viejos… Por último,
llegó a la muerte misma, para poder ser ‘el primogénito de entre los
muertos, para que en todo tenga la preeminencia’, el Príncipe de vida,
quien existió antes de todo y quien partió antes que todos”.

146 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Hay dos pasajes en el Evangelio de San Lucas que se refieren al


crecimiento y desarrollo de Jesús, uno tocante a su infancia (Lucas
1:80), y el otro, a su juventud como “hijo de la ley” (Lucas 2:52).
Emanuel V. Gerhart señala que, en el primer pasaje, el niño es repre-
sentado como pasivo y receptivo antes que activo. “Y el niño crecía y se
fortalecía, y se llenaba de sabiduría [o se hacía plenamente sabio]; y la
gracia de Dios era sobre él” (Lucas 2:40). En el segundo se señala que
“crecía” o “se adelantaba” en sabiduría, implicando que el avance era
personal, a partir de la libre acción de sus poderes propios. “Y Jesús
crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los
hombres” (Lucas 2:52). Se debe notar además que, en el primer texto,
el progreso es de lo físico a lo espiritual, mientras que en el segundo el
orden es revertido (compárese con Emanuel V. Gerhart, Institutes of
Christian Religion, II:233ss). Es necesario que concluyamos que la
característica distintiva de Jesús, en lo que tocaba a su crecimiento y
desarrollo, dependió de lo siguiente: que en los mismos se dio la
revelación de una naturaleza humana pura y normal, pero sin pecado.
En la infancia ordinara existe la fuerza desintegradora de la depravación
heredada, la inclinación debida al pecado, lo que hace que su desarrollo
no pueda nunca ser totalmente normal. Pero Jesús no tuvo ninguna de
las consecuencias viciadas del pecado innato. Él debió haber sentido la
presión externa, pero en su ser no existieron fuerzas extrañas, ni
disposiciones prejuiciadas. Bajo la guía del Espíritu Santo, y en
comunión espiritual con el Padre, el desarrollo de Jesús fue preeminen-
temente perfecto.
El bautismo. El bautismo de Jesús fue su iniciación oficial en el cargo
de Mesías o Cristo. Como en el caso de la circuncisión, el rito no era
una simple formalidad desprovista de significado, sino que marcaba el
inicio oficial de su ministerio mediador. Y aquí se juntan de nuevo en
un solo Mediador las líneas subjetiva y objetiva de desarrollo, esta
última en la consagración de su adultez madura y perfecta a la vocación
del Cristo, y la primera en la aceptación de Dios de la ofrenda y la
unción oficial que se hizo sobre Él. En la circuncisión, Cristo se había
sometido inconscientemente a la imputación del pecado, ahora, en
obediencia consciente a la voluntad de Dios, viene a ser el representante
de la humanidad pecadora. Así que, al esperar su turno junto a la
multitud para bautizarse, la profecía de Isaías se cumplió: “…y fue
contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y
orado por los transgresores” (Isaías 52:12). Habiendo cumplido toda

LA CRISTOLOGÍA 147

justicia conforme a lo requerido por la ley (Mateo 3:15), Jesús,


“después que fue bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos
fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma,
y venía sobre él. Y hubo una voz de los cielos, que decía: Este es mi
Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:16-17). Ahí está
la corroboración divina del mesianismo de Jesús, una corroboración de
que el pecado no tenía nada en Él excepto por imputación. Aquí
también está el ungimiento público del Espíritu por medio del cual fue
consagrado al oficio de mediador. Lo único que faltaba era que el
profeta que habría de preparar el camino del Supremo, anunciara al
mundo que Él asumía su oficio. Y lo anunció con palabras vitalmente
relacionadas a la consagración voluntaria de Jesús como el representante
de los pecadores. Por tanto, al exclamar, “He aquí el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29), anunciaba formalmente la
muerte de Jesús como expiación vicaria por todos los pecados.
La tentación. La tentación de Jesús fue una necesidad de la economía
mediadora, y al igual que el bautismo, tendría significado universal.
Aquí hay implícitos dos factores. Primero, que Jesús, por oposición
voluntaria, debía triunfar personalmente sobre el pecado, antes de que
pudiera ser el autor de la vida para otros. “Porque convenía a aquel por
cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que
habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por afliccio-
nes al autor de la salvación de ellos” (Hebreos 2:10). Segundo, que no
solo habría conquista para sí, sino que tendría que asegurar dignidad y
fortaleza para su reino. Por esta razón participó de carne y sangre, para
“destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte,
esto es, el diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte
estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15).
Por tanto, cuando el Espíritu lo “lleva” al desierto, la implicación de
una urgencia extrema es que la tentación representaba un elemento
esencial de su obra mediadora.
La tentación fue tanto externa como interna. Externa en la medida
en que se originó fuera y separado de Él. No fue sencillamente una
confusión de propósitos cruzados en su mente. Fue enfrentado por una
personalidad que representaba el reino del mal. Los evangelistas parecen
indicar que, dado que el primer Adán fue tentado al triple nivel de la
maldad física, intelectual y espiritual, el último Adán debió ser probado
de la misma manera. Siendo que el fracaso del primero encontró su
procedencia en el espíritu del mundo, el cual Juan interpreta como “los

148 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (1


Juan 2:16), así el triunfo del último resultó en vida, luz y amor, los
cuales formarían los principios básicos del nuevo reino. Internamente,
la tentación fue una presión consciente en dirección del mal. Debemos
creer que Cristo sintió la fuerza plena de las proposiciones de Satanás, y
que, como nos dicen los evangelios, las rechazó inmediatamente,
dependiendo para su fortaleza del firme fundamento de la verdad,
“como está escrito”, en la Biblia.
La tentación está conectada estrechamente con otras preguntas: las
de lo pecable o impecable de Jesús. ¿Fue posible que Jesús pecara? Y si
no, ¿cómo pudo haber sido tentado? Estas preguntas son puramente
académicas. Dependen de un entendimiento deficiente de la persona
teantrópica, aquella que junta en sí misma las dos naturalezas, la
humana y la divina. Representan un intento de considerar las naturale-
zas separadamente, aparte de la sola persona. Pero ese problema no
surge a menos que primero haya un asentimiento tácito de la posición
nestoriana de que son dos personas juntas en afiliación, en vez de dos
naturalezas en una unión inseparable. Siendo que las dos naturalezas se
juntan en una persona, lo pecable se adscribe a la naturaleza humana,
mientras que lo impecable es lo propio de la naturaleza divina,
complementándose así una con la otra (un tanto así como lo hacen lo
finito y lo infinito, o el tiempo y la eternidad). Lo primero es un
principio metafísico limitado únicamente a la autodeterminación
propia de la personalidad, mientras que lo último es un hecho ético
fundado en la naturaleza divina. “No podía hacer lo malo porque no lo
haría”, dice Emanuel V. Gerhart. “Sin embargo, es más bíblico y más
filosófico expresar el pensamiento de esta manera: no podía hacer ni
querer lo malo porque quiso constantemente hacer el bien, y en efecto
lo hizo” (Emanuel V. Gerhart, Institutes of the Christian Religion,
II:258). Podemos, pues, afirmar confiadamente que lo pecable en Jesús
se limitó solamente a la autonomía metafísica de su propia voluntad,
sin la cual hubiera sido un simple autómata, incapaz de impecabilidad
voluntaria, mientras que lo impecable residió en su carácter ético
positivo. Fue, en cuanto a su humanidad, creado en justicia y verdadera
santidad. De sí mismo dijo, “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”
(Juan 14:6). Estos principios eternos de verdad, justicia y santidad, por
ser relativos en el ser humano, pueden ser suplantados; pero por ser
absolutos en Dios, nunca podrán ser transmutados en injusticia y
pecado. Jesucristo no solo personificaba la verdad, sino que era la

LA CRISTOLOGÍA 149

verdad; no solo fue aceptado como justo, sino que era justo; no solo era
relativamente santo, sino que era “el santo ser” que nacería para ser el
redentor de la humanidad.
La obediencia, pasión y muerte de Cristo. La humillación perfecta de
Cristo se ha de encontrar en las circunstancias de su muerte, particu-
larmente en que su muerte fuera en la cruz. Ello marca el cumplimiento
de su perfecta obediencia. Es evidente que no se puede trazar una clara
línea de demarcación entre la justicia activa, y la pasiva, de Cristo, ya
que aún su muerte fue la consecuencia de su propia y libre determina-
ción. De su vida misma, Él dice, “Nadie me la quita, sino que yo de mí
mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para
volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:18).
Aun cuando los sufrimientos de Cristo puedan distinguirse de su
manera precisa de morir, ella de por sí no puede separarse de la
crucifixión. Fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fili-
penses 2:8). “Por lo tanto, la cruz no fue otra cosa para nuestro Sumo
Sacerdote que la terrible forma que su altar asumió: ‘...quien llevó él
mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero’ (1 Pedro 2:24).
[Isaac, como] el tipo más influyente del Hijo eterno encarnado, cargó el
madero sobre sus hombros hasta su calvario, y ese madero vino a ser el
altar sobre el cual, figuradamente, fue muerto, y del que, también
figuradamente, fue de nuevo levantado… Pero, aunque la cruz sobre la
cual la malignidad humana mató al Santo sea realmente el altar sobre el
cual se ofreció a sí mismo, y olvidemos el madero en el altar en el cual
fue transformado, la cruz permanece como la expresión sagrada de la
maldición que cayó sobre el pecado humano, según lo representó el
Justo. ‘Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para
que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él’” (William Burton
Pope, Compendium of Christian Theology, II:162). La pasión y muerte
de Jesús proveyeron la base para su obra redentora, y se considerarán en
mayor detalle en nuestro estudio de la expiación.
Es un hecho significativo que Lucas, en su introducción a los He-
chos, hable de su escrito anterior como uno que comprendía “todas las
cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar, hasta el día en que fue
recibido arriba”. De esa manera circunscribe la vida terrenal de Jesús,
no a su muerte, sino a su ascensión. El descenso, la resurrección y la
ascensión son en sí eventos en la vida del Eterno. El estado de la
humillación terminó con, “Consumado es”, el grito tras el cual vino de
inmediato la muerte. Los eventos que acabamos de mencionar, el

150 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

descenso, la resurrección, la ascensión y la sesión, serán tratados en


conexión con el estado de exaltación.

EL DESARROLLO DE LA CRISTOLOGÍA
EN LA IGLESIA
Dado que el tema de la cristología está estrechamente relacionado
con el de la Trinidad, no necesitamos referirnos en este momento a las
controversias por medio de las cuales la deidad de Cristo como la
segunda persona de la Trinidad fue firmemente establecida. Sin
embargo, tras las controversias trinitarias surgieron otras, las cuales se
preocuparon especialmente de la integridad de las dos naturalezas, y de
su unión en una persona. Después de repasar brevemente el periodo
primitivo, consideraremos el tema bajo la triple división de la cristolo-
gía nicena, calcedonia y ecuménica.
El periodo primitivo. Este periodo incluye el pensamiento de los
padres antenicenos, desde los tiempos más tempranos hasta el Concilio
de Nicea (325 d.C.). Dicho periodo se interesa principalmente en la
realidad de las dos naturalezas en Cristo.
1. Los ebionitas negaban la realidad de la naturaleza divina de Cris-
to. Esa secta judía se dice que derivó su nombre del vocablo hebreo que
significaba “pobre”, lo cual se presume que hacía referencia a la pobreza
que tanto caracterizaba la iglesia de Jerusalén. Aceptaban el mesianismo
de Jesús pero rechazaban su deidad, y sostenían que, en el momento del
bautismo, se le concedió una plenitud sin medida del Espíritu, lo cual
lo consagró para el oficio mesiánico.
2. Los docetas toman su nombre del vocablo griego dokeo, que
significa “parecerse” o “aparecer”. Fueron grandemente influenciados,
como secta, por el gnosticismo y el maniqueísmo, y, por consiguiente,
negaban la realidad del cuerpo de Cristo. Siendo que el gnosticismo
sostenía que la materia era esencialmente mala, argumentaban así que el
cuerpo de Cristo debió haber sido meramente un fantasma o una
apariencia. El ebionismo resultó de la influencia del judaísmo en el
cristianismo, en tanto que el docetismo resultó de la influencia de la
filosofía pagana.
La cristología nicena. La cristología nicena data desde el Concilio de
Nicea (325 d.C.) hasta cerca de 381 d.C., o el tiempo del Segundo
Concilio Ecuménico de Constantinopla. Tras el mismo, surgieron
controversias que demandaron una declaración adicional, la cual fue
hecha en Calcedonia. La cristología nicena fue el resultado de las

LA CRISTOLOGÍA 151

controversias arrianas y semiarrianas, las cuales por más de medio siglo


agitaron la iglesia oriental. El arrianismo ya fue discutido en la medida
en que afectaba la concepción trinitaria de Dios, pero conllevó
consecuencias importantes también para la cristología, y a esto ahora se
le ha de dar consideración. Arrio era discípulo de Luciano de Antio-
quía. Luciano a su vez era discípulo de Pablo de Samosata, pero éste
difería radicalmente de los puntos de vista de su maestro. Intentó
combinar el adopcionismo de Pablo, su maestro, con la cristología del
Logos, a la cual Pablo se oponía. De aquí que consideraba a Cristo
como una encarnación de un ser previamente existente, el Logos, pero
ese Logos era una criatura intermedia, y de una naturaleza distinta a la
de Dios o a la del ser humano. Arrio aceptó esta doctrina y, por
consiguiente, entró en conflicto con Alejandro, su obispo, lo cual
resultó en una de las más sutiles pero agrias controversias en la historia
de la iglesia. La iglesia sin embargo vio sus enseñanzas, y las rechazó,
por cuanto substituían la deidad verdadera de Cristo por una criatura
intermedia. Los semiarrianos intentaron una mediación entre el
heter-ousia de los arrianos, quienes consideraron a Cristo como de
naturaleza diferente, y el homo-ousia de los atanasianos, quienes lo
consideraron de la misma naturaleza que Dios. Afirmaron una ho-
moi-ousia, o Cristo como de esencia similar a la del Padre, pero negaron
su esencia numérica y, por lo tanto, su obligada deidad. Constantino
convino el Concilio de Nicea como oposición a estas herejías, el cual
afirmó la deidad del Hijo, y después de añadidas disputas, fue reafir-
mada en el Segundo Concilio Ecuménico, en Constantinopla, en 381
d.C. La declaración, como se encuentra en el credo ni-
ceno-constantinopolitano, es tersa, pero desde entonces se ha converti-
do en la norma de la fe ortodoxa. El texto es como sigue: (Creemos)
“en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, que nació del
Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios; Luz de Luz; Dios
verdadero de Dios verdadero; nacido, no creado; consubstancial con el
Padre, por quien todo fue hecho; quien por nosotros los hombres y
para nuestra salvación, descendió de los cielos, [y] se encarnó del
Espíritu Santo y María virgen”.
La cristología calcedonia. Entre tanto que el Concilio de Nicea afir-
mó la deidad de Cristo, dejó la pregunta de su humanidad sin resolver.
Atanasio había dado por sentado que Cristo era verdaderamente
hombre así como verdaderamente Dios, descuidando, en medio de la
controversia, el problema de las dos naturalezas. Cuando el problema

152 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

de la deidad de Cristo fue resuelto por acción conciliar, el problema de


su humanidad se volvió aún más persistente. La cristología calcedonia
es, pues, la respuesta a tres herejías, lidiando todas con la constitución
de la persona teantrópica: (1) el apolinarianismo, (2) el nestorianismo,
y (3) el eutiquianismo.
1. El apolinarianismo fue la primera herejía confrontada por la
iglesia durante ese periodo. Apolinario (murió en 390), obispo de
Laodicea, fue uno de los hombres más ilustrados de la antigua iglesia.
Argumentaba que, si Cristo poseía un alma racional, no podía ser
verdaderamente Dios encarnado, sino meramente un hombre inspirado
por Dios. De otra manera, una de dos cosas seguiría como consecuen-
cia necesaria: o tendría que retener una voluntad separada, en cuyo
caso, por su calidad de hombre, no estaría unido verdaderamente con la
deidad, o el alma humana estaría privada de su justa libertad en virtud
de la unión con el Verbo divino. Apolinario tomó la posición de que el
Logos divino, al encarnarse, se hizo de naturaleza humana, pero no de
personalidad humana. Fundado en la tricotomía platónica que él más
tarde sostendría, adjudicó a Cristo un cuerpo humano (soma), y un
alma animal (psique alogos), pero no un espíritu humano o un alma
racional (psique logike o pneuma). En vez, sostuvo que el Logos divino
tomó el lugar del espíritu humano, uniéndose con el alma y el cuerpo,
para formar un ser divino-humano, es decir, de naturaleza teantrópica.
Mantenía que el elemento personal activo en Jesús era divino, y que el
pasivo se componía del cuerpo y alma humanos. Aunque esa posición
proveyó para la fusión de la naturaleza humana y la divina tanto como
para la deificación de la naturaleza humana requerida por la teoría
realista de la redención, la iglesia sintió que Apolinario estaba sacrifi-
cando la verdadera humanidad de Jesús a fin de mantener su deidad.
Como fue con el caso del arrianismo, Basilio y los dos Gregorio se
opusieron a Apolinario, pero no ofrecieron afirmaciones claras de su
parte. La principal oposición vino de la escuela antioqueña, represen-
tada en aquel tiempo por Diodoro de Tarso y Teodoro de Mopsuestia,
este último considerado uno de los grandes exégetas de la iglesia.
Siendo que el interés de la escuela antioqueña era primordialmente
ético, sus representantes veían a Cristo como un ejemplo moral,
enfrentándose y venciendo la tentación, y forjando así su propio
carácter: una santidad ética. No hubiera podido haberlo hecho, si no
hubiera sido completamente humano a la vez que perfectamente
divino. Por tanto, insistían en que Cristo debió haber tenido una

LA CRISTOLOGÍA 153

personalidad humana auténtica, con libertad de voluntad, y un carácter


moral independiente. Aún más, insistían en que la naturaleza humana
de Cristo no pudo ser meramente una naturaleza impersonal separada
del alma racional, o ni siquiera una naturaleza humana personalizada
por el Logos divino. El error del apolinarianismo consistió en el hecho
de que presentó en Cristo una naturaleza humana defectuosa, por lo
que fue condenado en el Segundo Concilio Ecuménico, llevado a cabo
en Constantinopla en 381 d.C.
2. El nestorianismo constituyó la segunda gran herejía de este pe-
riodo. Tal parece que los teólogos antioqueños, en su oposición al
apolinarianismo, desarrollaron la doctrina de dos personas en Cristo,
una, el Logos divino, la otra, el Jesús humano. Consideraron cada una
de ellas como personalidades perfectas y completas. El Logos, reclama-
ban, habitó en el hombre pero no se hizo hombre. Objetaron especial-
mente a una forma de unión entre lo divino y lo humano que impidiera
algún desarrollo en la persona de Cristo. Teodoro llegó lo suficiente-
mente lejos como para declarar que el Logos divino y el Jesús humano
vivieron en perfecta armonía el uno con el otro, no por razón de
compulsión, sino por libre escogimiento. La controversia alcanzó su
clímax cuando Nestorio se convirtió en el patriarca de Constantinopla
(428 d.C.). Aunque sus enseñanzas no diferían de las de Teodoro, su
nombre vino a ligarse con la herejía debido al predominio de su
participación en la controversia. Nestorio atacó a los alejandrinos por lo
que llamaba su apolinarianismo. Objetó especialmente a la palabra
Theotokos o “madre de Dios”, como aplicada a la virgen María. El
término era de uso común entre los alejandrinos, y también se usaba en
Constantinopla. Nestorio sostenía la plena deidad de Cristo y también
su perfecta humanidad, pero las consideraba como ligeramente
conectadas o en afinidad antes que en unión indisoluble. Los opositores
principales del nestorianismo se encontraban en la escuela de Alejan-
dría, especialmente Cirilo, patriarca de Alejandría (412-444 d.C.),
quien apoyaba resueltamente el Theotokos. Fue una controversia agria,
agravada aún más por la intriga cortesana. El emperador Teodosio trató
de aplacar las partes convocando el concilio general de Éfeso (431
d.C.). Sin embargo, el concilio, bajo la influencia de Cirilo, se apresuró
a condenar las doctrinas de los nestorianos sin esperar la llegada de los
delegados romanos y sirios. Cuando Juan, el arzobispo de Antioquía,
arribó con su delegación, siguió el ejemplo de Cirilo y convocó un
concilio rival en el que se condenó a Cirilo, y en el que se aprobaron las

154 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

doctrinas de los nestorianos. A fin de restaurar la paz, el así llamado


“símbolo de unión” fue preparado y firmado tanto por Cirilo como por
los antioqueños. Para satisfacer a los antioqueños, se condenó el
apolinarianismo, a la vez que Cirilo consiguió que se reconociera el
Theotokos, la una persona y las dos naturalezas. Sin embargo, la fórmula
resultó bastante elástica, y cada parte la interpretó de su peculiar
manera. El símbolo de unión se conoce comúnmente como el Credo de
Antioquía, y se le atribuye a Teodoreto de Ciro (433 d.C.).2
3. El eutiquianismo fue la tercera y última controversia cristológica
de este periodo. Recibió su nombre de Eutiques, quien para entonces
(444 d.C.) era el encargado de un monasterio en Constantinopla.
Representaba el resurgimiento de la antigua cristología, en la cual la
naturaleza divina era realzada a tal punto por los alejandrinos, que la
hacía una absorción docética de la naturaleza humana de Cristo. El
“símbolo de unión”, o Credo de Antioquía, el que tuvo como intención
reconciliar las escuelas antioqueña y alejandrina, no fue otra cosa que
un frágil arreglo que resultó en mayor confusión. Eutiques enseñaba
que, “después de Dios el Verbo hacerse hombre, es decir, después del
nacimiento de Jesús, hubo una sola naturaleza que adorar, la de Dios,
quien se encarnó y se hizo hombre”. Se verá que esa posición es una
diametralmente opuesta a la sostenida por los nestorianos. El nestoria-
nismo preservaba su creencia en lo distintivo de las dos naturalezas, a
expensas de la sola persona. El eutiquianismo mantenía su creencia en
la unidad de la persona de Cristo, sacrificando las dos naturalezas. La
absorción de lo humano de parte de lo divino se llevó a tal extremo
que, en efecto, resultó en una deificación de la naturaleza humana,
incluyendo el cuerpo humano. Por lo tanto, los eutiquianos sostenían
que era permisible emplear expresiones tales como, “Dios nació”, “Dios
sufrió”, y “Dios murió”. Eutiques fue depuesto y excomulgado en un
concilio acaecido en Constantinopla (448 d.C.), pero apeló su caso ante
León de Roma, como también lo hizo Flaviano, obispo de Constanti-
nopla. Dióscoro, el sucesor de Cirilo, se había ganado la aprobación de
Teodosio, el emperador. Se citó un concilio presidido por Dióscoro
para confirmar la doctrina de Eutiques, el cual se conoce comúnmente
en la historia de la iglesia como el “Concilio Ladrón” (449 d.C.).
Dióscoro, por medio de un terrorismo brutal, intimidó a los delegados
y forzó sus puntos de vista en el concilio. Teodoreto, obispo de Ciro,
fue depuesto, y Flaviano, quien había depuesto a Eutiques, fue
asesinado. No se leyó el Tomo de León. El emperador Teodosio murió

LA CRISTOLOGÍA 155

en el año siguiente, y el Concilio de Calcedonia fue convocado en 451


d.C. Este sería el mayor concilio jamás citado hasta ese entonces, y en él
se condenarían tanto el eutiquianismo como el nestorianismo. Aquí
también se corrigieron los diversos errores y deficiencias contenidos en
la declaración de la doctrina de la persona de Cristo, y el credo
redactado por este concilio ha sido reconocido desde entonces hasta el
presente como la declaración ortodoxa.
La declaración de Calcedonia. El Concilio de Calcedonia aprobó dos
cartas, la de Cirilo y la del Tomo de León, las cuales proveyeron la base
para la declaración calcedonia. La primera carta de Cirilo (dirigida a
Juan de Antioquía) afirmaba la unidad de la persona de Cristo, en
oposición al nestorianismo; y su segunda carta (a Nestorio) también se
le oponía. El Tomo de León se interesaba en la realidad, la integridad y
lo completo del Cristo hombre, en oposición al eutiquianismo.3 Lo que
sigue es el texto del Credo de Calcedonia:
“Nosotros, entonces, siguiendo a los santos Padres, todos de común
consentimiento, enseñamos a los hombres a confesar a Uno y el mismo
Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en Deidad y también
perfecto en humanidad; verdadero Dios y verdadero hombre, de cuerpo
y alma racional; consustancial (coesencial) con el Padre de acuerdo a la
Deidad, y consustancial con nosotros de acuerdo a la humanidad; en
todas las cosas como nosotros, sin pecado; engendrado del Padre antes
de todas las edades, de acuerdo a la Deidad; y en estos postreros días,
para nosotros, y por nuestra salvación, nacido de la virgen María, de
acuerdo a la humanidad; uno y el mismo, Cristo, Hijo, Señor, Unigé-
nito, para ser reconocido en dos naturalezas, inconfundibles, incambia-
bles, indivisibles, inseparables; por ningún medio de distinción de
naturalezas desaparece por la unión, más bien es preservada la propie-
dad de cada naturaleza y concurrentes en una Persona y una sustancia,
no partida ni dividida en dos personas, sino uno y el mismo Hijo, y
Unigénito, Dios, la Palabra, el Señor Jesucristo; como los profetas
desde el principio lo han declarado con respecto a Él, y como el Señor
Jesucristo mismo nos lo ha enseñado, y el Credo de los Santos Padres
que nos ha sido dado”.
La cristología postcalcedonia. El Concilio de Calcedonia (451 d.C.)
marcó el cierre de la controversia en el occidente. Sin embargo, las
iglesias orientales se rehusaron a aceptar los decretos del concilio, y
pidieron una declaración accesoria acerca de las dos voluntades de
Cristo. En 482 d.C., el emperador Zeno publicó un decreto conocido

156 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

como el Henoticón, en el cual tanto el nestorianismo como el eutiquia-


nismo fueron condenados, el Credo de Calcedonia fue abrogado, y el
Credo de Constantinopla fue declarado como la única norma de la
ortodoxia. Aparecieron cuatro tendencias principales: (1) el monofi-
sismo, (2) el monotelitismo, (3) el adopcionismo, y (4) el socinianismo.
1. El monofisismo representó un resurgimiento del eutiquianismo, o
la doctrina de que Cristo tenía solo una naturaleza compuesta. Su
humanidad era considerada meramente un accidente de la sustancia
divina. El lema litúrgico era, “Dios ha sido crucificado”. Aunque fue
considerado hereje, sus creencias fueron, en sustancia, las de Cirilo y los
alejandrinos de su tiempo. Leoncio de Bizancio intentó aplacar a los
simpatizantes de Cirilo reformulando la fórmula calcedonia, para lo
cual utilizó las categorías de Aristóteles, lo que dio lugar a su doctrina
de la enhypostasia.4 Esta afirma que una naturaleza puede combinarse
con otra de tal forma que retenga sus características peculiares, siempre
poseyendo su sustancia en la segunda naturaleza. Por lo tanto, no está
sin hipóstasis, gracias a la enhypostasis, ya que “ha dado de sus atributos
intercambiablemente, los cuales continúan en la peculiaridad presente y
no mezclada de sus propias naturalezas”. El monofisismo fue condena-
do por el Quinto Concilio Ecuménico de Constantinopla (553 d.C.).
2. El monotelitismo sostuvo que Cristo poseía una sola voluntad,
por lo que se relaciona estrechamente con el monofisismo. El empera-
dor Heráclito, quien se alarmó a causa del progreso del islamismo en
Arabia, buscó reconciliar a los monofisitas con la ortodoxia, sugiriendo
que se aceptara una doctrina propuesta un siglo antes en un libro que se
le adjudica a Dionisio el Areopagita. Esa enseñanza decía que, en
efecto, en Cristo hubo dos naturalezas, la divina y la humana, pero que
las mismas estaban unidas de manera tal que permitían una sola
voluntad y una sola operación. Los dos bandos aceptaron el arreglo por
un corto tiempo, resultándoles insatisfactorio a ambos. El emperador
emitió un edicto conocido como el Ekthesis, sancionando el monoteli-
tismo, sin embargo resultó en una intensificación de la contienda. Su
sucesor, Constancio II, abrogó el Ekthesis en 648 d.C., y mediante otro
decreto, el Tipos, prohibió tanto la afirmación como la negación del
monotelitismo. Constantino Pognato, en 680 d.C., convocó el Sexto
Concilio Ecuménico en Constantinopla para allanar la controversia. El
concilio condenó el monotelitismo y añadió un párrafo al Credo de
Calcedonia, el cual afirmó no solo las dos naturalezas sino las dos


LA CRISTOLOGÍA 157

voluntades, estando la voluntad humana sujeta a la divina en la persona


de Cristo.5
3. El adopcionismo resultó similar al nestorianismo anterior, y
surgió en España durante la última parte del siglo octavo. Dos obispos,
Elipando de Toledo y Félix de Urgel, intentaron reconciliar las
doctrinas de la iglesia con el Corán del islamismo. Sugirieron que
Cristo era el Hijo de Dios naturalmente, pero solo en lo que respecta a
su deidad; sin embargo, en lo que respecta a su humanidad, era
solamente el siervo de Dios, como lo son todos los seres humanos,
habiendo sido hecho el Hijo de Dios por adopción. Según su naturale-
za divina, era el unigénito; según su naturaleza humana, era el primo-
génito. Su humanidad fue adoptada dentro de su divinidad por un
proceso gradual. Comenzando por su concepción milagrosa, se
manifestó más plenamente en el bautismo, y se perfeccionó en el
momento de la resurrección. Se trataba de un resurgimiento del
nestorianismo. Cristo era considerado como un hombre ordinario,
unido a Dios de manera ordinaria, sin que fuera una encarnación en
sentido particular alguno. Carlomagno convocó dos sínodos con el fin
de determinar la fe ortodoxa. El adopcionismo fue condenado en
Frankfort (794 d.C.); y de nuevo en Aix-la-Chapelle (799 d.C.), y,
como añadidura, Félix fue también depuesto.
4. El socinianismo pertenece a la parte temprana de la historia mo-
derna de la iglesia, y se relaciona con el antiguo arrianismo. Un
unitarianismo crudo había aparecido previamente entre los humanistas
italianos, con puntos de vista que parecían encarnar las varias modifica-
ciones del arrianismo y del ebionismo. Se dice que, en 1546, una
confraternidad secreta de racionalistas reformados sostuvo reuniones en
Vicencia. Aparentemente, los líderes eran Lelio Socino, el tío, y Fausto
Socino, el sobrino, dos italianos de noble cuna. El primero elaboró un
sistema de unitarianismo en el que consideraba a Jesús como sobrena-
turalmente concebido y nacido de una virgen, siendo verdaderamente
el Hijo de Dios. Pero en cuanto a su naturaleza, era sencillamente
considerado un hombre a quien Dios le dio revelaciones extraordina-
rias, lo exaltó al cielo después de su muerte, y le entregó el gobierno de
la iglesia. Era, por lo tanto, un hombre divinizado. El socinianismo
temprano sostuvo que Cristo recibió el Espíritu en el bautismo, y
siendo que fue llevado al cielo para que recibiera instrucciones especia-
les, debía, pues, adorársele. El socinianismo tardío, bajo la presión del
racionalismo, desembocó en el deísmo y el unitarianismo, los cuales, en

158 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

sus formas liberales, consideran a Jesucristo no otra cosa que un


hombre de carácter y poder excepcionales. Lelio Socino murió en
Zúrich, en 1562, y Fausto Socino organizó no mucho tiempo después
una sociedad unitaria en Transilvania.
La cristología ecuménica. El desarrollo de la antigua cristología cató-
lica ya estaba prácticamente concluido para el tiempo del Sexto
Concilio Ecuménico, el cual se llevó a cabo en Constantinopla, en 680
d.C. Como hemos indicado, el adopcionismo y el socinianismo
aparecieron más tarde, pero fueron solo variaciones de las antiguas
herejías condenadas por el Credo de Calcedonia. Juan Damasceno, en
la iglesia oriental, y Tomás de Aquino en la occidental, fueron quizá los
más capaces exponentes de la cristología calcedonia. Sin que hiciera
otra mayor contribución, Juan Damasceno ofreció una explicación de
las dos naturalezas y las dos voluntades como relacionadas con la misma
sola persona.6 Su gran obra consistió en la sistematización y preserva-
ción de los resultados ya obtenidos. En la iglesia occidental, los teólogos
escolásticos se confinaron mayormente a discutir asuntos incidentales
ligados al credo, por lo que no se puede decir que hicieran progreso real
alguno. Los cuatro libros de sentencias, la obra del obispo de París Pedro
Lombardo (1164), fue confirmada por el Cuarto Concilio Lateranense
(1215), y se convirtió en la norma de la ortodoxia. Su aserción de que,
“la naturaleza humana de Cristo era impersonal”, fue retada por Walter
de San Víctor (c. 1180), quien lo acusó de sostener “que Cristo se había
vuelto nada”. Esto dio ocasión a la “herejía nihilista”. Los místicos
Tauler (m. 1361) y Ruysbroek (c. 1381) destacaron a Cristo como el
representante divino, o el “prototipo restaurado de la humanidad”. Las
iglesias Luterana y Reformada también edificaron sobre las bases de la
declaración de Calcedonia. Los luteranos se inclinaron más hacia la
posición eutiquiana de la unidad de la persona, y los reformados hacia
la distinción nestoriana entre las dos naturalezas, pero ambos negaron
esas dos antiguas herejías. El protestantismo, no obstante, rechazó
uniformemente el Theotokos, considerando la expresión, “madre de
Dios”, como objetable y equívoca. Fuera de eso, la declaración de
Calcedonia ha venido a ser el credo ortodoxo del protestantismo, ya sea
el luterano, el reformado o el anglicano. William G. T. Shedd sostiene
que “la mente humana es incapaz de trascenderse en su esfuerzo de
entender el misterio de la compleja persona de Cristo”. Philip Schaff
declara que “la cristología calcedonia es considerada por los griegos y
los romanos, y por la mayoría de los teólogos ingleses y americanos,

LA CRISTOLOGÍA 159

como el ne plus ultra del conocimiento cristológico realizable en este


mundo. Las declaraciones de la posición protestante se pueden
encontrar en los varios credos y confesiones, especialmente en la
Confesión de Augsburgo (1530), la Segunda Confesión Helvética
(1566), y los Treinta y Nueve Artículos (1571).7 Los credos posteriores,
incluyendo los Veinticinco Artículos del Metodismo, son por lo general
compendios o revisiones de credos anteriores.
En tiempos más modernos se ha desarrollado lo que se conoce como
el communicatio idiomatum, o la comunión de las dos naturalezas, una
doctrina que aparentemente encuentra su germen en la pericoresis de
Juan Damasceno. En conexión con los dos estados de Cristo, surgieron
las teorías kenótica y kríptica, las cuales resulta mejor considerarlas en
conexión con el tema de la humillación de Cristo. La cristología
moderna ha sido grandemente influenciada por las filosofías racionalis-
tas y críticas de nuestros tiempos, como es el caso con todos los demás
departamentos de la teología. Pero, aunque los ataques han sido
severos, no han podido sacudir el firme cimiento de la fe cristiana.
Tenemos que admitir que los credos son inadecuados, puesto que lo
finito nunca podrá expresar lo infinito. Aun así, podemos exclamar con
el apóstol Pablo, “E indiscutiblemente, grande es el misterio de la
piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto
de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido
arriba en gloria” (1 Timoteo 3:16).

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. El obispo Pearson declara que, “Así como el Espíritu Santo no moldeó la naturaleza
humana de Cristo para que procediera de la propia sustancia de Él como Espíritu, así
tampoco debemos creer que formara parte alguna de su carne de alguna otra sustancia que
no procediera de la Virgen. En efecto, Él procedió de los padres de acuerdo a la carne,
puesto que fue, como tal, totalmente hijo de David y de Abraham” (Pearson, On the
Creed, 253).
2. El Credo de Antioquía es como sigue: “Nosotros, por lo tanto, reconocemos a nuestro
Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, el Unigénito, completo Dios y completo hombre, de un
alma y un cuerpo racional, engendrado por el Padre antes de las edades de acuerdo a (su)
divinidad, pero en estos últimos días… de la virgen María de acuerdo con (su) humani-
dad. Por cuanto ha tenido lugar la unión de las dos naturalezas, nosotros confesamos a un
Cristo, un Hijo, un Señor. De acuerdo a esta concepción de la unión inconfundible,
reconocemos a la santa Virgen como la madre de Dios, porque el Logos divino se hizo
carne y se volvió hombre, y de la concepción de ella unió él consigo mismo el templo que
recibió de ella. Reconocemos las declaraciones evangélicas y apostólicas concernientes al
Señor, las cuales hacen que existan en una misma persona los caracteres del Logos divino y
del hombre común, pero distinguiéndolas como dos naturalezas, y las cuales enseñan que
las características divinas son de acuerdo a la divinidad de Cristo, y que las características

160 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

humildes son de acuerdo a su humanidad” (compárese con Seeburg, Textbook in the


History of Doctrines, 266).
3. La declaración contra Eutiques, como se encuentra en el Tomo de León, es como sigue:
“Porque rechaza (1) a los que presumen separar el misterio de la encarnación en una doble
calidad de hijo, y porque destituye del sacerdocio (2) a los que se atreven decir que la
deidad del Unigénito es pasible; y porque resiste (3) a aquellos que imaginan una mezcla o
confusión de las dos naturalezas de Cristo, y porque expulsa (4) aquellos que enseñan
entrañablemente que la forma de siervo que Él tomó de nosotros fue una sustancia celes-
tial o de algún otro tipo, y porque anatemiza (5) a aquellos que pretenden que el Señor
tenía dos naturalezas antes de la unión, y que eran moldeadas en una después de la unión”.
4. Debe hacerse una distinción entre los términos enhypostasia y anhypostasia. La teología usa
el primero para expresar el hecho que Cristo tiene dos naturalezas, aunque en una persona:
una naturaleza tiene su hipóstasis en la otra. Usa el segundo para expresar la idea de que la
naturaleza humana de Cristo no tiene personalidad separada en sí misma.
5. El párrafo que se le añadió al Credo de Calcedonia reza como sigue: “Y, de la misma
manera, predicamos dos voluntades naturales en Él (Jesucristo), y dos operaciones natura-
les no divididas, incontrovertibles, inseparables, no mezcladas, en conformidad con la
doctrina de los santos padres; y las dos voluntades naturales no (son) contrarias, ¡en lo
absoluto! (como los herejes afirman), sino que su voluntad humana sigue la voluntad
divina, y no la resiste ni la rechaza, sino que se sujeta a su voluntad divina y omnipotente.
Era propio que la voluntad de la carne no se moviera, sino que se sujetara a la voluntad
divina, según el sabio Atanasio”.
6. Juan Damasceno trató de contestar la siguiente pregunta: “¿Cómo puede reconciliarse la
doctrina de las dos naturalezas, y de las dos voluntades en Cristo, con la unidad de su
persona?” Su solución fue esta: primero, consideró la naturaleza humana como la que
constituía a la persona; y, segundo, supuso una especie de interpenetración o pericoresis, la
cual trajo un intercambio de propiedades entre las dos naturalezas (compárese con T. R.
Crippen, A Popular Introduction to the History of Christian Doctrine, 116).
La Confesión de Augsburgo: “Enseñamos también que Dios el Hijo asumió la
naturaleza humana en el seno de la bienaventurada Virgen María, de manera que hay dos
naturalezas, la divina y la humana, inseparablemente unidas en una Persona, un Cristo,
Dios verdadero y verdaderamente hombre, que nació de la Virgen María, verdaderamen-
te sufrió, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliarnos con el Padre y ser sacri-
ficio, no solamente por el pecado original, sino también por todos los pecados actuales de
los seres humanos”.
La Segunda Confesión Helvética. “De aquí que reconozcamos en nuestro Señor
Jesucristo, el único y siempre el mismo, dos naturalezas o modos sustanciales de ser: Una
divina y una humana. Acerca de ambas decimos que están unidas, pero esto de manera tal
que ni se hayan entrelazadas entre sí, ni reunidas, ni mezcladas. Más bien están unidas y
ligadas en una sola persona, de manera que las propiedades de ambas naturalezas siempre
persisten. O sea, que nosotros veneramos solamente a un Señor Jesucristo, pero no a dos
Señores distintos. En una sola persona Dios verdadero y hombre verdadero, sustancial-
mente, según la naturaleza divina, igual al Padre; más según la naturaleza humana, sustan-
cialmente igual a nosotros y en todo semejante a nosotros, excepto en lo concerniente al
pecado”.
La Confesión de Westminster: “El Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad,
siendo verdadero y eterno Dios, igual y de una sustancia con el Padre, habiendo llegado la
plenitud del tiempo, tomó sobre si la naturaleza del hombre, con todas sus propiedades
esenciales y con sus debilidades comunes, mas sin pecado. Fue concebido por el poder del
Espíritu Santo en el vientre de la virgen María, de la sustancia de ésta, así que, dos

LA CRISTOLOGÍA 161

naturalezas perfectas y distintas, la divina y la humana, se unieron inseparablemente en


una persona, pero sin conversión, composición o confusión alguna. Esta persona es ver-
dadero Dios y verdadero hombre, un Cristo, el único mediador entre Dios y el hombre”.
Esta expresión se considera usualmente la más clara y vigorosa de las iglesias calvinistas.
Los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia de Inglaterra: “El Hijo, que es Verbo del
Padre, engendrado del Padre desde la eternidad, verdadero y eterno Dios, de una misma
substancia con el Padre, tomó la naturaleza humana en el vientre de la bienaventurada
Virgen, de su substancia, de modo que las dos naturalezas divina y humana, entera y
perfectamente fueron unidas en una misma persona para no ser jamás separadas, de lo que
resultó un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre; que verdaderamente padeció,
fue crucificado, muerto y sepultado para reconciliarnos con su Padre, y para ser víctima no
solamente por la culpa original, sino también por todos los pecados actuales de los hom-
bres”.
Los Veinticinco Artículos del Metodismo: “El Hijo, que es el Verbo del Padre,
verdadero y eterno Dios, y de una misma substancia con el Padre, tomó la naturaleza
humana en el seno de la bienaventurada Virgen; de manera que dos naturalezas enteras y
perfectas, a saber: la divina y la humana, se unieron en una sola persona, para jamás ser
separadas; de lo cual es un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, el cual ver-
daderamente padeció, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliar a su Padre con
nosotros, y para ser sacrificio, no solamente por la culpa original, sino también por los
pecados personales de los hombres”. Se notará que la única diferencia entre esta declara-
ción y la que se encuentra en los Treinta y Nueve Artículos consiste en la omisión de la
frase, “de su substancia”.
Artículos de Fe de la Iglesia del Nazareno: “Creemos en Jesucristo, la Segunda Persona
de la Divina Trinidad; que Él eternalmente es uno con el Padre; que se encarnó por obra
del Espíritu Santo y que nació de la virgen María, de manera que dos naturalezas enteras y
perfectas, es decir, la Deidad y la humanidad, fueron unidas en una Persona, verdadero
Dios y verdadero hombre, el Dios-hombre. Creemos que Jesucristo murió por nuestros
pecados, y que verdaderamente se levantó de entre los muertos y tomó otra vez su cuerpo,
junto con todo lo perteneciente a la perfección de la naturaleza humana, con lo cual Él
ascendió al cielo y está allí intercediendo por nosotros”.




CAPÍTULO 21

LA PERSONA DE CRISTO
Nuestra aproximación histórica al asunto de la cristología demuestra
que la doctrina de la persona de Cristo no siempre se ha delimitado ni
definido adecuadamente. Hemos visto que debe hacerse una distinción
marcada entre las dos “naturalezas” y la sola “persona”, y que no debe
haber una división de la persona ni una confusión de las naturalezas.
También hemos visto que la iglesia, por medio de sus concilios, buscó
proteger cuidadosamente la enseñanza ortodoxa en contra de las
opiniones herejes, siendo las declaraciones autorizadas la cristología
calcedonia, la atanasia y la del Tercer Concilio Ecuménico. La recta fe
es, de acuerdo con el símbolo atanasiano, “que nuestro Señor Jesucris-
to, hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios engendrado de la sustancia
del Padre antes de los siglos, y es hombre nacido de la madre en el siglo:
perfecto Dios, perfecto hombre, subsistente de alma racional y de carne
humana; igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la
humanidad. Más aún cuando sea Dios y hombre, no son dos, sino un
solo Cristo, y uno solo no por la conversión de la divinidad en la carne,
sino por la asunción de la humanidad en Dios; uno absolutamente, no
por confusión de la sustancia, sino por la unidad de la persona. Porque
a la manera que el alma racional y la carne es un solo hombre; así Dios
y el hombre son un solo Cristo”. Por tanto, la doctrina incluye las
siguientes verdades a las que ha de dársele la debida consideración: (1)
la deidad de Cristo; (2) la humanidad de Cristo; (3) la unidad de la
persona de Cristo; y (4) la diversidad de las dos naturalezas.

LA DEIDAD DE CRISTO
Cuando se discutió la Trinidad, se consideró ampliamente la deidad
del Hijo como eterna en la esencia de la Deidad. Ahora nos correspon-
de tratar la deidad del Hijo en la persona de Cristo. En la historia de la

164 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

doctrina hay dos avenidas para acercarnos al tema: la textual y la


histórica. El método textual aborda el tema por medio de los numerosos
textos de prueba, los cuales se clasifican de varias maneras, aunque
usualmente incluirán los pasajes bíblicos que se refieren a sus títulos
divinos, sus atributos divinos, sus actos divinos y su divina adoración.
Este método, a pesar de sus muchas ventajas, tiene una particular
desventaja: el depender de textos de prueba siempre se abre a la
objeción de que puedan interpretarse de manera equívoca por aquellos
cuyas mentes están prejuiciadas u obstinadas en contra de la propia
deidad de Cristo. Por otro lado, es el método histórico el que ha servido
para convencer a los seres humanos respecto al carácter sobrenatural de
Cristo, persuadiéndoseles de que Él es verdadero Dios. Ese es el método
de los evangelios, puesto que cualquier lector atento deberá compartir
el asombro, las percepciones y las conclusiones de los discípulos en
cuanto a la deidad de su Señor. Gisle Johnson señala que cualquier idea
acerca de Cristo que se forme de esa manera, “no será ni vacilante ni
vaga, ya que a medida crece más clara y firmemente nuestra concepción
de su personalidad, se profundiza la compenetración al interior de su
personalidad, y su divinidad se revela ante nuestros ojos” (Gisle
Johnson, Outline of Systematic Theology, 159-160). Richard Rothe
señala de igual manera la necesidad de captar la naturaleza divina de
Cristo a partir del estudio del cuadro de su vida humana. “Hablar de
reconocer y aceptar el elemento divino en Cristo”, dice, “sin que se le
observe brillar desde lo que es humano en Él, o sin que se capte el
reflejo en el espejo de su humanidad, es sencillamente proponer
palabras huecas”. Por lo tanto, no intentaremos ningún sistema
elaborado de textos de prueba en ese sentido, sino que referiremos al
lector a la multiplicidad de pasajes bíblicos acerca de la deidad de
Cristo que se han provisto en conexión con nuestra discusión de la
Trinidad. Aquí será suficiente considerar solo los puntos que incluyan
la encarnación y su relación con la obra de redención de Cristo.
La preexistencia de Cristo. La iglesia en todas las edades ha afirmado
la doctrina de la verdadera deidad de Cristo, y por consiguiente, su
existencia eternal — el Mesías del Antiguo Testamento, y el Christos del
Nuevo Testamento. ¿Fue Jesús de Nazaret el Cristo? ¿Tuvo el Cristo de
los evangelios una personal existencia eterna antes de que naciera de la
virgen María? Y si ese fue el caso, ¿cuál era la naturaleza de esa existen-
cia? ¿Existía como hombre o como Dios? Si esto último, ¿existía como
el solo Dios, una unidad personal simple y absoluta, o existía como una

LA PERSONA DE CRISTO 165

de las esenciales e infinitas personas del Dios trino? La Biblia, así como
las acciones conciliares de la iglesia, afirman que Jesús de Nazaret era el
Cristo, el Hijo del Dios viviente. Jesús, hablando de sí mismo, dijo,
“Antes de que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58); y, “Nadie subió al
cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del Hombre, que está en
el cielo” (Juan 3:13). Isaías lo llamó, “Padre eterno” (Isaías 9:6), y
Pablo declara que, “él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él
subsisten” (Colosenses 1:17).
No obstante, el sencillo hecho de la existencia no conlleva necesa-
riamente la evidencia de la deidad.1 No provee una prueba contra el
arrianismo, el cual mantiene que Cristo era de una misma esencia con
el Padre, pero no idéntico en esencia, y, por consiguiente, no verdade-
ramente Dios. Tampoco el hecho de la preexistencia provee prueba en
contra de las así llamadas “teorías idealistas” modernas. Una de esas
teorías sostiene que la preexistencia de Cristo fue solo ideal, un
principio de potencia impersonal que se personalizó en Jesús. Otra de
esas teorías mantiene que Cristo no fue un ser eterno, sino un ser
premundanal, creado, una imagen espiritual perfecta de Dios, y el
prototipo de la humanidad. Por eso Otto Pfleiderer, quien sostuvo que
Cristo existió en otra forma previamente a su estado terrenal, consideró
esa preexistencia, no como un principio abstracto y personal, sino como
una personalidad concreta, una imagen de Dios, y, por tanto, un Hijo
creado de Dios. Dicho autor no consideraba a ese Cristo preexistente
como una verdadera deidad en sentido alguno, sino como hombre: un
hombre “espiritual” preexistente. Es evidente que esas teorías se
relacionan estrechamente con el antiguo arrianismo, por lo que hay que
clasificarlas entre las formas del unitarianismo moderno. El hecho de la
preexistencia, no obstante, sí refuta al socinianismo y a todas las
concepciones puramente humanitarias de Cristo.
La Biblia enseña, y la iglesia lo ha creído, que el Uno preexistente no
fue otro que el Hijo eterno de Dios, la segunda persona de la Trinidad.
La cristología, por lo tanto, está vitalmente relacionada con el trinita-
rismo. “El movimiento antitrinitario de tiempos recientes”, dice Isaac
A. Dorner, “ha hecho meridianamente claro que, como consecuencia,
solo queda la alternativa de pensar sobre Dios de forma unitaria, y, en
tal caso, ver a Jesús en sí mismo como un simple hombre, o, de si está
supuesto a ser el Dios-hombre, verlo con distinción eterna en Dios, y,
por consiguiente, dedicarse a probar que la unidad de Dios es conside-
rablemente consistente con tales distinciones” (Isaac A. Dorner, A

166 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

System of Christian Doctrine, I:415). Y así, precisamente, lo hace la


iglesia, ya que sostiene que en la Trinidad hay tres personas que
subsisten en una esencia o naturaleza divina, y que no fue lo que era
común a las tres personas lo que asumió nuestra naturaleza humana,
sino aquello que marca las distinciones en la Trinidad. No fue la
Deidad la que se encarnó, sino una de las personas de la Deidad. No
fue el Padre o el Espíritu los que se encarnaron, sino el Hijo, la segunda
persona de la Trinidad. Por lo tanto, el Uno preexistente no es una
simple abstracción o idealización; no es una criatura preexistente, ya sea
humana o divina; es “el Hijo unigénito de Dios, que nació del Padre
antes de todos los siglos; Dios de Dios; Luz de Luz; Dios verdadero de
Dios verdadero; nacido, no creado; consubstancial con el Padre, por
quien todo fue hecho”. La iglesia encuentra en la Biblia su base para
esta posición. El pasaje clásico se encuentra en el prólogo del Evangelio
de San Juan (Juan 1:1-5): “En el principio era el Verbo, y el Verbo era
con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas
las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue
hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en
las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella”.
Aquí el Verbo o Logos es identificado con Jesús, y todo el Evangelio se
dedica a la descripción de ese Logos. Ese Logos era eterno; existió en el
principio. Sin embargo, Él no estaba solo en el mundo eterno; estaba
pros ton Theon, existía con Dios, a quien vino a revelar como el Verbo
encarnado. Aún más, este Logos no solo era eterno, existente en el
principio con Dios, sino que era Dios. El locus classicus de Pablo ha de
encontrarse en su Epístola a los Filipenses, en la que específicamente
declara que Cristo, antes de su existencia en la tierra como Jesús de
Nazaret, existió por toda la eternidad “en forma de Dios”, y también
“igual a Dios” (Filipenses 2:6). De la misma manera, la Epístola a los
Hebreos coloca a Cristo como el Hijo hecho tanto superior a los
ángeles (Hebreos 1:4), y, todavía más, identifica el oficio sacerdotal
como coeterno con el Hijo mismo. “Tú eres sacerdote para siempre,
según el orden de Melquisedec” (Hebreos 5:6). Así como se considera-
ba al sacerdocio como carente de fin, tampoco tenía principio. Los dos
eran coeternos: el ser Hijo y el ser sacerdote.
Cristo fue el Jehová del Antiguo Testamento. La deidad de Cristo
encuentra apoyo abundante en el Antiguo Testamento, como ya lo
hemos señalado en nuestra discusión de la Trinidad. Sin embargo, para
poder demostrar la continuidad de la misión redentora del Hijo, resulta

LA PERSONA DE CRISTO 167

necesario señalar el cumplimiento de las dos declaraciones proféticas


concernientes al Mesías. La primera es la profecía de Jeremías acerca del
nuevo pacto. Como se recordará, la ley mosaica fue entregada por
medio de la dispensación de los ángeles, refiriéndonos más especial-
mente al “ángel de Jehová”, quien era a la misma vez siervo y Señor, y
ángel y Jehová. Dicha ley fue dada en su propio nombre (Éxodo
23:20-21). Más tarde, Moisés declaró, “Profeta de en medio de ti, de
tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis”
(Deuteronomio 18:15). Luego Jeremías profetizará diciendo, “He aquí
que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa
de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus
padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto;
porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos,
dice Jehová” (Jeremías 31:31-32). Esteban declaró específicamente en
su primer discurso que la primera de estas profecías se había cumplido
en Cristo, refiriéndose también a la ley dada por medio de la dispensa-
ción angelical. El autor de la Epístola a los Hebreos desarrolla plena-
mente ese tema cuando discute el nuevo pacto (compárense Hechos
7:53 y Hebreos 8:6-13; 10:16-18). La profecía de Malaquías está
estrechamente relacionada con este asunto, aunque se refiere más
específicamente al templo que al pacto: “He aquí, yo envío mi mensa-
jero, el cual preparará el camino delante de mí, y vendrá súbitamente a
su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a
quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos”
(Malaquías 3:1).2 Siendo que el Señor de un templo representa la
deidad a la que se le consagra la adoración, el acto de la entrada de
nuestro Señor al templo evidencia que era a Él, como el Jehová del
Antiguo Testamento, a quien la adoración se le consagraba.
Los peculiares reclamos de Jesús mismo. El más elevado testimonio de
la deidad de Cristo deben ser, por necesidad, sus propios reclamos. Si se
argumenta que las pretensiones de una persona acerca de sí misma no
tienen valor, se deberá responder que ello depende, como pregunta
previa, de quién es esa persona. Esa fue la objeción de los fariseos,
quienes le dijeron a Jesús, “Tú das testimonio acerca de ti mismo; tu
testimonio no es verdadero. Respondió Jesús y les dijo: Aunque yo doy
testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé
de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde
vengo, ni a dónde voy… Y en vuestra ley está escrito que el testimonio
de dos hombres es verdadero. Yo soy el que doy testimonio de mí

168 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

mismo, y el Padre que me envió da testimonio de mí” (Juan 8:13-18).


No es posible enumerar aquí sino solo unos pocos de los reclamos de
Jesús, uno de los asuntos más profundos que mente humana jamás
pueda examinar. Jesús hizo para sí el reclamo de, (1) poseer atributos
divinos, como lo fue el que era eterno (Juan 8:58; 17:5), omnipotente
(Mateo 28:20; 18:20; Juan 3:13), omnisciente (Mateo 11:27; Juan
2:23-25; 21:17), y omnipresente (Mateo 18:20; Juan 3:13). Pretendió
(2) poseer el poder, y lo manifestó, de obrar milagros, o de facultar a
otros para que hicieran obras maravillosas (Mateo 10:8; 11:5; 14:19-21;
15:30-31; Marcos 6:41-44; Lucas 8:41-56; 9:1-2). Reclamó (3)
prerrogativas divinas, como la de ser el Señor del sábado (Marcos 2:28),
y tener el poder de perdonar pecados y de hablar como Dios o por Dios
(Mateo 9:2-6; Marcos 2:5-12; Lucas 5:20-26). Pretendió (4) conocer al
Padre de manera directa y perfecta, como nadie más puede hacerlo
(Mateo 11:27; Lucas 10:22), y ser el Hijo de Dios de manera única
(Mateo 10:32-33; 16:17, 27). (5) Habló palabras de infinita sabiduría,
porque habló como ningún otro hombre había hablado. (6) Aceptó el
homenaje de la adoración (Mateo 14:33). Y, (7) pretendió ser el juez
último de todos los hombres (Mateo 7:21-23; 13:41-43; 19:28;
25:31-33; Marcos 14:62; Lucas 9:26; 26:69-70).

LA HUMANIDAD DE CRISTO
Cristo se encarnó de forma tal que lo hizo hombre. La Biblia nos
dice, “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan
1:14); y, “por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él
también participó de lo mismo” (Hebreos 2:14). Luego, debemos
considerar su naturaleza humana como verdadera y completa, sin que
admitiera defecto alguno en sus elementos esenciales, ni adquiriera
adición alguna en virtud de su conjunción con la Deidad. Más aún, la
naturaleza humana de nuestro Señor fue asumida bajo condiciones que
pertenecen propiamente al hombre, y se sujetó a un proceso de
desarrollo común a los demás seres humanos, con la excepción del
pecado. Por tanto, en Él, el desarrollo fue natural y normal, pero libre
de los prejuicios de la depravación heredada o de la influencia restricti-
va del pecado. Por esa razón se le llama “el Hijo del Hombre”, la
realización perfecta de la eternal idea de la humanidad.
La naturaleza humana de Cristo. La encarnación no significó mera-
mente que se asumiera un cuerpo humano, puesto que la naturaleza
humana no consiste en la sola posesión de cuerpo, sino en la posesión

LA PERSONA DE CRISTO 169

de cuerpo y alma. Dos hechos resaltarán claramente. Primero, que


nuestro Señor tenía un cuerpo humano. Aunque resultó una herejía de
corta duración, fueron los docetas los primeros que lo negaron, y lo
hicieron estableciéndose en la creencia de que la materia es esencial-
mente mala.3 Las pruebas bíblicas de su naturaleza humana son muchas
y variadas. Tenemos los relatos del nacimiento, la circuncisión, la visita
al templo, y el bautismo y la tentación (Mateo 2:1—4:1; Lucas
2:1—4:13). Tuvo hambre (Mateo 4:2), sed (Juan 19:28), y cansancio
(Juan 4:6). Se nos habla de sus dolores corporales y de su sudor como
de sangre en el huerto (Lucas 22:44); de su desplome bajo el peso de la
cruz (Lucas 23:26); y de sus manos y pies horadadas, de su agonía en la
cruz, y de su muerte y sepultura (Mateo 24:33-66; Marcos 15:22-47;
Lucas 23:33-56; Juan 19:16-42). Segundo, nuestro Señor tenía un alma
humana. La evidencia de esto se considera casi igualmente concluyente.
Apolinario la cuestionó sustituyendo el Logos divino por un alma
humana que aparecía de varias formas de tiempo en tiempo. Pero el
apolinarianismo nunca ha constituido la doctrina aceptada de la iglesia.
Jesús, en anticipación de su pasión, dijo a sus discípulos, “Ahora está
turbada mi alma” (Juan 12:27), y, de nuevo en el huerto, “Mi alma está
muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38). Jesús dijo de sí mismo,
“soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29), y “se regocijó en el
Espíritu” (Lucas 10:21) cuando los discípulos regresaron de una misión
exitosa. Cristo, por tanto, tuvo un alma humana tanto como un cuerpo
humano. Negar que los atributos, los hechos y las experiencias naturales
del alma humana no sean evidencia de una completa humanidad, es
preparar el camino para la negación de la deidad de Cristo basada en los
actos, atributos y nombres que se le adscriben.
La impecabilidad de Cristo. En Cristo no hubo pecado original. La
depravación heredada resulta de uno haber descendido naturalmente de
Adán, pero el nacimiento de Cristo fue milagroso, por lo que nació sin
la corrupción natural o heredada conexa a los demás seres humanos.
Siendo que tuvo solo a Dios como Padre, el nacimiento de Cristo no
fue uno procedente de la naturaleza humana pecaminosa, sino de la
conjunción de la naturaleza humana y la divina, santificando la
naturaleza humana por medio del acto mismo. El pecado es un asunto
de la persona, y siendo que Cristo era el Logos preexistente, y la
segunda persona de la adorable Trinidad, como tal, fue alguien no solo
libre del pecado, sino de la posibilidad del pecado. Cristo, desde su
nacimiento, fue perfecto en la relación con su Padre celestial, y

170 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

absolutamente libre de las inclinaciones pecaminosas que caracterizan a


cada hijo natural de Adán. Cristo también estuvo libre del pecado
actual. Él “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Pedro
2:22). Su vida terrenal fue libre de falta o mancha. Como niño, fue
dependiente y obediente (Lucas 2:51); como joven, fue respetuoso y
dócil (Lucas 2:52); y como hombre fue santo, inocente, sin mancha,
apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos (Hebreos
7:26).
Pero Cristo también fue hecho “en semejanza de carne de pecado”
(Romanos 8:3). Los mejores expositores siempre han estado de acuerdo
en que este pasaje significa que la carne de Cristo fue como aquella que
en nosotros es pecaminosa. “Ni el griego ni el argumento requieren que
la carne de Cristo sea considerada carne pecaminosa, aunque siga siendo
su carne, su encarnación, la que lo puso en contacto con el pecado”
(Commentary on Romans, por Sanday-Headlam). Proponemos, con
DeBose, que, siendo que la santidad de Jesucristo fue por el Espíritu
Santo en Él, y no simplemente en su naturaleza, Él fue por tanto la
causa de su propia santidad, y su impecabilidad fue suya propia
(compárese con DeBose, Soteriology of the New Testament). El misterio
reside en que Cristo haya tomado nuestra naturaleza de forma tal que,
aunque sin pecado, haya llevado las consecuencias de nuestro pecado.
Más aún, Cristo poseyó inmortalidad en sí mismo. “En él estaba la
vida” (Juan 1:4). Este derecho de su cuerpo a la inmortalidad, lo rindió,
y por sí mismo puso su vida para volverla a tomar. Y aunque podamos
decir que Cristo, siendo el encarnado Hijo divino, y no nacido como
nacieron los otros seres humanos, haya sido elevado por sobre todas
aquellas debilidades que existen en el ser humano por causa del pecado,
con todo Él, voluntariamente, se hizo partícipe de la debilidad y
fragilidad humana, “para venir a ser misericordioso y fiel sumo
sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo.
Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para
socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:17-18).

LA UNIDAD DE LA PERSONA DE CRISTO


Hemos considerado la prueba bíblica de la deidad de Cristo, y la de
su perfecta humanidad, pero ahora pondremos atención a la unión de
esas dos naturalezas en una persona. Esta unión se efectuó por la
encarnación, y el resultado fue la persona teantrópica, o el
Dios-hombre, quien unió en sí mismo todas las condiciones de la

LA PERSONA DE CRISTO 171

existencia divina tanto como humana. Esta sola personalidad es el


Logos preexistente, o el Hijo divino, quien asumió para sí la naturaleza
humana, y al hacerlo, la personalizó, y también la redimió. Nuestro
estudio conllevará cuatro temas: (1) la naturaleza de la encarnación, (2)
la unión hipostática, (3) la encarnación y la Trinidad, y (4) la encarna-
ción como una condescendencia permanente.5
La naturaleza de la encarnación. La encarnación, en el sentido en que
hemos de considerarla, no fue solo un estado en el ministerio mediador
de Cristo, sino la base necesaria para todo. En su aplicación a “el Verbo
hecho carne”, tenemos que distinguir la encarnación de toda forma de
transubstanciación. Los apóstoles no enseñan que la segunda persona
de la Trinidad cesó de ser Dios cuando se hizo hombre. La expresión
equivale a decir que Cristo vino en carne, y por lo tanto asume una
naturaleza humana, permitiéndole entrar redentoramente a las expe-
riencias de los seres humanos. Un punto de vista bíblico de la encarna-
ción conlleva varios hechos. Primero, que fue el Verbo, o solo la
segunda persona de la Trinidad, quien se encarnó.4 Una persona
trinitaria puede encarnarse, pero sin que esa encarnación sea de toda la
deidad, puesto que la deidad representa a la esencia divina en tres
modos, y la esencia en los tres modos como tal no se encarnó. Siendo
que toda la esencia o naturaleza divina existe en cada uno de los tres
modos, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, podemos decir que cuando
el Hijo se encarnó, habitó corporalmente en él toda la plenitud de la
deidad, pero solo en el modo de la segunda persona, o el Hijo divino.
Segundo, que la encarnación fue la unión de una persona divina con la
naturaleza humana, pero no con una persona humana. La naturaleza
humana que Él asumió adquirió personalidad en virtud de su unión
con Él. Por lo tanto, se indica que socorrió “a la descendencia (sperma)
de Abraham” (Hebreos 2:16); y también que se conoció como “la
simiente de la mujer” (Génesis 3:15) y el “linaje de David” (Romanos
1:3). Estas expresiones solo pueden querer decir que la naturaleza
asumida por nuestro Señor todavía no había sido individualizada. La
naturaleza humana de Cristo no era impersonal excepto en este sentido:
no fue personalizada desprendiéndose de la raza por medio del
nacimiento natural, sino por volverse un factor constituyente de la sola
persona teantrópica. Tercero, que el cuerpo que asumió el Hijo fue
preparado para Él por el Espíritu Santo. “Por lo cual, entrando en el
mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste
cuerpo” (Hebreos 10:5). El Hijo, en el sentido trinitario, es “el

172 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

unigénito” del Padre, pero también es “el santo ser” que fue engendra-
do del Espíritu Santo y nacido de la virgen María. Los socianistas
supusieron que algunos de los elementos de su cuerpo fueron provistos
por la virgen, y otros por el Espíritu Santo, por lo cual fue llamado
Hijo de Dios. Pero el obispo John Pearson dice que, “Así como Él fue
hecho de la sustancia de la virgen, así no fue hecho de la sustancia del
Espíritu Santo, ya que su esencia no puede ser de manera alguna hecha.
Y siendo que el Espíritu Santo no lo engendró comunicándole su
esencia, no es por tanto su padre, aunque lo haya concebido. No hubo
elementos materiales en la persona de Cristo excepto aquellos que
recibió de ella”. Thomas O. Summers añade: “No hay nada en lo que la
Biblia sea más explícita que en esto: que así como su divinidad fue
concebida sin una madre, desde la eternidad, así también su humani-
dad fue concebida sin un padre. Fue engendrado del Espíritu Santo, no
por comunicación alguna de su esencia, como lo sería en una paterni-
dad humana, sino por una operación milagrosa que capacitó a la virgen
para hacer las funciones de la maternidad, pero sin dejar de ser virgen”
(Systematic Theology, I:203).
La unión hipostática. La unión de la naturaleza divina y la humana
en Cristo es de tipo personal, es decir, que ambas descansan en su
posesión permanente de un ego o yo interno común, el del Logos
eterno. A esto se le llama en la teología, la unión hipostática, término
que se deriva del uso de la palabra hypostasis, la cual marca la distinción
entre las subsistencias personales en la Deidad, y su sustancia o esencia
común. Las dos naturalezas se encuentran, y tiene comunión la una con
la otra, únicamente por medio del yo que les es común a ambas. El
término, así entendido, persigue salvaguardarnos de dos errores: el de la
confusión de las dos naturalezas en una tercera esencia que no sea ni
divina ni humana, y el de una conjunción o afiliación de naturalezas
que pueda considerarlas como separadas la una de la otra. La posesión
de las dos naturalezas no conlleva una doble personalidad, ya que la
base de la persona es el Logos eterno, y no la naturaleza humana.
Cristo, por tanto, va a hablar uniformemente de sí mismo en la persona
singular. Siempre, y en todo lugar, el agente es uno. Nunca habrá un
intercambio entre el “yo” y el “tú”, como en la Trinidad. Los varios
modos de consciencia pasan rápidamente de lo divino a lo humano,
pero la persona es siempre la misma. De aquí que Jesús diga, “Yo y el
Padre uno somos” (Juan 10:30), pero después diga, “Tengo sed” (Juan
19:28). En el primer caso, la forma de consciencia es divina; en el

LA PERSONA DE CRISTO 173

segundo, humana. Hay pasajes frecuentes en los que a la persona se le


designa con un título divino, aunque se le adscriban atributos huma-
nos, como es el caso de, “para apacentar la iglesia del Señor, la cual él
ganó por su propia sangre” (Hechos 20:28); “El que no escatimó ni a
su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Romanos
8:32); “porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al
Señor de gloria” (1 Corintios 2:8); y, “en quien tenemos redención por
su sangre” (Colosenses 1:14). También se habla de atributos divinos
como pertenecientes a la persona designada por un título humano:
“Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del
Hombre, que está en el cielo” (Juan 3:13); “¿Pues qué, si viereis al Hijo
del Hombre subir adonde estaba primero?” (Juan 6:62); y “El Cordero
que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría,
la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apocalipsis 5:12).
La encarnación y la Trinidad. A veces surge la pregunta acerca de la
relación que existe entre la encarnación y la Trinidad. Previo a la
encarnación, la Trinidad consistía del Padre, el Hijo no encarnado
(logos asarcos) y el Espíritu Santo. Subsiguiente a la encarnación,
consistió del Padre, el Hijo encarnado (logos ensarkos) y el Espíritu
Santo. Sin embargo, la encarnación no opera ningún cambio en la
Trinidad, ya que el hecho de que el Hijo asuma la naturaleza humana
no implica que se le añada otra persona. La segunda persona de la
Trinidad fue modificada por la encarnación, pero no la Trinidad como
tal, puesto que ni el Padre ni el Espíritu se hicieron personas di-
vino-humanas. Al hacerse hombre, el Hijo continuó siendo Dios,
debido a que todavía subsistía en la naturaleza divina.
La encarnación como una condescendencia permanente. La unión de
las dos naturalezas en la sola persona teantrópica es indisoluble y eterna.
Por maravilloso que parezca, y por incomparable sea el misterio,
nuestro Señor llevó consigo su naturaleza humana hasta las profundi-
dades mismas de la Deidad. En su ascensión, llevó su humanidad
glorificada hasta el trono de Dios. “Se hizo hombre de una vez y para
siempre: nuestra humanidad es un vestido que Él no doblará para
echarlo a un lado. Emanuel será por siempre su nombre”. Su naturaleza
humana glorificada está ahora unida con el Hijo eterno, siendo el
Dios-hombre la persona intermedia de la Trinidad. Por esa razón el
Hijo se ubica en la relación más estrecha posible con la redención de la
humanidad, y, por su Espíritu, está siempre presente para asegurar el
progreso de su reino. De aquí que la Biblia declare acerca de Cristo que

174 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

“es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5);
que “en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”
(Colosenses 2:9); que “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los
siglos” (Hebreos 13:8); y, sobre todo, que tenemos “un gran sumo
sacerdote que traspasó los cielos” (Hebreos 4:14-15).

LA DIVERSIDAD DE LAS DOS NATURALEZAS


La unidad de la persona de Cristo encuentra su verdad complemen-
taria en la diversidad de las dos naturalezas. Tan necesaria para una
concepción fiel de la encarnación como es la unión hipostática de ellas
en Jesucristo, también es que la Deidad y la humanidad retengan, cada
una, sus respectivas propiedades y funciones, sin alteración de la
esencia, ni interferencia mutua. Aunque los actos y las cualidades de la
naturaleza humana o divina de Cristo puedan ser atribuidos a la
persona teantrópica, no puede decirse que dichas naturalezas se los
atribuyan mutuamente. Las propiedades que pertenecen a una natura-
leza están por necesidad confinadas a ella. Una sustancia material solo
puede tener propiedades materiales, y una sustancia inmaterial solo
puede tener cualidades inmateriales o espirituales. Por otro lado, las
naturalezas, sin importar cuán heterogéneas sean, pueden pertenecer a
la misma persona. Así, pues, en la Trinidad, tres personas o hipóstasis
subsisten en una misma naturaleza. En el ser humano, una persona
subsiste en dos naturalezas, una inmaterial o espiritual, y la otra
material o física. En Cristo, como ser teantrópico, la sola persona
subsiste en dos naturalezas, la divina y la humana, o, si lo analizamos
más minuciosamente, en tres naturalezas, la divina, la espiritual y la
física.
El Credo de Calcedonia. La declaración de Calcedonia, la cual se
mencionó previamente en conexión con el desarrollo de la cristología
en la iglesia, nos provee una auténtica guía para la creencia ortodoxa
relativa a las dos naturalezas. “[U]no y el mismo, Cristo, Hijo, Señor,
Unigénito, para ser reconocido en dos naturalezas, inconfundibles,
incambiables, indivisibles, inseparables; ningún medio de distinción de
naturalezas desaparece por la unión, más bien es preservada la propie-
dad de cada naturaleza y concurrentes en una Persona y una Sustancia”.
William G. T. Shedd, en su libro, History of Christian Doctrine,
(I:399ss), nos ofrece una traducción un tanto más sencilla: “Él es un
Cristo, existente en dos naturalezas, sin mezcla, sin cambio, sin
división, sin separación, sin que en nada se destruya la diversidad de las

LA PERSONA DE CRISTO 175

dos naturalezas por su unión en la persona”. Aquí no solo se afirman las


dos naturalezas de Cristo, sino que sus relaciones se ajustan mutua-
mente en cuatro puntos principales: sin mezcla (o confusión), sin
cambio (o conversión), sin división, y sin separación. Entonces, si nos
acogemos a la fe ortodoxa o católica, (1) debemos creer que la unión de
las dos naturalezas en Cristo no las confunde o mezcla de modo que
destruya sus propiedades distintivas. La deidad de Cristo es tan pura
deidad después de la encarnación como lo era antes, y la naturaleza
humana de Cristo es tan naturaleza humana pura y simple como la de
su madre o la de cualquier individuo humano, excluyendo el pecado.
(2) Hemos de rechazar como heterodoxa cualquier teoría que convierta
una naturaleza en otra, ya sea por una absorción de la naturaleza
humana por la divina, como en el eutiquianismo, o por la reducción de
la naturaleza divina a la humana, como en algunas de las teorías
kenóticas. (3) Hemos de mantener las dos naturalezas en una unión tal
que no divida la persona de Cristo en dos mitades, como en el nesto-
rianismo, o que las mezcle en un compuesto que no sea ni Dios ni
hombre, como en el apolinarianismo. Lo que resulta de la unión no son
dos personas, sino una persona que une en sí misma las condiciones de
la existencia tanto divina como humana. (4) Hemos de sostener una
unión de las dos naturalezas que sea inseparable. En Cristo, la unión de
la humanidad con la deidad es indisoluble y eterna. Es una apropiación
permanente de la naturaleza humana de parte de la segunda persona de
la Trinidad.
La encarnación y la obra redentora de Cristo. Hemos visto que la
encarnación es el hecho básico en la economía mediadora. Debemos
ahora indicar brevemente cómo la misma se relaciona a la obra
redentora de Cristo. El propósito primario del Señor al asumir “carne y
sangre” fue proveer expiación por su muerte sacrificial. Fue el propósito
del Padre que, “por la gracia de Dios gustase la muerte por todos”
(Hebreos 2:9).6 Por medio de esa muerte Cristo efectuó tres cosas: la
abolición de la muerte en sí, la reconciliación de los ofensores, y la
propiciación necesaria para ambas cosas. También se afirma que esto lo
logró “socorriendo” o “rescatando” a “la descendencia de Abraham”,
viniendo “a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se
refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Hebreos 2:16-17). Luego,
el propósito primario de la encarnación fue el proveer expiación. Pero
“la descendencia de Abraham” también se refiere a un propósito más
remoto en la encarnación. La expiación, aunque es perfecta en Cristo,

176 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

requiere ser aplicada por el Espíritu. El traer a sí mismo “la descenden-


cia de Abraham” implicó que Cristo asumió la naturaleza humana en su
capacidad de desarrollo, o de continuidad como raza. Él, por tanto, fue
un hombre de raza, el verdadero representante de la raza humana, y,
como consecuencia, se llama a sí mismo “la simiente de Abraham”, a
quien se le habían hecho las promesas (Gálatas 3:16). Por lo tanto,
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros
maldición… para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham
alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa
del Espíritu” (Gálatas 3:13-14). El apóstol Pablo expresa este propósito
haciendo hincapié en lo ético cuando declara que Dios “nos escogió en
él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin
mancha delante de él, en amor…” (Efesios 1:4-5). Cristo, pues, es “la
simiente” o centro vital del cual brotará un pueblo redimido y santo,
caracterizado por el apóstol Pedro como “linaje escogido, real sacerdo-
cio, nación santa, pueblo adquirido” (1 Pedro 2:9). Pero ese propósito
remoto ha de ser sucedido por un propósito final o último. El Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo nos ha dado “a conocer el misterio de
su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí
mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del
cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las
que están en la tierra” (Efesios 1:9-10). Aquí, entonces, la encarnación
queda relacionada, primero, a la obra acabada de Cristo, o la expiación;
segundo, al propósito más remoto hallado en la obra del Espíritu, o la
administración de la redención; y tercero, a las últimas cosas, o la
escatología.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Cada vez que se hace un esfuerzo por llevar la cristología a una conclusión lógica, o por
formularla, se presenta la dificultad de evadir o el ebionismo o el docetismo, o el nestoria-
nismo o el monofisisismo, ya que estos se colocan a cada lado, como Sicilia y Caribdis, y
obligan a la historia de las doctrinas a acomodarse de la mejor manera para repeler el error
antagonista, y así defenderse del ataque de esas varias formas de herejía. Sin embargo, la
razón para que se dé tal situación no descansa en la doctrina en sí, cuyo significado es
infinito, sino en las limitaciones humanas que afectan la dogmática de cada caso en parti-
cular (Crooks y Hurst, Encycl. and Meth., 431).
2. Aquí el profeta describe la venida del Mesías no solo como el mensajero del pacto, sino
también como el Señor y dueño del templo judío, y por consiguiente, como un divino
príncipe o gobernador --
Él “vendrá súbitamente a su templo”. El señor de un templo es la divinidad a quien se
consagra la adoración. El templo de Jerusalén, del cual habla aquí el profeta, estaba con-
sagrado al Dios verdadero y viviente, por lo cual tenemos el testimonio expreso de Mala-

LA PERSONA DE CRISTO 177

quías de que el Cristo, el libertador, cuya venida se ha anunciado, no era otro que el
Jehová del Antiguo Testamento (Miner Raymond, Christian Theology, 94).
3. Hay varios relatos antiguos acerca de la apariencia personal de nuestro Señor, pero
ninguno puede considerarse como completamente digno de confianza. El primero, según
se informa, fue compuesto por Publio Lentulo, un oficial romano, entre tanto que el otro,
descubierto por Tischendorf, se dice que fue escrito en griego, por Epifanio. Ofrecemos
aquí solo el primero, según se tradujo del latín: “Era un hombre de alta estatura, de buena
apariencia, y de semblante tan venerable que inspiraba amor y asombro en el que lo
contemplaba. Su cabello estaba peinado de forma curva, y era riso, pero más oscuro que
claro, y caía sobre sus hombros, con partidura por el medio, conforme al estilo de los
nazarenos. Su frente era suave y perfectamente serena, su cara estaba libre de arrugas y de
manchas, y era hermosa, aunque un tanto tosca, pero su nariz y boca eran perfectas. Su
barba, que no era larga sino partida, tenía un color castaño parecido al de su pelo. Sus ojos
eran claros y vivaces. Su aspecto era terrible cuando reprendía, placentero y amigable
cuando amonestaba, alegre pero sin perder la solemnidad: era una persona que nunca se le
veía reír, pero a menudo sí llorar”. (Para ambos relatos véase Potts, Faith Made Easy,
206-207).
“¡Encontradnos una mejor respuesta a las preguntas de nuestros espíritus que la que
Cristo ha provisto! ¡Mostradnos un mejor ideal de humanidad que el que Él ha provisto!
¡Ofrecednos mejor testimonio de la vida más allá del sepulcro que la que Él ofreció! ¡Ah!,
por cuatro mil años el mundo ha tratado en vano de regresar a Dios, y ahora que Él
mismo ha venido para ser el camino, no accederemos a negación alguna” (William M.
Taylor, D.D.).
4. Aunque la persona encarnada es el Dios-hombre, o la manifestación de Dios en la carne,
la personalidad divina le corresponde solo al Hijo, la segunda persona de la Trinidad.
Como una persona distintiva en la Deidad, trae a la humanidad la naturaleza divina
entera, y prolonga por siempre su personalidad eterna por medio de los procesos de su
desarrollo y de su obra mediadora (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, II:113).
La prueba plena de la encarnación no está contenida en la noción de una simple unión
de la naturaleza divina con la humana. El asunto de la encarnación no era una mera
naturaleza, sino una persona: el Hijo personal. La naturaleza divina les es común a las
personas de la Trinidad, por lo que cualquier limitación que la encarnación le imponga a
la naturaleza divina le negaría al Hijo toda porción distinta o peculiar que le pertenezca.
Ello contradeciría el sentido más abierto y uniforme de la Biblia. El Padre y el Espíritu
Santo no tuvieron una parte en la encarnación como la del Hijo. La profunda verdad y
realidad de la encarnación tampoco provee la unión de la simple naturaleza divina con la
naturaleza humana. No significaría nada para la personalidad única de Cristo; nada para la
realidad y la suficiencia de la expiación (John Miley, Systematic Theology, II:17).
5. Necesitamos tener en consideración que la naturaleza divina no asumió una persona
humana pero sí asumió una naturaleza humana, y que de las tres divinas personas, no fue
ni la primera ni la tercera la que asumió esa naturaleza, sino la persona del medio, la que
sería el del medio (el mediador), pues se encargaría de la mediación entre Dios y nosotros.
Si la plenitud de la Deidad hubiera habitado en una persona humana, se hubiera añadido
a la Deidad una cuarta persona, y si cualquiera otra de las tres personas aparte de la se-
gunda hubiera nacido de una mujer, hubiera habido dos Hijos en la Trinidad. Pero,
siendo que el Hijo de Dios y el Hijo de la bienaventurada virgen son solo una persona, es,
por consiguiente, solo un Hijo, por lo que no se efectúa alteración alguna en las relaciones
de las personas de la Trinidad (Usher, Incarnation, I:580).


178 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

La unión de las dos naturalezas en Cristo es permanente, y esto por la condescendencia


infinita del Hijo de Dios y la gloria del hombre. Se hizo hombre de una vez y para siem-
pre: nuestra humanidad no es un vestido que Él doblará para ponerlo a un lado. Emanuel
es su nombre para siempre. Siendo esto así, es apenas justo hablar de la alianza de nuestro
Señor con nuestra raza como una parte de su humillación mediadora: si hubiera sido así,
su humillación no terminaría nunca. Es cierto que el efecto de su condescendencia nunca
cesará. Él será uno con la humanidad por toda la eternidad. Como si hubiera expresa-
mente que declararlo, para mantenerlo en las mentes de su pueblo y prevenirlo de equi-
vocación, la siguiente profunda declaración fue puesta por escrito: “…entonces también el
Hijo mismo se sujetará…”; Él mismo se sujetará (1 Corintios 15:28). Su unión con
nosotros, que es lo mismo que su reino o su tabernáculo con nosotros, no tendrá fin. Lo
conocemos solo como Emanuel (William Burton Pope, Compendium of Christian Theo-
logy, II:141-142).
Es la doctrina de la iglesia, como fue definitivamente formulada en el símbolo
calcedonio, que la unión de las dos naturalezas en Cristo es una para siempre inseparable
(John Miley, Systematic Theology, II:23).
6. Este pasaje, y todo su contexto (Hebreos 2:10-18) demuestra de manera impresionante
que la encarnación fue el camino a la cruz. Cada uno de los tres términos que se emplean
es de gran importancia. Fue para abolir la muerte, al quitarle su poder de las manos de su
representante y señor, el diablo. Esto, sin embargo, requería que asumiera nuestra carne a
fin de que gustara la muerte por cada ser humano, y así librar a aquellos que por temor a la
muerte estaban durante toda su vida en esclavitud. Esta liberación la logró por su sacrificio
de reconciliación, como lo comprueban suficientemente los vocablos apallaxi y enocoi. Era
solo como hombre que podía un Sumo Sacerdote fiel y misericordioso en las cosas que
pertenecen a Dios, hacer expiación por los pecados del pueblo, eis to ilaskesthai. Para poder
lograr estos resultados -- la destrucción de la muerte, la reconciliación de los ofensores
sujetos a la muerte, y la propiciación requerida para alcanzar las dos cosas -- nuestro Señor
se apropia de la descendencia de Abraham, toma en sí mismo la humanidad, y toma para
sí la humanidad epilanbanetai, o los bienaventurados, con el fiel Abraham, y la descen-
dencia de Abraham mi amigo. Pero fue para que gustara de la muerte uper pantos (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:144).




CAPÍTULO 22

LOS ESTADOS Y OFICIOS


DE CRISTO
La consideración de los estados y oficios de Cristo representa una
transición natural entre la doctrina de su persona y la de su obra
acabada, conociéndose esta última comúnmente como la expiación. Los
estados de Cristo son dos: el estado de humillación y el estado de
exaltación. Teológicamente hablando, éstos representan los varios
énfasis sobre las dos naturalezas del Dios-hombre.1 La doctrina de los
dos estados fue formulada en el siglo cuarto, y constituyó un derivado
de la controversia apolinarista. En cuanto a los límites de la humilla-
ción, encontramos que hay diferentes posiciones. La Iglesia Reformada
sostiene que se extiende desde la concepción milagrosa hasta la
terminación de su descenso al Hades, pero la Iglesia Luterana hace del
descenso la primera etapa de la exaltación. Los teólogos arminianos, por
lo regular, aceptan la posición luterana. Los oficios de Cristo son tres:
profeta, sacerdote y rey. Esta clasificación triple fue trabajada cuidado-
samente por Eusebio en una fecha temprana, y tanto Calvino como
Lutero la siguieron. En tiempos más modernos, la clasificación ha sido
el principio de distribución de Schleiermacher, Dorner, Martensen,
Hodge, Pope, y Strong. En este capítulo consideraremos, pues, los
siguientes temas: (1) el estado de humillación; (2) el estado de exalta-
ción; y (3) los oficios de Cristo.

EL ESTADO DE HUMILLACIÓN
La Biblia presenta a Cristo en condiciones de marcado contraste.
Los profetas lo vieron como sujetándose a las más grandes indignidades,
y como sentado en los más elevados tronos. Los exégetas judíos,
incapaces de reconciliar tales contrastes, han afirmado la necesidad de


180 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

dos mesías. Mucho de la oposición de Jesús durante su vida terrenal se


basó en su condición humilde, coincidiendo exactamente las razones
que daban sus opositores con la naturaleza de la humillación que los
profetas habían anticipado acerca de Él. Si inquirimos acerca de la
naturaleza de su humillación a la luz de los estudios exegéticos moder-
nos, encontraremos que ésta pertenece generalmente, aunque no
exclusivamente, a las limitaciones de su naturaleza humana, y a su
relación con el castigo por el pecado. La porción bíblica que ha provisto
la base para numerosas y ampliamente divergentes teorías cristológicas,
se encuentra en la Epístola de San Pablo a los Filipenses:2 “Haya, pues,
en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo
en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que
aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo,
hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre,
se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte
de cruz” (Filipenses 2:5-8). Una exégesis sana revela en este texto dos
etapas de la humillación: la primera, de lo divino a lo humano; la
segunda, de la gloria de la humanidad creada a la ignominia de la cruz.
Cada etapa está marcada por pasos paralelos en la declinación. Siendo
en forma de Dios, (1) hubo una renunciación de sí mismo, “no estimó
el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”, o como a menudo se
traduce, “nada tuvo, en lo absoluto, de dónde asirse”; (2) hubo un
vaciamiento de sí mismo, o kenosis, “sino que se despojó a sí mismo”,
es decir, se vació a sí mismo; y (3) asumió la forma de siervo, “hecho
semejante a los hombres”. Siendo en forma de hombre, también hay
tres pasos bien definidos en la humillación, los cuales hacen un paralelo
con los anteriores: (1) una renunciación de sí mismo, “se humilló a sí
mismo”; (2) una subordinación, “haciéndose obediente hasta la
muerte”; y (3) una perfección de su humillación como el representante
de los pecadores, “y muerte de cruz”.3
Las etapas de la humillación de Cristo. Del pasaje que se acaba de
citar resulta evidente que los dos estados del ser de Cristo — como el
Logos preexistente y como el Verbo hecho carne — necesitaron una
doble renunciación: de lo divino a lo humano, y del pesebre a la cruz.
La teología reformada, por lo general, le aplica el término exinanition a
la primera etapa, limitando la humillación a la segunda, es decir, a la
vida terrenal de Jesús. Si ahora colocamos la totalidad del proceso
dentro de sus relaciones históricas, observaremos las siguientes etapas
consecutivas en la humillación de la persona redentora: (1) la

LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 181

exinanition, o la renunciación de sí mismo por parte del Logos preexis-


tente, quien existiendo en forma de Dios, no lo consideró algo a lo cual
asirse o algo que mantener. Pero no fue a la divinidad a lo que renun-
ció, sino a la forma bajo la cual la naturaleza divina se había de
manifestar. Por tanto, ello debe referirse a lo que se denomina como “la
gloria”, en la oración sacerdotal, con lo cual se quiere decir el ejercicio
libre e independiente de sus poderes divinos (Juan 17:5). (2) La
encarnación o sumisión a las leyes del nacimiento natural, tomando así
su naturaleza humana de la sustancia de la virgen. Por haber sido
concebido del Espíritu Santo, su naturaleza fue sin pecado, pero la
asumió, de modo que llevó sobre sí las consecuencias del pecado del
hombre. (3) La limitación de sí mismo al hacerse humanamente finito,
sometiéndose a las leyes naturales de crecimiento y desarrollo, en
preparación para su oficio como mediador. (4) La subordinación, o el
ejercicio de sus poderes divinos en sumisión a la voluntad mediadora
del Padre, y bajo el control del Espíritu Santo. (5) La humillación, que
comenzó oficialmente en su bautismo, en el que se convierte en el
representante de los pecadores, y que continuó a través de todos los
pasos descendientes de la tentación y el sufrimiento, hasta su perfec-
ción: la muerte en la cruz.
Después de la Reforma, las iglesias luteranas y reformadas asumieron
posiciones ampliamente diferentes en cuanto a la naturaleza de la
humillación. Dichas posiciones las podríamos resumir brevemente bajo
cuatro encabezados: (1) el communicatio idiomatum; (2) las teorías
tempranas de la depotenciación; (3) las teorías kenóticas tardías; y (4)
las teorías místicas.
El communicatio idiomatum. Este fue un desarrollo peculiarmente
luterano, y significa la comunicación de la idiomata, o los atributos de
las dos naturalezas de Cristo, a la sola persona, y a través de esa persona,
de una naturaleza a otra.5 Esto no implica que una naturaleza se fusione
con la otra, sino que todos los atributos, sean de naturaleza divina o
humana, se consideran como atributos de la sola persona. Por lo tanto,
los actos de Cristo son actos de su sola persona, y no independiente-
mente de ninguna de las naturalezas de su sola persona. Esta doctrina
presupone una communio naturam, o comunión de naturalezas,
específicamente del tipo que permite una comunicación de atributos y
poderes de la naturaleza divina a la humana. Ello, sin embargo, no es
recíproco, ya que la naturaleza humana no puede comunicar nada a la
divina, la cual no cambia y es perfecta. La naturaleza divina es la alta y

182 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

activa, en tanto que la humana es la baja y pasiva. Aquí, de nuevo, no se


ha de permitir la confusión de naturalezas, sino el permearse de lo
humano con lo divino sobre las bases de una pericoresis, un permearse
que toma lugar por medio de la persona, la cual constituye el vínculo de
unión entre las dos naturalezas. Así que, por medio de la persona, los
recursos de la naturaleza divina se ponen a la disposición de la natura-
leza humana. La Iglesia Reformada negó esta posición. A la máxima
luterana de, “Humana natura in Christo est capax divinœ”, o la natura-
leza humana en Cristo es capaz de lo divino, los reformados antepusie-
ron la fórmula, “Finitum non est capax infiniti”, o lo finito no puede
hacerse infinito.
Las teorías tempranas de la depotenciación. El desarrollo del commu-
nicatio idiomatum desembocó finalmente en una controversia dentro de
la Iglesia Luterana. Temprano en el siglo XVII surgieron dos escuelas,
la de Giessen y la de Tubinga, las cuales asumieron posiciones basta-
mente diferentes acerca de la naturaleza de la humillación. Partiendo
del communicatio como base común, ambas escuelas sostuvieron que,
desde el momento de su concepción, Cristo poseyó los atributos de la
omnipresencia, la omnisciencia y la omnipotencia. Pero interpretaron
la humillación de manera diferente. Los teólogos de Giessen sostuvie-
ron que hubo una kenosis o vaciamiento de los atributos divinos
durante la vida terrenal de Cristo, por lo que se les conocía como
kenosistas. Por su parte, la escuela de Tubinga sostuvo que los atributos
estaban más bien encubiertos, por lo que se le conocía como kriptista.
Los kenosistas, no obstante, hacían una distinción entre la posesión de
los atributos (ketesis) y el uso de los atributos (cresis), aplicando la
kenosis solamente a esto último. De aquí que los kriptistas consideraran
la glorificación como la primera demostración de los atributos divinos
en la vida de Cristo, mientras que los kenosistas lo veían como su
reanudación. Las teorías de la depotenciación asumieron varias formas,
pero existía un elemento común a todas ellas: creían que había una
fusión literal de la deidad de Cristo con el espíritu del hombre Cristo
Jesús.6
Las teorías kenóticas tardías. Durante la primera parte del siglo die-
cinueve se hizo un intento de unir las dos grandes ramas del protestan-
tismo alemán — las iglesias luteranas y las reformadas — sobre el
fundamento de la cristología kenótica. La sustancia de esta nueva
posición era a los efectos de que Cristo, al encarnarse, se “vació” a sí
mismo, por lo cual trajo el Logos eternamente preexistente al interior

LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 183

de las limitaciones de la personalidad finita. La forma o grado de esa


kenosis o “vaciamiento de sí mismo” fue materia de disputa. Aparecie-
ron cuatro tipos más o menos distintivos de la teoría kenótica en la
literatura cristológica de ese periodo: las de Tomasio, Gess, Ebrard y
Martensen.7
1. Tomasio (1802-1875), un luterano de Baviera, fue el más antiguo
de los defensores del kenosisismo moderno. Sostuvo que la concepción
luterana de las dos naturalezas demandaba, o que lo infinito fuera
traído abajo a lo finito, o lo finito elevado a lo infinito. En vista de que
la aceptación de esta última posición había llevado a la teología luterana
a dificultades insuperables, Tomasio sostuvo que las majestas debían
abandonarse en pro de la kenosis. De acuerdo a Tomasio, el Hijo de
Dios entró a la forma de existencia de una criatura con personalidad,
haciéndose a sí mismo el ego de un individuo humano. Por lo tanto, su
conciencia tenía las mismas condiciones y el mismo contenido que las
que se dan en las personas finitas. La diferencia estribaba en lo siguien-
te: que en Él el ego no procedió de la naturaleza humana, sino que
nació dentro de ella, para que Él pudiera forjarlo, a través de ella, hasta
hacerse un ser divino-humano completo. Podemos, entonces, decir que
la característica distintiva de la kenosis, según Tomasio, era que el
Logos se vació a sí mismo de los atributos relativos de la omnipresencia,
omnisciencia y omnipotencia, a la vez que retuvo los atributos inma-
nentes o esenciales de la Deidad.
2. Guess (1819-1891), un teólogo procedente de Swabia, se desarro-
lló bajo la influencia de Bengel, Oetinger y Beck. Partiendo, como
secuela, del trasfondo del realismo teosófico bíblico, llevó la teoría
kenótica aún más lejos que Tomasio. Afirmó que el Logos, no solo se
vació a sí mismo de los atributos relativos, sino que también se deshizo
de los atributos esenciales. Por lo tanto, el Logos se transformó en alma
humana. Esta teoría sostiene además que, aunque Cristo asumió su
carne del cuerpo de la virgen, su alma no se derivó de ella, sino que fue
el resultado de una kenosis voluntaria.
3. Ebrard (1818-1888) fue un teólogo reformado quien primero
adelantó su doctrina en conexión con la Santa Cena. Estuvo de acuerdo
con Gess en cuanto a que consideraba que el Logos encarnado había
tomado el lugar del alma humana, pero difirió de él en cuanto a que no
lo consideró como una depotenciación. Sostuvo que los atributos de la
omnipresencia, la omnisciencia y la omnipotencia persistieron, por lo
que la humillación fue un ocultamiento de su divinidad. Esta posición

184 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

se aproxima estrechamente a la antigua ortodoxia de la Iglesia Refor-


mada.
4. Martensen (1808-1884), un obispo y teólogo danés, adelantó la
teoría de una kenosis “real pero relativa”. Con ello quiso decir que la
depotenciación, aunque real, solamente se aplica a la vida terrenal de
Cristo en la carne, y no a su naturaleza o atributos divinos. “La
manifestación del Hijo de Dios en la plenitud del tiempo señala hacia
atrás a su preexistencia, entendiéndose por preexistencia no que
meramente hubiera estado al principio en el Padre, sino que también
había estado originalmente en el mundo. Como el mediador entre el
Padre y el mundo, pertenece a la esencia del Hijo no solo tener su vida
en el Padre, sino también vivir en el mundo. Él, como ‘el corazón del
Padre’, es a la vez ‘el corazón eterno del mundo’. Como el Logos del
Padre, es a la vez el Logos eterno del mundo, por medio de quien la luz
divina resplandece sobre la creación (Juan 1:4). Él es el fundamento y la
fuente de toda razón en la creación… el principio de la ley y las
promesas bajo el Antiguo Testamento, la luz eterna que resplandece en
las tinieblas del paganismo; y todo grano de verdad que se encuentre en
el paganismo, fue sembrado por el Hijo de Dios en las almas de los
seres humanos” (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 237). El obispo
Martensen hace una distinción entre la revelación del Logos y la
revelación de Cristo, limitando la kenosis a esta última. El Logos,
aunque continúa como Dios en su revelación general al mundo, entra a
la misma vez al seno de la humanidad como una simiente santa, a fin
de que pueda levantarse dentro de la raza humana como un mediador y
un redentor. Como Logos, opera en franca y penetrante actividad por
medio del reino de la naturaleza; como Cristo, opera en el reino de la
gracia, e indica su consciencia de la identidad personal en una y la otra
esfera refiriéndose a su preexistencia.8
Si ahora le añadimos a éstas, las teorías kenótica y kríptica anterio-
res, tendremos al menos una exploración práctica de las varias teorías
kenóticas en su relación con la humillación de Cristo. Julius Mueller
(m. 1879) es un representante moderno del antiguo kenosisismo, quien
sostuvo que la encarnación implicó no solo una renuncia al uso de los
atributos y poderes divinos, sino a la posesión de ellos. K. F. A. Kahnis
(1814-1888) y J. P. Lange (1802-1884) se acercaron más, de regreso a
la antigua posición ortodoxa, al mantener que la kenosis debe limitarse
solamente al abandono del uso de los atributos divinos. Isaac Augusto
Dorner critica las teorías kenóticas, sustituyéndolas por la idea de una

LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 185

unión progresiva que se consuma con la participación acrecentada del


Logos en la receptividad creciente de la raza humana. Esta teoría aplica
la kenosis a toda la gama de la vida terrenal de Jesús, en lugar de
limitarla a un solo evento. También sigue el patrón del anterior
kenosisismo en el sentido de que no hay depotenciación del Logos, el
cual permanece inalterable en ser y realidad, encontrando la limitación
en la naturaleza humana, a la cual el Logos se le comunica, según la
capacidad creciente de ella.
Las teorías místicas. Como se indicó previamente, las enseñanzas de
Zinzendorf fueron, en cierto sentido, el germen del que se desarrollaron
las teorías kenóticas posteriores. Sus enseñanzas también marcan una
etapa en el desarrollo de las teorías místicas modernas. El misticismo,
en cuanto a la influencia sobre la cristología se refiere, fue desarrollado
por Weigel, Arndt y Boehme, convirtiéndose en lo que equivalió a una
filosofía protestante de corte teosófico. La cristología de las confesiones
no satisfizo a los amigos del misticismo. Sintieron la necesidad de un
mayor acento en la afinidad esencial del hombre con Dios, y también
en la noción de una visión mística. El ojo por el cual el conocimiento
terrenal se vuelve real es el hombre mismo, decían esos místicos. En el
asunto del conocimiento sobrenatural, el ojo no es el hombre sino
Dios, quien es tanto la luz como el ojo en nosotros. Esta luz interior,
Weigel la identificó con Cristo. Más tarde se desarrolló la doctrina de
una humanidad preexistente o una encarnación pretemporal, en la cual
el Verbo, y esta humanidad ideal, estaban juntos desde la eternidad. No
fue, por tanto, el Hijo de Dios quien directamente se hizo carne, sino el
Hijo de Dios que ya estaba en la naturaleza celestial de la humanidad.
Hay tres tipos representativos de esta clase de misticismo de tiempos
modernos.9
1. Robert Barclay, el teólogo de los cuáqueros, enseñó que la carne
de la cual el evangelista Juan habla bajo el símbolo de “el pan vivo que
descendió del cielo” (Juan 6:51), es el cuerpo espiritual, y, por tanto, la
humanidad pretemporal de Jesús. Con el fin de mantener la creencia en
el redentor histórico, Barclay fue obligado a formular dos cuerpos de
Cristo, uno celestial y el otro terrenal. La idea más peculiar de Barclay
fue, sin embargo, su inclinación al punto de vista de que el Verbo de
Dios se reveló a los seres humanos de todas las edades por medio de un
mismo cuerpo. Las teofanías del Antiguo Testamento eran, pues,
manifestaciones de ese cuerpo previo a la encarnación. Por esta razón,


186 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

todos los seres humanos podrían llegar a ser participantes de la vida que
es en Cristo, y esto lo hace posible la fe, aun separada de la eucaristía.
2. Zinzendorf fue el fundador de la vecindad de Herrnhut, y el líder
de los hermanos moravos. Juan Wesley fue profundamente influencia-
do por las experiencias espirituales de Los Hermanos, pero reaccionó
vivamente en contra de sus peculiares doctrinas. Zinzendorf refleja
marcadamente la influencia del anterior misticismo encontrado en
Weigel (1533-1588) y Boehme (1575-1624). Sostuvo que el alma
humana de Jesús fue soplada por el Hijo mismo como una sustancia
gloriosa, santa, casta y divina. Sin embargo, esto se dio de modo tal que
su humanidad fue hecha un sujeto de su divinidad, siendo su alma
parte de la esencia divina. Jesús es, por consiguiente, el Hijo natural de
Dios. Esta idea de familia de Zinzendorf fue también aplicada a la
Trinidad y a la iglesia.10
3. Oetinger interpretó el texto, “A lo suyo vino” (Juan 1:11), como
indicando que el hombre fue modelado según el patrón de la humani-
dad del Cristo pretemporal, y, por lo tanto, la encarnación es un venir
literal a lo suyo en el sentido físico. De aquí que él diga, “Puesto que la
sabiduría, antes de la encarnación, era la imagen visible del Dios
invisible, también el Hijo, en comparación con el Ser de todos los seres,
es algo relativamente incorpóreo, aunque Él también es espíritu puro.
La humanidad celestial, la cual Él tuvo como el Señor del cielo, estaba
invisiblemente presente aun con los israelitas. Ellos tomaron de la
roca”. Es, pues, la humanidad celestial de Jesús la que toma o asume
para sí misma un cuerpo terrenal.
Resumen y declaración crítica. Las teorías que se están discutiendo se
entenderán mejor si las consideramos en su relación con el desarrollo
del pensamiento moderno. El luteranismo antiguo, debido a su realce
extremo de la deidad de Cristo, prácticamente había ignorado su
humanidad. Como dice Philip Schaff, ese luteranismo había llegado al
borde del docetismo. El racionalismo que surgió a finales del siglo
XVIII fue una reacción en contra de esa cristología escolástica y
confesional, trayendo un énfasis renovado en la humanidad de Cristo.
Sin embargo, el racionalismo se fue al otro extremo. Ignoró la natura-
leza divina, cayendo más tarde en un Cristo ebionístico o puramente
humano. Con la llegada de la fe evangélica a Alemania, se puso de
relieve de nuevo el elemento humano, lo cual fue seguido por modifi-
caciones originales y reconstrucciones de la cristología ortodoxa. Se
pueden notar dos tendencias, la humanista y la panteísta, la primera

LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 187

con origen en la teología de Schleiermacher, y la segunda con origen en


la filosofía de Hegel y Schelling. La tendencia humanista incluye,
además de la cristología de Schleiermacher, la de otros como Channing,
Bushnell y demás desarrollos unitarios. Los representantes más
destacados del panteísmo son Daub, Marheineke y Goeschel.
De nuestra discusión de las teorías kenóticas, es evidente que algu-
nas de ellas deberán clasificarse con las teorías humanistas, y otras con
las panteístas. Hemos visto que las anteriores teorías de la depotencia-
ción limitaban la kenosis simplemente al uso, o al uso manifiesto, de los
predicados divinos. Las teorías ulteriores, sin embargo, aplicaron la
kenosis directamente al Logos, vinculándose a una depotenciación tal
que en ocasiones redujo al Logos divino a un mero ser humano finito.
Aquí se deben mencionar las teorías de Tomasio, Gess y Julius Mueller.
Estas son teorías unitarias, o por lo menos humanitarias, por lo que no
pueden incluirse consistentemente con el trinitarianismo ortodoxo.11 El
error de ellos yació en lo siguiente: que llevaron al extremo de una
imposibilidad metafísica la humillación y la autolimitación, contradi-
ciendo consecuentemente la inmutable esencia de Dios. La tendencia
panteísta llevó a otro tipo de cristología. Partiendo de la idea de una
unidad esencial entre lo divino y lo humano, sostuvo una encarnación
continua de Dios en la raza humana como un todo. La posición
peculiar de Cristo, según esta teoría, es que fue el primero en despertar
a una consciencia de esa unidad, representándola en su forma más pura
y enérgica. Pero la idea de una encarnación racial pronto se desarrolló
en una negación de la dignidad específica de Cristo como el único y
verdadero Dios-hombre, lo que, como consecuencia, hizo que esta
teoría desembocara lógicamente en el racionalismo crítico y el escepti-
cismo religioso. Los teólogos terciarios Martensen y Dorner intentaron
armonizar, por medio de sus teorías kenóticas, la cristología ortodoxa y
este tipo de idealismo filosófico, pero con éxito dudoso. En cuanto a las
teorías místicas, su tendencia fue hacia el arrianismo, como se demostró
en la posición de Isaac Watts, y como se afirma en la actualidad en el
caso de Paul Maty.
Si ahora tomamos en cuenta la enseñanza del apóstol Pablo, que en
la humillación de Cristo hubo una kenosis o vaciamiento de sí mismo
(Filipenses 2:7), y si contraponemos a esto la idea de un desvestirse de
su gloria preexistente, como lo indica nuestro Señor en su oración
sacerdotal (Juan 17:5), encontraremos cierta luz acerca de este perplejo
problema. El misterio de la humillación, no obstante, deberá siempre

188 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

trascender la comprensión humana. Del despojarse, dice el deán Alford,


“Él se vació a sí mismo de la morfe theon, que no era la gloria esencial
sino su posesión manifiesta… la gloria que tuvo con el Padre antes de
que el mundo comenzara, la cual se reanudó en su glorificación.
Mientras estuvo en el estado de exinanición, cesó de reflejar la gloria
que tenía con el Padre”. Lightfoot toma prácticamente la misma
posición: “Él se despojó a sí mismo, no de su naturaleza divina, lo cual
sería imposible, sino de sus glorias, las prerrogativas de la Deidad”
(Lightfoot, Commentary on Philippians, 110). Podemos, entonces,
interpretar con seguridad ese despojarse de la gloria como significando
la renuncia del ejercicio independiente de sus atributos divinos durante
el periodo de su vida terrenal. También podemos creer confiadamente:
(1) Que el Logos preexistente dejó su gloria, la cual tenía desde antes de
la fundación del mundo, con el fin de tomar sobre sí la forma de siervo.
(2) Que durante su vida terrenal se subordinó a la voluntad mediadora
del Padre en todas las cosas, pero que, conociendo la voluntad del
Padre, se ofreció voluntariamente en obediencia a esa voluntad. (3)
Que su ministerio durante este periodo estuvo bajo el control inme-
diato del Espíritu Santo, el cual le preparó un cuerpo, lo instruyó
durante el periodo de desarrollo, lo ungió para su misión, y lo capacitó
para al final ofrecerse a Dios sin mancha.

EL ESTADO DE EXALTACIÓN
La exaltación es el estado en el cual Cristo deja a un lado las debili-
dades de la carne, según su naturaleza humana, para asumir de nuevo
su majestad. Así como en la humillación hubo estados de descenso,
también en la exaltación habrá estados de ascenso. Estos estados son
como sigue: (1) El descensus, o descenso al Hades; (2) la resurrección;
(3) la ascensión; y (4) la sesión.
El descenso al Hades.12 El breve intervalo entre la muerte de Cristo y
la resurrección, en la historia de la redención, se conoce como el
descensus ad inferos, o descenso al Hades. Ese término no se encuentra
en la Biblia sino en los credos, y es ahí que se expresa de esta manera:
“descendió al infierno”. La doctrina del descensus, sin embargo, se basa
en pasajes tales como Salmos 16:10, el cual el apóstol Pedro cita en su
sermón de Pentecostés: “Porque no dejarás mi alma en el Hades, ni
permitirás que tu Santo vea corrupción… viéndolo antes, habló de la
resurrección de Cristo, que su alma no fue dejada en el Hades, ni su
carne vio corrupción” (Hechos 2:27, 31). Estrechamente relacionado

LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 189

con este pasaje está otro por el mismo Apóstol, el cual declara que “fue
y predicó a los espíritus encarcelados, los que en otro tiempo desobede-
cieron, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de
Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es decir
ocho, fueron salvadas por agua” (1 Pedro 3:19-20). El vocablo griego
Hades, y su complemento hebreo, Sheol, significa el lugar velado o
impalpable, es decir, el reino de los muertos. El término no contiene
referencia al que se sufra castigo mientras se esté en ese estado invisible.
Fue a ese reino de los muertos al que el Señor entró durante el tiempo
que su cuerpo estuvo oculto en el sepulcro, “ese representante del
Hades invisible al que Él entró como alma”.13
El descensus se debe considerar como la primera etapa en la exaltación.
Las iglesias reformadas en general lo consideran la última etapa de la
humillación, aunque no lo han convertido en artículo de fe. Los
catecismos de Calvino y Heidelberg consideran la expresión de los
credos, de que “descendió al infierno”, como refiriéndose a la intensidad
de los sufrimientos de Cristo en la cruz, en donde se puede decir que
experimentó los dolores del infierno por los pecadores. Los pensadores
de Westminster sostuvieron que la expresión sencillamente significaba
que Cristo continuó muerto, para propósitos de este mundo, por un
periodo de tres días. La Iglesia Luterana, por su lado, sostenía que el
descensus pertenece a la exaltación de Cristo, y que es un elemento
constitutivo de su obra redentora.14 Esto es lo que enseña la Fórmula de
la Concordia (Artículo ix., 2). Los teólogos más antiguos basaban su
doctrina principalmente en las palabras del apóstol Pedro (1 Pedro
3:18-19), y también consideraban el descenso como la primera etapa en
la exaltación. El descenso tuvo lugar, de acuerdo a la creencia de ellos,
inmediatamente después de la vivificación en la tumba, y justo antes de
la resurrección visible. Luego, sería seguro creer que, cuando nuestro
Señor exclamó, “Consumado es”, terminó la humillación y, en ese
mismo instante, empezó la exaltación. Su muerte fue su triunfo sobre la
muerte, por lo que la muerte no tendría más poder sobre Él (Romanos
6:8-9). Por consiguiente, cuando entró en el reino de los muertos lo hizo
como conquistador. Al descender a las partes más bajas de la tierra
(Efesios 4:8-9), “llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres”.
“Vivificado en espíritu”, fue y predicó a los espíritus encarcelados (1
Pedro 3:18-19), pasaje bíblico este que, “Indica, sin ninguna otra posible
interpretación, que en el intervalo el redentor afirmó su autoridad y
señorío sobre la vasta región donde la congregación de los muertos

190 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

constituye el gran agregado de la humanidad, la gran asamblea a la que


podremos aplicar las palabras, ‘En medio de la congregación te alabaré’”
(compárese con William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, II:168-169). Debemos también creer que el cuerpo de Cristo
se preservó sin quebrantamiento, y que por lo tanto “no vio corrupción”
(Hechos 13:37).15 Así como por la encarnación el Hijo de Dios asumió
sobre sí la carne y la sangre, y por lo tanto entró en el estado de la vida
humana, también en el descensus entró triunfante al hasta allí desconoci-
do estado de los muertos.
La resurrección. La segunda etapa en la exaltación de Cristo es la
resurrección, el acto por el cual nuestro Señor se presentó vivo de la
tumba. Como se indicó anteriormente, Lucas, en la introducción a
Hechos, hace que la extensión de la vida terrenal de Cristo termine, no
en su muerte, sino en su ascensión, “el día en que fue recibido arriba”
(Hechos 1:2). La ascensión marcó la transición de su estado terrenal a
su estado celestial. Por consiguiente, la resurrección fue el último y más
grande evento de la misión terrenal de nuestro Señor. Hay dos fases de
esta verdad a la que se les debe dar breve atención: primero, el hecho
histórico de la resurrección; y segundo, el significado dogmático o la
importancia de la resurrección.
Primero, el hecho de la resurrección fue autenticado por “muchas
pruebas indubitables” (Hechos 1:3). El testimonio de los apóstoles y
primeros discípulos es de gran valor, por lo tanto no debe restársele
cuantía a la importancia histórica de la resurrección. Habiendo sido
crucificado, muerto y sepultado, el cuerpo de Jesús desapareció de la
tumba en el tercer día, y esto a pesar del hecho de que la tumba había
sido sellada, y una guardia romana había sido puesta delante de ella. A
las mujeres que llegaron temprano para visitar la tumba, un ángel les
declaró que Jesús había resucitado, y que había ido delante de ellas a
Galilea (Mateo 28:1-7). Las ropas de nuestro Señor fueron encontradas
en la tumba, lo cual sugiere que el cuerpo las abandonó de forma tal
que no se alteraran, excepto en el sentido de que fueran desocupadas.
Se apareció vivo a los discípulos en “carne y huesos” tangibles, por lo
que reconocieron su cuerpo como el cuerpo en el que había sido
crucificado. En adición, reconocieron que el Señor había adquirido
nuevos y misteriosos poderes, los cuales trascendían aquellos que había
manifestado durante su vida terrenal en la carne. Durante cuarenta días
se registran las siguientes apariciones: a María en el huerto (Juan
20:15-16); a Pedro (Lucas 24:34); a los dos discípulos en el camino a

LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 191

Emaús (Lucas 24:13ss); a los diez que estaban reunidos, estando


ausente Tomás (Juan 20:19); a los once (Juan 20:24-29); a los discípu-
los mientras estaban pescando en el mar de Tiberias (Juan 21:1ss); a
más de quinientos hermanos a la vez (1 Corintios 15:6); a Santiago (1
Corintios 15:7); en la ascensión (Lucas 24:50-51); y, por último, al
apóstol Pablo (1 Corintios 15:8). Una de las evidencias más fuertes de
la resurrección fue, como resultado, el cambio completo e instantáneo
que tuvo lugar en las mentes de los discípulos. Del desánimo y la duda,
se transformaron en gozosos creyentes. Pero la suprema evidencia de la
resurrección deberá siempre ser el don del Espíritu Santo, ofrecido a los
discípulos, el cual los hizo ardientes evangelistas del evangelio, dándoles
poder en la predicación de la Palabra (compárense Hechos 4:33; 5:32;
10:44 y Hebreos 2:4).16
Segundo, la resurrección debe también considerarse en su relación
con el dogma. Aquí podemos mencionar, (1) la autoverificación de
Jesús, o el poder de evidencia de la resurrección; (2) la nueva humani-
dad como la base y consumación del sacrificio expiatorio; (3) la
resurrección como la base de nuestra justificación; (4) la humanidad
glorificada en Cristo como la base de una nueva hermandad espiritual;
y (5) la resurrección de Cristo como la garantía de nuestra futura
resurrección.
1. La resurrección de Cristo fue la autoverificación de los reclamos
de Jesús. Fue declarado ser el Hijo de Dios con poder, “por la resurrec-
ción de entre los muertos”.17 La resurrección, entonces, fue un evento
de supremo valor demostrativo, y les proporcionó a los apóstoles un
significado nuevo de la persona y obra de Cristo. A su vez, hizo posible
la revelación más plena del Espíritu Santo (Lucas 24:45; Juan
20:22-23). Por lo tanto, debemos considerar la resurrección como la
atestación divina del ministerio profético de Cristo, gracias a la cual no
solo sus reclamos fueron vindicados, sino que su misión fue interpreta-
da a los apóstoles y evangelistas.
2. La nueva humanidad de Jesús, por ser sin pecado, proveyó la base
para el sacrificio expiatorio. En la encarnación, nuestro Señor asumió
carne y sangre con el fin de gustar la muerte por todo ser humano; en la
resurrección, alcanzó la victoria sobre la muerte. Es por esa razón que a
la resurrección se le considera un nacimiento (Colosenses 1:18;
Apocalipsis 1:5). Fue, en realidad, un nacer desde la muerte, y por
consiguiente, la muerte de la muerte. Al tomar nuestra naturaleza y
morir en ella, para luego vivificarla o revivirla, la hizo, como nueva y

192 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

glorificada humanidad, el fundamento de un sacerdocio eterno, siendo


su muerte y resurrección la base de la consagración. Es, entonces, un
evento de progreso, en el cual el Redentor pasa de un plano inferior a
uno superior en la nueva creación. La resurrección no fue un simple
regresar del sepulcro al estado natural de la vida humana. Fue un
evento trascendental. Es por esta razón que aparecieron dos clases de
fenómenos: el natural y el sobrenatural. El fenómeno natural sirvió para
identificar al Señor, como lo fue la señal de los clavos, le herida en su
costado (Juan 20:26-29), y el hecho de que comió con los discípulos
(Lucas 24:39-43). A estos se les vincularon fenómenos sobrenaturales
como el aparecer súbitamente en medio de los discípulos, aunque las
puertas estuvieran cerradas, y las misteriosas y diversas apariciones
adicionales. Nuestro Señor hizo una distinción clara entre su estado
resucitado y su modo previo de existencia, ya que al hablar con sus
discípulos dijo, “Estas son las palabras que os hablé, estando aún con
vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de
mí…” (Lucas 24:44). La resurrección, en tanto tiene que ver con el
modo de existencia durante los cuarenta días, deberá ser considerada
necesariamente como una etapa intermedia en la historia de la exalta-
ción, de cara a la ascensión y su final y perfecta glorificación.
3. La resurrección proveyó la base para nuestra justificación. Cristo
“fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra
justificación” (Romanos 4:25). Por lo tanto, la resurrección viene a ser
una vindicación, no solo de su obra profética, sino también de su
sacerdocio, ya sea en lo que respecta al carácter de la ofrenda, como a la
eficiencia del que la ofrece. Su nacer o emerger de la muerte estableció
un sacerdocio nuevo e inmutable. Por esta razón, es el mediador de un
mejor pacto (Hebreos 9:11-15). Murió por las transgresiones sucedidas
bajo el primer testamento; se levantó para hacerse ejecutor del nuevo
pacto. Por este testamento o pacto, “somos santificados mediante la
ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos
10:9-10). Es por eso que la resurrección provee un principio vital y
nuevo: un poder para la justicia como fuente permanente de gracia
justificadora y santificadora — “porque con una sola ofrenda hizo
perfecto para siempre a los santificados. Y nos atestigua lo mismo el
Espíritu Santo” (Hebreos 10:14-15). Y aquí la resurrección se relaciona
directamente con la ascensión y la sesión, ya sea que hablemos de su
persona o de su obra.


LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 193

4. La humanidad glorificada de Cristo formó la base de una nueva


hermandad espiritual. “Él es la imagen del Dios invisible, el primogé-
nito de toda creación… y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, el
que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en
todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él
habitase toda plenitud” (Colosenses 1:15, 18-19). Esta nueva humani-
dad en Cristo, la cual lo hizo “el primogénito entre muchos hermanos”
(Romanos 8:29), provee el vínculo entre Él y los que son adoptados
como hijos “por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su
voluntad” (Efesios 1:5). Esta nueva humanidad es ética y espiritual
(Efesios 4:22-24; Colosenses 3:9-10), y como la base de una nueva y
santa hermandad, se convierte en la iglesia, el cuerpo de Cristo.
5. La resurrección de Cristo es la garantía de nuestra futura resu-
rrección. Cristo, “primicias de los que durmieron es hecho. Porque por
cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la
resurrección de los muertos… Pero cada uno en su debido orden:
Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (1
Corintios 15:20-23). Es una parte vital del propósito redentor de Dios
en Cristo, que el ser humano no solo sea libertado espiritualmente del
pecado, sino que sea hecho libre de las consecuencias físicas del
pecado.18
La ascensión. La ascensión constituye la tercera etapa en la exaltación
de nuestro Señor, y marca el cierre de su vida en la tierra. Es de notar
que sea solo el evangelista Lucas quien registre el evento en su orden
histórico (Lucas 24:50-51; Hechos 1:9-11), aunque Marcos lo men-
ciona como un hecho en los últimos versículos de su Evangelio (Marcos
16:19). El que Cristo haya sido removido de la tierra al cielo no debe
entenderse como queriendo significar una simple transferencia de su
presencia de una porción del universo físico a otra, sino como un
retirarse local a lo que se conoce como la presencia de Dios. La ascensión
fue el pasar a una nueva esfera de acción mediadora, un tomar posesión
de la presencia de Dios en nuestro favor, por lo cual se asocia inmedia-
tamente con su intercesión como Sumo Sacerdote. Significa la entrada
de nuestro Señor al santuario, “para presentarse ahora por nosotros ante
Dios” (Hebreos 9:24). Ahí ofrece su humanidad viviente, perfeccionada
por medio del sufrimiento (Hebreos 5:6-10), por cuanto “él es la
propiciación por nuestro pecados; y no solamente por los nuestros, sino
también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2). Ahí también ha
consagrado un camino nuevo y vivo para nosotros a través del velo,

194 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

“esto es, de su carne”, volviéndose su cuerpo glorificado la vía de acceso


a través de la cual su pueblo tiene libertad y arrojo “para entrar en el
Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo” (Hebreos 10:19-20). Por
último, la ascensión significaba el retirarse de Cristo en la carne con el
fin de establecer las condiciones bajo las cuales la iglesia pudiera recibir
el Espíritu Santo como un don. “Pero yo os digo la verdad: Os
conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no
vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Juan 16:7).19
La sesión. La cuarta y última etapa de la exaltación se conoce como la
sesión. La misma está estrechamente ligada a la ascensión, y significa,
primordialmente, el lugar de Cristo a la diestra de Dios como una
presencia intercesora. Marcos vincula la ascensión y la sesión cuando
dice de Cristo que “fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra
de Dios” (Marcos 16:19). Nuestro Señor se refirió indirectamente a la
sesión cuando citó la siguiente profecía de David: “Dijo el Señor a mi
Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por
estrado de tus pies” (Mateo 22:44); y, más tarde, directamente con las
palabras de, “Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis
al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo
en las nubes del cielo” (Mateo 26:64). Tanto el apóstol Pedro como el
apóstol Pablo hablan de Cristo como estando a la diestra de Dios (1
Pedro 3:22; Efesios 1:20-23). Así como el oficio profético de Cristo se
volcó en su obra sacerdotal por su muerte y resurrección, así su oficio
sacerdotal se volcó en su señorío por la ascensión y la sesión. Y así como
la resurrección fue la confirmación divina de su oficio profético, así el
don del Espíritu Santo es la confirmación divina tanto de la ascensión
como de la sesión. Como profeta, nuestro Señor anticipó la venida del
Espíritu Santo como el Consolador (Juan 15:26; 16:7, 13); como
sacerdote, recibió “del Padre la promesa del Espíritu Santo”, y como
rey, “ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2:33). La
presencia de Cristo en el trono es el principio de una autoridad
suprema, la cual solo terminará “hasta que haya puesto a todos sus
enemigos debajo de sus pies” (1 Corintios 15:25). Cristo no solo es la
cabeza de la iglesia, sino que es dado como la cabeza sobre todas las
cosas a la iglesia (Efesios 1:20-23). Desde la sesión, nuestro Señor
regresará a la tierra una segunda vez, sin relación con el pecado, para
salvación (Hebreos 9:28), siendo la ascensión el patrón de ese retorno
(Hechos 1:11).


LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 195

LOS OFICIOS DE CRISTO


El proceso mediador que comenzó históricamente con la encarna-
ción, y que continuó a través de la humillación y la exaltación, alcanzó
su perfección plena en la sesión a la diestra de Dios. Por lo tanto, los
estados y oficios forman la transición, desde una consideración de la
compleja persona de Cristo, hasta su obra consumada en la expiación,
relacionando más directamente esos estados la obra mediadora con su
persona, entre tanto los oficios lo hacen más directamente con la obra
consumada. Como mediador, la obra de Cristo se resuelve en el triple
oficio de profeta, sacerdote y rey. Fue instalado en esos oficios en su
bautismo, y fue hecho oficialmente el mediador entre Dios y el ser
humano por el ungimiento específico del Espíritu Santo. Pero antes de
considerar directamente los oficios proféticos, sacerdotales y reales de
Cristo, es necesario considerar algunas de las características más
generales de Cristo como mediador. Esto servirá como preventivo en
contra de cualquier malentendido en cuanto a la naturaleza de la obra
mediadora como un todo.
1. Como mediador entre Dios y los seres humanos, Cristo no puede
ser solo Dios, ni solo hombre, ya que un mediador supone dos partes
entre las cuales intervenir. “Y el mediador no lo es de uno solo; pero
Dios es uno” (Gálatas 3:20). “Porque hay un solo Dios, y un solo
mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo
2:5). El hombre a quien el Apóstol se refiere es a Cristo Jesús, y, por
tanto, al hombre teantrópico o Dios-hombre. El Logos no fue ni actual
ni históricamente el mediador hasta que asumió la naturaleza humana.
En el Antiguo Testamento, Cristo fue el mediador por anticipación, y
los seres humanos fueron salvados por medio de su obra mediadora en
vista de su futuro advenimiento. En el Nuevo Testamento, los tipos y
las sombras por medio de las cuales el Verbo se manifestó a sí mismo
son quitados y superpuestos por la más plena revelación del Verbo
encarnado.
2. Lo de que Cristo medie es un oficio asumido. Debemos conside-
rar lo de crear como una función primaria de la Deidad. El Hijo nunca
la asumió y nunca la depondrá. Pero lo de mediar como un oficio no es
inherente en la Deidad, aun cuando digamos que sea inherente en su
naturaleza como amor sacrificial (Efesios 1:4; 1 Pedro 1:19-20;
Apocalipsis 13:8). El Hijo asumió voluntariamente el oficio de
mediador, como enviado del Padre; y encontrándose en la condición de
hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte en

196 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

cruz (Filipenses 2:5-11). Siendo que ese oficio fue voluntario, e implicó
que se cumpliera con una comisión, su condescendencia y humillación
fueron merecedoras de recompensa. “Por lo cual Dios también le exaltó
hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que
en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los
cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que
Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:9-11).
Más aún, dado que el oficio de mediador fue asumido, tendrá término
en el siguiente sentido: que habrá un tiempo en que la obra de reden-
ción cesará. Y si bien el Dios-hombre existirá por siempre, y las
relaciones de su pueblo con el Padre serán mediadas eternamente por
medio de Él, la obra de redimir a los pecadores tendrá que ser suplan-
tada por el juicio de todas las cosas. “Y de la manera que está estableci-
do para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el
juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los
pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el
pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:27-28).
3. A Cristo se le representa como el mediador de un pacto. En sen-
tido estricto, puede haber solo dos formas de pacto, la legal y la
evangélica. La primera se basa en la justicia, y la segunda en la miseri-
cordia. Por el hombre haber pecado en la caída, la primera forma se
tornó inoperante, estableciéndose como consecuencia solo el pacto
evangélico. A este, unas veces se le llama el pacto de la redención, y
otras el pacto de la gracia. El pacto evangélico existió primero bajo la
antigua dispensación, y se le conoció como “el primer pacto” (Hebreos
8:6-13). Ahora existe en una segunda forma bajo el Nuevo Testamento,
y se le conoce como “el nuevo” o “el mejor pacto” (compárese también
con Hebreos 8:6-8). El primero era más externo, y se administraba por
medio de sacrificios de animales, y por tipos y símbolos visibles. El
segundo es un pacto interno de vida, y por lo tanto espiritual y
universal. En el primer pacto, al pueblo se le pronunciaron las palabras
en la forma de una ley externa; en el nuevo pacto, la ley está escrita
adentro, en el corazón y las mentes del pueblo (Hebreos 8:8-13;
10:16-18).
4. Cristo, como el mediador de un nuevo pacto, descarga tres ofi-
cios: el de profeta, sacerdote y rey. Bajo el Antiguo Testamento, Samuel
era profeta y sacerdote; David, profeta y rey; y Melquisedec, sacerdote y
rey. Solo Cristo reúne en sí mismo un triple oficio. Su oficio profético
se menciona en Deuteronomio 18:15 y 18: “Porque Moisés dijo a los

LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 197

padres: El Señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros


hermanos, como a mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable”
(Hechos 3:22). Su oficio sacerdotal se predice en Salmos 110:4: “Tú
eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec” (Hebreos
5:6; 4:14-15). Siendo que Melquisedec era un rey-sacerdote, el
sacerdocio de Cristo implicaba también la calidad de rey. Así lo declara
directamente Isaías 9:6-7, en donde a Cristo se le llama, “Príncipe de
paz”; y, de nuevo, en los salmos, “Pero yo he puesto mi rey sobre Sión,
mi santo monte” (Salmos 2:6).
El oficio profético. Cristo, como profeta, es el revelador perfecto de la
verdad divina. Como el Logos, vino a este mundo y fue la luz verdadera
que alumbró a todo hombre (Juan 1:9). En el Antiguo Testamento,
habló por medio de ángeles, de teofanías y de tipos, y también por
medio de profetas, a los que les comunicó su Santo Espíritu. Como el
Verbo encarnado, reveló fiel y plenamente a los hombres la voluntad
salvadora de Dios. Habló como alguien que tenía autoridad (Mateo
7:28-29), y fue reconocido como un maestro que venía de Dios (Juan
3:2). Después de su ascensión, continuó su obra por medio del Espíritu
Santo, quien ahora habita en la iglesia como el Espíritu de verdad. Su
obra profética continuará en el mundo venidero, pues se nos dice que,
“La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella;
porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera”
(Apocalipsis 21:23). Será por medio de su humanidad glorificada que
veremos la visión de Dios y la disfrutaremos por toda la eternidad.
El oficio sacerdotal. El oficio sacerdotal de Cristo se ocupa de la
mediación objetiva, e incluye tanto el sacrificio como la intercesión,
“ofreciéndose a sí mismo” (Hebreos 7:27). Fue a la vez la ofrenda y el
que la ofrece, lo uno correspondiente a su muerte, lo otro a su resurrec-
ción y ascensión, y juntos convergiendo en la expiación. Ésta se basó en
su obra sacrificial, conforme a su oficio de intercesión y bendición,
ambas cosas conectadas a la administración de la redención. Fue en la
víspera de la crucifixión que nuestro Señor asumió formalmente su
función sacrificial, primero con la institución de la Santa Cena, y,
después, con la suprema oración sacerdotal de consagración (Juan
17:1-26). Después de Pentecostés, su oficio sacerdotal se volvió más
importante. Como consecuencia, la cruz se convierte en el centro del
evangelio apostólico (1 Corintios 1:23; 5:7); con su muerte se establece
un nuevo pacto (1 Corintios 10:16; 11:24-26); y su sacrificio se
considera un acto voluntario de expiación y reconciliación (Efesios 5:2;

198 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

1 Pedro 2:24; Romanos 5:10; Colosenses 1:20). Después de Pentecos-


tés, la obra sacerdotal de Cristo es continuada por medio del Espíritu
Santo como don del Salvador resucitado y exaltado; y en el mundo
venidero, nuestro acercamiento a Dios deberá por siempre ser por
medio de Él como la fuente permanente de nuestra vida y gloria.
El oficio real. El oficio real, soberano, de Cristo es esa actividad de
nuestro Señor ascendido la cual ejerce a la diestra de Dios, gobernando
sobre todas las cosas en el cielo y en la tierra, para la extensión de su
reino. Se basa en su muerte sacrificial, por lo cual encuentra su más alto
ejercicio en el otorgamiento de las bendiciones logradas para la
humanidad en virtud de su obra expiatoria. Así como nuestro Señor
asumió formalmente su obra sacerdotal en la víspera de la crucifixión,
así asumió formalmente su oficio de rey en el momento de la ascensión.
No debemos pasar por alto, sin embargo, que como anticipación,
Cristo asumió para sí el oficio de rey durante su vida terrenal, particu-
larmente en el tiempo que precedió inmediatamente a su muerte. Pero
en la ascensión, Él dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la
tierra. Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizán-
dolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y ense-
ñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado. Y yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mateo
28:18-20). Habiendo ya proclamado su dominio sobre la muerte en el
descensus, y habiéndolo declarado a sus hermanos en la tierra, ascendió
al trono, para allí ejercer su poder mediador hasta el tiempo del juicio,
cuando la economía mediadora terminará. Los esfuerzos de Dios para
salvar al humano se habrán entonces agotado, y el destino de todos los
seres humanos, malos o buenos, quedará fijado para siempre. Eso es lo
que el apóstol Pablo quiere decir al indicar, “Luego el fin, cuando
entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo
dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine
hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1
Corintios 15:24-25). Es obvio que el oficio real, ejercido para la
redención de la humanidad, se aplica solo a la era que extiende y
perfecciona el reino, por lo que su oficio real en este sentido terminará
cuando esa era sea completada. Claro que esto no significa que el Hijo
no continuará reinando como la segunda persona de la Trinidad, ni
que su persona teantrópica vaya a cesar. Él por siempre reinará como el
Dios-hombre, y por siempre ejercerá su poder para el beneficio de los
redimidos y la gloria de su reino.20

LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 199

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. No hay un método para estudiar la teología de la redención que sea a la vez tan interesante
y tan eficaz como aquel que la conecte con las etapas sucesivas de la historia de nuestro
Señor. Sin embargo, ello no requiere la presentación de lo que comúnmente se denomina
la vida de Jesús… Aun así, hay un repaso histórico de la carrera del Salvador que puede
constituirse en la base del sistema entero de la teología evangélica. La vida de nuestro
Señor fue la manifestación de su persona y de su obra, comenzada aquí abajo y continuada
allá arriba. Y, recordando que los Hechos y las epístolas y el Apocalipsis suplementan los
evangelios, así como el Antiguo Testamento es su prefacio, perseguiremos nuestro estudio
del ministerio mediador en estricto vínculo con las etapas y procesos de la historia de
nuestro Señor en la tierra y en el cielo, antes, en y después del cumplimiento del tiempo
(William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:140).
La obra de Cristo forma un todo en sí misma, completada en lo que respecta a su
principio cuando dejó la tierra (Juan 17:4). Pero lo que en su conciencia era inseparable,
deberá dividirse en nuestra presentación, por razón de la extensión y dignidad del asunto.
Una marcada línea de separación entre las diferentes partes llevaría a la parcialidad; pero
ser correcto en la distinción es aquí uno de los requisitos. Luego, el modo de la vieja
dogmática de hablar de un estado doble (dúplex status), en el que el Señor logró su obra
redentora, ha de aprobarse en principio, y no podemos sorprendernos de que trazas del
mismo se presenten aún en los primeros padres (J. J. Van Oosterzee, Christian Dogmatics,
II:540).
2. Quizá la mejor manera de traducir Filipenses 2:6-8 es como sigue: “…el cual, siendo en
forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó
a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la
condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz”. El Emphatic Diaglot [versión interlineal en inglés] contiene la siguiente
traducción: “Quien, aunque siendo en forma de Dios, no consideró la usurpación de ser
igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando la forma de un esclavo, habiendo
sido hecho a la semejanza del hombre; y estando en la condición de hombre, se humilló a
sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, incluso la muerte de cruz”. Rotheram, en
su “Nuevo Testamento Enfatizado”, ofrece este texto en la siguiente forma de translitera-
ción: “Quien en forma de Dios subsistente, nada consideró suficiente como para querer
ser igual a Dios, sino que se vació a sí mismo tomando forma de siervo, para hacerse
semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente en cuanto a la muerte se refiere, sí, a la muerte en una cruz”.
3. Hay un sentido en el que la persona encarnada como tal era incapaz de la humillación.
Asumir una naturaleza puramente humana, por la cual el centro de su ser, es decir, su
personalidad, no fue cambiada, constituyó un acto de condescendencia infinita, pero no
de humillación estrictamente hablando. El acto de determinación propia, o de limitación
propia de la Deidad, al crear todas las cosas, no puede considerarse como degradación, ni
tampoco lo fue el de la unión específica de la Deidad con la humanidad. Pero, como
veremos en lo que sigue, el descenso al Hades fue el momento que unió la más profunda
humillación y la más elevada dignidad de Cristo, así como el momento de la encarnación
en el vientre de la virgen unió la más gloriosa condescendencia de la segunda Persona con
su más profundo oprobio. Su obra empezó como la del redentor sufriente, al someterse a
la concepción y el nacimiento. Por tanto, la persona y la obra no pueden separarse. Y la
humillación a la que se sujetó el Redentor debe considerarse como la humillación del
Dios-hombre. La asumió, así como asumió la naturaleza que la hizo posible (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:164).


200 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Toda la actividad del Hijo de Dios antes de su encarnación comporta un carácter


exaltado y beneficioso, aunque no todavía redentor. La razón de que se menciona esto
aquí es simplemente como la base y el punto de partida para lo que Él ha hecho, está
haciendo y todavía hará, después de aparecer como redentor del mundo, tanto en el estado
de humillación como en el de exaltación. Sin embargo, esto no debe pasarse por alto,
puesto que su actividad después de la encarnación se nos torna, hasta cierto punto, más
inteligible, aun tomando en cuenta su actividad previa. Con todo, la encarnación del
Verbo, el verdadero comienzo de su obra de redención propiamente dicha, es, por otro
lado, sencillamente la continuación de aquello que el Logos ya había efectuado antes, a fin
de traer luz y vida (J. J. Van Oosterzee, Christian Dogmatics, II:542).
4. La encarnación voluntaria del Hijo de Dios debe considerarse como el primer paso en el
camino de su humillación. Aun la encarnación misma fue para el Señor una negación de sí
mismo en el aspecto natural y moral, aparte de todas las privaciones y sufrimientos que,
como resultará más tarde aparente, estuvieron para Él, desde el principio hasta el final,
ligadas al ser hombre entre los hombres. Y ciertamente, no fue solo su destino, sino su
propio acto de aparecer como hombre en la tierra, un acto de gracia (2 Corintios 8:9)
explicable solamente a partir de las riquezas inagotables de su obediencia y amor (Juan
6:38; Hebreos 10:5), en consecuencia de lo cual Él, quien era Dios en Dios, se puso a sí
mismo, como embajador del Padre, con el Padre, en la humilde relación de siervo” (J. J.
Van Oosterzee, Christian Dogmatics, II:543).
5. Los teólogos luteranos desarrollaron aún más el communication idiomatum bajo tres
géneros: (1) el genus idiomaticum, en el cual las peculiaridades de ambas o cualquiera de las
dos naturalezas son predicadas de la sola persona. Así, “crucificaron al Señor de la gloria”,
o “matasteis al Príncipe de la vida” (compárese con 1 Corintios 2:8; Hechos 3:15; Juan
3:13; Romanos 9:15). (2) El genus majesticum, por el cual el Hijo de Dios comunica su
divina majestad a la naturaleza humana que asumió. Los luteranos interpretan esto como
queriendo decir que Cristo poseyó, de acuerdo con su naturaleza humana, atributos
relativos tales como la omnipresencia, omnisciencia y omnipotencia (compárese con
Mateo 11:27; 28:20). (3) El genus apotelesmaticum, que significa que los actos mediadores
de Cristo proceden de la Deidad como un todo, y no de una o de la otra naturaleza
(compárese con Lucas 19:19; 1 Juan 1:7).
6. La importancia general del asunto se ve claramente en las siguientes palabras de Gerhard:
“No una parte a otra parte, sino que todo el Logos fue unido a toda la carne, y toda la
carne fue unida a todo el Logos; por lo tanto, según la unión hipostática y la intercomu-
nión de las dos naturalezas, el Logos está a tal punto presente en la carne, y la carne a tal
punto presente en el Logos, que ni el Logos es extra carnem ni la carne extra Logos; antes,
donde está el Logos, ahí está la carne más presente que nunca, siendo asumida en la
unidad de la persona”. La controversia no llevó a resultados definitivos: de hecho, para
nosotros los que vemos la cuestión desde afuera, existe muy poca diferencia entre ambas
posiciones (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:193).
7. A. B. Bruce, en su “Humillación de Cristo”, arregla las teorías kenóticas modernas en
cuatro grupos, como sigue: (1) el tipo dualista absoluto, representado por Tomasio; (2) el
tipo metamórfico absoluto, representado por Gess; (3) el tipo absoluto semimetamórfico,
representado por Ebrard; y (4) el tipo real pero relativo, representado por Martensen.
El vínculo entre el kenosisismo temprano de las escuelas Giessen-Tubinga, y el de las
escuelas modernas, generalmente se encuentra en la cristología pietista de Zinzendorf
(1702-1760). Para éste, Jesús era, por un lado, el Hijo natural de Dios, de esencia divina;
pero por el otro, simple hombre natural. “Esto se puede reconciliar”, dice Dorner, “solo si
asumimos que la idea de Zinzendorf fue que hubo una conversión por sí misma en ger-


LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 201

men humano, la cual se apropió a sí misma de elementos materiales de María, de modo


que el Hijo de Dios despertara a la vida como hombre en María”.
8. El nuevo rasgo en la revelación de Cristo no es la unión de la naturaleza divina y la
humana, lo cual está implícito en la idea del hombre como creado a la imagen de Dios. El
nuevo rasgo es que una unión tal de las dos naturalezas aparezca como un hombre en la
tierra que revele por sí mismo al Logos divino. Aunque el vocablo “Dios-hombre” no
aparece en el Nuevo Testamento, el pensamiento que expresa yace en la base de sus repre-
sentaciones cristológicas. Cristo se describe a sí mismo tanto como Hijo de Dios que
como Hijo del hombre. Al estilizarse como Hijo del hombre, lo hace como la encarnación
personal de la naturaleza humana en su forma pura como arquetipo (como el segundo
Adán, de acuerdo con la explicación del Apóstol). Y al estilizarse como Hijo de Dios,
asume la posición del unigénito del Padre. (Él es “el resplandor” de la gloria del Padre, “y
la imagen misma de su sustancia”) (Hebreos 1:3) (H. L. Martensen, Christian Dogmatics,
240).
9. J. P. Lange señala el curioso hecho de que el labadismo de la Iglesia Reformada está por un
lado vinculado al jansenismo católico romano, y por el otro, al luteranismo de Spener.
10. El principio fundamental primario en estas especulaciones esporádicas — ninguna
confesión nunca la ha formulado — establece que la humanidad pura de nuestro Señor
fue tan independiente de la raza humana como lo fue la de Adán cuando salió del aliento y
la mano del Creador. Negaron, consonantes con la Biblia, que Jesús no le debió nada a
padre humano, pero también negaron, sin base bíblica y en oposición a ella, que no derivó
nada de madre humana. La virgen, pues, no fue más que un instrumento o canal por
medio del cual una humanidad divina, existente desde antes de la fundación del mundo, o
desde la eternidad, fue introducida por el Espíritu Santo en la historia humana (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:194).
11. Se puede decir que la cristología de Schleiermacher marca el comienzo del desarrollo del
pensamiento unitario del siglo XIX. Aunque sostuvo el elemento divino en Cristo, y
afirmó enfáticamente su impecabilidad y absoluta perfección, Schleiermacher con todo
realzó la humanidad de Cristo en detrimento de su deidad. Sostuvo que Cristo era un
hombre perfecto, en quien, y solo en quien, el ideal de la humanidad ha sido alcanzado.
Admitió que Cristo fue “un milagro moral”, y que en Él hubo una habitación peculiar y
presente de la Deidad, lo que le marcaba como diferente a todo otro ser humano. “Estuvo
dispuesto”, dice Philip Schaff, “a rendir casi todo milagro de acción para salvaguardar el
milagro de la persona en Él, a quien amó y adoró como su Señor y Salvador, desde su
infancia como moravo hasta su lecho de muerte. Adoptó la visión sabeliana de la Trinidad
como una manifestación triple de Dios en la creación (en el mundo), en la redención (en
Cristo), y en la santificación (en la iglesia). Cristo es Dios como redentor, y originó un
flujo incesante de vida espiritual nueva, con todas sus emociones y aspiraciones puras y
santas que deben rastrearse hasta esa fuente. Sabeliano como fue, Schleiermacher no
sostuvo una preexistencia eterna del Logos que correspondiera a la habitación histórica de
Dios en Cristo” (Schaff-Herzog, Encyclopedia, artículo sobre la “cristología”).
Richard Rothe fue grandemente influenciado por Schleiermacher y Hegel. Después de
Schleiermacher, generalmente se le considera el teólogo especulativo más grande del siglo
XIX. Sostuvo el carácter divino-humano de Cristo, pero abandonó la doctrina ortodoxa de
la Trinidad. Dios, por un acto creador, trajo al último Adán a la existencia en medio de la
vieja humanidad natural. Cristo nació de María pero sin concepción de hombre, sino que
fue creado por Dios en cuanto a su humanidad, y por tanto libre de toda inclinación
pecaminosa y del pecado actual. Estuvo en unión personal con Dios en cada momento
consciente de su vida, pero la unión absoluta ocurrió solo al completarse su desarrollo
personal. Ello tuvo lugar en el momento de su propio y perfecto sacrificio en muerte. La

202 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

muerte de Cristo en la tierra fue a la misma vez su ascensión al cielo, y su elevación sobre
las limitaciones de la existencia terrenal.
La crítica que se insta en contra de la doble revelación del Logos y revelación del Cristo,
del obispo H. L. Martensen, es que, en esa teoría, él no pudo explicar más claramente la
unidad de la persona de Cristo que lo que hace el credo ortodoxo con las dos naturalezas.
En cuanto a la idea progresiva de Dorner, si se entiende que hizo de Cristo una persona
más y más teantrópica, tenemos que rechazarla. A Cristo se le debe considerar como una
persona teantrópica desde Su concepción y nacimiento; y su desarrollo normal, como
hemos señalado anteriormente, debe ser la ley del desarrollo natural bajo el cual asume la
verdadera naturaleza humana.
12. Se han sostenido varios puntos de vista en lo que concierne al descensus. Se ha sostenido
(1) que Cristo, en su propia persona, predicó a los buenos en el mundo de los espíritus.
Ese criterio se atribuye a Ireneo, Clemente de Alejandría, Tertuliano, Orígenes y Gregorio
el Grande. También fue defendido por Anselmo, Alberto y Tomás de Aquino. Zuinglio
sostuvo que Cristo predicó el evangelio de redención a “los espíritus en prisión”, es decir, a
los santos del Antiguo Testamento, quienes no podían ser admitidos en el cielo propia-
mente hablando antes de que la muerte de Cristo ocurriera. Esa es sustancialmente la
posición de la Iglesia Católica Romana. (2) Cristo les predicó tanto a los buenos como a
los malos. Ese criterio fue sostenido por Atanasio, Ambrosio, Erasmo y Calvino. (3) Cristo
les predicó solo a los malos, anunciándoles su final condenación. Así lo han sostenido
muchos de los pensadores luteranos. (4) Cristo, en la persona de los apóstoles, predicó a
los espíritus en prisión, es decir, a los que todavía estaban presos en cuerpo o carne. Así lo
veía el célebre Grocio, y también Socinio. (5) Cristo predicó, en la persona del antiguo
Noé, a los que estuvieron vivos en la tierra en su día. Esa posición la han sostenido un
número de eminentes expositores, tantos antiguos como modernos.
13. Cremer dice que “thanatos no es un acontecimiento aislado o un simple hecho, sino que es
también un estado, así como la vida es un estado: es el estado del ser humano sujeto a
juicio. Es la antítesis de la vida eterna que Dios ha propuesto para el ser humano, y que la
puede obtener por medio de Cristo. … Encontramos que, de acuerdo al contexto, la
referencia a thanatos es una referencia a la muerte como la sentencia objetiva y el castigo
asignado del ser humano, o a la muerte como el estado en que el ser humano se encuentra
en condenación por el pecado (compárese con Romanos 6:23 y 1 Juan 3:14-16)” (Lexicon
of New Testament Greek).
La humillación de Cristo, después de su muerte, consistió en haber sido enterrado, y en
continuar en el estado de los muertos, y bajo el poder de la muerte hasta el tercer día, lo
cual ha sido expresado así: “y descendió al infierno” (Larger Westminster Catechism, pre-
gunta 50).
Nosotros sencillamente creemos que la persona completa de Cristo, incluyendo su
naturaleza divina tanto como humana, después de ser sepultada, descendió al infierno (ad
inferos), conquistó a Satanás, derrocó el poder del infierno, y destruyó toda la fortaleza y el
poder del diablo. Pero en qué manera Cristo lo hizo, no es posible que nosotros lo afir-
memos, ya sea por argumentación o por sublimes imaginaciones (Fórmula de la Concordia,
Artículo ix. 2).
La Iglesia Católica Romana sostiene que Cristo descendió a un estado intermedio
conocido como el limbus patrum, con el propósito de libertar a los muertos justos, a
quienes llevó a las alturas como cautivos cuando ascendió, después de la resurrección. Esa
posición asume que las ordenanzas de salvación en el Antiguo Testamento no fueron
eficaces, ni que ningún santo del Antiguo Testamento pudo haber sido admitido al cielo
sobre las bases de un Cristo que todavía no había venido.


LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 203

14. La palabra Hades se deriva de a, que significa “no”, y eidos, que significa ver, por lo que
etimológicamente significa “lo no visto”. Ocurre diez veces en el Nuevo Testamento:
Mateo 11:23; 16:18; Lucas 10:15; 16:23; Hechos 2:27, 31; y Apocalipsis 1:18; 6:8;
20:13, 14.
Calvino mantuvo que, “si Cristo hubiera muerto una simple muerte corpórea, la misma
no hubiera logrado ningún fin. Era requisito que también sintiera la severidad de la ven-
ganza divina a fin de aplacar la ira de Dios y satisfacer su justicia. Por lo tanto, fue necesa-
rio que contendiera con los poderes del infierno y el horror de la muerte eterna” (compá-
rese con Calvino, Institutes, II, xvi:10). Pero esa posición hace que el descensus sea parte de
la humillación, de lo cual los teólogos arminianos por lo general protestan.
Godet, en su comentario de Romanos 14:9, dice lo siguiente: “Con miras a asegurar la
posesión de lo suyo, fueran vivos o muertos, Jesús empezó resolviendo en su propia per-
sona el contraste entre la vida y la muerte. Lo hizo, muriendo y reviviendo. ¿Para qué es
alguien levantado de nuevo excepto para que un muerto viva? Así, Él reina simultánea-
mente sobre los dos dominios del ser por medio de los cuales los suyos son llamados a
pasar, y para que pueda cumplir con la promesa que les hizo (Juan 10:28, ‘ni nadie las
arrebatará de mis manos’)”.
Bengell señala, en relación a Apocalipsis 1:18, que Jesús pudo haber dicho, apethanon,
“morí”, pero con singular elegancia lo que dices es, egenomin nekros, “estuve muerto”, para
denotar la diferencia en tiempos, y la de los eventos dentro de los tiempos.
15. En su sola persona, mantuvo inviolado su cuerpo humano, el cual no pasó por la
disolución material en sus elementos, no porque, como se dice a veces, fuera liberado de la
tumba antes de que la corrupción tuviera tiempo para afectar su sagrada carne, sino por-
que la obra de la muerte fue detenida en el instante preciso en que el alma y el cuerpo se
separaron. Así como su espíritu no moriría jamás, tampoco su cuerpo vería corrupción. La
carne inviolada de nuestro Señor quedó contenida en el momento en que le fue vigorizada
la silenciosa declaración de una perfecta victoria: su divinidad nunca abandonó su cuerpo,
como tampoco olvidó a su espíritu, al pasar al mundo de los espíritus (William Burton
Pope, Compendium of Christian Theology, II:168).
16. La negación del milagro de la resurrección no es, por tanto, la negación desnuda de un
sencillo hecho histórico; es la negación de la totalidad del aspecto profético del mundo
que presenta el cristianismo, el cual de hecho encuentra su principio en la resurrección.
Una visión del mundo que haga perpetuo el presente orden de cosas, y que considere lo
eterno como solo la continuación del presente, no tendrá espacio, por su misma naturale-
za, para la resurrección de Cristo, la cual es una interrupción del orden de ese mundo de
parte del orden superior de la creación todavía futura, y la cual es un testigo de la realidad
de una vida futura (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 319).
17. Todos los cuatro relatos de la resurrección en los evangelios parecen introducir dos
representaciones contrastadas de la naturaleza del cuerpo resucitado del Señor. El Resuci-
tado parece vivir una vida humana natural, en un cuerpo como el que tenía antes de su
muerte. Tiene carne y huesos; y come y bebe. Pero, por el contrario, parece que tiene un
cuerpo de una clase espiritualmente trascendente, el cual es independiente de las limita-
ciones del tiempo y el espacio. Entra a través de puertas cerradas; se aparece de repente en
medio de los discípulos, y de repente se les hace invisible. Esta contradicción, la cual
ocurre en las apariciones del Salvador resucitado durante los cuarenta días, puede expli-
carse bajo la suposición de que, durante ese intervalo, su cuerpo estaba en un estado de
transición y de cambio, dentro de los linderos de ambos mundos, y poseía el cuño o
carácter de este mundo tanto como del otro. No fue hasta el momento de su ascensión
que podemos suponer que su cuerpo haya sido plenamente glorificado y librado de todas


204 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

las limitaciones y necesidades terrenales, como el cuerpo espiritual del que habla Pablo (1
Corintios 15:44) (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 321).
18. En la resurrección se anticipa el perfeccionamiento del mundo. En la resurrección del
Señor se revela idealmente aquella regeneración, incluyendo la renovación y la glorifica-
ción, que la humanidad y toda la creación ven con anticipación como la consumación del
desarrollo del mundo, en el que el espíritu y el cuerpo, y la naturaleza y la historia, se
reconcilian perfectamente, y la naturaleza humana es glorificada en templo para el Espíritu
Santo, y la naturaleza material es traída a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, esa
regeneración que necesariamente incluye y demanda la fe de que la contradicción entre lo
físico y lo ético, entre el reino de la naturaleza y el de la gracia, no continuarán, por no ser
eternos e indisolubles. La resurrección del Señor no es una simple señal de esa regenera-
ción, sino que es en sí el real comienzo de ella. Es el punto sagrado en el que la muerte ha
sido vencida en la creación de Dios, y desde ese punto… procede la resurrección espiritual
tanto como la corporal. Ahora, por primera vez, puede Cristo, como el Salvador resucita-
do, convertirse en el verdadero Señor y en la cabeza de su iglesia. Ahora que el perfeccio-
namiento del mundo ha sido idealmente alcanzado en su persona, Él viene a ser el que en
realidad perfeccione al mundo, y pueda reabastecer este mundo presente con las energías
del mundo futuro (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 318).
Compárese también con Romanos 8:18-23; 1 Corintios 15:24-28 y 49-57; Efesios
1:9-10; Colosenses 1:16-20.
19. El don pentecostal del Espíritu Santo fue a la misma vez la prueba inmediata de la
veracidad de la ascensión, y la demostración de la autoridad a la cual conducía. La predic-
ción del salmista, de que “tomaste dones para los hombres, y también para los rebeldes,
para que habite entre ellos Jehová Dios”, fue interpretada por nuestro Señor, así como por
el apóstol Pablo, como refiriéndose al don supremo del Espíritu Santo (Salmos 68:18).
“Os lo enviaré” (Juan 16:7), fue la promesa antes de que el Salvador partiera, y fue con-
firmada después de su resurrección, y cumplida de una vez y para siempre el día de Pen-
tecostés… El don en sí mismo fue la demostración de la sesión de Cristo a la diestra de
Dios (Hechos 2:33; Efesios 4:8, 12). Pero la gran profecía en los salmos (Salmos 68:18),
“para que habite entre ellos Jehová Dios”, tuvo su cumplimiento pleno cuando el Espíritu
Santo bajó como la Shekhiná, el símbolo de Dios manifestado en la carne, reposando
sobre la iglesia, y habitando en ella como la continua habitación de la divina Trinidad.
Luego, la gloria dentro del velo, y el candelabro afuera, símbolos del Hijo y del Espíritu, se
mezclaron en una y la misma plenitud de Dios cuando el velo fue removido (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:182).
20. Los nombres y títulos de nuestro Señor. En nuestra discusión de “Los divinos nombres y
predicados”, señalábamos el valor práctico del estudio de los nombres por los cuales Dios
se había revelado a sí mismo, y así también el mal uso de ese tema de parte de la así lla-
mada “crítica alta” de los tiempos modernos. De igual manera, hay un valor práctico en el
estudio de “Los nombre y títulos de nuestro Señor”. “Es el método divino para enseñarnos
las doctrinas de la economía de la redención. El que entienda la derivación, los usos y la
importancia del rico agregado de términos, especialmente en sus símbolos hebreos y
griegos… no tendrá escaso conocimiento de esta rama de la teología, y de la teología como
un todo. Sí, porque ese estudio tenderá a dar precisión al lenguaje del teólogo, y especial-
mente al del predicador, quien observará con cuánta exquisita propiedad cada epitafio es
empleado por los evangelistas y los apóstoles en su relación con la persona y la obra y las
relaciones del Redentor. No puede haber mejor ejercicio teológico que el estudio de la
doctrina evangélica basada en los títulos de Jesús. No hay estudio que, seguramente, mejor
exalte a nuestro Señor. No podemos darle pensamiento a los inmensurables nombres
dados por la inspiración a nuestro adorable Maestro, sin sentir que no haya lugar digno de

LOS ESTADOS Y OFICIOS DE CRISTO 205

Él bajo las alturas, y que Él no pueda ser menos que Dios para nuestra fe y reverencia y
devoción y amor” (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:261).
Pope clasifica los nombres y títulos bajo los siguientes seis encabezados: (1) los nombres
del ser suprahumano que se hizo hombre; (2) los nombres que expresan la unión de lo
divino y lo humano; (3) los nombres que expresan los aspectos oficiales de Cristo; (4) los
nombres que designan los oficios específicos del Redentor; (5) los nombres que resultan de
los cambios y combinaciones de los títulos de Redentor; y (6) los nombres que se refieren
a las relaciones del Señor con su pueblo.
Las diversas ayudas para el estudio de la Biblia ofrecen por lo general las listas de
nombres, títulos y oficios de Cristo. (Las que se encuentran en las biblias de Oxford son
excelentes.) La siguiente lista no pretende ser exhaustiva, sino que desea proveerle al
estudiante de una clasificación y guía para el estudio directo de la Biblia.
Adán, el último, 1 Corintios 15:45, 47; abogado, 1 Juan 2:1; el Alfa y la Omega,
Apocalipsis 1:8; 22:13; el Amén, Apocalipsis 3:14; autor y consumador de nuestra fe (o el
que la perfecciona), Hebreos 12:2; el principio de la creación de Dios, Apocalipsis 3:14;
bienaventurado y solo soberano, 1 Timoteo 6:15; renuevo, Zacarías 3:8; 6:12; pan de
Dios, Juan 6:33; pan de vida, Juan 6:35; capitán de nuestra salvación, Hebreos 2:10; santo
hijo, Hechos 4:27; niño, Isaías 11:6; Cristo, Mateo 16:16; Marcos 8:29; Lucas 9:20; Juan
6:69; piedra angular, Efesios 2:20; 1 Pedro 2:6; consejero, Isaías 9:6; David, Jeremías
30:9; la aurora, Lucas 1:78; libertador, Romanos 11:26; el deseado de todas las naciones,
Hageo 2:7; Emanuel, Isaías 7:14; Mateo 1:23; Padre eterno, Isaías 9:6; testigo fiel, Apoca-
lipsis 1:5; el primero y el último, Apocalipsis 1:17; el primogénito (el nacido primero) de
entre los muertos, Apocalipsis 1:5; Dios, Isaías 40:9; 1 Juan 5:20; Dios bendito para
siempre, Romanos 9:5; el buen pastor, Juan 10:11; gobernador, Mateo 2:6; gran Sumo
Sacerdote, Hebreos 4:14; Sumo Sacerdote, Hebreos 5:10; el santo hijo Jesús, Hechos
4:27; el Santo, Lucas 4:34; el santo ser, Lucas 1:35; el cuerno de la salvación, Lucas 1:69;
el Yo Soy, Éxodo 3:14; la imagen de Dios, 2 Corintios 4:4; Jehová, Isaías 26:4; Jesús,
Mateo 1:21; 1 Tesalonicenses 1:10; el justo, Hechos 3:14; rey de Israel, Juan 1:49; rey de
los judíos, Mateo 2:2; rey de reyes, 1 Timoteo 6:15; cordero de Dios, Juan 1:29, 36; el
dador de la ley, Isaías 33:22; la vida, Juan 14:6; la luz del mundo, Juan 8:12; la luz verda-
dera, Juan 1:9; el león de la tribu de Judá, Apocalipsis 5:5; piedra viva, 1 Pedro 2:4; Señor,
Mateo 3:3; Señor Dios todopoderoso; Apocalipsis 15:3; Señor de todos, Hechos 10:36; el
Señor de gloria, 1 Corintios 2:8; Señor de señores, 1 Timoteo 6:15; el Señor nuestra
justicia, Jeremías 23:6; mediador, 1 Timoteo 2:5; el Mesías, Daniel 9:25; Juan 1:41; Dios
fuerte, Isaías 9:6; el poderoso de Jacob, Isaías 60:16; nazareno, Mateo 2:23; pascua, 1
Corintios 5:7; sacerdote para siempre, Hebreos 5:6; príncipe, Hechos 5:31; príncipe de
paz, Isaías 9:6; príncipe de los reyes de la tierra, Apocalipsis 1:5; profeta, Deuteronomio
18:15; Lucas 24:19; redentor, Job 19:25; el justo, 1 Juan 2:1; la raíz y el renuevo de
David, Apocalipsis 22:16; la raíz de David, Apocalipsis 5:5; soberano de Israel, Miqueas
5:2; el mismo ayer, hoy, y por los siglos, Hebreos 13:8; salvador, Lucas 2:11; Hechos
5:31; Pastor y Obispo de nuestras almas, 1 Pedro 2:25; el gran pastor de las ovejas, He-
breos 13:20; Siloh, Génesis 49:10; un hijo, Hebreos 3:6; el Hijo, Salmos 2:12; mi hijo
amado, Mateo 3:17; hijo unigénito, Juan 3:16; hijo de David, hijo de Dios, Mateo 8:29;
Lucas 1:35; Hijo del hombre, Mateo 8:20; Juan 1:51; hijo del Altísimo, Lucas 1:32; la
estrella reluciente de la mañana, Apocalipsis 22:16; estrella y cetro, Números 24:17; la
verdad, Juan 14:6; la vid verdadera, Juan 15:1, 5; el camino, Juan 14:6; el testigo, Apoca-
lipsis 3:14; admirable, Isaías 9:6; el Verbo, Juan 1:1; el Verbo de Dios, Apocalipsis 19:13.




CAPÍTULO 23

LA EXPIACIÓN: SU BASE
BÍBLICA Y SU HISTORIA
Con el fin de preparar la mente para un estudio satisfactorio de la
expiación, será necesario hacer algunas observaciones generales. (1) Es
importante incluir en este estudio las varias fases de la presentación
bíblica, como serían la expiación, la propiciación, la redención, la
reconciliación y fases semejantes. Dado que el tema puede abordarse
desde muchos ángulos, nuestro conocimiento del mismo puede resultar
carente de balance, y fragmentario, a menos que le demos la debida
consideración al amplio registro de material que se encuentra en el
Nuevo Testamento. (2) Es importante velar en contra de las falacias
que surgen de los procesos abstractos de pensamiento. No existe una
idea principal de este importante tema de la que no se hayan extraído
abstracciones infructuosas. Así, por ejemplo, la idea de la penalidad se
ha presentado de tal forma que ha hecho necesario considerar a Cristo
un pecador. La idea de la sustitución se ha concebido de tal forma que
ha hecho de la expiación una simple transacción comercial. De igual
modo, han surgido errores al abstraer un atributo de Dios de entre los
demás, tratándolo como si fuera la total naturaleza divina. El socianis-
mo exaltó la voluntad de Dios, en tanto que el calvinismo hizo lo
propio con la justicia de Dios. (3) Se debe hacer una distinción
marcada entre el hecho de la expiación, y las teorías vicarias que se
adelantan para explicarla. Algunos han cuestionado el valor de todo
esfuerzo que formule una teoría de la expiación, pero la palabra teoría,
como se emplea aquí, expresa sencillamente significado, sin el cual
ningún hecho moral podría relacionarse debidamente con ser inteli-
gente alguno. De otro modo, la cábala vendría a ser el factor dominante


208 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

de la religión. Pero no hay que olvidar que se nos manda poder dar
razón de la esperanza que hay en nosotros. El cristianismo debe
fomentar la inteligencia, antes que abjurarla. (4) La literatura acerca de
este tema es enorme y, si se le priva de los hechos básicos, se vuelve
confusa e inútil. Por lo tanto, deberemos dar atención primaria al tema
como se presenta en la Biblia; y tras ello, deberemos estudiar sus
diversas explicaciones, tal y como se encuentran en la historia de la
doctrina cristiana.
Prefiguras de la expiación en el Antiguo Testamento. La doctrina de la
expiación fue develada gradualmente al mundo. Se pueden mencionar
tres etapas principales en su desarrollo: (1) los sacrificios primitivos; (2)
los sacrificios de la ley; y (3) las predicciones de los profetas.
1. Los sacrificios caracterizaron por doquier el periodo primitivo. En
la historia patriarcal, el altar siempre tiene prominencia. Se le considera
como un elemento esencial para todo acercamiento a Dios. Aunque la
Biblia no nos ofrece una explicación del origen de los sacrificios, sí nos
ofrece un testimonio escrito de la adoración sacrificial, partiendo de la
alborada misma de la historia, hasta el tiempo en que la obra expiatoria
de nuestro Señor Jesucristo puso fin a los sacrificios. Podemos notar
aquí, pues, lo siguiente: (1) El origen divino de los sacrificios. Esto se
evidencia por la naturaleza del sacrificio en sí, y también por el hecho
de que, anterior al diluvio, a los animales se les clasificaba como limpios
e inmundos. Sin embargo, el argumento más enérgico tenemos que
encontrarlo en el testimonio histórico de los sacrificios particulares. El
primero es el de Caín y Abel. “Caín trajo del fruto de la tierra una
ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus
ovejas, de lo más gordo de ellas” (Génesis 4:3-4). Este pasaje bíblico, si
se enlaza con Hebreos 11:4, revela dos hechos: uno, que el sacrificio fue
ofrecido en fe; el otro, que fue divinamente aprobado. El segundo es el
sacrificio de Noé, quien lo ofreció inmediatamente después de aban-
donar el arca. “Y edificó Noé un altar a Jehová, y tomó de todo animal
limpio y de toda ave limpia, y ofreció holocausto en el altar. Y percibió
Jehová olor grato; y dijo Jehová en su corazón: No volveré más a
maldecir la tierra por causa del hombre” (Génesis 8:20-21). Aquí se
afirma que el sacrificio tuvo el sello de la aprobación divina. El tercer
sacrificio patriarcal es el de Abraham, según se registra en el sugestivo
relato encontrado en Génesis 15:9-21. Aquí se declara expresamente
que Abraham ofreció sacrificios de animales en obediencia al mandato
de Dios. La “antorcha de fuego” que pasó por entre los animales, y los

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 209

santificó, es indicación de que la ofrenda fue aceptada. (2) El carácter de


los sacrificios era considerado expiatorio. Esto se evidencia principalmente
en la prohibición del uso de la sangre de animales en la comida. “Pero
carne con su vida, que es su sangre, no comeréis” (Génesis 9:4). A ello
se le añadió más tarde la explicación mosaica de, “Os la he dado sobre
el altar, para expiación de vuestras almas”. Aún más, el fin de la ofrenda
de Abel fue el perdón y la aceptación delante de Dios, “por lo cual
alcanzó testimonio de que era justo” (Hebreos 11:4). En el sacrificio de
Noé, la tierra jamás sería maldita por causa del ser humano; y se nos
dice de Abraham que creyó a Dios, “y le fue contado por justicia”
(Romanos 4:3). A esto también se añadió el testimonio confirmatorio y
declaratorio de su circuncisión, “como sello de la justicia de la fe que
tuvo estando aún incircunciso” (Romanos 4:11). Aunque estos
sacrificios no tenían poder en sí mismos para expiar el pecado, lo cual se
establece claramente en Hebreos 10:1-4, aun así no es correcto hablar
de los sacrificios del Antiguo Testamento como puramente ceremonia-
les. Su eficacia residía en el poder del sacrificio de Cristo, al cual, como
tipos y símbolos, apuntaban hacia adelante en fe.1
2. Los sacrificios de la ley incluyen aquellos que pertenecen a la
economía mosaica. En Israel, la consciencia de la necesidad de reconci-
liación asumió la forma de una manifestación fervorosa y enérgica. Esto
se demuestra en la distinción que se hizo entre la maldad y el pecado.
En vez de considerar lo malo como un sufrimiento inevitable, como lo
hacen las teorías dualistas, o identificarlo con lo finito o corporal en la
creación, el hebraísmo rehusó detenerse en lo físico de la maldad,
trazando su raíz hasta el pecado mismo. Sería la obra de los patriarcas
mantener vivo ese sentido de dependencia en Dios como creador de un
universo con el que guarda armonía, por lo cual consideraron la
presencia de la maldad un resultado de la desorganización y del ajuste
deficiente traído por la desobediencia y el pecado. Fue esa consciencia
de dependencia en el poder de Dios lo que hizo posible que se avanzara
subsiguientemente a la etapa de la ley, la cual la convierte en una
dependencia en la voluntad de Dios. Fue así como la ley asumió
carácter moral. En la nueva economía también había una apelación
adicional a la libertad humana. La ley universal de la conciencia asumió
necesariamente una importancia agregada, desarrollando a la misma vez
una consciencia de pecado y la necesidad de expiación. Ligado a esto
podemos notar tres cosas: (1) La ley demandaba la santidad. “Por tanto,
guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el

210 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

hombre, vivirá en ellos” (Levítico 18:5). Si la ley hubiera considerado


que el ser humano estaba libre de pecado, esas palabras pudieron
haberse entendido como queriendo decir que el ser humano habría de
obtener la justicia únicamente por sus propios esfuerzos. Pero la ley no
lo consideraba así. Consideraba a todos los seres humanos culpables
ante Dios, y demandaba una expiación por los pecados pasados. Siendo
que la presente obligación demandaba la santidad, la culpa pasada no
podía ser expiada simplemente por una enmienda de vida, sino que
necesitaba el perdón. Se encontró también que la ley aumentaba el
conocimiento del pecado, revelando así de manera acrecentada la
necesidad de la expiación. (2) La institución del sacrificio. La vida toda
de la nación de Israel fue habitada por una presencia clemente del
Espíritu divino, gracias a los sacrificios establecidos para el pueblo. Hay
gran significado en el hecho de que, ni la expiación adscrita a la
comunidad religiosa, ni los sacrificios, valían algo para los que se
separaban de ella. Eso lo que indicaba era que había una depravación
racial común de la cual surgía toda transgresión personal, y que fue por
ese “pecado del mundo” que el Cordero de Dios habría de hacer
expiación. Isaac A. Dorner considera sin fundamento la noción del
sacrificio expiatorio como substituto patentemente autoeficiente para el
ser humano. Tampoco piensa que el vocablo “cubrir” sea aplicable al
sentido de equivalencia, como si la deuda se pagara con una multa.
Esto, dice él, destruiría completamente la idea del sacrificio expiatorio,
pues casi no se podría hablar de perdón si la plena satisfacción ya se ha
obrado (ver A System of Christian Doctrine, III:404-405). La palabra
que se traduce como sacrificio, o expiación, significa “cubrir” o
“esconder” en el idioma hebreo. Siendo que la santidad de Jehová
consiste en su majestad accesible, se ha pensado que la palabra “cubrir”
perseguía transmitir la idea de una cobertura defensiva para los que se le
acercaran. La idea primaria de sacrificio es, pues, propiciación. Después
de la imposición de manos, la inmolación del sacrificio hacía referencia
al significado de la muerte como un concepto fundamental del Antiguo
Testamento. A partir de ahí, la ofrenda de sangre tuvo un significado
doble: representó la vida pura que el pecador debía tener, y era una
muerte que se hacía expiatoria solo en virtud de la muerte misma. Fue
así como el sacrificio del cordero se convirtió en un símbolo del
Cordero inmolado desde la fundación del mundo, cuya vida, derrama-
da de manera más rica y más plena, expiaría el pecado del mundo. A Él,
“Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 211

manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia,


los pecados pasados” (Romanos 3:25).
Pero no debemos pasar por alto el hecho de que era la vida derra-
mada lo que agradaba a Dios. Era la vida que se separaba del cuerpo lo
que llamaba la atención de Dios, al verla en la sangre. Era “olor grato”
para Él. Sin embargo, la continuación de su ira se demuestra en la
continuación de la pena de muerte en lo que concierne al cuerpo. De
aquí que Pablo declare que “el cuerpo en verdad está muerto a causa del
pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia” (Romanos 8:10).
Pero enseguida él añade la otra declaración en el sentido de que, en la
resurrección de Jesús, las consecuencias del pecado todavía permanecen
en el ámbito de lo físico, y que deberán ser removidas en la restauración
de todas las cosas. “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos
a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús
vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora
en vosotros” (Romanos 8:11); “Porque el anhelo ardiente de la creación
es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios… porque también
la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la
libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Romanos 8:19 y 21). (3) La idea
mesiánica. Los sacrificios de animales de la economía mosaica, no solo
apuntaban a Cristo como el gran antetipo, sino que eran la revelación
de la verdadera naturaleza del sacrificio humano. Enseñaban no solo
acerca del sacrificio de parte del hombre en un sentido subjetivo, sino
también que el hombre debía ser su propio ofrecedor, es decir, su
propio sacrificio. Los sacrificios humanos estaban prohibidos debido a
que solo sacrificaban a otros, convirtiéndose en simples caricaturas de la
idea sacrificial. Aún si hubiera sido posible para el ser humano ofrecerse
a sí mismo como un sacrificio perfecto, no hubiera estado calificado
para ser el ofrecedor perfecto. Por lo tanto, sea desde un punto de vista
objetivo o subjetivo, ningún ser humano puede expiar sus propios
pecados. Aún más, era imposible para el sacerdocio y la monarquía del
Antiguo Testamento proveer, sobre estas bases, seguridad expiatoria
para la nación. Esto solo podía ser hecho por el Justo Siervo de Jehová.
Y fue de aquí que se desarrolló la idea mesiánica en Israel. Solo el
Mesías podía llegar a ser la seguridad de la nación, puesto que solo él
era el Justo. Solo él podía satisfacer la justicia de Dios, puesto que solo
él, como el encarnado, podía manifestar personalmente la unidad de
Dios y el hombre. Luego, el centro de la nación debía residir en él
como la manifestación personal del pacto, la simiente que había de

212 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

venir. Desde entonces, el pensamiento divino de la nación se centró en


él, y a él también se le dio el poder de convocar una nueva y santa
nación que no se limitara solo a Israel, sino que se extendiera a toda la
humanidad. Cristo pudo llegar a ser la gloria de Israel solo cuando se
hizo luz para alumbrar a los gentiles. Los sacrificios de la ley revelaron
la muerte vicaria del Mesías, pero esa revelación solo se desarrollaría
plenamente durante la era profética. Exteriormente, el Mesías llevaría el
castigo por nuestros pecados, pero interiormente sufriría la disciplina de
su Espíritu en intercesión. Pero, siendo que él respondía por la culpa
del ser humano, también podía implantar la justicia. Luego, por medio
de la restauración del Espíritu Santo, dada otra vez a la raza en Cristo,
la santidad y la justica son de nuevo posibles, y la idea de un reinado
renace en virtud de la comunicación interna de la fortaleza que viene
por medio del Espíritu.3
3. Las predicciones de los profetas suplementaron los sacrificios de la
ley. Los profetas desarrollaron la idea mesiánica de manera más cabal, y
con ello la idea del sufrimiento sacrificial y muerte del Mesías. Vieron
en él una viviente totalidad de la verdad. Por ser el Dios-hombre, en
quien se conjuntan la deidad y la humanidad, su conciencia contiene el
ámbito pleno de toda la verdad. Por tanto, sus actos y palabras
individuales surgen de ese todo indivisible. Así, las verdades particulares
se combinan con las universales, y lo individual se ubica en su propia
relación con la raza. Por esta razón se escribió de él que “sabía lo que
había en el hombre”. Por cuanto todos los seres humanos se relacionan
esencialmente con el Mesías, sus palabras tendrán un tono penetrante y
familiar. “Este es el encanto maravilloso de sus palabras”, dice Isaac A.
Dorner, “y la profundidad insondable y misteriosa, a pesar de su
sencillez, las cuales siempre se pronuncian, por así decirlo, desde el
corazón de la cuestión, puesto que la armonía que enlazan y componen
en una sola visión los fines opuestos de las cosas, está presente en él de
manera viviente y consciente, ya que todo se encuentra ligado a su
reino. Otras palabras de hombres las habrán hablado uno que otro
hombre, pero aun así la mayor parte de lo que se ha hablado o hecho es
simplemente una continuación de aquellos a través de nosotros, siendo
nosotros sencillamente puntos de transmisión para la tradición. Pero las
palabras que él extrajo de estas preciosas gemas, las cuales afirman la
presencia del Hijo del hombre, quien es el Hijo de Dios, tienen una
originalidad de orden único. Les pertenecen porque son extraídas de lo
que está presente en él” (Isaac A. Dorner, A System of Christian

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 213

Doctrine, III:397-398). Es esa la razón por la que Jesucristo llena los


tipos y las formas del Antiguo Testamento, dándoles su verdadero
contenido espiritual. Él es la manifestación de la verdad personal y de la
vida eterna, convirtiéndose así en la meta a la que todo ser humano
deberá aspirar. Él mismo declaró esta profunda verdad cuando dijo,
“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por
mí” (Juan 14:6).
Quizá el más alto alcance de verdad espiritual en el Antiguo Testa-
mento habrá que encontrarlo en la asombrosa profecía de Isaías acerca
del siervo sufriente de Jehová. “Ciertamente llevó él nuestras enferme-
dades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por
herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y
por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos
como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él
el pecado de todos nosotros… Con todo eso, Jehová quiso quebrantar-
lo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en
expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad
de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de
su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo
justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos” (Isaías 53:4-6,
10-11). Jamás se ha escrito algo tan grande. Aunque Isaías habla de
Cristo principalmente bajo la figura de un cordero, sin duda hay una
alusión al chivo expiatorio sobre el que el sacerdote imponía las manos,
confesaba los pecados del pueblo, y lo enviaba al desierto. Pero no hay
lenguaje más claro que aquel de que llevó el castigo por nuestros
pecados, por lo cual su sacrificio fue vicario y expiatorio. El lenguaje de
sufrido, herido, molido y castigado puede solo indicar que sus sufri-
mientos fueron infligidos como castigo por nuestros pecados. Y siendo
que por sus llagas fuimos nosotros justificados y curados, su muerte
debe considerarse como propiciatoria en su sentido más cierto y
profundo.4
El concepto neotestamentario de sacrificio. El concepto del sacrificio
expiatorio de Cristo encontrado en el Nuevo Testamento no es otra
cosa que la culminación de lo que se prefiguró en el Antiguo Testa-
mento. Es por esa razón que a Cristo se le describe como el que murió
conforme a las Escrituras. Nuestro Señor representa su muerte como un
rescate para los seres humanos. Puso su vida voluntariamente, porque
nadie tenía el poder de quitársela. Por lo tanto, debemos considerar la

214 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

crucifixión, no simplemente como un acontecimiento resultante de


circunstancias fortuitas, sino como el gran fin por el cual Cristo vino al
mundo. Jesús no fue un simple mártir de la verdad; su muerte fue
sacrificial y propiciatoria. El tratamiento más elaborado de la muerte
expiatoria de Cristo es quizá el que presenta Pablo en Romanos
3:21-26. Aquí se considera a Cristo como un sacrificio propiciatorio, el
cual es a tal punto aceptado por Dios para todos los seres humanos, que
a la vez que lo muestra a Él mismo como justo, le permite ser el
justificador de todos los que depositen su fe en la eficacia de esa muerte.
La palabra que se usa aquí para propiciación es hilasterion, un vocablo
empleado por la Septuaginta para referirse a la cubierta del arca del
pacto, o el propiciatorio. De la misma manera que éste era rociado con
la sangre del sacrificio, así el propiciatorio del evangelio será rociado
con la sangre preciosa de Cristo. El sustituto sufre el castigo que, de
otra manera, hubiera caído sobre los culpables. De acuerdo a este uso,
la sangre de Cristo viene a ser una expiación o cubierta que protege de
la ira de Dios al que trae la ofrenda, pero por medio de la sustitución de
otra vida. Aunque lo voluntario del sacrificio de Cristo se presenta
como un móvil que constriñe a la amorosa rendición de los seres
humanos a Dios, nunca deberemos ceder en nuestra creencia en la obra
sacerdotal de Cristo como una que ofrezca algo menos que un sacrificio
real y objetivo a Dios. La muerte de Cristo nunca se nos presenta como
un simple medio de propiciación, sino como un real sacrificio propi-
ciatorio. No se puede dudar que el cordero pascual era un sacrificio
objetivo, y que el rociamiento de la sangre era esencial para la salva-
ción.5 De aquí que se indique que Cristo se presenta ahora “por
nosotros ante Dios” (Hebreos 9:24), o en representación nuestra. No
existe una sustitución vicaria en el sentido de que se libere a todos los
beneficiarios de la obligación de ser justos. Cristo, como el segundo
Adán, se presenta por nosotros en representación de la raza humana, y
como cabeza de la nueva creación. Es sobre las bases de este tipo de
representación que la idea de la sustitución debe considerarse. Es
imposible, por tanto, interpretar la obra expiatoria de Cristo fuera de su
persona. La Biblia no enseña en ningún lugar que lo impecable de
Cristo le diera una posición única como individuo en la raza humana.
Más bien enseña que Cristo toma el lugar de los pecadores como un
todo. Su sacrificio equivalió al de todos los que estaban bajo el castigo
de la muerte por razón de su pecado. Su muerte, por consiguiente,
tiene una importancia universal, y ello debido a su naturaleza divina.

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 215

En virtud de esa naturaleza divina, la humanidad sin pecado del


Dios-hombre alcanza un alargamiento tan amplio y tan extenso como
la humanidad a la que pertenece. La muerte de Cristo, entonces, no se
puede limitar a la simple influencia moral como poder externo y
restrictivo, sino que es una ofrenda propiciatoria para la remisión de los
pecados. Dado que la doctrina de la expiación ha de derivarse mayor-
mente de las enseñanzas del Nuevo Testamento, le daremos un
tratamiento más extenso en nuestra próxima división.

LOS FUNDAMENDOS BÍBLICOS DE LA EXPIACIÓN


Para establecer la idea cristiana de la expiación por medio de los
sufrimientos y la muerte de Jesucristo, es a la Biblia a la que tenemos
que acudir. Habiendo considerado, primero, las prefiguras de la
expiación en el Antiguo Testamento, y, segundo, habiendo hecho
algunas declaraciones generales concernientes a la manera en que el
Nuevo Testamento concibe el sacrificio, nos tornaremos ahora a un
examen más crítico de los pasajes bíblicos acerca de este importante
asunto. Consideraremos, (1) el móvil de la expiación; (2) lo vicario de
ella; y (3) su terminología bíblica.
El móvil de la expiación se encuentra en el amor de Dios. Esto a veces
se conoce como la causa motora de la redención. La epítome del
evangelio, la cual encontramos en Juan 3:16, es el texto más promi-
nente en lo que atañe a este tema: “Porque de tal manera amó Dios al
mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él
cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Lo mismo se ejemplifica en
los siguientes versículos de las epístolas de Pablo y de Juan: “Mas Dios
muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores,
Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8); y, "En esto se mostró el
amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito
al mundo, para que vivamos por él” (1 Juan 4:9). La expiación, ya sea
en su móvil, propósito o extensión, deberá entenderse como la
provisión y la expresión del amor justo y santo de Dios. La vida y
muerte de Cristo son la expresión del amor de Dios por nosotros, y no
la causa que lo produce.
La muerte de Cristo fue un sacrificio vicario. En palabras de Isaac A.
Watson, “Cristo sufrió en nuestro lugar y por nosotros, o como nuestro
correcto sustituto”. Esto se demuestra en los pasajes bíblicos que
declaran que murió por los seres humanos, o que conectan su muerte
con el castigo que merecían nuestras ofensas. En la Biblia, hay dos

216 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

preposiciones griegas que se traducen como “por”. La primera es hyper,


y se encuentra en los siguientes versículos: “nos conviene que un
hombre muera por el pueblo” (Juan 11:50); “Cristo, …a su tiempo
murió por los impíos... siendo aún pecadores, Cristo murió por
nosotros” (Romanos 5:6 y 8); “…que si uno murió por todos, luego
todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan
para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos… Al que no
conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros
fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:14-15 y 21); “el
cual se dio a sí mismo por nuestros pecados…” (Gálatas 1:4); “Cristo
nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición…”
(Gálatas 3:13); “Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros,
ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante… Cristo amó a la iglesia, y
se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25);”…nuestro Señor
Jesucristo, quien murió por nosotros” (1 Tesalonicenses 5:9-10); “el
cual se dio a sí mismo en rescate por todos…” (1 Timoteo 2:6); “para
que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Hebreos 2:9).
La segunda preposición griega es anti, y se encuentra en versículos
como Mateo 20:28 y Marcos 10:45, donde se dice que Cristo vino
“para dar su vida en rescate por muchos”. Se ha objetado a veces que
estas preposiciones griegas no siempre significan sustitución, es decir,
que no siempre significan en lugar de, sino que a veces se usan para
significar a nombre de, o debido a. Así, por ejemplo, tenemos la
expresión, “Cristo murió por nuestros pecados”, lo cual, en este caso, es
claro que no puede querer decir en lugar de. Sin embargo, tanto Isaac
A. Watson como Samuel Wakefield claramente demuestran que estas
preposiciones por lo general se emplean en el sentido de sustitución
(compárese con la nota en Wakefield, Christian Theology, 359). La
muerte vicaria o sustitutoria de Cristo se le conoce en la teología como
“la causa que procura” la salvación.7
La Biblia considera los sufrimientos de Cristo como una propiciación,
una redención y una reconciliación. Por estar bajo la maldición de la ley,
el pecador es culpable, y está expuesto a la ira de Dios; pero en Cristo
su culpa es expiada y la ira de Dios es propiciada. El pecador está bajo
la esclavitud de Satanás y el pecado, pero por medio del precio redentor
de la sangre de Cristo, es emancipado de la esclavitud y puesto en
libertad. El pecador está separado de Dios, pero es reconciliado por la
muerte en la cruz. Consideremos ciertos pasajes bíblicos que son
particularmente ricos y satisfacientes.

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 217

1. La propiciación es un término que se deriva de Kapporeth o pro-


piciatorio, como se emplea en los pasajes bíblicos del Antiguo Testa-
mento. Propiciar es aplacar la ira de la persona que ha sido ofendida, o
expiar por ofensas. El término hilasmos se emplea en tres sentidos
diferentes en el Nuevo Testamento. (1) Cristo es el hilasmos, el
propiciador y a la vez la virtud de esa propiciación. ”Y él es la propicia-
ción por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino
también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2); “él nos amó a
nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1
Juan 4:10). (2) Él es el hilasterion, o propiciatorio, como se usa esta
palabra en la Septuaginta. “[A] quien Dios puso como propiciación por
medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber
pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Romanos 3:25).
(3) Cuando se usa el adjetivo, entonces el término thuma se entenderá
como en Hebreos 2:17, en donde se dice que el sumo sacerdote expía
“los pecados del pueblo”. Aquí el término es hilasterion, y el significado
correcto es el de “hacer propiciación por los pecados del pueblo”.
2. Redención proviene de un vocablo que significa literalmente
“comprar otra vez”. Los antiguos griegos, y también los escritores del
Nuevo Testamento, usaron los términos lutroo y apolutrosis, los cuales
significan redimir y redención respectivamente, para referirse al hecho
de poner en libertad a un cautivo por razón del pago de un lutron o
precio de redención. Los términos, por tanto, vinieron a usarse en el
sentido más amplio de la liberación de todo tipo de mal, por medio de
un pago que hace otra persona. Este es el verdadero significado bíblico,
según se demuestra en los siguientes textos: “…siendo justificados
gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo
Jesús” (Romanos 3:24); “Porque habéis sido comprados por precio;
glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los
cuales son de Dios” (1 Corintios 6:20); “Cristo nos redimió de la
maldición de la Ley, haciéndose maldición por nosotros (pues está
escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)” (Gálatas 3:13);
“…en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados
según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:7); “…sabiendo que fuisteis
rescatados… no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la
sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin
contaminación” (1 Pedro 1:18-19); y, “porque tú fuiste inmolado, y
con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y
pueblo y nación” (Apocalipsis 5:9). La muerte de Cristo es el precio

218 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

que redime, ya que dio su vida “en rescate [lutron] por muchos” (Mateo
20:28); y, “el cual se dio a sí mismo en rescate [antilutron] por to-
dos…” (1 Timoteo 2:6). Aquí la idea de sustitución es claramente
evidente: se paga una cosa por otra, “la sangre de Cristo” por la
redención de seres humanos cautivos y condenados.
3. Reconciliación viene de los verbos katallasso, o apokatallasso, y
ambos se traducen como “reconciliar”. Denotan principalmente el
cambio de un estado a otro, pero de la manera en que se usa en la
Biblia, el cambio es de un estado de enemistad a un estado de reconci-
liación y amistad. El apóstol Pablo emplea el término repetidas veces.
“Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos
por su vida. Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios
por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la
reconciliación [katallagin]” (Romanos 5:10-11); “Y todo esto proviene
de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el
ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando
consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados,
y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Corintios
5:18-19); “y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo
cuerpo, matando en ella las enemistades” (Efesios 2:16); “y por medio
de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra
como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de
su cruz. Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y
enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconci-
liado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros
santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Colosenses
1:20-22). Aquí es evidentemente claro que la reconciliación entre Dios
y los seres humanos la efectúa Cristo. Pero la reconciliación significa
más que simplemente dejar a un lado nuestra enemistad con Dios. La
relación es de tipo judicial, y es esta disparidad judicial entre Dios y el
ser humano a la que se es referida en la idea de reconciliación. Más aún,
la reconciliación se efectúa, no por dejar de lado nuestra enemistad,
sino porque nuestras transgresiones no nos son imputadas. Esta
reconciliación previa del mundo con Dios mediante la muerte de su
Hijo, también la debemos distinguir de “la palabra de la reconcilia-
ción”, la cual se ha de proclamar al culpable, y por la que se les ruega
que se reconcilien con Dios.


LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 219

LA HISTORIA TEMPRANA DE LA EXPIACIÓN


La doctrina patrística.8 Los padres apostólicos enseñaron que Cristo
se dio por nuestros pecados, pero no formularon sus posiciones
siguiendo una cierta teoría de la expiación. Sus sucesores, sin embargo,
sostuvieron toda clase de opinión, un tema sobre el cual se toleró la
variedad. El punto de vista más popular era el que consideraba la
expiación como una victoria sobre Satanás. Esa posición parece haber
sido adelantada primero por Ireneo (¿c. 200?), quien la basó en pasajes
bíblicos como Colosenses 2:14 y Hebreos 2:14. No obstante, fue
Orígenes quien primero convirtió la idea en una teoría de rescate
pagado a Satanás. Sostuvo que los seres humanos se habían rendido a
Satanás, y que por lo tanto no podían ser libertados de la cautividad sin
su consentimiento. Satanás fue engañado cuando aceptó que Cristo
fuera el rescate. La humanidad de Cristo fue una carnada, y su divini-
dad el anzuelo que sirvió para pescar a Satanás. Temiendo el efecto que
la vida y las enseñanzas de Jesús tendrían en sus cautivos, y viendo la
gloria divina del Señor a través del velo de su carne, de tal manera
oscurecida como para ser engañado, Satanás decidió deshacerse del
peligro matando a Cristo. Pero causar la crucifixión equivalió a aceptar
el rescate; los cautivos fueron liberados y el Libertador escapó. Esa
posición encuentra declaraciones aún más exactas en Gregorio de Nisa
(e. 395). E. J. Banks piensa que esa teoría, en su forma no calificada, la
sostuvo únicamente Gregorio, y que fue calificada en los escritos de
Ireneo y Agustín, bien por haber sido despojada de sus cualidades
objetables, o por haber sido sostenida en conjunción con una propicia-
ción hecha a Dios.9 Isaac A. Dorner, K. F. A. Kahnis y Henry C.
Sheldon sostienen la misma opinión. Agustín, pues, dice así: “Dios el
Hijo, siendo vestido de humanidad, subyuga aun el diablo al hombre,
no extorsionando nada de éste con violencia, sino que lo vence por
medio de la ley de la justicia, ya que hubiera sido una injusticia si el
diablo no hubiera tenido el derecho de gobernar sobre los seres que
había hecho cautivos”. Aunque la manera de abordar este tema se hace
por medio de los conceptos de guerra y conquista, hay dos términos
que sobresalen claramente: el del “honor” y el de la “satisfacción”. En el
periodo más tardío de la caballería, esos términos poseyeron aún mayor
significado en su aplicación religiosa. Sin embargo, en la iglesia latina,
la teoría de un rescate ofrecido a Satanás nunca se generalizó, aunque
generalmente se admitía que Satanás había usurpado los derechos sobre
la raza apóstata. León consideró esa usurpación como un derecho

220 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

tiránico, y Gregorio el Grande sostuvo que solo era un derecho


aparente. Sin embargo, mantuvieron que estos derechos se habían
perdido, pero no en virtud de un contrato, sino por la muerte de
Jesucristo. “Ciertamente es justo”, dice Agustín, “que a nosotros a
quienes él nos detuvo como deudores, se nos deje en libertad por creer
en Aquél a quien mató sin que nada debiera” (De Trinitate, xiii, 14).10
Se supone que Atanasio (325-373) haya sido el primero en proponer
la teoría de la muerte de Cristo como el pago de una deuda a Dios. Su
argumentación puede expresarse brevemente así: Dios, habiendo
amenazado con la muerte como paga del pecado, no hubiera sido fiel si
no hubiera cumplido su promesa. Pero no hubiera sido algo digno de la
bondad divina haber permitido a seres racionales a quienes les había
impartido su Espíritu, sufrir muerte como consecuencia de una
imposición ejercida por Satanás. Viendo, entonces, que nada excepto la
muerte podía resolver el dilema, el Verbo, quien no podía morir,
asumió un cuerpo mortal, y habiendo cumplido la ley por medio de su
muerte, ofreció su naturaleza humana como sacrificio por todos.
Es también durante este periodo temprano que primero notamos
una tendencia hacia la creencia en la predestinación y la expiación
limitada. Aparte de Agustín y sus seguidores, la creencia común era que
Cristo había muerto por todos, y que era la inequívoca voluntad de
Dios que todo ser humano participara de la salvación por medio de Él.
El hecho de que algunos sean salvos y otros no se explicaba en términos
de la agencia libre del ser humano, y no por la gracia electiva. Al
principio, el mismo Agustín defendió de manera distintiva esa posición,
pero en su controversia con los pelagianos adoptó un sistema estricta-
mente monergista. Sostuvo la inhabilidad total del ser humano para
ejercitar buenas obras. Así que, hasta tanto el individuo fuera regene-
rado, no había poder para ejercitar la fe. Por consiguiente, la gracia solo
se le proporcionaba a los electos, por medio de un llamado efectivo,
limitándose la expiación a aquellos para los que estuviera dispuesta.
Anterior a este periodo, la teoría dominante había sido el sinergismo, es
decir, que el individuo, para recuperarse del pecado, trabaja con Dios
por medio de la gracia que se provee como don gratuito, de forma tal
que condicione el resultado.11
La teoría ansélmica de la expiación. Anselmo (1033-1109), en la
última parte del siglo once, publicó su Cur Deus Homo [¿Por qué Dios
se hizo humano?], el libro que marcó una época. En el mismo, Anselmo
proveyó la primera declaración científica para los puntos de vista sobre

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 221

la expiación que los padres habían sostenido implícitamente desde el


principio. Aquí la idea de la satisfacción de la justicia divina se convirtió
en la fórmula frontal, y a “la teoría de la satisfacción” para la expiación
todavía se le conoce con el nombre de su autor. Anselmo, aunque dio
un lugar más prominente que los primeros padres a términos como
“honor”, “justicia”, “satisfacción” y “mérito”, rechazó totalmente la
teoría de un rescate pagado a Satanás. Dispuso de la misma con las
siguientes breves palabras: “¿Fue la ley de Satanás la que habíamos
transgredido? ¿Fue él el juez que nos envió a prisión? ¿Fue con él que
estábamos en deuda? ¿Se habrá oído jamás que el precio del rescate se
pague al carcelero? Sea que lo hayan dicho así los antiguos o no, o en
qué sentido lo dijeron, no me molestaré en averiguarlo; ello en sí es
ridículo y blasfemo”. La teoría de Anselmo puede expresarse como
sigue: El pecado viola el honor divino, y merece un castigo infinito,
porque Dios es infinito. El pecado es culpa o deuda, y bajo el gobierno
de Dios, esa deuda deberá pagarse. Esta necesidad se fundamenta en las
perfecciones infinitas de Dios. O se provee una satisfacción adecuada, o
se demanda una venganza. El ser humano no puede pagar esa deuda, ya
que no solo es finito, sino que se encuentra en bancarrota moral por
medio del pecado. Siendo que la satisfacción adecuada es imposible
para un ser tan inferior a Dios como es el ser humano, el Hijo de Dios
se hizo hombre con el fin de pagar la deuda por nosotros. Por ser
divino, podía pagar una deuda infinita; y por ser humano y sin pecado,
podía representar debidamente al ser humano. Pero, por ser sin pecado,
no estaba obligado a morir, y por no tener una deuda propiamente
suya, recibió, como recompensa por sus méritos, el perdón de nuestros
pecados. “¿Puede algo ser más justo”, preguntaba Anselmo, “que el que
Dios remita toda deuda, cuando de esa manera recibe una satisfacción
mayor que toda deuda, con tal que la misma se ofrezca con el senti-
miento correcto?” Aquí se debe notar que Cristo le rinde satisfacción a
la justicia divina, no por cargar con el castigo de una ley quebrantada
en lugar del pecador, sino indirectamente, por la adquisición de mérito.
El sacrificio de Cristo, por ser infinito, fue de mayor valor que el
demérito del pecado, y, como consecuencia, este mérito le pertenece a
Cristo, y se derrama sobre todo aquel que cree. Este mérito, cuando se
recibe por fe, se vuelve la justificación de los seres humanos, y se les
transfiere o se les acredita a su cuenta. De esa manera, compensa por las
demandas de la justica, en tanto y en cuanto esas demandas constituyen
una barrera fija en contra del perdón de pecados. Así que, la justicia

222 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

divina fue satisfecha, pero solo en el sentido de que aseguró el honor de


esa justicia, sin tomar en consideración el ofrecimiento del perdón de
pecados. Anselmo, como veremos, hace que la obra redentora de Cristo
se centre en su muerte voluntaria.12
La teoría de Abelardo. Abelardo (1079-1142) difirió ampliamente de
Anselmo en su teoría de la expiación. Mantuvo que era la rebelión del
ser humano la que había que suprimir, y no la ira de Dios la que había
que propiciar. Sostuvo que la expiación debía considerarse como una
exhibición triunfante del amor divino, en lugar de una satisfacción de la
justicia divina. Para Abelardo, la benevolencia era el único atributo que
importaba en la redención. La redención, al igual que la creación,
ocurrió por fíat divino, razón por lo cual, y por la voluntad de Dios, el
pecado podía ser abolido, y el pecador restaurado a la gracia, sin
necesidad alguna de satisfacción o propiciación. Cristo murió con el
doble propósito de suprimir la oposición de los pecadores y remover sus
temores de culpabilidad, y ello por medio de una exhibición trascen-
dental del amor divino. La posición de Abelardo se convirtió en la base
para el posterior socinianismo, y ha sido adoptada por aquellos teólogos
trinitarios quienes, en tiempos modernos, han sostenido algún tipo de
teoría de influencia moral de la expiación.13
Desarrollos escolásticos. El periodo escolástico reviste importancia en
la historia de la expiación porque marca el principio de las tendencias
que más tarde desembocaron en la soteriología tridentina de la Iglesia
Católica Romana, y en la teoría de la satisfacción penal estricta de los
primeros reformadores protestantes. Pedro Lombardo (1100-1164)
aceptó la posición de Abelardo, oponiéndose a la de Anselmo. Sostuvo
que la obra de Cristo debía ser suplementada por el bautismo y la
penitencia, y en esto encontramos el secreto de la popularidad de su
Liber Sententiarum [Libro de sentencias] en la Iglesia Católica Romana.
Bernardo de Claraval (1091-1153) y Hugo de San Víctor (1097-1141)
adoptaron, en su mayor parte, la posición de Anselmo. Sin embargo,
Bernardo vaciló en denominar el pecado como “un mal infinito”, y, por
consecuencia, no afirmó específicamente la necesidad intrínseca de una
expiación. Prefirió, con Agustín, sostener una necesidad relativa basada
en el arreglo y la voluntad optativa de Dios. Hugo de San Víctor se
acercó más a la posición ansélmica, combinando, en su idea de la
propiciación, tanto los elementos legales como los sacrificiales. “El Hijo
de Dios”, dice Hugo, “al hacerse hombre, le pagó al Padre la deuda del
hombre, y al morir, expió la culpa del hombre”. Fueron Buenaventura

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 223

(1221-1274) y Tomás de Aquino (c. 1225-1274) los que forjaron


mayormente la teología de la Iglesia Católica Romana. Las enseñanzas
de ambos son muy similares, pero Tomás de Aquino, por ser el que
sistematiza con mayor fuerza, ocupa la posición más prominente.14 Hay
varios nuevos desarrollos en su teología. (1) Sostuvo que el mérito y el
demérito son estrictamente personales, y, por lo tanto, con el fin de
darle sustancia a la idea de la satisfacción vicaria, adelantó la idea de la
unio mystica, o la unión mística que existe entre Cristo y la iglesia. Basó
su doctrina en la declaración de Efesios 5:30, y sostuvo que esa relación
es diferente de cualquiera otra existente en la vida secular. No se refiere
a la relación externa que existe entre individuos, sino que es aquella en
la que hay una comunión de interés y de vida moral. De esa forma, un
pecador unido por fe al Salvador, puede volverse el fundamento y la
causa del castigo judicial en el Sustituto que lo expía, y a su vez, el
Verbo encarnado se puede tornar en la propiciación del pecador. Esta
idea de la unidad mística de Cristo y la iglesia permea la soteriología de
Aquino. (2) Éste hizo también una distinción entre satisfactio y
meritum, la primera aplicable al sufrimiento de Cristo como satisfac-
ción de la justicia divina, y la última al mérito de su obediencia, por
medio de la cual a los redimidos se les conceden las recompensas de la
vida eterna. De esta manera, Aquino anticipó la distinción posterior de
la teología calvinista entre la justicia “activa” y “pasiva” de Cristo. (3)
Enseñó la doctrina de la sobreabundancia de los méritos de Cristo. Si
bien esto parecía honrar la expiación, en realidad resultó en una
estimación inferior del pecado, lo cual llevó directamente a la teoría
católica romana de la supererogación, poniendo un caudal de méritos a
la disposición de la iglesia. (4) Aquino se separó de la teoría ansélmica
de una satisfacción absoluta en distinción de una relativa. Esto resultó
en una teoría de la justificación que descansaba en parte sobre la obra
de Cristo, y en parte sobre las obras del individuo. Esa teoría laxa se
afianzó gradualmente en la Iglesia Católica Romana hasta que al fin
obtuvo la autoridad eclesiástica en la soteriología de Trento. Pero al
mismo tiempo se estaban desarrollando las fuerzas que llevarían
finalmente a la Reforma.15 Los teólogos intermedios como Buenaven-
tura, Alejandro de Hales, y muchos de los místicos posteriores allana-
ron el camino para la Reforma, (1) al admitir una visión relativa de la
expiación, pero a la vez demostrar que la misma no podía sustituir la
idea absoluta de la satisfacción sin que se acarreara un gran peligro para


224 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

la iglesia; y (2) al mantener la idea ansélmica de la satisfacción absoluta


solo por medio de Cristo.
La soteriología tridentina. La soteriología de la Iglesia Católica Ro-
mana, como hemos demostrado, fue en gran medida el producto de los
principios teológicos de Buenaventura y Tomás de Aquino. La unio
mystica dio pie a dos errores fundamentales: (1) limitó la redención del
creyente como configurada a su Señor, en el sentido de que la culpa del
pecador fue transferida a Cristo en el mismo sentido en que los méritos
de Cristo fueron transferidos al pecador. Esto contradecía la universa-
lidad de la expiación y marcaba un mayor desarrollo de la teoría de la
predestinación. (2) El creyente que peca después del bautismo deberá
configurarse a su Señor por medio de la penitencia personal. Esa
penitencia era, por supuesto, imperfecta, pero se consideraba como una
expiación que se unía a la de Cristo. La distinción entre la satisfacción y
el mérito, y la posterior distinción entre una expiación absoluta y una
relativa, hizo posible la idea de la superabundans satisfactio, o lo
superabundante de los méritos de Cristo. Esto, añadido a la idea de los
méritos superfluos de los santos, constituyó la fuente del sistema
medieval de las indulgencias. Sin embargo, el error de la teología
católica romana aparece principalmente en su carácter subjetivo, y ello,
en su aspecto individual, será tratado con mayor detalle en nuestra
discusión de la justificación.
El periodo de la Reforma. Los reformadores, al reaccionar contra la
teología de la Iglesia Católica Romana, revivieron la teoría ansélmica de
la necesidad absoluta de satisfacción en la naturaleza divina. Retuvieron
la idea de satisfacción tanto como la de mérito, según las sostuvo
Anselmo. Así que, la satisfacción vino a ser una ofrenda sustitutoria penal
en lugar de una acumulación de mérito imputada a los elegidos; y el
mérito se vio en el sentido de ser la base de su justicia. Es decir, que la
muerte voluntaria de Cristo removía el castigo de los elegidos, y su
obediencia activa les aseguraba su justicia personal. Las iglesias reforma-
das se diferenciaban de las luteranas en que, mientras estas últimas
sostenían que la satisfacción de Cristo era suficiente para todos los
pecados, el original tanto como el actual, las reformadas limitaban el
alcance de la expiación a los elegidos. Sin embargo, tanto los luteranos
como los reformados hicieron de la muerte de Cristo el centro de la obra
expiatoria, flanqueada por la encarnación y la resurrección a cada lado.
Asociaron el mérito de la obediencia activa de Cristo a la ley con su
muerte voluntaria como causa procuradora de la salvación. Insistieron en

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 225

esto sobre las bases de que Cristo no fue un súbdito de la ley, sino su
Señor. Los socinianos, en oposición a las iglesias luteranas y reformadas,
revivieron la teoría de Abelardo, y, en cierta medida, la de Juan Escoto.
Los socinianos encuentran su expresión moderna en las numerosas
teorías de la influencia moral. Los arminianos trataron de dar con un
término medio entre los extremos de las teorías de la satisfacción penal y
la influencia moral. Grocio argumentó, en contra de Escoto, que Dios
castiga el pecado, no como un acto de desagravio, sino como el gober-
nador del universo, para que su gobierno prevalezca. Discutiremos estas
teorías en nuestra próxima división.

TEORÍAS MODERNAS DE LA EXPIACIÓN


Nos proponemos ofrecer en esta división, no una historia cronoló-
gica de las diversas teorías de la expiación sostenidas en los tiempos
modernos, sino más bien una clasificación de las principales formas que
esas teorías han asumido. Las trataremos bajo la siguiente clasificación:
(1) La teoría de la satisfacción penal; (2) La teoría gubernamental o
rectora; (3) Las diversas teorías de la influencia moral; (4) La teoría
ética; y (5) La teoría racial.
La teoría de la satisfacción penal. Esta es la teoría sostenida por las
iglesias reformadas, y se conoce generalmente como la teoría calvinista.
A veces también se refieren a ella como la teoría ansélmica, pero aunque
relacionada, la teoría ansélmica pasó por cambios importantes en las
manos de los reformadores. En primer lugar, Anselmo enseñó que el
sacrificio de Cristo aseguraba la clase de mérito capaz de ser imputado
al culpable. Entre tanto, los reformadores sostuvieron que la satisfac-
ción de Cristo había que considerarla en el sentido de una sustitución
penal a favor del pecador.16 Así que, tomaron de Anselmo la idea de la
satisfacción, pero le adjudicaron el significado de sustitución en lugar
de mérito. En segundo lugar, los reformadores incluían la obediencia
activa de Cristo como parte del precio redentor, como también lo era
su muerte voluntaria, entre tanto que Anselmo mantenía que la
satisfacción que Cristo ofrecía no pudo haber sido su obediencia, pues
que, como hombre, se la debía a Dios. Podemos, entonces, decir, que
entre tanto la teoría sociniana presentaba los sufrimientos de Cristo
como diseñados para producir un efecto moral en el corazón del
pecador individual, y la teoría gubernamental reclamaba que había sido
designada para producir un efecto moral en un universo inteligente, la
teoría de la satisfacción mantiene que el propósito inmediato y

226 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

principal de la obra de Cristo era satisfacer el principio esencial de la


naturaleza divina, la cual demanda el castigo del pecado. A. A. Hodge,
un teólogo calvinista de tipo federalista, resume esta teoría en los
siguientes puntos esenciales: (1) El pecado, por su propia causa, merece
la ira y la maldición de Dios. (2) Dios está dispuesto, por razón de la
mismísima excelencia de su naturaleza, a tratar a sus criaturas como lo
merecen. (3) Para satisfacer el juicio justo de Dios, su Hijo asumió
nuestra naturaleza, fue hecho bajo la ley, cumplió toda justicia, y llevó
el castigo de nuestros pecados. (4) Por su justicia, aquellos que creen se
constituyen justos, siendo los méritos de Cristo a tal punto imputados
que se les considera como justos a la vista de Dios (A. A. Hodge,
Outline of Theology, 303). J. P. Boyce, el eminente teólogo bautista,
dice que la teoría calvinista de la expiación establece que, Cristo, en sus
sufrimientos y muerte, trajo sobre sí el castigo de los pecados de
aquellos de quienes era su sustituto, lo que hizo posible una satisfacción
de la justicia de Dios por la ley que habían quebrantado. Por esa razón,
Dios ahora perdona todos sus pecados, y por estar plenamente reconci-
liado con ellos, su amor preferente fluye libremente hacia ellos.17 Esta
doctrina así enseñada encierra los siguientes puntos: (1) Que los
sufrimientos y la muerte de Cristo fueron una expiación real; (2) Que,
con su expiación, Cristo se hizo el sustituto de aquellos a quienes vino a
salvar; (3) Que, como tal, llevó el castigo de sus transgresiones; (4)
Que, al hacerlo, satisfizo ampliamente las demandas de la ley y la
justicia de Dios; y (5) Que, así, se ha hecho una reconciliación real
entre Dios y los seres humanos (compárese con James P. Boyce,
Abstract of Systematic Theology, 317).
Este tipo de teoría contiene un valioso elemento de verdad. Toda
teoría de satisfacción vicaria deberá admitir la idea de la obra sustitutiva
de Cristo. Sin embargo, mucho importa si la sustitución se considera
solamente externa, en el sentido de “en lugar de”, o si también se diría
que es “a nombre de”. Tanto los teólogos arminianos como calvinistas
admiten que esta teoría concibe la sustitución de manera demasiado
formal y externa, y que exalta el honor divino, en lugar de la santidad
divina en la cual se basa. John Miley llama la atención a las perplejidades
de tratamiento, y a las vacilaciones y diversidades de opinión, que se dan
en su explicación. Y añade: “El efecto de imputarle el pecado a Cristo, y
la naturaleza y el grado de sus sufrimientos penales, son preguntas que
entran profundamente en las dificultades del tema. ¿Fue traído el pecado
sobre Cristo por imputación, para incluir su depravación y demérito, o

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 227

solo su culpa? ¿Sufrió en lugar de los elegidos el mismo castigo que, de


otra manera, estos hubieran sufrido? ¿Soportó el sufrimiento penal en la
misma cantidad aunque no en la misma calidad, que el que merecían los
redimidos? ¿Sufrió un castigo equivalente, menor en cantidad pero
mayor en valor y, por consiguiente, una pena equiparada con la justicia?
¿Sufrió el tormento de los finalmente perdidos? ¿Fue su castigo potencial
o intensamente eterno? Estas preguntas se habían hecho y contestado
afirmativamente, pero ahora se contestan mayormente en la negativa,
especialmente en el caso de las de significado más extremo. El arrojo de
los primeros expositores se evita mayormente con la precaución de los
posteriores. Los primeros son más extravagantes, los últimos menos
consistentes. Pero la teoría, en cada una de sus fases, afirma el justo
castigo del pecado en Cristo, afirmando o implicando así todo lo que un
castigo tal requiera. La negación de lo que se requiere sería suicidio”
(John Miley, Systematic Theology, II:142).
Estas preguntas se tratarán con más detenimiento en nuestra consi-
deración de la naturaleza de la expiación, pero es necesario que
indiquemos aquí, en términos generales, algunas de las debilidades de
esta teoría.
1. Un estudio de los principios del calvinismo, tal y como se en-
cuentran en las varias declaraciones de fe, revela que le es fundamental a
la teoría el que el pecado sea castigado por razón propia. Si debe ser
castigado, entonces Dios está obligado a hacerlo. Es una necesidad de la
rectitud judicial de Dios. La justicia divina deberá obtener satisfacción
penal. Es por esta razón que a la posición calvinista a veces se le conoce
como “la teoría judicial”. Se deberá traer el castigo sobre el pecador o
un sustituto. Cristo, el Hijo de Dios, se hace el sustituto. Aunque no es
esencial a la teoría, los calvinistas nunca han podido decidir si la pena
que Cristo acarreó fue idéntica o equivalente. La inconsistencia reside
en lo siguiente: si el pecado ha de castigarse por razón propia, y si
Cristo se hizo nuestro sustituto, entonces nuestro pecado se le ha
transmitido en algún sentido, de otra manera no pudo haber merecido
el castigo que se trajo sobre Él. Es cierto que los calvinistas, por lo
general, son cuidadosos en mantener una distinción entre el demérito o
la culpabilidad del pecado (reatus culpœ), y la culpa como responsable
de castigo (reatus poenae), una distinción correcta de observar. Pero esa
distinción de por sí nulifica la idea calvinista de la sustitución, ya que el
sustituto se hace responsable de la pena aunque sin el demérito, y, por
consiguiente, el pecado no es de hecho castigado. Quien lo sustituye es

228 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

solo una víctima inocente. Es en ese intento de imputarle a Cristo


nuestro pecado, como si fuera suyo, en el que aflora la debilidad de este
tipo de sustitución. Hasta un calvinista como A. H. Strong admite que
esta teoría “es defectuosa porque se acoge a una simple transferencia
externa de los méritos de la obra de Cristo, pero no establece clara-
mente la base interna de la transferencia en la unión del creyente con
Cristo” (A. H. Strong, Systematic Theology, II:748).
2. Los defensores de la pena sustitutiva con frecuencia reclaman que
esta teoría es la única que admite la obra sustitutiva de Cristo, y que
negarla es, por necesidad, negar a Cristo como nuestro sustituto. Pero
la teoría gubernamental o rectora sostiene este hecho de manera tan
cabal y firme como la teoría penal. John Miley, su más tenaz represen-
tante entre los teólogos modernos, da la importancia adecuada a la obra
sustitutiva de Cristo. Y es que la idea de la sustitución penal no es un
hecho distintivo de esta teoría. Otras teorías admiten de igual manera
los sufrimientos de Cristo como la base condicional para el perdón. La
teoría rectora moderada de Richard Watson se adhiere firmemente a lo
vicario de los sufrimientos de Cristo, pero lo basa en el carácter ético de
Dios tanto como en lo que es esencial a un gobierno.19 La aproxima-
ción más profunda y más bíblica a este tema se reconoce instantánea-
mente en las palabras de William Burton Pope: “Siendo que la
expiación beneficia a la raza humana, y por lo tanto es nuestra, debe
verse como una satisfacción vicaria de los reclamos de la justicia divina
o la expiación por la culpa del pecado, y como la propiciación del favor
divino… La idea sustitutiva es, en su caso, calificada, por un lado, por
medio de la representación, y por el otro, por la comunión mística de
los santos… La doctrina no habla de que Cristo haya sufrido un castigo
en lugar de su pueblo, que haya ocupado su lugar legal y asumido su
responsabilidad legal, y que, por consiguiente el pueblo esté para
siempre sin culpa. Más bien, habla de que Él ha presentado una
ofrenda sacrificial en lugar de la raza; y que, haciendo de la virtud de la
expiación la fuerza de su plan, representa a todos los que vienen a Dios
por medio de Él. La propiciación que es ofrecida por todos los seres
humanos, y que se acepta, se hace efectiva solo para el penitente que la
abraza, al confiar en Aquél a quien Dios ha hecho propiciación, en su
sangre, por fe” (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, II:271).
3. Por un lado, la teoría sustitutiva penal lleva, por necesidad, al
universalismo, o, por otro lado, a la elección incondicional. John Miley

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 229

hace la denuncia de que “una expiación tal, por su misma naturaleza,


cancela todo reclamo punitivo en contra de los elegidos, y, como
resultado inmediato, libera para siempre de toda culpa en el sentido de
responsabilidad por el castigo del pecado. Sabemos que una consecuen-
cia así es negada, aunque demostraremos que es a la misma vez
afirmada completamente”. Como prueba de su aseveración, cita a
autoridades tales como Hodge, Dick, Symington y Turretin. Como
dice Charles Hodge: “Si los reclamos de la justicia son satisfechos, no
pueden ser puestos de nuevo en rigor. Esta es la analogía entre la obra
de Cristo y el pago de una deuda. El punto de concordancia entre los
dos casos no es la naturaleza de la satisfacción rendida, sino un aspecto
del efecto producido. En ambos casos las personas por las que se obra la
satisfacción son ciertamente libres. Su exención o liberación es, en
ambos casos, e igualmente en ambos, un asunto de justicia”.20 Así
también, Symington declara que “siendo que la muerte de Cristo es
una satisfacción legal por el pecado, todos aquellos por los que murió
deben gozar de la remisión de sus ofensas” (John Miley, Systematic
Theology, II:151; A. A. Hodge, Systematic Theology, II:472; William
Symington, Atonement and Intercession, 190). Es evidente, pues, que la
teoría penal sustitutiva de la expiación implica también la pregunta de
su extensión. Si Cristo murió por todos los seres humanos, entonces,
como mantiene el universalismo, todos son incondicionalmente salvos.
Si no todos son salvos, como enseña claramente la Biblia, la única
opción es creer en la expiación como limitada a los escogidos. Como
consecuencia natural de esta teoría, se ha desarrollado una noción no
bíblica y falsa de su aplicación. Se está obligado a aceptar el universa-
lismo o la expiación limitada. La historia de la doctrina cristiana
también demuestra ese hecho.
4. La teoría penal, en su desarrollo histórico, está asociada a las ideas
calvinistas de la predestinación y la expiación limitada. Nosotros
objetamos a dicha teoría sobre las bases de que su aplicación representa
necesariamente a la expiación como algo limitado a los escogidos,
cuando la Biblia declara que Cristo murió por todos. La objetamos, aún
más, sobre las bases de que la Biblia declara que la ofrenda propiciatoria
de Cristo se hizo eficaz por medio de la fe (Romanos 3:22-25), entre
tanto que esta teoría depende únicamente del llamado efectivo, o la
gracia electiva de Dios.21 Así lo admite James P. Boyce en su argumento
en contra el arminianismo. Dice que “no se ajusta a la justicia el que
alguien deba sufrir por quien un sustituto ya ha llevado el castigo y

230 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

hecho plena satisfacción”; y, de nuevo, “Hace de la salvación un


resultado, en parte, de la fe; pero la fe es el resultado de la reconcilia-
ción, no su causa; es don de Dios”. Luego Boyce establece su propia
posición con estas palabras: “Que esta limitación es una de propósito,
que Dios solamente diseñó la salvación actual de algunos, y que,
cualquiera que haya sido la provisión hecha para otros, hizo este arreglo
positivo por medio del cual la salvación de ciertos individuos está
asegurada” (James P. Boyce, Abstract of Systematic Theology, 337). Aquí
vemos la teoría sustitutiva en su forma no adulterada. Cristo murió en
lugar de algunos, los cuales, por consiguiente, deben ser salvos, siendo
que no sería justo castigar al pecador tanto como a su sustituto. Cristo
murió por los elegidos, los cuales no solo son conocidos de antemano,
sino ordenados de antemano para este estado de salvación, por decreto
de Dios. Los que son así predestinados, son incondicionalmente
salvados en virtud del otorgamiento de la gracia regeneradora, de la cual
surge el arrepentimiento, la fe, la justificación, la adopción y la
santificación.
5. Nuestra objeción final a la teoría de satisfacción está basada en el
hecho de que lleva lógicamente al antinomianismo. Los defensores de
esta teoría usualmente lo niegan, sin embargo, históricamente, el
antinomianismo siempre se ha mantenido como conectado con ese tipo
de creencia en la expiación. (1) Sostiene que la obediencia activa de
Cristo se le imputa a los creyentes de forma tal que Dios la estima
como si la hubieran cumplido. Por lo tanto, son justos como por
apoderado. (2) En realidad, esa imputación hace superfluos los
sufrimientos de Cristo, ya que si ha hecho por nosotros todo lo que la
ley requiere, ¿por qué hemos de estar en la necesidad de ser librados del
castigo por medio de su muerte? (3) Si la obediencia activa de Cristo se
ha de sustituir por la de los creyentes, la misma deja fuera la necesidad
de la obediencia personal a la ley de Dios. Por lo tanto, transfiere el
requisito de la obediencia de los súbditos del gobierno divino a Cristo
como el sustituto, dejando al ser humano sin ley, y a Dios sin dominio.
De esa manera, al ser humano se le deja en la posición de ser tentado a
todo tipo de licencia, en vez de que se le haga estrictamente responsable
por una vida de justicia. (4) Este tipo de satisfacción verdaderamente
no puede ser llamada así, ya que es simplemente el desempeño de todo
lo que la ley requiere de parte de una persona que ha sustituido a otra.22
La teoría gubernamental. Esta teoría, como la desarrolló Grocio,
sostenía que la expiación no fue la satisfacción de algún principio

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 231

interno de la naturaleza divina, sino de necesidades de gobierno. Por un


lado, surgió como protesta contra la teoría rigurosa de la sustitución
penal, y por otro, por el rechazo sociniano de toda intervención vicaria.
Esta teoría la adelantó primero Jacobo Arminio y su discípulo, Hugo
Grocio, aunque, más tarde, Grocio se separó de su posición inicial.
Ambos, juntos, acordaron mantener, no la exactitud de la total justicia
divina, ni tampoco su mayor parte, como era el caso con la teoría
ansélmica, sino, de igual manera, la justa y compasiva voluntad de Dios
como un elemento verdadero de la expiación. Ellos, de ese modo,
buscaban poner de relieve el amor de Dios al igual que su justicia.
Grocio difirió de Arminio en el desarrollo posterior de estos principios,
limitando la satisfacción hecha por Cristo a la dignidad de la ley, al
honor del dador de la ley, y a la protección del universo. La muerte de
Cristo, y sus sufrimientos, vinieron así a ser, no una exhibición del
amor que atrae a los seres humanos a Dios, como es el caso con las
teorías de la influencia moral, sino un disuasivo en contra del pecado
por medio de una exhibición de su castigo.23
Hugo Grocio (1583-1645) fue un distinguido jurista holandés
quien diseñó su idea de la expiación siguiendo el método de la ley civil.
Su magna obra se tituló, “Una defensa de la fe católica en contra de
Fausto Socino, concerniente a la satisfacción de Cristo” (1617). Sin
embargo, al buscar defender la fe ortodoxa, en realidad terminó
transformándola en una nueva teoría, que se conoce comúnmente
como la teoría gubernamental o rectora. Aquí la idea central de su
defensa fue que Dios no debía considerarse como la parte ofendida o
perjudicada, sino como el gobernador moral del universo. Por lo tanto,
debía mantener la autoridad de su gobierno por razón de los intereses
del bien común. Como consecuencia, los sufrimientos de nuestro Señor
deberían considerarse, no como un equivalente exacto de nuestro
castigo, sino solo en el sentido de que la dignidad del gobierno divino
fuera tan efectivamente mantenida y vindicada como si lo hubiera sido
en caso de que hubiéramos recibido nosotros el castigo que merecía-
mos. El gran jurista consideraba esa verdad como autoevidente dentro
de la esfera de la jurisprudencia, por lo que será difícil entender su
posición a menos que se tome ese hecho en consideración. Sin embar-
go, fue en este punto en donde los satisfaccioncitas urgieron la crítica
de su posición. Grocio enseñó que la ley a la que el ser humano está
sujeto, tanto en el castigo como en el precepto, es un producto positivo
de la voluntad divina. Por lo tanto Dios, como un gobernador moral,

232 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

puede relajar sus demandas. Pero fue esta posición sobre el relajamiento
de las demandas de la ley la que lo sujetó a la crítica.24 El término que
introdujo, acceptilatio, el cual Juan Escoto había empleado contra la
posición ansélmica, hizo que lo acusaran de concederles demasiado a los
socinianos. El acceptilatio, en la ley romana, se refería a la absolución de
una obligación por la palabra, sin que mediara un pago real. Grocio, sin
embargo, insistió en que su teoría de la satisfacción iba más allá que el
acceptilatio de la jurisprudencia romana, y que, aunque era de valor
infinito, no era un equivalente preciso. Por tanto, los reclamos de la ley
se relajaban en un sentido pero no en otro. William Burton Pope hace
un señalamiento en el sentido de que “la teoría ansélmica más rigurosa
debe admitir el principio tocante a la aceptación de un sustituto se
refiere; pero, ¿por qué no llevar el principio un poco más lejos y hacer
del acto de interferencia algo que se extienda hasta el valor de la cosa
sustituida, y también hasta el principio de la sustitución, especialmente
cuando el valor aquí es infinito?” (William Burton Pope, Compendium
of Christian Theology, II:313). John Miley atribuye el acceptilatio a la
posición ansélmica más bien que a la de Grocio, sosteniendo que esta
última no admite una teoría de la expiación basada en un sentido tal de
deuda y pago.25
Richard Watson (1781-1823) enseñó una forma modificada de
teoría gubernamental. Sostuvo que la expiación era una satisfacción de
la naturaleza ética de Dios, así como un expediente para sostener la
majestad de su gobierno. Basó su posición en que no debía haber un
abismo moral entre las leyes y la naturaleza de Dios, y que lo que
satisface a ésta es aceptable para las otras. Watson establece su posición
de la siguiente manera: “La muerte de Cristo es, entonces, la satisfac-
ción aceptada, y siendo así la justicia satisfecha, es decir, siendo esta una
consideración que satisface a Dios como un ser esencialmente justo, y
como quien le tiene un respeto estricto e inflexible a la justicia de su
gobierno, es por causa de esa muerte, o por medio de ella, que perdona,
lo cual, como consecuencia, se vuelve ‘una declaración de la justicia de
Dios’ como el único método señalado para la remisión del castigo del
culpable; y si este es el caso, la satisfacción no respeta… el honor de la
ley de Dios, sino su autoridad, y el soporte del carácter justo y santo del
Dador de la ley, y de su administración, de la cual esa ley es la expresión
visible y pública. Esto no ha de considerarse un expediente simplemen-
te sabio y apropiado de gobierno, un punto al que hasta el mismo
Grocio se inclinó demasiado, sin excluir a muchos otros teólogos… por

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 233

lo que se concluye que no existen otras alternativas sino la del canje de


un gobierno justo por uno descuidado y laxo que deshonre los atributos
divinos y sancione el desorden moral, o la de mantener aquel gobierno
por medio del castigo personal y extremo de cada ofensor; o, todavía
más, la alternativa de la aceptación de la muerte vicaria de un ser
infinitamente digno y glorioso, por medio de quien se debe ofrecer el
perdón, y en cuyas manos se debe poner el proceso de restauración
moral del caído” (Richard Watson, Institutes, II:139).26
John Miley (1813-1895) es el más destacado representante de la
teoría gubernamental de tiempos modernos. Sin embargo, al aceptar
esa teoría, no lo hace por alguna exposición particular que se le haya
dado, sino por una que él mismo construye a partir de sus principios
fundamentales. Sostiene, con buenas razones, que la teoría no ha tenido
la fortuna de ser siempre bien expuesta, particularmente al principio. Se
han retenido elementos extraños, y se han omitido, o bien se han
puesto fuera de lugar, hechos vitales. Aun cuando se encuentre casi solo
entre los teólogos modernos, Miley, partiendo de las premisas que
establece, construye un argumento sólido y lógico. Sostiene, sin
embargo, que Richard Watson basa la necesidad de la expiación en la
teoría gubernamental, aunque difiere de éste en la manera de exponerla.
Sostiene, además, que, aunque Daniel D. Whedon nunca ha ofrecido
su teoría de la expiación siguiendo el estilo gubernamental, en principio
es la misma. Entiende que Miner Raymond sostiene la misma idea de la
expiación que Whedon. John J. Tigert, en Summers’ Systematic
Theology, critica especialmente la teoría de John Miley, siendo la
objeción más seria la de la falta de énfasis en la idea de la propiciación.27
La teoría gubernamental de John Miley, brevemente resumida, es
como sigue: (1) Expiación por sustitución. Los sufrimientos de Cristo son
una expiación por el pecado, pero por sustitución, lo cual quiere decir
que los sufrió intencionalmente por pecadores bajo condenación judicial,
y con el fin de que fueran perdonados. El logro de este perdón es
consistente con la justicia divina. (2) La sustitución condicional. El perdón
de pecados tiene una condicionalidad real. Una expiación para todos por
medio de la sustitución absoluta alcanzaría inevitablemente la salvación
para todos. Por lo tanto, una expiación universal, pero con el hecho de
una presente salvación limitada, trae de manera conclusiva una condi-
cionalidad real en lo tocante a su gracia salvadora. (3) Sustitución en
sufrimiento. La sustitución de Cristo debe poseer una naturaleza que esté
de acuerdo con el carácter provisorio de la expiación. Por lo tanto, no

234 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

puede ser una sustitución del castigo como la pena merecida por el
pecado, puesto que ello sería una expiación absoluta. La sustitución, por
tanto, es en el sufrimiento, pero sin el elemento penal. (4) La expiación
debe estar relacionada con la justicia pública. Como es el caso con la teoría
de la satisfacción, en la rectora, los sufrimientos de Cristo son una
expiación por el pecado solo si en algún sentido toman el lugar del
castigo. En una, toman su lugar como un sustituto penal, cumpliendo así
el oficio de la justicia en el castigo actual del pecado; en la otra, toman el
lugar del cumplimiento de su oficio en lo que concierne a los intereses
del gobierno moral. (5) Lo remisible de sus penalidades. No hay suficiente
razón para que el pecado sea castigado solo sobre las bases de su deméri-
to. El perdón de un pecador, como una verdadera remisión del castigo
en el momento de su justificación y aceptación en el favor divino, es una
prueba positiva de lo contrario. (6) El lugar de la expiación. Ahora el
camino está abierto para una provisión sustitutiva que pueda tomar el
lugar del presente castigo impuesto sobre el pecado. La teoría de la
satisfacción en realidad no deja lugar para la expiación vicaria. Su
principio más fundamental y permanentemente afirmativo, a saber, que
el pecado como tal debe ser castigado, hace del castigo del pecador una
necesidad absoluta. Pero, siendo que las penalidades son remisibles en lo
que toca a una justicia puramente retributiva, teniendo así un fin especial
que sea de interés para un gobierno moral, dichas penalidades pueden
dar lugar a cualquier medida sustitutiva que obtenga ese fin. Y ahí, pues,
se tiene el lugar para la expiación vicaria. (7) La naturaleza de la expia-
ción. La naturaleza de la expiación en los sufrimientos de Cristo se deriva
necesariamente del principio arriba mencionado. No puede derivarse de
la naturaleza requerida por los principios de la teoría de la satisfacción. Al
afirmar lo absoluto de la justicia divina en su elemento puramente
retributivo, la teoría excluye la posibilidad de una sustitución penal en
expiación por el pecado. Por consiguiente, los sufrimientos de Cristo no
son, ni pueden serlo, una expiación por medio de la sustitución penal.
Pero, aunque sus sufrimientos no pueden tomar el lugar de la pena en el
castigo presente del pecado, sí pueden, y lo hacen, tomar el lugar en su
fin estrictamente rector. De esta manera se establece que la expiación
consista en los sufrimientos de Cristo, como un sustituto provisional de
la pena, en el interés del gobierno moral. (Systematic Theology,
II:155-156.)
Las objeciones a esta teoría recibirán consideración en nuestro tra-
tamiento constructivo de la expiación. Aquí será suficiente mencionar,

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 235

de manera breve, las objeciones que regularmente se le contraponen.


(1) No le adscribe suficiente importancia a la idea de la propiciación,
por lo cual minimiza la idea de una satisfacción real de los atributos
divinos. (2) Realza la misericordia de Dios casi en el mismo sentido en
que el calvinismo realza la justicia de Dios. Una teoría auténtica de la
expiación debe satisfacer todos los atributos de la naturaleza divina. (3)
Se desarrolla sobre el falso principio filosófico de que la utilidad es la
base de la obligación moral. (4) Prácticamente ignora la santidad
inmanente de Dios, y el principal propósito de la expiación es sustitui-
do por lo que es sencillamente subordinado. Miley también es cuestio-
nado por John J. Tigert por asumir que no hay un verdadero punto
medio entre la idea calvinista de la satisfacción y la estricta teoría
rectora. Éste piensa que la teoría de la satisfacción puede sostenerse
separada de las añadiduras calvinistas. “Watson, Pope y Summers son
ciertamente satisfaccioncitas”, dice él, “pero ellos no responden a esa
teoría. Miley niega que haya un lugar científico para ellos”.28 O deberán
ser calvinistas, o deberán negar su adhesión a la teoría rectora pura. A.
H. Strong objeta a esta teoría sobre las bases de que es una exhibición
de justicia que no es justicia, y una exhibición de acatamiento a la ley
que no crea inconvenientes cuando se perdona al violador de la ley.
Pero debe admitirse que el factor gubernativo le es esencial a cualquier
teoría cierta de la expiación. Lo que hace que la teoría se equivoque es
el énfasis indebido en este elemento en perjuicio de otros elementos
igualmente esenciales. A este asunto se le dará consideración adicional
en nuestro próximo capítulo.
Las teorías de la influencia moral. Las teorías de la influencia moral
toman su nombre de la suposición básica de que la salvación viene por
medio de la apelación del amor divino. Limitan la eficacia de la muerte
de Cristo a la raza de Adán, haciendo que su valor consista, no en su
influencia sobre la mente divina, ni sobre el universo como un todo,
sino en el poder del amor para subyugar la enemistad del corazón
humano. Sostienen que el sacrificio de Cristo no expió el pecado, ni
que su sufrimiento aplacó la ira divina, ni que la expiación satisfizo de
alguna manera la justicia divina. Mantenían que el único obstáculo
para el perdón de los pecados se encuentra en la incredulidad y dureza
de corazón del propio pecador. La muerte de Cristo se diseñó para
remover esa dureza por medio de una demostración del amor de Dios
en la muerte de su Hijo. Una vez removida, Dios puede ser justo, y el
justificador del que cree en Jesús. Por lo tanto, según estas teorías, lo

236 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

que se busca no es otra cosa que, en Dios, una exhibición de amor


complaciente, en el pecado, su propio castigo, y en los seres humanos,
una salvación por hacerse buenos. La obra de Cristo tiende a salvar a las
personas asegurándoles el amor de Dios, y persuadiéndolas a amarlo.
Son muchas las teorías de este tipo, pero son una y la misma en hacer
hincapié en la idea básica de la influencia moral. Mencionaremos
brevemente solo cuatro tipos generales: (1) las teorías del socinianismo;
(2) las teorías místicas; (3) la teoría de la influencia moral de Bushnell;
y (4) la nueva teología de McLeod Campbell y la escuela de Andover.
1. El socinianismo. El socinianismo fue el precursor del unitarismo
moderno. A. H. Strong lo llama “la teoría del ejemplo de la expiación”,
ya que niega completamente toda idea de propiciación o satisfacción.
Su único método de reconciliación es el mejoramiento de la condición
moral del ser humano, y esto solo puede efectuarse por la voluntad de
ese ser humano, en virtud del arrepentimiento y la reforma. La muerte
de Cristo se considera la de un noble mártir. Su lealtad a la verdad, y su
fidelidad al deber, nos proveen de un poderoso incentivo para el
mejoramiento moral. El socinianismo, como el calvinismo, está basado
en la idea de la soberanía divina, pero de manera muy diferente.29 En el
calvinismo, la predestinación se aplica a los destinos de los seres
humanos; en el socinianismo, ésta gobierna los atributos de Dios. Es
decir, que Dios es libre para hacer lo que quiere, por lo cual hay que
rehusar admitir las cualidades inmutables en la naturaleza divina, sea de
misericordia o de justicia. La conducta del ser humano pide la voluntad
ocasional de Dios. Si lo desea, Dios es libre para perdonar el pecado
solo sobre las bases del arrepentimiento, sin la necesidad de que se
satisfaga la justicia divina. La muerte de Cristo está diseñada para
remover el obstáculo que la dureza del corazón del pecador le pone al
arrepentimiento. Esta teoría, promovida por Lelio Socino, el tío, y
Fausto Socino, el sobrino, representa el ataque del siglo diecisiete al
racionalismo contenido en la teoría de la satisfacción penal de la
expiación. Como tal, consistió casi totalmente de una sucesión de
argumentos en contra de los principios anselmistas.
2. Las teorías místicas. Estas teorías representan el tipo de teoría de la
influencia moral sostenido por Schleiermacher, Ritschl, Maurice, Irving
y otros. A. B. Bruce las denomina, “redención por muestra”. Lo místico
de estas teorías descansa en la identificación de Cristo con la raza, en el
sentido de que rindió a Dios la perfecta devoción y obediencia que se le
deben, las que, de alguna manera, la humanidad las ofreció en Él. Esto,

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 237

se sostiene, es el único significado de sacrificio en la Biblia: sacrificio de


sí mismo por la consagración de sí mismo al servicio de Dios. Estas
teorías a veces también se conocen como, “redención por encarnación”.
Federico Schleiermacher (1769-1834) sostenía que la expiación es
puramente subjetiva, por lo que negaba que la obra sustitutiva de
Cristo produjera satisfacción objetiva alguna para Dios. Sostenía,
además, que ideas tales como reparación, compensación, sustitución,
satisfacción y propiciación eran totalmente judías. Su manera de
concebir la obra de Cristo consistía en que, siendo Él uno con Dios,
enseñó a los seres humanos que podían ser uno con Dios; y que su
consciencia de estar en Dios y de conocer a Dios le daba el poder de
comunicarla a otros. Fue por esta razón que Cristo se hizo mediador y
salvador.
Alberto Ritschl (1822-1889) fue uno de los representantes más
acreditados de la influencia moral en Alemania. Distinto a Schleierma-
cher, no dejó de lado la revelación histórica, pero ello no le impidió
sostener criterios inadecuados del Redentor. Para Ritschl, Cristo era un
salvador en un sentido parecido a Buda: alcanzó su señorío por éste
serle indiferente. Era el Verbo de Dios solo en la medida en que
revelaba esta indiferencia divina por las cosas. El sentido de pecado era
considerado una ilusión, y era la tarea de Cristo disiparla.
Juan Maurice (1805-1872) sostenía que Cristo era el arquetipo y
raíz de la humanidad, y que ofreció por la raza, en su propio cuerpo, un
sacrificio aceptable a Dios. Pero esta no fue una ofrenda sustitutiva en
el sentido comúnmente aceptado del término, sino una unión mística
de la raza con Cristo que le permitiera hacer una ofrenda perfecta por
medio de Él. El sacrificio de Cristo consistió en una completa renuncia
de esa propia voluntad humana que es la causa de los crímenes y
miserias de todos los seres humanos. Según Maurice, ese era el signifi-
cado de los antiguos sacrificios: no eran sustitutos para el que los
ofrecía, sino símbolos de su devoción. Esos sacrificios encontraron su
cumplimiento en Cristo, quien en su vida y muerte ofreció el más
completo y único sacrificio, un rendirse perfecto a la voluntad divina.
Por tanto, en Él, el arquetipo del hombre, la raza le ofreció a Dios un
sacrificio aceptable.
Eduardo Irving (1792-1834) sostuvo lo que se conoce comúnmente
como “la teoría de la depravación gradualmente extirpada”.30 Según
Irving, Cristo tomó sobre sí nuestra naturaleza humana, pero no en su
pureza, sino en su semejanza después de la caída. Por lo tanto, en Cristo

238 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

había una naturaleza caída, con su corrupción innata y predisposición


al mal moral. Sostuvo, además, que había dos clases de pecado, el
pecado sin culpa y el pecado con culpa. Irving no consideraba la
depravación pasiva como culpable, sino que se hizo así cuando se
expresó en acción. El pecado que Cristo asumió fue el pasivo, pero, por
el poder del Espíritu Santo, no solo impidió que su naturaleza humana
se manifestara en pecado actual, sino que por medio de luchas y
sufrimientos, se fue purificando gradualmente de la naturaleza peca-
minosa, hasta extirparla completamente en su muerte y reunir su
espíritu con Dios. Esto es purificación subjetiva, pero la idea de la
expiación sustituta le es ausente.31
3. La teoría de la influencia moral de Horacio Bushnell. Esta teoría a
menudo se considera como la más clara y mejor expresión de la
influencia moral en lo que toca a la expiación. John Miley la llama la
teoría de “la propiciación de sí mismo por el sacrificio de sí mismo”.
Pertenece a la clase de las teorías místicas porque considera la raza como
identificada con Cristo, pero se le menciona separadamente debido a su
carácter distintivo. Bushnell resuelve el sacerdocio de Cristo en
“simpatía”, es decir, que hay ciertos sentimientos morales que son
similares en Dios y en el ser humano, como sería la repulsión al pecado
y el resentimiento contra lo malo, los cuales no deben ser extirpados
sino sojuzgados, permitiéndoseles permanecer. “Llegan al mismo punto
en donde requieren exactamente las mismas preparaciones y condicio-
nes. Así que, Dios deberá propiciar el costo y el sufrimiento por nuestro
bien. Y, en efecto, lo hizo en el sacrificio en la cruz, ese sublime acto de
costo en el que Dios se ha inclinado hacia nosotros en pérdida y
tristeza, de cara a lo duro del pecado, para decir, y al decirlo hacerlo
bueno, ‘Tus pecados te son perdonados’” (Horacio Bushnell, Forgive-
ness and Law, 35). Aquí no encontramos una propiciación por la
muerte de Cristo, sino solo un sufrir en los pecados de las criaturas, y
con ellas. La teoría, por tanto, es estrictamente sociniana y unitaria, aun
cuando Bushnell en sí era trinitario.32
4. La nueva teología. La nueva teología es un término que se aplica a
las formas más sistematizadas de la teoría mística de la expiación como
se encuentran en los escritos de McLeod Campbell de Escocia, y la
Escuela de Andover de Nueva Inglaterra. Esta teoría es esencialmente la
misma “que sostienen Maurice, Robertson, Bushnell y R. J. Campbell.
John McLeod Campbell (1800-1872), en su libro, Nature of the
Atonement (1856), propuso que Cristo hizo por nosotros una confesión

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 239

perfecta, y una representación adecuada del pecado. Vio las profundi-


dades del pecado como nosotros no podíamos verla, y, por consiguien-
te, fue capaz de reconocerlo plenamente por nosotros, reparación que
fue en algún sentido un acto de arrepentimiento vicario. Es por esa
razón que John Dickie la denomina la teoría del “arrepentimiento
vicario”. Sostuvo, además, que Cristo se hizo la cabeza de una nueva
humanidad, en la que vive como espíritu vivificante, y a la que le
imparte la misma actitud hacia la santidad y el amor de Dios que la que
hizo realidad en su propia vida de obediencia y amor. Como raíz de esta
nueva vida en la humanidad, reveló en ella una hermosura inestimable,
traída a su manifestación por el Hijo de Dios, ya que el revelador del
Padre también fue el revelador del hombre hecho a su imagen. “Por lo
tanto”, continúa Campbell, “debe haber una relación entre el Hijo de
Dios y los hijos de los hombres, no solo según la carne, sino según el
Espíritu: el segundo Adán debe ser un Espíritu vivificante, y la cabeza
de todo ser humano deberá ser Cristo”. Esto se interpretaba, bien o
mal, en el sentido de que el ser humano posee en sí mismo un elemento
de lo divino, y que una diferencia en grados, más no en clase, marca la
línea divisoria entre el ser humano y Cristo. Como consecuencia, la
nueva teología entró en conflicto inmediato con las creencias ortodoxas
antiguas. El intento de deshacerse de la línea divisoria entre el ser
humano y Cristo dio base a dos errores: (1) rebajó la concepción de
Cristo como deidad, encauzándose directamente al unitarismo; y (2)
previno la idea de la depravación total, cosa que minimizó el pecado
tanto como la redención. Tenemos de nuevo aquí principios unitarios,
pero sostenidos por un teólogo trinitario.
La Escuela de Andover, o de la “nueva teología”, es otra forma de la
teoría de la influencia moral, y toma su nombre de la prominencia dada
a la “nueva teología” por los teólogos de Andover. Las teorías sostenidas
por esa escuela primero fueron propuestas en una serie de artículos
sobre la “ortodoxia progresista”, publicados en el cuarto tomo de la
Revista de Andover en 1885. La tercera de estas series se dedicó a la
expiación. John Dickie conecta esta teoría con la teoría rectora o
gubernamental. James P. Boyce la trata como una teoría separada de la
expiación, pero la conecta con la teoría de la influencia moral como la
defendía Bushnell y McLeod Campbell. La teoría se adhiere más
estrechamente al punto de vista de la obra cosmológica de Cristo que al
de la soteriológica, considera a Cristo como representante de la raza en
el sufrimiento por el pecado y en su representación, niega toda

240 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

imputación o transferencia de los pecados del ser humano a Cristo, o de


la justicia de Cristo al ser humano, mantiene que la fuente de lo que
apela al ser humano es el amor, y que aun la ira de Dios no es sino una
forma de la manifestación de su amor.33
Aparte de las tres teorías históricas, hay dos teorías modernas de la
expiación que combinan los tres elementos esenciales, es decir, el de la
satisfacción, el gubernamental y el de la influencia moral, de una
manera que merece consideración especial. Nos referimos a la teoría
ética de A. H. Strong, y a la teoría racial de Olin A. Curtis. Ambas les
dan prominencia a las ideas de la santidad en la naturaleza de Dios y a
la necesidad de la propiciación. Sin embargo, la teoría ética de Strong
no debe confundirse con las teorías de la influencia moral.
La teoría ética. A. H. Strong ha buscado combinar los elementos
esenciales de la expiación en lo que él ha denominado, la teoría ética.
Ha arreglado su material siguiendo dos principios primordiales. (1) La
expiación en su relación con la santidad de Dios. La teoría ética sostiene
que la necesidad para la expiación se basa en la santidad de Dios, de la
cual la conciencia en el ser humano es una reflexión finita. El principio
ético en la naturaleza divina demanda que el pecado sea castigado.
Aparte de sus resultados, el pecado es esencialmente inmerecido. Así
como aquellos que están hechos a la imagen de Dios caracterizan su
crecimiento en pureza por el odio creciente a la impureza, así la pureza
infinita es fuego que consume toda iniquidad. El castigo, por lo tanto,
es la reacción constitucional del ser de Dios en contra del mal moral, la
autoafirmación de la santidad infinita de Dios en contra de su antagó-
nico y presumible destructor. En Dios, esta demanda carece de pasión,
y es consistente con la benevolencia infinita. La expiación, pues, debe
considerarse como la satisfacción de una demanda ética en la naturaleza
divina mediante la sustitución de los sufrimientos penales de Cristo por
el castigo del culpable. Por la parte de Dios, tiene su base (a) en la
santidad de Dios, la cual debe visitar el pecado con la condenación, aun
cuando esta condenación traiga muerte a su Hijo; y (b) en el amor de
Dios que provee el sacrificio al sufrir en su Hijo, y con él, por los
pecados de los seres humanos, abriendo por medio de este sufrimiento
un camino de salvación. (2) La expiación en su relación con la humani-
dad de Cristo. La teoría ética mantiene que Cristo se encuentra en una
relación tal con la humanidad que lo que la santidad de Dios demande,
Cristo está en la obligación de pagarlo, y hacerlo tan completamente,
en virtud de su doble naturaleza, que los reclamos de la justicia sean

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 241

satisfechos, y que el pecador que acepte lo que Cristo ha hecho sea


salvo. Si Cristo hubiera nacido en este mundo por generación ordina-
ria, Él también hubiera tenido depravación, culpa y castigo. Pero no
nació así. En el vientre de la virgen, la naturaleza humana que asumió
fue purgada de su depravación. Pero esta purga de la depravación no
quitó la culpa en el sentido de no estar sujeta al castigo. Aunque la
naturaleza de Cristo era pura, su obligación de sufrir permaneció. Pudo
haber declinado unirse a la humanidad, y no hubiera tenido que sufrir.
Pero, una vez nació de la virgen, una vez poseyó la naturaleza humana
que vivía bajo maldición, estaba obligado a sufrir. El peso completo del
disgusto de Dios contra la raza cayó sobre Él una vez se hizo miembro
de la raza. La expiación, pues, de parte del ser humano, se logró (1) por
medio de la solidaridad de la raza; de la cual (2) Cristo es la vida, y, por
consiguiente, su representante y garantía, y (3) de la que, justa aunque
voluntariamente, llevó su culpa y vergüenza y condenación como si
fueran de Él. Cristo, como el encarnado, reveló en cierto sentido la
expiación antes que hacerla. La obra histórica fue terminada en la cruz,
pero esa obra histórica solo reveló a los seres humanos la expiación
hecha tanto antes como desde el Logos ultramundano. A. H. Strong
establece y discute largamente su teoría en su libro, Systematic Theology,
(II:750-771).34
La teoría racial. Esta es la teoría de Olin A. Curtis, expuesta en su
excelente obra titulada, The Christian Faith (páginas 316-334). Como
en la teoría ética, la santidad en Dios se convierte en el factor supremo
para determinar la naturaleza de la expiación. Curtis introduce el tema
ofreciendo un relato de su insatisfacción con las tres teorías históricas,
y su intento de combinar las cualidades esenciales de cada una por
medio del método de la síntesis ecléctica. Sin embargo, el resultado
fue tan mecánico que hubo que descartarlo. Luego vino la visión del
significado cristiano pleno de la raza humana, una visión que, no solo
revitalizó, sino que transformó toda la situación teológica. A partir de
ese momento Curtis estudió la Biblia más profundamente, siendo
impresionado con el tremendo hincapié que se pone en el evento de la
muerte física como anormal en la experiencia humana, y encontrando
en las enseñanzas del apóstol Pablo un criterio racial de la obra
redentora de nuestro Señor. Encontró también, para su asombro, que
los elementos en las antiguas teorías que él quería preservar se
mostraban a una luz aún más clara cuando se veían desde el punto de
vista racial. La teoría de la satisfacción requería que la justicia se

242 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

intercambiara por la santidad, y que la necesidad automática se


intercambiara por la necesidad personal de la expresión estructural. La
idea gubernamental requería una concepción más profunda de la ley
moral, haciéndola penetrar en la estructura de la naturaleza divina, y
concediéndole una meta racial. La teoría de la influencia moral
requería que su concepción de amor estuviera a tal punto unida con la
preocupación moral, que proveyera una nueva atmósfera para la
santidad. Es decir, que el amor debería ser amor santo.
Los puntos principales de la teoría pueden resumirse como sigue: (1)
La nueva raza, por la muerte de Cristo, está de tal manera relacionada
con la raza adámica, punitivamente hablando, que deberá expresar en
perfecta continuidad la condenación que Dios hace del pecado; (2) el
centro de la nueva raza es el Hijo mismo de Dios, con una experiencia
humana racial completada por el sufrimiento; (3) la nueva raza está
constituida de forma tal que solo se puede entrar a ella siguiendo los
términos morales más rígidos; (4) la raza se mueve a través de la historia
como la sola y totalmente confiable sierva de la preocupación moral de
Dios; (5) esta nueva raza hace posible que cada ser humano encuentre
en el servicio, el descanso y el gozo perfectos una santa culminación de
sí mismo en sus hermanos y en su Redentor; y (6) esta nueva raza será
finalmente la realización victoriosa del diseño original de Dios en la
creación.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Un tipo, en el sentido teológico, es una señal o ejemplo preparado y diseñado por Dios
para prefigurar alguna persona o cosa futura. Se requiere que represente ese futuro objeto
con más o menos claridad, ya sea por algo que tenga en común con el antetipo, o porque
es el símbolo de alguna propiedad que posea; que sea preparado y diseñado por Dios para
así representar su antetipo, circunstancia que lo distingue de un símil o un jeroglífico; que
dé lugar al antetipo tan pronto como aparezca; y que la eficacia del antetipo exista en el
tipo, pero solo en apariencia, o en menor grado (Samuel Wakefield, Christian Theology,
352).
2. Fue el propósito de Dios al asignar estos sacrificios, (a) que eximieran ciertos crímenes de
su castigo civil. Cometer un crimen lo hacía a uno indigno de la comunidad del pueblo
santo, y lo excluía de ella. Ofrecer un sacrificio era el medio por el que la persona era
externamente readmitida a la comunidad judía, haciéndola externamente pura; sin em-
bargo, la persona no obtenía, por razón del sacrificio, el perdón de Dios por su pecado. La
intención era que todos los que ofrecían un sacrificio hicieran, por ese acto, una confesión
pública de su pecado, y a la vez vieran ante ellos, en el sacrificio, el castigo que hubieran
merecido, final este al que se reconocían haberse expuesto. De aquí que se dijera que los
pecados se depositaban sobre la víctima, y que se los llevaba cuando era sacrificada. (b)
Otro fin de los sacrificios asignados por Moisés, como se nos enseña en el Nuevo Testa-
mento, fue señalarle el futuro a los israelitas, y prefigurarles, por medio de tipos, una

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 243

mayor provisión divina para la recuperación de la raza humana, y para despertar en los
israelitas un sentimiento de la necesidad de tales provisiones (George C. Knapp, Christian
Theology, 381).
3. Hay otra aplicación de la suma función sacerdotal de nuestro Señor a la cual es importante
referirnos en este lugar, aunque sea ligeramente. El esquema entero de la expiación cris-
tiana pertenece a este oficio del Mesías. No es como maestro ni como gobernante que
salva al mundo, a menos que sea enseñando los principios de su obra sacrificial, y admi-
nistrando las bendiciones que ha comprado. Se demostrará aquí cuánto la doctrina de la
expiación está ligada al gobierno de un dador de la ley que administra su ley en una nueva
corte, la corte mediadora. En ella, él demanda y recibe lo que el lenguaje teológico deno-
mina satisfacción. Pero siempre se debe recordar que el templo es la verdadera esfera del
sacrificio expiatorio. La sala evangélica del juicio no es otra que la corte del templo. Y es
algo más que una imaginación mística la que considera el velo como separación entre el
santuario exterior, donde se ofrece la oblación que satisface la justicia, y el lugar santísimo,
en donde se presenta para la aceptación divina. La expiación de nuestro Señor es la obe-
diencia sacrificial, o el sacrificio obediente que ha quitado el pecado: la obediencia se
ofreció en el patio exterior, en donde la sangre reina para muerte, pero el sacrificio se
ofreció en el santuario interior, en donde la misericordia reina para vida. En Cristo todas
estas cosas son una. Y la unidad es el principal fin de la discusión evangélica de la Epístola
a los Hebreos (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:247-248).
4. Es por tanto evidente que el profeta Isaías, seiscientos años antes del nacimiento de Jesús,
que Juan el Bautista, en el comienzo de su ministerio, y que Pedro, su amigo, compañero
y apóstol, subsecuente a la transacción, hablen de la muerte de Cristo como una expiación
por el pecado bajo la figura de un cordero sacrificado (Watson, Dictionary).
5. Cristo, nuestra pascua, fue sacrificado por nosotros, creemos, en el día 14 de Nisán, y
resucitó como primicias, creemos, en el 16 de Nisán, y lo hacemos tomando en cuenta
que los sinópticos hablan del día de la crucifixión como el de la preparación para el gran
sábado del 15 de Nisán, y no como el día de la fiesta en sí, por lo que somos llevados a
concluir que la última cena, como lo registra Juan, fue antes de la fiesta de la pascua, y que
la crucifixión tomó lugar el viernes, 14 de Nisán. Los discípulos, quienes de acuerdo con
los sinópticos, en el primer día de la fiesta de los panes sin levadura, hicieron esta pregun-
ta: ‘¿Dónde quieres que preparemos la pascua?’, prepararon la cena el 14 de Nisán, pero
antes de que el 13 hubiera terminado, es decir, en la noche del jueves, el 13 de Nisán, y en
esa misma noche el Señor anticipó la pascua, la cual tanto deseaba comer con ellos. El día
exacto de la redención del mundo, casi aproximándonos con absoluta certeza, se le puede
asignar al viernes, 18 de marzo, 14 de Nisán, en el año de Roma 782, año 29 d.C. (Wi-
lliam Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:160).
6. El segundo Adán también toma el lugar de la humanidad, y su obra sacrificial debe verse
como la obra actual de la humanidad misma (satisfactio vicaria). Pero nuestra consciencia
interior demanda que la justicia y la obediencia rendidas, no solo sean sin nosotros en
otro, sino que se hagan personalmente las nuestras. Luego, esta demanda se satisface por el
hecho de que Cristo es tanto nuestro redentor como nuestro reconciliador: nuestro salva-
dor, quien remueve el pecado dando una vida nueva a la raza al establecer una comunión
viviente entre él y la humanidad. Toda confianza simplemente externa, y no espiritual, en
la expiación surge del deseo de recibir a Cristo como reconciliador sin recibirle como
redentor y santificador. El evangelio, “Que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al
mundo”, no deberá separarse del siguiente llamado, “¡Reconciliaos con Dios!”, es decir,
“¡Aprópiense de la reconciliación lograda en Cristo por el poder sanador y purificador,
vivificante y santificador que emana de Cristo!” (Obispo H. L. Martensen, Christian
Dogmatics, 807-808).

244 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

7. En referencia al uso de las preposiciones griegas que se traducen “por”, Samuel Wakefield
hace la siguiente declaración: “Todo eso puede concederse, sin embargo es cierto que hay
numerosos textos de la Biblia en los que las partículas pueden interpretarse solo cuando se
toman como queriendo decir ‘en lugar de’, o ‘en el lugar de’. Cuando Caifás dijo, ‘ni
pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación
perezca’, enseñó claramente que o Cristo o la nación debían perecer, y que hacer morir al
primero sería causar que muriera en lugar del último. En Romanos 5:6-8, el sentido en
que ‘Cristo murió por nosotros’ está indudablemente fijado por el contexto” (Christian
Theology, 359).
8. Los primeros padres siguieron muy de cerca las palabras de la Biblia en lo que se refiere a
la expiación. Así, Clemente de Roma, a veces identificado con el Clemente que Pablo
menciona en Filipenses 4:8, dice, “Por razón del amor que Jesucristo nos tuvo, dio su
sangre por nosotros por la voluntad de Dios, su carne por nuestra carne, y su alma por
nuestras almas” (capítulo xlix). La doctrina de Pablo es fielmente reproducida también en
la Epístola de Bernabé, en donde se declara que, “El Señor soportó entregar su cuerpo a la
muerte para que nosotros pudiéramos ser santificados por la remisión de los pecados, que
es el derramamiento de esa sangre” (Epístola, 5). Ignacio (c. 116), el discípulo de Juan
apóstol, declara que “tenemos paz por medio de la carne y la sangre y la pasión de Jesu-
cristo” (Ad Ephesos, 1). Policarpo (c. 168), quien también conoció al Apóstol, es más
específico. “Cristo es nuestro salvador, porque por gracia somos justos, no por obras; por
nuestros pecados, tomó sobre sí hasta la misma muerte; se ha hecho el siervo de todos, y
por su muerte por nosotros, nuestra esperanza, y la promesa de nuestra justicia. El más
grave pecado es no creer en Cristo; su sangre será demandada de los incrédulos; para
aquellos a quienes la muerte de Cristo, que obtiene el perdón de pecados, no les resulte la
base de la justificación, les resultará la base de la condenación” (Ad. Philippos, 1, 8).
9. La posición de Ireneo (c. 200) se da aquí en sus propias palabras: “El Verbo de Dios (el
Logos), omnipotente y sin carencia de justicia esencial, procedió con estricta justicia, aun
en contra de la apostasía o del reino mismo de maldad (apostasiam), redimiéndolos (ab ea),
aquellos que eran originalmente suyos, no usando la violencia, como lo hizo el diablo en el
principio, sino la persuasión (secundum suadelam), como convenía a Dios, de modo que ni
la justicia fuera infringida, ni la creación original de Dios pereciera” (Adversus Hæreses
i.1). William G. T. Shedd señala que dos interpretaciones de esta fraseología son posibles.
La “persuasión” puede referirse a Satanás o al hombre; y los “reclamos” a los que se alude,
pueden considerarse como los del diablo, o como los de la ley y la justicia. En oposición a
la primera interpretación, la cual ha sido adelantada por la escuela racionalista, Shedd, en
común con la mayoría de los escritores ortodoxos, mantiene que la segunda interpretación
es, sin duda, la correcta.
Frecuentemente se hace referencia al sacrificio de Cristo como ofrecido a Dios por una
propiciación. Eusebio dice, “Para que como una víctima de Dios, y un gran sacrificio,
pudiera ser ofrecido por todo el mundo al Altísimo”. Basilio también dice, “El Hijo
unigénito, que da vida al mundo, siendo que se ofreció a sí mismo como una víctima y
una oblación por nuestros pecados, es llamado el Cordero de Dios”. “La sangre de Cristo”,
dice Ambrosio, “es el precio pagado por todos, por el cual el Señor Jesús, quien por sí solo
ha reconciliado al Padre, nos ha redimido”. “Éramos enemigos de Dios por el pecado, y
Dios había decretado que el pecador muriera. Por lo tanto, una de dos cosas eran necesa-
rias: o Dios, por ser verdadero, debía destruirlos a todos, o, por usar de clemencia, debía
anular la sentencia emitida. Pero he aquí la sabiduría de Dios. Mantuvo tanto la sentencia
como el ejercicio de su bondad. Cristo llevó nuestros pecados en su cuerpo en el madero,
de modo que, por medio de su muerte, muertos al pecado, viviéramos para la justicia”
(Cirilo de Jerusalén).

