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HENRY GIROUX : APORTES DE LA PEDAGOGÍA CRÍTICA PARA UNA


DEMOCRACIA CIUDADANA

Lic. Verónica Inés Lescano (Universidad Católica de Córdoba)

1. GIROUX Y LA PEDAGOGÍA CRÍTICA


Henry Giroux asume las conceptualizaciones de la crítica radical de la escuela de
Frankfurt a principios de los años ochenta. En el marco de esta perspectiva, la escuela es
considerada una agencia de socialización ligada a la estructura económica y social dominante.
Si bien se considera que las escuelas no van en contra de una democracia radical, se cree que
promueven un modelo educativo orientado a sostener el orden social vigente. La relación
entre educación y la lucha democrática, implica una trama compleja de significados en la que,
no sólo se reciben pasivamente modos de comprender el mundo, sino que estas mismas
cosmovisiones son objeto de disputa en función de relaciones de poder que se traducen en
representaciones ideológicas y prácticas materiales dominantes de la experiencia cotidiana.
Desde el acercamiento a la crítica postmoderna, la obra de Giroux se dedica al estudio sobre
los modos de recepción y mediación, la construcción de la conciencia y la producción de la
subjetividad (Giroux, 2003).
A partir de los estudios culturales, el norteamericano vincula las nociones de
subjetividad, pedagogía y poder, con las categorías de lenguaje, discurso y deseo; entiende
que la noción de dominación no sólo es económica, sino también cultural, y por esto, define el
“poder como un conjunto concreto de prácticas que produce normas sociales mediante las
cuales se modelan distintas experiencias y subjetividades” (Giroux, 2003, p. 14). Su intención
es:
Clarificar cómo lo pedagógico y lo político se juntan en sitios que las escuelas

frecuentemente ignoran; en este caso, sitios donde la lucha por el conocimiento, el

poder y la autoridad se convierten en una batalla más amplia acerca del significado del

placer, la autoformación y la identidad nacional (Giroux, 1996, p. 13).

Peter McLaren, Kincheloe y Steinberg (Giroux, 2003) afirman que el análisis de los
estudios culturales y de teoría crítica feminista,
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combinada con la interpretación que hacía Giroux de la teoría crítica, el progresismo

de Dewey, los estudios culturales británicos, la pedagogía de la liberación de Paulo

Freire, la reconceptualización curricular y el dominio de la pedagogía, esta síntesis

preparó el escenario para una praxis democrática radical sensible al contexto y

políticamente transformadora (Giroux, 2003, p. 15).

La principal preocupación en la obra de Henry Giroux se vincula a la lucha por una


democracia radical entendida como el interés por potenciar la justicia social, la libertad y las
relaciones sociales igualitarias en educación, economía, política y cultura. El término
“radical” refiere al sentido usado en la tradición angloamericana, retomada en la filosofía
política de John Dewey (1998), a partir del cual se analiza en los movimientos sociales, el
activismo de base como forma de organización social para la liberación. Para Peter McLaren,
a partir del interés por la influencia de la ideología y la estructura económica sobre la
naturaleza de la experiencia educativa, Giroux innova realizando un aporte posestructuralista
a la teoría social. De ahí que se afirme:
Las agencias de socialización (en particular las escuelas) no socavan la posibilidad de

una democracia radical por el mero hecho de preparar a los alumnos para vocaciones

que contribuyen a sostener el modo dominante de producción económica (…) Las

fuerzas que socavan la democracia radical actúan siempre en una relación dinámica y

constantemente cambiante con quienes la apoyan (Giroux, 2003, p. 13).

Algunos investigadores afirman que la teoría crítica de Henry Giroux constituye un


discurso no dogmático sobre la transformación social, la emancipación y la autocrítica
constante. Su teoría social pretende la comprensión de procesos sociopolíticos y educativos,
ya que, “por medio de la aplicación de la crítica inmanente y el pensamiento dialéctico de la
teoría crítica, Giroux desenmascaró las formas de dominación en beneficio de educadores de
todas las franjas ideológicas” (Giroux, 2003, p. 12).
Peter McLaren, Kincheloe y Steinberg (Giroux, 2003) observan, en la evolución
teórica de Giroux, que su análisis de los discursos políticos y sociales, la selección,
reproducción, circulación de conocimiento en las escuelas, la negativa en abordar la agencia
humana y la tendencia de los teóricos a sostener la relación de poder dominante, resultaron en
“una pedagogía crítica en constante evolución: una pedagogía crítica postmoderna y
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multicultural. Esa “pedagogía crítica (“critped”) veía a los docentes como intelectuales que
tenían la facultad de crear una democracia radical y participar en ella” (Giroux, 2003, p. 16).
Giroux vincula las luchas públicas con la experiencia cotidiana, tanto de alumnos
como docentes, analizando la constitución de las identidades y las nociones de otredad en las
diferencias de raza, clase y género. Analiza nuevos escenarios culturales a partir del desarrollo
tecnológico de medios, definiendo la necesidad de nuevas políticas educativas. Su interés se
centró, también, en el análisis de los procesos de representación mediante los cuales se
producen las subjetividades, describiendo, esquematizando e inscribiendo significados que
procuran la validez de lo placentero, lo afectivo y lo emocional, aportando académicamente a
la decodificación y legitimación de la cultura popular. Su pretensión no es idealizar la cultura
popular, pero la reconoce como un “poderoso agente pedagógico para representar el mundo”
(Giroux, 2003 p.16).
Para McLaren, Kincheloe y Steinberg, la obra de Giroux, vinculada a los estudios
culturales, aportó “mediante el uso de las herramientas interdisciplinarias y transdisciplinarias
(…) una nueva comprensión del proceso pedagógico, nuevas ideas sobre el placer, nuevos
mapas del deseo e interpretaciones innovadoras del vínculo entre la razón, la emoción y la
dominación” (Giroux, 2003, p. 17).
El trabajo de Giroux, no intenta ofrecer una fórmula taxativa que se convierta en un
modelo de una pedagogía crítica, sino que trabaja sobre una serie de indicadores teóricos que
necesitan ser analizados, comprendidos y asumidos críticamente en los marcos contextuales
que pudieran resultar de utilidad. Desarrolla en un lenguaje particular, y a través de
determinados nudos críticos, una manera singular de nombrar la pedagogía. Peter McLaren
considera un atrevimiento complejo el intento por encuadrar el perfil intelectual de Giroux y
señala que “resulta especialmente difícil situar la obra de Giroux dentro de una escuela
concreta de pensamiento” (Giroux, 1990, p. 21). Para McLaren, la obra del estadounidense
traza su camino en el terreno de la teoría social, la política y la pedagogía y, a partir de ese
terreno expresa su oposición al punto de vista tradicional de la educación. La obra de Giroux
desenmascara la pseudo neutralidad de la educación explicitando que, educar, siempre
comporta un hecho mediado por el poder, la historia y el contexto social.
Para McLaren la obra de Giroux consolida las bases para una teoría social crítica de la
educación y, al mismo tiempo, ofrece nuevas categorías de investigación para docentes,
estudiantes y teóricos sociales. Giroux cuestiona la idea de que las escuelas funcionen como
centros importantes para un desarrollo democrático e igualitario de los ciudadanos. Desde esta
crítica analiza el resurgimiento de movimientos neoconservadores, y denuncia la
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estructuración del currículum a partir de los imperativos de la industria y la economía liberal.


