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Matrimonio ante el Estado y matrimonio ante la Iglesia

Juan Ignacio Bañares ∗

1. Introducción
El matrimonio ha sido y sigue siendo en todos los tiempos la situación más
habitual de vida de los seres humanos. La dimensión conyugal incide fuertemente en el
ser personal de los esposos (femenino o masculino), en la relación entre ambos, en la
generación de los hijos, en el proyecto de futuro, en su modo de estar y de obrar en el
mundo y en el ámbito de las relaciones sociales. Además el matrimonio inicia la
comunidad familiar: la primera que recibe e introduce en la sociedad a los nuevos seres
humanos, la que marca con su ‘señal’ de origen la identidad de la persona y sus
relaciones de parentesco, la que más fuerza propia tiene en la sociedad y la que tiene
atribuida una responsabilidad mayor.
El matrimonio arranca de la realidad del ser humano, se constituye sólo desde la
libertad de la persona y se desarrolla en el ámbito social a través de relaciones jurídicas.
El matrimonio constituye por consiguiente un ‘rasgo de identidad’ particularmente
fuerte, con honda repercusión en la persona y en la sociedad: en la persona, como
ciudadano y como creyente; en la sociedad, tanto civil como eclesiástica. Estas líneas
pretenden perfilar el papel de cada uno de los actores: los contrayentes, la sociedad civil
y la Iglesia. El papel de cada uno en el diseño y definición de la institución matrimonial,
en la regulación del momento constitutivo del vínculo conyugal y de sus propiedades y
efectos, en la resolución de conflictos y en la determinación de su extinción.
Además, es necesario interrogarse también acerca de cómo es el reconocimiento
mutuo de la sociedad civil y de las confesiones religiosas ¿Qué vale ante la Iglesia el
matrimonio civil de uno de sus fieles, o el divorcio?¿Debe una sociedad democrática
aceptar el matrimonio contraído ante una confesión religiosa?¿Puede el Estado imponer
una ley de divorcio?¿Pueden los ciudadanos, creyentes o no, discutir una ley de divorcio
y reputarla injusta, o se trata de un tema confesional que pertenece a la conciencia de
cada uno?¿Qué tienen que decir –y qué tienen que regular- uno y otro acerca de esa
relación tan personal y con tanta trascendencia social que se llama matrimonio?

2. El matrimonio es de todos
Aunque parezca obvio, es conveniente comenzar recordando que el matrimonio es
potencialmente de todos y para todos. Es de todos y para todos porque sus presupuestos
antropológicos están en todo ser humano. Lo es ‘potencialmente’ porque nadie está
obligado a casarse.

a) Presupuestos antropológicos.
Los presupuestos antropológicos básicos de los que surge el matrimonio son
cuatro: el primero es la heterosexualidad o diversidad entre varón y mujer, es decir, la
existencia de la persona humana modalizada como mujer o como varón. No se trata de
un accidente externo, histórico o cultural, sino de una realidad intrínseca que afecta a
todas las dimensiones del ser y del obrar humano: biológico, psíquico, espiritual.


Prof. de Derecho Matrimonial Canónico de la Universidad de Navarra. Artículo publicado en Cristianos
y democracia, eds. C. Izquierdo-C. Soler, Eunsa, Pamplona 2005, pp. 307-332.
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Sobre esta diversidad se apoya la complementariedad. En efecto, siendo varón y


mujer igualmente personas y a la vez modalizados diversamente, la diferencia de ambos
se constituye y se proyecta como un espacio de interacción mutuamente enriquecedora.
No hay una división cuantitativa de lo femenino y lo masculino, ni unas características
exclusivas de uno y otro, ni unas virtudes y defectos propios: puede existir, en todo
caso, un modo femenino o masculino de vivir un rasgo determinado… “La armonía de
la pareja y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los
sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos” (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2333).
Los principios anteriores dan lugar a la inclinación natural o atracción
espontánea y particular entre varón y mujer precisamente en y desde la propia
feminidad o masculinidad. No se trata sólo de una amistad, ni de un sentimiento, ni
tampoco de la simple inclinación sexual. Se trata de percibir al otro y sentir su atracción
en cuanto persona, pero en cuanto persona-mujer o persona-varón.
Por último existe, por la propia constitución del hombre, una conexión biológica
—radical, originaria y exclusiva— entre la unión sexual y la posibilidad de constituirse
en principio común de generación de nuevos seres humanos. Al hablar de estos
presupuestos no estamos hablando todavía de lo que es el matrimonio, sino de lo que
hace posible que el matrimonio sea lo que es, y de lo que explica por qué no es otra
cosa, o por qué otra cosa no es el matrimonio.

b) La aportación de la persona.
Si hemos recordado lo que aporta la propia naturaleza del ser humano, debemos
ahora referirnos a la aportación específica de la persona y su libertad. En efecto, el
carácter personal de la mujer y del varón al proyectarse sobre estos presupuestos,
descubren toda la potencialidad latente y el modo humano de su aplicación. Con
palabras muy conocidas, Juan Pablo II ha señalado que “creándola a su imagen y
conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del varón y de la
mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de
la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser
humano” (Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 11).
La secuencia de ideas podría ser la siguiente: a) a la persona, de acuerdo con la
dignidad que le es propia, le corresponde vivir su dimensión sexuada a través de su
libertad como estructura de perfeccionamiento personal; b) la posibilidad de apertura al
otro encuentra en esta dimensión un cauce especial y específico de comunicación; c)
esta comunicación de la persona, en el ámbito de su intimidad femenina o masculina,
sólo puede tener lugar a través de una adecuada relación interpersonal; d) tal relación —
a su vez— no puede provenir sino de un acto de libertad; e) el acto de libertad por el
que una persona hace de sí un don como varón o mujer —concretando la inclinación
natural que en ella misma encuentra— es el acto paradigmático del amor esponsal en
su dimensión humana; f) por pertenecer la dimensión sexuada a la totalidad de la
persona, la entrega de esta dimensión no puede consistir mas que en constituir al otro —
mujer o varón— en co-posesor y co-partícipe de esta dimensión; g) en consecuencia, tal
acto debe ser un acto fundante o constituyente de una exclusiva y peculiar relación: la
de cónyuges.
La libertad para constituir esta relación se funda en la dignidad de la persona y se
define como uno de sus derechos fundamentales. Este derecho comprende: la elección o
no del estado de esposo, la elección del cónyuge, y el carácter intransferible del
compromiso mutuo —respecto al momento constitutivo del matrimonio—; y el
reconocimiento y la garantía adecuada de ayuda y la protección para el vínculo surgido
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y sus deberes y derechos correlativos, y para la eventual prole y vida familiar —


