Sei sulla pagina 1di 56

El crimen de la cinta métrica

Agatha Christie

Asiendo el llamador, la señorita Politt lo dejó caer sobre la puerta de la casita. Luego de un
breve intervalo llamó de nuevo. El paquete que llevaba bajo el brazo le resbaló un tanto al
hacerlo, y tuvo que volver a colocarlo en su sitio. En aquel paquete llevaba el nuevo vestido de
invierno de la señora Spenlow, de color verde, dispuesto para la prueba. De la mano izquierda
de la señorita Politt pendía una bolsa de seda negra, que contenía la cinta métrica, un acerico
de alfileres y un par de tijeras grandes y prácticas.
La señorita Politt era alta y delgada, de nariz puntiaguda, labios finos y cabellos grises. Vaciló
unos momentos antes de llamar por tercera vez. Mirando al final de la calle, vio una figura que
se aproximaba rápidamente y la señorita Hartnell, jovial y curtida, con sus cincuenta y cinco
años, le gritó con su voz potente y grave:
-¡Buenas tardes, señorita Politt!
La modista respondió:
-Buenas tardes, señorita Hartnell -su voz era extremadamente suave y moderada. Había
comenzado a trabajar como doncella en casa de una gran señora-. Perdóneme -prosiguió-, pero
¿sabe por casualidad si está en casa la señora Spenlow?
-No tengo la menor idea.
-Es bastante extraño que no conteste a mis llamadas. Esta tarde tenía que probarle el vestido.
Me dijo que viniese a las tres y media.
La señorita Hartnell consultó su reloj de pulsera.
-Ahora es un poco más de la media -contestó.
-Sí. He llamado ya tres veces, pero no contesta nadie; por eso me preguntaba si no habría
salido y habrá olvidado que tenía que venir yo. Por lo general no se olvida, y además quería
estrenar el vestido pasado mañana.
La señorita Hartnell atravesó la puerta de la verja y llegó al jardín para reunirse con la señorita
Politt.
-¿Y por qué no le ha abierto Gladys? -quiso saber-. Oh, no, claro, es jueves… es su día libre. Me
figuro que la señora Spenlow se habrá quedado dormida. Me parece que no consigue usted
hacer gran ruido con ese chisme.
Y alzando el llamador lo descargó con todas sus fuerzas. Rat-tat-tat-tat y, además golpeó la
puerta con las manos. También gritó con voz estentórea:
-¡Eh! ¿No hay nadie ahí dentro?
No obtuvo respuesta.

1
-Oh, yo creo que la señora Spenlow debe de haberse olvidado y se habrá ido -murmuró la
señorita Politt-. Volveré cualquier otro rato.
-Tonterías -replicó la señorita Hartnell con firmeza-. No puede haber salido. Yo la hubiera
encontrado. Voy a echar un vistazo por las ventanas para ver si da señales de vida.
Y riendo con su habitual buen humor, para indicar que se trataba de una broma, miró
superficialmente por la ventana más próxima, pues sabía que los señores Spenlow no
utilizaban aquella habitación, ya que preferían la salita de la parte posterior.
A pesar de ser una mirada superficial consiguió su objetivo. Es cierto que la señorita Hartnell
no vio signos de vida. Al contrario, a través de la ventana distinguió a la señora Spenlow
tendida sobre las alfombra… y muerta.
-Claro que -decía la señorita Hartnell contándolo después- procuré no perder la cabeza. Esa
criatura, la señorita Politt, no hubiera sabido qué hacer. Tenemos que conservar la serenidad
-le dije-. Usted quédese aquí y yo iré a buscar al alguacil Palk. Ella protestó diciendo que no
quería quedarse sola, pero no le hice el menor caso. Hay que mantenerse firme con esa clase de
personas. Les encanta armar alboroto. De modo que cuando iba a marcharme, en aquel preciso
momento, el señor Spenlow doblaba la esquina de la casa.
La señorita Hartnell hizo una pausa significativa, permitiendo a su interlocutora que le
preguntara impaciente:
-Dígame: ¿qué aspecto tenía?
La señorita Hartnell prosiguió:
-Con franqueza, ¡inmediatamente sospeché algo! Estaba demasiado tranquilo. No se
sorprendió lo más mínimo. Y puede usted decir lo que quiera, pero no es natural que un
hombre que oye decir que su mujer está muerta no exteriorice la menor emoción.
Todo el mundo tuvo que darle la razón.
La policía también. Y no tardaron en averiguar cuál era su situación después de la muerte de su
esposa, descubriendo que ella era rica y que todo su dinero iría a parar a manos del viudo
gracias a un testamento hecho a toda prisa poco después del matrimonio, cosa que despertó
generales sospechas.
La señorita Marple, la solterona de rostro afable (y según algunos de lengua afilada), que vivía
en la casa contigua a la rectoría, fue interrogada muy pronto… a la media hora del
descubrimiento del crimen. El alguacil Palk, con una libreta de notas para datos, le dijo:
-Si no le molesta, señora, tengo que hacerle unas preguntas.
La señorita Marple repuso:
-¿Acerca del asesinato de la señora Spenlow?
Palk se sorprendió.
-¿Puedo preguntarle cómo se enteró de ello?

2
-Por el pescado.
La respuesta fue perfectamente inteligible para el alguacil, quien supuso con gran acierto que
el repartidor del pescado le habría llevado la noticia al mismo tiempo que la merluza o las
sardinas.
-Fue encontrada en el suelo de la sala estrangulada -continuó la señorita Marple-,
posiblemente con un cinturón muy estrecho; pero fuera lo que fuese, no ha aparecido.
-¿Cómo es posible que Fred se entere de todo…? -comenzó a decir Palk.
La señorita Marple lo interrumpió.
-Lleva un alfiler en la solapa.
Palk se miró el lugar indicado.
-Dicen: «Ver un alfiler y cogerlo, y todo el día tendrás buena suerte.»
-Espero que sea verdad. Y ahora dígame, ¿qué es lo que quería decirme?
El alguacil se aclaró la garganta y con aire de importancia consultó su libreta.
-El señor Arturo Spenlow, esposo de la interfecta, ha prestado declaración. El señor Spenlow
dice que a las dos y media, según sus cálculos, le telefoneó la señorita Marple para pedirle que
fuera a verla a las tres y cuarto, pues tenía precisión de consultarle algo. Dígame, señorita, ¿es
cierto?
-Desde luego que no -repuso la señorita Marple.
-¿No telefoneó al señor Spenlow a las dos y media?
-Ni a esa hora ni a ninguna otra.
-¡Ah! -exclamó Palk, retorciéndose el bigote con satisfacción.
-¿Qué más dijo el señor Spenlow?
-Según su declaración, él vino aquí atendiendo a su llamada, y salió de su casa a las tres y diez,
y que al llegar, la doncella le comunicó que la señorita Marple «no estaba en casa».
-Eso es cierto -replicó la solterona-. Él vino aquí, pero yo me encontraba en una reunión del
Instituto Femenino.
-¡Ah! -volvió a exclamar Palk.
-Dígame, alguacil, ¿sospecha usted acaso que el señor Spenlow haya dado muerte a su esposa?
-No puedo asegurar nada en este momento, pero me da la impresión de que alguien, sin
mencionar a nadie, se las quiere dar de muy listo.
-¿El señor Spenlow? -preguntó la señorita Marple, pensativa.
Le agradaba el señor Spenlow. Era un hombre delgado, de pequeña estatura, de hablar
mesurado y convencional y el colmo de la respetabilidad. Parecía extraño que hubiera ido a

3
vivir al campo, pues era evidente que había pasado toda su vida en la ciudad, y confió sus
razones a la señorita Marple.
-Desde joven tuve deseos de vivir en el campo -le dijo- y tener un jardín de mi propiedad.
Siempre me gustaron mucho las flores. Ya sabe, mi esposa tenía una floristería. Es donde la vi
por primera vez.
Un simple comentario, pero que dejaba adivinar el idilio: Una señora Spenlow mucho más
joven y hermosa, con un fondo de flores.
No obstante el señor Spenlow, en realidad, no sabía nada acerca de las flores… ni de semillas,
poda, época de plantación, etc. Sólo tenía una imagen en su mente… la imagen de una casita
con un jardín repleto de flores de brillantes colores y dulce aroma. Le pidió que le instruyera, y
fue anotando en su libretita todas las respuestas de la señorita Marple.
Era un hombre de ademanes reposados. Y tal vez por eso la policía se interesó por él cuando su
esposa fue encontrada asesinada. A fuerza de paciencia y perseverancia averiguaron muchas
cosas respecto a la difunta señora Spenlow… y pronto lo supo también todo Saint Mary Mead.
La finada señora Spenlow había comenzado su vida como camarera de una gran casa, que dejó
para casarse con el segundo jardinero, y con él puso una tienda de flores en Londres. El
negocio había prosperado, pero no así el jardinero, que al poco tiempo enfermó y murió. Su
viuda llevó adelante la tienda y tuvo que ampliarla, pues no cesaba de prosperar. Luego la
había traspasado a muy buen precio y volvió a embarcarse en un segundo matrimonio… con el
señor Spenlow, un joyero de mediana edad, que había heredado un negocio reducido y
decadente. Poco después lo vendieron, yendo a vivir a Saint Mary Mead.
La señora Spenlow era una mujer bien educada. Los beneficios del establecimiento de flores los
había invertido… «con ayuda de los espíritus», según explicaba a todo el mundo. Y éstos le
habían aconsejado con inesperado acierto.
Todas sus inversiones resultaron magníficas. Sin embargo, en vez de afianzarse en sus
creencias «espiritistas», la señora Spenlow abandonó las sesiones y los médiums, y se entregó
rápidamente, pero de corazón, a una oscura religión con afinidades indias que se basaba en
varias formas de inspiraciones profundas. No obstante, cuando llegó a Saint Mary Mead, se
adscribió temporalmente a la iglesia anglicana. Pasaba muchos ratos con el vicario, y asistía a
los oficios religiosos con asiduidad. Era parroquiana de los comercios de la localidad y jugaba
al bridge en las reuniones.
Una vida monótona.., sencilla. Y de repente… el crimen.
 
El coronel Melchett, jefe de policía, había mandado llamar al inspector Slack.
Slack era un tipo positivista. Cuando tomaba una resolución, no se volvía atrás, y ahora estaba
seguro de sus hipótesis.
-Fue el esposo quien la mató, señor -declaró.

4
-¿Usted cree?
-Estoy completamente seguro. Sólo tiene que mirarlo. Es culpable como el mismo diablo. No
demuestra la menor pena o emoción. Volvió a la casa sabiendo que su mujer estaba muerta.
-¿Y no hubiera intentado por lo menos representar el papel de marido desconsolado?
-Él no, señor. Está demasiado seguro de sí mismo. Algunos caballeros no saben fingir.
-¿Alguna otra mujer en su vida? -preguntó el coronel Melchett.
-No he podido dar con el rastro de ninguna. Claro que este hombre es muy listo. Sabe
«despistar». Yo creo que estaba harto de su esposa. Ella tenía el dinero y me parece que era de
carácter difícil de soportar. Así que a sangre fría decidió deshacerse de ella y vivir
cómodamente solo y a sus anchas.
-Sí, supongo que puede haber sido ése el caso.
-Puede usted estar seguro de que fue así. Trazó sus planes con todo cuidado. Fingió una
llamada telefónica…
Melchett le interrumpió:
-¿No han podido comprobar la llamada?
-No, señor. Eso significa que, o bien han mentido, o que fue hecha desde un teléfono público.
Los únicos teléfonos públicos del pueblo son el de la estación y el de Correos. Desde Correos no
llamó. La señorita Blade ve a todo el que entra. En el de la estación, tal vez. Hay un tren que
llega a las dos y veintisiete y a esa hora se ve bastante concurrida. Pero lo principal es que él
dice que fue la señorita Marple quien lo llamó, y eso, desde luego, no es cierto. La llamada no
fue hecha desde su casa, y ella estaba en el Instituto Femenino.
-¿Y no habrá pasado por alto la posibilidad de que alguien quitara de en medio al marido…
para poder asesinar a la señora Spenlow?
-Se refiere a Ted Gerard, ¿verdad? He estado investigando…, pero tropezamos con la falta de
motivos. Él no iba a ganar nada. Sin embargo, es un indeseable. Y tiene un buen número de
desfalcos en su haber.
-Es miembro del Grupo Oxford.
-No digo que no sea un equivocado. No obstante, él mismo fue a confesárselo a su patrón. Dijo
que estaba arrepentido y comenzó a devolver el dinero. Y no digo que no fuera una artimaña…
pudo pensar que sospechaban y decidir representar la comedia.
-Tiene usted una mentalidad muy escéptica, Slack -dijo el coronel Melchett-. A propósito, ¿ha
hablado usted con la señorita Marple?
-¿Qué tiene ella que ver con esto, señor?
-Oh, nada. Pero ya sabe… oye cosas… ¿Por qué no va a charlar un rato con ella? Es una anciana
muy inteligente.

5
Slack cambió de tema.
-Quería preguntarle una cosa, señor: en casa de Robert Abercrombie, donde la difunta
trabajaba, hubo un robo de esmeraldas… que valían una fortuna. No aparecieron. He estado
calculando… y debió ser cuando estaba allí la señora Spenlow, aunque entonces sería casi una
niña. No creerá que estuviera complicada en el robo, ¿verdad, señor? Spenlow, como ya sabe,
era uno de esos joyeros de vía estrecha…
-No creo que tuviera nada que ver -repuso Melchett meneando la cabeza-. Entonces ni siquiera
conocía a Spenlow. Recuerdo el caso. La opinión policíaca fue que el hijo de la casa, Jim
Abercrombie, estaba mezclado en el asunto… Era un joven muy gastador. Tenía un montón de
deudas, que pagó precisamente después de ocurrido el robo… El viejo Abercrombie dificultó un
poco las cosas… y quiso distraer la atención de la policía.
-Era sólo una idea, señor -dijo Slack.
 
La señorita Marple recibió al inspector Slack con satisfacción, sobre todo al saber que lo
enviaba el coronel Melchett.
-Vaya, la verdad, el coronel Melchett es muy amable. No sabía que me recordaba.
-Me indicó el coronel que viniera a verla, pues, sin duda, sabía todo lo que ocurre en Saint
Mary Mead, que valga la pena.
-Es muy amable, pero la verdad es que no sé nada en absoluto. Quiero decir, con respecto a
este crimen.
-Pero sabe lo que se murmura.
-Oh, claro…, pero no va una a repetir simples habladurías.
-Ésta no es una conversación oficial -dijo Slack queriendo animarla-, sino una charla en
confianza, por así decir.
-¿Y quiere usted saber lo que dice la gente… sea o no verdad?
-Eso es.
-Bien, pues, desde luego, se habla y se imagina mucho. Las opiniones se dividen en dos campos
opuestos, no sé si me comprende. Para empezar, hay personas que creen que ha sido el marido.
En cierto modo, un marido o una esposa, es el sospechoso más natural, ¿no cree?
-Es posible -repuso el inspector con precaución.
-La vida en común… ya sabe… y muy a menudo la parte monetaria. He oído decir que quien
tenía el dinero era la señora Spenlow y que su esposo se beneficia con su muerte. En este
perverso mundo, suposiciones menos caritativas a menudo están justificadas.
-Sí, entra en posesión de una bonita suma.

6
-Por eso… parece muy verosímil que la estrangulara, saliera por la puerta posterior y viniera a
mi casa a través de los campos, para preguntar por mí con la excusa de haber recibido una
llamada telefónica: luego regresar y descubrir que su mujer había sido asesinada durante su
ausencia… Naturalmente, con la esperanza de que achacaran el crimen a cualquier ladrón o
vagabundo.
-Y añadiendo a eso la parte monetaria… y si últimamente no se llevaban muy bien… -continuó
el inspector.
-¡Oh, pero si se llevaban muy bien! -interrumpió la señorita Marple.
-¿Lo sabe a ciencia cierta?
-¡Si se hubieran peleado lo sabría todo el mundo! La doncella, Gladys Brent, hubiera hecho
circular la noticia por todo el pueblo.
-Tal vez no lo supiera -dijo el inspector sin gran convencimiento… y recibiendo a cambio una
sonrisa compasiva.
-Y luego tenemos la opinión del otro campo -prosiguió la señorita Marple-: Ted Gerad. Un
joven muy simpático. Creo que el aspecto personal tiene mucha importancia sobre los demás.
¡Nuestro último vicario produjo un efecto mágico! Todas las muchachas iban a la iglesia… por
la tarde y por la mañana. Y muchas mujeres ya mayores desplegaron una desacostumbrada
actividad…; ¡la de zapatillas que le hicieron! Al pobre hombre le resultaba muy violento. Pero…
¿dónde estaba? Oh, sí, hablaba de ese joven, Ted Gerad. Claro que se ha hablado de él. Venía a
verla muy a menudo. A pesar de que la propia señora Spenlow me dijo que era miembro de un
movimiento religioso que llaman el Grupo Oxford. Creo que son muy sinceros y esforzados, y la
señora Spenlow se sintió muy impresionada,
La señorita Marple tomó un poco de aliento antes de proseguir.
-Y estoy convencida de que no hay razón para creer que hubiera algo más que eso, pero ya sabe
usted cómo es la gente. Muchas personas opinan que la señora Spenlow se dejó embaucar por
ese joven, y que le prestó mucho dinero. Y es positivamente cierto que lo vieron en la estación
aquel día… En el tren de las dos veintisiete. Pero hubiera sido muy sencillo para él apearse por
el lado contrario y saltar la cerca y no pasar por la entrada de la estación. De ese modo no lo
hubieran visto ir a la casa. Y claro, la gente considera que el atuendo de la señora Spenlow era,
digamos, bastante particular.
-¿Particular?
-Sí. Iba en quimono -la señorita Marple se sonrojó-. Eso resulta bastante sugestivo para ciertas
personas.
-¿Y para usted resulta positivo?
-¡Oh, no, yo no lo creo! A mí me parece perfectamente natural.
-¿Lo considera natural?
-En aquellas circunstancias, sí -la mirada de la señorita Marple era fría y reflexiva.
7
-Eso pudiera darnos otro motivo para el esposo. Celos -dijo el inspector Slack.
-¡Oh, no! El señor Spenlow no hubiera sentido nunca celos. Es de esos hombres que se dan
cuenta de las cosas. Si su esposa le hubiera abandonado dejándole una nota en la almohada, él
sería el primero en explicarlo.
El inspector Slack se sintió interesado por el modo significativo con que le miraba. Tenía la
impresión de que toda su charla pretendía ocultarle algo que él no alcanzaba a comprender.
-¿Ha encontrado alguna pista, inspector? -le preguntó la señorita Marple con cierto énfasis.
-Hoy en día los criminales no dejan sus huellas dactilares ni puntas de cigarros, señorita.
-Pues yo creo… que este crimen es anticuado…
-¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Slack con extrañeza.
-Creo que el alguacil Palk puede ayudarle -repuso la señora Marple despacio-. Fue la primera
persona en acudir al «escenario del crimen», como dicen.
 
