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fuente griego
§ I.
Nuestra perspectiva filosófica
en el momento de disponernos a «releer»
el Protágoras
1. El Protágoras es una de las obras maestras de Platón. Quizá por ello pueda
afirmarse que no es una obra de juventud, como frecuentemente se la considera
(Willamovitz, Friedländer), fundándose en su temática, en rasgos estilísticos, &c.,
sino una obra de madurez, posterior a la fundación de la Academia (385), de la
época del Fedón o del Banquete: tal es la opinión de Taylor. El debate sobre el
lugar cronológico del Protágoras no es accidental, no es cuestión meramente
erudita, porque tiene que ver con la significación que se le atribuye. Quien perciba
al Protágoras como una obra, sin duda genial, desde el punto de vista literario, pero
más bien «socrática», sin problemas platónicos, se inclinará a considerarla como
obra de juventud, a lo sumo en la línea del Menón. Pero quien perciba en el
Protágoras un esbozo muy profundo del pensamiento platónico, se inclinará a
retrasar su fecha, a considerarla como una obra central de Platón y expresión de sus
problemas filosóficos más característicos.
2. Pero si esto es así, parece que el Protágoras exigirá ineludiblemente, por parte
del lector, un punto de vista filosófico. Sólo en una «lectura filosófica» podría el
Protágoras ser comprendido. Y sin embargo son posibles diversas perspectivas
filosóficas —una perspectiva aristotélica, una materialista, una idealista, otra
escéptica— y esta diversidad de perspectivas (cada una de las cuales a su vez se
desdobla en una abundante multiplicidad de matices) justificaría que, en el
momento de disponernos a leer el Protágoras, tratásemos de fijar la perspectiva en
la cual estamos situados. También podría pensarse que estas reflexiones previas son
innecesarias y aún perturbadoras, que es preferible lanzarse ingenuamente a la
lectura confiando en que ella y sólo ella sea la que nos permita perfilar nuestras
propias coordenadas filosóficas. Así es, sin duda. Pero ahora (suponemos) no
estamos meramente leyendo el Protágoras, estamos re-leyéndolo (estudiándolo) y
releyéndolo en una traducción (por cierto, excelente). Lo releemos, en realidad,
siempre en una traducción, puesto que no somos griegos, y aunque sigamos el texto
griego, no podríamos entenderlo más que ajustándolo [18] al lenguaje de nuestro
presente (al castellano, en nuestro caso) y a sus referencias. Y es entonces cuando
podemos advertir la ingenuidad de todo aquel que piense que una obra como el
Protágoras se «manifiesta por sí misma» al lector de hoy. Las mismas palabras
griegas cobran sentidos diferentes al ser insertadas en referencias y en coordenadas
necesariamente distintas (areté, ¿tiene la misma referencia y sentido de virtud?;
máthema, ¿puede traducirse por ciencia?, ¿y en qué ciencia o en qué significado de
ciencia está pensando el traductor cuando lee máthema?). Bastaría confrontar las
diferentes interpretaciones de diversas lecturas del Protágoras —o simplemente, los
diferentes sonidos que nosotros mismos escuchamos cada vez que releemos el
Diálogo platónico— para constatar, con toda seguridad, que estas diferentes
interpretaciones, que no son siempre gratuitas o externas, se producen en función de
los diferentes resonadores que utilicemos y que en el fondo carece de sentido querer
atenerse al «sonido en sí» de Platón. No podemos penetrar en la mente de Platón y
aún en el supuesto de que pudiéramos hacerlo nada definitivo habríamos logrado.
Porque esa «mente» estaría, ella misma, envuelta en círculos de diverso radio, que
ni siquiera tendrían por qué estarle presente; es decir, esa «mente» también estaría
inmersa en mundos cuyo alcance no tendría por qué percibirse siempre del mismo
modo, mundos que sin embargo podemos percibir mejor nosotros, a veinticinco
siglos de distancia.
Pero es posible también leer el Protágoras desde perspectivas más bien psicológicas
o sociológicas, por ejemplo, [19] interpretando la visión que Sócrates (según Platón)
tenía de esos mismos sofistas que oficiaban en la casa de Calias como efecto, más
que de la influencia de la Odisea (que no habría por qué negar) del recelo xenófobo
(incluso conservador, reaccionario) de un ateniense de vieja cepa (como lo era
Platón, y también Sócrates) ante unos metecos que invadían su territorio como
mercaderes de cosas casi sagradas (la enseñanza de la virtud) reservada hasta
entonces a las tradiciones venerandas de la ciudad, que se transmiten «en la masa de
la sangre». Quienes se escandalizaban de que Protágoras —o Hipias, o Pródico—
cobrasen por enseñar cualquier género de virtudes, ¿no es porque se escandalizaban,
ante todo, ante el contenido de esas virtudes mercenarias, virtudes de sicofantes —
artes, técnicas, trucos, habilidades— por ellos enseñadas, y principalmente, el arte
de la retórica, que puede convertir ante los jueces o ante la asamblea, por ejemplo,
lo blanco en negro, y el propio arte (o virtud) de obtener importantes cantidades de
dinero a cambio de las enseñanzas?. Quien lee el Protágoras a la luz de las
categorías sociológicas puede ser que perciba en el recelo platónico (y socrático)
ante los sofistas cosmopolitas y «desarraigados» que utilizan la casa de Calias,
simplemente el resentimiento o la envidia ante los forasteros brillantes y
triunfadores, incluso la resistencia ideológica de los «aristócratas conservadores»
ante los «demócratas progresistas» que los nuevos tiempos (los de la hegemonía
comercial de la Atenas de Pericles) han traído a la ciudad. ¿Acáso no es sabido que
el dinero ha sido habitualmente el instrumento democrático por excelencia, el medio
capaz de neutralizar las barreras de las castas hereditarias, dentro de las cuales ni
siquiera el saber o la fortaleza física pueden comprarse?. «El dinero es el disolvente
más destructor del poder señorial» dicen los historiadores de la Edad Media (por
ejemplo W.H.R. Curtler). El dinero que los sofistas cobraban y que sus discípulos
estaban dispuestos a pagar (a veces a costa de enormes esfuerzos de sus padres) era
«el más poderoso disolvente» de la aristocracia de sangre, de quienes mantenían
como patrimonio exclusivo el cultivo de la areté.
¿Qué es entonces una lectura filosófica? ¿No ha de quedar sustituida por el conjunto
de las diferentes lecturas categoriales?. No, porque, por lo menos, sería precisa la
coordinación entre todas ellas, Porque no podríamos confundir esta coordinación
global con una simple yuxtaposición enciclopédica de perspectivas diversas, por
erudita que ella fuera. En todo caso, la coordinación de las diferentes perspectivas
categoriales no es ella, por sí misma, la meta de una lectura filosófica. La
coordinación es un resultado oblicuo (aunque necesario) de esa lectura, pero no es
su objetivo, capaz de definir la perspectiva filosófica. ¿Cuál pues?.
Cabría ensayar una vez más el criterio siguiente: las perspectivas categoriales son
particulares, parciales, mientras que la perspectiva filosófica seria globalizadora,
generalizadora, total. Pero este criterio es muy ambiguo y sólo parece que aclara
algo cuando pide el principio (cuando entiende lo general, global o total
precisamente en función de las categorías coordinadas). Porque también las
categorías pueden ser generales y pretenden serlo, al menos (la perspectiva
sociológica pretende reducir todo a su punto de vista, erigiéndose en la explicación
última). Nosotros aplicaremos aquí otro criterio basado en la oposición entre las
Ideas y las Categorías. Las Ideas se abren camino a través de las Categorías y las
envuelven, sin que por ello tengan necesidad de ser «generales». Son las Ideas
filosóficas y los sistemas de estas Ideas que se articulan en el curso mismo de las
perspectivas categoriales aquello que configura la perspectiva filosófica. [23] Es
característico de estas Ideas su actualidad, es decir, su efectividad respecto de las
realidades de nuestro presente. Las Ideas a las cuales nos referimos, constituyen,
ante todo, la armadura de nuestro propio mundo. Sin duda, no deberemos pensar
que hay un sólo sistema de estas Ideas, porque existen diversos sistemas de Ideas,
contrapuestas entre sí dado que también se contraponen entre sí los mundos del
presente, sin que por ello pueda concluirse que está rota la unidad del Mundo, salvo
para quien crea (olvidándose de Heráclito) que la única forma de unidad es la
armonía.
En la superficie literal del Protágoras encontramos sin duda dos Ideas en torno a las
cuales podría considerarse girando a todas las demás que por él se cruzan: la Idea
misma del Sabio (del sofista) y la Idea de la Virtud. De hecho, el Protágoras lleva
tradicionalmente como subtítulo «De los sofistas». Y de hecho también suele ser
incluido entre el grupo de Diálogos (a quienes encabeza) que tratan de alcanzar las
definiciones, ante todo, de la Virtud, areté —y después, del Amor, philia, de la
Belleza, kalón (así Friedländer: Protágoras, Laques, Trasímaco, Cármides,
Eutifrón, Lisis, Hipias mayor). Por lo demás, la conexión entre estas dos Ideas
núcleo del Protágoras es bastante obvia: nos pone delante del problema socrático
de la conexión entre la sabiduría y la virtud, (¿sólo el sabio es virtuoso y
recíprocamente?, ¿sólo el malo es ignorante y recíprocamente?). Es la conexión que
en el Menón (86d) aparece tratada según el método hipotético de los geómetras
(¿acáso la hipótesis a que se refiere el texto de 87a no es la de la conmensurabilidad
del círculo con el cuadrado, de acuerdo con el «teorema» de las lúnulas de
Hipócrates de Queos?). Una conexión que aparece ahora, en el Protágoras, en una
perspectiva más bien genética: la sabiduría del sabio ¿puede engendrar la virtud en
los otros hombres?, es decir: la virtud, ¿es enseñable?. Más que el camino que va de
la virtud a la sabiduría, el Protágoras parece querer explorar el camino que, a través
de la enseñanza pueda conducir de la sabiduría a la virtud.
6. Vamos a ensayar la tesis —por lo demás, nada extraordinaria— de que las Ideas
por respecto de las cuales el plano de los términos literales («virtud», «sabiduría»,
«educación», &c.) entre los cuales se debate el Protágoras platónico puede asumir
el aspecto de una superficie fenoménica, son la Idea de Hombre y la Idea de
Cultura. No darnos por supuesto que estas dos Ideas sean correlativas —como si
«Hombre» pudiera ser definido como «animal cultural», o como si «Cultura»
pudiera ser definida como «aquello que el hombre hace», la «obra del hombre».
Desde el momento que reconocemos las «culturas animales». sólo sobreentendiendo
que el Hombre es el animal que desarrolla la cultura humana, podríamos mantener
la correlación —pero entonces incurriríamos en flagrante círculo vicioso. Por otro
lado, tampoco damos por supuesto que la cultura humana pueda entenderse como la
obra del hombre, en primer lugar porque es el hombre también algo que es
producido en el propio proceso cultural («el fuego hizo al Hombre» decía Engels), y
en segundo lugar, porque no todo el proceso cultural implica el desarrollo del
Hombre (a veces implica incluso su destrucción). Nuestra tesis es ésta: la Historia,
como Historia de la Cultura, no es equivalente a la Historia del Hombre, como
presupone una tradición «humanista» ligada a la oposición —que consideramos
teológica— entre Naturaleza y Cultura (la oposición entre herencia y aprendizaje,
utilizada muchas veces como criterio para distinguir naturaleza y cultura —
naturaleza = conjunto de formas que se transmiten genéticamente; cultura =
conjunto de formas que se transmiten por aprendizaje, por educación— nos parece
por ello mismo inadmisible, porque muchos contenidos «naturales» se transmiten
por aprendizaje, muchos contenidos culturales no se transmiten por aprendizaje,
sino por automatismos extrasomáticos y sociales, y, por último, otras muchas
determinaciones propias de la cultura o de la naturaleza no se transmiten ni por
herencia ni por aprendizaje, sino que son, por ejemplo, efectos peristáticos).
Suponemos, pues, que no hay posibilidad de distinguir dicotómicamente naturaleza
y cultura: una choza neanderthaliense es una formación tan natural como pueda
serlo el nido de una cigüeña. Suponemos también que hemos rechazado todo tipo de
concesiones intirumentalistas de la cultura, es decir, toda concepción de la cultura
humana como si ella fuera un instrumento que el hombre se procura para «lograr
sus fines», [30] o incluso para «compensar su indefensión» de mono desnudo (la
teoría del fetalismo neoténico en la que Bolk resucita en el fondo el mito de
Epimeteo de Protágoras) y ello porque la tesis de la indefensión natural del hombre
es sólo el resultado de una abstracción, a saber, la consideración del individuo
humano como si fuese la expresión de la «naturaleza», corno si la unidad biológica
humana fuese el individuo y no el grupo o la horda. Una horda que, siendo natural,
en modo alguno podría llamarse indefensa, sino sumamente potente, a juzgar por
sus temibles resultados (por respecto a los demás animales) en el proceso —ulterior
de la selección natural. Suponemos también que la figura del «hombre» aparece
instituida en un determinado momento del desarrollo biológico cultural de ciertos
primates y homínidas —homínidas que ya no son «monos» pero que tampoco son
«hombres» (aunque tengan una cierta forma de lenguaje, o un método
«normalizado» de fabricar herramientas). Un momento que podría ser caracterizado
por la configuración de un círculo de relaciones entre organismos individuales,
entidades somáticas que, precisamente en razón de un avanzado y complejo estado
de las formaciones culturales, jurídicas, &c. extrasomáticas, pueden recibir «desde
fuera» la figura espiritual de «personas» capaces de reproducirse, biológica y
espiritualmente, a la manera de sw>ma pneumatikón. Según esto, las diferencias
entre la cultura humana y las culturas animales no habría que buscarlas tanto en una
escala analítica (en rasgos particulares diferenciales tales como el lenguaje
articulado, utilización de herramientas, conservación de alimentos, porque todos
estos rasgos encuentran también sus análogos en otras especies animales), sino en la
escala sintética, en el proceso mismo en virtud del cual la compleja disposición de
fuerzas y formas somáticas y extrasomáticas alcanzan un «cierre» tal en el que la
reproducción de las personas aparece realmente asegurada. Y con esto tampoco
queremos insinuar que el desarrollo (incluso histórico) de la cultura equivalga
siempre a un desarrollo indefinido del hombre, por cuanto muchas veces aquel
desarrollo sigue caminos que determinan precisamente su destrucción, como si «el
hombre fuese la medida de todas las cosas» (de todas las culturas) —según el
pensamiento de Protágoras— por cuanto (sería la tesis platónica), el propio hombre
está sometido a la medida de las «cosas» (de las Ideas, de las relaciones que se
mantienen «por encima de la voluntad»). En cualquier caso parece gratuito admitir
de principio que el desarrollo de la cultura sea conmensurable con el desarrollo del
hombre. Aquél es un desarrollo «impersonal», aún cuando se hace a través de las
mismas personas. Por ello también dudamos de que sea evidente la identificación de
la Idea de Historia con la idea del hombre como animal cultural. Más bien
argumentamos desde la perspectiva según la cual la figura del hombre, en cuanto
entidad moral, [31] una vez que ha cristalizado en un determinado momento de la
historia cultural, se mantiene invariante, igual a sí misma, sin que quepa hablar de
un desarrollo de su esencia, de sus virtualidades. Con esto estamos impugnando a
quienes presuponen que sólo cabe hablar de Historia en la medida en que la
«Historia del hombre» significa «Historia del desarrollo del hombre como una
entidad que cambia al mismo ritmo del desarrollo cultural». Estamos suponiendo
más bien que la historia del Hombre es también en gran medida la historia de la
invariabilidad de la figura humana (una vez cristalizada, como sujeto de derechos
universales invariables) en el medio de las variaciones de su mundo cultural y real,
que es un momento más de la variación del universo. Nos hacemos así eco del
mensaje estoico —o2 kósmoV a2lloíwsiV; o2 bíoV, u2pólhyiV («el universo
mudanza; la vida, firmeza»)— de Marco Aurelio, mensaje que creemos que
mantiene estrecha armonía con el mensaje platónico. Por ello nos parece abusivo
mantenernos en ese tópico que nos quiere obligar a pensar que Platón —incluso
todo el pensamiento griego en general— careció del sentido de la historia, y que
sería preciso esperar al judaísmo o al cristianismo para aproximarnos a este sentido
(Renan: «El autor del libro de Daniel es el verdadero creador de la Filosofía de la
Historia»).
7. Tomando, pues, como coordenadas, ideas tales, como las de Hombre y Cultura, al
nivel en que las hemos esbozado, podríamos intentar redefinir la superficialidad
fenoménica de los términos literales (areté, paideia, ... ) y de sus relaciones, entre
las cuales decíamos se debate el Protágoras considerando que estos términos y sus
relaciones se mantienen en el ámbito de aquellas ideas, como si éstas estuviesen ya
dadas, constituidas. Supuestos ya constituidos los campos de estas ideas —supuesto
ya constituido el hombre en sus múltiples culturas (contradictorias entre sí: griegos,
bárbaros)— se abre, sin duda, una inmensa red de relaciones problemáticas en su
mayor parte entre los momentos más diversos de esos campos. Es esta perspectiva
la que habría adoptado el propio Protágoras al juzgar por lo que de él sabemos: «El
hombre es la medida de todas las cosas» (*). Sin duda, no pudo Protágoras (como
tampoco Platón) elevarse a una idea de cultura humana asimilable a la que (a través
de la secularización de la idea teológica del reino de la gracia) pudo forjarse en el
siglo XIX desde Hegel hasta Ty1or. La Idea de Cultura, en Protágoras o en Platón,
como en Herodoto o Hecateo, se encuentra en un estado embrionario, reducida al
campo de las costumbres, de las leyes, y rota de algún modo por la oposición entre
griegos y bárbaros. Sin embargo, podría afirmarse que dentro del horizonte en el
que se utiliza la Idea de cultura, las posiciones relativas de Protágoras y de Platón
son identificables (analógicarnente) con las posiciones características en la moderna
filosofía de la cultura. No parece muy aventurado afirmar que la [32] posición de
Protágoras se corresponde con el instrumentalismo, con el funcionalismo (la cultura
entendida como instrumento del hombre, medida de todas las cosas); no es obra del
hombre —sino de Prometeo o de Hermes— pero el hombre la utiliza como
instrumento sustitutivo de su estado de indefensión natural, y en este sentido como
algo natural ella misma. Platón, sin embargo, se mueve en otro terreno.
El Hombre de Protágoras que «mide todas las cosas», parece un hombre que ha de
suponerse dado, como una unidad invariable y universal. Y, sin embargo, río es así,
porque, al menos cuando se interpreta la tesis de Protágoras en el sentido del
relativismo cultural, la unidad de esa medida es aparente y el hombre aparece ya
inmediatamente disperso en las culturas particulares más heterogéneas. Y si el
hombre es la medida de todas las diversas culturas, es porque en realidad son las
culturas las que miden a los hombres que en ellas se configuran, porque se
considera desde el principio que los hombres están ya constituidos a la escala de las
diversas culturas o sociedades en las cuales realmente viven.
Porque entre los hilos de ese organismo figura (junto a los hilos internos,
psicológicos) el hilo áureo del Estado. Se diría que Platón ha continuado aquí la
línea de Gorgias —si bien matizada por su intersección con la justicia: «¿qué otra
cosa es [la Virtud, según enseña Gorgias] que el ser capaz de mandar sobre los
hombres?» Menón 73 b. Y, por ello, la unidad o forma (ei4doV) común a las virtudes
no será tanto un concepto distributivo, cuanto una parte «atributiva», la justicia
(Menón 79a). Pero los estados son múltiples, diversos, y enfrentados entre sí, con lo
cual, la cuestión central, en su aspecto psicológico, del Protágoras, sobre si la
virtud es una o múltiple, heterogénea u homogénea, se desarrolla como la cuestión
central (filosófico-antropológica), la cuestión central en las Leyes en torno a si el
Estado (y su contenido viviente, la cultura de un pueblo, como fundamento de su
virtud) es uno o múltiple (digamos: el Estado universal —acaso el de Darío entre
los bárbaros, al que se acogerá después de Platón, Alejandro, entre los griegos o
bien la pluralidad de estados) y, si es múltiple, si sus partes son homogéneas o
heterogéneas [37] (en el sentido, por ejemplo, de lo que con referencia a la
antropología de nuestro siglo —Boas y su escuela— llama particularismo). Platón,
en las Leyes parece movido por una tradición poderosa que quiere mantenerse
firmemente en el terreno pluralista del estado ciudad (incluso un estado que no ha
de rebasar la cifra de los 5.020 ciudadanos), en el terreno en el cual el mismo
Aristóteles, según algunos, hubo de enfrentarse con Alejandro (aún cuando esto no
es nada seguro). Pero si aplicamos a esos Estados o culturas múltiples el esquema
mismo que en las Leyes se utiliza para entender la unidad dialéctica de las virtudes,
habría que decir que todos esos Estados, enfrentados u opuestos entre sí, están
obedeciendo a un hilo dorado, que no podría ser otro (puesto que se trata de
Estados) sino el Estado de los Estados, el Estado universal. El armonismo
particularista de Protágoras encontraría de este modo su verdadera contrafigura en
la concepción dialéctica de Platón.
