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COMENTARIO

El mundo es plano
En los encierros impuestos por el coronavirus hemos aprendido que el mundo no
tiene volumen: confinados, solo sabemos lo que nos dicen otros. Pero también
hemos entendido que dependemos de los demás, que el destino no es individual
sino común.

Postal del coronavirus del 23 de marzo de 2020, en Bangkok, capital de


TailandiaCredit...Mladen Antonov/Agence France-Presse — Getty Images
Por Martín Caparrós
El autor es periodista y escritor.

 26 de marzo de 2020

MADRID — Era cierto: el mundo, al fin y al cabo, es plano. Ahora, tras tanta
desmentida, lo sabemos. No tiene volumen, no se puede tocar, está todo en
pantallas: televisores, computadoras, telefonitos varios. Nos dicen que es 3D
porque solo tiene dos dimensiones. Este mundo plano es un relato permanente,
historias que nos cuentan sobre nuestra historia. Ahora somos eso, somos esos.
Encerrados, solo sabemos lo que nos dicen otros. Dependemos de las redes y los
medios. Nuestro barrio se ha transformado en un país lejano, que solo conocemos a
través de ellos, nuestros corresponsales extranjeros. Es cierto que suele sucedernos
pero, en general, mantenemos un pequeño porcentaje de experiencia propia, de
mirada de primera mano; con el confinamiento lo perdimos. Y entonces nos queda
esa caricatura del mundo que los medios ofrecen: lo que llama la atención, lo extra-
ordinario. Eso es lo que miramos ahorita.

Nos dedicamos a recibir “información”: todo es drama, todo susto puro, todo
virus. Veo en Twitter a “Tres clientas peleándose por un paquete de papel higiénico
en un supermercado de Sídney” y casi extraño los tiempos primitivos en que jamás
me habría enterado de que eso sucedió. El mundo plano es raro y duro, despojado
del tedio confortable que llena nuestras vidas. “Las vidas están hechas de banalidad
como los cuerpos están hechos de agua”, escribió un autor casi contemporáneo.
Ahora todo lo espantoso se concentra en las pantallas —que nos cuentan un mundo
muy distinto del que veíamos cuando también lo mirábamos con nuestros ojos
propios—. Y nos aterra o nos deprime más, como si fuera necesario.

Un mundo asustado
El mundo plano es un lugar totalitario, totalizado, copado por un todo. Vivimos
vidas provisorias definidas por el virus: hablamos del virus y pensamos en el virus y
los medios nos hablan del virus y el virus marca todo lo que hacemos: somos para
el virus, por el virus. Es tan difícil hablar de cualquier otra cosa en estos días.
También por eso el mundo se ha hecho plano. Y el miedo nos percute.

Con el miedo, el cuerpo volvió al centro de la escena: hacemos todo esto porque
nuestros cuerpos peligran y debemos protegerlos. La Naturaleza ya no es nuestra
víctima; es nuestra amenaza. El enemigo es físico —y nos hace físicos a todos—: el
virus nos devuelve a nuestra condición de puros cuerpos.
Un trabajador estatal desinfecta una entrada del metro en Budapest, Hungría, el 25
de marzo.Credit...Bernadett Szabo/Reuters

Se nos acabaron los relatos que ofrecen excusas y coartadas: encerramos nuestros
cuerpos porque tememos por ellos. Lo que sea para salvarnos, para sobrevivir.
Hemos vuelto a ser lo que fuimos hace muchos milenios, lo que somos en los
momentos más extremos: unidades mínimas de supervivencia, individuos
intentando subsistir. Te ponen frente a la inmediatez de la muerte y pierdes las
formas. Vives simulando que eso está muy lejos; ahora no se puede. La vida está en
otra parte; la muerte, aquí muy cerca.

Entonces nuestros cuerpos tienen que estar guardados protegidos escapados del
espacio común, lo más lejos posible de cualquier otro cuerpo. Cada cuerpo debe
defenderse de todos los demás. Cada uno por su propio bien, amenazado por los
otros. Poncio Pilatos se lavó las manos para decir que él no quería tener nada que
ver con esa historia; nosotros tenemos que lavárnoslas, nos dicen, repetida,
frenéticamente, para pelarnos de cualquier relación con el mundo exterior. El
rechazo del mundo —lo exterior como amenaza, una de las grandes tendencias de
nuestro tiempo— ha encontrado su apogeo absoluto en el peligro del famoso virus.
Y el enemigo está en todas partes y no se ve y uno mismo puede ser su refugio, su
plataforma, su cabeza de puente. Nos piden desconfiar de todos y, sobre todo, de
nosotros mismos.

