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Escuela de Administración de Empresas

Maestría en Dirección de Empresas

“La Ética en la Administración Tributaria”

“Ethics in Tax Administration”

Curso: Gerencia Tributaria

Iván Fernández Badilla

Licenciado en Banca y Finanzas

Café de Altura de San Ramón S. A.

Director Financiero

San José Julio, 2016


Resumen

El objetivo de este trabajo es abordar la ética en la administración tributaria, primero

definiéndola y examinando el ideal en relación al comportamiento de la administración y del

contribuyente. Posteriormente, se analizará comparativamente la realidad de la ética fiscal en

distintas regiones geográficas, y como esta realidad impacta en el contribuyente y en la

recaudación cualitativamente. El análisis se hará desde dos ópticas: Primero, la ética en la

administración tributaria con sus dos facetas, como autoridad recaudadora y como las entidades

públicas en el buen manejo y uso de los impuestos. En segundo lugar, como el desempeño de la

anterior, repercute directamente en la ética del contribuyente y en su disposición a pagar sus

impuestos, o en tratar de evadirlos. Finalmente se llega a una serie de conclusiones que, en

síntesis, se disponen alrededor de un elemento fundamental “la confianza”, como motor que

promueve la credibilidad en el Estado, a partir de su gestión del gasto y de sus acciones de

recaudación, que propician la responsabilidad y el compromiso entre los ciudadanos para el pago

de sus impuestos, y que a todas luces le otorga el poder moral al Estado para cobrar más y mejor

los tributos.

Palabras Claves: Ética; Administración; Tributos; Evasión, Corrupción.

Ethics; Administration; Tributes; Evasion, Corruption.

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Introducción

Ética, mucho se dice en relación a esta sencilla palabra, pero muy complejo es su

aplicabilidad cotidiana en la dirección y valoración del comportamiento humano; y más aún

cuando tratamos de asignarla a una materia tan amplia y con tantas aristas, como lo es la

administración tributaria.

La carencia de la ética en la administración tributaria es un problema real, que se enfrenta día

a día, en mayor o menor medida en todas las latitudes del mundo y en todas las esferas de la

sociedad, desde el sector empresarial y la ciudadanía, hasta las autoridades gubernamentales

encargadas de la recaudación de los impuestos, así como de la ejecución del gasto e inversiones

públicas.

En esta disertación, se tratará de analizar comparativamente la aplicación de la ética en la

administración tributaria en diferentes regiones geográficas, para así evaluar su impacto en el

comportamiento del contribuyente y en la recaudación fiscal.

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Desarrollo / Análisis

Entonces, empecemos por definir ¿Qué es Ética?, la misma es definida como el “Conjunto de

normas morales que rigen la conducta de la persona en cualquier ámbito de la vida” (Real

Academia Española, 2016, p. web), así las cosas, la ética aplicada en materia tributaria tiene dos

caras, por un lado, se encuentra una responsabilidad y obligación de los contribuyentes frente a

la sociedad para cumplir con sus obligaciones, más allá de encarar las actuaciones y sanciones

que puede imponer la Administración Tributaria. Y por el otro, el deber de la Administración

Pública de responder ante la ciudadanía por el uso de los recursos derivados de su actividad

recaudatoria, tanto desde el punto de vista de su gestión de cobro, como del empleo efectivo y

eficiente que haga de los recursos percibidos de los contribuyentes.

En una realidad ideal, el Estado espera de la ciudadanía que está declaré, asuma y pague sus

deberes tributarios de una manera abierta y honesta, consiente de la necesidad y de la

importancia del rol del Gobierno y sus instituciones en el desarrollo del país y en la consecución

de la paz y la justicia social. Pero en la práctica, esto es difícil de lograr, por cuanto los

contribuyentes tienden en muchos casos a tratar de eludir o evadir sus responsabilidades

tributarias, mediante el empleo de diferentes prácticas u omisiones. Ahora bien, en esa misma

situación utópica el Pueblo aguarda que el Estado, realice de buena fe una gestión racional,

eficiente y honrada del presupuesto nacional y, en segundo lugar, en su función de

