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Las colas del hambre y la

pobreza inician su escalada en


Madrid: “Cada día viene más
gente nueva”
Parroquias, Cáritas, comedores sociales y el
Banco de Alimentos de Madrid alertan de una
nueva crisis en la capital: se disparan en más
de un 30% las peticiones de ayuda para comer

Una mujer recoge una bolsa con comida en el comedor social de la parroquia San
Ramón Nonato en Puente de Vallecas.ALVARO GARCIA
MANUEL VIEJO
MADRID - 24 ABR 2020 - 00:30 CEST
El 11 de marzo Yoselin Sarmiento dejó de ir a las clases de segundo de bachillerato en el Instituto de Vallecas I
por el coronavirus. Este miércoles se colocó en silencio en una cola para recibir una bolsa de comida para su
familia. “Lo llevo como puedo, no es algo que sea fácil de asimilar”. Tiene 18 años. Es la primera vez que acude.
Su madre no trabaja, a su padre le han reducido la jornada a la mitad y su hermana tiene siete años. Los cuatro
viven de alquiler en un piso de tres habitaciones por 800 euros al mes. “Hemos llamado al casero porque no
podemos pagar mayo. Nos ha dicho que al menos paguemos la mitad”. Sueña con estudiar Telecomunicaciones
en septiembre.

FOTOGALERÍA

El
reparto de alimentos en distintos puntos de Madrid

Si antes de la pandemia repartían comida para 600 personas en la parroquia de San Ramón Nonato del barrio,
ahora la cifra llega a 1.300. Más del doble. El voluntario Alberto Vera, de 71, organiza en un despacho el
reparto. En una libreta tiene los datos: un 70% son latinos y un 30% españoles. “Cada día vienen más y más”. Y
cada día reparten cientos de kilos del banco de alimentos, junto a bocatas, táperes y raciones que la sonriente
cocinera hondureña Magali Huanca, de 44, decide a las 8.15 de la mañana. “Hoy he hecho picante de verduras.
Me sale muy bien”. A las 13.30 ya tenía preparados 15 kilos de arroz y 40 de pisto para despachar.

El Banco de Alimentos de Madrid también lo ha detectado. Si en marzo atendían a 150.000 personas en la


región, hoy son 190.000. “Y subiendo”, dice una portavoz. Las solicitudes se han incrementado en un 30% por
la pandemia. El stock que tenían era para tres meses. “Pero a este ritmo nos quedamos sin él”. El Ayuntamiento
dice que ha recibido en marzo el mismo número de peticiones de ayuda alimentaria que en todo 2019: más de
34.000. Los comedores sociales han cuadriplicado el número de usuarios que atienden a diario. Cáritas también
alerta: “Las peticiones de ayuda se han triplicado y el 40% de estas solicitudes provienen de personas que lo
hacen por primera vez”. Madrid afronta ya otra curva pandémica: la social.

La pobreza inicia su escalada en el distrito de Puente de Vallecas, otra vez. Aquí viven 230.000 vecinos
repartidos en seis barrios con una renta per cápita media de 24.687 euros al año, la más baja de la capital. De
ellos, alrededor de 20.000 estaban en el paro antes de la covid-19. A falta de los datos abril, las colas para pedir
comida anuncian que se ha multiplicado. Muchos de ellos han visto cómo sus pocas horas de trabajo al día,
aquellas que pasaban limpiando hogares, acompañando a abuelos, o compaginando chapuzas de albañilería,
han sido fulminadas de cuajo hace cuatro semanas. No hay paga diaria. Vivir al día se ha traducido en acudir a
la parroquia a recoger alimentos. Algunos no han pisado un supermercado desde marzo. Otros se han cansado
de llamar a las instituciones para pedir. Las cifras oficiales no recogen las solicitudes que no llegan a
presentarse.
Cola de personas esperando para recibir alimentos del comedor social en la parroquia San Ramón Nonato en
Puente de Vallecas. ÁLVARO GARCÍA

La cola de comida es tan larga que los voluntarios de la zona de Entrevías —donde la renta media es de 17.500
euros al año, casi cuatro veces menos que el barrio de Salamanca, con 61.572— se han visto obligados a trazar
dos carriles. Uno para los que ya venían de antes de la crisis, o de otra, como el madrileño Juan, de 61, que con
una mascarilla sucia y vieja cuenta que todavía no se ha recuperado. “Caí en el paro en 2009 y no he vuelto a
levantar cabeza”. Y otro camino para los nuevos, los más silenciosos, los tímidos, los avergonzados.

“A veces no cenamos”. El venezolano Manuel Castillo, de 48, espera sentado a la sombra de un arbusto. “La
niña lo lleva regular. Mi mujer y yo como podemos”. Trabajaba como relaciones públicas de una discoteca por
comisión. Había meses que sacaba 800 euros, otros 900, pero nunca como marzo: cero.

“Todo apunta a que esta crisis va a ser peor que la de 2008. Al problema del empleo se sumarán los hijos
descolgados en las aulas y los problemas intrafamiliares del confinamiento”, cuenta el sociólogo de la
Universidad Autónoma Josep Lobera. “Los trabajos precarios no guardan colchón económico”, dice Matilde
Masó, socióloga y economista de la Universidad de A Coruña, que ha realizado numerosos trabajos sobre la
anterior crisis inmobiliaria. El doctor en Economía por la Complutense Gonzalo López avisa: “A diferencia de
pandemias anteriores, esta puede tener efectos sociales y económicos distintos a los que históricamente hemos
observado en estas situaciones. Para empezar, el impacto de las medidas de confinamiento está siendo
desigual por el nivel de ingresos”.