Es raro vivir tan entregados al miedo. Es casi un alivio: eso es lo que hay, la
amenaza está clara, todo el resto queda silenciado, solo hay que ocuparse de
sobrevivir, seguir viviendo, seguir vivos, un objetivo simple. O eso nos dicen, nos
decimos.

Un mundo frágil
El mundo plano es frágil. Creíamos que este mundo hipertécnico que vamos
inventando en los países ricos era invulnerable, pero un bichito mínimo lo puso en
jaque casi mate. Es raro ver, en estos días, cómo se desmorona todo lo que
pensábamos tan sólido: industrias, bancos, poderosos varios, nuestras vidas.
Aunque eso, gracias a dios, no nos impide buscar respuestas en la técnica, la
ciencia: seguir confiando en ellas. Ante la amenaza nos entregamos a la ciencia, que
nos dice que no puede hacer gran cosa; más que nada fijarnos reglas de conducta.
Sobre todo cuando sus recursos están limitados por decisiones políticas, que
recortaron la extensión y eficacia de los sistemas de salud.

Otra guasa del virus es que nos obliga a confiar un poco en gobiernos en los que
nunca confiamos. Hacemos —más o menos— lo que nos dicen, pero declaramos
héroes a los portadores de la ciencia porque se arriesgan a aplicarla en condiciones
complicadas. Necesitamos héroes. “Tristes las tierras que no tienen héroes”, le
decían a Galileo Galilei en la obra de Bertolt Brecht. “Tristes las tierras que
necesitan héroes”, contestaba.

Pero al menos no nos entregamos al pensamiento mágico. El mundo plano es


curiosamente agnóstico. Si algo ha mostrado esta epidemia es el derrumbe del
poder religioso: unas décadas atrás un miedo como este habría sido ocasión de
innumerables misas, rogativas, procesiones para implorar a algún dios que nos
salvara. Ahora no solo no las hay; las iglesias de Roma se cerraron.
El papa Francisco el 22 de marzo de 2020Credit...Alberto Pizzoli/Agence France-
Presse — Getty Images

Y nos dicen que vivimos en guerra: la metáfora de la guerra está por todos lados. Si
lo fuera, sería la ¿primera? guerra igualitaria: en su frente hay por lo menos tantas
mujeres como hombres. Pero no lo es: en una guerra hay dos grupos que se creen
con derechos y pelean por imponerlos; en esta solo hay, como en cualquier
caricatura americana, buenos y malos, nosotros y los virus. Y en las guerras
actuales no se puede estar a salvo en ningún lado, cualquier sitio puede ser
bombardeado, la muerte está por todas partes, todos los momentos. Aquí, en
cambio, te convencen de que en tu casa estás seguro, o casi: de que alcanza con no
salir, con no mezclarte. Es, también, un privilegio de clase: muchos trabajadores no
pueden permitírselo, necesitan ir a sus empleos. Esa es, si acaso, la guerra
verdadera.

Un mundo desigual
El mundo plano es, como el otro, desigual, injusto. Nos dicen que el virus nos
iguala, que ha demostrado que todos somos iguales ante él, que todos tenemos que
encerrarnos. Es verdad, pero es tan obvio que es distinto encerrarse con cinco más
en dos cuartos escuetos oscuritos que tener una pieza para cada uno, su salón, su
salón de la tele, su cocina supersport y, quién sabe, su jardín privado.

(El encierro nos pone en una situación tan desacostumbrada. Y los amigos y los
medios se alarman y nos consuelan y protegen ante esta amenaza pavorosa: el
tiempo libre. Lo sabíamos, pero estos días confirman brutalmente que la condición
de nuestras vidas familiares, de nuestras vidas propias es que sean escasas, que
haya muchas excusas para ejercerlas poco. Son días de estar desnudo; en muchos
aspectos muy desnudo).

Y nos dicen que el virus ataca a todos por igual. Es cierto que, por ahora, ha atacado
a los nuestros. Pero también es cierto que en los países ricos los de siempre, si se
enferman, tienen pruebas inmediatas, cuidados especiales; los demás, apenas. Es
feo decirlo ahora, en medio de dolores, pero esta vida amenazada es la normalidad
de tantos sitios. Este tsunami de dolor y muerte es la normalidad de tantos sitios.
Solo que, precisamente porque es normal, en ellos todo el resto sigue su camino.
Solo que, en general, esos sitios están lejos de los nuestros.

