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La pandemia nos reencuentra con la realidad

de la vez y de la muerte
Juan Rodríguez M.

Artes y Letras/El Mercurio | abril 19, 2020

A muchos no les gusta reconocer lo primero y hablar de lo segundo; pero ahí


están y hoy más todavía, debido al covid-19. Personas mayores renuncian a
tratamientos en favor de los jóvenes, otros invitan a conversar sobre el fin de la
vida y hay quienes lamentan la soledad de los viejos. La filósofa Diana
Aurenque ha hecho su oficio de eso que algunos evaden: “La muerte hace
tiempo que dejó de ser algo natural”, dice. “Los conocimientos que tenemos
gracias a la medicina nos han obligado a replantearnos cómo vamos a entender
la vejez”.

Creía Schopenhauer, ese pesimista alemán del siglo XIX, que se debe
ser viejo para reconocer lo breve que es la vida. Una colega de él, claro que
francesa y del siglo XX, Simone de Beauvoir, se lamentaba porque nuestra
sociedad rinde culto a la fuerza y la destreza física, a la juventud, y entonces
exilia a los viejos; la vejez es un secreto vergonzoso y algo que nos llega, que
se nos impone desde fuera, creía. Ella misma temía a la vejez y a quien la
sucede, la muerte: “¡En el fondo del espejo me acecha la vejez y es fatal!”,
escribió. También dijo: “O veré a Sartre morir o moriré antes que él. Es
horrible no estar allí para consolar al que sufre del dolor que uno le causa al
partir”.
La vejez, la idea y el juicio que nos hacemos de ella, oscila entre la
decadencia y la realización. Al lado del miedo de De Beauvoir se pueden
poner juicios como los de Aristóteles y Cervantes: para el primero, la
prudencia, esa sabiduría práctica, se conquista gracias a la experiencia, a los
años; para el segundo, son las canas el fundamento de la agudeza y la
discreción. Aunque tal vez la vejez pueda ser virtud y defecto, según de
quien se trate: “Los seres humanos son como el vino: la edad agria a los
malos y mejora a los buenos”, dijo Cicerón.
Desde que el fantasma del covid-19 recorre el mundo, la vejez y la
muerte son realidades que, casi siempre latentes, han tomado nuestra
atención. Los viejos, la llamada tercera edad o adultos mayores, son el grupo
de mayor riesgo; y la muerte llevamos semanas numerándola por cientos y
miles.
El 21 de marzo, en este diario, el crítico y escritor Pedro Gandolfo
publicó una columna quizás beauvoiriana de título “Yo también soy
anciano”, a propósito de la pandemia, de lo rápido que golpeó a los viejos
en China e Italia versus la baja letalidad, por ahora, en Chile; en los dos
primeros países las familias se hacen cargo de sus viejos, en Chile ya no,
dice Gandolfo: “Acá la letalidad inicial del virus es nula hasta este momento
y creo que eso significa algo muy triste: lo lejos, segregados y extranjeros
que son los ancianos en nuestra sociedad y en nuestras vidas”.
Hace poco, el 8 de abril, el periodista Abraham Santibáñez envió una
carta a “El Mercurio” en la que invita a los mayores de ochenta años, como
él, a hacer un gesto; “renuncio desde ya a ser conectado a un respirador
artificial si con ello se puede salvar otra vida”, dice. Ya en Bélgica ocurrió
que una anciana rechazó un respirador artificial para que pudiera usarlo
alguien más joven: “Yo viví una buena vida”, fue su razón. Elias Canetti, el
Nobel de Literatura húngaro, se habría rebelado a esa entrega: para él la
muerte era un crimen que había que evitar por todos los medios. Y sin
embargo, para su pesar, somos seres vueltos hacia la muerte, o eso creía
Heidegger.
En respuesta a la carta de Santibáñez y de otros que siguieron su
gesto, un grupo de personas, entre ellas Adriana Valdés, directora de la
Academia Chilena de la Lengua, contaron de unos encuentros que hacen
periódicamente; “Cafés de la Muerte” los llaman, en los que desconocidos
se reúnen a conversar sobre ella. Será que, como dijera Edith Stein:
“Aprendemos lo que es anticipar nuestra propia muerte de aquellos con
quienes hemos compartido de forma significativa su anticipación de la
muerte”. O, como plantearon los organizadores de esos cafés, que la
“conversación sobre la muerte termina normalmente siendo una
conversación profunda sobre la vida”.