respecto al matrimonio ya contraído—.
En el seno de la Iglesia este derecho fundamental de la persona es también un
derecho fundamental del fiel. Abarca el mismo contenido, pero desde la perspectiva de
la fe, el plano sobrenatural y la función vocacional del matrimonio para los cónyuges
católicos; así pues, el fiel tiene derecho de optar o no por el matrimonio, de elegir el
cónyuge, de emitir el consentimiento matrimonial, del reconocimiento del matrimonio
contraído y de recibir la ayuda para vivirlo conforme a su fe y para llevar a cabo una
vida familiar digna y cristiana. Este derecho fundamental al matrimonio, ante la Iglesia
y ante la sociedad civil, también incluye el derecho a la colaboración para superar las
diferentes dificultades que puedan surgir y el derecho a una determinación justa acerca
de los conflictos o dudas que puedan salir a la luz legítimamente.
Vemos, por tanto, que la estructura del matrimonio surge del ser del hombre –
varón y mujer- y no de la voluntad arbitraria de los contrayentes ni de la regulación
circunstancial de un ordenamiento jurídico. El presupuesto lo pone la naturaleza y los
protagonistas son las personas masculinas y femeninas en el ejercicio de su libertad.
Pero corresponde a la sociedad –civil o eclesiástica- determinar el modo en que debe
ejercerse ese derecho fundamental y la concreción de la dimensión de justicia propia del
matrimonio.
En efecto, al constituirse libremente en matrimonio, varón y mujer originan un
vínculo o relación anclado en la verdad del ser humano femenino y masculino:
actualizan una fuerza contenida en las potencias naturales de uno y otro en su dimensión
personal sexuada. Por esta razón la conyugalidad sólo surge desde y a través de la
libertad, y sólo se constituye desde y a través de la estructura antropológica. Por tanto,
por una parte es imprescindible un compromiso expreso acerca de ese don que se
entrega y acepta: el de la co-posesión de las propias personas en todo lo conyugable;
pero por otra parte la relación establecida no permanece como mera intención en el
obrar, sino impresa en el ser. La causa del compromiso es plenamente libre; su objeto y
efecto –en cambio- vienen determinados por su ser.
c) El papel de la sociedad.
Además, al ser una realidad social de carácter 'nuclear', la sociedad misma debe
establecer una adecuada normativa: a ella le interesa la protección de las partes en el
itinerario de formación de la voluntad matrimonial, la protección del vínculo mismo y
de los derechos y deberes surgidos de él, la certeza jurídica a propósito de la situación
de cada persona, y el equilibrado desarrollo de la comunidad familiar, así como una
educación armónica de sus miembros para el matrimonio. Como señalaba la Const.
conciliar Gaudium et Spes: "el bienestar de la persona y de la sociedad humana y
cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y
familiar" (GS, 47). Se puede decir sin ambages que el matrimonio forma parte principal
del 'bien común' de la sociedad, a la vez que contribuye a construirla.
Por estas razones la sociedad —civil o eclesial—, debe intervenir jurídicamente:
no para limitar el derecho fundamental de sus miembros, sino para hacer posible su
mejor despliegue. Nos encontramos, por tanto, con tres líneas que confluyen en un
único punto desde orígenes diversos: la primera consiste en la realidad del matrimonio,
según lo presenta la estructura de la persona humana y la dinámica de su desarrollo
perfectivo; la segunda es la realidad del derecho a contraer matrimonio, que tienen todas
las personas; la tercera es la necesaria intervención de la sociedad a través de su sistema
jurídico. Si los tres puntos originales dieran lugar a un triángulo que fuera la base de una
pirámide, la cima de ésta sería precisamente el momento de contraer: la boda. La
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sociedad, por tanto, no puede 'inventar' lo que es objeto del compromiso matrimonial, ni
el contenido del vínculo conyugal; los contrayentes, por su parte, tampoco pueden
hacerlo —de otro modo, no estarían queriendo el matrimonio—; y a la vez el
matrimonio no existe sino ‘encarnado’: es decir, de unos contrayentes concretos y ante
un ordenamiento jurídico.
El compromiso del pacto conyugal, supone: respecto al sujeto, un grado de
libertad proporcionado; respecto al modo de manifestación del consentimiento, una
'forma' propia de recepción por parte de la sociedad, que pueda dar lugar a la necesaria
certeza jurídica; y, en cuanto al objeto, la volición efectiva del contenido objetivo de la
conyugalidad.
Toda persona tiene derecho al matrimonio: pero no toda persona está
‘habilitada’ para ejercer ese derecho. La sociedad debe establecer ciertos 'impedimentos'
que delimiten la 'habilidad' necesaria: tiene derecho a imponer a los contrayentes —para
la validez— determinadas condiciones que protejan a los cónyuges mismos, a la
sociedad, y al matrimonio en sí: la edad mínima, las diversas relaciones de parentesco,
la existencia de un vínculo previo, etc. Para proteger la adecuación entre el acto mismo
de consentimiento y su objeto —ser cónyuges— la sociedad puede y debe señalar las
condiciones mínimas de libertad para el acto de contraer: la influencia del miedo, del
dolo, o de la falta de autenticidad en la declaración de voluntad de las partes, etc. Para
proteger la adecuada certeza sobre el origen del vínculo conyugal, la sociedad puede y
debe establecer una ‘forma’ de recepción del mutuo consentimiento.
En el caso de la Iglesia, se subrayan cuatro motivos principales para establecer
una forma propia de recepción de consentimiento: el matrimonio sacramental supone un
acto litúrgico; introduce en un orden eclesial y da origen a relaciones de justicia —
derechos y deberes— entre los esposos, con los hijos, y de cara a la propia comunidad
eclesial; constituye una 'situación de vida' en la Iglesia, y por tanto es necesario que
pueda conocerse y constatarse con certeza; y la publicidad en la manifestación del
consentimiento ampara el compromiso mismo y facilita la fidelidad respecto a él.
Por ser el matrimonio una institución asentada en la propia estructura de la persona
humana sexuada, la misma ordenación interior de la persona define y ordena la estructura
de la relación matrimonial: su causa, esencia, propiedades y fines; estos elementos de
ordenación racional que se descubren en el varón y la mujer expresan el designio divino
respecto a la unión matrimonial. En consecuencia, estos elementos: afectan a todo
matrimonio, sean quienes sean los contrayentes y sea cual sea el ordenamiento jurídico
bajo el cual se contraiga el matrimonio, y su forma de celebración; inciden siempre
necesariamente en la validez o nulidad del pacto conyugal y deben ser incluidos en todo
sistema matrimonial.
Lo que debe regularse del matrimonio no es su esencia, o propiedades, o fines, que ya
vienen dados. La sociedad debe reconocerlo, protegerlo y facilitar las condiciones en que
los ciudadanos puedan instaurarlo y vivirlo de la mejor manera. Lo que debe regularse son
las condiciones necesarias para el ejercicio del derecho fundamental, como hemos
observado. Se debe igualmente favorecer el matrimonio y la familia matrimonial como la
realidad más adecuada a la dignidad de la persona, el único origen plenamente digno de la
paternidad y maternidad y el ámbito óptimo para la recepción de las nuevas generaciones
y la transmisión de la cultura. Y ésa es la razón por la que es parte del bien común y
constituye un bien público y no sólo una conducta privada.