Se trata, pues, de regresar hacia los fundamentos de la conexión entre el enseñar (en
cuanto proceso que, hemos dicho, se inserta en el proceso general de la cultura) y el
cobrar las enseñanzas (que es un concepto perteneciente a la categoría económica).
Ahora bien, acaso la más importante consideración metódica que pudiéramos
proponer sea ésta: que no es posible discutir, en general, la conexión entre ambos
conceptos, y que todo intento de tratamiento genérico del asunto, lejos de remitirnos
a los principios, nos arroja en la más pura confusión. Porque cuando determinados
conceptos (como puedan serio el de enseñar y el de cobrar) [38] se dividen
inmediatamente en sus especies (a la manera como el concepto de palanca se divide
inmediatamente en los tres tipos consabidos) entonces es absurdo pretender alcanzar
una visión global prescindiendo de esas especies. Será preciso partir de ellas y
regresar al todo, no por abstracción, sino por composición o confrontación de las
especies opuestas entre sí, Esto es lo que ocurre en nuestro caso. «Enseñar» es un
concepto genérico que se especifica en direcciones muy diversas (opuestas entre sí)
según los contenidos de aquello que se enseña. «Cobrar» es un concepto económico
que se diversifica inmediatamente en formas muy diversas (y opuestas entre si)
tanto en la línea cuantitativa (es decir, según la cuantía de lo que se cobra) como en
la línea cualitativa (según el título por el cual se cobra, sea el precio de compra de
una mercancía, sea retribución por servicios o por un trabajo que no se considera
mercancía). Y las especies de uno y otro concepto genérico se combinan entre sí en
distintas situaciones y con resultados también distintos. Antes hemos observado
cómo desde un punto de vista estrictamente factual —presidido por la ley de la
oferta y la demanda—, es evidente que la degradación social del sofista que cobra
no podría haberse producido por el hecho de cobrar («Protágoras —dice Sócrates en
el Menón 91d— ha sacado de su saber más dinero que Fidias y que diez escultores
más») sino por cobrar poco. Pues el cobrar poco puede estar tan lejos, y aún más, de
no cobrar nada, como de cobrar mucho. No cobrar nada es regalar; y puede estar
más próximo quien cobra mucho a (a situación del hombre magnánimo que quien
cobra poco si, por ello mismo, como «miserable» nunca puede desarrollar la
generosidad.
Ahora bien, de acuerdo con las distinciones platónicas del Protágoras, podemos
distinguir los contenidos de la enseñanza sofística en dos grandes especies: la de
Zeuxis y Ortágoras, por un lado y la del propio Protágoras, por otro. En un caso, lo
que se enseña son virtudes determinadas, precisas (se enseña a pintar, a tocar la
flauta); en el otro caso, se enseñan virtudes que pudieran llamarse trascendentales
(se pretende enseñar a ser un hombre, es decir, un ciudadano). En un caso se trata de
virtudes técnicas (las virtudes prometéicas) en el otro, se trata de virtudes políticas,
religiosas y civiles (las virtudes «herméticas»). Es también Platón quien, por boca
de Sócrates, nos precisa que las virtudes tecnológicas, por ser determinadas, son
especiales (propias de especialistas, que no tienen por qué ser distribuidas entre
todos los hombres); en cambio, las virtudes políticas, por ser trascendentales, piden
ser distribuidas entre todos los hombres. En términos económicos: la oferta de los
contenidos de la primera especie será mucho menor que la demanda
correspondiente a los contenidos de la segunda especie, con la paradoja, por tanto,
de que el valor de cambio de los contenidos más importantes, ha de ser menor que
el de los primeros [39] (se diría que los honorarios del sofista, si es verdadera su
autodefinición, tenderán a disminuir y, por tanto, el sofista tenderá a degradarse en
la medida en que se mantenga en el terreno de la economía de mercado).
Las ironías de Platón se dirigen contra el sofista que cobra, en general, por sus
enseñanzas: pero evidentemente, estas ironías sólo podremos considerarlas
profundas cuando las sobreentendamos referidas a las enseñanzas políticas, a las
enseñanzas «trascendentales». «Por mi parte (dice Sócrates en el Cratilo) después
de haber oído a Pródicos la lección de 50 dracmas que pone, según él, en
disposición de tener un conocimiento completo de esta materia, podría darte un
juicio. Pero como sólo le oí la lección de 1 dracma ... », Esta ironía se disolvería en
la nada dentro de nuestras costumbres de hoy, que nos presentan como ordinario
que un curso de Ingeniería elemental es menos costoso que un curso de ingeniería
superior para el especialista, el cual, sin duda, puede valer muy bien los 50 dracmas
y aún alguno más. Pero en cambio, la ironía conservaría toda su fuerza sí de lo que
se tratase fueran materias trascendentales, materias políticas o religiosas. Muchos
militantes de partidos políticos consideran deshonroso cobrar sus servicios al
partido —como siempre ha sido paradójico y aun ridícula la costumbre de un
sacerdote que cobra la administración de un sacramento o simplemente de un
consejo (la situación del psicoanalista plantea cuestiones especiales).
Pero entonces ¿Es preciso concluir que el sofista no puede cobrar, lo que significa,
en determinadas condiciones sociales, que el sofista no puede existir, puesto que no
existe económicamente?. Sin duda Platón ha sido tentado muchas veces por esta
conclusión y en este sentido se le suele interpretar: el sofista no tiene existencia real,
sólo existe en el mundo del engaño, de la apariencia, puesto que no debe tener
existencia económica. El sofista según esto, es superfluo, porque la reproducción de
la cultura, o de las virtudes fundamentales de la República, tiene lugar
espontáneamente, como lo ha tenido en otros tiempos, sin necesidad de que nuevos
profesionales (los sofistas) vengan a crear una necesidad aparente. Según esto,
Platón estaría defendiendo la situación del aristócrata que, sin necesidad de pagar
nada, puede transmitir una educación a sus hijos, por medio de sus esclavos o por el
ocio de que él dispone gratuitamente, liberalmente. Sin embargo, nos parece que no
es ésta la única lectura posible de Platón, antes bien, que esta lectura es la más
superficial y que Platón quiere decimos todo lo contrarío. En efecto: lo que a Platón
le escandaliza es que el sofista pueda presentarse como un mercader que vende su
mercancía a aquél que se la pueda comprar —a los ricos, a los hijos de los ricos, a
los que pueden asistir a la casa de Calias. ¿Por qué?. Porque lo que se vende, lo
vende un particular a otro particular. [40] Se trata de un negocio privado, una
cuestión de «enseñanza privada», en donde se enfrentan intereses individuales,
psicológicos (incluso psicoanalíticos, precisamente el precepto de cobrar honorarios
figura como uno de los preceptos más importantes para el sostenimiento de la
relación entre el médico y el paciente, como la única forma de expresión en el
terreno económico de la exterioridad y distancia de la relación que debe mediar
entre el curandero del alma individual y el propio individuo enfermo). Pero ¿Cómo
dejar en manos de mercaderes particulares la formación de virtudes que se
consideran trascendentales para la vida de la comunidad?. Los sofistas del
Protágoras —Protágoras, Hipias. Pródico— se reúnen en casa de Calias, el
plutócrata de Atenas, el mecenas. La casa de Calias está desempeñando una función
nueva en la ciudad: el eunuco que hace de portero, con razón está asombrado,
irritado. No es la casa en donde vive una familia y en donde se reciben a los amigos,
incluso donde se conspira. Ahora, allí, unos hombres extranjeros, están enseñando
las virtudes más deseadas por los atenienses. Pero no por eso la casa de Calias es un
templo, o un edificio público, sigue siendo una casa privada —como lo será todavía
la Academia o el Liceo— y no un edificio público corno, tras Alejandro, llegará a
serlo el museo de Demetrio Falereo y, después la escuela de Alejandría. La casa de
Calias es una casa particular y los hombres que allí enseñan cobran por su
enseñanza y perciben honorarios muy altos (ignoramos si Calias exige participación
en ellos). No podemos olvidar en todo caso que estamos refiriéndonos a un proceso
de formación de instituciones y que por ello la casa de Calias no podría auto-
concebirse como una «academia», o corno una «universidad» precisamente porque
acaso es sólo su embrión. ¿Por qué ofrece Calias su casa a los sofistas?. O bien la
alquila (es decir o bien obedece a legítimos intereses mercantiles), o bien busca
compartir, junto con los sofistas, un poder político y social, convirtiendo su casa en
un palacio como el de Lorenzo el Magnífico. Y entonces (337d) la casa de Calias
estaría pidiendo pasar a ser un edificio público, el Pritaneo —y es Sócrates quien en
la Apología (la de Platón) les sugiere irónicamente a los ciudadanos reunidos en la
Asamblea, que en lugar de encerrarle en la cárcel y matarle, debieran pagarle un
puesto en el Pritaneo para que desde él pudiera mantenerles despiertos de su sueño
cotidiano. En resolución, no parece inverosímil concluir que aquello que en realidad
tenía que resultar vergonzoso a Platón en el hecho de que los sofistas cobrasen por
sus enseñanzas, no había de ser tanto el cobrar los honorarios, cuanto el cobrarlos
como mercancía, en convertir en función privada aquello que, por su importancia,
debiera ser siempre una función pública, una función del Estado, abierta a todos los
ciudadanos como el Pritaneo y no cerrada, accesible sólo a la oligarquía como la
casa de Calias. [41]
§ II.
El «Prólogo» del Protágoras
En el Protágoras, como en los demás Diálogos de Platón, además de describírsenos
escenarios diversos, se nos hacen presentes diferentes personajes a quienes se les
hace hablar a lo largo de un curso dramático más o menos complejo pero que, en
todo caso, está concebido estéticamente —aunque esta concepción resulte a veces
muy convencional— desde perspectivas muy próximas a aquéllas en las que se sitúa
un autor teatral. Se diría que todo ha sido calculado por Platón, desde la
escenografía, hasta el orden dramático (formal) de intervención de los personajes.
Por lo demás, este orden dramático, en los Diálogos (y, en particular, en el
Protágoras) no se corresponde siempre con el orden material (cronológico) que se
supone subyacente al orden dramático y que, en general, habrá de ser reconstruido
sobre la marcha a partir de las indicaciones que nos suministra la propia exposición
dramática. Así, por ejemplo, el segundo escenario del Protágoras es la casa de
Sócrates; pero el propio diálogo nos notifica que la «acción» que tiene lugar en este
segundo escenario es anterior a los acontecimientos que tuvieron lugar en el
primero dramáticamente (la calle, o una plaza) y, por tanto, según el orden material,
el segundo escenario precede al primero. En ocasiones, la notificación de la
posición relativa de una serie de acontecimientos que se nos han presentado según
un orden dramático, se aplaza hasta un extremo límite: la primera escena de nuestro
Diálogo (primera en el curso dramático formal) no sólo es la última (es decir,
posterior en el orden material a todas las que en el resto del Diálogo se irán
presentando), sino que también será preciso esperar a la última escena dramática
para poder conocer la situación de la primera. Sólo cuando nosotros (lectores de
Platón) hayamos terminado de leer el Diálogo, sabremos ya responder (supuesto
que nadie nos lo hubiese dicho por otro lado) al amigo anónimo que dice las
primeras palabras: Sócrates viene de casa de Calias. Y por ello, la escena primera
remite (anafóricamente) a la última, así como la última nos conduce, (según el
orden material) a la primera escena dramática. Parece como si Platón hubiera
dispuesto las correspondencias entre el [42] orden material y el orden formal
dramático, de modo tal que ellas formen unos de esos círculos recurrentes de los
cuales no es posible liberarnos cuando nos atenernos únicamente a sus instrucciones
internas.
¿Qué relaciones median entre estas dos partes del Protágoras, y qué significados
podemos atribuir a la circunstancia de que la parte más extensa haya sido concebido
por Platón precisamente corno un monólogo?. Cualquier sugerencia en esta
dirección podrá tener más interés que una desatención por estas cuestiones a título
de externas o puramente decorativas, como sí la forma del monólogo fuese
simplemente un «recurso literario» de Platón «para dar variedad y flexibilidad a la
expresión» (Croisset). Si es Platón mismo quien ha meditado la disposición de estas
partes, es gratuito suponer de entrada que la consideración del sentido de esta
disposición de partes carezca de interés filosófico —como si éste sólo Pudiera
encerrarse en los argumentos explícitos del cuerpo del Diálogo. Más probable es
que el sentido de estas argumentaciones se aclare Por el análisis de la disposición
dramática del Diálogo y recíprocamente. [44]
No nos parece de todo punto disparatado establecer una significativa conexión entre
los efectos (y también, condiciones de posibilidad) del monólogo de Sócrates (en
cuanto monólogo que reproduce en su ámbito múltiples diálogos) y la central
doctrina platónica de la anamnesis. Y esta conexión se mantiene objetivamente, aún
en el supuesto de que Platón no la hubiera tenido deliberadamente en cuenta al
planear el «cuerpo principal» del Protágoras en forma de monólogo. Queremos
decir sencillamente que si Sócrates es capaz de reproducir, supongamos que con
absoluta fidelidad y objetividad, los argumentos de su antagonista, Protágoras —así
como los argumentos de los restantes personajes del Diálogo— su juego dialéctico
mutuo, es porque estas argumentaciones pueden ser reproducidas al menos por una
mente tan magnánima como la de Sócrates, que es capaz de albergar en sí misma a
sus propios contrarios y que hace de esta posibilidad la condición para un
pensamiento genuino («pensar es el diálogo del alma consigo misma»). Este pensar
que consiste en reproducir fielmente los diálogos que tuvieron lugar en la casa de
Calias no es otra cosa sino un recordar. Y, sobre todo, un recordar que se lleva a
cabo según un modo peculiar, que podríamos llamar plástico o estético, el modo que
estaría precisamente en la base del descubrimiento del arte de recordar por
Simónides —la casa de Calias reproduce aquí la situación de la casa de Scopas,
según el testimonio de Cicerón (De Oratore, II, 1, XXXVI) al que nos referiremos
más tarde. Sin duda, la anamnesis socrática tiene como referencia propia
precisamente no sólo estas rememoraciones de las conversaciones filosóficas a las
cuales Sócrates estaría especialmente inclinado (habría que citar El Banquete)
cuando sus oyentes te requerían precisamente esta narración, sino también el arte de
recordarlas según el modo o técnica inventados por Simónides. Cuenta Cicerón, en
el lugar citado, que en un banquete dado por un noble de Tesalia, llamado Scopas,
el poeta Simónides de Queos cantó un poema lírico en honor de su anfitrión, pero
incluyendo en él un elogio a Cástor y Polux. Scopas entonces dijo al poeta que le
pagaría sólo la mitad de la suma convenida por el panegírico y que reclamase la otra
mitad a los divinos gemelos a quienes había dedicado la mitad del poema.
Inmediatamente después fue dado a Simónides el aviso de que dos jóvenes le
esperaban fuera y querían verle. Salió del banquete, pero no vio a nadie. Durante su
ausencia, la techumbre de la sala del banquete cayó, aplastando a Scopas y a todos
sus huéspedes, que murieron entre las ruinas, Los cadáveres estaban tan
despedazados que sus parientes, cuando llegaron a recogerlos para enterrarlos, no
podían identificarlos. Pero Simónides recordó los lugares en los cuales ellos habían
estado sentados a la mesa y, en consecuencia, pudo indicar a los parientes quién era
cada cual. Los invisibles visitantes, Cástor y Polux, habían pagado generosamente
[45] por su participación en el panegírico, sacando a Simónides de la sala justo
antes de su desplomamiento. Y esta experiencia sugirió al poeta los principios del
arte de la memoria, del que se dice fue el inventor. Pues advirtió que era a través de
la memoria del lugar en el cual cada huésped había estado sentado como él podía
identificar los cuerpos, dándose cuenta de que la disposición ordenada es esencial
para la buena memoria. Infirió, pues, Simónides que las personas que desean
entrenarse en esta facultad (el arte de recordar) deben elegir lugares y formar
imágenes de las cosas que ellos desean recordar, almacenando estas imágenes en los
lugares formados anteriormente, de suerte que el orden de los lugares preservará el
orden de las cosas y las imágenes de las cosas denotarán las cosas mismas y
nosotros deberemos utilizar los lugares y las imágenes como si fueran
respectivamente una tablilla de cera y las letras escritas en ella.
No se nos podrá negar entonces, cuando el monólogo es contemplado a esta luz, que
el Prólogo del Protágoras es necesario y, en ningún caso, puede interpretarse como
una simple introducción ornamental, exterior al cuerpo mismo de la obra. Porque
merced a su Prólogo, el monólogo queda preservado de toda tendencia a su
sustancialización: es el Prólogo el que establece explícitamente que Sócrates no es
un Dios aristotélico, ni siguiera una mónada que contiene en sí misma y por sí
misma, sustantivamente, como un microcosmos, a Protágoras, a Hipias, a Pródico,
y, en general, a cualquier otra persona.
§ III.
El «Monólogo» del Protágoras:
los doce Pasos del «pugilato»
El monólogo del Protágoras (que ocupa, salvo el Prólogo, la totalidad del Diálogo,
según hemos dicho) es muy complejo y consta de muy variados episodios. Estos
episodios están narrados a la manera de un drama —de un «drama filosófico». Y,
evidentemente, el curso de este drama puede ser dividido («segmentado») en partes
(«escenas») diversas según los criterios desde los cuales se emprenda el análisis (la
«segmentación»), puesto que Platón no nos ha ofrecido explícitamente división
alguna. Ahora bien, lo que ocurre es que las divisiones o «segmentaciones» que los
comentaristas proponen (divisiones, no hace falta decirlo, diversas entre sí, porque
acaso no hay dos comentaristas que vayan a la par en este punto), tampoco van
acompañadas, en general, de los criterios en que se fundan. Lo que suele hacerse es
sugerir, de entrada, una descomposición, más o menos prolija, del Diálogo,
atendiendo a las «junturas naturales» que se encuentran al Paso. Y no es que
neguemos, por nuestra parte, las «junturas naturales» (afirmando que no existe
objetivamente ninguna); más bien pensamos que hay muchas, porque las junturas
naturales pueden darse a diversas escalas, y el «buen carnicero» del que el mismo
Platón nos habla en el Fedro podría seguir diferentes sistemas para despedazar
sabiamente la res por sus «junturas naturales». Y entonces, cuando los criterios del
despedazamiento no son explícitos, se corre el peligro (aún suponiendo, que ya es
mucho suponer, que los criterios sean objetivos) de mezclar criterios heterogéneos,
dando lugar a una división artificiosa por completo, aún contando con partes
separadas por «junturas naturales».
Dividiremos al Protágoras, pues, según este criterio, de suerte que la división nos
permita percibir las acciones de Sócrates y de Protágoras en cuanto son ataques y
contraataques que conducen a la derrota del segundo y a la victoria del primero.
Sabemos que en el pugilato no había divisiones formales —como tampoco las hay
en el Protágoras— pero esto no quiere decir que no hubiese un ritmo de desarrollo
(vd. Heiz Schöbel, Olimpia y sus juegos, 1967, Edition Leipzig, versión UTEHA,
1968, pág. 79). El ritmo del curso del pugilato del Diálogo platónico parece ser
alternativo: en sus doce estadios o Pasos, cada antagonista pierde su posición
anterior o la recupera, pero no como una simple vuelta al estado inicial o previo,
porque el combate es acumulativo. A lo largo de los doce Pasos que podemos
distinguir sin violencia en el Diálogo platónico, cabría comprender, cómo la
negación de la negación, [52] lejos de reducirnos al punto de partida, nos lleva más
allá de las posiciones que los personajes van ocupando en cada momento.
Este Paso transcurre, por tanto, en ausencia de Protágoras, pero es el Paso por el que
se realiza la aproximación de Sócrates hacia su antagonista. Una aproximación por
lo demás que no es ya en sí misma pacífica, sino que tiene el claro sentido de un
ataque a Protágoras, al menos «en efigie», —pues durante su aproximación Sócrates
comienza intentando destruir la imagen que de Protágoras se ha forjado Hipócrates,
es decir, el joven ateniense que, al parecer, ha sido aprisionado por la fascinación y
el prestigio de esta imagen.
Es el joven Hipócrates quien representa esa opinión pública y quien la hace presente
a Sócrates. Con su impaciencia juvenil, Hipócrates, antes de] amanecer, entra en la
misma habitación de Sócrates, le despierta, y le da la noticia de la llegada de
Protágoras a Atenas, rogándole que de inmediato le acompañe ante el gran sofista, a
fin de que éste se digne prestarle su atención.