McLaren señala:
Tanto política, como pedagógicamente, el verdadero mérito de Giroux ha consistido

en desenmascarar la desigualdad estructurada de los intereses personales que compiten

dentro de un orden social. (...) denunciar aquellas prácticas ideológicas y sociales que

en las escuelas suelen ser un obstáculo para que todos los estudiantes se preparen para

asumir un rol activo, crítico y emprendedor como ciudadanos (Giroux, 1990, p. 12).

Uno de los puntos más sensibles dentro de los intereses de Giroux, es la intención
liberadora de todos aquellos que han quedado relegados en un rincón, castigados por no haber
alcanzado el éxito educativo, ayudar a todos aquellos que, en un tiempo prematuro, se les
arrancó la esperanza, ayudar a los descontentos, a los que nada tienen, ayudar incluso a
aquellos que desde una posición social, económica y cultural más ventajosa, no han tenido la
sensibilidad para actuar contra las injusticias sociales. Otro aspecto central en la obra de
Giroux es su interés por delinear una pedagogía crítica que sea capaz de comprometerse y
potenciar el rol de los estudiantes; una pedagogía que se vincule con el orden social vigente y
se reoriente a crear esferas democráticas más justas y equitativas. En este punto, se destaca la
importancia de una reflexión al servicio del desarrollo de un nuevo lenguaje para iluminar las
relaciones existentes, entre la educación y una cultura condicionada por un tiempo y una
historia particular. El objetivo más importante de esta pedagogía crítica, es que los alumnos
intervengan activamente en su formación, transformando los rasgos más opresivos de la
sociedad. Para que esta intervención sea posible, se requiere de un lenguaje devenido de una
conciencia crítica que sea capaz de intervenir en la cultura escolar. Se entiende que,
semejante toma de conciencia podría acrecentar también la habilidad de los profesores

por trabajar críticamente con estudiantes de clases dominantes y subordinadas, de

manera que éstos lleguen a reconocer cómo y por qué la cultura dominante estimula

tanto su complicidad como su impotencia (Giroux, 1990, p. 13).

La pedagogía crítica de Giroux pone al alcance de los educadores “un lenguaje crítico

que los capacita para comprender la enseñanza como una forma de política cultural”

(Giroux, 1990, p. 14). Esta pedagogía crítica se pregunta qué postura moral debe

asumir un proyecto educativo que forma parte de otro proyecto más amplio vinculado
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al cambio social; se interroga por la forma de reconocer la diferencia y la

multiplicidad de identidades; se pregunta por cómo una pedagogía puede trabajar para

convertir a las escuelas en verdaderas esferas democráticas, indaga por los límites que

vinculan el conocimiento, el poder y la subjetividad; se cuestiona el trabajo de los

docentes para transmitirles a sus estudiantes un mensaje esperanzador. Estos

interrogantes constituyen algunos de los problemas y desafíos que enfrentan docentes

y alumnos. El trabajo sobre estas cuestiones implica la idea de un docente que se

reconoce como un intelectual transformador que interviene en un marco político

cultural; en definitiva, se piensa al docente como alguien que reconoce a su alumno en

términos de un sujeto de derecho con voz propia.

La pedagogía es una praxis política y ética, al tiempo que constituye una construcción
condicionada socialmente que no se limita al espacio escolar. Implica el reconocimiento de
una política cultural que busca trascender la frontera de la escuela para promover acciones de
participación en la esfera democrática. McLaren reconoce en la pedagogía crítica de Giroux la
idea de que la transformación de uno mismo y de la sociedad no responde a una única verdad,
sino que persiste en la búsqueda permanente de una verdad situada y relacional. Una
pedagogía que se plantea la liberación y la emancipación no tiene un relato unívoco ni
respuestas últimas; es una pedagogía que está siempre activa y en movimiento.
La pedagogía seguirá teniendo razón de ser mientras existan tensiones y

contradicciones entre lo que es y lo que debe ser. Pocos escritores han sido tan

constantes como Giroux en la defensa de la idea de que los educadores necesitan

articular claramente su objetivo, fijar las metas y definir las condiciones de la

enseñanza pública como parte de un proyecto democrático más amplio (Giroux, 1990,

p. 23).

Nacida en la década de 1960, y como reacción al movimiento de desarrollo


tecnológico y tecnocrático dominante, la pedagogía crítica es desarrollada por diversos
intelectuales interesados en la educación. Bajo la denominación de “pedagogía crítica” se
inscriben los trabajos de Michael Apple, Paulo Freire, Peter McLaren, Henry Giroux y Joe
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Lyons Kincheloe, entre otros. Para referirse a la orientación común que reúne la producción
de estos intelectuales, otros autores utilizan otros nombres tales como teoría crítica de la
educación (Young), didáctica crítica (Barco, Pansza, Pérez Morán), teoría crítica de la
enseñanza o ciencia educativa crítica (Karr y Kemmis) (Ramírez y Quintal, 2011).
La pedagogía crítica posee los componentes considerados por Moore (1999) para
constituir “una teoría general de la educación” (p. 13), a saber: una finalidad o meta de la
educación, la postulación de una idea de hombre, una definición de conocimiento, y, por
último, la postulación de un método pedagógico. La pedagogía crítica estudia la escuela en un
contexto histórico y los mecanismos de reproducción de la cultura considerada valiosa por
grupos dominantes, sin embargo, también sostiene y postula que la escuela puede ser un
espacio emancipador, y contribuir para liberar a docentes y alumnos en tanto se constituyan
como “intelectuales transformadores” del orden dado. Ello es posible en la medida en que se
pone en acto un diálogo crítico, inclusivo y democrático en el afán por un orden socialmente
más justo e igualitario dentro y fuera de la escuela. Este compromiso implica desarrollar un
sentido ético y moral como proyecto político para la escuela; “refuerza el papel ético y moral
de las escuelas y señala a los docentes un “qué hacer” para que los alumnos se vuelvan
críticos y comprometidos con la transformación de las condiciones actuales, en lugar de ser
simples receptores y repetidores de contenidos” (Ramírez y Quintal, 2011, p. 123).
La crítica a la teoría de la reproducción de Basil Bernstein, puede ser considerada
dentro de este conjunto de teorías duales. Su teoría del discurso pedagógico contribuye con la
distinción entre la transmisión y lo transmitido; enfatiza que los análisis deben centrarse en la
transmisión pues aporta la explicación del proceso por el que se generan las desigualdades. El
discurso pedagógico produce, reproduce y transforma la cultura. Bernstein contribuye al
cambio incorporando la noción de derecho a la participación en los procesos por los que se
produce, mantiene y transforma el orden.
Michael Apple realiza sus aportes desde la sociología crítica de la educación con su
modelo de la resistencia analizando cómo en el enfoque reproduccionista está ausente la
noción de resistencia por la que explica cómo los sujetos resisten al poder mediante acciones
significativas organizadas por grupos (trabajadores, feministas, negros). Estas acciones de los
grupos subordinados, resultan en alternativas de cambio al orden establecido, por las que
algunos alumnos superan situaciones de desigualdad social en las escuelas y logran alcanzar
el éxito escolar.
Para Camdepadrós y Pulido los aportes de Henry Giroux se sostienen en una
búsqueda rigurosa y científica que pretende “analizar el proceso educativo y facilitar la
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transformación del mismo por parte de todos los colectivos situados generalmente en los
márgenes del orden social dominante” (Camdepadrós y Pulido, 2009, p. 65). Una de las
principales preocupaciones de Giroux es la importancia concedida a la estructura, a la agencia
humana, y al impacto de la política cultural en educación. El aporte de Giroux es la
elaboración de una pedagogía radical que partiendo de la crítica elabora un lenguaje de
posibilidad. La escuela, según Giroux, es central para la democracia; en ella se produce
cultura. Los docentes deben ser intelectuales transformadores, críticos acerca de su función
emancipadora, estudiar y analizar las teorías y los mecanismos que suceden en las escuelas, y
comprometerse con un proyecto de justicia, felicidad y lucha colectiva.
Según Hirsch y Río (2015) la pregunta acerca de si la escuela es un lugar de
transformación social es una de las preocupaciones centrales de los desarrollos teóricos de
finales del siglo pasado. En el marco del desarrollo pedagógico moderno se encuentran las
teorías de la reproducción y las teorías de la resistencia; ambos enfoques
consideran que las relaciones sociales capitalistas son exteriores a los sujetos, es decir,