Por su parte, en el caso de la Iglesia –o de otra confesión religiosa dotada de un


sistema matrimonial propio- el sistema matrimonial debe regular además lo que
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pertenece a la dimensión directamente religiosa del matrimonio como por ejemplo,


establecer una forma ordinaria litúrgica, o impedimentos que impidan contraer
matrimonio a un presbítero o que exigan pedir una dispensa para que un fiel pueda
contraer válidamente con un no bautizado…: es decir, los puntos en los que se debe
proteger algún bien sobrenatural específico como la fe, el orden sagrado, etc. Aunque,
lógicamente, lo referente a la dimensión sacramental no se resuelve todo a través del
derecho, sino con el impulso de la pastoral ordinaria para que los cónyuges puedan vivir
su matrimonio como signo de la unión de Cristo con la Iglesia (unión exclusiva,
indefectible, fecunda), aprovechen la gracia sacramental específica que Dios se
‘compromete’ a prestar a los cónyuges mientras se encuentren en las condiciones
debidas y sean conscientes de la misión que les corresponde en cuanto cónyuges y
padres cristianos como consecuencia de la realidad vocacional de su vida matrimonial y
familiar. En palabras de San Josemaría, “el matrimonio no es, para un cristiano, una
simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es
una auténtica vocación sobrenatural (…): signo sagrado que santifica, acción de Jesús,
que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida
matrimonial en un andar divino en la tierra” (Es Cristo que pasa, n. 23).

3. La jurisdicción de la Iglesia y de las demás confesiones religiosas

a) La jurisdicción de la Iglesia y de las confesiones religiosas y su reconocimiento


por parte de los Estados.

No todas las confesiones religiosas juzgan necesario disponer de un ordenamiento


jurídico propio para sus fieles: y entre las que lo tienen, ponen su fundamento en diversas
razones y su alcance abarca distinta extensión. La Iglesia católica, a la vez que sostiene la
soberanía propia de la sociedad civil respecto a sus fines propios, reclama para sí una
soberanía propia, originaria y primaria: propia, porque es específica, porque corresponde a
las exigencias de su propia naturaleza; originaria, porque no requiere un otorgamiento, ni
depende de un reconocimiento externo; primaria porque en su orden —en el plano de la
economía de la salvación—, constituye la primera manifestación social de la relación entre
Dios y el hombre. La Iglesia afirma una dualidad de soberanías y el fundamento de ambas
tiene el mismo fundamento: el querer del Creador. De ahí se sigue que la Iglesia tiene el
derecho, frente a los demás fenómenos sociales, de regirse a sí misma y de dirigirse a los
seres humanos con los medios adecuados para el logro de su fin propio.
La Iglesia, por su parte, acepta el marco del Derecho internacional como soporte
válido para su diálogo con los Estados. E incluso —donde no le es reconocido tal
soporte— acepta el marco de la regulación interna de los Estados a propósito de las
confesiones religiosas, siempre que respete el mínimo de libertad que «es principio
fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil»
(Dignitatis Humanae, 13). Por eso, en este contexto del Derecho positivo, «en la sociedad
humana y ante cualquier poder público, (...) igualmente la Iglesia reivindica para sí la
libertad, en cuanto es una sociedad de hombres que tienen derecho a vivir en la sociedad
civil según las normas de la fe cristiana» (ibid.). En este ámbito, la Iglesia proclama que le
basta, para su necesaria independencia, una vigencia auténtica del derecho de libertad
religiosa.

El principio de libertad religiosa está basado en la dignidad de la persona humana, y


en el reconocimiento de su riqueza espiritual y de la legítima autonomía de su dimensión
social, como parte del bien del conjunto de la sociedad humana.
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Así pues, el Estado debe reconocer la regulación de la dimensión religiosa del ser
humano por parte de las confesiones religiosas y lo debe hacer considerando tal dimensión
y su consiguiente regulación como una aportación al bien global, pues la dimensión
religiosa del ser humano no es más que un fenómeno propio de su apertura a la
trascendencia. La misma Declaración conciliar señala que: «entre los elementos que
integran el bien de la Iglesia, más aún, el bien de la misma sociedad temporal, y deben
conservarse en todo tiempo y lugar y defenderse contra toda injuria, es ciertamente el más
importante el que la Iglesia disfrute del grado de libertad de acción que requiere el cuidado
de la salvación de los hombres» (Dignitatis Humanae, 13).
En cuanto a la regulación del derecho de libertad religiosa, todos los ciudadanos y
todas sus manifestaciones legítimas deben ser tratados con igualdad, desde el plano
personal; desde el plano colectivo o social, en cuanto a la relación con las diversas
religiones o confesiones religiosas, el Estado debe atenerse a la naturaleza de cada una,
para respetar adecuadamente sus medios propios. Ciertamente no todas las religiones o
confesiones religiosas gozan del mismo arraigo en una sociedad concreta ni otorgan la
misma importancia a los mismos fenómenos –por ejemplo, al matrimonio-, ni se
preocupan de regularlos con la misma plenitud o desarrollo: «forma parte también de la
libertad religiosa el que no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar libremente
el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de
toda la actividad humana» (Dignitatis Humanae, 4).

b) La jurisdicción de la Iglesia y otras confesiones religiosas aplicada al matrimonio.

