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1.1. La naturaleza de la Iglesia está determinada por su origen histórico en las misiones del
Hijo y del Espíritu. Surge como fruto de la Encarnación de nuestro Señor, que culmina en la cruz,
resurrección y don del Espíritu.
Aquellos que creen en el Evangelio, es decir, en Jesucristo mismo, enviado por el Padre para
la salvación del mundo, no sólo acogen sus palabras, sino a su Persona, que se entrega por los
hombres hasta el don de su Cuerpo y de su Sangre; por el bautismo se introducen a esta profunda
unidad en Cristo, que se manifiesta particularmente en la celebración de la Eucaristía. En la
comunión con Cristo, encuentra el hombre la salvación ofrecida por Dios y es enviado a
anunciarla y ofrecerla al mundo entero.
Así, la Comunión, fundada en el amor del Redentor, se constituye en dimensión
ontológica de la nueva criatura, que, tras el bautismo, existe en Cristo; por ello, la comunión será
también ley y forma de la existencia cristiana.
2.2. De hecho, la participación de los fieles en las estructuras sinodales tiene su fundamento
en la común participación a los tria munera de Cristo; por tanto, está llamada a ser expresión de su
vida cristiana.
Esto significa que cada uno aporta ante todo su propio testimonio personal, enraizado y
finalizado a la Comunión. Aún salvaguardando la diferencia que implica la responsabilidad
pastoral del obispo y de su presbiterio, todos son testigos, pues todos hablan de lo que han visto y
oído por la propia pertenencia a Cristo, a la comunión de su Iglesia.
Por ello, los miembros de estos organismos no pueden entenderse como representantes
elegidos para defender posiciones u opiniones de parte. Son elegidos, por supuesto, con la
finalidad de que hagan presente la vida real de la Iglesia, en su riqueza de experiencias; pero esto
significa ser elegidos para dar testimonio de la fe, de su vida cristiana.
Por otra parte, no es posible la existencia de un “testimonio” sin la implicación libre de la
propia persona. El testimonio cristiano es siempre un gesto hecho posible por la propia libertad,
que asume el riesgo de hablar en primera persona, por gratitud, por lealtad y por amor al Señor y al
prójimo. Pues en todo testimonio se pone de manifiesto el propio corazón, reconociendo ante
los hombres la verdad y el afecto que mueve la propia existencia, las razones de la propia
esperanza.
Por ello, el testimonio es inevitablemente personal, singular e insustituible. Pues la
palabra que brota del corazón de cada fiel sólo puede ser dicha en verdad por él. El testimonio de
cada uno es un don libre, una riqueza para todos, que existe sólo gracias a la sencillez y libertad de
un corazón movido por la gracia, por la memoria de los dones del Señor, recibidos muchas veces de
manos de los hermanos en la fe.
Desde este punto de vista, el buen funcionamiento de una estructura sinodal presupone la
participación real de sus miembros, que no están llamados a compartir sólo una opinión más o
menos, sino la propia persona, sabiéndose en comunión profunda, fundamentada en el Señor, de
modo que esta misma unidad se haga manifiesta en las concretas circunstancias de la vida y de la
misión de la Iglesia.
Ello implica, de nuevo, que no es posible comprender la propia presencia en estos órganos en
términos de lucha de poder, sino de pertenencia a la Comunión eclesial, que ha de encontrar su
expresión en tales instituciones canónicas.
Los organismos consultivos son también un lugar en el que se manifiesta la necesaria
participación de todos los miembros en la misión encomendada por Cristo a su Iglesia. Pues
el anuncio adecuado de quién es el Señor no puede realizarse en la forma debida sin la presencia y
la palabra libre de todos los fieles; sin este testimonio, sin la experiencia cristiana vivida en
medio del mundo, la palabra del Evangelio no se hace plenamente creíble como el camino de
la vida verdadera y de la salvación.
Estos organismos hacen visible así también que el verdadero sujeto de la misión es el
Pueblo de Dios, en la unidad de los carismas, ministerios y servicios; que no es tarea sólo de una
categoría de fieles, sino que necesita la presencia viva y la unidad de todos los cristianos. Así, por
ejemplo, la afirmación conciliar de la común participación de los fieles en los tria munera, impide
identificar en el obispo al único sujeto de la misión de la Iglesia.
Se comprende, pues, la necesidad de expresiones concretas de la comunión de la Iglesia
también para la vida y el ejercicio adecuado del ministerio jerárquico. Los organismos
consultivos, en concreto, que se corresponden con la naturaleza y la misión de la Iglesia,
dan una contribución también al cumplimiento de la misión del obispo como principio visible
de unidad de su Iglesia particular.
Conclusión
El desarrollo de las estructuras sinodales pone de manifiesto elementos esenciales del
magisterio conciliar sobre el Pueblo de Dios:
Su naturaleza comunional, la igual dignidad del ser cristiano de todos y la común
llamada a la misión, el ministerio propio de los sucesores de los apóstoles.
Su buen funcionamiento presupone además la existencia de una experiencia cristiana
y eclesial que permita comprender y poner en práctica esta enseñanza conciliar.
Sería un grave error, en cambio, entenderlas según una lógica parlamentaria de poder,
en que los representantes de unos grupos intentarían imponer su posición a los de otros;
pues ello reflejaría en una confusión profunda sobre la verdadera naturaleza de la Iglesia
y redundaría en daño de la experiencia cristiana auténtica, que es una experiencia
de comunión.