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Sobre la historia y su producción

en el cruce de las prácticas


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Luciano Alonso

La definición de las prácticas sociales que


pueden ser llamadas «historia»

Como es sabido, el vocablo «historia» tiene en las lenguas latinas la


mala fortuna de referir a un modo de conocimiento sobre lo pasado y
al mismo tiempo a la materia misma de ese conocimiento, es decir lo
pasado en sí. Suponiendo que lo segundo es algo que adquiere sen-
tido sólo a partir del presente y que una historia efectivamente ocu-
rrida es tal no sólo porque tenga rastros identificables sino además
porque se la considera (reconstruye, propone) desde un momento
determinado, el problema principal de la definición es entonces el
significado de la palabra en su primera acepción. Entonces, ¿a qué
formas de conocimiento del pasado podemos llamar «historia»?
Desde la perspectiva de un saber guiado por métodos y con
recurso a fuentes controladas de información, para responder a la
ya casi absurda pregunta acerca de «¿qué es la historia?» baste tal
vez con remitirse al probablemente olvidado texto que con ese nom-
bre publicó Edward Hallett Carr hace casi medio siglo.1 Más allá de

(1) CARR, E. H. ¿Qué es la historia?, Barcelona, Ariel, 1984.

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que lógicamente se haya generado una multitud de aportes en torno
al estatuto epistemológico de la disciplina y que algunos de ellos
superen en mucho las perspectivas del historiador inglés, éste esta-
bleció ya en 1961 una serie de tópicos que a su vez reconocían pro-
fundos debates de mucho tiempo atrás: la noción de que el «hecho
histórico» no es algo que esté allí disponible sino que debe ser con-
struido y cali-ficado como tal por el historiador, la crítica de la teleo-
logía y a la vez la afirmación de la idea de progreso, el mal llamado
problema de la «objetividad» en la historia, las relaciones y distin-
ciones entre análisis enfocados en la sociedad o en el individuo, los
límites del conocimiento académico del pasado, la diferenciación del
saber histórico respecto de la teología y de la literatura, la relación
con otras disciplinas —desde la economía al psicoanálisis— o las
variadas tendencias y campos que se abren a los historiadores.
Quien desee conocer lo que se entiende por la historia en tanto
disciplina científica puede encontrar todavía en el texto de Carr y en
una multitud de escritos similares de otros autores las líneas direc-
trices de una práctica —de un oficio, diríamos— que con razonables
transformaciones ha sobrevivido a las sucesivas crisis institucionales
y de sentido del último cuarto del siglo XX. El mismo reconocimiento
que ya en ese libro clásico se realizaba acerca de la diferencia de for-
mas de comprender a la historia académica por parte de profesio-
nales altamente respetados, nos remite a una pluralidad de corrientes
o enfoques posibles. Aunque ciertos modos de trabajo, construcción
de objetos y matrices disciplinarias disminuyan su influencia o sean
prácticamente reemplazados por otros, es difícil suponer que se pre-
senten «cambios de paradigmas». Como ha sido adecuadamente
destacado por autores como Roberto Follari, las ciencias sociales
—y con ellas la disciplina histórica— no serían preparadigmáticas
como en el modelo de Thomas Kuhn, sino propiamente a–paradig-
máticas en tanto que en ellas no hay una comunidad científica que
comparta plenamente supuestos teóricos, métodos, formas de inves-
tigación y prueba. En términos de Gérard Noiriel, no ha habido una
crisis de la historia como disciplina, sino que desde su instituciona-

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lización académica han convivido posicionamientos teórico–filosó-
ficos contrapuestos,2 con lo que podríamos avanzar la idea de que la
crisis epistemológica es casi el modo de existencia de la disciplina.
La multiplicidad de objetos y enfoques se corresponde con la
amplitud de aspiraciones de «los historiadores» que, con el único
requisito de considerar la variable temporal —aunque más no sea
para decir que hay una «historia inmóvil» o para cultivar el anacro-
nismo— practican (practicamos) una verdadera «todología», sola-
mente superada en las sociedades occidentales contemporáneas por
el periodismo. La complejidad de la historia se presenta como repre-
sentación de la complejidad de lo social y prácticamente no hay te-
rritorio que pueda ser excluido de la pretensión de su historización.
Y si hay una pluralidad de modos de hacer ciencia o de practicar el
oficio, si proliferan las opciones teórico–metodológicas y los objetos
de estudio, será muy difícil seguir sosteniendo una imagen de los
«historiadores tradicionales» construida sobre un molde decimonó-
nico como un espantajo contra el cual batallarían formas renova-
das, o reemplazar la noción de lo «tradicional» poniendo en su lugar
un cierto marxismo o a la Escuela de los Annales para proceder de
similar manera. Cada corriente, escuela, línea o grupo crea su propia
tradición, que además no puede ser pensada como un conjunto está-
tico de prácticas, sino que, por el contrario, muta constantemente
—sea o no el cambio perceptible para esos mismos agentes.
Pero lo que el texto de Carr supone y lo que el planteo pragma-
tista de Noiriel deja en claro es que la distinción entre lo que puede
ser llamado «historia» y lo que no, es algo que correspondería a los
propios historiadores. Ausente un criterio general establecido desde
fuera de la disciplina, son aquellos que la ejercen los que se arrogan
el derecho a decir qué es. Problema nada inocente en las luchas por

(2) FOLLARI, Roberto «Sobre la existencia de paradigmas en las ciencias sociales», en


Nueva Sociedad Nº 187, Caracas, septiembre/octubre 2003, en línea en http://www.
nuso.org/upload/articulos/3145_1.pdf, consulta septiembre de 2011; NOIRIEL, Gérard
Sobre la crisis de la historia, Madrid, Cátedra, 1997.

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la distribución de recursos económicos, honores o reconocimiento
social que se dirimen a partir de esa definición, y que nos llevaría a
preguntarnos quién le ha dado a determinados agentes individuales
e institucionales la capacidad para establecer tal cosa —o dicho de
otro modo, en qué lugar social se decidió el monopolio de un agente
colectivo determinado sobre la definición de su propia práctica.
La historia como disciplina —es decir, la historiografía— aparece a
la mirada de quien trate de objetivarla como un campo disciplinario,
subcampo, sección o facción de un campo académico más amplio.
Sería plenamente pertinente reiterar aquí los planteos de Pierre
Bourdieu respecto de las propiedades de los campos y de las reglas
que rigen su funcionamiento. La identificación de quienes integran el
campo por parte de los agentes dominantes y de sus obras como refe-
rencias válidas en las prácticas y estrategias desplegadas al interior
del campo o en su intersección con otros espacios sociales, adquiere
la característica de una locución performativa. La caracterización de
un libro como historiografía y de su autor como historiador por los
que ocupan las posiciones dominantes convierte a esa obra y a esa
persona en eso mismo. Y por el contrario, quienes no gozan de ese
reconocimiento deben luchar con más ahínco para obtener los bienes
materiales y morales que se ponen en juego.
En rigor no es sólo el saber hacer de un oficio el que determina
la posición de los agentes en el campo o, en su caso, su considera-
ción como ajenos al campo. El cumplimiento de reglas de erudición
no alcanza a garantizar el reconocimiento de los pares cuando hay
una tendencia de los esquemas de percepción de los «historiado-
res» a reconocer como impropias ciertas posiciones ético–políticas.
Por caso, la sistemática negación de los trabajos de Osvaldo Bayer no
puede tener que ver con su modo de trabajo —adquirido en una pres-
tigiosa universidad alemana— sino más bien con su declarado anar-
quismo. Fueron llamativas las diferencias de tratamiento que Bayer
recibió a mediados de los años 2000, cuando su obra adquirió una
renovada actualidad, al punto que algunas universidades naciona-
les le otorgaron el grado de doctor honoris causa únicamente por su

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trayectoria en el campo de los derechos humanos, la literatura y el
periodismo, mientras que otras sí incluían a su labor historiográfica.
¿Y cómo considerar, por otra parte, a esos intelectuales que cabalgan
entre la historiografía y el periodismo, como Gregorio Selser, al pre-
cio de no ser conocidos ni por historiadores ni por periodistas?
Pero desde la perspectiva de un espacio social más amplio, definido
por posicionamientos relativos a diversos tipos de capital y princi-
palmente a ciertas formas del capital cultural, se suele reconocer la
cualidad de «historiador» a personas que no calificarían institucio-
nalmente en las universidades, ni en las academias tradicionales, ni
en lugares como el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas
y Técnicas. Hay comunidades que reconocen a algunos de sus miem-
bros como personas que hacen historia y más impersonalmente un
público determinado que consume a partir de mecanismos de mer-
cado lo que considera historia, aunque los agentes que pretenden
arrogarse la autodelimitación del campo los desconozcan.
Así, se destacan en el espacio social diversos grupos especializa-
dos en la producción de conocimiento sobre el pasado, con diferen-
cias notables respecto del grado de profesionalización y del recurso
a métodos considerados disciplinarmente apropiados. Muy arbitra-
riamente, podría identificarse, por un lado, un amplio y polimorfo
conjunto de historiadores amateurs vinculados o no a instituciones
diversas —cuando cabe, principalmente educativas— y de actores
con otras adscripciones vinculados a una producción mercantilizada,
cuyos intereses y modos de trabajo son muy diversos. Por el otro,
un no menos complejo espacio de producción historiográfica recono-
cido como tal por su adscripción institucional, compuesto principal-
mente por historiadores u otros profesionales de las ciencias sociales
insertos tanto en espacios académicos tradicionales como principal-
mente en el sistema universitario y científico–técnico.
Esta distinción es abusiva porque las fronteras entre esos dos
grandes conjuntos no son claras. Podríamos decir que no se trata de
una inmadurez del campo, sino del hecho de que la forma de exis-
tencia de los campos supone posicionamientos más fluidos y menos

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estructuralmente delimitados que los que parece proponer el análisis
al estilo de Bourdieu. No sólo se plantean problemas de recono-
cimiento y posicionamiento relativo, sino que algunos actores indivi-
duales o colectivos pueden participar de más de un espacio. Para citar
un ejemplo muy conocido baste señalar que —como lo destacara Oscar
Videla en un breve artículo que le valió la crítica de muchos compa-
ñeros académicos— un personaje tan integrado al ambiente mediático
como Felipe Pigna se formó en rigor en un ámbito académico univer-
sitario y puede pretender transferir del mismo insumos determinados
para una actividad mercantil que él entiende como divulgación.3 Por
su parte, diversos profesionales vinculados a una izquierda partidaria
más o menos tradicional cruzan sin duda esos dos grandes ámbitos,
en tanto se desempeñan como docentes universitarios y poseen una
experticia que los habilita para el trabajo disciplinar, pero al mismo
tiempo presentan enfoques que muchas veces tienen que ver con la
aplicación de un cierto «sentido común» más que con prevenciones
metodológicas —aunque de seguro lo mismo puede decirse de muchos
profesionales con imaginarios derechistas.
Si la calificación de «historia» para las prácticas orientadas a la pro-
ducción del conocimiento sobre el pasado es entonces variable, habrá
que destacar que —tanto en lo que hace a aquellos agentes inscriptos
en instituciones específicas como a los que participan de ámbitos de
difusión comunitarios o mercantiles más laxos— en todos los casos
la cuestión del reconocimiento por otros es lo que habilita a esa defi-
nición. Es pertinente entonces la aplicación de la noción de «capital
simbólico» de Pierre Bourdieu, para referir a esos capitales cultura-
les (y en gran parte relacionales y sociales, además de convertibles en
capital económico) cuya posesión da lugar a la ubicación del agente
como «historiador», poseedor de un saber hacer y en su caso de una
profesión. La noción de capital simbólico refiere a la forma en que

(3) VIDELA, Oscar «Historiografía argentina y divulgación. Reflexiones alrededor del


libro Los mitos de la historia argentina de Felipe Pigna», en Historia Regional Nº 22,
Villa Constitución, Instituto Superior del Profesorado Nº 3, 2004, p. 146.

