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“DERECHO PENAL I” – LECCIÓN 4

Profesor: Fernando Miró Llinares

Lección 4. Fuentes, Garantías y límites del Derecho penal de un Estado social y


democrático de Derecho (II)

1.- El principio de intervención mínima y el carácter fragmentario y subsidiario del


Derecho penal
2.- El principio de proporcionalidad
3.- El principio del hecho
4.- El principio de culpabilidad
5.- Otros principios del Derecho penal de un Estado social y democrático de Derecho
(prohibición “ne bis in idem”, principio de resocialización y de humanidad de las penas)

1.- El principio de intervención mínima y el carácter fragmentario y


subsidiario del Derecho penal

El principio de intervención mínima, denominado así en nuestra doctrina por


primera vez por MUÑOZ CONDE, afecta de forma directa al contenido y extensión del
“ius puniendi” y aparece inspirado por el logro de una mayor racionalidad y efectividad
de su ejercicio por parte del Estado. De este modo, según este principio, el Derecho
penal sólo tutela aquellos derechos, libertades y deberes imprescindibles para la
conservación de la paz social, frente a las agresiones más intolerables que se realizan
contra el mismo. Por tanto, siempre, que existan otros medios diferentes al Derecho
penal para la defensa de los derechos individuales, éstos serán preferibles, por ser
menos lesivos. Estamos hablando de la exigencia de economía social que impone el
propio Estado social, a través de la cual se busca el mayor bien con el menor coste.
Tradicionalmente se viene aceptando en el principio de intervención mínima un
doble contenido: por un lado, supone la intervención fragmentaria del “ius puniendi”, lo
cual significa que el Derecho penal “[n]o protege todos los bienes jurídicos, sino los
más fundamentales, y ni siquiera protege a éstos frente a cualquier clase de
atentados, sino tan sólo frente a los ataques más intolerables”; por otro lado, el
principio de intervención mínima conlleva que el Derecho penal sólo ha de intervenir
subsidiariamente, es decir, que “[…] no será legítimo acudir a medios de especial
severidad, como los «penales», si cabe utilizar, con éxito, medios de naturaleza «no
penal», menos devastadores”, lo cual significa, en definitiva, que “[…] la política
«penal» -la prevención del delito a través de la pena- debe ocupar el último lugar en
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los planes de política «criminal» del Estado”. De este modo se afirma la ultima ratio del
Derecho penal.
Estas dos vertientes se unen, al fin y al cabo, en la exigencia de que el Derecho
penal debe conseguir su propia racionalidad, como señaló BRICOLA, conteniendo su
tendencia “inflacionista” y procurando que su papel de instrumento excepcional, de
“extrema ratio”, sirva para la tutela “fragmentaria” de los bienes jurídicos esenciales
para la existencia y desarrollo de la comunidad estatal. Es cierto, sin embargo, que
esta exigencia choca desde hace mucho tiempo con la tendencia “neocriminalizadora”
del Derecho penal que ha puesto en evidente crisis la vigencial real del principio de
intervención mínima1.
En efecto, podemos comprobar en la mayoría de los países en los últimos treinta
años, una tendencia clara hacia la expansión del Derecho penal, hacia el recurso al
Derecho penal como “solución anticipatoria” a los nuevos peligros o, cuanto menos,
como respuesta simbólica a la sensación de inseguridad frente a los mismos. Este
fenómeno que Silva denominó de expansión del Derecho penal, Albrecht como
“contrailustración”, que otros encuadran en el “Risikogesellschaft, y dos sectores muy
distintos de la doctrina han preferido denominar de “modernización”, unos, como
Hassemer mucho antes que Silva, para criticarlo, y otros como Schüneman, parar
defender esta tendencia política criminal y justificarla como medio para incluir en el
ámbito de la persecución criminal a las clases sociales poderosas en sus actividades
de lesión y puesta en peligro de bienes jurídicos como el medio ambiente, el orden
económico, etc, puede considerarse general para toda Europa.
Sea como fuere, y lejos de discusiones terminológicas en cierto modo estériles,
lo que no puede negarse es que existe hoy en día una tendencia general a la
utilización del Derecho penal, probablemente con mera finalidad simbólica, para el
intento de solución de todos los conflictos sociales que aparecen. Ámbitos como el de
la criminalidad económica, la criminalidad contra el medio ambiente, la inseguridad
informática, el terrorismo, el tráfico de drogas, la pornografía infantil, la exportación de
mercancías peligrosas, la inmigración o la violencia doméstica, han logrado lo que
prácticamente nada había conseguido: poner de acuerdo a ideologías políticas de muy
distinto signo en el pensamiento de que la solución a todos esos problemas pasa por
reformar las legislaciones penales y, normalmente, hacerlo incluyendo nuevas figuras
delictivas en las que se sancionan, cada vez con penas más graves, comportamientos