El señor Spenlow se hallaba sentado en una silla y parecía asustado. Dijo con su voz fina y
precisa:
-Claro que puedo imaginarme lo ocurrido. Mi oído no es tan fino como antes, pero oí
claramente cómo un chiquillo gritaba tras de mí: «¡Eh, miren a ese asesino…!» Y.., eso me dio
la impresión de que pensaba que yo… había matado a mi querida esposa.
La señorita Marple, cortando una rosa marchita, repuso:
-Ésa es, sin duda, la impresión que quiso dar.
-Pero ¿cómo es posible que metieran esa idea en la cabeza de un niño?
-Pues lo más probable es que la asimiló escuchando las opiniones de sus mayores -repuso miss
Marple.
-Usted… ¿usted cree de verdad que lo piensan también otras personas?
-La mitad de los habitantes de Saint Mary Mead.
-Pero… mi querida señora… ¿cómo es posible que se les haya ocurrido una idea semejante? Yo
quería sinceramente a mi esposa. A ella no le agradaba vivir en el campo tanto como yo
esperaba, pero el estar de completo acuerdo en todo es un ideal inasequible. Le aseguro que he
sentido intensamente su pérdida.
-Es probable. Pero si me perdona le diré que no lo parece.
El señor Spenlow irguió cuanto pudo su menguada figura.
-Mi querida señora, hace muchos años leí que un filósofo chino, cuando tuvo que separarse de
su adorada esposa, continuó tranquilamente tocando su batintín en la calle, como tenía por
costumbre…; me figuro que debe ser un pasatiempo chino. Los habitantes de aquella ciudad se
sintieron muy impresionados por su entereza.
8
-Mas la gente de Saint Mead ha reaccionado de un modo bastante distinto -dijo la señorita
Marple-. La filosofía china no va con ellos.
-¿Pero usted lo comprende?
Miss Marple asintió.
-Mi buen tío Enrique -explicó- era un hombre con un extraordinario dominio de sí mismo. Su
lema fue: «Nunca exteriorices tu emoción.» Él también era muy aficionado a las flores.
-Estaba pensando que tal vez pudiera colocar una pérgola en el lado oeste de la casa -dijo
Spenlow con cierta vehemencia-. Con rosas de té, y tal vez glicinias… Y hay una florecita
blanca, en forma de estrella, que ahora no recuerdo cómo se llama…
-Tengo un catálogo muy bonito, con fotografías -le dijo la señorita Marple en un tono
semejante al que empleaba para dirigirse a su sobrinito de tres años-. Tal vez le agradara
hojearlo. Yo tengo que ir ahora mismo al pueblo.
Y dejando al señor Spenlow sentado en el jardín con el catálogo, la señorita Marple subió a su
habitación, envolvió apresuradamente un vestido en un trozo de papel castaño, y saliendo de la
casa, se encaminó a toda prisa a la oficina de Correos. La señorita Politt, la modista, vivía en
una de las habitaciones de la parte alta del edificio.
Mas la señorita Marple no subió directamente la escalera. Eran las dos y media, y un minuto
después, el autobús de Much Benham se detendría ante la puerta de la oficina de Correos…
constituyendo uno de los mayores acontecimientos de la vida cotidiana de Saint Mary Mead.
La encargada saldría a toda prisa a recoger los paquetes relacionados con la parte de venta de
su negocio, pues también vendía dulces, libros baratos y juguetes.
Durante algunos minutos la señorita Marple estuvo sola en la oficina de Correos.
Y hasta que la encargada hubo regresado a su puesto, no subió a ver a la señorita Politt para
explicarle que quería que retocara su viejo vestido de crepé gris y lo pusiera a la moda, a ser
posible. La modista le prometió hacer cuanto pudiera.
 
El jefe de policía quedó bastante asombrado al saber que la señorita Marple deseaba verlo. La
solterona entró disculpándose:
-No sabe cuánto siento molestarlo. Sé que está muy ocupado, pero usted ha sido siempre tan
amable conmigo, coronel Melchett, que creí que debía verlo a usted en vez de acudir al
inspector Slack. En primer lugar no me gustaría complicar al alguacil Palk… Hablando con
toda claridad, supongo que él no habría tocado nada en absoluto.
El coronel Melchett estaba ligeramente extrañado.
-¿Palk? Es el alguacil de Saint Mary Mead, ¿verdad? ¿Qué es lo que ha hecho?
-Cogió un alfiler. Lo llevaba prendido en su traje y a mí se me ocurrió que tal vez lo hubiese
cogido en casa de la señora Spenlow.

9
-Desde luego. Pero, después de todo, ¿qué es un alfiler? A decir verdad, lo cogió junto al
cadáver de la señora Spenlow. Ayer vino Slack y me lo dijo…; me figuro que usted lo obligó a
ello. Claro que no debía haber tocado nada, pero como le dije ya, ¿qué es un alfiler? Era sólo un
simple alfiler. De esos que emplean todas las mujeres.
-Oh, no, coronel Melchett, ahí es donde se equivoca. Tal vez a los ojos de un hombre parezca
un alfiler vulgar, pero no lo es. Se trata de uno especial… muy fino… de los que se compran por
cajas y que usan especialmente las modistas.
Melchett la miraba mientras se iba haciendo una pequeña luz en su mente. La señorita Marple
inclinó varias veces la cabeza en señal de asentimiento.
-Sí, naturalmente. A mí me parece todo claro. Llevaba el quimono porque iba a probarse su
nuevo vestido, y nada más abrir la puerta, la señorita Politt debió decir algo de las medidas y le
puso la cinta métrica alrededor del cuello… y luego su tarea se limitó a cruzarla y apretar…;
muy sencillo, según he oído decir. Luego saldría cerrando la puerta, y, haciendo ver que
acababa de llegar, comenzó a golpearla con el llamador. Mas el alfiler demuestra que ya había
estado en la casa.
-¿Y fue la señorita Politt la que telefoneó a Spenlow?
-Sí. Desde la oficina de Correos, a las dos y media… precisamente cuando llega el autobús y la
oficina se queda vacía.
-Pero, mi querida señorita Marple, ¿por qué? No es posible cometer un crimen sin motivo.
-Bueno, a mí me parece, coronel Melchett, por todo lo que he oído, que este crimen data de
mucho tiempo atrás. Y esto me recuerda a mis dos primos Antonio y Gordon. Todo lo que hacía
Antonio le salía bien; en cambio, Gordon era el lado opuesto: perdía en las carreras de caballos,
sus valores bajaron y sus acciones fueron depreciadas… Tal como lo veo, las dos mujeres
actuaron juntas.
-¿En qué?
-En el robo. Hace mucho tiempo. Según he oído eran unas esmeraldas de gran valor. Fueron
robadas por la doncella de la señora y la ayudante de camarera. Porque hay una cosa que
todavía no se ha explicado… Cuando se casó con el jardinero, ¿de dónde sacaron el capital para
montar una tienda de flores? La respuesta es: de su parte en la… rapiña… creo que es la
expresión adecuada. Todo lo que emprendió le salió bien. El dinero trae dinero. Pero la otra, la
doncella de la señora, debió ser poco afortunada… y tuvo que conformarse con ser una modista
de pueblo. Luego volvieron a encontrarse. Todo fue bien al principio, supongo, hasta que
apareció en escena Ted Gerard. La señora Spenlow seguía sintiendo remordimiento e
inclinación por todas las religiones emocionales. Este joven le apremiaría para que «hiciese
frente a los hechos» y «limpiara su conciencia», y me atrevo a asegurar que estaba dispuesta a
hacerlo. Mas la señorita Politt no lo apreciaba así… sino que podía verse en la cárcel por un
delito cometido muchos años atrás. Así que decidió poner fin a todo aquello. Me temo que haya

10
sido siempre una mujer perversa. No creo que hubiera movido ni un dedo para impedir que
ahorcaran al afable y estúpido señor Spenlow.
-Podemos… er… comprobar su teoría… si logramos identificar a la señorita Politt como la
doncella de los Abercrombie -dijo el coronel Melchett-, pero…
-Será muy sencillo -lo tranquilizó miss Marple-. Es de esas mujeres que confesará en seguida al
verse descubierta. Y, ¿sabe usted?, además tengo su cinta métrica. Se… se la quité
distraídamente cuando me estuvo probando ayer. Cuando la eche de menos y sepa que está en
manos de la policía… bien, es una mujer ignorante y creerá que eso la acusa definitivamente.
No le dará trabajo, se lo aseguro -terminó la solterona animándolo, con el mismo tono con que
una tía suya le aseguró que no lo suspenderían en los exámenes de ingreso en Sandhurst. Y
había aprobado.

11
El caso del bungalow
Agatha Christie

-Ahora recuerdo un caso… -dijo Jane Helier. Su bello rostro se iluminó con la sonrisa confiada
del niño que busca aprobación. Era la sonrisa que conmovía a diario al público de Londres y
que había hecho la fortuna de los fotógrafos-. Le ocurrió a una amiga mía -dijo con precaución.
Todo el mundo hizo hipócritas gestos de aliento. El coronel Bantry, su esposa, don Henry
Clithering, el doctor Lloyd y la anciana señorita Marple estaban convencidos de que la “amiga”
de Jane era ella misma. Hubiera sido incapaz de recordar o interesarse por algo que afectara a
cualquier otra persona.
-Mi amiga -continuó Jane-, no mencionaré su nombre, era una actriz muy conocida.
Nadie exteriorizó la menor sorpresa y don Henry Clithering pensó para sí: “Me pregunto
cuánto tardará en olvidarse de la farsa y dirá ‘yo’ en vez de ‘ella’…”
-Mi amiga se encontraba de gira por provincias, de esto hará uno o dos años. Supongo que es
mejor no decir el nombre del lugar. Estaba en la ribera de un río, muy cerca de Londres. Lo
llamaré…
Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Al parecer, inventar un simple nombre era demasiado
para ella, y don Henry acudió en su ayuda.
-¿Lo llamamos Riverbury? -le sugirió.
-Oh, sí, espléndido, Riverbury, lo recordaré. Bien, como decía, esta amiga mía se encontraba en
Riverbury con su compañía cuando ocurrió algo muy curioso.
Volvió a fruncir el entrecejo.
-¡Es tan difícil decir lo que una quiere decir! -se lamentó-. Temo confundirme y decir unas
cosas antes que otras.
-Lo hace usted muy bien -le dijo el doctor Lloyd para animarla-. Continúe.
-Bien, pues ocurrió algo muy curioso. Mi amiga fue llevada al puesto de policía. Al parecer se
había cometido un robo en su bungalow, situado junto al río, y habían detenido a un joven que
les contó una extraña historia, y por eso fueron a buscarla. Nunca había estado en un puesto de
policía, pero se mostraron muy amables con ella, amabilísimos.
-No me extraña en absoluto -dijo don Henry.
-El sargento, creo que era un sargento, o tal vez fuese un inspector, la invitó a sentarse y le
explicó lo ocurrido. Desde luego yo vi en seguida que se trataba de una equivocación.
“¡Aja! -pensó don Henry-. ‘¡Yo!’ Ya está, lo que imaginaba”.

12
-Eso dijo mi amiga -continuó Jane, sin advertir su propia traición-. Explicó que había estado
ensayando en el hotel con su suplente y que nunca había oído siquiera el nombre de señor
Faulkener. Y el sargento dijo: “señorita Hel…”.
Se detuvo muy sonrojada.
-¿Señorita Helman? -le sugirió don Henry con un guiño.
-Sí, sí, eso es. Gracias. El sargento dijo: “Señorita Helman, creo que debe de haber alguna
equivocación, puesto que usted se aloja en el Bridge Hotel”. Y luego me preguntó si me
importaría que me confrontaran con aquel joven. No sé si se dice confrontar o carear. No lo
puedo recordar.
-No importa realmente -le aseguró don Henry.
-De todos modos, yo dije: “Claro que no”. Y lo trajeron y dijeron: “Ésta es señorita Helier” y…
¡Oh! -Jane se interrumpió boquiabierta.
-No importa, querida -le dijo señorita Marple para consolarla-. De todas maneras lo
hubiéramos adivinado. Y no nos ha dicho el nombre del lugar ni nada realmente importante.
-Bueno -dijo Jane-. Mi intención era contárselo como si le hubiera ocurrido a otra persona,
pero es difícil, ¿verdad? Quiero decir que una se olvida.
Todos le aseguraron que era muy difícil y una vez tranquilizada, prosiguió con su algo
enrevesado relato.
-Era un hombre muy atractivo, mucho. Joven y pelirrojo. Al verme se quedó con la boca abierta
y el sargento le preguntó: “¿Es ésta la dama?” Y él contestó: “No, desde luego que no. Qué
estúpido he sido”. Yo le sonreí, diciéndole que no tenía importancia.
-Me imagino la escena -dijo don Henry.
Jane Helier frunció el entrecejo.
-Déjeme pensar cómo sería mejor continuar.
-¿Y si nos contara de qué se trata, querida? -dijo señorita Marple con tal amabilidad que nadie
pudo sospechar su ironía-. Quiero decir que cuál era la equivocación de aquel joven y de qué se
trataba el robo.
-Oh, sí -exclamó Jane-. Bien, ese joven, Leslie Faulkener, había escrito una comedia. A decir
verdad había escrito varias, aunque nunca le representaron una. Y me envió una en particular
para que la leyera. Yo lo ignoraba, ya que recibo cientos de obras de teatro y leo muy pocas,
sólo aquéllas de las que sé algo. De todas formas, así fue, y al parecer el señor Faulkener recibió
una carta mía, sólo que resultó que no la había escrito yo. ¿Comprenden?
Hizo una pausa con ansiedad y todos le aseguraron que la habían entendido.
-En ella le decía que había leído su comedia, que me gustaba mucho y que viniera a hablar
conmigo. Le daba la dirección, el bungalow de Riverbury. De modo que el señor Faulkener,
muy satisfecho, fue a verme a ese lugar: el bungalow. Le abrió la puerta una doncella a quien él

13
preguntó por la señorita Helier y ella le dijo que la señorita Helier lo estaba esperando y le hizo
pasar al salón, donde lo recibió una mujer que él aceptó como si fuera yo, lo cual resulta
bastante extraño, puesto que me había visto actuar y mis fotografías son bien conocidas en
todas partes, ¿verdad?
-Por todo lo largo y ancho de Inglaterra -replicó la señora Bantry-. Pero a menudo hay una
gran diferencia entre la fotografía y el original, mi querida Jane. Así como cuando se ve a las
artistas fuera del escenario. No todas las actrices pueden superar esa prueba como tú,
recuérdelo.
-Bueno -dijo Jane un tanto aplacada-, es posible. De todas formas describió a aquella mujer
diciendo que era alta, rubia, de grandes ojos azules y muy atractiva, de modo que debía
parecerse bastante a mí. Desde luego, él no sospechó nada y ella se sentó, comenzó a charlar de
su comedia y de las ganas que tenía de representarla. Mientras hablaban, les sirvieron unos
combinados y el señor Faulkener tomó uno. Bueno, eso es todo lo que recuerda, que se bebió el
combinado. Cuando despertó, o volvió en sí, estaba tendido en la carretera junto a la cuneta,
desde luego donde no había peligro de que lo atropellaran. Estaba muy débil y desorientado,
tanto que, cuando se levantó y echó a andar tambaleándose, no sabía adónde se dirigía. Dijo
que, de haber estado en posesión de todas sus facultades, hubiera vuelto al bungalow para
tratar de averiguar lo ocurrido, pero se sentía tan torpe y aturdido que siguió caminando sin
saber apenas lo que hacía. Empezaba a rehacerse cuando fue detenido por la policía.
-¿Por qué lo detuvieron? -preguntó el doctor Lloyd.
-¡Oh! ¿No se lo dije? -exclamó Jane abriendo mucho los ojos-. Qué tonta soy, por el robo.
-Usted mencionó un robo, pero no dijo dónde tuvo lugar ni por qué.
-Bueno, ese bungalow, ese al que fue él, no era mío, por supuesto. Pertenecía a un hombre cuyo
nombre era…
De nuevo Jane Helier frunció el entrecejo.
-¿Quiere que vuelva a hacer de padrino? -le preguntó don Henry-. Seudónimos gratis.
Descríbame al individuo y yo lo bautizaré.
-Lo había alquilado un acaudalado caballero, de la ciudad.
-Don Herman Cohen -sugirió don Henry.
-Le va perfectamente. Lo alquiló para una mujer, esposa de un actor y también actriz.
-Al actor podemos llamarle Claud Leason -dijo don Henry- y a ella por su nombre artístico, por
ejemplo, señorita Mary Kerr.
-Creo que es usted muy inteligente -dijo Jane-. A mí no se me ocurren las cosas tan fácilmente.
Bien, era una especie de casita de campo donde don Herman… ¿ha dicho usted Herman?, y la
dama pretendían pasar los fines de semana. Por supuesto, la esposa no sabía nada de esto.
-Es lo que suele ocurrir -dijo don Henry.