que se les imponen sobre su libre subjetividad (…) tal imposición externa es una

apariencia producto del carácter enajenado de la conciencia que impide analizar que

las relaciones sociales, lejos de imponérsenos, son las que entablamos los hombres

para organizar el trabajo social (Hirsch y Río, 2015, p. 69).

Las teorías de la resistencia ponen al sujeto en el centro de las consideraciones acerca


de la acción educativa. Giroux y McLaren, en su teoría crítica, enfatizan el poder de la
agencia humana en la transformación social. Giroux rescata la noción de resistencia como
implícita a la de acción humana. La noción de resistencia de Giroux “plantea un espacio de
mediación entre los sujetos (poder de agencia) y las estructuras de dominación” (Hirsch y Río,
2015, p. 78). Las primeras formulaciones acerca de esta noción surgen del análisis de estudios
etnográficos centrados en las prácticas contraculturales y conductas de oposición de alumnos.
Para Giroux, esos estudios son insuficientes por no profundizar en el esclarecimiento de las
causas, los mecanismos y los alcances político pedagógicos de los comportamientos
estudiados. Giroux retoma las nociones de cultura e ideología que le permiten, según Hirsch y
Río (2015), desarrollar su “teoría de la resistencia”. El concepto de cultura adoptado por
Giroux, implica tanto el sentido de la reproducción como el de producción; la determinación y
la intervención humana; lo dominante y lo subordinado. Giroux se distancia de la noción de
lucha material althusserniana por el control del capital y los medios de producción, de una
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idea de lucha ideológica por la que se identifica el “conocimiento con el poder y, a partir de
ello, la desnaturalización de los discursos dominantes como discursos ideológicos” (Hirsch;
Río, 2015, p. 79). Esta desnaturalización operada por la crítica es la que genera la condición
de posibilidad de la transformación social.
Una práctica pedagógica crítica implica poner a los alumnos en relación con sus
necesidades y experiencias personales para que reflexionen acerca de las relaciones de poder,
la transmisión de la ideología y las representaciones de significados. El educador es entonces
un intelectual transformador y no sólo ejecutor; su función es reflexionar críticamente acerca
de los determinantes ideológicos de las prácticas escolares, procurando la desnaturalización
del sentido político de la educación.
Hirsch y Río (2015) destacan la relevancia de los aportes de McLaren para las teorías
de la resistencia y del cambio en educación donde las escuelas pueden ser espacios de
dominación como de emancipación. También McLaren critica las teorías de la reproducción
por insuficientes, para explicar los fenómenos de resistencia de clase, raza y género que
influyen en las trayectorias escolares. Con muchas coincidencias con el pensamiento de
Giroux, McLaren desarrolla una noción compleja de cultura distinguiendo según Hirsch y Río
“tres categorías dentro del concepto de cultura: la cultura dominante, la cultura subordinada y
la subcultura” (Hirsch y Río, 2015, p. 80). Giroux y McLaren consideran que el mecanismo
por el que se reproduce la cultura dominante es el curriculum escolar; por ello desarrollan
estudios tendientes a la dilucidación de los procesos que lo hacen posible, proponiendo a los
profesores la crítica de las prácticas y la explicitación del curriculum oculto. Para Hirsch y
Río, los aportes de Giroux y McLaren son valiosos; sin embargo, los investigadores entienden
que poseen cierta vaguedad conceptual en relación con el uso de algunas expresiones (Hirsch
y Río, 2015). El desarrollo teórico de Giroux abordado desde el marco sistemático que Hirsch
y Río entienden a la pedagogía pareciera no corresponderse con esa idea y quizás esto
obedezca a la misma idea de pedagogía que habita el pensamiento del pensador
norteamericano. En este sentido Giroux (1996) sostiene:
Ya no creo que la pedagogía sea una disciplina. Por el contrario, durante estos últimos

años he sostenido que la pedagogía se refiere a la creación de una esfera pública, que

reúne a la gente en diversos sitios para hablar, intercambiar información, escuchar,

sentir sus deseos y dilatar sus capacidades para la alegría, el amor, la solidaridad y la

lucha (p. 12).


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2. CRÍTICA, DEMOCRACIA Y CIUDADANÍA

Los conceptos de crítica, democracia y ciudadanía, y las relaciones entre ellos, son
valorados por su explícita referencia a una pedagogía radical. De esta manera se intenta
esclarecer las condiciones necesarias para una educación transformadora. Estas condiciones
esclarecen las auténticas posibilidades para el desarrollo de una enseñanza con rasgos éticos y
políticos para pensar la escuela como una herramienta para la esperanza social.
La escuela es uno de los espacios en los que los jóvenes pueden aprender lo necesario
para la vida pública democrática. La escuela actúa en la configuración histórica de los sujetos.
Esta configuración está, siempre y en todo caso, enmarcada por un lenguaje que media las
diferentes relaciones sociales; se trata de relaciones de lucha que evidencian diversas
perspectivas, conflictos, actos de lucha y acciones de resistencia. Las ideas de opresión y de
transformación constituyen las categorías que sirven de base para una conciencia histórica que
pueda llevar a cabo la transformación de una comunidad. Para Giroux existe una relación
dialéctica entre las ideas de opresión y liberación; esto es así debido a que “es dentro de la
dialéctica de la opresión y la transformación donde se puede aprender y practicar, en el
contexto de la vida diaria, el lenguaje de la crítica y de la posibilidad como precondición para
la resistencia” (Giroux, 1993, p. 12). Existe una tensión que se visualiza en los conflictos que,
históricamente, intentaron modificar situaciones de dolor y de sufrimiento en los individuos;
está tensión se traduce en un diálogo que posibilita, a través de la resistencia y la lucha, la
esperanza.
La ciudadanía es una práctica social; como tal, constituye una problemática que debe
ser abordada críticamente en sus aspectos históricos, políticos y culturales, desde los
significados adjudicados en prácticas democráticas.
La ciudadanía, al igual que la democracia, es parte de una tradición histórica que

representa un terreno de lucha por encima de formas de conocimiento, de prácticas

sociales y de valores que constituyen los elementos críticos de esa tradición. (...) como

práctica histórica socialmente construida, se vuelve tanto más imperativo el

reconocimiento que categorías como ciudadanía y democracia necesitan ser

problematizadas y reconstruidas por cada generación (Giroux, 1993, p. 21).

