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1. Introducción
El matrimonio ha sido y sigue siendo en todos los tiempos la situación más
habitual de vida de los seres humanos. La dimensión conyugal incide fuertemente en el
ser personal de los esposos (femenino o masculino), en la relación entre ambos, en la
generación de los hijos, en el proyecto de futuro, en su modo de estar y de obrar en el
mundo y en el ámbito de las relaciones sociales. Además el matrimonio inicia la
comunidad familiar: la primera que recibe e introduce en la sociedad a los nuevos seres
humanos, la que marca con su ‘señal’ de origen la identidad de la persona y sus
relaciones de parentesco, la que más fuerza propia tiene en la sociedad y la que tiene
atribuida una responsabilidad mayor.
El matrimonio arranca de la realidad del ser humano, se constituye sólo desde la
libertad de la persona y se desarrolla en el ámbito social a través de relaciones jurídicas.
El matrimonio constituye por consiguiente un ‘rasgo de identidad’ particularmente
fuerte, con honda repercusión en la persona y en la sociedad: en la persona, como
ciudadano y como creyente; en la sociedad, tanto civil como eclesiástica. Estas líneas
pretenden perfilar el papel de cada uno de los actores: los contrayentes, la sociedad civil
y la Iglesia. El papel de cada uno en el diseño y definición de la institución matrimonial,
en la regulación del momento constitutivo del vínculo conyugal y de sus propiedades y
efectos, en la resolución de conflictos y en la determinación de su extinción.
Además, es necesario interrogarse también acerca de cómo es el reconocimiento
mutuo de la sociedad civil y de las confesiones religiosas ¿Qué vale ante la Iglesia el
matrimonio civil de uno de sus fieles, o el divorcio?¿Debe una sociedad democrática
aceptar el matrimonio contraído ante una confesión religiosa?¿Puede el Estado imponer
una ley de divorcio?¿Pueden los ciudadanos, creyentes o no, discutir una ley de divorcio
y reputarla injusta, o se trata de un tema confesional que pertenece a la conciencia de
cada uno?¿Qué tienen que decir –y qué tienen que regular- uno y otro acerca de esa
relación tan personal y con tanta trascendencia social que se llama matrimonio?
2. El matrimonio es de todos
Aunque parezca obvio, es conveniente comenzar recordando que el matrimonio es
potencialmente de todos y para todos. Es de todos y para todos porque sus presupuestos
antropológicos están en todo ser humano. Lo es ‘potencialmente’ porque nadie está
obligado a casarse.
a) Presupuestos antropológicos.
Los presupuestos antropológicos básicos de los que surge el matrimonio son
cuatro: el primero es la heterosexualidad o diversidad entre varón y mujer, es decir, la
existencia de la persona humana modalizada como mujer o como varón. No se trata de
un accidente externo, histórico o cultural, sino de una realidad intrínseca que afecta a
todas las dimensiones del ser y del obrar humano: biológico, psíquico, espiritual.
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Prof. de Derecho Matrimonial Canónico de la Universidad de Navarra. Artículo publicado en Cristianos
y democracia, eds. C. Izquierdo-C. Soler, Eunsa, Pamplona 2005, pp. 307-332.
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b) La aportación de la persona.
Si hemos recordado lo que aporta la propia naturaleza del ser humano, debemos
ahora referirnos a la aportación específica de la persona y su libertad. En efecto, el
carácter personal de la mujer y del varón al proyectarse sobre estos presupuestos,
descubren toda la potencialidad latente y el modo humano de su aplicación. Con
palabras muy conocidas, Juan Pablo II ha señalado que “creándola a su imagen y
conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del varón y de la
mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de
la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser
humano” (Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 11).