14
-Y le había regalado a la actriz una buena cantidad de joyas, incluidas unas esmeraldas muy
finas.
-¡Ah! -exclamó el doctor Lloyd-. Ya vamos llegando.
-Estas joyas estaban en el bungalow bien cerradas en un joyero. La policía dijo que era una
imprudencia, que cualquiera pudo cogerlas.
-¿Ves, Dolly? -intervino el coronel Bantry-. ¿Qué es lo que te digo siempre?
-Bueno, según he visto por propia experiencia -contestó la señora Bantry-, es siempre la gente
cuidadosa la que pierde sus joyas. Yo no encierro las mías en ningún joyero, las guardo sueltas
en un cajón debajo de las medias. Me atrevo a decir que si… ¿cómo se llama?, si Mary Kerr
hubiese hecho lo mismo, no se las hubieran robado tan fácilmente.
-Las habrían encontrado -replicó Jane-, pues todos los cajones fueron abiertos y su contenido
esparcido por el suelo.
-Entonces no andaban buscando joyas -dijo la señora Bantry-, sino documentos secretos. Es lo
que ocurre siempre en las novelas.
-No sé nada de ningún documento secreto -respondió Jane pensativa-. No los oí mencionar.
-No se distraiga, señorita Helier -dijo el coronel Bantry-. No se inquiete usted por las pistas
falsas disparatadas que diga mi esposa.
-Siga hablando del robo -le indicó amablemente don Henry.
-Sí. La policía recibió una llamada telefónica de alguien que se hizo pasar por Mary Kerr. Dijo
que habían robado en el bungalow y describió a un joven pelirrojo que se había presentado
aquella mañana en el bungalow. A su doncella le pareció un tipo muy raro y se negó a dejarlo
entrar, pero más tarde lo vio salir por una ventana. Lo describió con tanto detalle que la policía
lo detuvo media hora después y entonces él contó su historia y mostró mi carta. Vinieron a
buscarme y al verme, dijo lo que ya les he contado: ¡que no era yo!
-Una historia muy curiosa -dijo el doctor Lloyd-. ¿El señor Faulkener conocía a esa señorita
Kerr?
-No, no la conocía, o por lo menos eso dijo. Pero aún no les he contado lo más curioso. La
policía fue al bungalow y lo encontraron tal como lo he descrito antes: los cajones por el suelo y
ni rastro de las joyas, pero no había nadie. Hasta algunas horas más tarde no regresó Mary
Kerr, quien negó haberles telefoneado y afirmó que nada sabía de lo ocurrido hasta aquel
momento. Al parecer había recibido un telegrama de su representante ofreciéndole un papel
importante y concertando una entrevista a la que naturalmente se había apresurado a acudir.
Al llegar allí, descubrió que todo había sido una broma y que el representante no le había
enviado ningún telegrama.
-Un truco bastante usado para quitarla de en medio -comentó don Henry-. ¿Qué me dice de los
criados?

15
-Había ocurrido lo mismo. Sólo tenía una doncella a la que llamaron por teléfono,
aparentemente de parte de Mary Kerr, para decirle que ésta se había olvidado algo muy
importante y dándole instrucciones para que cogiese cierto bolso de mano que estaba en un
cajón de su dormitorio y tomara el primer tren. La doncella así lo hizo, desde luego, y dejó la
casa cerrada. Pero cuando llegó al club de la señorita Kerr, que era donde le dijeron que
esperara a su señora, la esperó en vano.
-¡Hum! -murmuró don Henry-. Empiezo a comprender. La casa se quedó vacía y entrar por
una de sus ventanas no creo que resultara muy difícil. Pero no veo qué pinta en todo esto el
señor Faulkener. ¿Y quién telefoneó a la policía, si no fue señorita Kerr?
-Eso nadie llegó a averiguarlo nunca.
-Es curioso -comentó don Henry-. ¿Resultó ser el joven quien dijo ser?
-Oh, sí. Incluso presentó la carta que supuso escrita por mí. La letra no se parecía en nada a la
mía, pero, claro, no era de esperar que conociese mi letra.
-Bien, precisemos los hechos con claridad -dijo don Henry-. Corríjame si me equivoco. La
señora y la doncella son alejadas de la casa. Atraen a ese joven a la casa por medio de una carta
falsa, aprovechando la circunstancia de que usted se encontraba aquella semana actuando en
Riverbury. El joven ingiere una droga y la policía recibe una llamada que hace que sospechen
de él. Se ha cometido un robo. ¿Supongo que se llevarían las joyas?
-Oh, sí.
-¿Y fueron recuperadas?
-No, nunca. A decir verdad, creo que don Herman intentó echar tierra al asunto. Pero no pudo
conseguirlo y me parece que su esposa solicitó el divorcio por este motivo, aunque no lo sé con
certeza.
-¿Qué le ocurrió al señor Leslie Faulkener?
-Que al fin fue puesto en libertad. La policía no tenía suficientes pruebas contra él. ¿No les
parece que es todo muy extraño?
-Realmente muy extraño. La primera pregunta es: ¿qué historia debemos creer? Señorita
Helier, he observado que usted se inclina hacia la del señor Faulkener. ¿Tiene usted alguna
razón para ello aparte de su propio instinto?
-No, no -contestó Jane contrariada-. Supongo que no. Pero era tan simpático y se disculpó de
tal modo por haber tomado a otra persona por mí, que tuve el convencimiento de que decía la
verdad.
-Ya comprendo -dijo don Henry con una sonrisa-. Pero debe admitir que pudo inventar esa
historia con toda facilidad y haber escrito él mismo la carta que se suponía que era de usted.
También pudo tomar alguna droga después de cometer el robo, pero confieso que no veo qué
propósito pudiera tener semejante actuación. Era más sencillo entrar en la casa y desaparecer

16
tranquilamente, a menos que lo hubiese visto algún vecino y él lo supiera. Entonces pudo
rápidamente idear este plan para desviar las sospechas y explicar su presencia en la casa.
-¿Tenía dinero? -preguntó la señorita Marple.
-No lo creo -respondió Jane-. No, más bien me parece que andaba bastante apurado.
-Todo este asunto resulta muy curioso -dijo el doctor Lloyd-. Debo confesar que si aceptamos
la historia de ese joven como cierta, el caso presenta más dificultades. ¿Para qué iba a querer la
dama que pretendía hacerse pasar por la señorita Helier mezclar en el asunto a un
desconocido? ¿Por qué montar una comedia tan terriblemente complicada?
-Dime, Jane -dijo la señora Bantry-. ¿Llegó a encontrarse frente a frente el joven Faulkener con
Mary Kerr en algún momento durante los interrogatorios?
-No puedo asegurarlo -contestó Jane despacio y esforzándose por recordar.
-¡De no ser así, el caso está resuelto! -exclamó la señora Bantry-. Estoy segura de que tengo
razón. ¿Qué es más sencillo que pretender que había sido reclamada en la ciudad? Luego
telefonea desde Paddington o cualquier otra estación a su doncella y, mientras ésta va a la
ciudad, ella regresa. El joven acude a la cita, lo droga y prepara la escena del robo con el mayor
lujo posible de detalles. Telefonea a la policía, les da la descripción de la víctima propiciatoria y
vuelve de nuevo a la ciudad. Luego regresa a su casa en el último tren y se hace la inocente y
sorprendida.
-Pero, ¿por qué iba a robar sus propias joyas, Dolly?
-Siempre lo hacen -respondió la señora Bantry-. Y de todas formas se me ocurren mil razones.
Tal vez quería dinero y es posible que don Herman no se lo diera, por lo que simula el robo de
las joyas y luego las vende en secreto. O quizás alguien le estuviera haciendo chantaje,
amenazándola con decírselo a su marido o a la esposa de don Herman. También es posible que
ya las hubiera vendido, y don Herman lo sospechara, le preguntara por ellas y se viera obligada
a hacer algo. Eso sucede muy a menudo en las novelas. O quizá se las estaba haciendo montar
de nuevo y tenía en casa una imitación falsa. O bien… ésta es una buena idea y no tan típica…
simula que le han sido robadas, se pone frenética y él le regala otras. De este modo tiene dos
lotes en vez de uno. Estoy segura de que esa clase de mujeres saben muchos trucos.
-Eres muy inteligente, Dolly -le dijo Jane con admiración-. A mí no se me habría ocurrido.
-Es posible que lo sea, pero no ha dicho que tenga razón -comentó el coronel Bantry-. Yo me
inclino a sospechar del caballero de la ciudad. Él sabría la clase de telegrama que haría
marcharse de su casa a la actriz y el resto pudo arreglarlo fácilmente con la ayuda de una buena
amiga. Al parecer nadie ha pensado en preguntarle a él si tiene una cortada.
-¿Qué opina usted, señorita Marple? -preguntó Jane volviéndose hacia la anciana, que había
fruncido el entrecejo.
-Querida, en realidad no sé qué decir. Don Henry se reirá, pero esta vez no recuerdo ningún
caso similar ocurrido en el pueblo que me sirva de ayuda. Desde luego, hay varios aspectos de

17
su relato que son muy sugerentes. Por ejemplo, la cuestión del servicio. En… ejem… en una
casa de costumbres tan dudosas, la sirvienta debía conocer perfectamente la situación, y una
muchacha decente no hubiera aceptado jamás semejante empleo, ni su madre se lo hubiera
permitido ni por un momento. De modo que podemos suponer que la doncella no era muy de
fiar. Pudo dejarles la casa abierta a los ladrones mientras ella iba a Londres para desviar
sospechas. Debo confesar que me parece la solución más probable. Sólo que si fuese obra de
unos ladrones corrientes me resultaría muy raro, ya que para un robo así se precisan más
conocimientos de los que pueda tener una doncella.
La señorita Marple hizo una pausa antes de proseguir con aire soñador:
-No puedo dejar de pensar que hubo algo más, quiero decir algún conflicto personal.
Supongamos, por ejemplo, que alguien se sintiera despechado. ¿Tal vez una joven actriz a
quien él no hubiera tratado bien? ¿No creen que eso explicaría mejor las cosas? Un intento
deliberado para complicarle la vida: Eso es lo que parece. Y no obstante, no resulta del todo
satisfactorio.
-Vaya, doctor, usted no ha dicho nada -dijo Jane-. Me había olvidado de usted.
-De mí se olvida siempre todo el mundo -contestó el doctor con tristeza-. Debo de tener una
personalidad muy anodina.
-¡Oh, no! -exclamó Jane-. ¿Quiere, pues, darnos su opinión?
-Me encuentro en la posición de estar de acuerdo con las soluciones de todos y al mismo
tiempo con ninguna. Yo tengo la teoría descabellada, y probablemente totalmente errónea, de
que la esposa tiene algo que ver en el asunto. Me refiero a la de don Herman. No tengo el
menor indicio en qué basarme, sólo sé que les sorprendería saber las cosas extraordinarias,
realmente muy extraordinarias, que son capaces de hacer las esposas engañadas si se les mete
en la cabeza.
-¡Oh! Doctor Lloyd -exclamó la señorita Marple, excitada-, qué inteligente es usted. No me
había acordado para nada de la pobre señora Pebmarsh.
Jane la miró extrañada.
-¿La señora Pebmarsh? ¿Quién es la señora Pebmarsh?
-Pues… -la señorita Marple vacilaba-… ignoro si tendrá algo que ver con esto. Es una lavandera
que robó un broche con un ópalo que estaba prendido en una blusa y lo escondió en casa de
otra mujer.
Jane pareció más confundida que nunca.
-¿Y eso le hace ver claro este asunto, señorita Marple? -dijo don Henry con su habitual guiño.
Mas, ante su sorpresa, la señorita Marple negó con la cabeza.
-No, me temo que no. Debo confesar que estoy completamente desorientada. Lo que sí sé es
que las mujeres deberían estar siempre unidas y defender en caso de apuro a las de su propio
sexo. Creo que ésta es la moraleja de la historia que acaba de contarnos la señorita Helier.
18
-Debo confesar que no había considerado el aspecto ético del misterio -dijo don Henry en tono
grave-. Tal vez vea con más claridad el significado de sus palabras cuando la señorita Helier
nos haya dado la solución.
-¿Cómo? -exclamó Jane, todavía más asombrada.
-Estoy confesando que “nos damos por vencidos”. Usted y sólo usted, señorita Helier, ha
tenido el alto honor de presentar un misterio tan complicado que incluso la misma señorita
Marple ha tenido que confesar su derrota.
-¿Todos se dan por vencidos? -preguntó en alta voz Jane.
-Sí. -Tras un minuto de silencio durante el cual todos esperaban que los demás tomasen la
palabra, don Henry volvió a llevar la voz cantante-. Es decir, que nos limitamos a presentar las
soluciones esbozadas por todos nosotros: una de cada caballero, dos de la señorita Marple y
cerca de una docena de la señora B.
-No llegaban a una docena -replicó la señora Bantry-. Algunas eran variaciones sobre el mismo
tema. ¿Y cuántas veces he de decirle que no quiero que me llame señora B?
-De modo que se dan por vencidos. -Jane estaba pensativa-. Es muy interesante.
Se inclinó hacia delante en la silla y empezó a limarse las uñas con aire ausente.
-Bueno -dijo la señora Bantry-. Vamos, Jane. ¿Cuál es la solución?
-¿La solución?
-Sí. ¿Qué ocurrió en realidad?
Jane la miró de hito en hito.
-No tengo la menor idea.
-¿Cómo?
-Siempre quise saberla y pensé que entre todos ustedes, que son tan inteligentes, podrían
dármela.
Todo el mundo disimuló su contrariedad. Todos aceptaban que Jane fuese tan hermosa, pero
en aquel momento todos pensaron que había llevado demasiado lejos su estupidez. Incluso la
belleza más trascendental no podía excusarla.
-¿Quiere decir que la verdad nunca fue descubierta? -preguntó don Henry.
-No. Y por eso, como les dije, pensé que ustedes me la podrían explicar a mí.
Jane parecía contrariada, como si hubiera sido agraviada.
-Bueno, yo… yo… -dijo el coronel Bantry, y le fallaron las palabras.
-Eres una joven muy irritante, Jane -dijo su esposa-. De todas maneras, estoy segura y siempre
lo estaré de que tengo razón. Y si nos dijera los verdaderos nombres de todas esas personas, lo
comprobaría.

19
-No creo que pueda hacerlo -replicó Jane lentamente.
-No, querida -intervino la señorita Marple-. La señorita Helier no puede hacer eso.
-Claro que puede -dijo la señora Bantry-. No seas tan escrupulosa. Los mayores podemos
comentar algún que otro escándalo. De todas maneras, díganos por lo menos quién era el
magnate de la ciudad.
La señorita Jane negó con la cabeza y la señorita Marple continuó apoyando a la joven.
-Debió de ser un caso muy desagradable -le dijo.
-No -replicó Jane pensativa-. Creo… creo que más bien disfruté.
-Bien, es posible -respondió la señorita Marple-. Supongo que rompería la monotonía. ¿Qué
comedia estaba usted representando?
-Smith.
-Oh, sí. Es una de Somerset Maugham, ¿verdad? Todas sus obras son muy inteligentes. Las he
visto casi todas.
-Vas a reponerla el próximo otoño, ¿verdad? -le preguntó la señora Bantry.
Jane asintió.
-Bueno -dijo la señorita Marple poniéndose en pie-. Debo irme a casa. ¡Es tan tarde! Pero he
pasado una velada muy entretenida. No sucede a menudo. Creo que la historia de la señorita
Helier se lleva el premio. ¿No les parece?
-Siento que se hayan disgustado conmigo -dijo Jane-, porque no sé el final. Supongo que debí
decirlo antes.
Su tono denotaba pesar y el doctor Lloyd salvó la situación con su galantería acostumbrada.
-Mi querida amiga, ¿por qué había de sentirlo? Usted nos ha presentado un bonito problema
para que aguzáramos nuestro ingenio. Lo único que lamento es que ninguno de nosotros haya
sabido resolverlo convenientemente.
-Hable por usted -dijo la señora Bantry-. Yo lo he resuelto, estoy completamente convencida.
-¿Sabe que creo que tiene usted razón? -intervino Jane-. Lo que ha dicho parecía muy
razonable.
-¿A cuál de sus siete soluciones se refiere? -preguntó don Henry molesto.
El doctor Lloyd ayudaba a la señorita Marple a ponerse sus chanclos. “Sólo por si acaso”, dijo.
El doctor debía acompañarla hasta su vieja casa y, una vez envuelta en diversos chales de lana,
les dio a todos las buenas noches. Después, acercándose a Jane Helier, le murmuró unas
palabras en el oído. Tal exclamación de sorpresa salió de los labios de Jane que hizo que los
demás se volvieran a mirarla.
Asintiendo con una sonrisa, la señorita Marple se dispuso a marcharse seguida por la mirada
de Jane Helier.