El matrimonio, para una sociedad determinada, forma parte de su patrimonio histórico


o cultural, influye permanentemente y construye la sociedad misma. El camino hacia la
constitución del matrimonio, el hecho mismo de su fundación, su naturaleza y efectos, su
desarrollo y su final, se presentan así como realidades sociales de primera magnitud.
Cuando se plantea el derecho fundamental al matrimonio de los fieles católicos en el
ámbito de la sociedad civil en la que viven, no se trata de exigir simplemente el
reconocimiento de una forma religiosa de celebración —de un rito inicial religioso—.
Para la Iglesia, el estado matrimonial forma parte primordial y constituyente de su propio
ser y de su propia tarea eclesial, y del propio ser y obrar de los hijos de Dios. No es una
cuestión como la edad, el domicilio o la profesión: el matrimonio y la familia que éste
funda es una realidad que inhiere en el sujeto en cuanto tal, pues se trata de una «realidad
relacional constitutiva»: cada esposo es cónyuge en relación con el otro esposo, y ha
llegado a serlo actualizando una potencia contenida en la misma estructura de su ser
personal y de su ser de persona bautizada.
De ahí que cuando se trata de la relación de la Iglesia y del Estado en torno a la
realidad matrimonial, la peculiaridad y riqueza de la consideración del matrimonio en la
Iglesia católica exige un tratamiento ajustado a su naturaleza y fines. La Iglesia puede
reclamar para sí la competencia acerca de la dimensión de justicia inherente a este derecho
fundamental de sus fieles, como consecuencia de la soberanía de que goza y de su
reconocimiento internacional. Y ciertamente también cabe defender esta competencia
desde el principio de libertad religiosa; pues los fieles pueden reclamar en justicia el
desarrollo de su derecho a contraer matrimonio de forma íntegra y acorde con su fe, lo
cual tiene lugar cuando se acepta el matrimonio canónico no como una mera forma de
celebración, sino como el producto de un sistema matrimonial propio y completo.
Además, la misma consideración del matrimonio por parte de la Iglesia y de sus fieles
exige el pleno respeto a la configuración de su ordenamiento jurídico, pues afecta
hondamente a la vida personal precisamente en aquello que se pretende tutelar: el
fenómeno religioso.
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Por ello, puesto que el sistema matrimonial canónico no lesiona el «justo orden
público», parece que la razón para negarse a aceptarlo sólo puede estar fundada o en un
concepto equivocado de la laicidad, o en cierta hostilidad de origen ideológico; en
cambio, es fácil comprender que ese rechazo sí causa una lesión al ordenamiento
originario de la Iglesia y lesiona también el derecho fundamental de los fieles de la
Iglesia en cuanto ciudadanos del Estado. No es razón la pretendida discriminación
respecto a otras religiones o confesiones religiosas: como hemos recordado, ni todas
tienen el mismo arraigo, ni todas valoran de modo igual al matrimonio desde el punto
de vista religioso, ni sustentan un sistema matrimonial propio y completo. El hecho de
tratar diferentemente realidades diversas no es discriminar; en cambio, equiparar en un
ordenamiento jurídico lo que en sí no es igual, es lesionar la justicia.
El derecho fundamental al matrimonio tanto en el contexto de la jurisdicción
originaria de la Iglesia, como en el contexto del principio de libertad religiosa, debe ser
visto desde la percepción del matrimonio que plantea la propia fe, y de la misma
manera debe ser respetado: o sea, para cada confesión religiosa debe tenerse en cuenta
el valor específico que tiene el matrimonio, con tal que obviamente se respete su
contenido natural. Por su parte, la fe católica advierte que es la misma realidad del
matrimonio la que en sí ha resultado elevada al plano sobrenatural e incorporada al
designio salvífico de Dios: por eso tanto los fieles como la Iglesia pueden reclamar
justamente el reconocimiento de esta competencia.

La ley de la Iglesia señala como sujeto al ordenamiento canónico a cualquier


contrayente que contraiga matrimonio con un fiel católico, aunque no sea católico o no
esté bautizado. La razón es, de una parte, la importancia del matrimonio y de la
condición de casado para toda la sociedad eclesial y para cada fiel, como hemos
apuntado; y, de otra parte, el hecho de que, aunque los contrayentes sean dos, el
matrimonio lo hace un único consentimiento (dual) y queda constituido como un único
vínculo. Para un católico no es indiferente —de cara a su fe y a su vida cristiana— ser
cónyuge, o no serlo; la relación de cónyuge —y, en su caso, de madre o padre—
configura su vocación cristiana y le define deberes y tareas específicas, tanto en el
ámbito de la propia familia, como en el de la Iglesia y en el de la sociedad civil a la que
pertenece.
Respecto a las otras confesiones religiosas, el Estado deberá tener en cuenta qué
concepción tienen del matrimonio y de la familia y hasta qué punto lo consideran como
una realidad religiosa cuya regulación les competa de alguna manera. Por ejemplo, para
las confesiones protestantes el matrimonio no es sacramental; se trata de un pacto civil
que por su naturaleza corresponde al propio Estado. Cuando una confesión religiosa
tiene un ordenamiento jurídico matrimonial propio –son pocas- y no se opone o lesiona
el contenido natural del matrimonio, lo más acorde con el principio de libertad religiosa
es aceptar ese ordenamiento, tanto para el momento constitutivo del matrimonio, como
para su mantenimiento y disolución; en otros casos bastará que el Estado acepte la
forma religiosa (el matrimonio ante el ministro sagrado correspondiente) como una de
las formas de contraer válidas para el Derecho civil.
La Iglesia nunca ha negado la jurisdicción del ordenamiento civil respecto al
matrimonio, dentro de los límites del Derecho natural. Los ordenamientos civiles, como
hemos dicho, pueden y deben establecer un sistema matrimonial justo, con normas que
determinen y protejan suficientemente el contenido de la alianza matrimonial y el ejercicio
del derecho de los ciudadanos: tanto para el momento constitutivo como para el momento
judicial.
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Lo que la Iglesia reclama para sí —puesto que ella misma tiene también una
jurisdicción originaria y el matrimonio forma parte importante del ser y hacer de la Iglesia
y de sus fieles—, es la jurisdicción primaria sobre el matrimonio de sus fieles; se da así a
entender que cuando en una religión determinada existe un concreto sistema matrimonial
dotado de juridicidad, la jurisdicción del Estado acerca del matrimonio sería subsidiaria
respecto de la jurisdicción religiosa —siempre en los límites del Derecho natural y del
bien común—. El sistema jurídico matrimonial del Estado servirá entonces para todos los
demás ciudadanos.
Por lo demás, la Iglesia señala expresamente en su legislación la competencia del
ordenamiento civil acerca de los efectos civiles secundarios del matrimonio. Se entiende
por estos efectos todos aquellos que no afectan directamente a su sustancia: registro, dote,
régimen económico de los cónyuges, apellido de la mujer y de los hijos, domicilio,
regulación tributaria, transacciones patrimoniales, y de sucesión o herencia, etc.