1 GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, A.: Derecho penal…, ob. cit., pág. 389.


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más alejados de la lesión o puesta en peligro de los bienes jurídicos. En estos


ámbitos, y ya casi en todos, se anticipa la punición, se administrativiza el Derecho
penal al no exigir ya lesión a bienes jurídicos protegidos, y, en definitiva, se olvida el
principoi de intervención mínima.
Asistimos, pues, no a un cese, sino a un desproporcionado aumento de la
tendencia hacia la criminalización: por una parte la de las clases marginales, (de las
cuales son hoy ejemplo, más que nunca, los inmigrantes) que siguen bajo el influjo del
movimiento “Law and Order”; por otra parte las clases poderosas, que ven en peligro
sus estables posiciones al atacarse, por fin y con acierto, la criminalidad económica,
aunque ello se haga a veces a costa de crear un nuevo Derecho penal
administrativizado, como en el ámbito de los delitos contra el medio ambiente, en el
que, sin embargo, se mantienen las penas privativas de libertad. Pero, aunque nadie
pueda criticar la expansión del Derecho penal en el sentido de protección de aquellos
intereses que requieren de una intervención criminal, lo cierto es que las tesis del
Derecho penal esencial quedan, en la sociedad del riesgo actual, cada vez más
lejanas de pasar de utopía a realidad, y el principio de intervención mínima ya casi es
una utopía.
Puede afirmarse, pues, que acierta Prittwitz, cuando señala que la subsidiariedad
del Derecho penal, el carácter de última ratio y de fragmentariedad están convirtiéndose,
pues, en meras proposiciones programáticas. Y por mucho que este fenómeno de política
legislativa, encuadrable en el más general fenómeno de la expansión del Derecho penal,
se generalice en todos los Estados y particularmente en el nuestro, ni debemos nosotros
dejar de criticar al legislador cuando utilice el Derecho penal de forma totalmente
innecesaria, ni debemos nosotros girar la vista hacia otro lado aceptando al legislar
populista, sino que hay que seguir exigiendo un Derecho penal más racional, efectivo,
pero siempre mínimo, por ser máximo el daño que el produce. No se trata de enmarcarse
en una concepción ilusoria y utópica del Derecho penal, apartada de la realidad de la
sociedad de riesgos y miedos de nuestros días a la cual debe enfrentarse. Como señala
Mantovani, entre “el utópico optimismo de la abolición del Derecho penal, sin disponer de
soluciones alternativas válidas y el regresivo pesimismo de la amplificación del mismo,
está el realismo activo de la mejora y contención del Derecho penal”. Esto último es lo
que, en realidad, es el principio de intervención mínima.

2. El principio de proporcionalidad
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Dice SILVA SÁNCHEZ que el principio de proporcionalidad permite conectar los