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se distribuyen socialmente ciertos bienes simbólicos como el honor,
el prestigio, la autoridad o la reputación y al modo en el cual se hace
evidente o natural para los agentes aquello que es arbitrario, contin-
gente y que depende de luchas de sentido, por ejemplo: que determi-
nada persona «es historiador». Su correlato es el «poder simbólico», o
sea esa capacidad para producir un efecto mediante la creencia en la
legitimidad de determinadas palabras, y la «violencia simbólica», esa
violencia que no es reconocida como tal y que supone la imposición
de una arbitrariedad cultural. Y los intelectuales son (somos) poco
capaces de percibir la violencia simbólica porque ellos mismos la han
sufrido más intensamente que la mayoría de las personas y porque
continúan fomentando su ejercicio.4
Más allá de servir como caso de aplicación y ajuste de las he-
rramientas conceptuales de Bourdieu, la posibilidad de pensar el
reconocimiento de determinadas prácticas como «historia» y de
determinados agentes como «historiadores» en campos específicos
o en un más amplio espacio social, nos pone frente al problema de la
violencia simbólica implícita en esas definiciones. Y eso nos permite
apreciar cómo en una institución o en una localidad dadas alguien
trata de preciarse de esas prácticas o calificaciones para reproducir o
acrecentar capitales —y no menos que otros un capital económico—
y para legitimar sus posiciones ético–políticas. Adicionalmente, a
pesar de las transformaciones de las prácticas y de reformulación
de las relaciones de poder entre los géneros, la figura del historiador
sigue apareciendo en singular, pero además con las connotaciones
subrepticias de varón, mayor de edad, económicamente solvente y
reconocido institucionalmente, dedicado en general a la producción
individual que lleva su nombre de autor aunque ésta haya sido sos-
tenida por el trabajo desmerecido de numerosos auxiliares, becarios,
archiveros y bibliotecarios.

(4) De entre los numerosos textos de Bourdieu, véase especialmente BOURDIEU,


Pierre y WACQUANT, Loïc Respuestas. Por una antropología reflexiva, México,
Grijalbo, 1995. La alusión a los intelectuales en p. 122.

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Sólo así se comprende la importancia que para las luchas loca-
les tiene el gesto pedante de quienes se presentan a sí mismos como
profesores de historia devenidos historiadores, como historiadores y
periodistas o simplemente como historiadores sin aditamentos, pre-
firiendo esas nominaciones a la calificación de personas que traba-
jan en los campos de la educación, la historia y/o el periodismo. Si
les creemos sin más, reconociéndolos como lo que ellos mismos dicen
ser, sus voces aparecerán valorizadas, dotadas de un plus de legitimi-
dad frente a otras voces y por tanto capaces de imponer un sentido.
En los focos locales de poder–saber, en las situaciones definidas por
la actuación de esos agentes en interacción con otros, esa situación
revierte necesariamente en la imposición de visiones sobre el pasado.
Casi no hace falta decir que en la mayor parte de las veces esas
actitudes se conjugan con lo que podríamos llamar la función repro-
ductora de la historia como disciplina. El establecimiento de un régi-
men de verdad sobre el pasado, aunque más no sea por el recurso a
determinadas categorías y conceptos, encorseta las interpretaciones
del presente. La reproducción de lo dado es entonces el único hori-
zonte posible. Las élites seguirán siendo élites, los grandes hombres
seguirán siendo grandes hombres, las masas seguirán siendo masas.
En el extremo, los historiadores seguirán siendo historiadores y nadie
les pedirá cuentas de lo que hacen en orden a las necesidades y luchas
de un espacio social que esté más allá de sus prácticas académicas.
Si lo que queremos —como un nosotros siempre cambiante y
diverso— es evitar que se reproduzca un estado presente de las rela-
ciones de fuerza de una sociedad, será imprescindible discutir las
concepciones del pasado sin partir de la arbitrariedad cultural que
supone que algunos agentes pueden definirlo y otros no. Lógica-
mente algunos individuos o colectivos tendrán mayores elementos
para convalidar, argumentar o difundir sus interpretaciones, pero
de ello no se derivará automáticamente la violencia simbólica de un
relato sobre el pasado que se impone y condiciona el presente. No
podemos pretender que la historia–disciplina se diluya en la multipli-
cidad de saberes sociales —y no está claro que ganaríamos nada con

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ello—, pero eso no puede justificar la posición privilegiada de quie-
nes se autodenominan historiadores.
Y es que además es notoriamente falso que los únicos habilitados
para presentar interpretaciones «correctas» sean los profesionales de
una disciplina o incluso aquellos que sin vivir de ese oficio sean reco-
nocidos como historiadores. Por un lado, los actores legos tienen algo
para decir sobre la sociedad por el mismo hecho de que la viven —lo
que diferencia a cualquier ciencia social de las ciencias exactas y físi-
co–naturales—. Por el otro, la producción del conocimiento sobre el
pasado no es una empresa que pueda ser apropiada privadamente
por cierta categoría de individuos, sino que corresponde a una mul-
titud de agentes, desde los cronistas antiguos a los blogueros actua-
les, desde los amanuenses a los auxiliares de investigación, desde los
archiveros a los correctores.5 En el cruce de todas esas voces y esas
manos está la funcionalidad de la historia para la vida, su función
identitaria e integrativa, así como el diálogo e interpenetración de
la historia entendida como disciplina científica con otros modos de
hacer historia.
Obviamente estas consideraciones no importan a quienes sólo
ven en la historia una profesión, cuya función como disciplina puede
resultarles más o menos problemática pero en todo caso socialmente
acrítica. Otras funciones de la historia disciplinar, más allá de la
reproducción de lo dado o de su mera instrumentalización en luchas
de poder, son las que pueden interesar a los que por el contrario bus-
can superar esa concepción estrecha y ponerla en contacto con otros
saberes.

(5) La visión de los actores legos como agentes informados que pueden decir algo
sobre lo social en GIDDENS, Anthony La constitución de la sociedad. Bases para
una teoría de la estructuración, Buenos Aires, Amorrortu, 1995. La concepción de
la historia como un proceso de producción de conocimiento que involucra a múlti-
ples agentes en SAMUEL, Raphael Teatros de la memoria. Pasado y presente de la
cultura contemporánea, Valencia, Prensas Universitarias de Valencia, 2008.

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Las funciones de la historia como disciplina científica

No está de más recordar que las primeras funciones de la historia


como disciplina estuvieron asociadas a la construcción de la identidad
cultural y al análisis del pasado en vistas de propuestas sobre el orde-
namiento social. En esas dimensiones, la historia que recurre a ciertos
métodos sujetos a control, que asume modelos de ciencia variables y
que se propone mantener una referencialidad en las fuentes a través
de técnicas específicas de construcción y tratamiento de datos —cua-
lesquiera sean éstas—, cumplió siempre funciones integrativas, sean
reproductivas de lo social o por el contrario tendientes a su modifica-
ción. Dando por supuesto que esa es una función esencial de la histo-
ria como disciplina pero que en sí no es diferente de otros modos de
historiar que no compartan esos criterios epistemológicos, metodoló-
gicos o técnicos, podríamos proponer otras funciones sociales.
La historia como disciplina podría cumplir otras tres funciones
básicas, de las cuales se mencionarán aquí ligeramente dos y se tra-
tará con más detalle la tercera: una función científica, una función
crítica y una función traductora.
La función científica está implícita en la concepción de la histo-
riografía como una práctica guiada por métodos y técnicas sujetas a
verificación.
En ese sentido, la historia como disciplina sirve para producir
conocimientos verdaderos no sólo en el sentido de un acuerdo inter-
subjetivo sobre ellos, sino también —y sobre todo— de que sus
respectivos enunciados se encuentren en una relación de coherencia
lógica con otros enunciados en el discurso —esto es, que no sean con-
tradictorios—, de que esa relación no sea tautológica —es decir, que
no sean circulares— y de que no puedan fundarse empíricamente
enunciados que le sean contradictorios —o sea, que resistan la fal-
sación—. Eso de ninguna manera entroniza una verdad consagrada,
sino simplemente acuerdos provisionales que pueden ser revisados.
Lo que caracteriza a los regímenes de verdad de las ciencias es pre-
cisamente su carácter dinámico y el hecho de que los mismos o nue-

