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Hola, muy buenas noches.

Para los que no me conozcan, en el caso que haya alguien


que me conozca, me presento: yo vendría a ser lo que viene siendo un poeta fracasado,
y con fracasado me refiero al sentido más completo del término, es decir, no sólo como
poeta sino que también como persona, al fin y al cabo este es el motivo por el que
estoy aquí.
Al parecer todo empezó cuando la conocí a ella, aunque quizás debiésemos
retrotraernos unos meses atrás. Yo me encontraba entonces en una crisis, en un
descalabro poético y emocional producido por la imposibilidad de hacer caer las sílabas
tónicas en su sitio en los versos de metro alejandrino, yo que había sido siempre tan
aplicado con los formalismos y me gustaba juguetear con los incautos a hacerles pasar
mis poemas por qué se yo si sonetos de Carner o de Riba. A eso tuve que sumar un
cierto desencuentro con los sectores poéticos más radicales del catalanismo ortodoxo
fusteriano de la ciudad de Valencia, que, como por todos es sabido, vive una suerte de
connivencia con el gremio musical, en el que yo un día milité como espectador.
Tras esta desafección, esta… ¿cómo decirlo? Quizás un baile de máscaras que no
dejaba entrever lo único que en aquél momento de ascetismo que atravesaba podía
interesarme, como era la poesía, me decidí a escribir, al calor de los más transgresores
artistas posmodernos que pude encontrar en aquél cronotopo, renunciando al catalán,
la lengua materna heredada de generaciones y generaciones ancestrales por un chico
de provincias como yo y cediendo ante la implacable disglosia en detrimento de la
lengua aria del levante español y en pro de la lengua del imperio, un canto a la poesía
en si misma que me ayudase a encontrar aquello que hacían llamar “ESTILO”, y decía:

¿Cómo escribir poesía


en la era tardopetrolífera,
sin hablar del rastro
que dejas en discos duros,
servidores de correo electrónico,
carpetas compartidas en dropbox
o mensajes instantáneos en whatsapp?

Sin la posibilidad de evocar la pluma,


el bolígrafo o siquiera el papel,
las cartas que nunca mandaste,
la fotografía que se quedó
en diminutos puntitos de leds.

Te escribo con licencia creative commons


en un formato restrictivo
maquetado con software pirata.
Te almaceno, con tus recuerdos,
en subcarpetas en la nube
de servidores alojados en Taiwan.

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Claro, tras esto me di cuenta de que sólo existía una posibilidad para enfrentarme al
papel en blanco. ¿Cómo íbamos a ¡producir! poesía si a penas teníamos las palabras
justas para mantenernos vivos y el silencio era lo único que nos permitía una especie
de paz con nosotros y con todos los demás, que si no era bastante, vivían con el afán
continuo de tener siempre la razón si no de acceder a la verdad en cuestiones tan
triviales y a la par tan trascendentes como la posibilidad de construir un relato en el
que se enmarcase el sujeto pensante consciente de la totalidad del ser y de si mismo?
No era poco aquello que se presentaba en un primer momento, algo casi tan
revelador como inquietante, pues siempre hay algo de inquietante en la verdad. Pero,
¿cuál era la verdad? ¿Podíamos acaso con las palabras referirnos a ella o siquiera
atisbar a grandes rasgos su contorno sinuoso? O sin ir tan lejos, ¿podían al menos las
palabras expresar algo de nosotros, algo que nos tocase mínimamente, que nos hiciese
poner en duda toda una serie de relatos científicos y religiosos alrededor de la
cosmogonía? ¿Podían las palabras hablar de nuestros sueños, o lo que es lo mismo, de
nosotros? Por ello lancé una corta diatriba personal contra toda la filosofía del lenguaje
que se había producido hasta el momento:

Las palabras aun me saben a metralla,


las disparo y son chirridos que resbalan.
Y los dedos, que no traspasan tus sentidos,
estallan con mis gestos cuando intento
rozar los lindes de los sueños.