En cualquier caso resulta paradójica la situación que, en este Paso del Protágoras,
Platón nos dibuja: si Hipócrates es un discípulo de Sócrates ¿cómo espera encontrar
en Protágoras una sabiduría superior y, más aún, cómo piensa que sea precisamente
Sócrates quien haga de mediador, obligándole así a reconocer que él mismo no
puede darle esta sabiduría?. Platón no nos ofrece ninguna respuesta, pero las
paradojas están ahí. ¿Habrá querido significar la necedad de los atenienses que,
teniendo cotidianamente a su lado a Sócrates, se dejan fascinar por el prestigio de
un extranjero recién llegado como Protágoras?. Acaso, pero no sólo eso. Pues en
Sócrates no podía ver Platón simplemente un maestro de sabiduría que haría
superflua y redundante la apelación a Protágoras: Sócrates representa una sabiduría
opuesta a la de Protágoras y esto Hipócrates tenía también que intuirlo o barruntarlo
(ello explica que pueda encontrar novedad en la figura de Protágoras). Y entonces
podemos ver en esta decisión de Hipócrates, en la decisión de acudir a Sócrates
como mediador suyo ante Protágoras, algo más que la petición de una gestión
meramente amistosa (apoyada en motivaciones que tampoco podrían considerarse
esclarecidas en la obra de Platón). Estamos autorizados a sospechar si en la ingenua
(en el plano de la conciencia) decisión del joven Hipócrates no va implícita la
intención de enfrentar a su maestro con el maestro extranjero, tanto para buscar
protección y autodefensa ante la nueva sabiduría (que, sin duda, ha de inquietarle)
como para medir la misma sabiduría de Sócrates, dado que, en todo caso, la
sabiduría de Sócrates, siendo crítica, no puede realizarse más que en el
enfrentamiento con el extraño, no puede demostrarse en el ejercicio solitario.
Sócrates no es posible sin Protágoras —como Hércules no es posible sin los leones
ni, en general, el filósofo sin el sofista. Cualquiera que sea nuestra opinión al
respecto, lo que sí parece claro es que en todo caso, el joven Hipócrates es quien
incita a Sócrates a ir en busca de Protágoras y aún en cierto modo lo incita a
desafiarlo. Cabría establecer un cierto paralelismo entre las funciones que de hecho
desempeñan en el drama filosófico los dos jóvenes amigos de Sócrates: Hipócrates
(que es quien motiva la relación entre Sócrates y Protágoras) y Alcibíades (que es
quien, según hemos dicho, hace posible, en los momentos más críticos del drama,
que esa relación polémica se mantenga hasta el final).
Y este contenido está constituido por aquellas enseñanzas [55] o ciencias de las
cuales precisamente el alma se alimenta: no son cosas precisas, que puedan
encerrarse en un cesto, o en una vasija, para ser vendidas, traspasadas de un
particular a otro particular.
En resolución: la argumentación de Platón (por boca de Sócrates) no parece en este
momento dirigida —como se dice ordinariamente— tanto a probar a Hipócrates que
la virtud o la sabiduría no puede ser enseñada, ni tampoco a denigrar a Protágoras
por traficar con la enseñanza de cosas tan «sagradas». Si nos atenemos a los
términos estrictos de lo que Sócrates, en el pórtico de su casa, dice al joven
Hipócrates, su amigo, tendríamos más bien, nos parece, que concluir: que Sócrates
está suponiendo que los «alimentos del alma» (la enseñanza de las virtudes
generales) pueden y han de ser suministradas, desde luego, desde fuera (incluso la
verdadera virtud llegará como un don divino, como una gracia qeía, moîra, Menón
100b) pero que, por ello mismo, no cabe pensar que esta provisión pueda ser
reducida a una operación técnica —positiva, delimitada, específica— que es la que
justificaría una retribución económica proporcionada. Por tanto —y aquí viene el
argumento económico (supuesto que el precio de una mercancía exige que ésta sea
algo positivo, delimitado y específico)— si Protágoras exige un precio por su
enseñanza y un precio justo, es porque cree que puede ofrecer algo positivo,
delimitado y específico. Y entonces, o engaña al comprador, o se engaña también a
sí mismo.
Nos parece gratuito decir por tanto que Platón está atacando aquí la posibilidad de
las enseñanzas específicas (técnicas, «programadas») —puesto que precisamente las
reconoce en los casos de los maestros de medicina o de escultura— ni la legitimidad
de percibir honorarios por estas enseñanzas. Pero tampoco está formalmente
impugnando aquí la posibilidad de la enseñanza de las virtudes generales, de los
alimentos del alma. Lo que nos dice, estrictamente, es que estos no pueden
suministrarse en forma de «unidades específicas» (unidades didácticas, evaluables
económicamente) y que todo aquél que pretenda vender tales unidades es un
charlatán. Lutero diría: un vendedor de indulgencias, y hoy podríamos decir: un
psicólogo, psicagogo, un psicoanalista (un empresario de cursillos acelerados de
salud mental), un pedagogo que ofrece la programación para la formación de la
personalidad o del autodominio. Porque «los alimentos del alma» no pueden
entenderse como algo capaz de ser tomado en unas cuantas horas intensivas: es
labor de toda la vida, desde que ésta comienza, y tanto como decir que nadie puede
suministrarnos la sabiduría sería como decir que nos la suministran todos, y por
ello, nadie en particular. Porque los alimentos de nuestra alma, si existen, deben
proceder ante todo de la tierra que hizo nuestra propia alma, de nuestras tradiciones,
de nuestra lengua, de nuestra cultura. Sócrates no está diciendo aquí, por tanto, a
Hipócrates que prescinda de todo maestro [56] —porque la virtud la lleva ya en sí
mismo, por el hecho de preguntar por ella, y sólo tiene que recordarla. Es esta una
interpretación individualista y aún solipsista de] socratismo, sin embargo, que
contradice frontalmente los presupuestos de Sócrates y de¡ mismo Platón sobre el
modo de troquelarse socialmente la personalidad individual (basta recordar aquí la
«prosopopeya de las leyes» del Critón). Una interpretación de la imposibilidad de
enseñar la virtud al que ya la lleva dentro compatible con el «sociologismo»
platónico exige rechazar enérgicamente semejantes lecturas individualistas de]
socratismo. Por ejemplo, interpretando que si es cierto que la virtud de cada cual ha
de atribuirse a cada individuo como algo que él mismo y no otro puede hacer, no es
menos cierto que la recordación (anamnesis) de esta virtud necesita la intervención
de los demás y, en particular, la intervención de los maestros que, aunque no puedan
prometer suministrar esa virtud, sí tienen, mediante la crítica, que contrarrestar la
acción de los engañadores, removiendo los obstáculos y ayudando, como las
parteras, a que cada cual alumbre en sí mismo sus propias ideas, aquello que es más
cercano a su propio ser, aunque proceda de la fecundación de otro. Sócrates, como
es sabido, ha asumido precisamente esta función de «partero»: el no puede dar la
vida a quien no la tiene por sí mismo, pero tiene que ayudar a quien ya está
viviendo y puede dejar de vivir, o al menos enfermar. Por eso puede aspirar a que el
Pritaneo, el erario público, le mantenga, porque entonces, lo que reciba de él, no lo
recibirá como precio de algo que haya podido vender como particular a otro
particular, sino como medio para seguir desempeñando una función pública que el
mismo Estado le habría asignado. Para defender a Hipócrates y, con él, a los
jovenes de Atenas, de los empresarios particulares para la formación de la
personalidad, se decide Sócrates a acompañar a su amigo a la casa de Calias, a la
casa en la que habitan esos fantasmas o fenómenos que, como las sombras en el
Hades, flotan en sus salas prometiendo una sabiduría inmediata. También es cierto,
entrará el hermoso Alcibíades (y con ello Sócrates hace una referencia a la realidad
descrita en el Prólogo) a confundirse con las sombras. Entre estas sombras ocupa el
primer lugar Protágoras, caminando con aplomo entre una nube de admiradores que,
(según se nos dice en una prodigiosa descripción «ética»), «procuraban no cortar
jamás el Paso a Protágoras, sino que, tan pronto como éste daba media vuelta junto
con sus más inmediatos seguidores, al punto los oyentes de atrás se dividían en
perfecto orden y, desplazándose hacia la derecha e izquierda en círculo, se
colocaban siempre detrás con toda destreza». [57]
Paso II (316b-318)
Sócrates, una vez recogido el informe de Protágoras, da este Paso, que nos
introduce en un nuevo plano, más complejo y, por cierto, no analizado
explícitamente por Platón. En efecto, Sócrates hace ver cómo las notas o rasgos que
Protágoras ha utilizado para definir al sofista («enseño a los jóvenes», «les soy útil»,
&c.) no son características, puesto que también corresponden a otros maestros que
enseñan virtudes más específicas (Ortágoras, la flauta; Zeuxis, la pintura). Con esto
Sócrates obliga a Protágoras a redefinirse ante todo negativamente: el sofista no
enseña ni la aritmética, ni la música, ni la geometría, ni la astronomía —es decir,
aquello que siglos después se llamará el Quadrivium (y más tarde aún la «segunda
cultura»). Las virtudes que Protágoras parece enseñar son más universales
(diríamos: son las virtudes «humanísticas» de la primera cultura). Y aquí se nos
aparece el gran problema: ¿cómo puede haber virtudes más universales que aquéllas
que corresponden por ejemplo a la aritmética o a la geometría si son precisamente
éstas las que son comunes a todos los hombres, «comunes a todos los
pueblos» (para seguir la fórmula de Ibm Hazm)?. Parece que no cabe referirse al
hombre en general para definir las virtudes humanas, por referencia a las cuales se
definiría el sofista —pues precisamente estas virtudes que pertenecen a todos los
hombres (a todos los estados o culturas) son aquéllas de las cuales el sofista no se
ocupa. Y es Sócrates quien ahora introduce la referencia que Protágoras parece
aceptar: «quieres hacer buenos ciudadanos, enseñar la virtud política».
Esta fórmula es irónica. Parece como si Sócrates hubiera advertido la oposición que
media entre el hombre y el ciudadano (entre las virtudes de fraternidad que ligan a
todos los hombres, y las virtudes políticas, que enfrentan hasta la muerte unos
hombres a otros). Formar hombres, enseñarles las virtudes humanas y universales,
no parece que sea lo que define al sofista, si acaban de marginarse virtudes tales
como la aritmética y la geometría. ¿Habremos de aceptar la paradoja de que
entonces las virtudes humanas que el sofista quiere enseñar no son las humanas
universales, sino las particulares? ¿Y no son éstas las virtudes o ciencias «propias
de cada pueblo» las que se oponen a las virtudes de otros pueblos?. Ahora bien, ¿no
es extraño que el sofista se proponga formar a los ciudadanos de un Estado
determinado y, en particular, del «Estado democrático de Atenas»?. Porque los
ciudadanos de un Estado, si lo son —y sobre todo, los de un Estado democrático—
ya habrán de conocer las virtudes propias de ese Estado. Los ciudadanos de un
Estado democrático habrán de considerarse incluso como sabios, puesto que tienen
la obligación de opinar constantemente sobre los asuntos públicos. Puesto que se les
exige juzgar en la Asamblea, [60] emitir su voto. ¿Estamos viendo aquí una de las
ironías socráticas ante la democracia ateniense?. A la vez (y dada la posición que
ocupa el argumento en el Paso III), cabría ver una ironía dirigida contra el
extranjero Protágoras: «¿Cómo tú, extranjero, vienes a enseñar la virtud política
(particular) a una ciudad que, por el hecho de existir desde hace largo tiempo ya ha
de suponerse formada por ciudadanos sabios capaces por tanto de transmitir la
sabiduría a los jóvenes?»
El terreno que Platón está haciendo pisar a Sócrates es muy accidentado, muy
confuso, por los diversos estratos que contiene y, sobre todo, por sus
entretejimientos. Sin duda, Platón no analiza este terreno, pero sí lo atraviesa a una
escala tal que nos permite decir que efectivamente está tocando sus diferentes
estratos aunque de modo confuso y con lenguaje paradójico. Por ejemplo, al hacerle
reconocer a Protágoras su inhibición ante las virtudes (o ciencias) universales
(aritmética, &c.) comunes a todos los hombres, pese a que sin embargo Protágoras
proclama que él busca formar o educar a los hombres: ¿es que lo que es universal a
todos los hombres no entra en la formación de cada hombre?. Y, asimismo, al
hacerle decir que su misión consiste en formar ciudadanos —cuando resulta que los
ciudadanos lo son en función de virtudes «particulares de cada pueblo», por tanto,
virtudes que no parecen humanas, al menos en su sentido universal.
Tenemos que intentar analizar por nuestra parte, aunque sea de un modo muy
sumario, la estructura lógica del terreno que Platón está pisando, porque sólo de este
modo estaremos en condiciones de entender «de qué tratan» Sócrates y Protágoras,
cuáles son sus verdaderas diferencias. A este efecto, [61] diríamos simplemente que
cuando hablamos de virtudes características o propias del Hombre (de la totalidad
de los hombres, o de partes de esa totalidad), estamos utilizando ese Hombre como
totalidad, por lo menos en dos sentidos diferentes, aunque entrecruzados:
(1) El plano de las totalidades porfirianas (de los géneros porfirianos), que son
totalidades cuyas partes extensionales son individuos orgánicos (los «hombres») y
cuyas partes intensionales son rasgos comunes distributivos, ya sean estos
universales (como la razón, el lenguaje), ya sean especiales a una cierta clase de
hombres (como el arte de tocar la flauta o el arte de pintar o esculpir). Es necesario
tener en cuenta que entre los predicados universales porfirianos podría incluirse la
misma individualidad (la paradoja del sexto predicable), puesto que en la «especie»
o clase está ya contenida la forma de la individualidad. Se comprende, por ello,
cómo el universalismo, el cosmopolitismo universalista, puede ser asociado al
individualismo liberal más extremado, el de Antifón, para quien todo lo que no
procede de la fúsiV (digamos, de la universalidad porfiriana) es decir, lo que
procede del nómoV es una cadena que aprisiona la libertad del hombre (Antifón,
fragmento B 44). La misión del sofista podría definirse entonces como la misión del
educador en las virtudes universales, aquéllas que se ligan a los «derechos del
hombre», y que cubren desde el lenguaje universal hasta la ley natural. Pero en
cualquier caso, Protágoras no se sitúa en la perspectiva de Antifón, sino más bien en
la de Sócrates, en tanto se ocupa de los «derechos del ciudadano» antes que de los
«derechos del hombre». Y acaso podría decirse que mientras Protágoras vendría a
considerar las virtudes de cada ciudad, de cada pueblo casi como naturales, en
cambio, Sócrates —ocupando una posición intermedia entre Protágoras y Antifón
buscaría la universalidad dialécticamente, por cuanto no la fundaría en una supuesta
naturaleza previa a la ciudad, sino en una igualdad que, en todo caso, sólo a través
de los Estados puede aparecer tras un proceso histórico (Tucídides, y aún
Trasímaco, ya habían dicho que la naturaleza es precisamente la fuente de las
desigualdades entre los hombres).
(2) El plano de las totalidades que, por respecto a los parámetros individuales de
(1), ya no podrían llamarse porfirianas, porque sus partes están, a su vez
constituidas por multitudes de individuos (humanos, en este caso). Quizá podremos
hablar ahora, mejor que del hombre, de la Humanidad, en tanto que ésta está
repartida en diferentes círculos particulares (sociedades, pueblos, culturas, Estados).
Y ocurre que el nexo entre (1) y (2), entre el hombre y la Humanidad (en cuanto
conjunto de culturas y Estados contrapuestos entre sí) no es meramente externo: es
un nexo dialéctico, que obedece a una dialéctica, por cierto, muy poco explorada
hasta la fecha. [62] Por ejemplo, hay muchos rasgos «porfirianos» que,
precisamente cuando son universales (comunes a todos los hombres) en lugar de
implicar la unidad entre ellos, introducen la separación, y aún el enfrentamiento a
muerte. Por ejemplo, todos aquellos rasgos o propiedades («virtudes») que,
procediendo de una reflexivización de relaciones simétricas y transitivas (que son
universales, pero no conexas) fundan una partición en la totalidad porfiriana, según
clases de equivalencia, distintas entre sí. Diríamos hoy. el cociente de esta totalidad
porfiriana por esta relación de equivalencia es una totalidad no porfiriana
constituida por las diferentes culturas, pueblos, Estados, que constituyen la
humanidad. De este modo, alcanzamos la paradoja según la cual muchos de los
rasgos de tipo (1), los más universales y comunes a todos los hombres, en lugar de
ser la fuente de la unidad entre ellos, vienen a ser el principio de su separación,
según hemos dicho, en el plano de las totalidades (2). Todos los hombres tendrán la
«virtud» del lenguaje: pero, por el lenguaje los hombres se separan en círculos
extraños (griegos y bárbaros) incomunicables entre sí, porque el lenguaje universal
(el lenguaje natural) sólo existe en la mente de los gramáticos. Y todos los hombres
tendrán acaso la virtud de la religión, pero los dioses de cada pueblo serán
diferentes de los de los demás y con frecuencia serán enemigos, porque la religión
universal, la religión natural, sólo existe en la mente de los teólogos. Y todos los
hombres tendrán como virtud propia el ser animales políticos, el vivir en ciudades:
pero, por ello, los hombres, en cuanto ciudadanos, se encuentran en guerra casi
permanente, las ciudades griegas contra las persas y Atenas contra Esparta. No
entramos aquí en la naturaleza de la transformación entre ambos tipos de totalidad.
Algunos pensarán que las totalidades reales, históricas y sociales, son las totalidades
positivas, particulares —mientras que las totalidades porfirianas serían meras
abstracciones. Pero no podemos olvidar que hay una tendencia permanente a pensar
que, históricamente al menos, el proceso ha sido más bien inverso: la
transformación del hombre en ciudadano es vista por Rousseau, por ejemplo, como
la transformación del estado natural en el estado civil: «El hombre pierde la libertad
natural y el derecho ilimitado a todo cuanto desea y puede alcanzar, ganando en
cambio la libertad civil y la propiedad de lo que posee» (Contrato Social, cap. VII).
Paso IV (320c-328d)
El material que se encierra dentro de este título (Paso IV) tiene una acusada unidad
estilística, en gran medida configurada en función de su oposición explícita al
material que le precede y que hemos recogido en el Paso precedente (Paso 111).