4. La identidad del matrimonio y su reconocimiento en el ordenamiento civil

El matrimonio es una unión de varón y mujer. Unión indivisible e indisoluble en


la naturaleza (en la feminidad y virilidad), y unión comprometida en justicia respecto a
las obras: en orden a la generación y educación de los hijos y al bien de los propios
cónyuges. La causa eficiente está en el pacto conyugal, que comprende el acto de
consentimiento y su forma de emisión y recepción por parte de la sociedad. El principio
formal de la esencia está en el vínculo, es decir, en la relación jurídica de conyugalidad
que les hace copartícipes y coposesores del otro en cuanto a su dimensión masculina y
femenina, en lo que respecta a los fines; el principio material de la esencia lo
constituyen los propios cónyuges en cuanto tales (Hervada). Las propiedades esenciales
son la unidad del vínculo y su indisolubilidad: su carácter irrevocable desde dentro e
indestructible desde fuera. El efecto propio de ‘ser’ cónyuges es el deber de ‘obrar’
adecuadamente en la vida conyugal y familiar.
Cuando un ordenamiento jurídico establece un ‘modelo’ de matrimonio contrario
a su esencia o a sus propiedades y fines, simplemente no está regulando en justicia
porque no está regulando lo que el matrimonio es, sino otra cosa opuesta a la verdad
exigida por la dignidad de la persona humana femenina y masculina de los contrayentes
y por la dignidad de la potencial prole. Cuando se llama matrimonio a un pacto de
contenido tan amplio que cabe el matrimonio y su opuesto, la ley es también injusta
porque presenta una definición falsa, porque confunde la realidad y a los ciudadanos y
en consecuencia lesiona gravemente el bien común de la sociedad.
La realidad del matrimonio es la que es, sea o no reconocida por el legislador,
puesto que su contenido viene diseñado por la naturaleza y su efecto se instala en ella
por el acto de donación y aceptación de varón y mujer. El vínculo no puede ser plural ni
destructible: la persona humana sólo puede darse en su feminidad y masculinidad
cuando se da plenamente, porque ella misma no es divisible: no puede haber dos
donaciones –ni dos vínculos- sobre el mismo objeto. Y la donación no puede ser plena
si no es irrevocable: “te entrego todo lo que soy como mujer –o varón- actual y
potencialmente, y por tanto en toda la extensión temporal de mi existencia”. Si se
pretende directamente una relación temporal, ni se trata de un amor verdaderamente
conyugal, ni se acepta constituirse realmente como cónyuges y por tanto no puede
surgir el vínculo matrimonial.
Sin embargo, actualmente muchos Estados se arrogan la facultad de ‘disolver’ el
vínculo conyugal en determinados supuestos ¿Qué decir de ello? En primer lugar, si un
matrimonio es válido, es indisoluble por sí mismo -lo quiera o no el legislador; lo
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respete o no el legislador-; por tanto, por mucho que declare el juez que el vínculo
queda disuelto, en la realidad permanecen casados, y los sucesivos matrimonios serán
inválidos, y constituirán, al menos materialmente, situaciones de adulterio.
Algunos alegan que no todo el mundo está de acuerdo con esta realidad y por
tanto el pluralismo exige dar salida a los que sostienen la disolubilidad del vínculo. El
principio de libertad religiosa –dicen- no permite imponer a todos los ciudadanos un
modelo de matrimonio basado en la creencia de una confesión religiosa concreta. Pero
defender la indisolubilidad del matrimonio no es una postura confesional (propia y
exclusiva de los católicos), ni religiosa, como no lo es defender una opción ecológica de
protección de los recursos naturales: lo que está en juego no es la propia fe (eso no se
puede quitar) sino el reconocimiento de unos valores humanos y sociales que uno
entiende como parte integrante del bien común. La cuestión no es si uno cree o no en la
indisolubilidad del matrimonio por la fe católica recibida, sino si le parece un bien
razonable, necesario y defendible para la sociedad, en cuanto ciudadano responsable de
contribuir a su mejoramiento. Además, es un hecho que han existido y existen personas
que sin ser católicas o creyentes -o sin ser practicantes- sostienen que la indisolubilidad
del vínculo es un bien digno de protección jurídica.
Por otro lado, lo que en realidad hacen las leyes de divorcio es cambiar el propio
concepto del matrimonio. Si se afirma que el vínculo es disoluble y la unión puede
romperse, entonces se está cambiando el contenido mismo de lo que se da y se recibe al
contraer matrimonio, porque una ley de divorcio supone declarar disoluble todo
matrimonio y por tanto –en definitiva- se sustituye la realidad del ser conyugal por la
necesidad de una efectiva voluntad continuada de cohabitar: pero una cosa y otra no son
lo mismo. No es lo mismo tratar de vivir conyugalmente porque somos esposos para
siempre, que saber que cada día puedo replantearme todo como si no existiera nada: esta
situación me obliga a renovar cada día todo el proceso de decisión matrimonial y la
voluntad de asumir los efectos. En realidad con la ley de divorcio se produce una
imposición que va contra un derecho fundamental: pues no sólo defienden un
matrimonio disoluble sino que, en nombre de la libertad, se niega el derecho a contraer
matrimonio indisoluble. Esto es, porque unos no creen en que la libertad humana sea
capaz de un compromiso para siempre, niegan a los demás el derecho a ese compromiso
y el reconocimiento de sus efectos.
De otra parte, al declarar disoluble todo matrimonio, se comete una injusticia al
entrometerse en la paz conyugal de los que quieren un matrimonio indisoluble. Y ello
porque el mero hecho de que exista el divorcio modifica la estabilidad de la relación
conyugal en las perspectivas de futuro, hace más fácil el distanciamiento y más difícil
buscar de nuevo la unión. Se dirá: “¡No se obliga a nadie! ¡Que no se divorcien!” Pero
esta afirmación no constituye una respuesta válida: no se impone la obligación de
divorciarse -¿cómo podría hacerse?- pero sí se impone la disolubilidad del vínculo que
uno contrae. Para que algunos puedan obtener la declaración de divorcio, se declaran
disolubles los vínculos de todos. De este modo, no sólo se produce un mal a la sociedad
por el divorcio, sino que se adultera -se le roba- el bien mismo que significa el
matrimonio. Se cambia el contenido del producto, aunque se mantenga el nombre
porque la marca tiene prestigio.
El matrimonio y la familia de origen matrimonial “protegen un bien precioso para
los cónyuges mismos (...), para los hijos (...), para los demás miembros de la familia (...)
y para el conjunto de la sociedad” (Pontificio Consejo para la Familia, Familia,
matrimonio y “uniones de hecho”, 26.7.2000, nn. 25-28). No pueden olvidarse los
males que el divorcio aporta a la misma sociedad: es absurdo corregir un mal con otro
mayor. Entre estos efectos negativos -además de arrebatar el concepto mismo del
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matrimonio- están: la mayor trivialidad del matrimonio en sí (si no sale, se acabó); el