La secuencia de ideas podría ser la siguiente: a) a la persona, de acuerdo con la
dignidad que le es propia, le corresponde vivir su dimensión sexuada a través de su
libertad como estructura de perfeccionamiento personal; b) la posibilidad de apertura al
otro encuentra en esta dimensión un cauce especial y específico de comunicación; c)
esta comunicación de la persona, en el ámbito de su intimidad femenina o masculina,
sólo puede tener lugar a través de una adecuada relación interpersonal; d) tal relación —
a su vez— no puede provenir sino de un acto de libertad; e) el acto de libertad por el
que una persona hace de sí un don como varón o mujer —concretando la inclinación
natural que en ella misma encuentra— es el acto paradigmático del amor esponsal en
su dimensión humana; f) por pertenecer la dimensión sexuada a la totalidad de la
persona, la entrega de esta dimensión no puede consistir mas que en constituir al otro —
mujer o varón— en co-posesor y co-partícipe de esta dimensión; g) en consecuencia, tal
acto debe ser un acto fundante o constituyente de una exclusiva y peculiar relación: la
de cónyuges.
La libertad para constituir esta relación se funda en la dignidad de la persona y se
define como uno de sus derechos fundamentales. Este derecho comprende: la elección o
no del estado de esposo, la elección del cónyuge, y el carácter intransferible del
compromiso mutuo —respecto al momento constitutivo del matrimonio—; y el
reconocimiento y la garantía adecuada de ayuda y la protección para el vínculo surgido
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sociedad, por tanto, no puede 'inventar' lo que es objeto del compromiso matrimonial, ni
el contenido del vínculo conyugal; los contrayentes, por su parte, tampoco pueden
hacerlo —de otro modo, no estarían queriendo el matrimonio—; y a la vez el
matrimonio no existe sino ‘encarnado’: es decir, de unos contrayentes concretos y ante
un ordenamiento jurídico.
El compromiso del pacto conyugal, supone: respecto al sujeto, un grado de
libertad proporcionado; respecto al modo de manifestación del consentimiento, una
'forma' propia de recepción por parte de la sociedad, que pueda dar lugar a la necesaria
certeza jurídica; y, en cuanto al objeto, la volición efectiva del contenido objetivo de la
conyugalidad.
Toda persona tiene derecho al matrimonio: pero no toda persona está
‘habilitada’ para ejercer ese derecho. La sociedad debe establecer ciertos 'impedimentos'
que delimiten la 'habilidad' necesaria: tiene derecho a imponer a los contrayentes —para
la validez— determinadas condiciones que protejan a los cónyuges mismos, a la
sociedad, y al matrimonio en sí: la edad mínima, las diversas relaciones de parentesco,
la existencia de un vínculo previo, etc. Para proteger la adecuación entre el acto mismo
de consentimiento y su objeto —ser cónyuges— la sociedad puede y debe señalar las
condiciones mínimas de libertad para el acto de contraer: la influencia del miedo, del
dolo, o de la falta de autenticidad en la declaración de voluntad de las partes, etc. Para
proteger la adecuada certeza sobre el origen del vínculo conyugal, la sociedad puede y
debe establecer una ‘forma’ de recepción del mutuo consentimiento.
En el caso de la Iglesia, se subrayan cuatro motivos principales para establecer
una forma propia de recepción de consentimiento: el matrimonio sacramental supone un
acto litúrgico; introduce en un orden eclesial y da origen a relaciones de justicia —
derechos y deberes— entre los esposos, con los hijos, y de cara a la propia comunidad
eclesial; constituye una 'situación de vida' en la Iglesia, y por tanto es necesario que
pueda conocerse y constatarse con certeza; y la publicidad en la manifestación del
consentimiento ampara el compromiso mismo y facilita la fidelidad respecto a él.
Por ser el matrimonio una institución asentada en la propia estructura de la persona
humana sexuada, la misma ordenación interior de la persona define y ordena la estructura
de la relación matrimonial: su causa, esencia, propiedades y fines; estos elementos de
ordenación racional que se descubren en el varón y la mujer expresan el designio divino
respecto a la unión matrimonial. En consecuencia, estos elementos: afectan a todo
matrimonio, sean quienes sean los contrayentes y sea cual sea el ordenamiento jurídico
bajo el cual se contraiga el matrimonio, y su forma de celebración; inciden siempre
necesariamente en la validez o nulidad del pacto conyugal y deben ser incluidos en todo
sistema matrimonial.