Esto es reconocido habitualmente. Pero, ¿cómo formular la estructura de esta
oposición?. [63] Louis Bodin, tras un minucioso análisis consagrado justamente a
esta parte del Protágoras platónico (Lire Le Protagoras, editado recientemente por
Paul Demont, París, Les Belles Lettres, 1975) llega a la conclusión de que aquí
Platón, lejos de utilizar la figura de Protágoras como un pretexto para exponer
argumentos corrientes entre los sofistas (o, acaso, inventados por él mismo como
construcciones polémicas) nos está ofreciendo una suerte de pastiche orientado a
remedar la efectiva estructura de los procedimientos dialécticos más característicos
del sofista de Abdera. La clave de estos procedimientos consistiría en las antilogías,
en los discursos paralelos, capaces de «hacer fuerte la proposición débil», mediante
la retorsión de los argumentos y la reinterpretación de las mismas premisas del
antagonista en un sentido tal que de ellas pueda llegar a extraerse conclusiones
diametralmente opuestas (Diógenes Laercio IX, 51). Y si esto es así, habría que
decir que el material incluido en este Paso IV ha de mantener un paralelismo con el
material incluido en el Paso III y, por tanto, que la estructura e este Paso 111 ha
debido ser planeada («anafóricamente») por Platón con vistas a la ulterior
presentación de su remedo, en forma de pastiche, del método dialéctico de
Protágoras. «El discurso de Protágoras [i.e., el Paso IV], reducido a su estructura
lógica, es un documento de valor incomparable para el estudio del método
dialéctico del sofista (Protágoras), sobre todo si es un pastiche». La argumentación
que Platón habría puesto en boca de Sócrates (como presupuesto para la exposición
ulterior del «discurso contrapuntístico» de Protágoras) estaría estructurada en torno
a estos dos puntos: A) Un argumento tomado de la vida «pública», social, de los
atenienses: «los atenienses, que son sabios, castigan (de diversas maneras) a
quienes, en la Asamblea, pretenden enseñar a los demás o bien las virtudes o
técnicas especializadas en las cuales no son expertos, o bien las virtudes políticas de
las cuales todos los ciudadanos se supone que ya han de entender». Luego
(concluiría Sócrates, en una suerte de silogismo, según Bodin), la virtud no es
enseñable, dado el proceder de los más sabios (los atenienses), en la Asamblea. B)
Un argumento tomado de la «vida privada» de Atenas, de la experiencia individual
de Pericles (que figuraría en el Diálogo como símbolo del «hombre más sabio de la
ciudad más sabia», del individuo más virtuoso —en el terreno político— de
Atenas). Pues Pericles no habría podido transmitir su virtud política a sus hijos. En
realidad, ni siquiera lo intentó, por una suerte de negligencia que; siendo sabio, ha
de hacerse equivalente al reconocimiento de su impotencia para transmitir esa
virtud. Y, cuando con la ayuda de su hermano Ariphron intentó sustraer a Clinias
del influjo pernicioso de Alcibíades (símbolo aquí de la «naturaleza salvaje», no
educada), sus resultados fueron un fracaso. Ahora bien: la argumentación de
Protágoras, según se ha dicho, [64] habría de interpretarse como una réplica puntual
de estos silogismos. Protágoras desarrollaría de este modo sus característicos
procedimientos: partiendo, como de un a priori de la tesis según la cual la virtud es
un didaktón, Protágoras no ignorará los datos o hechos sobre los cuales Sócrates
apoyaba su silogismo (la conducta de los atenienses en la Asamblea, la conducta de
Pericles), sino que, por el contrario, aceptándolos, logrará hacer ver en ellos el lado
débil que tienen en cuanto premisas de la tesis socrática, logrará mostrar lo que ellos
tienen de apoyo fuerte para sus propias tesis sobre la enseñabilidad de la virtud. A')
Los atenienses castigan en la Asamblea a quienes pretenden erigirse en maestros de
la virtud política. Cierto. Pero esta actitud no significará que la virtud no sea
enseñable según ellos, y que no haya debido serie ya enseñada a cada ciudadano, en
un sentido parecido a como se le ha debido enseñar el lenguaje griego. Pues lo que
aquí trata de establecer Protágoras es el principio según el cual todo el mundo debe
participar en las virtudes políticas (AídwV, Díkh) y no de la cuestión de su
enseñanza. Por ello Protágoras haría aquí uso del mito de Prometeo, como
significando que no está discutiendo sobre el origen y naturaleza de estas virtudes,
sino estableciendo el principio de su necesidad ineludible para toda vida pública, de
tal manera que, desde el punto de vista de su principio, de su normatividad («todo
ciudadano ha de participar de las técnicas políticas») la cuestión sobre la génesis de
esas técnicas o virtudes son ociosas, especulativas, y pueden reservarse al mito. Y,
en cualquier caso, el castigo (el castigo de la injusticia) como institución ateniense,
más bien prueba que la virtud es enseñable y el propio castigo es un instrumento
pedagógico y la pena de muerte (Protágoras dice que quien no llegue a poseer en
absoluto las virtudes políticas debe ser segregado absolutamente de la república) el
supremo recurso pedagógico. B') Los hijos de Pericles no han alcanzado el mismo
grado de virtud que su padre. Pero este hecho, desde los presupuestos de Protágoras,
es precisamente una prueba de que la virtud debe ser enseñada (si se transmitiese la
virtud por herencia, todo hubiera ocurrido de otro modo). Además no hay que decir
que los hijos de Pericles carezcan totalmente de virtud política (lo cual es absurdo,
en tanto son ciudadanos). No ocurre aquí algo distinto de lo que ocurre con las
demás técnicas: Ortágoras puede enseñar a tocar la flauta pasablemente a cualquier
ciudadano normal sin necesidad de que todo el mundo llegue a alcanzar la pericia
del maestro. En definitiva, mientras Protágoras tenderá a considerar la virtud
política como una técnica o como un arte, Sócrates, que al final de la conversación
preliminar, ha definido el objeto de la enseñanza de Protágoras como politikh'
tecnh, no empleará jamás la expresión a1reth' politikh' (la palabra a1reth', la
virtud, sin epíteto, se caracterizaría, cuando la usa Sócrates, por el hecho de referirse
a la a1reth' de los ciudadanos [65] más sabios y mejores de Atenas, y sólo en la
conclusión del Diálogo quedaría generalizada).
La interpretación que Bodin ofrece de este pasaje del Protágoras, cuyo esqueleto
hemos intentado dibujar, podría sin dificultad ser incorporada al marco general de
nuestra interpretación (la polémica de Protágoras queda aquí determinada como una
antilogía, &c.). Pero no se trata de esto. Se trata de que, a nuestro juicio, e
independientemente de que reconozcamos hallazgos parciales interesantes, la
interpretación de Bodin es muy incierta y su sutileza acaso deriva más de la
necesidad de justificar una perspectiva desenfocada y forzada que de una
interpretación «más proporcionada» que encuentra sus pruebas de un modo más
directo. Ante todo, parece como sí Bodin (que, se diría, toma partido por
Protágoras, incluso en lo que concierne a la valoración de su superior capacidad
dialéctica) olvidase que es Platón quien en todo caso, está reexponiendo a
Protágoras y, por tanto, que la capacidad dialéctica de aquel ha de tener, por lo
menos, la misma potencia que tiene éste. Pero, sobre todo, nos parece que Bodin
tiende a ignorar sistemáticamente el alcance posicional e irónico que tienen las
premisas de Sócrates (el carácter posicional de toda argumentación en la que figuran
referencias a sociedades diferentes). Bodin hace figurar estas premisas (por ejemplo,
la de los argumentos A, la conducta de los atenienses en la Asamblea) como
construidas sobre términos de silogismos abstractos, de generalizaciones o
silogismos inductivos; pero esto no es así, puesto que si Sócrates aduce el caso de
los atenienses no es para construir un silogismo en abstracto, sino un argumento ad
hominem, incluso un dialogismo (en un sentido muy próximo a lo que Lorenzen
entiende por tal), por medio del cual Sócrates intentará probar no ya que,
basándonos en la conducta de los atenienses pueda decirse que la virtud política no
es enseñable en absoluto, sino que no es enseñable por un recién llegado como
Protágoras. En último lugar, Bodin ve como evidente que la argumentación de
Protágoras (el mito y el logos) se estructura a partir de una oposición (A y B) entre
lo que es público y social (los atenienses) y lo que es privado e individual (Pericles),
cuando en realidad es posible regresar a criterios más profundos (nosotros
proponemos la oposición entre filogenia y ontogenia, aplicada al campo
antropológico) que, al menos, permitan comprender que la función del mito de
Prometeo, en la argumentación de Protágoras, no es meramente evasiva y negativa
(un modo de decir que la cuestión del origen de la virtud política no es pertinente),
sino positiva, puesto que ese mito es etiológico por su propio contenido.
Nos parece gratuito, en resolución, mantener que este Paso IV sea una reexposición
de unos argumentos que ya habían sido introducidos ad hoc (en el Paso III) para ser
doblados. La argumentación del Paso tercero, tal como la entendíamos, [66] no fue
concebida con vistas a su refutación antilógica, en el Paso IV subsiguiente, sino que
constituye una argumentación dialógica, por relación a los Pasos precedentes. Ello
no obsta a que el Paso IV pueda consíderarse como conteniendo un —remedo de los
métodos dé las antilogias de Protágoras (antilogias que Protágoras pudo desarrollar
sobre la marcha). Pero ni siquiera el significado dialéctico de esas antilogias podría
captarse en el terreno meramente retórico formal en el que se ha situado Bodin.
Por lo que se refiere al protohombre al cual conduce el camino del logos, cabría
decir que se trata de un protohombre real y efectivo, un objeto de experiencia, y no
de especulación mítica. [68] Es el embrión de hombre que nace por generación en el
seno de cada ciudad, de cada estado, el embrión sobre el cual es preciso actuar,
educar, inmediatamente, y según decisiones inaplazables. Y ahora Protágoras puede
argumentar con los argumentos propios que aún hoy utilizaría un reflexólogo
«ambientalista»: que los niños de todas las repúblicas son condicionados,
adoctrinados, enseñados constantemente por sus padres, sus nodrizas, sus
pedagogos y que sólo así se hacen ciudadanos (hasta el punto de que si alguien, a
pesar de esos cuidados, no llegase a adquirir las virtudes mínimas, habría que
destruirlo, eliminarlo de la propia ciudad). Protágoras puede concluir triunfalmente
la tesis de que la enseñabilidad de la virtud política, lejos de ser una extravagancia,
es la evidencia misma del sentido común.
El método de Sócrates (de Platón) en este Paso creemos, pues, que queda perfilado
con bastante claridad: es el método del desarrollo (progressus, diairesis) de una
totalidad abstracta según las especies o partes que inmediatamente contiene;
además, un desarrollo dialéctico (al menos virtualmente), por cuanto esas partes no
son heterogéneas y exteriores, sino también contrarias y opuestas (diríamos,
inconmensurables, incluso incompatibles). Pero aplicado este método de desarrollo
dialéctico al supuesto concepto unitario del sofista como «maestro de virtud» es
decir, maestro de lo que es bueno para que el hombre llegue a ser lo que es, produce
el efecto de un violento revulsivo en la conclusión de Protágoras, que había
presentado la clara misión humanística del sofista en el eter abstracto del hombre en
general, del hombre sin diferencias ni conflictos.
Paso VI (333e-334c)
Protágoras es aplaudido entusiásticamente por sus oyentes. Con esto Platón nos está
diciendo quizá, a la vez, que Protágoras acaba de exponer una de sus tesis
fundamentales —y, por cierto, irreductibles a las tesis de Sócrates y a las suyas
propias.
Ahora bien, tal como consta en el pasaje que nos ocupa, las diferencias entre los
métodos (o bien: las semejanzas internas entre las diferentes argumentaciones de
Sócrates o entre las diversas argumentaciones de Protágoras) parecen estar
formuladas en un piano muy externo (oblicuo al asunto), el de las diferencias entre
el discurso corto y el discurso largo. La crisis que constituye este Paso VII parece
simplemente un paréntesis sobre «cuestiones de procedimiento» que, a mayor
abundamiento, se llevan muchas veces en términos de mera cortesía o, en todo caso,
en el terreno puramente psicológico («Sócrates tiene poca memoria y no recuerda
los discursos largos»). Es cierto que en esta ocasión Sócrates dice que no hay que
confundir una discusión (un diálogo polémico) con pronunciar un discurso en
público —y Protágoras parece que, en lugar de tomar la palabra para argumentar y
discutir, aprovecha y pronuncia un discurso. Con esto ya se estarla efectivamente
señalando hacía una estructura diferente de procedimiento que sería suficiente sin
duda para explicar la crisis. Pero ésta ha de encontrarse en un plano más
directamente intersectado con la discusión general.
La crisis metodológica acaba con una transacción: [73] cada cual cederá algo de su
parte, para que el discurso largo y el discurso corto puedan encontrarse «a medio
camino». En este «medio camino» podrán también encontrarse mejor los
movimientos de regressus y el movimiento de progressus que en torno a la idea de
virtud, como objetivo que persigue el sofista, están dispuestos a llevar a cabo, tanto
Sócrates como Protágoras.
Pero nosotros no podemos olvidar que el texto de Simónides lo «ha elegido» Platón.
Por consiguiente, cuando tratamos de entender el motivo por el cual Protágoras
parte de este texto (dentro Sin duda de «su derecho») —cuando tratamos de disipar
la impresión de que el pasaje sobre el Simónides constituye una suerte de
«embolofrasia» en el curso global del Diálogo— no podemos apoyarnos sólo en
este Paso VIII (donde Protágoras expone su interpretación) sino sobre todo en el
Paso IX (que contiene la interpretación de Sócrates). De todas formas, si Platón ha
elegido precisamente este texto y no otro, no es gratuito pensar que no es por los
motivos genéricos que parece exponer Protágoras (el mostrar el «taller» del sofista)
sino además por los motivos específicos ligados con la polémica en curso, es decir,
con la cuestión de la virtud, por consiguiente, si Platón ha elegido este texto es
porque creyó ver en él no sólo un motivo para sugerir el virtuosismo de un sofista,
como Protágoras (y aún contraponer el virtuosismo interpretativo del propio
Sócrates) sino un material idóneo para proseguir el debate y para delimitar las
posiciones y métodos propios de Protágoras y de Sócrates. Es tentador, en este
contexto, dar alguna significación a la circunstancia de que Simónides haya sido un
personaje que, por su modo de vida, bien podría considerarse como un precursor del
oficio sofístico: él va por las casas de los ricos pronunciando panegíricos, recitando,
como orador, y cobrando dinero por sus servicios. Y sobre todo, es el inventor del
arte de recordar, [74] de la mnemotecnia, que es instrumento principal de todo
orador y por tanto, de todo sofista. En el pasaje en el que Cicerón nos habla de
Simónides, y que antes hemos citado por extenso, no podemos menos de percibir la
semejanza entre la casa de Scopas de Tesalia y la casa de Calias de Atenas, así
como también la semejanza entre Protágoras y el propio Simónides.
Pero, una vez visto el personaje, consideremos el texto que sirve a Platón para que
Protágoras, ejercitando su oficio de comentador de los poetas, se vea sin embargo
obligado a encontrarse con cuestiones «de carácter general», aquéllas que acaso
pretendía evitar con su decisión de atenerse a lo más positivo de su oficio: comentar
a los poetas. Pues precisamente el texto de Simónides habla sobre la misma materia
del debate: sobre la virtud humana. Y dice Simónides nada menos que «llegar a ser
virtuoso verdaderamente es difícil».
Sin duda este texto podría ser explotado por Protágoras como prolongación de su
tesis anterior: el sofista es un educador que enseña las virtudes más diversas, donde
quiera que se encuentren. Y si tiene que enseñarlas es porque ellas no se adquieren
espontáneamente: son difíciles, y por eso, parecen exigir a sofistas que las cultiven.
Y esto lo dice por boca de Simónides. Ahora bien, Protágoras no se limita a tomar a
Simónides la palabra -precisamente acaso porque esto no seda difícil, porque haría
superfluo el sofista, ya que cualquiera puede leer a Simónides, sin intermediario.
Pero Protágoras quiere descubrir una contradicción en Simónides, precisamente allí
en donde los demás, incluido Sócrates, no la ven. También es verdad, en cierto
modo, que esta contradicción, si existiera, se volvería contra el mismo Protágoras,
puesto que desharía la autoridad de Simónides, sobre cuya máxima él parece estar
apoyando en este momento, el oficio de sofista. Pero la cosa no es tan sencilla:
porque no siendo difícil entender la frase de Simónides, venimos a parar a una
situación parecida a la de Epiménides («cuando Simónides dice que es difícil llegar
a ser virtuoso, es fácil de comprender su máxima, ella misma constitutiva de una
virtud»). En todo caso, la contradicción que Protágoras descubre demostraría, con el
análisis del propio proceder de Simónides, que es difícil llegar a ser virtuoso (en
este caso: buen lector de los poetas), porque no es trivial advertir que Simónides se
contradice y, aunque se advierta la contradicción, no es trivial determinar su
naturaleza. Así, si es fácil entender la máxima de que «llegar a ser virtuoso es
difícil», es difícil llegar a entender que esta máxima de Simónides está en
contradicción con otra opinión posterior del mismo Simónides sobre la máxima de
Pítaco, que era uno de los siete sabios.
Y será también Sócrates quien tenga que llevar la iniciativa, por medio del discurso
corto, capaz de descomponer otra vez las «ideas generales absorbentes» que
Protágoras había propuesto.
Esta parece ser, por tanto, la oposición que se encuentra en el trasfondo de las
diferencias entre Sócrates y Protágoras: un trasfondo que implica diferencias
irreductibles en el plano antropológico, en el plano político, en el plano pedagógico,
y en el plano metodológico.
Sócrates abre con esto un conjunto de cuestiones cuya magnitud invita a aplazar su
consideración hasta que lleguen ocasiones más propicias. ¿Cómo puede ser virtuoso
(si la virtud es la sabiduría) aquél que se define por saber que no sabe nada?. ¿Y
cómo entonces arrogarse la enseñanza de la virtud el que no sabe y, por tanto, no es
virtuoso?. Pero con estas preguntas, ¿nos orienta Platón hacia el escepticismo, hacia
el irracionalismo moral (como un eco del irracionalismo geométrico), hacia el
nihilismo, hacia la abolición de las escuelas y de los templos, o acaso hacia el
misticismo («sólo Dios es sabio y bueno»)?. No necesariamente: más bien parece
que nos orienta hacia la crítica del armonismo ligado al individualismo, el
individualismo del sofista privado, que cree poder definirse como sabio porque
educa en virtudes a otros hombres basándose en una práctica no puesta en tela de
juicio. Nos orienta hacia la negación del sofista, así definido. Nos orienta hacia la
necesidad de redefinir el camino hacia la sabiduría práctica, hacia la virtud, no
como un camino que pueda sernos trazado por un maestro de virtud —porque nadie
es sabio, ni verdaderamente virtuoso— sino por todos los demás hombres, por la
ciudad, por las leyes. Y en cualquier caso, Platón nos dice que es preciso suponer
vivo y maduro un germen de virtud y de sabiduría práctica en cada individuo,
porque este germen no puede ser enseñado. Quien no tiene estos gérmenes de
virtud, no podrá recibirlos desde fuera —particularmente cuando nos referimos a las
virtudes más profundas. Estos gérmenes se nos describen en el Menón como qeía
moîra, como un don o gracia divina, no natural (si por natural se entiende lo que es
universal, regular, y común a todos los individuos de la especie). Son gérmenes
entendidos como una capacidad para llegar a intuir con verdad situaciones absolu
tamente imprevistas, que requieren juicio certero y creador, algo que no es el
resultado de un razonamiento automático (precisamente aquello que puede ser
enseñado). Aquello que no puede ser transmitido, dice el Menón, es un don divino
y, por ello, cuando el sofista pretende poder enseñar estas virtudes —que brillan en
el gran político, [82] en el genio creador y práctico, pero que puede tenerlas también
cualquier hombre anónimo— entonces el sofista es un engañador, un mentiroso. Si
enseña algo, serán otras cosas, pero no estas virtudes verdaderamente importantes
para que los hombres puedan seguir viviendo en la ciudad.
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Platón
© 1999 Proyecto Filosofía en español (España)
SUMARIO
405
Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
En cualquier caso, convendréis conmigo en que el calibre menor o mayor
que pueda ser atribuido a un tema de disertación, como el presente, que se ocu-
pa de las relaciones entre Arquitectura y Filosofía, depende, no tanto de su ma-
teria, cuanto del modo de tratarla, de la potencia de los «instrumentos» utili-
zados para su análisis.
406
Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
te Uhse durante su larga y exitosa vida fue siempre eficaz: vender sexo sin
vergüenza, una filosofía que ahora desea aplicar la fórmula que lleva su
nombre para promocionar las boutiques eróticas que abrirá en las principa-
les ciudades alemanas.”Y, por supuesto, no son raras, en boca de críticos de
arte, o de arquitectos, expresiones tales como «filosofía de la casa Batlló»
de Gaudí («maestro de la metáfora con base metafísica», dice Charles
Jencks), como «filosofía de la ciudad radiante» de Le Corbusier, o como
«filosofía del muro cortina» de Mies (y esto aún cuando el crítico o arqui-
tecto ignore que Mies van der Rohe escuchó atentamente, en su momento,
las lecciones de Romano Guardini).
No soy yo alguno de aquéllos que se unen al coro de quienes se escan-
dalizan por este masivo «uso genitivo» del término filosofía, de la filosofía
inmersa en los campos más prosaicos, en general. Todo lo contrario. Sin
embargo, me parece necesario mantener la guardia ante los abusos. Porque
si casi siempre el uso inmerso del término filosofía tiene una justificación
(cuando escuchamos al gerente de una gran empresa comercial: «la filoso-
fía de nuestra empresa es incrementar cada año el volumen de ventas, sin
menoscabo de la calidad de nuestros productos», podemos reconocer acaso
que esa empresa tiene inmersa, en la estructura de sus proyectos, la Idea
«imperialista» de la expansión indefinida), sin embargo es necesario reco-
nocer que en otras ocasiones este uso es meramente oscurantista o retórico.
Oscurantista, cuando encubre la estructura conceptual del asunto del que se
trata, si es precisamente esta estructura conceptual la que se mantiene in-
mune respecto de las Ideas y, por tanto, queda encubierta ante quienes la
ven como una filosofía. Es fácil que un entrenador de fútbol, enteramente
alejado de las sutilezas filosóficas, y que ha decidido situar a sus jugadores
en disposición 2, 3, 5, en lugar de 3, 5, 2, diga sin embargo a los periodis-
tas que ha adoptado «una nueva filosofía de juego»; pero con estas palabras
estaría oscureciendo la naturaleza de su decisión, que no es filosófica, sino
a lo sumo estratégica o táctica y, por tanto, necesitada de otro tipo de justi-
ficación de las que serían suficientes para fundamentar su decisión en nom-
bre de una filosofía. Retórica, cuando el eventual «prosaísmo» de la estra-
tegia revelada quiere enmascararse con el prestigio que aún conserva el tér-
mino filosofía.
