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de la vez y de la muerte
Juan Rodríguez M.
Creía Schopenhauer, ese pesimista alemán del siglo XIX, que se debe
ser viejo para reconocer lo breve que es la vida. Una colega de él, claro que
francesa y del siglo XX, Simone de Beauvoir, se lamentaba porque nuestra
sociedad rinde culto a la fuerza y la destreza física, a la juventud, y entonces
exilia a los viejos; la vejez es un secreto vergonzoso y algo que nos llega, que
se nos impone desde fuera, creía. Ella misma temía a la vejez y a quien la
sucede, la muerte: “¡En el fondo del espejo me acecha la vejez y es fatal!”,
escribió. También dijo: “O veré a Sartre morir o moriré antes que él. Es
horrible no estar allí para consolar al que sufre del dolor que uno le causa al
partir”.
La vejez, la idea y el juicio que nos hacemos de ella, oscila entre la
decadencia y la realización. Al lado del miedo de De Beauvoir se pueden
poner juicios como los de Aristóteles y Cervantes: para el primero, la
prudencia, esa sabiduría práctica, se conquista gracias a la experiencia, a los
años; para el segundo, son las canas el fundamento de la agudeza y la
discreción. Aunque tal vez la vejez pueda ser virtud y defecto, según de
quien se trate: “Los seres humanos son como el vino: la edad agria a los
malos y mejora a los buenos”, dijo Cicerón.
Desde que el fantasma del covid-19 recorre el mundo, la vejez y la
muerte son realidades que, casi siempre latentes, han tomado nuestra
atención. Los viejos, la llamada tercera edad o adultos mayores, son el grupo
de mayor riesgo; y la muerte llevamos semanas numerándola por cientos y
miles.
El 21 de marzo, en este diario, el crítico y escritor Pedro Gandolfo
publicó una columna quizás beauvoiriana de título “Yo también soy
anciano”, a propósito de la pandemia, de lo rápido que golpeó a los viejos
en China e Italia versus la baja letalidad, por ahora, en Chile; en los dos
primeros países las familias se hacen cargo de sus viejos, en Chile ya no,
dice Gandolfo: “Acá la letalidad inicial del virus es nula hasta este momento
y creo que eso significa algo muy triste: lo lejos, segregados y extranjeros
que son los ancianos en nuestra sociedad y en nuestras vidas”.
Hace poco, el 8 de abril, el periodista Abraham Santibáñez envió una
carta a “El Mercurio” en la que invita a los mayores de ochenta años, como
él, a hacer un gesto; “renuncio desde ya a ser conectado a un respirador
artificial si con ello se puede salvar otra vida”, dice. Ya en Bélgica ocurrió
que una anciana rechazó un respirador artificial para que pudiera usarlo
alguien más joven: “Yo viví una buena vida”, fue su razón. Elias Canetti, el
Nobel de Literatura húngaro, se habría rebelado a esa entrega: para él la
muerte era un crimen que había que evitar por todos los medios. Y sin
embargo, para su pesar, somos seres vueltos hacia la muerte, o eso creía
Heidegger.
En respuesta a la carta de Santibáñez y de otros que siguieron su
gesto, un grupo de personas, entre ellas Adriana Valdés, directora de la
Academia Chilena de la Lengua, contaron de unos encuentros que hacen
periódicamente; “Cafés de la Muerte” los llaman, en los que desconocidos
se reúnen a conversar sobre ella. Será que, como dijera Edith Stein:
“Aprendemos lo que es anticipar nuestra propia muerte de aquellos con
quienes hemos compartido de forma significativa su anticipación de la
muerte”. O, como plantearon los organizadores de esos cafés, que la
“conversación sobre la muerte termina normalmente siendo una
conversación profunda sobre la vida”.
Filosofía de la medicina
Filosofar, dicen, es aprender a morir; también, que es una forma
saludable de llevar la vida, una terapia, de acuerdo a tales o cuales preceptos.
Sócrates, por ejemplo, condenado a muerte y esperando la cicuta, muestra
una serenidad y temple que admira a los amigos que lo acompañan; y hasta
se da tiempo para consolarlos él por su muerte, y enseñarles sobre la
inmortalidad del alma: “Pues bien, amigos”, dice en el “Fedón”, “justo es
pensar también en que si el alma es inmortal, requiere cuidado no en
atención a ese tiempo en que transcurre lo que llamamos vida, sino en
atención a todo el tiempo”.
Como filósofa, Diana Aurenque (Santiago, 1981) se ha dedicado a
pensar la muerte y la vejez. Profesora de la Universidad de Santiago, su
especialidad son la bioética y la filosofía de la medicina; ha escrito libros y
artículos en los que indaga el trasfondo existencial y filosófico de nociones
como salud y enfermedad.
“Los conocimientos que tenemos gracias a la medicina nos han
empezado a obligar a replantearnos cómo vamos a entender la vejez”, dice
Aurenque desde su casa, flanqueada por un librero en el que se observa,
entre otros, un libro de Nietzsche. “Es algo que hasta ahora no podemos
controlar, no podemos detener los procesos de envejecimiento molecular;
podemos hacer un montón de cosas estéticas, hay mucha medicina
antiaging, operaciones y cosas así, pero realmente no tenemos una medicina
que nos permita asegurar que, por ejemplo, después de los ochenta años no
vamos a tener algún tipo de demencia, no vamos a tener alzhéimer. Parece
ser que la vejez está asociada siempre con el aparecer de nuevas patologías,
eso es complejo, y entonces uno se pregunta cómo puedo tratar este espacio
de vulnerabilidad de una manera que no sea negativa”.
Morir de viejo
En su ensayo sobre la edad, Montaigne dice: “¡Qué ilusión la de quien
espera morir por la falta de fuerzas que a la vejez extrema acompaña, y la de
creer que nuestros días acabarán solo entonces! Esa es la muerte más rara
de todas...”. Hoy, en cambio, la expectativa de vida aumenta y morir de
viejo está lejos de ser una rareza, al menos en esta parte del mundo.
—Suena dramático.
“Experiencias como la enfermedad, la vulnerabilidad, la muerte o la
vejez, por mucho que puedan ser complejas, dramáticas, difíciles, creo que
precisamente porque nos dan a entender lo finita o breve que es nuestra
vida nos permiten volver a ella con una especie de vitalidad distinta. Pensar
en la muerte no es para salir depresivo, sino para darle el peso a la vida tal y
cual se merece. En eso tomo muy cerca a Nietzsche, yo creo que reafirmar
la existencia viene a propósito de saber que no tenemos un más allá, o tres o
cuatro vidas, o cinco o más intentos. Es esta. Y eso le da un peso a nuestra
vida muy importante y depende de nosotros darle el sentido más
provechoso”.