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administración tributaria, realice su competencia de fiscalización y recaudación de manera

íntegra y trasparente, con fiel apego a los principios fundamentales del derecho y sin hacer un

uso excesivo de su poder de imperio. No obstante, la verdad es muy distinta y a todas luces

recurrente, en donde la mala gestión de los recursos públicos por parte del Estado y los reiterados

casos de corrupción que emanan de su accionar, hacen en primera instancia que los ciudadanos

desconfíen del “uso adecuado” que se haga de los impuestos que pagan; y en segundo lugar,

despierta un fuerte apetito por parte de las autoridades fiscales de aumentar la recaudación de

impuestos, para financiar el cada vez mayor gasto público, llegando con ello a emplear prácticas

que en algunos casos, pueden ser poco transparentes para aumentar el ingreso del erario público.

Esta situación, en la que la realidad dista mucho del idealismo, se convierte en un círculo

vicioso para ambas partes del quehacer tributario y que muy poco colabora al desarrollo y

crecimiento económico de un país, todo lo contrario, limita enormemente su progreso como un

todo.

¿Pero cómo se vive esta realidad en el mundo y en nuestro país? Véase algunos datos

interesantes, que pueden ilustrar algunas causas y efectos del comportamiento ético en la

administración tributaria.

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Según el informe anual que elabora Transparencia Internacional sobre el Índice de Percepción de

la Corrupción y específicamente para el 2015, en los primeros 10 lugares de la lista y por ende

con menor apreciación de corrupción, están 9 países de Europa Occidental, 2 del Pacífico y uno

de Norteamérica. Vale la pena mencionar que, en los primeros 5 lugares de la lista, figuran

también 5 países del Norte de Europa y Nueva Zelanda. Y en contraposición, las últimas 10

posiciones dentro del mismo índice, las ocupan un país del continente americano (Venezuela),

uno de Europa Central (Turkmenistán), dos de Asia Pacífico (Afganistán y Corea del Norte), y

cinco países de África (Guinea-Bissau, Angola, Sudán del Sur, Sudán y Somalia). Si se analiza el

índice para evaluar las regiones con mayor o menor percepción de corrupción, partiendo de los

primeros y últimos 50 lugares de la lista, se encuentra con el hecho de que la región con mejor

calificación es Europa Occidental que ocupa 27 de los primeros 50 lugares, y no tiene ninguno

en las últimas 50 ubicaciones. En contraposición está África, la cual por mucho es la región del

mundo que presenta mayores problemas, ya que tiene 22 países en los últimos 50 puestos y solo

6 entre los primeros 50. En segundo lugar, se localiza la región Asia-Pacifico, seguida por

América, Medio Oriente y Europa Central en el orden respectivo. Vale la oportunidad mencionar

que Costa Rica se encuentra en la posición número 40 de la lista y en la tercera de América

Latina, después de Uruguay y Chile.

Otro dato interesante, es el que se puede obtener de las estadísticas de World Economic

Forum, el cual es tomado de un artículo publicado por la revista Forbes en noviembre del 2015,

en relación a los países con mayor carga tributaria del mundo. Casualmente de los 14 países con

más alta carga tributaria, cuatro de ellos son países nórdicos, que también figuran entre las

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mejores posiciones del índice de percepción de corrupción. Y hay más, en esa misma lista, seis

de esos países están entre las mejores naciones para hacer negocios, según el Doing Business

hecho por el Grupo Banco Mundial en el 2015; y por no por mera coincidencia, los tres países

con menores problema de corrupción, comparten las tres listas en común (Dinamarca, Finlandia,

Suecia). Y las analogías no se detiene ahí, se podría comparar estas listas contra el índice de

desarrollo humano del PNUD para el 2015, y también será posible ver que muchos de los países

con sistemas de mayor aporte tributario y menor percepción de corrupción, cuentan con mayor

calidad de vida.