El concepto de “ciudadanía” constituye un terreno de luchas. Una primera


aproximación al concepto exige establecer la distancia y la separación entre las nociones de
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ciudadanía y patriotismo (Nussbaum, 1999). En la práctica, el patriotismo implica una


subordinación al Estado y en Estados Unidos ha sido asociado a acciones bélicas. Esta es la
raíz por la que el patriotismo se aparta de los discursos de emancipación. Sin embargo, existe
una filosofía pública que entiende ambas nociones desligadas de su naturaleza política y
problemática; en este sentido,
a la ciudadanía no sólo se la retira del terreno del debate histórico, sino que se la

define, además, alrededor de un discurso de unidad nacional y fundamentalismo moral

que priva a la vida pública de sus más dinámicas posibilidades políticas y

democráticas. Como parte de este discurso, los conceptos de lucha, debate, comunidad

y democracia han pasado a ser categorías subversivas (Giroux, 1993, p. 17).

La idea de ciudadanía está ligada a un conjunto de actos comprometidos con la vida

pública y acciones solidarias con aquellas formas de organización política que critican

y limitan el poder del Estado.

La soberanía debe implicar la elaboración de un lenguaje público que enfrente las


condiciones ideológicas y materiales que fomentan formas de segregación y marginación. El
lenguaje público debe evidenciar la necesidad de prácticas sociales que incluyan intereses
emancipatorios, esto es, intereses que contribuyan a la configuración de subjetividades no
enajenadas. Se trata de un lenguaje “cuya meta sería la de ampliar y fortalecer las
posibilidades inherentes a la vida humana” (Giroux, 1993, p. 22). La idea de ciudadanía debe
ser revisada atendiendo a que se trata de la producción de un discurso ideológico de masas. El
objetivo de esta revisión es consolidar discursos y prácticas escolares, concebidas como
expresión de lo público, que contribuyan a la comprensión, que tienen de sí mismos, los
actores respecto de su situación sociohistórica discriminando las fuerzas sociales que pueden
incidir en su capacidad de acción autónoma (Giroux, 1992).
En Estados Unidos, alrededor de los años veinte, un grupo de educadores
denominados “reconstruccionistas” intentaron continuar el trabajo de Dewey (1998) en la
redefinición del significado y el propósito de la escolaridad. Ese intento apuntaba a repensar
la escuela como una herramienta ciudadana de emancipación. En la aspiración por promover
valores democráticos en la institución escolar, estos pensadores no dejaron de reconocer que
la escuela constituye formas de reproducción de configuraciones sociales injustas y
desiguales. Para estos “reproduccionistas” la educación es un campo de batalla, y, por lo
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tanto, debe constituirse en una forma de política cultural. Según Giroux, los reproduccionistas
sociales ven la política como aquella lucha por “desarrollar formas de conocimiento y de
prácticas sociales que no solamente hicieran de los estudiantes pensadores críticos, sino que
también los facultara para abordar (...) las desigualdades políticas y económicas existentes”
(Giroux, 1993, p. 26). Es inherente a la voluntad de estos pensadores la aspiración a una
educación ciudadana para la transformación, la crítica de las injusticias sociales, y una
creencia en las posibilidades de un compromiso con un bien social, definido en términos de
una filosofía pública. La enseñanza, en este contexto, posee una función social y política
transformadora y por esto, no puede ser considerada ahistórica y apolítica. Una educación
ciudadana debe favorecer habilidades críticas en los estudiantes y formar para la elección de
opciones éticas y sociales. Los reproduccionistas propusieron la idea de una educación
ciudadana que trasciende la escuela, es decir, conformada en la esfera social por la acción de
oposición política en instituciones como los sindicatos, las iglesias, las organizaciones
vecinales. A partir de esta oposición explican la relación que existe “entre conocimiento y
poder, entre el hacer y el actuar, y entre el compromiso y la lucha colectiva” (Giroux, 1993, p.
29).
Giroux analiza la construcción de lo público, la democracia y la ciudadanía en la
historia norteamericana. En su abordaje problematiza los intereses y luchas de poder y las
configuraciones culturales de los individuos y las instituciones. En los Estados Unidos de
posguerra mundial se generó un movimiento de cambio que transformó los discursos públicos
en torno a la ciudadanía provocando un creciente desinterés por lo político. El terreno de la
lucha se trasladó a la industria de la cultura, es decir, a los medios masivos gráficos y de la
televisión, al cine y la radio. Por su carácter hegemónico los medios de comunicación
delimitan las ideas y las interpretaciones posibles que se consumen como información
editorializada. La industria de la cultura define la cuestión de lo público, reproduciendo
intereses ideológicos y una fuerte ética del consumismo desde una publicidad que suplanta el
pensamiento crítico y desdibuja la responsabilidad moral. La ciudadanía se reduce en tanto la
vida de los individuos se circunscribe al consumo privado de los productos de los medios de
comunicación.
La cada vez mayor invasión y colonización de la esfera privada (...) por parte de

nuevos intereses económicos y políticos, todavía socavó más la posibilidad de que los

trabajadores, de la fábrica o de las oficinas, desarrollaran las esferas públicas como

extensiones de los barrios, las iglesias y otras instituciones similares que les
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proporcionaban las raíces necesarias para tener sentido de lugar y de lucha (Giroux,

1993, p. 31).

Hacia los años ochenta, en Estados Unidos de Norteamérica se desarrollaron distintos


modelos de ciudadanía, en los que para Giroux no se abordan seriamente las desigualdades en
el sistema educativo, proponiendo para la educación ciudadana un lenguaje individualista, que
reemplazó el de las luchas colectivas. Se pretendió desarrollar una enseñanza de la ciudadanía
a partir de tareas individuales que no implican una problematización moral; la idea de lucha se
ligó a la idea de competir con otros por ejemplo en un debate. Es una ciudadanía
individualista donde la educación no ofrece la formación moral que afirma valores en contra
de las injusticias sociales en un mundo que puede ser transformado. Modelos de ciudadanía
como este fallan porque falta la posibilidad de emancipación; porque no afirman la igualdad y
la vida humana en el centro de las consideraciones acerca de la vida pública; tampoco
promueven derechos democráticos que garanticen una participación significativa en las
esferas política, económica y social de la sociedad.
La constitución de la ciudadanía es un proceso cultural por el que nos relacionamos de
modo complejo con nosotros y con el mundo. Analizar la ciudadanía implica comprender su
raíz ideológica y las múltiples contradicciones que surgen en su representación, de aquí que se
afirme:
La educación ciudadana implica algo más que un simple análisis de los intereses que

subyacen a formas particulares de conocimiento; interviene también en ella la cuestión

de cómo funciona la ideología (...) para construir un tipo particular de sujeto (Giroux,

1993, p. 36).