Filosofía de la medicina
Filosofar, dicen, es aprender a morir; también, que es una forma
saludable de llevar la vida, una terapia, de acuerdo a tales o cuales preceptos.
Sócrates, por ejemplo, condenado a muerte y esperando la cicuta, muestra
una serenidad y temple que admira a los amigos que lo acompañan; y hasta
se da tiempo para consolarlos él por su muerte, y enseñarles sobre la
inmortalidad del alma: “Pues bien, amigos”, dice en el “Fedón”, “justo es
pensar también en que si el alma es inmortal, requiere cuidado no en
atención a ese tiempo en que transcurre lo que llamamos vida, sino en
atención a todo el tiempo”.
Como filósofa, Diana Aurenque (Santiago, 1981) se ha dedicado a
pensar la muerte y la vejez. Profesora de la Universidad de Santiago, su
especialidad son la bioética y la filosofía de la medicina; ha escrito libros y
artículos en los que indaga el trasfondo existencial y filosófico de nociones
como salud y enfermedad.
“Los conocimientos que tenemos gracias a la medicina nos han
empezado a obligar a replantearnos cómo vamos a entender la vejez”, dice
Aurenque desde su casa, flanqueada por un librero en el que se observa,
entre otros, un libro de Nietzsche. “Es algo que hasta ahora no podemos
controlar, no podemos detener los procesos de envejecimiento molecular;
podemos hacer un montón de cosas estéticas, hay mucha medicina
antiaging, operaciones y cosas así, pero realmente no tenemos una medicina
que nos permita asegurar que, por ejemplo, después de los ochenta años no
vamos a tener algún tipo de demencia, no vamos a tener alzhéimer. Parece
ser que la vejez está asociada siempre con el aparecer de nuevas patologías,
eso es complejo, y entonces uno se pregunta cómo puedo tratar este espacio
de vulnerabilidad de una manera que no sea negativa”.

—Se ha hecho polémica a propósito de la premura o no de algunos


filósofos en pensar la pandemia de covid-19 y sus consecuencias. ¿Es
tiempo hoy para la filosofía o, en la urgencia, es mejor callar y dar lugar a la
medicina?
“La filosofía casi siempre ha tenido algo que decir en períodos de
crisis. Pueden ser crisis globales, a niveles históricos, de la cultura, o puede
ser la crisis como un fenómeno individual. Los seres humanos en crisis, de
una u otra forma, ponemos entre paréntesis aquello que hacemos
cotidianamente, el mundo de los ajetreos, y le damos cabida al pensar. El
caso de la actual pandemia no es distinto. Ahora, eso no significa que el
acto reflexivo sea necesariamente acompañado por una visión que en el
futuro se vaya a comprobar. La filosofía tiene mucho de experimentar
escenarios, claro, hay que ser prudentes, pero creo que los filósofos están
llamados a tratar de pensar posibles escenarios; algunos vaticinan el fin del
capitalismo; otros, su renovación. Es parte del acto filosófico saber que se
puede errar, pero creo que se valora el esfuerzo de pensar qué es lo que está
pasando. Y también eso rehabilita el lugar público de la filosofía, el lugar
desde el cual parte: Sócrates en el ágora iba a conversar con sus
conciudadanos, no estaba sentado conversando con pares expertos”.

Morir de viejo
En su ensayo sobre la edad, Montaigne dice: “¡Qué ilusión la de quien
espera morir por la falta de fuerzas que a la vejez extrema acompaña, y la de
creer que nuestros días acabarán solo entonces! Esa es la muerte más rara
de todas...”. Hoy, en cambio, la expectativa de vida aumenta y morir de
viejo está lejos de ser una rareza, al menos en esta parte del mundo.

—¿Cómo cambia la mayor longevidad nuestra percepción y experiencia de


la vejez y la muerte?
“Bueno, antes se pensaba que una vida larga era una vida valiosa, una
vida que tenía, por así decir, la gracia de Dios. Sin embargo, con los avances
de la medicina contemporánea hemos logrado prolongar la vida hasta
formas que no eran tan usuales; uno vive mucho, pero no necesariamente
vive como quiere esa vejez. Por eso comienzan debates sobre la posibilidad
de acortar la existencia, como el proyecto sobre eutanasia que está en el
senado. La idea no es decir que las personas deban dejar de querer vivir,
sino más bien aceptar que la visión de una buena vida y una buena muerte
es individual, y que el puro hecho de vivir hasta muy mayor ya no significa
que alguien considere que eso es valioso”.

—Se trastoca la idea de “muerte natural” o de “buena muerte”.