Bajo la misma línea de análisis anterior, se puede ubicar a Costa Rica en el contexto de la

discusión, a quién según un informe de la OCDE para América Latina del 2013, posicionaba a la

economía costarricense en el quinto lugar de la región en cuanto a nivel de carga tributaria con

un 21%, el cual es levemente mayor al promedio regional. Asimismo, esta nación

centroamericana ocupa el puesto número 69 en el ámbito mundial y el décimo en Latinoamérica

en cuanto al Índice de Desarrollo Humano. Por otro lado, en cuanto a la clasificación de su

economía en la facilidad para hacer negocios, según el Doing Business publicado por el Grupo

Banco Mundial a junio del 2015, Costa Rica estaba en el lugar 58 a nivel global y el décimo de

América Latina. No obstante y aunque en referencia a los diferentes índices mencionados, Costa

Rica se encuentra en general en una posición relativamente cómoda dentro de la región; esta

cuenta con otra peculiaridad y es su deteriorada situación fiscal, la cual según el World Factbook

de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos y al 2015, la localiza en el lugar

ciento ochenta y dos a nivel mundial, teniendo el segundo mayor déficit fiscal de la región

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latinoamericana, solo superada por Venezuela que tiene el “gran orgullo” de tener el mayor

déficit público del mundo. Y aunque si bien es cierto, existen naciones desarrolladas y de primer

mundo como Japón y Arabia Saudita, con déficit fiscales mucho mayores en términos relativos

con respecto al PIB, la situación de nuestro país resulta penosa, por cuanto radica primordial y

casi únicamente en un exceso no controlado de gasto corriente, compuesto en su mayor parte por

una partida de sueldos y salarios, que crece y crece anualmente a raíz de disparadores

automáticos del gasto y otras transferencias especiales de orden social, las cuales por su

naturaleza misma no son sostenibles, como si lo sería un déficit presupuestario ocasionado por

inversión en obra pública, la cual en buena teoría si es bien gestionada, debería tener un efecto

positivo directo sobre la producción y la eficiencia de la economía nacional.

Entonces, desde el punto de vista del Estado ¿sería correcto y lógico decir qué a mayor carga

tributaria, más progreso y desarrollo para todos?, pareciera que no. La relación más sensata

observando las estadísticas y los diferentes índices, es que el comportamiento ético de los

ciudadanos y del Estado en la vida cotidiana, lo cual se refleja directamente en los índices de

percepción de corrupción, tiene una correlación muy fuerte con la disposición de los ciudadanos

a pagar más tributos, en aquellos regiones o países en donde se hace un mejor empleo de los

recursos públicos, lo cual tiene un impacto positivo en acceso a mejores condiciones y

oportunidades para todos, dando como resultado mejoras significativas en los niveles de

desarrollo humano y calidad de vida de la población, que a la vez genera un mejor clima para

invertir y hacer negocios; y esto a todas luces, genera un círculo vicioso positivo que mejora día

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tras día, o caso contrario, en algo muy negativo, que desmejora continua y recurrentemente para

mal de todos.

Por lo tanto, pareciera que la confianza es el valor fundamental e indispensable, para lograr

sociedades más responsables y comprometidas con el interés común; pero esta confianza surge

del comportamiento ético del Estado y sus instituciones, que a la vez permite allanar el camino

para lograr una conducta más ética de los ciudadanos. Porque la ética en la administración

tributaria viaja en dos direcciones, de un lado una responsabilidad y obligación de los

contribuyentes frente a la sociedad para cumplir con sus exigencias fiscales, más allá de hacer

frente a las acciones y sanciones que puede implantar la Administración Tributaria a este. Y por

el otro, el deber de la Administración Pública de responder ante la ciudadanía por el uso de

recursos originados de la recaudación fiscal, en cuyo proceso, debe garantizarse una justa y

transparente aplicación de la legislación tributaria y sus procedimientos, a todos los

contribuyentes de manera equitativa, evitando a toda costa los actos discrecionales y dando a

conocer los parámetros e índices de riesgo, que la propia administración emplea para evaluar si

un contribuyente, es o no, objeto de fiscalización o seguimiento especial (Bustos, 2011, p. 2).