Pero aun así, encontrándome indubitablemente ante la imposibilidad de la verdad,


decidí ir más allá con la poesía. Si no eran las palabras, ¿de qué gestos iba a servirme
para relatar aquellos episodios que acuciaban un cierto malestar hondo y visible en mi
cara? Lo que necesitaba entonces era, al menos, un lenguaje que me permitiese hablar
de aquello a lo que de otro modo jamás me hubiese podido referir, o como mínimo no
hubiese podido hacerlo en los términos justos con los que me pudiese entender una
persona normal, es decir, alguien que nunca hubiese estado en un manicomio como
yo. Pues como todo poeta del pasado siglo que se precie, yo tuve la suerte de pasar
por algunos de los mejores sanatorios del país, gracias a los cuales pude deshacerme, a
través del dolor físico y de psicofármacos en fase de experimentación con animales, de
los límites del lenguaje ordinario con el que ustedes a diario se comunican.
Pero, ¿de dónde iba yo a sacar un lenguaje que me sirviese para decir lo indecible?
¿Acaso me habrían servido de algo las camisas de fuerza, los narcóticos, los
electroshocks, o cualquiera de las otras terapias allí aplicadas, más que para
convertirme en un loco? Entonces me decidí a escuchar aquella voz a la que los más
destacados brujos y curanderos de la zona habían intentado acallar sin éxito,
intentando incluso convencerme de que tal voz no existía, pese a que tiempo ha

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compartiese con ella algunas de las más fructíferas conversaciones acerca del nihilismo
en los autores alemanes del siglo XIX.

Se oye una voz en la distancia. (¿La oyen?)


¿Quién es? Mi miedo,
porque grita en voz baja
y se anda encojiendo.

¿Y miedo, a qué? A él,


que se calla sus silencios.

¿Ustedes han vivido alguna vez con miedo? No les hablo del terror, sino del miedo
parco, de un miedo a no saber qué, a una paranoia que se extiende en sus
pensamientos. Un miedo que paraliza las pestañas… Yo sí! Fue tras esta experiencia de
la esquizofrenia voluntariamente escogida, con plena consciencia de ella, que sentí
éste miedo ante la revelación de que yo era dos. Como resultado de esto, y acentuado
por los efectos psicotrópicos del cáñamo y de un amor irresuelto, escribí una breve
memoria titulada los estadios del miedo.

A péndulo perpetuo
con un temblor de alma
el dolor a pala-corazón excava
quizás una ranura absurda
u orificio en la urbe combustible.

Se siente casi-causa
y se inscribe en los secretos
con denuedo implacable,
y sus ruidos, sus llantos,
que ahondan en sus hondas
cuencas hemisféricas,
roen y roen hasta dejar
lo poco que le queda
en una diminuta mezcla
de nada y todo que se consume,
como sus palabras, como su tiempo.

Ahora no puede mirar,


y sus sentidos le afligen,
y todos los símbolos
que se erigieron
le rodean y le susurran:
¿dónde están ahora?
¿de qué sirven todas las letras
que componían su nombre?

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Siente frío en el aire
que entra en su pecho
y ardor en las manos
de fregarse los ojos
hasta el fuego, que emana
de los labios al inhalar el humo
venidero que trae la verdad.

Vive o revive con las yemas


de sus dedos sus verdades
más completas, fragmentadas
por palabras inimaginables
que no podría haber escrito nunca
antes sin el dolor oriundo
de la ratonera indemne
que no le es extraña
pero desconoce.

De ese modo se sirve


entre temblores el espeso
brebaje que rompe los peldaños,
los nudos y hasta las palabras,
moribundas cuando nacieron,
y enfermizas hasta su lecho.

Al tiempo que vivía estos episodios, como he dicho, me encontré con un cúmulo de
circunstancias que participarían de la destrucción de ese lenguaje insustancial y terco,
pero también de mi persona, y no estoy hablando sólo del efecto de inhalar el humo de
los porros, yo que había sido siempre un abstemio militante radical en mi juventud y
había tildado todos los estupefacientes de alienantes, sin tener en cuenta las grandes
dosis consumidas de qué sé yo: televisión, pornografía, deporte o literatura juvenil. En
cualquier caso tal inmersión me sirvió no sólo para concebir una noción de
temporalidad no atada a una cronología lineal, sino que además pude componer
algunos cantos que se escapaban de mi capacidad de entendimiento:

Se me agolpan los pensamientos


en un tiempo fraccionario
como un acordeón de piernas rotas
que se enrola (en) el pliegue
de lo que llamamos CULTURA.