20
-¿Vas a acostarte, Jane? -preguntó la señora Bantry-. ¿Qué te ocurre, Jane? Parece como si
acabaras de ver un fantasma.
Con un profundo suspiro, la actriz se rehizo y, sonriendo a los dos hombres, siguió a su
anfitriona hacia la escalera. La señora Bantry entró con la joven en su habitación.
-El fuego está casi apagado -dijo removiendo inútilmente el rescoldo-. No son ni capaces de
encender bien el fuego, estas estúpidas doncellas. Aunque supongo que ya es muy tarde. ¡Vaya,
es más de la una!
-¿Crees que hay muchas personas como ella? -preguntó Jane Helier.
Se había sentado a un lado de la cama, al parecer perdida en sus pensamientos.
-¿Como la doncella?
-No, como esa extraña anciana, ¿cómo se llama? ¿Marple?
-¡Oh! No lo sé. Imagino que es bastante corriente encontrar ancianitas como ella en los
pueblos.
-Oh, Dios mío -replicó Jane-. No sé qué hacer, de veras.
Suspiró profundamente.
-¿Qué te ocurre?
-Estoy preocupada.
-¿Por qué?
-Dolly -Jane Helier adquirió de pronto un tono solemne-, ¿sabes lo que esa extraña viejecita
me murmuró al oído esta noche un poquito antes de marcharse?
-No. ¿Qué?
-Me dijo: “Si yo fuera usted no lo haría, querida. Nunca se ponga en manos de otra mujer,
aunque la considere su amiga”. ¿Sabes, Dolly, que eso es absolutamente cierto?
-¿El consejo? Sí, tal vez lo sea, pero no le veo la aplicación.
-Cree que no debo confiar totalmente en otra mujer. Y, además, estaría en sus manos. No se me
había ocurrido pensarlo.
-¿De qué mujer estás hablando?
-De Netta Greene, mi suplente.
-¿Y qué diablos sabe la señorita Marple de tu suplente?
-Imagino que lo ha adivinado, aunque no sé cómo.
-Jane, ¿quieres explicarme en seguida de qué estás hablando?
-De mi historia, la que acabo de contarles. Oh, Dolly, esa mujer, la que apartó a Claud de mi
lado…

21
La señora Bantry asintió y a su memoria acudió el primer matrimonio desgraciado de Jane con
Claud Averbury, el actor.
-Se casó con ella y yo podía haberle dicho lo que iba a suceder. Claud lo ignoraba, pero ella
pasa los fines de semana con don Joseph Salmon en el bungalow del que les he hablado. Yo
quería descubrirla, demostrar a todo el mundo la clase de mujer que es. Y con un robo, todo
hubiera tenido que salir a relucir.
-¡Jane! -exclamó la señora Bantry-. ¿Imaginaste tú el caso que acabas de contarnos?
Jane asintió.
-Por eso escogí la obra Smith. En ella aparezco vestida de doncella y tengo a mano el disfraz. Y
cuando me enviaran al puesto de policía sería lo más sencillo del mundo decir que estaba
ensayando mi papel en mi hotel con mi suplente, cuando en realidad estaríamos en el
bungalow. Yo me limitaría a abrir la puerta y servir los combinados, y Netta simularía ser yo.
Él no volvería a verla, por supuesto, de modo que no habría forma de que la reconociera. Y yo
cambio muchísimo vestida de doncella. Y, además, no se mira a las doncellas como si fueran
personas. Luego planeábamos llevarlo a la carretera, coger las joyas, telefonear a la policía y
regresar al hotel. No me gustaría que sufriera el pobre muchacho, pero don Henry no parece
creer que vaya a sufrir, ¿verdad? Y ella saldría en los periódicos y Claud sabría cómo es en
realidad.
La señora Bantry se sentó exhalando un gemido.
-Oh, mi cabeza. Y todo este tiempo… Jane Helier, ¡eres terrible! ¡Y nos has contado la historia
como si nada!
-Soy una buena actriz -contestó Jane complacida-. Siempre lo he sido, aunque la gente diga lo
contrario. No me descubrí en ningún momento, ¿verdad?
-La señorita Marple tenía razón -murmuró la señora Bantry-. El elemento emocional. Oh, sí, el
elemento emocional. Jane, pequeña, ¿te das cuenta de que un robo es un robo y de que podrías
acabar irremisiblemente en la cárcel?
-Bueno, ninguno de ustedes lo adivinó -respondió Jane-, excepto la señorita Marple.
Su rostro volvió a adquirir una expresión preocupada.
-Dolly, ¿crees realmente que hay mucha gente como ella?
-Con franqueza, no lo creo -contestó la señora Bantry.
Jane volvió a suspirar.
-De todos modos, es mejor no arriesgarse. Y desde luego estaría por completo en las manos de
Netta, eso es cierto. Podría hacerme chantaje o volverse contra mí. Me ayudó a pensar todos
los detalles y dice que me tiene un gran afecto, pero no hay que fiarse nunca de las mujeres.
No, creo que la señorita Marple tiene razón. Será mejor no arriesgarse.
-Pero, querida, si ya te has arriesgado…

22
-Oh, no. -Jane abrió del todo sus grandes ojos azules-. ¿No lo comprendes? ¡Nada de esto ha
ocurrido todavía! Yo intentaba probarlo con ustedes, por así decirlo.
-No lo entiendo -replicó la señora Bantry muy digna-. ¿Quieres decir que se trata de un
proyecto futuro y no de un hecho consumado?
-Pensaba ponerlo en práctica este otoño, en septiembre. Ahora no sé qué hacer.
-Y Jane Marple lo adivinó, supo averiguar la verdad y no nos lo dijo -añadió la señora Bantry
dolida.
-Creo que por eso dijo lo que dijo: lo de que las mujeres deben ayudarse. No me ha descubierto
delante de los caballeros. Ha sido muy generoso por su parte. Pero no me importa que tú lo
sepas, Dolly.
-Bueno, renuncia a ese proyecto, Jane. Te lo suplico.

23
El caso de la doncella perfecta
Agatha Christie

-Ah, por favor, señora, ¿podría hablar un momento con usted?


Podría pensarse que esta petición era un absurdo, puesto que Edna, la doncellita de la señorita
Marple, estaba hablando con su ama en aquellos momentos.
Sin embargo, reconociendo la expresión, la solterona repuso con presteza:
-Desde luego, Edna, entra y cierra la puerta. ¿Qué te ocurre?
Tras cerrar la puerta obedientemente, Edna avanzó unos pasos retorciendo la punta de su
delantal entre sus dedos y tragó saliva un par de veces.
-¿Y bien, Edna? -la animó la señorita Marple.
-Oh, señora, se trata de mi prima Gladdie.
-¡Cielos! -repuso la señorita Marple, pensando lo peor, que siempre suele resultar lo acertado-.
No… ¿no estará en un apuro?
Edna se apresuró a tranquilizarla.
-Oh, no, señora, nada de eso. Gladdie no es de esa clase de chicas. Es por otra cosa por lo que
está preocupada. Ha perdido su empleo.
-Lo siento. Estaba en Old Hall, ¿verdad?, con la señorita… o señoritas… Skinner.
-Sí, señora. Y Gladdie está muy disgustada… vaya si lo está.
-Gladdie ha cambiado muy a menudo de empleo desde hace algún tiempo, ¿no es así?
-¡Oh, sí, señora! Siempre está cambiando. Gladdie es así. Nunca parece estar instalada
definitivamente, no sé si me comprende usted. Pero siempre había sido ella la que quiso
marcharse.
-¿Y esta vez ha sido al contrario? -preguntó la señorita Marple con sequedad.
-Sí, señora. Y eso ha disgustado terriblemente a Gladdie.
La señorita Marple pareció algo sorprendida. La impresión que tenía de Gladdie, que alguna
vez viera tomando el té en la cocina en sus «días libres», era la de una joven robusta y alegre,
de temperamento despreocupado.
Edna proseguía:
-¿Sabe usted, señorita? Ocurrió por lo que insinuó la señorita Skinner.
-¿Qué es lo que insinuó la señorita Skinner? -preguntó la señorita Marple con paciencia.
Esta vez Edna la puso al corriente de todas las noticias.

24
-¡Oh, señora! Fue un golpe terrible para Gladdie. Desapareció uno de los broches de la señorita
Emilia y, claro, a nadie le gusta que ocurra una cosa semejante; es muy desagradable, señora. Y
Gladdie les ayudó a buscar por todas partes y la señorita Lavinia dijo que iba a llamar a la
policía y entonces apareció caído en la parte de atrás de un cajón del tocador, y Gladdie se
alegró mucho.
»Y al día siguiente, cuando Gladdie rompió un plato, la señorita Lavinia le dijo que estaba
despedida y que le pagaría el sueldo de un mes. Y lo que Gladdie siente es que no pudo ser por
haber roto el plato, sino que la señorita Lavinia lo tomó como pretexto para despedirla, cuando
el verdadero motivo fue la desaparición del broche, ya que debió pensar que lo había devuelto
al oír que iban a llamar a la policía, y eso no es posible, pues Gladdie nunca haría una cosa así.
Y ahora circulará la noticia y eso es algo muy serio para una chica, como ya sabe la señora.
La señorita Marple asintió. A pesar de no sentir ninguna simpatía especial por la robusta
Gladdie, estaba completamente segura de la honradez de la muchacha y de lo mucho que debía
haberla trastornado aquel suceso.
-Señora -siguió Edna-, ¿no podría hacer algo por ella? Gladdie está en un momento difícil.
-Dígale que no sea tonta -repuso la señorita Marple-. Si ella no cogió el broche… de lo cual
estoy segura.., no tiene motivos para inquietarse.
-Pero se sabrá por ahí -repuso Edna con desmayo.
-Yo… er…, arreglaré eso esta tarde -dijo la señorita Marple-. Iré a hablar con las señoritas
Skinner.
-¡Oh, gracias, señora!
 
Old Hall era una antigua mansión victoriana rodeada de bosques y parques. Puesto que había
resultado inalquilable e invendible, un especulador la había dividido en cuatro pisos instalando
un sistema central de agua caliente, y el derecho a utilizar «los terrenos» debía repartirse entre
los inquilinos. El experimento resultó un éxito. Una anciana rica y excéntrica ocupó uno de los
pisos con su doncella. Aquella vieja señora tenía verdadera pasión por los pájaros y cada día
alimentaba a verdaderas bandadas. Un juez indio retirado y su esposa alquilaron el segundo
piso. Una pareja de recién casados, el tercero, y el cuarto fue tomado dos meses atrás por dos
señoritas solteras, ya de edad, apellidadas Skinner. Los cuatro grupos de inquilinos vivían
distantes unos de otros, puesto que ninguno de ellos tenía nada en común. El propietario
parecía hallarse muy satisfecho con aquel estado de cosas. Lo que él temía era la amistad, que
luego trae quejas y reclamaciones.
La señorita Marple conocía a todos los inquilinos, aunque a ninguno a fondo. La mayor de las
dos hermanas Skinner, la señorita Lavinia, era lo que podría llamarse el miembro trabajador
de la empresa. La más joven, la señorita Emilia, se pasaba la mayor parte del tiempo en la casa
quejándose de varias dolencias que, según la opinión general de todo Saint Mary Mead, eran
imaginarias. Sólo la señorita Lavinia creía sinceramente en el martirio de su hermana, y de

25
buen grado iba una y otra vez al pueblo en busca de las cosas «que su hermana había deseado
de pronto».
Según el punto de vista de Saint Mary Mead, si la señorita Emilia hubiera sufrido la mitad de lo
que decía, ya hubiese enviado a buscar al doctor Haydock mucho tiempo atrás. Pero cuando se
lo sugerían cerraba los ojos con aire de superioridad y murmuraba que su caso no era sencillo…
que los mejores especialistas de Londres habían fracasado… y que un médico nuevo y
maravilloso la tenía sometida a un tratamiento revolucionario con el cual esperaba que su
salud mejorara. No era posible que un vulgar matasanos de pueblo entendiera su caso.
-Y yo opino -decía la franca señorita Hartnell- que hace muy bien en no llamarle. El querido
doctor Haydock, con su campechanería, iba a decirle que no le pasa nada y que no tiene por
qué armar tanto alboroto. ¡Y le haría mucho bien!
Sin embargo, la señorita Emilia, haciendo caso omiso de un tratamiento tan despótico,
continuaba tendida en los divanes, rodeada de cajitas de píldoras extrañas, y rechazando casi
todos los alimentos que le preparaban, y pidiendo siempre algo… por lo general difícil de
encontrar.
Gladdie abrió la puerta a la señorita Marple con un aspecto mucho más deprimido de lo que
ésta pudo imaginar. En la salita, una cuarta parte del antiguo salón, que había sido dividido
para formar el comedor, la sala, un cuarto de baño y un cuartito de la doncella, la señorita
Lavinia se levantó para saludar a la señorita Marple.
Lavinia Skinner era una mujer huesuda de unos cincuenta años, alta y enjuta, de voz áspera y
ademanes bruscos.
-Celebro verla -le dijo a la solterona-. La pobre Emilia está echada… no se siente muy bien hoy.
Espero que la reciba a usted, eso la animará, pero algunas veces no se siente con ánimos de ver
a nadie. La pobrecilla es una enferma maravillosa.
La señorita Marple contestó con frases amables. El servicio era el tema principal de
conversación en Saint Mary Mead, así que no tuvo dificultad en dirigirla en aquel sentido. ¿Era
cierto lo que había oído decir, que Gladdie Holmes, aquella chica tan agradable y tan atractiva,
se les marchaba? Miss Lavinia asintió.
-El viernes. La he despedido porque lo rompe todo. No hay quien la soporte.
La señorita Marple suspiró y dijo que hoy en día hay que aguantar tanto… que era difícil
encontrar muchachas de servicio en el campo. ¿Estaba bien decidida a despedir a Gladdie?
-Sé que es difícil encontrar servicio -admitió la señorita Lavinia-. Los Devereux no han
encontrado a nadie…, pero no me extraña… siempre están peleando, no paran de bailar jazz
durante toda la noche… comen a cualquier hora.., y esa joven no sabe nada del gobierno de una
casa. ¡Compadezco a su esposo! Luego los Larkin acaban de perder a su doncella. Claro que con
el temperamento de ese juez indio que quiere el Chota Harzi como él dice, a las seis de la
mañana, y el alboroto que arma la señora Larkin, tampoco me extraña. Juanita, la doncella de

26
la señora Carmichael, es la única fija… aunque yo la encuentro muy poco agradable y creo que
tiene dominada a la vieja señora.
-Entonces, ¿no piensa rectificar su decisión con respecto a Gladdie? Es una chica muy
simpática. Conozco a toda la familia; son muy honrados.
-Tengo mis razones -dijo la señorita Lavinia dándose importancia.
-Tengo entendido que perdió usted un broche… -murmuró la señorita Marple.
-¿Por quién lo ha sabido? Supongo que habrá sido ella quien se lo ha dicho. Con franqueza,
estoy casi segura que fue ella quien lo cogió. Y luego, asustada, lo devolvió; pero, claro, no
puede decirse nada a menos de que se esté bien seguro -cambió de tema-. Venga usted a ver a
Emilia, señorita Marple. Estoy segura de que le hará mucho bien un ratito de charla.
La señorita Marple la siguió obedientemente hasta una puerta a la cual llamó la señorita
Lavinia, y una vez recibieron autorización para pasar, entraron en la mejor habitación del piso,
cuyas persianas semiechadas apenas dejaban penetrar la luz. La señorita Emilia se hallaba en
la cama, al parecer disfrutando de la penumbra y sus infinitos sufrimientos.
La escasa luz dejaba ver una criatura delgada, de aspecto impreciso, con una maraña de pelo
gris amarillento rodeando su cabeza, dándole el aspecto de un nido de pájaros, del cual ningún
ave se hubiera sentido orgullosa. Olía a agua de colonia, a bizcochos y alcanfor.
Con los ojos entornados y voz débil, Emilia Skinner explicó que aquél era uno de sus «días
malos».
-Lo peor de estar enfermo -dijo Emilia en tono melancólico- es que uno se da cuenta de la
carga que resulta para los demás.
La señorita Marple murmuró unas palabras de simpatía, y la enferma continuó:
-¡Lavinia es tan buena conmigo! Lavinia, querida, no quisiera darte este trabajo, pero si
pudieras llenar mi botella de agua caliente como a mí me gusta… Demasiado llena me pesa… y
si lo está a medias se enfría inmediatamente.
-Lo siento, querida. Dámela. Te la vaciaré un poco.
-Bueno, ya que vas a hacerlo, tal vez pudieras volver a calentar el agua. Supongo que no habrá
galletas en casa… no, no, no importa. Puedo pasarme sin ellas. Con un poco de té y una rodajita
de limón… ¿no hay limones? La verdad, no puedo tomar té sin limón. Me parece que la leche
de esta mañana estaba un poco agria, y por eso no quiero ponerla en el té. No importa. Puedo
pasarme sin té. Sólo que me siento tan débil… Dicen que las ostras son muy nutritivas. Tal vez
pudiera tomar unas pocas… No… no… Es demasiado difícil conseguirlas siendo tan tarde.
Puedo ayunar hasta mañana.
Lavinia abandonó la estancia murmurando incoherentemente que iría al pueblo en bicicleta.
La señorita Emilia sonrió débilmente a su visitante y volvió a recalcar que odiaba dar quehacer
a los que la rodeaban.

27
 
Aquella noche la señorita Marple contó a Edna que su embajada no había tenido éxito.
Se disgustó bastante al descubrir que los rumores sobre la poca honradez de Gladdie se iban
extendiendo por el pueblo. En la oficina de Correos, la señorita Ketherby le informó:
-Mi querida Juana, le han dado una recomendación escrita diciendo que es bien dispuesta,
sensata y respetable, pero no hablan para nada de su honradez. ¡Eso me parece muy
significativo! He oído decir que se perdió un broche. Yo creo que debe haber algo más, porque
hoy día no se despide a una sirvienta a menos que sea por una causa grave. ¡Es tan difícil
encontrar otra…! Las chicas no quieren ir a Old Hall. Tienen verdadera prisa por volver a sus
casas en los días libres. Ya verá usted, las Skinner no encontrarán a nadie más, y tal vez
entonces esa hipocondríaca tendrá que levantarse y hacer algo.
Grande fue el disgusto de todo el pueblo cuando se supo que las señoritas Skinner habían
encontrado nueva doncella por medio de una agencia, y que por todos conceptos era un
modelo de perfección.
-Tenemos bonísimas referencias de una casa en la que ha estado «tres años», prefiere el campo
y pide menos que Gladdie. La verdad es que hemos sido muy afortunadas.
-Bueno, la verdad -repuso la señorita Marple, a quien miss Lavinia acababa de informar en la
pescadería-. Parece demasiado bueno para ser verdad.
Y en Saint Mary Mead se fue formando la opinión de que el modelo se arrepentiría en el último
momento y no llegaría.
Sin embargo, ninguno de esos pronósticos se cumplió, y todo el pueblo pudo contemplar a
aquel tesoro doméstico llamado Mary Higgins, cuando pasó en el taxi de Red en dirección a
Old Hall. Tuvieron que admitir que su aspecto era inmejorable… el de una mujer respetable,
pulcramente vestida.
Cuando la señorita Marple volvió de visita a Old Hall con motivo de recolectar objetos para la
tómbola del vicariato, le abrió la puerta Mary Higgins. Era, sin duda alguna, una doncella de
muy buen aspecto. Representaba unos cuarenta años, tenía el cabello negro y cuidado, mejillas
sonrosadas y una figura rechoncha discretamente vestida de negro, con delantal blanco y
cofia… «el verdadero tipo de doncella antigua», como luego explicó la señorita Marple, y con
una voz mesurada y respetuosa, tan distinta a la altisonante y exagerada de Gladdie.
La señorita Lavinia parecía menos cansada que de costumbre, aunque a pesar de ello se
lamentó de no poder concurrir a la tómbola debido a la constante atención que requería su
hermana; no obstante le ofreció su ayuda monetaria y prometió contribuir con varios
limpiaplumas y zapatitos de niño.
La señorita Marple la felicitó por su magnífico aspecto.
-La verdad es que se lo debo principalmente a Mary. Estoy contenta de haber tomado la
resolución de despedir a la otra chica. Mary es maravillosa. Guisa muy bien, sabe servir la