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vos métodos de conocimiento puedan aplicarse al mismo objeto para
extraer conclusiones o interpretaciones alternativas.
Todo proceso de conocimiento científico implica una preven-
ción de método, esto es, unas especificaciones relativas a la forma
de abordaje del objeto construido, a las operaciones sobre las fuen-
tes que pueden informar sobre él y a los marcos categoriales y con-
ceptuales aplicables. Es esa prevención la que define la «utilidad» de
la disciplina como camino de producción de un conocimiento vale-
dero, distinto de la mera opinión, la fe o la conveniencia. Ausente
la posibilidad de una Verdad con mayúscula, definida de una vez y
para siempre e impuesta como pura contemplación del objeto; queda
sí como resultado de la función científica la mayor o menor razona-
bilidad y ajuste a lo real en la construcción e interpretación de los
fenómenos estudiados. La producción de explicaciones más convin-
centes, el cotejo razonado de interpretaciones y la superación de la
unilateralidad de los distintos puntos de vista en concepciones com-
prehensivas del objeto, son el resultado perseguido en el «para qué»
de la disciplina.
El tipo de conocimiento que produce la historia en tanto disci-
plina científica no puede ser confundido con un relato, por más que
ese sea un recurso usual. Tras dos siglos de interrelación entre la his-
toria y otras disciplinas o ciencias sociales emergentes en el ámbito
académico europeo–occidental, la articulación entre registro empí-
rico y teoría social ha permitido abordar no sólo los acontecimien-
tos singulares sino también las regularidades sociales en una dimen-
sión temporal. En la multitud de vertientes de la historiografía están
presentes preocupaciones por el análisis de las estructuras sociales,
las acciones, las dinámicas y las contingencias, es decir, concepcio-
nes variadas y abarcadoras de lo que constituirían los hechos socia-
les. En la historiografía que se despega de la mera crónica, el desarro-
llo argumentativo implica una especial conjunción de operaciones
explicativas y comprensivas orientadas por la teoría. La compren-
sión del sentido depende de la construcción de una secuencia de
manifestaciones y expresiones que superan la descripción, y en la

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cual son imprescindibles tanto las afirmaciones sobre lo observable
derivadas de la experiencia sensorial como las afirmaciones relativas
a la interpretación de las experiencias comunicativas. La compren-
sión es entonces una operación intelectiva directamente dependiente
de una narración, o mejor de una «explicación narrativa» —en tér-
minos de Jürgen Habermas—, cuya formulación rompe la dicotomía
positivista entre explicación y comprensión.
Si la historia disciplinar asienta su función científica en la interre-
lación de registro empírico y teoría en un amplio abanico de temá-
ticas y problematizaciones, ¿por qué razones sigue presentándose
como un espacio académico distinto de la sociología, la ciencia polí-
tica, la antropología, la geografía social u otras tantas disciplinas?
Sería fácil y hasta acertado decir que lo que caracteriza a la histo-
ria es el privilegio del tratamiento temporal de los fenómenos socia-
les y una tendencia a la explicación genética, pero la perspectiva dia-
crónica no está ausente de otras disciplinas. Lo que en realidad las
distingue es simplemente una construcción diferenciada de cam-
pos y subcampos en el proceso de institucionalización de las cien-
cias ocurrido en las universidades europeas y norteamericanas del
siglo XIX e inicios del XX. Fue la dinámica de las políticas académi-
cas, las contraposiciones de intereses y los marcos ideológico–cultu-
rales etnocéntricos de las formaciones sociales europeo–occidentales
lo que condujo a una división artificial de las estructuras de produc-
ción de conocimiento científico. Se fueron formando —y se repro-
ducen— límites artificiales y arbitrarios entre las disciplinas, impor-
tantes para la transmisión institucionalizada del saber pero cada vez
más inútiles a la hora de pensar objetos de investigación.
La idea de que la fecundidad de la historia como ciencia está dada
por su indistinción con otras ciencias sociales lleva a la búsqueda de
alternativas que hacen tanto a enfoques y a modos de trabajo como
a intentos de institucionalización. Así, pueden comprenderse los
esfuerzos de Immanuel Wallerstein por promover una «ciencia social
histórica» que supere la dicotomía entre enfoques disciplinares a
partir de la construcción de objetos de estudio o de Mattei Dogan por

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proponer un viraje de las disciplinas a las «especialidades» enten-
didas como áreas de investigación alrededor de un tipo concreto de
fenómeno o método en las que se pueden gestar procesos de hibrida-
ción disciplinar o simbiosis.6 A partir de esas propuestas, es posible
repensar las formas de interdisciplina y transdisciplina, no sólo en
función de la investigación sino también en lo relativo a la comunica-
ción de sus resultados.
Por otra parte, la historia en tanto disciplina puede tener una fun-
ción crítica.
Entendiendo a la crítica no sólo como ejercicio intelectual sino
también como práctica, la postulación de este modo de concebir el
conocimiento del pasado fue uno de los principales aportes de Karl
Marx a la concepción que más adelante recibiría el nombre de «mate-
rialismo histórico». Ya en sus años de juventud identificó tres formas
o dimensiones de la crítica en una carta dirigida a su amigo Arnold
Ruge en septiembre de 1843:7
a) la apertura del desarrollo hacia el futuro a partir del análisis de lo
existente;
b) el develamiento de lo que está oculto tras lo visible y la toma de
conciencia de la realidad social, y
c) el vínculo del conocimiento con las luchas y anhelos de una época.

(6) Cf. especialmente WALLERSTEIN, Immanuel (coord.), Abrir las ciencias sociales.
Informe de la Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias
sociales, México, Siglo XXI, 1998; WALLERSTEIN, Immanuel «Llamado a un debate
sobre el paradigma», en Impensar las ciencias sociales. Límites de los paradigmas
decimonónicos, México, Siglo XXI, 1998 y DOGGAN, Mattei «Las nuevas ciencias
sociales: grietas en las murallas de las disciplinas», en La Iniciativa de Comunica-
ción, 12 de enero de 2003, en línea en http://www.comminit.com/la/index, consulta
septiembre de 2011.
(7) MARX, Karl Carta a Arnold Ruge, 1843, en línea en http://www.marxists.org/
espanol/m–e/cartas/m09–43.htm, consulta septiembre de 2011.

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Como lo señala Nancy Fraser, el planteo de Marx acerca de lo que
podría ser una teoría crítica —y en consecuencia también una his-
toriografía a ella asociada— es sumamente atractivo por su carácter
abiertamente político: «No pretende asignarle ningún estatus epis-
temológico especial, sino que más bien supone que, por lo que a la
justificación respecta, no existe ninguna diferencia filosóficamente
interesante entre una teoría crítica de la sociedad y una teoría no crí-
tica. Pero, de acuerdo con esta definición, sí existe una importante
diferencia política. Una teoría crítica de la sociedad articula su entra-
mado conceptual con la vista puesta en aquellos movimientos socia-
les de la oposición con quienes mantiene una identificación partida-
ria aunque no acrítica. Las preguntas que se haga y los modelos que
designe están informados por esa identificación e interés».8 Podrá
con seguridad argumentarse que esa concepción deja a la historia
subordinada a la primacía de la política. Eso no sólo es correcto, sino
que como contrapartida corresponde observar que toda concepción
histórica supone un posicionamiento político —en el sentido de un
modo de concebir las relaciones sociales— y que incluso la falta de
posicionamiento explícito es un modo implícito de toma de partido:
el silencio no es neutral.
Esto no puede ser confundido con una simple concepción relati-
vista en la cual sea posible cualquier opinión, esté o no bien fundada.
En su correlación con la función científica, la crítica debe ceñirse a
los criterios disciplinares generados para la producción de un régi-
men de verdad. Y por tanto, como lo señalara Fraser, su ejercicio se
realiza no sólo respecto de los dominadores y de las estructuras de
la dominación, sino también respecto de los movimientos sociales
de oposición. Pero la «objetividad», en el sentido de acuerdo inter-
subjetivo sobre la experiencia, honestidad intelectual e intento de no

(8) FRASER, Nancy «¿Qué tiene de crítica la teoría crítica? Habermas y la cuestión del
género», en BENHABIB, Seyla y CORNELL, Drucilla (eds.) Teoría feminista y teoría
crítica, Valencia, Alfons El Màgnanim, p. 49.

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manipular indebidamente las fuentes, no puede confundirse con una
imposible «imparcialidad».
Aquella historiografía que defiende la posibilidad de constituir un
espacio de crítica de la dominación y, por tanto, de develamiento de
la ideología como modo en que el significado sirve para sostener las
relaciones de dominación, no puede entonces eludir la valoración de
los fenómenos históricos ni ser ignorante de los usos posibles del
conocimiento en los procesos de lucha simbólica. El desarrollo de
una teoría social crítica y de una historiografía a ella asociada que
contribuya a esclarecer procesos concretos de la vida social, requiere
del intento de develar los juicios de valor subyacentes en los discur-
sos sociales y en el discurso científico en particular —incluyendo sus
propios enunciados— y de proponer nuevos juicios de valor. La fun-
ción crítica no es entonces la mera deconstrucción de lo existente,
sino también una propuesta de reconstrucción en función de las
luchas sociales de una época. Al decir de Gardella, «La crítica no sólo
rechaza juicios de valor o complejos de juicios de valor, sino también
propone alternativas a lo rechazado. Dicho de otra manera: no sólo
rechaza los juicios de valor que son, sino también propone los juicios
de valor que deben ser».9 En ese sentido la historia puede contribuir
a la construcción de una estructura simbólica de la praxis, esto es, a
los esquemas de percepción y acción en cuyo marco sea posible pen-
sar nuevas prácticas sociales, en el cruce del saber y el hacer.10
Por fin, la función traductora de la historia puede ser concebida
como un derivado de las dos funciones precedentes: posibilitada por
la función científica y orientada por la función crítica.

(9) GARDELLA, Juan Carlos «Supuestos epistemológicos de una Teoría Crítica», en


Papeles de Trabajo Nº 2, Centro de Estudios Interdisciplinarios en Etnolingüística y
Antropología Socio–Cultural, UNR, Rosario, 1992, p. 42.
(10) O, en términos de Marx, en la superación de la diferencia entre la acción espiri-
tual de los filósofos y la acción material de los agentes sociales —en su caso, el prole-
tariado—. Cf. MARX, Karl «Crítica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción»,
en La cuestión judía y otros escritos, Barcelona, Planeta / Agostini, 1993.