Y qué hay? Las colas de enfermos


que acuden a su santo sepulcro
con marcas de las telas a las pieles
traspasadas con hondo misterio,
adoleciendo una aparición

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descontrolada de seres mitológicos
que me persiguen, y me huyen,
y se esconden del acecho de uno mismo.

El otro factor a tener en cuenta fue, por supuesto, esta aparición de seres que al
menos yo veía como mitológicos y que mostraban una actitud como mínimo
desconcertante para conmigo. Como les decía, por aquellas fechas conocí a la que
hubiese sido la mujer de mi vida si no fuese por ciertos esquemas morales,
tradicionalmente vinculados a las religiones monoteístas, como eran la monogamia o la
fidelidad, pese a que ella era atea y pertenecía a la marginal y casi extinta tribu urbana
de los estudiantes de filosofía, por lo que dedicaba la mayor parte de su tiempo a
estudiar asuntos tan pedantes y a la vez interesantes, como podía ser el poliamor o la
teoría queer, cosa que tampoco fue de gran relevancia porque al fin y al cabo, como ya
he dicho, se dedicaba a la FILOSOFÍA, con todo lo que ello conlleva, no como yo, que
vendría a abarcar lo que viene a ser el ámbito de la totalidad de las cosas.
Aun así empecé a vislumbrar LA VERDAD a través de sus ojos, reflejada en sus ojos,
a través de los reflejos de mis ojos en sus ojos, etc. digamos que la verdad tomó la
forma de sus pechos y su modo de andar. Ya se pueden ustedes imaginar de qué modo
alguien como yo, feo, con los rasgos primitivos de un neandertal, incapaz a penas de
hablar siquiera en pequeñas reuniones o grupos reducidos de gentes conocidas —por
no hablar de mi incapacidad para articular discursos afectivo-sexuales—, puede llegar a
crear tales relaciones de dependencia con absolutos desconocidos sobre los que dejar
caer la responsabilidad de lo que uno no es capaz de tomar con sus manos, de modo
que, tratando de anticiparme a cualquier cosa que pudiese acaecer y que hiciese
desmoronarse mi mundo, le escribí un poema que grabé en una cinta de cassette:

déjame escribir
en tu cuerpo mis quimeras
bosquejar tus gritos
advertir tu sonrisa
tu tenue fulgor de estrella
tu oscura luz lunar
tus adentros tus afueras
tus miedos incendiarios
y tus andares rutinarios
tus mares tus males
tus recuerdos compungidos
y tus carcajadas disonantes
mi pánico en tus ojos
tu indiferencia con los míos
los rellanos los pasillos
los salones donde nunca estuvimos

mis deseos mis delirios

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mis tus-lugares-favoritos
mis sendas mis caminos
mis yos y mis ellos
mis agenciamientos

y luego,
que empiece
el paseo del esquizofrénico.

Al parecer, no sé si por el tono lánguido de mi voz, por la cadencia apenada de los


versos o por el progresivo entusiasmo que se podía entrever en mis palabras, se
desprendía de allí un cierto patetismo o fragilidad, que, por causas que aun
desconozco, le resultó de un gran atractivo y me permitió un leve acercamiento de
posturas, lo que ahora llaman CONFLUENCIA. Aun así, con eso no se zanjaba, ni mucho
menos, éste asunto, pues pese a que evidentemente aquello que hasta entonces se
presentaba como inconmensurable, ahora dejaba paso a encuentros esporádicos que
de ningún modo me permitían comprender cuál era el papel que ocupaba yo en toda
aquella encrucijada de tensiones sexuales y luchas internas entre el imperativo
categórico kantiano y el perspectivismo moral de las pulsiones dionisiacas.
Si a ello sumamos mi abstinencia sexual, que se prolongaba meses atrás, y mi
esquizofrenia, podríamos llegar a comprender los nudos que traté de atar o incluso
rellanar con pedazos de imaginación cuando, en una de tantas noches, con la inocencia
de niño que siempre me ha caracterizado, y sin poder tildar ninguno de nuestros
encuentros de sexuales pese a que rozaran el límite del adulterio, la oí rezar algo como
lo siguiente:

Me debato entre pecados.


