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Comentario sobre la práctica de campo efectuada en el centro histórico mexicano a fin de

rastrear información que complemente el conocimiento sobre el caso judicial correspondiente al


asesinato del hacendado y comerciante Don Joaquin Dongo así como de sus allegados.

La impresión que la experiencia visual, o práctica de campo, en mí causó fue compleja y me aportó
materia de infinitas reflexiones. Admito que el caso estudiado por medio del documento judicial
referente al sanguinario del infortunado Don Joaquín Dongo y sus allegados, desde el principio de
su revisión, me pareció de sumo interés ya que, más allá de tratarse de un multihomicidio que sólo
me infundiera curiosidad insustancial, atrajo mi atención de una manera bastante singular; iba yo
rastreando, con la ayuda de mis colegas, puntos de referencia que conectaban unas ideas con
otras, a la par que afloraban en mi mente desde imágenes construidas hasta ideas relacionadas a
la historia de México Virreinal como es de esperarse. Entonces, armado ya con información previa,
acudí con una encendida curiosidad a realizar el recorrido fatal que hace cientos de años hubieron
de hacer forzosamente, como castigo previo a su aniquilamiento, los infaustos criminales Aldama,
Dávila y Blanco después de haber cometido semejante inhumanidad.

Hubo una constante en mi pensamiento mientras se cumplía el itinerario: la idea del efecto del
tiempo en el espacio que fue mi objeto de estudio. Si bien no es la primera vez que he recorrido el
centro histórico de mi país, confieso que esta labor de apreciación visual como historiador
propiamente dicho fue una experiencia inusual, por sorprendente y digno de compasión que
pueda encontrarse mi caso. Acudían a mi mente ideas tejidas de conocimiento previo, impresiones
mixtas y juicios diversos. Paralelo a ello nunca me abandonó una especie sentimiento compartido
nacido de la recreación de la experiencia pasada, en palabras de R. Collingwood. En efecto,
figurábame yo como un abyecto homicida e intentaba descubrir mediante la imaginación qué
sentimientos acompañaban a los susodichos malhechores durante el intervalo que poco a poco se
cerraba para entregarlos a la muerte. No podía ser otra cosa más que horror y fatídico
remordimiento, pues nadie que ansíe seguir vivo dudaría del pavor natural provocado por la
certeza de una muerte muy cercana, coactiva e involuntaria. Entiendo el sentido del castigo, y es
que no encuentro otras palabras para definir el fatal recorrido más que una tortura psicológica
intencionada.

Volviendo a lo dicho más arriba afirmo que me causó inquietud el hecho de comprobar de esta
forma cómo Heráclito y otros poseen razón al afirmar que todo cambia. Y aunque suene como una
verdad evidente que no requiere demostración -como todo lo obvio- no es asunto tan simple
como pudiese pensarse. Ante la escueta afirmación “todo cambia, nada permanece fijo e
inalterable” yo agregaría ciertas preguntas, a saber, ¿cómo se percibe ese cambio?, ¿qué
elementos lo acompañan? (cuestiones pertinentes y obligadas para el estudioso de la disciplina
histórica profesional). Transportando esta idea al caso particular de la práctica de campo
encuentro clara correspondencia, pues al menos en mí no dejaron de suscitarse cuestiones y
nociones acerca del devenir de la cultura mexicana, entre ellas el simbolismo que encarnaban
ciertas prácticas en determinado lugar, así como la dinámica del aparato judicial en el siglo XVIII en
la Nueva España. Lo importante, según me parece, es que refiné con esta vivencia mi calidad de
observador. Ahora sé más que antes que no debe dejarse a un lado la herramienta analítica de la
observación. Y aunque no sea una observación directa de los hechos pretéritos como algunos
críticos asiduos objetan a los historiadores, no debe despreciarse por ello la utilidad de dicha
práctica.

Por último diré que confío en que en un futuro no muy lejano la discusión entre la historia y demás
ciencias sociales irá poniendo sobre la mesa conceptos y métodos de trabajo más comprensivos y
justos como lo ha venido haciendo la Escuela de los Annales, el historicismo vitalista, la historia de
las mujeres, etc. Me gusta formar parte de una generación de historiadores con un horizonte
intelectual más despejado de dogmas científicos limitantes como es el caso de los positivistas y
ranqueanos. Compruebo que asistimos a una era del pensamiento abierta al diálogo
multidisciplinario y no obstante ese diálogo implique constantes revisionismos ha habido aportes
muy importantes a la labor histórica gracias a los cuales ésta se vuelve cada vez más digna de
considerarse como una disciplina justa que no deja de arrojar información acerca de lo que el ser
humano es.

Quede pues este comentario como fiel testimonio de lo que fue para mí la experiencia de campo.
Estoy seguro que en lo sucesivo habré de ver con distintos ojos los vestigios históricos para seguir
la huella de acontecimientos que no merecen quedar sepultados en el olvido.

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