A diez kilómetros de la plaza donde cientos de familias hacían cola para pedir comida, el padre Gonzalo
Ruipérez, que tiene dos móviles, tiene guardados en la parroquia más de 70.000 kilos de alimentos para
repartir; 30.000 más que en marzo. O dicho de otra manera: si antes repartía para 1.600 familias, ahora lo hace
para 2.400. La iglesia de San Juan de Dios de la UVA de Vallecas se ha convertido en un gigantesco almacén de
supermercado para los más necesitados.
La larga fila que se produce todos los días en el comedor de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, en
Madrid. ÁLVARO GARCÍA

“La falta de alimentos es lo primero que sale en estas situaciones. Me he encontrado con casos de padres que
me dicen: no me den a mí, pero sí a mis hijos”. Dice que después del hambre vendrán los alquileres que no se
pagan, casos de violencia de género, alumnos que dejarán de estudiar. “Aquí se nace ya en crisis y, ahora,
más”. Le vuelve a sonar el móvil:

― ¿Padre Gonzalo?

― Sí, soy yo.

― Necesito comida para mis dos niñas pequeñas, por favor.

― Tranquila, ¿dónde vives?

― Al lado del metro de Oporto.

― ¿Puedes venir en coche o en metro?

― En metro.

― Vente mañana con alguien, te daré 50 kilos.

Y así, 300 llamadas al día. Vienen vecinos de Orcasitas, La Fortuna, Carabanchel, San Blas, Usera. El padre
Gonzalo tiene una cabeza privilegiada que recuerda a la de El Profesor de la serie La casa de papel. Todo lo
tiene controlado. Sabe perfectamente a qué familia entrega cada bolsa y qué se lleva. “Tengo un Excel que ya
quisieran algunos organismos oficiales”. Ahora, por la pandemia, le ayuda un ejército de nueve voluntarios:
Adrián, Marleny, María José, Paco… Los 10 forman un equipo que, desde primera hora y hasta bien entrada la
tarde, organizan bolsas de comida para los distintos tipos de hogares.

Los alimentos que están guardados en bolsas de Mercadona significan que irán a parar a familias de cuatro
miembros o menos. Las de Carrefour, para más de cinco, y las de Ahorra Más, para musulmanes. Todo cambia
si hay bebés, que este mes se han visto incrementadas las demandas. Si antes había 85 familias con recién
nacidos, ahora son 102. Estas familias tendrán otra bolsa adicional con pañales, potitos o leche en polvo.
También varía si hay hogares que, como en la Cañada, no tienen luz. Ellos recibirán más latas en conserva y
nada de congelados. Eso sí, todas incluyen mascarillas y un botecito de alcohol desinfectante.

― ¿Alguna vez han entrado a robar al almacén?


― Nunca. Una vez se acercó un señor y me dijo: ‘Padre, no se preocupe. Todas las familias que robamos
estamos aquí’.

El padre Gonzalo dice que pide a todo el mundo. “No me da vergüenza porque no es para mí”. Los alimentos
provienen del banco de alimentos, de donaciones de supermercados, de empresas privadas o de compras que
el mismo párroco, que gana 800 euros al mes, realiza. O de voluntarios. El otro día se acercó un señor y le dio
6.000 litros de leche. Este miércoles vino una señora con 600 cebollas. “Amigos que tengo”.

El padre Gonzalo Ruipérez, en el improvisado despacho donde atiende a las familias que llegan a la parroquia
para pedir comida. ÁLVARO GARCÍA

A las 15.30 de la tarde del miércoles una fila de familias hace cola en la puerta de la parroquia. El padre, que ni
se acuerda de que él también tiene que comer, coloca dos pupitres en una entrada del templo con la distancia
de seguridad de dos metros. Un improvisado despacho. En él se van sentando los nuevos. Los que hasta marzo
podían comprar y ahora no. Les entrevista. Les pide el padrón y, por si acaso, dos números de teléfono. “Es muy
fácil engañar, pero sé cuando lo hacen”. Argentina Heredia, de 24 años, viene con un antifaz azul que le hace
de mascarilla. En un mes será madre por cuarta vez.

― Buenas, padre. Vengo de Aranjuez.

― Hola, hija. ¿Cuántos sois en casa?

― Tres niños y el que viene.

― Toma. Y esto para que cenéis esta noche.

Su marido era vendedor ambulante y ella ama de casa. Ya no hay ingresos. “El mes que viene os lo acercamos
nosotros”, le dice. Sí, porque también vienen voluntarios que hacen el reparto a domicilio. Son las 17.00. El
padre se levanta y muestra otros dos locales donde guarda más comida. De camino, y en voz baja, cuenta que
todos los días recibe 10 pizzas de un restaurante italiano buenísimo de la capital. “Aquí la pizza significa
Navidad”. Él las va distribuyendo todas las noches por distintos hogares. Los niños abren la puerta y lo celebran
como un juguete nuevo.

“Buenas tardes, padre”, “¿qué tal, padre?”, “¿todo bien, padre?”, le saludan los vecinos mientras cruza un paso
de peatones. De repente, una señora se acerca y le dice: “Padre, he visto un pato de estos de los parques por la
plaza”. Él, incrédulo, asoma el cuello como una jirafa para vislumbrarlo:

― Pues como no se vaya, alguno come hoy pato a la naranja.

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