28
mesa, y tiene el piso siempre limpio.., da la vuelta al colchón todos los días… y se porta
estupendamente con Emilia.
La señorita Marple se apresuró a preguntar por la salud de Emilia.
-Oh, pobrecilla, últimamente ha sentido mucho el cambio de tiempo. Claro, no puede evitarlo,
pero algunas veces nos hace las cosas algo difíciles. Quiere que se le preparen ciertas cosas, y
cuando se las llevamos, dice que no puede comerlas… y luego las vuelve a pedir al cabo de
media hora, cuando ya se han estropeado y hay que hacerlas de nuevo. Eso representa,
naturalmente, mucho trabajo…, pero por suerte a Mary parece que no le molesta. Está
acostumbrada a servir a inválidos y sabe comprenderlos. Es una gran ayuda.
-¡Cielos! -exclamó la señorita Marple-. ¡Vaya suerte!
-Sí, desde luego. Me parece que Mary nos ha sido enviada como la respuesta a una plegaria.
-Casi me parece demasiado buena para ser verdad -dijo la señorita Marple-. Yo de usted…
bueno… yo en su lugar iría con cuidado.
Lavinia Skinner pareció no captar la intención de la frase.
-¡Oh! -exclamó-. Le aseguro que haré todo lo posible para que se encuentre a gusto. No sé lo
que haría si se marchara.
-No creo que se marche hasta que se haya preparado bien -comentó la señorita Marple
mirando fijamente a Lavinia.
-Cuando no se tienen preocupaciones domésticas, uno se quita un gran peso de encima,
¿verdad? ¿Qué tal se porta la pequeña Edna?
-Pues muy bien. Claro que no tiene nada de extraordinario. No es como esa Mary. Sin
embargo, la conozco a fondo, puesto que es una muchacha del pueblo.
Al salir al recibidor se oyó la voz de la inválida que gritaba:
-Esas compresas se han secado del todo… y el doctor Allerton dijo que debían conservarse
siempre húmedas. Vaya, déjelas. Quiero tomar una taza de té y un huevo pasado por agua…
que sólo haya cocido tres minutos y medio, recuérdelo. Y vaya a decir a la señorita Lavinia que
venga.
La eficiente Mary, saliendo del dormitorio, se dirigió hacia Lavinia.
-La señorita Emilia la llama, señora.
Y dicho esto abrió la puerta a la señorita Marple, ayudándola a ponerse el abrigo y tendiéndole
el paraguas del modo más irreprochable.
La señorita Marple dejó caer el paraguas y al intentar recogerlo se le cayó el bolso
desparramándose todo su contenido. Mary, toda amabilidad, la ayudó a recoger varios
objetos… un pañuelo, un librito de notas, una bolsita de cuero anticuada, dos chelines, tres
peniques y un pedazo de caramelo de menta.
La señorita Marple recibió este último con muestras de confusión.
29
-¡Oh, Dios mío!, debe haber sido el niño de la señora Clement. Recuerdo que lo estaba
chupando y me cogió el bolso y estuvo jugando con él. Debió de meterlo dentro. ¡Qué pegajoso
está!
-¿Quiere que lo tire, señora?
-¡Oh, si no le molesta…! ¡Muchas gracias…!
Mary se agachó para recoger por último un espejito, que hizo exclamar a la señorita Marple al
recuperarlo:
-¡Qué suerte que no se haya roto!
Y abandonó la casa dejando a Mary de pie junto a la puerta con un pedazo de caramelo de
menta en la mano y un rostro completamente inexpresivo.
 
Durante diez largos días todo Saint Mary Mead tuvo que soportar el oír pregonar las
excelencias del tesoro de las señoritas Skinner.
Al undécimo, el pueblo se estremeció ante la gran noticia.
¡Mary, el modelo de sirvienta, había desaparecido! No había dormido en su cama y
encontraron la puerta de la casa abierta de par en par. Se marchó tranquilamente, durante la
noche.
¡Y no era sólo Mary lo que había desaparecido! Sino, además, los broches y cinco anillos de la
señora Lavinia; y tres sortijas, un pendentif, una pulsera y cuatro prendedores de la señorita
Emilia.
Era el primer capítulo de la catástrofe. La joven señora Devereux había perdido sus diamantes,
que guardaba en un cajón sin llave, y también algunas pieles valiosas, regalo de bodas. El juez y
su esposa notaron la desaparición de varias joyas y cierta cantidad de dinero. La señora
Carmichael fue la más perjudicada. No sólo le faltaron algunas joyas de gran valor, sino que
una considerable suma de dinero que guardaba en su piso había volado. Aquella noche, Juana
había salido y su ama tenía la costumbre de pasear por los jardines al anochecer llamando a los
pájaros y arrojándoles migas de pan. Era evidente que Mary, la doncella perfecta, había
encontrado las llaves que abrían todos los pisos.
Hay que confesar que en Saint Mary Mead reinaba cierta malsana satisfacción. ¡La señorita
Lavinia había alardeado tanto de su maravillosa Mary…!
-Y, total, ha resultado una vulgar ladrona.
A esto siguieron interesantes descubrimientos. Mary no sólo había desaparecido, sino que la
agencia que la colocó pudo comprobar que la Mary Higgins que recurrió a ellos y cuyas
referencias dieron por buenas, era una impostora. La verdadera Mary Higgins era una fiel
sirvienta que vivía con la hermana de un virtuoso sacerdote en cierto lugar de Cornwall.

30
-Ha sido endiabladamente lista -tuvo que admitir el inspector Slack-. Y si quieren saber mi
opinión, creo que esa mujer trabaja con una banda de ladrones. Hace un año hubo un caso
parecido en Northumberland. No la cogieron ni pudo recuperarse lo robado. Sin embargo,
nosotros lo haremos algo mejor.
El inspector Slack era un hombre de carácter muy optimista.
No obstante, iban transcurriendo las semanas y Mary Higgins continuaba triunfalmente en
libertad. En vano el inspector Slack redoblaba la energía que le era característica.
La señora Lavinia permanecía llorosa, y la señorita Emilia estaba tan contraída e inquieta por
su estado que envió a buscar al doctor Haydock.
El pueblo entero estaba ansioso por conocer lo que opinaba de la enfermedad de la señorita
Emilia, pero, claro, no podían preguntárselo. Sin embargo, pudieron informarse gracias al
señor Meek, el ayudante del farmacéutico, que salía con Clara, la doncella de la señora Price-
Ridley. Entonces se supo que el doctor Haydock le había recetado una mezcla de asafétida y
valeriana, que según el señor Meek, era lo que daban a los maulas del Ejército que se fingían
enfermos.
Poco después supieron que la señorita Emilia, carente de la atención médica que precisaba,
había declarado que en su estado de salud consideraba necesario permanecer cerca del
especialista de Londres que comprendía su caso. Dijo que lo hacía sobre todo por Lavinia.
El piso quedó por alquilar.
 
Varios días después, la señorita Marple, bastante sofocada, llegó al puesto de la policía de
Much Benham preguntando por el inspector Slack.
Al inspector Slack no le era simpática la señorita Marple, pero se daba cuenta de que el jefe de
Policía, coronel Melchett, no compartía su opinión. Por lo tanto, aunque de mala gana, la
recibió.
-Buenas tardes, señorita Marple. ¿En qué puedo servirla?
-¡Oh, Dios mío! -repuso la solterona-. Veo que tiene usted mucha prisa.
-Hay mucho trabajo -replicó el inspector Slack-; pero puedo dedicarle unos minutos.
-¡Oh, Dios mío! Espero saber exponer con claridad lo que vengo a decirle. Resulta tan difícil
explicarse, ¿no lo cree usted así? No, tal vez usted no. Pero, compréndalo, no habiendo sido
educada por el sistema moderno…, sólo tuve una institutriz que me enseñaba las fechas del
reinado de los reyes de Inglaterra y cultura general… Doctor Brewer.., tres clases de
enfermedades del trigo… pulgón… añublo… y, ¿cuál es la tercera?, ¿tizón?
-¿Ha venido a hablarme del tizón? -le preguntó el inspector, enrojeciendo acto seguido.

31
-¡Oh, no, no! -se apresuró a responder la señorita Marple-. Ha sido un ejemplo. Y qué
superfluo es todo eso, ¿verdad…, pero no le enseñan a uno a no apartarse de la cuestión, que es
lo que yo quiero. Se trata de Gladdie, ya sabe, la doncella de las señoritas Skinner.
-Mary Higgins -dijo el inspector Slack.
-¡Oh, sí! Ésa fue la segunda doncella; pero yo me refiero a Gladdie Holmes…, una muchacha
bastante impertinente y demasiado satisfecha de sí misma, pero muy honrada, y por eso es
muy importante que se la rehabilite.
-Que yo sepa no hay ningún cargo contra ella -repuso el inspector.
-No; ya sé que no se la acusa de nada…, pero eso aún resulta peor, porque ya sabe usted, la
gente se imagina cosas. ¡Oh, Dios mío…, sé que me explico muy mal! Lo que quiero decir es
que lo importante es encontrar a Mary Higgins.
-Desde luego -replicó el inspector-. ¿Tiene usted alguna idea?
-Pues a decir verdad, sí -respondió la señorita Marple-. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No le
sirven de nada las huellas dactilares
-¡Ah! -repuso el inspector Slack-. Ahí es donde fue más lista que nosotros. Hizo la mayor parte
del trabajo con guantes de goma, según parece. Y ha sido muy precavida…, limpió todas las que
podía haber en su habitación y en la fregadera. ¡No conseguimos dar con una sola huella en
toda la casa!
-Y si las tuviera, ¿le servirían de algo?
-Es posible, señora. Pudiera ser que las conocieran en el Yard. ¡No sería éste su primer
hallazgo!
La señorita Marple asintió muy contenta y abriendo su bolso sacó una caja de tarjetas; en su
interior, envuelto en algodones, había un espejito.
-Es el de mi monedero -explicó-. En él están las huellas digitales de la doncella. Creo que están
bien claras… puesto que antes tocó una sustancia muy pegajosa.
El inspector estaba sorprendido.
-¿Las consiguió a propósito?
-¡Naturalmente!
-¿Entonces, sospechaba ya de ella?
-Bueno, ¿sabe usted?, me pareció demasiado perfecta. Y así se lo dije a la señorita Lavinia, pero
no supo comprender la indirecta. Inspector, yo no creo en las perfecciones. Todos nosotros
tenemos nuestros defectos… y el servicio doméstico los saca a relucir bien pronto.
-Bien -repuso el inspector Slack, recobrando su aplomo-. Estoy seguro de que debo estarle muy
agradecido. Enviaré el espejo al Yard y a ver qué dicen.

32
Se calló de pronto. La señorita Marple había ladeado ligeramente la cabeza y lo contempló con
fijeza.
-¿Y por qué no mira algo más cerca, inspector?
-¿Qué quiere decir, señorita Marple?
-Es muy difícil de explicar, pero cuando uno se encuentra ante algo fuera de lo corriente, no
deja de notarlo… A pesar de que a menudo pueden resultar simples naderías. Hace tiempo que
me di cuenta, ¿sabe? Me refiero a Gladdie y al broche. Ella es una chica honrada; no lo cogió.
Entonces, ¿por qué lo imaginó así la señorita Skinner? Miss Lavinia no es tonta…, muy al
contrario. ¿Por qué tenía tantos deseos de despedir a una chica que era una buena sirvienta,
cuando es tan difícil encontrar servicio? Eso me pareció algo fuera de lo corriente…, y empecé a
pensar. Pensé mucho. ¡Y me di cuenta de otra cosa rara! La señorita Emilia es una
hipocondríaca, pero es la primera hipocondríaca que no ha enviado a buscar en seguida a uno
u otro médico. Los hipocondríacos adoran a los médicos. ¡Pero la señorita Emilia, no!
-¿Qué es lo que insinúa, señorita Marple?
-Pues que las señoritas Skinner son unas personas muy particulares. La señorita Emilia pasa la
mayor parte del tiempo en una habitación a oscuras, y si eso que lleva no es una peluca… ¡me
como mi moño postizo! Y lo que digo es esto: que es perfectamente posible que una mujer
delgada, pálida y de cabellos grises sea la misma que la robusta, morena y sonrosada… puesto
que nadie puede decir que haya visto alguna vez juntas a la señorita Emilia y a Mary Higgins.
Necesitaron tiempo para sacar copias de todas las llaves, y para descubrir todo lo referente a la
vida de los demás inquilinos, y luego… hubo que deshacerse de la muchacha del pueblo. La
señorita Emilia sale una noche a dar un paseo por el campo y a la mañana siguiente llega a la
estación convertida en Mary Higgins. Y luego, en el momento preciso, Mary Higgins
desaparece y con ella la pista. Voy a decirle dónde puede encontrarla, inspector… ¡En el sofá de
Emilia Skinner…! Mire si hay huellas dactilares, si no me cree, pero verá que tengo razón. Son
un par de ladronas listas… esas Skinner… sin duda en combinación con un vendedor de objetos
robados… o como se llame. ¡Pero esta vez no se escaparán! No voy a consentir que una de las
muchachas de la localidad sea acusada de ladrona. Gladdie Holmes es tan honrada como la luz
del día y va a saberlo todo el mundo. ¡Buenas tardes!
La señorita Marple salió del despacho antes de que el inspector Slack pudiera recobrarse.
-¡Cáspita! -murmuró-. ¿Tendrá razón, acaso?
No tardó en descubrir que la señorita Marple había acertado una vez más.
El coronel Melchett felicitó al inspector Slack por su eficacia y la señorita Marple invitó a
Gladdie a tomar el té con Edna, para hablar seriamente de que procurara no dejar un buen
empleo cuando lo encontrara.

33
El cuarto hombre
Agatha Christie

El canónigo Parfitt jadeaba. El correr para alcanzar el tren no era cosa que conviniera a un
hombre de sus años. Su figura ya no era lo que fue y con la pérdida de su esbelta silueta había
ido adquiriendo una tendencia a quedarse sin aliento, que el propio canónigo solía explicar con
dignidad diciendo “¡Es el corazón!”
Exhalando un suspiro de alivio se dejó caer en una esquina del compartimiento de primera. El
calorcillo de la calefacción le resultaba muy agradable. Fuera estaba nevando. Además era una
suerte haber conseguido situarse en una esquina siendo el viaje de noche y tan largo. Debieron
haber puesto coche-cama en aquel tren.
Las otras tres esquinas estaban ya ocupadas, y al observarlo, el canónigo Parfitt se dio cuenta
de que el hombre sentado en la más alejada le sonreía con aire de reconocimiento. Era un
caballero pulcramente afeitado, de rostro burlón y cabellos oscuros que comenzaban a
blanquear en las sienes. Su profesión era sin duda alguna la de abogado, y nadie lo hubiera
tomado por otra cosa ni un momento siquiera. Don Jorge Durand era ciertamente un abogado
muy famoso.
-Vaya, Parfitt -comenzó con aire jovial-. Se ha echado usted una buena carrerita, ¿no?
-Y con lo malo que es para mi corazón -repuso el canónigo-. Qué casualidad encontrarle, don
Jorge. ¿Va usted muy al norte?
-Hasta Newcastle -replicó don Jorge-. A propósito -añadió-: ¿Conoce usted al doctor Campbell
Clark?
Y el caballero sentado en el mismo lado que el canónigo inclinó la cabeza complacido.
-Nos encontramos en la estación -continuó el abogado-. Otra coincidencia.
El canónigo Parfitt vio al doctor Campbell Clark con gran interés. Había oído aquel nombre
muy a menudo. El doctor Clark estaba en la primera fila de los médicos especialistas en
enfermedades mentales, y su último libro, El problema del subconsciente, había sido la obra
más discutida del año.
El canónigo Parfitt vio una mandíbula cuadrada, unos ojos azules de mirada firme, y una
cabeza de cabellos rojizos sin una cana, pero que iban clareándose rápidamente. Asimismo
tuvo la impresión de hallarse ante una vigorosa personalidad.
Debido a una lógica asociación de ideas, el canónigo miró el asiento situado frente al suyo
esperando encontrar allí otra persona conocida, mas el cuarto ocupante del departamento
resultó ser totalmente extraño… tal vez un extranjero. Era un hombrecillo moreno de aspecto
insignificante, que embutido en un grueso abrigo parecía dormir.
-¿Es usted el canónigo Parfitt de Bradchester? -preguntó el doctor Clark con voz agradable.