Si hablamos de Arquitectura y Filosofía, desde la perspectiva de una filo-
sofía de la Arquitectura que tenga un mínimo de entidad propia, presuponemos
que, entre las Ideas cuyo uso o análisis constituyen el ejercicio tradicional de
la filosofía, se encuentran algunas ideas que tienen que ver, de algún modo ca-
racterístico, con la arquitectura, o bien porque en la arquitectura cabe deter-
minar algunos constituyentes que tienen que ver con la filosofía. Es decir, por-
que reconocemos, o bien una filosofía de la arquitectura, en el sentido del ge-
nitivo objetivo, o bien una arquitectura de la filosofía, que tiene algo que ver,
sin duda, con el genitivo subjetivo de referencia.
407
Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
2. «Arquitectura» y «Filosofía» como nombres de clases (A,F)
No tenemos gran dificultad en declarar qué pueda ser ese conjunto de co-
sas o instituciones que asociamos a la Filosofía cuando la interpretamos como
una clase: son las Ideas (la Idea de Filosofía, entre ellas), al menos las Ideas
ya institucionalizadas (o «tematizadas»). Ideas que nosotros entendemos co-
mo puntos de confluencia o de enfrentamiento entre conceptos técnicos, tec-
nológicos o científicos. La intensión de la idea de filosofía queda, por tanto,
formulada de este modo, que pudiéramos considerar como funcional, puesto
que se nos da como en función de los conceptos previamente establecidos. Su
408
Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
extensión es indefinida, porque indefinidos son estos puntos de confluencia o
de oposición entre conceptos. En cualquier caso, sería gratuito suponer que el
«conjunto de ideas institucionalizadas” (por ejemplo, las que figuran como en-
tradas en los Diccionarios de Filosofía) es un conjunto cerrado y bloqueado.
Por nuestra parte suponemos que muchas ideas institucionalizadas deberían
salir de ese conjunto y que, en cambio, otras ideas, aún no institucionalizadas,
deberían entrar en él.
Pero no es tan fácil interpretar a la «Arquitectura» como una clase. Sin du-
da, la extensión de esta clase o, al menos, áreas importantes de esta extensión,
pueden ser denotativamente señaladas. Por ejemplo, diríamos, en esta línea,
que la Arquitectura es el conjunto de obras (contenidos de la cultura extraso-
mática) tales como casas de una ciudad, edificios públicos (palacios, templos,
plazas de toros, &c.). Pero, ¿cómo expresar su intensión? ¿Acaso esta inten-
sión puede ser formulada en el terreno de los conceptos? ¿Acaso no requiere
precisamente la delimitación de la Idea misma de Arquitectura y, por tanto, la
filosofía de la arquitectura?
Sin perjuicio de que ello fuera así, sería sin embargo necesario comenzar
ateniéndonos por lo menos a algún concepto intensional operatorio-fenoméni-
co de la «clase de las cosas arquitectónicas». En efecto, en este concepto fe-
noménico operatorio, podremos reconocer el punto de partida previo y aún ne-
cesario para el análisis filosófico que nos importa.
Por fortuna disponemos de un concepto de Arquitectura de carácter genui-
namente fenoménico-operatorio, pues atiende ante todo al sujeto operatorio de
la arquitectura, a saber, al arquitecto, y a los términos propios de toda opera-
ción «quirúrgica», a saber, los cuerpos. Un concepto debido nada menos que
a Leon Battista Alberti, en su obra clásica De re aedificatoria, 1485 (reimpre-
sión de la edición española de 1582, Los diez libros de Arquitectura, por el Co-
legio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Oviedo, 1975). Dice Alberti:
«Y llamo arquitecto al que con un arte y método seguro y maravilloso me-
diante el pensamiento y la invención es capaz de concebir y de realizar me-
diante la ejecución, todas aquellas obras que, por medio de los movimientos
de las grandes masas y de la conjunción y acomodación de los cuerpos, pue-
den adaptarse con la máxima belleza a los usos del hombre.»
La definición de Alberti, que es sin duda muy incorrecta (puesto que no se
refiere a solo lo definido) nos interesa principalmente por su carácter operato-
rio: lo que ella resalta es, en primer lugar, que la Arquitectura se ocupa de
cuerpos, y de cuerpos sólidos. Y de ahí podemos inferir, por tanto, que la Ar-
quitectura, la obra arquitectónica, deja de lado los cuerpos en estado líquido,
o los cuerpos en estado gaseoso, o en estado de plasma, y, por supuesto, los
cuerpos en estado condensado propio de esa nube de átomos de rubidio, a tem-
409
Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
peraturas de -270º que durante quince segundos obtuvieron, en 1995, Carl
Wieman y Eric Cornell. Pero la expresión «grandes masas» que Alberti utili-
za es imprecisa y sólo cabría precisarla cuando la supongamos referida a pa-
rámetros antrópicos (como el propio Alberti hace de hecho). Las «grandes ma-
sas» movidas por los arquitectos son grandes masas a escala de los cuerpos hu-
manos –no son por ejemplo masas nanométricas, de cuya composición se ocu-
pan hoy más los físicos y los ingenieros que los arquitectos–. Asimismo, en la
definición de Alberti consideramos superfluas o excesivas las indicaciones so-
bre la «máxima belleza», puesto que un edificio de mínima belleza, un «ade-
fesio», si se sostiene, si no se derrumba, es una obra arquitectónica de mayor
consistencia que la que pueda corresponder a un edificio bello pero frágil y a
punto de desplomarse.
En cualquier caso es evidente que estos grandes cuerpos sólidos, sobre los
cuales se ejercen las operaciones arquitectónicas (sillares de piedra tallada,
grandes vigas, &c.) sólo tienen que ver con la Arquitectura cuando se compo-
nen con otras para dar lugar a un todo (la obra, el edificio) del cual los cuer-
pos sólidos (los sillares, por ejemplo) son partes formales, acaso sólo partes
materiales conformadas (cuasi formales), si todavía no participan (formando
por ejemplo una bóveda) de la morfología del edificio total.
La definición operatoria de arquitectura de Alberti presupone, en resolu-
ción, a través de los planos, trazas, rasguños o diseños, la obra (el edificio, el
todo), en función de la cual los cuerpos son movidos. ¿No encierra esto una
petición de principio?
No, porque desde una perspectiva operatoria, la definición de Arquitectu-
ra no tiene por qué fingir que se apoya en términos «que aún no contengan la
definición». Podríamos acogernos a la teoría de la definición implícita, tal co-
mo la propuso David Hilbert en Geometría. Las definiciones implícitas utili-
zan términos que ya son geométricos, pero los redefinen por las relaciones mu-
tuas que ellos mantienen. En nuestro caso: podemos partir de obras arquitec-
tónicas, tenidas por tales en el campo fenoménico operatorio. Por ejemplo, las
unidades enteras (o totalidades) o tomadas por tales por institución que lla-
mamos edificio. Y en función de estas unidades enteras, estableceremos las re-
laciones entre las partes (entendidas como unidades fraccionarias) de aquéllas
unidades enteras.
Aún tomando como referencia, en el momento de atribuir a la Arquitectu-
ra el formato de una clase lógica, a las unidades enteras (los edificios, las ca-
sas) y como quiera que no tratamos de mantenernos en los límites de la «cla-
se de los edificios” (puesto que la arquitectura no se circunscribe a tales lími-
tes) tendremos que pasar a la consideración de las partes formales o cuasifor-
males, que son partes atributivas, como unidades fraccionarias, también ins-
titucionalizadas (una columna, un ábaco, un dintel, una bóveda, un arquitra-
be). A fin de cuentas, las operaciones que señalábamos en la definición de Al-
berti iban referidas propiamente a este tipo de unidades que ahora denomina-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
mos fraccionarias (los cuerpos sometidos a movimiento, según los planes
prescritos por el arquitecto).
Pero ni siquiera esto sería suficiente, porque también tendríamos que con-
tar con la «composición» (en los planos y en la realidad) de las unidades en-
teras en unidades complejas, como puedan serlo las manzanas de casas, las hi-
leras o las relaciones entre hileras de casas formando calles o plazas. Sin pre-
tender entrar en el pantanoso terreno de las líneas de frontera profesionales en-
tre arquitectos, urbanistas e ingenieros, me limitaré a subrayar las dificultades
que entraña, desde el punto de vista de los conceptos, la adscripción exclusi-
va de la arquitectura al ámbito de la «clase de las unidades arquitectónicas en-
teras». El arquitecto se ocupa también, y necesariamente, de las unidades o
morfologías «fraccionarias» (¿a quien corresponde el trazado de la escalera de
un edificio de varias plantas?) y de las unidades o morfologías «complejas».
Y al menos así se deduce de la célebre fórmula que Alberti utilizó al concebir
a la ciudad «como una gran casa». Fórmula, por lo demás, incorrecta, a nues-
tro juicio; porque si la ciudad es una gran casa, ¿por qué una casa no podría
ser definida a su vez como una pequeña ciudad? Y, sobre todo, y necesaria pa-
ra el propósito que nos ocupa, por la misma razón que sería innecesario, para
justificar la competencia del geómetra que se ocupa de los poliedros regulares
por separado, para ocuparse también del conjunto de los poliedros, exigir que
ese conjunto formase a su vez un poliedro regular compacto.
Para atribuir a un concepto, o a una idea, el formato de una clase lógica
(distributiva o atributiva), es sin duda necesario definir los elementos o unida-
des elementales (institucionalizadas) de la clase; unidades que sólo pueden de-
finirse teniendo en cuenta la materia (o intensión) de la clase de referencia
(una cosa son las unidades enteras de la clase de los individuos humanos, y
otra cosa son las unidades fraccionarias correspondientes a la clase de las cé-
lulas, también individuales, de las que están compuestos los individuos). Ha-
blar de clases en el sentido puramente formal de la lógica de clases es con-
fundir la materia tipográfica de los símbolos lógicos con las «formas puras»
del idealismo trascendental. Lo que sí es necesario tener en cuenta es el alto
grado de artificiosidad (el que es propio de una institución) que es inherente a
la definición de los elementos o unidades elementales susceptibles de mante-
ner con sus clases una relación de pertenencia (sobre la cual se fundarán, a su
vez, las relaciones de inclusión entre clases). En efecto, las unidades elemen-
tales no siempre son delimitables con la claridad requerida en una clase distri-
butiva (como pueda serlo la clase de los automóviles de una marca determi-
nada), hasta el punto de que muchas veces, acaso sin quererlo, nos encontra-
mos pisando en el terreno de las clases atributivas (los círculos que Euler uti-
lizó, en sus Cartas a una princesa de Alemania, para representar las clases ló-
gicas, eran propiamente clases atributivas, cuyas unidades elementales –los
puntos, en realidad, pequeñas áreas, para ser visibles– no aparecían discrimi-
nados, de modo discreto, de los otros; en cualquier caso, las clases que ordi-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
nariamente son distributivas presentan a veces elementos no claramente dife-
renciados, como es el caso de los hermanos siameses, en cuanto elementos de
la clase de los hombres). Además, las unidades elementales no son siempre in-
móviles, sino que están sometidas a un desarrollo cuyas fases no siempre pre-
sentan los caracteres de esa elementalidad (el cigoto humano, considerado co-
mo una unidad elemental de la clase de los hombres). Otras veces su unidad
elemental no está fijada en sus dimensiones corpóreas: las dos gotas en las que
puede dividirse una gota de agua, siguen siendo «elementos de la clase de las
gotas de agua»; por lo que al refundir las dos gotas en una única gota, habría
que concluir que uno más uno es igual a uno.
No estamos constreñidos a tener que considerar a las unidades enteras de
referencia (los edificios) como los únicos elementos susceptibles de mantener
la relación de pertenencia con las clase de las obras arquitectónicas; también
las unidades fraccionarias, así como las unidades complejas, han de conside-
rarse como elementos o instituciones arquitectónicas que pertenecen a esa cla-
se de obras arquitectónicas, es decir, a la arquitectura. Y teniendo en cuenta
que tanto las unidades fraccionarias de la arquitectura, como las enteras y las
complejas son unidades que, aún sin este nombre, son reconocidas como tales,
como totalidades o partes formales, hablaremos de «instituciones arquitectó-
nicas» para referirnos tanto a una casa de vecindad, como a una ventana nor-
malizada de esta casa, o bien a una calle formada por dos hileras de casas dis-
puestas frente a frente. No serán en cambio instituciones arquitectónicas o ele-
mentos de la clase, las unidades fraccionarias que, aunque fueran partes for-
males, no estuvieran normalizadas, como por ejemplo, los trozos de cascote
obtenidos de la demolición de una arcada, o en general, los escombros que se
aproximan al nivel molecular.
También los elementos de la Zoología son, no únicamente los organismos
animales, puesto que también pertenecen a ella los órganos, células, orgánulos
y grupos de organismos (algunos de ellos forman un cuasiorganismo, como
ocurre con los enjambres de las abejas). En cualquier caso, ni los pulmones, ni
los ojos o las vértebras de un organismo animal son instituciones, porque las
instituciones únicamente se dan en el «reino de la cultura humana». Ni sólo los
números enteros son los exclusivos elementos de la «clase de los números»;
también pertenecen a esta clase los números fraccionarios y los números com-
plejos (y aquí nos hemos inspirado para hablar en Arquitectura de unidades en-
teras, fraccionarias y complejas). Habrá, eso sí, que distinguir elementos ente-
ros, elementos fraccionarios y elementos complejos; todos ellos pueden ser
tratados desde la abstracción correspondiente del concepto que deshace preci-
samente el «monopolio» de las unidades enteras, en cuanto elementos de una
clase distributiva, sin perjuicio de que los vínculos entre muchos de estos ele-
mentos desborden ampliamente los límites de los vínculos de yuxtaposición
asignables, en general, a los elementos de una clase distributiva de elementos
enteros.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
Definida en estos términos la extensión de la clase de las obras arquitectó-
nicas (o de la arquitectura como idea interpretada según el formato lógico de
las clases) podríamos definir la intensión de esta clase, en el plano fenoméni-
co operatorio, ateniéndonos a sus propias partes integrantes (con abstracción
provisional de las partes determinantes). Del mismo modo que podemos po-
ner, como intensión de la clase de los mamíferos, a la concatenación de sus
partes integrales anatómicas (tales como cabeza, tronco, extremidades) deter-
minadas, eso sí, según la morfología característica de los mamíferos, así tam-
bién podremos tomar como intensión de la clase de la arquitectura a la conca-
tenación entre sus partes integrales, siempre que ellas estén determinadas, a su
vez, por la morfología característica de la obra arquitectónica. Característica
implícita que permanece en la penumbra y que (suponemos) sólo podrá salir a
la superficie a través de la Idea de Arquitectura a la que el análisis filosófico
pueda conducirnos.
En esta misma línea advertiremos, acaso con redundancia, que las cla-
ses de las que hablamos no las interpretaremos exclusivamente como cla-
ses distributivas (cuyos elementos se consideran mutuamente indepen-
dientes, sin perjuicio de que puedan sobreañadírseles determinadas rela-
ciones), sino también como clases atributivas (que, como acabamos de de-
cir, ya fueron utilizadas por Euler en sus célebres representaciones, me-
diante círculos). Sólo de este modo podremos recoger las relaciones dia-
téticas entre los elementos de las clases o entre sus subclases (relaciones
que ya no son sobreañadidas), como ocurre en la taxonomía zoológica,
después de Darwin. Desde la perspectiva de Linneo (que era la de Porfi-
rio), la clase de los peces, incluida en la clase (en el sentido lógico) de los
vertebrados, se trataba como si fuese una clase enteramente independien-
te de la clase de los anfibios, de la de los reptiles, de la de las aves, o de
la clase de los mamíferos. Pero la «revolución darwiniana» determinó, en-
tre otras cosas, que esa clase (o tipo) de los vertebrados tuviese que in-
terpretarse antes como clase atributiva (un philum) que como mera clase
distributiva, porque las clases de los peces, anfibios, reptiles, &c., no po-
drán ya tratarse como independientes distributivamente («creadas directa-
mente por Dios desde el principio»), sino como manteniendo entre sí re-
laciones diatéticas en virtud de las cuales tendría algún sentido (el de la
«ley de la recapitulación») ver a la clase de los peces como incluida (y no
sólo formalmente o extensionalmente, sino también materialmente o in-
tensionalmente) en la clase de los anfibios, a la que conforma, sin perjui-
cio de que ulteriormente, la «segregación distributiva» se produzca. Y, en
el mismo sentido, podrá decirse que la clase de los peces, en cuanto in-
cluida en la clase (tipo) de los vertebrados no se limita a estar incluida de
un modo distributivo, sino conformando, de algún modo, a las sucesivas
clases de los anfibios, de los reptiles, &c.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
5. Reformulación del tema titular: «Piedras e Ideas»
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
extensión en común, habría que considerarlas como «clases megáricas».
Entre dos o más clases disyuntas caben siempre determinar componentes
comunes en el plano de la intensión o materia: la clase de los cuadrados
y la de los rombos son disyuntas en el plano; sin embargo, por ecualiza-
ción, podemos obtener la clase común de los paralelogramos equiláteros,
una clase que suele venir confundida con la «clase reunión» o suma ló-
gica, y que no es otra cosa sino una mera yuxtaposición externa de ele-
mentos heterogéneos, sin una definición intensional, y que, por tanto, no
es una clase.
Sin perjuicio de que el producto nulo de las clases disyuntas presupon-
ga el concepto previo de los productos básicos (de los cuales viene a ser
un desarrollo límite, por metábasis), podemos, en el momento de desple-
gar la tipología de las relaciones entre clases, comenzar por este límite, a
la manera como en Aritmética solemos comenzar la serie de los enteros por
el cero, que se supone anterior al uno, al dos, al tres, &c., a pesar de que
el cero sólo tiene sentido como resultado de la operación sustracción, de-
finida entre enteros para el caso en el cual el minuendo y el substraendo
son iguales.
A efectos de establecer la teoría de teorías que buscamos, partimos de la
definición del producto de clases (A ∩ F) mediante su equivalencia con una
variable K cuyo campo de variabilidad estuviese formado por los valores
[A,F,Ø]. De este modo, para el caso K=F, por ejemplo, el producto (A ∩ F)
tomará la forma de la inclusión (A ⊂ F), &c.
Tenemos así las siguientes cinco relaciones posibles de conexión extensio-
nal entre dos clases a las cuales podremos asociar relaciones intensionales o
materias de conexión que son las que nos importan. Las cinco situaciones ex-
tensionales se interpretarán aquí como indicios de concepciones materiales
más o menos precisas acerca de las relaciones que puedan mantener la arqui-
tectura y la filosofía en el sentido dicho:
(1) Intersección nula: (A ∩ F) = K = Ø
(2) Intersección básica: (A ∩ F) = K ≠ Ø ≠ A ≠ F
(Llamamos básica a esta alternativa por cuanto de ella hay que partir para de-
finir el producto o intersección de clases, según hemos dicho; y porque, a par-
tir de ella, pueden obtenerse todas las demás, como desarrollos límites suyos:
la intersección nula es el límite de la serie de intersecciones básicas con fre-
cuencias diversas de productos; otro tanto se dirá, en sentido inverso, de las in-
tersecciones inclusivas.)
(3) Intersección inclusiva directa (A ∩ F) = K ≠ Ø = A = (A ⊂ F)
(Interpretaremos la inclusión como inclusión material o conformativa, y no
meramente como inclusión formal meramente extensional.)
(4) Intersección inclusiva inversa (A ∩ F) = K ≠ Ø = F = (F ⊂ A)
(5) Intersección inclusiva doble (A ∩ F) = K = A = F = [(A ⊂ F)&(F ⊂ A)]
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
6. Plan del presente ensayo
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
fía, y no sólo en extensión, sino tampoco en intensión específica. Podríamos
sin duda señalar ideas comunes capaces de «envolver” (incluso ecualizar) a la
Arquitectura y a la Filosofía; pero estas Ideas (como pudieran serlo: la Idea de
«institución cultural», o la Idea de «proceso histórico») serían muy genéricas,
es decir, no servirían para definir específicamente la clase intersección de Ar-
quitectura y Filosofía que tomamos como referencia. En consecuencia, cubri-
rían también a otras muchas realidades, por lo que la disyunción entre Arqui-
tectura y Filosofía seguiría manteniéndose en su propio plano específico. Ar-
quitectura y Filosofía, o bien, Piedras e Ideas, podrían considerarse como con-
tenidos culturales, como partes del «todo complejo» de Tylor, pero del mismo
modo a como lo son los libros, los partidos políticos, las obras de cerámica o
de pintura. Es decir, la desvinculación entre Arquitectura y Filosofía se man-
tendría intacta aún dentro del mismo ámbito de la cultura como todo comple-
jo. Arquitectura y Filosofía serían términos que forman parte de categorías
culturales diferentes; por consiguiente, su vinculación, aún establecida a tra-
vés de ideas tan generales, sería disparatada, como lo sería la vinculación en-
tre los logaritmos y el sabor dulce, en la expresión «logaritmos dulces»: esta-
ríamos ante simples «errores categoriales», en el sentido de Summer. Hablarí-
amos también de error categorial ante fórmulas tales como «Arquitectura filo-
sófica» o «Filosofía arquitectónica».