egoísmo que puede proteger -y/o fomentar- en las relaciones conyugales; la división que
introduce entre los esposos (como derecho y como amenaza) y la desconfianza para
asumir en común proyectos de futuro; la influencia en los hijos -que pasan a tener
diversos padres, madres y hermanos -; la disgregación de la familia; el peligro del
adulterio (porque “mañana puede ser, al fin y al cabo, mi nuevo esposo -o esposa-“); la
carga inmensa para la justicia (tiempo, horas, recursos humanos y materiales); el coste
económico para la nación; la facilidad para desconectar la idea del uso de procreatividad
y la de compromiso matrimonial; a medio plazo, el caos en las relaciones de parentesco.
Si, a pesar de todo, se admite el divorcio en un país, entonces debería respetarse a
quienes quisieran contraer matrimonio indisoluble, reconociendo el Estado su absoluta
incompetencia en ese terreno: al menos así no se privaría de una libertad tan
fundamental a los ciudadanos (De Fuenmayor). Puede pensarse, por ejemplo, qué
rebelión habría si el Estado quisiera imponer a cada uno la profesión de su futuro
cónyuge, o su lugar de nacimiento, su clase social o simplemente el color del pelo; y sin
embargo para quien contrae matrimonio es mucho más importante poder escoger una
unión permanente. Por lo demás, hay que recordar que en realidad el divorcio civil no
disuelve un matrimonio válido, y por tanto en la realidad -ante Dios, ante la conciencia,
ante la Iglesia- el vínculo subsiste.
Por todas estas razones, en los lugares en los que existen estas leyes, los
ciudadanos -católicos o no- que están convencidos del bien personal, familiar y social
que constituye la indisolubilidad, deben utilizar los medios legítimos a su alcance para
enseñar lo que es el amor conyugal, el matrimonio y la familia, de modo que la mayor
formación lleve a la propia sociedad a corregir esas desviaciones que la dañan. La
indisolubilidad es un bien común civil, no confesional y es patrimonio de toda la
humanidad.
Respecto a la diferencia entre el divorcio civil y la nulidad canónica, conviene
hacer hincapié en que son conceptos opuestos. Al aplicar el divorcio, el Estado se arroga
la facultad de disolver el vínculo conyugal o de rescindir sus efectos; al juzgar de la
nulidad de un matrimonio, se trata solamente de descubrir si fue válidamente contraído
o por el contrario existió alguna causa de las previstas en el ordenamiento que hacía
imposible el surgimiento de un vínculo conyugal: por ejemplo, determinados grados de
parentesco, no contraer delante del testigo cualificado que la Iglesia requiere, una falta
de libertad comprobada –por anomalía psíquica, o por intervenciones de terceros-, etc..
El juicio sobre el divorcio simplemente constata la dificultad para convivir juntos los
esposos en un momento dado, o su voluntad de romper la vida conyugal o incluso la de
uno solo de ellos; el juicio sobre la nulidad no juzga en función de lo que haya ocurrido
en la vida matrimonial, sino se refiere estrictamente al momento en que se contrajo el
matrimonio, que es cuando surgió –o no- el vínculo.
Cuando el matrimonio es válido pero existen graves causas (por ejemplo, peligro
físico o moral para una de las partes, riesgo de daños para los hijos, etc.) la Iglesia
acepta la separación, es decir, la interrupción de la vida conyugal; pero subsiste siempre
la condición de cónyuges y por tanto ninguno de los dos puede acceder a nuevas
nupcias. En estos casos, la Iglesia recuerda que lo ideal es siempre la reconstitución de
la vida conyugal y familiar ordinaria.
Para la Iglesia, la conflictividad en la convivencia matrimonial se sitúa en el
ámbito de su acción pastoral, en el que trata de poner los medios para ayudar a los fieles
a vivir con coherencia sobrenatural y humana su condición conyugal que es camino
vocacional, ocasión querida por Dios para su santidad personal y para su tarea
apostólica y misionera.
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Con todo, en ocasiones es fácil que se contagie entre los fieles la mentalidad de
fondo que el sistema divorcista plantea: “si no hay acuerdo de voluntades entre los
cónyuges, declárese disuelto el vínculo”. Cabe la tentación de trasladar un razonamiento
de este tipo a otro que, bajo palabras cristianas, oculta la misma finalidad: “si hay
dificultades graves, búsquese el modo de declarar nulo el matrimonio”. Desde esta
óptica, no se acepta el divorcio, pero la nulidad se ve como un bien que hay que
alcanzar -a veces, como sea- para ‘salvar’ una situación o una voluntad de alguien.
Ante este planteamiento -muchas veces no consciente- es importante tener en
cuenta varios principios. La solución que propone la Iglesia ante las dificultades en la
convivencia matrimonial no es la nulidad (que, además, lógicamente sólo puede
declararse cuando de verdad existe), sino el restablecimiento de la concordia entre los
cónyuges. Hacia ahí deben encaminarse los esfuerzos humanos y sobrenaturales de
todos los implicados. Cuando se sospecha con indicios de verdad la existencia de una
causa de nulidad en un matrimonio canónico, siempre que sea posible todos (cónyuges,
pastores, asesores, abogados, familiares y amigos) han de poner los medios a su alcance
para que las partes convaliden ese matrimonio. Lógicamente esta obligación moral es
más fuerte en la medida en que la causa de la nulidad sea más externa al consentimiento
matrimonial (un impedimento dispensable, un involuntario defecto de forma), o haya
sido más claramente corregida de hecho en el transcurso de la vida conyugal.
La decisión última de iniciar una causa de nulidad sólo pertenece a los cónyuges,
salvo algún caso en que está en juego un bien público. Pero ellos deben formar
adecuadamente su conciencia -mediante los consejos oportunos,- contando también con
la gracia de Dios, con el bien que pueden hacer y con el mal que pueden evitar. Iniciar
una causa de nulidad, aun con indicios de ella, no es nunca una decisión ‘moralmente
neutra’ sino grave, pues tiene mucho que ver con el modo de vivir la fe. Cabalmente, si
no hay indicios claros, o la nulidad viniera provocada por factores meramente externos
o ya sanados de hecho, pretender la nulidad sería un acto ciertamente inmoral, por
mucho que se intentara aprovechar los resquicios de la ley canónica: no todo lo
jurídicamente posible es moralmente bueno.
Antes de aconsejar a quien se encuentra en conflicto, o antes de pedir consejo para
la propia situación, deberían tenerse en cuenta estas consideraciones. No cabe olvidar
que a lo largo de los siglos -también hoy- muchos matrimonios se han salvado, a pesar
de momentos difíciles, por la decisión -a veces heroica- de vivir seriamente los
compromisos conyugales. La fe cristiana y los medios sobrenaturales ayudan no poco a
comprender esta tarea como parte de la misión que Dios encomienda a cada uno y
ayudan también a buscar la unidad de vida, en todos los ámbitos, a través de las
virtudes.