34
El canónigo pareció halagado. Aquellos “sermones científicos” habían sido un gran acierto…
especialmente desde que la prensa se había ocupado de ellos. Bueno, aquello era lo que
necesitaba la Iglesia… modernizarse.
-He leído su libro con gran interés, doctor Campbell Clark -le dijo-. Aunque es demasiado
técnico para mí, y me resulta difícil seguir algunas de sus partes.
Durand intervino.
-¿Prefiere hablar o dormir, canónigo? -le preguntó-. Confieso que sufro de insomnio y, por lo
tanto, me inclino en favor de lo primero.
-¡Oh, desde luego! De todas maneras -explicó el canónigo-, yo casi nunca duermo en estos
viajes nocturnos y el libro que he traído es muy aburrido.
-Realmente formamos una reunión muy interesante -observó el doctor con una sonrisa-. La
Iglesia, la Ley y la profesión médica.
-Es difícil que no podamos formar opinión entre los tres, ¿verdad? El punto de vista espiritual
de la Iglesia, el mío puramente legal y mundano, y el suyo, doctor, que abarca el mayor campo,
desde lo puramente patológico a lo… superpsicológico. Entre los tres podríamos cubrir
cualquier terreno por completo.
-No tanto como usted imagina -dijo el doctor Clark-. Hay otro punto de vista que ha pasado
usted por alto y que es en este aspecto muy importante.
-¿A cuál se refiere? -quiso saber el abogado.
-Al punto de vista del hombre de la calle.
-¿Es tan importante? ¿Acaso el hombre de la calle no se equivoca generalmente?
-¡Oh, casi siempre! Pero posee lo que le falta a toda opinión experta… el punto de vista
personal. Ya sabe que no puede prescindir de las relaciones personales. Lo he descubierto en
mi profesión. Por cada paciente que acude realmente enfermo, hay por lo menos cinco que no
tienen otra cosa que incapacidad para vivir felizmente con los inquilinos que habitan en la
misma casa. Lo llaman de mil maneras… desde “rodilla de fregona” a “calambre de
escribiente”, pero es todo lo mismo: asperezas producidas por el roce diario de una mentalidad
con otra.
-Tendrá usted muchísimos pacientes con “nervios”, supongo -comenzó el canónigo, cuyos
nervios eran excelentes.
-Ah, ¿qué es lo que quiere usted decir con eso? -El doctor se volvió hacia él con gesto rápido e
impulsivo-. ¡Nervios! La gente suele emplear esa palabra y reírse después, como ha hecho
usted. “Esto no tiene importancia -dicen- ¡Sólo son nervios!” ¡Dios mío!, ahí tiene usted
el quid de todo. Se puede contraer una enfermedad corporal y curarla, pero hasta la fecha se
sabe poco más de las oscuras causas de las ciento y una forma de las enfermedades nerviosas
que se sabía… bueno… durante el reinado de la reina Isabel.
-Dios mío -exclamó el canónigo Parfitt un tanto asombrado por su salida-. ¿Es cierto?
35
-Y creo que es un signo de gracia -continuó el doctor Campbell-. Antiguamente
considerábamos al hombre como un simple animal con inteligencia y un cuerpo al que daba
más importancia que a nada.
-Inteligencia, cuerpo y alma -corrigió el clérigo con suavidad.
-¿Alma? -El doctor sonrió de un modo extraño-. ¿Qué quiere decir exactamente? Nunca ha
estado muy claro, ya sabe. A través de todas las épocas no se han atrevido ustedes a dar una
definición exacta.
El canónigo aclaró su garganta dispuesto a pronunciar un discurso, pero ante su disgusto, no le
dieron oportunidad, ya que el médico continuó:
-¿Está seguro de que la palabra es alma… y no puede ser almas?
-¿Almas? -preguntó don Jorge Durand enarcando las cejas con expresión divertida.
-Sí -Campbell Clark dirigió su atención hacia él inclinándose hacia delante para tocarle en el
pecho-. ¿Está usted seguro -dijo en tono grave-, que hay un solo ocupante en esta estructura…
porque esto es lo que es, ya sabe… envidiable residencia que no se alquila amueblada por siete,
veintiuno, cuarenta y uno, setenta y un años… los que sean? Y al final el inquilino traslada sus
cosas… poco a poco… y luego se marcha de la casa de golpe… y ésta se viene abajo convertida
en una masa de ruinas y decadencia. Usted es el dueño de la casa, admitamos eso, pero nunca
se percata de la presencia de los demás… criados de pisar quedo, en los que apenas repara, a no
ser por el trabajo que realizan… trabajo que usted no tiene conciencia de haber hecho. O
amigos… estados de ánimo que se apoderan de uno y le hacen ser un “hombre distinto”, como
se dice vulgarmente. Usted es el rey del castillo, ciertamente, pero puede estar seguro de que
allí está también instalado tranquilamente el “pillastre redomado”.
-Mi querido Clark -replicó el abogado-, me hace usted sentirme realmente incómodo. ¿Es que
mi interior es, en realidad, campo de batalla en que luchan distintas personalidades? ¿Es la
última palabra de la ciencia?
Ahora fue el médico quien se encogió de hombros.
-Su cuerpo lo es -dijo en tono seco-. ¿Por qué no puede serlo también la mente?
-Muy interesante -exclamó el canónico Parfitt-. ¡Ahí Maravillosa ciencia… maravillosa ciencia!
Y para sus adentros agregó:
-Puedo preparar un sermón muy atrayente basado en esta idea.
Mas el doctor Campbell Clark se había vuelto a reclinar en su asiento una vez pasada su
excitación momentánea.
-A decir verdad -observó con su aire profesional-, es un caso de doble personalidad el que me
lleva esta noche a Newcastle. Un caso interesantísimo. Un individuo neurótico, desde luego,
pero un caso auténtico.

36
-Doble personalidad -repitió don Jorge Durand pensativo-. No es tan raro según tengo
entendido. Existe también la pérdida de memoria, ¿no es cierto? El otro día surgió un caso así
ante el Tribunal de Testamentarias.
El doctor Clark asintió.
-Desde luego, el caso clásico fue el de Felisa Bault. ¿No recuerda haberlo oído?
-Claro que sí -expuso el canónigo Parfitt-. Recuerdo haberlo leído en los periódicos… pero de
eso hace mucho tiempo… por lo menos siete años.
El doctor Campbell asintió.
-Esa muchacha se convirtió en una de las figuras más célebres de Francia, y acudieron a verla
científicos de todo el mundo. Tenía cuatro personalidades nada menos, y se las conocía por
Felisa Primera, Felisa Segunda, Felisa Tercera y Felisa Cuarta.
-¿Y no cabía la posibilidad de que fuera un truco premeditado? -preguntó don Jorge.
-Las personalidades de Felisa Tres y Felisa Cuatro ofrecían algunas dudas -admito el médico-.
Pero el hecho principal persiste. Felisa Bault era una campesina de Bretaña. Era la tercera de
cinco hermanos, hija de un padre borracho y de una madre retrasada mental. En uno de sus
ataques de alcoholismo el padre estranguló a su mujer, siendo, si no recuerdo mal, desterrado
por vida. Felisa tenía entonces cinco años. Unas personas caritativas se interesaron por la
criatura, y Felisa fue criada y educada por una dama inglesa que tenía una especie de hogar
para niños desvalidos. Aunque consiguió muy poco de Felisa, la describe como una niña
anormal, lenta y estúpida, que aprendió a leer y escribir sólo con gran dificultad y cuyas manos
eran torpes. Esa dama, la señora Slater, intentó prepararla para el servicio doméstico y le
buscó varias casas donde trabajar cuando tuvo la edad conveniente, mas en ninguna estuvo
mucho tiempo debido a su estupidez y profunda pereza.
El doctor hizo una pausa, y el canónigo, mientras se arropaba aún más en su manta de viaje, se
dio cuenta de pronto de que el hombre sentado frente a él se había movido ligeramente, y sus
ojos, que antes tuviera cerrados, ahora estaban abiertos y en ellos brillaba una expresión
indescifrable que sobresaltó al clérigo. Era como si hubiese estado regocijándose interiormente
por lo que oyera.
-Existe una fotografía de Felisa Bault tomada cuando tenía diecisiete años -prosiguió el
médico-. Y en ella aparece como una burda campesina de recia constitución, sin nada que
indique que pronto iba a ser una de las personas más famosas de Francia.
“Cinco años más tarde, cuando contaba veintidós, Felisa Bault tuvo una enfermedad nerviosa,
y al reponerse empezaron a manifestarse los extraños fenómenos. Lo que sigue a continuación
son hechos atestiguados por muchísimos científicos eminentes. La personalidad llamada Felisa
Primera era completamente distinta a la Felisa Bault de los últimos años. Felisa Primera
escribía apenas el francés, no hablaba ningún otro idioma, y no sabía tocar el piano. Felisa
Segunda, por el contrario, hablaba correctamente el italiano y algo de alemán. Su letra era
distinta por completo de la de Felisa Primera, y escribía y se expresaba a la perfección en

37
francés. Podía discutir de política, arte y era muy aficionada a tocar el piano. Felisa Tercera
tenía muchos puntos en común con Felisa Segunda. Era inteligente y al parecer bien educada,
pero en la parte moral era un contraste absoluto. Aparecía como una criatura depravada… pero
en un sentido parisiense, no provinciano. Conocía todo el argot de París, y las expresiones
del demi monde elegante. Su lenguaje era obsceno, y hablaba mal de la religión y la “gente
buena” en los términos más blasfemos. Y por fin surgió la Felisa Cuarta… una criatura
soñadora piadosa y clarividente, pero esta cuarta personalidad fue poco satisfactoria y
duradera, y se la consideró un truco deliberado por parte de Felisa Tercera… una especie de
broma que le gastaba al público crédulo. Debo decir que, aparte de la posible excepción de la
Felisa Cuarta, cada personalidad era distinta y separada y no tenía conocimiento de las otras.
Felisa Segunda fue sin duda la más predominante y algunas veces duraba hasta quince días,
luego Felisa Primera aparecía bruscamente por espacio de uno o dos días. Después, tal vez la
Felisa Tercera o Cuarta, pero estas dos últimas rara vez denominaban más de unas pocas
horas. Cada cambio iba acompañado de un fuerte dolor de cabeza y sueño profundo, y en cada
caso sufría la pérdida completa de la memoria de los otros estados, y la personalidad en
cuestión tomaba vida a partir del momento en que la había abandonado, inconsciente del
tiempo.
-Muy notable -murmuró el canónigo-. Muy notable. Hasta ahora sabemos apenas nada de las
maravillas del universo.
-Sabemos que hay algunos impostores muy astutos -observó el abogado en tono seco.
-El caso de Felisa Bault fue investigado por abogados, así como por médicos y científicos
-replicó el doctor Campbell con presteza-. Recuerde que Maitre Quimbellier llevó a cabo la
investigación más profunda y confirmó la opinión de los científicos. Y al fin y al cabo, ¿por qué
hemos de sorprendernos tanto? ¿No tenemos los huevos de dos yemas? ¿Y los plátanos
gemelos? ¿Por qué no ha de poder darse el caso de la doble personalidad… o en este caso, la
cuádruple personalidad… en un solo cuerpo?
-¿La doble personalidad? -protestó el canónigo.
El doctor Campbell Clark volvió sus penetrantes ojos azules hacia él.
-¿Cómo podríamos llamarle si no?
-Menos mal que estas cosas son únicamente un capricho de la naturaleza -observó don Jorge-.
Si el caso fuera corriente se presentarían muchas complicaciones.
-Desde luego, son casos muy anormales -convino el médico-. Fue una lástima que no pudiera
efectuarse otro estudio más prolongado, pero puso fin a todo la inesperada muerte de Felisa.
-Hubo algo raro si no recuerdo mal -dijo el abogado despacio.
El doctor Campbell Clark asintió.
-Fue algo inesperado. Una mañana la muchacha fue encontrada muerta en su cama. Había
sido estrangulada, pero ante la estupefacción de todos, demostró sin lugar a dudas que se había
estrangulado ella misma. Las señales de su cuello eran las de sus dedos. Un sistema de suicidio
38
que aunque no es físicamente imposible, requiere una extraordinaria fuerza muscular y una
voluntad casi sobrehumana. Nunca se supo lo que la había impulsado a suicidarse. Claro que
su equilibrio mental siempre había sido insuficiente. Sin embargo, ahí tiene. Se ha corrido para
siempre la cortina sobre el misterio de Felisa Bault.
Fue entonces cuando el ocupante de la cuarta esquina se echó a reír.
Los otros tres hombres saltaron como si hubieran oído un disparo. Habían olvidado por
completo la existencia del cuarto, y cuando se volvieron hacia el lugar donde se hallaba sentado
y todavía arrebujado en su abrigo, rió de nuevo.
-Deben perdonarme, caballeros -dijo en perfecto inglés, aunque con un ligero acento
extranjero, y se incorporó mostrando un rostro pálido con un pequeño bigotillo-. Sí, deben
ustedes perdonarme -dijo con una cómoda inclinación de cabeza-. Pero la verdad: ¿es que la
ciencia dice alguna vez la última palabra?
-¿Sabe algo del caso que estábamos discutiendo? -le preguntó el doctor cortésmente.
-¿Del caso? No. Pero la conocí.
-¿A Felisa Bault?
-Sí. Y a Annette Ravel también. No han oído hablar de Annette Ravel, ¿verdad? Y, no obstante,
la historia de una es la historia de la otra. Créame, no sabrán nada de Felisa Bault si no
conocen también la historia de Annette Ravel.
Sacó un reloj para consultar la hora.
-Falta media hora hasta la próxima parada. Tengo tiempo de contarles la historia… es decir, si
a ustedes les interesa escucharla.
-Cuéntela, por favor -dijo el médico.
-Me encantaría oírla -exclamó el pastor.
Don Jorge Durand se limitó a adoptar una actitud de atenta escucha.
-Mi nombre, caballeros -comentó el extraño compañero de viaje- es Raúl Latardeau. Usted
acaba de mencionar a una dama inglesa, la señorita Slater, que se ocupa en obras de caridad.
Yo la conocí en Bretaña, en un pueblecito pesquero, y cuando mis padres fallecieron víctimas
de un accidente ferroviario, fue la señorita Slater quien vino a rescatarme y me salvó de algo
equivalente a los reformatorios ingleses. Tenía unos veinte chiquillos a su cuidado… niños y
niñas. Entre éstas se encontraban Felisa Baúl y Annette Ravel. Si no consigo hacerles
comprender la personalidad de Annette, caballeros, no comprenderán nada. Era hija de lo que
ustedes llaman una filie de joie que había muerto tuberculosa abandonada por su amante. La
madre fue bailarina y Annette también tenía el deseo de bailar. Cuando la vi por primera vez
tenía once años, y era una niña vivaracha de ojos brillantes y prometedores… una criatura todo
fuego y vida. Y en seguida, en seguida… me convirtió en su esclavo. “Raúl, haz esto; Raúl, haz
lo otro…”, y yo obedecía. Yo la idolatraba y ella lo sabía.

39
“Solíamos ir a la playa… los tres… ya que Felisa venía con nosotros. Y allí Annette, quitándose
los zapatos y las medias, bailaba sobre la arena, y luego, cuando le faltaba el aliento, nos
contaba lo que quería llegar a ser.
“-Verán, yo seré famosa. Sí, muy famosa. Tendré cientos y miles de medias de seda… de la seda
más fina, y viviré en un departamento maravilloso. Todos mis adoradores serán jóvenes,
guapos y ricos; cuando yo baile, todo París irá a verme. Gritarán y se volverán locos con mis
danzas. Y durante los inviernos no bailaré. Iré al sur a gozar del sol. Allí hay pueblecitos con
naranjos, y comeré naranjas. Y en cuanto a ti, Raúl, nunca te olvidaré por muy rica que sea. Te
protegeré para que estudies una carrera. Felisa será mi doncella… no, sus manos son
demasiado torpes. Míralas qué grandes y toscas.
“Felisa se ponía furiosa al oír esto, y entonces Annette continuaba pinchándola.
“-Es tan fina, Felisa… tan elegante y distinguida. Es una princesa disfrazada… ja, ja.
“-Mi padre y mi madre estaban casados, y los tuyos no -replicaba Felisa con rencor.
“-Sí, y tu padre mató a tu madre. Bonita cosa ser la hija de un asesino.
“-Y el tuyo dejó morir a tu madre -era la contestación de Felisa.
“-Ah, sí -Annette se ponía pensativa-: Pauvre maman. Hay que conservarse fuerte y bien.
“-Yo soy fuerte como un caballo -presumía Felisa.
“Y desde luego lo era. Tenía dos veces la fuerza de cualquier niña del Hogar y nunca estaba
enferma.
“Pero era estúpida, ¿comprenden?, estúpida como una bestia bruta. A menudo me he
preguntado por qué seguía a Annette como lo hacía. Era una especie de fascinación. Algunas
veces creo que la odiaba, y no es de extrañar, puesto que Annette no era amable con ella. Se
burlaba de su lentitud y estupidez, provocándola delante de los demás. Yo había visto a Felisa
ponerse lívida de rabia. Algunas veces pensé que iba a rodear la garganta de Annette con sus
dedos hasta acabar con su vida. No era lo bastante inteligente como para contestar a los
improperios de Annette, pero con el tiempo aprendió una respuesta que nunca fallaba. Era el
referirse a su propia salud y fuerza. Había aprendido lo que yo siempre supe: que Annette
envidiaba su fortaleza física, y ella atacaba instintivamente el punto débil de la armadura de su
enemiga.
“Un día Annette vino hacia mí muy contenta. “Raúl -dijo-, hoy vamos a divertirnos con esa
estúpida de Felisa.”
“-¿Qué es lo que vas a hacer?
“-Ven detrás del cobertizo y te lo diré.
“Parece que Annette había encontrado cierto libro, parte del cual no entendía y, desde luego,
estaba por encima de su cabecita. Era una de las primeras obras de hipnotismo.