fines del Derecho penal con el hecho cometido por el delincuente, impidiendo el
establecimiento de conminaciones penales o la imposición de penas de forma
abstracta, sin relación valorativa con el hecho. En efecto, según este principio, también
llamado por algunos autores “de prohibición de exceso o de proporcionalidad en
sentido amplio”, la gravedad de la pena ha de ser proporcional a la gravedad del
hecho antijurídico, a la gravedad del injusto”. El principio de proporcionalidad aparece,
pues, como una exigencia de justicia, que toma en consideración para aplicar el mal
que es la pena, el mal cometido, esto es, la gravedad intrínseca del hecho, por el
grado de desvalor del resultado y de la acción – importancia y número de bienes
jurídicos afectados, entidad del daño, peligrosidad de la acción y desvalor de la
intención, etc.
Como ha señalado entre otros Cuerda Riezu, puede decirse que el principio de
proporcionalidad penal tiene un doble destinatario: por una parte, el poder legislativo,
que está obligado a establecer penas proporcionadas, en abstracto, a la gravedad del
delito, y, por otra parte, el poder judicial, que debe regirse por la proporcionalidad a la
hora de determinar, en concreto, la pena a imponer a cada conducta.
En la actualidad, por influencia fundamental de la jurisprudencia de nuestro
Tribunal Constitucional, la doctrina entiende el principio de proporcionalidad como
principio de proporcionalidad en sentido amplio que, a su vez, se descompone en tres
subprincipios o condiciones de aplicación: idoneidad, necesidad y proporcionalidad en
sentido estricto.
El principio de idoneidad supone la exigencia de que la intervención por medio
del Derecho penal sea requerida para la tutela del bien jurídico y que la medida
adoptada, tanto la pena como la medida de seguridad, sean la adecuada para
conseguir la finalidad que se persigue.
Por su parte, el principio de necesidad en Derecho penal se concreta en dos
principios que ya he tratado anteriormente: por una parte, el principio de exclusiva
protección de bienes jurídicos y, por otra, el principio de intervención mínima con las
exigencias de “ultima ratio” y carácter fragmentario del Derecho penal.
El principio de proporcionalidad en sentido estricto viene a coincidir con el
principio de proporcionalidad de las penas y el principio de proporcionalidad de las
medidas de seguridad, tal y como ha sido entendido tradicionalmente por la doctrina;
es decir, supone que las consecuencias jurídicas derivadas del delito sean
proporcionadas a la gravedad del mismo.
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En cualquier caso, soy de la opinión de que la necesidad de proporcionalidad


constituye también una exigencia del Estado democrático. Como dijo MIR PUIG, “un
[D]erecho penal democrático debe ajustar la gravedad de las penas a la trascendencia
que para la sociedad tienen los hechos a que se asignan”, a lo cual ha añadido con
posterioridad “según el grado de la «nocividad social» del ataque al bien jurídico”.

3. El principio del hecho

Según este principio, el delito requiere un comportamiento exteriorizado,


susceptible de percepción sensorial, un hecho, pues el hecho es la base natural sobre
la que descansa el juicio de desvalor penal2, y hechos son “comportamientos
exteriorizados susceptibles de percepción sensorial”3. El principio del hecho, junto con
el principio de legalidad, se extrae del art. 25.1 CE 1978 (“[n]adie puede ser
condenado o sancionado por acciones u omisiones […]”), pero su definición tradicional
es en negativo, por medio del aforismo “cogitationes poenam nemo patitur”, es decir,
nadie puede ser castigado por sus pensamientos, sino por sus hechos.
El principio del hecho, pues, implica un doble mandato al legislador: en primer
lugar le obliga a que defina los comportamientos que van a merecer la incriminación
penal, a los efectos de que se conozca el comportamiento prohibido (principio de
legalidad); en segundo lugar, y ya más estrictamente el principio del hecho, obliga al
legislador a que lo prohibido sea algo que salga del ámbito privado del sujeto, de sus
pensamientos, de sus intenciones, de su carácter, en definitiva, de la personalidad del
autor.
Y es que aquel Derecho penal en el que rige el principio del hecho es lo contrario
al Derecho penal de autor, en la medida que sólo lo realizado por el sujeto y nunca su
forma de ser, su personalidad o cualquier otro elemento diferente del comportamiento
exteriorizado podrán fundamentar la responsabilidad penal. ROXIN, confrontando el
Derecho penal del autor con el Derecho penal del hecho, defiende éste como “[…] una
regulación legal, en virtud de la cual la punibilidad se vincula a una acción concreta