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 245

10. Henry C. Sheldon piensa que es una burda y asombrosamente persistente falsedad que por
mil años la iglesia no conociera alguna otra teoría de la obra redentora que la que enseña el
pago de un rescate a Satanás. Sheldon dice que tanto en las iglesias griegas como en las
latinas, la relación de la obra redentora con Satanás fue solo un aspecto entre los muchos
que recibieron atención (compárese con History of Christian Doctrine, I:121-124, 251-257
y 362-367).
11. La iglesia en general, como en el periodo anterior, consideraba la predestinación, en la
medida en que estuviera conectada con el destino moral del ser humano, como condicio-
nada por el conocimiento previo. El mismo Agustín una vez defendió claramente esta
posición, diciendo que Dios escogió a los que conoció de antemano que creerían, y unió a
esta declaración que creer estaba al alcance de la facultad humana. Primero el ser humano
cree, decía, y luego Dios da gracia para las buenas obras (Henry C. Sheldon, History of
Christian Doctrine, I:258).
12. A. A. Hodge expresa la doctrina de la expiación de Anselmo de la siguiente manera:
“Enseñó que el pecado es una deuda (una culpa); que, bajo el gobierno de Dios, es abso-
lutamente necesario que la deuda deba pagarse, i.e., que la pena incurrida por la culpa del
pecado deba sufrirse; que esta necesidad tiene su fundamento en las perfecciones infinitas
de la naturaleza divina; que la pena debe infligirse sobre el pecado en persona, a menos
que se pueda encontrar un sustituto que tenga todas las calificaciones legales para ese
oficio. Esto solo se logró en Jesucristo, una persona divina que abrazó la naturaleza hu-
mana”.
Henry C. Sheldon expresa la teoría en estas palabras: “Cristo encarnado, entonces,
aparece como Dios perfecto y hombre perfecto. Como un ser sin pecado, no está bajo la
obligación de morir. Por consiguiente, al rendirse voluntariamente a la muerte, establece
un mérito: un mérito en proporción a la dignidad de su persona, y completamente ade-
cuado para remediar el demérito del ser humano. Un tan grande mérito merecía una
recompensa extraordinaria. Pero Cristo, siendo ya el poseedor de todas las cosas, no
necesitaba un regalo para sí. Lo que correspondía era que se le permitiera elegir al ser
humano para que recibiera los beneficios que habían sido comprados con su sacrificio
(History of Christian Doctrine, I:363).
13. Henry C. Sheldon dice que Abelardo no descartó del todo el aspecto sacrificial de la obra
de Cristo, o la idea del mérito imputado. Reconoció, en cierto sentido, una eficacia vicaria
en el mérito adquirido por Cristo en tanto y en cuanto vino a suplementar, a los ojos de
Dios, la deficiencia del mérito en los elegidos, o la imperfección de ese amor al que se les
llama por la revelación del amor divino. Pero esta es una consideración subordinada. El
amor que se revela y que atrae la reciprocidad de ese amor: esta es en esencia la teoría de
Abelardo de la obra redentora de Cristo. “Nuestra redención”, dice Abelardo, “es ese amor
supremo obrado en nosotros por la pasión de Cristo, la cual no solo nos libra de la escla-
vitud del pecado, sino que adquiere para nosotros la verdadera libertad de los hijos de
Dios, a fin de que cumplamos todos los requisitos por amor antes que por temor a Aquél
que ha exhibido hacia nosotros una tan grande gracia, una gracia sin igual, y que, de
acuerdo con su testimonio, ninguna igual puede encontrarse” (History of Christian Doc-
trine, I:365).
Abelardo fue el principal opositor de Anselmo, y, podría decirse que fue el fundador de
la teoría de la expiación que excluye el misterio más profundo de la cruz. Refirió la reden-
ción cristiana solamente al amor de Dios como su fuente, y enseñó que no podía haber
nada en la esencia divina que requiriera de forma absoluta una satisfacción por el pecado.
La redención, al igual que la creación, fue un fíat: igualmente segura, igualmente libre, e
igualmente independiente de cualquier otra cosa en la criatura. La influencia de la obra de
Cristo, como se logró en la cruz, y se llevó a cabo en su intercesión, es moral, subyugando

246 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

el corazón, despertando al arrepentimiento, y conduciendo el alma a la misericordia sin


límite de Dios, cuya benevolencia es el único atributo que concierne al perdón del pecado
(William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:305).
14. Aquino le atribuyó gran importancia al valor sustitutivo del dolor que Cristo sufrió. En
uno de sus himnos eucarísticos dice:
“Sangre derramada por la humanidad, de la cual una sola gota
Al mundo pudo haber restaurado de toda transgresión”.
Esto era característico de la edad inmediatamente anterior a la Reforma. En varios
himnos del siglo quince, no solo la cruz, sino los clavos, la lanza, y otros instrumentos de
su pasión aparecen como objetos presentes de adoración. Más tarde, en el protestantismo,
los sufrimientos de Cristo tienen que ver más bien con su angustia mental. ¡Epino (1583)
declara que el alma de Cristo sufrió los castigos del infierno durante el tiempo que su
cuerpo estuvo en la tumba! El catecismo de Heidelberg (1563) afirma que sufrió la ira
divina durante toda su vida terrenal. Calvino rechazó en su totalidad la antigua doctrina
del descenso de Cristo al infierno, explicando que los pasajes bíblicos que tenían que ver
con ese punto se referían a la angustia extrema de su alma. (Compárese con T. R. Crip-
pen, History of Christian Doctrine, 136, 138).
15. Juan Escoto se opuso a Anselmo al argüir que la pasión de Cristo debía su eficacia, no
tanto a su mérito intrínseco, ni a su sufrimiento voluntario, cuanto a que Dios la aceptara
voluntariamente. Los adherentes de Aquino se enfrascaron en una gran controversia con
los de Escoto. Los nominalistas en filosofía favorecían naturalmente a Escoto, ya que su
teoría establecía la satisfacción nominal en contraste con la real y objetiva. Sin embargo,
los puntos de vista de Tomás de Aquino estaban un poco más en armonía con los puntos
de vista y los sentimientos protestantes.
16. A la teoría penal también a veces se le conoce como la “teoría judicial”, porque a Dios se le
considera como un juez, a cuya justicia se le debe rendir satisfacción. Los seres humanos se
presentan delante de Él como culpables, pero Dios, por haber estado de acuerdo en acep-
tar satisfacción en la persona de un sustituto, está obligado, por razón de la justicia, a
absolver a aquellos por quienes fue hecha. Charles Hodge dice que, “Todos los beneficios
que se les procuran a los pecadores como consecuencia de la satisfacción de Cristo, les son
puras gratificaciones, bendiciones a las que de por sí no tienen derecho. Demandan la
gratitud y excluyen la arrogancia. No obstante, es asunto de justicia el que la bendición
que Cristo quiso asegurar para su pueblo, en realidad se le otorgue. Ello es así por dos
razones: Primero, le fue prometida como recompensa por su obediencia y sus sufrimien-
tos. Dios hizo pacto con Cristo, de que si cumplía con las condiciones impuestas, si hacía
satisfacción por los pecados de su pueblo, éste sería salvo. Segundo, que se deriva de la
naturaleza de la satisfacción. Si los reclamos de la justicia son satisfechos, no pueden ser de
nuevo demandados. Esta es la analogía entre la obra de Cristo y el pago de una deuda. El
punto de acuerdo entre los dos casos, no es la naturaleza de la satisfacción rendida, sino un
aspecto del efecto producido” (Charles Hodge, Systematic Theology, II:472).
17. Al principio calvinista de que el pecado debe ser castigado, sea en el principal o en el
sustituto, John Miley le añade las siguientes consecuencias: “Nada puede ser castigado en
Cristo que no le haya sido transferido y, en un sentido real, hecho suyo. Por tanto, si el
pecado, con su demérito, como ahora se admite, no pudo ser puesto sobre Cristo por
imputación, ningún castigo que haya sufrido cayó sobre tal demérito o maldad intrínseca
del pecado. Y pensamos que es imposible demostrar la manera en que el pecado es casti-
gado de acuerdo con su demérito, y sobre esa base, en la ausencia total de tal demérito en
el sustituto del castigo”. En cuanto a la distinción que los federalistas hacen entre la culpa
como merecedora de castigo, y la culpa como demérito o infracción, Miley dice: “Con el
imputarle esa clase de culpa abstracta a Cristo, si es pecado, con su depravación y deméri-

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 247

to, con todo lo que es castigable y todo lo que merece dejarse atrás, ¿cómo puede el sufri-
miento redentor que padeció ser el castigo merecido del pecado?” (Systematic Theology,
II:146-147).
18. John Miley, en su crítica de esta teoría, expresa “que la satisfacción necesaria de la justicia,
como se mantiene en esta teoría, respeta no simplemente una disposición punitiva en
Dios, sino especial y principalmente una obligación de su justicia para castigar el pecado
de acuerdo a su demérito, y sobre esas bases. Es porque el castigo del pecado resulta en una
necesidad en la rectitud de la justicia divina, que la única posible expiación es por sustitu-
ción penal” (Systematic Theology, II:143).
Ebrard dice, “Si llevo el castigo de otro por él, el mismo sufrimiento que para él hubiera
tenido la cualidad moral de un castigo, no hubiera tenido para mí, que soy inocente, la
cualidad moral de ese castigo. La noción de castigo contiene, además del elemento objeti-
vo del sufrimiento causado por el juez, también el elemento subjetivo del sentido de culpa
o de una consciencia mala sufrida por el culpable, o la relación entre el acto malo cometi-
do y el consecuente sufrimiento causado” (compárese con J. J. Van Oosterzee, Christian
Dogmatics, 603).
19. Richard Watson sostiene que el diseño de Dios en el don de su Hijo es “que Él muriera en
el lugar de todos los hombres, y por ellos, como una oblación sacrificial, siendo así hecho
satisfacción por los pecados de todo individuo, de modo que los mismos se hagan remisi-
bles sobre las bases de los términos del pacto evangélico, i.e., sobre la condición de la fe”
(Theological Institutes, II, capítulo 25).
A. A. Hodge dice que, “el punto de vista arminiano difiere del calvinista en dos puntos.
Mantiene que Cristo murió, primero, para la liberación de todos los seres humanos;
segundo, para hacer posible su salvación. Sostenemos, por otro lado, que Cristo murió,
primero, por sus elegidos; segundo, para hacer cierta su salvación” (Outlines of Theology¸
313).
20. La siguiente declaración de A. A. Hodge confirma la posición arriba mencionada. Dice,
“Si está implícito en la naturaleza misma de la expiación… que todas las responsabilidades
legales de aquellos por los que murió fueron puestas sobre Cristo, y si sufrió la mismísima
pena que la justicia divina les requería, entonces sigue por necesidad que todos aquellos
por los que murió están absueltos, ya que la justicia no puede demandar dos satisfacciones
perfectas, ni infligir el mismo castigo una vez sobre el sustituto y de nuevo sobre el prin-
cipal” (Outlines of Theology, 313).
21. S. J. Gammertsfelder ofrece las siguientes objeciones a la teoría penal: (1) Sostiene que la
justicia yace más profundamente en la naturaleza de Dios que el amor y la misericordia,
puesto que la Biblia, al igual que la razón, nos enseña que el amor, y no la justicia, fue la
causa motora de la redención. (2) Viola el principio moral que sostiene que la culpa y el
castigo no son transferibles. La salvación es un proceso ético y no puede determinarse por
principios meramente comerciales, gubernamentales o jurídicos. El demérito del pecado
no puede ser transferido; así tampoco la justicia. (3) Otra objeción a la teoría es que no
deja lugar para el perdón. Ahora bien, si los pecados son removidos por sustitución penal,
no queda lugar para el perdón. Si se paga una deuda, no hay lugar para la remisión. Si
Dios debe castigar, lo debe hacer de acuerdo con la justicia absoluta, siendo imposible que
castigue por ficción. El perdón y el castigo se excluyen mutuamente. (4) La cuarta obje-
ción se encuentra en la calidad de irrealidad del procedimiento como un todo. El simple
sufrimiento físico nunca podrá expiar por el pecado, ya que el castigo es más que el sufri-
miento físico. Todos los elementos de tristeza, vergüenza y constricción deben entrar en
consideración, y estos no son transferibles (Systematic Theology, 277-279).


248 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

22. Los Principios del Calvinismo


Proveemos el siguiente sumario de los principios del calvinismo con el propósito de
demostrar todo el sistema en su arreglo lógico. Este resumen es una condensación de las
posiciones de A. A. Hodge, un calvinista de tipo federal. Son las ideas de predestinación,
expiación limitada, llamado eficaz y perseverancia final, como aquí se presentan, las que el
arminianismo ha objetado vigorosamente.
1. La relación del Creador con la creación. El calvinismo enseña el teísmo cristiano.
Sostiene que las criaturas son momentáneamente dependientes de la energía de la volun-
tad del Creador, tanto para su sustento como para la posesión de los poderes que se les
han comunicado como segundas causas en todo lo que ejercen. Antes de la apostasía, el
espíritu del ser humano dependía de la avenencia del Espíritu de Dios para la vida espiri-
tual y la integridad moral, siendo la privación de estos la causa inmediata de la muerte
espiritual y la impotencia moral. Esta influencia divina, en cierto grado, y en un modo y el
otro, les es común a todas las criaturas y a todas sus acciones, y se le llama “gracia” cuan-
do, como favor inmerecido, se les restablece de manera sobrenatural a las almas de los seres
humanos pecadores, con la intención de afectar su carácter y acción moral.
2. El designio de Dios en la creación. Se declara ser la manifestación de las gloriosas
perfecciones de Dios, y se vuelve el principio de interpretación de todos sus tratos con la
humanidad.
3. El plan eterno de Dios. (1)El plan eterno e inmutable de Dios ha constituido al ser
humano en un agente libre, y como consecuencia nunca podrá interferir con el ejercicio
de esa libertad, siendo su fundamento el ejercicio en sí mismo de tal libertad. (2) Este
creado libre albedrío no es, sin embargo, independiente, sino que, de manera permanente,
continúa teniendo su fundamento en las energías preservadoras del Creador. (3) En el caso
de un Creador infinitamente sabio, poderoso y libre, es obvio que el seguro conocimiento
previo de todos los eventos, desde el comienzo más absoluto, virtualmente encierra la
predeterminación de todo evento, sin excepción, ya que todas las causas y consecuencias,
directas y contingentes, que puedan preverse en la creación son, por supuesto, determina-
das por la creación. (4) Siendo que todos los eventos constituyen un solo sistema, el
Creador debe abrazar el sistema como un todo, así como cada elemento infinitesimal del
mismo, en una intensión todo abarcadora; los fines más o menos generales deberán ser
determinados por los fines que se les hacen dependientes; así pues, mientras que cada
evento permanece dependiente de sus causas, y como contingente de sus condiciones,
ninguno de los propósitos de Dios tiene la posibilidad de ser contingente, debido a que, a
su vez, toda causa y condición está determinada en esos propósitos, como lo están los fines
suspendidos de ellos; por consiguiente, todos los decretos de Dios se consideran absolutos,
ya que siempre son, en última instancia, determinados por “el consejo de su propia vo-
luntad”, y nunca por nada que le sea exterior y que, a su vez, no haya sido determinado
previamente por Él. (5) Esta determinación, no obstante, en vez de interferir con la cria-
tura, mantiene su verdadera causalidad, y la libre autodeterminación de hombres y ánge-
les. Siendo que la santidad de un agente moral creado está condicionada por la habitación
de la gracia divina, y que el haber dado la espalda a la gracia es la causa del pecado, se sigue
que todo lo bueno en las voliciones de los agentes libres ha de referirse a Dios como su
fuente positiva; pero toda maldad (la cual se origina en el defecto o la privación) ha de
referirse simplemente a su permiso. En este punto de vista, todos los eventos, sin excep-
ción, están abarcados en el propósito eterno de Dios, incluso las apostasías primarias de
Satanás y Adán, así como las consecuencias que de ellas han fluido. El cargo de fatalismo
que se le imputa a menudo al calvinismo, no se ajusta, ya que la voluntad vigorizante del
Jehová personal, quien es a la misma vez perfecta luz y amor, es muy diferente de un


LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 249

destino. Una cosa es ser arrastrado por una fuerza irresistible pero completamente ciega, y
otra es ser guiado por la mano de nuestro Padre celestial.
4. La benevolencia, justicia y gracia de Dios. La justicia, al igual que la benevolencia, es
una propiedad esencial y última de la naturaleza divina, y, por consiguiente, de ella se
derivan las voliciones divinas, determinando su carácter. Por la perfección de su carácter,
Dios es siempre benevolente con el inocente, pero es igualmente cierto que, por ello, él
está determinado a castigar al culpable. De esta manera, él ha ejercido tanto la justicia
como la benevolencia: justicia con el pecado y la ley, y benevolencia con el pecador, una
benevolencia que es inmerecida en la gracia soberana.
5. El efecto de la apostasía de Adán sobre la raza. El órgano de volición, el agente que
decide, es el alma entera con sus facultades constitucionales y hábitos adquiridos. Ésta
posee la propiedad inalienable de la determinación propia, el carácter moral del cual
depende que la habite el Espíritu Santo, y necesita, por tanto, la ayuda divina para decidir
correctamente. Adán fue creado en comunión con Dios, y, por lo tanto, con una santa
tendencia en el corazón, con pleno poder para no pecar, pero también, por un periodo
limitado de prueba, con poder de pecar; y cuando pecó, el Espíritu Santo se alejó de la
raza, y él y sus descendientes perdieron el poder original para no pecar, adquiriendo la
necesidad de pecar; en otras palabras, la inhabilidad moral total… Por lo tanto los calvi-
nistas sostienen (1) que el pecado humano, habiéndose originado en la libre apostasía de
Adán, merece la ira y la maldición de Dios, y la justicia inmutable demanda que las sufra.
(2) Esa, aún más, es la relación que subsiste entre Adán y sus descendientes, y cada perso-
na que llega a existir, Dios justamente la considera y trata igualmente digna de castigo de
ese pecado, retirando consecuentemente de ella su comunión dadora de vida. Por tanto,
toda la raza, y cada individuo incluido en ella, está bajo la justa condenación de Dios; y,
así, el don de Cristo, y el esquema completo de la redención, sea en su concepción, ejecu-
ción o aplicación, es enteramente y de toda forma un producto de su gracia soberana. Dios
era libre de proveerla a pocos o a muchos, para todos o para ninguno, según se placiera; y
en cada caso en que se aplicara, los móviles que determinaban a Dios no podían encon-
trarse en el objeto, sino solo en el beneplácito de la voluntad del Agente divino. (3) En
cuanto al pecado original, ya que toda persona viene al mundo en una condición antenatal
confiscada, por razón de la apostasía de Adán, dicha persona está judicialmente excluida
de la energía moralmente vivificante del Espíritu Santo, empezando así a pensar, sentir y
actuar sin una inclinación espontánea al bien moral. (4) Pero, siendo que la obligación
moral es positiva, y que el alma es esencialmente activa, la misma desarrollará instantá-
neamente, en la acción, una ceguera y muerte espiritual respecto a las cosas divinas, y una
inclinación positiva al mal. Esto encierra la corrupción de toda la naturaleza; y la impo-
tencia absoluta de la voluntad para hacer el bien resulta, humanamente hablando, irreme-
diable, tendiendo necesariamente al incremento indefinido tanto de la depravación como
de la culpa. De aquí que se diga que la misma es total.
6. La naturaleza y la necesidad de la gracia regeneradora. La gracia es el favor gratuito y
soberano para el que no lo merece. Los calvinistas distinguen entre (1) “la gracia común”,
o la influencia moral y persuasiva del Espíritu en el alma, actuando por medio de la ver-
dad, como resultado de la obra de Cristo, la cual tiende a reprimir las malas pasiones,
aunque puede resistirse, y, en la persona no regenerada, resistirse persistentemente a (2) “el
llamado eficaz”, el cual es un acto único de Dios, que cambia el carácter moral de la
voluntad del sujeto, y que implanta una tendencia preponderante a cooperar con la gracia
futura en toda forma de obediencia santa. El alma, por razón de la nueva energía creadora
dentro de ella, abraza espontáneamente a Cristo y se vuelve a Dios. Después, esta misma
energía divina continúa ayudando al alma, y preparándola, y aprobándola para toda buena


250 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

obra. El alma regenerada ahora coopera perseverantemente con esta gracia, pero a veces se
resiste, hasta que el estado de la gracia sea suplantado por el estado de la gloria.
7. La aplicación del plan de redención. La predestinación, o el propósito de Dios de
asegurar la salvación de algunos seres humanos, pero no de todos, se ha considerado
popularmente como la característica distintiva del calvinismo, y una de las más repugnan-
tes para la sensibilidad moral. Algunos calvinistas, razonando hacia abajo desde la natura-
leza de Dios como absoluta, han desarrollado esta doctrina de manera estrictamente
especulativa, haciéndola el cimiento de su sistema. Estos, por necesidad, la han concebido
en el sentido alto y lógicamente coherente del supralapsarianismo (la elección antes de la
creación, y el decreto de crear al ser humano, y de permitirle caer, a fin de llevar a cabo su
salvación o perdición predestinada), el cual ha sido rechazado por la mayor parte de los
teólogos reformados, ya que la consideran no bíblica y repulsiva al sentido moral. La vasta
mayoría de los calvinistas, no obstante, son influenciados por las consideraciones prácticas,
no especulativas, sosteniendo así un punto de vista infralapsariano (elección después de la
creación). Dios, dicen estos, elige a su pueblo de entre la masa de pecadores culpables, y
les provee redención, asegurándoles fe y arrepentimiento, para que sean salvos. Por lo
tanto, estos dones no pueden ser condiciones para la salvación, como sostiene Arminio;
antes, son sus resultados predeterminados y bondadosamente efectuados. Gottschalk
enseñó una doble predestinación: los elegidos para salvación, y los reprobados para con-
denación. Pero esta teoría no la enseñan las normas reconocidas del calvinismo. Dios, por
libre gracia, elige a aquellos que quiere salvar, y de hecho los salva; mientras, aquellos que
no elige, son dejados sencillamente bajo la operación de la ley de juicio exacto, sea este el
que sea. El “particularismo” calvinista admite los resultados presentes de la salvación en su
sentido más amplio, y los refiere todos al bondadoso propósito y poder de Dios, sin
restringirlos a los límites determinados por los hechos mismos.
23. La teoría de Grocio fue adoptada en Inglaterra por Richard Baxter (1615-1691) y Samuel
Clarke (1675-1729). Su primera obra, publicada en 1617, fue traducida al inglés por F.
H. Foster, el historiador de la teología de Nueva Inglaterra, y se publicó en Andover en
1889. Foster demuestra, sin embargo, que los escritos teológicos de Grocio ya se encon-
traban en la biblioteca del Colegio de Yale en 1733. Los mismos fueron publicados en
cuatro tomos paginados, en Londres y Ámsterdam, en 1679, y en Basilea en 1732. La
teoría fue defendida por los teólogos de Nueva Inglaterra desde los días de Jonatán Ed-
wards, aunque ha sido difícil determinar hasta qué punto. Muchos de ellos defendieron
solo las demandas gubernamentales para una expiación, haciendo de esto el punto de
partida para una demanda adicional. John Dickie expresa que los teólogos de Nueva
Inglaterra desarrollaron su doctrina de la expiación basados en Grocio, de forma algo así
como los escolásticos usaron las Sentencias de Lombardo, terminando ambos grupos
perdidos en la neblina de la especulación. Las principales discusiones de Nueva Inglaterra
fueron coleccionadas y publicadas en Boston, con un ensayo introductorio por E. A. Park,
de Andover. Los puntos de vista de R. W. Dale y J. Scott Lidgett no son otra cosa que una
modernización de la teoría grociana.
24. Pero Grocio, su posterior representante, no estuvo de acuerdo con la teología arminiana
cuando limitó la satisfacción a la dignidad de la ley, el honor del Dador de la ley, la pro-
tección de los intereses del universo, y la exhibición de un ejemplo amonestador. Grocio
estableció lo que se ha llamado la teoría gubernamental o rectora de la expiación, la cual se
detiene demasiado exclusivamente en la necesidad de la vindicación de la justicia de Dios
como soberano sobre todo. Sin mencionar la repugnancia irreductible sentida por toda
mente reverente respecto a la idea de que nuestro Señor fuera hecho en realidad un espec-
táculo del universo, esta teoría yerra al hacer de una subordinada el propósito supremo
(William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:313).

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 251

25. El siguiente resumen de la teoría gubernamental, como la sostuvo Grocio, se ha tomado


principalmente de la presentación que de ella hace Charles Hodge.
1. Que a Dios, en el perdón de pecados, hay que considerarlo no como la parte
ofendida, ni como un acreedor, ni como un amo, sino como un gobernador moral. Un
acreedor puede remitir lo que se le debe según le plazca; un amo puede castigar o no como
le parezca; pero un soberano debe actuar, no según sus sentimientos y caprichos, sino con
miras a los mejores intereses de los que están bajo su autoridad.
2. El fin del castigo es la prevención del crimen, o la preservación del orden, y la
promoción de los mejores intereses de la comunidad.
3. Así como un buen gobernador no puede permitir que se cometa pecado impune-
mente, Dios tampoco puede perdonar los pecados del ser humano sin alguna demostra-
ción adecuada de su disgusto, y de su determinación de castigarlo. Ese fue el designio de
los sufrimientos y la muerte de Cristo. Dios castigó el pecado en Él a manera de ejemplo.
Este ejemplo fue todavía más impresionante debido a la dignidad de la persona de Cristo,
y, por tanto, en vista de su muerte, Dios, en congruencia con los mejores intereses de su
gobierno, puede remitir el castigo de la ley en el caso de los creyentes penitentes.
4. El castigo se define como el sufrimiento sufrido por causa del pecado. No necesita
que se imponga por razón del demérito personal del sufriente, ni con la intención de
satisfacer la justicia, en el sentido ordinario de la palabra. Era suficiente que fuera por
razón del pecado. Siendo que los sufrimientos de Cristo fueron causados por nuestros
pecados, en tanto que fueron diseñados para que su remisión fuera consistente con los
intereses del gobierno moral de Dios, los mismos caen dentro de la definición más abar-
cadora de la palabra castigo. Grocio, por consiguiente, pudo decir que Cristo sufrió el
castigo por nuestros pecados, ya que sus sufrimientos eran un ejemplo de lo que el pecado
merecía.
5. Por lo tanto, y de acuerdo con Grocio, la esencia de la expiación consiste en esto: que
los sufrimientos y la muerte de Cristo se diseñaron como una manifestación del disgusto
de Dios en contra del pecado. Tenían por intención enseñar que, en la estimación de
Dios, el pecado merece ser castigado; y que, por consiguiente, el impenitente no puede
escapar la pena que conllevan sus ofensas (Systematic Theology, II:573-575).
26. Henry C. Sheldon dice que Richard Watson asumió como base la teoría gubernamental, y
que eso puede considerarse mayormente el caso entre los teólogos metodistas. Bajo ella
también clasifica a Henry B. Smith y muchos de los teólogos luteranos más ortodoxos de
tiempos modernos. Estos consideran la satisfacción de Cristo como una referencia a la
justicia general antes que a la distributiva. Sin embargo, en oposición a la teoría grociana,
estos teólogos concuerdan con Richard Watson en que le encuentran base en la naturaleza
ética de Dios, y no meramente en las demandas administrativas (History of Christian
Doctrine, II:356).
27. La pregunta ahora surge: ¿Es la doctrina de la expiación de John Miley la de los
metodistas? ¿Podemos considerar afortunado que el único tratado sobre la expiación
expresamente metodista deba fundamentar su teoría exclusivamente en una necesidad
gubernativa? ¿Interpreta adecuadamente la teoría de Miley los profundos textos de la
Biblia que representan la demanda para la propiciación y la reconciliación como surgiendo
de entre los atributos divinos ubicados en las cavidades más íntimas de la naturaleza
divina? ¿O está Thomas O. Summers más cerca de la verdad de la Biblia, y más cerca de la
doctrina metodista como la enseñaron Richard Watson, el primero de los grandes escrito-
res metodistas de teología sistemática, y William Burton Pope, el último de ellos? ¿Puede
la expiación representarse como una satisfacción a Dios, una armonización de la naturale-
za divina y sus atributos, y una reconciliación de Dios y el mundo, sin los errores de la
teoría calvinista de la sustitución comercial? ... Watson, Pope, y Summers parecen pensar

252 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

que estos pasajes bíblicos enseñan que la expiación es una satisfacción real de las demandas
de la naturaleza divina, y que esto es consistente con la verdadera doctrina arminiana de la
expiación, aunque en Miley encontremos lo contrario (Summers, Systematic Theology,
I:272).
28. John J. Tigert dice, “Es extraño que todos estos teólogos metodistas (refiriéndose a
Richard Watson, William Burton Pope, y Thomas O. Summers), algunos de los cuales
ciertamente poseen tanta destreza exegética, discernimiento metafísico, y poder lógico
como los manifestados por John Miley en cualquier parte de su tratado, deban todos
haberse ubicado en una posición de mitad de camino, no científica e indefendible, inca-
paces de ver que si abandonaban la teoría calvinista de la sustitución comercial, sus prin-
cipios debían llevarlos a la teoría gubernamental de la expiación. John Miley tiene la
libertad de tratar de rescatar al metodismo, y a estos teólogos, de una doctrina inconsis-
tente, pero, sin duda, toda la base debe ser cuidadosamente revisada antes de que se le
permita dominar el campo sin que se le rete” (Thomas O. Summers, Systematic Theology,
I:273).
29. Alvah Hovey caracteriza las teorías de la influencia moral como “aquellas que afirman que
la expiación hecha por Cristo beneficia y salva a los seres humanos por su influencia moral
sobre sus caracteres, y solo por ello”.
De acuerdo a las enseñanzas del socinianismo temprano, en contraste con las del
unitarianismo moderno, el oficio sacerdotal del Salvador era solo de carácter figurado aquí
en la tierra, habiendo comenzado en el cielo, en donde usa su autoridad exaltada para
rogar por la humanidad. “El oficio sacerdotal consiste de esto: que así como Él puede, por
su autoridad real, ayudarnos en todas nuestras necesidades, así también lo puede en su
carácter sacerdotal; y al carácter de la ayuda se le llama, como figura, su sacrificio”. Pero
podría decirse que al perdón nunca se le representa como otorgado, a menos que no sea
por medio de un sacrificio real: Dios en Cristo reconciliando consigo al mundo; y por
causa de Cristo perdonando los pecados que solo el espíritu obtenido por la expiación nos
capacita para confesar y olvidar (William Burton Pope, Compendium of Christian Theo-
logy, II:311).
En la teoría sociniana, Cristo es un profeta, un maestro. Salva a su pueblo como el
maestro salva a sus alumnos: los salva del mal de la ignorancia, y los bendice con las
inmunidades y beneficios del conocimiento, por medio de la instrucción. Cristo enseña la
voluntad de Dios y el camino al cielo, salvando así a los que hacen caso de sus instruccio-
nes… Pero el ser humano tiene otras necesidades además de la instrucción… El Salvador
de la humanidad debe ser más que un maestro, más que un profeta; debe ser un sacerdote,
un rey; ciertamente, debe ser el todo para el ser humano. El ser humano es un pecador
perdido; y en cuanto a sus propios recursos se refiere, perdido irremediablemente. Sin un
Salvador, no es nada, no tiene nada, ni puede hacer nada (Miner Raymond, Systematic
Theology, II:222-224).
30. En la teoría de Irving, las malas inclinaciones no son pecaminosas. Lo pecaminoso solo
pertenece a los malos actos. La conexión suelta entre el Logos y la humanidad tiene sabor
a nestorianismo. La tarea de la persona estriba en liberarse de algo en la humanidad que de
veras la haga no pecaminosa. Si la persona de Jesús no fue hecha pecaminosa por poseer
una naturaleza pecaminosa, lo mismo debe ser cierto de nosotros, lo cual es un elemento
pelagiano, revelado también en la negación de que necesitemos a Cristo como un sacrificio
expiatorio para nuestra redención. No es necesaria una encarnación completa para que
Cristo asuma una naturaleza pecaminosa, a menos que el pecado sea esencial a la natura-
leza humana. Desde el punto de vista de Irving, la muerte del cuerpo de Cristo obra la
regeneración de su naturaleza pecaminosa. Pero esto sería hacer del pecado una cosa
meramente física, y del cuerpo la única parte del ser humano que necesite la redención. El

LA EXPIACIÓN: SU BASE BÍBLICA Y SU HISTORIA 253

castigo se haría así un reformador, y la muerte un salvador (Isaac A. Dorner, A System of


Christian Doctrine, III:361).
A. H. Strong señala que, de acuerdo a esta teoría, la gloria de Cristo no consistió en
salvar a otros, sino en salvarse a sí mismo, demostrando así el poder del ser humano, por
medio de Espíritu Santo, para echar fuera el pecado de su corazón y vida (Systematic
Theology, II:746).
Freer, uno de los seguidores de Irving, modificó esta doctrina, estableciendo que “la
humanidad no caída no necesitaba redención; por lo tanto, Jesús no la tomó. Tomó la
humanidad caída, pero la purgó en el acto de tomarla. La naturaleza de la cual participó
era pecaminosa como un todo, pero en su persona era santísima”.
La teoría mística, aunque existe en numerosas formas, puede expresarse como sigue:
Una misteriosa unión de Dios y el hombre trae la reconciliación efectuada por Cristo, la
cual Él logra por medio de su encarnación. Esta teoría fue sostenida por los padres plató-
nicos, por los seguidores de Juan Escoto Erígena durante la Edad Media, por Oslander y
Schwenkfeld en la Reforma, y por los discípulos de Schleiermacher entre los teólogos
alemanes modernos. Una razón por la que la teoría mística luce así de vaga se debe al
hecho de que no ha sido sostenida como una teoría exclusiva, sino que ha sido matizada
heterogéneamente por diferentes escritores.
Thomas Erskine enseñó que “Cristo vino al lugar de Adán. Esta es la verdadera
sustitución… Somos separados unos de los otros por ser personas individuales. Pero Jesús
no tenía una personalidad humana. Tenía la naturaleza humana bajo la personalidad del
Hijo de Dios. De esa manera, su naturaleza humana estaba más abierta a lo que es común
a los seres humanos; porque su personalidad divina, aunque lo separaba de los pecadores
en cuanto al pecado, lo unía a ellos en amor. De modo que, los pecados de otros seres
humanos eran para Jesús lo que los afectos y la lujuria de su propia y particular carne son
para cada creyente individual. Cada ser humano era parte de Él, y sintió los pecados de
todo ser humano, así como la nueva naturaleza de todo creyente siente los pecados de la
vieja naturaleza, pero no en simpatía, sino en tristeza y aborrecimiento” (The Brazen
Serpent).
31. A. B. Bruce dice: “A menos que tratemos la Epístola a los Hebreos como una porción de
la Biblia prácticamente sin importancia, como si fuera nada más que una ingeniosa pieza
de razonamiento para un propósito temporal, tendremos que considerar el sacerdocio de
Cristo como una gran realidad” (Humiliation of Christ).
John Miley llama la atención al hecho de que, en la analogía de ciertas patologías, como
sería el resentimiento personal contra el pecado, “el esquema rebaja a Dios a la semejanza
de los seres humanos; de modo que en Él, como en ellos, el gran impedimento para el
perdón reside en esos mismos resentimientos personales. Así, ‘una clase de perdón empa-
reja al otro, y lo interpreta, ya que tienen una propiedad común. Llegan al mismo punto
cuando son genuinos, y también requieren las mismas preparaciones y condiciones prece-
dentes’. La teoría no requiere una visión elevada de la bondad divina. Ni tampoco le
puede dar significado propio alguno a la sagrada proclamación del amor divino como el
original de la economía redentora. Un amor tal no se puede limitar a las ataduras del
resentimiento personal. La teoría carece de una doctrina profunda y gloriosa del amor
divino; y, de hecho, al sondearse cuidadosamente, resulta superficial” (Systematic Theology,
II:118).
En tiempos recientes, los principios socinianos han sido introducidos a la teología
latitudinaria de muchos que no rechazan la doctrina de la Trinidad. Y es aquí en donde
son más peligrosos. En las obras de algunos teólogos, solo el amor de Dios se introduce en
el sacrificio expiatorio, el cual, de parte de Cristo, es un acto sublime y supremo de arre-
pentimiento por el ser humano, su amén a la sentencia de la ley, y para el ser humano en sí

254 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

mismo, una agobiante tristeza representativa que deberá hacer suya añadiéndole la cons-
ciencia personal de culpa. Esta última idea liga consigo la doctrina romanista de la expia-
ción humana adicional; y, en cuanto a la primera, una tristeza representativa que no
experimente la ira de Dios en contra del pecado, cae inmensurablemente por debajo de las
ilustraciones bíblicas de la pasión expiatoria en la que nuestro Señor fue hecho maldición
por nosotros (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:312).
32. La teoría de la influencia moral de Horace Bushnell, tal y como la presenta en su
“Sacrificio vicario”, no puede satisfacer su mente, por lo que en su “Perdón y ley”, sostuvo
que la “reconciliación”, no solo se aplica a lo que sucede en los seres humanos, sino tam-
bién, en cierta medida, a lo que se aplica a la actitud divina hacia esos seres humanos. Es
decir, que así como nosotros, para hacer las paces con nuestro enemigo, tenemos que
vencer nuestra resistencia a perdonar, así también Dios, al entrar en un sacrificio por los
pecadores, llega, en su propio sentimiento, a estar en paz consigo mismo, extendiéndoles
la gracia.
33. Lo que sigue es un resumen de los principios de la Escuela de Andover: (1) Cristo es el
mediador universal, por lo cual debe aparecer en dondequiera haya necesidad de su ayuda,
en cualquier fracción del universo; (2) Cristo probablemente hubiera venido como el
encarnado, aun cuando no hubiera habido algún pecado que redimir; (3) la obra de Cristo
cambió la relación de Dios con el ser humano, y, por consiguiente, la relación del ser
humano con Dios; (4) no hay imputación en la obra de la expiación, ni de los pecados del
ser humano sobre Cristo, ni de la justicia de Cristo sobre el ser humano; (5) Cristo, como
el sustituto de la raza, se acerca a Dios como un representante del ser humano, por medio
de una unión mística, por lo tanto ofrece un sufrimiento vicario y un arrepentimiento
adecuado; (6) el sufrimiento sustituto, sin embargo, no está disponible fuera del arrepen-
timiento del propio ser humano; (7) los sufrimientos y muerte de Cristo solo se pueden
considerar vicarios en el sentido de que expresaron plenamente el aborrecimiento de Dios
por el pecado; (8) la aplicación del evangelio se hace por el Espíritu que regenera a los
seres humanos, pero no sin que antes lo conozcan y lo experimenten personalmente; (9) la
justicia, por el propio amor de Dios, requiere que el evangelio se predique a todo pecador;
(10) el juicio no vendrá hasta que el evangelio se predique a todas las naciones. Este
último principio se interpreta como, no meramente una proclamación de la verdad dentro
de ciertos linderos geográficos, sino como cuando, en realidad, todos los individuos de
todas las naciones lo hayan conocido. (Para un estudio adicional, compárese con James P.
Boyce, Abstract of Systematic Theology, 298ss.)
34. A. H. Strong sostiene que la culpa que Cristo tomó sobre sí por su unión con la
humanidad fue: (1) no la culpa del pecado personal, la cual pertenece a todo miembro
adulto de la raza; (2) ni la culpa de la depravación heredada, la cual pertenece a los infan-
tes, y a los que no han alcanzado la consciencia moral; sino (3) solamente la culpa del
pecado de Adán, la cual pertenece, previo a la transgresión personal, y aparte de la depra-
vación heredada, a cada miembro de la raza que ha derivado su vida de Adán. Este pecado
original y esta culpa heredada, mas sin la depravación que ordinariamente las acompaña,
Cristo los toma, y así los quita. Puede justamente llevar la pena porque hereda la culpa. Y
siendo que esta culpa no es su culpa personal, sino la culpa de ese pecado en el cual “todos
pecaron”, la culpa de la transgresión común en Adán, la culpa del pecado-raíz del cual
todo otro pecado ha surgido, Él, que es personalmente puro, puede vicariamente llevar el
castigo que le corresponde al pecado de la caída (Systematic Theology, II:757-758).




CAPÍTULO 24

LA EXPIACIÓN:
SU NATURALEZA
Y EXTENSIÓN
Habiendo considerado la base bíblica de la expiación, y también el
desarrollo de sus principales ideas en la historia de la iglesia, estamos
listos para considerar de manera más completa su naturaleza y exten-
sión. La palabra expiación ocurre solo una vez en el Nuevo Testamento
(Romanos 5:11), y el término griego del cual procede, katallagin, por lo
regular se traduce como reconciliación. Sin embargo, el vocablo ocurre
frecuentemente en el Antiguo Testamento, y viene de kaphar, que
significa principalmente cubrir o esconder. Este es el sentido que le da
la mayoría de los críticos lexicográficos. En el idioma español, se
emplea para cubrir un amplio ámbito de pensamiento. (1) Denota lo
que junta y reconcilia las partes distanciadas, haciéndolas “expiadas”, o
de un mismo sentir. (2) Denota también el estado de reconciliación, o
de una misma mente, que caracteriza las partes reconciliadas. (3) A
veces se emplea en el sentido de una disculpa o amende honorable. Aquí
se trata de una confesión penitencial, como sería, por ejemplo, el
sufrimiento ligado a la muerte de un ser querido, por nosotros no haber
podido hacer “expiación” por los males que le hicimos mientras estaba
con nosotros. (4) La palabra se emplea mayormente en el sentido de un
sustituto del castigo: una víctima que se ofrece como propiciación a
Dios, y, por lo tanto, una expiación por el pecado. (5) La idea del
Antiguo Testamento, como se ha indicado, es la de cubrir, por lo cual
se aplica a cualquier cosa que oculte de Dios los pecados de un ser
humano. (6) Alcanza su máxima expresión en el Nuevo Testamento,
empleándose para significar la ofrenda propiciatoria de Cristo.


256 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

LA NATURALEZA DE LA EXPIACIÓN
En esta división consideraremos, (1) las definiciones de la expiación;
(2) la base u ocasión de la expiación; (3) el principio vital de la
expiación; y (4) los aspectos legales de la expiación.
Definiciones de la expiación.1 Richard Watson define la expiación
como sigue: “Es la satisfacción ofrecida por la justicia divina, por medio
de la muerte de Cristo por los pecados de la humanidad, en virtud de la
cual todos los verdaderos penitentes que crean en Cristo son personal-
mente reconciliados con Dios, hechos libres del castigo de sus pecados,
y hechos dignos de la vida eterna” (Dictionary, 108). La definición de
Thomas O. Summers es similar en su significado, pero más específica:
“La expiación es la satisfacción hecha a Dios por los pecados de la
humanidad, el original y los presentes, por medio de la mediación de
Cristo, especialmente por su pasión y muerte, a fin de concederles el
perdón a todos, a la vez que las perfecciones divinas se mantienen
armoniosas, la autoridad del Soberano se sostiene, y los móviles más
fuertes son requeridos de los pecadores para guiarlos al arrepentimiento,
a la fe en Cristo, a las condiciones necesarias de perdón, y a una vida de
obediencia, por medio de la ayuda bondadosa del Espíritu Santo”
(Thomas O. Summers, Systematic Theology, I:258-259).
La definición de John Miley es como sigue: “Los sufrimientos vica-
rios de Cristo son una expiación por el pecado como sustituto condi-
cional de la pena, cumpliendo, por el perdón de pecados, la obligación
de la justicia y el oficio de la penalidad en el gobierno moral” (John
Miley, The Atonement in Christ, 23). William Burton Pope no ofrece
una definición concentrada de la expiación, pero resume su posición en
la siguiente declaración: “La enseñanza de la Biblia sobre este tema
puede sintetizarse como sigue: La obra consumada, lograda por el
Mediador mismo, en su relación con la humanidad, es su obediencia
divino-humana, considerada como un sacrificio expiatorio: la expiación
propiamente hablando. Luego, puede estudiarse en términos de los
resultados para Dios, para Dios y el ser humano, y para el ser humano.
Primero, es la suprema manifestación de la gloria y la consistencia de los
atributos divinos; y, en lo que le concierne, se le denomina la justicia de
Dios. Segundo, en lo que respecta a Dios y al ser humano, es la
reconciliación, una palabra que encierra dos verdades, o más bien una
verdad bajo dos aspectos: se declara la propiciación de la desazón divina
contra el mundo; y, por consiguiente, el pecado del mundo deja de ser
un obstáculo para la aceptación. Tercero, en su influencia sobre el ser

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 257

humano, puede verse como redención: universal en cuanto a la raza,


limitada en su proceso y consumación para los que creen” (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:263). Todas estas
definiciones presentan los factores principales en la expiación.2
La base o la ocasión de la expiación. “Creemos que Jesucristo, por sus
sufrimientos, por el derramamiento de su propia sangre, y por su
muerte meritoria en la cruz, hizo una explicación por todo el pecado de
la humanidad, y que esta expiación es la única base de la salvación y
que es suficiente para todo individuo de la raza de Adán” (Credo:
Artículo IV). El Artículo II de los Veinticinco Artículos, según fue
revisado por Juan Wesley, establece el propósito de la encarnación con
estas palabras: “El Hijo, que es el Verbo del Padre, verdadero y eterno
Dios, y de una misma substancia con el Padre, tomó la naturaleza
humana en el seno de la bienaventurada Virgen; de manera que dos
naturalezas enteras y perfectas, a saber: la divina y la humana, se
unieron en una sola persona, para jamás ser separadas; de lo cual es un
solo Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, el cual verdadera-
mente padeció, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliar a
su Padre con nosotros, y para ser sacrificio, no solamente por la culpa
original, sino también por los pecados personales de los seres huma-
nos”. Luego, la base o la ocasión de la expiación es la existencia en el
mundo, tanto del pecado original como del presente, junto a la
necesidad de la propiciación. Como hemos indicado previamente, se
puede decir que se basa en tres necesidades: (1) la naturaleza y los
reclamos de la majestad divina, o la idea propiciatoria; (2) el sosteni-
miento de la autoridad y el honor del Soberano divino, o la idea
gubernativa; y (3) el hacer que valga en el pecador el móvil más
enérgico del arrepentimiento, o la teoría de la influencia moral.
1. La expiación se basa en la naturaleza y los reclamos de la majestad
divina. La naturaleza de Dios es amor santo. En nuestra discusión de
los atributos morales (tomo I), apuntábamos que la santidad, en
relación con el Padre, expresa la perfección de la excelencia moral, la
cual existe en Él sin origen y sin derivación; y que el amor es aquello
por medio de lo cual Él se comunica a sí mismo, y desea una comunión
con los que son santos, o capaces de serlo. Por razón de su propia
naturaleza, Dios no podía tener comunión con seres pecadores; con
todo, su amor suspiraba por las criaturas que había creado. El pecado
desgarró el corazón de Dios. Ahora podemos penetrar más completa-
mente en la profunda verdad de que el pecado hizo un huérfano del ser

258 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

humano, y dejó a Dios desolado. Su santidad no permitía que el ser


humano pecador se le acercara, mientras que el amor de Dios lo atraía
hacia Él. La propiciación se hizo necesaria con el fin de proveer un sitio
común de encuentro, si es que se habría de restablecer la comunión
entre Dios y los seres humanos. El pensamiento de traer cerca a alguien
está implícito en la naturaleza misma de la propiciación. Dios mismo
proveyó la ofrenda propiciatoria. El amor santo diseñó el plan. “En esto
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en
que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por
nuestros pecados” (1 Juan 4:10). El Hijo se ofreció voluntariamente
para cumplir con lo que el Padre quería. A los afligidos discípulos en el
camino a Emaús, Él les dijo: “¿No era necesario que el Cristo padeciera
estas cosas y que entrara en su gloria?” (Lucas 24:26). Por lo tanto, la
expiación tiene su origen en Dios, y la propiciación satisface las
profundidades infinitas de su naturaleza como amor santo. Que la
propiciación tenga como intención satisfacer el deseo de venganza de
un Ser lleno de ira, es la falsa acusación de los que harían de la natura-
leza de Dios una que consista en benevolencia en lugar de amor santo, y
de los que, por lo tanto, exaltaran su bondad en menosprecio de su
santidad.4 Si uno se afianza en la naturaleza de Dios como amor santo,
la propiciación se vuelve el más profundo hecho de la expiación.
2. La expiación también tiene su base en la necesidad gubernativa.
Dios, como el ser moral infinito, se caracteriza por los principios
absolutos y esenciales de lo verdadero, lo recto, lo perfecto y lo bueno.
Estos principios no pueden ser abrogados, alterados o echados a un
lado. Dios ha creado una raza de seres a quienes les han sido otorgados
los mismos principios de la intuición racional. Por lo tanto, la ley moral
se vuelve imperativa, y el gobierno moral una necesidad. Como
Soberano moral, Dios no puede desentenderse de las sanciones de estas
leyes eternas e inmutables, solo bajo las cuales sus criaturas pueden
existir. Invalidar las sanciones sería resquebrajar las distinciones entre lo
bueno y lo malo, dar licencia al pecado, e introducir el caos en un
mundo de orden y belleza. De aquí que Dios no pueda poner a un lado
la ejecución de la pena. Deberá, o infligir la justicia retributiva sobre el
propio pecador, o mantener la justicia pública al proveer un sustituto.
La teoría gubernamental de la expiación, por consiguiente, le da
prominencia al sacrificio de Cristo como sustituto del castigo.5
Mantiene que la muerte en la cruz marcó el disgusto de Dios contra el
pecado, por lo cual ella sostiene la majestad divina y hace posible el

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 259

perdón de pecados. En esta teoría, al sacrificio de Cristo se le considera


como el sustituto de la justicia pública antes que retributiva.6
3. La expiación se basa, además, en la apelación del amor divino.
“En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros;
también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1
Juan 3:16). El amor es la mayor fuerza del universo. “Nosotros lo
amamos a él porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19). El amor no es
solo la apelación de Dios para el pecador, sino que también es un poder
transformador dentro de Él. “Y nosotros hemos conocido y creído el
amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor, y el que
permanece en amor permanece en Dios y Dios en él. En esto se ha
perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el
día del juicio, pues como él es, así somos nosotros en este mundo. En el
amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor,
porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido
perfeccionado en el amor” (1 Juan 4:16-18). La cruz de Cristo
representa, a su vez, la más grande demostración del amor de Dios para
el ser humano, y la culminación de la rebelión del ser humano contra
Dios. Los que ven esta cruz desde el punto de vista de la rebelión,
deben sentir el peso de su condenación eterna; los que la ven desde el
punto de vista del amor, encuentran en Cristo la propiciación por sus
pecados, y no solo por los de ellos, “sino también por los de todo el
mundo” (1 Juan 2:2).
El principio vital de la expiación. Debemos también considerar la
expiación como el método de Dios de hacerse inmanente en una raza
pecaminosa. Aquí debemos hacer una distinción entre la inmanencia
metafísica y la inmanencia ética. Dios está presente en todo sitio en la
naturaleza; y en cuanto a su constitución corporal y espiritual se refiere,
también es inmanente en el ser humano. Este es el profundo significado
de lo dicho por el apóstol Pablo, de que “en él vivimos, nos movemos y
somos” (Hechos 17:28). Esta inmanencia no es panteísta. El ser
humano no es una modalidad de la existencia divina. Posee un ser
sustancial en sí mismo en virtud de haber sido creado por medio de la
Palabra divina. Pero Dios no es inmanente en el pecado del ser humano
o en su consciencia pecaminosa. El pecado los ha separado. Con todo,
si el ser humano se va a tornar en su hijo espiritual, esta inmanencia
divina deberá restablecerse. El Espíritu de su Hijo deberá entrar a su
más íntima consciencia, y clamar, “¡Abba, Padre!” (Gálatas 4:6). Este
elemento vital de la expiación puede traerse de vuelta a la raza solo por

260 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

medio de Jesucristo. En adición, podemos considerar este principio


bajo los siguientes aspectos:
1. El Logos preexistente es la base de la unidad entre Cristo y la raza,
y, por consiguiente, un factor fundamental en la expiación. Así como
Romanos 3:24-26 presenta de la manera más completa la expiación
desde el lado de Dios y de la ética, así Colosenses 1:14-22 lo expresa de
la manera más perfecta desde el lado de la relación cósmica o metafísica
entre Dios y el ser humano. El apóstol Pablo introduce este tema
haciendo referencia al poder redentor de Cristo, y luego describe la
relación cósmica de Él, como el Logos preexistente, con el mundo y el
ser humano. Cristo “es la imagen del Dios invisible, el primogénito de
toda creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay
en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos,
sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por
medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas
en él subsisten. Él es también la cabeza del cuerpo que es la iglesia, y es
el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo
tenga la preeminencia, porque al Padre agradó que en él habitara toda
la plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las
que están en la tierra como las que están en los cielos…” (Colosenses
1:15-20). Aquí se nos ha dado la base metafísica de la expiación, en las
relaciones del Logos con la raza. Estas relaciones son las más estrechas
que puedan existir sin caer en una identificación panteísta. La huma-
nidad como raza depende de Él, (1) para su origen (por medio de la
Palabra creadora); (2) para su continua existencia (consistere, permane-
cer o subsistir juntos); (3) para su fin o propósito (todas las cosas fueron
hechas para Él); y (4) para su completamiento o perfección (para que Él
tenga la preeminencia). Estas relaciones, como se verá, son todas
inclusivas hasta el punto de su interposición para la redención de la
humanidad. Ciertamente son profundas lo suficiente, y amplias lo
suficiente como para echar el cimiento para todo cuanto el Logos pueda
emprender a nombre de los seres humanos. Es sobre las bases de esta
solidaridad del Dios-hombre con la raza humana, o su consubstancia-
lidad con nosotros, que le es posible hacerse un verdadero representante
de la raza, y, por lo tanto, cargar con el castigo de su pecado; y (5)
habiéndose encarnado, trae de regreso a la raza el Espíritu del que había
sido privada, el Espíritu de vida y santidad. Al hacerse inmanente en la
raza, Cristo viene a ser la base eficiente para nuestra justificación, tanto
como para nuestra santificación.7

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 261

2. El Logos encarnado, o el Verbo hecho carne, representa en otro


aspecto este principio vital de la expiación. La tarea que ahora asume en
esta relación inmanente con la humanidad tiene que ver de manera
particular con la redención de la raza cuya naturaleza ha asumido. Esta
es la razón por la que se le conoce como la causa que procura la
redención, siempre y cuando se aplique a su culminación en la muerte
de cruz. Con todo y lo inclusivas que eran sus relaciones preexistentes,
ninguna de ellas fue eximida de alcanzar un nuevo y más alto signifi-
cado gracias a la encarnación. Como el Logos, fue el creador de todas
las cosas; como el Cristo encarnado, crea de nuevo al ser humano. Así
como le dio existencia a la raza, ahora le da vida. La injusta objeción
que se le presenta a la expiación como una transferencia del castigo del
culpable al inocente, pierde su fuerza cuando se ve que este nuevo
representante es el Creador de todos los seres humanos. Somos hechos a
su imagen; se nos constituye como personas solamente en Él. Estamos,
por tanto, ligados a Él de manera única, y esta nueva relación es algo
que subyace toda su obra redentora. Pero el Logos preexistente no solo
creó el universo, y al ser humano como parte del mismo, sino que lo ha
constituido de tal manera que debe, además, expresar la santidad de su
naturaleza. Y lo hizo, conectando la felicidad con la justicia, y el
sufrimiento con el pecado. Por lo tanto, como el Encarnado, Cristo no
solo trae de nuevo la vida a la raza, sino que habiendo asumido la
semejanza de la carne pecaminosa, deberá también sobrellevar la
condena que viene de la reacción de la santidad de Dios en contra de su
pecado.8
3. La restauración del Espíritu es un aspecto adicional de este prin-
cipio vital en la expiación, y se le conoce generalmente como la causa
eficiente de la salvación. Así como la depravación es la consecuencia de
la privación del Espíritu, así también el otorgamiento del Espíritu es la
restauración de las relaciones internas del ser humano con Dios. Esto se
demuestra (1) en el restablecimiento del ideal moral. El ser humano, en
su condición caída, percibe lo bueno como un ideal, pero no encuentra
manera de hacer lo bueno. La depravación no desarraigó el ideal del
cual la persona tiene hambre y sed, pero sí la trajo a la esclavitud del
pecado y la muerte. Como consecuencia, el ideal moral la trasciende.
Está más allá de su experiencia en todo sentido. La encarnación debe,
pues, considerarse una personificación suprema del ideal moral en
forma humana. La muerte en cruz fue el triunfo sobre el principio del
pecado y la muerte en la raza, y el establecimiento de la ley del Espíritu

262 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

de vida en Cristo Jesús (Romanos 8:2). De esa manera, la inmanencia


divina por medio de la encarnación se convierte en una fuerza moral
que opera de una manera ética y espiritual para la redención de la
humanidad. (2) En adición, el don del Espíritu hizo posible la reconci-
liación interior del creyente individual con Dios, por medio de la
santificación: “porque el que santifica y los que son santificados, de uno
son todos…” (Hebreos 2:11). El Pentecostés es la secuela necesaria del
Calvario. La expiación hecha objetivamente por Cristo, se aplica
subjetivamente por el Espíritu. El acto histórico desemboca en la
experiencia personal. La expiación se volvió una reconciliación interna
tanto como externa. Cristo, por su encarnación y muerte en la cruz, se
hizo uno con los pecadores; en la justificación y la santificación, viene a
ser uno, legal y vitalmente, con cada creyente individual. Por tanto, a
través de los individuos redimidos, Cristo edifica una nueva raza
conformada al patrón de su propia resurrección
Los aspectos legales de la expiación. Hemos tratado con el principio
vital en la expiación como la inmanencia de Dios en la raza por medio
del Logos preexistente, como la encarnación, y como la concesión del
Espíritu. Pero también hay un aspecto legal. No queremos decir con
esto que haya un arreglo artificial o meramente externo, sino sencilla-
mente que el principio vital es la expresión de la ley moral y espiritual.
Basado en este criterio, la expiación se convierte en la transformación y
glorificación de la ley. Y aquí surgen dos preguntas: (1) ¿En qué sentido
Cristo cumplió la ley?, y (2) ¿En qué sentido nos absuelve de ella?
1. Cristo cumplió el ámbito completo de la demanda moral. Fue la
satisfacción de esa ley lo que estuvo incluido en el acto preciso de la
expiación, o lo que Él confrontó en la obra de la redención. Por lo
tanto, podemos considerar la ley como una unidad o demanda moral
sencilla, en cuyo caso debemos discurrir acerca de ella en por lo menos
cuatro maneras diferentes. (1) Cristo cumplió la ley moral en general,
incluyendo su expresión mosaica. Los principios de verdad, justicia,
perfección y bondad se personificaron en Él como una expresión
perfecta del ideal moral. (2) Cristo tomó sobre sí la semejanza de carne
de pecado, poniéndose bajo la operación de la ley del pecado y la
muerte. Si la consideramos negativamente, esta sería la ley de la
santidad. Cristo sufrió la muerte en manos de pecadores, y llevó sobre
sí las consecuencias de sus pecados. (3) Cristo obedeció la ley del amor
filial y la devoción. Aunque era Hijo, fue perfeccionado por sus
sufrimientos, y no hubo una ocasión en la que la perfecta calidad de

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 263

Hijo agradara más al Padre que en su muerte vicaria por los pecadores.
(4) De esa manera, cumplió los reclamos del amor y, a su vez, los de la
justicia.
2. Cristo nos libera de la ley. ¿Pero en qué sentido? Ciertamente no
en el sentido antinomiano de abrogar todas las leyes. ¿Por qué abrogar
lo que él vino a cumplir? El apóstol Pablo nos provee el verdadero
sentido: “…Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley,
para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiéramos la
adopción de hijos” (Gálatas 4:4-5). Por lo tanto, la expiación no
elimina la ley, sino que libera al ser humano de su consciencia legal,
haciéndose la base de la justificación. Así, la idea de la justificación en el
Nuevo Testamento es elevada por encima del simple legalismo externo,
y ahora es “por fe”. La justificación por la fe es el plan de Dios para
habilitar a los pecadores para que puedan pasar de la consciencia legal a
la filial -- a una redención de la ley, con el fin de ser adoptados como
hijos. Esta es la manera de Pablo concebir la liberación del legalismo
judío. El principio de la fe transforma el lado formal y legal de la
justificación en algo vital y espiritual. La unión-viviente-vital se
combina así con la declaración formal, y todo el proceso es elevado del
plano inferior de esclavitud legal, al plano nuevo y superior de ser un
hijo espiritual.

LA EXPIACIÓN VICARIA9
A lo que nos referimos con el sufrimiento o castigo vicario no es
meramente al que se sufre en beneficio de otros, sino al que una
persona sufre en el lugar de otra. Las dos ideas, la de sustitución y
satisfacción, pertenecen por necesidad al vocablo en su acepción
común. Ya hemos visto, tanto en la Biblia como en la historia de la
doctrina cristiana, que la idea de la satisfacción descansa sobre la
naturaleza doble de Cristo como un ser teantrópico. Fue sobre esa base,
la de la entrega y la obediencia de Cristo, que los escolásticos desarro-
llaron la teoría del mérito. Como reacción a la posición exagerada de la
iglesia en el catolicismo romano, los reformadores protestantes
regresaron de nuevo a las enseñanzas de la Biblia y de los primeros
padres, haciendo de Cristo el principio central de la redención. La
satisfacción, por tanto, la rindió uno que era tanto Dios como hombre.
Su naturaleza humana implicó el sufrimiento penal del cual era incapaz
la divina; y la Persona divina le dio valor infinito al sacrificio. A la culpa
se le dio una magnitud infinita, en el sentido de que era una ofensa

264 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

contra la santidad absoluta de Dios. Cristo, como el Dios-hombre, fue,


por consiguiente, el único ser capaz de hacer expiación por los pecado-
res.
Este argumento se sostuvo haciendo una referencia adicional a la
encarnación. Estas dos naturalezas, la humana y la divina, eran
perfectas y completas en la persona de Cristo. Su deidad no fue ni
dañada ni reducida por su unión personal con la naturaleza humana, y
su humanidad, de igual manera, fue plena y completa, en el sentido de
que no se omitió ninguna cualidad por tenerle que hacer lugar a la
naturaleza divina. Por lo tanto, en Él, la humanidad había recibido a
Dios, y Dios había recibido a la humanidad. En consecuencia, delante
de Dios, representa todo lo que la humanidad pecaminosa es para Dios
y le debe a Dios, y para el ser humano, representa todo lo que Dios
significa para él en gracia redentora. La Biblia considera esta represen-
tación algo tan subjetivo y vital como externo y legal. Subjetivamente,
Cristo se identifica perfectamente con la raza humana y, por lo tanto,
califica en todo sentido para ser su verdadero representante; objetiva-
mente, por su muerte en la cruz, propicia la naturaleza divina, expiando
así el pecado humano. La propiciación, por consiguiente, se vuelve la
idea dominante de la expiación; y esto, debido a que es la base para la
comunión restaurada, es visto como el hecho más profundo del amor
santo. La Biblia dice de Cristo que Él es nuestra propiciación, y que por
medio de la fe en su sangre se nos concede la remisión de los pecados
pasados (compárese con Romanos 3:25).
El acto propiciatorio de la expiación. Al afirmar que el aspecto propi-
ciatorio de la expiación nos provee la verdadera idea de la satisfacción y
la expiación, no negamos que otros aspectos estén incluidos. Lo que
sostenemos es que dichos aspectos se desprenden de la idea dominante
de la propiciación, y le son subsidiarios. Y damos para ello las siguientes
razones:
1. La propiciación hace referencia a la naturaleza divina. Esta natu-
raleza es amor santo. Dios no puede tolerar el pecado ni puede tener
comunión con los pecadores. Esto es así, no por mero capricho de la
voluntad, sino por ser una verdad esencial y eterna, “porque ¿qué
compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión, la
luz con las tinieblas?” (2 Corintios 6:14). Siendo que la naturaleza de
Dios es amor santo, le es imposible exhibir este amor aparte de la
justicia, lo cual hace necesario que Él mantenga el honor de su
soberanía divina. Y lo hace, no por conveniencia externa alguna, sino

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 265

por su naturaleza esencial y eterna. Aún más, el amor no se puede


demostrar separado de la santidad. Las teorías de la influencia moral, las
cuales, por su parte, pasaron por alto el hecho de que no puede haber
comunión entre Dios y el ser humano excepto en el plano de la
santidad, son, como mínimo, inadecuadas, si no falsas. Pero, no puede
haber una objeción posible a la idea gubernativa, si no se le da promi-
nencia por encima de la propiciación; ni tampoco puede criticarse la
idea de la influencia moral, si la misma se considera como amor santo.10
Que la idea de propiciación es la nota dominante en el tipo wesle-
yano de la teología, lo demuestra la siguiente declaración, y las notas
que se le agregan: “El sacrificio de nuestro Salvador en la cruz consumó
una obediencia perfecta, ofrecida en su persona divino-humana. Fue su
propia obediencia, y, por consiguiente, una de infinito valor y digni-
dad; pero fue vicaria, y su beneficio le pertenece absolutamente a
nuestra raza, y, bajo ciertas condiciones, a cada uno de sus miembros.
Como buena para el ser humano, por disposición de Dios, no es menos
que una satisfacción, provista por amor divino, de los reclamos de la
justicia divina por la transgresión: lo cual puede verse, por un lado,
como una expiación del castigo merecido por la culpa del pecado
humano, y, por el otro, como una propiciación del desagrado divino, la
cual se muestra así consistente con la infinita buena voluntad para con
los pecadores de la humanidad. Pero la expiación de la culpa y la
propiciación de la ira son uno y el mismo efecto de la expiación. Ambos
suponen la existencia del pecado y de la ira de Dios en contra del
mismo. Pero, en el misterio de la expiación, la provisión de la miseri-
cordia eterna anticipa, por así decirlo, la transgresión, y el amor siempre
tiene la preeminencia en todas sus representaciones. La pasión es la
demostración, y no tanto la causa, del amor divino por el ser humano”
(William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:264).11
2. La propiciación, no solo tiene que ver con la naturaleza del amor
de Dios, sino que incluye, además, una consideración de los atributos
divinos. La tendencia a exaltar un atributo sobre otro ha sido el origen
de muchos errores en la teología. Si tenemos en mente que los atributos
se han de considerar como modos de la relación de la esencia divina, lo
mismo que de su operación, se verá que, por necesidad, estarán en
armonía los unos con los otros. No puede haber conflicto entre la
misericordia y la justicia, ni tampoco la verdad y la justicia carecen de
armonía. “La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz
se besaron” (Salmos 85:10). La naturaleza de Dios como perfección es

266 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

un todo armonioso. De aquí que cada uno de los atributos o perfec-


ciones de su naturaleza también sancionen su ley. La sabiduría es
vindicada en la creación de los seres morales, y el poder lo es en su
justicia soberana. La verdad no puede ponerse a un lado. La bondad y
la misericordia tienen su lugar. Pero la verdadera bondad no puede
permitir nada que conspire en el menor grado con el pecado o que se
refleje en la santidad de Dios. El amor benevolente se preocupa de la
ley y el orden tanto como lo hacen la justicia y la verdad. Así, pues, la
naturaleza de Dios, como se expresa en la revelación de sus perfeccio-
nes, no solo demanda un método de propiciación, sino que lo diseña.
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por
nuestros pecados” (1 Juan 4:10).12
Una exposición de los términos bíblicos empleados para expresar la idea
de la expiación. En nuestro estudio de las bases bíblicas de la expiación,
agrupamos ciertos pasajes bíblicos en conformidad con los términos
griegos, o la familia de los términos de la cual las traducciones fueron
hechas. Los términos a los que nos referimos fueron propiciación
(ilasmos), redención (lutron) y reconciliación (katallasso). Los arregla-
mos en ese orden para demostrar (1) el sacrificio hecho a Dios como
base de la redención, (2) el precio de la redención pagado por la
salvación de los seres humanos; y (3) la reconciliación consecuente
efectuada entre Dios y la humanidad. Es evidente, no obstante, que la
palabra reconciliación, siendo que posee un aspecto dirigido hacia
Dios, y otro dirigido hacia los seres humanos, está en el primer sentido
estrechamente relacionada a la idea de la propiciación. Es por esta razón
que William Burton Pope dice que “hay dos términos griegos, o
familias de términos, de los cuales dependen todos los detalles de la
doctrina que acabamos de establecer: ilasmos y katallage son sus
representantes. Sus relaciones son claras y distintivas en el original
bíblico; pero, hasta cierto punto, se encuentran confundidas en nuestra
presente traducción al español… Ambos verbos tienen a Dios como el
sujeto y no como el objeto. El ser supremo reconcilia al mundo consigo
mismo; no se dice que Él esté reconciliado: esto sencillamente expresa
la gran verdad en el sentido de que la gran provisión para el restableci-
miento de la paz viene de arriba. Dios se reconcilia con el ser humano,
pero en Cristo, quien es Dios en sí mismo: Él es, por tanto, el que
reconcilia mientras es también el reconciliado. De igual manera, la
palabra expiar se refiere a un acto de Dios: no se dice que Él esté

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 267

propiciado, sino que se propicia a sí mismo, o se hace accesible


proveyendo una expiación por el pecado. Estrictamente hablando, el
sacrificio expiatorio declara una propiciación que ya se encuentra en el
corazón divino” (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, II:271-172).
En Romanos 3:25, la palabra para propiciación es hilasterion, la
forma neutral del adjetivo hilasterios, que cuando se emplea como
sustantivo, se traduce como propiciatorio o expiatorio. El propiciatorio
se refería a la cubierta del arca del pacto ubicada en el lugar santísimo.
Ese era el lugar en donde Dios se manifestaba, apareciendo la Shekhiná
entre los querubines y el propiciatorio. Allí la sangre era rociada, por lo
que vino a conocerse como propiciatorio o lugar de la expiación. Y aquí
hay que observar dos cosas: (1) la expiación o propiciación se hacía en
la presencia de Dios; y (2) el rociamiento de sangre hacía posible que
Dios mostrara su misericordia, y uno pudiera acercársele. La palabra
hilasterion es traducida por Robinson y la mayoría de los lexicógrafos
como ofrenda por el pecado o sacrificio expiatorio. El que esta palabra
se use en conexión con la redención “por medio de la fe en su sangre”,
demuestra claramente que tanto la propiciación (hilasterion), como el
precio por la redención (apolutrosis), se refieren a la muerte sacrificial de
Jesús. La expiación, por tanto, es la propiciación hecha y el precio
pagado por la salvación de los seres humanos. Cristo Jesús es el
propiciatorio verdadero: lo divino y lo humano tienen un encuentro en
Él como la sola persona teantrópica. El sacrificio lo fue de su propia
sangre. Bajo esta sangre rociada se extiende misericordia a toda la
humanidad. Toda persona puede acercarse en plena certidumbre de fe.
Sobre esta sangre rociada está la Shekhiná, la llama viviente flanqueada
por la santidad y la justicia. Zacarías, el sacerdote, parece combinar
armoniosamente todo el simbolismo del lugar santísimo en el siguiente
pasaje interpretativo de maravillosa agudeza espiritual: Siendo lleno del
Espíritu Santo, profetiza diciendo: “del juramento que hizo a Abraham,
nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros
enemigos, sin temor lo serviríamos en santidad y en justicia delante de
él todos nuestros días” (Lucas 1:73-75).
En Hebreos 9:28 tenemos otra expresión que enseña claramente el
carácter expiatorio del ministerio de Cristo. Aquí la palabra es anaphe-
ro, que de acuerdo a Robinson significa “acarrear nuestros pecados,
llevar sobre sí y cargar con nuestros pecados, i.e., llevar el castigo del
pecado, hacer expiación por el pecado”. A lo que esto se refiere es a la

268 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

fase activa de la obra sacerdotal de Cristo. Se le considera como el que


ofrece la ofrenda más bien que como la ofrenda misma, como el
sacerdote más bien que el sacrificio. Bajo la economía del Antiguo
Testamento, la función del sumo sacerdote era hacer expiación o
satisfacción por los pecados del pueblo. Por este medio el pueblo era
restaurado al favor de Dios, haciéndose el recipiente de las bendiciones
del pacto. De igual manera, Cristo asumió nuestra naturaleza, para que
en todas las cosas viniera a ser “misericordioso y fiel sumo sacerdote en
lo que a Dios se refiere, para expiar [hilaskesthai o hacer propiciación
por] los pecados del pueblo” (Hebreos 2:17). De esa manera les
aseguraba las bendiciones de un mejor pacto, del cual se hacía el
mediador, es decir, la promesa del Espíritu, y la ley escrita en sus
corazones. La fase activa de la obra de Cristo como el que propicia,
acercando a Dios a los seres humanos, la presenta de nuevo el escritor
de esta epístola con las siguientes palabras: “También tenemos un gran
sacerdote sobre la casa de Dios. Acerquémonos, pues, con corazón
sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala
conciencia y lavados los cuerpos con agua pura” (Hebreos 10:21-22).
En Hebreos 10:10 tenemos la verdad contraria, es decir, la fase
pasiva de la obra de Cristo como ofrenda propiciatoria. Él es conside-
rado ahí, no como sacerdote, sino como sacrificio. Se trata del aspecto
subjetivo más bien que objetivo de la expiación. Y aquí se introduce un
nuevo juego de términos. Los mismos tratan no tanto con la justifica-
ción o la obra de Cristo por nosotros, como con la santificación, o la
obra hecha en nosotros por el Espíritu Santo. El pecado, como hemos
visto, no solo implica culpabilidad, sino contaminación. En los pecados
presentes hay falta en el sentido doble de culpabilidad (reatus culpœ) y
responsabilidad de castigo (reatus pœnœ). En el pecado original hay falta
solo en el sentido de responsabilidad de castigo (reatus culpœ), puesto
que la falta de la culpabilidad (reatus pœnœ) ha sido removida por
medio del libre don de la gracia. La contaminación que atañe al pecado
presente se conoce como depravación adquirida. La misma es removida
por la santificación inicial, la cual es concomitante con la justificación y
la regeneración. La contaminación que atañe al pecado original se
conoce como depravación heredada, y es removida por la entera
santificación. Por lo tanto, la culpa del pecado, sea que ataña al pecado
presente o al original, es removida por la ofrenda propiciatoria o
expiatoria de la sangre de Cristo, entre tanto que las consecuencias o la
contaminación del pecado, sea adquirido u original, es removida por la

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 269

renovación del Espíritu en su poder santificador. Y aquí tenemos


todavía otro juego adicional de términos: katharizein y hagiazein, el
uno aplicable a la limpieza de la culpa, y el otro a la limpieza de la
contaminación. Así, pues, “la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia
[katharizei] de todo pecado” (1 Juan 1:7), es decir, como un sacrificio
que remueve la culpa del pecado por medio de la expiación. Pero,
también, “En esa voluntad somos santificados [higiasmenoi] mediante la
ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos
10:10). Aquí la limpieza es de la contaminación del pecado original o
depravación, como se demuestra a continuación con la declaración de
que, “Y así, con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los
santificados. El Espíritu Santo nos atestigua lo mismo” (Hebreos
10:14-15). Aquí tenemos la contaminación removida por la renovación
del Espíritu Santo en sus oficios santificadores.
El último juego de términos que mencionaremos en esta conexión
son aquellos de los que derivamos la palabra reconciliación. Aquí el
vocablo griego es katallassein, que significa intercambio, o cambiar la
relación de una persona con otra, generalmente en el sentido de un
intercambio de enemistad por amistad. Este es el término del cual
derivamos la palabra expiación en su sentido literal estricto de reconci-
liación. La palabra katallagin es traducida en Romanos 5:11 como
reconciliación: “...por quien hemos recibido ahora la reconciliación”.
Algunos la traducen como expiación pero, en realidad, la idea que
conlleva es la de reconciliación. Esa es la mejor traducción. En Hebreos
2:17, la palabra griega para expiar, en la frase, “para expiar los pecados
del pueblo”, es ilaskeosthai, que, para ser más exactos, se pudo haber
traducido como propiciar. En Efesios 2:16 y Colosenses 1:20-21 el
vocablo empleado es apokatallassein, cuya forma es intensiva, y quiere
decir reconciliar plenamente. William Burton Pope indica que el verbo
katallassein significa la virtud de la mediación de Cristo como la que
arregla una diferencia entre el ser humano y Dios, entre tanto que
katallage se aplica al resultado, es decir, a la nueva relación en la que el
mundo se encuentra con Dios. A este término se le deberá dar mayor
consideración en párrafos posteriores.

ASPECTOS ORIENTADOS HACIA DIOS Y HACIA


EL SER HUMANO EN LA EXPIACIÓN
Hemos visto que la Biblia emplea los vocablos propiciación, recon-
ciliación y redención para presentar la expiación (1) en relación con

270 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Dios, (2) en relación con Dios y el ser humano, y (3) en relación con el
ser humano. La propiciación trata con el aspecto divino de la expiación;
la reconciliación trata con el aspecto doble de su relación orientada
hacia Dios y hacia el ser humano; y la redención, con el aspecto
orientado hacia el ser humano. En nuestra discusión del aspecto
propiciatorio de la expiación quisimos demostrar que la obra de sumo
sacerdote de Cristo sirvió como la sola y grande oblación tanto para la
remisión de los pecados como para la satisfacción de los reclamos de la
justicia divina. Ahora debemos considerar la expiación como un hecho
consumado, es decir, como reconciliación y redención.
La expiación como reconciliación. La reconciliación es el aspecto de la
obra consumada que expresa la comunión restaurada entre Dios y el ser
humano. Por consiguiente, en las relaciones, la misma debe verse en su
orientación hacia Dios tanto como en su orientación hacia los seres
humanos. Pero, siendo que fue Dios quien proveyó la expiación u
ofrenda propiciatoria, éste debe considerarse el reconciliador tanto
como el reconciliado. El ser humano también debe considerarse como
reconciliado, pero dicho aspecto de la expiación será mejor tratarlo bajo
el encabezado de la redención.
1. Dios es el reconciliador y el reconciliado. Algunas veces se objeta
el que Dios demande y a la vez provea una expiación, pero esa objeción
es solo aparente. El ser humano fue creado como dependiente de Dios,
al igual que como criatura libre y responsable. La expiación satisface
ambas relaciones. La Biblia es específica en este punto. “Y todo esto
proviene de Dios, quien nos reconcilió [katallaxantos] consigo mismo
por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación [katallages]: Dios
estaba en Cristo reconciliando [katallasson] consigo al mundo, no
tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a
nosotros la palabra de la reconciliación [katallages]” (2 Corintios
5:18-19). Aquí se indica que, no solo Dios mismo ha provisto la
ofrenda propiciatoria, sino que ha asociado a su pueblo consigo mismo
en la proclamación, habiéndoles encargado la palabra de la reconcilia-
ción. Pero es en este punto en donde hay que cuidarse de dos errores.
(1) No debemos considerar que Dios haya estado enojado con nosotros
en el sentido de una hostilidad que haya que vencer por medio del
sacrificio de una víctima inocente, ya que Dios mismo es el reconcilia-
dor. (2) No debemos suponer que Dios haya sido inducido a sentir
compasión por los seres humanos solo después de que Jesús, por sus
sufrimientos, cumpliera las demandas de la ley violada. Fue por amor

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 271

que Dios dio a su Hijo, “para que todo aquel que en él cree no se
pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). El amor nunca ha
actuado con más libertad que cuando proporcionó, por medio de la
encarnación y la expiación, la demolición de toda barrera entre el ser
humano y Dios. Aquí lo que tenemos es “un amor que ama más que el
amor”, una gracia que sobreabundó en donde el pecado abundó.
2. La reconciliación también se refiere al estado de paz que existe
entre Dios y el ser humano. En este sentido, algunas veces se usa como
uno de los títulos de la obra de nuestro Señor. “También nos gloriamos
en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido
ahora la reconciliación [o la expiación]” (Romanos 5:11). Así como
Cristo es denominado “el Señor de nuestra justicia”, así también es
conocido como nuestra “reconciliación” o nuestra “paz” (Efesios
2:14-16). Podemos, entonces, decir que, en el Antiguo Testamento, se
estableció una amnistía, “a causa de [Dios] haber pasado por alto, en su
paciencia, los pecados pasados” (Romanos 3:25); mas en el Nuevo
Testamento, esta amnistía se vuelve una paz establecida. Pero hemos de
entender, aún más, que por medio de los sufrimientos vicarios y la
muerte de Jesucristo, Dios reconcilió al mundo consigo mismo,
quitándole, como mundo, su desagrado. Fue así como se estableció una
paz general como la base para Dios aceptar al creyente dentro de los
derechos y privilegios del nuevo orden. La reconciliación de los
creyentes individuales es por la aceptación, por medio de la fe, de esa
reconciliación general, y, por lo tanto, siempre se le considera como la
revelación de la misericordia de Dios en el alma de los creyentes. Así lo
enseña definitivamente el apóstol Pablo: “Porque, si siendo enemigos,
fuimos reconciliados [katellagemen] con Dios por la muerte de su Hijo,
mucho más, estando reconciliados [katallagentes], seremos salvos por su
vida” (Romanos 5:10). Por lo tanto, cuando la reconciliación se recibe
en fe, se convierte en un estado personal de justicia y paz.
La expiación como redención. El término redención, de lutroo, com-
prar de vuelta, y lutron, un precio de compra, representa a Cristo como
comprando de nuevo o pagando un precio de compra por la liberación
de los seres humanos de la esclavitud del pecado. Al igual que con la
reconciliación, la redención también tiene sus aspectos objetivos y
subjetivos. Objetivamente, la raza entera es redimida, por cuanto el
precio de compra ha sido pagado a nombre de toda la humanidad.
Subjetivamente, en su aplicación al individuo, la redención es provi-
sional, y se hace efectiva solo por medio de la fe en la sangre expiatoria.

272 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

William Burton Pope arregla los términos aplicables a la redención en


cuatro clases, como sigue: (1) aquellos en los que lutron o el precio del
rescate está incluido; (2) aquellos que significan una compra en general,
como sería agorazein; (3) aquellos que implican solo liberar, como en
luein; y (4) aquellos que indican la noción de un rescate forzado, como
en ruesthai. Es evidente que nos interesa más la primera clase de
términos, ya que estamos discutiendo la expiación solamente en
relación con la obra consumada de Cristo. Consideraremos, pues, (1) el
precio del rescate, y (2) la esclavitud de la que los seres humanos son
librados.
1. El precio del rescate es la sangre de Cristo, aun cuando nuestro
Señor hable de dar su vida “en rescate por todos“ (Mateo 20:28), y
Pablo diga que Cristo “se dio a sí mismo en rescate por todos” (1
Timoteo 2:6). Sin duda que el sentido de estos pasajes es que él puso la
vida que está en su sangre, por lo cual, como el Dios-hombre, y quien
“estando muerto todavía vive”, se hizo el eterno y bendito sustituto,
sufriendo vicariamente en el lugar de todos los seres humanos, y
haciendo plena satisfacción por los pecados del pueblo. El sacrificio que
ofreció no fue el de la sangre de animales irracionales, sino el de su
propia sangre (1 Pedro 1:18-19). Por medio de esta ofrenda “hizo
perfectos para siempre [teteleioken, les hizo una expiación perfecta] a los
santificados” (Hebreos 10:14). Por consiguiente, los que rechazan este
método de salvación deberán perderse eternamente, puesto que ya no
queda más sacrificio por los pecados. Con esto se quiere decir, no que
Dios se rehúse salvar a alguien que venga a Él, sino que los que
rechazan el único camino de salvación provisto, deberán, en virtud del
rechazo, permanecer por siempre en sus pecados.
2. El precio del rescate aseguró para la humanidad la liberación de la
esclavitud del pecado. A esa liberación a veces se la menciona como
redención (1) de la maldición de la Ley (Gálatas 3:13); (2) de la Ley en
sí misma (Gálatas 4:4-5, comparado con Romanos 6:14); (3) del poder
del pecado (Juan 8:34, comparado con Romanos 6:12-33); y (4) del
poder de Satanás (Hebreos 2:15). Si usamos la expresión “esclavos del
pecado” en un sentido amplio, veremos la fuerza de la posición
wesleyana antes mencionada, en el sentido de que somos redimidos (1)
de la culpa del pecado; (2) del poder reinante del pecado; y (3) del
pecado en el ser interior. Lo primero resulta en la justificación; lo
segundo en la regeneración, y lo tercer en la entera santificación. De
esta manera hacemos la transición de nuestro estudio de la expiación

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 273

propiamente hablando, a la consideración de sus beneficios. Al cerrar


esta sección solo necesitamos mencionar que Cristo no paga el precio
de compra simplemente para redimirnos de la ira y entregarnos a
nuestros propios caminos. Nos rescata de nuevo por sus propios
derechos sobre nosotros, marcando así la conexión entre su oficio
sacerdotal y real.13
Modificación teológica de términos. Nuestro examen histórico ha
provisto los más amplios esbozos acerca del desarrollo doctrinal de la
expiación. Lo que ahora nos corresponde es proveer un breve resumen
de algunos de los cambios más recientes y específicos. (1) La expiación.
Este vocablo, como se emplea en el Nuevo Testamento, se deriva de
katallage, que en la mayoría de los lugares se traduce como reconcilia-
ción. Por lo tanto, es más bien un término legal y, en su significado más
exacto, lo que expresa es la idea de “lo que se quiso una vez”, es decir, la
reconciliación. En la terminología teológica, la expiación ha venido a
significar, no obstante, la economía total del ministerio sacrificial de
nuestro Señor, poniendo de relieve la virtud del sacrificio por medio del
cual se efectúa la reconciliación. La teología, por tanto, emplea el
término en su significado antiguotestamentario. (2) Satisfacción.
Durante el periodo de la Reforma, la idea de la satisfacción le fue
añadida a la idea de la expiación, y se le dio un significado específico.
Ahora, en la teología, aquella no se usa para expresar la idea general de
mérito, sino para expresar la relación que la obra de Cristo sostiene con
las demandas de la ley y la justicia. El carácter y el grado de esta
satisfacción, como lo sostiene la teología, se extiende para incluir, desde
la plena demanda del castigo de la ley impuesto sobre un sustituto,
hasta el equivalente de ese castigo, o un sustituto del castigo, e incluso
hasta el acceptilatio de los socinianos, quienes sostuvieron que el perdón
de pecados se daba sencillamente por la palabra dicha, sin el requisito
de la satisfacción. (3) Reparación. Este término es diferente al de
satisfacción porque, en lugar de referir el sacrificio a los reclamos de la
ley y el honor del dador de la ley, lo refiere al pecado y el pecador. Por
reparación se quiere decir el quitar de la culpa y la cancelación de la
obligación del castigo. (4) Propiciación. Este término conlleva la misma
relación con la expiación que el término satisfacción. La ira o el
disgusto de Dios es propiciado; el pecado es expiado. Pero la propicia-
ción difiere de la satisfacción en su significado primario por no ser una
satisfacción de los reclamos de la justicia, ya que la justicia no puede
propiciarse, sino que es un apaciguamiento de la ira o un alivio del

274 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

disgusto. El vocablo viene de prope, que significa cerca, e indica que


Dios y el ser humano son acercados mutuamente por medio de la
satisfacción de la expiación.

LA EXTENSIÓN DE LA EXPIACIÓN
La expiación es universal. Esto no significa que toda la humanidad
será incondicionalmente salvada, sino que la ofrenda sacrificial de
Cristo satisfizo a tal punto los reclamos de la ley divina que hizo de la
salvación una posibilidad para todos. La redención es, pues, universal o
general en el sentido provisional, pero especial o condicional en su
aplicación al individuo. Es por esta razón que, al aspecto universal, a
veces se le conoce como la suficiencia de la expiación. Aunque los
reclamos de la razón anticipen la universalidad de la expiación, es a la
Biblia a la que hemos de tornarnos como nuestra autoridad final. Hay
dos textos que, tomados en su mutua relación, se destacan con peculiar
distinción. El primero es la declaración de nuestro Señor de que, “el
Hijo del hombre no vino… sino para… dar su vida [psujen] en rescate
[lutron] por todos [pollon]“ (Mateo 20:28). El segundo se considera
generalmente la última declaración de Pablo sobre el asunto, y es,
evidentemente, una cita del texto bíblico anterior: “[E]l cual se dio a sí
mismo [eanton] en rescate [antilutron] por todos [panton]…” (1
Timoteo 2:6). Nótese que cada palabra principal se da dentro de una
connotación cada vez más fuerte: la vida se vuelve la suya propia, el
precio de la compra, el redentor personal, y los “muchos” [RV60], los
todos.
Los pasajes bíblicos que tienen que ver con este asunto ya se han
presentado de manera general, por lo que no necesitamos dar aquí sino
solo referencias adicionales. Los agruparemos siguiendo el siguiente y
sencillo bosquejo: (1) Los pasajes bíblicos que hablan de la expiación en
términos universales: Juan 3:16-17; Romanos 5:8, 18; 2 Corintios
5:14-15; 1 Timoteo 2:4; 4:10; Hebreos 2:9; 10:29; 2 Pedro 2:1; 1 Juan
2:2; 4:14. (2) Los que se refieren a la proclamación universal del
evangelio y sus alcances: Mateo 24:14; 28:19; Marcos 16:15; Lucas
24:47; compárense también Marcos 1:15; 16:16; Juan 3:36; Hechos
17:30). (3) Los que declaran distintivamente que Cristo murió por los
que pueden perecer: Romanos 14:15; 1 Corintios 8:11; Hebreos 10:29.
El arminianismo, con su énfasis en la libertad moral y la gracia
preveniente, siempre se ha adherido a la universalidad de la expiación,
es decir, a su provisión para la salvación de todos los seres humanos,

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 275

aunque condicionada por la fe. El calvinismo, por otro lado, debido a


su doctrina de los decretos, a la elección incondicional, y a su teoría de
la satisfacción penal, siempre se ha visto en la necesidad de aceptar la
idea de una expiación limitada. De aquí que Turretin tenga que decir:
“La misión y la muerte de Cristo están restringidas a un número
limitado, a su pueblo, a sus ovejas, a sus amigos, a su iglesia, a su
cuerpo, y en ningún lugar se les extienden a todos los seres humanos, ni
individual ni colectivamente” (Turretin, The Atonement, 125-126). Sin
embargo, se debe señalar que la idea calvinista de la expiación limitada
no se debe a que se le crea insuficiente, ya que los calvinistas, al igual
que los arminianos, creen en la suficiencia de la expiación. “Todos los
calvinistas están de acuerdo”, dice A. A. Hodge, “en mantener firme-
mente que la obediencia y los sufrimientos de Cristo fueron de valor
intrínseco infinito ante los ojos de la ley, y que no hubo necesidad de
que Él obedeciera o sufriera ni un ápice más, ni por un solo momento
más, a fin de asegurar, si Dios así lo hubiera querido, la salvación de
cada hombre, mujer o niño que jamás hubiera vivido” (A. A. Hodge,
The Atonement, 356). La dificultad, por tanto, no estriba en la insufi-
ciencia de la expiación, sino en la creencia de los calvinistas en la
predestinación: “Por el decreto de Dios, y para la manifestación de su
gloria, algunos seres humanos y ángeles están predestinados para la vida
eterna, y otros ordenados de antemano para la muerte eterna” (West-
minster Confession). La pregunta primaria tiene que ver, entonces, con
la doctrina de la gracia y no con la suficiencia de la expiación. Por
consiguiente, retomaremos el tema de la predestinación en conexión
con nuestra discusión de la gracia preveniente y el llamado eficaz.
Los beneficios de la expiación. Muy ligada a la pregunta de la exten-
sión de la expiación está la de los beneficios de la expiación. Dentro del
ámbito o la extensión de la obra redentora, todo está incluido, tanto lo
espiritual como lo físico. Cada bendición conocida por los seres
humanos es el resultado del precio de compra de nuestro Señor
Jesucristo, y viene del Padre de las luces. Estos beneficios generalmente
se consideran bajo dos encabezados principales: (1) los beneficios
incondicionales; y (2) los beneficios condicionales.
1. Los beneficios incondicionales incluyen: (1) La existencia conti-
nua de la raza. Es difícil concebir que a la raza se le hubiera permitido
multiplicarse en su pecado y depravación sin que se hubiera hecho una
provisión para su salvación. De no haber ocurrido una intervención
divina, la muerte inmediata de la primera pareja sin duda hubiera

276 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

acontecido, y con ella, la terminación de su carrera terrenal. (2) La


restauración de todos los seres humanos a un estado de posibilidad de
salvación. La expiación les proveyó a todos el libre e incondicional don
de la gracia. Esto incluyó la restauración del Espíritu Santo a la raza
como el Espíritu de iluminación, de vehemencia y de convicción. Así,
pues, a la persona no solo se le da la capacidad de la debida prueba, sino
que también se le concede la ayuda bondadosa del Espíritu Santo. A
estos dos asuntos se les ha dado un tratamiento extenso en nuestra
discusión del problema del pecado. (3) La salvación de los que mueren
en la infancia. Puede que admitamos que este beneficio de la expiación
no se declare manifiestamente en la Biblia, y que haya sido en el pasado
un objeto de mucho debate. Sin embargo, el tenor general de la Biblia,
cuando se ve a la luz del amor divino y la gracia universal del Espíritu,
no permitiría otra conclusión.14 No puede haber duda razonable en
cuanto a lo que nuestro Señor quiso decir cuando declaró, “De cierto os
digo que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el
reino de los cielos” (Mateo 18:3), y, de nuevo, “Dejad a los niños venir
a mí y no se lo impidáis, porque de los tales es el reino de los cielos”
(Mateo 19:14). Miner Raymond resume así la posición arminiana
generalmente aceptada: “La doctrina de la depravación heredada
incluye la idea de una descalificación heredada para la vida eterna.
Luego, la salvación de los infantes tiene que ver principalmente con la
preparación para las bienandanzas celestiales, con el hacerlos acreedores
a las mismas. Ni ningún ser de nueva creación, ni los que sostienen
relaciones similares, tienen derecho natural a ocupar un lugar entre los
santos ángeles y los santos glorificados. La salvación de los infantes no
puede considerarse como una salvación de los peligros de la muerte
eterna. Los infantes no han cometido pecado, que sería lo único que
traería esos peligros. La idea de que estén en peligro de una muerte
eterna debido a la transgresión de Adán es, cuando mucho, nada más
que la idea de un peligro teórico. Pero si se insistiera en que ‘por la
transgresión de uno vino la condenación [literal y presente] a todos los
hombres’, nosotros insistiríamos en que, de esa condenación, sea la que
sea, teórica o literal, todos los seres humanos serían salvos, ya que, ‘de la
misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la
justificación de vida’, de modo que la condición y las relaciones de la
raza en la infancia difieren de las de los seres de nueva creación
únicamente en que, por la ley natural de la propagación, una naturaleza
corrupta les ha sido heredada. Pero siendo que ninguna cosa impura o

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 277

persona impía puede ser admitida en la presencia de Dios y en la


sociedad de los santos ángeles y los santos glorificados, se concluye que
si los infantes son llevados al cielo, algún poder que purifique y
santifique sus almas les debe ser otorgado; la influencia salvadora del
Espíritu Santo les debe ser, por causa de Cristo, incondicionalmente
conferida. No solo su preparación para las bienandanzas del cielo
vienen, como vino su existencia, por medio de la sangre derramada de
nuestro Señor Jesucristo, sino también su derecho y su deleite de las
mismas” (Miner Raymond, Systematic Theology, II:311-312).
2. Los beneficios condicionales de la expiación son (1) la justifica-
ción, (2) la regeneración, (3) la adopción, (4) el testimonio del Espíritu,
y (5) la entera santificación. Estos proveerán los temas para nuestra
discusión de los estados de la salvación. Pero antes de considerar esos
temas, debemos dar atención a los oficios y a la obra del Espíritu Santo
como administrador de la gran salvación comprada por medio de la
expiación de nuestro Señor Jesucristo.
La intercesión de Cristo. Hay otro punto de transición que necesita
mencionarse además de los beneficios condicionales de la expiación que
acabamos de enumerar. Nos referimos a la intercesión de Cristo. El
Nuevo Testamento no enseña que la obra de Cristo cesó con la venida
del Espíritu Santo. Solo enseña que su obra consumada de la expiación
fue la base para la obra de administración, la cual Él mismo continuaría
por medio del Espíritu. Cristo murió por los pecados pasados a fin de
establecer un nuevo pacto; y resucitó a fin de hacerse el ejecutor de su
propio testamento. Su continua actividad consiste en hacer efectivos,
por medio del Espíritu, los méritos de su muerte expiatoria. Vive
“siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:25); “Cristo es el que
murió… el que también intercede por nosotros” (Romanos 8:34); y “y
si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre” (1 Juan 2:1).
Como consecuencia de la intercesión de Cristo por nosotros, se da al
Espíritu Santo como una presencia intercesora dentro de los corazones
de los hombres. “De igual manera, el Espíritu nos ayuda en nuestra
debilidad, pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos,
pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.
Pero el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del
Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los
santos” (Romanos 8:26-27). La intercesión de Cristo a la diestra de
Dios, y la intercesión del Espíritu dentro de nosotros, están en perfecta
armonía, ya que el Espíritu toma las cosas de Cristo y nos las muestra a

278 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

nosotros. Es a este rico campo de los oficios y la obra del Espíritu Santo
a los que ahora dirigiremos nuestra atención.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. La idea de la expiación puede definirse propiamente como la solución de una cierta
antítesis en la vida misma de Dios, como se le revela al ser humano, o la aparente oposi-
ción entre el amor de Dios y la justicia de Dios. Aunque estos atributos son esencialmente
uno, con todo, el pecado ha producido en la mente divina una tensión o aparente variante
entre esos dos puntos. Aunque Dios ama eternamente al mundo, su actual relación con
éste no es una relación de amor, sino de santidad y justicia, una relación de oposición, ya
que la unidad de sus atributos ha sido menoscabada, restringida. También existe una
contradicción entre las relaciones presentes y esenciales de Dios con la humanidad, una
contradicción que se puede remover solo por medio de la destrucción del principio inter-
puesto del pecado (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 303).
E. H. Johnson resume la expiación de esta manera: “El Señor Jesús, por lo que fue y es,
por lo que hizo y llevó, hizo toda provisión requerida por la naturaleza santa de Dios y el
estado caído del ser humano, para librarlo del pecado, de su castigo y de su poder”
(Outline of Systematic Theology, 223).
2. Tenemos en nuestro poder un artículo titulado, “La doctrina metodista de la expiación”,
por John J. Tigert, que se publicó en Methodist Quarterly Review, en abril de 1884. El
mismo ofrece una de los mejores estudios comparativos que hemos visto acerca de la
expiación. Tigert compara la teoría de John Miley con la sostenida por Thomas O. Sum-
mers y William Burton Pope. En el artículo se hacen las siguientes comparaciones o
contrastes. En su definición de la expiación, Summers la llama una satisfacción hecha a
Dios, una forma de expresión que Miley no solo excluye, sino que evita cuidadosamente,
oponiéndosele estrictamente, ya que Miley identifica la teoría de la satisfacción con la
teoría de la sustitución penal. De nuevo, Summers le confiere a la expiación una relación
con el pecado original tanto como actual, como se hace en el segundo artículo del credo.
La definición de Miley la ignora, y su ensayo como un todo no toca la cuestión excepto
cuando le echa un vistazo a la relación de la expiación con la salvación de los infantes. Más
aún, Summers hace que la expiación consista de la mediación total de Cristo, especial-
mente de sus sufrimientos y muerte, mientras que Miley habla solo de los sufrimientos
vicarios, aunque sin duda debe estar de acuerdo con Summers, evidencia de lo cual es su
tratamiento magistral del gran pasaje del segundo capítulo de Filipenses.
Miner Raymond establece su posición como sigue: “La muerte de Cristo es declarativa;
es una declaración de que Dios es un ser justo y un Soberano justo. Satisface la justicia de
Dios, tanto la esencial como la rectora, por cuanto las proclama y las vindica satisfacto-
riamente al asegurar sus fines de manera plena: la gloria de Dios y el bienestar de sus
criaturas” (Systematic Theology, II:259).
3. Hay tres maneras de percibir la expiación en la Biblia. Algunas veces se le considera como
el resultado de un misterio que ha sido transado en la mente divina antes de su manifesta-
ción en el tiempo. De nuevo, algunas veces se presenta como una demostración del amor
de Dios por la humanidad, y de su propio sacrificio en Cristo por causa de ella: como si se
pretendiera mover los corazones de los seres humanos para que odiaran el pecado y desea-
ran responder a tanta misericordia. Esto, estrictamente hablando, no se da como una
explicación de la expiación. El Nuevo Testamento no sanciona la idea de que el propio
sacrificio de nuestro Señor sea un modo de argumentar con los pecadores… Por último, se
presenta como un expediente para sostener la dignidad del Soberano del universo y el


LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 279

administrador de la ley. Estos tres puntos de vista, o para emplear el lenguaje moderno,
estas tres teorías de la expiación, se encuentran combinadas en la Biblia: ninguna de ellas
se elabora aparte del resto. La doctrina perfecta las incluye todas. Todo error surge de la
exageración de uno de estos elementos a expensas de los otros (William Burton William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:280).
4. La expresión, la “ira de Dios”, encarna sencillamente esta verdad: que las relaciones del
amor de Dios para el mundo no han sido satisfechas ni cumplidas. La expresión no es
meramente antropopática, sino que es una descripción apropiada del pathos divino nece-
sariamente implícito en la concepción de la revelación de un amor que es refrenado,
despojado, pero mantenido con todo y la injusticia. Porque esta ira es amor santo en sí
mismo, sintiéndose desolado por haberse alejado de su bendita influencia aquellos que
hubiera recibido en su comunión. Esta manifestación reprimida de amor, la cual en un
aspecto puede designársele ira, en otro aspecto se le llama dolor, o tristeza, en el Espíritu
Santo de amor; así la ira se torna en compasión. Es solo cuando la ira de Dios es permitida
que es posible hacer mención de su compasión (H. L. Martensen, Christian Dogmatics,
303).
5. Thomas O. Summers presenta esta fase de la expiación en la siguiente vigorosa
declaración: “La humanidad constituye una especie: todos son ‘hechos de una sola sangre’;
a todos se les percibe como solidarios; todos los seres humanos estuvieron seminalmente
contenidos en la primera pareja. Cuando nuestros primeros padres cayeron, la especie
calló. Si la penalidad de la ley hubiera sido puesta en rigor, la especie hubiera sido extir-
pada. A fin de prevenir ese desastroso resultado, la expiación fue provista. Ello aseguró la
permanencia de la especie, pero no surtió el efecto de que la posteridad de Adán no hu-
biera nacido en pecado. Todos participaron de su naturaleza caída. La depravación de la
humanidad se hereda, es inherente, y es universal. Pero siendo que hubiera sido injusto y
cruel haber traído a la existencia a múltiples millones de seres responsables e inmortales,
miserable como es esta condición, sin haberles provisto un remedio, se delineó una expia-
ción de tal manera que supliera todas las demandas del caso. No hay una depravación
heredada ni inherente en el ser humano para la que no se haya hecho expiación por medio
de Cristo. Pero con la naturaleza que poseen, y las influencias a las que están sujetos, las
transgresiones presentes y personales ciertamente se cometerán, y esta responsabilidad por
el pecado permanecerá por el tiempo que permanezcan en su estado probatorio. Luego, les
hubiera sido mejor nunca haber nacido — que todo el mundo hubiera muerto seminal-
mente, puesto que habían pecado seminalmente en Adán — que haber sido traídos al
mundo con esta responsabilidad por el pecado actual, si no se hubiera hecho provisión
para limitar el caso; por lo tanto, se hace la expiación ‘no solo por la culpa original, sino
también por los pecados presentes de los seres humanos’” (Systematic Theology,
I:261-262).
6. Henry C. Sheldon señala que la teoría gubernamental tiene gran ventaja sobre la judicial
porque sostiene que la obra de Cristo, en lugar de satisfacer la justicia distributiva para
algún ser humano o cierto número de estos, establece simplemente una base provechosa
para la oferta de la salvación a todos las personas en iguales condiciones. Pero Sheldon
también indica que es del todo posible empujar la teoría demasiado lejos. Insiste en que
no hay ocasión para una desconexión entre lo personal y lo gubernativo en Dios. Consis-
tente consigo mismo, Dios está en un plano idéntico, bien como Soberano moral que
como Persona divina. Lo que se conforma a sus sentimientos en un carácter, se conforma a
esos sentimientos en el otro. Si los fines de un buen gobierno prohíben una demostración
incondicional de indulgencia, también lo hacen su santidad y justicia. Concluye que la
teoría gubernamental debe modificarse en la medida en que dé lugar a una concepción
antropomórfica de Dios que lo haga uno en su posición gubernamental y otro distinto en

280 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

su naturaleza intrínseca, o que haga laxa la conexión entre ambas posiciones (Systematic
Christian Doctrine, 399-400).
7. Gisle Johnson indica que, aun cuando no tengamos que sentirnos embarazados por el
realismo especulativo de los escolásticos, hay, no obstante, un realismo científico que ve en
la naturaleza humana la base común para toda la existencia humana, un universalia in re,
un realismo que encuentra en el hecho de que Cristo haya asumido nuestra naturaleza, la
condición para llevar nuestra maldad, y hasta para estrechar más íntimamente aquel
temprano vínculo divino, en virtud de lo cual pudiera ocupar personalmente nuestro lugar
ante Dios… La ciencia natural es esencialmente realista. El que los individuos desciendan
de un origen común testifica que la especie es más que una sucesión de individuos; es una
entidad perpetuada por medio de individuos. La existencia real de la especie recibe un
testimonio positivo en la persistencia del tipo, pero negativo por la falta uniforme de
habilidad de parte de los animales híbridos para perpetuar el tipo alterado. Esta evidencia
física a favor de la entidad de la raza la corrobora el sentimiento moral de solidaridad. Pero
no se tiene que descansar solamente en el hecho físico de un origen común. Se reconocería
como ser humano a una criatura justamente como nosotros proveniente de cualquier otro
mundo. Es un sentimiento prudente, porque las más elevadas y mejores de nuestras
facultades como seres terrenales son las facultades sociales cuyas acciones nos unen. Somos
prácticamente nada si no fuéramos partes del todo. La naturaleza humana, pues, es capaz
de recibir el Logos divino, por ser ella propia de que la asuma, y esto no en un sentido
nebuloso y especulativo, sino en una realidad consciente y sentida. Al asumirla, las rela-
ciones preexistentes del ser de Cristo con nosotros hicieron imposible que fuera un simple
espécimen de hombre, o menos que el Hijo del hombre, el segundo Adán, el verdadero
representante de toda la humanidad (Outline of Systematic Theology, 230ss).
8. El segundo Adán también toma el lugar de la humanidad, y su obra sacrificial deberá verse
como la obra presente de la humanidad misma (Satisfactio vicaria). Pero nuestra más
íntima consciencia demanda que la justicia y la obediencia rendida no solo deban estar
fuera de nosotros, en otro, sino que también deban volverse personalmente nuestra. Y es
esta la demanda que es satisfecha por el hecho de que Cristo sea nuestro redentor, y a la
vez nuestro reconciliador: nuestro Salvador, quien remueve el pecado dándole una vida
nueva a la raza, y estableciendo una comunión viviente entre sí y la humanidad. Toda
confianza meramente externa y no espiritual en la expiación, surge del deseo de tener a
Cristo como reconciliador sin tenerlo como redentor y santificador (H. L. Martensen,
Christian Dogmatics, 307).
9. E. H. Johnson asume la posición de que Cristo llevó nuestros pecados: (I) Históricamente,
porque al venir para la recuperación de una raza en rebelión, declaró plenamente la ley de
Dios, recibiendo como consecuencia la fuerza total de la oposición del pecado. Fue un
llevar de todos los pecados, no por demandarle cuenta a Cristo por nuestros diversos actos
de pecado, sino por el hecho de que el principio de pecado como antagonismo contra
Dios se vino totalmente contra Él como el enviado de Dios (compárese con Juan 6:29;
3:18). (II) Éticamente, porque Cristo llevó el pecado del mundo. (1) Cristo aceptó los
males morales que fueran compatibles con su paternidad como una de las limitaciones
impuestas por lo humano sobre lo divino en su persona. El único tipo de esta clase de mal
del cual tenemos evidencia fue el de la tentación. Notemos cuán extremas fueron las
renovadas tentaciones en el desierto hacia el final de su misión, cada una correspondiendo
a la otra, al sugerir que la copa pasara de Él, sabiendo que doce legiones de ángeles estaban
listas para librarlo; y en el reto satánico específico cuando los sacerdotes y escribas dijeron,
“…descienda ahora de la cruz…” (Mateo 27:42). Que fuera tentado de esa forma, nadie
puede dudar que haya sido inconcebiblemente doloroso. Él “padeció siendo tentado”
(Hebreos 2:18). (2) Pero esa unión que impuso limitaciones a lo divino, incrementó a tal

LA EXPIACIÓN: SU NATURALEZA Y EXTENSIÓN 281

punto los poderes de lo humano, que Cristo, por su clemencia, pudo llevar la carga del
pecado humano a un extremo imposible para el ser humano. Cristo sintió la extensión de
la calamidad que buscaba reparar. (3) Una calamidad de la cual no podemos rendir cuenta
con certeza, y que hasta a Él mismo le causó asombro, profundiza el misterio de su muer-
te. Perdió el sentido de la presencia de su Padre. Las explicaciones que se han intentado no
afectan el hecho. Ciertamente su alma estaba llena del horror de “las tinieblas de afuera”.
Los pecados de los seres humanos, en todo caso, lo ocasionaron. La culpabilidad humana
no le podía poner mayores cargas. Había probado la segunda muerte, y había completado
el sacrificio (Outline of Systematic Theology, 230ss).
10. La necesidad de la propiciación surge de la separación que el pecado produce entre Dios y
los seres humanos. Y siendo que esa separación concierne ciertamente a Dios tanto como
al hombre, la necesidad de la propiciación no es solo humana sino también divina… La
acción viviente del amor de Dios en su mundo ha sido obstruida e interrumpida por el
pecado; como consecuencia, se cierne sobre la santidad y la rectitud divinas como una
demanda que no ha sido satisfecha en el mundo de la injusticia; un requisito que encuen-
tra expresión en lo siguiente: que el amor divino, el cual ha de manifestarse activamente,
deberá permanecer suspendido; que Dios debe retener la revelación de su amor en las
profundidades de la posibilidad, en vez de permitirle que fluya libremente… Pero aunque
también enseñamos que la esencia de Dios es amor incambiable, a la misma vez mante-
nemos que la vida activa del amor de Dios en el mundo debe haber sido interrumpida por
el pecado, y que un amor, cuyos reclamos santos y justos no podían ser lastimados y
heridos, no sería verdadero amor. Una noción de la grandeza de Dios que lo considere
demasiado de elevado como para requerir la expiación, no difiere en nada de la noción de
que es demasiado de elevado como para dolerse por el pecado, que como la expiación no
lo afecta, tampoco el pecado lo afecta. Nosotros, por el contrario, creemos que el pecado
es contra Dios, que a Él le importa, que perturba sus relaciones divinas con nosotros, por
lo cual no podemos estar satisfechos con esa aparente reconciliación que se efectúa en la
tierra pero no en el cielo. Tiene una percepción solamente superficial del pecado aquella
persona que puede permanecer satisfecho con el mismo (H. L. Martensen, Christian
Dogmatics, 302, 305).
11. Al hablar de la muerte de Cristo como un expediente gubernativo, Miner Raymond dice:
“Esta teoría es objetable, no porque enseñe que la muerte de Cristo sea una medida gu-
bernamental, sino porque enseña solo eso, e implica que es uno de varios expedientes que
pudieron haberse adoptado. Más allá de toda cuestión, la muerte de Cristo asegura fines
gubernamentales: los mismos fines que serían asegurados por la ejecución de la pena, los
asegura tan plena y eficazmente como lo haría la ejecución real de la pena, si no más. Pero
la demostración de que el gobierno de Dios es un gobierno justo, o que Dios es un go-
bernador justo, no es necesariamente en sí misma una declaración completa y adecuada de
la justicia de Dios. Él es justo en la administración de la ley, pero también es esencial-
mente justo en el carácter inherente” (Systematic Theology, II:253-254).
La obra expiatoria de Cristo, vista como la suya propia, fue una obediencia espontánea,
y un sacrificio espontáneo, a la voluntad que el Padre le impuso. Los dos términos pueden
considerarse, en su diferencia y en su unidad, como constituyendo el acto y la virtud de la
expiación. Su valor, o lo que a veces se denomina su mérito, la conecta con la raza huma-
na, y depende de otras dos verdades: no era por Él, sino que era el acto de infinita caridad
por el ser humano; y ese acto era divino, tanto en su valor como en su eficiencia. La
ofrenda del Redentor poseía una eficacia infinita para la raza humana (William Burton
Pope, Compendium of Christian Theology, II:265).
12. Los atributos de Dios son glorificados por la mediación del Encarnado, tanto de manera
sencilla y unida, como de manera trascendente. Esto ciertamente está incluido en el

282 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

significado de la oración de que el nombre de Dios sea glorificado en su Hijo; porque ese
nombre no es solo su nombre trino, sino el ensamblaje de sus perfecciones divinas. A
través del Antiguo Testamento, y del Nuevo Testamento, las glorias divinas, especialmen-
te aquellas que en esta conexión pueden llamarse las glorias de los atributos morales, se
condensan sobre el propiciatorio: y de este reciben su más alta ejemplificación. Aquí existe
una demostración gradual de la majestad eterna (William Burton Pope, Compendium of
Christian Theology, II:277).
13. En la Biblia, propiciación, de prope, cercano, indica que el favor y el deleite le son atraídos
al pecador por la mediación de Jesús. Él es la propiciación, porque en Él Dios es traído
más cerca al ser humano pecador que incluso al ser humano no caído. El que la ira santa
haya sido alejada por medio de la satisfacción expiatoria, es un secreto detrás de la encar-
nación en la esencia misma del Dios trino (William Burton Pope, Compendium of Theo-
logy, II:275).
14. James H. Fairchild, un teólogo calvinista, asume la siguiente posición en la cuestión de la
salvación de infantes: “El caso de infantes que mueren antes de que la agencia moral se
inicie, no se presenta en la Biblia. Nuestras ideas sobre el asunto deberán ser totalmente
especulativas, inferidas de nuestra filosofía ética. En primer lugar, podemos afirmar, sin
temor a equivocarnos, que tal infante no es un pecador, y que no puede necesitar perdón;
con todo, puede beneficiarse de la expiación de diversas maneras… Si la raza se hubiera
propagado sin una expiación, hubiera sido una raza destinada al fracaso. Nadie pudo
haber sido castigado sin pecar; pero todos, una vez alcanzaran la responsabilidad, hubieran
caído en pecado y hubieran muerto sin esperanza. Podemos concebir que los beneficios de
la expiación alcancen al infante en el otro mundo. El infante pasa a ese mundo sin un
carácter de justicia establecido; se encuentra a sí mismo en la sociedad de los redimidos, de
los que en esta vida se han recobrado del pecado y han sido perdonados por medio de la
expiación. El carácter y la expiación de estos santos podrían ser ventajosos para el infante;
podría criarse en justicia bajo su cuidado, viniendo así a ser directamente participante de la
expiación… Sin la expiación, el cielo hubiera sido para los infantes lo que el Edén fue para
la raza humana: un lugar en el que se carecería de experiencia, y en el que las influencias
morales serían escasas; pero, a estos infantes, una vez recibidos en la familia de los redi-
midos en el cielo, se les rodea de todas las experiencias y las fuerzas morales que se han
acumulado en la iglesia acá abajo, y en la iglesia allá arriba. De esa manera, el infante que
muere antes de que se inicie la agencia moral, puede tener parte en el cántico de Moisés y
del Cordero” (Elements of Theology, 165-166).




PARTE 4

LA DOCTRINA
DEL ESPÍRITU SANTO




CAPÍTULO 25

LA PERSONA Y OBRA DEL


ESPÍRITU SANTO
Así como el Hijo encarnado es el Redentor de la humanidad en
virtud de su obra expiatoria, de la misma manera el Espíritu Santo es el
Administrador de esa redención; y del mismo modo que ha acontecido
en la Biblia una revelación del Hijo que se ha ido desarrollando
progresivamente, así también ha habido una revelación correspondiente
del Espíritu. Podemos anotar entonces, de manera introductoria, las
cuatro propuestas siguientes respecto al Espíritu Santo: Primero, el
Espíritu Santo es una Persona. La verdad de que él no es una mera
influencia santa, sino la tercera Persona de la adorable trinidad, es algo
que la Biblia y los credos admiten en todas partes. Porque aun cuando
el Padre como el Hijo son santos; y aunque a ambos se les llama
Espíritu, aun así el término “Espíritu Santo” como título no se aplica a
ninguno de ellos. Segundo, el Espíritu Santo se ha revelado progresiva-
mente a la iglesia. El Espíritu Santo no se pudo revelar plenamente
hasta después de la encarnación por las siguientes razones: (1) el
Espíritu Santo es la Persona que completa a la deidad, como lo
indicamos en nuestro estudio de la Trinidad; y por consiguiente,
necesariamente es el último en manifestarse. (2) No hallamos ninguna
analogía o contraparte en la naturaleza, como en el caso del Padre y del
Hijo, que nos asista en la interpretación de la distinción inefable del
Espíritu Santo. De ahí que fue solo como un lugar de descanso para el
pensamiento cristiano que la encarnación había provisto, el que la
distinción triple de la deidad se pudiera ver claramente, y por ello se
diera a conocer la personalidad del Espíritu Santo. Tercero, el Espíritu
Santo no podría venir como Administrador de la obra expiatoria de
Cristo hasta que éste completara su ministerio terrenal. De ahí que el
Espíritu Santo no se podría haber revelado plenamente hasta después

286 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

de la muerte, resurrección y glorificación de Cristo. Cuarto, el Espíritu


Santo como Persona se reveló plenamente en Pentecostés. Por tanto,
podemos considerar al Pentecostés como el día de la inauguración del
Espíritu Santo, cuando Él vino personalmente como Abogado de la
Iglesia – el Paráclito o Consolador. Por esa razón, podemos declarar
con las palabras del credo: “De ninguna manera hemos de separar al
Espíritu Santo, sino adorarlo, juntamente con el Padre y el Hijo, como
perfecto en todo, en poder, honor, majestad y deidad” (Credo del 369
d.C.)
El Espíritu Santo como Persona.1 La Biblia tiene abundantes referen-
cias respecto a la personalidad del Espíritu Santo, pero ya se han
considerado previamente en nuestra discusión de la Trinidad, no
teniendo que repetirlas aquí. Sin embargo, requiere de explicación una
pregunta que a menudo ha resultado ser problemática: “¿Por qué se
hace referencia a veces al Espíritu con el género neutro?” El Dr. B.
Stevens establece que “debido a que la palabra pneuma o espíritu es
gramaticalmente neutro, todas las designaciones pronominales del
Espíritu que tiene la expresión griega pneuma como su antecedente
inmediato, por supuesto que deben ser neutras. Obviamente que estas
palabras no constituyen en sí mismas un testimonio en favor de la
cuestión de la personalidad el Espíritu. Lo que es de importancia
especial en esta conexión es que se emplean las formas masculinas para
designar al Espíritu tan pronto deja de ser pneuma el antecedente
inmediato de los pronombres que sirven para designarlo” (Stevens,
Johannine Theology, 195, 196). Se pueden citar como ilustración estas
dos referencias de la escritura (Juan 14:26 y 15:26), que muestran la
fuerza de este cambio de pronombres –“El Espíritu Santo, a quien (o) el
Padre enviará en mi nombre, él (ekeinos) os enseñará todas las co-
sas…”; y “el Espíritu de verdad, el cual (o) procede del Padre, él
(ekeinos) dará testimonio de mí”. Es evidente que cuando no impedía
hacerlo así mediante la construcción gramatical, san Juan siempre
designa al Espíritu con pronombres masculinos que denotan persona-
lidad.2 Entonces, podemos decir que la personalidad del Espíritu como
separado o distinto de Cristo, se puede resumir en dos declaraciones
generales: (1) el Espíritu Santo se describe mediante designaciones
personales; y (2) a Él se le atribuyen diversas actividades personales.
El Espíritu Santo en su dispensación preparatoria. Aunque la plena
dispensación del Espíritu Santo no se inicia hasta el Pentecostés, el
Espíritu mismo, como tercera Persona de la Trinidad, desde el inicio

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 287

estuvo en acción tanto en la creación como en la providencia. Es el


Espíritu quien se cernía (movía) sobre las aguas y puso orden y belleza
en el caos (Génesis 1:2); y es el Espíritu quien insufló (sopló) en el
rostro del ser humano y lo convirtió en alma viviente (compárense
Génesis 2:7; Job 33:4). Él ha sido el agente en la producción de toda
vida, y por anticipación profética es el Señor y Dador de vida. Pero su
agencia se declara en las preparaciones específicas de la dispensación del
evangelio. Hemos observado en nuestra discusión de la Persona de
Cristo, que en la revelación del Hijo, el Espíritu de Cristo que se
hallaba en los profetas fue el intermediario (1 Pedro 1:10-12); y que el
registro del evangelio en el Antiguo Testamento es resultado de su
inspiración. Por tanto, el Espíritu, al igual que el Hijo, fue la promesa
del Padre, y esto se dio de manera doble. Existe una mirada hacia
adelante y una hacia atrás: el Espíritu se concede como cumplimiento
de la promesa y se concede también como arras de una promesa aún no
cumplida. La promesa perfecta del Padre fue el don del Espíritu Santo
en Pentecostés.
La obra del Espíritu Santo en su relación con la humanidad después
de la caída asume cuatro formas principales, cuyos representantes
típicos son Abel, Abraham, Moisés y los profetas. La primera consiste
en la lucha directa del Espíritu con la conciencia de los seres humanos,
de una manera puramente personal y privada. Abel cedió a estas luchas
y ofreció el sacrificio de fe, y por ello obtuvo el testimonio de que era
justo, mientras que Caín fue rechazado al ofrecer el fruto de su labor.
La maldad de los seres humanos aumentó la condenación de Dios hasta
el tiempo del diluvio, y se expresó en estas palabras temibles: “No
contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamen-
te él es carne; pero vivirá ciento veinte años” (Génesis 6:3). La familia
de Noé vinculó al antiguo mundo con el nuevo, y el Espíritu continuó
su lucha aún bajo las condiciones nuevas y menos degeneradas.
Segundo, se dio la operación del Espíritu mediante la familia. Dios hizo
promesas a “Abraham y a su descendencia” (Gálatas 3:16); de ahí que
Abraham vio hacia adelante a la “ciudad de Dios” (Hebreos 11:8-10).
La familia constituye un nuevo orden, una nueva localidad para las
comunicaciones del Espíritu, e implica una influencia más definida
sobre la raza. El éxito del Espíritu en la Familia Electa lo resume san
Pablo así: “de los cuales son la adopción, la gloria, el pacto, la promul-
gación de la Ley, el culto y las promesas. A ellos también pertenecen los
patriarcas, de los cuales, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios

288 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:4, 5). La
familia llamada fue la ecclesia o la iglesia en germen; y por ello el primer
inicio histórico de una comunidad religiosa.
La tercera etapa en las operaciones del Espíritu hemos de hallarla en
la concesión de la ley. Por tanto, a las luchas internas se le añadió un
modo externo de apelación. La ley moral dentro de la naturaleza del ser
humano demandaba un estímulo objetivo para revivir sus operaciones y
expresarla de una manera más clara. De ahí que san Pablo declare que
la ley fue añadida “a causa de las transgresiones, hasta que viniera la
descendencia a quien fue hecha la promesa; y fue dada por medio de
ángeles en manos de un mediador” (Gálatas 3:19). En el proceso de la
historia, la luz interior se volvió débil y variable, y la Familia Electa se
esclavizó y degradó. Por ello, Dios envió a Moisés para liberar a su
pueblo de la esclavitud social y darles la guía de una ley escrita para
colaborar con el trabajo interior de la conciencia, que ya no más
operaba con fuerza y precisión. Esta ley fue moral, ceremonial y
judicial. Se dice que la porción conocida como los Diez Mandamientos
fue concedida por “el dedo de Dios”, una expresión que es intercam-
biable con la de “el Espíritu de Dios” (compárense Mateo 12:28 y
Lucas 11:20). La ley sirvió para lograr la permanencia del ideal moral.
Además, su violación implicaba culpa, porque el conocimiento del
pecado viene por medio de la ley (Romanos 3:20). Dios concedió la ley
mediante su voz desde el cielo, lo que hizo que el pecado no solo se
hallara en conflicto con el sentido de justicia interior, sino también con
la voz externa de la ley. Por tanto se convierte, en un sentido manifies-
to, en una ofensa contra Dios. El sentido de pecado del ser humano se
había entorpecido, por lo que Dios le dio en la ley una copia escrita de
su propia naturaleza moral. El cuarto y último método de las operacio-
nes del Espíritu en la dispensación preparatoria lo hallamos en la voz de
los profetas, “los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados
por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21). La ley fue un instrumento fijo, y
las personas pronto comenzaron a darle mayor atención a sus formas
externas que a su espíritu interno. De ahí surgieron los profetas que
apelaban a las esperanzas y temores de los seres humanos, y con ello
dieron contenido interior a las formas externas. Aunque estas revela-
ciones eran transitorias, concedidas en otros tiempos y de diversas
maneras, el cuerpo de profecía misma fue acumulativo y extenso. Por
consiguiente, el orden profético marcó un avance distinto al apelar a la
ley, al aportar una literatura devocional y especialmente al dirigir la

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 289

atención de los seres humanos al Redentor prometido. El orden llegó a


ser permanente solo en Cristo a quien señalaban todos los profetas y en
quien se cumplieron todas las profecías (Lucas 1:70).
El Espíritu Santo y la encarnación. Después de descubrir las opera-
ciones del Espíritu hasta el tiempo de la encarnación, hemos de
considerar ahora su participación en este gran misterio del cual todas las
dispensaciones fueron preparatorias. El Espíritu Santo llevó a cabo la
encarnación. Como el vínculo de unión que existe entre el Padre y el
Hijo, fue apropiado que Él efectuara la unión elevada y singular entre
las naturalezas de las criaturas no creadas y las creadas en la única
persona de Cristo. Y por el hecho de ser el vínculo de amor entre el
Padre y el Hijo, el Espíritu Santo como ministro de esta unión, llega a
ser así la máxima expresión del amor de Dios por sus criaturas. Y aún
más, el Espíritu Santo al ser la persona que perfecciona la deidad,
prepara y perfecciona al Mediador para su obra oficial, y de esa manera
realiza la salvación de los seres humanos. Solo de esa manera los seres
humanos son restaurados al compañerismo y comunión con Dios.
El misterio de la encarnación hizo posible la revelación del Espíritu
Santo como la tercera persona de la Trinidad.4 Hasta el anuncio, el
Espíritu Santo jamás se había revelado como un agente personal
distinto. Jamás se le había mencionado antes por su nombre propio.
Antes de ese acontecimiento se le había mencionado siempre en
conexión con las otras personas divinas. El Salmo penitencial dice, “no
quites de mí tu santo espíritu” (Salmos 51:11); y en Isaías se añade:
“Mas ellos fueron rebeldes e hicieron enojar su santo espíritu” (Isaías
63:10). Por lo mismo, el término se utiliza relativamente y no en
sentido absoluto. La plena revelación de su personalidad y perfecciones
no se dio a conocer hasta el tiempo de su inauguración. Solo cuando
Cristo había sido glorificado plenamente a la diestra del Padre pudo el
Espíritu Santo venir en la plenitud de su gloria pentecostal.
El Espíritu Santo y el ministerio terrenal de Jesús. Durante su ministe-
rio como mediador, el Hijo no actuó solo mediante su humanidad.
Esta humanidad también fue el templo del Espíritu Santo, que Dios le
dio sin medida (Juan 3:34). Entonces, podemos decir a manera de
discriminación, que cualquier cosa que perteneciera al Hijo en la
encarnación como representante de la deidad, fue acción de su propio
Espíritu como Hijo; cualquier cosa que le perteneciera como represen-
tante del ser humano, se hallaba bajo la dirección inmediata del
Espíritu Santo. El Espíritu Santo no solo le preparó a Cristo un cuerpo,

290 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

sino que todo su ministerio terrenal se hallaba igualmente presidido por


el Espíritu.5 De ahí que, como Cristo era teantrópico o el
Dios-hombre, hecho a semejanza de sus hermanos para llegar a ser
misericordioso y fiel Sumo Sacerdote (Hebreos 2:17), el Espíritu Santo,
que lo guio o sostuvo en cada una de las experiencias de su vida
terrenal, se convirtió en un sentido peculiar en el Espíritu del Cristo
encarnado. Por el hecho de habitar en la naturaleza humana de la
Persona teantrópica, el Espíritu examina no solo lo profundo de Dios
(1 Corintios 2:10-13), sino también todas las profundidades de la
naturaleza humana. Así como el Hijo fue perfeccionado oficialmente
para su ministerio como mediador mediante el sufrimiento (Hebreos
2:10-13), también el Espíritu Santo llegó a ser el Agente preparado, que
como Espíritu de Cristo fue capaz de afianzar la totalidad del ser de la
persona “desde sus mismas raíces”. Aunque esta subordinación del Hijo
al Espíritu cesó cuando el Redentor entregó su propia vida, y mediante
el Espíritu eterno, o su propia deidad esencial, se ofreció sin mancha a
Dios (Hebreos 9:14), no fue hasta el momento de la sesión que Él fue
restaurado a su plena gloria que había tenido con el Padre antes que el
mundo fuera (Juan 17:5). Él recibió allí del Padre la promesa del
Espíritu Santo; y por un extraño reverso, quien había sido presidido por
el Espíritu durante su humillación, ahora en su exaltación llega a ser el
Dador del mismo Espíritu a la iglesia (Hechos 2:33).
El Espíritu Santo como agente futuro del ministerio de Cristo fue el
tema de la profecía durante la vida terrenal de nuestro Señor. Esto
aparece primero en las palabras: “¿cuánto más vuestro Padre celestial
dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:13), las cuales,
como lo indica William Burton Pope, mantienen la misma relación con
el Espíritu Santo que la que mantiene el protoevangelio con la obra del
Hijo. Es el amanecer del día pentecostal. La segunda predicción sucede
al final del gran día de la fiesta, cuando Jesús se levantó y exclamó
diciendo: “Si alguien tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37). En una
expresión en forma de paréntesis san Juan explica que nuestro Señor se
refirió al Espíritu “que habían de recibir los que creyeran en él, pues
aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún
glorificado” (Juan 7:39). Sin embargo la predicción plena y completa
no la ofreció hasta la víspera de la crucifixión, y lo hallamos en el
discurso de despedida de Jesús (Juan 14:16, 17, 26). Aquí se declara de
manera distintiva que el Consolador, como el Espíritu que habitaba en
Cristo, debería habitar en su pueblo también. Este Consolador o

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 291

Paráclito, es el Espíritu de verdad, y como tal es el revelador de la


persona de Cristo. Él no hablará de lo suyo durante la era pentecostal,
sino que glorificará solo al Hijo, pues tomará las cosas de Cristo y las
dará a conocer a la iglesia. Así como el Hijo vino a revelar al Padre, así
el Espíritu Santo viene a revelar al Hijo. Los discursos de despedida de
Jesús, por tanto, en un sentido peculiar, nos proporcionan una
revelación de la Trinidad: la unidad de un solo Dios en tres personas
distintas.

LA DISPENSACIÓN DEL ESPÍRITU SANTO


El Pentecostés registra una nueva dispensación de la gracia: la del
Espíritu Santo.6 Esta nueva economía (dispensación), sin embargo, no
debería entenderse en ningún sentido como que remplace la obra de
Cristo, sino que la administra y la completa. El Nuevo Testamento no
está de acuerdo con la idea de una dispensación del Espíritu indepen-
dientemente de la del Padre y del Hijo excepto en este sentido: que es la
revelación de la Persona y obra del Espíritu Santo, y por ello la
revelación final de la Santa Trinidad. De ahí también que el aspecto
dispensacional de la Trinidad sea el más prominente, ya que recalca la
distinción en los oficios. “Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso
dije que tomará de lo mío y os lo hará saber” (Juan 16:15). Así como el
Hijo reveló al Padre, así el Espíritu revela al Hijo y lo glorifica. “Nadie
puede exclamar: ¡Jesús es el Señor!, sino por el Espíritu Santo” (1
Corintios 12:3). La Trinidad mediadora, una en esencia pero distinta
en oficio, provee la verdadera explicación de la dispensación del
Espíritu Santo. Su obra como la tercera persona de la Trinidad se halla,
por tanto, en conexión con sus oficios de representante del Salvador. Él
es el agente de Cristo, que lo representa en la salvación del alma
individual, en la formación de la iglesia y en el poder del testimonio de
la iglesia al mundo. Éste es el significado de la promesa: ”No os dejaré
huérfanos; volveré a vosotros” (Juan 14:18). Por tanto, el Señor entra a
su ministerio más elevado por medio del Espíritu, un ministerio del
Espíritu y no solamente de la letra. Por esta razón Él dijo: “Os conviene
que yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a
vosotros; pero si me voy, os lo enviaré” (Juan 16:7). En el Antiguo
Testamento Dios utilizó la historia para enseñar la verdad espiritual por
medio de los símbolos dados divinamente; en Cristo como persona
histórica, esta verdad se actualizó en la experiencia humana; en el
Nuevo Testamento la plenitud de la gracia y la verdad reveladas en

292 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Cristo se hace mediante el Espíritu Santo de manera universal, y se


halla disponible para la iglesia.
Las señales inaugurales. El Pentecostés fue el día de la inauguración
del Espíritu Santo. Así como en el Antiguo Testamento la pascua
marcó la liberación de Israel de la esclavitud egipcia, y el Pentecostés
celebraba el don de la ley cincuenta días después; así en el Nuevo
Testamento Cristo nuestra pascua fue sacrificada por nosotros, y el
Pentecostés que le siguió marcó el inicio de una dispensación de la ley
interna (Hebreos 8:10; 10:16). El don pentecostal fue el don de una
Persona: el Paráclito o Consolador. Jesús prometió este don a sus
discípulos como el agente mediante el cual Él continuaría su oficio y
obra de una manera nueva y efectiva.7 Así como el advenimiento de
Cristo se vio acompañado por señales milagrosas, así también a la
inauguración del Espíritu Santo le acompañan señales que reflejan su
persona y obra. Fueron tres señales: primero, el sonido como de un
rugiente viento fuerte; segundo, lenguas de fuego repartidas sobre los
discípulos; y tercero, el don de otras lenguas. Entonces, podemos decir
que la primera señal fue el presagio de su venida; la segunda indicó su
arribo; y la tercera marcó a su vez la adopción de su oficio como
administrador y el inicio de sus operaciones.
La primera señal inaugural fue la del “repentino viento recio” que
llenó toda la casa donde ellos se hallaban (Hechos 2:2). Aunque el
relato es breve, podemos extraer las siguientes conclusiones de la
información a la vista: (1) El sonido llegó repentinamente, no como se
levantan los vientos ordinariamente al incrementar su intensidad, sino
que su intensidad fue inmediata. (2) El sonido procedió de los cielos,
probablemente como un trueno, escuchado no solo por los discípulos,
sino por toda la ciudad. Lucas dice: “Al oír este estruendo, se juntó la
multitud” (Hechos 2:6), indicando con ello que los atrajo el sonido y
no los reportes de los discípulos como se ha propugnado a veces. Esa
señal es una indicación del poder interior, misterioso, espiritual del
Espíritu Santo que caracterizaría a su administración en la iglesia y en el
mundo. Hay otra traducción de este texto que hace resaltar bellezas
adicionales del Espíritu de gracia. Se puede traducir: “el sonido de un
poderoso viento, a la vez que repentino”, que conlleva la idea de un
anhelo intenso de parte del Espíritu de llevar a cabo la gran salvación
comprada por la sangre de Cristo.
La segunda señal inaugural fue la aparición de “lenguas repartidas
como de fuego” sobre cada uno de ellos (Hechos 2:3). Por el uso del

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 293

pronombre singular, se ha sostenido que el fuego santo, al igual que


una llama viva, revoloteaba sobre todo el grupo, partida o repartida en
lenguas que alcanzaban a cada uno del grupo que esperaba. Sin
embargo, la posición aceptada generalmente es que las lenguas reparti-
das o bifurcadas yacían independientemente sobre cada uno de los
discípulos. Estas lenguas “como de fuego” eran llamas resplandecientes,
brillantes y vibrantes que brillaban como una corona sobre las cabezas
del Israel espiritual, y que recordaban las señales del monte Sinaí,
cuando el Señor descendió en fuego y todo el monte tembló en gran
manera (Éxodo 19:18). El significado de este símbolo hemos de
hallarlo en el efecto purificador, penetrante, vigorizador y transforma-
dor de la administración del Espíritu, a la vez que las lenguas repartidas
significan los diferentes dones comunicados por medio del único
Espíritu a los diversos miembros del cuerpo místico de Cristo.
La tercera señal inaugural ocupa una posición única en los eventos
de ese día. Deberíamos considerarla no solo como una señal de la
venida del Espíritu, sino en cierto sentido también, como el verdadero
inicio de las operaciones del Espíritu. Se describe como sigue: “Todos
fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras
lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran” (Hechos 2:4). Es
significativo que las palabras heterais glossais8 u “otras lenguas” aparez-
can solo en esta escritura, que describe el fenómeno del Pentecostés. En
el relato del don del Espíritu a los samaritanos, diez años después del
Pentecostés (Hechos 10:46); y a los efesios, cerca de veintitrés años
después del Pentecostés (Hechos 19:6), la palabra heterais no aparece.
En la lengua griega, la palabra glotta o lengua, siempre se halla en fuerte
contraste con la palabra logos o razón. De ahí que el contraste entre el
logos y la glotta, sea la diferencia entre lo que un ser humano piensa con
la mente, y lo que expresa con los órganos vocales. Generalmente, se
supone que la glotta siga al logos; pero en Pentecostés el Espíritu Santo,
por medio de una operación milagrosa, llenó de poder a los discípulos
para que declararan las obras maravillosas de Dios de tal manera que los
representantes de las naciones les escucharan en sus propios idiomas.
Así como la palabra logos connota la idea de razón o inteligencia, así la
palabra glotta connota la idea de discurso racional o un lenguaje
comprensible. Puede significar, como lo hace a menudo, un discurso
extático, pero jamás una jerga de sonidos sin coherencia o compren-
sión. La iglesia siempre ha sostenido que la verdadera interpretación del


294 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

fenómeno del Pentecostés es que “otras lenguas” hacía referencia al don


milagroso de “diversos lenguajes”.9
Los oficios del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es a la vez don y
dador. Es el don del Cristo glorificado a la iglesia, y permanece dentro
de ella como la presencia que crea e imparte energía. Éste centro de
vida, luz y amor es el Paráclito o el Consolador constante. Después de
su instalación en Pentecostés, el Espíritu Santo se convierte en el
ejecutivo de la deidad en la tierra. Aunque Él permanece perpetuamen-
te en la iglesia, esto no implica que no mantenga todavía comunión con
el Padre y el Hijo en el cielo. Como hemos señalado anteriormente, la
llegada en un lugar con Dios no implica necesariamente la retirada de
otro. Sin embargo, esto implica que el Espíritu Santo ahora es el agente
tanto del Padre como del Hijo, en quien pusieron su residencia (Juan
14:33), y por cuyo medio los seres humanos tienen acceso a Dios. Se
da, por tanto, una doble intercesión. Así como el Hijo es el abogado a
la diestra del Padre,10 así el Espíritu Santo es el abogado dentro de la
iglesia; y de la misma manera que el Hijo se encarnó en carne humana,
así el Espíritu de Dios se llega a encarnar en la iglesia, pero con esta
diferencia: en Cristo se unieron inmediatamente la naturaleza divina
con la humana, en tanto que en la iglesia como cuerpo de Cristo estas
son mediadas a través de la Cabeza Viviente. Cristo es el “unigénito”
hijo de Dios; los seres humanos son sus hijos al ser adoptados por
medio de Jesucristo (Efesios 1:5, 6).
El Espíritu Santo como dador o administrador de la redención mi-
nistra en dos campos distintos, pero relacionados: el del fruto del
Espíritu y el de los dones del Espíritu. Pablo cataloga nueve gracias y
nueve dones en su enumeración de las gracias y dones (1 Corintios
12:8-10), los primeros hacen referencia al carácter, y los últimos a las
dotaciones o talentos personales para vocaciones específicas.
El fruto del Espíritu es la comunicación de las gracias que fluyen de
la naturaleza divina al individuo, y logra resultados en el carácter y no
en las cualidades para el servicio. La presencia permanente del Espíritu
tiene como consecuencia necesariamente la efusión de la vida divina. El
Apóstol pudo haber tenido en mente la parábola final de nuestro Señor
respecto a la vid y los sarmientos cuando dice: “Yo soy la vid verdadera
y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo
quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más
fruto... Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí y
yo en él, este lleva mucho fruto, porque separados de mí nada podéis

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 295

hacer” (Juan 15:1-5). Aquí no se menciona al Espíritu, pero se supone


que la vida de la vid le da el carácter y cualidad al fruto. Lo que
obstruye el libre fluido de la vida afecta el fruto; de ahí que debe haber
una limpieza para que se incremente la fructificación. No se menciona
este fruto, pero san Pablo ofrece un catálogo de nueve gracias –-una
trinidad de trinidades-– en el siguiente orden: (1) en relación con Dios:
el amor, el gozo y la paz; (2) en relación con los demás, longanimidad,
benignidad y bondad; y (3) en relación con nosotros mismos: fidelidad,
mansedumbre y templanza (o autocontrol). El Apóstol pone en
marcado contraste estas cualidades con las obras de la carne (Gálatas
5:19-23). El fruto es el resultado del cultivo. Recibe su vida de la vid y
toma su carácter de esa vida. Las obras son el resultado del esfuerzo y de
la lucha humanos; el fruto es consecuencia de la permanencia del
Espíritu. No es producto del ser humano; crece por la vida que se halla
en la vid.
Los dones del Espíritu son conocidos en la Biblia como carismata o
dones de la gracia. De ahí que exista una conexión interna entre las
gracias y los dones en la administración del Espíritu. Los dones son
medios y capacidades divinamente ordenados con los cuales Cristo dota
a su iglesia a fin de capacitarla para que realice su tarea apropiadamente
en la tierra. Pablo resume las enseñanzas de la Biblia respecto a los
dones espirituales de la siguiente manera: “Ahora bien, hay diversidad
de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios,
pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de actividades, pero Dios,
que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es
dada la manifestación del Espíritu para el bien de todos. A uno es dada
por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de conocimiento
según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; y a otro,
dones de sanidades por el mismo Espíritu. A otro, el hacer milagros; a
otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversos
géneros de lenguas, y a otro, interpretación de lenguas. Pero todas estas
cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en
particular como él quiere” (1 Corintios 12:4-11). En otras partes de la
Biblia el mismo autor hace referencia a los dones del Espíritu para una
capacidad más oficial: “Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a
otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros”
(Efesios 4:11). La segunda referencia tiene que ver con los dones que
están vinculados a los servicios ordinarios de la iglesia. “Y hay diversi-
dad de actividades, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el

296 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para el


bien de todos. A uno es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a
otro, palabra de conocimiento según el mismo Espíritu” (Romanos
12:6-8).
Los dones del Espíritu, entonces, son dotaciones sobrenaturales para
el servicio, y están determinados por el carácter del ministerio que se ha
de realizar. Sin el funcionamiento apropiado de esos dones, es imposi-
ble que la iglesia logre su misión espiritual. De ahí que el tema sea de
gran importancia no solo para la teología sino para la experiencia y obra
cristiana. Sin embargo, será imposible abordar adecuadamente el tema
aquí, por ello podemos ofrecer solo un breve sumario de las verdades
importantes respecto a los dones espirituales. (1) Los dones del Espíritu
deben distinguirse de los dones o talentos naturales, aunque se admite
que existe una estrecha relación entre ellos. Aunque trascienden a los
dones de la naturaleza, aún funcionan a través de ellos. La gracia aviva
las facultades mentales, purifica los afectos y capacita la voluntad para
llenarla con nueva fuerza; con todo, los dones del Espíritu trascienden
incluso las facultades humanas de los santificados. La fortaleza de la
iglesia no reside en los corazones santificados de sus miembros, sino en
quien habita en los corazones de los santificados. Es el Espíritu
residente quien reparte a cada ser humano en particular como Él
quiere, para luego derramar su propia energía a través del organismo
que Él ha creado. (2) La iglesia cuenta con una diversidad de dones.
Pero no todos los miembros son dotados de manera similar. Por ello en
una serie de preguntas retóricas san Pablo pregunta: “¿Son todos
apóstoles? ¿Son todos profetas? ¿Son todos maestros? ¿Hacen todos
milagros? ¿Tienen todos dones de sanidad?” (1 Corintios 12:29, 30). Se
mencionan nueve de esos dones: sabiduría, conocimiento, fe, milagros,
sanidad, profecía, discernimiento de espíritus, lenguas e interpretación
de lenguas (1 Corintios 12:7-11).11 Sin duda, el Espíritu toma en
cuenta la habilidad de la naturaleza santificada y su capacidad para
recibir y funcionar espiritualmente, pero el poder que capacita no es
solo un espíritu natural, es “el poder que obra en nosotros” (Efesios
1:19). (3) Los dones del Espíritu asumen su carácter de las posiciones
que ocupan los diversos miembros individuales en el cuerpo místico de
Cristo. San Pablo compara a la iglesia a un organismo espiritual, al
cuerpo humano natural con sus muchos y diversos miembros. Así como
las funciones de los varios miembros del cuerpo son determinadas por
la naturaleza de los órganos (el ojo para ver y el oído para escuchar), así

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 297

sucede en el cuerpo de Cristo. El Espíritu que crea el cuerpo espiritual,


necesariamente crea a los miembros que componen ese cuerpo, porque
“el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos” (1 Corintios 12:14).
Dios ha ubicado a los miembros en el cuerpo natural de acuerdo a su
voluntad (1 Corintios 12:18), y así también el Espíritu ubica a cada ser
humano individualmente como Él lo quiere en el cuerpo espiritual (1
Corintios 12:11). Por tanto, los dones del Espíritu son aquellas
dotaciones divinas sobre los miembros individuales que determinan sus
funciones en el cuerpo de Cristo.12 Por consecuencia, “Ni el ojo puede
decir a la mano: ‘No te necesito’, ni tampoco la cabeza a los pies: ‘No
tengo necesidad de vosotros’. Al contrario, los miembros del cuerpo
que parecen más débiles, son los más necesarios; y a aquellos miembros
del cuerpo que nos parecen menos dignos, los vestimos más dignamen-
te; y los que en nosotros son menos decorosos, se tratan con más
decoro, porque los que en nosotros son más decorosos no tienen
necesidad. Pero Dios ordenó el cuerpo dando más abundante honor al
que menos tenía, para que no haya divisiones en el cuerpo, sino que
todos los miembros se preocupen los unos por los otros” (1 Corintios
12:21-25). (4) Los dones del Espíritu se ejercitan en armonía con el
cuerpo de Cristo y no independientemente de él. El cuerpo humano no
puede funcionar a través de miembros lisiados y sin vida, ni pueden
existir los miembros separados del cuerpo y menos aún realizar sus
funciones naturales. Tampoco Dios va a conceder dones extraordina-
rios a los seres humanos para que los administren de acuerdo a su
propia voluntad, ni para gloria y engrandecimiento personal. Los
verdaderos dones del Espíritu se ejercitan como funciones de un solo
cuerpo, y bajo la administración de un solo Señor. (5) Los dones del
Espíritu son esenciales para el progreso espiritual de la iglesia. Así como
los fines físicos se pueden lograr solo a través de medios físicos, o los
logros intelectuales mediante el esfuerzo mental, así la misión espiritual
de la iglesia es realizable solo a través de medios espirituales. De aquí
que sea evidente que los dones del Espíritu estén siempre latentes en la
iglesia. No cesaron con los apóstoles, sino que están disponibles para la
iglesia en cada generación.
La función soteriológica del Espíritu. Además de los dones y gracias
del Espíritu, existen ciertos actos y funciones de su obra administrativa
que demandan atención antes de establecer de manera más directa su
obra en relación al individuo, la iglesia y el mundo. Éstos tienen que
ver especialmente con la obra de salvación y se pueden clasificar

298 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

ampliamente bajo dos encabezamientos generales: el Espíritu Santo


como “el Señor y dador de vida” y el Espíritu Santo como “la presencia
santificadora”. El “nacimiento del Espíritu” o la experiencia inicial de
salvación forma parte de la primera; el “bautismo con el Espíritu”
forma parte de la última, una obra subsecuente por cuyo medio el alma
es santificada. A ésta se le conoce como la entera santificación, como lo
establece nuestro credo: “Es efectuada por la llenura o el bautismo con
el Espíritu Santo; y en una sola experiencia incluye la limpieza de
pecado del corazón y la morada permanente y continua del Espíritu
Santo, capacitando al creyente para la vida y el servicio” (Manual de la
Iglesia del Nazareno, Artículo de Fe X). Si analizamos este estado de
santidad desde el punto de vista del agente en lugar de analizarlo desde
la perspectiva de la obra realizada, advertimos una triple operación del
Espíritu en una sola experiencia del creyente: el bautismo, que en un
sentido estricto hace referencia al acto de purificación o de hacer santo;
la unción, o el Espíritu morador en su función de otorgar poder para la
vida y el servicio; y el sello o la presencia moradora misma en su
capacidad de dar testimonio. Por tanto, cuando hablamos del naci-
miento, del bautismo, de la unción y del sello, como cuatro actos
administrativos o funciones del Espíritu, nos estamos refiriendo a las
dos obras de gracia, pero la última se considera bajo un aspecto triple.
Entendemos que hacen referencia (1) al nacimiento del Espíritu como
la donación de vida en la experiencia inicial de salvación, una experien-
cia que consideraremos posteriormente bajo el encabezamiento de
regeneración y sus concomitantes: la justificación y la adopción. Luego
consideraremos la obra subsecuente del Espíritu como santificador,
bajo los tres aspectos de (2) el bautismo, (3) la unción y (4) el sello, una
experiencia que trataremos más adelante bajo el apartado de “perfec-
ción cristiana” o “entera santificación”.
1. El nacimiento del Espíritu es la impartición de vida divina al alma.
No es sencillamente una reconstrucción o trabajo sobre la vida vieja; es
la impartición al alma o la implantación dentro del alma de la nueva
vida del Espíritu. Por tanto, es un “nacimiento de arriba”. Así como el
nacimiento natural es una transición de la vida fetal a una vida
plenamente individualizada, así el Espíritu Santo infunde vida en las
almas muertas en delitos y pecados, y por ello las traslada como
individuos diferentes al reino espiritual. Estos individuos son hijos de
Dios. A ellos se les concede el Espíritu de adopción por cuyo medio
ellos son constituidos herederos de Dios y coherederos con Cristo

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 299

(Romanos 8:15-17). El Apóstol define específicamente la naturaleza de


esta herencia. Es la bendición de Abraham, que Dios le concedió
mediante la promesa, esto es, la promesa del Espíritu a través de la fe
(Gálatas 3:14-18). Aunque el hijo de Dios como individuo posee vida
en Cristo, también existe en él la “mente carnal” o el pecado innato, y
esto impide que participe plenamente de los privilegios en Cristo del
Nuevo Testamento. Jesús como “Cordero de Dios” vino a quitar “el
pecado del mundo”. Por tanto, debe haber una purificación del pecado.
Hasta entonces él “en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo,
sino que está bajo tutores y administradores hasta el tiempo señalado
por el padre” (Gálatas 4:1, 2). Es un heredero, pero todavía no ha
participado de la herencia. El tiempo señalado del Padre es la hora de
sumisión al bautismo de Jesús, el bautismo con el Espíritu Santo que
purifica el corazón de todo pecado.13 Con la limpieza del corazón del
pecado innato, se le permite al hijo participar plenamente de los
privilegios del Nuevo Pacto; por medio de este bautismo él entra en la
“plenitud de las bendiciones del evangelio de Cristo” (Romanos
15:29).14
2. El bautismo con el Espíritu, como hemos indicado, es la instala-
ción de los individuos nacidos de nuevo en los plenos privilegios del
Nuevo Pacto. “Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos
días, dice el Señor: ‘Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes
las escribiré’, y añade: ‘Y nunca más me acordaré de sus pecados y
transgresiones’, pues donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda
por el pecado” (Hebreos 10:16-18). Aquí están involucrados tanto el
aspecto individual como el social de la personalidad. Así como cada
individuo participa de una naturaleza común con los demás por medio
del nacimiento natural, y por tanto llega a ser miembro de una raza de
personas interrelacionadas; así también el individuo nacido del Espíritu
tiene una nueva naturaleza que demanda un nuevo organismo espiri-
tual como base del compañerismo santo. La antigua naturaleza racial no
puede servir para esto, debido a que está corrompida “por los deseos
engañosos” (Efesios 4:22). Solo la nueva naturaleza en Cristo, “creada
en justicia y en la verdadera santidad” (Efesios 4:24) puede ayudar a
este nexo espiritual. De ahí que se demande “despojarnos del viejo
hombre” y “vestirnos del nuevo”. El bautismo con el Espíritu, por
tanto, debe considerarse bajo un aspecto doble: primero, como una
muerte a la naturaleza carnal; y segundo, como la plenitud de la vida en
el Espíritu. Debido a que la entera santificación es resultado del

300 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

bautismo con el Espíritu, asimismo tiene un aspecto doble: la limpieza


de pecado y la plena consagración a Dios.
3. La unción con el Espíritu es un aspecto adicional de esta segunda
obra de gracia, el cual se considera como una concesión de autoridad y
poder. Hace referencia, por consiguiente, no al aspecto negativo de la
limpieza, sino a la fase positiva del Espíritu residente “que capacita al
creyente para la vida y el servicio”. Los profetas, sacerdotes y reyes
ingresaron al servicio en la dispensación del Antiguo Testamento
mediante la unción con un aceite especialmente preparado. Este acto
administrativo del Espíritu, por tanto, conlleva a una relación oficial así
como personal con Cristo. Como se indicó previamente, la purificación
del pecado tiene como fin la devoción plena del alma a Dios. Pero esa
devoción no es solo energía humana ejercitada hacia Dios. Es el poder
de la obra interior del Espíritu Santo, la operación del Consolador
permanente que habita dentro del corazón santo. De ahí que leamos
que Dios “Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de
Nazaret, y cómo este anduvo haciendo bienes y sanando a todos los
oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10:38).
Aunque se registra que Juan bautizó a Jesús con agua, no se establece
que Él fue bautizado con el Espíritu Santo. Esto es significativo. La
razón es sencilla: el bautismo implica limpieza y Jesús no tenía pecado
que limpiar; tampoco podría en este sentido ser lleno con el Espíritu,
porque el Espíritu ya habitaba en Él sin medida. Pero Él fue ungido
con el Espíritu en el momento que Juan lo bautizó, y por ello lo instaló
en el oficio y obra del Mesías o Cristo. Así como nos convertimos en
hijos de Dios por la fe en Jesucristo, así también, debido a que somos
hijos, Dios nos da el Espíritu Santo como la presencia que nos santifica
y llena de poder. A este Espíritu, dice nuestro Señor, el mundo no lo
puede recibir, “porque no lo ve ni lo conoce” (Juan 14:17). San Juan
declara más adelante que esta unción permanece en nosotros como
Paráclito personal o Consolador, y por consecuencia está siempre
presente para conferir autoridad y para suministrar el poder necesario
para realizar todas las tareas divinamente encomendadas.
4. El sello con el Espíritu es otro de los aspectos de la segunda obra de
gracia. El sello al cual Pablo hace referencia en su segunda carta a
Timoteo [2 Timoteo 2:19], tenía dos inscripciones: “Conoce el Señor a
los que son suyos”, o su propiedad; y “Apártese de maldad todo aquel
que invoca el nombre de Cristo”,15 o vive en santidad. El don pente-
costal del Espíritu Santo, que bajo un aspecto es el bautismo que

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 301

purifica el corazón, y bajo otro, la unción que llena de poder para la


vida y el servicio, es aún bajo otro aspecto el sello de la propiedad y
aprobación de Dios. Esta aprobación no es solo un reclamo sobre el
servicio de los santificados implicado en la pertenencia, sino el sello de
aprobación sobre ese servicio que se rinde mediante el Espíritu Santo.
El sello es también la garantía de la plena redención en el futuro. De
ahí que san Pablo diga que “habiendo creído en él, fuisteis sellados con
el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia
hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria”
(Efesios 1:13-14). El Espíritu Santo aquí no solo es el don prometido,
sino el don de la promesa, que en conexión con las arras, es la garantía
de la perfección futura. Las “arras” eran una porción de la herencia que
se concedía por adelantado como un ejemplo y garantía de lo se
obtendría más tarde en su perfección: “Si las primicias son santas,
también lo es la masa restante” (Romanos 11:16). Las arras del
Espíritu, entonces, se nos conceden para nuestro presente gozo hasta el
fin del mundo, y es el sello que nos asegura que la posesión adquirida
será luego plenamente redimida, todo lo cual redundará en la alabanza
de su gloria.
Bien se puede advertir en esta conexión la estrecha relación que tiene
la obra del Espíritu con la de Cristo. Estos cuatro actos administrativos
pertenecen a su vez a Cristo y al Espíritu; es Cristo quien da vida a las
personas muertas por medio del Espíritu; es Cristo quien bautiza a seres
humanos y mujeres con el Espíritu Santo; y también es Cristo quien no
solo unge sino sella a su pueblo con el Espíritu.15
El Espíritu Santo y el individuo. Así como el Espíritu dio forma al
cuerpo del Cristo encarnado, y plantó su residencia en la nueva
naturaleza así formada, así también llegó a ser el intermediario entre
Cristo y el alma humana. Por consiguiente existen dos fuentes de vida
en Cristo: la plenitud del Espíritu, y la naturaleza humana redimida a
través de la cual el Espíritu es mediado y por cuyo medio Él se une con
el alma individual. Esto será más evidente si tomamos en cuenta el
hecho de que aunque Cristo era libre de pecado tanto en naturaleza
como en actos, con todo ese nuevo Hombre apareció en medio de una
raza pecadora y habitó en semejanza de carne de pecado (Romanos
8:3). Él, que no tuvo pecado, por su nacimiento en una raza caída llevó
sobre sí la pena debida a su pecado, y murió fuera de la puerta para
santificar al pueblo mediante su propia sangre (Hebreos 13:12;
compárese con Tito 2:14). Él pudo liberarse de la antigua raza en la que

302 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

nació solo por la muerte; y solo por la resurrección de los muertos pudo
Él establecer un pueblo nuevo, único y espiritual. Por tanto, él fue “el
primogénito de entre los muertos”, uniendo en sí mismo, como lo hizo
el primer Adán, tanto al individuo como a la raza.
Si ahora hacemos referencia brevemente a la cuestión del pecado
original, que ya se ha discutido, podemos notar que el pecado de Adán
no solo acarreó castigo, sino que trajo consecuencias tanto para sí
mismo como para su posteridad. A la primera transgresión le siguieron
dos efectos: un acto criminal y un cambio subjetivo. Cuando el ser
humano consintió al pecado, Dios retiró la comunión de su presencia
mediada por el Espíritu. Privado de la vida, solo permaneció la
corrupción y la impureza. Esta naturaleza caída continuó en la posteri-
dad de Adán como “pecado innato” o “depravación heredada”, un
elemento completamente extraño al carácter y vida original del ser
humano. Por tanto, el pecado existe en dos formas, como un acto y
como un estado o condición detrás de ese acto; y aunque no se le
adscribe culpa a ese estado, el mismo no obstante de naturaleza
pecaminosa. En Adán la depravación es consecuencia del pecado; en su
posteridad el pecado existe como una naturaleza antes que resulte en
pecado como acto. Como estado o cualidad que es herencia racial de
cada uno de los seres humanos que nacen en este mundo, el pecado es
la raíz o la esencia de toda impureza y corrupción espiritual. Es la
primera causa de toda transgresión y la fuente de todas las actividades
no santas, aun cuando no se deba confundir con estas actividades, o
con cualquiera de ellas. Es la naturaleza subyacente del acto, la idea
genérica o racial del pecado, al cual hace referencia san Juan cuando
dice: “Toda injusticia es pecado” (1 Juan 5:17); y de nuevo: “la sangre
de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). A esto
hacía referencia Juan el Bautista cuando exclamó y dijo: “¡Éste es el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (Juan 1:29). San
Pablo utiliza la palabra en el mismo sentido cuando dice: “Así también
vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo
Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:11); y se refiere al mismo antago-
nismo elemental con la santidad cuando utiliza los términos “cuerpo de
pecado”, “el viejo hombre” o la “mente carnal”.
Hemos de sostener firmemente el hecho de que en las enseñanzas de
Cristo hay una condición moral antecedente al acto del pecado. “No
puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos
buenos” (Mateo 7:18). Existe, por tanto, no solo la personalidad

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 303

humana como agente libre y responsable, sino que hay una naturaleza o
carácter que se atribuye a este agente, el cual al menos en pensamiento
es distinguible de él, esto es, la persona puede ser buena o mala, puede
existir en el estado de santidad o en el estado de pecado. Si se nos
permite utilizar los términos técnicos aplicados usualmente solo a la
Trinidad, podemos decir que como sucede en la deidad, las tres
Personas subsisten en una naturaleza divina; y así como los ángeles
subsisten en una naturaleza angélica, así también los seres humanos son
personas que subsisten en la naturaleza humana. Antes de la caída, el
ser humano subsistía en una naturaleza humana santa; a partir de
entonces subsiste en una naturaleza humana caída y depravada. Como
persona, y por la misma naturaleza de la personalidad, cada ser humano
está separado por siempre y es distinto de los demás; como miembro de
una raza común cada individuo posee una naturaleza común con cada
uno de los demás individuos, y esto proporciona el vínculo común de la
unión racial. “Porque ¿quién de entre los hombres conoce las cosas del
hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo,
nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Corintios
2:11). Es evidente, entonces, que Cristo como persona teantrópica
aporta la fuente de vida tanto para la persona como para la raza. Toda
vez que en Él la naturaleza humana se conjuntó en una unión vital con
la divina, esta nueva vida se convierte en la administración del Espíritu
Santo en el principio de regeneración respecto a la persona; y debido a
que Cristo no solo murió por el pecado sino al pecado, su sangre
derramada se convierte en el principio de santificación en lo que
respecta a la naturaleza pecaminosa heredada de Adán. A este asunto le
daremos atención más tarde cuando se consideren los estados de gracia;
aquí, ahora, ha de considerarse en relación a la iglesia como el cuerpo
de Cristo.
El Espíritu Santo y la iglesia. El Pentecostés fue el nacimiento de la
iglesia cristiana. Así como Israel fue redimido de Egipto, y fue consti-
tuido en una iglesia-estado por medio del don de la ley en el Sinaí; así
también con individuos redimidos por Cristo nuestra Pascua, el
Espíritu Santo formó la iglesia en Pentecostés.17 La concesión de la
nueva ley escrita en los corazones y mentes de los redimidos completa
este proceso. Así como el cuerpo natural está compuesto de una vida
común que vincula a los miembros en un organismo común; así el
Espíritu Santo establece a los miembros en el cuerpo espiritual como Él
quiere, uniéndolos en un organismo único bajo Cristo su Cabeza

304 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

viviente. Dios no crea a los seres humanos como un conjunto de almas


aisladas, sino como una raza interrelacionada de individuos mutua-
mente dependientes; de igual manera la intención de Cristo no es solo
la salvación del individuo, sino la edificación de un organismo espiri-
tual de personas interrelacionadas y redimidas. Este nuevo organismo
no destruye las relaciones naturales de la vida, sino que las eleva y
glorifica. De ahí que la iglesia sea “linaje escogido, real sacerdocio,
nación santa, pueblo adquirido por Dios”, y que el propósito de esta
organización sea “para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó
de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9-10).
Por consiguiente, el Espíritu Santo no solo es el vínculo que une el
alma humana con Cristo en una relación vital y santa, sino que también
constituye el vínculo común que une entre sí a los miembros del
cuerpo, y a todos con su Cabeza viviente. El Espíritu es la vida del
cuerpo, y desde la inauguración en Pentecostés, tiene su “sede” o
asiento dentro de la iglesia. Esto luce más claro en la ilustración de
Abraham Kuyper, quien llama la atención al hecho de que en los
tiempos antiguos cuando llovía cada padre de familia recogía el agua en
una cisterna, para suplir sus propias necesidades y las de su familia. En
la ciudad moderna cada persona se suple de agua de una reserva común,
por medio de tuberías. Entonces, en lugar de que el agua caiga sobre
cada techo de una persona, fluye a través de un sistema organizado a
cada una de las casas de las personas. Antes del Pentecostés descendía el
fluido suave del Espíritu Santo sobre Israel en gotas de gracia salvífica
pero de tal manera que cada uno la reunía para sí mismo. Esto conti-
nuó así hasta la encarnación, cuando Cristo reunió en su única persona
todo el manantial del Espíritu Santo para nosotros. Después de su
ascensión, cuando había recibido del Padre la promesa del Espíritu
Santo, y cuando se completaron los canales de la fe y se removieron
todos los obstáculos, en el día de Pentecostés el Espíritu Santo se
precipitó al corazón de cada creyente a través de esos canales interco-
nectados. Anteriormente había aislamiento, cada persona aisladamente;
ahora es una unión orgánica de todos los miembros bajo una Cabeza.
Ésta es la diferencia que existe entre los días antes y después del
Pentecostés (compárese con Abraham Kuyper, The Work of the Holy
Spirit, 123-124).
La iglesia en su vida corporativa es un reino de la encarnación al
igual que un reino del espíritu. Hemos de recordar aquí que en la
humanidad de Cristo había dos misterios, la unión de la naturaleza

LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 305

humana con la divina, y la plenitud inmensurable del Espíritu que


habitaba en esa naturaleza humana; una era administrada por la otra.
Por tanto, cuando el Espíritu administra la naturaleza humana pura de
Cristo, se dice que Él nos hace miembros de su Cuerpo espiritual y
místico; cuando Él ministra en su propia personalidad como la Tercera
Persona de la Trinidad, se dice que habita dentro del templo santo
construido de esa manera. Se puede ver rápidamente, entonces, que la
iglesia no solo es una creación del Espíritu, sino una extensión de la
vida encarnada de Cristo. Él es la cabeza de la iglesia, sea militante,
expectante o triunfante. La iglesia está completa, no solo por medio de
la presencia de la deidad, sino que está completa en Cristo (Colosenses
2:10). Cristo es “el primogénito de los muertos” (Apocalipsis 1:5;
Romanos 1:4; Colosenses 1:15); y como tal es “la descendencia”
(Hebreos 2:16) de donde crece la iglesia por expansión, por medio de la
actividad del Espíritu. Cristo es un nuevo vástago de la vida humana
pura. El primer Adán fue constituido “alma viviente”, el postrer Adán
fue hecho “espíritu viviente”. Cristo es el Señor de los cielos (1
Corintios 15:45-47). Por tanto, Él es, en virtud de su resurrección, un
nuevo orden del ser, una humanidad santa, libre de toda mancha de
pecado y contaminación. Esta nueva humanidad es el canal del
descenso del Espíritu; y el velo desgarrado de la carne de Cristo
constituye el nuevo y vivo camino a la presencia de Dios (Hebreos
10:19-22). Esta humanidad santa es la que viene a constituir el nexo en
la vida corporativa de la iglesia. La iluminación del Espíritu fluye a
través de la mente y el corazón de Jesús, y por lo mismo perpetúa las
energías puras de su humanidad sagrada. Él es el primogénito entre
muchos hermanos.
El Espíritu Santo y el mundo. El Espíritu es el representante de Cristo
ante el mundo. Pero debido a que el mundo no conoce al Espíritu
Santo y no le puede recibir en la plenitud de su verdad dispensacional,
Cristo se ve limitado en sus operaciones a las etapas preliminares de la
gracia. El Señor nos ofrece la naturaleza de esta obra en su discurso de
despedida de la siguiente manera: “Cuando él venga, convencerá al
mundo de pecado y de justicia y de juicio: de pecado, porque no cree
en mí; de justicia, porque yo voy a mi Padre, y vosotros ya no me veréis
más; de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido juzgado”
(Juan 16:8-11). El pecado al que se hace referencia aquí es el rechazo
formal de Jesucristo como Salvador; la justicia es su obra terminada de
expiación como la única base de aceptación ante un Dios justo; en

306 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

tanto que el juicio es el derrocamiento de Satán como príncipe de este


mundo, y luego la separación final de los justos y de los malvados en el
día final. Si el príncipe ha sido juzgado, entonces todos sus seguidores
deben sufrir condenación. Por tanto, es evidente que el Espíritu debe
considerarse en esta conexión, principalmente como Espíritu de verdad,
y como instrumento de la Palabra de Dios. La relación de la iglesia con
la eficiencia del Espíritu a través de la obra, halla su más elevada
expresión en la gran comisión. Aquí el evangelio es la proclamación de
la salvación, y conduce directamente a la vocación o llamado del
Espíritu.18

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. William Newton Clarke dice que “Dios en el ser humano” sería una manera práctica de
definir el Espíritu Santo. Es el Dios que obra en el espíritu del ser humano con miras a
alcanzar los resultados que se buscan en la misión y la obra de Cristo. (William Newton
Clarke, Outline of Cristo. Th., 369).
2. De acuerdo a William Adams Brown, desde el punto de vista histórico la doctrina del
Espíritu Santo es una herencia de Israel. Originalmente denotaba la energía de Dios que
viene sobre los seres humanos para capacitarlos para un trabajo especial vinculado con la
edificación del reino divino (Éxodo 31:3; Jueces 6:34; 14:6), concibiéndose después al
Espíritu como la vida inmanente de Dios en el alma del ser humano. Su marca distintiva
llegó a ser preeminentemente ética y espiritual, y la prueba convincente de su presencia es
un carácter aceptable a Dios. La concepción del Espíritu de Dios como una presencia
permanente se desarrolló posteriormente en el cristianismo, y halla su expresión más clara
en los escritos de Juan y Pablo. (William Adams Brown, Chr. Th., in Outline, 397.)
3. George G. Stevens nos dice que, en el caso de las versiones de habla inglesa, traducir o
parakletos como “el Consolador” se remonta a las traducciones de Wycliffe, y se ha perpe-
tuado casi en todas las versiones posteriores de la Biblia, incluyendo nuestra Versión
Revisada. “Consolador” está formado del latín con y fortis, confortare, y significa “alguien
que fortalece”. Aunque las diversas versiones traducen la palabra parakletos como “Conso-
lador” en el Evangelio de Juan, en la Primera Epístola de Juan la traducen como “aboga-
do” (2:1), hecho que se debe probablemente a una variación similar hallada en la traduc-
ción de las diversas versiones antiguas. (Stevens, Johannine Theology, 190.)
4. Paraeus, en sus Notes on the Athanasian Creed, ofrece las siguientes razones para la
encarnación de la segunda persona de la Trinidad, en lugar de la primera o la tercera.
Primero, que por medio de la encarnación los nombres de las personas divinas deberían
permanecer sin cambios para que ni el Padre ni el Espíritu Santo tuvieran que tomar el
nombre de un Hijo. Segundo, que era apropiado que los seres humanos se convirtieran en
hijos adoptados de Dios mediante la encarnación por medio de Él que es el Hijo natural
de Dios. Tercero, que era apropiado que el ser humano, que ocupa una posición interme-
dia entre los ángeles y las bestias en la escala de las criaturas, fuera redimido por la Persona
intermedia de la Trinidad. Por último, que era apropiado que la naturaleza caída del ser
humano que fue creado por la Palabra (Juan 1:3) fuera restaurado por Él. Además de estas
tres razones, es evidente que era más propio que un padre comisionara y enviara a un hijo
con una diligencia de misericordia, que un hijo comisionara y enviara a un padre. (Com-
párese con Shedd, Dogm. Th., II:266.)


LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 307

5. Durante su vida terrenal, Cristo estuvo bajo la guía del Espíritu Santo antes que bajo la
agencia independiente de su personalidad divina. El Espíritu que se le dio sin medida
selló, consagró y enriqueció la naturaleza humana de nuestro Señor con una perfección
siete veces perfecta. Esta subordinación particular cesó cuando el Redentor puso su propia
vida, y por medio del Espíritu Santo, su divinidad esencial, ofreciéndose personalmente a
Dios por nosotros. Sin embargo, hasta ese momento el Hijo como tal no actuaba única-
mente a través de su naturaleza humana. Su supremacía divina personal se halla latente, y
como representante del ser humano, Él es, al igual que nosotros, conducido por el Espíritu
(William Burton Pope, Compend. Chr. Th., II:155).
6. Existe un sentido en el cual el Pentecostés introdujo una nueva dispensación: la del
Espíritu Santo, como la revelación final de la Santa Trinidad. El Dios único, conocido en
el Antiguo Testamento como Jehová, un nombre común para las tres personas, se dio a
conocer luego en la tercera Persona: el Padre es el Señor, el Hijo es el Señor, el Espíritu es
el Señor (2 Corintios 3:17). De ahí que la gloria del día de Pentecostés aventaja en gloria a
cada una de las primeras manifestaciones del Ser supremo. La Shekhiná, el antiguo sím-
bolo de la futura encarnación del Hijo que pone su tabernáculo en la carne, se convierte
en fuego del Espíritu Santo repartido en lenguas y sin velo, reposando sobre toda la iglesia.
El Dios perfecto se revela perfectamente, pero se reveló en la Trinidad de la redención, la
Trinidad dispensacional. La iglesia es la “morada de Dios en el Espíritu” [Efesios 2:22].
Desde ese día en adelante el Espíritu Santo es esencial para cada una de las exhibiciones de
Dios como son reveladas entre los seres humanos (William Burton Pope, Compend. Chr.
Th., II:326).
7. Cuando nuestro Señor exclamó, “¡Consumado es!” declaró que su obra expiatoria estaba
completa. Pero estaba completa solo como provisión para la salvación de los seres huma-
nos. La aplicación de su beneficio sería administrada por el Espíritu desde los cielos, cuyo
rol y oficio supremo es realizar cada uno de los designios de la dispensación o empresa
redentoras. Así como el Espíritu de Cristo había administrado desde la fundación del
mundo las preparaciones evangélicas, así ahora Él actúa en favor del Cristo plenamente
revelado. Nuestro Señor continúa a través de ese Espíritu su oficio profético: el Espíritu
Santo es el inspirador de las nuevas Escrituras y el maestro supremo en la nueva dispensa-
ción. Mediante Él nuestro Señor perpetúa su oficio sacerdotal en este otro sentido: el
ministerio de la reconciliación es una ministración del Espíritu. Y mediante Él, el Señor
administra su autoridad regia (William Burton Pope, Compend. Chr. Th., II:328.
El Espíritu Santo es denominado abogado debido a que tramita junto a nosotros la
causa de Dios y de Cristo, nos explica la naturaleza y la importancia de la gran expiación,
nos muestra su necesidad, nos aconseja recibirla, nos instruye sobre cómo afianzarnos en
ella, vindica nuestro reclamo de ella, e intercede por nosotros con gemidos indecibles.
Nuestro Señor intercede por nosotros como nuestro amigo y agente por medio de la
negociación y la gerencia de todos los asuntos pertenecientes a nuestra salvación. Pero el
Espíritu de Dios intercede por los santos, no por suplicar a Dios a nombre de ellos, sino
por dirigir y cualificar sus súplicas de la manera debida, por medio de su agencia e in-
fluencia en sus corazones, lo cual, según el esquema del evangelio, es la obra y el oficio
peculiares del Espíritu Santo. De esa manera Dios, de quien es el Espíritu, sabe lo que éste
quiere decir cuando guía a los santos a expresarse en palabras, deseos, gemidos, suspiros o
lágrimas, leyendo Dios en todo esto el idioma del Espíritu Santo y preparando la respuesta
en conformidad con la petición (Adam Clarke, Cristo. Th., 174).
8. La palabra glossa o glotta significa “lengua” y también se traduce así en Santiago 1:26 y
3:5-8. La palabra glottai o glossai o “lenguas” es por tanto un lenguaje, como en Hechos
2:11 y 1 Corintios 13:10, 28. “El pensamiento de un hombre”, dice Kuyper, “es el pro-
ceso imperceptible, escondido e invisible de la mente. El pensamiento tiene alma, pero no

308 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

cuerpo. Pero cuando el pensamiento se manifiesta a sí mismo y adopta un cuerpo, enton-


ces se da la palabra. Y siendo la lengua el órgano móvil del discurso, se ha dicho que la
lengua le da cuerpo al pensamiento. De ahí que en el vocablo griego de donde procede
esta palabra, la palabra glottai o glossai signifique lenguas, y por tanto lenguajes”.
Hutchings señala que el protestantismo aceptó esta interpretación, de ahí que en el
Prefacio para el Día de Pentecostés, se hable del Espíritu que dio a los discípulos “el don
de diversos lenguajes”.
9. Abraham Kuyper sostiene que debido a que el discurso del ser humano es resultado de su
pensamiento, y este pensamiento en un estado sin pecado es una iluminación del Espíritu
Santo, por tanto, el discurso en un estado sin pecado sería el resultado de la inspiración y
del soplo del Espíritu Santo. Pero el pecado ha roto la conexión, y el discurso humano se
ha visto dañado por la debilidad de los órganos del habla, la separación de tribus y nacio-
nes, por las pasiones del alma, por el ofuscamiento del entendimiento y principalmente
por la mentira que ha entrado en él. De ahí la distancia infinita entre este lenguaje puro y
genuino, que como operación directa del Espíritu Santo sobre la mente humana debió
haberse manifestado a sí mismo, y los lenguajes empíricamente existentes que separan a las
naciones. Pero no se quería que persistiera la diferencia. El pecado desaparecerá. Lo que
destruyó el pecado será restaurado. En el día del Señor, en las bodas de la fiesta del Cor-
dero, todos los redimidos se comprenderán de manera recíproca. ¿De qué manera? Por
medio de la restauración de un lenguaje puro y original en los labios de los redimidos, que
nace de la operación del Espíritu Santo sobre la mente humana. Y el milagro del Pente-
costés es el germen e inicio de ese evento grande aún esperado; de ahí que lleve sus marcas
distintivas. En medio de la torre de Babel de las naciones, en el día de Pentecostés se reveló
un lenguaje puro y poderoso que lo hablarán todos algún día, y lo entenderán todos los
hermanos y hermanas de todas las naciones y lenguas. Y el Espíritu Santo trajo esto.
Hablaron como el Espíritu les daba que hablaran. Ellos hablaron un lenguaje celestial para
alabar a Dios, pero no el de los ángeles, sino un lenguaje libre de la influencia del pecado.
De ahí que la comprensión de este lenguaje fue también obra del Espíritu Santo (Kuyper,
Person and Work of the Holy Spirit, 137ss).
Hutchings, en su “Person and Work of the Holy Spirit”, establece que el don de lenguas
en el día de Pentecostés fue un don de diversos lenguajes, y que la dificultad de creer la
verdad literal no será grande para quienes sostengan que el lenguaje desde el principio fue
el don de Dios al ser humano, y acepten además la historia de la torre de Babel y vean las
distinciones del lenguaje vinculadas con ese evento. Aquellos que intentan minimizar el
elemento milagroso de la Biblia, reducen el don de lenguas a una suerte de discurso extá-
tico, la liberación de ciertos sonidos inarticulados, o suponen que el milagro se dio en los
oyentes y no en los que hablaban, lo cual, si fuera así, lo convertiría en algo aún más
maravilloso. Los dones extraordinarios que acompañaron la fundación de la iglesia, persis-
tieron más o menos a través de la era apostólica, y quizá después. Por haber constituido los
resultados distintivos de la presencia y operación del Espíritu, siguen latentes en el templo
del Espíritu aunque ahora solo se haya suspendido su ejercicio. No obstante, tienen su
contraparte natural. El apóstol Pablo enumera nueve de estos dones del Espíritu (página
114).
10. A. J. Gordon dice que cuando Cristo, nuestro Paráclito ante el Padre, tomó posesión de su
ministerio en las alturas, se indica que “se sentó a la diestra de Dios”. De ahí que el cielo es
su trono oficial hasta que Él retorne con poder y gran gloria. De esa manera también
cuando Él envió otro Paráclito para que estuviera con nosotros para siempre, éste se sentó
en su trono en la iglesia, el Templo de Dios, para de ese lugar gobernar y administrar hasta
que retorne el Señor. No hay más que solo “una Santa Sede” en la tierra, y es el trono del


LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 309

Santo en la iglesia, el cual solo el Espíritu de Dios puede ocupar sin atrevida blasfemia
alguna (Gordon, The Ministry of the Spirit, 130-131).
Abraham Kuyper menciona la presencia del Espíritu Santo de tres maneras: (1) la
omnipresencia del Espíritu Santo en el espacio, lo mismo en el cielo, en el infierno, entre
Israel y entre las naciones; (2) la operación espiritual del Espíritu Santo de acuerdo a su
escogimiento, que no es omnipresente: activo en el cielo, pero no en el infierno: entre
Israel, pero no entre las naciones; y (3) la operación espiritual sea desde afuera, impar-
tiendo dones perecederos, o desde adentro, impartiendo el don de la salvación. (Kuyper,
Person and Work of the Holy Spirit, 119-120.)
11. Adam Clarke hace referencia al paralelo que el obispo Lightfoot establece entre las oficios
y los dones mencionados en 1 Corintios 12:8-10, 28, 29, 30, al arreglar estos textos en tres
columnas. Clarke hace luego la observación de que si el lector piensa que esa es la mejor
manera de explicar los diversos oficios y dones, él la adoptaría, en cuyo caso consideraría:
(1) Que la palabra o doctrina de la sabiduría procede de los apóstoles; (2) la doctrina del
conocimiento, de los profetas; (3) la fe, por medio de los maestros; (4) que el obrar mila-
gros incluye los dones de sanidad; (5) que a la profecía, con el significado de predicación
que frecuentemente tiene, se le asignan las ayudas como paralelo; (6) que el discernimien-
to de espíritus es lo mismo que gobiernos, los que Lightfoot supone que implican una
mente profundamente comprehensiva, sabia y prudente; (7) que en cuanto al don de
lenguas, no hay variación en ninguno de los tres lugares. (Adam Clarke, comentario sobre
1 Corintios 12:31.)
12. George B. Stevens declara que los dones de ministerio que aquí se mencionan deberán
presentar la base de la unidad antes que una descripción de los varios oficios en la iglesia.
La profecía o predicación, ese don de exposición clara y luminosa de la verdad cristiana
bajo la influencia del Espíritu Santo, era la dotación que Pablo más apreciaba, conside-
rándola de mayor servicio a la iglesia (1 Corintios 14:1-5, 24, 25). La alusión a otros
charismata es más incidental, como lo es la “palabra de sabiduría” y la “palabra de cono-
cimiento” (1 Corintios 12:8), términos estos que no son fáciles de definir pero que sin
duda se refieren a la enunciación y aprehensión de profundas verdades y misterios como lo
sería el sacrificio de Cristo (1 Corintios 1:22-24), algo que constituye la verdadera sabidu-
ría cristiana enseñable a los espiritualmente maduros (1 Corintios 2:6), pero que la mente
carnal y mundana no puede recibir (1 Corintios 2:14). Pablo también menciona “los que
ayudan”, lo cual lo más natural es que se refiera a los deberes del diaconado, y “los que
administran”, lo cual se entiende mejor como contraparte de “los que ayudan”, designan-
do así las funciones de gobierno que ejercitarían los presbíteros u obispos de una iglesia
local. (Stevens, Pauline Theology, 326-327.)
Quesnel observa que hay tres tipos necesarios de dones para la formación del cuerpo
místico de Cristo. (1) Dones de poder, para la operación de milagros, en referencia al
Padre. (2) Dones de obra y ministerio, para el ejercicio de gobierno y otros oficios, en
referencia al Hijo. (3) Dones de conocimiento para instruir a la gente, en referencia al
Espíritu Santo. (Adam Clarke, Com., 1 Corintios 12:31).
13. Aunque el bautismo con el Espíritu se considera usualmente como el acto mediante el cual
los seres humanos son santificados, a veces también se utiliza en el sentido más amplio del
estado de santidad que brota de ese acto. La primera exposición parece más exacta.
14. Ahora bien, este bautismo con el Espíritu Santo es “la bendición del evangelio de Cristo”
de la que se habla en el texto. Alguien puede incluso preguntar “¿Por qué se conoce como
‘la bendición del evangelio de Cristo’?” Porque así es; “¿y por qué es así?” Es la gloria
culminante de la obra de la salvación del alma. Todo lo que haya sucedido anteriormente
solo fue preparatorio de ello. ¿Hablaron y escribieron los profetas; se quemaron los sacrifi-
cios; se presentaron las ofrendas; murieron los mártires; Jesús dejó a un lado su gloria;

310 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

enseñó y oró y extendió sus manos en la cruz; resucitó de los muertos y ascendió a los
cielos; está a la diestra de Dios? Todo eso fue preparación para el bautismo. Los seres
humanos son convencidos de pecado, son nacidos de nuevo y son nuevas criaturas para
que puedan ser bautizados con el Espíritu Santo. Esto completa la salvación del alma.
Jesús vino a destruir el pecado, la obra del diablo, lo cual es hecho por el bautismo con el
Espíritu Santo. Jesús procuró personalmente el compañerismo, la comunión y la unidad
con las almas humanas; por medio de este bautismo Él se entroniza en el ser humano y se
le revela (P. F. Bresee, Sermon: The Blessing).
La Biblia nos enseña claramente que el ser humano deja de pecar después que se
arrepiente; también que Dios perdona libremente al pecador arrepentido y que los hijos de
Dios salen con Jesús fuera de la puerta llevando su reproche, y, poniendo los brazos de la
fe bajo la voluntad de Dios, cree en Dios y el hombre viejo es crucificado por el poder de
Dios: es eliminada la fuente heredada del mal y el nuevo hombre Cristo Jesús se convierte
en la fuente de vida. Esto termina con el pecado en el alma (P. F. Bresee, Sermon: Death
and Life).
15. A. J. Gordon dice que la inscripción del sello, “Apártese de maldad todo aquel que invoca
el nombre de Cristo”, en hebreo es esencialmente lo mismo que se hallaba en la frente del
sumo sacerdote, “Santidad a Jehová”. (Gordon, The Ministry of the Spirit.)
También se dice que el sello hace referencia a una costumbre de los sacerdotes judíos,
que cuando examinaban los sacrificios que se ofrecían para la adoración, marcaban los que
eran aceptables. “Pero cualquiera que sea la fuente de la figura”, dice Asbury Lowrey,
“representa uno de los preciosos oficios del Espíritu Santo. Él personalmente viene al
corazón y nos da gracia, una prenda de gloria, o más bien, nos da una parte de la gloria
como prenda de la totalidad”. (Lowrey, Possibilities of Grace, 363.)
16. Asbury Lowrey dice que la unción es “una luz interior, evidente y permanente, que sirve
como guía segura a la verdad, un discernimiento espiritual de las cosas espirituales. No
hace a un lado la Palabra, ni tampoco los medios ordinarios de edificación, pero sí detecta
y rechaza mucho de lo que pretende ser ideas e instrucciones religiosas. Discrimina entre
la paja y el trigo, entre la forma y el poder; entre el ‘amor que nunca deja de ser’ y el ‘metal
que resuena o címbalo que retiñe’. Acompaña a la entera santificación, y es una con ella, y
en gran medida es inseparable de ella; y aun puede ser, por decirlo así, una nueva aplica-
ción del aceite de la unción. Esta unción instala en el oficio y confiere autoridad y poder.
Es la luz que llena de investidura al ser humano con los derechos ministeriales, y lo hace
eficaz. Un ser humano que no ha recibido por medio de tal unción las credenciales del
Espíritu Santo no tiene parte en el ministerio. A los apóstoles se les mandó ‘permanecer en
Jerusalén’ hasta que recibieran esta investidura de poder. Con todo y un mundo que
perecía a su alrededor, debieron detenerse hasta ser investidos de poder de lo alto”
(Lowrey, Possibilities of Grace, 370).
Los efesios comprenderían particularmente la alusión al sello como garantía de compra,
porque Éfeso era una ciudad marítima, donde los dueños de barcos de los puertos vecinos
desarrollaban un extenso comercio maderero. El método de compra era éste: El comer-
ciante, después de seleccionar la madera, la estampaba con su sello, el cual se reconocía
como señal de su pertenencia. El comerciante a menudo no se llevaba su posesión en el
momento; la dejaba en el puerto con otras flotas madereras; pero la había escogido, com-
prado y sellado; y a su debido tiempo el comerciante enviaba un agente de confianza con
el sello, quien al encontrar la madera que llevaba la impresión correspondiente, la recla-
maba y la llevaba para el uso de su señor. De esa manera el Espíritu Santo imprime la
imagen de Jesucristo sobre el alma ahora: y ésta es la garantía segura de la herencia eterna
(Bikersteth, The Spirit of Life, citado en Gordon, The Ministry of the Spirit).


LA PERSONA Y OBRA DEL ESPÍRITU SANTO 311

17. El Espíritu tiene dos clases de oficio como intermediario entre el Salvador y el alma
individual: una más externa y otra más interna. Y estas funciones las realiza en relación a
dos tipos de seres humanos: Los que no están en Cristo y aquellos que están unidos a Él
por la fe. (1) Su función externa tiene que ver con dar testimonio o aplicar la verdad a la
mente: en los no convertidos, para convicción de pecado, el despertamiento de un deseo
por Jesús y su salvación, y la revelación de las promesas de la gracia a los penitentes; en los
creyentes, para la seguridad de la aceptación, para la revelación del conocimiento de
Cristo, para la aplicación de las diversas promesas de la gracia y todas aquellas que perte-
necen a su instrucción personal y guía mediante la Palabra. (2) Su función interna consiste
en el ejercicio del poder divino en el corazón, o dentro del alma: en los no convertidos,
para la infusión de la gracia de la penitencia y el poder de la fe que desemboque en una
conversión interna efectiva; en los creyentes, para la renovación del alma por medio de la
comunicación de una nueva vida espiritual, y para llevar adelante toda la obra de la santi-
ficación a su máximo resultado (Pope, Comp. Chr. Th., II:329).
18. Emblemas del Espíritu Santo
Así como los nombres que se aplican a Cristo son muchos y variados, de la misma
manera también los emblemas que se utilizan en la Biblia para describir la función y obra
del Espíritu Santo se presentan en una gran variedad de formas. Podemos hablar breve-
mente de ellos, pero un estudio adicional compensará los esfuerzos de quienes hagan el
estudio.
1. La paloma es el símbolo del Espíritu tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento. Génesis 1:2 dice que el Espíritu “se cernía” (movía) sobre las aguas, para traer
orden y hermosura al caos. Existe un paralelo interesante entre la paloma en el caso de
Noé y la aparición como de una paloma en el bautismo de Jesús. (a) Cuando la paloma
fue enviada por primera vez regresó porque no había lugar para reposar. Así también en el
Antiguo Testamento el Espíritu no encuentra lugar para reposar en los corazones de los
seres humanos debido a su pecaminosidad. (b) En la segunda ocasión la paloma regresó
con una hoja de olivo “arrancada”: esta palabra significa en otros casos una muerte vio-
lenta. De ahí que el Espíritu traiga esperanza al mundo en la muerte violenta de Cristo en
la cruz. (c) En el bautismo de Jesús el Espíritu descendió como una paloma sobre Él
(Mateo 3:16); o como se relata en el Evangelio de Juan, el Espíritu “reside” en Él (Juan
1:32). El Espíritu halla en Jesús un lugar permanente, y se le concedió sin medida. La
paloma es principalmente el símbolo de paz y significa la apacibilidad de las operaciones
del Espíritu (Mateo 10:16; Filipenses 2:15). Se dice que la paloma no tiene bilis y por
consecuencia indica la falta de amargura. La paloma era constante en el amor (Cantares
5:12); con alas rápidas y fuertes (Salmos 55:6); y limpia por naturaleza. Algunos han
escrito que bajo este emblema el Espíritu Santo es el Espíritu de verdad que santifica (Juan
14:17); el Espíritu de gracia que embellece (Hechos 6:5-8); el Espíritu de amor que inten-
sifica (Colosenses 1:6); el Espíritu de vida que fructifica (1 Pedro 1:11), el Espíritu de
santidad que purifica (Hechos 15:9); el Espíritu de luz que esclarece (Efesios 1:17); y el
Espíritu de profecía que testifica (Romanos 1:4).
2. El Señor utilizó el agua como emblema del Espíritu. Habló de un manantial de agua
que salta para vida eterna (Juan 4:14). Aquí hallamos la señal de efectividad y suficiencia
(Juan 4:13, 14). Jesús indicó la abundancia del espíritu como “ríos de agua viva”, es el
agua viva que se halla conectada incluso con la fuente (Juan 7:38-39). La lluvia hace
alusión a las influencias renovadoras y vivificadoras del Espíritu (Deuteronomio 32:2;
Salmos 72:6; Oseas 6:3; Zacarías 10:1). El rocío representa las influencias endulzadoras y
enriquecedoras del Espíritu (Isaías 18:4; Oseas 14:5). Ezequiel expone particularmente el
bautismo con el Espíritu Santo bajo el símbolo del “derramamiento de agua limpia” y de
la impartición del Espíritu (Ezequiel 36:25-27).

312 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

3. El fuego fue uno de los emblemas del Pentecostés. Juan profetizó acerca de Jesús
diciendo: “Él os bautizará con el Espíritu Santo y con fuego” (Mateo 3:11). Sin duda que
la columna de nube y fuego en el Antiguo Testamento era un símbolo profético del
Pentecostés. Ésta es una referencia a la antigua costumbre de los ejércitos de llevar antor-
chas encendidas cuando cruzaban el camino del impresionante terror de los enemigos. En
el día de Pentecostés se posaron lenguas como de fuego sobre cada uno de los discípulos,
indicando con ello que habían de ir como ejército de llamas vivientes. El fuego significa la
influencia purificadora, penetrante y dadora de poder del Espíritu Santo (Malaquías 3:1-2;
Mateo 3:11, 12).
4. La atmósfera es también un emblema del Espíritu Santo. En el día del Pentecostés
hubo un sonido como de un rugiente viento poderoso, que marcó la venida del Espíritu
Santo. Dios sopló vida en el rostro del ser humano en su creación (Génesis 2:7); y Jesús
sopló sobre los discípulos y dijo: “Recibid al Espíritu Santo” (Juan 20:22). Así como la
atmósfera es necesaria para sustentar la vida, así en los credos se denomina al Espíritu
Santo “el Señor y Dador de Vida”. La atmósfera ejerce una presión de aproximadamente
quince libras por pulgada cuadrada, o cerca de 32,000 libras sobre un hombre ordinario.
Así se dice que el Espíritu descendió sobre los discípulos, un término que indica presión
(compárese con Hechos 8:16; 10:44; compárese con Marcos 3:10). El balance de la
presión interior y exterior mantiene un equilibrio apropiado. Sin la presión interna del
Espíritu, las presiones externas de la vida aplastarían a los seres humanos; con la verdadera
fuerza interior del Espíritu, las personas requieren de tareas externas que desafíen sus
esfuerzos. La atmósfera es el medio de comunicación, de ahí que exista la comunión del
Espíritu. La atmósfera revive la tierra al derramar vastos almacenamientos de agua que
retornan en aguaceros refrescantes.
5. El aceite es un símbolo de la unción oficial del Espíritu para el servicio. Los profetas,
sacerdotes y reyes fueron instalados en su oficio mediante una ceremonia de unción con
aceite. La fórmula de la unción con aceite la ofrece Éxodo 30:23-33, y es como sigue: (1)
La mirra de la excelencia del Espíritu; (2) el cinamomo dulce de la gracia del Espíritu; (3)
el dulce cálamo de la palabra del Espíritu; (4) la casia de la justicia del Espíritu; y (5) el
aceite de oliva de la presencia del Espíritu. También estaba el shekel de la palabra del
Espíritu, las medidas exactas para la composición de la fórmula. La unción con aceite no
se podía utilizar para fines profanos, y constituía un acto criminal falsificarla. El aceite
jamás debería colocarse bajo la carne, a menos que la carne hubiera sido tocada previa-
mente con la sangre del sacrificio. Así también el aceite de la presencia del Espíritu debería
seguir a la unción del sacrificio de Jesucristo.
El Antiguo Testamento ofrece muchos otros emblemas del Espíritu tales, como la
espada ardiente en el jardín del Edén, el sello, las arras o prenda y otros de igual naturale-
za. El conocimiento de los emblemas concedidos divinamente en el Antiguo Testamento
añadirá significado y valor a muchos de los pasajes del Nuevo Testamento.




CAPÍTULO 26

LOS ESTADOS
PRELIMINARES
DE LA GRACIA
La expiación acabada de Jesucristo se vuelve efectiva para la salva-
ción de los seres humanos solo cuando el Espíritu Santo la administra a
los creyentes. Lo primero se conoce en la ciencia teológica como la
soteriología objetiva, lo último, como soteriología subjetiva. La obra
que el Espíritu Santo realiza en nosotros es tan necesaria para la
salvación como la obra que Cristo hizo por nosotros. Pero sería mejor
decir que la redención que Cristo realizó por nosotros en la carne se
hace efectiva solo cuando Él obra en nosotros a través del Espíritu. Es
un error ver la obra del Espíritu Santo como una obra que remplaza a la
de Cristo; hemos de verla mejor como una continuación de esa obra en
un plano nuevo y más elevado. Ahora hemos de considerar la naturaleza
de esta obra, y después volveremos nuestra atención a lo que se conoce
en teología generalmente como los beneficios de la expiación. Hemos
de considerarla primero en su forma objetiva como las palabras del
pacto, y luego en su aspecto subjetivo como la gracia interior del pacto.
Nuestros temas de estudio serán entonces: (I) La vocación o llamado; y
(II) la gracia preveniente. Tras esto consideraremos el (III) arrepenti-
miento, (IV) la fe y (V) la conversión.

LA VOCACIÓN DEL EVANGELIO


El Espíritu Santo como agente de Cristo da a conocer su propósito
divino para la salvación del mundo a través de la proclamación que se
conoce en teología comúnmente como vocación o llamado. La palabra
procede del griego klesis, que significa vocación o llamado; de ahí que la
palabra kalein, “llamar”, remita a la idea de la agencia que llama; en

314 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

tanto que la palabra kletos, “los llamados”, remita a la idea de aquellos


que han aceptado la invitación, y que por ello son los elegidos. En este
sentido, la iglesia es la ecclesia, o los llamados. La vocación o llamado se
distingue además como llamado indirecto o universal y llamado directo
o inmediato, igual que la distinción entre revelación general y especial.
Llamado universal o vocatio catholica significa esa influencia secreta que
se ejerce sobre la conciencia de los seres humanos, independientemente
de la Palabra revelada como la hallamos en la Biblia. Ya hemos señalado
que en la dispensación antigua el Espíritu luchó con los seres humanos
(Génesis 6:3); y Pablo afirma más tarde no solo que la ley de Dios fue
escrita en los corazones de los gentiles (Romanos 1:19; 2:15), sino que
Dios jamás ha dejado de dar testimonio en ningún siglo (Hechos
14:17). El llamado directo o inmediato hace referencia al que se hace
mediante la Palabra de Dios revelada a la humanidad. “En el Antiguo
Testamento se limitó a una raza, elegida primero y luego llamada; en el
Nuevo Testamento se hace universalmente el llamado a todos los seres
humanos, que primero son llamados y luego son elegidos: una distin-
ción de gran importancia” (William Burton Pope, Compendium of
Christian Theology, II:338). El llamado de Abraham constituye la
vocación por excelencia del Antiguo Testamento (compárense Amós
3:1-2; Oseas 11:1). Sin embargo, hemos de considerar la elección de
Abraham de parte de Dios tanto en relación al carácter moral como en
su conexión profética con el llamado universal del evangelio. En el
Nuevo Testamento, especialmente después de Pentecostés, el llamado
del evangelio está libre del nacionalismo del periodo anterior, y por
consecuencia se convierte en el medio divino de elección para todos los
pueblos.
Elección y predestinación. La vocación o llamado está íntimamente
vinculada a la predestinación. La predestinación, como hemos visto,
guarda una relación estrecha con la doctrina de la expiación en cuanto a
la extensión de sus beneficios. Los elegidos, ya sea desde la perspectiva
arminiana o calvinista de la gracia, son los llamados o escogidos, pero
los dos sistemas difieren ampliamente en lo que respecta a la manera en
que se da la elección. Quienes defienden la primera perspectiva la
consideran como dependiente de la aceptación personal del llamado
universal, y por lo tanto es condicional; los últimos la consideran como
incondicional y como dependiente de la predestinación, o como
ejercicio de la gracia soberana. Juan Calvino dice: “A la predestinación
la denominamos decreto eterno de Dios, por medio del cual Él ha

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 315

determinado personalmente lo que Él llegaría a ser para cada uno de los


individuos de la humanidad; porque no todos ellos fueron creados con
un destino similar; sino que la vida eterna está predestinada para
algunos y la perdición eterna para otros. Por tanto decimos que cada ser
humano, al ser creado para uno u otro de estos fines, está predestinado
sea para vida o para muerte... por consiguiente, conforme con la clara
doctrina de la Biblia, afirmamos que, por medio de un designio eterno
e inmutable, Dios ha determinado de una vez por todas no solo a
quiénes Él admitiría para salvación, sino también a quiénes Él conde-
naría a la destrucción” (Juan Calvino, Institutes, III, capítulo 21).1 John
Dick señala que “Es aplicable, de acuerdo al significado del término, a
todos los propósitos de Dios que determinan de antemano lo que ha de
suceder; pero se limita usualmente a los propósitos que tienen por
objeto el estado espiritual y eterno del ser humano” (John Dick, Lecture
XXV – “XXV Conference”). De acuerdo a este punto de vista, la
predestinación incluye dos grandes divisiones del propósito divino
hacia el ser humano: la elección y la reprobación. Dick define la
elección en la manera de pensar calvinista como “la elección que Dios
realiza, en el ejercicio de la gracia soberana, de ciertos individuos de la
humanidad para que disfruten de la salvación de Jesucristo”. Esto
implica necesariamente la reprobación incondicional de todos los
demás. La Confesión de Westminster lo establece como sigue: “Dios ha
querido, de acuerdo a su designio inescrutable de su propia voluntad,
según el cual él extendió o retiró la misericordia, para gloria de su poder
soberano, sobre sus criaturas, que el resto de la humanidad sea pasado
por alto, y ordenar para ellos la deshonra y la ira por sus pecados, para
la alabanza de su justicia gloriosa”.
En oposición a esto, el arminianismo sostiene que la predestinación
es el propósito lleno de gracia de Dios para salvar a la humanidad de su
ruina absoluta. No es un acto arbitrario e indiscriminado de Dios
diseñado para asegurar la salvación de muchos y nada más. Incluye
provisionalmente a todos los seres humanos en su propósito, y solo
tiene como condición la fe en Jesucristo. “De tal manera amó Dios al
mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él
cree no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). La elección
difiere de la predestinación en esto: que la elección implica una
decisión, en tanto que la predestinación no. Efesios 1:4, 5, 11-13 dice
de Dios: “según nos escogió en él antes de la fundación del mundo,
para que fuéramos santos y sin mancha delante de él. Por su amor…”.

316 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Esto es elección. Del plan lleno de gracia por medio del cual se ha de
llevar a cabo la predestinación se dice: “nos predestinó para ser
adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de
su voluntad”. De esa manera la predestinación es el plan general y lleno
de gracia de Dios para salvar a los seres humanos, al adoptarlos como
hijos a través de Cristo; la elección pertenece a los escogidos que son
santos y sin mancha delante de Él en amor. La prueba de la elección no
se halla en los designios secretos de Dios, sino en los frutos visibles de la
santidad. La elección es el fundamento de la iglesia, y la predestinación
es la base de la providencia. La iglesia es no solo predestinada sino
elegida: lo primero hace referencia al plan de redención como se
manifiesta en el llamado universal; lo último hace referencia a los
elegidos o escogidos que se han rodeado de las ofertas de misericordia.
Los elegidos son escogidos no por decreto absoluto2 sino por la
aceptación de las condiciones del llamado. Y como el carácter de los
elegidos está compuesto de santidad y de la condición de ser sin
mancha delante de Él en amor, así la elección por esos medios justifica
y santifica a los seres humanos. De ahí que nuestro Señor diga: “Yo os
elegí del mundo” (Juan 15:19). Pablo lo explica diciendo: “que Dios os
haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santifica-
ción por el Espíritu y la fe en la verdad” (2 Tesalonicenses 2:13). La
enseñanza de Pedro va en la misma dirección: “elegidos según el previo
conocimiento de Dios Padre en santificación del Espíritu, para
obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2).3
La teología arminiana ha considerado el tema de la elección bajo los
siguientes tres aspectos: (1) La elección de individuos para realizar
algún servicio particular. De esa manera Moisés fue escogido para sacar
a Israel de Egipto y Aarón para ser el sacerdote del santuario. Ciro fue
elegido para ayudar en la reedificación del templo, Cristo escogió a
doce como apóstoles, y Pablo fue escogido como apóstol de los gentiles.
Estos oficios estaban destinados para asistir a los demás, no para
excluirlos de la gracia salvífica. (2) La elección de naciones y otros
grupos de seres humanos para privilegios religiosos especiales. Así Israel
fue escogido como el primer representante de la iglesia visible en la
tierra. A esto hace referencia Pablo en Efesios 1:11-13. Las palabras
“nosotros los que primeramente esperábamos en Cristo” hacen
referencia al Israel creyente; mientras que las palabras del verso
siguiente, “En él también vosotros… habiendo creído en él”, hace
referencia a la extensión de los privilegios judíos a los gentiles. El

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 317

llamado y la elección de la iglesia cristiana, por tanto, no fue la elección


de otra nación que ocupara el puesto de los judíos, sino la elección de
creyentes de todas las naciones, dondequiera se predicara el evangelio.
De esa manera la iglesia cristiana supera los estrechos límites del
nacionalismo y extiende el llamado a todas las naciones, lenguas y
pueblos. (3) La elección de individuos particulares para ser hijos de
Dios y herederos de la vida eterna, lo que el arminianismo considera
siempre como condicional a la fe en Cristo, y que incluye a todos los
que creen. Y aquí somos conducidos a considerar la elección como un
factor en los inicios de la salvación.
Los inicios de la salvación. El primer paso hacia la salvación en la
experiencia del alma se inicia con la vocación o el llamado lleno de
gracia de Dios que es no solo directo a través del Espíritu, sino también
inmediato mediante la Palabra. A esto le sigue el despertamiento y la
convicción. En el sentido más estrecho del término, a veces se utiliza
también en esta conexión la palabra conversión.
La vocación o llamado es la oferta de salvación de parte de Dios a
todas las personas a través de Cristo. Éste es el bondadoso principio de
la salvación. El llamado es universal e incluye tres cosas: la proclama-
ción, las condiciones sobre las que se ofrece la salvación, y el mandato a
someterse a la autoridad de Cristo. Por ello Pedro al hablar de la
crucifixión y exaltación de Cristo dice: “Nosotros somos testigos suyos
de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los
que lo obedecen” (Hechos 5:32, comparado con 13:38-40). Aquí
tenemos el testimonio, los términos o las condiciones de la salvación, y
el mandato a la sumisión. El agente del llamado es el Espíritu Santo, y
la Palabra es el instrumento de sus operaciones. Sin embargo, la Palabra
no se limita a la letra, sino que incluye también al Espíritu de verdad.
Aunque la Biblia constituye la revelación autorizada de Dios y el
instrumento que el Espíritu utiliza ordinariamente, ella en sí misma
parece indicar que hay una verdad sustancial de la cual la Palabra
misma no es sino el vehículo. Esto lo indica Pablo en su referencia a la
profecía de Isaías 65:1. El Apóstol dice: “Pero yo pregunto: ¿Acaso no
han oído? Antes, bien, ‘Por toda la tierra ha salido la voz de ellos y hasta
los fines de la tierra sus palabras’. … E Isaías dice resueltamente: ‘Fui
hallado por los que no me buscaban; me manifesté a los que no
preguntaban por mí’” (Romanos 10:18, 20). Esto parece indicar que la
Palabra de Dios se ha expresado en cierto sentido universalmente, aun
cuando no se haya registrado en un lenguaje escrito.

318 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

El despertamiento es un término que se utiliza en teología para


denotar la operación del Espíritu Santo por cuyo medio las mentes de
las personas son despertadas a una consciencia de su estado perdido.4
En este despertamiento, el Espíritu no solo obra a través del medio de
la verdad objetiva, sino por medio de una influencia directa en las
mentes y corazones de las personas. En esta conexión tenemos que
mencionar dos errores. El primero niega la personalidad del Espíritu
Santo y sostiene que la verdad es efectiva en sí y por sí misma. Esto
reduce el poder de la Palabra a la mera influencia de la letra. El segundo
no niega la personalidad del Espíritu Santo, pero sostiene que desde el
Pentecostés, su operación se limita a una influencia mediata e indirecta
a través de la Palabra. En este sentido, la influencia de una vida santa
sigue después de que la persona santa muera. Por ello Wesley y
Fletcher, Lutero y Melanchthon todavía están ejerciendo influencia a
través de sus escritos, aunque ellos desde hace tiempo han muerto. La
falla que hallamos aquí consiste en distinguir entre un medio como
instrumental y pasivo por un lado, o como eficiente y activo por el
otro. Un oficial puede utilizar su propia espada para destruir a un
enemigo, o puede ordenar a una compañía de soldados a la batalla. En
el primer caso, el oficial es agente único y su espada el instrumento
pasivo; en el segundo, él solo es el agente indirecto. Así también el
Apóstol habla de la Palabra como la espada del Espíritu, en cuyo
sentido el Espíritu es el único agente de operación, y la Palabra, su
instrumento. Por tanto, quienes sostienen que la influencia del Espíritu
se limita solamente al poder mediato de la Palabra, con ello rechazan su
influencia espiritual directa sobre los corazones de las personas. Existe
una tercera teoría, que según nuestra opinión expresa la verdadera
doctrina de la Biblia. Ésta admite la influencia indirecta del Espíritu a
través de la Palabra, pero sostiene que, además, existe una influencia
inmediata o directa sobre los corazones de las personas, que no solo
acompaña a la Palabra, sino también a la providencia y a los varios
medios de gracia. Para apoyar esto, podemos hacer referencia a los
siguientes pasajes del Antiguo Testamento: “Como aguas que se
reparten es el corazón del rey en la mano de Jehová: él lo inclina hacia
todo lo que quiere” (Proverbios 21:1); “Abre mis ojos y miraré las
maravillas de tu Ley” (Salmos 119:18); “¡Crea en mí, Dios, un corazón
limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!” (Salmos 51:10). En
el Nuevo Testamento hallamos los siguientes pasajes: “Entonces les
abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras” (Lucas

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 319

24:45); de nuevo: “El Señor le abrió el corazón para que estuviera


atenta a lo que Pablo decía” (Hechos 16:14). Estos textos declaran de
manera distintiva que la comprensión y el corazón fueron abiertos por
el Señor y no por la Biblia. Entonces, aquí tenemos una influencia
directa ejercida, primero, en el despertamiento al conocimiento de la
verdad; y segundo, en la atención a lo que se estaba hablando.
La convicción es la operación del Espíritu que produce dentro de las
personas un sentimiento de culpa y condenación debido al pecado. A la
idea del despertamiento se le añade la de la culpa personal. Se establece
específicamente que la convicción es una de las funciones del Espíritu
durante la dispensación pentecostal. “Y cuando él venga, convencerá al
mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8). La convicción
triple que se menciona aquí se ha discutido anteriormente en conexión
con las funciones del Espíritu Santo. Sin embargo, es necesario hacer
énfasis adicional en dos cosas. (1) La palabra “convencer” como se
utiliza aquí, indica una demostración moral y no solo un convenci-
miento del intelecto. Implica relaciones personales con Cristo; de ahí
que se aplique a la conciencia al igual que a la razón. (2) Esta convic-
ción es de esperanza y no de desesperación. El Espíritu no solo revela la
pecaminosidad de los corazones humanos, sino la plenitud y la libertad
de la salvación a través de Cristo. Su intención no solo consiste en sacar
a las personas del pecado, sino en conducirlas a una fe viva en Cristo.
La convicción del Espíritu, por tanto, es de esperanza para todos los
que verdaderamente se arrepienten de sus pecados y creen en el Señor
Jesucristo.
El llamado eficaz y la contingencia.5 A quienes escuchan la proclama-
ción y aceptan el llamado se les conoce en la Biblia como los elegidos.
Pablo habla de los “llamados a ser de Jesucristo” (Romanos 1:6); y
Pedro establece que la naturaleza de la elección es “según el previo
conocimiento de Dios Padre en santificación del Espíritu, para
obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2). En el
Antiguo Testamento el llamado fue principalmente el de una nación o
pueblo a una misión específica. El llamado a individuos estaba subor-
dinado, aunque hemos de creer que aun así la cuestión del carácter era
importante. En el Nuevo Testamento el llamado del evangelio es
principalmente individual, el nacional o racial es subordinado. El
evangelio está consignado a la iglesia como una totalidad, pero
especialmente a los ministros apartados para su proclamación. La
palabra evangelion significa un anuncio gozoso de las nuevas de Dios, y

320 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

la palabra evangelizein hace referencia a la predicación de las buenas


nuevas. En este sentido el evangelio ha llegado a significar la idea
central de la misión y obra del Redentor.
El llamado eficaz, como se utiliza el término en la teología calvinista,
denota una gracia interior o un poder apremiante, por cuyo medio la
mente es conducida a aceptar la invitación del evangelio y cede a la
solicitud del Espíritu. Usualmente se hace una marcada distinción entre
el llamado externo al cual se le considera universal y el “llamado eficaz”
que pertenece solo a los elegidos. Ya que el elegido en este uso del
término indica solo quienes por el decreto de Dios son predestinados
para la salvación, es solo a ellos que se les concede la gracia, retirándo-
sele de quienes no son predestinados de esa manera. Éste es uno de los
puntos esenciales de la controversia entre el calvinismo y el arminia-
nismo. No hemos de creer que Dios haga un llamado universal a todas
las personas y luego secretamente retire el poder para creer o aceptar el
llamado de todos aquellos a quienes no haya escogido especialmente
para salvación. La intención divina es que todos los seres humanos se
beneficien personalmente de sus privilegios comprados con sangre en
Cristo Jesús. El llamado no es ficticio, sino genuino. No solo es una
oferta externa de salvación, sino que se ve acompañada por una gracia
interna del Espíritu suficiente para su aceptación.
El elemento de contingencia también entra en juego en el asunto de
la vocación o llamado. El llamado se puede resistir; y aun después de
aceptarse, se puede renunciar a su obediencia. El término reprobación
se utiliza de esa manera, pero jamás en el sentido de un mandato o
decreto arbitrario. Los reprobados, adokimoi, son aquellos que no
retienen el conocimiento de Dios, o que finalmente se resisten a la
verdad. “¿O no os conocéis a vosotros mismos? ¿No sabéis que
Jesucristo está en vosotros? ¡A menos que estéis reprobados!” (2
Corintios 13:5). La palabra hace referencia principalmente a fallar en la
prueba. Debido a que muchos de los problemas vitales vinculados con
este tema aparecerán también en nuestra discusión de la “gracia
preveniente”, se pueden reservar apropiadamente para una considera-
ción posterior.

GRACIA PREVENIENTE
Antes de retomar la discusión sobre la gracia preveniente, sería
bueno llamar la atención al hecho de que la gracia de Dios en sí misma
es infinita, y por lo mismo no se puede limitar a su obra redentora,

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 321

aunque ésta sea inmensurablemente grande. (1) La gracia6 es una


realidad eterna en las relaciones internas de la Trinidad. (2) Existía en
forma de amor sacrificial antes de la fundación del mundo. (3)
Extendió el orden y la belleza a los procesos y productos de la creación.
(4) Trazó el plan para la restauración del ser humano pecador. (5) Se
manifiesta específicamente a través de la religión revelada como
contenido de la teología cristiana; y (6) Llegará a consumarse en la
regeneración de todas las cosas, como lo testificó el Señor. La santidad
absoluta del Creador determina la naturaleza de la gracia divina. Sus
leyes siempre operan bajo este estándar. Una vez que se logra com-
prender y se mantiene esta concepción de lo infinito de la gracia divina
y de los actos regios y judiciales de Dios en la justificación y adopción,
jamás se podrán cuestionar.
La gracia preveniente, como lo indica el término, es la gracia que “va
antes” o prepara el alma para entrar en el estado inicial de salvación. Es
la gracia preparatoria que el Espíritu Santo ejerce hacia el ser humano
indefenso en el pecado. En lo que respecta a la culpa, se puede consi-
derar como misericordia; en relación a la impotencia, es el poder que
capacita. Por tanto, se puede definir como la manifestación de la
influencia divina que precede a toda la vida regenerada. El tema está
rodeado de dificultades peculiares y lo estudiaremos cuidadosamente.
Consideraremos (1) La aproximación histórica al tema y (2) la natura-
leza de la gracia preveniente. Después de esto analizaremos el tema de
manera más cuidadosa al considerar (3) La gracia preveniente y la
agencia humana.
Aproximación histórica al tema. La idea de la gracia o cáris es funda-
mental tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento. En el
Antiguo Testamento hallamos textos tales como “No contenderá mi
espíritu con el hombre para siempre” (Génesis 6:3), y “No con ejército,
ni con fuerza, sino con mi espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos”
(Zacarías 4:6). En el Nuevo Testamento abundan los textos que hablan
del tema. Nuestro Señor dice: “Nadie puede venir a mí, si el Padre, que
me envió, no lo atrae” (Juan 6:44), y luego: “porque separados de mí
nada podéis hacer” (Juan 15:5). Pablo utiliza el término frecuentemen-
te, por ejemplo cuando dice: “Cristo, cuando aún éramos débiles
(aszenon, indefensos) a su tiempo murió por los impíos (asebén, sin
Dios)” (Romanos 5:6). “Pero Dios muestra su amor para con nosotros,
en que siendo aún pecadores (amartolón, transgresores), Cristo murió
por nosotros” (Romanos 5:8). “Porque, si siendo enemigos (ecthroi,

322 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

bajo ira), fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo,


mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida”
(Romanos 5:10). “Y ni mi palabra ni mi predicación fueron con
palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del
Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría
de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Corintios 2:4-5). “No que
estemos capacitados para hacer algo por nosotros mismos... nuestra
capacidad proviene de Dios” (2 Corintios 3:5). “Él os dio vida a
vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados”
(Efesios 2:1). “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto
no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8). “Porque Dios es el
que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena
voluntad” (Filipenses 2:13). “Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros
en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en
plena certidumbre” (1 Tesalonicenses 1:5). “De que Dios os haya
escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por
el Espíritu y la fe en la verdad” (2 Tesalonicenses 2:13, compárese con
1 Pedro 1:2). “La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a
toda la humanidad, y nos enseña que, renunciando a la impiedad y a
los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamen-
te” (Tito 2:11, 12). Éstas solo son unas pocas de las muchas referencias
que se pueden citar en la presentación de la verdad fundamental de la
salvación a través de la gracia.
1. Durante el tiempo de los primeros padres, al parecer jamás se
cuestionó la doctrina de la gracia preveniente, excepto de parte de los
gnósticos y maniqueos. Justino (cerca del 165) dice: “A fin de que
podemos seguir aquellas cosas que le agradan... Él no solo persuade,
sino que conduce a la fe”. Tertuliano (cerca del 220) escribe que “la
grandeza de algunas cosas buenas es insuperable, para que solo la
grandeza de la inspiración divina sea eficaz para lograrlas y practicarlas”.
Clemente de Alejandría (alrededor del 220) ofrece el mismo testimo-
nio. Dice: “No es sin la gracia eminente que el alma se remonta en
vuelo, haciendo a un lado lo que es pesado... Tampoco Dios es
involuntariamente bueno, así como el fuego es caliente; sino que en Él
la impartición del bien es voluntaria, incluso cuando Él recibe primero
la petición. Tampoco será salvo quien es salvo en contra de su volun-
tad... Dios ministra la salvación a quienes cooperan para lograr el
conocimiento y la buena conducta”. Orígenes (alrededor del 254)
declara que “nuestra perfección no resulta sin que nosotros hagamos

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 323

nada; con todo no es completamente por nosotros mismos, sino que


Dios produce la mayor parte de ella”. Así también Cipriano (cerca del
258) escribe: “Si, al depender de Dios con todas tus fuerzas y con todo
tu corazón, solo eres lo que has comenzado a ser, se te concede el poder
para hacerlo en proporción al incremento de la gracia espiritual”.
Podemos decir entonces que en un sentido amplio, los primeros padres
consideraron la doctrina de la gracia preveniente. Sin embargo, la
interpretación laxa de los padres griegos condujo al pelagianismo;
mientras que en el occidente el énfasis extremo en elemento divino
resultó en el agustinianismo. De esa manera surgió la gran controversia
entre los dos tipos de teología: el oriente representado por el pelagia-
nismo y el occidente, por el agustinianismo.
2. El pelagianismo constituyó una desviación radical de la fe orto-
doxa. Antes del siglo quinto, Pelagio, un monje británico de elevado
rango, y Celestio su amigo, viajaron a Roma donde se opusieron con
cierto entusiasmo a las doctrinas comúnmente aceptadas del pecado
original y de la gracia preveniente. Negaban el pecado original y
consideraban la gracia preveniente como la capacidad innata no
destruida del alma para el bien. Esa santidad natural de la mente solo
necesitaba la ayuda de la instrucción para lograr la santidad. La gracia
del Espíritu Santo, por tanto, no era absoluta sino solo relativamente
necesaria para la salvación. Que esta doctrina era nueva, no requiere de
ninguna otra prueba que la impresión que logró en la mente de la gran
mayoría de los teólogos eruditos de ese tiempo. Jerónimo atribuye las
nuevas opiniones a Rufino, que según él las tomó prestadas de Oríge-
nes. Isidoro, Crisóstomo y Agustín se opusieron fuertemente a las
nuevas doctrinas y más tarde aseguraron su condena en el Sínodo de
Cartago en el año 412 d.C.
3. El agustinianismo representa el extremo opuesto del pensamiento.
En vez de negar el pecado original como lo hizo Pelagio, Agustín lo
convirtió en el fundamento de todo su sistema teológico. La caída había
privado a la humanidad de toda capacidad para el bien, la salvación
debería ser solo por gracia, sin añadir en nada la cooperación humana.
Defendía la libertad de la libertad, pero solo en el sentido de la libertad
para el mal. Por tanto, la gracia opera directamente en la voluntad. Ello
requería la creencia en un decreto divino que determinara el número
exacto de quienes habrían de ser salvos. A éstos, como elegidos, se les
aplicaba la gracia, que incluía la gracia irresistible para el inicio de la
vida cristiana, y la gracia preservadora para su final. Por tanto, Agustín

324 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

fue el primero en establecer el principio de que “la predestinación es la


preparación de la gracia; la gracia, es la concesión misma”. De estas
perspectivas de la necesidad de la gracia divina surgió gradualmente una
teoría de predestinación. Al inicio ésta no era considerada incondicio-
nal, sino que se hacía depender de la creencia en la presciencia de Dios.
Por ello Justino dice: “Si la Palabra de Dios predice que algunos ángeles
y personas ciertamente sean castigados, lo hace así debido a que conoce
con anticipación que ellos serán malvados incorregibles”. Así también
Ireneo dice: “Dios, al conocer anticipadamente el número de quienes
no creerían, puesto que conoce anticipadamente todas las cosas, los
abandonó a la incredulidad”. No obstante, con Agustín el sistema de
los decretos divinos asumió la forma de fatalismo. Él pasó aparente-
mente por alto el hecho de que el primer beneficio de la expiación fue
coextensivo con la ruina del ser humano, y que la gracia universal
mitigó la depravación y preservó la libertad de la voluntad. Agustín no
fue capaz de desarrollar lógicamente su esquema de la predestinación
por no tener una solución para la dificultad que traía el que la gracia
electiva estuviera ligada a un sistema sacramental de ordenanzas
externas. Casi cien años más tarde, Juan Calvino (1509-1564), una
persona de extraordinaria habilidad y entereza de carácter, sistematizó
las doctrinas de Agustín, sin el impedimento del sacramentalismo de la
iglesia que había restringido así el pensamiento de su gran predecesor.
Su doctrina de la predestinación, que revivió de Agustín, la desarrolló
en oposición a los puntos de vista laxos del pecado y de la gracia que
sostenía la iglesia católica romana. En este punto se le unieron otros
reformadores (Lutero, Melanchthon y Zuinglio), pero en sus posturas
supralapsarianistas él se mantuvo solo.7
4. Los arminianos constituyen una posición intermedia entre el
pelagianismo y el agustinianismo. Los arminianos o “remonstrantes”
protestaron contra las doctrinas de Agustín sistematizadas por Calvino.
Se oponían especialmente a la predestinación rígida del sistema. Jacobo
Arminio (1560-1609), quien era profesor de teología de la Universidad
de Leiden, fue atacado abiertamente por su oponente estrictamente
calvinista, Francis Gomarus (1563-1641), y de esto siguió una prolon-
gada y amarga discusión. Jacobo Arminio murió en 1619, pero Simón
Episcopio (1583-1643), un dogmatista de gran reputación, continuó la
controversia que defendió su posición. Bajo el liderazgo de Episcopio,
los arminianos formularon una declaración conocida como “los Cinco
Puntos de Remonstrancia” que fue presentada ante los Estados

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 325

Alemanes en 1610. A esto se debió que se les conociera como los


remonstrantes. Se sostuvo una conferencia para resolver la disputa, pero
terminó sin resultados definitivos. Se convocó un sínodo entre los años
1618 y 1619 conocido como el Sínodo de Dort,8 que se reunió el 13 de
noviembre de 1618 y se prolongó hasta el 9 de mayo de 1619, con un
total de ciento cincuenta y cuatro sesiones. Ante este sínodo los
remonstrantes comparecieron en las personas de trece diputados,
encabezados por Episcopio. Todo aparentaba que su causa estaba
perdida. El sínodo redactó noventa y tres cánones, combatió los
principales dogmas y desarrolló más completamente el sistema calvi-
nista. Los cánones de Dort, por tanto, constituyen una porción
importante de los símbolos calvinistas.9
La naturaleza de la gracia preveniente. Es tiempo de considerar la
doctrina de la gracia preveniente como la desarrollaron los primeros
arminianos, y en su forma distintiva y final dentro del wesleyanismo.
La declaración original la hallamos en el cuarto artículo de los Cinco
Puntos de los Remonstrantes, y es como sigue: “Que esta gracia o
energía divinas del Espíritu Santo, que sana los desórdenes de la
naturaleza corrupta, inicia, desarrolla y lleva a la perfección todo lo que
se puede llamar bueno en el ser humano; y que, por consecuencia,
todas las buenas obras, sin excepción, se han de atribuir solo a Dios y a
la operación de su gracia; no obstante, esta gracia no obliga al ser
humano a actuar en contra de su inclinación, antes, el pecador
impenitente la puede resistir y hacerla ineficaz por medio de su
voluntad perversa”. Richard Watson, en su libro, Theological Institutes,
analiza y plantea en forma de proposiciones este artículo como sigue:
1. Todo lo que se puede conocer como bueno en el ser humano,
antes de la regeneración, ha de atribuirse a la obra del Espíritu de Dios.
El ser humano personalmente es completamente depravado y no es
capaz ni de pensar ni de hacer algo bueno, como se muestra en el
artículo anterior.
2. Que el estado de la naturaleza en la que se halla el ser humano
antes de la regeneración, en cierto sentido es un estado de gracia: gracia
preliminar o preveniente.
3. Que en el periodo preliminar existe una continuidad en la gracia:
el Espíritu Santo inicia, desarrolla y perfecciona todo lo que se puede
llamar bueno en el ser humano. El Espíritu de Dios conduce al pecador
paso a paso, en proporción a como Él halle respuesta en el corazón del
pecador y una disposición a la obediencia.

326 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

4. Que el ser humano coopera con el Espíritu divino, trabajando el


Espíritu Santo con la voluntad libre del ser humano, despertándolo,
ayudándolo y dirigiéndolo a fin de asegurar la sumisión a las condicio-
nes del pacto por cuyo medio el ser humano puede ser salvo.
5. Que Dios concede la gracia a todos los seres humanos para lle-
varlos a la salvación a través de Jesucristo, pero que el ser humano por
su libre voluntad puede resistir esta gracia y hacerla ineficaz.
A la luz de este análisis parece que los puntos esenciales del sistema
arminiano de la gracia son los siguientes: (1) la incapacidad del ser
humano como completamente depravado; (2) el estado de la naturaleza
es en cierto sentido un estado de gracia por medio del beneficio
incondicional de la expiación; (3) la continuidad de la gracia que
excluye la distinción calvinista entre la gracia común y la eficaz; (4) el
sinergismo o la cooperación entre la gracia y la libre voluntad; y (5) el
poder del ser humano para resistir finalmente la gracia de Dios que se le
ha concedido libremente. Ahora hemos de dar a estos puntos una
atención más específica.
La Biblia en todas partes da por sentado la impotencia e incapacidad
del ser humano. Por tanto, el asunto de la depravación10 total, o la
pérdida de la imagen moral de Dios, no establece la línea divisoria entre el
arminianismo y calvinismo. En esto están de acuerdo, con la excepción de
que el calvinismo atribuye a la depravación la idea de culpa, lo cual
rechazan tanto el wesleyanismo como el arminianismo. El siguiente
párrafo del libro, Theological Institutes, por Richard Watson, lo corrobora.
“El calvinismo sostiene que el pecado de Adán introdujo en la naturaleza
una impotencia y depravación radicales tales que es imposible que sus
descendientes hagan algún esfuerzo voluntario (por sí mismos) hacia la
piedad y la virtud, o de alguna manera puedan corregir y mejorar su
carácter moral y religioso; y que la fe y todas las gracias cristianas son
comunicadas por la operación exclusiva e irresistible del Espíritu de Dios,
sin ningún esfuerzo o concurrencia de parte de los seres humanos”
(Richard Watson, Theological Institutes, II:48). Cuando Watson comenta
este párrafo dice: “La última parte de esta declaración nos da la peculiari-
dad calvinista; la primera parte no es exclusiva de ellos”. En cuanto al
estado natural del ser humano, Arminio, en su estilo contundente, dice
que “el ser humano se ve a tal punto totalmente abrumado como por un
diluvio que ninguna parte en él está libre del pecado y, por ello, cualquier
cosa que proceda de él se cuenta como pecado”. El verdadero arminiano,
al igual que el completamente calvinista, admite la depravación de la

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 327

naturaleza humana, y por eso magnifica la gracia de Dios en la salvación.


De hecho, aquel es capaz de desarrollar su sistema de gracia con mayor
consistencia que el calvinista mismo. Porque este último, a fin de dar
cuenta de ciertas disposiciones buenas y ocasionales inclinaciones
religiosas en aquellos que nunca dan evidencia de una presente conver-
sión, está obligado a adjudicarlas a la naturaleza o “gracia común”,
mientras que el primero se las adjudica solo a la gracia.
De acuerdo a la teología arminiana, el estado natural es en cierto
sentido un estado de gracia. Por ello Juan Wesley dice: “Si aceptamos
que todas las almas de las personas están muertas por naturaleza en sus
pecados, esto no excusa a nadie, ya que vemos que no existe nadie que
se halle en un mero estado natural; no hay nadie, a menos que haya
apagado al Espíritu, que se halle completamente desprovisto de la
gracia de Dios. Ninguna persona viva se halla completamente destitui-
da de lo que se conoce vulgarmente como conciencia natural. Pero esto
no es natural: se le debe denominar más correctamente la gracia
preveniente. Cada persona la tiene en menor o mayor medida, sin que
espere el llamado del ser humano” (Juan Wesley, Sermon: Working Out
Our Own Salvation).
El arminianismo11 cree en la continuidad de la gracia. Juan Wesley
pone énfasis especial en este punto. En su sermón sobre “El camino
bíblico de la salvación” dice: “La salvación de la que se podría estar
hablando aquí entendemos que es la obra completa de Dios, desde los
primeros inicios de la gracia en el alma hasta que se consuma en la
gloria. Si tomamos esto en su amplitud más elevada incluirá todo lo
que se forja en el alma por lo que se conoce frecuentemente como
conciencia natural, pero que debe ser gracia preveniente; toda la
atracción del Padre; los deseos de Dios, que si cedemos a ellos, se
incrementan más y más; todo ello es luz, con la cual el Hijo de Dios
‘alumbra a todo hombre’; todas las convicciones que obra su Espíritu,
vez tras vez, en cada ser humano; aunque es verdad que la generalidad
de los seres humanos las ahogan tan pronto como pueden, y después de
un tiempo olvidan, o al menos niegan, que siquiera las han tenido en
alguna ocasión”.
El sinergismo o la cooperación entre la gracia divina y la voluntad
humana es otra de las verdades básicas del sistema arminiano. La Biblia
presenta al Espíritu obrando a través y con la cooperación del ser
humano. Sin embargo, a la gracia divina siempre se le da preeminencia,
y esto obedece a dos razones: (1) La capacidad para la vida religiosa se

328 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

halla en la profundidad de la naturaleza y constitución del ser humano.


La así llamada “conciencia natural” se debe a la influencia universal del
Espíritu. Es la gracia preliminar en las mismas raíces de la naturaleza del
ser humano, a la que él se puede rendir o a la que él puede resistir. El
hecho de que el ser humano desde la caída sea un agente moral libre, es
tanto efecto de la gracia como necesidad de su naturaleza moral. (2) La
influencia del Espíritu en unión con la Palabra llaman de manera
irresistibles la atención del ser humano natural. Él puede resistirla, pero
no puede escapar de ella. Esta gracia se mueve a la voluntad a través de
los afectos de la esperanza y el temor, y al alcanzar los lugares más
profundos de su naturaleza, la dispone para que se someta a las
demandas de la Palabra, ya sea que se le presente directa o indirecta-
mente. Pero esta gracia divina siempre trabaja con el ser humano de
manera que no interfiera con la libertad de su voluntad. “El ser
humano”, dice William Burton Pope, “se determina a sí mismo a la
salvación a través de la gracia divina; jamás es tan libre como cuando es
gobernado por la gracia”.
Finalmente, el arminianismo sostiene que la salvación es completa-
mente por gracia, ya que la gracia divina inicia cada movimiento del
alma hacia Dios; pero también reconoce en un verdadero sentido la
cooperación de la voluntad humana debido a que, en última instancia,
ésta permanece con el agente libre respecto a si acepta o rechaza la
gracia que se le ofrece.12
Gracia preveniente y participación humana. La relación entre la libre
gracia y la participación humana demanda un mejor análisis. Esta
relación se puede resumir brevemente en las siguientes proposiciones:
(1) La gracia preveniente ejerce su acción en el ser humano natural, o
en el ser humano en su condición subsecuente a la caída. Esta gracia se
ejerce en todo su ser, y en cualquier elemento o capacidad particular de
su ser. El pelagianismo considera que la gracia solo actúa sobre el
entendimiento, en tanto que el agustinianismo adopta la posición
contraria al suponer que la gracia determina la voluntad a través del
llamado eficaz. El arminianismo defiende una postura psicológica más
correcta. Insiste en que la gracia no opera solamente sobre el intelecto,
los sentimientos o la voluntad, sino sobre la persona o ser central que se
halla en la base y detrás de todos los afectos y atributos. Con ello
preserva la creencia en la unidad de la personalidad. (2) La gracia
preveniente se ocupa del ser humano como un agente libre y responsa-
ble. La caída no destruyó la imagen natural de Dios en el ser humano,

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 329

tampoco destruyó ninguna de las capacidades de su ser. No destruyó la


capacidad de pensamiento que pertenece al intelecto ni el poder del
afecto que pertenece a los sentimientos. Asimismo, tampoco destruyó el
poder de volición que pertenece a la voluntad. (3) La gracia preveniente
se ocupa, además, de la persona como un esclavo del pecado. No solo
está depravado el corazón natural, sino que hay que añadir a esto la
depravación adquirida que corresponde a la transgresión actual. Esta
esclavitud no es absoluta, porque el alma está consciente de su cautive-
rio y se revela contra él. Sin embargo, existe una propensión pecami-
nosa, comúnmente conocida como “inclinación a pecar”, que determi-
na la conducta al influir la voluntad. De esa manera, la gracia es
necesaria, no para restaurarle a la voluntad su poder de volición, ni el
pensamiento y el sentimiento al intelecto y a la sensibilidad, ya que
éstos jamás se perdieron, sino para despertar el alma a la verdad sobre la
que se apoya la religión, y para mover los afectos al reclutar el corazón
al lado de la verdad. (4) La cooperación continua de la voluntad del ser
humano con la gracia originadora del Espíritu hace que la gracia
preveniente se fusione directamente con la gracia salvífica, sin necesidad
de ninguna distinción arbitraria entre “gracia común” y “gracia eficaz”
como en el sistema calvinista.13 Debido a su insistencia en la coopera-
ción de la voluntad humana, los arminianos han sido acusados de
pelagianos, como también por el hecho de insistir en el mérito humano
en lugar de la gracia divina en la salvación. Pero los arminianos siempre
han sostenido que la gracia es preeminente, y que el poder mediante el
cual el ser humano acepta la gracia otorgada de Dios procede de Dios
(E. J. Banks); y “el poder por el cual el ser humano coopera con la
gracia es la gracia misma” (William Burton Pope). En oposición al
agustinianismo, que sostiene que el ser humano no tiene poder para
cooperar con Dios hasta después de la regeneración, los arminianos
sostienen que a través de la gracia preveniente del Espíritu, incondicio-
nalmente otorgada a todos los seres humanos, el poder y la responsabi-
lidad de la agencia (participación) libre existe desde el mismo principio
de la vida moral.

EL ARREPENTIMIENTO
La doctrina del arrepentimiento es fundamental en el sistema cris-
tiano, y debe ser estudiada cuidadosamente a la luz de la Palabra de
Dios. Cristo dijo de sí mismo: “porque no he venido a llamar a justos,
sino a pecadores al arrepentimiento” (Mateo 9:13). Tanto Juan el

330 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Bautista como Jesús predicaron el arrepentimiento como la condición


básica para entrar al reino de Dios (Mateo 3:2, 8; 4:17). Dios procura
conducir a las personas al arrepentimiento no solo por medio de sus
amonestaciones (Romanos 2:4; 2 Tesalonicenses 2:25; Apocalipsis 2:5,
16) sino mediante sus juicios (Apocalipsis 9:20-21; 16:9). Sin embargo,
como condiciones de la salvación, el arrepentimiento a Dios y la fe en
nuestro Señor Jesucristo están siempre unidos. Ambos proceden de la
gracia preveniente, pero difieren en esto: que la fe que salva es el
instrumento al igual que la condición para la salvación, y como tal,
necesariamente debe fluir de la gracia y seguir al arrepentimiento. Por
esta razón frecuentemente se ha establecido que la fe es la única
condición para la salvación, y el arrepentimiento, la condición de la fe.
De aquí que Juan Wesley diga que “El arrepentimiento y sus frutos solo
remotamente son necesarios; necesarios para la fe; mientras que la fe es
necesaria directa y necesariamente para la justificación. Se sigue que la
fe es la única condición que es necesaria de manera inmediata y
próxima para la justificación” (Wesley, Sermon xliii). Ambos constitu-
yen propiamente una introducción al estado de la salvación, pero la fe
salvífica es el único punto de transición por el cual la convicción pasa a
la salvación.
El sustantivo griego metánoia, que se traduce al español como arre-
pentimiento, propiamente “denota el recuerdo del alma de sus propias
acciones, de tal manera que ello produzca tristeza al hacer la revisión, e
incluye toda la alteración respecto a las perspectivas, disposición y
conducta que se ven afectadas por el poder del evangelio”. La palabra
metamélomai también se traduce arrepentirse, como en el caso de Mateo
27:3; 2 Corintios 7:8; y Hebreos 7:21. La distinción entre las dos
formas verbales de metamélomai y metánoia es ésta: la primera hace
referencia más apropiadamente a la contrición y significa un cambio
triste de la mente; en tanto que la última conlleva la idea de una tristeza
que conduce al abandono y a apartarse del pecado. Macknight dice que
“la palabra metánoia denota propiamente un cambio tal de la opinión
de uno respecto a ciertas acciones que uno ha hecho, que produce un
cambio en la conducta para lo mejor. Pero la palabra metamélomai
implica la pena que siente uno por lo que ha hecho, aunque no le siga
la alteración de la conducta”. En la Vulgata, la palabra metánoia se
traduce como “hacer penitencia”. Cuando Lutero descubrió que
arrepentimiento significaba un cambio de mente en lugar de “hacer


LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 331

penitencia”, cambió su punto de vista sobre la religión, y constituyó


uno de los principales factores para iniciar la Reforma.
Definiciones de arrepentimiento.14 Podemos anotar las siguientes
definiciones entre muchas: Juan Wesley dice: “Yo defino el arrepenti-
miento como convicción de pecado, que produce verdaderos deseos y
resoluciones sinceras de enmienda”. De acuerdo a Richard Watson: “El
arrepentimiento evangélico es una tristeza piadosa (divina) que la
Palabra y el Espíritu de Dios obran en el corazón de una persona
pecadora, y por el que ésta, por un sentimiento de su pecado, como
ofensivo a Dios que mancha y perjudica su propia alma, y por una
aprehensión de la misericordia de Dios en Cristo, con pena y aborre-
cimiento de todos sus pecados conocidos, se vuelve luego a Dios como
su Salvador y Señor”. “El arrepentimiento”, dice Adam Clarke,
“implica que una porción de sabiduría es comunicada al pecador,
obteniendo así él sabiduría para salvación; que es transformada su
mente, sus propósitos, sus opiniones y sus inclinaciones; y que como
resultado se da un cambio completo en su conducta”. William Burton
Pope nos ofrece la siguiente declaración: “El arrepentimiento es una
convicción de pecado divinamente obrada, que resulta de la aplicación
que hace el Espíritu Santo de la ley condenatoria a la conciencia o al
corazón. Se ratifica a sí mismo en contrición, la que lo distingue del
mero conocimiento del pecado; en sumisión a la sentencia judicial, que
es la esencia de la verdadera confesión; y en el esfuerzo sincero de
enmendarse, que desea hacerle reparación a la ley deshonrada. De ahí
que tiene que venir de Dios y retorna a Él, siendo el Espíritu Santo, al
utilizar la ley, el agente que produce este cambio divino preliminar”.
Estas definiciones plantean de manera suficiente la verdadera naturaleza
del arrepentimiento.
Elementos divino y humano en el arrepentimiento. Ya hemos ofrecido
un estudio de las definiciones que aclaran que existen dos factores
implicados en el arrepentimiento genuino: el divino y el humano. La
suposición de que el arrepentimiento es un acto puramente humano
que se completa con el ejercicio autónomo de los propios poderes del
pecador, implica abusar de Dios; mientras que verlo solo como la obra
de Dios significa hundirse en el descuido y la desesperación. Es
necesaria la comprensión correcta de este tema para evitar caer en un
extremo o en el otro. Se dice que Dios es el autor del arrepentimiento.
Pero Él no se arrepiente por nosotros, Él otorga y concede el arrepen-
timiento (Hechos 4:31; 11:18) en el sentido de que hace posible el

332 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

arrepentimiento. Por ello, como lo expresa nuestro credo, “El Espíritu


de Dios da a todos los que quieran arrepentirse la ayuda benigna de la
contracción de corazón y la esperanza de misericordia para que puedan
creer a fin de recibir perdón y vida espiritual” (Manual de la Iglesia del
Nazareno, Artículo de Fe VIII). Es necesario atender aquí a diversos
puntos controversiales.
1. El arrepentimiento15 presupone la condición pecaminosa de la
humanidad. También presupone tanto la completa depravación del ser
humano en su estado natural como la necesidad de la gracia prevenien-
te. Juan Wesley y Richard Watson recalcan ambos elementos, sin
permitir nunca que se reduzcan a la idea calvinista de la gracia irresisti-
ble por un lado, o al moralismo pelagiano por el otro. Al dar por
sentado la depravación de la humanidad, Watson declara que el “don”
llega a todos en gracia preveniente, “removiendo las influencias del
Espíritu Santo un grado tal de su muerte espiritual que produce en ellos
varios grados de sentimiento religioso, capacitándolos para buscar el
rostro de Dios para volverse cuando Él reprende, y por el mejoramiento
de esa gracia, para arrepentirse y creer en el evangelio”.
2. El arrepentimiento es resultado de la obra llena de gracia del
Espíritu Santo en las almas de las personas. La benignidad de Dios guía
al arrepentimiento (Romanos 2:4). La aplicación divinamente realizada
de la ley divina es el medio que lleva a cabo el arrepentimiento. El
primer efecto de la obra del Espíritu es la contrición, o la tristeza piadosa
por el pecado. En el Antiguo Testamento, esta condición se conocía
como “un corazón contrito y humillado” (Salmos 51:17), siendo el
corazón la personalidad interior y no solo los afectos, el intelecto o la
voluntad. De esa manera, el verdadero arrepentimiento no es una
tristeza por el pecado independientemente de su abandono, lo que
Pablo llama “tristeza del mundo” (2 Corintios 7:10); tampoco es una
reforma independientemente de la tristeza piadosa que obra el arrepen-
timiento para salvación. Aún más, la contrición es una convicción de
pecado como algo universal y no solo de los pecados particulares,
aunque éstos puedan ser, y generalmente constituyan los puntos focales
de la obra de convencimiento del Espíritu. Sin embargo, en su sentido
más genuino y profundo, la contrición es una nueva conciencia moral
del pecado, por medio de la cual el pecador se identifica con la actitud
de Dios hacia el pecado y piensa como Dios piensa acerca de él. Dios
odia el pecado, y desde lo más profundo de su ser, lo repudia y
aborrece. Aquí yace el significado ético del verdadero arrepentimiento.

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 333

El segundo efecto de la obra del Espíritu asume la forma de confesión.


En esencia, ésta es una sumisión personal a la ley como la aplica el
Espíritu, y ha de verse bajo dos aspectos: (1) como condenación, en la
que el pecador acepta el juicio como algo justo; y (2) como impotencia
o convicción de su completo desamparo ante la ley. “Pero al venir el
mandamiento, el pecado revivió y yo morí” (Romanos 7:9). Por tanto,
el verdadero arrepentimiento “marchita absolutamente toda esperanza
en la persona en cuanto a capacidad presente o futura”.
3. Finalmente, el arrepentimiento16 es un acto personal del pecador
en respuesta a la convicción y apelación del Espíritu. De hecho, Dios le
concede el poder, pero la acción necesariamente es personal. Este poder
no se concede arbitrariamente, ni la función del Espíritu es una función
compulsiva. Dios, por medio de su Espíritu, aplica la verdad al corazón
del pecador y le descubre a su mente la cantidad y agravio de los
pecados que él ha cometido, y la revelación de la ira eterna a la cual se
hace acreedor. Y a la luz de esta revelación, y de la gracia que se le
concede, se demanda que él se arrepienta y se vuelva a Dios. Él puede
aceptar la verdad o la puede rechazar; pero si no se arrepiente, es porque
él no quiere. Podemos decir entonces que el arrepentimiento incluye
(1) la convicción de que “hemos hecho cosas que no debimos haber
hecho, y que hemos dejado de hacer aquellas que deberíamos haber
hecho”; que somos culpables ante Dios y si morimos en este estado
seremos enviados al infierno; (2) que el arrepentimiento incluye
contrición por el pecado, y que el recuerdo de los pecados siempre será
doloroso y la carga intolerable; (3) que el verdadero arrepentimiento
implica una reforma, un volverse del pecado a Dios y dar frutos dignos
de arrepentimiento. Por esta razón Charles G. Finney define el
arrepentimiento como “un volverse del pecado a la santidad, o más
estrictamente, de un estado de consagración a sí mismo a un estado de
consagración a Dios”; mientras que Daniel Steele dice que, “Al
arrepentimiento evangélico se le denomina arrepentimiento hacia Dios
porque consiste en volverse del pecado a la santidad, y esto implica
sentimiento y odio del pecado, y amor de la santidad”.
El estado de penitencia. El arrepentimiento es un acto, la penitencia
es un estado del alma como consecuencia de ese acto.
Por tanto, la penitencia es la actitud que pertenece a cada uno de los
seres morales recuperados del pecado, y como tal no solo existirá en
cada etapa subsecuente de su vida, sino que también tendrá cabida en el
cielo. Juan Wesley dice: “Se supone generalmente que el arrepenti-

334 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

miento y la fe son solo la puerta de la religión; que solo son necesarios


al inicio de nuestro caminar cristiano, cuando somos instalados en el
camino del reino... Pero sin descartar lo anterior, también existe un
arrepentimiento y fe (tomando estos términos en otro sentido, un
sentido que no es exactamente el mismo ni completamente diferente)
requeridos después de haber creído en el evangelio, y ciertamente en
cada etapa subsecuente de nuestro caminar cristiano; de lo contrario no
podríamos correr la carrera que se nos ha puesto delante. Porque este
arrepentimiento y fe son tan plenamente necesarios para nuestro
permanecer y crecer en la gracia, como lo fueron la fe y el arrepenti-
miento anteriores para nuestra entrada al reino de Dios” (Juan Wesley,
Sermon: The Repentance of Believers). El verdadero arrepentimiento obra
un cambio radical de la mente, un cambio que se manifiesta en el
intelecto, los sentimientos y la voluntad. En un sentido literal, por
supuesto, el verdadero penitente tiene la misma mente y las mismas
facultades que antes, pero estas han experimentado una revolución
interior. Él tiene el mismo intelecto, pero ahora funciona de una
manera diferente. Como ser humano natural, él era espiritualmente
ciego, pero ahora percibe verdades que jamás habían penetrado a su
mente. También ve muchas cosas en una nueva luz, porque ahora las ve
en una nueva perspectiva. Además se registra un cambio en sus
sentimientos o afectos. Anteriormente él descansaba en una falsa
seguridad, y era insensible a las amenazas de la ley; ahora sus senti-
mientos se han revertido extrañamente. Ahora odia lo que anterior-
mente amaba, y ama lo que antes odiaba. También se observa un
cambio en su voluntad. Antes él estaba encadenado por las cadenas de
oscuridad y pecado, ahora halla su voluntad liberada de sus impedi-
mentos y es capaz de funcionar en el reino espiritual. De esa manera, el
verdadero arrepentimiento produce un cambio de mente, al que
seguido por un acto de fe salvadora, lleva al alma al estado de salvación
inicial; y la continuación de la penitencia como estado hace posible la
recepción de mayores beneficios y una comunión duradera con Dios.
La necesidad del arrepentimiento. El arrepentimiento es esencial para
la salvación. Esto procede de la discusión previa y no es necesario que lo
tratemos ampliamente aquí. De Cristo como nuestra autoridad más
elevada tenemos estas palabras: “antes si no os arrepentís, todos
pereceréis igualmente” (Lucas 13:3). Este no es un requisito arbitrario,
sino que resulta del pecado mismo. El pecado es rebelión contra Dios.
Por tanto, no puede haber salvación sin que se renuncie al pecado y a

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 335

Satanás. El pecado es tan incongruente con la felicidad como lo es con


la santidad. Y no puede haber liberación del pecado ni de Satanás sin
un verdadero arrepentimiento. Hasta que no haya un profundo
sentimiento de la maldad del pecado, y una completa renuncia a él, el
alma no está preparada para los ejercicios espirituales y para el gozo
santo.17 El arrepentimiento es verdaderamente amargo, con todo, el
recuerdo de esa amarga copa será ocasión de alabanza para los redimi-
dos por siempre. En su adaptación a las necesidades humanas, por
tanto, el arrepentimiento exhibe impresionantemente la sabiduría y
benevolencia divinas.

LA FE SALVADORA
El arrepentimiento conduce inmediatamente a la fe salvadora, la
cual es al mismo tiempo condición e instrumento de la justificación.
Por tanto, la fe constituye el vínculo de unión entre la gracia preve-
niente y el estado inicial de salvación. La expresión “fe salvadora”, sin
embargo, se utiliza en un sentido particular, y deberá distinguirse por
un lado del principio de fe que pertenece generalmente a la naturaleza
humana, y por el otro, de la seguridad de la fe la que fluye la vida
cristiana. Consideraremos entonces: (1) La naturaleza de la fe en
general; (2) La fe salvadora, o fe como condición o instrumento de la
salvación; y (3) La fe como una gracia de la vida cristiana.
La naturaleza de la fe en general. La fe se ha definido como “el cré-
dito que se le da a la verdad”, o “un asentimiento pleno de la mente a
una declaración o promesa por causa de la autoridad de la persona que
las hace” (compárese con Jonathan Weaver, Christian Theology, 156).
Es ese principio de la naturaleza humana que acepta lo invisible como
existente, y que admite como conocimiento aquello que recibe en base
a evidencia o autoridad. Este principio general de la fe, cuando se dirige
al evangelio y se ejercita bajo la gracia preveniente del Espíritu, se
convierte en fe salvadora. Las raíces de la idea cristiana de la fe se
originan en el Antiguo Testamento, pero también han sido modificadas
por el uso y costumbre de griegos y romanos. En su forma simple, la
palabra hebrea traducida como fe significa “apoyar, mantener o
sostener”. En su forma pasiva significa “ser firme, estable y fiel”. El uso
de la palabra conlleva casi en cada caso, la idea de confianza en la
persona del Jehová del antiguo pacto. Por esta razón Oehler define la fe
como se utiliza en el Antiguo Testamento, a saber, “el acto de hacer que
el corazón sea firme, inmutable y seguro en Jehová”. La palabra griega

336 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

para fe es pistis, (que procede de peitho, persuadir), y significa “confiar”


o “estar persuadido” de que su objeto, sea persona o cosa, es digno de
confianza. La palabra latina credere significa “creer” o “confiar” en otro.
De ahí procede la expresión “dar crédito”, o creer en la declaración de
otro como verdadera o poner la confianza en otro. Esa palabra se
traduce usualmente como “creer” y hace referencia más específicamente
al asentimiento intelectual de la verdad. La palabra fides es otro término
del latín y también significa “ejercer confianza en” o “depositar la
confianza en” otro. Fides pone el énfasis no tanto en lo intelectual, sino
en los aspectos volitivos y emocionales de la fe. En sus diversas formas,
la palabra se traduce comúnmente como “fe”, “fidelidad” o “lealtad”.
La palabra española “fe” procede de la palabra latina fides. Por la
derivación de todas estas palabras, es evidente que el elemento principal
de la fe es la confianza.18 Los teólogos antiguos definían comúnmente la
fe como (1) el asentimiento de la mente; (2) el consentimiento de la
voluntad; y (3) un recostarse o reclinarse, que implicaba el elemento de
confianza.19 Entonces, el significado comprehensivo de la fe siempre
deberá ser confianza: aquello que sustenta nuestras expectaciones y
jamás nos decepciona. Por tanto, se opone a todo lo que es falso, irreal,
engañoso, vacío e indigno. La fe es lo que pretende ser, por lo tanto es
digna tanto de credibilidad como de confianza.
Podemos extraer diversas deducciones a fin de comprender mejor los
varios elementos que participan en la verdadera naturaleza de la
confianza y de la fe. (1) La fe implica un conocimiento previo de su
objeto. Esto se aplica al elemento intelectual de la fe o asentimiento de
la mente. Es en este sentido de “creencia” en el que el conocimiento ha
de considerarse como antecedente de la fe, pero solo es así en cuanto a
actos específicos. Una proposición que debe creerse debe estar o
expresada o implícita, y debe acarrear suficiente evidencia, sea verdade-
ra o supuesta. Los juicios imperfectos se deben a la falla en la distinción
entre la evidencia verdadera o supuesta. Más aún, la constitución de la
mente es tal que no puede impedir asentir a una proposición si la
misma está sustentada con suficiente cantidad de evidencia. (2) La fe
opera en la vida emocional y volitiva en el grado en que el hecho o la
proposición creídos se juzguen como importantes. De esa manera, algo
que esté cercano puede juzgarse como de mayor importancia que algo
más importante que esté lejano. Si los juicios imperfectos son resultado
de una falla en discriminar entre la evidencia verdadera y la supuesta,
entonces los elementos emocionales y volitivos de la mente se pueden

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 337

mover más a veces por falsos juicios que por la verdad. Aquí se halla lo
engañoso del corazón humano. Pone a gran distancia el día malo.
Vende su primogenitura por un potaje guisado. Solo la gracia puede
despertar la mente a la verdad como se halla en Jesús. Fue bajo la
iluminación del Espíritu que Pablo escribió: “no mirando nosotros las
cosas que se ven, sino las que no se ven, pues las cosas que se ven son
temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Corintios 4:18). (3)
Existen grados en la fe. Esto obedece no solo a una percepción limitada
de la verdad, sino también a los diversos grados de la fuerza de la fe
misma. Nuestros Señor les dijo a sus discípulos: “hombres de poca fe”
(Mateo 6:30), mientras que a la mujer cananea le dijo: “¡Mujer, grande
es tu fe!” (Mateo 15:28). Pablo habla asimismo de “el que es débil en la
fe” (Romanos 14:1); y de nuevo, de la justicia de Dios que se revela
“por fe y para fe”, lo que solo puede significar, de un grado de fe a otro.
A sus hermanos en Tesalónica les dice: “vuestra fe va creciendo en
abundancia” (2 Tesalonicenses 1:3). Así también hallamos a los
discípulos pidiéndole al Señor, “Auméntanos la fe” (Lucas 17:5). A la
luz de esto entendemos que debemos admitir diferentes grados de fe en
el progreso de la vida cristiana.20
La fe salvadora. Con la expresión “fe salvadora” no damos a entender
una clase diferente de fe, sino la fe vista como la condición e instrumento
de salvación. Hemos observado que el elemento principal de la fe es la
confianza; de ahí que la fe salvadora sea una confianza personal en la
persona del Salvador. Podemos decir en esta conexión que la causa
eficiente de esa fe es función del Espíritu Santo, y que la causa instru-
mental es la revelación de la palabra respecto a la necesidad y posibilidad
de la salvación.21 En este punto estamos en deuda con Juan Wesley en
cuanto a la idea clara no solo de un planteamiento teológico correcto,
sino de una interpretación práctica que resulta vital en la experiencia de
los seres humanos. En su sermón sobre “El camino bíblico de la salva-
ción”, él aborda el tema de la fe en relación tanto a la justificación como
a la santificación. Dice: “La fe es una evidencia y convicción divinas no
solo de que ‘Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo’, sino
también de que Cristo me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Richard
Watson establece que “la fe en Cristo, que en el Nuevo Testamento está
vinculada con la salvación, es claramente de esta naturaleza, esto es,
combina el asentimiento con la seguridad, la creencia con la confianza”.
“La fe por la cual ‘los antiguos obtuvieron buen testimonio’, le unió el
asentimiento de la verdad de las revelaciones de Dios a una noble

338 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

confesión en sus promesas. ‘Nuestros padres confiaron en ti, y no fueron


confundidos’” (Richard Watson, Theological Institutes, II:244). William
Burton Pope da testimonio también de este doble aspecto de la fe. “La fe
como el instrumento de apropiación de la salvación”, dice él, “es la
creencia divinamente forjada en lo relatado acerca de Cristo, y la
confianza en su persona como Salvador personal: las dos cosas son una”
(William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:376).
Podemos analizar este tema además como sigue:
1. En la fe hay un elemento divino al igual que uno humano.22 Es
“evidencia y convicción divinas”, y “creencia divinamente forjada”.
Pero surge inmediatamente la pregunta: “¿Es la fe don de Dios, o es un
acto de la criatura?” La pregunta es en sí ambigua, y cada una de sus
cláusulas ha sido llevada a los extremos, la primera a una fe antinómica
independiente de cualquier operación o función del creyente; y la
segunda a un mero asentimiento mental de la verdad. Entre estos dos
extremos, el del antinomianismo calvinista y el del racionalismo
pelagiano, tanto los primeros como los postreros teólogos arminianos
han procurado una posición intermedia. Adam Clarke ofrece quizá la
mejor y más sencilla declaración de la posición wesleyana. Dice: “¿No
es la fe un don de Dios? Sí, en cuanto a que es el resultado de la gracia;
pero la gracia o capacidad para creer, y la acción de creer son dos cosas
diferentes. Sin la gracia o capacidad para creer ninguna persona jamás
ha podido ni puede creer; pero, con esa capacidad, el acto de fe le es
propio. Dios jamás puede creer por nadie, como tampoco se arrepiente
por nadie; el penitente, a través de esa gracia que lo capacita, cree por sí
mismo: Y no es que cree necesaria o impulsivamente cuando tiene ese
poder; el poder para creer puede estar presente mucho tiempo antes de
que se ejercite, de otro modo, ¿por qué nos enfrentamos con solemnes
advertencias en todas partes de la Palabra de Dios, y amenazas contra
aquellos que no creen? ¿No es ésta una prueba de que tales personas
tienen la capacidad, pero no la utilizan? Esos no creen, y por lo mismo
no se afirman. Por tanto, éste es el verdadero estado de la situación:
Dios da la capacidad, el ser humano utiliza la capacidad que se le ha
dado, y da gloria a Dios: Sin esa capacidad nadie puede creer; con ella,
cualquiera puede” (compárese con Adam Clarke, Christian Theology,
135-136. También con su Commentary, Hebreos 11:1).
2. La fe tiene un aspecto positivo y otro negativo, esto es, es recep-
tiva y activa. Negativamente, la fe logra vaciar el alma toda y alistarla
para Jesús; activamente, se extiende con todo su poder hasta abrazarlo a

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 339

Él y a su salvación. La fe en su aspecto negativo se puede considerar


equivalente al entendimiento que afecta el corazón; y en su aspecto
activo, al entendimiento que afecta la voluntad. Lo primero es función
del Espíritu Santo, que convence la mente de pecado y despierta en el
corazón fuertes deseos de salvación; lo último, es el instrumento activo
por cuyo medio el alma se aferra a Cristo y es capacitada para creer en
la salvación del alma.23
3. La fe es el acto de toda la persona bajo la influencia del Espíritu
Santo. No es solo un asentimiento de la mente a la verdad, ni un
sentimiento que resulta de las sensibilidades; tampoco es solo el
consentimiento de la voluntad a la obligación moral. La verdadera fe es
acción de todo el ser humano. Es la acción más elevada de su vida
personal: un acto en el cual él integra todo su ser, y en un sentido
peculiar se vacía de sí mismo y se apropia los méritos de Cristo. Por esta
razón la Biblia declara que: “con el corazón se cree para justicia”
(Romanos 10:10). Aquí se considera al corazón como el centro de la
personalidad, e involucrando todas sus facultades. Luego, la fe salvadora
es más que un mero asentimiento de la mente hacia la verdad; es más
que un consentimiento de la voluntad que ocasione una mera reforma
externa; y es más que un estado cómodo de las emociones. Se admite
que la fe salvadora debe incluir todas estas cosas, pero en su ejercicio
más elevado es una confianza inamovible en Dios. Es la aceptación de
la ofrenda propiciatoria de Cristo que presentada para la salvación tanto
de judíos como de gentiles, y una firme confianza en los méritos de la
sangre expiatoria. Esta firme e inamovible confianza en la obra
expiatoria de Jesucristo deberá siempre ser el supremo ejercicio de la fe
salvadora.
4. La fe salvadora está basada en la verdad revelada en la Palabra de
Dios. Por esta razón Pablo define el evangelio como “el poder de Dios
para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16). Nuestro Señor
puso el fundamento para la fe en la verdad revelada cuando dijo: “Pero
no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en
mí por la palabra de ellos” (Juan 17:20). Juan se refiere a su propio
evangelio de esta manera: “Pero estas se han escrito para que creáis que
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en
su nombre”. (Juan 20:31). Pablo también declara que Dios nos ha
escogido para salvación “mediante la santificación por el Espíritu y la fe
en la verdad” (2 Tesalonicenses 2:13); y por lo mismo pregunta:
“¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo

340 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien
les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?... Así que la fe es
por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:14-15, 17).
Por consiguiente, Dios concede a la humanidad, a través de su provi-
dencia y de su gracia, el fundamento de la verdad salvadora en su eterna
e inmutable Palabra.24 Asimismo Él concede las influencias llenas de
gracia del Espíritu Santo, para despertar, convencer y conducir el alma
a Cristo. Pero la Palabra no debería comprenderse en el sentido solo de
la letra, que se nos ha dicho que mata; sino en el Espíritu que da vida.
De esa manera una creencia firme en la revelación cristiana conduce al
alma a confiar en Cristo quien es el objeto de esa revelación. Podemos
decir entonces que el ideal de fe apropiado y definitivo es una Persona
divina. “Cuando surge una fe viva en una Persona divina”, dice Henry
C. Sheldon, “como consecuencia necesaria sigue una confianza en lo
que tiene garantía racional por considerarse representativo del pensa-
miento o buena voluntad de esa Persona divina. La fe en la Biblia
puede ser solo superficial o convencional previa a la confianza en Dios
quien se halla detrás de la Biblia. Lo mayor incluye aquí lo menor. La
confianza de corazón primero en Dios prepara para una genuina
confianza en sus oráculos. A través de una autorendición confiada a una
voluntad personal somos preparados para confiar en todo lo que
aprobamos como una auténtica manifestación de esa voluntad” (Henry
C. Sheldon, System of Christian Doctrine, 438-439). En este sentido, la
creencia a menudo se perfecciona por medio de la confianza personal; y
la confianza personal es el medio de fortalecimiento de esa misma
creencia.
5. La fe salvadora se halla vitalmente relacionada con las buenas
obras. La relación entre la fe y las obras ha sido objeto de considerable
controversia en la historia de la iglesia. Muy frecuentemente los
calvinistas, en su insistencia en la salvación solo por la fe, han negado
las obras, como mérito tanto como condición. Los arminianos niegan el
mérito de las buenas obras, pero insisten en ellas como condición de la
salvación. La fórmula de Juan Wesley era: “obras, no como mérito, sino
como condición”. Pero se debe tener en mente que las obras de las que
él habla son consideradas no como que tienen su origen en una
naturaleza humana no asistida, sino en la gracia preveniente del
Espíritu. Esa posición se plantea en el Artículo X del metodismo, el
cual con pocos cambios verbales, es el mismo que el Artículo XII de la
Confesión Anglicana.25 “Aunque las buenas obras que son frutos de la

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 341

fe, y siguen a la justificación, no pueden quitar nuestros pecados, y


están sujetas a la severidad del juicio de Dios, con todo son agradables y
aceptables a Dios en Cristo, y surgen de una fe verdadera y viva, de tal
modo que por ellas una fe viva puede ser tan evidentemente conocida
como un árbol se conoce por sus frutos”. Las buenas obras que se
mencionan aquí son agradables a Dios, (1) porque se realizan de
acuerdo a su voluntad; (2) porque se llevan a cabo por medio de la
ayuda de la gracia divina; y (3) porque son hechas para la gloria de
Dios.
A través de todo el evangelio, la gracia y la fe son consideradas como
términos correlacionados. “Porque por gracia sois salvos por medio de
la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8). Los
judíos habían llegado a considerar la salvación un asunto de obras, lo
que conllevaba la idea de deuda de parte de Dios. Sin embargo, Pablo
establece la idea de la fe en contraposición a esas obras, y la idea de la
gracia en oposición a esa deuda.26 A la fe del ser humano, él no la
consideraba como obra meritoria sino como una condición de la
salvación. De ahí que el ser humano se podía salvar solo por la fe,
independientemente de las obras meritorias de la ley. Se puede advertir
muy bien que este principio de fe operó también en el Antiguo
Testamento. A veces se dice que los seres humanos eran salvos por la ley
en el Antiguo Testamento, pero por gracia en el Nuevo Testamento.
Pero la salvación siempre ha sido por gracia por medio de la fe. Pablo
establece de manera clara que la ley no podía anular la promesa ni
dejarla sin efecto. Para él la idea de la obediencia como merecedora de
salvación era inconcebible. En Gálatas 3:15-22, él expone el significado
de la ley en relación con el evangelio, pero a la vez aclara que ninguna
ley pudo haber dado vida, porque todos están bajo pecado. De ahí que
la ley solo pudo servir como ayo para llevarnos a Cristo. Si los seres
humanos hubieran tenido el poder moral para obedecer perfectamente
la ley, aun así la salvación se hubiera debido a la unión viva con Dios a
través de la fe. De ahí que la salvación es ahora, y siempre ha sido, por
la gracia a través de la fe. El acto de fe por el cual es salvo el ser
humano, se convierte en la ley de su ser como salvado; de ahí que las
buenas obras fluyan del principio de la fe viva.
La fe como gracia de la vida cristiana. La fe salvadora es el acto por
medio del cual la gracia preveniente del Espíritu pasa a formar parte de
la vida regenerada del creyente. De esa manera, la fe que salva se
convierte en la fe que es una ley de nuestro ser. El acto inicial llega a ser

342 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

la actitud constante de la persona regenerada. “Por tanto, de la manera


que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él, arraigados y
sobreedificados en él y confirmados en la fe” (Colosenses 2:6, 7). Esta
fe se convierte en la “ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús” (Romanos
8:2), la cual Pablo declara que “obra por el amor” (Gálatas 5:6).
También menciona la fe como el quinto fruto del Espíritu (Gálatas
5:22), y además la cataloga como uno de los dones del Espíritu (1
Corintios 12:9). En el primer sentido, es una cualidad de la vida
regenerada y, por lo mismo, un resultado clemente y un privilegio
duradero de los creyentes; en el último sentido, es un don especial
otorgado por el Espíritu para provecho de aquellos a quienes se les
concede (1 Corintios 12:7). Íntimamente asociada con la fe salvadora se
halla la así llamada “seguridad de la fe”.27 Los teólogos arminianos, no
obstante, han considerado siempre la seguridad como una acción
indirecta o refleja de la fe salvadora, y no como la fe misma. William
Burton Pope dice: “La seguridad pertenece a esta confianza solo de una
manera indirecta, como su acción refleja y resultado clemente, y como
su privilegio constante en la vida regenerada. Así como la fe es la obra
negativa más elevada del arrepentimiento y pasa a la energía de la
regeneración, así la confianza en su objeto, dependiendo de éste como
un objetivo, pasa a la fe de la seguridad subjetiva. Pero la seguridad es el
fruto y no la esencia de la fe. ... Que Él es mi verdadero Salvador, y que
mi creencia es salvadora, no puede ser el objeto de fe directa; es el
beneficio reflejo y el don del Espíritu Santo. Es la plena certidumbre fe
[Hebreos 10:22], la pleroforía pistís, en la que se exhorta a los adorado-
res a que se acerquen” (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, II:383-384). De nuevo, la fe como la ley de la vida cristiana
siempre es funcional. “Obra por medio del amor y purifica el corazón”.
De otra manera existe el peligro de que la fe se convierta solo en un
asentimiento formal a las condiciones de la salvación. Es contra eso que
Santiago nos advierte: “Tú crees que Dios es uno; bien haces. ¿Pero
quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras está muerta? Así como el
cuerpo sin espíritu está muerto, también la fe sin obras está muerta”
(Santiago 2:19, 20, 26). Por tanto la verdadera fe es una fe que obra.