Lo que debe regularse del matrimonio no es su esencia, o propiedades, o fines, que ya
vienen dados. La sociedad debe reconocerlo, protegerlo y facilitar las condiciones en que
los ciudadanos puedan instaurarlo y vivirlo de la mejor manera. Lo que debe regularse son
las condiciones necesarias para el ejercicio del derecho fundamental, como hemos
observado. Se debe igualmente favorecer el matrimonio y la familia matrimonial como la
realidad más adecuada a la dignidad de la persona, el único origen plenamente digno de la
paternidad y maternidad y el ámbito óptimo para la recepción de las nuevas generaciones
y la transmisión de la cultura. Y ésa es la razón por la que es parte del bien común y
constituye un bien público y no sólo una conducta privada.
Así pues, el Estado debe reconocer la regulación de la dimensión religiosa del ser
humano por parte de las confesiones religiosas y lo debe hacer considerando tal dimensión
y su consiguiente regulación como una aportación al bien global, pues la dimensión
religiosa del ser humano no es más que un fenómeno propio de su apertura a la
trascendencia. La misma Declaración conciliar señala que: «entre los elementos que
integran el bien de la Iglesia, más aún, el bien de la misma sociedad temporal, y deben
conservarse en todo tiempo y lugar y defenderse contra toda injuria, es ciertamente el más
importante el que la Iglesia disfrute del grado de libertad de acción que requiere el cuidado
de la salvación de los hombres» (Dignitatis Humanae, 13).
En cuanto a la regulación del derecho de libertad religiosa, todos los ciudadanos y
todas sus manifestaciones legítimas deben ser tratados con igualdad, desde el plano
personal; desde el plano colectivo o social, en cuanto a la relación con las diversas
religiones o confesiones religiosas, el Estado debe atenerse a la naturaleza de cada una,
para respetar adecuadamente sus medios propios. Ciertamente no todas las religiones o
confesiones religiosas gozan del mismo arraigo en una sociedad concreta ni otorgan la
misma importancia a los mismos fenómenos –por ejemplo, al matrimonio-, ni se
preocupan de regularlos con la misma plenitud o desarrollo: «forma parte también de la
libertad religiosa el que no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar libremente
el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de
toda la actividad humana» (Dignitatis Humanae, 4).
Por ello, puesto que el sistema matrimonial canónico no lesiona el «justo orden
público», parece que la razón para negarse a aceptarlo sólo puede estar fundada o en un
concepto equivocado de la laicidad, o en cierta hostilidad de origen ideológico; en
cambio, es fácil comprender que ese rechazo sí causa una lesión al ordenamiento
originario de la Iglesia y lesiona también el derecho fundamental de los fieles de la
Iglesia en cuanto ciudadanos del Estado. No es razón la pretendida discriminación
respecto a otras religiones o confesiones religiosas: como hemos recordado, ni todas
tienen el mismo arraigo, ni todas valoran de modo igual al matrimonio desde el punto
de vista religioso, ni sustentan un sistema matrimonial propio y completo. El hecho de
tratar diferentemente realidades diversas no es discriminar; en cambio, equiparar en un
ordenamiento jurídico lo que en sí no es igual, es lesionar la justicia.
El derecho fundamental al matrimonio tanto en el contexto de la jurisdicción
originaria de la Iglesia, como en el contexto del principio de libertad religiosa, debe ser
visto desde la percepción del matrimonio que plantea la propia fe, y de la misma
manera debe ser respetado: o sea, para cada confesión religiosa debe tenerse en cuenta
el valor específico que tiene el matrimonio, con tal que obviamente se respete su
contenido natural. Por su parte, la fe católica advierte que es la misma realidad del
matrimonio la que en sí ha resultado elevada al plano sobrenatural e incorporada al
designio salvífico de Dios: por eso tanto los fieles como la Iglesia pueden reclamar
justamente el reconocimiento de esta competencia.