5. Matrimonio ante el Estado y matrimonio ante la Iglesia


Conviene ahora resumir brevemente y aplicar en concreto lo que venimos
explicando. Existe en la realidad un solo tipo de matrimonio, que es el que viene
ofrecido por la estructura del ser humano –mujer y varón- y por la dignidad de su
condición. Ningún poder tiene la facultad de convertir en matrimonio otra cosa distinta,
como no puede hacer que un matrimonio verdadero deje de serlo. Existen muchas
maneras posibles de comportarse cada uno en relación con la sexualidad: pero el
matrimonio no consiste en un modo de cohabitar o en una manera –entre otras- de
entender el sexo. El matrimonio tiene una definición, una causa, una esencia, unos fines
que arraigan en la naturaleza de la persona humana y constituye un logro cultural con
unos cuantos siglos de tradición. Por eso cualquier construcción de la ley humana que
llame matrimonio a otra forma de convivencia o la equipare al matrimonio, es injusta e
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irresponsable –porque se lesionan bienes graves de la persona y de la sociedad-, pero


además es falsa: por mucho que lo diga la ley, esa unión nunca será matrimonio.
El Estado, como hemos visto, debe regular adecuadamente el ejercicio del derecho
fundamental al matrimonio: contenido, requisitos, forma, causas de nulidad y de
separación, efectos civiles del vínculo y de las relaciones de parentesco, etc. Respecto al
sistema jurídico matrimonial de la Iglesia, el Estado puede admitirlo de modo pleno
(como admite el ordenamiento jurídico de otras naciones y lo reconoce), admitirlo sólo
como una de las formas de celebración del matrimonio, o ignorarlo absolutamente.
Veamos cada uno de los supuestos.
Cuando el Estado reconoce el sistema matrimonial de la Iglesia, en consecuencia
debe aceptar la legislación que ha establecido para sus fieles respecto al momento
constitutivo del matrimonio, que se puede resumir en las normas sobre la ‘habilidad’
para contraer, las referidas a la integridad del objeto del consentimiento y las que tratan
sobre la forma de emisión y recepción del acto consensual. Del mismo modo, debe
respetarse la normativa de la Iglesia para los matrimonios de sus fieles en lo referente a
las causas o procesos matrimoniales de separación o de nulidad, etc., y en lo referente a
la disolución del vínculo. Así, los fieles de la Iglesia pueden ejercer su derecho
fundamental al matrimonio de acuerdo con sus convicciones y su conciencia, en uso de
su libertad y sin tener que contar con un ‘doble sistema de reconocimiento legal’. La
regulación de los efectos civiles ‘secundarios’ –no sustanciales- siempre queda en
manos del Estado: registro, dote, régimen económico, apellidos, domicilio, impuestos,
etc.
Este sistema se rige en virtud de Acuerdos entre la Iglesia y el Estado, si bien con
frecuencia el Estado no reconoce efectos civiles a la indisolubilidad de ningún
matrimonio, aunque lo deseen los contrayentes y lo hayan celebrado en el ordenamiento
canónico. También puede incluirse en esos Acuerdos el reconocimiento civil de las
causas de separación: cuando no se incluye, los fieles deben acudir a los tribunales del
Estado para que la separación tenga efectos en el ámbito civil. Para ello, debería
solicitarse permiso al Ordinario.
El segundo supuesto es el de los países en que el Estado sólo reconoce la forma
religiosa de celebración y se atribuye únicamente a sí mismo la legislación sobre la
sustancia del matrimonio. En ese caso los fieles deben tener conciencia de que su
matrimonio –a pesar de la falta de reconocimiento del sistema jurídico matrimonial de
la Iglesia por parte del Estado- se rige enteramente por la ley de la Iglesia: aunque la
Iglesia exhorta a sus fieles y procura que se cumpla lo establecido en la ley civil,
siempre que no sea contrario a la naturaleza misma de las cosas o a la dignidad de las
personas. En este sistema, un fiel que desee plantear una causa judicial de separación
debe hacer lo mismo que en el caso anterior: acudir primero al tribunal eclesiástico o
solicitar a la autoridad de la Iglesia el permiso para presentarla en el foro civil. Respecto
a las causas de nulidad, los fieles deben acudir a los tribunales de la Iglesia. Si éstos
declaran la nulidad con dos sentencias conformes, entonces deberán ver el modo de
lograr los efectos civiles adecuados. Como el Estado –en este sistema- no reconoce las
sentencias de los tribunales de la Iglesia, deberían proponer su causa ante los tribunales
civiles que juzgan la nulidad de los matrimonios contraídos; sería necesario por tanto
obtener primero la certeza acerca de la nulidad –a través de juicio de la Iglesia- y luego
solicitarla del Estado para lograr los efectos civiles. Un fiel católico, por ser súbdito de
la Iglesia, no puede acudir directamente a los tribunales civiles para pedir la declaración
de nulidad matrimonial.
Como es obvio, con menos razón puede solicitar el divorcio, porque la
declaración de divorcio –como hemos dicho- no disuelve en la realidad ningún vínculo
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y por tanto es injusta y falsa. Podría hacerlo sólo en casos excepcionales: por ejemplo,