Grito: un olvido!
Y se resquebrajan
los latidos combustibles
que se sostienen
en tus brazos-bóveda.

Tendría que rezarle a los demones


u olvidar el olor de los labios imposibles.
Qué es, acaso, esto que me nubla el oído
y me recompone a mitad deceso
mientas me recreo en los delirios
sobre los mapas codiciosos
de unos cuerpos casi intactos.

La cuestión es que fuese como fuere, esto sólo conducía hacia una dirección. Quizás
se pudiese encontrar en los primeros episodios cierta tensión, cierto encanto, o incluso
una posibilidad —o esperanza— de rasgar la cáscara a la realidad. ¿Qué sé yo?

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Tras el absurdo del delirio en el que fui capaz de inscribirme en sus deseos, de
pensar el tiempo no como algo que se me escapara, sino más bien algo con lo que
abrazarme y sentirme de algún modo seguro, me encontré justo en ese momento en el
que uno se encuentra desahuciado del mundo sólo con la compañía de LA DEPRESIÓN.
Por supuesto, hubo aquí una debacle y hasta cierta autohumillación por mi parte
des del momento en que las máscaras que representaban aquél teatro del absurdo en
el que yo ocupaba el papel central se volvieron cada vez más oscuras y dibujaron en su
rostro una ridícula sonrisa que me miraba con gesto vejatorio. Supongo que conocen
ese estado de impotencia que sólo trae consigo tristeza y rabia y odio, y sobre todo
psicosis y esquizofrenia, pero sobre todo parálisis, porque, al fin y al cabo, por eso
estáis aquí.

No hay temblor ante el que se caiga el mundo


más que éste no haber nada de desierto
o un gritarle oscuro a la mañana sin respuesta,
ni voces parturientas, ni manos que languidezcan,
ni siquiera una voz tenue que cargue mi existencia
ahora que nada más hay que me soporte.

Y ando con un rasgar de pieles con el suelo


mirando a todas partes sin descanso,
con mis cargas, sin mi vida, sin tapujos,
con mis manos atadas a tus muslos
que se escapan, que me huyen, que me piden
que me quede, que me vaya, que no esté.

Y yo estoy y te pido: no me marches,


y me quedas y me huyes y me miras
y me caes en el pozo de mis ojos que son hondos
y no sabes ya si quieres siquiera que te diga
que me calle, que te ame o que me muera
y sólo quedan pasos que no andan en las calles.

Y sí, por supuesto, al final se marchó, y no sólo eso, sino que a mi me dejó atado en
un cenagal, con los pies metidos en el barro, sin posibilidad de hacer nada más que
hundirme y hundirme y cada vez más hondo en aquella mezcla de depresión, amor,
desidia, aburrimiento e histeria, tratando de escapar de mi propio pasado que se me
repetía una y otra vez sin la posibilidad de hacer una mínima fisura en él para escapar
de tanto sufrimiento estéril.
Luego había las tardes de aburrimiento, las tardes vacías. Llegó un punto en el que
incluso creí haberme acostumbrado a llenar todos estos huecos con su presencia, a
veces hasta imaginaria, escuchar su ronroneo matutino por teléfono o pensar gestos,
sólo pensar algunos gestos que repetía. Esto, de algún modo, había sido suficiente.

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Ronroneo, ronroneo,
berridos, regocijos,
tus pupilas dilatadas,
tus pupilos en la cárcel.

Te consumen silentes
las horas largas y amargas
que devoran tu mirada
perdida en el abismo.