2 MARTOS NÚÑEZ, J.A.: “Principios penales…”, ob. cit., pág. 244. Como ha destacado entre
nosotros QUINTERO OLIVARES, independientemente de la concepción que se sostenga sobre los
fines de la pena,” […] es lo cierto que, en todo caso, ésta tiene como razón la comisión de un
hecho exclusivamente. Si la potestad punitiva no respeta el límite, interviniendo la libertad de
los ciudadanos aun sin que se hayan cometido hechos delictivos, desaparecerá la seguridad
jurídica, garantía esencial del Estado de Derecho” (QUINTERO OLIVARES, G.: Represión penal y
Estado de Derecho, Dirosa, Barcelona, 1976, pág. 113).
3 GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, A.: Derecho penal…, ob. cit., pág. 359.
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descrita típicamente (o a la sumo a varias acciones de ese tipo) y la sanción


representa sólo la respuesta al hecho individual, y no a toda conducción de la vida del
autor o a los peligros que en el futuro se esperan del mismo”.
La citada proclamación constitucional de este principio no hace más que
confirmar la necesidad de tenerlo en cuenta a la hora de la incriminación. De hecho, la
doctrina ha ido haciendo ver a la jurisprudencia y al legislador cómo había, y aún hay,
importantes infracciones del principio del hecho en nuestro Código penal. Si bien es
cierto que el CP 1995 ha solucionado y superado muchas de esas infracciones, sería
de utilidad examinar algunos de los ejemplos de delitos o de figuras que lesionaban
este principio y que lo pueden lesionar en la actualidad.
El caso más evidente del anterior código penal era el de la responsabilidad por
hecho presunto, que permitía imputar, por ejemplo, el asesinato de una persona tanto
a aquél que clavaba el puñal como a aquél que simplemente formaba parte del grupo y
que cometió el delito de no impedirlo. Evidentemente, se trataba de un precepto
inconstitucional, pues lesionaba claramente el principio del hecho. Y aunque este
delito ha desaparecido en el CP 1995, existen en éste otros preceptos que están cerca
de la responsabilidad por hecho presunto. Es el caso del artículo 166 CP 1995, que
sanciona al reo de detenciones ilegales o secuestro, en el caso de que no dé razón del
paradero de la persona detenida, con una pena similar a la del homicidio. Aunque el
Tribunal Constitucional señaló en Auto 419/1990, de 28 de noviembre, que no se trata
de un supuesto de responsabilidad por hecho presunto (y hay que tener en cuenta que
en realidad lo hizo respecto al anteriormente vigente artículo 483, que contenía, sin
más datos que la detención de particulares, la falta de explicación y la ignorancia
acerca del paradero del detenido, una presunción de muerte de dudosa
constitucionalidad), se trata de un tipo más que discutible, dado que supone la
aplicación de una mayor pena basándose en criterios no probados, y no simplemente
en el hecho de no colaborar con la Justicia.

4. El principio de culpabilidad

COBO DEL ROSAL y VIVES ANTÓN enuncian el principio de culpabilidad como “[…]
el reproche personal que se dirige al autor por la realización de un hecho típicamente
antijurídico”4, considerando que su fundamento se encuentra en “la libertad humana:

4 COBO DEL ROSAL, M./VIVES ANTÓN, T.S.: Derecho penal…, ob. cit., pág. 535.
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se es culpable de una infracción en tanto en cuanto quepa presuponer que pudo


haberse evitado”. No obstante FEIJOO SÁNCHEZ ha advertido una evolución en la
doctrina española “hacia una concepción de la culpabilidad más funcional y menos
antropológica, ontológica o metafísica”. En efecto, MUÑOZ CONDE ya adelantó en su
día que “[r]ealmente no hay una culpabilidad en sí, sino una culpabilidad en referencia
a los demás. La culpabilidad no es un fenómeno individual, sino social.
Aquello que nos interesa destacar ahora son las exigencias que debe cumplir el
Derecho penal de un Estado social y democrático de Derecho derivadas de la vigencia
del principio de culpabilidad. Pues bien, puede decirse que el principio de culpablidad
desempeña una doble función limitadora.
Por una parte supone que sólo se le puede imponer una pena al autor que ha
obrado culpablemente (“nullum crimen sine culpa”).
Por otra, implica que la gravedad de la pena que se le aplique (al autor culpable)
ha de ser adecuada a la gravedad de su culpablidad.
De ahí se derivan las implicaciones fundamentales del principio de culpabilidad:
1º) el sujeto ha de ser imputable (“principio de imputación personal”);
2º) de acuerdo con el artículo 5 CP 1995, no hay pena sin dolo o imprudencia
(“principio de dolo o culpa”);
3º) la responsabilidad derivada del hecho culpable, en tanto que se ha de
imponer a un individuo imputable, sólo es posible exigirla a las personas individuales y
por hechos propios (“principio de responsabilidad por el hecho” y “principio de
personalidad de las penas”); y
4º) la pena será graduada en función de la existencia de una mayor o menor
culpabilidad (pues “la pena no debe sobrepasar la medida de culpabilidad”, como
implícitamente se deriva del artículo 4.3 CP 1995).