cuando no tuviera otro medio para lograr los efectos civiles de un matrimonio ya
declarado nulo por la Iglesia y no reconocido como tal por la ley del Estado, o en algún
otro caso equiparable; en esos supuestos, no estaría verdaderamente pidiendo ni
aceptando el divorcio, sino sólo recurriendo a la ley civil para el reconocimiento de la
situación que le corresponde en justicia, en su conciencia y ante Dios y la Iglesia. Como
es lógico, en estos casos especiales importa mucho evitar equívocos por parte de los
demás y existe la obligación de explicar a quienes tengan noticia del hecho el rechazo
personal al divorcio, la existencia previa de la declaración de nulidad por los tribunales
de la Iglesia y la necesidad de recurrir a esa ley como único medio para recibir el
reconocimiento de lo que era justo.
El tercer supuesto tiene lugar cuando el Estado no reconoce en absoluto –ignora-
el sistema jurídico matrimonial de la Iglesia. Los fieles deben saber que también en ese
caso siguen siendo súbditos del ordenamiento de la Iglesia y que esa falta de
reconocimiento por parte del Estado es secundaria: no altera su relación con la Iglesia y
sus obligaciones jurídicas y morales. En los países en que está vigente este sistema de
separación absoluta (por ejemplo, en los Estados Unidos), la Iglesia procura informar a
sus fieles sobre el modo de cumplir sus obligaciones, e intenta que –además de
cumplirlas en el ámbito que les compete, el canónico- los fieles cumplan también todas
las leyes civiles que no sean injustas. Por ejemplo, procura que, inmediatamente antes
del matrimonio canónico, obtengan el certificado de matrimonio civil, para que su
matrimonio ante la Iglesia sea reconocido y tenga efectos civiles; a la vez, les deja claro
a los fieles que ese matrimonio no es válido para ellos y por tanto no pueden
considerarse casados ni convivir conyugalmente hasta haber celebrado su matrimonio
válida y adecuadamente: es decir, ante la Iglesia. Respecto a las posibles causas de
separación o de nulidad, se puede aplicar lo mismo que en el supuesto anterior.
¿Y el valor del matrimonio civil ante la Iglesia? También aquí hay diversos planos
y circunstancias de consideración. La Iglesia no permite –salvo por una dispensa
excepcional- que sus fieles contraigan matrimonio únicamente ante el Estado: por tanto,
un católico que se casa civilmente –aunque no sea practicante-, no está casado ni en la
realidad, ni ante su conciencia, ni ante Dios, ni ante la Iglesia. Y esto es así porque la
Iglesia, como la autoridad civil, tiene soberanía propia y derecho originario para regular
el matrimonio de sus fieles.
La Iglesia reconoce en cambio como matrimonio válido el contraído por los no
católicos ante el Estado (o ante el sistema legítimo de la confesión religiosa
correspondiente). Permite también a los fieles que se han apartado de ella a través de un
acto formal (por ejemplo, a quienes se han adscrito a otra religión o confesión religiosa)
que contraigan matrimonio a través de la forma civil o de otra forma legítima. Es decir,
la Iglesia regula el matrimonio de sus súbditos y respeta y reconoce el matrimonio de
los demás. De ahí que si dos cónyuges cristianos no católicos piden ser recibidos en la
Iglesia católica, no necesitan contraer un nuevo matrimonio: su matrimonio siempre fue
válido –si cumplió las normas legítimamente establecidas- y sacramental, por estar
bautizados. Es más, si dos cónyuges no cristianos piden el bautismo en la Iglesia,
tampoco deben casarse de nuevo: ya eran esposos legítimos y por tanto no se puede ni
debe repetir el matrimonio; al recibir ambos el bautismo, convertirse en hijos de Dios y
ser incorporados a Cristo, su matrimonio pasará a ser sacramental.
La Iglesia también reconoce el poder del Estado para regular las causas de nulidad
y separación matrimonial de los ciudadanos sometidos al sistema matrimonial civil,
siempre que no se opongan a la justicia. En cambio, nunca podrá reconocer el divorcio
ni las uniones posteriores de las personas divorciadas, sean o no católicas o cristianas.
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No es una cuestión de fe o confesional, sino de respeto a la verdad del matrimonio y la


familia y a su papel en el bien común de la sociedad.
En resumen: no existen diversos tipos de matrimonios y de familias. Existe uno
solo, que cada uno debe contraer y vivir según las normas justas del sistema jurídico del
que es súbdito legítimamente. En cambio sí existen diversos tipos de reconocimiento
entre los sistemas matrimoniales del Estado y de la Iglesia. Lo justo sería que así como
la Iglesia reconoce plenamente el sistema matrimonial del Estado para los ciudadanos
que le están sometidos, en todo lo que no se opone a la dignidad de la persona y al bien
común, el Estado reconociera plenos efectos al ordenamiento jurídico de la Iglesia para
sus fieles, ya que no lesiona a la persona ni al bien público. De este modo se respetaría
adecuadamente la soberanía de la Iglesia, el principio de libertad religiosa y el derecho
fundamental de los ciudadanos a contraer matrimonio.

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