La ideología no puede reducirse a términos económicos como en el marxismo. La


falsa conciencia no constituye una expresión directa de los intereses de clase ni un manojo de
distorsiones deliberadas que se imponen verticalmente por la dominación. La ideología debe
ser concebida “como la propia producción de significado, según queda éste estructurado y
expresado en ideas, relaciones sociales, prácticas significativas, y dentro y por medio de la
construcción de la experiencia” (Giroux, 1993, p. 47). La ideología es un sistema complejo y
contradictorio de representaciones por las que nos constituimos en subjetividades, nos
experimentamos y adherimos a las formas sociales como sujetos coherentes con ellas. Para
Althusser la ideología interpela al hombre, y en esa interpelación el individuo se convierte en
sujeto. “La ideología interpela a los individuos como sujetos” (Althusser, 2003, p. 144). La
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ideología no se impone ni se acepta automáticamente, sino que en relación a ella se toman


diversas posiciones.
La ideología es un proceso activo que comprende la producción, consumo y

representación de significados y conductas, no puede ser reducido a una conciencia, a

un sistema de prácticas, a un modo de inteligibilidad o a una forma de mistificación.

Su carácter es dialéctico, y su fortaleza teórica es el resultado de la forma en que

rehúye el reduccionismo y en que une los momentos aparentemente contradictorios

(Giroux, 1992, p. 184).

La ideología, además de ser constructo social, es también una construcción política


que problematiza el acceso desigual a los recursos materiales y simbólicos que configuran las
condiciones de clase. La ideología remite a la noción de poder; es siempre construida,
transmitida y recibida por la experiencia que deviene en formas sociales construidas,
producidas y combatidas en función del acceso a los recursos, organizaciones y tecnologías
particulares. El poder de los medios de comunicación construye subjetividades ciudadanas y
posee la capacidad de limitar el poder y las representaciones del ciudadano. Los medios
conforman el origen de un discurso en el que se producen y reproducen significados y valores
que representan una elaboración ideológica tanto de sociabilidad como de subjetividad; ellos
son portadores de una práctica significativa de percepción y de posicionamientos.
Alrededor de la década de los ochenta se enfatiza, en el país del norte, una noción de
ciudadanía identificada con el patriotismo. Esta identificación se vincula con estrategias de
orden económico y, con la supuesta necesidad de una defensa nacional. De este modo, ser
ciudadano es sinónimo de ser patriota, y el bienestar de la ciudadanía depende del bienestar
material de la nación.
El patriotismo es una palabra clave, no sólo para la inculcación de conocimientos

políticamente aceptables, sino también para administrar las necesidades y deseos

dentro de formas de sociabilidad que contribuyan a estructurar patrones de hábito y

carácter que sean congruentes con los intereses del Estado (Giroux, 1993, p. 45).

La idea de ciudadanía como patriotismo implica un cambio ideológico en la misma


concepción de democracia (Nussbaum, 1999). Las reformas educativas surgidas en Estados
Unidos después de la presidencia de Ronald Reagan proponen un ciudadano definido en
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función de intereses vinculados a empresas e industrias desde una lógica material y


económica basada en la idea de una cultura sin escisiones, homogénea y sin contradicciones.
El ciudadano, en tanto patriota, se educa en la autoafirmación individual en función del
interés económico empresarial e industrial de la nación. El público es un conjunto de
“consumidores que compiten entre sí” al margen de cualquier lenguaje moral. En consonancia
con Hilary Putnam, se cree que las virtudes que se afirman, en esa forma de patriotismo, son
el individualismo posesivo, la lucha por obtener ventajas y la legitimación de formas de
conocimiento que restringen la posibilidad de la acción política. (Putnam, 1999). La nueva
filosofía de lo público promueve en los estudiantes una posición anticívica. Las relaciones de
poder en la distribución del conocimiento, la organización del tiempo y del espacio, las
rutinas que educan el cuerpo y estructuran la moral, en nombre de la sujeción a la autoridad
escolar son los elementos normalizadores de esta filosofía educacional. La política, aún en su
mínima expresión, no posee valor como actividad para la vida social. No resulta extraño para
Giroux que los ciudadanos norteamericanos ni siquiera concurran a votar en los comicios
electorales, de modo coherente con la filosofía pública (Giroux, 1993).
Es central a la política y pedagogía de la ciudadanía crítica, priorizar las nociones de
igualdad, libertad y vida humana. En un proyecto de posibilidad se define “la escolaridad
dentro de un lenguaje de responsabilidad cívica y pública, un lenguaje en el que a las escuelas
públicas se las considere a manera de esferas públicas democráticas comprometidas con
formas de políticas culturales orientadas a darles facultades a los estudiantes y a mejorar las
posibilidades humanas” (Giroux, 1993. pp. 58- 59). Un lenguaje democrático ha de considerar
los siguientes aspectos: un concepto de democracia como lugar de lucha, el fortalecimiento de
los vínculos horizontales entre ciudadanos y la legitimación de las escuelas como esferas
públicas democráticas.
La democracia debe concebirse como lugar de lucha y práctica social no ligada a una
idea de verdad o autoridad. En ella el ciudadano cuestiona, define y conforma su vinculación
con lo público. En una sociedad democrática es el pueblo el soberano y la verdad no es
atributo de los gobernantes. No hay una noción única de verdad, tampoco la afirmación de lo
válido es dada por una autoridad, sino que los ciudadanos discuten y definen las leyes; la
verdad puede ser debatida y todo perfeccionado (Laclau, 1998). La política no es un asunto
privado, ni se reduce a cumplir la ley y los procedimientos administrativos públicos. “Una
ciudadanía activa no reduciría los derechos democráticos a la mera participación en el proceso
de votación electoral, sino que extendería la noción de los derechos a la participación en la
economía, el estado y otras esferas públicas” (Giroux, 1993, p. 56). Es necesario, además,
15

fortalecer los vínculos entre los ciudadanos. Este fortalecimiento implica una política de la
diferencia que se constituya en filosofía de lo público reconociendo las fronteras de los
distintos grupos, el yo y los otros, sus demandas, las culturas y sus relaciones sociales. Como
parte de un lenguaje de pluralidad “se fundamentaría en diversos grupos sociales y esferas
públicas cuyas voces y prácticas sociales singulares contienen sus propios principios de
validez, al tiempo que comparten una conciencia y discurso público” (Giroux, 1993, p. 57).
Sumado a lo anterior se ha de considerar la idea de que el lenguaje no puede ser
exclusivamente de una crítica que deconstruye la narrativa histórica e ideológica, sino que
también debe constituir un discurso acerca de aquello que aún no es, de posibilidades aún no
realizadas, una visión de lo que podría ser la vida en el futuro.
Otro elemento a tener en cuenta es la necesidad de que los docentes definan la escuela
como esfera pública donde las contradicciones, las luchas, y los enfrentamientos entre las
culturas populares y las políticas públicas cultiven formas sociales para el mantenimiento de
la sociedad democrática y la ciudadanía crítica. La escuela puede y debe “nutrir a la
alfabetización cívica, a la participación ciudadana y a la valentía moral” que se constituyen en
principios pedagógicos para el desarrollo de capacidades humanas y prácticas sociales
democráticas. Ellos son expresión de “formas de facultad moral y responsabilidad política
orientada a conformar las prácticas e instituciones de la sociedad en torno a un concepto
democrático de la vida colectiva. Sin ellas peligran la libertad y la justicia” (Giroux, 1993, p.
59). Los estudiantes deben aprender “formas de solidaridad que constituyan la base para
construir formas emancipatorias de vida comunitaria” (Giroux, 1993, p. 62).
La noción de esfera pública es una categoría central de análisis de Giroux. Esta idea
refiere a una especie de dominio en el que se constituye la opinión pública. Es un dominio
abierto a todos los ciudadanos que se pone en juego siempre que los sujetos individuales se
vinculan o experimentan con otros en un ámbito público. Fundado en la noción habermasiana
de esfera pública, Giroux define las nociones de alfabetización y ciudadanía que constituyen
la base de un compromiso consciente, activo y solidario con la autotransformación y la
construcción de esferas contrapúblicas que fomenten el valor cívico. La esfera pública
organiza culturalmente los ámbitos de la experiencia humana produciendo sentidos y
mediaciones históricamente situadas e institucionalizadas. Estas mediaciones son necesarias
para la vida pública porque combinan los sentidos y las contradicciones de los diversos
intereses en una conciencia que puede pensar el cambio social. La noción de esfera pública es
un marco teórico que permite comprender la complejidad de la vida social y una formación
ciudadana que genere nuevas formas de organización pública de la experiencia. “La esfera
16