“La idea de la buena muerte, como morir de viejo, en la casa, después
de haber hecho muchas cosas en tu vida, una idea que también los griegos
la tenían, esa visión de la buena muerte como una muerte tranquila, en
oposición a la muerte violenta, parece ser mejor; pero hoy son muy pocas
las personas que mueren así. La mayoría de las personas muere bajo
decisiones: has sido reanimado, has sido entubado, estás en un hospital, se
han hecho distintos tratamientos para tratar de estabilizar tus signos vitales.
Lo que quiero decir es que la muerte hace tiempo que dejó de ser algo
natural. Morir de aquella forma es difícil, porque, insisto, la muerte está
controlada bajo un aparataje médico-técnico, morimos en hospitales la
mayoría de las veces”.

—A propósito de la manera de entender la vejez, y en las actuales


circunstancias, ¿por qué damos casi por supuesto, ante la disyuntiva de tener
que elegir entre dos personas, que es preferible salvar la vida más joven?
“Tú lo dices a propósito de la carta de Abraham Santibáñez”.

—Claro, y ya antes en Bélgica una mujer renunció a usar un ventilador.


“Hay que tener mucho cuidado. Este tipo de actos, los actos
supererogatorios (que van más allá de la obligación), acciones heroicas en
las que por el bien del otro estoy dispuesto a dañarme incluso al punto de
que muero, uno puede decir que son actos moralmente loables, uno puede
hablar de altruismo o de solidaridad. Pero por supuesto son acciones que
jamás pueden ser obligadas, es decir, parte de la nobleza moral o ética que
tienen estas acciones es que son libres y hechas con plena conciencia de lo
que significan. En ese contexto son legítimas. Pero lo que no puede pasar es
que uno haga una exigencia a los otros, que porque son mayores deberían
hacer algo así. Son acciones tan heroicas, tan nobles, que no pueden
exigirse, y ninguna persona mayor, por mayor que sea, debería sentirse
presionada a tomar este tipo de decisiones. Entonces, creo que en el
contexto nacional está bien que se dé a conocer esto, que es una opción,
pero siempre tiene que estar la letra no tan chica, sino clara, que diga que
este tipo de cosas no pueden ser tomadas como una obligación implícita
hacia los mayores. Los mayores no tienen por qué, aunque tengan dos años
de expectativa de vida, no tienen por qué renunciar a ella”.

—A propósito de Schopenhauer, ¿cree usted que la vida es breve?


“La vida es breve en la medida en que no solamente eres consciente
de la finitud temporal de tu existencia, sino también en que tienes la
sensación de que el mundo, la realidad, las cosas, todo lo que te rodea
permanece. No solamente somos conscientes de nosotros y de nuestro
tiempo finito, sino que somos conscientes de que el mundo estuvo y
probablemente estará sin nosotros. Entonces no es breve la vida por sí
misma, sino porque la habitamos en un mundo, en una realidad que se
presenta como abundante en experiencia. El mundo como conjunto de
posibilidades no tomadas es lo que hace que aparezca esta idea de la
infinitud y nosotros como aquello pequeño que no tiene dos o tres vidas
para repetir y tomar más opciones; tomaste esta, y sería”.

—¿Cómo definiría la vejez?


“No sé si haya que definirla. Desde el punto de vista biológico la
definición es clara: es una acumulación progresiva en el tiempo de daños
moleculares. Ahora, desde el punto de vista filosófico, creo que la vejez,
además de tener que ver con estas fallas o dificultades biológicas, es una
forma especial de habitar el tiempo, en que el tiempo es vivenciado a través
del cuerpo. Los jóvenes no habitan su cuerpo de una manera muy clara, el
joven corre de un lado al otro, puede ir de fiesta tres días seguidos, la resaca
no existe para los más jóvenes. Pero en la medida en que pasa el tiempo, es
curioso, el cuerpo es el que se hace presente. El viejo sabe su cuerpo, lo ve,
ve los cambios, el paso, las arrugas, el pesar del cuerpo. Las meditaciones
sobre la muerte, la enfermedad, la vulnerabilidad de la vida nos dan indicios
sobre nuestra condición finita; el cuerpo del mayor nos da una certeza de
que el tiempo está pasando. Ya no puedo decir que no voy a pensar en el
tiempo, la vejez me obliga”.

—Suena dramático.
“Experiencias como la enfermedad, la vulnerabilidad, la muerte o la
vejez, por mucho que puedan ser complejas, dramáticas, difíciles, creo que
precisamente porque nos dan a entender lo finita o breve que es nuestra
vida nos permiten volver a ella con una especie de vitalidad distinta. Pensar
en la muerte no es para salir depresivo, sino para darle el peso a la vida tal y
cual se merece. En eso tomo muy cerca a Nietzsche, yo creo que reafirmar
la existencia viene a propósito de saber que no tenemos un más allá, o tres o
cuatro vidas, o cinco o más intentos. Es esta. Y eso le da un peso a nuestra
vida muy importante y depende de nosotros darle el sentido más
provechoso”.

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