Lo que la Iglesia reclama para sí —puesto que ella misma tiene también una
jurisdicción originaria y el matrimonio forma parte importante del ser y hacer de la Iglesia
y de sus fieles—, es la jurisdicción primaria sobre el matrimonio de sus fieles; se da así a
entender que cuando en una religión determinada existe un concreto sistema matrimonial
dotado de juridicidad, la jurisdicción del Estado acerca del matrimonio sería subsidiaria
respecto de la jurisdicción religiosa —siempre en los límites del Derecho natural y del
bien común—. El sistema jurídico matrimonial del Estado servirá entonces para todos los
demás ciudadanos.
Por lo demás, la Iglesia señala expresamente en su legislación la competencia del
ordenamiento civil acerca de los efectos civiles secundarios del matrimonio. Se entiende
por estos efectos todos aquellos que no afectan directamente a su sustancia: registro, dote,
régimen económico de los cónyuges, apellido de la mujer y de los hijos, domicilio,
regulación tributaria, transacciones patrimoniales, y de sucesión o herencia, etc.
respete o no el legislador-; por tanto, por mucho que declare el juez que el vínculo
queda disuelto, en la realidad permanecen casados, y los sucesivos matrimonios serán
inválidos, y constituirán, al menos materialmente, situaciones de adulterio.
Algunos alegan que no todo el mundo está de acuerdo con esta realidad y por
tanto el pluralismo exige dar salida a los que sostienen la disolubilidad del vínculo. El
principio de libertad religiosa –dicen- no permite imponer a todos los ciudadanos un
modelo de matrimonio basado en la creencia de una confesión religiosa concreta. Pero
defender la indisolubilidad del matrimonio no es una postura confesional (propia y
exclusiva de los católicos), ni religiosa, como no lo es defender una opción ecológica de
protección de los recursos naturales: lo que está en juego no es la propia fe (eso no se
puede quitar) sino el reconocimiento de unos valores humanos y sociales que uno
entiende como parte integrante del bien común. La cuestión no es si uno cree o no en la
indisolubilidad del matrimonio por la fe católica recibida, sino si le parece un bien
razonable, necesario y defendible para la sociedad, en cuanto ciudadano responsable de
contribuir a su mejoramiento. Además, es un hecho que han existido y existen personas
que sin ser católicas o creyentes -o sin ser practicantes- sostienen que la indisolubilidad
del vínculo es un bien digno de protección jurídica.
Por otro lado, lo que en realidad hacen las leyes de divorcio es cambiar el propio
concepto del matrimonio. Si se afirma que el vínculo es disoluble y la unión puede
romperse, entonces se está cambiando el contenido mismo de lo que se da y se recibe al
contraer matrimonio, porque una ley de divorcio supone declarar disoluble todo
matrimonio y por tanto –en definitiva- se sustituye la realidad del ser conyugal por la
necesidad de una efectiva voluntad continuada de cohabitar: pero una cosa y otra no son
lo mismo. No es lo mismo tratar de vivir conyugalmente porque somos esposos para
siempre, que saber que cada día puedo replantearme todo como si no existiera nada: esta
situación me obliga a renovar cada día todo el proceso de decisión matrimonial y la
voluntad de asumir los efectos. En realidad con la ley de divorcio se produce una
imposición que va contra un derecho fundamental: pues no sólo defienden un
matrimonio disoluble sino que, en nombre de la libertad, se niega el derecho a contraer
matrimonio indisoluble. Esto es, porque unos no creen en que la libertad humana sea
capaz de un compromiso para siempre, niegan a los demás el derecho a ese compromiso
y el reconocimiento de sus efectos.
De otra parte, al declarar disoluble todo matrimonio, se comete una injusticia al
entrometerse en la paz conyugal de los que quieren un matrimonio indisoluble. Y ello
porque el mero hecho de que exista el divorcio modifica la estabilidad de la relación
conyugal en las perspectivas de futuro, hace más fácil el distanciamiento y más difícil
buscar de nuevo la unión. Se dirá: “¡No se obliga a nadie! ¡Que no se divorcien!” Pero
esta afirmación no constituye una respuesta válida: no se impone la obligación de
divorciarse -¿cómo podría hacerse?- pero sí se impone la disolubilidad del vínculo que
uno contrae. Para que algunos puedan obtener la declaración de divorcio, se declaran
disolubles los vínculos de todos. De este modo, no sólo se produce un mal a la sociedad
por el divorcio, sino que se adultera -se le roba- el bien mismo que significa el
matrimonio. Se cambia el contenido del producto, aunque se mantenga el nombre
porque la marca tiene prestigio.