LA CONVERSIÓN
Conversión es el término que se utiliza para designar el proceso por
el cual el alma se vuelve del pecado a la salvación. Comúnmente se
utiliza en un sentido más estrecho en teología, pero en el discurso

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 343

común se utiliza como un término general para expresar el estado


inicial de salvación, que incluye de una manera indistinta la justifica-
ción, la regeneración y la adopción. Sin embargo, la Biblia utiliza el
concepto de conversión generalmente en el sentido más reducido del
término, a veces en conexión con el arrepentimiento, y en otras
ocasiones con la fe. 28 Una vez el término se utiliza como antecedente
del arrepentimiento: “Después que me aparté, me arrepentí” (Jeremías
31:19). Pero se utiliza con mayor frecuencia en íntima relación con el
arrepentimiento como el acto humano de apartarse del pecado. Es de
esa manera que nuestro Señor cita la profecía de Isaías: “para que no
vean con los ojos, ni entiendan con el corazón, ni se conviertan, y yo los
sane” (Juan 12:40). También dice: “si no os volvéis y os hacéis como
niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). A Pedro le
dice: “y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32).
Pedro mismo utiliza el término dos veces en su sermón de Pentecostés;
la primera vez como exhortación: “Así que, arrepentíos y convertíos
para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3:19); y en otra
ocasión para narrar la misión de Jesús: “a fin de que cada uno se
convierta de su maldad” (Hechos 3:26). Se utiliza también en conexión
con la misión de Pablo: “para que se conviertan de las tinieblas a la luz
y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en
mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados” (Hechos
26:18). Sin embargo, normalmente se utiliza en los Hechos vinculada
con la fe, para designar la compañía de creyentes. Así: “Y lo vieron
todos los que habitaban en Lida y en Sarón, los cuales se convirtieron al
Señor” (Hechos 9:35); además “y gran número creyó y se convirtió al
Señor” (Hechos 11:21). Pedro utiliza el término en un sentido más
amplio cuando dice: “pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de
vuestras almas” (1 Pedro 2:25); mientras que Santiago lo utiliza en un
sentido más estrecho para referirse a un cambio meramente humano,
cuando dice: “Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado
de la verdad y alguno lo hace volver, sepa que el que haga volver al
pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma y cubrirá
multitud de pecados” (Santiago 5:19, 20).
En la teología calvinista, “La conversión es la parte o aspecto hu-
mano del cambio espiritual fundamental, el cual, visto desde la
perspectiva divina, llamamos regeneración”. Siendo que ellos sostienen
que la regeneración es un llamado eficaz por el decreto de Dios, los
seres humanos son primeramente regenerados y luego son capaces de

344 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

convertirse a Dios. En este sentido es simplemente el volverse del ser


humano (compárese con August H. Strong, Systematic Theology,
III:829). Strong define la conversión como “el cambio voluntario en la
mente del pecador en el cual él se convierte, por un lado, del pecado, y
por el otro, a Cristo. El primer elemento (el negativo) de la conversión,
es decir, el volverse del pecado, lo denominamos arrepentimiento. Al
último elemento (positivo) de la conversión, es decir, el convertirse a
Cristo, lo denominamos fe”. William Burton Pope asume casi la misma
posición cuando la define como “el proceso por el cual el alma se
convierte, o es convertida, del pecado a Dios, para su aceptación a
través de la fe en Cristo. Este es su significado estricto, para distinguirlo
del sentido más amplio en que se aplica a toda la historia de la restaura-
ción del alma” (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, II:367). Aunque estas definiciones son similares, y de hecho
son esencialmente las mismas, existe una gran diferencia entre los dos
puntos de vista. Como se indicó, el calvinismo sostiene que el hombre
es regenerado por decreto absoluto, y que luego se vuelve a Dios; pero
el arminianismo sostiene que, a través de la gracia, concedida de
manera preveniente, el ser humano se convierte a Dios y luego es
regenerado. De esa manera, la conversión, en su significado bíblico más
fidedigno, es el punto de inflexión donde, a través de la gracia, el alma
se convierte del pecado, y a Cristo, para la regeneración.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Samuel Wakefield analiza las enseñanzas de Westminster sobre la elección de la siguiente
manera: (1) Que los decretos de Dios son eternos, a los que se denomina “su propósito
eterno”, (2) Que la predestinación es omnicomprensiva en lo que respecta a sus objetos, e
incluye “cualquier cosa que suceda en el tiempo”. (3) Que “algunos seres humanos y
ángeles son predestinados a la vida eterna, y otros están predestinados a la muerte eterna”.
(4) Que el decreto tanto de la elección como de la reprobación es personal y definitivo, ya
que sus objetos están “particularmente diseñados y su número seguro”. (5) Que la elección
a la vida eterna es incondicional, por cuanto es “sin ninguna previsión de fe o buenas
obras o de algo más en la criatura”. (6) Que Cristo hizo expiación solo por quienes estaban
ordenados a la vida eterna, y (7) Que la fe y la obediencia son frutos de la elección, mien-
tras que la incredulidad y el pecado resultan de la reprobación. (Wakefield, Christian
Theology, 389.)
Un párrafo de las conferencias del Hill ilustra muy bien hasta qué punto llevaron los
primeros teólogos calvinistas la creencia en la reprobación. Él dice: “De la elección de
ciertas personas, necesariamente se sigue que todo el resto de la raza de Adán son abando-
nados en la culpa y en la miseria. El ejercicio de la soberanía divina respecto a quienes no
son electos se conoce como reprobación; y siendo que la condición de todos ha sido
originalmente la misma, a la reprobación se le llama absoluta en el mismo sentido que la
elección. Los calvinistas distinguen cuidadosamente dos actos en la reprobación. A uno se

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 345

le conoce como preterición, el pasar por alto a quienes no son elegidos, y el impedirles los
medios de gracia que se han provisto para los elegidos. Al otro se le conoce como conde-
nación, el acto de condenar a quienes han sido pasados por alto por los pecados que
cometen. En el primer acto, Dios ejercita su buena voluntad, dispensando sus beneficios
como él quiere; en el último, Él aparece como juez, decretando la sentencia que merecen
sus pecados. Sí Él les hubiera concedido la misma ayuda que preparó para los demás, se les
hubiera preservado de esa sentencia; pero como sus pecados procedieron de su propia
corrupción, son considerados, por ello, dignos de castigo, y la justicia del Gobernador
Supremo se manifiesta al condenarlos, así como su misericordia se manifiesta al salvar a los
elegidos”. (Hill, Lectures IV:7.) Los remonstrantes objetaron contra tales posiciones, y los
teólogos arminianos desde ese tiempo han levantado sus voces de protesta.
2. Juan Wesley publicó un panfleto titulado, “Serias Consideraciones Sobre la Predestina-
ción Absoluta”, donde establece sus puntos de vista sobre el tema de la siguiente manera:
“1. Dios no se deleita en la muerte del pecador, sino que quiere que todos vivan y sean
salvos, y ha dado a su Hijo para que todo el que crea en Él sea salvo. Él es la verdadera luz
que ilumina a cada ser humano que ha venido al mundo. Y esta luz obrará la salvación de
todos, si no se resisten.
“2. Pero algunos afirman que Dios por medio de un decreto eterno e inmutable ha
predestinado a perdición eterna a la gran mayoría de la humanidad, y de manera absoluta,
sin tomar en cuenta sus obras, sino solo por la demostración de la gloria de su justicia; y
que para llevar a cabo esto, Él ha decidido que almas miserables caminen necesariamente
en sus caminos malvados, para que su justicia pueda recaer sobre ellos.
“3. Esta doctrina es nueva. En los primeros cuatrocientos años después de Cristo,
ningún escritor, grande o pequeño, hace mención de ella en ninguna parte de la iglesia
cristiana. Sus bases aparecen en los escritos de Agustín, cuando escribe imprudentemente
contra Pelagio. Posteriormente fue enseñada por Dominico, un fraile papista, y los monjes
de su orden, y al final, fue infelizmente retomado por Juan Calvino. Principalmente, esta
doctrina es una injuria contra Dios, debido a que lo convierte en autor de todo pecado.
En segundo lugar, injuria a Dios, debido a que lo representa como alguien que se deleita
en la muerte de los pecadores, expresamente contrario a su declaración personal (Ezequiel
33:11; 1 Timoteo 2:4). Tercero, esta doctrina es altamente ofensiva a Cristo, nuestro
mediador, y a la eficacia y excelencia de su evangelio. Supone que su mediación no tiene
necesariamente ningún efecto sobre la gran mayoría de la humanidad. Cuarto, la predica-
ción del evangelio es una mera burla o engaño, si muchos de quienes reciben la predica-
ción no reciben ningún beneficio de ella debido a un decreto irrevocable. Quinto, esta
doctrina hace que la venida de Cristo y su sacrificio en la cruz, en vez de ser el fruto del
amor de Dios hacia el mundo, sea uno de los actos más severos de la indignación de Dios
contra la humanidad: ordenada solo --de acuerdo a esta doctrina-- para salvar a muy
pocos, y para el endurecimiento y el incremento de la perdición de la gran mayoría de la
humanidad, a saber, de aquellos que no creen, siendo la causa de esta incredulidad, de
acuerdo a esta doctrina, el designio y el decreto de Dios. Sexto, esta doctrina es altamente
perjudicial para la humanidad; porque los ubica en peor condición que los demonios en el
infierno. Porque éstos tuvieron en alguna ocasión la capacidad de mantenerse. Pudieron
haber conservado su estado de felicidad, pero no lo quisieron. Mientras que, de acuerdo a
esta doctrina, muchos millones de personas son atormentados para siempre, quienes jamás
fueron felices, jamás lo pudieron ser, ni pueden serlo. De nuevo, los demonios no serán
castigados por descuidar una gran salvación, pero las criaturas humanas sí. En oposición a
esto, afirmamos que Dios ha querido que todos sean salvos; y ha dado a su unigénito Hijo,
para que todo el que crea en Él pueda ser salvo. Difícilmente puede haber otro artículo de
la fe cristiana que se afirme tan frecuente, plena y positivamente como éste. Es el que

346 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

convierte la predicación del evangelio en ‘buenas noticias para todos’ (Lucas 10:2), de otra
manera, si esta salvación hubiera estado absolutamente confinada a unos pocos, habría
sido ‘tristes noticias de gran dolor para la mayoría de la gente’. Léase Colosenses 1:28; 1
Timoteo 2:1-6; Hebreos 2:9; Juan 3:17--12:47; 2 Pedro 2:3, 9; Ezequiel 33:11; 1 Juan
2:1-2; Salmos 17:14; Isaías 13:11; Mateo 18:7; Juan 7:7-8, 26; 12:19; 14:17; 15:18-19;
18:20; 1 Corintios 1:21; 2:12; 6:2; Gálatas 6:14; Santiago 1:27; 2 Pedro 2:20; 1 Juan
2:15; 3:1; 4:4-5".
3. Nada es más perjudicial en la teoría de la predestinación que la manera en que
oscurece el amor de Dios. Entre el amor como naturaleza o disposición y una elección
arbitraria de sus beneficiarios existe una posición irreconciliable. Asignar al amor su direc-
ción por mandato implica desplazar la misma noción del amor, y poner el capricho en su
lugar. Supóngase que un padre que se halla en el timón de un barco viera a sus hijos
combatiendo con el mar, en el inminente peligro de ahogarse. No hay base para la discri-
minación en el mérito o dignidad de los hijos. El padre tiene amplios medios para salvar-
los a todos, porque tiene a la mano abundancia de salvavidas. Pero en lugar de salvarlos a
todos arroja medios de rescate a solo dos de cuatro, y deja a la mitad de sus hijos que se
hundan en las profundidades. ¿Quién atribuye amor paterno a un padre semejante? Su
conducta desnaturalizada niega la misma concepción, y deja a la vista solo el capricho
insensato y la pasmosa excentricidad. No es de la naturaleza del amor santo estar sujeta a
la arbitrariedad como no es de la naturaleza de la luz solar llenar solo porciones selectas de
una expansión abierta (Sheldon, Syst. Chr. Doct., 432-433).
4. El impulso para volverse a la comunión con Dios depende del impacto de la agencia
divina en el espíritu humano. Esta agencia inicial se puede describir mediante el término
despertamiento, que denota así una presión del lado divino que los seres humanos no
buscan, pero cuyo intento pueden seguir o resistir. El despertamiento no es tanto regene-
ración sino una preparación para la misma. Es verdad que algunos teólogos, especialmente
de la escuela estrictamente calvinista, han preferido entender la regeneración como el
primer acto de Dios en la recuperación espiritual del ser humano, en el cual el poder
omnipotente opera en un sujeto puramente pasivo, creando en él una nueva sensibilidad
espiritual. Pero esa perspectiva, como se mostrará más adelante, no está en armonía con la
representación de la Biblia, que asume una agencia condicional en el ser humano, o un
consentimiento, en lugar de un sujeto puramente pasivo de regeneración. La función del
despertamiento es producir el sentimiento de necesidad y la cantidad de aspiración y deseo
que son requisitos para convertir a alguien en un sujeto dispuesto a la consumación de su
filiación espiritual (Sheldon, Syst. Chr. Doct., 453-454).
5. En la Biblia no hay traza de una vocatio interna, como distinta de la vocatio externa: el
llamado interno y el llamado eficaz son frases que no se utilizan nunca. La distinción
implica una diferencia tal que se habría establecido claramente si hubiera existido; y todo
lo que implica el llamado interno halla su expresión, como veremos, en las funciones del
Espíritu Santo de iluminación, convicción y conversión. Cada uno de estos términos tiene
el significado de un llamado externo que se hace eficaz mediante la gracia interior; pero
jamás en el sentido de que se niegue la gracia interior suficiente a algunos. Se puede decir
que la verdadera vocación interna es la elección en el sentido estricto (Pope, Compend.
Chr. Th., II:345).
6. Agustín y los teólogos de su tiempo distinguían cinco tipos de gracia, como se
presentan a continuación: (1) La gracia preveniente que removía la incapacidad natural e
invitaba al arrepentimiento; (2) La gracia de preparación que reducía la resistencia natural
y disponía la voluntad para aceptar la salvación por fe; (3) La gracia operante que confería
el poder de creer y encendía el fuego de la fe justificadora; (4) La gracia cooperadora que


LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 347

seguía a la justificación y servía para promover la santificación y las buenas obras; y (5) La
gracia conservadora, por cuyo medio se conservaban y confirmaba la fe y la santidad.
Más tarde en la historia del pensamiento cristiano, los teólogos consideraron que la fe
estaba integrada de las siguientes cuatro funciones: (1) Avivadora, o el despertamiento al
conocimiento del pecado; (2) Didáctica, o instrucción en el camino de la salvación; (3)
Pedagógica, o la conversión del pecador; y (4) Consoladora, o la consolación y fortaleci-
miento de los convertidos.
El Espíritu Santo en este punto es el autor de la gracia preliminar; esto es, del tipo de
influencia preparatoria que se imparte afuera del templo del cuerpo místico de Cristo, o
más bien en el atrio exterior de ese templo. Cuando Él concede la plenitud de las bendi-
ciones de la salvación personal que resultan de la unión con Cristo, simplemente Él y solo
Él es el administrador y dador: el objeto de esta gracia en la naturaleza de las cosas solo
puede recibir. El perdón, la adopción y la santificación necesariamente son actos divinos:
nada puede ser más absoluto que la prerrogativa de Dios para conferir estas bendiciones.
Esto no implica que las influencias que preparan al alma para estos actos de gracia perfecta
no sean solo de una fuente divina. Se debe recordar que es “la gracia de nuestro Señor
Jesucristo” la que fluye y revela el “amor de Dios” que se ofrece incluso al mundo exterior
en la comunión del Espíritu Santo. Pero también es bueno recordar que esta influencia
preveniente está literalmente comprometida con el uso que los humanos hagan de ella, y
fuera de ese uso no tiene significado; además, que por sí misma no es salvación, aunque es
para salvación. La presente área de la teología está rodeada de dificultades peculiares, y ha
sido el campo de batalla de algunas de las controversias más intensas (Pope, Compend.
Chr. Th., II:345).
7. El que sigue es el orden que se supone tenían los decretos de acuerdo al sistema de teología
calvinista. I. De acuerdo a los supralapsarianistas: (1) El primer decreto era el de la predes-
tinación, esto es, la salvación de algunas personas y ángeles y la perdición de otras. (2) A
fin de lograr el primero, le sigue el decreto de la creación. (3) Luego entonces, la caída es
decretada. (4) Después de esto se decreta que exista el plan de redención para completar la
salvación de algunos. II. De acuerdo a los supralapsarianistas, el orden de los decretos es el
siguiente: (1) El decreto de la creación; (2) el decreto que permite la caída; (3) el decreto
de la redención; (4) el decreto de la predestinación; y (5) la vocación, o el decreto del
llamado de los predestinados.
8. La Confesión de fe de Westminster plantea la doctrina de la predestinación como sigue:
“Por decreto de Dios para la manifestación de su gloria, algunas personas y ángeles están
predestinadas a vida eterna y otras están preordenadas a muerte eterna.
“Estas personas y ángeles, predestinados y preordenados de esa manera, están particular
e inmutablemente designados, y su número es tan cierto y definitivo que no se puede
incrementar ni disminuir.
“Las personas de la humanidad que están predestinados a la vida desde antes de la
fundación del mundo, de acuerdo a su propósito eterno e inmutable y conforme al desig-
nio secreto y buen deleite de su voluntad, Dios los escogió en Cristo para gloria eterna,
por su pura gracia y amor libre, sin tomar en cuenta su fe y buenas obras o perseverancia
en cualquiera de ellas, o en cualquiera otra cosa en la criatura, como condiciones o causas
que lo muevan a Él para hacerlo, y todo para la alabanza de su gloriosa gracia.
“Así como Dios destinó a los elegidos a la gloria, así Él ha preordenado, por el propósito
eterno y libre de su voluntad, todos los medios para ese fin. Por lo mismo, los que fueron
elegidos, por estar caídos en Adán, son redimidos por Cristo; son eficazmente llamados a
la fe en Cristo por su Espíritu que obra a su debido tiempo, son justificados, adoptados,
santificados y guardados por su poder por medio para la salvación. Ningún otro es redi-


348 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

mido por Cristo, ni eficazmente llamado, justificado, adoptado, santificado y salvado


excepto los elegidos.
“Al resto de la humanidad Dios quiso, de acuerdo al designio inescrutable de su
voluntad, por medio del cual Él extendió o retiró la misericordia como Él quiso, para la
gloria del poder soberano sobre sus criaturas, pasar por alto y ordenarlos al deshonor y a la
ira por sus pecados, también para la alabanza de su gloriosa justicia”.
9. Además del arminianismo, existieron otras dos posiciones intermedias, el semipelagianis-
mo y el sinergismo luterano. El primero sostenía que la ayuda divina o la gracia preve-
niente era necesaria, no para el principio, sino solo para el progreso y consumación de la
gracia en el alma. Esto se desarrolló más tarde en la idea del mérito. El sinergismo nació de
la doctrina luterana de la expiación universal. Su contraseña era que la voluntad humana
es una causa concurrens. Esto fue tomado de las palabras de Crisóstomo: “Aquél que atrae,
atrae una mente dispuesta”. William Burton Pope señala que la enseñanza luterana sobre
este punto estaba viciada por dos errores: primero, le atribuye ese bien en el ser humano al
que la gracia de conversión apela, a la naturaleza no completamente degradada por la
caída, sin poner énfasis en el don de redención de nuestro Salvador al mundo; y segundo,
hace que los preliminares de la gracia dependan demasiado del bautismo.
LOS CINCO PUNTOS DE CONTROVERSIA
La doctrina de los remonstrantes se plantea en cinco proposiciones. Son conocidas como
los “Cinco Puntos de Controversia entre los discípulos de Arminio y Calvino”. Mosheim
las ofrece como sigue:
1. “Que Dios, desde toda la eternidad, determinó otorgar la salvación a aquellos que,
como Él lo previó, perseverarían hasta el final en su fe en Jesucristo, y también infligir
castigo eterno a quienes persistirían en su incredulidad y resistirían, hasta el fin de la vida,
su socorro divino.
2. “Que Jesucristo, por su muerte y sufrimiento, hizo una expiación por los pecados de
la humanidad en general, y para cada individuo en particular; que, sin embargo, nadie,
sino quienes crean en Él pueden participar de ese beneficio divino.
3. “Que la fe verdadera no puede proceder del ejercicio de nuestras facultades y poderes
naturales, o de la fuerza y operación de la libre voluntad, toda vez que el ser humano,
como consecuencia de su corrupción natural, es incapaz de pensar y hacer alguna cosa
buena; y que por ello es necesario para su conversión que él sea regenerado y renovado por
medio del Espíritu Santo, el cual es don de Dios a través de Jesucristo.
4. “Que esta gracia o energía divinas del Espíritu Santo, que sana los desórdenes de la
naturaleza corrupta, inicia, desarrolla y lleva a la perfección todo lo que se puede llamar
bueno en el ser humano; y que, por consecuencia, todas las buenas obras, sin excepción, se
han de atribuir solo a Dios y a la operación de su gracia; no obstante, esta gracia no fuerza
al ser humano a actuar contra su inclinación, sino que el pecador impenitente la puede
resistir y hacerla ineficaz por medio de su voluntad perversa.
5. “Que quienes se unen a Cristo por la fe, por ello se les concede abundante fortaleza y
suficiente socorro para capacitarlos para triunfar sobre las seducciones de Satán y sobre las
tentaciones del pecado; sin embargo, pueden descuidar estas ayudas, y por ello caer de la
gracia y, de morir en tal estado, finalmente pueden perecer. Este punto se inició al princi-
pio con cierta duda, pero después se estableció positivamente como una doctrina estable-
cida”.
Desde el punto de vista calvinista, los Cinco Puntos se plantean como sigue: (1)
Elección incondicional; (2) expiación limitada; (3) incapacidad natural; (4) gracia irresis-
tible; y (5) perseverancia final. A veces se expresan en los siguientes términos: (1) Predes-
tinación; (2) expiación limitada; (3) depravación total; (4) llamado eficaz; y (5) perseve-
rancia final.

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 349

10. La doctrina de la depravación natural establece la total incapacidad del ser humano de
volverse por sí mismo a la fe y al llamado de Dios. Habiéndose postulado tal cosa, la
afirmación de que todos tienen una probatoria justa incluye la doctrina de una influencia
clemente incondicionalmente asegurada como herencia común de la raza: así se asegura
esa clemente influencia; la misma sangre que compró para la humanidad una existencia
consciente, procuró para ellos toda la gracia necesaria para las responsabilidades de esa
existencia (Raymond, Syst. Th., II:316).
11. El arminianismo sostiene “que existe un estado natural que se distingue del estado de
gracia y del estado de gloria, siendo ese estado natural, no obstante, de por sí un estado de
gracia, de gracia preliminar, que se disemina por todo el mundo y visita a todos los hijos
de los hombres: no únicamente al remanente de lo bueno que no fue afectado por la caída,
sino al remanente como efecto y don de la redención. La gracia especial de iluminación y
conversión, y arrepentimiento y fe, solo es preveniente, no alcanzando la regeneración;
pero sí fluye en la vida regenerada. Por tanto, afirma en cierto sentido el principio de la
continuidad de la gracia en el caso de aquellos que son salvos. Pero en su doctrina, toda la
gracia no es la misma gracia en sus resultados, aunque toda es la misma en su propósito
divino. Distingue entre las medidas y grados de la influencia del Espíritu y los beneficios
más universales y comunes de la expiación en la vida y sus ventajas, hasta la consumación
de la energía del Espíritu Santo que capacita para la visión de Dios. Rechaza el invento de
la gracia común que no es cáris sotérios; y se niega a creer que influencia alguna del Espíri-
tu divino asegurada por la expiación sea impartida sin referencia a la salvación final. La
doctrina de la continuidad de la gracia, que fluye en ciertos casos ininterrumpidamente de
la gracia de un nacimiento cristiano, sellada en el bautismo, y hasta la plenitud de la
santificación, es lo único consistente con la Biblia”. (Pope, Compend. Chr. Th., 390.)
12. Dios no obliga al ser humano mediante la fuerza mecánica, sino que lo acerca y lo mueve
hacia Él por medio del poder moral de su amor. En ninguna parte de la Biblia o de la
historia de la iglesia se enseña que el pecador es completamente pasivo cuando inicia su
arrepentimiento. La voz que grita ¡despierta! no llega a cadáveres, sino a los espiritual-
mente muertos, en los que permanece la capacidad o recepción para vida, aun donde no
podamos pensar en espontaneidad sin la influencia de la gracia de preparación de Dios. La
gracia de Dios conduce al pecador a la fe, pero siempre de manera que el creer de éste al
rendirse a Cristo es su propia acción personal (Van Oosterzee, Chr. Dogm., II:622).
13. El calvinismo, con su creencia en la predestinación, considera necesario hacer una
distinción entre las diferentes clases de gracia y por ello rompe la continuidad de las
manifestaciones del Espíritu. Considera que lo bueno en el ser humano antes de la con-
versión se debe a la “gracia común”, pero también cree que ésta jamás puede llegar a
convertirse en gracia salvadora. La gracia común pertenece a todos, la gracia eficaz solo a
los elegidos. “Tal distinción”, dice E. J. Banks, “jamás se puede reconciliar con la Biblia,
con la justicia divina o con la responsabilidad humana”. (Banks, Manual Chr. Doct., 228.)
14. Nevin dice que, “El verdadero arrepentimiento consiste en el quebrantamiento del
corazón de uno por el pecado y como resultado del pecado”. Mason señala: “El arrepen-
timiento comienza con la humillación del corazón y termina con la transformación de la
vida”. Field dice que las dos palabras que se traducen como “arrepentirse” y los dos sus-
tantivos correspondientes que se derivan de ellas significan “preocupación-posterior” y
“pensamiento-posterior”. “Preocupación-posterior” a causa de algo que ha sido impropio;
y “pensamiento-posterior” significa un cambio o alteración tal de la mente en cuanto
implica un retorno a las perspectivas correctas, sentimientos correctos y conducta correcta.
15. Creemos que el arrepentimiento, que es un cambio sincero y completo de la mente
respecto al pecado, con el reconocimiento de culpa personal y la separación voluntaria del
pecado, se exige de todos los que por acción o propósito han llegado a ser pecadores contra

350 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Dios. El Espíritu de Dios da a todos los que quieran arrepentirse la ayuda benigna de la
contrición de corazón y la esperanza de misericordia para que puedan creer a fin de recibir
perdón y vida espiritual (Manual, Artículo VIII).
16. El arrepentimiento, al igual que la conversión, es genérico, inclusivo en carácter; se ocupa
del pecado como pecado. Es imposible arrepentirse de un pecado particular sin arrepen-
tirse del pecado como tal: de todo el pecado. El arrepentimiento puede comenzar con un
pecado particular, y así probablemente lo haga a menudo; pero cuando se abandona el
pecado, debe abandonarse como pecado; y esto implica la renuncia de todo el pecado, esto
es, de la mente carnal que es la esencia de todo pecado. ... De ahí que en el arrepenti-
miento puede no ser necesario recordar todos los pecados pasados; tal arrepentimiento
sería imposible. Se renuncia a la mente pecaminosa, a la voluntad autoindulgente, y por
ello se repudia todo pecado, incluso el acto de pecado particular que no se recuerde en ese
momento (Fairchild, Elements of Theology, 250).
17. La impenitencia es el estado opuesto a la penitencia. Es la persistencia en el pecado, en un
propósito y vida no benevolentes; es más bien un estado y no un acto; el estado del peca-
dor bajo la luz y motivos que lo inducirían al arrepentimiento pero no lo hacen (compá-
rese con Romanos 2:4-5). La impenitencia no implica alguna emoción especial o senti-
miento positivo de resistencia o repugnancia u oposición a Dios. Todo lo que involucra
necesariamente es la mera inmovilidad bajo motivos que deberían volver el alma del
pecado, de la mundanalidad. Cada pecador tiene motivos ante sí que lo debían conducir al
arrepentimiento. Cada pecador persistente es un pecador impenitente (Fairchild, Elements
of Theology, 251).
18. Aunque se dice mucho en la Biblia respecto a la fe, solo hay un pasaje en el cual se define
particularmente. Es el de Hebreos 11:1: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la
convicción de lo que no se ve”. Como esta es la única definición inspirada de la fe, sería
apropiado examinar con la debida atención los términos en que se expresa. La palabra
upóstasis, que se traduce como certeza, significa literalmente algo puesto debajo, una base o
fundamento. Pero en su aplicación metafórica significa cierta persuasión, una expectación
segura, una anticipación confiada. Pensamos que el último sentido, “anticipación confia-
da”, es el verdadero significado de la palabra en el pasaje que tenemos ante nosotros, pues
el Apóstol la vincula con “lo que se espera”. Así también, en Hebreos 3:14, el mismo
término se traduce como “confianza”. El término elégco, que se traduce como “retener
firme”, significa principalmente cualquier cosa que sirve para convencer o refutar un
argumento, prueba o demostración. Pero cuando se utiliza en forma de metonimia, signi-
fica refutación o convicción, persuasión firme. Esto último lo tomamos como el verdadero
significado de la palabra en el presente caso. La definición del Apóstol, por tanto, se puede
expresar así: Fe es la anticipación confiada de lo que se espera, la firme persuasión de lo
que no se ve (Wakefield, Chr. Th., 481-482).
19. Daniel D. Whedon dice que la fe es la “creencia del intelecto, el consentimiento de los
afectos y el acto de la voluntad, por cuyo medio el alma se pone personalmente bajo la
custodia de Cristo como su gobernador y Salvador”... es, por tanto, “nuestro autocom-
promiso con Dios y con toda bondad”.
Fairchild dice, “que se pueden distinguir tres elementos en el ejercicio general que
denominamos fe: (1) El elemento intelectual, esto es, una percepción y convicción de la
verdad, de cierta verdad que involucra obligación. (2) La aceptación moral de esa verdad,
tratarla voluntariamente como verdad. (3) Los resultados emocionales, la paz y seguridad y
la confianza que siguen a la sumisión del corazón a la verdad”. (Fairchild, Elements of
Theology, 255-256.)
20. Juan Wesley dice que en Hebreos 11:1, la palabra griega elégco significa literalmente una
evidencia y convicción divina. ... Implica tanto una evidencia sobrenatural de Dios como

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 351

las cosas de Dios; un tipo de luz espiritual que se muestra al alma y una visión o percep-
ción sobrenatural de eso... “Por esta fe somos salvados, justificados y santificados”. “La fe
es la condición, y la única condición de la justificación. Es la condición: ninguno es
justificado hasta que cree: sin fe ninguna persona es justificada. Y es la única condición:
ella sola es suficiente para la justificación. Toda persona que cree es justificada, no importa
lo que tenga o no tenga. En otras palabras: nadie es justificado hasta que cree; cada una de
las personas cuando cree es justificada”. En lo que respecta al arrepentimiento y sus frutos
dice: “estos son solo remotamente necesarios; necesarios para la fe; en tanto que la fe es
inmediata y directamente necesaria para la justificación. Sostenemos que la fe es la única
condición que es inmediata y próximamente necesaria para la justificación. (Wesley,
“Sermon on the Scripture Way of Salvation”).
21. El ser humano vive y se mueve y tiene su existencia, como criatura espiritual, en un
elemento de fe o confianza en lo invisible; en ese sentido también, “por fe andamos, no
por vista”. La creencia es una condición principal de todo conocimiento y de todo razo-
namiento sobre el conocimiento. Se puede decir que sin ella no se le puede dar pleno
asentimiento a ninguna proposición que tenga que ver con otra cosa que no sea la materia
del sentido. De ahí lo apropiado del crede ut intelligas de Anselmo, en oposición al intellige
ut credas de Abelardo; las dos palabras claves de la fe cristiana y del racionalismo respecti-
vamente (Pope, Compend. Chr. Th., II:377).
Quien no cree hasta que recibe lo que él denomina una razón para hacerlo, es posible
que jamás logre salvar su alma. La razón más elevada y más soberana que se puede ofrecer
para creer, es que Dios lo ha mandado (Adam Clarke, Chr. Th., 135).
La fe ha de considerarse una forma de conocimiento. Tiene que ver con lo invisible, en
tanto que la ciencia trata con el mundo natural y visible. Sin embargo, esto no implica
contradicción alguna entre la fe y el conocimiento. Los principios fundamentales de la
ciencia, tales como la uniformidad de la naturaleza y la ley de la causalidad, no son, des-
pués de todo, conocimientos que se puedan demostrar, sino grandes actos de fe. La fe en
las cosas espirituales trata con realidades de manera tan real como lo hace la ciencia física.
Es por fe que conocemos a Dios y entramos en unión con él a través de Cristo. Ninguna
forma de conocimiento puede ser más genuina que ésta.
Fairchild señala que la oposición de la fe respecto a la razón es completamente
injustificada. La fe depende de la razón y solo sigue la evidencia razonable; cualquier
creencia que se halle más allá de esto es presunción arbitraria, o prejuicio, pero no fe. El
único fundamento para la idea de tal oposición es que al ejercitar la fe recibamos revela-
ción divina, y por ello lleguemos a una verdad que se halle más allá de la razón. Aceptamos
la Palabra de Dios, y tomamos como verdad lo que nos enseña, en vez de depender de
nuestra razón sin ayuda. Al hacer esto no abandonamos a la razón, o nos oponemos a ella;
la seguimos. La razón nos lleva a Dios; aceptamos su Palabra como verdad, debido a que
tenemos razón para hacerlo por la evidencia que tenemos de su verdad. Un hijo que
adopta la sabiduría de su padre como su guía está siguiendo la razón. Quien rechaza una
sabiduría más elevada y afirma que camina solo por la suya propia, usualmente se le
conoce como racionalista, lo único que tal persona no está siguiendo a la razón (compárese
con Fairchild, Elements of Theology, 257).
22. Harrison, en su obra “Wesleyan Standards”, resume la enseñanza sobre la fe de Juan
Wesley de la siguiente manera: (1) Una evidencia o convicción divinas de que Dios ha
prometido esto en su Santa Palabra. (2) Una evidencia y convicción divinas de que lo que
ha prometido es capaz de realizarlo. (3) Una evidencia y convicción divinas de que Él es
capaz y que está dispuesto a realizarlo ahora. (4) Una evidencia y convicción divinas de
que Él lo hace. En que en este momento se ha realizado. (Harrison, Wesleyan Standards,
II:340).

352 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

En la Biblia se nos presenta la fe bajo dos perspectivas principales. La primera tiene que
ver con el asentimiento o la persuasión; la segunda, con la confianza y la creencia. Es claro
que la primera se puede separar de la última, aunque la última no puede existir sin la
primera. La fe, en el sentido de asentimiento intelectual de la verdad, se permite que
pueda ser poseída por los demonios. También se puede suponer o declarar que una fe
inoperante y muerta sea poseída por los malvados que profesen el cristianismo (compárese
con Mateo 25:41-46). Así como se enseña esta distinción en la Biblia, así también se
observa en la experiencia, que acepta que las verdades de la religión revelada pueden ser el
resultado de examen y convicción, aun cuando el espíritu y la conducta puedan no ser
renovados y ser completamente mundanos (Watson, Institutes, II:245).
23. El obispo Weaver simplifica esta posición al decir que tenemos el poder para caminar; ese
poder es don de Dios. Tenemos el poder para ver; éste también es don de Dios. Pero Dios
no camina en nuestro lugar ni ve por nosotros. Podemos negarnos a caminar o podemos
cerrar nuestros ojos (compárese con Weaver, Chr. Th., 158). Ralston utiliza prácticamente
la misma ilustración, limitando el “don de Dios” a lo que él denomina un “arreglo mise-
ricordioso” no independiente de, sino en conexión con, la libre agencia moral del ser
humano. En este sentido, Dios es “el autor y consumador de nuestra fe” debido a que a
través de este arreglo misericordioso y por medio de la ayuda de la gracia divina impartida,
somos capaces de creer. Podemos decir entonces que en estas acepciones la fe es un don de
Dios; pero esto no significa admitir que la fe en ningún sentido es una acción de la cria-
tura (compárese con Ralston, Elements of Divinity, 358).
24. Fairchild define la fe “como la aceptación voluntaria de la verdad que demanda acción
moral, o el tratar la verdad como verdad, el respetar como verdad lo que tenemos razón
para creer como verdad respecto a Dios y a nuestras relaciones con Él o con cualquier
obligación moral. La verdad debe pertenecer a Dios, y a la obligación, ya que la aceptación
de ninguna otra verdad toca el carácter moral o puede tener efecto alguno sobre nuestra
aceptación ante Dios”. En esta conexión, él señala que la fe en su naturaleza moral subje-
tiva involucra no tanto alguna forma particular o cantidad de la verdad incluida, cuanto la
disposición para conocer y poner en práctica la verdad. Los demonios tienen más verdad
en su conocimiento que muchos santos; ellos “creen y tiemblan”, pero ellos no tienen fe;
ellos no tratan a la verdad como verdad, no se ajustan a la verdad en su actitud voluntaria;
la resisten y la rechazan. Pilato y Herodes sabían mucho acerca de Jesús. Pilato sabía que
Él era una persona justa; pero no actuó en correspondencia a su conocimiento. No es
cuestión de mayor o menor luz o conocimiento, sino una disposición para obedecer la luz.
La luz más débil que es consistente con la función moral pone las bases para la fe. No es
necesario conocer el evangelio en su revelación más elevada, para la posibilidad y obliga-
ción de la fe (compárese con Fairchild, Elements of Theology, 254-255).
25. Juan Wesley omitió sabiamente el Artículo XIII del Credo Anglicano que le sigue a éste y
que se titula “De las Obras Antes de la Justificación”. Éste se escribió probablemente en
oposición a la doctrina romana del mérito, y dice lo siguiente: “Las obras que se realizan
antes de la gracia de Cristo, y de la inspiración de su Espíritu, no son agradables a Dios,
puesto que no son el resultado de la fe en Jesucristo: ni hacen aptas a las personas para
recibir la gracia, o, como los autores de esa escuela dicen, merecen la gracia de la con-
gruencia; más bien, porque no se han realizado como Dios ha querido y demandado que
se realicen, no dudamos que ellas tengan la naturaleza de pecado”.
Fletcher, en sus “Checks to Antinomianism”, nos ha dado quizá el argumento más
poderoso en cuanto a las buenas obras como condición de la salvación. No han de enten-
derse como salvación meritoria; ni han de considerarse como condición inmediata de
salvación, para lo cual tanto Fletcher como Wesley sostienen que es la fe sola. No obstan-
te, ellas son condiciones remotas, y se oponen a la posición antinomiana, que el pecador

LOS ESTADOS PRELIMINARES DE LA GRACIA 353

no ha de hacer nada por su salvación. Él dice: “Tenga usted el agrado de responder las
siguientes preguntas, fundado en las declaraciones expresas de la Palabra de Dios. ‘Al que
ordene su camino, le mostraré la salvación de Dios’ [Salmos 50:23]. Ordenar nuestro
camino, ¿es un no hacer nada? ‘Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros
pecados’ [Hechos 3:19]. ¿No valen nada el arrepentimiento y la conversión? ‘Venid a mí
todos los que estáis... cargados, y yo os haré descansar’ [Mateo 11:28] --yo os justificaré.
¿Es el venir un no hacer nada? ‘Dejad de hacer lo malo, aprended a hacer el bien… Venid
luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: aunque vuestros pecados sean como la grana, como
la nieve serán emblanquecidos’ [Isaías 1:16-18] --seréis justificados. ¿Es dejar de hacer el
mal y aprender a hacer el bien un no hacer nada? ‘Buscad a Jehová mientras puede ser
hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino y el hombre inicuo
sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, al Dios nuestro, el
cual será amplio en perdonar’ [Isaías 55:6-7]. ¿Es buscar, llamar, dejar el camino de uno y
volverse al Señor sencillamente nada? ‘Pedid y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se
os abrirá’ [Mateo 7:7]. Sí, tomad el reino de los cielos por la fuerza. ¿Es buscar, pedir y
llamar y tomar por la fuerza absolutamente nada? Cuando hayáis respondido a estas
preguntas, lanzaré cien o doscientas más de las mismas en vuestro camino”.
26. Pope, en su Catecismo Mayor, expresa la relación entre la fe y las obras de la siguiente
manera:
(1) La fe se opone a las obras como meritorias, y la fórmula es: “Un ser humano no es
justificado por medio de las obras de la ley, sino solo a través de la fe en Jesucristo” (Gála-
tas 3:16).
(2) La fe vive solo en sus obras, y la fórmula es: “La fe sin obras es muerta” (Santiago
2:26).
(3) La fe es justificada y aprobada por las obras, y la fórmula es: “Yo te mostraré mi fe
por mis obras” (Santiago 2:8).
(4). La fe se perfecciona en la obras, y la fórmula es: “la fe se perfeccionó por las obras”
(Santiago 2:22). (Compárese con Pope, Higher Catechism, 233.)
27. Respecto a la seguridad, Juan Wesley dice: “¿Pero es ésta la fe de seguridad, o la fe de
adherencia? La Biblia no menciona tal distinción. El Apóstol dice: Hay ‘una… esperanza
de vuestra vocación; …una sola fe’, una fe cristiana salvadora; así como hay ‘un solo
Señor’, en quien creemos, y ‘un solo Dios y Padre de todos”. Y es verdad, esta fe necesa-
riamente implica la seguridad (que aquí solo es otra palabra para evidencia, siendo difícil
establecer la diferencia entre ellas) de que Cristo me amó y se dio a sí mismo por mí.
Porque ‘el que cree’ con la fe verdadera y viva ‘tiene el testimonio en sí mismo’; ‘el Espí-
ritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios’. ‘Y por cuanto
sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba,
Padre!’, y le da la seguridad de que es así, y una confianza como de niño en Él. Pero
obsérvese que en la misma esencia de las cosas, la seguridad va antes de la confianza.
Porque el ser humano no puede tener una confianza infantil en Dios hasta que sepa que es
hijo de Dios. Por tanto, la confianza, la fe, la dependencia, la adherencia o comoquiera
que se le llame, no es primero, como algunos han supuesto, sino que es la segunda rama o
acto de la fe”. (Wesley “Sermon: The Scripture Way of Salvation”.)
28. El término conversión aquí representa unos pocos equivalentes en hebreo y griego que
expresan la misma idea religiosa: el cambio por el cual el alma se vuelve del pecado a Dios.
El hecho de que sea común a los dos Testamentos le concede gran importancia. Es una
descripción general de la restauración del pecador lo que corre a través de la Biblia; y por
lo mismo, se ha considerado muy a menudo como que incluya mucho más que la mera
crisis del cambio moral y religioso. A veces se ha pensado que representa todo el curso, a
través de todas sus etapas, del retorno del alma a Dios: éste es el caso especialmente en las

354 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

obras de los escritores místicos, y de algunos que no lo son. Por ejemplo, para quienes no
reconocen ninguna influencia salvadora antes de la regeneración, de la que fluyan el
arrepentimiento y la fe, es necesario que la conversión incluya todas las bendiciones mo-
rales del estado de gracia; de hecho, deberá tener un significado muy indeterminado en
todo sistema calvinista. La teología que se puede denominar sacramentalista generalmente
considera la conversión como el proceso de restauración de un estado en el cual la gracia
regeneradora que se confiere en el bautismo se ha descuidado y al parecer pudo haberse
perdido. Algunas veces, mediante un uso muy indefinido del término, se ha convertido en
sinónimo de la experiencia del perdón y la seguridad de la reconciliación. Pero debemos
tener en mente que significa simplemente el punto de cambio de la vida religiosa: el
cambio de un camino de pecado al comienzo de la búsqueda de Dios. De ahí que la crisis
que marca no es en la vida religiosa de un creyente, sino en la vida del alma, ciertamente
redimida, pero que todavía no es una nueva criatura en Cristo (Pope, Compend. Chr. Th.,
II:367-368).




CAPÍTULO 27

LA JUSTIFICACIÓN
La justicia cristiana o la justificación por la fe es una doctrina cardi-
nal de la teología, haciéndola ocupar una posición dominante en todo
el sistema cristiano. La misma se refiere a ese punto particular de la
gracia salvadora en que el alma es traída a una relación aceptable con
Dios por medio de Cristo, siendo esa relación la que determina todos
los avances adicionales dentro de la vida cristiana. Martín Lutero habló
de la justificación como el articulus stantis aut cadentis ecclesiae, o “el
artículo de una iglesia que permanece o cae”.1 “Ésta extiende su
influencia vital a través de toda la experiencia cristiana, y opera en cada
aspecto de la piedad 7práctica”. El obispo S. M. Merrill, en su libro,
Aspects of Christian Experience, expone adecuadamente la importancia
práctica de esta verdad como sigue: “Aquí su vida, su espíritu y su
poder entran en contacto eficaz con las conciencias despertadas y los
corazones penitentes, trayendo los latidos de una nueva vida y el
destello de un nuevo día al alma perdida en tinieblas y pecado. Destruir
este eslabón de la cadena es hacerla totalmente inservible. El nombre de
Cristo, si se retiene, habrá perdido todo su encanto. Se le robará a su
sangre la eficacia meritoria, y su Espíritu será reducido a un sentimiento
o estado de ánimo carente de poder para despertar el alma a la vida de
justicia. Junto a este desplazamiento de Cristo vendrá una indebida
exaltación de las virtudes humanas, y la disminución de la vileza del
pecado, hasta que la presencia de la culpa deje de alarmar, y la necesi-
dad de humillarse se vuelva imaginaria. Así, la pompa de la adoración
tomará el lugar del gemido interior por la salvación, y a los servicios del
santuario se les requerirá encantar los sentidos, ministrar a los gustos
estéticos, y nutrir la vanidad del corazón, pero sin que se perturben las


356 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

emociones ni se despierte en las profundidades del alma el clamor por


Dios y por la pureza”.
Definiciones de la justificación.2 Arminio nos da esta definición: “La
justificación es un acto justo y benévolo de Dios por el cual, desde su
trono de gracia y misericordia, y por causa de Cristo, por su obediencia
y su justicia, absuelve al ser humano de sus pecados, el cual es pecador
pero creyente, y lo considera justo, para la salvación de la persona
justificada, y para la gloria de la justicia y la gracia divina”. Juan Wesley
definió la justificación como “ese acto de Dios el Padre por el cual, por
causa de la propiciación hecha por la sangre de su Hijo, muestra su
justicia (o misericordia) al remitir los pecados pasados”. De acuerdo a
Samuel Wakefield, “la justificación es un acto de la gracia libre de Dios,
por el cual absuelve a un pecador de la culpa y el castigo, y lo acepta
como justo, por causa de la expiación de Cristo”. Hay una definición
en el Dictionary de Watson, citada por Samuel Wakefield, Thomas N.
Ralston y William Burton Pope, y es la del doctor Bunting, que dice
así: “Justificar a un pecador es contarlo y considerarlo relativamente
justo, y tratar con él como tal, sin considerar sus pasadas injusticias, al
librarlo, absolverlo, eximirlo y rescatarlo de varios males penales, y
especialmente de la ira de Dios y del castigo de la muerte eterna la cual
merecía por esas injusticias pasadas, aceptándolo como justo, y
admitiéndolo al estado, a los privilegios y a las recompensas de la
justicia”. Nuestro propio artículo de fe, aunque intenta principalmente
ser la declaración de una creencia, no deja de ser definitivo en su
naturaleza: “Creemos que la justificación es aquel acto benigno y
judicial de Dios, por el cual Él concede pleno perdón de toda culpa, la
remisión completa de la pena por lo pecados cometidos y la aceptación
como justos de los que creen en Jesucristo y lo reciben como Salvador y
Señor” (Manual de la Iglesia del Nazareno, Artículo de Fe IX).3
Podemos ahora resumir estos varios aspectos de la verdad y expresarlos
en la siguiente definición: “La justificación es aquel acto judicial o
declarativo de Dios, por el cual Él pronuncia a los que creen en la
ofrenda propiciatoria de Cristo, y la aceptan, como absueltos de sus
pecados, libertados de su castigo, y aceptados como justos delante de
Él”.
El desarrollo bíblico de la doctrina. Son varias las opiniones que han
sido afirmadas y defendidas por los teólogos en cuanto a la doctrina de la
justificación. Pero antes de considerar esas posiciones, será bueno prestar
atención a aquellos pasajes bíblicos que tienen que ver directamente con

LA JUSTIFICACIÓN 357

el asunto, a fin de que se capte tan claramente como sea posible la luz
bajo la que la inspiración divina la ha presentado. Hay variedad en los
términos que se usan, aunque todos tengan sustancialmente la misma
connotación, pero con varios matices de significado: justificación,
justicia, la no imputación del pecado, considerar justo o atribuir justicia,
y así por el estilo. El pensamiento germinal de la nueva y divina justicia
se nos da en las siguientes palabras de nuestro propio Señor: “Mas
buscad primeramente el reino de Dios y su justicia” (Mateo 6:33). Este
pensamiento fue desarrollado más tarde por el apóstol Pablo. Los
siguientes son los pasajes más importantes. (1) “Sabed, pues, esto,
hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que
de todo aquello de que no pudisteis ser justificados por la Ley de Moisés,
en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:38-39). Es aquí
evidente que el perdón y la justificación son términos sinónimos, en
donde uno explica el otro, pero con una leve diferencia. (2) “[Y] son
justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en
Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en
su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto,
en su paciencia, los pecados pasados, con miras a manifestar en este
tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo y el que justifica al que es
de la fe de Jesús” (Romanos 3:24-26). A este se le considera uno de los
pasajes clásicos de la justificación, y presenta la posición paulina en una
variedad de términos. Otro pasaje también considerado clásico es el
siguiente: (3) “[Pero] al que no trabaja, sino cree en aquel que justifica al
impío, su fe le es contada por justicia. Por eso también David habla de la
bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras,
diciendo: ‘Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y
cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor
no culpa de pecado” (Romanos 4:5-8). La Epístola de San Pablo a los
Gálatas también trata con el tema de la justificación, pero destaca
especialmente la relación de la fe y las obras.

LA NATURALEZA DE LA JUSTIFICACIÓN
El término justificación tiene varias aplicaciones. Primero, se aplica a
aquel que es personalmente justo o recto, y a quien no se le ha hecho
ninguna acusación. Esta es la justificación personal, o la justificación
sobre las bases de la obediencia perfecta o el mérito personal. El vocablo
dikaióo se emplea frecuentemente en el Nuevo Testamento en ese
sentido forense de declarar a una persona justa o recta. Así, se dirá,

358 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

“Pero la sabiduría es justificada por sus hijos” (Mateo 11:19). “El


pueblo entero que lo escuchó, incluso los publicanos, justificaron a
Dios” (Lucas 7:29); y, “los que obedecen la Ley serán justificados”
(Romanos 2:13). Segundo, el término se puede aplicar a alguien contra
quien se ha hecho acusación, pero sin sostenerla. “Cuando haya pleito
entre algunos, y acudan al tribunal para que los jueces los juzguen, estos
absolverán al justo y condenarán al culpable” (Deuteronomio 25:1).
Esta es justificación legal, sobre las bases de lo inocente o lo justo de
una causa. Tercero, se aplica a alguien acusado, culpable y condenado.
¿Cómo puede una persona así ser justificada? Solo de una manera: por
el perdón. Por un acto de Dios, sus pecados son perdonados por causa
de Cristo, su culpa cancelada, y su castigo remitido, siendo aceptado
ante Dios como justo. Por tanto, es declarado justo, no por ficción de
derecho, sino por acción judicial, y se le coloca en la misma relación
con Dios por medio de Cristo, como si nunca hubiera pecado. Esta es
la justificación evangélica, y es posible solamente por medio de la
redención en Cristo Jesús.
La justificación evangélica es la remisión de pecados. La importancia
de adquirir y mantener esta visión sencilla pero distintiva de la justifi-
cación se hará evidente al considerar más a fondo el asunto. “El primer
punto que encontramos que establece el lenguaje del Nuevo Testa-
mento”, dice Richard Watson, “es que la justificación, el perdón y la
remisión de pecados, la no imputación del pecado, y la imputación de
justicia, son términos y frases de un mismo valor” (Richard Watson,
Theological Institutes, II:212). Pero hay que tener cuidado con una
posición como esa. La remisión de pecados es un acto de misericordia,
pero no es un ejercicio de la prerrogativa divina aparte de la ley sino
consistente con la ley. Así es como se distinguirá del simple perdón. Por
un lado, esta posición deberá distinguirse todavía más de la mera
imputación de la justicia de Cristo como lo enseñan los antinomianos,
y por el otro, de la idea de una justificación sobre las bases de la justicia
inherente, como sostiene la Iglesia Católica Romana. Que la justifica-
ción signifique el perdón o la remisión de pecados, no es solo un
postulado del arminianismo, sino que es el “factor vital” en la enseñan-
za de todos los teólogos protestantes ortodoxos.4
La justificación es tanto un acto como un estado. Es un acto de Dios por
el cual los seres humanos son declarados justos; y es el estado del ser
humano en el cual se le introduce como consecuencia de esa declaración.
Sea como acto o como estado, la palabra en su verdadera connotación

LA JUSTIFICACIÓN 359

nunca se emplea en el sentido de hacer justos a los seres humanos, sino


solo en el sentido de declararlos o pronunciarlos libres de la culpa y el
castigo del pecado, y por lo tanto justos. Así, pues, salvación es un
término más amplio que justificación, e incluye la regeneración, la
adopción y la santificación. Los términos que se usan en la Biblia
conllevan cierta exactitud de significado, indicando un acto, un acto en
proceso, un acto como plenamente consumado o perfeccionado, y un
estado que sigue a la consumación del acto. (1) Dikaióo, o la forma
simple del verbo, expresa el acto de la justificación. “¿Quién acusará a los
escogidos de Dios? Dios es el que justifica” (Romanos 8:33). (2)
Dikáiosis significa el acto en proceso de completarse: “…el cual fue
entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justifica-
ción” (Romanos 4:25)< “…por la justicia de uno vino a todos los
hombres la justificación que produce vida” (Romanos 5:18, la última
cláusula). (3) Dikáioma significa el acto ya consumado: “…pero el don
vino a causa de muchas transgresiones para justificación” (Romanos
5:16); “de la misma manera por la justicia de uno [el acto completado]
vino a todos los hombres la justificación de vida [el acto en proceso]”
(Romanos 5:8). El significado de los dos términos, según se emplean en
este último versículo, es que “la justicia o justificación” de Cristo como
plenamente consumada, se convierte en la base sobre la cual esa justicia
vale y está disponible continuamente para los seres humanos. Como un
acto consumado, la palabra es traducida como “ordenanzas” en Romanos
2:26 y Hebreos 9:1, por lo cual transmite el significado de una decisión
legal o un estatuto de ley. (4) Dikaiosúne se refiere al estado de alguien
que ha sido justificado o declarado justo: “…el espíritu vive a causa de la
justicia” (Romanos 8:10); “Pero por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el
cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y
redención” (1 Corintios 1:30). La necesidad de distinguir entre la
justificación como acto y como estado se hará evidente a medida
estudiemos el tema más a fondo.
La justificación es un cambio relativo, y no la obra de Dios por la que
somos hechos, en efecto, justos y rectos.5 Aunque la justificación sea un
perdón de pecado, deberemos cuidarnos de la noción de considerarla
como un acto de Dios por el cual uno es hecho en realidad justo y recto
(compárese con Richard Watson, Theological Institutes, II:215). Aquí
también deberemos referirnos al pensamiento claro y entendido de
Juan Wesley sobre el asunto: “¿Pero qué es ser justificado? ¿Qué es la
justificación? … Es evidente, por lo que ya se ha observado, que no es

360 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

ser hecho en realidad justo o recto. Eso es la santificación, la cual,


ciertamente y en algún grado, es el fruto inmediato de la justificación;
sin embargo, es un don distinto de Dios, y de naturaleza totalmente
diferente. Lo uno implica lo que Dios hace por nosotros por su Espíritu;
lo otra lo que Él obra en nosotros por su Espíritu. De modo que, aunque
se puedan encontrar escasos ejemplos en los que el término justificado
o justificación se emplee en un sentido tan amplio como para incluir la
santificación, con todo, en el uso general, son lo suficientemente
distinguibles el uno del otro, ya sea en Pablo o en los otros escritores
inspirados” (Sermon on Justification by Faith).6 Al ver la justificación
como un cambio relativo, y la santificación como un cambio real, será
necesario que entendamos claramente el uso de estos términos. No
queremos significar por los términos relativo y real que uno sea ficción
y el otro sea realidad. Lo que queremos decir es que la justificación es
un cambio real en lo relacionado con Dios, entre tanto que la santifica-
ción es un cambio en la naturaleza moral del individuo. La relación de
un pecador con Dios es de condenación; cuando es justificado, esa
relación cambia, por medio del perdón, a la de aceptación y justifica-
ción. Se hace, pues, evidente que si la santificación o el cambio interior
precediera al exterior, entonces se tendría santidad o justicia interior en
aquellos que estarían en una relación de condenación delante de Dios.
Es por esta razón que el protestantismo siempre ha sostenido que el
primer acto de Dios en la salvación de los seres humanos deberá ser la
justificación o el cambio de relación de condenación a justicia.
También sostiene que, concomitante con el acto de justificación, hay
un cambio interior de santificación, o de impartición de justicia. Pero
por lo menos en pensamiento, la justificación deberá ser lo primero, y
de ese cambio en la relación, todo lo demás, no importa cuán inme-
diato o remoto sea, deberá depender en última instancia.
El fracaso en hacer una distinción tajante entre la justificación como
acto declarativo en la mente de Dios, y la santificación como un
cambio moral dentro del alma que resulta de la nueva relación de
justificación, yace en la base de la teología tridentina como un todo. Ya
en el Nuevo Testamento encontramos un intento de reconciliar la fe y
las obras, y los primeros padres usaron con frecuencia el término
justificación en el sentido más amplio de aplicar la expiación a toda la
naturaleza y la vida del pecador. La fe también llegó a considerarse, no
solo como el principio que percibe el mérito de Cristo para perdón,
sino como aquello que le une el alma a Él en la obra interior de

LA JUSTIFICACIÓN 361

renovación. De aquí que se hiciera distinción entre dos tipos de fe: la


fides informis, o el asentimiento intelectual a los artículos de fe, y la fides
formata charitate, la que se manifiesta en amor y virtud. Fue asunto
fácil, por tanto, que se transfiriera, del individuo a la fe en sí misma, la
imputación de la justicia de Cristo, como si la fe tuviera en sí el germen
de todo bien. La fe, pues, vino a poseer virtud y, por consiguiente,
mérito, una posición que llevó directamente a la idea de la justificación
como una infusión de justicia antes que como una remisión de
pecados.7
Fue en los decretos tridentinos (1547 d.C.), de la Iglesia Católica
Romana, que la doctrina cobró forma en oposición a las posiciones de
los reformadores. Aquí se declara particularmente que “la justificación
no es la sola remisión de pecados, sino además la santificación y
renovación del hombre interior por medio de la aceptación voluntaria
de la gracia y de los dones de gracia; de esa manera un hombre injusto
se vuelve justo, y el enemigo, amigo, para que sea heredero de acuerdo
con la esperanza de la vida eterna. La única causa de la justificación
formal es la justicia de Dios, pero no una justicia por la cual Él mismo
es justo, sino una por la cual Él nos hace justos… recibiendo justicia en
nosotros, cada uno conforme a su propia medida, que el Espíritu Santo
imparte a cada cual como le place, y también de acuerdo con la
disposición y cooperación de cada uno”. Lo rápido y pronunciado de la
declinación, una vez la idea forense de la justificación es rechazada,
puede verse en otras dos declaraciones del Concilio Tridentino, una
que niega lo instantáneo de la justificación, y la otra su seguridad. La
primera es como sigue: “Al mortificar sus miembros carnales, y
someterlos como instrumentos de justicia para santificación por medio
de la observancia de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, siendo
aceptada su justicia por medio de la gracia de Cristo, y su fe cooperan-
do con sus buenas obras, crecen y son justificados más y más”. La
Iglesia persigue este aumento de la justificación cuando ora: “Danos, oh
Señor, aumento en la fe, en la esperanza y en la caridad”. La próxima
oración lleva esta posición del Concilio aún más allá en su desarrollo
lógico: “Aunque es necesario creer que ningún pecado es, ni nunca ha
sido, remitido excepto por bondad, por la misericordia divina, por
razón de Cristo, aun así nadie afirma con confianza y certeza que sus
pecados son remitidos, ni que quien dependa solo de esta confianza
pueda asegurársele la remisión”.8


362 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

La justificación es un acto forense o judicial. El término forense viene


de forum: una corte. Por lo tanto, un procedimiento forense le perte-
nece al departamento judicial de un gobierno, y un acto judicial es la
declaración o el pronunciamiento ya sea de condenación o de justifica-
ción. El acto de la justificación en el sentido teológico es judicial, ya
que Dios no justifica a los pecadores simplemente porque le place, sino
solo en virtud de la justicia de Cristo. En el procedimiento forense hay
dos formas o constituciones de justicia delante de Dios como juez
supremo de todos los seres humanos, las cuales sirven de base para la
justificación. Está la justicia que es de la ley y la justicia que es por la fe.
El pecador, de pie delante de Dios, y bajo la constitución legal o la ley
de las obras, recibe, por medio de la justicia de Dios, la sentencia de
condenación, “porque por las obras de la Ley ningún ser humano será
justificado delante de él, ya que por medio de la Ley es el conocimiento
del pecado” (Romanos 3:20). Pero Pablo nos habla de una nueva
constitución que él llama la justicia de Dios “aparte de la Ley” (Roma-
nos 3:21), “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para
todos los que creen en él” (Romanos 3:22). Ahora ese mismo pecador,
de pie delante de Dios, y bajo la constitución de la fe, recibe, por medio
de la justicia de Dios, la sentencia de absolución, y es justificado
“gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo
Jesús” (Romanos 3:24). El acto que pronuncia justificado a un pecador,
es autorizado únicamente por ser un acto judicial. Cualquiera puede
reclamar haber recibido las recompensas de los méritos de Cristo, pero
una proclamación así no sería justificación. Se vuelve justificación solo
cuando es pronunciada como pronunciamiento autorizado de parte de
Dios como juez. Un soberano puede perdonar, pero solo el juez puede
pronunciar a alguien justo. Su palabra es final.9
En la controversia posterior referente a la imputación, cierta clase de
teólogos arminianos buscó evitar las consecuencias nocivas del antino-
mianismo al hacer de la justificación un acto soberano y no forense.10
Así, pues, John Miley diría que “el perdón en realidad no tiene lugar en
una justificación estrictamente forense”. No obstante, él procedería a
interpretar la justificación forense de una manera propia y peculiar,
como “simplemente un juicio autorizado de justicia actual”. De ahí que
dijera que “el perdón y la justificación forense no pueden ser ni la
misma cosa, ni partes constitutivas de la misma cosa”, y que “deberá
haber error en toda teoría que omita el perdón como el factor vital de la
justificación”. Sin embargo, admitió un hecho en el cual el perdón

LA JUSTIFICACIÓN 363

divino estaría estrechamente emparentado con la justificación forense, a


saber, que “el resultado del perdón es un estado justificado. Con
respecto a la culpa de todos los pecados pasados, el perdón conforma al
pecador con la ley y con Dios” (John Miley, Systematic Theology,
II:311-312). Los wesleyanos (Richard Watson, Adam Clarke, John
Fletcher y Juan Wesley mismo), a la vez que destacan el perdón de los
pecados, no olvidan que la justificación estrictamente hablando es más
que solo el perdón. Una de las declaraciones tempranas de los metodis-
tas era la siguiente: “Ser justificado es ser perdonado y recibido en el
favor de Dios, estado este en el que, si continuamos en él, seremos
finalmente salvos” (Minutes, 1744). Los teólogos metodistas también
captaron el hecho de que, en el acto de la justificación, tanto el factor
soberano como el judicial estaban involucrados.
Richard Watson, en su libro, Theological Institutes, nos da una su-
gestión que es digna de un tratamiento más elaborado. Nos dice “que
en la remisión o el perdón de pecados, el Dios todopoderoso actúa en
su carácter de gobernador y juez, y muestra misericordia basado en
términos que satisfagan su justicia, aun cuando pudo, en rígida justicia,
haber castigado nuestras transgresiones hasta lo sumo. El término
justificación en particular proviene de la judicatura, tomado de las
cortes legales y los procedimientos de los magistrados, y ese carácter
judiciario del acto de perdón es también confirmado por la relación de
las partes las unas con las otras, según se muestra constantemente en la
Biblia. Dios es un soberano ofendido; el ser humano es un súbdito
ofensor. Su ofensa ha sido en contra de la ley pública y no de las
obligaciones privadas. Por consiguiente, el acto por el cual es liberado
de la pena deberá ser de magistratura y de realeza. Es también una
confirmación adicional el que, en este proceso, Cristo sea representado
como mediador y abogado público”. Watson también señala que
algunos de los antiguos teólogos distinguían correctamente entre
sententia legis y sententia judicis, es decir, entre legislación y juicio, entre
la constitución bajo la cual el soberano toma la decisión, sea rígida-
mente justa o mitigada por la misericordia, y sus decisiones en sus
capacidades reales y judiciales en sí mismas. La justificación, por tanto,
es la decisión bajo una legislación benévola, “la ley de la fe”, pero no la
legislación en sí misma. “Si fuera una acto de legislación, entonces sería
solo una promesa, y eso no contemplaría a nadie en particular sino, en
general, a todos a los que se les hace la promesa, presuponiéndose una
condición que deberá ser cumplida. Pero la justificación presupone una

364 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

persona en particular, una causa en particular, una condición que


cumplir, y como ya cumplida en el pasado, también aceptada, proce-
diéndose con la decisión sobre estas bases” (compárese con Richard
Watson, Theological Institutes, II:213-214).
Si tenemos en cuenta los varios factores de la justificación que se
encuentran en las expresiones anteriores, veremos que el solo acto de
justificación, cuando se ve negativamente, sería el perdón de pecados,
pero cuando se ve positivamente, sería la aceptación como justo de
aquel que cree. Aún más, veremos que en la obra de la justificación,
Dios actúa tanto en Su carácter de gobernador como de juez, perdo-
nando, por su gracia soberana, los pecados del penitente que cree, y por
un acto judicial, remitiendo la pena y pronunciándolo justo. Separar
drásticamente estos actos es sentar las bases del error. Hacer demasiado
hincapié en el primero, como ya hemos visto, lleva a la negación de la
imputación, sentando las bases para la teología tridentina. Hacer
demasiado hincapié en el segundo lleva al opuesto error del antinomia-
nismo. Esta parece ser la posición de William Burton Pope, aunque, de
nuevo, no se le adjudique aquí un tratamiento especial. Pope dice: “El
estado de dikaiosúne es aquel que se conforma a la ley, el cual, sin
embargo, siempre se considera como tal solo por medio de la benigna
imputación de Dios, quien, al que cree, lo declara justificado negativa-
mente de la condenación del pecado y, positivamente, le toma en
cuenta el carácter, dotándolo también de los privilegios de la justicia. La
primera bendición, la negativa, es patentemente el perdón; la última, la
bendición positiva, es propiamente la justificación. Sea que se refiera al
acto o al estado, la fraseología de la justificación en toda la Biblia es fiel
a la idea de la imputación. Como verbo, justificar no se emplea en el
sentido de hacer justo a menos que la noción de declarar o considerar le
esté atada” (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology,
II:409).
La justificación es un acto instantáneo, personal y comprensivo. La
justificación es esa obra presente y cumplida en la cual Dios cambia la
relación del pecador, de una de condenación bajo la ley a una de
justicia en Cristo. Esta obra es instantánea, por ser una decisión
definida e inmediata que resulta de la fe, lo cual deja de hacerla una
sentencia que se extienda por años. En el momento en que un peniten-
te verdadero cree en el Señor Jesucristo, ya es justificado.11 “El que cree
en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). Esto es personal, en distin-
ción de “aquella constitución benevolente de Dios, por la cual, y por

LA JUSTIFICACIÓN 365

causa de Cristo, libera a toda la humanidad de la culpa del pecado de


Adán, colocándola en un estado salvable. La justificación es una
bendición de carácter más elevado y perfecto, y no le es común a la raza
humana como un todo, sino que la experimenta cierto perfil de
personas en particular” (Bunting, On Justification). Luego, los que han
de ser justificados deberán inquirirlo por medio de la oración ferviente
y la fe, y experimentarlo por sí mismos. Además, la justificación será
comprensiva por ser la remisión de todos los pecados del pasado,
gracias a la paciencia de Dios.

EL FUNDAMENTO DE LA JUSTIFICACIÓN
Al tratar la naturaleza de la justificación, hemos encontrado que se
hace necesario asumir constantemente que el fundamento de la fe
justificadora es la obra mediadora de Jesucristo. Estos dos temas están
tan estrechamente ligados que es imposible trazar una línea clara de
demarcación entre ambos. Uno le da por necesidad carácter al otro. El
plan evangélico de la justificación del impío descansa sobre tres cosas:
primero, la plena satisfacción de la justicia divina por medio de la
ofrenda propiciatoria de Cristo como el representante del ser humano;
segundo, el honor divino puesto sobre los méritos de Cristo en virtud de
su obra redentora; y tercero, la unión de estas dos en una economía justa
y benévola en la cual se hace posible que Dios como gobernador y juez
muestre misericordia en el perdón de pecados según los términos
consistentes con la justicia. La sola base de la justificación, de acuerdo
con el plan evangélico, es la obra propiciatoria de Cristo recibida en fe.
Esto ya ha sido planteado en nuestra discusión de la expiación, pero
ahora necesita enunciarse de nuevo en referencia inmediata a la obra de
la justificación.
Por ser la fe en la sangre de Cristo como ofrenda propiciatoria la sola
base de la justificación, hay que excluir de inmediato todas las teorías
que la basen en la justicia personal por medio de las obras de la ley.
Primero, hay que excluir el socianismo, el cual sostiene una forma de
justificación, no sobre el fundamento de la fe en Cristo como condición
para el perdón, sino como un acto de suma obediencia. El unitarianis-
mo y el universalismo, los cuales consideran generalmente el arrepen-
timiento como base suficiente en sí misma para el perdón, habrán de
ser igualmente excluidos por ser en esencia intentos de justificación por
las obras. Segundo, hay que excluir también la teoría católica romana de


366 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

justicia inherente, como ya se ha presentado en nuestra discusión de la


naturaleza de la justificación.
Al método de la ortodoxia protestante que procura relacionar la obra
de Cristo con la justificación del que cree, se le conoce como impu-
tación. La palabra se deriva del verbo griego logizomai¸ que significa
considerar o tomar algo en cuenta. Sin embargo, tenemos que decir
aquí que la palabra nunca se emplea en el sentido de considerar o tomar
en cuenta las acciones de una persona como si fueran llevadas a cabo
por otra. El pecado del ser humano, o su justicia, le son imputadas
cuando en efecto es él quien lleva a cabo los actos justos o pecaminosos.
El término reputación se utiliza con frecuencia en este sentido, es decir,
que una persona tenga la reputación de ser pecador o justo. En sentido
legal, la consecuencia del pecado o de la justicia de una persona le es
imputada como castigo o como recompensa. Imputar el pecado o la
justicia es tomarlos en cuenta ya sea para condenación o para absolu-
ción, es decir, para castigar o para eximir del castigo. Los teólogos
protestantes han sostenido tres teorías de imputación como funda-
mento de la justificación: (1) justificación por la imputación de la
obediencia activa de Cristo; (2) justificación por la imputación de la
obediencia activa y pasiva combinadas de Cristo; y (3) justificación por
la imputación de la fe para justicia.
Imputación de la obediencia activa de Cristo. A esto se le conoce
generalmente como la teoría hipercalvinista o antinomiana de la
justificación. Esta teoría sostiene que la obediencia activa de Cristo es
sustitutoria, y así se le imputa al elegido, presentándolo legalmente
justo como si él por sí mismo hubiera prestado obediencia perfecta a la
ley de Dios. El elegido es, por lo tanto, justo por sustitución. Las
tendencias antinomianas de este tipo de teología son peculiarmente
sutiles y peligrosas. La misma hace una diferencia, y con razón, entre la
“posición” legal del creyente y su “estado” o condición espiritual. Pero,
con demasiada frecuencia, separa a tal punto esos criterios, y pone de
relieve tan marcadamente el primero, que pasa por alto y desvalora la
obra subjetiva del Espíritu en la impartición de la justicia. La fe por la
que somos justificados es fides formata, o una fe que tiene en sí el poder
inherente de justificar. Es, como lo expresan comúnmente los wesleya-
nos, “una fe que obra por el amor y que purifica el corazón”. El
arminianismo sostiene que, aunque el acto de imputación es lógica-
mente precedente, en realidad está siempre acompañado por la
santificación interior. Sostiene que la justificación, la regeneración, la

LA JUSTIFICACIÓN 367

adopción y la santificación inicial son bendiciones concomitantes, todas


las cuales se incluyen en el sentido más amplio de la conversión. Sin
embargo, el antinomianismo usualmente se conforma con lo que los
teólogos más antiguos han denominado fides informis, o el simple
asentimiento intelectual de la verdad expresada de manera confesional.
Juan Wesley objetó enérgicamente a esta teoría de la imputación.
“El juicio de un Dios todo sabio”, decía, “es siempre de acuerdo con la
verdad, y nunca será consistente con su sabiduría inequívoca pensar que
soy inocente, juzgar que soy justo o santo, porque otro lo sea. Si Dios
no me puede confundir con David ni con Abraham, tampoco me
confundirá con Cristo” (Sermon on Justification]). De aquí que Samuel
Wakefield argumente lo siguiente: “Si la obediencia de Cristo ha de
contarse como nuestra en el sentido de esta teoría, entonces deberá
suponerse que nosotros nunca hemos pecado, porque Cristo nunca
pecó. Y si se nos considera haber cumplido perfectamente en Cristo
toda la ley de Dios, ¿por qué se nos requiere pedir perdón? Si se dice
que al nosotros pedir perdón solo pedimos que se nos revele la justifi-
cación eterna, el problema persiste, porque, ¿qué necesidad habría de
perdón, sea en el tiempo o en la eternidad, si se nos ha considerado
como habiendo obedecido perfectamente la ley santa de Dios? ¿Y por
qué se debe considerar que nosotros hayamos sufrido, en Cristo, el
castigo por pecados que nunca se nos tuvo en cuenta haberlos cometi-
dos?” (Samuel Wakefield, Christian Theology, 410). Otras de las
objeciones que el arminianismo ha levantado contra la imputación
antinomiana podría resumirse como sigue: (1) La Biblia no la apoya.
Versículos tales como “Jehová, justicia nuestra” (Jeremías 33:16),
pueden solo significar que Él es el autor de la justificación, hecho
también por nosotros sabiduría y santificación y redención. (2) Los
actos personales de Cristo fueron de un carácter demasiado de elevado
como para que se le imputarán a la humanidad. “El que reclama para sí
mismo la justicia de Cristo se presenta delante de Dios, no en el hábito
de una persona justa, sino en la vestimenta gloriosa del Redentor
divino”. Esta actitud no es característica de la humildad del cristiano
genuino. (3) Cambia la muerte de Cristo como causa meritoria de la
justificación, a la obediencia de su vida. Su muerte, pues, se hace
innecesaria, y los hombres todavía permanecen bajo el pacto de las
obras, por medio del cual, dice Pablo, “ningún ser humano será
justificado” (Romanos 3:20).


368 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Imputación de la obediencia activa y pasiva de Cristo. Ambos, el cal-


vinismo y el arminianismo, están unidos en mantener que la obediencia
activa y pasiva de Cristo nunca deberá separarse de hecho, ni tampoco
en pensamiento. Calvino expresa su posición como sigue: “Nosotros
sencillamente explicamos la justificación como una aceptación por la
cual Dios nos recibe en su favor y nos estima como personas justas; y
decimos que consiste en la remisión de pecados y la imputación de la
justicia de Cristo. … Ciertamente deberá ser destituido de su propia
justicia aquel que es enseñado a buscarla fuera de sí mismo. Esto lo
afirma muy claramente el Apóstol cuando dice: ‘Al que no conoció
pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia
de Dios en él’. Vemos que nuestra justicia no está en nosotros sino en
Cristo. ‘Porque así como por la desobediencia de un hombre muchos
fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno,
muchos serán constituidos justos’. ¿Qué es poner nuestra justificación
en la obediencia de Cristo sino afirmar que se nos estima justos solo
porque su obediencia es aceptada?” (Juan Calvino, Institutes, libro 3,
capítulo 11). Arminio hace la siguiente declaración: “Creo que los
pecadores son considerados justos solo por la obediencia de Cristo, y
que la justicia de Cristo es la única causa meritoria por cuya cuenta
Dios perdona los pecados de los que creen y los considera como justos,
como si hubieran cumplido perfectamente la ley. Pero, siendo que Dios
no imputa la justicia de Cristo a nadie sino a los que creen, concluyo
que, en ese sentido, se puede bien y propiamente decir que al hombre
que cree, la fe le es imputada por justicia, por medio de la gracia, por
cuanto Dios ha hecho a su Hijo Jesucristo propiciación, por la fe en su
sangre. No importa la interpretación que se les pueda dar a estas
expresiones, ninguno de nuestros teólogos culpa a Calvino, ni lo
considera heterodoxo en este punto; y siendo que mi opinión no es
demasiado diferente de la de él, no se me impide emplear la firma de
mi propia mano para suscribir aquellas cosas que él nos ha entregado
sobre el tema en el libro tercero de sus Institutos”. Así también Juan
Wesley, en el sermón titulado, “El Señor nuestra justicia”, casi repite las
palabras de Arminio, pero aun cuando estos eminentes pensadores
parezcan estar sustancialmente de acuerdo con Calvino, es claro que, en
la interpretación de la frase, “la justicia imputada de Cristo”, no lo
seguirán enteramente (Richard Watson, Theological Institutes,
II:222-224).


LA JUSTIFICACIÓN 369

Aunque la fraseología de Calvino y Arminio sea similar, sus inter-


pretaciones son ampliamente diferentes, como lo demostrarán las
siguientes consideraciones. Calvino no hace distinción entre justicia
activa y pasiva de Cristo. Su idea de la imputación parece ser que la
justicia de Cristo, tanto en lo que hizo como en lo que sufrió, se nos
cuenta o imputa “como si fuera nuestra”. Aquí Richard Watson apunta
que, “Podemos concluir que él admitió algún tipo de transferencia de la
justicia de Cristo a nuestra cuenta, y que los creyentes serán considera-
dos estar de tal manera en Cristo, que Él responderá por ellos en ley, y
declarará su justicia a falta de la de ellos. Concedemos que todo esto es
capaz de ser interpretado en un sentido propio y bíblico, pero también
es capaz de lo contrario”. Lo que ha hecho sospechosa la doctrina
antinomiana es su abuso. Por eso William Burton Pope nos advierte
que estemos en alerta para “no ceder verdades preciosas solo porque
hayan sido pervertidas. Si somos atentos a la confianza del Apóstol en
cuanto al pasado, ‘con Cristo estoy juntamente crucificado’, y que su
experiencia presente y esperanza futura son ‘ser hallado en él, no
teniendo mi propia justicia’, tendremos que ser precavidos con la
manera en que nos retraigamos del asunto de la imputación de la
justicia de Cristo. Al fin y al cabo deberá llegarse a lo siguiente: aun
cuando nuestra propia conformidad a la ley sea elevada a la más alta
perfección que el cielo pueda demandar, deberemos ser ‘hallados en
Cristo’ respecto a las demandas de justicia sobre nuestra total historia y
carácter, de lo contrario nos perderemos. Habrá que adherirse al
lenguaje bíblico en cada declaración sobre este tema” (Compendium of
Christian Theology, II:447-448). Palabras sanas son estas. El antino-
mianismo que lleve a un alma a depender de la justicia imputada de
Cristo sin la impartición interior de justicia por el Espíritu, será una
perversión peligrosa de la verdad. Pero tampoco la justicia propia podrá
permanecer ante la presencia de Dios. Descansaremos seguros en la
gracia de Dios solo cuando Cristo sea hecho en nosotros sabiduría y
justificación y santificación y redención.
Imputación de la fe para justicia. Este es el único criterio sobre el
asunto que concuerda plenamente con la Biblia, y con esa gran
afirmación de la Reforma de que somos justificados solo por la fe. Así
lo prueban los pasajes bíblicos que hemos mencionado, y muchos más.
Por lo tanto, “de todo aquello de que no pudisteis ser justificados por la
Ley de Moisés, en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos
13:39). “Creyó Abraham a Dios y le fue contado [elogistze] por justicia”

370 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

(Romanos 4:3). “Porque decimos que a Abraham le fue contada la fe


por justicia” (Romanos 4:9); “Por eso, también su fe le fue contada por
justicia” (Romanos 4:22); y “también con respecto a nosotros a quienes
igualmente ha de ser contada, es decir, a los que creemos en aquel que
levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro” (Romanos 4:24). Sería
bueno que observáramos que en esta conexión, en referencia a la
justificación en sí, el vocablo justicia (dikaiosúne) se emplea en el
sentido pasivo: “…pues si por la Ley viniera la justicia [la justificación],
entonces en vano murió Cristo” (Gálatas 2:21); “Porque si la Ley dada
pudiera vivificar, la justicia [la justificación] sería verdaderamente por la
Ley” (Gálatas 3:21); “pues el fin de la ley es Cristo, para justicia
[justificación] a todo aquel que cree” (Romanos 10:4).
A la luz de estos pasajes bíblicos resulta, (1) que es la fe en sí misma,
como un acto personal del que cree, y no el objeto de esa fe, lo que se
imputa para justificación. Los que se atienen al punto de vista antino-
miano de la imputación se encuentran en necesidad de interpretar estos
pasajes bíblicos de forma metonímica, es decir, haciendo de la fe una
figura de lenguaje que incluya la totalidad de la justicia activa y pasiva
de Cristo. Pero la Biblia es clara en que la fe es imputada o contada por
justicia solo en aquel que la ejerce como acto personal, y en ningún
sentido como la imputación del acto personal de otro. (2) La fe es la
condición de la justificación. La fe no se ha de identificar con la
justificación en el sentido tridentino de que la fe constituya la justifica-
ción. La fe no puede constituir una justificación personal. Esto sería
hacer de la fe una forma sutil de obras, a lo cual habría que atribuirle
mérito, cosa que nos privaría de la expiación de Cristo como el único
fundamento de la justificación. El apóstol Pablo insiste en que la fe es la
condición para la justificación, por lo que “de fe” simplemente significa
ese estado legal que es la consecuencia de la remisión de pecados por
medio de la fe. (3) La fe que justifica no es fe en general, sino una fe
particular en la obra propiciatoria de Cristo: “…son justificados
gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo
Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su
sangre…” (Romanos 3:24-25). Cristo se vuelve Salvador en virtud de la
sangre de la expiación, la cual derramó por todos los seres humanos,
pero la fe que trae la seguridad de salvación es solo la fe que lo acepta
como Salvador por medio de la expiación en su sangre.


LA JUSTIFICACIÓN 371

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. “Los primeros reformadores consideraban la justificación por la fe como la cuestión
central en su monumental asalto contra la cristiandad corrupta, el cual, inicialmente, fue
inducido por el abuso de las indulgencias pero, en última instancia, por el ferviente estu-
dio de la doctrina de la justicia en Pablo. Hicieron de la misma el punto de partida de
toda controversia, y la remoción de cada abuso dependía de su resolución” (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, II:439).
2. Richard Watson habla de la justificación como “el perdón de pecado por una sentencia
judicial de la Majestad ofendida del cielo, bajo una benévola constitución” (Richard
Watson, Theological Institutes, II:215.
Samuel Wakefield cita con aprobación la definición de Schmucker de que la
“justificación es aquel acto judicial de Dios por el cual un pecador que cree, en considera-
ción de los méritos de Cristo, es liberado del castigo de la ley, y declarado con derecho al
cielo” (Christian Theology, 406).
Entre las definiciones calvinistas se pueden mencionar las siguientes: A. H. Strong
define la justificación como “aquel acto judicial de Dios por el cual, a causa de Cristo, con
quien el pecador es unido por la fe, declara que el pecador ya no está expuesto al castigo de
la ley sino a ser restaurado a su favor” (Systematic Theology, III:849). James P. Boyce la
define como “un acto judicial de Dios por el cual, a causa de la obra meritoria de Cristo,
imputada al pecador y recibida por él por medio de la fe que lo unifica vitalmente a su
sustituto y Salvador, Dios declara a ese pecador libre de las demandas de la ley, y con
derecho a la recompensa debida a la obediencia de ese sustituto” (Abstract of Systematic
Theology, 395). De acuerdo a James H. Fairchild, la justificación como un hecho bajo el
evangelio, es “el perdón del pecado pasado; y la doctrina de la justificación es sencilla-
mente la doctrina del perdón de pecado” (Elements of Theology, 277). E. Y. Mullins define
la justificación como “un acto judicial en el que Él declara al pecador libre de la condena-
ción, y lo restaura al favor divino” (The Christian Religion in Its Doctrinal Expression, 389).
3. La declaración wesleyana, tal y como se encuentra en el Artículo IX de los Veinticinco
Artículos, es la siguiente: “Somos tenidos por justos delante de Dios solo por los méritos
de nuestro Señor y Salvador Jesucristo mediante la fe, y no por nuestras propias obras o
por nuestro merecimiento. Por lo cual la doctrina de que somos justificados solamente por
la fe es saludable en grado sumo y conforta en gran manera”. Es igual que el Artículo XI
de los Treinta y Nueve Artículos, pero se omiten las palabras, “como se expresa más
ampliamente en la homilía de la justificación”. El Catecismo Metodista contiene la si-
guiente declaración: “La justificación es un acto de la libre gracia de Dios en el cual Él
perdona todos nuestros pecados y nos acepta como justos ante su vista, solo por causa de
Cristo”.
4. Juan Wesley declara que “la sencilla noción bíblica de la justificación es el perdón de
pecados”. “Es ese acto de Dios el Padre por el cual, por causa de la propiciación hecha por
la sangre de su Hijo, Aquél muestra su justicia (o misericordia) al remitir los pecados
pasados’. Esa es la connotación fácil y natural que Pablo le da a través de toda esta epísto-
la” (Sermon: Justification by Faith).
George C. Knapp asume la posición de que “el que es culpable, se dice que es justificado
cuando es declarado y tratado como exento del castigo, o inocente, o cuando el castigo de
sus pecados le es remitido. A esto se le denomina justificatio externa. Los términos justifi-
cación, perdón, y contado por justicia ocurren en este sentido en la Biblia con más fre-
cuencia que en ninguno otro, por lo que son sinónimos del perdón de pecado” (Lectures
on Christian Theology, 387).


372 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

“Las palabras perdón y remisión tienen cada una, a veces, un sentido específico. La
palabra perdón a veces es específicamente sinónimo de remisión, y a veces equivale tanto a
perdón como a remisión. Cuando la parte agraviada perdona al agresor, lo considera, se
siente hacia él, y lo trata como si nunca lo hubiera lastimado. Tal cosa puede ocurrir entre
individuos privados en aquellos casos en los que la ofensa no es una violación de la ley
pública, no teniendo el agraviado la autoridad para infligir castigo. La remisión tiene que
ver, no con los sentimientos del agraviado, o con los sentimientos personales del magis-
trado, sino con el castigo acarreado por la transgresión. Remitir el pecado es liberar de la
obligación del castigo; es ordenar autorizadamente la no ejecución de la pena” (Miner
Raymond, Systematic Theology, II:323).
5. La justificación cambia nuestra relación con la ley: quita la condenación, aun cuando no
cambie nuestra naturaleza ni nos haga santos. “Esto lo hará la santificación (o en su estado
incipiente, la regeneración), la cual es ciertamente el fruto inmediato de la justificación; no
obstante, es un don distinto de Dios, y de una naturaleza totalmente diferente” (Thomas
N. Ralston, Elements of Divinity, 371).
“Así como la justificación se distingue de la santificación, así también lo hace de la
regeneración, la cual, en realidad, no es otra cosa que el inicio de la santificación. La
justificación es aquel acto benigno de Dios como gobernador moral del mundo por el cual
somos liberados de la culpa y del castigo del pecado; la regeneración es una obra del
Espíritu Santo en la que experimentamos un cambio de corazón, siendo hechos ‘partici-
pantes de la naturaleza divina’, y ‘creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales
Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas’” (Samuel Wakefield, Christian
Theology, 409).
6. En anticipación de nuestra discusión acerca de la entera santificación podemos decir que
el término santificación, como Juan Wesley lo utilizaba, y como se utiliza generalmente en
la teología, alude a la obra completa interior de limpieza del pecado. En lo que toca a la
limpieza de la culpa y de la depravación adquirida, se le conoce como santificación “ini-
cial”, y como tal, es concomitante con la justificación, la regeneración y la adopción; en lo
que toca a la limpieza del pecado innato, es una obra subsecuente, conocida en la teología
wesleyana como “entera” santificación. Por lo tanto, cuando el término santificación se
emplea en contraposición con el de justificación, este último, como indica Wesley, “im-
plica lo que Dios hace por nosotros por medio de su Hijo; el otro, lo que Él obra en
nosotros por su Espíritu”. Este uso del término deberá mantenerse claramente en mente.
“¿Es la santidad una condición para la justificación? Si lo fuera, el individuo sería santo
antes de que fuera justificado. ¿Qué, pues, haremos con pasajes tales como los siguientes:
Gálatas 2:17 y Romanos 5:10: ‘…siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo’? De nuevo, ¿cómo puede alguien volverse santo, si no es por medio de
Cristo? No deberá suponerse que las personas sean justificadas y continúen siendo enemi-
gas de Dios. Su estado moral es cambiado en el momento de la justificación. La santidad
no precede la justificación, pero un estado mental así es inducido en el pecador a fin de
que sea consistente el que Dios lo perdone” (J. J. Butler y Ransom Dunn, Lectures on
Systematic Theology, 249).
“Los padres en el ministerio de la Iglesia Metodista, en su discurso público, acostum-
braban frecuentemente hablar de la salvación en tres sentidos: primero, salvación de la
culpa del pecado; segundo, del poder reinante del pecado; y tercero, del pecado inherente. A
lo primero le llamaban justificación; a lo segundo, regeneración, o santificación inicial; y a
lo tercero, entera santificación. Que así ellos lo pensaron, por la obligación de castigo del
pecado, no admite duda alguna; ciertamente, no hay otro sentido en el que un ser hu-
mano pueda ser salvo de la culpa del pecado. … Una vez realizado el acto, nunca se
aceptará que no fue realizado; ni se negará la responsabilidad y el demérito del que lo

LA JUSTIFICACIÓN 373

realizó. Salvar al pecador de la culpa del pecado es eximirlo del castigo merecido, de la
pena incurrida. Justificar es ordenar, por la autoridad que se tiene, la no ejecución de la
pena: solo esto, y nada más” (Miner Raymond, Systematic Theology, II, 326).
“El gran objeto de nuestra redención fue lograr la salvación humana, y el primer efecto
de la expiación de Cristo, sea que se anticipara antes de su venida como ‘el Cordero que
fue inmolado desde la fundación del mundo’, o se efectuara por su pasión, fue colocar al
ser humano en una nueva relación de la cual la salvación del ofensor pudiera ser derivada”
(Samuel Wakefield, Christian Theology, 404).
7. Las controversias de los siglos cuarto y quinto llevaron a una confusión general de la fe con
la ortodoxia. Juan Damasceno (750 d.C.) fue el primer teólogo que percibió claramente la
distinción entre “la fe que viene por el oír”, o el afirmar un credo, y “la fe como la sustan-
cia de las cosas que se esperan”, o la aplicación personal con miras a producir los frutos de
la fe. Hugo de San Víctor, en el occidente, también distinguió entre la fe como una forma
de conocimiento y la fe como un afecto.
Agustín dijo: “Nosotros le adscribimos la fe, de donde toda justicia obtiene su origen…
no a la voluntad humana, ni a mérito alguno que la preceda, sino a que confesamos que es
el don gratuito de Dios”. Su catena o cadena de la gracia es como sigue: “La fe es el primer
eslabón de la benévola cadena que lleva a la salvación. Por la ley viene el conocimiento del
pecado, por la fe la obtención de la gracia en contra del pecado; por la gracia, la sanación
del alma de la mancha del pecado; por la sanación del alma, la plena libertad de la volun-
tad; por la voluntad libertada, el amor por la justicia; y por el amor por la justicia, el
cumplimiento de la ley”.
8. “Los anatemas son como sigue: ‘Si alguien dijere que el pecador es justificado solo por la
fe, en el sentido de que ninguna otra cosa es requerida que pueda cooperar para el logro de
la gracia de la justificación, ni que el pecador tenga que estar preparado y dispuesto por la
acción de su propia voluntad: que sea maldito. Si alguien dijere que los seres humanos son
justificados, o por la sola imputación de la justicia de Cristo, o por la sola remisión del
pecado, con exclusión de la gracia y la caridad que se derraman en los corazones por el
Espíritu Santo, y que se adhieren a ellos, o si dijere que la gracia por la que somos justifi-
cados es solo y sencillamente el favor de Dios: que sea maldito. Si alguien dijere que la fe
que justifica no es sino confianza en la misericordia divina que remite el pecado por causa
de Cristo, o que esta fe es la sola cosa por la cual somos justificados: que sea maldito’.
“Fue así cómo la justificación fue desposeída de todo lo que era forense, volviéndose
actio Dei physica: justicia infundida, la que hace al ser humano justo en vez de injusto. Por
lo tanto, la justificación nunca podría ser considerada como un acto terminado ni fijo de
Dios, ni nunca como un asunto de certera seguridad para el que la poseyera. La justifica-
ción, en este sistema que se confirmó en Trento, es el proceso de una transmutación a
partir de un estado de justicia en virtud del cual el justificado puede lograr obras con
derecho a la vida eterna” (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology,
II:424).
9. El mejor recuento del desarrollo de la doctrina medieval [de la justificación] lo ofrece
William Burton Pope (II:425). Dice: “La presente y eterna aceptación del pecador solo
por causa de Cristo, aunque nunca fue rechazada totalmente, sí fue negada por implica-
ción: la supremacía absoluta de los méritos del Salvador se reservó para la falta original de
la raza; para el pecado cometido después de su primer beneficio imputado, la expiación
humana sería demandada. Segundo, la peculiaridad del término apostólico de la justifica-
ción como una referencia a la relación del pecador con la ley, fue casi enteramente abolida.
La justificación, se dijo, hace del pecador un santo, y apto para el cielo, sirviendo así para
la renovación y la entera santificación del alma. Se olvidó que, dado que la ley, aparte de
Cristo, por siempre presentará cargos en contra del pecador, éste invariablemente deberá

374 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

ser justificado por la gracia por medio de la fe. Tercero, el dogma fatal de la supereroga-
ción, basado en la invención de un posible y superfluo mérito adquirido por la observancia
de los Consejos de Perfección, estableció la base amplia y extrema de la indulgencia. Esto
afectó profundamente la doctrina de la justificación, sea que se viera como perdón, o
propiamente como justificación. Cuarto, y este fue el clímax del error medieval, el solo
sacrificio eterno y consumado de Cristo le fue quitado a la administración directa del
Espíritu Santo, siendo sustituido por un sacrificio ofrecido por la iglesia por medio de sus
sacerdotes, con lo cual se conformó su aplicación especial a la intención del administrador
humano. La combinación de todas estas influencias introdujo gradualmente otro evange-
lio, uno que ya no se predicaría a una fe que no trajera ni dinero ni precio” (Compendium
of Christian Theology, II:425).
“Están equivocados en la medida en que niegan que haya una distinción entre la
aceptación por causa de Cristo, y la aceptación de la obra interior de la santidad operada
por su Espíritu. La Biblia enseña lo que el sentido común confirma: que la aceptación
presente, continua y final de un pecador deberá ser una sentencia de justicia pronunciada
por causa de Cristo independiente del mérito de las obras” (William Burton Pope, Com-
pendium of Christian Theology, II:432).
10. “La justificación es el acto judicial divino que aplica los beneficios de la expiación al
pecador que cree en Cristo, librándolo de la condenación de su pecado, introduciéndolo a
un estado de favor, y tratándolo como una persona justa. Aunque la fe que justifica es un
principio operativo que por medio de la energía del Espíritu Santo consigue la conformi-
dad interior y perfecta con la ley, vale decir, la justicia interna, es el carácter imputado de
la justificación el que regula el uso que el Nuevo Testamento le da al vocablo. La justicia
inherente está conectada más estrechamente con la perfección de la vida regenerada y
santificada. En este sentido más limitado, la justificación es lo mismo el acto de Dios que
el estado del ser humano” (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology,
II:407).
“El término justificación, por referirse al perdón de pecado por medio de la sentencia
judicial de la Majestad ofendida del cielo bajo una benévola constitución, no da base para
la noción de que signifique imputación, o el que se nos adjudique la justicia activa y pasiva
de Cristo, como si se nos hiciera justos tanto relativa como positivamente” (Richard
Watson, Institutes, II:215).
Juan Wesley, en su sermón titulado, “La justicia de nuestro Señor”, trata de la siguiente
manera con el asunto de la imputación: “Pero, ¿cuándo es imputada esta justicia? Cuando
creen. En esa hora la justicia de Cristo es de ellos. Es imputada a todo el que cree, tan
pronto como cree. ¿Pero en qué sentido es esta justicia imputada a los que creen? En este:
que todos los creyentes son perdonados y aceptados, no por causa de nada en ellos, ni por
nada que jamás ellos hicieran, hagan, o puedan hacer, sino solo por causa de lo que Cristo
ha hecho y sufrido por ellos. Pero quizá algunos afirmen que la fe se nos imputa para
justicia. Pablo afirma esto y, por lo tanto, yo también lo afirmo. La fe es imputada para
justicia a todo creyente, a saber, la fe en la justicia de Cristo, aunque esto es exactamente
lo mismo que se ha dicho antes, por cuanto con esta expresión significo ni más ni menos
que somos justificados por fe, no por obras, o que cada creyente es perdonado y aceptado
sencillamente por causa de lo que Cristo hizo y sufrió”.
Ralston señala que Calvino enseñó la imputación en el sentido estricto: que la
obediencia de Cristo nos fue aceptada como si fuera nuestra; pero Wesley enseña una
imputación en un sentido acomodado: que es la justicia de Cristo la que se nos imputa en
sus efectos, es decir, en sus méritos. Somos justificados por fe en los méritos de Cristo.
(Thomas N. Ralston, Elements of Divinity, 385.)


LA JUSTIFICACIÓN 375

11. Tenemos, en el acto de la santificación, un paralelismo parecido a lo que acabamos de ver.


Definimos la santificación como negativa en el sentido de la limpieza de pecado, pero
positiva en el sentido del amor perfecto o la llenura del Espíritu. Con todo, no son dos
actos sino uno. Menospreciar lo primero, lo de la limpieza, lleva al antinomianismo (un
posición legal sin un estado interior de pureza). Menospreciar lo último es depender de la
obra de Dios en vez de depender de Dios mismo.
Henry C. Sheldon dice: “El veredicto de la teología protestante temprana fue que Pablo
empleó el vocablo justificación (dikáiosis, dikáioun) en el sentido objetivo o judicial,
denotando así no la calidad interior de su sujeto, sino su posición para con Dios como una
de libertad de la condenación. Que un veredicto así fuera el verídico es en gran medida la
conclusión de la erudición libre del presente, es decir, de la erudición que no está constre-
ñida por una autoridad eclesiástica inflexible. Este veredicto podría aceptarse como repre-
sentando el uso que el Apóstol le dio, siempre que no se pase por alto la asociación íntima
entre la fase objetiva y la subjetiva de la salvación, la cual subsistió en su pensamiento. Esta
interpretación no descansa sobre la base de una etimología técnica, sino que está implícita
en la textura de los argumentos paulinos” (Systematic Christian Doctrine, 441).




CAPÍTULO 28

LA REGENERACIÓN
Y LA ADOPCIÓN
La relación de hijo en el cristianismo, lo cual implica tanto la rege-
neración como la adopción, está vitalmente ligada a la justificación
cristiana. Sin embargo, existen puntos reales de diferencia entre estas
doctrinas.1 La necesidad de la justificación yace en el hecho de la culpa
y el castigo, entre tanto que la de la regeneración se debe a la deprava-
ción moral de la naturaleza humana después de la caída. La primera
cancela la culpa y remueve la pena; la última renueva la naturaleza
moral y restablece los privilegios de hijo. Ambas, sin embargo, son
coincidentes en el tiempo, pues se alcanzan en respuesta al mismo acto
de fe. Podemos decir, pues, que la justificación cristiana y la filiación
cristiana encerradas en la justificación, la regeneración, la adopción y la
santificación inicial, son concomitantes en la experiencia personal, es
decir, se ofrecen como bendiciones inseparables pero ocurren al mismo
tiempo. La persona regenerada es justificada, y la persona justificada es
regenerada. Sin embargo, los términos no son sinónimos, por lo cual
han sido gradualmente definidos de manera cada vez más precisa en el
desarrollo del pensamiento teológico, limitando la justificación a un
cambio de relaciones, y la regeneración a un cambio en el estado moral.
La regeneración y la adopción son términos más cercanamente
correlativos que la regeneración y la justificación. Lo primero describe
la relación de hijo como refiriéndose al carácter filial, mientras que lo
último la presenta desde el punto de vista del privilegio filial. No
obstante, estos términos no se relacionan como causa y efecto, sino que
encuentran su unión en el hecho común de ser hijo. Nuestro estudio,
pues, abarcará los siguientes temas: (1) regeneración, (2) adopción, y
(3) el testimonio del Espíritu.2


378 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

LA REGENERACIÓN
El término regeneración se deriva del vocablo griego paliggenesía,
compuesto de palin, “de nuevo” y genesis, “ser”, de aquí que regenera-
ción signifique literalmente “ser de nuevo”. La misma deberá, pues,
entenderse como una reproducción o restauración. Los teólogos y los
comentaristas bíblicos, por lo general, han aplicado estos términos al
cambio moral al que la Biblia denomina “nacer de nuevo” (Juan 3:3, 5,
7; 1 Pedro 1:23); “nacer de Dios” (Juan 1:13; 1 Juan 3:9; 4:7; 5:1, 4,
18); “nacer del Espíritu” (Juan 3:5-6); “dar vida” (Efesios 2:1, 5;
Colosenses 2:13); y “pasar de muerte a vida” (Juan 5:24; 1 Juan 3:14).
El Señor Jesús, en la conversación con Nicodemo, empleó las palabras
gennethe anothen, lo cual significa literalmente “ser nacido de arriba”. El
evangelista Juan también indica que el cambio obrado por el Espíritu
en la regeneración, como es el caso con la justificación y la adopción,
está condicionado por la fe. Por eso, “a todos los que lo recibieron, a
quienes creen en su nombre, les dio potestad [exousía o autoridad] de
ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). Pablo empleó términos menos
directos que Juan, pero con igual significado: “De modo que si alguno
está en Cristo, nueva criatura es” (2 Corintios 5:17). “Y a vosotros,
estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os
dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Colo-
senses 2:13). Este Apóstol, en todas sus epístolas, destaca la fe como la
sola condición de la salvación.3
La palabra regeneración ocurre solo dos veces en el Nuevo Testa-
mento. Su primer uso aparece en la conversación de nuestro Señor
sobre las recompensas futuras, en la cual le dice a sus discípulos: “De
cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se
siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también
os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel”
(Mateo 19:28). Los comentaristas, por lo general, admiten lo correcto
de la puntuación de este pasaje en la versión autorizada de la Biblia,
conectando la palabra regeneración con lo que sigue inmediatamente.
En lo que difieren, no obstante, es en su aplicación: algunos la conectan
con el estado del milenio, y otros con la resurrección o el juicio general.
Thomas N. Ralston la conecta con la dispensación perfeccionada del
evangelio. No importa cómo se interprete el pasaje, es imposible que
uno pueda hacerlo referirse a la renovación moral y espiritual por la
cual los seres humanos son constituidos hijos de Dios. El segundo uso
del término se encuentra en la declaración de Pablo de que los seres

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 379

humanos son salvos “por el lavamiento de la regeneración y por la


renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:5). Aquí, “el lavamiento de la
regeneración” es una alusión al rito del bautismo, aunque, en un
sentido más estrecho, “el lavamiento” puede referirse al rito, y “la
regeneración” a la renovación espiritual que éste simboliza. La “renova-
ción en el Espíritu Santo” deberá considerarse como una expresión
abarcadora, para referirse en un sentido a la obra básica de la regenera-
ción, y en otro, a la obra subsecuente de la entera santificación. En lo
que se relaciona a la regeneración, esta renovación es una restauración
de la imagen moral de Dios en la que el ser humano fue originalmente
creado y, por lo tanto, el restablecimiento del modelo original. Pero es
más que eso. Es también la renovación del propósito original de la vida
del ser humano en su plena devoción a Dios.4 De aquí que seamos
exhortados por Pablo a vestirnos “del nuevo hombre, creado según
Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24); y, otra vez, a
revestirnos del nuevo hombre, el cual “conforme a la imagen del que lo
creó, se va renovando hasta el conocimiento pleno” (Colosenses 3:10).
Aquí se hace evidente que la persona es “renovada” o creada de nuevo
en la regeneración (ton kata theou ktisthenta); y que el conocimiento, la
justicia y la santidad subsecuentes son el fin para el cual es renovada.
De aquí que se le exhorte a “vestirse del nuevo hombre” de la santidad
y la justicia interior perfectas. Podemos también notar en esta conexión
que el vocablo anakáinosis, cuando se traduce como “renovación”, se
encuentra solo dos veces en el Nuevo Testamento, una, “por la
renovación en el Espíritu Santo”, como se usa aquí (Tito 3:5); y otra
como “la renovación de vuestro entendimiento” (Romanos 12:2). La
primera, como se ha indicado, conlleva una relación con la regenera-
ción, pero la última puede referirse solamente a la transformación
efectuada por el Espíritu Santo en la entera santificación.
Definiciones de la regeneración.5 Juan Wesley define la regeneración
como “el gran cambio que Dios obra en el alma cuando la trae a la
vida, cuando la levanta de la muerte del pecado a la vida de justicia. Es
el cambio operado en el alma entera por el todopoderoso Espíritu de
Dios, cuando la crea de nuevo en Cristo Jesús, y cuando es renovada a
la imagen de Dios en justicia y verdadera santidad” (Sermon on the New
Birth). De acuerdo con Richard Watson, “la regeneración es ese
poderoso cambio en el ser humano, obrado por el Espíritu Santo, por el
cual el dominio que el pecado tenía sobre él en su estado natural, uno
que deplora, y el que lucha contra él en su estado penitente, es roto y

380 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

abolido, a fin de que, en pleno escogimiento de la voluntad y la energía


de las correctas afecciones, le sirva a Dios libremente y transite en el
camino de sus mandamientos” (Theological Institutes, 267). “La
regeneración”, dice William Burton Pope, “es la obra final y decisiva
operada en el espíritu y la naturaleza moral del ser humano cuando el
principio perfecto de la vida espiritual en Cristo Jesús es impartido por
el Espíritu Santo” (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, III:5). Thomas N. Ralston dice que “la regeneración puede
definirse como un cambio radical en el carácter moral, el cual va del
amor y la práctica y el dominio del pecado al amor de Dios y al
ejercicio interno y la práctica externa de la santidad” (Thomas N.
Ralston, Elements of Divinity, 420). Hannah define la regeneración
como “ese cambio espiritual que es obrado por el Espíritu Santo en el
ser humano que cree, el cual, aunque sea misterioso e inexplicable en su
proceso, es suficientemente claro y obvio en sus efectos” (compárese
con Benjamín Field, Handbook of Christian Theology, 217). Nosotros
preferimos la siguiente y sencilla definición: “La regeneración es la
comunicación de vida por el Espíritu al alma muerta en delitos y
pecados”.
Características de la regeneración.6 ¿Cuál es la naturaleza del nuevo
nacimiento? Juan Wesley dice: “No hemos de esperar una explicación
filosófica detallada de cómo sucede. Esto se lo hizo saber nuestro
Salvador a Nicodemo al indicarle que, ’El viento sopla de donde quiere,
y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es
todo aquel que nace del Espíritu’ (Juan 3:8). Podrás estar tan absolu-
tamente seguro de ese hecho como de que el viento sopla, pero la
manera precisa en que ocurre, y cómo el Espíritu Santo lo obra en el
alma, ni tú ni el más sabio de los hijos de los hombres podrá explicarlo”
(Sermon on the New Birth).7 El tema de la regeneración puede abordarse
desde un doble punto de vista: (1) el de la operación de Dios, y (2) el
de la naturaleza de la obra llevada a cabo en la regeneración.
Desde el punto de vista de la operación de Dios, hay tres términos
que se emplean para denotar la obra de la regeneración. (1) El primero
y más sencillo es el de engendrar, como en 1 Juan 5:1: “todo aquel que
ama al que engendró [gennisanta] ama también al que ha sido engen-
drado por él [ton gegennimenon]”. Pedro (1, 1:3) emplea la expresión
“nos hizo renacer” [anagennisas], entre tanto que Santiago declara que,
“Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad” (Santiago
1:18). Está velado en la traducción, pero la palabra empleada por

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 381

Santiago expresa la función maternal [apekuisen] antes que la paternal


[gennisanta]. Este vocablo es el mismo que se traduce “da a luz” en
Santiago 1:15. (2) Otro término empleado en esta conexión es el de
“dar vida”. Así, pues, “el Hijo a los que quiere da vida [zoopoiéo o ‘dar
vida’]” (Juan 5:21); y, de nuevo, “nos dio vida [sunezoopoiése] junta-
mente con Cristo” (Efesios 2:5). (3) El tercer término presenta esta
operación como “crear” o “una creación”. “De modo que si alguno está
en Cristo, nueva criatura [ktísis, creación] es” (2 Corintios 5:17); y, de
nuevo, “Porque somos hechura [poiema, creación] suya, creados
[ktisthentes] en Cristo Jesús para buenas obras” (Efesios 2:10). Sobre
este particular, William Burton Pope nos advierte que “no debemos
olvidar la analogía del génesis de todas las cosas en el principio: hubo
una creación absoluta de la materia, o el traer a existencia lo que no
existía; y hubo un subsecuente moldear de esa materia en las formas
que constituyen el cosmos habitable. Esto último es la creación de la
que la Biblia se ocupa, sea que se refiera al orden físico o al espiritual.
Así como el que duerme está muerto, y el muerto solo duerme (“des-
piértate, tú que duermes, y levántate de los muertos”), así también la
creación es solo una renovación, a la vez que esa renovación no es otra
cosa que una creación. Las dos a veces se unen” (Compendium of
Christian Theology, III:6).
Si vemos la regeneración desde el punto de vista de la naturaleza de
la obra operada en las almas de los seres humanos, la Biblia la va a
describir con una serie de términos que se comparan a los que la
formulan como operación de Dios. Luego, en vez de los términos
engendrar, dar vida y crear, tenemos términos tales como el nuevo
nacimiento, la resurrección espiritual, y la nueva criatura. (1) El
primero de estos, es decir, el “nuevo nacimiento”, es tomado de la
conversación de nuestro Señor con Nicodemo. Ahí la declaración es
enfática: “el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan
3:3, 6 y 7). Esta es la única declaración formal del Señor sobre el
asunto, por lo cual, entonces, se le debe dar preeminencia. Como se ha
indicado previamente en nuestra discusión de la obra del Espíritu Santo
(capítulo 25), la regeneración debe ser considerada como aquella
impartición de vida a las almas de los seres humanos la cual los coloca
como individuos distintos en el reino espiritual. Es evidente que
nuestro Señor, al utilizar la expresión “nacer de arriba”, quiso hacer una
distinción entre la gracia preveniente que les es dada a todos los seres
humanos, y la emisión misteriosa de esta gracia en la regeneración

382 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

individual. Que la regeneración es en este sentido un acto distinto y


completo, lo demuestra el uso que el apóstol Juan hace de la expresión.
La expresión usada para nacer es, o gegennimenos, y por usarse en el
modo perfecto denota la culminación de un proceso. Nuestro Señor
también hace hincapié en la calidad moral distinta del nuevo naci-
miento. Por eso dice, “Lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace
del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). Este “nuevo nacimiento” conlleva,
por lo tanto, la idea de un otorgamiento de vida, y es el resultado de esa
operación divina por la cual las almas de los seres humanos son
restauradas a la comunión con Dios.8 (2) El segundo término que se
emplea para describir la vida regenerada es el de una vivificación
espiritual o una resurrección. Mientras que el “nuevo nacimiento” lleva
consigo la idea del origen y la calidad moral de la nueva vida, la
“resurrección” en el sentido espiritual coloca esta vida nueva en
contraste con el estado previo de pecado y de muerte. Pablo realza este
contraste de una manera doble. Dice: “Él os dio vida a vosotros,
cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1); “Y
a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de
vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los
pecados” (Colosenses 2:13). En el primer versículo, el contraste es entre
la vida nueva y la muerte bajo la condenación de la ley; en el siguiente,
entre la vida nueva y la idea de la muerte como contaminación. La
regeneración, pues, es la vivificación espiritual por la cual las almas de
los seres humanos muertos en sus delitos y pecados son levantadas para
vivir en novedad de vida. Es una introducción a un mundo nuevo, de
nuevos gustos, de nuevos deseos y de nuevas disposiciones. Por tanto,
Pablo exhorta a sus lectores a rendirse a Dios como vivos de entre los
muertos, y les declara que el pecado no tendrá dominio sobre ellos
(Romanos 6:13-14). De esto evidentemente se sigue que, si bien la
regeneración es la infusión de vida divina en el alma, la misma no
deberá considerarse como la remoción de algo infundido por el pecado
en la naturaleza del espíritu. (3) El tercer término empleado en esta
conexión es el de una “nueva creación” o una “nueva criatura”.9 “De
modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas
pasaron; todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17). Como “naci-
miento de arriba”, la regeneración deberá entenderse en términos de un
compartir la vida de Cristo: “…yo he venido”, dice Cristo, “para que
tengan vida” (Juan 10:10). Como vivificación o resurrección espiritual,
la regeneración es la comunicación de la vida del Cristo glorificado.

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 383

Pablo declara que, “somos sepultados juntamente con él para muerte


por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por
la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva”
(Romanos 6:4). Como nueva criatura, el ser humano es restaurado a la
imagen original en la que fue creado. Cristo es la gran norma o
arquetipo, y el ser humano, “conforme a la imagen del que lo creó, se
va renovando hasta el conocimiento pleno” (Colosenses 3:10-11).
Errores en cuanto a la regeneración.10 Antes de empezar una discusión
sistemática de los errores relacionados con la regeneración, sería bueno
notar brevemente algunas de las concepciones equivocadas de esta
experiencia. (1) La regeneración no es una etapa en la evolución
naturalista. Es falsa la aseveración de que la regeneración es meramente
el desarrollo de elementos espirituales previamente existentes en el ser
humano. El ser humano, aparte de la gracia de Dios, está destituido de
la vida espiritual. Un poder de lo alto deberá entrar en su alma. Deberá
darse un comienzo totalmente nuevo. (2) La regeneración no es la
transición de la infancia a la adultez, como lo promueven frecuente-
mente algunos sicólogos. Es cierto que el periodo de la adolescencia es
uno de marcados cambios, pero ello por sí solo no produce vida
espiritual. Esta vida no es un simple proceso de desarrollo natural sino
una obra especial del Espíritu que crea de nuevo el alma en Cristo. (3)
La regeneración no es un cambio en los poderes elevados del alma, a
diferencia de los inferiores. No es una obra parcial, sino el cambio de la
naturaleza entera del ser. (4) La regeneración no es el arrepentimiento.
Este es un proceso preparatorio que lleva a la regeneración, pero no
deberá identificarse con él. La regeneración, como una renovación que
abarca todo el corazón, traerá el dominio sobre el pecado. En los
penitentes, sigue siendo objeto de búsqueda, y, por consiguiente,
confesamente inalcanzada. (5) La regeneración no es el bautismo en
agua. El bautismo es la señal externa de una gracia interna, por lo cual
no puede ser la regeneración. Pedro nos pide que veamos el bautismo
no como algo que quita “las inmundicias del cuerpo, sino como la
aspiración de una buena conciencia hacia Dios” (1 Pedro 3:21). Pero
esta buena conciencia no se podrá obtener aparte de la renovación
espiritual interna. (6) La regeneración no ha de identificarse ni con la
justificación ni con la santificación inicial. Es cierto que son concomi-
tantes, pero no son idénticas. Este es el error de la Iglesia Católica
Romana.


384 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Los errores teológicos respecto a la regeneración pueden ser sistemá-


ticamente tratados bajo los siguientes encabezados generales: (1) el
sacramentarianismo; (2) el pelagianismo; y (3) el monergismo calvinis-
ta. Considerados filosóficamente, estos errores surgen del realce
indebido de algún aspecto de la personalidad, ya sea el místico, el
racional o el volitivo.
1. El sacramentarianismo representa quizá el más antiguo error en
cuanto a la regeneración. Dado que la transformación espiritual
interior, y su representación simbólica exterior, se relacionaban
estrechamente en el pensamiento, la literatura patrística temprana llegó
a identificar lo uno con lo otro. En esto la influencia judía fue promi-
nente. Durante el periodo intertestamentario, se decía del convertido al
judaísmo que éste había “nacido de nuevo”. Como tal, se volvía un
prosélito, uno de la puerta, lo cual lo admitía a los privilegios civiles y a
un lugar en el patio de los gentiles, o se volvía uno de justicia, lo que lo
obligaba a toda la ley. Se ve así que a la regeneración se le daba el
sentido de adopción o de inducción en los privilegios del pacto. Fue en
ese sentido que la idea de la regeneración fue introducida en la iglesia.
Esto se demuestra por el uso que nuestro Señor le da al término,
refiriéndose a la futura regeneración de todas las cosas. Las siguientes
etapas del desarrollo de la doctrina han sido identificadas: (1) Como en
el caso de los prosélitos judíos, el “nuevo nacimiento” llegó a represen-
tar la iniciación, por el bautismo, en los misterios del patrimonio
cristiano. La renovación espiritual interior fue fielmente enseñada, pero
no siempre se le conectó con la regeneración, por lo cual el término
llegó a ser usado en el sentido de adopción. El bautismo, por lo tanto,
fue visto como el acto culminante en la apropiación del cristianismo, y
como el sello de adopción positiva en la familia de Dios. (2) Al
confundirse la regeneración con la adopción, esta última llegó a verse
como la precursora de la vida nueva, en vez de que fuera concomitante
con ella. Se le consideró como el estado del cual la vida nueva debía
fluir si la gracia preliminar se había aplicado debidamente. De aquí que
la regeneración llegó a ser considerada como sacramentalmente
prometida, en virtud de la gracia prevenientemente otorgada a todos los
seres humanos. El bautismo, pues, era la señal de la bendición en la cual
esa gracia se esperaba que madurara. Era en este sentido que el bautis-
mo de infantes generalmente se entendía. Como tal, era el sello de
adopción a los privilegios del pacto en virtud del linaje cristiano, y la
promesa de la gracia divina que más tarde motivaría a esos infantes a

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 385

una dedicación personal. A ellos se les consideraba, pues, como


exteriormente santos, por habérseles dado la señal y el sello de la
impartición de las bendiciones interiores, en la medida en que fueran
capaces de recibirlas. Para los adultos, el bautismo era la señal y el sello
del perdón y de la renovación. (3) El bautismo llegó a relacionarse tan
estrechamente con la adopción y la regeneración, que vino a conside-
rarse como el instrumento por el cual se efectuaba la transformación
interior. Tan temprano como a mitad del siglo segundo, se podría decir
que la regeneración bautismal se había vuelto predominante en las
enseñanzas de la iglesia. Más aún, al bautismo se le consideraba como
aquello que aseguraba la “remisión de pecados”, y, por lo tanto, a la
regeneración no solo se le confundió con la adopción, sino también con
la justificación y la santificación. Por consiguiente, de acuerdo al Credo
Niceno, había “un bautismo para la remisión de pecados”, y esto se
interpretó como para perdón, regeneración, y santificación. La
confusión de esta posición fue más o menos removida por la Reforma,
especialmente en lo concerniente a la distinción entre justificación y
santificación.11
2. El pelagianismo representa la tendencia racionalista en la iglesia
primitiva. La controversia entre el pelagianismo y el agustinianismo
durante el siglo quinto marcó los extremos del pensamiento concer-
niente a la doctrina de la gracia. El primero era sinérgico, pero acen-
tuaba el elemento humano casi al punto de excluir el divino; el otro era
monérgico, destacando lo divino con exclusión de lo humano. Entre
estos dos extremos había varias posiciones mediadoras, como el
semipelagianismo y el semiagustinianismo.12 (1) El pelagianismo
consideraba acto de la voluntad humana el cambio efectuado por la
regeneración. Por lo tanto, la regeneración no era una renovación de la
voluntad por la operación del Espíritu Santo, sino la iluminación del
intelecto por medio de la verdad. La gracia de Dios estaba designada
para todos, pero el ser humano debía hacerse digno al escoger lo recto y
fijar completamente su propósito en el bien. De la misma manera en
que somos imitadores de Adán en el pecado, deberemos ser imitadores
de Cristo para la salvación. (2) El semipelagianismo mantenía que el ser
humano caído era a tal punto benignamente restaurado por la obra
redentora de Cristo, que le era otorgada a la voluntad su libertad y
poder. Por lo tanto, la regeneración era considerada la bendición divina
sobre la volición humana. (3) Más tarde, los latitudinarianos sostuvie-
ron que todos los seres humanos eran regenerados en Cristo, y que por

386 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

lo tanto, no era necesario una regeneración subsecuente. (4) En los


tiempos modernos, esta tendencia racionalista se puede encontrar en
aquellas iglesias que sostienen que la regeneración se efectúa solo por el
poder de la verdad. El error de todas estas posiciones se encuentra en la
negación de la agencia inmediata del Espíritu Santo, cuando es Él solo
quien puede efectuar el nuevo nacimiento.
3. El monergismo calvinista representa el extremo opuesto del pen-
samiento en cuanto a la obra de la regeneración. Sostiene que la
regeneración es el primer paso en el ordo salutis u orden de la salvación;
que la misma se efectúa incondicionalmente por el Espíritu Santo
aparte de cualesquiera pasos preparatorios; y que la mente del ser
humano es, por tanto, perfectamente pasiva en su recepción.13 Por eso
la Confesión de Fe de Westminster declara que “este llamado eficaz
pertenece solo a la gracia libre y especial de Dios, y no a nada que se
pueda anticipar en el ser humano, quien por consiguiente es pasivo
hasta el momento en que, siendo vivificado y renovado por el Espíritu
Santo, se le capacita para que responda al llamado, y para que abrace la
gracia que éste ofrece y comunica”. Herman Witsius, una vez define la
regeneración como “ese acto sobrenatural de Dios por el cual se
infunde una vida nueva y divina en la persona electa que estaba
espiritualmente muerta”, añade que “no hay preparaciones anteceden-
tes al primer comienzo de la regeneración, ya que anterior a ello nada
sino simple muerte, en su más alto grado, ha de encontrarse en la
persona del regenerado”. “¿Diría usted, entonces, que no hay disposi-
ciones preparatorias para la primera regeneración? Respondo y confieso
que no hay ninguna”. Es obvio que si para el calvinismo, la regenera-
ción es el primer efecto de la gracia salvadora en el corazón, deberá
preceder tanto al arrepentimiento como a la fe. El orden calvinista es,
entonces: (1) regeneración, (2) fe, (3) arrepentimiento, y (4) conver-
sión.
El arminianismo siempre ha objetado a esa posición tanto sobre
bases teológicas como prácticas. (1) Objeta el que se haga de la
regeneración el primer paso en el proceso de la salvación porque se
negaría virtualmente toda influencia benévola sobre el corazón previo a
la regeneración.14 Nada es más claro en la Biblia que el que antes de que
uno pueda ser hecho hijo de Dios por la gracia regeneradora, deberá
primero hacer uso de la gracia preveniente arrepintiéndose, creyendo y
clamando a Dios. “Mas a todos los que lo recibieron, a quienes creen en
su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12);

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 387

“pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas 3:26);
y “arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados;
para que vengan de la presencia del Señor tiempos de consuelo”
(Hechos 3:19). Por tanto, siendo que la doctrina calvinista de la
regeneración entra en conflicto con la doctrina bíblica de la gracia
preveniente, nos es imposible admitirla como verdadera. (2) En
estrecha relación con esta objeción está la de que el calvinismo identifi-
ca la regeneración con la gracia incipiente, en vez de hacerla concomi-
tante con la justificación y la adopción. Mantiene que el primer acto de
gracia en el corazón del pecador lo regenera. Es a ese acto al que le sigue
la fe, el arrepentimiento y la conversión. Así que, de acuerdo con ese
sistema, tenemos a una persona regenerada la cual todavía no se ha
arrepentido, no ha sido perdonada, y, por consiguiente, es todavía un
pecador. La simple enunciación de esta posición es su propia refuta-
ción. (3) Hay una objeción adicional, y es a la idea calvinista de la
pasividad. Que la regeneración sea la sola obra del Espíritu nadie lo
niega, pero que sea absolutamente así, aparte de toda otra condición,
no está de acuerdo con la Biblia. A nosotros se nos manda a buscar, a
pedir, a arrepentirnos, a abrir nuestros corazones, y a recibir a Cristo.
Esos son requisitos que no pueden cumplirse aparte de la agencia
humana. No puede haber regeneración sin ellos, aun cuando no les
sean posibles a los recursos no auxiliados de la naturaleza humana
caída. Esa ayuda es conferida clementemente sobre el ser humano por el
Espíritu, pero con cada comunicación de la gracia salvadora deberá
haber cooperación de parte de la voluntad humana. Un alma puede
resistirse y perderse, o puede aceptar y ser nacida del Espíritu. Ese es el
testimonio uniforme de la Biblia. (4) Negar todas las condiciones
requeridas para la regeneración es ligar esta doctrina con la elección
incondicional. Es de aquí que los cinco puntos del calvinismo se
suceden de inmediato: predestinación, expiación limitada, inhabilidad
natural, gracia irresistible y perseverancia final. Creemos que ya hemos
discutido esos puntos lo suficiente en conexión con la expiación y la
gracia preveniente. (5) Hay una objeción final la cual se deriva de
consideraciones prácticas. Si a los seres humanos se les hace sentir que
no hay condiciones que cumplir para la regeneración, serán llevados lo
mismo al descuido que a la desesperación. Solo ha sido posible
promover el avivamiento y cumplir con la obra de salvación cuando los
seres humanos han sido hechos sensibles a la presencia del Espíritu
Santo, y a la necesidad de la obediencia a sus influencias de convicción

388 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

y despertamiento. De aquí que se nos exhorte a buscar al Señor


mientras puede ser hallado, y a llamarlo en tanto que está cercano.15
Resumen de la doctrina arminiana. La doctrina de la regeneración,
según la sostienen los teólogos arminianos, puede resumirse bajo los
siguientes dos encabezados: (1) Es una obra efectuada en las almas de
los seres humanos por la operación eficaz del Espíritu Santo. (2) El
Espíritu Santo ejerce su poder regenerativo solo con ciertas condicio-
nes, es decir, con las condiciones del arrepentimiento y la fe. Estas
posiciones pueden ampliarse a fin de cubrir las siguientes declaraciones
de fe.
1. La regeneración es un cambio moral efectuado en los corazones
de los hombres por el Espíritu Santo. Ese cambio no es ni físico ni
intelectual, aun cuando afecte el cuerpo y la mente. No es un cambio
en la sustancia del alma, ni la adición de poder nuevo alguno. La
regeneración no es una metamorfosis de la naturaleza humana. El ser
humano no recibe un nuevo ego. Después de la regeneración que antes,
su identidad personal es la misma en esencia. Tiene los mismos poderes
de intelecto, sentimiento y voluntad, aun cuando se les dé una nueva
dirección. Dios no deshace en la nueva creación lo que hizo en la
primera creación. El cambio, por tanto, no es en la constitución natural
del ser humano, sino en su naturaleza moral y espiritual. En adición, es
importante creer que es la totalidad de la persona, y no solo ciertos
poderes de su ser, la que está sujeta a esta renovación espiritual.16
2. Ese cambio radical es efectuado por la agencia eficiente del Espí-
ritu Santo. Es un acto de Dios. No importa el medio que se use para
traer un alma a Cristo, la obra misma es efectuada solamente por la
agencia directa y personal del Espíritu. La naturaleza de la obra lo
indica. No es un acto del alma. Es un nuevo nacimiento. El arminia-
nismo mantiene que hay condiciones que deberán preceder a esta
operación del Espíritu, como serían el arrepentimiento y la fe, puesto
que solo estas pueden traer el alma a Dios. Es entonces que el alma se
vuelve pasiva, como el barro en las manos del alfarero, dejando que el
Espíritu Santo, por su poder omnipotente, sople vida nueva en el alma
muerta por los delitos y pecados. Es por medio de esta infusión de vida
que la naturaleza moral y espiritual del alma es cambiada.17
3. La regeneración es concomitante en experiencia con la justifica-
ción y la adopción. Tanto los calvinistas como los arminianos sostienen
que la regeneración es la infusión de vida en las almas muertas en
delitos y pecados, pero los primeros la consideran como el otorga-

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 389

miento incipiente del cual crecen todos los demás actos espirituales, en
tanto que los últimos la consideran como esa obra del Espíritu por la
cual la gracia preveniente otorgada emite una nueva vida espiritual para
el alma individual. Los calvinistas confunden la regeneración con la
gracia preveniente y, por tanto, niegan esta última. Rechazan la idea de
una obra preparatoria que preceda la regeneración y, como consecuen-
cia, la consideran como conferida incondicionalmente sobre el elegido
por un decreto de Dios. Los arminianos se mantienen firmes en la
doctrina de la gracia preveniente y, por lo tanto, considerarán la
regeneración como otorgada condicionalmente por medio del instru-
mento de la fe a los penitentes misericordiosamente asistidos.18
4. La regeneración es una obra completa y, por lo tanto, perfecta en
su clase. Es concomitante con la justificación y la adopción, pero, aun
así, es distinta de ellas. La justificación es una obra que Dios hace por
nosotros en el perdón de nuestros pecados, y en el cambio de la relación
que sostenemos con Él; la regeneración es la renovación de nuestra
naturaleza caída cuando la vida es conferida sobre las bases de esa nueva
relación; por su lado, la adopción es la restauración de los privilegios de
hijo en virtud del nuevo nacimiento. La necesidad de la justificación
yace en el hecho de la culpa, la de la regeneración en el hecho de la
depravación, y la de la adopción en la pérdida del privilegio. El
arminianismo sostiene que las tres, aunque sean distintas en naturaleza
y perfectas en su clase, son conferidas, aun así, por el mismo acto de fe,
y por consiguiente concomitantes en la experiencia personal.19
5. La regeneración se logra por medio de ese instrumento que es la
Palabra. El Espíritu Santo emplea medios, puesto que Santiago declara
específicamente que, “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra
de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas” (Santiago 1:18).
Necesitamos cuidarnos de un error que ha sido frecuentemente común
en la iglesia, a saber, que es solo el poder de la verdad el que regenera.
Necesitamos captar y mantener claro en nuestra mente que lo que
regenera no es la verdad aparte de la operación del Espíritu, ni la acción
del Espíritu aparte de la verdad, e independiente de ella. Está establecido
claramente en la Biblia que el Espíritu utiliza la verdad como instru-
mento tanto para la regeneración como para la santificación (compárense
Hechos 16:14; Efesios 6:17; 1 Pedro 1:23). Quizá una de las mejores
afirmaciones de cautela en cuanto a cómo se relacionan el Espíritu y la
verdad en la regeneración, es la de Daniel Fiske, publicada en Bibliotheca,
en 1865. Dice: “En la regeneración de los seres humanos, Dios actúa en

390 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

algunos respectos directa e inmediatamente en el alma, y en otros


respectos actúa en conexión con la verdad y por su medio. Él no los
regenera solo por la verdad, ni tampoco los regenera sin la verdad. Sus
influencias mediatas e inmediatas no pueden ser distinguidas por la
consciencia, ni sus respectivas esferas ser exactamente determinadas por
la razón”.
6. La regeneración tiene relación con la santificación. La vida que se
confiere en la regeneración es una vida santa. Es por esta razón que
Juan Wesley hablaba de ella como la puerta a la santificación. En su
relación con la regeneración, se deberá hacer no obstante una distinción
entre la santificación inicial y la entera. La santificación inicial, en el
esquema wesleyano, es concomitante con la justificación, la regenera-
ción y la adopción, mientras que la entera santificación es subsecuente a
ella. La distinción surge del hecho de que la culpa, la cual como
condenación del pecado es removida por la justificación, acarrea
consigo también un aspecto de contaminación que puede ser removido
solo por la limpieza. Es por esta razón que el wesleyanismo siempre ha
sostenido que la santificación empieza con la regeneración, pero limita
esta “santificación inicial” a la obra de limpieza de la contaminación de
la culpa y de la depravación adquirida, o la depravación que atañe
necesariamente a los actos pecaminosos. La entera santificación es,
entonces, subsecuente a la inicial, y desde la perspectiva de la purifica-
ción, es la limpieza del corazón del pecado original o de la depravación
heredada. La distinción, por lo tanto, se basa en el carácter doble del
pecado: el pecado como un acto y el pecado como un estado. Los que
sostienen la doctrina de la entera santificación asumen frecuentemente
una posición concerniente a la regeneración que le es lógicamente
opuesta. Consideran la regeneración como un “cambio del corazón”
que solo equivale a la renovación de la vida antigua. Esta renovación es
considerada completa, por lo que no se encuentra lugar para una obra
de gracia adicional. Sin embargo, esta es una concepción equivocada de
la obra de la regeneración. No se trata de rehacer la vida antigua sino de
impartir la vida nueva. La regeneración, es cierto, “rompe el poder del
pecado cancelado y pone al prisionero en libertad”, pero no destruye lo
inherente del pecado original. “Lo que ha ocurrido”, dice Miner
Raymond, “no es una remoción completa de lo que se denomina la
carne, o de su debilidad, ni la remoción completa de la mente carnal,
sino el otorgamiento de poder para conquistarla, para no andar tras ella,
sino tras el Espíritu, conquistando así la carne y viviendo tras el Espíritu

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 391

para mantener una constante libertad de la condenación. La cosa hecha


consiste en la salvación del poder reinante del pecado innato o pecado
original; es libertad de la cautividad; es libre aquel que el Hijo ha hecho
libre; es un otorgamiento, por medio de la gracia y el poder de Dios,
por el que la persona es potenciada para la obediencia volitiva” (Miner
Raymond, Systematic Theology, II:358).
La regeneración en su más amplia relación.20 El privilegio cristiano de
la relación de hijos, sea que se considere como regeneración o adopción,
conecta al Espíritu Santo de una manera particular con la administra-
ción de la redención. Cada una de las Personas está vitalmente involu-
crada. Del Padre se dice que, “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la
palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas” (Santia-
go 1:18); del Hijo, “yo he venido para que tengan vida, y para que la
tengan en abundancia” (Juan 10:10); y del Espíritu Santo, “lo que nace
del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). El Padre es el modelo de toda
verdadera paternidad, y su relación con el Hijo eterno se convierte en
cierto sentido en el tipo de su relación con los hijos que Él ha creado. El
Hijo, como el Logos de la creación, asume un nuevo aspecto en cuanto
a la creación filial, por ser nosotros regenerados por la vida de Cristo
impartida por medio del Espíritu Santo, en tanto que el Espíritu Santo
mismo se hace “el Señor y dador de la vida” en el sentido más verdade-
ro y más profundo. A fin de que entendamos cuán central es esta
doctrina, deberemos considerarla brevemente como relacionada con las
otras grandes doctrinas del evangelio.21
1. La regeneración le hace posible a la humanidad un conocimiento
personal de Dios. El alma regenerada es cambiada fundamentalmente
en calidad moral y espiritual, y este cambio se convierte en la base para
una nueva relación personal. La vida que el Espíritu ha comunicado es
una reproducción de la vida de Cristo en el ser humano. Su calidad
corresponde a la de la naturaleza de Dios. Por lo tanto, solo en la
medida en que la persona se haga participante de la naturaleza divina es
que aprenderá, por medio de la experiencia, la clase de ser que es Dios.
Previo a esto pudo haber tenido un conocimiento teórico de Dios, o se
pudo haber entregado a una especulación metafísica en cuanto a la
naturaleza de la realidad detrás de toda la existencia fenomenológica,
pero esa persona podrá tener una relación positiva con Dios solo por
medio del carácter y la calidad de vida dada en la regeneración. Es por
medio de esta experiencia que podemos gustar y ver “que es bueno
Jehová” (Salmos 34:8).

392 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

2. La regeneración está vitalmente relacionada con la revelación de


Dios en Cristo. Jesucristo es la suprema revelación de Dios. En Él la
verdad de Dios se vuelve visible, como si se nos proyectara en el telón
de la humanidad. Puede vérsele como Maestro, Profeta o Revelador,
pero Él es más. Él es nuestra vida (Colosenses 3:4). Es por esta razón
que a los seres humanos se les escapará la verdadera concepción del
evangelio cuando la vean como un simple sistema de ideas, en vez de
una serie de fuerzas espirituales. Es ciertamente un sistema de verdad,
pero es verdad hecha vital en la realidad. El sistema doctrinal no es otra
cosa que un intento de dar expresión a esa realidad de manera unificada
y sistemática. Siendo que Cristo es la suprema revelación de Dios, es
evidente que la verdad permanece fuera y aparte de la experiencia del
ser humano hasta que Cristo es revelado en él como la esperanza de
gloria. Esto explica el hecho de que personas no regeneradas con
frecuencia no acepten la revelación de Cristo como se presenta en la
Biblia. Para las tales, solo se trata de una investigación intelectual, pero
a Cristo se le entenderá solo cuando seamos espiritualmente semejantes
a Él. De ahí que los racionalistas hayan cerrado las avenidas espirituales
de la aproximación a la verdad, y se hayan cerrado a esa afirmación
interior que viene solamente por el nuevo nacimiento. Es por esta razón
que Pablo declara que, “si nuestro evangelio está aún encubierto, entre
los que se pierden está encubierto; esto es, entre los incrédulos, a
quienes el dios de este siglo les cegó el entendimiento, para que no les
resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la
imagen de Dios” (2 Corintios 4:3-4).
3. La regeneración también se relaciona con el poder capacitador del
Espíritu Santo. Él, no solo reproduce la vida de Cristo en el regenerado
como Revelador, sino también como agente de gracia capacitadora. La
vida que se confiere en la regeneración, no solo se manifiesta en nueva
luz, sino también en nuevo poder. Es un nuevo comienzo espiritual
para el ser humano. Es un cambio ético.22 Es una revitalización de la
verdad. Eleva todo el proceso desde el ámbito de lo teórico hasta
ámbito de lo real. No solo se le establece una nueva meta a la persona
para que la alcance, sino que también se le otorga poder para liberarse
de la esclavitud del pecado, causándole que siempre triunfe en Cristo.
Esta vida nueva se dedica a Dios en santificación, necesitando ahora
avanzar a la meta de la entera santificación, donde el corazón sea
purificado de todo pecado por el bautismo con el Espíritu Santo.


LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 393

LA ADOPCIÓN
La adopción es el acto declaratorio de Dios por el cual, tras ser
justificados por fe en Jesucristo, se nos recibe en la familia de Dios, y se
nos restaura a los privilegios de hijo.23 La adopción, como lo hemos
indicado previamente, es concomitante con la justificación y la
regeneración, pero en el orden de pensamiento, lógicamente las sucede.
La justificación remueve nuestra culpa, la regeneración imparte vida
espiritual, y la adopción nos recibe, en efecto, en la familia de Dios. Al
igual que el término regeneración, la adopción tiene una aplicación más
amplia en la Biblia que la que tiene que ver con la inmediata restaura-
ción del individuo. Pablo utiliza el término de manera amplia para
expresar: (1) la elección especial de los israelitas de entre las naciones,
“de los cuales son la adopción…” (Romanos 9:4); (2) el propósito de la
encarnación, “a fin de que recibiéramos la adopción de hijos” (Gálatas
4:5); y (3) la plena seguridad de una herencia futura, “esperando la
adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:23). Deberá
notarse que este último pasaje contiene una estrecha relación con
Mateo 19:28, donde nuestro Señor habla de la regeneración final de
todas las cosas. Ambos términos hacen referencia a la restauración del
ser humano a su estado original. La palabra adopción es característica de
Pablo, y se usa para expresar los privilegios a los que la regeneración
introduce a aquellos que creen, aunque bajo los términos del nuevo
pacto. Para la adopción del cristiano, Pablo emplea lo mismo la palabra
uios que teknon, entre tanto que Juan, a quien lo que le preocupa es la
comunidad de vida, emplea solo teknon, reservando el vocablo uios para
Cristo como hijo. El término uiothesía o adoptio significaba, en su uso
ordinario, el acto en el que un ser humano traía a su casa como suyos
los hijos que no había engendrado. La adopción civil, no obstante,
siempre requería el consentimiento, demandado y expresado pública-
mente, de la persona que iba a ser adoptada.24
Los beneficios de la adopción. Las bendiciones que nacen de la adop-
ción en la familia de Dios son muchas y deseables. Las mismas se
pueden resumir como sigue: (1) Los privilegios de ser hijo. Nos
volvemos “hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas 3:26); “Y si
hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo”
(Romanos 8:17); “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya
no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por
medio de Cristo” (Gálatas 4:6-7). El reino celestial ha sido descrito

394 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

como “un parlamento de emperadores, una mancomunidad de reyes;


cada humilde santo en ese reino es coheredero con Cristo, y tiene una
función de honor, y un cetro de poder, y un trono de majestad, y una
corona de gloria”. (2) Confianza filial hacia Dios, “pues no habéis
recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que
habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba,
Padre!” (Romanos 8:15). El Espíritu de adopción trae libertad de la
esclavitud del pecado. La condenación es removida, la oscuridad
espiritual es disipada, y la aprobación de Dios es puesta sobre el alma.
(3) La unidad del alma con Cristo, “porque el que santifica y los que
son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de
llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11). Esa unidad es obrada por el
Espíritu Santo, un don prometido por nuestro Señor a todos sus
discípulos. Los que han nacido del Espíritu se vuelven candidatos para
el bautismo con el Espíritu. Por medio de Él, como Consolador y
Paracleto, somos bendecidos “con toda bendición espiritual en los
lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3). (4) Un derecho de propiedad
en todo lo que Cristo tiene y es: “todo es vuestro… y vosotros sois de
Cristo, y Cristo es de Dios” (1 Corintios 3:21, 23). (5) El derecho y el
título de una herencia eterna. Pedro habla de esta herencia como
“incorruptible, incontaminada e inmarchitable, reservada en los cielos
para vosotros” (1 Pedro 1:4). Se le llama un “reino” (Lucas 12:32,
Hebreos 12:28); una “mejor patria” (Hebreos 11:16); una “corona de
vida” (Santiago 1:12); una “corona de justicia” (2 Timoteo 4:8); y un
“eterno peso de gloria” (2 Corintios 4:17). “Lo que Dios es ahora para
los ángeles y los santos glorificados”, dice John Dick, “y lo que será para
ellos por los siglos sinfín, a los hijos adoptivos de Dios se les autoriza
que lo posean todo en esperanza. Pero aún en este mundo, ¡cuán felices
los hacen las arras de esa herencia! ¡Cuán divina la paz que derrama su
influencia sobre sus almas! ¡Cuán puro y elevado el gozo que en cierta
selecta hora surge en sus pechos! ¡Cómo son ellos elevados por sobre los
dolores y los placeres de la vida mientras, en las contemplaciones de fe,
anticipan su futura habitación en las altas regiones del universo! Y solo
son arras” (Lecture 73).
La evidencia de la adopción. La doctrina de la seguridad es una de las
admirables doctrinas del evangelio. No hay una doctrina más clara-
mente enseñada en la Biblia que la de una religión que se experimenta.
Como es el caso con el nuevo nacimiento, puede que no entendamos
las operaciones del Espíritu, pero sí podemos conocer el hecho. Los

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 395

teólogos algunas veces distinguen entre “el testimonio del Espíritu” y la


doctrina de la “seguridad”, sin embargo, en la experiencia consciente
del creyente, ambas son sustancialmente lo mismo. Por lo tanto,
deberemos seguir la práctica común entre los teólogos arminianos y
tratar el asunto bajo el encabezado de “el testimonio del Espíritu”.

EL TESTIMONIO DEL ESPÍRITU


Por el testimonio del Espíritu se quiere decir esa evidencia interna de
aceptación con Dios que el Espíritu Santo revela directamente a la
conciencia del creyente. Esta doctrina la sostiene la gran mayoría de los
cristianos evangélicos, pero se diría que fue reavivada de un modo
peculiar en los tiempos modernos por Juan Wesley y sus colaboradores.
Wesley, por su parte, la recibió de los moravos, aun cuando estuviera
contenida en las normas doctrinales de su propia iglesia. Pero una vez
su mente despertó plenamente a esta verdad, encontró que no podía
continuar siguiendo las guías moravas, por lo que se volvió a la Biblia,
estudiándola con la energía característica de sus labores. Probó más allá
de toda duda que los primeros padres habían enseñado esta doctrina, y
sostuvo su posición con citas de Orígenes, Crisóstomo, Atanasio y
Agustín, pero fue solo en la Biblia en donde encontró los verdaderos
principios de su defensa. “Los metodistas, para probar la doctrina del
testimonio del Espíritu”, escribía Adam Clarke, “no se refieren a
ningún hombre, y ni siquiera al mismo señor Wesley. A nadie apelan:
apelan a la Biblia, donde esta doctrina se yergue tan inexpugnable como
los pilares del cielo”. Además, estaban los aspectos prácticos y de
experiencia de la doctrina que tan cabalmente desarrollaron. “No hay
nada más típico”, continuaba Clarke, “hasta entre los más educados e
iluminados miembros de la Sociedad Metodista, que un conocimiento
claro del tiempo, el lugar y las circunstancias de cuándo, dónde y cómo
fueron profundamente convencidos de pecado, para luego tener un
sentido claro de la misericordia de Dios con sus almas, al perdonarles
sus pecados, y darles el testimonio interno de que eran nacidos de
Dios” (Adam Clarke, Christian Theology, 169). Es por esta razón que lo
mejor de la literatura sobre este tema deberá derivarse de los escritos de
los padres del metodismo.25
La base bíblica de la doctrina. La Biblia provee no pocas ilustraciones
de personas que gozaron del testimonio del Espíritu. En el Antiguo
Testamento tenemos el relato de Abel (Hebreos 11:4), de Enoc
(Hebreos 11:5), de Job (19:25), de David (Salmos 32:5; 103:1, 3, 12),

396 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

de Isaías (6:7), y de Daniel (9:23). El Nuevo Testamento también


abunda en las referencias a esta doctrina (compárense Hechos 2:46;
8:39; 16:34). Como textos de prueba en apoyo de esta posición, se
pueden mencionar los siguientes: “El Espíritu mismo [auto to pneuma,
o el mismo Espíritu] da testimonio a nuestro espíritu, de que somos
hijos de Dios” (Romanos 8:16); “habéis recibido el Espíritu de
adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15); “Dios
envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba,
Padre!” (Gálatas 4:6); “El que cree en el Hijo de Dios tiene el testimo-
nio en sí mismo” (1 Juan 5:10); “Y el Espíritu es el que da testimonio,
porque el Espíritu es la verdad” (1 Juan 5:6). Estos pasajes enseñan
claramente que el Espíritu testifica en lo que concierne a la relación de
los creyentes con Dios.26
El doble testimonio del Espíritu. El pasaje clásico sobre este asunto es
el que se encuentra en Romanos 8:16: “El Espíritu mismo da testimo-
nio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”. Es evidente que el
Apóstol enseña aquí que hay un testimonio doble: el testimonio del
Espíritu divino, y el testimonio de nuestro propio espíritu. Al primero
se le conoce comúnmente como el testimonio directo, y al segundo
como el testimonio indirecto. Además, el uso del vocablo griego
summarturéo parece implicar un testimonio conjunto de estos dos
testigos: el Espíritu mismo (auto to Pneuma o el mismo Espíritu), el cual
es cotestigo con nuestro espíritu. El vocablo summarturéo significa
literalmente, “testificar o escuchar a un testigo junto a otro, o al mismo
tiempo, o añadir el testimonio de uno al de otro” (compárese con
Samuel Wakefield, Christian Theology, 437). A veces, este pasaje se
traduce como “da testimonio con”, en vez de “da testimonio a”. Sin
embargo, esto no debe cambiar el significado, sino más bien fortalecer
la posición aquí asumida. Al mantener la doctrina del testimonio
directo del Espíritu, el wesleyanismo ha tenido que contender con la
teoría del testimonio mediato o sencillo. Esa posición señala que el
Espíritu Santo no da testimonio directo o inmediato por medio de
nuestro espíritu. La misma contiende que el Espíritu Santo opera
ciertos cambios morales en el corazón, como sería “la iluminación de
nuestro entendimiento, y el que nuestra memoria sea asistida en el
descubrimiento y recuerdo de los argumentos de esperanza y consuelo
dentro de nosotros”, y que esa es la evidencia de que somos hijos. Pero
se verá que esa posición no hace otra cosa que reducir el testimonio al
de nuestro propio espíritu, y que el Espíritu Santo no viene sino a

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 397

calificar nuestro propio testimonio. Esa teoría descarta de hecho el


testimonio directo del Espíritu Santo, reduciendo todo el proceso a una
simple inferencia a partir de cambios subjetivos.27
1. El testimonio del Espíritu divino. Juan Wesley sostenía que “el
testimonio del Espíritu es una impresión interna en el alma por la cual
el Espíritu de Dios testifica directamente a mi espíritu que soy un hijo
de Dios, que Jesucristo me ha amado y se ha dado por mí, que todos
mis pecados han sido borrados, y que yo, yo mismo, estoy reconciliado
con Dios” (Sermon X). Wesley señala que la pregunta no es si hay un
testimonio del Espíritu, sino si es o no un testimonio directo, “si hay
algún otro además del que surge de la consciencia del fruto del Espíritu.
Nosotros creemos que lo hay… porque, en la naturaleza de las cosas, el
testimonio deberá preceder a aquello de lo cual surge. … ¿No clama el
Espíritu ‘Abba, Padre’ en nuestros corazones en el momento en que se
nos da, de forma que anteceda cualquier razonamiento tocante a
nuestra sinceridad? ¡Sí, a cualquier tipo de razonamiento! ¿Y no es este
el simple y natural sentido de las palabras que cualquiera entendería en
el momento preciso en que las escuchara? Todos estos textos, pues, en
su significado más obvio, describen un testimonio directo del Espíritu”
(Sermons, 94 y 99).28 No se puede sobreestimar el valor de la absoluta
certeza en asuntos de tan vital importancia como es la salvación eterna
del alma. Aquí hay que poseer la forma más elevada de testimonio. Si
no hubiera testimonio directo del Espíritu Santo, todo se volvería una
cuestión de simple inferencia. Pero Dios no ha dejado a su pueblo en
tinieblas. Dios nos ha dado de su Espíritu para que sepamos las cosas
suyas que se nos han dado libremente. Por esta razón Wesley exhortaba
a su pueblo a “no depender en ningún supuesto fruto del Espíritu sin el
testimonio. Puede que haya un anticipo del gozo, la paz y el amor, los
cuales no sean nada de ilusorios sino realmente de Dios, mucho antes
de que tengamos el testimonio en nosotros, antes de que el Espíritu de
Dios testifique a nuestros espíritus de que tenemos ‘la redención en la
sangre de Jesús, que es el perdón de pecados’”. “¡Si somos sabios”,
continúa Wesley, “clamaremos continuamente a Dios hasta que su
Espíritu gima en nuestro corazones, Abba, Padre! Este es el privilegio
de todos los hijos de Dios, y sin ello nunca estaremos seguros de que
somos sus hijos. Sin ello no podremos asegurarnos de una paz perma-
nente, ni de evitar dudas y temores que perturben. Pero una vez que
hayamos recibido el Espíritu de adopción, esa paz que ‘sobrepasa todo


398 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

entendimiento’ guardará ‘nuestros corazones y mentes en Cristo Jesús’”


(Sermons, II:100).29
2. El testimonio de nuestro espíritu. Este es el testimonio indirecto
del Espíritu, y consiste en estar conscientes de que poseemos indivi-
dualmente el carácter de los hijos de Dios. Juan Wesley sostenía que “es
casi, si no exactamente lo mismo que el testimonio de una buena
conciencia hacia Dios; y es el resultado del razonamiento y la reflexión
acerca de lo que sentimos en nuestras propias almas. Estrictamente
hablando, es una conclusión derivada en parte de la Palabra de Dios, y
en parte de nuestra experiencia. La Palabra de Dios dice que todo el
que tiene el fruto del Espíritu es hijo de Dios; la experiencia o la
conciencia interior me dice que tengo el fruto del Espíritu; por lo tanto,
concluyo racionalmente que soy un hijo de Dios. … Ahora, por cuanto
ese testimonio procede del Espíritu de Dios, y está basado en lo que Él
obra en nosotros, a veces se le llama el testimonio indirecto del
Espíritu, para distinguirlo del otro testimonio, el cual es propiamente
directo” (Sermon XI). Más aún, este testimonio indirecto es confirma-
torio más bien que fundamental. “Nosotros lo amamos a él porque él
nos amó primero” (1 Juan 4:19). “Siendo que ese testimonio de su
Espíritu deberá preceder al amor de Dios y a toda santidad, por
consiguiente deberá preceder a nuestra conciencia interior o al testimo-
nio de nuestro espíritu concerniente a estas cosas”. El amor filial surge
del conocimiento de las relaciones filiales, por lo cual el testimonio
directo del Espíritu deberá necesariamente preceder al indirecto. Pero el
indirecto no es por ello de menor importancia. Es tan indispensable
como el primero, puesto que confirma plenamente el testimonio del
Espíritu. “¿Cómo estoy seguro”, continúa Wesley, “que no confundo la
voz del Espíritu? Por el hecho del testimonio de mi propio espíritu; por
‘la respuesta de una buena conciencia hacia Dios’. Es por esto que sé
que no sufro una ilusión, que no he engañado a mi propia alma. Los
frutos inmediatos del Espíritu, los cuales gobiernan el corazón, son
‘amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre,
templanza’. Y los frutos externos son el hacer el bien a todos los seres
humanos y la obediencia uniforme a todos los mandamientos de Dios”
(Juan Wesley, Works, I:92).30 Podemos, entonces, decir que estos dos
testigos, tomados juntamente, establecen la certeza de la salvación. Uno
no puede existir sin el otro, y tomados juntamente, una evidencia más
alta no puede existir.31


LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 399

El privilegio común de los creyentes. Hemos repasado cuidadosamente


la base bíblica para la creencia en el testimonio del Espíritu; hemos
demostrado que ese testimonio está inseparablemente conectado con el
Espíritu de adopción; que es esencial para el amor filial; y que, por lo
tanto, es una parte tan esencial de la salvación común como es la
adopción. Por esta razón podemos afirmar con seguridad que el
testimonio del Espíritu es el privilegio común de todos los creyentes.
Es, en un sentido un tanto peculiar, su derecho de nacimiento divino.
En estrecha relación con dicha cuestión está la de si el testimonio del
Espíritu puede o no disfrutarse ininterrumpidamente. Como cuestión
de observación, es bien conocido que existen amplias diferencias en las
experiencias espirituales de los creyentes. Como consecuencia, debere-
mos esperar que la seguridad de la relación de hijos varíe de igual
manera. Juan Wesley repasa este asunto con su acostumbrado discer-
nimiento espiritual en su sermón sobre “El estado en el desierto”.
Finalmente, la Biblia habla de “las riquezas de pleno entendimiento”
(Colosenses 2:2); la “plena certeza de la esperanza” (Hebreos 6:11); y
de la “plena certidumbre de fe” (Hebreos 10:22). Todo esto se refiere a
una persuasión perfecta de la verdad que es en Cristo, al cumplimiento
de la promesa de una herencia celestial, y a una entera confianza en la
sangre de Cristo. A partir de estos pasajes bíblicos deberemos, por
tanto, concluir que la plena seguridad de entendimiento, fe y esperanza
es el privilegio de todo cristiano, y que ninguno deberá estar conforme
con algo menos que ese su alto llamado en Cristo Jesús.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. “La regeneración y la adopción son las principales bendiciones concomitantes con la
justificación, y acerca de ellas podemos en general observar que debemos distinguirlas
como diferentes la una de la otra, y de la justificación, pero sin separarlas. Ocurren al
mismo tiempo y todas entran a la experiencia de la misma persona, de modo que ningún
individuo es justificado sin que sea regenerado y adoptado, ni ningún individuo es rege-
nerado ni hecho hijo de Dios si no es justificado. Por consiguiente, cada vez que la Biblia
las menciona, se sigue que se incluyen y se implican unas a otras” (Richard Watson,
Theological Institutes, II:266).
“No hay términos más estrictamente correlativos que la regeneración y la adopción.
Describen la misma bendición bajo dos aspectos: el primero hace referencia al carácter
filial, y el último al privilegio filial. Pero, no están por ello conectadas con una cercanía de
causa y efecto, sino que están coordinadas, y el eslabón entre ellas consiste en lo común de
ser hijo. La seguridad de la adopción filial no produce la vida regenerada, ni la infusión de
la vida perfecta de la regeneración inviste por sí misma a los hijos de Dios con todas las
prerrogativas de un heredero. Más aún, son tan diferentes de las otras bendiciones princi-
pales en la economía de la gracia como los son tan unidas. El estado justificado no encierra


400 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

por necesidad los privilegios especiales de la adopción, ni la regeneración como tal implica
la relación específica con Dios representada en la santificación. Los dos términos ahora
considerados abrazan en su unidad un departamento enteramente distinto de la adminis-
tración que el Espíritu hace del nuevo pacto: nos llevan a la familia de la fe y a la familia
de Dios. Pero aunque tocan en muchos puntos esos otros departamentos, siguen siendo
no obstante perfectos y completos en sí mismos” (William Burton Pope, Compendium of
Christian Theology, III:3-4).
2. Jonathan Crowther, al pintarnos su cuadro sobre la posición de los wesleyanos, dice: “Que
todos los que se arrepienten y creen son: (1) justificados, y tienen paz con Dios; que somos
considerados justos, pero solo por medio del sacrificio y la intercesión de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo. Pero aunque la fe que se recibe y yace en Cristo es la sola condición y
el instrumento de la justificación, aun así, esta fe en la persona justificada ‘obra por el
amor’, y produce santidad interior y exterior. Creen que, (2) todas las personas que son así
justificadas, son adoptadas en la familia de Dios, tienen derecho a todos los privilegios de
sus hijos, y pueden acercarse confiadamente al trono de la gracia; reciben el espíritu de
adopción y se les capacita para clamar, Abba, Padre; y, como hijos suyos, son amados,
compadecidos, castigados, protegidos y sustentados; son herederos de Dios, y coherederos
con Jesucristo; y que, al continuar en este estado, heredarán todas las promesas y obten-
drán la vida eterna. También creen que (3) los que son justificados, son hechos hijos de
Dios, y así se les asegura; y que esta bendita seguridad surge del ‘Espíritu de Dios que da
testimonio a sus espíritus, de que son hijos de Dios’. Creen que ninguna persona, bajo la
dispensación del evangelio, es excluida de este privilegio, excepto por incredulidad, tibieza,
amor del mundo, o algún otro pecado. … Pero creen que toda persona que posee esta
justificación, y esta adopción, y este testimonio del Espíritu, tiene hambre y sed de justi-
cia” (Portraiture of Methodism¸ 171-172).
3. “La regeneración, al igual que la justificación, es una parte vital de la soteriología cristiana.
Y así debe ser, ya que la depravación original es una realidad, y la regeneración una nece-
sidad de la vida verdaderamente espiritual. De aquí que una doctrina verdadera de la
regeneración deba ser de profunda importancia. Sin embargo, respecto a dicha doctrina,
ha prevalecido ampliamente el error, para enorme perjuicio de la vida cristiana. No obs-
tante, entre los sistemas evangélicos, la doctrina de la regeneración ha sido un problema
mucho menor que el de la justificación, mayormente debido a que se concibe de manera
menos directa en el cuadro doctrinal de la expiación” (John Miley, Systematic Theology,
II:327).
4. William G. T. Shedd señala que el término “regeneración” se ha usado en un sentido
amplio, y en uno estricto. “Puede significar la totalidad del proceso de salvación, inclu-
yendo la obra preparatoria de la convicción y la obra final de la santificación. O puede
denotar solo la impartición de la vida espiritual en el nuevo nacimiento, con exclusión de
los procesos preparatorio y final. La iglesia romana considera la regeneración como algo
que lo abarca todo en la transición desde el estado de condenación en la tierra hasta el
estado de salvación en el cielo, y confunde la justificación con la santificación. La doctrina
luterana, según se establece en la Apología de la Confesión de Augsburgo, y en la Fórmula
de la Concordia, emplea regeneración en el sentido amplio, pero distingue cuidadosa-
mente entre la justificación y la santificación. En la Iglesia Reformada, el término regene-
ración también se emplea en su significado amplio. Al igual que los luteranos, los teólogos
reformados hicieron la distinción entre justificación y santificación, pero colocaron bajo el
término ‘regeneración’ todo lo que pertenece al desarrollo tanto como al origen de la
nueva vida espiritual. Luego, la regeneración no solo incluyó el nuevo nacimiento, sino
todo lo que de él se desprendía”. “El uso amplio del término pasó a la teología inglesa. Los
teólogos del siglo diecisiete no distinguen generalmente lo suficiente entre regeneración y

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 401

conversión, sino que los usan como sinónimos”. “Pero este uso amplio del término rege-
neración llevó a una confusión de ideas y perspectivas. Como consecuencia, surgió gra-
dualmente un uso más estricto del término regeneración, discriminándolo de la conver-
sión. Turretin define dos clases de conversiones, según se empleaba este término en su día.
La primera era la conversión ‘habitual’ o ‘pasiva’. Representa la producción de un hábito o
disposición del alma. La segunda clase es la conversión ‘actual’ o ‘activa’. Consiste en
ejercer en fe y arrepentimiento ese hábito o disposición implantados”. Esto demuestra la
manera en que el calvinismo fue llevado a adoptar una diferencia considerablemente
marcada entre la regeneración y la conversión. (Compárese con William G. T. Shedd,
Dogmatic Theology, II:41-49.)
5. “El cambio de la regeneración consiste en la recuperación de la imagen moral de Dios en
el corazón a fin de que, vale decir, lo ame supremamente y le sirva, en última instancia,
como nuestro fin más elevado, y para que lo agrade superlativamente como nuestro bien
mayor. … La regeneración consiste en el principio que es implantado, en la obtención del
dominio ascendente, y en el prevalecer habitualmente sobre su opuesto. … Todo se afecta
por la palabra de verdad, o el evangelio de la salvación, el cual consigue entrar en la mente,
por medio de la enseñanza divina, para poseer el entendimiento, someter la voluntad, y
controlar los afectos. En una palabra, lo que constituye la nueva criatura, el ser humano
regenerado, es la fe que obra por el amor. … La regeneración ha de distinguirse de nuestra
justificación, aun cuando estén conectadas. Todo el que es justificado es también regene-
rado; pero lo uno nos coloca en una nueva relación, mientras que lo otro, en un nuevo
estado moral” (Watson, Dictionary, artículo sobre la regeneración).
6. Julius Kafton dice: “La regeneración es la entrada de la vida nueva asociada con la
iniciación de la fe cristiana. Esta es la concepción de la regeneración en el sentido más
estrecho. En el sentido más amplio, incluye la justificación y la santificación”. Esta defini-
ción contiene dentro de sí algo de la confusión que acompaña la posición católica romana,
especialmente en su aspecto más amplio. Kafton por lo regular es clasificado como ritschi-
liano en su teología.
La posición calvinista se demuestra en la siguiente declaración: “La regeneración es ese
acto de Dios por el cual la disposición que gobierna el alma es hecha santa, y por medio de
la cual, con la verdad como instrumento, se asegura el primer ejercicio santo de esa dispo-
sición” (A. H. Strong). “La regeneración puede definirse como esa obra del Espíritu Santo
en el ser humano por medio de la cual se inicia una vida nueva de amor santo semejante a
la vida de Dios” (William Newton Clarke).
A. M. Hills define la regeneración como “la obra de Dios, con la cooperación del ser
humano, por la cual el ser humano se vuelve resueltamente de la vida de gratificación
propia, haciendo del vivir para la gloria de Dios y el bien del ser su supremo escogimiento,
habiendo sido previamente incitado por la influencia convincente e iluminadora del
Espíritu Santo, el cual lo inclinó benévolamente al amor de Dios y a la santidad” (Funda-
mentals of Christian Theology, II:200).
7. El profesor Nathanael Burwash dice que lo que Juan Wesley considera específicamente
como el “nuevo nacimiento” es la entrada del alma a la vida nueva. En la última parte del
sermón él reconoce que la expresión “nuevo nacimiento” se usa en todas los cánones de la
Iglesia de Inglaterra en un sentido diferente a este, ya que designa la nueva relación en la
que se coloca al ser humano ante Dios y la iglesia en la ordenanza del bautismo. Pero no
importa lo que haya sido su interpretación de lo formulado por la iglesia, él lo pondrá a un
lado, y solo predicará la doctrina arminiana del nuevo nacimiento, que es “un cambio
interior de la naturaleza, inseparablemente asociado con un cambio de relación con Dios,
y una profunda crisis de experiencia religiosa”. El profesor Burwash también sostuvo que
fue a “esta perspectiva de la regeneración, con las correspondientes perspectivas de la

402 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

justificación, la fe justificadora” y la seguridad, a la cual se le debe el poder de la predica-


ción de avivamiento. Dice: “Este sistema entero de la doctrina de la salvación pone delante
del ser humano una prueba tan definitiva de su condición moral y religiosa, que la con-
ciencia de cada ser humano deberá responder con un ‘Sí’ o un ‘No’ rotundo a la pregunta,
‘¿Soy salvo?’ Esta es en su totalidad una doctrina de salvación presente y consciente.
Cualquier doctrina de una elección desde la eternidad, o de una redención personal
completada incondicionalmente en Cristo, o de una salvación sacramental cuyo germen es
implantado en el bautismo, y que es llevada gradual e inconscientemente a la perfección
por los medios de gracia, nunca podrá ser la base de una semejante apelación al inconverso
como la que se encuentra en la doctrina ante nosotros”. (Compárese con Harrison, Wes-
leyan Standards, I:364).
8. Juan Wesley destaca la analogía entre el nacimiento natural y el espiritual de la siguiente
manera: “Un ser humano que nace de nuevo espiritualmente sigue una analogía parecida a
la del nacimiento natural. Antes de que un niño nazca ya tiene ojos, pero no ve, y oídos,
pero no oye. El uso de cualquier otro de sus sentidos es imperfecto en demasía. No tiene
conocimiento de nada, ni tampoco entendimiento. Ni siquiera le damos a esa existencia el
nombre de vida. Es solo cuando nace, que la criatura empieza a vivir. Empieza a ver la luz
y los varios objetos que le rodean. Se abren sus oídos y escucha los sonidos. Todos los
demás sentidos empiezan a ejercitarse con relación a los objetos correspondientes, y respira
y vive de una manera muy diferente a lo que era antes. De igual manera, antes de que el
ser humano nazca de Dios, tiene ojos pero, en un sentido espiritual, no ve. No tiene
conocimiento de Dios, ni de las cosas de Dios, ni de las cosas espirituales o eternas. Pero
cuando nace de Dios, los ojos de su entendimiento son abiertos. Ve la luz del conoci-
miento de la gloria de Dios. Está consciente de la paz que sobrepasa todo entendimiento,
y siente un gozo inefable y lleno de gloria. Siente el amor de Dios que se derrama sobre su
corazón por el Espíritu Santo que le es dado. Todos sus sentidos espirituales se ejercitan
para discernir el bien y el mal espiritual. Ahora se puede decir propiamente que vive: Dios
le ha dado vida por su Espíritu, y vive para Dios por medio de Jesucristo” (Sermon on the
New Birth).
“La regeneración es para el ser humano individual lo que la venida de Cristo es para la
raza humana: es el punto absolutamente crucial en el cual el desarrollo anterior del carác-
ter es quebrado y se termina, y un nuevo y santo desarrollo de vida empieza; un punto
crucial relacionado por una serie de operaciones externas e internas de gracia preparatoria.
La regeneración puede describirse como el irrumpir de la gracia en el ser humano, o, con
igual propiedad, como el irrumpir de la libertad en el ser humano, puesto que la regenera-
ción denota precisamente que estos dos factores han encontrado su punto vivificante de
unión, y que se ha establecido una nueva personalidad, una copia de la personalidad
divina y humana de Cristo. ‘De modo que si alguno está en Cristo’, dice el Apóstol,
‘nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas’” (H. L. Martensen,
Christian Dogmatics, 383).
9. John Miley establece como principio que “los hijos son a la semejanza de los padres”.
“Este”, dice él, “es el principio que abre la perspectiva más clara de la regeneración. Así
como por generación natural heredamos de los progenitores de la raza la corrupción de
una naturaleza moral, así también por el nuevo nacimiento recibimos la imagen y la
semejanza del Espíritu Santo. Este es nuestro principio interpretativo. Y no es algo traído
por los pelos, sino que está a flor de tierra en este clásico pasaje de la regeneración: ‘Lo que
es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es’. En la primera
parte de este versículo, la verdad es más profunda que la derivación de un cuerpo de carne
en la forma y semejanza del cuerpo de los padres: significa la herencia de una naturaleza
corrupta. Así como la depravación de los padres originales es transmitida por medio de la

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 403

generación natural, así también por medio de la regeneración somos transformados a la


semejanza moral del Espíritu Santo” (Systematic Theology, II:330-331).
10. Aquellos que han intentado explicar la obra de la regeneración sobre las bases de una
tricotomía han caído en el error de la regeneración parcial. La tricotomía que presupone
tres elementos distintos y esenciales en la constitución del ser humano, sostiene que el
primero es material, el segundo es animal y el tercero es espiritual. En lo que respecta a la
regeneración, unos sostienen que el pecado tiene su asiento en el alma, considerando el
pneuma como no corrompido por la caída. Otros consideran el alma y el cuerpo como
carentes de calidad moral, colocando el pecado en el pneuma o el espíritu, el cual, razonan,
fue paralizado por la caída. En cualquiera de estos casos, la regeneración consiste en la
restauración del pneuma a su lugar como factor controlador. Esto, como puede verse
enseguida, es solo una regeneración parcial. Como respuesta a esta objeción decimos que
la tricotomía que aquí se sostiene no es aceptada por la iglesia. No hay dos esencias espi-
rituales en el ser humano, una pecaminosa y otra santa. Además, esa tricotomía hace del
pneuma humano el principio controlador en vez del Espíritu Santo.
11. William Burton Pope ofrece la siguiente defensa en contra del error de la regeneración
bautismal. (1) Debe recordarse que el bautismo es el sello de todas las bendiciones del
pacto, y no solo del nuevo nacimiento ni aparte de él; el término bautismal bien puede
aplicarse a la justificación y a la santificación, tanto como a la regeneración. (2) La Biblia
conecta el nuevo nacimiento con el bautismo, lo cual es su ordenado sello y promesa, pero
el sello del pacto le puede dar seguridad al creyente acerca de un hecho pasado, de un don
presente, o de una bendición porvenir. La unión con Cristo está simbolizada en este
sacramento el cual, sin embargo, es como la circuncisión, que no tiene valor aparte de la
fe. En el cristianismo no hay gracia ex opere operato, es decir, una que dependa de actos
oficiales. (Higher Catechism, 249).
12. El pelagianismo, el cual negaba el pecado original, consideraba la regeneración como la
mera renovación de la naturaleza humana por medio de la disciplina cristiana. El semipe-
lagianismo enseñaba que el poder del ser humano había sido solamente debilitado por la
caída, lo cual encuentra expresión en las teorías modernas que sostienen que la regenera-
ción es el ejercicio correcto de nuestras facultades bajo la influencia de la gracia.
El inergismo luterano enseñó correctamente que hay una cooperación de la voluntad
humana con la gracia divina, pero no la ligó con suficiente claridad a la gracia especial del
Espíritu restaurada en la redención. El wesleyanismo, aún más que el anterior arminia-
nismo, desarrolló la doctrina de la gracia preveniente, afirmando que al ser humano ahora
no se le encuentra en un simple estado de naturaleza caída, sino que esa naturaleza en sí
misma es la gracia; que el Espíritu obra, por medio de la Palabra, con su propia influencia
preliminar, profundizando y trayendo al ser humano a la perfección; y que esa continua y
preveniente gracia se consuma en la salvación por el don de la vida regenerada. (Compá-
rese con William Burton Pope, Higher Catechism, 220.)
13. En el Theological Dictionary de Buck, bajo el artículo “Conversión”, la posición del
calvinismo se presenta como sigue: “En la regeneración, el ser humano es completamente
pasivo; en la conversión, es activo. El primer renacer en nosotros es completamente el acto
de Dios, sin que la criatura concurra de manera alguna; pero una vez somos renacidos,
vivimos activa y voluntariamente ante su vista. La regeneración es el movimiento de Dios
en la criatura; la conversión es el movimiento de la criatura hacia Dios, en virtud del
primer principio: a partir de ese principio surgen todos los actos de creer, arrepentirse,
mortificarse y vivificarse. En todos estos el ser humano es activo; en lo otro el ser humano
es meramente pasivo”.
14. “La obra de la regeneración es sinérgica y no monérgica, como bien lo afirma la
antropología agustiniana. Desde el punto de vista en el que nos coloca la discusión ante-

404 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

rior, la controversia entre los monergistas y los sinergistas queda reducida a límites estre-
chos, y confinada a una sola perspectiva. El monergismo afirma que la obra de la regene-
ración es la sola obra del Espíritu. El sinergismo afirma que la voluntad del ser humano
coopera en esta obra. Ahora, claro, la posición es idéntica en afirmar que el Espíritu hace
lo que hace; hasta ahí no hay controversia. También es igualmente evidente que lo de
crear de nuevo es obra divina, y que la única agencia competente para efectuar el cambio
que llamamos regeneración es la voluntad omnipotente de Dios. Todos los cristianos
evangélicos están de acuerdo en este punto. El punto de la controversia se encuentra en la
pregunta, ‘¿Está la obra de la regeneración condicionada a volición alguna de la mente
humana, o es totalmente incondicionada?’ La obra es divina, totalmente divina, pero la
pregunta es si el obrarla, el hecho de ser obrada, depende solamente de la voluntad sobe-
rana de Dios, enteramente separada de la voluntad humana e independiente de ésta, o si es
hecha en dependencia del consentimiento cooperador de la voluntad divina tanto como la
humana. La agencia humana no es empleada en la obra de la regeneración, pues esta es la
obra de Dios, pero sí lo es en cumplir con las condiciones antecedentes, en el escuchar la
Palabra y ponerle la debida atención, en el arrepentirse del pecado y hacer obras que
convengan al arrepentimiento, y en el creer y confiar en la gracia y la misericordia de Dios
por medio de Jesucristo” (Miner Raymond, Systematic Theology, II:356-357).
15. “A través de todo el proceso de salvación, el ser humano recibe gracia por gracia; la gracia
de la fe es dada cuando la gracia del arrepentimiento ha sido perfeccionada; y el poder para
creer que da la gracia, cuando se ejerce, trae la justificación, la regeneración, y la adopción;
cada condición en esta sucesión está condicionada al debido perfeccionamiento de la
gracia antecedente. El ser humano se ejercerá externamente en aquello en lo que Dios se
ha ejercido internamente, creciendo así en la gracia a partir de la primera iluminación del
entendimiento, y hasta la plena culminación de la preparación para el cielo” (Miner
Raymond, Systematic Theology, II:358).
16. William Burton Pope, en su Higher Catechism, resume así algunos de los errores menos
sobresalientes concernientes a la regeneración. (1) La antigua herejía gnóstica, todavía
presente en su sutil influencia, la cual sostiene que el espíritu en el ser humano no fue
afectado por el pecado, y que solo el alma sensual es renovada. (2) La teoría moderna de
que la regeneración es en sí la dádiva de un espíritu por medio del Espíritu: aquí, en
oposición al error anterior, la pérdida del espíritu es la que se considera haber sido el
efecto del pecado, lo cual reduce al ser humano literalmente a simple cuerpo y alma. Estos
dos errores se pueden refutar juntamente como sigue: “La regeneración es el espíritu de
vida nueva impartida por el Espíritu a la personalidad y a la naturaleza entera del ser
humano”. (3) Otro error es el de aquellos que suponen que el Espíritu Santo da una
ascendencia tal al espíritu renovado que no hay pecado que quede en el regenerado, lo cual
supone que preserve su unión con Cristo. Esto es refutado por “el testimonio del Apóstol,
de que el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el Espíritu [el Espíritu Santo en nuestros
espíritus, o nuestro espíritu bajo el Espíritu Santo] es contra la carne” (Romanos 7:23; 8:2;
[Gálatas 5:17]). Y esto no se ha de interpretar como un simple conflicto entre el estado de
convicción y el de regeneración. “En el estado de gracia preliminar, el conflicto se da entre
la carne y ‘la ley de mi mente’ que permanece en esclavitud; en el estado de regeneración
es entre la carne y ‘el Espíritu’ que ‘libra de la ley del pecado y de la muerte’”. (Compárese
con William Burton Pope, Higher Catechism, 248.)
17. La regeneración no consiste en un cambio de la sustancia del alma. La iglesia ha rechazado
universalmente tal idea como maniqueísta, puesto que la considera inconsistente con la
naturaleza del pecado y de la santidad. Ese antiguo error fue reavivado por Flacio
(1510-1575), quien sostenía que el pecado original consistía en la corrupción de la sus-
tancia del alma, y que la regeneración era el cambio de tal sustancia a fin de restaurar el

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 405

alma a su pureza normal. La Fórmula de la Concordia condenó esas posiciones como un


virtual reavivamiento del maniqueísmo al mantener que, si la sustancia del alma fuera
pecaminosa, Dios, quien es el creador de cada alma individual, tendría que ser el autor del
pecado, y Cristo, quien asumió nuestra naturaleza, tendría que haber sido participante del
pecado. Ciertamente el error de Flacio ha de condenarse, puesto que su enseñanza nunca
ha sido sostenida por la iglesia, aunque es de notar que la Fórmula de la Concordia lo
condena bajo la suposición del creacionismo, la de que cada alma individual es creada de
forma inmediata por Dios. Esta posición en sí misma ha sido una de las doctrinas polé-
micas de la iglesia.
La regeneración tampoco deberá considerarse como un cambio en algún tipo de poder
del alma, como lo serían el intelecto, los sentimientos o la voluntad. La mayoría de los
teólogos protestantes mantiene que la regeneración afecta al ser humano entero, pero han
puesto el énfasis en distintas áreas. De aquí que Miner Raymond diga: “Por tanto, su
principal efecto será sobre la facultad volitiva. Regenerar es, pues, primaria y principal-
mente, fortalecer la voluntad. Pero deberá ser evidente, a partir del hecho manifiesto de
que el ser humano es una unidad, siendo que cualquier cosa que afecte alguna facultad de
su naturaleza, en alguna medida y en algún grado, afectará el todo, que este cambio que
llamamos la regeneración tenga alguna relación con la naturaleza humana entera” (Syste-
matic Theology, III:353). William Burton Pope, por otro lado, sostiene que esta gracia se
actúa sobre la voluntad por medio de las afecciones del temor y la esperanza, aunque, de
igual modo, guarda la unidad de la personalidad.
“Una vez más, y ello reviste gran importancia, el objeto de este cambio, o el sujeto de su
renovación, es el todo de la naturaleza espiritual del ser humano. No su cuerpo, puesto
que la regeneración de éste será su resurrección, estando (y permaneciendo) el cuerpo
muerto a causa del pecado (Romanos 8:10), por lo que deberá sufrir su pena. Condenado
como está a la disolución, deberá presentarse en continua oblación como instrumento del
espíritu, el cual es vida a causa de la justicia, puesto en el altar del servicio para el presente,
y de la esperanza para el futuro. Pero el espíritu como asiento de la razón o principio
inmortal del ser humano, y el alma como ese mismo espíritu ligado por medio del cuerpo
con el mundo de los fenómenos, en todas sus complejas facultades, las cuales son una
unidad en la diversidad, son puestos bajo el poder regenerador del Espíritu Santo. Ni el
alma sin el espíritu ni el espíritu sin el alma será el asiento del pecado o el sujeto de la
regeneración. Es el ser humano el que es renovado” (Compendium of Christian Theology,
III:11).
18. Grover C. Emmons sostenía que tanto el pecado como la santidad consistían en actos, por
lo que la regeneración tendría que ser el comienzo de una serie de actos santos. Charles G.
Finney limitaba el carácter y la responsabilidad moral a los actos voluntarios. “Si existe
alguna acción o estado externo de sentimientos en oposición a la intención o el escogi-
miento de la mente, no puede”, decía Finney, “bajo ninguna posibilidad, tener carácter
moral”. Finney nunca llegó a hacer una transición de pensamiento en dirección de la
posición wesleyana, como lo hizo su colaborador Asa Mahan. Por consiguiente, conside-
raba la regeneración como un simple cambio de propósito, y, por esa razón, “un cambio
instantáneo de la entera pecaminosidad a la entera santidad”. Nathaniel W. Taylor, de
New Haven, estaba de acuerdo con Finney en hacer que la agencia libre incluyera el poder
plenario, y en limitar la regeneración a un cambio de propósito. Difirió de éste en que no
la consideraba como un simple cambio del egoísmo a la benevolencia, sino un cambio, por
buscar la criatura la felicidad, del pecado a la santidad, o una búsqueda de felicidad en
Dios. Charles Hodge (Systematic Theology, III:7ss) ofrece un interesante recuento de estas
posiciones, pero las resume diciendo que “todas esas especulaciones se ubican fuera de la
Biblia”.

406 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Es quizá en referencia a esas enseñanzas que William Burton Pope ofrece los siguientes
párrafos. “En ciertos esquemas americanos, los cuales representan la regeneración como el
escogimiento correcto último del alma, hay algunos errores que deberán notarse. (1) Este
escogimiento es una convicción y un deseo previo a la regeneración, y se le puede llamar
conversión; o, en su forma más elevada de la entera consagración de la voluntad, es el
fruto de la renovación. No puede ser la regeneración en sí misma. (2) El estado del alma
ante Dios es más que su simple y presente voluntad y acto o ejercicio: posee una disposi-
ción o carácter que lo subyace, con el cual tiene que ver mayormente el nuevo nacimiento.
(3) Por lo tanto, en común con casi todos los errores sobre este asunto, esos semipelagia-
nos, antes que teorías arminianas, lo que implican es un fracaso en distinguir entre la
gracia preliminar de la vida, y la vida de la regeneración”. “El error en toda teoría semipe-
lagiana consiste en olvidar que el Espíritu Santo termina, al igual que también siempre
empieza, la obra de bondad en el ser humano sin el auxilio humano. La empieza antes de
que la cooperación lo asista; y la cooperación deberá cesar en el momento de la crisis en
donde Él termina la obra” (Compendium of Christian Theology, III:24-25).
19. “Es cierto que algunos teólogos, especialmente los de la escuela calvinista estricta, han
preferido entender por regeneración el acto primario de Dios en la recuperación espiritual
del ser humano, en cuyo acto opera el poder omnipotente sobre un sujeto puramente
pasivo, creando en él una nueva sensibilidad espiritual. Pero esa posición, como se verá un
poco más adelante, no está en armonía con lo que presenta la Biblia, la cual asume una
agencia condicional en el ser humano, es decir, un consentimiento, más bien que un
sujeto de regeneración puramente pasivo. La función del despertamiento deberá producir
el sentido de necesidad y la medida de aspiración y deseo requeridos para hacer de alguien
un sujeto dispuesto en la consumación de su relación espiritual de hijo” (Henry C. Shel-
don, System of Christian Doctrine, 454).
“La regeneración no deberá ser confundida con el despertamiento, aunque haya una
similitud marcada entre ambas, y las mismas a menudo se mezclen en la vida real. El
despertamiento precede a la regeneración, pero no la constituye. El despertamiento es
ciertamente una obra de gracia que afecta la personalidad entera del ser humano, elevando
su conciencia a un estado religioso más exaltado, un estado hasta el cual él no puede
elevarse por sus propios poderes naturales. El ser humano que ha sido despertado, hasta
ahí lo ha sido por gracia, aun cuando no haya sido actualmente dotado de esa gracia: es
todavía uno de los llamados, pero no de los escogidos. Todavía le falta la resolución
decisiva de su parte. El despertamiento como tal es solo un estado de angustia religiosa, un
patetismo en el cual el ser humano es involuntariamente influenciado; deberá verse como
análogo a esas circunstancias felices en la vida de una persona las cuales no han de identi-
ficarse con su propia y libre discreción y acción. La gracia no podrá avanzar hacia su meta
excepto por un acto voluntario de entrega de parte del ser humano mismo” (H. L. Mar-
tensen, Christian Dogmatics, 384).
Juan Wesley dice que “la justificación se relaciona con esa gran obra que Dios hace por
nosotros al perdonar nuestros pecados; y la regeneración se relaciona con la gran obra que
Dios hace en nosotros al renovar nuestra naturaleza caída”.
20. William Burton Pope expone como sigue la relación de la regeneración con el orden de la
gracia y demás privilegios: (1) En cuanto a la vida cristiana en general, la regeneración
asume el lugar medio entre la vida librada de la condenación y la vida eterna que sigue a la
resurrección. (2) En cuanto a la gracia preliminar, la regeneración no es meramente su
pleno desarrollo, sino un nuevo don de vida en Cristo para el cual esa gracia prepara: la
preparación puede confundirse con el don, dado el hecho de que manifiesta de por sí
muchas señales de vida. (3) En cuanto al pecado original, la regeneración trae entera
libertad de su poder: “porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 407

ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2). (4) A la justificación y la santificación se les
relaciona de la misma manera que la vida nueva se relaciona con la justicia y la santidad de
esa vida. (5) Es el sustrato de toda ética, lo cual en esta relación se percibe como el creci-
miento del nuevo hombre, o los frutos de una nueva naturaleza, o la renovación gradual
de la imagen original de Dios que se perdió o se mutiló por medio del pecado. En cuanto
a las condiciones y los medios de la regeneración, Pope ofrece lo siguiente: “(1) La gracia
preliminar de arrepentimiento y fe, usada bajo la influencia del Espíritu, es la condición.
(2) La causa eficaz es el uso de la Palabra de Dios por parte del Espíritu. (3) Los sacra-
mentos son los sellos y las promesas de la nueva vida: el bautismo, de su otorgamiento, y la
eucaristía, de su continuación y acrecentamiento. No son canales, estrictamente hablando.
(4) Pero la causa formal es la formación de Cristo en el alma como el principio y el ele-
mento de su nueva vida” (William Burton Pope, Higher Catechism, 244-245).
21. “No podemos repasar los varios aspectos de la vida nueva sin que nos impresione el sentir
de que es en cierta manera la bendición central del pacto cristiano. La justificación es para
vida, y esta vida se dedica a Dios en santificación. Pero la vida, por ser vida que está en
Jesús, es la unidad del todo. … Esta bendición específica se relaciona con la justificación y
la santificación, de la misma manera que el Hijo se relaciona con el Padre y con el Espíritu
Santo. … Aquél que es el Logos para la creación en general, es el Hijo para la creación
filial. Pero esa relación especial con el Hijo se extiende hasta los dos aspectos de la relación
de hijo, como es la adopción y la regeneración. Somos adoptados en la relación que el
Hijo ocupa eternamente: de aquí que el término que expresa esa prerrogativa sea uiothesio,
siendo uios preservada como la sola palabra que jamás se empleará para significar la rela-
ción del Hijo con el Padre. Somos regenerados por la vida de Cristo impartida por medio
del Espíritu: de ahí que ésta sea paliggenesia, y que nosotros seamos tekna, como si los dos
términos reprodujeran en su momento la generación eterna. Nuestra regeneración res-
ponde al Unigénito eterno, y nuestra adopción, al eternamente Amado” (William Burton
Pope, Compendium of Christian Theology, III:4, 11).
22. El obispo S. M. Merrill busca explicar el cambio en el alma hecho por la regeneración
haciendo una distinción en el uso técnico entre “alma” y “espíritu”. Asume la unidad de
nuestra naturaleza espiritual y la singularidad de nuestra individualidad esencial. El ego al
que la conciencia le es inherente no es un agregado de sustancias o esencias distintas, sino
que es simple y no compuesto. A esa entidad le llamamos alma, y es el alma la que re-
cuerda, desea e imagina. Es el alma la que actúa en diferentes direcciones, o ejercita sus
diferentes poderes. Así que, todas las facultades, atributos y poderes del alma tienen una
naturaleza, una esencia y un ser común. Ahora bien, dice Merrill, es posible concebir el
alma como existente, con todos sus atributos naturales y, a la vez, como destituida de
carácter moral. No es que el alma exista de esa forma como tal, pero cuando la concebi-
mos así por abstracción mental, todo lo del alma que le da carácter, lo que la deja solo
poseída de sus atributos naturales, queda en posesión de la totalidad de lo que la palabra
“alma” expresa cuando esa palabra se emplea en conexión con la palabra “espíritu”, requi-
riendo así en pensamiento una distinción entre alma y espíritu. Pero siendo que el alma no
existe sin algo que le dé carácter, deberemos reconocer como perteneciente a ella un juego
diferente de poderes, o de atributos, distintos pero a la vez no separados, en calidad y
manifestación. Esos poderes son morales, y determinan el carácter, ya que proveen la
encorvadura o inclinación de todos los poderes del alma, y determinan la vida y la con-
ducta de la persona en lo que se refiere a la bondad o la maldad. Son cualidades en las
facultades naturales, a las cuales les dan tono, inclinación, impulso y afinidad. Son al alma
lo que el temple es al acero, o la fragancia a la flor, o el calor a la luz del sol. Las describi-
mos como pasiones, impulsos, deseos y afectos. No son el alma sino su vestido, su tono, su
carácter. Cualquier cambio en ellas es un cambio en el alma, puesto que ellas son las

408 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

propiedades del alma. Por ser distintas del “alma”, constituyen el “espíritu”. “¿Sostiene la
Biblia esta distinción?”, pregunta Merrill. “Cuando la palabra ‘alma’ ocurre en la Biblia sin
la palabra ‘espíritu’, o sin ningún otro término que se le una requiriéndole una limitación
en significado o sentido exacto, la misma expresará todo lo que pertenece a nuestra natu-
raleza espiritual, con la inclusión de los atributos naturales y las cualidades y disposiciones
morales. De igual manera, cuando la palabra 'espíritu’ ocurra sola, o sin estar conectada
con el alma, ni con ninguna otra palabra que sugiera o requiera la limitación de su signi-
ficado más específico, expresará todo lo que esté incluido tanto en el alma como en el
espíritu. Denota, entonces, toda la naturaleza nuestra que no sea material o expresada por
la palabra cuerpo. Pero cuando las dos palabras se presentan juntas en una misma oración,
cada una tiene su propio significado, y deberá restringirse a su sentido específico. La
palabra ‘alma’ significará el yo consciente, el sustrato del ser, incluyendo los atributos
naturales; y el ‘espíritu’ significará el tono o la disposición del alma, con sus inclinaciones,
aversiones y afinidades, en referencia a la ley eterna de justicia”. Merrill también señala
que las palabras “mente” y “corazón” se usan de la misma manera, en donde cualquiera de
los términos, cuando se usen solos, se referirán a la parte material de nuestra naturaleza,
mas cuando se usen juntos, la palabra “mente” se referirá más especialmente a los poderes
intelectuales, y “corazón” a los elementos morales y pasionales dentro de nosotros. Por
consiguiente, Merrill argumenta que el cambio se dará en el “espíritu” y en el “corazón”,
los cuales son el sujeto de la limpieza, la renovación y el cambio. “El alma, con sus atribu-
tos naturales, permanece la misma a través de todas las experiencias de pecado y de per-
dón, de contaminación y lavamiento, o de muerte y vida, reteniendo su identidad y sus
aptitudes y poderes esenciales; pero el espíritu, el asiento y la esfera de la depravación, y de
las influencias de la renovación y de la santificación, pasa a través de esos cambios de
carácter y condición, determinando siempre el estado moral del ser humano. Un alma
nueva es imposible, pero un corazón nuevo y un espíritu nuevo son claramente prometi-
dos y gloriosamente realizados”. (Compárese con S. M. Merrill, Aspects of Christian Expe-
rience, 117ss.)
23. “La adopción es un acto de la libre gracia de Dios, en el cual, una vez los pecados son
perdonados, se nos recibe, con todos los derechos, en el número de los hijos de Dios”
(Wesleyan Catechism). “La adopción es el término que se usa ocasionalmente para signifi-
car el acto declaratorio de Dios por el cual, los que son aceptados en Cristo, son reinstau-
rados, por causa del Hijo encarnado, a los privilegios de hijo que habían perdido. Tam-
bién se refiere al estado al cual pertenecen esos privilegios” (William Burton Pope, Com-
pendium of Christian Theology, III:13). La adopción es “ese acto de la gracia libre de Dios
por el cual, tras haber sido justificados por la fe en Cristo, se nos recibe en la familia de
Dios y se nos concede la herencia celestial” (Thomas N. Ralston, Elements of Divinity,
435).
“En el gobierno civil, ser hijo por adopción es ser hijo por provisión de ley y no sobre la
base de parentesco. En ausencia de esa base, la adopción es el único modo de volverse hijo.
Ahora bien, hay un sentido en el que estamos alienados de Dios, fuera de nuestra relación
filial con Él. Por lo tanto, al ser vistos como sujetos de una filiación benévola, nuestra
relación de hijo bien puede ser propiamente representada como en el modo de la adop-
ción. Sin embargo, nunca realmente se es de hecho. El nuevo nacimiento siempre subya-
cerá esta relación de hijo” (John Miley, Systematic Theology, II:337-338).
24. Samuel Wakefield, en su tratamiento de este tema, incluye el siguiente interesante
recuento de la ceremonia de la adopción. Dice: “Entre los romanos, la ceremonia de la
adopción consistía en comprarle a sus padres, por una suma de dinero dado y recibido
formalmente, el niño que iba a ser adoptado. Las partes comparecían ante el magistrado,
en la presencia de cinco ciudadanos romanos, y el padre adoptivo le decía al niño: ‘¿Estás

LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 409

dispuesto a ser mi hijo?’, a lo que el niño respondía, ‘Estoy dispuesto’. Luego, el que
adoptaba, sosteniendo el dinero en una mano, sujetaba al niño mientras decía, ‘Declaro a
este niño ser mi hijo de acuerdo a la ley romana, y con este dinero él es comprado’, entre-
gándole luego el dinero al padre como el precio de su hijo”. “Así que, la relación se for-
maba de acuerdo con la ley, y el hijo adoptado entraba a la familia de su nuevo padre,
tomaba su nombre, se sujetaba a su autoridad, y era hecho heredero legal de toda la he-
rencia, o de parte de ella, si había otros hijos”. “De la misma naturaleza es la transacción
dentro de la economía divina, pues en ella los seres humanos son reconocidos como hijos
de Dios. Podemos, pues, definir la adopción, según el sentido bíblico del término, como
el acto bondadoso de Dios por el cual se nos reconoce entre el número de los hijos de
Dios, y con derecho a todos sus privilegios” (Christian Theology, 483).
“Entre la adopción civil y la sagrada”, dice John Flavel, “existe un acuerdo y un
desacuerdo doble. Están de acuerdo en esto: que ambas manan del placer y buena volun-
tad del que adopta. Y en esto otro: que ambas confieren el derecho de privilegios que no
tenemos por naturaleza. Pero difieren en esto: una es un acto que imita la naturaleza, la
otra trasciende la naturaleza; la una se instituyó para el consuelo de aquellos que no tenían
hijos, la otra para el consuelo de aquellos que no tenían Padre. La adopción divina en la
Biblia, lo mismo se toma como el acto o la sentencia de Dios por la cual somos hechos
hijos, que como los privilegios de los cuales el adoptado es investido. Perdimos nuestra
herencia por la caída de Adán; la recibimos por la muerte de Cristo, la cual nos la restaura
de nuevo por medio de un título nuevo y mejor”.
25. Acerca de esta doctrina, Juan Wesley escribió: “Concierne claramente más a los metodistas
traer a colación, entender meridianamente, y explicar y defender la doctrina, debido a que
es una gran parte del testimonio que Dios les ha encargado que den a toda la humanidad.
Es por medio de su peculiar bendición sobre ellos mientras escudriñan la Biblia, y por la
confirmación de la experiencia en sus hijos, que esta gran verdad evangélica ha sido recu-
perada, la cual había estado casi perdida y olvidada por muchos años” (Works, tomo I:93).
La enseñanza directa de Juan Wesley sobre este asunto se encuentra en el Sermón X
sobre el testimonio del Espíritu, escrito en 1747. El Sermón XII, sobre el testimonio de
nuestro propio espíritu, fue escrito en 1767, veinte años después. El Sermón XI, también
sobre el testimonio del Espíritu, el cual fue escrito en 1771, y puesto entre los sermones X
y XII, presenta el aspecto del estado continuo de seguridad que surge de la seguridad
inicial descrita en el Sermón X. Richard Watson trata largamente con esta doctrina en sus
Institutes, y con “la seguridad”, en su Theological Dictionary. Adam Clarke destaca el
testimonio del Espíritu en su Christian Theology y en sus comentarios.
26. “Nunca debí haber buscado el ‘testimonio del Espíritu’ si no hubiera encontrado
numerosos pasajes bíblicos que lo afirman de manera muy positiva, o lo sostiene como
una necesaria inducción; ni tampoco si no hubiera encontrado que todos los verdadera-
mente piadosos, de toda secta y partido, poseen la bendición, una bendición que es el
común derecho de nacimiento de todos los hijos e hijas de Dios. Dondequiera que he
estado entre gente profundamente religiosa, he encontrado esta bendición. Todos los que
se han vuelto de la injusticia al Dios viviente, y han buscado redención por la fe en la
sangre de la cruz, se han regocijado en esta gracia. Y no fue nunca visto por ellos como un
privilegio con el cual fueran bendecidas ciertas almas peculiarmente favorecidas: se le
conocía, a partir de la Biblia y de la experiencia, como la suerte común del pueblo de
Dios. No eran personas de un temperamento peculiar las que lo poseían, sino que todos
los verdaderamente religiosos lo tenían, fueran sanguíneos, melancólicos o mixtos en sus
disposiciones naturales. Me encontré con esta experiencia entre los más sencillos y analfa-
betos, como también entre los que tenían toda clase de ventaja que la alta cultura y el
profundo conocimiento pudiera ofrecerles. Quizá podría decir, con la más estricta verdad,

410 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

que en los cuarenta años que he estado en el ministerio, me he encontrado con por lo
menos cuarenta mil personas que han tenido una clara y plena evidencia de que Dios, por
causa de Cristo, ha perdonado sus pecados, dándoles testimonio el Espíritu mismo a sus
espíritus de que eran los hijos y las hijas de Dios” (Adam Clarke, Christian Theology, 163).
27. “Debe ser evidente, de lo que ya se ha dicho, que al hecho de nuestra adopción, habrá que
permitírsele dos testigos y un testimonio doble. Pero la principal consideración es si el
Espíritu Santo da su testimonio directamente a la mente por impresión, sugestión o por
algún otro medio, o mediatamente por nuestro propio espíritu, de un modo como el que
ha sido descrito por el obispo Bull en el extracto ofrecido anteriormente, es decir, por ‘la
iluminación de nuestro entendimiento, y el que nuestra memoria sea asistida en el descu-
brimiento y recuerdo de los argumentos de esperanza y consuelo dentro de nosotros’, los
cuales surgen de ‘las bondades que Él ha creado en nosotros’. Nosotros objetamos a esta
formulación de la doctrina por cuanto hace, de hecho, del testimonio del Espíritu Santo,
algo en nada diferente del testimonio de nuestro espíritu; y porque al proponer un solo
testigo, contradice al apóstol Pablo quien, como hemos visto, sostiene que son dos. Al no
admitirse otro testimonio que el dado por nuestra propia conciencia acerca de ciertos
cambios morales que han ocurrido, se hace que sea, por lo tanto, un solo testimonio.
Tampoco se implica al Espíritu Santo en ningún otro sentido excepto para calificar nues-
tro espíritu para que dé testimonio” (Samuel Wakefield, Christian Theology, 437).
28. “Entonces, pues, que se observe que no quiero decir aquí que el Espíritu de Dios testifique
esto por medio de voz exterior alguna, no, ni tampoco todas las veces por una voz interna,
aunque a veces lo haga. Ni tampoco que se suponga que Él siempre aplique al corazón
(aunque pueda a menudo hacerlo) uno o más textos de la Biblia. Pero Él obra de tal
manera sobre el alma por su influencia inmediata, y por medio de una fuerte aunque
inexplicable operación, que hace que los vientos tormentosos y las olas turbulentas se
aquieten, y que haya calma, y que el corazón descanse en los brazos de Jesús, y que el
pecador esté claramente satisfecho de que Dios ha sido reconciliado, y de que todas sus
‘transgresiones han sido perdonadas y cubiertos sus pecados’. … Ahora, ¿cuál es la cues-
tión que se disputa acerca de esto? No si hay un testigo o un testimonio del Espíritu, ni si
el Espíritu testifica a nuestros espíritus de que somos hijos de Dios, puesto que nadie
podría negar esto sin que contradijera llanamente la Biblia y acusara a Dios de haber
mentido” (Juan Wesley, Sermons, II:94).
29. Adam Clarke, al referirse al gemido del Espíritu en nuestra alma, dice que “‘gemido’ no es
solo el participio del tiempo presente, lo cual denota la continuación de la acción, sino que
por ser neutro, es consistente con el Espíritu del Hijo, de modo que es el Espíritu divino el
que continúa gimiendo, ‘¡Abba, Padre!’ en el corazón del verdadero creyente. Y vale la
pena siempre recalcar que cuando la persona es infiel a la gracia que se le ha dado, o cae en
alguna clase de pecado, no tiene poder para expresar este gemido. ¡El Espíritu ha sido
contristado y se ha alejado, por lo cual el gemido se ha perdido! Si la persona quisiera
pronunciar ese gemido con sus labios, su corazón se lo negaría” (Christian Theology, 161).
“Suponer que, por medio del amor infinito de Dios, el Logos eterno se encarnara,
sufriera y muriera; que el Espíritu eterno haya visitado al ser humano con iluminación,
santificación, guía, consuelo e influencias salvadoras; que los santos ángeles sean comisio-
nados a ministrarles a los seres humanos; que la Biblia haya sido divinamente inspirada;
que el ministerio cristiano haya sido divinamente designado; y que la iglesia, con todas sus
ordenanzas y medios, sea divinamente operada (todo para el logro de la salvación personal
del ser humano); pero que a la misma vez haya que suponer que, a lo sumo, el resultado de
todo esto en la mente del ser humano no sea otra cosa que una dudosa impresión (la base
para solo una esperanza incierta), es, cuando menos, una gran incongruencia, y exacta-


LA REGENERACIÓN Y LA ADOPCIÓN 411

mente lo opuesto a toda expectación razonable” (Miner Raymond, Systematic Theology,


II:362).
30. “Estos frutos (amor, gozo y paz) no pueden resultar de otra cosa que de un manifiesto
perdón; no pueden ellos de por sí manifestar nuestro perdón, ya que no pueden existir
hasta que éste se manifieste. Dios, si se concibe como iracundo, no puede ser el objeto del
amor filial; un perdón que no se siente supone culpa y temor que todavía apesadumbran la
mente; la culpa, ‘el gozo’ y ‘la paz’ no pueden ‘coexistir’” (Richard Watson, Institutes, II,
capítulo 24).
“De nuevo se pregunta, ¿no podrá un ser humano que esté consciente del amor, el gozo
y la paz, inferir por ello que es un hijo de Dios? A lo que respondemos que estar cons-
cientes de los frutos del Espíritu es el testimonio de nuestro espíritu y no el del Espíritu
divino. Es confirmatorio, pero no es primario (no es primero en su orden), no es basal ni
fundamental. El amor que evidencia la adopción es el amor filial; pero el amor filial está
condicionado por el conocimiento de las relaciones filiales; uno no ama a Dios como
Padre hasta que no conoce a Dios como su padre; cuando el Espíritu es dado, y el que lo
recibe en el corazón dice, Abba, Padre, entonces, y solo entonces, amará como hijo. El
testimonio del Espíritu, pues, deberá anteceder a los afectos filiales. Lo mismo puede
decirse del gozo y la paz. Estos brotan del sentido de ser salvo; no surgen hasta que la
seguridad de la adopción ha sido dada; son la evidencia de la adopción, aunque es obvio
que no hacen inútil el testimonio divino; más bien que hacer del testimonio divino algo
innecesario, se cimentan y fluyen de él” (Miner Raymond, Systematic Theology, II:370).
“Nuestro espíritu por sí mismo no puede asumir que conoce la mente de Dios en lo que
respecta a nuestro presente perdón, ni puede dar testimonio a tales efectos. Solo el Espíritu
Santo, el cual conoce la mente de Dios, puede ser ese testigo; y si el hecho de que Dios se
nos reconcilia puede ser conocido solo por Él, entonces por Él solo nos puede ser atesti-
guado. Pero nosotros somos testigos competentes, por nuestra propia conciencia, de que
esos efectos morales han sido producidos dentro de nosotros, ya que es el oficio del Espí-
ritu Santo producirlos; y así tenemos el testimonio de nuestro espíritu de que el Espíritu
Santo está con nosotros y en nosotros, y que el que da testimonio de nuestra adopción es,
ciertamente, el Espíritu de Dios” (Samuel Wakefield, Christian Theology, 441).
31. “A esta doctrina se le ha denominado generalmente como la doctrina de la seguridad; y
quizá las expresiones del apóstol Pablo de una ‘plena certidumbre de fe’ [Hebreos 10:22],
y una ‘plena certeza de la esperanza’ [Hebreos 6:11], permitan el uso del término. Pero
siendo que existe un sentido presente y generalmente entendido de este término entre las
personas de persuasión calvinista, el cual implica que la seguridad de nuestra presente
aceptación y relación como hijos es la seguridad de nuestra perseverancia final y de nuestro
irrevocable derecho al cielo, es preferible que nosotros lo expresemos como esa persuasión
consoladora, o convicción, de nuestra justificación y adopción, la cual surge del testimo-
nio interno y directo del Espíritu. Es esto lo que ha sido sostenido como doctrina indubi-
table de la Santa Biblia por los cristianos que no han recibido por ningún medio la doc-
trina de la seguridad en el sentido en que la sostienen los seguidores de Calvino. Hay
también otra razón para insistir en el empleo cauteloso del término seguridad, y es que
parece implicar, aunque no necesariamente, la ausencia de toda duda, excluyendo todos
los demás grados inferiores de persuasión que puedan existir en la experiencia de los
cristianos. Porque aunque nuestra fe no sea al principio, o en todo tiempo, igualmente
fuerte, el testimonio del Espíritu puede que tenga sus grados de fortaleza, siendo nuestra
persuasión o convicción regulada proporcionalmente. Aun así, si la fe va a ser genuina,
Dios respetará su más débil ejercicio, y alentará su crecimiento, permitiendo medidas de
consuelo y grados de testimonio. Pero aunque eso sea posible, la plenitud de esta seguri-
dad deberá recalcarse en todos los creyentes, según la Palabra de Dios: ‘Acerquémonos’,

412 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

dice Pablo a todos los cristianos, ‘en plena certidumbre de fe’” (Richard Watson, Institutes,
II:407-408).




CAPÍTULO 29

LA PERFECCIÓN
CRISTIANA O ENTERA
SANTIFICACIÓN
La perfección cristiana o entera santificación son términos que ex-
presan la plenitud de salvación del pecado, o lo perfecto de la vida
cristiana. La entera santificación se ha definido como una expresión
integral que hace puente entre el infierno y el cielo, el pecado y la
santidad, y la culpa y la glorificación. Para entender el significado
espiritual de esta obra de gracia se tiene que experimentar, porque las
cosas espirituales solo pueden conocerse por la experiencia. La santidad
ha sido llamada “la idea central del sistema cristiano y el logro culmi-
nante del carácter humano”.1 Todo el sistema levítico del Antiguo
Testamento se presenta con arreglo a dar a la mente del ser humano las
riquezas de esa gracia. Los términos usados abarcan el altar y sus
sacrificios, el sacerdocio, el ritual con sus rociamientos y lavamientos,
las ceremonias de presentación y dedicación, el ungimiento y el sello, y
los ayunos y fiestas: todo apunta a esta norma de piedad neotestamen-
tario.
Aunque este tema es una doctrina fundamental del cristianismo, y
de gran importancia para la iglesia, hay pocos temas en la teología con
mayor variedad de opinión. Todos los cristianos evangélicos sostienen
que es una doctrina bíblica, que incluye la libertad del pecado, que se
recibe por los méritos de la muerte de Cristo, y que es la herencia de los
ya creyentes. Hay mucha diferencia, sin embargo, acerca de su natura-
leza y el tiempo de su consecución. Hay cuatro posiciones al respecto:
(1) que la santidad es concomitante con la regeneración, posición esta
conocida frecuentemente como la teoría zinzendorfiana. (2) Otra

414 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

posición la considera como un crecimiento, extendiéndose desde el


tiempo de la regeneración hasta la muerte del cuerpo. (3) Otros
sostienen que el ser humano es hecho santo a la hora de la muerte;2 (4)
otros creen que la santidad principia en la regeneración, pero se
completa como obra instantánea del Espíritu Santo. Esta última
posición se conoce comúnmente como el concepto wesleyano, el cual
nos esforzaremos en presentar en las siguientes páginas. Eso sí, un tema
y una experiencia tan elevados y santos impide todo espíritu de
controversia. Aquí estamos en tierra santa; debemos entrar al lugar
santísimo por la sangre de Jesús, “por el camino nuevo y vivo que él nos
abrió a través del velo, esto es, de su carne” (Hebreos 10:19-20). Esta
verdad tiene un lugar muy importante en las confesiones y las teologías,
y en los catecismos y las himnologías de la iglesia, sean orientales u
occidentales, católicas o protestantes. Está por demás decir que la
totalidad del tenor de la Biblia es, “Santidad a Jehová”.
Discutiremos este tema bajo las siguientes divisiones: (I) La base
bíblica para la doctrina; (II) la aproximación histórica al tema; (III) el
significado y alcance de la santificación; y (IV) la santificación progre-
siva. Después consideraremos la obra consumada bajo dos aspectos: (V)
la entera santificación; y (VI) la perfección cristiana.

LA BASE BÍBLICA DE LA DOCTRINA


Un estudio cuidadoso de la Biblia es la mejor apología para la doc-
trina y experiencia de la entera santificación.3 Sin embargo, tendremos
que limitar este estudio a los textos más prominentes, clasificándolos de
la siguiente manera: (1) Los que hablan de la santidad como la norma
neotestamentaria de la experiencia cristiana; (2) los que específicamente
enseñan que la entera santificación es una segunda obra de gracia; (3)
los relacionados a los tiempos gramaticales del testamento griego; y (4)
los textos bíblicos usados en oposición a la doctrina. Por razón de
brevedad, los textos que propiamente pertenecen a más de una división,
por lo general no se duplicarán.
La santidad como la norma neotestamentaria de la experiencia cristia-
na. Aquí consideraremos pasajes que se refieren a la voluntad de Dios,
sus promesas y sus mandamientos.
1. Es la voluntad de Dios que su pueblo sea santo. “Por tanto, no
seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor. No
os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed
llenos del Espíritu” (Efesios 5:17-18). Esta cita se refiere al don

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 415

prometido del Espíritu Santo que los discípulos recibieron en el


Pentecostés, y del cual se dijo, que “fueron llenos del Espíritu Santo”.
Esto implica (a) que los discípulos tenían cierta medida del Espíritu
antes del Pentecostés; (b) que ser llenos con el Espíritu necesita la
limpieza de pecado; (c) que es mandatario; (d) que no solo significa ser
llenos a exclusión de todo pecado, pero también ser continuamente
llenos en una capacidad siempre creciente. Esto es posible debido a la
propiedad de procesión del Espíritu. (e) Finalmente, implica una
sumisión pasiva al Espíritu en todos sus oficios. (2) “La voluntad de
Dios es vuestra santificación” (1 Tesalonicenses 4:3). En este pasaje, la
santidad, o “la santificación”, aparece en contraste con el abuso del
cuerpo. La voluntad de Dios es que su pueblo sea limpiado de toda
inmundicia, sea del alma o del cuerpo. El texto implica que la gracia de
Dios puede librar de aquellos apetitos carnales que atan al mundo en
pecado. (3) “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda
del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10).
Esta gran obra de expiación encuentra su propósito supremo en la
santificación de su pueblo. La sangre de Jesucristo no solo proporciona
la base de nuestra justificación, sino que es también el medio de nuestra
santificación.
2. Dios ha prometido santificar a su pueblo. “Venid luego, dice
Jehová, y estemos a cuenta: aunque vuestros pecados sean como la
grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el
carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18). La grana se
conoce como una de las más indelebles tintas para teñir, y se usa aquí
para designar la mancha del pecado en el alma. La culpa del pecado
actual, y la inmundicia del pecado original, pueden limpiarse solo por
la sangre de Jesucristo. “Esparciré sobre vosotros agua limpia y seréis
purificados de todas vuestras impurezas, y de todos vuestros ídolos os
limpiaré” (Ezequiel 36:25). La obra del Espíritu Santo se presenta aquí
mediante el símbolo del agua como agente de limpieza. Sin duda que
Pablo se refiere a este versículo en 2 Corintios 7:l. (3) “¿Pero quién
podrá soportar el tiempo de su venida? o ¿quién podrá estar en pie
cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador y como
jabón de lavadores. Él se sentará para afinar y limpiar la plata: limpiará
a los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerán a
Jehová ofrenda en justicia” (Malaquías 3:2-3). Aquí el profeta presenta
a Cristo como el gran refinador de su pueblo. Debe notarse (a) que son
los hijos de Leví los que han de ser purificados; y (b) que el propósito

416 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

de esta limpieza es capacitarlos para que hagan una ofrenda en justicia.


Esta es sin duda una referencia al bautismo con el Espíritu Santo y
fuego (Mateo 3:11-12). (4) “Yo a la verdad os bautizo en agua para
arrepentimiento, pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy
digno de llevar, es más poderoso que yo. Él os bautizará en Espíritu
Santo y fuego. Su aventador está en su mano para limpiar su era.
Recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en fuego que nunca se
apagará” (Mateo 3:11-12). Nada puede ser más evidente que lo
siguiente: (a) Que el bautismo con el Espíritu Santo efectúa una
limpieza interna y espiritual que va más a fondo que el bautismo de
Juan. El primero era para remisión de pecados, el segundo para quitar
el principio del pecado. (b) Que este bautismo solo puede aplicarse a
cristianos, no a pecadores. (c) Que la separación no es entre la cizaña y
el trigo, sino entre el trigo y la paja, o aquello que por naturaleza se
aferra al trigo. Los pecadores nunca son considerados como trigo sino
como cizaña. (d) Que el trigo así separado, será recogido en el granero y
guardado; la paja será quemada o destruida con fuego que nunca se
acaba. Esa paja no es la vil, sino el principio de pecado que se adhiere a
las almas de los regenerados, y que es removido por el bautismo
purificador de Cristo.
3. Dios manda que su pueblo sea santo. Estos mandamientos abar-
can los términos aplicados comúnmente a la entera santificación:
santidad, perfección y amor perfecto. “Sed santos, porque yo soy santo”
(1 Pedro 1:16). Este texto es una referencia a Levítico 19:2. Dios
requiere que su pueblo sea santo y esto lo demanda por precepto y por
ejemplo. La santidad evangélica es positiva y real, no meramente típica
o ceremonial. Hay un aspecto relativo de la santidad, pero nunca está
separado de lo que se efectúa por el Espíritu. La santidad en Dios es
absoluta y en el ser humano derivada, pero la calidad es la misma en
Dios y en el ser humano. (2) “Abram tenían noventa y nueve años de
edad cuando se le apareció Jehová y le dijo: Yo soy el Dios todopode-
roso. Anda delante de mí y sé perfecto” (Génesis 17:1). “Sed, pues,
vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es
perfecto” (Mateo 5:48). Esta es la perfección de amor que viene de la
purga de todos los antagonismos del alma que batallan contra ella. (3)
“Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con
toda tu mente y con todas tus fuerzas. Éste es el principal mandamien-
to” (Marcos 12:30). “Y circuncidará Jehová, tu Dios, tu corazón, y el
corazón de tu descendencia, para que ames a Jehová, tu Dios, con todo

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 417

tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas” (Deuteronomio


30:6). Adam Clarke dice que “la circuncisión del corazón implica la
purificación del alma de toda injusticia”. El amor mencionado aquí no
es meramente amor natural humano o amistad (filía), sino amor santo
(agápe), creado y puesto en los corazones de los seres humanos por el
Espíritu Santo (Romanos 5:5).4
La entera santificación como segunda obra de gracia. De los numero-
sos textos que podemos citar al respecto, nos limitaremos a tres. (1)
“Por lo tanto, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que
presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a
Dios, que es vuestro verdadero culto. No os conforméis a este mundo,
sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendi-
miento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios,
agradable y perfecta” (Romanos 12:1-2). Nada puede ser más claro que
el que (a) esta exhortación es dirigida a aquellos que en ese momento
eran cristianos; (b) que una apelación a las misericordias de Dios nada
significaría para los que no habían experimentado su gracia perdona-
dora; (c) que el sacrificio debería presentarse santo, como santificado
inicialmente por la limpieza de la culpa y depravación adquirida; (d)
que sería aceptable, esto es, que los que lo presentaran debían ser
justificados, todo lo cual el Apóstol lo considera un servicio verdadero.
En el segundo versículo se admite, (e) que en los corazones de los
creyentes permanece una inclinación hacia la mundanalidad, o una
propensidad hacia el pecado; (f) que esta tendencia a conformarse al
mundo habría de ser removida por una transformación posterior o una
renovación de sus mentes; y (g) que por ello habrían de probar, o
experimentar, la buena y agradable y perfecta voluntad de Dios. (2)
“Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos
(katarizomen) de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccio-
nando (epitelountes) (presente) la santidad (agiosúne) (o una purifica-
ción personal) en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). Como hemos
visto, la regeneración es la impartición de una vida que es santa en su
naturaleza, y concomitante con ella, es una santidad inicial o limpieza
de la culpa de la depravación adquirida. Ahora, esa santidad ya iniciada
ha de ser perfeccionada por la limpieza instantánea del pecado innato,
llevando al alma a un estado constante de santidad perfeccionada. Esta
limpieza se aplica tanto al cuerpo como al alma. (3) “Por tanto, dejando
ya los rudimentos de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la
perfección” (Hebreos 6:1). La palabra para perfección es teleoiteta, del

418 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

adjetivo teleios. Adam Clarke dice: “El verbo señala la idea de nuestro
ser siendo llevado inmediatamente a la experiencia (de santidad)”.
Daniel D. Whedon hace una declaración similar: “Cuando Hebreos
6:1 es aducido como una exhortación a avanzar a un carácter cristiano
perfecto, no se le está citando de manera equivocada”.
Tiempos gramaticales en el Nuevo Testamento griego. Daniel Steele, en
su Milestone Papers, tiene un excelente capítulo sobre este importante
asunto (compárese con Daniel Steele, Milestone Papers, capítulo 5). Él
señala el contraste entre el uso del tiempo presente, como en “escribo”,
y el imperfecto, el cual indica la misma continuidad en el pasado, como
en “escribía”, y el tiempo aoristo, el que en el indicativo expresa una
ocurrencia momentánea de una acción en tiempo pasado, como en
“escribí”. En todos los demás modos, el aoristo carece de tiempo, lo que
se conoce con la expresión de “sencillez de acto”. Cuando, por tanto, se
usa el tiempo presente, se denota acción continua; pero cuando se usa
el aoristo, se denota un acto momentáneo completado, sin referencia al
tiempo. En el español carecemos de un tiempo gramatical como ese,
por lo que los traductores de la Biblia han encontrado dificultad en
traducir el aoristo sin caer en la circunlocución. Entender esto nos
ayudará de manera considerable en la interpretación de textos impor-
tantes. Mencionaremos solo algunos de ellos. (1) “Santifícalos [aoristo
imperativo] (una vez para siempre) en tu verdad: [esto es, por la fe en el
oficio y la obra distintivos del Consolador]. ... Por ellos yo me santifico
[tiempo presente, me estoy santificando o consagrando] a mí mismo,
para que también ellos sean santificados en la verdad [o verdaderamente
santificados]” (Juan 17:17, 19). C. J. Fowler señala que en el texto
griego, el versículo 17 dice en tei aletheia, por medio de la verdad, o en
el uso de la verdad, entre tanto que el versículo 19 omite el artículo tei,
para decir, en aletheia, que significa “en la verdad”, ya que omitir el
artículo lo hace equivalente a un adverbio. (2) “Purificando [aoristo,
instantáneamente] sus corazones por la fe” (Hechos 15:9). “Este
versículo”, dice Daniel Steele, “es la clave para la obra santificadora
instantánea del Espíritu Santo efectuada en los corazones de los
creyentes el día de Pentecostés, siendo que las palabras, ‘lo mismo que a
nosotros’ en el versículo anterior, se refieren a esa ocasión. (3) “Por lo
tanto, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis
[aoristo, un acto sencillo que no necesita ser repetido] vuestros cuerpos
como sacrificio vivo” (Romanos 12:1). (4) “Al contrario, vestíos
[aoristo, un acto definitivo sencillo] del Señor Jesucristo, y no satisfa-

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 419

gáis [tiempo presente, esto es, dejen de satisfacer] los deseos de la carne”
(Romanos 13:14). (5) “Y el que nos confirma [presente, el que
continuamente nos establece] con vosotros en Cristo, y el que nos
ungió [aoristo, como un acto sencillo definitivo], es Dios, el cual
también nos ha sellado [aoristo], y nos ha dado [aoristo, dado como un
acto sencillo definitivo], como garantía, el Espíritu en nuestros
corazones” (2 Corintios 1:21-22). Aquí la confirmación es constante o
continua, mientras que el ungimiento, el sello y la garantía del Espíritu
son actos instantáneos y consumados de la sola experiencia de la entera
santificación. (6) “Pero los que son de Cristo han crucificado [aoristo,
un sencillo acto definitivo y consumado] la carne [sárx, no sóma o
cuerpo] con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). Aquí se hace una
distinción entre la mente carnal como el principio de pecado, y las
obras de la carne que fluyen de ella. El creyente se despoja de las obras
de la carne en la conversión. Pero ahora ha de crucificar (de staróo, que
implica una destrucción acompañada de intenso dolor) la mente carnal
como el principio subyacente del pecado (la carne o sárx con sus afectos
y tendencias indebidas, los cuales, aunque existen, no se les permite
expresarse en obras, o en pecado presente). (7) “En él también vosotros,
habiendo... creído en él [aoristo], fuisteis sellados [aoristo] con el
Espíritu Santo de la promesa” (Efesios 1:13). Aquí tanto el creer como
el ser sellado son actos definitivos y consumados. (8) “Haced morir
[aoristo, matar en el acto], pues, lo terrenal en vosotros” (Colosenses
3:5). “Que no haya nada viviendo contrario a tu vida escondida en
Cristo. Mata inmediatamente [aoristo] los órganos y medios de un vida
simplemente terrenal” (Obispo Ellicott; compárese con Daniel Steele,
Milestone Papers, 80). (9) “Y revestido [aoristo] del nuevo [hombre]”
(Colosenses 3:10). “Vestíos [aoristo]… como escogidos de Dios... de
entrañable misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia” (Colosenses 3:12). Daniel Steele dice que todas estas
excelencias de carácter se reciben en el momento por la venida del
Consolador. Esto representa el lado positivo de la entera santificación,
al igual que la mortificación representa el negativo. (10) “Que el mismo
Dios de paz os santifique [aoristo] por completo; y todo vuestro ser
--espíritu, alma y cuerpo-- sea guardado [aoristo inicial, para señalar el
principio del poder que ha de guardar al creyente]” (1 Tesalonicenses
5:23). (11) “Por lo cual también Jesús, para santificar [aoristo] al
pueblo mediante su propia sangre, padeció [aoristo] fuera de la puerta”
(Hebreos 13:12). (12) “Si confesamos [tiempo presente] nuestros

420 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

pecados, él es fiel y justo para perdonar [aoristo] nuestros pecados y


limpiarnos [aoristo] de toda maldad” (1 Juan 1:9). Aquí se dice que
tanto el acto de perdonar como el de limpiar han sido consumados, por
lo que no hay mayor razón gramatical para creer en una santificación
gradual que en una justificación gradual.

APROXIMACIÓN HISTÓRICA AL TEMA


La doctrina de la perfección cristiana nos ha llegado desde los días
apostólicos como una tradición sagrada e ininterrumpida. Los diferen-
tes periodos de la era cristiana se han caracterizado por diferencias en
terminología, lo cual el estudiante de historia discierne rápidamente,
pero en ningún tiempo ha sido eclipsada esta gloriosa verdad. “Lo
esencial de la doctrina ha sido preservado, con innumerables aunque
pequeñas diferencias, desde el principio, lo cual es claramente discerni-
ble a través de todos los velos ascéticos, fanáticos, ultramísticos y
semipelagianos que la han obscurecido” (William Burton Pope,
Compendium of Christian Theology, III:61).
1. La enseñanza de los padres apostólicos sobre este importante tema
es definitiva. Las últimas palabras de Ignacio ante el martirio fueron:
“Te doy gracias Señor, porque te has permitido honrarme con un
perfecto amor para ti”. Policarpo, al hablar de la fe, de la esperanza y
del amor, dice: “Si el ser humano ha cumplido con éstas, ha cumplido
la ley de la justicia, porque el que tiene amor está separado de todo
pecado”. Clemente de Roma declara que “los que han sido perfeccio-
nados en amor, por la gracia de Dios, alcanzan el lugar de los piadosos
en esa comunión de los que a través de todas las edades han servido a la
gloria de Dios en perfección”.
2. Los padres posteriores dan el mismo testimonio. Notamos pri-
mero las palabras de Agustín, quien en ocasiones se elevó a alturas
sublimes en su concepto de la gracia y en otras ocasiones pareció
retractarse de la verdad plena de sus posiciones. Así, declara, “que nadie
debe atreverse a decir que Dios no puede destruir el pecado original en
los miembros, ni hacerse de tal manera presente en el alma, que
habiendo sido abolida enteramente la naturaleza antigua, no sea posible
que aquí abajo se viva una vida como aquella de eterna contemplación
de Él que tendremos allá arriba”. Claro que él no dejó de creer que la
concupiscencia de maldad permanecía durante toda la vida natural.
Pero, fuera de eso, enseñó una libertad plena de todo pecado en esta
vida. Tenemos también las palabras de Cirilo, el obispo de Jerusalén

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 421

(m. 386), quien dijo: “No salgáis de la ciudad de Jerusalén hasta que
seáis investidos de poder de lo alto. Si lo recibís en parte ahora, lo
tendréis entonces en su plenitud. Porque el que recibe a menudo el
don, lo posee solo en parte, pero al que se le inviste con él, su manto lo
envuelve completamente”. Macario el Egipcio (300-391 d.C.) escribió
una serie de homilías de la experiencia cristiana en las que la idea del
amor perfecto ocupa un lugar prominente. Dice: “De la misma manera,
los cristianos, aunque tentados en lo exterior, en su interior están llenos
de la naturaleza divina, por lo cual nada los daña. Si algún ser humano
alcanza estos grados, habrá llegado al amor perfecto de Cristo y a la
plenitud de la Deidad” (Homilía 5). “Por razón del amor superabun-
dante y de la dulzura de los misterios escondidos, la persona llega a
grados de perfección que la hacen pura y libre de pecado. Y el que es
rico en gracia en toda ocasión, sea de noche o de día, continúa en un
estado perfecto, libre y puro” (Homilía 14).
3. Los místicos, a pesar de sus numerosos errores y extravagancias,
preservaron la religión evangélica durante la Edad Media. Su contribu-
ción a este departamento de la teología ha sido peculiarmente rica al
afirmar que la idea central de todo misticismo es la entera consagración
a Dios. Esto demanda una separación de la criatura y perfecta unión
con el Creador en amor. J. L. Mosheim, el historiador, dice: “Si alguna
chispa de piedad real subsistió bajo este imperio déspota de supersti-
ción, había de hallarse solo entre los místicos; porque esta secta,
renunciando a la sutileza de las escuelas, al vano contender de los
doctos, y a todas las sectas y ceremonias de adoración externa, exhorta-
ron a sus seguidores a que su meta fuera nada más que santidad interior
de corazón y comunión con Dios, el centro y fuente de la santidad y la
perfección” (J. L. Mosheim, Ecclesiastical History, 390). Hubo formas
del misticismo que fueron influenciadas por el neoplatonismo,
asumiendo tendencias panteístas, lo que las hace ser clasificadas más
paganas que cristianas.5
4. La doctrina católica romana ha sido ecléctica, existiendo de varias
formas, como han sido la de los jansenistas, los místicos, los ascéticos y
los padres escolásticos de la Edad Media. La doctrina ha tomado las
formas del semipanteísmo alemán, el quietismo francés, y el iluminis-
mo español. La iglesia asentó un buen cimiento para dicha doctrina en
su credo, pero erró grandemente al edificar sobre ella una falsa superes-
tructura. Fue así que los Decretos Tridentinos, al referirse a la obedien-
cia perfecta, sostuvieron que, negativamente, no hay barrera para una

422 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

entera conformidad a la ley; y que, positivamente, una completa


satisfacción de sus requisitos es necesaria para la salvación. Así, Mohler
pregunta: “¿Cómo será el ser humano finalmente liberado del pecado, y
cómo será restaurada la santidad en él para una vida perfecta?” En su
respuesta, ataca la idea de una liberación del pecado por la muerte del
cuerpo, como algunos credos protestantes sostienen, y atribuye ese error
a la doctrina reformada de completa pasividad en la regeneración. “Pero
el católico”, dice, “quien no puede considerar al ser humano sino como
un agente libre e independiente, también debe reconocer esa libre
agencia en su purificación final, y repudiar semejante proceso mecánico
como inconsistente con la totalidad del gobierno moral del mundo. Si
Dios fuera a usar una economía de esa naturaleza, entonces Cristo vino
en vano”. Resume su posición diciendo que “en el día del juicio, el
Redentor habrá cumplido exteriormente las demandas de la ley por
nosotros, pero también interiormente por la misma razón. Por lo tanto,
la consolación ha de hallarse en el poder del Redentor que borra y
también perdona el pecado”. Pero es en este punto que la doctrina del
purgatorio es inyectada. Esa purificación se efectúa de dos maneras.
“En algunos la purificación es consumada en esta vida; con otros se
perfecciona solo en la vida venidera. Los últimos son los que por fe,
amor, y sincera penitencia, han tejido el vínculo de comunión con el
Señor, pero solamente en un grado parcial, y al momento de morir no
estaban completamente llenos por su Espíritu; a ellos se les comunicará
el poder salvador a fin de que en el día del juicio ellos también sean
hallados puros en Cristo”. El primer error de la Iglesia Católica
Romana relacionado con la doctrina de la pureza es que no reconoce el
poder presente de la sangre expiatoria de Cristo para una plena y
completa limpieza. A la misma vez que rechaza la idea mecánica de
purificación por la muerte, la sustituye muy inconsistentemente con un
proceso mecánico de limpieza después de la muerte. El segundo error
en cuanto a la doctrina de la santidad tiene que ver con el aspecto
positivo del amor divino como poder consagrador de la entera santifi-
cación. Los católicos sostienen que el amor no solo cumple la ley, sino
que puede más que cumplirla al guardar los consejos de perfección que
son recomendados aunque no impuestos por el Señor. Esa posición
lleva directamente a la creencia de que el amor puede logar obras de
supererogación y, consecuentemente, a un énfasis indebido en las
buenas obras por medio de una obediencia que está sobre la ley.


LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 423

5. Los reformadores, en su reacción contra la posición errónea de la


Iglesia Católica Romana respecto a la justificación, adoptaron una
teoría que, por un énfasis equivocado sobre el aspecto sustitutivo, dio
origen a varias teorías de imputación. Estas ya se han discutido en los
capítulos sobre la expiación y la justicia cristiana, por lo que aquí solo
las mencionaremos brevemente en su relación con la doctrina de la
perfección cristiana. Así como hay teorías erróneas de imputación
acerca de la justificación, hay aplicaciones erróneas de esas teorías a la
santificación. Siendo que Cristo es nuestro sustituto, los reformadores
afirmaban que no solo una justificación completa sino también una
entera santificación eran provistas para el creyente y aplicadas a él como
don del pacto de gracia. Pero aquí hay un énfasis sobre soteriología
objetiva, o lo que Cristo ha hecho por nosotros, que menosprecia la
importancia de la soteriología subjetiva, o lo que Él ha hecho en
nosotros por su Espíritu. Así, entonces, con su forma peculiar de
expiación sustitutiva, los reformadores creyeron que nuestros pecados
les eran imputados a Él, y a nosotros su justicia para nuestra justifica-
ción y también para nuestra santificación en cuanto a su aplicación a la
limpieza de la culpa se refiere. Pero el pecado no se puede quitar por
imputación; por tanto, en el sistema calvinista es necesario negar que
sea realmente quitado. No se le imputa al creyente y, por lo tanto, no se
le atribuye. Por tanto, el creyente es santificado por imputación, esto es,
por su “posición” en Cristo, aunque en cuanto su “estado” actual
todavía tenga la mente carnal o el pecado innato, lo cual la imputación
no podría quitar. Esto se hará más claro al recordar que la teoría
extrema de sustitución no solo sostenía, (1) que la muerte de Cristo, o
justicia pasiva fue imputada para la remisión de pecados; sino que (2)
su justicia activa o su vida de santidad también fueron imputadas como
un sustituto de la obediencia imperfecta del creyente. Por lo cual, el
pecado no es abolido como un principio o poder, sino que, en su lugar,
la justicia de Cristo es imputada como un substituto, siendo el pecado
innato por ese hecho escondido bajo el manto de una justicia impu-
tada. Ahí está la base de la teoría de “posición y estado” que forma una
parte prominente de algunas teorías modernas de la santificación. La
posición del creyente está en Cristo, es decir, por imputación; el estado
presente es uno en el cual el pecado es reprimido, y por tanto, no reina;
la santificación es, pues, el proceso de sujetar este principio de pecado a
la vida de justicia. Consecuentemente, según esta teoría, la santificación
es meramente progresiva mientras el alma mora en el cuerpo, siendo

424 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

cumplida solo en la muerte. La sutileza de una doctrina que sostiene


que el ser humano puede ser santificado instantáneamente por una
posición imputada, pero no realmente santificado por una impartición
de justicia y verdadera santidad, hace el error más peligroso. Cualquier
teoría que no sostenga una limpieza presente de todo pecado o la
muerte del “viejo hombre” es antiwesleyana y antibíblica. Ahora bien,
la Reforma tuvo otros movimientos de naturaleza espiritual que
sirvieron para promover la obra de la verdadera santidad. Spener fundó
a los pietistas, quienes recalcaron la santidad y organizaron sociedades
en Frankfort que la promovieran, un tanto como lo hizo Juan Wesley
en Londres. En cierta medida Wesley debía a los moravos el comienzo
de su vida espiritual, aunque no estuvo de acuerdo con el conde
Zinzendorf y su doctrina de imputación, rechazando también su idea
de que la purificación o santificación ocurrieran en la conversión.
6. Los primeros arminianos también escribieron mucho sobre la
perfección cristiana, y sus declaraciones contienen la semilla que
después fue desarrollada en el wesleyanismo. Arminio definió la
santidad como sigue: “La santificación es un acto gratuito de Dios por
el cual purifica al ser humano, que es pecador a la vez que creyente, de
la ignorancia, del pecado que mora en él con sus concupiscencias y
deseos, infundiéndole espíritu de conocimiento, de justicia y de
santidad. … Consiste en la muerte del hombre viejo y la vivificación
del hombre nuevo”. Episcopius dice: “El mandato puede cumplirse
gracias a lo que él considera el cumplimiento perfecto del amor
supremo que requiere el evangelio, según el pacto de gracia, y con el
esfuerzo máximo del ser humano asistido por el auxilio divino”.
Limborch declara que hay “perfección en estar en armonía con las
provisiones y condiciones del pacto divino. No es impecabilidad u
obediencia perfecta absoluta, sino aquella que consiste en el amor
sincero de la piedad que excluye absolutamente todo hábito de
pecado”. Sin embargo, la doctrina fue desarrollada más plenamente por
Juan y Carlos Wesley y sus colaboradores.
7. El movimiento wesleyano, que resultó en la organización de la
Iglesia Metodista, marca un avivamiento de la doctrina y experiencia de
la entera santificación en el siglo XVIII. A la pregunta, “¿Por qué se
levantó el metodismo?”, la respuesta de Juan Wesley fue: “En 1729, mi
hermano Carlos y yo, al leer la Biblia, y al darnos cuenta de que no
podíamos ser salvos sin la santidad, la buscamos e hicimos que otros la
buscaran. En 1737 vimos que la santidad se obtiene por la fe. En 1738

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 425

vimos que los seres humanos son justificados antes de ser santificados,
aunque todavía buscábamos la santidad, una santidad interna y externa.
Dios entonces nos lanzó a la tarea de levantar un pueblo santo”.6 Dos
años antes de su muerte, Wesley escribió: “Esta doctrina es el gran
depósito que Dios les ha encargado a los llamados metodistas, y parece
que principalmente para su propagación Él nos ha levantado”. Juan
Wesley fue el fundador del metodismo, y sus Sermones y Notas, junto a
sus Veinticinco Artículos de Fe, forman las normas de su doctrina. Carlos
Wesley fue el himnólogo del movimiento, y Juan Fletcher, miembro de
la Iglesia Anglicana, su principal apologista. Los nombres de Thomas
Coke y Francis Asbury son prominentes en la organización del
metodismo norteamericano. Durante el siglo XIX, se le dio mayor
ímpetu a la doctrina y a la experiencia de la santidad gracias a las
grandes reuniones campestres en los Estados Unidos. La Conexión
Metodista Wesleyana fue organizada en 1843, la Iglesia Metodista
Libre en 1860, y la Asociación Nacional para la Promoción de la
Santidad, en 1866. A fin de promover y conservar la verdad de la
santidad, el último periodo del siglo vio la organización de la Iglesia del
Nazareno por P. F. Bresee, la Asociación Pentecostal de Iglesias en el
este del país, y un número de movimientos de santidad en el sur. Estos
se combinaron más tarde en un cuerpo conocido como la Iglesia del
Nazareno. Ese periodo fue testigo también de la combinación de un
número de grupos en lo que ahora se conoce como la Iglesia de
Santidad de los Peregrinos. Estas iglesias han tratado de conservar la
doctrina y la experiencia de la entera santificación, y se han opuesto
persistentemente a los diversos grupos fanáticos que han oscurecido la
verdad pura y han traído mala reputación a la gloriosa doctrina y
experiencia de la plena salvación.
8. Además del wesleyanismo, entre los desarrollos modernos se
pueden mencionar los siguientes: (1) la posición de Oberlín; (2) la
teoría de los Hermanos Plymouth; y (3) la teoría Keswick.
(1) La posición de Oberlín es representada por Asa Mahan, presi-
dente de la Universidad de Oberlín, por Carlos Finney, y por James H.
Fairchild, otro de sus presidentes. De acuerdo con esta teoría, hay una
simplicidad de acción moral que hace que el pecado consista solamente
en un acto de la voluntad, y consecuentemente sostiene que es imposi-
ble que el pecado y la virtud existan en el mismo corazón al mismo
tiempo. Solo una definición de pecado fue aceptable, a saber, que “el
pecado es la transgresión de la ley”. Varias posiciones erróneas se

426 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

sucedieron inmediatamente: (1) Se negó que el pecado original fuera


un estado o condición del alma, aceptando en su lugar una teoría
“intermitente”, “vibratoria” o “alterna” de carácter moral. Hablando de
esa teoría, A. M. Hill, quien había sido él mismo alumno de Oberlín,
dijo: “Afirmar que un creyente, un cristiano, en cada acto moral es tan
bueno o tan malo como pueda ser, y que el menor pecado repentino de
un cristiano de corazón ardiente lo suma al nivel del peor pecador, es
demasiada carga para la credulidad aceptarla” (A. M. Hills, Fundamen-
tal Christian Theology, II:253). (2) Se confundió la consagración con la
santificación. Se hizo de la santificación un “afianzamiento en la
consagración” de una dimensión tal que previniera la “alternación de la
voluntad”. (3) Se hizo de la santificación un asunto de crecimiento y
desarrollo. De aquí que el presidente Fairchild principiara su capítulo
sobre la santificación con estas palabras: “El crecimiento y afirmación
del creyente, el desarrollo en él de las gracias del evangelio, es lo que se
llama santificación”.7
(2) Los Hermanos Plymouth se originaron casi simultáneamente en
Dublín, Irlanda, y Plymouth, Inglaterra. En Inglaterra su crecimiento
fue muy rápido, y pronto fueron conocidos como los Hermanos
Plymouth. Su principal pensador, si no su fundador, fue Juan Darby,
clérigo de la Iglesia de Inglaterra, quien no solo dejó la iglesia estable-
cida, sino que asumió la posición de que toda organización a usanza de
iglesia era un detrimento para el cristianismo. En general, sus posicio-
nes teológicas se basaban en las teorías extremas de la imputación del
ultracalvinismo, las cuales ya hemos considerado en nuestra discusión
de la expiación. El movimiento era antinomiano en extremo, y no era
otra cosa que el resurgimiento de los principios del moravianismo
contra los cuales Juan Wesley tuvo que contender, y los de los anabap-
tistas que los precedieron.8 Sin embargo, fue poco lo que dijeron sobre
los decretos, o sobre la elección incondicional, siendo ambas enseñanzas
más bien implicadas que directamente declaradas. Daniel Steele, en su
libro, Antinomianism Revived, señala que al omitir esas doctrinas
particularmente repulsivas a los arminianos, y enfatizar las que apelan a
los calvinistas, los errores de este movimiento son adaptados para su
diseminación en esas dos grandes ramas de la así llamada ortodoxia.9
El error principal de este sistema, y sobre el cual casi todos los otros
dependen, es un concepto falso de la expiación, o la obra mediadora de
Cristo. El concepto Plymouth de la expiación es el de la teoría comer-
cial antigua, o tanta cantidad de sufrimiento como una expiación por

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 427

tanta cantidad de pecado. Sus seguidores consideran que el pecado ha


sido condenado en la cruz de Cristo; por consiguiente, sostienen que el
pecado, pasado, presente y futuro, ha sido quitado por ese acto, y no
provisionalmente, ni actualmente, sino por la imputación de los
pecados de los seres humanos a Cristo. Habiendo sido quitados por
imputación a Cristo, los seres humanos no son ya más responsables ni
por su estado pecaminoso ni por sus actos pecaminosos. Hacen una
distinción entre la “posición” y el “estado” o condición actual del
creyente. A los creyentes se les considera justos o santos por su “posi-
ción” en Cristo. Dios no toma en cuenta su “estado” actual porque los
ve solo a través de Cristo. El pecado no es realmente removido del
corazón y de la vida, sino solo cubierto con el manto de la justicia
imputada de Cristo. La santidad y la justicia son solo imputadas, nunca
impartidas. En este sistema, la fe no es la condición de salvación
personal, sino simplemente el reconocimiento de lo que Cristo hizo en
la cruz. La justificación, de igual manera, no es un acto en la mente de
Dios por el cual el pecador es perdonado, sino una transacción por
mayoreo en el Calvario hecha siglos atrás, y que solo ahora es recono-
cida y aceptada.10 La regeneración es considerada, no como una
impartición de vida al alma, sino en algún sentido como la creación de
una nueva personalidad que existe juntamente con la vieja, permane-
ciendo ambas naturalezas unidas hasta la muerte. La persona, o sea lo
que en el ser humano dice “yo”, bien puede ponerse bajo la dirección
del “nuevo hombre” o del “viejo hombre” sin detrimento alguno de su
relación con Cristo, excepto que, en este último caso, se interrumpe la
comunión. Además, la doctrina de las dos naturalezas no se entiende
plenamente hasta que se vea que ninguna de estas dos naturalezas es
responsable por la otra. Cualesquiera que sean las obras del “viejo
hombre”, el creyente no es responsable de ellas: fueron condenadas de
antemano en la cruz.11
El concepto Plymouth de la santificación, lo mismo que el de la
justificación, es totalmente antinomiano. El creyente no solamente es
hecho justo en Cristo, sino que también es hecho santo. Un mismo
acto, considerado como justicia, es la justificación; considerado como
santidad, es la santificación. Uno de sus propios escritores señala su
posición como sigue: “Aquél que es nuestro gran Sumo Sacerdote
delante de Dios es puro y sin mancha. Dios lo ve como tal, y nos
representa a nosotros que somos su pueblo, y somos aceptados en Él.
Su santidad es nuestra por imputación. Representados por Él, somos a

428 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

la vista de Dios, santos como Cristo es santo, y puros como Cristo es


puro. Dios ve a nuestro representante, y nos ve a nosotros en Él.
Estamos completos en Aquél que es nuestra Cabeza gloriosa y sin
tacha”. La santidad está en la “posición” que el ser humano tiene en
Cristo, es decir, solo es imputada. En cuanto al “estado” o condición
actual de su corazón, no hay santidad personal efectuada internamente
por el Espíritu. El pecado continúa hasta la muerte, pero ello de
ninguna manera afecta la “posición” del creyente. “Nunca debemos
medir la posición por el estado”, dice McIntosh, “sino siempre el estado
por la posición. Bajar la posición debido al estado es darle un golpe
mortal a todo progreso en el cristianismo práctico”. Comentando sobre
esto, Daniel Steele dice: “Aquí el fruto siempre tiene que ser juzgado
por el árbol; juzgar el árbol por el fruto es darle un golpe mortal a la
pomología”.
Es fácilmente de ver porqué los maestros de esta doctrina se sienten
especialmente hostiles respecto a la enseñanza wesleyana y bíblica de la
perfección cristiana. Los primeros sostienen una santidad por impu-
tación; los últimos una santidad por impartición. Los primeros
sostienen que meramente somos considerados santos; los últimos que
somos actualmente hechos santos. Los primeros basan todo en un
silogismo lógico: Cristo es santo; nosotros estamos en Cristo; por lo
tanto, somos santos. Ciertamente Cristo es santo, pero aquí se pasa por
alto que ningún ser humano está en Cristo en el sentido pleno de
privilegio del nuevo pacto hasta que sea limpiado de todo pecado por el
bautismo con el Espíritu Santo. La aserción intelectual de que un ser
humano está en Cristo, no lo hace un hecho; esto es efectuado por una
obra interior del Espíritu de Dios. Éticamente, esta doctrina antino-
miana elimina toda restricción que le hubiera impedido al ser humano
pecar, cosa que no hace el arminianismo ni el calvinismo antiguo.
Lógicamente, termina en la doctrina de perseverancia final, o lo que
erróneamente se conoce en tiempos más modernos como eterna
seguridad.
(3) El movimiento Keswick se fundó “para promover la santidad
bíblica”, como declara la invitación a la reunión original en Oxford en
1874. El siguiente año, una segunda convención se celebró en Keswick,
de la cual el movimiento tomó su nombre. Allí la invitación declaraba
que la convención era para “promover la santidad práctica”. Este
movimiento ha sido hecho popular gracias a un número de evangelistas
nacionalmente conocidos, y cuenta con adeptos entre muchos cristia-

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 429

nos sinceros y juiciosos. Creen en la condición perdida de la raza, y son


celosos en su esfuerzo en favor de la salvación de los seres humanos.
Insisten en el abandono de todo pecado conocido, y en una consagra-
ción completa a Cristo. Recalcan la necesidad de una apropiación por
la fe del poder de Dios a través de Cristo tanto para la vida santa como
para el servicio. Este revestimiento para el servicio se conoce como el
bautismo con el Espíritu Santo, y generalmente se considera que es
subsecuente a la conversión. No es, sin embargo, en un sentido estricto,
una obra de gracia, puesto que no hay limpieza del pecado innato. Su
posición respecto al pecado innato es esencialmente la de los Hermanos
Plymouth. Es considerado como parte de la humillación del creyente, y
de cierta manera contamina sus mejores obras. Presupone una supre-
sión continua, y su existencia se prolongará hasta que la muerte lo
libere de su contaminación. El revestimiento del Espíritu contrarresta
en cierta medida la mente carnal y ayuda al creyente a reprimir sus
manifestaciones. Se verá por estas declaraciones, que además de otras
diferencias teológicas, el poder del pecado solo es quebrantado, lo cual
el wesleyanismo sostiene que toma lugar en la conversión. En ningún
sentido es entera santificación como el wesleyanismo define el tér-
mino.12 Más bien está estrechamente relacionada con la idea de la
santidad posicional enseñada por los Hermanos Plymouth. El creyente
es santo en su “posición” pero no en su “estado”. La santidad, pues, se
imputa, no se imparte. La limpieza actual de todo pecado se rechaza
por no estar en armonía con sus principios generales. La “posición” es
eterna, de aquí que, como la teoría anterior, resulte lógicamente en la
así llamada doctrina de la “seguridad eterna”.