Porque aquí vale la pena hacer un alto en el camino, y considerar, que si bien es cierto el

Estado goza de un poder de imperio sobre la ciudadanía y la facultad para cobrar tributos a estos;

ese poder no es ilimitado. Y esa relación de dominio está restringida por el control político que

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en las democracias ejerce el poder legislativo, quién es por principio el único con la autoridad

para crear impuestos. Así las cosas, existe un segundo poder de origen moral, más que legal; que

le permite o dificulta al Estado cobrar más o mejor sus impuestos y tiene que ver precisamente

con la forma como los gasta, como los invierte sana, honesta y responsablemente. Porque,

volviendo a las estadísticas sobre percepción de corrupción, índice de carga tributaria e índice de

desarrollo humano, se encuentra una correlación muy estrecha entre el primero y los demás

factores, que permite inducir que la percepción de corrupción, es un elemento crucial en la vida

de una nación, y que si la misma es baja, otorga autoridad moral al Estado y brinda a los

ciudadanos un mayor compromiso moral, para el cobro y pago de los diferentes tributos, o en su

defecto, todo lo contrario. ¿Y por qué? Porque si bien es cierto, cuando los ciudadanos pagan sus

impuestos, este hecho, no implica la contraprestación de un servicio, sino que responde al deber

que tienen estos de contribuir con los gastos del Estado, para que este último pueda obtener los

recursos suficientes para el cumplimiento de sus fines; sin embargo, el ciudadano si espera que el

Gobierno, como elemento de poder de una nación, asuma a cabalidad, con responsabilidad y

eficacia su rol, en el cual, su objetivo debería ser crear un sistema de autoprotección social para y

con todos los habitantes de un país o territorio, que sea seguro a largo plazo, autofinanciable, de

muy buena calidad y sin corrupción; asegurando el futuro de la salud, educación, trabajo,

sustento y vivienda.

Entonces, cuando se revisa la experiencia internacional al respecto, y se encuentran valiosa

experiencia en los países nórticos de Europa Occidental, así como en otras naciones alrededor

del mundo como Nueva Zelanda, Singapur, Canadá, Alemania, Reino Unido entre otros, en

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donde existe una gran disposición de la ciudadanía a pagar impuestos y altas cargas tributarias,

se podría pensar que esto responde a un fenómeno cultural propio de la idiosincrasia de los

pueblos, muy diferente a la que se tiene en los diferentes países de América Latina por ejemplo;

pero el tema es más complejo y va más allá de un tema cultural. En definitiva, estos países gozan

de un factor común y éste, es la transparencia y eficacia con que se realiza la gestión pública, ya

sea en su tarea más común que implica el ordenamiento eficaz de una nación, como en materia

de inversión social y obra pública, lo cual permite un mayor desarrollo económico y humano.

Así las cosas, cuando el Estado demuestra una buena capacidad de gestión para administrar e

invertir los recursos públicos, libre de toda duda de corrupción y despilfarro, esto genera un

clima de confianza entre los administrados (la población en general); que repercute

positivamente en la creación de conciencia colectiva en función de la necesidad de pagar los

impuestos en pro del bienestar común, así como en un aumento de la autoridad moral del Estado

para cobrar los impuestos en mejor y mayor cuantía.