Un hombre camina por los Campos Elíseos, en París, el 23 de


marzo.Credit...Philippe Lopez/Agence France-Presse — Getty Images

El COVID-19 todavía es una enfermedad un poco igualitaria, que no se encarniza,


como casi todas las demás, con los más pobres; no como la tuberculosis, la malaria,
el sida, el hambre. No lo hace porque no se extendió en países pobres; cuando lo
haga, pronto, puede ser terrible. Y sigue siendo igualitaria, por ahora, porque no se
han descubierto vacunas y remedios; cuando suceda se marcarán las diferencias
entre los que pueden y no pueden acceder a ellos —y todo volverá a su triste cauce
—.
Mientras tanto, el mundo plano se vuelve nacionalista, paranoico —que son casi
sinónimos—. Décadas de intentos europeos de abrir fronteras, disolver diferencias,
se deshicieron ante la amenaza: lo primero que hicieron sus Estados fue cerrarlas.
El Estado-nación volvió a ser, sin mascarillas, la unidad básica: la tribu prevalece.
La salud es nacional, la economía lo es, las medidas lo son, la posibilidad de definir
destinos. La unidad de respuesta, la unidad de conteo: cuántos en Italia, qué decide
Alemania. Algunos lo hacen más brutal que otros, cuando dejan, por ejemplo, de
vender material sanitario a otros países con los cuales, un mes atrás, no tenían
fronteras comerciales. La ficción de que los bienes son comunes se derrumba ante
el retorno de las banderitas. El desafío es global; las respuestas, locales.

Aunque está claro que sería mucho más eficaz y salvaría muchas más vidas montar
operaciones conjuntas, supranacionales y compartir lo que cada cual tiene —
medicinas, personal, aparatos— con los que más lo necesitan en la confianza de que
otros se lo van a compartir cuando lo necesiten. Pero no: las patrias.

Un mundo quieto
El mundo plano está muy quieto: aterra por lo quieto. La mejor novela argentina —
¿la mejor novela argentina?— del siglo XX, Zama, de Antonio Di Benedetto, está
dedicada “a las víctimas de la espera”. Él no sabía, entonces, que nos la estaba
dedicando a todos.

Es lo que somos, ahora: víctimas de la espera, millones que esperamos. Nos han
dicho que esperemos: que nos encerremos y esperemos. Uno de los rasgos más
curiosos de estos días es que hemos suspendido el futuro. No está mal: puro
presente extraño. Intentamos vestirlo con todo tipo de otras cosas, alivianarlo con
todas esas cosas pero lo que hacemos, sin duda, es esperar. Lo raro es que no
sabemos qué: el fin de esto, pero después quién sabe.

Algunos insisten en la metáfora del paréntesis: suponen o quieren suponer que


cuando termine la epidemia, cuando dejemos de esperar, las cosas volverán
lentamente a “ser como antes”. Que era un paréntesis: había un relato que
estábamos contándonos, se interrumpió, lo retomamos. Creo que subestiman la
fuerza de estas semanas, estos meses. Subestiman la potencia transformadora de
haber palpado la fragilidad de todo, de haber vivido la detención de todo este
sistema que suelen llamar capitalismo global. Y de haber visto, por supuesto, su
incapacidad para lograr algo tan relativamente simple como salvar a unos miles de
ciudadanos enfermados: el fracaso de sus elecciones.

No sé qué producirá pero, en medio del tedio, vale la pena preguntárselo, pensarlo:
¿cómo será el mundo cuando vuelva a ser redondo, cuando podamos tocarlo,
cuando dejemos de pensar todo el tiempo en lavarnos las manos?
25 de marzo: el noveno día de cuarentena en ParísCredit...Stephane De
Sakutin/Agence France-Presse — Getty Images

Un mundo en crisis
Hablan de paréntesis para no tener que aceptar lo obvio: que al final de la
pandemia el mundo será otro. Es probable que haya, en el principio, una crisis
social y económica brutal: millones y millones de personas sin ingresos, sin
trabajos quizá, sin muchas esperanzas. Los Estados ricos ya tratan de contenerla
con subsidios. En algunos, incluso, puede ser la ocasión para lanzar la famosa renta
universal, esa manera de redistribución ante los cambios que esperábamos más
graduales, más debidos a la mecanización y digitalización de nuestras
producciones.