pública representa, en parte, las mediaciones e instituciones ideológicas por las que los grupos
oprimidos deben luchar para desarrollarse y poder recuperar sus propias experiencias y la
posibilidad de un cambio social” (Giroux, 1992, p. 154).
Para constituir una pedagogía política, no es necesario generar un espacio curricular
específico desde el cual se la enseñe; dicho espacio no es requerido, si en verdad la escuela se
ha constituido en una compleja y dinámica filosofía pública, que organiza experiencias
diversas en distintas dimensiones de la vida escolar. La afirmación de una pedagogía radical
vincula la educación con la ciudadanía en todos los espacios de la escuela y en todas las
disciplinas del plan de estudios.
Una filosofía pública que elabore una educación ciudadana posee, en su origen, la idea
de democracia como sinónimo de comunidades solidarias. Rediseñar la relación entre escuela
y comunidad significa para la escuela, “descubrir fuentes de sufrimiento y de opresión, a la
vez que legitimar (...) prácticas sociales que defienden los principios de sociabilidad y
comunidad orientados al mejoramiento de la vida humana” (Giroux, 1993, p. 63). Constituye
una paradoja que la teoría radical educativa no haya desarrollado un discurso moral y ético
acerca de la sociedad y la escuela; se considera que este discurso es necesario. Giroux no
acuerda con el marxismo en la idea de que todo el vocabulario moral debe ser rechazado por
anticientífico y prejuicioso para la revolución proletaria. Sin embargo, tampoco desea
argumentar en favor de un discurso moral que idealice el concepto de conflicto
circunscribiendo su resolución a un terreno teórico. Se cree que los teóricos radicales han
expresado indignación por la falta de fundamentos éticos y morales, pero se han paralizado
ante los fracasos de la escolarización. “Al ignorar el papel central que desempeñan la moral y
la ética en la lucha por la emancipación humana, los educadores radicales de hecho se han
retirado del debate sobre la escuela, la política y los valores” (Giroux, 1993, p. 68).
Los dominios de la moral y de la política posibilitan un discurso de esperanza y
significado para una vida individual y comunitaria mejor. Una de las cuestiones centrales que
está en pugna en torno a los discursos hegemónicos, es aquella que “gira en torno a la
cuestión de los valores morales en el sistema escolar” (Giroux, 1993, p. 68). En distintas
acciones del gobierno norteamericano se observan una serie de argumentos contra la
democracia y la educación como política pública, contra la idea de hacer más pedagógica a la
política como parte de una democracia que aspire al cambio social. Giroux entiende que hay
dos aspectos centrales en una ética radical para una teoría crítica. El primero de esos aspectos
es una explicación crítica de cómo los seres humanos estamos constituidos dentro de distintos
discursos y experiencias éticos y morales. El segundo de esos aspectos es la idea de que una
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teoría crítica debe elaborar una visión de futuro “enraizada en la construcción de


sensibilidades y relaciones sociales” que hallen su sentido en la vida comunitaria, en la
extensión de los derechos civiles y en la mejora de la calidad de vida humana (Giroux, 1993,
p. 69). Los educadores necesitan desarrollar una moralidad provisional que se corresponda
con prácticas sociales emancipatorias y no una moral esencialista o apriorística. Los
educadores “deben afrontar la incertidumbre de lo acaecido en la historia y desarrollar una
moralidad provisional imbuida de una lectura francamente partidaria de la historia. (…) la
historia se debe construir desde el punto de vista de las víctimas” (Giroux, 1993, p. 70).
El debate en torno a las nociones de ética, escuela, vida pública y política ha girado
hacia posiciones antiutópicas con un lenguaje alejado de un discurso de esperanza. Algunas
teorías educativas se abstraen de la vida cotidiana, asumiendo un relativismo que socava la
posibilidad de un proyecto político emancipatorio (Giroux, 1993); otras, en cambio,
exacerban el desinterés político de las masas, propiciando el silencio respecto de los
problemas de la ciudadanía y la vida pública. Giroux critica la perspectiva ética de la derecha
política que no problematiza la desigualdad reproducida en las instituciones educativas,
sociales, políticas y económicas; el poder, la ideología y la política actúan sobre las escuelas
socavando los valores de la democracia y la comunidad. Los valores y las capacidades
individuales son revalorizados en la formación de los estudiantes debido a que se consideran
la base de la formación moral. Esta educación cívica en vez ser crítica, reafirma la autoridad y
la moral tradicional regulando la estabilidad social y sosteniendo el orden existente. La
educación cívica, para Giroux, debe moldear el carácter moral de los jóvenes.
Se entiende que una pedagogía radical, fundada en una ética pública, debe analizar las
formas sociales. Por el acuerdo o desacuerdo acerca de las formas sociales se regula lo que es
válido, esperado o reprochable en un grupo social. Con diferentes efectos en los individuos, se
constituyen en categorías de pensamiento y en formas de sentimiento en relación con las
creencias, valores, fines y metas de los actos sociales. Una moralidad provisional debe
cuestionar y fomentar distintas formas sociales que surjan de la exploración y fomento de las
capacidades humanas individuales.
La ética se convierte en algo más que el discurso del relativismo moral, o que una

transmisión estática de la historia cosificada; pasa a ser, en cambio, un enfrentamiento

continuo en el que las prácticas de la vida cotidiana son cuestionadas con respecto a

los principios de autonomía individual y vida democrática (... en) un proyecto de


18

posibilidad que mejora, en vez de disminuir, las tradiciones de democracia, comunidad

y esperanza (Giroux, 1993, p. 89).