La interpretación de las relaciones entre Arquitectura y Filosofía en térmi-
nos de mera disyunción, o de «relación disparatada», no excluiría, sin embar-
go, la posibilidad de reconocer el hecho de que algunos filósofos se hayan ocu-
pado de la Arquitectura, o incluso hayan dibujado trazas o planos de edificios
o de ciudades, como Hipodamo de Mileto o Caramuel; tampoco excluye que
algunos arquitectos (como Ludwig Mies van der Rohe o Aldo Rossi) hayan
sentido la tentación, o la necesidad, de filosofar sobre la propia arquitectura.
Pero todo esto no aproximaría ni un milímetro la Arquitectura a la Filosofía ni
recíprocamente. Antes bien, acaso introduciría alguna neblina entre ambas, y
haría prudente el consejo de Goethe a los escultores: «Escultor, trabaja y no
hables.”Análogamente podrían decir quienes encuentra acertada esta primera
fórmula, (A ∩ F) = K = Ø, como expresión de las relaciones entre Arquitec-
tura y Filosofía: «Arquitecto, trabaja y no filosofes.»
No faltan entre nosotros críticos de arte que dan por supuesto, con espíritu
megárico, que «la Arquitectura es cosa de los arquitectos, la Filosofía de los
filósofos y la crítica de los críticos» (Juan Antonio Ramos, en su artículo «Ar-
te y arquitectura en la época del capitalismo triunfante»).
Sin embargo, se diga lo que se diga, lo cierto es que por todos los lados se
nos manifiestan intersecciones fenoménicas (o empíricas) entre Arquitectura y
Filosofía, y esto es precisamente lo que confiere interés a la fórmula (1) como
instrumento con pretensiones críticas. Porque la fórmula (1), interpretada en
términos de mera disyunción, no tendrá por qué ignorar las intersecciones fe-
noménicas de las que hablamos. Más bien se presentará como un instrumento
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
crítico para interpretarlas como apariencias falaces. Rafael, en La Escuela de
Atenas, nos representa un «escenario arquitectónico» en el que podemos iden-
tificar a los más importantes filósofos de la antigüedad: Platón, Aristóteles, Pi-
tágoras, Demócrito, Epicuro... Si la amplia construcción arquitectónica, aun-
que no sea viva sino pintada, acoge a tantos filósofos ilustres, ¿no estaría jus-
tificado hablar de una intersección, propuesta por Rafael, entre las ideas de Ar-
quitectura y de Filosofía? Más aún. No faltaría quien, en este momento, crea
pertinente aducir la curiosa tendencia de los filósofos (de muchos filósofos
clásicos, al menos) a vivir en ciudades, bajo tejado, o al lado de pórticos o pla-
zas públicas, es decir, en la proximidad de obras arquitectónicas. «Los árboles
y el sitio nada me enseñan, sino los hombres en la ciudad», dice Sócrates. De
hecho, la mayor parte de los filósofos griegos habrían actuado en ámbitos ar-
quitectónicos: la Escuela de Mileto, la Casa de Calias, la Academia, el Liceo.
Sin embargo, quienes se acogen a esta primera fórmula, (A ∩ F)=Ø, in-
sistirán en el carácter puramente fenoménico o superficial de esta asociación
entre filósofos y edificios, columnatas o ciudades. ¿Es que Rafael no podía ha-
bernos presentado a sus mismos filósofos en campo raso, o en el bosque, fue-
ra de las casas o de las ciudades? ¿Acaso para aproximarse a la Realidad, al
Ser, a la Primera Causa, a Dios, hay que encerrarse en un edificio? Eustacio
de Sebaste, en el siglo IV –como hemos recordado en otras ocasiones– repro-
chó a los cristianos que creían necesario recogerse en el templo para rezar a
Dios: «¿Es que Dios no está en todas las partes? ¿Qué sentido tiene pretender
encerrarlo en el templo?”Salgamos al campo, sin necesidad siquiera de acom-
pañantes, como paseantes solitarios, al modo de Rousseau: acaso de este mo-
do podrán los filósofos alcanzar un pensamiento verdaderamente libre.
El llamado «Pensador» de Rodin, símbolo de un verdadero «pensador a la
intemperie», podría tomarse como representación más o menos ridícula de es-
te filósofo roussoniano que no necesita meterse entre cuatro paredes, ni si-
quiera apoyarse en una columna para «pensar». Basta que ponga en tensión los
músculos de sus brazos frente a los músculos de su cuello, sentado en un lu-
gar que nada tiene que ver con escalinatas, bóvedas o muros, y que finja retó-
ricamente estar a punto de entrar en las profundidades más sublimes del «ser
que puede ser pensado».
2. Pero cabe una interpretación más fuerte de la fórmula disyuntiva que es-
tamos analizando. Una interpretación que no se limitaría a declarar disparata-
da la relación entre Arquitectura y Filosofía, sino que postularía una relación
de incompatibilidad entre ambas.
Ahora, ya no diremos que entre Arquitectura y Filosofía sólo caben rela-
ciones exteriores fenoménicas aparentes. Diremos que Arquitectura y Filoso-
fía son incompatibles y que, puesta una, la otra debe ser excluida. El principal
interés de este planteamiento es que nos permite tomar a la arquitectura como
una «piedra de toque» para diferenciar sistemas filosóficos según dimensiones
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
suyas que quedarán encubiertas cuando no los obligamos a «contrastarse» con
algo tan grosero como puedan serlo los cuerpos arquitectónicos. Generalmen-
te, los sistemas filosóficos suelen ser diferenciados según la relación que ellos
mantienen ante ideas tan abstractas como puedan serlo la idea de Dios, o la
idea del Alma o la idea de Mundo. Diferenciamos y medimos el alcance y po-
tencia de una filosofía según lo que esta sea capaz de decirnos acerca de Dios,
del Mundo o del Alma. Pero, ¿por qué no sería también posible diferenciar y
medir el alcance de una filosofía según la capacidad que ella tenga de decir-
nos algo acerca de la Arquitectura? ¿Acaso no podríamos esperar penetrar
también en las verdaderas dimensiones de una filosofía investigando qué es lo
que esta filosofía puede decirnos acerca de la Arquitectura? En lugar de clasi-
ficar a los sistemas filosóficos en acosmistas y cosmistas, en teístas o ateos,
&c., ¿no podríamos clasificarlos también, por ejemplo, en sistemas filosóficos
antiarquitectónicos o proarquitectónicos?
Pero no una filosofía, o un sistema de ideas, sino dos filosofías o dos tipos
de sistemas filosóficos, contrapuestos entre sí –como puedan serlo el materia-
lismo (una versión suya) o el espiritualismo–, pueden confluir en un resultado
que, dibujado en el plano extensional, establezca que las clases que nos ocu-
pan, Arquitectura y Filosofía, para estos dos tipos de filosofía que considera-
mos, no solamente son distintas e inmiscibles, de facto, sino que son de iure
incompatibles y excluyentes.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
huellas primogenéricas, sin embargo, permanecen bien visibles. Y, en el caso
del atomismo democríteo, porque los átomos corpóreos, al ser invisibles e in-
tangibles, dejan de ser también cuerpos fenoménicos operables y se convier-
ten en corpúsculos metafísicos (es decir, en algo que no es propiamente cuer-
po fenoménico).
Ahora bien, y ateniéndonos a nuestro asunto: la metafísica eleática nada
puede decir de la arquitectura, ni de las morfologías arquitectónicas, salvo
reiterar las generalidades acerca de las apariencias en las que todos los fe-
nómenos se resuelven: «Todas las cosas son simples nombres que los mor-
tales pusieron.”Dicho de otro modo (en un intento de averiguación de lo que
pudiera decir un filósofo eleático que se enfrentase con la Arquitectura), po-
dría acaso existir en el carácter efímero y transitorio de las obras arquitectó-
nicas, como apariencias o unidades per accidens destinadas a transformarse
en ruinas, grandes cuerpos que finalmente terminarían reabsorbiéndose en la
unidad de la «materia cósmica esférica». Se trata de una sabiduría próxima
a la que se expresa en el epitafio que figura en la tumba del Cardenal Porto-
carrero en la catedral de Toledo: «Polvo, cenizas, nada.” Este es el hombre,
pero también sus obras arquitectónicas, cuando se contemplan a la luz de es-
ta metafísica monista.
Desde la sublime visión del Ser uno, eterno e indivisible, las obras arqui-
tectónicas no pueden considerarse como algo serio, sino como meros fenóme-
nos o apariencias a los cuales los mortales han puesto nombres: «bóvedas, co-
lumnas, arcos.» Nombres útiles para diferenciar detalles que en cualquier ca-
so no son más importantes que los que pudieran registrarse en el nido de un
pájaro o en una termitera; porque, en realidad, desde la sublimidad del ser úni-
co, esos detalles arquitectónicos no serían otra cosa sino «detalles oligofréni-
cos” (si utilizásemos las palabras habituales entre los expertos del Rorschard).
En una palabra, no es el acosmismo propio de la filosofía eleática la mejor he-
rramienta para poder captar características específicas de la arquitectura. Y ob-
viamente, para quien se interese por la Arquitectura, la incapacidad del elea-
tismo no se pondrá en la cuenta de la «trivialidad» de la arquitectura, sino en
la cuenta de la debilidad de una filosofía que, como la del monismo eleático,
pone en duda la efectividad de las ideas relativas al mundo sublunar.
En cuanto al atomismo de Demócrito: ¿qué podrían significar para él las
formas arquitectónicas? Algo no muy diferente, aunque por otras razones, de
lo que significaban para el eleatismo. A fin de cuentas los átomos, en cuanto
son los únicos entes reales sustanciales en su pequeñísima invisibilidad (mi-
kras ousias) tendrán que ser considerados como lo único verdaderamente in-
teresante que sería posible encontrar en el análisis de las columnas, frontones
o escalinatas que son partes integrantes de las morfologías arquitectónicas. Pe-
ro estos átomos invisibles e intangibles no son ya partes formales de la obra
arquitectónica; a lo sumo sólo podrían aspirar a la condición de ser partes ma-
teriales suyas. Y si la arquitectura «encierra alguna idea importante», esta se
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
manifestará a escala de las conexiones entre las partes formales y las unidades
arquitectónicas totales, y no a escala de las partes materiales. Tampoco la fi-
losofía del atomismo nos depara la mejor perspectiva para el análisis filosófi-
co adecuado de la Arquitectura, porque la perspectiva atomista tenderá tam-
bién a mirar a distancia, incluso despectivamente (desde su tabla de valores
cognoscitivos) a las formas arquitectónicas, que sólo podría reconocer como
«entidades honorarias» fugaces como nubes de verano, sin más significado del
que pudieran tener los nidos que hacen las aves o las telas que hacen las ara-
ñas (Demócrito sugirió que acaso los hombres aprendieron de las aves el arte
de edificar y de las arañas el arte de tejer). Lo único sustancial interesante, es-
table, sólido y permanente que en la obra arquitectónica cabría apreciar serían
sus átomos. Pero estos son invisibles e intangibles.
En todo caso, conviene constatar que la relación del atomismo antiguo an-
te la arquitectura no podría ser muy distinta de la relación que el atomismo
contemporáneo («todo es Química») puede mantener ante las morfologías ar-
quitectónicas, o ante las morfologías orgánicas. Pues lo que interesará a un fí-
sico o a un químico fundamentalista contemporáneo, como tal, no serán tanto
las formas arquitectónicas u orgánicas, cuanto los corpúsculos atómicos, físi-
cos o químicos, que en el ellos podamos encontrar, así como las relaciones fí-
sicas entre ellos. La consideración de las formas arquitectónicas no merecerá
la consideración del científico «serio». Esta queda para los artistas, para los li-
teratos o para la prosa de la vida. Hace años un compañero mío, profesor uni-
versitario de la Facultad de Ciencias, me decía que cuando recorría diversos
lugares provisto de su contador Geiger, a fin de detectar depósitos de uranio,
le tenía sin cuidado detenerse a considerar si un arco era románico o gótico;
estas diferencias, tan importantes para los profesores de las Facultades de Hu-
manidades (señalaba con cierto desdén) no existían para él, que sólo se inte-
resaba por lo «verdaderamente importante y real», a saber, si en las piedras del
arco románico o gótico había o no había indicios de uranio.
La tradición dice que Demócrito se cegó, para poder encontrar más pro-
fundamente en la realidad los átomos, apartándose de las apariencias que los
sentidos nos ofrecen (las «cualidades secundarias», se diría más tarde). Poco
pueden decirle a un ciego las columnas, los frontones o los arcos de La escuela
de Atenas, tal como las representa Rafael.
No entramos aquí en la cuestión suscitada por la posibilidad de ver en la
metafísica atomista de Demócrito (y mucho más en la de Epicuro, tal como la
interpretó el joven Marx en su tesis doctoral) antes que el resultado de un pat-
hos cognoscitivo («intelectualista») un pathos volitivo («eticista» o «moralis-
ta»). Lo cierto es que también cabe apreciar en determinadas posiciones éticas
o morales, no siempre asociadas al atomismo, un cierto desdén hacia todo lo
que tenga que ver con la Arquitectura, como expresión del inútil y vacío refi-
namiento, o incluso despilfarro de los poderosos, a costa de los esclavos que
han construido sus espléndidas mansiones. Dice Epicteto: «Haréis mayor bien
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
al Estado si os preocupáis por elevar, no ya el techo de las casas, sino las al-
mas de los ciudadanos. Más vale un hombre sabio viviendo en una humilde
cabaña [o en el campo raso] que un necio habitando un soberbio palacio.»
Concluimos: la «potencia» de una filosofía para penetrar en «los secretos
de la Arquitectura tiene mucho que ver con la valoración o evolución previa y
general que la Arquitectura le merezca, y con todas las condiciones sociales,
ideológicas, &c., que están determinando esa valoración. Para un «místico»
(como Eustacio de Sebaste) o para un «asceta» como Epicteto, las formas ar-
quitectónicas no son otra cosa sino parte del mundo superfluo de las aparien-
cias que urden los poderosos detrás de las cuales no anda muy lejos el diablo
(el verdadero constructor de las obras arquitectónicas tan asombrosas como
pueda serlo el Acueducto de Segovia). La cuestión es si esta «devaluación» de
la Arquitectura y de sus estilos, capaz de bloquear una visión filosófica de las
formas arquitectónicas, es antes signo de sabiduría profunda o de ignorancia
ruda y metafísica.
Una metafísica que sólo reconoce en Arquitectura realidades fenoménicas
fantasmagóricas, vinculadas a la frivolidad y a la molicie, por un lado, o al de-
seo de dominación por otro, que es lo que tantos ven en el caso de la arqui-
tectura colosalista o imperialista representada en las imponentes obras arqui-
tectónicas cuya estela se extiende desde las pirámides faraónicas hasta San Pe-
dro de Roma, desde la arquitectura fascista del Tercer Reich hasta los rasca-
cielos de quinientos metros de altura de las sociedades capitalistas norteame-
ricanas o asiáticas.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
en este momento en el que Descartes, como filósofo, lleva al límite la figura
del pensador que nos ofreció Rodin, y aún pudiera interpretarse como este
mismo «pensador» visto desde dentro, incorpóreo, lo que quedase de él des-
pués de haber demolido la apariencia de su bulto corpóreo.
Es cierto que el interés por el mundo corpóreo se recupera en el cartesia-
nismo a través del Alma y de Dios, lo que abre una vía para que, de un modo
indirecto, la filosofía espiritualista pudiera interesarse por la Arquitectura. Sin
embargo, este interés tendría siempre un carácter subsidiario.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
alternativa (2), la alternativa de la intersección básica, o incluso de la alterna-
tiva (3), la de inclusión directa de Arquitectura y Filosofía.
Me referiré únicamente al caso de aquellas filosofías críticas (de la Meta-
física) que abundan en la necesidad de «mantener a raya» ciertos estilos o re-
alizaciones arquitectónicas, por ejemplo, la «arquitectura clásica», en la medi-
da en que esta deba considerarse como «la última fortaleza de la metafísica».
Se comprende que la mejor crítica a una fortaleza arquitectónica puede tener
algo que ver con la crítica de la piqueta, con la demolición del edificio, o, por
lo menos, con su deconstrucción, en el sentido de Derrida, y esto, de paso, ya
nos advierte acerca de un importante canal a través del cual las tareas arqui-
tectónicas pueden tener que ver con la filosofía en tanto ésta es entendida co-
mo filosofía crítica, en el sentido deconstructivo, puesto que la crítica filosó-
fica definida como deconstrucción, difícilmente podría ocultar su inspiración
en Arquitectura. He aquí la exposición que Patricio Peñalver, profundo cono-
cedor de Derrida, hace de este asunto: «En su radical puesta en cuestión de la
axiomática de la arquitectura occidental, la desconstrucción parece, y en algún
sentido es, un pensamiento antiarquitectónico o anarquitectónico. Propone, en
efecto, dislocar las bases de la arquitectura clásica o de lo que clásicamente, y
hasta ayer o hasta ahora mismo, se ha entendido por arquitectura. Tal disloca-
ción pasa por identificar previamente en esa arquitectura clásica o que se pien-
sa a sí misma clásicamente cuatro invariantes.» Se refiere a invariantes que no
son ya propiamente específicos de la arquitectura sino genéricos: (a) al some-
timiento ontológico a la ley del habitar, (b) a la conmemoración sacralizante
de los orígenes históricos o del suelo terrestre de una cultura, o de su «enfáti-
ca monumentalidad», (c) al teleologismo, a estar al servicio religioso, ético,
político, utilitario o funcional, (d) al sometimiento al sistema de las bellas ar-
tes, a la belleza y armonía. La referencia a estas cuatro invariantes está hecha
desde una perspectiva que difícilmente puede disociarse del espiritualismo
cartesiano, en lo que tiene de nihilismo o de acosmismo.
Y, por supuesto, Patricio Peñalver subraya que «la deconstrucción no sería
el asalto a esa fortaleza. Mil veces habrá que repetirlo: la deconstrucción no es
destrucción, ni la metáfora filosófica o discursiva de la demolición arquitectó-
nica. Es la resistencia económica, estratégica, sobria a la resistencia sólida de
la pétrea fortaleza que alberga y legítima un habitar nostálgico, teleológico, y
fascinado por la belleza. No se trata, pues, de asaltar, ingenuamente, esa for-
taleza, sino de pensarla sin limitación axiomática, sin coerción metafísica o
clasicista. No se tratará, por ejemplo, por lo que se refiere al primer y más im-
portante de los invariantes mencionados, no se trataría, dice Derrida, de “pres-
cribir, frente a un presunto habitar original, construcciones inhabitables”. Si-
no, y vuelvo a citar, de “interesarse en la genealogía del contrato entre arqui-
tectura y habitación”. («Cincuenta y dos aforismos», Psyché, pág. 514.)” (Pa-
tricio Peñalver Gómez, «Arquitectura en desconstrucción: contaminaciones»,
conferencia en la ETS Arquitectura, Sevilla, 12 de noviembre de 1993).
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2. La segunda alternativa (A ∩ F) = K ≠ Ø (intersección básica)
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to de Segunda Enseñanza en el que yo estudié hace casi ya setenta años), no
tiene más alcance que considerar «político” (concretamente político antifran-
quista) a un cuadro famoso porque lleva dibujada la palabra «Guernica», pues
sólo porque se nos ha dicho que el famoso cuadro de Picasso representa a
Guernica, podemos saber qué es lo que se pretende que represente, a la mane-
ra como sólo podían saber que la figura que había pintado Orbaneja era la fi-
gura de un gallo cuando (según nos dice Cervantes) leían la inscripción que el
pintor había puesto debajo de su figura: «Esto es un gallo.»