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¿En qué sentido se puede plantear la noción de que la historia
«traduce»? Constantemente se nos llama a comprender el pasado en
sus propios términos, algo del todo diferente de la idea de traducirlo.
En sus versiones más caricaturescas, esa apelación supone que cier-
tas categorías y conceptos no deberán ser usados por los historiado-
res si no son propios de la época que se está estudiando. Eso se rela-
ciona muchas veces con la suposición errónea de que las palabras de
una época son las más adecuadas para comprenderla. Por supuesto
que el estudio del lenguaje y del modo en el cual existe a través y
solamente en los actos de habla es imprescindible para el abordaje de
otra cultura, pero creer que la mejor comprensión que puede tenerse
de una época es la inmanente a ella conlleva una serie de sinsenti-
dos. Primero, el supuesto de que el agente o sujeto es el mejor infor-
mado para dar cuenta de su propia realidad —algo que puede ser
fácilmente puesto en entredicho desde múltiples concepciones socio-
lógicas y psicológicas—. Luego, la idea de que la comprensión de una
cultura en sus propios términos lingüísticos puede realizarse anali-
zando 20, 30 ó 100 vocablos y dejando de lado los contextos comuni-
cativos concretos —muy difícilmente reconstruibles— y la totalidad
de las formas de atribución de sentido posibles. Tercero, que los agen-
tes particulares que produjeron las fuentes que estamos analizando
son algo así como «voces autorizadas» de ese pasado, relegando por
contraposición al olvido a todos aquellos cuyas voces no escuchamos
y que comprendían las relaciones sociales de manera distinta de la
de los productores de determinados documentos que han llegado a
nosotros. Por último, y no menor, la confusión entre el utillaje men-
tal de una época —aun suponiendo abusivamente que «una época»,
lo cual es una entelequia, tenga un cierto utillaje mental— y el utillaje
científico del investigador.
Sin embargo, la posición acerca de una «intraductibilidad» de
la experiencia histórica ha gozado en las últimas décadas de cierta
aceptación. La versión académica posmoderna del pensamiento frag-
mentario entronizó hacia los años 80 del siglo pasado una versión

54
del relativismo cultural. Como lo destaca Riccardo Scartezzini,11 la
relación entre relativismo y universalismo teóricos y prácticos no es
lineal y transparente, sino sumamente compleja y entrecruzada, de
manera tal que no podemos construir sin más un espantajo «relati-
vista» para luego proceder a su crítica. Con todo, las posiciones rela-
tivistas implican generalmente una concepción de mayor o menor
inconmensurabilidad cultural y la consiguiente imposibilidad de
emitir juicios válidos con respecto a otras culturas —e incluso, en
el extremo, de llegar a comprender realmente algo de dichas cultu-
ras como no sea sumergiéndonos en ellas—. En rigor, el relativismo
lleva de una u otra forma al postulado último de que la imagen que
tienen los propios actores de una sociedad o de sus aspectos particu-
lares es la más ajustada posible, dado que las categorías lingüísticas
mediante las cuales se construye la experiencia cultural no pueden
ser plenamente captadas por los actores inmersos en otras culturas.
Además de las propuestas claramente «posmodernistas», amplios
sectores de la historiografía actual acusaron el fuerte impacto de las
concepciones planteadas en las décadas de 1950–60 por Peter Winch
y, posteriormente y con variaciones de importancia, por Clifford
Geertz. En esta tradición uno de los postulados más fuertes en favor
de la inconmensurabilidad cultural es el de la estrecha relación entre
lenguaje y experiencia, que muta hacia la constitución de la realidad
a través de las categorías del lenguaje. En términos de Wittgenstein,
cuya recuperación opera Winch, los límites de nuestro lenguaje son
los límites de nuestro mundo, por lo que no resultaría pertinente la
aplicación de nuestros juegos lingüísticos a la comprensión de otras
culturas. El lenguaje aparece como instituyente de la experiencia
inmediata, al punto de registrar átomos de representación (un con-
cepto —una cosa) y postular en ocasiones el acceso directo a lo empí-

(11) SCARTEZZINI, Riccardo «Las razones de la universalidad y las de la diferencia»,


en GINER, Salvador y SCARTEZZINI, Riccardo (comps.) Universalidad y diferencia,
Madrid, Alianza, 1996, p. 19.

55
rico por medio de las categorías del lenguaje corriente. La falta de dis-
tinción entre el saber mutuo de investigadores y legos respecto de las
creencias del sentido común12 conduce al callejón hermenéutico de
la «fusión de horizontes». Por otra parte, el acceso a la alteridad por
medio de textos que son interpretados a partir de su unicidad lleva a
un proceso circular en el cual los criterios de verdad y relevancia se
tornan arbitrarios y quedan encerrados en una hermenéutica cons-
titutiva.13 La experiencia histórica y cultural es entendida como algo
irreductible, y sólo puede ser captada plenamente por los hablantes
que participan del mismo juego y que se plasma al momento del aná-
lisis histórico o antropológico en una relación identitaria entre texto
y contexto.
Esa forma de planteo del problema nos remite nuevamente a la
discusión sobre una concepción de verdad. Salvo apelación a un idea-
lismo absoluto, debemos conceder que existe algo exterior a los suje-
tos cognoscentes con lo cual se puede cotejar la experiencia, y ese
algo no depende necesariamente para su existencia del universo del
lenguaje —aunque sólo puede ser captado con intervención del uni-
verso del lenguaje—. Por lo tanto, existe una realidad exterior a los
sujetos y construida también por ellos en términos de interacción,
que es una cosa distinta de la conciencia y las categorías lingüísti-
cas de los sujetos, con lo cual no podemos —parafraseando a Marx—
juzgar la experiencia de determinados actores por la conciencia que
ellos manifiestan sobre dicha experiencia, es decir, por su relación
imaginaria con el mundo.
Una interesante impugnación del relativismo cultural se encuen-
tra en las objeciones de I. C. Jarvie a la aludida tesis de Winch según
la cual la realidad objetiva no puede concebirse como exterior al len-

(12) Observado sin caer en su confusión por GIDDENS, Anthony La constitución de


la sociedad…, op. cit., p. 359.
(13) LEVI, Giovanni «Los peligros del geertzismo», en AA.VV., Luz y contraluz de una
historia antropológica, Buenos Aires, Biblos, 1995, p. 77.

56
guaje y la cultura.14 Para Jarvie, objetivista convencido, la constric-
ción institucional impide un conocimiento del mundo ajustado a la
realidad objetiva en todas las sociedades, pero la tradición cientí-
fica nacida en las sociedades «occidentales» aporta medios para el
logro de enunciados verdaderos. Todavía cuando convengamos en
que este autor utiliza un concepto «duro» de verdad que no estamos
dispuestos a admitir, la contundencia de su argumentación es difí-
cilmente rechazable: por más que la experiencia sensible nos diga
que «el Sol sale y se pone» y que diversas culturas tengan multitud
de maneras de referir a esa experiencia, no estaríamos dispuestos a
reconocer validez a tal afirmación frente a una argumentación cien-
tífica sobre la mecánica celeste. De allí se puede convenir en que
mediante procedimientos determinados podemos lograr una percep-
ción de la realidad objetiva —no sólo natural sino también social—
que se compadezca mejor con ese exterior al sujeto; algo siempre
provisional y cambiante, ya que los seres humanos no tenemos una
percepción «natural» o «directa» de lo real, sino que es mediada por
esas variadas formas sociales a las que aludimos con las denomina-
ciones de «lenguaje», «ideología», «imaginario», etcétera. Podríamos
quizás corregir el objetivismo de Jarvie con una certera observación
de Eduardo Grüner: «incluso si desde un punto de vista irreducti-
blemente materialista creemos en la existencia autónoma de lo real
respecto de nuestras representaciones —convicción que (…) instaura
una diferencia radical con las epistemologías “posmodernas”—, nues-
tra “realidad” humana no puede menos que ser una construcción de
nuestra (mayor o menor) competencia lingüístico–simbólica. (…) la
premisa es inapelable: la “realidad” del ser humano es, en una medida
decisiva, la producción de un aparato simbólico que, desde ya, no es
en modo alguno “individual” (no se trata de ningún “subjetivismo” a

(14) Cf. JARVIE, I. C. «Comprensión y explicación en sociología y en antropología


social», WINCH, Peter «Comentario», y nuevamente JARVIE, I. C. «Réplica», en
BORGER, Robert y CIOFFI, Frank (comps.) La explicación en las ciencias de la
conducta, Madrid, Alianza, 1974.

57
ultranza), sino el resultado de un complejo proceso cultural, social e
histórico».15
El problema mayor se presenta al tratar de emitir juicios con res-
pecto a otras culturas —aunque quizás fuera mejor decir, con res-
pecto a otras formas de dotación de sentido— estableciendo el valor
de verdad o verosimilitud de diversos aspectos. Aun manifestando
una decidida oposición a la antropología intelectualista que entiende
a la propia sociedad como modelo positivo de comprensibilidad, Jar-
vie postula que puede utilizarse esa propia sociedad como instru-
mento de medida o tabla de corrección para desarrollar juegos lin-
güísticos en los cuales los juicios de valor interculturales constituyan
jugadas legítimas que permitan alcanzar la comprensión de la socie-
dad ajena. Jarvie apunta correctamente que «si los criterios evaluati-
vos de sociedades diferentes fueran inconmensurables, no existiría,
y no podría existir, una ciencia social, ni siquiera la historia. Después
de todo, la historia es el intento de explicar el pasado en términos
del presente».16 Sin limitarse a constituir una racionalización justifi-
cativa de la propia práctica científica, su postura se basa en un con-
cepto de comprensión como dotación de sentido a partir de precon-
cepciones que se encuentran a su vez sometidas a corrección. Así la
actividad de la ciencia social es concebida como un proceso en el que
se llevan ideas, criterios y concepciones de nuestra cultura sobre los
de otras culturas, en una relación interactiva que permite modificar
nuestros propios conceptos y correspondencias, en otros términos
—en lo que Jarvie sigue a Gellner—, como un proceso de traducción
sujeto a corrección: «no podemos más que intentar traducir las socie-
dades que nos son extrañas en términos de la nuestra, y (...) única-

(15) GRÜNER, Eduardo «Lecturas culpables. Marx(ismos) y la praxis del conoci-


miento», en BORÓN, Atilio A.; AMADEO, Javier y GONZÁLEZ, Sabrina (comps.) La
teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas, Buenos Aires, CLACSO, 2006, p. 106.
(16) JARVIE, I. C. «Comprensión y explicación…», op. cit., p. 171.