Pero los países más pobres no tendrán esas opciones. En América Latina la
mitad de los trabajadores son “informales”: no tienen salarios fijos, no tienen
garantías, viven de lo que pueden arañar con sus faenas de ocasión. Que ya dejaron
de funcionar con las cuarentenas y tardarán mucho en retomar: millones y millones
sin ingresos, con sus necesidades, hambre y furia. Si esto sigue así, sería raro que
no hubiera estallidos, y nadie sabe adónde llevarán.

Cuando llegue la calma —si llega la calma—, habrá consecuencias de más largo
plazo. La crisis ha realzado el papel de los Estados: mostrado cómo, pese a todo,
hay momentos en que el Estado se vuelve indispensable. Y cómo estos Estados han
sido socavados por ciertos partidos y ciertas ideas: el deterioro de la salud pública
en los países ricos que la tuvieron mejor es un ejemplo claro. Es notable la cantidad
de veces que Pedro Sánchez, jefe de gobierno español, jefe de un partido centrista,
repitió, para sostener la pelea contra el virus, la fórmula “estado de bienestar”, que
su partido, últimamente, proclamaba tan poco. Aunque siga sin mostrarse muy
dispuesto a establecer una de sus bases: los impuestos progresivos necesarios para
que los más ricos paguen proporcionalmente por ese bienestar.

El Estado tiene, como todo, muchas versiones: el peligro es que su necesidad en


esta crisis lleve a muchos a pensar que debe ser más y más fuerte. Yuval Noah
Harari teme que, al grito de la salud es lo primero, el susto nos lleve a permitir a
nuestros gobiernos unos niveles de control nunca antes vistos.

Para compensar, quizás estos días en que vivimos con tanto menos nos convenzan
de que podemos vivir con tanto menos: que la locura de la producción y el consumo
siempre mayores, la fábula del crecimiento, nos desastra. Aunque habrá que ver,
por supuesto, qué queda cuando el susto pase.

¿Un mundo aterrado?

Un voluntario de la Cruz Roja le ofrece té a un indigente en Roma, el 25 de


marzo.Credit...Andrew Medichini/Associated Press
En este mundo plano hemos aprendido lo que ya sabíamos: que todos dependemos
de todos los demás. Los momentos fuertes de la historia son aquellos en que el
destino no es individual sino común. O, mejor: esos momentos en que no hay
forma de negar que el destino no es individual sino común.

Y que por eso habría que cuidar a los que nunca cuidamos. Hace 2500 años pasó
algo que después llamaron “revolución hoplítica”. Ciertos griegos cambiaron las
formas de la guerra: en esos nuevos pelotones formados en cuadrados, donde todos
sostenían su escudo codo a codo, la defección de cualquiera mataba a todo el resto.
Allí, por fin, cada hombre valía lo mismo que el de al lado; de esa conciencia,
cuentan, nació la democracia. Ahora, en la lotería del contagio, también pasa:
cualquier infectado puede joder a tantos, cada hombre vale lo mismo que otro.
Parece obvio; es una idea que nuestros tiempos se empeñan en negar.

Ahora lo vemos. Quizá se hable, alguna vez, de la “revolución virósica”. En todo


caso, cosas pasarán. Y será, como dicen, para alquilar balcones si no fuera, más
bien, para salir a las calles.

Pero habrá también un efecto casi inevitable, una certeza: si nos pasó una vez
puede pasarnos otra. Una pandemia así ya se ha vuelto posible: será parte de
nuestros peores miedos. Sería tristísimo que influyera en nuestras vidas como
influyó, por ejemplo, el 11 de septiembre: como otro modo de instalar el terror, la
paranoia, los controles. Aunque no alcanzaría con temer solo a los virus
espontáneos, a los diversos pangolines. Se pensaría, también, en los virus de
laboratorio. El fantasma de la guerra o el terrorismo bacteriológico estará,
sospecho, muy presente en el mundo que viene. Será, imagino, una epidemia
horrible.

Martín Caparrós (@martin_caparros) es colaborador regular de The


New York Times. Su ensayo más reciente es Ahorita. Su
novela Sinfín, que se publicará en marzo de 2020, transcurre en
2070.

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