Mira aun las agujas


que perforan las horas,
que atraviesan tus venas,
que disipan los sueños.

¿Qué quedaba, pues, de todo aquello? A penas unos recuerdos, unas fotografías.
¿Qué podía hacer con ello? ¿Gritarles? ¿Llorar, quizás? ¿Escribir una especie de
memorias en que contase al mundo mis menudencias que no podían suscitarle interés
alguno? Por motivos que no consigo esclarecer terminé canalizando todas estas dudas
hacia una única respuesta que me facilitaba todos los asuntos, pues con ella podía no
responder a nada. Era el consumo cada vez más habitual de cáñamo, pero esto se
materializó, a su tiempo, en una dependencia cada vez mayor de la que no podía salir
porque me producía un fuerte estado de ansiedad y me conducía a estados alterados
de la consciencia que me impedían mantenerme sereno.

Y aquí el dolor
que me aventura
a un no saber que
que me perturba
y no oigo tus ruidos
ni tus gemidos
sino un silencio
de desiertos
de palabras
Y tu respirar parco
se me ha vuelto
un horizonte
que se escapa
¿Con qué razón
seguir andando
o con qué tesón
buscarte aun?

Luego ya empecé a vivir algunos episodios turbios que no consigo recordar con
claridad, entre los cuales se sucedió un hecho remarcable: fue tras una noche de
embriaguez comunal en que mis compañeros de secta y yo nos quedamos encerrados

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en el fondo de una gruta con poca luz, que tuve una revelación. Al parecer habríamos
ido en busca de la esmeralda mágica que rompería una especie de conjuro que nos
impedía desbloquear la puerta para ya luego cada uno seguir con nuestras vidas.
Salimos de allí por una salida lateral y andamos varios kilómetros hasta llegar al punto
dónde deberíamos ver un campo de naranjos, de los cuales el primero de la quinta fila
o el quinto de la primera, debía sostener en sus ramas una naranja que contuviese la
joya de la dicha. Justo al llegar a aquél sitio, que por alguna razón extraña existía,
escuché lo que podría haber sido mi voz esquizofrénica:

No te mires en los cristales turbios del submundo, donde


los rostros más horrendos más se asemejan a los
nuestros. Verás en los ojos de esas criaturas tus gestos
más siniestros y los rostros a la vez sinceros de cuando un
día fuimos niños.

Tratamos pues, con el filo romo de nuestro ingenio, de


hacer paredes de fango y lluvia en cenagales. Andemos,
pues ¿qué perdemos? Ni los mismos tiempos nos siguen
ni nos acompañan temporales. Andemos pues por el
barro, por los cenagales, por los mares de arena o los
desiertos del agua, y que sea sólo el habla lo que quede
que construya nuestros puentes.

Así, tras todos estos episodios en que ya hasta la realidad se había convertido en un
mero disfraz de si misma, que mis delirios habían dejado de tener significado para mi,
fue como decidí venir aquí, a este lugar de podredumbre, a este maldito grupo de
terapia dónde ustedes vienen a llorar como vilipendiadas criaturas que no se sostienen
sobre sus piernas y se cuentan sus anhelos, sus tristezas, nada más que para sentirse
quizás amados o esperando la atención de sus semejantes.
Ahora realmente me doy cuenta de cuan denigrante soy, rodeado de todos vosotros
que venís con cara de muertos, que os recreáis en lo que os ha matado, que seguís
mirando al futuro con los ojos del pasado. ¡Sí! ¡Yo también soy de los vuestros, pero
ahora tengo algo que deciros para al fin dejar de ser como vosotros!

La vida es hermosa, dicen,


pero yo, lo siento, no aguanto
el desasosiego éste con que
me arrastra y me lleva, a solas,
por estas avenidas sucias,
hasta el pozo que horado
con el aburrimiento sintáctico
de verte huir de ti hacia mi
o luchando contra el peso
de tu pensamiento de-presidio.

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La vida es hermosa, sí,
pero yo...
yo sólo intuyo, ahora, a penas
un querer seguir viviendo
o un miedoso revolverme
los sesos o, acaso, la sien.

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