58
mente allí donde aparecen lagunas e inconsistencias en nuestra tra-
ducción examinamos nuestras preconcepciones y las cambiamos».17
La cuestión tratada en la polémica entre Winch y Jarvie guarda
intensa actualidad y al mismo tiempo podría decirse que ya debería
encontrarse superada. La desconfianza posmoderna en las concep-
ciones ilustradas de razón, verdad y objetividad potenciaron el rela-
tivismo desde fines de los años 70 y en los 80, con el curioso resul-
tado de suplantar un reductivismo (el del lenguaje al objeto) por otro
(el del objeto al lenguaje, o si se quiere al código). Y esa reducción
al lenguaje o al código excluye la posibilidad de comprender desde
otro lenguaje o código. En los términos del posmodernismo más acé-
rrimo, no podríamos emitir juicios de valor interculturales porque
para comparar dos grupos de valores deberíamos suponer una ter-
cera clase de racionalidad en la cual ambos estuvieran abarcados.
Eso, como lo destaca Terry Eagleton, es «una falaz presunción a pos-
teriori; [ya que] no es por virtud de un tercer lenguaje compartido
que podemos traducir del inglés al malayo». Las implicancias polí-
ticas conservadoras de esa posición no son pocas: pese a sus pre-
tensiones emancipadoras, si el multiculturalismo y la noción de un
orden poscolonial se encierran en la trampa del relativismo termina-
rán por autenticar lo existente y negar la posibilidad de toda discu-
sión racional entre culturas —o todo cotejo entre distintos momen-
tos históricos de la misma cultura.18
La concepción traductora de la labor científica no desconoce la
diferencia cultural. Es de sobra conocido que todo traductor es un
traidor y que no podemos postular una relación identitaria entre
el ser y el decir. Nuestras concepciones —aún resguardadas por los
métodos científicos— son sólo representaciones de una siempre
esquiva «realidad» y son parte de su misma constitución. Se sabe
también que inconmensurabilidad, traductibilidad y conmensurabi-

(17) JARVIE, I. C. «Comprensión y explicación…», op. cit., p. 160.


(18) Cf EAGLETON, Terry Las ilusiones del posmodernismo, Buenos Aires, Paidós,
1997, entrecomillado de pp. 70-71.

59
lidad no son dimensiones con relaciones simples, y sobre todo que
la asunción de la posibilidad de la segunda no asegura la afirmación
de la tercera. El mismo Jarvie abandona su objetivismo para admi-
tir que «todos nuestros esfuerzos por entender serán malentendidos,
juicios erróneos y simplificaciones injustificadas. Todo lo que pode-
mos hacer al respecto es hacer frente a este hecho y ser lo más críti-
cos que podamos con nuestros esfuerzos».19 Esos juicios aproxima-
tivos constantemente sometidos a la autorreflexión constituyen la
única salida legítima para un pensamiento científico que no caiga en
el objetivismo ingenuo pero que tampoco renuncie a sus propios pre-
supuestos lógicos y a sus procedimientos racionales.
Traducir una cultura a otra, un tiempo a otro, una realidad social
a la nuestra, puede ser entonces una de las funciones básicas de la
disciplina histórica. Pero, ¿cómo traducir? ¿para qué hacerlo? ¿cómo
elegir qué traducir?
Algunas consideraciones de Walter Benjamin en su famoso ensayo
acerca de la traducción literaria pueden servirnos de guía para con-
siderar los problemas de tratar de trasmitir un sentido planteado en
un lenguaje (en una cultura, en un código, en una realidad social) a
otro.20 En primera instancia, de la misma manera que una obra lite-
raria no se produce para ser traducida, la historia en el sentido de
lo acontecido o historia–materia no se produce teniendo en cuenta
una interpretación posterior o una traducción a otra época, es decir
una historiografía. La historia material simplemente se desarrolla y
en ese sentido tiene una entidad intrínseca. Si esto es así, todo docu-
mento será indiciario, todo testimonio será oblicuo. No hay docu-
mentos o testimonios que tengan por función ser «traducidos» por

(19) JARVIE, I. C. «Comprensión y explicación…», op. cit., p. 160.


(20) BENJAMIN, Walter «La tarea del traductor», en Conceptos de filosofía de la
historia, La Plata, Terramar, 2007. Obviamente me desprendo en esta trasposición del
sentido general de ese texto, que corre en ocasiones por el carril más metafísico de su
autor ya que corresponde a un momento marcado por su orientación a la teología en
la filosofía del lenguaje.

60
la historiografía. Por supuesto que hay muchos individuos o colec-
tivos que quieren ser recordados de una y otra manera, y por eso se
preocupan especialmente por dejar ciertas huellas. Pero aun quienes
dejan documentos o testimonian para la posteridad carecen de todo
control sobre su recepción y su utilización historiográfica. El traduc-
tor (el historiador) es quien decide entonces sobre lo que se quiere
traducir y lo que considera materia de conocimiento.
Por otra parte, así como «la traducción que se propusiera desem-
peñar la función de intermediario sólo podría transmitir una comu-
nicación, es decir, algo que carece de importancia»,21 una historia que
no busque recrear los contenidos esenciales del pasado no puede dar
cuenta de él más que superficialmente. No se trata entonces de contar
las cosas «tal cual sucedieron» dejándose llevar por la literalidad de
los textos (los documentos), sino en buscar el sentido de lo ocurrido
oculto en ellos. ¿Eso quiere decir que se puede reescribir el pasado, de
la misma manera que un mal traductor de poesía puede llegar a rees-
cribir lo que traduce, generando una transmisión inexacta de un con-
tenido no esencial? De ninguna manera: la historia no habilita a la
invención del pasado. Pero la pervivencia del pasado no consiste en
su reproducción, desde todo aspecto imposible, y por tanto no puede
entenderse la objetividad como la reproducción de la realidad. En
la supervivencia que le otorga la traducción, el original se modifica.
Como diría Jarvie, conocemos y comprendemos de modos inevitable-
mente parciales y erróneos, y por tanto sólo podemos esforzarnos
en superar nuestras propias representaciones. Inevitablemente, hay
siempre algún límite a la comprensión del sentido y la posibilidad de
su recuperación, algo que no se puede transmitir, que se nos escapa y
que nos esforzamos en captar en nuevas traducciones. Esas «nuevas
traducciones» se hacen patentes en los relevos generacionales, que
suponen transformaciones de los marcos y contextos de la compren-
sión, ya que «aunque el pasado no cambie, la historia debe escribirse

(21) BENJAMIN, Walter «La tarea del traductor», op. cit., p. 77.

61
de nuevo en cada generación para que el pasado siga siendo inteligi-
ble en un presente cambiante».22
Adicionalmente, no puede haber entonces una «teoría de la copia»
o una «teoría de la historia» absoluta, que cubra todas las necesida-
des de la comprensión del pasado y restituya objetivamente la reali-
dad. La objetividad sólo existe en tanto honestidad, en tanto expli-
citación de nuestros métodos o supuestos y respeto por el original
hasta donde es posible comprenderlo con nuestro lenguaje, es decir,
con nuestras categorías.
Habría también que apuntar que la historia disciplinar, como la
traducción, es una forma que trata de contener algo distinto de ella.
Es en realidad un modo de conocimiento de algo sustantivo que ya
no está presente pero ha dejado huellas. Y la posibilidad de cono-
cimiento, es decir la traductibilidad, está en eso sustantivo, en lo
pasado y sus restos (en la obra, diríamos). Ese pasado puede ser com-
prendido, traducido, y por lo tanto «exige» ser conocido. La posibi-
lidad de conocerlo, de comprenderlo, hace a lo esencial del pasado.
Su capacidad de ser conocido, su traductibilidad, manifiesta su sig-
nificación. Así como la traducción no significa nada para el origi-
nal, el conocimiento histórico no significa nada para el pasado: este
ya pasó. Pero ese conocimiento establece una relación íntima con el
pasado, una relación vital para quien conoce.
En la historia —y en cualquier forma de historia, pero particular-
mente en lo que nos ocupa en esta sección, o sea la historia como dis-
ciplina— el pasado se torna inteligible porque hay alguien dispuesto
a traducirlo, a comprenderlo, y puede realizarlo aunque sea imper-
fectamente (como toda traducción). Y es esta relación la que deter-
mina el íntimo vínculo entre el pasado y el presente. Se puede decir
razonablemente que la historia debe su existencia al pasado y que
allí donde no hay huellas del pasado es imposible hacer historia. Sin
embargo, a su vez puede decirse que el pasado debe su existencia a

(22) BURKE, Peter Formas de historia cultural, Madrid, Alianza, 2000, p. 239.

62
la historia. Por definición lo pasado ya fue, no es. Puede seguir exis-
tiendo de alguna manera, depositado en objetos y en subjetivida-
des, en lo físico y en lo imaginario producidos en una temporalidad
que llega al presente, pero sólo puede pervivir su sentido —siempre
imperfectamente reconstruido— a través de una labor historiográ-
fica. Hablando de las obras, Benjamin dice que «la vida del original
alcanza en ellas (en las traducciones) su expansión póstuma más
vasta y siempre renovada».23 Lo mismo y con más razón podemos
predicar del pasado que estudiamos. Ausente el original y por tanto
imposible restituirlo como no sea acudiendo a las pocas o muchas
huellas que ha dejado, es en la historia como modo de conocimiento
donde sigue perviviendo eso que ya no existe.
La dimensión política de esa relación presente / pasado es de la
mayor importancia y profundidad. ¿Quiénes merecen ser rescata-
dos del olvido? ¿Qué realizaciones humanas pueden pervivir en
las memorias —o sea que pueden ser portadas en la materialidad
de nuestros libros, nuestros filmes, nuestros museos, nuestros cere-
bros— y cuáles otras no tendrán lugar en ellas —o sea que ya no exis-
tirán bajo ninguna forma—? Desde hace más de 120 años la historio-
grafía discute precisamente a quiénes se debe conocer. Las historias
de las élites y de las masas, enfocadas desde arriba o desde abajo,
cerradamente políticas o ampliamente sociales, han sido respues-
tas muy diferentes a esas preguntas. Quienes postularon reiterada-
mente la necesidad de que la historia como disciplina se ocupe de las
clases subalternas trabajaron precisamente con la conciencia de que
su olvido implica una segunda y definitiva derrota. Como el mismo
Benjamin lo planteara en una de sus tesis sobre filosofía de la histo-
ria: «Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la espe-
ranza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los
muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo
no ha dejado de vencer».24

(23) BENJAMIN, Walter «La tarea del traductor», op. cit., p. 80.
(24) BENJAMIN, Walter «Sobre el concepto de la Historia», en Conceptos de filosofía
de la historia, op. cit., Tesis VI, p. 68.