40
-Conseguí que un objeto brillante, el pomo de metal de mi casa, diese vueltas. Hice que Felisa
lo mirase anoche. “Míralo fijamente -le dije-. No apartes los ojos de él.” Y entonces lo hice
girar, Raúl. Estaba asustada. Sus ojos tenían una expresión tan extraña… tan extraña. “Felisa,
tú harás siempre lo que yo diga”, le dije: “Haré siempre lo que tú digas, Annette”, me contestó.
Y luego… y luego… dije: “Mañana llevarás un cabo de vela al patio y empezarás a comerla a las
doce. Y si alguien te pregunta dirás que es la mejor galleta que has probado en tu vida.” ¡Oh,
Raúl, imagínate!
“-Pero ella no hará una cosa así -protesté.
“-El libro dice que sí. No es que yo lo crea del todo… ¡pero, oh, Raúl, si lo que dice el libro es
cierto, lo que nos vamos a divertir!
“A mí también me pareció divertido. Lo comunicamos a nuestros compañeros y a las doce
estábamos todos en el patio. A la hora exacta apareció Felisa con el cabo de la vela en la mano.
¿Y creerán ustedes, caballeros, que empezó a mordisquearlo solemnemente? ¡Todos nos
desternillábamos de risa! De vez en cuando alguno de los niños se acercaba a ella y le decía
muy serio: ¿Es bueno lo que comes, Felisa? Y ella respondía: “Sí, es una de las mejores galletas
que he probado en mi vida.”
“Y entonces nos ahogábamos de risa. Al fin nos reímos tan fuerte que el ruido pareció
despertar a Felisa y se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Parpadeó extrañada, miró la vela y
luego a todos, pasándose la mano por la frente.
“-Pero, ¿qué es lo que estoy haciendo aquí? -murmuró.
“-Te estás comiendo una vela de sebo -le gritamos.
“-Yo te lo hice hacer. Yo te lo hice hacer -exclamó Annette bailando a su alrededor.
“Felisa la miró fijamente unos instantes y luego se fue acercando a ella.
“-¿De modo que has sido tú… has sido tú quien me puso en ridículo? Creo recordar. ¡Ah! Te
mataré por esto.
“Habló en tono tranquilo, pero Annette echó a correr refugiándose detrás de mí.
“-¡Sálvame, Raúl! Me da miedo Felisa. Ha sido sólo una broma, Felisa. Sólo una broma
¿Comprendes?
“-No me gustan esta clase de bromas -replicó Felisa-. Te odio. Los odio a todos.
“Y echándose a llorar se marchó corriendo.
“Yo creo que Annette estaba asustada por el resultado de su experimento, y no intentó
repetirlo, pero a partir de aquel día su ascendencia sobre Felisa se fue haciendo más fuerte.
“Ahora creo que Felisa siempre la odió, pero sin embargo no podía apartarse de su lado y solía
seguirla como un perro.
“Poco después de esto, caballeros, me encontraron un empleo y sólo volví al Hogar durante mis
vacaciones. No se había tomado en serio el deseo de Annette de ser bailarina, pero su voz se

41
hizo más bonita a medida que iba creciendo, y la señorita Slater consintió gustosamente en
dejarla aprender canto.
“Annette no era perezosa, y trabajaba febrilmente, sin descanso, y la señorita Slater se vio
obligada a impedir que se excediera, y en cierta ocasión me habló de ella.
“-Tú siempre has apreciado mucho a Annette -me dijo-. Convéncela para que no se esfuerce
demasiado. Últimamente tose de una manera que no me gusta.
“Mi trabajo me llevó lejos poco después de esta conversación. Recibí una o dos cartas de
Annette al principio, pero luego silencio, los cinco años que permanecí en el extranjero.
“Por pura casualidad, cuando regresé a París me llamó la atención un cartel-anuncio con el
nombre de Annette Ravelli y su fotografía. La reconocí en seguida. Aquella noche fui al teatro
en cuestión. Annette cantaba en francés e italiano, y en escena estaba maravillosa. Después fui
a verla a su camerino y me recibió en seguida.
“-Vaya, Raúl -exclamó tendiéndome las manos-. ¡Esto es maravilloso! ¿Dónde has estado todos
estos años?
“Yo se lo hubiera dicho, pero no deseaba escucharme.
“-¡Ves, ya casi he llegado!
“Y con un gesto triunfal me señaló el camerino lleno de flores.
“-La señorita Slater debe estar orgullosa de tu éxito.
“-¿Esa vieja? No, por cierto. Ella me había destinado al Conservatorio… a los conciertos… pero
yo soy una artista. Y es aquí, en los teatros de variedades, donde puedo expresar mi
personalidad.
“En aquel momento entró un hombre de mediana edad, atractivo y distinguido. Por su
comportamiento comprendí en seguida que se trataba del mecenas de Annette. Me miró de
soslayo y Annette le explicó:
“-Es un amigo de la infancia. Está de paso en París, ha visto mi retrato en un anuncio, et voilá.
“Aquel hombre era muy amable y cortés, y delante de mí sacó una pulsera de brillantes y rubíes
que colocó en la muñeca de Annette. Cuando me levanté para marcharme ella me dirigió una
mirada de triunfo diciéndome en un susurro:
“-He llegado, ¿verdad? ¿Comprendes? Tengo el mundo a mis pies.
“Pero al salir del camerino la oí toser con una tos seca y dura. Sabía muy bien lo que
significaba. Era la herencia de su madre tuberculosa.
“Volví a verla dos años más tarde. Había ido a buscar refugio junto a la señorita Slater. Su
carrera estaba arruinada. Era tal lo avanzado de su enfermedad, que los médicos dijeron que
nada podía hacerse.

42
“¡Ah! ¡Nunca olvidaré cómo la vi entonces! Estaba echada en una especie de cobertizo montado
en el jardín. La tenían día y noche al aire libre. Sus mejillas estaban hundidas y sus ojos
brillantes y febriles.
“Me saludó con tal desesperación que me quedé estupefacto.
“-Cuánto me alegro de verte, Raúl. ¿Tú ya sabes bien lo que dicen… que no me pondré bien? Lo
dicen a mis espaldas, ¿comprendes? Conmigo son todos amables y tratan de consolarme. ¡Pero
no es cierto, Raúl, no es cierto! Yo no me dejaré morir. ¿Morir? ¿Con la vida tan hermosa que
se extiende ante mí? Es la voluntad de vivir lo que importa. Todos los grandes médicos lo
dicen. Yo no soy de esos seres débiles que se abandonan. Ya empiezo a sentirme mejor…
muchísimo mejor, ¿oyes?
“Y se incorporó, apoyándose sobre un codo para dar más énfasis a sus palabras, luego cayó
hacia atrás, presa de un ataque de tos que estremeció su delgado cuerpo.
“-La tos no es nada -consiguió decir-. Y las hemorragias no me asustan. Sorprenderé a los
médicos. Es la voluntad lo que importa. Recuerda, Raúl, yo viviré.
“Era una pena. ¿Comprenden? Una pena.
“En aquel momento llegaba Felisa Bault con una bandeja y un vaso de leche caliente, que dio a
Annette, mirando cómo lo bebía con expresión que no pude descifrar… como con cierta
satisfacción.
“Annette también captó aquella mirada, y dejó caer el vaso, que se hizo pedazos.
“-¿La has visto? Así es como me mira siempre. ¡Ella se alegra de que vaya a morir! Sí, disfruta.
Ella es fuerte y sana. Mírala… ¡nunca ha estado enferma! ¡Ni un solo día! Y todo para nada.
¿De qué le sirve ese corpachón? ¿Qué va a sacar de él?
“Felisa se agachó para coger los pedazos de cristal.
“-No me importa lo que diga -comenzó con voz inexpresiva-. ¿A mí qué? Soy una chica
respetable. Y en cuanto a ella, sabrá lo que es el Purgatorio dentro de poco. Yo soy cristiana y
nada digo.
“-¡Tú me odias! -exclamó Annette-. Siempre me has odiado. ¡Ah!, pero de todas maneras
puedo encantarte. Puedo hacer que hagas mi voluntad. Mira, ahora mismo, si te lo pidiera sin
ninguna duda te pondrías de rodillas ante mí encima de la hierba.
“-No seas absurda -dijo Felisa intranquila.
“-Pues sí que lo harás. Lo harás… para complacerme. Arrodíllate. Yo, Annette, te lo pido.
Arrodíllate, Felisa.
“No sé si sería por el maravilloso mandato de su voz, o por un motivo más profundo, pero el
caso es que Felisa obedeció. Se puso de rodillas lentamente, con los brazos extendidos hacia
delante y el rostro ausente mirando estúpidamente al vacío.
“Annette, echando la cabeza hacia atrás, rió con todas sus fuerzas.

43
“-¡Mira qué cara más estúpida pone! ¡Qué ridícula está! ¡Ya puedes levantarte, Felisa, gracias!
Es inútil que frunzas el ceño. Soy tu ama, y tienes que hacer lo que yo diga.
“Se desplomó exhausta sobre las almohadas, y Felisa, recogiendo la bandeja, se alejó
lentamente. Una vez se volvió a mirar por encima del hombro, y el profundo resentimiento de
su mirada me sobresaltó.
“Yo no estaba allí cuando murió Annette, pero, al parecer, fue terrible. Se aferraba a la vida con
desesperación, luchando contra la muerte como una posesa, y gritando: “No moriré. Tengo que
vivir… vivir…”
“Me lo contó la señorita Slater, cuando seis meses más tarde fui a verla. “Mi pobre Raúl -me
dijo con tono amable-. Tú la querías, ¿verdad?”
“-Siempre la quise… siempre. Pero ¿de qué hubiera podido servirle? No hablemos de eso.
Ahora está muerta… ella… tan alegre… y tan llena de vida.
“La señorita Slater era mujer comprensiva y se puso a hablar de otras cosas. Estaba
preocupada por Felisa. La joven había sufrido una extraña crisis nerviosa y desde entonces su
comportamiento era muy extraño.
“-¿Sabes -me dijo la señorita Slater tras una ligera vacilación- que está aprendiendo a tocar el
piano?
“Yo lo ignoraba y me sorprendió mucho. ¡Felisa… aprendiendo a tocar el piano! Yo hubiera
jurado que era totalmente incapaz de distinguir una nota de otra.
“-Dicen que tiene talento -continuó la señorita Slater-. No comprendo. Siempre la había
considerado…, bueno, Raúl, tú mismo sabes que fue siempre una niña estúpida.
“Asentí.
“-Su comportamiento es tan extraño que no sé qué pensar.
“Pocos minutos después entré en la sala de lectura. Felisa tocaba el piano… la misma tonadilla
que oí cantar a Annette en París. Comprendan, caballeros, que me quedé de una pieza. Y luego,
al oírme, se interrumpió de pronto volviéndose a mirarme con ojos llenos de malicia e
inteligencia. Por un momento pensé…, bueno, no voy a decirles lo que pensé entonces.
“-Tiens! -exclamó-. De manera que es usted… monsieur Raúl.
“No puedo describir cómo lo dijo. Para Annette nunca había dejado de ser Raúl, pero Felisa,
desde que volvimos a encontrarnos de mayores, siempre me llamaba monsieur Raúl. Mas
entonces lo dijo de un modo distinto…, como si el monsieur fuera algo divertido.
“-Vaya, Felisa -le contesté-, te veo muy cambiada.
“-¿Sí? -replicó pensativa-. Es curioso, pero no te pongas serio, Raúl…, decididamente te
llamaré Raúl… ¿Acaso no jugábamos juntos cuando éramos niños…? La vida se ha hecho para
reír. Hablemos de la pobre Annette… que está muerta y enterrada. ¿Estará en el Purgatorio o
dónde?

44
“Y tarareó cierta canción…, desentonando bastante, pero las palabras llamaron mi atención.
“-¡Felisa! -exclamé-. ¿Sabes italiano?
“-¿Por qué no, Raúl? Yo no soy tan estúpida como parecía -y se rió de mi confusión.
“-No comprendo… -comencé a decir.
“-Pues yo te lo explicaré. Soy una magnífica actriz, aunque nadie lo sospechaba. Puedo
representar muchos papeles… y muy bien, por cierto.
“Volvió a reír y salió corriendo de la habitación antes de que pudiera detenerla.
“La volví a ver antes de marcharme. Estaba durmiendo en un sillón y roncaba pesadamente. La
estuve mirando fascinado…, aunque me repelía. De pronto se despertó sobresaltada, y sus ojos
apagados y sin vida se encontraron con los míos.
“-Monsieur Raúl -murmuró mecánicamente.
“-Sí, Felisa. Yo me marcho. ¿Querrás tocar algo antes de que me vaya?
“-¿Yo? ¿Tocar? ¿Se está riendo de mí, monsieur Raúl?
“-¿No recuerdas que esta mañana tocaste para mí?
“Felisa meneó la cabeza.
“-¿Tocar yo? ¿Cómo es posible que sepa tocar una pobre chica como yo?
“Hizo una pausa como si reflexionara, y luego se acercó a mí.
“-¡Monsieur Raúl, ocurren cosas extrañas en esta casa! Le gastan a una bromas. Varían las
horas del reloj. Sí, sí, sé lo que digo. Y todo eso es obra de ella.
“-¿De quién? -pregunté sobresaltado.
“-De Annette, esta malvada. Cuando vivía siempre me estaba atormentando, y ahora que ha
muerto, vuelve del otro mundo para seguir mortificándome.
“La miré fijamente. Ahora comprendo que estaba al borde del terror y sus ojos estaban a punto
de salir de sus órbitas.
“-Es mala. Le aseguro que es mala. Sería capaz de quitar a cualquiera el pan de la boca, la ropa
y el alma…
“De pronto se agarró a mí.
“-Tengo miedo, se lo aseguro…, miedo. Oigo su voz…, no en mis oídos… sino aquí… en mi
cabeza -se tocó la frente-. Se me llevará muy lejos… y entonces, ¿qué haré… qué será de mí?
“Su voz se fue elevando hasta convertirse en un alarido y vi en sus ojos el terror de las bestias
acorraladas.
“De pronto sonrió…, fue una sonrisa agradable, llena de astucia, que me hizo estremecer.

45
“-Si llegara eso, monsieur Raúl…, tengo mucha fuerza en mis manos…, tengo mucha fuerza en
las manos.
“Nunca me había fijado particularmente en sus manos. Entonces las miré y me estremecí a
pesar mío. Eran unos dedos gruesos, brutales, y como Felisa había dicho, extraordinariamente
fuertes. No sabría explicarles la sensación de náuseas que me invadió. Con unas manos como
aquéllas su padre debió estrangular a su madre.
“Aquélla fue la última vez que vi a Felisa Bault. Inmediatamente después marché al
extranjero…, a Sudamérica. Regresé dos años después de su muerte. Algo había leído en los
periódicos de su vida y muerte repentina. Y esta noche me he enterado de más detalles… por
ustedes. Felisa Tercera y Felisa Cuarta… Me estoy preguntando si… ¡Era una buena actriz!
¿Saben?”
El tren fue aminorando su velocidad, y el hombre sentado en la esquina se irguió para abrochar
mejor su abrigo.
-¿Cuál es su teoría? -preguntó el abogado.
-Apenas puedo creerlo… -comenzó a decir el canónigo Parfitt.
El médico nada dijo, pero miraba fijamente a Raúl Letardeau.
-Es capaz de quitarle a uno el pan de la boca, la ropa…, el alma… -repitió el francés poniéndose
en pie-. Les aseguro, messieurs, que la historia de Felisa Bault es la historia de Annette Ravel.
Ustedes no la conocieron, caballeros. Yo sí… y amaba mucho la vida.
Con la mano en el pomo de la puerta, dispuesto a apearse, se volvió de pronto, yendo a dar un
golpecito en el pecho del canónigo.
-Monsieur le docteur acaba de decir que esto -le dio un golpe en el estómago y el pastor pegó
un respingo- es sólo una coincidencia. Dígame, si encontrara un ladrón en su casa, ¿qué haría?
Pegarle un tiro, ¿no?
-No -exclamó el canónigo-. No…, quiero decir… que en este país, no.
Pero sus palabras se perdieron en el aire mientras la puerta del compartimiento se cerraba de
golpe.
El clérigo, el abogado y el médico se habían quedado solos. El cuarto asiento estaba vacío.

46
Una broma extraña
[Cuento - Texto completo.]
Agatha Christie

-Y esta -dijo Juana Helier completando la presentación- es la señorita Marple.


Como era actriz, supo darle entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.
Resultaba extraño que el objeto tan orgullosamente proclamado fuese una solterona de aspecto
amable y remilgado. En los ojos de los dos jóvenes que acababan de trabar conocimiento con
ella gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera decepción. Era una pareja muy atractiva;
ella, Charmian Straud, esbelta y morena… él era Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.
Charmian dijo, algo cortada:
-¡Oh!, estamos encantados de conocerla.
Mas sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana Helier.
-Querida -dijo ésta, respondiendo a la mirada-, es maravillosa. Déjenselo todo a ella. Te dije
que la traería aquí y eso he hecho -se dirigió a la señorita Marple-. Usted lo arreglará. Le será
fácil.
La señorita Marple volvió sus ojos de un color azul porcelana hacia el señor Rossiter.
-¿No quiere decirme de qué se trata? -le dijo.
-Juana es amiga nuestra -intervino Charmian, impaciente-. Eduardo y yo estamos en un apuro.
Y Juana nos dijo que si veníamos a su fiesta nos presentaría a alguien que era… que haría… que
podría…
Eduardo acudió en su ayuda.
-Juana nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.
Los ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:
-¡Oh, no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en un pueblecito como vivo yo, una
aprende a conocer a sus semejantes. ¡Pero la verdad es que ha despertado usted mi curiosidad!
Cuénteme su problema.
-Me temo que sea algo vulgar… Se trata de un tesoro enterrado -explicó Eduardo Rossiter.
-¿De veras? ¡Pues me parece muy interesante!
-¿Sí? ¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de detalles románticos. No hay un
mapa señalado con una calavera y dos tibias cruzadas, ni indicaciones como por ejemplo…,
«cuatro pasos a la izquierda; dirección noroeste». Es terriblemente prosaico… Ni tan solo
sabemos dónde hemos de escarbar.
-¿Lo ha intentado ya?

47
-Yo diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el terreno lo hemos convertido casi
en un huerto, y sólo nos falta decidir si sembramos coles o papas.
-¿Podemos contárselo todo? -dijo Charmian con cierta brusquedad.
-Pues claro, querida.
-Entonces busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.
Y abrió la marcha en dirección a una salita del segundo piso, luego de abandonar aquella
estancia tan concurrida y llena de humo.
Cuando estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.
-¡Bueno, ahí va! La historia comienza con tío Mathew, nuestro tío… o mejor dicho, tío abuelo
de los dos. Era muy viejo. Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos quería y siempre dijo
que a su muerte repartiría su dinero entre nosotros. Bien, murió (el mes de marzo pasado) y
dejó dispuesto que todo debía repartirse entre Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le
parezca a usted algo dura… no quiero decir que hizo bien en morirse… los dos lo queríamos…,
pero llevaba mucho tiempo enfermo. El caso es que ese «todo» que nos había dejado resultó
ser prácticamente nada. Y eso, con franqueza, fue un golpe para los dos, ¿no es cierto,
Eduardo?
El bueno de Eduardo asintió:
-Habíamos contado con ello -explicó-. Quiero decir que cuando uno sabe que va a heredar un
buen puñado de dinero…, bueno, no se preocupa demasiado en ganarlo. Yo estoy en el
ejército… y no cuento con nada más, aparte de mi paga… y Charmian no tiene un peso. Trabaja
como directora de escena de un teatro… cosa muy interesante… pero que no da dinero.
Teníamos el propósito de casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos
sabíamos que llegaría un día en que heredaríamos.
-¡Y ahora resulta que no heredamos nada! -exclamó Charmian-. Lo que es más, Ansteys… que
es la casa solariega, y que tanto queremos Eduardo y yo, tendrá que venderse. ¡Y no podemos
soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío Mathew, tendremos que venderla.
-Charmian, tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital -dijo el joven.
-Bien, habla tú entonces.
Eduardo se volvió hacia la señorita Marple.
-Verá usted -dijo-. A medida que tío Mathew iba envejeciendo, se volvía cada vez más suspicaz,
y no confiaba en nadie.
-Muy inteligente por su parte -replicó la señorita Marple-. La corrupción de la naturaleza
humana es inconcebible.
-Bueno, tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío Mathew lo pensó así. Tenía un amigo
que perdió todo su dinero en un Banco, y otro que se arruinó por confiar en su abogado, y él
mismo perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo se fue convenciendo de que lo

48
único seguro era convertir el dinero en barras de oro y plata y enterrarlo en algún lugar
adecuado.
-¡Ah! -dijo la señorita Marple-. Empiezo a comprender algo.
-Sí. Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de este modo no obtendría interés alguno
de aquel capital, pero él sostenía que eso no le importaba. «El dinero -decía- hay que guardarlo
en una caja debajo de la cama o enterrarlo en el jardín». Y cuando murió era muy rico. Por eso
suponemos que debió enterrar su fortuna. Descubrimos que había vendido valores y sacado
grandes sumas de dinero de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero
parece probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y quedar tranquilo
-explicó Charmian.
-¿No dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?
-Esto es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había estado inconsciente durante varios
días, pero recobró el conocimiento antes de morir. Nos miró a los dos, se rió… con una risita
débil y burlona, y dijo: «Estarán muy bien, pareja de tortolitos.» Y señalándose un ojo… el
derecho… nos lo guiñó. Y entonces murió…
-Se señaló un ojo -repitió la señorita Marple, pensativa.
-¿Saca alguna consecuencia de esto? -lepreguntó Eduardo con ansiedad-. A mí me hace pensar
en el cuento de Arsenio Lupin. Algo escondido en un ojo de cristal. Pero nuestro tío Mathew no
tenía ningún ojo de cristal.
-No -dijo la señorita Marple meneando la cabeza-. No se me ocurre nada, de momento.
-¡Juana nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! -se lamentó
Charmian, contrariada.
-No soy precisamente una adivina -la señorita Marple sonreía-. No conocí a su tío, ni sé la clase
de hombre que era, ni he visto la casa que les legó ni sus alrededores.
-¿Y si visitase aquello, lo sabría? -preguntó Charmian.
-Bueno, la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo -replicó la señorita Marple.
-¡Sencillo! -repitió Charmian-. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!
Tal vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la solterona
repuso con presteza:
-Bien, querida, es usted muy amable. Siempre he deseado tener ocasión de buscar un tesoro
enterrado. ¡Y, además, en beneficio de una pareja de enamorados! -concluyó con una sonrisa
resplandeciente.
 