SIGNIFICADO Y ALCANCE DE LA SANTIFICACIÓN


En las dos divisiones anteriores indicamos de manera general el
significado y alcance de la santificación, pero el tema demanda un
estudio más completo. El término santidad como se usa en este
contexto se refiere al estado moral o religioso del ser humano, y
santificación, al acto por el cual es hecho santo.13 La idea de la santidad
divina le es necesariamente subyacente a nuestro concepto de santidad
humana, la primera siendo absoluta, la última, relativa o derivada. Al
concepto de la santidad divina se le dio atención en nuestro estudio de
los atributos morales de Dios (capítulo 14); ahora tenemos que estudiar
la cuestión de la santidad humana como relacionadas a aquellas
nuestras primeras posiciones. La terminología del Nuevo Testamento

430 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

griego nos dará la mejor aproximación al asunto, pero ahora la


deberemos limitar a aquellas palabras y sus derivados que en la
traducción al español se expresan como santidad y santificación. Otras
palaras que se refieren a esta experiencia serán consideradas más
adelante. Ahora bien, al estudiar esas palabras griegas, debemos tener en
mente que los griegos no tenían una idea clara de la santidad tal y como
la religión cristiana la demandaba, por lo cual Pablo necesariamente
tendría que darles un significado más profundo que el que común-
mente le comunicaban a la mente griega.
Consideraremos en seguida los siguientes términos griegos: (1)
Ágios, santo. Esta palabra aparece frecuentemente en la Biblia, pero
raramente se usa fuera de ella. Significa (a) reverente, o digno de
veneración, y es aplicada a Dios (Lucas 1:49), a cosas debido a su
relación con Dios (Hechos 6:13; 7:33), y a personas a quienes Dios usa
(Efesios 3:5). (b) Separar para Dios, ser exclusivamente de Él (Marcos
1:24; Lucas 2:23). (c) Se usa para sacrificios y ofrendas preparados para
Dios con ritos solemnes (Romanos 11:16; 12:1; 1 Corintios 7:14;
Efesios 1:4; 5:27; Colosenses 1:22). (d) Puro, sin pecado, recto y santo,
en el sentido moral (Romanos 7:12; 16:16; 1 Corintios 7:14; 16:20; 1
Pedro 1:16; 2 Pedro 3:11). (2) Ágion, género neutro de ágios, es
generalmente usado para designar un lugar santo (Hebreos 9:24- 25;
10:19). (3) Agiázo, verbo que significa separar, apartar, declarar o hacer
santo. Significa (a) santificar (Mateo 6:9); (b) separar cosas de lo
profano para dedicarlas a Dios (Mateo 23:17; 2 Timoteo 2:21), y
separar personas (Juan 10:36; 17:19); (c) purificar exteriormente
(Hebreos 9:13; 1 Timoteo 4:5), por expiación (1 Corintios 6:11;
Efesios 5:26; Hebreos 10:10, 14, 29; 13:12), e interiormente (Juan
17:17, 19; Romanos 15:16; 1 Corintios 1:2; 1 Tesalonicenses 5:23;
Judas 1; Apocalipsis 22:11). (4) Agiasmós es una palabra usada sola-
mente por los escritores bíblicos y eclesiásticos. Se deriva del perfecto
pasivo (egíasmai) de agiázo, y se traduce como santificación o santidad.
Se utiliza en 1 Tesalonicenses 4:3: “La voluntad de Dios es vuestra
santificación”; en Hebreos 12:14: “Seguid la paz con todos y la
santidad (agiasmós) (o la santificación efectuada por el Espíritu Santo,
agiasmós pnéumatos)”; y de nuevo, “tenéis por vuestro fruto la santifica-
ción (agiasmós)”, en Romanos 6:19, 22. (5) Agiótes, aquello que es
santo, o en el sentido moral, santidad. Se refiere especialmente a la
propiedad de la naturaleza moral, y se aplica tanto a Dios como a los
seres humanos santificados (Hebreos 12:10). (6) Agiosúne, aquello que

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 431

es santo, santificación, santidad. La palabra generalmente se considera


como sinónimo del término anterior, pero limitada especialmente en su
aplicación al ser humano. Como tal significa enfáticamente una
purificación personal. Se usa tres veces en el Nuevo Testamento: (a)
Romanos 1:3-4, donde se hace un contraste entre Cristo “según la
carne (kata sarxa)”, y “según el Espíritu de santidad (kata pnéuma
agiosúne)”; (b) 2 Corintios 7:1, “perfeccionado la santidad (agiosúne)”;
y (c) 1 Tesalonicenses 3:13, “afirmados vuestros corazones, irreprensi-
bles en santidad (agiosúne)”.
De este breve estudio de ágios y sus derivados claramente se verá
que, aunque su significado principal sea apartar o separar, en el Nuevo
Testamento adquiere el significado más profundo de limpieza de todo
pecado. Este es el significado dominante de los términos usados en la
Biblia, y a ninguna otra autoridad se podrá apelar. La palabra agnos y
sus derivados, por otro lado, aunque impliquen pureza interior (1 Juan
3:3), se refieren principalmente a la pureza exterior o ceremonial, a la
santificación del cuerpo, y a las cualidades generales de pureza y
castidad (Juan 11:55; Hechos 21:24; 2 Corintios 11:2; Filipenses 4:8;
Tito 2:5; Santiago 3:17).14
Definiciones de la entera santificación. “Creemos que la entera santi-
ficación es el acto de Dios, subsecuente a la regeneración, por el cual los
creyentes son hechos libres del pecado original o depravación, y son
llevados a un estado de entera devoción a Dios y a la santa obediencia
de amor hecho perfecto.
“Es efectuada por la llenura o el bautismo con el Espíritu Santo; y en
una sola experiencia incluye la limpieza de pecado del corazón y la
morada permanente y continua del Espíritu Santo, capacitando al
creyente para la vida y el servicio.
“La entera santificación es provista por la sangre de Jesús, efectuada
instantáneamente por la gracia mediante la fe y precedida por la entera
consagración. El Espíritu Santo da testimonio de esta obra y estado de
gracia.
“Esta experiencia se conoce también con varios nombres que repre-
sentan sus diferentes fases, tales como ‘la perfección cristiana’, ‘el amor
perfecto’, ‘la pureza de corazón’, ‘la llenura o el bautismo con el
Espíritu Santo’, ‘la plenitud de la bendición’ y ‘la santidad cristiana’”
(Manual de la Iglesia del Nazareno, Artículo de Fe X).15 Juan Wesley
dice: “La santificación en su sentido propio es libertad instantánea de
todo pecado, e incluye un poder instantáneo que se da en ese momento

432 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

para siempre permanecer unido a Dios”. Richard Watson define la


entera santificación como “liberación completa de toda polución
espiritual, de toda depravación interna del corazón, así como lo que, al
expresarse exteriormente en las indulgencias de los sentidos, es llamado
inmundicia de carne y espíritu” (Richard Watson, Theological Institutes,
II:450). Adam Clarke la define como “la limpieza de la sangre que no
ha sido limpiada; es el lavamiento del alma de un verdadero creyente de
los remanentes del pecado” (Adam Clarke, Christian Theology, 206). La
definición de William Burton Pope dice: “La santificación en sus
inicios, procesos, y resultados finales es la erradicación total del pecado
mismo que, aunque reina en el no regenerado, y coexiste con la nueva
vida en el regenerado, es abolido en el enteramente santificado”.
Phineas F. Bresee, en un sermón sobre el poder divino, dice: “Es
evidente que el bautismo con el Espíritu Santo es la trasmisión a los
hombres, por medio de los hombres, del ‘todo poder’ de Jesucristo, su
revelación en el alma”; y añade: “El bautismo con el Espíritu Santo es el
bautismo con Dios. Es quemar la paja, pero también es la revelación en
nosotros y la manifestación a nosotros de su persona divina, llenando
nuestro ser” (Bresee, Sermons, 193). Se notará que, aunque Bresee
nunca desvalorizó el aspecto de limpieza de la entera santificación, su
énfasis principal siempre fue sobre la llenura divina, el desarrollo del ser
total en “leal relación con lo divino”. Edward F. Walker define la
santificación como una “limpieza personal del pecado para una vida
santa. Una purificación a fin de mantener la devoción a Dios. Un
corazón puro, lleno de amor santo. Más allá de esto no podemos ir en
este mundo, pero nunca debemos descansar sin alcanzar menos que
esto. ... La pureza perfecta más el amor perfecto en el corazón por la
eficacia de Cristo y el poder y la morada del Espíritu Santo es el
equivalente de la santificación personal” (Edward F. Walker, Sanctify
Them, 42, 49). John W. Goodwin da esta definición: “La santificación
es una obra divina de gracia que purifica el corazón del creyente del
pecado innato. Es subsecuente a la regeneración, se asegura por la
sangre expiatoria de Cristo, se efectúa por el bautismo con el Espíritu
Santo, es condicionada por la completa consagración a Dios, se recibe
por la fe, e incluye poder instantáneo para el servicio”.16
Justificación y santificación. Nuestro estudio previo de la justicia
cristiana nos ha dado las características generales de la justificación;
ahora las debemos contrastar brevemente con la santificación a fin de
presentar de manera más clara las distinciones entre ellas. (1) La

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 433

justificación en sentido general se refiere a la totalidad de la obra de


Cristo efectuada por nosotros; la santificación, a la totalidad de la obra
efectuada en nosotros por el Espíritu Santo. (2) La justificación es un
acto forense y judicial en la mente de Dios; la santificación es un
cambio espiritual efectuado en el corazón de la persona. (3) La
justificación es un cambio relativo, esto es, un cambio de relación de la
condenación al favor; la santificación, es un cambio interno del pecado
a la santidad. (4) La justificación nos asegura la remisión de los pecados
presentes; la santificación, en su sentido completo, limpia el corazón
del pecado original o la depravación heredada. (5) La justificación
remueve la culpabilidad del pecado; la santificación destruye su poder.
(6) La justificación libra el alma de la pena de la ley violada; la santifi-
cación la prepara para las clementes recompensas de la virtud. (7) La
justificación hace posible la adopción en la familia de Dios; la santifica-
ción restaura la imagen de Dios. (8) La justificación nos da título para
el cielo; la santificación nos capacita para el cielo. (9) La justificación
lógicamente precede a la santificación, que en su estado inicial, es
concomitante con ella. (10) La justificación es un acto instantáneo y
completo, y por tanto no toma lugar en pasos o en grados; la santifica-
ción es marcada por un progreso en el sentido de que la santificación
inicial o parcial ocurre en el tiempo de la justificación, y la entera
santificación ocurre subsecuente a la justificación, mas sin embargo, son
actos instantáneos efectuados en los corazones de los seres humanos por
el Espíritu Santo.17
Regeneración y santificación. Jesse T. Peck, en su libro, Central Idea
of Christianity, presenta de manera capaz y única la relación que existe
entre la regeneración y la santificación. Dice: “Así como la vida natural
y la condición de un ser vivo son distintas, la vida espiritual y la
condición moral del espiritualmente vivo también son distintas. Ciertas
coincidencias invariables entre las dos cosas en ningún sentido interfie-
ren con su diferencia esencial. Ahora bien, dos cosas tan totalmente
distintas como el hecho de la vida espiritual, y el estado moral de los
espiritualmente vivos, deben tener diferentes nombres. Regeneración
apropiadamente designa la primera, santificación la última. ... La
palabra santificación también apropiadamente denota cierto trata-
miento del alma que Dios ha traído a la vida, exactamente como
regeneración denota el hecho de haberla traído a la vida. Santificar
proviene del latín sanctus, santo, y facio, hacer. La santificación es
literalmente el acto de hacer santo, y es ese su significado esencial en la

434 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

teología sistemática. De modo que aquí hay dos cosas totalmente


distintas la una de la otra, tanto así como lo pueden ser un hecho y una
cualidad de un hecho, una cosa y un accidente de una cosa; y aquí hay
dos términos, de significados totalmente diferentes, completamente
adaptados para representar respectivamente estas dos cosas, la regenera-
ción, para la creación de la vida espiritual, la santificación, para el
tratamiento del alma espiritualmente viva, ninguno de los cuales puede,
sin violar las leyes del lenguaje, desempeñar los oficios del otro. Por
tanto, afirmamos humildemente que no deben usarse de manera
intercambiable, y que los esfuerzos por hacerlo han causado casi toda la
confusión que ha vejado estos dos grandes puntos de la teología” (Jesse
T. Peck, Central Idea of Christianity, 15-16).18
Lo concerniente al pecado en el regenerado. Ha sido la creencia uni-
forme de la iglesia que el pecado original “continúa existiendo en la
nueva vida del regenerado hasta que el corazón es totalmente limpiado
por el bautismo con el Espíritu Santo” (Manual de la Iglesia del
Nazareno, Artículo de Fe V). Los Treinta y Nueve Artículos declaran:
“Esta infección de la naturaleza permanece en los que son regenerados;
por lo cual los deseos de la carne, llamados en griego frónema sarkós, no
se sujetan a la ley de Dios. Y aunque no hay condenación para los que
creen, no obstante esta concupiscencia tiene de por sí naturaleza de
pecado” (Artículo IX). “Por pecado,” dice Juan Wesley, “entiendo aquí
el pecado interior, cualquier temperamento, pasión o afecto pecami-
noso; cualquier orgullo, voluntad del yo, amor del mundo en cualquier
grado; cualquier concupiscencia, enojo o molestia; y cualquier disposi-
ción contraria a la mente de Cristo” (Sermon: Sin in the Believer). La
condición del regenerado, anterior a la entera santificación, es en un
sentido modificada, un estado mixto. Hay en el corazón del creyente
tanto gracia como pecado original, pero no hay ni puede haber mezcla
ni entremezcla de estos elementos antagónicos. Existen en el corazón
sin mezcla o composición. De otra manera tendríamos una santidad
adulterada. Los que sostiene la idea errónea de la regeneración como
una transformación de la vida vieja, en vez de una impartición de vida
nueva, tienen dificultad en aceptar una segunda obra de gracia.
La entera santificación es subsecuente a la regeneración.19 Los teólogos
del tipo wesleyano hablan frecuentemente de lo incompleto de la
regeneración, y de la necesidad de la entera santificación para completar
o perfeccionar el proceso redentor. Por eso John Miley declara que “la
doctrina de lo incompleto de la obra de la regeneración es la base de la

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 435

entera santificación, particularmente en su forma wesleyana” (John


Miley, Systematic Theology, II:357). Hay un sentido en que esto es
cierto, pero es lamentable la forma en que se expresa. Considerada en sí
misma, la regeneración no es una obra imperfecta. Es la dádiva de vida
divina, y como operación del Espíritu Santo, es completa. Pero la
regeneración es solo parte de la gracia incluida en el nuevo pacto, y solo
en ese sentido se puede decir que es incompleta, porque no representa
la totalidad de las bendiciones del nuevo pacto. También, frecuente-
mente la regeneración se representa como el principio de la santifica-
ción, una obra que llega a su perfección en la entera santificación.20
Aquí también se necesita discernimiento. La regeneración es el
principio de la santificación solo en este sentido: que la vida dada en el
nuevo nacimiento es santa. Esa nueva vida, por ser de “amor santo”,
puede decirse que es el comienzo de la santidad. Pero no debemos
inferir de ello que la mera expansión de esa vida nueva por crecimiento,
o por aumento y desarrollo de ese amor, lleve el alma a la entera
santificación. Falta de discernimiento aquí, inevitablemente lleva a la
“teoría de crecimiento” de la santificación. La santificación es un acto
de limpieza, y a menos de que el pecado innato sea removido, no puede
haber plenitud de vida, ni perfección de amor. En un sentido estricto,
la regeneración no es purificación. La santificación inicial acompaña a
la regeneración, como también lo hace la justificación y la adopción,
pero la regeneración es la impartición de la vida, y la santificación
inicial es la limpieza de la culpa y de la depravación adquirida. Estre-
chamente relacionada a ambas obras hay otra declaración que también
necesita calificarse. Nos referimos a la declaración de que la santifica-
ción no es algo nuevo, sino la perfección de algo que ya tenemos. Sí es
cierto que hay un substratum que les es común tanto a la regeneración
como a la entera santificación, a saber, una vida de amor moral.21 Pero
la regeneración es la impartición de esa vida de amor, y la entera
santificación es la purificación del corazón que hace del amor lo único y
supremo en la experiencia. Las dos obras son separadas y distintas; por
tanto, la última es más que el toque final de la primera.
De inmediato surgen dos preguntas conectadas a nuestra discusión:
(1) ¿Por qué no está comprendida la redención en una sola obra de
gracia?; y (2) ¿Cuánto tiempo debe transcurrir entre la regeneración y la
santificación?
1. Tocante a la primera pregunta, es imposible decir porqué o por
qué no lo hace Dios; podemos hacer deducciones solamente de lo que

436 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Él nos revela en su Palabra. Podemos así decir que Dios no justifica y


santifica enteramente a su pueblo por medio de una sola obra de gracia,
(1) porque así no está revelado en su Palabra. Dios tiene sistema y
método en sus obras, y la obra de gracia siempre se otorga de la misma
manera, aun cuando las manifestaciones puedan variar. (2) El pecador
no se da cuenta de su necesidad de santificación. Su culpa y condena-
ción primero ocupan su atención, y solo después comprende que
necesita una purificación ulterior. (3) La vida tiene que ser dada en la
regeneración antes que esa vida pueda conscientemente ser tratada en la
santificación. (4) La justificación y la santificación tratan con fases
diferentes del pecado; la primera con los pecados cometidos, o el
pecado como acto; la segunda con el pecado heredado, o el pecado
como principio o naturaleza. Parece imposible descubrir la condición
última sin haber experimentado la primera. Además, estas obras del
Espíritu son en cierto sentido diametralmente opuestas: una es
impartición de vida en tanto que la otra es crucifixión o muerte
(compárese con C. W. Ruth, Entire Sanctification, 48; también con
Asbury Lowrey, Possibilities of Grace, 205).22
2. En cuanto al tiempo que debe transcurrir entre las dos obras de
gracia, ello depende enteramente de la experiencia del individuo.
Luther Lee dice: “Esta obra progresiva puede acortarse y consumarse en
cualquier momento con tal que la inteligencia comprenda claramente
los defectos del estado presente, y la fe sea ejercida al también com-
prender el poder y la voluntad de Dios para santificarnos enteramente y
para hacerlo hoy mismo” (Luther Lee, Elements of Theology, 214).
Cualquier demora más allá del periodo necesario para entender la
naturaleza y condiciones para obtenerla, tiene que atribuirse a la
debilidad humana. El tiempo de Dios es el momento presente.
También algunos obtienen frecuentemente esta experiencia por
obediencia espiritual solamente, sin entender claramente los términos
teológicos o ni siquiera bíblicos con los que se expresa.23
Los medios y agencias divinamente señalados. Es imposible apreciar
adecuadamente la naturaleza de la entera santificación sin tomar en
cuenta los medios y agencias que Dios emplea para estampar de nuevo
su imagen en los corazones de los seres humanos. Se señala que la
santificación es por la sangre, por el Espíritu, por la fe y por la verdad.
(1) La causa original es el amor de Dios. “En esto consiste el amor: no
en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a
nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 437

Juan 4:10). (2) La causa meritoria o procuradora es la sangre de


Jesucristo. “Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos
comunión unos con otros y la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia
de todo pecado” (1 Juan 1:7). (3) La causa eficiente o agencia es el
Espíritu Santo. Somos salvos “por el lavamiento de la regeneración y
por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:5); se nos dice que
somos elegidos “en santificación del Espíritu” (1 Pedro 1:2); y que
somos escogidos para salvación “mediante la santificación por el
Espíritu y la fe en la verdad” (2 Tesalonicenses 2:13). (4) La causa
instrumental es la verdad. Frecuentemente también la fe se considera
como la causa instrumental, siendo que la fe depende de la verdad. Sin
embargo, preferimos considerar la verdad como la causa instrumental, y
la fe como la causa condicional próxima. En su oración sacerdotal,
nuestro mismo Señor oró usando las palabras, “Santifícalos en tu
verdad: tu palabra es verdad” (Juan 17:17). El Espíritu Santo es el
espíritu de verdad y obra a través de esa instrumentalidad. De aquí que
Pedro diga: “Al obedecer a la verdad, mediante el Espíritu, habéis
purificado vuestras almas” (1 Pedro 1:22); y Juan declare: “Pero el que
guarda su palabra, en ése verdaderamente el amor de Dios se ha
perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él” (1 Juan 2:5). (5) La
causa condicional es la fe: “y ninguna diferencia entre nosotros y ellos,
purificando por la fe sus corazones” (Hechos 15:9); “para que reciban,
por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santifi-
cados” (Hechos 26:18). Por tanto, al hablar de santificación como algo
efectuado por el Padre, o por el Hijo, o por el Espíritu Santo, ya sea
que hablemos de ella como por la sangre, o por medio de la verdad, o
por la fe, nos referimos meramente a las causas diferentes que entran en
esta gran experiencia.24

SANTIFICACIÓN PROGRESIVA
El término “progresivo”, en conexión con la santificación, tiene que
definirse claramente. En el sentido wesleyano solo significa el aspecto
temporal de la obra de gracia en el corazón a medida ocurre en etapas
sucesivas. Cada uno de esas etapas está marcada por un acercamiento
gradual y una consumación instantánea en la experiencia, marcando las
etapas juntas el alcance completo de la gracia santificadora. Así que, “al
administrar la gracia santificadora, el Espíritu Santo procede por
grados. Hay términos de progreso que se aplican a cada departamento
de esa obra en el la persona santa; en otras palabras, que la meta de la

438 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

entera santificación es representada como el fin de un proceso en el cual


el Espíritu requiere la cooperación del creyente. Esta cooperación, sin
embargo, solo es la condición sobre la cual descansa lo que es la sola
obra de la gracia (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, III:36). Aquí hay una gran verdad que ningún estudiante de
teología puede ignorar, y no subrayar este punto lleva a la confusión en
cuanto a la experiencia misma. Este punto no fue protegido lo sufi-
cientemente por los teólogos metodistas y, como consecuencia, el
énfasis llegó a ponerse gradualmente en el crecimiento y el desarrollo
antes que en las crisis que marcan las diferentes etapas de la experiencia.
Los escritores más recientes han tenido más cuidado en preservar este
punto. Han enfatizado el aspecto instantáneo de la santificación como
obra, preservando la verdad de la santificación progresiva sin caer en el
error de la teoría del crecimiento. Los siguientes tres temas deberán
considerarse en esta división: (1) La santificación como parcial y entera;
(2) la santificación como gradual e instantánea; y (3) la santificación
como instantánea y continua.
La santificación como parcial y entera. Las bendiciones concomitantes
que comprende la conversión como una primera obra de gracia son: (1)
La justificación como un acto de perdón en la mente de Dios; (2) la
regeneración como la impartición de una nueva naturaleza; y (3) la
adopción como una seguridad de los privilegios de herencia. A estas se
le debe añadir otra concomitante conocida como (4) la santificación
“inicial”. La contaminación se adhiere a los actos pecaminosos, como
también lo hace la culpa, y esto nos hace conscientes del pecado como
nuestro. Por lo tanto, tiene que haber una limpieza inicial, concomi-
tante con las otras bendiciones de la primera obra de gracia, si es que
esa culpa y depravación adquirida han de ser removidas del pecador.
Siendo que lo que quita la polución y hace santo es propiamente
llamado “santificación”, esa primera o inicial limpieza es una santifica-
ción “parcial”. Pero este término no es indefinido, como si se refiriera a
una más o menos limpieza de la contaminación del pecador. Es un
término definido, y se limita estrictamente a la culpa y depravación
adquirida adherida a los pecados actuales por los que el pecador mismo
es responsable. No se refiere a la limpieza del pecado original, o la
depravación heredada, por la cual el pecador no es responsable.
Podemos entonces decir que la santificación inicial o parcial incluye en
su alcance toda aquella polución adquirida que se adhiere a las obras
propias del pecador, mientras que la entera santificación incluye la

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 439

limpieza del pecado original o depravación heredada. Siendo que el


pecado es dual, un acto y un estado o condición, la santificación tiene
que ser dual. Hay, y solamente puede haber, dos etapas en el proceso de
santificación, la inicial y la entera, siendo lo que se conoce propiamente
como glorificación la consumación completa del proceso.25
La santificación como gradual e instantánea. Juan Wesley enseñó que
hay una obra gradual que precede y a la vez sigue el acto de Dios por el
cual somos enteramente santificados. Esto es cierto tanto de la justifi-
cación como de la santificación. Pasar por alto la preparación del
Espíritu en los corazones de los seres humanos es menospreciar la obra
profética de Cristo en relación a su sacerdocio y empequeñecer la
importancia de la gracia preveniente. Dios no justifica a un pecador ni
santifica enteramente a un creyente a no ser que sea por gracia por
medio de la fe. Esta gracia opera solo cuando hay negación propia y
tristeza por el pecado, sin mérito alguno en el que la busca. Esa tristeza
por el pecado, o esa renuncia al pecado innato, esa aversión a la mente
carnal con sus “profundidades de orgullo, voluntad propia e infierno”,
nunca se dará ni en el pecador ni en el hijo de Dios sin el poder
iluminador y persuasivo del Espíritu Santo. Por lo tanto, el elemento
progresivo es visto como fundamental para la posición sinergista de la
teología arminiana. Esa obra gradual y preparatoria podría acortarse en
la justicia. Cuando el pecador se somete perfectamente a la justicia de
Cristo, y cree a las promesas de Dios, en ese momento es justificado y el
Espíritu le imparte nueva vida a su alma. También, cuando el hijo de
Dios, por el Espíritu, renuncia plenamente al pecado innato y confía en
la sangre que limpia, en ese momento puede, por fe sencilla en Cristo,
ser santificado enteramente.26
El pasaje clásico en apoyo de esta posición se halla en el libro, A
Plain Account of Christian Perfection, por Juan Wesley (página 51). A la
pregunta: “¿Es gradual o instantánea la muerte al pecado y la renova-
ción en amor?”, su repuesta es: “Un ser humano puede estar agonizan-
do por mucho tiempo, sin embargo, no está muerto propiamente
hablando hasta el instante en que el alma se separa del cuerpo, y en ese
instante pasa a vivir en la eternidad. De la misma manera, uno puede
estar agonizando por algún tiempo en cuanto al pecado, sin embargo
no está muerto al pecado hasta que el pecado sea separado de su alma,
viviendo en ese instante la plena vida de amor”. La Biblia afirma la
posición de preparación gradual y de santificación instantánea y
completa tan claramente establecida por Wesley. Quizá el pasaje más

440 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

conocido sea el que representa al pecado innato como bajo pena de


muerte: “…nuestro viejo hombre”, dice Pablo, “fue crucificado
juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido”
(Romanos 6:6). La crucifixión como una manera de muerte es un
proceso gradual que hace al cuerpo incapaz de responder a mando
alguno, pero ciertamente lleva a la muerte, y resulta finalmente en la
muerte. El mismo escritor, en otra epístola, nos exhorta: “…no
satisfagáis los deseos de la carne… los que son de Cristo han crucificado
la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:16, 24). Aquí, otra vez, el
Apóstol habla de renunciar a la mente carnal, la cual presenta bajo la
esforzada figura de una crucifixión, o de un ser clavado en la cruz, y
ordena que no se haga provisión alguna para satisfacer los deseos
desordenados de la carne. El “viejo hombre” tiene que mantenerse en la
cruz hasta que muera; y cuando el pecado expire, en ese momento el
alma es santificada enteramente y vive la vida plena de amor perfecto.27
La entera santificación como instantánea y continua. A la vez que hay
una aproximación gradual a la santificación, y un subsecuente creci-
miento gradual en gracia, el acto santificador por el cual somos hechos
santos, necesariamente tiene que ser instantáneo. En palabras del
obispo Hamlin: “Es gradualmente aproximada, pero instantáneamente
otorgada”. Adam Clarke declara que “en ninguna parte de la Biblia se
nos pide buscar la santidad por progresión. Hemos de llegar a Dios
para una purificación instantánea y completa de todo pecado al igual
que para un perdón instantáneo. En la Biblia ni existe el perdón en
serie ni la purificación gradual” (Adam Clarke, Christian Theology,
298). Pero la entera santificación no solo es una obra definitiva y
completa; también es un acto completo y continuo. Con esto queremos
decir que somos limpiados de todo pecado cuando únicamente por la fe
somos traídos a una relación correcta con la sangre expiatoria de
Jesucristo, y solo en la medida en que haya una continua relación con la
sangre expiatoria por la fe, habrá una continua limpieza en el sentido de
una preservación en pureza y santidad. Aquí citaremos nuevamente a
Adam Clarke, quien dice: “La eficacia meritoria de su pasión y muerte
ha purgado nuestra conciencia de las obras muertas, y nos limpia
katharizei emas, nos continúa limpiando, es decir, mantiene limpio lo
que Él ha hecho limpio, ya que requiere el mismo mérito y energía
preservar la santidad en el alma del ser humano que producirla” (Adam
Clarke, Commmentary, 1 Juan 1:7). El apóstol Juan presenta los
aspectos instantáneo y continuo de la santificación diciendo: “Pero si

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 441

andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros
y la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado” (1 Juan
1:7). Aquí hay (1) un acto definitivo e instantáneo de santificación por
el cual el alma es limpiada de todo pecado; (2) una santificación
progresiva, por la cual aquellos que andan en la luz son los recipientes
de los méritos continuos de la sangre expiatoria.28 Visto desde el punto
de vista del Espíritu, los que son santificados por su agencia como un
acto instantáneo son, por la morada del Espíritu, hechos recipientes de
su gracia santificadora continua. Hay un grado maravilloso de armonía
entre este texto y el de 1 Pedro 1:2: “Elegidos según el previo conoci-
miento de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser
rociados con la sangre de Jesucristo”. Aquí es claro (1) que la salvación
es por medio de la santificación del Espíritu; (2) que la santificación
como acto instantáneo limpia de todo pecado y trae al creyente a un
lugar de obediencia, interna y externa; (3) que al andar en esta obe-
diencia, el elegido mora continuamente bajo el rociamiento de la sangre
expiatoria y santificadora.29 La santificación como acto instantáneo nos
limpia de todo pecado y nos lleva a un lugar de obediencia; y por andar
en la luz de la obediencia somos los recipientes de una santificación
progresiva o continua, la cual hace incluso de nuestra obediencia algo
aceptable a Dios. Es importante tener en mente, por tanto, que somos
limpiados por la sangre expiatoria solo cuando (1) somos traídos a una
relación correcta con Jesucristo; y (2) que somos limpiados continua-
mente, o guardados limpios, solo si mantenemos esta correcta relación.
Somos santificados por Cristo, pero no por separado sino en y con Él; y
no solo por la sangre de la limpieza, sino bajo el rociamiento de la
sangre. La fe es el eslabón vital de unión con Cristo, y los puros de
corazón permanecen en Él solo por una fe continua. Si esta conexión se
corta, la vida espiritual cesa de inmediato. Si ahora analizamos cuida-
dosamente esta posición veremos que, como en la justificación hubo un
acto judicial o declarativo que puso al alma en relación correcta con
Dios, y concomitantemente con ella en experiencia, aunque lógica-
mente subsecuente, una limpieza interior por el Espíritu de la culpa y
de la depravación adquirida, de igual manera en la entera santificación
hay una santificación judicial, o un acto declarativo que pronuncia al
alma santa, pero asistido por la gracia concomitante del Espíritu que
limpia de todo pecado. Este acto es en ocasiones conocido como
santidad posicional o imputada. Pero sostener que un alma puede ser
posicionalmente santa sin la obra interior del Espíritu que la haga

442 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

realmente santa, es uno de los errores del imputacionismo. Todos los


errores dañinos que subyacen tras la imputación como separada de la
impartición respecto a la justificación o justicia cristiana, se ligan de
igual manera a la entera santificación o santidad cristiana.30

LA ENTERA SANTIFICACIÓN
La entera santificación es un término aplicado a la plenitud de la
redención o la limpieza del corazón de todo pecado. “Podemos dar
comienzo a nuestra definición de este gran don afirmando que la obra
de gracia, de la cual el corazón es el sujeto, se inicia, progresa y se
consuma en esta vida. Esa consumación es la entera santificación”
(Asbury Lowery, Possibilities of Grace, 209). Es esa consumación de la
experiencia la que ahora nos ocupa, esa “entera conformidad del
corazón y la vida a la voluntad de Dios como se da a conocer en su
Palabra” (Samuel Wakefield, Christian Theology, 446). Consideraremos
tres fases del tema como sigue: (1) La entera santificación como una
purificación del pecado; (2) la entera santificación como devoción
positiva a Dios; y (3) los elementos divinos y humanos en la entera
santificación.
La entera santificación como una purificación del pecado.31 Como
vimos, el verbo santificar viene del latín sanctus (santo) y facere (hacer);
por tanto, cuando se usa en el modo imperativo, significa literalmente
hacer santo. En el griego tenemos el mismo significado, derivado del
verbo agiázo, que a su vez se deriva de ágios, santo, y, por tanto,
también significa “hacer santo”. Podemos decir, entonces, que el
primer elemento esencial en la entera santificación es la purificación del
corazón del creyente del pecado innato o depravación heredada.32 En
nuestra discusión del tema notaremos (1) el aspecto dual del pecado
original; y (2) el alcance de la limpieza como lo presenta la Biblia.
1. El pecado original debe verse bajo un aspecto dual. (1) Es el
pecado común que infecta a la raza, considerada ésta de manera
general; y (2) es una porción de esa herencia general individualizada por
separado en las personas que componen la raza. En el primer caso, o
sea, en el sentido genérico, el pecado original no será abolido sino hasta
el tiempo de la restauración de todas las cosas. Hasta entonces, algo de
la pena permanece sin quitarse; así también queda algo de la posibilidad
de la tentación, o la susceptibilidad al pecado, esencial al estado
probatorio. Pero en el segundo sentido, la mente carnal o el pecado que
mora en ese mí del alma, ese principio en el ser humano que tiene

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 443

afinidad presente con la transgresión, resulta abolido por la purificación


del Espíritu de santidad, quien mantiene el alma pura por su presencia
permanente.
2. El alcance de la purificación, según la Biblia, incluye la remoción
completa de todo pecado. El pecado ha de ser purificado completa-
mente, purgado, extirpado, desarraigado y crucificado; no reprimido,
suprimido, opuesto o hecho nulo en el sentido en que se usan esos
términos. Debe ser destruido; y cualquier teoría que dé lugar a la
existencia del pecado original, no importa qué provisiones haya tomado
para su regulación, carece de fundamento bíblico. “Por cuanto los
designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan
la Ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7). Un estudio de los
términos griegos usados en esta conexión aclarará el asunto. (1) Uno de
los términos más comunes es katharidzo, que significa hacer limpio o
limpiar en general, tanto interna como externamente; consagrar por
medio de la purificación; o libertar de la contaminación del pecado.
Algunos de los textos más prominentes en los que se usa esta palabra
son: “Y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por
la fe sus corazones” (Hechos 15:9). “Puesto que tenemos tales prome-
sas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu,
perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 7:1). “Él
se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda maldad y
purificar (katharíse) para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”
(Tito 2:14). “Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos
comunión unos con otros y la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia
(katharidzei) de todo pecado” (1 Juan 1:7; véanse también Mateo
23:25-26; Lucas 11:39; Marcos 7:19; Mateo 8:2ss; Efesios 5:26;
Hebreos 10:14; Santiago 4:8. (2) Íntimamente relacionado a esto está la
palabra katargéo, que significa anular, abolir, poner fin a, causar que
cese. “Para que el cuerpo de pecado sea destruido (katargethe), a fin de
que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:6; véanse también Lucas
13:7; 1 Corintios 1:28; 2 Tesalonicenses 2:8; 2 Timoteo 1:10; Hebreos
2:14; Gálatas 5:11; 1 Corintios 13:3; 2 Corintios 3:7, 11. (3) La
palabra ekkathairo significa limpiar completamente o purgar. “Limpiaos
(ekkathárate), pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa,
como sois, sin levadura” (1 Corintios 5:7; véase también 2 Timoteo
2:21). (4) Otro término enérgico es ekrizoo, que significa desarraigar,
arrancar de raíz, y por tanto, significa erradicar.33 Aunque la palabra
“erradicar” aparece en el texto original, es velada en la traducción del

444 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

Nuevo Testamento al español. Aun así, uno la puede encontrar en las


siguientes palabras de nuestro Señor a sus discípulos: ”Toda planta que
no plantó mi Padre celestial será desarraigada (ekpizdothesetai)” (Mateo
15:13). Juan explica que esto significa que nuestro Señor vino “para
deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8; véanse también Mateo
13:29; Lucas 17:6; Judas 12). (5) Quizá el término más fuerte usado en
conexión a lo que estamos considerando sea stauróo, algunas veces
ana-stauróo o su-stauróo, que según Thayer significa “crucificar la carne,
destruir completamente su poder (la naturaleza de la figura implica que
la destrucción es acompañada de intenso dolor)”. Se usa en Gálatas
5:24: “pero los que son de Cristo han crucificado [estauróosan] la carne
con sus pasiones y deseos”. Las frases estaúroomai tini y estaurootai moi
ti empleadas aquí por el apóstol Pablo llevan la fuerza de que “he sido
crucificado a algo y ello me ha sido crucificado a mí, de modo que
estamos muertos el uno para el otro, y todo compañerismo y relación
entre nosotros ha cesado” (compárese con Thayer, Lexicon, Gálatas
6:14; 5:24; 2:19). (6) La palabra thanatoo está relacionada íntimamente
con el término anterior, y significa subyugar, mortificar o matar. “Así
también vosotros, hermanos míos, habéis muerto [ethanatóothete] a la
Ley mediante el cuerpo de Cristo” (Romanos 7:4, la primera cláusula);
“…porque si vivís conforme a la carne, moriréis [thanatoute]; pero si
por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos
8:13). Aquí, como indica Thayer, la palabra significa “hacer que muera,
esto es, destruir, hacer que se extinga” (algo vigoroso). La Vulgata tiene
mortifico, y la Versión Autorizada, mortificar. (7) La palabra luo en
ocasiones se usa también en este sentido. Usada así, principalmente
significa soltar o librar de; pero también significa quebrar, demoler o
destruir. “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer [luse] las
obras del diablo” (1 Juan 3:8). Un estudio cuidadoso de estos términos
deberá convencer a todo investigador sincero de que la Biblia enseña la
completa limpieza del corazón del pecado innato, la destrucción total
de la mente carnal.
La entera santificación como devoción positiva a Dios. La obra de la
santificación incluye no solo una separación del pecado sino una
separación para Dios. Esta devoción positiva, sin embargo, es algo más
que la consagración humana del alma a Dios. Representa también la
aceptación de la ofrenda por el Espíritu Santo, y por tanto, un empo-
deramiento o dotación divinos. Es una posesión divina, y la fuente y
energía de esta devoción espiritual es el amor santo. El Espíritu de Dios

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 445

como espíritu de perfecta consagración, no solo es capaz, como


Santificador, de llenar el alma con amor sino de despertar amor como
respuesta. De aquí que el apóstol Pablo declare: “…el amor de Dios ha
sido derramado [ekkécutai] en nuestros corazones por el Espíritu que
nos fue dado” (Romanos 5:5); mientras que el apóstol Pedro, conside-
rando el asunto desde el punto de vista opuesto, diga: “Al obedecer la
verdad, mediante el Espíritu, habéis purificado vuestras almas para el
amor fraternal no fingido. Amaos unos a otros entrañablemente, de
corazón puro” (1 Pedro 1:22). Lo primero es una otorgamiento
positivo del amor divino conferido por el Espíritu Santo, y por tanto
un amor santo; lo último es una clase de purificación que quita del
corazón todo lo que es contrario a la emanación del amor perfecto.
Podemos entonces decir que mientras que la entera santificación,
considerada desde el punto de vista negativo, es limpieza de todo
pecado, desde el punto de vista positivo es llenura de amor divino. Ese
es el primer contraste.
Pero todavía no hemos llegado a la raíz del asunto. Aunque el pri-
mer contraste es entre pureza por un lado y el amor perfecto por otro,
hay un contraste más estrecho dentro de la naturaleza misma de la
santidad. La entera santificación es más que pureza o amor perfecto.
Ninguno de estos contrastes en el sentido estricto del término es
santidad. La santidad consiste en la unidad de estos dos aspectos de la
experiencia. De aquí que los que han sido limpiados de pecado, o “del
velo de las condiciones de pecado” que separa al ser humano y a Dios, y
han sido consagrados a Dios, haciéndose su posesión por el otorga-
miento del Espíritu Santo, son santos (agioi), y el estado en el cual
viven es agiosúne o santidad. La santidad en el ser humano es lo mismo
que la santidad en Dios en cuanto a calidad, pero con esta diferencia: la
primera es derivada, la última es absoluta. En nuestra discusión de los
“conceptos bíblicos de la santidad y el amor” (capítulo 14) y la relación
que existe entre ambos, indicamos que la naturaleza de Dios es amor
santo, perteneciendo el amor y la santidad igualmente a la naturaleza o
esencia de Dios. Pero concebido en los términos filosóficos de la
personalidad, la santidad representa la autocomprensión, y el amor la
autocomunicación; por tanto, lógicamente, la santidad precede y debe
ser considerada como la cualidad peculiar de esa naturaleza de la cual el
amor fluye. Se verá ahora aquí que existe un contraste más estrecho en
la santidad en sí misma, y este se expresa mejor en las siguientes
palabras aplicadas a Jesús: “Has amado la justicia y odiado la maldad”

446 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

(Hebreos 1:9). La pureza y el amor se combinan en una naturaleza más


profunda y subyacente, la cual no parece indicar una virtud particular,
ni todas las virtudes combinadas, sino más bien un retroceder del alma
pura del pecado, y un amor por la justicia, indicativo de una naturaleza
en perfecta armonía consigo misma.
John P. Newman hábilmente presenta estas distinciones en la santi-
dad en un artículo titulado, “Santidad bíblica”, publicado en la revista,
Treasury (noviembre de 1888). Dice: “¿Qué es la santidad bíblica?
¿Podremos encontrar su idea germinal? ¿Podremos depender de la
ayuda divina para asegurar la mente del Espíritu? ... En su sentido
radical, la santidad parece ser el afecto peculiar con el cual un ser de
virtud perfecta considera el mal moral. En una palabra, es claramente el
aborrecimiento de todo lo que un Dios santo ha prohibido: ‘Muy
limpio eres de ojos para ver el mal’ [Habacuc 1:13]. No se puede
aplicar una prueba más severa a nuestra condición espiritual. … El
elogio del Padre a su Hijo, y la razón por la cual le asigna al Hijo
realeza eterna es, ‘Has amado la justicia y odiado la maldad, por lo cual
te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compa-
ñeros’ (Hebreos 1:9). En este aborrecimiento del pecado y amor por la
santidad se halla el significado profundo del mandato: ‘Sed santos,
porque yo soy santo’ [1 Pedro 1:16]. Si pasamos de la antigua dispen-
sación a la nueva, aquí también encontramos que implica un estado de
pureza y un acto de obediencia. Cristo es el único maestro religioso
conocido por el ser humano que demande de su pueblo una condición
moral previa al acto. Él se ubica detrás del acto, detrás del móvil, detrás
del pensamiento, y toma consciencia de ese estado moral del cual estos
fluyen como efectos de una causa persistente. Su doctrina es que lo que
pensamos y sentimos y hacemos son expresiones de carácter que se
hallan a una mayor profundidad que la voluntad, a una mayor
profundidad que los afectos, a una mayor profundidad que la concien-
cia; que este carácter es la suma de lo que el ser humano es, en todos sus
apetitos, pasiones y tendencias; y que de su carácter emana la totalidad
y finalidad del ser humano. Si Dios no hace acepción de personas, es
alguien de carácter moral, y ha predeterminado la vida eterna. La
demanda de Cristo de una condición moral antecedente a toda acción
mental y física está en armonía con el orden de la naturaleza. Hay un
estado pasivo de nuestra fuerza muscular y poderes intelectuales sobre
los cuales lo activo depende, y de los cuales lo activo es la expresión
viva. Si el brazo ha de ser fuerte para defender, los músculos tienen que

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 447

estar en estado saludable. Si las facultades de la mente responden a la


voluntad, debe haber vigor latente en el intelecto. La naturaleza moral
del ser humano es tanto pasiva como activa. Si los afectos han de
responder solo a objetos de pureza, y la conciencia solo a la voz de lo
justo, y la voluntad solo al llamado del deber, deberá haber pureza y
fortaleza inherentes en todos nuestros poderes morales, cuando
quiescentes; esto es el significado glorioso de las palabras de nuestro
Señor: “Viene el príncipe de este mundo y él nada tiene en mí”, nada
en mi naturaleza o espíritu, nada en mis pensamientos o móviles, nada
en mis palabras o hechos, porque subyacente tras todo esto está mi
estado de pureza. ... En este sentido evangélico, y situada detrás de ese
odio al pecado y de ese estado de pureza, la santidad es el reajuste de
toda nuestra naturaleza por el que los apetitos y propensidades
inferiores son subordinados, y los poderes intelectuales y morales son
restaurados a su supremacía, y Cristo reina en un alma completamente
renovada”. Por lo tanto, no solo en un sentido amplio incluye la entera
santificación la pureza y el amor perfecto, sino que la santidad es tal que
incluye a ambas en una naturaleza más profunda y tan completamente
renovada y ajustada por la obra del Espíritu que su expresión misma es
amor por la justicia y odio a la iniquidad.
El elemento divino y humano en la entera santificación. Hemos carac-
terizado la entera santificación como negativa en el sentido amplio de
que es purificación del pecado, y positiva en el sentido de que es
devoción plena a Dios. También hemos notado que la santidad abarca
ambos aspectos, sin embargo expresa en un contraste más profundo y
fundamental una naturaleza que a la vez se manifiesta en amor por la
justicia y odio a la iniquidad. Estos deben considerarse como aspectos
fundamentales de la experiencia humana o de la obra divina efectuada
en el corazón humano. Pero ahora tenemos que poner esa experiencia
humana total en contraste con el elemento divino por el cual es
efectuada, y poner a ambos en su relación propia la una con el otro. La
transformación humana es efectuada solo con el fin de que los corazo-
nes de los seres humanos puedan ser preparados para la morada divina.
Hay tanto una relación de salvación del pecado como también el
establecimiento de un compañerismo nuevo y santo. La eficacia de la
expiación es tanto directa como indirecta. Es directa no solo en que
quita el velo de los pecados actuales que esconden el rostro de Dios,
sino que hace un camino nuevo y vivo a través del segundo velo de las
condiciones de pecado purificando al alma de la mente carnal, trayén-

448 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

dola así a la presencia de Dios. Es indirecta en que asegura el poder del


Espíritu Santo que lleva su virtud o eficacia hasta el ser humano
interior. Es el don del Espíritu Santo. “Este don purifica el corazón. Y
esto significa la destrucción del cuerpo de pecado, la remoción de la
mente carnal. Significa también algo más; es algo más que una limpieza
de la casa. Este don es el don de sí mismo. La casa es limpiada,
purificada, a fin de poder recibir al Huésped. La prepara para su
morada. ... Nada, ni siquiera la investidura celestial, aparte de la
personalidad que mora, puede conferirle al ser humano poder para la
vida o el servicio cristianos. El hacer al ser humano sin culpa y puro,
aun cuando Dios haya hecho provisión para ello, no es suficiente. Si se
dejara así, el ser humano sería presa fácil del diablo y del mundo, y sería
completamente incapaz de hacer la obra de traer a hombres y mujeres a
Dios. Permanecemos por fe, que es lealtad de corazón a Dios, un
anhelo intenso, nuestro mirar fijo y confiado a su rostro; pero ello no
sería suficiente, a menos que Dios provea que en ese corazón su
presencia divina venga y lo llene de sí mismo. Lo guarda. Actúa en él y
a través de él. Viene a ser su templo y su base de operaciones. La Biblia
insiste en que debemos tener santidad de corazón, pero no podemos
confiar en un corazón santo; solo podemos confiar en Aquél que mora
en ese corazón” (Phineas F. Bresee, Sermons, 7, 8, 27).34 La entera
santificación, según la efectúa el bautismo con el Espíritu Santo, debe
por tanto considerarse como una experiencia que abarque tanto “la
limpieza del corazón de pecado como la presencia permanente del
Espíritu Santo que le confiere poder al creyente para la vida y el
servicio”. Aquí la experiencia de la entera santificación se separa
claramente de la justificación y de la regeneración que la preceden, y a
la vez queda protegida de la errónea teoría de la tercera bendición, la
cual considera la entera santificación solo como una obra de limpieza,
seguida por el bautismo con el Espíritu Santo como un don adicional
de poder.35 El bautismo con el Espíritu Santo es, por tanto, “el
bautismo con Dios. Es un quemar la paja, pero es también la revelación
en nosotros, y la manifestación a nosotros, de la personalidad divina
llenando todo nuestro ser”.

LA PERFECCIÓN CRISTIANA
La perfección cristiana en el sentido crítico representa el aspecto
positivo de la experiencia que se conoce teológicamente como entera
santificación o perfección cristiana. Sin embargo, la entera santifica-

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 449

ción, como término, se aplica más al aspecto de limpieza del pecado o


al ser hecho santo, en tanto que la perfección cristiana recalca especial-
mente la norma del privilegio asegurado al creyente por la obra
expiatoria de Jesucristo. “Damos el nombre ‘perfección cristiana’”, dice
Juan Fletcher, “a esa madurez de gracia y santidad que creyentes
adultos y maduros alcanzan bajo la dispensación cristiana; y así
distinguimos esa madurez de gracia tanto de la madurez de gracia que
pertenece a la dispensación de los judíos debajo de nosotros, como de la
madurez de gloria que pertenece a los santos que han partido y están
sobre nosotros. Por tanto, por perfección cristiana nos parece entender
no otra cosa sino el racimo y la madurez de gracias que componen el
carácter cristiano en la iglesia militante. En otras palabras, la perfección
cristiana es una constelación espiritual compuesta de estas misericor-
diosas estrellas: arrepentimiento perfecto, fe perfecta, humildad
perfecta, mansedumbre perfecta, autonegación perfecta, resignación
perfecta, esperanza perfecta, caridad perfecta para nuestros enemigos
visibles así como para nuestras relaciones terrenales; y sobre todo, amor
perfecto para nuestro Dios invisible, a través del conocimiento explícito
de nuestro mediador, Jesucristo. Y así como esta última estrella siempre
es acompañada por todas las otras, al igual que Júpiter lo es por sus
satélites, nosotros frecuentemente usamos, como lo hace el apóstol
Juan, la frase ‘amor perfecto’ en vez de la palabra ‘perfección’, enten-
diendo por ella el amor puro de Dios derramado por el Espíritu Santo
en los corazones de los creyentes establecidos, el cual se les da abun-
dantemente bajo la plenitud de la dispensación cristiana”. Aquí la
palabra perfección, usada en relación a las gracias del Espíritu, debe ser
entendida solo en referencia a su calidad, como siendo pura y sin
mezcla, no a su cantidad, como si excluyera el crecimiento y desarrollo.
Ideas equivocadas de la perfección cristiana. Hay numerosos concep-
tos equivocados respecto a la perfección cristiana que deben aclararse
antes de poder tener el entendimiento correcto y el debido aprecio de
esta obra del Espíritu Santo. El término parece implicar una norma de
excelencia que los que están correctamente informados nunca reclaman.
Por tanto, cuando se usa así el término, es mejor que siempre vaya
acompañado con adjetivos que lo protejan, tales como cristiana o
evangélica. Si se entiende correctamente, no puede haber objeción ni a
la doctrina ni a la experiencia. (1) La perfección cristiana no es
perfección absoluta. Solo Dios posee tal perfección. En ese sentido,
“Nadie es bueno sino uno: Dios” (Mateo 19:17). Toda otra bondad es

450 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

derivada. Así también, solo Dios es perfecto, aunque sus criaturas sean
también perfectas en un sentido relativo, de acuerdo a su naturaleza y a
su clase. (2) No es perfección angelical. Los santos ángeles son seres no
caídos y, por tanto, retienen sin defectos sus facultades nativas. No son
capaces de cometer errores, como es el caso con el ser humano en su
presente estado de debilidad y flaqueza, y por consiguiente tienen una
perfección que le es imposible a la humanidad. (3) No es perfección
adámica. El hombre fue hecho un poco menor que los ángeles, y sin
duda que en su estado prístino poseyó una perfección desconocida al
ser humano en su presente estado de existencia. (4) No es una perfec-
ción en el conocimiento. En la caída, no solo se pervirtió la voluntad del
ser humano y sus afectos fueron alienados, sino que también su
intelecto se oscureció. De aquí que de su entendimiento defectuoso
emanen opiniones erróneas respecto a muchos asuntos, llevándolo a
juicios falsos y a prejuicios equivocados en los afectos. (5) No es
inmunidad de la tentación o de la susceptibilidad al pecado. Ambas
cosas son esenciales a un estado de probación. Nuestro Señor Jesucristo
fue tentado de la misma manera que nosotros, pero sin pecado.36
Implicaciones de la doctrina. Antes de considerar el significado bíbli-
co de la perfección cristiana, también será bueno dar atención a algunas
implicaciones de la doctrina. (1) Esta perfección es evangélica por
cuanto se opone a una perfección legal, “--pues la Ley nada perfeccio-
nó-- y se introduce una mejor esperanza” (Hebreos 7:19). La perfección
cristiana es, entonces, de gracia en el sentido de que Jesucristo trae a su
pueblo a la terminación o perfección bajo la presente economía. Juan
Wesley nunca usó el término “perfección sin pecado” debido a su
ambigüedad. Los que son justificados son salvos de sus pecados; los que
son enteramente santificados son limpios de todo pecado; pero los que
son así justificados y santificados pertenecen a una raza que se encuen-
tra todavía bajo la maldición del pecado original, y llevará las conse-
cuencias de ese pecado hasta el fin de las edades. El término perfección,
sin embargo, es propio, ya que “ahora, aparte de la Ley, se ha manifes-
tado la justicia de Dios... la justicia de Dios por medio de la fe en
Jesucristo, para todos los que creen en él” (Romanos 3:21-22). Esta
justicia es forense, pero en correlación con ella el pecado es purgado del
alma y el amor perfecto de Dios es derramado en el corazón por el
Espíritu Santo. Esto también es un acto completo o perfecto aun
cuando el amor así impartido sea capaz de crecimiento eterno. Además,
el término perfección es propio porque somos conformados a la imagen

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 451

de su Hijo, esto es, somos hechos hijos por un acto terminado, y como
hijos podemos ser hechos limpios de toda enfermedad espiritual. El
resultado de esto es un estado de perfección de gracia, o evangélica. (2)
El término perfección cristiana es relativo. Frecuentemente se les acusa
a los que usan este término de rebajar su significado con el fin de
hacerlo conformarse a la experiencia de aquellos que profesan la
bendición. Nosotros negamos que sea rebajar la norma, aunque
libremente admitimos que es un “acomodamiento”, para usar el
término de William Burton Pope, el acomodamiento que lleva el sello
de la condescendencia y benignidad de Dios. Es una perfección que,
cuando se considera en relación a la perfección absoluta de Dios, nunca
puede alcanzarse, ya sea en esta vida o en la venidera; pero cuando se
considera en relación a la economía presente, marca una finalidad en el
sentido de que significa la libertad de la naturaleza espiritual de la
contaminación del pecado. Es verdad que este espíritu redimido y
perfecto habita en un cuerpo que es miembro de una raza pecadora,
pero su espíritu puede ser elevado de la obscuridad a la luz, aun cuando
su cuerpo permanezca en la “lodosa vestidura decadente” que tenía
antes de que su espíritu fuera redimido. Por consecuencia, está todavía
plagado de flaquezas en el sentido de que el alma está bajo la influencia
de las cosas materiales, y permanecerá así hasta que la criatura misma
sea revestida de incorrupción y de inmortalidad. (3) La perfección
cristiana es probatoria. Es un estado que siempre está bajo la ley ética y,
por lo tanto, deberá ser protegido por la contante vigilancia, y conser-
vado por gracia divina. Sin embargo, mientras estemos en esta vida, no
importa qué tan profunda sea nuestra devoción, o cuán ferviente
nuestra vida religiosa, habrá fuentes de peligro dentro de nosotros. En
nuestra naturaleza, y como elementos esenciales de ella, existen apetitos,
afectos y pasiones sin los cuales no estaríamos capacitados para este
presente estado de existencia. Son inocentes en sí mismos, pero siempre
tienen que mantenerse bajo el control de la razón, la conciencia y la
gracia divina. La tentación original fue una apelación sagaz a elementos
humanos no depravados sino frescos de la mano de Dios. El deseo por
la comida placentera no es pecaminoso en sí mismo, ni lo es el gusto
artístico que se delita en las hermosas formas y colores. Tampoco
podemos condenar el deseo del desarrollo intelectual o de adquirir
conocimiento. Estos son elementos originales y esenciales de la
naturaleza humana, y si no hubieran existido antes de la caída, la
tentación hubiera sido imposible. El mal estuvo en la perversión de las

452 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

facultades dadas por Dios. Por lo tanto, argüir que la perfección


cristiana destruya o erradique los elementos esenciales de la naturaleza
humana, o que el hombre o la mujer no puedan gozar la perfección de
espíritu mientras que estos elementos permanezcan, es totalmente
malentender la naturaleza de esta experiencia. Lo que la perfección
cristiana hace es dar gracia para regular estas tendencias, afectos y
pasiones, y sujetarlas a las altas leyes de la naturaleza humana. (4) Una
última cosa: la perfección cristiana es mediada.37 No es un triunfo del
esfuerzo humano, sino una obra efectuada en el corazón por el Espíritu
Santo en respuesta a la fe sencilla en la sangre de Jesús. Somos guarda-
dos por su intercesión permanente: “No ruego que los quites del
mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:15).
El concepto fundamental de la perfección cristiana. Lo que determina
el aspecto del privilegio pleno del cristiano en Cristo es la norma del
Nuevo Testamento del amor como cumplimiento de la ley (Mateo
22:40; Gálatas 5:14). Esto solo se puede entender en relación con el
nuevo pacto. Visto desde la perspectiva humana, donde Cristo es
considerado como la “seguridad del pacto”, se nos dice que “éste es el
pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días --dice el
Señor--: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las
escribiré; y seré a ellos por Dios y ellos me serán a mí por pueblo”
(Hebreos 8:10). Viéndolo desde el punto de vista de la norma divina en
la cual Cristo es considerado como el “ministro del santuario”, se nos
dice: “‘Éste es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice
el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las
escribiré’, añade: ‘Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgre-
siones’, pues donde hay remisión de estos, no hay más ofrenda por el
pecado” (Hebreos 10:16-18). Dos cosas sobresalen claramente en estos
textos: (1) La seguridad del pacto. Las dos cosas inmutables menciona-
das aquí, en las cuales es imposible que Dios mienta, significan el
ministro del santuario por un lado, y la garantía del pacto por el otro, y
por lo tanto los aspectos divinos y humanos se enfocan en el solo ser
teantrópico. Esto le da seguridad al nuevo pacto. (2) La naturaleza del
pacto. Esto es la vida plena del amor hecho perfecto en el corazón por
la agencia del Espíritu Santo. El amor puro reina supremamente, sin los
antagonismos del pecado. El amor es la fuente de toda actividad. El
creyente, habiendo entrado a la plenitud del nuevo pacto, hace por
naturaleza las cosas contenidas en la ley, y por tanto se dice que la ley
ha sido escrita en su corazón. “En esto se ha perfeccionado el amor en

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 453

nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio, pues como
él es, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino
que el perfecto amor echa fuera el temor, porque el temor lleva en sí
castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor” (1
Juan 4:17-18).38
El apóstol Pablo usa una ilustración que tiene que ver directamente
con este tema: “Pero también digo: Entre tanto que el heredero es niño,
en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo, sino que está bajo
tutores y administradores hasta el tiempo señalado por el padre”
(Gálatas 4:1-2). Aquí tenemos que distinguir la diferencia entre dos
cosas: (1) el crecimiento y desarrollo del niño por el que es llevado a un
grado relativo de madurez; y (2) una promulgación legal que declara
oficialmente que ha entrado en su herencia. Haber hecho esta declara-
ción sin un periodo propio de preparación hubiera sido disipar la
herencia; haber omitido la declaración hubiera dejado su estado legal
indefinido e incierto. No es el mero hecho de crecer el que le da al
joven el derecho pleno de ciudadanía. Un grado relativo de madurez, el
cual en la esfera natural solo puede venir por crecimiento físico y
mental, puede ser la base del acto judicial, pero él llega a la madurez, o
cesa de ser un menor de edad y alcanza su mayoría de edad, solo en un
tiempo señalado y en conformidad con la ley. En ese momento llega
legalmente a ser adulto, con todos los derechos y privilegios de
ciudadanía en la mancomunidad. Así también en el ámbito espiritual
hay un periodo de crecimiento subsecuente a la regeneración que
precede a su madurez plena; y habrá crecimiento aún más acelerado
después, pero el crecimiento no lleva a la perfección cristiana. Esta se
logra por una declaración judicial. Es un acto declarativo, efectuado por
el Espíritu por medio de la fe. Así como en la justificación hay un acto
judicial en la mente de Dios acompañado por una obra del Espíritu que
imparte vida al alma, de igual manera en la perfección cristiana hay un
acto declarativo acompañado por la obra purificadora del Espíritu
Santo. Entonces, ¿cuándo es ese tiempo señalado por el Padre, el
tiempo cuando el niño llega a la adultez, cuando deja de ser un menor y
llega a la mayoría de edad? Cuando se somete al bautismo con el
Espíritu Santo (Mateo 3:11-12; Hechos 1:5) que purifica el corazón de
pecado (Hechos 15:9) y lo llena con el amor divino (Romanos 5:5). No
se necesita aquí un tiempo prolongado. Solo se requiere que el creyente
sienta su necesidad y vea sus privilegios en Cristo Jesús.39 En Hebreos
5:12-14 se nos dice que, por medio del ejercicio de sus sentidos, el

454 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

creyente llega a discernir tanto el bien como el mal, encontrando


dentro de sí la mente carnal que lucha contra la nueva vida en su alma.
También encuentra que Dios ha prometido limpieza de todo pecado
por la sangre de Jesús. Echa mano de las promesas de Dios y, en un
momento, el Espíritu Santo purifica su corazón por la fe. En ese
instante vive la vida plena de amor. El amor es hecho perfecto en él, por
lo cual las condiciones del nuevo pacto se cumplen perfectamente en
él.40 La ley de Dios se escribe en su corazón. Su estado espiritual ya no
es el de un niño sino el de una persona mayor, un teleion, o “uno de los
perfectos”. Aquí la perfección se “refiere especialmente a la plenitud de
conocimiento espiritual que se manifiesta en la profesión cristiana
como antítesis de la niñez”. El adjetivo griego usado aquí significa ser
adulto. De aquí que el escritor sagrado siga inmediatamente con esta
exhortación: “Por tanto, dejando ya los rudimentos de la doctrina de
Cristo, vamos adelante a la perfección” (Hebreos 6:1). Aquí la palabra
teleióteta es el sustantivo de la palabra usada en Hebreos 5:14, y es
“representada no como algo que se ha alcanzado por el paso del tiempo,
o por un crecimiento inconsciente, y lo que es menos, algo alcanzable
solo al morir... sino que aquí la preposición griega ‘a la’ abarca tanto el
movimiento a un lugar como el descansar en él, no pudiendo significar
un ideal inalcanzable” (Daniel Steele, Half Hours with St. Paul, 113).
El verbo pherometha significa seguir adelante y se usa con epi, a, como
la meta que se ha de alcanzar; y como indica Delitzsch, “combina la
noción de un impulso desde afuera con aquella de un ávido deseo de
seguir rápidamente adelante”. Podemos concluir, entonces, que no hay
nada más claro en la Biblia que el que haya una perfección que se puede
alcanzar en esta vida; que esta perfección consiste solo en una vida de
amor perfecto o el amar a Dios con todo el corazón, alma, mente y
fuerza; que esta perfección en amor no se refiere al grado de ese estado
o a la cantidad de amor, sino a su pureza y calidad; que ese estado de
amor perfecto es consecuencia de la purificación del corazón de todo
pecado, a fin de que el amor permanezca solo y supremo; que esta
purificación es lograda instantáneamente por el bautismo con el
Espíritu Santo; que el estado resultante de amor perfecto es considerado
un haber llegado a ser adulto en gracia, en el sentido de que el creyente
entra a la plenitud de los privilegios bajo el nuevo pacto; y finalmente,
en tanto que este amor es el cumplimiento de la ley, ese estado de amor
puro o perfecto se conoce como perfección cristiana.


LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 455

Distinciones importantes. Es necesario enfatizar algunas distinciones


importantes con respecto a la perfección cristiana con el fin de preservar
la doctrina de errores comunes que se levantan contra ella.
1. Debe distinguirse cuidadosamente entre la pureza y la madurez.
No hacerlo servirá de base a prácticamente todas las objeciones a la
entera santificación. La pureza es resultado del limpiamiento de la
contaminación del pecado; la madurez es resultado del crecimiento en
la gracia. La pureza se recibe por medio de un acto instantáneo; la
madurez es gradual y progresiva, y es siempre indefinida y relativa.
Cuando, por tanto, hablamos del amor perfecto, nos referimos
solamente a su calidad, como algo que no se mezcla con el pecado, y no
a su grado o cantidad. En cuanto a la madurez, la Biblia enseña que el
amor y todas las gracias del Espíritu han de aumentar y abundar más y
más. Ya hemos indicado que la perfección cristiana ha de considerarse
como la adultez en contraste con la niñez espiritual; pero esto es cierto
solo en el sentido de haber sido limpiado de todo pecado, y por ello
haber sido llevado a la plenitud del nuevo pacto de amor. Desde el
punto de vista de crecimiento en la gracia y entendimiento espiritual
hay “niños” y “jóvenes” en el estado de la entera santificación, como
también los hay de experiencia más madura. Una compresión clara de
la diferencia entre la pureza y la madurez evitará confusión tanto en la
doctrina como en la experiencia de la perfección cristiana.41
2. Debe hacerse una distinción entre flaquezas y pecados. El pecado
en el sentido en que se usa aquí es una transgresión voluntaria de una
ley conocida. Las flaquezas son transgresiones involuntarias de la ley
divina, sea conocida o desconocida, y son consecuentes con la ignoran-
cia o debilidad de parte del ser humano caído. Son inseparables de la
mortalidad. El amor perfecto no trae perfección de conocimiento, y por
tanto es compatible con los errores tanto en juicio como en práctica.
Tal parece que no habrá remedio para las flaquezas hasta que el cuerpo
sea redimido de las consecuencias del pecado en la glorificación. Las
flaquezas traen humillación y dolor, pero no culpa y condenación. Estas
últimas atañen solo al pecado. Ambas, no obstante, necesitan la sangre
del rociamiento. El estudiante cuidadoso de los ritos levíticos de
purificación habrá notado que los errores y las flaquezas del individuo
hebreo eran removidos solo por el rociamiento de la sangre (Hebreos
9:7), en tanto que el pecado siempre demandaba una ofrenda especial.
Es por esa razón que sostenemos que no solo hay un acto definido de
limpieza del pecado, pero también un continuo rociamiento de la

456 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

sangre por nuestras transgresiones involuntarias.42 Tanto la Biblia como


el testimonio de la experiencia humana toman en cuenta esta distinción
entre los pecados y las flaquezas. Judas dice: “A aquel que es poderoso
para guardaros sin caída [apaístous o librarnos de caer; la Vulgata dice,
sine peccato, sin pecado] y presentaros [stesai, poneros en la presencia de
su gloria] sin mancha [amoomous, sin mancha, sin tacha, irreprensible]
delante de su gloria con gran alegría” (Judas 24). Podemos ser guarda-
dos del pecado en esta vida, seremos presentados sin tacha solo en
nuestro estado glorificado.43
3. La tentación es compatible con el grado más alto de perfección
evangélica. Jesús fue santo, sin tacha, sin contaminación y separado de
los pecadores, y fue tentado en todo según nuestra semejanza pero sin
pecado. La tentación parece estar necesariamente incluida en la idea de
la probación. Ninguna tentación ni sugestión maligna se vuelve pecado
a menos que sea tolerada y valorizada por la mente. Mientras que el
alma mantenga su integridad, permanecerá indemne, no importa que
tan prolongada o grave pueda ser la tentación. Pero aquí surgen varias
preguntas. (1) ¿Cuándo llega a ser pecado la tentación? A esta pregunta
tan difícil, el obispo Foster contesta: “El pecado comienza cuando la
tentación comienza a hallar simpatía interna, si se sabe que es una
solicitud a pecar. Mientras que sea rechazada prontamente y con pleno
y robusto acuerdo del alma, y que no haya indicación de simpatía
interna, no habrá pecado” (R. S. Foster, Christian Purity, 55). (2) ¿Cuál
es la diferencia entre las tentaciones de los que son enteramente
santificados y de los que no lo son? La diferencia radica en que en los
no santificados la tentación incita la corrupción natural del corazón con
su inclinación hacia el pecado, mientras que en los enteramente
santificados la tentación es enfrentada con resistencia uniforme. (3)
Pero, ¿cómo puedo yo distinguir entre la tentación del enemigo y la
mente carnal o corrupción de mi propio corazón?44 Juan Wesley admite
que en ocasiones, “es imposible distinguir sin el testimonio directo del
Espíritu”. Pero, por lo general, no hay necesidad de confusión. En el
alma santificada hay una plenitud de amor, de humildad y de todas las
gracias del Espíritu, de forma tal que la tentación al orgullo, a la ira, o a
cualquiera de las obras de la carne es enfrentada con el rechazo
inmediato de todo el ser. La santidad en el ser humano, como en
Cristo, se encuentra en el carácter ético fundamental que ama la justicia
y aborrece la iniquidad. Puede que la tentación y la prueba nos
parezcan males, pero en realidad son los métodos de Dios para

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 457

establecer al creyente en la santidad, y prepararlo para la vida venide-


ra.45 Por ellos Dios vacía las apelaciones del mundo de su urgencia, y
fortalece los móviles de fidelidad en su reino. “Bienaventurado el
hombre que soporta la tentación, porque cuando haya resistido la
prueba, recibirá la corona de vida que Dios ha prometido a los que lo
aman” (Santiago 1:12; Hebreos 12:11).
La perfección cristiana como experiencia presente. La perfección cris-
tiana, tal como lo hemos demostrado, no es nada más ni nada menos
que un corazón vacío de todo pecado y lleno de amor puro a Dios y a
las personas. Como tal, es un estado no solo alcanzable en esta vida sino
que es la experiencia normal de todos los que viven en la plenitud del
nuevo pacto. Es el resultado de una operación divina del Espíritu
Santo, prometida en el Antiguo Testamento y cumplida en el Nuevo
Testamento por el don del Espíritu como Paracleto o Consolador. “Y
circuncidará Jehová, tu Dios, tu corazón, y el corazón de tu descenden-
cia, para que ames a Jehová, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu
alma, a fin de que vivas.” (Deuteronomio 30:6). “Yo a la verdad os
bautizo en agua para arrepentimiento, pero el que viene tras mí, cuyo
calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo. Él os
bautizará en Espíritu Santo y fuego. Su aventador está en su mano para
limpiar su era. Recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en
fuego que nunca se apagará” (Mateo 3:11-12). Que estos pasajes
bíblicos se refieren a una limpieza espiritual, Pedro lo confirma cuando
dice que “ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando
por la fe sus corazones” (Hechos 15:9). Respecto a la manera en que
esta obra se efectúa, la Biblia es clara: es siempre por la fe sencilla en la
sangre expiatoria de Jesucristo, siendo esta sangre de la expiación no
solo la única base de lo que Cristo ha comprado para nosotros, sino la
ocasión de aquello que su Espíritu obra en nosotros.46 La Biblia
tampoco enseña que se demanda un grado más alto de fe para la
santificación que para la justificación. Lo que se requiere en toda
operación de gracia no es tanto la fuerza de la fe sino su pureza.
Además, no se demanda un grado específico de convicción como
prerrequisito para esta fe; todo lo que es esencial es una creencia firme
en que esta gracia se necesita, y que Dios la ha prometido. En todo caso
de perfección evangélica, tres cosas se ven claramente: (1) La conscien-
cia del pecado innato y el hambre y la sed por una conformidad plena a
la imagen de Cristo. (2) Una convicción firme a la luz de las provisio-
nes bíblicas de que el ser limpio de todo pecado no solamente es un

458 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

privilegio sino un deber. (3) Debe haber una sumisión perfecta del alma
a Dios conocida comúnmente como consagración, y debe ser seguida
por un acto de fe sencilla en Cristo, una confianza segura en Él para la
bendición prometida.47 “La voz de Dios a tu alma es: Cree y sé salvo. La
fe es la condición, y la única condición, de la santificación, exactamente
como lo es de la justificación. Ningún ser humano será santificado
hasta que crea; y todo ser humano cuando crea será santificado” (Juan
Wesley, Works, II:224). “Pero ¿qué es esa fe por la cual somos santifi-
cados, salvos del pecado y perfeccionados en amor? Esa fe es la eviden-
cia divina o convicción de que (1) Dios ha prometido esta santificación
en la Biblia. (2) Es una evidencia divina o convicción de que lo que
Dios ha prometido, lo puede hace. (3) Es una evidencia divina o
convicción de que Él puede y quiere hacerlo ahora mismo. (4) A esta
confianza en que Dios puede y está dispuesto a santificarnos ahora
mismo, se necesita añadir una cosa más: una evidencia o convicción de
que Él lo hace” (Juan Wesley, Sermons, I:390). Los primeros teólogos
definían la fe como el asentimiento de la mente, el consentimiento de la
voluntad, y la reclinación con una confianza indudable en los méritos
expiatorios de Jesucristo. Como hemos indicado previamente, la fe es
incompleta sin el elemento de la confianza.48
Evidencias de la perfección cristiana. Es el testimonio uniforme de los
que creen y enseñan la doctrina wesleyana de la perfección cristiana que
el Espíritu da testimonio de esta obra de gracia en el corazón exacta-
mente de la misma manera que da testimonio de la doctrina cristiana
de la adopción como hijos. Dice Juan Wesley: “Nadie debe creer que la
obra es hecha hasta que se haya agregado el testimonio del Espíritu que
testifique de su entera santificación tan claramente como de su
justificación. … Lo sabemos por el testimonio y por el fruto del
Espíritu (Juan Wesley, A Plain Account, 79, 118). J. Glenn Gould dice:
“Esta seguridad interna se compone de tres distintas fases. Esto es, son
lógicamente distintas, aunque la experiencia que el pecador tenga de
ellas parezca instantánea. Las fases son: (1) el testimonio del propio
corazón del que busca la experiencia; (2) el testimonio de la Palabra de
Dios; y (3) la iluminación interna del Espíritu Santo” (J. Glenn Gould,
The Spirit’s Ministry, 8). El alma santificada puede saber por el
testimonio de su propio espíritu y el del Espíritu Santo que la sangre de
Jesucristo la ha limpiado de todo pecado. Aquí tenemos el testimonio
de la conciencia, el cual no podemos dudar, como imposible es dudar


LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 459

de nuestra propia existencia. Además está el testimonio directo y


positivo del Espíritu testificador.49
A las evidencias bíblicas ya citadas, podemos añadir también estos
ejemplos personales que confirman la doctrina evangélica de la
perfección. “Noé, hombre justo, era perfecto entre los hombres de su
tiempo” (Génesis 6:9). Job era “un hombre perfecto y recto, temeroso
de Dios y apartado del mal” (Job 1:1). Zacarías y Elisabet, “eran justos
delante de Dios y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y
ordenanzas del Señor” (Lucas 1:6). Nuestro Señor dijo de Natanael:
“¡Aquí está un verdadero israelita en quien no hay engaño!” (Juan
1:47). También el apóstol Pablo habla de los que en la iglesia apostólica
eran evangélicamente perfectos: “Sin embargo, hablamos sabiduría
entre los que han alcanzado madurez en la fe” (1 Corintios 2:6); y, “Así
que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos” (Filipenses
3:15). Si tratáramos de presentar aquí el testimonio de los innumera-
bles hombres y mujeres que han gozado la experiencia del amor
perfecto, la tarea resultaría demasiado grande. Por muy inspiradores
sean, no los podremos incluir. De todos modos, Shelby Corlett va a
decir: “Un estudio de las biografías de los líderes cristianos revela el
hecho de que, con muy pocas excepciones, todos tuvieron una segunda
experiencia de crisis. Ciertamente no todos interpretarían esta expe-
riencia en los términos wesleyanos de una ‘segunda bendición propia-
mente llamada’, pero también es cierto que esta segunda experiencia
hizo un cambio distintivo en sus vidas y ministerios. Universalmente,
los cristianos sin prejuicios anhelan y buscan una experiencia más
profunda que la que obtienen en la regeneración. Son miles los que han
gozado de una ‘segunda bendición’ sin ser instruidos en la verdad como
la enseñan los que creen en el énfasis wesleyano sobre la doctrina de la
entera santificación” (D. Shelby Corlett, Herald of Holiness, tomo 27,
Núm. 11).
Cerramos este capítulo sobre “la perfección cristiana” o “la entera
santificación”, con lo que consideramos que es la afirmación más clara
jamás escrita, fuera de la inspiración divina, de esta doctrina y expe-
riencia.50 Consiste en una definición que Arvid Gradin le ofreció a Juan
Wesley en 1738. A su regreso de las colonias británicas en Norteaméri-
ca, Wesley dijo: “He sostenido una larga conversación con Arvid
Gradin en Alemania. Después de narrarme su experiencia le solicité que
me diera por escrito una definición de la ‘plena certidumbre de fe’”.
Gradin le dio la definición en latín, pero tanto la declaración en latín

460 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

como su traducción están incluidas en el libro de Wesley, A Plain


Account of Christian Perfection, como sigue:
Requies in sanguine Christi: firma fiducia in Deum, et persuasio de
gratia Divina; tranquillitas mentis summa, atque serenitas et pax; cum
absentia omnis desiderii canalis, et cessatione peccatorum etiam
internorum.
“Descansar en la sangre de Cristo, una firme confianza en Dios, una
persuasión de su favor; la más alta tranquilidad, serenidad y paz mental,
con una liberación de todo deseo carnal, y una cese de todo pecado,
aun de los interiores”.
“Esta”, dice Wesley, “es la primera explicación que jamás he oído de
ser humano viviente alguno de lo que yo mismo había aprendido antes
en los oráculos de Dios, y por lo cual había estado orando y esperando
(junto a la pequeña compañía de mis amigos) durante varios años”
(Juan Wesley, A Plain Account of Christian Perfection, 8).

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. El obispo Foster dice de la santidad que ella “respira en la profecía, truena en la ley,
murmura en la narrativa, susurra en las promesas, suplica en las oraciones, destella en la
poesía, resuena en las canciones, habla en los tipos, brilla en las imágenes, da voces en el
lenguaje y arde en el espíritu de todo el esquema, desde el alfa hasta la omega, desde su
inicio hasta su final. ¡Santidad! ¡Santidad necesitada! ¡Santidad necesaria! ¡Santidad ofreci-
da! ¡Santidad alcanzable! ¡Santidad, una obligación presente, un privilegio presente, un
disfrute presente: ese es el progreso y la integridad de su tema maravilloso! Es una verdad
que brilla intensamente en todo, entretejiéndose a través de toda la revelación; es la glo-
riosa verdad que brilla y susurra, que canta y grita en toda su historia, y biografía, y poesía,
y profecía, y precepto, y promesa, y oración; la gran verdad central del sistema. Lo asom-
broso es que no todos vean, o que alguien se levante a cuestionar una verdad tan evidente,
tan gloriosa, tan llena de consuelo" (Foster, Christian Purity, 80).
Phineas F. Bresee consideraba la santidad como el objetivo del proceso de redención.
Decía: "Ahora este bautismo con el Espíritu Santo es 'la bendición de Cristo' de que se
habla en este texto. … Es la suprema gloria de la obra de la salvación del alma. Todo lo
que le antecedió le fue preparatorio. ¿Hablaron y escribieron los profetas; se quemaron
sacrificios; se hicieron ofrendas; murieron mártires; dejó Jesús a un lado la gloria; enseñó y
oró y abrió sus manos en la cruz; se levantó de entre los muertos y ascendió al cielo; está a
la diestra de Dios?: todo fue preparatorio para este bautismo. Los seres humanos son
convencidos de pecado, nacen de nuevo y son hechos nuevas criaturas a fin de que puedan
ser bautizados con el Espíritu Santo. Esta obra completa la salvación del alma" (P. F.
Bresee, Sermons, 100).
2. La doctrina de una limpieza de pecado en el purgatorio, como lo sostiene la Iglesia
Católica Romana, es a veces incluida en las teorías de la liberación del pecado. La doctrina
del purgatorio, sin embargo, está tan distanciada del pensamiento protestante, que aquí no
hay que tenerla en cuenta.
"Que esta es una experiencia del aquí y el ahora, es algo que no necesito defenderlo. La
dispensación del Nuevo Testamento descansa sobre ella. Ella es la piedra de coronación

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 461

del arco de la redención. Remuévala de su lugar y el arco se derrumba en decadencia y


ruina. Construya el arco y corónelo con este hecho todo abarcador y brillará en este
mundo como reflexión gloriosa del arco iris sobre el trono, lleno de los desplegados colo-
res de la gloria divina" (P. F. Bresee, Sermons, 164).
3. Una muy extensa clase de términos, quizá la más extensa de todas, muestra el estado del
cristiano como uno de consagración a Dios. El ámbito entero de la fraseología ha sido
transferido del servicio del antiguo templo al uso del nuevo templo o la iglesia. Abarca
todos los aspectos del privilegio cristiano como uno de dedicación a Dios, sea esa dedica-
ción externa o interna, efectuada por el Espíritu o presentada por el creyente. Pero la
santificación aquí es vista como una bendición otorgada gratuitamente bajo el pacto de la
gracia, por lo que debemos hasta cierto punto, aunque no totalmente, omitir sus relacio-
nes éticas. Como privilegio del pacto, su principio es doble: la purificación del pecado, y la
consagración a Dios; de ellos resulta el estado de santidad. Como don de la gracia, se
declara perfecto en el designio del Espíritu; y se hace plena provisión para la entera santi-
ficación del creyente en la vida presente, toda vez que una plena provisión es hecha por la
justicia consumada del Hijo y su condición como tal (Pope, Compend. Chr. Th., III:28).
4. El amor de Dios es la presencia secreta de Dios en nuestras almas, el cual se da como el
Manifestado en bienaventuranza eterna a sus santos. Por consiguiente, el amor de Dios no
es la vida interior del ser humano en un estado de exaltación, la vida de sensaciones de una
mayor intensidad, sino un principio más alto injertado en el hombre: el Espíritu Santo.
Estas palabras expresan la causa substancial, siendo el amor su efecto presente, aunque
esencialmente sean lo mismo, ya que el amor de Dios puede ser considerado como parte
del ser esencial de Dios en su manifestación más alta, es decir, el Espíritu Santo (el amor
de Dios está solo donde Dios mismo está, porque Él es amor, y no tiene el amor como
algo dentro de sí o junto a Él (Olshausen).
5. En su forma más pura, el correcto misticismo ha moldeado en cada época un círculo
interior de almas fervientes que han buscado los misterios más íntimos del reino de gracia
a través de la disciplina ética más rigurosa. Desde tiempos inmemoriales, sus métodos han
sido descritos como, primero, el camino de la PURIFICACIÓN; segundo, el camino de la
ILUMINACIÓN; y tercero, el camino de la UNIÓN. Estos métodos pueden considerarse
las respectivas respuestas a las doctrinas evangélicas de la purificación del pecado, la con-
sagración del Espíritu, y el estado de santidad en abstracción del yo y de las cosas terrena-
les en compañerismo con Dios. Un estudio cuidadoso de la Primera Epístola de San Juan
encontrará los seguros y profundos cimientos de este mejor misticismo. La misma ofrece
los tres principios en su orden: “…la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo
pecado” (1:7), lo cual sería la purgación mística; “Vosotros tenéis la unción del Santo y
conocéis todas las cosas” (2:20), lo cual sería la iluminación mística; “…el que permanece
en amor permanece en Dios y Dios en él” (4:16), lo cual sería la perfecta unión. Es posible
trazar un verdadero misticismo al interior de casi cada comunidad, y, donde se le encuen-
tre, ha enseñado directa o indirectamente la perfección a la que el Espíritu de Dios eleva el
espíritu del ser humano, combinando en su búsqueda la contemplación y la acción: la
contemplación que es fe que espera pasivamente la más elevada energía del Espíritu Santo,
y la acción que desempeña su santa voluntad (Pope, Compend. Chr. Th., III:75).
6. George B. Stevens dice que, “El Club Santo se formó en Oxford en 1729 para la
santificación de sus miembros. Los hermanos Wesley buscaban la purificación, a cuyo
mismo fin se les unió George Whitefield” (History of Methodism). Y no hay duda de que el
ritual de la Iglesia de Inglaterra ayudó a los Wesley en su búsqueda de la doctrina y la
experiencia. En el ritual de la Iglesia Episcopal Protestante se incluye la siguiente declara-
ción: “Limpia los pensamientos de nuestros corazones, por la inspiración del Espíritu
Santo, a fin de que te amemos perfectamente y que dignamente magnifiquemos tu nom-

462 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

bre, por medio de Jesucristo nuestro Señor”. “Concédenos guardarnos sin pecado en este
día, y concédele a tu pueblo la gracia de resistir las tentaciones del mundo, de la carne y
del diablo, y de seguirte con corazones y mentes puras”.
7. Carlos Finney niega que haya algún pecado o depravación moral que permanezca en el
alma después de la regeneración, pero al hacerlo tiene que negar que los estados de la
sensibilidad, en la cual ellos batallan contra las correctas determinaciones de la voluntad,
clamando por indulgencias que la voluntad no puede permitir sin pecar, encierren pecado
o depravación moral. Esto obliga a que la discusión se vuelque sobre el solo nombre por el
que un estado mental es denominado, y no sobre el hecho de la existencia de ese estado.
Que tales estados de sensibilidad existan después de la regeneración, es algo que todos
deben admitir, pero mientras que los hombres de la antigua escuela los llaman deprava-
ción que permanece después de la regeneración, Finney niega que sean pecado, o deprava-
ción moral, afirmando que es depravación física, lo cual es una manera de referirse al
mismo estado mental que otros llaman el pecado que permanece después de la justifica-
ción. … Niega que a las sensibilidades del alma le pertenezcan cualidad moral alguna, por
lo cual no incluye en su idea de la entera santificación la subyugación de las pasiones a la
voluntad santificada, con la excepción del simple hecho de que la voluntad no sea gober-
nada por ellas, ni que endose o ejecute ninguno de sus irregulares movimientos. Estas son
las palabras de Finney: “Es evidente que la santificación bíblica, y lo que le es propio al
sentido del término, no consiste en un simple sentimiento de clase alguna. No es un
deseo, ni un apetito, ni una pasión, ni una propensión, ni una emoción, ni tampoco
ninguna clase o grado de sentimiento. No es un estado o fenómeno de la sensibilidad. Los
estados de la sensibilidad, al igual que los de la inteligencia, son estados puramente pasivos
de la mente, como se ha demostrado repetidas veces. Y estos, por supuesto, no pueden
tener carácter moral en sí mismos. Los escritores inspirados emplean evidentemente los
términos traducidos por el vocablo inglés santificar para designar un fenómeno de la
voluntad o un voluntario estado de la mente” (compárese con Finney, Syst. Th., II:200).
Luther Lee, al comentar las anteriores declaraciones, dice: “Si todo lo anterior es cierto,
parece inevitable concluir que todo ser humano es enteramente santificado en el momento
en que quiera lo que es recto, y siendo que el señor Finney defiende la libertad de la
voluntad, y que el ser humano posee el poder natural para querer lo que es recto, todos
pueden santificarse a sí mismos en el momento por el acto de su voluntad. … La posición
del señor Finney sobre la santificación, como ha sido arriba presentada, aparenta ser
defectuosa. … El punto de vista del señor Finney sobre la santificación difiere demasiado
materialmente de los sostenidos comúnmente por las otras escuelas de teología. Difiere de
ellas por cimentarse en la negación de que la depravación moral se extienda al estado de la
inteligencia y la sensibilidad del alma, confinando enteramente la depravación al estado de
la voluntad. Difiere, en efecto, al hacerla incluir, de acuerdo al punto de vista arriba, solo
un estado recto de la voluntad, entre tanto que otros sostienen que incluye un estado recto
de todos los poderes y susceptibilidades del alma” (Luther Lee, Elements of Theology,
212-213).
8. Con todo y lo útil que fue ese amado hombre de Dios, el presidente Finney, no puedo
sino pensar que hubiera guiado a muchos más a la experiencia de la santificación si hubie-
ra sostenido una filosofía diferente. Él mismo había experimentado un maravilloso bau-
tismo con el Espíritu Santo que lo hizo un ejemplo de “santidad y poder” para el mundo.
Pero cuando trataba de guiar a otros a una experiencia similar a la suya, algo se interponía
en su camino. El presidente Mahan dice de Finney: “Nadie disciplinaba a los creyentes
más severamente, ni con más intensa e inagotable paciencia que el hermano Finney.
Consternado por los que se apartaron tras su avivamiento, hizo los más fervientes esfuerzos
para provocar entre los creyentes la permanencia en la vida espiritual. Reunía a sus estu-

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 463

diantes de teología y los instruía a renunciar al pecado, a consagrarse a Cristo y a querer la


obediencia. Y aunque renovaban su renuncia, su consagración y su propósito con toda la
intensidad de que su naturaleza era capaz, no se les decía que ejercitaran la fe para la
bendición, por lo que todos sus esfuerzos humanos y su consagración terminaban en
deprimente fracaso, dejándolos en quejosa esclavitud bajo la ley del pecado y de la muerte”
(Hills, Fund. Chr. Th., II:253).
Un día, estando a solas con Dios en un denso bosque, le dije de manera clara y
definitiva a mi Padre celestial que había una cosa que deseaba más que ninguna otra, y era
estar consciente de que mi corazón era puro ante sus ojos… En ese estado vine a Oberlín,
a servir como presidente de esta universidad. No había pasado sino poco tiempo de estar
allí cuando surgió una interrogante general en la iglesia sobre el secreto divino de la vida
santa, apelándose directamente al hermano Finney y a mí para que proveyéramos instruc-
ción específica acerca del tema, lo cual indujo en mí un intenso e indescriptible deseo por
el secreto. Habiéndose centrado mi ser entero en ese solo deseo, se levantó la nube, que-
dando yo de pie ante la clara luz del rostro de Dios. Ahora el secreto me era claro, y tam-
bién supe que conocía la manera de guiar a otros a la calzada del Rey (Baptism of the Holy
Ghost, 108). Antes de esto Mahan indica que su error consistía en lo siguiente: “Cuando
pensé sobre mi culpa y mi necesidad de la justificación, miré a Cristo exclusivamente,
como debí haberlo hecho”. “Para la santificación, por el otro lado, para yo vencer (al
mundo, la carne y el diablo), había dependido mayormente en mis propias resoluciones.
Debí mirar a Cristo para mi santificación tanto como lo hice para mi justificación, y por la
misma razón” (Asa Mahan).
9. Un antinomiano es un profesante del cristianismo que es antinomos, tan contrario a la ley
de Cristo como lo es a la ley de Moisés. Permite que la ley de Cristo sea la regla para la
vida, pero no que sea una regla de juicio para los creyentes, destruyendo así de un solo
golpe esa ley como ley, ya que no es ley para ellos, puesto que es evidente que no es regla
una regla por la cual la observancia o no observancia personal de los que están sujetos a
Cristo puedan ser jamás eximidos o condenados. De aquí que afirme que los cristianos no
puedan ser justificados ante Dios por su obediencia personal a la ley de Cristo, puesto que
tampoco pueden serlo por su obediencia a la ley ceremonial de Moisés. Todavía más, cree
que el mejor de los cristianos quebranta perpetuamente la ley de Cristo, y que nadie jamás
la cumplió sino Jesucristo mismo; y que seremos justificados o condenados ante Dios, en
el gran día, no por cómo seremos personalmente encontrados como cumplidores o que-
brantadores de la ley de Cristo, sino por cómo Dios habrá encontrado establecer arbitra-
riamente, o no establecer, desde antes de la fundación del mundo, a nuestro favor, los
méritos de Cristo al Él haber guardado su propia ley. Por lo tanto, el antinomiano espera
estar de pie en el gran día sencillamente por lo que él llama “la justicia imputada de Cris-
to” (John Fletcher, Checks to Antinomianism).
10. Los principios que subyacían tras el antinomianismo de los Hermanos Plymouth eran
esencialmente los mismos que caracterizaban a los moravos del tiempo de Juan Wesley y a
los anabaptistas que tanto le preocupaban a Lutero. Wesley resumió las diferencias entre
los moravos y los metodistas de la siguiente forma: “La diferencia entre la doctrina morava
y la nuestra descansa en lo siguiente: ellos creen y enseñan (1) que Cristo ha hecho todo lo
que era necesario para la salvación de la humanidad; (2) que, por consiguiente, nosotros
no hemos de hacer nada como necesario a la salvación, sino sencillamente creer en Él; (3)
que hay solo un deber, un mandamiento, a saber, creer en Cristo; (4) que Cristo ha qui-
tado todos los demás mandamientos y deberes, habiendo ‘abolido la ley’ en su totalidad, y
que el creyente es por tanto ‘libre de la ley’, y que no está obligado a hacer ni a omitir
nada, siendo inconsistente con su libertad hacer algo que se le mande; (5) que somos
santificados enteramente en el momento en que somos justificados, y que no somos ni

464 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

más ni menos santos hasta el día de nuestra muerte, siendo la entera santificación y la
entera justificación dadas en uno y el mismo instante; (6) que el creyente nunca es santi-
ficado o santo en sí mismo, sino solo en Cristo, y que no tiene nada de santidad en sí
mismo, siendo toda su santidad imputada, no inherente; (7) que si la persona considera la
oración o el escudriñar la Biblia o el comulgar un asunto de deber, que si se juzga a sí
mismo como obligado a hacer estas cosas, o si se perturba cuando no las hace, está en
esclavitud, no tiene fe alguna, sino que busca la salvación por las obras de la ley”.
En respuesta a lo anterior, Wesley ofrece lo siguiente como refutación a esos errores:
“Creemos que la primera de estas proposiciones es ambigua, y que el resto son falsas hasta
lo sumo. (1) ‘Cristo ha hecho todo lo que era necesario para la salvación de la humani-
dad’. Aquí hay ambigüedad. Cristo no ha hecho todo lo que es necesario para la absoluta
salvación de toda la humanidad, puesto que, a pesar de todo lo que Cristo ha hecho, el
que no cree ya es condenado. Luego, Él ha hecho todo lo que era necesario para la salva-
ción condicional de toda la humanidad, es decir, si creen, por cuanto a través de sus
méritos todos cuantos crean hasta el final, con la fe que obra por el amor, serán salvos’.
(2-3) ‘Hay ahora solo un deber, y solo un mandamiento, a saber, creer en Cristo’. Casi
cada página en el Nuevo Testamento prueba la falsedad de esa afirmación. (4) ‘Cristo ha
quitado todos los demás mandamientos y deberes, habiendo abolido la ley en su totali-
dad’. ¡Cuán absolutamente contrario es eso a su propia declaración!: ‘No penséis que he
venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir sino a cumplir’. (5) ‘Somos
santificados enteramente en el momento en que somos justificados, y no somos ni más ni
menos santos hasta el día de nuestra muerte, puesto que la entera santificación y la entera
justificación son dadas en uno y el mismo instante’. Exactamente lo contrario parece
desprenderse tanto del tenor de la Palabra de Dios como de la experiencia de sus hijos. (6)
‘El creyente nunca es santificado o santo en sí mismo, sino solo en Cristo. No posee nada
de santidad en sí mismo, siendo toda su santidad imputada, no inherente’. La santidad
bíblica es la imagen de Dios, la mente que estaba en Cristo, el amor a Dios y al prójimo, la
mansedumbre, la bondad, la templanza, la paciencia, la castidad. ¿Y afirmáis vosotros
fríamente que todo esto es solo imputado al creyente, y que no tiene nada de esa santidad
en sí mismo? ¿Es la templanza acaso imputada a aquel que sigue siendo un borracho, o la
castidad a aquella que sigue siendo una prostituta? Antes, el creyente es realmente casto y
templado, y si ese es el caso, hasta ahí es santo en sí mismo” (Juan Wesley, Works, VII:22).
11. Juan Wesley hizo este epítome de los Aforismos de Baxter sobre la justificación donde
presenta de manera admirable la total cuestión de la relación del creyente con la Ley. “Así
como hay dos pactos con sus distintas condiciones, así también hay una doble justicia, y
ambas necesarias para la salvación. Nuestra justicia del primer pacto (bajo la ley adámica,
carente de un remedio, y sin Cristo) no es personal por no consistir en acción alguna que
prefiramos, puesto que nosotros nunca personalmente satisfacemos la ley (de la inocencia),
sino que es totalmente sin nosotros, en Cristo. En ese sentido todo cristiano renuncia a su
propia justicia, o a sus propias obras. Solo en Cristo serán legalmente justos por creer y
obedecer al evangelio, siendo así ellos evangélicamente justos en sí mismos. Aunque Cristo
cumplió con las condiciones de la ley (de inocencia paradisiaca) e hizo satisfacción por
nuestro no cumplimiento, ahora nosotros debemos por nosotros mismos cumplir con las
condiciones del evangelio. Estas dos (últimas) proposiciones me parecen tan claras que me
sorprende que teólogos capaces las puedan negar. Pienso que deben ser artículos de nues-
tro credo, y parte del catecismo infantil. Afirmar que la justicia evangélica o del nuevo
pacto sea en Cristo, y no en nosotros, o cumplida por Cristo y no por nosotros, es una
pieza tan monstruosa de antinomianismo que no hay ser humano que conozca la natura-
leza y la diferencia de los pactos que la pueda aprobar” (Baxter, Aphorisms, Pro. 14-15).


LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 465

12. El Ejército de Salvación, y en especial sus primeros líderes, han sido aptos representantes
de la doctrina de la entera santificación. El general William Booth y esposa fueron parti-
cularmente específicos en su enseñanza. Las obras del comisionado Brengle son reconoci-
das como literatura normativa de santidad.
13. La entera santificación no se trata de la destrucción de ninguna facultad, afecto o pasión,
sino de la purificación, la santificación y la preservación de todo los que es esencialmente
humano hasta la vida eterna (1 Tesalonicenses 5:23).
C. J. Fowler dice que la palabra santificación en la Biblia se usa de manera intercambia-
ble con justificación, regeneración, adopción, conversión y así por el estilo, pero no en
esos sentidos solamente. A los corintios se les llama “santificados en Cristo Jesús” pero a la
vez se niega su entera santificación, ya que se les llama “aún carnales”, y se les exhorta a
perfeccionar “la santidad en el temor de Dios”. En una de las epístolas de Pablo a los
tesalonicenses se ofrece oración para que sean santificados “por completo” (compárese con
Fowler, Sermon on Double Cure, 103).
14. No podemos pasar sin una definición de la palabra “purificar”. Es la misma palabra de la
cual obtenemos nuestro derivado español “catártico”. Literalmente significa purgar, puri-
ficar, quitar la escoria y eliminar lo que es extranjero. Es idénticamente la misma palabra
que se usa en 1 Juan 1:7. No significa nada más o nada menos que la limpieza presente de
la naturaleza del ser humano del virus de una disposición pecaminosa. Déjese que los
hombres desacrediten la verdad y con resolución clamen la herejía, pero la declaración
clara e inequívoca de Pedro, a quien el Espíritu Santo mismo le ordenó hablar, fue que el
sentido medular de Pentecostés entonces --y ahora-- era y es la limpieza del corazón del
pecado innato. Este testimonio claro de Pedro es vigorosamente atestiguado por la Biblia,
y las vidas de multitudes felizmente lo declaran. Este, entonces, es el privilegio de cada
cristiano (H. V. Miller, When He Is Come).
La inclinación de las almas santificadas es nombrar la bendición por sus sensaciones
principales, las cuales armonizan con sus experiencias emocionales. (1) Una persona
percibe principalmente un notable aumento de la fe, y la llama “el descanso de la fe”. (2)
Otra está consciente de un descanso profundo y dulce en Cristo y la llama “descansar en
Dios”. (3) Otra se impregna con un sentido de la presencia divina y de la llenura de un
éxtasis maravilloso, y la llama “la plenitud de Dios”. (4) Otra siente su corazón sometido,
derretido, refinado y lleno de Dios, y la llama “santidad”. (5) Otra percibe principalmente
un río del amor dulce, santo, que fluye a través del alma, y la llama “amor perfecto”. (6)
Otra queda postrada bajo el poder del Espíritu Santo que refina y mata el pecado, y la
llama “el bautismo con el Espíritu Santo”. (7) Otra percibe principalmente un cielo de
dulzor en su sumisión completa a Dios, y la llama “entera santificación”. (8) Mientras que
otra puede sentirse clara y fuertemente consciente de la conformidad completa a toda la
voluntad de Dios y la llama “perfección cristiana”. De ser genuina, la obra hecha en cada
caso es esencialmente la misma (Wood, Perfect Love, 125).
15. La literatura del metodismo temprano sobre el tema de la entera santificación es
peculiarmente rica y prolífica. Daremos algunas de las declaraciones más excepcionales
sobre este tema. "A partir de los primeros años de mi ministerio he estado de acuerdo con
Adam Clarke, Richard Watson, John Fletcher y Juan Wesley en que la regeneración y la
santificación son separadas y distintas una de la otra y por lo tanto se reciben en tiempos
diferentes. Ambas son recibidas por la fe, y la última es el privilegio de cada creyente, al
igual que la primera es el de cada penitente” (Obispo Mallalieu). La regeneración "es un
estado moral mixto. La santificación se parece a la escarda del suelo, o al acopio de las taras
y su incineración, a fin de que nada quede por crecer sino la buena semilla. ... La entera
santificación las quita, las desarraiga del corazón, dejándolo como un suelo puro" (Obispo
Hamline, Beauty of Holiness, 264). “En el estado simplemente justificado no somos com-

466 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

pletamente puros. ... Pero con la obra de la entera santificación todas estas impurezas son
lavadas de modo que seamos totalmente salvados del pecado, de su contaminación inte-
rior” (Obispo Jesse T. Peck, Central Idea of Christianity, 52). “La regeneración quita cierto
pecado o contaminación, pero la entera santificación quita la corrupción que permanece
después de la regeneración. Esto se advertirá en las autoridades que aportan a la idea
wesleyana de la santificación" (Obispo Foster, Christian Purity, 122). “El nivel de pecado
original que permanece en algunos creyentes, aunque no sea una transgresión de una ley
conocida, sigue siendo pecado, y debe ser quitado antes de que uno vaya al cielo, siendo el
retiro de este mal lo que queremos decir con la santificación plena" (Obispo Hedding,
Sermons). “Con santidad me refiero al estado del alma en la cual todo su distanciamiento
de Dios y toda su aversión por una vida santa son quitados” (Obispo McCabe).
De los comentaristas tenemos las definiciones siguientes: "Este término (santificar) tiene
el sentido del Antiguo Testamento de separar para un servicio sagrado, y el del Nuevo
Testamento de purificación espiritual" (Jacobus, Notes on John 17:17). "La santificación es
tener el alma, el cuerpo y el espíritu, y cada sentido, miembro, órgano y facultad, comple-
tamente purificados y fiel al servicio de Dios" (Scott, Commentary). "La religión verdadera
consiste en la pureza de corazón. Aquellos que son interiormente puros, se muestran estar
bajo el poder de la religión pura e inmaculada. El cristianismo verdadero está en el cora-
zón, en la pureza del corazón, en que éste sea lavado de la maldad" (Matthew Henry,
Notes on Matthew 5:8).
16. Principalmente, la santificación tiene que ver con la naturaleza interior o condición del ser
humano, así como la justificación tiene que ver con su conducta externa. En pocas pala-
bras, cuando un hombre se convierte es perdonado y restaurado al favor de Dios. El poder
del pecado es roto, "el hombre viejo" de pecado es conquistado, el poder de la nueva vida
dentro de él es mayor que el poder de la naturaleza caída. Esta tendencia heredada, o
"tendencia a vagar", esta oposición interior a la ley de Dios, no es destruida, sino con-
quistada en la regeneración. Es en la santificación que es destruida, absolutamente aniqui-
lada (R. T. Williams, Sanctification, 17).
Un hecho glorioso, sin embargo, nos queda pendiente de considerar. ... La venida del
Espíritu Santo al corazón y vida en su exquisita plenitud limpia y confiere poder y protege
y guarda de tal manera que el riesgo de fracaso espiritual será traído a su mínimo en esta
tierra. ... A cada alma que se rinde al Espíritu Santo, Él vendrá con un dominio amoroso y
santo que echará del corazón todo antagonismo a toda la voluntad de Dios. Asegurará
entonces la entrada al alma con su propia e incansable presencia. Siempre que el enemigo
intente entrar como torrente, el Espíritu Santo mismo levantará estandarte contra él.
Cultivará el alma con habilidad. Dirigirá la vida con agilidad. Construirá profundamente
principios fijos de vida moral dentro del ser de modo que la insinuación más leve de
Satanás sea fácilmente reconocida y se rechace. Entrenará las propensiones debilitadas y
los apetitos de una raza quebrantada hasta que la cultura bíblica se haga el instinto del
alma. Así fortalecida y equipada, el riesgo de fracaso será traído a un evidente mínimo (H.
V. Miller, When He Is Come, 28).
Ser santificado no es nada más ni nada menos que la siguiente sola cosa: la remoción
completa del corazón de aquello que es enemistad contra Dios, que no está sujeto a la ley
de Dios ni en efecto puede estarlo, la cual permite que la vida sea totalmente dedicada a
Dios. Sin tener en cuenta cuán perfecta pueda ser la consagración, ningún cristiano es
realmente santificado por Cristo hasta que el corazón sea hecho puro por su sangre. Esto
es una experiencia definida, una obra poderosa de la gracia, hecha por Dios en respuesta a
la fe del cristiano consagrado en Cristo el santificador. Esta experiencia marca una segunda
crisis definida en la vida espiritual, es la perfección de una relación espiritual con Dios, la
limpieza de todo pecado, al Dios obrar dentro de nosotros la fidelidad que Él desea. ... La

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 467

fidelidad a Dios, la santificación, también incluye una plenitud consciente del Espíritu
Santo morando interiormente como el poder de nuestro amor, permitiéndonos vivir en
compañerismo con Cristo y en la plena obediencia a Él, dándonos la victoria gloriosa en
los muchos conflictos de la vida. ... La santidad como fidelidad a Dios implica la subordi-
nación de todos los otros objetivos a un solo y gran objetivo: la aceptación alegre y el hacer
feliz de la voluntad de Dios (D. Shelby Corlett, Holiness: the Central Purpose of Redem-
ption, 22-23).
He llamado a la santidad el corazón de la experiencia cristiana porque la misma se da vía
la plena realización de lo que Dios nos ha prometido en términos de las crisis. La regene-
ración y la entera santificación son las dos crisis en las cuales Dios trata con el problema
del pecado en nosotros, y por las que nos saca del pecado para luego sacar el pecado de
nosotros. Después de esto la vida cristiana es un camino de proceso y progreso, pero no
hay más crisis hasta que la glorificación venga cuando Jesús vuelva a este mundo. Hay un
espacio completo para el crecimiento después de la santificación, pero no hay más lugar
para las crisis. No hay ningún estado de gracia más allá de un corazón puro lleno del
Espíritu Santo. Pero de tal corazón fluirán las fases pasivas y activas de la vida cristiana
como el agua fluye de un manantial. La santidad es pureza, no madurez. La santidad es el
objetivo solo en cuanto a que prepara a uno para lo que sea que haya de vida cristiana: es
la "bendición capacitadora" que cada cristiano necesita (J. B. Chapman, Holiness, the
Heart of Christian Experience, 10.)
El Espíritu Santo se relaciona vitalmente con todo la obra de la salvación. La Biblia
claramente presenta dos operaciones u obras distintas del Espíritu Santo como obras de
crisis de la salvación. La primera es nacer del Espíritu (Juan 3:6). El nacimiento es un acto,
y un acto de crisis. Nacer es ser traído a la vida. En este caso es "nacer de nuevo" (versículo
7), para restaurar una vida que se ha perdido; es un nuevo nacimiento espiritual, una
regeneración; es nacer a la vida como un bebé en Cristo; es una nueva vida perdonada y
liberada de la culpa del pecado. La segunda de éstas es ser bautizado con el Espíritu Santo
(Lucas 3:16). El bautismo es un acto, y un acto de crisis. El bautismo es algo completa-
mente diferente del nacimiento y no puede ser posible sino hasta después del nacimiento;
hay que nacer antes de poder ser bautizado. Estas dos figuras que aquí se aplican a la vida
espiritual requieren dos experiencias de crisis, una que siga a la otra. Con este bautismo
tenemos la entera santificación, la limpieza del estado interior del pecado (E. P. Ellyson,
Bible Holiness, 89-90).
17. La justificación tiene referencia a la disposición y a la piedad de Dios hacia el pecador
arrepentido; la regeneración tiene referencia a los oficios del Espíritu Santo de acuerdo con
la administración del perdón. La justificación exonera de la condena; la regeneración quita
la muerte e inspira la vida. La justificación trae libertad; la regeneración suministra poder
(Lowry, Possibilities of Grace, 185).
18. La generación denota la producción de la vida natural, y la regeneración la producción de
la vida espiritual. Ahora bien, la fuerza de esta ilustración se ve en los detalles siguientes:
(1) El alma en su estado natural está "muerta": "muerta" en delitos y pecados. Es así
porque "el ocuparse de la carne es muerte". (2) La vida natural es el producto del solo
poder divino, y la vida espiritual también lo debe ser. La generación expresa la operación
de ese poder en un caso, y la regeneración en el otro. Una relación similar existe entre las
ideas representadas por las palabras "criatura" y "nueva criatura," "nacido" y "nacido de
nuevo". (3) La generación y el nacimiento producen nuevos poderes y funciones naturales
que demuestran la omnipotencia de su Creador; la regeneración y el nuevo nacimiento
producen poderes y funciones espirituales completamente nuevos que demuestran igual-
mente la divinidad de su origen. (4) El resultado de la generación es la vida natural con sus
accidentes, el resultado de la regeneración es la vida espiritual con sus accidentes; el nivel

468 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

de salud se puede mencionar como un accidente de lo primero, y el nivel de santificación


o santidad como un accidente de lo último (Peck, Central Idea of Christianity, 15).
De ahí que el nuevo nacimiento o regeneración sea la vida divina de la infancia. Es
santidad de corazón, pero una santidad que carece de la grande y principal medida, la que
consiste en la salvación de todo pecado y la perfección de amor. La regeneración conlleva
la misma relación con la plena redención que la infancia con la adultez, la disciplina con el
cultivo, la debilidad con el poder, la instrucción con el conocimiento, y la imperfección
con la madurez y la entereza. Tal siendo la relación de los dos estados, es imposible separar
la santidad de la regeneración como sería imposible separa las corrientes llenas de vitalidad
en la adultez robusta de su estrecha relación con lo que fue el flujo débil del alimento por
las venas del infante (Lowrey, Possibilities of Grace, 185-186.
E. P. Ellyson trata el estado de la santidad bajo cuatro aspectos diferentes, con cuatro
resultados distintos. (1) Es un estado de pureza moral. Uno puede estar lejos de la madu-
rez, puede haber mucho de debilidad e ignorancia en uno, el juicio puede estar lejos de ser
perfecto, pero el corazón puede estar limpio; puede no haber nada de corrupción moral o
contaminación. (2) Es una experiencia de separación, y de ser apartado. La devoción a
Dios es tal que uno puede ser apartado de lo secular a lo sagrado. Uno, en su consagra-
ción, se debe apartar así. Y en respuesta a esa consagración, Cristo lo aparta. (3) Es una
experiencia de un morar de lo divino, de la presencia divina continua. Con esta experien-
cia, uno nunca está solo, siempre hay dos juntos; está "lleno del Espíritu Santo." (4) Es
una investidura de poder. Los apóstoles se debían quedar en la ciudad de Jerusalén hasta
que fueran "investidos de poder desde lo alto". Se habían convertido y habían sido llama-
dos al servicio como los primeros líderes de la iglesia, y habían estado en formación bajo la
enseñanza de Jesús durante algún tiempo; pero necesitaban un ser inducidos desde el cielo
con el poder que los capacitara para esta posición a la cual eran llamados (E. P. Ellyson,
Bible Holiness, 104ss).
La diferencia entre un alma justificada que no está totalmente santificada, y una que está
totalmente santificada, entiendo que es esta: La primera es guardada de voluntariamente
cometer un pecado conocido, que es lo que comúnmente se quiere decir en el Nuevo
Testamento con cometer pecado. Con todo, encuentra en sí los remanentes de la corrup-
ción innata o el pecado original, tal como el orgullo, la cólera, la envidia, el sentimiento de
odio hacia un enemigo, y una alegría por la calamidad que ha caído sobre un enemigo.
Ahora bien, en todo esto el alma regenerada no actúa voluntariamente; sus escogimientos
son contra estos males, y los resiste y los vence tan pronto como la mente los percibe.
Aunque el cristiano no se sienta culpable de esta depravación como lo haría si hubiera
violado voluntariamente la ley de Dios, aún a menudo se aflige y se aqueja, y se reprueba
al ver esa pecaminosidad de su naturaleza. Aunque el alma en este estado disfrute de un
nivel de religión, aún está consciente de que no es lo que debería ser, ni lo que debe ser
para poder estar preparado para el cielo. La segunda, o la persona totalmente santificada,
es limpiada de todos estos pecados involuntarios. Puede ser tentada por Satanás, por los
hombres, y por sus propios apetitos corporales a cometer pecado, pero su corazón está
libre de esos fuegos interiores que antes de su santificación plena estaban listos para unirse
a la tentación y llevarla a la transgresión. Puede ser tentada al orgullo, a amar el mundo, a
ser vengativa o enojada, a odiar a un enemigo, a desearle lo malo, o a alegrarse de su
calamidad, pero no siente ninguna de estas pasiones en su corazón; el Espíritu Santo la ha
limpiado de todas estas contaminaciones de su naturaleza. Así es que, habiéndose vaciado
del pecado, el cristiano perfecto está lleno del amor de Dios, aun de ese amor perfecto que
echa fuera el temor (Obispo Heading). "Esto," dice McDonald, "está tan claro que un
niño lo puede entender, y tan en armonía con la experiencia cristiana que comentarlo es
innecesario" (compárese con McDonald, Scriptural Way of Holiness, 122).

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 469

La regeneración es como romper la tierra en barbecho y sembrarla de trigo, tras el


crecimiento del cual aparecen las taras. Es un estado moral mixto. La santificación es
como escardar el suelo, o acopiar las taras y quemarlas, de modo que nada quede en crecer
allí sino la buena semilla. En la regeneración, el crecimiento espiritual es como el progreso
lento del trigo que es ahogado y hecho enfermarse por las malas hierbas que se entremez-
clan. La entera santificación las quita, las desarraiga del corazón, dejándolo como un suelo
moral puro (Obispo Hamline).
19. La Biblia afirma que, después de la conversión, en el ser humano permanece lo que se
llama "la carne," “el viejo hombre”, "la carnalidad”, "la ira" (una predisposición heredada)
o lo que algunos llaman predisposición, una "tendencia al mal", pero es claramente algo
más; el Apóstol la llama "el cuerpo de pecado" (P. F. Bresee, Sermons, 46).
La pregunta no es acerca del pecado externo, si un hijo de Dios comete o no pecado.
Concordamos y seriamente mantenemos que, "el que practica el pecado es del diablo".
Estamos de acuerdo en que, "Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado".
Tampoco preguntamos si el pecado siempre permanecerá en los hijos de Dios, si el pecado
seguirá en el alma mientras siga en el cuerpo; ni siquiera preguntamos si una persona
justificada puede recaer en el pecado interior o en el externo. Lo que simplemente pre-
guntamos es esto, "¿Es la persona justificada o regenerada liberada de todo pecado tan
pronto como es justificada? ... ¿No fue acaso liberada de todo pecado de modo que no
haya ningún pecado en su corazón?" No puedo decir esto; no lo puedo creer; porque el
apóstol Pablo dice lo contrario. Habla a los creyentes en general, cuando dice, "porque el
deseo de la carne es contra el Espíritu y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen
entre sí…" (Gálatas 5:17). Nada puede ser más expresivo. El Apóstol aquí directamente
afirma que la carne, la naturaleza maligna, se opone al Espíritu hasta en los creyentes; que
hasta en el regenerado mismo hay dos principios, "y que el uno es contrario al otro"
(Wesley, Sin in Believers).
Otra vez, en su sermón sobre "la paciencia", Juan Wesley dice, "Hasta que este cambio
universal (purificación) se haya obrado en su alma (la del regenerado), toda su santidad es
mixta". En su comentario al respecto, J. A. Wood dice, "mixta, pero necesariamente en un
sentido restringido. Tanto la gracia como el pecado innato tienen existencia en la misma
alma, aunque en antagonismo y guerra la una con el otro. Aunque existan al momento en
la misma persona de manera mixta, son distintos en naturaleza y tendencia; son ‘contra-
rios el uno del otro’, y son enemigos irreconciliables. Aunque en parte santo, y en parte no
santo, como en cierto modo es el caso con el simplemente regenerado, ello no implica en
ningún modo un carácter homogéneo, combinando y asimilando en una naturaleza
común los elementos tanto de la santidad como del pecado" (J. A. Wood, Purity and
Maturity, 111).
20. La regeneración y la santificación ambas tratan principalmente con la pregunta del
pecado. Por eso las denominan primera y segunda bendiciones u obras de gracia. Hay
muchas bendiciones en la experiencia cristiana y en la vida cristiana, pero hay dos bendi-
ciones a las que se les llaman primera y segunda bendición. Ello es debido a que estas dos
bendiciones específicas tratan con la cuestión del pecado. La una trata principalmente con
lo que hacemos, la otra principalmente con lo que somos. No sería totalmente correcto
decir que la regeneración trata con el acto solo. Ya hemos declarado que la regeneración
trata con los pecados cometidos, con la muerte espiritual, y con la contaminación adqui-
rida. Tampoco sería completamente correcto afirmar que la santificación solo trata con
nuestro estado interior. Esto es principalmente verdad, pero indirectamente trata con
nuestra ética debido al hecho de que nuestro estado interior nos hace más fácil o más
difícil vivir justamente en el exterior. ... Aquí está el gran terreno de batalla acerca de la
santidad. La pregunta es simplemente esta: ¿Es el pecado destruido en el acto de la santi-

470 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

ficación o no? Esta es la pregunta sobre la cual gira toda la creencia en la santificación. Es
locura tratar de pasar como un creyente en la santidad y al mismo tiempo poner en duda
la doctrina de la erradicación. No puede haber tal cosa como la santidad en su análisis
final sin la erradicación del pecado. La santidad y la supresión son términos incompatibles.
"El hombre viejo" y su contrarresto hacen de la doctrina de la santidad algo pálido y
enfermizo. Es santidad y erradicación o no es en lo absoluto santidad (R. T. Williams,
Sanctification, 16-17).
¿Cuándo comienza la santificación interior? En el momento en que una persona es
justificada. Pero aun así el pecado permanece en la persona, sí, la semilla de todo pecado,
antes de que sea santificada en todas sus partes” (Wesley, A Plain Account, 48).
La regeneración, también, siendo lo mismo que el nuevo nacimiento, es el principio de
la santificación, aunque no la finalización de ella, o no la entera santificación. La regene-
ración es el principio de la purificación; la entera santificación es la terminación de esa
obra (Obispo Hedding, Conference Address).
La implantación de la vida espiritual no destruye la mente carnal; aunque su poder sea
roto, no deja de existir. Aunque el nuevo nacimiento es el principio de la purificación, es,
quizá, más el proceso de impartición o engendramiento de la vida espiritual que el proceso
de refinamiento o de purificación, que en la entera santificación es la extracción de la
impureza restante de la naturaleza humana regenerada (J. A. Wood, Purity and Maturity,
112).
Que existe una distinción entre un estado regenerado y un estado de entera y perfecta
santidad, es algo generalmente admitido (Watson, Institutes, II, capítulo 29).
21. El substrato de toda la gracia experimental subsecuente a la justificación sigue siendo el
mismo. Es el amor, perfecto o imperfecto. Del horizonte al cenit, del crepúsculo al res-
plandor del día, la sustancia es el amor, el amor a Dios y a nuestro prójimo (Lowrey,
Possibilities of Grace, 225).
Que este amor perfecto o entera santificación sea expresamente un nuevo estado, y no la
mejora de un antiguo estado, o de la regeneración, claramente se deduce de la Biblia
(Obispo Hamline, Beauty of Holiness, 264).
22. Comentamos, en primer lugar, que la entera santificación no es por lo general, si alguna
vez, contemporánea con la regeneración. La regeneración es, en la mayoría de los casos de
la experiencia cristiana, si no en su totalidad, la santificación inicial (no una renovación
completada, perfecta). La persona regenerada no es, en el momento de su regeneración,
"totalmente santificada"; no nace en el reino de Dios un ser humano adulto; su nueva
creación no es a la estatura de la plenitud de Cristo; tampoco es un niño nacido en vida y
salud espirituales perfectas. En un sentido propio se puede figuradamente decir, como a
menudo se dice, que es un niño perfecto; pero tan agradable como esta figura de lenguaje
pueda ser, no se debe llevar más allá de la verdad; aunque es un niño perfecto, y muestra
buena salud, todavía hay en su naturaleza moral susceptibilidades, riesgos, quizá actuali-
dades de enfermedad que se pueden desarrollar en una muerte rápida, y, a menos que todo
esto sea contrarrestado por gracia adicional, le causará seguramente la muerte. Si alguien
pregunta polémicamente, ¿trae Dios a su reino a niños enfermizos?, debemos contestar
que seguramente lo hace. Muchos tales nacen naturalmente así, y hay muchos tales entre
los hijos espirituales de Dios, niños que requieren considerable cuidado a fin de guardarlos
con el aliento de vida (Raymond, Systematic Theology, II:375).
23. He estado pensando últimamente y de manera considerable en un punto en donde, quizá,
todos hemos fallado. No hemos hecho una regla de que tan pronto las personas sean
justificadas se les recuerde continuar “adelante a la perfección". Este, en efecto, es un
tiempo preferible a todos los demás (Wesley, Letter to Thomas Rankin).


LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 471

24. Edward F. Walker reduce los elementos necesarios de la salvación a siete causas, así: (1) La
primera causa es el Padre santo (Judas 1); (2) la causa que la procura es el Hijo santo
(Efesios 5:26); (3) la causa eficiente es el Espíritu Santo (1 Pedro 1:2); (4) la causa que la
determina es la voluntad divina (Hebreos 10:10); (5) la causa meritoria es el sacrificio de
Jesús (Hebreos 13:12); (6) la causa instrumental es la verdad de Dios (Juan 17:17); y (7) la
causa condicional es la fe en Cristo.
25. C. J. Fowler indica que la santificación es un doble término usado para la obra parcial de
la salvación y para la obra completa de la salvación. Esto es una distinción que se tiene que
tener presente a fin de evitar la confusión en el pensamiento. Por esa razón sugiere que el
calificativo "entera" siempre debería emplearse cuando uno quiere decir santificación
completa, aunque no sea necesario hacerlo así en el interés de una declaración exacta
(compárese con Double Cure, 103).
Alguien ha definido la regeneración como una ingeneración de la vida divina, un
proceso repentino por el cual la persona pasa de muerte espiritual a vida espiritual a través
del poder vivificador del Espíritu Santo de Dios. Como se ha declarado, en la regeneración
uno pasa de un estado de muerte a un estado de vida espiritual, de un estado de culpa a un
estado de "perdón", de un estado de contaminación, esto es, la contaminación adquirida
por sus propias acciones de desobediencia contra las leyes de Dios, a un estado de limpieza
consciente, es decir, una limpieza de la contaminación adquirida. Así, la regeneración
contiene limpieza, no de la corrupción moral heredada a través de la caída, sino limpieza
de esa contaminación moral adquirida por sus propias acciones de desobediencia (R. T.
Williams, Sanctification, 13-14).
26. Parece que la verdad es esta, que el trabajo condicional, preparatorio, hecho en el alma
bajo la dirección del Espíritu puede ser un proceso más o menos largo, según sea el que
busca la santificación más o menos receptivo y flexible a la influencia del Espíritu. Pero
cuando ese trabajo preparatorio está finalmente completado, y el alma está sumisa y
abierta para Dios, "vendrá súbitamente a su Templo el Señor a quien vosotros buscáis", a
su corazón, a su ser entero, y llenará de sí mismo ese ser, y reinará allí sin rival (A. M.
Hills, Holiness and Power, 215).
La santificación es "distinta, en oposición a la idea de que es una mera regeneración; es
algo más y adicional, instantáneo, en oposición a la idea del crecimiento gradual hacia la
madurez, o la maduración consiguiente al crecimiento gradual, ya que es por la agencia
directa del Espíritu Santo, y operada al instante, no importa lo largo del tiempo que el
alma pueda haber progresado hacia ella" (Foster, Christian Purity, 46).
Aquellos que enseñan que hemos de crecer gradualmente hacia un estado de santifica-
ción, sin nunca experimentar un cambio instantáneo del pecado innato a la santidad,
deben ser rechazados como poco sólidos, antibíblicos y antimetodistas (Nathan Bangs, en
Guide to Holiness).
Aunque el aproximarse a la pureza sea gradual, la misma se otorga instantáneamente
(Obispo Hamline).
27. De esto podemos deducir dos principios. En primer lugar, la tendencia general o carácter
del alma es positivamente alienada cada vez más del pecado y fijada en el bien; y, propor-
cionalmente, la susceptibilidad a la tentación o la afinidad con el pecado se hace negati-
vamente menos y menos evidente en su ser consciente. Hay en el sano progreso del cris-
tiano una confirmación constante de la voluntad en su escogimiento último, y un au-
mento constante de su poder de hacer lo que quiere: el punto de convergencia de la per-
fección en la voluntad se debe fusionar completamente en la voluntad de Dios. ... La parte
positiva, la de consagración por el Espíritu de amor, también es un proceso, un proceso
gradual. ... De ahí que el derramamiento del amor de Dios por el Espíritu Santo admita
aumento. Suficiente es citar la oración del Apóstol de que "vuestro amor abunde aún más

472 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

y más" (Filipenses 1:9). Esto, en armonía con el tenor uniforme de la Biblia, se refiere al
crecimiento de amor hacia Dios y el ser humano. … ¿Es entonces el proceso de santifica-
ción simplemente terminado gracias a un logro que recompense el esfuerzo humano? Sin
duda no; el Espíritu Santo termina la obra a su propio tiempo, y de su propio modo,
como su acción propia, y en la supremacía absoluta si no en la soberanía absoluta de su
propio y clemente carácter (Pope, Compend. Chr. Th., 37, 38, 42).
28. Hay una consumación de la experiencia cristiana que, se puede decir, introduce la
perfección, cuando el Espíritu exclama "¡Consumado es!" en el creyente. El momento en
el que el pecado expira, el cual es conocido solo por Dios, es la victoria divina sobre el
pecado en el alma: este es el solo oficio del Espíritu. El momento en que el amor se hace
supremo en su predominio, un momento conocido solo por Dios, es el triunfo del Espí-
ritu en la consagración del alma: esto también es completamente su obra; y cuando esa
madurez de experiencia cristiana y vida se alcance, y por la cual el Apóstol ora tan a me-
nudo, lo será únicamente a través de la operación del mismo Espíritu. Está siendo llena de
toda la plenitud de Dios y esto a través de ser fortalecida con poder por su Espíritu en el
hombre interior (Efesios 3:16-19) (Pope, Compend. Chr. Th., III:43).
El hecho de que el pecado innato sea una unidad, un principio maligno o corrupción
que infecta nuestra naturaleza, y que no pueda quitarse por partes, y más que su antago-
nismo, el principio de vida en Cristo, pueda ser impartido gradualmente en nuestra
regeneración, es prueba de que la santificación es instantánea (J. A. Wood, Perfect Love).
La salvación en todas sus etapas es por la fe y por la fe sola. Esto hace de la santificación
no solo algo instantáneo, sino que crea una necesidad de que la debiéramos recibir como
un bondadoso regalo, otorgado en oposición a un producto trabajado o que resulte del
desarrollo y el crecimiento (Asbury Lowrey).
29. Observe aquí lo siguiente: (1) El pecado existe en el alma de dos modos o formas: en la
culpa, la cual requiere perdón; y en la contaminación, la cual requiere limpieza. (2) La
culpa, para que sea perdonada, se debe admitir; y la contaminación, para que sea limpiada,
también se debe admitir. A fin de encontrar misericordia, una persona debe saber y sen-
tirse pecador y que puede pedir fervorosamente a Dios el perdón. A fin de obtener un
corazón limpio, una persona debe saber y sentir su depravación, y reconocerla y deplorarla
ante Dios a fin de ser totalmente santificado. (3) Pocos son perdonados, porque no sien-
ten ni admiten sus pecados; y pocos son santificados o limpiados de todo pecado, porque
no sienten ni admiten su propia llaga ni la plaga de sus corazones. (4) Así como la sangre
de Jesucristo, el mérito de su pasión y muerte, aplicada por la fe, purga la conciencia de
todas las obras muertas, así también limpia el corazón de toda injusticia. (5) Así como
toda injusticia es pecado, así todo el que es limpiado de toda injusticia es limpiado de todo
pecado. El que intente evadir esto y abogue por la continuación del pecado en el corazón,
a través de toda la vida, es un ingrato, malévolo y hasta blasfemo, ya que “si decimos que
no hemos pecado, lo hacemos a [Dios] mentiroso", quien ha declarado lo contrario a
través de cada parte de su revelación; y el que dice que la sangre de Cristo no puede lim-
piarnos o no nos limpiará de todo pecado en esta vida, también hace mentiroso a su
Hacedor, quien ha declarado lo contrario, y así demuestra que la Palabra, la doctrina de
Dios, no está en él (Adam Clarke, Com. 1 Juan 1:7-10).
30. George Peck, en Christian Perfection, declara que la santificación implica tanto la muerte
del pecado como la vida de justicia. Cuando, por lo tanto, hablamos de la santificación en
cuanto a la primera parte de ella, decimos que se puede alcanzar inmediatamente: es una
obra instantánea. ... Pero con relación a la última parte, que es la vida de justicia, la misma
se considera como completamente progresiva. La destrucción del pecado en el alma y el
crecimiento de la santidad son dos cosas distintas. ... Uno es instantáneo, otro gradual, y


LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 473

de ahí que a veces digamos con propiedad que la obra de la entera santificación es tanto
gradual como instantánea (George Peck, Christian Perfection).
¿Qué es lo que limpia el alma y destruye el pecado? ¿No es el magnífico poder de la
gracia de Dios? ¿Qué es lo que guarda el alma limpia? ¿No es el mismo poder morando en
nosotros? Como un efecto no puede subsistir sin su causa, tampoco un alma santificada
puede permanecer en santidad sin que el Santificador la habite (Clarke, Christian Theo-
logy, 187).
Decir que la doctrina de la perfección cristiana reemplaza la necesidad de la sangre de
Cristo no es menos absurdo que afirmar que la perfección de navegación hace del pro-
fundo mar una inútil retención de agua (Fletcher, Last Check, 574).
31. "Pero si no hay tal segundo cambio; si no hay cambio instantáneo alguno después de la
justificación; si no hay ninguna excepto la obra gradual de Dios, permaneceremos hasta
donde podamos llenos de pecado hasta la muerte". "En cuanto a la manera, (que haya una
obra gradual nadie lo niega), entonces debemos estar contentos, puesto que creo que esta
perfección siempre es obrada en el alma por un simple acto de fe, y por consiguiente en un
instante". "Seguramente la santificación (en el sentido apropiado) es una liberación ins-
tantánea de todo el pecado" (Wesley, Sermons).
El velo sobre los ojos de una persona rendida a Dios es su pecado, pero no un pecado
que haya cometido sino el pecado de su condición como un hijo de Adán. Enturbia la
visión, esconde a Dios del alma (Bresee, Sermons, 135).
El logro de la libertad perfecta del pecado es algo a lo que son llamados los creyentes
durante la vida presente; y es necesario para que sean completadas la santidad y aquellas
gracias activas y pasivas del cristianismo por medio de las cuales son llamados a glorificar a
Dios en este mundo y edificar la humanidad. ... Todas las promesas de Dios que no son
expresamente, o por su orden, una referencia al tiempo futuro, son objetos de confianza
presente; y su realización ahora es hecha condicional solo por nuestra fe. No pueden, por
lo tanto, invocarse en vano en nuestras oraciones, si lo hacemos con una confianza entera
en la verdad de Dios. A esta fe se darán las promesas de la entera santificación que, en la
naturaleza del caso, suponen una obra instantánea que seguirá inmediatamente a una fe
entera y constante (Watson, Institutes, II:455).
32. El pecado original o el pecado como genérico y perteneciente a la raza en su constitución
federal en la tierra no se abole hasta el tiempo en que se diga, "Yo hago nuevas todas las
cosas " (Apocalipsis 21:5); así que, al igual que algo de la pena permanece sin ser quitada,
así también permanece algo de la concupiscencia peculiar o la desventaja de la tentación o
la afinidad con el mal que asedia al ser humano en este mundo. El santo librado del
pecado personal todavía está relacionado con el pecado por su propio pasado: su perdón se
considera como permanentemente renovado hasta el acto final de misericordia. ... De ahí
que no es habitual hablar del pecado original como absolutamente abolido en Cristo. La
raza tiene un pecado que fácilmente la asedia (Hebreos 12:1), su euperistaton amartian, y
debemos dejar de pertenecer al linaje de Adán antes de que nuestro estado que no peca se
vuelva sin pecado. Aun así, el pecado original en su calidad del pecado que mora en el mí
del alma, como el principio en el ser humano que tiene la afinidad actual con la transgre-
sión, como la fuente y la ley del pecado que está en mis miembros, como el alma que
anima el cuerpo de esta muerte (Romanos 7:20, 23-24), y finalmente, como la carne con
sus afectos y lujurias, sí es abolido por el Espíritu de la santidad que habita en el cristiano
cuando su gracia purificadora ha tenido su obra perfecta (Pope, Compend. Chr. Th., III:
47).
33. La santificación va aún más profundo que la contradicción del hábito incorrecto o la mala
conducta. Ataca no solo nuestras costumbres y nuestros ideales sino que va al asiento de
los afectos incorrectos. Exige la muerte de cada afecto incorrecto y de cada sentimiento

474 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

interior incorrecto, y pide la absorción de la voluntad en la voluntad divina. Esto es una


demanda gloriosa, pero también costosa y, por lo tanto, es impopular. La santificación
pide la muerte no solo de las acciones pecaminosas, sino de los deseos pecaminosos, los
apetitos pecaminosos y los afectos pecaminosos. Va al centro del carácter humano para
destruir las obras del diablo. Aquí está el gran campo de batalla de los corazones humanos
y de las vidas humanas (R. T. Williams, Sanctification, 30-31).
34. La enseñanza original del metodismo también era peculiar en su notable combinación de
los elementos divino y humano en el proceso de la santificación. Invariablemente hizo
justicia tanto a la suprema eficacia divina como a la cooperación del ser humano. La
acusación que se le hacía, a veces con malevolencia, a veces sin pensar, de que alentaba a
los creyentes a esperar esta suprema y muy sagrada bendición en cualquier momento,
independientemente de su disciplina preparatoria, queda contradicha por la totalidad del
tenor de los estándares autoritativos de esta doctrina. El sermón de Juan Wesley sobre "el
camino bíblico de la salvación” contiene una elaborada discusión de este punto y debe ser
tomada en conjunto por aquellos que quieran entender el tema (Pope, Compend. Chr.
Th., III:97).
La mejor naturaleza humana bajo el bendito poder remediador de la sangre de Jesús no
es sino una morada desde la cual Dios actúa, o una avenida a través de la Él cual actúa.
Claro está, la morada o la avenida son glorificadas por su presencia, como el agua en el
lecho del río hace que su ribera esté llena de vida y de belleza. Deben existir condiciones
de poder, pero las condiciones son completamente inútiles sin el poder añadido (Phineas
F. Bresee, Sermons, 8).
35. En un sermón predicado en Berkeley, California, el 20 de mayo de 1909, el cual basó en
Juan 17, Phineas F. Bresee asumió las siguientes posiciones: (1) El creyente es transferido
por el Padre a las manos de Jesús. (2) Jesús busca un lugar para sí, un lugar de descanso
para su personalidad en los corazones de su pueblo, y así, iluminados por su presencia,
somos hechos mensajeros de la gloria divina. (3) La entera santificación no es solo la
solución de la cuestión del pecado, sino la entrada de la personalidad divina. (4) El mundo
está en contra de la espiritualidad. La gente puede vivir vidas morales, y se pueden hacer
hasta reformadores, sin nunca encontrar mucha oposición, pero cuando el Espíritu de
Dios viene, la mente carnal se perturba. La oposición contra Jesús no comenzó sino hasta
después de ser ungido con el Espíritu. (5) La reincidencia es la puerta que se le abre a las
almas para toda clase de enseñanzas falsas, aun cuando una carencia de sentido magnífi-
camente la acompañe. (6) Apartarse del mundo es la llave para la vida cristiana y el servi-
cio cristiano exitosos. Necesitamos en espíritu una nueva orden de franciscanos que se
atreva a ser pobre por causa de Dios. (7) Las condiciones pentecostales traen resultados
pentecostales.
36. ¡Perfección! ¿Por qué nos debería ofender esa inocua palabra? ¿Por qué nos debería asustar
esa encantadora palabra? Podemos hablar de la perfección en referencia a las matemáticas,
y todo está bien; fácilmente nos entendemos. Hablamos de una línea derecha o de una
línea absolutamente recta, de un triángulo perfecto, de un cuadrado perfecto, de un
círculo perfecto, y en todo esto no ofendemos a nadie; todos entienden nuestro sentido
perfectamente. Hablamos de una semilla perfecta, de un brote perfecto, de una planta
perfecta, de un árbol perfecto, de una manzana perfecta, de un huevo perfecto, y en todos
esos casos el sentido está claro y definido. Por el hecho de que una semilla sea perfecta
nadie espera que exponga las cualidades de la planta o del árbol; porque la planta o el árbol
sean perfectos, nadie espera encontrar en ellos las características del brote; ni en el brote, la
belleza o fragancia de la flor; ni en la flor, las calidades excelentes de la fruta madura
(Fletcher of Madeley).


LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 475

Juan Wesley dice: "En el año 1764, según una revisión del tema como un todo, anoté
en las siguientes cortas proposiciones la suma de lo que había observado:
1. Hay tal cosa como la perfección, ya que una y otra vez se menciona en la Biblia.
2. No ocurre tan temprano como en la justificación, ya que las personas justificadas
deben ir “adelante a la perfección" (Hebreos 6:1).
3. No es tan tarde como en la muerte, ya que el apóstol Pablo hablaba de personas vivas
que eran perfectas (Filipenses 3:15).
4. No es absoluta. La perfección absoluta pertenece no al ser humano, ni a los ángeles,
sino solo a Dios.
5. No hace a un ser humano infalible; nadie es infalible mientras permanece en el
cuerpo.
6. ¿Es una perfección libre de pecado? No vale la pena contender por un término. Es
‘salvación del pecado’.
7. Es ‘amor perfecto’ (1 Juan 4:18). Esto es la esencia de la perfección; sus propiedades o
frutos inseparables son regocijarse siempre, orar sin cesar y en todo dar gracias (1 Tesalo-
nicenses 5:16ss).
8. Es mejorable. Está muy lejos de descansar en un punto indivisible, de ser incapaz de
crecer, puesto que alguien perfeccionado en amor puede crecer en la gracia mucho más
rápido de lo que lo hizo antes.
9. Es perecedera, capaz de perderse, de lo cual tenemos numerosos casos. Pero no
estábamos convencidos a fondo de esto hasta hace cinco o seis años.
10. Es constantemente precedida y seguida de una obra gradual.
11. ¿Pero es en sí misma instantánea o no? Al examinar esto, vayamos paso a paso. Un
cambio instantáneo se ha obrado en algunos creyentes. Nadie puede negar eso. Desde ese
cambio disfrutan de amor perfecto; sienten esto y esto solo; se regocijan siempre, oran sin
cesar, y en todo dan gracias. Así que eso es todo que quiero decir con la perfección; por lo
tanto, ellos son testigos de la perfección que predico. Pero en algunos este cambio no fue
instantáneo. No percibieron el instante cuando se hizo la obra. A menudo es difícil perci-
bir el instante en que la persona muere, pero aun así hay un instante cuando la vida cesa. Y
si el pecado cesa, debe haber un último momento de su existencia, y un primer momento
de nuestra liberación de él. ... Por lo tanto, todos nuestros predicadores deberían esforzarse
en predicar la perfección a los creyentes, constantemente, vigorosamente, y explícitamen-
te; y a todos los creyentes debería importarles esta sola cosa, y continuamente agonizar por
ella" (Juan Wesley, Christian Perfection, 283-285).
37. La experiencia muestra, junto a esta convicción de pecado que permanece en nuestros
corazones, y aferrada a todas nuestras palabras y acciones así como a la culpa que en
consideración de ello incurriríamos si no estuviéramos continuamente rociados por la
sangre expiatoria, que hay una cosa más que se implica en este arrepentimiento, a saber, la
convicción de nuestra impotencia (Juan Wesley, Sermon: Scripture Way of Salvation).
38. La frase afesin amartioon o remisión de pecados, significa simplemente quitar los pecados,
y esto no se refiere sencillamente a la culpa del pecado, sino también a su poder, naturaleza
y consecuencias. Todo lo que se implica en el perdón de pecado, en la destrucción de su
tiranía y en la purificación de su contaminación, está aquí previsto; es incorrecto restringir
tales operaciones de misericordia a solo el perdón (Adam Clarke, Com. Hechos 10:43).
Aquí están las preguntas que humildemente se les proponen a aquellos que niegan que la
perfección es alcanzable en esta vida:
1. ¿No ha habido una medida mayor del Espíritu Santo dada bajo el evangelio que bajo
la dispensación judía? Si no, ¿en qué sentido no se dio el Espíritu antes de que Cristo fuera
glorificado? (Juan 7:39).


476 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

2. ¿Eran esas "glorias” que vendrían tras “los sufrimientos de Cristo" (1 Pedro 1:11),
glorias externas o internas, a saber, las glorias de la santidad?
3. ¿Nos ha mandado Dios en alguna parte de la Biblia más de lo que nos ha prometido a
nosotros?
4. ¿Son las promesas de Dios respecto a la santidad para que se cumplan en esta vida, o
solo en la venidera?
5. ¿Está un cristiano bajo algunas otras leyes que no sean las que Dios promete "escribir
en nuestros corazones"? (Jeremías 31:31-33; Hebreos 8:10).
6. ¿En qué sentido es "la justicia de la Ley” cumplida “en nosotros, que no andamos
conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”? (Romanos 8:4).
7. ¿Es imposible para alguien en esta vida amar a Dios con todo su corazón, con toda su
alma y con toda su mente? Y, ¿está el cristiano bajo alguna ley que no sea cumplida en ese
amor?
8. ¿Efectúa el alma que sale del cuerpo su purificación del pecado que mora?
9. De ser así, ¿acaso no es otra cosa que lo hace, y no “la sangre de Jesucristo” que “nos
limpia de todo pecado"?
10. Si su sangre nos limpia de todo pecado entre tanto el alma y el cuerpo están unidos,
¿no ocurre ello en esta vida?
11. Y cuando esa unión cese, ¿no tendrá que ser la limpieza en la vida venidera? Pero,
¿no será ya demasiado tarde?
12. Si es en el momento de la muerte; ¿en qué situación está el alma cuando no está ni
en el cuerpo ni fuera de él?
13. ¿Nos ha enseñado Cristo en alguna parte a orar por algo que nunca intentó darnos?
14. ¿No nos ha enseñado Él a orar, "Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también
en la tierra"? ¿Y no se hace ella perfectamente en el cielo?
15. De ser así, ¿no nos está enseñando a también orar por la perfección en la tierra? Y si
ese es el caso, ¿acaso no intenta darla?
16. ¿No oró el apóstol Pablo según la voluntad de Dios cuando oró que los tesalonicen-
ses pudieran ser santificados "por completo”, y guardados (en este mundo, no en el si-
guiente, a menos que estuviera orando por los muertos) irreprochables en alma, cuerpo y
espíritu, “para la venida de nuestro Señor Jesucristo"?
17. ¿Desea sinceramente usted liberarse en esta vida del pecado que mora?
18. Si ese es el caso, ¿no le ha dado Dios ese deseo?
19. De ser así, ¿acaso se lo dio para burlarse de usted, ya que es imposible que se cumpla
alguna vez?
20. Si no tiene la sinceridad suficiente siquiera para desearlo, ¿no está acaso discutiendo
sobre asuntos demasiado altos para usted?
21. ¿Ha orado usted alguna vez que Dios "limpie los pensamientos de su corazón" a fin
de que "le pueda amar perfectamente"?
22. Y si usted ni desea lo que pide, ni lo cree alcanzable, ¿no ora acaso como ora el
tonto?
Que Dios lo ayude a considerar tranquila e imparcialmente estas preguntas” (Juan
Wesley, Christian Perfection, 239-241).
39. En nuestra discusión de la gracia preveniente (capítulo 26) señalamos la necesidad de un
periodo preparatorio de obra en el corazón precedente al estado pleno de la salvación.
Negar esto es negar la gracia cooperativa y hacer que la salvación dependa exclusivamente
de la predestinación y la gracia irresistible. De eso es que trata el monergismo de la posi-
ción calvinista, contra la cual el arminianismo siempre se ha afirmado. Negar el periodo
preparatorio en el cual el creyente es hecho consciente de la atrocidad del pecado innato, y
en el que su deseo de que sea removido es estimulado, es rendirse a la idea de una mera

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 477

"santidad posicional" y negar el trabajo subjetivo del Espíritu. El obispo Hedding dice:
"Esa fe que es la condición de esta entera santificación la ejercita solo un corazón peniten-
te, un corazón dispuesto a separarse de todo pecado para siempre, y decidido a hacer la
voluntad de Dios en todas las cosas".
El corazón regenerado normal es uno donde el yo es restringido por la ley divina,
aunque el yo siga existiendo. En ese corazón hay dos centros de gravedad, yo y Cristo. Dos
leyes existen en conflicto, una ley terrenal horizontal y una ley piadosa perpendicular. En
un corazón tal el "hombre nuevo, creado en Cristo Jesús" reina, pero no sin un rival: uno
mismo. Es así como el regenerado tiene una doble naturaleza: la naturaleza divina im-
plantada en la regeneración, y la naturaleza de uno, siendo la primera activa y dominante,
y la última restringida y suprimida. Aquí la voluntad debe ejercerse constantemente, y la
más esmerada atención debe darse a fin de que "ninguna raíz de amargura [el yo] surja" y
dé problemas y la naturaleza pecaminosa entre otra vez en ascenso (Floyd W. Nease,
Symphonies of Praise, 143).
40. "¿Qué es la perfección cristiana? Amar a Dios con todo nuestro corazón, mente, alma y
fuerza. Esto implica que ningún mal genio, ninguno contrario al amor, permanece en el
alma; y que todos los pensamientos, palabras y acciones se rigen por puro amor". "La
perfección que yo enseño es amor perfecto; amar a Dios con todo el corazón, recibir a
Cristo como profeta, sacerdote y rey, a fin de que reine único sobre todos nuestros pen-
samientos, palabras y acciones" (Juan Wesley).
Cualquiera que sea el tiempo, ya sea largo o corto, cualesquiera que sean las manifesta-
ciones de tristeza, sean gemidos o lágrimas (estas cosas pueden variar), hasta que el pecado
no sea purgado del alma por un acto instantáneo del Espíritu en respuesta a la fe sencilla
en el Jesús que limpia, esa persona no tiene lo que llamamos la entera santificación. Por
otra parte, pretender una crucifixión del pecado en el alma, sin contar previamente conque
ese pecado sea clavado en la cruz en convicción profunda y penetrante y en renuncia de
uno mismo, es desarrollar un tipo superficial de experiencia. Fe, con la finalidad de que
sea ejercitada, presupone un cierto estado de la mente y los afectos, y sin ellos no puede
existir: su existencia misma los incluye, es decir, en los términos más breves, supone el
conocimiento del pecado y la tristeza por éste, y el conocimiento de que hay un Salvador y
una disposición a abrazarlo (Obispo Foster, Christian Purity, 121).
41. ¡Pureza y madurez! Las palabras son similares en sonido pero muy distintas en significado.
La pureza puede encontrarse en los primeros momentos después de que el alma encuentre
el perdón y la paz con Dios. Pero la madurez implica tiempo y crecimiento y ensayo y
desarrollo. El cristiano puro puede incluso ser un cristiano débil. Porque no es tamaño o
fuerza lo que se acentúa, sino solo la ausencia del mal y la presencia del bien elemental. La
pureza se obtiene como una crisis, la madurez viene como un proceso. Uno puede ser
hecho puro en un abrir y cerrar de ojos; es dudoso que alguien en este mundo deba clasi-
ficarse como realmente maduro. El crecimiento continúa mientras dure la vida, y quién
sabe si pueda continuar por toda la eternidad. Más fe, más amor, más esperanza y más
paciencia inclina a uno a pensar que en algún momento indefinido no tendremos ninguno
de los opuestos de estos. Pero el crecimiento no es un proceso de purificación. El creci-
miento suma, la purificación resta. Y aunque uno pueda acercarse a la santidad por un
proceso muy gradual, deberá haber un último momento para la existencia del pecado y un
primer momento cuando éste se haya ido totalmente, lo cual significa que en realidad la
santificación debe ser instantánea. En este o en cualquier momento, cada cristiano está
libre de pecado o no está libre de pecado. No puede haber ningún sentido en el que él sea
realmente santo y al mismo tiempo todavía de alguna manera esté contaminado (J. B.
Chapman, Holiness: The Heart of Christian Experience, 23-24).


478 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

42. La imposibilidad de distinguir entre pecado y flaqueza pone un énfasis indebido en el


pecado y tiende a disuadir a los que la buscan seriamente a ir adelante a una completa
liberación de la mente carnal. Llamar pecado a lo que no es pecado también abre la puerta
a actos de pecado. Otra distinción a tenerse en cuenta es aquella entre la humanidad como
tal y la carnalidad. Esta última es una perversión de la anterior. La entera santificación no
quita rasgo humano natural y normal alguno, aunque sí los purifica y los trae bajo suje-
ción a la ley de la razón y a las más elevadas influencias de la gracia divina.
No solo el pecado correctamente llamado, es decir, la transgresión voluntaria de una ley
divina, sino el pecado incorrectamente llamado, es decir, la transgresión involuntaria de
una ley divina, conocida o desconocida, necesitan la sangre expiatoria. Creo que no hay tal
perfección en esta vida que excluya estas transgresiones involuntarias, las cuales veo como
naturalmente resultantes de la ignorancia y los errores inseparables de la mortalidad. Por
lo tanto, perfección sin pecado es una frase que nunca uso, no sea que parezca contrade-
cirme. Creo que una persona llena del amor de Dios es todavía capaz de transgresiones
involuntarias (Juan Wesley, Plain Account, 43).
Para nosotros la clara enseñanza de la Biblia es que el ser humano deja de pecar cuando
empieza a arrepentirse... sin embargo, necesita una salvación adicional de muchas otras
cosas: de su ignorancia, de su carencia de aptitud para conformarse a los patrones celestia-
les, y de sus deficiencias o limitaciones debido a los resultados de las viejas condiciones. Él
es como el hijo de un rey que ha sido capturado y llevado a vivir entre razas salvajes e
incivilizadas, pero que finalmente es recapturado y traído a casa; está lleno de alegría y
amor, sin embargo, en su ignorancia, es susceptible de faltar de muchas maneras a las
nuevas condiciones a las que ha llegado. Así, cada cristiano siempre tendrá necesidad de
decir, "Perdónanos nuestros pecados". Cada uno necesita una salvación de gracia abun-
dante que mantenga todos los elementos de la mente y del cuerpo en su estado normal
como agentes e instrumentos de Jesucristo. Los apetitos del cuerpo son creados por Dios,
justos y buenos, y han de mantenerse en equilibrio y condición adecuados por las benignas
unciones del Espíritu Santo. Los atributos de la mente son, además, creados por Dios, y
deben mantenerse en equilibrio por el mismo Espíritu divino. Algunos de ellos necesitarán
gran ayuda directa del Espíritu Santo, y es necesario por nuestro bien que nos demos
cuenta de esa ayuda y la recibamos en respuesta a la oración. ... Una persona santificada
está en la parte inferior de la escalera. Es apenas un niño, un niño limpio. Ahora ha de
aprender, crecer, ascender, ser divinamente ampliado y transformado. El Cristo en esa
persona ha de hacer canales nuevos y completos en y a través de cada parte de su ser,
vertiendo el fluir del cielo a través de su pensamiento, vida, dedicación y fe (Phineas F.
Bresee, Sermon: Death and Life).
43. Los enteramente santificados necesitan la expiación. "En cada etapa necesitamos a Cristo
en los siguientes aspectos: (1) Cualquiera que sea la gracia que recibamos, es un regalo de
Él. (2) Lo recibimos como comprado por Él, simplemente teniendo en cuenta el precio
que Él pagó. (3) Tenemos esta gracia, no solo de Cristo, sino en Él. Porque nuestra per-
fección no es como la de un árbol que florece por la savia que deriva de su propia raíz,
sino, como se dijo antes, como la de una rama que, unida a la vid, lleva frutos, pero
separada de ella, se seca y se marchita. (4) Todas nuestras bendiciones, temporales, espiri-
tuales y eternas, dependen de su intercesión por nosotros, que es un aspecto de su oficio
sacerdotal, por lo tanto por ellas tenemos siempre igual necesidad. (5) El mejor de los seres
humanos todavía necesita a Cristo en su oficio sacerdotal para expiar sus omisiones, sus
deficiencias (como algunos impropiamente les dicen), sus errores de juicio y práctica, y sus
defectos de diversos tipos. Estas son todas desviaciones de la ley perfecta, y por lo tanto
necesitan una expiación. Sin embargo, que las mismas no sean correctamente pecados,
entendemos que así se percibe de las palabras del apóstol Pablo de que el que ama, ha

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 479

cumplido la Ley; porque “el cumplimiento de la Ley es el amor” (ver Romanos 13:10).
Ahora bien, los errores y cualquier flaqueza que se derive necesariamente del estado co-
rruptible del cuerpo, no son de ninguna manera contrarios al amor, ni, por lo tanto, en el
sentido de la Biblia, pecado" (Juan Wesley, Plain Account, 42-43”).
44. George Peck dice: "En primer lugar, supongo que todos admitirán que cuando la
tentación logra la concurrencia de la voluntad, el sujeto contrae culpa. No puede haber
duda aquí. En segundo lugar, es igualmente evidente que cuando la tentación engendra en
la mente un deseo por el objeto prohibido, el sujeto entra en tentación y entonces peca
contra Dios. En tercer lugar, también está claro que la tentación no puede ser invitada o
prolongada innecesariamente sin la indicación de una tendencia pecaminosa hacia el
objeto prohibido, y por lo tanto, tal curso no solo implica la ausencia de la entera santifi-
cación sino que implica al sujeto en culpa presente" (George Peck, Christian Perfection,
435).
Si fuéramos a discutir el problema largamente haríamos esta pregunta: ¿Cómo pudieron
Adán y Eva jamás caer siendo completos en santidad? La respuesta se encuentra en el
simple reconocimiento del hecho de la humanidad de Adán. Fue cierto entonces, y toda-
vía lo es, que el camino real de Satanás al corazón del ser humano es a través de sus natu-
rales apetitos y deseos. La tentación siempre se basa en el deseo. Es sobre este hecho que él
opera hasta que ha producido un acto de desobediencia, sembrando otra vez la semilla de
iniquidad en el corazón del ser humano. Pero persiste la pregunta, ¿cómo puede el pecado
realmente volver al corazón del ser humano después de haber sido eliminado una vez? La
respuesta se encuentra en el adecuado reconocimiento de lo que es realmente el pecado
como un principio. Aquí es donde nuestro lenguaje humano de nuevo se confunde en sus
esfuerzos de describir las relaciones espirituales. Hablamos del pecado como una sustancia
debido a la mendicidad del lenguaje. Se le llama el hombre viejo, el cuerpo de pecado.
Pero estos términos son simplemente figuras retóricas. El pecado como un principio
después de todo no es una sustancia, es una cualidad moral. Es la contaminación de la
corriente sanguínea de la naturaleza moral. De haber sido el pecado una sustancia o una
cosa, seguramente nunca hubiera podido colocarse de nuevo en la naturaleza una vez
hubiera sido quitado. Pero el pecado no es una sustancia, es una condición moral. Y al
igual que la corriente sanguínea de un individuo, habiendo sido una vez limpiada con
purgantes, podría otra vez ser descuidadamente contaminada por contaminantes, así el
corazón del ser humano puede otra vez contaminarse por la desobediencia e indolencia
espiritual (H. V. Miller, When He Is Come, 27-28).
45. Santiago indica que el pecado comienza en la lujuria o en los afectos desordenados:
"…sino que cada uno es tentado, cuando de su propia pasión es atraído y seducido". En
alguna parte en el proceso el deseo legítimo da paso al afecto indebido, y ahí comienza el
pecado. "Entonces la pasión [o el afecto desordenado], después que ha concebido [el
hecho interno del pecado], da a luz el pecado [o la manifestación externa de una condi-
ción pecaminosa interna] y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte" (Santiago
1:14, 15).
Olin A. Curtis en su libro, Christian Faith, sostiene que el carácter puede ser
absolutamente fijado por el libre uso de los motivos. Dice: "En la motivación de cada
persona moral hay, al principio de la prueba, dos grupos antagónicos de motivos, los
buenos y los malos. Es decir, cualquier interés personal que pueda deberse en lo absoluto a
la conciencia es necesariamente bueno o malo. Mediante el uso del motivo en cualquiera
de los grupos, el motivo así utilizado se hace más fuerte, y también el motivo opuesto, si
existe, se hace más débil. O, al rechazar un motivo, éste se hace más débil, y también el
contrario se hace más fuerte. Es decir, si usted tiene un interés y lo expresa en una volun-
tad específica, usted aumentará ese interés y disminuirá los intereses opuestos, o viceversa.

480 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

De esa manera, bajo la ley del uso, un motivo puede ser vaciado de toda urgencia. ... El
agotamiento de cualquier motivo en particular tiende a agotar todos los motivos en el
mismo grupo. La vida moral está de tal manera relacionada que si usted toca cualquier
parte deberá influir el conjunto. Por ejemplo, nadie puede perder todo interés en la ho-
nestidad y no empezar a perderle consideración a la verdad. Cuando todo el grupo, sea el
de motivos buenos o el de motivos malos, se agota, entonces el carácter moral de la per-
sona se fija más allá de cualquier posibilidad de cambio" (Curtis, Christian Faith, 49-50).
La tentación y la prueba, entendidas correctamente, tienden a agotar los motivos para
pecar y a fortalecer los que establecen el carácter en la justicia. Por otra parte, el constante
rechazo de lo bueno y la aceptación de lo malo tienden a fijar el carácter en el pecado y en
la injusticia. Cuando todos los motivos para el bien han sido agotados al punto de que el
Espíritu Santo no tenga base adicional de apelación al corazón, se dice que el individuo "se
ha pasado de la raya" o ha cometido el pecado contra el Espíritu Santo. Puede que exista
un acto final y sin duda lo habrá, pero será tan solo el acto final de una serie que ha resul-
tado en el endurecimiento del corazón contra toda apelación del Espíritu Santo.
46. Entre los diversos términos que se han utilizado para indicar la experiencia de la entera
santificación, esta expresión, "abundancia de la bendición" (Romanos 15:29), es una que
ha encontrado su lugar. ... Al buscar la derivación de la palabra griega, descubrimos que se
trata de un verbo que tiene dos sentidos, uno el de llenar y el otro el de cumplir, comple-
tar, perfeccionar, lograr. Aunque ambos significados están presentes en el uso del término
en el Nuevo Testamento, sin embargo los últimos predominan en una proporción de
cuatro a uno. Si traemos este segundo significado hasta el sustantivo, algo que se funda-
menta no solo por el hecho de que el verbo más a menudo lleva este sentido y también por
la terminación del sustantivo, entonces la idea que transmite es lo que se ha completado,
es decir, el complemento, el relato completo, el número o la cantidad entera, la plenitud,
la perfección. Es cierto que el término tenía un sentido general, y así se utiliza en los
evangelios, sin embargo, en los escritos paulinos es evidente que ha pasado en su mayor
parte a un significado definitivo, teológico y doctrinal. Se convirtió en una palabra que
tenía una connotación muy definida. ... Entre los cristianos de aquel día, la palabra había
encontrado su manera de expresar el pensamiento de una completa experiencia cristiana
relativa a la santidad de corazón, como la expresión "segunda bendición" lo hizo en los
círculos metodistas en una fecha mucho más posterior, y como lo hace ahora entre noso-
tros (Olive M. Winchester).
47. No puede ser perfecta consagración a la entera voluntad de Dios hasta que ha habido un
arrepentimiento sincero del doble ánimo y de la voluntariedad y de la terquedad y del
amor al mundo, todo lo cual son las marcas de un corazón no santificado. La tristeza del
alma por su pecado interno debe ser tan profunda y conmovedora como lo fue la tristeza
por sus pecados externos. El uno es tan repugnante a los ojos de Dios como los otros, y es
una barrera igualmente eficaz al perfecto disfrute de gracia y favor. Luego, al acercarse al
trono de Dios con esta más profunda necesidad, hay un punto donde el que busca satisfa-
cerla sabe que su tristeza y arrepentimiento por su depravación de corazón han alcanzado
su máxima profundidad; que su consagración a la voluntad de Dios es completa y final;
que las posesiones, el tiempo, los talentos y las ambiciones, las esperanzas, los deseos, y los
seres queridos y amigos, todos han sido rendidos para siempre a Cristo; que el gran futuro
desconocido ha sido puesto audazmente y con confianza en las manos de Dios a fin de que
Él lo controle y lo revele como y cuando le plazca hacerlo; que un querido Isaac ha sido
amarrado y colocado en el altar y el cuchillo levantado sin pensar en que habrá mano
divina que intervenga, de modo que se pueda decir de nosotros, como de Abraham, que
por la fe realmente lo hemos ofrecido a Dios. Uno sabe más allá de toda duda en esa hora
que su sacrificio es completo; que no hay nada que podría agregarle y nada que podría

LA PERFECCIÓN CRISTIANA O ENTERA SANTIFICACIÓN 481

quitarle. Y en ese instante glorioso, el que lo busca tiene el testimonio de su propio cora-
zón de que toda condición humanamente posible de satisfacer ha sido satisfecha (J. Glenn
Gould, The Spirit’s Ministry, 9-10).
48. Búsquela cada día, cada hora, cada momento. ¿Por qué no en esta hora, en este momento?
Ciertamente usted puede buscarla ahora, si cree que es por la fe. Y hay un sentido en que
seguramente sabrá si usted la busca por la fe o por las obras. Si por las obras, usted quiere
que primero se haga algo, antes de ser santificado. Usted piensa así: Yo debo ser o hacer así
y así. Y si ese el caso, usted está buscándola por obras hasta este día. Pero si la busca por la
fe, usted la espera como usted es, y si como usted es, pues la espera ahora. Es importante
observar que existe una conexión inseparable entre estos tres puntos: esperarla por la fe,
esperarla como usted es, y esperarla ahora. Negar uno es negarlos todos (Juan Wesley,
Sermons, I:391).
Así como por haberlo pagado todo usted se considera libre frente a su acreedor o a su
anfitrión, así ahora considérese libre ante Dios. Jesús lo ha pagado todo, y Él lo ha pagado
por usted: ha comprado su perdón y su santidad. Por lo tanto, es ahora el mandato de
Dios: "consideraos muertos al pecado”; y usted está vivo para Dios desde esta hora. Oh,
comience, comience a considerarse así ahora; no tema; crea, crea, crea y siga creyendo en
cada momento. Así continuará libre, puesto que esto se conserva como se recibe, solo por
la fe (Fletcher de Madeley).
Los escritores sobre este tema desde la mitad hasta el final del siglo XIX estaban
acostumbrados a utilizar el término "fe desnuda". J. A. Wood explica el término como
sigue: "Por fe sencilla se quiere decir tomarle a Dios su palabra sin dudar o razonar; y por
fe desnuda se quiere decir fe independiente de todo sentimiento, despojada de toda otra
dependencia excepto solo de Cristo. El piadoso Fletcher dice que una fe desnuda es una
"fe independiente de todas las sensaciones", una fe en una promesa desnuda, trayendo
nada consigo, excepto un corazón endurecido, sacudido, distraído y descuidado, un
corazón como el que usted tiene ahora" (J. A. Wood, Perfect Love, 104).
49. "Pero ¿no brilla la santificación por su propia luz?" "¿Y no lo hace así también el nuevo
nacimiento? A veces lo hace, como también lo hace la santificación; otras veces es lo
contrario. En la hora de la tentación, Satanás nubla la obra de Dios e inyecta ciertas dudas
y razonamientos, especialmente en aquellos que tienen entendimientos muy débiles o muy
fuertes. En tales momentos, hay una absoluta necesidad de ese testimonio sin el cual la
obra de santificación no solo no podría discernirse, sino que tampoco podría subsistir. Si
no fuera por esto, el alma no podría permanecer en el amor de Dios, y mucho menos
podría regocijarse siempre y en todo dar gracias. En estas circunstancias, por lo tanto, un
testimonio directo de que somos santificados es necesario en sumo grado" (Juan Wesley,
Plain Account, 75-76).
50. William Burton Papa, al hacer hincapié en la fase positiva de la perfección cristiana, dice:
"Es una perfección que no es otra cosa que una vida perfecta, la autoaniquilación en
Cristo, una unión perfecta con su pasión y su resurrección, y el perfecto disfrute del valor
de su nombre, Jesús, que es salvación del pecado. Es la perfección de ser nada en uno y
todo en Él. Es una perfección que los elegidos a una voz han añorado, desde los apóstoles
hacia abajo; ni más ni menos que el gimiente deseo de los hijos de Dios en todas las
edades; la aspiración común, profunda, con solamente una nota más enfática que la que
siempre se ha escuchado, aunque ella nunca haya estado ausente: la destrucción del pecado
innato de nuestra naturaleza. El que escudriña el corazón siempre ha conocido la mente
del Espíritu, aun cuando no se haya pronunciado claramente su deseo más profundo.
Todavía, pues, nos atrevemos a creer que quitará las últimas cadenas que atan las aspira-
ciones de sus santos y les dará un solo corazón y una sola voz en la búsqueda de la des-


482 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 2

trucción del cuerpo de pecado así como en la mortificación de sus miembros" (Pope,
Compend. Chr. Th., II:99).


Teología cristiana
Teología cristiana

TOMO III

H. ORTON WILEY

Casa Nazarena de Publicaciones


L EN EX A , KA NSA S , E E. U U.
Publicado por:
Casa Nazarena de Publicaciones
17001 Prairie Star Parkway
Lenexa, KS 66220 EUA
Título original:
Christian Theology, Vol. 3
Por H. Orton Wiley
Copyright © 2015 Global Nazarene Publications
Primera edición
ISBN 978-1-56344-665-8
Traductores: Juan Enríquez, Fredi Arreola y Juan R. Vázquez Pla
A menos que se indique lo contrario, las citas bíblicas han sido tomadas de la versión
Reina-Valera 95. Derechos reservados, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995.
Usada con permiso. Todos los derechos reservados.
ÍNDICE
PARTE 4
LA DOCTRINA DEL ESPÍRITU SANTO (CONT INÚA)
CAPÍTULO 30: LA ÉTICA CRIST IANA
O LA VIDA DE SANTIDAD ............................. 11

PARTE 5
LA DOCTRINA DE LA IGLESIA
CAPÍTULO 31: LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN
Y SU MINIST ERIO ......................................... 103

CAPÍTULO 32: LA IGLESIA: SU ADORACIÓN


Y SUS SACRAMENTOS ................................. 136

PARTE 6
LA ESCATOLOGÍA O DOCTRINA DE LAS ÚL TIMAS COSAS
CAPÍTULO 33: LA MUERT E, LA INMORTALIDAD
Y EL ESTADO INTERMEDIO ......................... 203

CAPÍTULO 34: LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO .............. 233

CAPÍTULO 35: LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO ................. 303

CAPÍTULO 36: LA CONSUMACIÓN FINAL .......................... 335

BIBLIOGRAFÍA G ENERAL ....................................................... 371


PARTE 4

LA DOCTRINA DEL
ESPÍRITU SANTO
(CONTINÚA)
CAPÍTULO 30

LA ÉTICA CRISTIANA
O LA VIDA DE SANTIDAD
Habiendo considerado el asunto de la santidad como doctrina y
como experiencia, es natural que pasemos ahora a considerarlo en sus
aspectos prácticos o éticos. Hemos visto que un corazón santo es la
condición fundamental para vivir santamente. Es específicamente
establecido que “somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para
buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduvié-
semos en ellas” (Efesios 2:10). Sin embargo, cuando pasamos de la
consideración de la experiencia cristiana a la vida que resulta de dicha
experiencia, estamos tornándonos en cierto sentido del campo de la
dogmática al de la ética. La dogmática le presta atención a las doctrinas,
respondiendo a la pregunta: ¿Qué debemos creer? La ética busca
responder a la pregunta: ¿Qué debemos hacer? La teología arminiana ha
prestado siempre mucha atención a la moral y a las costumbres
cristianas, como lo demostrará el examen de las obras de Juan Wesley,
Richard Watson, Adam Clarke, William Burton Pope, Minor Ray-
mond, Thomas O. Summers, Thomas N. Ralston y Samuel Lee. John
Miley también le pone atención a la necesidad de un gobierno moral,
pero considera el asunto como relacionado a su teoría gubernamental
de la expiación. Sin embargo, nuestro propósito no es considerar el
campo de la ética general o filosófica, y ni siquiera el campo de la ética
cristiana considerada como ciencia, sino solo examinar de manera más
inmediata la vida de santidad como relacionada a la doctrina y la
experiencia de la entera santificación. Después de una breve considera-
ción de la relación de la teología con la ética, de la revelación como la
fuente de la ética cristiana, y de la base bíblica de la ética, le prestaremos
nuestra atención a lo siguiente: (I) El desarrollo de la teoría ética en la

11
12 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

iglesia; (II) los principios de la ética cristiana; y (III) la ética práctica.


Esta última será considerada bajo la división triple de (1) la ética teísta
o los deberes que nos obligan para con Dios; (2) la ética individual o los
deberes que nos obligan para con nosotros mismos; y (3) la ética social,
o los deberes que nos obligan para con otros.
La relación de la teología con la ética. Así como la teología es la cien-
cia de Dios y de las mutuas relaciones de Dios y el ser humano, así la
ética, como la ciencia del deber, tiene que ver con el fin, los principios y
los móviles de la conducta obligatoria.1 Cuando el material de las dos
ciencias es derivado enteramente de la naturaleza, tenemos la teología
natural, y la ética natural o naturalista; cuando se deriva de la revela-
ción, tenemos la teología revelada, y la ética revelada o teológica. Sin
embargo, no hay carencia de armonía entre las dos fuentes de material,
ya que la una deberá ser de alguna manera suplemento de la otra. En
nuestra discusión de la revelación general y especial (tomo 1, capítulo
6), señalábamos que Dios se revela a sí mismo al hombre, (1) por
medio de una revelación primaria en la naturaleza, en la constitución
del hombre, y en el progreso de la historia humana; y (2) que en
adición a esta revelación general manifestada a través de Sus obras
creadas, hay una revelación especial hecha por medio del Espíritu a las
conciencias y a lo consciente de los hombres. Así también, en el campo
de la ética, Dios se revela a sí mismo en dos clases de leyes, la natural y
la positiva.2 (1) La ley natural es aquella que Dios ha escrito en el
corazón de cada hombre, o lo que la luz de la razón nos enseña como
bueno o malo. De aquí que el Apóstol diga de los paganos en contra-
posición de los judíos que, “éstos, aunque no tengan la ley, son ley para
sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando
testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razona-
mientos” (Romanos 2:14-15). Son ley para sí mismos debido a que
conocen en sí mismos lo que es bueno y lo que es malo, gracias a la
razón, la cual es para ellos el heraldo de la ley divina. Tanto la historia
como la experiencia nos enseñan que todas las naciones tiene una
medida de revelación divina. Esto lo hemos demostrado en nuestro
estudio de la religión y la revelación, por lo cual solo necesitamos
señalar que todas las naciones reconocen de igual manera ciertos
principios comunes de moralidad. La educación, la cual ha variado de
época en época, no puede ser la fuente de estos principios uniformes;
por consiguiente, deberemos encontrar la fuente común de estas
máximas en la razón natural, la cual procede de la Luz que alumbra a
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 13

todos los hombres que vienen a este mundo. (2) La ley positiva es
aquella que depende de la voluntad libre de Dios, y, por consiguiente,
puede conocerse solamente por medio de la revelación. Debe notarse,
sin embargo, que lo que en un respecto es asunto de la ley natural, en
otro puede existir como ley positiva. De aquí que la ley natural revele la
necesidad de cierto periodo de reposo cada semana como algo esencial
para la mayor eficiencia del ser humano en el servicio; pero esto
también está declarado por la ley positiva en la institución del sabbat, lo
cual consiste en separar un día de cada siete como santo al Señor. En
estrecha conexión con esto, la razón también da a conocer la necesidad
de la adoración divina; pero que el tiempo deba ser un día completo, y
ello en un día fijo de la semana, es revelación de la ley positiva. De
manera similar, el decálogo, con sus “diez palabras”, todas las cuales
están basadas en la relación del ser humano con Dios, con otros, y
consigo mismo, también es accesible a la razón. Sin embargo, debido a
que la consciencia del ser humano está opacada por su fracaso en
caminar en la verdad, el decálogo, como una transcripción de la ley
escrita en los corazones de los hombres, también fue dado por decreto
positivo. Por tanto, podemos decir del decálogo que sus preceptos, en
cuanto a su sustancia, pertenecen a la ley natural; pero en cuanto a la
manera de su manifestación, son parte de la ley positiva o revelada.
La revelación como fuente de la ética cristiana. Ahora se nos trae a la
posición en la que la ética cristiana deberá extraer de la revelación
cristiana lo que será su material inmediato. Puede que admitamos, y de
hecho lo hacemos, que la luz de la conciencia natural provea testimonio
corroborativo en la medida en que su débil luz penetre, pero hemos de
afirmar también que la naturaleza sola no puede proveerle al cristia-
nismo de un sistema de ética o de moralidad más que lo que puede
proveerle de un sistema de doctrinas. Si el dogma trata acerca de Dios y
de la verdad por la cual se logra la salvación, así también la ética trata
con las normas por las cuales se ordena la vida cristiana, y con los
medios por los cuales se le da su debida expresión. Por lo tanto, es lo
moral o lo ético del cristianismo lo que completará la ciencia de la
religión, ya que es solo por medio de una combinación del dogma y de
la ética que el plan de salvación puede revelarse en su perfección. Sin
embargo, el hecho de que haya una mayor unanimidad de pensamiento
en lo que respecta a las normas de moralidad que en lo concerniente al
dogma, puede atribuírsele a la mayor luz que la vida moral recibe de la
razón natural. El dogma, por su lado, es puramente un asunto de
14 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

interpretación bíblica. La más alta revelación de Dios al hombre se


encuentra en Jesucristo como el Verbo hecho carne. Por consiguiente,
el elemento positivo en la ética cristiana es el curso de vida que le
introduce a las condiciones del ser humano, una vida actualizada en la
historia humana por Jesucristo como el Dios-hombre, y comunicada
por medio del Espíritu a la comunidad de creyentes. La vida de Cristo,
entonces, se vuelve la norma de toda conducta cristiana, ya sea por
palabra, por obra, o por el espíritu que subyace bajo estas palabras u
obras. Sus palabras nos proveen el conocimiento de la voluntad divina;
sus acciones son la confirmación de la verdad, y su Espíritu es el poder
por el cual sus palabras se encarnan en obras. Con esta declaración en
cuanto al elemento positivo de la ética cristiana nos volveremos ahora a
la Biblia como la revelación escrita del Verbo encarnado, pues en ella
encontraremos nuestras normas de conducta cristiana, al igual que la
promesa de poder del Espíritu por el cual estas normas han de mante-
nerse.
La base bíblica de la ética.3 Aquí nos referiremos solo a aquellos
pasajes bíblicos que nos provean la base para el sistema general de la
ética cristiana, por lo que reservaremos para consideración posterior
aquellos pasajes que se refieren específicamente a los deberes cristianos.
La primera pregunta que surge es: ¿Han de derivarse las fuentes de la
ética cristiana solamente del Nuevo Testamento, o son los escritos del
Antiguo Testamento considerados parte de la revelación cristiana? Este
asunto se ha considerado previamente en conexión con otro (tomo I),
por lo que es suficiente decir aquí que el Antiguo Testamento, en la
medida en que es aplicable a la vida cristiana, todavía obliga a las
personas. Ciertas porciones del mismo, sin embargo, especialmente los
tipos y las sombras de cosas mejores que vendrían, tuvieron su perfecto
cumplimiento en el gran Antetipo, mientras que otras de naturaleza
ceremonial o política fueron abrogadas por pertenecer solo a la
economía mosaica. Pero la ley moral de Moisés, cuya sustancia se
encarnó en el decálogo, no fue suplantada, sino que nuestro Señor se
refirió a ella como de vigente autoridad, sin que se necesitara una nueva
promulgación especial. “No penséis que he venido para abrogar la ley o
los profetas”, dijo Él; “no he venido para abrogar, sino para cumplir.
Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una
jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido. De
manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy
pequeños, y así enseña a los hombres, muy pequeño será llamado en el
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 15

reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será
llamado grande en el reino de Dios” (Mateo 5:17-19).
Las enseñanzas éticas de los evangelios se centran en la idea del
reino, la entrada al cual será solamente sobre las bases del arrepenti-
miento y la fe. La aceptación del llamado de Dios implica la subordi-
nación de toda las demás lealtades. “No os afanéis, pues, diciendo:
¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? … Mas buscad
primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán
añadidas” (Mateo 6:31, 33). Al Sermón del Monte se le ha llamado la
Carta Magna del reino. En éste la verdadera interioridad de su natura-
leza se nos presenta como una actitud del espíritu: de pensamiento, de
sentimiento y de voluntad, la cual encuentra su máxima expresión en la
palabra y la obra. La descripción que Jesús nos presenta no es la de
ciertos hechos, sino la de cierto tipo de carácter. La verdadera fuente de
la obediencia se encuentra en el amor divino.4 Cuando a Jesús se le
preguntó acerca del más grande mandamiento de la ley, Él replicó:
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, …y con toda tu mente.
Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos
depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:37-40). Los hijos del
reino deberán ser “prudentes como serpientes, y sencillos como
palomas” (Mateo 10:16); no resistirán “al que es malo” (Mateo 5:39); y
temerán “a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de
echar en el infierno” (Lucas 12:5). Según Jesús, la prueba suprema del
amor es esta, “que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13). Y
en estrecha conexión con lo anterior está la aplicación práctica de que
“todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su
vida por causa de mí, éste la salvará” (Lucas 9:24).

EL DESARROLLO DE LA TEORÍA ÉTICA


EN LA IGLESIA
Los periodos que marcan el desarrollo de la teoría ética en la iglesia
difieren en algo de los que son importantes en la historia de la dogmá-
tica. Para propósitos nuestros, el asunto puede convenientemente
resumirse en los siguientes periodos: (1) El periodo patrístico, desde los
primeros padres hasta el tiempo de Constantino; (2) la Edad Media,
desde el tiempo de Constantino hasta el fin de la Edad Media; (3) el
Renacimiento y la Reforma; y (4) el periodo moderno.
16 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

El periodo patrístico. Durante el primer siglo, los intereses de la


iglesia estaban principalmente dedicados a la conducta práctica más
bien que a la reflexión racional. Adolph Harnack dice que durante el
primer siglo y medio, la iglesia calificaba como secundario todo lo que
no fuera la suprema tarea de mantener su moralidad. La nota domi-
nante de la iglesia primitiva era la de un amor divino que se manifestara
en el cuidado de los pobres, la hospitalidad para con los extraños, el
evitar el lujo sensual y los vicios de los paganos, y la devoción a la
pureza de vida establecida por Cristo y los apóstoles. No fue hasta la
segunda parte del segundo siglo que se dio una reflexión formal sobre
los problemas éticos. En el progreso del cristianismo en su conflicto con
el paganismo, el punto de vista más rígido del montanismo llegó a
ocupar un lugar en la apologética a la par de la tendencia más modera-
da de los tiempos anteriores. Igualmente peligrosos, aunque en
diferente dirección, eran los puntos de vista equivocados de la libertad
cristiana de los gnósticos, los cuales llevaron a los arriesgados errores de
los carpocratianos y las sectas panteístas posteriores. Fue así como se
volvió tarea del cristianismo determinar de manera más exacta sus
principios y aplicaciones de moralidad. Cierto trabajo preliminar había
sido hecho en las Epístolas de Clemente y del Pastor de Hermas, y en la
Epístola de Diogneto, pero quedaría en manos de los padres posteriores
formular los principios éticos de la iglesia.5 En la ética, como en la
dogmática, existía un acercamiento diferente entre el oriente y el
occidente. El primero consideraba la ética cristiana, en cierto sentido,
como suplementaria de la antigua filosofía griega, la cual por sí misma
era inadecuada para el conocimiento de Dios y de la inmortalidad. El
cristianismo, pues, completaba los principios éticos griegos, los cuales se
asumía que estaban basados en la razón universal. Esta fue la posición
de Justino Mártir, quien hizo de la doctrina del Logos el fundamento
de su exposición. Los padres posteriores u occidentales mantenían que
el cristianismo era algo éticamente nuevo en su totalidad, y que, por lo
tanto, no estaba en sentido alguno relacionado con la ética del paga-
nismo. Aquí Tertuliano es el apologista representativo. Para él, el
cristianismo era un poder espiritual dado a la iglesia para preservarla del
paganismo, y para organizar a sus hijos en un ejército compacto para
atacar, conquistar y juzgar el paganismo. Clemente de Alejandría
consideraba la filosofía como propedéutica para la fe, y su obra
representó una mezcla de las contribuciones del pensamiento griego y
judío. Una serie de sorprendentes ideas éticas serían desarrolladas en sus
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 17

Paedagogus, Stromata y Exortaciones. Con Cipriano, uno de los padres


latinos, la iglesia llegó a la prominencia como el centro de todo un
campo de ética. Ello resultó de la controversia con los montanistas y los
novacianos, lo cual trajo como consecuencia que la relación del
individuo con la iglesia se tornara la relación ética más prominente de
la vida.6
La Edad Media. La conversión de Constantino en el siglo cuarto
trajo cambios en la iglesia. Libre ya de la persecución de parte del
estado, la iglesia pronto alcanzaría prestigio y poder. Se desarrolló un
sistema eclesiástico que en su momento iniciaría la persecución de los
paganos y de los herejes. Aumentó la mundanalidad, y muchos
cristianos que buscaban la vía del sacrificio se retiraron a la vida
monástica. Esto hizo que surgiera un tipo de ética diferente y particu-
lar. Ambrosio (340-397), en su obra titulada De Officiis Ministrorum, le
dio a la iglesia lo que generalmente se considera el primer manual de
ética cristiana. Una obra estoica de Cicerón le sirvió de modelo, y la
idea de la ley natural que presentó tendría una influencia definitiva
sobre la posterior ética escolástica. Esa ley de la naturaleza era la ley de
las cosas como Dios las creó, y de ella había algo que aprender concer-
niente a los requisitos de la moralidad. Por sobre ese nivel, había dentro
del ser humano un conocimiento moral logrado por medio de la razón
y la conciencia; pero al nivel más elevado de todos estaba la voluntad de
Dios según lo expresaba la Biblia, lo cual culminaba en la enseñanza y
el ejemplo de Cristo. Los comienzos del ascetismo, sin embargo, son
muy notables en Ambrosio, por cuanto reconocía dos niveles de
moralidad, uno obligatorio para todos, y el otro que incluiría obras
hechas más allá de lo requerido, a fin de lograr un grado más elevado de
perfección. Él también adoptó definitivamente las cuatro virtudes
cardinales griegas: prudencia, justicia, valor y templanza. La prudencia,
sin embargo, era para Ambrosio no tanto razón o sabiduría, sino un
conocimiento personal de Dios que se manifestaba en la conducta
humana. La justicia debería ejercerse, “primero hacia Dios, segundo
hacia nuestro país, tercero hacia nuestros padres, y por último hacia
todos”. Interpretó el valor como la firmeza en las pruebas de la vida
ordinaria, y la templanza como el respeto propio, la modestia en todas
sus formas, y el debido aprecio por los demás. La obra de Ambrosio fue
de carácter transicional, y llevaría directamente al sistema de ética
cristiana más distintivo de Agustín.
18 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Agustín (354-430) sistematizó la ética de la iglesia occidental, y los


principios que éste adelantó serían considerados como autoritativos
durante gran parte de la Edad Media. En Agustín, la idea central y
dominante de la vida cristiana era la unión con Dios, una experiencia
de perfecta paz y felicidad que podía ser alcanzada solo en la vida por
venir. De aquí que, en La ciudad de Dios, Agustín distinguiría entre la
ciudad terrenal, la cual era temporal, y la ciudad de Dios, la cual era
eterna. Para él, la vida moral tenía su base en Dios, y concordaba con el
mundo que Él había creado. Por lo tanto, se opuso a la teoría de que la
moralidad se basara en la costumbre social, una posición que se define
comúnmente como “la costumbre que opera conscientemente”.
También consideraba el punto de vista de la ética cristiana como
opuesto a la apatía estoica en lo tocante a la vida emocional. Sin
embargo, iba a ser en la voluntad en donde Agustín pondría su mayor
énfasis. La persona debía rendir su voluntad en amor. Las dos tenden-
cias puestas de relieve por Agustín traerían efectos nocivos más tarde en
la historia. (1) Él se conformó a la distinción que se había vuelto
normativa entre lo que se les ordenaba a todos, y lo que se aconsejaba
como de alcance adicional y que contribuiría a la perfección. Esto llevó
al énfasis en las obras de supererogación, y a la acumulación de méritos,
lo cual a su vez contribuiría a las prácticas ascéticas. (2) Su idea de la
rendición propia no fue un incentivo menor para la supresión eclesiás-
tica de la libertad individual. Sostuvo que la iglesia, como organización
continua, poseía la verdad, y la autoridad para enseñarla. Esto requeri-
ría la sumisión individual. Siendo que era designación divina que los
seres humanos entraran en la iglesia, ellos lo debían hacer voluntaria-
mente, pero si no, deberían ser compelidos a hacerlo. Era, pues, el
deber sagrado de la iglesia ver que las personas entraran en la iglesia, y si
la iglesia carecía de ese poder de compulsión, era deber sagrado del
estado venir en su rescate y obligarlas a entrar, para que la iglesia se
llenara. A partir de estas dos tendencias, tanto el sistema eclesiástico
como el monástico recibirían un impulso adicional durante la Edad
Media.
Lo monástico vino a ser la característica distintiva del cristianismo
medieval, lo cual hizo que le proveyera su concepción de la ética
cristiana. El ascetismo ya se había establecido entre los cristianos del
tiempo de Agustín, dándoles éstos gran importancia a los elementos en
los evangelios y en los escritos paulinos que parecían aprobar las
prácticas ascéticas. El monaquismo como revuelta contra la mundana-
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 19

lidad creciente en la iglesia estatal surgió independiente y frecuente-


mente como una oposición a la organización eclesiástica. Por esta
razón, aun cuando se aliaría con la iglesia en un tiempo posterior, el
monaquismo retuvo mucho de su independencia. El ideal monástico,
sin embargo, pronto llegó a ser predominante, al punto de que los
monjes que hacían voto se convertían en el clero “religioso” o regular,
entre tanto que los sacerdotes no monásticos se convertían en “los
seculares”. Basilio (c. 329-379) fue probablemente el primero en
inaugurar un movimiento definitivo hacia la vida comunitaria entre los
ascéticos. Benedicto (480-543) introdujo una nueva regla. Previo a ésta
los monjes se habían ocupado mayormente en la conquista de sí
mismos; Benedicto, en cambio, hablaría de la entrega de sí mismos. Sus
monasterios se organizarían siguiendo lineamientos comunales de regla
democrática. Quizá no hubo regla menos ascética que la de Benedicto.
Bernardo de Claraval (1094-1174), gracias a su gran santidad y poder
personal, fue capaz de efectuar grandes reformas siguiendo lineamientos
espirituales. Francisco de Asís (1182-1226), y Domingo de Guzmán
(1170-1221), trajeron grandes cambios en la concepción de la vida y las
prácticas ascéticas. Desarrollaron un interés y un amor compasivo por
la humanidad que los sacó del claustro y los arrojó a un ilimitado
ministerio de amor. El ideal ético de San Francisco era la imitación de
Cristo, específicamente en espíritu, pero también mayormente en los
detalles de conducta. Los votos de pobreza, de castidad y de obediencia
tenían como propósito la completa devoción del individuo al bienestar
de los demás. Se ponía un énfasis especial en la pobreza. Entre tanto
que los franciscanos se dedicaron principalmente a la evangelización,
los dominicos establecieron sus casas cerca de las universidades,
prestando su atención mayormente a la educación. Este medio pronto
les permitió establecer las normas doctrinales de la iglesia, algo que
continuarían haciendo por varios siglos. El ascetismo entre los místicos
posteriores fue de un tipo más elevado. Juan Escoto Erígena introdujo
el misticismo griego según era conocido en Macario el Egipcio, en
Dionisio, y en Máximo “el Confesor”, con lo cual se llegó al punto de
partida para el misticismo de la iglesia occidental. Este desarrollo se
llevó a cabo de dos formas, la románica, como en Hugo y Ricardo de
San Víctor, Bernardo de Claraval, Buenaventura, Juan Gersón y
Miguel de Molinos; y la germánica, como en Enrique Susón, Juan
Ruysbroek, Juan Tauler y el Maestro Eckart. Pero, en la medida en que
el misticismo desarrolló una ética, retuvo el falso principio del ascetis-
20 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

mo de una contradicción entre materia y espíritu, y entre Dios y el


mundo. La principal razón atribuida al fracaso de los místicos en
desarrollar una ética verdadera fue la falta de una concepción propia de
la personalidad. Que el alma creada sea capaz de recibir lo divino, y que
por este medio alcance una unión perfecta entre lo finito y lo infinito,
es una idea que no cobrará prominencia sino hasta Lutero y su doctrina
de la justificación por la fe.
Tomás de Aquino (c. 1225-1274) trató la ética como parte integral
de un sistema general de filosofía y teología. En Aquino, la ética
alcanzaría su declaración autoritativa. El fin último por el cual actúa el
ser humano, o por lo menos por el que debe actuar, Aquino lo llamó
“bienaventuranza” o “verdadera felicidad”, el cual, una vez alcanzado,
será todo suficiente. Nada puede satisfacer excepto el Infinito, o la
bondad eterna de Dios mismo. Es así como Aquino echa un cimiento
sólido para la teoría ética basada en el teísmo cristiano. La virtud, o la
excelencia propia de algo, consiste en el que ese algo esté bien dispuesto
según su clase. Siendo que el ser humano ha sido constituido como
alma racional, la ética deberá ser según la razón. Las virtudes en la
persona serán, pues, aquellos hábitos del alma de acuerdo con los cuales
se desempeñan las buenas acciones. Las virtudes se clasifican como
sigue: (1) Morales, las cuatro virtudes cardinales griegas: prudencia,
justicia, templanza y firmeza; (2) intelectuales, entendimiento, conoci-
miento y sabiduría; y (3) teologales, fe, esperanza y amor. Las de los
primeros dos grupos podrán ser conocidas por la razón, pero las del
último solo por la revelación. Las virtudes naturales llevan al desarrollo
del carácter; y las teologales a la felicidad espiritual aquí y en la vida del
mundo por venir. Aquino, sin embargo, trató las virtudes cardinales
griegas según el método cristiano. Consideró las pasiones en sí mismas
como indiferentes, y, por lo tanto, como que debían ser puestas bajo el
control de la voluntad. De las virtudes teologales, el amor o la caridad
era la más elevada, e incluía las otras en dentro de sí. La influencia de
Agustín sobre Aquino, sin embargo, se ve claramente, puesto que
Aquino aceptó la actitud doble hacia la moralidad, y aunque conside-
raba lo terrenal y lo celestial como compatibles, aquellos que pusieran
su atención en las cosas celestiales recibirían mayor alabanza.
El Renacimiento y la Reforma. La nota dominante de la Edad Media,
que fue la subordinación de la vida terrenal a la vida venidera, sería
seguida por el desarrollo reaccionario conocido comúnmente como
humanismo. Aquí el énfasis recaería sobre la vida individual y el mundo
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 21

presente. Pero el humanismo no produjo una teoría ética profunda ni


difundida. De hecho, el humanismo era irreligioso. La concepción
tradicional del pecado y la expiación le significaron poco o nada, y no
hubo lugar para la experiencia de tipo contemplativa. El humanismo
fue en un verdadero sentido el retorno a los ideales paganos de Grecia y
de Roma, aun cuando tuviera el efecto de ampliar los horizontes de los
seres humanos. Los precursores de la Reforma, Wycliffe (c. 1321 o
antes–1384) y Huss (1369 ó 1373-1415), señalaron las debilidades
morales de su tiempo, y buscaron despertar interés en los estudios
clásicos, además de introducir una nueva característica en el pensa-
miento ético, a saber, la de exaltar la moralidad como guía hacia el
interior de la sabiduría del cristianismo como gobernante de los asuntos
de la vida práctica. Así lo desarrollarían Petrarca (m. 1374), Marsilius
Ficinus (f. 1499), Luis Vives (f. 1540) y Erasmo (f. 1536). Savonarola
(1452-1498), especialmente, se opuso a la corrupción moral y a la
mundanalidad tanto de los líderes seculares del Renacimiento como de
los altos oficiales de la iglesia. Se esforzó en establecer la concepción
ética de la iglesia medieval de que el pensamiento del otro mundo debía
dominar tanto el pensamiento como la conducta. “Vivimos en este
mundo, oh mis hermanos”, decía él, “solo para aprender a morir”.
La Reforma Protestante, en cierto sentido, fue una reacción tanto al
medievalismo como al Renacimiento.7 Con la creencia en el otro
mundo heredada del medievalismo, y la insistencia en el mundo
presente como contribución del Renacimiento, el problema ético del
periodo de la Reforma vino a ser cómo concebir la ética o moralidad
cristiana para que incluyera tanto lo terrenal como lo trascendental. Es
por eso que el protestantismo insitió en que la vida no era para vivirse
en el monasterio sino para que se participara de manera activa en los
asuntos humanos. A la vez, sin embargo, se opuso a la tendencia del
humanismo de hacer del placer y de la cultura intelectual los principales
asuntos de esta vida. James Denny indica, por esto, que el fin de la
Reforma fue “expelerle la religión a las cosas, y exhibir todas las
realidades de ésta como personas y como relación de personas”. Lutero
desarrolló una forma de dualismo ético cuando hizo de la moralidad la
manifestación espontánea de la vida interior del Espíritu, y, dada esa
libertad como hijos, que los cristianos se sujetaran a sí mismos al
servicio justo de manera voluntaria. “Cuando hayamos enseñado la fe
en Cristo”, decía él, “entonces enseñaremos también las buenas obras”.
Calvino fue más sistemático en su pensamiento, fundamentando la
22 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

ética en la naturaleza del hombre como creado por Dios. En sus


Institutos, incluyó la ética bajo el tópico de la regeneración, y comentó
sobre ella dentro de su estudio del hombre cristiano, del llevar la cruz, y
de temas similares. Calvino veía el decálogo como una declaración de
los fundamentos de la ley moral grabada en las mentes de las personas.
Conformarse al decálogo era obedecer a Dios, y ello era moralidad.
Toda tolerancia de pecado era participar del mismo. De aquí que, en
las iglesias reformadas, se volviera práctica común adscribirles gran
valor a los elementos legales del Antiguo Testamento, y combinarlos en
un sistema ético en conexión con el decálogo.
Otros escritos de este periodo, los cuales contribuyeron a la ética
cristiana, fueron los de Juan Bunyan (1628-1688), quien, aun cuando
no desarrollara una teoría ética distintiva, hizo de la gracia redentora la
característica dominante de todos sus escritos; los de Jorge Fox
(1624-1690), quien resultó singularmente claro en su juicio sobre
grandes cuestiones morales; los de Jeremías Taylor (1613-1667), quien
en su Holy Living [Vivir santamente] consideró la pureza de intención
como la cosa esencial en la moralidad; y los de William Law
(1686-1761), quien, en su obra, Serious Call to a Devout and Holy Life
[Un llamado serio a la vida devota y santa], ofreció una exposición de la
vida cristiana conforme a principios éticos. Esta obra ha sido compara-
da con Imitation of Christ [La imitación de Cristo], de Thomas a
Kempis, en donde el principio de la sumisión y el espíritu de obedien-
cia que echa fuera todo lo que no es santo, lo subyacía todo. “Todas las
ansias que turben la vida humana, que nos hagan inquietos con
nosotros mismos e irritables con los demás, que nos hagan desagrade-
cidos con Dios, y que nos lleven de quehacer en quehacer, y de lugar en
lugar, en pobre persecución de quién sabe qué, son ansias a las que ni
Dios, ni la naturaleza, ni la razón nos han sujetado, sino que solo son
inducidas en nosotros por el orgullo, la envidia, la ambición y la
codicia” (William Law, Serious Call [Un llamado serio]. A estos se
podrían añadir los nombres de Joseph Butler (1692-1752), cuya teoría
es similar a la de Tomás de Aquino, pero desarrollada independiente-
mente. El obispo Butler reconoció dos fuentes de conocimiento ético:
la naturaleza y la razón por un lado, y la revelación por otro. Para
Butler, Dios era la fuente de la ley moral en la conciencia, en la
constitución de la naturaleza, y en la Biblia, y toda moralidad cristiana
estaba incluida en el amor a Dios, a los demás, y a uno mismo. Así que,
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 23

la ética cristiana era a su vez empírica y trascendente, antropológica y


teológica.
El primer teólogo de la Iglesia Reformada que trató la ética cristiana
como algo distinto a la dogmática fue Lambertus Danaeus (m. 1536).
Su obra titulada Christian Ethics [Ética cristiana] fue publicada en
1577. En la Iglesia Luterana, Georg Calixtus siguió el mismo método
en Epitome of Moral Theology [Epítome de la teología moral]
(1634-1662). Los teólogos católicos romanos criticaron marcadamente
esta separación entre la dogmática y la ética por tender al humanismo y
minimizar la revelación. La filosofía cartesiana despertó un nuevo
interés en el estudio de la ética, especialmente en la Iglesia Reformada;
y los dos movimientos del pietismo y el metodismo ejercieron de igual
manera un efecto estimulante y purificador. El arminianismo, espe-
cialmente, le proporcionó una gran promesa al lado ético del cristia-
nismo. Como indicadores del cierre del viejo orden y de la transición a
un nuevo periodo, podríamos mencionar Institutes of Moral Theology
[Institutos de la teología moral], de Johan Franz Buddeus (1711-1724),
y Ethics of the Holy Scriptures [La ética de la Santa Biblia] (9 tomos,
1735-1753), de Johan Loren Mosheim. Con Immanuel Kant, y su
doctrina del imperativo categórico, comenzó un nuevo periodo en el
estudio de la ética, uno que liberó al tema de muchas de las viejas
restricciones, pero que lamentablemente le robó sus profundos móviles
religiosos. Hubo un tiempo durante el cual no se adoptó ningún
principio de ética cristiana. Schwartz y Flatt se adhirieron definitiva-
mente a la Biblia sin intentar ningún principio de clasificación
científica. DeWette fue probablemente el primero de tiempos moder-
nos en señalar la necesidad de tal principio, y a partir de ese tiempo las
obras protestantes sobre ética se caracterizarían por el esfuerzo de
alcanzar un carácter más científico. Pero, sin embargo, es a Friedrich
Schleiermacher a quien deberemos volvernos como fundador de la ética
teológica moderna. El subjetivismo de Kant, habiendo alcanzado sus
consecuencias en Johann Fichte, hizo que la filosofía se volviera hacia el
objetivismo. Friedrich Schelling adelantó la teoría de la identidad del
sujeto y el objeto, y sobre estas bases, Schleiermacher construiría su
ética. Él retornaría a la vieja idea del reino de los cielos, la cual había
desaparecido enteramente de la filosofía de Kant y de Christian Wolff.
Sin embargo, distinto a Buddeus, Schleiermacher no consideraría el
reino como un ámbito indefinido más allá del sepulcro, ni aceptaría la
posición de los católicos romanos de limitarlo a la iglesia en la tierra.
24 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Más bien encontraría el reino en todas las esferas de la vida, gracias a la


acción virtuosa del individuo. Después de Schleiermacher, quizá la obra
más importante será, Theological Ethics [La ética teológica], de Richard
Rothe. La misma ha sido alabada como presentadora de una penetrante
mirada “a la más profunda médula de la especulación ética”, y como
demostradora de que “el cristianismo es la realización del más elevado
pensamiento de Dios” (Bunsen). Por otro lado, mereció la justa crítica
por hacer del estado y no de la iglesia el bien supremo, y por mantener
que debía ser el objeto de la iglesia resolverse a sí misma en el estado.
En esto seguiría a Hegel, quien hizo del estado el bien supremo, en
directa oposición a la ética tanto de la Iglesia Católica Romana como de
la iglesia protestante.
Entre las obras de ética cristiana más modernas están las siguientes:
Christian Ethics [Ética cristiana], de H. L. Martensen, (3 tomos, 1871);
History of Christian Ethics [Historia de la ética cristiana], de Christoph
E. Luthardt (1899); Christian Ethics [Ética cristiana], de Newman
Smyth (3ra edición, 1894); Christian Ethics [Ética cristiana], de A. H.
Strong (1896); The Ethics of the Christian Life [La ética de la vida
cristiana], de Henry E. Robbins (1904); System of Christian Ethics
[Sistema de ética cristiana], por I. A. Dorner (1906); The Ethics of Jesus
[La ética de Jesús], de James E. Stalker (1909); History of Ethics Within
Organized Christianity [La historia de la ética dentro del cristianismo
organizado], de Thomas C. Hall (1910); The Ethics of Jesus [La ética de
Jesús], de Henry C. King (1910); Christianity and Ethics [El cristianis-
mo y la ética], de Archibald B. D. Alexander (1914); New Testament
Ethics [Ética del Nuevo Testamento], de C. A. Anderson Scott (1930);
An Interpretation of Christian Ethics [Una interpretación de la ética
cristiana], de Reinhold Niebuhr (1935); y Christian Ethics in History
and Modern Life [La ética cristiana en la historia y en la vida moderna],
de Alban G. Widgery (1940).

LOS PRINCIPIOS DE LA ÉTICA CRISTIANA


Hasta aquí hemos demostrado la relación de la ética con la dogmá-
tica; hemos indicado la fuente de la ética cristiana como centrada en la
revelación divina; y hemos trazado brevemente el desarrollo de la teoría
ética en la iglesia. Ahora deberemos considerar los principios sobre los
cuales descansa la ética cristiana, y cómo se aplican a la vida práctica.
Cuando examinábamos la perfección cristiana como la norma de la
experiencia del Nuevo Testamento, encontramos que era una purifica-
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 25

ción del corazón del pecado para una devoción completa de todo el ser
a Jesucristo. La gracia deberá expresarse primero en la experiencia
cristiana; y de la nueva vida y el nuevo amor que se desprenden de esta
experiencia, se formarán las nuevas normas de la vida diaria. Puede que
la doctrina no siempre resulte en una experiencia, pero si la experiencia
va a ser mantenida, siempre deberá resultar en vivencia cristiana. Toda
doctrina, por lo tanto, no solo tendrá su fase de experiencia, sino
también su expresión ética. Dios es una persona, y el ser humano es una
persona; por lo tanto toda relación entre ambos deberá ser ética. Siendo
que la nota dominante de la perfección cristiana es la de una completa
devoción a Dios, dicha devoción se convertirá en el principio funda-
mental de la ética cristiana. La devoción se ejerce hacia Cristo en su
naturaleza divino-humana y como persona mediadora, y ello tanto
como creador que como redentor. Como creador, su ley está escrita en
la naturaleza y constitución del ser humano, cosa que comúnmente se
conoce como la ley de la conciencia. Como redentor, su entera vida e
historia le provee la satisfacción a la voluntad divina. Por lo tanto, no
puede haber falta de armonía entre la nueva ley de Cristo y la vieja ley
de una conciencia plenamente redimida e iluminada. Pero lo mediador
no podrá ser propiamente entendido a menos que se vea que el dador
supremo de la ley, y el ejemplo perfecto de su presencia, se unen en la
deidad y la humanidad del Dios hombre. A fin de que Cristo le diera a
su pueblo un nuevo mandamiento, y una ley perfecta de libertad por
medio de la cual ese mandamiento pudiera cumplirse, Él mismo recibió
un nuevo mandamiento, y aprendió la obediencia por las cosas que
sufrió. Y al aprender la obediencia, se presentó como el dador perfecto
de la ley y, a su vez, como el ejemplo perfecto de sus propios preceptos.
Aquí encontramos la inescrutable unidad de sus dos naturalezas en un
agente personal que investirá el asunto de la ética cristiana al igual que
inviste la dogmática cristiana. Sin embargo, la obligación moral de
Cristo no podía ser compartida, ya que el misterio de sus sufrimientos
fue doble, por el pecado en nosotros, y por medio de la tentación a lo
imposible del pecado en Él mismo. Por esta razón el apóstol Pablo dijo
que, “al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios
vive” (Romanos 6:10). En esta muerte al pecado Él nos aseguró para
siempre a nosotros, (1) la ley de la libertad por la cual somos librados
del principio del pecado; y (2) la ley del amor como móvil para la
justicia. Aquí, pues, tenemos el cumplimiento del “juramento que hizo
a Abraham nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de
26 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia


delante de él, todos nuestros días” (Lucas 1:73-75).
La ley de la libertad.8 A la nueva libertad provista por la muerte de
Cristo al pecado, el apóstol Santiago la denomina “la perfecta ley, la de
la libertad” (Santiago 1:25); y también, “la ley real”, la cual “conforme
a la Escritura” es, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Santiago
2:8). El apóstol Pablo habla de ella como “la ley del Espíritu de vida en
Cristo Jesús”, la cual nos ha librado “de la ley del pecado y de la
muerte” (Romanos 8:2). La ley externa deja de ser la ley del pecado y
de la muerte, ya que la consciencia de pecados ha sido removida en la
justificación; a su vez, la ley interior de vida por el Espíritu provee el
móvil y la fortaleza para la obediencia. El hecho de base del Nuevo
Pacto es este: “Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón
las escribiré” (Hebreos 8:10). Aunque, en el cristianismo, esta ley es
sobrenatural, es realmente en cierto sentido la ley de la razón restaura-
da, y más que restaurada. El Espíritu divino en los corazones de las
personas regeneradas busca obrar la perfecta obediencia a la ley de
justicia, cosa que sucede en el otorgamiento de la nueva vida en
armonía con la ley externa, lo cual se verá desarrollar en la vida
espiritual del creyente en conformidad con su propia naturaleza, y no
por medios de compulsión externa. Esta ley interna, por lo tanto,
equivale a la restauración del gobierno propio. Es la ley del Espíritu de
Dios en la vida renovada, de acuerdo con la idea original del creador
del hombre. Así, pues, las personas, en su nueva naturaleza bajo la
autoridad del Espíritu Santo, teniendo sus almas en sujeción, se vuelven
ley para sí mismos, no estando sin ley de Dios, “sino bajo la ley de
Cristo” (1 Corintios 9:21). De esa manera, no invalidan la ley, sino que
la confirman (Romano 3:31). Somos verdaderamente liberados de la
ley del pecado y de la muerte, pero no de la ley de la santidad y de la
vida. Es cierto que la ley está escrita en el corazón, pero sigue siendo
una ley, por lo cual necesita la dignidad de una norma externa que esté
también en conformidad con la ley interior de la vida. El factor
fundamental, pues, de la ética cristiana, es la ley de vida, gracias a la
cual el ser humano es liberado de la compulsión externa, y recibe la
libertad para desarrollarse en conformidad con la nueva ley de su
naturaleza. Y así, pues, guarda la ley por el despliegue de su naturaleza
interna, la cual ahora está en armonía con esa ley. La nota clave de esta
nueva naturaleza es el amor, siendo el amor el cumplimiento de la ley.
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 27

La ley del amor. Hemos visto que la santidad y el amor se relacionan


estrechamente dentro la naturaleza de Dios. La santidad es la naturaleza
divina interpretada desde el punto de vista de la autoafirmación, entre
tanto que el amor es esa misma naturaleza, pero vista como autocomu-
nicación. Por lo tanto, ambas cosas son, igualmente, de la esencia de
Dios. La santidad de Dios requiere que Él siempre actúe por puro
amor; entre tanto, el amor buscará siempre impartir su propio ser, y ese
ser es santo. (Cf. con Christian Theology [Teología cristiana], I:382).
Hemos visto, también, que la concepción wesleyana de la perfección
cristiana es la purificación del corazón de todo lo que es contrario al
amor puro. Considerada desde el punto de vista de la ley interna de la
libertad, la perfección cristiana es la liberación de pecado; considerada
desde el punto de vista de la ley real, el amor es tanto el principio como
el poder de la perfecta consagración a Dios. La caridad o amor divino,
el cual tiene su fuente en la naturaleza de Dios, y el cual es impartido al
alma individual por el Espíritu Santo por medio de Cristo, se torna, por
consiguiente, en su sentido ético pleno, en la sustancia de toda
obligación, sea para con Dios o para con el hombre. Para el ser
individual, es el cumplimiento de un carácter perfecto, puesto que el
amor es el pleroma de la religión así como de la ley. El apóstol Pedro lo
hace la corona de todas las gracias introducidas a la vida y sostenidas
por la fe (2 Pedro 1:5-7). El amor, así, se vuelve la suma de toda
bondad interior, y el vínculo de perfección que une y guarda todas las
energías del alma. El apóstol Pablo hace del amor el fin del manda-
miento prácticamente en el mismo sentido en que Cristo es el fin de la
ley para justicia (1 Timoteo 1:5). El Apóstol presenta aquí la caridad o
el amor santo, no solo como la gracia suprema del carácter cristiano,
sino como el punto de transición en la relación del individuo con la
estructura social. Es, por lo tanto, la anaketalaiosis o recapitulación de la
ley en un amor perfecto que nunca deja de ser (1 Corintios 13:8). Es
un amor, según William Burton Pope, “que no descuida precepto
alguno, que no olvida prohibición alguna, y que cumple con todo
deber. Es perfecto en obediencia pasiva tanto como activa. ‘Nunca deja
de ser’; se asegura de toda gracia adaptable al tiempo o digna de
eternidad. Es por esto que el término perfecto es reservado para esta
gracia. La paciencia tendrá ‘su obra cumplida’ [Santiago 1:4]; pero solo
el amor es en sí perfecto, puesto que da perfección a la persona que lo
posee” (Compendium of Christian Theology [Compendio de teología
cristiana], III:177).
28 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

La conciencia como el factor regulador en la experiencia y conducta


cristianas. Hemos discutido la ley de la libertad como una liberación
interior del ser y del poder del pecado, y la ley del amor como el poder
propulsor de justicia. Lo que resta es que discutamos la conciencia
como el factor regulador de la experiencia y conducta cristianas. Sin
embargo, no es nuestro propósito discutir el lugar de la conciencia en la
ética filosófica, sino utilizarla en el sentido paulino como esa parte
integral de la experiencia religiosa vital. Dice el apóstol Pablo, “Pues el
propósito de este mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, y
de buena conciencia, y de fe no fingida” (1 Timoteo 1:5). Aquí el
Apóstol analiza la experiencia cristiana como sigue: un torrente de
caridad o amor divino que fluye de un corazón puro, regulado por una
buena conciencia, y mantenido fresco y fluyendo por una fe no fingida.
Esta fe, por supuesto, se refiere a la constancia de la confianza en
Cristo, quien por su Espíritu derrama el amor de Dios sobre el corazón
de los purificados.
1. La conciencia en el sentido ordinario “cubre todo en la naturaleza
del ser humano que tenga que ver con la decisión y la dirección de la
conducta moral” (Standard Dictionary [Diccionario estándar]. Puede
que esta descripción de conciencia sea cierta en el discurso popular,
pero es muy vaga para el uso teológico. En nuestro esfuerzo por ser más
específico, pues, deberemos tener constantemente en mente los
siguientes hechos: (1) El hombre es un ser moral en virtud de que es
una persona, puesto que la naturaleza moral es un elemento esencial de
la personalidad. (2) El espíritu como el factor controlador en el ser
complejo de la persona humana es una unidad y, por consiguiente, no
es divisible en partes. Por ser, pues, indivisible siempre actúa como una
unidad, y el intelecto, la sensibilidad y la voluntad están presentes en
toda actividad. Pero aunque el alma siempre se mueva como una
unidad, una cierta forma de actividad podría predominar de forma tal
en un momento dado, que la discrimine y la defina. Por esta razón
definiremos el intelecto como el alma que piensa; la sensibilidad como
el alma que siente; y la voluntad como el alma que escoge o ejercita la
volición. Así también, si restringimos nuestra definición de conciencia a
ciertos modos de actividad propia, no se nos deberá entender como
implicando que la totalidad del ser no esté activa, sino solo que las
funciones peculiares de la ley moral sean predominantes. Podemos, por
tanto, definir la conciencia como “el ser cuando pasa juicio sobre su
conformidad, o no conformidad, en carácter y conducta, a la ley moral,
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 29

es decir, a lo correcto y a lo equivocado, con el acompañante senti-


miento o impulso de obedecer los juicios de justicia” (The Ethics of the
Christian Life [La ética de la vida cristiana, de Henry E. Robbins, 79].
Ver la conciencia de esa manera, es no atribuirle las funciones de
descubrir o anunciar la ley moral. Se trata más bien, como lo representa
Immanuel Kant, de un juez que preside sobre una corte (Cf. Christian
Theology [Teología cristiana], I:307), y quien decide que este deseo, este
afecto, este propósito, o esta obra está de acuerdo con la ley moral, y
por lo tanto, es correcta. Tras esa decisión, sigue un sentir que corres-
ponde al juicio, sea que impela a la acción de acuerdo con la decisión, o
que disuada respecto a cualquiera acción que no esté en armonía con
ella.
2. La conciencia deriva su autoridad de la ley cuyos requisitos hace
valer. Así como es la majestad de la ley la que le da validez a las
decisiones del juez en las cortes civiles, así es la ley de Dios la que le da
validez a las decisiones de la conciencia. Su provincia, por tanto, no es
legislativa sino judicial. Sus decisiones son siempre las de un juez justo e
incorruptible, de acuerdo con las leyes que se dispone aplicar. Siendo
que la autoridad de la conciencia se deriva de la autoridad de la ley de
acuerdo a la cual hace sus decisiones; y siendo que esta ley se encuentra
principalmente en la naturaleza y la constitución del ser humano, se
sigue que la autoridad de la conciencia no es externa sino interna. Su
voz no viene de afuera, sino que surge de las profundidades de su ser
más íntimo. Es la totalidad de su ser interpretándole al hombre el
hombre mismo. La ley por la cual juzga, es la ley moral interior de la
naturaleza del ser humano, y toda ley externa derivará su fuerza
obligatoria de la apelación a esta ley esencial del ser moral del hombre.9
3. A la luz del punto de vista que acabamos de establecer acerca de la
conciencia, se sigue que sus decisiones ante la ley serán siempre
infalibles, es decir, siempre se conformarán a la ley de la razón. Este
sería el caso con los seres humanos en su estado normal. Pero aquí entra
otro factor. El ser humano no se encuentra en su estado normal. La ley
de su ser está oscurecida y pervertida por causa del pecado original. Por
lo tanto, aunque la conciencia siempre hace sus decisiones de acuerdo
con la ley, por ésta encontrarse obscurecida y pervertida, sus decisiones
en este caso serán erróneas.10 Es por esta razón que Dios le ha dado al
hombre una ley externa como transcripción de su verdadera vida
interior, y esta ley se encuentra en la Palabra de Dios.
30 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

4. Aunque la conciencia en el sentido absoluto es la expresión de la


voz de Dios en el alma, lo cual la coloca más allá del poder de la
educación o del desarrollo (cf. tomo I), el término también se emplea
en un sentido relativo, como involucrando nuestra conciencia moral
bajo el ojo de Dios. En este sentido, la conciencia es la asimilación
positiva dentro del alma de aquellos principios de verdad y de bondad
necesarios para traer la voluntad del ser humano a una conformidad
con la voluntad de Dios. Aquí hay dos cosas implícitas: (1) el impulso
interior, y (2) la luz de la verdad. La primera es la conciencia propia-
mente hablando, la cual dice, “Halla el bien y hazlo”; la segunda, la
cual es el juicio moral, no es parte de la conciencia estrictamente
hablando; más bien es la norma por la cual la conciencia opera. Siendo
que este juicio moral es verdadero solo en la medida en que es ilumi-
nado por la Palabra de Dios, somos llevados a la convicción de que, en
la vida cristiana, la Biblia es la única regla autoritativa de fe y práctica.
Todavía más, es de notarse que la conciencia en este sentido relativo, en
tanto que implique el proceso moral completo, está sujeta a la educa-
ción y al desarrollo, lo cual no es el caso con la conciencia en el sentido
subjetivo. Es a este aspecto relativo que la Biblia se refiere cuando habla
de la buena o pura conciencia, o de una conciencia mala o corrompi-
da.11
5. Estamos ahora preparados para entender lo que el apóstol Pablo
quiere decir cuando habla de una buena conciencia como la facultad
reguladora del alma. Una buena conciencia es la que el Espíritu de
verdad ilumina, y, por lo tanto, la que siempre hace sus decisiones de
acuerdo con las normas de la Palabra santa de Dios. De igual manera, la
conciencia también se distingue como limpia (1 Timoteo 3:9; 2
Timoteo 1:3); mala (Hebreos 10:22); corrompida (Tito 1:15); débil (1
Corintios 8:7); y cauterizada (1 Timoteo 4:2). A estas descripciones a
veces se añaden las de una conciencia firme o vacilante, mórbida o sana,
e iluminada u oscura. En su sentido objetivo, la conciencia puede ser
distorsionada por la ignorancia o el vicio, formándose así juicios
erróneos; y como subjetiva, o la que justifique y traiga paz como efecto
de la bondad; o como la que condene por medio de la agonía del
remordimiento. Es por esta razón que los moralistas más antiguos
hablaban de la conciencia como suntepesis o “el guardián interior” que
cuidaba las fuentes escondidas de la voluntad.12
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 31

LA ÉTICA PRÁCTICA
La ética práctica es la aplicación de los principios morales en la
regulación de la conducta humana. Habiendo discutido ya esos
principios, ahora consideraremos su aplicación cristiana específica en las
múltiples y complejas situaciones de la vida. Aquí, como en otros
departamentos de la teología, los métodos de clasificación son variados.
Pero, por lo general, el arreglo del tema sigue la doble división de (1)
los deberes para con Dios, y (2) los deberes para con el hombre; o la
triple clasificación de (1) los deberes para con Dios; (2) los deberes para
consigo mismo; y (3) los deberes para con los demás. En cuanto al
orden que aquí hemos adoptado para tratar el tema, diremos que,
siendo que Dios es el fundamento de toda obligación moral, la ética
teísta, naturalmente, viene primero. Estrictamente hablando, toda
obligación deberá ser para con Dios como el gobernador moral, y todo
deber deberá ser, por lo tanto, un deber para con Dios. Aquí hay que
señalar el paralelo de la verdad de la dogmática de que todo pecado se
comete en última instancia contra Dios. Los deberes para consigo
mismo vienen en segundo lugar, por ser esenciales para la formación
del carácter cristiano. Lo obliga así un sistema que sostiene que el árbol
deberá primero ser bueno si su fruto va a ser bueno (Mateo 12:33); y
que, además, no se podrá llevar fruto a menos que el pámpano
permanezca en la vid (Juan 15:4-5). El carácter cristiano se desarrollará
solo en leal relación con lo divino. Por último, está la regulación de la
conducta externa hacia los demás, la cual tiene su fuente en el carácter
del individuo, y de él fluye. En nuestro tratamiento de la ética práctica
hemos, pues, de seguir el siguiente bosquejo: (I) La ética teísta o los
deberes para con Dios; (II) La ética individual o los deberes para
consigo mismo; y (III) la ética social o los deberes para con los demás.
Luego le daremos una breve atención a las instituciones del cristianismo
como parte de la ética social, aunque las mismas sean diferentes en el
sentido de que son específicamente de carácter corporativo más que
individual. En ese contexto mencionaremos (1) el matrimonio, y los
deberes de la familia; y (2) el estado, y los deberes ciudadanos. Esto nos
traerá a la consideración de la iglesia, la cual formará el tema de los
siguientes dos capítulos.
I. La ética teísta o los deberes para con Dios
Las tres virtudes teístas son la fe, la esperanza y la caridad. Estas, sea
que se consideren por sí mismas, por su efectos, o por su crecimiento y
perfección, ocupan el primer lugar en la vida cristiana. De ellas
32 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

dependen todas las demás virtudes. Comparadas con las así llamadas
virtudes cardinales (la prudencia, la justicia, el valor y la templanza), las
virtudes teístas constituyen el fin u objetivo de la vida cristiana, en
tanto que las virtudes cardinales son el medio por el cual esa vida se
adquiere, o las consecuencias que de ella se desprenden. La virtudes
teístas también son superiores en el sentido de que, por medio de ellas,
nos unimos a Dios: a Dios como verdad, por la fe; a Dios como fiel,
por la esperanza; y a Dios como el bien supremo, por el amor. Si se ven
desde el punto de vista ético, podemos analizar estas virtudes como
sigue: (1) La fe es un acto y, a la misma vez, un hábito; un acto porque
es el ser total de uno alcanzando a otro en un ejercicio consciente; y un
hábito porque es el reposar consciente en los méritos de otro. La fe a
veces se distingue del conocimiento en que la fe descansa en la autori-
dad o en el testimonio de otro, mientras que el conocimiento surge de
la percepción de la verdad en el objeto en sí mismo. Los pecados contra
la fe son la infidelidad, la herejía y la apostasía. La infidelidad es no
serle fiel a Dios; la herejía es no serle fiel a la verdad o persistir en el
error; y la apostasía, en su sentido más estricto, es la defección de la
religión. (2) La esperanza es aquella virtud que provee el móvil gracias
al cual confiamos con confianza inquebrantable en la Palabra de Dios, y
anticipamos la obtención de todo lo que Dios nos ha prometido. Al
igual que la fe, la esperanza se puede ver lo mismo como un acto que
como un estado, y en cualquiera de estos casos, el móvil y el objetivo
son los mismos. La esperanza se relaciona con el futuro y, por consi-
guiente, implica expectación, aun cuando no toda expectación se pueda
clasificar como esperanza. Solo pueden esperarse aquellos objetos que
son deseables. Los pecados contra la esperanza pueden ser de dos clases:
o desesperanza y difidencia por un lado, o presunción y falsa confianza
por el otro. La desesperanza es el abandono de toda esperanza de
salvación. La difidencia consiste en esperar sin la debida confianza. La
presunción es aprovecharse de la bondad de Dios para cometer pecado,
mientras que la falsa confianza es esperar de manera desordenada. (3)
La caridad o el amor divino es la virtud por la cual nos damos total-
mente a Dios como el bien soberano. Es una virtud infundida divina-
mente, cuyo motivo es la bondad de Dios, y cuyo objeto es tanto Dios
como nuestro prójimo. La caridad, considerada como una virtud ética
en su sentido más amplio, significa complacencia en lo que es bueno.
En un sentido más estricto, es aquel afecto que desea el bien, o que
ansía lo que es bueno para la otra persona. Si deseamos el bien para el
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 33

otro, no por el otro mismo sino por el nuestro, tenemos amor de


concupiscencia, ya que procede del deseo de ventaja propia. Si le
deseamos el bien a otra persona por causa de la persona misma,
tenemos amor benevolente. Y si ese amor es correspondido, tenemos
amor fraternal. La caridad puede ser lo mismo perfecta que imperfecta.
Para que sea perfecta deberá (1) ser inspirada por el móvil perfecto; y
(2) deberá adherirse lealmente a Dios con el más elevado aprecio. Si
fracasa en cualquiera de estos dos aspectos, la caridad no habrá
alcanzado el perfecto amor. Tres cosas demandarán nuestra atención al
considerar más a fondo este asunto: (1) la reverencia como el deber
fundamental para con Dios; (2) el deber y las formas de orar; y (3) el
deber supremo de la adoración.
La reverencia como el deber fundamental para con Dios.13 La reveren-
cia se ha definido como “un respeto profundo mezclado con temor y
afecto”, o como “un fuerte sentimiento de respeto y estima que a veces
contiene trazas de temor”. Coleridge la definió como “una síntesis de
amor y temor”. La reverencia como tal es el deber supremo del hombre,
la criatura, para con Dios, el creador. Es el sentimiento del cual toda
adoración surge. El temor añade a la reverencia la implicación de un
asombro solemne mezclado con aprensión, en vista de la gran y terrible
presencia de la deidad, o de aquello que es sublime y sagrado en virtud
de esa presencia. La reverencia, cuando se expresa silentemente, se
conoce como adoración, y conlleva la idea de homenaje o devoción
personal. La alabanza es la expresión audible que ensalza las perfeccio-
nes divinas; y la acción de gracias es la gratitud expresada por las
misericordias de Dios. El deber del espíritu devoto es, pues, ofrecerle a
Dios la adoración de la criatura, el homenaje del súbdito, y la alabanza
del adorador. El apóstol Pablo, al enumerar las obras de la carne,
menciona dos como violadoras de las cosas divinas: la idolatría y las
hechicerías (Gálatas 5:20). (1) La idolatría se define comúnmente como
el rendirles honores divinos a los ídolos, a las imágenes, y a otros
objetos creados. Pero también puede consistir en una excesiva admira-
ción, veneración o amor por cualquiera persona o cosa.14 Por eso, a la
codicia se le considera idolatría (Colosenses 3:5). La hechicería es la
práctica de las artes de un hechicero o hechicera, lo cual se creía
comúnmente que era consecuencia de tratos con Satanás. La orden
expresa del Apóstol prohíbe, por lo tanto, todo encantamiento,
necromancia, espiritismo, o cualquiera de las así llamadas artes negras.
34 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

El deber y las formas de orar.15 Orar es un deber obligatorio para


todos los seres humanos, por ser expresión de la dependencia de la
criatura en el Creador. Se puede decir que lo que el sentido habitual de
reverencia es para la adoración y la alabanza, el espíritu de dependencia
lo es para la oración. Samuel Wakefield define la oración como “la
ofrenda de nuestros deseos a Dios, por medio de la mediación de
Jesucristo, bajo la influencia del Espíritu Santo, deseos que, con las
debidas intenciones, los sean de cosas que estén de acuerdo con su
voluntad” (Christian Theology [Teología cristiana], 492). El deseo es
estimulado por un sentido de carencia o de necesidad sentida, lo cual
lleva inmediatamente a la oración. “Una cosa he demandado a Jehová,
ésta buscaré” (Salmos 27:4). Sin el debido aprecio a la importancia de
las bendiciones divinas, la oración será inútil. De aquí que “el reino de
los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mateo 11:12).
Para que sea aceptable, la oración ha de ofrecerse a Dios por medio de
Cristo, y en el Espíritu. La oración también deberá ser ofrecida por las
cosas que estén de acuerdo con la voluntad de Dios, y las peticiones
deberán presentarse con fe en sus promesas.16 William Burton Pope
señala que “los actos formales de oración son múltiples, y ambos
Testamentos los expresan con un número de términos que les son
comunes, combinando el espíritu y el acto. El importante vocablo
proseuje, ilustra dichos términos. Este vocablo siempre significa orar a
Dios, y sin limitación. Cuando el apóstol Pablo exhorta a que nuestras
peticiones, en todas las cosas, les sean hechas conocidas a Dios por
medio de la oración y la súplica, con acción de gracias, está diferen-
ciando este tipo general de oración, de la deesis o súplica por los
beneficios individuales. Se trata de una diferencia entre oración y
petición. Las peticiones de una súplica, aitemata, expresan sencilla-
mente la individualidad de la oración. La súplica destaca nuestra
necesidad (dei), en tanto que la petición destaca la expresión de esta
necesidad. Cuando en Juan 16:23 nuestro Salvador empezó diciendo,
“En aquel día no me preguntaréis nada”, Él empleó epotan, un término
que significa, en el caso de los discípulos, interrogar con perplejidad;
pero en lo que resta del versículo, “De cierto, de cierto os digo, que
todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará”, Él empleó
aitein. El primer término se emplea como referencia a la oración de
nuestro Señor propiamente hablando, pero el segundo término no. Por
lo tanto, el primero posee en sí un sentido de mayor familiaridad, y
nunca es empleado para el orar de los humanos, con la excepción del
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 35

pasaje de 1 Juan 5:16, el cual nos sirve de guía para cierta oración de
intercesión. En este pasaje, el apóstol Juan sustituye aitesei por epotese
en lo que toca a no pedir por el pecado de muerte: “Hay pecado de
muerte, por el cual yo no digo que se pida”. Hemos de pedir confia-
damente por cualquier otro pecado, pero en cuanto a este pecado,
hemos de dejarle la epotan a Cristo. La oración intercesora no tiene un
término que exprese nuestra idea precisa de ella. Se nos exhorta
generalmente a la “súplica por todos los santos” [Efesios 6:18], y “por
todos los hombres” [1 Timoteo 2:1], siguiendo así el ejemplo de
intercesión del Señor. En lo referente a la exhortación de oración a
Timoteo [1 Timoteo 2:1], el apóstol Pablo emplea, entre otros, el
vocablo enteuxeis, peticiones, el cual significa oraciones conocidas y
confiadas, por provenir del vocablo entunjanein, que significa literal-
mente encontrarse con alguien y comenzar a hablar sobre temas que les
son familiares a ambos. También se nos manda a interceder, o a hablar
confiadamente con Dios a favor de otros, en la fuerza de la intercesión
de Cristo, con la excepción de la limitación mencionada arriba. La
oración intercesora deberá armonizar con todas nuestras súplicas”
(Compendium of Christian Theology [Compendio de teología cristiana],
III:228-229).
El deber general de la oración se divide por lo regular como sigue:
(1) La oración repentina, (2) la oración privada, (3) la oración familiar
o social, y (4) la oración pública.
1. La oración repentina17 es el término que se aplica a “esos anhelos
secretos y frecuentes del corazón con Dios por bendiciones generales o
particulares, los cuales pueden ser expresados mientras estamos
ocupados en los asuntos cotidianos de la vida, gracias al sentido de
nuestra dependencia habitual en Dios, y al de nuestras carencias y
peligros” (Samuel Wakefield). Denota una actitud devocional de la
mente y del corazón, con la cual se mantiene un constante espíritu de
oración. Incluye todas esas expresiones repentinas de oración y alabanza
que fluyen de corazones que han sido cultivados para estar “siempre
gozos”, y orar “sin cesar”, y dar “gracias en todo” (1 Tesalonicenses
5:16-18). Esta forma de oración, aunque fue considerada por los padres
de la iglesia como marca distintiva de genuina piedad, es un hábito que
necesita protegerse de toda formalidad que dé la impresión de irreve-
rencia.
2. La oración privada la encarece expresamente nuestro Señor con
estas palabras: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la
36 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo


secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6). El deber de la oración
privada es reforzado aún más por el ejemplo de nuestro Señor y sus
apóstoles. La razón para que se haya instituido la oración privada se
demuestra por estas palabras de nuestro Señor, que hablan de una
comunión amistosa y confiada con Dios en todos aquellos asuntos que
pertenecen a los sentimientos e intereses más profundos del individuo.
La práctica estricta de la oración privada siempre ha sido considerada
como una de las marcas más seguras de la piedad genuina y de la
sinceridad cristiana.
3. La oración familiar o social surge de la naturaleza misma de la
estructura social. Orar como familia es básico en lo que respecta al
sistema total de adoración cristiana. La adoración de los tiempos
patriarcales era mayormente doméstica, y el oficio sagrado del padre o
del amo de la casa fue transferido del judaísmo al cristianismo. La
adoración cristiana temprana se confinó primero y principalmente a la
familia, y solo fue gradualmente que asumió una más amplia impor-
tancia. Es por esto que la adoración de familia se volvió un factor
esencial en los servicios públicos, pues en ella se inculcaba el espíritu de
devoción y se entrenaba en las formas de adoración. Por lo tanto, los
padres bien podrían concluir que no están bajo la obligación de
alimentar y vestir a sus hijos, o de educarlos para un empleo justo o
para alguna carrera profesional, si también concluyeran que no están
bajo la obligación de proveerles la debida instrucción religiosa. La
oración social puede ser más amplia que la familiar, o puede limitarse a
unos pocos individuos de diferentes familias. Al respecto tenemos, de
nuevo, las siguientes palabras de nuestro Señor: “Otra vez os digo, que
si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cual-
quiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los
cielos” (Mateo 18:19). “A partir de todas estas consideraciones
concluimos”, dice Thomas N. Ralston, “que la oración en familia, aun
cuando no se encarezca directamente por precepto expreso, sigue
siendo un deber que deberá considerarse como obligación de todo
cristiano que sea cabeza de un hogar, por ser un deber claramente
manifestado en los principios generales del evangelio, el carácter del
cristiano, la constitución de la familia, los beneficios que imparte, y las
promesas generales de Dios” (Thomas N. Ralston, Elements of Divinity
[Los elementos de la divinidad], 780).
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 37

4. La oración pública se maneja de manera amplia para incluir toda


rama de adoración pública, como sería la oración, la alabanza, la lectura
de la Biblia, y el cantar salmos e himnos y cánticos espirituales. La
oración pública era parte de la adoración judía, por lo menos desde el
tiempo de Esdras, y se llevaba a cabo en las sinagogas. Nuestro Señor
asistió a estos servicios y participó con frecuencia en ellos, dándole así
su aprobación a la práctica de la oración pública. Este deber, sin
embargo, se funda sobre la declaración expresa de la Biblia. En sus
instrucciones a Timoteo, el apóstol Pablo dice: “Exhorto ante todo, a
que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por
todos los hombres” (1 Timoteo 2:1); y, de nuevo, “Quiero, pues, que
los hombre oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni
contienda” (1 Timoteo 2:8). La Epístola a los Hebreos contiene un
mandato similar: “Y considerémonos unos a otros para estimularnos al
amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos
tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis
que aquel día se acerca” (Hebreo 10:24-25). La adoración pública está
diseñada para beneficiar a cada adorador individual, para mantener vivo
el sentido de dependencia en Dios como el dador de toda buena dádiva
y todo don perfecto, y para expresar públicamente que se recuerda con
agradecimiento toda bendición material y espiritual.
El supremo deber de la adoración. La unión de todos los oficios de
devoción constituye la adoración divina. Este es el más alto deber del
hombre. Incluye la ofrenda activa a Dios del tributo que a Él se le debe,
y también la súplica de sus beneficios. Tanto la fase activa como la
pasiva son parte de ella, como lo dice el siguiente texto: “Bueno es
Jehová a los que en él esperan, al alma que le busca” (Lamentaciones
3:25). La adoración combina la meditación y la contemplación con la
oración, y estas cosas, por medio del espíritu, fortalecen el alma para su
obra de fe y su labor de amor. Así como la adoración marca la consu-
mación de todo deber ético para con Dios, así el fin de toda adoración
es la unión espiritual con Dios.18 Esa es la meta que el Señor le puso a la
iglesia en su oración sacerdotal cuando imploró: “[Q]ue todos sean
uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno
en nosotros” (Juan 17:21). Pero esto no se trata de una unión panteísta,
como lo enseñaría el misticismo pagano, sino de una unión personal y
espiritual en la cual la identidad del individuo queda preservada. Es una
unión de afectos, de una misma mente, y de una identidad de propósi-
to. “La adoración es el reconocimiento de Cristo”, dice el obispo
38 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

McIlvaine, “y el adscribirle todo lo que es hermoso y glorioso y


deseable. Es la tendencia necesaria de toda verdadera adoración asimilar
al adorador en la semejanza del ser adorado. Así, pues, la adoración
pública y privada de Cristo se vuelve una de las principales agencias de
nuestra redención. Los pensamientos y sentimientos del corazón
demandan una expresión correspondiente para su culminación. La fe
encuentra esta expresión en los servicios de la iglesia y en los deberes de
la vida cristiana.19
II. La ética individual o los deberes para consigo mismo
La ética individual es esa división de la ética práctica que trata sobre
la aplicación de la ley moral a la regulación de la conducta del ser
humano en tanto y en cuanto se refiera a dicho ser humano como
agente moral individual. Hay, por supuesto, un sentido en el cual el
carácter de la persona depende de sus obligaciones externas, pero será
menos complicado tratar la ética individual como la que forma el
carácter cristiano, reservando así el tratamiento de las obligaciones
externas para la división sobre la ética social. El deber del ser humano
para consigo mismo se resume frecuentemente así: autoconservación,
autocultura, y autoconducta. Sin embargo, y para propósitos de esta
obra y su énfasis en el desarrollo de la vida cristiana, un bosquejo más
sencillo sería lo apropiado. Por lo tanto, daremos atención a lo
siguiente: (1) La santidad del cuerpo; (2) la provincia de los poderes
mentales del intelecto, las emociones, la moral y la estética; y (3) el
desarrollo de la vida espiritual.
La santidad del cuerpo. Siendo que la existencia física del ser humano
es esencial para el cumplimiento de su misión en esta vida, es su primer
deber conservar y desarrollar todas las capacidades de su ser. El
cristianismo considera el cuerpo, no como una prisión del alma, sino
como el templo del Espíritu Santo. Esto le proporciona santidad al
cuerpo, y la preservación de esta santidad se vuelve un principio guía en
todos los asuntos del bienestar físico. Los deberes específicos pertene-
cientes al cuerpo son como sigue:
1. Las capacidades del cuerpo deberán preservarse y desarrollarse.
Esto se convierte en un elevado y santo deber, ya que la existencia del
ser humano en el mundo depende de su organismo corporal, cosa que
la persona reconoce intuitivamente tan pronto como el agente se da
cuenta de la relación que existe entre el alma y el cuerpo. La persona
que descuida su ser físico pone su completa misión en peligro, y la que
lo destruye, pone fin a esa misión. Por eso, el asesinarse a uno mismo
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 39

está estrictamente prohibido. Dondequiera que haya una conciencia


moralmente iluminada, las personas han estado de acuerdo con que el
suicidio es contrario al fin para el cual se ha dado la vida. De aquí que,
también, la automutilación sea prohibida. Esto incluye toda herida
corporal o desmembramiento, como sería desfigurar el cuerpo o
prevenirlo de funcionar completamente como organismo físico. El
cristianismo se opone a prácticas ascéticas como las que se daban entre
los místicos de la Edad Media, y como las que se practican en los países
paganos de hoy en día. Los ayunos y otras abstinencias que el cristia-
nismo le impone al ser humano, tienen como intención vigorizar antes
que debilitar el sistema humano.
2. Deberán tenerse cuidado y cultura del cuerpo por medio del
ejercicio, el descanso, el sueño y la recreación. El ser humano fue hecho
para el trabajo y para el descanso, y ambas cosas son esenciales para su
bienestar físico. La simple posesión de riquezas no exime a la persona
del deber de trabajar. El mundo no le debe sustento a ninguna persona
capaz de ganárselo por sí misma. La santidad dignifica el trabajo y lo
hace deleitable, sea que se trabaje con las manos, con la cabeza o con el
corazón. También dignifica el descanso, y hace del sabbat un símbolo
de “reposo de fe” espiritual. No son pocas las veces que se fracasa en
discernir el verdadero significado del sabbat, el cual no es solo para la
adoración sino también para el reposo. Muchos nunca le proporcionan
a sus cuerpos un sabbat, convirtiendo los domingos en días tan
laboriosos como los demás días de la semana. Así como la tierra de
Israel poseyó su sabbat por medio de los setenta años de cautividad, así
también los que fracasen en hacer del sabbat un día de adoración y
descanso podrán finalmente observar estos sabbats por medio de un
descanso obligado por la providencia de Dios. En las altamente
especializadas formas de trabajo que demanda la civilización moderna,
la tensión tanto de la mente como del cuerpo es tal que hace de los
periodos de descanso y de recreación un factor esencial para la preser-
vación del cuerpo. Esta recreación debe ser una que renueve las
capacidades físicas, y que ministre tanto a la vida mental como
espiritual de un individuo.
3. Los apetitos y las pasiones del cuerpo deberán estar subyugados a
los más altos intereses intelectuales y espirituales del ser humano.
Algunos han asumido que la santidad implica la destrucción o casi
destrucción de los apetitos físicos y las emociones placenteras. No es así
de acuerdo con la Biblia. La santidad no destruye nada que sea esencial
40 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

para la persona humana, sea física o espiritualmente. Los apetitos y


pasiones permanecen, pero quedan libres de la carga del pecado. Los
primeros discípulos “comían juntos con alegría y sencillez de corazón”
(Hechos 2:46); y uno de los apóstoles advierte en contra esos “espíritus
engañadores” que “prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de
alimentos que Dios creó para que con acción de gracias participasen de
ellos los creyentes y los que han conocido la verdad” (1 Timoteo 4:1,
3). La santidad, sin embargo, no compele necesariamente a una
condición normal de los apetitos y las pasiones. A veces, los apetitos
pervertidos existen por un tiempo en aquellos que tienen corazones
puros, pero que todavía no han tenido luz sobre estos asuntos en
específico. Tanto los apetitos pervertidos como innaturales están a tal
punto sujetos al poder de Dios que podrán ser instantáneamente
regulados o destruidos por medio de la fe. Todo apetito es instintivo o
no razonado. No saben nada de lo bueno o lo malo, sino que simple-
mente imploran indulgencia. Nunca se controlan a sí mismo, sino que
están sujetos a ser controlados. Por lo tanto, el apóstol Pablo dice,
“golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo
sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Corintios
9:27).
4. El cuidado del cuerpo demanda el debido vestido, pero no solo
para protección y confort, sino para propiedad y decencia. El asunto del
vestido, pues, no solo importa para el bienestar del cuerpo, sino que
también se vuelve una expresión del carácter y la naturaleza estética del
individuo. Es por esta razón que se vuelve un asunto de mandato
apostólico cuando se nos dice, “que las mujeres se atavíen [kosmein] de
ropa decorosa [en katastole kosmio, de ropa que sea decorosa], con
pudor [meta aidous] y modestia [sofrosunes, con mente sobria]; no con
peinado ostentoso [plegmasin, coronas], ni oro, ni perlas, ni vestidos
costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que
profesan piedad [ho prepei ginaixin epaggellomenais theosebeian, como
corresponde a mujeres que se disponen adorar a Dios]” (1 Timoteo
2:9-10). Un segundo texto que tiene que ver con este asunto es del
apóstol Pedro: “Vuestro atavío [kosmos] no sea el externo de peinados
ostentosos [emplokis tricon, de trenzado de cabellos], de adornos de oro
[perizeseus crusion, de ponerse cadenas de oro] o de vestidos lujosos,
sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu
afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro
3:3-4). La raíz de la palabra que aquí se traduce como atavío es kosmein,
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 41

y significa adorno (Lucas 21:5; Tito 2:10; 1 Pedro 3:5); decoración o


arreglo (Mateo 12:44; 23:29; Lucas 11:25); y arreglar una lámpara
(Mateo 25:7). Se emplea en tres formas en los textos que se acaban de
mencionarse: kosmein, adornar; kosmiu, decoroso; y kosmos, que adorna.
Según las interpretaciones que acabamos de considerar, podemos
derivar de ellas los siguientes principios bíblicos, los cuales, aunque se
refieren principalmente a las mujeres, son aplicables en espíritu a todos:
(1) Las mujeres han de adornarse con un gusto decoroso en todo lo que
tenga que ver con el vestido. Esto implica el vestido apropiado para la
edad, la ocasión y la estación de la vida. Aquí no se condena el ador-
narse, sino que es hermosamente encomiado, pero como conviene a la
profesión de santidad. (2) El gusto artístico más elevado ha de encon-
trarse en la modestia y en lo que se inclina a lo sano. El vestido
apropiado debe destacar la belleza y la modestia del que lo viste. (3) Los
ornamentos de oro y de perlas, o de cualquier otro arreglo costoso,
quedan prohibidos por no armonizar con el espíritu de humildad y de
modestia, y porque no son necesarios para el verdadero adorno
cristiano. Podemos decir, entonces, que el cristiano deberá vestirse de
manera que no atraiga la atención indebida, ya sea por lo caro del
vestido o por su simple excentricidad; y que deje en el que observa la
impresión de que el que lo viste es humilde y de quietud de espíritu.
5. El cuerpo debe preservarse santo. La santidad puede decirse que le
pertenece al cuerpo en dos particulares: (1) Es santo de acuerdo con el
uso que el espíritu le da. Hacer del cuerpo algo impuro por dedicarlo al
servicio de la impiedad, es pecado. Entregarlo descuidadamente a sus
propios apetitos es también pecado, ya sean los apetitos naturales o los
anormales. Por eso es que el apóstol Pablo dice, “pues la voluntad de
Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación; que cada
uno sepa tener su propia esposa en santidad y honor” (1 Tesalonicenses
4:3-4); y, de nuevo: “Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado
que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra
su propio cuerpo peca” (1 Corintios 6:18). (2) El cuerpo es santo en sí
mismo, pero solo en sentido secundario. La santidad, en lo que se
aplica al cuerpo, es salud o robustez. El cuerpo, en este sentido, es
santo, por cuanto es saludable. Es cierto que se encuentra ahora bajo las
consecuencias del pecado, pero por eso es que se le llama una vasija
terrenal. Sin embargo, este vaso de barro es un eslabón importante y
necesario en el proceso de la redención, y es el cuerpo de cada santo el
que, en la resurrección, será “semejante al cuerpo de la gloria [de
42 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Cristo]” (Filipenses 3:21). El cuerpo, durante esta vida, deberá ser


objeto de cuidado santificado, y la verdadera santidad siempre le dará
una superior atención. Pero la razón suprema para la santidad del
cuerpo se encuentra en el hecho de que es el templo del Espíritu Santo.
Es la habitación de Dios. “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del
Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no
sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad,
pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de
Dios” (1 Corintios 6:19-20). La santidad del cuerpo, por tanto, no solo
excluye los pecados más burdos: “adulterio, fornicación, inmundicia [y]
lascivia”, sino los pecados de intemperancia: “borracheras, orgías y cosas
semejantes” (Gálatas 5:19, 21). Podemos decir, pues, que la enseñanza
y la práctica cristiana prohíben todo lo que tienda a dañar el cuerpo o a
destruir su santidad como templo del Espíritu Santo.
Los poderes intelectuales, emocionales, morales y estéticos de la mente. El
término mente, como se emplea en la sicología, se limita generalmente a
los poderes intelectuales; pero en la teología, comúnmente se refiere a la
vida del alma en contraposición con la vida física del cuerpo. Así como
las manifestaciones del cuerpo dependen de la vida física más profunda,
así también las manifestaciones del alma, sean intelectuales, emociona-
les o volitivas, dependen de la vida más profunda del espíritu.20 Nuestro
Señor señala la necesidad de desarrollar todas las capacidades de la
mente en lo que dice acerca del primer mandamiento. Dice: “Y amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu
mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento”
(Marcos 12:30). Aquí el corazón se refiere al ser más íntimo de la
persona, el asiento de sus afectos, pero con énfasis puesto en la adhe-
rencia al principio y al propósito. El amor del alma se refiere al ardor de
los sentimientos que le son adscritos, y viene de la comunión con Dios
por medio de la belleza de su palabra y sus obras. Es el Espíritu en la
creación, visto y reconocido por el Espíritu dentro de uno. La mente es
una referencia a las capacidades intelectuales, por medio de las cuales se
entiende y se interpreta el amor. Por el término fuerza, como se emplea
aquí, se quiere decir la completa dedicación a Dios de todos los poderes
de la personalidad así desarrollada. Podemos decir, entonces, que el
amor del corazón purifica, el amor del alma enriquece, y el amor de la
mente interpreta. El primero tiene como objeto a Dios como el bien
supremo; el segundo, a Dios como la belleza suprema manifestada en el
orden y la armonía; y el tercero, a Dios como la verdad o la realidad
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 43

suprema. Los énfasis diversos sobre las diferentes fases del amor
encontrados en este mandamiento dan lugar a las anomalías de la
experiencia cristiana que tan frecuentemente se observan en la iglesia.
Están los que su bondad es incuestionable, pero quienes, aún así, son
indebidamente estrechos en el alcance de su visión. Están los de
brillantes capacidades intelectuales, pero que casi carecen de profundi-
dad de emociones; y están los que son tanto buenos como inspiradores,
pero que nunca han pensado detenidamente las doctrinas que tanto
aman.
1. El desarrollo del intelecto es esencial para una vida cristiana útil.
El deseo de conocer es humano y lo ha dado Dios, y la experiencia
cristiana lo intensifica.21 La ignorancia no es parte de la santidad.
Notemos que, (1) Cristo es la verdad, y que por tanto los seguidores de
Cristo serán “discípulos” o estudiantes. El que no ama la verdad, sea
esta científica, filosófica o cultural en naturaleza, no apreciará lo
suficientemente las obras maravillosas de Dios que han sido creadas por
medio de Cristo, el Logos eterno. El que no tiene un deseo ardiente por
la verdad espiritual, deberá también cuestionar seriamente todo reclamo
del don del Consolador prometido, el cual se indica claramente que es
el Espíritu de verdad. (2) Es el intelecto o el entendimiento lo que le da
visión al alma. Por tanto, solo podrá haber un enriquecimiento de la
naturaleza afectiva, y una profundización de la vida espiritual, cuando
los horizontes intelectuales sean ampliados, y se penetre espiritualmente
en la verdad. Claro está que, en su relación más inmediata con la vida
espiritual, esta gracia es administrada por la verdad en respuesta a la fe,
y se efectúa por el Espíritu.22 (3) Con frecuencia, los discernimientos
del corazón también son comunicados a la mente. T. K. Doty señala
que “la doctrina de la santidad, que antes era una jerga, ahora se ha
vuelto más razonable y clara, debido a que los procesos de la razón se
llevan a cabo desde el punto de vista del impulso de otra experiencia.
De igual manera, las prácticas semimundanas, sujetadas a un poco de
instrucción, y a menudo sin ella, se vuelven detestables y son descarta-
das. También es cierto que la mente, anteriormente mal dirigida por los
afectos pecaminosos, ahora en ocasiones es impedida por los afectos
purificados, ya que estos últimos se inclinan hacia las cosas que se
supone sean propias y justas. Suposiciones como estas previenen
mediblemente la libertad de investigación” (T. K. Doty, Lessons in
Holiness [Lecciones en la santidad], 86). (4) La amplitud de entendi-
miento también produce estabilidad de carácter. Las indecisiones y la
44 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

inestabilidad son frecuentemente consecuencias de la miopía intelec-


tual. Los horizontes amplios y las distancias lejanas serán por consi-
guiente esenciales para la continuidad de propósito. El apóstol Pablo
reconoció esta verdad cuando escribió que “esta leve tribulación
momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno
peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que
no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se
ven son eternas” (2 Corintios 4:17-18). La cultura propia, pues,
requiere, al más alto grado posible, el desarrollo de la capacidad para
ver, para pensar, para recordar y para construir. Esto requerirá una
observación exacta y amplia, un pensamiento profundo, y un entendi-
miento de las cosas en su orden y totalidad sistemáticos.23
2. Las emociones están estrechamente relacionadas con el intelecto y
la voluntad. “Por una ley original de nuestra naturaleza mental”, dice
Thomas C. Upham, “la percepción de la verdad que resulta del acto
intelectual es ordinariamente seguida por un efecto sobre esa porción
de la mente usualmente designada como la susceptibilidad emocional o
emotiva, una parte de la mente que, como subsecuente en el tiempo de
su acción, se describe figuradamente a veces como que está ‘en la parte
de atrás del intelecto’”. Una emoción, considerada desde el punto de
vista religioso, puede definirse como un movimiento, una sensibilidad,
o una excitación del corazón que se manifiesta conscientemente. La
misma es inmediatamente referida al intelecto, siendo el resplandor de
la verdad que se percibe como realidad y se siente conscientemente.
Todas las emociones santas, por consiguiente, implican un movimiento
divino tanto como humano, pero las sensibilidades espirituales no
necesariamente excluyen aquellas que son puramente humanas. El ir y
venir de la vida emocional a veces es ocasión de tropiezo para los
cristianos jóvenes o sin experiencia.24 Sin embargo, cuando haya sido
visto que la emoción depende de la percepción de una nueva verdad, o
de las verdades familiares vistas en sus nuevos aspectos, el secreto de la
estabilidad y la fe habrá sido aprendido. La verdad vista y percibida
como realidad por medio del Espíritu, trae el ardor de la emoción, pero
esa misma verdad, aun cuando haya sido incorporada plenamente en la
vida espiritual del individuo, puede volverse familiar y, por lo mismo,
perder su ardor emocional. La cosa esencial en el desarrollo de la vida
emocional es, pues, escudriñar la Palabra en busca de nuevas verdades,
o implorar la guía del Espíritu en los aspectos más profundos de las
verdades ya conocidas. El sentimiento, separado de la verdad, lleva al
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 45

fanatismo peligroso; la verdad que da lugar a una fuerte emoción se


vuelve un poder supremo en la vida de santidad. La persona que mueve
a otros es la persona movida por la verdad. Actuar a partir de un
principio es algo digno, pero actuar de manera ardiente a partir de un
principio es el alto privilegio de todo cristiano neotestamentario. Sin
embargo, los aspectos emocionales de la verdad no se pierden porque
haya cesado el ardor consciente. Los tales han sido empotrados en la
vida, a niveles más profundos que el sentimiento temporal, dando así
dominio al motivo, al propósito y al carácter.25 Bajo la dispensación del
Nuevo Testamento, todo el proceso es elevado por el Espíritu a lo que
el apóstol Pablo llama ser transformados “de gloria en gloria en la
misma imagen” (2 Corintios 3:18). “Pero la gloria transformadora, la
cual cambia el alma más plenamente en imagen divina, es la obra que
resulta de haberse manifestado en nosotros la gloria divina, más y más
maravillosa, y cada vez más y más completa, pero, a la vez, aparente-
mente más y más incompleta, gracias a la revelación añadida de
nuestras posibilidades y privilegios en Cristo Jesús. No hay tope para las
alturas divinas; no hay orillas para el océano de las perfecciones de
Dios. El alma se baña y bebe, y bebe y se baña, y dice, ‘Lo conozco
mejor y lo amo más por siempre jamás, con todo permanezco asom-
brado al inspirarme en la presencia de la gloria infinita, la cual, aunque
me le acerque, es siempre inaccesible, aunque bañe mi alma en ella, y
sea lleno, con todo sus alturas y sus profundidades y su anchura y su
largura inmensurables me sobrecogen’” (P. F. Bresee, Sermon: The
Transferred Image (sermón titulado, “La imagen transferida”).26
3. La naturaleza moral requiere desarrollo. Aquí nos referimos prin-
cipalmente a la disciplina de la voluntad, con sus obligaciones y
responsabilidades. Es solo por los escogimientos que el carácter moral se
forma, y la conducta depende totalmente del carácter moral. Por eso,
los impulsos y las voliciones del alma deberán ser puestas bajo el control
de la voluntad, y subordinadas al más alto bien. Las dos cosas implícitas
son, la adopción de las normas morales correctas, y la disciplina de la
voluntad. (1) Las normas morales correctas se derivan en última
instancia de la Palabra de Dios, y se comunican al individuo por medio
de la estructura social. Pueden ser aprendidas de los maestros, del
estudio de la Biblia o de otras obras que traten sobre este tema, de la
observancia de prácticas sociales correctas, de los ejemplos de las buenas
personas, y, en cierto sentido, de la intuición natural. Pero deberán
aprenderse: de otra manera no se poseerán. Es el deber de cada
46 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

individuo, pues, cultivar las más altas normas de vida ética, y observar
conscientemente toda regla de obligación moral. (2) La disciplina de la
voluntad se efectúa solo por medio de escogimientos controlados.27 El
ser humano aprende a hacer haciendo, y adquiere destrezas solo por la
constante acción. El deber, de primera intención, costará la negación de
sí mismo, y será determinado únicamente por medio del conflicto
severo. Deberá haber esfuerzo vigoroso y vigilancia perpetua. Sin
embargo, con cada deber cumplido, se adquirirá una nueva fortaleza en
virtud de la ley del hábito, y la senda del deber se volverá más fácil y
brillante.28 Es como la senda de los justos, que “va en aumento hasta
que el día es perfecto” (Proverbios 4:18). La esfera de la disciplina, sea
la de uno o la de los demás, es extremadamente importante. Sin ella
nunca podrá desarrollarse esa fortaleza de propósito y firmeza de
carácter que conviene a los verdaderos soldados de la cruz. Demasiadas
veces, por razón de un amor mal encausado, a los jóvenes se les protege
de la responsabilidad de tomar sus propias decisiones, lo cual los hace
sufrir de falta de desarrollo. Ello se manifiesta no solo en la falta de
disciplina propia, sino en el fracaso de apreciar las obligaciones justas
que les deben a los demás. Esta es la razón por la que se nos exhorte a
no menospreciar la disciplina del Señor, ni a desfallecer cuando Él nos
reprenda, “Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que
recibe por hijo. … Es verdad que ninguna disciplina al presente parece
ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de
justicia a los que en ella han sido ejercitados” (Hebreos 12:6, 11).
4. El ser humano posee también una naturaleza estética, la cual
requiere cultivo. Las varias fases de la personalidad, como lo es el
intelecto, la sensibilidad y la voluntad, no solo deberán dársele aten-
ción, sino que el carácter cristiano demandará que las mismas sean
desarrolladas en proporción tal que resulten en una personalidad
balanceada, armoniosa y bien integrada. Fue por esto que el salmista
oró diciendo: “Enséñame, oh Jehová, tu camino; caminaré yo en tu
verdad; afirma mi corazón para que tema tu nombre” (Salmos 86:11).
El mundo no solo tiene un aspecto al cual llamamos verdad, pero
también tiene uno al cual llamamos belleza (cf. tomo I). Dios se revela
por medio de este último como lo hace por medio del primero. “Poder
y gloria” hay en su santuario, y se nos manda a que adoremos a Jehová
“en la hermosura de la santidad” (Salmos 96:6, 9). Lo bello y lo
sublime, ya sea en la naturaleza o en las obras de arte, están designados
por Dios para elevar y ennoblecer el alma. Por tanto, la insensibilidad
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 47

hacia lo hermoso es indicación de una naturaleza humana incompleta,


por lo cual será deber cristiano evitar cualquiera represión o perversión
en el desarrollo de su naturaleza estética. Más bien, la persona deberá
cultivar un gusto que pueda discernir prestamente lo bello, que le
permita ser acertado en juzgarlo, y que sea católico en el sentido de que
lo reconozca y lo aprecie en dondequiera que lo encuentre.29
El desarrollo de la vida espiritual. La Biblia abunda en mandamien-
tos, instrucciones, preceptos y exhortaciones concernientes al desarrollo
de la vida espiritual.30 Hay tres aspectos de este desarrollo que se
deberán considerar. (1) El apóstol Pedro cierra su Segunda Epístola con
las palabras, “Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de
nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:18), habiendo estable-
cido anteriormente las etapas de este crecimiento como sigue:
“[V]osotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid
a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio
propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la
piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. Porque si estas cosas
están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en
cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo” (2 Pedro 1:5-8).
Aquí el Apóstol hace que todas las virtudes cristianas se arraiguen en la
fe, y que encuentren su perfecto fruto en la caridad o el amor divino.
(2) La Epístola de Santiago representa la chokmah o literatura de la
sabiduría del Nuevo Testamento, la cual hace que el desarrollo
espiritual surja de la sabiduría de la Palabra. Así como la doxa o gloria
de Dios representa su naturaleza y sus atributos como pertenecientes a
Él mismo, aun cuando en pensamiento se distingan de Él, así la
chokmah o sabiduría de Dios, aunque se distinga de la naturaleza del ser
humano en pensamiento, será una impartición tal de la naturaleza
divina, que obrará en la persona la santidad de corazón y vida. Por eso
leemos en Santiago 3:17, “Pero la sabiduría que es de lo alto es
primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de
misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía”. Esta
sabiduría se recibe por medio de la fe, conectándose así el pensamiento
de Santiago y de Pedro, pero se administra por el Espíritu, concepto
que nos lleva a la posición del apóstol Pablo. (3) En el pensamiento de
Pablo, el desarrollo de la vida espiritual se logra a través de la coopera-
ción con el Espíritu de Dios. “Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no
satisfagáis los deseos de la carne… Pero si sois guiados por el Espíritu,
no estáis bajo la ley” (Gálatas 5:16, 18). Por lo tanto, es por medio de la
48 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

presencia moradora del Espíritu que el alma, no solo es preservada en


santidad, sino que es guiada a una más profunda revelación de gracia y
verdad. Es por esta razón que el Apóstol ora que “seáis plenamente
capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la
longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo,
que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la
plenitud de Dios” (Efesios 3:18-19).
La literatura devocional, la cual hace una mayor y más directa con-
tribución a la vida espiritual, ha sido forjada a partir de las ricas
experiencias espirituales de los santos de todas las épocas. La Biblia, por
supuesto, es la única literatura inspirada y autoritativa sobre este tema;
y dentro de la Biblia misma, los Salmos por lo regular se consideran
como pertenecientes específicamente al área devocional. Los salmos, en
los cuales se presenta un registro de los tratos de Dios con las almas de
los hombres, le son dados a la iglesia como lenguaje inspirado, por
medio del cual los seres humanos son potenciados para expresar las
emociones más profundas y las aspiraciones más elevadas de sus almas.
Pero, por pertenecer propiamente al campo de lo devocional, también
podemos notar los vuelos espirituales de los antiguos profetas, las
benditas palabras que se desprendieron de los labios de nuestro Señor, y
las declaraciones inspiradas de sus santos apóstoles, todo lo cual
capacita a las almas de los hombres para que entren más profundamen-
te en comunión con su Señor por medio del Espíritu. Fuera de la
Biblia, también se ha desarrollado un amplio campo de literatura
devocional, nacida de igual manera de las penetrantes y ricas experien-
cias de individuos que han entrado profundamente en el conocimiento
de Dios. Por ser el campo de la literatura devocional uno tan impor-
tante, a continuación proveemos unas pocas de sus obras más conocidas
y aceptadas.
Entre los escritores devocionales cuyas obras han sido generalmente
aceptadas en toda la iglesia, se pueden mencionar los siguientes: The
Imitation of Christ [La imitación de Cristo], por Thomas a Kempis;
Theologica Germanica, la cual fue primero descubierta y publicada por
Martín Lutero; Defence of the Standard of the Cross [Defensa del
estandarte de la cruz], y An Introduction to the Devout Life [Una
introducción a la vida devota], por Francisco de Sales. Entre los
quietistas podemos mencionar a Spiritual Guide [Guía espiritual], por
Miguel de Molinos; Method of Prayer [Método de oración], por
Madame Guyón; y Maxims of the Saints [Máximas de los santos], por
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 49

Fenelón. Otros escritos más estrictamente protestantes son Grace


Abounding [Gracia abundante], y Pilgrim’s Progress [El progreso del
peregrino], por Juan Bunyan; Private Devotions [Devociones persona-
les], por el obispo Andrewes; Holy Living [Vivir santamente] (1650), y
Holy Dying [Morir santamente] (1651), por el obispo Jeremy Taylor; y
Letters [Cartas], por Samuel Rutherford. Entre los Amigos están los
escritos de George Fox, Robert Barclay, William Penn y John Wool-
man. A estos les siguieron Christian Perfection [La perfección cristiana]
(1726), por el no jurista William Law, obra que fue compendiada por
Juan Wesley (1740); y también del mismo autor, Serious Call to a
Devout and Holy Life [Un llamado serio a la vida devota y santa]
(1729), The Spirit of Prayer [El espíritu de oración] (1750), y The Spirit
of Love [El espíritu de amor] (1754). Entre los metodistas tenemos el
Journal [Los diarios] y los Sermons [Sermones], y especialmente el Plain
Account of Christian Perfection [Un claro recuento de la perfección
cristiana], por Juan Wesley. Podemos también mencionar como de
valor devocional excepcional The Journal of Hester Ann Rogers [El diario
de Hester Ann Rogers], The Life of William Bramwell [La vida de
William Bramwell]; Memoirs of Carvosso [Las memorias de Carvosso], y
Appeal to Matter of Fact and Common Sense [Una apelación a cuestiones
de hecho y de sentido común], por John Fletcher. Nada es más
conducente a la vida devocional que el repasar en espíritu de oración los
escritos de personas tan eminentemente piadosas como los que hemos
mencionado. Dado su peculiar valor, hemos incluido en las notas
bibliográficas los siguientes dos extractos devocionales: Spiritual
Reflections [Reflexiones espirituales], por Juan Wesley, y Religious
Maxims [Máximas religiosas], por Thomas C. Upham.31 Un examen
serio y en espíritu de oración de estos extractos resultarán ser de gran
valor para la vida espiritual.
III. La ética social o los deberes
para con los demás
Así como Cristo resumió la primera tabla de la ley en el deber am-
plio y abarcador de amar a Dios, así también lo hizo con la segunda
tabla en un deber igualmente abarcador de amar al ser humano.32 Para
ubicar el asunto en su debida relación con lo que le precede, tendremos
que repetir el texto entero: “Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el
primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda
50 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

la ley y los profetas” (Mateo 22:37-40). El primero de los dos manda-


mientos ya ha sido considerado, y ahora el segundo demandará nuestra
atención. Si se nos permite, también queremos llamar la atención al
hecho de que, en el sistema cristiano, el amor que forma la base del
deber para con otros, no es solamente el simple afecto del corazón
natural, sino el amor que es derramado en el corazón por el Espíritu
Santo, y que es perfeccionado solo cuando el corazón es purificado del
pecado. No se pretende, sin embargo, que estemos obligados a amar a
todas las personas de igual manera, independientemente de su carácter,
o sin que importe la relación que sostengamos con ellas. Este amor, por
lo tanto, necesita cuidadoso análisis. (1) Se nos requiere amar a todas
las personas con el amor de una buena voluntad. No podemos desearle
mal a nadie, y hemos de empeñar todo esfuerzo razonable para
promover el sentir de buena voluntad hacia todas las criaturas herma-
nas. (2) Hemos de amar al infortunado y al afligido con amor piadoso.
Este deber lo hace valer nuestro Señor cuando describe el juicio de
Mateo 25:35-46, y específicamente el apóstol Pablo en el siguiente
texto: “Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere
sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás
sobre su cabeza” (Romanos 12:20). (3) Hemos de amar a la gente
buena con amor de complacencia. Este, en su más elevado sentido, es
amor cristiano, y no podrá sentirse para con nadie excepto para con los
que son verdaderos cristianos. No trascendemos las enseñanzas de
Cristo cuando decimos que los cristianos estamos bajo una obligación
los unos para con los otros que no es la que tenemos con otras personas.
La obligación con los cristianos tiene su origen en el “nuevo manda-
miento” que Cristo les dio a sus discípulos. “Un mandamiento nuevo
os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también
os améis unos a otros” (Juan 13:34). “En esto conocerán todos que sois
mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).
El mandamiento, “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, se encuentra
en el Antiguo Testamento (Levítico 19:18), pero éste ha de distinguirse
del nuevo mandamiento en que el primero se basaba en el amor
benevolente, mientras que el último en el amor complaciente. El
antiguo mandamiento requería que se amara al ser humano como ser
humano, pero el nuevo mandamiento requiere el amor por razón de
carácter, es decir, el amar a un cristiano como cristiano. Todavía más, el
viejo mandamiento se basaba en el amor al ser humano como criatura
de Dios, pero el amor del nuevo mandamiento se basa en el ejemplo de
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 51

Jesucristo como el redentor. La aplicación de la ley del amor queda


establecida en la Regla de Oro. Ahí, de nuevo, Cristo es su mejor
intérprete. Él dice: “Así que, todas las cosas que queráis que los
hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos;
porque esto es la ley y los profetas” (Mateo 7:12). La ley del amor
equitativo requiere, por tanto, que una persona trate a las demás como
ella quisiera ser tratada en circunstancias similares.33
Violaciones del amor fraternal. El apóstol Pablo, en esta conexión, da
atención a aquellas emociones, pasiones y prácticas que violan, tanto en
espíritu como en conducta, la ley universal del amor, y son las siguien-
tes:
1. Primero que nada, el Apóstol llama la atención al enojo, la enér-
gica emoción de desagrado causada por un daño lo mismo real que
supuesto; a la ira, el enojo profundo y violento; y al odio, la enérgica
aversión o el aborrecimiento en combinación con la mala voluntad.
Estas emociones o pasiones pueden o no ser expresadas. Aunque no son
necesariamente malas en sí mismas, se volverán así cuando violen la ley
del amor.34 Por eso está escrito que, “Dios está airado contra el impío
todos los días” (Salmos 7:11); y, otra vez, “El temor de Jehová es
aborrecer el mal” (Proverbios 8:13). De Cristo se dice que miró a
algunos alrededor “con enojo, entristecido por la dureza de sus
corazones” (Marcos 3:5). Y el apóstol Juan habla de “la ira del Corde-
ro”, y del “gran día de su ira” (Apocalipsis 6:16 y 17). Por lo tanto, es
claro que estas emociones se vuelven malévolas solo si son mal dirigidas
y descontroladas al punto de que contravengan la ley del amor. Por esta
razón, cuando son mencionadas en la Biblia, se hace generalmente en
conexión con otras y agregadas pasiones malévolas. Es así que el apóstol
Pablo dice: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y
maledicencia, y toda malicia” (Efesios 4:31). Aquí el enojo y la ira son
asociadas con la amargura y la gritería. El apóstol Juan nos dice que,
“Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida” (1 Juan 3:15); y
nuestro Señor mismo declara que, “cualquiera que se enoje contra su
hermano, será culpable de juicio” (Mateo 5:22).
2. Estrechamente asociadas con las anteriores están la malicia (un
designio maligno de maldad); pleitos (litigios); celos (recelos); iras
(resentimientos); y contiendas (disputas o altercados). Estas, si se traen a
la relación con el gobierno civil, llevan a la sedición, lo cual puede
definirse como la conducta que tiende a la traición, pero sin que el acto
sea todavía abierto, es decir, al descontento con el gobierno debida-
52 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

mente constituido, o al resistirlo. En su aplicación a la iglesia, traen


herejías o sectas. Este término se refiere a la opinión que se opone a las
normas doctrinales autorizadas, especialmente cuando la opinión se
emplea para promover el cisma o las divisiones. Por eso el apóstol Pablo
dice: “Al hombre que cause divisiones, después de una y otra amones-
tación deséchalo, sabiendo que el tal se ha pervertido, y peca y está
condenado por su propio juicio” (Tito 3:10-11).
3. Como desprendiéndose de lo anterior, pero con énfasis más obje-
tivo, están aquellas violaciones del amor fraternal ocasionadas por la
falta de adherencia estricta a la verdad en la conversación.35 Aquí se
pueden mencionar: (1) Toda maledicencia. El apóstol Pablo manda que
toda maledicencia se quite “de vosotros” (Efesios 4:31); y la Epístola de
Santiago exhorta: “Hermanos, no murmuréis los uno de los otros”
(Santiago 4:11). Samuel Wakefield dice de la maledicencia que la
misma “consiste en hablar cosas impropias o virulentas en ausencia de
una persona cuando ni el deber ni la verdad lo requieran. Siempre que
el fin sea meramente rebajar a una persona ante la estimación de los
demás, resultará en sentimientos arbitrarios e inmorales” (Samuel
Wakefield, Christian Theology [Teología cristiana], 517). (2) Toda
comunicación corrompida: “Ninguna palabra corrompida salga de
vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de
dar gracia a los oyentes” (Efesios 4:29). Esto no se limita solo a lo
obsceno, sino a toda forma de hablar corrompido, palabras matizadas
con la envidia o el celo, tonos que indiquen enojo o impaciencia, y
todo lo que sea corrupto en forma, o impío en espíritu. (3) La mentira y
el engaño. El engaño puede considerarse la raíz de la naturaleza
depravada, y la mentira, su expresión corrupta. De aquí que el apóstol
Pablo diga, “No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del
viejo hombre con sus hechos” (Colosenses 3:9). La mentira ataca el
fundamento mismo de la estructura social, pone al hombre en contra
del hombre, y a una nación en contra de la otra. Destruye el único
fundamento para la confianza y la fe, y por esta razón el apóstol Juan
pasa el siguiente severo juicio sobre todo aquel que participa de ella:
“Pero… todos los mentirosos tendrán su parte en el lago de fuego y
azufre” (Apocalipsis 21:8); y, de nuevo, hablando de la ciudad santa
dice, “No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abomina-
ción y mentira” (Apocalipsis 21:27).
4. La venganza queda prohibida por mandamiento expreso. Es legal
y justo que los ofensores contra la sociedad deban ser castigados por la
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 53

autoridad debidamente constituida, pero la venganza privada no se


permite. El mandato divino es: “No paguéis a nadie mal por mal”
(Romanos 12:17), y, “No os venguéis vosotros mismos, amados míos,
sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la vengan-
za, yo pagaré, dice el Señor” (Romanos 12:19). Un espíritu implacable
y no perdonador también es una gran violación de la ley del amor.
“[M]as si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro
Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:15).
Pero el amor fraternal no solo tiene prohibiciones, sino también
afirmaciones positivas. Consecuentemente, dicho amor mantiene que la
verdadera hermandad deberá tener la debida consideración para con los
derechos y privilegios de los demás. Estos se resumen generalmente
como el derecho (1) a la vida, (2) a la libertad, y (3) a la propiedad.
1. El ser humano tiene derecho a vivir. Esto no solo se refiere a la
existencia cierta del cuerpo, la cual ya hemos discutido en nuestro
tratamiento de la santidad del cuerpo, sino de todo lo que significa
vivir, según nuestro Señor lo interpretó al decir, “yo he venido para que
tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). La
cultura humana no solo incluye el disfrute de los valores físicos, sino
también la aprehensión de la verdad y la apreciación de lo bello. De
aquí que la sociedad esté bajo la obligación de proveerle al individuo la
oportunidad de asegurarse la debida alimentación, la ropa y la vivienda,
y también la oportunidad para las ventajas culturales del desarrollo
intelectual y espiritual. “El principio básico en todos estos casos es la
doctrina de la igualdad: igualdad de derechos, no igualdad de condi-
ción. Es decir, que una persona tiene el mismo derecho de emplear los
medios de felicidad providencialmente a su alcance, que cualquiera otra
lo tiene de emplear los medios de felicidad providencialmente al alcance
de ella. Estos derechos respetan la vida, la libertad y la reputación”
(Miner Raymond, Systematic Theology [Teología sistemática], III:150).
2. El ser humano tiene derecho a la libertad personal. Como se
entiende generalmente, esta libertad consiste en la libertad de la no
compulsión o el refrenamiento, y se aplica tanto al cuerpo como a la
mente. “La libertad de la persona”, dice Samuel Wakefield, “consiste en
estar exentos de la voluntad arbitraria de nuestros congéneres, o en el
privilegio de hacer lo que nos plazca, siempre que no violemos los
derechos de los demás. Esta clase de libertad es la que les pertenece a las
personas en un estado social, y solo puede mantenerse por medio de las
leyes establecidas. Por lo tanto, la libertad de una persona, en la medida
54 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

en que reconozca los derechos de cada miembro de la sociedad, está


evidentemente incluida en lo que llamamos libertad civil” (Samuel
Wakefield, Christian Theology [Teología cristiana], 521). La libertad
civil incluye también la libertad de expresión, la libertad de prensa, y la
libertad de asamblea; y a esto hay que añadir la libertad de religión, o la
libertad para adorar a Dios conforme a los dictados de nuestra concien-
cia.36
3. El ser humano también tiene derecho a la propiedad privada. El
derecho a la propiedad privada es de valor inestimable, y toda violación
del mismo ha de ser justamente condenada. “No hurtarás” (Éxodo
20:15). En el Nuevo Testamento, el mandamiento de, “No codiciarás”
(Éxodo 20:17), se extiende hasta el principio de la justicia del corazón,
de cuyo afecto corrupto se produce todo daño a la propiedad de los
seres humanos. El apóstol Pablo también declara expresamente “que
ninguno agravie ni engañe a su hermano; porque el Señor es vengador
de todo esto, como ya os hemos dicho y testificado” (1 Tesalonicenses
4:6). El hurto consiste en tomar una propiedad sin el conocimiento ni
el consentimiento del dueño. El robo es quitarle la propiedad por medio
de la violencia al que legalmente la posee. El fraude es lesionar a nuestro
prójimo por medio del engaño. Estas formas comunes de deshonestidad
son violaciones de la justicia, y están prohibidas por el octavo manda-
miento.37 y 39
Además de los derechos a la vida, la libertad y la propiedad incluidos
en la justicia ética, el cristianismo requiere también el ejercicio de la
benevolencia hacia todos los seres humanos. “La benevolencia no es
meramente un afecto negativo, sino que es algo que produce ricos y
variados frutos. Produce un sentido de deleite en la felicidad de otros,
destruyendo así la envidia. Es la fuente de la solidaridad y la compasión.
Abre su mano con liberalidad para suplir las carencias del necesitado.
Provee alegría a cada servicio dado por causa de nuestros congéneres.
Resiste la maldad que podría infligirse sobre ellos, y corre riesgos de
salud y vida por causa de ellos. La benevolencia posee una especial
preocupación por los intereses espirituales y la salvación de los hombres.
Instruye, persuade y reprende al ignorante y al vicioso. Aconseja al
sencillo; conforta al que duda y se confunde; y se regocija de aquellos
que por sus dones y virtudes iluminan y purifican la sociedad” (Samuel
Wakefield, Christian Theology [Teología cristiana], 523-524).38 Es
necesario notar que los deberes de la benevolencia difieren considera-
blemente de los de la simple reciprocidad. (1) Los servicios benevolen-
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 55

tes se encuentran fuera del ámbito de la obligación, por lo tanto


nuestros congéneres no pueden demandarlos de nosotros, ni tampoco
censurarnos si no los rendimos. Aquí el deber y la responsabilidad son
puramente para con Dios y no para con ellos. (2) La benevolencia
requiere de parte del recipiente la obligación de gratitud hacia el
donante. Esto no es así en el caso de la reciprocidad. No hay obligación
de gratitud por el pago de una deuda honesta. (3) Los deberes requeri-
dos por la reciprocidad pueden ser obligados por la autoridad civil, pero
la obligación de la benevolencia descansa enteramente en el bien que
pueda ser logrado. Aún así, siempre se necesita gran precaución en la
administración de la benevolencia, no sea que, sin querer, alentemos la
pereza y el parasitismo, aunque será mejor errar del lado de la liberali-
dad que el inclinarse a la tacañería y la dureza de corazón.

LAS INSTITUCIONES DEL CRISTIANISMO


El ser humano no solo tiene deberes para con Dios, para consigo
mismo, y para con los demás, sino que también es parte de una
estructura social que demanda ciertas organizaciones para la perpetui-
dad de la raza, para su conservación, y para su iluminación y guía
espirituales. Estas organizaciones son la familia, el estado y la iglesia.
Vistas desde el punto de vista divino, son tres jurisdicciones del
gobierno invisible de Dios; vistas desde el punto de vista humano, son
los medios por los cuales el individuo ensancha su personalidad y su
utilidad. Aquí daremos nuestra atención solo a la familia y al estado,
reservando nuestra discusión de la iglesia para capítulos posteriores.
I. El matrimonio y la familia
El matrimonio es la forma más temprana de relación humana, y es
por tanto la fuente y el fundamento de todas las demás relaciones.
Históricamente, tanto la iglesia como el estado no son otra cosa que
una consecuencia de la familia, la cual, en cada caso, es la unidad de la
estructura social. El matrimonio puede definirse como el pacto
voluntario entre un hombre y una mujer, basado en el afecto mutuo,
por el cual acuerdan vivir juntos como marido y mujer, hasta que la
muerte los separe. Aquí se deben tener en cuenta varios factores
importantes:
1. El matrimonio es principalmente una institución divina. Esto
queda claro (1) a partir de la distinción de los sexos en la creación
(Génesis 1:7); (2) a partir de la declaración divina (Génesis 2:18); (3) a
partir del hecho de que el marido y la mujer reconocen ese origen
56 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

divino al hacer sus votos de fidelidad mutua ante Dios; y (4) a partir del
hecho adicional de que su existencia con anterioridad al origen de la
sociedad civil en su sentido más amplio, lo prueba como institución
divina. Siendo que la esencia del contrato matrimonial consiste en los
votos mutuos tomados ante los ojos de Dios y en presencia de testigos,
no deberá asumirse ligeramente, “sino reverente y discretamente, y en el
temor de Dios”. La ceremonia deberá ser administrada por un ministro
de Cristo, puesto que solo él o ella están autorizados para representar la
ley de Dios, y para recibir y hacer el registro de los votos hechos en la
presencia divina. Por haber sido Dios quien instituyó el matrimonio en
el principio, es claramente el deber de las personas en general vivir en el
estado del matrimonio. Aún así, habría base para la excepción en casos
particulares.40
2. El matrimonio también es un contrato civil. Esto surge de su
conexión con la sociedad civil en los siguientes o similares casos. (1) Un
estado cristiano reconoce el matrimonio como un asunto de moral
pública, y fuente de paz y fortaleza civiles. La paz de la sociedad es
promovida de manera especial por la separación de un hombre y una
mujer el uno para el otro, y la ley civil los protege en sus derechos y
obligaciones mutuos. (2) El matrimonio distribuye la sociedad en
familias, y así la ley lo reconoce, pues, en considerable medida, hace
responsable al que es cabeza de la familia de la conducta de los que
están bajo su influencia. (3) También hay derechos de propiedad
ligados al matrimonio y a sus términos, los cuales el estado deberá
asegurar. (4) El estado, por consentimiento moral común, tiene la
prerrogativa de determinar los matrimonios que son legales, de requerir
la publicación del contrato, y de prescribir los varios reglamentos que le
conciernan. Es evidente, por las razones anteriores, que el matrimonio
no puede dejársele enteramente a la religión, lo que excluiría el
reconocimiento y el control del estado. Pero tampoco puede dejársele
enteramente al estado. El matrimonio es un acto solemne, y los votos
son hechos ante Dios, siendo que, cuando el rito es debidamente
entendido, las partes acuerdan regirse por todas las leyes con las que Él
protege esta institución.
3. El matrimonio es la unión de un hombre y una mujer. Por tanto,
no solo se opone a la poligamia, sino a toda otra forma de promiscui-
dad. El que la forma cristiana de matrimonio sea monógama tiene
como base las siguientes consideraciones: (1) Que Dios constituyó el
matrimonio en el principio como la unión de un hombre con una
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 57

mujer (Génesis 2:18, 21-24). (2) Que los fines principales del matri-
monio son protegidos mejor por la monogamia, como es el afecto
mutuo, los intereses mutuos en los hijos, y la provisión de su debida
instrucción. (3) Que cualquiera otra forma de matrimonio divide los
afectos de los padres, y reduce a las mujeres, que son esposas y compa-
ñeras, a esclavas y siervas. Pero la más alta autoridad que la iglesia tiene
para su creencia en el matrimonio monógamo se encuentra en las
palabras confirmatorias de nuestro Señor mismo, cuando dijo, “¿No
habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo, y
dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y
los dos serán una sola carne? Así que no son ya más dos, sino una sola
carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mateo
19:4-6).
4. El matrimonio es una institución permanente, y solo puede ser
disuelta naturalmente por la muerte de una de las partes. No obstante,
hay métodos no naturales por medio de los cuales esta relación puede
ser rota. (1) Puede ser disuelta por el adulterio. La enseñanza de Cristo
en este punto es específica: “Pero yo os digo que el que repudia a su
mujer, a no ser por causa de fornicación, hace que ella adultere; y el que
se casa con la repudiada, comete adulterio” (Mateo 5:32). (2) El
protestantismo, por lo regular, ha interpretado generalmente que el
apóstol Pablo enseña que la deserción intencional también disuelve el
vínculo matrimonial. Dice el Apóstol: “Pero si el incrédulo se separa,
sepárese; pues no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre en
semejante caso, sino que a paz nos llamó Dios” (1 Corintios 7:15). D.
S. Gregory señala, sin embargo, que “Es probable, por la tenacidad con
que la Biblia se adhiere en otras partes al adulterio como la base propia
para el divorcio, que la deserción justifica el divorcio solo si implica
adulterio, siendo que las dos sin duda se daban juntas en esa licenciosa
época” (D. S. Gregory, Christian Ethics, 273). Parece claro, entonces,
que el evangelio no permite el divorcio excepto por la sola causa del
adulterio.41 En cuanto a las consideraciones positivas en favor de la
permanencia del matrimonio, podemos notar lo siguiente: (1) Deberá
ser permanente a fin de lograr las metas morales y espirituales de los
individuos que entran en dicho pacto. (2) Se demanda la permanencia
a fin de que se establezcan relaciones atrayentes e influyentes entre los
hijos reconocidos y sus padres, de donde deberán resultar los más puros
y encantadores afectos. (3) Es necesaria, además, para la debida
instrucción de los hijos en la obediencia y en las virtudes dentro del
58 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

hogar, y para su afectivo consejo y dirección cuando salgan de la casa.