Giroux analiza las posturas liberales en torno a filosofía moral y ética de educación en
las que se asocia el progreso social con el desarrollo de la racionalidad científica. Para él, los
discursos liberales que enfatizan la razón y la racionalidad instrumental evaden el abordaje de
la política. Son complejos análisis lingüísticos tendientes a reducir los planteos
epistemológicos al rigor de las ciencias naturales y en favor de una racionalidad que
desmoraliza y despolitiza la ética, la sociedad y la educación. Según Giroux estos abordajes
liberales no vinculan la moral y la ética a prácticas sociales, culturales, políticas y
económicas, sino que sólo persiguen el rigor lógico de sus argumentaciones. La teoría de la
educación, en este marco, se refiere a las teorías de la organización, la administración y la
estadística, y apunta a la profesionalización de la docencia. La ética, en estos planteos, es un
problema abstracto de la educación, cuyo abordaje lógico, está destinado a mejorar la cultura.
Estas teorizaciones constituyen una esperanza no crítica para la educación. Al mismo tiempo
que muestran optimismo con respecto a la formación de agentes morales a través de la
educación de maestros y estudiantes, proponen nociones de derecho y justicia abstractos y
pasivos, donde “se pierden de vista las complejas relaciones de poder, al igual que los
problemas concretos de la actual vida social y educativa de la sociedad capitalista” (Giroux,
1993, p. 92).
La ética que deviene de una postura liberal se centra en la imparcialidad de las reglas.
El estado tiene su función y sentido en la no- regulación de la competencia. Un estado liberal
no puede establecer ni imponer una noción pública del bien. Categorías como libertad y
consenso sólo son nociones jurídicas. Toda moral pública, en este contexto liberal, queda
ligada a la esfera pública del derecho. Giroux crítica la ética liberal por cosificar al sujeto y
por no abordar su constitución intersubjetiva e histórica. El “otro”, no puede ser considerado
sólo en términos de una categoría abstracta; el “otro” es una entidad concreta, atravesada por
múltiples y contradictorios discursos. “El otro concreto entraña, como mínimo, un discurso
ético en el que las voces de los grupos subordinados, junto con los sonidos del sufrimiento y
de la lucha colectiva humanos no quedan silenciados” (Giroux, 1993, p. 94). Se considera que
el objeto de la ética es la felicidad y la buena vida. La ética no puede separarse del desarrollo
humano, de sus condiciones ideológicas y materiales de las posibilidades reales de mejora.
Para una consideración real y concreta de la ética es necesario recuperar la memoria respecto
de las luchas y del sufrimiento y proponer dicha memoria como valor central de una teoría
19

ética que realice aportes para la esperanza de los oprimidos; en este sentido, los educadores
“debieran vincular la teoría de la ética y la moralidad con una política en la que pasen a ser
fundamentales la comunidad, la diferencia, el recuerdo y la conciencia histórica” (Giroux,
1993, p. 97).
Richard Rorty constituye la variante norteamericana del pensamiento
antifundacionalista. Rorty es un filósofo neopragmatista contemporáneo cuya obra se
reconoce de las síntesis postmodernas más radicales. Rorty considera que los conceptos de
necesidad, universalidad, racionalidad y objetividad de la tradición filosófica occidental han
impedido la aparición de comunidades dialogales y la conversación libre de la humanidad. El
filósofo se aparta del fundacionalismo y afirma la conversación como práctica en sí. La idea
de conversación no es epistemológica, ni se debe aspirar a ella como a un fin. La
conversación, como tal, no está fundada en juicios, ya que “todos los juicios están teñidos por
las certidumbres que dan forma a las tradiciones autoritarias” (Giroux, 1993, p. 106). En la
noción rortyana de conversación los sujetos son iguales, no hay entre ellos una relación
asimétrica de poder. Según Giroux, está idea de Rorty constituye una forma despolitizada de
concebir la sociedad; la conversación, como la entiende el filósofo, no tiene ni propósito ni
méritos extraños a la misma idea de conversar.
Se puede reconocer en el antifundacionalismo rortyano una actitud crítica hacia todas
las tradiciones teóricas de la modernidad, no obstante, Rorty en su crítica, priva al
pensamiento de la posibilidad de un fundamento ético y político que pudiera servir de base a
un proyecto político. Según Giroux, a pesar de que Rorty es radical por poner en duda la
legitimidad de la lógica de la tradición académica, la postulación de su relativismo moral y la
ausencia de un proyecto moral y político, termina generando una reacción tendiente a la
conservación del estado de cosas en materia política. En este sentido se afirma que:
Rorty anula el carácter, los métodos y la dinámica de la dominación y el poder en

torno a una conversación y una comunidad que oculta más de lo que revela. La

diferencia y la ética, en esta postura, se construyen como indiferentes al sufrimiento

humano y a la lucha colectiva. Y, por el contrario, el poder, la lucha y la

transformación quedan anulados (Giroux, 1993, pp. 109-110).

El neopragmatismo de Richard Rorty elimina la posibilidad de un discurso ético y una


práctica social que cuestione las condiciones materiales y simbólicas por las que se producen
las convenciones conversacionales. La esperanza en la emancipación es una interpretación
20

convenida que puede ser establecida en la comunidad de iguales. Si los educadores radicales
pretenden avanzar en un proyecto moral y ético, más allá de las conversaciones sociales
rortyanas, deberían analizar críticamente los supuestos a priori de distintas tradiciones
teóricas subyacentes a nociones claves de educación, escuela, moral y autoridad,
reconociendo que los discursos morales surgen de las convenciones de comunidades
interpretativas. El discurso ético se construye en el análisis de significado de lo moral y de
cómo afecta este significado la calidad de vida de los sujetos. Según Giroux, el problema en la
postura de Rorty,
es que no logra entender la forma en que los seres humanos están constituidos

histórica y materialmente dentro de los discursos morales, ni qué es lo que significan

estos discursos en lo que se refiere a cómo sostienen o retan a las fuerzas de

dominación o de libertad (Giroux, 1993, p. 111).

Continuar la línea rortyana de una educación moral implica no establecer un punto de


vista, pues ello equivale a una imposición pedagógica. Para la pedagogía crítica la educación
es de naturaleza política, y por tanto no puede ser neutral, y como lo expresara Paulo Freire
(2014), al no ser neutral es domesticadora o liberadora. En este sentido los educadores deben
esclarecer su compromiso con un proyecto político hegemónico o emancipador y definir un
discurso moral -lo más propio posible- acerca de cuestiones como el sufrimiento, la
explotación, la exclusión. Poner a disposición del estudiante la experiencia de definir entre
situaciones dilemáticas y que decida por sí mismo. El educador crítico debe promover que el
estudiante pueda establecer múltiples, complejas y contradictorias relaciones con el mundo,
que no sólo sean conflictos de orden lógico, sino que los comprometa en lo afectivo y
vivencial. Este ejercicio implica la búsqueda y la recuperación de la voz de los estudiantes,
con sus contradicciones, emociones, inconsistencias y complejidades que deben ser
aprehendidas y promovidas por el educador para ponerlas en tela de juicio para permitir el
surgimiento de formas sociales que habiliten para la vida en democracia.
Giroux critica la afirmación de tipo rortyano de que los educadores críticos no tienen derecho
a imponer sus propios discursos o constructos de lenguaje, porque se basa en una
tergiversación de los propios intereses del proyecto político emancipador de los educadores
críticos (Giroux, 1993 p. 113). En realidad, explica Giroux, “los educadores tienen la
responsabilidad moral y ética de desarrollar un punto de vista de la autoridad radical que
21

legitime formas de pedagogía crítica orientadas tanto a la interpretación de la realidad como a