En definitiva, sólo existe una posibilidad de disuadir al infractor de las normas


penales de conducta por la perspectiva de sufrir el mal de la pena con que se le
amenaza, en el caso de que dicho autor continúe siendo capaz de observar dicha
norma. Asimismo, la imposición y ejecución de la pena sólo aparecen como
necesarias y justificadas en principio, en el caso de que el autor haya puesto en
cuestión la vigencia de la norma mediante una infracción que para él fuera
personalmente evitable”. Todos estos presupuestos, cuya presencia deberá
comprobarse en el juicio de culpabilidad, son fundamentales para que la pena cumpla
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los efectos de prevención general y especial que se le deben exigir, pena que se
puede aplicar a aquel sujeto que podría haber evitado esos actos.

5. Otros principios del Derecho penal de un Estado social y democrático de


Derecho (prohibición “ne bis in idem” y principios de resocialización y de
humanidad de las penas)

A) Prohibición “ne bis in idem”

De forma muy genérica, el principio “ne bis in idem” impone la prohibición de


castigar más de una vez el mismo hecho. La STC 2/1981, de 30 de enero, reconoce
que “[s]i bien no se encuentra recogido expresamente en los artículos 14 a 30 de la
Constitución […], va íntimamente unido a los principios de legalidad y tipicidad de las
infracciones recogidos principalmente en el artículo 25 […]”, razón por la cual parte de
la doctrina lo vincula estrecha y directamente al mencionado principio de legalidad.
COBO DEL ROSAL y VIVES ANTÓN puntualizan el “doble significado” de este
principio:
“de una parte, es un principio material, según el cual nadie debe ser castigado
dos veces por la misma infracción y,
de otra, es un principio procesal, en virtud del cual nadie puede ser juzgado dos
veces por los mismo[s] hechos”.
En todo caso, lo importante a los efectos que nos ocupan es que por mor de la
STC citada anteriormente, no es posible en nuestro Ordenamiento constitucional
sancionar dos veces el mismo hecho siempre que exista una unidad o identidad de
sujeto, de hecho y de fundamento. Es decir, habrá vulneración de la prohibición de “ne
bis in idem” en el supuesto de “que a un mismo individuo, como consecuencia de la
realización de una misma conducta y de la producción de un mismo resultado, se le
aplicaran dos normas distintas cuya fundamentación sea la misma tutela del mismo
bien jurídico”.
Precisamente a la luz de esta matización encuentra explicación la jurisprudencia
de nuestro Tribunal Constitucional (SSTC de 30 de enero de 1981, de 27 de
noviembre de 1985, de 8 de julio de 1986 y de 10 de diciembre de 1991) a la luz de la
cual se ha admitido la “acumulación de sanciones” por un mismo hecho (por parte de
un mismo sujeto, por supuesto) siempre que sean impuestas por autoridades de
distinto orden, que contemple el hecho disvalioso desde perspectivas distintas, o que
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exista una relación de supremacía especial de la Administración o relación de sujeción