(4) Por último, porque Dios ha declarado que el matrimonio es y
deberá ser un estado permanente, habiéndolo hecho por medio de su
ley en la naturaleza del ser humano con sus crecientes afectos, y por
medio de la explícita declaración en su Palabra.
5. El propósito del matrimonio como institución pública, de acuer-
do con un escritor de nombre Paley, es promover los siguientes
beneficios: (1) La comodidad privada de los individuos. (2) La
producción del mayor número de hijos saludables, de su mejor
educación, y de las provisiones debidas para su establecimiento en la
vida. (3) La paz de la sociedad humana, al asignarle una mujer a un
hombre, y protegerle su derecho exclusivo por sanción de moralidad y
de ley. (4) El mejor gobierno de la sociedad, al distribuir la comunidad
en familias separadas, asignándoles a cada una la autoridad del dueño
de la casa, lo cual tiene una mayor y real influencia que toda la
autoridad civil junta. (5) La seguridad adicional que el estado recibe del
buen comportamiento de sus ciudadanos gracias a la solicitud que los
padres sienten por el bienestar de sus hijos, y porque se les confina a
habitaciones permanentes. (6) El estímulo de la industria. Este
beneficio es tan evidente que es poco el comentario que necesita.
Siendo que es principalmente económico, se le dará consideración
adicional en nuestra discusión de los deberes del estado de casamiento.
Aquí es suficiente mencionar los beneficios morales y espirituales que
obtienen los individuos y la comunidad en general. Richard Watson
bien ha dicho del matrimonio que, “Es de veras escasamente posible
aun esbozar los numerosos e importantes efectos de esta sagrada
institución, la cual, a una vez, exhibe, de la manera más sensible, la
benevolencia divina y la sabiduría divina. Asegura la preservación y la
naturaleza tierna de los hijos al concentrar cierto afecto sobre ellos, lo
cual se disiparía y se perdería donde la fornicación prevaleciera. Crea
ternura conyugal, piedad filial, el apego de hermanos y hermanas y de
las relaciones colaterales. Dulcifica los sentimientos, y acrecienta la
benevolencia de la sociedad en general, puesto que trae todos estos
afectos a operar poderosamente dentro de cada uno de esos círculos
domésticos y familiares de los que la sociedad está compuesta. Estimula
la industria y la economía, y asegura la comunicación del conocimiento
moral, y el que se inculque la civilidad y los hábitos tempranos de
sumisión a la autoridad por los cuales los seres humanos son alistados
para convertirse en súbditos del gobierno público, sin los cuales, quizá,
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 59

ningún gobierno podría sostenerse excepto por la fuerza bruta, si es que


ella pudiera sostenerlo. Estos son algunos de los innumerables benefi-
cios por medio de los cuales el matrimonio promueve la felicidad
humana, y la paz y la fortaleza de la comunidad en general” (Richard
Watson, Theological Institutes [Institutos teológicos], II:543-544). Esto
nos trae a la consideración de los llamados deberes domésticos, que son
los siguientes: (1) Los deberes de los esposos y las esposas; (2) los
deberes de los padres y de los hijos; y, en un sentido limitado, (3) los
deberes de los amos sobre los siervos.
Los deberes de los esposos y las esposas. El estado del matrimonio de-
manda, primero que nada, el deber del afecto mutuo. Esto requiere que
el esposo y la esposa mantengan la misma ternura el uno para con el
otro como la que proveyó la base para el pacto del casamiento. En
donde este principio sea debidamente respetado, el afecto muto
aumentará con los años, y se profundizará y se fortalecerá en la medida
en que cada uno busque volverse menos egoísta, mas abnegado, y más
amoroso, por causa del otro. No se pueden concebir más altas normas
para la relación matrimonial que las que se encuentran en la Biblia.43 Ya
habíamos anticipado esto en nuestra discusión de la creación (Cf.
Christian Theology [Teología cristiana], II:13-14), pero ahora se impone
que le demos una mayor consideración desde el punto de vista ético.
Las normas mencionadas se nos dan por el apóstol Pablo, en conexión
con el simbolismo de Cristo y de la iglesia, en la Epístola a los Efesios
(Efesios 5:22-33), y en una enunciación de principios un poco más
breve, la cual se encuentra en su Epístola a los Colosenses (Colosenses
3:18-19). Esta última es como sigue: “Casadas, estad sujetas a vuestros
maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras
mujeres, y no seáis ásperos con ellas”. Aquí parece haber un énfasis
sobre las fases activa y pasiva del amor, la primera, la del esposo en su
cuidado activo por el entero ámbito de la necesidades de una esposa, la
última, la de la esposa que confía en la fuerza del esposo, y que emplea
con prudencia y economía los medios de sostén, “y la de ser el principal
gozo y atracción en un hogar hecho atractivo por los útiles y gentiles
ministerios de un verdadero afecto de mujer y de esposa” (D. S.
Gregory, Christian Ethics [Ética cristiana], 280). Si examinamos estos
principios a la luz de la declaración más amplia del apóstol Pablo,
encontraremos: (1) Que el deber supremo del esposo para con la esposa
es el amor. La mujer, por naturaleza, vive por amor, y es este amor, más
que ninguna otra cosa, lo que una mujer pura ansía de su esposo. Sin
60 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

ello, no habrá grado de cuidado, confort u ornato que la satisfaga; con


ello, hasta la más humilde de las moradas estará iluminada de una gloria
peculiar. Nada puede tomar el lugar de un amor inestimable. (2) Este
amor no es mero sentimiento. Según el criterio del Apóstol, el marido
es un sacrificio vivo al darse a los mejores intereses de su mujer, así
como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella. (3) El
esposo deberá proveerle un sostén cómodo a su esposa, protegerla de
daños y de insultos, y dedicar sus capacidades a elevarla y a bendecirla.
Es por esta razón que se le llama “el salvador del cuerpo”. (4) Por
último, el apóstol Pablo propone como prueba de la calidad de este
amor que los maridos “deben amar a sus mujeres como a sus mismos
cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie
aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como
también Cristo a la iglesia” (Efesios 5:28-29). El clímax de esta
devoción se encuentra en la unión perfecta de corazones y vidas, por lo
cual el apóstol Pablo dirá, “Por esto dejará el hombre a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Efesios
5:31). Los deberes de la esposa se expresan de igual manera. Por causa
del amor que el marido le demuestre, ella deberá sujetársele en con-
fianza y amor. Pero esto ello se encuentra delimitado por la expresión,
“como al Señor”. Aquí, el significado llano es este: que la mujer deberá
sujetársele al marido con el mismo amor afectivo y sumiso que ambos le
tienen al Señor.44 Algunos de naturaleza vil conciben a veces este texto
como si demandara subordinación de la mujer a la simple voluntad y
capricho del marido, pero tal cosa no sería amor sino egoísmo carnal. El
amor encuentra su mayor libertad en el servicio a su objeto. El mutuo
amor del esposo y de la esposa les hace que se sirvan el uno al otro “en
la alegría de una mutua cautividad. La debilidad de la esposa que
depende de la fuerza del esposo, se fortalece con un poder que lo
mantiene a él en una esclavitud más completa que la que un esclavo
jamás conoció, ya que es la esclavitud de un espíritu voluntario” (Henry
E. Robbins, The Ethics of the Christian Life [La ética de la vida cristia-
na], 334-335).
1. El afecto mutuo del esposo y la esposa demanda una estricta
fidelidad al contrato matrimonial. Especialmente prohíbe cualquier
violación de la ley de castidad, ya que el violarla destruiría la pureza y la
harmonía del hogar, y corrompería la sociedad como un todo. Por
tanto, en todas las edades, y por todas las leyes de Dios y del hombre, la
incontinencia ha sido tratada como una ofensa agravada y seria. En la
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 61

ley judía, el crimen de incontinencia era castigado por muerte (Levítico


20:10). Pero la fidelidad al pacto matrimonial no solo prohíbe las
relaciones criminales, sino todo lo que tienda a debilitar la estima
mutua del esposo y la esposa. Aquí se puede mencionar especialmente
la falta de bondad y atención mutuas, o la preferencia de la compañía
de otros en vez de la de ellos mismos.
2. Si la familia ha de alcanzar su más elevada misión, la cooperación
mutua será esencial de parte del esposo y de la esposa. Los dos deberán
reconocer un propósito común, y laborar juntos en una causa común.
“La llamada separación voluntaria de un esposo y de una esposa”, dice
D. S. Gregory, “a menudo comienza precisamente ahí. Ninguno de los
dos reconoce una misión, una solidaridad y un trabajo comunes; el
hombre se absorbe en su negocio o profesión, y la mujer en la moda o
en los quehaceres de la casa; dejan de buscar un pensamiento común,
unos intereses comunes, y unas alegrías comunes; su amor pierde altura
y pureza y abnegación, y la vida de casados pierde su atractivo y
esplendor, volviéndose algo corriente e innoble, desprovisto de toda
noble aspiración y de toda verdadera inspiración. La solidaridad y
cooperación mutuas en esta gran faena de la vida proveerá un verdadero
preventivo contra tales males. La esposa deberá hacer sentir su poderosa
ayuda, por medio de la inspiración de intereses inteligentes propios de
una esposa, y por la solidaridad y el esfuerzo, en aquello que el esposo
escoja como su manera de abrirse paso en el mundo. Es así como los
dos, ‘pensamiento con pensamiento, propósito con propósito, voluntad
con voluntad’, juntos, lograrán diez veces más que lo que hubiera sido
posible para el hombre lograr por sí solo” (D. S. Gregory, Christian
Ethics [La ética cristiana], 279).
3. La relación matrimonial demanda organización. En toda sociedad
organizada, ya sea en la iglesia o en el estado, deberá haber una cabeza,
alguna parte responsable, y así también deberá ser en la familia. Y aquí
es el esposo la cabeza constituida. Esto lo enseña claramente tanto la ley
de la naturaleza como la Biblia (Efesios 5:22-23; Colosenses 3:18-19; 1
Pedro 1:7). Los contactos fuera del hogar requieren que alguien sea
responsable por la familia como un todo. Cada familia deberá tener una
cabeza, y a Dios le ha parecido bien hacer al esposo la cabeza del hogar.
Esto es algo para lo cual está mejor dispuesto, por naturaleza, que la
esposa, pues ella requiere más reclusión, protección y aprecio amoro-
so.45 Dentro del hogar, la esposa gobierna como reina. Por su corazón
bondadoso, la profundidad de sus sentimientos y afecciones, y la
62 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

delicada discriminación y discernimiento que posee, ella es eminente-


mente apta para gobernar en el ámbito doméstico, lo cual es su
principal gloria. Ahí siempre deberá ser la dueña de la casa y el objeto
central de atracción. El hombre es más apto para los asuntos más duros
y más públicos de la vida. Dios lo ha hecho físicamente más fuerte, y,
por lo tanto, mejor calificado para ser el líder, el sostenedor y el
defensor del hogar. Es el protector natural de su esposa. Sobre él, por
consiguiente, recae el deber y la responsabilidad de proveer para el
hogar, y esto se le requiere tanto por las leyes de Dios como por las del
hombre. Está escrito que “si alguno no provee para los suyos, y
mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un
incrédulo” (1 Timoteo 5:8).
Los deberes de los padres y de los hijos. En esta relación, el primer
deber recae sobre los padres. Pero a medida que los hijos crezcan en
años y en entendimiento, participarán en la obligación de los deberes
de los padres. Por supuesto que el deber de los padres para con sus hijos
nunca podrá expresarse adecuadamente, pero, en general, podría
resumirse como sigue: (1) El afecto de los padres; (2) el cuidado y el
entrenamiento de los padres; y (3) el gobierno y la dirección de los
padres.
1. El primer deber de los padres para con los hijos es el afecto pa-
ternal, ya que de esto depende todo lo demás.46 Es el motivo del que
surge la obligación de proteger y criar a los hijos como miembros
dignos de la estructura social. Por lo tanto, se convierte en deber de los
padres atesorar este afecto en su forma más pura y abnegada, ya que de
él depende el carácter y el destino de los hijos.
2. El segundo deber es aquel del cuidado y el entrenamiento pater-
nales. Esto por necesidad incluye la debida nutrición del cuerpo, y un
ambiente físico sano; la educación de la mente de acuerdo con los
dones y habilidades de cada hijo en particular; y el desarrollo de normas
morales altas.47 De aquí que el apóstol Pablo les ordene a los padres a
criar a sus hijos “en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4).
La importancia del entrenamiento temprano queda establecida en el
siguiente proverbio: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere
viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Todo esto será de poco
valor a menos que el niño sea traído a edad temprana al conocimiento
del poder salvador de Cristo, y que experimente la gracia divina que
cambia el corazón y le implanta en su interior el principio de la
obediencia a Dios. La conversión infantil puede parecerle a muchos
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 63

como estrecha en el alcance de la experiencia, pero lo esencial, el


cambio del corazón, es igual, ya sea en los niños como en las personas
maduras.
3. El tercer deber de los padres es el del gobierno familiar. Los hijos
no tienen el conocimiento necesario para dirigirse a sí mismos, por lo
cual es el deber de los padres ejercer un sabio control sobre la dirección
de su conducta. Esta autoridad deberá ser absoluta en la infancia, y en
la niñez temprana, pero habrá de relajarse en proporción a la habilidad
del joven de gobernarse a sí mismo. Que el gobierno familiar deba ser
firme, aunque amable y generoso, lo implican estas palabras del apóstol
Pablo: “Y vosotros padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos”; y,
“Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten”
(Colosenses 3.21).
Los deberes de los hijos para con los padres han de encontrarse en la
reciprocidad de los deberes paternales, y podrían resumirse bajo dos
encabezados generales: (1) Obediencia, y (2) reverencia. En cuanto a la
obediencia, el precepto bíblico es: “Hijos, obedeced en el Señor a
vuestros padres, porque esto es justo” (Efesios 6:1); y, “Hijos, obedeced
a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor” (Colosenses
3:20). El deber del hijo es ceder gozosamente a las instrucciones y a la
dirección que dicte la sabiduría superior de sus padres. Los padres son
los oficiales constituidos por Dios para administrar el gobierno de sus
respectivas familias, y obedecerlos en el ejercicio de su legítima
autoridad, es obedecer a Dios.48 Como los demás gobernantes, los
padres podrían abusar de su poder, pero en tal caso el hijo ha de
obedecer solo “en el Señor”. En cuanto a la reverencia, esta incluye la
consideración y el respeto debidos a todo superior, especialmente a los
padres. Tan importante es la reverencia a los padres, que la misma ha
quedado establecida en uno de los mandamientos del Decálogo:
“Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la
tierra que Jehová tu Dios te da” (Éxodo 20:12). El apóstol Pablo le
llama a éste, “el primer mandamiento con promesa” (Efesios 6:2). El
vocablo honrar como se emplea aquí incluye el afecto y la obediencia, y
también, podríamos decir, la gratitud. El hijo, pues, buscará recom-
pensar de muchas formas el amor de padres que tan abundantemente se
les dio, y proveer generosamente para los padres cuando la edad, con su
desamparo y enfermedad, les sobrevenga. Es aquí en donde el espíritu
del cristianismo ha de ser especialmente manifestado.
64 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Los deberes de los amos y los siervos. Los términos amo y siervo se
aplican, en su más amplio sentido, a las varias formas de trabajo
voluntario desempeñado en respuesta a cierta consideración. En el
Antiguo Testamento, los siervos asalariados eran considerados parte de
la familia; y en el tiempo cuando el apóstol Pablo escribía, la esclavitud
existía en el imperio romano. Esto explica su alusión al esclavo y al libre.
Los términos patrón y empleados, como se emplean en los tiempos
modernos, expresan la misma idea bíblica. Dada las diversas formas de
labor especializada, y el crecimiento de grandes corporaciones capitalis-
tas, esta relación se ha vuelto extremadamente compleja y difícil en los
tiempos modernos. Para nuestros fines, sin embargo, es suficiente
mencionar los principios subyacentes dados en la Biblia, los cuales, si se
observan debidamente, sin duda contribuirán de manera considerable a
la solución de algunos de los problemas más agudos del tiempo
presente. A los siervos o empleados, el apóstol Pablo les da las siguientes
instrucciones: “Siervos, obedeced a vuestros amos terrenales con temor
y temblor, con sencillez de vuestro corazón, como a Cristo; no
sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino
como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios;
sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres,
sabiendo que el bien que cada uno hiciere, ése recibirá del Señor, sea
siervo o libre” (Efesios 6:5-8). El cristianismo, pues, considera el más
humilde servicio como digno de recompensa, si se desempeña con
alegría y fielmente, como para el Señor. A los amos o empleadores, les
dice, “Y vosotros, amos, haced con ellos lo mismo, dejando las amena-
zas, sabiendo que el Señor de ellos y vuestro está en los cielos, y que
para él no hay acepción de personas” (Efesios 6:9). Aquí se hace
imperativo el deber de ejercer el control en el espíritu de bondad
fraternal. El espíritu cristiano prohíbe la rudeza o la crueldad, sean
brutales o refinadas, y toda medida tiránica o demanda injusta, y toda
amenaza o represalia. Por el contrario, demanda que a los empleados se
les den sus justos derechos y prerrogativas, un ambiente adecuado y
saludable como condiciones de trabajo, y salarios justos, en proporción
a las destrezas del obrero y al costo de vida.
II. El estado o gobierno civil
El designio principal del estado es proveerle al ser humano una
esfera más amplia de actividad social. Siendo que la naturaleza moral
del ser humano se encuentra en desorden, su desarrollo no regulado
deberá necesariamente llevar a la interferencia injusta con los derechos
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 65

de otros seres humanos. El gobierno civil, por tanto, tiene la intención


de proteger de la violencia a sus ciudadanos, y de asegurarle a cada
individuo, hasta donde mejor pueda, el disfrute pacífico de todos sus
derechos. El estado deberá, en la plena naturaleza del caso, ejercer
autoridad en la reglamentación pública de la conducta, y lo hace por
medio de las leyes basadas en la ley inmutable de la rectitud. Si fuera
necesario, se deberá usar el castigo en la aplicación de la ley; la culpa
deberá ser hecha peligrosa; y el crimen deberá ser algo serio incluso para
el criminal. Sin embargo, es importante notar que la soberanía de la
autoridad civil descansa en el estado en sí mismo, y no en rey o
gobernante alguno. Esto lo establece el hecho de que el estado existe
antes que todos los gobernantes, y el hecho adicional de que los
gobernantes son a lo sumo solo sus instrumentos. Con el desarrollo de
la civilización, el gobierno civil se ha vuelto complejo, hasta abarcar los
campos de las ciencias políticas, la economía, la historia constitucional
e industrial, las leyes, y la educación y la sociología en todas sus
ramificaciones. Por tanto, será suficiente, para nuestro propósito, como
en la sección anterior, establecer brevemente los principios cristianos
subyacentes en lo que concierne al gobierno civil. Mencionaremos los
siguientes: (1) La oración por los gobernantes: “Exhorto ante todo, a
que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por
todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia,
para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad”
(1 Timoteo 2:1-2). (2) Obediencia a los que están en autoridad:
“Recuérdales que se sujeten a los gobernantes y autoridades, que
obedezcan, que estén dispuestos a toda buena obra” (Tito 3:1). (3) El
gobierno es ordenado por Dios: “Sométase toda persona a las autori-
dades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las
que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone
a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten,
acarrean condenación para sí mismos” (Romanos 13:1-2). (4) Los
gobernantes deberán aplicar las penas de la ley: “Porque los magistrados
no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quie-
res, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de
ella; porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo,
teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios,
vengador para castigar al que hace lo malo” (Romanos 13:3-4). (5) Los
cristianos deberán estar sujetos al gobierno por causa de la conciencia:
“Por lo cual es necesario estarle sujetos, no solamente por razón del
66 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

castigo, sino también por causa de la conciencia” (Romanos 13:5). (6)


El gobierno deberá ser sostenido: “Pues por esto pagáis también los
tributos, porque son servidores de Dios que atienden continuamente
esto mismo. Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que
impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra”
(Romanos 13:6-7). El apóstol Pablo, luego, aplica el principio del amor
a los asuntos del estado de la misma manera en que lo hace a los de la
vida doméstica y social. Resume toda la cuestión con las siguientes
palabras: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque
el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Romanos 13:8).
La relación de la autoridad divina con el gobierno humano es una
cuestión de vital importancia, especialmente en el tiempo presente,
cuando los fundamentos mismos del gobierno humano están siendo de
nuevo estudiados y ponderados. Hay dos declaraciones de la ciencia
teológica que muy bien podrían considerarse como clásicas. La primera
es la de Charles Hodge (1797-1878), la cual se titula, La obediencia
debida a los magistrados civiles; 49 la segunda es la de William Burton
Pope (1822-1903), titulada, La ética política.50 Ambas han sido
incluidas en las notas bibliográficas, la primera de ellas en forma
considerablemente abreviada. Son merecedoras de estudio cuidadoso,
ya que representan la enseñanza bíblica sobre este importante tema.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Ha de ser evidente que la vida exterior o ética del cristiano deriva su carácter de la calidad
de la vida interior o espiritual. Por lo tanto, la vida de santidad es sencillamente la expre-
sión de un corazón santo. Lo que es esta santidad, el Superintendente General Orval J.
Nease lo describe como sigue: “El término santidad, cuando se emplea como refiriéndose
a la experiencia del creyente, por necesidad implica el acto, lo cual es la santificación, y el
Agente, el cual es el Espíritu Santo. Por tanto, empleamos el término santidad en su uso
práctico como un término todo inclusivo, para denotar el acto cumplido de la gracia
divina. La santidad es limpieza. Es esa voluntad del Padre, esa provisión del Hijo, y ese
acto del Espíritu Santo por el cual el corazón del creyente, es decir, sus móviles, sus afec-
tos, su voluntad, su naturaleza entera, son limpiados de la contaminación y de la tendencia
a pecar. La santidad es armonía. La armonía interior completa no es alcanzada en la
regeneración. La Biblia y la experiencia están de acuerdo en que el corazón no santificado
es un corazón dividido, un doble corazón. La derrota exterior es ocasionada por la falta de
armonía interior. La santificación libera el alma del enemigo de adentro, mientras que
alinea las fuerzas de la naturaleza moral contra el enemigo de afuera. La santidad es aban-
dono. Los padres de la iglesia se referían al acto de la cooperación humana en la santifica-
ción como ‘la crucifixión del yo’, como ‘la consagración de lecho de muerte’. Lo que
querían decir con esto era darse la totalidad de la vida de uno al plan y a la autoridad de la
Deidad. La persona santificada es la que se da a Dios de esa manera. Cada lazo, cada
influencia, cada reserva que vaya a desviar a uno de la completa e irrestricta participación
de la comunión con Dios, y en su servicio, serán cortados. La santidad es poder. El poder
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 67

reside en el ámbito de lo espiritual, el ámbito inmediatamente afectado por la santifica-


ción. Es, en esencia, la personificación de todo lo que es esencial en los ámbitos combi-
nados de la experiencia humana. La santificación afecta todo lo que uno es. Recibir un
poder así (la habilidad para discriminar, para evaluar, para influir, para singularizar la
devoción de uno), puede lograrse solo cuando ‘el poder de lo alto’ posee al creyente. Es el
cumplimiento de ‘la promesa del Padre’. Es ‘Cristo en vosotros, la esperanza de gloria’. La
santidad es perfección. Una perfección en amor, una perfección cristiana. El santificado
no está más allá de la habilidad ni del riesgo de pecar, pero sí es limpiado del deseo de
pecar y de la naturaleza del pecado. No está más allá de la posibilidad de caer, pero sí se
encuentra a tal punto dentro de la provisión de la gracia divina, que es preservado de la
transgresión voluntaria. La santificación no es fijeza de carácter, sino fijeza de actitud y de
deseo, lo cual capacita al que participa de ella a ‘crecer en la gracia y en el conocimiento de
nuestro Señor y Salvador Jesucristo’”.
2. En el esquema evangélico, la doctrina y la ética están estrechamente conectadas: sus
revelaciones de la verdad son el fundamento de su nueva vida; su moral y su doctrina se
encuentran entremezcladas en todo lugar; y, finalmente, la ética de la religión cristiana es
la corona y la consumación de su sistema como un todo (William Burton Pope, Compen-
dium of Christian Theology, III:143).
La verdad, como la vemos nosotros, es aquí la misma que en la dogmática: así como
hay doctrinas fundamentales de la religión sostenidas adecuadamente por la evidencia
racional que constituye un sistema de religión natural, así también hay ciertos deberes
prominentes que son obviamente obligatorios para la inteligencia común, lo cual consti-
tuye un sistema al que se le puede denominar ética filosófica. Y así como hay doctrinas
conocidas y autenticadas solamente por la revelación, lo cual constituye un sistema de
religión revelada, así también hay deberes conocidos y puestos en vigor de la misma
manera, lo cual forma lo que podría llamarse un sistema de ética cristiana. La naturaleza y
la revelación propiamente interpretadas, nunca son antagónicas; sus pronunciamientos
son palabras que proceden de la boca de Dios, de los cuales el ser humano puede aprender
todas las cosas necesarias para la fe y la práctica (Miner Raymond, Systematic Theology,
III:10).
3. Deberá observarse que la Biblia no se dedica exclusivamente al desarrollo de un sistema de
gobierno moral, ni tampoco lo enseña como el plan científico de alguno de nuestros
escritores modernos que manejan el asunto de la filosofía moral. Pero todos los principios
sí se enseñarán en los escritos inspirados, y se afirmarán tan clara y vigorosamente, que los
principios y los hechos serán mucho más fáciles de comprender por la mente iletrada y
poco sofisticada, que los del mejor y más moderno tomo escrito sobre materia de ciencia
moral (Luther Lee, Elements of Theology, 332).
4. Por mucho que Dios requiera que amemos, no más allá de nuestras fuerzas, sino con todas
ellas, es obvio que nada que exceda nuestras habilidades se nos requerirá de nuestras
manos (Philipp van Limborch, Institutiones Theologiae Chritianae, libro V, capítulo 25).
Que sea posible amar a Dios con todo el corazón sería necedad negarlo, puesto que el
que diga que no puede hacer algo con todas sus fuerzas, es decir, que no puede hacer lo
que puede hacer, no sabe lo que dice. De modo que amarlo así será la más alta medida y
sublimidad de la perfección, y la de guardar los mandamientos (Obispo Jeremy Taylor).
5. Clemente de Roma, en su Primera Epístola a los Corintios, estableció que el móvil de la
conducta cristiana se deriva del “temor” o “la reverencia” a Dios. “Veamos cuán cerca está
Él”, decía, “y cómo no se le escapan ninguno de nuestros pensamientos ni de nuestras
maquinaciones. Lo propio, por tanto, es que no seamos desertores de su voluntad”. Igna-
cio insistió en las creencias correctas como la base para las prácticas morales correctas. La
falsa teología, mantenía él, lleva a las actitudes equivocadas y a la mala conducta. “La fe es
68 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

el principio y el amor es el fin” de la vida cristiana. Entre las más importantes de sus
máximas están estas: “Que haya una oración en común, una súplica, una esperanza, en el
amor y en el gozo intachables”; “Huye de las divisiones como el principio de todo mal”;
“Que todo sea hecho para la honra de Dios”. Policarpo, en su Epístola a los Filipenses,
apela a las palabras de Jesús como sancionadoras. La fe, la esperanza y el amor eran lo
esencial de la vida cristiana. Consideraba la herejía como el deseo de vivir de otra manera
que no fuera de acuerdo con la verdadera fe. Advertía especialmente en contra de la codi-
cia, siendo “el amor al dinero el principio de todo problema”. La Didaké y la Epístola de
Bernabé tenían algunas semejanzas. Al cristianismo se le consideraba como un nuevo
pacto que traía a Dios y al hombre a la comunión religiosa. El Pastor de Hermas hacía
hincapié en la lucha que se requiere para mantener los estándares cristianos, por lo cual era
necesario depender de la misericordia y la gracia divinas. Pero fue a la alegría a la que se le
dio énfasis especial. “Alejad de vosotros la tristeza”; “Vestíos de alegría, la cual siempre
tiene el favor de Dios, le es aceptable a Él, y en ella Él se regocija”; “Porque toda persona
alegre obra el bien, y piensa el bien, y desprecia la tristeza; pero la persona triste siempre
continúa en pecado”. La Epístola de Diogneto realza el principio espiritual que anima a
los cristianos y les impide ser absorbidos por las cosas del mundo. Dios es la fuente del
ideal cristiano: “Al amarlo, serás un imitador de su bondad”.
6. I. A. Dorner señala que los montanistas aceptaban el súbito prorrumpir del entusiasmo
individual como el verdadero medio por el cual el Espíritu Santo se comunicaba con la
congregación, por lo cual demandaban la absoluta obediencia a los dictados de la profecía
extática como la condición para la comunión entre el Espíritu y el individuo. Los nova-
cianos, por el otro lado, encontraron el verdadero vehículo de comunión espiritual en la
iglesia en sí misma, considerada en su totalidad como una organización del sacerdocio
universal bajo las formas del presbiterio, por lo cual, como consecuencia, la iglesia era
rigurosa en lo tocante a la admisión de miembros.
7. Cuando la Reforma asumió su posición final sobre la Biblia, no solo escapó de los grandes
errores de la Edad Media, sino que también tuvo éxito en establecer los verdaderos princi-
pios de la ética cristiana. Con las nuevas doctrinas de la fe, y de la justificación por la fe,
las ideas éticas fundamentales del deber, la virtud y el bien supremo fueron, por así decir-
lo, derretidas y fundidas de nuevo. Apareció así una nueva ética, la cual llevó las marcas
características del desarrollo doble del principio protestante o evangélico: la Iglesia Lute-
rana, con su talento para la representación plástica, el arte, la himnología y la ciencia; y la
Iglesia Reformada con su talento para la acción práctica, la disciplina, las misiones y los
asuntos de estado. Ni Lutero, ni Calvino, escribieron sobre ética, en el sentido propio de
la palabra, pero ambos trataron ocasionalmente varios de los temas de la ética, especial-
mente en la forma de exposiciones acerca del decálogo en el catecismo. El catecismo es, de
hecho, la forma primitiva de la ética evangélica. Así como el dogma evangélico surgió de la
regula fidei y del symbolum apostólico, así la ética evangélica se derivó del decálogo (I. A.
Dorner, art. “Ethics”, Schaff-Herzog, Encyclopedia of Religious Knowledge).
8. Acerca de la verdadera idea de la libertad espiritual. Sobre este tópico, Thomas C.
Upham nos ofrece la siguiente excelente discusión en la obra titulada, The Principles of the
Interior Life. La presentaremos en una forma considerablemente abreviada. Dice así:
“Muchas personas probablemente han llegado a observar que existe una forma o modifi-
cación de la experiencia religiosa denominada ‘libertad’. Por consiguiente, en el lenguaje
religioso común, no es poco frecuente el caso de que oigamos de personas que están ‘en la
libertad’ o en ‘la verdadera libertad’. Estas expresiones indican sin duda una verdad reli-
giosa importante, la cual no ha escapado del todo a la atención de los que escriben sobre la
vida religiosa. La explicación que ofrece Francisco de Sales sobre ‘la libertad del espíritu’ es
la que ‘consiste en mantener el corazón totalmente desligado de toda cosa creada, a fin de
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 69

que pueda seguir la voluntad conocida de Dios’. Nosotros no objetamos necesariamente a


esta declaración de De Sales, aun cuando la consideremos general y un tanto indefinida.
Es cierto que la persona que está en ‘verdadera libertad’, está ‘desligada’, y ha escapado de
la influencia subyugante del mundo. Dios se ha vuelto para él o ella un principio interno y
operativo, y sin Él la persona siente que no puede hacer nada, y que conectada a su ayuda
bendita posee la consciencia interior de que el mundo y sus deseos han perdido su poder
esclavizador. La libertad, considerada en este sentido general del término, ha de ser pen-
sada como la expresión de una de las formas más elevadas y más excelentes de la experien-
cia cristiana. Y podemos añadir, aún más, que nadie la disfruta verdaderamente en su
sentido elevado sino aquellos que se encuentren en un estado mental que puede propia-
mente denominarse un estado santo o santificado, nadie sino aquellos que Dios ha hecho
‘verdaderamente libres’. Procederemos, pues, a mencionar algunas de las marcas por
medio de las cuales la condición o estado de libertad espiritual puede caracterizarse. Y es
que no parece que haya mucha dificultad en hacerlo, ya que la libertad es lo opuesto de la
esclavitud, y es fácil, como cosa general, entender y especificar las cosas por las que somos
más aptos para que se nos esclavice.
“(1) La persona que disfruta de la verdadera libertad espiritual ha dejado de ser esclava
de la parte baja o apetitiva de su naturaleza. Sea que coma o que beba, o que cualquier
otro sea el apetito que demande su debido ejercicio, puede decir ciertamente que todo lo
hace para la gloria de Dios.
“(2) La persona que disfruta de la verdadera libertad espiritual ha dejado de ser esclava
de ciertos deseos de carácter más elevado que los apetitos, como serían el deseo de la
sociedad, el deseo del conocimiento, el deseo de la estimación del mundo, y así por el
estilo. Estos principios, los cuales, a fin de distinguirlos de los apetitos, pueden conve-
nientemente designarse como propensiones, o como principios de propensión, operan en
la persona que tiene verdadera libertad interior, como se les diseñó que operaran, pero
nunca con el poder para esclavizar.
“(3) La persona que disfruta de la verdadera libertad religiosa no ha de ser esclavizada
por afectos domésticos o patrióticos desordenados, no importa cuán ennoblecedores se
piense que sean, como sería el amor a los padres y a los hijos, y el amor a los amigos y a la
patria. Es cierto que la libertad espiritual no excluye el ejercicio de estos afectos, los cuales
son, en muchos respectos, generosos y elevados, como tampoco condena ni excluye la
existencia de los apetitos ni las propensiones más bajas.
“(4) Cuando estamos equivocadamente bajo la influencia de los desafectos y aversio-
nes, no se puede decir que estamos en libertad interior. A veces, cuando Dios nos llama de
manera obviamente clara a descargar nuestro deber, nos volvemos internamente conscien-
tes de un gran grado de pesadez. Lo descargamos, es cierto, pero sentimos que no quere-
mos hacerlo. Hay ciertos deberes que debemos al pobre y al degradado, y al abiertamente
profano e impuro, los cuales son a menudo repugnantes para personas de ciertos hábitos
mentales refinados; pero sin encontramos que estas repugnancias refinadas, que obstaculi-
zan el deber, tienen gran poder sobre nosotros, no estamos en la verdadera libertad. No
tenemos esa fortaleza en Dios que nos capacita para actuar vigorosa y libremente.
“(5) La persona no disfruta de la verdadera libertad de espíritu si carece de la disposi-
ción para acomodarse a otros en las cosas que no revisten especial importancia. Y este es el
caso cuando, sin necesidad, insistimos en que se haga todo a nuestro tiempo y a nuestra
manera; cuando nos molestan las cosas nimias, las cuales son en sí mismas indiferentes,
pensando, quizá, más en la posición de una silla que en la salvación de un alma; cuando
encontramos dificultad en permitir diferencias constitucionales en los demás que no sea
fácil ni importante para ellos corregir; cuando nos encontramos disgustados porque otro
no se exprese en total acuerdo con nuestros principios o gustos; o cuando nos desagrada y
70 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

disgusta su desempeño religioso, o cualquier otro desempeño, aun cuando sepamos que
está haciendo lo mejor que puede. Podemos añadir debidamente aquí que, el que encuen-
tra faltas, especialmente el que se da al hábito confirmado de encontrar faltas, no es al-
guien de espíritu libre. De igual manera, los que frecuentemente se quejan del ministro, de
los hermanos de la iglesia, del tiempo y de la manera de las ordenanzas, y de muchas otras
personas y cosas, encontrarán, al examinarse cuidadosamente, que están demasiado llenos
de sí mismos, demasiado fuertemente movidos por sus criterios e intereses personales, para
conocer la verdadera y plena importancia de esa ennoblecedora libertad que el Salvador da
a los que son verdaderamente sus santificados.
“(6) La persona que se molesta y que es impaciente cuando los sucesos se dan de ma-
nera diferente a lo que esperaba o anticipaba, no disfruta de la verdadera libertad espiri-
tual. De acuerdo con la gran idea de la soberanía perfecta de Dios, la persona de espíritu
religioso libre considera todos los eventos que tienen lugar, con la excepción del pecado,
como expresión, bajo las circunstancias existentes, de la voluntad de Dios. Y su unión con
la voluntad divina es tal que hay una aquiescencia inmediata en el evento, cualquiera sea
su naturaleza, sin importar cuanta aflicción personal conlleve. Su mente ha adquirido, por
así decirlo, una flexibilidad divina, en virtud de la cual se acomoda, con sorprendente
facilidad y presteza, a todos los desarrollos de la providencia, sean prósperos o adversos.
“(7) Aquellos que disfrutan de verdadera libertad son pacientes ante las tentaciones
interiores, y en toda prueba mental interior. Pueden bendecir la mano que los hiere inter-
na como externamente. Sabiendo que todo buen ejercicio viene del Espíritu Santo, no
están dispuestos a prescribirle a Dios cuál ha de ser la naturaleza particular de esos ejerci-
cios. Si Dios considera conveniente probar y fortalecer su espíritu de sumisión y paciencia
trayéndolos a un estado de gran pesadez y tristeza, bien por sujetarlos a tentaciones severas
del adversario de las almas, o por poner sobre ellos la carga de un profundo dolor por un
mundo impenitente, o por cualquiera otra manera, sienten que todo es justo y está bien.
Ruegan por el pan de cada día, sea el espiritual o el temporal; y con alegría reciben lo que
Dios considera conveniente enviarles.
“(8) La persona que disfruta de la verdadera libertad de espíritu es la más deliberada y
cautelosa en hacer lo que más desea hacer. Esto surge del hecho de que teme en demasía
estar fuera de la línea de la voluntad y el orden de Dios. Desconfía, y examina estrecha-
mente, todos los fuertes deseos y sentimientos en general, especialmente si agitan su mente
y la dejan de alguna manera incontrolable; no principal ni simplemente porque los senti-
mientos sean fuertes; esa no es la razón; sino porque hay razón para temer, por el simple
hecho de su fuerza y tendencia agitadora, que algo del fuego de la naturaleza, el cual la
verdadera santificación apaga y destruye, se ha mezclado con la santa y apacible llama del
amor divino.
“(9) A la persona que está en la verdadera libertad de espíritu, la oposición no la alte-
rara fácilmente. El poder de la gracia le da fortaleza interior, siendo la naturaleza de la
verdadera libertad ser deliberado. Así pues, cuando sus criterios son disputados, no se
apresura a responder. No es indiferente, pero responde calmada y consideradamente.
Tiene confianza en la verdad, porque tiene confianza en Dios.
“(10) La persona de espíritu verdaderamente liberado, aunque siempre está lista a
cumplir su deber, espera pacientemente hasta el tiempo propicio para la acción. No
prefiere un tiempo que no sea el indicado por la providencia de Dios. El Salvador mismo
no pudo actuar hasta que su ‘hora no hubo llegado’… Una mente esclavizada, aunque esté
en parte religiosamente dispuesta, con frecuencia adoptará un curso de acción precipitado
y no deliberado, lo cual no es consistente con amar humildemente el orden divino. Una
persona así piensa que la libertad consiste en hacer las cosas a su manera, mientras que la
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 71

verdadera libertad consiste en hacer las cosas de la manera correcta; y la manera correcta es
la manera de Dios.
“(11) El poseedor de la verdadera libertad religiosa, cuando ha cumplido su deber de
manera sumisa y consciente, no se perturba por una ansiedad indebida relacionada con los
resultados. Puede pensarse como una máxima que aquel que afirma que ha dejado todas
las cosas en las manos de Dios, pero a la vez demuestra perturbación y agitación de espí-
ritu en lo que toca a los resultados de esas cosas (con la excepción de aquellos movimientos
agitados que sean puramente instintivos), demuestra abundante evidencia, por el hecho de
esta agitación de espíritu, que no ha hecho realmente la entera rendición que profesa haber
hecho. Los alegados hechos se contradicen uno al otro, y los dos no pueden existir a la
misma vez.
“(12) Finalmente, en vista de lo que se ha dicho, y a manera de resumen, podemos
destacar que la verdadera libertad de espíritu se encuentra en aquellos, y solo en aquellos
que, en el idioma de De Sales, ‘mantienen el corazón totalmente desligado de toda cosa
creada, a fin de poder seguir la voluntad conocida de Dios’. En otras palabras, se encuen-
tra en aquellos que pueden decir con el apóstol Pablo, que están muertos, y que su vida
‘está escondida con Cristo en Dios’. El móvil que gobierna en el pecho de la persona de
espíritu religioso libre es que puede, en todo caso y en toda ocasión, hacer la voluntad de
Dios. En esa voluntad su vida ‘está escondida’. La supremacía de la voluntad divina, en
otras palabras, el reino de Dios en el corazón, tiene por necesidad una operación directa y
poderosa sobre los apetitos, las propensiones, y las afecciones, manteniéndolas, cada una y
todas, en su debido lugar. Otra cosa que se puede decir afirmativa y positivamente es que
aquellos que son espiritualmente libres son guiados por el Espíritu de Dios. Una persona
que sea realmente guiada por sus apetitos, sus propensiones, o aún sus afectos, su amor por
la patria, o por cualquiera otra cosa que no sea el Espíritu de Dios, no podrá decir que es
guiada por ese espíritu divino. El Espíritu de Dios, si gobierna en el corazón, no tolerará la
presencia de ningún rival, de ningún competidor; es decir, que en todos los casos de
acción voluntaria, no hará nada bajo el impulso ni la guía de solo el placer natural o el
escogimiento natural. Su libertad consiste en ser libre del yo; en ser librado del dominio
del mundo; en descansar quieta y sumisamente en las manos de Dios; en abandonarse,
como el barro en las manos del alfarero, para ser moldeado y formado por la voluntad
divina. … La libertad espiritual implica, con el hecho de la entera sumisión a Dios, la gran
y preciosa realidad de la emancipación interior. El que es espiritualmente libre es libre en
Dios. Y puede, quizá, decir que es libre en el mismo sentido en que Dios lo es, el cual es
libre de hacer todo rectamente, y nada equivocadamente.
“Esto es verdadera libertad. Esta es la libertad con la que Cristo hace libre. Esta es la
emancipación que inspira los cánticos angelicales, una libertad que la tierra no puede
comprar, ni el infierno puede encadenar” (56-62).
9. Así como la ciencia significa conocimiento, así la conciencia etimológicamente significa
conocimiento de uno mismo. En el ser moral, la conciencia es la reina de todo impulso
interior de acción, y la voluntad es su súbdito; y así como toda función legislativa, y toda
autoridad judicial delegada, emana del soberano, así también la conciencia es, objetiva-
mente, la ley no escrita del corazón, fundada en esos principios eternos de lo recto y lo
equitativo y lo verdadero, los cuales son como rayos provenientes del trono de Dios; y,
subjetivamente, pasa juicio sobre los pensamientos del corazón y las acciones del cuerpo.
Si se obedece la conciencia, ella aprueba, y por lo tanto es pura; pero si no se honra y su
voz es ignorada, tal deslealtad puede solo acumular materiales para el remordimiento. Este
principio autoritativo de la mente y el alma del ser humano puede tener solo como refe-
rencia el don original de la vida moral y espiritual del alma del hombre. “A semejanza de
Dios lo hizo” [Génesis 5:1], y así como la consciencia mental es nuestra evidencia de la
72 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

existencia de pensamientos, deseos, sentimientos, y otros estados de la mente, así también


la conciencia es un testimonio permanente del génesis divino de nuestra alma, como
emanación directa de Dios. Este elemento fundamental del ser moral del hombre le es
prueba de su relación religiosa con su Creador; declara la misteriosa intercomunicación
que subsiste entre el Espíritu de Dios y el espíritu del hombre; e indica la revelación
natural de la voluntad de Dios hecha al hombre por medio de la razón. La conciencia es la
representante de esta revelación interior, la cual, procedente del creativo Espíritu de Dios,
se infunde en el espíritu del hombre, y, como energía plástica, lo forma y lo moldea,
transmitiéndole el conocimiento de la voluntad de Dios y de los deberes del hombre ante
su vista. Por tanto, la conciencia es nuestro sentido moral continuamente reprendido por
el Espíritu de Dios; es el alma misma de nuestra lealtad al Él; es la religio de una verdadera
comunión” (Elements of Morality [Los elementos de la moralidad], por William Whewell,
263).
10. W. Fleming, en su Manual of Moral Philosophy, habla de los defectos de la conciencia
como sigue: “La conciencia sufre de defectos en lo que respecta a su ley o regla, o en lo que
respecta a su propia certeza o claridad.
“Primero, en lo que respecta a su regla, la conciencia puede estar cierta, es decir, llana
y claramente de acuerdo con la voluntad de Dios, o la regla última y absoluta de la recti-
tud. Puede estar errónea, no la conciencia sino sus decisiones, porque en vez de estar de
acuerdo con la recta razón y la voluntad revelada de Dios, puede que carezca de confor-
midad con la una o con la otra. Y este error puede ser vencible o invencible, según se pudo
remover o se debió haber removido por el uso diligente de medios para iluminar y corregir
la conciencia. La conciencia como errónea ha sido denominada laxa cuando, por negli-
gencia, juzga que una acción no es viciosa cuando es verdaderamente viciosa, o ligera-
mente viciosa cuando lo es en gran manera; escrupulosa, cuando por negligencia, juzga
una acción como viciosa cuando en realidad no lo es, o grandemente viciosa cuando
tampoco lo es; perpleja, cuando juzga que habrá pecado, ya sea que la acción se lleve a
cabo o no.
“En segundo lugar, en lo que toca a su certeza, se dice que le conciencia es cierta y
clara cuando no hay temor de errar en cuanto a nuestro juicio de que una acción sea
buena o mala; probable, cuando en lo referente a dos acciones, o cursos de acción, deter-
mina que la probabilidad sea que una sea buena antes que la otra; dudosa, cuando no
puede determinar claramente si una acción está o no de acuerdo con la ley de la rectitud”.
11. La conducta está basada en dos cosas, a saber, el conocimiento y la conciencia. Algunos
maestros de la psicología preferirían decir que la conducta está basada solo en la concien-
cia, para luego atribuirle dos facultades a la conciencia. Primero, el impulso, lo cual con-
siste en aceptar o rechazar lo bueno o lo malo cuando se presenta; segundo, la discrimina-
ción, lo cual consiste en la facultad de la conciencia para distinguir el bien del mal. En esta
breve discusión preferimos sostener que la conducta está basada en dos cosas, en el cono-
cimiento o la luz, y en la conciencia, para luego confinar la conciencia a una función, a
saber, el impulso, el cual acepta o rechaza el bien o el mal cuando se presenta. En todo
caso, admitiremos que algunas personas poseen más conocimiento o luz que otros, y que
algunas conciencias, con la debida capacitación y educación, poseen un poder mayor de
discriminación que otras. Estos hechos deberán tomarse en consideración en el estudio de
la ética (R. T. Williams, Sanctification: The Experience and Ethics, 51-52).
Orlin A. Curtis considera la conciencia como poseedora de dos colaboradores: el jui-
cio, por el cual la persona decide si un asunto dado es bueno o malo; y la voluntad, por la
cual la persona hace una decisión entre los posibles cursos de acción. En el habla popular,
el juicio se considera una parte de la conciencia, pero, estrictamente hablando, no existe
calidad moral en el juicio; es moral solo en el sentido laxo de que ahora se está tratando
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 73

con asuntos morales. Curtis también señala que en la conciencia propiamente hablando
hay tres rasgos: la distinción moral, la obligación moral y el acuerdo moral. Con distinción
moral se quiere decir el conocimiento intuitivo de que existe lo bueno y lo malo. La
obligación moral le sigue inmediatamente, ya que tan pronto como se hace esta distinción,
lo bueno dice, “Debes hacerlo”. Cuando se analiza este sentido de obligación se encontrará
que contiene tres momentos: la obligación de alianza, la obligación de escudriñamiento, y
la obligación de acción. El acuerdo moral viene tras una volición personal bajo el sentido
de obligación. Si la volición de la persona va en contra de su obligación, tendrá aflicción
de espíritu; si ha cumplido con su obligación, tendrá un rayo de contenido moral (Orlin
A. Curtis, The Christian Faith, 31-33).
12. William Whewell, en Elements of Morality, ofrece las siguientes dos reglas como
indispensable para la acción saludable de la conciencia. (1) Nunca deberemos tomar
acción alguna de contenido moral, y mucho menos embarcarnos en curso alguno de
acción, sin primero obtener un claro pronunciamiento de la conciencia que afirme o
derogue la legitimidad moral de tal acción. No deberemos permitirnos actuar por una
simple y probable opinión, ni dudar respecto a lo bueno o lo malo de la acción. “Pero el
que duda sobre lo que come, es condenado” (Romanos 14:23). (2) Es una regla absoluta,
de observancia universal, que nunca actuemos contrario a los dictados de nuestra concien-
cia, aun si estuvieran torcidos por el error o el prejuicio. El tono moral de toda acción
depende de su estrecha dependencia de la regla interior; y la moralidad del agente man-
tiene una proporción relativa con respecto a la decisión de la conciencia, y una determina-
ción honesta de seguirla hasta su legítima conclusión. Actuar contrario a la conciencia será
siempre malo, sin importar el bien o el mal abstracto de la acción, ya sea que el mal pueda
corregirse o no. Esto es así debido a que la cultura moral es el deber permanente de la
persona; nuestra posición en el día de hoy no deberá tomarse como un punto fijo, sino
como un estado de transición hacia algo mejor. La ley de la mente deberá siempre traerse
de manera gradual a una conformidad mayor con la ley de Dios, la cual es absolutamente
“santa y justa y buena”, y que “convierte el alma” [Salmos 19:7], en la proporción en que
busca asimilar su enseñanza. La conciencia nunca será formada, sino que siempre estará en
camino de formación. Por lo tanto, aunque por el presente erremos por seguir la guía de
una conciencia errada, es mejor errar por un momento en esta dirección, que ser desleal a
la regla interior, lo cual solo debilitará el que ella nos advierta de nuestras acciones cuando
la conciencia se vuelva más completamente informada por la regla suprema. No ejercitar la
conciencia será siempre inmoral. Aquel, pues, cuya conciencia sea nublada por el error,
deberá vivir con la consecuencia de tal error, pero no pecará por sencillamente haber
seguido su conciencia. Sin embargo, aquel cuya conciencia tiene la dirección equivocada,
la cual podría ajustarse con las debidas angustias y consideraciones de la verdad, peca
cuando actúa de acuerdo a sus dictados” (275).
13. La reverencia es el deber y la gracia supremos y eternos del espíritu creado. Es tanto la
fuente como el fin de toda piedad. Los siguientes tres pasajes, el de Salmos 111:9, “santo y
temible es su nombre”, el de Mateo 6:9, “santificado sea tu nombre”, y el de 1 Pedro 3:15,
“santificad a Dios el Señor en vuestros corazones”, cuando se combinan, nos enseñan,
primero, lo temible que es Dios en sí mismo, luego, que la venida de su reino es el reco-
nocimiento universal de su majestad, y finalmente, que esta reverencia deberá ser el sen-
timiento más íntimo de nuestros corazones individuales. La reverencia es el temor atem-
perado por el amor. En el Antiguo Testamento predominaba el temor, y en el Nuevo
Testamento, el amor; sin embargo, el sentimiento de reverencia llena toda religión en la
tierra y en el cielo. Ya sea como aprensión sagrada o como temor amoroso, es un senti-
miento que siempre está presente. Como ánimo forjado por la religión, la reverencia es
universal en su influencia. Es ese sentido habitual de la presencia de Dios lo que le da
74 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

dignidad a la vida, y lo cual hace venerable el carácter del que lo cultiva. Se extiende a
todas las cosas divinas así como al nombre mismo de Dios: a su Palabra, a sus ordenanzas,
a su templo creado del mundo, y a todo lo que le pertenece. En su presencia, más particu-
larmente, es temor reverente (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology,
III:225-226).
14. La superstición no es un exceso de religión, por lo menos en el sentido ordinario de la
palabra exceso, como si alguien pudiera tener demasiado de la verdadera religión, sino la
guía equivocada de un sentimiento religioso cualquiera, que se manifieste lo mismo en
demostrar veneración o consideración religiosa a objetos que no la merecen, es decir, en la
adoración de dioses falsos propiamente hablando, o, en la asignación de tal grado, o de tal
clase de veneración religiosa a cualquier objeto, el cual objeto, aunque digno de alguna
reverencia, no lo merece; o en la adoración del Dios verdadero por medio de instrumentos
rituales o ceremoniales impropios. … La superstición puede surgir de un sentido de culpa,
de una indisposición del cuerpo, o de un razonamiento erróneo (Richard Whately).
La impiedad es ateísmo práctico, o vivir como si no hubiera Dios. Cuando la misma
está acompañada de un conocimiento y un reconocimiento de la existencia y los reclamos
de Dios, es el último y el peor de todos los vicios, por dirigir intencionalmente el golpe
mortal al ser más elevado del ser humano y su misión. La perversión de la cultura religiosa,
tal y como se manifiesta en la conducta, es quizá más ofensiva que lo que se percibe. La
hipocresía encubre la ausencia de la verdadera reverencia a Dios al jugar un papel y vestirse
de todo el despliegue de piedad exterior. El fingimiento de piedad es la hipocresía exhibida
en lenguaje y tono. La intolerancia es la manifestación de una parcialidad irracional y ciega
por particulares credos o personas. El fanatismo añade a la parcialidad ciega de la intole-
rancia un odio igualmente ciego por los que se oponen, y una pretensión de inspiración.
Todos estos son vicios religiosos del más insidioso y peligroso carácter; la hipocresía y el
fingimiento destronan la verdad y hacen de la persona una mentira viviente; la intoleran-
cia y el fanatismo destronan a la razón y al principio moral, y entregan a la persona al
prejuicio y a la pasión (D. S. Gregory, Christian Ethics, 210).
15. Luther Lee señala que “el deber de la oración tiene su fundamento en la razón, y puede ser
visto como adecuado para nuestra relación con Dios, así como maravillosamente adaptado
a las otras partes de la economía del evangelio de salvación, y propio para promover la
piedad y la devoción”. Lee llama la atención a los siguientes puntos. (1) La oración es
adecuada a la relación que sostenemos con Dios. Dios es el autor de todo ser, y la fuente
de toda felicidad, siendo nosotros sus criaturas, y recibiendo de Él todo el bien que goza-
mos. (2) La oración, por su mismísimo ejercicio, se adapta admirablemente para la pre-
servación del conocimiento del verdadero Dios, y para guardar la mente errática del
hombre de que no corra a la idolatría. Ya se ha visto que la oración implica una aprehen-
sión de la presencia universal de Dios, y de su poder que opera en todo lugar. Orar es traer
a Dios directamente ante la mente, en todo lo infinito de sus atributos, en la medida en
que la mente humana pueda captar la idea del Dios infinito. (3) El ejercicio de la oración
deberá promover un sentido de nuestra dependencia en Dios, algo que es del todo impor-
tante mantener plenamente presente en la mente. Se ha visto que la oración implica este
sentido de dependencia, y que sin él, no hay verdadera oración. (4) La oración, si descansa
sobre el principio que hemos adelantado arriba, deberá tender a promover la devoción.
Producirá tal resultado como un simple hábito mental, permitiendo desempeñarlo con
honestidad de intención. La devoción al mundo, y el ocupar constantemente la mente con
cuestiones mundanas, incrementará la mentalidad mundanal; pero, cuando lo intentemos,
el hábito constante de abstraer la mente de las cosas del mundo, y de hacer el esfuerzo de
concentrar los pensamientos y los deseos en Dios por la oración, deberá tender a reducir la
mentalidad mundanal, a aumentar la disposición para adorar, y a sentir una más profunda
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 75

devoción. (5) La oración, como deber requerido, está peculiarmente adaptada para ayudar
a ejercitar la fe, la cual es, en el evangelio, la condición fundamental de salvación. (6) El
estado mental y moral del alma, el cual es necesario para ofrecer una oración aceptable a
Dios, es precisamente el estado que nos hace recipientes propicios de su gracia salvadora”
(Luther Lee, Christian Theology, 356-357).
16. Respecto al deber general de la oración secreta, puede señalarse que: (1) Toda persona, en
la medida en que las circunstancias lo permitan, deberá tener un lugar que para ella sea su
aposento secreto de oración. El espíritu del mandamiento lo requiere. Si no se tiene, lo
más probable es que se descuide la oración. (2) Siendo que la Palabra no establece un
tiempo para el desempeño de este deber, el mismo demanda una construcción y aplicación
razonable, en este particular, de parte de los cristianos. El hecho de que no haya ley que
prescriba cuántas veces ni a qué hora se deba llevar a cabo la oración secreta, demuestra la
sabiduría del dador de la ley. No hay regla que resuelva estos asuntos que no le resulte
imposible a algunos, ni que no disminuya la devoción en otros. Estos puntos fueron
resueltos específicamente por la ley de Mahoma, y la secuela ha sido que la oración se ha
convertido en un mero formalismo. Por Cristo haber dejado que esto se resuelva por
medio del juicio iluminado, bajo un sentido de responsabilidad para con Dios, y por la
regla general que requiere la oración en secreto, un juicio que será hecho en vista de las
circunstancias que lo rodeen, y la fuerza del sentimiento de la piedad, la tendencia será a
que se promueva el espíritu de devoción más que lo que haría cualquiera regla específica
(Luther Lee, Elements of Theology, 359).
17. Al hablar de la oración repentina, Samuel Wakefield señala que “el cultivo de este espíritu
nos es encarecido claramente por el apóstol Pablo cuando nos exhorta a orar ‘sin cesar’, y
dar gracias ‘en todo’; y también a poner nuestra mira ‘en las cosas de arriba’, exhortaciones
estas que implican un marco de referencia mental santo y devoto, antes que simples actos
de oración conducidos por intervalos. Las altas e indecibles ventajas de este hábito son que
induce a una mente vigilante y alerta, evita que la religión se deteriore y termine en una
forma sin vida, une el alma con Dios, induce abastos continuos de influencia divina, y
presenta una barrera eficaz, por la gracia así adquirida, contra las intrusiones de las ansie-
dades mundanales y la fuerza de las tentaciones. La existencia de este espíritu de oración y
acción de gracias es una de las grandes distinciones entre un cristiano nominal y uno real;
y por medio del mismo, se puede normalmente determinar la medida de cristianismo vital
y efectivo de que disfruta un individuo” (Samuel Wakefield, Christian Theology, 295).
18. La adoración ha jugado una parte importante, no solo en la historia de la iglesia cristiana,
sino en la historia del mundo. La adoración siempre ha sido una actividad prominente
hasta en las formas más primitivas de la vida y la civilización humanas. A medida avanza la
civilización, cambian las formas de la adoración, pero la práctica de la adoración nunca
muere. Los grandes momentos de la vida, el nacimiento, el casamiento y la muerte, siem-
pre han sido ocasión para actos especiales de adoración. Puede decirse que, durante todo el
curso de la historia, el hombre ha puesto más atención a su adoración que a cualquiera
otra actividad. Por lo tanto, necesitamos distinguir claramente su significado, para poder
entrar mejor a esta valiosa experiencia. La participación inteligente en la adoración es más
valiosa que el seguir no inteligente de una mera costumbre.
Las siguientes definiciones de adoración merecen notarse. “La adoración es el culto a
Dios, el ofrecerle la dignidad suprema a Dios, y la manifestación de reverencia en la
presencia de Dios” (W. S. Sperry). “La adoración es tanto un medio como un fin en sí
misma. Es incuestionablemente el medio principal para inspirar y motivar la conducta y el
carácter cristianos; también es la experiencia satisfaciente de la autoexpresión, de la auto-
dedicación, y de la adoración para la gloria de Dios” (Benjamín Fiske).
76 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

A la adoración se le ha llamado el “Te doy gracias” del corazón. Es un acto de genti-


leza espiritual, y lo es tan razonable y apropiado como renovador y hermoso. Un sentido
de decencia y gratitud nos urge a la adoración, y el confort y la satisfacción que trae son
prueba de lo adecuado de ella (Potts, Faith Made Easy, 367).
Cada revelación de Dios es siempre un mandamiento que nos dice algo de Él que no
conocíamos antes, y que nos insta a hacer para Él lo que no hemos hecho antes. La verdad
es captada y concretada solo en el desempeño del deber; el deber deberá encontrar su
inspiración en la verdad que le sirve de fondo. La persona que busca fiel y persistente-
mente hacer lo correcto, no podrá permanecer por mucho tiempo en la oscuridad respecto
a lo que es correcto. Una religión que provenga de Dios deberá tocar de manera práctica la
vida humana en cada punto (Obispo McIlvaine).
19. Evelyn Underhill señala que hay dos corrientes de vida que se juntan en los fenómenos de
la adoración, una que procede del Dios trascendente, y la otra que fluye de la vida religiosa
del sujeto. La corriente descendiente incluye toda forma de revelación, mientras que la
ascendente incluye toda forma de oración. No es el caso que la acción mutua de las dos
corrientes excluya la primacía de la acción divina, ya que ella es manifiesta no solo en la
corriente descendiente de la Palabra, de la revelación y de los sacramentos, sino también
en su acción inmanente dentro de la vida de las almas. Este reconocimiento de nuestra
dependencia total en la acción libre de Dios, inmanente y trascendente, es y deberá siem-
pre ser parte de la verdadera adoración. Es interesante notar que el término “gracia preve-
niente”, que tan popular es en la teología arminiana, se haya vuelto a usar de nuevo en
conexión con la idea de la adoración. El hombre no puede jamás haber producido esta
disposición del alma. No aparece de forma espontánea desde el interior del orden creado.
La temible convicción de la realidad de lo eternal en contraposición con nosotros, este
sentido de Dios de uno u otro tipo, es de hecho una revelación de la gracia preveniente, en
proporción a la capacidad de la criatura. Es algo totalmente distinto a nosotros, imposible
de deducir de las experiencias finitas, es “el esplendor y lo distintivo de Dios”. El fácil
hablar del piadoso naturalista en cuanto a la aproximación del hombre a Dios es, por
tanto, irracional, impudente e irreverente, a menos que lo prioritario de la aproximación
de Dios al hombre se mantenga constantemente en mente (Cf. Evelyn Underhill,
Worship).
Nuestra vida religiosa requiere que demos. Se secaría bajo el deseo constante de sim-
plemente recibir. Aquel que no ha aprendido a adorar, se inclina a la creencia de que no
hay otro ser más digno de reverencia que él mismo. Se vuelve tan egoísta como Shylock en
ese preciso ejercicio, un gran diseño del cual es contrarrestar las tendencias egoístas de la
vida. La esencia de la adoración es que ella en sí misma es destronada y Dios entronado.
Por medio de ella lo reconocemos como algo más que una persona muy poderosa que
podemos utilizar para nuestra conveniencia y beneficio. Un escéptico quien en su vasta
incertidumbre cambia su propósito al de dar, alejándose de sí mismo, es uno cuya lobre-
guez será alumbrada (Cf. Potts, Faith Made Easy, 367).
La adoración se eleva por sobre toda otra forma. Si trata de encontrar expresión por
medio de una forma, la prenderá con fuego, e irradiará y se quemará en su fuego consu-
midor, y subirá como incienso ante Dios. Si empieza con la impartición y la recepción del
gran pensamiento de Dios, si espera a fin de escuchar su voluntad infinita y su amor
eterno, extenderá sus alas para volar a su seno, para allí exhalar su devoción inefable.
Tenemos aquí la manera de adorar. Claman a gran voz diciendo: “La salvación pertenece a
nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero” (Apocalipsis 7:9-17). No es
aprender algo nuevo, ni es el nuevo ángulo de algún pensamiento que sea de interés; no es
la repetición, a modo de un cotorreo, de alguna nueva forma. Antes, es el grito del alma,
profundo, sincero, intenso, fuerte; es lo más distante de lo que podría considerarse un
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 77

servicio de catedral, con su cantar de la oración y la alabanza, donde la luz cae tenuemen-
te, y la música y el sentimiento apagados llegan a la mente con la sensibilidad subyugada.
Supongo que esta es para todo propósito la mejor forma de adoración nacida de la tierra,
hecha por el hombre, que alguien pueda encontrar. Pero lo que aquí [en Apocalipsis
7:9-17] se describe es algo totalmente diferente. Es, de igual manera, algo extremadamente
distante de la reunión de gente de alcurnia, quien, sin solemnidad ni sinceridad de cora-
zón, espera que se le cante, se le ore, y se le predique, hasta que llegue el tiempo en que
puedan partir decentemente. La adoración aquí vista surge de cada alma, es la pasión
explosiva de cada corazón; irrumpe como poderoso tornado. Una cosa parece cierta, la
adoración de la compañía de los lavados por la sangre no es voz suave y apacible (P. F.
Bresee, Sermons, “The Lamb Amid the Blood-washed”, 166-67).
20. Estos diversos factores, los cuales juntos forman la religión, se limitan y se sostienen
mutuamente; por ejemplo, así como los sentimientos se le deben a la voluntad para su
verdadera profundidad, así, por otro lado, la energía de la voluntad depende de la profun-
didad de la emoción. Pero todos ellos se unen, y al punto principal de la unión le llama-
mos fe. La fe es una vida de sentimientos, una vida del alma, en Dios (si entendemos el
alma como la base de la vida personal, en la cual, por pura plenitud, toda emoción sigue
siendo vaga); y nadie es un creyente, si no ha sentido estar en Dios y Dios en él. La fe sabe
lo que cree, y a la luz de su intuición ve las verdades sagradas en medio de las agitaciones y
los disturbios de la vida de este mundo; y aunque su conocimiento no es un conocimiento
comprehensivo, aunque su intuición no es ver cara a cara, aunque, en claridad es inferior a
estas formas de aprehensión, con todo, en certidumbre, no cede a ninguno; puesto que la
esencia misma de la fe es que es certeza firme y confidente en lo que respecta a lo que no
se ve. La fe, finalmente, es el acto más profundo de obediencia y devoción (H. L. Marten-
sen, Christian Dogmatics, 11).
21. La doctrina que nos proponemos adelantar en este tema un tanto difícil, se puede
considerar que implique la admisión de dos cosas: Primero, que la mente, en un sentido
importante y verdadero, es departamental, y que existe en tres departamentos, el del
intelecto, el de las sensibilidades, y el de la voluntad, y que los estados emocionales o
emotivos constituyen una división distintiva e importante en estos departamentos; y
segundo, que las operaciones del Espíritu Santo en la mente humana son varias, pudiendo
abrazar la totalidad de estos departamentos, y alcanzar y controlar toda la mente, o, bajo
ciertas circunstancias, pudiendo detenerse lo mismo en el departamento intelectual o en la
división emotiva del departamento sensitivo, lo cual produce ciertos resultados importan-
tes, pero deja otros sin concreción. Procedemos, entonces, a señalar, en primer lugar, que
es el oficio del Espíritu Santo operar en el intelecto humano, en las ocasiones apropiadas
de tales operaciones, especialmente al guiarlo en la percepción de la verdad. El modo de la
operación del Espíritu sobre la parte intelectual, como lo es sobre otras partes de la mente,
es misterioso en muchos sentidos, pero el resultado ordinario de su influencia es la comu-
nicación de la verdad, es decir, que el alma, cuando se opera así sobre ella, conoce espiri-
tualmente lo que no conocía antes. Y puede apropiadamente añadirse que el conocimiento
que es así comunicado variará, tanto en clase como en grado, de acuerdo con la naturaleza
del asunto o de los hechos que han de ser ilustrados, y con las circunstancias especiales,
cualesquiera sean, que rindan una comunicación divina necesaria. Pero no es lo ordinario
esperar que esa operación, de la cual estamos ahora hablando, se detenga con el intelecto
(Thomas C. Upham, Interior Life, 138-139).
22. Hemos dicho que el hombre se debe a sí mismo el que, en la medida de su habilidad,
busque la perfección de sus capacidades, especialmente que eduque de tal manera su
intelecto, que sea una persona de información extensa, de sano juicio, y de correcto razo-
namiento; que discipline de tal manera su facultad volitiva que pueda siempre mantener
78 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

sus apetitos, sus deseos y sus afectos bajo control, manteniendo su gratificación dentro de
los límites prescritos por nuestro creador, y nunca permitiendo que su gratificación eche a
perder un bien mayor que el que confiera (Miner Raymond, Systematic Theology, III:104).
23. Vicios intelectuales:
D. S. Gregory, en su libro Christian Ethics, llama la atención a la necesidad de evitar la
ignorancia, la estupidez, la imprudencia, la temeridad, la credulidad y el escepticismo
como vicios fatales para toda verdadera misión. Todos ellos son vicios que tienen su raíz
en una ignorancia vencible, y, por tanto, el agente está obligado a evitarlos. A continua-
ción la manera en que Gregory los enumera:
1. La ignorancia puede aparecer como falta de conocimiento en cuanto a la naturaleza
y las consecuencias de cualquiera acción, o falta de conocimiento de la misión del deber o
de cualquiera de sus partes. No importa como aparezca, es un reproche al agente y un
impedimento para su misión.
2. La estupidez es, a menudo, no tanto un defecto de la naturaleza sino de la energía
moral, y cuando proviene de esto último se vuelve inmoral. La persona se rehúsa despertar
a la observación, a la reflexión y al juicio, por lo cual sus capacidades naturales se vuelven
débiles. … Tal estupidez es inmoral y viciosa en proporción a las dotes menospreciadas y
las oportunidades perdidas.
3. La imprudencia es más bien la despreocupación ocasional de la naturaleza, y de las
consecuencias de las acciones, y no el que uno sea un perpetuo olvidadizo. Cuando la
persona permite que unas pocas cosas lo absorban, y que las tales no sean quizá importan-
tes, perdiendo de vista las muchas y más importantes a las que debe dar la debida atención
para así decidir cómo actuar, las consecuencias del mal lo dominarán inesperadamente,
por lo cual fracasará en sus empeños. Esa clase de imprudencia es obviamente inmoral y
culpable.
4. La temeridad es el osado riesgo de consecuencias vistas o no vistas. Esta persona está
tan concentrada en cierto fin en particular que, aunque tenga abundante ocasión para
anticipar las malas consecuencias, está determinada a arriesgarse, y persiste atropellada-
mente en su curso de acción hasta que viene el golpe. La pasión es por lo regular la que
lidera en este vicio. Es un vicio peor que la estupidez o la imprudencia, ya que la deprava-
ción que manifiesta la temeridad es intencionada en su sentido más pleno, y demuestra la
determinación atrevida de dejar de un lado el juicio moral para gratificar la pasión, cual-
quiera sea el costo o el peligro.
5. La credulidad y el escepticismo son formas opuestas del mismo vicio. La carencia de
la cultura intelectual apropiada deja al agente débil en el juicio, y, por no poder captar
bien los principios, y por tener menos capacidad para hacer deducciones seguras de los
hechos, aplica o no su fe de acuerdo con sus propios deseos, o con las opiniones de alguien
que pueda ejercer influencia sobre él. Si es de temperamento ardiente, estará presto a creer
cualquiera cosa, o a ser un ingenuo; si es de temperamento opuesto, o tiene la ambición de
que se le considere brillante u original, estará igualmente listo a dudar de todo, o, a ser
escéptico.
24. Las fuentes de poder:
El poder para actuar depende del poder que lo motiva, y, por lo tanto, del poder del
sentimiento. Los sentimientos son una parte tan importante y tan digna del ser humano
como lo es el intelecto o la voluntad. Dada la naturaleza misma del alma humana, no
podrá haber voluntad poderosa y persistente para la ejecución de la misión de la vida, a
menos que haya un sentimiento poderoso y sostenido. Por lo tanto, es el deber de la
persona buscar desarrollar todos los afectos y deseos naturales, en su debida proporción y
armonía, a fin de volverse una persona con dignidad plena y madura, y que pueda poseer
un poderoso motivo fundamental para su vida. Es, pues, deber de la persona evitar toda
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 79

represión, perversión o desarrollo desproporcionado de los sentimientos. La insensibilidad


y la pasión son igualmente inmorales y viciosas. La insensibilidad mantiene la misma
relación con los sentimientos que la estupidez con el intelecto. Surge de igual manera, de
la represión de los sentimientos, de modo que el génesis que ya se ha dado para la estupi-
dez se aplica también a la insensibilidad. Cuando se vuelve general, es uno de los vicios
más letales. Cuando es confirmada e intencional, se convierte en obstinación, y deberá
parecerle tanto repulsivo como culpable a cualquier ser de recto pensar, sea que asuma la
forma de insensibilidad hacia los más elevados intereses y el destino del propio ser hu-
mano, o hacia los reclamos de sus congéneres por afecto y simpatía, o hacia los reclamos
mismos de Dios. La pasión surge de la acción desordenada e ingobernable de los afectos y
deseos, al desarrollarla fuera de armonía y proporción, y hacerla el fin de la acción en vez
de su fuente. Cuando la pasión ha completado su desarrollo, la razón y la voluntad son
hechas esclavas, y la persona pierde su verdadera esencia. Es obvio que bajo una cultura
equivocada y malévola, cada una de las fuentes de acción provee el germen de alguna
pasión. Primero, a partir de los sentimientos bajos. Del desarrollo indebido de los apetitos
y de las sensibilidades animales surge el blando vicio de la sentimentalidad, vicio este que
lleva a su víctima a llorar con igual facilidad por las agonías de un canario mascota que por
las de una víctima de la Inquisición, y que la lleva igualmente a los bajos y brutales vicios
de la glotonería, la intemperancia y la sensualidad, los cuales son usualmente designados
como pasión en su sentido básico. Segundo, a partir de los sentimientos más elevados. En
el desarrollo causado por los sentimientos más altos surge, del lado de los afectos, el orgu-
llo, o esa autoestima irregular que hace lucir a uno como dispuesto a exagerar lo que uno
posee, y con modales altaneros y soberbios; el egoísmo, el cual lleva a uno a autodeclararse
prominente; la vanidad, esa aliada del orgullo, el egoísmo, la arrogancia, y la adulación y el
encomio de uno mismo, vicio que se manifiesta en el deseo de atraer la atención y lograr la
admiración por algún medio, siendo la vanidad, por tanto, ridiculizada por ser débil, si es
que no sería condenada como inmoral; y cualquiera otra forma de egoísmo, a partir de los
deseos, inconformidad sin derrotero, curiosidad irracional, ambición desembocada, y
codicia baja, todo lo cual es fácil de entender, y todo lo cual la humanidad también con-
dena como vicioso (D. S. Gregory, Christian Ethics, 206-207).
25. Cuando el Señor santifica un alma, esa alma conoce lo que es la habitación consciente de
la gloria, aun cuando sepa muy poco de cómo esa gloria operará exteriormente en el ser y
en la vida. La gloria es gloriosa como gozo, y como llama que se enciende y arde en cada
sentimiento y emoción, pero la gloria en el ser, en el carácter, en la vida, es aún más
gloriosa. Cuando Moisés vio el fuego ardiendo en la zarza y escuchó a Dios hablarle, y se
quitó las sandalias por ser santo el lugar donde estaba parado, seguramente fue movido por
emociones que nunca había sentido antes, por lo que, sin duda, una gloria transformadora
vino a su alma. Pero después, en el monte, el fuego ardió tan continuamente en él, y
alrededor de él, que permeó cada parte de su ser. Fue algo más que emoción, ya que “no
sabía Moisés que la piel de su rostro resplandecía” [Éxodo 34:29]. Más allá de la emoción
había un dominio de la gloria divina que era más que voluntad, propósito, emoción y
carácter. Un tanto parecido a esto está la gloria que transforma los afectos, que dirige el
propósito y que fortalece la voluntad. Se encuentra encerrada, por así decirlo, en una
rudimentaria hombría no conducente y translúcida, aunque la transformación por el
Espíritu de Dios siga avanzando aún más, mientras se contempla la gloria de Dios según se
revela en el rostro de Jesucristo, y en el espejo de su palabra (P. F. Bresee, Sermons, “The
Transferred Image”, 149).
26. Las emociones espirituales se expresan de la misma manera que las demás. Sus canales son
naturales antes que sobrenaturales. Una falta de reflexión en lo que respecta a esta verdad
ha afectado la obra de salvación en muchas ocasiones y lugares. La multitud cuenta como
80 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

pecado aparecer espiritualmente movido, especialmente de ciertas maneras, y cuando es en


grado considerable. Sin embargo, a veces es realmente pecaminoso no serlo. Si se les
permite a los placeres y dolores ordinarios manifestarse en la voz, y por medio de diversos
movimientos físicos, no habría una sana razón para no concederle el mismo privilegio a los
placeres puramente espirituales. Los numerosos ataques a estas manifestaciones religiosas
son en realidad un ataque a la religión en sí misma. Son intentos de constreñirla a formas
frígidas y fijas que pronto la dejan vacía y hueca (T. K. Doty, Lessons in Holiness, 95).
27. Los vicios ligados a la voluntad:
Los vicios que más de inmediato se conectan con la voluntad, y no con el intelecto o
con las emociones, son el servilismo y la independencia, y la inconstancia y la obstinación.
El servilismo incluye no solo el asentir ser esclavo y obedecer a un amo a quien solo le
importan sus propios fines, sino también toda sumisión mezquina y vil, o el ser un bajo
sicofanta. Incluye la ciega entrega de la voluntad a todo líder finito y falible, ya sea en la
moda, en lo empresarial, en la política, en lo moral o en la religión; y también la igual-
mente ciega e irracional entrega de la voluntad para la perversión del sentimiento público
en todos sus aspectos. Puede manifestarse en hipocresía, cuando la persona no se atreve a
afirmar abiertamente su libertad de opinión o de acción. Adula para escapar el daño,
lisonja para ganar favor, aparenta humildad para procurar alabanza, y se deleita en la falsa
murmuración para obtener cumplidos. Se presenta bien arreglado y acomodaticio, a
expensas de la valía de la persona, convirtiéndola en un mero juguete de las circunstancias.
En todas sus formas y manifestaciones, el servilismo deberá reconocerse de inmediato
como bajo e inmoral.
La independencia, en su forma inmoral, es lo opuesto al servilismo. Es obvio que
existe una independencia que consiste en la debida autoafirmación, la cual es digna de
alabanza y virtuosa. Pero la independencia improcedente y viciosa es la autoafirmación
innecesaria e impropia que se opone a la recta autoridad o a la ley justa, o la que es culpa-
ble de ignorar las opiniones o sentimiento de los demás. Una debilidad no menos inmoral
que la que se exhibe en el servilismo puede mostrarse en el “hablar lo que uno siente” todo
el tiempo, sin tener en cuenta el que se haga a destiempo.
La inconstancia y la obstinación son vicios de un carácter opuesto. En lo primero, la
voluntad cambia continuamente, sin que se puedan dar las debidas razones o motivos; en
lo segundo, la voluntad permanece fijamente la misma, sin tener en cuenta que haya
razones o motivos adecuados. Ambos vicios son irracionales. Ambos son igualmente
inmorales, ya que es el deber del ser humano tomar en cuenta toda consideración que
pueda influir en un ser racional. Los dos vicios impiden el logro de la misión del ser
humano, el primero por impedirle tornar sus energías en cierta dirección por el tiempo
suficiente para lograr algo, y el otro porque lo guía persistentemente en la dirección equi-
vocada (D. S. Gregory, Christian Ethics, 207-208).
28. La ley del hábito es uno de los principios más poderosos en conexión con la cultura del ser
humano. Primero, la misma requiere que el acto, o el ejercicio del poder, se repita a
intervalos regulares y moderados. Segundo, esta repetición resultará en la inclinación o
tendencia al acto repetido, aun cuando al principio resulte contrario y hasta repulsivo.
Tercero, esta tendencia aumentará en poder con la repetición del acto, y dará creciente
placer a la persona que lo cumple, y dolores también crecientes a la persona que lo resista.
Cuarto, cuando la tendencia queda plenamente confirmada, el agente al fin llegará a
desempeñar el acto acostumbrado sin un esfuerzo consciente. Su ser habrá adquirido fijeza
en esa dirección acostumbrada de acción, lo cual hará seguro que la persona continuará
desempeñando el acto con facilidad y poder, sin siquiera pensarlo (P. S. Gregory, Chris-
tian Ethics, 203).
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 81

El poder del hábito, cuando se pervierte, se vuelve una fuerza destructiva. Para expli-
carlo, Bowen dice: “El proceso es uno simple, por consistir sencillamente en transferir los
afectos, del fin a los medios. Por asociación de ideas, lo que fue primero amado y practi-
cado solo como instrumento, se convierte en la idea principal y la mayor meta a alcanzar.
Así, por ejemplo, el dinero, en curso descendente, el cual al principio se deseó solo como
medio para satisfacer los apetitos, o para responder a fines más elevados, se convierte en sí
mismo en apetito y pasión, formándose, pues, el hábito vicioso de la avaricia. Pero en un
curso ascendente y progresivo, la honestidad que primero se practicó solo porque era la
mejor regla, y la adoración a Dios que primero se le tributó como premio celestial, se
volverá al fin en un homenaje no dadivado y abnegado del alma a la rectitud, la santidad y
la verdad” (Bowen, Metaphysics and Ethics, 308).
P. S. Gregory, al hablar de la ley del hábito, dice: “Este arreglo beneficioso provee uno
de los mayores alicientes para los padres y los instructores de jóvenes. Requerirles firme y
prudentemente a los jóvenes tareas prescritas y cursos de acción, lo cual podría resultar al
principio enfadoso, aun cuando sea necesario y justo, les formará los hábitos apropiados; y
lo que se hace al principio involuntariamente y solo por la presión de una voluntad supe-
rior, llegará a hacerse con alegría y por su propio mérito” (P. S. Gregory, Christian Ethics,
203).
29. Los criterios religiosos de una persona pueden sostenerse por medio de un intermediario,
es decir, de manera filosófica o estética. Por el simple hecho de que la percepción religiosa
trata con un elemento objetivo, aquel del pensamiento y la imaginación, la misma puede
ser separada de su fuente vital en los afectos, pudiendo ser ejercida en forma meramente
estética o filosófica, independiente de la fe personal. Por eso hay filósofos, poetas, pintores
y escultores que han representado ideas cristianas con gran poder plástico, aun cuando no
tenían en sí mismos una posesión religiosa de esas ideas, entrando en relación con ellas
solo por medio del pensamiento y la imaginación. De igual manera, una proporción
considerable de hombres contemporáneos sostiene criterios religiosos solo de manera
estética, o simplemente hacen de ellos un asunto de reflexión refinada sostenida única-
mente a través de intermediarios, puesto que nada saben de los sentimientos personales y
las determinaciones de conciencia que les corresponden, ya que, en otras palabras, su
conocimiento religioso no surge de estar establecidos en relaciones religiosas correctas. Por
lo tanto, la adopción de nociones religiosas, más aún, de una visión religiosa comprehen-
siva de la vida, bajo ninguna circunstancia es prueba infalible de que alguien sea en sí
religioso. Alguien lo es solo cuando los criterios religiosos tienen su raíz en el correspon-
diente estado interior de la mente y del corazón, y cuando la persona se siente conscien-
temente ligado a estos criterios; en breve, cuando los cree. Y aún cuando una persona, con
la ayuda de puntos de vista cristianos, pueda lograr maravillas en el arte y la ciencia, y
pueda profetizar y echar fuera demonios, Cristo no lo reconocerá a menos que dicha
persona esté en una relación personal correcta con esos puntos de vista. Se hace especial-
mente necesario en el tiempo presente llamar la atención a esta manera doble en la que las
nociones religiosas pueden ser consideradas (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 10).
30. J. A. Wood, en su obra titulada, Perfect Love, cita lo siguiente como evidencia del adelanto
en la santidad: “(1) Un placer y deleite creciente en la Biblia. (2) Un interés creciente en la
oración, y un espíritu creciente de oración. (3) Un creciente deseo por la santidad de los
demás. (4) Un sentido examinador del valor del tiempo. (5) Menos deseos de escuchar,
ver y conocer por simple curiosidad. (6) Una inclinación creciente en contra de la magni-
ficación de las faltas y debilidades de los demás, siempre que uno se vea obligado a hablar
del carácter de alguien. (7) Una mayor prontitud para hablar libremente a los que no
disfrutan de la religión, y a los que profesaban la religión pero se han vuelto atrás. (8)
Mayor disposición de gloriarse del rechazo por causa de Cristo, y de sufrir, si fuera necesa-
82 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

rio, por Él. (9) Una creciente ternura de conciencia, y ser más escrupulosamente cons-
ciente. (10) Menos afectado por los cambios de lugar y de circunstancias. (11) Un más
dulce disfrute del día de reposo, y de los servicios en el santuario. (12) Un creciente amor
por buscar los medios de gracia” (J. A. Wood, Perfect Love, 311-312).
Juan Wesley menciona los siguientes estorbos a la santidad, por cuanto “contristan el
Santo Espíritu de Dios”. (1) Las conversaciones que no son provechosas, las que no se
prestan para edificar, ni son aptas para ministrar gracia a los que escuchan. (2) Recaer en la
amargura y la falta de bondad. (3) La ira, el disgusto prolongado, o la falta de un corazón
tierno. (4) El enojo, no importa cuán pronto uno se sobreponga al mismo; la falta de
perdonarse instantáneamente los unos a los otros. (5) El hablar rudamente, ya sea por
gritería, vocinglería, alboroto o aspereza. (6) El hablar la maldad, la murmuración, y el
chisme; mencionar innecesariamente las faltas de alguien que no esté presente, no importa
con cuánta delicadeza se haga. (Juan Wesley, Plan Account of Christian Perfection, 80.)
31. Reflexiones espirituales:
Juan Wesley, en su libro, A Plain Account of Christian Perfection [La perfección cris-
tiana], nos entrega las siguientes reflexiones espirituales, las cuales recomienda para consi-
deración profunda y frecuente. El texto completo se puede encontrar en las páginas de la
95 en adelante de la obra mencionada arriba. (1) El mar es una excelente figura de la
plenitud de Dios, y de la del bendito Espíritu. Así como los ríos vuelven al mar, así tam-
bién los cuerpos, las almas y las buenas obras del justo vuelven a Dios, para vivir ahí en su
reposo eterno.
El fondo del alma puede estar en reposo, aunque externamente estemos en problemas,
como el fondo del mar está en calma aunque la superficie esté reciamente agitada.
Los mejores auxilios para crecer en la gracia son las injusticias, las afrentas y las cala-
midades que nos vienen. Debemos recibirlas con toda gratitud, como preferibles a cua-
lesquiera otras, si solo esa fuera la razón, con tal de que nuestra voluntad no tenga parte en
ellas.
La manera más rápida de escapar de nuestros sufrimientos es disponiéndonos a que
continúen mientras Dios lo quiera.
Una de las más grandes evidencias del amor de Dios para los que lo aman es que Él les
envíe aflicciones con la gracia para soportarlas.
(2) La verdadera resignación consiste en una completa conformidad a la entera vo-
luntad de Dios, el cual quiere y hace todo (excepto el pecado) lo que sucede en el mundo.
Para que esto sea así solo tenemos que aceptar todos los eventos, buenos y malos, como su
voluntad.
Debemos sufrir calladamente lo que nos sobrevenga, tolerar los defectos de otros y los
nuestros, confesarlos a Dios en oración secreta o con gemidos indecibles, y nunca hablar
palabra dura o impertinente, ni murmurar ni quejarse, sino estar completamente dispues-
tos a que Dios trate con uno de la manera que le agrade.
Hemos de tolerar a los que no podamos enmendar, y conformarnos con presentárselos
a Dios. Esta es la verdadera resignación. Puesto que Él ha llevado nuestras debilidades,
bien podemos llevar las de los unos con los otros para su gloria.
(3) No hay amor a Dios sin paciencia, ni hay paciencia sin humildad ni dulzura de
espíritu.
La humildad y la paciencia son las pruebas más seguras de un amor creciente.
La verdadera humildad es una especie de aniquilación propia, y es el centro de todas
las virtudes.
(4) Tolerar a las personas, y sufrir males con humildad y en silencio, es la suma de la
vida cristiana.
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 83

Dios es el primer objeto de nuestro amor: su próximo oficio es sobrellevar los defectos
de los demás. Debemos principiar la práctica entre los de nuestra propia casa.
Debemos ejercitar principalmente nuestro amor hacia los que más contrarían nuestra
manera de pensar, o nuestra disposición, o nuestro conocimiento, o nuestro deseo de que
sean tan virtuosos como nosotros deseamos ser.
(5) Dios apenas da su Espíritu a los que ha establecido en la gracia, si no oran por ello
en toda ocasión, no solo una vez, sino muchas.
Cada vez que algo nos inquiete debemos retirarnos a la oración, para dar lugar a la
gracia y a la luz de Dios, a fin de establecer nuestras resoluciones sin que sintamos angustia
por lo que suceda.
En las grandes tentaciones, una sola mirada a Cristo, y el solo pronunciar de Su nom-
bre, serán suficiente para vencer al maligno, siempre que se haga con confianza y tranqui-
lidad de espíritu.
Todo lo que hace el cristiano, incluso el comer y el dormir, es oración, siempre que se
haga con sencillez, de acuerdo con el orden de Dios, sin añadirle o disminuirle nada por
escogimiento propio.
La oración continúa en el deseo del corazón, aún cuando el entendimiento sea em-
pleado en cosas externas.
En las almas llenas de amor, el deseo de agradar a Dios es una continua oración.
(6) Es apenas concebible cuán recta es la senda por la que Dios dirige a los que lo si-
guen, y lo dependientes que debemos ser de Él, a menos que faltemos a nuestra fidelidad.
Debemos estar en la iglesia como los santos están en el cielo, y en la casa como lo es-
tán los más santos hombres en la gloria, haciendo nuestro trabajo en la casa como cuando
oramos en la iglesia, adorando a Dios desde el fondo del corazón.
Debemos esforzarnos continuamente en deshacernos de todas las cosas inútiles que
nos rodean: por lo regular, Dios escinde lo superfluo de nuestras almas en la misma pro-
porción en que nosotros lo hacemos con lo de nuestros cuerpos.
Apenas concebimos lo fácil que es robarle a Dios lo que le corresponde en nuestra
amistad con las personas más virtuosas, hasta que nos son quitadas por la muerte. Pero si
esta pérdida produce tristeza duradera, ello sería prueba de que tenemos delante de noso-
tros dos tesoros entre los cuales hemos dividido nuestro corazón.
(7) Si después de haber renunciado a todo, no velamos incesantemente, ni le rogamos
a Dios que nos acompañe en nuestra vigilancia con Él, de nuevo seremos enredados y
vencidos.
Es bueno renovarnos de tiempo en tiempo, examinando de cerca el estado de nuestras
almas, como si nunca lo hubiéramos hecho antes, ya que nada tiende más a la plena
seguridad de nuestra fe que mantenernos, por ese medio, en humildad, y en el ejercicio de
toda buena obra.
A la continua vigilancia y oración se ha de añadir la continua ocupación. La gracia
llena el vacío tan bien como la naturaleza lo hace, y el diablo llena lo que Dios no llene.
(8) Una de las principales reglas de la religión es que no perdamos ocasión de servir a
Dios. Siendo que Él es invisible a nuestros ojos, hemos, pues, de servirle en nuestro pró-
jimo mismo, lo cual Él recibe como si se lo hubiéramos hecho en persona, de pie visible-
mente ante nosotros.
Una constante atención a la obra que Dios nos ha confiado es una marca de sólida
piedad.
La caridad no puede practicarse rectamente, a menos que, primero, la ejerzamos en el
momento en que Dios dé la ocasión, y segundo, nos retiremos en el instante en que la
ofrezcamos a Dios con humilde acción de gracias. (Juan Wesley, Plain Account of Chris-
tian Perfection, 95-102.)
84 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Máximas religiosas:
Las siguientes máximas han sido seleccionadas de, “Religious Maxims”, por Thomas
C. Upham, las cuales se encuentran en su obra titulada Principles of the Interior Life.
Examinarlas y observarlas contribuirá considerablemente a la vida devocional de los que
buscan una comunión más estrecha con Dios.
I.
Piensa mucho, y ora mucho, y que tus palabras sean pocas, expresadas con seriedad y
deliberación, como en la presencia de Dios. Pero considera los tiempos y las estaciones.
Puede que actuemos inocentemente como niños con los niños, lo cual, en la presencia de
los mayores tendría la apariencia de desconsideración y liviandad; de igual manera, puede
que a veces expresemos nuestra gratitud a Dios, y nuestro regocijo santo, con un grado
creciente de libertad y vivacidad, especialmente en la compañía de aquellos que llevan la
misma imagen, y que saben lo que es regocijarse en el Espíritu Santo.
II.
Guarda silencio cuando se te culpe y se te rechace injustamente, de modo que, bajo
ciertas circunstancias, la persona que te rechaza y te lastima, con toda probabilidad, por la
influencia de sus propias reflexiones, descubra prontamente su error y su mal. No escuches
lo que la naturaleza te sugiera, pues te hará responder apresuradamente; antes bien recibe
el trato injusto con humildad y calma, y Aquel en cuyo nombre sufras te recompensará
con consuelo interno, a la vez que enviará sus agudas flechas de convicción al corazón de
tu adversario.
III.
No importa lo que se te pida que hagas, esfuérzate en mantener un estado mental
tranquilo, controlado y de oración. El control propio es muy importante. “Bueno es
esperar en silencio la salvación de Jehová” [Jeremías 3:26]. El que se encuentre en lo que
sería prisa espiritual, o se apresure sin tener evidencia de que ha sido espiritualmente
enviado, se apresura sin propósito.
IV.
Busca la santidad antes que la consolación. No es que se desprecie el consuelo, o que
se considere sin valor, sino que la consolación es sólida y permanentemente el resultado
más bien que el precursor de la santidad, y es por eso que el que busca el consuelo como
un objeto distinto e independiente, no lo encontrará. Busca y posee la santidad, y la
consolación (no quizá frecuentemente en la forma de goces extáticos y pasmosos, sino en
paz sólida y deleitosa) vendrá de manera tan segura como el calor sigue a la emanación de
los rayos del sol. El que es santo deberá ser feliz.
V.
No te turbes porque el ojo del mundo esté constante y fervientemente fijo en ti, para
detectar tus errores y gozarse en tus ladeos. Antes, considera el presente estado de cosas, no
importa cuán difícil sea, como uno de los salvaguardas que el Padre bondadoso te ha
puesto a tu alrededor, a fin de mantener en tu propio pecho un espíritu antagonista de
vigilancia, para prevenirte de los mismos errores y transgresiones que tus enemigos antici-
pan ansiosamente.
VI.
No te extrañe el que te sobrevengan problemas y persecuciones. Antes recíbelas quieta
y agradecidamente, como si vinieran de la mano del Padre. Sí, bienaventurado eres si, en
el ejercicio de la fe, puedes ver más allá de la instrumentación humana, más allá del
egoísmo y la malicia de los hombres, y contemplar al que los ha permitido para tu benefi-
cio. Que así persiguieron al Salvador y a los profetas.
VII.
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 85

“Airaos, pero no pequéis” [Efesios 4:26]. La vida de nuestro Salvador, al igual que los
preceptos de los apóstoles, enseña claramente que puede haber ocasiones en las que ten-
gamos sentimientos de insatisfacción, y hasta de enojo, sin pecar. El pecado, no conside-
rado en su naturaleza sino en su grado, no necesariamente se encuentra ligado al enojo.
No obstante, el enojo rara vez existe como un hecho sin que se vuelva, en su propia me-
dida, desordenado y excesivo. Por lo tanto, es importante que velemos contra el enojo, no
sea que nos lleve a la transgresión. Haz una regla, entonces, nunca permitir que los senti-
mientos de enojo se expresen exteriormente (una conducta que operará como poderosa
advertencia de la acción excesiva), hasta que los hagas el sujeto de reflexión y oración. Así
puedes esperar ser guardado.
VIII.
En la agitación de la vida presente, acosados y perplejos como estamos con los pro-
blemas, cuán natural es buscar de todo corazón un lugar de reposo. Y es cierto que a
menudo le dejamos ver nuestras preocupaciones y perplejidades a nuestro prójimo, y
buscamos consuelo y apoyo en esa fuente. Pero el alma santificada, por haber experimen-
tado lo incierto de todo auxilio humano, se vuelve instintivamente al gran Dios, y, escon-
diéndose en la presencia y la protección de la existencia divina, allí descansa, como en una
torre fuerte que ningún enemigo puede conquistar, y como en una roca eterna que ningún
torrente puede arrastrar. Conoce la importancia instructiva de esta exclamación sublime
del salmista, “Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza” (Salmos
62:5).
IX.
Siempre que puedas debidamente evitarlo, no hables mucho de tus propias acciones, y
ni siquiera hagas alusiones a tu propia persona como un agente de transacciones calculadas
para atraer la atención. Nosotros no suponemos, como algunos se inclinan a hacer, que
hablar frecuentemente de nuestras acciones sea necesariamente prueba de algo, pero ello sí
puede proveer una presunción de indebido amor propio, y no se puede negar que por una
conducta así nos exponemos a tentaciones y peligros en esa dirección. Es más seguro, y
ciertamente mucho más beneficioso, hablar de lo que se ha hecho por nosotros y en
nosotros, hablar, por ejemplo, de nosotros como recipientes de la bondad de Dios, antes
que hablar de lo que nosotros mismos hemos hecho. Pero si lo hacemos, porque sea un
deber imperativo hacerlo, será necesario que hablemos con deliberación y cautela.
X.
La vida divina, la cual depende de la presencia del Espíritu de Dios en cada etapa de
su existencia, le coloca un alto valor a la tranquilidad mental. No es algo nuevo señalar
que el Espíritu Santo no congenia ni se goza con el alma poseída por la contienda y los
alaridos. Por lo tanto, si tuviéramos siempre al Espíritu Santo, deberíamos evitar y huir,
con toda la intensidad de nuestro ser, de toda codicia desordenada, de toda envidia,
malicia y mala palabra, de toda impaciencia, celos y enojo. De un corazón tal, y solo de
uno así, que es tranquilo al igual que puro, que participa de alguna manera de la tranqui-
lidad controlada y sublime de la mente divina, se puede decir, en el sentido más cierto y
elevado, que es un templo propicio para la morada el Espíritu Santo.
32. Los diez mandamientos del Nuevo Testamento. Los Diez Mandamientos del Antiguo
Testamento recreados en el Nuevo Testamento, han sido tabulados por R. Crittenden
como sigue:
I. “Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nues-
tro Dios, el Señor uno es” (Marcos 12:29).
II. “[P]orque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y
cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1 Tesalo-
nicenses 1:9).
86 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

III. “Porque yo os digo: No juréis en ninguna manera” (Mateo 5:34).


IV. “También les dijo: El día de reposo fue hecho por causa del hombre, y no el
hombre por causa del día de reposo” (Marcos 2:27).
V. “Honra a tu padre y a tu madre” (Mateo 19:19).
VI. “No matarás” (Mateo 19:18).
VII. “No adulterarás” (Mateo 19:18).
VIII. “No hurtarás” (Mateo 19:18).
IX. “No dirás falso testimonio” (Mateo 19:18).
X. “Y les dijo: Mirad, y guardaos de toda avaricia” (Lucas 12:15).
33. Esta ley del amor equitativo a los seres humanos se ha de interpretar en consistencia con
todos nuestros manifiestos deberes personales y domésticos. Cualquiera otra interpreta-
ción de dicha ley está equivocada. En ese sentido el tema es claro. ¿Es usted un esposo?
Trate a su esposa como quisiera que lo trataran si usted fuera la esposa. ¿Es usted una
esposa? Trae a su esposo como quisiera que la trataran si usted fuera el esposo. ¿Es usted
un padre? Trae a su hijo como quisiera que lo trataran si fuera un hijo. ¿Es usted un hijo?
Trate a sus padres como quisiera que lo trataran a usted si fuera un padre. ¿Es usted un
hermano o una hermana? Trate a su hermano o a su hermana como quisiera que lo trata-
ran bajo circunstancias similares. ¿Es usted un rey? Trate a sus súbditos como quisiera que
lo trataran si estuviera en el lugar de ellos y ellos en el suyo. ¿Es usted un compañero
ciudadano? Trate a sus compañeros ciudadanos como usted quisiera que lo trataran. ¿Se
ha cruzado un extraño en su camino? Trátelo como usted quisiera que lo trataran si usted
fuera un extraño. ¿Encuentra en aflicción a otro ser como usted? Trátelo como usted
quisiera que lo trataran si estuviera en aflicción. En todo esto, la cosa supuesta es lo que
usted requeriría con perfecta honestidad del otro ser humano (Luther Lee, Elements of
Theology, 381).
34. La ira santa en la personalidad humana es una expresión del alma en su actitud hacia un
mal o un supuesto mal. Aunque está de alguna forma mezclada con otras y variadas emo-
ciones, y, dada sus relaciones finitas, puede ser imperfecta en el más santo de los seres
humanos, aún así representa una semblanza de la ira infinita de Dios con respecto a su
procedimiento ordenado y a su control. Así como la ira divina, o enojo, es majestuosa en
su armonía con la verdad, y su expresión queda sancionada por la entereza de cada atri-
buto divino, así también el enojo santo en una personalidad santificada es un principio de
vida y de expresión que no desequilibra la razón ni trae las varias partes de la individuali-
dad a confusión (Paul S. Hill).
35. Richard Watson nos provee la siguiente excelente declaración acerca de la ley del amor:
“Excluye todo enojo más allá del grado de resentimiento que una acción culpable de parte
de otro pueda requerir, a fin de marcar el sentido que tenemos de su maldad, y de realzar
esa maldad en el ofensor, para poder llevarlo al arrepentimiento, y a que la abandone. Esta
parece ser la regla apropiada para distinguir entre el enojo legal y el que es contrario a la
caridad, y por consiguiente malévolo y pecaminoso. Excluye la impecabilidad, porque si
no perdonamos pronta y generosamente a los demás sus transgresiones, ello es de consi-
derarse una violación tan grande de la ley del amor que debe ligar juntos a todos los seres
humanos, que el Padre celestial no nos perdonará. Excluye toda venganza, no requiriendo
castigo para los demás por las ofensas en contra nuestra, y aunque sea legal pedir el castigo
de la ley por los crímenes en contra de la sociedad, ello nunca deberá hacerse basado en el
principio de la venganza privada, sino sobre la base pública de que la ley y el gobierno son
ordenados por Dios, lo cual produce un caso que habría que ubicar bajo la regla inspirada
de, “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” [Romanos 12:19]. Excluye todo prejui-
cio, con lo cual se quiere decir la construcción áspera de los móviles y los caracteres de los
seres humanos basada en la conjetura, o en el conocimiento parcial de los hechos, acom-
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 87

pañada de la inclinación a formar una opinión equivocada de ellos en ausencia de la


debida evidencia. A esto parece ser a lo que el apóstol Pablo alude cuando dice que el
amor “no guarda rencor”. Excluye toda censura o maledicencia, cuando el fin no es corre-
gir al ofensor, o cuando la declaración de la verdad no es requerida por nuestro amor y
nuestro deber para con otro, ya que siempre que el fin sea meramente rebajar a una per-
sona ante la estima de los demás, ello resultará únicamente en sentimientos antojadizos e
inmorales. Excluye todas esas agresiones, sean triviales o de mayor peso, que podrían
cometerse contra los intereses de otro, cuando la ley del caso, o siquiera el derecho abs-
tracto, no sería contrario a nuestro reclamo. Estos siempre son casos complejos, aunque
sucedan solo ocasionalmente, pero la regla que nos obliga a hacer con otros como quisié-
ramos que hicieran con nosotros, nos obliga también a actuar sobre las bases de una visión
benevolente del caso, pasando por alto lo rígido del derecho. Finalmente, excluye, como
limitaciones a su ejercicio, todas aquellas distinciones artificiales que han sido creadas por
los seres humanos, o por arreglos providenciales, o por circunstancias accidentales. Los
hombres de todas las naciones, de todos los colores, de todas las condiciones, son el objeto
del precepto sin límites de, ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Los sentimientos
bondadosos producidos por los instintos naturales, por las relaciones, o por el país, pueden
pedirle a nuestro amor al prójimo un ejercicio más caluroso para los individuos o para los
grupos de personas, o estos pueden considerarse como distintivos y especiales, como
afectos similares súperañadidos a esta caridad universal; pero en cuanto a todos los seres
humanos se refiere, esta caridad es un afecto eficiente que excluye toda mala voluntad y
todo daño” (Richard Richard Watson, Theological Institutes, IV:255-256).
36. La libertad de las personas deberá distinguirse de lo que a veces se denomina la libertad
natural. Esta última se ha supuesto que consista en la libertad para hacer todas las cosas
como nos plazca, sin que importen los intereses de nuestros congéneres. A tal libertad, sin
embargo, no tenemos derecho justo, ni natural ni adquirido. La libertad para robar y para
saquear puede que sea el derecho natural del lobo o del tigre, pero si la humanidad está
por naturaleza habilitada y diseñada para el estado social, cosa que es difícil negar, dicha
libertad no puede ser derecho natural del ser humano. Por lo tanto, al hablar de la libertad
como un derecho natural, a lo que nos referimos es a esa clase de libertad que se conforma
con los derechos de todos los seres humanos.
La libertad de expresión y de prensa es el derecho de todo ciudadano para “hablar, es-
cribir y publicar sus sentimientos libremente” en todo asunto que convenga. La palabra
“prensa” se emplea aquí en su sentido más abarcador, para denotar la empresa general de
imprenta y de publicaciones. Luego, la libertad de prensa es la libertad para publicar libros
y periódicos sin limitaciones, excepto las que sean necesarias para proteger los derechos de
los demás. Las personas no están en libertad, en todos los casos, de hablar o de publicar en
contra de otros lo que les plazca. Si no se tiene algún tipo de refrenamiento, se podría, por
medio de falsos reportes o publicaciones maliciosas, dañar la reputación, la paz o la pro-
piedad de un congénere. Es, pues, apropiado que, aunque las autoridades civiles les garan-
ticen a todas las personas la libertad de expresión y de prensa, las haga responsables del
abuso de ese derecho. El que una persona difame a otra por medio de una declaración o
informe falso o malicioso, o es calumnia o es libelo. Cuando la ofensa consiste en palabras
habladas, es calumnia; cuando son escritas o impresas, se le llama libelo. Esto último,
debido a que por lo general es más ampliamente circulado que lo primero, y, por lo tanto,
puede muy bien hacer un daño mayor, debe ser la ofensa mayor.
La libertad de conciencia, o libertad religiosa, consiste en el privilegio irrestricto de
adoptar y mantener cualesquiera opiniones religiosas que nuestro juicio apruebe, y de
adorar a Dios conforme a los dictados de nuestra conciencia.
88 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

De aquí que hemos visto que la adecuada administración de justicia deberá asegurar-
nos los tres grandes derechos naturales del ser humano: vida, propiedad y libertad. Claro
que estos derechos pueden ser confiscados por el crimen. Si una persona comete un asesi-
nato, confisca su vida, y sufrirá legalmente la muerte. Si es culpable de rebelión, sus bienes
pueden ser aprehendidos y confiscados. Si roba, pierde su derecho a la libertad, y sería
justamente encarcelado. Sin embargo, hasta qué punto los derechos naturales de cada
persona pueden ser restringidos por la autoridad pública, es un asunto sobre el cual se han
sostenido diferentes opiniones (Samuel Wakefield, Christian Theology, 521-523).
37. El derecho a la propiedad es de incalculable valor para los seres humanos. Los capacita
para asegurar la felicidad en una medida grandemente proporcionada a sus habilidades, su
economía, y sus virtudes morales. Multiplica objetos y disfrute, y sienta la base para la
industria y la empresa voluntarias. Es uno de los principales pilares de la civilización. Lleva
a la perfección de todas las artes y ciencias que estén conectadas con la vida civilizada, y es
la base de todo empeño mecánico, mercantil y manufacturero. La protección de las per-
sonas por parte del estado para el disfrute de los derechos de propiedad solo le cede el
primer lugar a la protección del disfrute de los derechos y las libertades personales (Samuel
Wakefield, Christian Theology, 520).
El derecho a la propiedad puede adquirirse: (1) directamente por don de Dios. La
persona que entra a tierras no reclamadas, y continúa ocupándolas y mejorándolas, ad-
quiere de esa manera un derecho a dichas tierras que es excluyente de todos los demás, el
cual derecho la persona puede transferir por donación o venta. Si se va sin transferir su
derecho, las tierras se convierten de nuevo en no reclamadas, haciendo posible que otros
entren a ellas. Pero mientras la persona o sus sucesores permanezcan en posesión actual,
no deberán ser perturbadas. (2) El derecho a la propiedad puede adquirirse directamente
por medio del trabajo. Lo que es producto del trabajo propio es de la persona a exclusión
de los demás. Cuando los productos son el resultado del trabajo combinado de personas,
cada una, por supuesto, tiene derecho solo a la parte del producto que ha producido su
labor en particular. El capital es el resultado de trabajo anterior. Por lo tanto, cuando el
obrero emplea capital de otro, éste y el capitalista deberán compartir el producto en justa
proporción a la labor que cada uno ha consignado. En los arreglos de una sociedad civili-
zada, la justa distribución de productos entre los obreros y los capitalistas ha sido, en todas
las edades, y todavía es, una pregunta de gran dificultad. No estamos seguros de querer
intentar solucionar un problema que los filósofos y los estadistas a través de las edades no
han podido resolver. (3) El derecho a la propiedad puede ser adquirido por intercambio,
por donación, por testamento, por herencia, por acrecentamiento y por posesión. Cuando
alguien entrega una propiedad a otra persona según cierta consideración, a esto se le llama
intercambio. Si recibe en cambio otros productos, se le llama trueque; o si dinero, venta.
Si la persona dispone de su propiedad sin ninguna otra consideración, se le llama dona-
ción. Si da direcciones en cuanto a cómo disponer de la propiedad después de su muerte,
se dice que sus herederos han adquirido su derecho por testamento. Si la persona muere
sin testamento, y posee propiedad, el gobierno divide sus bienes como se supone que
hubiera hecho si hubiera dejado un testamento. Todo valor que produzca la propiedad de
alguien es suyo: a esto se le llama propiedad adquirida por accesión. Si la persona goza de
posesión pacífica de una propiedad por un término de años, esta posesión pacífica le
impone a los demás la obligación de no molestarla (cf. Miner Raymond, Systematic Theo-
logy, III:134-137).
38. En adición a la declaración anterior, Samuel Wakefield señala que, (1) la benevolencia
verdaderamente cristiana es desinteresada. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No
queremos decir que esto implique la ausencia de toda referencia a nuestro propio bien.
Una despreocupación completa por el placer propio es obviamente imposible, ya que un
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 89

estado de sentimiento así contradeciría los principios más activos y eficientes de la natura-
leza humana. Pero, aunque hablando estricta y filosóficamente, la benevolencia no nos
pueda privar de toda referencia a nuestros propios intereses, con todo, incluye el tipo de
sentimientos que hace que nuestra felicidad dependa de que promovamos la felicidad de
los demás. Ser amables con los demás simplemente porque lo son con nosotros, o aliviarles
sus necesidades meramente porque hacerlo contribuya a nuestros propios intereses, no es
benevolencia, sino egoísmo. (Cf. Lucas 6:32-33.) (2) La verdadera benevolencia es irres-
tricta en sus objetivos. Al desdeñar los dictados de un criterio estrecho y calculador, nos
inclina, al máximo de nuestras habilidades, a la promoción de la felicidad de los demás.
Siendo que no está restringida por los lazos de la consanguineidad, ni los hábitos de la
asociación, de las circunstancias de localidad, o de la compasión natural, la caridad cris-
tiana extiende sus deseos benignos a nuestra raza entera. Al deshacer las cadenas del secta-
rismo prejuiciado, superando así los linderos de la proscripción política, y renunciando al
sistema de una reciprocidad egoísta, sus aspiraciones son solo obligadas por la residencia
del ser humano. (3) La benevolencia se sacrifica a sí misma y es laboriosa. El celo de los
apóstoles, la paciencia de los mártires, los viajes y trabajos de los evangelistas de los pri-
meros siglos, eran todos animados por este afecto; y el ardor de los ministros del evangelio
de todas las edades, y los trabajos de los cristianos particulares en pro del beneficio de las
almas de los hombres, junto a las operaciones de aquellas asociaciones voluntarias que
envían misioneros a los paganos, o distribuyen biblias y tratados, o administran escuelas,
son todas expresiones visibles de la benevolencia ante el mundo. (4) La verdadera benevo-
lencia se manifiesta en actos de misericordia y liberalidad prácticas hacia el necesitado y el
miserable. A este fruto de la benevolencia se le denomina particularmente caridad, y el
campo para su ejercicio es muy extenso. … El negarse enteramente al ejercicio de este tipo
práctico de benevolencia es altamente inconsistente con el carácter de una persona buena.
“Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra
él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Juan 3:17). (Cf. Samuel Wakefield,
Christian Theology, 523-526.)
39. Richard Watson habla del derecho a la propiedad. La propiedad no es desechable por
opción humana, sin que importen las reglas de la ley divina; y aquí, también, percibiremos
lo débil de las consideraciones urgidas en los simples sistemas morales, para restringir los
gastos pródigos y disipadores, las especulaciones arriesgadas, y hasta la maldad obvia del
juego de azar. Concedamos que se pueden inferir muchos argumentos de peso en contra
de lo anterior basados en los reclamos de los hijos y de los parientes, cuyos intereses debe-
rán considerarse, y a quienes no tenemos derecho de exponer al riesgo de quedar incluidos
en la misma ruina nuestra. Pero estas razones son poco convincentes para los que se
imaginan que pueden mantenerse lejos del borde del extremo peligro, reclamando su
“derecho natural” de hacer lo que les plazca con lo que les pertenece. En los casos, tam-
bién, en los que no haya hijos o dependientes, el individuo se sentiría menos dispuesto a
reconocer las fuerzas de esta clase de razones, o a pensar de ellas como considerablemente
inaplicables a su caso. Pero el cristianismo exige “moderación” de deseos, y temperancia en
la satisfacción de los apetitos, y en la ostentación y el esplendor de la vida, aun cuando un
estado de opulencia los proveyera. Amonesta en contra del “amor al dinero”, del “deseo de
ser rico”, excepto que “el Señor prospere a la persona” dentro del curso normal del trabajo
honesto; advertencias autoritativas que se presentan directamente contrarias a las especu-
laciones arriesgadas. Advierte que se eviten las consecuentes “tentaciones” y “trampas
espirituales” que destruyen los hábitos de la piedad, y en última instancia el alma, en las
que ella caerá; consideraciones estas de vasta importancia, pero peculiares a sí misma, y
bastante fuera del alcance de aquellos sistemas morales que no respetan su autoridad. En
contra del juego de azar, en sus formas más inocentes, establece la obligación de, “redi-
90 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

miendo el tiempo”; y en los casos más agravados, se le opone por sí mismo no solo a las
consideraciones anteriores, como surgiendo de un mundano “amor al dinero”, sino a la
totalidad de ese espíritu y temperamento que nos impone obligación, y que viola temero-
samente con aquellos malévolos y frecuentemente diabólicos estímulos producidos por
este hábito. Sobre todo, hace de la propiedad un legado, para que se emplee bajo las reglas
prescritas por Él, quien como soberano propietario, nos la ha depositado; reglas que
requieren su uso cierto (puesto que los codiciosos son excluidos del reino de Dios); un
uso, primero, para suplir nuestras necesidades, de acuerdo a nuestra situación, y con
moderación; luego, como una provisión para los hijos y los dependientes; y finalmente,
para propósitos de caridad y religión, en la cual “gracia”, como se ha dicho antes, se nos
requiere que “abundemos”; y obliga todo esto al ponernos bajo la responsabilidad de
rendirle cuentas a Dios mismo en el juicio general, en persona, por el abuso o el descuido
de este legado (Richard Watson, Theological Institutes, IV: 275-276). (Cf. Luther Lee,
Elements of Theology, 435-436.)
40. En cuanto al deber del casamiento en las personas, Richard Watson dice: “No hubo
necesidad de que la ley fuera dirigida a cada individuo como tal, ya que los instintos de la
naturaleza y el afecto del amor sembrados en los seres humanos eran suficiente garantía de
su observancia general. Además, el vínculo mismo del matrimonio, por ser una preferencia
que se basaba en el amor, hacía del acto uno en el cual el escogimiento y el sentimiento
tendrían gran influencia, sin excluir la consideración prudente de las circunstancias. Había
la posibilidad de casos en los que no entusiasmara una preferencia como la que es esencial
para la felicidad y para las ventajas de este estado, ni que se diera lugar al debido grado de
afecto que garantizara la unión. Pudo haber casos en los que las circunstancias fueran
contrarias al pleno descargo de algunos deberes de este estado, como sería el manteni-
miento cómodo de la esposa y la provisión adecuada para los hijos. Algunos individuos
serían llamados providencialmente a cumplir con los deberes de la iglesia y del mundo, los
cuales se cumplirían mejor por alguien soltero y libre; y los tiempos de persecución, como
lo enseñó el apóstol Pablo, harían del abstenerse de este honorable estado un acto de
prudencia cristiana. Sin embargo, la regla general estuvo a favor del matrimonio, y toda
excepción pareció requerir una justificación basada en un principio que tuviera como
fundamento una igual e imperiosa obligación” (Richard Watson, Theological Institutes,
II:543).
D. S. Gregory establece los siguientes “Prerrequisitos del Pacto Matrimonial”: “El de-
fecto corporal, la imbecilidad mental, la enfermedad hereditaria, y la edad avanzada
extrema han sido pensadas como suficientes para impedir a los que sufren tales condicio-
nes de entrar al estado matrimonial. Pero, más allá de esto, es evidente que la moralidad
debe requerir: Primero, que las partes sean capaces de dar un consentimiento voluntario y
deliberado. Por lo tanto, todo matrimonio forzado es inmoral, ya que el pacto no sería
voluntario. Todo matrimonio es inmoral si se entra al mismo antes de la edad en la que se
supone razonablemente que las partes puedan entender a plenitud las condiciones, los
deberes y las responsabilidades del estado matrimonial, ya que el pacto no ha sido delibe-
rado. Segundo, que las relaciones de consanguinidad y afinidad subsistentes de manera
previa entre las partes no sea demasiado cercana. Según la ley romana, los matrimonios
eran declarados incestuosos ‘cuando las partes estaban demasiado cercanas en su relación
de consanguinidad, es decir, si eran de una misma sangre, como hermano y hermana, o
por afinidad, es decir, si estaban conectados por matrimonio, como suegro y nuera’. La ley
levítica guardaba un estrecho parecido a la romana en este respecto. Que el matrimonio
entre los que están muy cercanamente emparentados sea contra natura, y por consiguiente
inmoral, se puede demostrar por medio de las siguientes consideraciones: (1) los afectos
naturales que tienen los parientes son incompatibles con el amor conyugal; (2) la prohibi-
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 91

ción de tales matrimonios es requisito de pureza doméstica, y de la salud y el bienestar,


corporal y mental, de los hijos; (3) la prohibición es necesaria para que los lazos que unen
la sociedad puedan multiplicarse por medio del matrimonio entre los que no estén empa-
rentados previamente. Tercero, el que ninguna de las partes esté ya unida en matrimonio,
u obligada en matrimonio con otra. El compromiso de casamiento es solamente menos
sagrado que el matrimonio mismo, por lo cual aquel interpone una barrera eficaz al ma-
trimonio con otra persona. Sin embargo, debe tenerse en mente que el compromiso no es
el matrimonio, sino la promesa mutua para un futuro matrimonio, por lo cual debe ser
gobernado, no por la ley del matrimonio, sino por la ley de la promesa. Cuarto, que haya
afecto mutuo como la única base verdadera de una vida doméstica moral, pacífica y feliz.
"La manera en que el matrimonio ha sido sancionado y celebrado ha sido muy dife-
rente en diferentes países y épocas. Es evidente que la preservación de una moral pura al
entrarse en la relación matrimonial requerirá una sanción pública apropiada de parte de
los ministros de la religión, o de los oficiales autorizados por la ley civil. La laxitud en este
respecto siempre tenderá a la inmoralidad” (D. S. Gregory, Christian Ethics, 271-272).
Si el matrimonio debe ser un contrato civil o religioso, ha sido un asunto de disputa.
La verdad parece ser que es ambas cosas. Tiene sus compromisos con los hombres y sus
votos para con Dios. Un estado cristiano reconoce el matrimonio como una rama de la
moral pública, y fuente de paz y fortaleza civiles. Se conecta con la paz de la sociedad al
asignarle una mujer a un hombre, protegiéndole así a él su posesión exclusiva. El cristia-
nismo, al permitir el divorcio en caso de adulterio, supone también que el crimen deberá
probarse por medio de evidencia adecuada y ante un magistrado civil, y deberá hacerse
ante éste por cuanto no habría otro lugar más seguro de resolverlo sin que el divorcio
resulte en sospechas infundadas, o sea hecho un encubrimiento del libertinaje. El matri-
monio, de igual manera, al poner a un ser humano, más que en ninguna otra relación,
completamente bajo el control de otro, requiere leyes que protejan a quienes así sean
expuestos a daños. La distribución de la sociedad en familias puede, además, ser un ins-
trumento para promover el orden de la comunidad, pues la ley reconoce al que es cabeza
de la familia, y lo hace responsable, hasta cierto punto, de la conducta de los que están
bajo su influencia. Hay cuestiones de propiedad también ligadas al asunto del matrimo-
nio. Por lo tanto, la ley, por estas y muchas otras razones de peso, deberá reconocer el
matrimonio, deberá prescribir varias reglas que le conciernan, deberá requerir que el
contrato se publique, y, por medio de penas, deberá proteger algunos de los grandes
preceptos de la religión tocante al mismo (Richard Watson, Theological Institutes, II:546).
41. El matrimonio es un pacto indisoluble entre un hombre y una mujer. No puede ser
disuelto por ningún acto voluntario de repudio proveniente de las partes contratantes, ni
por acto alguno de la iglesia o del estado. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre”. El pacto, sin embargo, puede ser disuelto, aunque no por un acto legítimo de la
persona. Es disuelto por muerte. Es disuelto por adulterio, y, como enseñan los protes-
tantes, por deserción intencional. En otras palabras, que existen ciertas cosas que, por su
naturaleza, obran la disolución del vínculo matrimonial. Toda la autoridad legítima que
permanece con el estado en este asunto es reconocer que el matrimonio se ha disuelto,
anunciarlo oficialmente, y hacer las provisiones del caso para la relación alterada de las
partes (Charles Hodge, Systematic Theology,III:393-394).
En lo que respecta al divorcio, la ley cristiana no se puede entender sin referencia a la
legislación mosaica, la cual generalmente encierra. Nuestro Señor hizo una muy expresa
referencia a la cuestión, y corrigió antiguos errores tradicionales sobre este asunto, así
como errores tradicionales sobre el asunto del adulterio. Él no pudo haber declarado más
absolutamente que lo que lo hizo, que el matrimonio es un pacto permanente, el cual ni
las partes concernientes ni ningún poder humano pueden disolver, excepto sobre las
92 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

condiciones designadas por Dios mismo. No importa cuáles hayan sido las condiciones en
aquellos días de dureza de corazón de la gente (Mateo 19:8), está claro que nuestro nuevo
Dador de la ley ha decretado que solo una ofensa, la fornicación, podrá disolver el vínculo
matrimonial: “Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de
fornicación, y se casa con otra, adultera” (Mateo 19:9; Marcos 10:11-12). Bajo la vieja ley,
la pena por adulterio era la muerte; la legislación de nuestro Señor abole tácitamente tal
cosa: más aún, Él le da a porneia [fornicación] el mismo significado que le da a moixeia
[adulterio], que generalmente significa la misma ofensa cometida por la persona casada.
Una fase notable de la misma cuestión ocurre en conexión con las nuevas relaciones entre
personas casadas de creencias diferentes. Nuestro Señor había insinuado que el divorciado
podía casarse de nuevo. El apóstol Pablo, al tratar la cuestión de la deserción, deliberada y
final, de un cónyuge no creyente, dice que la parte abandonada queda libre: “Pero si el
incrédulo se separa, sepárese; pues no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre
en semejante caso” (1 Corintios 7:15). La Biblia no indica cuál es la extensión de esta
libertad, pero generalmente se ha sostenido que la deserción es, al igual que el adulterio,
fundamento válido para el divorcio bajo la nueva Ley (William Burton Pope, Compen-
dium of Christian Theology, III:240).
42. Charles Hodge ofrece un excelente tratamiento del divorcio, su naturaleza y sus efectos,
como sigue: “El divorcio no es una simple separación, sea temporal o permanente, a mensa
et thoro. No es una separación tal que deje a las partes en la relación de marido y mujer,
solo relevándolos de la obligación de sus deberes relativos. El divorcio anula el vinculum
matrimonii, de modo que las partes ya no son más marido y mujer. De ahí en adelante, el
uno y el otro se relacionarán de la misma manera en que lo hacían antes del matrimonio.
Que esta es la idea verdadera del divorcio se demuestra por el hecho de que, bajo la anti-
gua dispensación, si un hombre repudiaba a su esposa, ella estaba en libertad de casarse de
nuevo (Deuteronomio 24:1-2). Esto, por supuesto, suponía que la relación matrimonial
con su esposo anterior quedaba efectivamente disuelta. Nuestro Señor enseña la misma
doctrina. Los pasajes en los evangelios que se refieren a este asunto son Mateo 5:31-32,
Marcos 10:2-12, y Lucas 16:18. El significado simple de estos pasajes parece ser que el
matrimonio es un pacto permanente, que no puede disolverse a discreción de alguna de las
partes. Por tanto, si un hombre repudia arbitrariamente a su mujer y se casa con otra,
comete adulterio. Si la repudia sobre bases justas y se casa con otra, no comete ofensa.
Nuestro Señor hace que la culpabilidad del que se casa después de una separación dependa
de la razón de la separación. Al decir, ‘cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa
de fornicación, y se casa con otra, adultera’, lo que está diciendo es que ‘la ofensa no se
comete si existe la base especificada para el divorcio’. Y con esto se quiere decir que el
divorcio, cuando es justificado, disuelve el vínculo matrimonial. Aunque esta parece ser,
de manera totalmente clara, la doctrina bíblica, la doctrina opuesta prevaleció al principio
en la iglesia, y pronto obtuvo supremacía. El mismo Agustín enseñó en su obra, ‘De
Conjugiis Adulterinis’, y en otros lugares, que ninguna de las partes después del divorcio
podía contraer nuevo matrimonio. Y aunque en su obra, ‘Restractiones’, llegó a expresar
dudas acerca de esta posición, la misma se convirtió en ley canónica, recibiendo finalmen-
te la sanción autorizada del Concilio de Trento. … La indisposición de la iglesia medieval
y romana de admitir un nuevo casamiento después del divorcio, sin duda hay que atri-
buirla, en parte, a la baja idea del estado del matrimonio que prevalecía en la iglesia latina.
Era cierto que esta indisposición podía decirse que tenía base en la interpretación que se le
daba a ciertos pasajes bíblicos. En Marcos 10:11-12, y en Lucas 16:18, nuestro Señor dice,
sin calificación alguna: ‘Todo el que repudia a su mujer, y se casa con otra, adultera; y el
que se casa con la repudiada del marido, adultera’. Y estos pasajes no pueden ser pasados
por alto, ya que lo genuino de los pasajes de Mateo no puede ponerse en duda. Una
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 93

expresión de la voluntad de Cristo es tan autorizada y tan satisfactoria como mil repeti-
ciones puedan hacerla. La excepción establecida en Mateo, por tanto, deberá permanecer.
La razón para que ésta se omita en Marcos y en Lucas puede explicarse de diferentes
maneras. Algunos dicen que la excepción fue por necesidad sobreentendida, dada su
propia naturaleza, se mencionara o no. O, por haberse establecido doblemente, su repeti-
ción era innecesaria. O lo que quizá es más probable fue que, mientras nuestro Señor
hablaba con los fariseos, los cuales sostenían que un hombre podía repudiar a su mujer
cuando quisiere, le fue suficiente decir que tales divorcios, a los cuales estaban acostum-
brados, no disolvían el vínculo matrimonial, por lo cual las partes permanecían tan marido
y mujer como lo eran antes. Bajo el Antiguo Testamento, el divorcio sobre las bases del
adulterio estaba fuera de consideración, ya que el adulterio se castigaba con la muerte. Por
lo tanto, fue solo cuando Cristo estaba estableciendo la ley de Su propio reino, bajo la cual
la pena de muerte por adulterio sería abolida, que se hizo necesario hacer referencia a
dicho crimen” (Charles Hodge, Systematic Theology, III: 391-393).
La Iglesia Católica Romana considera el matrimonio como un sacramento, lo cual el
protestantismo niega. La Iglesia Católica Romana también niega el derecho de un nuevo
matrimonio a todas las personas divorciadas, sin importar la base del divorcio. Sin em-
bargo, reclama el derecho de establecer impedimentos, o causas por las cuales algunas
partes no puedan unirse legalmente en matrimonio, y, por consiguiente, el derecho de
anulación. De estos impedimentos, algunos son meramente prohibiciones (impedimenta
impedientia); otros son razón para anulación (impedimenta dirimentia). Los primeros
hacen al matrimonio ilícito, los últimos lo hacen inválido. Los impedimentos de anulación
son (a) errores en cuanto a la identidad de la persona, (b) violencia o compulsión, (c)
relación sanguínea en línea directa indefinida, colateralmente tan distante como el cuarto
grado, y espiritualmente, entre ahijados y los padres de ahijados, cuya afinidad surja de
matrimonios al cuarto grado (la promesa de matrimonio constituye un impedimento que
se extiende solo al primer grado), (d) la solemne profesión de órdenes religiosas y sagradas,
(e) disparidad de religión, cuando una de las partes contrayentes no es bautizada, (f)
crimen, como sería el adulterio con la mutua promesa de casamiento, (g) el secuestro y
detención violentos de una mujer con miras al casamiento, (h) la clandestinidad, donde-
quiera el decreto del Concilio de Trento en cuanto a este asunto haya sido promulgado. El
decreto requiere que el casamiento se celebre ante un sacerdote, o algún otro sacerdote a
quien se le haya delegado legalmente, y con dos o tres testigos. (Cf. Wilmers, Handbook of
the Christian Religion, 376-377).
Debido al hecho de que en Marcos 10:11-12, y en Lucas 16:18, nuestro Señor afirma
sin calificación alguna que casarse de nuevo después del divorcio es adulterio, siempre ha
habido personas en la iglesia que hacen una distinción marcada entre el divorcio y el
nuevo matrimonio, permitiendo lo primero por causa de adulterio, pero negando lo
segundo en todos los casos. Este punto vista hace del divorcio meramente una separación,
sin romper el vinculum matrimonii. Sin embargo, la excepción hecha por nuestro Señor,
aunque solo se expresa una vez, deberá considerarse como poseyendo plena autoridad, y
admitirse así el término, como Él lo usa, en su más amplia acepción. Pero el mal del
divorcio es de tal magnitud que demanda drástica aunque sabia acción de parte de la
iglesia, y la mayor cautela de parte del ministerio. Aún cuando se conceda que la parte
inocente esté libre para casarse de nuevo de acuerdo con la Biblia, hay otras consideracio-
nes que deberán tomarse en cuenta. Siempre existe la posibilidad de que la parte culpable
se convierta, en cuyo caso hay la posibilidad de que se sane la ruptura y se preserve el
acuerdo original. Además está la necesidad del ajuste social de parte de los hijos, lo cual
precisa seria consideración. Aunque el divorcio se da por lo regular cuando las partes son
todavía pecadores, un nuevo casamiento les presenta grandes problemas si más tarde se
94 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

hacen cristianos. Estos son quizá los más serios problemas que los ministros enfrentan en
su trabajo pastoral. Es cierto que la fidelidad es demandada, pero, bajo ninguna circuns-
tancia, estos problemas peculiarmente perplejos deberán tratarse con legalidad extrema y
rudeza. En muchos casos, solo la providencia de Dios podrá desenredar la madeja.
43. Henry E. Robbins, en su libro, Ethics of the Christian Life, al comentar sobre el precepto,
“Maridos, amad a vuestras mujeres” (Efesios 5:25), señala que este es el pensamiento de
Dios, no el pensamiento del hombre. “¡Cuán puro! ¡Cuán sublime! ¡Cuán ennoblecedor!
¡Qué dignidad es puesta sobre la esposa! ¡Con cuánta belleza moral, un reflejo del res-
plandor del inaccesible Maestro mismo, se viste al marido! Ama, no por lo que pueda
conseguir egoístamente, sino por lo que pueda obtener al dar sin egoísmo, dando a la
mujer, y dando a los hijos, no dádivas materiales principal ni solamente, sino las mucho
mejores y más costosas dádivas de un constante sacrificio propio, manifestado de maneras
incontables, alegremente hecho para garantizar la mejor cultura de la mente y del corazón
de todos los que son traídos al encantador círculo de este paraíso terrenal. … Solo descu-
brirá las posibilidades de la bendición de la paternidad aquel que, como marido, pasa por
alto su propia voluntad, conoce los recursos exhaustivos de bendición que residen en lo
que es una esposa, y, como padre, entrena a hijos e hijas en su semejanza de servicio
abnegado a los demás,” (55-56).
44. Pero aparte de la comunión mística que ilustra, no hay un tributo más altamente
concebible para el matrimonio que este. Lleva la dignidad y la santidad de la relación
matrimonial a su más elevado punto, sin llegarlo a hacer un sacramento. Es la unión más
íntima y sagrada concebible, el complemento mutuo necesario para la perfección del
hombre y la mujer, y una que no está supuesta a subsistir con más de una persona. Como
institución para la continuación de la raza humana, es tan pura en su propia esfera como
la unión entre el Novio y la novia a la cual se le debe el crecimiento espiritual de la iglesia
misma. Esto arroja una fuerte luz sobre los diversos tipos de deshonra hechos a la orde-
nanza. Las violaciones de la obligación ética se refieren a las dos causas finales del matri-
monio. Primero, en todas esas iras y esos actos que se interponen entre las personas para
disminuir la perfección de su unidad, la unión de Cristo con la iglesia deberá siempre estar
a la vista: “Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el
marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia… Maridos, amad a
vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efe-
sios 5:22-23, 25). Aquí hay mucho que ponderar. La gracia más íntima de la esposa como
tal es el amor de la sujeción: la reflexión terrenal de ese leal homenaje de devoción que se
le mandó al ser humano que ofreciera: “E inclínate a él, porque él es tu señor” (Salmos
45:11). La gracia más íntima del marido es el amor perfecto que se sacrifica a sí mismo.
Los dos son uno, y su unión es sagrada. Su comunión, por tanto, incluyendo los oficios
afectuosos más mínimos, deberá ser pura. De ahí surge la ética interior, en la cual no es
necesario abundar, un atisbo de la cual, sin embargo, el apóstol Pablo ofrece cuando dice,
“No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de mutuo consentimiento… para
que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia” (1 Corintios 7:5). Esto lleva a
las otras clases de ofensas: la indulgencia pecaminosa de esas lujurias que batallan contra el
segundo propósito principal del matrimonio: el adulterio, con todo el tren de vicios que lo
preceden, lo acompañan, y lo siguen” (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, III:239).
45. Algunos hablan de la superioridad del hombre por naturaleza, pero esto es solo un sueño
de la imaginación. La doctrina que aquí se propone no está basada en la supuesta superio-
ridad del hombre, sino en la ley de adaptación de la naturaleza. El hombre es sin duda
superior a la mujer en algunos respectos: como regla general, puede soportar mayor peso,
correr con mayor rapidez, y escalar peñascos y montañas con mayor facilidad; pero en lo
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 95

que deleita al ojo de Dios y al de los santos ángeles, no es superior a la mujer. Él está mejor
adaptado a la esfera que nuestra doctrina le asigna a él, y ella está mejor adaptada a la
esfera que la misma doctrina le asigna a ella. Las cualidades naturales de las mujeres,
asistidas por su posición en la sociedad, tienden, con autoridad, a desarrollar principios
morales y religiosos correctos; y la inmoralidad es menos frecuentes, y la piedad más
común entre ellas que entre los hombres. La posición de la mujer como sujeto de las
relaciones conyugales y maternales, le da casi un control total de los cuidados confiados a
cada generación sucesiva en el periodo temprano de su existencia. La mente susceptible de
la infancia recibe de ella sus primeras impresiones. El carácter infantil está moldeado y
modificado en muchos respectos por la mano de ella. Su dulzura, ya sea que se exalte o
que se envilezca, es la escuela de la infancia. En esta escuela maternal tomamos nuestras
lecciones; bajo esta disciplina formamos nuestro carácter para el tiempo y la eternidad. El
oficio materno es, por tanto, un oficio de la más grande dignidad y utilidad, y demanda
nuestra más elevada admiración y estima (Luther Lee, Elements of Theology, 390).
46. El origen y el crecimiento de tal afecto están provistos en la constitución misma de la
familia. Dicho afecto tiene su primera raíz natural en el afecto mutuo del esposo y la
esposa, y donde el uno no existe, el otro no deberá en medida alguna esperarse. Tiene su
segunda raíz natural en la relación de los hijos con los padres como “hueso de sus huesos y
carne de su carne”. El apóstol Pablo presenta un principio de aplicación universal cuando
declara que “nadie aborreció jamás su propia carne, sino que la sustenta y la cuida” [Efe-
sios 5:29]. Tiene su tercera raíz natural en la indefensa inocencia del niño, la cual, por un
tiempo prolongado, hará del pecho de sus padres su lugar de seguridad y descanso. Esta es
la más poderosa de todas las influencias en el desarrollo de la ternura paternal y maternal,
y los padres que les entregan sus hijos, para su casi exclusivo cuidado, a criados y a asala-
riados, se colocan en cierta medida más allá del alcance de esa influencia, haciendo impo-
sible el más elevado y puro e intenso desarrollo del afecto paternal. Tiene su cuarta raíz en
una percepción recta y adecuada de la existencia inmortal y la posibilidad ilimitada de la
naturaleza del niño, y de la grandeza de entrenarlo para la bondad y la gloria inmortales.
El amor paternal que no toca raíz profunda en esto es solo terrenal y temporal, y no
provee un motivo adecuado para el entrenamiento de los hijos para la más elevada misión
(D. S. Gregory, Christian Ethics, 281).
47. El carácter de un padre deberá haberse formado sobre sus propias enseñanzas, a fin de
hacerlas eficaces en su hijo. Si un padre tiene a su hijo viviendo en la presencia de lo
invisible y lo eterno, si lo tiene viviendo por encima del mundo mientras viva en él, si lo
tiene usando el mundo sin que lo abuse, si lo tiene alcanzando el dominio propio, si lo
tiene viviendo para el reino de Dios, el padre mismo deberá ejemplificar estas virtudes. En
una palabra, que tanto el padre como la madre manifiesten el poder de la vida nueva
escondida con Cristo en Dios en el trato irrestricto y acostumbrado de la vida familiar;
que esta lección objetiva sea reforzada por la instrucción y la amonestación juiciosas, de
modo que, en tal caso, el antiguo proverbio quede verificado: “Instruye al niño en su
camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6). Los hijos están
de manera continua, aunque lo hagan inconscientemente, tomando fotos del carácter de
sus mayores, y llevarán esas fotografías espirituales como impresiones imperecederas en sus
almas (Henry E. Robbins, The Ethics of the Christian Life, 336).
48. Los hijos son entregados al cuidado de sus padres en un estado de descubierta dependen-
cia, y de ellos deberán recibir todo cuidado, y ser nutridos de la más tierna mano, a fin de
mantener viva la débil chispa vital con la que su existencia primero fue encendida, hasta
que el fuego de la vida queme con mayor fuerza. Cada padre tiene su trabajo correspon-
diente que desempeñar, pero la gentil mano y el corazón amoroso de la madre son inme-
diatamente solicitados, y tienen mayores propósitos a los cuales responder. Un ser inmor-
96 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

tal ha sido puesto en sus manos y en su seno; un alma con facultades sin límites de pen-
samiento y sentimiento depende de sus tiernos labios, y bebe inteligencia de sus ardientes
ojos. Hay facultades capaces de inteligencia angelical, y virtudes celestiales dormitan en sus
brazos y reposan en su pecho. Ella deberá pedir primero que se ejerciten, y luego les
proveerá impulsos que nunca dejarán de sentir. Por la bondad de su corazón, por la deli-
cadeza de sus sentimientos y emociones, y por su amable discriminación y juicio exacto,
ella está bien capacitada para la tarea. Se ocupa de sus labores de manera incansablemente
asidua. A medida pasan los meses, su encargo inmortal se adelantará bajo su cuidado,
hasta que respondan los sonrientes labios y los brillantes ojos a sus profundas simpatías, y
el amor y la felicidad llenen el alma y expandan sus poderes. Este tierno y vigilante cuida-
do tendrá que continuar por años, aunque pronto se integrará a otros y más duros deberes,
a medida el infante se convierta en un niño que hable, y el niño se vuelva un joven. Esto
preparará el camino para una segunda rama del deber. Es el deber de los padres de gober-
nar a sus hijos. Este es un trabajo de gran importancia, y a menudo de gran dificultad. Es
un trabajo en el que ambos padres deberán participar, y en el que cooperarán para apoyar
su mutua influencia y autoridad. Después de que la tutoría de la madre haya progresado
durante algún tiempo, el hijo pasará a la autoridad más austera y a la influencia más severa
del padre. La ternura y la exquisita sensibilidad de la madre son necesarias en las etapas
más tempranas de crecimiento, pero, en un periodo posterior, los modos más macizos de
la disciplina del padre son iguales requisitos para la debida formación del carácter. La
madre opera primero, y continúa sus amables y armoniosas atenciones hasta el final. El
padre comienza su debida influencia después de que cierto grado de progreso haya sido
alcanzado, y contribuye en proveer hombría y energía al carácter (Luther Lee, Elements of
Theology, 391-392).
La verdadera concepción del designio de la autoridad paternal coloca bajo su verda-
dera luz los criterios laxos de algunos de los más populares y pretendidos maestros de la
moral y de la religión del día presente. La manera más certera de minar toda moralidad, de
corromper la familia, la sociedad, el estado, y la raza, y de traer el reinado del vicio y del
crimen y de la impiedad, es rebajando el aprecio público del sagrado carácter de la autori-
dad de los padres, ridiculizando lo estricto del entrenamiento paternal al cual estos mis-
mos maestros le deben todo lo que son, con tal que no sea lo bajo y lo menospreciable, y
que fue mucho más conforme a la Palabra de Dios (D. S. Gregory, Christian Ethics, 284).
49. La obediencia debida a los magistrados civiles: La total teoría del gobierno civil y el deber
del ciudadano para con sus gobernantes están expresados ampliamente por el apóstol
Pablo en Romanos 13:1-5. En este pasaje se enseña: (1) Que toda autoridad proviene de
Dios. (2) Que los magistrados civiles son ordenados por Dios. (3) Que resistírseles es
resistirse a Dios, puesto que son ministros que ejercen la autoridad de Él entre los hom-
bres. (4) Que la obediencia a los magistrados deberá rendírseles como cuestión de con-
ciencia, como parte de nuestra obediencia a Dios. De aquí es aparente:
Primero, que el gobierno civil es una ordenanza divina. No es meramente una institu-
ción humana opcional, algo que los seres humanos tengan libertad de tener como les
parezca. No se funda en un convenio social, sino que es algo ordenado por Dios. Sin
embargo, la Biblia no enseña que haya una forma de gobierno civil que sea siempre y en
todo lugar obligatoria. La forma de gobierno será determinada por la providencia de Dios
y la voluntad del pueblo. Y cambiará según cambie el estado de la sociedad.
Segundo, en la doctrina del Apóstol se incluye que los magistrados derivan de Dios su
autoridad; son sus ministros; lo representan. En cierto sentido, también representan al
pueblo, según éste los escoja para que sean depositarios de esa autoridad divinamente
delegada. Pero los que ostentarán el poder serán ordenados por Dios; es su voluntad que lo
sean, y que sean revestidos de autoridad.
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 97

Tercero, de aquí se sigue que es un deber religioso la obediencia a los magistrados y a


las leyes del país. Hemos de someternos “a toda institución humana”, por causa del Señor,
por nuestro respeto a Él, como lo expresa el apóstol Pedro [1 Pedro 2:13]; o “por causa de
la conciencia”, como esta misma idea es expresada por el apóstol Pablo [Romanos 13:5].
Estamos obligados a obedecer a los magistrados, no meramente porque se lo hayamos
prometido, o porque los hayamos designados, o porque sean sabios y buenos, sino porque
esa es la voluntad de Dios. De igual manera, las leyes del país han de ser observadas, no
porque las aprobemos, sino porque Dios ha ordenado esa obediencia. Esta es una cuestión
de gran importancia; es el único fundamento estable del gobierno civil y del orden social.
Cuarto, otro principio incluido en la doctrina del Apóstol es que la obediencia se le
debe a todo gobierno de facto, no importa su origen ni su carácter. El Apóstol escribió sus
directrices bajo el reinado de Nerón, y ordenó que lo obedecieran. A los cristianos primi-
tivos no se les pidió que examinaran las credenciales de los gobernantes del momento,
cada vez que la guardia pretoriana escogiera deponer a un emperador e instalar a otro.
Quinto, la Biblia enseña claramente que no es la intención que ninguna autoridad
humana sea ilimitada. Las limitaciones puede que no sean expresadas, pero siempre están
implícitas. … Los principios que limitan la autoridad del gobierno civil y de sus agentes
son sencillos y obvios. El primero es que los gobernantes y los magistrados tendrán auto-
ridad solo dentro de sus legítimas esferas. Un gobierno civil tiene que ver solo con la
conducta o actos externos de las personas, ya que ha sido instituido para la protección de
la vida y la propiedad, para la preservación del orden, para el castigo de los malhechores, y
para la alabanza de los que hacen el bien. No podrá ocuparse de las opiniones de las
personas, ya sean científicas, filosóficas o religiosas. … Los magistrados no pueden entrar
en nuestras familias y asumir autoridad paternal, ni en nuestras iglesias y enseñarles como
sus ministros. Un magistrado cesa de ser magistrado fuera de su esfera legítima. Una
segunda limitación no es menos clara. Ninguna autoridad humana puede obligar a una
persona a desobedecer a Dios. Si todo poder viene de Dios, no será legítimo que se use
contra Él. Los apóstoles, cuando se les prohibió que predicaran el evangelio, se rehusaron a
obedecer. Cuando los tres jóvenes hebreos se rehusaron a postrarse ante la imagen que
Nabucodonosor había hecho, cuando los primeros cristianos se rehusaron a adorar a los
ídolos, y cuando los mártires protestantes se rehusaron a profesar los errores de la iglesia
romana, todos se encomendaron a Dios, y se ganaron la reverencia de todos hombres de
bien. En este punto no puede haber disputa. Es importante que este principio no solo sea
reconocido, sino también hecho manifiesto públicamente. La santidad de la ley, y la
estabilidad de los gobiernos humanos, dependen de la aprobación de Dios. A menos que
descansen en Él, en nada descansarán. Y tendrán su sanción solo cuando actúen de acuer-
do con su voluntad, lo cual está conforme al designio de su asignación, y en armonía con
la ley moral.
Sexto, otro principio general es que la pregunta de cuándo el gobierno civil puede, y
debe desobedecerse, es una que cada persona deberá decidir por sí misma. Es un asunto de
juicio privado. Cada persona deberá responder por sí misma a Dios, y, por consiguiente,
cada persona deberá juzgar por sí misma si una ley dada es pecaminosa o no. Daniel juzgó
por sí mismo. Así lo hicieron, Sadrac, Mesac y Abed-nego. Así lo hicieron los apóstoles, y
también los mártires. Una ley o una orden inconstitucional es una nulidad, y nadie peca
por ignorarla. Sin embargo, la persona la desobedece a riesgo propio. Si su juicio ha sido
recto, quedará libre. Si no, ante los ojos del correspondiente tribunal, deberá sufrir la
pena. Hay una distinción obvia que deberá hacerse entre la desobediencia y la resistencia.
Una persona está obligada a desobedecer una ley, o una orden, que lo obligue a pecar,
pero no se sigue que esté en libertad de resistir ser ejecutada por ello. Los apóstoles se
rehusaron a obedecer a las autoridades judías, pero se sometieron a la pena impuesta. De
98 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

igual manera, los mártires cristianos desobedecieron las leyes que les requerirían adorar
ídolos, pero no hicieron resistencia alguna a que esa ley los ejecutara. … Cuando un
gobierno fracasa en responder al propósito para el cual Dios lo ordenó, el pueblo tiene el
derecho a cambiarlo. Un padre, si abusa vergonzosamente de su poder, puede justamente
ser desprovisto de la autoridad sobre sus hijos (Charles Hodge, Systematic Theology,
III:357-360).
50. La ética política. La revelación divina, desde el principio, se ha preocupado profunda-
mente por el gobierno, y por los asuntos sociales y políticos del mundo. Su historia de-
muestra la santificación de toda forma de desarrollo de gobierno entre los hombres, desde
la casa y la familia primitiva, en su forma más simple y típica, hasta la forma de despotis-
mo imperial más violento. Ahora nos toca ver la enseñanza final del Nuevo Testamento,
sobre la cual no hay mucho espacio para duda. Sus principios generales son muy claros,
tanto en cuanto a los que gobiernan como en cuanto a los gobernados.
I. La institución del gobierno es divina: no está fundada en ningún convenio o
acuerdo entre los seres humanos, como lo pretende la modernidad. Mientras más cuida-
dosamente examinamos la base de las distinciones tribales y nacionales entre los seres
humanos, en otras palabras, lo que hace la constitución distintiva de un pueblo, más
claramente percibiremos el que esté condicionada por cierta relación con Dios, cuya
adoración ha sido el vínculo original de unidad de cada raza, y de aquel que ha sido el
representante de su gobierno terrenal. El gobierno fue hecho para el hombre, y el hombre
para el gobierno. La forma de ese gobierno no está prescrita ni rígida ni definitivamente:
no ciertamente en la legislación cristiana. Toda forma de autoridad válida fue santificada
en el Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento introduce una monarquía universal en
la economía espiritual de las cosas: y solo de manera subordinada trata con los reinos de
este mundo. Pero los cimientos de la sociedad civil y política de la tierra fueron estableci-
dos en el cielo: “no hay autoridad sino de parte de Dios” (Romanos 13:1). El magistrado
humano representa al Juez supremo: dentro del estado, es el diputado de ese Juez, “porque
es servidor de Dios para tu bien” (Romanos 13:4). Para la protección y la paz del que
cumple con la ley, es el ministro de Dios, el vengador que ejecuta la ira de la administra-
ción de la justicia divina sobre el transgresor. Estos principios son indisputables. El mismo
término se usa para la representación de la autoridad eclesiástica en la iglesia y en el mun-
do: son a la vez diakonoi y leitourgoi o ministros.
II. La obediencia a los magistrados y al gobierno del país son hechas parte de la ley
cristiana, expresamente incluidas en su ética por nuestro Señor, sobre la amplia base del
deber de rendirle al César las cosas que son del César, aunque el César de ese día tuviera al
país bajo esclavitud. El apóstol Pablo reconoce en su propia persona, y ordena a todos los
seres humanos que reconozcan, lo que a lo sumo era una autoridad despótica y cruel.
1. El deber de la sumisión es, en primer lugar, y en cierto sentido, pasivo. Por consi-
guiente, todo el que resiste el poder, resiste la ordenanza de Dios; y los que resisten,
recibirán condenación (Romanos 13:2). Esto prohíbe, negativamente, la insurrección y la
resistencia personales. Hasta qué punto la sumisión deba realizarse, y en qué punto la
resistencia es permitida, no por el individuo como tal, pero por el pueblo, es una cuestión
que nuestra ética presente no contempla. Inter arma leges silent. Sin embargo, la obligación
viene antes de que se tomen las armas. Ningún cristiano individual puede resistir sin
traicionar su confianza ni perder la mansedumbre de su sabiduría. Cuando la cuestión es
tocante a la ley de Dios (Daniel 6:5), el siervo de Jehová deberá resistir, pero no hasta que
la sumisión haya tenido su obra cumplida.
2. Positivamente, la obediencia al gobierno requiere que se sea diligente en mantener
el honor de la ley en todos sus puntos, y esto por causa de la conciencia (Romanos
13:5-7). Tanto nuestro Señor como sus apóstoles ponen considerable énfasis en que se
LA ÉTICA CRISTIANA O LA VIDA DE SANTIDAD 99

pague el tributo a quien tributo se le debe, un principio que implica cuestiones muy
importantes. “Pues por esto pagáis también los tributos” [Romanos 13:6]. Hay que ob-
servar que la ética de sumisión al gobierno promulgada por el apóstol Pablo sigue la más
sublime y más abarcadora doctrina de moralidad cristiana, y, por así decirlo, la incorpora.
3. La Biblia, de principio a fin, inculca y honra el patriotismo. En ocasiones se ha di-
cho que ni el sentimiento del amor a la patria ni el de la amistad personal tienen lugar en
la ética cristiana. Es cierto que la devoción suprema a un reino que no es de este mundo
(Juan 18:36) tiene en todo lugar la preeminencia, y que la simpatía individual de la amis-
tad se funde con el amor fraternal. Pero ambos sentimientos son ciertamente inculcados y
alentados en la Biblia. No hay historia profana que sobrepase o iguale sus anales en cuanto
a la ejemplificación de ambos, y el cristianismo deberá recibir los beneficios de la antigua
religión, de la cual es, en cierto sentido, una continuación (William Burton Pope, Com-
pendium of Christian Theology, III: 251-253).
PARTE 5

LA DOCTRINA
DE LA IGLESIA

101
CAPÍTULO 31

LA IGLESIA:
SU ORGANIZACIÓN
Y SU MINISTERIO
La obra del Espíritu Santo demanda necesariamente una economía
objetiva. Esta nueva economía es la iglesia, o el cuerpo místico de
Cristo. Representa un nuevo orden de vida espiritual sobre la tierra, fue
creada por la llegada de Cristo, y es preservada por la morada perpetua
del Espíritu Santo. El vocablo iglesia, como se encuentra en el Nuevo
Testamento, proviene de la palabra griega, ecclesia, y, en su connotación
más simple, significa la asamblea o el cuerpo de los llamados. Un
término griego relacionado es kuriakos, que significa la casa del Señor.
La iglesia, por tanto, podría ser considerada la esfera de las operaciones
del Espíritu, y, a la vez, el órgano por el cual Cristo administra la
redención. Como cuerpo colectivo, fue fundada por nuestro Señor
Jesucristo, y está investida de ciertas señales y atributos que son
representativos de su agencia entre los seres humanos. Es, (1) la ecclesia,
o la asamblea de los llamados, y está formada por los hijos de Dios
adoptados divinamente. No es, pues, una simple organización humana.
Cristo es su cabeza. De Él recibe su luz por medio del Espíritu que
mora, y como tal, descarga una doble función: como establecimiento
para la adoración, y como depósito de la fe. Es, (2) el cuerpo de Cristo,
ya que constituye una extensión mística de la naturaleza de Cristo, y,
por consiguiente, está compuesta de aquellos que han sido hechos
partícipes de esa naturaleza. La relación entre Cristo y la iglesia es
orgánica. Como tal, personifica y permite en la tierra las condiciones
bajo las cuales, y por cuyos medios, el Espíritu Santo extiende sobre-

103
104 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

naturalmente a los seres humanos la obra redentora de Cristo. En ella, y


de ella, Cristo comunica a la membresía de este cuerpo los oficios
vivificadores y santificadores del Espíritu Santo, para la extensión de su
obra entre los hombres.

LA FUNDACIÓN DE LA IGLESIA CRISTIANA


La iglesia cristiana está históricamente ligada a la congregación
judía, la cual es a veces conocida como “la congregación en el desierto”
(Hechos 7:38). Cuando nuestro Señor, al iniciar su ministerio,
proclamó que el reino de los cielos había llegado, relacionó de esa
manera su propio trabajo con la teocracia judía en lo que a su espíritu
interior se refiere, aunque no en cuanto a su forma exterior. Para que la
iglesia pudiera establecerse, tenía que haber, por necesidad, una
preparación gradual para ella, previo al ministerio terrenal de nuestro
Señor, y durante el mismo. Esta preparación está basada en la presupo-
sición de una sociedad humana fundamental, o lo que Emanuel V.
Gerhart llama “la ley de la integración social”, la cual, dice él, “deman-
da y da a luz la organización religiosa, una organización que corres-
ponda al plano en el cual se mueve la vida religiosa, ya sea bajo o alto.
El cristianismo reconoce y conserva todas las leyes originales. Por
consiguiente, la vida cristiana se vuelve vida organizada; la actividad
cristiana se vuelve actividad organizada; y, si se nos permite añadir, si la
naturaleza humana no fuera un organismo, si en virtud del principio
social, dicha naturaleza humana no se desarrollara espontáneamente en
alguna forma de organización social, la vida cristiana no se desarrollaría
en la forma de “reino de los cielos” (Emanuel V. Gerhart, Institutes of
the Christian Religion [Institutos de la religión cristiana], II:455). En el
desarrollo de esta organización se pueden notar tres etapas distintas: (1)
La preparación positiva en el Antiguo Testamento; (2) la comunidad
intermedia durante la vida terrenal de Cristo, y (3) la inmediata
formación de la iglesia en el Pentecostés.1
La preparación positiva en el Antiguo Testamento. La iglesia del An-
tiguo Testamento fue la primera representante de la ecclesia o los
llamados. El vocablo hebreo kahal, el cual se deriva de un verbo que
significa reunir, tiene el sentido de asamblea, o de una congregación
convenida para algún propósito, pero especialmente para la adoración.
El vocablo kahal es traducido como ecclesia setenta veces en la Sep-
tuaginta. La iglesia del Antiguo Testamento, aunque presupone la ley
natural de la integración social, deberá distinguirse (1) de cualquiera
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 105

otra organización humana natural, como lo sería la familia y el estado; y


(2) de toda religión pagana, ya que fue edificada sobre el protoevange-
lium o la promesa original de que la simiente de la mujer heriría la
cabeza de la serpiente. Esta promesa tomó forma definitiva en el pacto
abrahámico. La ley que fue añadida cuatrocientos treinta años después
de la confirmación del pacto, el apóstol Pablo la consideró como una
institución pedagógica, un ayo para llevar a los hombres a Cristo
(Gálatas 3:16-17, 24-25). La iglesia del Antiguo Testamento fue, por
consiguiente, una comunidad del Espíritu, y aunque la misma se
manifestaba a través de leyes naturales y sociales, con todo, era una
organización sobrenatural. Como tal, hizo una contribución directa y
positiva a la iglesia cristiana, primero, en que cultivó y maduró la
religión que al final traería el reino de Dios; segundo, y principalmente,
porque fue la comunidad que le dio a Cristo al mundo. Como dice el
apóstol Pablo, “que son israelitas, de los cuales son la adopción, la
gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas; de
quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el
cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” [Romanos
9:4].
La comunidad intermedia. El segundo paso de preparación para la
iglesia fue la formación del “pequeño rebaño” por el Señor mismo. Esa
comunidad deberá ser considerada como intermedia dado el hecho de
que fue colocada a la mitad del camino entre la economía mosaica y el
Pentecostés. Hay dos etapas que podemos distinguir en su formación,
basados en los evangelios. (1) La primera consiste del grupo de
discípulos que se agruparon alrededor de Juan el Bautista como el
precursor de Jesús. En Juan, la vieja economía llegó a su fin. De ahí que
él pronunciara estas palabras: “Es necesario que él crezca, pero que yo
mengüe” (Juan 3:30). Aquél que dijo de sí mismo, “Yo a la verdad os
bautizo en agua para arrepentimiento”, da paso a Aquél de quien dijo,
“él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mateo 3:11). (2) La
segunda etapa consiste del grupo que se reunió alrededor de Jesús
mismo, ligado a Él por simpatía y devoción comunes. En este último
grupo se pueden mencionar tres clases: (a) los doce apóstoles, (b) los
setenta, y (c) un número indefinido de judíos devotos, como quinien-
tos. A éstos los animaba una creencia común de que Jesús era el Cristo,
y se fusionaron en una organización informal por causa de su amor al
Maestro, y por la fe en sus palabras. Por lo tanto, estaban espiritual-
mente calificados para recibir el don del Espíritu Santo el día de
106 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Pentecostés, volviéndose así el verdadero núcleo de la iglesia cristiana.


Durante este periodo de instrucción terrenal, hubo dos cosas notables
en el desarrollo de la comunidad intermedia. (1) Se le inyectó un nuevo
significado a las enseñanzas concernientes al reino. Les fue revelado a
los discípulos que el reino de Dios habría de ser también el reino del
Mesías, pero solo en el sentido del reino de los cielos. El reino en la
tierra debería esperar su segunda venida. Fue en este sentido que Jesús
interpretó el reino, puesto que dijo, “El reino de Dios no vendrá con
advertencia” (Lucas 17:20); “el reino de Dios está entre vosotros”
(Lucas 17:21); y, “Mi reino no es de este mundo” (Juan 18:36). Sin
embargo, Él enseño que, en la consumación de todas las cosas, habría
un reino tanto del cielo como de la tierra, por lo cual enseñó a sus
discípulos que oraran específicamente, “Venga tu reino. Hágase tu
voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). (2)
A la institución que personificaba el reino en este sentido limitado,
nuestro Señor le dio un nuevo nombre: “Mi iglesia” (Mateo 16:18).
Esta declaración, por introducirse en medio de la colección de parábo-
las sobre el reino hecha por el evangelista Mateo, es importante no solo
porque indique el nombre que se le deberá aplicar al reino durante la
era presente, sino también porque indica la relación que la iglesia
deberá tener con dicho reino. Jesús emplea solo dos veces el término
iglesia, primero, cuando habla de ella como edificada “sobre esta roca”,
lo cual parece ser una referencia a la “casa de oración para todas las
naciones” (Mateo 16:18; cf. Marcos 11:17); y segundo, como una
asamblea visible de personas, reunida en un lugar, para la administra-
ción de sus leyes (Mateo 18:17). Hay en estas dos veces una referencia
tanto a la iglesia visible como a la invisible. En los discursos últimos,
incluyendo la oración sacerdotal, Jesús nos dio criterios adicionales para
entender sus enseñanzas acerca de la iglesia. Esto es especialmente cierto
en el caso de la provisión de los sacramentos, uno como rito de
iniciación, y el otro como un memorial a perpetuidad. En la oración
sacerdotal, Jesús le dedicó formalmente la iglesia a Dios, lo cual
William Burton Pope significativamente llama, “la primera oración en
su propia casa”. Siempre, aun en esta oración, Jesús considera la iglesia
como que está por venir. Él echó el cimiento, y dejó un cuerpo de
instrucción, pero todo deberá esperar hasta el día de Pentecostés, y la
venida del Consolador, antes de que pueda develarse la plenitud de su
significado.
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 107

La formación de la iglesia en el Pentecostés. El Pentecostés fue el día


del nacimiento de la iglesia cristiana. Los discípulos, preparados, y en
obediencia a lo ordenado por su Señor, estaban reunidos unánime-
mente en Jerusalén, cuando de repente el Espíritu Santo descendió
sobre ellos, haciendo de la comunidad intermedia, en el sentido más
verdadero del término, “el nuevo templo del Dios trino”. Así como en
la antigua economía el Pentecostés era señalado por la presentación de
los frutos de la cosecha, en la nueva dispensación es señalado por haber
traído la plenitud del Espíritu. Aún más, aunque no por decreto divino,
el Pentecostés celebraba la entrega de la ley en el Sinaí, ahora represen-
taba la plenitud del nuevo pacto, en el cual la ley de Dios se escribiría
en el corazón por el Espíritu. El Pentecostés coloca a la comunidad
cristiana bajo la jurisdicción del Espíritu Santo, quien representa a la
Cabeza invisible de un cuerpo que ahora es visible.

EL CARÁCTER ESPIRITUAL DE LA IGLESIA


La iglesia es la creación del Espíritu Santo. Refiriéndonos otra vez a
nuestra discusión del oficio del Espíritu Santo con relación a la iglesia
(capítulo 26), indicábamos ahí que el Espíritu Santo, al administrar la
vida de Cristo, se decía que nos hacía miembros de su cuerpo espiritual,
y que al ministrar por su propia personalidad como la tercera persona
de la Trinidad, se decía que moraba en el templo santo que así
construyó. La iglesia, por tanto, no es meramente una creación
independiente del Espíritu, sino una ampliación de la vida encarnada
de Cristo. Los dos símbolos más prominentes de la iglesia son, pues, el
cuerpo y el templo. El primero representa el lado activo, o la iglesia
como un establecimiento de evangelización; y el segundo representa el
lado pasivo, o la iglesia como un establecimiento de adoración.
La iglesia como el cuerpo de Cristo. Bajo este aspecto de la iglesia hay
tres características principales que han de considerarse: su unidad, su
crecimiento, y las fuentes de su ascendencia. (1) La unidad que se
menciona aquí es “la unidad del Espíritu”. Es algo más que simples
lazos naturales, sean de familia, de nación o de raza. No existe lazo de
relación externa capaz de expresar esta unidad interna de los miembros
de la iglesia, o su entera unidad de vida, y es por eso que el Señor hizo
de su propia unidad con el Padre una ilustración de la unidad de la
iglesia. Su oración era, “que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí,
y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Juan 17:21). Así
que el Señor no encontró una unión mejor que la de la vida divina para
108 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

expresar este pensamiento. Habrían de ser uno por medio del Espíritu.
El Espíritu Santo, siendo como es el vínculo de unión en la deidad, se
vuelve de igual manera la fuente de unión en la iglesia, uniendo a los
miembros los unos con los otros, y con su Cabeza exaltada, y consigo
mismo. El apóstol Pablo utiliza tres símbolos de unidad con significado
gradualmente más profundo para expresar esta relación espiritual: (a) la
unidad filial, es decir, la de parentesco u origen común. Cristo es el
primogénito entre muchos hermanos, siendo infinito como el unigéni-
to Hijo, entre tanto que los que son hechos a su semejanza, son finitos;
(b) la unidad conyugal, como la expresa la relación matrimonial, dada
su cercanía en la unión, su fructificación, su carácter indisoluble, y su
completo intercambio de bienes; (c) la unidad orgánica, es decir, la de
la cabeza y el cuerpo, ambas permeadas por una vida común. Pero la
más perfecta ilustración del Apóstol es semejante a la de su Maestro, la
de la Trinidad. El Apóstol nos da una trinidad de trinidades: un
cuerpo, un Espíritu, una esperanza, un Señor, una fe, un bautismo, y
“un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en
todos” (Efesios 4:4-8). En todos, como el Espíritu dador de vida y
santificador; sobre todos, como Espíritu que unge y da poder.2 (2) El
crecimiento es el segundo factor de este organismo. Este crecimiento es
por medio de la verdad como la ministra el Espíritu. De aquí que el
apóstol Pablo diga que, “siguiendo la verdad en amor, crezcamos en
todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo,
bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan
mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su
crecimiento para ir edificándose en amor” (Efesios 4:15-16). Aquí se
nos indica que el crecimiento del individuo, espiritualmente hablando,
ha de interpretarse, no por una creciente independencia de acción, sino
por una cooperación más profunda y feliz con los demás miembros del
cuerpo. Hay que notar, más aún, que aquí el crecimiento del cuerpo es
por medio de las contribuciones individuales de sus miembros. (3) El
mismo Apóstol también nos da los elementos de la ascendencia. Nos
dice que el gran don del Cristo ascendido a la iglesia es aquel del
ministerio en sus varios tipos: apóstoles y profetas como el ministerio
fundamental; y evangelistas, pastores y maestros como el ministerio
proclamador o instructivo. El propósito de estos oficiales, añade el
Apóstol, es “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la
edificación del cuerpo de Cristo”, y el objetivo que se persigue es, “que
todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 109

Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de


Cristo” (Efesios 4:12-13). Esta fase de la naturaleza espiritual de la
iglesia será el fundamento para un tratamiento ulterior que incluya, (I)
la organización de la iglesia; y, (II) la iglesia y su ministerio.
La iglesia como el templo del Espíritu Santo. El segundo aspecto de la
iglesia espiritual está representado por el símbolo del templo. La “gran
metáfora” del apóstol Pablo es la del cuerpo, pero también se refiere a la
iglesia como un templo, “en quien todo el edificio, bien coordinado, va
creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros
también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíri-
tu” (Efesios 2:21-22). Refiriéndose a los individuos, el Apóstol emplea
ambas figuras en un mismo capítulo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos
son miembros de Cristo?” (1 Corintios 6:15); y, “¿O ignoráis que
vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el
cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (1 Corintios 6:19). El
apóstol Pedro, por su parte, emplea esta figura de lenguaje de manera
más elaborada cuando dice que, “vosotros también, como piedras vivas,
sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer
sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1
Pedro 2:5). Los apóstoles entendían claramente que el Señor Jesucristo
era la cabeza misma de la iglesia, y no el Espíritu. Al instruirlos en lo
que concernía a la venida del Consolador, Jesucristo había reservado su
propia dignidad como Aquél que nunca se ausentaría de ellos. Les había
dicho: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18). Por lo
tanto, vieron por fe que el gran Sumo Sacerdote estaba intercediendo
por ellos dentro del velo, y que el Espíritu estaba presente pero no por
comunicación directa, sino por medio de la mediación de Cristo. Así
como Cristo era el templo del Espíritu, el cual habitaba en Él sin
medida, así también la iglesia como su cuerpo es el templo del Espíritu,
comunicado a ella por medio de su cabeza viviente. Aún más, así como
Cristo era la imagen del Dios invisible, así también la iglesia ha de ser la
imagen del Cristo invisible; y cuando sea glorificada, sus miembros
serán como Él, porque le verán como Él es.
Este aspecto de la iglesia recibirá consideración adicional como
“establecimiento de adoración”, e incluirá en su alcance, (1) la adora-
ción de la iglesia, (2) los medios de gracia, y (3) los sacramentos.
110 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

SEÑALES Y ATRIBUTOS DE LA IGLESIA


Habiendo considerado la naturaleza espiritual de la iglesia en su
aspecto activo como cuerpo de Cristo, o el órgano de su manifestación
en el mundo; y en su aspecto pasivo como templo del Espíritu Santo, o
la esfera de la adoración, deberemos ahora dar atención a los atributos
que combinan estos dos aspectos en su unidad. Por el término “atribu-
tos” queremos decir aquellas características de la iglesia que la Biblia
presenta, mientras que con “señales” aludimos a aquellos atributos
transformados en pruebas por medio de las cuales la verdadera iglesia se
supone que sea conocida. En los credos más tempranos, como el de los
Apóstoles y el de Nicea, cuatro de estas señales son mencionadas: una,
santa, católica y apostólica. El cardenal Roberto Bellarmine
(1542-1621), en su esfuerzo por defender la Iglesia Romana, elaboró
quince señales, excluyendo a todas las sociedades cristianas de reclamar
carácter de iglesia si carecían de cualquiera de estas señales. Las mismas
son como sigue: “Catolicidad, antigüedad, duración, amplitud,
sucesión episcopal, acuerdo apostólico, unidad, santidad de doctrina,
santidad de vida, milagros, profecía, admisión de adversarios, final
infeliz de los enemigos, y felicidad temporal”. En contraste con estas
señales se han presentado otras señales y atributos que expresan más
fielmente la idea protestante de la iglesia. William Burton Pope
menciona siete, y trata con ellas, contrastándolas con sus opuestos,
como sigue: (1) Una y múltiple, (2) santidad e imperfección, (3) visible
e invisible, (4) católica y local, (5) apostólica y confesional, (6) indefec-
tible y mutable, y, (7) militante y triunfante. Thomas O. Summers es
más controversial en su aproximación. Sigue, en general, el bosquejo de
Bellarmine, oponiéndose a sus posiciones y presentando la posición
protestante sobre estos importantes puntos. Nuestra discusión deberá
ser breve, por lo que presentaremos solo las cuatro señales de los credos,
con sus opuestos, incluyendo en estas algunas de las subdivisiones más
importantes.
1. Unidad y diversidad. La unidad es una señal propia de la iglesia.
Hay un cuerpo, un Espíritu, una esperanza, un Señor, una fe, y un
bautismo. Pero esta unidad es una de multiplicidad. La Biblia no habla
en ningún lugar de unidad externa o visible. No existe una advertencia
de uniformidad. La Biblia nunca habla de la iglesia como una provin-
cia, sino siempre de las iglesias. Es cierto que las iglesias estaban bajo el
vínculo común de la superintendencia conjunta de los apóstoles, pero,
aun ahí, no existe evidencia de una primacía entre de ellos. La unidad
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 111

es la del Espíritu, y la diversidad incluye todo lo que no esté fuera de


armonía con la unidad espiritual.
2. Santidad e imperfección. El término hagia (dyia) o sancta se aplica
lo mismo al cuerpo de Cristo que a los miembros que lo componen. En
cualquiera de los dos casos, significa ser separado del mundo y dedicado
a Dios. En el caso de la persona individual, deberá haber necesaria-
mente una obra preliminar de limpieza espiritual a fin de que se logre
esa plena dedicación. La organización como tal es considerada santa por
razón del propósito y el fin por los cuales existe. Esto implica una
santidad absoluta y relativa. La primera se aplica a una membresía de la
iglesia que ha entrado a los plenos privilegios del nuevo pacto, por lo
cual es santa por medio de la sangre de Cristo. La última se aplica a la
organización como tal, la cual, aunque santa en propósito y finalidad,
puede incluir aquellos que todavía no han sido hechos individualmente
santos. Las epístolas apostólicas evidencian esto, pues ellas, aunque
dirigidas a los “santos”, contienen muchas reprensiones acerca de lo que
no es santo. Lo mismo es cierto con las propias epístolas de nuestro
Señor a las iglesias, a las cuales, aunque las sostiene en sus manos, les
encuentra mucho que necesitan enmendar.
3. Católica y local.3 La palabra católica no se encuentra en los credos
más antiguos. En los símbolos de Jerónimo, de Tertuliano, y de otros
credos occidentales, la alusión es sencillamente a la “santa iglesia”. La
palabra aparece inicialmente en los primeros credos orientales, espe-
cialmente en los de Jerusalén y Alejandría, pero pronto sería también
incorporada en los credos latinos. Fue añadida al Credo de los Apósto-
les a finales del cuarto siglo o a principios del quinto. La idea de
catolicidad primero incluía solo la universalidad de la iglesia en diseño y
destino, y se empleaba en oposición a la concepción judía de la iglesia
como local y nacional. Pero el término nunca se usaba en el sentido de
excluir las iglesias locales, y es por eso que leemos de la iglesia en
Jerusalén, las iglesias de Galacia, y las siete iglesias de Asia (Cf. Hechos
2:47; Gálatas 1:2; Apocalipsis 1:4). Los diversos énfasis en estas dos
señales han traído una amplia diferencia de concepciones de lo que es la
organización eclesiástica. Como a mediados del segundo siglo, el
término católica empezó a usarse en un sentido más eclesiástico que
bíblico, y se refería al cuerpo de la iglesia en oposición a las numerosas y
pequeñas sectas que surgieron en ese tiempo. Estas últimas llegaron a
conocerse como cismáticas y heréticas, y por esa razón no se considera-
ban parte del cuerpo católico. Cuando las iglesias orientales y occiden-
112 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

tales se dividieron, Roma asumió el nombre de católica, considerando a


todos los disidentes de la sede de San Pedro, y hasta a la iglesia oriental
misma, como fuera de la sola y única iglesia católica. La iglesia oriental
no asumió el uso del término católica, prefiriendo ser conocida como
ortodoxa y apostólica.
Como incluida en la señal de catolicidad, podemos también men-
cionar a la iglesia como visible e invisible.4 Con iglesia invisible se quiere
decir el cuerpo místico de Cristo animado por su Espíritu. Por tanto,
esta comunión mística, en su carácter más hondo y profundo, es una
realidad espiritual, no vista con los ojos. El término católica puede
aplicarse lo mismo a la iglesia invisible que a la visible. Cuando se aplica
a la primera, se refiere sencillamente al cuerpo universal de creyentes.
Es así como, en el credo, tenemos una declaración en cuanto a la iglesia
general que dice: “La iglesia de Dios está compuesta de todas las
personas espiritualmente regeneradas, cuyos nombres están escritos en
los cielos” (El credo, parte II, artículo I). Sin embargo, a la iglesia
invisible frecuentemente se le considera como que incluya, no solo a los
que ahora viven, sino a los de todas las edades, pasada, presente y
futura. Aplicada a esta última, incluye dentro de la iglesia visible a
todos los constituyentes particulares que forman el cuerpo total de los
creyentes que han profesado a Jesucristo. Los errores particulares que se
adhieren a estas señales se deben a que se realce una a expensas de
minimizar o excluir a la otra. El catolicismo romano, aunque técnica-
mente crea en una iglesia invisible, exalta a tal punto su aspecto visible,
que suprime casi enteramente su carácter invisible. De aquí que haga de
la exclusividad una señal de la iglesia visible en vez de la invisible, y, por
consiguiente, sostenga que no puede haber salvación fuera de ella. Se
encuentra un error opuesto en aquellos cuerpos más pequeños que
realzan la iglesia invisible a expensas de minimizar o excluir toda
organización externa. Sin embargo, nada es más claro en la Biblia que
las enseñanzas concernientes a la organización externa, y esto de por sí
es una refutación suficiente de ese error. Hay otra pregunta en este
contexto que ha sido fuente de mucha controversia: “¿Qué constituye la
iglesia visible?” La posición del protestantismo, como se encuentra en
los varios credos, es esencialmente esta: “La iglesia visible de Cristo es
una congregación de personas fieles, en la cual la pura Palabra de Dios
es predicada, y los sacramentos son administrados de acuerdo a la
ordenanza de Cristo, en todas las cosas que por necesidad se requieren
para los mismos.” (La revisión de Juan Wesley del Credo Anglicano).5
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 113

“Las distintas iglesias”, decimos, “están compuestas de las personas


regeneradas que, por beneplácito providencial, y por la guía del Espíritu
Santo, se asocian juntas para la comunión y los ministerios santos”
(Credo, parte II, artículo II).
Otro aspecto de la catolicidad es el que considera la iglesia como
militante y triunfante. La iglesia militante es el cuerpo que sostiene
guerra contra los principados y las potestades; y la iglesia triunfante es
el cuerpo de creyentes que, habiendo pasado por la muerte, está ahora
en el paraíso con Cristo, esperando ese estado más perfecto al que la
iglesia entrará al fin de las edades. Pero la simple relación espiritual
existente entre la iglesia militante y la triunfante, lo cual probó ser una
fuente de denuedo y de inspiración para los primeros mártires, pronto
se corrompió. Desde el tiempo de Orígenes, existió una tendencia a
interponer un estado intermedio entre las dos, conocido como el
purgatorio, el cual no era totalmente militante, pero tampoco todavía
triunfante. Con la ampliación de esta brecha, se desarrollaría una
posición falsa en cuanto a los oficios de la oración: la intercesión por los
muertos de parte de los que todavía vivían, y la intercesión de parte de
los santos en el cielo a favor de los que estaban en la tierra, y de los que
se creía que todavía estaban en el purgatorio. Esta enseñanza no solo es
no bíblica, sino antibíblica.
4. Apostólica y confesional. La iglesia es apostólica en el sentido de
que es edificada “sobre el fundamento de los apóstoles y profetas,
siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:20).
Es confesional en que requiere, para uno afiliársele, una confesión de fe
en Jesucristo como Salvador y Señor: “Porque con el corazón se cree
para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Romanos
10:10). Los errores que gradualmente surgieron en la iglesia en cuanto a
estas señales se caracterizaron, (1) por la teoría que ligó la autoridad
apostólica de los doce con la del apóstol Pedro; y (2) por el desarrollo
de la así llamada sucesión apostólica, lo cual resultó en el papado. Sin
embargo, hay otras iglesias aparte de la de Roma que sostienen una
sucesión apostólica, profesando trazar sus órdenes por medio de manos
episcopales hasta los apóstoles. En el extremo opuesto está el error que
sostiene que el apostolado le ha sido restaurado a la iglesia, con los
dones milagrosos y las gracias que pertenecían a los apóstoles originales.
Pero tanto el apóstol Juan como el apóstol Pablo parecen indicar que el
apostolado sería sustraído de la iglesia. El protestantismo, en general, ha
sustituido la creencia en la Biblia por una autoridad apostólica viviente.
114 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

“Por tanto, podemos establecer nuestro dogma”, dice William Burton


Pope, “de que la iglesia es apostólica en que todavía se rige por la
autoridad apostólica que vive en los escritos de los apóstoles, siendo esa
autoridad la norma de apelación en todas las confesiones que sostenga
la cabeza” (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology
[Compendio de teología cristiana], III:285).

LA ORGANIZACIÓN DE LA IGLESIA
La organización de la iglesia, en el sentido más estricto, pertenece al
estudio de la política de la iglesia. Aquí solo podremos ofrecer una
panorámica de los distintos factores que entran en juego y que consti-
tuyen a la iglesia en una organización visible. Discutiremos (1) las
formas preliminares de organización; (2) la organización de la iglesia
cristiana; (3) los tipos de organización; (4) las iglesias como organiza-
ciones locales y voluntarias; (5) las condiciones de la feligresía; y (6) la
función de la iglesia.
Formas preliminares de organización eclesiástica. Las formas visibles
que la iglesia invisible ha asumido de época en época han sido mayor-
mente la consecuencia de luchas históricas, y de aquellas diversas
circunstancias bajo las cuales la iglesia invisible has sido forzada a
mantenerse.
1. La forma patriarcal de la iglesia data del principio de los tiempos.
Antes de la caída, era inmaculada y perfecta. Pero no nos toca inquirir
acerca de la forma de organización que la misma hubiera tenido en caso
de que ese estado hubiera continuado. Después de la caída, eso sí, la
imperfección caracterizaría a la iglesia, y continuará caracterizándola
hasta la consumación de todas las cosas, cuando sea presentada de
nuevo sin falta ante el trono con gozo sin igual. En su forma más
temprana, el credo era simple, siendo el protoevangelium o la promesa
de redención la sola condición para membresía. El único oficial era el
sacerdote. Aparentemente, el sacerdocio no estaba limitado a la cabeza
de la familia, ya que tanto Caín como Abel ofrecieron sacrificios. La
iglesia era individualista al extremo. Con el llamamiento de Abraham,
la forma individualista de organización cedió a la de la familia, y
comenzó la forma patriarcal de gobierno en su más verdadero sentido.
Abraham era el sacerdote de su propia familia, y fue sucedido a su vez
por Isaac y Jacob.
2. La forma teocéntrica de gobierno empezó con Moisés, quien
reorganizó la iglesia en el Sinaí, dándole una constitución elaborada,
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 115

tanto para lo civil como para lo eclesiástico. Sin embargo, esta forma no
estaba diseñada para ser un estado que cumpliera con los oficios
eclesiásticos, sino una iglesia que asumiera las funciones del estado. La
idea religiosa permeaba toda la estructura social. Teóricamente, esto
deberá siempre ser el verdadero ideal para la iglesia, no el de la identifi-
cación de la iglesia con el estado, sino el de una coalescencia tal de
ambos que los traiga a su más alta eficiencia. Un ideal así, no obstante,
nunca podrá hacerse realidad hasta que Aquél quien es profeta y
sacerdote también venga a ser rey. Entonces Él será no solo el Señor de
la iglesia, sino el gobernador de las naciones: será rey de reyes, y Señor
de señores (Apocalipsis 11:15).
La organización de la iglesia cristiana. Nada se enseña más claro en la
Biblia que el hecho de una organización externa de la iglesia. Esto lo
demuestra (1) los tiempos establecidos para las reuniones (Hechos
20:7), y la exhortación a que no se dejen de reunir (Hebreos 10:25); (2)
un ministerio formalmente constituido, el cual comprende a los
obispos (episkopoi), a los ancianos o presbíteros (presbiteroi), y a los
diáconos (diakonoi) (Filipenses 1:1; Hechos 20:17, 28), y las normas
para su elegibilidad (1 Timoteo 3:1-13); (3) las elecciones formales
(Hechos 1:23-26; 6:5-6); (4) un sistema financiero para el sostén local
del ministerio (1 Timoteo 5:17), y para el interés más general de la
caridad (1 Corintios 16:1-2); (5) la autoridad disciplinaria por parte de
los ministros y las iglesias (1 Timoteo 5:17; 1 Pedro 5:2; Mateo 18:17;
1 Corintios 5:4-5, 13); (6) las costumbres comunes (1 Corintios
11:16), y las ordenanzas (Hechos 2:41-42; 1 Corintios 11:23-26); (7)
los requisitos de membresía (Mateo 28:19; Hechos 2:47); (8) el listado
de las viudas (1 Timoteo 5:9); (9) las cartas oficiales de recomendación
(Hechos 18:25; 2 Corintios 3:1); y (10) la obra común de todas las
iglesias (Filipenses 2:30).
Existen tres criterios generales concernientes a la organización de la
iglesia. El primero sostiene que la iglesia es un cuerpo exclusivamente
espiritual, y que, por lo tanto, no necesita una organización externa.
Esta posición es ilógica, y solo la sostienen unas pocas sectas menores.
Hay que observar aquí que una forma simple de gobierno no implica
necesariamente un credo escrito, sino que el mismo puede existir de
manera oral. Una organización así puede también existir sin expedien-
tes escritos, sin lista de miembros, y sin una manera formal de escoger a
sus oficiales. Después de todo, estas cosas deberán considerarse como
auxilio y no como algo esencial. La segunda teoría está en el extremo
116 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

contrario, y sostiene que la Biblia nos da un plan formal de organiza-


ción para la iglesia. Pero, aun entre los que sostienen esta posición, hay
mucha controversia en cuanto a la forma de gobierno prescrita. La
sostienen los que defienden la forma episcopal de gobierno por un lado,
y el congregacionalismo puro por otro. Hay una tercera y mediadora
teoría, la cual sostiene que el Nuevo Testamento establece principios
generales de organización, pero no prescribe una forma específica de
gobierno eclesiástico.6 Esta es la posición generalmente asumida por las
iglesias protestantes. Richard Watson, mientras que adopta el lenguaje
del obispo George Tomline, dice: “Por cuanto no le ha complacido a
nuestro Padre todopoderoso prescribir una forma particular de
gobierno para la seguridad de los confortes temporales de sus criaturas
racionales, tampoco ha prescrito una forma particular de política
eclesiástica como absolutamente necesaria para obtener la felicidad
eterna. Así que, el evangelio solo establece principios generales, dejando
la aplicación de los mismos a los agentes libres”. El doctor Bangs asume
la misma posición: “No hay”, dice él, “una forma específica de forma
de gobierno eclesiástico prescrita en la Biblia, y, por lo tanto, se deja a
discreción de la iglesia regular estos asuntos según las exigencias, el
tiempo, el lugar y las circunstancias lo dicten como lo más conveniente,
siempre evitando todo lo que Dios ha prohibido”. John Miley sostiene
que “la cuestión de principal importancia es la adopción de la política
para la obtención del fin espiritual para el cual la iglesia ha sido
constituida. Este deberá siempre ser el principio determinante. El
principio significa que la constitución de la política queda a la discre-
ción de la iglesia; pero también significa que la construcción deberá
hacerse a la luz de su misión, y con miras a su mejor cumplimiento. El
poder discrecional de la iglesia aparece a la luz de tres hechos: (1) la
iglesia deberá tener una política; (2) no hay una política divinamente
ordenada; y, (3) por consiguiente, se le deja a la iglesia, y a cada iglesia
que exista justamente como tal, determinar su propia política” (John
Miley, Systematic Theology [Teología sistemática], II:416-417).
Tipos de organización eclesiástica. En general, podemos decir que hay
cinco tipos principales de organización o modos de gobierno eclesiásti-
co, según lo sostienen los cristianos profesantes. Estos tipos se ocupan
principalmente de la correcta autoridad de la iglesia visible. (1) La
Iglesia Católica Romana sostiene que la autoridad suprema y final
reside en el papa, por lo cual es un papado. (2) En el otro extremo están
las iglesias congregacionales, las cuales sostienen que la autoridad está
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 117

puesta en las congregaciones separadas, por lo cual se les conoce como


independientes. Entre estos extremos están las posiciones mediadoras.
(3) Los episcopales sostienen que la autoridad ha sido revestida en una
orden superior del ministerio; (4) los presbiterianos sostienen que
descansa juntamente en el ministerio y en el laicado; y (5) los metodis-
tas sostienen que se les ha conferido principalmente a los presbíteros de
la iglesia. Estos tipos pueden reducirse a tres: el episcopal, en el cual la
autoridad se le confiere al ministerio; el congregacional, en el cual se le
confiere a la congregación; y el presbiteriano, en el cual se les es
conferida tanto al ministerio como al laicado. “Nuestra opinión es
que”, dice el obispo Weaver, “la forma de gobierno en el Nuevo
Testamento no era exclusivamente episcopal, presbiteriana o congrega-
cional, sino una combinación de ciertos elementos de un todo. … A
partir de un cuidadoso examen de toda la cuestión, concluimos que es
más cercano, en armonía con la práctica y los escritos de los apóstoles,
decir que la autoridad en la iglesia visible la reviste el ministerio y el
laicado tomados en conjunto. … El énfasis en los extremos que hemos
mencionado arriba, ha hecho surgir dos criterios agudamente diver-
gentes de la naturaleza misma del cristianismo. (1) De acuerdo al
primero, la iglesia ha sido constituida por una orden clerical divina-
mente comisionada, solo la cual, por medio de la sucesión apostólica,
está autorizada para transmitir las bendiciones de la religión cristiana
por medio de los sacramentos. De acuerdo con este criterio, la iglesia
depende totalmente del ministerio, y donde no hay ministerio apostó-
lico, no hay iglesia. (2) De acuerdo con el otro criterio, la iglesia está
constituida por la aceptación, de parte de los individuos, de Cristo
como Salvador y Señor. Estos individuos, por medio de la asociación
voluntaria, forman las iglesias, las cuales a su vez asignan sus propios
“ministros” o “siervos”, para el descargo más específico de sus funcio-
nes. En esta manera de verlo, el ministerio depende de la iglesia. Ambos
criterios son igualmente no bíblicos.
Las iglesias como organizaciones locales y voluntarias. Hemos visto que
hay dos criterios vastamente diferentes de organización eclesiástica, aún
tan extremos que afectan el concepto mismo del cristianismo. Estos
son, (1) el papado, el cual considera la iglesia como la única y entera
organización visible en todo el mundo, y como tal, gobernada por una
cabeza visible, el papa. De acuerdo con esta teoría, los cuerpos locales
no son iglesias en el sentido verdadero de la palabra, sino solo partes de
la sola iglesia. (2) En el otro extremo está el congregacionalismo, o la
118 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

independencia, el cual sostiene estrictamente la autonomía de la iglesia


local, y le niega ese título a toda organización que se superponga. De
acuerdo con este criterio, el cuerpo local es la iglesia, y la iglesia
universal es sencillamente un término general para expresar la totalidad
de las iglesias, cada una perfecta en sí misma y enteramente indepen-
diente.7
Las iglesias apostólicas eran asociaciones voluntarias. Los que se les
unían, lo hacían libremente y por su cuenta. Es en ello que ha de
encontrarse la expresión externa de esa vida interna y libre que caracte-
riza a la iglesia de Cristo. Los apóstoles no hicieron provisión para
ninguna cabeza visible de la supuestamente sola iglesia visible. Aparen-
temente, no había primado ni siquiera en el colegio apostólico, aun
cuando Santiago haya presidido en el concilio de Jerusalén. Al contra-
rio, los apóstoles les proveían de gobierno de una manera totalmente
diferente a las iglesias que fundaban, levantando de dentro de las
iglesias mismas aquellos que ordenarían como ministros.8 La única
unidad de la que hablan los apóstoles es la unidad de toda la iglesia en
Cristo, su cabeza invisible. Esta unidad es de la fe y de la caridad
ferviente por medio del Espíritu que mora. Más aún, los mejores
historiadores eclesiásticos concuerdan en que, durante la mayor parte
del segundo siglo, las iglesias eran cuerpos independientes, y no fue
hasta el final del ese siglo que se formaron las asociaciones más grandes.
Pero esta independencia de las iglesias cristianas no deberá considerarse
idéntica a la de las iglesias que en los tiempos modernos se llaman
independientes. Es evidente, según la Biblia, que las iglesias eran
fundadas por los apóstoles y los evangelistas, quienes, durante la
duración de sus vidas, ejercían control sobre ellas. Esto prueba que las
primeras iglesias no estaban marcadas por una completa independencia.
Las epístolas a Timoteo y a Tito también hacen claro que el apóstol
Pablo les otorgaba a otros la autoridad de ordenar ancianos en las
iglesias, y de ejercer una supervisión general sobre sus asuntos. De aquí
que sea aparente que el tipo de organización establecida por los
apóstoles era una forma de conexionismo, en donde las iglesias locales
retenían mayormente el control de sus propios asuntos, pero en donde,
no obstante, quedaban sujetas de una manera general a un gobierno
común. Solo esto es lo que parece conformarse a las enseñanzas bíblicas
y a los hechos históricos en lo que concierne a la organización de las
iglesias primitivas.
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 119

Las condiciones de feligresía. “Las distintas iglesias estarán compuestas


de aquellas personas regeneradas, las cuales, según la providencia lo
haya permitido, y según la dirección del Espíritu Santo, se asocian
juntamente para el compañerismo y los ministerios santos” (El credo,
Parte II, Artículo II). Aunque consideramos la iglesia como una
organización voluntaria y visible, aún así insistimos también en el
elemento divino e invisible y, por lo tanto, hacemos de la regeneración
la condición básica de la membresía. Siendo que la iglesia es el compa-
ñerismo y la comunión de creyentes, una confesión de fe en el Señor
Jesucristo será el solo requisito esencial para admisión a la organización
visible. El protestantismo ha interpretado esta confesión como que-
riendo decir, “una experiencia y una vida cristiana conscientes”.9 Las
diversas denominaciones han adoptado generalmente alguna forma de
convenio, incluyendo declaraciones acordadas de creencias y prácticas,
con las cuales el solicitante deberá estar dispuesto a conformarse. Es el
deber de todo cristiano, no solo profesar abiertamente su fe en Cristo,
sino entrar en comunión con el cuerpo de creyentes en su comunidad,
y tomar sobre sí las responsabilidades de la membresía de la iglesia.
Es evidente que las mismas dificultades que hemos descubierto en
nuestra discusión de la iglesia visible e invisible, atañen también a las
condiciones de la membresía. Aquí se pueden mencionar varios errores
principales. (1) En donde la iglesia se considera solamente una organi-
zación visible, la membresía estará condicionada a un mero suscribirse a
formas externas de admisión. En algunas iglesias protestantes, solo el
participar de los sacramentos es considerado como suficiente para
membresía en la iglesia.10 (2) En donde se requiere una confesión de fe,
hay otro error que a veces ha sido dominante en la iglesia. Se ha
sostenido que, siendo que los hombres no conocen el corazón de
aquellos que profesan la fe en Cristo, nadie tiene el derecho de
investigar o cuestionar la profesión de los demás. Este principio es
equivocado, y donde ha dominado, la iglesia ha sido empobrecida
espiritualmente por una feligresía que no conoce nada de una experien-
cia y una vida cristiana conscientes. Por esta razón, las iglesias espiri-
tuales han protegido su membresía al requerir que a todos los candida-
tos para admisión se les requiera mostrar evidencia de salvación de sus
pecados por medio de un caminar santo y una piedad vital (Cf. General
Rules V [Reglas generales V]. (3) En el otro extremo se encuentra el
error de aquellos que buscan, esperando encontrar, la pureza de la
iglesia invisible en la organización visible. Este fue el error de los
120 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

primeros donatistas, quienes se esforzaban, por medio de una rígida


disciplina, en logar una organización eclesiástica absolutamente pura,
rehusándose a tener comunión con aquellos cuyas prácticas fueran más
tolerantes. Fue así como, para mantener la apariencia exterior de
pureza, se quebrantó la santidad interior de la libertad espiritual,
desarrollándose en vez un espíritu estrecho, carente de caridad, y
sectario. (4) Estrechamente relacionado con el error anterior está el de
intentar llevar a cabo las operaciones de la iglesia invisible en el mundo,
sin una organización visible. Algunos, al encontrar imposible mantener
una iglesia externamente pura, han recurrido a la conveniencia de negar
la necesidad de una organización externa. Este error ya ha sido men-
cionado antes, y solo puede existir por razón de un criterio equivocado
de la naturaleza de la organización en sí misma.
La función de la iglesia. La función de la iglesia, considerada como el
cuerpo de Cristo, es la de un instituto misionero, o más apropiada-
mente, una “empresa de evangelización”. Así como Cristo asumió un
cuerpo y vino a este mundo, para revelar a Dios y redimir al hombre,
así la iglesia, como su cuerpo, existe en el mundo para la diseminación
del evangelio. Ella es la esfera de la operación del Espíritu, y encuentra
su más alta expresión en la Gran Comisión, dada a la iglesia por el
Señor mismo: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí
yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén”
(Mateo 28:19-20). También se debe expresar una palabra en cuanto a
la relación de la iglesia con el reino. El reino no deberá ser reducido a la
iglesia, ni la iglesia deberá ampliarse para incluir el reino. “Hacer lo
primero”, dice Taylor, “es establecer un eclesiasticismo monstruoso;
hacer lo segundo es destruir el organismo por el cual el reino se
manifiesta y hace su labor en el mundo”. Así como la nueva dispensa-
ción empezó con la predicación del reino, así también el reino será la
forma última en la cual todas las iglesias deberán ser absorbidas al final
de las edades. Solo con la venida del Señor, tendrá su consumación el
reino que tuvo su etapa preparatoria en Israel, y su cumplimiento
neotestamentario tanto en Israel como en los gentiles. Entonces se
cumplirá la profecía: “Los reinos del mundo han venido a ser de
nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos”
(Apocalipsis 11:15).
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 121

EL MINISTERIO CRISTIANO
Se puede decir que el ministerio cristiano descarga una doble fun-
ción, dependiendo de que la iglesia se vea bajo el aspecto del cuerpo de
Cristo, o como el templo del Espíritu. En el primer caso, por ser
empresa de evangelización, la función ministerial será la de predicar el
evangelio y administrar los asuntos de la iglesia; en el segundo, por ser
establecimiento de adoración, la referencia es a la conducta pública de
la adoración y la administración de los sacramentos. Antes de conside-
rar este asunto más en detalle, es necesario dar algo de atención a las
concepciones diferentes del oficio como las sostienen el catolicismo
romano y el protestantismo. El primero se suscribe a un ministerio
sacerdotal; el último a un ministerio profético o de predicación. El
principio adoptado por los reformadores es el del “sacerdocio universal
de los creyentes”.
El sacerdocio universal de los creyentes. En la iglesia primitiva, a los
ministros se les conocía indistintamente como obispos, presbíteros o
ancianos. La concepción antiguotestamentaria del sacerdocio, ejerció de
primera instancia muy poca influencia en la idea eclesiástica del oficio.
Los sacrificios fueron abolidos, y no podía haber un sacerdote sin un
sacrificio. Por consiguiente, la congregación completa se consideraba
un cuerpo de sacerdotes que ofrecía sacrificios espirituales por medio de
Jesucristo, su solo y gran sumo sacerdote. Paulatinamente, sin embargo,
creció una distinción no bíblica entre el clero y el laicado, conociéndose
los primeros como sacerdotes, o a los que les pertenecía la función
sacerdotal. Una vez establecida está distinción, fue imposible evitar que
el concepto antiguotestamentario del sacerdocio influenciara el
ministerio cristiano. Siendo que en el servicio del templo los sacerdotes
ofrecían sacrificios por el pueblo, volviéndose así mediadores entre el
pueblo y Dios, también en la iglesia un sacrificio pronto llegó a ser
ofrecido por el pueblo, en vez de ser de parte del pueblo. Entre tanto los
fieles ofrecían ellos mismos los sacrificios espirituales por medio de su
solo Sumo Sacerdote, no había necesidad de una orden sacerdotal. Por
eso era que la idea del sacerdocio universal dominaba en la iglesia. Con
el cambio gradual en la idea del ministerio y sus funciones, vino
también un cambio en la concepción de la eucaristía, yéndose desde
una fiesta sencillamente conmemorativa hasta el sacrificio de la misa.
Esto a su vez fortaleció la creencia en el carácter sacerdotal del ministe-
rio, de modo que, como Pedro Lombardo lo indica en sus Sentencias, el
carácter sacerdotal del alto clero, y el carácter sacrificial de la misa,
122 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

serían transmitidos a la iglesia medieval, y aceptados axiomáticamente.


Con la llegada de la Reforma, no obstante, la idea del sacerdocio
universal de los creyentes fue de nuevo traída a primer plano, siendo
desde entonces la característica dominante del protestantismo. Como
tal, enseña la igualdad esencial de todos los verdaderos creyentes, y su
relación directa con Cristo por medio del Espíritu, preservando así la
verdadera dignidad del cristiano individual, y la santidad de la adora-
ción colectiva. A veces, esta idea reformada ha sido utilizada en contra
de la creencia en una orden ministerial distinta, por lo tanto, dicha idea
necesitará ser debidamente protegida.
Un ministerio divinamente constituido. Siendo que la iglesia es una
institución divinamente designada, es decir, que es la voluntad de Dios
que los hombres se organicen en sociedades para la mutua edificación y
la adoración divina, también es la voluntad de Dios que personas
individuales sean designadas para desempeñar deberes y administrar los
sacramentos de la iglesia. Con el fin de una administración más eficaz
del oficio, aquellos que se dedican exclusivamente a la obra religiosa les
es requerido que se separen de las vocaciones ordinarias de la vida
secular. Este deber es enseñado por la Biblia, tanto de manera directa
como indirecta. En la dispensación mosaica, Aarón y Leví fueron
separados por mandato divino para hacer la obra del sacerdocio. Los
profetas eran llamados por Dios, y hablaban por comisión divina
(Ezequiel 3:17). El orden divino del ministerio se presenta de manera
todavía más clara en el Nuevo Testamento. Los apóstoles fueron
directamente llamados y ordenados por nuestro Señor mismo. “Y
cuando era de día, llamó a sus discípulos, y escogió a doce de ellos, a los
cuales también llamó apóstoles” (Lucas 6:13). “Y estableció a doce, para
que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar” (Marcos 3:14). Los
setenta fueron igualmente designados y enviados (Lucas 10:1). El
apóstol Pablo fue llamado específicamente al ministerio, “porque
instrumento escogido me es este, para llevar mi nombre en presencia de
los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel” (Hechos 9:14; cf.
27:16-18). En el libro de los Hechos también se registra que los
apóstoles ordenaban ancianos en cada iglesia (Hechos 14:23).
En esta conexión es bueno señalar que el ministerio es una vocación
o un llamado, y no simplemente una profesión. Así como es la voluntad
de Dios que se formen iglesias, también es su voluntad que personas
particulares sean llamadas a servir como ministros de esas iglesias. En
cuanto a qué es lo que constituye el llamado divino, nada mejor que la
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 123

prueba de “dones, gracia e idoneidad” que les sirvió a los primeros


padres de la iglesia para la selección de candidatos al ministerio.
Los oficios distintivos de la iglesia. El apóstol Pablo enumera las si-
guientes clases de oficios en el ministerio del Nuevo Testamento, según
los dio a la iglesia nuestro Señor ascendido: “Y él mismo constituyó a
unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores
y maestros” (Efesios 4:11). De un estudio adicional de las epístolas del
Apóstol, uno también se entera de que había obispos, ancianos o
presbíteros, y diáconos. Algunos de estos términos, no obstante, se
aplican a la misma persona, es decir, que la persona puede ser designada
a veces de una manera, y otras veces por otro de estos términos oficiales.
Los cinco oficios mencionados por el apóstol Pablo pueden disponerse
en dos divisiones principales: (1) El ministerio extraordinario y
transicional, y (2) el ministerio regular y permanente.
1. El ministerio extraordinario y transicional incluye a los apóstoles,
a los profetas y a los evangelistas. La iglesia fue fundada por un cuerpo
de hombres especialmente escogidos y calificados. Su ministerio era
transicional, el cual, de hecho, continuó las extraordinarias ministra-
ciones del Espíritu Santo bajo la antigua economía, y las trajo a su
plena consumación en el servicio del nuevo orden. (1) Los apóstoles
fueron aquellos que nuestro Señor comisionó en persona, los cuales
también fueron escogidos para ser testigos de sus milagros y de su
resurrección. Su misión fue la de echar los amplios cimientos de la
iglesia en la doctrina y en la práctica, y con ese fin fueron dotados del
don de la inspiración, otorgándoseles las debidas credenciales, es decir,
el poder para obrar milagros.11 (2) Los profetas incluían aquellos que, en
ocasiones, predecían el futuro (Hechos 11:28; 21:10-11), pero el
término generalmente se refiere a ese cuerpo extraordinario de maestros
que fue levantado con el propósito de establecer las iglesias en la
verdad, hasta el tiempo en que debieran quedar bajo instructores
calificados y permanentes. Al igual que los apóstoles, los evangelistas
hablaban bajo la inspiración inmediata del Espíritu, y, aunque de
manera inmediata pronunciaban la verdad que se les había revelado
para la instrucción de la iglesia, las revelaciones que recibieron han sido
preservadas solo en pocos casos. Fue a esta clase ministerial a la que le
perteneció la promesa pentecostal de, “Sobre mis siervos y sobre mis
siervas en aquellos días derramaré de mi Espíritu, y profetizarán”
(Hechos 2:18). Esta promesa fue pródigamente cumplida, y es por eso
que en los Hechos y en las epístolas se va a encontrar referencia a
124 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

numerosos profetas. Partiendo de la Primera Epístola a los Corintios, es


evidente que el don de la profecía se ejercía tanto por hombres como
por mujeres, que era ocasional, y que se practicaba frecuentemente en la
congregación (cf. Hechos 21:19; 1 Corintios 14:24-25, 29-33, 37). El
apóstol Pablo define el oficio de los profetas como los que hablaban
“para edificación, exhortación y consolación” (1 Corintios 14:3), y les
asignó una alta prerrogativa ministerial al afirmar que la iglesia se había
edificado “sobre el fundamento de los apóstoles y profetas” (Efesios
2:20 cf. 3:5). Fue solo en el sentido de un ministerio fundacional que la
orden fue transitoria, pero la profecía como proclamadora de la verdad
permanecería en la iglesia en la forma del ministerio regular. (3) Los
evangelistas eran los auxiliares de los apóstoles, y desempeñaban los
oficios apostólicos de la predicación y de la fundación de iglesias. Su
autoridad les era delegada por los apóstoles, ante quienes eran respon-
sables, y bajo cuya supervisión descargaban sus deberes.12 Timoteo y
Tito eran representantes de esta clase ministerial. A ellos se les dio el
poder de ordenar obispos o ancianos en las iglesias, pero siendo que no
tenían autoridad de ordenar a sus sucesores, el oficio debió haberse
considerado como temporal. Fue un oficio que murió con el apostolado
del cual dependía. El evangelista tenía el don de la profecía, como lo
demuestra la declaración del apóstol Pablo acerca de la ordenación de
Timoteo, en donde habla de “las profecías que se hicieron antes en
cuanto a ti” (1 Timoteo 1:18), y en donde lo exhorta así: “No descui-
des el don que hay en ti, que te fue dado mediante profecía con la
imposición de las manos del presbiterio” (1 Timoteo 4:14). Por lo
tanto, el oficio no solo estaba ligado al de los profetas sobre ellos, sino
que formaba la transición hacia un ministerio regular bajo ellos, y esto
en un sentido doble, ya que abarcaba tanto las funciones administrati-
vas como instructivas, algo que se hizo permanente en la orden de
pastores y maestros. Eusebio parece haber sido el primero en aplicar el
término evangelista a los escritores de los evangelios. Como fue
empleado más tarde en la historia de la iglesia, el término representó un
ministerio irregular poseedor del don de la proclamación del evangelio
al inconverso, ya fuera en los campos nuevos, o para alcanzar a los
perdidos por medio de las iglesias establecidas.
2. El ministerio regular y permanente estaba asignado al cuidado de
la iglesia, una vez la supervisión apostólica era quitada. Se mencionan
dos clases de oficio: el del pastorado, el cual tenía que ver especialmente
con el cuidado espiritual de la iglesia, y el del diaconado, para el manejo
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 125

de sus asuntos temporales. Los que servían en el primero oficio, eran


conocidos como ancianos o presbíteros (presbiteroi), y obispos (episco-
poi); y los del segundo oficio, como diáconos (diakonoi).13
El oficio del pastorado tiene una doble función: la administrativa y
la instructiva. Por tanto, los escogidos para ocupar este cargo eran
conocidos como “pastores y maestros”. Siendo que el término pastor
implica los deberes tanto de la instrucción como del gobierno, y siendo
también que los ancianos o los obispos eran ordenados en las varias
iglesias por los apóstoles o por los evangelistas, es obvio que estos eran
los pastores a los que el apóstol Pablo se refirió en la Epístola a los
Efesios. El término anciano se adquirió del judaísmo, y hacía referencia
a la edad o a la dignidad. El término obispo provino de los griegos, y
hacía referencia al oficio. Hemos de entender con el uso del término
anciano, no tanto un oficio, sino una orden en el ministerio. De aquí
que leamos que la ordenación de Timoteo se dio “con la imposición de
las manos del presbiterio” (1 Timoteo 4:14). En los tiempos apostóli-
cos, parece que las iglesias más grandes tenían varios presbíteros o
ancianos, como era el caso con la iglesia de Jerusalén (Hechos 15:4), y
la de Éfeso (Hechos 20:17), y el de los profetas y maestros mencionados
por nombres en Hechos 13:1. Cuando estos ancianos se reunían para
consulta o devoción, la necesidad obligaba que se eligiera a alguien
como moderador u oficial presidente. Ese oficial, según lo que sabemos
de la historia eclesiástica, era algo común durante el segundo siglo, y se
le conocía como proestus o presidente de la iglesia.14 No es improbable
que fue a esto a lo que nuestro Salvador se refería cuando se dirigió a los
“ángeles” de las iglesias. Esta suposición se hace más probable por el
hecho de que, en el judaísmo, el anciano que oficiaba en las oraciones
públicas era conocido como “el ángel de la congregación”. Que los
términos obispo y presbítero se refieran al mismo oficio, o que expresen
dos órdenes distintas y sagradas del ministerio, ha sido objeto de gran
controversia en la iglesia.15 No puede haber duda de que la distinción
entre los términos surgió en un periodo temprano, pero, dice Richard
Watson, “Esto no le da la más mínima sanción a la noción de que los
obispos fueran una orden superior de ministros que los presbíteros, ni
que fueran investidos, por virtud de esa orden, y por derecho divino,
con poderes para gobernar tanto a los presbíteros como al pueblo, ni
con autoridad exclusiva para ordenar a los sagrados oficios de la iglesia”
(Samuel Wakefield, Christian Theology [Teología cristiana], 542).
126 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

El oficio del diaconado se ocupaba de la administración de los


asuntos temporales de la iglesia. El nombramiento de los primeros
diáconos de la iglesia cristiana ha sido distintivamente registrado
(Hechos 6:1-16). El término diácono se deriva del vocablo griego
diakonos, y denota “un siervo que atiende a su amo, le sirve en la mesa,
y siempre está cerca de él para obedecer sus órdenes”. Se consideraba
una forma de servicio más encomiable que la implicada en el término
doulos o esclavo. Nuestro Señor empleó ambos términos en Mateo
20:26-27, aunque se encuentran un poco velados en la versión
castellana. Las calificaciones para los diáconos y sus esposas fueron
dadas por el apóstol Pablo en 1 Timoteo 3:8-13. También hubo
mujeres cristianas a quienes se les invistió de este oficio, entre quienes
Febe, de Cencrea, era contada (Romanos 16:1). La palabra esposas (1
Timoteo 3:11) a veces es traducida como diaconisas. Al describir viudas
que ministraban, también es probable que el apóstol Pablo estuviera
hablando de las diaconisas (1 Timoteo 5:5-10). De acuerdo a Calmet,
“servían a la iglesia en los oficios en los cuales los diáconos no eran
capaces de servir, como sería visitar a las de su mismo sexo en tiempo
de enfermedad, o cuando eran encarceladas por la fe. Eran personas de
edad mayor cuando eran escogidas; y eran designadas para el oficio por
la imposición de las manos”. La palabra diakonia es un término general
para el ministerio, y nuestro Señor se lo aplicó una vez a sí mismo
(Mateo 20:28). En los tiempos modernos, la palabra “ministro”, la cual
es equivalente a “diácono”, se ha convertido, por el uso común, en un
sustituto de la palabra anciano o presbítero. Por esta razón, el diácono,
en algunas iglesias, es simplemente un presbítero a prueba, que sería el
primer paso hacia la ordenación como presbítero.
La ordenación de los ministros. La Biblia enseña claramente que la
iglesia primitiva ordenaba a los ancianos o presbíteros apartándolos
formalmente para el oficio y la obra del ministerio. Es cierto que
ninguna forma particular de hacerlo fue prescrita, pero parece evidente,
de numerosas fuentes, que los ancianos eran apartados por la imposi-
ción de las manos. Todavía más, es evidente, a partir de la Biblia, que el
poder para ordenar descansaba en el presbiterio mismo, y que todos los
candidatos eran juzgados como dignos o indignos para el oficio, solo
por aquellos que habían sido ordenados.16 La ordenación, por tanto,
deberá considerarse, en cierto sentido, una forma divinamente autori-
zada y prescrita de investidura o inauguración para una orden en
particular. Pero la ordenación no hace al presbítero un oficial de alguna
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 127

iglesia en específico. Esto ocurrirá solo cuando sea electo por la iglesia,
y acepte libremente su elección. Luego, el presbiterio es una orden del
ministerio, solo de la cual los pastores pueden ser electos, pero hasta
tanto sean así elegidos, no son pastores de ninguna iglesia en particular.
Esto no impide que un ministro licenciado sirva en la capacidad de
pastor, pero hasta que no sea ordenado como presbítero, no se le
conferirán todos los derechos y privilegios del ministerio, por lo cual no
podrá, en el sentido más pleno, llenar los requisitos del oficio. Lo que es
cierto del pastorado, lo es también de los otros diversos oficios de la
iglesia. Por lo tanto, podemos mantener con seguridad que hay una
orden de ministerio, pero muchos y diversos oficios. Las calificaciones
para los obispos o presbíteros, y para los diáconos, son plenamente
declaradas por el apóstol Pablo en sus epístolas a Timoteo y a Tito (1
Timoteo 3:1-13; Tito 1:5-9).
Funciones administrativas y disciplinarias. La iglesia, por medio de
sus ministros, ejerce tres formas de poder administrativo. (1) Está lo
que los antiguos teólogos llamaban el potestas ordinans, o diataktike, con
lo cual se hacía alusión al poder de la iglesia en cuanto a las leyes de
orden y gobierno. El hecho de que la iglesia es una institución com-
puesta de seres humanos, implica que deberá tener leyes, y que las
mismas deberán ser adecuadamente administradas. Estas leyes deberán
ser bíblicas, es decir, deberán ser derivadas inmediatamente de la Biblia,
o indirectamente, por inferencia, “de modo que lo que ella no conten-
ga, no deberá dictarse como artículo de fe”. Deberán ser espirituales. La
iglesia no tiene voz en asuntos civiles ni seculares, por lo cual no tiene
derecho a dictaminarles nada a sus miembros excepto en lo que
concierna a cuestiones morales y religiosas. De nuevo, estas leyes
deberán ser puramente ministeriales. Aquellos a través de los cuales el
gobierno de la iglesia es administrado, no son señores sobre la herencia
de Dios, sino ejemplos de la grey. (2) Está el potestas dogmatike¸ o las
funciones didácticas de la iglesia. Siendo que la iglesia es la depositaria
de la Biblia, a sus ministros se les requiere que la defiendan como una
preciosa herencia. Se les requiere, además, que prediquen la Palabra, y
que utilicen todos los medios posibles para su promulgación. Esto
incluye la instrucción de la juventud, el uso de la Biblia, los salmos, los
himnos y los cánticos espirituales en los servicios públicos, y la
preservación de la sana doctrina en la iglesia. (3) Está la potestas
diakritike, o la función disciplinaria de la iglesia. A los ministros no solo
se les requiere que enseñen, sino que además ejerzan la debida discipli-
128 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

na en la congregación. Sin embargo, ni la iglesia ni sus ministros tienen


la potestad de utilizar la autoridad civil, ni siquiera en los más severos
casos de disciplina. No tienen derecho de infligir sufrimientos, ni poner
en prisión a los individuos, ni confiscar propiedades. Sus poderes están
limitados a la censura, a la suspensión o a la excomulgación. Dejar de
observar esto ha llevado a veces a medidas extravagantes en el trato de
los que ofenden a la iglesia.17

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Isaac A. Dorner incluye los siguientes temas en la discusiones de la iglesia: (1) El génesis
de la iglesia, por medio del nuevo nacimiento del Espíritu, o la regeneración; (2) el creci-
miento y la persistencia de la iglesia por medio de la continua operación del Espíritu en los
medios de gracia, o la eclesiología, como otros la llaman; y (3) la culminación de la iglesia,
o la escatología.
2. W. H. Hutchings señala los siguientes e interesantes puntos de comparación entre el
misterio de la encarnación y el misterio de Pentecostés.
(1) En cada cual hay una llegada personal, (a) en Nazaret, María, en una vida velada,
es preparada para la maravilla que le habría de ocurrir; (b) en Jerusalén, los discípulos, con
oración y súplica, en retiro secreto, esperan al Consolador prometido.
(2) En Nazaret, el Verbo eterno desciende del seno del Padre para unir nuestra natu-
raleza con la de Él, a fin de redimirla. En Jerusalén, la tercera persona de la Trinidad
desciende para habitar en nuestra naturaleza a fin de santificarla. Así como la creación del
cuerpo de Jesús fue por el Espíritu Santo, así Él crea la iglesia como el organismo visible de
su presencia. (Gregorio Nacianceno: Le corresponde al Espíritu Santo venir a nosotros de
manera corporal, como el Hijo ha tratado con nosotros en un cuerpo.)
(3) En ambas uniones, el mismo amor es la causa motora; pero en el segundo, el amor
asume un nuevo grado de prominencia e intensidad. Es el segundo don divino, y este
después que el primero había sido abusado. Es ahora el don, no de sabiduría personal,
pero de amor personal; y es el amor que hace del amor y no del temor el motivo domi-
nante de la obediencia.
(4) En ambos misterios, la comunión con la vida creada es tan estrecha que las accio-
nes divinas les son imputadas al ser humano, y las propiedades humanas adscritas a Dios;
en ambos, el cielo concede una persona divina, y la tierra contribuye con un vaso para su
presencia. (Cf. W. H. Hutchings, Person and Work of the Holy Ghost, 127.)
3. El obispo John Pearson ofrece esta definición de catolicidad: “Este catolicismo de la iglesia
consiste generalmente en su universalidad como incluyendo a toda clase de persona, como
diseminada por todas las naciones, como comprendiendo todas las edades, como conte-
niendo toda verdad necesaria y salvadora, como obligando a toda condición de hombre a
toda clase de obediencia que cure toda enfermedad y que siembre toda gracia en las almas
de los hombres” (John Pearson, An Exposition of the Creed).
4. Para obtener una concepción precisa de la iglesia cristiana es necesario que distingamos
debidamente entre lo ideal y lo real, entre la naturaleza interna del sujeto y su forma
manifestada externamente, en una palabra, entre la iglesia y la congregación. Concebida
como una sociedad religiosa moral, la iglesia incluye, sin excepción, a todos los que son
llamados con el nombre de Cristo; vista como un cuerpo espiritual, la congregación es la
unión de aquellos que, por una fe viviente, están personalmente unidos a Cristo, sea que
pertenezca a la iglesia militante en la tierra, o a la iglesia triunfante en los cielos. La distin-
ción entre la iglesia visible e invisible es, por tanto, correcta en principio, y deberá soste-
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 129

nerse firmemente como asunto de profunda importancia. Cuando se convierte arbitraria-


mente en una antítesis irreconciliable, aparece de inmediato el sectarismo, lo cual divide y
debilita la iglesia, sin ser capaz de suplir el lugar de su continuidad (J. J. Van Oosterzee,
Christian Dogmatics, II:702).
5. Las marcas de una verdadera iglesia, según el artículo metodista (XIII) dado arriba, es una
revisión del Credo Anglicano (Artículo XIX). Juan Wesley adoptó la primera parte del
artículo pero rechazó el segundo párrafo. El artículo anglicano se supone que se haya
derivado del Artículo VII de la Confesión de Augsburgo. A continuación estos dos artícu-
los.
ARTÍCULO XIX del Credo Anglicano. “La Iglesia visible de Cristo es una congrega-
ción de hombres fieles, en la cual se predica la pura Palabra de Dios, y se administran
debidamente los sacramentos conforme a la institución de Cristo, en todas las cosas que
por necesidad se requieren para los mismos. Como la iglesia de Jerusalén, de Alejandría, y
de Antioquía erraron, así también ha errado la Iglesia de Roma, no solo en cuanto a la
vida y las ceremonias, sino también en materias de fe”.
ARTÍCULO VII DE LA CONFESIÓN DE AUGSBURGO. “Enseñamos también
que hay una iglesia santa, y que ha de subsistir eternamente. Ella es la asamblea de todos
los creyentes en medio de los cuales el evangelio es enseñado claramente, y donde los
sacramentos son administrados conforme al Evangelio. Para que haya una verdadera
unidad de la iglesia cristiana, es suficiente que todos estén de acuerdo con la enseñanza de
la doctrina correcta del evangelio, y con la administración de los sacramentos en confor-
midad con la Palabra divina. Sin embargo, para la verdadera unidad de la iglesia cristiana,
no es indispensable que uno observe en todos lados los mismos ritos y ceremonias, que son
de institución humana. Esto es lo que dice San Pablo: ‘Una fe, un bautismo, un Dios y
Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos’” [Efesios 4:5-6].
6. Juan Wesley, quien siempre fue un firme creyente en la forma episcopal de gobierno, hizo
esta admisión: “En cuanto a mi propio juicio se refiere, todavía creo que la forma episco-
pal de gobierno eclesiástico es la bíblica y apostólica. Quiero decir, que es la que está en
mejor acuerdo con la práctica y los escritos de los apóstoles. Pero que sea la que la Biblia
prescriba, no lo creo”.
El doctor Thornwall establece los rasgos distintivos del presbiterianismo como sigue:
(1) Que la iglesia es gobernada por asambleas representativas. (2) Que estas asambleas las
constituyen dos cámaras, o dos elementos, el predicador y los ancianos gobernantes. (3) La
paridad de los ancianos, de todos los ancianos, los que predican y los que gobiernan,
aparece en nuestras cortes eclesiásticas con las mismas credenciales, y teniendo los mismos
derechos. (4) La unidad de la iglesia, la cual se concreta en el principio representativo. (5)
El poder ministerial y declarativo de los presbiterios, los sínodos y las asambleas represen-
tativas, como opuesto al poder mandatorio (Thornwall, Writings, IV:234).
“Así, pues, queda propuesto una confirmación adicional de la posición que se ha
asumido, a saber, que fue el plan de los escritores sagrados establecer claramente los prin-
cipios sobre los cuales las iglesias cristianas se formarían y gobernarían, dejando el modo
de aplicación de esos principios sin determinarse, y que fuera discrecional” (Whately, The
Kingdom of Christ, 98).
7. La cuestión de la teoría filosófica se ocupa mayormente del asunto de la organización, sea
la de la iglesia o la del estado. La filosofía trata con preguntas tales como lo absoluto y lo
individual, lo general y lo particular, la unidad y la pluralidad. Aplicada al estado, tenemos
la monarquía absoluta y la democracia pura, y entre estos extremos, todo matiz y grado de
organización política. Aplicada a la iglesia, tenemos los extremos del episcopado y el
congregacionalismo, o más correctamente, el papado y la independencia. La organización
eclesiástica siempre tiende hacia uno de estos extremos, pero la iglesia que insiste en uno
130 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

con exclusión del otro posee a lo sumo una media verdad. Habrá que hacer provisión para
la libertad del individuo, pero esto podrá hacerse solo si se hace provisión para la debida
relación con los demás.
Se concede generalmente como impráctico perseguir la unidad en la iglesia visible ex-
cepto en la fe, la adoración y la disciplina como lo fundamental. Debe ser obvio para toda
mente desapasionada que nunca ha habido, desde el tiempo de los apóstoles, ninguna otra
unidad que aquella que Dios solo puede discernir. … La teoría congregacional, la cual
admite solo el agregado voluntario de iglesias, sin tener, ni tampoco desear, otra garantía
que no sea esa, se va hasta un extremo, pero en la dirección correcta (William Burton
Pope, Compendium of Christian Theology, III:273).
A. A. Hodge tiene este interesante enunciado en cuanto a la importancia de la varie-
dad en la iglesia: “Creo firmemente que, contrario, el propósito de Dios ha sido diferen-
ciar su iglesia infinitamente. Ustedes saben que la forma más elevada de hermosura que
jamás se pueda concebir, la forma más elevada de orden, es la multiplicidad en la unidad y
la unidad en la multiplicidad. … Ahora, ¿qué ha estado haciendo Dios? Ha disgregado a la
humanidad en variedades infinitas… a través de todos los tiempos… simplemente para
fortalecer esa variedad que constituye la belleza en la unidad, y para robustecer esa rica e
inagotable variedad que constituye la belleza en la unidad de esta gran e infinita iglesia de
los primogénitos. … Ciertamente deseamos trabajar abarcadoramente juntos hacia la
unidad, pero el hibridismo no es la manera de lograrlo. No es por unir los tipos, sino por
la unidad del Espíritu; no es por trabajar desde afuera, sino por hacerlo desde adentro
hacia afuera” (A. A. Hodge, Popular Lectures, 212ss).
Juan Wesley dice: “Originalmente, cada congregación cristiana era una iglesia inde-
pendiente de todas las demás”. Adam Clarke asume la misma posición: “En el uso apro-
piado de esta palabra”, dice él, “no puede haber tal cosa como exclusivamente la iglesia; lo
que puede haber es una iglesia, o las iglesias”. Así también Richard Watson dice: “A lo
largo de la mayor parte del segundo siglo, las iglesias cristianas eran independientes las
unas de las otras”.
“Estamos acordes en la necesidad de una superintendencia que nutra y que cuide las
iglesias que ya están establecidas, pero cuyo deber también sea organizar y alentar la
organización de iglesias en todo lugar”. “Estamos de acuerdo en que la autoridad que se les
dé a los superintendentes no deberá interferir con la acción independiente de una iglesia
plenamente organizada, la cual deberá disfrutar del derecho de seleccionar a su pastor,
sujeto al tipo de aprobación que la Asamblea General considere sabio instituir; de elegir
los delegados a las varias asambleas; del manejo de sus propias finanzas; y de todas las
demás cosas que pertenezcan a su vida y obra locales” (Las bases de la unión, Manual,
Church of the Nazarene, 18).
8. Puede que se acepte que algunas de las iglesias más pequeñas y aisladas pudieran haber
retenido esta forma por algún tiempo considerable después de la muerte de los apóstoles.
Pero las iglesias grandes, en las principales ciudades, y las fundadas en los vecindarios con
mucha población, tenían numerosos presbíteros, y, a medida que los miembros se multi-
plicaban, tenían diversas asambleas o se congregaban separadamente, aunque bajo un
mismo gobierno común. Y cuando se levantaban iglesias en ciudades vecinas, el que se
asignaran “chorepiscopi”, u obispos de comarca, y presbíteros visitantes, ambos actuando
bajo el presbiterio de la ciudad, con el obispo como cabeza, es suficiente prueba de que las
iglesias antiguas, especialmente las más grandes y prósperas, existían de una forma que en
los tiempos modernos llamaríamos de conexión religiosa, sujetas a un gobierno común
(Samuel Wakefield, Christian Theology, 544).
Mosheim, un luterano, al hablar acerca de las iglesias del primer siglo, dice: “Todas las
iglesias, en esos tiempos primitivos, eran cuerpos independientes, ninguno de ellos sujeto a
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 131

la jurisdicción de ningún otro. A las iglesias que habían sido fundadas por los apóstoles, se
les mostraba con frecuencia el honor de ser consultadas en casos difíciles y dudosos, sin
embargo, las mismas no tenían autoridad judicial, ni control, ni poder para establecer
leyes. Al contrario, es tan claro como la luz del mediodía que todas las iglesias cristianas
tenían derechos iguales, y eran iguales en todos los demás sentidos.
9. Morris, en su Eclesiología, página 93, reduce la fe salvadora a sus varios elementos,
descubriendo así cuatro calificaciones esenciales para la membresía. Estas calificaciones
son: (1) Un conocimiento espiritual de Dios, especialmente como se revela en el evange-
lio, como Padre, como Hijo, y como Espíritu Santo. (2) Arrepentimiento del pecado
como cometido contra Dios, y confianza en la misericordia divina, especialmente en la
medida en que esa misericordia se manifiesta en y por medio de Cristo como nuestro
redentor. (3) La obediencia a Dios, y la cordial devoción a sus intereses y a su reino, lo
cual culminará bajo la dispensación cristiana en conformidad personal con Cristo y en leal
consagración a su servicio. (4) Una declaración pública de tal fe y de tal devoción, y un
santo pacto con Dios para serle sus siervos, seguida y confirmada por la comunión volun-
taria con su pueblo, y bajo el evangelio, con alguna rama de la iglesia cristiana.
Los miembros de la iglesia son aquellos que componen la iglesia visible o le pertenecen
a ella. En cuanto a la iglesia real, los verdaderos miembros de ella son los que han salido
del mundo (1 Corintios 6:17), son nacidos de nuevo (1 Pedro 1:23), o hechos nuevas
criaturas (2 Corintios 5:17), cuya fe obra por el amor a Dios y a toda la humanidad
(Gálatas 5:6; Santiago 2:14, 26), y andan irreprensibles en todas las ordenanzas del Señor.
Nadie excepto los tales son miembros de la verdadera iglesia, ni nadie deberá ser admitido
a ninguna de las iglesias particulares sin alguna evidencia de que busca sinceramente este
estado de salvación (Watson, Dictionary, artículo sobre la iglesia).
10. Cerca de otros 313 cismas ocurrieron en África, debido a una disputa sobre el carácter de
un obispo, y la validez de una ordenación que él ofició. Los disidentes, llamados donatis-
tas, por su líder Donato, heredaron muchas de las opiniones de los montanistas, el rema-
nente de cuya secta éstos parecen haber absorbido. Insistían vigorosamente en la pureza
absoluta de la iglesia, considerando pecaminoso practicar indulgencia alguna para con los
miembros indignos. Sin embargo, distinto a los montanistas y a los novacianos, no se
rehusaron a la readmisión de los penitentes. Su particularidad era la creencia de que los
actos ministeriales eran inválidos si los oficiaba una persona que había sido, o merecía ser,
excomulgada. Por consiguiente, reclamaban que los sacramentos válidos eran posesión
exclusiva de su propia y pura iglesia. El cisma se prolongó por varias generaciones, y antes
de su extinción, desembocó en el más desenfrenado fanatismo (T. R. Crippen, History of
Christian Doctrine, 181-182).
11. Los apóstoles eran embajadores ante el mundo; sus credenciales eran una misión directa
del Señor en persona, confirmada por poderes milagrosos. Su oficio era predicarles el
evangelio a todos los hombres, en el nombre del Señor resucitado, cuya resurrección
proclamaban, y, en todo lugar, echar el cimiento de las iglesias, o sancionar el cimiento
echado por otros, constituyéndolas en el modelo permanente para el futuro. Así como el
Espíritu era el representante invisible del Señor, así también los apóstoles eran sus repre-
sentantes visibles. La autoridad absoluta de ellos se indicó de dos maneras: primero, como
maestros del cristianismo, tenían el don de la inspiración, por la palabra y por lo escrito; y,
segundo, como fundadores de la iglesia, tenían el poder de las llaves, de atar y desatar, esto
es, de pronunciar decretos inmutables de gobierno eclesiástico. El dominio de los apósto-
les parecía no estar sujeto, y sus palabras eran inapelables. No tuvieron sucesores, ni
tampoco podían tenerlos: formaban un cuerpo de hombres escogidos para echar el ci-
miento de la iglesia universal, edificada sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas
(Efesios 2:20), y para entregarle los documentos finales de la Biblia. Una sucesión para
132 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

hombres así no hubiera estado en armonía con la voluntad de Cristo, la cual podríamos
interpretar como teniendo la intención de dejar una confraternidad con organización fija,
con doctrina acabada, y con un desarrollo natural bajo la guía suprema del Espíritu Santo.
Así que, aunque ya muertos, siguen hablando por sus escritos, siendo estos los únicos
representantes de la compañía apostólica en la comunidad visible. Y es del apóstol Pablo,
el único apóstol a los gentiles, que obtenemos nuestra información más completa en
cuanto a la prerrogativa apostólica (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, III:338-339).
12. Con la muerte de los apóstoles, también murió el evangelista como auxiliar apostólico,
aunque continuó como un ministerio irregular y proclamador de la iglesia, y deberá
continuar siéndolo si es que la iglesia ha de seguir extendiendo sus fronteras. Eusebio, el
versado obispo de Cesarea, nos ofrece un relato de los evangelistas que vivieron y labora-
ron durante el reinado de Trajano (98-117 d.C.). “Dejando sus propios países”, dice él,
“desempeñaban el oficio de evangelistas para con los que no habían oído de la fe, mientras
que con la noble ambición de proclamar a Cristo, también les entregaban los libros de los
Santos Evangelios. Después de poner el cimiento de la fe en lugares extranjeros como fin
particular de su misión, y después de nombrar a otros como pastores del rebaño, y de
encargarles el cuidado de los que recientemente habían sido introducidos, se iban de
nuevo a otras regiones y naciones, con la gracia y la cooperación de Dios. El Espíritu
Santo también obraba muchas maravillas por medio de ellos, de modo que tan pronto
como el evangelio era escuchado, los hombres voluntariamente se congregaban, y con toda
su mente abrazaban ávidamente la verdadera fe” (Eusebio, Ecclesiastical History, III:36).
13. Entonces, no existe un oficio de anciano o presbítero, pero sí, por supuesto, uno de
episcopo. … Es notable, sin embargo, que no se aluda al episcopado, en el sentido de un
cuerpo colectivo de obispos, aunque leemos en una ocasión de un presbiterio cristiano que
ordenó a Timoteo, siguiendo el patrón judío. … Los ancianos del judaísmo eran mayores
de edad, y se les escogía para servir como asesores en el sanedrín, con los sumos sacerdotes
y los escribas. Los ancianos del cristianismo formaban por lo general un cuerpo de perso-
nas mayores de edad, aunque no siempre lo eran, quienes presidían la comunidad cristiana
como la única autoridad directiva y gobernante. El término presbiterio, pues, se remonta
hasta la más venerable antigüedad, y es investido de una dignidad muy única (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:343).
14. Richard Watson puntualiza que “el argumento que se deriva del uso adulterado de estos
términos en el Nuevo Testamento, para probar que la misma orden de ministros es ex-
presada por ambos, parece incontrovertible. Cuando, por ejemplo, el apóstol Pablo les
pide a los ‘ancianos’ o presbíteros de la iglesia de Éfeso que se reúnan con él en Mileto, les
encarga lo siguiente: ‘Mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os
ha puesto por obispos’ o vigilantes [Hechos 20:28]. Que aquí a los ancianos o presbíteros
se les llame ‘obispos’, no puede negarse, y el oficio mismo asignado a ellos de ‘apacentar la
iglesia del Señor’, y la orden de que miraran por ellos ‘y por todo el rebaño’, demuestra
que el oficio de anciano o presbítero era el mismo que el de ‘pastor’ en el pasaje que
acabamos de citar de la Epístola a los Efesios. El apóstol Pablo le indica a Tito que esta-
blezca ‘ancianos en cada ciudad’, y luego añade, como guía para la ordenación, ‘que el
obispo sea irreprensible’ [Tito 1:5-7], lo cual distingue claramente el mismo oficio con
estas dos apelaciones transmutables. ‘Obispos y diáconos’ son las únicas clases de ministros
señalados en la Epístola a los Filipenses, y si no se entiende a los presbíteros como inclui-
dos bajo el término ‘obispos’, no se podría explicar la omisión de alusión alguna a los
ministros de esta orden” (Richard Watson, Institutes, II:575-576).
15. La manera en la cual llegó a la iglesia la distinción entre obispo y presbítero se explica un
tanto plenamente por Jerónimo, en su comentario a Tito 1:6: “Un presbítero es lo mismo
LA IGLESIA: SU ORGANIZACIÓN Y SU MINISTERIO 133

que un obispo; y antes de que hubiera partidos en la religión por instigación del diablo, las
iglesias eran gobernadas por concilios conjuntos de presbíteros. Pero, después, fue decre-
tado por todo el mundo que alguien escogido de entre los presbíteros fuera puesto sobre
los demás, y que el cuidado total de la iglesia le fuera entregado”. Jerónimo procede a
apoyar su opinión en cuanto a la igualdad original de los presbíteros y los obispos, co-
mentando a Filipenses 1:1, y en la entrevista de Pablo con los ancianos de Éfeso, para
luego añadir, “Nuestro propósito con estos señalamientos es demostrar que entre los
antiguos, el presbítero y el obispo eran una y la misma cosa. Pero que, por grados, para
que las raíces de la disensión fueran arrancadas, toda la incumbencia fue traspasada a un
solo individuo. Por lo tanto, que los presbíteros sepan que están sujetos, por la costumbre
de la iglesia, a los que están puestos sobre ellos, y que los obispos sepan que son mayores
que los presbíteros más por costumbre que por alguna real designación de Cristo”. En sus
epístolas a Evangelus y a Occanus, Jerónimo asume y sostiene las mismas posiciones que
en los pasajes anteriores (Enoch Pond, Christian Theology, 657).
16. En el tiempo de los apóstoles, los cuales eran individuos dotados de dones especiales, la
concurrencia de la gente en la designación de personas para el oficio sagrado, quizá no fue
siempre requerida de manera formal, pero las directrices dadas a Timoteo y a Tito impli-
caban una referencia al juicio de los miembros de la iglesia, ya que solo de ellos podía
saberse si el candidato para ordenación poseía esas calificaciones, sin las cuales dicha
ordenación era prohibida. Cuando las iglesias asumían una forma más regular, era cos-
tumbre que los congregantes estuvieran presentes en las ordenaciones, y que ratificaran la
acción por medio de su aprobación. A veces, también, nominaban a las personas por
medio del sufragio, proponiéndolos así para la ordenación. La modalidad por medio de la
cual la gente era hecha parte concurrente, era asunto de reglamentación prudente, pero,
evidentemente, los congregantes tenían un temprano y razonable derecho a voz en el
nombramiento de sus ministros, aún cuando el poder de ordenación les era conferido solo
a los ministros, para ejercerlo como su responsabilidad ante Cristo (Samuel Wakefield,
Christian Theology, 546).
17. Richard Watson resume así la autoridad de la iglesia en asuntos de doctrina: (1) Declarar
el sentido en el cual se interpreta el lenguaje de la Biblia en todas las doctrinas principales
del cristianismo; … (2) Requerirle a todos sus miembros, para los cuales el derecho del
juicio privado es mantenido como inviolable por todas las iglesias protestantes, examinar
las tales declaraciones de fe, con modestia y respeto hacia aquellas asambleas serias e
informadas en las cuales todos estos puntos se han ponderado por deliberación; recibirlas
como guías para la verdad, no implícitamente, es cierto, pero, aún así, con docilidad y
humildad; (3) Silenciar dentro de su propio gremio la predicación de toda doctrina con-
traria a los estándares aceptados. Nada hay en el ejercicio de esta autoridad que resulte
contrario a la libertad cristiana, ya que los miembros de toda comunión, y especialmente
los ministros, saben de antemano los términos de comunión con las iglesias cuyas confe-
siones de fe se han hecho públicas, y porque, además, en donde la conciencia no esté
confinada por la ley pública, no se les impide disfrutar sus propias opiniones en paz, ni
propagarlas entre otras asambleas (Richard Watson, Institutes, II:598).
En términos generales, nada es más razonable que el criterio de que el estado, la más
abarcadora de todas las instituciones terrenales, y el cual juega tan decididamente una
parte principal en la historia del mundo, deba ser inhibido de las influencias del cristia-
nismo, y excluido así de esa transformación de las cosas temporales que el cristianismo está
diseñado a efectuar. La necesidad del carácter cristiano de un estado se funda en el hecho
de que el estado no existe por causa de este u otro fin subordinado, sino por causa del la
naturaleza humana en sí misma, ya que su vocación es proveer y forjar esas condiciones
externas que son indispensables para la cultura y la prosperidad humanas. Es precisamente
134 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

por esta razón que no podrá haber constitución o gobierno alguno digno de ese nombre
que no esté saturado de un entendimiento completo de la naturaleza y el destino del ser
humano, de la historia de la raza, y del objeto último de la historia humana. Este objeto
último está por encima del estado, más aún, alcanza más allá de la esfera del estado. Pero el
estado deberá, aún así, considerarse como subordinado, y deberá, en todas sus institucio-
nes, mantenerlo a la vista como último recurso. El objeto del estado será visto por siempre
erróneamente en la medida en que no sea puesto conscientemente en su relación con el
objeto y el fin de la raza (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, II:98-99).
CAPÍTULO 32

LA IGLESIA: SU
ADORACIÓN Y SUS
SACRAMENTOS
Habiendo considerado la organización y el ministerio de la iglesia,
ahora debemos dirigir nuestra atención a su adoración y sus ordenan-
zas. Aquí tenemos un aspecto mudado: ahora no es la iglesia como
cuerpo de Cristo, o como establecimiento para la evangelización, sino
como el templo del Espíritu, y, por consiguiente, un establecimiento de
adoración. Y también el ministerio es un aspecto mudado: ahora no se
le considera como el punto focal del contacto de la iglesia con el
mundo, sino con Dios, y no como una sustitución sacerdotal, sino
como paladín profético. El asunto incluye no solo la naturaleza y las
formas de la adoración, sino la consideración de, (1) el sabbat, (2) los
medios de gracia, y (3) los sacramentos, especialmente (4) el bautismo,
y (5) la Santa Cena.
La adoración de la iglesia primitiva.1 La adoración de la iglesia primi-
tiva siguió, en forma general, el patrón de las formas utilizadas en la
sinagoga judía. En el tiempo de nuestro Señor, este servicio incluía, (1)
el Shemá, precedido y seguido por las bendiciones; (2) las oraciones, en
ese momento, probablemente no de formato fijo; y (3) la enseñanza de
la ley y de los profetas. Originalmente, ahí terminaba el servicio, pero
cuando con el tiempo el hebrero cesó como idioma hablado, más tarde
se añadió, (4) una traducción o paráfrasis de las lecturas en el vernáculo;
y (5) una exposición, no necesariamente en forma de sermón, la cual
frecuentemente se presentaba en una postura sentada. En la iglesia
cristiana, previo al año 100 d.C., el servicio consistía en la eucaristía o la
Santa Cena, precedida por el ágape o fiesta de amor, y seguida por lo

135
136 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

que Duchesne llama “la liturgia del Espíritu Santo”. Parece probable
que, al principio, el ágape era una comida completa, la cual las personas
consumían hasta que se satisfacían, y que tras la comida, ciertas
porciones del pan y del vino que se habían apartado, eran consumidas
solemnemente en forma de eucaristía. Es por eso que en la Didaqué
encontramos la siguiente declaración: “Después de que os hayáis
saciados, dad gracias”. Aún así, pronto surgieron abusos ligados a esta
parte del servicio (Cf. 1 Corintios 11:20-22), por lo cual parece que
finalmente la misma se integró a la eucaristía. Es por esta razón que la
adoración temprana comúnmente era señalada como doble: el servicio
de la eucaristía, y la adoración libre.2 (1) La primera parte del servicio
incluía la lectura de la Biblia y la oración, y también la consagración y
la distribución de los elementos. El sermón también formaba parte del
servicio, como lo era la entonación de salmos, himnos y cánticos
espirituales. Las cartas de los apóstoles eran leídas durante el ágape, o
inmediatamente antes del servicio de comunión. (2) La segunda parte,
la así llamada “libre adoración”, ocupaba un lugar muy importante en
el servicio cristiano, según nos lo representan los documentos más
antiguos. Después de la eucaristía, personas inspiradas empezaban a
hablar ante la asamblea, y a manifestar la presencia del Espíritu que los
inspiraba. El ejercicio de los dones proféticos parece que se hacía muy
evidente. Duchesne, en sus Orígenes, dice: “Hay, por así decirlo, una
liturgia del Espíritu Santo, una liturgia real, con una presencia real y
una comunión real. La inspiración puede sentirse; estremece los
órganos de algunas personas privilegiadas; pero toda la congregación es
movida, edificada, y hasta arrebatada en mayor o menor grado, y
transportada, en la esfera divina del Paracleto”. Es a esto que, eviden-
temente, el apóstol Pablo se refiere (1 Corintios 14:23), y siendo que
los abusos habían permitido desórdenes, busca corregirlos con instruc-
ción adicional (1 Corintios 14:26-33).
La adoración colectiva e individual. La adoración cristiana es tanto
individual como social. La adoración, por su misma naturaleza, es
profundamente personal, pero es también el acto de una persona que es
esencialmente social. Las primeras palabras de “el Padre Nuestro” le
recuerdan estas relaciones sociales a cada adorador individual. Es como
“nuestro” Padre, y no como “mi” Padre, que venimos a la presencia
divina. No importa cuán solitario el adorador individual parezca, adora
como un miembro de la familia entera de Dios. La adoración colectiva
realza la unidad de la iglesia. Exalta el cuerpo de Cristo antes que el
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 137

libre ejercicio de sus miembros. Impide el egoísmo religioso, echa abajo


las barreras devocionales, y confiere los beneficios sustentadores y
disciplinarios de la vida en familia. Por esta razón, la oración como
cuerpo es excesivamente importante, no importa cuál sea su forma o
manera externa de expresión. Por el otro lado, la adoración individual
es básica. Hay un verdadero secreto de adoración que le pertenece a
cada hijo de Dios. Los que defienden la religión colectiva a veces han
revelado una tendencia a considerar esta vida de oración secreta y
personal como carente de valor social, o como espiritualmente egoísta.
Pero esto es una manera superficial de ver las cosas, ya que es el carácter
de la vida personal el que le presta vigor a la adoración colectiva. El
valor del aspecto profético o carismático de la adoración descansa en el
hecho de que hace hincapié en los ejercicios espirituales del individuo,
proveyéndole una base ética robusta al carácter cristiano. Una de las
tragedias de la historia de la iglesia ha sido que la forma equilibrada de
adoración como se daba en la iglesia apostólica se perdiera tan rápida-
mente. Separada la una de la otra, la forma de adoración colectiva o
sacramental tendió hacia el ritualismo, y al culto de catedral, altar y
sacerdote, mientras que la adoración profética o libre, indebidamente
gobernada, frecuentemente desembocó en las formas más extremas de
fanatismo. Así que, del carácter simple pero doble de la adoración
primitiva, con sus elementos equilibrados de lo colectivo y lo libre,
surgió un dualismo, el cual, a través de los siglos, ha evolucionado hacia
los dos tipos generales de cristianismo que conocemos hoy: el católico y
el evangélico. La sencillez de la adoración, como se daba en la iglesia
apostólica, comprendía tanto la fase sacramental, con su énfasis en la
unidad, como la fase profética, con su libertad, su entusiasmo, su
espontaneidad personal, y sus intensas demandas éticas.3 Debe verse,
pues, que el énfasis en la experiencia individual deberá ser cuidadosa-
mente protegido y conservado por el correspondiente énfasis en la
adoración colectiva. La advertencia de que no nos dejemos de congre-
gar [Hebreos 10:25], tiene una base filosófica tanto como religiosa.
El orden y las formas de la adoración. El orden de la adoración divina
tiene que ver con los principios conforme a los cuales ella debe
conducirse. Estos principios están plenamente establecidos en la Santa
Biblia. (1) La adoración deberá ser ofrecida al Dios trino. Este es un
principio fundamental. Toda adoración que se tribute a un miembro
de la Trinidad, deberá tributársele a todos, o deberá ser ofrecida a uno
en la unidad de los otros dos. (2) La adoración deberá ser mediadora,
138 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

“para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de


Jesucristo” [1 Pedro 2:5]. Es solo a través de estos oficios mediadores
que tenemos “libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre
de Jesucristo” (Hebreos 10:19); y es “por medio de él” que “tenemos
entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:18). (3) La
adoración deberá ser espiritual, esto es, deberá ser inspirada por el
Espíritu, para que sea aceptable a Dios. “Dios es Espíritu; y los que le
adoran, en espíritu y en verdad es necesario que le adoren” (Juan 4:24).
Es el toque de Dios en el alma lo que constituye la fuente de la
verdadera adoración. Las formas de la adoración quedan también a
discreción de las autoridades de la iglesia, siempre y cuando se confor-
men a la Biblia. (1) El tiempo de la adoración deberá ser fijado por la
iglesia, pero no deberá permitirse que la adoración pública interfiera
con los derechos de la familia y del individuo, ni que los contravenga.
La iglesia puede señalar temporadas especiales para la oración y el
ayuno, para la predicación, y para la acción de gracias. (2) La ley de la
decencia y del orden requiere que los servicios públicos sean regulados.
La espontaneidad que fluye de la presencia del Espíritu en unción fresca
es encomiable, pero todo puro capricho deberá abandonarse por estar
fuera de armonía con la dignidad que le atañe al servicio divino. (3) La
sencillez deberá caracterizar las diversas formas del servicio público. Un
ritual elaborado que distraiga al alma de su única y verdadera función
de adoración espiritual, la menoscaba, pero un espíritu descuidado e
indiferente será mortal para toda forma de adoración espiritual.

EL SABBAT
La institución del sabbat está considerada como una de las orde-
nanzas permanentes y divinas de la iglesia. Por esta razón, a veces, los
teólogos la tratan como conectada con los medios de gracia. Por haber
sido introducido en el tiempo de la creación del hombre, el sabbat le
pertenece a la raza, general y perpetuamente. Su diseño original fue el
descanso de las labores físicas, y con éste, el diseño espiritual de que el
hombre, al cesar en otras ocupaciones, pudiera tener comunión con su
Creador. Por tanto, un entendimiento correcto del sabbat como
institución deberá considerarlo como un periodo de descanso después
de seis días de labor. Consiste de dos partes: el descanso santo, y el día en
el cual este descanso se observa. La primera parte pertenece a la ley
moral, mientras que la segunda es puramente positiva.4 Así que, como
lo indica Samuel Wakefield, Dios “no bendijo ni santificó el día como el
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 139

séptimo, sino solo por ser el día en el cual el sabbat, o descanso santo,
habría de guardarse. Por lo tanto, mientras que el sabbat en sí es una
institución perpetua, la cual obliga a todos los seres humanos, la ley que
determina el tiempo de su acatamiento es puramente positiva y, por
consiguiente, puede cambiar. Pero aunque el día podría ser alterado, sin
que se altere la sustancia de la institución, con todo, solo podría
alterarse por autoridad divina. La misma autoridad que instituyó el
sabbat, también designó el día en el cual habría de observarse, y
ninguna otra autoridad es competente para cambiar ni el uno ni el
otro”. Dos consideraciones, pues, demandan nuestra atención. (1) El
sabbat como obligación universal y perpetua; y (2) el cambio del día
como autorizado divinamente. A estas deberemos añadir, (3) la manera
en la que el sabbat ha de observarse.
El sabbat como obligación universal y perpetua. Cuando nuestro Señor
dijo, “El día de reposo fue hecho por causa del hombre”, se refería a su
institución original como ley universal, y no meramente al sabbat judío
como decreto de la ley mosaica. Pertenece a toda la humanidad, forma
parte de la ley moral expresada en los Diez Mandamientos, y nunca fue
abrogado. A veces se señala que la ley bajo la dispensación mosaica fue
formulada en nueve preceptos morales, a los que se les añadió el
mandamiento del sabbat, haciendo diez en total. Pero no hay razón
para suponer que la declaración en cuanto al sabbat no sea tan manda-
miento moral como los otros nueve. Apartar una séptima parte del
tiempo del hombre para descanso físico es esencial para su bienestar, si
no para su existencia; y dedicarle este tiempo a Dios es una conmemo-
ración perpetua de su misión espiritual, sin la cual el orden social no
tendría significado. Que el sabbat sea una obligación moral uno lo
puede notar en el argumento del apóstol Pablo concerniente a la
relación de la ley con la fe. “¿Luego por la fe invalidamos la ley? En
ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:31). Es
evidente que el Apóstol no se refería a la ley civil o ceremonial de los
judíos, sino a la ley fundamental expresada en los Diez Mandamientos.
Por eso, en Romanos 7:7, él dice: “Pero yo no conocí el pecado sino
por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No
codiciarás”. La ley que aquí se menciona es la del decálogo, y es ella la
que el cristianismo establece. Y si ese es el caso, entonces la ley del
sabbat, por ser parte del decálogo, es tan obligada para los cristianos
como lo fue anteriormente para los judíos. Podemos, pues, decir con
convicción que cualquiera que niega la obligación del sabbat, niega
140 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

todo el decálogo. Los cristianos observan el sabbat tan verdaderamente


como lo hicieron los judíos, solo que lo celebran otro día. Que ese día
fue cambiado por nuestro Señor será la próxima cuestión a considerar.
El cambio del día es autorizado divinamente. Cuando Jesús declaró
que “el Hijo del Hombre es Señor aun del día de reposo”, sin duda que
quiso que se entendiera que Él tenía el poder para cambiar el día en el
que el reposo santo debía observarse. La Biblia indica claramente que el
sabbat ha sido celebrado en diferentes días, y este es el asunto que
demandará ahora nuestra consideración.5
1. El sabbat primitivo y patriarcal. La primera indicación del sabbat
se encuentra en Génesis 2:3: “Y acabó Dios en el día séptimo la obra
que hizo... Y bendijo Dios al día séptimo, y lo santificó, porque en él
reposó de toda la obra que había hecho en la creación” (Génesis 2:2-3).
Aquí, en la institución del sabbat, se declara específicamente que es un
día de descanso después de seis días de trabajo; y, además, se establece
en esta ocasión que será una conmemoración de la creación. Ahora, es
evidente que el séptimo día de Dios no pudo haber sido el séptimo día
del hombre. “El séptimo día que Dios bendijo en el Edén”, dice T.
Whitelaw, “fue el primer día de la vida humana, y no su séptimo, y
ciertamente Dios no descansó de sus labores en el día séptimo del
hombre, sino en el primer día del hombre”. Por tanto, el primer día de
Adán, y cada octavo día en lo sucesivo, sería su primer sabbat, lo cual es
una referencia sorprendentemente similar a las apariciones de nuestro
Señor en el primero y octavo días.
2. El sabbat judío. La próxima mención del sabbat está conectada
con la provisión del maná (Éxodo 16:14-31). Aquí se declara que el
maná cayó durante seis días, es decir, desde el día dieciséis al veintiuno
del segundo mes, y que el día siguiente, o el veinte y dos, fue el primer
séptimo día de sabbat celebrado en el desierto de Sinaí. “Mirad”, le dice
Moisés al pueblo, “que Jehová os dio el día de reposo, y por eso en el
sexto día os da pan para dos días. … Así el pueblo reposó el séptimo
día” (Éxodo 16:29-30). No hay duda de que el sabbat como un día
santo de reposo fue restituido en ese momento, pero que fuera cele-
brado el mismo día del sabbat patriarcal ha sido materia de controver-
sia. Porque si el día veintidós fue día de sabbat, el quince también debió
haber sido sabbat. Pero, el hecho de que los israelitas marcharon en ese
día (Éxodo 16:1), parece indicar lo contrario. W. H. Rogers sostiene
que “el único cambio del sabbat dado a los judíos por la autoridad de
Dios fue entre la provisión del maná y la resurrección de Cristo. El
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 141

primer día de la semana, pero siempre el séptimo después de seis días


laborables, fue el día para el reposo santo desde Adán hasta Moisés. El
sabatismo fue separado de la idolatría cambiándose de domingo a
sábado entre el pueblo escogido, ‘por vuestras generaciones’, que son
mil quinientos años (Cf. Éxodo 31:13-14; Ezequiel 20:12). En la
resurrección de Cristo, expiró por ley de prescripción, esta peculiaridad
de cambio excepcional, dejando que el gobierno divino para toda la
humanidad requiriera guardar el sabbat de primer día, como había sido
el caso durante los primeros mil quinientos años de la historia huma-
na”. Debe también notarse que, al memorial de la creación que
representaba el sabbat, se le añadió durante este periodo un segundo
memorial, es decir, la recordación de la liberación de la tierra de Egipto.
Este memorial duraría solo “por vuestras generaciones”, y, como se
indicó arriba, expiró por ley de prescripción. Con la venida del “último
Adán”, el sábado fue restaurado a su día original, en el cual lo celebraba
el primer Adán.
3. El sabbat cristiano o “día del Señor”.6 La enseñanza de la iglesia
desde los tiempos apostólicos ha sido que el sabbat cristiano fue
restaurado, o por lo menos cambiado al primer día. En tal calidad,
pronto vino a conocerse como “el día del Señor”, para distinguirlo del
sabbat judío. Que este cambio fue divinamente autorizado lo demues-
tra (1) el ejemplo de Jesús, (2) la autoridad de los apóstoles, y (3) la
práctica de la iglesia primitiva. A esto se le puede añadir (4) el testimo-
nio de los primeros padres apostólicos.
(1) Jesús le otorgó aprobación al primer día de la semana reunién-
dose con sus discípulos en ese día. La resurrección tomó lugar en la
mañana del primer día de la semana. Los cuatro relatos de los evange-
listas están de acuerdo con que el Salvador resucitó de mañana, “el
primer día de la semana” (Juan 20:1). Su primera reunión con el
cuerpo de los discípulos fue la noche del día de la resurrección (Juan
20:19); y la segunda, la noche del octavo día, lo cual sería, por supues-
to, el siguiente primer día de la próxima semana. Hubo tres “primeros
días” adicionales antes de la ascensión, pero no se dice si Jesús se reunió
con sus discípulos en alguno de ellos. Sin embargo, hubo tres aparicio-
nes más: a los quinientos hermanos, a Santiago, y a los apóstoles (1
Corintios 15:1-4). (2) Los apóstoles autorizaron el cambio, sin duda
gracias a las instrucciones no registradas de Jesús durante los cuarenta
días (Cf. Hechos 1:2). Veinte y cinco años más tarde, el apóstol Pablo
predicó en Troas, “El primer día de la semana, reunidos los discípulos
142 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

para partir el pan” (Hechos 20:7), lo cual indicaba su aprobación de ese


día como el día de la adoración. Como un año después, escribía a los
corintios diciéndoles, “En cuanto a la ofrenda para los santos, haced
vosotros también de la manera que ordené en las iglesias de Galacia.
Cada primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo,
según haya prosperado, guardándolo, para que cuando yo llegue no se
recojan entonces ofrendas” (1 Corintios 16:1-2). Esto indica claramen-
te que el Apóstol sancionaba el primer día como el sabbat cristiano. (3)
La práctica de la iglesia primitiva es prueba adicional de que se adoraba
en el primer día de la semana.7 Esto lo demuestra el pasaje que se acaba
de citar, y también la referencia que hace el apóstol Juan al sabbat como
“el día del Señor” (Apocalipsis 1:10). El hecho de que el Apóstol
emplee la frase sin referencia al primer día, es evidencia de que, para
cuando se escribió el Apocalipsis, el “primer día” ya se conocía gene-
ralmente como “el día del Señor”, en oposición al séptimo día judío.
(4) Dado que algunos de los primeros padres se asociaron con los
apóstoles, sus escritos, desde el punto de vista histórico, proveen
evidencia concluyente en cuanto al pensamiento vigente en ese tiempo.
Aquí podemos mencionar a Ignacio, Policarpo, Ireneo, Justino Mártir,
Tertuliano, Clemente de Alejandría, Teodoreto, Eusebio, Orígenes, el
Didaqué o “Las enseñanzas de los doce”, y muchas otras autoridades.
Todos estos indican que el primer día de la semana era el día del Señor,
y que era apartado y distinguido de los otros días en el sentido de que
era el día de la resurrección. Por lo tanto, era un día santo, o un sabbat
santo.
La manera en la que el sabbat ha de observarse. Siendo que el sabbat
como día de santo reposo le es ordenado a la iglesia como una obliga-
ción perpetua, la manera de observarlo merece una breve consideración.
El mandamiento original es: “Acuérdate del día de reposo para
santificarlo”. A esto, tanto en el relato del Éxodo, como en el que se
encuentra en Deuteronomio, se le añade la explicación que forma la
base del aspecto memorial de ese día: “Seis días trabajarás, y harás toda
tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en
él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu
bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis
días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en
ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de
reposo y lo santificó” (Éxodo 20:9-11; cf. Deuteronomio 5:12-15, en
donde la liberación de Egipto es hecha un segundo memorial para la
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 143

dispensación judía). Hemos de entender de esto que ese día ha de


separarse para la adoración a Dios, y ser dedicado a los intereses
espirituales de la humanidad. Por esta razón, todo trabajo secular queda
prohibido, excepto el que se conoce comúnmente como trabajo de
necesidad o de misericordia. Esta verdad es presentada claramente
también por Isaías: “Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu
voluntad en mi día santo, y lo llamares delicia, santo, glorioso de
Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscan-
do tu voluntad, ni hablando tus propias palabras…” (Isaías 58:13). Es,
pues, así como el Antiguo Testamento fija el día del sabbat como
tiempo de adoración y comunión con Dios. Es un cese de labores, sean
del cuerpo o de la mente, a fin de permitir tiempo para las cosas
espirituales. Nuestro Señor nos da en el Nuevo Testamento dos
principios que también se emparejan con el doble aspecto del sabbat tal
y como se encuentra en el Antiguo Testamento. El primero es referente
a la santidad del día: “Dios es Espíritu; y los que lo adoran, en espíritu y
en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24). Aquí se ve la verdadera
interioridad del sabbat, un descanso espiritual del alma, del cual fluye la
adoración que es en Espíritu y en verdad. El segundo tiene que ver con
los intereses de la persona: “También les dijo: El día de reposo fue
hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del día de
reposo. Por tanto, el Hijo del Hombre es Señor aun del día de reposo”
(Marcos 2:27-28). Aquí se enseña claramente que aquellas cosas que
pertenecen al bienestar del ser humano, es decir, a sus intereses
espirituales, han de permitirse en el día del sabbat, y que esto es una
prueba verdadera y segura de la clase y la extensión del trabajo secular
en el día del sabbat.

LOS MEDIOS DE GRACIA


Los medios de gracia, o el media gratia de los teólogos, son los cana-
les divinamente designados a través de los cuales las influencias del
Espíritu Santo son comunicadas a las almas de los hombres. A veces se
les define como “las ordenanzas e instituciones señaladas por Dios para
el establecimiento y la diseminación del reino de gracia entre los
hombres” (John MacPherson); o “los motivos o medios por los cuales
los afectos santos y benévolos son despertados en el alma” (Enoch
Pond). La doctrina protestante se coloca a mitad de camino entre el
exagerado sobrenaturalismo de la Iglesia Católica Romana, la cual
sostiene que las ordenanzas poseen poder en sí mismas para conferir
144 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

gracia, y la posición abstracta de los místicos, la cual persigue descartar


todos los medios externos. En un sentido general, es propio considerar
todos los auxilios espirituales como medios de gracia, pero la teología
por lo regular ha establecido los siguientes: (1) la Palabra de Dios; y (2)
la oración, los cuales se conocen como los medios universales de gracia.
A estos les siguen (3) el compañerismo de los santos; y (4) los sacra-
mentos, los cuales se conocen como los medios económicos de gracia.
La Palabra de Dios como el medio universal de gracia. La Biblia re-
clama ser el canal universal de gracia. Su suficiencia se declara en todo
lugar, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo.8 La Palabra
de Dios es “la espada del Espíritu” [Efesios 6:17], el instrumento por el
cual éste opera en la conversión y la santificación de las almas de los
seres humanos. A los cristianos se les dice que han sido engendrados
“por medio del evangelio” (1 Corintios 4:15); que han renacido, “no de
simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que
vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23); y que se les santifica en
“tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). El apóstol Pablo hace
de la Palabra un medio de gracia al ligarla directamente con la fe: “Así
que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios”. La fe, al
descansar con certeza sobre la base de la Palabra de Dios, abre la puerta
de acceso a Dios, y se apropia de las bendiciones provistas. Aquí, la
importancia del ministerio es vista en una nueva luz. Es por medio de la
Palabra predicada que la gracia se administra a los oyentes, no princi-
palmente para ganar a las personas para Dios, sino para profundizar su
amor por Cristo. La meta que fija el apóstol Pablo es que “arraigados y
cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con
todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la
altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimien-
to, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:17-19).
Es, por supuesto, singularmente importante tener en cuenta la relación
del Espíritu Santo con la Palabra.9 La predicación de la Palabra ha de
ser “con demostración del Espíritu y poder” (1 Corintios 2:4). Separada
de la operación del Espíritu en los corazones de las personas, la Palabra
carece de poder. Deriva su eficacia como medio de gracia solo si se
torna en instrumento del Espíritu. Esta verdad, la cual fue enseñada
con tanta precisión por los teólogos de la Reforma, no deberá descui-
darse ni dejarse de lado. De nuevo, la Palabra deberá predicarse en
todos los oficios, de otra manera, el crecimiento espiritual será dilatado.
La Biblia es dada para enseñar o instruir en las verdades del evangelio;
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 145

para redargüir el descuido o el fracaso; para corregir las tendencias


equivocadas, y para instruir en justicia o el arte de la vida santa (2
Timoteo 3:16). La Biblia no solo ha de leerse y estudiarse privadamen-
te, sino también con la familia (Deuteronomio 6:6-7; cf. 2 Timoteo
1:5; 3:15), y en los servicios públicos de la iglesia (Deuteronomio
31:12; Josué 8:34-35; Lucas 4:16-18 proveen ejemplos de esta práctica,
y 1 Timoteo 4:13 expresamente lo encarga).
La oración o la comunión con Dios. La oración, en combinación con
la Palabra, es también un medio universal de gracia. Cuando las
promesas de la Palabra se imploran en oración, se vuelven efectivas en
la vida espiritual del cristiano; y cuando los sacramentos se reciben en
fe, se vuelven de igual manera canales de bendición. Por esto, la oración
resulta ser la compañera de todos los otros medios de gracia. Richard
Watson define la oración como “la ofrenda de nuestros deseos a Dios a
través de la mediación de Jesucristo, bajo la influencia del Espíritu
Santo, y con la debida disposición, de cosas que le agraden”. Por tanto,
para que sea aceptable a Dios, la oración deberá ofrecerse a través de la
mediación de Cristo; deberá ofrecerse en fe y en un espíritu de
humildad; y deberá hacerse de acuerdo con la voluntad de Dios.10 Los
elementos de una oración bien ordenada son clasificados usualmente
como (1) adoración, la cual le adscribe a Dios las perfecciones que le
pertenecen a su naturaleza, y que deben pronunciarse en profunda
devoción, reverencia, confianza y afecto; (2) acción de gracias, o el
derramar el alma en gratitud; (3) confesión, o la profunda penitencia,
sumisión y humildad; (4) súplica, o el mirar prolongado y ferviente a
Dios en dependencia, para las requeridas bendiciones; y (5) la interce-
sión, o el rogar por nuestro prójimo, con deseos sinceros por su
bienestar espiritual. Cuatro de estos elementos los menciona el apóstol
Pablo en un solo versículo (1 Timoteo 2:1). Como fue el caso con la
Palabra como medio de gracia, la oración también es clasificada como
(1) oración privada, (2) oración familiar, y (3) oración pública; y
también se puede añadir (4) la oración espontánea. Con esta última se
quiere decir las expresiones cortas y ocasionales de oración o alabanza
que fluyen de un marco mental devoto, o lo que se conoce común-
mente como “espíritu de oración”. La oración es una obligación, un
deber que recae sobre todos los hombres. Si se descuida o se omite, no
podrá haber progreso en las cosas espirituales.
El compañerismo cristiano.11 La comunidad cristiana es representada
en todo lugar como un medio de gracia, ya sea en los credos como en la
146 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Biblia. “Los privilegios y las bendiciones que gozamos al unirnos en la


iglesia de Jesucristo son muy sagrados y preciosos. En ella se encuentra
una comunión tan santa que no se puede experimentar de otra manera.
Sólo en la iglesia se recibe la ayuda de la atención y el consejo fraternal.
En ella se da el cuidado piadoso de los pastores, con las enseñanzas de la
Palabra de Dios y la inspiración provechosa del culto congregacional.
La iglesia propicia la cooperación en el servicio a los demás, efectuando
lo que de otra manera no se puede efectuar” (Manual de la Iglesia del
Nazareno, edición de 2009-2013, página 214). La Biblia nos manda
así: “[A]ntes exhortaos los unos a los otros cada día… para que ninguno
de vosotros se endurezca por el engaño del pecado” (Hebreos 3:13); y
también así: “Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos; porque
ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para
que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no es prove-
choso” (Hebreos 13:17). El apóstol Pablo exhorta a la iglesia a auxiliar a
los que son tentados. Dice: “Hermanos míos, si alguno fuere sorpren-
dido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con
espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú
también seas tentado” (Gálatas 6:1).
Los sacramentos. En está conexión trataremos los sacramentos de
manera general como medio económico de gracia, reservando otras
importantes cuestiones en cuanto a ellos para una posterior considera-
ción. En un sentido, los sacramentos son similares a los demás medios
de gracia, pero en otro, son marcadamente diferentes. Las diferencias se
deben al hecho de que no solo son transacciones individuales sino
también federales, es decir, son señales y sellos de un pacto. Por esta
razón se les conoce como los medios económicos de gracia. Siendo que
un pacto implica la condescendencia de Dios de entrar en relaciones
con su pueblo, las señales y los sellos deberán ser mutuos. Por medio de
ellos se prometen, en sagrado acuerdo, tanto la fidelidad divina como la
humana. Por tal razón, a estas ordenanzas siempre se les ha adscrito un
peculiar carácter sagrado. No obstante, su eficacia, al igual que con los
otros medios de gracia, depende de que el Espíritu Santo obre en la fe
del creyente, y por medio de ella.