63
En su visión de la traducción, Benjamin incorporó un elemento
esencial para la comprensión de la relación entre el objeto y el sujeto,
entre la obra y quien la aborda. En contacto con ese «otro» que es
el texto (o el pasado, la experiencia histórica), el traductor mismo
cambia al verse impactado por la obra; hasta su lenguaje materno se
modifica. Eso es de principal importancia para destacar los efectos
que la práctica de la historia como disciplina —y de cualquier forma
de historia— tiene para quienes la hacen —y para quienes la reci-
ben—. Quien conoce cambia su propia subjetividad e influye en la
construcción de la correspondiente a aquellos con quienes interac-
túa. Si hay algo que el conocimiento transforma no es su objeto real
o su referente exterior —que de por sí, en el caso de la historia, ya
no es presente— sino las interpretaciones sobre el objeto y por tanto
los marcos de sentido del sujeto, lo que cambia entonces las poten-
cialidades de acción a futuro. No es propiamente el pasado lo que se
transforma, sino el presente y la posibilidad del futuro para los cua-
les el pasado es convocado.
Estos diversos problemas planteados por las funciones de la his-
toria como disciplina pueden ser a su vez comprendidos en térmi-
nos de la función de los trabajadores intelectuales en las sociedades
contemporáneas.25 Suponiendo que no queremos asumir la función
reproductora y conservadora que es norma en la mayor parte de las
instituciones establecidas, ¿hay posibilidades de una función trans-
formadora? Cuando han muerto las vanguardias o han demostrado su
inutilidad para mutar el orden del mundo, cuando no podemos pre-
tender que la voz de los trabajadores intelectuales se imponga a otras

(25) Como observación agregada nótese que no recupero una a veces pertinente distin-
ción entre intelectuales y trabajadores intelectuales, principalmente por las connota-
ciones liberales que entiendo suelen cargar al primer concepto. Muy frecuentemente
la categoría de «intelectual» suele aplicarse a individuos que intervienen en el espacio
público y ponen en debate cuestiones de opinión, haciendo abstracción de las condi-
ciones de producción del conocimiento y de la opinión en las cuales esos individuos
actúan y han sido construidos.

64
por el simple expediente de su poder simbólico, cuando ya hemos
pasado de pretender aconsejar a príncipes o guiar a multitudes, es
oportuno preguntarse por cuáles podrían ser nuestras funciones.
Si la función traductora adquiere relevancia, la tarea intelec-
tual no será la de un simple develamiento que muestre a los demás
«cómo son (fueron) las cosas». Lo principal es poder traducir los sen-
tidos diversos y tender lazos entre espacios y agentes que a primera
vista aparecen desconectados e incapacitados para actuar en común.
Otra vez Pierre Bourdieu puede ser invocado para sugerir una acti-
tud; su presentación del trabajo intelectual «en el momento del peli-
gro» frente a las renovadas ofensivas neoliberales incluyó la puesta
en contacto de agentes institucionalizados como los sindicatos con
los más proteicos movimientos sociales.26 Lejos de imponer un sen-
tido, el trabajador intelectual debe escuchar, investigar e inventar,
para colaborar con otros en la invención colectiva de nuevos conte-
nidos, nuevos objetivos y nuevos medios internacionales de acción,
es decir, de un nuevo movimiento social. Y eso incluye escuchar e
investigar lo pasado (reciente o lejano, qué más da) para inventar for-
mas renovadas de interpretarlo y apropiarlo.

Historia(s) del presente, memoria(s) y periodismo(s)

En el ámbito historiográfico abundan los análisis (y las dudas) sobre


el estatuto epistemológico de lo que se da en llamar historia reciente,
inmediata, del tiempo presente, actual, fluyente (current) o coetánea
—denominaciones de ningún modo equivalentes pero equiparables
en su pretensión de definir el conocimiento sobre una temporalidad

(26) De entre multitud de intervenciones, cabe destacar el último discurso público de


Pierre Bourdieu, pronunciado en Atenas en 2001, y que adquiere especial relevancia
en función de la deriva posterior de la situación griega: «Los investigadores y el movi-
miento social», en Le Monde Diplomatique – Edición Cono Sur Nº 32, Buenos Aires,
febrero de 2002.

65
en la que los investigadores mismos se encuentran inmersos—. Y al
mismo tiempo se indaga desde muy variados enfoques la relación de
ese espacio disciplinar con las más variadas memorias sociales y for-
mas de la política contemporánea, en una bibliografía que no sólo
ya reconoce sus clásicos sino que además crece exponencialmente y
tiende a girar sobre tópicos repetidos.
A veces la noción de lo «reciente» es ambigua, cuando no con-
fusa. Por ejemplo, en Argentina se ha impuesto tardíamente —res-
pecto a su uso en otras latitudes como España— la noción de una
«historia reciente» que se referencia a las violencias políticas y a los
componentes a ellas asociados, tanto en el plano de las transforma-
ciones sociales como de las memorias actuales.27 Ello tiene el para-
dójico efecto de concebir como «reciente» acontecimientos fundan-
tes como el bombardeo de la Plaza de Mayo de Buenos Aires por los
golpistas de 1955, pero al mismo tiempo dejar fuera del campo inves-
tigaciones sobre cuestiones de rigurosa actualidad que no se refe-
rencian a los traumas sociales de las violencias estatales o contesta-
tarias, como por ejemplo la presente extensión de una «sociedad del
espectáculo».
El auge de la «historia reciente» al que se asiste hoy en los medios
historiográficos argentinos y latinoamericanos sólo puede explicarse
como eclosión de un espacio temático negado durante décadas, ya
que la noción de una historia que llegue hasta la actualidad no es
nueva, aunque no siempre haya sido motivo de reflexión.28 En lo

(27) Por ejemplo, la Red Interdisciplinaria de Historia Reciente (RIEHR) ha creado


recientemente un Banco de tesis de Historia Reciente, entendiendo expresamente
incluidas a las «investigaciones que aborden el estudio de la historia y/o las memorias
de procesos relativamente cercanos en el tiempo que estén atravesados por sucesos
traumáticos y sus efectos: violencia, represión, autoritarismo, genocidio» (convoca-
toria en línea en http://www.riehr.com.ar, consulta julio de 2011).
(28) ALONSO, Luciano «Sobre la existencia de la historia reciente como disciplina
académica. Reflexiones en torno a Historia reciente…, compilado por Marina Franco
y Florencia Levín», en Prohistoria. Historia – Políticas de la Historia Nº 11, Rosario,
2008.

66
que hace a los debates sobre la definición del presente y del pasado
reciente como temporalidades específicas y a la posibilidad de la his-
toria de abordarlos, desde la década de 1970 se registraron aportes
muy diversos, muchas veces cruzados por la consideración de un
ámbito de producción intelectual creciente identificado como «perio-
dismo» y de los desarrollos de otras disciplinas académicas como la
economía política, la sociología, la ciencia política y, más acá en el
tiempo, la antropología.
Los planteos publicados en 1978 por Jean Lacouture sobre lo que
en Francia se denominó la «historia inmediata» muestran adecuada-
mente las cuestiones que se pusieron en debate.29 Primeramente, lo
que definiría a una historiografía que se preocupa por una tempora-
lidad en curso sería el abordaje de procesos inacabados, en tanto que
el «historiador del presente» desconoce la conclusión de lo que estu-
dia. Esto a su vez se vincula con el inmediatismo y la particularidad
de que el historiador del presente es «recopilador de hechos y pro-
ductor de efectos». Su escritura tiene un impacto social mayor —aun-
que seguramente infinitamente menor que el que desearía—, que en
contadas ocasiones supone un solapamiento con el periodismo. Esa
relación historia / periodismo es asimismo un problema en danza,
ya que la historia del presente se vincula con esa otra forma de tra-
bajo intelectual pero al mismo tiempo intenta distinguirse de ella en
cuanto a formas de escritura, modelos retóricos o público destina-
tario. Para Lacouture, dos problemas típicos de cualquier investiga-
ción histórica se agigantaban en una «historia inmediata»: el de la
objetividad y el de las fuentes. La primera estaba siempre en riesgo
por la implicación del investigador, frente a lo que sólo cabía espe-
rar que el historiador del presente permaneciera honesto al mostrar
sus opciones. La segunda suponía un ajuste en los criterios de selec-
ción (o mejor, diríamos, de construcción) de las fuentes, ya que no es

(29) LACOUTURE, Jean «La historia inmediata», en LE GOFF, Jacques; CHARTIER,


Roger y REVEL, Jacques. La Nueva Historia, Bilbao, Mensajero [1988].

67
posible trabajar con la multitud de unidades de información y datos
disponibles sobre casi cualquier aspecto del mundo contemporáneo.
Visto desde una etapa marcada por la Internet y la extensión de los
formatos digitales, el planteo de Lacouture sobre la centralidad que
adquiriría la informática en la búsqueda, producción y tratamiento
de fuentes aparece al menos como anticipatorio.
Más recientemente, Julio Aróstegui ha abordado en detalle la
cuestión de la historia que involucra a generaciones vivas bajo las
denominaciones de «historia del tiempo presente» o «historia del
presente».30 De sus muchas aristas, hay tres aspectos del enfoque
de Aróstegui que resultan particularmente interesantes. Primero, la
forma de tratamiento de la temporalidad, que busca definir un pre-
sente en términos de coexistencia y experiencia actuales pero que se
proyecta en la búsqueda de sus raíces tan atrás como sea necesario
para construir un argumento. Esa especial manera de definir la «his-
toria del presente» es claramente distintiva de la historia como dis-
ciplina: preocupada por la dimensión diacrónica, no teme proyectar
hacia el pasado las líneas de investigación de los problemas que guar-
dan actualidad. Eso supone la búsqueda de matrices históricas inteli-
gibles, de momentos axiales en los que se abren períodos cualitativa-
mente diferentes del tiempo histórico. Se pueden postular entonces
diversas temporalidades que no se anclen en un fenómeno o hecho
singular, sino en conjuntos temporalmente situado de transformacio-
nes significativas. La matriz histórica de nuestra época podrá situarse
en distintos momentos en función de la construcción de diferentes
objetos de investigación. Va de suyo que podríamos entonces recupe-
rar la fractura de 1955, el terror de Estado hacia 1974 o la dictadura de
1976 como momentos en torno a los cuales pensar matrices de nues-
tro presente. Pero las formas conservadoras de un orden local —por
ejemplo el santafesino— pueden rastrearse en la experiencia de la

(30) ARÓSTEGUI, Julio La historia vivida. Sobre la historia del presente, Madrid,
Alianza, 2004, primera parte.