No obstante, si por el contrario los ciudadanos se enfrentan a un escenario en donde el Estado

es ineficaz en la gestión pública a través de un mal control del presupuesto y el gasto corriente,

soportando un gran aparato burocrático, poco efectivo y lleno de privilegios, que, a pesar su alto

costo de manutención, no se traduce en mejoras al desempeño del Gobierno y sus instituciones; y

por otro lado, lo que es aún peor, se evidencian casos de corrupción en dicha gestión pública, ya

sean en la asignación de partidas, beneficios, exenciones, construcción y mantenimiento de obra

pública, entre muchos otros; que con solo el hecho de salir a la luz pública, hace prever que la

magnitud del problema es mucho más grande de lo que a simple vista se descubre; termina

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necesariamente y por efecto inmediato, despojando al Estado de la autoridad moral que requiere

para exigir conciencia y transparencia a los ciudadanos en el pago de sus impuestos, porque a

todas luces el accionar mismo del Estado estaría engendrando desconfianza.

Y aquí entramos en un tema clave, la confianza como elemento fundamental de las relaciones

humanas y por ende de sus instituciones. Porque si el pueblo, confía en su gobierno, en las

decisiones que éste toma y en como emplea los recursos públicos, es mucho más fácil que la

ciudadanía esté dispuesta a colaborar de buena manera con el Estado, mediante el oportuno pago

de sus deberes tributarios para que este pueda llevar a cabo sus fines.

Entonces, ¿Qué motiva a los ciudadanos a alejarse de una conducta ética y moralmente

correcta en cuanto al cumplimientos de sus responsabilidades tributarias? La doctrina ha

expuesto diversas causas que dan nacimiento a la evasión como conducta (Aquino, 2008, p. 10),

entre las que podemos mencionar:

1. Carencia de una conciencia tributaria, donde el individuo debe comprenderse como

integrante de una sociedad, donde los impuestos que paga, deben ser vistos como un aporte

justo, necesario y útil para satisfacer las necesidades de la colectividad a la que pertenece. Es

decir, el bien común debe privar por encima del interés individual. Sin embargo, la realidad es

recurrentemente diferente, ya que, ante la percepción de corrupción existente, los individuos

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que evaden, son vistos como ejemplos admirados dignos de seguir, y por el otro, propician en

los contribuyentes responsables un desaíro, al ver que los evasores no son castigados y más

bien son premiados con moratorias o condonaciones, lo cual los ponen en clara desventaja e

insta a imitar dicha conducta.

2. Sistema tributario poco transparente, en los cuales se carezca de la conceptualización de

las funciones del impuesto, así como de la misma Administración Tributaria en la aplicación

de los incentivos fiscales.

3. Administración tributaria poco flexible, que no es capaz de adaptarse rápidamente ante los

abruptas y constantes variaciones que se generan en los procesos económicos, sociales, y en la

política tributaria.

4. Bajo riesgo de ser detectado, a partir del cual el contribuyente al percatase de que no se le

puede controlar, se siente tentado a incurrir en una inapropiada conducta tributaria, lo cual

atenta contra el principio de equidad, por cuanto hace que ciudadanos con ingresos y

actividades similares, paguen impuesto en cuantía diferente.

En síntesis, quienes evaden lo hacen porque consideran que el Estado no es equitativo en la

redistribución del ingreso, o no creen en el buen uso que este haga de los recursos públicos. Pero

siempre estarán presentes aquellos que piensan que la evasión es una manera de conseguir mayor

rentabilidad en la actividad que realizan y con ello lograr ventajas sobre quienes tributan

correctamente.

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Es aquí donde nos encontramos a los grandes evasores, que no son personas comunes, sino

multinacionales y otras organizaciones de gran tamaño, que han creado alrededor del mundo una

red casi infinita de organizaciones fantasmas, cuyo principal fin es evadir el pago de impuestos.

Solo para dar una referencia que permita dimensionar el problema, según datos presentados en el

Congreso Anual de la Coalición por la Transparencia Financiera del 2014, la fuga de capitales a

nivel global representaba una suma astronómica, según indicó Luis Moreno de Latindadd: "Una

estimación conservadora de estos flujos financieros en 2011 es que representaron unos

US$947.000 millones en los países en desarrollo, un aumento del 13,7% respecto al año previo",

y agregó: "De esta suma a América Latina le corresponden US$116.000 millones". Asimismo,