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
sófico a esta escala, podríamos reconocer pleno sentido a la alternativa básica
de intersección que estamos considerando.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
ció la necesidad de un saber arquitectónico (architectonike) a través del cual los
fines de las artes particulares se subordinan al fin principal (Etica a Nicómaco,
I, 1, 1094a 25); y, por ello (dice Aristóteles), el filósofo de la ciencia política es
el «arquitecto del fin” (Ibid. VII, 11, 32b: tou telous architecton). Estas ideas se
mantienen a través de la escolástica durante toda la edad media. Incluso Des-
cartes se inspira en la Arquitectura cuando quiere probar que el sistema debe ha-
cerlo un único pensador, como la ciudad un único arquitecto. Y Leibniz (desde
una perspectiva más gnoseológica que ontológica, contrapone (Tentamen de mo-
tuum, Gerhard, VII, 273) en el seno de la Naturaleza dos órdenes, que no se ex-
cluyen mutuamente: el orden mecánico (el de aquello que se explica mecánica-
mente por causas eficientes) y el orden arquitectónico (que sólo se explica por
causas finales, mediante el conocimiento de los usos). Años después, J. H. Lam-
bert, continuando su Neues Organon, de 1764, publica en 1771 una obra en dos
volúmenes, Anlage zur Architectonic, oder Theorie des Einfachen und des Ers-
ten in der philosophischen und mathematichen Erkenntniss. Lambert proponía
aquí una ontología que, lejos de ser una ciencia de los «posibles” (al modo de
Leibniz-Wolff) pudiera llenar sus cuadros con realidades existentes. Esta onto-
logía es la arquitectónica dedicada a trazar la estructura de todos los reinos de la
naturaleza que encuentran en Dios su «clave de bóveda».
Por su parte Kant, tras exponer en su Teoría trascendental del método, las
dos primeras partes que conducen a la construcción del sistema –disciplina y
canon– designa al tercer capítulo de su Dialéctica trascendental como «Ar-
quitectónica de la razón», y no sólo técnica (por observación de semejanzas)
sino expresiva de la posibilidad del todo científico: la unidad arquitectónica es
la unidad misma de la razón que se encuentra, como una semilla, en todos los
hombres. También Husserl utilizó dos categorías arquitectónicas fundamenta-
les, a saber, la categoría de la construcción (o constitución: Stiftung, Urstif-
tung) y la categoría de la demolición (Ab-Bau), traducida a veces, a través del
francés de Derrida, por desconstrucción.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
tectónicos. La idea del ego interior, íntimo, inviolable, impenetrable (los se-
creta cordis), en los que el yo puede encerrarse como dueño soberano (el «cas-
tillo interior» del que habla Bernardino de Laredo en la Subida al Monte Sión
por la vía contemplativa, 1535, o Las moradas de Santa Teresa de Jesús, ¿po-
drían resistir el programa de una «reducción arquitectónica»?).
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
guijarros, sean hombres o individuos animales. Otro ejemplo: la idea del Su-
per-ego, en la escuela del psicoanálisis, tenderá a ser reducida a la figura del
Padre; pero, a su vez, cabrá reabsorber la figura del Padre en la idea de una
Norma autoritaria (cuyo origen no tendría por qué tener siquiera naturaleza fa-
miliar) de la cual la propia figura del Padre fuese una participación.
1. Conviene notar que la conjunción de las alternativas (3) y (4), que da lu-
gar a la alternativa (5), no se deduce ni de la (3) ni de la (4); en términos pu-
ramente lógicos se puede aceptar (3) sin tener que aceptar (4) y recíproca-
mente. Quien sostiene que toda institución arquitectónica es de naturaleza fi-
losófica no tendría por qué sostener a su vez que toda institución filosófica es
de naturaleza arquitectónica.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
ciencias y pseudociencias) sostiene en su libro La Biblia de piedra (1990) que
la Gran Pirámide no es otra cosa sino un enorme canto de la espiritualidad mo-
noteísta. En este supuesto, la Idea de Dios monoteísta estaría conformando a
la Gran Pirámide y, a su vez, la Gran Pirámide estaría conformando (canali-
zando, orientando, simbolizando, plasmando...) la Idea de Dios.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
huyendo del escepticismo, se quiera formar un juicio firme acerca de la cues-
tión de las conexiones generales que puedan ser reconocidas entre el conjunto
constituido por las «Ideas» (consideradas como elementos o unidades que tie-
nen que ver con la Filosofía) y el conjunto constituido por las «Instituciones
arquitectónicas” (entendidas como los elementos o unidades, enteras, fraccio-
narias o complejas) que tengan que ver con la Arquitectura.
Hemos intentado poner en correspondencia cada una de estas «alternati-
vas» algebraicas con concepciones filosóficas pertinentes; si bien el término
filosofía hubo que entenderlo en su sentido más laxo, comprendiendo, por tan-
to, no sólo a filosofías de signo marcadamente metafísico, y aún «místico», si-
no también a filosofías de signo más positivo, incluso de signo materialista.
Precisamente a la decisión de utilizar las cinco alternativas algebraicas de re-
ferencia como criterios capaces de «polarizar» en torno suyo a determinados
estilos de filosofía, o acepciones de la filosofía, puede reconocérsele el méri-
to o, por lo menos, la capacidad discriminadora, en el magma caótico consti-
tuido por las acepciones y usos del término «Filosofía», de cinco maneras, re-
lativamente bien diferenciadas, de entender la Filosofía como un resultado ne-
gativo terminante: que es imposible hablar de la Filosofía en general, o de la
«Filosofía de la Arquitectura» en particular, en un sentido unívoco. A lo sumo,
entre las diversas maneras de entenderla, podríamos reconocer, con esfuerzo,
alguna vaga analogía; pero una analogía entre maneras y modos que son in-
compatibles entre sí.
Ahora bien, desde una perspectiva meramente doxográfica, tendríamos
materia suficiente para llenar cursos universitarios con la exposición detallada
de cada una de las «filosofías» correspondientes a cada una de las cinco alter-
nativas de referencia. Pero en la medida en que tomamos en cuenta que estas
alternativas no son únicamente la expresión de un «pluralismo» capaz de sa-
tisfacer los deseos de «biodiversidad académica», que el espíritu de tolerancia
promueve en nuestros días, sino que son incompatibles entre sí, habremos de
concluir que la «tolerancia» está aquí fuera de lugar, salvo profesión formal de
escepticismo. Quien no pueda reconciliarse con él tendrá que aceptar que la
inclinación por alguna de las alternativas es incompatible con la inclinación
que pueda tener hacia otras. Las inclinaciones son incompatibles, y están en
conflicto dialéctico indudable: omnis determinatio est negatio. Lo que no sig-
nifica que, por tanto, salvo una, las restantes cuatro alternativas sean super-
fluas, «cantidades despreciables» que podremos ignorar, porque ellas, por de
pronto, servirán para definir el alcance de la alternativa preferida («pensar es
pensar contra alguien»), y en alguna circunstancia todavía más: para determi-
nar, por exclusión, cual sea la alternativa que debe ser preferida, si es que es-
ta careciera, por sí misma, de «brillo propio». Lo que quiere decir, a su vez,
que desde la alternativa preferida ha de ser posible dar cuenta, o «reconstruir»,
las razones que pueden tener las demás.
Nada más lejos, por tanto, del método dialéctico que la «fijación» a priori
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
y fanática por alguna alternativa dada. Aquí también, como en política, es im-
prescindible «conocer al enemigo”–a sus razones, a sus fuerzas– para poder
asentarnos con firmeza en la propia posición.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
llevada a cabo a través de conceptos y de fenómenos)– «todo el mundo» puede
advertir y constatar la afinidad estructural que media entre un «orden y conexión
de los sillares» y un «orden y conexión entre las Ideas».
Esto supuesto interpretaremos a las diversas alternativas como modos dis-
tintos de interpretar un fenómeno relativamente invariante a todas ellas; de suer-
te que lo que impugnamos son antes las interpretaciones que los fenómenos.
De este modo interpretaríamos a la alternativa (1) no como emblema de al-
guna posición que nada tuviera que ver, dado su carácter negativo, con el asun-
to discutido; sino que sólo pudiera entenderse como un intento de «conjurar»
el fenómeno de referencia, a saber, la afinidad entre algunas determinaciones
de la clase (A) y otras de la clase (F); un intento que, de un modo u otro, ten-
dría que acogerse a la distinción entre la apariencia y la identidad (o verdad).
La afinidad parcial entre (A) y (F) sería sencillamente reconocida por la alter-
nativa (1) como apariencia, pero no como una identidad (ni, por tanto, como
una verdad). Si consideramos como insuficiente a esta alternativa, será debido
a que no vemos que ella sea capaz de establecer criterios diferenciales especí-
ficos entre apariencia e identidad.
Pero no por rechazar (1) tendríamos por qué inclinarnos a aceptar la alter-
nativa opuesta, la (5), es decir, la que simpliza la total identificación entre Ar-
quitectura y Filosofía. Para que (5) pudiera mantenerse sería necesario, si nos
atenemos a las leyes algebraicas, dar por probadas (3) y (4) a la vez. Ahora
bien, la alternativa (3) –que supone la reducción total de la Filosofía a la Ar-
quitectura– se enfrenta con el hecho innegable (del que partimos) de las Ideas
que no tienen que ver con la Arquitectura; por consiguiente, a la alternativa (3)
sólo podremos «darle beligerancia» como un ensayo de desarrollo de la alter-
nativa (2), ensayo que no sería en todo caso estéril, puesto que sólo desde el
reconocimiento de sus límites podrá conocerse más profundamente el carácter
«parcial» de la identidad expresada en (2).
Consideraciones análogas haríamos respecto de la alternativa (4), que su-
giere la reducción total de Arquitectura a Filosofía, saltando por encima del
hecho positivo de tantas instituciones arquitectónicas que tienen muy poco que
ver con la Filosofía.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
Precisamente en el momento en que nos situamos en la perspectiva de las
alternativas de la inclusión total –la (3) y la (4)– es cuando se plantea el pro-
blema de la inclusión parcial –la alternativa (2)– como una limitación de las
inclusiones totales. Si la interacción entre clases no es sólo externa o contin-
gente, sino interna, es porque ella puede ser derivada del «interior» de cada
una de las clases de referencia.
Y esto nos indica los caminos que debemos recorrer: el que nos conduzca
desde las Ideas filosóficas a las instituciones arquitectónicas y el que nos pue-
da conducir desde las instituciones arquitectónicas a las ideas filosóficas. Es-
tos caminos no tienen por qué tener doble sentido (suponemos que «camino»
es un concepto vectorial y, por tanto, que una calzada con circulación en los
dos sentidos de su misma dirección contiene en realidad dos caminos adosa-
dos); y esto significa que no son meramente simétricos, sino recíprocos. Po-
dría darse a este camino el significado de un progressus (de la Filosofía a la
Arquitectura) y de un regressus (desde la Arquitectura a la Filosofía), pero
siempre que no llevásemos esta diferencia más allá de los términos puramen-
te posicionales en los que ella se establece.
Si nos atenemos estrictamente a la intersección parcial (A ∩ F) es porque
suponemos, en primer lugar, que existen «regiones» de A que no intersectan
con F; en segundo lugar porque suponemos que existen «regiones» de F que
no intersectan con A; y en tercer lugar que hay regiones de A (venimos ha-
blando, por sinécdoque, de «sillares») que pueden ser «vistas» desde F (ha-
blamos, por sinécdoque, de «Ideas»), así como también que hay regiones de F
(«Ideas») que pueden ser vistas desde A («sillares»).
De este modo se nos abren las dos series de cuestiones que, sin duda nin-
guna, desde el planteamiento que venimos haciendo, constituyen el cuerpo
central de la «confrontación» entre Arquitectura y Filosofía. Trataremos cada
una de estas series de cuestiones en los dos sucesivos párrafos siguientes:
Ante todo (§2) nos ocuparemos del «análisis de los sillares» (de la Arquitec-
tura) en la medida en que ellos puedan ser vistos (o lo hayan sido ya) desde de-
terminadas ideas (desde la Filosofía); acaso porque sólo desde ellas los sillares
pueden ser entendidos como partes de una obra arquitectónica. Ulteriormente
(§3) nos ocuparemos del análisis de determinadas Ideas (sinécdoque de la Filo-
sofía) en la medida en que ellas puedan ser vistas «desde los sillares» (desde la
Arquitectura), acaso porque esas Ideas fueron ellas mismas moldeadas por estos.
Quien sea aficionado a los quiasmos podría titular respectivamente a estos pá-
rrafos como «Filosofía de la Arquitectura» y como «Arquitectura de la Filosofía».
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
rencia a la Arquitectura de otros conjuntos de instituciones, como puedan ser-
lo las instituciones teatrales o escultóricas, o bien, por supuesto, las institucio-
nes jurídicas (como puedan serlo la empresa mercantil) o políticas (como pue-
da serlo la democracia parlamentaria) o sociológicas (como pueda serlo la fa-
milia nuclear).
Las instituciones arquitectónicas, en cuanto tales, son, ante todo, figuras o
configuraciones fenoménicas vinculadas, de algún modo, a determinadas se-
ries de operaciones, aunque no se agoten en ellas. Las instituciones son fenó-
menos, y fenómenos en el sentido en el que los astrónomos griegos hablaron
de «fenómenos planetarios», refiriéndose a sus trayectorias erráticas que se
presentaban de distinto modo según el lugar desde el que se observaban, y que
estaban, por tanto, envueltos por «teorías» (tales como la teoría de las órbitas
circulares, desde las cuales aparecía precisamente el fenómeno de las trayec-
torias erráticas).
Las instituciones son fenómenos normativos, en el sentido de que en su pro-
pia morfología corpórea llevan inscrita una serie de normas que orientan o ca-
nalizan la conducta de los individuos de una sociedad dada, ya como guías de su
comportamiento, ya como contraejemplos capaces de inspirar aversión o temor.
Hemos clasificado las instituciones arquitectónicas en tres órdenes o nive-
les: «instituciones enteras” (de unidades enteras: edificios, casas), «institucio-
nes complejas” (calles, formadas por edificios, ciudades) e «instituciones frac-
cionarias” (tales como capiteles, ábacos, frontones o arquitrabes).
Ahora bien: las instituciones arquitectónicas que son, sin duda alguna, fi-
guras de la cultura objetiva humana (las instituciones constituyen uno de los
primeros contenidos de la Antropología, si damos a esta como campo propio
el «todo complejo» del que nos habló Tylor), tienen paralelos muy estrechos
con otras figuras de las culturas animales (campo de la Etología). Desde hace
mucho tiempo las instituciones arquitectónicas humanas (que constituyen la
parte más visible de su cultura extrasomática), han sido comparadas con otras
figuras «extrasomáticas» que los etólogos describen hoy entre las aves o los
insectos. Como ya hemos dicho, Demócrito, en el siglo IV antes de Cristo, lle-
gó a sugerir la hipótesis de que los hombres habían aprendido de los animales,
por imitación (de los nidos de las aves, de los panales de las abejas), el arte de
edificar. Edgar Quinet, en el siglo XIX, expuso de un modo muy brillante los
paralelos entre las galerías excavadas por los hombres y las galerías excava-
das por los topos, entre los edificios erigidos por los hombres y las construc-
ciones erigidas por las termitas. Los etólogos han calculado, en nuestros días,
que el volumen de los «rascacielos» erigidos por las termitas, proporcional-
mente a los organismos que los construyen, pueden alcanzar dimensiones muy
superiores (según cálculos recientes, referidos al género Macrothermes): los
nidos pueden alcanzar la altura de seis a siete metros, es decir, más de seis-
cientas veces el tamaño de un termes obrero, lo que equivaldría a un rascacie-
los de más de mil metros de altura.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
¿Cómo diferenciar, por tanto, las instituciones arquitectónicas (que supo-
nemos exclusivamente humanas) de las morfologías culturales zoológicas pa-
ralelas, es decir, de las construcciones animales que no sólo por abuso de los
nombres suelen llamarse arquitectónicas?
La tesis que defendemos puede ser expuesta de un modo muy breve: mien-
tras que las instituciones arquitectónicas (fenoménicas) implican determinadas
Ideas para poder ser reconocidas como tales, las construcciones animales
(aves, insectos, mamíferos) pueden ser explicadas sin necesidad de recurrir a
ideas implícitas en sus rutinas. De otro modo, mientras que las instituciones
arquitectónicas implican el ejercicio de una filosofía (es decir, de ideas de ran-
go filosófico), las morfologías constructivas de los animales no implican el
ejercicio de una filosofía.
Un edificio (una casa, un templo, un palacio) implica una filosofía; no por
supuesto una filosofía previa, formulada en alguna Academia, sino una filoso-
fía que se abre precisamente camino a través del propio edificio; pero un pa-
nal, un nido o una termitera, no necesitan filosofía alguna para ser entendida,
sin perjuicio de sus paralelismos, y aún del reconocimiento de las construc-
ciones animales como construcciones que habría que considerar dadas previa-
mente a las instituciones arquitectónicas, en la medida en la que éstas se apo-
yan en aquellas, y se constituyen como una suerte de re-flexión objetiva sobre
aquellas (reflexión que los atomistas antiguos habrían advertido, pero confun-
diéndola con una imitación).
De lo que acabamos de decir se desprende que la determinación (o inves-
tigación) de las ideas de rango filosófico que puedan corresponder a la Arqui-
tectura (a las instituciones arquitectónicas) habrá de partir, no ya de la consi-
deración de las más diversas series de ideas que puedan sernos ofrecidas por
la tradición doxográfica académica a fin de seleccionar «entre ellas” (como
hacía Ferrater Mora en su «Filosofía y Arquitectura», recogido en sus Cues-
tiones disputadas, 1955, págs. 43-49) aquellas que puedan tener alguna «per-
tinencia arquitectónica», a veces en términos de mera denominación emic, si-
no de la consideración de los mismos fenómenos arquitectónicos, es decir, de
la consideración de las instituciones arquitectónicas, en tanto puedan interpre-
tarse como fenómenos, y muy especialmente como fenómenos operatorios
(que recaen necesariamente sobre fenómenos corpóreos).
Nos atendremos principalmente a las instituciones arquitectónicas enteras
(los edificios); y no porque las ideas que intentamos determinar sólo pudieran
encontrar correspondencia en ellas, sino porque las correspondencias con las
instituciones fraccionarias, y aún con las complejas, podrían investigarse a tra-
vés de las ideas determinadas en las instituciones arquitectónicas enteras.
2. Dos palabras sobre la catártica de las Ideas que puedan ser puestas en
correspondencia con instituciones arquitectónicas.
Ante todo, dejaremos de lado (o «purgaremos») las Ideas que no se pro-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
porcionen directamente con la estructura misma de la obra arquitectónica, si-
no más bien con disposiciones ideológicas (propias de una clase social, de una
iglesia...) que, aunque tengan reflejo en la morfología de la obra, no formen
parte de su estructura interna. Por ejemplo, dejaremos de lado la «ideología
iconoclasta», que se refleja en la arquitectura musulmana, especialmente en su
decoración (el llamado «estilo geométrico» –denominación ridícula, como si
las curvas del estilo «figurativo» no tuviesen también su ecuación geométri-
ca–); dejaremos de lado la verticalidad de la arquitectura gótica, como su-
puesta expresión de una voluntad del poder eclesiástico, ejercido en las ciuda-
des, que empujaba a los obispos a hacer sobresalir sus torres sobre el caserío
(a diferencia de lo que ocurría en el románico rural).
Dejamos también de lado aquellas Ideas cuya contextura es más bien téc-
nica, aún cuando suela ser interpretada como filosófica. Nos referimos a con-
ceptuaciones de la arquitectura análogas a aquellas que, en los años 50 y 60
del pasado siglo, eran presentadas como una «filosofía de la música» cuando
en rigor tenían muy poco de filosofía, y mucho de «ingeniería de composi-
ción” (como sería el caso del libro-manifiesto Aproximación a una estética de
la música del Luis de Pablo). Citaríamos como un paralelo arquitectónico de
esta «ingeniería musical» a los trabajos en torno al «diseño de arquitectura
molecular» de Rafael Laoz y colaboradores. El equipo Laoz reconoce que la
actividad a través de la cual se sintetizan las variables que se toman como per-
tinentes, es decir, el diseño arquitectónico, no es de carácter científico, puesto
que tiene siempre «una raíz artística» personal que no es fácil definir. Pero
también es verdad que él denuncia la «pseudofilosofía [de nuestros días] que
oculta la desvalorización del ser humano a quien van dirigidos los productos
resultantes de la especulación y falta de seriedad científica y técnica” (véase
Mundo Científico, nº 6, septiembre de 1981, pág. 670.) Luego habría que in-
ferir que esa «pseudofilosofía» de la que se nos habla sólo podría sustituirse
por la verdadera filosofía de la Arquitectura, propugnada por la «arquitectura
molecular industrializada».
Lo que afirmamos, por tanto, es que una concepción semejante de la Ar-
quitectura, sin perjuicio de su interés técnico y estético, no es formalmente una
Filosofía de la Arquitectura, sino un proyecto práctico, orientado a la fabrica-
ción de viviendas, que, en este caso, sin perder sus dimensiones estéticas, pue-
dan resolver los problemas de una población en desarrollo demográfico cre-
ciente, valiéndose principalmente de la guía de la geometría topológica (po-
liedros inorgánicos –tetraedro, octaedro, cubo y derivados– y poliedros orgá-
nicos –icosaedro, dodecaedro y derivados–). No ignoramos, naturalmente, que
a través de estas conceptuaciones prácticas puedan alentar peculiares ideas de
carácter «humanístico»; pero esto nos pondría ante el caso de una ideología,
más que ante una filosofía.