68
sociedad patricia y notabiliar; o la condición de los pueblos origina-
rios encuentra su matriz en la ruptura del equilibrio territorial con
las sociedades europeizadas y los genocidios sufridos consecuente-
mente. Esto muestra cómo los fenómenos históricos —en tanto que
experiencias— tienen distinta densidad temporal. O dicho de otro
modo, en la historia como disciplina cada problema, cada presente,
exige pasados diferentes.
El segundo elemento relevante en función de estas páginas que
Aróstegui plantea en profundidad es la noción de una constante inte-
racción generacional que marca la experiencia de lo social. Abando-
nada durante mucho tiempo por las corrientes historiográficas domi-
nantes, la noción de generación guarda un interés relevante para
la historiografía. En principio las generaciones son un fenómeno
tanto biológico como social. La posición o situación social particu-
lar de todo individuo puede ser comprendida no sólo en términos de
etnia, clase, género u otras formas de identidad, sino también como
una situación generacional. Por fin, la renovación generacional es lo
que habilita concebir la continuidad de un colectivo. Pero «la suce-
sión no es nunca absoluta (...) ella misma es un flujo continuo»; esto
es, no hay cesuras completas entre unas y otras generaciones. En un
espacio–tiempo determinado se registra la coexistencia, conviven-
cia y cotidianeidad de individuos de distintas generaciones, con al
menos tres posiciones relativas: las que dan el carácter de conformar
una generación activa, ser una generación sucesora o ya una genera-
ción antecesora a la que ocupa el centro de la actividad social. Con-
viene entonces distinguir fenómenos distintos: la sucesión y la inte-
racción generacional. «Una generación tiene su presente propio, que
no queda definido, sin embargo, sino en interacción constante con
las otras generaciones coexistentes.»31

(31) ARÓSTEGUI, Julio La historia vivida..., op. cit., entrecomillados de pp. 125 y 110,
respectivamente; destacados del original. Es pertinente destacar que la observación
sobre la sucesión de las generaciones como aspecto definitorio de un grupo, aplicado
a las clases sociales, ya aparece en la obra de WEBER, Max Economía y Sociedad.

69
El último aspecto a destacar hace a la posición implicada del
investigador —algo por otra parte de muy frecuente identificación
en todos los estudios sobre modos historiográficos similares—.
Podríamos afirmar que esto no es una particularidad específica de la
historia del presente por contraposición a otras historias, como las
definidas en términos de los estudios clásicos, el medievalismo o el
orientalismo. Toda historia supone una posición implicada, pero en
los estudios del tiempo presente la implicación es más evidente. El
agente estudia algo de lo cual participa directamente —aunque más
no sea por coexistencia temporal o vínculo intergeneracional— y
por tanto de lo cual tiene experiencia. Todo historiador se proyecta
en una relación subjetiva con el objeto de estudio; todo investiga-
dor puede tratar de rescatar las experiencias pasadas; pero en estos
casos —como lo destaca Aróstegui— es a su vez partícipe en alguna
medida de esas experiencias.
En la propuesta de Julio Aróstegui, la conceptuación de la histo-
ria del presente supone independizarse de aditamentos como «inme-
diata» o «reciente», que tienen una pura referencia cronológica, para
construir intelectualmente la noción de una historia que es escrita al
mismo tiempo que vivida. Esa historia —en tanto que historiogra-
fía— debe ser sujeta a un método y objetivadora, lo que puede dife-
renciarla de otras formas de dar cuenta del presente. Pero además
este autor plantea que la historia del tiempo presente sólo puede ser
una historia social. Es cierto que hay multitud de modos académica-
mente reconocidos de hacer historia, pero sólo la pretensión abarca-
dora de la historia social puede dar cuenta de las múltiples dimensio-
nes de la experiencia.

Esbozo de sociología comprensiva, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992,


p. 242. Ha sido también un elemento subyacente al original planteo sobre la constitu-
ción de una clase a través de la experiencia en THOMPSON, E. P. La formación de la
clase obrera en Inglaterra, Barcelona, Crítica, 1989, pero ni uno ni otro autor dieron
cuenta de cómo se produce la sucesión y se transmite la experiencia.

70
Desde hace años se discute la especificidad de la historia social,
aunque no falten los historiadores académicos que la dan por aca-
bada sin reparar en que ciertos enfoques sociales han permeado a
otras «especialidades». Y es que más allá de sus variaciones temáti-
cas y de sus modos de abordaje lo que ha caracterizado a la historia
social ha sido una suerte de enfoque particular. La noción de que la
realidad social es relacional, que la perspectiva de la totalidad social
es relevante para la explicación y que la constitución de grupos no
debe ser pensada en términos substancialistas sino en función de
vínculos y dinámicas sociales, pero que a su vez esas experiencias
no pueden ser abordadas simplemente con recurso al textualismo,
han sido aspectos que han dado continuidad a la práctica de la histo-
ria social más allá de sus crisis durante el último tercio del siglo XX.
En el marco de esas discusiones en Argentina, Luis Alberto Romero
ha observado recientemente que si bien no parecen de actualidad en
nuestro país temáticas específicas o síntesis totalizadoras, la historia
social está presente en multitud de prácticas historiográficas que se
hacen con una «perspectiva social» y a partir de ello defiende la con-
cepción de la totalidad y de la articulación entre elementos como un
«horizonte ideal» que fundamentaría una nueva forma de hacer his-
toria social. La historia social es ante todo un «concepto relacional»,
en términos de Jürgen Kocka, que sigue distinguiéndose de otras for-
mas disciplinarias por su énfasis en los enfoques globales, el estudio
de los elementos particulares en vínculo con las estructuras y los pro-
cesos amplios, y la búsqueda de explicaciones generales sin desme-
recer —pero tampoco sin quedar centrados en— la comprensión del
significado.32

(32) KOCKA, Jürgen «Historia social, un concepto relacional», en Historia Social Nº


60, Valencia, 2008. Sobre la historia social como un enfoque cf. HOBSBAWM, Eric «De
la historia social a la historia de la sociedad», en Marxismo e historia social, UNAP,
Puebla, 1983, y su actualización frente al textualismo posmodernista en ELEY, Geoff
«¿El mundo es un texto? De la Historia Social a la Historia de la sociedad dos décadas
después», en Entrepasados Nº 17, Buenos Aires, 1999.

71
Como forma de hacer historia disciplinar, la historia social se arti-
cula y al mismo tiempo se distingue de una gran variedad de prácti-
cas sociales que pueden ser llamadas «historia». En su dedicación a
los discursos y acontecimientos puntuales, y en la interpretación del
sentido de las distintas experiencias, los historiadores sociales han
recurrido frecuentemente a fuentes que pueden ser concebidas como
«memorias». No es éste el lugar para reiterar las conocidas diferen-
cias entre los procesos de producción de historiografía por un lado
y de memorias individuales y colectivas por el otro.33 Pero aun asu-
miendo que memoria e historia pueden distinguirse como prácticas
sociales, hay puntos en los cuales puede postularse su interpenetra-
ción. La noción de que la historia se opone tajantemente a la memo-
ria no permite percibir el modo en el cual cada una influye sobre
la otra; como configuradora de marcos de comprensión la primera
sobre la segunda, como fuente de información la segunda sobre la
primera. Asimismo, el hecho de que haya variadas formas de hacer
historia —académicamente sancionadas o no— tiene como correlato
la multitud de memorias. Si hay conflicto, este no será simplemente
«historia contra memoria» sino entre varias historias y entre varias
memorias, en oposiciones y solidaridades cruzadas y cambiantes.
Los constantes conflictos suscitados en los más variados ámbitos
respecto de las memorias sociales dejan en evidencia su profundo
carácter político. Al igual que en lo correspondiente a las formas
de hacer historia, la rememoración tiene como supuestos básicos
algunas preguntas casi siempre calladas: ¿quién recuerda? ¿cómo
recuerda? ¿dónde recuerda? O, dicho en los mismos términos que al
tratar sobre la historia: ¿quiénes merecen ser rescatados del olvido?

(33) Para una reseña de esas distinciones me remito a un texto publicado en un libro
que es en cierta manera antecedente de éste: TORNAY, María Laura y VEGA, Natalia
«Entre la Memoria y la Historia: deslindes conceptuales y cuestiones metodológicas»,
en ALONSO, Luciano y FALCHINI, Adriana (eds.) Memoria e Historia del Pasado
Reciente. Problemas didácticos y disciplinares, Santa Fe, Universidad Nacional del
Litoral, 2009.

72
En el desarrollo de las luchas por la memoria y en las tensiones
que genera la institucionalización de las memorias sociales —que
adquieren a veces una configuración estatal—, la historiografía es
un «arma» para la convalidación, refutación, divulgación o instala-
ción de tópicos, modelos y discursos. Si la memoria se ancla normal-
mente en la narración y provee por su propia enunciación una dota-
ción de sentido, la historia provee explicaciones, ofrece respuestas
a los «por qué» que pueden iluminar los «cómo». En ese sentido, la
idea de Jesús Izquierdo de que no hay diferencias epistemológicas
entre memoria e historia no deja de tener aristas muy discutibles,
pero su diferenciación entre la narración como figura retórica propia
de la memoria y de la explicación como la correspondiente a la histo-
ria es sumamente interesante.34 Siguiendo esa sugerencia, puede pos-
tularse una interpenetración entre memoria(s) e historia(s), cruzada
por los posicionamientos ético–políticos.
Y es que aunque la memoria y la historia puedan pensarse y (re)
presentarse como espacios o prácticas distintas, también es posible
hablar de memoria histórica. Ese término, que a algunos historiado-
res les parece un oxímoron, expresa sin embargo la particularidad
de las memorias sociales en diálogo con las historias disciplinares
—y quizás con otras formas no académicas de historia—. Es cierto
que el término molesta por amalgamar dos elementos a primera vista
divergentes, pero es defendible la idea según la cual se puede conce-
bir a la memoria histórica como una memoria informada por la his-
toria disciplinar. No en el sentido de una memoria errónea y proteica
«corregida» por una historia progresivamente mejorada y sintética
—ambas imágenes equivocadas—, sino de una memoria cuyo con-
tenido de verdad se produce en interrelación con la historia discipli-

(34) LARPIN, Lucía y RODRÍGUEZ, Sol «Otras memorias para un pasado reciente:
reflexiones sobre una conferencia de Jesús Izquierdo», en Rojo y Negro Nº 2, Santa
Fe, 2011. Sobre la historia como explicación cf. más arriba la noción de «explicación
narrativa».