LOS SACRAMENTOS
El término sacramento, como se emplea en la teología, significa una
señal exterior y visible de una gracia interior y espiritual dada a
nosotros, y ordenada por Cristo mismo, como medio a través del cual
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 147

recibimos esa gracia, junto con la promesa que nos la asegura. Esta es la
definición del catecismo metodista. Según el Catecismo Mayor de
Westminster, “Un sacramento es una santa ordenanza instituida por
Cristo en su iglesia, para significar, sellar y aplicar a aquellos que están
dentro del pacto de la gracia, los beneficios de su mediación; para
fortalecer y acrecentar la fe y otras gracias, para obligarlos a la obedien-
cia”. El término sacramentum se aplicaba originalmente al dinero
depositado por las partes en un lugar sagrado por razón de una
demanda de carácter civil. Más tarde llegó a aplicarse a cualquier
demanda civil, y luego al juramento que se les tomaba a los soldados
recién enlistados en el ejército romano. De ahí el término pasó a las
ordenanzas sagradas de la iglesia. Tertuliano lo emplea en este sentido
doble, primero como aplicable al juramento militar, y luego a los
sacramentos cristianos. Según lo entendían los primeros cristianos, las
ordenanzas eran ritos religiosos que conllevaban la más sagrada
obligación de lealtad a la iglesia y a Cristo. En la iglesia griega, el
término misterio (misterion), y no sacramento, fue el utilizado, pero no
en el sentido paulino de una verdad escondida que había sido revelada,
sino puramente en el sentido de un emblema. En el latín eclesiástico, el
término sacramento llegó a significar toda cosa consagrada, mientras
que misterion se utilizó como el símbolo o la señal de la cosa consagrada
o sagrada. El bautismo, sin embargo, se tenía como representativo del
carácter sacramental de un juramento de alianza, entre tanto que la
eucaristía contenía más lo de misterio.
Las marcas de un sacramento.12 Siendo que la Iglesia Ortodoxa Grie-
ga y la Católica Romana sostienen que hay siete sacramentos, y las
iglesias protestantes los reducen a dos, es esencial entender lo que
constituye un sacramento. A. A. Hodge, en su comentario sobre la
confesión de fe presbiteriana, nos da las siguientes marcas: (1) Un
sacramento es una ordenanza instituida directamente por Cristo; (2) un
sacramento siempre consiste de dos elementos, (a) una señal externa
visible, y (b) una gracia espiritual interna significada por ella; (3) la
señal en todo sacramento esta sacramentalmente unida a la gracia la
cual significa, y de esa unión surge el uso bíblico de adscribirle a la señal
lo que sea verdadero de aquello que la señal significa; (4) los sacramen-
tos fueron designados para representar, sellar y aplicar a los creyentes
los beneficios de Cristo y el nuevo pacto; (5) fueron diseñados como
promesas de nuestra fidelidad a Cristo, obligándonos a su servicio, y, a
la misma vez, como distintivos de nuestra profesión, marcando
148 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

visiblemente la colectividad de profesantes, y distinguiéndolos así del


mundo. Quizá sea correcto decir que un rito, a fin de que se le
denomine propiamente sacramento, deberá no solo exhibir una
semejanza general entre la señal y la cosa señalada, sino que también
deberá poseer las palabras de institución, y la promesa que las une.
La naturaleza de un sacramento.13 En la iglesia existe una amplia
divergencia de opiniones en cuanto a la manera en la que el poder
divino se liga a la señal externa y visible del sacramento. (1) Está el
criterio sacramentario, conforme al cual los sacramentos contienen la
gracia que significan, y cuando se administran, suministran esta gracia
ex opere operatum, es decir, por necesidad, aparte e independientemente
de la fe del que los comunica. (2) En el otro extremo está el criterio
racionalista, el cual sostiene que los sacramentos son puramente
simbólicos, y que cualquier poder que se les adhiera ha de encontrarse
en la influencia moral sobre la mente, la cual surge de la meditación en
los eventos que conmemoran. Este criterio prevalece ampliamente en la
iglesia. (3) Está un tercer criterio, de tipo reconciliador, que considera
los sacramentos como señales y también sellos, señales por representar,
por acción y por símbolos, las bendiciones del pacto, y sellos, por ser
promesas de la fidelidad de Dios al concederlas. Esta es la posición que
generalmente sostienen las iglesias protestantes.
Señales y sellos. Han sido pocas las diferencias de opinión en la iglesia
en cuanto a los sacramentos como señales, pero la controversia ha sido
amplia en lo tocante a su carácter como sellos. Enfatizar demasiado lo
primero, como hemos visto, llevó al punto de vista racionalista de los
sacramentos como símbolos; pero un énfasis indebido en lo segundo,
llevó al razonamiento sacramentario de los sellos como depósitos de
gracia. Durante la Edad Media, se sostuvieron dos criterios sobre la
comunicación de la gracia sacramental. Tomás de Aquino sostenía lo
que se conoce comúnmente como el ex opere operato, o el razonamiento
de que los sacramentos eran canales de gracia aparte de fe alguna que
pudiera proceder del comulgante. Juan Escoto, por el otro lado,
sostenía el ex opere operantis, con lo cual se señala que los sacramentos
no tienen poder en sí mismos excepto por cierta concomitancia, ya que
el poder que los acompaña produce el efecto sacramental por medio de
la fe del comulgante. El primer criterio fue desarrollado en forma de
doctrina por la Iglesia Católica Romana, según la elaboró el Concilio de
Trento; el segundo es esencialmente el que sostienen las iglesias
protestantes.14 Quizá la explicación más sencilla y completa de las
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 149

señales y de los sellos sea el pasaje clásico de los Institutes [Institutos],


por Richard Watson, el cual es citado generalmente como la declara-
ción autorizada por parte de los teólogos del tipo arminiano. Dice
Watson: (1) “Son las señales de la gracia divina. Como tales, son
exposiciones visibles y simbólicas de los beneficios de la redención. En
otras palabras, exhiben a los sentidos, bajo los debidos emblemas, los
mismos beneficios que se exhiben en otra forma en la doctrina y las
promesas de la Palabra de Dios”. (2) “Son también sellos. Un sello es
una señal confirmatoria, o, de acuerdo con el leguaje teológico, en un
sacramento existe un signum significans, y un signum confirmans; el
primero de los cuales se dice, significare, que notifica o declara; el
último, obsignare, que le pone el sello, que testifica. Por lo tanto, así
como los sacramentos, cuando se consideran señales, contienen una
declaración de las mismas doctrinas y promesas que exhibe la Palabra
escrita de Dios, pero dirigidas a los sentidos por medio de un emblema
importante, así también como sellos, o garantías, confirman las mismas
promesas que nos son aseguradas por la precisa verdad y fidelidad de
Dios en su Palabra (lo cual es la principal base para toda confianza en
su misericordia), y por su Espíritu que mora, por el cual somos
‘sellados’, y tenemos en nuestros corazones ‘las arras’ de nuestra
herencia celestial. Esto se efectúa por una institución externa y visible,
de modo que Dios ha añadido estas ordenanzas a las promesas de su
Palabra, no solo para traer a la mente su propósito misericordioso hacia
nosotros en Cristo, sino para asegurarnos constantemente que aquellos
que creen en Él serán, y son hechos, participantes de su gracia”.
(Richard Watson, Institutes [Institutos], II:611-612. Cf. Samuel
Wakefield, Christian Theology [Teología cristiana], 555). La verdadera
doctrina protestante, por tanto, evita los excesos del catolicismo
romano por un lado, y las deficiencias del racionalismo por el otro,
incorporando en su doctrina de las señales y de los sellos toda la verdad
contenida en las otras maneras de ver los sacramentos.15
Las adiciones a los sacramentos. El protestantismo admite solo dos
sacramentos: el bautismo y la Santa Cena. Todas las adiciones hechas a
los mismos se consideran seudosacramentos. En la iglesia primitiva, el
término sacramento, que en realidad fue una traducción del vocablo
griego misterion, llegó a aplicarse a todas las cosas en donde la palabra
misterio se usaba. La iglesia griega adoptó tempranamente los siete
misterios, y la iglesia romana, en fecha posterior, los siete sacramentos,
pero ambos no son idénticos.16 Durante la Edad Media, los estudiosos
150 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

se encontraban divididos en cuanto al número exacto, pero el asunto


fue finalmente resuelto por Pedro Lombardo, quien fijó el número en
siete, y les estableció el siguiente orden: bautismo, Santa Cena,
confirmación (de los catecúmenos), ordenación, extremaunción,
confesión auricular (penitencia), y matrimonio. Estos, sin embargo, no
se establecieron como dogma hasta el Concilio de Florencia (1442
d.C.), siendo más tarde confirmados por el Concilio de Trento (1547
d.C.). Los cinco así llamados sacramentos adicionales fueron rechaza-
dos por las iglesias protestantes, ya fuera sobre las bases de que no
habían sido designados por nuestro Señor, o que no eran verdaderos
símbolos de gracia interna.

EL BAUTISMO
“Creemos que el bautismo cristiano, ordenado por nuestro Señor, es
un sacramento que significa la aceptación de los beneficios de la
expiación de Jesucristo, que debe administrarse a los creyentes, y que
declara su fe en Jesucristo como su Salvador y su pleno propósito de
obediencia en santidad y justicia.
“Siendo el bautismo un símbolo del nuevo pacto, se puede bautizar
a niños pequeños, a petición de sus padres o tutores, quienes promete-
rán la enseñanza cristiana necesaria.
“El bautismo puede ser administrado por aspersión, afusión o in-
mersión, según la preferencia del candidato” (Manual de la Iglesia del
Nazareno, edición de 2009-2013, párrafo 16, páginas 32-33).
Definiciones del bautismo. Por supuesto que la anterior declaración
del credo no nos ofrece una definición formal del bautismo, ya que la
presupone. Por su parte, el Diccionario Webster define el bautismo
como “la aplicación de agua a una persona, en forma de sacramento o
ceremonia religiosa, por medio de la cual es iniciada en la iglesia visible
de Cristo”. Thomas O. Summers lo define como “una ordenanza
instituida por Cristo, la cual consiste en la aplicación de agua por el
ministro cristiano a las personas apropiadas, para su iniciación en la
iglesia visible, y su consagración al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo”.
John Miley dice que “el bautismo no es solo una señal de la profesión y
la marca de diferencia por medio de la cual los cristianos son distin-
guidos de los demás que no han sido bautizados, sino que también es
una señal de regeneración, o del nuevo nacimiento”. William Burton
Pope lo define como “el rito ordenado por nuestro Señor para que sea
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 151

la señal de admisión a la iglesia, y el sello de unión con Él, y de la


participación en las bendiciones del pacto cristiano”.
La institución del bautismo cristiano.17 La práctica del bautismo en
agua como ordenanza sagrada no fue primero introducida por Cristo,
sino que era conocida por los judíos como ritual religioso desde hacía
mucho tiempo. El tiempo preciso en que se empezó a usar se descono-
ce, pero era uno de los ritos por medio de los cuales los prosélitos eran
introducidos a la religión judía, haciéndose así partícipes de los
beneficios del pacto. El segundo paso en el desarrollo de la ordenanza
fue el bautismo de Juan, el cual se diferenciaba tanto del bautismo del
prosélito que lo precedió, como del bautismo cristiano que lo siguió. El
bautismo de Juan no era meramente un rito por el que los prosélitos
eran traídos a la religión judía, sino que era “para arrepentimiento”,
como una preparación para Cristo y el nuevo pacto. El tercer paso en
este desarrollo fue el bautismo cristiano, el cual se diferencia del de Juan
en que no mira hacia adelante a la venida del Mesías, sino que confiesa
que Jesús, como el Mesías, ha venido, y también el Espíritu Santo, en
cuya dispensación ha de ser administrado. Cristo nació bajo el Antiguo
Testamento, y por su identificación con una raza pecaminosa, fue
traído bajo su condenación. Y aunque no conoció pecado, aún así
declaró que era necesario ser bautizado con el bautismo de Juan, a fin
de cumplir toda justicia. El bautismo cristiano fue instituido por
nuestro Señor por mandato directo: “…bautizándolos en el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19); y este mandato
instituyó la ordenanza y, a su vez, prescribió la fórmula con la que
habría de administrarse.
Posterior al Día de Pentecostés, el rito del bautismo fue observado
como una ordenanza indispensable en conexión con la conversión, sin
que haya habido un caso registrado de conversión sin el cual el
bautismo no estuviera conectado. Sin embargo, la fórmula completa no
siempre ocurría, aunque se puede decir que estaba implícita en donde
no se expresara directamente. En Hechos 2:38, el apóstol Pedro, en su
sermón pentecostal, exhortaba a los creyentes a que se bautizaran, “cada
uno de vosotros en el nombre de Jesucristo”, y “los que recibieron su
palabra fueron bautizados” (Hechos 2:41); en Hechos 8:16 se señala
que los samaritanos habían sido bautizados “en el nombre de Jesús”;
mientras que en Hechos 10:48, el apóstol Pedro mandó que los de la
casa de Cornelio fueran bautizados “en el nombre del Señor Jesús”. Fue
también de esa manera que los discípulos efesios fueron bautizados bajo
152 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

el ministerio del apóstol Pablo (Hechos 19:4-6). Deberá aquí notarse


que estos discípulos fueron primero bautizados con agua, para luego
recibir el don del Espíritu Santo con la imposición de manos, mientras
que en la casa de Cornelio, los discípulos recibieron primero el Espíritu
Santo, y luego fueron bautizados con agua. En el tiempo apostólico
tardío, se consideró que el bautismo sustituía al rito judío de la
circuncisión. Este continuó existiendo como costumbre nacional, pero,
para la iglesia, tal cosa era una cuestión indiferente, ya que el rito se
interpretaba espiritualmente. Por eso es que el apóstol Pablo va a decir,
“En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a
mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circunci-
sión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis
también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le
levantó de los muertos” (Colosenses 2:11-12).
El desarrollo de la doctrina en la iglesia. Al rito del bautismo se le
adjudicó gran importancia desde bien temprano, pero no como señal y
sello de todas las bendiciones cristianas, sino como un medio de
traspaso a través del cual esas bendiciones eran impartidas. En la época
antenicena tardía, se puede decir que el bautismo se consideraba
universalmente como el rito de admisión a la iglesia, y siendo que se
mantenía que no podía haber salvación fuera de la iglesia, el bautismo
vino a ser asociado con la regeneración. De primera intención se veía
solamente como el acto culminante en la apropiación del cristianismo,
el sello de la adopción positiva en la familia de Dios. No obstante, para
mediados del segundo siglo, se consideraba como que procuraba la
plena remisión de todos los pecados pasados, por lo cual se encontraba,
como consecuencia, que se hablara del bautismo como “el instrumento
de regeneración e iluminación”. Los padres de la iglesia enseñaron esta
doctrina, no en el sentido moderno de una gracia otorgada, o un
cambio obrado a través de la regeneración, sino como que el bautismo
era en sí mismo la regeneración. El seudo Bernabé (c. 120) se refiere al
bautismo “que lleva a la remisión de pecados”, y añade que “descen-
demos al agua llenos de pecados e impurezas, pero surgimos de ella
llevando fruto en nuestro corazón”. Así también Hermas (c. 140),
quien dice: “Descienden al agua muertos, pero se levantan vivos”. Sin
embargo, había algunas limitaciones que atañían a la doctrina como la
sostenían escritores como Justino Mártir, Clemente, Tertuliano,
Orígenes y Cipriano.18 Sostenían, consistente con la creencia temprana,
que el bautismo era eficaz solo en conexión con la disposición y el
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 153

propósito interior correctos de parte del candidato. Orígenes dice,


“Aquel que ha dejado sus pecados recibe remisión en el bautismo. Pero
si alguien viene a la fuente todavía albergando el pecado, no obtendrá la
remisión de sus pecados” (In. Luc. Horn. XXI). También sostenían que
el bautismo no era absolutamente esencial en la iniciación de la vida
nueva de la regeneración, sino solamente como un proceso culminante,
como ya se ha mencionado. Tertuliano, al hablar del bautismo, dice:
“El lavamiento es un sello de la fe, la cual fe es iniciada y es encomiada
por la fe del arrepentimiento. No somos lavados a fin de que dejemos
de pecar, sino por haberlo hecho, puesto que en el corazón ya hemos
sido bañados” (De. Poenit. VI).
Los periodos nicenos y postnicenos atestiguaron una adicional cris-
talización de las posiciones anteriores, de aquí que prevaleciera
universalmente la idea de que la vida divina habitaba en el cuerpo
corporal de la iglesia, y que pudiera transmitirse a sus miembros solo a
través de la instrumentación de los sacramentos. Por tanto, el bautismo,
como rito de iniciación, asumió una importancia añadida, y vino a
considerarse como esencial para la salvación. Ambrosio (c. 397)
entendía a Juan 3:5 como queriendo decir que, “Nadie puede ascender
al reino de los cielos excepto por el sacramento del bautismo; de hecho,
esto no exime a nadie, ni al infante ni a aquel a quien alguna necesidad
le impida”. La posición de Agustín, al igual que muchas otras de sus
doctrinas, fue de carácter doble. Desde su punto de vista más tem-
prano, el bautismo era considerado como simbólico. Era el rito externo
de entrada a la iglesia, pero la unión espiritual interna, el Espíritu la
efectuaba solo por medio de la fe. Agustín también sostenía que, en el
bautismo de infantes, los padrinos simplemente asumían la responsabi-
lidad de la educación cristiana del niño, siendo la confesión de ellos
delante de Dios, la confesión del niño. Su punto de vista tardío fue
ampliamente diferente. Mantenía que el bautismo conllevaba no solo el
perdón de los pecados actuales, sino también el del pecado original.
Sostenía que la concupiscencia todavía permanecía en el corazón, pero
que su complexión cambiaba. En el no bautizado, era pecado; pero en
el bautizado, era enfermedad, cuya perfecta cura podía producirse solo
en el cielo. Sus criterios en lo relativo al bautismo infantil también
sufrieron un marcado cambió. Sostenía que la iglesia proveía una fe
sustitutiva, y que el Espíritu Santo implantaba en el infante no
consciente el germen de la nueva vida, de modo que la regeneración era
obrada en el corazón con anterioridad a la conversión consciente del
154 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

niño. Fue esta idea de la receptividad pasiva propuesta por Agustín la


que más tarde se convirtió en la base del opus operatum en la Iglesia
Católica Romana, en contra de lo cual el protestantismo reaccionaría
vehementemente. Por lo tanto, será necesario considerar el desarrollo
tardío de la doctrina en (1) la Iglesia Católica Romana, (2) la Iglesia
Luterana, y (3) la Iglesia Reformada.
1. La doctrina católica romana.19 Siendo que se consideraba que el
bautismo operaba solamente para la remisión de los pecados pasados,
muy tempranamente hubo de crecer un sistema de penitencia por los
pecados cometidos después del bautismo. Más tarde, este tipo de
penitencia se convertiría en una ordenanza o sacramento separado.
También, de igual manera, había sido la costumbre, desde los tiempos
más tempranos, acompañar al bautismo con la imposición de manos en
imitación de los apóstoles (Cf. Hechos 8:17; 19:6), y también ungir
con aceite como un símbolo de la unción de parte del Santo (1 Juan
2:20-27). Esto llegó a conocerse como la “confirmación”, y en el siglo
cuarto ya era universalmente reconocida como un sacramento separado.
Más tarde se insistiría en que la validez del rito dependía de la consa-
gración del aceite por parte del obispo, y gradualmente, en el occidente,
la ceremonia entera llegó a considerarse como una función peculiar del
obispo. Los eruditos de la Edad Media no hicieron mucho más que
elaborar las posiciones que Agustín ya había adelantado. Distinguían
entre lo material y lo formal del bautismo, siendo lo material el agua, y
lo formal, la fórmula por medio de la cual era administrado.20 Tomás
de Aquino, especialmente, siguió a Agustín en mantener que el
bautismo imprimía un carácter indeleble sobre el alma por medio de la
regeneración. Por el lado negativo, se sostenía que el bautismo limpiaba
de todo pecado, del actual y del original; por el lado positivo, se
sostenía que incorporaba al que lo recibía a Cristo, y le otorgaba todos
los dones y gracias de la nueva vida. En cuanto a la pregunta del
bautismo infantil, Aquino también sostenía con Agustín que los bebés
no creían por acto propio, sino por la fe de la iglesia en la cual eran
bautizados. Esta fe provenía del Espíritu Santo como la unidad interna
de la iglesia, quien hacía una equitativa distribución de su vida
espiritual, de modo que los infantes participaran potencialmente en esa
vida, aunque no todavía en el ejercicio de su poder espiritual. También
se creía que la confirmación confería “un carácter indeleble”, el cual, sin
embargo, presuponía el que se hubiera impartido en el bautismo. Las
decisiones doctrinales y prácticas ritualistas que habían sido normativas
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 155

por largo tiempo en la Iglesia Católica Romana, fueron confirmadas


por los cánones y decretos del Concilio de Trento (1545-1563).
2. La doctrina luterana. La enseñanza protestante, tanto luterana
como reformada, tiene como punto de partida una objeción válida a la
ex opere operato de la Iglesia Católica Romana, es decir, a la doctrina de
que la simple administración del bautismo salvaba a la persona
bautizada. Los reformadores también contendían que “la concupiscen-
cia que permanece después de que el pecado original ha sido perdonado
en el bautismo, es realmente pecado”. Insistían en que la fe era
necesaria de parte del que lo recibía, a fin de hacer de la ceremonia un
medio de gracia. La enseñanza de Lutero sobre este tema es trazada
usualmente a través de tres etapas: (1) En la primera etapa, y siguiendo
la posición temprana de Agustín, el reformador distinguía entre la señal
y la cosa señalada, y entre ambas colocaba la fe como el medio por el
cual las personas concretaban el significado de la señal. La señal es el
bautismo externo con agua, el sello es el nuevo nacimiento, y la fe hace
real este bautismo espiritual. (2) En la segunda etapa, Lutero llegó a
considerar el bautismo como señal y sello, a lo cual Dios añadía su
Palabra como promesa de fortaleza y consuelo divinos. La principal
cosa, no obstante, era la promesa, y los que la creían y eran bautizados
serían salvos. (3) En la tercera etapa, él identificó más estrechamente el
agua y la Palabra, enseñando que a la señal y a la Palabra, se añadían el
mandamiento y la ordenanza de Dios, y que los primeros eran junta-
mente dados de manera tal que el bautismo en agua se convertía en el
elemento divino. Esta posición, sin embargo, no aparece en las
confesiones, excepto en el original en alemán de los Artículos de
Schmalkald. La Confesión de Augsburgo representa la posición de
Mélancton de que el bautismo era un testimonio perpetuo de que el
perdón de los pecados y la renovación del Espíritu Santo le pertenecían
especialmente al bautizado, siendo la fe la causa operante de esta
condición.21 Es por estas razones que el luteranismo siempre ha
sostenido una alta teoría de los sacramentos, y que por lo regular
considera al bautismo algo esencial para la salvación, ya que por su
medio, por designación divina, las bendiciones de la remisión y la
regeneración son comunicadas, por medio de la fe y de la Palabra.
3. La doctrina reformada.22 Las iglesias reformadas principiaron con
la idea de que la salvación no está condicionada por ninguna obra o
ceremonia externa, y, por lo tanto, se libraron de mucha confusión en
el desarrollo de su doctrina. Para ellos, el bautismo fue solo la señal
156 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

iniciadora que marcaba a uno como seguidor de Cristo. Zuinglio no le


atribuía poder santificador alguno al bautismo per se, sino solo a la fe.
Así que, se deshizo enteramente del misterio, viendo los sacramentos en
parte como actos de confesión, y en parte como señales conmemorati-
vas. Calvino adoptó los principios de Zuinglio, pero al desarrollarlos, se
acercó más a la concepción luterana. Para Calvino, no eran simple-
mente memoriales, sino también promesas de gracia, es decir, que
estaban acompañados por un don invisible de gracia. Siendo que el
luteranismo, especialmente la escuela de Mélancton, también conside-
raba los sacramentos como promesas de gracia, dicha posición formaría
un punto de unión entre Calvino y Lutero. El Obispo H. L. Marten-
sen, quien asume su posición basándola en el punto de acuerdo entre
Lutero y Calvino, hace claro que, después de todo, hay una diferencia
esencial entre ellos, la cual surge de las concepciones diferentes de la
predestinación. “Según la doctrina de Calvino”, dice Martensen, “no
hay una conexión real entre la predestinación y el bautismo. La doble
elección ha sido establecida desde la eternidad; el bautismo, por tanto,
no puede ser de auxilio alguno para los que no han sido elegidos en los
ocultos decretos de Dios. La predestinación luterana, por el otro lado,
obtiene su verdadera expresión en el bautismo. El bautismo, de acuerdo
con Lutero, es la revelación del decreto consolador de que Dios ‘quiere
que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la
verdad’ [1 Timoteo 2:4]. No necesitamos agonizantemente inquirir
acerca de un decreto oculto, de acuerdo con el cual seamos elegidos o
rechazados, ya que cada uno podrá leer en su bautismo su elección para
bienaventuranza” (H. L. Martensen, Christian Dogmatics [Dogmática
cristiana], 424). Podemos, pues, decir que, en general, en la Iglesia
Reformada se puso menos énfasis en la necesidad del bautismo que en
la Iglesia Luterana; y que la posición reformada, por mediación de los
Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia Anglicana, se convirtió esen-
cialmente en la enseñanza del metodismo.
4. Desarrollos doctrinales posteriores. (1) La doctrina anglicana, como
se expresa en los Treinta y Nueve Artículos, es una combinación de los
credos luterano y reformado. Hay, sin embargo, dos razonamientos
acerca de la interpretación de los formularios: los que son más luteranos
y sacramentarios, y por consiguiente suponen que el alma es renovada
por una infusión de vida, y los que más cercanamente se aproximan a la
posición reformada de un cambio solo en las relaciones. (2) La doctrina
bautista difiere del cristianismo en general en dos puntos: mantiene que
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 157

el bautismo, como rito, pertenece solo a adultos como expresión de su


fe, y que el único modo válido de bautismo es inmersión en agua. (3)
Los metodistas sostienen una posición mediadora. Por un lado,
repudian el razonamiento sociniano de que el bautismo es meramente
una señal o distintivo de la profesión cristiana, y por el otro lado,
rechazan el rito como un emblema ritualista impresivo del lavamiento
del pecado. Sostienen que el bautismo es tanto una señal como un sello,
por lo cual, para el que lo recibe, si cumple con las condiciones del
pacto, hay gracia que lo acompaña. A esta posición se le dará conside-
ración adicional en nuestra discusión del significado, el modo y los
sujetos del bautismo.
Naturaleza y designio del bautismo cristiano.23 Es posible arribar a la
naturaleza y el designio de la ordenanza del bautismo si partimos de su
historia, y de las declaraciones bíblicas que le conciernen. Se trata de un
solemne sacramento que “significa la aceptación de los beneficios de la
expiación de Jesucristo”, y es una promesa de “pleno propósito de
obediencia en santidad y justicia”. Desde el punto de vista divino,
también es una promesa de otorgamiento de gracia.24 Samuel Wake-
field define el bautismo como sigue, indicando sus cuatro elementos
esenciales: “El bautismo, como una ordenanza cristiana, puede definirse
como la aplicación de agua pura al debido sujeto, por un legítimo
administrador, en nombre de la sagrada Trinidad. (1) Es la aplicación
de agua pura, como lo indica claramente el lenguaje del Apóstol:
‘[A]cerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe,
purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con
agua pura’ (Hebreos 10:22). (2) El agua deberá ser aplicada al debido
sujeto, no a un objeto inanimado, sino a un ser humano, bajo ciertas
circunstancias. (3) La ordenanza deberá llevarse a cabo por un adminis-
trador legítimo, y siendo que la comisión de bautizar fue dada solo a los
ministros del evangelio, nadie más tiene el derecho de desempeñar este
oficio. Y, (4) deberá administrarse en el nombre de la sagrada Trinidad:
‘[B]autizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo’ (Mateo 28:19). Hay dos cosas que sobresalen claramente aquí en
cuanto al bautismo: (1) su obligación perpetua y universal; y (2) su
importancia sacramental”.25
1. Dos cosas indican la obligación universal y perpetua del bautis-
mo: el mandamiento expreso de nuestro Señor (Mateo 28:19-20), y la
práctica apostólica (Hechos 2:28, 41; 8:12). El bautismo es una
solemne ordenanza que deberá observarse de manera estricta. De los
158 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

pasajes bíblicos anteriores se desprende claramente que los apóstoles


administraban el bautismo inmediatamente después de la profesión de
fe, y si ello fue considerado necesario en aquel momento, no debe serlo
menos ahora. “Pero cuando creyeron a Felipe, que anunciaba el
evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, se bautizaban
hombres y mujeres” (Hechos 8:12). El bautismo es una ordenanza de
obligación perpetua. Algunos han argumentado que, siendo que Cristo
bautiza con el Espíritu Santo, el bautismo en agua ya no es necesario. Y
es indudablemente cierto que el bautismo de Juan ha sido invalidado,
pero ya hemos indicado que hubo una amplia distinción entre el
bautismo en agua de Juan como rito preparatorio, y el bautismo en
agua de Cristo como señal y sello de una obra interna de gracia.
Tampoco el texto de Hebreos 9:10, el cual habla “de diversas ablucio-
nes, y ordenanzas acerca de la carne”, presenta un argumento contrario
al bautismo cristiano. Es cierto que los cristianos rechazaron esos ritos
judíos, pero el bautismo en agua siguió siendo administrado por los
apóstoles después de abrirse la dispensación cristiana, lo cual indica
claramente que el bautismo no fue incluido en los ritos de que se habla
en Hebreos 9:10. El bautismo, por ser un rito de iniciación, se
administrará solo una vez. Porque establece un pacto permanente, no
ha de repetirse. Puede que el bautizado caiga, pero la bondadosa
promesa de Dios permanece. El efecto de esta promesa no puede
anularse. Si el bautizado cae, necesita arrepentirse y creer, sabiendo que
el Padre está listo a restaurarlo, pero esto no hace necesario un nuevo
bautismo. También, como rito de iniciación, el bautismo es un acto
visible por medio del cual los miembros son admitidos a la iglesia de
Cristo como sociedad visible. Esta ha sido la fe de la iglesia desde el
principio, y negarlo es negar del todo que la iglesia tenga una ordenanza
de iniciación.
2. La importancia sacramental del bautismo se ha de encontrar en el
hecho de que es señal y sello del pacto de gracia.26 (1) Como señal,
representa la purificación espiritual. “Esparciré sobre vosotros agua
limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos
vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu
nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de
piedra, y os daré un corazón de carne” (Ezequiel 36:25-26). En este
sentido nuestro Señor también declara: “De cierto, de cierto te digo,
que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino
de Dios” (Juan 3:5). Aquí, evidentemente, la señal es el bautismo
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 159

exterior en agua, y la cosa señalada es la obra interior del Espíritu. El


apóstol Pablo se refiere a esta doble obra del Espíritu como “el lava-
miento de la regeneración” y “la renovación en el Espíritu Santo” (Tito
3:5). Por tanto, el bautismo como señal no solo simboliza la regenera-
ción, sino también el bautismo con el Espíritu Santo, que es el evento
peculiar de esta dispensación. De acuerdo con esto, al derramamiento
del Espíritu “sobre toda carne”, como lo profetizó Joel, se le llamará un
bautismo en el Nuevo Testamento. Es a ello que Juan el Bautista se
refería cuando dijo, “él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mateo
3:11), y a lo que Jesús mismo se refirió cuando dijo a sus discípulos,
“vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos
días” (Hechos 1:5). (2) El bautismo también es un sello. “Es”, dice
William G. T. Shedd, “como el sello oficial de un documento legal. La
presencia del sello inspira confianza en lo genuino del título de
propiedad; la ausencia del sello despierta duda y temor. Con todo, es el
título de propiedad, no el sello, lo que confiere el título” (William G.
T. Shedd, Dogmatic Theology [Teología dogmática], II:574). De parte
de Dios, el sello es la garantía visible de fidelidad a su pacto, una
ceremonia perpetua a la cual su pueblo podrá siempre apelar. De parte
del hombre, el sello es ese acto por el cual se obliga como parte en el
pacto, y promete ser fiel en todas las cosas; y es también la señal de una
transacción finiquitada, la ratificación de un acuerdo final.
El modo del bautismo. Este tema ha sido uno de larga y seria contro-
versia. Desde el día de los anabaptistas del tiempo de la Reforma, hasta
los bautistas de fecha más reciente, se ha afirmado que la inmersión es
el único modo válido de bautismo, mientras que otros, el gran cuerpo
de la iglesia en todas las épocas, siempre han mantenido que puede
administrarse por rociamiento o derramamiento, o para emplear un
término que los incluya a ambos, por afusión. La pregunta no es si la
inmersión es un bautismo válido, ya que esto nunca ha sido negado,
pero si es la única forma de bautismo autorizada por la Biblia. Nuestra
posición como iglesia es clara: “El bautismo puede ser administrado por
aspersión, afusión o inmersión, según la preferencia del candidato”. Por
lo tanto, es suficiente solo indicar de manera breve los argumentos que
se ofrecen a favor y en contra de la inmersión como el único modo
válido de bautismo. Los argumentos que se esgrimen más frecuente-
mente en favor de la inmersión son: (1) El significado del vocablo
baptizo, bautizar; (2) las circunstancias que se dieron en muchos de los
bautismos registrados en la Biblia; y (3) el símbolo de la sepultura.27 La
160 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

iglesia, por lo general, ha considerado estas proposiciones como


insuficientes para establecer la creencia en la inmersión como el único
modo válido de bautismo. Sin ánimo alguno de controversia, podemos
resumir los argumentos como sigue, a la vez que referimos al lector al
estudio adicional de los tratados más elaborados sobre este asunto.
1. Se argumenta que el vocablo baptizo siempre significa remojar o
sumergir. Sin embargo, es un hecho más allá de toda controversia que la
mayoría de los lexicógrafos le asignan un significado más amplio, y que
los escritores clásicos lo emplean para expresar una variedad de ideas. R.
W. Dale señala que baptizo es un derivado, el cual modifica el signifi-
cado de su raíz, bapto. El vocablo significa (1) practicar un acto
definido, remojar; (2) efectuar un cambio definido de condición, teñir;
(3) efectuar un cambio completo de condición al asimilar la calidad o la
influencia, sin color, mezclar, empapar, imbuir. Los escritores clásicos
Plutarco, Hipócrates y Aristóteles empleaban frecuentemente la palabra
para referirse no a otra cosa sino a humedecer, teñir, y rociar. Es
evidente que la palabra empleada para designar el bautismo cristiano, la
Biblia la emplea en otro sentido que no es el de inmersión. “Y volvien-
do de la plaza, si no se lavan [bautizan], no comen” (Marcos 7:4), lo
cual, como indica el versículo anterior, se refiere al acto de lavarse las
manos. Los fariseos (Lucas 11:38) se asombraron de que Jesús se
sentara a comer sin primero bautizarse o lavarse, como era la costumbre
de los fariseos. El apóstol Pablo declara que los israelitas fueron
bautizados en Moisés en la nube y en el mar (1 Corintios 10:1-2), y
emplea la palabra bautizar para referirse al pasar entre las agua, bajo la
sombra de la nube. Que el vocablo baptizo es empleado en un sentido
más amplio que el de remojar o sumergir, será suficiente refutación del
reclamo de que la inmersión sea el único modo válido de bautismo.
2. Un estudio de las circunstancias que acompañaron los bautismos
que registra la Biblia también hace claro que el bautismo no siempre
significó la inmersión. Los casos que usualmente se citan como prueba
de la inmersión son los siguientes: “Y salía a él Jerusalén, y toda Judea,
y toda la provincia de alrededor del Jordán, y eran bautizados por él en
el Jordán” (Mateo 3:5-6); “Y Jesús, después que fue bautizado, subió
luego del agua” (Mateo 3:16); “Y mandó parar el carro; y descendieron
ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó. Cuando subieron del
agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe” (Hechos 8:38-39). Aquí,
la fuerza completa del argumento depende del significado de las
preposiciones originales griegas en, eis, ek y apo. Es bien conocido que
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 161

estas preposiciones se emplean en la Biblia con diferentes significados.


Así, pues, apo significa de, mucho más frecuentemente que fuera de; y
ek también significa de al igual que fuera de; y eis significa a tanto como
dentro. Por tanto, a partir del significado de las palabras originales, sería
una traducción tan fiel como la que se presenta decir que Jesús subió
directamente desde el agua, y que Felipe y el eunuco descendieron al
agua, y que subieron desde el agua. Schleusner, en su célebre léxico,
señala que en tiene treinta y seis significados distintos, ek, veinte y
cuatro, y apo, veinte. Se hace evidente, por tanto, que la verdadera
interpretación solo se puede encontrar en un estudio de las circunstan-
cias y los usos históricos, y no necesariamente en una interpretación
literal de las preposiciones. Aquí podemos referirnos brevemente a
pasajes bíblicos tales como el del bautismo de Saulo, en donde se señala
que se levantó y fue bautizado (anastas ebaptizen), literalmente, puesto
de pie fue bautizado (Hechos 9:18); el del bautismo de Cornelio y los
de su casa, en donde se hace evidente que fueron bautizados en la casa
en donde el Espíritu Santo había descendido sobre ellos, cosa que,
además, queda implicado en la pregunta, “¿Puede acaso alguno impedir
el agua…?”, es decir, impedir que el agua fuera traída a la casa para el
bautismo (Hechos 10:47-48); y, por último, el del bautismo del
carcelero y su familia en la noche, el cual, por obligación, debe haberse
llevado a cabo en la cárcel, no pudiendo decirse con certeza que haya
sido por inmersión (Hechos 16:31-33).28
3. El simbolismo de la sepultura ha sido un argumento favorito
entre los inmersionistas, y lo basan en pasajes bíblicos como los
siguientes: “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte
por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos para
la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva”
(Romanos 6:4); y, de nuevo, “sepultados con él en el bautismo, en el
cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de
Dios que le levantó de los muertos” (Colosenses 2:12). El argumento
en pro de la inmersión descansa enteramente en las palabras “sepulta-
dos juntamente con él para muerte por [o en] el bautismo”, y asume
que el Apóstol está hablando aquí del bautismo en agua, definiendo,
por tanto, así, el modo.29 Que estos textos no hagan referencia ni al
bautismo en agua ni a su modo, es apta y concisamente expresado por
Samuel Wakefield como sigue: “Concluimos, pues, a partir del examen
cuidadoso de todo el asunto, que en los pasajes bajo consideración, el
Apóstol no alude de ninguna manera, ni al bautismo en agua en sí
162 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

mismo, ni a su modo, ya que está hablando de una muerte espiritual, de


un sepelio, de una resurrección, y de una vida. En Romanos 6:2, él
pregunta: ‘Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos
aún en él?’, y en esta pregunta nos da una clave para el pasaje completo
de ‘muertos al pecado’ [Romanos 6]. Por lo tanto, si ‘hemos muerto al
pecado’, no deberemos perseverar en el pecado. ‘¿O no sabéis que todos
los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados
en su muerte?’ [v. 3], es decir, todos nosotros los que hemos sido
unidos a Jesucristo por el bautismo del Espíritu Santo fuimos hechos
partícipes de los beneficios de su muerte. ‘Porque por un solo Espíritu
fuimos todos bautizados en un cuerpo’ (1 Corintios 12:13). Este
cambio moral por el que los creyentes son unidos a Cristo, y constitui-
dos pámpanos vivientes de ‘la vid verdadera’, incluye la muerte al
pecado, la sepultura del ‘viejo hombre’, y la resurrección de la muerte
espiritual a una nueva vida de obediencia santa. ‘Porque somos
sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo’ [Romanos
6:4], es decir, que así como Cristo fue sepultado en una tumba, así
también nosotros, por el bautismo con el Espíritu, somos traídos a este
estado de muerte al pecado, ‘a fin de que como Cristo resucitó de los
muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida
nueva’ [v. 4]. Ciertamente, todo el argumento del Apóstol demuestra
que él está hablando de la obra del Espíritu, y no del bautismo en agua.
‘Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su
muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto,
que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que
el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al
pecado’ (Romanos 6:5-6). Y, de nuevo, ‘Así también vosotros conside-
raos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor
nuestro’ (Romanos 6:11). ¿Puede el bautismo en agua lograr el cambio
moral del cual habla aquí el Apóstol? Nadie afirmaría tal cosa, a menos
que haya aceptado la noción disparatada de que la ‘inmersión es el acto
regenerador’” (Samuel Wakefield, Christian Theology [Teología
cristiana], 582).30
Los sujetos del bautismo. Todos los que creen en el Señor Jesucristo, y
han sido regenerados, son sujetos aptos para el bautismo cristiano. Esto
queda establecido por la declaración directa de Jesucristo: “El que
creyere y fuere bautizado, será salvo” (Marcos 16:16). Este mismo
hecho lo enseña también el apóstol Pedro: “Entonces respondió Pedro:
¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 163

que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros? Y mandó


bautizarles en el nombre del Señor Jesús” (Hechos 10:47-48). Samuel
Wakefield señala que “este pasaje prueba, en adición al propósito por el
cual se incluye, que los hombres pueden recibir el Espíritu Santo, y, por
consiguiente, pueden ser regenerados sin ser bautizados. Luego, el
bautismo no puede ser el acto regenerador, como algunos lo afirman
ingenuamente” (Samuel Wakefield, Christian Theology [Teología
cristiana], 562). Pero, además de los creyentes adultos, la iglesia
siempre ha sostenido que los hijos de los creyentes son igualmente
sujetos idóneos del bautismo, y no les ha negado el bautismo a los hijos
de los incrédulos. Esta posición fue cuestionada por los anabaptistas del
periodo de la Reforma, y sus seguidores todavía la objetan. No
pensamos que la controversia demande un tratamiento extendido,
siendo que nuestra iglesia establece definitivamente su posición en el
credo, en armonía con la creencia ortodoxa tanto del tiempo antiguo
como del moderno. Consideraremos, pues, brevemente los siguientes
temas: (1) La historia del bautismo de infantes; (2) las objeciones al
bautismo de infantes; y (3) los argumentos en su favor procedentes del
pacto abrahámico.
1. La historia del bautismo infantil revela el hecho de que la práctica
ha existido en la iglesia desde los tiempos más tempranos.31 Justino
Mártir, quien nació alrededor del tiempo de la muerte del apóstol Juan,
dice que “hubo muchos de ambos sexos, algunos de sesenta años y otros
de setenta, quienes fueron hechos discípulos de Cristo en su infancia”,
sin duda refiriéndose al bautismo. Orígenes (185-254) expresamente
declara que “la iglesia ha recibido la tradición de los apóstoles de que el
bautismo deberá ser administrado a los infantes”. Como a mediados del
siglo tercero, Fido, un obispo africano, dirigió una pregunta a Ci-
priano, obispo de Cartago, respecto a si se podía o no llevar a cabo el
bautismo de infantes antes de los ocho días. Cipriano trajo esto ante el
sínodo en 254 d.C., en el cual había sesenta y seis obispos presentes, y
fue decidido unánimemente que no era necesario aplazar el bautismo
hasta el octavo día. Agustín, en el siglo cuarto, dice que “toda la iglesia
practica el bautismo infantil. No ha sido instituido por los concilios,
pero ha estado siempre en uso”; y, de nuevo, “No recuerdo haber leído
de alguien, fuera católico o hereje, que haya mantenido que el bautismo
deba negársele a los infantes”. Parecería imposible justificar estas
declaraciones históricas a menos que la práctica del bautismo de
164 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

infantes hubiera llegado hasta nosotros desde los tiempos de los


apóstoles.
2. Las objeciones al bautismo infantil se plantean usualmente sobre
las siguientes bases: (1) Que la práctica no tiene autorización expresa de
la Biblia; (2) que la Biblia declara que el creer deberá preceder a la fe, y
siendo que los infantes no pueden creer, por consiguiente no deberán
ser bautizados; (3) que los infantes no pueden consentir al pacto del
cual el bautismo es el sello, y, por lo tanto, no deberán ser obligados
por esta ordenanza; y (4) que el bautismo no le hará ningún bien al
infante, por lo cual es inútil bautizarlos. Estas objeciones serán
contestadas con el argumento positivo que sigue.
3. El bautismo infantil se conecta inmediatamente con el pacto
abrahámico, y se puede entender plenamente solo a la luz de las
enseñanzas del Antiguo Testamento. (1) Dios tiene solo una iglesia.
Ella está edificada sobre el protoevangelio, y tomó por primera vez su
forma visible en el pacto con Abraham. Por lo tanto, el apóstol Pablo
declara lo siguiente: “Y la Escritura, previendo que Dios había de
justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a
Abraham diciendo: En ti serán benditas todas las naciones” (Gálatas
3:8). La promesa hecha a Abraham y a su simiente, no solo incluía
bendiciones temporales, sino al Mesías mismo: “En tu simiente serán
benditas todas las naciones de la tierra” (Génesis 22:18). La bendición
temporal se cumplió en la posteridad humana de Abraham, pero
Cristo, como la simiente divina, es la fuente de las bendiciones
espirituales universales. “No dice: Y a las simientes, como si hablase de
muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gálatas
3:16). “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois”
[Gálatas 3:29], y es sobre las bases de esta promesa que el apóstol
Pedro, en su sermón de Pentecostés, hizo la siguiente oferta universal
de salvación: “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos,
y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios
llamare” (Hechos 2:39).32 (2) El pacto hecho entre los “herederos según
la promesa” (Gálatas 3:29). Fue con Abraham y su simiente que este
pacto fue sellado por el rito de la circuncisión. “Este es mi pacto, que
guardaréis entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti: Será
circuncidado todo varón entre vosotros” (Génesis 17:10). El niño que
no fuera circuncidado en el octavo día había de ser cortado por juicio
especial de Dios, por haberse roto el pacto. Por tanto, el rito era la
publicación constante del pacto de gracia entre los descendientes de
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 165

Abraham, y su repetición, la constante confirmación de este pacto. (3)


La iglesia cristiana es la continuación del pacto abrahámico en su
desarrollo universal. La promesa implícita en el pacto se desdobla en la
plena riqueza de la bendición de Cristo. Por eso leemos que Abraham
“recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que
tuvo estando aún incircunciso; para que fuese padre de todos los
creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea
contada por justicia; y padre de la circuncisión, para los que no
solamente son de la circuncisión, sino que también siguen las pisadas de
la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado”
(Romanos 4:11-12). Así que, como hemos indicado, el pacto abrahá-
mico es llevado a cabo a su grado sumo en la dispensación del evange-
lio. (4) El bautismo suplanta la circuncisión. El rito de iniciación de la
circuncisión caducó junto a los ritos y las ceremonias peculiares a la fase
del Antiguo Testamento, y en su lugar, el bautismo se vuelve el rito de
iniciación del Nuevo Testamento. Que el bautismo conlleva el mismo
carácter federal y de iniciación, lo evidencia la declaración del apóstol
Pablo de que “vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo
principado y potestad. En él también fuisteis circuncidados con
circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecami-
noso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el
bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe
en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Colosenses
2:10-12). Aquí el rito de la circuncisión es traído a una inmediata
conexión con el bautismo como ordenanza del Nuevo Testamento, y
este bautismo es expresamente establecido como la “circuncisión de
Cristo”.33 Resumamos ahora como sigue, en las palabras de Samuel
Wakefield, los argumentos concernientes a la autorización bíblica para
la práctica del bautismo de infantes: “Hemos demostrado que el pacto
abrahámico fue el pacto general de la gracia; que los niños fueron
incluidos en ese pacto, y admitidos en la iglesia visible por la circunci-
sión; que el cristianismo no es otra cosa que la continuación, bajo una
nueva forma, de aquel pacto que Dios hizo con Abraham, y que el
bautismo es ahora la señal y el sello del pacto de la gracia, como la
circuncisión lo fue bajo la anterior dispensación. De estas premisas se
sigue necesariamente que, así como los hijos infantes de padres
creyentes, bajo el Antiguo Testamento, eran sujetos idóneos de la
circuncisión, así también los hijos infantes de los creyentes cristianos
son sujetos idóneos del bautismo” (Samuel Wakefield, Christian
166 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Theology [Teología cristiana], 569-570). A esto podemos añadir el


hecho de que, en tres ocasiones diferentes, se indica que hubo familias
que fueron bautizadas: la de Lidia (Hechos 16:15), la del carcelero de
Filipos (Hechos 16:33), y la de Estéfanas (1 Corintios 1:16). Por
supuesto que no hay prueba positiva de ello, pero podemos considerar
las ocasiones arriba mencionadas como evidencia por lo menos
presumible de que había niños en las familias de los que fueron
bautizados. Todavía más, tenemos, de los labios de nuestro Señor, la
declaración de que los niños pertenecen al reino de Dios (Marcos 10:4);
y si ese es el caso, tienen derecho a que se les reconozca como testigos
de la fe de sus padres en las palabras de su Señor.34 Por lo tanto,
mantenemos que hay garantías para el bautismo infantil, y que los
argumentos que se acaban de presentar son respuesta suficiente a las
objeciones previamente mencionadas. Pero si siempre se insistiera en
sostener que solo los creyentes han de ser bautizados, y los infantes
excluidos, entonces nosotros insistiríamos en que el argumento prueba
demasiado. Si solo aquellos que creen y son bautizados son salvos, y si
los niños no pueden creer, y, por lo tanto, no pueden ser bautizados,
entonces, por obligación del argumento, la conclusión lógica es que
tampoco pueden ser salvos. Pero esto, pensamos nosotros, nadie lo
concedería, ya que se opone directamente a las palabras de nuestro
Señor mencionadas arriba (Marcos 10:4). Cuando Cristo declaró, “El
que creyere y fuere bautizado, será salvo” (Marcos 16:16), estaba
hablando de creyentes adultos, a quienes los discípulos fueron enviados
con el evangelio, y quienes, por consiguiente, eran capaces de responder
a su predicación. Las palabras del Señor aquí no hacen referencia
alguna al bautismo infantil.

LA SANTA CENA
“Creemos que la cena conmemorativa y de comunión instituida por
nuestro Señor y Salvador Jesucristo es esencialmente un sacramento del
Nuevo Testamento, que declara su muerte expiatoria, por cuyos
méritos los creyentes tienen vida y salvación, y la promesa de todas las
bendiciones espirituales en Cristo. Es distintivamente para aquellos que
están preparados para apreciar con reverencia su significado, y por ella
anuncian la muerte del Señor hasta que Él venga otra vez. Siendo la
fiesta de comunión, sólo aquellos que tienen fe en Cristo y amor para
los santos deben ser llamados a participar en ella” (Manual de la Iglesia
del Nazareno, edición de 2009-2013, Artículo de Fe XIII, página 33).
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 167

La institución de la Santa Cena.35 Las circunstancias bajo las cuales se


instituyó este sacramento fueron solemnes e impresionantes. Fue la
noche en que Jesús fue traicionado, y en la que celebraba la Pascua con
sus discípulos. “Y mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo
[eulogisas], y lo partió, y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed;
esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias
[eucaristisas], les dio, diciendo: Bebed de ella todos; porque esto es mi
sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de
pecados” (Mateo 26:26-28; cf. Marcos 14:22-24; Lucas 22:19-20).
Estas referencias son históricas, y describen los eventos ligados a esta
santa institución. Las siguientes palabras presentan la interpretación
doctrinal que el apóstol Pablo le da a la institución: “La copa de
bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo?
El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo
un solo pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos
participamos de aquel mismo pan” (1 Corintios 10:16-17). “Porque yo
recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la
noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias lo partió,
y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido;
haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa,
después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi
sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí.
Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa,
la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga. De manera que
cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indig-
namente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto,
pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa” (1
Corintios 11:23-28).
Así como el bautismo sustituyó la circuncisión, así también la Santa
Cena suplantó la Pascua. Bajo el antiguo pacto, la Pascua era el tipo
eminente del sacrificio redentor de nuestro Señor, el cual, por las
edades, ha representado la fe y la esperanza del antiguo pueblo. Y
siendo que Cristo, como la verdadera Pascua, estaba por cumplir el
símbolo del Antiguo Testamento, se hacía necesario un nuevo rito que
conmemorara esta liberación espiritual y confirmara sus beneficios. En
la fiesta de la Pascua, la cabeza de cada familia tomaba la copa de acción
de gracias, y, junto a su familia, daba gracias al Dios de Israel. Así
también, cuando Jesús hubo terminado la acostumbrada ceremonia
pascual con sus discípulos, procedió con una acción nueva y distante.
168 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

“Y tomó el pan [el pan de la mesa pascual] y dio gracias, y lo partió y


les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced
esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado,
tomó la copa [la copa pascual] diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en
mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lucas 22:19-20). Existe, pues,
una continuidad de simbolismo en el Antiguo Testamento y en el
Nuevo, pero el antiguo simbolismo había sido traído a su tajante fin, y
el nuevo rito, el cual suplantaba al anterior, tenía un comienzo
igualmente distintivo. Que este rito tenía como intención que fuera
permanente lo evidencia el hecho de que el apóstol Pablo recibió del
Señor la palabra que lo obligaba, a saber, la necesidad de establecerlo en
todas las iglesias que fundaba (1 Corintios 11:23).36
Durante la era apostólica se utilizaban un número de términos para
expresar el significado de la Santa Cena, y por lo menos cinco de ellos
se encuentran en el Nuevo Testamento. (1) Se le llamaba la eucaristía
(eucaristeo, dar gracias), como una referencia a que Cristo tomara la
copa y diera gracias. A veces también se le llamaba eulogesas (de eulogeo,
alabar o bendecir), como referencia al acto de Jesús de bendecir el pan.
Ambas palabras a menudo se intercambiaban.37 Por eso el apóstol Pablo
va a hablar de la “la copa de bendición” [1 Corintios 10:16]. En cuanto
a lo apropiado del término “eucaristía”, el mismo siempre ha sido
familiar entre las personas de habla castellana. Como tal, la Santa Cena
es una solemne acción de gracias por las bendiciones de la redención.
(2) También se le conocía como la Comunión. Los Hechos de los
Apóstoles vinculan “el partimiento del pan” y “la comunión unos con
otros” (Hechos 2:42). Sin embargo, la comida fraternal era en sí
considerada una comunión, y se sellaba con el ósculo de la paz
(Romanos 16:16; 1 Corintios 16:20; 2 Corintios 13:2; 1 Tesalonicen-
ses 5:26; 1 Pedro 5:14). El apóstol Pablo realza esta comunión de los
unos con los otros como inseparable de la comunión con Cristo. Señala
que somos un cuerpo al participar del mismo pan, que es el cuerpo de
Cristo (1 Corintios 10:16). Jesús pone de relieve este mismo aspecto de
la comunión en su parábola de la vid y los pámpanos (Juan 15:1-8). (3)
Era considerada como una fiesta conmemorativa, una recordación de la
muerte de Jesús. Esta fase no era mayormente destacada al principio, ya
que para los cristianos primitivos, Cristo no era un héroe muerto, sino
Aquel que estaba vivo para siempre. El aspecto conmemorativo, por
tanto, se asociaba más estrechamente con la muerte redentora de Cristo
y la esperanza escatológica. “Así, pues, todas las veces que comiereis este
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 169

pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él
venga” (1 Corintios 11:26).38 (4) Se veía como un sacrificio (thisia).
Como tal, la Santa Cena no solo conmemoraba el sacrificio de Cristo,
sino que se consideraba en sí misma un sacrificio. Esta distinción
deberá tenerse claramente en mente: la interpretación de la muerte de
Jesús como un sacrificio, y la interpretación de la comida comunitaria
como un sacrificio. El sacrificio de Cristo fue una vez para siempre
(Hebreos 9:25-26), y no podía repetirse. Suplantó todos los sacrificios
de animales, y se consideraba algo nuevo y final para los seres humanos.
A la comida comunitaria se le llamaba un sacrificio en el sentido de que
era en sí misma una ofrenda de gratitud o un “sacrificio de alabanza”
(Hebreos 13:15. Cf. Filipenses 2:17; 4:18), y también porque era
acompañada con la dádiva de limosnas para los pobres. (5) Finalmente,
se le llamaba la presencia, o el misterio (misterion). Lo primero
conllevaba la idea de Cristo como un anfitrión en su mesa, y se deriva
del relato de Emaús, en donde la presencia de Cristo se dio a conocer
en el partimiento del pan. Lo segundo hace hincapié más especialmente
en los alimentos sagrados como canales de gracia y poder. El apóstol
Juan es el principal testigo de esto. Cristo es “el pan de vida” (Cf. Juan
6:53). Sin embargo, aquí el Apóstol no se estaba apartando de las
concepciones espirituales, por lo que no podemos concluir que él
estuviera proponiendo algún beneficio de la carne separado de la
Palabra. Hubo otros términos que aludían a la Santa Cena, pero los
cinco mencionados arriba representan las fases principales del sacra-
mento como se presenta en la Biblia.39
El desarrollo de la doctrina en la iglesia. Pasada la era apostólica,
comenzó muy temprano una tendencia a alejarse de la interpretación
simbólica de los elementos y las acciones según se presentaron en el
Nuevo Testamento, sustituyéndola por una interpretación realista de la
Santa Cena. Esta tendencia se podía encontrar especialmente en los
padres griegos: Justino Mártir, Ireneo y Gregorio de Nisa. Dada la
inclinación de éstos al misticismo, su tendencia sería naturalmente
hacia el razonamiento realista del sacramento, en donde el pan se volvía
el cuerpo actual de Cristo, y el vino, su sangre. La historia de esta
doctrina puede resumirse mejor si la consideramos en las siguientes
etapas de desarrollo. (1) El periodo patrístico; (2) los periodos niceno y
postniceno; (3) el periodo medieval; y (4) el periodo de la Reforma.
Después consideraremos la naturaleza de la Santa Cena, y en esa
170 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

discusión, trataremos más plenamente con las teorías de la Reforma y


sus más recientes desarrollos.
1. El periodo patrístico. Este periodo marcó el principio del desarro-
llo doctrinal siguiendo dos líneas que con el tiempo se unirían: (1) la
presencia sacramental en la Comunión, lo cual se desarrollaría más
tarde en la doctrina de la transubstanciación, y (2) la ofrenda sacrificial
en la eucaristía, lo cual más tarde vino a ser la misa. Los primeros
padres pretendieron conocer muy poco acerca de las diferencias que
más tarde se considerarían importantes, lo cual hizo que sus pronun-
ciamientos fueran a menudo ambiguos. Tanto Ignacio como Ireneo
manifestaron una tendencia a alejarse del simbolismo en expresiones
como las siguientes: “Su cuerpo se considera que está en el pan”, “Lo
hizo su propio cuerpo cuando dijo, ‘Esto es mi cuerpo’, es decir, la
figura de mi cuerpo”. Clemente de Alejandría (220) decía que el vino
era “un símbolo de la sangre”. Cipriano hablaba a menudo del pan y el
vino como el cuerpo y la sangre de Cristo, aunque en otras ocasiones
aparentemente consideraba los elementos como símbolos o emblemas.40
2. Los periodos niceno y postniceno. Las líneas de desarrollo fueron
más marcadas durante estos periodos, las cuales pueden indicarse como
sigue: (1) Crisóstomo y otros empezaron a hablar de la eucaristía como
una repetición de la gran oblación de Cristo. Al principio esto era solo
una oblación de gratitud por los dones de Dios en la naturaleza y la
gracia, pero la similitud pronto se llevaría más lejos. Pronto se habría de
identificar con la consubstanciación o la coexistencia del cuerpo y la
sangre actuales de Cristo en los elementos consagrados, lo cual parece
haber prevalecido bien temprano tanto en el oriente como en el
occidente. Se encontró en los escritos de Hilario (368), Cirilo (386),
Gregorio de Nisa (395), Ambrosio (397), y Crisóstomo (407). Algunos
de estos se inclinaron considerablemente hacia la doctrina de la
transubstanciación o el cambio en la substancia de los elementos.
Eusebio (331), Atanasio (373), Gregorio Nacianceno (391), y Nilo
(457), hacían más o menos una distinción entre la señal y la cosa
señalada. (2) El próximo paso en el desarrollo de la transubstanciación
se encontraría en Gregorio el Grande (604), quien habló del “sacrificio
diario”. Por consiguiente, el sacrificio que Cipriano mencionaba como
“la pasión del Señor que nosotros ofrecemos”, vino a ser considerado
“el sacrificio expiatorio” que había de repetirse en cada celebración. (3)
En 818 d.C., Pascasio Radberto sostuvo la doctrina de que los elemen-
tos materiales eran, por poder divino por medio de la oración de
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 171

consagración, cambiados literalmente en el mismísimo cuerpo que


nació de María, por lo cual, como consecuencia, después de la oración
de consagración, la apariencia externa del pan y del vino era un simple
velo que engañaba los sentidos. Rábano Mauro (825) y Ratramo (832)
se opusieron a este criterio, pero Gerberto (1003) lo defendió, resul-
tando el asunto en una de las grandes controversias de la iglesia
occidental.
3. La Edad Media. Durante la Edad Media, los escolásticos le pres-
taron mucha atención al tema de los sacramentos. (1) En 1030 d.C.,
Berengario escribió un tratado afirmando que el cuerpo de Cristo
estaba presente en la eucaristía, aunque no en esencia, sino en poder;
que los elementos no eran cambiados en sustancia; y que para asegu-
rarse de este poder, no solo había que tener la oración de consagración,
sino también fe de parte del que los recíbía. A Berengario se le opusie-
ron Humberto (1059) y Lanfranco (1089), siendo más tarde aquél
obligado por Gregorio VII a retractarse de sus declaraciones. (2) La
doctrina de Radberto y Humberto fue definida bajo el título de la
transubstanciación por Hildeberto de Tours (1134), y fue impuesta
como artículo de fe por el Cuarto Concilio Laterano en 1215 d.C. Al
mismo tiempo, la misa fue decretada como la repetición sin sangre del
solo sacrificio, y su eficacia como beneficiosa para vivos y muertos. (3)
Tomás de Aquino (1274) popularizó la doctrina de la transubstancia-
ción por medio de cuatro himnos. Junto a otros escolásticos, Aquino
sostenía la distinción entre la substancia y el accidente, siendo la
substancia aquello que subyacía todas las propiedades, y los accidentes
aquellas propiedades que los sentidos podían discernir. (4) Pedro
Lombardo (1164) enseñaba que la substancia del pan se convertía en el
cuerpo de Cristo, y el vino en su sangre, pero que la totalidad de Cristo
estaba presente en el altar bajo cada especie. Junto al crecimiento de
este sentimiento, al cual Tomás de Aquino luego denominaría “con-
comitancia”, también creció un sentimiento que favorecía la Comu-
nión de un solo elemento. Roberto Pulleyn (1144) fue el primero en
sugerir que no se les diera la copa a los laicos, lo cual basó en el
sacrilegio que traería el posible derrame de “la sangre misma de Cristo”.
Esto fue sancionado por Alejandro de Hales (1245), Buenaventura
(1274) y Aquino, y confirmado por el Concilio de Constancia en 1415
d.C. Tomás de Aquino también elaboró la doctrina de la concomitan-
cia al enseñar que los elementos se convertían en el cuerpo y la sangre
de Cristo, y que su alma se unía al cuerpo, y su divinidad al alma. Esto
172 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

allanó el camino para la práctica de la adoración eucarística. Tan


temprano como en 1217, el papa Honorio III ya había instituido la
“elevación de la hostia”, o el elevar los elementos sacramentales, en acto
de reverencia, pero, no sería hasta 1264 que la adoración de la hostia
quedaría establecida como un sacrificio. La iglesia oriental difirió de la
occidental en que mantuvo la Comunión con los dos elementos para el
laico, en que utilizó el pan leudado en vez del pan sin levadura, y en
que retuvo la comunión para los infantes.
4. El periodo de la Reforma. Los reformadores se rebelaron contra la
doctrina de la transubstanciación y el sacrificio de la misa. Se pueden
trazar claramente tres líneas de desarrollo: (1) la de Alemania, bajo
Lutero; (2) la de Suiza, bajo Zuinglio; y (3) la que se dio bajo Calvino,
el reformador ginebrino, también en Suiza. La primera cuestión tenía
que ver con la doctrina de la consubstanciación, como la sostenía la
Iglesia Luterana; la segunda, con la idea de la conmemoración, como la
sostenían las iglesias reformadas con fuerte tendencia socinianista; y la
tercera, con la doctrina más ortodoxa de las iglesias reformadas, como
expresada en las señales y los sellos. Los formularios anglicanos son una
combinación de las doctrinas luteranas y reformadas, tanto zuinglianas
como calvinistas. Se renunció a la enseñanza católica romana.41 El
artículo XXVIII dice que “La transubstanciación (o el cambio de
substancia del pan y el vino) en la Santa Cena del Señor, no puede
probarse por la Santa Biblia, le es repugnante a las llanas palabras de la
Biblia, trastorna la naturaleza de un sacramento, y ha dado ocasión a
muchas supersticiones. El cuerpo de Cristo es dado, tomado y comido
en la Cena, pero solo de manera celestial y espiritual. Y el medio por el
cual el cuerpo de Cristo es recibido y comido en la Cena, es la fe. El
sacramento de la Santa Cena no fue por ordenanza de Cristo reservado,
llevado a cabo, elevado ni adorado”. El artículo XVIII del credo
metodista es idéntico a ese, pero con la excepción de que elimina la
palabra “esta” del primer párrafo, como lo demostraría la comparación
del texto completo de los credos. La Confesión de Westminster de las
iglesias presbiterianas es también sustancialmente igual. Estos razona-
mientos serán considerados más plenamente en la sección que sigue.42
La naturaleza del sacramento. Los diversos criterios acerca de la
naturaleza de la Santa Cena los determinan mayormente la explicación
que se le dé a las palabras, “esto es mi cuerpo”, y “esto es mi sangre”
(Mateo 26:26-28). Estas diversas interpretaciones nos dan (1) la
doctrina católica romana de la transubstanciación; (2) la doctrina
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 173

luterana de la consubstanciación; (3) la doctrina zuingliana de la


conmemoración; y (4) la doctrina calvinista de las señales y los sellos.
1. La doctrina de la transubstanciación es la sostenida por la Iglesia
Católica Romana, y los pasos en su desarrollo histórico han sido ya
indicados. Aquí las palabras “esto es mi cuerpo” y “esto es mi sangre”,
se toman en el sentido más literal posible. La creencia es que, cuando
nuestro Señor pronunció estas palabras, cambió el pan y el vino sobre la
mesa en su propio cuerpo y en su propia sangre, entregándolos en las
manos de los apóstoles. Desde ese momento, según se sostiene, los
sacerdotes, por medio de la sucesión apostólica, tienen el poder de
hacer un cambio similar en virtud de la oración de consagración y del
pronunciamiento de las mismas palabras. Los accidentes del pan y el
vino permanecen, es decir, que el pan sabrá como pan, y el vino como
vino, pero la substancia que subyace en estos accidentes se considera
como cambiada, de modo que el pan no sea más pan, sino el cuerpo de
Cristo, y el vino no sea más vino, sino la sangre de Cristo. Siendo que
la sangre está incluida en el cuerpo, el laicado solo recibe el pan, y el
sacerdote el vino.43 Notemos las varias consecuencias importantes que
resultan de esta doctrina. (1) El pan y el vino, habiéndose cambiado en
el cuerpo y la sangre de Cristo, son presentados a Dios por el sacerdote
como un sacrificio. Este sacrificio es distinto a los demás en que es sin
derramamiento de sangre, sin embargo, es considerado como una
verdadera ofrenda propiciatoria por los pecados tanto de los vivos como
de los muertos. (2) Este cuerpo y esta sangre contienen dentro de ellos
la gracia que señalan, por lo cual la confieren ex opere operato, es decir,
como teniendo valor intrínseco en sí mismos, ya que la gracia es
impartida a todos por la simple participación en el sacramento. No se
hace necesaria ninguna disposición de parte del que lo recibe, ni
siquiera la fe, ya que el sacramento opera inmediatamente sobre todos
los que no lo obstruyan por pecado mortal. (3) Cualquiera porción del
pan que no se haya usado debe ser guardada sagradamente como
“hostia reservada”, puesto que el pan ha sido cambiado en cuerpo de
Cristo. (4) Siendo que la divinidad de Cristo está ligada a su cuerpo, se
considera como altamente propio adorar el pan y el vino en el altar, y
aún más, mostrarlos alrededor a fin de que reciban el homenaje de
todos los que los contemplen. Los protestantes, no solo objetaron a esta
doctrina no bíblica de la Santa Cena, sino que se rebelaron contra ella,
resultando en que la doctrina de la Reforma haya sido más sencilla y
bíblica.44
174 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

2. La doctrina de la consubstanciación fue adoptada por Lutero en


lo que respecta a la presencia de Cristo en el sacramento.45 Protestó
contra la doctrina romana de la transubstanciación, pero sintió la
necesidad de conservar, de una manera objetiva, el significado salvador
de la ordenanza. Por lo tanto, aceptó las palabras de la institución en su
significado literal, pero negó que los elementos fueran cambiados por la
consagración. Mantuvo que el pan y el vino permanecían igual, pero
que en, con y debajo el pan y el vino, el cuerpo y la sangre de Cristo
estaban presentes en el sacramento para todos los que participaran, y no
solo para los creyentes. De aquí que, con el pan y el vino, el cuerpo y la
sangre de Cristo serían recibidos literalmente por todos los comulgan-
tes. Siendo que la presencia de Cristo estaba solo en el uso de los
elementos, los remanentes no eran otra cosa que pan y vino. Era
también en el uso que la bendición era dada a los que participaban en
fe. La doctrina de Lutero de la consubstanciación está estrechamente
ligada con su enseñanza cristológica concerniente a la ubicuidad del
Cristo glorificado. Es esto lo que hizo posible su creencia en la presen-
cia real, relacionándola en cierto sentido con la doctrina del logos.46
3. La doctrina de la Santa Cena como rito conmemorativo fue pro-
puesta por Zuinglio, el reformador suizo y contemporáneo de Lutero.47
Objetó a la interpretación literal de las palabras de la institución como
lo enseñaba Lutero, y mantuvo en su lugar que cuando Jesús dijo, “esto
es mi cuerpo” y “esto es mi sangre”, empleó un figura común de
lenguaje, en la cual la señal se pone por la cosa señalada. En vez de que
los elementos representen la presencia real, son más bien señales del
cuerpo y de la sangre ausentes de Cristo. Por tanto, la Santa Cena ha de
considerarse meramente como una conmemoración religiosa de la
muerte de Cristo, pero con una adición: que es adaptada naturalmente
para producir emociones y reflexiones auxiliadoras, y para fortalecer los
propósitos de la voluntad. Este es el razonamiento generalmente
propuesto por los socinianos, y aunque escapa de los errores de las dos
teorías anteriores, no obstante se le queda corto a la plena verdad.
4. La última teoría que se mencionará es la de los reformadores,
como la enseñó Calvino.48 Esta es una posición mediadora entre Lutero
y Zuinglio, y es ahora el credo generalmente aceptado por las iglesias
reformadas. Calvino renunció tanto a la transubstanciación como a la
consubstanciación. Enseñó que el cuerpo y la sangre de Cristo no
estaban localmente, sino solo espiritualmente presentes en los elemen-
tos. “No es la bendición pronunciada la que hace un cambio en la copa,
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 175

sino que para todos los que se unen con conveniente afecto en la acción
de gracias entonces pronunciada, en el nombre de la congregación,
Cristo está espiritualmente presente, de modo que ellos, verdadera y
enfáticamente, pueden decir que son participantes de su cuerpo y de su
sangre, porque su cuerpo y su sangre, por estar espiritualmente
presentes, comunican la misma nutrición a las almas, y la misma
vivificación a su vida espiritual, que el pan y el vino le proveen a la vida
natural. De acuerdo con este sistema, el pleno beneficio de la Santa
Cena es peculiar a aquellos que dignamente participan de ella. Mientras
que todos los que comen el pan y toman el vino puede decirse que
presentan la muerte del Señor, y pueden también recibir algunas
impresiones devotas, solo aquellos en quien Jesús está espiritualmente
presente comparten en el alimento espiritual que surge del participar de
su cuerpo y de su sangre” (George Hill’s Lectures in Divinity [“Ponen-
cias sobre la divinidad”, por George Hill], citado por Samuel Wake-
field, Christian Theology [Teología cristiana], 594). La doctrina
reformada es expresada como sigue en al artículo XXIII de la Primera
Confesión Helvética (1536): “El pan y el vino (de la Cena) son santos,
verdaderos símbolos, por medio de los cuales el Señor ofrece y presenta
la verdadera comunión del cuerpo y de la sangre de Cristo para el
alimento y la nutrición de la vida espiritual y eternas”.
La doctrina que sostenemos, Thomas Ralston la resume bien en la
siguiente declaración: “Concluimos que, en esta ordenanza: (1) No hay
cambio efectuado en los elementos; el pan y el vino no son literalmente
el cuerpo y la sangre de Cristo. (2) El cuerpo y la sangre de Cristo no
están literalmente presentes en los elementos, ni son recibidos por los
comulgantes. (3) Los elementos, en efecto, son señales o símbolos del
cuerpo y la sangre de Cristo, los cuales sirven como conmemoración de
sus sufrimientos en la cruz, y como un auxilio para la fe del comulgan-
te. (4) Los elementos también poseen un carácter sacramental, por ser
el sello divinamente designado del pacto de redención. Así como la
sangre del cordero pascual servía como el sello de este pacto bajo la
antigua dispensación, apuntando la fe de los israelitas a la venida del
Redentor, así también correspondía que, siendo que la antigua
dispensación iba ahora a ser suplantada por la nueva, el sello del pacto
fuera procedentemente cambiado; por lo tanto, en la conclusión de la
última Pascua autorizada, la Santa Cena quedó instituida como una
conmemoración perpetua y un sello permanente de la pactada miseri-
cordia y gracia de Dios, hasta que el Salvador aparezca ‘por segunda
176 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

vez… para salvar’ [Hebreos 9:28] ” (Thomas N. Ralston, Elements of


Divinity [Los elementos de la divinidad], 997). Como se verá fácil-
mente, lo anterior está en perfecto acuerdo con el artículo de fe sobre la
Santa Cena en nuestro propio credo, así como con los del protestan-
tismo en general.49
La administración de la Santa Cena. Hay unas pocas cosas que nece-
sitan notar en lo que toca a la debida administración de la Santa Cena.
1. Los elementos son el pan y el vino. Aunque muchas de las deno-
minaciones más antiguas utilizan el vino fermentado, y algunas utilizan
el pan leudado, nuestras reglas especiales establecen que “solo jugo de
uva sin fermentar deberá usarse en el sacramento de la Santa Cena”.
2. Las acciones sacramentales son también simbólicas. Estas son: (1)
La oración de consagración, que incluye (a) dar gracias a Dios por el
don de su Hijo; (b) la preparación de los corazones de los comulgantes
para el solemne servicio del cual participarán; y (c) la consagración de
los elementos. (2) El rompimiento del pan es también importante por
representar el cuerpo roto de nuestro Señor Jesucristo. No es esencial,
sin embargo, que sea roto cuando se sirva. Es práctica común que se
pase ya roto a los que participan en el servicio. También se ha de pasar
la copa, como emblema de su sangre derramada. (3) La manera de
distribuir los elementos es también importante: Cristo los da, mientras
los discípulos, cada uno por sí mismo, recibe y participa de los dones
ofrecidos.
3. La Santa Cena es para todo el pueblo del Señor. Por lo tanto, la
invitación será la siguiente: “Todos vosotros que con verdadero
arrepentimiento habéis abandonado vuestros pecados y habéis creído en
Cristo para salvación, acercaos y tomad de estos emblemas y, por la fe,
participad de la vida de Jesucristo para la consolación y gozo de vuestras
almas. Acordémonos que es la conmemoración de la pasión y muerte
de nuestro Señor y que también es señal de su segunda venida. No nos
olvidemos de que somos uno, en una misma mesa con el Señor”.
4. La perpetuidad de la Santa Cena. Siendo que este sacramento fue
ordenado para la observancia perpetua a fin de conmemorar al Salva-
dor, y especialmente su muerte y segunda venida, es el privilegio y el
deber de todos los que creen en Cristo participar de él. Dice Samuel
Wakefield: “El descuido habitual de esta ordenanza por personas que
profesen una fe verdadera en Cristo, es altamente censurable. En este
caso, un mandamiento claro de Cristo es violado, aunque no quizá con
intención directa, y el beneficio de este singularmente afectado medio
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 177

de gracia se perderá, pues que en él nuestro Salvador nos renueva la


promesa de su amor, nos repite las promesas de su pacto, y nos llama
para el ejercicio vigorizante de nuestra fe, solo para alimentarnos más
ricamente con el pan que desciende del cielo. Si una peculiar condena-
ción cae sobre aquellos que participan ‘indignamente’, entonces una
peculiar bendición deberá seguir a la participación digna, por lo cual se
convierte en deber de todo ministro explicar la obligación de este
sacramento, y mostrar sus ventajas, y fervientemente cumplir su
observancia regular con todos los que den evidencia satisfactoria ‘del
arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo’
[Hechos 20:21]” (Samuel Wakefield, Christian Theology [Teología
cristiana], 596).

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. El tema de la adoración, en cuanto a su orden y forma, pertenece propiamente a la
teología práctica antes que a la sistemática. Sin embargo, está vitalmente relacionada con
la teología bíblica, la cual le provee aquel concepto de Dios en el que debe descansar la
verdadera adoración. La adoración cristiana, podemos decir, es un acto consciente basado
en la convicción de Dios como se revela por medio de Jesucristo. Por esta razón, el tema
demanda alguna discusión, si es que el sistema de dogmática va a ser equilibrado.
El ministerio de la Palabra y el ministerio de los sacramentos, “estos dos”, dice Tho-
mas a Kempis, “pueden denominarse las dos mesas puestas a cada lado del tesoro espiritual
de la santa iglesia. Una es la mesa del santo altar, conteniendo este pan santo, que es el
precioso cuerpo de Cristo. La otra es la mesa de las leyes de Dios, conteniendo la santa
doctrina, que instruye al hombre en la recta fe, y que lo guía a los secretos interiores
llamados sancta sanctorum, donde se esconden y se contienen los secretos internos de la
Biblia (Libro IV, capítulo 11).
Robert Will señala que existen dos corrientes de vida en el fenómeno de la adoración,
una que procede de la realidad trascendente, y la otra que fluye de la vida religiosa del
sujeto. La corriente descendiente incluye toda forma de revelación; la ascendente, toda
forma de oración. Tampoco la acción mutua de las dos corrientes excluye la primacía de la
acción divina, puesto que ella se manifiesta, no solo en la corriente descendiente de la
Palabra y de los sacramentos, sino en la acción inmanente dentro de la vida de las almas.
2. El relato más antiguo sobre la adoración cristiana después del cierre del canon, proviene de
las cartas de Plinio, procónsul de Bitinia, alrededor de 110 d.C. Éste señala que los cris-
tianos acostumbraban a reunirse en un día fijo, antes del amanecer, para cantar himnos
responsivos a Cristo como su Dios, y para prometerse, en un sacramento, a abstenerse de
toda forma de mal, a no robar, a no violentarse, a no cometer adulterio, a no falsear su
palabra, y a no traicionar la confianza. Más tarde en el día se reunían otra vez, y compar-
tían una comida sencilla (Plinio a Trajano, carta 95).
Justino Mártir, en su primera Apología, dice: “En el día llamado domingo, todos los
cristianos del vecindario se reúnen en un lugar, y escuchan la lectura de los evangelios y de
los profetas. El obispo presidente predica un sermón, y los exhorta a la vida santa. Todos,
puestos, de pie, oran. Luego se trae el pan, con vino y agua, siendo el vino sacramental
invariablemente diluido. Después de oraciones adicionales, a las cuales la gente responde
178 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

con ‘amenes’ audibles, el cuerpo y la sangre de Cristo es distribuida. Hay porciones que se
les envían a los enfermos, y se recoge una ofrenda para los pobres”.
3. La adoración evangélica restablecida por los reformadores, no tuvo por intención ser una
innovación, sino la restauración del balance antiguo entre la Palabra y los sacramentos, lo
cual traía al alma de regreso a una relación directa e inmediata con Dios. Las iglesias libres
tienen en común ciertas ideas de adoración: (1) mientras más elevado sea el tipo de adora-
ción, menos importancia se le adscribirá a los asuntos externos; (2) un énfasis exagerado en
los medios de adoración distraerá de la más elevada comunión con Dios; y, (3) la adora-
ción más digna será la más rica en contenido ético. Pero, como hemos demostrado, todo
esto cae pronto en lo formal y lo ordinario si carece de la influencia equilibradora de la
adoración colectiva.
Evelyn Underhill, en su libro titulado, Worship, señala que el elemento profético,
aunque escondido en la vida colectiva, nunca muere, sino que reaparece en cada “aviva-
miento” como una protesta contra la supuesta formalidad y falta de realidad de la rutina
litúrgica, reafirmando la libertad y la acción directa del Espíritu, el sacerdocio del indivi-
duo, el oficio profético del “predicador de la Palabra”, y el llamado a la consagración
personal. Siempre que la vida institucional se vuelva normativa, habrá también una reac-
ción en dirección del entusiasmo del grupo primitivo y del ministerio profético descrito en
el Nuevo Testamento.
4. Enoch Pond dice que “ni la institución original del sabbat, ni el mandamiento del
decálogo, limita o fija su observancia al séptimo día de nuestra semana. Dios hizo el
mundo en seis días, y santificó y bendijo el séptimo, pero no se sabe con certeza si ese día
correspondía a nuestro séptimo día, o sábado, o si correspondía al séptimo día de los
antiguos judíos. El mandamiento del decálogo también requiere que laboremos seis días, y
que guardemos el séptimo, pero, siendo que no fija de manera precisa el día a partir del
cual comenzar a contar, es imposible determinar, solo por este mandamiento, qué día en
particular ha de observarse” (Enoch Pond, Christian Theology, 632). “La institución del
sabbat consiste obviamente de dos partes; primero, la designación de un día en siete para
guardarlo santo para el Señor; y, segundo, el señalamiento de un día en particular para ser
observado. Es el primero de estos puntos el que se resuelve en la institución original, y en
el cuarto mandamiento. El segundo se ha resuelto, de cuando en cuando, por otros avisos
de la voluntad divina. El sabbat empezó el día séptimo a partir del principio de la crea-
ción, o en el primer día después de la creación del hombre. En el tiempo de Moisés, era
observado en el séptimo día de la semana judía. Bajo la presente dispensación, el sabbat ha
sido fijado… en el primer día de nuestra semana cristiana” (Enoch Pond, Christian Theo-
logy, 632-633).
5. El hombre es el último en la serie geológica de los peces, los reptiles y los mamíferos, y es
la corona y la consumación de la obra creadora de Dios. Su existencia, pues, principió en
el día sexto de la creación, o cerca del mismo, siendo el reposo del sabbat de Dios el
primer día pleno del hombre. Si el hombre empezó el cálculo de la semana a partir de ese
momento, entonces el primer día de la semana, y no el séptimo, constituyó el sabbat
primitivo y patriarcal. “El reposo santo fue el séptimo día desde el primero en la cuenta de
las obras de Dios para el ser humano, pero no fue sino el primer día de su historia creada.
Apareció ante su hacedor en ese día, en posesión de todo bien, y con el prospecto proba-
torio de una confirmación perenne de dicho día. El mismo fue, pues, bendecido y santifi-
cado para el ser humano, y contenía herencia eterna en el bien presente y prometido. No
hubo ritos de sangre ni sombras tipológicas que lo condujeran al disfrute de ese glorioso
día; el mismo surgió como el reposo de Dios para el hombre. Todo era muy bueno, y muy
satisfactorio, tanto para Dios como para el hombre. No obstante, éste cayó, por transgre-
sión, de tan elevada prueba, quedando bajo la maldición de toda la ley. Todo bien se
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 179

perdió, y se incurrió en todo mal advertido, y ahora deberemos mantener nuestros ojos
fijos en ese día del Señor, hasta que la bendición perdida sea recobrada por su mediación”
(Akers, Biblical Chronology. Cf. Potts, Faith Made Easy).
6. En cuanto a las instrucciones dadas por Jesús a los apóstoles durante los cuarenta días,
Justino Mártir, al dar las razones para guardar el primer día, dice: “Porque es el primer día
en el que Dios, habiendo operado un cambio en la oscuridad y en la materia, hizo al
mundo; y Jesucristo nuestro Salvador, en el mismo día, se levantó de los muertos. Fue
crucificado el día antes de Saturno (sábado); y en el día después de Saturno, que es el día
del sol, habiendo aparecido a sus apóstoles y discípulos, les enseñó estas cosas, las cuales les
hemos sometido a ustedes para su consideración”. Esto demuestra claramente que era una
creencia corriente entre los primeros padres, los que se habían asociado con los apóstoles,
que se les había dado autoridad para celebrar el sabbat el primer día de la semana, como
memorial no solo de la primera creación, sino también de la nueva creación, por la resu-
rrección de Jesucristo de entre los muertos.
Ignacio, un discípulo del apóstol Juan, y quien escribió alrededor de 100 d.C., apenas
diez años o menos después de la muerte del Apóstol, dice: “Porque aquellos que estaban
ocupados en las cosas viejas han venido a la novedad de la esperanza, habiendo dejado los
sabbats (judíos), pero viviendo de acuerdo con el día del Señor, en quien nuestras vidas
han resucitado de nuevo por medio de Él y de su muerte”.
7. Aquí podemos ofrecer solo unas pocas de las referencias a los padres. Ireneo dice, “En el
día del Señor, todos nosotros los cristianos guardamos el sabbat, meditando en la ley, y
regocijándonos en las obras de Dios”. Justino Mártir declara que, “en el día llamado
domingo, hay, en un lugar, una reunión de todos los que residen en las ciudades o en el
campo, y se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas”. El Didaqué
contiene la siguiente directriz para los santos: “Pero en el día del Señor, reuníos y partid el
pan, y dad gracias, después de confesar vuestras transgresiones, a fin de que vuestro sacri-
ficio sea puro”. Clemente de Alejandría dice que “un cristiano verdadero, de acuerdo con
los mandamientos del evangelio, observa el día del Señor echando fuera todo mal pensa-
miento, atesorando toda bondad, y honrando la resurrección del Señor, la cual ocurrió en
ese día”. Tertuliano dice: “Los domingos los dedicamos al gozo”, “a observar el día de la
resurrección del Señor”. Orígenes escribió que el día del Señor se colocaba por encima del
sabbat judío. Eusebio tiene el siguiente pasaje decisivo: “El Verbo (Cristo), por el nuevo
pacto, tradujo y transfirió la fiesta del sabbat a la luz matinal, y nos dio el símbolo del
verdadero reposo, el día salvador del Señor, el primer (día) de luz en el que el Salvador
obtuvo la victoria sobre la muerte. En este día, el primero de la luz, y del verdadero Hijo,
nos congregamos, después de un intervalo de seis días, y celebramos el santo y espiritual
sabbat; aun todas aquellas naciones redimidas por Él a través del mundo, se reúnen y
hacen estas cosas de acuerdo con la ley espiritual que fue decretada por los sacerdotes para
que se hicieran en el sabbat (es decir, en el sabbat judío), y que nosotros las hemos trans-
ferido al día del Señor, por pertenecerle más apropiadamente, porque tiene precedencia, y
es el primero en rango, y más honorable que el sabbat judío”.
8. La conciencia de una iglesia que no busca, por el medio de la predicación, someterse a la
prueba de la Palabra de Dios, y por su plenitud, ser edificada, pronto se encontrará redu-
cida a un espiritualismo indistinto e impotente, que no conocerá la diferencia entre los
pareceres del hombre y la doctrina salvadora de Cristo. Y el predicador que se convierte en
solo “labios de la congregación”, y que no se prepara, aun si fuera necesario por su cuenta,
fortaleciéndose con la Santa Biblia y el testimonio ecuménico, para hablar en contra de la
conciencia errada de la congregación, infectada como está del espíritu del momento,
pronto se convertirá en siervo de la iglesia en el sentido de que no podrá ser más el siervo
del Señor. Al predicador, pues, correctamente se le llama “el ministro de la Palabra”, y está
180 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

también en armonía con la Palabra de Dios que la iglesia examine y pruebe lo que escucha
según el patrón de la iglesia apostólica: “Asimismo”, dice el apóstol Pablo, “los profetas
hablen dos o tres, y los demás juzguen” (1 Corintios 14:29) (H. L. Martensen, Christian
Dogmatics, 414).
9. Nunca ha faltado la tendencia a hacer de la Biblia algo suficiente en sí mismo, sin
influencia sobrenatural que la acompañe para efectuar la salvación de los hombres. Los
antiguos pelagianos y semipelagianos consideraban la Palabra de Dios como la disciplina
intelectual y moral que mejor se acomodaba a la naturaleza espiritual de la persona, y cuyo
empleo honesto guiaba a la perfección a los que la escudriñaran sinceramente. Siendo que
la naturaleza humana había retenido de manera intacta sus elementos originales, sus
poderes naturales estaban supuestos a ser suficientes, bajo la influencia de la verdad, para
guiar a la salvación. El racionalismo moderno tiene la misma estimación general de la
Palabra de Dios: no la considera, en ningún sentido específico, el medio de gracia, sino
uno de muchos instrumentos de disciplina moral (William Burton Pope, Christian Theo-
logy, III:297).
10. La devoción es el primer paso en la elevación del alma a Dios, una relación de comunica-
ción, de contemplación, y de unión con Dios, en pensamiento edificante. Pero la adora-
ción es un acto, y el ejercicio de la contemplación deberá llevar a una rendición práctica de
la voluntad en el ofrecimiento del corazón. Esto, como un acto definitivo de adoración,
ocurre en la oración. La oración, por tanto, demanda una interioridad más profunda y
más seria que la devoción, ya que muchos pueden estar en la disposición devocional sin
realmente estarlo en la disposición de oración. Porque en la devoción, la relación del
hombre con Dios es en su mayor parte solo una reflexión edificante, una relación en la
que Dios está ciertamente presente, y en la que el alma ciertamente siente la cercanía de
Dios, pero que, por otra parte, Dios está presente, por así decirlo, solo en tercera persona.
En la oración, en cambio, Dios está inmediatamente presente en segunda persona, como
un Tú personal, respondiéndole al humano yo. En la devoción, la relación del hombre
con Dios es de carácter general; en la oración esa relación general se circunscribe a una
estrictamente individual y directa entre el hombre y Dios. En la oración, yo tengo comu-
nión con el Dios de toda la creación y de la iglesia universal, pero como el Dios mío, el
Dios del ser humano individual. Esta relación inmediata entre Dios y el alma, en donde el
alma exhala sus ansias por la luz del rostro de Dios, y lo llama, y en donde Dios mismo da
su Espíritu Santo al que hace la súplica, esta unión, “unio mystica”, es la esencia de toda
verdadera oración. Pero la cosa distintiva acerca de la oración cristiana es que es oración en
el nombre de Jesucristo” (Juan 16:23-24) (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 415).
“La oración”, dice el doctor Ryland, “ha dividido los mares, ha detenido ríos que flu-
yen, ha hecho que la dura roca irrumpa en fuente, ha extinguido llamas de fuego, ha
cerrado la boca de leones, ha desarmado víboras y ha neutralizado venenos, ha hecho que
las estrellas disciplinen al malo, ha detenido el curso de la luna, ha detenido también al sol
en su rápido galope, ha abierto con violencia puertas de acero, ha hecho volver almas de la
eternidad, ha conquistado los más fuertes demonios, y ha ordenado a legiones de ángeles
que desciendan del cielo. La oración ha embridado y encadenado las pasiones violentas del
hombre, y ha confundido y destruido vastos ejércitos de ateos orgullosos, atrevidos y
jactanciosos. La oración ha extraído a un hombre del fondo del mar, y ha llevado a otro en
carroza de fuego al cielo. ¿Qué no ha hecho la oración?”
11. El compañerismo cristiano es el privilegio de la feligresía de la iglesia, lo cual es de amplio
dividendo espiritual. Somos constituidos para sociedad, y, conforme a ello, somos dotados
de afectos sociales. La vida sería extremadamente sombría sin su elemento social. Y no hay
una esfera en la que haya una necesidad más profunda de ese elemento que en la religiosa.
La vida cristiana sería solitaria y carente de vigor espiritual sin la confraternidad de los de
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 181

nuestro mismo pensamiento. Por el otro lado, la comunión de las almas vivas en Cristo es
una fruición de la gracia. He aquí, es este un medio de mucho provecho espiritual (John
Miley, Systematic Theology, II:389).
12. Enoch Pond ofrece las siguientes marcas de un sacramento: (1) Deberá ser instituido
divinamente, una ordenanza de Cristo; (2) deberá ser caracterizado por significado y
propiedad de aplicación, no siendo una ceremonia frívola, sino que tenga significado, un
significado importante; (3) deberá sostener una conexión íntima y vital con la iglesia, ser
incluido en el pacto de la iglesia, ser un rito de la iglesia; (4) deberá ser de obligación
universal y perpetua. “Los sacramentos, ordenados por Cristo, no solo son un distintivo o
señal de la profesión del cristiano, sino que también son ciertas señales de gracia, y de la
buena voluntad de Dios hacia nosotros, por la cual Él obra invisiblemente en nosotros, no
solo vivificándonos, sino fortaleciéndonos y confirmando nuestra fe en Él”. Este es el
primer párrafo del Artículo XVI del metodismo, como lo revisó Juan Wesley. Es lo mismo
que el Artículo XXV del credo anglicano, pero con la omisión de las palabras “seguro y
efectivo testigo”. Estas palabras se añadieron originalmente al credo a fin de contrarrestar
las enseñanzas de Zuinglio, y especialmente las de los socinianos, teniendo que emplearse
la palabra “efectivo” en apoyo del ex opere operato de las iglesias sacramentales, a lo cual
objetó Juan Wesley.
13. Debe haber un claro entendimiento de las fórmulas que distinguen las diferentes
posiciones concernientes a los sacramentos. “Producir gracia ex opere operato”, dice Bailly,
“es conferirla por el poder del acto externo que Cristo instituyó, con tal que no haya
impedimento. Pero producir gracia ex opere operantis es conferirla por razón de los méritos
y disposiciones del que recibe o ministro”.
Agustín sostenía que los sacramentos eran verba visibilia o “palabras visibles”, mien-
tras que Crisóstomo decía de ellos, “una cosa vemos, otra creemos”. Estas expresiones han
sido recibidas por la iglesia en general como indicando debidamente el significado de los
emblemas.
Las iglesias sacramentarias hacen una distinción entre la materia y la forma en la ad-
ministración de los sacramentos. La materia se refiere a los elementos y las acciones físicos,
y la forma a la fórmula utilizada en la consagración de los elementos. El res sacramenti se
refiere solo a la santa eucaristía, y significa la sustancia invisible presente en el sacramento,
la cual lo constituye en vehículo real de gracia. El virtus sacramenti se aplica a la eficacia
del sacramento, ex opere operato, cuando se lleva a cabo de forma válida.
14. La importancia que la Iglesia Católica Romana le adjudica al ex opere operato se demuestra
en los Cánones VI, VII y VIII de los decretos tridentinos. “Quien afirme que los sacra-
mentos de la nueva ley no contienen la gracia que significan, o que no confieren la gracia
sobre los que no le ponen obstáculo, como si fueran solo señales externas de gracia o de
justicia recibida por fe, y marcas de la profesión cristiana, por las cuales el fiel se distingue
de incrédulo: sea anatema”. “Quien diga que la gracia no siempre se da en estos sacra-
mentos, y sobre todas las personas, en cuanto a Dios se refiere, y si son recibidos debida-
mente, sino que se confiere solo algunas veces y sobre algunas personas: sea anatema”.
“Quien diga que la gracia no es conferida por los sacramentos de la nueva ley, por su
propio ex opere operato, sino que la fe en la divina promesa es todo lo que es necesario para
obtener gracia: sea anatema”.
15. Los sacramentos son el sello del pacto de gracia, tanto de parte de Dios como del hombre.
Son sellos de parte de Dios, por medio de los cuales Él declara su intención benévola de
conferirnos sus favores, y por los cuales se obliga a cumplir sus compromisos del pacto.
Mientras contemplamos estos símbolos, sentimos que nuestras mentes son impresionadas
con la condescendencia y el amor de Dios, que nuestra fe en sus promesas es confirmada,
y que nuestros más devotos afectos hacia Él son alentados. De parte nuestra, son también
182 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

sellos por los cuales entramos en las más solemnes obligaciones con Él, de acuerdo con los
términos del pacto que Él nos ha propuesto aceptar. En la medida en que, por la recepción
de estas señales visibles, profesamos “asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros”,
sellamos el solemne contrato, como con si fuera con nuestra propia firma, de que nos
dedicaremos a Dios, y que le dedicaremos nuestro todo, para ser solo de Él, y por siempre
de Él” (Samuel Wakefield, Christian Theology, 555).
William Burton Pope armoniza las señales y los sellos como sigue: “Como señales, re-
presentan, en acción y en símbolos, las grandes bendiciones del pacto; y como sellos, son
promesas permanentes de una fidelidad divina que las otorgará bajo ciertas condiciones,
siendo esas condiciones el instrumento del Espíritu para auxiliar y fortalecer la fe que las
bendiciones requieren, y para asegurarle a esa fe el otorgamiento presente de su objeto
(William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III).
16. Es sorprendente que las comuniones griegas y romanas, las cuales difieren tanto en tantas
cosas, estén de acuerdo con la aceptación de siete sacramentos. Ambas fundamentan su
aceptación en la autoridad de la iglesia para interpretar la voluntad de Cristo, y los reivin-
dican como sacramentos que envuelven, y cercan alrededor, y santifican la totalidad de la
vida en sus distintas etapas: el bautismo santifica el nacimiento; la confirmación, la vida
adulta; la penitencia, la vida del diario pecar; la eucaristía, la vida en sí misma; las órdenes,
la legítima autoridad; el matrimonio, la ley de la iglesia de continuación y crecimiento; y
la extremaunción, la partida de esta vida. … Los escolásticos los ejemplificaron y los
defendieron de varias maneras. Se suponía que cada uno era simbolizado por una de las
siete virtudes capitales, o las simbolizaban: fe, amor, esperanza, prudencia, templanza,
fortaleza, diligencia. Estas eran explicadas como una analogía de la vida espiritual con la
física, como el nacimiento, el crecimiento hasta la edad adulta, la nutrición, la sanación, la
reproducción, la instrucción, la muerte. … el bautismo, la confirmación, las órdenes,
según se sostenía, poseían un carácter indeleble, permanentemente imborrable, y nunca
repetible (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:305-306).
El credo del papa Pío IV consideró los siete sacramentos como obligatorios para cada
miembro de la Iglesia Católica Romana. El mismo leía como sigue: “Profeso que hay,
verdadera y propiamente, siete sacramentos de la nueva ley, instituidos por Jesucristo
nuestro Señor, y necesarios para la salvación de la humanidad, aunque no todos para
todos, como sigue: bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia, extremaunción, órde-
nes, y matrimonio; y que los mismos confieren gracia; y que de estos, el bautismo, la
confirmación y las órdenes no podrán repetirse sin sacrilegio”.
17. R. W. Dale señala que hay “un bautismo, un cambio completo de condición espiritual
que asimila el alma a la cualidad característica del bautizador divino. (1) El bautismo que
Juan predicó era este mismo bautismo pero en ciernes, puesto que todavía no se había
manifestado en su interior el Espíritu Santo y el Cordero de Dios. (2) El bautismo que
Juan administró era este mismo bautismo en símbolo, haciendo manifiesto a Jesús, el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. (3) El bautismo del cristianismo es el
bautismo de Juan revelado, puesto que revela al Cordero de Dios inmolado y al Espíritu
Santo enviado. (4) El símbolo del bautismo cristiano es la perpetuación del simbolismo
del bautismo que Juan predicó, y del solo bautismo de inspiración”.
18. Sin embargo, vemos demasiado de temprano, tanto en cuanto a la administración del
santo bautismo, como en cuanto a su concepción, el comienzo de un triste menoscabo de
la genuina simplicidad de la era apostólica. El bautismo, ya en los escasos primeros siglos,
fue exaltado de una manera que fue suficientemente inteligible, pero que, inevitablemente,
dio lugar a malos entendidos dogmáticos. Justino Mártir consideró el bautismo como
iluminación sobrenatural, y por medio de una alusión muy apreciada, la iglesia cristiana
fue comparada con los peces que nacen en el agua, y que ahora, siguiendo a su gran pez,
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 183

eran salvos en el agua y por el agua (Tertuliano, de Bapt. c.i.). Cipriano afirmó que el
Espíritu Santo estaba unido de manera sobrenatural al bautismo en agua, así como en la
creación se movió sobre las aguas dando vida. El bautismo llegó, pues a considerarse
absolutamente necesario para la salvación, ya que no solo aseguraba la remisión de los
pecados previos, los dones del Espíritu Santo, y la promesa de una bienaventurada inmor-
talidad, sino que traía directamente todas estas cosas. Siendo que los pecados cometidos
después del bautismo se consideraban imperdonables, este santo acto era pospuesto por
muchos tanto como fuera posible. A la vez, cuando era administrado, se ejemplificaba con
un cierto número de ceremonias emblemáticas. Entre ellas, desde el cuarto siglo, estaba el
abjurar al diablo, la unción con el aceite místico, la consagración que hacía la iglesia de las
aguas bautismales, y, después del bautismo, una nueva unción, la imposición de manos, el
ósculo de la paz, el vestirse con vestiduras blancas, el llevar cirios encendidos, la adminis-
tración de leche y miel, el cambio de nombre, y así por el estilo. ¿Dónde terminaríamos si
nombráramos todo lo que en días anteriores o posteriores se practicaba con respecto a
padrinos, temporadas de bautismo, el bautismo de las campanas, los altares y así por el
estilo? De mucha más importancia es que la idea entera del bautismo, como conectada con
estas diferentes cosas, se apartó más y más de la de los apóstoles. Con Agustín en particu-
lar, y desde su tiempo, el bautismo infantil fue traído a una conexión directa con el dogma
del pecado original, y considerado como el medio para su purificación en el infante bau-
tizado, al punto de que los infantes no bautizados no era posible que fueran salvos. … Y
fue así como gradualmente se formó, después del posterior desarrollo escolástico de la
doctrina, esa concepción que la iglesia romana ahora reconoce como suya. Para dicha
iglesia, el bautismo es el sacramento de la regeneración, por medio del agua en la Palabra,
por el cual la gracia de Dios es impartida de manera sobrenatural a la persona bautizada,
para el perdón de toda culpa (heredada y actual), y para la santificación de la vida, por lo
que su administración es absolutamente necesaria (J. J. Van Oosterzee, Christian Dogma-
tics, II:750-751).
19. El efecto del bautismo como tal, se afirmaba (como con Agustín) que consistía en la
absolución de la culpa de todo pecado procedente, el original y el actual, y que en una
impartición así de gracia, se modificaba, aunque no se erradicaba totalmente, la corrup-
ción o concupiscencia de la naturaleza moral. … En cuanto a la gracia que mejoraba la
corrupción interior, y obraba una renovación en el corazón, distintos escritores la conce-
bían como pudiéndose experimentar en virtud del arrepentimiento y la fe anterior al
bautismo. Se mantenía, sin embargo, que en tal caso, todavía habría amplia ocasión para
el bautismo, ya que permanecía una cierta obligación de castigo, y el bautismo podía
removerla y a su vez conferir un aumento de gracia positiva (Henry C. Sheldon, History of
Christian Doctrine, I:392).
Bellarmine resume las enseñanzas de la iglesia sobre el bautismo como sigue: (1) Los
infantes no poseen fe presentemente; (2) ni manifestaciones espirituales; (3) son justifica-
dos absolutamente sin fe; (4) la habitud de la fe, el amor y la esperanza les es impartida;
(5) creen prácticamente, en parte porque el bautismo en sí mismo es una confesión actual
de fe, y en parte por la fe vicaria de otros. La habitud queda definida como la condición
que incluye en sí misma, y a la misma vez, un poder de acción. Puede ser infundida,
siendo así la condición de toda actividad correspondiente, o puede ser adquirida, siendo
así el resultado de acciones ya llevadas a cabo (Cf. Schaff-Herzog, Encyclopedia, artículo
sobre el bautismo).
20. A mediados del siglo octavo, un ignorante clérigo de Baviera, en vez de la fórmula regular
del bautismo que debía emplear, acostumbraba pronunciar una jerigonza, con palabras del
latín, sin sentido inteligible. El papa Zacarías, a quien se le refirió el caso, reconoció la
validez de estos bautismos sobre la base de la intención del sacerdote, derivándose de esta
184 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

decisión dos alarmantes conclusiones de parte de algunos teólogos católicos romanos


posteriores: primero, que siendo que la validez de un sacramento depende de la intención
del que lo administra, no hay sacramento, no importa lo ritualmente incorrecto, al cual le
falte la intención; y, segundo, que en tanto que los sectarios y los heréticos intenten bau-
tizar en la verdadera iglesia, la iglesia romana, la cual es la única iglesia verdadera, tendrá
justa jurisdicción sobre las personas así bautizadas (T. R. Crippen, History of Christian
Doctrine, 190-191).
El bautismo, junto a los otros dos sacramentos incapaces de repetición, a saber, el de
la confirmación y el de las sagradas órdenes, era considerado capaz de otorgar cierta marca
indeleble, es decir, cierto carácter, al que lo recibe. “En estos (tres sacramentos)”, decía
Buenaventura, “se imprime un triple carácter, el cual no puede ser obliterado. De acuerdo
al primero, surge la distinción entre los creyentes y los no creyentes; de acuerdo con el
segundo, la distinción entre el fuerte y el débil y enfermizo; y de acuerdo con el tercero, la
distinción entre el clero y el laicado” (Henry C. Sheldon, History of Christian Doctrine,
I:393).
En el siglo tercero, el bautismo herético era materia de ferviente controversia. Ci-
priano negaba su validez, basado en los principios eclesiásticos, pero la autoridad de la
Iglesia de Roma prevalecería: ésta basaría su determinación sobre la base del valor objetivo
del rito, no importara quién lo llevara a cabo, si lo hacía en el nombre de la Santa Trini-
dad (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:319).
Bonifacio (755), “El apóstol de Alemania, introdujo la práctica de bautizar condicio-
nalmente aquellos cuyo primer bautismo estaba en duda” (T. R. Crippen, History of
Christian Doctrine, 191).
21. La Confesión de Augsburgo (1530), Artículo IX, lee como sigue: “El bautismo es
necesario para la salvación, y, por su medio, la gracia de Dios es ofrecida; los niños han de
ser bautizados, y a ellos, por el bautismo, al ser ofrecidos a Dios, se les recibe en el favor de
Dios”.
22. La posición reformada queda expresada en la Segunda Confesión Helvética (1566) como
sigue: “El bautismo es instituido por Cristo. Hay solo un bautismo en la iglesia, el cual
perdura toda la vida, y es un sello perpetuo de nuestra adopción. Ser bautizados en el
nombre de Cristo es ser inscritos, iniciados y recibidos en el pacto, en la familia y en la
herencia de los hijos de Dios, para que, limpios de todo pecado por la sangre de Cristo,
vivamos una vida nueva e inocente. Somos eternamente regenerados por el Espíritu Santo,
pero recibimos públicamente el sello de estas bendiciones por el bautismo, en el cual la
gracia de Dios, interna e invisiblemente, limpia el alma; y confesamos nuestra fe, y pro-
metemos obediencia a Dios. Los hijos de los creyentes deben ser bautizados, porque de los
niños es el reino de Dios: ¿por qué, pues, no se les debe dar la señal del pacto?
La Confesión de Bélgica (1561), fue revisada y aprobada por el Sínodo de Dort
(1619). Su declaración es como sigue: “El bautismo es el sustituto de la circuncisión: por
su medio somos recibidos en la Iglesia de Dios. Así como el agua quita la suciedad del
cuerpo cuando se le derrama, como se nota en el cuerpo del bautizado cuando se le rocía,
así también la sangre de Cristo, por el poder del Espíritu Santo, rocía internamente el
alma, la limpia de sus pecados, y nos regenera de hijos de ira a hijos de Dios. Y no es que
esto sea efectuado por el agua externa, sino por el rociamiento de la preciosa sangre del
Hijo de Dios. El bautismo nos socorre durante todo el curso de nuestra vida. Los infantes
de los creyentes deben ser bautizados, y sellados con la señal del pacto. Cristo derramó su
sangre no menos para el lavamiento de los hijos de los fieles que para las personas adultas;
por lo tanto, los niños deben recibir la señal y el sacramento de aquello que Cristo ha
hecho por ellos. Más aún, lo que la circuncisión era para los judíos, ese bautismo es para
nuestros niños. Y por esta razón Pablo le llama al bautismo la circuncisión de Cristo.
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 185

23. La Confesión de Fe de Westminster (1647), capítulo XXVIII, lee como sigue: “El
bautismo es un sacramento del Nuevo Testamento, ordenado por Jesucristo, no solo para
la solemne admisión de la parte bautizada en la iglesia visible, sino también para que le sea
una señal y un sello del pacto de gracia, de su injerto en Cristo, o la regeneración, de la
remisión de pecados, y de su entrega a Dios, por medio de Jesucristo, para andar en
novedad de vida. Por el uso correcto de esta ordenanza, la gracia prometida no solo se
ofrece, sino que verdaderamente se exhibe y se confiere por el Espíritu Santo, a los que
(sean de edad o infantes) esa gracia les pertenece, conforme al consejo de la propia volun-
tad de Dios, en su tiempo asignado”.
Charles Hodge resume la doctrina reformada en tres puntos: (1) Los sacramentos son
medios reales de gracia, es decir, medios designados y empleados por Cristo para comuni-
car los beneficios de su redención a su pueblo. No son, como enseñan los romanistas, los
canales exclusivos, pero son canales. Una promesa les es hecha a aquellos que reciben
apropiadamente los sacramentos, y es que, por medio de ellos y en ellos, serán partícipes
de las bendiciones de las cuales los sacramentos son las señales y los sellos asignados divi-
namente. La palabra “gracia”, cuando hablamos de los medios de gracia, incluye tres cosas:
1. Un don inmerecido, como es la remisión del pecado. 2. La influencia sobrenatural del
Espíritu Santo. 3. Los efectos subjetivos de esa influencia en el alma. La fe, la esperanza y
la caridad, por ejemplo, son gracias. (2) El segundo punto en la doctrina reformada de los
sacramentos es tocante a la fuente de su poder. Sobre este asunto se enseña, negativamen-
te, que la virtud no está en ellos. La palabra virtud se usa aquí, por supuesto, en el sentido
latino de poder o eficiencia. Lo que se niega es que los sacramentos sean la causa eficiente
de los efectos benévolos que producen. La eficiencia no reside en los elementos, ni en el
oficio de la persona que los administra… ni en el carácter del administrador ante los ojos
de Dios, ni en su intención, es decir, su propósito de que sean efectivos. … La declaración
afirmativa sobre este asunto consiste en que la eficacia de los sacramentos se debe sola-
mente a la bendición de Cristo, y a la operación de su Espíritu. … Dios ha prometido que
su Espíritu acompañará a su Palabra, haciéndola así un medio eficaz para la santificación
de su pueblo. Así también ha prometido, por la operación acompañada de su Espíritu,
hacer los sacramentos eficaces para ese mismo fin. (3) El tercer punto incluido en la
doctrina reformada es que los sacramentos, en lo que toca a los adultos, son eficaces solo
como medio de gracia para los que los reciben por fe. Puede que tengan un poder natural
en otros que no sean creyentes, al presentarles la verdad y estimularles sus sentimientos,
pero solo los creyentes experimentan su influencia salvadora y santificadora. (Charles
Hodge, Systematic Theology, III:499-500.)
24. El catecismo de Heidelberg define los sacramentos como sigue: “Son señales y sellos santos
y visibles, ordenados por Dios para este fin: que puedan declarar y sellar más plenamente
la promesa de Su evangelio para nosotros, es decir, que no solo a todos los creyentes en
general, sino a cada uno de ellos en particular, Él da libremente remisión de pecados y
vida eterna, por razón de ese solo sacrificio de Cristo, que logró en la cruz”.
La Iglesia de Inglaterra, en el Artículo XXI, expresa lo siguiente: “Los sacramentos
ordenados por Cristo, no solo son distintivos o marcas de la profesión de los cristianos,
sino que son más bien testigos certeros y señales efectivas de la gracia, y de la voluntad de
Dios para con nosotros, por medio de los cuales obra invisiblemente en nosotros, no solo
para vivificar nuestra fe en Él, sino para fortalecerla y confirmarla.”
La Iglesia Protestante Episcopal, en el Artículo XXVII, dice lo siguiente: “El bautismo
no es solo una señal de profesión, y una marca de diferencia por la cual los cristianos son
discernidos como distintos a los demás que no lo son, sino que también es una señal de
regeneración, o de un nuevo nacimiento, por el cual, como por un instrumento, los que
reciben el bautismo correctamente son injertados en la iglesia; las promesas de perdón de
186 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

pecado, y de nuestra adopción como hijos de Dios por el Espíritu Santo, son señaladas y
selladas visiblemente por el bautismo; la fe es confirmada, y la gracia incrementada, por
virtud de la oración a Dios. El bautismo de los pequeños ha de ser retenido en todo
sentido en la iglesia por estar muy de acuerdo con la institución de Cristo”.
La Iglesia Metodista Episcopal, en el Artículo XVII, incluye esta declaración concer-
niente al bautismo: “El bautismo no solo es una señal de profesión, y una marca de dife-
rencia por la cual los cristianos se distinguen de otros que no han sido bautizados, sino que
también es una señal de regeneración, o del nuevo nacimiento. El bautismo de los peque-
ños ha de retenerse en la iglesia”.
25. “¿Cuál es la doctrina luterana sobre este tema? Los luteranos concuerdan con las iglesias
reformadas en el repudio de la doctrina romanista de la eficacia mágica de este sacramento
como un opus operatum. Pero fueron más allá que los reformados al mantener la unión
sacramental entre la señal y la gracia señalada. Lutero, en su Pequeño Catecismo, dice que
el bautismo “obra el perdón de pecados, libra de la muerte y del diablo, y confiere salva-
ción eterna a todos los que creen”; que “no es en realidad el agua la que produce estos
efectos, sino la Palabra de Dios que la acompaña y se le conecta, y nuestra fe, la cual confía
en la Palabra de Dios conectada con el agua. Porque el agua sin la Palabra es simplemente
agua y no bautismo. Pero cuando se conecta con la Palabra de Dios, es bautismo, es decir,
un agua bondadosa de vida, y un lavamiento de regeneración”.
“¿Cuál fue la doctrina zuingliana sobre este tema?” Que el rito externo es una mera
señal, y una representación objetiva, la cual no tiene eficacia alguna más allá que la que se
le debe a la verdad representada.
“¿Cuál es la doctrina de las iglesias reformadas… sobre este tema?” Todas están de
acuerdo en (1) que el razonamiento zuingliano es incompleto; (2) que aparte de ser una
señal, el bautismo es también el sello de gracia, y, por lo tanto, un comunicador y una
confirmación de gracia presente y sensible para el creyente, el cual tiene el testimonio en sí
mismo; y para todos los elegidos es un sello de los beneficios del pacto de gracia, el cual
tarde o temprano se comunicará en el buen tiempo de Dios; (3) que esta comunicación es
efectuada, no por la simple operación de la acción sacramental, sino por el Espíritu Santo,
el cual acompaña su propia ordenanza; (4) que en el adulto, la recepción de esta bendición
depende de la fe; y, (5) que los beneficios comunicados por el bautismo no les son pecu-
liares, sino que le pertenecen al creyente antes del bautismo o sin él, y le son a menudo
renovados con posterioridad. (A. A. Hodge, Outlines of Theology, 500-501.)
Que fue la intención de nuestro Señor que el bautismo fuera la ordenanza de inicia-
ción en su iglesia visible, lo evidencia el hecho de que lo conectó con los preceptos positi-
vos de esa gran comisión que dio a sus apóstoles de predicar “el evangelio a toda criatura”.
El Apóstol alude al carácter iniciador del bautismo cuando les pregunta a los corintios:
“¿O fuisteis bautizados en el nombre de Pablo?” (1 Corintios 1:13). Aquí evidentemente él
asume el principio de que, si hubiera bautizado a alguna persona en su nombre, se hubiera
representado a sí mismo como el cabecilla de una secta. Pero siendo que fueron bautizados
en el nombre de Cristo, estaban de esa manera unidos a su iglesia por este rito de inicia-
ción (Samuel Wakefield, Christian Theology, 560).
26. Richard Watson sobre el bautismo como señal y sello. El bautismo es una señal del
nuevo pacto, y substituye a la circuncisión. Como era con esta última, la administración
del bautismo es una exhibición contante de la clemencia de Dios para el hombre; y un rito
de iniciación en un pacto que promete el perdón y la salvación en respuesta a una verda-
dera fe, de la cual es su profesión externa; y un símbolo de la regeneración, el lavamiento
del pecado y “la renovación del Espíritu Santo”; y una señal de una peculiar relación con
Dios que, como consecuencia, permite que los cristianos se vuelvan “linaje escogido” y
“pueblo adquirido” [1 Pedro 2:9], su iglesia en la tierra, en distinción del “mundo”.
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 187

“Porque nosotros somos la circuncisión”, dice el Apóstol, somos ahora ese pueblo e iglesia
adquiridos, el cual anteriormente se distinguía por la señal de la circuncisión, pero que
ahora somos “los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no
teniendo confianza en la carne” [Filipenses 3:3].
Pero como señal, el bautismo es más que la circuncisión, porque el pacto, bajo su
nueva dispensación, no es solo para ofrecer perdón al que cree, y libertad de la esclavitud a
los apetitos de la carne, y una peculiar relación espiritual con Dios, todo lo cual encon-
tramos bajo el Antiguo Testamento, sino también para dispensar al Espíritu Santo, en su
plenitud, sobre los creyentes, y de esta efusión de “poder de lo alto” el bautismo fue hecho
la señal visible, y quizá por esto, entre otras obvias razones, sustituyó la circuncisión, ya
que el bautismo, por efusión o derramamiento, era el símbolo natural de este don celestial.
El bautismo de Juan hizo referencia especial al Espíritu Santo, quien no habría de ser
administrado por él, sino por Cristo, quien vendría después de él. Este don honró el
bautismo de Juan solo una vez, en el caso extraordinario de nuestro Señor, pero se dio
constantemente en el bautismo administrado por los apóstoles de Cristo, después de su
ascensión, y del envío de la promesa del Padre. … Por esta razón al cristianismo se le
llamó “la ministración del Espíritu”, y esto estaba muy lejos de ser confinado a los dones
milagrosos que a menudo se otorgaron en la primera época de la iglesia, ya que fue el “ser
guiado por el Espíritu” lo que vino a ser la prueba permanente y prominente del verdadero
cristianismo.
Como sello, o señal confirmatoria, el bautismo también ofrece una respuesta a la cir-
cuncisión. Al instituirse esta última, había una promesa constante dada por el Todopode-
roso, de que otorgaría las bendiciones espirituales que el rito representaba como señal, y el
perdón y la santificación por medio de la fe en la futura simiente de Abraham, y la rela-
ción peculiar con Él como “su pueblo”, y la herencia celestial. El bautismo es también la
promesa de esas mismas bendiciones, junto a la dispensación más elevada del Espíritu
Santo, la cual representa especialmente en emblema. Así que hay en el bautismo, de parte
de Dios, una seguridad visible de su fidelidad a las estipulaciones de su pacto. Pero tam-
bién es nuestro sello, por ser aquello por medio de lo cual nos hacemos partes del pacto, y
así “se imprime en nuestro sello que Dios es verdadero”. En este respecto nos obliga, así
como, en otro respecto, Dios misericordiosamente se obliga a sí mismo, para una seguri-
dad mayor de nuestra fe. Nosotros nos prometemos confiar enteramente en Cristo para el
perdón y la salvación, y obedecer sus leyes, “enseñándoles que guarden todas las cosas que
os he mandado” [Mateo 28:20]. En ese rito nosotros también pasamos por una muerte
mística al pecado, una separación mística del mundo, la cual el apóstol Pablo llama estar
sepultados juntamente con Cristo “para muerte por el bautismo” [Romanos 6:4], y una
resurrección mística a la novedad de vida, por medio de la resurrección de Cristo de entre
los muertos. … Si unimos todas estas consideraciones, encontraremos suficientemente
establecido que el bautismo es la señal y el sello del pacto de gracia bajo su dispensación
perfeccionada (Richard Watson, Theological Institutes, IX:626-628).
27. El vocablo primario bapto ocurre cuatro veces en el Nuevo Testamento (Lucas 16:24; Juan
13:26; Apocalipsis 19:13), aunque nunca ligado al asunto del bautismo cristiano. Su
significado clásico era, (1) remojar, y (2) teñir (A. A. Hodge, Outlines of Theology, 483).
Los documentos primitivos conocidos como, “Las enseñanzas de los doce apóstoles”,
los cuales datan de la primera parte del segundo siglo, hacen claro que tanto la inmersión
como la afusión eran considerados bautismos válidos en esa fecha temprana. “Y en lo
tocante al bautismo se bautizará así: habiendo primero declarado todas estas cosas, bauti-
zaréis en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, en agua que corra. Pero si
no tenéis agua que corra, bautizaréis en otras aguas; y si no podéis en la fría, entonces en la
caliente. Pero si no tenéis ninguna de las dos, derramaréis agua tres veces en el nombre del
188 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Sección VII). A medida que el evangelio se
desplazó hacia climas más fríos, el bautismo por aspersión o afusión se recomendó natu-
ralmente como más práctico. En el caso del enfermo, el bautismo por inmersión, en la
mayoría de los casos, hubiera sido imposible.
John Owen dice que baptizo significa lavamiento, “como puede verse ejemplificado en
todos los autores”, y también que, “No hay lugar alguno en la Biblia en que pueda seña-
larse que baptizo signifique remojar o sumergir”. “En este sentido”, continúa Owen,
“cuando se habla del bautismo, se denota solo el lavamiento, y de ninguna manera la
inmersión, pues así queda explicado (Tito 3:5ss)” (John Owen, Works, Vol. XXI:557).
28. Samuel Wakefield, al igual que Richard Watson, señala otros pasajes bíblicos que a veces
se utilizan como un esfuerzo para apoyar la creencia en la inmersión como el único modo
válido de bautismo. (1) “Estas cosas sucedieron en Betábara, al otro lado del Jordán,
donde Juan estaba bautizando” (Juan 1:28). Aquí solo se necesita apuntar que las personas
a las que Juan bautizaba en Betábara no pudieron haber sido bautizadas en el Jordán,
puesto que Betábara está más allá del Jordán. Esto recibe apoyo adicional del texto que
señala que Jesús “se fue de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde primero había
estado bautizando Juan; y se quedó allí” (Juan 10:40). Es imposible escapar a la conclu-
sión de que Juan primero bautizaba en Betábara, más allá del Jordán, y no en sus aguas.
(2) Otro pasaje que se cita es este: “Juan bautizaba también en Enón, junto a Salim,
porque había allí muchas aguas; y venían, y eran bautizados” (Juan 3:23). Aquí se asume
que las “muchas aguas” de las que se habla eran requeridas solo para el bautismo. … Pero
el significado de los términos empleados en el original se conforma con los hechos histó-
ricos que demuestran que no había un lago, ni ningún otro cuerpo de agua, cerca de
Enón. “Enón se deriva del hebrero ayin, el ojo, y significa, según Parkhurst y otros, un
pozo, una fuente, o un manantial de agua. En la frase griega hudata polla, la cual se tra-
duce como ‘muchas aguas’, se comunica la idea de diversas fuentes o manantiales, más
bien que una gran cantidad de agua. Así, por ejemplo, Mateo 13:3: “Y les habló muchas
[polla, no un gran volumen sino diversas] cosas por parábolas”; Marcos 1:34: “Y… echó
fuera muchos [polla] demonios”; Juan 8:26: “Muchas [polla] cosas tengo que decir”;
Hechos 2:43: “Y… muchas [polla] maravillas y señales eran hechas”; Apocalipsis 1:15:
“…y su voz como estruendo de muchas aguas [hudaton pollon]’”. Por lo tanto, estamos
dentro de lo posible si concluimos que Enón no contenía un gran volumen de agua, y que
lo que había era insuficiente para las numerosas inmersiones que se supone que se hubie-
ran hecho allí (Samuel Wakefield, Christian Theology, 579-580).
29. Los intérpretes bautistas insisten en que la Biblia enseña que la señal externa de este
sacramento, por ser una inmersión del cuerpo entero en el agua, es un emblema tanto de
la purificación como de nuestra muerte, sepultura y resurrección con Cristo. … Nosotros
objetamos a esta interpretación, porque (1) en ninguno de estos pasajes (Romanos 6:3-4;
Colosenses 2:12) el apóstol Pablo indica que nuestro bautismo en agua es un emblema de
nuestro entierro con Cristo. Es obvio que él está hablando del bautismo espiritual, del cual
el bautismo en agua es un emblema, y que es por este bautismo espiritual que se nos causa
morir al pecado, y vivir para la santidad, en las cuales muerte y vida nuevas somos con-
formados con la muerte y la resurrección de Cristo. … (2) Porque ser “bautizados en su
muerte” es una frase perfectamente análoga al bautismo “para arrepentimiento” (Mateo
3:11), “para perdón de pecados” (Marcos 1:4), y “en un cuerpo” (1 Corintios 12:13), es
decir, a fin de que, o para los efectos de que participemos en los beneficios de esta muerte.
(3) La interpretación bautista envuelve una extrema confusión en lo que se refiere al
emblema. ¿Quieren decir que la señal externa de la inmersión es un emblema de la muer-
te, la sepultura y la resurrección de Cristo, o de la muerte espiritual, la sepultura y la
resurrección del creyente? El punto de comparación en estos pasajes es llanamente “no
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 189

entre nuestro bautismo y la sepultura y resurrección de Cristo, sino entre nuestra muerte
al pecado y ser levantados para santidad, y la muerte y la resurrección del Redentor”. (4)
Los bautistas concuerdan con nosotros en que el bautismo en agua es un emblema de la
purificación espiritual, es decir, de la regeneración, pero insisten en que también es un
emblema (en el modo de la inmersión) de la muerte del creyente al pecado, y de su vida
nueva de santidad. Pero, ¿cuál es la distinción entre la regeneración y la muerte al pecado,
y la vida de santidad? (5) Los bautistas concuerdan con nosotros en que el bautismo en
agua es un emblema de purificación. Pero, ciertamente, es imposible que la misma acción
deba, a su vez, ser un emblema de un lavamiento, y de un entierro y una resurrección.
Una idea puede ser asociada con la otra como consecuencia de sus relaciones espirituales,
pero es imposible que la misma señal visible sea emblemática de ambas cosas. (6) Nuestra
unión con Cristo por medio del Espíritu, y las consecuencias espirituales que siguen, son
ilustradas en la Biblia con muchas y variadas figuras, como por ejemplo, la sustitución del
corazón de carne por el corazón de piedra (Ezequiel 36:26), la edificación de una casa
(Efesios 2:22), el injerto de un pámpano en la vid (Juan 15:5), el despojarse de un vestido
sucio y vestirse de uno limpio (Efesios 4:22-24), una muerte, sepultura y resurrección
espirituales, para ser plantados en la semejanza de la muerte de Cristo (Romanos 6:3-5), y
la aplicación de un elemento limpiador en el cuerpo (Ezequiel 36:25). Así que, el bautis-
mo en agua representa todas estas cosas, ya que es un emblema de la regeneración espiri-
tual, de la cual todas ellas son ilustraciones analógicas. … Con todo, sería absurdo consi-
derar al bautismo en agua como un emblema literal de todas estas cosas, y nuestros her-
manos bautistas no tienen garantía bíblica para asumir que la señal externa de este sacra-
mento sea más el emblema de una analogía que de cualquiera otra (A. A. Hodge, Outlines
of Theology¸482-483).
30. Richard Watson, en sus “Institutos”, presenta el siguiente argumento en contra de la
inmersión como único modo de bautismo. “Aunque la manera en la cual se aplica el
elemento del agua en el bautismo no es sino la circunstancia de este sacramento, que haya
producido tanta controversia no será asunto de sorpresa para aquellos que reflexionan en
la propensión de los hombres a adjudicarle importancia indebida a las relativas insignifi-
cancias. La cuestión sobre los sujetos dignos del bautismo es una que ha de ser respetada
por su importancia, pero aquella en cuanto al modo ha ocupado más tiempo, y exaltado
más sentimientos, que la que en ningún sentido merece. Sin embargo, es una cuestión que
no puede pasarse por alto, ya que los defensores de la inmersión a menudo resultan pro-
blemáticos para los demás cristianos, y perturban a los de mente débil, y a veces, quizá,
por su celo por la forma, ponen en peligro su propia espiritualidad. Observemos, pues,
que hay varias y fuertes presunciones en cuanto a que el único modo legítimo de bautizar
sea por inmersión, por lo cual hay que objetarlas como sigue: (1) No es probable, que si la
inmersión era el único modo permitido de bautismo, no debiera haberse expresamente
ordenado. (2) No es probable, que en una religión diseñada para ser universal, un modo
de administrar esta ordenanza debiera ser obligatorio, cuya práctica fuera tan poco adap-
table a tantos climas, en algunos siendo excesivamente severo sumergir a los candidatos,
hombres y mujeres, fuertes y débiles, en el agua, o, en otros, como en las altas latitudes,
imposible en la mayor parte del año. Aun si la inmersión hubiera sido, de hecho, el modo
original de bautizar en el nombre de Cristo, estas razones harían improbable que no
hubiera habido lugar para algún acomodamiento en la forma, sin viciar la ordenanza. (3)
Es todavía menos probable, que en una religión de misericordia, no hubiera consideración
alguna relacionada a la salud y a la vida en la administración de una ordenanza de salva-
ción, siendo que sería indudable que en países en los que el baño frío es poco practicado,
ambas cosas se arriesgarían con frecuencia, especialmente en el caso de las mujeres y las
personas delicadas de ambos sexos, en donde a veces de hecho se dan efectos fatales. (4)
190 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

También es excesivamente improbable, que en tales circunstancias de clima, no se produ-


jera el titiritar, la tupidez nasal, y la incomodidad del cuerpo, distrayendo los pensamien-
tos e incapacitando la mente para el desempeño sosegado de una devoción religiosa y
solemne. (5) Es altamente improbable que los tres mil convertidos de Pentecostés, quie-
nes, hay que observar, fueron bautizados en el mismo día, se bautizaran todos por inmer-
sión, o que el carcelero y ‘todos los suyos’ fueran bautizados de la misma manera en la
noche. Finalmente, es improbable en el mayor grado, que una religión como la cristiana,
tan escrupulosamente delicada, haya ordenado la inmersión de mujeres por hombres, y en
la presencia de hombres. Con el tiempo, cuando la inmersión se volvió de moda, los
bautisterios, y los vestidores para mujeres, y el cambio de vestidos, y otros auxilios de esta
práctica vendrían a utilizarse, por haberse encontrado necesarios para la decencia, pero esas
conveniencias no pudieron haber existido de primera intención, y es por eso que no
leemos de ninguna” (Richard Watson, Theological Institutes, II:647ss).
Aquellos que suponen que el Apóstol habla del bautismo en agua como una sepultura,
y, por consiguiente, por inmersión, deberán admitir las siguientes consecuencias: (1) Que
es imposible que las personas sean remojadas o sumergidas “en Jesucristo”, o “en su
muerte”. (2) Que el apóstol Pablo, y aquellos a los que les escribe, estaban en ese mo-
mento viviendo en una tumba inundada de agua, porque él no dice que fuimos sepulta-
dos, sino que fuimos “sepultados con él en el bautismo” [Colosenses 2:12]. ¿Es acaso
posible que una persona sea sepultada y exhumada a la misma vez? (3) Que si la sepultura
de la que habla el Apóstol es un bautismo, entonces se efectuaría un bautismo para efec-
tuar otro bautismo, porque fuimos “sepultados con él en el bautismo”, o, en otras pala-
bras, y en lenguaje bautista, somos sumergidos por sumergírsenos. Por lo tanto, se hace
que una inmersión desempeñe la otra. (4) Que el término muerte es solo otro nombre
para el agua, porque el texto dice, “Porque somos sepultados juntamente con él para
muerte por el bautismo” [Romanos 6:4] ¿Acaso no hay diferencia entre un bautismo y una
muerte? (5) Que nuestro Señor mismo está sumergido con cada uno de sus discípulos, y
que estos se levantan con Él de la tumba inundada de agua, porque “somos sepultados con
él en el bautismo”, y “resucitados con él” [Colosenses 2:12]. Y, (6) que aquellos que han
sido sumergidos, salen del agua por un ejercicio de fe, y no por el brazo del administrador,
porque el Apóstol dice que, en el bautismo, “fuisteis también resucitados con él, mediante
la fe en el poder de Dios” [Colosenses 2:12]. Si estas consecuencias son absurdas y ridícu-
las, así también lo es la teoría de la cual son el resultado legítimo (Samuel Wakefield,
Christian Theology, 581).
Hay dos frases bíblicas consideradas por los inmersionistas como suficientemente
concluyentes en cuanto a su teoría: “Porque somos sepultados juntamente con él para
muerte por el bautismo” [Romanos 6:4], y “…sepultados con él en el bautismo” [Colo-
senses 2:12]. Estas frases deberán interpretarse a la luz de los pasajes a las que pertenecen,
ya que solo de esta manera se podrá obtener su verdadero significado. En cada pasaje, la
idea dominante es el cambio moral obrado al obtenerse la salvación. Este cambio es ex-
presado como una muerte, una crucifixión, una sepultura, y una resurrección. En estas
formas de expresión, y para propósitos de ilustración, se hace una comparación con la
crucifixión, la muerte, la sepultura y la resurrección de Cristo. ¿Cuál, entonces, es la parte
del bautismo en la expresión de este cambio moral? Sencillamente la de servir como señal,
y nada más. No hay, pues, referencia alguna al modo del bautismo. Ni tampoco hay en
ninguna de las frases la más mínima prueba de la inmersión (John Miley, Systematic
Theology, II:404).
31. William Wall resume la historia como sigue: “Primero, durante los primeros cuatrocientos
años desde la fundación de la iglesia cristiana, solo Tertuliano instó al aplazamiento del
bautismo de infantes, y ello solo en algunos casos; y Gregorio solo lo aplazó, quizá, en sus
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 191

propios hijos. Pero, ni sociedad de hombres alguna, ni individuo alguno, negaron la


legalidad del bautismo de infantes. Segundo, en los próximos setecientos años, no hubo
sociedad ni individuo alguno que siquiera rogara por este aplazamiento; mucho menos
alguien que negara el derecho o el deber del bautismo infantil. Tercero, en el año mil
ciento veinte, una secta de los valdenses negó el bautismo de infantes, suponiéndolos
incapaces de la salvación. Pero el cuerpo mayor de ese pueblo rechazó la opinión por
considerarla herética, lo cual resultó en que la secta que la sostenía pronto se redujo a la
nada. Cuarto, la próxima aparición de esta opinión fue en el año mil quinientos veinte y
dos (Cf. Samuel Wakefield, Christian Theology, 573).
Pelagio, el oponente de Agustín, se dice que objetó al bautismo de infantes, pero él
mismo negó vigorosamente la acusación. Dijo: “Los hombres me injurian diciendo que he
negado el sacramento del bautismo a los infantes. Yo no he oído de nadie, ni siquiera del
más impío hereje, que haya negado el bautismo a un infante”.
32. A fin de percibir la relación de este pasaje (Hechos 2:39) con la cuestión que nos ocupa,
todo lo que hay que hacer es considerar la similitud que existe entre la declaración del
apóstol Pedro, “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos”, y la promesa de
Dios a Abraham. Esta similitud se ve en dos particulares: (1) Cada una existe en conexión
con una ordenanza por medio de la cual las personas habrían de ser admitidas a la iglesia
visible; en el primer caso, con la circuncisión, en el último caso, con el bautismo. (2)
Ambos concuerdan en la fraseología. Uno sabe que simiente e hijos son términos de la
misma importancia. De aquí, de estos dos puntos de similitud, se sigue, por tanto, que los
sujetos en ambos casos son los mismos, y así como es cierto que en la promesa de Dios a
Abraham ambos, los padres y los hijos que eran infantes, fueron incluidos, es igualmente
cierto que ambos son incluidos en el anuncio del apóstol Pedro. Aquí, pues, tenemos una
expresa autorización del bautismo infantil (Samuel Wakefield, Christian Theology, 571).
Que los hijos estaban incluidos en este pacto, es un hecho demasiado de obvio como
para que se cuestione. Eran iniciados por el mismo rito por el cual las promesas del pacto
le fueron selladas a Abraham. Su iniciación no fue hecha un asunto de consentimiento
divino, sino un asunto de mandato divino. ¿Por qué, pues, se les debe negar el rito del
bautismo, el cual, en la iglesia cristiana, ocupa el lugar que la circuncisión ocupaba en el
pacto abrahámico? No será una respuesta preguntar como objeción qué beneficio le rinde
a los infantes, porque la misma objeción se aplicaría también a su circuncisión bajo el
pacto abrahámico. Si se responde que los hijos no están en el estado espiritual que el
bautismo representa, la respuesta es que la misma objeción los hubiera excluido del rito de
la circuncisión. De nuevo, si la contestación debe ser que los infantes son incapaces de
ejercer la fe, por ser ésta la condición sobre la cual las bendiciones del evangelio se ofrecen,
la respuesta es que ellos eran igualmente incapaces de los ejercicios mentales, los cuales, en
el caso de los adultos, eran condición para la bendición espiritual del pacto abrahámico.
La circuncisión infantil bajo aquel pacto garantiza el derecho de los infantes al bautismo
bajo el pacto cristiano, el cual, ciertamente, no es otro pacto, sino exactamente el mismo,
pero en su pleno desarrollo. Sobre la base de estos hechos, solo una orden divina podría
anular el derecho de los infantes al bautismo cristiano, pero esa orden no se ha dado (John
Miley, Systematic Theology, II:406-407).
33. Algunas veces se insiste, en forma de objeción, que si a los infantes se les bautiza, también
se les debe admitir a la Santa Cena. A esto nosotros contestamos que, siendo que el bau-
tismo es recibido pasivamente, el mismo puede administrárseles a todos los infantes; pero
participar de la Cena requiere una agencia de la cual muchos de ellos son incapaces físi-
camente. De nuevo, siendo que la Santa Cena ha de ser una conmemoración para cada
participante, los infantes son intelectualmente incapaces de recibirla según su intención.
Tenemos un paralelo exacto de esto en la pascua judía, en donde los niños judíos, aunque
192 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

eran circuncidados a los ocho días de nacidos, no comían la pascua hasta que pudieran
comprender su designo (Samuel Wakefield, Christian Theology, 571).
34. El apóstol Pedro preserva la correspondencia entre el acto de Noé de preparar el arca como
un acto de fe por el cual fue justificado, y el acto de someterse al bautismo cristiano, lo
cual obviamente es un acto de fe, para la remisión de pecados, o la obtención de una
buena conciencia delante de Dios [1 Pedro 3:20-21]. Esto se fortalece aún más cuando el
Apóstol añade inmediatamente, “por la resurrección de Jesucristo” [v. 21], una cláusula
que nuestros traductores, por el uso de un paréntesis, conectan con “el bautismo que…
ahora nos salva”, de modo que su significado es que somos salvados por el bautismo por
medio de la resurrección de Jesucristo; y como Él fue “resucitado para nuestra justifica-
ción” [Romanos 4:25], ello demuestra suficientemente el verdadero sentido que le da el
Apóstol [a 1 Pedro 3:20-21], quien, con aquello de nosotros ser “salvos”, claramente
quiere decir que somos justificados por la fe. El texto [de 1 Pedro 3:21], sin embargo, no
necesita un paréntesis, y el verdadero sentido puede expresarse así: “El antetipo por el cual
el agua del diluvio, el bautismo, nos salva, no quitando las inmundicias de la carne, sino
como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios, por la fe en la resurrección de
Jesucristo”. Pero no importa cómo una palabra en particular se disponga, todo el pasaje
podrá ser tomado consistentemente como enseñándonos que el bautismo es la señal
externa de nuestra entrada al pacto de misericordia de Dios, y que cuando es un acto de
verdadera fe, se vuelve un instrumentos de salvación, como lo fue el acto de Noé, por el
cual, movido de temor, “preparó el arca en que su casa se salvase” [Hebreos 11:7], sobre-
viviendo a la destrucción de un mundo incrédulo (Richard Watson, Theological Institutes,
II:625).
Juan Wesley fue entrenado a creer en una posible regeneración de infantes. En su
sermón sobre, “El nuevo nacimiento”, dice: “Es cierto que nuestra iglesia supone que
todos los que son ‘bautizados en su infancia son a su vez nacidos de nuevo’”. “Tampoco es
una objeción de peso alguno en contra de esto el que no podamos comprender cómo esta
obra puede operarse en los infantes, puesto que tampoco podemos comprender cómo se
opera en una persona mayor”. Wesley nunca pudo definirse sobre esto de manera clara:
“Pero cualquiera sea el caso con los infantes, es seguro que todos los mayores que son
bautizados no son a la misma vez nacidos de nuevo”. Sus razonamientos de la gracia
preliminar señalada por el nuevo nacimiento en los infantes han sido expresados más
plenamente por los expositores posteriores de la doctrina metodista. El resumen de Ri-
chard Watson puede ser aceptado como uno que provee el significado que estos les dieron:
“Para el hijo infante, es una recepción visible en el mismo pacto y en la misma iglesia, una
promesa de aceptación por medio de Cristo, el conferir un título a toda la gracia del pacto
según las circunstancias lo requieran, y según sea capaz la mente del niño de recibirlo”.
“También asegura el don del Espíritu Santo en esas influencias espirituales secretas por las
cuales la regeneración actual de esos niños que mueren en la infancia es efectuada, y las
cuales son una semilla de vida en aquellos que viven” (William Burton Pope, Compendium
of Christian Theology,III:324).
35. A este sacramento se le llama la Santa Cena porque el Señor mismo lo instituyó, y porque
la primera vez que se hizo fue en la tarde, y al concluirse la cena pascual. También se le
llama la Comunión, puesto que en ella tenemos comunión con Cristo y con su pueblo.
Otro nombre que se le da es la eucaristía, una acción de gracias, porque Cristo, al insti-
tuirla, dio gracias; y porque a nosotros, al participar de ella, se nos requiere ser agradecidos
(Samuel Wakefield, Christian Theology, 590).
36. Richard Watson, al comentar a 1 Corintios 11:23-26, dice: “De estas palabras aprende-
mos, (1) que el apóstol Pablo recibió una revelación especial respecto a esta ordenanza, la
cual debería tener un objeto más elevado que la sola conmemoración de un hecho histó-
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 193

rico, y debería suponerse que se le hizo con el propósito de ordenársele que estableciera
este rito en las iglesias que él levantaría, y de capacitarlo para entender su autoridad y
propósito, en donde lo encontró ya designado por los primeros fundadores de las primeras
iglesias. (2) Que el mandato de Cristo, ‘Haced esto en memoria de mí’, el cual fue origi-
nalmente dado a los discípulos presentes con Cristo en la última Pascua, es dado a su vez
por el apóstol Pablo a los corintios. (3) Que él consideraba la Santa Cena un rito que
debía celebrarse ‘todas las veces’, y en todo tiempo futuro, hasta que el Señor mismo
‘venga’ a juzgar al mundo. La obligación perpetua de esta ordenanza, por tanto, no podrá
ser razonablemente refutada” (Richard Watson, Theological Institutes, II:661-662).
37. El siguiente es un resumen de la excelente discusión de William Burton Pope acerca de la
Santa Cena y su relación con la Pascua. (1) El antiguo rito era una conmemoración anual
de la redención típica del pueblo hebreo, y la Santa Cena es el solemne acto de conme-
moración de la iglesia de la muerte redentora del Salvador del mundo. El apóstol Pablo
añade “en memoria de mí” al ofrecimiento del pan como también de la copa. … Nuestro
Salvador bendijo los elementos y dio gracias, ofreciendo la alabanza de su propia expia-
ción, la cual su pueblo continuaría por siempre. Por tanto, el rito es la gran expresión de
gratitud de la iglesia por el don de Cristo, y especialmente por su muerte expiatoria. Es la
fiesta de acción de gracias dentro de la asamblea cristiana, y es la fiesta de testimonio ante
el mundo, “anunciando” su muerte. (2) La antigua Pascua era también la ratificación
anual del pacto entre Dios y su pueblo. … Cuando nuestro Señor sustituyó su cena,
empleó un lenguaje que incluía a todos, refiriéndose especialmente a la solemne transac-
ción del pacto en la que Moisés dividió la sangre de la expiación en dos partes: la mitad la
roció en el altar, para denotar la propiciación de Dios, y con el resto roció a todo el pue-
blo, para señalarles el favor divino, y también el libro del pacto, para señalar la ratificación
del pacto del cual ese libro era el registro: “Esta es la sangre del pacto que Dios os ha
mandado” [Hebreos 9:20]. Nuestro Señor vincula estas palabras de Moisés con la nueva
Pascua de su nuevo pacto: “Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto,
que por muchos es derramada para remisión de los pecados”. … El Espíritu Santo utiliza
esta ordenanza sacramental para la confirmación de la fe, y de aquí el significado del
término sacramento según es aplicado a esta solemnidad. (3) Pero la antigua Pascua era el
rito que mantenía como recordación anual el nacimiento del pueblo como tal, y de su vida
comunitaria en la unión del pacto. Cuando el Señor ordenó su cena, se la distribuyó a
cada uno, y puso énfasis en el todo. … La cena es el sacramento de la unión con Jesús, la
vid verdadera, y de la unión de los unos con los otros en Él, por lo que parecería que los
elementos representan no solo el cuerpo sacrificado de Cristo, sino el cuerpo espiritual
mismo salvado por el sacrificio, y hecho una parte de Él mismo. El vínculo real de la
unión, sin embargo, no es el pan y el vino, sino la participación común de vida en Cristo
por el Espíritu. Pero el juntamente comer y beber sacramental es la señal externa y visible
de esa unión. La cena, por tanto, es el perfecto distintivo del discipulado común, la pro-
mesa mutua de todos los oficios del amor fraternal (William Burton Pope, Compendium of
Christian Theology, III:326-327).
38. Aparte de los asuntos de interpretación dudosa, estos pasajes claramente enseñan, primero,
que la Santa Cena es una institución divina de obligación perpetua; segundo, que los
elementos materiales que han de usarse en la celebración son el pan y el vino; tercero, que
las partes integrantes importantes del servicio son: (1) La consagración de los elementos;
(2) el partimiento del pan y el vaciar del vino; (3) la distribución y la recepción de parte de
los comulgantes del pan y el vino; cuarto, que el propósito de la ordenanza es, (1) la
conmemoración de la muerte de Cristo; (2) representar, efectuar y manifestar nuestra
participación en el cuerpo y la sangre de Cristo; (3) representar, efectuar y manifestar la
unión de los creyentes con Cristo y los unos con los otros; y (4) señalar y sellar nuestra
194 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

aceptación del nuevo pacto ratificado por la sangre de Cristo; quinto, las condiciones para
la comunión beneficiosa son: (1) conocimiento para discernir el cuerpo del Señor; (2) fe
para alimentarnos de Él; y (3) amor a Cristo y a su pueblo. Los puntos principales de
controversia concernientes a la ordenanza son: (1) El sentido en el cual el pan y el vino son
el cuerpo y la sangre de Cristo; (2) el sentido en el cual los comulgantes reciben el cuerpo
y la sangre de Cristo en esta ordenanza; (3) los beneficios que el sacramento confiere, y la
manera en que esos beneficios son comunicados; (4) las condiciones sobre las cuales la
eficacia de la ordenanza es suspendida (Charles Hodge, Systematic Theology, III:612).
39. Ha habido todavía otros términos por los cuales la Santa Cena ha sido designada. Se le ha
llamado proszopa u “ofrenda”, debido a las dádivas y ofrendas que se hacían a los pobres en
conexión con este servicio. Ha sido llamada eunaeis, “la asamblea”, debido a que la natu-
raleza del servicio implicaba una asamblea de creyentes. Ha sido llamada “missa” o misa,
probablemente por las palabras empleadas para despedir la congregación. Ahora bien, el
término “misa” ya se usaba mucho antes de que adquiriera el sentido que le adscribe la
Iglesia Católica Romana.
En cuanto al origen del término “misa”, Charles Hodge nos ofrece lo siguiente: “Esta
palabra ha sido explicada de varias maneras, pero, al presente, es casi universalmente
asumido que proviene de las palabras empleadas en la despedida de la congregación (Ita,
missa est, ‘Idos, la congregación es despedida’). Primero eran despedidos los congregantes
inconversos, y luego los catecúmenos, para que solo los fieles bautizados permanecieran
para el servicio de comunión. Por lo tanto, en la iglesia primitiva había una missa infide-
lium, una missa catechumenorum, y finalmente una missa fidelium. Parece que había un
servicio diferente adaptado para estas distintas clases de oyentes. De aquí que la palabra
missa viniera a utilizarse en el sentido de la palabra griega leutopigla o servicio. Bajo el
Antiguo Testamento, la ofrenda del sacrificio era la parte principal del servicio del templo,
de manera que en la iglesia cristiana, por ser considerada una ofrenda expiatoria, la Santa
Cena se volvió el punto medio en el servicio público, y se le denominaba enfáticamente el
servicio, o la misa. Desde la Reforma para acá, la misa se ha convertido en la designación
universal de la eucaristía como se celebra en la Iglesia de Roma” (Charles Hodge, Systema-
tic Theology, III:614).
40. Una de las numerosas teorías tocante a la eucaristía, la cual prevaleció más o menos en la
iglesia primitiva, era la que la historia de la doctrina conoce como la impanación. Así
como en el ser humano el alma está unida al cuerpo para impartirle vida y eficiencia sin
que ella misma se vuelva materia, o sin convertir el cuerpo en espíritu, y así como el Logos
eterno se hizo carne al tomar para sí mismo un cuerpo verdadero y un alma que razonara,
sin que recibiera nada humano en su naturaleza divina, ni que le impartiera divinidad a su
humanidad, así también el Logos se volvía uno con el pan consagrado, sin cambio subs-
tancial alguno en éste o en Aquél. Sin embargo, su relación con el pan era análoga con
aquella del alma con el cuerpo en el ser humano, y con la del Logos con la humanidad en
la persona de nuestro Señor. Así como el asumir de nuestra naturaleza de parte del Hijo de
Dios se expresaba con la palabra “encarnación”, así también el que Él asumiera y se uniera
con el pan en la Santa Cena se denominaría “impanación” (Charles Hodge, Systematic
Theology, III:648).
41. La doctrina católica romana se fijó en los cánones y decretos del Concilio de Trento
(1551). “En la eucaristía están contenidas verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la
sangre, junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, la
totalidad de Cristo” (Canon 1).
“La substancia total del pan (es convertida) en el cuerpo”, y “la substancia total del
vino en la sangre” (Canon 2).
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 195

“La totalidad de Cristo está contenida bajo cada especie, y bajo cada parte de cada es-
pecie, cuando son separadas” (Canon 3).
“El fruto principal de la santísima eucaristía es la remisión de pecados” (Canon 5).
“En la eucaristía, Cristo ha de ser adorado” (Canon 6).
“Todos y cada uno de los fieles de Cristo están obligados a comulgar cada año” (Ca-
non 9).
“La confesión sacramental ha de hacerse de antemano por aquellos cuyas conciencias
estén cargadas de pecado mortal” (Canon 11).
La enseñanza autorizada de la Iglesia Luterana ha de encontrarse en la Confesión de
Augsburgo (1530), artículo X, como sigue: “El verdadero cuerpo y la verdadera sangre de
Cristo están verdaderamente presentes bajo la forma del pan y el vino, y están ahí comu-
nicados a los que comen en la Santa Cena y la reciben”. Más tarde, Mélancton cambió
este artículo, lo cual representó una desviación que causó considerable controversia. Este
cambio se expresó en la Fórmula de la Concordia (1540) como sigue: “Creemos, enseña-
mos y confesamos que en la Santa Cena, el cuerpo y la sangre de Cristo están verdadera y
substancialmente presentes, y que son verdaderamente distribuidos y tomados juntos con
el pan y el vino”.
42. El catecismo de Heidelberg (1563): “¿Qué es comer el cuerpo crucificado y tomar la
sangre derramada de Cristo? No es solo abrazar con un corazón creyente todos los sufri-
mientos y la muerte de Cristo, y por ese medio obtener el perdón de pecados y la vida
eterna, pero, más aún, es también ser de tal manera unidos más y más a su sagrado cuerpo
por el Espíritu Santo, el cual mora tanto en Cristo como en nosotros, que, aunque Él está
en el cielo, y nosotros en la tierra, seamos carne de su carne, y hueso de sus huesos, y
vivamos y seamos gobernados para siempre por el solo Espíritu, así como los miembros de
un mismo cuerpo lo son por la sola alma”.
La Confesión de Fe de Westminster (1647), artículo XXIX: “La Santa Cena (ha) de
ser observada para la conmemoración perpetua del sacrificio de Cristo en su muerte, para
el sellamiento de todos los beneficios de los verdaderos creyentes, para su nutrición espi-
ritual y su crecimiento en Él, para enfrascarse aún más en todos los deberes, y por ellos, los
cuales les deben a Él, y para ser un depósito y promesa de su comunión con Él, y con los
demás, como miembros de su cuerpo místico”. “Los creyentes dignos, por fe, real y ver-
daderamente, aunque no carnal ni corporalmente, sino espiritualmente, reciben y sienten
de Cristo crucificado, todos los beneficios de su muerte”.
43. La única base para una doctrina así yace en la suposición de un sentido literal de las
palabras “esto es mi cuerpo” y “esto es mi sangre”, siendo la transubstanciación como tal
una mera inferencia de esa suposición. El pan y el vino deberán ser cambiados en la carne
y la sangre de Cristo si van a estar realmente presentes en la cena, siendo que no habría
otra manera de contar con su presencia. Esta es la manera en que se ha construido esa
doctrina. Aparte de un sentido literal de las palabras de la institución, la doctrina no tiene
la más mínima base bíblica (John Miley, Systematic Theology, II:413).
44. La doctrina tridentina. En primer lugar, el santo sínodo enseña, y abierta y sencillamente
profesa, que, en el augusto sacramento de la santa eucaristía, después de la consagración
del pan y el vino, nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es verda-
dera, real y substancialmente contenido en las especies de estas cosas sensibles. Porque
ninguna de estas cosas son mutuamente repugnantes, que nuestro Salvador mismo siem-
pre se siente a la diestra del Padre en los cielos, según el modo natural de la existencia, y,
no obstante, se nos esté en muchos otros lugares sacramentalmente presente en su propia
substancia por una manera de existencia que, aunque a penas podamos expresarlo en
palabras, podemos aún así concebir por el entendimiento iluminado por la fe, por lo cual
debemos creer firmemente que esto sea posible para Dios, porque así lo creyeron nuestros
196 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

antepasados, todos aquellos que estaban en la verdadera iglesia de Cristo, y quienes han
discurrido acerca de este santísimo sacramento, profesando de la manera más abierta que
nuestro Redentor instituyó un sacramento tan admirable en la última cena cuando, des-
pués de bendecir el pan y el vino, testificó, en palabras expresas y claras, las cuales, regis-
tradas por el santo evangelista, después fueron repetidas por San Pablo, que ambas cosas
acarreaban ese significado apropiado y muy manifiesto entendido por los padres de la
iglesia, por lo cual es ciertamente un crimen indignísimo que sea pervertido por ciertos
hombres contenciosos y malvados, reduciéndolo todo a tropos ficticios e imaginarios,
negando así la veracidad de la carne y la sangre de Cristo, contrario al sentido universal de
la iglesia, la cual como pilar y base de la verdad, ha detestado como satánicas las tales
invenciones maquinadas por hombres impíos, reconociendo la iglesia, con una mente
eternamente agradecida y que no olvida, el más excelente beneficio de Cristo (Philip
Schaff, Creeds of Christendom, II:126-127).
Charles Hodge, en su libro, Systematic Theology (III:688ss), tiene una excelente discu-
sión sobre la objeciones protestantes a la posición católica romana. Aquí solo podemos
presentar un breve resumen. “Los protestantes rechazan la doctrina de que la eucaristía sea
un verdadero sacrificio propiciatorio: (1) Porque no solo está destituida de todo apoyo
bíblico, sino que es directamente contraria a la naturaleza total de la ordenanza, según lo
que se exhibió en la institución original y en la práctica de la iglesia apostólica. (2) Porque
está fundada en la monstruosa doctrina de la transubstanciación. Si la substancia toda del
pan no es cambiada en la substancia toda del cuerpo de Cristo, y la substancia toda del
vino en la substancia de su sangre, y si Cristo todo, cuerpo, alma y divinidad no está real y
verdaderamente presente bajo la forma (o especies) o la semejanza del pan y el vino,
entonces el sacerdote no tiene nada que ofrecer en la misa. Éste de hecho nada ofrece, y el
servicio todo es un engaño. (3) La doctrina romanista sostiene que los apóstoles eran
sacerdotes, y que fueron investidos de autoridad y poder para continuar y perpetuar en la
iglesia el oficio sacerdotal por medio de la ordenación y la imposición de las manos para la
comunicación de los dones sobrenaturales del Espíritu Santo. Nada de esto es bíblico ni
cierto. Primero, porque un sacerdote es una persona designada para ser un mediador entre
Dios y los demás seres humanos. Pero una oficio tal no existe bajo la dispensación cristia-
na, excepto en la persona de Jesucristo. Segundo, que a los ministros cristianos nunca se
les llama sacerdotes en el Nuevo Testamento. Tercero, que Cristo y los apóstoles asumen
uniformemente que el camino está abierto para el regreso de todo pecador a Dios, sin la
intervención humana. (4) La doctrina romanista menosprecia el sacrificio de la cruz. La
idea de que la obra de Cristo que hace satisfacción por los pecados de los hombres necesite
repetirse constantemente, merece oposición. (5) La doctrina del carácter sacrificial de la
eucaristía, que es una parte integral de este gran sistema de error, deberá permanecer o
caer como un todo. El romanismo es otro evangelio. Johan Adam Moehler, cuyo roma-
nismo filosófico y mitigador ha traído sobre él no poca censura de parte de sus hermanos
más estrictos, representa la doctrina de la eucaristía como el punto en el cual convergen las
diferencias entre los romanistas y los protestantes”.
45. Joseph Stump insiste en que la Iglesia Luterana no enseña la doctrina de la consubstancia-
ción, aunque la acusen frecuentemente de ello. Sostiene que la consubstanciación quiere
decir la combinación del cuerpo y la sangre de Cristo en una tercera substancia, y esto no
lo enseña la Iglesia Luterana. Insiste, aún más, que ni la impanación ni la subpanación es
enseñada por los luteranos, la primera por sostener que el cuerpo y la sangre sean local-
mente incluidos o encerrados en el pan y el vino, y la segunda por sostener que estén
localizados debajo de ellos. Más bien enseñan que el cuerpo y la sangre de Cristo no están
conectados localmente, sino sacramentalmente, con el pan y el vino, y que solo durante el
uso actual por el comulgante están el cuerpo y la sangre presentes. Por lo tanto, no podrá
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 197

haber hostia reservada, ya que antes y después de la actual administración, los elementos
son solo pan y vino (Joseph Stump, The Christian Faith, 353-354).
46. La mente de Lutero, la que fue tan vigorosa para desechar dogmas que no tuvieran otra
cosa que la autoridad humana para apoyarlas, quedó, en cuanto a este sacramento, atada a
asociaciones anteriores. Concluyó que el cuerpo y la sangre de Cristo estaban realmente
presentes en la Santa Cena, pero, consciente de lo absurdo y contradictorio de la tran-
substanciación, retuvo una doctrina que algunos escritores de la misma iglesia romanista
continuaron prefiriéndola, en comparación al dogma papal señalado anteriormente. A esto
se le designó con el término consubstanciación, lo cual permitía que el pan y el vino
permanecieran igual tanto después como antes de la consagración. Así pudo escapar del
absurdo de contradecir los sentidos propios del ser humano. Sin embargo, Lutero sostuvo
que, aunque el pan y el vino permanecían sin cambio, con todo, junto con ellos, el cuerpo
y la sangre de Cristo eran literalmente recibidos por los comulgantes. No obstante, algu-
nos de sus seguidores inmediatos no admitieron más en este punto que el que el cuerpo y
la sangre de Cristo estuvieran realmente presentes en el sacramento, haciendo que la
manera de esa presencia permaneciera un misterio inexplicable. Aún así, en algunos res-
pectos más importantes, Lutero y los consubstancialistas escaparon totalmente de los
errores de la Iglesia de Roma en cuanto a este sacramento. Negaron que fuera un sacrifi-
cio, y que la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo les diera virtud física alguna que
actuara independientemente de la disposición del que lo recibía, y que hiciera de los
elementos objetos de adoración. El error de ellos, pues, puede considerarse más bien
especulativo que de naturaleza práctica, y fue adoptado probablemente en deferencia a lo
que se concebía ser el significado literal de las palabras de Cristo cuando se instituyó la
Santa Cena (Richard Watson, Theological Institutes, II:663-664).
Si vamos a dar con la idea que yace en el cimiento de la doctrina luterana sobre la
Santa Cena, deberemos tener en mente que es una idea independiente de las formas
escolásticas en las cuales la antigua teología trató de desarrollarla, y especialmente inde-
pendiente de aquella doctrina acerca de la ubicuidad ilimitada de Cristo, de cuya unilate-
ralidad hemos hablado en nuestra cristología. Es, de hecho, la idea de Cristo como la
cabeza de esa nueva creación cuyo fin último es la redención y el perfeccionamiento de la
naturaleza humana como un todo, como un cuerpo y alma indiviso. Así como Cristo no
es espíritu solo, sino el logos encarnado, y el hombre, creado a la imagen de Dios, es, en la
verdadera concepción de Él, el centro en el cual ese espíritu y naturaleza se unen, y la
resurrección del cuerpo es el último evento escatológico que el cristianismo presenta, así la
Santa Cena es un acto de unión con Cristo, como el principio de este santo matrimonio
del espíritu y la naturaleza que es el fin último de la creación. Por tanto, el criterio lute-
rano de la Santa Cena, en su sentido de expresión más verdadero, es proféticamente
cristiano, es decir, reconoce en la eucaristía la actual anticipación de esa unión con el
Salvador, cuya perfección será alcanzada en la consumación de todas las cosas. Conforme a
esto, ese criterio ve en la Santa Cena, no solo, como Calvino, un alimento para el alma,
sino un alimento para todo el hombre nuevo, para el hombre futuro de la resurrección, el
cual germina y crece en secreto, y el cual también será manifestado en gloria, a la exacta
semejanza de la humanidad glorificada de su Señor. La Biblia asocia así la doctrina con-
cerniente a las últimas cosas con la Santa Cena, no solo en las palabras del apóstol Pablo
de que “la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:26), sino en las
palabras de nuestro Señor mismo de que, “desde ahora no beberé más de este fruto de la
vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre” (Mateo
26:29; Marcos 14:25; Lucas 22:16-18). No importa cómo se interpreten estas palabras en
lo particular, las mismas nos dan a entender plenamente que la Santa Cena es una profe-
cía, un tipo y una anticipación presentes de la unión con el Salvador, la cual se cumplirá
198 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

en el reino de la gloria, y no solo de la unión con el Señor, sino de la comunión interna de


amor por la cual los creyentes serán unidos unos con otros en este bendito reino. Porque
en la Santa Cena, los creyentes son todos unidos en un cuerpo, debido a que, como dice el
Apóstol, participan todos de aquel mismo pan (1 Corintios 10:17) (H. L. Martensen,
Christian Dogmatics, 436-437).
47. Zuinglio afirmaba tan enfáticamente como Calvino la presencia espiritual de Cristo en el
sacramento, negando ambos la presencia carnal y corporal, ya fuera en la forma de la
transubstanciación o de la consubstanciación. “Cristo”, decía Zuinglio, “está espiritual-
mente presente en la conciencia del creyente. Mientras éste recuerda sus sufrimientos y su
muerte, y teniendo fe en ellos, come su cuerpo espiritualmente. Confiamos en la carne y la
sangre muriente de Cristo, y esta fe es llamada un comer del cuerpo y de la sangre de
Cristo”. … Zuinglio consideraba el sacramento de la Santa Cena un medio de gracia y de
santificación, en virtud de su carácter didáctico, y porque que evidentemente presenta ante
nuestros ojos a Jesucristo crucificado (Gálatas 3:1), enseña de manera vívida y especial la
gran verdad de la expiación y la redención de Cristo, y confirma el alma del creyente en
dicha verdad. Es una lección objetiva. En este respecto, la función del sacramento es como
la de la Palabra. La verdad del evangelio se enseña en ambas. Ambas son empleadas por el
Espíritu Santo para iluminar, fortalecer y consolar la mente del creyente (William G. T.
Shedd, Dogmatic Theology, II:370-371).
Los luteranos afirman que Cristo está “espiritualmente presente en el sacramento de la
Santa Cena en cuanto a la manera, pero corporalmente en cuanto a la substancia”. Es
decir, la substancia del cuerpo espiritual y glorificado de Cristo, como existió una vez en la
tierra, está actualmente presente en y con los emblemas sacramentales. Como consecuen-
cia, el cuerpo espiritual y glorificado de Cristo está presente en el pan y el vino, no im-
porta dónde y cuándo el sacramento sea administrado. Esto requiere la ubicuidad del
cuerpo glorificado de Cristo, de modo que pueda estar simultáneamente en el cielo y en la
tierra. Pero el cuerpo glorificado de Cristo, al igual que el de su pueblo, aunque sea cuerpo
espiritual, tiene forma, y está extendido en el espacio. La descripción del cuerpo de Cristo
después de su resurrección y ascensión prueba esto. Pero una y la misma forma no puede
ocupar dos espacios en uno y el mismo momento. El cuerpo glorificado de Cristo puede
pasar de un espacio a otro de forma instantánea, pero no puede llenar dos espacios en el
mismo instante. Cuando el cuerpo de Cristo entró, “estando las puertas cerradas” (Juan
20:26), y se puso en medio de los discípulos, ese cuerpo ya no estaba en la parte de afuera
de esas puertas, ni podía estarlo.
48. La doctrina reformada. William G. T. Shedd presenta los principales puntos de la
enseñanza reformada como sigue: “(1) El creyente, al participar dignamente de la Santa
Cena, consciente y confiadamente depende del sacrificio expiatorio de Cristo para la
remisión de sus pecados. Esto es lo que quiere decirse con la frase, ‘Alimentaos del Cristo
crucificado’. La Santa Cena no puede tener significado si su sacrificio vicario es negado.
(2) La ‘presencia’ de Cristo no está en el pan ni en el vino, sino en el alma del participante.
Cristo, dice la Confesión de Westminster, está ‘presente para la fe de los creyentes’, y la fe
es mental y espiritual. La declaración de Richard Hooker sobre este punto es explícita y
excelente: ‘La presencia real de los muy benditos cuerpo y sangre de Cristo no ha de
buscarse en el sacramento, sino en el digno recibidor del sacramento’. Y, de nuevo, señala,
‘Ninguno de los lados niega que el alma del hombre sea el receptáculo de la presencia de
Cristo. Por lo cual la cuestión es traída a un asunto más específico, no habiendo duda
sobre nada excepto esto: si Cristo está completo (completamente) y de manera única
dentro del hombre cuando el sacramento es administrado, o si su cuerpo y su sangre están
también externamente ubicados en los bien consagrados elementos mismos. Dependiendo
de la opinión, aquellos que defienden lo primero son llevados o a la consubstanciación,
LA IGLESIA: SU ADORACIÓN Y SUS SACRAMENTOS 199

incorporando a Cristo en los elementos sacramentales, o a la transubstanciación, cam-


biando su substancia a la de Él, de modo que lo primero lo mantiene real aunque invisi-
blemente moldeado por la substancia de esos elementos, mientras que lo segundo lo
esconde bajo la única demostración visible del pan y del vino, la substancia de la cual,
como ellos imaginan que está abolida, se sucede con Él en la misma habitación” (William
G. T. Shedd, Dogmatic Theology, II:665-666).
49. La verdadera doctrina protestante puede expresarse así: El cuerpo y la sangre de Cristo no
están corporalmente presentes en la ordenanza, ni son recibidos en sentido corporal
alguno; ni tampoco son en sentido alguno el pan y el vino expiatorios, ni alimentan el
alma. El cuerpo y la sangre de Cristo se reciben solo en una manera espiritual, comuni-
cándosele al alma los beneficios de su expiación por el Espíritu Santo, por ser la única
manera en la que se nos puede decir que recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo en la
Santa Cena. La fe también es el medio por el cual recibimos los beneficios de la expiación;
y no son el pan y el vino un canal a través del cual esta gracia es recibida, sino que serán
auxilios para nuestra fe en tanto y en cuanto sean recibidos por la fe como los símbolos
señalados por Cristo de su cuerpo y de su sangre, y en tanto y en canto éstos sean recibidos
bajo esa luz. Esta exposición de la luz bajo la cual se ha de considerar la Santa Cena, cae
bajo lo que aparenta estar implicado en mucho del lenguaje empleado en el asunto, en las
viejas normas y fórmulas, pero si significan algo más de lo que ha sido expresado aquí
anteriormente, se inclinarían demasiado hacia la doctrina romanista. Si Cristo, cuando
dijo, “esto es mi cuerpo”, no quiso decir nada más que “esto representa mi cuerpo”, debió
querer decir que era su cuerpo real, ya que no puede haber un sentido medio. Si no quiso
decir más que “esto representa mi cuerpo”, entonces la exposición que se ha dado arriba,
es todo lo que está implicado en el lenguaje, y en todos los fines racionales que han de
asegurarse por la institución misma (Lee, Elements of Theology, 575-576).
PARTE 6

LA ESCATOLOGÍA O
DOCTRINA DE LAS
ÚLTIMAS COSAS
CAPÍTULO 33

LA MUERTE,
LA INMORTALIDAD Y
EL ESTADO INTERMEDIO
La escatología, como el término lo indica, es la doctrina de las últi-
mas cosas. Hay ciertos eventos de interés vital, tanto desde el punto de
vista teológico, como práctico, que deben ocurrir como preparativos
para la finalización del reino de Dios. Hemos visto que todas las
doctrinas del cristianismo apuntan a una consumación final, y que
todas convergen en una esperanza gloriosa: la segunda venida de
nuestro Señor. A este evento lo preceden los asuntos de la muerte y el
estado intermedio, los cuales obligan nuestra atención, como también
la obligan los asuntos de la resurrección y el juicio final, los cuales lo
suceden. “La máxima importancia de los problemas escatológicos”, dice
J. J. Van Oosterzee, “apenas necesita demostrarse formalmente. La
pregunta: ‘¿qué será el final?’, dormita profundamente en cada corazón
cristiano; y su significado crece continuamente en la medida en que
para algunos y para todos el fin ya se acerca. Así como todos los
artículos de la dogmática presuponen la escatología y le preparan el
camino, así ésta a su vez derrama la luz de la eternidad sobre cada nube
que todavía descansa encima de las partes del santuario que esa ciencia
ya ha transitado” (J. J. Van Oosterzee, Christian Dogmatics), II:777).1
Deberá también observarse que, en el reino de Dios la brecha entre lo
actual y lo ideal es muy amplia, por lo que no podrá ser cerrada jamás
en este lado de la sepultura. Por consiguiente, la vida de fe y de amor de
parte del creyente, viene a ser por necesidad una vida igualmente de
esperanza. Es para esta “esperanza viva” que se nos ha hecho renacer,
“por la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1 Pedro 1:3). Es

203
204 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

entonces, de la Palabra de Dios, que debemos obtener toda la informa-


ción de entero crédito, no sólo en lo que concierne al individuo, sino a
la consumación de todas las cosas.

LA MUERTE
El vocablo “muerte” en el sistema cristiano, conlleva una amplia
variedad de interpretaciones. (1) Es la pena impuesta sobre la raza
humana por causa del pecado; sentido este del asunto que ya se ha
considerado largamente. (2) La muerte física, o la separación del alma y
el cuerpo, deberá verse como el último evento de la historia probatoria
del ser humano. (3) Está el lugar de los muertos, o la muerte como
estado, que habitualmente se conoce como estado intermedio, y (4) está
la muerte espiritual y eterna. De estos eventos, los primeros tres
preceden la segunda venida de Cristo; el último la sigue, y está ligado a
la consumación de todas las cosas. Reservaremos el asunto de “la
muerte eterna” para consideración ulterior, pero la muerte física y el
estado intermedio como eventos de significado escatológico, serán
materia de estudio de este capítulo.2
La naturaleza de la muerte física. La muerte nunca significa la ani-
quilación. Lo que el pecado original trajo no sería la pérdida de la
existencia, sino que el alma fuera separada del cuerpo, y en el sentido
espiritual, que ambos lo fueran de Dios. A. A. Hodge habla de la
muerte como: “la suspensión de la unión personal entre el cuerpo y el
alma, tras lo cual el cuerpo se resuelve en sus elementos químicos, y el
alma es introducida a ese estado separado de existencia que su Creador
y Juez le asignará” (A. A. Hodge, Outlines of Theology, 430). William
Burton Pope la denomina: “la introducción a otro mundo, y por
consiguiente, un evento en la historia del ser humano caído y redimido:
la separación del alma y el cuerpo” (William Burton Pope, Higher
Catechism of Theology, 361). La muerte es mencionada en la Biblia
como un reunirse al “pueblo” suyo (Deuteronomio 32:50); “entrar por
el camino que recorren todos” (Josué 23:14); morir como muere
también “toda aquella generación” (Jueces 2:10); volver el polvo “a la
tierra, como era”, y el espíritu “a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7);
expirar (Hechos 5:5, 10); el que se deshaga “nuestra morada terrestre,
este tabernáculo” (2 Corintios 5:1); “estar ausentes del cuerpo y
presentes al Señor” (2 Corintios 5:8).
La muerte como una pena abolida en Cristo. La Biblia enseña que “el
pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte”, y
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 205

que “así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”
(Romanos 5:12). Luego, la muerte es la penalidad del pecado: la
muerte física, espiritual y eterna. Pero la Biblia enseña con igual
claridad, que la muerte como castigo ha sido abolida en Cristo. “Así
que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los
hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los
hombres la justificación que produce vida” (Romanos 5:18). Por
consiguiente, la muerte como un castigo, física o espiritualmente
hablando, ha sido abolida por Cristo, y ello de dos maneras: (1) Ha
sido provisionalmente abolida para toda la humanidad. Cuando Cristo
fue sujeto a la maldición de la ley, y recibió la sentencia de condena-
ción, experimentó la muerte por todos los seres humanos (Hebreos
2:9), removiendo así de la raza la condenación específica. (2) Ha sido
realmente abolida para todos los que están en Cristo. “El que cree en el
Hijo tiene vida eterna; pero el que se niega a creer en el Hijo no verá la
vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36). Esta abolición es
tanto condicional como gradual; así como es gradual la revelación de la
muerte de la que somos salvos. Ese es el profundo significado de
aquellas palabras del apóstol Pablo, “porque en esperanza fuimos
salvos” (Romanos 8:24). La ley de la economía cristiana es que
recibamos aquí sólo los primeros frutos en calidad de “las arras de
nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida” (Efesios
1:14). Luego, anticipamos en esperanza el día en que todo rastro de
muerte será removido del universo creado por Dios. La muerte es a la
misma vez el primero y el último enemigo que será destruido; tal es el
alcance infinito de esta tan grande salvación.
En esta abolición gradual de la muerte podemos notar las siguientes
etapas: (1) La muerte física está ahora ligada al propósito divino
concerniente al destino de la humanidad. No podemos saber lo que
hubiera traslucido si el pecado no hubiera entrado en el mundo, no
obstante, el consejo eterno ahora es que “está establecido para los
hombres que mueran una sola vez” (Hebreos 9:27). Así, entonces, la
muerte ha quedado retenida como una ley dentro del gobierno divino.
(2) La muerte del cristiano viene a ser parte de la disciplina probatoria
de todo creyente, y es valorada como razón para la comunión con
Cristo. “Palabra fiel es esta: Si somos muertos con él, también vivire-
mos con él” (2 Timoteo 2:11). El ser humano muere a causa de su
relación federal con el primer Adán, de modo tal que resucite con el
último Adán. (3) Para el cristiano, la muerte física será ahora transfigu-
206 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

rada en un simple partir de esta vida para otra. “Sabemos que si nuestra
morada terrestre, este tabernáculo, se deshace, tenemos de Dios un
edificio, una casa no hecha por manos, eterna, en los cielos... Asimismo
los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia, pues no
quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea
absorbido por la vida” (2 Corintios 5:1, 4). Removida la maldición, la
muerte para el creyente en Cristo se torna en un medio para un fin
bienaventurado. Es la puerta a través de la cual entra a la vida nueva; es
el método por el cual recibe, en la resurrección que sigue, el cuerpo
nuevo y glorificado que será la morada eterna de su alma redimida.3

LA INMORTALIDAD
La cuestión de la inmortalidad primero surge como vinculada a la
naturaleza de la imagen divina en el ser humano. Por tanto, fue en
nuestra consideración de ese tema que la discutimos brevemente y de
manera preliminar. Pero ahora el problema aparece bajo una luz
diferente, por lo que se le deberá dar consideración adicional. Todo ser
humano piensa que su alma es inmortal, aunque no lo pueda probar ni
dejar de probar. Fuera de las enseñanzas de la Biblia, esta convicción
fundamental es la prueba más contundente de la inmortalidad. Es,
“Escuchar el murmullo solemne del alma
que habla del mundo porvenir,
es oír el sonido de las olas
antes de llegar al mar”.
La vida del ser humano nunca cesa. Como ya hemos demostrado, la
sepultura es sólo el túnel a través del cual el ser humano pasa para
alcanzar la vida del más allá. La naturaleza de esta existencia futura se
determina por el carácter personal, y éste a su vez por la actitud
respecto a la obra expiatoria de Jesucristo. Para el creyente, es vida
eterna; para el no creyente, muerte eterna.
Los argumentos filosóficos de la inmortalidad. Los argumentos filosó-
ficos, después de todo, son menos convincentes que la convicción
inalienable de la inmortalidad que todo ser humano posee en su fuero
interno. Por tanto, lo más que se puede decir es que los mismos son
intentos de clarificar esta convicción profunda y subyacente.4 Los
presentaremos sólo como la lista de argumentos tradicionales ofrecidos
corrientemente en favor de la inmortalidad. (1) El argumento psicoló-
gico se fundamenta en la naturaleza del alma como esencia simple e
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 207

inmaterial, indivisible y por lo tanto indestructible. Este argumento


tiende a demostrar que el alma existe por sí misma, y que por tanto
existirá eternamente. (2) El argumento teleológico sostiene que el alma
humana no alcanza ni puede alcanzar toda su promesa en este mundo;
por lo tanto, necesitará de otro mundo y de una existencia continua
para que pueda lograr lo que le falte de sus bienaventuranzas. (3) El
argumento cósmico se fundamenta en el hecho de que, en el ámbito de
lo natural, existe la ley de gravitación que mantiene juntos los cuerpos
celestiales; aunque ello no ofrece base para la comunión de los habitan-
tes de esos otros mundos. Por tanto, debe haber otro modo de existen-
cia que haga alcanzable las posibilidades de la vida humana. Este
argumento fue empleado por Kant, Herder, Lange y Chalmers, entre
otros.5 (4) El argumento analógico se deduce de las analogías del
mundo orgánico. La semilla muere, pero perpetúa su identidad; la
oruga revienta, pero surge la mariposa como un nuevo orden de ser,
totalmente distinto de su modo de existencia anterior. (5) El argumen-
to moral se presenta tanto en su aspecto individual como social.
Consiste esencialmente de lo siguiente: que el ser humano no siempre
recibe justicia en este mundo. La mera aniquilación no permitiría los
grados de castigo que corresponden a los diferentes grados de culpabi-
lidad. Luego, este es un argumento que propone la existencia continua
del malo a partir de la justicia de Dios. Además, propone que, si no
hubiera un mundo porvenir, la vida parecería una burla en muchos de
sus aspectos morales. El apóstol Pablo razonaba así cuando decía: ”Si
solamente para esta vida esperamos en Cristo, somos los más dignos de
lástima de todos los hombres” (1 Corintios 15:19).
La doctrina de la inmortalidad como se revela en la Biblia. La única
enseñanza de entero crédito que poseemos respecto a la inmortalidad es
la que encontramos en la Biblia. Aunque a veces se afirma que la
inmortalidad del alma no es algo que se destaque en el Antiguo
Testamento, lo cierto del caso es que esta es una enseñanza que
impregna tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo. Jamás un
escritor hebreo, inspirado o no, dudó de la inmortalidad del alma, y no
en sentido panteísta, sino individual. Los pasajes bíblicos que hemos
citado contra la aniquilación, sirven también de prueba para la
inmortalidad del alma. Podemos, además, añadir el siguiente: “¿Quién
sabe si el espíritu de los hijos de los hombres sube a lo alto, y el espíritu
del animal baja a lo hondo de la tierra?” (Eclesiastés 3:21). Adam
Clarke dice que la traducción literal de este texto es: “¿Quién considera
208 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

el espíritu inmortal de los hijos de Adán, el cual asciende? ¿Viene de


arriba: y el espíritu o aliento del ganado, el cual desciende? Baja a lo
hondo de la tierra, es decir, tiende sólo a la tierra”. Aquí el espíritu de
un ser humano se distingue del espíritu de una bestia en tanto tienden
en direcciones diferentes. El que el espíritu del hombre suba, denota
claramente, no sólo una existencia continua, sino más elevada, de aquí
que sobreviva la muerte del cuerpo. De nuevo, “Pero yo sé que mi
Redentor vive, y que al fin se levantará sobre el polvo, y que después de
deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios” (Job 19:25-26).
Notemos lo seguro de la convicción de que hay vida en el más allá.
También veamos que el salmista declara: “Los días de nuestra edad son
setenta años. Si en los más robustos son ochenta años, con todo, su
fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan y volamos” (Salmos
90:10). La fuerza de este argumento está en las palabras: “porque
pronto pasan y volamos”. La figura de lenguaje viene de la creencia de
que el ser humano tiene un alma que se separa cuando el cuerpo muere,
lo cual no puede significar otra cosa que el que ésta exista después de la
muerte. Citemos solamente un texto representativo del Nuevo Testa-
mento: “No temáis a los que matan el cuerpo pero el alma no pueden
matar” (Mateo 10:28). De aquí resulta evidente que el alma y el cuerpo
no son idénticos, lo que supone que al matar el cuerpo no se mata el
alma. Este argumento desprendido de las palabras de nuestro Señor es
concluyente. La siguiente lista de referencias demostrará que hay
muchos otros pasajes bíblicos que le son pertinentes al tema: Lucas
12:45; Mateo 17:3; Mateo 22:31-32; Lucas 16:22-23; Lucas 23:43, 46;
Hechos 7:59; Romanos 8:35, 38-39; 2 Corintios 5:1, 6, 8; 2 Corintios
12:2-4; Filipenses 1:21, 23-24; Apocalipsis 6:9).6

LA VICTORIA CRISTIANA
La doctrina de la inmortalidad recibe su más clara luz por medio de
la resurrección de Jesucristo de los muertos. Dado que la muerte era un
medio a través del cual cesarían las consecuencias espirituales del
pecado, y que los santos que murieran dejarían de ser incluidos en la
categoría de los pecadores, los antiguos escritores de la iglesia sosten-
drían unánimemente que la muerte como consecuencia del pecado era
una provisión misericordiosa del Creador. Pero esta exclusión no sería
posible mientras los santos habitaran cuerpos capaces de servir al
pecado y bajo pena de muerte. Sería la muerte y resurrección de Cristo
lo que traería el triunfo sobre la muerte, lo cual, por consiguiente,
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 209

cambiaría la actitud respecto a ésta. Así lo establece claramente la


Epístola a los Hebreos: “Así que, por cuanto los hijos participaron de
carne y sangre, él también participó de lo mismo para destruir por
medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al
diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban
durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15). Es esta
actitud distinta hacia la muerte por medio de Jesucristo, la cual ahora
consideraremos.
La muerte con relación a Cristo. Nuestra discusión debe incluir tres
hechos importantes: (1) Cristo reafirma la ley original así como el
propósito original de Dios para el ser humano, y esto no sólo por
medio de su vida en la tierra, sino también por medio de su ida de esta
tierra. Venció el mal al hacer el bien; venció el pecado al cumplir la ley
de la santidad; también venció la muerte por medio de la ley del
Espíritu de vida (Romanos 8:2). (2) Cristo fue hecho maldición por
nosotros en la medida en que se sujetó a sí mismo al castigo que una
raza caída había recibido (Gálatas 3:13). Pero Cristo no sólo murió
vicariamente por el pecado, sino que también murió al pecado (Ro-
manos 6:10). En efecto, la muerte tuvo dominio sobre Él por un
tiempo, pero, por cuanto se sujetó a sí mismo a la muerte bajo la
condenación de la ley, la pena fue completamente satisfecha y disuelto,
de una vez y para siempre, todo vínculo orgánico con el mundo de
maldad. Por tanto, su muerte vino a ser una época de paz judicial, y un
triunfo eterno sobre la maldición de la ley. (3) Cristo, al ofrecerse a sí
mismo en la cruz, sufrió en la realidad la maldición que el pecado
conllevaba, pero esto también vino a ser para Él el nacimiento a un
nuevo orden de existencia. Esta era una forma posterrenal de existencia
humana que trascendió su vida terrenal. Por esta razón se le llama a
Cristo: “el primogénito de entre los muertos” (Colosenses 1:18); y, de
nuevo, que se diga que es “el primogénito de los muertos” (Apocalipsis
1:5). Al cargar nuestros pecados sobre su propio cuerpo en el madero (1
Pedro 2:24; Gálatas 3:13), no sólo cumple con las demandas positivas
de la ley divina, sino que también hace realidad en sí mismo la
perfección de la vida humana, demostradas ambas por el hecho de la
resurrección. Este misterio de la cruz, el apóstol Pedro lo va a expresar
en el sentido de que fue “a la verdad muerto en la carne, pero vivificado
en espíritu” (1 Pedro 3:18). Según la carne, Cristo murió una muerte
real bajo condenación; pero según la nueva ley del Espíritu que da vida,
fue como el grano de trigo que es vivificado mientras muere. Así, al
210 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

superar la muerte cuando da su espíritu, Cristo avanza a su vez a una


nueva etapa de la vida triunfante. “Este proceso misterioso del reino
vegetal”, dice E. V. Gerhart, “nuestro Señor lo emplea para demostrar
el proceso aún más misterioso de su reino espiritual. El uno es un hecho
que confronta la percepción natural; el otro, un hecho que concierne a
la percepción espiritual” (E. V. Gerhart, Institutes of the Christian
Religion, II:776).
Cristo como el autor de la vida eterna. Cristo, al triunfar sobre la
muerte, se convierte en el autor de la vida para todo creyente. Por
tanto, la muerte, la cual finalmente será sorbida por la vida, es ya un
enemigo conquistado. Este hecho de por sí, plantea la necesidad de un
cambio de actitud hacia la muerte de parte de los creyentes.8 En el
cristiano individual, la vida eterna que se manifiesta en Cristo está
marcada por etapas y grados correspondientes a las varias épocas
fundamentales de la vida de Cristo en la tierra. Aquí notaremos tres
periodos claramente señalados en la historia del Cristo encarnado: (1)
Desde su concepción y nacimiento, hasta su muerte y sepultura, lo que
cubre típicamente la vida de una persona. (2) Desde su muerte y
sepultura hasta su resurrección, incluyendo su descenso al Hades. Esto
señala la etapa en el progreso de la nueva creación en la cual nuestro
Señor, a través de su muerte, venció al que tenía el poder de la muerte,
asegurando así la libertad de su pueblo (Hebreos 2:14-15). (3) Su vida
sobre la tierra durante los cuarenta días entre la resurrección y la
ascensión. Esto marca el establecimiento de un nuevo orden de
existencia, lo terrenal se resuelve en el estado de lo resucitado, y esto
conlleva la libertad de la debilidad, la mortalidad y la corrupción para
todo su pueblo.9
Dado que las experiencias y los logros de Cristo han de ser también
los de su pueblo, podemos de esa manera discernir tres etapas en el
progreso de la vida eterna, según se pone de manifiesto en el cristiano
como individuo. (1) La primera consta de la vida que se comunica en el
nuevo nacimiento. Así como el Espíritu Santo se encarnó en Cristo por
medio de la virgen María, así el Espíritu de Dios infunde nueva vida en
el alma del creyente. (2) La segunda consta de aquella transformación
espiritual simbolizada por la muerte y la resurrección de Cristo. “En
cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; pero en cuanto vive,
para Dios vive. Así también vosotros consideraos muertos al pecado,
pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos
6:10-11). Esto se va a lograr por medio del bautismo con el Espíritu
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 211

Santo. Las dos etapas anteriores son parte de la soteriología, y han sido
tratadas previamente con relación a la persona y obra del Espíritu
Santo. (3) La tercera etapa pertenece propiamente a la escatología, y
tiene que ver con la resurrección del cuerpo. Esta etapa se conoce
corrientemente como la glorificación. Cristo dejó esta vida bajo
maldición, pero de una manera tal que disolvería su vínculo orgánico
con el mundo de la maldad moral, logrando así la perfección de la vida
humana en un nuevo orden de existencia. Por consecuencia, se removió
la maldición, y la muerte quedó resuelta en victoria. Así como Cristo, al
morir, destruyó la muerte en lo que se relacionaba a sí mismo, así su
pueblo, al morir, destruye también la muerte en lo que se relaciona a sí
mismo. Al quitarse la maldición, lo que cristianamente se pone de
relieve es el espíritu interior de vida. Así que, la muerte, para el creyente
cristiano, ahora no es un evento anormal, sino la operación de la ley del
espíritu de vida en Cristo Jesús. Todo el proceso es asumido y glorifi-
cado.10 Al igual que la etapa anterior, esta es también muerte al pecado,
pero de manera diferente. Aquella fue una muerte al pecado como
principio rector en el creyente individual; esta es muerte al pecado
como una posibilidad eterna. Consecuentemente, la Biblia ahora
considerará la muerte física en cierto sentido como un nacimiento, no
como un nacimiento espiritual en el reino de Dios, sino un irrumpir de
vida en el reino posterior al terrenal, un nacimiento en el reino de
gloria. “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús está
en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará
también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que está en vosotros”
(Romanos 8:11).

EL ESTADO INTERMEDIO
Una vez ha quedado establecido el hecho de la inmortalidad del
alma, el asunto que sigue es el que tiene que ver con la existencia
consciente del alma entre la muerte y la resurrección del cuerpo. Todos
los que aceptan la enseñanza de la Biblia como la Palabra de Dios,
admiten también el hecho de un estado intermedio; pero hay un punto
en el que las opiniones difieren, y es el que tiene que ver con la
naturaleza de ese estado. (1) “Seol” se deriva de la palabra hebrea para
“pedir”, por lo que probablemente exprese el sentido del proverbio
inglés que dice: “el sepulcro clama por más mientras más le ofrecen”. El
término unas veces significa, indefinidamente, el sepulcro, el lugar o
estado de los muertos; otras veces, definidamente, el lugar o estado de
212 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

los muertos al que el elemento de miseria y castigo le corresponden;


pero no será nunca un lugar o estado de felicidad o de bien después de
la muerte (compárese con Blunt, Dictionary). “Hades” es una palabra
griega que se deriva del privativo á, y de ideis, y significa el mundo
invisible de los espíritus que han partido. Los autores de la Septuaginta
utilizaron este giro para traducir la palabra hebrea Sheol, como en
Salmos 16:10 en comparación con Hechos 2:27. A. A. Hodge indica
que la palabra ocurre solamente once veces en el Nuevo Testamento
(Mateo 11:23; 16:18; Lucas 10:15; 16:23; Hechos 2:27, 31; 1 Corin-
tios 15:55; Apocalipsis 1:18; 6:8; 20:13-14); y que en cada caso,
excepto en 1 Corintios 15:55, donde las ediciones más críticas del
original substituyen la palabra zanatos por la palabra hades, ésta se
traduce como infierno, lo cual representa siempre al mundo invisible
como bajo el dominio de Satanás, y como en oposición al reino de
Cristo (cf. A. A. Hodge, Outlines of Theology, 435).11 (3) “Paraíso”, del
griego paradeisos, es un vocablo que tanto el griego como el hebreo lo
deben haber adoptado de algún idioma oriental. El término se refiere a
un parque, o a un jardín placentero, y de aquí que los traductores de la
Septuaginta lo utilizaran para representar el huerto del Edén (Génesis
2:8ss). “Paraíso” va a ocurrir sólo tres veces en el Nuevo Testamento
(Lucas 23:43; 2 Corintios 12:4; y Apocalipsis 2:7), pero el contexto
demuestra que en un caso está vinculado al “tercer cielo”, y en los otros
dos, con el “paraíso de Dios”, en el cual crece el árbol de la vida,
aunque en los tres casos es obligatoriamente una referencia a la vida
más allá de la muerte.
Al discutir esta doctrina consideraremos, (1) el desarrollo histórico
de la doctrina; y (2) algunas de sus implicaciones teológicas.

EL DESARROLLO HISTÓRICO DE LA DOCTRINA


DEL ESTADO INTERMEDIO
En la teología histórica, la idea del Hades ha pasado por un número
de modificaciones. Éstas las consideraremos en el siguiente orden: (1)
La doctrina patrística del estado intermedio; (2) La doctrina herética
del sueño del alma; (3) La doctrina católica romana de un lugar
intermedio; y (4) La doctrina protestante de un estado intermedio.
La doctrina patrística del estado intermedio. Aunque el Antiguo Tes-
tamento enseña la doctrina de la inmortalidad del alma, el pueblo
hebreo en general parece más o menos haberla pervertido en su manera
de sostenerla. La creencia común parece haber sido la siguiente: que
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 213

todas las almas, al morir, descendían al seol o Hades, una tenebrosa


morada subterránea, en la que sus habitantes eran sombras, cuyo estado
de existencia era uno de debilidad, impotencia y somnolencia. Hay
ocasiones en las que los hebreos representaban al seol como dividido en
dos departamentos: el paraíso, un lugar de gloria segura, y gehena, un
lugar de tormento seguro. En el primero, también conocido como el
seno de Abraham, estaban los judíos, o al menos aquellos que habían
sido fieles a la ley; en el último estaban los gentiles. Los hebreos
sostenían, además, que cuando viniera el Mesías, los judíos fieles serían
resucitados y tendrían parte en su glorioso reino, pero que los gentiles
serían dejados para siempre en el lugar de las tinieblas.
La doctrina de un estado intermedio era prevaleciente en la iglesia
primitiva, como lo demuestran las numerosas referencias en los escritos
de los padres de la iglesia. Pero, casi en su totalidad, sus enseñanzas eran
similares a las del judaísmo tardío.12 El Hades, o la región invisible, era
un mundo de ultratumba, o reino de los muertos. Consistía en un lugar
de recompensa y castigo parcial. Justino Mártir, al referirse al Hades,
decía que “las almas de los piadosos están en un mejor lugar; las de los
injustos y malos están en uno peor, esperando el tiempo del juicio”.
Tertuliano (220) expresa que “nadie, una vez ausente del cuerpo, habita
de inmediato en la presencia del Señor, a menos que no sea por la
prerrogativa del martirio, la que de inmediato le asegura un alojamiento
en el paraíso y no en el Hades”. Cipriano (258) parece haber asumido
una posición distinta a la de Tertuliano, puesto que intima que los
santos que parten irán inmediatamente a la presencia del Cristo.
Orígenes (m. 254) enseñaba que, desde la resurrección de Cristo, el
Hades ya no contenía las almas de los justos y que Cristo había
transportado al paraíso aquellas de las edades anteriores.
La doctrina del sueño del alma. Según esta doctrina, el alma, durante
el periodo intermedio, o se encuentra en un estado de sueño incons-
ciente conocido como psicopaniquismo (de pannikhisein, pasar toda una
noche, y psykhe, alma), o se encuentra en un estado presente de muerte
conocido como zenetopsiquismo (de zanatos, muerte, y psykeh, alma). La
iglesia no ha adoptado de manera extensiva esta doctrina en ninguna de
las dos formas, razón por la cual siempre ha sido considerada herética.13
Sin embargo, la misma ha tenido en cada época quien la defienda.
Orígenes, en el siglo tercero, escribiría en contra de una pequeña secta
que sostenía esta doctrina; Calvino la combatió en el siglo diez y seis; y
la Iglesia Católica Romana la condenó en varios concilios, siendo el de
214 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Trento el más notable (1545-1563). La doctrina está basada en un


juicio equivocado respecto a los pasajes de la Biblia que se refieren a la
muerte como un dormir. La doctrina, aún más, presupone que el alma
no puede conocerse a sí misma, ni en forma alguna manifestar energía,
a menos que no sea por medio del cuerpo como su instrumento. Esta es
la razón para que se considere que el alma, en el estado durante el cual
se encuentra separada del cuerpo, esté dormitando o virtualmente
muerta. Esta posición, sin embargo, es pura presuposición filosófica.
Asume que, dado que el alma no puede funcionar excepto por medio
del cuerpo con relación a las cosas materiales, tampoco puede funcionar
aparte del cuerpo en las cosas espirituales. Este error queda refutado
gracias a los argumentos que corrientemente se esgrimen en contra del
materialismo. Pero la doctrina es también falsa desde el punto de vista
de la exégesis. No hay interpretación posible que pueda hacer de la
parábola del rico y Lázaro, una que apoye la doctrina del sueño del
alma. Las palabras que Jesús dirigió al ladrón desde la cruz, tampoco
tendrían significado alguno a menos que el ladrón fuera a estar
conscientemente con Él en el paraíso. Todavía más, la declaración del
apóstol Pablo en el sentido de estar ausente del cuerpo pero presente en
el Señor, no se podría entender si tuviera que darse un intervalo de
inconciencia entre los dos eventos.
La doctrina católica romana de un lugar intermedio. Desde los tiem-
pos de Gregorio el Grande (c. 604), el purgatorio como un lugar
intermedio ha sido una creencia igualmente vinculada con la del Hades
como un estado intermedio. El purgatorio, según la manera en que la
Iglesia Católica Romana elabora esta doctrina, y en cuanto a las almas
de los seres humanos que han partido se refiere, parece incluir los
siguientes departamentos.
1. El limbus patrum, que es un término que alude al estado de los
justos que murieron con antelación a la primera venida de Cristo. Lo
que se sostiene es que cuando Cristo descendió al Hades después de su
crucifixión, libertó las almas de los patriarcas y cargó con ellas en
triunfo hasta el cielo. Esta enseñanza, por supuesto, coincide con la
enseñanza común de los judíos en lo que se refiere a los santos del
Antiguo Testamento. Muchos sostienen que este compartimiento no
existió más después de la ascensión, pero otros mantienen que las almas
de los que desde ese momento han partido, están todavía recluidas en
este estado intermedio en espera de liberación el día de la Segunda
Venida.
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 215

2. El limbus infantum, el cual se refiere a la supuesta morada de las


almas de los infantes que no fueron bautizados. No se le considera un
lugar de sufrimiento, pero tampoco de felicidad. Tomás de Aquino
estableció que, aunque a los infantes que no son bautizados se les priva
eternamente de la felicidad de los santos, esta privación no les trae
como consecuencia tristeza ni dolor alguno.
3. Al purgatorio se le considera como la morada intermedia de
aquellos que mueren en paz con la iglesia, pero que necesitarán una
mayor purificación antes de entrar en el estado final del cielo. La
doctrina del purgatorio sostenida por los romanistas se resume justa-
mente por Charles Hodge como sigue: “Estos enseñan: (1) Que es un
estado de sufrimiento. La doctrina tradicional, aunque no simbólica,
comúnmente aceptada sobre este particular es que el sufrimiento será
por causa del fuego material. El propósito de este sufrimiento es tanto
una expiación como una purificación. (2) Que la duración e intensidad
de los dolores del purgatorio se dan en proporción a la culpa e impure-
za del que los sufre. (3) Que el único límite conocido o definido para la
continuación del alma en el purgatorio, es el día del juicio. Los que han
partido pueden permanecer en este estado durante unas pocas horas o
por miles de años. (4) Que las almas del purgatorio pueden ser
auxiliadas, es decir, que sus sufrimientos pueden mitigarse o su
duración acortarse, gracias a las oraciones de los santos, pero especial-
mente gracias al sacrificio de la misa. (5) Que el purgatorio está bajo el
poder de las llaves. Esto es, que es la prerrogativa de las autoridades de
la iglesia, a su discreción, remitir parcial o totalmente la pena de los
pecados por los cuales sufren las almas allí retenidas (Charles Hodge,
Systematic Theology, III:749-750). Esta doctrina errónea surge de la
creencia de la Iglesia Católica Romana, en que la expiación de Cristo
está a nuestra disposición sólo en lo que respecta al pecado original y a
la muerte eterna a la que se nos ha expuesto. Esto es, que Cristo nos
libra sólo del reatus culpae o culpabilidad, más no del reatus poenae u
obligación del castigo. En lo que respecta a los pecados después del
bautismo, el ofensor debe hacer satisfacción por medio de la penitencia
y de las buenas obras. Esta satisfacción debe completarse en esta vida si
el alma ha de entrar al cielo; si no, la purificación entonces deberá
completarse en el purgatorio. La eucaristía o misa es el sacrificio
propiciatorio que tiene como fin asegurar el perdón de los pecados
después del bautismo; pero dado que ello cobra vigencia según la
intención de los sacerdotes, un sacerdote, si así lo desea, por su
216 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

intención, puede hacerlo aplicable a las almas en el purgatorio. El papa,


puesto que es el vicario de Cristo en la tierra, posee en este sentido el
pleno poder para perdonar los pecados; podrá eximir a los ofensores de
la obligación de hacer sacrificios por sus ofensas. Contra esta doctrina,
el protestantismo asumiría una postura sumamente enérgica.15
4. El cielo se define como el lugar y el estado en donde los biena-
venturados están con Dios, en donde Jesús se entroniza con majestad, y
en donde los ángeles y los espíritus de las personas justas se hacen
perfectos. Es el lugar de la más elevada bienandanza. Los romanistas
sostienen que hasta de entre los verdaderos creyentes mismos, sólo unos
pocos entran inmediatamente a este lugar de perfecta bienandanza.
Antes, tanto el justo como el malo, permanecen en un estado interme-
dio que, para el justo, se conoce como el paraíso, o el seno de Abraham,
pero que para el malo, se denomina purgatorio. Es desde este estado
intermedio que, en el juicio final, el justo va a su recompensa última, y
el malo a su condenación eterna. Sin embargo, se mantiene que hay dos
clases que pueden entrar al cielo previo a la resurrección: los que son
perfectamente puros al momento de morir, y los que, aunque no eran
perfectos cuando partieron de este mundo, han venido a serlo en el
purgatorio.
5. Al infierno se le define como un lugar o estado en el que los
ángeles malvados y los finalmente impenitentes de entre los humanos,
sufrirán eternamente el castigo de sus pecados. Los sufrimientos de los
perdidos se deberán a dos razones: (1) debido a la pérdida o privación
que le niega la visión, el favor y la presencia de Dios; y (2) debido al
castigo positivo, como lo serán los sufrimientos que trae el remordi-
miento, las malas pasiones y la desesperanza. Sin embargo, existen entre
los romanistas diferencias sobre si el fuego que se menciona en esta
relación es literal o es simbólico. Gousset dice que la iglesia no ha
propuesto decisiones sobre el asunto. “Es de la fe”, dice, “que los
condenados serán privados eternamente de la felicidad del cielo, y que
serán atormentados eternamente en el infierno; pero no es de la fe que
el fuego que causa su sufrimiento sea material. Muchos doctores de la
iglesia, cuyas opiniones no han sido condenadas, piensan que la
expresión, ‘donde el gusano nunca muere’, es una figurada, así como lo
es, ‘el fuego que nunca se apaga’; asimismo que el fuego se refiere a un
dolor análogo al del fuego, antes que al dolor real que produce el fuego.
Aun así, puesto que la idea de que el fuego de que se habla sea fuego
material real está tan generalizada entre los católicos, no nos aventura-
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 217

remos a adelantar una opinión contraria” (cf. Charles Hodge, Systema-


tic Theology, III:747-748).
La doctrina protestante de un estado intermedio. El protestantismo ha
retenido la idea de un estado intermedio, pero generalmente ha
rechazado la idea de un lugar intermedio. Una manera de expresar la
doctrina protestante común sería como sigue: (1) Que, a la hora de la
muerte, las almas de los justos van inmediatamente a la presencia de
Cristo y de Dios. La Biblia no hace mención alguna de una larga
espera; antes enseñará claramente que estar ausente del cuerpo es estar
presentes al Señor (2 Corintios 5:6-8). (2) Las almas de los que han
partido existen en un estado consciente. Al referirse a los justos, el
apóstol Pablo declara que nada nos separará del amor de Cristo
(Romanos 8:38), lo cual equivale a decir que la relación moral y
espiritual con Cristo es continua y sin interrupción. No hay provisión
para un periodo en el que lo consciente se interrumpa. (3) Los justos
que han muerto, no sólo están conscientes, sino que están en un estado
de bienaventuranza y de reposo (Apocalipsis 14:13). (4) El estado
intermedio no es el estado final de los creyentes. El ser humano es tanto
cuerpo como espíritu, de aquí que habrá un elemento de imperfección
en el estado en el que el espíritu se encuentre separado del cuerpo, el
cual sólo podrá ser suplido por medio de la resurrección. Esta creencia
en un estado intermedio es perfectamente consistente con la enseñanza
protestante de que después de la Segunda Venida y la resurrección de
los muertos, el estado del alma será todavía más exaltado y bendito.16
Lo que se ha dicho de los justos que han muerto, es igualmente
aplicable al estado de los malos: (1) Que, al morir, las almas de los
malos son desvanecidas de la presencia del Señor; (2) que los malos
están conscientes de su existencia; (3) que este estado consciente es de
sufrimiento y malestar; y (4) que el estado de los malos no es final,
también serán resucitados, pero para vergüenza y desprecio eterno, y el
juicio les fijará su condenación eterna.

ALGUNAS DE LAS IMPLICACIONES TEOLÓGICAS


DE LA DOCTRINA DEL ESTADO INTERMEDIO
Hay ciertas preguntas que se desprenden de la discusión histórica
anterior, las cuales, dada sus implicaciones teológicas, demandan
consideración adicional. Nos referimos especialmente a tales preguntas
como: (1) ¿Hay tanto un lugar intermedio como un estado intermedio?
¿Qué implicaciones teológicas y prácticas conlleva esta pregunta? (2)
218 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

¿Es el estado intermedio un periodo futuro de probatoria? Y (3), ¿es el


estado intermedio uno de progreso y desarrollo? Estas son sólo algunas
de las preguntas que surgirán con relación a este importante asunto.
¿Hay un lugar intermedio como también un estado intermedio?17 Esta
es una pregunta que ha captado el interés de muchas personas entendi-
das y piadosas, pero que no tendría valor a menos que no fuera por sus
implicaciones prácticas. La Biblia dejará la cuestión sin decidir, puesto
que algunos textos aparentaran favorecer un punto de vista, y otros,
otros. El relato del rico y Lázaro (Lucas 16:29-31), favorece la idea de
un lugar intermedio, al igual que las palabras de Cristo al ladrón en la
cruz, “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas
23:43). El vocablo paraíso a veces se utiliza en un sentido de menos
altura que el cielo; Jesús tampoco ascendió al cielo el día de su resurrec-
ción, como lo indican sus palabras a María: “aún no he subido a mi
Padre” (Juan 20:17). En oposición a la idea de un lugar intermedio,
podemos citar tales textos como el de las palabras del mártir Esteban,
“Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hechos 7:59), y las del apóstol Pablo,
“queremos estar ausentes del cuerpo y presentes al Señor” (2 Corintios
5:8). Estos pasajes parecen indicar que los buenos, al morir, van
inmediatamente a la presencia del Señor. Pero alguien podría hacer la
pregunta, ¿no implica un estado intermedio necesariamente un lugar
intermedio? Pensamos que no. La creencia general de la iglesia es que,
durante el estado intermedio, los seres humanos como personas están
incompletos en tanto dure la separación de sus cuerpos y sus almas,
pero lo incompleto se debe al estado o condición, y no al lugar. Es
decir, que los justos y los malos en cada caso van a su lugar de morada
final, aunque no por ello entren a su estado eterno. Esto último podrá
tomar lugar sólo en el juicio final. La iglesia primitiva parece haber
sostenido la creencia en un lugar intermedio debido a la influencia
judía.18
Esta perspectiva de un lugar intermedio fue también sostenida en un
periodo posterior, dado el fuerte apoyo de la doctrina católica romana
del purgatorio. Las iglesias de la Reforma, sin embargo, la rechazaron,
tanto por causa de su revuelta en contra de los abusos que le atañen a la
doctrina del purgatorio, como por las implicaciones teológicas que
conlleva. Enoch Pond resume estas implicaciones teológicas de la
siguiente manera: “He examinado, en tan pocas palabras como sea
posible, la cuestión de un lugar intermedio, pero no le he encontrado
fundamento en la Palabra de Dios. Es de origen pagano antes que
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 219

cristiano, y se ajusta mejor a un creyente en la mitología griega o


romana que a un discípulo del Salvador. Considero, además, que la
teoría presta una influencia peligrosa. Si pudiera admitirse generalmen-
te por los cristianos evangélicos, a ellos le seguirían, no tengo dudas, las
oraciones por los muertos, y la doctrina de un futuro periodo de prueba
y restauración, incluso quizá todas las supersticiones que supone el
purgatorio. Este es el curso que tomaron dichas cuestiones en la iglesia
antigua, y con toda probabilidad sería el curso que de nuevo tomarían.
Por tanto, ‘retengamos la doctrina que hemos aprendido’ sobre el
particular, vale decir, las palabras de la Biblia y de la mayoría de
nuestras confesiones protestantes de fe, y no seamos ‘llevados por
doquiera de todo viento de doctrina’” (Enoch Pond, Christian Theo-
logy, 552).
¿Es el estado intermedio un periodo de prueba futura? Tenemos que
responder a esta pregunta que no puede haber un periodo futuro de
prueba para los malos más allá de la sepultura. Esto es evidente por las
siguientes razones: (1) Es irrazonable por ser innecesario. Dios puede
extender durante esta vida el periodo probatorio tanto como desee;
además, suponer otra probatoria da lugar a más problemas que
soluciones. (2) El que la luz y la verdad han de abundar parecería hacer
del mundo venidero uno inadecuado para un periodo de prueba. El
que la luz haya de brillar con tanta refulgencia y gloria habrá de
compeler antes que poner a prueba. Ahí hasta el diablo mismo creerá y
temblará, aunque se encuentre distante del reino de gloria. (3) Si a los
malos se les fuera a poner a prueba en el mundo venidero, ¿por qué no
también a los justos? Si los malos pueden ser salvos después de morir,
entonces, siguiendo el mismo razonamiento, el justo puede caer de
nuevo y perecer. (4) Hay ocasiones en que los pecadores completan su
probatoria antes de abandonar este mundo presente, como sería el caso
de los que han cometido “el pecado imperdonable”. (5) Los que creen
en la restauración futura deberán obligatoriamente considerar los
castigos del mundo venidero como totalmente disciplinarios, es decir,
diseñados para el que los sufre y no para el bien público. Pero si esto
fuera cierto, entonces no serían una maldición, sino una bendición. En
cambio, se indica que los que habitan el infierno están bajo castigo de
Dios (Judas 7), y que son objetos de su retribución (2 Tesalonicenses
1:8-9). (6) Si se dice que los pecadores sufren todo cuanto merecen
previo a su restauración, entonces serían salvos por obras y no por
gracia; una posición que está en completa discordancia con las ense-
220 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

ñanzas del Nuevo Testamento. (7) La Biblia enseña que “está estable-
cido para los hombres que mueran una vez, y después de esto el juicio”
(Hebreos 9:27). Aquí se hace evidente que entre la muerte y el juicio no
habrá cambios importantes, lo que indica que los seres humanos están
en probatoria sólo mientras estén en el cuerpo (2 Corintios 5:10).
Además, si no hay recuperación de los pecadores en el juicio, ¿de qué
valor será una segunda probatoria? (8) No habrá oportunidad alguna
para que el malo se vuelva a Dios a través de un Mediador, puesto que,
en el juicio, el reino de la mediación habrá llegado a su fin, dado que ha
sido una provisión para la salvación de los perdidos (1 Corintios
15:24-28). Podemos también añadir que la idea de una probatoria más
allá del sepulcro, que preceda al juicio final, no está en armonía con el
tenor general de la Biblia, aunque tendremos que reservar este tema
para tratamiento adicional en su vinculación con el estado final de los
malos.19
¿Será el estado intermedio susceptible de progreso y desarrollo? Esta no
es una pregunta meramente especulativa, ya que está ligada a la teoría
sicológica y filosófica en lo que respecta al alma y su relación con el
cuerpo. Aunque el protestantismo ha rechazado la doctrina del
purgatorio, la cuestión de la actividad del alma en el estado de separa-
ción del cuerpo no deja de ser peculiarmente atractiva para los teólogos
de mentalidad filosófica. Cuando el alma se separa del cuerpo como
nexo racial, y se rompe el velo de la carne, se da “la soledad” que
sustenta el capítulo de Olin A. Curtis sobre “El Significado Cristiano
de la Muerte” (Olin A. Curtis, The Christian Faith, capítulo 20).20 El
obispo H. L. Martensen plantea justamente el problema como sigue:
“Los que han partido son descritos en el Nuevo Testamento como
almas o espíritus (1 Pedro 3:19-20); están despojados de lo corporal; ya
han dejado atrás la total actividad de la plena luz del día, y ahora
esperan el cuerpo nuevo y perfecto con el que serán ‘vestidos’. Ese
estado que sigue inmediatamente a la muerte debe ser, por consiguien-
te, uno de contraste directo con el presente. En contraste con el estado
presente, ha de decirse que los que han partido se encuentran en una
condición de reposo, en un estado de pasividad; y que les ha venido ‘la
noche… cuando nadie puede trabajar’ (Juan 9:4). Su reino no es uno
de trabajos y obras, puesto que ya no poseen las condiciones que hacen
posible los trabajos y las obras. No obstante, viven una vida profunda-
mente espiritual, ya que el reino de los muertos es un reino de subjeti-
vidad, un reino de pensar calmado y de ponderación propia, un reino
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 221

de memorias en el sentido pleno de la palabra, quiero decir, en aquel


sentido en que ahora el alma entra en sus rincones más íntimos, y
recurre a lo que es el fundamento mismo de la vida, el verdadero
substrato y fuente de toda la existencia” (H. L. H. L. Martensen,
Christian Dogmatics, 457-458). Curtis niega que el estado intermedio
sea uno de segunda, o si quiera continua probatoria, pero sostiene que
el mismo representa aquella provincia donde la persona ajusta su vida
mental a su vida moral. Este mundo ha sido diseñado para la prueba
ética, pero todos llegamos a la muerte con diversas clases de opiniones
falsas o fragmentadas. Estas opiniones no determinan nuestra intención
central, ni influyen sobre nuestros ideales morales, pero seguramente
confunden la expresión de la intención, y la consistencia como un todo,
en el momento en que ejercemos un juicio. “Por tanto”, dice, “en el
estado intermedio, nuestra relación con la verdad y la realidad se
esclarecerá plenamente. Ya no habrá juicios imperfectos que se
interpongan a propósitos perfectos. Ya no habrá en el ser humano
significado moral alguno que quede oculto por una falsa opinión”
(Olin A. Curtis, Christian Faith, p. 402).21 Se ha de señalar, todavía
más, que el esclarecimiento de la vida mental durante el estado
intermedio podría resultar en un nuevo ajuste formal respecto a
Jesucristo.
Pero aquí debemos volvernos de nuevo a la Biblia como nuestra
autoridad en la enseñanza sobre este asunto. Ellas no nos dejan sin luz
respecto al mismo. En el Apocalipsis se nos dice que los espíritus de los
redimidos de entre los hombres, “siguen al Cordero por dondequiera
que va” (Apocalipsis 14:4), y que, siendo que han lavado sus ropas y las
han blanqueado en la sangres del Cordero, “lo sirven día y noche en su
templo” (Apocalipsis 7:15). Hay otro caso en el que también se
presenta claramente el rápido desarrollo dentro del estado intermedio.
El apóstol Juan, al escuchar el ángel de Dios, dice: “Yo me postré a sus
pies para adorarlo, pero él me dijo: ¡Mira, no lo hagas! Yo soy consiervo
tuyo y de tus hermanos que mantienen el testimonio de Jesús. ¡Adora a
Dios!” (Apocalipsis 19:10). El ángel había sufrido una transformación
tal, que el Apóstol no lo reconoce como consiervo, sino que supone que
es un ser divino que había que adorar. Luego, podemos bien creer que
el estado intermedio será para el justo uno en el que se progresará en
justicia, y para el malo, uno de progreso en la maldad.22
222 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Hemos hablado de los medios de gracia, a través de los cuales el Espíritu Santo llama a la
vida de fe, y la fortalece, y es indudable que gracias al uso devoto de los mismos es posible
que cada creyente, y la iglesia toda, se eleve a un grado comparablemente alto de creci-
miento espiritual. Con todo, la Biblia y la experiencia proclaman igualmente que la per-
fección en sí misma (en el sentido de libertad de las consecuencias del pecado), no se
alcanza nunca de este lado de la sepultura; y en este sentido, el Israel del Nuevo Pacto es
semejante al del Antiguo, un pueblo enfáticamente del futuro. Por tanto, este último
capítulo, que también pertenece a la doctrina sobre la salvación, se encuentra en vínculo
directo con el que le precede inmediatamente... La necesidad de comprender algo de las
cosas del futuro es en realidad tan universal que toda forma de religión, no importa su
grado de desarrollo, tiene sus propias expectativas escatológicas (J. J. Van Oosterzee,
Christian Dogmatics, II:775).
2. La muerte como penalidad, ya sea física o espiritual, queda abolida en el evangelio de
nuestra redención. (1) En el sentido más amplio posible, es anulada o quitada. No se
escatimarán palabras cuando de la muerte que padeció el Salvador por la raza humana se
trate. Cuando muere, lo hace bajo la maldición de la ley; paga por un pecado que no debe;
y la humanidad completa como un todo es libertada de la sentencia original. Queda
virtual y provisionalmente abolida para la familia entera de Adán. Nuestro Señor gustó la
muerte por cada persona (Hebreos 2:9)... (2) Es verdaderamente abolida para todos los
que están en Cristo. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna”. ...Así como es gradual la
plena revelación de la muerte de la que somos salvos, es igualmente cierto que la abolición
es condicional, y que se revela gradualmente, tanto en el alma como en el cuerpo. “En
esperanza somos salvos”. Esta es una ley que transcurre a través de la economía cristiana;
sólo recibimos los primeros frutos, y cada bendición y cada liberación se dará a lo sumo
únicamente como anticipo, “hasta la redención de la posesión adquirida”. Mas el día
llegará cuando todo rastro de esta sentencia será borrado. “Y el postrer enemigo que será
destruido es la muerte” (1 Corintios 15:26). Lo fue también el primer enemigo destruido
(William Burton Pope, Compendium of Christian Theology III:373.
3. La idea cristiana respecto a ser desvestido, es un avance respecto a cualquier previa
revelación: el cuerpo es el único vestido que, plegado en la tumba, después será rehecho a
la medida del espíritu desnudo. La muerte es descanso, como desde siempre: pero des-
canso en el servicio incesante del Señor. Es dormir: pero es dormir en Cristo. Sigue siendo
la pena del pecado: pero dejó de ser sólo un castigo. Para los que creen en Cristo, la
muerte ya no es muerte: no sólo se fue su aguijón, sino que su terror, esa sombra que la
sigue, la segunda muerte, ha sido ya destruido: “Y todo aquel que vive y cree en mí, no
morirá eternamente” (Juan 11:26). Finalmente, es más que, como para el Antiguo Testa-
mento, “entrar por el camino que recorren todos” (Josué 23:14); es una partida o falleci-
miento, pues que ambas palabras son una. Así se aplicó al caso de nuestro Señor: Moisés y
Elías hablaban de la partida “que Jesús iba a cumplir en Jerusalén” (Lucas 9:31). Y entre
las últimas alusiones a la muerte en el Nuevo Testamento, se le considerará sólo como la
de un ser que es removido a otra esfera: “El tiempo de mi partida está cercano” (2 Timo-
teo 4:6), lo que hace de esta descripción la más sencilla y sublime que jamás se haya
ofrecido a nuestra fe y esperanza (William Burton Pope, Compendium of Christian Theo-
logy, 375-376).
4. En nuestro día se considera de reconocimiento universal que no existe prueba indepen-
diente de la inmortalidad del ser humano, sino que la doctrina de la inmortalidad debe
derivarse de la contemplación de la vida como un todo. En la perspectiva cristiana de la
vida, la inmortalidad aparece por dondequiera. Se supondrá en la doctrina de la providen-
cia especial, en la doctrina de la individualidad eterna de Cristo, en la elección de la gracia,
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 223

en la oración, en el bautismo, en la Santa Cena, todo lo cual debe su verdadero significado


a la presuposición de que el individuo está destinado para salvación eterna, pero la idea
general y fundamental descansa en la doctrina del ser humano creado a la imagen de Dios.
Todas nuestras preguntas concernientes a la inmortalidad humana encontrarán su origen
en nuestra idea de Dios. La concepción verdadera del ser humano estribará en que es el
órgano de la revelación de la divinidad. Si Dios es meramente el espíritu impersonal del
mundo, como mantiene el panteísmo, una universalidad impersonal, este espíritu imper-
sonal no necesita sino instrumentos impersonales, canales intermedios, para su vida uni-
versal, los cuales poseerán sólo una inmortalidad transitoria, una inmortalidad limitada a
ese solo momento cuando el Espíritu eterno brille a través de ellos, y esto sólo por un
momento en la presencia del sol, así como el arco iris que se forma en las nubes. La deidad
panteísta no tendrá cuidado de lo personal y monádico, puesto que ella es en sí misma
impersonal. El Dios personal, por el contrario, no podría encontrar la forma perfecta de
revelarse a sí mismo en seres que sólo fueran medios impersonales, sino en aquellos que lo
fueran a su imagen, a los cuales se les asignaría como testigos permanentes de su eterno
poder y deidad. El Dios de la revelación es amor, por lo cual tendrá interés en lo monádi-
co, en lo diminuto e individual (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 452).
Mi creencia en la inmortalidad del alma se desprende de la idea de la actividad; así,
cuando persevero hasta el fin en un curso de incesante actividad, tengo una especie de
garantía de parte de la naturaleza de que, cuando la forma presente de mi existencia resulte
en sí misma inadecuada para energizar mi espíritu, ella me proveerá de otra forma más
apropiada. Cuando una persona es de la edad de setenta y cinco años, le es imposible no
pensar de vez en cuando en la muerte. Cuando este pensamiento me alcanza, me deja en
un estado de perfecta paz, pues que tengo la más segura convicción de que mi alma posee
la esencia de lo absolutamente indestructible, una esencia que opera de eternidad en
eternidad. Es como el sol, que a nuestros ojos terrenales desciende y se pone, aunque en
realidad nunca lo hace, sino que brilla incesantemente (Goethe).
5. La historia de las religiones primitivas demuestra que la esperanza de inmortalidad no es
peculiar del cristianismo, puesto que se encuentra expresada en religiones del más bajo
orden. Entre el pueblo Karen, las almas de los muertos están supuestas a asumir diferentes
aspectos, según lo determine su vida previa. Algunas llegan a ser espíritus divinos, mientras
que otras, especialmente las culpables de asesinato y adulterio, asumen la forma de anima-
les monstruosos. Los buenos se unirán a sus ancestros, pero los malos divagarán como
inquietos fantasmas. Los del pueblo Dyak de Borneo creen que, a medida que el humo de
la pira funeral de una persona buena se eleva, el alma ascenderá hasta el cielo, pero que el
humo de la pira de una persona mala descenderá, y su alma será bajada junto al humo a la
tierra, la misma que atraviesa en dirección a las regiones bajas. Los del pueblo Kruman
sostienen que el alma de los muertos permanece por un tiempo cerca del fuego que se les
enciende a los que se mueren, el que la calentará y la preparará para apreciar la nueva vida
en la que ha nacido. “La idea de una vida futura en el credo de los primitivos”, dice Pres-
sense, “es inseparable de la idea de Dios”.
Víctor Hugo (1802-1885) nos regala este sublime pasaje tocante a su propia fe en la
inmortalidad. “Siento en mí mismo la vida futura. Soy como el bosque que ha sido cor-
tado más de una vez. Los nuevos retoños son más fuertes y vigorosos que nunca. Me elevo,
lo sé, hacia el firmamento. El sol brilla sobre mi cabeza. La tierra me da su savia generosa,
pero los cielos me alumbran con el reflejo de mundos desconocidos. Alguien dirá que el
alma no es otra cosa que lo resultante de los poderes corporales. Pero, ¿por qué es que
cuando mis poderes corporales comienzan a flaquear, mi alma se torna más luminosa? El
invierno está en mi cabeza, pero la primavera está en mi corazón. Así, pues, respiro en esta
hora, según lo hice a los veinte años, la fragancia de las lilas, de las violetas y de las rosas.
224 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Lo más que me acerco al final, lo más claro que escucho a mi derredor las sinfonías in-
mortales de los mundos que me invitan. Es maravilloso y a la vez sencillo. Es cuento de
hadas y a la vez historia. Por medio siglo he estado escribiendo en prosa mis pensamientos,
y en verso, y en historia, y en filosofía, y en drama, y en romance, y en costumbrismos, y
en sátira, y en oda, y en canción, todo lo he intentado. Pero siento que no he dicho ni la
milésima parte de lo que hay en mí. Cuando descienda al sepulcro diré, como muchos
otros, “He completado las tareas del día, pero no puedo decir que ‘he completado mi
vida’. Mis tareas del día comenzarán de nuevo la mañana siguiente. La tumba no es un
callejón sin salida; es una avenida. Se cierra con el crepúsculo para abrirse con la aurora.
Soy mejor hora por hora, puesto que amo a este mundo como mi patria. Mi obra apenas
comienza. Mi monumento apenas rebasa sus cimientos. Me alegraría verlo construirse y
crecer eternamente. La sed por lo infinito es prueba de lo infinito”.
6. James H. White, utilizando las palabras y las frases que describen lo que son sus
condiciones y pertenencias, ha agrupado como sigue los pasajes bíblicos que señalan la
continua existencia del alma:
(1) Su existencia no depende del cuerpo, puesto que continúa después de la muerte
del cuerpo. El humano puede matar el cuerpo pero no el alma (Mateo 10:28). El alma
vive aunque el cuerpo haya muerto (Mateo 22:32). El alma es capaz de sufrir aunque el
cuerpo esté muerto y sepultado (Lucas 16:23). El cuerpo está muerto pero el alma está en
el paraíso (Lucas 23:43). Esteban muere pero su alma es recibida en el cielo (Hechos
7:59). El alma puede estar ausente del cuerpo pero presente en el Señor (2 Corintios 5:8).
Dicho estado es mejor que el actual (Filipenses 1:23).
(2) Su existencia es continua, puesto que puede sufrir castigo eterno o continuo
(compárese Mateo 18:8 y 25:41). “Irán estos al castigo eterno”, literalmente, a sufrir un
castigo permanente (Mateo 25:46). De hecho, en este texto del Nuevo Testamento se nos
habla de “castigo eterno” y de “vida eterna” (compárese Marcos 3:29; 2 Tesalonicenses
1:9; Judas 13; y Apocalipsis 14:11).
(3) Su existencia continúa, puesto que puede disfrutar una vida que siempre perma-
nece. Son numerosos los pasajes donde lo eterno y lo permanente se vincula con la vida
futura y el gozo de los santos. No necesito ofrecer sino unos pocos de ellos: Mateo 25:46;
Juan 6:27; Gálatas 6:8; Tito 3:7; Hebreos 9:15; y 2 Pedro 1:11. Con estos basta. Dios no
quiere que seamos ignorantes “sobre los que duermen”, razón por la cual nos ha dado el
testimonio seguro de su Palabra (citado en Faith Made Easy, por Potts, 448).
7. La salida del “hombre espiritual”, y la del “hombre natural”, del mundo presente, no son
de la misma índole. La salida de cada uno marca una época en la historia de la existencia
humana. Ninguna de las dos representa la extinción o cese del ser. Sin embargo, la prime-
ra consiste en una época gobernada por la ley de la vida en Cristo Jesús, en tanto que la
otra consiste en una época determinada por la operación de la ley del pecado. A la salida
del “hombre natural” se le denomina propiamente “muerte”. La muerte y el pecado, en
cuanto a clase, son lo mismo, siendo el pecado la simiente de la muerte, y la muerte el
amargo fruto del pecado. Una época de transición del mundo presente al mundo del
futuro no es de por sí anormal o contraria a la naturaleza. La especulación cristiana seria,
aquella que se justifica en la historia del Hijo del Hombre, puede enseñar que la idea
divina de la historia humana había ordenado esta transición. La tipificó la transposición de
Enoc y Elías, y la demostró la ascensión de nuestro Señor. Una época así de partida nor-
mal, se tornó anormal como consecuencia de la entrada del poder dañino del pecado; y
por tornarse anormal, el cambio adquiere este carácter falso el cual llamamos muerte... La
vida de Jesús, por el contrario, es la vida humana ideal. Él reafirma la ley original y la
teleología original del ser humano, según fue formada a la imagen de Dios, tanto en su
historia sobre la tierra como en su salida de esta tierra. Su salida fue en un respecto la
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 225

época normal de transición del ámbito inferior al ámbito superior, el cual la ley original de
la humanidad anticipaba y demandaba. Si se le considera bajo este aspecto, la época será
considerada como la resolución orgánica del orden terrenal en el orden celestial de la
existencia humana ideal (E. V. Gerhart, Institutes of the Christian Religion, II:773-774).
8. Olin A. Curtis, en su capítulo sobre, “El Significado Cristiano de la Muerte”, trata el
asunto de la muerte corporal en lo que respecta a, (1) su significado personal, (2) su
significado moral, y (3) su significado racial. Primero, en lo que respecta al significado
personal de la muerte corporal, Curtis establece que es esa provincia del cuerpo que provee
al ser humano de la maquinaria de la expresión personal; este es un punto que, si uno lo
tiene claro en la mente, asume un gran significado personal. En la experiencia de la muerte
corporal, la persona atraviesa por primera vez por la experiencia de estar absolutamente
solo. En la medida en que se permanecía en el cuerpo, quedaba algo que se podía escuchar
o tocar. Un ser humano puede dejar de tener comunión con otros seres humanos, y por
consecuencia pensar que ha agotado la tortura de la soledad. Pero no la ha agotado, puesto
que todavía puede ver el sol, o escuchar el trueno, o sentir el viento en su rostro. Estas son
cosas que, por supuesto, no suplen en lo absoluto su necesidad personal, aunque en reali-
dad ocupen su atención, y al hacerlo lo protejan de la soledad de la introspección más
profunda. Pero es en la muerte en donde el cuerpo es arrancado, y en donde la persona
queda sin ninguna protección. Todo lo que le queda es su propia y aislada pobreza de
persona, una personalidad solitaria y sola al alcance del Infinito. Segundo, el ser humano,
en la hora de la muerte, no sólo está absolutamente solitario, sino que está solo con su
propia conciencia. No hay nada que lo proteja ni por un solo momento de la violencia del
asolamiento moral. Ahora más que nunca, este pecador solitario necesita la presencia de
Dios, pero la muerte está vacía del Dios amigo. La muerte del ser humano manifiesta la ira
santa de Dios. El ser humano debe ahora enfrentar apremiante y definitivamente la insis-
tencia del pesar moral de Dios antes que la puerta final del destino se cierre. Tercero, la
muerte del cuerpo tiene también un significado racial, dado que el cuerpo es el nexo racial.
La muerte física no sólo aísla la persona individual, sino que también la desprende de la
raza. Es ahora una persona sin raza; la solidaridad de la raza adánica que servía de base a las
relaciones es destruida por la muerte corporal. Uno a uno, la muerte despoja a los huma-
nos de sus relaciones raciales, arrojándolos al aislamiento de la cruda existencia personal,
mientras esperan en su calidad de personas responsables el juicio final (Olin A. Curtis, The
Christian Faith, 295-296).
9. Por tanto, de Jesucristo como la cabeza de la nueva raza, nosotros predicamos sólo la vida.
“Yo soy la vida”. Cristo anula la ley del pecado al cumplir en la humanidad la ley de la
santidad, y destruye la muerte al vivificar y perfeccionar la vida eterna. “El hombre espiri-
tual”, puesto que pertenece al destructor del pecado y de la muerte, vive la vida del Con-
quistador ascendido. El fin de su historia terrenal no es la muerte, sino la época en la cual,
por un lado, se da la victoria sobre la maldición del pecado, y por otro, se da la transición
de un plano más bajo de vida eterna, a otro más elevado (E. V. Gerhart, Institutes of the
Christian Religion, II:777).
Es abundante y sumamente impresionante la luz en la que se presenta la muerte del cristiano,
pues no es algo que en lo absoluto haya sido abolido, sino que es algo que ha sido incluido
en el plan divino para el individuo lo mismo que para la raza. Se la ha incluido como
parte de la disciplina probatoria de los creyentes. Por tanto, habrá que valorarla y dignifi-
carla como parte de la comunión que se tiene con Cristo... Ese elemento desconocido de
lo que Él sufrió, el cual contrarrestó la muerte eternal del pecador, es imposible que lo
compartamos, pero sí podemos compartir su entrega física a la muerte, lo cual nos permite
amistarnos con ella... No hay virtud alguna de la vida cristiana que no se haga perfecta en
la muerte, no porque la muerte sea ministro del Espíritu para destruir el pecado, sino
226 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

porque es el último acto y la última oblación del espíritu puro, en la cual el sacrificio del
todo se hace perfecto en uno. Por tanto, la muerte es el fin señalado de la prueba humana.
Se pueden imaginar otros métodos de establecerle límite a la carrera probatoria: este es el
fin señalado desde que el pecado y la redención comenzaron. La ejecución misma de la
condenación se convierte en la meta del destino, en el cual la sentencia es finalmente
revertida. Y así, en cierto sentido, la muerte es el juicio preliminar y decisivo para cada
individuo sobre la tierra que conoce el vínculo entre el pecado y la libertad (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, 374-375).
10. Olin A. Curtis objeta a que se idealice la muerte como si fuera un evento amigable y hasta
hermoso, lo cual hacen algunos escritores filosóficos y poéticos. “Esta idealización poéti-
ca”, dice, “no debe explicarse a partir del temperamento natural del poeta... sino por el
hecho de que es (con sus notables excepciones) un místico pagano a quien un ambiente
cristiano lo ha poseído de una superficial esperanza. Este es el optimista fácil, quien nunca
ha pagado el precio ético de un profundo optimismo” (Olin A. Curtis, The Christian
Faith, 281).
11. A través de la Biblia, desde Génesis hasta Apocalipsis, los seres humanos cuyas almas han
partido se nos representan como congregándose en un vasto receptáculo, las condiciones
interiores del cual difieren mucho en los dos Testamentos, y varían dentro de uno y el
otro respectivamente. A medida que la revelación procede, se da en los dos Testamentos
un aumento continuo de luz, aunque hasta en sus develamientos finales deja mucha
oscuridad, la cual sólo la venida del Señor disipará. Lo que se hace ciertamente patente es
que el estado intermedio está bajo el control especial del Redentor, como Señor de todos
los muertos que jamás hayan partido de este mundo; que los que han partido en incredu-
lidad están en condición de aprisionamiento en espera del juicio final, pero que los que
han muerto en la fe están en el paraíso, mejor dicho, con Cristo, en espera de su consu-
mación; y que la resurrección universal pondrá fin tanto a la muerte como al estado de los
muertos que están separados del cuerpo. Hay algunas pistas que el Nuevo Testamento nos
deja en lo que toca a la personalidad consciente de los súbditos del reino del Señor en el
Hades, las cuales han sido constituidas en base de determinaciones doctrinales, institucio-
nes eclesiásticas y teorías especulativas, pero eso es algo que pertenece al departamento de
la teología histórica (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:376).
12. Las opiniones de los primeros padres de la iglesia en lo que concierne a la morada del alma
en el estado durante el cual ha sido separada del cuerpo entre la muerte y la resurrección,
fueron un tanto fluctuantes. La idea del Hades, o infierno, como lugar en el que habitaban
los espíritus que habían partido, le era familiar tanto a la mente hebrea como a la griega,
pero a medida se transfirió al cristianismo tendió a la doctrina de un estado intermedio
entre esta vida terrenal y la morada eterna que se le asignaría al alma el día del juicio.
Justino Mártir representa a las almas de los justos como si adquirieran una morada tem-
poral en un lugar de felicidad, y a la de los malos en uno de infelicidad. Además, va a
infligir el estigma de herejía a la doctrina de que las almas sean recibidas inmediatamente
en el cielo cuando mueren. Tertuliano sostenía que los mártires iban de inmediato a la
morada de los bienaventurados, pero que ello era un privilegio peculiar de los mártires, el
cual no se les concedía a los demás cristianos. Cipriano, por otro lado, nada decía de un
estado intermedio, sino que expresaba la creencia certera de que los que morían en el
Señor, fuera por pestilencia o de cualquier otra manera, serían de inmediato llevados a su
presencia. En la escuela alejandrina, la idea de un estado intermedio dio paso a la de una
purificación gradual del alma, lo cual preparó el camino para la doctrina posterior del
purgatorio. La doctrina de un estado intermedio no sólo se sostendría durante el periodo
de las controversias (250-730 d.C.), sino que adquiriría mayor autoridad e influencia.
Ambrosio enseñaba que al alma se le separaba del cuerpo en la muerte, y que tras el cese de
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 227

la vida terrenal se le mantenía en una condición ambigua, en espera del juicio final. Agus-
tín señalaba “que, el periodo que interviene entre la muerte y la resurrección final del ser
humano, retiene a las almas en receptáculos secretos donde se les trata según su carácter y
conducta en la carne”. “La mayoría de los escritores eclesiásticos de este periodo”, observa
Hagenbach, “creían que las personas no recibían su plena recompensa hasta después de la
resurrección del cuerpo. Pero esto no implica que aquí y allá no hubiera voces que disin-
tieran. Gregorio de Niza iba a suponer que las almas de los justos antes de la resurrección
del cuerpo serían admitidas de inmediato en la presencia de Dios, en cuya opinión parecía
tener el apoyo de Gennadio y Gregorio el Grande. Eusebio igualmente declaró que Elena,
la madre de Constantino, fue inmediatamente a Dios, y fue transformada en sustancia
angelical. Durante la Edad Media y en la iglesia papal, es obvio que se retuvo la doctrina
del estado intermedio, y que se la defendió como vinculada a la del purgatorio” (William
G. T. Shedd, History of Christian Doctrine, II:400-403).
13. E. Y Mullins señala que en el Nuevo Testamento no existe base para lo que se conoce
como la doctrina del “sueño del alma”. En efecto, hay pasajes bíblicos que aluden a la
muerte como un sueño, pero ninguno de ellos indica que el alma duerma. La alusión es a
la personalidad como un todo, ya que el sueño como una figura de lenguaje deberá inter-
pretarse en armonía con las enseñanzas generales del Nuevo Testamento. Dormir significa
“no estar vivo respecto a los alrededores”. Una persona dormida no sabe nada de las
actividades que lo rodean. Por lo tanto, la muerte es un sueño en el sentido de que los
seres humanos viven en función de un nuevo entorno, puesto que han sido desligados del
entorno de la vida presente. Hay un pasaje en el que la idea de la muerte en el sentido de
dormir, y la de estar en comunión consciente con Cristo, se combinan en una misma
declaración: en 1 Tesalonicenses 5:10 el Apóstol habla de Cristo como “quien murió por
nosotros para que ya sea que vigilemos, o que durmamos, vivamos juntamente con él” (E.
Y. Mullins, The Christian Religion, p. 461).
14. La doctrina de que el alma existe en un estado de reposo inconsciente durante el intervalo
entre la muerte y la resurrección, supone con razón que el alma es una sustancia distinta
del cuerpo. Es, pues, una doctrina que tendrá que diferenciarse de la teoría materialista
que asume que así como la materia exhibe el fenómeno de magnetismo o luz en ciertos
estados y combinaciones, también exhibe en otras combinaciones el fenómeno de la vida,
y en otras el fenómeno de la mente, por lo que esta actividad vital, y la mental, son igual-
mente el resultado del efecto de los arreglos moleculares de la materia, como lo son todas
las operaciones físicas del mundo exterior. Dado que, según este punto de vista, sería
absurdo hablar del sueño o quietud del magnetismo o la luz, una vez que las condiciones
de su existencia no existan, sería también igualmente absurdo, según esta teoría, hablar del
sueño del alma una vez que el cuerpo se haya disuelto. … “El punto más filosófico res-
pecto a la naturaleza del vínculo entre la vida y su base material es aquel que considera la
vitalidad como algo sobreañadido y ajeno a la materia por medio de la cual los fenómenos
vitales se manifiestan. El protoplasma es esencial como el medio físico a través del cual la
acción vital podrá manifestarse, así como un conductor resulta esencial para la manifesta-
ción del fenómeno eléctrico, o como los pinceles y los colores resultan esenciales para el
artista. Por el hecho de que el metal conduzca la corriente eléctrica, y la haga perceptible a
nuestros sentidos, a nadie se le ocurriría asegurar que la electricidad sea una de las propie-
dades inherentes del metal, como tampoco nadie se sentiría inclinado a asegurar que la
facultad de pintar fuera inherente al pelo de camello o a los pigmentos muertos. En todos
estos casos hay una fuerza activa y viviente detrás del substrato material, y no tenemos
derecho de asumir que la fuerza deja de existir cuando su base física se remueva, aun
cuando ya no sea perceptible a nuestros sentidos” (cf. Nicholson, en Charles Hodge,
Systematic Theology, 731).
228 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

15. El Artículo VIII de la Profesión de Fe Tridentina dice así: “Creo firmemente que hay un
purgatorio, y que las almas allí detenidas son auxiliadas por los sufragios de los fieles.
Asimismo, que los santos que reinan con Cristo han de ser honrados e invocados, que
ofrecen oraciones a Dios por nosotros, y que sus reliquias han de tenerse en veneración”.
Esta es una declaración general, ya que no se hace mención alguna de si estas almas existen
en un estado de miseria o de felicidad. Sin embargo, en el catecismo del Concilio de
Trento, preparado por orden de los padres, la declaración es más explícita. “Existe un
fuego de purgatorio en el que las almas de los justos son purificadas por medio de un
castigo temporal, con el fin de que se les dé entrada al hogar celestial donde lo sucio no
tendrá lugar. Y la verdad de esta doctrina, la cual los santos concilios declaran que está
confirmada por el testimonio de la Biblia y de la tradición apostólica, el pastor tendrá que
declararla más diligente y frecuentemente, pues que hemos caído en tiempos en los que las
personas no soportan la sana doctrina” (Tridentine Catechism, capítulo VI).
El purgatorio, como doctrina cristiana asumida, es peculiar del romanismo. No tiene
lugar en el credo de ninguna otra iglesia, aunque puede ser que miembros individuales de
algunas la sostengan. Los cristianos, según el romanismo, se componen de dos clases: los
imperfectos, y los verdaderamente buenos. Los primeros tienen impurezas que deberán ser
limpiadas, y pecados veniales que deberán ser expiados por medio del sufrimiento penal
que prepara para el cielo. Aún el verdaderamente bueno, a pesar de que está libre de la
culpa de los pecados mortales, todavía tiene merecimientos de castigo temporal que deben
ser expiados. El purgatorio provee para las dos clases, ya que en sus fuegos penales y
purificadores tanto los de una como los de la otra pueden lograr prepararse para el cielo.
Pero provee sólo para los que la iglesia romana reconoce como cristianos. De aquí que el
purgatorio no tenga vínculo con la doctrina de una segunda probatoria (John Miley,
Systematic Theology, II:438).
16. En la iglesia protestante se rechazó la doctrina del purgatorio, aunque aparecieron algunas
diferencias de sentir respecto al estado intermedio. Calvino combatió la teoría del sueño
del alma entre la muerte y la resurrección, la cual había sido revivida por algunos de los
anabaptistas suizos, por lo que argumentó en favor de lo plenamente consciente del espí-
ritu que se separa del cuerpo. La segunda Confesión Helvética rechaza expresamente la
noción de que los espíritus que han partido reaparezcan en la tierra. Algunos teólogos
hicieron esfuerzos de establecer una distinción entre la felicidad que goza un espíritu
desprovisto del cuerpo y la que experimentará después de la resurrección del cuerpo.
También establecían una diferencia entre el juicio que ocurre cuando cada individuo
muere, en el cual se decide inmediatamente su destino, y el juicio general al fin del mun-
do. Hablando generalmente, es en la división luterana de los protestantes donde la doc-
trina de un estado intermedio ha encontrado su mayor favor. En la iglesia británica, y
desde el tiempo de Loe, la doctrina ha encontrado algunos defensores, principalmente
entre la porción que se caracteriza por los puntos de vista de la alta iglesia y la tendencia al
catolicismo romano. Los seguidores de Swedenborg adoptaron el principio, pero de
manera altamente cruda y materializada (William G. T. Shedd, History of Christian Doc-
trine, II:402-403).
17. Luego, de acuerdo con la doctrina del Nuevo Testamento, no hay un tercer lugar, o punto
medio entre el cielo y el infierno, o entre ser feliz y miserable, aunque hayan grados muy
diferentes tanto de lo uno como de lo otro. La condición intermedia de la que hemos
hablado no debe entenderse como que implique nada parecido. Con todo, una opinión así
echó pie muy temprano en la iglesia cristiana. Fue esto lo que hizo surgir la costumbre de
orar por los muertos, puesto que las personas fueron lo suficientemente necias como para
imaginar que hubiera lugar para alcanzar una alteración en el destino todavía indeciso de
los espíritus que han partido, donde lo cierto es que su destino deberá depender solamente
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 229

de sus propias acciones durante la vida presente. Esta costumbre se había tornado muy
generalizada para la cuarta centuria, tiempo en que Aerio, presbítero de Ponto, se le
opondría, según aprendemos del testimonio de Epifanio, quien estaba muy indignado con
él por esta causa. En el siglo quinto, Vigilanto, un presbítero español, también se le opuso,
en respuesta al cual Jerónimo escribió un virulento libro. La doctrina sería traída después
como vinculada a la del purgatorio, a lo cual le seguirían las misas por las almas como un
sacrificio por los que habían partido. Hasta entre los judíos de Grecia se encontrarían
rastros de oración por los muertos [cf. 2 Macabeos 12:43-46] (George Christian Knapp,
Christian Theology, 350).
18. Se habla de los santos que están unidos a Él en vida y en muerte como aquellos que
“duermen en Jesús”. Él es su koimeterion o cementerio, en donde el sueño es vida y la vida
es sueño. El idioma presente de las epístolas alude a la muerte de los santos como una
partida “para estar con Cristo”, un entrar en “una casa no hecha de manos, eterna en los
cielos”, y el logro de un estado casi consumado en “la congregación de los primogénitos
que están inscritos en los cielos”, donde se encuentran “los espíritus de los justos hechos
perfectos”. Todo esto parece no ser consistente en ningún sentido con una localidad que
corresponda al mundo de ultratumba del seol. De hecho, el término Hades hubiera casi
desaparecido, excepto en el simbólico Apocalipsis, a no ser por la declaración explícita de
que en la resurrección se le privará de la victoria: “¿Dónde está... sepulcro [Hades], tu
victoria?” Con la resurrección del Señor, parece que el paraíso también se ha elevado a un
bajo cielo, como si fuera el tercer cielo, si no el séptimo. Se provee una clave sobre la
elevación del paraíso cuando se dice que “los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de
santos que habían dormido, se levantaron, y después que él resucitó, salieron de los sepul-
cros”. Estos “santos” pueden haber sido las misteriosas y simbólicas primicias, cuyos
espíritus, unidos de nuevo a sus cuerpos, “aparecieron a muchos” de camino con Cristo
desde el paraíso al cielo. Del impío separado del cuerpo nunca se habla, a menos que sea
como estando generalmente o por implicación en el Hades (William Burton Pope, Com-
pendium of Christian Theology, III:379-380).
Aunque no hay un lugar intermedio en donde el alma esté recluida entre la muerte y
la resurrección, no hay un limbus patrum, justo debajo del cielo; no hay un limbus infan-
tum para los niños sin bautizarse; o un purgatorio, justo encima del infierno, para los
cristianos sin santificarse, según el sueño de los papistas, con todo, está el estado interme-
dio, el que algunos extrañamente han confundido con el lugar intermedio, el hades,
sepulcro o dormitorio de las almas, respecto al cual la Biblia guarda silencio (Thomas O.
Summers, Systematic Theology, I:351).
19. La Biblia no anuncian probatoria alguna después de la vida presente. Lo más que se puede
pretender es que meramente lo sugiera, y en realidad es raro que algo más que esto se
pretenda. En lo que respecta a una declaración explícita en favor de una segunda probato-
ria, el silencio de la Biblia es total. ¿Pero cómo? Un periodo de prueba, con sus privilegios
y responsabilidades, es algo que nos preocupa profundamente. No hay un periodo de
nuestra existencia que esté cargado de mayor interés. La Biblia está repleta de estas posi-
ciones sobre nuestra presente probatoria. Nos piden constantemente que le pongamos
atención, puesto que implica las responsabilidades más solemnes de la vida presente, y los
intereses más profundos de la vida futura. En una probatoria futura debería haber una
renovación de todo lo que nos haya preocupado tan profundamente durante una probato-
ria presente, en cambio, una palabra explícita respecto a esta, no la hay. Ese silencio de la
Biblia es totalmente irreconciliable con la realidad de esta probatoria (John Miley, Syste-
matic Theology, II:435).
20. Olin A. Curtis dice, “No importa lo que uno piense sobre la doctrina del estado
intermedio meramente desde la perspectiva religiosa, no deja de ser considerable su im-
230 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

portancia cristiana. Hasta que no se haya captado el significado peculiar de esa experiencia
personal entre la muerte y la resurrección, nadie podrá ver la totalidad del cristianismo;
nadie podrá comprender la filosofía de la fe cristiana. El teólogo sistemático está acos-
tumbrado a considerar el estado intermedio como un fragmento doctrinal de la escatolo-
gía, pero para mí el vínculo más profundo es soteriológico”. Curtis observa cinco detalles
que deben considerase en una doctrina constructiva: (1) se deberá proteger el espíritu ético
del Nuevo Testamento; (2) le deberemos dar a esta vida terrenal su significado filosófico
pleno; (3) en este mismos espíritu de la economía cristiana, le deberemos dar también al
estado intermedio su significado filosófico pleno; (4) se deberá mantener cuidadosamente
la perspectiva ya lograda de la personalidad y la vida corporal; y (5) se deberá construir la
doctrina de manera que proteja el inmenso hincapié que hace el cristianismo en la muerte
(Olin A. Curtis, Christian Faith, 397-398).
En tanto y en cuanto permanece en este presente mundo, el ser humano se encuentra
en un reino de lo externo que le permite escapar de la contemplación y el conocimiento de
sí mismo a causa de las distracciones del tiempo y del ruido y tumulto del mundo; pero, al
morir, entra en un reino que es lo opuesto de todo esto. El velo que este mundo de los
sentidos, con sus multiformes movimientos, variados e incesantes, extiende con influencia
suavizante y sedativa sobre la dura realidad de la vida, respecto a la cual el ser humano con
facilidad esconde lo que no quiere ver, ese es el velo que queda rasgado delante de él al
morir, lo que hace que su alma se encuentre a sí misma en un reino de realidades puras.
Las voces multiformes de esta vida mundanal, las cuales resonaron en la vida terrenal
junto a las voces de la eternidad, enmudecen, y la voz santa ahora resuena sola, sin que el
tumulto del mundo pueda ya jamás silenciarla. Por esto el reino de los muertos vendrá a
ser un reino de juicio. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y
después de esto el juicio” (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 458).
21. Después de la muerte, la diferencia en principio entre los hijos de la luz y los hijos de las
tinieblas, la cual ya existió aquí abajo, continuará desarrollándose aún más. Y el individuo
se encontrará ubicado en un estado de retribución muy real y justo, tanto con relación a
Dios como a sí mismo. La cortina impenetrable de la muerte caerá sobre el camino ancho
como sobre el angosto. Pero, ante esta cortina, el primer paso al cruzarla será lindero
inmediato del último. La muerte alterará nuestra condición y nuestro entorno, pero no
nuestra personalidad. La individualidad, la conciencia de sí mismo, y la memoria, perma-
necerán (J. J. Van Oosterze, Christian Dogmatics, II:781).
William Burton Pope advierte que la Biblia señala “un progreso en las bienandanzas y
en el desarrollo de la energía moral durante el estado en el que los espíritus están despoja-
dos de sus cuerpos. Estos espíritus tienen la disciplina de la esperanza, pero de una espe-
ranza que todavía no es eterna en los cielos, aunque ya ha dejado de ser probatoria. Espe-
ran por la consumación, la de su Señor y la de ellos mismos. Y su progreso en la vida
espiritual no es sencillamente aquel que será perenne después del juicio, sino el del avance
de etapa en etapa que es peculiar al estado intermedio. El tiempo ya no está delante de
ellos, pero también lo está; el día de la eternidad no ha llegado todavía plenamente (Wi-
lliam Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:384).
Steffens llama la atención al hecho de que lo que es una evolución dentro de nuestros
pensamientos, es decir, un crecimiento y desarrollo, en el estado intermedio deberá per-
feccionarse a sí mismo al venir a ser una involución cada vez más intensa.
22. LA DOCTRINA DEL PURGATORIO
I. La historia de la doctrina. La idea de la purificación mediante el fuego le era familiar
a la mentalidad griega, siendo Platón el que la toma y la hace parte de su filosofía. Este
enseñaba que nadie podía llegar a ser perfectamente feliz después de morir si no se expia-
ban sus pecados, y que si no podían ser expiados por ser demasiado colosales, los sufri-
LA MUERTE, LA INMORTALIDAD Y EL ESTADO INTERMEDIO 231

mientos de uno no tendrían fin. El hecho de que Judas Macabeo envió dinero a Jerusalén
que pagara porque se ofrecieran sacrificios por los pecados de los muertos, permite inferir
que esta doctrina transitó de los griegos a los judíos. También está el hecho que los rabinos
enseñaban que los niños, mediante ofrendas por el pecado, podían mitigar los sufrimien-
tos de sus padres ya fenecidos. Parece que se pensaba que el paraíso estaba rodeado por un
mar de fuego en el cual las manchas del alma deberían ser consumidas antes de su admi-
sión al cielo. Esta era la razón para que se enseñara que todas las almas que no eran per-
fectamente santas deberían lavarse en el río de fuego del gehena, tras lo cual los justos
serían raudamente limpiados, mientras que los malos serían dejados indefinidamente en
ese lugar de tormento.
La doctrina de un purgatorio que purifica, fue inicialmente considerada por Clemente
de Alejandría en el siglo tercero. Clemente hablaba de un fuego espiritual en este mundo,
y Orígenes, quien lo siguió en este particular, sostenía que ese fuego purificador conti-
nuaba más allá de la sepultura. En la iglesia primitiva existieron dos teorías que, distintas
una de la otra, no se excluían necesariamente, sino que, en muchos casos, pudieron ha-
berse sostenido de manera conjunta. La primera era la del purgatorio del día del juicio, la
cual se fundamentaba en las palabras del apóstol Pablo, tomadas literalmente, de que “la
obra de cada uno... por el fuego será revelada”, y que hasta los que han edificado con
madera, heno y hojarasca, serían salvos, si habían edificado sobre el fundamento correcto,
salvos, aunque así como por fuego (1 Corintios 3:11-15). Tanto Hilario como Ambrosio
hablan de lo severo de la purificación del día del juicio. Orígenes habla a menudo del
fuego del día juicio, a través del cual aun San Pedro y San Pablo deberán pasar, aunque
estos habrán de escuchar las palabras, “Cuando pases por el fuego, no te quemarás ni la
llama arderá en ti”. Basilio dice que el bautismo puede entenderse en tres sentidos: uno, el
de la regeneración por el Espíritu Santo; otro, el del castigo por el pecado en la vida
presente; y en tercer lugar, “la prueba del juicio por fuego”. Tanto Gregorio de Nisa como
Gregorio Nacianceno mencionan el fuego del juicio. Esta purga que trae el día del juicio
difiere ampliamente de la doctrina católica romana del purgatorio. (2) Estaba también la
doctrina de la purificación dentro del estado intermedio, o de un castigo temporal entre la
muerte y la resurrección. Esta era una doctrina sostenida principalmente por los teólogos
occidentales que seguían a Agustín, y quienes desarrollaron la doctrina católica romana
como se entiende actualmente. Agustín enseñaba respecto al purgatorio que, primero, las
almas de cierta clase de seres humanos quienes serán en última instancia salvos, sufren
después de la muerte; segundo, que son auxiliadas por la eucaristía, las limosnas y las
oraciones de los fieles. Cesáreo de Arlés (543) desarrolló todavía más la idea del purgatorio
al hacer una distinción entre crímenes mortales y pecados menores, sosteniendo que estos
últimos podrían ser expiados en esta vida por medio de las buenas obras, o en la vida por
venir, por medio del fuego purificador.
Gregorio el Grande (604) recogió los puntos de vista vagos y conflictivos del purgato-
rio, forjando una doctrina de una naturaleza tal que llegaría a ser eficaz tanto para la
disciplina como para la recaudación de dinero. Esta es la razón por la que habitualmente
se le conoce como “el inventor del purgatorio”. “Se cree”, dice él, “que hay, para las faltas
livianas, un fuego de purgatorio antes del juicio”. Sin embargo, la idea debe haber sido
vagamente considerada tan temprano como en el tiempo de Perpetua, o por lo menos
Agustín hubo de admitir tácitamente lo veraz de la visión de ella. Desde el siglo ocho en
adelante, y a través de la Edad Media, la doctrina del purgatorio se aferró rápidamente al
pensamiento popular, convirtiéndose en uno de los tópicos de conversación más promi-
nentes entre el pueblo. Tanto los escolásticos como los místicos fueron explícitos y vívidos
en sus descripciones del purgatorio, y la creencia recibió el soporte de multitudes de
sueños y visiones. Entre estos estuvieron las visiones de Fursey y Drycthelm, mencionadas
232 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

por Beda (736). Tomás de Aquino, Buenaventura, Garsón y otros de los grandes hombres
de la Edad Media, sostuvieron que los fuegos del purgatorio eran materiales, aunque
Aquino admitía la dificultad en entender cómo un fuego literal podría infligir dolor en
espíritus que habían sido despojados de sus cuerpos. Sostenía, además, que sólo irían al
purgatorio aquellos que lo necesitaran, pero que los santos irían de inmediato al cielo, y
los malos a la perdición.
La iglesia griega nunca aceptó del todo los puntos de vista sobre el purgatorio soste-
nidos por el occidente, y estas fueron una de las diferencias irreconciliables entre unos y
otros en el Concilio de Florencia (1439). El místico Wessel (1489) alegorizó el lenguaje
popular diciendo que el purgatorio era “un fuego espiritual de amor que purifica el alma
de la escoria residual, y que consiste en el anhelo de unión con Dios”. John Tauler rechazó
las bromas populares respecto a la doctrina, y mantuvo que, “contemplar la gloria de Dios
es el paraíso”. Los cátaros y valdenses, al igual que Wycliffe (1384), rechazaron la doctrina.
Los reformadores denunciaron la doctrina unánimemente y de manera descomunal. Por el
otro lado, el Concilio de Trento pronunciaría un anatema contra todos los que rechazaban
la doctrina.
II. Objeciones a la doctrina del purgatorio. Como se ha indicado, los reformadores re-
chazaron la teoría total del purgatorio por considerarla fuera de armonía con las enseñan-
zas de la Biblia y las doctrinas fundamentales de la gracia. En los escritos de los teólogos
reformados se encontrarán excelentes tratados sobre este asunto. Lo que sigue es el resu-
men que el propio Charles Hodge hace de su enseñanza sobre el purgatorio. Dice: (1) Que
está privado de apoyo bíblico. (2) Que se opone a muchas de las doctrinas de la Biblia más
importantes y más claramente reveladas. (3) Que los abusos a los que siempre ha llevado,
los cuales son sus consecuencias inevitables, prueban que la doctrina no puede ser de Dios.
(4) Que el poder para perdonar pecados, en el sentido que reclaman los romanistas, lo cual
se da por sentado en su doctrina del purgatorio, no tiene apoyo en las palabras de Cristo,
según las registra Juan 20:23 y Mateo 16:19, que son las citas de las que los romanistas
dependen para este propósito. (5) El quinto argumento en contra de la doctrina se deriva
de su historia, la cual prueba su origen pagano, y su desarrollo gradual y lento, hasta
alcanzar la forma en que hoy la sostiene la Iglesia de Roma (cf. Charles Hodge, Systematic
Theology, III:766).
CAPÍTULO 34

LA SEGUNDA VENIDA
DE CRISTO
Al abordar el tema del retorno de nuestro Señor entramos en uno de
los campos más delicados y más controversiales de la teología. Las
diferencias de opiniones que han dado ocasión a controversias, no son
meramente especulativas. Las mismas tocan las fibras más íntimas del
corazón y están vitalmente relacionadas con la experiencia del ser
humano. Además, es un tema que ha causado agitación en la iglesia de
tiempo en tiempo, y que siempre recibe la mayor atención en los
momentos en que el ser humano siente la necesidad apremiante del
auxilio divino. La esperanza de la venida de Cristo ha ocupado
invariablemente el pensamiento de los seres humanos en los tiempos de
desastres, guerras, pestilencias y persecución. A lo cual hay que añadir
que esta es una doctrina que no puede ser considerada meramente una
entre muchas. Esta doctrina es más bien una perspectiva, un principio
determinante, a través del cual los seres humanos forjan, siguiendo un
orden lógico, el resto de sus creencias. El que uno crea en “el retorno
personal de Cristo”, o simplemente en “una efusión espiritual crecien-
te”, no da lo mismo. Estas son posiciones que se revierten al principio
mismo de la historia de redención, y que afectan algunas de las
cuestiones más determinantes de la teología cristiana. La creencia que
uno ostente sobre la segunda venida de Cristo, será el punto culminan-
te de su esquema total de fe. El carácter total de la teología de uno, lo
determina esta creencia. Por tanto, el tema reviste tal importancia que
demanda una consideración sumamente cuidadosa y concienzuda.
La gloria del cristianismo, en contraste con las religiones étnicas, no
se pone de manifiesto en ningún otro caso tanto como en el de su
escatología. En nuestra discusión sobre la naturaleza y la existencia de

233
234 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Dios, nos hemos esforzado en demostrar que la idea de Dios es un


concepto fundamental de la religión, dato que, por consiguiente, la
hace un factor determinante en el pensamiento teológico. Pero el
conocimiento religioso de Dios no puede descansar en el pensamiento
abstracto. Dicho conocimiento deberá forjarse dentro de una perspec-
tiva integral del mundo, de la naturaleza, de la historia humana, del
cielo y del infierno. La historia de las religiones revela el hecho de que
no ha habido religión alguna que haya logrado prominencia sin que
desarrolle cierta forma de orden mundial. Los conceptos religiosos
primitivos, combinados por la imaginación, desembocan en la mitolo-
gía, y esa es la razón para la religión griega de la belleza, pero también
para las concepciones germánicas más viriles que encarnarán los mitos
nórdicos. El obispo Martensen mantiene que la mitología representa un
esfuerzo del espíritu o principio cósmico, de personificarse en la historia
humana, razón por la cual las religiones étnicas deberán considerarse
como la personificación de lo relativo antes que de lo real; el espíritu
del mundo manifestado en el paganismo, el cual no honra a Dios.
Martensen dice: “Puesto que el universo creado posee, en un sentido
relativo, vida en sí mismo, lo cual incluye, de hecho, un sistema de
poderes, ideas y objetivos de valor relativo; resulta que esta indepen-
dencia relativa, la cual debería estar subordinada a los objetivos del
reino de Dios, se ha tornado en una falsa ‘autonomía mundial’. Es de
aquí que ha surgido la expresión bíblica de ‘el mundo’, ο cosmos onios,
con la cual se comunica la idea de que la Biblia considera al mundo, no
sólo de manera ontológica, sino de la manera en que en su estado
definido y presente, ha existido desde la caída. ‘Este mundo’ significa el
mundo satisfecho consigo mismo, en su independencia propia, en su
propia gloria; el mundo que reniega de su dependencia de Dios como
su Creador. ‘Este mundo’ se considera a sí mismo, no como el ktiois,
sino únicamente como el kósmos, es decir, como un sistema de gloria y
belleza que tiene vida en sí mismo, y que puede darla. La personifica-
ción histórica de ‘este mundo’ es el paganismo, el cual no honra a Dios
como Dios. Dentro de la conciencia del paganismo, este kósmos visible
e invisible se toma como la realidad más elevada, por lo cual el desarro-
llo de esa conciencia, según se manifiesta en la mitología pagana, no es
el reflejo de Dios, sino del universo; no es la manifestación de la
verdadera imagen del Señor, sino de la del mundo. La oscuridad de la
conciencia pagana no estriba en la ausencia total de ideas iluminadoras
de lo que es realmente verdadero y universalmente excelente, sino en el
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 235

hecho de que no vea esa idea como reflejada en Dios. No es el contraste


entre la idea y la falta de ella; entre el espíritu y lo que no es espíritu,
aquello que nos debe guiar cuando juzguemos al paganismo; antes, será
el contraste entre idea e idea, entre espíritu y espíritu, entre el objetivo
santo y el objetivo del mundo, entre el Espíritu Santo y el espíritu del
mundo” (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 183-184).1 En
contraposición a esta expresión puramente relativa, tenemos la gloria
del cristianismo, el cual presenta la revelación de la realidad. Esta
revelación encuentra su más alta expresión en el retorno y reinado del
Dios-hombre, quien, como Cristo o Ungido, Creador y Redentor, se
establecerá a sí mismo en un orden mundial perfecto; el reino de Dios
de los cielos nuevos y la tierra nueva, en los cuales morará la justicia.
Este tema será considerado bajo dos encabezados generales: el re-
torno personal de nuestro Señor, y el orden de los eventos ligados a su
retorno. El primer encabezado es, por supuesto, el más importante. La
filosofía racionalista y la iglesia infiel han negado frecuentemente el
retorno personal de Cristo, pero nosotros lo defenderemos apelando a
la Biblia como nuestra sola autoridad. El segundo encabezado se
preocupará mayormente del desarrollo de las diversas teorías sobre el
milenio en el transcurso de la historia de la iglesia. Aunque estas teorías
hayan poseído una fascinación peculiar para la mente curiosa, las
mismas no serán vitales para la experiencia cristiana en el sentido en
que lo será la creencia en el retorno personal de Cristo. Las divisiones
más específicas de este capítulo serán las siguientes: (1) el retorno
personal de nuestro Señor; (2) el desarrollo de la doctrina dentro de la
iglesia, que incluirá un repaso de las varias teorías sobre el milenio; (3)
los tipos modernos de la teoría milenaria; y (4) la perspectiva parenté-
tica del milenio.