El matrimonio y la familia de origen matrimonial “protegen un bien precioso para
los cónyuges mismos (...), para los hijos (...), para los demás miembros de la familia (...)
y para el conjunto de la sociedad” (Pontificio Consejo para la Familia, Familia,
matrimonio y “uniones de hecho”, 26.7.2000, nn. 25-28). No pueden olvidarse los
males que el divorcio aporta a la misma sociedad: es absurdo corregir un mal con otro
mayor. Entre estos efectos negativos -además de arrebatar el concepto mismo del
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Con todo, en ocasiones es fácil que se contagie entre los fieles la mentalidad de
fondo que el sistema divorcista plantea: “si no hay acuerdo de voluntades entre los
cónyuges, declárese disuelto el vínculo”. Cabe la tentación de trasladar un razonamiento
de este tipo a otro que, bajo palabras cristianas, oculta la misma finalidad: “si hay
dificultades graves, búsquese el modo de declarar nulo el matrimonio”. Desde esta
óptica, no se acepta el divorcio, pero la nulidad se ve como un bien que hay que
alcanzar -a veces, como sea- para ‘salvar’ una situación o una voluntad de alguien.
Ante este planteamiento -muchas veces no consciente- es importante tener en
cuenta varios principios. La solución que propone la Iglesia ante las dificultades en la
convivencia matrimonial no es la nulidad (que, además, lógicamente sólo puede
declararse cuando de verdad existe), sino el restablecimiento de la concordia entre los
cónyuges. Hacia ahí deben encaminarse los esfuerzos humanos y sobrenaturales de
todos los implicados. Cuando se sospecha con indicios de verdad la existencia de una
causa de nulidad en un matrimonio canónico, siempre que sea posible todos (cónyuges,
pastores, asesores, abogados, familiares y amigos) han de poner los medios a su alcance
para que las partes convaliden ese matrimonio. Lógicamente esta obligación moral es
más fuerte en la medida en que la causa de la nulidad sea más externa al consentimiento
matrimonial (un impedimento dispensable, un involuntario defecto de forma), o haya
sido más claramente corregida de hecho en el transcurso de la vida conyugal.
La decisión última de iniciar una causa de nulidad sólo pertenece a los cónyuges,
salvo algún caso en que está en juego un bien público. Pero ellos deben formar
adecuadamente su conciencia -mediante los consejos oportunos,- contando también con
la gracia de Dios, con el bien que pueden hacer y con el mal que pueden evitar. Iniciar
una causa de nulidad, aun con indicios de ella, no es nunca una decisión ‘moralmente
neutra’ sino grave, pues tiene mucho que ver con el modo de vivir la fe. Cabalmente, si
no hay indicios claros, o la nulidad viniera provocada por factores meramente externos
o ya sanados de hecho, pretender la nulidad sería un acto ciertamente inmoral, por
mucho que se intentara aprovechar los resquicios de la ley canónica: no todo lo
jurídicamente posible es moralmente bueno.
Antes de aconsejar a quien se encuentra en conflicto, o antes de pedir consejo para
la propia situación, deberían tenerse en cuenta estas consideraciones. No cabe olvidar
que a lo largo de los siglos -también hoy- muchos matrimonios se han salvado, a pesar
de momentos difíciles, por la decisión -a veces heroica- de vivir seriamente los
compromisos conyugales. La fe cristiana y los medios sobrenaturales ayudan no poco a
comprender esta tarea como parte de la misión que Dios encomienda a cada uno y
ayudan también a buscar la unidad de vida, en todos los ámbitos, a través de las
virtudes.