especial con ella, los cuales son supuestos específicos de distinto fundamento. No
obstante, es especialmente atinada la observación que realiza DE LEÓN VILLALBA
respecto a que “[l]a mera distinción nominal de las normas que los regulan, o la alusión
a intereses generales, profusos o indeterminados, no pueden en ningún caso
fundamentar la existencia de una doble reacción punitiva estatal contra una conducta,
sino que únicamente será la perfecta delimitación de los intereses materialmente
afectados y efectivamente recogidos en las normas aplicadas, los que permitan
doblegar la eficacia de nuestro derecho fundamental, sin que pueda establecerse a
priori la existencia globalizante de intereses diferentes en la actuación de uno y otro
sector jurídico”. Propone el autor que “[s]i por ejemplo, la sanción penal ha tenido en
cuenta el carácter de funcionario del sujeto, parece lógico mantener que se ha
cumplido igualmente la finalidad protectora asignada a la pena disciplinaria y, por
tanto, permitir en último extremo sólo aquellas consecuencias accesorias que sirvan a
los objetivos disciplinarios no contemplados en la norma penal”, concluyendo que “[l]a
puesta en práctica de esta posición requiere conocer perfectamente los objetivos de
cada una de las sanciones, de forma que cuandto más nítidamente se puedena
separar las funciones y objetivos perseguidos por ellas, mayor es la admisibilidad de la
doble sanción; por el contrario, la cercanía de sus fines impone una solución
alternativa o, cuanto menos, informada por el criterio de la proporcionalidad”.

B) Principios de resocialización y de humanidad de las penas

Muñoz Conde denunció en su día que “[e]l optimismo en la idea de


resocialización, diciendo que el mismo había sido quizás excesivo y hasta tal punto
acrítico que nadie se ha ocupado todavía de rellenar esta hermosa palabra con un
contenido concreto y definitivo. El artículo 25.2 CE 1978 proclama que “[l]as penas
privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la
reeducación y reinserción social”. De dicho precepto se han realizado dos
interpretaciones distintas:
la primera, en sentido amplio, según la cual la resocialización sería el
fundamento de la pena en nuestro Ordenamiento constitucional;
la segunda, en sentido restringido, conforme a la que la reinserción sería
simplemente un criterio rector de la ejecución de la pena.
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No obstante advierte GARCÍA RIVAS la existencia de una tercera interpretación


predominante en nuestra doctrina, la cual “[…] eleva el grado de penetración de la
finalidad resocializadora al introducir un principio de humanidad, que proscribe la
imposición de sanciones inútiles cuando no claramente perjudiciales para el
condenado (por la injusticia y crueldad que supondría la aplicación de tal clase de
castigos) y que responde al deseo de adaptar las penas privativas de libertad y las
medidas de seguridad a las exigencias actuales de las ciencias criminológica y penal”.
De hecho, HASSEMER y MUÑOZ CONDE consideran que “[…] el principio de
humanidad, correctamente entendido, debería ser el principio rector del Derecho penal
y de la Política criminal, pues sólo un sistema jurídicopenal que tenga como meta
exclusiva la protección de intereses humanos corresponde a una teoría personalista
del bien jurídico y a un control formalizado de la desviación”.
Parece claro, pues, que, como afirma SILVA SÁNCHEZ, la resocialización o
reinserción en la actualidad “se entiende en términos claramente garantísticos”, de tal
forma que para este autor “[l]a resocialización, pues, entendida no como imposición de
un determinado esquema de valores, sino como creación de las bases de un
autodesarrollo libre o, al menos, como disposición de las condiciones que impidan que
el sujeto vea empeorado, a consecuencia de la intervención penal, su estado de
socialización, constituye una finalidad a la que el Derecho penal parece tender”, la cual
no tiene por qué plantear una “antinomia de los fines de la pena”, ya que, como el
propio SILVA SÁNCHEZ afirma, las investigaciones empíricas parecen demostrar que es
posible lograr “[…] la síntesis entre el fin de no-desocialización, o de favorecimiento de
la resocialización, y el fin de intimidación correctamente entendida”.
Finalmente, y en relación con el principio de humanidad de las penas, es
necesario incidir en la necesidad de que un Estado democrático sea respetuoso, en el
ejercicio del “ius puniendi”, con la dignidad humana. Así, siguiendo a GRACIA MARTÍN,
“[…] deberá considerarse injusta a toda pena que anule o limite gravemente las
posibilidades de libre opción del delincuente, incluso la opción más extrema de
mantenerse fuera del [O]rdenamiento jurídico, pues una pena así no sería conforme
con el principio del respeto a la dignidad de la persona”. En realidad, y como ya he
dicho más arriba, el principio de dignidad humana, más que un límite, es un criterio
fundamental para la definición del contenido material del bien jurídico protegido.
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