Tax Justice Network, en su Índice de Secreto Financiero (Financial Secrecy Index) publicado en

noviembre del 2015, estima que los flujos financieros ilícitos transfronterizos rondan entre 1-1.6

billones de dólares por año, está cifra podría ser equivaler entonces a la décimo octava economía

del mundo. Esta situación es sumamente preocupante, porque estos dineros se quedan

ilegalmente en muy pocas manos, o lo que es aún peor, evaden su responsabilidad de contribuir

al progreso social de las naciones. Ejemplo de ello, y según el Financial Secrecy Index, desde la

década de setentas, los países africanos han perdido más de un billón de dólares en la fuga de

capitales, mientras que la deuda externa combinada es de menos de 200 mil millones de dólares;

así que África es un acreedor neto importante para el mundo, pero sus activos están en manos de

una élite rica, protegida por el secreto en alta mar; mientras que las deudas, son asumidas por las

poblaciones africanas mayoritariamente; lo cual es una cruda realidad y un vivo ejemplo de la

injusticia que la evasión fiscal puede representar.

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Pero esta situación, no es exclusiva de economías emergentes, de bajo ingreso, o de bajo

desarrollo; es una realidad que afecta en mayor o menor medida a todas las naciones del mundo,

incluso si tiene altas o bajas tasas impositivas. En términos absolutos, la lista de países con

mayor evasión fiscal la lideran cinco naciones (elaborada por Tax Justice Network), donde el

tamaño de su economía es la principal variable para estar en esta lista; el primer lugar lo ocupa

Estados Unidos de Norteamérica, cuya economía en “negro” representa cerca de 350 mil

millones de dólares, un 8.6% de su PIB, aunque este porcentaje es relativamente bajo con

respecto a otras naciones, lo anterior gracias al gran y efectivo control fiscal que sus autoridades

realizan, de ahí que la mayor parte de esa evasión se concentra en pequeñas empresa y

monotributistas (personas que contribuyen con un único impuesto), porque se dificulta con estos

el control cruzado. En segundo lugar, se encuentra Brasil con una evasión que ronda los

sorprendentes 280 mil millones de dólares, lo cual representa un 13.4% de su PIB, a diferencia

del caso anterior, en este país existe muy poca confianza en el Estado por lo que la gente, si

puede, no paga impuestos. En tercer, cuarto y quinta posición, se tiene e Italia, Rusia y Alemania

respectivamente, donde la evasión fiscal asciende en cada uno de ellos a cifras superiores a los

200 mil millones de dólares por año; aquí resulta de importancia notar en el caso particular de

Rusia, la existencia de las denominadas "odnodnevniki" o compañías de un día que no pagan

impuestos ni a nivel municipal, regional o federal, y que solo en el año 2013 se estimaba que

habían cerca de cuatro millones de este tipo de compañías. Por su parte, el caso de Alemania es

muy similar al de los Estados Unidos, donde existe una ética y responsabilidad impositiva mucho

mayor con respecto al resto de países, pero la cual está siendo socavada últimamente por

recurrentes denuncias que hacen dudar de esta ética tributaria del pueblo alemán.

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Así las cosas, la evasión fiscal como antítesis de la ética tributaria, parece ser un problema

imperecedero, el cual se difunde en todas las latitudes del mundo moderno y resulta casi

imposible de erradicar, por cuanto obedece a comportamientos individuales y colectivos

fuertemente arraigados en la sociedad; no obstante, si es posible disminuirla a niveles que no

afecten las economías, para lo cual se requiere de voluntad política y de un cambio en el

comportamiento y la posición de los individuos frente al Estado.