y por tanto es injusta y falsa. Podría hacerlo sólo en casos excepcionales: por ejemplo,
cuando no tuviera otro medio para lograr los efectos civiles de un matrimonio ya
declarado nulo por la Iglesia y no reconocido como tal por la ley del Estado, o en algún
otro caso equiparable; en esos supuestos, no estaría verdaderamente pidiendo ni
aceptando el divorcio, sino sólo recurriendo a la ley civil para el reconocimiento de la
situación que le corresponde en justicia, en su conciencia y ante Dios y la Iglesia. Como
es lógico, en estos casos especiales importa mucho evitar equívocos por parte de los
demás y existe la obligación de explicar a quienes tengan noticia del hecho el rechazo
personal al divorcio, la existencia previa de la declaración de nulidad por los tribunales
de la Iglesia y la necesidad de recurrir a esa ley como único medio para recibir el
reconocimiento de lo que era justo.
El tercer supuesto tiene lugar cuando el Estado no reconoce en absoluto –ignora-
el sistema jurídico matrimonial de la Iglesia. Los fieles deben saber que también en ese
caso siguen siendo súbditos del ordenamiento de la Iglesia y que esa falta de
reconocimiento por parte del Estado es secundaria: no altera su relación con la Iglesia y
sus obligaciones jurídicas y morales. En los países en que está vigente este sistema de
separación absoluta (por ejemplo, en los Estados Unidos), la Iglesia procura informar a
sus fieles sobre el modo de cumplir sus obligaciones, e intenta que –además de
cumplirlas en el ámbito que les compete, el canónico- los fieles cumplan también todas
las leyes civiles que no sean injustas. Por ejemplo, procura que, inmediatamente antes
del matrimonio canónico, obtengan el certificado de matrimonio civil, para que su
matrimonio ante la Iglesia sea reconocido y tenga efectos civiles; a la vez, les deja claro
a los fieles que ese matrimonio no es válido para ellos y por tanto no pueden
considerarse casados ni convivir conyugalmente hasta haber celebrado su matrimonio
válida y adecuadamente: es decir, ante la Iglesia. Respecto a las posibles causas de
separación o de nulidad, se puede aplicar lo mismo que en el supuesto anterior.
¿Y el valor del matrimonio civil ante la Iglesia? También aquí hay diversos planos
y circunstancias de consideración. La Iglesia no permite –salvo por una dispensa
excepcional- que sus fieles contraigan matrimonio únicamente ante el Estado: por tanto,
un católico que se casa civilmente –aunque no sea practicante-, no está casado ni en la
realidad, ni ante su conciencia, ni ante Dios, ni ante la Iglesia. Y esto es así porque la
Iglesia, como la autoridad civil, tiene soberanía propia y derecho originario para regular
el matrimonio de sus fieles.
La Iglesia reconoce en cambio como matrimonio válido el contraído por los no
católicos ante el Estado (o ante el sistema legítimo de la confesión religiosa
correspondiente). Permite también a los fieles que se han apartado de ella a través de un
acto formal (por ejemplo, a quienes se han adscrito a otra religión o confesión religiosa)
que contraigan matrimonio a través de la forma civil o de otra forma legítima. Es decir,
la Iglesia regula el matrimonio de sus súbditos y respeta y reconoce el matrimonio de
los demás. De ahí que si dos cónyuges cristianos no católicos piden ser recibidos en la
Iglesia católica, no necesitan contraer un nuevo matrimonio: su matrimonio siempre fue
válido –si cumplió las normas legítimamente establecidas- y sacramental, por estar
bautizados. Es más, si dos cónyuges no cristianos piden el bautismo en la Iglesia,
tampoco deben casarse de nuevo: ya eran esposos legítimos y por tanto no se puede ni
debe repetir el matrimonio; al recibir ambos el bautismo, convertirse en hijos de Dios y
ser incorporados a Cristo, su matrimonio pasará a ser sacramental.
La Iglesia también reconoce el poder del Estado para regular las causas de nulidad
y separación matrimonial de los ciudadanos sometidos al sistema matrimonial civil,
siempre que no se opongan a la justicia. En cambio, nunca podrá reconocer el divorcio
ni las uniones posteriores de las personas divorciadas, sean o no católicas o cristianas.
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