EL RETORNO PERSONAL DE NUESTRO SEÑOR


La Biblia enseña claramente que así como Cristo vino una vez al
mundo para efectuar la redención del ser humano, también volverá
para recibir para sí a su iglesia redimida.2 Esto se establece claramente
en las siguientes palabras: “así también Cristo fue ofrecido una sola vez
para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin
relación con el pecado, para salvar a los que lo esperan” (Hebreos 9:28).
Esta segunda venida será personal, visible y gloriosa. “He aquí que
viene con las nubes: Todo ojo lo verá, y los que lo traspasaron; y todos
los linajes de la tierra se lamentarán por causa de él. Sí, amén” (Apoca-
236 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

lipsis 1:7). Aquí resulta innegable que la aparición de Jesucristo será no


meramente al ojo de la fe, sino a la vista de cielo y tierra para terror de
sus enemigos, pero para consuelo de su pueblo. El suceso del monte de
la ascensión lo confirma: “Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos,
fue alzado, y lo recibió una nube que lo ocultó de sus ojos. Y estando
ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, se
pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales les
dijeron: Galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús,
que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como lo habéis visto
ir al cielo” (Hechos 1:9-11). De acuerdo con Daniel Whedon, “Este
pasaje representa una cita de prueba inamovible del segundo adveni-
miento de Jesucristo como uno verdaderamente personal. Será el
mismo Jesucristo, personal y visible, el que vendrá. Vendrá de la misma
manera que se fue. Una venida figurada o espiritual, obviamente no
sería la venida de ese mismo Jesucristo, y, menos todavía, una venida de
la misma manera”.3 El doctor Hackett, en sus comentarios sobre dicho
pasaje, dice que las palabras on tropon significan, en este caso, visible y
en el aire, y que la expresión nunca se emplea para afirmar meramente
lo seguro que resulte un evento al compararse con otro. Dado que, por
analogía, la primera venida de Cristo fue literal y visible, deberemos
también esperar que la segunda venida sea igualmente literal y visible.
La teología moderna se ha inclinado con frecuencia demasiado a la
negación del retorno personal y visible de nuestro Señor, sustituyéndo-
lo por la creencia de sólo su presencia espiritual.4 William Newton
Clarke puede considerarse como representante de esta perspectiva
moderna. Al resumir su enseñanza sobre la segunda venida de Cristo,
afirma: “No es el retorno visible de Cristo a la tierra lo que se ha de
esperar, sino más bien el largo y constante avance de su reino espiritual.
La expectación de un único y dramático advenimiento pertenece a la
doctrina judía de la naturaleza del reino, no a la cristiana. Los judíos,
puesto que suponían que el reino del Mesías es un reino terrenal,
esperarían naturalmente la presencia corporal del rey. Pero los cristia-
nos, quienes sabían que su reino es espiritual, se satisfarían con la
presencia espiritual, la cual es más poderosa que la que se hubiera
podido ver. Si nuestro Señor completara la venida espiritual que ha
comenzado, no habría necesidad de un advenimiento visible que hiciera
perfecta su gloria sobre la tierra” (William Newton Clarke, An Outline
of Christian Theology, 444). Aquí se necesita distinguir entre los
términos paracleto y parusía. El primero, del griego paracletos, significa
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 237

uno que aboga o intercede, y es el término que Cristo aplica al Espíritu


Santo; el Paracleto o Consolador. Por consiguiente, paracleto representa
a Cristo como presente, espiritual e invisiblemente, en el Espíritu
Santo, en tanto que parusía, del griego parousia, o presencia, significa
que su presencia es personal y visible. Es cierto que a veces se arguye
que parousia sencillamente significa, estar presente con, y que por
consiguiente no denota el acto de venir, pero esta es una posición que
no puede probarse, y los siguientes pasajes de la Biblia lo demuestran: 1
Corintios 16:17; 2 Corintios 7:6-7; y 2 Pedro 3:12. Se verá que estos
pasajes no pueden contener otro sentido que el de venir o llegar, lo cual
nos permite creer que deberá de haber una venida de Cristo para que
podamos tener su presencia con nosotros. El significado pleno de la
palabra parusía, da a entender generalmente que será una venida en la
que la presencia de Cristo con su pueblo será permanente, y que su
ausencia habrá cesado para siempre.
Hay otros dos términos que se utilizan con relación al segundo
advenimiento. El primero es apocalypsis, de donde se deriva nuestra
palabra apocalipsis, cuyo modo más simple significa revelar. De la
manera que se utiliza cuando se vincula al segundo advenimiento, el
término significa el descubrimiento o manifestación que Cristo hace de
sí mismo, desde el cielo que lo había recibido. El segundo término es
epifaneia, un verbo que significa “dar luz a” (Lucas 1:79), o en el
pasivo, “aparecer” o hacerse visible (Hechos 27:20).5 Por tanto, en su
acepción más sencilla, la palabra significa “aparición” o “manifesta-
ción”. El apóstol Pablo la utiliza cuando, en una alusión al Primer
Advenimiento, dice: “pero que ahora ha sido manifestada por la
aparición [epifaneia] de nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la
muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2
Timoteo 1:10). Pero también la utiliza cuando, al referirse al segundo
advenimiento, exhorta a Timoteo diciéndole que guarde “el manda-
miento sin mancha ni reprensión, hasta la aparición [epifaneia] de
nuestro Señor Jesucristo” (1 Timoteo 6:14). Resultaría altamente
improbable que el Apóstol, en el primer caso, utilice el término para
expresar la venida personal de Cristo, pero que no lo utilice con la
misma acepción respecto al segundo advenimiento. El mismo Apóstol,
en la Segunda Epístola a los Tesalonicenses, al destacar o describir la
influencia de la venida de Cristo sobre el malo o el impío, utiliza los
tres vocablos a la misma vez, diciendo: “cuando se manifieste
[apokalypsis] el Señor Jesús desde el cielo...” (2 Tesalonicenses 1:7),
238 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

“entonces se manifestará [apokalypto] aquel impío, a quien el Señor


matará con el espíritu de su boca y destruirá con el resplandor [epifa-
neia, con la aparición] de su venida [tis parousia autos, de su propia
presencia]” (2 Tesalonicenses 2:8). Por tanto, para el estudiante sin
prejuicios de la Biblia, la única conclusión a la que se puede llegar en lo
que concierne al segundo advenimiento, es que será un retorno
personal, visible y glorioso de nuestro Señor a la tierra. Con todo,
conviene notar en este contexto que, aunque estos términos señalan
claramente que el retorno de nuestro Señor será personal, en contrapo-
sición a la teoría de una efusión puramente espiritual, es un hecho que
los mismos son empleados con frecuencia de manera intercambiable, lo
que haría fútil cualquier intento de construir una teoría del segundo
advenimiento basados en una distinción de términos, como sería
obligar a que parousia se refiera a una fase de su aparición y apokalipsis
se refiera a otra.6
Con esta panorámica general del asunto en mente, volvamos nuestra
atención ahora a los detalles más perentorios de la doctrina, los cuales
son: (1) el fundamento bíblico de la doctrina; (2) las señales de su
venida; (3) la manera de su venida; y (4) el propósito de su venida.
El fundamento bíblico de la doctrina. La revelación más directa, y en
este sentido la que puede considerarse primaria, es la que se encuentra
en las palabras que brotaron de los mismos labios de nuestro Señor.7
Tras una solemne advertencia a los judíos, Jesús declaró: “Vuestra casa
os es dejada desierta, pues os digo que desde ahora no volveréis a verme
hasta que digáis: ‘¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!’”
(Mateo 23:38-39). Inmediatamente después, sus discípulos le llamaron
la atención a las instalaciones del templo, las cuales habían sido
edificadas gracias a consumadas destrezas arquitectónicas, a lo que Él,
respondiendo, les dijo: “¿Veis todo esto? De cierto os digo que no
quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada” (Mateo 24:2).
“Estando él sentado en el monte de los Olivos, los discípulos se le
acercaron aparte, diciendo: Dinos, ¿cuándo serán estas cosas y qué señal
habrá de tu venida y del fin del siglo?” (Mateo 24:3). Estas preguntas
dieron ocasión a los extraordinarios discursos escatológicos registrados
en el Evangelio según San Mateo (capítulos 24 y 25), los mismos que
los evangelios de San Marcos y de San Lucas presentarán de una
manera más condensada. Pero el clímax de las declaraciones escatológi-
cas de Jesús se da mientras es juzgado ante el sumo sacerdote, y estas
son las palabras que Él expresa: “Y además os digo que desde ahora
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 239

veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y


viniendo en las nubes del cielo” (Mateo 26:64).
Que estas predicciones fijaran firmemente la verdad de la Segunda
Venida en la mente de la iglesia, y que los apóstoles las presentaran
constantemente como un incentivo para la vida santa, es algo que, por
consiguiente, no debe sorprender. Estas compenetraciones respecto a la
verdad profética también permitieron que los apóstoles subrayaran
ciertos pasajes velados del Antiguo Testamento, interpretándolos a la
luz de la nueva dispensación. Es así que el apóstol Pedro, en su sermón
de Pentecostés, citará la profecía de Joel y asignará a la apertura de la
nueva dispensación aquella porción que se refiere a la promesa del
Espíritu Santo, mientras que la que tiene que ver con el “día, grande y
espantoso, de Jehová”, se la asignará a su clausura, o al tiempo del
segundo advenimiento (cf. Joel 2:28-31 con Hechos 2:16-21). El
apóstol Judas, de igual manera, citará una profecía de Enoc, “séptimo
desde Adán, diciendo: Vino el Señor con sus santas decenas de millares,
para hacer juicio contra todos y dejar convictos a todos los impíos de
todas sus obras impías que han hecho impíamente” (Judas 14 y 15). Sea
cuales fueren las dudas que se tengan respecto a los pasajes del Antiguo
Testamento, que a veces se presentan como pruebas de esta doctrina, el
Nuevo Testamento no puede cuestionarse al respecto. Para los cristia-
nos primitivos se trataba de “la esperanza bienaventurada y la manifes-
tación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13).8
El apóstol Pablo, por su parte, establecerá que “nuestra ciudadanía
está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor
Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo mortal en un cuerpo
glorioso semejante al suyo” (Filipenses 3:20-21). El apóstol Pedro nos
ofrece esta exhortación: “Por tanto, ceñid los lomos de vuestro enten-
dimiento, sed sobrios y esperad por completo en la gracia que se os
traerá cuando Jesucristo sea manifestado” (1 Pedro 1:13); y el apóstol
Santiago nos ofrece una parecida: “Por tanto, hermanos, tened
paciencia hasta la venida del Señor... y afirmad vuestros corazones,
porque la venida del Señor se acerca” (Santiago 5:7-8). Pero quizá el
pasaje más querido de todos es aquel que se encuentra en el Evangelio
de San Juan, en donde el Señor Jesucristo dice: “No se turbe vuestro
corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre
muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues,
a preparar lugar para vosotros. Y si me voy y os preparo lugar, vendré
otra vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo esté, vosotros
240 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

también estéis. Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino” (Juan 14:1-3).


Dos generaciones después de que el Señor ascendiera a los cielos, Él se
le aparecería al discípulo de Patmos, y cerraría su propia revelación con
estas palabras: “Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20). Estas
serían las ultimísimas palabras que un ser humano oiría de Aquél que
habló sobre la tierra, pero que también habla desde el cielo.
Las señales de su venida.9 “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas y qué
señal habrá de tu venida y del fin del siglo (tou aiunos, o de la edad)?”,
preguntaron los discípulos a nuestro Señor, pero Él en su respuesta no
vaciló en describir las vicisitudes de la iglesia de la era presente. En esta
respuesta hace una predicción de tres clases de eventos, los cuales
entendemos, según el resto de su discurso, que no deberán considerarse
como épocas distintas y separadas entre sí, sino en gran medida
concurrentes en tiempo. (1) Habrá una edad de tribulación, en la cual
ocurrirán trastornos físicos en el mundo, grandes conmociones políticas
y desintegración social. “Se levantará nación contra nación y reino
contra reino; y habrá pestes, hambres y terremotos en diferentes
lugares” (Mateo 24:7). “Pero”, según declara nuestro Señor, “todo esto
es solo principio de dolores” (Mateo 24:8). “Pero aún no es el fin”
(Mateo 24:6), advierte Él, con palabras que nos permiten inferir que
este principio de dolores precederá al segundo Adviento con bastante
tiempo de antelación. El hecho es que nuestro Señor predice que las
sombras de una gran tribulación serán cada vez más densas a medida se
acerca el fin de las edades. Esta predicción Él la va a preludiar con
advertencias y exhortaciones de señalada gravedad (Mateo 24:15-20), y
la va a concluir diciendo, “porque habrá entonces gran tribulación, cual
no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá.
Y si aquellos días no fueran acortados, nadie sería salvo; pero por causa
de los escogidos, aquellos días serán acortados” (Mateo 24:21-22). (2)
La segunda predicción de nuestro Señor, marca la preparación de la
iglesia y la evangelización del mundo. Las circunstancias del mundo
servirán para disciplinar a la iglesia, puesto que solo los que permanecen
hasta fin serán salvos. Cuando nuestro Señor venga, pedirá cuenta de
todos sus siervos. Los que sean hallados fieles serán recompensados,
pero los que no sean fieles a lo que se les ha confiado, serán castigados
por su negligencia o infidelidad. Esta mayordomía habrá que enlazarla
inmediatamente con la diseminación del evangelio, la cual se les
encargará a los discípulos en la Gran Comisión (Mateo 28:19-20).
Predicar el evangelio y dar testimonio de Cristo, será el deber supremo
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 241

de la iglesia en esta era, en comparación con lo cual nuestro Señor


considerará de muy poca importancia las preguntas ociosas y curiosas
respecto al futuro (Hechos 1:7-8). De aquí que se nos diga que, “será
predicado este evangelio del Reino en todo el mundo, para testimonio a
todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mateo 24:14). (3) La
tercera predicción tiene que ver con una apostasía o caída por razón de
lo engañoso del pecado: “Muchos tropezarán entonces, y se entregarán
unos a otros, y unos a otros se odiarán. Muchos falsos profetas se
levantarán y engañarán a muchos; y por haberse multiplicado la
maldad, el amor de muchos se enfriará” (Mateo 24:10-12). Nuestro
Señor también parece indicar que, a medida que la tribulación se
agudiza al acercarse el fin de las edades, también aumentará lo engañoso
del pecado: “Entonces, si alguno os dice: ‘Mirad, aquí está el Cristo’, o
‘Mirad, allí está’, no lo creáis, porque se levantarán falsos cristos y falsos
profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que
engañarán, si es posible, aun a los escogidos. Ya os lo he dicho antes”
(Mateo 24:23-25). El desarrollo progresivo de la verdad divina en lo
que concierne al anticristo es algo que se pone de manifiesto en la
Biblia. En este último pasaje nuestro Señor habla de falsos cristos y
falsos profetas, para indicar todos los que se oponen a Cristo y a la
verdad. Estos, por supuesto, no tendrían lugar en la historia antes de
que apareciera el verdadero Cristo.10 El apóstol Juan habla también de
una pluralidad de anticristos: “Hijitos, ya es el último tiempo. Según
vosotros oísteis que el Anticristo viene, así ahora han surgido muchos
anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo” (1 Juan
2:18).11 Pero el Apóstol va aún más lejos cuando dice que, “todo
espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de
Dios; y este es el espíritu del Anticristo, el cual vosotros habéis oído que
viene, y que ahora ya está en el mundo” (1 Juan 4:3). Pero es el apóstol
Pablo quien da a conocer el hecho de que, aunque habrá una gran caída
espiritual en el tiempo del fin, también se revelará “el hombre de
pecado”, quien, con impía jactancia, asumirá el lugar de Dios y
reclamará el honor de la adoración divina. “¡Nadie os engañe de
ninguna manera!, pues [el Señor Jesucristo] no vendrá sin que antes
venga la apostasía y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de
perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios
o es objeto de culto; tanto, que se sienta en el templo de Dios como
Dios, haciéndose pasar por Dios” (2 Tesalonicenses 2:3-4).
242 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Por tanto, es en los discursos escatológicos de nuestro Señor, donde


encontraremos un delineamiento de los eventos que caracterizarán la
era presente, y, por consiguiente, que servirán de señal para su venida.
Es cierto que a veces se dice que hacer este hincapié en el acrecenta-
miento de la maldad tiende a inculcar la creencia en una declinación
gradual y necesaria del reino de Cristo, lo que por consecuencia debe
engendrar una actitud pasiva y derrotista hacia el pecado. Pero a esto
tenemos que responder que Cristo no enseñó, ni la iglesia cree, que su
reino declinará. Nuestro Señor enseñó que el mismo tiempo de cosecha
que recogerá el trigo, también recogerá la cizaña; que, por consiguiente,
habrá progreso tanto en la maldad como en la justicia; y que tanto el
trigo como la cizaña deberán crecer juntos, y no que uno crecerá y otro
declinará. No obstante, el verdadero móvil de la iglesia para la evange-
lización no se habrá de hallar en la gloria de los resultados externos,
sino en el profundo sentido de obediencia a lo que se le ha confiado, y
en el amor ferviente para su Señor. A medida que se acerca el tiempo
del fin, la iglesia deberá ceñirse para una guerra agresiva y constante en
contra del pecado, puesto que, hasta que Cristo venga, deberemos
esperar un incremento tanto en justicia como en maldad.12
La manera de su venida. Aquí también los discursos de nuestro Señor
deberán ser la fuente de nuestra autoridad en lo que respecta a ese gran
evento escatológico. Nuestro Señor, habiendo avisado del engaño de los
falsos cristos y los falsos profetas, instruye a sus discípulos con las
siguientes palabras acerca de la manera de su venida: “Así que, si os
dicen: ‘Mirad, está en el desierto’, no salgáis; o ‘Mirad, está en los
aposentos’, no lo creáis, porque igual que el relámpago sale del oriente y
se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del
hombre” (Mateo 24:26-27). Él también indica que habrá trastornos de
categoría de cataclismo dentro del universo físico, los cuales precederán
el segundo advenimiento: “Inmediatamente después de la tribulación
de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las
estrellas caerán del cielo y las potencias de los cielos serán conmovidas.
Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y todas las
tribus de la tierra harán lamentación cuando vean al Hijo del hombre
venir sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Enviará a sus
ángeles con gran voz de trompeta y juntarán a sus escogidos de los
cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mateo
24:29-31).
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 243

Nuestro Señor enseña también que habrá cierta incertidumbre que


asistirá su venida.13 El tiempo del segundo advenimiento se encuentra
bajo el velo del misterio. “Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los
ángeles de los cielos, sino solo mi Padre” (Mateo 24:36). Por lo tanto,
las instrucciones que reciben sus discípulos son en el sentido de que
consagren la atención suprema a velar, y a ser fieles en los asuntos del
reino: “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro
Señor” (Mateo 24:42); y, “Por tanto, también vosotros estad prepara-
dos, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora que no pensáis”
(Mateo 24:44). Declara además que, en el momento de su venida, el
mundo estará siguiendo su curso ordinario, sin percatarse del gran
evento que tomará lugar de súbito y sin particular aviso: “Pero como en
los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre, pues como en
los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y
dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no
entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será
también la venida del Hijo del hombre” (Mateo 24:37-39). Esto no se
aplicará solo al malo, pues “estarán dos en el campo: uno será tomado y
el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo en un molino: una
será tomada y la otra será dejada” (Mateo 24:40-41). Podemos, pues,
creer confiadamente que el segundo advenimiento será la aparición
repentina y gloriosa de nuestro Señor, evento por medio del cual Él
irrumpirá en el mundo y su cotidiano vivir, a la semejanza de un
inesperado cataclismo. Para los justos, quienes por fe en su Palabra se
han preparado y estarán aguardando su retorno, esta aparición será
acogida con supremo gozo; para los malos, quienes han rechazado sus
palabras diciendo, “¿Dónde está la promesa de su advenimiento?”, será
un tiempo de consternación y de condenación.
El propósito de su venida. Nuestro Señor enuncia el propósito de su
venida hacia el final de estos discursos escatológicos, y lo hace por
medio de dos conocidas parábolas: la de las diez vírgenes, y la de los
talentos. En la primera pone de relieve muy particularmente la falta de
preparación adecuada frente a su venida, mientras que en la segunda
condena la violación de lo que a uno se le ha confiado. Ambas destacan
los pecados de omisión antes que de comisión. Sin embargo, la verdad
sobresaliente que se expresa en estas dos parábolas es la misma: que
vendrá un juicio en el cual los justos serán recompensados y los malos
castigados. De aquí que, tras la segunda parábola, nuestro Señor
establezca claramente que el propósito de su segunda venida es de
244 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

juicio. Sus palabras son incontrovertibles: “Cuando el Hijo del hombre


venga en su gloria y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará
en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones;
entonces apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas
de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su
izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: ‘Venid, benditos de
mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la fundación
del mundo’” (Mateo 25:31-34). El Señor, luego, describe vívidamente
la escena del juicio, en el cual pronuncia sentencia contra los de la
izquierda, diciendo: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno
preparado para el diablo y sus ángeles” (Mateo 25:41). Entonces,
concluye los discursos con estas palabras solemnes: “Irán estos al castigo
eterno y los justos a la vida eterna” (Mateo 25:46). Sobre estas palabras
de nuestro Señor respecto a la segunda venida, y su relación directa con
el juicio, no será posible reclamo alguno.
Pero la idea del juicio había sido también expresada por nuestro
Señor en dos parábolas anteriores, la de la cizaña y la de la red. Al
interpretar la primera, Jesús establece que, “El campo es el mundo; la
buena semilla son los hijos del Reino, y la cizaña son los hijos del malo.
El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del mundo
[aionos o de las edades], y los segadores son los ángeles” (Mateo
13:38-39). Y al aplicarla, nos dice que, “Enviará el Hijo del hombre a
sus ángeles, y recogerán de su Reino a todos los que sirven de tropiezo y
a los que hacen maldad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el
lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el
sol en el reino de su Padre” (Mateo 13:41-43). Aunque aquí se habla
del juicio, es obvio que el pensamiento dominante de esta parábola
consiste en que el reino será purgado de aquellas particularidades que
impidan su progreso y oculten el verdadero carácter de sus súbditos.
Pero, en la segunda parábola, la de la red y la separación de los peces
buenos y malos, si bien la aplicación es la misma, lo que se pone
especialmente de manifiesto es el juicio: “Así será al fin del mundo:
saldrán los ángeles y apartarán a los malos de entre los justos, y los
echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes”
(Mateo 13:49-50).
Al volvernos de los evangelios a las epístolas encontraremos que el
segundo advenimiento habrá de presentarse a la luz de sus concomi-
tantes: la resurrección, el juicio, y la consumación de todas las cosas.
Estos asuntos merecerán consideración más adelante. Aquí será
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 245

suficiente mencionar unos pocos pasajes bíblicos en los que el segundo


advenimiento recibe prominencia. El apóstol Pablo lo ubica en un
tiempo cercano a la resurrección, haciendo que la resurrección de los
justos que han muerto, preceda inmediatamente al traslado de los
santos que estén en vida. “Si creemos que Jesús murió y resucitó, así
también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. Por lo cual os
decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que
habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los
que durmieron. El Señor mismo, con voz de mando, con voz de
arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo. Entonces, los
muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que
vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente
con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos
siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:14-17). Aquí es innegable
que la venida de Jesús con sus santos (los muertos en Cristo cuyas almas
ya han partido para estar con Él), y la venida de Jesús por sus santos (los
que viven y han quedado), no solo deberán asociarse con un mismo
evento, sino que también deberán considerarse como indicativos del
orden en que se darán los sucesos dentro de ese evento. “Está más allá
de toda duda, según la Biblia, que el retorno del Señor no será simple-
mente un venir visible, por un momento, desde el cielo, sino un
retorno a la tierra. Los habitantes de la tierra que, según 1 Tesaloni-
censes 4:17, serán arrebatados para recibir al Señor en el aire, deberá
concebírseles como que regresarán luego con las huestes celestiales de
nuevo a la tierra. Formarán la escolta del Rey, quien llegará personal-
mente a esta parte de su dominio real. Simultáneamente con la venida
de Cristo tendrá lugar la primera resurrección. Los creyentes que vivan
para presenciar esta aparición de Cristo sobre la tierra, serán, sin morir,
y por medio de un cambio instantáneo, hechos aptos para la nueva
condición. Los que han partido y están listos para la vida de resurrec-
ción, vivirán y reinarán con Cristo en la tierra” (J. J. Van Oosterzee,
Christian Dogmatics, II:798-799). El apóstol Pedro ubicará el segundo
advenimiento en una relación de tiempo ligada a la consumatio seculi, o
consumación final del orden presente: “Pero el día del Señor vendrá
como ladrón en la noche. Entonces los cielos pasarán con gran
estruendo, los elementos ardiendo serán deshechos y la tierra y las obras
que en ella hay serán quemadas. Puesto que todas estas cosas han de ser
deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera
de vivir!” (2 Pedro 3:10-11). Pero el que aquí se vincule el segundo
246 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

advenimiento con el día del Señor, sería introducir otro aspecto del
tema.
Por ahora podemos concluir que, como evento, la segunda venida de
Cristo estará relacionada con el tiempo de la resurrección, el juicio y la
consumación final. La Segunda Venida, en su relación directa con la
obra de Cristo Jesús, podría resumirse en un propósito triple. (1)
Integra parte de su misión total de redención. Como el Hijo encarnado
en el cielo, todavía Él está subordinado al Padre, y, por consecuencia, es
enviado del Padre para esta misión final. El Padre enviará a Jesucristo,
“que os fue antes anunciado. A este, ciertamente, es necesario que el
cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de
que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde
tiempo antiguo” (Hechos 3:20-21). (2) Marca el día del Señor. “Por
tanto, es, en un sentido, la venida, y en otro, la Segunda Venida, o el
volver del Señor. De aquí que, al hablar de este evento futuro, la Biblia
superará estas dos designaciones, y lo hará también (3) ‘su día’, o ‘aquel
día’, o ‘el día de Jesucristo’ (cf. Lucas 17:24, 2 Timoteo 1:18 y
Filipenses 1:6), el cual será en la nueva economía todo lo que el día de
Jehová fue en la antigua. El día del Señor es el horizonte de todo el
Nuevo Testamento: el periodo más concluyente de la manifestación del
Señor por medio de una revelación tan gloriosa de sí mismo que nunca
antes pudo atribuírsele, ni nunca se le atribuirá a nadie, sino a una
Persona divina” (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, III:388).

EL DESARROLLO DE LA DOCTRINA EN LA IGLESIA


Nuestro estudio del fundamento bíblico del segundo advenimiento
ha hecho claro que dicha doctrina era pertinente para los apóstoles. Lo
que ellos enseñaron al respecto se caracterizó de tres maneras: (1) le
dieron prominencia a los asuntos escatológicos; (2) relacionaron la
esperanza de la vida eterna con la persona del Cristo resucitado y su
promesa de que regresaría; y (3) que esta esperanza de vida eterna iba
más allá de este periodo de desarrollo terrenal, hasta alcanzar un nuevo
cielo y una nueva tierra. Lo que es más, el Nuevo Testamento parece
indicar que los apóstoles mismos esperaban el pronto retorno de su
Señor, esperanza que la iglesia indiscutiblemente compartió. Este es el
motivo por el que J. A. Dorner se refiere a la Segunda Venida como el
dogma cristiano más antiguo. Este es también el motivo por el que la
iglesia, en medio de la persecución y el martirio, se opondría al
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 247

paganismo, renunciando completamente al mundo y reafirmándose en


la confianza del triunfo final cuando Cristo volviera. No es de sorpren-
der, por consecuencia, que encontremos esta misma nota en los escritos
de los primeros padres de la iglesia.14 Clemente de Roma (c. 95) dice en
su Primera Epístola: “Ciertamente su voluntad se cumplirá, pronta y
repentinamente, puesto que la Biblia da testimonio diciendo que ‘el
que ha de venir vendrá, y no tardará’; y también, que ‘vendrá súbita-
mente a su Templo el Señor a quien vosotros buscáis’” (XXIII:5).
Ignacio de Antioquía (107 d.C.) decía en una carta a la iglesia: “Ya se
acerca el fin de los tiempos. Por tanto, sed reverentes de espíritu, y
temed la paciencia de Dios, no sea que resulte en nuestra condenación”
(To the Ephesians, XI, 1). La actitud, pues, de los primeros padres de la
iglesia era una, podemos decir, de expectación, una de velar y orar por
la pronta venida de Cristo, su Señor.
El retorno personal de Cristo se asoció desde muy temprano con la
idea de un milenio (del latín mille, mil), o reinado de Cristo sobre la
tierra por un periodo de mil años. Los que abrazaban esta doctrina se
les conocía como chiliastas o quiliastas (del griego kilias, mil).15 Por
tanto, el desarrollo de la doctrina del segundo advenimiento deberá
incluir en gran medida el tratamiento de las varias teorías del milenio
que se han desarrollado durante la historia de la iglesia. La historia del
milenarismo cae dentro de tres periodos principales: (1) el periodo
temprano, desde la edad apostólica hasta la Reforma; (2) del periodo de
la Reforma hasta mediados del siglo dieciocho; y (3) el periodo
moderno, desde mediados del siglo dieciocho hasta el presente.
El periodo temprano. Los historiadores coinciden habitualmente en
que, desde la muerte de los apóstoles hasta el tiempo de Orígenes, el
chiliastismo, o lo que se conoce como premilenarismo, si no fue la fe
generalmente aceptada, fue la que dominó en la iglesia. Hay dos
afirmaciones fundamentales que caracterizan esta doctrina: que la Biblia
nos enseña a que anticipemos el milenio o reino universal de justicia en
la tierra; y, que esta era milenaria será introducida por el retorno
personal y visible del Señor Jesús. Se afirma con frecuencia que esta
teoría fue traída del judaísmo, lo que sin duda, hasta cierto punto, es
verdad, ya que aparece de manera más prominente entre los cristianos
judíos que en las iglesias gentiles. Pero el chiliastismo cristiano deberá
distinguirse tanto del judaísmo por un lado, como del seudochiliastis-
mo por el otro. Contrario al judaísmo, sostendrá: (1) que heredar el
reino se condiciona solamente a la regeneración, sin importar la raza o
248 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

las observancias rituales; (2) que la naturaleza del reino no es carnal ni


material, aunque se ajusta al espíritu santificado y a un cuerpo que es a
la vez espiritual e incorruptible; y (3) que el milenio es solo una etapa
de transición pero no el estado final del mundo. J. A. Dorner sostiene
que en la medida en que el chiliastismo cristiano se deriva del judaísmo,
lo más justo será considerarlo como una polémica en su contra (cf. J. A.
Dorner, Doctrine of the Person of Christ, I:408).16 La iglesia, en contras-
te con las teorías fanáticas y falsas, mantendría que el milenio sería
introducido por el retorno de Cristo, y condenaría todo intento de los
seudochiliastas de instaurar este reino de justicia por medio de la fuerza
material. Nitzsch señala, además, que los cristianos gentiles ya habían
recibido la doctrina antes del fin del primer siglo, y que solo los
gnósticos de la primera mitad del siglo segundo la habían rechazado de
manera expresa. El milenarismo recibiría indudablemente un nuevo
impulso en virtud de las persecuciones que vinieron sobre la iglesia, en
medio de las cuales, los santos serían consolados anticipando una
pronta liberación por el retorno de Cristo. La doctrina se menciona por
primera vez en las epístolas de Bernabé (c. 120). Hermas (c. 140),
Papías (c. 163), Justino (c. 165) e Ireneo (c. 202), interpretaron
conjuntamente el capítulo veinte de Apocalipsis de forma literal, razón
por la cual sostuvieron que Cristo reinaría en Jerusalén entre las dos
resurrecciones, ya fuera literal o espiritualmente, por mil años. Justino
escribió: “Yo y otros, que somos en todo sentido cristianos de recto
pensamiento, estamos seguros de que habrá una resurrección de los
muertos, y los mil años de Jerusalén, para que ésta sea edificada,
adornada y expandida... Hubo cierto hombre entre nosotros cuyo
nombre era Juan, uno de los apóstoles de Cristo, quien profetizó, por
revelación que le fuera hecha, que los que creyeran en nuestro Cristo
morarían mil años en Jerusalén, y que tras ello, tendría lugar la
resurrección general y, al fin, eterna, y el juicio de todos los hombres”
(Trifón LXXX y LXXXI). Papías escribió de manera extravagante
acerca de lo fértil y fructífero de la tierra durante el milenio, y sus ideas
serían reproducidas en cierta media por Ireneo. Este último ubicaba la
venida del anticristo exactamente antes de la inauguración del reino
milenario. También enseñaría que los justos serían resucitados por el
Salvador descendido, y que morarían en Jerusalén con el remanente de
los creyentes del mundo, lugar en el cual recibirían la disciplina que los
prepararía para el estado de incorrupción que disfrutarían en la nueva
Jerusalén que vendría de arriba, de la cual la Jerusalén terrenal es
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 249

imagen. Tertuliano (m. 240) decía: “En cuanto al reino celestial, el


proceso es como sigue: después que terminen sus mil años, en cuyo
periodo se completará la resurrección de los santos que, según lo tienen
merecido, tarde o temprano se levantarán, vendrá la destrucción del
mundo y la conflagración de todas las cosas en el juicio”. En los escritos
de Clemente de Roma, Ignacio, Policarpo, Tatiano, Atenágoras o
Teófilo, no hay rastro alguno del milenarismo. Hipólito (c. 239)
escribió un elaborado tratado sobre el surgimiento y derrota del
anticristo, cuya manifestación generalmente se pensaba que precedería
al segundo advenimiento. Cipriano (c. 258) no expresó ningún punto
de vista claramente definido sobre el asunto.
El siglo tercero será el periodo en el que florecerá el chiliastismo,
aunque nadie lo llevará a sus extremos excepto los ebionistas, una secta
judía de cristianos, y luego los montanistas. Y no es difícil comprender
por qué esta doctrina fuera susceptible de perversión y malos entendi-
dos. Los nuevos cielos y la nueva tierra, como es natural, habrían de ser
descritos por medio de un lenguaje de felicidad temporal, como es el
caso con el Antiguo Testamento, por lo que no sería difícil hacerlos, de
manera pervertida, que significaran un reino carnal. Henry Blunt va a
decir que “no puede haber duda de que algunos, quizá muchos,
sostuvieron el sentido carnal de la doctrina, pero no se es fiel si se
atribuye ese sentido en escritores tales como, por ejemplo, Ireneo”. Se
dice que Cerinto, un gnóstico de tendencias judaizantes y opositor del
apóstol Juan, pervirtió esta doctrina prometiendo un milenio de
derroche sensual. Mosheim, sin embargo, se esforzaría en demostrar
que esta idea se había originado en Cayo y Dionisio, quienes, para
suprimir la doctrina, hicieron aparecer a Cerinto como su autor. Los
montanistas, bajo su líder Montano, comenzaron como un movimiento
de reforma, en Frigia, durante la última parte del segundo siglo.
Montano consideraba que el perfeccionamiento de la iglesia era una
misión especial que él debía completar por sí solo, y mediante su
sistema. Sus seguidores consideraban que él había sido objeto de
revelaciones especiales de parte del Espíritu Santo. El montanismo
presentaba, en rebelión contra el secularismo de la iglesia, un modelo
de disciplina eclesiástica que, según ellos lo concebían, era el que
demandaba el pronto regreso de Cristo. Establecieron ayunos prolon-
gados y rigurosos, estimularon el celibato, y además implantaron un
rígido sistema penitencial.17
250 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

El montanismo dio ocasión a que surgiera cierta oposición a la teoría


del milenio durante la primera parte del siglo tercero.18 Se dice que
Callo de Roma (c. 210), mediante sus escritos, fue el primero en
oponérsele, aunque dificultó considerablemente la situación al calificar
de herejes a los que sostenían esta doctrina. Pero la principal oposición
vino de la escuela de Alejandría. Orígenes, quien consideraba que la
materia era el asiento de la maldad, se refirió a la perspectiva de un
reino terrenal de Cristo lleno de deleites físicos, como “una invención
vacía” y “una fábula judaizante”. Nepos, un obispo de Egipto, retomó
la doctrina y sostuvo que las promesas de la Biblia deben interpretarse
como los judíos las entendieron. Éste suponía que tendría que haber
cierto milenio de esplendor material en la tierra. Su obra, titulada, A
Refutation of the Allegorists, recibió respuesta de parte de Dionisio en
otra obra titulada, On the Promises. Metodio, obispo de Tiro (m. 311),
defendió las doctrinas milenarias en oposición a Orígenes, aunque ya
estas estaban en decadencia, siendo su última apología el panfleto
escrito por Apolinario de Laodicea. En el occidente, la doctrina
mantuvo su vigencia por más tiempo, y sus principales exponentes
fueron Lactancio (c. 320) y Victorino, obispo de Petau, quien alcanzó
prominencia alrededor de 290 d.C. Ni siquiera Jerónimo se atrevió a
condenar la posición sobre el chiliastismo. Sin embargo, en lo que
respecta a este periodo, sería Agustín quien fijaría el destino de la
doctrina (De Civitate Dei xx, 7-9), puesto que declararía que la iglesia
es el reino de Dios en la tierra. Una vez la iglesia obtuvo la protección
del estado, las cuestiones escatológicas se anegaron en la insignificancia.
En cuanto a los mil años mencionados en el Apocalipsis, Agustín
sugiere que denotan, o bien los últimos mil años de la historia mundial,
o la duración total del mundo; el número mil aludiría no tanto a un
periodo definido sino a la totalidad del tiempo. En cuanto al reinado de
los santos durante el periodo milenario, él interpretaba que no es otra
cosa que el dominio que le pertenece a la iglesia. “La iglesia es ahora el
reino de Cristo, y el reino del cielo. Conexamente, los santos de Cristo
reinan ahora con Él, aunque distinto de como reinarán después” (De
Civitate Dei, XX, 7-9). La primera resurrección, según Agustín, era la
resurrección espiritual del alma del pecado. En lo que restó de este
periodo, el milenarismo fue prácticamente una doctrina obsoleta. El
clero poseyó el reino por mil años en la iglesia que triunfó sobre reyes y
príncipes. Semisch dice que “los círculos que profetizaban un periodo
de reforma, anticipaban la regeneración de la iglesia, no por razón de la
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 251

venida visible de Cristo, sino por medio del regreso a la piedad y


pobreza apostólicas, o por medio del ascenso de un papa recto. Pedro
de Olivia explicaría la Segunda Venida como una operación del
Espíritu Santo en el corazón”.
A las doctrinas del chiliastismo se les daría poca prominencia entre el
tiempo de Agustín y el de la Reforma. El Credo de los Apóstoles, un
documento primitivo, aunque su forma fija data de c. 390; el Credo
Niceno, según la revisión de Constantinopla (381); y el Credo
Atanasiano (c. 449), al que se la aneja un anatema, representaban las
normas que la iglesia había admitido.19 Sin embargo, las mismas eran
interpretadas como opuestas a la teoría del milenio, ya que Roma era
antichiliastista. Pero, el Diccionario de Blunt cita la Formula Doctrinae
de Gelasio Cicianceno, del Concilio de Nicea, para demostrar que ese
cuerpo entendía que la Biblia enseñaba que los santos recibirían su
recompensa bajo el reinado de Cristo en la tierra, y que la declaración
nicena de que, “Vendrá otra vez, con gloria, para juzgar a los vivos y a
los muertos, y su reino no tendrá fin”, debería interpretarse a la luz de
un reino milenario. A pesar de la oposición, “la doctrina”, señala
Harnack, “sobreviviría en los estratos más bajos de la sociedad”. La
misma sería preservada en las enseñanzas de los valdenses, los paulicia-
nos, los albigenses y los cátaros, y en la de muchos místicos, aunque
estaría ligada a mucho de lo errático y no ortodoxo, característico de
aquellas épocas oscuras.
El periodo de la Reforma. La fecha del comienzo de la Reforma se
ubica generalmente en el tiempo en el que Lutero dio principio a su
obra pública, es decir, alrededor de 1517 d.C. La doctrina del milenio,
la cual había caído en descrédito, resurgió durante este periodo.20
Fueron varios los hechos que condujeron a este énfasis renovado.
Primero, la decadencia creciente del papado, lo cual se consideraba
como una de las señales seguras de la pronta venida de Cristo. Los
reformadores sostuvieron generalmente que el papa era el anticristo.
Segundo, los numerosos sucesos extraños que ocurrieron durante este
periodo, como los cometas y los terremotos. También se precipitaron
incontables cambios nacionales, todos los cuales producían una
inquietud y tirantez que resultaba en numerosas y variadas histerias
colectivas. En el caso de los anabaptistas, su determinación era preparar
el camino a través de la violencia, con el fin de establecer una nueva
Sión en Muenster, en 1534, organizada conforme a patrones comuni-
tarios. Eran todos estos sucesos los que aparentaban indicar que el fin
252 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

del mundo se acercaba. Pero los reformadores, aunque compartían la


expectación de la pronta venida de Cristo, se mantuvieron fuera de
estas enseñanzas fanáticas.21 Es por ello que, parece ser, habrían de
evitar estudiosamente toda doctrina milenaria. La confesión helvética, y
la de Augsburgo, condenaron los excesos de los anabaptistas, al igual
que lo hizo la Confesión Inglesa de Eduardo VI, de la cual son
compendiados los Treinta y Nueve Artículos. Se opina por lo regular,
que estos credos condenan el premilenarismo como una mera opinión
judía que fue traída a la iglesia cristiana sin la debida justificación. Pero
una consideración cuidadosa de los artículos en cuestión no parece
sostener esa posición. El Artículo XVII de la Confesión de Augsburgo,
si seguimos la traducción de Philip Schaff, dice así: “Condenan
también otros que ahora diseminan las opiniones judías de que, antes
de la resurrección de los muertos, los piadosos ocuparán el reino del
mundo, mientras que, en todo lugar, los malos serán suprimidos”
(Philip Schaff, Creeds of Christendom). Melanchton, quien escribió la
Confesión, explicó el Artículo XVII de la siguiente manera: “La iglesia
nunca alcanzará una posición de triunfo y prosperidad universales en
esta vida, sino que permanecerá abatida y sujeta a aflicciones y adversi-
dades hasta el tiempo de la resurrección de los muertos” (Corpus
Reformatorum XXVI, 361). De aquí que es obvio que el Artículo no
condena el premilenarismo, a menos que se niegue una primera o
anterior resurrección. Por otro lado, en efecto condena, y con enérgicas
palabras, la teoría postmilenaria que espera una era de triunfo espiritual
previo al segundo advenimiento de Cristo.
El milenarismo volvió a cobrar prominencia a principios del siglo
diecisiete, debido quizá en parte a las guerras religiosas en Alemania, la
persecución de los hugonotes en Francia, y la revolución en Inglaterra.22
La ocasión inmediata para que se diera el interés en los estudios sobre el
milenio, fue la publicación de Clavis Apocalypticae, por Joseph Mede
(1586-1638), a quien comúnmente se le conoce como “el ilustre
Mede”. E. B. Elliott plantea que, “se piensa generalmente que sus obras
constituyen una era en la solución de los misterios apocalípticos, razón
por la cual se le ha visto, y de él se ha escrito, como alguien casi
inspirado”. En Alemania, a Jacob Spener, se le consideraba como
milenarista en sus puntos de vista. Jacob Boehme (1624), el místico,
abogó vehementemente por el milenarismo, así como lo haría más tarde
(1705) el obispo luterano Peterson. Entre los premilenaristas destaca-
dos que se asociaron más o menos estrechamente con Mede, pueden
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 253

mencionarse los siguientes: William Twisse (1575-1646), un discípulo


de Mede, y el primer moderador de la Asamblea de Teólogos de
Westminster; Nathaniel Homes, cuya obra Revelation Revealed, fue
publicada en 1653; Thomas Burnett (1635-1715), conocido por su
obra Sacred Theory of the Earth, publicada en latín (1681), y con
traducción al inglés (1684-1689); Thomas Goodwin (1600-1679), un
ministro independiente de tipo calvinista rígido (Works, en cinco
tomos, 1681-1704); y Joseph Perry, cuya obra titulada The Glory of
Christ’s Visible Kingdom se publicó en 1721.23
Los escritores de este periodo sostuvieron un tipo imperante de
premilenarismo que puede resumirse en las siguientes declaraciones
generales: (1) Identificaron, como en un mismo punto en el tiempo: el
rapto, la manifestación, la primera resurrección, la conflagración y la
creación de los nuevos cielos y la nueva tierra, pero enseñaron que
todos estos eventos ocurrirían antes del milenio. (2) Enseñaron que la
iglesia estaría completa antes del milenio, puesto que los malos habrían
sido destruidos por el resplandor de la venida de Cristo. (3) Identifica-
ron el milenio como ligado al periodo de juicio investigativo. Sobre los
puntos segundo y tercero, habría más o menos diferencias de opinión.24
Mede sostenía que debía hacerse un contraste entre el estado de la
Nueva Jerusalén y el estado de las naciones que andan bajo su luz. La
Nueva Jerusalén no es la iglesia entera, sino su metrópolis. Esto es lo
que él decía: “Yo pienso que este estado de la iglesia pertenece al
segundo advenimiento de Cristo, o día del juicio, cuando Cristo
aparezca en las nubes del cielo para destruir todos los enemigos profesos
de su iglesia y de su reino, y para liberar a la criatura de esa esclavitud
de corrupción que vino sobre ella por el pecado del hombre”. Mede
también enseñó que este estado no sería ni antes ni después, sino el día
mismo del juicio, y que los judíos nunca entendieron la expresión
como queriendo decir otra cosa que un periodo de muchos y continuos
años. Homes difería de Mede al sostener que solo impíos que lo fueran
abierta y obstinadamente serían destruidos por la conflagración, y que
el resto sería preservado del fuego como “un apéndice de la nueva
creación”. Burnett enseñaba que todos los malvados perecerían en la
conflagración, pero Perry fue un poco más lejos al negar que santos o
pecadores existieran en la carne durante el milenio.25 Dado que todos
estos escritores mantenían que la iglesia estaría completa para el tiempo
del segundo advenimiento, su problema estribaba en explicar la
aparición de los malos al fin del milenio. Homes sostenía que aquellos
254 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

que escaparan de la conflagración, serían restaurados en cuerpo y alma a


la perfección natural que Adán poseía en su estado de inocencia, pero
que por ser mutables, caerían igualmente cuando Satanás los acometie-
ra. Burnett se vio forzado a adoptar la posición de una raza doble, las
cuales consideró que serían muy diferentes una de la otra; una, los hijos
de Dios por la resurrección, la otra, los hijos de la tierra forjados del
lodo del suelo y del calor del sol. Dado que Perry mantenía que durante
el milenio, la tierra estaría en posesión exclusiva del ser humano en su
estado resucitado, recurrió a una explicación que sabía que estaba
“fuera de la senda habitual de casi todos los expositores”, es decir, que
Gog y Magog, quienes se levantarán al final de los mil años, “consisti-
rán del número de todos los malos, una vez sean levantados de sus
sepulcros”. Estas fueron solo algunas de las dificultades que surgieron
con relación al asunto, las cuales constituirán la base para discusión
adicional durante el periodo siguiente.
El periodo moderno. Un nuevo periodo en la historia del milenaris-
mo, el cual comenzó a mediados del siglo dieciocho, quedó inaugurado
con la publicación de las obras de J. A. Bengel, Commentary on
Revelation (1740), y Sermons for the People (1748). El asunto de la
profecía atrajo pronto la atención, y el estudio del Apocalipsis se hizo
popular dentro de los círculos piadosos de la iglesia. La revolución
francesa de fines del siglo dieciocho, proveyó un nuevo ímpetu a los
estudios proféticos, y muchos individuos de gran escolaridad y
habilidad, y de posición prominente en la iglesia, adoptarían el
premilenarismo.26 Bengel (1687-1751), como se recordará, fue quien
originó el movimiento bíblico moderno, y quien también escribió el
Apparatus Criticus. Adam Clarke dijo que, en Bengel, “se unían dos
características inusuales: la piedad más profunda y la erudición más
amplia”. Se cree que Juan Wesley también siguió la pauta de éste en la
interpretación del Apocalipsis.
Bengel sostenía, a partir de Apocalipsis 20, una posición peculiar
respecto al milenio, y era esta: que habrá un doble milenio, es decir, mil
años de reinado sobre la tierra, y después mil años de reinado en el
cielo; que el primero ocurrirá a siete mil años de la creación, y el
segundo a ocho mil. Creía que el milenio sobre la tierra sería un tiempo
de gobiernos, casamientos, agricultura y todo lo cotidiano de la vida
como se conoce hoy. Su creencia en lo tocante a la iglesia completada,
llevó a la larga a que se adoptarán las teorías nupciales, las cuales
limitarían lo completo de la iglesia.27 De aquí que habría que distinguir
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 255

entre “la iglesia como la esposa”, y el número total de “los salvados”,


que incluiría a los que no fueron parte de las bodas, “la iglesia de los
nacidos después” en contraste con “la iglesia de los nacidos primero”.
Basado en esto, Edward H. Bickersteth va a decir que “la iglesia que
aparecerá como una entidad completa y corporal con Cristo en su
venida, no será la de todos los salvados, sino una porción peculiar de los
que son llamados ‘la Esposa’, la asamblea de los primogénitos, los reyes
y sacerdotes para Dios, la Santa Ciudad, cuya bienandanza será distinta
y peculiar, y peculiares, más no habituales, serán la santidad y las
bienaventuranzas”. Esto llevó enseguida a la pregunta, ¿quién es la
Esposa? Bickersteth pensaba que la Esposa constaría de todos los santos
que habrían creído para el momento en que comenzara el milenio. El
duque de Manchester limitaría aún más la Novia al excluir de esta
compañía a todos los que habían existido antes de la ascensión. Bonar,
por su lado, sostendrá que los santos de la edad del milenio serían igual
que los demás, excepto que no habrían tenido que participar de las
pruebas de los santos que los habían precedido, razón por la cual no
alcanzarían la dignidad nupcial, la cual sería reservada exclusivamente
para los santos que las habían sufrido. Pero todo esto nos permite de
nuevo afirmar que las teorías especulativas tal parece que con el tiempo,
caerán por su propio peso. Estas teorías, sin embargo, llevarán a otro
tipo de premilenarismo, el cual sostendrá que la iglesia estará incom-
pleta en el tiempo del segundo advenimiento, y que, por consecuencia,
éste será seguido por el milenio como periodo adicional de salvación.
Además del desarrollo del premilenarismo, este periodo verá el
surgimiento de un movimiento opuesto conocido como postmilena-
rismo. Daniel Whitby (1638-1726) se revertió a la posición agustiniana
de que el milenio se refería al principio y el progreso de la iglesia entre
los dos advenimientos. Este progreso espiritual de la iglesia era visto
como que terminaría con el triunfo final sobre el mundo, o como un
reino milenario de justicia que precedería la segunda venida de Cristo
para juicio. Por tanto, a Whitby se le considera generalmente como el
autor de la teoría postmilenaria de los tiempos modernos, una teoría
que el mismo Whitby la explicaría como “una nueva hipótesis”. Tras él
vendrían Vitringa, Faber y David Brown, siendo este último alguien
especialmente capaz en la presentación y defensa de la doctrina. Estos
desarrollos ulteriores, los cuales son tipos modernos de la teoría
milenaria, deberán ahora reseñarse más plenamente.
256 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

TIPOS MODERNOS DE LA TEORÍA DEL MILENIO


Hemos intentado hilvanar, de manera breve, la historia de la teoría
del milenio, desde la época patrística hasta los tiempos modernos, lo
cual nos lleva a finalizar esta indagación histórica con una reseña de
algunos de sus tipos más prominentes. Los mismos se deslindan en dos
grupos principales, que podrían clasificarse así: (1) las teorías literalistas;
y (2) las teorías espiritualistas. Démosles alguna consideración, aunque
sea breve.
Las teorías literalistas. En general, aquí se incluye todo tipo de teoría
premilenaria.28 Como lo ha demostrado nuestra sinopsis histórica, la
iglesia primitiva convino universalmente en la creencia del retorno
personal de Cristo. Sería un retorno que tomaría rápidamente la forma
de un reino personal de Cristo sobre la tierra, por mil años, o durante el
milenio, el cual la mayoría de los escritores consideraban prácticamente
universal hasta el tiempo de Agustín, cuando las teorías espiritualistas
alcanzaron prominencia y el chiliastismo declinó abismalmente. Con la
Reforma, prevalecerían de nuevo las teorías premilenaristas, especial-
mente durante el siglo diecisiete y la primera parte del dieciocho. Estas
teorías, como hemos indicado, consideraban que la iglesia estaría
completa en el momento del segundo advenimiento; por tanto, no sería
sino hasta más tarde que el milenio se vería como una extensión de la
era de la iglesia. Aunque todas estas teorías eran numerosas y variadas,
los tiempos modernos las han visto desarrollarse en dos tipos generales
de premilenarismo. (1) Las teorías que consideraban que la iglesia
estaría completa, y que, por consiguiente, identificaban el tiempo del
segundo advenimiento con su rapto y manifestación, con la primera
resurrección, y con la conflagración, y que ubicaban todos estos eventos
antes del milenio, se han desarrollado en lo que se conoce en el presente
como la teoría adventista. (2) Las teorías que consideraban que la iglesia
estaría incompleta en el momento del segundo advenimiento, hicieron
que el milenio se situara entre los siguientes dos puntos terminales: por
un lado, al principio, el rapto y la manifestación, y por otro, al final, la
conflagración. Estas teorías creemos que se pueden denominar propia-
mente como las de tipo Keswick. Por lo menos se habrá de conceder
que la gente de Keswick ha manifestado entusiasmo al apoyar esta
posición. Lo que ofrecemos a continuación es sencillamente una
declaración general de estas dos posiciones.
1. La teoría adventista. La teoría sostenida por el pueblo adventista se
caracteriza generalmente por las siguientes posiciones. (1) El rapto, la
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 257

manifestación y la conflagración son identificados con un mismo punto


en el tiempo. (2) Todos los malos serán destruidos en la venida del
Señor (2 Tesalonicenses 1:7-8). (3) Los justos serán llevados al cielo
(Juan 14:2-3; 1 Tesalonicenses 4:17). (4) La tierra quedará vacía, como
un abismo o gruta sin fondo (cf. Génesis 1:1 con 2 Pedro 3:10). (5)
Satanás será atado, coartándosele la oportunidad de ejercer sus poderes
(Apocalipsis 20:1-3). (6) El milenio será en el cielo en vez de en la
tierra. Los santos participarán en el juicio investigativo (Apocalipsis
7:9-15). (7) La ciudad santa descenderá para juzgar, y los malos
resucitarán (Apocalipsis 21:2). (8) Las naciones apóstatas serán los
muertos malos resucitados, a quienes Satanás convocará para atacar la
Ciudad Santa. Satanás será desatado con ocasión de que pueda engañar
de nuevo a los malos. (9) Las huestes de Satanás serán derrotadas por
fuego del cielo, y serán traídas hasta el gran trono blanco del juicio
(Apocalipsis 20:7-13). (10) El castigo de los malos será por fuego del
cielo, el cual destruirá el pecado y aniquilará a los malos en el lago de
fuego, que es la muerte segunda (Apocalipsis 20:14-15). (11) La tierra
será purificada y hecha nueva por medio del fuego que la destruirá en la
segunda venida de Cristo (2 Pedro 3:12-13). Los justos serán salvados
al ser levantados (cf. Noé y el arca—1 Pedro 3:20-21). (12) El estado
eterno. Los cielos nuevos y la tierra nueva vendrán a ser la morada de
los santos. Lo que se entiende por esto son los cielos y la tierra actual,
pero purificados por fuego. Aquí se verá que se perpetúan las teorías
anteriores de lo completo de la iglesia, y de la identificación del milenio
con el día del juicio, pero que la creación de los cielos nuevos y de la
tierra nueva se considera como algo que sucederá después y no antes del
milenio. Es lamentable que el pueblo adventista haya agregado a esta
doctrina, la cual anteriormente había sido considerada como ortodoxa,
la doctrina de la aniquilación de los malos, una doctrina que es
insostenible y no bíblica.29
2. La teoría Keswick. Así como la teoría adventista se erige sobre la
suposición de que la iglesia estará completa en el tiempo del segundo
advenimiento, así también la teoría Keswick tiene como presuposición
la idea de que estará incompleta. La primera une el reino milenario más
estrechamente con el estado eterno; la última lo considera una exten-
sión de la era de la iglesia. De nuevo, en este tipo de premilenarismo,
las variaciones en cuestiones de detalle son sumamente numerosas,
pero, con todo, quizá su mejor representante sea Joseph A. Seiss. La
teoría, publicada en la obra que tituló The Last Times, y que discutió
258 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

más ampliamente en obras posteriores, es la siguiente: (1) Cristo Jesús,


nuestro adorable Redentor, ha de retornar a este mundo con gran
poder y gloria, tan real y tan literalmente como ascendió. (2) Este
advenimiento del Mesías ocurrirá antes de la conversión general del
mundo, entre tanto el hombre de pecado continúa sus abominaciones,
entre tanto la tierra está todavía atestada de tiranía, guerra, infidelidad y
blasfemia, y por consecuencia antes de lo que se denomina el milenio.
(3) Esta venida del Señor no será para despoblar ni para aniquilar la
tierra, sino para juzgarla, subyugarla, renovarla y bendecirla. (4) En el
periodo de su venida, Cristo Jesús levantará a los santos de entre los
muertos, transformará a los vivos que lo esperan, los juzgará según sus
obras, los recibirá con Él en las nubes, y los establecerá en un reino
celestial glorioso. (5) Romperá y destruirá entonces también todos los
sistemas presentes de gobierno en la iglesia y en el estado, quemará los
grandes centros y poderes de maldad y usurpación, sacudirá la tierra
con terrible visitación por causa de sus pecados, y los sujetará a su
gobierno personal y eterno. (6) Durante estas conmociones colosales y
destructivas, la raza judía será restaurada maravillosamente a la tierra de
sus padres, abrazará a Jesús como su Mesías y Rey, será librada de sus
enemigos, puesta a la cabeza de las naciones, y hecha el agente de
bendiciones indecibles para el mundo. (7) Cristo reestablecerá entonces
el trono de su padre David, lo exaltará de gloria celestial, hará del
monte Sión el asiento de su imperio divino, y junto a los santos
glorificados asociados con Él en su dominio reinará sobre la casa de
Jacob y sobre el mundo en una cristocracia visible, sublime y celestial
por el periodo de “los mil años”. (8) Durante el reino milenario, en el
cual se pondrá a la humanidad bajo una nueva dispensación, Satanás
será atado y el mundo gozará su dilatadamente esperado descanso
sabático. (9) Al final de este sábado milenario, la última rebelión será
aplastada, los malos serán muertos y continuarán en el Hades hasta
aquel tiempo en que serán levantados y juzgados, y en que Satanás, la
muerte, el Hades y todo lo que se oponga al bien sea entregado a
destrucción eterna. (10) Bajo estas esplendorosas administraciones, la
tierra podrá recuperarse enteramente de los efectos de la caída, y será
vindicada la excelencia de la justa providencia de Dios, y será revocada
toda la maldición, y será sorbida la muerte, y todos los habitantes del
mundo de ahí en adelante serán restaurados perennemente a una mayor
felicidad, pureza y gloria que la que Adán perdió en el Edén.
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 259

La objeción a la que se expone este tipo de premilenarismo, se centra


mayormente en que pone de manifiesto un milenio que requiere una
continua obra de salvación. La base para esta objeción se encuentra en
aquellos pasajes bíblicos que parecen indicar que, cuando Cristo venga,
cesará la intercesión y comenzará el juicio. Es en esta obra de la
intercesión, que los méritos de la muerte de Cristo y el poder de su
Espíritu encuentran su relación lógica, ya que es por medio de la
intercesión que aquellos se trasladan a éste. La intercesión perpetua
hace posible el que se reconozca el derecho de Cristo a recibir y
dispensar el Espíritu, sin lo cual, hay que admitirlo, la salvación sería
imposible. Este es precisamente el tenor general del Nuevo Testamento,
y el profundo sentido de la obra de redención. La fuerza de este
argumento la advertirán claramente aquellos que tomen cuidado en
considerar los pasajes bíblicos que tienen que ver con la relación que el
Espíritu tiene con Cristo.31 Este es el caso, entre muchos otros, con los
siguientes: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador” (Juan
14:16); “Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del
Padre” (Juan 15:26); “Así que, exaltado por la diestra de Dios y
habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derra-
mado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2:33); y, “nos salvó, no por
obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su miseri-
cordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el
Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por
Jesucristo, nuestro Salvador” (Tito 3:5-6). Pero los pasajes bíblicos que
tienen que ver más directa y especialmente con la obra intercesora de
Cristo se encuentran en Hebreos 7:25 y 9:12, 24-28.32 En el último de
estos pasajes se mencionan tres cosas, cada una de las cuales es señalada
como una presentación o aparición, anexándosele a cada una, directa o
indirectamente, la frase “una vez”. Nos referimos a la encarnación o
primer advenimiento, a la intercesión y al segundo advenimiento.
“[P]ero ahora, en la consumación de los tiempos, se presentó [pefa-
neropotai] una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar
de en medio el pecado [Hebreos 9:26]... por su propia sangre, entró
una vez para siempre en el Lugar santísimo...” (Hebreos 9:12). “Porque
no entró Cristo en el santuario hecho por los hombres... sino en el cielo
mismo, para presentarse [emfaniotenai] ahora por nosotros ante Dios...”
(Hebreos 9:24). “Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para
llevar los pecados de muchos; y aparecerá [ofteseiai] por segunda vez, sin
relación con el pecado, para salvar...” (Hebreos 9:28). Esta última
260 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

declaración, de acuerdo con William Burton Pope, significa que Cristo


aparecerá “sin ninguna relación redentora con el pecado que Él todavía
pueda encontrar, y para la salvación completa y corporal de los que ya
ha salvado en espíritu” (William Burton Pope, Compendium of
Christian Theology, III:389). David Brown, al comentar también sobre
este texto, dice: “Cuando llegue el advenimiento, se acabará la interce-
sión; y cuando se acabe la intercesión, se acabará la salvación. Cuando
Cristo aparezca la segunda vez para nosotros, cesará de aparecer en la
presencia de Dios por nosotros” (David Brown, Christ’s Second Coming,
112). El argumento en contra de que la salvación continúe después de
la segunda venida de Cristo, no solo lo impulsarán los postmilenaristas
que objetan a este tipo de premilenarismo, sino que también lo
impulsarán los premilenaristas del tipo primitivo.33
Las teorías espiritualistas. Estas teorías son de naturaleza más abstrac-
ta. Aunque datan de un periodo anterior, alcanzarán especial promi-
nencia durante el tiempo de Agustín. En reacción a su propia perspec-
tiva chiliasta anterior, Agustín enseñará que el reinado de Cristo es una
alusión a la era de la iglesia, y que abarca el periodo entero de tiempo
entre el primer advenimiento y el segundo. También enseñará que el
milenio es el sexto periodo de mil años en la historia del mundo. Sin
embargo, la iglesia rechazó esta teoría al sostener que el milenio habría
que identificarlo con la dispensación total del evangelio. El número
mil, dirá la iglesia, es puramente simbólico, y su significado es lo total,
y no un periodo definido de tiempo. De este impulso, dado el aspecto
espiritual del milenio, se desarrollarán dos tipos de teoría: la católica
romana y la postmilenaria moderna.
1. La teoría católica romana. La teoría que esa iglesia sostiene es
esencialmente la de Agustín, con la excepción de que rechaza su
posición respecto a los mil años, afirmándose en la creencia primaria de
éste, que el milenio es idéntico al reinado de la iglesia en la tierra, y que
será seguido por el juicio. William Wilmers, S. J., en el Handbook of the
Christian Religion, declara lo siguiente: “Cristo vendrá otra vez a juzgar
a los vivos y a los muertos, y será un juicio general que pondrá fin al
orden actual de cosas. Nadie puede predecir con certeza el día del
juicio. Pero sabemos que no vendrá hasta que ciertas señales y profecías
se cumplan. El evangelio será predicado en todo el mundo (Mateo
24:14); habrá una gran apostasía en la iglesia (2 Tesalonicenses 2:3);
una gran declinación de la vida cristiana, una gran corrupción moral
que se manifestará en lujos y sensualidad (Lucas 17:26-30); finalmente,
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 261

el anticristo aparecerá (2 Tesalonicenses 2:3-4). El día final será


precedido de guerras, pestes y hambres (Mateo 24:4-8); y de diversas
señales y catástrofes (Mateo 24:20-21; Lucas 21:25-26). El día del
juicio dará fin al orden presente de cosas. La probatoria habrá expirado,
y solo quedarán estas dos clases de personas: los benditos en el cielo, y
los réprobos en el infierno... En el juicio final, el mundo visible entero
cambiará (2 Pedro 3:11-14). Es decir, después de la victoria completa
sobre el pecado, a la tierra, la que hasta entonces estará bajo la maldi-
ción del pecado, y al universo visible, se les hará armonizar con la
gloriosa existencia del ser humano resucitado. Aun ahora, la tierra,
según el Apóstol, anhela el día de liberación (Romanos 8:198-25)”.
2. La teoría postmilenaria. A dicha teoría se le denomina de esa
manera porque considera que el segundo advenimiento seguirá al
milenio, y no al contrario. Los postmilenaristas atesoran el retorno
personal y visible de nuestro Señor tanto como los premilenaristas. La
diferencia entre estas teorías solo tiene que ver con el orden de los
eventos que atañen al segundo advenimiento.34 El postmilenarismo
moderno generalmente se le atribuye a Daniel Whitby (1638-1726), y
de la manera en que éste lo restituyó, se trata en esencia de un regreso a
la posición agustiniana. Sin embargo, en lugar de adoptar el agustinia-
nismo modificado, el cual consideraba que el milenio estaba en el
pasado, o de identificarlo con la era entera de la iglesia, como lo hace el
catolicismo romano, Whitby lo consideró como un reinado futuro de
justicia. Su doctrina parece ser solamente una reformulación de lo que
Charles Hodge designa: “la doctrina común de la iglesia”, según la
expresaron las confesiones reformadas, aunque con énfasis particular en
el triunfo final.35 E. B. Elliott resume la posición de Whitby de la
siguiente manera: (1) La primera resurrección es un resurgimiento de la
causa, los principios, las doctrinas, el carácter y el espíritu de los
primeros mártires y santos. (2) Pertenece al futuro. El triunfo sobre el
anticristo precederá al milenio. (3) Satanás no volverá a engañar; las
doctrinas de los mártires, al igual que sus espíritus, serán revividos,
como revivió el espíritu de Elías en Juan el Bautista. (4) La iglesia
florecerá y la santidad triunfará por mil años. El mundo gozará de la
bienaventuranza paradisíaca, y, desde el cielo, mártires y santos se
identificarán con ese gozo. El triunfo en la tierra será universal.
“El término milenio”, dice Miner Raymond, “llegó a emplearse
desde muy temprano en un sentido genérico, aludiendo al tiempo en
que el reino de Cristo en la tierra estaría en ascenso, y en su mayor
262 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

vigor, exaltación y gloria. Todos los cristianos hablan ahora de un


milenio, y creen en él; todos anticipan el tiempo en que el reino de
Cristo sea perfeccionado, y se complete y alcance los propósitos
terrenales más elevados contemplados en la dispensación del evangelio.
Toda persona cree en un milenio, aunque ahora haya, como ha habido
siempre, una gran diversidad de opiniones en cuanto a lo que será el
estado preciso de las cosas cuando el milenio haya llegado plenamente”
(Miner Raymond, Systematic Theology, II:472).36 En cuanto a la
naturaleza del milenio, conforme a lo que sostienen los postmilenaris-
tas, podemos limitarnos igualmente a Miner Raymond en lo que a un
ejemplo típico de esta enseñanza se refiere. “Según lo que pensamos”,
dice él, “la idea del milenio es la idea de un logro completo de la iglesia
tal y como está ahora constituida; y en cuanto a la empresa de la iglesia
ahora en operación, al llegar plenamente ese tiempo, sobre toda la faz
del orbe no habrá sino una religión, la cristiana; todos tendrán privile-
gios educativos y religiosos adecuados; la concentración mayor de la
humanidad habrá alcanzado un carácter moral encomiable; los piadosos
serán más eminentemente piadosos que sus ancestros; la paz universal y
la prosperidad general prevalecerán sobre toda la tierra; con todo,
algunos rehusarán obedecer, y persistirán en su rebelión, por lo cual,
cuando el Señor venga a levantar a los muertos y a juzgar al mundo, se
hallarán hombres sobre la tierra que serán enemigos de Dios y de la
santidad” (Miner Raymond, Systematic Theology, II:493-494).
De lo que hasta ahora se ha dicho deberá ser evidente, aun para el
lector inadvertido, que el premilenarismo y el postmilenarismo
representan extremos opuestos de pensamiento, además de un método
distinto de aproximación. Uno puede detectar diferencias hasta en el
tono de las emociones. El milenio, como lo conciben los postmilena-
ristas, será la era floreciente de la iglesia, el tiempo en el que la justicia
reina y la paz se disemina por todo el mundo. Esta condición será
realidad gracias a los medios actuales de evangelización, a la cual se
agregará “la ligadura de Satanás”, o los juicios restrictivos de Dios. Si
bien los justos estarán en ascenso, el milenio, no obstante, será una
situación mixta de santos y pecadores, todos en la carne. El postmile-
narismo, por tanto, y contrario a lo que arguyen algunos premilenaris-
tas, no considera que el milenio sea un reinado absoluto de justicia; a
este tenor, los premilenaristas que consideran el milenio como un
reinado mixto, evidencian delante de todos una mayor inconsistencia
en su propio argumento.
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 263

¿Sobre qué base bíblica se puede decir que descansa la superestruc-


tura del postmilenarismo? Lo hace sobre dos suposiciones: (1) la
naturaleza espiritual de la primera resurrección; y (2) el carácter
espiritual del reinado de Cristo durante el milenio.
1. Los postmilenaristas en general, aunque no de manera global,
mantienen que la primera resurrección es puramente espiritual, y que
solamente la segunda será corporal y literal.37 El argumento que
favorece estos dos tipos de resurrección se infiere de las siguientes
palabras de nuestro Señor en Juan 5:24-25, y 28-29: “De cierto, de
cierto os digo: El que oye mi palabra y cree al que me envió tiene vida
eterna, y no vendrá a condenación, sino que ha pasado de muerte a
vida. De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los
muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Juan
5:24-25). No puede haber duda de que nuestro Señor se refiere aquí a
una resurrección espiritual; además, el apóstol Pablo utiliza la misma
figura de lenguaje en sus epístolas. “No os asombréis de esto, porque
llegará la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz;
y los que hicieron lo bueno saldrán a resurrección de vida; pero los que
hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan 5:28-29). A lo
que se alude aquí, por supuesto, es a una resurrección corporal o física.
William Burton Pope, al comentar estos pasajes bíblicos, dice: “Ahora
bien, hemos visto que nuestro Señor habla expresamente en uno y el
mismo discurso de una primera resurrección, entendida espiritualmen-
te, y de una segunda resurrección, entendida físicamente. Si aplicamos
aquí el mismo principio, esta profecía simbólica tan contendida
(Apocalipsis 20:1-9), quedará en perfecta armonía con el resto de la
Biblia, privándole así al advenimiento del premilenio su base más
sustancial” (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology,
III:898).
2. Los postmilenaristas consideran uniformemente que el reinado de
Cristo durante el milenio será puramente espiritual. Por consecuencia,
verán generalmente la declaración apocalíptica (Apocalipsis 20:1-11)
como puramente simbólica o figurada. Al referirse al premilenarismo,
John Miley dice que, “La principal dependencia de la teoría se da
respecto a un solo pasaje bíblico (Apocalipsis 20:1-6). De ese pasaje se
puede decir, primero, que no contiene una sola palabra respecto a un
advenimiento de Cristo, ni tampoco respecto a su reinado personal
sobre la tierra. Además, que es parte de un libro altamente figurado o
simbólico, y que el pasaje mismo es altamente simbólico. Por conse-
264 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

cuencia, construir una teoría del advenimiento sobre esas bases, carece
de las garantías de todo principio de formación doctrinal, y más aún
cuando existen numerosos textos que tratan el asunto explícitamente”
(John Miley, Systematic Theology, II:442). Las diversas actitudes que los
postmilenaristas asumen hacia la declaración en el Apocalipsis, así
como la edificación diferente que construyen sobre ella, habrán de
dárseles consideración solo en las notas del apéndice.38

EL MILENIO COMO UN PERIODO DE TRANSICIÓN


Han sido dos los propósitos que hemos tenido al repasar el desarro-
llo histórico de las diversas teorías del milenio: (1) proveer información
pertenecientes a los hechos que tienen que ver con este importante
tema; y, (2) permitirle al estudiante que, por medio de una perspectiva
de la historia, intente una evaluación de estas diversas teorías. La
cantidad y variedad del material que se ha sometido puede aparentar
confusión, pero debe tenerse en mente que la literatura sobre este tema
es enorme. Sin embargo, esta confusión resultará en una bendición para
el lector si le sirve de protección contra los métodos precarios y fáciles
que proponen los que declaran con excesiva confianza y seguridad a los
bien leídos e informados que éstos no han percibido todavía los
problemas, ni mucho menos los han resuelto.
A nuestra manera de pensar, hemos llegado a ver el milenio como
un periodo de transición entre el orden temporal actual y el orden
eterno de lo porvenir. Vemos esta transición, según lo demostraremos
más adelante, como una analogía del primer advenimiento y ministerio
terrenal de Cristo. Durante este tiempo, la antigua dispensación llegó a
su fin y la nueva fue inaugurada, la una, en cierta medida, coincidiendo
con la otra. Estamos en deuda, primero que nada, con E. V. Gerhart,
por la semilla de la transición como pensamiento, el cual ha presentado
de manera muy capaz en su obra, Institutes of the Christian Religion.
También reconocemos nuestra deuda a J. A. Dorner y al obispo
Martensen, quienes con su perspectiva cosmológica nos han demostra-
do la necesidad de un cumplimiento perfecto de los propósitos de Dios,
no solo para el individuo, sino también para la estructura social y su
entorno físico. Si los seres humanos son primero redimidos del pecado,
pero poseen este tesoro en vasos de barro, que más tarde, a través de la
muerte y resurrección, vendrán a ser inmortales, incorruptibles y
gloriosos, ¿por qué esta tierra de la que el hombre fue igualmente
formado no puede pasar por un estado de disolución y emerger como
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 265

un cielo nuevo y una tierra nueva? Por último, estamos en deuda con el
teólogo holandés J. J. Van Oosterzee, él mismo un declarado premile-
narista, por la confirmación erudita de esta teoría del milenio como
transición.39 Dice Van Oosterzee: “El milenio es un periodo de transi-
ción: sobre esta parte de la expectación del futuro se tiende una nube
transparente que no permite del todo definirla con mayor particulari-
dad. La larga noche ha pasado, pero el día en pleno no ha llegado.
Nuestra mente, como por instinto, piensa en los cuarenta días entre la
resurrección y la ascensión de Cristo: su iglesia ha dejado ahora
también atrás su monte Calvario, y su monte de los Olivos está por
delante, aunque todavía no lo haya ascendido. Sus enemigos han
retrocedido, pero no han sido destruidos. Se hace evidente que el reino
de las tinieblas no puede descansar hasta que ensaye una concentración
gigantesca de las fuerzas que le restan: la palabra profética lo anticipa,
pero la modalidad poco inteligente de interpretación que querrá leer,
por así decirlo, ‘entre líneas’, los nombres de las naciones aquí implica-
das, no nos pertenece ni nos puede pertenecer” (J. J. Van Oosterzee,
Christian Dogmatics, II:800).
La analogía del primero y segundo advenimiento. El primer adveni-
miento marcó la transición del Antiguo al Nuevo Testamento; un
periodo de breve duración en el que la dispensación anterior alcanzó su
culminación y la última tuvo sus comienzos. Nuestro Señor declaró que
la ley y los profetas fueron hasta Juan, después de lo cual el reino de los
cielos es predicado. Pero la nueva dispensación que tuvo su inicio en la
encarnación, solo se inauguraría plenamente con el don del Espíritu
Santo en el día de Pentecostés. Además, así como el ministerio de Jesús
fue precedido por la obra preparatoria de Juan, así también, pasado el
Pentecostés y hasta la destrucción de Jerusalén (70 d.C.), se dará una
decadencia gradual del orden mosaico que señalará su fin. En ese
momento “a la iglesia se le quitó el pañal del judaísmo”, y el evangelio
vino a ser la herencia de todas las naciones y los pueblos. Así como el
primer advenimiento marcó el comienzo de un periodo intermedio de
transición, el cual fue precedido por una preparación profética y
seguido por un tiempo de juicio, así también deberemos esperar que sea
el segundo advenimiento. E. V. Gerhart, por tanto, va a señalar que,
“como lo fue la edad del primer advenimiento, lo será la del segundo
advenimiento, un periodo indefinido e intermedio entre el mundo
actual y el mundo trascendental. Este estado intermedio podrá, en
cierta medida, participar de la naturaleza peculiar de cada uno de estos
266 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

mundos opuestos” (E. V. Gerhart, Institutes of the Christian Religion,


III:184). Mucha de la confusión que surge respecto a este periodo de
transición se debe a su doble aspecto. Este periodo intermedio se
conoce comúnmente como el milenio. Por ser un periodo de transi-
ción, mira en ambas direcciones y acopla dentro de sí dos órdenes
considerablemente diferentes. Marca la transición de lo natural hacia lo
espiritual, de lo temporal hacia lo eterno, de lo inmanente hacia lo
trascendente, y de la gracia a la gloria. Hay quienes ven el milenio
solamente a partir del orden temporal, razón por la cual lo considerarán
meramente como una extensión de la era de la iglesia. Otros, en tanto,
al verlo a partir del orden eterno, lo confunden algunas veces con los
cielos nuevos y la tierra nueva.40
Las características del segundo advenimiento. La analogía entre el
primer advenimiento y el segundo, demanda consideración adicional.
Hay tres datos que sobresalen claramente en la vida de Cristo. (1) Vino
a la raza natural del hombre, de modo que pudiera ser el último Adán
del antiguo orden y el nuevo hombre del orden eterno. (2) Nació bajo
el pacto de la promesa de Abraham, pero vino a ser la simiente a la que
le fueron hechas las promesas. (3) Nació en el seno de la economía
mosaica, por medio de la cual ninguna carne será justificada. Fue, por
lo tanto, manifestado para quitar nuestros pecados. Cada una de estas
distinciones, como E. V. Gerhart ha señalado tan adecuadamente,
deberá tener relación con el segundo advenimiento. Por consiguiente,
deberemos considerar el segundo advenimiento como un movimiento
“nuevo en su clase, nuevo en sus relaciones, y nuevo en sus propósitos”
(E. V. Gerhart, Institutes of the Christian Religion, II:806ss).
1. El segundo advenimiento será un movimiento nuevo en su clase.
El primer advenimiento consistió en que el Señor vino a la raza por
medio del nacimiento virginal; el segundo consistirá en que vendrá en
su gloria como rey (Mateo 25:31). En el primer advenimiento, vino
como siervo ministrante; en el segundo, “se sentará en su trono de
gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones” (Mateo
25:31-32). Hay que recordar que hubo dos grandes misterios en Cristo:
“la unión de la naturaleza humana con la divina, y la plenitud inmen-
surable del Espíritu que habitó en esa naturaleza santa, uno adminis-
trado a través del otro” (I:330). Por tanto, nuestro Señor hablará de su
venida como la del Hijo del hombre; es decir, que vendrá en su huma-
nidad perfeccionada y glorificada. Vino, verdaderamente, aunque en
sentido espiritual, en Pentecostés, manifestándose por medio del
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 267

Espíritu Santo como la tercera persona de la Trinidad; pero vendrá la


segunda vez con su propio modo de existencia, como la segunda
persona de la Trinidad, manifestada por medio de su humanidad
glorificada. Su segunda venida también instituirá un movimiento
nuevo en su clase en cuanto a la redención del entorno del ser humano,
o del universo físico. Con esto hacemos alusión no solamente a un
movimiento ético y espiritual, sino a una restauración metafísica de la
naturaleza orgánica dentro de la estructura del universo.41 Dice J. P.
Lange: “La expectación de la transformación futura de la tierra en un
orden celestial establecido, del enlace del reino espiritual del otro
mundo con el de este, para el ser humano será mera fantasía, pero para
el cristiano es una gran esperanza, una seguridad de fe, una predicción
cierta” (Breman Lectures, 251).
2. El segundo advenimiento será un movimiento nuevo en sus rela-
ciones. El primer advenimiento fue la entrada al pacto de la promesa de
Abraham, condicionado a la obediencia hasta la muerte, “y muerte de
cruz” (Filipenses 2:8). Nuestro Señor vino a un mundo que estaba bajo
el maligno (1 Juan 5:19), y, en su propia persona, trajo al ser humano
el don de la vida eterna. En su humillación, fue despreciado y desecha-
do entre los hombres (Isaías 53:3). “A lo suyo vino, pero los suyos no lo
recibieron” (Juan 1:11). En cambio, su segundo advenimiento será
regido, no por la ley de la humillación, sino por la de la exaltación.
Vendrá a un mundo en el que la ley del pecado ya ha sido rota, y en el
cual Satanás ya ha sido personalmente derrotado en cerrado conflicto.
Su segundo advenimiento, por tanto, no será caracterizado por el
rechazo, sino porque su pueblo se levantará con gozo para encontrarse
con Él en el aire, así como con la innumerable compañía de ángeles que
formarán la escolta de su glorioso Esposo a su regreso a la tierra. El
mundo incrédulo temblará ante Él, y los malos clamarán a las rocas y a
las montañas que caigan sobre ellos, y que los escondan “del rostro de
aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero” (Apoca-
lipsis 6:14-17). “En su segundo advenimiento, aparecerá, no para ser
despreciado, sino para que lo honren; no para sufrir, sino para juzgar;
no para vencer la muerte por su resurrección de los muertos, sino para
abolir la muerte (1 Corintios 15:26); no para introducir el principio de
la vida eterna en medio de un mundo que muere, sino para emancipar
a los miembros de una nueva raza de todas las limitaciones de la era
presente; no para iniciar un conflicto victorioso con el reino de las
tinieblas, sino para poner fin a la desorganización existente por medio
268 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

de la transformación del cosmos en cielos nuevos y tierra nueva; no


para fundar la iglesia y proclamar salvación, sino para actualizar la idea
y cumplir la ley teleológica de la iglesia en la perfección post-mundanal
de su reino” (E. V. Gerhart, Institutes of the Christian Religion, II:810).
3. El segundo advenimiento será un movimiento nuevo en sus pro-
pósitos. Cristo no solo vino como la simiente a la que se debía dar la
promesa de Abraham, sino como el libertador de la esclavitud de la ley
mosaica, tanto en lo que concernía a su culpa, como a su pena. El
propósito del primer advenimiento fue la liberación de la culpa, del
poder y de la existencia del pecado; el propósito del segundo adveni-
miento es la remoción de las consecuencias del pecado. Lo primero fue
obrado por medio del sacrificio sacerdotal por el pecado, siendo Él
mismo el sacerdote y la ofrenda; lo segundo será logrado por medio de
la “toda potestad” que le es dada como nuestro rey glorioso. No solo
estará con su iglesia en el Espíritu de la comunión, sino que, como el
Logos en la naturaleza, transformará el cuerpo místico de su iglesia, y
en su propio orden, también los reinos humanos. La naturaleza será
restaurada en su plenitud, y vendrá a ser un dispuesto instrumento de
nuestro Señor y de su pueblo. Isaac A. Dorner estaba en lo correcto
cuando dijo que “la humanidad redimida tiene una meta diferente a la
de la zoología común, y esa meta es el reino de la resurrección. Nunca
habrá un cristianismo completamente victorioso hasta que la naturaleza
se haya convertido en órgano de su servicio, en un instrumento
dispuesto del hombre perfecto, es decir, de los justos que serán
levantados de los muertos” (Isaac A. Dorner, Person of Christ, I:412).
Asimismo, C. J. Ellicott escribe que “el humano y la criatura, ligados en
un sentimiento común de anhelo y expectación, están esperando esa
redención del cuerpo que será la precursora inmediata de la restitución
del mundo, y la consumación de todas las cosas en Cristo” (C. J.
Ellicott, Destiny of the Earth, 18).
El día del Señor.42 Como se ha indicado en nuestra discusión sobre
los días de la creación en un tomo anterior de esta Teología Cristiana, la
exégesis hebrea antigua nunca consideró los días del Génesis como días
solares, sino como periodos de duración indefinida. El vocablo “día” se
emplea frecuentemente en este sentido en el Nuevo Testamento. Es así
como nuestro Señor va a decir: “Abraham, vuestro padre, se gozó de
que había de ver mi día” (Juan 8:56); y también, “porque como el
relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta
el otro, así también será el Hijo del hombre en su día” (Lucas 17:24).
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 269

El apóstol Pedro habla de “el día del Señor” o el “de Dios” (2 Pedro
3:10, 12-13), y el apóstol Pablo menciona tanto “el día del Señor” (1
Tesalonicenses 5:2, 4-5), como “el día de Cristo” (2 Tesalonicenses
2:1-2). Este día del Señor se asocia generalmente, sino siempre, con la
idea del juicio, como lo demostrarán las siguientes referencias del
Antiguo Testamento: Isaías 2:12-13; 13:6-13; Joel 1:15; Sofonías 1:4ss;
y Malaquías 4:5. Podemos creer, entonces, con toda seguridad, que el
día del Señor será un periodo de tiempo evidenciado por eventos que lo
inician, lo median y lo clausuran. “Aunque estas épocas y crisis se
presentan, según el estilo de la profecía, como juntas, y en perspectiva
reducida, las mismas son considerablemente distintas. A la vez que las
tratamos como distintas, debemos ser cuidadosos en recordar su
relación común con el día del Señor, el cual es un periodo fijo y
determinado, prefigurado en numerosos periodos a los que se aplica el
mismo término, pero que es la trama y la consumación de todos ellos.
Lo que las predicciones del Antiguo Testamento consideraban como un
todo indistinguible, ahora ha sido dividido en tiempos y ocasiones,
todos los cuales, sin embargo, convergen en un evento decisivo y fijo: el
retorno de Jesús desde el mundo de lo invisible. Hay una rica y
continua luz que se arroja sobre el día cristiano de Jehová, el cual se
describe de diversas maneras con relación a la manifestación final de la
persona de Cristo y a la consumación final de su obra” (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:387). El apóstol
Pablo percibe este día como relacionado a la venida de Cristo, que es el
evento que lo abre, mientras que el apóstol Pedro lo considera como el
evento que clausura el logro último y triunfante de Cristo. Por tanto, es
un periodo de transición, en el cual un tiempo u ocasión, kairos, es
precedido por otros tiempos u ocasiones, chronoi. Esta es la razón por la
cual muchas veces es difícil distinguir entre los eventos preparatorios y
los de la consumación final a la que apuntan.43
En el día profético del Señor, los eventos aparentan ser un todo
confuso. Alguien ha dicho que la profecía “carece de perspectiva”. Los
videntes miraban hacia adelante a los grandes objetivos del futuro, sin
distinguir claramente los eventos que los mediarían. Un ejemplo clásico
de esto es lo que Cristo lee de las Escrituras en la sinagoga de Nazaret.
Después que leyó que había sido ungido “para predicar el año agradable
del Señor”, enrolló el libro, indicando así que el resto del texto, “y el
día de la venganza del Dios nuestro” (Isaías 61:1-2; Lucas 4:19-29), no
se habría de cumplir en ese momento. Podemos también notar que el
270 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

punto de vista de los diversos autores de la Biblia determinará los


eventos que se pondrán de relieve. Es así que el apóstol Pablo consolará
a los santos con el pensamiento del retorno personal de Cristo, en tanto
que el apóstol Pedro, anticipando el triunfo final de nuestro Señor, verá
en ese día del Señor la consumación de todas las cosas.
Si pasamos ahora a analizar los puntos debatibles o controversiales
vinculados al retorno de Cristo, nos damos con que cada uno es un
evento de transición. (1) Está la aparición de Cristo con su mezcla de
rapto y manifestación; (2) está una primera resurrección, y la resurrec-
ción de “el resto de los muertos”; (3) hay un juicio ubicado inmedia-
tamente después del retorno de nuestro Señor, en el cual los doce
apóstoles se sientan en doce tronos para juzgar las doce tribus de Israel;
pero hay otro “gran trono blanco de juicio” en el momento en que los
cielos y la tierra hayan huido; (4) está la reunión de los justos, y la
destrucción de los malos, aunque, más tarde, las naciones protagoniza-
rán una gran apostasía; (5) está el establecimiento del reino, pero luego
también la entrega del reino; (6) hay un tiempo en que todas las cosas
serán restituidas, en donde la creación misma será libertada de su
esclavitud; pero habrá una disolución final de la tierra, de la cual
surgirán los cielos nuevos y la tierra nueva; y (7) está el cese del viejo y
pecaminoso orden, y la inauguración de un nuevo y eterno sábado de
descanso cuando “Dios sea el todo y en todos”.

EL ORDEN DE LOS EVENTOS DEL DÍA DEL SEÑOR


Debo decir, antes de empezar, que he vacilado considerablemente
antes de entrar en la discusión de esta fase de mi tema. Sin embargo, no
me he sentido con la libertad de seguir adelante sin ofrecer algunas
declaraciones más o menos generales sobre el asunto. Un tema que ha
causado tanta diversidad de opiniones debe abordarse con cautela, y
esto es lo que hemos intentado hacer nosotros. Uno debe hablar con la
debida modestia sobre temas que no están claramente revelados. No
son ni sabios, ni reverentes los que hablen con tal grado de resolución
que excluyan el pensamiento sincero de aquellos estudiantes de la Biblia
que sostengan una posición diferente. Mi intención, por tanto, es
presentar el material de esta división de una manera más sugestiva que
dogmática, razón por lo cual confiamos que las declaraciones aquí
hechas sirvan para incitar el estudio y la investigación adicional.
Permítasenos hacer de nuevo hincapié en que consideramos la natura-
leza de todo este periodo como una de transición, un periodo en el que
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 271

el orden temporal se fusiona con el eterno, y por tanto, un periodo que


participa de ambos órdenes de existencia. De acuerdo con la ley de la
reserva profética, hay lo suficiente en la Biblia para proporcionar a la
iglesia de una esperanza gloriosa, pero los eventos nunca podrán ser
dilucidados hasta que la profecía se convierta en historia, y los veamos
claramente manifestados en sus relaciones históricas.
El rapto y la manifestación. La segunda venida de Cristo es el evento
inaugural del día del Señor. Esta será acompañada por la resurrección
de los justos que han muerto y el traslado de los justos que estén en
vida; sendas compañías de santos que serán arrebatadas en las nubes
para recibir al Señor en el aire. Hay que hacer una diferencia entre el
rapto y la manifestación. El rapto es el arrebatamiento del pueblo del
Señor para encontrarse con Él en el aire; la manifestación es su retorno
a la tierra en compañía de santos y ángeles. La palabra “rapto” viene del
vocablo griego arpazo, que significa asir, tomar por la fuerza, arrebatar,
o rescatar. La palabra “reunir” viene del griego apantao, y lleva consigo
la idea de salir, pero para regresar acompañado. Así se utiliza en Hechos
28:15. Las palabras utilizadas para expresar la idea de la manifestación
ya se han discutido. Nos referimos a apocalypse o develar, parousia o
aparición, y epiphaneia o hacerse visible. En cuanto a la relación del
rapto y la manifestación, las opiniones son considerablemente variadas.
Algunos los conciben como idénticos al mantener que cuando el Señor
venga, todo ojo lo verá, los santos se levantarán gozosos a encontrarse
con Él, y las naciones de la tierra se lamentarán por su causa (Apocalip-
sis 1:7). Otros establecen una separación entre el rapto y la manifesta-
ción, sosteniendo que el rapto es secreto y que solo los santos lo
conocerán, y que lo que será visible al mundo es únicamente la
manifestación. En cuanto al tiempo entre los dos eventos, la mayoría de
los escritores sostienen que será un periodo de tres años y medio.
Durante ese tiempo, los santos asistirán a la cena de las bodas del
Cordero en los cielos, en tanto que la tierra atravesará por un periodo
de tribulación sin paralelo, en cuyo tiempo el anticristo asumirá plena
autoridad. Aquí debemos afirmar que el hecho general del rapto y la
manifestación, es uno claramente bíblico; los detalles que acabamos de
mencionar deberán ser asunto de opinión individual.
El juicio investigativo.44 Inmediatamente después del retorno de
Cristo, el juicio investigativo se establecerá. A esos efectos tenemos las
declaraciones de nuestro Señor mismo. “Cuando el Hijo del hombre
venga en su gloria y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará
272 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones;


entonces apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas
de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su
izquierda” (Mateo 25:31-34). “Jesús les dijo: De cierto os digo que en
la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su
gloria, vosotros que me habéis seguido, también os sentaréis sobre doce
tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mateo 19:28). El que
esto suceda en el juicio investigativo de las naciones que existan en el
tiempo del segundo advenimiento, recibe respaldo adicional de la
parábola que nuestro Señor refiere acerca del sembrador, la cual ya
hemos citado. “Enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y recogerán de
su Reino a todos los que sirven de tropiezo y a los que hacen maldad, y
los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes.
Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre”
(Mateo 13:41-43).
La destrucción de los malos. La destrucción de los malos está estre-
chamente asociada con el juicio investigativo. Además de los pasajes
bíblicos citados, el apóstol Pablo nos ofrece la siguiente afirmación:
“Mientras que a vosotros, los que sois atribulados, daros reposo junto
con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los
ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que
no conocieron a Dios ni obedecen al evangelio de nuestro Señor
Jesucristo. Estos sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la
presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel
día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que
creyeron” (2 Tesalonicenses 1:7-10).
La caída del anticristo y la ligadura de Satanás. En la destrucción de
los malos en el tiempo del segundo advenimiento se incluye al anticris-
to, a quien el apóstol Pablo denomina “aquel impío” o “este impío”. “Y
entonces se manifestará aquel impío, a quien el Señor matará con el
espíritu de su boca y destruirá con el resplandor de su venida. El
advenimiento de este impío, que es obra de Satanás, irá acompañado de
hechos poderosos, señales y falsos milagros” (2 Tesalonicenses 2:8-9).
Aquí podemos ubicar, si se nos permite, lo que habría sido la ligadura
de Satanás, “para que no engañara más a las naciones hasta que fueran
cumplidos mil años. Después de esto debe ser desatado por un poco de
tiempo” (Apocalipsis 20: 1-3).
El establecimiento del reino. La iglesia militante, en el sentido pleno
del Nuevo Testamento, comenzó el día de Pentecostés, pero vendrá a
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 273

ser la iglesia triunfante con el arrebatamiento de los santos cuando el


Señor vuelva. La iglesia, en ese momento, será en cierto sentido
fusionada con el reino.45 En un sentido místico, “el reino de Dios está
entre vosotros” (Lucas 17:21). El apóstol Pablo puntualizará que este
reino “no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo” (Romanos 14:17). Sin embargo, Jesús extendió su vista hacia un
reino futuro cuando expresó lo siguiente: “Os digo que desde ahora no
beberé más de este fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba nuevo
con vosotros en el reino de mi Padre” (Mateo 26:29). “Yo, pues, os
asigno un Reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que comáis y
bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis en tronos para juzgar a las
doce tribus de Israel” (Lucas 22:29-30). Podemos, por tanto, decir que
estamos ahora en el reino de Dios el Espíritu Santo, o en el reino
místico de Cristo en los corazones de su pueblo. A este reino le sucederá
aquel reino de Dios el Hijo, cuando el reino místico interno encuentre
expresión en la gloria externa. Luego seguirá el reino de Dios el Padre,
cuando el Hijo mismo se sujetará a Él, es decir, cuando el Dios Trino,
Padre, Hijo y Espíritu Santo sea todo en todos. Partiendo de la
parábola de la diez minas, resulta innegable que, en los días de Jesús,
algunos pensaban que el reino se manifestaría inmediatamente, una
perspectiva que Él quiso corregir, diciéndoles: “Un hombre noble se fue
a un país lejano para recibir un reino y volver” (Lucas 19:12).46 Puesto
que Jesús ya ha vencido al mundo, se encuentra ahora sentado en el
trono de su Padre esperando el tiempo cuando regrese para sentarse en
su trono de gloria (Mateo 25:31). Dejó también una promesa, y es esta:
“Al vencedor le concederé que se siente conmigo en mi trono, así como
yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono” (cf. Mateo
25:31 con Apocalipsis 3:21). Por tanto, la iglesia, como la esposa de
Cristo, espera anhelantemente el retorno del “hombre noble” de la
parábola, orando diariamente: “Venga tu Reino. Hágase tu voluntad,
como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). Es de este
reino que hablaron los profetas, y es aquel que Juan y Jesús anunciaron
y que los apóstoles afirmaron con confianza.
El carácter de la ciudadanía de este reino, resulta en un perplejo
problema para los tipos de premilenarismo que sostienen que la iglesia
estará incompleta en el tiempo del milenio. El postmilenarismo que
considera el milenio como meramente el periodo de florecimiento de la
era presente, evita este problema.47 Jesús declara específicamente que
“los que son tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección
274 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

de entre los muertos, ni se casan ni se dan en casamiento, porque ya no


pueden morir, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios al ser
hijos de la resurrección” (Lucas 20:35-36). El apóstol Pablo hace una
declaración similar, en el sentido de que “la carne y la sangre no pueden
heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción” (1
Corintios 15:50). Por eso él ya había dicho, “Y así como hemos traído
la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial”; y de
nuevo, “pues es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción
y que esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Corintios 15:49, 53).
Estas son las declaraciones directas de la Biblia respecto a la naturaleza
de los hijos de la resurrección o del reino, y es por ello que ninguna
teoría que no tome estos hechos en consideración podrá considerarse
bíblica.
La regeneración de la tierra. Es significativo el hecho de que nuestro
Señor vincule la regeneración con su reino venidero: “De cierto os digo
que en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono
de su gloria, vosotros que me habéis seguido, también os sentaréis sobre
doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mateo 19:28). Esta
es una afirmación muy llamativa, puesto que se considera que la
regeneración, en el sentido de “un nuevo nacimiento de arriba”,
significa los resultados espirituales directos que vienen de la gracia de
Dios, pero considerada personalmente. Aquí, sin embargo, se refiere a
la redención divina de la tierra, la cual, cuando nuestro Señor aparezca,
será ciertamente liberada de la esclavitud de la corrupción. El apóstol
Pedro habla de este evento como “tiempos de consuelo”, o “la restaura-
ción de todas las cosas”, y lo relaciona inmediatamente con la segunda
venida de Cristo: “Así que, arrepentíos y convertíos para que sean
borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor
tiempos de consuelo, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado.
A este, ciertamente, es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de
la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus
santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:19-21).
Ya hemos hecho alusión a las claras enseñanzas del apóstol Pablo sobre
este tema, por lo cual no necesitamos llamar la atención sino a esta sola
declaración: “Por tanto, también la creación misma será libertada de la
esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios”
(Romanos 8:21).
Partiendo de estos pasajes bíblicos, tal parece que la tierra deberá
pasar por ciertos cambios cuando Cristo venga por segunda vez. Sin
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 275

embargo, al considerar este tema, deberemos tomar en consideración


una muy importante distinción. Deberemos distinguir entre aquellos
cambios que tendrán lugar cuando la maldición sea removida y la tierra
restaurada a su estado prístino, y los que están unidos a la consumación
final de todas las cosas, en la cual, el orden presente, a través de la
disolución y el proceso de glorificación, será trocado en el orden nuevo
y eterno. Luego, la “regeneración” o “restauración” pertenece a la
maldición que se removerá de esta tierra, pero la consumación, al
afloramiento de los cielos nuevos y la tierra nueva. Lo primero consti-
tuye la transición hacia lo segundo, y desde el comienzo del mundo, es
este periodo, en cuanto a sus preparativos y su estado eterno, el que los
profetas han anticipado.
La naturaleza de los cambios que tendrán lugar en el momento de
esta restauración no se pueden conocer con certeza, pero los profetas
nos ofrecen algunos vislumbres de las transformaciones milagrosas que
ocurrirán. El profeta Isaías es peculiarmente rico en sus descripciones
poéticas de “ese día”. No podemos sino citar algunas de sus más
conocidas profecías al respecto.
1. Habrá un incremento en la fertilidad de la tierra. Al Adán caído le
fue dicho: “Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella
todos los días de tu vida, espinos y cardos te producirá” (Génesis
3:17-18). Pero el profeta contempla un día cuando, “En lugar de la
zarza crecerá ciprés, y en lugar de la ortiga crecerá arrayán; y será a
Jehová por nombre, por señal eterna que nunca será borrada” (Isaías
55:13). La alusión aquí es a esas extensas porciones de la tierra que
ahora son inhabitables, pero que en ese día vendrán a ser la morada de
la belleza y la gloria: “Se alegrarán el desierto y el erial; la estepa se
gozará y florecerá como la rosa. Florecerá profusamente y también se
alegrará y cantará con júbilo; la gloria del Líbano le será dada, la
hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, el
esplendor del Dios nuestro... porque aguas serán cavadas en el desierto
y torrentes en la estepa. El lugar seco se convertirá en estanque y el
sequedal en manaderos de aguas. La guarida de los chacales, donde ellos
se refugian, será lugar de cañas y juncos” (Isaías 35:1-2, 6-7). “Haré
crecer en la estepa cedros, acacias, arrayanes y olivos; pondré en la tierra
árida cipreses, olmos y bojes juntamente, para que vean y conozcan, y
adviertan y entiendan todos que la mano de Jehová hace esto, que el
Santo de Israel lo ha creado” (Isaías 41:19-20). El profeta Amós
vislumbra un enriquecimiento del suelo y un incremento en las
276 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

cosechas: “Ciertamente vienen días, dice Jehová, cuando el que ara


alcanzará al segador, y el que pisa las uvas al que lleve la simiente; los
montes destilarán mosto y todos los collados se derretirán” (Amós
9:13).
2. Tal parece que a los animales salvajes se les restaurarán milagro-
samente sus instintos normales.48 “Morará el lobo con el cordero, y el
leopardo con el cabrito se acostará; el becerro, el león y la bestia
doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca pacerá
junto a la osa, sus crías se recostarán juntas; y el león, como el buey,
comerá paja. El niño de pecho jugará sobre la cueva de la cobra; el
recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No
harán mal ni dañarán en todo mi santo monte, porque la tierra será
llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Isaías
11:6-9). “Cada animal se acopla con el que es su presa natural; un
estado propio de cosas bajo el Príncipe de Paz. Se le restaurará al
hombre, en la persona de Cristo, todo aquel dominio sobre el reino
animal del cual había sido designado como misericordioso vicegerente
bajo Dios, para el bien de los animales a él sujetados”.
3. Habrá una longevidad acrecentada de la existencia. “No habrá
más allí niño que muera de pocos días ni viejo que sus días no cumpla,
sino que el niño morirá de cien años y el pecador de cien años será
maldito. Edificarán casas y morarán en ellas; plantarán viñas y comerán
el fruto de ellas. No edificarán para que otro habite ni plantarán para
que otro coma; porque según los días de los árboles serán los días de mi
pueblo, y mis escogidos disfrutarán la obra de sus manos. No trabajarán
en vano ni darán a luz para maldición, porque son linaje de los
benditos de Jehová, ellos mismos y también sus descendientes” (Isaías
65:20-23).
4. Parece probable que habrá cambios en los cielos astronómicos en
su relación con la tierra. “La luz de la luna será como la luz del sol, y la
luz del sol será siete veces mayor, como la luz de siete días, el día
cuando vende Jehová la herida de su pueblo y cure la llaga que le causó”
(Isaías 30:26).
Los pasajes que acabamos de citar están cargados de intenso signifi-
cado espiritual y han sido fuente de gozo y fortaleza para un gran
cúmulo del pueblo santo de Dios. Pero el que esto sea cierto no
necesariamente imposibilita la convicción de que también se cumplan
literalmente, lo cual, antes que restarles significado espiritual, se lo
aumentan.
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 277

La consumación final. La consummatio seculi, o destrucción del


mundo, señala la clausura del periodo de transición e introduce los
cielos nuevos y la tierra nueva del orden eterno. Es el evento con el cual
concluye “el día del Señor”. Así como en el comienzo de este periodo
habrá un arrebatamiento, el cual conlleva la resurrección de los justos
que han muerto y el traslado de los santos que estén en vida seguido
por el juicio investigativo de las naciones existentes, de la misma
manera el día del Señor concluirá con una apostasía que sigue al
reinado de los mil años, la resurrección de los malos que han muerto, la
destrucción de los cielos y de la tierra por fuego, y el juicio final con sus
recompensas y castigos. Más allá del bautismo de fuego que la tierra
experimentará, está el día nuevo y eterno, “cielos nuevos y tierra nueva,
en los cuales mora la justicia”. Ahora bien, lo que nos ocupa en este
momento es solamente el consummatio seculi; por tanto, la discusión de
la resurrección y el juicio final se reservará para el último capítulo. En
lo que toca al proceso de la renovación de la tierra, no se nos deja
espacio para conjeturas, puesto que solo tenemos que leer lo siguiente:
“Pero los cielos y la tierra que existen ahora están reservados por la
misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la
perdición de los hombres impíos” (2 Pedro 3:7).49 E. B. Elliott, en su
obra Horae Apocalypticae, dice que estas palabras, si se traducen
literalmente, deben significar lo siguiente: “Los mismos cielos y la
misma tierra que están ahora por la misma palabra guardados por
fuego, están reservados para el juicio y la perdición de los hombres
impíos”. Al comentar sobre el particular, el doctor Cummings dice:
“Así como la antigua tierra estaba guardada por agua, cuya fuente, al
romperse, anegó la tierra, así, por la misma palabra, la tierra, ahora
guardada, atesorada o cargada por fuego, estará lista para cuando la
fuerza represiva se libere e irrumpa para encender todas las cosas y para
hacer que los elementos, siendo quemados, se fundan” (Cummings,
The Great Preparation, 36). Este parece ser el significado de esta otra
declaración del apóstol Pedro: “Los cielos pasarán con gran estruendo,
los elementos ardiendo serán deshechos y la tierra y las obras que en ella
hay serán quemadas”; y, de nuevo, “esperando y apresurándoos para la
venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán
deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán” (2 Pedro
3:10, 12).
A veces se hace la pregunta de si todos estos pasajes deberán tomarse
en sentido estrictamente literal. Si el diluvio, con el cual esta catástrofe
278 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

se compara, fue un hecho literal e histórico, no tenemos razón para


considerar este cataclismo sino literalmente. Sin embargo, es innegable
que el apóstol Pedro no pretende enseñar que el mundo será aniquilado
por medio de este bautismo de fuego, como tampoco enseña que haya
sido destruido por el bautismo de agua. Al referirse al diluvio y sus
consecuencias, dice el Apóstol, utilizando las expresiones más enérgicas
posibles, “por lo cual el mundo de entonces pereció anegado en agua”
(2 Pedro 3:6). De igual manera, al referirse el cataclismo venidero, dice:
“Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis
vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y
apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos,
encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se
fundirán!” (2 Pedro 3:11-12). El término “deshechos”, según se utiliza
aquí, la primera vez es luomenon, y la segunda, luzisontai, ambos
procedentes de la raíz del verbo luo, que significa desatar o soltar,
desanudar, desunir, pero nunca aniquilar. En Lucas 19:30 y 33, se
utiliza respecto a desatar el asno; y en Juan 1:27, respecto a desatar la
correa del calzado. También se aplica a la nave en la que el apóstol
Pablo naufragó. Se dice que la nave se abría, elueto, en el sentido que se
deshacía o destruía (Hechos 27:41). Por tanto, el que la tierra vaya a ser
deshecha, no es que va a ser aniquilada, sino que va a ser librada de sus
ataduras, de manera que, al serlo, venga a ser lo que originalmente se
intentó que fuera: una tierra libre de la esclavitud de la corrupción.
Podemos considerar esto del ser librado como un paralelismo exacto
de la transformación de los elementos terrenales del cuerpo humano.
De la misma manera que el cuerpo del ser humano se deshace con la
muerte, y queda sujeto a descomposición aun cuando de ella se
levantará inmortal, incorruptible y en poder y gloria, así también esta
tierra, como morada del ser humano, será igualmente deshecha, pero de
ella aparecerán, en resurrección comparable, los cielos nuevos y la nueva
tierra, en los cuales mora la justicia (2 Pedro 3:13). “Luego el fin,
cuando entregue el Reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo
dominio, toda autoridad y todo poder. Preciso es que él reine hasta que
haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer
enemigo que será destruido es la muerte, porque todas las cosas las
sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido
sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las
cosas. Pero, luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 279

el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que
Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15:24-28).

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. El obispo H. L. Martensen señala que o kosmos ontos, o “este mundo”, como se utiliza en
la Biblia, “no se circunscribe exclusivamente al paganismo antiguo; existirá dondequiera
que ese reino no ejerza su influencia guía. Este mundo siempre irá tras un estado terrenal
que no se subordina al gobierno de Dios; desarrollará una sabiduría que no preserva al
Dios viviente dentro de su conocimiento; forjará para sí mismo una excelencia que no
refleja la gloria de Dios. Y esa realidad destellante del mundo panteísta no es una mera
cosa imaginaria, pues que los poderes del universo son en realidad poderes divinos. Los
elementos, los materiales con los que este mundo edifica su reino, son de la clase más
noble, ya que, el que carezcan de autenticidad, reside en el carácter ético que se les da, o en
la falsa relación entre la gloria de este mundo y la voluntad del hombre” (H. L. Marten-
sen, Christian Dogmatics, 184).
2. La creencia cristiana de que Cristo vendrá otra vez es la expresión de la bien fundada
expectativa de que Él hará manifiesto, cada vez más ante todo ojo el esplendor de su
dominio, y que un día aparecerá visiblemente como rey de la iglesia, y juez del mundo,
para dar fin permanente a esta presente dispensación, y para completar, de una manera
que le sea digna, el reino de Dios que fundó... No se puede negar con seriedad que el
Nuevo Testamento enseña verdaderamente que habrá ese volver otra vez visible y final. El
Señor dice repetidas veces, que aparecerá con esplendor, y visible a todo ojo, y por tanto,
en cuerpo glorificado, en las nubes del cielo, en la plena brillantez de su regia majestad
(Lucas 17:24; Mateo 24:30; 25:31). Se compara a sí mismo con un hombre noble que se
va lejos a recibir un reino, y que vuelve (Lucas 19:12). Hay otras parábolas en donde
también nos da a entender lo mismo (Mateo 13:40-41, 49; Lucas 18:8); y su último
discurso extendido (Mateo 24 y 25) lo dedica a la revelación de los misterios del futuro (J.
J. Van Oosterzee, Christian Dogmatics, II:577, 579).
La segunda venida de nuestro Señor es el evento más imponente de la profecía y del
futuro: de por sí supremo, se le ha de asociar siempre con la resurrección universal, el
juicio de la humanidad, y la consumación de todas las cosas. Estas épocas y crisis siguen el
estilo de una profecía que se presenta conjuntamente y en perspectiva oblicua, aunque las
mismas son ampliamente distintas. Pero con todo y que las tratemos como distintas,
deberemos tener cuidado de recordar que gozan de una relación común con el día del
Señor, el cual representa un periodo fijo y determinado, prefigurado por numerosos
periodos menores a los que se les aplica el mismo término, pero que es el tema y la con-
sumación de todos ellos (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology,
III:387).
3. Cristo siempre hablaba de su venida como la del Hijo del hombre. De esta manera Él de
por sí enseñaría la misma verdad con la que los ángeles reafirmarían más tarde, en el
momento de la ascensión, a los discípulos que estaban “mirando al cielo”, al decirles que el
que vendría sería “este mismo Jesús” que había sido tomado de ellos al cielo. Por tanto, la
forma en que aparecerá será la humana, desplegando maravillosamente el mismo amor de
simpatía humana y divina que desplegó mientras estuvo en la tierra. Con todo, el apóstol
Pedro dirá en Pentecostés lo siguiente: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel,
que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Cristo” (Hechos
2:36). De aquí que los apóstoles hablen de Cristo casi exclusivamente como Señor al
vincularlo con su segunda venida. Esta era su manera habitual de llamarlo, puesto que
reconocían el glorioso galardón con el que había sido investido en virtud de la salvación
280 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

que había obrado en favor de ellos, y la “toda potestad” que se le había dado en el cielo y
en la tierra (James Petrigu Boyce, Abstract of Systematic Theology, 453).
Las declaraciones de los credos concernientes a la segunda venida son como sigue:
“Subió al cielo, y está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso: Y desde allí vendrá
al fin del mundo a juzgar a los vivos y a los muertos” (El Credo de los Apóstoles). “Y vendrá
otra vez, con gloria, a juzgar tanto a los vivos como a los muertos; y su reino no tendrá
fin” (El Credo Niceno). “Cristo se levantó verdaderamente de los muertos, y tomó de
nuevo su cuerpo, con carne, huesos y todo lo que pertenece a la perfección de la naturaleza
humana, ascendiendo así al cielo, donde está sentado, hasta que regrese a juzgar a todos los
hombres en el día final” (Artículo IV de los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia Angli-
cana). “Cristo se levantó verdaderamente de entre los muertos, y tomó de nuevo su cuerpo
con todas las cosas que pertenecen a la perfección de la naturaleza humana, ascendiendo
así al cielo, donde está sentado hasta que regrese a juzgar a todos los hombres en el día
final” (Artículo III de los Veinticinco Artículos del Metodismo). “Creemos que el Señor
Jesucristo vendrá otra vez; que los que vivamos en el momento de su venida no precede-
remos a los que durmieron en Cristo; pero si hemos permanecido en Él, seremos arreba-
tados con los santos resucitados para reunirnos con el Señor en el aire, y estaremos siempre
con Él” (Artículo XV de los Artículos de Fe de la Iglesia del Nazareno).
4. Existen señales de cierta tendencia actual de pensamiento que se aleja de la doctrina
tradicional de un advenimiento personal y visible para favorecer una manifestación mera-
mente espiritual o providencial. De prevalecer esta nueva perspectiva, la misma acarrearía
la reformulación de las doctrinas tradicionales de la resurrección general y del juicio final,
o, más bien, la eliminación de estas doctrinas. Pero nosotros no vemos razón suficiente
para que se acepte esta perspectiva, lo que nos lleva a adherirnos a la manera del adveni-
miento que por tanto tiempo la fe de la iglesia ha sostenido. Es prácticamente imposible
cuestionar que la Biblia presente la venida de Cristo como personal y visible. Tal manera
de presentarla es una tan definitiva y clara que no deja lugar para una perspectiva contraria
(John Miley, Systematic Theology, II:440).
5. La palabra epifaneia ocurre seis veces en el Nuevo Testamento, en los siguientes pasajes: 1
Timoteo 6:14, “la aparición de nuestro Señor Jesucristo”; 2 Timoteo 1:10, “la aparición
de nuestro Salvador Jesucristo”; 2 Timoteo 4:1, “en su manifestación”; 2 Timoteo 4:8,
“los que aman su venida”; Tito 2:13, “la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios”; y 2
Tesalonicenses 2:8, “destruirá con el resplandor [es decir, con la aparición] de su venida”.
H. Bonar comenta este último versículo diciendo que “la palabra epifaneia, que es la que el
Apóstol aquí utiliza, ocurre sólo seis veces en el Nuevo Testamento. En una de estas veces
la referencia es al primer advenimiento, el cual sabemos que fue literal y personal. En otras
cuatro veces se admite que se refiere a la segunda venida literal y personal. La quinta vez es
en el versículo que estamos discutiendo, y es la más enérgica y la menos ambigua de las
seis veces que ocurre. Ninguna de las otras es tan explícita, aunque nadie pensaría en
explicarlas de alguna otra manera. ¿Por qué, entonces, aferrarse a la más enérgica e insistir
en espiritualizarla? Si la más enérgica de todas puede explicarse de forma tal que no pruebe
en lo absoluto el advenimiento, y los antimilenaristas están en la libertad de espiritualizar
la que es más distintiva, ¿por qué no se les permite a los de la escuela de Strauss racionali-
zar y mitologizar las que son menos distintivas (H. Bonar, Coming and Kingdom, 343)?
6. La palabra parousía aparece veinticuatro veces en el Nuevo Testamento, y los pasajes
donde se usa son los siguientes: Mateo 24:3, “qué señal habrá de tu venida”; Mateo 24:27,
“la venida de”; Mateo 24:39, “la venida del Hijo del hombre”; 1 Corintios 15:23, “Cristo,
en su venida”; 1 Corintios 16:17, “la venida de Estéfanas, de Fortunato y de Acaico”; 2
Corintios 7:6, “la venida de Tito”; 2 Corintios 7:7, ”no solo con su venida”; 2 Corintios
10:10, “la presencia corporal”; Filipenses 1:26, “por mi presencia”; Filipenses 2:12,
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 281

“cuando estoy presente”; 1 Tesalonicenses 2:19, “en su venida”; 1 Tesalonicenses 3:13,


“en la venida”; 1 Tesalonicenses 4:15, “la venida del Señor”; 1 Tesalonicenses 5:23, “la
venida de nuestro Señor Jesucristo”; 2 Tesalonicenses 2:1, “la venida de nuestro Señor
Jesucristo”; 2 Tesalonicenses 2:8, “el resplandor de su venida”; 2 Tesalonicenses 2:9, “el
advenimiento de este”; Santiago 5:7, “la venida del Señor”; Santiago 5:8, “la venida del
Señor”; 2 Pedro 1:16, “la venida de nuestro Señor Jesucristo”; 2 Pedro 3:4, “la promesa de
su advenimiento”; 2 Pedro 3:12, “la venida del”; y 1 Juan 2:28, “en su venida” (Daniel T.
Taylor, The Reign of Christ on Earth, 389).
7. En tanto y en cuanto este tema implica casi exclusivamente el uso de la profecía, haríamos
bien en notar brevemente algunos de los principios que aplican a dicho departamento de
los estudios bíblicos. La primera profecía, o lo que se conoce comúnmente como el pro-
toevangelio (Génesis 3:14-19), no solo es el fundamento de toda la profecía, sino que
incluye dentro de sí todas las profecías que tratan del conflicto entre la serpiente y la
simiente de la mujer. La primera profecía también sugiere tanto la naturaleza del conflicto,
como su resolución final. En las palabras dirigidas a la serpiente se encierran las cuestiones
espirituales; en las que se dirigen a la mujer, se encierra el orden social; y en las que se
dirigen a Adán, las consecuencias físicas. No hay nada en el tiempo y en la eternidad, ya
sea espiritual, social o físico, que quede fuera del ámbito de esta profecía fundamental y
abarcadora. Partiendo de esta base, todos los pronunciamientos proféticos y todos los
desarrollos históricos pueden muy bien verse como una explicación detallada de lo que la
primera profecía contiene de manera germinal. Las promesas hechas a Abraham, las
palabras del moribundo José, el sistema elaborado de religión establecido bajo Moisés, y el
resto del periodo del Antiguo Testamento, todo debe considerarse como el desarrollo de
esta antigua profecía. Una manera de analizar las profecías del Antiguo Testamento sería
como sigue: (1) las que se cumplieron antes de la encarnación; (2) las que se cumplieron
con la encarnación; y (3) las que se extendieron hasta el periodo del Nuevo Testamento y
la iglesia. Las profecías del Nuevo Testamento podrían considerarse de naturaleza triple:
(1) las que explican las profecías que se cumplen en y con la encarnación; (2) las que
explican las profecías que se proyectan desde el Antiguo Testamento hasta el periodo de
tiempo que sigue a la encarnación; y (3) un nuevo juego de profecías que comienza con el
periodo del Nuevo Testamento pero que anticipa el tiempo del fin. Estas últimas incluirán
las declaraciones fundamentales de Cristo, como serán las del Sermón del Monte, y tam-
bién los consejos específicos que guiaron a la iglesia en su desarrollo, teniendo como
trasfondo el mundo gentil y pagano (Paul S. Hill).
8. En cuanto a la estructura doctrinal de la escatología cristiana, todo lo que podemos hacer
es tantear su fundamento y sus componentes principales, pero nunca todo lo que esa
estructura contiene. El fundamento de esta estructura no podrá ser otro que lo que un
Dios verdadero haya revelado en su Palabra infalible respecto a las cosas del futuro. Es
cierto que la filosofía de la religión en general puede aplicarse de por sí al examen de lo
que la razón humana, por luz propia, proclame sobre la inmortalidad y la vida eterna, pero
en el caso de la dogmática cristiana es otra la antorcha con la que se alumbra en esta
misteriosa oscuridad. Esta presupondrá enfáticamente la verdad de lo que anteriormente
se ha tratado, como sería la concepción supranaturalista y teísta de Dios, la existencia de
una revelación particular de salvación, la confiabilidad de las palabras del Señor y de su
primer testimonio en lo que concierne a las cosas invisibles y eternas. Por consecuencia, no
tendría que regresar a la cuestión de la existencia continua del espíritu, la cual ya se trató
en su vínculo con la antropología, y muy poco tendría que hacerlo con relación a la natu-
raleza de la muerte, en lo cual se adentró en su vínculo con la hamartiología (J. J. Van
Oosterzee, Christian Dogmatics, II:776).
282 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

9. Henry Blunt ofrece esta sugestiva nota vinculada al artículo sobre el segundo adveni-
miento: “Asociado a la señal del Hijo del hombre y la venida como relámpago, es de
observarse que a menudo al relámpago se le ha atribuido el que deje la marca de la cruz
sobre aquellos en los que cae, así como sobre sus vestidos. El obispo Warbuton relata
algunos casos indubitables al respecto”. Por tanto, Blunt considera que “la señal de su
venida” será como un lábaro celestial, el cual anunciará la proximidad inmediata de Cris-
to. Estas son sus palabras: “Todos verán la cruz de Cristo que se desplegará en medio de la
oscuridad cual radiante estandarte del Rey de reyes, y enseguida sabrán que representa su
venida, para reinar en juicio” (Henry Blunt, Dictionary, artículo titulado “Second Ad-
vent”).
10. Henry Blunt señala que “el gran fin del anticristo será presentarse él, y no Cristo, como el
objeto que los seres humanos adoren; y el gran medio a través del cual logrará seducir a sus
adoradores será el poder sobrenatural que podrá contraponer al poder sobrenatural de
Cristo”. Por tanto, la venida de Cristo será precedida por una manifestación del poder de
Satanás comunicado al anticristo. Se registra que Satanás le dijo a nuestro Señor en la
segunda tentación, “A ti te daré todo el poder de estos reinos y la gloria de ellos, porque a
mí me ha sido entregada y a quien quiero la doy. Si tú, postrado, me adoras, todos serán
tuyos” (Lucas 4:6-7). Es a esto que sin duda alude el apóstol Pablo cuando, al referirse al
anticristo, dice: “El advenimiento (parousias) de este impío, que es obra de Satanás, irá
acompañado de hechos poderosos, señales y falsos milagros” (2 Tesalonicenses 2:9).
“Parece, entonces”, continúa Blunt, “que al poder sobrenatural de obrar milagros lo
acompañará cierta autoridad o reino universal que habrá sido conquistado quizá por causa
de dichos milagros. Es así como la oposición del anticristo contra Cristo ha de estribar en
sustituir a Cristo por otra persona como el objeto de adoración, en obrar milagros pareci-
dos a los que tipificaron el primer advenimiento de Cristo, y en establecer un imperio
universal que tome el lugar de la iglesia. Los elementos de seducción contenidos en un
poder tal serán plenamente evidentes, y quizá poseerán más fuerza en la medida en que se
conformen todavía más a los desarrollos elevados de una civilización que carezca de la
influencia del amor de Dios. Los hombres serán atraídos a seguir al anticristo, primero,
por la acumulación que haga de un imperio universal, y reverenciarán, en su desarrollo
extremo, (Apocalipsis 13:4ss) ese éxito del cual se dice que es el mayor de todos los éxitos.
Serán atraídos, además, por su poder sobrenatural, que, con solo ejercitarlo visiblemente,
obliga a sumisión... Una vez que las cadenas de estas seducciones hayan atado las mentes y
los afectos de la humanidad, no será difícil que la dominen y la lleven a responder al
último paso requerido por la apostasía: ‘Postraos, y adoradme’. Tal parece que ese será el
curso de la gran apostasía, la última etapa de preparación antes del segundo advenimiento
de Cristo” (cf. Henry Blunt, Dictionary of Doctrine and Historical Theology, artículo sobre
“el segundo advenimiento”).
11. Los numerosos cristos falsos, o aun el espíritu del anticristo como uno que específicamente
se opondría al verdadero Cristo, no podían ocupar un lugar de importancia en la historia,
a menos que el verdadero Cristo hubiera hecho su primera aparición. Es bien conocida la
historia del surgimiento de muchos que reclamaron ser el Cristo. Fueron numerosos
durante los días de la iglesia primitiva, como lo predijo nuestro Señor. Aparecían en el
desierto y en los lugares secretos. El espíritu de estos impostores, por supuesto, se oponía
al del verdadero Cristo, lo que los llevó a ser los precursores de todo el programa anticris-
tiano del periodo del Nuevo Testamento. Este espíritu sin duda aumentará en intensidad
hasta que alcance su culminación y derrota final en el gran y último conflicto (Paul Hill).
El clímax de la miseria de los últimos días se alcanzará con la aparición del anticristo, a
quien hemos de esperar según la palabra profética. La referencia al surgimiento y desarro-
llo de esta expectación es algo que la dogmática cristiana deberá dejar a la teología bíblica
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 283

del Antiguo y Nuevo Testamentos. Aquí solo basta decir que el que interpreta la Biblia sin
ideas preconcebidas, y permite que sus pensamientos sean hechos cautivos a la obediencia
de la Palabra, no podrá dudar respecto a que un anticristo personal todavía está por apa-
recer, y que lo hará antes del fin de la historia del mundo... Si ya hemos visto en la historia
del mundo a figuras colosales que surgen y se ponen al servicio de los poderes de las
tinieblas, y si ya se ha escuchado de labios de tantos preguntar si muchas de las que se han
nombrado eran o no el anticristo, nada nos impediría ver en la aparición de ellas la prepa-
ración para esa personalidad central futura en quien el espíritu de maldad se personificará,
por así decirlo, para demostrar su pleno poder (J. J. Van Oosterzee, Christian Dogmatics,
II:796).
12. En cuanto al anticristo, cuya venida se esperaba que precediera a la consumación final, la
opinión habitual era que debía ser un ente de origen sobrenatural... Otra opinión era que
ya había aparecido en la persona de Mahoma, y que el “número” apocalíptico de “la
bestia”, 666, denotaba la duración de su poderío, por lo que su caída podría esperarse
hacia el final del siglo trece. Esta expectación parece haber contribuido a la creación del
entusiasmo de las Cruzadas, el que decayó a medida caducó el tiempo esperado y el pode-
río mahometano continuó su florecimiento. Otros, igualmente, discernían que el anti-
cristo residía en las varias sectas de los siglos doce y trece, las cuales rehusaron someterse al
papa, aunque estas respondían aplicándole al papa el mismo mote. Amalrico de Bema, tan
temprano como en 1204, le adjudicó ese título al papa, y lo mismo hizo Luis de Bavaria,
emperador de Alemania, alrededor de 1327, quien designó al Papa Juan XXII de esa
manera. Wycliffe (1384) y también los lolardos, denunciaron al papa como el anticristo
(T. R. Crippen, History of Christian Doctrine, 233-234).
13. Es obvio que el Profeta Supremo de su propia dispensación ha hecho ley de su reino el que
la fecha de su consumación final sea permanentemente incierta. De aquí que, en sus
discursos escatológicos, Él responda de tal modo a la pregunta doble de los discípulos,
“Dinos, ¿cuándo serán estas cosas y qué señal habrá de tu venida y del fin del siglo?”, que
les impida intentar definir tanto la fecha del fin próximo del mundo, como la de la des-
trucción del judaísmo o del fin más distante de todas las cosas (William Burton Pope,
Compendium of Christian Theology, III:391).
Tanto bajo una dispensación como la otra, la espera paciente de Cristo conllevará la
intención de que los siervos verdaderos de Dios disciplinen su fe y amplíen su noción. El
hecho de que cada época, desde la ascensión de Cristo, haya tenido sus chiliastas y sus
segundoadvenimientistas, debe alejar nuestros pensamientos de la curiosidad y la intrusión
infructuosa tocante al tiempo de la venida de Cristo, y hacer que nos ocupemos en la tarea
inmediata y constante de estar listos, no importa la hora en que aparezca (A. H. Strong,
Systematic Theology, III:1007).
14. En uno de los escritos anónimos de este periodo, el cual se atribuye generalmente a
Bernabé, y que a veces se fecha tan temprano como en 79 d.C., encontramos lo siguiente:
“Por tanto, hijitos míos, en seis días, vale decir, en seis mil años, todas las cosas termina-
rán. ‘Y reposó el séptimo día’, lo cual significa que cuando el Hijo, al volver, destruya el
tiempo del hombre malo, y juzgue al impío, y mude el sol, y la luna, y las estrellas, en-
tonces Él verdaderamente reposará el séptimo día” (XV, 5).
Lo que sigue proviene de una de las visiones del Pastor de Hermas: “Habéis escapado
de gran tribulación gracias a vuestra fe, y porque no habéis vacilado en la presencia de tan
semejante bestia. Id, entonces, y decid a sus elegidos acerca de las obras poderosas del
Señor, y compartidles que esta bestia es el tipo de la gran tribulación que vendrá. Por
tanto, si os preparáis, y os arrepentís de todo corazón, y os volvéis al Señor, os será posible
escapar de esta gran tribulación, con tal que vuestro corazón sea puro y sin manchas, y que
284 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

dediquéis el resto de los días de vuestra vida al servicio intachable del Señor” (Visions, IV,
ii, 4-5).
Ignacio le escribe a Policarpo y le dice: “Sopesad cuidadosamente los tiempos. Velad
por Aquél que está sobre el tiempo, que es eterno e invisible, pero que se hizo visible por
nuestra causa”.
15. Henry Blunt ofrece la siguiente descripción del chiliastismo: “Los milenarios, o chiliastas,
por cuanto creían esta profecía literalmente (Apocalipsis 20:1-7), sostenían que después
que los poderes simbolizados por la bestia y los falsos profetas fueran destruidos, Satanás
sería ‘atado’, o lo que es lo mismo, su poder sería suspendido por un periodo de mil años,
o por el periodo que representaran esos mil años; que habría una primera resurrección de
los mártires y de los que fueran dignos de compartir la corona de los mártires; que vivirían
y reinarían con Cristo sobre la tierra por esos mil años en libre comunión con los poderes
celestiales, y que, después de esto, habría la resurrección general. Existen en un lado y en
otro diversos matices y multiplicidades de enseñanza, pero el punto crucial será el de la
primera y la segunda resurrección”.
16. Semisch sostiene que la raíz última del milenarismo se encuentra en la noción popular
sobre el Mesías que tenía vigencia entre los judíos. Las profecías del Mesías habían afir-
mado que un periodo de paz, y el triunfo de Israel, seguirían al establecimiento de su
reino. El capricho del pueblo judío, y la interpretación equivocada de esas profecías, se
embebieron de sueños sobre un reino externo en el que el Mesías reinaría desde Jerusalén e
inauguraría una era de felicidad inexpresable. Algunas de estas ideas fueron transmitidas a
los cristianos, quienes, sin embargo, hicieron de este periodo del reino visible del Mesías
en la tierra, solo el preludio de una segunda y final etapa de gloria celestial.
Moses Stuart llama la atención al hecho de que “para el que haya hecho un investiga-
ción considerable sobre el asunto, no habrá duda en lo absoluto de que la gran masa de los
rabinos judíos creía y enseñaba la doctrina de la resurrección de los justos en los días de
desarrollo del Mesías. El que ello sea limitado específicamente al comienzo del milenio
parece ser algo peculiar de Juan” (Commentary on the Apocalypse, I:177).
Joseph Mede dice: “Aunque los judíos antiguos no poseían un conocimiento distinti-
vo de una resurrección primera y una segunda, en ese orden, sino solo de una resurrección
en términos rudimentarios y generales... aun así anticipaban una resurrección que permi-
tiría que los que fueran levantados reinaran por algún tiempo sobre la tierra... En fin, que
la segunda y universal resurrección, con el estado de los santos después de ella, la cual
ahora ha sido tan claramente revelada en el cristianismo, parece que le era menos conocida
que la primera a la iglesia antigua de los judíos, como también lo era el estado que la
acompañaría” (cf. Mede, Works, II:943).
17. Orígenes (185-254) fue el principal opositor del chiliastismo más primitivo, pero Agustín
(353-430) fue el último. Orígenes, en su “De Principiis”, dice que “aquellos que aceptan
las representaciones de la Biblia según la entendieron los apóstoles, mantienen la esperanza
de que los santos ciertamente comerán, pero será el pan de vida... Es por medio de esta
comida de sabiduría que el entendimiento será restaurado a la imagen y semejanza de
Dios, lo cual... hará capaz al ser humano de recibir instrucción en aquella Jerusalén, la
ciudad de los santos”.
Agustín fue chiliasta en una ocasión, pero se dice que abandonó la doctrina por causa
de la influencia y las tergiversaciones de sus enemigos, particularmente de Eusebio. Lo que
desarrolló en lo sucesivo, vendría a conocerse como el punto de vista agustiniano del
milenio, el cual a la larga prevalecería.
18. Lactancio, en la Epítome (LXXII), ofrece una relación un tanto detallada de su doctrina
del segundo advenimiento. Dice así: “Entonces el cielo se abrirá como por tempestad, y
Cristo descenderá con gran poder, e irán delante de Él una flameante brillantez y una
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 285

hueste incontable de ángeles, y toda la multitud de los malos será destruida, y correrán
torrentes de sangre, pero el líder en sí escapará, y habiendo renovado de nuevo su ejército,
se enfrascará por cuarta vez en batalla, aunque, por quedar esta vez apresado, junto a todos
los demás tiranos, será entregado para ser quemado. Pero también el mismísimo príncipe
de los demonios, el autor y el inventor de todo mal, sujeto a cadenas de fuego, será encar-
celado con el fin de que haya paz en el mundo, y que la tierra, zarandeada por tantos años,
descanse. Así se habrá hecho la paz, y todo mal habrá sido suprimido, con el fin de que el
justo rey y conquistador instituya un gran juicio en la tierra sobre los vivos y los muertos,
entregando todas las naciones a la sujeción de los justos que estén vivos, y levantando a
vida eterna los justos que hayan muerto; y Él mismo reinará con ellos en la tierra, y edifi-
cará la santa ciudad, y este reino de los justos durará mil años. Durante ese tiempo, las
estrellas serán más brillantes, y el brillo del sol aumentará, y el de la luna no disminuirá.
Entonces la lluvia de bendición descenderá de Dios mañana y noche, y la tierra producirá
todo su fruto sin que el hombre la trabaje. La miel caerá de las rocas, y abundarán las
fuentes de leche y vino. Las bestias habrán dejado su ferocidad y se volverán mansas, el
lobo se paseará entre las manadas sin hacer daño, la ternera comerá con el león, la paloma
se unirá al águila, la serpiente no poseerá veneno, ni habrá animal que mate para vivir,
puesto que Dios les suplirá a todos su alimento abundantemente y sin peligro. Pero
cuando se cumplan los mil años, y el príncipe de los demonios quede suelto, las naciones
se rebelarán contra los justos, y multitudes sin número vendrán a arrasar la ciudad de los
santos. Entonces tendrá lugar el juicio final de Dios contra las naciones, pues que sacudirá
la tierra desde sus cimientos, y caerán las ciudades, y hará que caiga sobre los malos lluvia
de fuego y azufre y granizo, y se prenderán en fuego y se matarán unos a otros. Los justos,
entonces, serán ocultados bajo la tierra por un poco de tiempo hasta que se cumpla la
destrucción de las naciones, pero después de tres días saldrán y verán las planicies cubiertas
de esqueletos. Entonces habrá un terremoto, y los montes caerán, y se hundirán los valles
hasta hacer grande profundidad, y se amontonarán en ella los cuerpos de los muertos, y el
nombre de este lugar será llamado Poliandro (nombre a veces dado a los cementerios, pues
que son muchos los que se llevan allí). Después de estas cosas, Dios renovará al mundo, y
transformará a los justos en formas de ángeles de modo que puedan servir a Dios para
siempre jamás, y este será el reino de Dios que no tendrá fin. Luego también los malos
resucitarán, pero no a la vida sino al castigo, puesto que Dios también los levantará cuan-
do tenga lugar la segunda resurrección, con el fin de que, por haber sido condenados a
tormentos perennes y entregados al fuego eterno, sufran los castigos que merecen por su
crimen”.
19. La alusión a la Fórmula Doctrinae del Concilio de Nicea, es como sigue: “Esperamos cielos
nuevos y tierra nueva, cuando se manifieste la aparición y el reino del gran Dios y Salvador
nuestro Jesucristo. Entonces, como dice Daniel, los santos del Altísimo tomarán el reino.
Y la tierra será pura, santa, tierra no de muertos sino de vivos (la cual David, viéndola con
los ojos de la fe, exclama, ‘Creo que veré la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes’),
la tierra de los mansos y humildes. Pues que bienaventurados son los mansos, dice el
Señor, porque ellos heredarán la tierra; y el profeta dice que los pies de los pobres y de los
necesitados caminarán sobre ella” (cf. el artículo titulado, “Millennium”, en el Dictionary
de Henry Blunt).
Algunas de las sectas catalogadas como heréticas lo eran solo en ciertas doctrinas.
Muchas de ellas, como lo son algunas de las antes mencionadas, eran en realidad profetas
de la Reforma, y fueron clasificadas como heréticas solo por su oposición a lo que consi-
deraban que era la secularización de la iglesia. Es así como Juan Wesley va a hablar de
Montano como “no solo un hombre bueno, sino como uno de los mejores que había en
aquel momento sobre la tierra” (Works, XI:485). Indudablemente que así era en lo que
286 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

respecta a propósito e intención, sin que se puedan negar los anales históricos de los
excesos de los montanistas, aun cuando muchos de estos fueran excrecencias no represen-
tativas del movimiento como un todo. Hurst, Milner y otros historiadores de la iglesia
adoptan prácticamente la misma posición en cuanto a los valdenses, los cátaros y sectas
similares, ya que veían en ellas los precursores de la Reforma.
Desde el siglo diez hasta el catorce prevalecería la noción de que el fin del mundo es-
taba cerca. Al Constantino establecer la iglesia del estado, se pensó que respondía a la
figura de la primera resurrección; el reino de los mil años se concebía como precario,
puesto que su fin se acercaba; el anticristo, entonces, aparecería, y el fin de todas las cosas
pronto ocurriría. La literatura piadosa de este periodo expresa estas expectaciones (T. R.
Crippen, History of Christian Doctrine, 233).
20. Como hemos demostrado, fue muy poco lo que se enseñó sobre un milenio futuro
durante el periodo entre Agustín y la Reforma. El chiliastismo sufrió casi la aniquilación.
Desde el tiempo en que el Concilio de Roma, bajo el papa Dámaso, en 373 d.C., for-
malmente lo denunció, su condenación fue evidente. Baronio, un historiador católico
romano del siglo dieciséis, al escribir sobre los puntos de vista de los milenaristas del siglo
quinto, decía: “Así, las invenciones de los milenaristas, puesto que ahora han sido recha-
zadas en todo lugar, y ridiculizadas con mofas y carcajadas por los entendidos, y puesto
que también han sido prohibidas, se han extirpado totalmente”. Esta era la actitud general
de la iglesia al principio de la Reforma.
E. B. Elliot, en su Horoe Apocalypticoe, un tratado erudito y completo en cuatro to-
mos, compendia la perspectiva del milenio de principios de la Reforma como sigue: “Que
el milenio en el que Satanás es atado, y en el que los santos reinan, comenzó desde el
ministerio de Cristo, cuando éste vio que Satanás caía del cielo como un rayo; que ello
significó el triunfo sobre Satanás en los corazones de los verdaderos creyentes; que las
figuras subsecuentes de Gog y Magog indicaban la venida del anticristo al final del mun-
do, y que los mil años son un número figurado, que expresa la totalidad del periodo
comprendido. Se suponía, según lo que se enseñaba de la resurrección, que sería la de las
almas muertas a causa de la muerte del pecado, a la vida de justicia; que la bestia conquis-
tada por los santos significaba el mundo de maldad; su imagen, una profesión hipócrita; la
resurrección, algo continuo, hasta el fin de los tiempos, cuando tomen lugar la resurrec-
ción universal y el juicio final”. Elliot señala que este punto de vista prevaleció entre
ciertos escritores desde los tiempos de Agustín hasta la Reforma; también, que, después de
la Reforma, fue el que sostuvo Lutero, Bulinger, Bale, Pareo y otros, aunque con sentido
más eclesiástico y sujeto a ciertas modificaciones (cf. Daniel T. Taylor, The Reign of Christ
on Earth, 114-116).
21. Henry C. Sheldon resume de la siguiente manera la actitud hacia el chiliastismo durante el
periodo de la Reforma: “El chiliastismo o milenarismo fue decididamente repudiado por
todas las principales comuniones. Sin embargo, mantuvo considerable vigencia entre los
anabaptistas. Algunos de los autores místicos enseñaron puntos de vista parecidos. El
inglés Mede y el francés calvinista Jurieu, sostuvieron la teoría patrística primitiva. Du-
rante los días de la Rebelión y de la Mancomunidad, no fueron pocos los sectarios que
eran milenaristas. Tal era el caso con el partido designado como el de los Hombres de la
Quinta Monarquía. John Milton creía en una aparición futura visible de Cristo, y en que
se reinaría con Él sobre la tierra; el reinado sería de mil años. Cerca del fin de este periodo,
William Peterson atrajo la atención al defender con entusiasmo la misma doctrina. A la
misma vez se empezó a ver en algunos un abandono de la interpretación de Agustín, quien
creía en un reino visible de Cristo en la tierra. En lugar de ubicar el principio del milenio
en el pasado, lo ubicaban en el futuro. Whitby y Vitringa eran representantes prominentes
de esta perspectiva” (Henry C. Sheldon, History of Christian Doctrine, II:213).
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 287

22. En este periodo hubo muchos que sostuvieron una firme creencia en el segundo
advenimiento, los cuales, aunque escribieron poco sobre el tema, se conocía que sostenían
perspectivas milenarias. Individuos como Samuel Rutherford (1600-1661), Jeremy Taylor
(1623-1668), Richard Baxter (1615-1691) y Joseph Alleine fueron escritores de la vida
devota que, en gran medida, expresaron sus anhelos del retorno de su Señor por medio de
sus propias perspectivas del segundo advenimiento. También “el príncipe de los soñado-
res” Juan Bunyan (1628-1688), “el Homero cristiano” John Milton (1608-1674), el
célebre comentarista Matthew Henry (1663-1714), el catedrático de teología en Bremen
John Cocceius (m. 1669), Isaac Newton (1642-1727) y todo una pléyade como ellos.
Estos otros nombres podrían ser útiles: Joseph Farmer, Peter Sterry, John Durant, Simón
Menno (el fundador de los menonitas), John Alstead y Robert Maton.
Las interpretaciones del libro de Apocalipsis se dividen en tres clases: (1) la preterista
(sostenida por Grocio, Moses Stuart y Warren), la cual considera que la profecía se ha
cumplido principalmente en la era que siguió inmediatamente al tiempo de los apóstoles
(666=Nerón, Káiser); (2) la continua (sostenida por Isaac Newton, Vitringa, Bengel,
Elliot, Kelly, y Cummings), la cual considera el todo como una historia profética continua
que se extiende desde la primera edad hasta el fin de las cosas (666=Lateinos); Hengsten-
berg y Alford sostienen substancialmente esta perspectiva, aunque consideran que los siete
sellos, y las siete trompetas y copas, son sincronológicas, haciendo que cada grupo de
objetos cubra de manera sucesiva el mismo terreno, pero exhibiendo algún aspecto espe-
cial del mismo; (3) la futurista (sostenida por Maitland y Todd), la cual considera que el
libro describe los eventos que están pendientes de ocurrir durante el tiempo que precederá
inmediatamente la venida del Señor, y el tiempo que le seguirá (A. H. Strong, Systematic
Theology, III:1000).
23. Joseph Mede comenta sobre 1 Tesalonicenses 4:14-18 lo siguiente: “Una vez que seamos
recibidos juntamente con Cristo en su venida, de ahí en adelante nunca perderemos su
presencia, sino que siempre la gozaremos... El arrebatamiento de los santos en las nubes
será para honrar a su Señor y Rey a su regreso... y para ser preservados durante la confla-
gración de la tierra y los resultados que conlleve: como Noé y su familia fueron preserva-
dos del diluvio al ser levantados en el arca por sobre las aguas, así serán levantados con las
nubes los santos en la conflagración, en su arca, Cristo, para ser en ella preservados del
diluvio de fuego en el que los malos serán consumidos”. Sobre 2 Pedro 3:8 Mede dice:
“Pero por haberles mencionado el día del juicio, dado que podrían confundirlo con un
breve día, o un día de escasas horas, les pido, amados, que no ignoréis que un día es para el
Señor como mil años, y mil años como un día... palabras estas que habitualmente se
asume como que representan un argumento en favor de que Dios no retarda su promesa,
pero que los primeros padres las asumieron de manera diferente, lo cual ha probado ser
acertado. Porque la pregunta no es si el tiempo es largo o corto respecto a Dios, sino si es
largo o corto respecto a nosotros; de otra manera, no solo mil años, sino cien mil, serán a
los ojos de Dios no más de un día para nosotros; por tanto, no sería prolongado para Dios
si el día del juicio se retardara hasta ese tiempo” (cf. Joseph Mede, Works, III:611;
IV:776).
24. Nathaniel Homes fue un escritor puritano de grandes habilidades y contemporáneo de
Joseph Mede. En su obra Revelation Revealed, Homes dice lo siguiente: “En esa nueva
creación Cristo restaurará todas las cosas a su perfección, y cada creyente a la suya, con el
fin de que todos los creyentes puedan gobernar, de manera conjunta y coordinada, sobre
el mundo entero y todo lo que en él hay, sujetos a Cristo, su cabeza. Digo sobre todo, y no
sobre parte, como alguien descuidadamente ha publicado. Y digo conjuntamente, y no
una parte de los santos, no restándole autoridad al resto, que es lo que muchos soñarían. Y
coordinadamente, todos bajo los mismos términos, y no que algunos santos gobierne
288 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

haciendo del resto sus diputados, como los hombres parecen interpretar”. En lo que
concierne a aquellos que están “reservados del fuego para ser un apéndice de la nueva
creación, según lo entienden Lactancio, Sixto, Senensis y el doctor Twisse”, Homes dice
que, “por virtud del pacto adánico, serán restaurados en cuerpo y alma a la perfección
natural que Adán tenía en su estado de inocencia, aunque, por ser mutables, caerán,
cuando los asalte igualmente Satanás. Y de estos surgirá la progenie de Gog y Magog...
Puesto que ahora la iglesia es como el cielo en la tierra, el falaz engendro del futuro Gog y
Magog será ubicado remotamente en la tierra, cerca de su futuro infierno... Pero, si estos
hipócritas estuvieran cerca de la iglesia, ¿podrían quizá convertirse? Nosotros respondemos
que no, puesto que es (si podemos usar la palabra) el destino del periodo milenario, quiero
decir, la justa sentencia perentoria de Dios que, dado que durante todo ese tiempo no
habrá más degeneración de creyentes, tampoco haya regeneración de ellos” (Nathaniel
Homes, Revelation Revealed, 279, 282).
Thomas Burnett concordó tanto con Mede como con Homes en cuanto al tiempo de
la conflagración y de los nuevos cielos y la nueva tierra, y también en cuanto a lo completo
de la iglesia que deberá reinar en el estado de resurrección en la nueva tierra. “Tampoco
encuentro en San Juan”, dice Burnett, “que se haga una distinción entre dos clases de
santos en el milenio, una de los que están en el cielo (en cuerpos resucitados), y la otra de
los que están en la tierra (en estado mortal). Esta es una idea del milenio que, a los ojos
míos, no tendría ni belleza, ni fundamento en la Biblia”. Pero Burnett admite la dificultad
de dar cuenta de los malos que al clausurarse el milenio rodearán el campamento de los
santos y la ciudad amada (Apocalipsis 20:7-9). La solución que él mismo propone es la
siguiente: “Parece probable que exista una doble raza humana en la tierra futura, una muy
diferente de la otra... Una, nacida del cielo, hijos de Dios y de la resurrección, quienes son
los verdaderos santos y los que heredarán el milenio; la otra, nacida de la tierra, hijos de la
tierra, generados del lodo de la tierra y el calor del sol, como lo fueron al principio las
criaturas brutas. Esta segunda progenie, o generación de hombres de la tierra futura, es lo
que entiendo que el profeta quiere decir con estos nombres prestados o fingidos de Gog y
Magog” (Thomas Burnett, Theory of the Earth, IV:7).
25. Sobre el tema de lo completo de la iglesia, Perry declara: “Es inequívoco que cuando
Cristo venga personalmente desde el cielo, será el tiempo en que se solemnizará abierta-
mente la gloria del matrimonio entre Él y su esposa; y, si es así, entonces la novia deberá
estar preparada para ese tiempo, pues que así lo expresa este texto: ‘Y su esposa se ha
preparado’, lo cual no lo sería si no fueran todos convertidos antes de que Cristo viniera.
Esto, pienso, es innegable: que ‘la esposa’ o ‘la novia’ de Cristo se ha de entender como la
totalidad de los elegidos... ¿Cómo podría pensarse que Cristo, cuando venga desde el cielo
para celebrar esa fiesta de bodas entre Él y su pueblo, tenga una novia lisiada e imperfecta,
pues que así tendría que serlo si algunos estuvieran con Cristo en un estado perfecto y
glorificado, mientras que otros de su cuerpo místico estuvieran a su vez en una condición
imperfecta y no glorificada?” (Joseph Perry, The Glory of Christ’s Visible Kingdom,
225-226). Perry también declara lo siguiente: “La última restitución, o la restitución de
todas las cosas, no tendrá lugar, según yo lo concibo, hasta que Cristo venga personal-
mente. Así como el cielo lo recibió, así también lo retendrá hasta este tiempo, el cual traerá
la restauración de todas las cosas... Aunque esta restitución de todas las cosas incluye la
restitución de la creación a su estado paradisíaco, con todo es irrefutable que la principal
parte de esta restitución consistirá en que se traiga a los elegidos que fueron regenerados
por gracia, y que se complete el cuerpo místico entero de Cristo, pues es a los que princi-
palmente les atañe, y por cuya causa todas las otras criaturas serán restauradas, todo lo cual
demuestra que nadie se convertirá cuando Cristo venga” (Ibid., 224).
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 289

26. J. A. Bengel escribió: “Aparte de todos los detalles de cómputo cronológico, no podemos
sino pensarnos en aproximación muy cercana al término de un gran periodo; tampoco
podemos deshacernos de la idea de que tiempos inciertos pronto se sobrepondrán al
reposo que por tanto tiempo se ha gozado. Cuando el fin de algún gran y notable periodo
se acerca, se encuentra que muchos eventos sorprendentes toman lugar de manera simul-
tánea, y muchos más de manera rápidamente sucesiva, y que esto sucede después del curso
de épocas intermedias en las que nada inusual ha ocurrido” (J. A. Bengel, Memoirs and
Writings, 311).
John Gill (1697-1771) fue un inglés contemporáneo de J. A. Bengel. En lo que con-
cierne al milenio o reino personal de Cristo, Gill dice lo siguiente: “Observo que Cristo
poseerá un reino especial, peculiar, glorioso y visible, en el que reinará personalmente
sobre la tierra. (1) Yo lo señalo como un reino especial y peculiar, diferente del reino de la
naturaleza, y de su reino espiritual. (2) Será sumamente glorioso y visible; de aquí que su
aparición y su reino se sitúen juntos (2 Timoteo 4:1). (3) Este reino se dará después que
todos los enemigos de Cristo y de su pueblo sean quitados del medio. (4) El anticristo será
destruido; luego, un ángel, quien no será otro que Cristo, descenderá para atar a Satanás y
a todos sus ángeles. (5) Este reino de Cristo será delimitado por dos resurrecciones: por la
primera resurrección, o la resurrección de los justos, con la cual comenzará; y por la
segunda resurrección, o la resurrección de los malos, con la cual casi o totalmente termi-
nará. (6) Este reino tendrá lugar antes del juicio general, especialmente el de los malos.
Juan, después de ofrecer el relato del primero (Apocalipsis 20), relata la visión del último.
(7) Este reino glorioso y visible de Cristo será en la tierra, y no en el cielo; por tanto, será
distinto del reino del cielo o la gloria última”.
27. Edward Bickersteth dice: “La Esposa consta de todos los que han creído hasta que
comience el milenio. Solo éstos son el cuerpo místico de Cristo... Pero después que sean
completados, en el segundo advenimiento, la tierra será poblada por las naciones de los
salvados, en carne y hueso, por los amigos, los compañeros, y los siervos del Esposo—una
compañía totalmente diferente a la de la Esposa glorificada” (Edward Bickersteth, The
Divine Warning).
De acuerdo al Duque de Manchester, “Los dones necesarios para la formación del
cuerpo místico de Cristo no se confirieron sino hasta después que Cristo ascendió... Por
tanto, no podríamos decir con exactitud que la iglesia bajo la dispensación anterior era
‘Cristo’. La Esposa es la Nueva Jerusalén... La gran gloria de la Nueva Jerusalén es que
ahora es la morada de la Deidad. Pero que el creyente sea la habitación de Dios es la gloria
peculiar de la dispensación fundada por los apóstoles, según la promesa de que ‘está con
vosotros y estará en vosotros’” (Duque de Manchester, The Finished Mystery, 284-288).
A. A. Bonar difiere de las posiciones anteriores. Cuando el Señor venga, la Esposa la
formarán todos los santos que han sido redimidos en medio de luchas y tentaciones,
tristezas y guerras; y esta Esposa reinará mil años con Él. Por tanto, como santos que
poblarán la tierra durante estos mil años, serán tan verdaderamente santos y tan sencilla-
mente dependientes de su Cabeza como cualquiera de los que ya estarán en gloria (A. A.
Bonar, Redemption Drawing Nigh, 124ss).
28. Daniel Steele, en su libro titulado Antinomianism Revived, trata con lo que él denomina,
“la escatología de Plymouth”. Su discusión se interesa en la escatología de los Hermanos
de Plymouth, pero la teoría que se discute es la misma que hemos denominado, “la teoría
Keswick”. Nadie cuestionará que el movimiento Keswick moderno es en gran medida un
derivado del movimiento Plymouth que lo antecede. Aunque Steele discute esta posición
premilenaria solo desde la perspectiva de un postmilenarista, las referencias que hace a un
antinomianismo subyacente no dejan de ser válidas. La teoría de represión del milenio no
es otra cosa que una extensión de la teoría de represión del pecado en el corazón del
290 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

individuo, una posición tajantemente opuesta al wesleyanismo. Como señala Steele, lo


único que a veces necesita el énfasis sobre la elección, a fin de que quede completo el
esquema antinomiano del calvinismo, es la doctrina de una expiación limitada.
29. W. W. Spicer, en su obra titulada Our Day in the Light of Prophecy, nos ofrece el siguiente
resumen de la posición adventista. (1) El milenio es el periodo que cierra la gran semana
del tiempo de Dios. (2) El mismo sucederá a la clausura de la era del evangelio y precederá
el establecimiento del reino eterno de Dios en la tierra. (3) Completará lo que se dice en la
Biblia que es “el día del Señor”. (4) Estará delimitado en cada extremo por una resurrec-
ción. (5) Su comienzo lo marcará la diseminación de las siete plagas, la segunda venida de
Cristo, la resurrección de los justos que han muerto, y el traslado de los santos al cielo; su
clausura la marcará el descenso de la Nueva Jerusalén junto a Cristo y a los santos desde el
cielo, la resurrección de los malos que han muerto, que Satanás sea soltado, y la destruc-
ción final de los malos. (6) Durante los mil años, la tierra estará desolada y confinará a
Satanás y a sus ángeles, y los santos, con Cristo, se sentarán a juzgar a los malos en prepa-
ración para el juicio final (cf. Jeremías 4:23-26 y la desolación de la tierra). (7) Los malos
que han muerto serán entonces levantados, Satanás será soltado por un poco de tiempo, y
él y las huestes de los malos rodearán el campamento de los santos y la ciudad santa, pero
vendrá un fuego del cielo que los devorará. (8) La tierra será limpiada por el mismo fuego
que habrá destruido a los malos, y la tierra renovada se tornará en la morada eterna de los
santos. (9) El milenio será una de “las edades que vendrán”. Su clausura marcará el prin-
cipio del nuevo estado terrenal.
30. La teoría Keswick sostiene que la obra de salvación continuará a través del milenio. Joseph
A. Seiss añade: “Por tanto, sostengo, como parte integral y necesaria de la doctrina bíblica
de salvación, que nuestra raza, por cuanto consta de un orden de seres que se multiplican a
sí mismos, nunca dejará de existir ni de poseer la tierra”. De nuevo: “La tierra, y las gene-
raciones y naciones de la tierra, sin importar los cambios trascendentales que tengan lugar,
se dilatarán a través de los mil años y más allá, incluso, de alguna manera, para siempre”
(Joseph A. Seiss, Millennialism and the Second Advent). Seiss sostiene, además, que estas
naciones existirán en su presente estado, en lo que a su mortalidad y depravación interna
se refiere, aunque se establecerá una nueva forma de administración en la que la obedien-
cia externa será compulsoria. Dice que “el así llamado milenio, traerá consigo una dispen-
sación totalmente diferente de la que vivimos... La gran obra y el gran oficio de la iglesia
ahora es predicar el evangelio a toda criatura, y ser testigo de Cristo a un mundo adverso y
contradictorio, aunque no se diga una palabra acerca de un oficio tal en manos de morta-
les durante todo ese dilatado periodo. En su lugar, sin embargo, habrá un pastorear de las
naciones con vara de hierro, una administración de rectitud y justicia con autoridad e
invencible de parte de reyes-sacerdotes inmortales, y un potente discipulado de hombres y
naciones que excederá por mucho lo que cualquier mera predicación del evangelio haya
jamás logrado o haya pretendido lograr en favor de la sociedad terrenal... Ahora solo
podemos rogar a los hombres en nombre de Cristo que se reconcilien con Dios; ahora
será, entonces, que se verán compelidos a recibir los ordenamientos que se les den para
que sirvan con temor y se alegren con temblor, para que besen al Hijo y le rindan la
adoración que se requiere, a no ser que perezcan en el camino (Salmos 2:10-12). Ahora se
dejará a opción de los hombres servir a Dios o no, sin que nada interfiera con su escogi-
miento excepto el juicio que vendrá, pues será entonces que se les requerirá aceptar y
obedecer sus leyes o ser castigados y abatidos allí mismo” (cf. Joseph A. Seiss, Lectures on
the Apocalypse, III:346-347). El lector crítico no podrá menos que notar aquí la enseñanza
Keswick sobre la represión del pecado innato en el corazón del individuo, aunque exten-
dida al reino milenario en sus aspectos externos. Los que sostienen que el pecado del
corazón no solo tiene que meramente reprimirse sino purificarse, hallarán que es difícil
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 291

admitir esa clase de reino milenario externo y represivo. Si la mente carnal no puede
sujetarse a la ley de Dios en el presente, ¿cómo lo podrá hacer durante el milenio? Este es
uno de los problemas confusos que afectan a esta forma de milenarismo.
31. Es habitual en los que defienden este tipo de milenarismo que fundamenten sus
objeciones al postmilenarismo basados en la parábola del trigo y la cizaña. A manera de
ilustración, citemos lo siguiente, de A. Sims: “La teoría del momento (refiriéndose al
postmilenarismo) se opone al espíritu y a la enseñanza de la parábola del trigo y la cizaña.
Estas no podrán separarse, puesto que deberán crecer juntas hasta la siega, o el fin de las
edades, cuando Cristo venga para juicio. Pero, ¿cómo podrán continuar creciendo el mal
junto al bien hasta la clausura de la dispensación si todos han de ser salvos, y si han de
haber mil años de justicia antes de la segunda venida de Cristo? Se sigue, entonces, que la
perspectiva prevaleciente del milenio enseña que el trigo y la cizaña no han de crecer
juntos hasta la siega, sino que la cizaña se convertirá en trigo, puesto que tampoco la
segunda venida de Cristo tendrá lugar hasta el fin de los mil años” (A. Sims, Deepening
Shadows and Coming Glories, 191). Aquí el escritor objeta al postmilenarismo sobre las
bases de que éste enseña un reino de absoluta justicia previo a la venida de Cristo, un reino
en el que toda la cizaña se convierta en trigo. Pero si los postmilenaristas creyeran así, sería
un argumento contra ellos mismos. Que no es este el caso, lo evidenciará un estudio
cuidadoso de sus escritos. El argumento es reaccionario. La clara inferencia es que el
milenio que sigue a la venida de Cristo no será un reino mixto en el que pecadores y justos
vivan juntos, puesto que la cizaña habrá sido destruida y todas las personas serán justas.
Pero, ¿es eso lo que enseña este tipo de milenarismo? Ciertísimamente que no. Lo que
sostiene es que la obra de la salvación continuará como antes durante el milenio, y que
todavía existirá una mezcla de los malos y los justos, de la cizaña y del trigo.
32. William Burton Pope, en su comentario de Hebreos 9:12, 24-28, dice: “Este es un texto
cardinal, y la variación de la fraseología, escogida con gran cuidado, necesita observarse.
En este versículo, la palabra es ofzesetai (Hebreos 9:28, ‘aparecerá por segunda vez’),
mientras que en el otro, donde dice que ‘se presentó... para quitar de en medio el pecado’,
la palabra es pezanerotai, y su manifestación entre estas dos veces es ‘para presentarse ahora
por nosotros ante Dios’, emfaniszinai. La primera vez será la exhibición más visible suya
como Rey, en la forma judicial de su oficio real. Vindicará su expiación contra todos los
que lo han menospreciado. El pecado será finalmente castigado por constituir el rechazo
de Cristo y de su redención. ‘Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los
ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a
Dios ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo’, la dará a todos los que han
escuchado ese evangelio y sean hallados sin el conocimiento evangélico de Dios” (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:390).
El señor Barker, en su comentario de Hebreos 7:25, dice: “Es absolutamente necesa-
rio recordar que la palabra ‘siempre’ significa continuidad, no eternidad de acción, ya que
el oficio de Cristo como nuestro intercesor concluirá cuando haya traído a todo su pueblo
con Él” (Barker, Hope of the Apostolic Church, 184).
El Duque de Manchester, un ardiente premilenarista, asume la misma posición. Dice:
“Cuando el Mesías deje el ‘Lugar Santísimo’ al que hoy ha entrado para ‘presentarse ahora
por nosotros ante Dios’, la intercesión, la cual es peculiar a su sitio en el Lugar Santísimo,
habrá cesado... Al entregarle su reino al Padre (aquel en el que ahora reina, pero que
entregará en el milenio), dejará ‘el trono de gracia’ en el que reinará hasta la aplicación
eficaz por el Espíritu Santo de toda su obra hasta ‘la restitución de todas las cosas’” (Du-
que de Manchester, Horae Hebraicae, 90).
33. Joseph Perry, un enérgico defensor del tipo primitivo de premilenarismo, rechaza la idea
de que la salvación continúe después del segundo advenimiento, ya que cree que la iglesia
292 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

estará completa con anterioridad a ese tiempo. Dice: “Hay algunas cosas en las que estas
personas insisten pero con las que no puedo de manera alguna consentir, es decir, que
según la opinión de algunos buenos hombres cuando Cristo se establezca en su trono de
gloria, en su reino, y todos los santos con Él, en estado perfectamente incorruptible de
inmortalidad, entonces ocurrirá la predicación del evangelio, y la obra de conversión irá
adelante entre la multitud de naciones que estén viviendo cuando Cristo venga. Digo que
es en esto que no puedo acoplarme sino al contrario expresar mi aversión, porque no
puedo creer que el Señor Jesucristo descienda del cielo y deje esa gran obra de intercesión
que ahora ostenta a la diestra de Dios en espera de que el número exacto de los elegidos de
Dios de entre los judíos y gentiles se convierta, y se complete el cuerpo místico de Cristo.
Si ese fuera el caso, ¿dónde habría lugar para que se continuara la obra de conversión
después de ahí? (Joseph Perry, Glory of Christ’s Visible Kingdom).
Thomas Burnett ha declarado que “interpretar el Apocalipsis sin el milenio es como
abrir una cerradura sin la llave”. El milenio, para este autor, ha de identificarse con el
periodo de los nuevos cielos y la nueva tierra y, por tanto, con un periodo de justicia pura.
Esta doctrina, según él, “era la de todos los antiguos milenarios, y es por eso que debemos
ser cuidadosos y situarlo en ese periodo”. También va a contender que el estado que será la
nueva Jerusalén no será distinto del estado del milenio, y que será inaugurado por la
séptima trompeta y el juicio; además, que durante el milenio ocurrirá una aparición lustral
de Cristo y de la shekiná. Ubicar el milenio en esta tierra antes de la renovación, afirma él,
fue lo que trajo descrédito y decadencia a la antigua doctrina (cf. Daniel T. Taylor, The
Reign of Christ on Earth, 214).
El siguiente análisis de la posición de Agustín ha sido concertado en conformidad con
el abstracto de La ciudad de Dios, preparado por Elliott, el cual aparece citado en la obra
de Jesse Forrest Silver, titulada, The Lord’s Return: (a) La primera resurrección es la de las
almas de los muertos que se levantan a la vida espiritual, lo cual comienza con el ministe-
rio de Cristo, desde donde data el milenio. (b) El diablo, el hombre fuerte armado, es
atado y expulsado de los corazones de los discípulos de Cristo. (c) El reino de los santos es
su victoria personal sobre el pecado y el diablo. Satanás ya no puede engañar. (d) La
‘bestia’ es el mundo malvado; su ‘imagen’ es la hipocresía. (e) El milenio terminará en 650
d.C., lo cual concluirá el periodo de seis mil años e introducirá el surgimiento del anti-
cristo.
34. Charles Hodge presenta esta doctrina como sigue: “La doctrina común de la iglesia es,
primero, que habrá un segundo advenimiento del Hijo de Dios, el cual será personal,
visible y glorioso. Segundo, que los eventos que precederán ese advenimiento serán: (1) La
difusión universal del evangelio, o como lo expresa nuestro Señor, la reunión de los elegi-
dos. En esto consiste la vocación de la iglesia cristiana. (2) La conversión de los judíos, la
cual será nacional. Así como fue nacional su destitución, aunque un remanente sería salvo,
así podrá ser nacional su conversión, aunque algunos puedan permanecer endurecidos. (3)
La venida del anticristo. Tercero, que los eventos que estarán presentes en el segundo
advenimiento serán: (1) La resurrección de los muertos, tanto justos como injustos. (2) El
juicio general. (3) El fin del mundo. Y, (4) la consumación del reino de Cristo” (Charles
Hodge, Systematic Theology, III:792).
Los teólogos arminianos han sido casi sin excepción los exponentes de la teoría post-
milenaria. Aquí se puede nombrar a Richard Watson como el más antiguo de los teólogos
metodistas, y a Pope, Raymond, Wakefield, Miley, Summers y Field. Entre los teólogos
calvinistas o reformados podemos mencionar, además de Charles Hodge, a A. A. Hodge,
Strong, Shedd y Boyce. Algunos de estos, sin embargo, le dan poca atención al tema en
sus tratados teológicos.
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 293

William Burton Pope dice: “Dado que ninguna iglesia ha incorporado la doctrina (el
premilenarismo) en sus profesiones de fe, la misma se ha reducido en tiempos modernos a
escuelas de pensamiento dentro de las distintas comuniones, las cuales han sido influen-
ciadas, en su mayoría, y lideradas por estudiantes individuales de la profecía... Durante el
siglo presente, esta creencia ha sido incorporada en numerosos sistemas, y en algunos es
casi su característica principal. Aun así, generalmente hablando, la misma va a ser sosteni-
da solo por individuos y escuelas privadas de interpretación, de manera inconsistente por
teólogos luteranos, anglicanos, de Westminster, y de algunas otras confesiones, y de
manera consistente solo por aquellos que en otros respectos niegan la analogía de la fe
según la expresan los credos antiguos y los libros de fórmulas de la Reforma y el consen-
timiento general de la Iglesia Católica Romana, pero sin que confesión alguna la limite”
(William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:397-398).
I. A. Dorner y el obispo H. L. Martensen hacen hincapié en la importancia del se-
gundo advenimiento, y en cierto sentido pueden considerarse premilenaristas, aun cuando
sus enseñanzas se acerquen más, en muchos casos, a la teoría postmilenaria o, para ellos,
las enseñanzas comunes de las confesiones.
35. J. J. Van Oosterzee, entre los teólogos holandeses, se atiene a la teoría premilenaria. Dice:
“La expresión, reino milenario, suena desagradable a tantos oídos aun desde el punto de
vista de la creencia que se requiere algo de valentía para que uno se coloque entre los
defensores del chiliastismo. Si lo hacemos, por tanto, en obediencia a la fe en la Palabra,
fuera de la cual no sabríamos nada acerca del futuro, debemos comenzar repudiando la
forma judía, en la cual algunos representan esta perspectiva de forma que provee una
ocasión propicia para que los reformadores hablen de la Judaica somnia. Para nosotros la
esperanza aquí comunicada es también ‘una perla real de verdad y conocimiento cristia-
nos’, pero lo será solamente después que hayamos separado la perla de la concha veteada
en la que con frecuencia se nos ofrece” (J. J. Van Oosterzee, Christian Dogmatics, II:799).
La posición postmilenaria se encuentra hábilmente expresada por Clarence A. Be-
ckwith en el artículo sobre el milenio, de la nueva Enciclopedia Schaff-Herzog del Cono-
cimiento Religioso.
(1) El evangelio, por medio de las agencias cristianas, impregnará el mundo entero,
volviéndose inmensurablemente más eficaz que en el presente.
(2) Una vez se alcance esta condición, la misma continuará por mil años.
(3) Los judíos se convertirán, bien al principio o en algún momento durante este pe-
riodo.
(4) Seguirá a esto una breve apostasía y un pavoroso conflicto entre fuerzas cristianas y
de maldad.
(5) Por último, pero simultáneamente, ocurrirá el advenimiento de Cristo, la resu-
rrección general, el juicio, la destrucción del mundo antiguo mediante el fuego, y la
revelación de los cielos nuevos y la tierra nueva.
Es bien conocido que Juan Wesley siguió a J. A. Bengel en su interpretación del Apo-
calipsis. El John Owen también sostiene este punto de vista. Todos afirman que hay dos
periodos distintos de mil años de los cuales se habla en Apocalipsis 20:1-7, y Daniel Steele
observa que el artículo griego apoya esta perspectiva. El primer periodo es aquel en el que
Satanás es atado por mil años, el cual, como declara Bengel, indica el gran periodo de
prosperidad de la iglesia. El segundo es el de los mártires que vivieron y reinaron con
Cristo por mil años. En lo que concierne a este último, Bengel dice: “Mientras que Sata-
nás queda suelto de su reclusión de mil años, los mártires viven y reinan, pero no en la
tierra, sino con Cristo. Entonces, la venida de Cristo en gloria al fin tendrá lugar en el día
último; luego, lo próximo será el cielo nuevo, la tierra nueva, y la nueva Jerusalén”. Bengel
va a añadir que, “confundir los dos periodos milenarios ha producido numerosos errores
294 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

desde hace mucho tiempo, lo cual ha hecho del calificativo chiliastismo uno antipático y
suspicaz”. Daniel Steele, al comentar la posición anterior, dice: “Luego, Bengel y Wesley,
antes que premilenaristas, eran, de hecho, lo que son la mayoría de los metodistas mo-
dernos—postmilenaristas” (Daniel Steele, Antinomianism Revived, 241).
36. Miner Raymond también plantea: “¿Serán verdaderos cristianos todos los habitantes de la
tierra en el tiempo del milenio? Pensamos que no, puesto que suponerlo es también
suponer que la probatoria habrá cesado, y que los humanos de la tierra habrán alcanzado
la condición de su estado celestial. Afirmar la salvación segura de una clase requiere que se
asuma que habrá una agencia que asegure esos resultados, pero asumir tal cosa es lo con-
trario a la contingencia. Si la salvación de todos los vivientes va a estar asegurada con
certeza en algún momento dado, entonces su salvación no es una contingencia; no están a
prueba. El verdadero milenio consiste en el logro del evangelio; el evangelio es predicado a
agentes morales, capaces de aceptar o rechazar... ¿Por qué medios podemos esperar que el
milenio se introduzca? Hemos asumido que el presente es el último tiempo, que es la
última dispensación de gracia y de probatoria provistas para los seres humanos, que la
venida de Cristo será al final del mundo, que la resurrección de los muertos, tanto de los
justos como de los injustos, ocurrirá cuando Cristo venga, sucediendo la de los injustos
inmediatamente a la de los justos. Esta suposición equivale a afirmar que los medios para
los logros del evangelio serán los mismos que operan ahora, y que han operado desde el
principio, pero que cambiarán solo en el sentido de que serán considerablemente acrecen-
tados en número y eficiencia” (Miner Raymond, Systematic Theology, II:490-492).
37. David Brown, un notable escritor postmilenarista, dice: “Al abrir sus libros (refiriéndose a
la “Guía”, de Edward Bickersteth), encontramos que usted hace del milenio el mismo
estado cristiano que nosotros esperamos que sea. Usted dice que los judíos, al contemplar
a su Salvador traspasado, se arrepentirán y creerán, y serán los instrumentos misionales
para la conversión de los gentiles; y usted habla de la bienaventuranza espiritual de ese
periodo en el cual ‘la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren
el mar’, y ‘el reino, el dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo sean
dados al pueblo de los santos del Altísimo’, y ‘los hombres serán benditos en Cristo [con la
salvación, por supuesto], y toda nación lo llamará bendito’. Aquí, pues, está la dificultad
inextricable en la que el sistema suyo lo deja atrapado, aunque usted no se encuentre
consciente de ella, o no quiera enfrentarse a ella. Usted discurre con igual confianza sobre
dos cosas, una de las cuales destruye a la otra. Usted se regocija en que Cristo traerá a todo
su pueblo con Él antes del milenio. ¡Pero usted no se regocija menos en la perspectiva de
un mundo que estará poblado de personas creyentes por mil años después de su venida!”
(David Brown, Christ’s Second Coming, 78).
En cuanto a los puntos de vista de Juan Wesley, Daniel Steele observa lo siguiente:
“Wesley, en sus ‘Apuntes sobre el Nuevo Testamento’, siguió a Bengel mayormente sino
en definitiva en lo cercano de Satanás ser atado y el milenio; también en la opinión de que
Apocalipsis 20:1-11 incluía dos periodos de mil años en el primero de los cuales Satanás
sería atado y la iglesia y el mundo tendrían ‘inmunidad de todo mal y afluencia de toda
bendición’; el milenio. Durante los segundos mil años, Satanás sería desatado, y ‘mientras
que los santos reinan con Cristo en el cielo, los hombres en la tierra estarán sin cuidado y
seguros’. Después de estos segundos mil años, según Wesley, ocurrirá el segundo adveni-
miento. Sus palabras son inequívocas y determinantes: ‘Él [Satanás] será atado pronto;
cuando sea desatado los mártires vivirán y reinarán con Cristo. Después vendrá su retorno
en gloria’ (Apuntes sobre Apocalipsis 20:1-11). De esta manera, en su sermón sobre ‘El
gran tribunal’, ubicará claramente el segundo advenimiento en el tiempo del juicio (Apo-
calipsis 20:11-15), el que el Apóstol dice, y todo el mundo admite, que será después del
milenio. Estos hechos prueban concluyentemente que Wesley ubicaba el segundo adve-
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 295

nimiento después del milenio. Se apartaría, pues, en esto de Bengel, si, como se alega, éste
ubicaba el advenimiento antes del milenio” (Daniel Steele, Antinomianism Revived,
273-274).
38. Miner Raymond objetará al premilenarismo de la siguiente manera: “La teoría no tiene
apoyo sino en la interpretación literal del capítulo veinte de Apocalipsis. Si ese capítulo
contuviera toda la información que tenemos sobre el tema, estaríamos compelidos a
conceder que el postmilenarismo es la escatología de la Biblia, pero hemos de confesar que
el libro de Apocalipsis es altamente figurado y simbólico, y que es extremadamente difícil
interpretarlo. Es una regla aceptada de exégesis que lo perspicuo explique lo oscuro, y que
lo literal explique lo figurado, y no al revés” (Miner Raymond, Systematic Theology,
II:478).
Aquí surge una diferencia entre el Apocalipsis y los otros escritos del Nuevo Testa-
mento. Entre tanto que estos últimos unen el juicio y la consumación del mundo al
segundo advenimiento de Cristo, el Apocalipsis interpone otra fase. Hace que el reinado
de mil años de Cristo se fije en este periodo del mundo terrenal, con anterioridad a la
lucha final decisiva y la victoria de Cristo. Pero el pasaje es de significado discutible. Según
una interpretación, los mártires y santos serán previamente traídos a la vida con cuerpos
glorificados en una primera resurrección. Según otros, su resurrección significa solamente
que serán dotados de poder para su reinado con Cristo. Se disputa, todavía más, si, según
el Apocalipsis, Cristo se encontrará visible en la tierra durante el milenio, o si vendrá otra
vez en el milenio solo en el sentido de una manifestación triunfante y gloriosa del poder
del evangelio, de lo cual dependerá la otra pregunta de si el reinado conjunto de los santos
con Cristo tendrá lugar invisiblemente, y por tanto, espiritualmente en el cielo, con la
antigua tierra permaneciendo como tierra, o sobre ella. El Apocalipsis precisa que Satanás
sea desatado una vez más por un poco de tiempo, y que Gog y Magog marchen contra la
santa ciudad, representación en la cual las relaciones terrenales del milenio se ven esen-
cialmente como iguales a las antiguas. Pero si este es el caso, sería improbable que el autor
estuviera pensando en que la antigua tierra estuviera siendo visiblemente gobernada por
Cristo juntamente con los santos resucitados en cuerpos glorificados. En el reino de los
mil años del Apocalipsis, no se es prometido ni un retorno visible de Cristo, ni la glorifi-
cación y transformación del mundo. La única característica del segundo advenimiento de
Cristo que se menciona de manera cierta es el reinado conjunto de los santos con Cristo
sobre unos tronos, y el que la autoridad de Satanás sea temporalmente atada, siendo más
probable que esto último tome lugar en la tierra externa, sin que ésta cambie, en el tiempo
en que su poder sea desatado. El juicio final y la manifestación de Cristo en gloria sólo
vendrán después del último conflicto con los poderes anticristianos (Apocalipsis 20:10ss),
y del suceso del nuevo cielo y la nueva tierra, cuyos cambios cósmicos están vinculados a la
resurrección general (Apocalipsis 20:11-15; 21:1; cf. 2 Pedro 3:13) (Isaac A. Dorner,
System of Christian Doctrine, IV:389-390).
La Declaración de Richard Watson sobre el Premilenarismo. La siguiente declara-
ción sobre el milenio, y sobre las bendiciones que se gozarán particularmente durante ese
periodo señalado por la profecía, es tomada de los escritos de Richard Watson, el antiguo
teólogo del metodismo. El artículo entero se encuentra en el Diccionario de Watson, bajo
el título de, “El Milenio”.
(1) Se dice expresamente de aquellos que participarán de la primera resurrección que
serán “bienaventurados y santos”, con lo cual el escritor inspirado parece denotar que será
un tiempo de eminente santidad. Ello constituirá la gloria peculiar y la fuente de felicidad
del estado milenario (Zacarías 14:20-21).
(2) Hay razón para esperar una efusión extraordinaria del Espíritu al comienzo de este
periodo feliz, al igual que la hubo al establecerse por primera vez el reino de Cristo en el
296 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

mundo. Además de las promesas del Espíritu cumplidas en la era apostólica, hay otras que,
por su vínculo, parecen aludir al tiempo del que ahora estamos hablando. Por eso Isaías,
después de describir el reino de Cristo que se establecería en su primera venida, y luego el
estado desolado de los judíos, lo representa como algo que continuará “hasta que sobre
nosotros sea derramado el espíritu de lo alto. Entonces el desierto se convertirá en campo
fértil y el campo fértil será como un bosque” (Isaías 32:15-19). (Cf. también Romanos
11:26-27 e Isaías 59:20-21. Ezequiel 36:27; 39:28-29; Zacarías 12:10).
(3) Una propagación universal del evangelio, la cual difundirá el conocimiento del
Señor a través del mundo de una manera más extensiva y eficiente que nunca antes. La
promesa que se repite es que “la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las
aguas cubren el mar”; y esto tendrá lugar en ese día en el que los gentiles buscarán la raíz
de Isaí, cuya habitación será gloriosa, cuando “Jehová alzará otra vez su mano para reco-
brar el resto de su pueblo... Levantará pendón a las naciones, juntará los desterrados de
Israel y desde los cuatro confines de la tierra reunirá a los esparcidos de Judá” (Isaías
11:9-12). La misma promesa de un conocimiento universal de la gloria del Señor se repite
en la profecía de Habacuc 2:14. A ello le acompañarán efectos correspondientes: “Se
acordarán y se volverán a Jehová todos los confines de la tierra, y todas las familias de las
naciones adorarán delante de ti” (Salmos 22:27); “Todos los reyes se postrarán delante de
él; todas las naciones lo servirán” (Salmos 72:11). Aunque no podemos imaginar que
todos los habitantes del orbe lleguen a tener un conocimiento verdadero y salvador del
Señor, sí podemos esperar que la propagación universal de la luz y el conocimiento reli-
gioso sea tal que desarraigue el paganismo, el mahometismo, y los artificios anticristianos,
y que produzca numerosos efectos sobre aquellos que no sean verdaderamente regenera-
dos, intimidando sus mentes, domesticando su ferocidad, mejorando su moralidad, y
haciéndolos pacíficos y humanitarios.
(4) Los judíos entonces se convertirán a la fe del Mesías, y participarán con los gentiles
de las bendiciones de su reino. El apóstol Pablo trata extensamente con este asunto (Ro-
manos 11), y lo confirma por medio de las profecías del Antiguo Testamento. Habla de
Israel en sentido literal, la posteridad natural de Abraham, puesto que los distingue tanto
de los creyentes gentiles como de los convertidos judíos de su tiempo, y los describe como
al resto, quienes eran ciegos, y habían tropezado y caído sin alcanzar nada; al contrario,
habían sido desgajados y excluidos (Romanos 11:7, 11-12, 15 y 17). No obstante, niega
que hayan tropezado para caer sin poder recuperarse al punto de que no pudieran ser
restaurados en ningún periodo futuro; al contrario, demuestra que por medio de su caída
la salvación habría de venir a los gentiles, aunque tal cosa, de nuevo, los provocara a celos
o emulación (v. 11). Arguye que, si la caída y mengua de los judíos fue para enriquecer a
los gentiles, y su exclusión, para la reconciliación del mundo, su plena restauración será
mucho más, y su admisión, vida de entre los muertos (versículos 12, 15). Arguye, aún
más, que si los gentiles fueron injertados “contra naturaleza... en el buen olivo, ¿cuánto
más estos, que son las ramas naturales, serán injertados en su propio olivo?” (v. 24). Y este
no es un evento que el Apóstol considere probable, sino absolutamente seguro, puesto que
va a demostrar que la ceguera actual y conversión futura de ese pueblo es el misterio o
sentido oculto de las profecías alusivas a los judíos, y las dos que cita anticipan, por su
contexto, tanto el rechazo de ellos como su restauración (Isaías 59:20-21; 27:9).
(5) La pureza de la comunión visible de la iglesia, la adoración y la disciplina, serán
entonces restauradas, cónsonas con el modelo apostólico primitivo. Durante el reinado del
anticristo, una forma corrompida de cristianismo habrá sido traída sobre las naciones e
incorporada en las constituciones políticas de los reinos que estarán sujetos a ese poder
monstruoso. Por ese medio, los hijos de Dios, o bien estarán mezclados entre la comunión
religiosa visible del mundo profano, en una oposición directa a la palabra de Dios, o bien
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 297

serán perseguidos por su no conformidad. En una referencia a este estado de cosas, el ángel
ordena al apóstol Juan que deje el patio que está fuera del templo, y que no lo mida, por la
siguiente razón: “porque ha sido entregado a los gentiles. Ellos hollarán la ciudad santa
cuarenta y dos meses” (Apocalipsis 11:2), es decir, contaminarán y profanarán la adora-
ción y comunión de la iglesia durante los mil doscientos sesenta años del reinado del
anticristo, a un punto tal que no podrá ser medido por la regla de la palabra de Dios. Pero
cuando llegue el periodo del cual estamos hablando, el santuario será purificado (Daniel
8:14); entonces, la comunión visible, la adoración y la disciplina de la casa de Dios, serán
restauradas a su pureza primitiva, en consonancia con la regla del Nuevo Testamento.
(6) La presencia y habitación especial del Señor estará entonces en medio de su pue-
blo... Él también los llamará a la pureza de la comunión y de la santidad personal, y
prometerá morar con ellos y andar entre ellos (2 Corintios 6:16-17); no obstante, esto se
cumplirá de una manera eminente y notable durante el periodo del milenio. El Señor,
habiendo prometido levantar a Israel de su tumba, para reunirlo de entre los paganos, y
traerlo a la iglesia y al reino de Cristo, como un rebaño que tiene un pastor, añade, “Estará
en medio de ellos mi tabernáculo; yo seré el Dios de ellos, y ellos serán mi pueblo” (Eze-
quiel 37:11-27)... Lo que se insinúa es que habrá unas muestras tan visibles de la presencia
y la habitación divinas entre ellos que el mundo lo notará, y que le producirá convicción y
temor, como en cierta medida fue el caso con las primeras iglesias (Hechos 2:47; 5:11, 13;
1 Corintios 14:25)... Ciertamente, el apóstol Juan lo representará como algo alcanzado: “Y
oí una gran voz del cielo, que decía: El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él
morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios”
(Apocalipsis 21:3).
(7) Este será un tiempo de paz, tranquilidad y seguridad universal. Personas que por
naturaleza eran de la disposición más salvaje, feroz y cruel, vendrán a ser mansos e inde-
fensos, ya que así se promete en Isaías 11:6-10. Sea que consideremos como convertidas o
no las personas representadas por estos animales dañinos, lo cierto es que, en ese momen-
to, se les impedirá, en efecto, hacer daño o perseguir a los santos. Durante este periodo
feliz, no habrá guerra ni derramamiento de sangre entre las naciones, ya que se nos dice
que, en los últimos días, cuando el monte de la casa de Jehová se establezca como cabeza
de los montes, y sea exaltado sobre los collados, y todas las naciones corran a él, el Señor
“juzgará entre las naciones y reprenderá a muchos pueblos. Convertirán sus espadas en
rejas de arado y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación ni se adiestra-
rán más para la guerra” (Isaías 2:4). Aunque, hasta aquí, la guerra habrá inundado el
mundo con sangre humana, y habrá sido fuente de complicadas calamidades para la
humanidad, con todo, cuando Satanás sea atado, y su influencia sobre los hombres malos
sea restringida, y los santos ejerzan dominio, la guerra, por necesidad, deberá cesar.
(8) Entonces, los gobernantes civiles y los jueces deberán ser, todos, mantenedores de
la paz y la justicia. Aunque Cristo derrocará todo gobierno, poder y autoridad que se
oponga a la paz y a la prosperidad de su reino, aun así, dado que los gobernantes son
ordenados por Dios, y son sus ministros para el bien, alguna forma de gobierno parece que
será absolutamente necesaria para el orden y la felicidad de la sociedad en este mundo. Se
piensa que cuando los reinos de este mundo vengan a ser los reinos de nuestro Señor y de
su Cristo, la siguiente promesa será cumplida: “Te daré la paz por magistrado, y la justicia
por gobernante”, y como consecuencia, “Nunca más se hablará de violencia en tu tierra, ni
de destrucción o quebrantamiento en tu territorio” (Isaías 60:17-18).
(9) Los santos entonces tendrán el dominio, y los malos se encontrarán en sujeción.
La voz unida de la profecía lo hace claro: “El reino, el dominio y la majestad de los reinos
debajo de todo el cielo sean dados al pueblo de los santos del Altísimo” (Daniel 7:27-28;
Mateo 5:5; Apocalipsis 5:10; 20:4). En cuanto a la naturaleza de este reinado, sin duda
298 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

que corresponderá, en todo respecto, a la naturaleza espiritual y celestial del reino de


Cristo, y todos sus poderes serán aptos para promoverlo.
39. Al retornar el Señor, se espera también una glorificación terrenal de su iglesia fiel, una
glorificación que será la manifestación digna de su desarrollo interior. Sin que todavía
haya sido totalmente derrotado, el poder anticristiano será atado por un tiempo hasta que
una última batalla conduzca a su completo derrocamiento, y, con ello, a la total aniquila-
ción de todo poder hostil, pero además y finalmente, del último enemigo (J. J. Van
Oosterzee, Christian Dogmatics, II:798).
Hay un henchido elemento escatológico que reposa en la fe cristiana como tal. La fe
ha experimentado tanto de la obra eficaz de Cristo que, en la presencia de lo que todavía
falte, no importa cuánto sea, posee la esperanza, aún más, la certeza de que la idea divina
del mundo no permanecerá sencillamente como fe o cuadro impotente de la imaginación
(Isaac A. Dorner, System of Christian Doctrine, IV:377).
La historia debe alcanzar en algún momento su acme, su punto culminante. Debe ha-
ber algún clímax al que debe arribar la raza humana y la iglesia, aún dentro del estado y las
condiciones terrenales actuales, un periodo que manifieste el máximo florecimiento y
fruto de la historia. El cristianismo deberá ineludible y esencialmente ser no solo un poder
que sufra y que combata, sino también un poder que conquiste y gobierne al mundo. Es
esta idea del triunfo universal del cristianismo, en tanto ello pueda lograrse dentro de los
límites del tiempo y del sentido, la que va a hallar expresión en el reinado milenial (H. L.
Martensen, Christian Dogmatics, 470).
Es algo peculiar de los pronósticos del Nuevo Testamento que tiendan forzosamente a
elevarse sobre el horizonte terrenal y hasta una esfera de existencia glorificada. Como se
acotó al considerarse el tópico de la inmortalidad, el carácter nacional y preliminar de la
religión judía por naturaleza dictó que la misma se relacionara de manera un tanto espo-
rádica con el desarrollo supramundano del reino divino. Tanto el Antiguo Testamento
como el Nuevo son intensamente proféticos; ambos demuestran el sello de un optimismo
divinamente iluminado. La gran diferencia estriba en que este último alumbra un hori-
zonte más alto, iluminando una escena que se caracteriza de manera distintiva como
perteneciente a la región de lo incorruptible e inmortal (Henry C. Sheldon, System of
Christian Doctrine, 540-541).
La segunda venida de nuestro Señor es el evento predominante de la profecía y del
futuro, el cual, por no tener parangón, siempre se asocia con la resurrección universal, el
juicio de la humanidad y la consumación de todas las cosas. Aunque estas épocas y crisis se
presentan, según el estilo de la profecía, como juntas, y en perspectiva reducida, las mis-
mas son considerablemente distintas. Aun así, a la vez que las tratamos como distintas,
debemos ser cuidadosos en recordar su relación común con el día del Señor, el cual es un
periodo fijo y determinado, prefigurado en numerosos periodos a los que se aplica el
mismo término, pero que es la trama y la consumación de todos ellos (William Burton
Pope, Compendium of Christian Theology, III:387).
40. Si el Señor verdaderamente es en sobremanera exaltado, no puede ser otro el caso que esta
gloria con el tiempo se deba manifestar ante los ojos de todos; y es sobremanera digno de
Dios el que la misma tierra que atestiguó su profunda humillación, deba también venir a
ser la escena de su gloria manifestada. Si Él continúa manteniendo una relación personal y
verdaderamente espiritual con la iglesia y el mundo, ¿no debe ser también, por ese motivo,
el fin de los caminos de Dios “la forma externa de personificación”?... Si Él vive y reina
personalmente hasta la eternidad, entonces el Rey no podrá permanecer perpetuamente
invisible en una situación en la que el reino se ha de establecer en todo sitio; y menos así, a
partir de la naturaleza del caso, podrá esta aparición ser otra cosa que un juicio final. La
expectación de una catástrofe tan grande, no importa los enigmas y las interrogantes que
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 299

deje sin contestar, es, por razón del ser humano mismo, mucho más satisfactoria que la de
una continuación sin fin de la economía actual, la de un cierto progressio in infinitum, o a
todas luces, la de un morir prolongadamente dilatado de la creación (J. J. Van Oosterzee,
Christian Dogmatics, II:580).
41. El Nuevo Testamento no tolera la teoría que da por sentado que el cristianismo
meramente interpenetrará o subyugará, de manera silenciosa aunque continua, el mundo
entero durante el curso de la historia. Esta es la perspectiva optimista a la que los eclipses
del sol en el firmamento de la iglesia tomarán por sorpresa. El Nuevo Testamento augura
catástrofes en la vida de la iglesia, puesto que también en este sentido ella es una copia de
la vida de Cristo. Y, en realidad, las catástrofes surgirán no meramente por medio de las
persecuciones de parte de paganos y judíos, como lo fue en los comienzos de la iglesia,
sino por medio de la iglesia misma, es decir, de su círculo externo, un hecho que ya Cristo
había insinuado (Mateo 7:21; 24:11-12, 24; Marcos 13:6, 22). De acuerdo con los após-
toles Juan y Pablo (1 Juan 2:18, en donde se habla de anticristos, en plural; 2 Tesaloni-
censes 2:3ss), al avanzar la cristianización de las naciones se levantarán falsos profetas y
seudo-Mesías, los cuales desearán entrar en confederación con Satanás, y hasta cierto
punto, con el poder mundial, en oposición a los cristianos, a quienes querrán seducir para
que nieguen a Cristo (Isaac A. Dorner, System of Christian Doctrine, IV:387-388).
42. A lo largo de la economía antigua, un periodo futuro denominado el día de Jehová se
presenta como una perspectiva de toda profecía. En el Nuevo Testamento se declara que
este día ha llegado; todos los propósitos de la misericordia y del juicio divino se consideran
alcanzados en el advenimiento de Cristo, y que el mismo constituye el último tiempo o fin
del mundo (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:387).
43. El decano F. W. Farrar observa que “las principales dificultades sobre la profecía de
nuestro Señor se desvanecen cuando tenemos en cuenta que la profecía es como un paisaje
en el que el tiempo y el espacio quedan subordinados a las realidades eternas, y en el que
los eventos son como diversas colinas, que se presentan en cadena, unas tras otras, pero
que al observador distante le lucen como una sola”. A esto J. F. Silver añade que, “al
observar dos cuerpos celestiales que se unen, uno eclipsará parcialmente al otro, y ambos
tendrán el aspecto de un solo astro. En un primer plano vemos los pies de Cristo en el
monte de los Olivos, pero, en la gran lejanía, discernimos las montañas erguidas del
horizonte de la inmensa eternidad. Y, entre los dos planos, se tiende el milenio” (J. F.
Silver, The Lord’s Return, 236).
44. Los postmilenaristas identifican el juicio mencionado en Mateo 25:31-46, con el juicio
general del día final. Los premilenaristas se encuentran divididos en sus opiniones. (1)
Escritores como J. A. Seiss ven esta escena como aplicable solo a las naciones que existan
cuando Cristo regrese y que no sean arrebatadas con Él en el rapto. Por consecuencia, este
juicio viene a ser meramente “un pastoreo de las naciones con vara de hierro”, en el cual
solo las obstinadas y rebeldes serán destruidas. Esta destrucción, sin embargo, se ha de
considerar meramente como una muerte violenta, igual que la que sobrecogió a los habi-
tantes de Sodoma y Gomorra, en vista de que los muertos han de ser levantados en el
juicio final, como será el caso con todos los que habrán muerto antes de la venida del
Señor. Sin embargo, un estudio cuidadoso de esta escena de juicio mencionada por nues-
tro Señor revela el hecho de que, aunque tenga que ver con las naciones existentes, es
después de todo un enjuiciamiento de los individuos. (2) Otros escritores premilenaristas
como W. B. Riley consideran esta declaración o relato como aplicable al juicio final
después del milenio. Riley plantea que muchos premilenaristas se han dejado llevar aquí
por una interpretación equivocada, puesto que, sencillamente, Dios no lleva a cabo el
programa completo de las edades, en cada edad de la Biblia. Como fue el caso de nuestro
Señor, quien separó en dos partes la profecía de Isaías que leyó en Nazaret, así aquí, la
300 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

yuxtaposición de las declaraciones no implica la cercanía de los eventos. La orden de juicio


es, primero, contra “los hijos del milenio”, o los vivos que son rebeldes, y después, contra
los que murieron en incredulidad, los cuales serán levantados para recibir su sentencia (cf.
W. B. Riley, The Evolution of the Kingdom, 174-176).
45. En lo que respecta al uso de la palabra “reino” en la Biblia, Nathaniel West dice: “En su
plenitud, es pasado, es presente y es futuro; existe ahora como interior y espiritual, existirá
como externo y visible; es celestial; es un reino de gracia; es un reino de gloria; es terrenal;
es temporal; permanece para siempre. Es variado en su forma, pero uno en su esencia.
Tiene varias dispensaciones. Está allá arriba, y está acá abajo, y su máxima consumación se
halla en que se haga la voluntad de Dios en la tierra así como se hace ahora en el cielo, una
consumación que ha comenzado aquí abajo, se ha de desarrollar en la era que vendrá, y se
habrá de completar en el estado eterno” (Nathaniel West, John Wesley and Premillennia-
lism, 46).
El doctor Trench dice acerca del reino que “no es la revelación de ninguna potencia
que ya exista en el mundo—un reino que no surgirá, como los demás reinos, ‘de la tierra’,
sino que será una nueva potencia traída al mundo desde arriba” (Trench, Notes on the
Parables, 160).
46. En la parábola de las diez minas es sugestivo observar que cuando el hombre noble,
habiendo recibido el reino, regresa, lo hace para llamar a sus siervos a juicio (Lucas
12:19-27).
William B. Riley, en su libro titulado, The Evolution of the Kingdom, adopta la posi-
ción de que este reino futuro del milenio no se compondrá de hombres mortales, puesto
“que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios”. En la primera resurrección,
cuando Cristo venga, y “esto corruptible se haya vestido de incorruptible”, la vida de estos
santos resucitados no dependerá de los latidos del corazón en carne y sangre, sino de una
vida semejante a la que su Señor vivió después de su resurrección—la de un cuerpo de
“carne y hueso” animado por el espíritu eterno, “un cuerpo espiritual”. Riley interpreta las
palabras de Lucas, “son iguales a los ángeles”, como significando, “semejantes a los ánge-
les”. Esto no quiere decir que no tengan cuerpo, puesto que todos los ángeles que han
aparecido en la tierra lo han hecho en forma de cuerpo. Se han sentado en mesas de
humanos, y han ingerido alimentos de humanos; las misiones bondadosas que han llevado
a cabo en favor de los humanos las han hecho en formas humanas. La gran diferencia ha
consistido en que no eran mortales; en que su hogar natural estaba en una esfera más
elevada. Aun así Riley cree que “las naciones continuarán”, y anticipa la restauración de
Israel durante el milenio. Además declara lo siguiente: “Tampoco hay indicación de que
los convertidos de entre el pueblo judío, y de entre las naciones durante el milenio bajo el
reinado personal de Cristo, serán hombres mortales”, y afirma que el texto, “mas los que
esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas, levantarán alas como las águilas, correrán y no
se cansarán, caminarán y no se fatigarán”, se refiere a los hijos del reino en la era del
milenio. Esto lo fundamenta en las palabras de Cristo, “el que cree en mí, aunque esté
muerto, vivirá”, las cuales interpreta como que aluden a todos los que han fenecido, y
“todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”, las cuales interpreta como
refiriéndose a todos los vivos en el momento en que Cristo venga, y a todos los que crean
durante el reinado milenario de Cristo. Estos escaparán del sepulcro y serán transforma-
dos, en un abrir y cerrar de ojos, de lo mortal a lo inmortal” (cf. W. B. Riley, The Evolu-
tion of the Kingdom, 128-133).
47. El obispo H. L. Martensen, al referirse al milenio, dice: “Pero además de esta perspectiva
puramente espiritual, y del método literal y carnal de interpretación, debemos notar una
tercera forma de creencia que reconoce los puntos históricos aquí enumerados pero que a
la misma vez mantiene que, así como el reinado del milenio es de hecho una profecía de la
LA SEGUNDA VENIDA DE CRISTO 301

gloria de la perfección, la naturaleza también exhibirá indicaciones proféticas que antici-


pan su futura glorificación; y aunque Cristo no será levantado de manera literal y sensible
para que domine como rey, con todo, su presencia no será meramente espiritual; a los
fieles se les concederá, durante este periodo, manifestaciones visibles de Cristo, como las
que se concedieron a los discípulos después de la resurrección. De acuerdo con esta pers-
pectiva, el reinado de los mil años correspondería al intervalo de los cuarenta días entre la
resurrección y la ascensión, un intervalo que implica la transición de la existencia terrenal
a la gloria celestial (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 471).
Jesús es el sucesor legítimo, como Hijo del hombre, del dominio de Adán; como si-
miente de Abraham, es el heredero legítimo del trono de David, y como Hijo de Dios, al
Padre le ha placido poner bajo su sujeción “el mundo venidero, acerca del cual estamos
hablando” (oikoumeini, la tierra habitable o inhabitada; ten mellousan, que vendrá; peri es
laloumn, respecto a lo cual hablamos, Hebreos 2:5). De entre los numerosos pasajes de la
Biblia que aluden a este evento, seleccionaremos solamente los siguientes: “En los días de
estos reyes, el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el
reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él perma-
necerá para siempre” (Daniel 2:44). “Miraba yo en la visión de la noche, y vi que con las
nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre; vino hasta el Anciano de días, y lo
hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los
pueblos, naciones y lenguas lo sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará;
y su reino es uno que nunca será destruido” (Daniel 7:13-14). “Y que el reino, el dominio
y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo sean dados al pueblo de los santos del
Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los dominios lo servirán y obedecerán”
(Daniel 7:27). “Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite sobre el trono de
David y sobre su reino” (Isaías 9:7). “Cuando Jehová de los ejércitos reine en el monte
Sión, en Jerusalén, y brille su gloria delante de sus ancianos” (Isaías 24:23). “Su señorío
será de mar a mar, desde el río hasta los confines de la tierra” (Zacarías 9:10). “Y Jehová
será rey sobre toda la tierra. En aquel día, Jehová será único, y único será su nombre”
(Zacarías 14:9). Las profecías del reino que se encuentran en el Antiguo Testamento se
reafirman en el Nuevo, como lo demostrarán los siguientes casos: “Este será grande, y será
llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará
sobre la casa de Jacob para siempre y su Reino no tendrá fin” (Lucas 1:32-33). “Pero
siendo profeta, y sabiendo que con juramento Dios le había jurado que de su descendencia
en cuanto a la carne levantaría al Cristo para que se sentara en su trono” (Hechos 2:30).
“El séptimo ángel tocó la trompeta, y hubo grandes voces en el cielo, que decían: Los
reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los
siglos de los siglos” (Apocalipsis 11:15).
48. Los postmilenaristas consideran por lo regular estas expresiones como puramente
figuradas. Así, pues, Miner Raymond dirá: “El recostarse juntos del león y el cordero y del
leopardo y los cabritos no puede tener aplicación alguna al estado celestial, y la que tenga,
deberá ser figurada en el terrenal, de lo contrario tales animales deberán sufrir un cambio
de naturaleza, tanto respecto a su especie como a su género” (Miner Raymond, Systematic
Theology, II:480).
49. En una alusión a las palabras del apóstol Pedro de que este mundo será quemado, el
obispo S. M. Merrill dice: “Que este mundo vaya a ser quemado, de entenderse literal-
mente, no podrá ocurrir hasta el fin de los tiempos, y si lo vinculamos con el juicio como
uno de los acontecimientos del día del Señor, se concluirá que el juicio será subsiguiente al
día del evangelio. La Biblia enseña que cuando la dispensación del evangelio termine, y el
Señor descienda del cielo y llame a los muertos que están en los sepulcros, la tierra y el
cielo visibles serán destruidos por fuego, tras lo cual serán renovados en justicia. Recono-
302 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

cemos esta declaración como una que apunta a un hecho literal, y proponemos que sea
probada a la luz de las críticas y objeciones que ofrezcan los que se oponen a un adveni-
miento literal y a un juicio futuro” (S. M. Merrill, The Second Coming of Christ, 262ss).
Adam Clarke, en su comentario de 2 Pedro 3, escribe lo siguiente: “Todas estas cosas
serán disueltas, separadas, descompuestas, pero ninguna será destruida. Y, puesto que
todas representan la materia original de la cual Dios formó el globo terráqueo, como
consecuencia, todas podrán entrar de nuevo en la composición de un nuevo sistema, por
lo cual, dice el Apóstol, ‘nosotros esperamos... cielos nuevos y tierra nueva’. Dado que las
otras se habrán descompuesto, será de sus materiales que se habrá de formar el nuevo
sistema”. De nuevo Clarke dice: “La tierra actual, aunque destinada a ser quemada, no
será destruida sino renovada y depurada y purgada de toda imperfección moral y material,
y hecha la morada sin fin de los espíritus felices. Sin embargo, este es un estado que cier-
tamente no podrá esperarse antes del día del juicio”.
CAPÍTULO 35

LA RESURRECCIÓN
Y EL JUICIO
La resurrección que sigue como efecto inmediato del segundo adve-
nimiento, deberá también considerarse una verdad distintiva y elemen-
tal del sistema cristiano. Sin embargo, la doctrina de la resurrección
deberá distinguirse claramente de la de la inmortalidad del alma. Es
posible creer en la existencia continua del alma después de la muerte sin
creer en la resurrección del cuerpo. Una doctrina ha sido con frecuencia
identificada con la otra, y creer en una ha hecho que la otra prevalezca
o caiga. Este era el caso con los saduceos, quienes identificaban una con
la otra, pero negaban ambas. Así, pues, nuestro Señor razonaría con
ellos diciendo: “Pero respecto a que los muertos resucitan, ¿no habéis
leído en el libro de Moisés cómo le habló Dios en la zarza, diciendo:
‘Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob’?”
(Marcos 12:26). Aquí Cristo ha confrontado la verdadera objeción,
aunque no lo haya hecho verbalmente. Sin embargo, dado que Cristo
aludió solo a la continuación del alma después de la muerte, algunos
han inferido que lo que Él pretendía enseñar era únicamente la
resurrección espiritual, es decir, que el alma no muere con el cuerpo
sino que se levanta a una vida nueva y más elevada.
El apóstol Pablo, en el elaborado argumento desarrollado en su
Primera Epístola a los Corintios (15:12-58), parece que considera la
negación de la resurrección como equivalente a la negación de la
inmortalidad. No obstante, algunos proponen aquí nuevamente, que
existe un motivo para creer que la única resurrección que la Biblia
enseña al morir el cuerpo es la resurrección del alma.

303
304 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Todo lo anterior hace entonces necesario que, primero, se examine


la Biblia en cuanto a lo que ésta enseña con relación a la resurrección
del cuerpo.
La Biblia enseña la resurrección del cuerpo. El término resurrección
significa levantarse de nuevo, esto es, que se levante aquello que había
sido sepultado. También significa la restauración a la vida de aquello
que había muerto. Ahora bien, dado que el alma no muere con el
cuerpo, ésta no puede estar sujeta a la resurrección, a menos que no sea
en sentido antitético, en contraposición a la muerte espiritual, lo cual
no es en este momento la cuestión. El significado del término resurrec-
ción también invalidará la doctrina de aquellos que, como los seguido-
res de Swedenborg, sostienen que la persona tiene dos cuerpos en la
presente vida, uno externo o material, y otro interno o psicológico. El
primero muere y permanece en el sepulcro, pero el otro no muere sino
que, en unión con el alma, entra a un estado de existencia futura. Sin
embargo, para recibir una enseñanza de entero crédito sobre este tema,
tendremos que ir a la Biblia. Fijaremos, por tanto, la atención en (1) la
idea de la resurrección conforme al Antiguo Testamento; y (2) las
enseñanzas del Nuevo Testamento respecto a la resurrección.
1. El Antiguo Testamento establece una diferencia entre la inmorta-
lidad del alma y la resurrección del cuerpo. Podemos creer, fundamen-
tados en la autoridad de nuestro mismísimo Señor, que la economía del
Antiguo Testamento presupone, en todo sitio, la resurrección. “Así
como ‘los hijos de Dios’, que de esta manera los denomina nuestro
Salvador en su nueva terminología, son ‘hijos de la resurrección’ (Lucas
20:36), los antiguos padres fueron, son y siempre serán íntegramente de
Él: de Él ahora, en sus espíritus, pero después, en sus espíritus y en sus
cuerpos. Esta llave, puesta así en nuestras manos por el Maestro, sus
apóstoles nos han instruido que la usemos libremente” (William
Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:402). El autor de
la Epístola a los Hebreos declara que Abraham ofreció a Isaac, “porque
pensaba que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos,
de donde, en sentido figurado, también lo volvió a recibir” (Hebreos
11:19); y, de nuevo, que los patriarcas buscaban “una patria... mejor,
esto es, celestial” (Hebreos 11:16). En los Salmos se encuentran pasajes
que se alzan hasta la esperanza de que habrá redención del seol: “Pero
Dios redimirá mi vida del poder del seol, porque él me tomará consigo”
(Salmos 49:15). Aquí el contexto demuestra que el objeto de esta
esperanza consiste en que el alma psíquica vivifique el cuerpo, y en que
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 305

el alma espiritual sea liberada de prisión. Si bien es cierto que las


profecías que se encuentran en Isaías 25:8 y Oseas 13:14 aluden al
estado de la iglesia como un todo, la que se encuentra en Isaías 26:19
no puede referirse a otra cosa que a la resurrección del individuo, a que
el alma recobre su existencia corporal. Sin embargo, es a la iglesia a la
que esta profecía maravillosa está dirigida: “Tus muertos vivirán; sus
cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo!
porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra entregará sus
muertos” (Isaías 26:19). Aquí a los muertos se les designa, “tus
muertos”, porque son de Jehová, en quien duermen, y porque Él
guarda seguras sus almas sin los cuerpos. Se podrá también admitir que
la restauración futura de la iglesia, la cual es representada tan vívida-
mente en la muy conocida visión del “valle de los huesos secos” de
Ezequiel, no pudo haberse representado bajo el simbolismo de un
cuerpo muerto que es levantado a la vida, a menos que la idea de la
resurrección no hubiera sido una con la que ni la mente profética ni la
común hubieran estado familiarizadas (cf. Ezequiel 37:1-14). El hecho
que el profeta no emplee en ningún lugar un lenguaje que implique que
la idea de la resurrección era nueva para el pueblo, a lo que se añade el
hecho de que el que los fariseos creyeran en esta doctrina debió haberse
debido a que la heredaron antes que surgiera como enseñanza inspira-
da, provee un sólido argumento en favor de la creencia del Antiguo
Testamento en una resurrección corporal. El libro de Daniel, no
obstante, ha de enseñar explícitamente la doctrina de la resurrección:
“Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados:
unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión perpetua”
(Daniel 12:2). Aquí “muchos” alude a la gran compañía de los muertos,
en contraste con los que estarán vivos en el tiempo del fin; y “el polvo
de la tierra” indica que se refiere al cuerpo. Es a este dato que, sin duda,
Jesús alude al hablar de la resurrección de vida y de la resurrección de
condenación (Juan 5:29). Daniel nos ofrece una visión a largo plazo
tanto de la resurrección de los justos como de la de los injustos, y de la
del juicio universal y la subsiguiente eternidad, puesto que al 12:2 se le
añade el versículo que sigue: “Los entendidos resplandecerán como el
resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud,
como las estrellas, a perpetua eternidad” (Daniel 12:3).
2. El Nuevo Testamento se encuentra saturado de la verdad de la
resurrección, aunque se nos presentará en un nivel mucho más elevado.
El apóstol Pablo habla de “la aparición de nuestro Salvador Jesucristo,
306 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el


evangelio” (2 Timoteo 1:10). Por lo tanto, hemos de entender que el
concepto cristiano de la resurrección y de la completa destrucción de la
muerte encuentra su máxima expresión sólo a través del evangelio. En
éste se habrá de encontrar el tipo de proclamación que le contrarrestará
a la muerte todas sus manifestaciones. El testimonio fundamental del
Nuevo Testamento está en las palabras de nuestros Señor mismo. Al
aludir indudablemente a Daniel, el Señor dice: “Viene la hora, y ahora
es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan
vivirán” (Juan 5:25). Estas palabras se refieren, por supuesto, a una
resurrección espiritual, a un traer a la vida las almas que están muertas
en delitos y pecados (cf. Efesios 2:1). El Señor, inmediatamente
después, en el mismo discurso, dice: “No os asombréis de esto, porque
llegará la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz;
y los que hicieron lo bueno saldrán a resurrección de vida; pero los que
hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan 5:28-29). De
aquí se deriva que el anuncio del evangelio deba incluir la idea de la
resurrección del ser humano en su totalidad, y la de la totalidad de la
raza humana, a una existencia sin fin. Pero el Señor, acto seguido,
asociará la resurrección con su persona y obra al decir: “Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y
todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?”
(Juan 11:25-26). El “yo soy”, como aquí se emplea, deberá considerarse
como vinculado a Juan 5:26, donde se indica que en el Hijo se
encuentra un vida y un poder más profundo que la función puramente
mediadora, pues “Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también
ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo”. Así, el mandato de Dios
será que el ser humano pase a través de una resurrección con miras a
una vida futura, esto es, que conozca el poder de la resurrección
espiritual del alma, y luego la resurrección del cuerpo. La razón de esto
consiste en que la resurrección de Cristo es primicias o promesa de la
resurrección de su pueblo.
La resurrección de Cristo es, todavía más, el patrón que seguirá la
resurrección de los cuerpos de los santos. Así lo indica el apóstol Pablo:
“El transformará nuestro cuerpo mortal en un cuerpo glorioso seme-
jante al suyo, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo
todas las cosas” (Filipenses 3:21).1 La base y condición velada para la
resurrección de los creyentes se encuentra en la unión con el Cristo
resucitado como fuente de vida, tanto para el alma como para el
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 307

cuerpo. En cambio, esta relación de la resurrección de Cristo con el


creyente nunca va a ser representada como si un no creyente la gozara
igualmente. El cuerpo que habitarán las almas de los no creyentes
después del estado intermedio será inmortal, pero su semejanza al
cuerpo de los santos será solo en este respecto. Por eso la resurrección
de los justos será para vida eterna, pero la de los impíos para vergüenza
y desprecio eterno. El apóstol Pablo, al responder a las acusaciones de
los judíos ante Félix, habló de “la esperanza en Dios, la cual ellos
también abrigan, de que ha de haber resurrección de los muertos, así de
justos como de injustos” (Hechos 24:15). Otros pasajes que tienen
repercusión en este asunto son los siguientes: “Y si el Espíritu de aquel
que levantó de los muertos a Jesús está en vosotros, el que levantó de los
muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por
su Espíritu que está en vosotros” (Romanos 8:11); “Si creemos que
Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que
durmieron en él” (1 Tesalonicenses 4:14); “Y vi los muertos, grandes y
pequeños, de pie ante Dios... El mar entregó los muertos que había en
él, y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos, y
fueron juzgados cada uno según sus obras” (Apocalipsis 20:12-13).
La naturaleza de la resurrección del cuerpo. Para entender este asunto
tan importante debemos regresar a la revelación divina. El apóstol
Pablo, en su discurso corintio, nos dice que “Se siembra en corrupción,
resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria;
se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal,
resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo animal y hay cuerpo espiritual”
(1 Corintios 15:42-44). Las dos preguntas distintivas que se implican
en esta declaración son las siguientes: (1) ¿En qué consiste el principio
de identidad que enlaza al cuerpo futuro con el actual? (2) ¿Cuál será el
carácter del cuerpo perfeccionado en su estado resucitado?
1. Está claro que la identidad es parte de la naturaleza misma de la
resurrección. La iglesia ha sostenido siempre que los cuerpos, así de
justos como de impíos, serán idénticos a los cuerpos que han ocupado
en este mundo.2 El apóstol Pablo dice: “Se siembra cuerpo animal,
resucitará cuerpo espiritual”. Aquí el sujeto gramatical es el mismo en
cada caso, y es sobre este principio de identidad que la iglesia funda-
menta su doctrina de la resurrección. Pero, ¿cuál es este principio de
identidad? No se puede negar que, en general, esta identidad dependerá
de condiciones muy distintas.3 En el ámbito de lo inorgánico, la
identidad depende de la sustancia y la forma. Si una piedra es pulveri-
308 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

zada y desparramada, permanece la sustancia, pero su forma habrá


quedado destruida y con ello la identidad del objeto. El agua, al
congelarse o hervirse, cambia su forma a hielo o vapor aunque siga
siendo agua. En cambio, si el agua se separa en sus elementos constitu-
tivos de oxígeno e hidrógeno, entonces ya no es agua. En el mundo
orgánico de la sustancia viviente, la identidad es algo más elevado. De
la bellota crece el roble, y del infante la persona adulta, pero aquí el
principio de identidad no parece residir en la sustancia ni en la forma,
puesto que ambas atraviesan continuamente por el cambio. Es induda-
ble que existe continuidad entre la semilla y la planta, como entre el
infante y el adulto. De igual manera, aun cuando admitamos que no
sabemos en qué consiste esa identidad, es perfectamente racional
afirmar, aunque no pueda explicarse, una continuidad entre nuestro
cuerpo actual y nuestro cuerpo futuro. La iglesia, por lo tanto, va a
afirmar que el cuerpo se levantará, y que, después de la resurrección,
será igual que lo fue antes, a pesar de que ni la Biblia ni la iglesia haya
determinado en qué consiste la igualdad.
2. En cuanto al carácter del cuerpo perfeccionado en la resurrección,
es obvio que no es mucho lo que se sabe.4 La revelación que nuestro
Señor hizo de sí mismo a sus discípulos en el Monte de la Transfigura-
ción, así como en su resurrección, les causó una profunda impresión.
Respecto a la primera, el apóstol Pedro dice: “No os hemos dado a
conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo
fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos
su majestad” (2 Pedro 1:16; cf. 1:17-18). Es conveniente notar en este
momento las declaraciones negativas que se deben considerar cuando se
trata dicho asunto. Está, primero, la declaración que nuestro Señor
dirige a los saduceos: “Los hijos de este siglo se casan y se dan en
casamiento, pero los que son tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo
y la resurrección de entre los muertos, ni se casan ni se dan en casa-
miento, porque ya no pueden morir, pues son iguales a los ángeles, y
son hijos de Dios al ser hijos de la resurrección” (Lucas 20:34-36).
Segundo, está la declaración del apóstol Pablo a los corintios: “Pero esto
digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredad el reino de
Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción” (1 Corintios 15:50).
“Parece que”, dice Charles Hodge, “en estos pasajes hay tres datos
claramente implícitos o afirmados: (1) que los cuerpos de las personas
deberán estar especialmente adaptados al estado de existencia en el que
habrán de vivir y actuar. (2) Que nuestro cuerpo actual, es decir,
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 309

nuestro cuerpo como está ahora organizado, puesto que consiste de


carne y sangre, no está adaptado para nuestro estado futuro de existen-
cia. (3) Que todo lo que esté diseñado en la organización o constitución
de nuestro cuerpo con el fin de suplir nuestras necesidades actuales,
cesará cuando la vida presente cese. Cuando la sangre deje de ser
nuestra vida, dejaremos de tener necesidad de órganos de respiración y
nutrición. Pero será en vano que especulemos sobre la constitución de
nuestros cuerpos futuros en la medida en que ignoramos las condicio-
nes de existencia que nos esperan después de la resurrección. Será
suficiente saber que el pueblo glorificado de Dios no será abrumado de
órganos innecesarios, ni impedido por limitaciones que hayan sido
impuestas por nuestro estado actual de existencia” (Charles Hodge,
Systematic Theology, III:780).5
El apóstol Pablo esboza ampliamente la naturaleza del cuerpo de la
resurrección dentro de la serie de contrastes siguientes (1 Corintios
15:24): (1) “Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción”.
Aquí la palabra incorrupción significa no meramente que el cuerpo
nunca se descompondrá, sino que no será susceptible de corrupción en
forma alguna. Por consecuencia, no solo estará libre de disolución y
muerte, sino de todo lo que tienda hacia ese fin: enfermedad, dolor y
sufrimiento.6 (2) “Se siembra en deshonra, resucitará en gloria”. El
nuevo cuerpo será inmortal. Mientras que incorrupción es un término
negativo en la medida que significa inmunidad de la descomposición, la
palabra inmortalidad tiene un sentido un tanto más positivo al implicar
lo perpetuo de la vida, la cual será redimida para siempre del imperio de
la muerte. Pero la palabra gloria lleva este pensamiento todavía más
lejos, ya que denota lo que incita al asombro y deleite. Los discípulos
fueron sobrecogidos por la gloria de Cristo en la transfiguración; los
guarda del sepulcro se volvieron como muertos en la resurrección de
nuestro Señor; el apóstol Pablo vio la gloria de Cristo como una luz
más brillante que el sol del mediodía; y el apóstol Juan declaró que el
rostro de Cristo era como el sol cuando brilla con fuerza. Este mismo
Apóstol declara también “que cuando él se manifieste, seremos
semejantes a él, porque lo veremos tal como él es” (1 Juan 3:2). Fue por
esta razón que el apóstol Pablo exhortó a los fieles creyentes a que no se
entristecieran indebidamente por sus piadosos muertos, pues que los
verían de nuevo vestidos de bellos atuendos y de una gloria que está
más allá de nuestra comprensión. (3) “Se siembra en debilidad,
resucitará en poder”. El cuerpo actual se encuentra viciado por la
310 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

presencia del pecado, y sus sentidos se encuentran debilitados tanto en


calidad como en extensión. Es posible que en el cuerpo perfeccionado
de la resurrección se descubran capacidades nuevas y exaltadas, y con
toda certeza las que ahora éste tiene en función deberán ser inmensa-
mente aumentadas. Pero, por elevadas sean nuestras expectativas, sin
duda que permanecerán muy lejos de la realidad plena de este glorioso
cambio. (4) “Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual.
Hay cuerpo animal y hay cuerpo espiritual”. Las palabras “animal” y
“espiritual”, según se emplean aquí, se interpretan corrientemente
como que signifiquen la adaptación que el cuerpo hace a su entorno.7
Luego, el cuerpo natural es aquel a través del cual el alma se ajusta al
presente estado de existencia, pero el cuerpo espiritual es aquel que el
alma empleará para adaptarse a las condiciones nuevas de la vida
futura.8 “A todos se nos habrá ocurrido observar”, dice Samuel
Wakefield, “que un ‘cuerpo espiritual’ es una aparente contradicción,
hecho que nos obliga a tomar la palabra espiritual en un sentido
inusual. El Apóstol no pretende decir que el cuerpo de la resurrección,
al igual que el espíritu inmortal, será uno inmaterial, lo cual haría
imposible que fuera el mismo cuerpo que murió. Tampoco quiere decir
que será uno tan sublimado o hecho tan etéreo que dejará de ser un
cuerpo en el sentido propio del término. Será ‘un cuerpo’ (soma), pero
a tal punto espiritual que no necesitará las funciones animales simples
que le son esenciales al cuerpo natural. Lo que el Apóstol parece
significar es lo siguiente: así como el alma ostenta una existencia
independiente de las funciones animales, y vive sin alimentación ni
puede descomponerse, enfermarse o morir, de igual modo lo hará el
cuerpo en la resurrección. Se encontrará destituido de la organización
física peculiar de la carne y la sangre, pues que la carne y la sangre no
pueden heredar el reino de Dios (1 Corintios 15:50). A lo que deberá,
pues, someterse será a una nueva modificación que, por su causa,
aunque todavía material, lo haga un cuerpo muy diferente al de ahora.
Será un cuerpo sin las funciones vitales de la economía animal que
vivirá de la manera que concebimos la vida de los espíritus, pues que
sostendrá y ejercitará sus facultades sin desperdicio, cansancio y
descomposición, o sin la necesidad de que, para hacerlo, dependa de
comida y sueño” (Samuel Wakefield, Christian Theology, 620-621).
Hay algunos escritores que consideran el cuerpo de la resurrección uno
puramente espiritual y de ninguna manera material, pero el punto de
vista corrientemente admitido es el que acabamos de establecer.9
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 311

La resurrección general. La expresión “resurrección general” alude a la


creencia que la iglesia comúnmente sostiene de que en la segunda
venida de Cristo todos los muertos, así justos como impíos, serán
resucitados de manera simultánea y traídos inmediatamente a juicio.
Será también en este sentido que los credos habrán de ser comúnmente
interpretados. Es así cómo, en el Credo de los Apóstoles, se ha de
encontrar la declaración germinal de, “Creo en... la resurrección del
cuerpo”. El Credo Niceno lo presentará así: “Espero la resurrección de
los muertos”. Por su lado el Credo Atanasiano declarará: “En su venida,
todos los seres humanos se levantarán de nuevo en sus cuerpos, y
rendirán cuentas de sus obras. Los que han hecho bien, irán a la vida
eterna, y los que han hecho mal, al fuego eterno”. Los Treinta y Nueve
Artículos de la Iglesia Anglicana no contienen una declaración tocante a
la resurrección, como tampoco los Veinticinco Artículos del Metodis-
mo, excepto aquella que alude a la resurrección de Cristo. Nuestro
propio credo dice lo siguiente: “Creemos en la resurrección de los
muertos, que los cuerpos tanto de los justos como de los injustos serán
resucitados y unidos con sus espíritus—‘los que hicieron lo bueno,
saldrán a resurrección de vida mas los que hicieron lo malo, a resurrec-
ción de condenación” (Artículo de Fe XVI, Párrafo 16, Manual de la
Iglesia del Nazareno, edición de 2013-2017). La opinión general tanto
de los teólogos reformados como arminianos es que la resurrección de
los justos y de los impíos será simultánea. Samuel Wakefield, el
intérprete de la teología wesleyana de Richard Watson, hace la siguiente
declaración bajo el encabezado de la resurrección de tipo general o
universal: “El lenguaje de nuestro Señor sobre este asunto es muy
explícito: ‘No os asombréis de esto, porque llegará la hora cuando todos
los que están en los sepulcros oirán su voz, y los que hicieron lo bueno
saldrán a resurrección de vida; pero los que hicieron lo malo, a
resurrección de condenación’ (Juan 5:28-29). Así, también, el apóstol
Juan nos dice que vio ‘los muertos, grandes y pequeños, de pie ante
Dios’ (Apocalipsis 20:12). El apóstol Pablo, de igual manera, al
contrastar los beneficios de la redención con los males que el pecado de
Adán ha traído sobre los humanos, dará testimonio de la doctrina de la
resurrección diciendo que ‘por cuanto la muerte entró por un hombre,
también por un hombre la resurrección de los muertos. Así como en
Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados’ (1
Corintios 15:21-22)” (Samuel Wakefield, Christian Theology, 614).
312 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Sin embargo, parece evidente hasta para el lector casual que los
credos, con la excepción del Atanasiano, pueden interpretarse como
que enseñan una resurrección general o universal, es decir, una
resurrección tanto de los justos como de los malos, pero no que
consideren los dos eventos como simultáneos. Esta perspectiva puede
sostenerse sobre las bases de que (1) la distinción en la declaración
misma parece implicar una distinción en la resurrección, bien de
carácter como de tiempo. Si es arbitrario interpretar los dos como
separados, no lo es menos combinarlos. (2) La declaración de Apoca-
lipsis 20:3-7, aunque se considere metafórica, como la considera la
mayoría de los intérpretes que identifican con el mismo punto en el
tiempo las dos fases de la resurrección, no obstante revela el hecho de
que su autor consideraba una distinción en el tiempo como algo
permisible en la interpretación correcta de Daniel 12:2, Marcos 12:25 y
Lucas 20:35-36, y que la misma armonizaba con su propia declaración
en Juan 5:28-29. El “Emphatic Diaglot” ofrece la siguiente traducción
literal de Juan 5:29: “Los que han hecho cosas buenas, a resurrección de
vida (eis anastasin zoes); y los que han hecho cosas malas, a resurrección
de juicio (eis anasatasin kriseos)”. (3) Un estudio de la frase ek nekros,
“de entre” o “de los muertos”, y su uso característicamente vinculado a
la resurrección de los justos, indica de manera acentuada una distinción
en el tiempo. La frase ek nekros denota que los individuos o grupos
(tagmata, bandas) serán escogidos de entre los muchos que todavía
permanecen en el reino de los muertos.
Ese último planteamiento respecto a la manera en que se emplea la
frase ek nekros merece consideración adicional. Se nos dice que la frase
ocurre cuarenta y nueve veces en el Nuevo Testamento, pero en
ninguna ocasión se aplica a la resurrección de los impíos ni a la
resurrección que abarca tanto a los justos como a los injustos. (1) Se
emplea cuarenta y cuatro veces con relación a la resurrección de Cristo,
la cual, claro está, fue de los muertos. (2) Se emplea tres veces respecto a
Juan el Bautista, quien, según lo que Herodes pensaba, había resucitado
de entre los muertos (Marcos 6:14, 16; Lucas 9:7). (3) La frase se
emplea tres veces con relación a Lázaro, el que también fue resucitado
de los muertos (Juan 12:1, 9, 17). (4) Se emplea tres veces en sentido
metafórico, para indicar que es vida espiritual de entre muerte de
pecado (Romanos 6:13; 11:15; Efesios 5:14). (5) Se emplea una vez en
el discurso sobre el rico y Lázaro (Lucas 16:31). (6) Se emplea una vez
respecto a la fe de Abraham (Hebreos 11:19). Restan cuatro pasajes que
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 313

no hemos considerado: Marcos 12:25; Lucas 20:35-36; Hechos 4:1-2 y


Filipenses 3:11. Los mismos requieren una breve consideración. (1) En
Marcos 12:25, Jesús dice: “porque cuando resuciten de los muertos [ek
nekros], ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como
los ángeles que están en los cielos”; y en Lucas 20:35-36, dice: “pero los
que son tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de
entre los muertos [tais anastasis tais ek nekros], ni se casan ni se dan en
casamiento, porque ya no pueden morir, pues son iguales a los ángeles,
y son hijos de Dios al ser hijos de la resurrección”. Aquí Jesús les
asegura a sus discípulos la esperanza de que los justos serán resucitados
de entre los muertos, lo cual implica en sí mismo y por necesidad, una
distinción entre el orden del tiempo. Es todavía más evidente que sea a
esto a lo que el apóstol Juan se refiere al decir: “Pero los otros muertos
no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la
primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la
primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre estos,
sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil
años” (Apocalipsis 20:5-6). (2) En Hechos 4:1-2 se declara que los
saduceos se resintieron de que los apóstoles Pedro y Juan “enseñaran al
pueblo y anunciaran en Jesús la resurrección de entre los muertos [ek
nekros]”. Mas si ahora tomamos en consideración la declaración de
Marcos 9:10 en el sentido de que los discípulos estaban perplejos
respecto a “qué sería aquello de resucitar de los muertos”, tenemos una
clave tocante a lo perturbador de esta doctrina. Jesús había hablado de
su propia resurrección como una de entre los muertos.10 En el mo-
mento en que la resurrección se convirtiera en un hecho histórico
establecido, los discípulos entenderían que había un orden en ella. Este
orden, dice el apóstol Pablo, consiste en que será “Cristo, las primicias;
luego los que son de Cristo, en su venida” (1 Corintios 15:23). Por
consiguiente, la resurrección que los discípulos predicaban era de entre
los muertos, y solo la de aquellos considerados dignos por causa de
Cristo. Los judíos creían en la resurrección de los muertos en “el día
final”, pero que hubiera una resurrección de entre los muertos, ya fuera
de Jesús o de sus escogidos, era una doctrina que ofendía, especialmente
a los saduceos, los cuales cuestionaban todo hecho relacionado a una
resurrección corporal. (3) En Filipenses 3:11 el apóstol Pablo subrayará
aquel aspecto de la enseñanza de Cristo que consideraba a la resurrec-
ción de entre los muertos un fin que lograrían sólo los que eran
contados dignos. Por esta razón el Apóstol procuraba por todos los
314 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

medios posibles alcanzar la resurrección de los muertos, es decir, tein


exanastasis ek nekros, literalmente una resurrección fuera de los
muertos. El texto de Tischendorf incluye la preposición ek, lo que la
hace una resurrección fuera de los muertos. Este fue el motivo para que
el Apóstol dijera, “prosigo a la meta, al premio del supremo llama-
miento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14). Nadie deberá
cuestionar que este sea un asunto vital para la teoría milenarista como
un todo. Los que no hagan la distinción entre las dos resurrecciones se
obligarán a sí mismos al postmilenarismo o al amilenarismo. La
posición que asumamos al discutir el segundo advenimiento determi-
nará esta perspectiva de la resurrección y será determinada por ella.
El desarrollo de la doctrina en la iglesia. Las interrogantes que surgie-
ron dentro de la iglesia apostólica se extendieron al periodo subapostó-
lico. Justino Mártir (c. 138-166), decía en su primera apología:
“Hacemos oración en favor de que tengamos una resurrección a la
incorrupción a través de nuestra fe en Él”. Pero la incorrupción a la que
se alude no es meramente la de un cuerpo espiritual, ya que “en la
resurrección la carne se levantará perfecta y entera”. Orígenes
(185-254) escribió: “Prevalecen las diferencias de opinión, pero la
verdadera opinión es la que ha sido transmitida en orden de sucesión
desde los apóstoles. La enseñanza clara es que habrá una resurrección
cuando este cuerpo que ahora es sembrado ‘en corrupción’, resucite ‘en
incorrupción’... Lo que se levantará en la resurrección será un cuerpo
espiritual... No hemos de pensar que los cuerpos que se nos darán han
de ser de carne y sangre, con pasiones de sentidos, sino incorruptibles”.
Un conflicto entre las perspectivas literalista y espiritualista de la
resurrección ocurrirá desde muy temprano, la primera sostenida
principalmente en el occidente, y la última en el oriente. Ireneo (c.
202), Tertuliano (c. 220) y Cipriano (c. 258) siguieron a Justino en la
interpretación literal, como sería más tarde el caso con Metodio (c.
312), Epifanio (c. 403), Teófilo de Alejandría (c. 404), Prudencio (c.
405) y Jerónimo (c. 419). En el oriente, Orígenes marcó el paso,
seguido de Basilio (c. 375), Gregorio Nacianceno (c. 376), Gregorio de
Nisa (c. 395) y Crisóstomo (c. 407). Estas perspectivas alternas se
prolongaron hasta el tiempo de Agustín (353-430), el cual logró
establecer un punto medio, hecho que, en gran medida, determinará la
posición del pensamiento posterior. Agustín expresó su posición con las
palabras siguientes: “Los cuerpos espirituales van a ser todavía cuerpos y
no espíritus; tendrán la sustancia pero no la nulidad y la corrupción de
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 315

la carne; serán vivificados, no por el alma viviente sino por el espíritu


viviente. Este es el cuerpo que Cristo viste ahora, en anticipación del
que nosotros vestiremos”. Durante la Edad Media, los escolásticos
asumirán posiciones opuestas y dogmatizarán a su manera respecto a la
resurrección del cuerpo. Erígena parece haberse inclinado a las perspec-
tivas origenistas, pero Tomás de Aquino seguirá a Agustín. Los teólogos
protestantes se mantuvieron leales a los antiguos credos. Los luteranos,
con sus doctrinas cristológicas peculiares, y lo acentuado de su puesta
de relieve de lo sacramental, enseñaban que, “en Adán, nuestros
cuerpos fueron forjados para la inmortalidad; a través de la encarnación
del Hijo de Dios, fueron llevados a la afinidad con Él; se iniciaron en su
glorificación cuando Él resucitó; fueron lavados del pecado en el
lavacro de la regeneración; por fe vinieron a ser miembros de su cuerpo
místico y el templo del Espíritu; y se nutrieron y santificaron por el
cuerpo y la sangre de Cristo, para la vida eterna”. Charles Hodge
resume la doctrina de los reformadores de la siguiente manera: “(1)
Que el cuerpo de la resurrección será numéricamente, y en sustancia,
uno con el cuerpo actual. (2) Que ha de tener los mismos órganos
visuales, auditivos y otros, como en la vida presente. (3) Muchos
sostuvieron que todas las peculiaridades del cuerpo actual, bien sean de
tamaño, estatura o apariencia, le serán restauradas. (4) Así como los
cuerpos de los justos serán refinados y glorificados, los de los malos,
según lo que se asumía, serán proporcionalmente repulsivos. Los
teólogos protestantes posteriores, bien fueran luteranos o reformados, se
ceñirían más estrictamente a los límites de la Biblia” (Charles Hodge,
Systematic Theology, III:789). De aquí pasaremos al próximo asunto
importante de la escatología: el juicio final.

EL JUICIO FINAL
Por este juicio entenderemos un juicio universal, en vasta asamblea,
de todos los justos y de todos los impíos. Esta enseñanza ha sido negada
por los que piensan que el juicio de todo ser humano ocurrirá cuando
este muera, o por los que piensan que solo los malos serán juzgados en
el día final. Pero el juicio general es muy diferente del juicio individual
o particular que se le formará a cada ser humano, o del que éste se hace
a sí mismo al morir. Hay muchos pasajes bíblicos que justifican este
último, pero que no alcanzan establecer el primero. Sin embargo,
también es cierto que la Biblia hace frecuente mención de un día de
juicio, y que la comparación de pasajes bíblicos hace claro que no se
316 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

refieren a la muerte, sino a un periodo o día específico que habrá de


hacerse sincronizar con la conflagración del fin del mundo. “Pero los
cielos y la tierra que existen ahora están reservados por la misma
palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de
los hombres impíos” (2 Pedro 3:7). También se expresa claramente que
Dios “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia”
(Hechos 17:31). A ese día se le designa, además, como “el día de la ira y
de la revelación del justo juicio de Dios” (Romanos 2:5); “el día en que
Dios juzgará por medio de Jesucristo los secretos de los hombres”
(Romanos 2:16); “el día del juicio” (2 Pedro 2:9); el “gran día” (Judas
6); y, “el gran día de su ira” (Apocalipsis 6:17). Estos pasajes demues-
tran claramente tres cosas: (1) que ha de haber un juicio general; (2)
que tendrá lugar en un tiempo determinado; y, (3) que ese día grande y
terrible se encuentra en el futuro.11
En lo que respecta a la duración del juicio, el uso indefinido del
término “día” no permite que se exprese siquiera su probable prolonga-
ción. Esto ya ha sido discutido en su vinculación con el segundo
advenimiento. Juan Wesley observó que “el tiempo designado por el
profeta como ‘el día grande y terrible’ en la Biblia se señala por lo
regular como ‘el día del Señor’. El espacio desde la creación del hombre
sobre la tierra hasta el fin de todas las cosas, es ‘el día de los hijos de los
hombres’; el tiempo que está ahora transcurriendo sobre nosotros es
propiamente ‘nuestro día’; cuando a éste se le dé su fin, comenzará ‘el
día del Señor’. Pero, ¿quién podrá decir cuánto tiempo durará? ‘Para el
Señor, un día es como mil años y mil años como un día’ (2 Pedro 3:8).
Fue precisamente de esta expresión que algunos de los antiguos padres
derivaron la inferencia de que lo que comúnmente se designa como el
día del juicio constará, en efecto, de mil años. Y tal parece que la verdad
no les trascendió, o menos aún, que no la atinaron. Si consideramos el
número de personas que han de ser juzgadas, y el de las acciones sobre
las cuales se ha de inquirir, tal parece que mil años no serán suficientes
para las transacciones de ese día. Por lo tanto, no se deberá pensar como
improbable que las mismas comprendan varios miles de años. Pero
Dios también revelará esto en su momento” (Juan Wesley, Sermon: The
Great Assize). En el extremo opuesto se encuentra la opinión de Enoch
Pond, quien dice: “El proceso del juicio se prolongará lo suficiente
como para responder a todos los propósitos para el cual fue instituido,
aunque no veo la necesidad de suponer que continuará durante un
periodo demasiado de extendido, sin que quizá dure no más de un día
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 317

literal. Al sonar la final trompeta, los muertos serán resucitados, ‘en un


momento, en un abrir y cerrar de ojos’. El trono se emplazará en muy
poco tiempo, los libros serán abiertos, y los mundos serán reunidos ante
su Juez final. La separación que se podrá hacer será inequívoca. Podrá
haber, a través de cierto proceso misterioso, una revelación del carácter
que tendrá como finalidad que ‘toda obra, sea buena o sea mala,
juntamente con toda cosa oculta, sea traída a juicio’. No sabemos en
este momento cómo se hará una exhibición tal del carácter, pero,
¿quién dirá que no se podrá hacer, y hacerse con prontitud, a fin de que
todo el proceso de juicio se complete en un tiempo comparativamente
corto?” (Enoch Pond, Christian Theology, 571-572).12
Un juicio particular y un juicio general. La Biblia establece una dis-
tinción entre un juicio particular o privado, el cual tendrá lugar con la
muerte, y un juicio general, el cual tendrá lugar en el día final. (1) Los
siguientes pasajes demuestran que hay un juicio particular. “Antes que
el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo
dio” (Eclesiastés 12:7). Aquí se implica que el alma se encuentra
consciente de sí misma en la presencia de Dios, y que, por obligación,
tendrá un conocimiento moral de su propio estado. El apóstol Pablo
afirma esta posición con las siguientes palabras: “Ahora conozco en
parte, pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12).
Hemos, pues, de creer que cada ser humano, al morir, tendrá un
conocimiento de sí que le permitirá saber exactamente cuál es su
carácter moral propio. El Apóstol, en otra de sus declaraciones, implica
que lo que tenga lugar en el día del juicio, tendrá también lugar en la
conciencia de cada ser humano al morir: “dando testimonio su
conciencia y acusándolos o defendiéndolos sus razonamientos”
(Romanos 2:15). La epístola a los Hebreos ofrece específicamente el
siguiente pasaje: “Y de la manera que está establecido a los hombres que
mueran una sola vez, y después de esto el juicio (krisis)” (Hebreos
9:27). Aquí la palabra “juicio” es anarthrous, y dado que no se emplea
el artículo, debe leer así: “y después de esto, juicio”, o, “un juicio”. No
es el juicio, en el sentido del juicio general que sigue inmediatamente a
la muerte, sino un juicio, un juicio particular, privado. (2) Habrá
también un juicio general o público, como lo hemos definido antes, el
cual la Biblia enseñan claramente. En el Antiguo Testamento podemos
notar los siguientes pasajes: “…pero recuerda que sobre todas estas
cosas te juzgará Dios“ (Eclesiastés 11:9). “Pues Dios traerá toda obra a
juicio, juntamente con toda cosa oculta, sea buena o sea mala” (Ecle-
318 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

siastés 12:14). “El juez se sentó y los libros fueron abiertos” (cf. Daniel
7:9 y 10). “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán
despertados: unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión
perpetua” (Daniel 12:2). El Nuevo Testamento también enseña de
manera distintiva un día de juicio público. Nuestro Señor hizo
mención frecuente del mismo y en palabras que no pueden ser
malentendidas. “Por tanto os digo que en el día del juicio será más
tolerable el castigo para Tiro y para Sidón que para vosotras” (Mateo
11:22, cf. el versículo 24). “Los hombres de Nínive se levantarán en el
juicio con esta generación y la condenarán” (Mateo 12:41). La escena
del juicio es matizada de manera vivida por Cristo después que
concluye su parábola de los talentos (Mateo 25:31-46). El apóstol
Pablo, en su discurso del Areópago, declaró que Dios “ha establecido
un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien
designó, acreditándolo ante todos al haberlo levantado de los muertos”
(Hechos 17:31); y, de nuevo, que habrá un día “en que Dios juzgará
por medio de Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi
evangelio” (Romanos 2:16). Judas dice igualmente: “Vino el Señor con
sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos” (Judas
14-15). En el Apocalipsis, luego de que se narra lo del milenio y el gran
engaño, el escritor dice: “Vi un gran trono blanco y al que estaba
sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo y ningún
lugar se halló ya para ellos. Y vi los muertos, grandes y pequeños, de pie
ante Dios. Los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es
el libro de la vida. Y fueron juzgados los muertos por las cosas que
estaban escritas en los libros, según sus obras. El mar entregó los
muertos que había en él, y la muerte y el Hades entregaron los muertos
que había en ellos, y fueron juzgados cada uno según sus obras... El que
no se halló inscrito en el libro de la vida, fue lanzado al lago de fuego”
(20:11-13, 15). Aquí tenemos una predicción irrebatible de un juicio
general en el que todos los muertos y todos los vivos serán congregados.
Es evidente que tanto los justos como los malos estarán presentes,
puesto que las personas cuyos nombres están escritos en el libro de la
vida serán salvas, pero aquellos cuyos nombres no se encuentren allí,
serán lanzados al lago de fuego.13
La persona del Juez. Solo Dios posee la aptitud para desempeñar el
oficio de Juez en el último y gran tribunal. Solo Él es todo sabio, y solo
a Él les son conocidos los secretos más íntimos de la vida de los seres
humanos. Él no solo entiende sus acciones sino también sus pensa-
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 319

mientos íntimos y sus móviles ocultos, aun sus naturalezas y las


posibilidades que estas entrañan. Pero este juicio no estará a cargo de
Dios como Dios, “porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio
dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El
que no honra al Hijo no honra al Padre, que lo envió” (Juan 5:22-23).
La razón para esto es que el Hijo es no solamente divino sino humano,
y su relación con la humanidad lo califica de manera peculiar para este
oficio.14 De hecho, resulta evidente que el juicio será ejecutado
peculiarmente por Cristo como hombre, puesto que el apóstol Pedro
declara que “nos mandó que predicáramos al pueblo y testificáramos
que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos” (Hechos
10:42). Unos pronunciamientos específicos a tales efectos se encuen-
tran en Mateo 16:27-28 y 25:31-46. El apóstol Pablo predicó a los
atenienses de Dios, quien “juzgará al mundo con justicia, por aquel
varón a quien designó” (Hechos 17:31). Y en una de sus epístolas a los
corintios declara que “es necesario que todos nosotros comparezcamos
ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya
hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios
5:10). El juicio del mundo es representado como el último acto
mediador de Cristo. Después de la ejecución de la sentencia final,
cuando las recompensas de los justos se otorguen y las penas de los
malos se determinen, Cristo entregará el reino mediador al Padre, para
que Dios sea todo en todos (1 Corintios 15:24-28).
El desarrollo de la doctrina en la iglesia. Hay muy pocos detalles en
las enseñanzas de los primeros padres en lo que respecta al juicio. Por lo
regular estaban conformes con insistir en su certidumbre.15 Justino (c.
165) comentaba que “Platón solía decir que Radamanto y Minos
castigarían a los malos que comparecieran ante ellos; nosotros decimos
lo mismo, pero en manos de Cristo; los cuerpos de los malos se unirán
de nuevo a sus espíritus para sufrir, entonces el castigo eterno”. Los
padres edificaron su doctrina fundamentándose principalmente en las
imágenes de lenguaje de la Biblia, pero sus escritos eran a menudo
pálidas paráfrasis o descripciones poéticas. Este es especialmente el caso
con los que se le atribuyen por lo regular, aunque improcedentemente,
a Tertuliano (c. 220), y a Hipólito (c. 239). Orígenes explicaba a
Romanos 2:13-16 como sigue: “Cuando el alma haya anegado una
multitud de obras malas y una abundancia de pecado contra sí misma,
toda esa aglomeración de maldad borboteará en su justo momento en
castigo. La mente... verá expuesta ante sus ojos una especie de historia
320 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

de todas las obras viciadas, vergonzosas e impías que haya hecho.


Entonces la conciencia... traspasada por sus propios aguijones, se
tornará en su propia acusadora”. Aquí hay que notar que lo que se
destaca es el juicio particular o individual. Agustín pretendió reducir la
verdad encontrada en las metáforas bíblicas a declaraciones dogmáticas.
Él resumiría la doctrina aquí en cuestión de la siguiente manera: “La
iglesia entera confiesa que Cristo vendrá del cielo a juzgar a los vivos y a
los muertos; esto nosotros lo denominamos el día final del juicio
divino. Pero los días que durará este juicio es algo incierto, pues nadie
que haya leído la Sagrada Escritura hasta de la manera más impensada
puede ignorar que es del estilo de la Escritura indicar ‘día’ en lugar de
tiempo. Por lo tanto, cuando hablamos del día de juicio añadimos
‘final’ porque Él ahora juzga y ha juzgado desde el comienzo de la raza
humana... y aun si nadie hubiera pecado, Él, a no ser por un juicio
bueno y justo, no hubiera podido retener en eterna bienaventuranza a
cada criatura racional que se hubiera abrazado perseverantemente al
bien. Él no solo juzga a la raza de los humanos y de los demonios como
un todo, raza que sufrirá según los méritos de sus antiguos pecados,
sino también la obra de cada uno, hecha por voluntad propia”. Durante
la edad media, aun cuando las opiniones variaban considerablemente,
el juicio se interpretaba generalmente de acuerdo con el principio del
literalismo más craso. Un ejemplo de ello se encuentra en los relatos de
Tomás de Aquino (c. 1274).16 Los teólogos de la Reforma afirmaron
sencillamente la doctrina bíblica, aunque tuvieron el cuidado de
distinguir entre el juicio final (judicium universale et manifestum), que
tendrá lugar en el fin del mundo, y el juicio individual (judicium
particulare et occultum), el cual se pasará sobre cada persona al morir. El
propósito del primero se entendía en el sentido de una vindicación
pública de la justicia divina que otorgaría recompensas y castigos
finales.
Los principios del juicio. El apóstol Pablo enumera los principios del
juicio de la siguiente manera: Dios “pagará a cada uno conforme a sus
obras: vida eterna a los que, perseverando en hacer el bien, buscan
gloria, honra e inmortalidad; pero ira y enojo a los que son contencio-
sos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia.
Tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, sobre
el judío en primer lugar, y también sobre el griego; en cambio, gloria,
honra y paz a todo el que hace lo bueno: al judío en primer lugar y
también al griego, porque para Dios no hay acepción de personas”
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 321

(Romanos 2:6-11). Samuel Wakefield, al referirse a la declaración que


“los libros fueron abiertos” (Apocalipsis 20:12), asume que estas son las
diferentes dispensaciones bajo las que han sido puestos los seres
humanos, y en cuya conformidad la justicia requiere que se les juzgue.
Aquella porción de la voluntad divina que los seres humanos conocen,
o podrían conocer, será, por consiguiente, la norma para el juicio. (1)
Los paganos serán juzgados por la ley de la naturaleza, o la ley que se
dio originalmente a los seres humanos como su regla de conducta.
Cierta porción de esta ley ha sido preservada entre ellos en parte por la
tradición y en parte por la razón; pero aunque sus huellas se borran en
ocasiones, y en otras son considerablemente obscurecidas, aun así
queda lo suficiente de esta ley para hacerles seres responsables, y para
que sirva de base para el examen judicial. “Cuando los gentiles que no
tienen la Ley hacen por naturaleza lo que es de la Ley, estos, aunque no
tengan la Ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la Ley
escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia y acusándolos
o defendiéndolos sus razonamientos” (Romanos 2:14-15). (2) Los
judíos serán juzgados según la ley de Moisés y la enseñanza de los
profetas. Las palabras mismas de nuestro Señor serán la norma para su
propia generación, “La palabra que he hablado, ella lo juzgará en el día
final” (Juan 12:48). (3) Los cristianos en general serán juzgados según
las Escrituras del Antiguo Testamento y las del Nuevo, especialmente el
evangelio, ya que el mismo confiere privilegios superiores a los seres
humanos.17 Si el gentil que pecó contra la luz de la naturaleza será
justamente castigado, y si aquel que violaba la ley de Moisés moría
“irremisiblemente”, “¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el
que pisotee al Hijo de Dios, y tenga por inmunda la sangre del pacto en
la cual fue santificado y ofenda al Espíritu de gracia?” (Hebreos 10:29).
Luego, esto nos permite decir que la medida de la verdad revelada que
les ha sido concedida a los seres humanos, será la norma por la que se
les juzgará en el día final. Aquí podemos incluir las siguientes palabras
de nuestro Señor: “Porque a todo aquel a quien se haya dado mucho,
mucho se le demandará” (Lucas 12:48).18
Con relación a estos principios también tenemos que llamar la aten-
ción al hecho de que el juicio es la tercera rama, la ejecutiva, de la ley
moral; la primera sería la legislativa, y la segunda, la judicial. En cuanto
al origen de la ley moral, podemos decir que proviene de la santidad
absoluta de Dios, y que se ajusta exactamente a la naturaleza moral del
ser humano. Esto es importante en el sentido de que si la ley moral
322 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

fuera de alguna manera inadecuada para el periodo probatorio de las


personas, entonces su aplicación judicial y su ejecución final deberán
por necesidad ser injustas. En cambio, si la ley es “buena”, como así lo
afirma el apóstol Pablo, entonces es aplicable a toda transgresión en su
aspecto judicial. Solo sobre estas bases podrá conducirse la ejecución de
la sentencia en el plano de la santidad absoluta. Esta ejecución está
ahora detenida por el influjo de la gracia preveniente o restrictiva, o por
causa de ella. Pero la ira de Dios en el ser divino es constante, y la
transferirá, por terrible que sea, a la rama ejecutiva de la ley moral, en el
momento en que, al final, la gracia sea definitivamente rechazada y ya
no pueda mitigar por más tiempo la sentencia. El asunto de la ley
moral, por consiguiente, solo podrá entenderse como relacionada a la
santidad y la justicia de Dios. Así, entonces, toda la cuestión del castigo
futuro queda salvaguardada de la falacia de la elección incondicional, y
lo “verdadero” y lo “justo” de los juicios de Dios queda plenamente
vindicado.19
El propósito del juicio general. A fin de comprender el propósito del
juicio general, el mismo deberá considerarse (1) en su relación con
Dios; (2) en su relación con Cristo, y (3) en su relación con el ser
humano.
Primero, este juicio proporcionará un campo digno para la manifes-
tación de los atributos divinos. Que “el juez de toda la tierra es justo”
será atestiguado frente a aquella congregación universal, y el fallo, bien
de inocencia o de condenación, será validado por incontables millones
de hombres y ángeles. “Entonces aparecerá”, dice James Petrigu Boyce,
“la sabiduría de su propósito, la veracidad y fidelidad de sus promesas,
el poder para cumplir su voluntad, su benevolencia universal, su amor
que se sacrifica, su misericordia inmensurable, su poder libertador, su
gracia conquistadora, y, para no querer seguir enumerándolas, todas
aquellas cosas que uno pueda imaginar que constituirán esa santidad
que, en una palabra, abarca toda la perfección moral” (James Petrigu
Boyce, Abstract of Systematic Theology, 466).
Segundo, allí aparecerá la gloria de Cristo, no solo como Juez, sino
como Señor y Rey. Como Señor, ahora su dominio se percibirá que es
uno universal, y como Rey que ha reinado en los corazones de su
pueblo, los recibirá en su gloria y los invitará a participar en ella.
Tercero, en lo que toca al ser humano, el juicio es necesario por
varias razones.20 (1) La conciencia testifica, tanto en tierras cristianas
como paganas, que las obras del ser humano esperan por un juicio final.
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 323

¿Puede explicarse esto de alguna otra manera que no sea “la voz de Dios
en el ser humano”? Dios no se burlará de sus criaturas, pues que si la
conciencia apunta a un día futuro en el cual rendir cuentas, ese día
segurísimamente vendrá. (2) Los justos de este mundo se encuentran
tan a menudo en una condición tal, que a menos que haya una
recompensa futura, la justicia y la ecuanimidad de Dios no podrían
vindicarse. (3) Entendamos también que el juicio general no se
preocupará solamente de los actos de los seres humanos. Ellos no solo
son individuos responsables por sus propios actos, sino que también
son criaturas sociales responsables de los demás. Ejercen influencia en
favor del bien o del mal, y es una influencia que se prolonga más allá de
la vida presente del individuo. Su obra, por tanto, no acaba cuando éste
muere. Sus obras vivirán después de su muerte, y continuarán viviendo
hasta que la historia sea traída a su fin. Únicamente en el juicio se
podrá recapitular la influencia total de su vida, sea para bien o para mal.
En el juicio general también habrá que responder por los ímpetus
hereditarios y solidarios. (4) El propósito supremo del juicio universal
será, por lo tanto, poner de manifiesto el carácter antes que descubrir-
lo.21 El apóstol Pablo dice que “es necesario que todos nosotros
comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba
según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea
malo” (2 Corintios 5:10). En ese juicio Dios discriminará entre los
justos y los injustos, y separará los unos de los otros a fin de que Él
pueda descubrir o poner de manifiesto el verdadero carácter de ambos.
Las personas son salvas por la fe, pero se les recompensará de acuerdo
con sus obras, aunque estas obras se desprendan de la naturaleza
verdadera de la fe. Así como ahora somos justificados por la fe, sin las
obras, en el sentido meritorio, aunque es una fe que siempre se
encuentra evidenciada por las obras, también lo seremos en el juicio
final, momento en el que la justicia que es por la fe será vindicada por
las obras que proceden de ella.22
Las circunstancias que acompañarán al juicio general. La Biblia des-
cribe el juicio final como una escena de enorme solemnidad y magnifi-
cencia. Las circunstancias que lo acompañarán dan testimonio de lo
solemne de la ocasión. Solo la Biblia revelará en qué consistirán esas
circunstancias. Juan Wesley nos ofrece el siguiente sumario de los
eventos vinculados a este gran y terrible día.
“(1) Consideremos, en primer lugar, las circunstancias principales
que precederán nuestra comparecencia ante el trono de juicio de Cristo.
324 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Dios, primero, dará ‘señales abajo en la tierra’ (Hechos 2:19), particu-


larmente al ‘levantarse y sacudir terriblemente la tierra’. ‘Temblará la
tierra como un ebrio y será removida como una choza’ (Isaías 24:20).
Habrá terremotos kata topos (no solo en diversos, sino) en todos los
lugares; no solo en una parte del mundo habitable, o en algunas, sino
en todas partes (Lucas 21:11); uno de ellos será ‘tan grande cual no lo
hubo jamás desde que los hombres existen sobre la tierra’. Otro de ellos
hará que toda isla huya y los montes ya no sean hallados (Apocalipsis
16:20). Entonces todas las aguas del globo terráqueo sentirán la
violencia de estas conmociones; el mar y las olas bramarán (Lucas
21:25) con una agitación nunca antes vista desde la hora en que ‘las
fuentes del gran abismo fueron rotas’, para destruir la tierra, la cual
después permanece ‘fuera del agua y en el agua’. Los aires serán
totalmente tormenta y tempestad, llenos de negros vapores y de
columnas de humo (Joel 2:30); resonarán con trueno de polo a polo, y
diez mil centellas los rasgarán. Pero la conmoción no se circunscribirá a
las regiones aéreas: ‘Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las
estrellas... las potencias de los cielos serán conmovidas’ (Lucas
21:25-26), las fijas así como las que giran alrededor. ‘El sol se converti-
rá en tinieblas y la luna en sangre, antes que venga el día, grande y
espantoso, de Jehová’ (Joel 2:31). ‘El sol y la luna se oscurecerán’ (Joel
3:15), ay, y caerán ‘sobre la tierra’ (Apocalipsis 6:13) al ser arrojadas de
sus órbitas. Entonces se oirá la voz universal de todas las compañías
celestiales, y luego ‘la voz del arcángel’, que proclamarán que el Hijo de
Dios, del hombre, se acerca, y la ‘trompeta de Dios’ sonará la diana
para todos los que duermen en el polvo de la tierra (1 Tesalonicenses
4:16). Como consecuencia, todos los sepulcros se abrirán, y se levanta-
rán los cuerpos de las personas. El mar entregará también los muertos
que haya en él (Apocalipsis 20:13), y cada uno se levantará con ‘su
propio cuerpo’: propio en sustancia, pero con propiedades de tal
manera mudadas que ahora no es imposible concebirlo. ‘Pues es
necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto
mortal se vista de inmortalidad’ (1 Corintios 15:53). Sí, ‘la muerte y el
hades’, el mundo de lo invisible, entregarán los muertos que habrá en
ellos (Apocalipsis 20:13). Así, todos los que jamás vivieron y murieron
desde que Dios creó al ser humano, resucitarán incorruptibles e
inmortales.23
“(2) A su vez, el Hijo del hombre enviará a ‘sus ángeles’ sobre toda la
tierra, y ‘juntarán a sus escogidos de los cuatro vientos, desde un
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 325

extremo del cielo hasta el otro’ (Mateo 24:31). Y el Señor mismo


vendrá con las nubes en su gloria, y la de su Padre, con diez mil de sus
santos, y con millares de ángeles, y se sentará en su trono de gloria, ‘y
serán reunidas delante de él todas las naciones; entonces apartará los
uno de los otros... Y pondrá las ovejas [los buenos] a su derecha, y los
cabritos [los malvados] a su izquierda’ (Mateo 25:31ss). Tocante a esta
reunión general es que el discípulo amado se expresa así: ‘Y vi los
muertos’, todos los que han fallecido, ‘grandes y pequeños, de pie ante
Dios. Los libros fueron abiertos’ (una expresión figurada que alude
claramente a la manera en que los humanos proceden)... ‘Y fueron
juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros,
según sus obras’” (Apocalipsis 20:12) (Juan Wesley, Sermon: The Great
Assize).
Y cuando el juicio termine, y todos estén listos para escuchar el fallo
final, el Señor dirá a los de su derecha, “Venid, benditos de mi Padre,
heredad el Reino preparado para vosotros desde la fundación del
mundo” (Mateo 25:34); y a los de su izquierda, “Apartaos de mí,
malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mateo
25:41). En esa hora espantosa se pronunciará también sentencia sobre
los ángeles que no retuvieron su primer estado, abandonando “su
propio hogar”; estos están ahora, como nos dice el apóstol Judas,
guardados “bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran
día” (Judas 6).