la transformación de ésta” (Giroux, 1993 p. 113).
Para la construcción de una democracia radical es indispensable reflexionar en torno a
la educación del ciudadano; en este sentido, la posibilidad de forjar una ciudadanía crítica y
de construir una democracia radical, requieren de una nueva escuela pública. Giroux analiza
el proceso de conformación de la escuela pública como proyecto político del Estado
Norteamericano, intentando definir la evolución de la educación ciudadana en ese país. En su
análisis, sostiene que la función histórica de la escolaridad en Estados Unidos respondió a la
racionalidad del control social y la dominación de clase. “Las escuelas, con contadas
excepciones, eran generalmente campos de entrenamiento para el desarrollo del carácter y
para el control económico y social (igualando) el control social con la obediencia y la
conformidad” (Giroux. 1999, p. 214).
La relación entre la escuela, la política y la ciudadanía, en esta etapa, no cuestiona la
finalidad del control social ni la aspiración a la uniformidad. Sin embargo, a comienzos del
siglo XX cambia la racionalidad política por la técnica y los nuevos valores de la escuela
dejaron de ser políticos, para traducirse en términos de eficiencia y control. La escuela pasó a
ser una cuestión de negocios en vez de ser un espacio político. “Con la era de la
administración científica vino la honra a la nueva racionalidad y la extracción de “lo
político” del terreno de la escolarización. (...) La educación ciudadana se entrelazó con la
cultura del positivismo” (Giroux, 1999, pp. 215-216).
Aquel cambio filosófico transformó el propósito y la función de la escuela, negando su
naturaleza política y sosteniendo una presunta neutralidad que la descontextualiza de la
sociedad. Conceptualizar la educación ciudadana requiere, según Giroux, elaborar una nueva
racionalidad, que supere la propia historia intelectual e ideológica, y que críticamente defina
cuestiones como técnica, objetividad y control; además implica un análisis de las relaciones
entre conocimiento, poder, economía, clase e ideología.
En sintonía con la distinción epistemológica de Habermas, Giroux cree que se pueden
reconocer tres racionalidades diferentes en la conceptualización de la educación ciudadana: la
técnica, la hermenéutica y la emancipatoria; con diferentes formas de investigación social,
representan tres modelos de educación ciudadana diferentes. La racionalidad técnica concibe
la educación ciudadana como un proceso de transmisión de conocimientos. Constituye la
tradición más fuerte en la educación norteamericana hasta el surgimiento de los estudios
sociales a mediados de 1960. Desde esta perspectiva se transmite un conocimiento concebido
por fuera de la escuela en unidades fijas, inamovibles, objetivas, neutrales, generales y
22

universales. Se enseñan hechos y conceptos que deben ser apropiados y evaluados también de
modo neutral y objetivo.
La racionalidad hermenéutica se interesa por explicar cómo, a partir de la interacción
comunicativa y simbólica, se producen los significados y normas según los cuales se
apropian, interpretan, viven, negocian y renegocian los sujetos en el mundo. El acto del
conocer es un acto social específico que se realiza en medio de un conjunto de relaciones
sociales subyacentes. Esta racionalidad funda un modelo pedagógico que nuevamente atiende
la dimensión normativa y política del conocimiento escolar -manifiesta y latente-,
específicamente, en el vínculo entre el docente y el alumno en el aula. El modelo de
educación ciudadana que surge de esta racionalidad es el enfoque de la investigación reflexiva
que centra sus esfuerzos en proponer explicaciones acerca de la toma de decisiones como la
responsabilidad más alta de la escolarización en torno a la democracia. El conocimiento
escolar es una construcción social, que puede promoverse con herramientas como la
resolución de problemas en el aula. “Las escuelas pueden y deben educar a los estudiantes
para participar de la conformación y la conducción del Estado”. (Giroux, 1999, p, 237)
Paradójicamente, esta postura teórica deja de lado la problematización de ideología, poder,
lucha y opresión, ya que “tiende a ignorar cómo la opresión ideológica y estructural de la
sociedad amplia es reproducida en las escuelas”. (Giroux, 1999, p, 236) Esta educación
ciudadana supone una determinación unilateral por la que las escuelas pueden “ejercer
influencia en el Estado, pero ignora cómo el Estado emplea en las escuelas constreñimientos
de naturaleza política, ideológica y estructural específicos”. (Giroux, 1999, pp. 238-239). Para
Giroux la racionalidad hermenéutica, a pesar de poner de manifiesto una falsa objetividad, se
equivoca al no explicar cómo funcionan las relaciones entre poder, norma y significado en
determinados contextos y en referencia a la comprensión de sí que pueden realizar los sujetos.
Para una racionalidad emancipatoria la preocupación central es analizar críticamente el
significado y la acción en contextos sociales; la intención es comprender las limitaciones de la
acción y el pensamiento humano. Trata de entender los contextos de dominación “para crear
las condiciones materiales e ideológicas en las que existen relaciones no alienantes y no
explotadoras” (Giroux, 1999, p, 241). La racionalidad emancipatoria supone una educación
ciudadana basada en una lógica, que “apunta a criticar aquello que es restrictivo y opresivo, y
simultáneamente, a apoyar la acción que sirve a la libertad y al bienestar individual” (Giroux,
1999, p. 241). Una educación emancipatoria debería abordar lo social desde la experiencia
cotidiana y reproducir vínculos entre docentes y estudiantes cuya relación entre sí sea fin en sí
misma y no medio. Las teorías que forman parte de la racionalidad emancipatoria comparten
23

una crítica hacia el orden social existente. La escuela, según esta perspectiva es una
institución con determinaciones surgidas de la estructura capitalista.
La educación ciudadana desde la racionalidad emancipatoria, enuncia una teoría de
base social y política, que combina la crítica histórica, la reflexión y la acción social. Debe
proponer una lógica diferente en la estructura del conocimiento presente en la escuela, en vez
de sólo sostener las disciplinas académicas. La primera pregunta que debe hacerse la escuela
en su función de educación ciudadana es “si una sociedad debe o no ser cambiada en forma
particular o si debe permanecer en la forma en la que está”. Ello supone la crítica a las
suposiciones acerca de “quién va a ser educado, y respecto de qué tipos de conocimiento,
relaciones sociales y valores van a ser considerados legítimos como preocupaciones
educativas”. (Giroux, 1999, p, 244). El estudiante, educado para una ciudadanía emancipadora
deberá ser formado para ser capaz de decidir “qué no quiere ser” (Giroux, 1999, p, 245).
La escuela debe ser concebida como el producto de una construcción cultural más
amplia. Se trata de una institución que forma parte de un universo más amplio; la escuela y la
educación ciudadana emancipadora requieren de una conciencia social y política además de
una preocupación por la acción humana. Giroux entiende que el mayor imperativo crítico para
la educación ciudadana es lograr politizar nuevamente la noción de cultura.
Para elaborar una teoría de la educación ciudadana en la racionalidad emancipadora,
los maestros deben analizar las nociones de poder y transformación, en un intento por
“comprender el significado de las contradicciones, disfunciones y tensiones que existen en las
escuelas y en el orden social más amplio” (Giroux, 1999, p, 251). Para Giroux, el poder de
una clase sobre otra nunca es total. Los actores institucionales muestran acciones de
resistencia simbólica y oposición en contextos de hegemonía cultural.
La acción social es necesaria, pero debe ser precedida por precondiciones subjetivas

que hacen inteligible la necesidad de tal acción. Por lo tanto, la conciencia social

representa el primer paso para hacer que los alumnos actúen como ciudadanos

“comprometidos”, con voluntad de interrogar y confrontar las bases estructurales y la

naturaleza del orden social más amplio (Giroux, 1999, p. 253).


24

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