Aquí resulta preponderante traer a colación de nuevo el tema la ética en el actuar de la

Administración Tributaria como tal, independientemente de sus ámbitos de aplicación, sean

nacional o territorial; y en donde es imprescindible acuerpar los principios morales o normas que

rigen la conducta en la gestión pública, así como de la gestión y administración de los bienes y

recursos del Estado; una conducta que debe estar dirigida a hacer y promover lo correcto, lo justo

y lo digno. Así entonces, la Administración Tributaria debe ser capaz de gestionar los recursos

públicos dentro un ámbito de legalidad, con transparencia y empleando un buen sistema de

rendición de cuentas, que le brinde a la ciudadanía una imagen clara de justicia y confianza, que

sirva de ejemplo y que por ende se convierta en un factor influyente sobre la conciencia y

responsabilidad colectica de los contribuyentes. La ética tributaria reúne un conjunto de valores

que está compuesto por derechos y obligaciones tanto para la Administración, como para el

contribuyente, y que para que dichas obligaciones tengan legitimidad, debe existir confianza

entre los contribuyentes y el Estado, que brinde la autoridad moral y credibilidad a este último

para ejercer una adecuada recaudación de los impuestos, basados en sus propias actuaciones y en

la implementación de un régimen tributario claramente determinado y justo, capaz de medir el

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impacto ético de la carga impositiva y sus efectos sobre todos los contribuyentes, sin excluir o

privilegiar a nadie. Resulta entonces de gran trascendencia mencionar que el Derecho Tributario

acoge una serie de principios fundamentales que regulan la materia fiscal, entre estos están:

Generalidad e Igualdad: todos los administrados deben contribuir al sostenimiento del gasto

público de acuerdo con su capacidad económica, mediante la igualdad ante la ley entre iguales;

Capacidad económica: todos deben pagar impuestos en función a su ingreso, siempre que

este exceda el mínimo vital, para no afectar la cobertura de las necesidades básicas del

administrado; Progresividad: entre más aumente la capacidad económica del sujeto, más grande

debe ser su contribución al fisco; Legalidad: sólo pueden establecerse impuestos mediante

una ley, y donde todos los procesos, procedimientos y las acciones deben estar contenidas en una

norma, lo cual es garantía del freno a la actividad del Estado; No confiscatoriedad: la

recaudación impositiva llevada a cabo por el Estado nunca podrá ser tal que conlleve la privación

completa de bienes del contribuyente. Es a partir de estos principios y otros más, que se

establecen la coherencia de las leyes y normas de diferente rango, las cuales otorgan facultades y

poderes al Estado, con el objeto principal de asegurar el cobro real de los tributos a los

contribuyentes, dotándole además de herramientas y medidas precautorias o sancionatorias que

asegure una recaudación efectiva, pero a su vez delimitando el ejercicio del poder fiscal a través

de garantías y derechos, que contempla la ley en favor de la ciudadanía. (Benavides, 2013, pp. 4-

7).

Finalmente, en cuanto a los compromisos ineludibles de la administración tributaria, se tienen

dos aspectos preponderantes, por un lado, está la responsabilidad de la misma como entidad, y

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por el otro la conducta y actuación del funcionario público tributario. Entonces dentro de los

deberes de la administración tributaria en su gestión están el reconocimiento, la recaudación, la

cobranza, la investigación y fiscalización de tributos, la aplicación de sanciones, la resolución de

recursos y la expedición de los actos administrativos necesarios en caso de infracción a las leyes

fiscales, así como cualquier otra actividad relacionada con el control del cumplimiento de las

obligaciones establecidas por las normas con respecto a los impuestos y tasas; pero estas

diligencias deben realizarse siguiendo elementos claves que promuevan la ética en su función y

por ende la confianza del contribuyente en la misma, tales como: liderazgo y el compromiso en

relación con la integridad y lucha contra la corrupción; un marco legal con toda la normativa

que sea claro, público y accesible; equidad a través de la existencia de un sistema tributario justo

y transparente; autonomía institucional que se expresa en la independencia para la aplicación

de la ley de manera integral e imparcial; mecanismos de control que garanticen la asignación de

responsabilidades y la rendición de cuentas; códigos de conducta que establezcan en palabras

sencillas y fáciles la conducta que se espera de los funcionarios; gestión de los recursos

humanos mediante políticas y procedimientos que promocionen la ética en su labor, desde la