-¡Ya ha visto usted! -exclamó Charmian con gesto dramático.
Acababan de realizar el recorrido completo de Ansteys. Estuvieron en la huerta, convertida en
un campo atrincherado. En los bosquecillos, donde se había cavado al pie de cada árbol
49
importante, y contemplaron tristemente lo que antes fuera una cuidada pradera de césped.
Subieron al ático, contemplando los viejos baúles y cofres con su contenido esparcido por el
suelo. Bajaron al sótano, donde cada baldosa había sido levantada. Midieron y golpearon las
paredes y la señorita Marple inspeccionó todos los muebles que tenían o pudieran tener algún
cajón secreto.
Sobre una mesa había un montón de papeles… todos los que había dejado el fallecido Mathew
Straud. No se destruyó ninguno y Charmian y Eduardo repasaban una y otra vez las facturas,
invitaciones y correspondencia comercial, con la esperanza de descubrir alguna pista.
-Cree usted que nos hemos olvidado de mirar en algún sitio? -le preguntó Charmian a la
señorita Marple.
-Me parece que ya lo han mirado todo, querida -dijo la solterona moviendo la cabeza-. Tal vez
si me permiten decirlo, han mirado demasiado. Siempre he pensado que hay que tener un
plan. Es como mi amiga la señorita Eldritch, que tenía una doncella estupenda que enceraba el
linóleo a las mil maravillas, pero era tan concienzuda que incluso enceró el suelo del cuarto de
baño, y cuando la señora Eldritch salía de la ducha, la alfombrita se escurrió bajo sus pies, y
tuvo tan mala caída que se rompió una pierna. Fue muy desagradable, pues naturalmente la
puerta del cuarto de baño estaba cerrada y el jardinero tuvo que coger una escalera y entrar por
la ventana… con gran disgusto de la señora Eldritch, que era una mujer muy pudorosa.
Eduardo se removió, inquieto.
-Por favor, perdóneme -apresuró a decir la señorita Marple-. Siempre tengo tendencia a
salirme por la tangente. Pero es que una cosa me recuerda otra, y algunas veces me resulta
provechoso. Lo que quise decir es que tal vez si intentáramos aguzar nuestro ingenio y pensar
en un lugar apropiado…
-Piénselo usted, señorita Marple -dijo Eduardo, contrariado-. Charmian y yo tenemos el
cerebro en blanco.
-Vamos, vamos. Claro… es una dura prueba para ustedes. Si no les importa voy a repasar bien
estos papales. Es decir, si no hay nada personal… no me gustaría que pensaran ustedes que me
meto en lo que no me importa.
-Oh, puede hacerlo. Pero me temo que no va a encontrar nada.
Se sentó a la mesa y metódicamente fue mirando el fajo de documentos… y clasificándolos en
varios montoncitos. Cuando hubo concluido se quedó mirando al vacío durante varios
minutos.
Eduardo le preguntó, no sin cierta malicia:
-¿Y bien, señorita Marple?
Miss Marple se rehizo con un ligero sobresalto.
-Le ruego me perdone. Estos documentos me han servido de gran ayuda.
-¿Ha descubierto algo importante?
50
-¡Oh!, no, nada de eso. Pero creo que ya sé qué clase de hombre era su tío Mathew… bastante
parecido a mi tío Enrique, que era muy aficionado a las bromas. Un solterón sin duda… me
pregunto por qué… ¿tal vez a causa de un desengaño prematuro? Metódico hasta cierto punto,
pero poco amigo de sentirse atado…, como casi todos los solterones.
A espaldas de la señorita Marple, Charmian hizo un gesto a Eduardo que significaba: «Está
loca del todo.»
Miss Marple seguía hablando de su difunto tío Enrique.
-Era muy aficionado a las charadas -explicaba-. Para algunas personas las charadas resultan
muy difíciles y les molestan. Un mero juego de palabras puede irritarles. También era un
hombre receloso. Siempre pensaba que los criados le robaban. Y algunas veces era verdad,
aunque no siempre. Se convirtió en su obsesión. Hacia el fin de su vida pensó que envenenaban
su comida, y se negó a comer otra cosa que huevos pasados por agua. Decía que nadie podía
alterar el contenido de un huevo. Pobre tío Enrique, ¡era tan alegre en otros tiempos! Le
gustaba mucho tomar café después de cenar. Solía decir: «Este café es muy negro», y con ello
quería significar que deseaba otra taza.
Eduardo pensó que si oía algo más sobre el tío Enrique se volvería loco.
-Le gustaban mucho las personas jóvenes -proseguía la señorita Marple-, pero se sentía
inclinado a atormentarlos un poco… no sé si me entenderán… Solía poner bolsas de caramelos
donde los niños no pudieran alcanzarlas.
Dejando los cumplidos a un lado, Charmian exclamó:
-¡Me parece horrible!
-¡Oh, no, querida!, sólo era un viejo solterón, y no estaba acostumbrado a los pequeños. Y la
verdad es que no era nada tonto. Acostumbraba a guardar mucho dinero en la casa, y tenía un
escondite seguro. Armaba mucho alboroto por ello… diciendo lo bien escondido que estaba. Y
por hablar demasiado, una noche entraron los ladrones y abrieron un boquete en el escondrijo.
-Le estuvo muy bien empleado -exclamó Eduardo.
-Pero no encontraron nada -replicó la señorita Marple-. La verdad es que guardaba su dinero
en otra parte… detrás de unos libros de sermones, en la biblioteca. ¡Decía que nadie los sacaba
nunca de aquel estante!
-Oiga, es una idea -interrumpió Eduardo, excitado-. ¿Qué le parece si miráramos en la
biblioteca?
Charmian meneó la cabeza.
-¿Crees que no he pensado en eso? El martes pasado miré todos los libros cuando tú fuiste a
Portsmouth. Los saqué uno por uno y los sacudí. Tampoco en la biblioteca hay nada.
Eduardo exhaló un suspiro. Levantándose de su asiento se dispuso a deshacerse con tacto de
su insoportable visitante.

51
-Ha sido usted muy amable al intentar ayudarnos. Siento que no haya servido de nada.
Comprendo que hemos abusado de su tiempo. No obstante… sacaré el coche y podrá alcanzar
el tren de las tres treinta…
-¡Oh! -repuso la señorita Marple-, pero antes tenemos que encontrar el dinero, ¿verdad? No
debe darse por vencido, señor Rossiter. Si la primera vez no tiene éxito, hay que intentarlo otra
y otra, y otra vez.
-¿Quiere decir que va a continuar intentándolo?
-Pues para hablar con exactitud -replicó la solterona- todavía no he empezado. Primero se coge
la liebre… como dice la señora Beeton en su libro de cocina… un libro estupendo, pero
terriblemente imposible… la mayoría de sus recetas empiezan diciendo: «Se toma una docena
de huevos y una libra de mantequilla.» Déjeme pensar…, ¿por dónde iba? Oh, sí. Bien, ya
tenemos, por así decirlo, nuestra liebre, que es, naturalmente, el tío Mathew, y ahora sólo nos
falta decidir dónde podría haber escondido el dinero. Puede que sea bien sencillo.
-¿Sencillo? -se extrañó Charmian.
-Oh, sí, querida. Estoy segura de que habrá utilizado el medio más fácil. Un cajón secreto… ésa
es mi solución.
Eduardo dijo con sequedad:
-No pueden guardarse muchos lingotes de oro en un cajoncito secreto.
-No, no, claro que no. Pero no hay razón para creer que el dinero fuese convertido en oro.
-Él siempre decía…
-¡Y mi tío Enrique siempre hablaba de su escondrijo! Por eso creo firmemente que lo dijo para
despistar. Los diamantes pueden esconderse con facilidad en un cajón secreto.
-Pero ya lo hemos mirado todo. Hicimos venir a un técnico para que examinase los muebles.
-¿De veras, querida? Hizo usted muy bien. Yo diría que el escritorio de su tío es el lugar más
apropiado. ¿Es aquél que está apoyado contra la pared?
-Sí. Voy a enseñárselo.
Charmian se acercó al mueble y lo abrió. En su interior aparecieron varios casilleros y
cajoncitos. Luego, accionando una puertecita que había en el centro, tocó un resorte situado en
el interior del cajón de la izquierda, El fondo de la caja del centro se adelantó y la joven la sacó
dejando un hueco descubierto. Estaba vacío.
-¿No es casualidad? -exclamó la señorita Marple-. Mi tío Enrique tenía un escritorio igual que
éste sólo que era de madera de nogal y éste es de caoba.
-De todas maneras -dijo Charmian-, como puede usted ver, aquí no hay nada.
-Me imagino -replicó la señorita Marple- que ese experto que trajeron ustedes sería joven…, y
no lo sabía todo. La gente era muy mañosa para construir sus escondrijos en aquellos tiempos.
A veces hay un secreto dentro de otro secreto.
52
Y quitándose una horquilla de entre sus cuidados cabellos grises, la enderezó y apretó con ella
un punto de la caja secreta en el que parecía haber un diminuto agujero tal vez producido por
la carcoma, y sin grandes dificultades sacó un cajón pequeñito. En él apareció un fajo de cartas
descoloridas y un papel doblado.
Eduardo y Charmian se apoderaron del hallazgo. Eduardo desplegó el papel con dedos
temblorosos, mas lo dejó caer con una exclamación de disgusto.
-¡Una receta de cocina! ¡Jamón al horno! ¡Bah!
Charmian estaba desatando la cinta que sujetaba el fajo de cartas. Y sacando una exclamó:
-¡Cartas de amor!
-¡Qué interesante! -exclamó la señorita Marple-. Tal vez nos explique la razón de que no se
casara su tío.
Charmian leyó:
«Mi querido Mathew, debo confesarte que el tiempo se me ha hecho muy largo desde que
recibí tu última carta. Trato de ocuparme en las distintas tareas que me fueron encomendadas,
y me digo a menudo lo afortunada que soy al poder ver tantas partes del globo, aunque bien
poco pensaba, cuando me fui a América, que iba a viajar hasta estas lejanas islas.»
Charmian hizo una pausa.
-¿Dónde está fechado esto? ¡Oh, en Hawai!
«Cielos, estos nativos están todavía muy lejos de ver la luz. Viven semidesnudos y en un estado
completamente salvaje; pasan la mayor parte del tiempo nadando o bailando, y adornándose
con guirnaldas de flores. El señor Gray ha conseguido convertir a algunos, pero es una tarea
difícil y él y su esposa se sienten muy descorazonados. Yo procuro hacer lo que puedo para
animarlo, mas yo también me siento triste a menudo por la razón que puedes adivinar, querido
Mathew. La ausencia es una dura prueba para un corazón enamorado. Tus renovadas
promesas de amor me causaron gran alegría. Ahora y siempre te pertenecerá mi corazón,
querido Mathew, y seré siempre tuya,
betty martin
P. D.: Dirijo mi carta a nuestra mutua amiga Matilde Graves, como de costumbre. Espero que
el Cielo perdone este subterfugio.»
Eduardo lanzó un silbido.
-¡Una misionera! Conque ése fue el amor de tío Mathew. Me pregunto por qué no se casaron.
-Al parecer recorrió casi todo el mundo -dijo Charmian examinando las misivas-. Mauricio…
toda clase de sitios. Probablemente moriría víctima de la fiebre amarilla o algo así.
Una risa divertida les sobresaltó. La señorita Marple lo estaba pasando en grande.
-Vaya, vaya -dijo-. ¡Fíjense en esto ahora!

53
Estaba leyendo para sí la receta de jamón al horno, y al ver sus miradas interrogadoras,
prosiguió en voz alta:
«Jamón al horno con espinacas. Se toma un pedazo bonito de jamón, rellénese de dientes de
ajo y cúbrase con azúcar moreno. Cuézase a fuego lento. Servirlo con un borde de puré de
espinacas.»
-¿Qué opinan de esto?
-Yo creo que debe resultar un asco -dijo Eduardo.
-No, no, tiene que resultar muy bueno…, pero, ¿qué opinan de todo esto?
-¿Usted cree que se trata de una clave… o algo parecido? -exclamó Eduardo con el rostro
iluminado y cogiendo el papel-. Escucha, Charmian, ¡podría ser! Por otra parte, no hay razón
para guardar una receta de cocina en un lugar secreto.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Ya sé lo que puede ser… una tinta simpática -dijo Charmian-. Vamos a calentarlo. Enciende
una bombilla.
Pero hecha la prueba, no apareció ningún signo de escritura invisible.
-La verdad -dijo la señorita Marple, carraspeando-, creo que lo están complicando demasiado.
Esta receta es sólo una indicación, por así decir. Según mi parecer, son las cartas lo
significativo.
-¿Las cartas?
-Especialmente la firma.
Mas Eduardo apenas la escuchaba, y gritó excitado:
-¡Charmian! ¡Ven aquí! Tiene razón… Mira… los sobres son bastante antiguos, pero las cartas
fueron escritas muchos años después.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Sólo se ha tratado de que parezcan antiguas. Apuesto a que el propio tío Mathew lo hizo…
-Precisamente -confirmó la solterona.
-Todo esto es un engaño. Nunca existió esa misionera. Debe tratarse de una clave.
-Mis queridos amigos… no hay necesidad de complicar tanto las cosas. Su tío en realidad era
un hombre muy sencillo. Quería gastarles una pequeña broma. Eso es todo.
Por primera vez le dedicaron toda su atención.
-¿Qué es exactamente lo que quiere usted decir, señorita Marple? -preguntó Charmian.
-Quiero decir que en este preciso momento tiene usted el dinero en la mano.
Charmian miró el papel.

54
-La firma, querida. Ahí es donde está la solución. La receta es sólo una indicación. Ajos, azúcar
moreno y lo demás, ¿qué es en realidad? Jamón y espinacas. ¿Qué significa? Una tontería. Así
que está bien claro que lo importante son las cartas. Y entonces si consideran lo que su tío hizo
antes de morir… guiñarles un ojo, según dijeron ustedes. Bien… eso, como ven, les da la pista.
-¿Está usted loca o lo estamos todos? -exclamó Charmian.
-Sin duda, querida, debe haber oído alguna vez la expresión que se emplea para significar que
algo no es cierto, ¿o es que ya no se utiliza hoy en día? Tengo más vista que Betty Martin.
Eduardo susurró mirando la carta que tenía en la mano:
-Betty Martin…
-Claro, señor Rossiter. Como usted acaba de decir, no existe… no ha existido jamás semejante
persona. Las cartas fueron escritas por su tío, y me atrevo a asegurar que se debió divertir de lo
lindo. Como usted dice, la escritura de los sobres es mucho más antigua… en resumen, los
sobres no corresponden a las cartas, porque el matasello de una de ellas data de 1851.
Hizo una pausa y repitió con énfasis.
-Mil ochocientos cincuenta y uno. Y eso lo explica todo, ¿verdad?
-A mí no me dice nada absolutamente -repuso Eduardo.
-Pues está bien claro -replicó la señorita Marple-. Confieso que no se me hubiera ocurrido, a no
ser por mi sobrino-nieto Lionel. Es un muchacho encantador y un apasionado coleccionista de
sellos. Sabe todo lo referente a la filatelia. Fue él quien me habló de ciertos sellos raros y
rarísimos, y de un nuevo hallazgo que había sido vendido en subasta. Y ahora recuerdo que
mencionó uno… de 1851 de 2 céntimos y color azul. Creo que vale unos veinticinco mil dólares.
¡Imagínese! Me figuro que los demás también serán ejemplares raros y de precio. No dudo de
que su tío los compraría por medio de intermediarios y tendría buen cuidado en «despistar»,
como se dice en los relatos de detectives.
Eduardo lanzó un gemido y, sentándose, escondió el rostro entre las manos.
-¿Qué te ocurre? -quiso saber Charmian.
-Nada. Es sólo de pensar que a no ser por la señorita Marple, pudimos haber quemado esas
cartas para no profanar los recuerdos sentimentales de nuestro tío.
-¡Ah! -replicó la señorita Marple-. Eso es lo que no piensan nunca esos viejos aficionados a las
bromas. Recuerdo que mi tío Enrique envió a su sobrina favorita un billete de cinco libras
como regalo de Navidad. Los metió dentro de una felicitación que pegó de modo que el billete
quedara dentro y escribió encima: «Con cariño y mis mejores augurios. Esto es todo lo que
puedo mandarte este año.» La pobre chica se disgustó mucho porque lo creyó un tacaño y
arrojó al fuego la felicitación. Y claro, entonces él tuvo que darle otro billete.
Los sentimientos de Eduardo hacia tío Enrique habían sufrido un cambio radical.

55
-SeñoritaMiss Marple -dijo-, voy a buscar una botella de champaña; brindemos a la salud de su
tío Enrique.

56

Potrebbero piacerti anche