73
nar y con formas similares. Por caso, las memorias sociales actuales
sobre la Guerra Civil Española o sobre la Segunda Guerra Mundial no
son puro producto de una trasmisión consuetudinaria o azarosa, sino
que en gran medida han sido construidas y difundidas entre quienes
no vivieron esas experiencias a partir de representaciones historio-
gráficas, sea en forma directa, sea por la mediación de otros produc-
tos culturales que también abrevan en la historiografía.
Las luchas por la memoria se desarrollan en planos y dimensiones
muy diversas, acorde a las constricciones estructurales y las capaci-
dades de acción de los agentes interesados en hacer circular e instalar
determinadas representaciones del pasado. Se inscriben en las rela-
ciones de fuerza operantes y colaboran en su reproducción o muta-
ción, sea en los niveles locales o sea en configuraciones geográficas
más amplias. En función de esas luchas, en lugares sociales muy dife-
rentes se plantean estrategias y se efectivizan prácticas para cons-
truir y sostener determinadas representaciones de determinados
pasados. Los discursos sobre el pasado se montan entonces sobre la
historia–disciplina, las historias no académicas, los documentos, los
archivos y los recuerdos dispersos para sintetizar visiones operati-
vas en función de los conflictos sociales y culturales del momento.
Muchas veces, la demostración de verosimilitud de distintos recuer-
dos se hace con recurso a las fuentes relevadas y los escritos hechos
por historiadores, aunque sin embargo hay otros agentes que inter-
vienen con más efectividad en esas luchas, informados tanto por
la(s) historia(s) como por la(s) memoria(s).
En una sociedad del espectáculo progresivamente mundializada,
en la cual los medios de comunicación constituyen un recurso tec-
no–estético fundamental para la dominación social, la práctica perio-
dística no suele estar ajena a las luchas por la memoria. Aunque es
sin duda un problema mayúsculo estudiar la recepción de los discur-
sos periodísticos, podemos confiar en su mayor capacidad —frente
a los generados por prácticas disciplinares como la historiografía—
para incidir en la configuración de las memorias sociales. El perio-
dismo, en el sentido de búsqueda y tratamiento de información des-

74
tinada a publicación sobre cuestiones de interés público, es entonces
un factor de principal importancia en esos conflictos. De hecho, cier-
tas prácticas periodísticas construyen historias —a veces incluso con
tratamiento de la información muy similar a los resguardos académi-
cos— y recogen memorias; y también ayudan a difundir, callar, impo-
ner o negar distintas representaciones históricas y memorialistas.
El periodismo ejerce una particular violencia simbólica, con la
complicidad tácita de quienes la padecen y a veces incluso de quie-
nes la practican, que en realidad es vicaria del poder simbólico de los
medios de comunicación. Como estos últimos, en tanto empresas pri-
vadas o estatales, ostentan el monopolio de hecho de los medios de
producción y difusión a gran escala de la información, regulando el
acceso al «espacio público», el periodismo tiene un nivel de exposi-
ción y una profundidad en su intervención que difícilmente logren
otras prácticas. Su capacidad de influencia en la configuración de las
memorias locales o globales es particularmente intensa, ya que su
«efecto de realidad» —asentado en la masividad, inmediatez y capa-
cidad de variación tecnológica de los medios— es muy superior al de
la historiografía académica, que debe mimetizarse con aquél en los
formatos de divulgación para llegar al gran público. Sus posibilida-
des de imponer temas de discusión o no sacarlos a luz acentúa la asi-
metría comunicacional, al tiempo que su impacto en otros campos
culturales obliga a modificaciones de formatos y contenidos a aque-
llos que quieren aparecer en el «espacio público» de los medios pri-
vatizados / estatizados.
Pero a su vez, ciertas formas del periodismo pueden estar en rela-
ción conflictiva con los medios de comunicación. Si bien la lógica
mass–mediática lleva a un cierre del universo del discurso, no fal-
tan ocasionales voces disidentes o al menos disonantes. Como la
sociedad del espectáculo tiende a contener en sí misma la disiden-
cia, como aspecto subordinado dirigido a un «nicho de mercado»,
habilita espacios de crítica —naturalmente bajo condición de que sea
simplemente una «crítica crítica», esto es, un ejercicio que no salga
del plano de la interpretación sobre las interpretaciones, que no se

75
vincule eficazmente con las luchas de una época y que sea asimila-
ble a los modos habituales—. Y hay también experiencias comunica-
cionales alternativas, cuyo contenido no siempre es reconocido como
periodístico desde una posición profesionalista. Hay entonces agen-
tes periodísticos que se comprenden a sí mismos como «comunicado-
res sociales» en un sentido estricto del término, alejado de la lógica
del espectáculo y la mercantilización aunque a veces inevitablemente
tensionado por ella. Es allí cuando caemos en la cuenta de que tam-
poco hay un periodismo homogéneo, ni siquiera en el más amplio
sentido de la producción de flujos de comunicación orientados a la
reproducción de la dominación, sino que también tenemos que plu-
ralizar nuestro enfoque y hablar de variados periodismos, que tienen
a su vez variadas funciones.
En ese marco de entrecruzamientos, ¿pueden postularse víncu-
los fuertes entre periodismo(s), historia(s) y memoria(s)? De seguro
que hay múltiples relaciones. Desde mucho tiempo atrás hay una
intensa articulación entre el periodismo y la opinión publicada con
las crónicas, los estudios costumbristas y la historia, que no ha desa-
parecido con la profesionalización y la conformación de los campos
como espacios autónomos. Por su parte el periodismo local, en su
especificidad, ha conseguido establecerse como canal de trasmisión
de experiencias y eso supone frecuentemente el recurso a narracio-
nes que tratan tanto de dar cuenta de procesos y acontecimientos —a
la manera de una historización— como de recuperar las memorias
sociales o utilizarlas como fuente.
Las relaciones entre el periodismo y la historia son complejas y
variadas, pero pueden resumirse en tres cuestiones: el periodismo
como fuente primaria, el periodismo como objeto historiográfico y el
periodismo como productor de historiografía.
El recurso a la producción periodística como fuente primaria es
muy frecuente, por no decir dominante, en los estudios históricos.
A tal punto que su consulta reemplaza a otras fuentes de muy difícil
acceso, cuando no prontamente eliminadas en vez de conservadas,
como ser los registros empresariales, los documentos de partidos

76
políticos o diversas categorías de documentos estatales. Investigacio-
nes completas se realizan con recurso a la prensa escrita, mientras
que la disponibilidad de información sobre acontecimientos recien-
tes se torna inabarcable en la web —aunque, justo es decirlo, es fre-
cuentemente reiterativa—. Tal vez no se pueda imaginar una historia
contemporánea sin recurso al periodismo. Sin embargo, son cono-
cidos los problemas que presentan las fuentes periodísticas para el
conocimiento histórico. Por un lado, posibilitan un adecuado trata-
miento de la temporalidad, al ofrecer informaciones datables con un
gran margen de seguridad. Pero, por el otro, suponen necesariamente
una interpretación fuerte de lo que muestran, en el sentido de que
su producción está especialmente marcada por cuestiones propia-
mente ideológicas —las más de las veces inconscientes y por ello más
operantes—. Incluso en sus silencios, los medios de comunicación
dejan en claro preferencias y lecturas que suponen un tamiz intole-
rable para el investigador. De ahí la conveniencia de tener en claro
las opciones ético–políticas de los agentes enunciadores de discur-
sos periodísticos y su inscripción en los entramados de luchas sim-
bólicas y materiales. En lo que nos ocupa, eso implica la necesidad de
hacer la historia de los medios para usarlos como fuentes. El perio-
dismo se convierte así en objeto de estudio.
La posibilidad de que el periodismo produzca historias estuvo
presente desde su nacimiento, pero se pone en cuestión su actual
modo de historización en orden a la diferencia en las formas de la
investigación, en el estilo de escritura y en la inserción institucional
y comercial. Al fin, como lo proponía Jean Lacouture en referencia a
una «historia inmediata», el género historiográfico y el género perio-
dístico se mezclan sin confundirse u homologarse. El periodismo de
investigación se superpone con la historia reciente y en ocasiones
le da indicios para continuar con su construcción. Se mantiene al
mismo tiempo en un lugar intelectual diferente al referenciarse más
frecuentemente a la inmediatez de los acontecimientos.
El peligro que presenta el periodismo no es el de un saber sin
método. En todo caso, la explicitación de ciertas opciones teóricas y

77
metodológicas y el recurso a técnicas específicas de tratamiento de
la información es lo que caracteriza a la historiografía académica
—amén de la lógica preocupación por la dimensión diacrónica—,
pero el periodismo puede basarse en criterios similares aunque no lo
revele. En ciertos casos los periodistas no tienen una guía metodoló-
gica firme en la búsqueda y tratamiento de la información; en otros,
en cambio, hay una distancia enorme entre el método de investiga-
ción y el método de exposición que no permite ver la magnitud del
trabajo metodológicamente guiado que subyace a lo que se publica. Si
ciertas prácticas del periodismo no llegan a unificarse con ciertas for-
mas académicas de la historia será simplemente porque con frecuen-
cia crean formas nuevas de historiar, propias de un modo de produc-
ción intelectual diferente, con agentes, intereses y recursos distintos.
Por el contrario, el peligro del periodismo es el mismo que en las
palabras de Benjamin acecha al patrimonio de la tradición (a la his-
toria) y a los que lo reciben: ser convertidos en instrumento de la
clase dominante.35 La escritura periodística contribuye claramente a
la reproducción de la desigualdad social, al colaborar en la reproduc-
ción del capital simbólico y renovar constantemente una violencia
simbólica. Y de hecho lo hace con una efectividad y alcance infinita-
mente mayor que el de la historiografía y otras prácticas académicas.
Sólo ocasionalmente, como se ha aducido, se presentan prácticas con
contenido emancipatorios, análogas a aquellas que desde la historia
o la memoria pretenden poner en discusión sin limitaciones el conte-
nido del pasado y ejercer una crítica de la dominación social.
En su vínculo inmediato con lo vivido como experiencia por los
destinatarios del mensaje —o lo que imaginariamente se (re)presenta
como experiencia propia, aunque se trate de sucesos acaecidos a mil
kilómetros de distancia— las prácticas periodísticas contribuyen
tanto a la emergencia de nuevas memorias/historias como a la cons-

(35) BENJAMIN, Walter «Sobre el concepto de la Historia», en Conceptos de filosofía


de la historia, op. cit., Tesis VI, p. 67.

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trucción y reproducción de memorias/historias desde bases inequita-
tivas. Acrecentar la primera de esas dimensiones y evitar la segunda
sería función de un periodismo crítico. De la misma manera que en
la producción historiográfica y en los trabajos de memoria, las bre-
chas dejadas por las instituciones dominantes —y en ellas mismas—
son los lugares donde se pueden poner en debate conceptuaciones,
temas, agentes y posiciones ético–políticas. Y en ese camino de prác-
ticas diferentes pero al mismo tiempo entrecruzadas, la única manera
de paliar la desigualdad social está en no dejar de prestarle a las expe-
riencias, los intereses, las acciones y los pensamientos de los despo-
seídos, de los dominados, de los diferentes, de los contestatarios; en
suma, de todos aquellos a quienes la acecha la condescendencia de la
posteridad. Únicamente un tratamiento desigual puede compensar la
desigualdad, aunque más no sea en el plano de lo imaginario.

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