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. William Burton Pope, al comentar a Filipenses 3:20-21, dice: “Aquí hay dos palabras de
gran importancia: summorfos, que sugiere la misma idea de ‘lo que se conforma a su
muerte’; el cuerpo se ha de sujetar a la ley bendita de que somos predestinados para que
seamos hechos ‘conformes a la imagen de su Hijo’ (Romanos 8:29). Esta palabra, ‘con-
formes’, no es la misma del capítulo corintio: aquí es metasximatisei, lo cual alude solo a la
nueva forma del cuerpo resucitado; en el otro, la palabra es allagisometa, ‘transformará’, lo
cual alude a la transformación entera de los cuerpos que ya existen. Entonces, es de esto
último de lo que nuestro Salvador será el patrón. ‘No vio corrupción’; por consecuencia,
no podía ser el ejemplo perfecto, en todo respecto, de nuestra restauración de la muerte,
como tampoco podría serlo, en todo respecto, de nuestra redención de la pena final del
pecado. Aquí encontramos una analogía con su ejemplo de santidad: Él no establece la
pauta en cuanto al proceso para obtenerla, pero es el prototipo consumado de lo que
tenemos precisamente que obtener. Viviremos en cuerpos glorificados semejantes al de Él;
en cambio, en nuestra redención del polvo, Él no tiene parte alguna” (William Burton
Pope, Compendium of Christian Theology, III:405).
2. De antaño se pensaba corrientemente que era necesario afirmar una identidad material
entre el cuerpo futuro y el actual. Pero el apóstol Pablo, aunque da a entender que existe
cierto lazo que los vincula, está muy lejos de afirmar la identidad material (1 Corintios
326 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

15:35-38). El único motivo para inferir esa identidad es la asociación de la resurrección


con el sepulcro, lo cual de ninguna manera tiene fuerza concluyentemente. La tierra es el
sepulcro común de la raza. Al morir, los seres humanos entregan universalmente sus
cuerpos a la masa de la naturaleza física. Supóngase, entonces, que uno desee expresar con
una frase retóricamente vívida el hecho de que, de la masa de la naturaleza física, a través
de la obra milagrosa del poder de Dios, se tomen los componentes de los nuevos cuerpos,
¿qué pudo haber sido mejor que el que se hablara de un sepulcro que entrega a sus muer-
tos? Esto es un equivalente propio en el discurso popular de la declaración de que, en la
naturaleza física que recibe el viejo cuerpo, habrá de darse el origen del cuerpo nuevo y
mucho más perfecto, el cual será el que reflejará perdurablemente la gloria del espíritu que
habita. Reconstituir la identidad material del ser físico de la persona no tendría conse-
cuencia alguna. Un juego de moléculas es tan legítimo como otro del mismo orden. Es,
por tanto, considerablemente improbable que Dios hubiera diseñado una economía
inextricable y de largo alcance que persiguiera conservar la cantidad de materia necesaria
para la perfección física de cada cuerpo, y que hubiera emprendido la tarea de juntar, el
día de la resurrección, las partículas regadas que esta cantidad comprendiera. La semejanza
del tipo que resulta de la operación del mismo principio organizador hará provisión para
una identidad adecuada del cuerpo a través de los cambios de la vida terrenal; y no hay
lugar para suponer ninguna otra base de identidad en el estado futuro (Henry C. Sheldon,
System of Christian Doctrine, 563-564).
3. Al estudiar anteriormente la antropología, hicimos alusión al “principio inmaterial” de
Agassiz, el cual, según él sostiene, determina la forma corporal futura del organismo. Sin
embargo, Agassiz va a decir que, cuando el individuo muere, este principio inmaterial deja
de existir. Julius Mullerton, por otro lado, sostiene que esta fuerza vital organizadora
continúa en unión del alma, pero sin operar entre la muerte y la resurrección. “A aquello a
los que la Biblia le promete una resurrección”, dice Mullerton, “no es a la sarx, la masa del
material terrenal, sino al soma, el todo orgánico. El organismo, como forma viviente que
apropia materia para sí, es el verdadero cuerpo, el cual, al ser glorificado, viene a ser el
soma pneumatikon”.
El objeto de la resurrección, como esfuerzo activo del poder divino-humano, es el
cuerpo. Pero esta fórmula ha de entenderse dentro de una latitud amplia de significado.
Deberá incluir la integridad perfecta o indivisible del ser humano que será levantado, la
presente equivalencia o unidad del cuerpo como órgano del espíritu, y el cambio que lo
adaptará a su nuevo estado una vez sea resucitado. Así, pues, son tres los términos que nos
servirán de palabras guías para la doctrina: la integridad, la identidad, y la glorificación de
la carne que se levantará en el día final. La enseñanza principal de la Biblia, o al menos la
más importante, consiste en que el ser humano que regresará a la existencia será uno
entero, es decir, íntegro en la naturaleza que, en la idea del Creador, representa a un ser
espiritual que utiliza una organización corporal. El ser humano sufre en la muerte la pena
de una disolución que luego será reparada. Este es perfecto únicamente como espíritu,
alma y cuerpo... El ser humano en su entereza es el ser humano ante su Hacedor, lo
mismo aquí que en el más allá (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology,
406).
4. J. P. Lange, cuya imaginación a menudo lo domina, enseña que el alma fue creada para
que la encarnaran; por lo tanto, se le ha dotado de pujanzas y talentos afines. En virtud de
su naturaleza reúne tan palpablemente para el cuerpo los materiales de la materia que la
rodea como una semilla reúne de la tierra y del aire la materia que se ajusta a sus necesi-
dades. Lange asume, por lo tanto, que en el alma existe “una ley de fuerza que garantiza
que se forme para sí un cuerpo que se ajuste a sus necesidades y esfera; o más propiamen-
te”, añade, “que la ‘identidad orgánica’ se caracterice por un schema des Leibes, lo cual
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 327

está incluido en el alma... o bien por un nisus formative, lo cual pertenece al alma huma-
na. El alma, mientras está en la tierra, forma para sí un cuerpo de los materiales de la
tierra; cuando deja la tierra, prepara una habitación para sí misma a partir de los materiales
que se encuentran en la esfera más elevada a la que ha pasado; y en el fin del mundo,
cuando ocurra la gran palingenesia, las almas de los seres humanos, según su naturaleza,
forjarán cuerpos para sí mismas a partir de los elementos del universo disuelto”. “Los
justos se vestirán con los elementos primorosos de la tierra renovada; brillarán como el sol.
Los malos serán vestidos del desperdicio de la tierra, y despertarán a vergüenza y a desdén
eterno” (Charles Hodge, Systematic Theology, III:779).
5. Juan Wesley, en su sermón sobre “La resurrección de los muertos”, dice: “La noción plena
de una resurrección requiere que el mismo cuerpo que murió sea el que resucite. De nada
puede hablarse que resucitará que no sea el mismo cuerpo que murió. Si Dios le diera a
nuestra alma un nuevo cuerpo en el día final, ello no podría designarse resurrección de
nuestro cuerpo, ya que dicha palabra implica claramente una producción fresca de lo que
ya antes existía”.
John Miley señala que las dificultades tocantes a la resurrección del cuerpo se centran
en dos puntos: (1) la amplia dispersión de las partículas que componen un cuerpo que
tenía vida; y (2) la posibilidad de que con el transcurso del tiempo algunas puedan perte-
necer a cuerpos diferentes. A esto él responde así: “La aparente magnitud de estas dificul-
tades es mucho mayor que la real, especialmente si las vemos, como es nuestro deber, a la
luz de la providencia divina. La dispersión de las partículas es una realidad solo desde
nuestra propia perspectiva. No importa cuán ampliamente se diseminen, o cuán densa-
mente se mezclen con otra materia, para el ojo omnisciente y la mano omnipotente de
Dios permanecerán tan contiguas como si las hubieran colocado en una urna perdurable a
los pies de su trono. Tampoco existe la probabilidad de que, incluso sobre bases naturales,
haya algún caso en donde toda esa materia pueda venir a ser compartida por dos cuerpos
que la necesiten para la debida identidad de cada uno. Cuando situamos el asunto a la luz
de la providencia de Dios, cuyo propósito es levantar a los muertos, todas las dificultades
se desvanecen” (John Miley, Systematic Theology, II:455).
6. Los siguientes particulares podrían, sin embargo, inferirse de manera más o menos
inequívoca a partir de lo que la Biblia ha revelado sobre el asunto: (1) Que nuestros
cuerpos, después de la resurrección, retendrán su forma humana. Dios, como se nos
indica, dio a cada una de sus criaturas en la tierra un cuerpo propio adaptado a su natura-
leza y que respondiera a la necesidad de cumplir el fin para el que fue creado. Cualquier
cambio esencial en la naturaleza del cuerpo implicaría el correspondiente cambio en su
constitución interna. (2) Es probable que el cuerpo futuro no solo retenga su forma hu-
mana, sino que también posea una semejanza glorificada de lo que era en la tierra. Sabe-
mos que aquí cada persona tiene su carácter individual, unas peculiaridades mentales y
emocionales que lo distinguen de todos los demás seres humanos. Sabemos que su cuerpo,
gracias a su expresión, aire y porte, revela, más o menos claramente, su carácter. Pero lo
que lo exterior revele de lo interior será probablemente mucho más exacto e informativo
en el cielo que lo que pueda ser aquí en la tierra. ¿Cómo podremos conocer al apóstol
Pedro o al apóstol Juan en el cielo si no ha de haber algo en su aspecto y presencia que
corresponda a la imagen de sí mismos que sus escritos han estampado en la mente de sus
lectores? (3) Esto lleva al señalamiento adicional de que no solo reconoceremos a nuestros
amigos en el cielo, sino que conoceremos, sin que nadie nos los presente, a los profetas,
apóstoles, confesores y mártires sobre los que hemos leído u oído aquí en la tierra. (a) Esto
es del todo probable dada la naturaleza del caso. Si el cuerpo futuro ha de ser igual que el
actual, ¿por qué esa igualdad no va a incluir, sin hablar de todo lo demás, una cierta
igualdad en la apariencia? (b) Cuando Moisés y Elías aparecieron en el monte junto a
328 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Cristo, fueron reconocidos inmediatamente por los discípulos. Su aspecto correspondía de


manera tan exacta a las concepciones forjadas a partir de los relatos del Antiguo Testa-
mento tocantes al carácter y la conducta de ambos, que no hubo duda al respecto. (c) Se
indica que nos hemos de sentar con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. Ello
implica que Abraham, Isaac y Jacob serán reconocidos, y si así será con estos, seguramente
lo podrá ser con otros. (d) Se nos ha prometido que la copa de nuestra felicidad entonces
rebosará, pero no podría rebosar a menos que reconociéramos en el cielo a los que hemos
amado en la tierra. El ser humano es una criatura social que posee un alma pletórica de
afectos sociales, y si va a continuar siendo un ser humano en el cielo, ¿no será posible que
retenga allá todos estos afectos? (e) La Biblia enseña claramente que el ser humano reten-
drá todas sus facultades en la vida futura. La más importante de estas facultades es la
memoria. De esta no retenerse, se daría un vacío en nuestra experiencia. El pasado dejaría
de existir para nosotros. Apenas estaríamos conscientes de nuestra existencia, si es que
tendríamos consciencia. Entraríamos al cielo como criaturas nuevamente creadas que
carecerían de historia. Entonces cesarían todos los cánticos celestiales. No habría acciones
de gracias por nuestra redención; tampoco podríamos reconocer ninguno de los tratos de
Dios con nosotros en este mundo. Pero el caso es que la memoria no solo se retendrá sino
que, junto a todas nuestras facultades, será grandiosamente exaltada con el fin de que los
expedientes del pasado nos resulten tan legibles como los eventos del presente. Y si este es
el caso, si la persona ha de retener en el cielo el conocimiento de su vida terrenal, ello por
supuesto conllevará el recuerdo de toda relación social, de todos los lazos de respeto, amor
y gratitud que unen a los seres humanos en familia y sociedad. (f) La doctrina de que, en
la vida futura, reconoceremos a los que hemos conocido y amado en la tierra, ha hecho su
entrada en la fe de toda la humanidad. Ella se da por sentado en la Biblia, sea en el Anti-
guo Testamento o en el Nuevo. Los patriarcas siempre hablaron de que, al morir, irían a
sus padres. El Apóstol exhorta a los creyentes a no entristecerse por los que han partido,
como si no tuvieran esperanza, y les asegura que se reunirá a todos los que han muerto en
el Señor (Charles Hodge, Systematic Theology, III:781-782).
7. La resurrección concreta de la carne, y lo que la Biblia revela expresamente, es que los
mismos cuerpos se levantarán de los sepulcros. Pero la identidad del cuerpo no es la
identidad del ser humano; la identidad del cuerpo tampoco depende de la continuación de
las partículas que, unidas, fueron depositadas en el sepulcro. Una breve consulta de los
ejemplos y testimonios bíblicos será suficiente para evitar equivocaciones en este punto. Si
se apela al cuerpo del Señor en la resurrección, tendrá que recordarse que ahí no existe
analogía. Vemos que la muerte nunca completó en Él su obra de disolución: su organiza-
ción corporal quedó inviolada. El único argumento que se permitiría sería que así como su
glorificación tuvo lugar dentro de un marco físico, también lo tendrá la nuestra. No se
dice que seremos resucitados como Él lo fue con la finalidad de que después seamos
glorificados; el cuerpo nuestro “resucitará cuerpo espiritual”; resucitará inmediatamente
así (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:407).
8. Cuando el apóstol Pablo afirma que “la carne y la sangre no pueden heredar el reino de
Dios”, lo que pretende solamente negar es que un cuerpo así, corrompido y mortal, pueda
heredarlo, y no que tal herencia no sea segura para un cuerpo glorificado y de sustancia
material del que hayan sido removidos todos los elementos de corrupción y de muerte.
Por consecuencia, podemos ver lo que él quiere decir con cuerpo espiritual en 1 Corintios
15:44-46, donde lo contrasta con el “natural”, declarando que el cuerpo de la resurrección
será “espiritual”. No será espiritual en el sentido de que no será material, ya que estará
compuesto de materia. Será espiritual en tanto y en cuanto estará habilitado para la vida
espiritual del más allá, tal y como había sido antes natural, habilitado para la vida animal
de este mundo. Este es el cuerpo neumático, en contraposición del psicológico. Al igual
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 329

que el primer cuerpo fue habilitado para la vida presente, y no pudo haber sido usado en
la vida porvenir sin que cambiara, el cuerpo de la resurrección también se encontrará
habilitado para la vida porvenir y no para la etapa actual de la existencia. De aquí que el
cambio, con muerte o sin ella, no tendrá lugar hasta el tiempo de la nueva unión en el que
la vida neumática tendrá principio (James Petrigu Boyce, Abstract of Systematic Theology,
457).
Así como se le designa carnal al espíritu que sirve a la carne, también se le designa es-
piritual a la carne que sirve al espíritu, pero no porque se haya convertido en espíritu, sino
porque se ha sujetado al espíritu con una disposición suprema y maravillosa de obediencia,
sin sentido de agotamiento que la posea, sin propensidad a la descomposición, ni retraso
en sus movimientos (Agustín, De Civitate Dei, XIII, 20-21).
9. Aunque el cuerpo será maravillosamente mudado en la resurrección, continuará siendo
material en sustancia. Las expresiones “cuerpo natural” y “cuerpo espiritual” significan
sencillamente estados diferentes, pero no distinción de esencia. En una palabra, la resu-
rrección es una transformación pero no una transubstanciación. Esto último significaría
un cuerpo futuro de la misma esencia que el espíritu del cual sería la inversión corporal.
Lo incongruente de un estado así de cosas lo desautorizaría. La materialidad del cuerpo de
la resurrección es enteramente consistente con su inmortalidad. La tendencia común que
poseen las cosas materiales a disolverse o morir, proviene totalmente de su constitución
interior o de su condición exterior, o de ambas. La constitución y la condición podrían ser
tales que tanto las fuerzas interiores como las agencias exteriores operen eficazmente hacia
la disolución o muerte del cuerpo, pero justamente lo opuesto sería también posible en lo
que respecta a ambas. No hay duda de que Dios podrá constituir y condicionar la resu-
rrección del cuerpo, de modo que todas las fuerzas interiores y las influencias externas
operen juntas en favor de su inmortalidad. No habrá distinción entre la resurrección de los
cuerpos de los justos y la de los malos, ni la inmortalidad del cuerpo será más determi-
nante del destino futuro que la inmortalidad del alma (John Miley, Systematic Theology,
453).
Se siembra cuerpo natural, resucitará cuerpo espiritual. Cuando los vocablos se usan
antitéticamente de esa manera, donde el significado de uno nos permite determinar el
significado del otro, podemos luego conocer lo que en este caso la palabra “espiritual”
significa partiendo de lo que conocemos de la palabra “natural”. La palabra psychicos, que
se traduce como “natural”, se deriva de psyche, que a veces significa vida, a veces el prin-
cipio de la vida animal que los seres humanos tienen en común con los brutos, y a veces el
alma en el sentido ordinario y abarcador del término; también significa el principio racio-
nal e inmortal de nuestra naturaleza, aquello en lo cual reside nuestra personalidad... Dado
que ese es el significado de psyche, está claro que el souma psychikon, el cuerpo psíquico o
natural, no podría tener la posibilidad de significar un cuerpo hecho de la psyche. De la
misma manera, no está menos claro que el souma pneumatikon no podría tener la posibi-
lidad de significar un cuerpo hecho de espíritu. Tal cosa sería verdaderamente una contra-
dicción de términos, igual que la de hablar de un espíritu hecho de la material (Charles
Hodge, Systematic Theology, III:783-784).
10. Los treinta y cuatro textos que aluden a la resurrección de Cristo de entre los muertos son
los siguientes: Mateo 17:9; Marcos 9:9-10; Lucas 24:46; Juan 2:22; 20:9; 21:14; Hechos
3:15; 4:10; 10:41; 13:30; 13:34; 17:3; 26:23; Romanos 1:4; 4:24; 6:4-9; 7:4; 8:11; 10:7,
9; 1 Corintios 15:12, 20; Gálatas 1:1; Efesios 1:20; Colosenses 1:18; 2:12; 1 Tesalonicen-
ses 1:10; 2 Timoteo 2:8; Hebreos 13:20; 1 Pedro 1:3, 21.
Compare también las siguientes referencias en las cuales “ek”, o de entre, no se em-
plea: Mateo 22:31; Hechos 17:32; 23:6; 24:15, 21; 1 Corintios 15:12-13, 21, 42; y
especialmente Juan 5:28-29: “No os asombréis de esto, porque llegará la hora cuando
330 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno saldrán a
resurrección de vida; pero los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación”.
11. El juicio es, enfáticamente, la revelación final del Juez, y como tal, la consumación de una
obra judicial que éste ha estado siempre llevando a cabo en el mundo. Será ejecutado por
Cristo como el Dios-hombre, en estrecha vinculación con su venida a levantar a los
muertos, y su alcance será universal e individual. Los principios del juicio serán la aplica-
ción de diversas y justas pruebas, las que revelarán los caracteres de todos, después de lo
cual vendrá una distinción o separación de juicio final y eterno. En el caso del impío, este
juicio será, en varios grados, de condenación eterna; y en el caso de los piadosos, de con-
firmación perdurable en gloria y de recompensa celestial (William Burton Pope, Compen-
dium of Christian Theology, III:412).
12. James Petrigu Boyce dice: “Se ha argüido que, dado el vasto número que ha de ser
juzgado, y los muchos eventos ligados a la vida de cada ser humano, el juicio comprenderá
un largo periodo de tiempo. Pero la rapidez con la que bajo ciertas condiciones la mente
recorre en un momento en el tiempo el curso de una larga vida demuestra que un periodo,
por muy breve que sea, podrá ser suficiente para un juicio y una revelación plena de todas
las personas y de todos los eventos. Lo indefinido del vocablo debe, sin embargo, adver-
tirnos en contra de la presunción de que el día deberá ser de solo unas pocas horas de
duración” (James Petrigu Boyce, Abstract of Systematic Theology, 462).
13. Pero todas las personas serán reunidas ante el trono de juicio de Cristo para ser juzgadas
según lo que hayan hecho en el cuerpo, desde Adán, el primero de la raza humana, hasta el
último de su numerosa posteridad. Todos se encontrarán allí; todos. Los rangos y las
diferencias, tal y como hoy existen, no se conocerán en esa vasta multitud. Aquel cuyo
nacimiento, oficio, riqueza o talento lo distanció de los demás, comparecerá en igualdad
de condiciones. Los grandes estarán privados de sus insignias de dignidad, y los pobres no
tendrán las marcas de su humillación, pues que solo valdrá lo que es moralmente distinto.
El opresor y el oprimido estarán allí; el primero, con miras a que su violencia pueda
volverse contra su propia cabeza, y el último, con miras a que sus agravios les sean rectifi-
cados. Judíos y gentiles, musulmanes y cristianos, entendidos e iletrados, esclavos y libres,
los de alta estirpe y los marginados, todos estarán allí con la finalidad de que rindan
cuentas a Aquél que no hace acepción de personas, y cuyo ojo omnisciente identificará a
cada individuo dentro de la muchedumbre con tanta facilidad como si estuviera solo. Ni
uno solo de los justos será allí olvidado y ni uno solo de los malos hallará un lugar en
donde esconderse de la vista del Juez (Samuel Wakefield, Christian Theology, 625-626).
Cada hombre, cada mujer, cada niño de días que jamás haya respirado el aire vital,
escuchará allí la voz del Hijo de Dios y será vuelto a la vida para que comparezca delante
de Él. Parecería que este es el significado natural de la expresión, ‘los muertos, grandes y
pequeños’: todos, universalmente; todos, sin excepción; los de toda edad, sexo o nivel;
todos los que jamás vivieron y murieron o que experimentaron un cambio que haya
equivalido a la muerte (Juan Wesley, The Great Assize).
14. Es propiamente ostensible que Aquél quien es el Salvador de los seres humanos sea
también su juez final. Es propio que las promesas que Él ha hecho, y los apremios que ha
pronunciado, Él mismo los cumpla, para que aquellos que se han sometido a su ley reci-
ban de sus manos la recompensa, y aquellos que han sido desobedientes, el castigo. Es
propio que traiga a su término la dispensación reparadora que Él estableció por medio de
su interposición personal. En adición a esto, y dado que el juicio general tiene como
finalidad el que sea una manifestación pública de la justicia de la administración divina,
será necesario que haya un juez visible, cuyos procedimientos sean vistos por todos, y cuya
voz todos la escuchen. Y la persona adecuada para esto es Jesucristo, quien por ser tanto
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 331

Dios como hombre, aparecerá como nuestro juez visible en su humanidad glorificada
(Samuel Wakefield, Christian Theology, 625).
Cristo es la persona a quien mejor le corresponde juzgar. (1) Está a favor de los pri-
sioneros. (2) Es justo, por lo que no podrá ser sobornado. (3) Es omnisciente, por lo que
no podrá ser engañado. (4) Es todopoderoso; nadie podrá escapar de la horrenda sentencia
(Potts).
15. Los padres más tardíos se dieron a descripciones retóricas de la venida de Cristo en juicio.
Lactancio (c. 325) dijo que “Cristo, antes de descender, dará esta señal: una espada caerá
súbitamente del cielo”. De acuerdo con Cirilo de Jerusalén (c. 386), la señal de la venida
de Cristo consistiría en la aparición de una cruz en los cielos. Las descripciones del juicio
que se encuentran en Basilio (c. 375) y Gregorio Nacianceno (c. 376) son un tanto orna-
mentadas. Agustín, en el Enquiridión, sostenía que el fuego que probaría la obra de cada
persona (1 Corintios 3:13) tendría lugar en la probatoria de esta vida, aunque más tarde
pensó que, de alguna manera, tendría lugar después de esta vida. De esa insinuación,
como hemos indicado previamente, es que se desarrollará la doctrina católica romana del
purgatorio.
16. Tomás de Aquino dice: “¿Cómo vendrá el Señor en juicio? Como emperador que entra en
su ciudad, luciendo su corona y sus diversas insignias por medio de las cuales dará a
conocer su venida; así, pues, Cristo vendrá en juicio de la misma manera que ascendió,
con todas las órdenes angelicales. Los ángeles vendrán delante de Él cargando su corona;
con voz y trompeta despertarán a los muertos para que lo reciban. Todos los elementos
serán trastornados, y rugirá en todo lugar una tormenta de fuego mezclado con escarcha”.
17. Sólo la fe en Cristo puede justificar al pecador aun cuando sean sus obras las que lo
justifiquen delante de los hombres. Pero esa fe no es un principio inoperante, no es un
reconocimiento intelectual del hecho de que la justicia divina requiere una expiación, sino
que consiste en el tipo de aprecio del corazón respecto a esa verdad divina que trae la
operación de un cambio completo en todo el estado y carácter del ser humano, y en su
condición delante de Dios, lo cual lo vestirá no solo con la justicia de Cristo sino que
infundirá en la persona los principios del Señor de la gloria (Prentiss).
James Petigru Boyce hace el señalamiento de que en la maravillosa combinación a
través de la cual el espíritu creado y aun la materia creada se procuraron, le fue posible al
Verbo divino hacerse carne (Juan 1:14), forjar una obra que ni Dios ni el humano podían
hacer separadamente. ¿Dónde sino en el trono del juicio podrá este personaje ser visto por
alguien excepto por aquellos que son hechos partícipes de su gloria? Cuán justo es que su
aparición llene de angustia a aquellos que lo han rechazado, y de exaltación y alabanza a
todos los que han confiado en Él... El día del juicio exhibirá claramente estas perfecciones
y su armonía respecto a todo el conocimiento de Dios (James Petrigu Boyce, Abstract of
Systematic Theology, 467).
18. William Burton Pope establece los principios del juicio de la manera siguiente: “Los
principios del juicio pueden exponerse y resumirse en los siguientes cinco principales
lemas: La prueba se aplicará conforme a las varias medidas de los privilegios probatorios;
habrá revelación del carácter; habrá separación de clases; se ejecutará la sentencia conde-
natoria; y se confirmará o ratificará la aceptación de los salvados. Todo esto se combinará
en un solo resultado. El Señor omnisciente aplicará infaliblemente sus pruebas.
Los principios anteriores se amplían de la siguiente manera: (1) La autorevelación.
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamentos el día del juicio se encuentra repre-
sentado por una manifestación final de todos los secretos, bien que sean plenamente
desconocidos como tales por el ser humano, o que sean conocidos solamente por él, o que,
por designio, se le hayan mantenido ocultos a él pero que sean conocidos solo por Dios.
(2) Separación. La idea de separación o discriminación le es inherente al vocablo griego
332 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

krisis, y a todos los descubrimientos del juicio. Será la separación o criba final del mundo.
Esta separación será doble en dos sentidos: una separación amplia entre dos clases, y una
discriminación dentro de esas clases en sí mismas. Esta división en dos grandes aglomera-
ciones la vemos propuesta dondequiera: la alternativa es aceptar o rechazar a Cristo. Pero,
dentro de estas dos grandes aglomeraciones, se dará el mismo proceso cernedor. Para cada
persona habrá un juicio distinto el cual sucederá o se incluirá en el primero, y por el cual
se determinará su posición y grado en la salvación o en la perdición. (3) La condenación.
No puede haber dudas de que el término juicio se vincula la mayoría de las veces con la
condenación; de hecho, este es el significado más común de krisis. Un juicio que deter-
mina la sentencia, una condenación que la pronuncia, y una ejecución que la administra
son expresiones casi sinónimas en lo que concierne a los malos, bien se hable de la Biblia o
bien del lenguaje común de la justicia humana. El término es katakrisis. (4) La confirma-
ción. Forma parte de la dignidad de los santos el que el juicio, en el caso de estos, sea solo
una ratificación de un decreto previo en su favor, el cual ya conocen. Aunque serán juz-
gados más en el sentido general de lo administrativo, no vendrán a condenación. Pero su
lugar y orden en el estado de salvación está todavía por determinarse” (cf. William Burton
Pope, Compendium of Christian Theology, III:416-423).
19. Hemos presentado, pues, el argumento racional en favor del reclamo más severo y menos
grato de la religión cristiana. Debe reconocerse que tiene alguna base en la razón humana,
de lo contrario no hubiera podido prevalecer contra todo el rechazo y la oposición que
genera en el corazón humano. Fundamentada en la ética, en la ley y en la razón judicial, y
enseñada indiscutiblemente por el Autor del cristianismo, poco sorprende que la doctrina
del castigo eterno, a pesar de los prejuicios egoístas y las apelaciones al sentimiento hu-
mano, siempre haya sido una creencia de la cristiandad. Esta doctrina ha pasado de la
teología y de la filosofía a la literatura humana, y en ésta se le ha provisto su estructura más
pulida. La Ilíada y el drama griego harán de ella su intríngulis solemne. Derramará una luz
sombría sobre la brillantez y la gracia de la Eneida. Será el tema del Infierno, y la presu-
pondrán las otras partes de la Divina Comedia. La épica de Milton derivará de ella su
temible grandeza. Y las más grandes de las tragedias de Shakespeare sondearán y remove-
rán las profundidades del alma humana al perfilar la culpa como intrínseca y eterna (Wi-
lliam G. T. Shedd, Dogmatic Theology, II:747-748).
20. El juicio general no es tanto un juicio investigativo que determine el carácter, sino uno
que resuma y manifieste la historia moral completa de la persona. (1) Revelará a todos el
verdadero carácter del ser humano, y (2) vindicará el juicio justo de Dios en las recom-
pensas y castigos finales.
Pero, ¿serán recordados los pecados de los redimidos en ese día, y dados a conocer a la
gran congregación? Algunos piensan que no, puesto que han sido perdonados completa-
mente en Cristo, y puesto que la Biblia los representa como borrados, cubiertos, echados a
lo profundo de la mar y jamás recordados. Otros piensan que serán hechos públicos ante
el universo reunido, con el fin de que todos conozcan cuán profundos son el pecado y la
miseria de los cuales la gracia de Dios los ha libertado. De una cosa, sin embargo, estamos
seguros, y es que el justo estará muy lejos de sentir dolor, tristeza o vergüenza por sus
transgresiones pasadas. Le bastará saber que las mismas fueron lavadas en la sangre del
Cordero y que jamás se les contarán en su contra (Samuel Wakefield, Christian Theology,
627).
Juan Wesley sostuvo que no solo las buenas obras de los justos, sino que además las
obras malas antes de que fueran justificados, serán recordadas en ese día. Dice así: “Es
aparente y absolutamente necesario, a fin de que Dios pueda demostrar plenamente su
gloria, para que pueda manifestar clara y perfectamente su sabiduría, justicia, poder y
misericordia hacia los herederos de la salvación, que todas las circunstancias de la vida de
LA RESURRECCIÓN Y EL JUICIO 333

ellos esté a la vista de todos, junto a todas sus idiosincrasias y a todos sus deseos, pensa-
mientos e intenciones de sus corazones. De otro modo, ¿cómo se demostrará lo profundo
del pecado y la miseria de donde la gracia de Dios los ha liberado?... Y cuando se revelen
las perfecciones divinas, el justo se regocijará con gozo inefable, y de ninguna manera se
entristecerá con dolor o vergüenza por causa de alguna de esas transgresiones que desde
hace mucho habrán sido borradas como las nubes, y lavadas por la sangre del Cordero.
Será abundantemente suficiente para ellos el que ninguna de las transgresiones que hayan
cometido sean jamás mencionadas en su contra, ni que sus pecados, transgresiones e
iniquidades sean recordadas para ninguna condenación (Juan Wesley, Sermon: The Great
Assize).
21. EL JUICIO GENERAL SEGUN SAMUEL WAKEFIELD. Las expresiones de nuestro
Señor dirigidas al ladrón penitente, la parábola del rico y Lázaro, y el deseo del apóstol
Pablo de “partir y estar con el Señor” evidencian que las personas entran a un estado de
retribución inmediatamente después de la muerte. Ese hecho, sin embargo, no hace a un
lado la necesidad de un juicio general al final de los tiempos. Aunque no pretendemos
entender plenamente la razón por la que Dios ha designado un día en el cual juzgará al
mundo, aun así hay razones obvias que parecen justificar dicha designación.
(1) El ser humano en su estado actual se compone de alma y cuerpo. Dado que es en
este estado compuesto que él forma su carácter moral, es correcto que su naturaleza entera
quede sujeta a la retribución futura. Pero esto no se dará hasta que el cuerpo resucite de los
muertos, lo cual comprende la necesidad de una resurrección general con miras a un juicio
final.
(2) No debemos suponer que, al morir, la historia moral entera de una persona haya
concluido. La influencia de sus acciones puede continuar en operación, para bien o para
mal, hasta mucho tiempo después que su carrera terrenal haya terminado. Así que, los
seres humanos, aunque muertos, pueden continuar hablando, incluso hasta el fin de los
tiempos; pero, dado que la retribución no puede anteceder la conducta moral que le atañe
y sobre la cual será basada, es propio que un juicio general ponga fin a la historia terrenal
de la raza humana.
(3) Las circunstancias del juicio general han de declarar la gloria de Dios. “El juez de
toda la tierra”, vestido con vestiduras de luz celestial, y sentado sobre “el trono de su
gloria”, convocará ante sí a los múltiples millones de miembros de nuestra raza para que
todos reciban su parte. En las decisiones de este día colosal, su sabiduría, justicia, bondad
y verdad brillarán con la brillantez del sol, y toda criatura lo reconocerá (Samuel Wake-
field, Christian Theology, 627-628).
22. Dios no puede ser burlado ni engañado; el carácter de cada persona será revelado
claramente: (1) Ante los ojos de Dios. (2) Ante los ojos del ser humano mismo. Todo
engaño se desvanecerá. Cada persona se verá como aparezca ante los ojos de Dios. Su
memoria probará ser un registro indeleble de todos sus actos, pensamientos y sentimientos
pecaminosos. La conciencia de la persona recibirá la luz suficiente para reconocer la justi-
cia de la sentencia que el juez justo pronunciará contra ella. Todos los que sean condena-
dos por Cristo, se condenarán a sí mismos. (3) Habrá una revelación tal del carácter de
cada ser humano respecto a los que lo rodean, o respecto a todos los que lo conocen, que
hará fehaciente lo justo de la sentencia de condenación o absolución. Lo que la Biblia
representa no va más allá de esto (Charles Hodge, Systematic Theology, III:849).
Existen muchas razones para que las obras, a lo largo del Nuevo Testamento, reciban
tanta prominencia como prueba judicial. Las mismas representan el rechazo permanente y
más solemne del antinomianismo completo. Son también una alusión, cosa que ocurre
muy prominentemente en todo lugar, a la manifestación final y plena de la justicia divina
contra todos los que la impugnen. Y, finalmente, como se verá de aquí en adelante, las
334 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

obras serán la norma a través de la cual se determinarán los varios grados de recompensa.
En ese momento, las gradaciones serán tan diversas como lo son ahora; las mismas no
serán decididas según la fe sino según las obras. He aquí el testimonio final de nuestro
Señor sobre este asunto: “¡Vengo pronto!, y mi galardón conmigo, para recompensar a
cada uno según sea su obra” (Apocalipsis 22:12) (William Burton Pope, Compendium of
Christian Theology, III:418).
23. El juicio final debe haberse destinado para un propósito grande y significativo, un
propósito digno de lo vasto y grandioso de la escena. El propósito no pudo haber sido, por
supuesto, satisfacer a Dios respecto a la manera en que sus criaturas se conducen; ni
satisfacerse ellas mismas, individualmente, respecto a su propio carácter y estado. Dios no
aprenderá nada nuevo a la luz del juicio en lo que respecta a sus criaturas, y cada una de
ellas puede que esté tan satisfecha de su propio carácter y estado antes del juicio como
después. El gran propósito del juicio deberá ser algo inmensamente más elevado que todo
eso. Podrá ser, probablemente, para permitirle al Ser divino la oportunidad de vindicar su
propio carácter ante el universo; para demostrar a todas y cada una de sus criaturas que Él
ha hecho lo justo, no solo respecto a una sino respecto a todas ellas. Dios me mostrará en
el juicio que Él ha tratado bien a todos mis semejantes; y les mostrará a todos mis seme-
jantes que me ha tratado bien a mí. Le mostrará a cada persona de entre los incontables
millares que rodearán su trono, no solo que las ha tratado bien a ellas, sino también a
todas las demás. Entonces, cuando ocurra la separación, y se pronuncien las sentencias,
toda boca se cerrará y toda conciencia se convencerá de que la recompensa será, en cada
caso, justa. Aquí, pues, tenemos el gran propósito del juicio general, el propósito al que
responde, la razón por la que Dios haya determinado, en algún punto en el futuro, juntar
a sus criaturas inteligentes, a sus amigos y a sus enemigos, y que quiera juzgarlos, los uno
en la presencia de los otros. Ciertamente, este es un propósito muy noble, uno del todo
digno de la grandeza y la gloria del día final... Luego, el gran drama de la historia de este
mundo llegará a su fin. El cielo acogerá en su anchuroso seno todo lo que de la tierra sea
santo y bueno, todo lo que se ajuste a esta bendita morada; en cambio, el infierno recibirá
en sus ardientes prisiones solo a los degradados, contaminados y viciosos, en cuyas almas
se encuentren las manchas de la culpa que no haya sido perdonada, que no haya sido
limpiada (Enoch Pond, Christian Theology, 572-573).
CAPÍTULO 36

LA CONSUMACIÓN FINAL
El retorno de nuestro Señor y el juicio final traerán consigo el fin del
mundo o el consummatio mundi. Este es el punto de fuga hacia el cual
convergen todos los rayos de la revelación. Pero eso no significa que
todas las cosas serán totalmente destruidas, antes, será un nuevo
comienzo en un nivel más elevado.1 El reino mediador de Cristo como
medio de salvación cesará, y el reino de la gracia será absorbido por el
reino de la gloria. Al cesar el reino mediador, se fijarán eternamente los
estados del ser humano. Puesto que todos los espíritus habrán alcanza-
do el resultado final de su existencia, la entrada de los fieles será a la
bienaventuranza eterna, pero la de los impíos será a la miseria eterna.
Así, en lo que respecta a los redimidos, el ser humano será restaurado al
ideal de su Creador, pero en lo que respecta a los malvados, los mismos
se desvanecerán en las tinieblas de afuera. Sin embargo, la consumación
afectará no solamente al mundo de los espíritus personales, sino
también a la propia naturaleza, la cual será testigo de una gran trans-
formación. Los cuerpos espirituales demandarán un entorno nuevo y
más elevado, lo cual hará necesario cielos nuevos y tierra nueva. Los
temas que ahora nos presenta todo este asunto pueden clasificarse de la
siguiente manera: (1) el estado futuro del impenitente; (2) la biena-
venturanza eterna de los santos; y (3) la consumación final del mundo.

EL ESTADO FUTURO DEL IMPENITENTE


El juicio universal hace posible no solo el que se les otorgue a los
santos la bienaventuranza eterna, sino que también obliga la sentencia
de castigo perpetuo sobre los finalmente impenitentes y malvados. La
consideración de este asunto nos sitúa ante uno de los temas más
solemnes en el orden total de la teología cristiana.2 Asbury Lowrey dice:

335
336 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

“Llena de temor el solo pensamiento de la miseria después de la muerte.


La severidad de esa miseria, de acuerdo con las representaciones de la
Biblia, amplía inmensurablemente la idea de temor; a la vez, basta su
eternidad absoluta para desconcertar el sentido y sobrecoger de terror...
Esta consideración debe suprimir la frivolidad, inspirar precaución y
despertar inquietud. Nada podría ser más cruel y ofensivo que hacer de
esta doctrina un asunto de burla, o un tema de arengas vehementes y
vengadoras. Que nadie toque este tema a menos que, con la debida
solemnidad, lo trate con una nota de alarma que suene en los oídos de
las personas culpables con el único motivo de que se vean impelidos a
refugiarse en Cristo” (Asbury Lowrey, Positive Theology, 269). Al tratar
este grave asunto consideraremos: (1) el desarrollo de la doctrina en la
iglesia; (2) las teorías heréticas tocantes al estado final de los impíos; (3)
los términos bíblicos que denotan el lugar del castigo; y (4) la doctrina
bíblica del castigo eterno.
El desarrollo de la doctrina en la iglesia. Para que se puedan entender
adecuadamente las objeciones que han sido presentadas en lo que
concierne a esta doctrina, necesitaremos repasar brevemente la posición
católica romana, además de las opiniones heréticas que han surgido en
ocasiones en la iglesia. (1) En la iglesia antigua la opinión normal entre
los padres era que el castigo de los malvados tendría una duración
perpetua. Justino dice que “la gehena es el lugar en el que serán
castigados los que han vivido impíamente”; Minucio Félix (c. 208), que
“no habrá medida ni fin para estos tormentos”; Cipriano (c. 258), que
“una gehena ardiente en demasía quemará a los condenados, y será un
castigo de devoradoras llamas flameantes; allí no habrá manantial
donde, en momento alguno, puedan mitigar o poner fin a sus tormen-
tos”; y Lactancio (c. 325), que “arderán para siempre en fuego perpetuo
ante la vista de los ángeles y de los justos”. La primera y principal
desviación de la perspectiva católica de retribución perpetua se
encontró en la escuela alejandrina, fundada por Clemente y Orígenes.3
Estos declararon su posición como sigue: “Los castigos de los conde-
nados no son eternos sino remediadores, ya que el diablo mismo es
capaz de mejorar”. William T. Shedd señala que la cuestión se reduce a
lo siguiente: “Si el sufrimiento al que Cristo sentencia al impío tiene
como fin corregir o educar al trasgresor, o si la finalidad es vindicar y
satisfacer la ley que ha sido quebrantada, esta cuestión es la clave para la
controversia como un todo. Si el criminal como individuo es de mayor
importancia que la ley universal, entonces el sufrimiento deberá tener
LA CONSUMACIÓN FINAL 337

en cuenta principalmente a dicho individuo y a sus intereses. Pero si la


ley es de mayor importancia que el individuo, entonces es a ella que
deberá atender el sufrimiento (William T. Shedd, Dogmatic Theology,
II:668-669). (2) La iglesia medieval se mantuvo casi al unísono en
sostener la doctrina de un castigo perpetuo. Erígena (c. 850), en
cambio, se inclinó a la perspectiva de Orígenes, puesto que sostenía que
la consciencia de pecado y el desamparo constituirían la miseria de los
perdidos; aun así, en última instancia, todas las cosas serían purificadas
de toda maldad, y devueltas a Dios. Tomás de Aquino enseñaba que la
gehena estaba ubicada debajo de la superficie de la tierra, que la
oscuridad era allí reina, y que el fuego era realmente material. Los
místicos ortodoxos abundaron en las elaboraciones punzantes del tema
del tormento eterno. (3) Los reformadores aceptaron la creencia
católica del castigo eterno, pero evitaron todo detalle en sus confesio-
nes. La Confesión de Augsburgo (1530) solo contiene la simple
declaración de que Cristo “les dará la vida eterna y el gozo perpetuo a
los piadosos y elegidos, pero condenará a los seres humanos impíos y a
los demonios al tormento sin fin”. En diversas ocasiones, desde el
tiempo de la Reforma, se ha afirmado el aniquilacionismo, el universa-
lismo, y el restauracionismo, pero ninguna de esas posiciones ha sido
nunca aceptada generalmente por la iglesia. (4) En los tiempos
modernos el universalismo ha crecido con el racionalismo alemán y, al
igual que lo hizo el deísmo anteriormente, se ha opuesto vehemente-
mente a esta verdad evangélica. Sin embargo, los teólogos antirraciona-
listas y mediadores, contribuirían considerablemente a difundir la idea
de una salvación universal bajo la forma del restauracionismo. Sch-
leiermacher4 y su escuela objetaron a la doctrina del castigo eterno;
Nitzsch enseñó el restauracionismo, y Rothe defendió la doctrina de la
aniquilación. Isaac A. Dorner concluye esta discusión del castigo
perpetuo con el señalamiento de que “debemos conformarnos con decir
que el destino final de los individuos, esto es, el que todos alcancen la
meta bienaventurada o no, es algo que permanece encubierto en
misterio”.
Teorías heréticas tocantes al estado final de los impíos. Aunque las
teorías heréticas tocantes al estado futuro de los impíos datan en
algunos casos desde los periodos más tempranos de la historia de la
iglesia, sus desarrollos principales datan de nuestros tiempos modernos.
Pueden mencionarse cuatro de dichas teorías: el destruccionismo, el
universalismo, el aniquilacionismo, y el restauracionismo.
338 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

1. El destruccionismo es un término que se empleaba anteriormente


para expresar la creencia materialista de que el alma es mortal, y que
perece junto al cuerpo. El materialismo, como hemos indicado antes
(véase el tomo I), es aquella forma de filosofía que le da prioridad a la
materia como fundamento del universo y que, por consiguiente,
considera el alma una esencia material enrarecida. El alma no es
inmortal, puesto que es material y morirá por lo tanto con el cuerpo.
2. El universalismo es la doctrina que enseña que todas las personas
serán salvas. Esta doctrina ha sido expresada de diversas maneras. Se
sabe de una primera congregación universalista en Inglaterra fundada
en 1760. Los que promovieron esta doctrina eran individuos que creían
en la divinidad de Jesucristo y en su expiación, y en que sufrió la pena
por todos los seres humanos. Por lo tanto, enseñaban que tarde o
temprano, en este mundo o en el venidero, todas las personas creerían y
serían salvas. Esta posición, como se observará, es una forma de
restauracionismo universal. Otra clase de universalistas enseñaba que el
pecado sería castigado pero que el pecador en sí sería salvo. Éstos
basaban su enseñanza en el siguiente pasaje: “Si la obra de alguno se
quema, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como
por fuego” (1 Corintios 3:15). Una forma más cruda de universalismo
era la que se encontraba entre los necesaristas o fatalistas, quienes
negaban toda distinción entre el pecado y la santidad sosteniendo que
“una persona cumple la voluntad de Dios tanto como la otra. Cada
individuo responde a la finalidad para la cual fue hecho, lo cual, por
supuesto, lo hace un candidato justo para la felicidad eterna”. Hay otras
formas de universalismo, pero de carácter unitario. Éstas niegan la
divinidad de Cristo y los méritos de su expiación. Admiten que los seres
humanos son pecadores en diversos grados, pero ninguno completa-
mente pecador. El castigo del pecado, según estos universalistas, tiene
lugar en esta vida. Por lo tanto, creerán en una vida futura en la que
todos participarán gracias a la resurrección, y a la que todos entrarán sin
que importe el carácter que hayan formado en la tierra. Los pasajes
bíblicos que ya hemos citado son refutación suficiente de estas posicio-
nes falsas.
3. El aniquilacionismo sostiene que las almas de los impíos serán
castigadas por destrucción. Esto se interpreta como que signifique
aniquilación.5 La forma más popular de la doctrina en tiempos
modernos, es la que se fundamenta en la creencia de la inmortalidad
condicional. El alma de la persona, la cual sobrevive al cuerpo, fue
LA CONSUMACIÓN FINAL 339

creada para ser inmortal, pero, por causa del pecado, ese don precioso
fue confiscado. Cristo murió para que los seres humanos fueran salvos,
y todos los que aceptan su ofrecimiento recibirán, en el sentido más
literal, el don de la vida eterna. Este don consiste en la restauración de
la inmortalidad que les había sido confiscada, aunque se le otorga solo a
los creyentes. Luego, en la resurrección, los justos, así como los impíos,
comparecerán ante Dios, pero solo aquellos que poseen el don de la
inmortalidad entrarán a su reino eterno. Los impíos, puesto que
carecen de inmortalidad, serán aniquilados. Algunos sostienen que esto
tendrá lugar inmediatamente, otros, que habrá un periodo de sufri-
miento más largo o más corto, pero todos enseñan que, en última
instancia, la existencia del impío cesará. Esa teoría pretende apoyarse en
vocablos como apoleia, el cual es traducido a veces como “perdición” y
a veces como “destrucción”, y como olethros, que se traduce general-
mente como destrucción (1 Tesalonicenses 5:3; 2 Tesalonicenses 1:9; 1
Timoteo 6:9). Esos vocablos, en cambio, no significan aniquilación, y
hay otras referencias bíblicas que lo indican claramente. Por ejemplo:
“Si alguno adora a la bestia y a su imagen y recibe la marca en su frente
o en su mano, él también beberá del vino de la ira de Dios, que ha sido
vaciado puro en el cáliz de su ira; y será atormentado con fuego y azufre
delante de los santos ángeles y del Cordero. El humo de su tormento
sube por los siglos de los siglos. No tienen reposo de día ni de noche los
que adoran a la bestia y a su imagen, ni nadie que reciba la marca de su
nombre” (Apocalipsis 14:9-11). No existe manera de evadir la fuerza de
pasajes como este, a menos que se niegue directamente su enseñanza
respecto al castigo eterno. Sin necesidad de discutirla más, podemos
decir, (1) que la teoría de la aniquilación contradice la doctrina de la
inmortalidad normalmente recibida; (2) que la aniquilación no puede
considerarse un castigo adecuado del pecado; (3) que no admite grados
de castigo, un dato claramente expresado en la Biblia; y (4) que la
doctrina no armoniza con el tenor general de la verdad bíblica.
4. El restauracionismo se fundamenta en el principio de que el
castigo del pecado es disciplinario y reformatorio, antes que retributivo.
Por lo tanto, enseña que los pecadores, no importa cuán intensamente
puedan sufrir en el futuro, al fin y al cabo serán traídos a la santidad y
al cielo. Esa posición representa una forma de salvación universal, pero
difiere de lo que se conoce comúnmente como universalismo en que no
limita el castigo del pecado a la vida presente.6 El restauracionismo
reclama en su apoyo pasajes bíblicos como los siguientes: (1) la promesa
340 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

universal dada a Abraham que en su simiente serían benditas todas las


naciones de la tierra; (Génesis 22:17-18; 26:4; 28:14; Gálatas 3:8-16);
(2) que Cristo probó la muerte por todos los seres humanos, y conse-
cuentemente es el Salvador de todos los seres humanos (Hebreos 2:9; 1
Timoteo 4:10); (3) que Dios quiere la salvación de todos los seres
humanos (1 Timoteo 2:4); (4) que toda rodilla se doblará y toda lengua
confesará que Jesucristo es el Señor (Filipenses 2:10-11); y (5) que la
muerte misma será destruida (1 Corintios 15:26, 54). Se alude también
al propósito de Dios “de reunir todas las cosas en Cristo, en el cumpli-
miento de los tiempos establecidos, así las que están en los cielos como
las que están en la tierra” (Efesios 1:10); y además al placer del Padre de
“por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en
la tierra como las que están en los cielos” (Colosenses 1:19). Sin
embargo, un estudio cuidadoso de estos pasajes y sus contextos, hace
claro que los mismos no apoyan la doctrina del restauracionismo.7
Los términos bíblicos que denotan el lugar de castigo. Hay tres vocablos
traducidos como “infierno” en el Nuevo Testamento: hades, tártaro y
gehenna. (1) El hades se refiere al reino de los muertos, aunque existen
distinciones entre el lugar y el estado, las cuales ya se han discutido. (2)
Tártaro aparece solamente en la forma del participio del verbo tartarou,
que significa arrojar al tártaro. Donde único se encuentra es en 2 Pedro
2:4: “Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los arrojó al
infierno [tartarousas] y los entregó a prisiones de oscuridad, donde
están reservados para el juicio”. Por lo tanto, podemos considerar el
hades como el estado intermedio de las personas impías, pero el tártaro
como el estado intermedio de los ángeles malos. (3) Gehenna se
compone de dos palabras hebreas, ge e hinnom, que significan el “valle
de Hinnom”. En el Nuevo Testamento gehenna ocurre doce veces
(Mateo 5:22, 29-30; 10:28; 18:9; 23:15, 33; Marcos 9:43, 45, 47;
Lucas 12:5 y Santiago 3:6). En todos esos lugares la palabra se refiere a
la tortura y al castigo en el mundo venidero. En Mateo 18:9, la palabra
gehenna se asocia con el castigo aplicable en el juicio; y la frase “fuego
eterno”, que aparece en el versículo anterior, se emplea como su
equivalente. En Marcos 9:43, Jesús dice: “…porque mejor te es entrar
en la vida manco, que teniendo dos manos ir al infierno, al fuego que
no puede ser apagado [asbestos o inextinguible], donde el gusano de
ellos no muere y el fuego nunca se apaga [ou sbennymi]”; y en Lucas
12:5, las palabras de Cristo son como sigue: “Temed a aquel que,
después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno
LA CONSUMACIÓN FINAL 341

[gehenna]”. Con frecuencia se señala que de los doce pasajes del Nuevo
Testamento en los que ocurre la palabra gehenna, en todos excepto en
uno, Santiago 3:6, es Cristo quien la emplea. Por lo tanto, la palabra
“infierno”, en el sentido de gehenna, aludirá al lugar provisto para el
castigo final de los ángeles malvados y de las personas impenitentes tras
el día del juicio, por lo que el hades intermedio de los impíos, y el
tártaro de los ángeles caídos, lo que hacen es anticipar los horrores del
gehenna en el mismo sentido en que el paraíso anticipa los goces del
cielo.8
La doctrina del castigo eterno según se enseña en la Biblia. Aquí, como
en todos los asuntos que tienen que ver con el futuro, nuestra sola
autoridad es la Biblia.9 Por lo tanto, al estudiar este tema agruparemos
los pasajes bíblicos como respuesta a tres preguntas importantes que se
suscitan regularmente: (1) ¿Enseña la Biblia la doctrina del castigo
futuro? (2) ¿Cuál es la naturaleza de ese castigo? Y (3) ¿Es eterno el
castigo?
1. ¿Enseñan la Biblia la doctrina del castigo futuro? El simple repaso
de las palabras de Cristo, sin anotaciones ni comentarios, debe conven-
cer al lector de que Él enseñó la doctrina del castigo futuro. Los
siguientes pasajes deben estudiarse cuidadosamente: “Entonces les
declararé: ‘Nunca os conocí. ¡Apartaos de mí, hacedores de maldad!’”
(Mateo 7:23); “No temáis a los que matan el cuerpo pero el alma no
pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el
cuerpo en el infierno” (Mateo 10:28). “Enviará el Hijo del hombre a
sus ángeles, y recogerán de su Reino a todos los que sirven de tropiezo y
a los que hacen maldad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el
lloro y el crujir de dientes” (Mateo 13:41-42). “Así será al fin del
mundo: saldrán los ángeles y apartarán a los malos de entre los justos, y
los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes”
(Mateo 13:49-50). “Entonces dirá también a los de la izquierda:
‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y
sus ángeles... Irán estos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”
(Mateo 25:41, 46); “porque ¿de qué le aprovechará al hombre ganar
todo el mundo, si pierde su alma?” (Marcos 8:36); “Si tu mano te es
ocasión de caer, córtala, porque mejor te es entrar en la vida manco,
que teniendo dos manos ir al infierno, al fuego que no puede ser
apagado, donde el gusano de ellos no muere y el fuego nunca se apaga”
(Marcos 9:43-44; cf. los versículos 45 al 48); “Aconteció que murió el
mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió
342 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

también el rico, y fue sepultado” (Lucas 16:22-23);10 y, “No os


asombréis de esto, porque llegará la hora cuando todos los que están en
los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno saldrán a
resurrección de vida; pero los que hicieron lo malo, a resurrección de
condenación” (Juan 5:28-29). La solemne verdad que se enseña en
estos pasajes es que los que rechazan a Cristo y la salvación ofrecida por
su conducto, morirán en sus pecados y serán separados de Dios para
siempre. Muchos eruditos han procurado explicar esta verdad como
algo contrario a la bondad de Dios, pero el simple hecho todavía
permanece: “No os engañéis: Dios no puede ser burlado, pues todo lo
que el hombre siembre, eso también segará, porque el que siembra para
su carne, de la carne segará corrupción; pero el que siembra para el
Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gálatas 6:7-8).11 Esta vida
presente es de carácter probatorio, y tras ella vendrán las consecuencias
eternas. Esto no es otra cosa que simple justicia, y toda persona sincera
deberá admitir que los principios que aquí se han establecido serán
eternamente justos.
2. ¿Cuál será la naturaleza del castigo eterno? Los términos que se
emplean en la Biblia para expresar la idea del castigo futuro deberán ser,
en parte, necesariamente metafóricos. Si lo comparamos con lo que
podemos captar mentalmente, podremos comprender, aunque no lo
suficiente, algo de tan solemne verdad. Los siguientes términos han sido
empleados en la Biblia para expresar la naturaleza del castigo futuro. (1)
Se le ha designado la segunda muerte. Ese es el término empleado por el
apóstol Juan en el Apocalipsis: “Pero los cobardes e incrédulos, los
abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y
todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y
azufre, que es la muerte segunda” (Apocalipsis 21:8; cf. Apocalipsis
20:14-15). El temor de la muerte ha sujetado a servidumbre a toda la
raza humana (Hebreos 2:15). A la muerte se la ha rodeado de terror y
lobreguez, y es causa de tormentosos temores. Aunque la sentencia de la
muerte no puede ser ejecutada mientras el pecador viva, la misma será
una consecuencia ineludible del juicio, en vista de que el remedio de la
gracia habrá sido removido. Durante su vida, la corrupción del alma del
pecador era mitigada por la gracia preveniente y restrictiva, en cambio,
al morir, será eternamente expuesto a la corrupción de su propia alma,
aunque sin esta mitigación. Luego, la muerte segunda será la única
condición posible de los no regenerados del mundo venidero.12 Hemos
señalado que la muerte física representa el cambio que revela la
LA CONSUMACIÓN FINAL 343

corrupción resultante del pecado; al invertir ahora el orden decimos


que la muerte segunda representa la corrupción espiritual de la cual la
muerte física es su tipo visible. La muerte física pronto habrá pasado,
pero he aquí otra muerte que nunca morirá, la de lamentos que nunca
cesarán y agonía que nunca terminará. (2) Nuestro Señor habla del
castigo futuro como “las tinieblas de afuera”. Debe notarse que Él
siempre asocia estas tinieblas con el lloro y el crujir de dientes (compá-
rense Mateo 8:12; 22:13; 25:30). El apóstol Pedro habla de “prisiones
de oscuridad” y de “la más densa oscuridad... reservada para siempre”
para los injustos (2 Pedro 2:4, 17); entre tanto el apóstol Judas habla de
ángeles malvados que han sido “guardados bajo oscuridad, en prisiones
eternas, para el juicio del gran día” (Judas 6); y de, “eternamente la
oscuridad de las tinieblas” (Judas 13). Samuel Wakefield habla de estas
tinieblas como comparables a “la profunda medianoche del sepulcro
que se prolonga inexorablemente de una época a otra sin que haya día
que le ponga fin”. “Si estas tinieblas han de entenderse de manera
literal”, acota Thomas N. Ralston, “las mismas denotarán una condi-
ción inexpresablemente horrible. Hemos leído de ciertas tinieblas en
Egipto que son tan densas que hasta se pueden ‘palpar’; hemos
intentado imaginar la lóbrega nube que cubriría de inmediato a nuestro
mundo si la luz del sol y de las estrellas fuera instantánea y completa-
mente ahogada, ¡pero cuán indescriptiblemente inadecuadas deberán
ser estas comparaciones que describen los horrores de las ‘tinieblas de
afuera’ a las que los impíos será echados y por las que serán agobiados
perpetuamente!” (Thomas N. Ralston, Elements of Divinity, 520). (3)
El castigo futuro se describe como un estado de castigo tajante.13
Nuestro mismo Señor nos instruye en el sentido de que los que hacen
maldad serán echados “en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir
de dientes” (Mateo 13:42); y el apóstol Pablo habla del Señor cuando
se manifieste “desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de
fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios ni obedecen
al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 1:7-8). Se
han hecho intentos de atemperar la severidad de estos pasajes, conside-
rándolos en sentido puramente metafórico. Pero la metáfora nunca
representa completamente la realidad y, por lo tanto, la conclusión
razonable es que el fuego del castigo futuro, si no es literal, será
infinitamente más intolerable. (4) El castigo futuro se describe, además,
como “una separación de Dios”. Esta es la peor forma de castigo
concebible; ante ella, nada son la muerte, el fuego eterno y la oscuridad
344 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

de las tinieblas de afuera. Dios es el autor de toda buena dádiva y de


todo don perfecto; luego, la pérdida de Dios es la perdida de todo bien.
Las palabras, “Apartaos de mí, malditos” (Mateo 25:41) apuntan a un
pérdida de luz y amor, de amistad, de belleza y de canción; la pérdida
de la esperanza misma. Ser apartado de Dios es quedar separado por
siempre del cielo y de todo bien. Tales son las representaciones
solemnes que el Espíritu Santo ha tenido a bien hacer tocantes al estado
de los finalmente impenitentes y a la naturaleza de su castigo.
3. ¿Es eterno el castigo futuro? En vista de que algunos han contes-
tado esa pregunta en sentido negativo, una consideración cuidadosa del
asunto demanda un estudio del vocablo aionios, que en la Biblia es
traducido por “perpetuo” o “eterno”. El vocablo aion, que es el
sustantivo del cual se deriva el adjetivo aionios, significa “edad”, pero
denota una duración indefinida, esto es, no determina en sí mismo la
prolongación o duración de la edad. Así, el Creador tendrá una aion, y
la criatura tendrá una aion, pero la primera será infinita, mientras que
la segunda será finita. “Diste a mis días término corto y mi edad es
como nada delante de ti; ciertamente, es apenas un soplo todo ser
humano que vive” (Salmos 39:5). William G. T. Shedd, quien ha
hecho un estudio excelente de este asunto,14 señala que, “En lo que se
refiere al ser humano y a su existencia, la Biblia habla de dos y solo dos
aiones o edades; una finita, la otra infinita; una limitada, la otra
perpetua; la última siguiendo a la primera... Las dos aiones o edades
conocidas en la Biblia... se mencionan juntas en Mateo 12:32: ‘no será
perdonado, ni en este siglo [aion] ni en el venidero [aion]’; en Marcos
10:30, “que no reciba cien veces más ahora en este tiempo [kairos]:... y
en el siglo [aion] venidero, la vida eterna’; en Lucas 18:30, ‘que no haya
de recibir mucho más en este tiempo [kairos], y en el siglo [aion]
venidero la vida eterna’; en Efesios 1:21, ‘y sobre todo nombre que se
nombra, no solo en este siglo [aion], sino también en el venidero’. El
‘ni lo presente ni lo porvenir’ de Romanos 8:38, y el de 1 Corintios
3:22 aluden a estas dos mismas edades. Estas dos aiones o edades, en el
empleo común de los términos, corresponden a las dos duraciones del
‘tiempo’ y la ‘eternidad’. La edad presente, o aion, es el ‘tiempo’; la
edad futura o aion, es la ‘eternidad’” (William T. Shedd, Dogmatic
Theology, II:682-686). Al aion actual o limitado se le denomina “este
mundo” en la Biblia (Mateo 12:32; 13:22; Lucas 16:8; 20:34; Roma-
nos 12:2; 1 Corintios 1:20 y 2:6). El aion futuro o infinito y perpetuo
es designado “el siglo venidero”, “el mundo venidero” o “aquel siglo”
LA CONSUMACIÓN FINAL 345

(cf. Mateo 12:32; Hebreos 2:5; 6:5; Marcos 10:30; Lucas 18:30 y
20:35).15
Habiendo estudiado los vocablos aionios y aion, notemos ahora su
aplicación a los siguientes pasajes: “Por tanto, si tu mano o tu pie te es
ocasión de caer, córtalo y échalo de ti: mejor te es entrar en la vida cojo
o manco, que teniendo dos manos o dos pies ser arrojado en el fuego
eterno” (Mateo 18:8). El evangelista Marcos, al registrar estas mismas
palabras, hace que el Señor añada, “donde el gusano de ellos nunca
muere y el fuego nunca se apaga” (Marcos 9:43-44). También nota al
Señor diciendo: “pero el que blasfema contra el Espíritu Santo, no tiene
jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno” (Marcos 3:29). El
evangelista Juan apunta: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna
[aionion]; pero el que se niega a creer en el Hijo no verá la vida, sino
que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).16 En la descripción del
juicio presentada en Mateo 25:31-46, Jesús dice a los que están a su
izquierda, “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno [aionion]
preparado para el diablo y sus ángeles”; y la escena de este juicio llega a
su fin con las palabras, “Irán estos al castigo eterno [aionion] y los justos
a la vida eterna [aionion]”. Si nuestro Señor no quiso decir con estas
declaraciones que el castigo será eterno, ¿qué posible significado se le
puede atribuir a las mismas? El vocablo aionios es la palabra más maciza
en todo el Nuevo Testamento para expresar la duración de la felicidad.
Si en cambio, limitamos el significado de esta palabra con relación al
impío, tendremos también que limitarlo con relación al justo, de suerte
que terminaremos sin cielo ni infierno futuro. “He visto”, comenta
Adam Clarke, “las mejores cosas escritas en favor de la redención final
de los espíritus condenados derivadas de este versículo [Mateo 25:46],
pero nunca he visto un argumento de respuesta en contra de esa
doctrina que no avergüence a la erudición y crítica sana”.
Las objeciones que se ostentan en contra del castigo eterno se pue-
den reducir generalmente a estas dos: (1) se objeta que el castigo no
guarda proporción con el pecado.17 Esta objeción, como señala Asbury
Lowrey, se fundamenta en una subestimación del carácter del pecado.
Esto es lo que él señala: “La objeción a lo eterno del infierno, que lo
hace aparecer contrario a la justicia divina y repugnante a la naturaleza
divina, parte de dos premisas falsas: la primera, que el pecado, espe-
cialmente cuando se vincula a la vida moral, posee tan poca vileza que
podría considerarse fragilidad o debilidad humana; y la segunda, que el
pecado no perturbará ningún principio del gobierno moral del Regidor
346 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

del universo a menos que no sea el que tiene que ver con la provincia de
lo terrenal y de la familia humana” (Asbury Lowrey, Positive Theology,
276-277). (2) Se objeta que Dios es demasiado misericordioso como
para infligir un castigo eterno sobre sus criaturas. Pero aquí el pecado es
de nuevo subestimado. La misericordia y la justicia de Dios nunca se
encuentran en conflicto. Según se ha indicado anteriormente, Jesucristo
mismo, durante su ministerio terrenal, le presentó a la iglesia las más
severas declaraciones respecto a esta solemne verdad. Por consiguiente,
los que se oponen a esta doctrina se hallan en directa oposición a Aquél
quien sufrió, “el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro
3:18).18

LA BIENAVENTURANZA ETERNA DE LOS SANTOS


La Biblia tiene más que decir sobre la bienaventuranza eterna de los
santos, que sobre el estado final de los impíos. Pero, en vista de que el
asunto es menos controversial, se le ha dado generalmente menos
espacio en la teología. La gracia de Dios que advierte a los impíos en
cuanto al día de la ira, también afirma a los justos su bienaventuranza
eterna. Al tratar este asunto consideraremos: (1) el cielo como lugar y
estado; (2) la bienaventuranza de los santos; (3) las ocupaciones en el
cielo; y, (4) la duración sin fin del cielo.
El cielo es un lugar a la vez que un estado. Toda persona admite que
el cielo es un estado de bienaventuranza eterna. Pero el cielo es también
un lugar. En nuestra discusión del estado intermedio, señalábamos la
enseñanza bíblica de que tanto el cielo como el infierno son lugares, y
que en el momento de la muerte, el alma entra a uno o al otro. Ahí ella
aguardará el juicio, el cual fijará su estado final con sus recompensas o
castigos. Por lo tanto, el cielo, como ahora veremos, es la morada de los
justos en su estado final de glorificación. Es quizá imposible hablar de
lugar en referencia a cuerpos espirituales en el mismo sentido en que
empleamos el término cuando hablamos de los cuerpos actuales de
carne y sangre. Sabemos, no obstante, que Jesús consoló a sus entriste-
cidos discípulos con estas palabras: “En la casa de mi Padre muchas
moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a
preparar lugar para vosotros. Y si me voy y os preparo lugar, vendré otra
vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo esté, vosotros también
estéis” (Juan 14:2-3). Pero no es necesario que discutamos aquí la
relación que el cuerpo espiritual tiene con el espacio. La Biblia habla de
los cielos físicos sobre nosotros, pero habla también de un “tercer
LA CONSUMACIÓN FINAL 347

cielo”, donde Dios mora, y donde su presencia se manifiesta en un


sentido indescriptiblemente peculiar. El apóstol Pablo habla de haber
sido arrebatado a este más alto cielo; si en el cuerpo o fuera del cuerpo,
él no lo supo, pero escuchó allí palabras inexpresables. Es de suponer
que esta fue la ocasión en la que vio el cuerpo glorificado de Jesús (1
Corintios 9:1). Esteban, “puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de
Dios y a Jesús que estaba a la diestra de Dios” (Hechos 7:55); y el
apóstol Pablo nos dice que “estar ausentes del cuerpo” es estar “presen-
tes al Señor” (2 Corintios 5:8). Por consiguiente, no tenemos que
pensar que el alma deba viajar extensas distancias espaciales para por fin
entrar en el cielo. La distancia no deberá concebirse en términos de un
espacio físico, sino de un cambio de condiciones.20 En la ascensión, a
Jesús se lo recibió arriba en el cielo, y una nube lo ocultó de la vista
(Hechos 1:9). Luego, el cielo se encuentra apenas tras un velo, el cual a
menudo “interviene justamente” para separar lo que para nosotros es
visible de lo que para nosotros se encuentra más allá de nuestra vista
mortal. La palabra apocalipsis significa revelación, y al morir, el justo
pasa a través de este velo a la visión beatífica de Cristo. Esto, para el
alma redimida, es el cielo. Pero así como la nube ocultó a Jesús de la
vista de los discípulos, también vendrá de nuevo con las nubes, es decir,
irrumpirá a través del velo en un apocalipsis, revelándose desde el cielo
en majestad y poder. Por eso, cuando el apóstol Pablo escribe que Jesús
“subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo” (Efesios 4:10),
no está hablando primariamente de distancia física, sino de su gloriosa
majestad y de la plenitud de su gracia redentora. El cielo, entonces, será
un lugar: la morada eterna de los redimidos de todas las edades.21
El apóstol Juan declara de modo específico que vio “la santa ciudad,
la nueva Jerusalén, descender del cielo, de parte de Dios, ataviada como
una esposa hermoseada para su esposo” (Apocalipsis 21:2); y también
que oyó estas palabras: “Ven acá, te mostraré la desposada, la esposa del
Cordero” (Apocalipsis 21:9). Estas referencias indican claramente que
el Apóstol está hablando de la iglesia en su perfección glorificada. No
obstante, otros pasajes parecen aludir a la iglesia militante de la tierra.
Por ejemplo: “Llevarán a [la nueva Jerusalén] la gloria y el honor de las
naciones” (Apocalipsis 21:26). Hay un pasaje que parece combinar los
aspectos militante y triunfante de la iglesia en una misma declaración:
“Las naciones que hayan sido salvas andarán a la luz de ella y los reyes
de la tierra traerán su gloria y su honor a ella” (Apocalipsis 21:24). El
comentario expuesto por Adam Clarke es significativo en tanto que
348 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

señala la rápida transición de pensamiento de la iglesia militante a la


iglesia triunfante. Así escribe él tocante a la nueva Jerusalén de Apoca-
lipsis 21:2: “Esto sin duda representa a la iglesia cristiana en un estado
de gran prosperidad y pureza”, pero la declaración “y ya no habrá más
muerte” Clarke la aplica a la iglesia después de la resurrección. Thomas
N. Ralston piensa que la verdadera interpretación de los tres últimos
capítulos del Apocalipsis ha de ser la siguiente: “En la parte anterior del
libro se ha ofrecido un bosquejo profético de la historia de la iglesia
hasta aquel punto en que comienzan el reino milenario de Cristo, los
eventos solemnes de la resurrección, el juicio universal, y las glorias del
estado futuro. Debido a que el reino milenario de Cristo con sus santos
en la tierra precederá y servirá de tipo a su reinado triunfal con ellos en
el estado celestial, la inferencia más racional es que estos dos estados
están incluidos. El peso de esta descripción se relaciona incuestiona-
blemente con el estado celestial; con todo, debido a que la gloria tanto
del milenario como del celestial está vinculada con el reino mediador de
Cristo, el primero desplegando sus grandes triunfos en este mundo y el
otro revelando sus resultados finales en el mundo venidero, no es sino
natural que la descripción de ambos se mezcle. Los triunfos del reino
mediador de Cristo en la tierra y sus recompensas en el cielo, en un
sentido primordial, son uno” (Thomas N. Ralston, Elements of
Divinity, 535-536). Debido a que una y la misma iglesia es vista a veces
como militante y otras como triunfante, no hay equivocación en que
los capítulos finales del Apocalipsis abran la perspectiva de un orden
nuevo y eterno en el que la vieja línea de demarcación entre el cielo y la
tierra desaparecerá, y este orden, habitado por seres redimidos y
glorificados, vendrá a ser en sí mismo parte del cielo.22 “El tabernáculo
de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su
pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apocalipsis
21:3).
La bienaventuranza de los santos. Aunque la naturaleza de la felicidad
futura no podrá conocerse en esta vida, la Biblia nos da numerosos
vislumbres de lo que Dios ha preparado para los que le aman. (1) El
cielo será un lugar del que todo pecado e injusticia se desvanecerá para
siempre: “No entrará [en la ciudad celestial] ninguna cosa impura o que
haga abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en
el libro de la vida del Cordero” (Apocalipsis 21:27). Ninguna cosa
profana entrará jamás a la morada de los bienaventurados, ni los santos
jamás sentirán la influencia siniestra de Satanás ni de las personas
LA CONSUMACIÓN FINAL 349

impías. (2) Será un lugar en el que las consecuencias penales del pecado
serán totalmente removidas: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de
ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor,
porque las primeras cosas ya pasaron” (Apocalipsis 21:4). (3) El cielo se
caracterizará no solo negativamente por la ausencia del mal, sino que
los santos también disfrutarán la posesión de todo bien positivo. El
apóstol Juan dice que, una vez la maldición sea removida, “El trono de
Dios y del Cordero estará en [la ciudad celestial], sus siervos lo servirán,
verán su rostro y su nombre estará en sus frentes. Allí no habrá más
noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque
Dios el Señor los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos”
(Apocalipsis 22:3-5). Los pasajes que se acaban de citar, representan al
cielo como la respuesta perfecta a todo deseo santo. Para los cansados,
será el descanso eterno; para los triste, el lugar en que Dios enjugará
toda lágrima; para los que sufren, el lugar en que no habrá más dolor;
para los errores y las faltas de un servicio sincero aunque imperfecto, el
trono de Dios estará allí, y sus siervos lo servirán, toda obra será hecha
en su presencia y con la aprobación de su sonrisa; para los que estén
perplejos y desorientados debido a las incertidumbres y desengaños de
esta vida, se promete que no habrá allí más noche, porque el Señor
Dios les proveerá luz y reinarán con Él por siempre jamás.
Otra fuente de bienaventuranza para los santos será la comunión
entre sí y con su común Señor. Podemos estar seguros que la persona-
lidad distinta de cada santo redimido será preservada de manera
inviolable, y que los instintos sociales que los caracterizaron aquí, allá
en el cielo no serán cohibidos, sino más bien intensificados.23 De aquí
que el Apóstol afirme: “Vosotros, en cambio, os habéis acercado al
monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la
compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los
primogénitos que están inscritos en los cielos. Os habéis acercado a
Dios, Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfecto”
(Hebreos 12:22-23). Nuestro Señor dice “que vendrán muchos del
oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el
reino de los cielos” (Mateo 8:11). “Sostendrán conversaciones con los
profetas y justos de tiempos pasados. Escucharán las alocuciones de
Enoc y Elías, de Abraham y Job, de Moisés y Samuel, de David e Isaías,
de Daniel y Ezequiel, de Pedro y Santiago, y de Pablo y Juan. Si unos
pocos momentos en el monte Tabor, donde Moisés y Elías conversaron
con Jesús, extasiaron de tal manera a los apóstoles, ¡con cuánta viva
350 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

emoción deberán las almas de los redimidos ser inspiradas cuando en el


monte eterno de las alturas escuchen las sublimes glosas con las que
tantos labios elocuentes e inmortales comentarán las maravillas
estupendas de la redención!” (Thomas N. Ralston, Elements of Divinity,
539-540). Aún más, la inferencia clara de la Biblia es que los santos
reconocerán y se unirán con los que fueron sus seres amados aquí en la
tierra, y quienes, como ellos, han sido salvos por la sangre del Cordero.
O, como escribe el apóstol Pablo, “pero entonces conoceré como fui
conocido” (1 Corintios 13:12). Por lo tanto, a la pregunta de si unos y
otros nos conoceremos, nuestra confiada respuesta puede ser en la
afirmativa. En vista de que la memoria permanece, y el tema de nuestro
canto es la redención, podemos estar seguros de que también reten-
dremos el conocimiento de personas, lugares y circunstancias vincula-
das a nuestra salvación.24 El apóstol Pablo parece afirmarles a los
tesalonicenses el gozo de este conocimiento al decirles, “pues ¿cuál es
nuestra esperanza, gozo o corona de que me gloríe? ¿No lo sois
vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida?” (1
Tesalonicenses 2:19). Si el Apóstol anhelaba encontrarse con aquellos
que se habían convertido bajo su ministerio, ¿no pueden los demás
atesorar la misma esperanza en lo que respecta a sus seres queridos?
Pero, lo mejor y más elevado es que se promete que, sin un velo que lo
oscurezca, los siervos de Dios y del Cordero “verán su rostro y su
nombre estará en sus frentes” (Apocalipsis 22:4); y el apóstol Juan, en
una nota igualmente triunfante, exclama, “Amados, ahora somos hijos
de Dios y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos
que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos
tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a
sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:2-3).
Las ocupaciones del cielo. Aunque el cielo es un lugar de descanso, no
debemos suponer que será un lugar de inactividad. Por tanto, es natural
que surja esta pregunta: ¿cuál será la naturaleza de las ocupaciones
celestiales? Bien podemos suponer que ellas serán, primero que nada,
espirituales. Dios, quien nos ha bendecido con toda bendición
espiritual en los lugares celestiales en Cristo Jesús (Efesios 1:3),
capacitará a las almas de los redimidos para que se expandan constan-
temente en el pleno océano del amor divino.25 El que los ha redimido
habitará en medio de ellos y los guiará a fuentes de agua viva. Sobre sus
mentes y corazones maravillados, irrumpirán constantemente nuevas
perspectivas de la gracia divina y visiones frescas de su adorable
LA CONSUMACIÓN FINAL 351

Persona. Sus facultades mentales serán acrecentadas y purificadas.


“Ante ellos”, observa el doctor Graham, “se extenderá el círculo total de
la creación, el sistema de la providencia, y el carácter y los atributos de
Dios.26 Su sabiduría, amor y poder, ocultos ahora a la vista humana,
ellos los descubrirán en los misterios de la naturaleza y la providencia...
Los goces de la mente deberán componer gran parte de la bienaventu-
ranza celestial. La razón, liberada y expandida, se deleitará indudable-
mente en investigar las leyes del universo material y la sabiduría
suprema que les proveyó su ordenamiento, y el surgimiento y progreso
de los varios reinos e imperios, naciones y razas que constituyen el
dominio de Dios; en descubrir la sabiduría, el amor y la bondad del
Creador en cada circunscripción de la existencia, desde el insecto que
está en la tierra hasta los serafines que están junto al trono. ¡Oh, cuán
amplio campo para el intelecto!” (Graham, On the Ephesians, 72).
Tampoco deberemos olvidar los goces corporales. Un nuevo marco
físico u organismo corporal le será dado al alma en la resurrección, el
cual se denomina cuerpo espiritual, que así se le ha dado en llamar por
la manera tan perfecta en que expresará la nueva naturaleza redimida y
espiritual. El alma y el cuerpo fueron hechos el uno para el otro, por
eso la muerte, la cual ocasionó su separación en esta vida, será de hecho
destruida en el mundo venidero.
La duración sin fin del cielo. La culminante excelencia del cielo con-
siste en que sus goces nunca cesarán. Al cielo se le designa “la ciudad
que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”
(Hebreos 11:10); se le llama “una mejor, esto es, celestial” (Hebreos
11:16); y se habla de ella como “un Reino inconmovible” (Hebreos
12:28). La palabra eternidad o algunas de sus representaciones se
asocian frecuentemente con el cielo: “una casa... eterna, en los cielos” (2
Corintios 5:1); “su gloria eterna” (1 Pedro 5:10); “las moradas eternas”
(Lucas 16:9); “el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”
(2 Pedro 1:11). Hemos considerado anteriormente el vocablo aionios y
su relación con el castigo futuro, y es este mismo vocablo, que significa
perpetuidad, el que se emplea como ligado a la vida eterna. De hecho,
lo perpetuo de la vida futura es esencial a la vida en sí misma. La
posibilidad misma de que tenga fin, estropearía seriamente el concepto
de la felicidad y seguridad. Cuando los santos entren en aquella gloria
eterna, entrarán a una vida que nunca terminará, puesto que de ellos
podrá decirse, como de Dios mismo, que sus años “no acabarán”
(Hebreos 1:12).27
352 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

LA CONSUMACIÓN FINAL
La consumación final, a veces conocida como la consummatio seculi
o consummatio mundi, marca el fin de la historia de este mundo. Su
lugar lo ocuparán el cielo nuevo y la tierra nueva donde mora la
justicia; destinados por toda la eternidad a ser el asiento del reino de
Dios en su perfección y hermosura. En este reino triunfante, Cristo
pondrá fin a su obra mediadora de salvación del pecado, pues que el
último enemigo habrá sido vencido para siempre. Sin embargo, Cristo
no dejará de ser el exaltado, puesto que todavía Él será el primogénito
entre muchos hermanos, nuestra fuente de agua viva, y nuestra luz
eterna. Por siempre será la causa mediata de nuestra vida y luz eterna,
nuestra santidad y felicidad, aun cuando haya entregado el reino al
Padre.28 La consumación final dará término: (1) a la historia probatoria
del individuo, siendo sus consecuencias finales el castigo futuro de los
impíos y la bienaventuranza eterna de los santos. (2) Marcará también
la perfección de la iglesia. El cielo estará habitado no solo por una
compañía innumerable de individuos redimidos, sino por la iglesia
como una unidad orgánica. Sin escatimar lo glorioso de los ángeles que
circunden el trono de adoración, la iglesia será la joya más preciosa del
cielo. Quizá nadie, en sentido afectivo, estará más cerca del trono que
ella. Por esa razón el apóstol Juan hablará de la iglesia como la esposa
del Cordero, la cual describe con el simbolismo de la santa ciudad, la
nueva Jerusalén, que descenderá de Dios desde los cielos (Apocalipsis
21:2, 9, 10). No hay otro símbolo que se adapte mejor para expresar la
complejidad de la organización social. En el mundo presente, y debido
a las malas adaptaciones de una estructura social imperfecta, la ciudad
ha venido a ser el asiento del pecado y de la iniquidad, de la necesidad,
de la penuria, del dolor y del sufrimiento. Pero en la ciudad de Dios, la
organización será tan perfecta en aquello que afecta la relación del
individuo con el orden social, que “ya no habrá más muerte, ni habrá
más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron”
(Apocalipsis 21:4). La iglesia militante en la tierra vendrá a ser la iglesia
triunfante en el cielo, pero nunca perderá su identidad. Y cuando la
iglesia haya alcanzado esta perfección, y todo enemigo haya sido
subyugado, y la muerte misma haya dejado de existir, entonces el reino
mediador como agencia de salvación cesará por obligación, y será
absorbido en el reino bendito y perpetuo de Dios el Padre, Dios el Hijo
y Dios el Espíritu Santo. (3) Pero la consummatio mundi incluye el
universo físico al igual que el individuo y la iglesia. Habrá un cielo
LA CONSUMACIÓN FINAL 353

nuevo y una tierra nueva, un tema al que le daremos una atención


somera en los últimos párrafos de nuestro tratado de teología cristiana.
El nuevo cielo y la nueva tierra. Al final del mundo presente habrá
cielos nuevos y tierra nueva. Los cuerpos resucitados y glorificados de
los santos demandarán un nuevo y glorioso entorno. La forma del
mundo presente deberá cambiar, y tomará su lugar un nuevo y eterno
orden como la esfera del reino de la gloria. “Aunque la senda de la
escatología”, como apunta J. J. Van Oosterzee, “está trazada en la
dirección de las más elevadas montañas, no podremos sorprendernos de
que sus picos más altos estén rodeados de los más profundos despeña-
deros. Este es notablemente el caso en lo que concierne a las preguntas
que todavía restan. Hemos visto, después de la larga y laboriosa semana
de trabajo de la historia de nuestra raza, y con la aparición del reino
milenario, el amanecer de un sábado de reposo, y después de ese
sábado, un último conflicto sucedido por una victoria perfecta. El
tiempo se ha desvanecido de nuestra vista, y lo que de ahora en adelante
despierte nuestra devota atención pertenecerá completamente al reino
de lo eterno. Con todo, hay una pregunta que no se puede dejar de un
lado: ¿qué será ahora del mundo en sí mismo, habiéndose decidido para
siempre el destino eterno de sus habitantes? Aun cuando la conciencia
cristiana no pueda ofrecer una decisión sencilla para este punto, la
pregunta es más que simple curiosidad. Pero nos regocijamos en decir
que aquí a la palabra profética no le faltan vislumbres, aunque ellas a su
vez levanten una multitud de nuevas preguntas” (J. J. Van Oosterzee,
Christian Dogmatics, II:804). La Biblia, tanto en el Antiguo Testamen-
to como en el Nuevo, anticipan una nueva creación en el momento en
que los cielos y la tierra que ahora son hayan caducado y, como vestido
viejo, sean plegados.29 Entonces, “Desde el principio tú fundaste la
tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú
permanecerás; y todos ellos como una vestidura se envejecerán, como
un vestido los mudarás y serán mudados” (Salmos 102:25-26; cf.
Hebreos 1:10-12). “La tierra aún viste su ropa de trabajo”, decía
Martín Lutero, “pero entonces vestirá sus atuendos de Pascua y
Pentecostés”. El profeta Isaías se enciende en elocuencia al contemplar
la nueva creación, diciendo: “Todo el ejército de los cielos se disolverá,
y se enrollarán los cielos como un libro; y caerá todo su ejército como se
cae la hoja de la parra, como se cae la de la higuera” (Isaías 34:4)--la
profecía es sobre un juicio contra Idumea, pero parece anticipar el gran
día de juicio que vendrá. De nuevo dice: “Alzad a los cielos vuestros
354 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

ojos y mirad abajo, a la tierra; porque los cielos se desvanecerán como el


humo y la tierra se envejecerá como un vestido” (Isaías 51:6); “Porque
he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra. De lo pasado no
habrá memoria ni vendrá al pensamiento” (Isaías 65:177-18).30 En el
Nuevo Testamento se nos lleva a la siguiente representación gráfica del
apóstol Pedro: “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche.
Entonces los cielos pasarán con gran estruendo, los elementos ardiendo
serán deshecho y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas...
Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra
nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:10, 13). Esto parece
armonizar con la propia declaración de nuestro Señor en cuanto a que
“El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mateo
24:35). En nuestra discusión de los eventos vinculados al segundo
advenimiento señalábamos que la palabra “disolver”, que aquí es
traducida por “pasar”, proviene del griego luou, que significa desatar,
desamarrar, soltar, pero nunca aniquilar. La Biblia nos lleva a creer que
Dios, en su momento, liberará estas fuerzas de la tierra que ahora son
mantenidas en reserva y las empleará para la purificación de aquello que
ha sido contaminado por el pecado. Dios destruye con la finalidad de
crear algo más hermoso; sobre las ruinas de una tierra que sufre bajo la
maldición, Él levantará otra que florecerá con esplendor imperecedero.
Este nuevo cielo será la consecuencia de la disolución y la purificación,
“el oro más noble traído del más terrible de los hornos de purificación”.
La restauración de todas las cosas. La gran consumación marcará la
restauración de la armonía y el orden del universo. Fue a esto, sin duda,
a lo que el apóstol Pedro aludió cuando dijo que era necesario que el
cielo recibiera o retuviera a Jesucristo, “hasta los tiempos de la restaura-
ción de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos
profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:21). La
doctrina del restauracionismo se conoce en la teología como el apoka-
tastasis, de la frase apokatastaseo panton, la cual ocurre en el pasaje que
se acaba de mencionar. Este tema, como la manifestación del universa-
lismo que se fundamenta en la idea disciplinaria del sufrimiento, ha
sido discutido anteriormente lo suficiente. Al vincular dicho tema con
lo que ahora se está discutiendo, el mismo presenta un aspecto
diferente. Muchas de las mentes más delicadas y tiernas de todas las
edades han anhelado sinceramente que todas las personas al fin y al
cabo se vuelvan a Dios. Pero por atractiva que sea esta doctrina, esas
mentes no obstante se han visto compelidas a confesar la severa verdad
LA CONSUMACIÓN FINAL 355

de la Biblia, de que algunos permanecerán, después de todo, impeni-


tentes y, por consecuencia, perdidos para siempre. “Cuando partimos
de la idea del carácter de Dios”, acota el obispo Martensen, “y razona-
mos desde ahí en adelante, somos guiados a la doctrina de la restaura-
ción universal, la apokatastasis; en cambio, los métodos antropológicos,
psicológicos y éticos, es decir, la vida y los hechos, nos conducen por su
lado al lóbrego fin de la condenación eterna. Si el ser humano no puede
en modo alguno ser hecho bienaventurado por medio de un proceso
natural, ¿no deberá ser posible que preserve, por su voluntad, la
obstinación, y que rechace perennemente la gracia, eligiendo así su
propia condenación? Si se responde a esta pregunta que la posibilidad
de una obstinación progresiva implicaría también la posibilidad
continua de una conversión, se estaría partiendo de una inferencia
temeraria. Nuestra vida da testimonio en favor de esa ley temible pero
necesaria según la cual la maldad asume un carácter cada vez menos
cambiable en el individuo que opta por ella” (H. L. H. L. Martensen,
Christian Dogmatics, 478). Miner Raymond, quien sostiene firmemente
la doctrina del castigo eterno, observa lo siguiente: “La idea del
tormento perpetuo es, incuestionablemente, la idea más terrible que
jamás se haya concebido. La misma representa el mayor gravamen que
tiene el pensamiento religioso. No es extraño que mentes generosas se
hayan esforzado en evitarla. El que los seres humanos busquen motivos
para creer que esta idea nunca llegará a ser un hecho en la historia, no
es evidencia a prima facie de que se ame al pecado o de que se sea
enemigo de la verdad. Por otro lado, no obstante, es evidentemente
inútil que la filosofía del hombre intente presentar una prueba negativa
decisiva sobre esta cuestión; ningún hombre puede afirmar que no
habrá castigo perpetuo; no es absurdo ni se contradice a sí mismo
afirmar que lo habrá” (Miner Raymond, Systematic Theology, II:520).
La Biblia es clara tocante a este importante tema, y nuestro Señor, en
quien reside toda autoridad y poder, es un sacerdote misericordioso y
fiel. La teología cristiana no tiene que ver con otros pensamientos que
no sean los que Él mismo ha revelado.31 Cuando se cierre el telón de la
era presente, escucharemos las siguientes palabras: “El que es injusto,
sea injusto todavía; el que es impuro, sea impuro todavía; el que es
justo, practique la justicia todavía, y el que es santo, santifíquese más
todavía” (Apocalipsis 22:11). La consumación de las edades marca la
culminación gloriosa del reino de Dios. Entonces el reino tendrá un
nuevo principio y se harán los cielos nuevos y la tierra nueva. La gloria
356 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

del Cristo divino ya no será oscurecida ni se revelará intermitentemen-


te, pues que su rostro será como el sol cuando resplandece con toda su
fuerza (Apocalipsis 1:16). Su reino será un reino eterno, “porque Dios
el Señor los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos” (Apocalip-
sis 22:5). Pero hasta tanto ese día glorioso y augusto llega, y los destinos
de los seres humanos sean precisados, para felicidad o para calamidad,
para vida eterna o para muerte perpetua, la invitación del amor divino
resuena con claridad y fortaleza: “El Espíritu y la Esposa dicen: ‘¡Ven!’.
El que oye, diga: ‘¡Ven!’. Y el que tiene sed, venga. El que quiera, tome
gratuitamente del agua de la vida” (Apocalipsis 22:17).

***
Que el Dios de paz, que resucitó de los muertos a nuestro Señor Je-
sucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno,
os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, ha-
ciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo;
al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén (Hebreos
13:20-21).

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
1. El nuevo orden reestablecido lo será al punto de que las cosas viejas apenas se podrán
recordar; sin embargo, la relación entre lo nuevo y lo viejo será en muchos respectos un
misterio reservado. Entre tanto, la combinación de ambas cosas es lo único ostensible de la
consumación: un final que se abre a un nuevo principio. El fin del desarrollo humano,
una combinación de pecado y redención, es simplemente la contribución de una pequeña
sección de lo que para nosotros es un universo ilimitado que preside un Ser cuyos recursos
ilimitados preparan nuestras débiles mentes para maravillas que nuestra imaginación no
podrá esbozar ni siquiera en líneas generales. Las ciencias humanas nos han enseñado
mucho de la maravillosa consumación a la que ha llegado el universo físico, pero la ciencia
de la fe no le conoce límite a su esperanza. Hay un tercer tetelestai de la economía divina,
un cumplimiento del tiempo en su sentido más pleno, el cual nosotros esperamos. El
primero se dio con el final del mundo como escenario de la redención; el segundo, cuando
el Señor declaró a voz en cuello que la nueva creación se había consumado. Respecto al
tercero, deberemos mirar reverentemente su tenue reflejo según se nos proyecta exclusi-
vamente desde la palabra de Dios. La contemplación deberá ser una de asombro y gozo.
Así como Abraham se regocijó al ver el día de Cristo desde lejos, así también lo pueden
hacer todos los hijos de los fieles mientras ven en lo futuro el día para el que todos los
demás días han sido creados (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology,
III:424-425).
2. Si aceptamos la verdad de la Biblia, tenemos que ser leales, como lo somos en lo demás, a
lo que ellas enseñan sobre la cuestión del castigo futuro, sin tomar en cuenta su terrible
carácter. No podría haber un asunto cuya perversión de la verdad resultara más desastrosa.
Aunque tal perversión pueda neutralizar la fuerza práctica de la verdad, e inculque un
sentido falso de seguridad, es nula para prevenir la condenación del pecado. Nuestra única
LA CONSUMACIÓN FINAL 357

seguridad descansa en la aceptación de la salvación en Cristo Jesús (John Miley, Systematic


Theology, II:462).
3. Minucio Félix dice: “No hay medida ni fin para estos tormentos. Allí el fuego inteligente
quemará los miembros del cuerpo y los repondrá, se alimentará de ellos y los alimentará.
Así como el fuego de los relámpagos alcanza los cuerpos pero no los consume, de igual
manera el fuego penal no se alimentará de los residuos de los que queme, sino que se
nutrirá de la ingestión inextinguible de sus cuerpos”.
La restauración propuesta por Orígenes la derivó, de manera natural, de su punto de
vista de la libertad humana. Éste sostenía que la libertad para ser indiferente, y el poder
para escoger lo contrario, antes que simple determinación propia, son la sustancia de la
libertad. Ella pertenece inalienable y perennemente a la naturaleza de la voluntad finita.
Ni aun la apostasía o el pecado la destruirán. Por consecuencia, la posibilidad de la auto-
conversión de la voluntad siempre existirá, sea en una dirección o en otra. El libre albedrío
puede cometer pecado en cualquier momento; el libre albedrío puede volverse a Dios en
cualquier momento. Esto llevó a Orígenes a la teoría de que habría caídas y recuperaciones
que se alternarían indefinidamente, así como lo harían los cielos y la tierra, por lo que en
la práctica no enseñó otra cosa que un infierno (William T. Shedd, Dogmatic Theology,
II:669).
4. Schleiermacher ofrece las siguientes objeciones al castigo eterno. “(a) Las palabras de
Cristo en Mateo 25:46; Marcos 9:44; y Juan 5:29 son metafóricas. (b) El pasaje de 1
Corintios 15:25-26 enseña que todo lo malo será vencido. (c) La miseria no puede crecer,
sino que deberá menguar. Si es miseria corporal, y en vista de que la costumbre se habitúa
al sufrimiento, habrá, por lo tanto, cada vez menos sufrimiento antes que más. Si, por otro
lado, es sufrimiento mental, lo que habría sería remordimiento. Los condenados sufrirían
más remordimiento en el infierno que en la tierra. Esto probaría que serían mejores seres
humanos en el infierno que en la tierra. Por lo tanto, a medida creciera su remordimiento,
no podrían hacerse más malvados en el infierno sino menos. (d) La simpatía que los
salvados tienen por sus antiguos compañeros, los cuales ahora se encuentran en el infierno,
impediría la felicidad de los salvados. El mundo de la humanidad, así como todo el uni-
verso, están tan vinculados entre sí que la miseria perpetua de una parte destruiría la
felicidad del resto”. Este es un ejemplo apropiado de las perspectivas racionalistas de la
época.
5. Puede declararse respecto a todos los lugares que hablan de la destrucción y muerte del
alma, que a lo que aluden en general es a la pérdida espiritual del favor y la santidad de
Dios y no a la extinción de la existencia. Extinguirse sería contrario a la inmortalidad
natural dispensada al espíritu. No es cierto, hasta donde sabemos, que ni aun la materia
vaya a ser alguna vez aniquilada. Lo que se designa como su destrucción, no es otra cosa
que un cambio de forma que la vuelve incapaz de desempeñarse para los fines para la que
fue creada. Así, pues, hablamos de la destrucción total de una casa, una maquinaria o un
animal, sin que ello signifique la aniquilación de la materia que la compone, sino solo la
destrucción de la forma en la que aparecía la materia y la hacía esencial para su empleo. De
la misma manera, la muerte del alma significa que esta se torna incapaz de cumplir el fin
para el que fue hecha, vale decir, para la felicidad, para la santidad, para el servicio a Dios,
para amar complacientemente a Dios y reflejar su imagen. Una privación, a tal grado, de
todas las facultades para las que la naturaleza moral de una persona fue hecha, puede muy
bien designarse una muerte, y por qué no, una destrucción total (James Petrigu Boyce,
Abstract of Systematic Theology, 491).
Se podría mencionar muchas otras objeciones a esta hipótesis de la aniquilación, pero
las mismas no afectarían la teología tanto como lo haría la interpretación aislada de la
Biblia, así como las teorías psicológicas y fisiológicas de la naturaleza humana que impo-
358 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

nen, o que se ven tentados a adoptar, aquellos que las afirman. El estudiante deberá estar
siempre en guardia respecto a estos dos puntos, a no ser que se desoriente por causa de la
variedad de argumentos plausibles en los que abunda, tanto la literatura más pesada como
la más liviana. Después de todo, no será demasiado recordar continuamente que este
solemne asunto no depende de textos aislados, ni de las especulaciones sobre la naturaleza
de la personalidad y la conciencia. Depende de su vinculación con los grandes principios y
la tendencia firme de toda la enseñanza revelada, la cual se dirige en todo lugar a la perso-
na como un ser inmortal, que tiene un destino eterno, cuyas consecuencias están ligadas al
uso que le dé a los medios provistos por Dios para su salvación dentro de este estado de
prueba (William Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:444).
6. Samuel Wakefield, de entre los teólogos protestantes, en nuestra opinión ofrece la mejor
refutación de la aniquilación. Todo lo que podemos presentar aquí es un resumen de su
posición, que es como sigue:
(1) Que el vocablo muerte, según se aplica al ser humano en la Biblia, siempre signi-
fique aniquilación, y que la aniquilación sea la pena de la ley divina, son meras suposicio-
nes para las que no hay ni una sombra de prueba y las cuales podemos negar muy confia-
damente. De hecho, entender la palabra muerte en el sentido de aniquilación torna-
ría numerosos pasajes bíblicos en un patente absurdo, como lo demostrarían unos pocos
ejemplos. Así: “Estimada es a los ojos de Jehová la muerte [aniquilación] de sus santos”
(Salmos 116:15). “Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Romanos
5:10). “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). “El que no ama a
su hermano permanece en muerte” (1 Juan 3:14).
(2) La teoría es inconsistente con ella misma. Los que la defienden enseñan
que la aniquilación es no solo la pena de la ley, sino el más temible de todos los castigos,
peor que el sufrimiento perpetuo mismo. No obstante, sostienen que la aniquilación de
los justos entre la muerte y la resurrección no es castigo alguno, sino una verdadera ga-
nancia. ¿Sufrirá más el impío que el justo a causa de la aniquilación entre la muerte y la
resurrección? Claro que no. Y si la aniquilación de los justos al morir no es la pena de la
ley, ¿cómo puede serlo la aniquilación de los impíos? Si en el primer caso no se inflige
castigo, ¿cómo puede ser el castigo tan temible en el último? El sistema, por consiguiente,
enseña que la aniquilación es la pena de la ley pero que no lo es; que es el más temible de
los castigos pero que no lo es; y que la única diferencia entre los justos y los impíos, de
acuerdo con este argumento, es que los primeros serán aniquilados dos veces, pero los
últimos, una.
(3) Que la aniquilación no será el castigo futuro de los impíos lo evidencia el absurdo
que supone que serán traídos de nuevo a existencia meramente para ser aniquilados. Si
la aniquilación fuera cierta, todos los seres humanos perderían su identidad personal al
morir, ya que sería una perfecta necedad hablar de la existencia continua de las personas
que han sido aniquiladas. Si la muerte es la aniquilación, no es posible la resurrección.
Puede que otros seres morales hayan sido creados, pero no podrían ser recompensados ni
castigados justamente por la conducta moral de generaciones aniquiladas de seres huma-
nos.
(4) Si el castigo futuro de los impíos ha de consistir en la aniquilación, entonces el
castigo sería el mismo para todos los pecadores, lo cual no es razonable ni bíblico.
Antes, dado que habrá grados distintos de castigo futuro, pero no podrá haber grados
distintos de aniquilación, se sigue que la aniquilación no podrá ser ese castigo. De nuevo,
para los que estén sufriendo esos supuestos tormentos, la aniquilación sería o una maldi-
ción o una bendición. Si lo primero, el estado de tormento perpetuo sería mejor para el
pecador que la liberación de todo sufrimiento por medio de la aniquilación; si lo último,
LA CONSUMACIÓN FINAL 359

la aniquilación no podría ser la pena de la ley, a menos que se pretenda que una pena y
una bendición son la misma cosa (Samuel Wakefield, Christian Theology, 647-648).
7. Sería fácil, sin embargo, demostrar por medio del examen cuidadoso de todos esos pasajes
bíblicos (los arriba citados) que no prueban el apoyo de la doctrina para el que se les cita,
pero un examen así no es lo que procede en este punto. Será suficiente observar (1) que la
bendición que viene sobre todos los seres humanos por medio de la simiente de Abraham,
no implica necesariamente la salvación real de todos. (2) Que aunque Cristo murió por
todos los seres humanos, y es en este sentido, como en otros, el Salvador de los seres
humanos, en realidad es el Salvador solo “de los que creen”. (3) Que Dios quiere la salva-
ción de todos los seres humanos, pero únicamente de la manera designada, esto es, “me-
diante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad”, y no según si creen o no en
Cristo. (4) Que todos los seres humanos se inclinarán ante Cristo y lo reconocerán, bien
para recibir voluntariamente su gracia y salvación, o para sujeción obligada a su justicia
punitiva; y (5) que la muerte será destruida cuando “todos los que están en los sepulcros”
oigan la voz de Cristo, “y los que hicieron lo bueno” salgan “a resurrección de vida, pero
los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Samuel Wakefield, Christian
Theology, 644).
8. El obispo Weaver dice que al arribar al significado de todo término genérico, se
considerará no solo la definición del vocablo, sino que esa definición sea de un carácter tal
que se conforme al contexto. Esa regla general debe observarse al determinar el significado
de toda palabra genérica. Aunque la palabra “gehenna” significa literalmente el valle del
Hinnom, no por ello debemos concluir que nunca se hubiera empleado en ningún otro
sentido. El significado correcto deberá ser determinado por la conexión en la que se
emplea. El significado original de la palabra “paraíso” era “un lugar enclaustrado para el
disfrute y el placer”. En el Antiguo Testamento se emplea como aludiendo al jardín del
Edén. En el Nuevo Testamento se emplea como otra manera de designar el cielo (Lucas
23:43; 2 Corintios 12:4; Apocalipsis 2:7). Si por el hecho de que la palabra “gehenna”
signifique literalmente el valle de Hinnom, no podrá jamás significar otra cosa, entonces el
paraíso nunca significará otra cosa que el jardín del Edén o un lugar en la tierra convenido
para el placer y el deleite (cf. Jonathan Weaver, Christian Theology, 323).
9. El artículo titulado Infierno, del Diccionario de Watson [en inglés], dice: Esta es una
palabra sajona que se deriva de un verbo que significa esconder o encubrir. Un fenecido
crítico bíblico, el doctor Campbell, investigó este asunto con la precisión que lo caracteri-
zaba, y lo que sigue es una síntesis de sus observaciones. En las Escrituras hebreas, la
palabra seol ocurre frecuentemente y, de acuerdo con Campbell, denota uniformemente el
estado de los muertos en general, sin tomar en cuenta el carácter virtuoso o vicioso de las
personas, como tampoco su felicidad o miseria. La Septuaginta, al traducir la palabra, ha
empleado casi invariablemente el término griego aides, hades, que significa el recipiente de
los muertos, y por eso raramente debió haberse traducido por infierno en el sentido en que
ahora lo tomamos, vale decir, el lugar de tormento. Para denotar esto último, los escritores
del Nuevo Testamento hacen siempre uso de la palabra griega geenna, que se compone de
dos palabras hebreas, ge Hinnom, esto es, “el valle de Hinom”, un lugar cerca de Jerusalén
en el que los infantes eran sacrificados cruelmente a Moloc, un ídolo amonita (2 Crónicas
33:6). A este lugar también se le llama Tofet (2 Reyes 23:10), en alusión, según se supone,
al ruido de los tambores (tof significa tambor), los cuales se hacían sonar para ahogar el
llanto de los indefensos niños. Dado que, con el paso del tiempo, este lugar vino a ser
considerado como un emblema del infierno o lugar de tormento reservado para el castigo
de los impíos en el estado futuro, el nombre Tofet llegó gradualmente a emplearse en este
sentido, y, por último, a restringírsele. Es también en ese sentido que la palabra gehena,
un término sinónimo, siempre se habrá de entender en el Nuevo Testamento, en donde
360 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

ocurre una docena de veces. La confusión que ha surgido sobre este asunto, la ha ocasio-
nado el que nuestros traductores ingleses han traducido frecuentemente no solo la palabra
hebrea sheol y la griega gehenna por el término infierno, sino porque han traducido la
palabra griega hades, la cual ocurre once veces en el Nuevo Testamento, en todos los casos
excepto en uno con la misma palabra, infierno, lo cual nunca debió haberse hecho.
Stuart observa que, mientras que el Antiguo Testamento emplea sheol, en la mayoría
de los casos, para designar el sepulcro, la región de los muertos, el lugar de los espíritus
que han partido, también la emplea, en algunos casos, para designar, junto a esta idea, la
otra, vinculándola a un lugar de miseria, un lugar de castigo, y un lugar de temor. En ese
sentido se conforma plenamente a la manera en que el Nuevo Testamento emplea el
término hades. Y es que, aunque hades significa el sepulcro, y, muchas veces, la región
invisible de los espíritus separados, sin alusión directa a su condición, aun así en Lucas
16:23 se emplea claramente para designar un lugar o condición de miseria. La palabra
infierno es también empleada por nuestros traductores para gehena, que significa el mun-
do del castigo futuro (Stuart, Essay on Future Punishment).
10. Las miserias del impío antes de la resurrección, deberán ser puramente espirituales; pero,
después de ese evento, serán, en parte, corporales. Consistirán en la pérdida, la ausencia de
todo lo deseable, y en que se le infligirán sufrimientos positivos y depurados. Se dice del
hombre rico en el infierno, que éste ha recibido todo lo bueno, lo que implica que no le
falta ninguna otra bondad. Por consiguiente, se le niega una gota de agua para mitigar su
ardiente sed. Se dice de los malos en el infierno que “no tienen reposo de día ni de noche”.
“El también beberá del vino de la ira de Dios, que ha sido vaciado puro en el cáliz de su
ira” (Apocalipsis 14:10). Sufrirán la tortura de una conciencia que siempre los acusará y
los herirá. Sufrirán la indulgencia de una insaciable malicia, envidia, venganza, ira y todas
las demás pasiones odiosas de las que serán capaces. Sufrirán de perpetua decepción,
derrota y desesperación. Sufrirán los unos a causa de los otros. Sufrirán todo lo encerrado
en esas terribles metáforas, esas aterradoras representaciones, a través de las cuales el
Espíritu Santo presenta las agonías de ellos (Enoch Pond, Christian Theology, 576).
11. La presunción de que la Biblia enseña, en efecto, el castigo perpetuo de los finalmente
impenitentes, debe ser una tan imbatible que todas las iglesias cristianas así lo han enten-
dido. No hay otra manera de explicar la unanimidad de concepto. Referirlo a algún tipo
de especulación filosófica que haya obtenido ascendencia en la iglesia, como sería el dua-
lismo del bien y del mal como principios coeternos y necesarios, o a la teoría platónica de
la inmortalidad y la indestructibilidad inherente del alma humana, sería asignarle una
causa completamente inadecuada a este resultado. Mucho menos puede este consenso
general explicarse sobre las bases de que la doctrina en cuestión congenie con la mente
humana, y que sea creída por su propia causa, sin un apoyo adecuado de la Biblia. El caso
es al contrario. Es una doctrina que el corazón natural la resiste al punto de la rebelión, y a
la que se somete solo bajo el peso de la autoridad. La iglesia cree la doctrina porque tiene
que creerla, a menos que renuncie a su fe en la Biblia y rinda todas las esperanzas que se
cimientan en sus promesas. No hay una doctrina en apoyo de la cual se reclame ese con-
sentimiento general que no pueda demostrarse que no se enseña en la Biblia (Charles
Hodge, Systematic Theology, III:870).
Hemos ya admitido que el lenguaje de la Biblia sobre este tema es más o menos me-
tafórico; pero sea metafórico o de cualquier otra índole, de una cosa estamos seguros, y es
que este lenguaje ha tenido la intención de comunicar ideas que se conforman estricta-
mente a la verdad. Dios no podría causar una falsa impresión sobre la mente humana por
medio del uso de metáforas, de la misma manera que no podría guiar a las personas al
error por medio de las más llanas y las más positivas de las declaraciones, pues que ambas
cosas serían contrarias a la veracidad divina. Tampoco su bondad, y mucho menos su
LA CONSUMACIÓN FINAL 361

verdad, le permitirían alarmar a sus criaturas morales con temores infundados, ni repre-
sentar las consecuencias del pecado como más temibles de lo que en realidad son. Por lo
tanto, podemos concluir que el estado futuro de los impíos, según su carácter general, será
uno de sufrimiento intenso; suponer que sea más tolerable que la oscuridad absoluta, las
agonías de la muerte, y el efecto del fuego, sería acusar virtualmente a Dios de pronunciar
falsedad, y situar nuestras propias normas como opuestas a la revelación divina. Este
sufrimiento intenso que será la porción de los impíos, se derivará de (1) lo que se ha
llamado el castigo de lo que uno pierde... y, (2) el castigo del sentido (Samuel Wakefield,
Christian Theology, 642).
12. “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno” (Mateo 25:41). Estas palabras son no solo
pronunciadas por el Hijo del hombre en contra de los malditos, sino que son un eco que
resuena contra ellos desde lo más profundo de sus seres, que parte de la semejanza divina
que en ellos ha sido mancillada, que resuena con ellos desde todos los rincones de la
creación, la cual ahora da unánimemente testimonio de Él. No habrá ya más paz en la
creación glorificada para los que así han sido condenados; serán de tal manera separados
que lo que sea que de su estado se inquiera, no encontrará en nosotros otra respuesta que,
“en las tinieblas de afuera” (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 474).
13. Charles Hodge declara que “los sufrimientos de los finalmente impenitentes, según la
Biblia, los ocasionarán: (1) La pérdida de todo bien terrenal. (2) Ser excluidos de la pre-
sencia y el favor de Dios. (3) Ser condenados completamente al retirárseles de manera
definitiva el Espíritu Santo. (4) Por consecuencia, quedar dominados por el pecado y las
pasiones pecaminosas irrestrictas. (5) Las operaciones de la conciencia. (6) La desespera-
ción. (7) Las malas compañías. (8) Sus circunstancias externas, es decir, que el sufrimiento
futuro no es exclusivamente la consecuencia natural del pecado, sino que también incluirá
un castigo perentorio. (9) Su carácter perpetuo” (Charles Hodge, Systematic Theology,
III:868).
14. En vista de que la palabra aioun, edad, puede denotar en la Biblia la edad presente y finita,
o la edad futura perpetua, si deseamos determinar el significado de aiounos, será necesario
determinar primero en cuáles de las dos aiounos, la limitada o la perpetua, existe la cosa a
la cual se le aplica el epíteto, pues que cualquier cosa, en una aioun o en la otra, puede ser
designada “aiouniana”. El significado del adjetivo sigue al sustantivo. Onésimo, como
esclavo, existía en este mundo (aioun) del ‘tiempo’, por lo tanto, cuando se le designa
“aiouniano” o “para siempre” (Filemón 15), significa que su servidumbre continuará
durante la aioun finita en la cual él es un siervo, y para todo efecto práctico, solo llegará a
su fin cuando éste muera y la abandone. A las montañas se les llama aiounianas o “eternas”
(aiounia) en el sentido de que permanecerán mientras que el mundo (aioun) del que son
parte permanezca. Dios, por otro lado, es un ser que existe en la (aioun) infinita, de aquí
que Él sea aiounios en el sentido perpetuo de la palabra. Lo mismo es cierto de los espíritus
de los ángeles y de los seres humanos, puesto que existen tanto en la aioun futura como en
la actual. Si algo pertenece solamente a la edad o aioun presente, es aiouniano en el sentido
limitado; si pertenece a la edad o aioun futura, es aiouniano en el sentido ilimitado. Si, por
consiguiente, el castigo de los impíos ocurre en la aioun presente, es aiouniano en el
sentido temporal; pero si ocurre en la aioun futura, es aiouniano en el sentido perpetuo. El
adjetivo toma su significado del nombre. La frase “para siempre” tiene el mismo signifi-
cado doble, ya sea en la Biblia o en el uso corriente. Algunas veces significa todo el tiempo
que una persona viva en la tierra. El esclavo hebreo cuya oreja era agujereada con lezna y
quien era arrimado a la puerta de su amo, tenía como fin que fuera su siervo “para siem-
pre” (Éxodo 21:6). En ocasiones “para siempre” significaría todo el tiempo que duraría el
estado político judío. Las leyes ceremoniales habrían de ser “perpetuas” (Levítico 16:34).
En ocasiones la frase significará todo el tiempo que el mundo dure. “Generación va y
362 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

generación viene, pero la tierra siempre permanece” (Eclesiastés 1:4). En todos estos casos,
“para siempre” se refiere a la aioun temporal, y denota duración finita. Pero en otros casos,
y en la Biblia es así en su gran mayoría, “para siempre” se refiere a la aioun perpetua, como
cuando dice, “Bendito sea Jehová para siempre” (Salmos 89:52). El significado limitado
de “para siempre” en los primeros casos no inválida su significado ilimitado en el último.
El que Onésimo fuera un esclavo “para siempre” (aiounios), y el que los montes sean
“eternos” (aiounia), no invalida la eternidad de Dios, ni la del alma, ni la del cielo ni la del
infierno, como tampoco lo haría el término “para siempre” en las escrituras de un bien
inmueble. Poseer una tierra “para siempre” es poseerla “mientras crezca hierba y la sur-
quen las corrientes de agua”, es decir, mientras este mundo o aioun dure. La objeción de
que, debido a que aiounios o aeoniano denota “aquello que pertenece a una edad”, no
puede significar perpetuo, descansa sobre la presuposición de que no hay un aioun o edad
perpetua. La misma postula una serie indefinida de aiounes o edades limitadas, ninguna
de las cuales es final y para siempre. Pero los textos bíblicos que han sido citados, invalidan
dicho postulado. La Biblia habla de solo dos aiounes que cubren e incluyen toda la exis-
tencia del ser humano y todo lo que éste dure. Si por consiguiente, el hombre es un ser
inmortal, uno de las dos aiounes debe ser perpetua. La frase “edades sin fin”, aplicada a la
edad futura perpetua, no es prueba de que haya más de una edad futura, como tampoco la
frase “por las eternidades” prueba que haya más de una eternidad, ni la frase “las infinida-
des” prueba que haya más de una infinidad. El uso del plural en estos casos es retórico e
intenso en su fuerza, pero no aritmético (William T. Shedd, Dogmatic Theology,
II:686-688). William G. T. Shedd sostiene que una serie indefinida de aiounes limitadas,
aunque sin una aioun final perpetua, es un concepto pagano y gnóstico, más no bíblico. El
que se haya importado al sistema cristiano la noción de una serie perpetua de ciclos finitos,
cada uno de los cuales no tiene ni finalidad ni inmutabilidad, ha introducido errores de la
misma manera que lo ha hecho el haber importado el concepto pagano del Hades (cf.
William T. Shedd, Dogmatic Theology, II:682-683).
15. Es también la doctrina de la Biblia que este castigo futuro de los incorregibles sea final o
ilimitado, lo cual es otra consideración de gran importancia por lo que concierne a la
doctrina de la expiación. Esta es una doctrina monitoria que solo puede ser manifestada a
través de una revelación, aunque, una vez revelada, no deja de tener un grado considerable
de evidencia racional. Supone, ciertamente, que al ser humano no habrá de permitírsele
una probatoria futura si la actual ha sido descuidada y abusada, hecho que, en el gobierno
divino, encuentra considerables analogías en los procedimientos constantes de la vida
presente. Cuando las muchas reconvenciones y admoniciones del consejo del sabio, y las
muchas lecciones del insolente, han sido desatendidas, sobrevienen la pobreza y la enfer-
medad, y la infamia y la muerte, como la observación de toda persona lo verá así eviden-
ciado en miles de casos; el periodo probatorio de un individuo, el cual ha de resultar en su
actual felicidad o miseria, habrá de acabar; y aunque este periodo se renueve frecuente-
mente en la esperanza de que al fin el individuo alcance a beneficiarse de la experiencia
amarga, de las ventajas, y de las oportunidades, una vez estas sean desatendidas, nunca
podrán volverse a tener. No hay nada, por lo tanto, contrario a los principios obvios del
gobierno divino, según se manifiestan en esta vida, en la doctrina que confina el espacio
del estado probatorio más elevado y más solemne del ser humano a ciertos límites, y que,
más allá de estos límites, se le escinda toda esperanza (Richard Watson, Theological Insti-
tutes, I:211).
16. Moses Stuart, en sus “Ensayos exegéticos”, señala que aiounios se emplea 66 veces en el
Nuevo Testamento. De esas, 51 se relacionan con la felicidad futura de los justos; siete se
relacionan con el castigo futuro, a saber, Mateo 18:8; 25:41, 46; Marcos 3:29; 1 Tesalo-
nicenses 1:9; Hebreos 6:2; y Judas 6; dos se relacionan con Dios; seis son de carácter
LA CONSUMACIÓN FINAL 363

misceláneo (cinco que se relacionan con cosas que se reconocen como perpetuas, como
son los pactos y las cosas invisibles; y una en Filemón 15, que se relaciona con el servicio
perpetuo). En todos los casos en los que aiounios alude a duración futura, denota duración
perpetua, sin mencionar los casos en los que se refiere al castigo eterno”. El temprano
Jonathan Edwards dice que aioun, si se cuenta la repetición de este vocablo como un caso
de uso sencillo, ocurre 104 veces en el Nuevo Testamento, 32 de las cuales significará una
duración limitada. En siete casos su significado puede tomarse lo mismo en el sentido
limitado como perpetuo. En 65 casos, incluso los seis casos en los que se aplica al castigo
futuro, significa claramente una duración perpetua. (Estas dos anotaciones son citas
tomadas de William T. Shedd, Dogmatic Theology, II:688-689).
Los vocablos griegos aioun y aiounios denotan, literal y debidamente, una duración
perpetua. Su etimología (aei y oun--ser o existir siempre) lo demuestra. Su uso y signifi-
cado habitual demuestra lo mismo. Ambos vocablos denotan tan propiamente una dura-
ción perpetua como lo hacen en nuestro idioma las palabras eterno y para siempre. Hay
ocasiones en que se emplean, como en nuestro idioma, en sentido estricto—restringido
por la naturaleza del sujeto al que se aplican, pero, en casos así, la conexión indica inme-
diatamente su sentido, por lo cual el margen de error es mínimo. Sin embargo, por satis-
factorio sea el significado general de estos vocablos, no dependemos solo de ese significa-
do. El vocablo aiounios se emplea de una forma tal por nuestro Salvador, en alusión al
castigo futuro de los malos, que demuestra, de manera concluyente, que su significado no
puede ser otro que el de duración perpetua. Me refiero en particular al texto de Mateo
25:46, en el cual el castigo futuro de los impíos, y la felicidad futura de los justos, aparecen
contrapuestos, y el mismo aiounios se aplica a ambos, lo que indica que la duración de
ambos es igual y perpetua (Enoch Pond, Christian Theology, 581).
La interpretación materialista de sus representaciones metafóricas, como era el caso de
lo sostenido durante los primeros siglos, y de la iglesia medieval en particular, ha sido
ahora descartada y sustituida por una interpretación más racional y veraz. No obstante, a
lo largo de todas esas diferencias y disputas, se ha mantenido una notable unanimidad en
lo que respecta a la duración del castigo. La mejor erudición de nuestro día sobre esta
materia, se encuentra en pleno acuerdo con la doctrina histórica de la iglesia. Esto es un
hecho significativo, sobre todo cuando ese acuerdo no parte de ninguna preferencia o
predilección, sino de lo que obliga el sentido claro de la Biblia.
17. Luther Lee observa que “la sentencia que el juicio justo de Dios dictará sobre los pecadores
en el día final será irrevocable. Así deberá ser si se considera la inmutabilidad de Dios
como juez. La inmutabilidad es aquella perfección de Dios que lo hace eternamente
inalterable. La fuerza de esta consideración es clara. Después que un pecador ha sido
condenado en el juicio final, y enviado al infierno, no habrá arrepentimiento ni regenera-
ción alguna que obligue un cambio. La expiación que la muerte de Cristo logra, y las
ventajas de su intercesión, dejarán de estar disponibles después del día del juicio; por lo
tanto, todos sus beneficios, incluso la eficacia de la oración y la agencia del Espíritu Santo,
se habrán perdido para siempre. Si Dios, en un momento dado, condena al pecador y lo
envía al infierno, pero luego revoca la sentencia y lo libra de su prisión infernal sin que su
carácter moral haya cambiado, estaría actuando de manera diferente en momentos dife-
rentes, pero según los mismos principios morales, lo cual implicaría cambio o mutabilidad
(Luther Lee, Elements of Theology, 325).
18. El evangelio cristiano, el ofrecimiento universal de perdón por medio del propio sacrificio
de una de las divinas Personas, debe acallar toda objeción a la doctrina del castigo perpe-
tuo. Tal y como se da el caso en estos momentos, y en cuanto dependa de la acción de
Dios, no habrá necesidad de que ser humano alguno sea jamás expuesto al castigo futuro.
La necesidad del infierno se fundamenta en la acción de la criatura, no en la del Creador.
364 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

De no haber habido pecado, no hubiera habido infierno; además, el pecado es el producto


del libre albedrío del ser humano. Después que el pecado hizo entrada, y que, por su
causa, la redención fuera provista, de haber habido un arrepentimiento universal en esta
vida no hubiera existido un infierno para el ser humano en la vida venidera. La única
razón necesaria, entonces, para la retribución perpetua que ahora existe se encuentra en la
impenitencia del pecador. Si cada ser humano, antes de morir, se duele de su pecado, y lo
confiesa humildemente, el Hades y la gehena desaparecerían (William T. Shedd, Dogmatic
Theology, II:749).
Aquellos que niegan la posición de que el pecado es un mal infinito, olvidan que el
principio sobre la cual ésta descansa es un asunto cotidiano en la jurisprudencia, es decir,
el principio de que el crimen depende del objeto contra el cual se comete al igual que del
sujeto que lo comete. La referencia meramente subjetiva de un acto, no es suficiente para
determinar que sea un crimen. El acto puede haber sido el acto voluntario de una persona,
pero a menos que sea una ofensa en contra de otra persona, no es un crimen. Golpear es
un acto voluntario, pero golpear una pilastra o una roca no es un acto que inculpe. Aún
más: no solo el crimen, sino que los grados del crimen, dependerán de la referencia obje-
tiva de un acto personal. Uno y el mismo acto puede ser simultáneamente una ofensa
contra un individuo, contra una familia, contra un estado y contra Dios. Si se mide según
la naturaleza y las cualidades del ofensor mismo, no posee grados. Pero si se mide según la
naturaleza y las cualidades de esos objetos morales en contra de los cuales el acto es come-
tido, poseerá grados de maldad. Los primeros tres, por ser solo finitos en valor y dignidad,
harán que la culpabilidad consista solamente de ciertos grados de lo finito. Pero, el último,
por ser infinito en valor y dignidad, conllevará también una culpabilidad infinita (William
T. Shedd, Dogmatic Theology, II:750. Cf. Edwards: Justice of God, Works, IV:228).
19. Existe un estado bienaventurado en la vida del más allá, del cual no podemos hablar
minuciosamente, como si lo hubiéramos visto, pero del que podemos hablar confiada-
mente, porque conocemos el principio del cual se compone. La persona que entra en ese
estado está presente con Dios y con Cristo, poseyendo una consciencia más clara y más
cierta de la presencia divina que la que le fue posible en la tierra, y al entrar en las etapas
más elevadas de esa vida divina que ya ha sido comenzada, vivirá una vida de santidad
progresiva; será semejante a su Señor y Salvador, y crecerá más a la semejanza de Él,
avanzando hacia la perfección. Estará bajo las influencias más santas e inspiradoras, de
modo que todo lo que sea mejor en la persona, será constantemente apoyado con el fin de
que se acreciente. Todas las características de la vida que se asemejen a Cristo, le serán
francas. El grado de existencia en el cual se encontrará será más elevado que el que ha
dejado atrás, y se le presentarán constantemente delante de sí oportunidades nuevas de
servicio santo y de crecimiento y bienandanza santa. Esta persona se hallará en la vida que
ama y debe amar, y el curso de la actividad libre y semejante a Dios se extenderá delante
de ella sin límite alguno (William Newton Clarke, An Outline of Christian Theology,
471-472).
Dios y los espíritus bienaventurados serán los constituyentes imperecederos de la vida
beatífica. Cada espíritu reflejará no solo a Dios, sino al reino entero del cual será miembro.
Cuando Dios sea todo en todos, podrá decirse que todos estarán en todos, los unos en los
otros, y la multiplicidad de carismatas se revelará a sí misma en este reflejo ilimitado y
preclaro de amor y contemplación, en esta siempre nueva alternación de dar y recibir y de
comunicación y receptividad. La luz será el medio a través del cual los espiritualmente
bienaventurados se comunicarán entre sí, y se hallarán entre sí (Colosenses 1:12), en
conformidad con las indicaciones dadas en la Biblia, y tomando el sentido tanto en su
acepción espiritual como corporal. Es así que leemos, “de la herencia de los santos en luz”
(H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 458).
LA CONSUMACIÓN FINAL 365

20. El cielo de los santos no será, por lo tanto, un entorno de sombras insustanciales e
indeterminadas sino un reino sustancial y real en el que las facultades y funciones de la
personalidad humana estarán activas en el ejercicio del gozo de la libertad del justo. Al
igual que las capacidades del alma, las facultades del cuerpo habrán de ser conmensuradas
a la ley y a la vocación de la vida eterna. Estos serán los que habrán salido de la gran
tribulación, y habrán lavado sus ropas, y las habrán emblanquecido en la sangre del Cor-
dero. Es así que estarán delante del trono de Dios, y le servirán día y noche en su templo,
y el que está sentado en el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos. No tendrán más
hambre, ni el sol ni el calor los castigarán, pues que el Cordero que está en medio del
trono los pastoreará y los guiará a las fuentes del agua de la vida, y Dios enjugará toda
lágrima de los ojos de ellos (Emanuel V. Gerhart, Institutes of the Christian Religion,
II:473).
Cuando se consideran cuidadosamente las enseñanzas del Nuevo Testamento tocantes
a la vida del más allá, surge naturalmente esta pregunta: “¿Qué diferencia existe entre el
paraíso y el cielo?” La respuesta debe abarcar cuatro particulares: en el cielo, al alma se le
otorgará un organismo físico; la iglesia habrá sido completada y perfeccionada; el universo
será armonizado con las necesidades y anhelos espirituales del alma del cristiano; una
visión nueva y más clara de Dios les será abierta a los creyentes. En la resurrección y el
juicio, al espíritu se le revestirá de un marco material que estará en tal armonía con los
pensamientos y deseos del Espíritu, que será designado cuerpo espiritual (J. A. Clapper-
ton, The Essentials of Theology, 461).
21. La Biblia siempre representa al cielo como un lugar. Este es un hecho tan claro que apenas
necesita ejemplos. Nuestro Señor lo representó como un lugar o mansión en la casa de su
Padre (Juan 14:1-3); y el apóstol Pablo como un edificio de Dios, una casa no hecha de
manos, eterna en los cielos (2 Corintios 5:1). También es el templo de Dios, el lugar de su
trono y gloria (Apocalipsis 7:9-17); y una gran ciudad, la Jerusalén celestial (Apocalipsis
21:10). No hay dudas de que estas sean representaciones metafóricas del cielo, pero ello
no afecta la realidad subyacente de que es un lugar (John Miley, Systematic Theology, 473).
E. V. Gerhart, a la vez que considera que el cielo posee realidad sustancial, también
pone de relieve la diferencia entre el orden terrenal actual y el orden espiritual futuro. Dice
así: “El cielo es el dominio de la gloria no creada, en el cual Dios, el Padre, el Hijo, y el
Espíritu Santo, vive la vida de amor absoluto en comunión consigo mismo. El cielo, la
oikia de Dios producida por Él mismo, es eterno, sobrenatural, trascendente. No es parte
del universo creado. No puede ubicarse. El cielo es una forma de existencia esencialmente
diferente de la economía actual de la humanidad o del cosmos en el mismo sentido en que
el Creador lo es de su creación... Tampoco podemos pensar del cielo como una morada
que se encuentre separada de nosotros conforme a las leyes de la naturaleza y el espacio o
de la naturaleza y el tiempo. Si se considera desde esta perspectiva, el cielo no está lejos de
nosotros, pero tampoco cerca. Sea que nos imaginemos la oikia de Dios como presente o
como distante en cuanto a localidad, el concepto es igualmente defectuoso. Así como con
Dios mismo, la esfera de su gloria esencial no existe objetivamente bajo las condiciones de
ninguna categoría natural o terrenal (Emanuel V. Gerhart, Institutes of the Christian
Religion, II:889-890).
22. Al referirse a la descripción de la nueva Jerusalén, Thomas N. Ralston dice: “Se hace a
menudo la pregunta, ¿son metafóricas estas descripciones, o son literales? Lo que se pre-
sume generalmente es que son metafóricas. Quizá los son. Pero que no nos aventuremos a
decir que lo son enteramente. El cuerpo humano, en la resurrección, será el mismo cuerpo
que tenemos aquí, solo que será mudado en ‘cuerpo espiritual’, ‘hecho a la semejanza del
cuerpo glorioso de Cristo’; así, por lo que sabemos, cuando ‘el cielo nuevo y la tierra
nueva’ sean creadas, Dios podrá producir sustancias nuevas de oro y piedras preciosas,
366 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

refinadas y espiritualizadas al punto de que trasciendan esos metales según son conocidos
en la tierra, de la misma manera que los cuerpos espirituales de los santos trascenderán los
‘cuerpos indignos’ que ahora poseen. Y si esto es correcto (¿y quién podrá decir lo contra-
rio?), entonces las descripciones que aquí se ofrecen de esa magnífica ciudad que será la
habitación del pueblo de Dios, podrán ser diferentes de la acepción literal solo en la
medida en que el oro y las piedras preciosas, y los ríos y los árboles espirituales del mundo
celestial, excedan en belleza, magnificencia y pureza las correspondientes sustancias de la
tierra, de la misma manera que el cuerpo indigno de los santos de la tierra será excedido
por aquel cuerpo que se levantará de la tumba con todos las energías imperecederas y las
bellezas inmarcesibles de la inmortalidad. Pero si concluimos que estas descripciones son
enteramente metafóricas, entonces estamos obligados a inferir que todas estas radiantes
descripciones deberán ser insuficientes para impartir una concepción plena de la gloriosa
realidad (Thomas N. Ralston, Elements of Divinity, 536-537).
23. El gozo consiste en ese placer vivido, o deleite, que resulta de la recepción y posesión de lo
que es peculiarmente apreciado. El cristiano humilde puede a veces poseer un “gozo
inefable y lleno de gloria” aun en este valle de lágrimas, pero aquel que será glorificado en
el cielo, alcanzará una plenitud de gozo que jamás podrá experimentarse en esta vida. Será
el gozo elevado a su mayor grado de perfección, que se expresará a sí mismo en cánticos de
arrobamientos y deleites de inspiración celestial. Esos cánticos se unirán para darle “gloria
e imperio por los siglos de los siglos al que nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados
con su sangre” [Apocalipsis 1:5-6], y se escuchará al coro de la multitud decir con voz
“como el estruendo de muchas aguas y como la voz de grandes truenos...: ¡Aleluya! porque
el Señor, nuestro Dios todopoderoso, reina” [Apocalipsis 19:6] (Samuel Wakefield, Chris-
tian Theology, 635).
24. El cielo estará pletórico de compañerismo amoroso y de santa adoración. Las imperfec-
ciones que tan a menudo manchan nuestra presente vida social hasta en sus formas más
espirituales, no tendrán lugar en esos compañerismos. Allí el amor será supremo. Los
santos y los ángeles, a través del señorío de Cristo, formarán una feliz hermandad. Con
todo, los santos tendrán una canción y un gozo que los ángeles solo podrán compartir
mediante el poder de la simpatía: la canción de redención y el gozo de la salvación. El
amor santo hará que todo deber sea un deleite santo. La adoración celestial, encendida por
la presencia inmediata y la visión franca de Dios y del Cordero, estará llena de arrebata-
miento santo (John Miley, Systematic Theology, 475).
25. El cielo deberá ser un estado social ya que esa es nuestra naturaleza. Nuestro carácter y
nuestra historia se han forjado en el vínculo de nuestras relaciones con nuestro prójimo.
De esto está hecha nuestra vida; tendríamos que perdernos a nosotros mismos, perder
nuestra identidad, antes de poder encontrar satisfacción en una vida solitaria y subjetiva.
Los amigos que hemos conocido siempre deberemos conocerlos... El descanso del cielo,
entonces, no será el cese de actividad, sino el alivio de las fatigas y los trabajos y las cargas
de la vida; una diferencia como la que se dio entre el Edén y el mundo maldito que pro-
dujo espinas, y que nos hizo comer nuestro pan con el sudor de nuestra frente. En el cielo
necesitaremos estar activos y tener responsabilidades, ya que nuestra naturaleza lo requiere
como condición para la bienaventuranza. El cielo deberá ser un estado progresivo, ya que
el crecimiento, el progreso, es la ley de nuestra naturaleza, y con una vida de perpetuidad
ante nosotros, y un amplio campo de acción que se nos abre, no se podrá poner límite al
progreso en conocimiento, en poder, y en bienaventuranza. Esta concepción del cielo
deberá ser ciertísima cuanto más sana y más eficaz sea para engendrar, como reacción, una
mente celestial en aquellos que lo anhelan (James H. Fairchild, Elements of Theology, 334).
26. La vida intelectual en el cielo deberá trascender infinitamente los logros de la vida actual.
Allí las facultades mentales estarán libres de todas las limitaciones presentes. Las mismas
LA CONSUMACIÓN FINAL 367

deberán tener amplio desarrollo dentro de las nuevas condiciones. No existe razón apa-
rente para que estas no experimenten crecimiento perpetuo. Ciertamente serán capaces de
la adquisición perpetua de conocimiento, y un universo de verdad estará disponible para
su investigación. Muchos problemas que ahora son oscuros y perplejos, allá se resolverán.
La búsqueda y adquisición incesante de conocimiento a través de todos los dominios de la
verdad serán una fuente incesante de placer (John Miley, Systematic Theology, 475).
Es altamente probable que la felicidad de los redimidos en el cielo, por plena y per-
fecta que haya sido al principio, sea, no obstante, progresiva. Si sabemos que las capacida-
des del alma para el disfrute santo aquí en la tierra son aumentadas a través de los ejerci-
cios santos, ¿por qué, pues, no podemos concluir que la continuación de esos ejercicios, en
circunstancias más favorables, aumentarán aún más estas capacidades? Los deseos del alma
por la felicidad también aumentan constantemente en esta vida, y probablemente seguirán
aumentando en la eternidad. Por lo tanto, en vista de que las capacidades para este disfrute
serán progresivas, y que las fuentes de gratificación serán inagotables, lo que sigue por
necesidad ha de ser una felicidad continuamente creciente (Samuel Wakefield, Christian
Theology, 636).
La perfección del cielo incluye el cuerpo, no el actual y corruptible de carne y sangre,
sino el cuerpo espiritual que es incorruptible (1 Corintios 15:42). Así como el Cristo que
está ahora entronizado en gloria es verdadero hombre, tanto en cuerpo como en alma, así
cada santo será conformado al cuerpo de su gloria (Filipenses 3:21). No somos ahora
capaces de formar un concepto justo y satisfactorio de ese cuerpo espiritual. Formarlo
tampoco es una necesidad en estos momentos. Lo que representa el asunto de principal
importancia es el reconocer que la vida eterna es una realidad que abarca a todo el ser
humano. El cuerpo espiritual es la forma finita de existencia personal que responderá
completamente a la condición de la humanidad glorificada, pero no menos real, sino más
real que el cuerpo terrenal. Comparado con la corporeidad durante nuestra actual historia
anormal, el cuerpo espiritual es el único cuerpo humano verdadero, del cual nuestra
organización material presente es solo un tipo y una profecía imperfecta (Emanuel V.
Gerhart, Institutes of the Christian Religion, II:910).
El cielo es una esfera de bienaventuranza única, dado que es la esfera de una armonía
única. La naturaleza externa, ordenada según lo que la benevolencia perfecta e irrestricta
dicte, se ajustará completamente, creemos, a los cuerpos espirituales de los santos, y se
ampliará en una escena de belleza trascendental. Cada miembro de la comunidad celestial,
radiante de perfección espiritual, será objeto de complacencia y deleite espontáneo el uno
para el otro. Así, al darse y recibir mutuamente los goces santos, todos conocerán la frui-
ción de una sociedad en la que el amor será absolutamente soberano. Como centro de esa
sociedad santa, su base de armonía, la vida de su vida, conocido lo suficientemente como
para invitar a la plena confianza y a la comunión amorosa, lo suficientemente misterioso
en las profundidades infinitas de su ser como para permitir un campo de investigación y
revelación perpetua, se encuentra Aquél quien es conocido verdaderamente como Em-
manuel, el siempre presente, quien está sobre todas las cosas y en ellas y a través de ellas, y
por medio de quien todas las cosas subsisten. Todo heredero de la vida eterna lo conocerá
como la fuente de su perfección, y verá su gracia y belleza reflejada en el resto de toda la
hueste celestial. Así todos serán “perfectos en unidad” [Juan 17:23], y la oración de Cristo
alcanzará su cumplimiento ideal. A la iglesia militante que atraviesa por las luchas de las
vicisitudes terrenales y batalla contra sus enemigos, le sucederá la iglesia triunfante que
habitará en luz brillante y se encontrará segura en su herencia eterna (Henry C. Sheldon,
System of Christian Doctrine, 578-579).
27. Al mediar sobre en lo que se ha revelado tocante a las condiciones de la existencia celestial
hay que evitar dos errores: (1) el extremo de considerar el modo de existencia que experi-
368 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

mentarán los santos en el cielo como demasiado análogo al de nuestra vida terrenal; (2) el
extremo opuesto de considerar las condiciones de la vida celestial como demasiado dis-
tinguibles de nuestra experiencia actual. El efecto perverso del primer extremo será, por
supuesto, el que se degraden nuestras concepciones del cielo debido a asociaciones indig-
nas; entre tanto, el efecto perverso del extremo opuesto será en gran medida la destrucción
del poderío moral que la esperanza del cielo debe ejercer naturalmente sobre nuestros
corazones y vidas, haciendo vago el concepto que tengamos de él, y, por consecuencia,
distante y vacilante nuestra simpatía con sus características. Para evitar estos dos extremos
debemos fijar los límites dentro de los cuales se sitúen nuestras concepciones de la existen-
cia futura de los santos, distinguiendo entre aquellos elementos que le pertenecen a la
naturaleza del ser humano y a la de su relación con Dios y con los demás seres humanos, y
aquellos otros elementos que deberán ser cambiados a fin de que su naturaleza y sus
relaciones resulten perfectas. Estas cosas deberán cambiar: (1) el pecado y sus consecuen-
cias, todo lo cual deberá ser removido; (2) los cuerpos espirituales, los cuales deberán
tomar el lugar de la carne y la sangre actual; (3) los cielos nuevos y la tierra nueva, los
cuales deberán tomar el lugar de los cielos y la tierra actual como escenario de la vida del
ser humano; (4) las leyes de la organización social, las cuales deberán ser cambiadas radi-
calmente por el hecho de que en el cielo nadie se dará en casamiento, puesto que el orden
social que se introduzca será análogo al de “los ángeles de Dios”. Los siguientes elementos
son esenciales y, por lo tanto, incambiables: (1) El ser humano continuará viviendo para
siempre, pero formado de dos naturalezas, la espiritual y la material. (2) Dado que él es
esencialmente intelectual, deberá vivir por medio del conocimiento. (3) Es esencialmente
activo, y deberá tener trabajo que cumplir. (4) El ser humano puede, como criatura finita,
conocer a Dios mediatamente, es decir, por medio de las obras de su creación y providen-
cia, y de la experiencia de su obra misericordiosa sobre nuestros corazones, y por medio de
su Hijo encarnado, quien es la imagen de su persona y la plenitud corporal de la deidad.
Dios, por lo tanto, continuará en el cielo enseñando al ser humano mediante sus obras, y
actuando sobre él mediante móviles dirigidos a su voluntad a través del entendimiento. (5)
La memoria del ser humano nunca pierde, en última instancia, la más mínima de las
impresiones, por eso le pertenecerá a la perfección del estado celestial el que cada expe-
riencia adquirida en el pasado se encuentre siempre dentro del control perfecto de la
voluntad. (6) El ser humano es esencialmente un ser social. Esto, tomado en su relación
con el punto anterior, lleva a la conclusión de que las asociaciones, así como las experien-
cias de nuestra vida terrenal, arrastrarán con todas sus consecuencias naturales hasta la
nueva morada de existencia, excepto en lo que sean necesariamente modificadas (no
perdidas) por el cambio. (7) La vida del ser humano es esencialmente un progreso eterno
hacia la perfección infinita. (8) Todas las analogías conocidas de las obras de Dios en la
creación, de su providencia en el mundo material y moral, y de su dispensación de gracia,
indican que en el cielo los santos serán diferentes entre sí, tanto en lo que toca a sus capa-
cidades y cualidades inherentes, como al rango y oficio relativos. Esas diferencias serán sin
duda determinadas (1) por las diferencias constitucionales de la capacidad natural, (b) por
las bondadosas recompensas que en el cielo corresponderán en clase y grado a la fructifica-
ción magnánima del individuo en la tierra, y (c) por la soberaneidad absoluta del Creador
(A. A. Hodge, Outlines of Theology, 461-462).
28. El asunto final del retorno de nuestro Señor se podría decir que será la consumación de
todas las cosas. Ello, en lo que toca al Redentor, será el fin en sí de su reino mediador, en
tanto que en lo que respecta al humano, será la redención culminada de la raza y su res-
tauración al ideal divino y propósito primario del Creador. En cuanto al escenario de la
redención, que es el mundo, la consumación de todas las cosas traerá una renovación de la
transformación, y en cuanto a la iglesia de Cristo, colectiva e individualmente, sellará la
LA CONSUMACIÓN FINAL 369

perfección en la visión eterna de Dios y en la bienaventuranza del estado celestial (William


Burton Pope, Compendium of Christian Theology, III:424).
El Hijo habrá adelantado ahora el reino de Dios hasta aquel punto en el cual el amor
del Padre podrá concretarse perfectamente. Habrá entregado el reino al Padre, habrá
dejado de lado su oficio mediador en vista de que, y debido a la destrucción perfecta del
pecado y la muerte, ya no se hallará lugar para la obra mediadora de expiación y reden-
ción, pues que todos los salvos serán idóneos para la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Pero el Apóstol no quiere decir en ningún sentido que la obra mediadora de Cristo haya
terminado, puesto que Cristo habitará eternamente como el Esposo, la cabeza del reino
bienaventurado; todas las comunicaciones de las bendiciones del Padre hacia sus criaturas
pasarán a través del Hijo, y entonces será seguro por primera vez, en el sentido pleno de
estas palabras, que Él lo llenará todo con su propia plenitud (H. L. Martensen, Christian
Dogmatics, 484).
El reino mediador cesará en su relación con el Dios trino; la Trinidad redentora que
introdujo la economía de subordinación en las dos personas, será de nuevo la Trinidad
absoluta. El Hijo encarnado cesará de mediar; como encarnado, estará eternamente
subordinado, pero no habrá nada que declare su subordinación: ningún dominio media-
dor sobre enemigos, ni ningún servicio ni adoración mediadora de su pueblo. Toda la
humanidad verá al Dios trino en el rostro de Jesucristo, y la mediación de la gracia vendrá
a ser la mediación de la gloria. El Intercesor no tendrá que orar más por nosotros, sino que
revelará abiertamente y por siempre al Padre (William Burton Pope, Compendium of
Christian Theology, III:425).
29. El reino tendrá un nuevo principio: nuevo como el que habrá dispuesto el reino de los
cielos nuevos y la tierra nueva. El Espíritu de Cristo será la unión inmanente entre Éste y
nosotros, y entre nosotros y la santa Trinidad. “Pero el que se une al Señor, un espíritu es
con él” (1 Corintios 6:17). La Persona encarnada ha de ser glorificada como nunca antes:
su personalidad, en tanto divina, ya no será velada u oscurecida por humillación alguna, ni
será revelada intermitentemente. Dios será todo en todos: primero en la santa Trinidad, y
luego en nosotros por medio de Cristo (William Burton Pope, Compendium of Christian
Theology, III:426).
El cielo de los santos no será, por lo tanto, un dominio de sombras, insustancial e in-
determinado, sino un reino sustancial y real, en el cual las facultades y funciones de la
personalidad humana estarán activas en el gozo de la libertad con justicia. Al igual que con
las capacidades del alma, los poderes del cuerpo se conmensurarán a la ley y la vocación de
la vida eterna (Emanuel V. Gerhart, Institutes of the Christian Religion, 914).
30. Dios y los espíritus bienaventurados serán los constituyentes imperecederos de la vida
beatífica. Cada espíritu reflejará no solo a Dios, sino al reino entero del cual será miembro.
Cuando Dios sea todo en todos, podrá decirse que todos estarán en todos, los unos en los
otros, y la multiplicidad de carismatas se revelará a sí misma en este reflejo ilimitado y
preclaro de amor y contemplación, en esta siempre nueva alternación de dar y recibir y de
comunicación y receptividad (H. L. Martensen, Christian Dogmatics, 488).
31. William Burton Pope observa que “hay algunas indicaciones de que el fin de la historia
humana será la restauración del universo; la misma sucederá para que el ser humano, al
fin, perfectamente redimido, se una a los otros órdenes de las criaturas inteligentes en el
servicio de adoración del templo eterno: es como si su armonía, sin las voces humanas, no
hubiera sido considerada perfecta. Pero esto no sanciona la noción especulativa de que el
número de los salvados de la tierra será el que llene de manera precisa la vacante causada
por la caída de los que no guardaron su primer estado. Esta especulación, que data de la
edad media, introduce un elemento predestinatario en la consumación final que la Biblia
no garantiza. El testimonio de Jesús, por el Espíritu de la profecía, tampoco sanciona el
370 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

pensamiento de que la consumación unirá a todos los espíritus y a todos los seres humanos
en la bienaventuranza de la unión con Dios. La discordancia será suprimida, pero no de
esa manera. La reconciliación de la que el apóstol Pablo habla (1 Corintios 15:25-28;
Efesios 1:10), es del cielo y de la tierra, pero sin incluir el infierno. Y la reconciliación se
efectuará como resultado de la expiación mediante el sacrificio de Jesús, el cual fue ofre-
cido en su naturaleza humana y solo en ella” (William Burton Pope, Compendium of
Christian Theology, III:450-451).
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
Lo que sigue es la bibliografía general que el doctor H. Orton Wiley
preparó para el original en inglés de su Teología Cristiana en tres tomos.
Como notará el lector, casi la totalidad de la bibliografía está en inglés, con la
excepción de unos pocos títulos en latín. Puede que Wiley haya consultado
obras de erudición teológica en español. No lo sabemos. Pero sí sabemos que
era necesario incluir en esta versión en español su bibliografía general tal y
como apareció en la obra original inglés, y tenemos por lo menos tres
razones para hacerlo:
En primer lugar, porque el lector de habla hispana, aun cuando decida
solo hacer un examen somero de esta bibliografía, podrá ver de primera mano
cómo Wiley organizó su extenso material de consulta teológica. Creemos que
esa manera organizada en que Wiley trabajó puede servir de ejemplo para
cualquier estudiante de teología que esté enfrascado en su propia organización
de tan complejísima materia de estudio, investigación y consulta como lo es la
teología sistemática.
En segundo lugar, porque hoy día el inglés se ha convertido en un idioma
casi obligado de investigación teológica para los lectores de otros idiomas
universales incluyendo el español. No creemos que Wiley lo visualizó así
cuando escribió y enseñó hace un siglo, pero la mayoría de la erudición
teológica de hoy se publica principalmente en inglés. Por eso es que una
cantidad cada vez mayor de hombres y mujeres de habla hispana interesados
en el campo de la teología también dominan el inglés teológico escrito. Para
ellos será de interés ver en esta bibliografía general las obras en inglés que
moldearon el pensamiento de Wiley durante los más de 20 años que le tomó
escribir su Teología Cristiana. Pero les será aún de mayor interés querer leer
por sí mismos algunas de esas obras en inglés para beneficio de su propia
investigación y producción teológica en español. Muchas de las obras en
inglés podrían ya ser de dominio público y estar disponibles gratuitamente y
en forma digital por Internet.
En tercer lugar, porque Wiley fue uno de los más grandes pensadores en la
tradición wesleyana de santidad de inicios del siglo pasado. La Teología
Cristiana en tres tomos fue la obra magna de este notable erudito nazareno.
Hemos considerado que la bibliografía general que él preparó para el original
en inglés deberá seguir siendo parte íntegra de su versión en cualquier otro
idioma, y la versión en español no debe ser la excepción.
—Los editores

371
372 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Isaac A. Domer, A System of Christian Doctrine, T. &


PARTE I T. Clark, 1888
INTRODUCCIÓN: EL CAMPO DE LA A. W. Drury, Outline of Doctrinal Theology, Otterbein
TEOLOGÍA Press, 1914, 1926
Jonathan Weaver, Christian Theology, United Brethren
OBRAS DE CONSULTA GENERAL Publishing House, 1900
William Burton Pope, Compendium of Christian J. T. Horger, Fundamental Revelation in Dramatic
Theology (3 volúmenes), Phillips & Hunt, segunda Symbol.
edición, 1880 Miles Grant, Positive Theology, Boston, 1895
John Miley, Systematic Theology (2 volúmenes), Eaton Theodore Haering, The Christian Faith (2
& Mains, 1892 volúmenes), London, 1915
Miner Raymond, Systematic Theology (3 volúmenes), L. Berkhof, Systematic Theology (2 volúmenes),
Hitchcock & Walden, 1877 Eerdmanns, 1938
John J. Tigert, Summers’ Systematic Theology (2 L. Berkhof, Reformed Dogmatics, Eerdmanns, 1937
volúmenes), Nashville, 1888 W. Elert, An Outline of Christian Doctrine,
Thomas N. Ralston, Elements of Divinity (editado por Philadelphia, 1927
T. O. Summers), Cokesbury, 1924 R. F. Weidner, Dogmatic Theology, basado en
A. M. Hills, Fundamental Christian Theology (2 Luthardt and Krauth (8 volúmenes), 1888-1915
volúmenes), C. J. Kinne, Pasadena College, 1931 A. G. Voigt, Biblical Dogmatics, Columbia, S. C.,
Emanuel V. Gerhart, Institutes of the Christian Religion 1917
(2 volúmenes), Funk & Wagnalls, 1894 J. A. Singmaster, A Handbook of Christian Theology,
Charles Hodge, Systematic Theology (4 volúmenes), Philadelphia, 1927
Scribners, 1871, 1883 W. Hove, Christian Doctrine, Minneapolis, 1930
A. A. Hodge, Outlines of Theology, Carter & Brothers, C. E. Lindberg, Christian Dogmatics, Rock Island,
1860 1922
Henry C. Sheldon, System of Christian Doctrine, P. L. Mellenbruch, The Doctrines of Christianity, New
Methodist Book Concern, 1903 York, 1931
Enoch Pond, Lectures on Christian Theology, Boston, H. Schmid, Doctrinal Theology of the Evangelical
1867 Lutheran Church, traducido por Hay y Jacobs,
James Petigru Boyce, Abstract of Systematic Theology, Philadelphia, 1876, 1889
Wharton & Co., 1888 M. Valentine, Christian Theology (2 volúmenes),
S. J. Gamertsfelder, Systematic Theology, Cleveland, Philadelphia, 1906
Ohio, 1913 H. E. Jacobs, A Summary of the Christian Faith,
H. Martensen, Christian Dogmatics, T. & T. Clark, Philadelphia, 1905
1898 A. H. Strong, Systematic Theology (3 volúmenes),
Joseph Stump, The Christian Faith, Macmillan, 1932 Griffith & Rowland, 1907
Francis J. Hall, Dogmatic Theology (10 volúmenes), Amos Binney, Theological Compend Improved, Nelson
New York, 1907-1922 & Phillips, 1875
Francis J. Hall, Theological Outlines, Morehouse, 1933 Asbury Lowrey, Positive Theology, Eaton & Mains,
John MacPherson, Christian Dogmatics, T. & T. 1853
Clark, 1898 W. B. Godbey, Bible Theology, Cincinnati, 1911
James H. Fairchild, Elements of Theology, Oberlin, E. P. Ellyson, New Theological Compend, 1905
1892 Nels F. S. Ferre, The Christian Faith, Harper Brothers,
Olin A. Curtis, The Christian Faith, Eaton & Mains, 1942
1905 Henry David Gray, A Theology for Christian Youth,
Edgar Y. Mullins, The Christian Religion in Its Cokesbury, 1941
Doctrinal Expression, Judson Press, 1917 J. S. Whale, Christian Doctrine, Macmillan, 1941
J. J. Butler y Ransom Dunn, Lectures on Systematic Frank Hugh Foster, The Fundamental Ideas of the
Theology, Boston, 1892 Roman Catholic Church, Philadelphia, 1899
Samuel Sprecher, The Groundwork of a System of W. Wilmers, Handbook of the Christian Religion
Evangelical Lutheran Theology, Philadelphia, 1879 (católico romano), Benziger, 1891
William G. T. Shedd, Dogmatic Theology (2 John Dickie, The Organism of Christian Truth,
volúmenes), Scribners, 1888 London, 1930
Henry B. Smith, Introduction to Theology, 1883; William Edgar Fisher, Sound Doctrine, 1918
Systematic Theology, 1884, New York H. L. Smith, Bible Doctrine, Upland, 1921
Wi}liam Adams Brown, Christian Theology in Outline, John Milton Williams, Rational Theology, Chicago,
Scribners, 1906 1888
William Newton Clarke, An Outline of Christian J. M. Conner, Outlines of Christian Theology, Little
Theology, Scribners, 1905 Rock, 1896
Ezekiel Gilman Robinson, Christian Theology, 1894 Charles G. Finney, Lectures on Theology, 1878
J. J. Van Oosterzee, Christian Dogmatics (2 Dabney, Theology, Dogmatic and Polemic, Richmond,
volúmenes), Scribners, 1874 1885
William Burton Pope, A Higher Catechism of Theology, Beard, Lectures on Theology (3 volúmenes), Nashville,
Hunt & Eaton 1871
Alvah Hovey, Manual of Christian Theology, Silver Lewis French Steams, Present Day Theology, Scribners,
Burdett & Co., 1900 1893
Samuel Wakefield, Christian Theology, New York, J. M. Pendleton, Christian Doctrine, Philadelphia,
1869 1878
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 373

Wilhelm Herrmann, Systematic Theology, Macmillan, James Arminius, Works (3 volúmenes), traducido del
1927 latín, Auburn y Buffalo, 1853
Wilhelm y Scannell, A Manual of Catholic Theology (2 Thomas C. Thornton, Theological Colloquies, or a
volúmenes), London, 1890 Compendium of Divinity, Lewis Coleman, 1837
A. G. Mortimer, Catholic Faith and Practice (2 Henry E. Jewett, Analysis of Lectures delivered by
volúmenes), New York, 1897, 1898 Professor Park, Andover, 1867-1868
Henry R. Percival, A Digest of Theology, Philadelphia, S. H. Willey, Notes of Lectures by Rev. H. White,
1893 Professor of Systematic Theology, Union Theological
E. A. Litton, Introduction to Dogmatic Theology, Seminary, 1846
London, 1912 George Christian Knapp, Lectures on Christian
Darwell Stone, Outlines of Christian Dogma, London, Theology, traducido por Leonard Woods,
1905 Philadelphia, 1845
T. A. Lacey, The Elements of Christian Doctrine, New Nitzsch, System of Christian Doctrine, 1849
York, 1901 Robert J. Breckinridge, The Knowledge of God
Joseph Pohle y Arthur Preuss, Dogmatic Theology, St. Objectively Considered, 1859 y The Knowledge of
Louis, 1911-1917 God Subjectively Considered, 1860
John P. Norris, Rudiments of Theology, New York, Chr. Ernst Luthardt, Fundamental Truths of
1876 Chiistianity, traducido por Sophia Taylor, T. & T.
D. C. Macintosh, Theology as an Empirical Science, Clark, 1869: cf. Dogmatics, 1865, séptima edición,
New York, 1919 1886
Orchard, Foundations of the Faith, New York, 1926 Dagg, Manual of Theology, Charleston, 1859
Nathanael Burwash, Manual of Christian Theology on Randolph, Lectures on Systematic Theology (3
the Inductive Method (2 volúmenes), London, 1900 volúmenes), London, 1869
H. Maldwyn Hughes, Basic Beliefs, Abingdon Press, Granahan, Introduction to the Theologica Summa of St
1929 Thomas, Zybura Herder Book Co., St. Louis
Edw. G. Selwyn, Essays Catholic and Critical, New Thomas Aquinas, Summa Theologica
York, 1926
F. R. Tennant, Philosophical Theology (2 volúmenes), HISTORIA DE LA DOCTRINA
London, 1928, 1930 CRISTIANA
Hunter, Outline of Dogmatic Theology (3 volúmenes), K. R. Hagenbach, History of Doctrine (2 volúmenes),
Longmans Green & Co. editado por Henry B. Smith, New York, 1861
Moule, Outlines of Christian Doctrine, Hodder & Adolph Hamack, History of Dogma (7 volúmenes),
Stoughton traducido por Buchanan, London, 1905
James Denny, Studies in Theology, Hodder & George P. Fisher, History of Christian Doctrine, New
Stoughton York, 1896
B. H. Streeter, Foundations, London, 1913 R. Seeberg, Text-Book of the History of Doctrine,
T. B. Strong, A Manual of Theology, London traducido por C. E Hay (2 volúmenes),
Norris, Rudiments of Theology, New York, 1876 Philadelphia, 1905
Buell, Systematic Theology (2 volúmenes), New York, J. F. Bethune-Baker, An Introduction to the Early
1889 History of Christian Doctrine, Methuen & Co.
A. L. Graebner, Outlines of Doctrinal Theology, St. T. R. Crippen, A Popular Introduction to the History of
Louis, 1898 Christian Doctrine, T. & T. Clark, 1883
J. A. Clapperton, Essentials of Christian Theology, Henry C. Sheldon, History of Christian Doctrine (2
London, 1913 volúmenes), New York, 1886
William G. T. Shedd, History of Christian Doctrine (2
Obras más Antiguas sobre Teología volúmenes), Scribners, 1884
John Dick, Lectures on Theology, Glasgow and New Arthur Cushman McGiffert, A History of Christian
York, 1859 Thought (2 volúmenes), Scribners, 1932
Joseph Bellamy, Works (1850 Ed., Boston) Augustus Neander, History of Christian Dogmas (2
Herman Venema, Institutes of Theology, traducido por volúmenes), traducido por J. E. Ryland, editado por
Brown, T. & T, Clark, 1850 J. L. Jacobi, London, 1882
Alexander Vinet, Outlines of Theology, London, 1866 Jphn Stoughton, An Introduction to Historical
George Tomline, Elements of Christian Theology (2 Theology, London
volúmenes), London, 1812 Charles A. Briggs, History of the Study of Theology (2
Thomas Ridgley, A Body of Divinity (4 volúmenes), volúmenes), Scribners, 1916
London, 1812 Herbert B. Workman, Christian Thought to the
George Hill, Lectures in Divinity, Herman Hooker, Reformation, Scribners, 1911
1844 Arthur Cushman McGiffert, Protestant Thought Before
Timothy Dwight, Theology Explained and Defended in Kant, Scribners
a Series of Sermons (4 volúmenes), Harper Brothers, Edward Caldwell Moore, An Outline of the History of
1849 Christian Thought Since Kant, Scribners
Samuel Hopkins, The System of Doctrines Contained in W. A. Butler, Letters on the Development of Christian
Revelation, Explained and Defended Richard Watson, Doctrine, Dublin, 1850
Theological Institutes (2 volúmenes), Lane & Scott, Bernard Otten, A Manual of the History of Dogmas (2
New York, 1851 volúmenes), St. Louis, 1917, 1918
John Calvin, The Institutes of the Christian Religion (2 J. Tixeront, History of Dogmas, (3 volúmenes), St.
volúmenes), New York, 1819 (traducido por John Louis, 1910
Allen, London, 1813)
374 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

J. F. Bethune-Baker, An Introduction to the Early J. Patrick, The Apology of Origen in Reply to Celsus,
History of Christian Doctrine to the Time of the 1892
Council of Chalcedon, London, 1903 G. Hartel, Cyprian (3 volúmenes), Vienna, 1868-1871
Ante~Nicene Library (14 volúmenes), Christian T. Whittaker, Apollonius of Tyana, 1906
Literature Edition, Edinburgh, American Reprint, G. R. S. Mead, Apollonius of Tyana, 1901
New York, 1926 H. L. Mansel, Gnostic Heresies, 1875 (editado por el
Ante-Nicene Fathers (10 volúmenes), New York, 1905 obispo Lightfoot)
Nicene and Post-Nicene Library, First Series (14 W. Wright, Apocryphal Acts of Apostles (2 volúmenes),
volúmenes), New York, 1907 1871
Nicene and Post-Nicene Library, Second Series (14 F. Oehler, Tertullian (3 volúmenes), Leipsic, 1854
volúmenes), New York, 1904 A. Robertson, Selected Works of Athanasius, Oxford,
Ante-Nicene Christian Library, T. & T. Clark, 1868 1892
E. Hatch, The Influence of Greek Ideas and Usages upon Augustine, Enchiridion; De Doctrina Christiana; De
the Christian Church, London, 1890, 1914 Civitate Dei; Biblioteca Nicena y Postnicena
G. Uhlhom, The Conflict of Christianity with Cunningham, St. Austin and His Place in the History of
Heathenism, traducido por Smyth and Ropes, New Christian Thought
York, 1891 Philip Schaff, Life and Labors of St. Augustine, 1851
C. Bigg, The Christian Platonists of Alexandria, 1886 A. Hatefeld, St Augustine (sexta edición), Paris, 1902
A. T. Drane, Christian Schools and Scholars, 1867, Erich Przywara, An Augustine Synthesis Augustine,
1881, 1910 Works, Nicene Fathers
C. Kingley, Alexandria and Her Schools, 1854 Athanasius, C. Arianos, Nicene and Post-Nicene
E. Caird, Evolution of Theology in Greek Philosophers (2 Fathers; C. Gentes; On the Incarnation
volúmenes) H. M. Gwatkin, Studies in Arianisin, 1882, 1900;
Cunningham, Historical Theology (2 volúmenes), Arian Controversy, 1898
Edinburgh, 1862 J. H. Newman, Arians of the Fourth Century, 1871
J. Donaldson, A Critical History of Christian Literature J. de Soyres, Montanism and the Primitive Church,
and Doctrine from the Death of the Apostles to the 1878
Nicene Council (3 volúmenes), London, 1864 C. E. Raven, Apollinarianism: An Essay of the
R. Blakey, Lives of the Primitive Fathers, 1842 Christology of the Early Church, 1923
Douglas, Christian Greek and Latin Writers (editado J. F. Bethune-Baker, The Meaning of Homoousios in
por F. A. March), New York, 1874-1880 the Constantinopolitan Creed, Cambridge, 1901;
Fred Watson, The Ante-Nicene Apologies: Their Nestorius and His Teaching, Cambridge, 1908
Character and Value, Cambridge, 1870 E. R. Goodenough, The Theology of Justin Martyr
J. Bennet, The Theology of the Early Christian Church W. Bright, The Age of the Fathers (2 volúmenes), 1903
Exhibited in the Quotations from the Writers of the J. A. Neander, Antignosticus or Spirit of Tertullian,
First Three Centuries, London, 1852 traducido por Ryland, London, 1851
W. J. Bolton, The Evidences of Christianity as exhibited Lactantius, Divinarum Institutionum Libri Septem; De
in the Writings of its Apologists down to Augustine, ira Dei; De ave Phoenice, Nicene y Post-Nicene
New York, 1854 Fathers.
John Wright Buckham, Progressive Religious Thought John of Damascus, De Fide Orthodoxa, de The
in America, Houghton-Mifflin, 1919 Fountain of Knowledge, editado por LeQuien, Paris,
1712
Período Temprano J. H. Lupton, St John of Damascus, London, 1882
The Ante-Nicene, Nicene y Post-Nicene Fathers G. A. Jackson, The Apostolic Fathers and the Apologists
Migne, Patrologia Latina of the Second Century, New York, 1879
J. F. Bethune-Baker, An Introduction to the Early W. G. T. Shedd (Editor), The Confessions of Augustine,
History of Christian Doctrine to the Time of the Andover, 1860
Council of Chalcedon, London, 1903 J. Fitzgerald, The Didache or Teaching of the Twelve
Lightfoot, Apostolic Fathers; Clement of Rome (2 Apostles, John B. Alden, New York, 1884
volúmenes); Ignatius and Polycarp (3 volúmenes) Philip Schaff, The Teaching of the Twelve Apostles,
F. J. A. Hort, Six Lectures on the Ante-Nicene Fathers 1885
F. W. Farrar, Lives of the Fathers (2 volúmenes) F. Loofs, Nestorius and His Place in the History of
Kruger, History of Ancient Christian Literature Christian Doctrine, 1914
Hall, Papias Driver and Hodgson, The Bazar of Heracleides, 1925
Roberts y Donaldson (editores), Writings of Irenaetis, H. Koch, Pseudo-Dionysius Areopagita, 1900
T. & T. Clark, C. E. Rolt, Dionysius the Areopagite on the Divine
Poole, Life and Times of St. Cyprian, 1868; Writings of Names and the Mystical Theology, 1920
Hippolytus, T. & T. Clark, 1868 Rufus M. Jones, Studies in Mystical Religion, 1909
J. W. Benson, Life and Times of St. Cyprian, 1898 A. Robertson, Selected Works of Athanasius, Oxford,
J. Drummond, Philo Judaeus (2 volúmenes), 1888 1892
C. Siegfried, Philo V. Alexander, Jena, 1875 J. Patrick, Clement of Alexandria, 1914
Origen, De Prindpiis, Biblioteca Antenicena, Vol. IV R. B. Tollinton, Clement of Alexandria
William Fairweather, Origen and the Greek Patristic
Theology, Scribeners, 1901 Período Medieval
C. H. Lommatzsch, Origen, traducido por F. St Anselm, Church
Crombie, Berlin, 1831-1848 Sykes, Peter Abailard, Cambridge University Press,
T. Taylor, Works of Plotinus, 1794, con notas por G. 1932
R. S. Mead, 1895 E. H. Blakeney, The Tome of Leo the Great, London,
1923
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 375

Townsend, The Great Schoolmen of the Middle Ages John Gerhard, Loci Theologici, 1610-1625 (9
Maurice De Wulf, History of Mediaeval Philosophy, volúmenes), Leipsic; Medita- tiones Sacra
1909; Scholasticism Old and New, Longmans Green George Calixtus, Epitome Theologiae, 1619; Life and
& Company Correspondence, London, 1863 (cf, W. C.
West, Alcuin Dowding, German Theology during the Thirty Years
Anselm, Cur Deus Homo, London, 1896; Proslogium; War)
Monologium, Chicago, 1903 John William Baier, Compendium Theologiae Positivae,
Deane, Translation of Anselm's Proslogium, 1685
Monologium y Cur Deus Homo Johann Quenstedt, Theologia Didactic a Polemic a,
Storrs, Bernard of Clairveaux 1685
Compayre, Abelard A. Calovius, Systema Locorum Theologicorum. (12
E. A. Moody, The Logic of William of Ockham, New volúmenes), 1655-1677; Biblia Illustrata (4
York, 1935 volúmenes)
McKeon, Selections from the Mediaeval Philosophers, David Hollaz, Examen Theologicum Acroamaticum,
Scribners, 1929 1707
Thomas Aquinas, Summa Theologica (8 volúmenes), Daniel Chamier, Memoir of D. Chamier, London,
Paris, 1880; Commentary on the Sentences of Peter 1852; Read, Daniel Chamier, Paris, 1858
Lombard Francis Turretin, Institutio Theologiae Elencticae (3
E. I. Watkins, St Thomas, Angel of the Schools, volúmenes), Edinburgh, 1847
traducido por Scanlan, London, 1931 Jean Alphonse Turretin, A Discourse Concerning the
Vaughn, Hours with the Mystics Fundamental Articles of Religion, London, 1720
Eales, Life and Works of St Bernard (2 volúmenes), William Twisse, Opera (3 volúmenes), Amsterdam,
London, 1889 1652
Hugo of St. Victor, Summa Sententiarum; De Johannes Wolleb, Compendium Theologiae
Sacramentis Fidei Christinnae Christianae, 1626
Liebner, Hugo von St Victor, Leipsic, 1832 M. F. Wendelin, Compendium Christianae Theologiae,
Richard of St. Victor, De gratia contemplationis 1634; Christianae Theologiae Systema Majus, 1656
Peter Lombard, Libri sententiarum quattuor W. R. Bagnall, The Writings of James Arminius (3
Robert Pulleyn, Sententiarum volúmenes), Auburn and Buffalo, 1853
William of Champeaux, De Origine Animae; De Bangs, Life of Arminius, New York, 1843
Eucharistia Abelard, Jntroductio ad theologiam; Sic et Simon Episcopius, Institutiones Theologicae and
Non John Scotus Erigena, De Divisione Naturae Responsio ad Quaestiones Theologicas, 1665 (cf.
Alexander of Hales, Summa Universae Theologiae Calder, Memoir of Simon Episcopius, New York,
Albertus Magnus, Summa Theologiae 1837; Philip Limborch, Life of Simon Episcopius,
Bonaventura, Breviloquium Dutch and Latin, 1701)
Duns Scotus, Opus Oxonlense; Opus Parisiense Hugo Grotius, Defensio Fidei Catholicae de
Satisfactione Christi, 1617; De Veritate Relig.
Los Místicos Christianae, 1627; Annotations upon the Old and
Meister Eckhart, Works, editado por Franz Pfeiffer, New Testament, Amsterdam, 1644, y London,
Leipsic, 1857 1660. Cf, Butler, Life of Hugo Grotius, London,
Johannes Tauler, Sermons, London, 1857, New York, 1826
1858 Philipp van Limborch, Institutiones Theologiae
Heinrich Suso, “On Eternal Wisdom,” 1338 Christianae, 1686; Historia Inquisitionis, 1692, y De
John Ruysbroeck, Works (5 volúmenes), por J. David Veritate Religionis Christianae, 1687
Ghent, 1857-1869 cf. Uilmann, Reformers before Etienne de Curcellaeus, Vindicia Arminii, 1645;
the Reformation (2 volúmenes); y Vaughn, Hours Defensio Blondelli, 1657; Dissertationes, 1659;
with the Mystics (2 volúmenes), London, 1880 Francis Gomarus, Loci Theologiae, 1644
Johannes Macovitis, Loci Communes, 1626
Precursores de la Reforma Johannes Cocceius, Summa Doctrinae, 1648; Summa
John Wycliffe, Trialogus (editado por Lechler), Theologiae.
Oxford, 1869 Melchoir Leydecker, De Aeconomia Trim Personarum,
John Huss, De Ecclesia, “On the Church” 1682
Johann Wessel, Works (publicado por Luther, 1522) Hermann Witsius, De Aeconomia Foederum Dei cum
Hominibus, London, 1837
Período de la Reforma John Wesley, Works (7 volúmenes), Methodist Book
Martin Luther, De Servo Arbitrio, 1525 Concern, New York. Además de sus Sermones,
Philip Melanchthon, Loci Communes, 1521 Notas y Diarios, habría que mencionar
Ulrich Zwingli, Commentaries fie Vera et Fated especialmente su Tratado sobre el Pecado Original
Religione (una refutación al doctor Taylor); Un Llamado a
John Calvin, Institutes of the Christian Religion, Hombres de Razón y Religión (en defensa del
London, 1813 metodismo); y Un Claro Informe sobre la
Krauth, The Conservative Reformation and Its Theology, Perfección Cristiana, 1766 (las ediciones posteriores
Philadelphia, 1871 fueron numerosas). La literatura sobre Wesley y el
Cunningham, The Reformers and the Theology of the wesleyanismo es abundante. Mencionamos a
Refor:nation, Edinburgh, 1862 continuación algunas de las fuentes más antiguas:
Biografías por John Hampson (3 volúmenes),
Período Confesional
London, 1791 (la biografía de publicación más
Leonard Hutter, Compendium Locorum
temprana); Adam Clarke, Wesley Family, London,
Theologicorum, 1610; Loci Communes Theologici,
1823; Henry Moore (2 volúmenes), London, 1824;
1619
376 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Richard Watson, London; Tyerman (3 volúmenes), Gisle Johnson (Norway), Outlines of Systematic
London, 1870; George J. Stevenson, Memorials of Theology
the Wesley Family, London, 1876; Abel Stevens, Axel F. Granfelt (Finland), Christian Dogmatics
History of the Religious Movement of the Carl Olof Bjorling (Sweden), Christian Dogmatics
Eighteenth Century, called Methodism (3 according to the Confessions of the Lutheran Church,
volúmenes), New York, 1859-1862 1866
John William Fletcher (Vicar of Madeley), Five Checks Ralph Wardlaw, System of Theology (3 volúmenes),
to Antinomianism; Scripture Scales to Weigh the Gold 1856-1857
of Gospel Truth, Being an Equal Check to Pharisaism A. Ritschl, Justification and Reconciliation
and Antinomianism. Obra postuma, Portrait of St Julius Kaftan, Das Wesen der Christlichen Religion,
Paul .La primera edición completa de sus obras (8 1881
volúmenes), London, 1803; The Works of the Rev. Richard Adelbert Lijpsius, Lehrbuch der Evang. Prot.
John Fletcher (4 volúmenes), Methodist Book Dogmatik; Dogmatische Beitraege, 1878
Concern, New York. Escribieron sobre la vida de Theodore Haering, The Christian Faith (2
Fletcher, John Wesley, London, 1786; L. Tyerman, volúmenes), London, 1915
1882; y Macdonald, 1885. Véase también a No incluimos aquí las obras británicas y
Stevens, History of Methodism; y a Ryle, Christian norteamericanas sobre teología. Las mismas ya están
Leaders of the Last Century, London, 1865 incluidas en la sección de Consulta General.
W. P. Harrison, The Wesleyan Standards (Sermons by
the Rev. John Wesley) con notas y análises, 1886, Teología Contemporánea
Nashville, 1894 Walter Marshall Horton, Theism and the Modern
Mood; Realistic Theology, 1934; A Psychological
Período Moderno Approach to Theology, 1931; Contemporary English
F. D. E. Schleiermacher, The Christian Faith, T. & T. Theology; Contemporary Continental Theology, 1938,
Clark Harper Brothers
Nitzsch, System of Christian Doctrine (Fifth edition) Karl Barth, The Word of God and the Word of Man,
Edinburgh, 1849 Pilgrim Press, 1928; The Christian Life, London,
Tweston, Dogmatics (2 volúmenes), 1838 1930; Epistle to the Romans, Oxford, 1933; God in
Karl August Hase, Evangelical Dogmatics, Leipsic, Action, Round Table Press, 1936; Credo, Scribners,
1826; Hutterus Redivivus, Leipsic, 1883 (12ma 1936; The Doctrine of the Word of God, T. & T.
edición) Clark, 1936 Cf. The Resurrection of the Dead,
Daniel Schenkel, Christian Dogmatics (2 volúmenes), Revell, 1933; The Knowledge of God and the Service
1858-1859 of God, Scribners, 1939
Richard Rothe, Thedlogische Ethik; Christian Emil Brunner, The Theology of Crisis, Scribners, 1929;
Dogmatics (2 volúmenes), editado por Schenkel, The Word and the World, Scribners, 1931; The
Heidelberg, 1870 Mediator, MacMillan, 1934; God and Man,
Isaac August Dorner, System of Christian Doctrine, T. MacMillan, 1936; Philosophy of Religion, Scribners,
& T. Clark, 1888; History of the Development of the 1937; The Divine Imperative, MacMillan, 1937;
Doctrine of the Person of Christ, 1835 (cf. J. A. The Christian Understanding of Man (Oxford
Dorner); Foundation Ideas of the Protestant Church; Conference Books)
Christian Ethics Bishop H. L. Martensen, Christian H. R. Mackintosh, Types of Modern Theology, London,
Dogmatics, T. & T. Clark, 1898 1937
J. P. Lange, Christian Dogmatics, Heidelberg, A. Keller, Karl Barth and Christian Unity, MacMillan,
1849-1852 1933
J. H. Ebrard, Christian Dogmatics (2 volúmenes), A. Nygren, Agape and Eros, MacMillan, 1932
1851 J. S. Zybura, Present-day Thinkers and the New
H. J. M. Voight, Fundamental Dogmatics, Gotha, Scholasticism, St. Louis, 1926
1874 N. Berdyaev, The End of Our Time, Sheed & Ward,
Heinrich Schmid, The Doctrinal Theology of the 1935; The Fate of Man in the Modern World,
Evangelical Lutheran Church (traducido por Hay London, 1935; The Meaning of History, Scribners,
and Jacobs), Philadelphia, 1876, 1889 1936; The Destiny of Man, Scribners, 1937;
Gottfried Thomasius, Christ’s Person and Work (2 Freedom and the Spirit, Scribners, 1939
volúmenes), Erlangen, 1886-1888 J. Baillie, Our Knowledge of God, Scribners, 1939
K. F. A. Kahnis, Lutheran Dogmatics (2 volúmenes), P. A. Bertocci, The Empirical Argument for God in
Leipsic, 1874-1875 Late British Thought, Harvard University Press,
F. A. Philippi, Kirchliche Glaubenslehre (9 volúmenes), 1938
1883 E. E. Aubrey, Present Theological Tendencies, Harper
A. F. C. Vilman, Dogmatics (2 volúmenes), 1874 Brothers, 1936
F. H. R. Frank, Die Theologie der Concorddienformel G. P. Conger, The Ideologies of Religion, Round Table
(4 volúmenes) Press, 1940
Christoph Ernst Luthardt, Apologetic Lectures on the S. Bulgakov, The Orthodox Church, London, 1935;
Fundamental Truths of Christianity, T. & T. Clark, The Wisdom of God, Paisley Press, 1937
1869; Apologetic Lectures on the Saving Truths of
Christianity, 1868; Apologetic Lectures on the Moral CREDOS Y CONFESIONES
Truths of Christianity, 1875; Compendium of Philip Schaff, Creeds of Christendom (3 volúmenes),
Dogmatics, 1893 Harper Brothers, 1877
S. L. Bring, Outlines of the Christian Doctrine of Faith W. A. Curtis, History of Creeds and Confessions of
(Lund), 1869-1877 Faith, Scribners, 1912
Charles A. Briggs, Theological Symbolics, Scribners,
1914
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 377

E. H. Klotsche, Christian Symbolics, Eerdmanns, 1929 E. Terrel Green, The Thirty-Nine Articles and the Age
J. L. Neve, Introduction to Lutheran Symbolics, of the Reformation, London, 1896
Burlington, 1917 A. A. Hodge, Commentary on the Confession of Faith,
J. A. Moehler, Symbolism, or the Exposition of Philadelphia, 1869
Doctrinal Differences between Catholics and Silas Comfort, An Exposition of the Articles of the
Protestants, traducido por J. A. Robertson, London, Methodist Episcopal Church, New York, 1847
1906 Henty Wheeler, History and Exposition of the
T. Herbert Bindley, Ecumenical Documents of the Twenty-Five Articles of Religion of the Methodist
Faith, London, 1906 Episcopal Church, New York, 1908
J. R. Lumby, The History of the Creeds, London, 1873 A. A. Jimeson, Notes on the Twenty-Five Articles,
T. E. Schmauk y C. T. Benze, The Confessional Cincinnati, 1855
Principle and the Confessions, Philadelphia, 1897 G. W. Bethune, Expository Lectures on the Heidelberg
A. C. McGiffert, The Apostles’ Creed, Scribners Catechism (2 volúmenes), New York, 1864
T. Zahn, The Articles of the Apostles’ Creed, Hodder &
Stoughton, 1890 RELIGIÓN
McFayden, Understanding the Apostles’ Creed,
MacMillan, 1927 Historia de la Religión
Arthur Cushman McGiffert, The Apostles’ Creed, E. B. Tylor, Primitive Culture, 1871
Scribners, 1903 Allan Menzies, History of Religion, MacMillan, 1910,
J. Kunze, The Apostles’ Creed and the New Testament, Scribners, 1927
Funk & Wagnalls, 1912 M. Jastrow, The Study of Religion
John Pearson, An Exposition of the Creed, London, C. P. Tiele, Elements of the Science of Religion (2
1824 volúmenes), 1897
A. E. Bums, The Apostles’ Creed, New York, 1906; The A. Lang, Myth, Ritual and Religion
Nicene Creed, New York, 1909 F. B. Jevons, Introduction to the Study of Comparative
Thomas Richey, The Nicene Creed and the Filioque, Religion, MacMillan, 1916
New York, 1884 Frazer, The Golden Bough, New York, 1926
John H. Skrine, Creed and the Creeds, London, 1911 Brinton, Religions of Primitive Peoples
C. A. Heurttley, Harmonica Symbolical A Collection of De la Saussaye, Handbook of Religions
Creeds belonging to the Ancient Western Church, and George F. Moore, History of Religions (2 volúmenes),
to the Mediaeval English Church, Oxford, 1858 Scribners, 1913, 1919
S. S. Schmucker, Lutheran Manual on Scriptural Lowrie, Primitive Religion, 1925
Principles, Philadelphia, 1855 Marett, Sacraments of Simple Folk, 1933; Faith, Hope
M. Loy, The Augsburg Confession, Columbus, 1908 and Charity in Primitive Religion, 1932
J. H. W, Stuckenberg, The History of the Augsburg Murray, Five Stages in Greek Religion, 1925
Confession, Philadelphia, 1869 Nilsson, A History of Greek Religion
R. W. Jelf, The Thirty-Nine Articles of the Church of Radin, Monotheism and Primitive Peoples, 1924
England, London, 1873 Schmidt, The Origin and Growth of Religion Spencer
C. Hardwick, A History of the Articles of Religion with and Gillen, Native Tribes of Central Australia,
Documents, London, 1859 1898
Bishop A. P. Forbes, An Explanation of the Thomas, History of Buddhist Thought, 1933
Thirty-Nine Articles, London, 1866 Gowen, A History of Religion, Morehouse
T. P. Boultbee, An Introduction to the Theology of the S. M. Zwemer, The Origin of Religion, 1935
Church of England in an Exposition of the S. Cave, Christianity and Some Living Religions of the
Thirty-Nine Articles, London, 1871 East, 1929
Edward Bickersteth, Questions Illustrating the Albert Schweitzer, Christianity and the Religions of the
Thirty-Nine Articles, Philadelphia, 1845 World, 1923
Henry Blunt, Discourse on the Doctrinal Articles of the R. E. Hume, The World’s Living Religions, 1924
Church of England, Philadelphia, 1839 S. H. Kellogg, A Handbook of Comparative Religion,
E. J. Bicknell, A Theological Introduction to the 1908
Thirty-Nine Articles of the Church of England, E. A. Marshall, Christianity and the Non~Christian
Longmans Green, 1919 Religions Compared, 1910
Bishop George Tomline, Christian Theology, an R. K. Douglas, Confucianism and Taoism, 1911
Exposition of the Thirty-Nine Articles of Religion, A. LeRoy, The Religion of the Primitives, 1922
London, 1843 D. A. Stewart, The Place of Christianity Among the
W. Baker, A Plain Exposition of the Thirty-Nine Great Religions of the World, 1920
Articles, London, 1883 M. Monier-Williams, Hinduism, 1911
Bishop E. Harold Browne, Exposition of the H. H. Underwood, The Religions of Eastern Asia, 1910
Thirty-Nine Articles, Oxford, 1847 W, Tisdall, Christianity and Other Faiths; Comparative
Bishop Gilbert Burnet, Exposition of the Thirty-Nine Religion, 1909
Articles, New York, 1845 Charles S. Braden, Modern Tendencies in World
B. J. Kidd, The Thirty-Nine Articles: Their History and Religions, MacMillan, 1933; Varieties of American
Explanation, New York, 1901 Religion, Willett Clark and Co., 1936
Edgar C. S. Gibson, The Thirty-Nine Articles of the Albert E. Hayden, Modern Trends in World Religions,
Church of England Explained, London, 1904 Chicago, 1934
John Macpherson, The Westminster Confession of George A. Barton, The Religions of the World,
Faith, New York, 1881 Chicago, 1929
R. L. Cloquet, Exposition of the Thirty-Nine Articles,
London, 1885
378 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Psicología de la Religión T. W. Pym, Psychology and the Christian Life, London,


E. D. Starbuck, Psychology of Religion, Scribners, 1900; 1921
The Psychology of Religious Experience, Scribners, Charles Conant Josey, The Psychology of Religion,
1911 MacMillan, 1927
Stratton, The Psychology of the Religious Life, Carl G. Jung, Psychology and Religion, New Haven,
MacMillan, 1911 1938
J. B. Pratt, Psychology of Religious Belief, MacMillan, Rudolf Allers, The Psychology of Character, MacMillan,
1907; The Religious Consciousness, MacMillan, 1923 1931
R. H. Thouless, An Introduction to the Psychology of Frank S. Hickman, Introduction to the Psychology of
Religion, MacMillan, 1923 Religion, Abingdon, 1926
E. S. Waterhouse, Psychology of Religion, MacMillan,
1923 Filosofía de la Religión
W. R. Selbie, The Psychology of Religion, Oxford, 1924 D. Mial Edwards, The Philosophy of Religion, Doran
G. A. Coe, Psychology of Religion, Chicago, 1916 William Adams Brown, The Essence of Christianity,
E. R. Uren, Recent Religious Psychology, T. & T. Scribners, 1908
Clark L. W, Grensted, Psychology and God, Longmans, A. Sabbatier, Outlines of a Philosophy of Religion, New
1931; Religion, Fact of Fancy York, 1927
George Barton Cutten, The Psychological Phenomena Edward Caird, The Evolution of Religion, Glasgow
of Christianity, Scribners, 1909 G. B. Foster, The Finality of the Christian Religion,
John Wright Buckham, Religion as Experience, Chicago, 1906
Abingdon, 1922 Harald Hoffding, The Philosophy of Religion,
W. Boyd Carpenter, The Witness of Religious MacMillan, 1901, 1906
Experience, London, 1916 John Caird, Introduction to the Philosophy of Religion,
William James, Varieties of Religious Experience, New Glasgow, 1880
York, 1902 George Galloway, The Principles of Religious
Harold Begbie, Twice Born Men, New York, 1909 Development, 1909
S. V. Norborg, Varieties of Christian Experience, E. S. Waterhouse, The Philosophy of Religious
Augsburg, 1937 Experience, London, 1923
D. Yellowless, Psychology's Defense of the Faith, SCM Otto Pfleiderer, The Philosophy of Religion on the Basis
C. H. Valentine, Modern Psychology and the Validity of of History, London, 1888
Religious Experience F. Von Hugel, Essays and Addresses on the Philosophy of
W. R. Inge, Christian Mysticism; Faith and lt’s Religion
Psychology A. M. Fairbaim, Studies in the Philosophy of Religion
E. Underhill, Mysticism, London, 1912 and History, London
W. M. Horton, A Psychological Approach to Theology, James Martineau, A Study of Religion
Harpers, 1931 Albert C. Knudson, The Validity of Religious
Frederich Heiler, Prayer, Oxford, 1932 Experience, Abingdon, 1937
Georg Wobbermin, The Nature of Religion, Crowell, Wieman and Meland, American Philosophies of
1933 Religion, Chicago, 1936
H. N. y R. W. Wieman, Normative Psychology of W. K. Wright, A Student's Philosophy of Religion,
Religion, Crowell, 1935 MacMillan, 1922, 1935
William Ernest Hocking, Human Nature and Its E. A. Burtt, Types of Religious Philosophy, Harper
Remaking, Yale, 1923 Brothers, 1939
Dewar and Hudson, Psychology for Religious Workers W. G. de Burgh, Towards a Religious Philosophy,
Waterhouse, Psychology and Religion, Richard Smith London, 1937
L. Weatherhead, Psychology in the Service of the Soul, E. S. Brightman, A Philosophy of Religion, New York,
MacMillan 1940
Karl L. Stolz, The Psychology of Religious Living, Buttrick, Christian Fact and Modern Doubt, Scribners
Cokesbury, 1937 A. T. Ormond, The Philosophy of Religion, 1922
Francis L. Strickland, Psychology of Religious E. E. Richardson, The Philosophy of Religion, 1920
Experience, Abingdon, 1924 John Morrison Moore, Theories of Religious Experience,
Elmer T. Clark, The Psychology of Religious Awakening, Round Table Press, 1939
MacMillan, 1929 John Baillie, The Interpretation of Religion, Scribners,
Edmund S. Conklin, The Psychology of Religious 1928
Adjustment, MacMillan, 1929 Vergilius Ferm, First Chapters in Religious Philosophy,
J. Cyril Flower, An Approach to the Psychology of Round Table Press, 1937
Religion, New York, 1927 Rudolf Otto, The Idea of the Holy, Oxford, 1926
Carroll C. Pratt, The Logic of Modern Psychology, D, Elton Trueblood, The Trustworthiness of Religious
MacMillan, 1939 Experience, Allen and Unwin, 1939
Barbour, Sin and the New Psychology Emil Carl Wilm, Studies in Philosophy and Theology,
G. Steven, The Psychology of the Christian Soul, New Abingdon, 1922
York, 1911 D. C. Macintosh, The Reasonableness of Christianity,
F. R. Barry, Christianity and Psychology, New York, Scribners, 1926
1923 G. T. Ladd, Philosophy of Religion, 1905
H. S. Elliott, The Bearing of Psychology on Religion, Emil Brunner, The Philosophy of Religion, Scribners,
New York, 1927 1937
W. E. Hocking, Human Nature and Its Remaking,
New Haven, 1918 Fundamentos de la Religión Cristiana
J. A. W. Haas, The Unity of Faith and Knowledge,
New York, 1926
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 379

F. L. Patton, Fundamental Christianity, London, 1926 W. E. Gladstone, The Impregnable Rock of Holy
L. T. Townsend, Credo, 1869 Scripture, Philadelphia, 1891
P. Hamilton, The Basis of the Christian Faith, New William Sanday, The Oracles of God, London, 1891
York, 1927 J. R. Illingworth, Reason ancl Revelation, London,
W. H. Turton, The Truth of Christianity, London, 1902
1919 H. Rogers, The Superhuman Origin of the Bible,
E. H. Johnson, Christian Agnosticism, Philadelphia, London, 1884
1907 S. J. Andrews, God's Revelation of Himself to Men,
L. F. Steams, The Evidence of Christian Experience, New York, 1901
New York, 1890, 1916 C. A. Auberlein, “The Divine Revelation: An Essay in
P. H. Buehring, Modernism, a Pagan Movement in the Defense of the Faith Henderson,” The Bible a
Christian Church, Columbus, 1928 Revelation from God, Edinburgh, 1910
J. G. Machen, Christianity and Liberalism, New York, F. Bettex, The Bible the Word of God, Cincinnati,
1923 1904; The Word of Truth (traducido por A. Bard),
W. P. King, Behaviorism, A Battle Line, Nashville, Burlington, Iowa, 1914
1930; Humanism, Another Battle Line, Nashville, James Orr, Revelation and Inspiration, New York,
1931 1910
B. F. Cocker, Christianity and Greek Philosophy, New A. T. Pierson, The Inspired Word, 1888
York, 1870; Lee Lectures on the Truth of the J. A. O. Stubb, Verbal Inspiration, 1913
Christian Religion, Detroit, 1873 R. S. MacArthur, The Old Book and the Old Faith,
H. Cremer, Reply to Hamack on the Essence of 1900
Christianity, New York, 1903 Cave, The Inspiration of the Old Testament Inductively
W. P. Paterson, The Rule of Faith, Hodder and Considered, 1888
Stoughton, New York & London, 1912 G. D. Barry, The Inspiration and Authority of Holy
Scriptures, 1919
REVELACIÓN E INSPIRACIÓN A. W. Pink, The Divine Inspiration of the Bible, 1917
A. B. Bruce, The Chief End of Revelation, London, L. T. Townsend, Bible Inspiration
1887 W. E. Atwell, The Pauline Theory of Inspiration,
C. M. Mead, Supernatural Revelation, New York, London, 1878
1889 C. Wordsworth, On the Inspiration of Holy Scripture,
George P. Fisher, The Nature and Method of London, 1867
Revelation, New York, 1890 E. Elliot, Inspiration of the Holy Scriptures, Edinburgh,
Edwin Lewis, A Philosophy of the Christian Revelation, 1877
Harper Brothers, 1940 F. L. Patton, The Inspiration of the Scriptures,
W. R. Matthews, The Idea of Revelation Philadelphia, 1869
J. Oman, Vision and Authority William Lee, The Inspiration of Holy Scriptures, New
Samuel Harris, The Self-Revelation of God, New York, York, 1866
1892 J. M. Gibson, Inspiration and Authority of Holy
W. T. Conner, Revelation and God, Broadman Press, Scripture, London, 1908
1936 R. F. Horton, Inspiration of the Bible, London, 1906
E. F. Scott, The New Testament Idea of Revelation J. Urquhart, The Inspiration and Accuracy of the Holy
B. H. Streeter, The God Who Speaks, MacMillan, Scripture, New York, 1904
1936
Baillie y Martin (editores), Revelation EL CANON
Karl Barth, The Doctrine of the Word of God W. H. Green, General Introduction to the Old
D. C. Macintosh, The Problem of Religious Knowledge Testament, 1898
W. P. Montague, The Ways of Knowing Wescott, A General Survey of the History of the Canon
William Adams Brown, Pathways to Certainty of the New Testament during the first Four Centuries,
C. H. Dodd, The Authority of the Bible London, 1855
John Elof Boodin, Truth and Reality, MacMillan, J. H. Raven, Old Testament Introduction, General and
1911 Special
Etienne Gilson, Reason and Revelation in the Middle T. Zahn, Introduction to the New Testament, 1917
Ages, Scribners, 1938 Henry M. Harman, Introduction to the Study of the
H. Wheeler Robinson, Redemption and Revelation, Holy Scriptures, New York, 1878
Harper Brothers, 1942 Marcus Dods, Introduction to the New Testament,
B. B. Warfield, Revelation and Inspiration, 1927 London, 1909
B. H. Carroll, Inspiration of the Bible, 1933 Alexander Souter, The Text and Canon of the New
W. E. Vine, The Divine Inspiration of the Bible, 1923 Testament, Scribners, 1913
R. A. Torrey, Is the Bible the Unerrant Word of God? Wescott, History of the English Bible, MacMillan, 1916
1922 H. W. Hoare, The Evolution of the English Bible, New
W. A. Erickson, Inspiration, History, Theory and Facts, York, 1901
1928 E. C. Bissell, Historic Origin of the Bible, New York,
J. C. Ryle, Is All Scripture Inspired? 1878
W. B. Riley, Inspiration or Evolution, 1923 James Orr, The Problem of the Old Testament, New
W. G. Scroggie, Is the Bible the Word of God? 1922 York, 1906
A. B. Bruce, The Chief End of Revelation, London, T. Whitelaw, The Old Testament Problem
1881, 1887 K. T. Kiel, Historico~Critical Introduction to the Old
J. H. A. Ebrard, Revelation: Its Nature and Record, Testament
Edinburgh, 1884 R. S. Foster, The Supernatural Book, New York, 1890
380 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

W. C. Proctor, The Authenticity and Authority of the Existencia y Naturaleza de Dios


Old Testament, 1926 William Newton Clark, The Christian Doctrine of
God, Scribners, 1909
Apologética Albert C. Knudson, The Doctrine of God, Abingdon,
G. F. Owen, From Abraham to Allenby 1930
J. A. Huffman, Voices from Rocks and Dust Heaps of Clarence A. Beckwith, The Idea of God, MacMillan,
Bible Lands, 1923; Biblical Confirmations from 1924
Archaeology, 1931 A. S. Pringle-Pattison, The Idea of God in the Light of
A. W. Ahl, Bible Studies in the Light of Recent Research, Recent Philosophy, Oxford, 1917
1930 A. E. Garvie, The Christian Doctrine of the Godhead:
G. L. Robinson, The Sarcophagus of an Ancient The Christian Belief in God, Harpers, 1932
Civilization, 1930 Micou, Basic Ideas in Religion
V. L. Trumper, The Mirror of Egypt in the Old Edgar Sheffield Brightman, The Problem of God,
Testament, 1934 Abingdon, 1930; Personality and Religion,
Leander S. Keyser, The Problem of Origins, 1926; A Abingdon, 1934
Reasonable Faith, 1933; System of Christian James Orr, The Christian View of God and the World,
Evidences, 1935 Scribners, 1908
H. Rimmer, Voices from the Silent Centuries, 1934 W. E. Adeny, The Christian Conception of God, Revell,
W. W. Prescott, The Spade and the Bible, 1933 1912
E. J. Banks, The Bible and the Spade, 1913 A. Gratry, Guide to the Knowledge of God, Boston,
G. H. Scherer, The Eastern Color of the Bible, 1931 1892
M. G. Kyle, Eccplorations in Sodom, 1928; Excavating Illingworth, Divine Immanence, MacMillan, 1898
Kirkjeth~Sepherd & Ten Cities, 1934 Robert J. Breckenridge, The Knowledge of God
W. Evans, His Unchanging World, 1933 Subjectively Considered, New York, 1859
W. T. Pilter, The Pentateuch: A Historical Record, Heim, God Transcendent, Scribners, 1936
1928 A, C. McGiffert, The God of the Early Christians,
J. S. Griffith, The Exodus in the Light of Archaeology, Scribners, 1924
1923 W. E. Hocking, The Meaning of God in Human
W. Arndt, Does the Bible Contradict Itself?, 1926 Experience, Yale University Press, 1912
J. Baillie, Our Knowledge of God, Scribners, 1939
PARTE II Joseph Fort Newton, My Idea of God, Boston, 1926
LA DOCTRINA DEL PADRE Samuel Harris, The Self-Revelation of God, Scribners,
1889
Teísmo William Temple, Nature, Man and God, MacMillan,
Robert Flint, Antitheistic Theories, Edinburgh, 1889; 1935
Theism, Edinburgh, 1890; Agnosticism, Edinburgh, Maness, Evidences of Divine Being, 1935
1909 W. R. Matthews, The Purpose of God, Scribners, 1936;
George P. Fisher, The Grounds of Theistic and God in Christian Thought and Experience, Scribners
Christian Belief, New York, 1903 Albert Taylor Bledsoe, A Theodicy, 1854
Charles Carroll Everett, Theism and the Christian E. W. Lyman, The Experience of God in Modern Life,
Faith, MacMillan, 1901 New York, 1922
W. L. Walker, Christian Theism and a Spiritual C. C. J. Webb, God and Personality, New York, 1918
Monism, T. & T., Clark,1906 B. H. Streeter, Reality, New York, 1926
Borden Parker Bowne, Theism, American Book Co., Borden Parker Bowne, Personalism, Boston and New
1902 York, 1908
Walter Marshall Horton, Theism and the Scientific Albert C. Knudson, The Philosophy of Personalism,
Spirit, Harpers, 1933 1927
Leander S. Keyser, A System of National Theism, 1917 J. H. Snowden, The Personality of God, New York,
G. D. Hicks, Philosophical Bases of Theism, 1920
MacMillan, 1937 William Temple, Christ's Revelation of God, London,
Samuel Harris, The Philosophical Basis of Theism, 1925
Scribners, 1883 J. E. Davey, Our Faith in God through Jesus Christ,
Davidson, Theism as Grounded in Human Nature New York, 1922
Iverach, Theism in the Light of Present Science and R. M. Vaughan, The Significance of Personality, New
Philosophy York, 1930
Kelly, Rational Necessity of Theism, 1909 Robert Tyler Flewelling, Personalism and the Problems
Reuterdahl, Scientific Theism versus Materialism, 1920 of Philosophy, New York, 1915; Creative Personality,
Balfour, Theism and Humanism MacMillan, 1926
Tigert, Theism: A Survey of the Paths that Lead to God J. R. Illingworth, Personality, Human and Divine,
R. S. Foster, Theism, Hunt & Eaton, 1889 London and New York, 1894
James Ward, Naturalism and Agnosticism (2 J. B. Pratt, Personal Realism, MacMillan, 1937
volúmenes), London, 1906; The Realm of Ends, J. R. Illingworth, Divine Immanence, London and
Cambridge, 1911 New York, 1898; Divine Transcendence, London,
J. Lewis Diman, The Theistic Argument, Boston, 1882 1911
Robert A. Thompson, Christian Theism, New York, H. R. Mackintosh, The Divine Initiative, London,
1855 1921
Forsyth, The Justification of God, 1917 F. J. McConnell, The Christlike God, New York, 1927
Valentine, Natural Theology J. M. Wilson, Christ's Thought of God, London, 1920
Gwatkin, The Knowledge of God, Edinburgh, 1906
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 381

D. E. Trueblood, The Knowledge of God, Harper L. L. Paine, Evolution of Trinitarianism, Houghton


Brothers, 1939 Mifflin, 1902
Rees Griffiths, God in Idea and Experience Pease, Philosophy of Trinitarian Doctrine, Putnams,
Charles A. Bennett, The Dilemma of Religious 1875
Knowledge, Yale, 1931 L. G. Mylne, The Holy Trinity, London, 1916
Karl Barth, The Knowledge of God and the Service of S. B. McKinney, Revelation of the Trinity, London,
God, Scribners, 1939 1906
C. Hartshorne, Man’s Vision of God and the Logic of A. F. W. Ingram, The Love of the Trinity, New York,
Theism, Chicago, 1941 1908
D. C. Macintosh, The Problem of Religious Knowledge, Samuel Clarke, Scripture Doctrine of the Trinity
Harper Brothers, 1940 William S. Bishop, The Development of the Trinitarian
John Elof Boodin, Truth and Reality, MacMillan, Doctrine in the Nicene and Athanasian Creeds, New
1911 York, 1910
A. C. Garnett, Reality and Value, Yale, 1937 E. Burton, Testimonials of the Ante-Nicene Fathers to
E. Gilson, God and Philosophy, Yale, 1941 the Doctrine of
P. E. Dove, The Logic of the Christian Faith, the Trinity, and the Divinity of the Holy Ghost,
Edinburgh, 1856 London, 1831
Asa Mahan, The Science of Natural Theology, Boston,
1867 COSMOLOGÍA
Georg Wobbermin, Christian Belief in God, 1918 A. S. Eddington, The Nature of the Physical World;
Josiah Royce, The Conception of God, MacMillan, The Philosophy of the Physical Sciences; Science and
1902 the Unseen World, MacMillan, 1929
W. E. Hocking, The Meaning of God in Human J. Needham, Science, Religion and Reality
Experience, New Haven, 1912 F. Leslie Cross, Religion and the Reign of Science, New
J. Iverach, Is God Knowable? London, 1874 York, 1930
L. D. McCabe, Divine Nescience and Future George Allen Dinsmore, Religious Certitude in the Age
Contingencies, New York, 1882 of Science, Chapel Hill, 1924
J. Fiske, The Idea of God as Affected by Modern J. H. Jeans, The New Background of Science: The
Knowledge, Boston and New York, 1886 Mysterious Universe, MacMillan
R. L. Swain, What and Where Is God, New York, 1921 G. M. Price, Plain Facts about Evolution, Geology and
W. J. Moulton, The Certainty of God, New York the Bible, 1911; New Light on the Doctrine of
W. F. Tillett, The Paths that Lead to God, New York, Creation, 1917; Back to the Bible, 1920; The New
1924 Geology, 1923; The Phantom of Organic Evolution,
William Adams Brown, Pathways to Certainty, New 1924; The Predicament of Evolution, 1926;
York, 1930 Evolutionary Geology and the New Catastrophism,
Rufus M. Jones, Pathways to the Reality of God, New 1926; A History of Some Scientific Blunders, 1930;
York, 1931 Modern Discoveries which Help Us to Believe, 1931
L. F. Gruber, The Theory of a Finite and Developing A. Fairhurt, Organic Evolution Considered, 1911;
Deity Examined, 1918 Theistic Evolution, 1919
S. Mathews, The Growth of the Idea of God, New W. K. Azbill, Science and Faith, 1914
York, 1931 T. Graebner, Evolution: An Investigation and a
John Wright Buekham, The Humanity of God, Harper Criticism, 1921, 1926
Brothers, 1928; Christianity and Personality, New W. H. Johnson, The Christian Faith Under Modern
York, 1936 Searchlights, Revell, 1916
E. H. Reeman, Do We Need a New Idea of God? A. L. Gridley, The First Chapter of Genesis as the
Philadelphia, 1917 Foundation of Science and Religion, 1913
J. E. Turner, The Revelation of Deity, New York, 1931 G. F. Wright, The Ice Age in North America and Its
R. S. Candlish, The Fatherhood of God, Edinburgh Bearing on the Antiquity of Man; Scientific
Crawford, The Fatherhood of God, Edinburgh Confirmations of Old Testament History, 1906;
C. H. H. Wright, The Fatherhood of God and Its Origin and Antiquity of Man, 1912
Relation to the Person and Work of Christ, L. T. Townsend, Evolution and Creation
Edinburgh F. Bettex, The Six Days of Creation in the Light of
Scott-Lidgett, The Fatherhood of God. T. & T. Clark Modern Science
Samuel Clarke, The Being and Attributes of God L. M. Davies, The Bible and Modern Science, 1925
Gordon W. Allport, Personality, Henry Holt and Co., Baker and Nichol, Creation Not Evolution, 1926
1937 C. F. Dunhajm, Christianity in a World of Science,
C. C. J. Webb, God and Personality, Macmillan, 1919; 1928
Religion and Theism, Scribners, 1934 G. Bartoli, The Biblical Story of Creation, 1926
S. J. Bole, The Modern Triangle, Evolution, Philosophy
LA TRINIDAD and Criticism, 1926
J. R. Illingworth, The Doctrine of the Trinity H. W. Clark, Back to Creationism, 1929
Apologetically Considered, London, 1907 A. H. Finn, The Creation, Fall and Deluge, 1923
G. S. Faber, The Apostolicity of Trinitarianism (2 J. W. Gibbs, Evolution and Christianity, 1930
volúmenes), London, 1832 L. S. Keyser, The Problems of Origin, 1926
E. H. Bickersteth, The Rock of Ages, New York, 1861 T. H. Nelson, The Mosaic Law in the Light of Modern
R. N. Davie's, Doctrine of the Trinity, Cincinnati, Science, 1926
1891 B. C« Nelson, The Deluge Story in Stone, 1931
P. H. Streenstra, The Being of God as Unity and A. R. Short, The Bible and Modern Research
Trinity, New York, 1891
382 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

J. H. Morrison, Christian Faith and the Science of William Fraser, Blending Lights, or Relations of Natural
Today, Cokesbury Press Science, Archaeology and History to the Bible, New
G. B. Nimrod, Science, Christ and the Bible, 1929 York, 1874
J. L. May (editor), God and the Universe; The James H. Chapin, The Creation and the Early
Christian Position, 1932 Development of Society, New York, 1880
J. F. KisRaddon, Scientific Support of Christian
Doctrines, 1934 Sobre la Providencia
W. B. Dawson, The Bible Confirmed by Science, 1932 A. B. Bruce, The Providential Order of the World, New
A. N. Whitehead, Science and the Modern World; York, 1897; The Moral Order of the World, New
Religion in the Making, New York, 1926 York, 1899
J. A. Thompson, The System of Animate Nature, 1920; W. F. Tillett, Providence, Prayer and Power, Nashville,
Science and Religion, New York, 1925 1926
C. L. Morgan, Life, Mind and Spirit, New York, 1926 O. Dewey, The Problem of Human Destiny, or The
J. S. Haldane, Mechanism, Life and Personality, New End of Providence in the World and Man, New
York, 1904 York, 1866
J. Y. Dimpson, The Spiritual Interpretation of Nature; R. Anderson, The Silence of God, Edinburgh
Nature, Cosmic, Human and Divine M. J. Savage, Life’s Dark Problems, New York and
L. F. Gruber, Creation ex Nihilo, Boston, 1918 London, 1905
W. H. C. Thomas, Evolution and the Supernatural, Rudolph Otto, Naturalism and Religion, New York,
Philadelphia 1907
B. G. O'Toole, The Case Against Evolution, New
York, 1929 ANTROPOLOGÍA
H. H. Lane, Evolution and Christian Faith, Princeton, John Laidlaw, The Bible Doctrine of Man, T. & T.
1923 Clark, 1879, 1911
E. Dennert, At the Death-bed of Darwinism, H. W. Robinson, The Christian Doctrine of Man,
Burlington, Iowa, 1926 Edinburgh, 1911
Philip Mauro, Evolution at the Bar, New York, 1922 G. F. Wright, Origin and Antiquity of Man, 1912
A. Patterson, The Other Side of Evolution, Chicago, R. L. Swain, What and Why Is Man?, New York, 1925
1903 John Laird, The Idea of the Soul, New York, 1927
A. C. Zerbe, Christianity and False Evolutionism, J. B. Heard, The Tripartite Nature of Man, T. & T.
Cleveland, 1925 Clark
H. C. Morton, The Bankruptcy of Evolution, London Franz Delitzsch, A System of Biblical Psychology,
and New York Edinburgh, 1867
J. F. Beck, Outlines of Biblical Psychology, T. & T.
Obras Más Antiguas Clark
Hugh Miller, The Testimony of the Rocks, Boston, Alexander Winchell, Pre~Adamites, or a Demonstration
1870 of the Existence of Man Before Adam, Chicago and
Gerald Molloy, Geology and Revelation, New York, London, 1880
1870 Joseph P. Thompson, Man in Genesis and Geology,
John Phin, The Chemical History of the Six Days of New York, 1870
Creation, New York, 1870 George Rawlinson, The Origin of Nations, New York,
A. T. Richie, The Creation, London, 1882 1878
B. F. Cocker, The Theistic Conception of the World, R. S. Poole, The Genesis of the Earth and of Man,
New York, 1875 London, 1860
John Pye Smith, Geology and Scripture, New York, Dominick Causland, Adam and the Adamites,
1840 London, 1968
Henry Calderwood, The Relation of Science and Quatrefages, The Human Species
Religion, New York, 1881 Charles L. Brace, The Races of the Old World, New
George Warrington, The Mosaic Account of Creation, York, 1863
New York, 1875 John Harris, Man Primeval, Boston, 1870; The
George Wight, Geology and Genesis, London, 1857 Pre~Adamite Earth, Boston, 1857
Alexander Winchell, Reconstmction of Science and F. Lenormant, The Beginnings of History, New York,
Religion, New York, 1877 1882
Joseph H. Wythe, The Agreement of Science and J. L. Cabell, The Testimony of Modern Science to the
Revelation, Philadelphia, 1872 Unity of Mankind, New York, 1860
James Martineau, Modern Materialism and Its D. MacDonald, The Creation and the Fall, Edinburgh
Relations to Theology and Religion, New York, 1877 James D. Dana, Manual of Geology, 1875
Tayler Lewis, The Bible and Science, 1856; The Six St. George Mivart, The Genesis of Species, London,
days of Creation or the Scriptural Cosmogony, 1879 1871
John Henry Kurtz, The Bible and Astronomy, or an
Exposition of the Biblical Cosmology and Its Relations HAMARTIOLOGÍA
to Natural Science, Philadelphia, 1861 Julius Muller, The Christian Doctrine of Sin (2
T. Landon Bruntin, The Bible and Science, London, volúmenes), Edinburgh, 1877
1881 F. R. Tennant, The Sources of the Doctrine of the Fall
J. W. Dawson, Archai: or Studies of the Cosmogony and and Original Sin, Cambridge, 1903; The Origin
Natural History of the Hebrew Scriptures, Montreal, and Propagation of Sin, Cambridge, 1908; The
1860; Nature and the Bible, New York, 1875 Concept of Sin, Cambridge, 1912
W. E. Orchard, Modern Theories of Sin, Boston, 1910
J. S. Candlish, The Bible Doctrine of Sin, Edinburgh
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 383

J. Tulloch, The Christian Doctrine of Sin, New York, P. T. Forsyth, The Crucidlity of the Cross, 1908; The
1876 Person and Place of Jesus Christ, Duckworth, 1909
H. R. Mackintosh, Christianity and Sin, New York, Herbert M. Relton, A Study in Christology, London,
1914 1922, 1923
H. H. Horne, Free Will and Human Responsibility, Otto Pfleiderer, Early Christian Conception of Christ,
New York, 1912 Bethany Press, 1911
King, Origin of Evil A. T. Robertson, The Divinity of Christ in the Gospel of
R. Tsanoff, The Nature of Evil John, 1916
H. Lovett, Thoughts on the Causes of Evil, Physical and Frank Coulin, The Son of Man: Discourses on the
Moral, London, 1810 Humanity of Jesus Christ, Philadelphia, 1869
E. J. Bicknell, The Christian Doctrine of Sin and John Pye Smith, The Scripture Testimony to the
Original Sin, London, 1923 Messiah (2 volúmenes), Edinburgh, 1868
Ernest Naville, The Problem of Evil, New York, 1872 Frederick C. Conybeare, The Historical Christ,
James Orr, God’s Image in Man and Its Defacement, Chicago, 1914
New York, 1906 A. E. J. Rawlinson, The New Testament Doctrine of
John Young, Evil not from God, New York, 1858 Christ, London, 1926
Richard S. Taylor, A Right Conception of Sin, Kansas Charles H. Robinson, Studies in the Character of
City, 1939 Christ, London, 1900
Boardman, The Scriptural Doctrine of Original Sin W. E. Vine, Christ’s Eternal Sonship, 1934
Flower, Adam’s Disobedience and Its Results E. D. La Touche, The Person of Christ in Modern
Taylor, The Scripture Doctrine of Original Sin Thought, London, 1912
Glover, A Short Treatise on Original Sin John Wright Buckham, Christ and the Eternal Order,
John Wesley, Sermon XIII, On Sin in Believers; Sermon Pilgrim Press, 1906
XIV, Repentance of Believers, (Harrison, Wesleyan J. Warshauer, The Historical Life of Christ, New York,
Standards, Vol. I) 1926
George P. Fisher, Discussions in History and Theology, L. W. Grensted, The Person of Christ
Scribners, 1880 W. Norman Pittenger, Christ and the Christian Faith,
Wiggers, Augustinianism and Pelagianism New York, 1941
Jonathan Edwards, Works (II, part iv), Original Sin D. W. Forrest, The Christ of History and Experiencet,
Samuel Hopkins, Doctrine of the Two Covenants Edinburgh, 1899
Jeremy Taylor, On Original Sin Landis, Original Sin Edward Mott, The Christ of the Eternity, Portland,
and Gratuitous Imputation Straffen, Sin as Set Forth 1936
in the Scriptures P. C. Simpson, The Fact of Christ, Revell, 1900
Wallace, Representative Responsibility Arthur C. Headlam, Jesus Christ in History and Faith
N. P. Williams, The Ideas of the Fall and Original Sin, C. E. Raven, Jesus and the Gospel of Love Good, The
Longmans Green, 1929 Jesus of Our Fathers
Pope, The Person of Christ, London
PARTE III B. F. Wescott, Christus Consummator, Macmillan
LA DOCTRINA DEL HIJO Drown, The Creative Christ
Adamson, The Mind in Christ, T. & T. Clark
CRISTOLOGÍA J. A. Findlay, Jesus Human and Divine
J. A. Dorner, History and Development of the Doctrine J. A. Huffman, Old Testament Messages of the Christ,
of the Person of Christ, Edinburgh, 1878 1909
J. J. Van Oosterzee, The Image of Christ as Presented in Edward H. Bickersteth, The Rock of Ages, New York,
Scripture, London, 1874 1861
W. F. Gess, The Scripture Doctrine of the Person of C. Gore, Belief in Christ, New York, 1922
Christ, Andover, 1870 Edwin Lewis, Jesus and the Human Quest
J. A. Reubelt, The Scriptural Doctrine of the Person of William Temple, Christ the Truth, Macmillan, 1924
Christ, Andover, 1870 William Sanday, Christology Ancient and Modern
H. R. Mackintosh, The Doctrine of the Person of E. H. Merrell, The Person of Christ
Christ, New York, 1912 S. W. Pratt, The Deity of Christ According to the Gospel
A. M. Fairbairn, Studies in the Life of Christ, 1880; of John, 1907
The Place of Christ in Modern Theology, Hodder & H. S. Coffin, The Portraits of Christ in the New
Stoughton, 1907 Testament, New York, 1926
H. P. Liddon, The Divinity of Our Lord and Saviour T. R. Glover, Jesus in the Experience of Men
Jesus Christ, London, 1861 A. T. Case, As Modern Writers See Jesus, Boston, 1927
A. B. Bruce, The Miraculous Element in the Gospels, G. E. Merrill, The Reasonable Christ, 1893
1886; The Providential Order of the World, 1897; C. L. Brace, Gesta Christi, 1910
The Parabolic Teaching of Jesus; The Humiliation of F. Bettex, What Think Ye of Christ?, 1920
Christ, Hodder & Stoughton; The Moral Order of Lily Dougall y Cyril W. Emmet, The Lord of Thought,
the World, Scribners, 1899; Apologetics, New York, Doran, 1923
1901 Shirley Jackson Case, The Historicity of Jesus, Chicago,
Carl Ullman, The Sinlessness of Jesus an Evidence for 1912, 1928
Christianity, Edinburgh, 1858 C. C. McCown, The Promise of His Coming,
R. S. Franks, History of the Doctrine of the Work of MacMillan, 1921
Christ, Hodder & Stoughton C. W. Gilkey, Jesus and Our Generation, Chicago,
S. Cave, The Doctrine of the Work of Christ; The 1925
Doctrine of the Person of Christ, New York, 1925 R. F. Horton, The Mystical Quest of Christ
A. Schweitzer, The Quest of the Historical Jesus
384 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

V. G. Simkovitch, Towards the Understanding of Jesus, August Neander, Life of Jesus Christ, Harper Brothers,
New York, 1923 1850
J. A. Robertson, The Spiritual Pilgrimage of Jesus, J. de Q. Donehoo, Apocryphal and Legendary Life of
Boston, 1921 Christ, MacMillan, 1903
Halford E. Lucock, Jesus and the American Mind, S. Townsend Weaver, The Biblical Life of Jesus Christ,
Abingdon, 1930 Philadelphia. 1911
B. B. Warfield, The Lord of Glory, 1907 James Stalker, Life of Christ, Revell, 1880
J. E. Whittaker, A Biblical Defense of the Divinity of George Matheson, Studies in the Portrait of Christ,
Christ, 1909 Hodder & Stoughton, 1900
E. Burton, Testimonials of the Ante~Nicene Fathers to A. Klausner, Jesus of Nazareth, New York, 1925
the Divinity of Christ, London, 1829 E. F. Scott, The Kingdom and the Messiah, Edinburgh,
1911
La Vida de Cristo C. A. Scott, Dominus Noster, Cambridge, 1918
Alfred Edersheim, Life and Times of Jesus the Messiah
(2 volúmenes), Longmans Green, 1898 El Nacimiento Virginal
Bernhard Weiss, The Life of Christ (3 volúmenes) James Orr, The Virgin Birth of Christ, New York,
Theodor Keim, The History of Jesus of Nazareth (3 1909
volúmenes) R. J. Knowling, Our Lord's Virgin Birth and the
F. W. Farrar, The Life of Christ (2 volúmenes); The Criticism of Today, 1907
Life of Lives T. J. Thoburn, A Critical Examination of the Evidences
W. R. Nicoll, The Incarnate Saviour: A Life of Jesus for the Doctrine of the Virgin Birth, 1908
Christ A. C. A. Hall, The Virgin Mother, New York, 1894
G. Aulen, Christus Victor, MacMillan, 1931 J. G. Machen, The Virgin Birth of Christ, New York,
A. M. Rihbany, The Syrian Christ, Boston, 1916 1930
J. Middleton Murray, Jesus the, Man of Genius, New L. M. Sweet, The Birth and Infancy of Jesus Christ,
York, 1926 1907
C. F. Kent, The Life and Teachings of Jesus Fred F. G. H. Box, The Virgin Birth of Jesus, Milwaukee, 1916
Kramer, Jesus the Light of the World G. W. McPherson, The Modern Mind and the Virgin
James Moffatt (editor), Everyman’s Life of Jesus Birth, 1923
H. F. Rail, The Life of Jesus J. A. Faulkner, The Miraculous Birth of Our Lord
D. L. Sharp, Christ and His Time William B. Ullathorne, The Immaculate Conception,
David Smith, Our Lord’s Earthly Life 1904
Philip Volmer, The Modern Student’s Life of Christ J. B. Champion, The Virgin's Son, 1924
L. M. Sweet, The Birth and Infancy of Jesus Christ R. J. Cooke, Did Paul Know of the Virgin Birth?, 1926
J. J. Taylor, My Lord Christ W. Evans, Why I Believe in the Virgin Birth of Christ,
A. M. Stewart, The Infancy and Youth of Jesus 1924
Jacob Boss, The Unique Aloofness of Jesus A. T. Robertson, The Mother of Jesus: Her Problems
W. H. Bennett, The Life of Christ According to St and Her Glory, 1925
Mark J. M. Gray,Why We Believe in the Virgin Birth of
Burton and Matthews, The Life of Christ Christ
Charles R. Erdman, The Lord We Love: Devotional F. W. Pitt, New Light on the Virgin Birth
Studies in the Life of Christ
W. M. Clow, The Five Portraits of Jesus La Encarnación
W. J. Dawson, The Man Christ Jesus Robert J. Wilberforce, The Doctrine of the Incarnation
A. E. Garvie, Studies in the Inner Life of Jesus of our Lord Jesus Christ
A. G. Paisley, The Emotional Life of Jesus E. H. Gifford, The Incarnation, New York, 1897
D. G. Browne, Christ and His Age T. C. Edwards, The God-Man, Hodder & Stoughton
Samuel G. Craig, Jesus as He Was and Is Franzelin, De Verbo Incamato, Rome
Henry Ward Beecher, The Life of Jesus the Christ Ottley, The Doctrine of the Incarnation, Methuen
Hall Caine, Life of Christ Athanasius, On the Incarnation, London
Ecce Homo, A Survey of the Life and Work of Christ Charles Gore, The Incarnation of the Son of God, New
C. J. Ellicott, Historical Lectures on the Life of Our York, 1900
Lord Jesus Christ H. C. Powell, The Principle of the Incarnation,
William Hanna, Life of Christ London, 1896
Robert Keable, The Great Galilean
R. H. Walker, Jesus and Our Pressing Problems LA EXPIACIÓN
G. O. Griffith, St Pau’s Life of Christ John Miley, The Atonement in Christ, New York, 1879
J. V. Bartlet, The Lord of Life L. W. Grensted, A Short History of the Doctrine of the
B. W. Bacon, The Story of Jesus, New York, 1927 Atonement
Shirley Jackson Case, Jesus, a New Biography, Chicago, A. A. Hodge, The Atonement, Philadelphia, 1867
1927 R. S. Candlish, The Atonement: Its Efficacy and Extent,
W. Sanday, Outlines of the Life of Christ, T. & T. Edinburgh, 1867
Clark, 1906; Life of Christ in Recent Research, Albert Barnes, The Atonement in Its Relation to Law
Oxford, 1907 and Moral Government, Philadelphia, 1859
G. Papini, Life of Christ, Appleton, 1921, New York, Horace Bushnell, The Vicarious Sacrifice (2
1923 volúmenes), New York, 1891
R. J. Campbell, The Life of Christ, Appleton, 1921 D. W. Simon, The Redemption of Man, Edinburgh,
Baab, Jesus Christ Our Lord, Abingdon, 1937 1899; Reconciliation Through Incarnation,
Edinburgh, 1898
Anselm, Cur Deus Homo, Chicago, 1903
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 385

H. N. Oxenham, The Catholic Doctrine of Atonement, P. L. Snowden, The Atonement and Ourselves, London,
London, 1865 1919
T. V. Tymns, The Christian Idea of Atonement, F. R. M. Hitchcock, The Atonement and Modern
London, 1904 Thought, London, 1911
R. C. Moberly, Atonement and Personality, New York, George C. Foley, Anselm’s Theory of the Atonement,
1901 New York, 1909
A. Sabbatier, The Doctrine of the Atonement and Its James Denney, The Christian Doctrine of
Historical Evolution, New York, 1904 Reconciliation
James Denney, The Death of Christ, New York, 1903; Albert C. Knudson, The Doctrine of Redemption,
The Atonement and the Modern Mind, London, Abingdon, 1933
1903; The Christian Doctrine of Reconciliation, New
York, 1918 PARTE IV
G. B. Stevens, The Christian Doctrine of Salvation, LA DOCTRINA DEL ESPÍRITU SANTO
1905
Rashdall, The Idea of Atonement in Christian Theology, LA PERSONA Y LA OBRA DEL
MacMillan, 1920 ESPÍRITU SANTO
J. K. Mozley, The Doctrine of the Atonement, James Buchanan, On the Office and Work of the Holy
Scribners, 1916 Spirit, Edinburgh, 1856
F. D. Maurice, The Doctrine of Sacrifice Deduced from James B. Walker, The Doctrine of the Holy Spirit,
the Scriptures, 1854 Cincinnati, 1880
John M. Campbell, The Nature of the Atonement, Julius Charles Hare, The Mission of the Comforter,
London, 1873 London, 1876
Thomas J. Crawford, The Doctrine of the Holy W. T. Davison, The Indwelling Spirit, Hodder &
Scripture Respecting the Atonement, 1875 Stoughton, 1911
R. W. Dale, The Atonement, New York, 1876 John Goodwin, Pleroma to Pneumatikon; or Being
William Symington, The Atonement and Intercession of Filled with the Spirit, 1670, 1867
Jesus Christ, New York, 1849 William Arthur, Tongue of Fire, 1856
Howard Malcom, The Extent and Efficacy of the Downer, The Mission and Administration of the Holy
Atonement, Philadelphia, 1870 Spirit, 1909
G. Smeaton, The Doctrine of the Atonement as Taught Abraham Kuyper, The Work of the Holy Spirit, Funk
by Christ Himself, Edinburgh, 1868 & Wagnalls, 1908
Ralph Wardlaw, Discourses on the Nature and Extent of A. B. Simpson, The Holy Spirit or Power from on High
the Atonement, Glasgow, 1844 (2 volúmenes), New York, 1895
William Magee, Scripture Doctrine of Atonement and B. H. Streeter, The Spirit, MacMillan, 1919
Sacrifice, New York, 1839 H. Wheeler Robinson, The Christian Experience of the
Charles Beecher, Redeemer and Redeemed, Boston, Holy Spirit, Harper, 1928
1864 Selby, The Holy Spirit and Christian Privilege, 1894
J. S. Lidgett, The Spiritual Principle of the Atonement, Welldon, The Revelation of the Holy Spirit, 1902
London, 1901 John W. Goodwin, The Living Planet, Nazarene
Ritschl, The Scripture Doctrine of Justification and Samuel Chadwick, The Way to Pentecost, Revell
Reconciliation T. Rees, The Holy Spirit in Thought and Experience
Clark Robert Mackintosh, Historic Theories of the Evelyn Underhill, The Life of the Spirit and the Life of
Atonement, New York, 1920 Today
Grotius, De Satisfactione Charles A. Anderson-Scott, Fellowship with the Spirit
S. Cave, The Scripture Doctrine of Sacrifice, T. & T. Walker, The Spirit and the Incarnation, 1899
Clark Irving Wood, The Spirit of God in Biblical Literature,
H. R. Mackintosh, The Christian Experience of 1904
Forgiveness G. Smeaton, Doctrine of the Holy Spirit, 1882
G. W. Richards, Christian Ways of Salvation T. K. Doty, The Twofold Gift of the Holy Ghost
H. S. Coffin, Social Aspects of the Cross, New York, L. R. Dunn, The Mission of the Spirit, New York,
1911 1871
J. S. Whale, The Christian Answer to the Problem of S. L. Brengle, When the Holy Ghost Is Come, New
Evil, 1936 York, 1914
E. W. Johnson, Suffering, Punishment and Atonement, William McDonald, Another Comforter, Boston, 1890
1919 Denio, The Supreme Leader, Boston, 1910
H. Wheeler Robinson, Suffering: Human and Divine, W. P. Dickson, St Paul’s Use of the Terms Flesh and
MacMillan, 1939 Spirit, 1883
A. S. Peake, The Problem of Suffering in the Old Dougan Clark, The Offices of the Holy Spirit,
Testament, 1904 Philadelphia, 1878
M. C. D^rcy, The Pain of this World and the W. H. Hutchings, The Person and Work of the Holy
Providence of God, 1936 Ghost, Longmans Green, 1897
J. K. Mozley, The Impassibility of God, 1926 Basil, De Spiritu Sancto, London
R. C. Moberly, Sorrow, Sin and Beauty, 1903 J. S. Candlish, The Work of the Holy Spirit, T. & T.
James Hinton, The Mystery of Pain, 1866 Clark Manning, Internal Mission of the Holy Ghost,
B. R. Brasnett, The Suffering of the Impassible God, London
1928 Wheldon, The Holy Spirit, Macmillan
Leighton Pullen, The Atonement, London, 1913 Humphrey, His Divine Majesty, London
Lonsdale Ragg, Aspects of the Atonement, London, Owen, The Doctrine of the Holy Spirit, T. & T. Clark,
1904 1684, 1826
386 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

Joseph Parker, The Paraclete, New York, 1876 Boemer, The Anointing of the Holy Spirit
Heber, Bampton Lectures on the Personality and Office Neuman, The Anointing Which Teaches All Things
of the Comforter, 1846 Fries, The Office of the Holy Spirit in General
Raymond Calkins, The Holy Spirit, Abingdon, 1930 Weiss, The Holy Spirit Bringing Into Remembrance
A. C. A. Hall, The Work of the Holy Spirit, Milwaukee, Foertsch, On the Holy Spirit's Leading of the Children
1907 of God
J. D. Folsom, The Holy Spirit Our Helper, New York, Hoepfner, On the Intercession of the Holy Spirit
1907 Meen, On the Adoration of the Holy Spirit
G. F. Holden, The Holy Ghost the Comforter, New Henning y Crusius, On the Earnest of the Holy Spirit
York, 1908 Beltheim, Arnold, Gunther, Wendjer and Dumerick,
F. C. Porter, The Spirit of God and the Word of God in On the Groaning of the Holy Spirit
Modern Theology, New York, 1908
J. H. B. Masterman, I Believe in the Holy Ghost, Teólogos Holandeses
London, 1907 Sam. Maresius, Theological Treatise on the Personality
A. J. Gordon, The Ministry of the Spirit, New York, and Godhead of the Holy Spirit
1894 Jac. Fruytier, The Ancient Doctrine Concerning God
Kildahl, Misconceptions of the Word and Work of the and the Holy Spirit, True, Proven and Divine
Holy Spirit, Minn., 1927
Henry B. Swete, The Holy Spirit in the Ancient ESTADOS PRELIMINARES
Church, London, 1912; The Holy Spirit in the New DE LA GRACIA
Testament, London, 1909 John Wesley, Works, Volume VI; On Predestination
W. H. Griffith Thomas, The Holy Spirit of God, James Arminius, Writings, Volume III
London, 1913 John Fletcher, Checks to Antinomianism, Volumes I-II
C. E. Raven, The Creator Spirit J. B. Mozley, Augustinian Doctrine of Predestination,
R. A. Torrey, The Person and Work of the Holy Spirit, 1855
New York, 1910 George Tomline, A Refutation of Calvinism, London,
C. I. Schofield, Plain Papers on the Holy Spirit, New 1811
York y London, 1899 John Calvin, Institutes, Book III, Chapters xxi-xxiv
E. W. Winstanley, The Spirit in the New Testament, Richard Watson, Theological Institutes, Part II,
New York, 1908 Chapters xxv-xxviii
Julius Charles Hare, The Mission of the Comforter, W. Fisk, The Calvinistic Controversy, New York, 1837
Boston, 1854 Randolph S. Foster, Objections to Calvinism,
J. Robson, The Holy Spirit, the Paraclete, Aberdeen, Cincinnati, 1848
1893 Edward Copleston, Enquiry into the Doctrines of
L. B. Crane, The Teachings of Jesus Concerning the Necessity and Predestination, London, 1821
Holy Spirit, New York, 1906 John Forbes, Predestination and Free Will Reconciled,
Goodwin, The Work of the Holy Ghost in Our or Calvinism and Arminianism United in the
Salvation, Edinburgh, 1863 Westminster Confession, 1878
I. Wood, The Spirit of God in Biblical Literature, 1904 Jonathan Edwards, An Essay on the Freedom of the
J. P. Coyle, The Holy Spirit in Literature and Life, Will, 1754; also, A Divine and Supernatural Light
Boston, 1855 Imparted to the Soul by the Spirit of God, 1734
Jonathan Goforth, By My Spirit, London and Albert Taylor Bledsoe, An Examination of Edwards on
Edinburgh the Will; Philadelphia, 1845; A Theodicy, or
Vindication of Divine Glory, New York, 1853
Obras más Antiguas sobre el Espíritu Santo Asa Mahan, System of Intelectual Philosophy, New
John Owen, Works, Richard Baynes, 1826 York, 1845; Election and the Influence of the Holy
Johannes Ernest Gerhard, On the Person of the Holy Spirit, 1851
Spirit, Jena, 1660 Daniel D. Whedon, Freedom of the Will, 1864
T. Hackspann, Dissertation on the Holy Spirit, Jena, Martin Luther, Bondage of the Will
1655 Thomas C. Upham, Treatise on the Will, 1850
J. F. Buddeuss, On the Godhead of the Holy Spirit, Henry Philip Tappan, A Review of Edwards on the
Jena, 1727 Will, New York, 1839; Doctrine of the Will
Fr. Deutsch, On the Personality of the Holy Spirit, Determined by an Appeal to Consciousness, 1840;
Leipsic, 1711 Doctrine of the Will Applied to Moral Agency and
David Rungius, Proof of the Eternity and Eternal Responsibility, 1841
Godhead of the Holy Spirit, Wittenberg, 1599
Seb. Nieman, On the Holy Spirit, Jena, 1656 LA JUSTICIA CRISTIANA
J. G. Dorsche, On the Person of the Holy Spirit, No hay que olvidar que el mejor tratamiento de este tema
Konigsberg, 1690 ha de encontrarse en las obras regulares de teología. El
J. C. Pfeiffer, On the Godhead of the Holy Spirit, Jena, tratamiento más claro y específico es el que se da en los
1740 tratados más tempranos.
G. F. Gude, On the Martyrs as Witnesses for the John Wesley, Sermons, V, VI, XX. (Harrison, Wesleyan
Godhead of the Holy Spirit, Leipsic, 1741 Standards, Volume I)
J. C. Danhauer, On the Procession of the Holy Spirit Richard Watson, Theological Institutes, II, Chapter
from the Father and from the Son, Strasburg, 1663 xxiii
John Calvin, Institutes, III, xi-xviii
Tratados Separados John Owen, Works, Volume V, The Doctrine of
Anton, The Holy Spirit Indispensable Justification
Carsov, On the Holy Spirit in Conviction Faber, The Primitive Doctrine of Justification
Wensdorf, On the Holy Spirit as a Teacher
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 387

Jonathan Edwards (el joven), On the Necessity of the Sermon XL, Christian Perfection; y Sermon XLIII,
Atonement, and Its Consistency with Free Grace in The Scripture Way of Salvation
Forgiveness. Tres discursos, 1875, los cuales forman Jesse T. Peck, The Central Idea of Christianity, Boston,
la base de la “teoría edwardiana” de la expiación que 1857
generalmente acepta la “Escuela de Nueva R. S. Foster, Christian Purity
Inglaterra”. W. F. Mallalieu, The Fulness of the Blessing, Jennings
Albrecht Ritschl, The Christian Doctrine of Justification & Pye, 1903
and Reconciliation, 1902 P. F. Bresee, Sermons, Nazarene Publishing House,
Charles Abel Heurtley, Justification, 1845 1903
John Davenant, A Treatise on Justification (2 Dougan Clark, Theology of Holiness, Boston, 1893;
volúmenes), London, 1844-1846 Offices of the Holy Spirit, 1878
M. Loy, The Doctrine of Justification, Columbus, William MacDonald, Scriptural Way of Holiness,
Ohio, 1869, 1882 1887; New Testament Standard of Piety, New York,
James Buchanan, The Doctrine of Justification, 1860,1871
Edinburgh, 1867 J. A. Wood, Purity and Maturity, 1876, Boston, 1899;
John H. Newman, Lectures on the Doctrine of Perfect Love, 1880, Boston and Chicago, 1907;
Justification, London, 1871 Christian Perfection as Taught by John Wesley,
R. N. Davies, A Treatise on Justification, Cincinnati, MacDonald and Gill, 1885
1878 Adam Clarke, Christian Theology, London, 1835
Julius Charles Hare, Scriptural Doctrine of Justification R. T. Williams, Sanctification, Kansas City, 1928
Martin Luther, On Galatians J. W. Goodwin, The Living Flame, Kansas City
S. M. Merrill, Aspects of Christian Experience, Chapters C. W. Ruth, Entire Sanctification, Chicago, 1903; The
iv-vii Second Crisis in Christian Experience, Chicago, 1912
H. R. Mackintosh, The Christian Experience of W. B. Godbey, The Incarnation of the Holy Ghost,
Forgiveness Louisville: Bible Theology, Cincinnati, 1911
G. W. Richards, Christian Ways of Salvation, New W. Jones, M.D., The Doctrine of Entire Sanctification,
York, 1923 National Association, 1885
John Witherspoon, Essay on Justification, 1756 Asbury Lowrey, Possibilities of Grace, New York, 1888
G. Cross, Christian Salvation, Chicago, 1925 A. M. Hills, Holiness and Power
Joseph H. Smith, Pauline Perfection, Chicago, 1913
LA FILIACIÓN CRISTIANA Daniel Steele, Love Enthroned, New York, 1875,
Fuera de las obras regulares de teología, no existe 1902, 1908
literatura extensa sobre la filiación cristiana o Sheridan Baker, Hidden Manna, Boston, 1888; The
regeneración. New Name, 1890; Living Waters
John Wesley, Sermons, XVIII y XIX Commissioner Brengle, When the Holy Ghost Is Come,
John Fletcher, Discourse on the New Birth Salvation Army, N. Y., 1914
Stephen Charnock, On Regeneration Edinburgh, 1864 Harry E. Jessop, Foundation of Doctrine, Chicago,
Faber, Primitive Doctrine of Regeneration 1938
John Howe, On Regeneration (Sermones xxxviii-xlix); Beverly Carradine, The Old Man, Louisville, 1896;
Complete Works (2 volúmenes), London, 1724; The Better Way, Cincinnati, 1896
New York, 1869 Isaac M. See, The Rest of Faith, New York, 1871
Austin Phelps, The New Birth, Boston, 1867 Mark Guy Pearse, Christian's Secret of Holiness,
John Witherspoon, Treatise on Regeneration, 1784 Boston, 1886; Thoughts on Holiness, 1884
Calvin, Institutes, III, i-ii Benjamin T. Roberts, Holiness Teachings, North Chili,
Jonathan Edwards, On Spiritual Light N. Y., 1893
S. M. Merrill, Aspects of Christian Experience S. H. Platt, Christian Holiness (Philosophy, Theory and
Witsius, Covenants, III, vi Experience), 1882
Archbishop Leighton, On Regeneration Asa Mahan, The Baptism of the Holy Ghost, George
N. H. Marshall, Conversion or the New Birth, London, Hughes & Co., 1870
1909 C. J. Fowler, Christian Unity, Chicago, 1907
G. H. Gerberding, New Testament Conversions, E. P. Ellyson, Bible Holiness, Kansas City, 1938
Philadelphia, 1889 S. A. Keen, Pentecostal Papers, Cincinnati, 1895
E. T. Curnick, A Catechism on Christian Perfection,
El Testimonio del Espíritu Boston, 1885
John Wesley, Sermons, X, XI, XII E. A. Hazen, Salvation to the Uttermost, Lansing, 1892
R. N. Davies, A Treatise on Justification, 1878 Chadwick, The Way to Pentecost, Revell
S. M. Merrill, Aspects of Christian Experience A. Sims, Bible Salvation, 1886
Walton, Witness of the Spirit W. E. Shephard, Holiness Typology, San Francisco,
Young, The Witness of the Spirit, 1882 1896
G. D. Watson, White Robes, Cincinnati, 1883; The
Obras Modernas Relacionadas Heavenly Life
H. Begbie, Twice-Born Men, New York, London and J. A. Kring, The Conquest of Canaan, Kansas City,
Edinburgh, 1909 1930
H. E. Monroe, Twice-Born Men in America, 1914 J. G. Morrison, Our Lost Estate, Kansas City
G. Jackson, The Fact of Conversion, London, 1908 Campbell, Witnesses to Holiness
Brockett, Scriptural Freedom from Sin, Kansas City,
LA PERFECCIÓN CRISTIANA O
1941
ENTERA SANTIFICACIÓN
John Wesley, Plain Account of Christian Perfection;
Sermon XVII, The Circumcision of the Heart;
388 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

ÉTICA CRISTIANA D. S. Gregory, Christian Ethics, Philadelphia, 1875


William Burton Pope, Compendium of Christian Joseph Haven, Moral Philosophy, Boston, 1860
Theology, III, pp. 148-258 Ralph Wardlaw, Christian Ethics, London, 1833
Thomas N. Ralston, Elements of Divinity, Part III, pp. J. L. Davies, Theology and Morality, London, 1873
733-857 H. Winslow, Moral Philosophy, New York, 1866
C. F. Paulus, The Christian Life, New York y Samuel Spalding, The Philosophy of Christian Morals,
Cincinnati, 1892 London, 1843
H. H. Scullard, The Ethics of the Gospel and the Ethics J. Skinner, Synopsis of Moral and Ascetic Theology
of Nature, London, 1827 Kegan Paul Archibald Alexander, Outlines of Moral
W. R. Inge, Christian Ethics and Modern Problems, Science, New York, 1870
London, 1932 T. R. Birks, Supernatural Revelation, or the First
C. Gore, Christian Moral Principles, London, 1932 Principles of Moral Theology, London, 1879
W. E. H. Lecky, History of European Morals from J. Bascom, Ethics of the Science of Duty, New York,
Augustine to Charlemagne, London, 1897 1879
P. Gardner, Evolution in Christian Ethics, London, G. C. A. Harless, System of Christian Ethics,
1918 Edinburgh, 1868
W. H. V. Reade, The Moral System in Dante's Inferno, Chr. F. Schmid, General Principles of Christian Ethics,
Oxford, 1909 Philadelphia, 1872
A. H. Gilbert, Dante's Conception of Justice, Durham, J. Seth, A Study of Ethical Principles, London, 1894
N. C., 1925 J. S. Mackenzie, A Manual of Ethics, London, 1893
R. Roedder, Savonarola, A Study of Conscience, New Noah Porter, The Elements of Moral Science, Scribners,
York, 1930 1885; Kant’s Ethics, Chicago, 1885
G. Harkness, John Calvin, the Man and His Ethics, Immanuel Kant, The Metaphysics of Ethics, Edinburgh,
New York, 1931 1869
F. K. Chaplin, The Effects of the Reformation on the John Foster, Lectures on Christian Morals, Nashville,
Ideals of Life and Conduct, Cambridge, 1927 1855
J. R. Illingworth, Christian Character, London, 1904 E. G. Robinson, Principles and Practice of Morality,
W. R. Sorley, Ethics of Naturalism, Edinburgh, 1904; Boston, 1888
Moral Life and Moral Worth, Cambridge, 1911; James Martineau, Types of Ethical Theory (2
Moral Values and the Idea of God, Cambridge, 1918 volúmenes), Oxford, 1886
K. E. Kirk, The Christian Doctrine of the Summum Borden Parker Bowne, The Principles of Ethics,
Bonum, London, 1931 Harpers, 1892
H. E. Rashdall, Theory of Good and Evil, Oxford, W. T. Davison, The Christian Conscience, London,
1907 1888
P. Mayers, History as Past Ethics, Boston, 1913 Alexander Baine, Mental and Moral Science, London,
J. Rickaby, Aquinas Ethicus (2 volúmenes), London, 1868
1896
W. K. L. Clarke, The Ascetic Works of St. Basil, Matrimonio y Divorcio
London, 1925 Oscar D. Watkins, Holy Matrimony, New York, 1895
Bernard of Clairveaux, The Twelve Degrees of Humility Herbert M. Luckok, The History of Marriage, Jewish
and Pride, London, 1929 and Christian, London, 1895
T. K. Abbott, Kant's Critique of Practical Reason and Hugh Davey Evans, A Treatise on the Christian
Other Works on The Theory of Ethics, London, 1909 Doctrine of Marriage, New York, 1870
T. H. Green, Prolegomena to Ethics, Oxford, 1883, Alvah Hovey, The Scriptural Law of Divorce, Boston,
1906 1866
F. H. Bradley, Ethical Studies, Oxford, 1876, 1927 George Walter Fiske, The Christian Family,
R. H. Murray, Erasmus and Luther, London, 1920 Abingdon, 1929
F. H. Dudden, The Life and Times of Ambrose, Flora M. Thurston, A Bibliography of Family
Oxford, 1935 Relationships, New York, 1932
Augustine, Confessions (Everyman’s Edition), London, Annie I. Dyer, Guide to the Literature of Home and
1907; City of God, F. W. Bussell, London, 1913 Family Life, Philadelphia, 1924
Tertullian, Apologia, London, 1926 Regina Wescott Wieman, The Modern Family and the
A. Slater, Manual of Moral Theology (2 volúmenes), Church, Harpers, 1937
Bums and Oates
F. J. Hall y F. H. Hallock, Moral Theology, Longmans Reforma Social Moderna
Green & Company H. Martin, Christian Social Reformers of the Nineteenth
K. E. Kirk, Some Principles of Moral Theology; Century, London, 1927
Conscience and Its Problems, Longmans Green & W. Cunningham, Christianity and Economic Science,
Co. London, 1914
W, E. Orchard, Christianity and World Problems,
Obras más Antiguas London
William Whewell, The Elements of Morality (2 J. A. Hobson, God and Mammon: The Relation of
volúmenes), New York, 1845 Religion and Economics, New York, 1931
Francis Wayland, The Elements of Moral Science, A. D, Lindsay, Christianity and Economics, London,
Boston, 1865 1933
Mark Hopkins, The Law of Love and Love as a Law, E. Troeltsch, Protestantism and Progress, London,
New York, 1875 1912
Henry Calderwood, Handbook of Moral Philosophy, R. H. Tawney, Religion and the Rise of Capitalism,
London, 1881 London, 1925
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 389

A. T. Cadoux, Jesus and Civil Government, London, Gobierno de la Iglesia


1923 George T. Ladd, Principles of Church Polity, New
C. J. Cadoux, The Early Church and the World, York, 1882
Edinburgh, 1925 Samuel Davidson, Ecclesiastical Polity of the New
M. Weber, The Protestant Ethics and the Spirit of Testament, Bohn, 1850
Capitalism, New York, 1930 Albert Barnes, Episcopacy Tested by Scripture; Essays
F. E. Johnson, Economics and the Good Life, New and Reviews, Volume I, New York, 1855
York, 1934 W. Walker, The Creeds and Platforms of
Congregationalism, 1893
LA IGLESIA W. J. McGlothlin, Baptist Confessions of Faith, 1911
Thomas O. Summers, Systematic Theology, Volume II, Charles Hodge, The Church and Its Polity, New York,
Book VII, pp. 215- 494 1879
William Burton Pope, Compendium of Christian E. Hatch, The Organization of the Early Christian
Theology, Volume III, pp. 259-364 Churches, London, 1881
A. H. Strong, Systematic Theology, Volume III, Part R. W. Dale, Manual of Congregational Principles
VII, pp. 887-980 G. A. Jacob, The Ecclesiastical Polity of the New
Samuel Wakefield, Christian Theology, Book VI, pp. Testament
538-596 W. Jones Seabury, An Introduction to the Study of
A. M. Hills, Fundamental Christian Theology, Volume Ecclesiastical Polity, New York, 1894
II, pp. 282-336 C. C. Stewart, The Scriptural Form of Church
Government, New York, 1872
Los Sacramentos William Pierce, The Ecclesiastical Principles and Polity
George D. Armstrong, The Sacraments of the New of the Wesleyan Methodists, London, 1873
Testament, New York, 1880 William H. Perrine, Principles of Church Government
W. R. Gordon, The Church of God and Her with Special Application to the Polity of Episcopal
Sacraments, New York, 1870 Methodism, New York, 1888
Richard Whately, The Scripture Doctrine Concerning Robert Emory, History of the Discipline of the
the Sacraments, London, 1857 Methodist Episcopal Church, 1864
John S. Stone, The Christian Sacraments, New York, Francis Wayland, Notes on the Principles and Practices
1866 of Baptist Churches, Sheldon, 1857
Richard Watson, The Sacraments (from the Institutes), Ralph Wardlaw, Congregational Independency,
New York, 1893 London, 1848
C. P. Krauth, The Person of Our Lord and His C. W. Shields, The Historic Episcopate, Scribners,
Sacramental Presence, (Lutheran), 1867 1894
Thomas B. Neely, The Evolution of Episcopacy and
Tratados Especiales sobre el Bautismo
Organic Methodism, New York, 1888
Bishop S. M. Merrill, Christian Baptism, New York,
1876 Historia de la Iglesia
J. W. Etter, The Doctrine of Christian Baptism, J. L. Mosheim, Ecclesiastical History (4 volúmenes)
Dayton, 1888 George P. Fisher, History of the Christian Church,
William Wall, History of Infant Baptism, London, Scribners, 1887
1872 J. F. Hurst, Short History of the Christian Church,
Leonard Woods, Lectures on Infant Baptism, Andover, Harpers, 1893
1829 J. H. Kurtz, Church History (3 volúmenes), New York,
James Chrystal, History of the Modes of Christian 1890
Baptism, Philadelphia, 1851 Philip Schaff, History of the Apostolic Church, New
W. Elwin, The Ministry of Baptism, London, 1889 York, 1853; History of the Christian Church (7
Alexander Carson, Baptism in Its Mode and Subjects, volúmenes), Scribners, 1892; American Church
American Baptist 1845, 1860 History (12 volúmenes), Christian Literature
C. P. Krauth, Baptism: The Doctrine Set Forth in the Company, N. Y., 1893
Holy Scriptures and Taught in the Evangelical H. H. Milman, History of Latin Christianity (8
Lutheran Church, 1866; Infant Baptism and Infant volúmenes), New York, 1871
Salvation in the Calvinistic System, Philadelphia, Gibbon, History of the Decline and Fall of the Roman
1874 Empire (6 volúmenes), Boston, 1850
Edward Beecher, Import and Modes of Baptism, New John Fulton, Ten Epochs of Church History (10
York, 1849 volúmenes), Scribners, 1911
Edward Bickersteth, A Treatise on Baptism, Williston Walker, History of the Christian Church,
Philadelphia, 1841 Scribners, 1924
J. A. Whittaker, Baptism, 1893 Leopold von Ranke, History of the Popes (3
R. W. Dale, Classic Baptism, 1867; Johannic Baptism, volúmenes), New York, 1901
1870; Judaic Baptism, 1873; Christie and Patristic F. W. Farrar, Early Days of Christianity, New York,
Baptism, 1874; Rutter, Philadelphia 1882
F. G. Hibbard, Christian Baptism, New York, 1853 C. D. Eldridge, Christianity’s Contribution to
William Hodges, Baptism Tested by Scripture and Civilization, Cokesbury, 1928
History, New York 1874 William Warren Sweet, Story of Religion in America,
D. B. Ford, Studies on the Baptismal Question, Boston, Harpers, 1930, 1939
1879 G. L. Hunt, Outline of the History of Christian
C. Taylor, Apostolic Baptism, New York, 1844, 1869 Literature, MacMillan, 1926
H. Herbert Hawes, Baptism Mode-Studies, Warden,
1887
390 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

K. S. Latourette, A History of the Expansion of Charles E. Jefferson, Why We May Believe in Life After
Christianity (4 volúmenes), Scribners, 1941 Death
A. Hamack, The Mission and Expansion of Christianity A. S. Pringle-Pattison, The Idea of Immortality,
Hans Lietzmann, The Beginnings of the Christian Oxford, 1922
Church Moffatt, The First Five Centuries J. A. Spencer, Five Last Things, New York, 1887
Abel Stevens, History of Methodism (3 volúmenes), G. T. Cooperrider, The Last Things, Death and the
New York and London, 1858, 1878 Future Life, Columbus, Ohio, 1911
L. Tyerman, The Life and Times of the Rev. John James H. Hyslop, Science and the Future Life, Boston,
Wesley (3 volúmenes), Harpers, 1872 1905
T. M. Lindsay, History of the Reformation, (2 R. E. Hutton, The Soul in the Unseen World, London,
volúmenes), 1911 1902; The Life Beyond, Milwaukee, 1916
J. Mackinnon, Luther and the Reformation (4 E. E. Holmes, Immortality, 1908
volúmenes); Calvin and the Reformation,1936 Joseph Agar Beet, The Last Things, London, 1905
M. W. Patterson, A History of the Church of England, Ernest von Dobschutz, The Eschatology of the Gospels,
1912 London, 1910
Rufus M. Jones, The Later Period of Quakerism, William Adams Brown, The Christian Hope, New
MacMillan (2 volúmenes), 1921 York, 1912; The Creative Experience, 1923
Workman and Eays, A New History of Methodism, (2 B. H. Streeter (y otros), Immortality, MacMillan,
volúmenes), 1909 1917
J. W. C. Wand, A History of the Modern Church, 1929 J. Y. Simpson, Man and the Attainment of Immortality
S. Bulgakov, The Orthodox Church, 1935 F. W. H. Myers, Human Personality and Its Survival of
A. Neander, General History of the Christian Religion Bodily Death, London, 1913
and Church, Edinburgh, 1851-1855 J. Strong, The Doctrine of a Future Life, New York,
1891
Misceláneos W. Smyth, Domer on the Future State, New York,
T. M. Lindsay, The Church and the Ministry in the 1883
Early Centuries, 1924 R. H. Charles, A Critical History ef the Doctrine of a
C. G. Coulton, Five Centuries of Religion (3 Future Life in Israel, in Judaism and in Christianity,
volúmenes), 1923 London, 1899
B. H. Streeter, The Primitive Church, London, 1929 S. Davidson, Doctrine of Last Things, London, 1882
W. P. Paterson, The Rule of Faith, Hodder & Alger, Critical History of the Future Life, Boston, 1880
Stoughton, 1912 J. Marchant, Immortality (A symposium), New York,
William Adams Brown, The Essence of Christianity, 1924
New York, 1902; The Church Catholic and H. R. Mackintosh, Immortality and the Future, 1917
Protestant, Scribners, 1935; Church and State in M. C. Peters, After Death What? 1908
America, 1936 D. P. Halsey, The Evidence for Immortality, 1931
H. Cotterill, The Genesis of the Church, Edinburgh, P. Cabot, The Sense of Immortality, 1924
1872
J. J. McElhinney, The Doctrine of the Church, Las Conferencias Ingersoll
Philadelphia, 1871 Los siguientes títulos de libros proceden de las
C. C. Richardson, The Church Through the Centuries, Conferencias Ingersoll sobre la Imortalidad, las cuales
Scribners, 1938 fueron publicadas por Cambridge University Press:
N. Ehrenstrom, Christian Faith and the Modern State, George A. Gordon, Immortality and the New Theology,
1937 1896
H. R. Mackintosh, The Originality of the Christian Benjamin Ide Wheeler, Dionysius and Immortality,
Message, New York, 1920 1898
Ernest P. Scott, The Nature of the Early Church, Josiah Royce, The Conception of Immortality, 1899
Scribners, 1941 John Fiske, Life Everlasting, 1900
C. A. Scott, The Church, Its Worship and Sacraments, Samuel M. Crowthers, The Endless Life, 1905
London, 1927 Charles F. Dole, The Hope of Immortality, 1907
W. S. Sperry, Reality in Worship, New York, 1925 George A. Reisner, Egyptian Conception of Immortality,
T. R. Glover, The Nature and Purpose of a Christian 1911
Society, New York, 1922 Clifford Herschel Moore, Pagan Idea of Immortality,
A. B. Macdonald, Christian Worship in the Primitive 1918
Church William Wallace Ferm, Immortality and Theism, 1921
Philip Carrington, A Primitive Christian Catechism Kirsopp Lake, Immortality and the Modern Mind,
C. E. Raven, The Gospel and the Church 1922
Philip S. Cabot, The Sense of Immortality, 1924
ESCATOLOGÍA Edgar S. Brightman, Immortality in Post-Kantian
S. D. F. Salmond, The Christian Doctrine of Idealism, 1925
Immortality, Edinburgh, 1901
J. H. Snowden, The Christian Belief in Immortality, Obras más Antiguas
1925 Howe, The Redeemer's Dominion Over the Invisible
E. Abbott, The Literature of the Doctrine of a Future World
Life, New York, 1874 N. L. Rice, On Immortality, Philadelphia, 1871
S. Lee, Eschatology, Boston, 1858 Isaac Taylor, Physical Theory of Another Life, 1858
N. West, Studies in Eschatology, New York, 1889 Cremer, Beyond the Grave
L. A. Muirhead, The Eschatology of Jesus, London, Whately, A View of Scripture Revelation Concerning a
1906 Future State, 1873
William Newton Clarke, Immortality, Yale, 1920 Perowne, On Immortality
BIBLIOGRAFÍA GENERAL 391

Bishop D. W. Clark, Man All Immortal, Methodist John Durant, Christ’s Appearance the Second Time for
Book Concern. 1864 the Salvation of Believers, London, 1829
H. Mattison, The Immortality of the Soul, 1864 E. B. Elliott, Horae Apocalyptica (4 volúmenes), 1862
Thomas A. Goodwin, The Mode of Man’s Immortality, Brooks, Elements of Prophetical Interpretation
New York, 1874 A. A. Bonar, Redemption Drawing Nigh, Edinburgh,
John Fiske, The Destiny of Man, Boston, 1884 1874
Luther A. Fox, Evidence of a Future Life, Philadelphia, H. Bonar, Coming and Kingdom, London, 1849
1874 T. R. Birks, The Four Prophetic Empires and the
Kingdom of the Messiah, 1845; Outlines of
El Estado Intermedio Unfulfilled Prophecy, 1854
T. Huidekoper, The Belief of the First Three Centuries Fraser, Key to the Prophecies, 1795
Concerning Christ’s Mission to the Underworld, New Capel Molyneux, The World to Come, 1853
York, 1876 McNeille, Lectures on the Jews
George Bartle, Scriptural Doctrine of Hades, Samuel Hopkins, A Treatise on the Millennium,
Philadelphia, 1870 Edinburgh, 1806
J. Fyfe, The Hereafter: Sheol, Hades, and Hell, Waldegrave, New Testament Millenarianism, London,
Edinburgh, 1889 1855
S. H. Kellogg, From Death to Resurrection, New York, Urwick, Second Advent of Christ, Dublin, 1839
1885 J. H. Alstead, The Beloved City, or The Saints on Earth
H. M. Lucock, The Intermediate State Between Death a Thousand Years, London, 1643
and Judgment, London, 1879 G. Bush, Treatise on the Millennium
G. S. Barrett, The Intermediate State and the Last W. Kelly, Lectures on the Second Coming, London,
Things, London, 1896 1866
A. Williamson, The Intermediate State, London, 1891 J. C. Rankin, The Coming of the Lord, New York,
Watts, Souls Between Death and the Resurrection 1885
Charles H. Strong, In Paradise: or the State of the Israel P. Warren, The Parousia, London, 1887
Faithful Dead, New York, 1893 David Brown, Christ’s Second Coming, Edinburgh,
E. H. Plumptre, The Spirits in Prison, London, 1884 1849
Alford, State of the Blessed Dead Bishop S. M. Merrill, The Second Coming of Christ,
Bush, The Intermediate State New York, 1879
Townsend, The Intermediate World Joseph Burchell, The Midnight Cry, 1849
C. T. Wood, Death and Beyond James H. Brookes, “Maranatha” or The Lord Cometh,
Wightman, The Undying Soul and the Intermediate St. Louis, 1878
State Nathaniel West, John Wesley and Premillennlalism,
V. U. Maywahlen, The Intermediate State, London, Cincinnati, 1894
1856 Daniel T. Taylor, The Reign of Christ on Earth,
Boston, 1882
EL SEGUNDO ADVENIMIENTO Henry Varley, Christ's Coming Kingdom, 1893
Edward Bickersteth, The Divine Warning to the T. H. Salmon, Waiting the Coming One, London
Church at This Time, 1849; The Glory of the A. B. Simpson, The Coming One, New York, 1912
Church; The Guide to the Prophecies; The Restoration A. Sims, Behold He Cometh, 1900; Deepening Shadows
of the Jews, London, 1853 and Coming Glories, Toronto, 1905
Joseph Mede, Clavis Apocalyptica, Cambrige, 1627 W. C. Stevens, Mysteries of the Kingdom, Nyack, 1904
Thomas Burnett, Sacred Theory of the Earth, London, I. M. Haldemann, Why I Preach the Second Coming,
1681 Revell, 1919
Joseph Perry, The Glory of Christ’s Visible Kingdom in James Edson White, The Coming King, Pacific Press,
this World, Northampton, 1721 1898
Nathaniel Homes, The Resurrection Revealed, London; Jesse Forrest Silver, The Lord’s Return, Revell, 1914
Sermons, London. 1863 L. L. Pickett, The Blessed Hope of His Glorious
Increase Mather, Glorious Kingdom of Jesus Christ on Appearing, Louisville, 1901; The Renewed Earth,
Earth now Approaching, Boston, 1770 Louisville, 1903
Richard Baxter, The Glorious Kingdom of God, W. E. Blackstone, Jesus Is Coming, Revell, 1908
London, 1691 Charles Feinberg, Premillennialism or Amillennialism,
Cummings, Apocalyptic Sketches, London, 1849; Great Zondervan, 1936
Tribulation, 1859; Great Preparation, 1861 The Duke of Manchester, The Finished Mystery
Frere, Lectures on the Prophecies Relative to the Last Woods, The Last Things
Times, London, 1849 J. A. Bengel, Exposition of the Apocalypse, 1740; Ordo
Joseph A. Seiss, The Last Times and the Great Temporum, 1741
Consummation, Philadelphia, 1878; Lectures on the Symon Patrick, The Appearing of Jesus Christ, London,
Apocalypse, New York, 1865, 1901 1863
George Duffield, Dissertations on the Prophecies David N. Lord, The Coming and Reign of Christ, New
Relative to the Second Coming of Christ, New York, York, 1858
1842; Millenarianism Defended, New York, 1843
J. S. Russell, The Parousia, London, 1887 LA RESURRECCIÓN
William Burgh, Lectures on the Second Advent, C. K. Staudt, The Idea of the Resurrection in the
London, 1845 Ante-Nicene Period, Chicago, 1910
Joseph Berg, The Second Advent of Christ, Not W. F. Whitehouse, The Redemption of the Body,
Premillennial, Philadelphia, 1859 London, 1895
Samuel Lee, Eschatology, or the Scripture Doctrine of the
Coming of Our Lord, Boston, 1858
392 TEOLOGÍA CRISTIANA, TOMO 3

George Bush, Anastasis, or the Doctrine of the F. W. Farrar, Eternal Hope, 1878; Mercy and
Resurrection of the Body, New York, 1845 Judgment: Last Words on Eschatology, 1881
B. F. Westcott, The Gospel of the Resurrection, Cochrane, Future Punishment
London, 1869 G. P. Fisher, Discussions in History and Theology,
J. Maynard, The Resurrection of the Dead, London, Scribners, 1880
1897 McDonald, The Annihilation of the Wicked Scripturally
C. S. Gerhard, Death and the Resurrection, Considered
Philadelphia, 1895 Pusey, Everlasting Punishment
William Hanna, The Resurrection of the Dead, Mead, The Soul and Hereafter
Edinburgh, 1872 W. G. T. Shedd, The Doctrine of Endless Punishment,
J. Hall, How Are the Dead Raised Up and with What 1886
Body Do They Come?, Hartford, 1875 Anderson, Future Destiny
J. Hughes-Games, On the Nature of the Resurrection Vernon, Probation and Punishment
Body, London, 1898 Goulborn, Everlasting Punishment
W. Milligan, The Resurrection of the Dead, Edinburgh, Lewis, Ground and Nature of Punishment
1894 Bartlett, Life and Death Eternal
E. Huntingford, The Resurrection of the Body, London, Hopkins, Future State
1897 Newton, The Final State
J. G. Bjorklund, Death and the Resurrection from the Stuart, Exegetical Essays
Point of View of the Cell Theory, Chicago, 1910 Bishop S. M. Merrill, The New Testament Idea of Hell,
William Hanna, The Resurrection of the Dead, Cincinnati, 1878
Edinburgh, 1872 L. T. Townsend, Lost Forever, Boston, 1874
Kingsley, The Resurrection of the Dead
Mattison, The Resurrection of the Dead El Cielo
Balfour, Central Truths and Side Issues, Edinburgh, H. Harbaugh, Heaven, Philadelphia, 1861; The
1895 Heavenly Home, 1853
Drew, Identity and General Resurrection of the Human S. Fallows, The Home Beyond, Chicago, 1884
Body, London, 1822 Thomas Hamilton, Beyond the Stars, or Heaven, Its
Goulburn, The Doctrine of the Resurrection of the Same Inhabitants, Occupations and Life, Scribners, 1889
Body as Taught in the Holy Scripture, London, 1850 H. Harbaugh, Heaven, Philadelphia, 1861; The
Landis, On the Resurrection Brown, The Resurrection of Heavenly Home, 1853; The Heavenly Recognition,
Life 1865
Cochran, The Resurrection of the Dead Archibald McCullagh, Beyond the Stars, or Human
Cook, The Doctrine of the Resurrection Life in Heaven, New York, 1887
D. A. Dryden, The Resurrection of the Dead, R. W. Clark, Heaven and Its Scriptural Emblems,
Cincinnati, 1872 Philadelphia, 1856
G. Z. Gray, The Scriptural Doctrine of Recognition in
LA CONSUMACIÓN FINAL the World to Come, New York, 1886
J. M. Killen, Our Companions in Glory, New York,
El Castigo Futuro 1862
J. B. Reimensnyder, Doom Eternal. The Bible and the J. A. Hodge, Recognition After Death, New York, 1889
Church Doctrine of Eternal Punishment, R. Winterbotham, The Kingdom of Heaven and
Philadelphia, 1880 Hereafter, New York, 1898
Alvah Hovey, The State of the Impenitent Dead, 1859 I. C. Craddock, The Heaven of the Bible, Philadelphia,
Jackson, The Doctrine of Retribution, 1875 1897

Potrebbero piacerti anche