contratación, remuneración, desarrollo profesional, hasta los sistemas de rotación y evaluación

del desempeño. Por otra parte, dentro de las responsabilidades de los funcionarios de la

administración fiscal, estos deben partir en primera instancia de que sólo pueden hacer lo que la

ley les permite; y deberían regir su actuación en una serie de principios normalmente contenidos

en códigos de ética, que deben requerir de éstos transparencia, responsabilidad, eficiencia y

eficacia en el desempeño de sus labores, lo que al fin de cuentas impactara sobre la percepción y

credibilidad que los contribuyentes tengan de la administración (Benavides, 2013, pp. 14-20).

Por ende, estos deberes tanto de los funcionarios como de la propia entidad fiscal, se convierte en

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complementos claves para asegurar el cumplimiento eficiente y efectivo de los objetivos

tributarios de una nación.

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Conclusión

La Ética en la Administración Tributaria, es el conjunto de normas de orden moral que

adecuan el comportamiento humano, sobre la importancia de cumplir con las obligaciones

tributarias para contribuir de manera solidaria con el Estado, para que este lleve a cabo sus

funciones. La conducta ética de los individuos y las instituciones expresado según los índices de

percepción de corrupción, tiene una estrecha correlación con la disposición de los contribuyentes

en aceptar mayores tasas impositivas, cuanto esto se traduce en un mejor empleo de los recursos

públicos, que impactan positivamente sobre la calidad de vida de las personas y sobre el

mejoramiento del clima de negocios.

Así las cosas, la confianza es el valor fundamental, para lograr un mayor compromiso y

responsabilidad tributaria por parte de los ciudadanos. Entonces, la ética en la Administración

tributaria tiene dos sentidos: A) La obligación del contribuyente de contribuir con los gastos del

Estado consiente y voluntariamente; B) El deber del Estado de realizar un empleo honesto y

sensato del presupuesto, así como una justa y transparente aplicación de le legislación fiscal de

manera equitativa; es aquí donde se deriva su poder moral que le permite o dificulta a éste cobrar

más o mejor sus impuestos.

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Aunque el pago de impuestos no implica la contraprestación de un servicio, los ciudadanos si

esperan que el Gobierno, asuma con eficacia, responsabilidad y transparencia la gestión pública;

si esto se cumple, permite la creación de conciencia colectiva en función de la necesidad de pagar

los impuestos en pro del bienestar común.

Existen por ende dos grandes motivantes para no cumplir con los deberes tributarios por parte

del contribuyente, que lo convierte en un problema imperecedero y global: A) La falta de

credibilidad en qué el Estado no es equitativo en la redistribución del ingreso, o en el buen uso que

este haga de los recursos públicos. B) La creencia de que la evasión es una manera de conseguir

mayor rentabilidad o competitividad.

Asimismo, hay varios principios fundamentales del derecho tributario que regulan las

relaciones fiscales entre Estado y ciudadanos; estos otorgan poderes al Estado que le permiten

asegurar el cobro de los tributos, dotándole de herramientas precautorias o sancionatorias, pero a

su vez delimitan el poder fiscal a través de garantías y derechos en favor de la ciudadanía.

Por otro lado, los deberes de la Administración Tributaria se dividen en dos; A) Como

Administración, contemplando una serie de funciones propia de su naturaleza, que van desde la

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recaudación, la fiscalización, hasta la aplicación de sanciones, requiriendo para ello de elementos

claves que promuevan su ética y la confianza del contribuyente, tales como: liderazgo y

compromiso, un marco legal, autonomía institucional; mecanismos de control, códigos de

conducta, y la gestión de los recursos humanos. B) Como funcionarios de la administración fiscal,

estos deben partir en primera instancia de que sólo pueden hacer lo que la ley les permite hacer.

Ya para concluir, se deja para reflexionar con una frase de José Cecilio del Valle: “El gobierno

que con una mano exige aumento de impuestos, debe con la otra procurar el aumento de la

riqueza”.

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Bibliografía

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