Tampoco consideramos como Filosofía de la Arquitectura, sino como una
mera ideología, la concepción de la Arquitectura como un lenguaje, tan exten-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
dida en la época del estructuralismo, y que llevó a entender a la Arquitectura co-
mo un modo de comunicación, como un lenguaje entre otros, incluso como una
«literatura», como un «texto»,que podría expresarse en metáforas arquitectóni-
cas («casa galleta de perro», «casa salchicha», «apartamentos cremallera»). En
efecto, la ideología de muchos movimientos modernos (usualmente llamados
«filosofía») suele autojustificarse por la situación derivada de la industrializa-
ción propia del siglo XIX y XX. En 1924 Mies ya ponía como problema central
de la Arquitectura y construcción de nuestro tiempo la industrialización. Pero,
¿acaso el funcionalismo es una filosofía, o no algo más que una opción ideoló-
gica y propagandística? O sencillamente, un proceso de «mecánica cultural»: las
tecnologías nuevas y de los nuevos materiales (la época neotécnica de Mum-
ford), con desprecio hacia el lugar y la función, explicarían el movimiento mo-
derno: las cajas ortogonales de vidrio y acero («edificio de oficina», o de «fá-
brica», la «gramática universal de perfiles I de acero junto con un relleno de la-
drillo beige y vidrio» en obras de 1950 –apartamentos Lake Shore Drive, de Chi-
cago– o 1958 –edificio Seagram, de Nueva York–). Todo esto se interpretará
desde muchas perspectivas («un bloque universitario se asimilará a una fábrica
de producción en serie; tanto sean tornillos o conceptos los que se fabriquen»).
Las ideas filosóficas que nos interesa determinar en Arquitectura han de
ser Ideas «internas» que sean constitutivas, pero que pueda ser considerado
como estructura esencial de la obra arquitectónica. Sólo así podríamos afirmar
que la Arquitectura implica (esencialmente) Ideas filosóficas. Es obvio que la
Idea que puede estar implicada en la obra arquitectónica, no tendrá por qué es-
tarlo de forma representada («representada» no ya en la «mente» del cons-
tructor, sino en un lenguaje, que estará preparado para comunicar la Idea, en
cuanto Idea docens a los demás), aunque sí de forma inmersa en el ejercicio
mismo de la construcción (como Idea filosófica utens). Pero la presencia utens
de la Idea en el proceso del ejercicio de las operaciones específicamente ar-
quitectónicas no amengua su eficacia, de la misma manera que la presencia
utens de las leyes del silogismo en el «rústico» (como decían los escolásticos)
que razona correctamente, no amengua la eficacia de estas leyes (que el rústi-
co ni siquiera necesita conocer representativamente). Añadiríamos aún: a la
presencia ejercida (utens) de las Ideas filosóficas en Arquitectura puede inclu-
so reconocérsele ya algo de esa condición de «saber (aunque fuera en ejerci-
cio) de segundo grado» que atribuimos a la Filosofía, en general, siempre que
mantengamos la tesis de una Arquitectura re-flexiva, de modo objetivo, es de-
cir, de una construcción arquitectónica que sólo alcanza su estatuto de tal
cuando presupone dadas (en anámnesis), en «primer grado», edificaciones o
fábricas tomadas como modelos.
3. Para determinar las Ideas que puedan aparecer ejercitadas en las institu-
ciones arquitectónicas, no es suficiente referirnos a los fenómenos arquitectó-
nicos (aún a los de la obra entera). En general, será preciso deslindar el plano
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
ontológico desde el cual los fenómenos arquitectónicos puedan ser delimita-
dos. Y el «fondo» o los «planos» en los cuales puedan dibujarse los fenóme-
nos arquitectónicos no es único, ni tendría por qué serlo. Y esto por la senci-
lla razón de que la realidad misma de las «instituciones enteras” (edificios, pa-
lacios, templos, &c.), es decir, su ontología, no es unidimensional. Es una on-
tología cuyo carácter antrópico damos por supuesto: la realidad de las institu-
ciones arquitectónicas, sin perjuicio de su plena objetividad causal, sólo exis-
te por respecto de los sujetos operatorios humanos, sin que con ello queramos
decir que su realidad sea meramente subjetiva o «mental».
Tres planos ontológicos creemos imprescindible distinguir en el momento
de delimitar las dimensiones fenoménicas (definidas en contextos beta opera-
torios) de las instituciones arquitectónicas enteras:
I. Ante todo, el plano ontológico de la obra arquitectónica in fieri, que es
el plano ontológico de la obra durante todo el proceso de su edificación (po-
dríamos hablar aquí de la obra infecta, no terminada).
II. En segundo lugar, el plano ontológico de la obra arquitectónica acaba-
da, in facto esse (podríamos hablar aquí de la obra perfecta; perfecta en tér-
minos arquitectónicos, no ya estéticos).
III. En tercer lugar el plano ontológico de la obra arquitectónico no ya in
fieri, o in facto esse, sino ex post facto, es decir, el plano ontológico en el que
comienza a existir el edificio arruinado, destruido, aunque sin resolverse aún
en sus partes materiales, en sus escombros irreconocibles, sino conservando, a
modo de la «forma cadavérica de los organismos», partes formales o morfo-
logías capaces de identificarlo como una ruina con nombre propio, o al menos,
específico (podríamos hablar aquí de obra relicta).
Conviene advertir que ni el material de la obra arquitectónica, ni su mor-
fología, permanecen invariantes en cada uno de sus planos ontológicos. No es
la misma obra (sus partes fraccionarias, por ejemplo) las que van «evolucio-
nando» a lo largo de los tres planos, porque lo que cambian son las mismas
«instituciones fraccionarias» que constituyen la obra entera. Así, el edificio in-
fecto, el que aparece in fieri, no se caracteriza por no tener todavía institucio-
nes que más tarde deberá adquirir (por ejemplo, el tejado o las escaleras), si-
no más bien por tener instituciones que después deberá perder (las más seña-
ladas, los andamios). Y el edificio derruido –que no descompuesto o desmon-
tado– no es el mismo conjunto de instituciones del edificio entero, sólo que en
disposición dispersa, como cuando descomponemos un puzzle, pues supon-
dremos que una ruina requiere fractura de muchas de las propias instituciones
fraccionarias, tales como arcos, arquitrabes o cúpulas.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
cesariamente, en cuanto contenido cultural, un origen, una función y un tér-
mino.
La obra arquitectónica, en cuanto realidad in fieri (infecta) sólo puede ser
reconocida como tal por la mediación de la Idea ejercida de construcción hu-
mana (la construcción humana es siempre construcción normada).
La obra arquitectónica, en cuanto realidad in facto esse (perfecta), en cuan-
to es adecuada a su función, se nos manifiesta como tal por la mediación de la
idea ejercida de habitación o morada. Según esto toda obra arquitectónica ha-
bría de ser llamada «funcional», porque si incumpliera la función del habitar,
en sus múltiples especificaciones, no podría considerarse como obra arquitec-
tónica. Sólo por sinécdoque podremos reconocer como «funcionalista» algún
estilo arquitectónico determinado; en realidad el concepto de funcionalismo
corriente es perezoso, porque si toda arquitectura es funcional, cabe decir que
el concepto estilístico de funcionalismo no se ha detenido a fijar los paráme-
tros de la función a los que ese estilo arquitectónico va referido.
La obra arquitectónica, en cuanto realidad ex post facto (reliquia), se nos
manifiesta como tal por la mediación de la idea ejercida de arruinamiento o
destrucción, de transformación en ruinas de lo que había sido construido.
Construcción (normativa), habitación y destrucción (en forma de reliquia)
son las tres Ideas filosóficas que tienen que ver con las dimensiones esencia-
les del tiempo histórico, a saber, con el Futuro, con el Presente y con el Preté-
rito, respectivamente, tal como se manifiestan a través de la Arquitectura.
Conviene notar que estos tres momentos esenciales y sucesivos de la obra ar-
quitectónica no tienen un paralelo en Biología: un organismo no se construye,
como un todo, a partir de materiales o partes acumuladas (por los «materialis-
tas»), sino que ya desde el principio es una totalidad orgánica, que procede de
otros organismos (omnis celula ex celula); tampoco el organismo es habitado
por «nadie» (salvo que se consideren habitantes suyos sus orgánulos); más afi-
nidad existe entre el cadáver del organismo y las ruinas del edificio; pero es-
tas afinidades no pertenecen a una secuencia paralela a la misma arquitectura.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
supuestos «cuadriviales») precisamente cuando no se entiende, o se entiende
de un modo confuso y oscuro, el modo desde el cual equiparamos el hacerse
de una casa con el de un nido o un panal, en cuanto acciones que tienen lugar
en un presente operatorio, fenoménico. Pero cuando nos proponemos penetrar
en las diferencias, entonces necesitamos utilizar o ejercitar ideas capaces de
interpretar el fenómeno de fabricación de la casa como un proceso, ya nada tri-
vial, distinto del fenómeno de la fabricación del nido o del panal en un pre-
sente operatorio. Porque la construcción normada supone una prolepsis, y por
tanto, la perspectiva de un futuro in fieri (conformado por la anamnesis obje-
tiva), que cabe identificar con los momentos normativos de la obra haciéndo-
se.
En consecuencia, la Idea que nos permitirá interpretar el fenómeno de la
fabricación de la casa como fenómeno arquitectónico característico de la cul-
tura humana, es la idea de la construcción normada en cuanto contradistinta
de la idea de fabricación. Porque si bien toda construcción es fabricación, en
cambio no toda fabricación es construcción. La terminología no está bien fija-
da; aquí utilizamos el término «construcción» para referirnos a las fabricacio-
nes llevadas a cabo por la conducta beta operatoria de los hombres, y reserva-
mos «fabricación» para referirnos a las conductas muy similares de los ani-
males, conductas que, por cierto, admiten muchas veces ser descritas por el
término «fabricar», pero no por el término «construir». Así, suele decirse que
las aves fabrican sus nidos (nidifican), pero no los construyen (Sic vos non vo-
bis nidificatis aves); las abejas fabrican panales, no los construyen; es cierto
que de las termitas se dice también que construyen sus torres cónicas, provis-
tas a veces incluso de una especie de claraboya de cera que permite el paso de
la luz.
La Idea de construcción humana, por lo demás, no va referida exclusiva-
mente a la construcción arquitectónica; más aún, el término construcción, apli-
cado a la obra arquitectónica, es en castellano un neologismo (lo acusa Que-
vedo en su Aguja de mareantes, en donde «construye» es término nuevo que
sustituye a «edifica»).
La construcción arquitectónica es la edificación, es decir, la construcción
de edificios como unidades arquitectónicas enteras. Pero la idea de construc-
ción es más genérica, de suerte que la edificación es, desde luego, construc-
ción, pero construcción arquitectónica. Construcción, en español, se utilizaba
antes aún que con relación a las piedras o a las vigas, con relación a las pala-
bras: «construcción de la oración», «construcción activa con verbo activo»,
«construcción pasiva». En cualquier caso, la idea de construcción no puede ser
reducida al mero «sombreado» de las secuencias etológicas o psicológicas del
«amontonamiento», sino que requiere imprescindiblemente la referencia a la
obra resultante (que es inexistente, que sólo se da para el constructor en el fu-
turo), y que ejerce el papel de telos o causa final. Por ello, la construcción ar-
quitectónica es una secuencia de operaciones teleológicas, es decir, de opera-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
ciones que están subordinadas a una «estrategia» orientada hacia la obra final,
futura.
La tradición espiritualista presumía que ese fin o telos se configuraba «en
la mente» de los constructores (la sentencia escolástica decía: «el fin es el pri-
mero en la intención, el último en la ejecución»). El mismo Marx, en su céle-
bre comparación entre el arquitecto (o el albañil, otras veces) y la abeja, for-
mula la diferencia, aunque en lenguaje mentalista: la abeja no se representa el
panal antes de fabricarlo; el arquitecto se representa mentalmente la casa an-
tes de construirla. Sin embargo, desde coordenadas materialistas, y antimenta-
listas, no podemos admitir que una «mente» emane de su misma sustancia, tras
penetrar en el futuro, un fin que ulteriormente decidirá ejecutar. Esto equival-
dría a atribuir a esa mente algo así como una especie de «capacidad perfora-
dora» del tiempo presente hacia el futuro, una especie de ciencia divina, que
nos determinase una figura que, existiendo en el futuro, quisiera ser traída al
presente.
Obviamente no se trata de impugnar el criterio diferencial propuesto por
Marx, que es un criterio puramente fáctico (en su sentido más grosero: las abe-
jas no tienen planos antes de construir el panal). Se trata de interpretar las co-
sas de otro modo. En otras ocasiones hemos sugerido que ese fin que el arqui-
tecto se representa como modelo o guía de sus operaciones constructoras, no
es tanto la representación de una figura futura, sino la de alguna figura preté-
rita o ya dada. Sencillamente, para el caso del arquitecto, lo que lo diferencia
de la abeja es que esta no dibuja planos del panal antes de fabricarlo, pero el
arquitecto dibuja los planos, en muy diversos grado de precisión: esquemas,
croquis, rasguños, trazas, maquetas... Y, lo más significativo, desde un punto
de vista filosófico: estos planos, los planos del Escorial, por ejemplo, utiliza-
dos por Bergamasco o Herrera, no representan al futuro (el Escorial futuro,
que aún no existía), sino a otros edificios, palacios, templos, pretéritos. Lo que
puede resumirse en la fórmula: «la prólepsis es una anámnesis».
Las abejas, y esto es de evidencia empírica, no utilizan planos, ni esque-
mas, ni croquis, ni rasguños, ni trazas, ni maquetas. ¿Será porque, al menos,
se representan mentalmente de algún modo el panal? Así lo creían, siguiendo
una línea opuesta a la que Marx siguió, algunos naturalistas del siglo XIX, co-
mo Luis Büchner (La vida psíquica de los animales, Madrid 1881), o algunos
en el siglo XX como W. H. Thorpe (Learning and Instinct in Animals, Londres
1956): «...los individuos [insectos, aves, &c.] podrían tener conocimiento de
la estructura global que iban a producir y, por tanto, poseer una forma de inte-
ligencia individual.”Según esta hipótesis, la complejidad de tales arquitecturas
habría tenido su origen en la capacidad de los individuos para centralizar y tra-
tar la información y, por consiguiente, para decidir unas acciones a efectuar,
siempre a través de su propia «representación” (puede verse el artículo de Guy
Theraulaz y col., «Insectos arquitectos, ¿nidos grabados en la cabeza?», Mun-
do Científico, nº 196, 1998).
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
Las investigaciones etológicas más recientes huyen de cualquier plantea-
miento mentalista y se proponen explicar cómo, al margen de cualquier «pla-
no mental» previo, los insectos producen sus obras no individualmente, sino
mediante una cooperación descentralizada de unidades autónomas (es decir,
mediante una cooperación no planificada por una jerarquía). Los procedi-
mientos mediante los cuales tendría lugar la fabricación son diversos. Los más
importantes serían los dos siguientes:
a) El procedimiento basado en las plantillas, propio de las termitas para fa-
bricar la cámara real: la reina emite feromonas y en la esfera que ellas confi-
guran se suscitan los desplazamientos de las que están más cerca. La «planti-
lla», en todo caso, se encontraría ante en la topografía del entorno, según los
grados de humedad y de temperatura, objetos de medición por los etólogos,
que en el cerebro (o en la «mente») de las termitas.
b) El procedimiento de la estigmergia (propuesto ya por P. P. Grassé en
1950), mediante el cual un insecto es guiado por los resultados de acciones an-
teriores; una suerte de autoensamblamiento o autocatálisis que puede hoy ser
reproducido por ordenador a fin de analizar paso a paso el proceso de esa ló-
gica «estigmérgica» hacia la obra final.
La construcción humana, en general, y la edificación o construcción edifi-
catoria en particular, procede mediante planos previos que guían los procesos
de fabricación o construcción sucesiva de las partes; planos previos que, a su
vez, se conforman a partir de obras anteriores, que a veces moldean al arqui-
tecto sin necesidad de planos intermedios; según esto no habría ningún incon-
veniente, en principio, de recuperar la tesis de Demócrito acerca de los oríge-
nes de la Arquitectura como mímesis de las obras de los insectos. Porque una
cosa es que las obras de los insectos sean resultado de una lógica estigmérgi-
ca, que actúa sin previa representación del final, y otra cosa es que esa obra fi-
nal pueda incorporarse a los bosquejos o planos de una actividad constructo-
ra.
Según esto la diferencia constitutiva entre la fabricación de una torre por
las termitas y la construcción de un edificio por los hombres, no estribaría tan-
to en la ausencia de planos o en su presencia. Esta diferencia es real, pero se
mantiene antes en el terreno de las diferencias distintivas que en el de las di-
ferencias constitutivas, debido a que tales diferencias son derivadas y no pri-
mitivas. La diferencia estriba en que la fabricación de torres por las termitas
está guiada por una lógica estigmérgica que procede de las partes «molecula-
res» y, componiéndolas, y sin previa prólepsis del todo, alcanza una totalidad
como resultante determinada por la interacción misma de las partes acumula-
das; mientras que la construcción de un edificio está guiada por la lógica ar-
quitectónica, que procede a partir de la visión global de un todo (que acaso fue
un resultado de una lógica estigmérgica), y continúa, tras fragmentar (o anali-
zar) el todo, componiendo las partes formales de ese todo. Y de aquí deriva
otra diferencia fundamental entre la sucesión en el tiempo de las obras anima-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
les y la sucesión en el tiempo de las obras arquitectónicas. Aquellas carecen de
historia, no porque no haya variación en ellas, y variaciones según líneas de-
terminadas (por ejemplo, ortogenéticas), sino porque la morfología de cada
una de esas obras no influye en las sucesivas (la causa de las variaciones ha-
brá que ponerlas en la evolución de los «actos moleculares» de la fabricación).
En cambio, las obras arquitectónicas se sucederán según cursos en los cuales
la variación de las morfologías de las obras están en gran medida determina-
das por las obras ya existentes que actúan como modelos globales. En efecto,
estas obras habrán de ser analizadas o fragmentadas (si no, no habría cons-
trucción) en partes formales, cuyas morfologías ya podrán ser absolutamente
nuevas. Por ello, la construcción puede recombinar estas partes formales y, de
este modo, en cada obra arquitectónica podrán apreciarse las «huellas» de las
morfologías totales o parciales precedentes. Pero esto es justamente lo que lla-
mamos «historia de la arquitectura». Las obras arquitectónicas siguen un cur-
so esencialmente histórico, y las grandes revoluciones arquitectónicas proce-
den del análisis, demolición y reconstrucción de morfologías pretéritas. Sobre
todo, de las morfologías clásicas, que son precisamente aquellas que más imi-
taciones han tenido.
En cualquier caso, los planos que guían la construcción edificatoria no tie-
nen por qué ser una imitación puntual de obras precedentes. Antes al contra-
rio, los planos formados sobre esas obras, y dado el carácter necesariamente
analítico de los planos (como hemos dicho, la obra prototipo habrá de ser des-
compuesta en sectores, líneas, &c., para poder ser «imitada»), contiene la po-
sibilidad de variaciones y reajustes. Y esto obliga a admitir, en el proceso de
transformación de la anamnesis en prólepsis arquitectónicas, una fase de «de-
molición intencional» de la obra prototipo en sus partes formales, lo que nos
abre la posibilidad de un proceso de «evolución diamórfica», mantenida en la
más estricta inmanencia arquitectónica, precisamente porque las partes forma-
les obtenidas de las obras que ejercieron la función de prototipo pueden dar lu-
gar a figuras absolutamente nuevas, como hemos dicho.
Concluimos: el fenómeno de la obra arquitectónica in fieri, como fenóme-
no beta operatorio de edificación, en tanto sólo alcanza su sentido en función
de una prolepsis arquitectónica, solamente puede ser interpretado como tal fe-
nómeno arquitectónico cuando sea entendido desde la Idea de Construcción
normada, con la dialéctica que esta Idea envuelve, según hemos dicho. El fe-
nómeno de la edificación in fieri se hace trivial precisamente en el momento en
el que se pone entre paréntesis su estructura dialéctica, y se atiene a la condi-
ción de mero sombreado de la sucesividad de las «operaciones parciales fabri-
cadoras», pero pasando por alto la asombrosa circunstancia de que la obra ar-
quitectónica en construcción sólo está en construcción cuando se da por su-
puesto de algún modo que la obra ya está acabada (a la manera como el descu-
brimiento, en el terreno científico, sólo tiene lugar cuando se supone que ya es-
tá justificado).
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
En consecuencia, podemos establecer que el fenómeno de la obra arqui-
tectónica in fieri sólo comienza a alcanzar significado arquitectónico cuando
se le interpreta desde la idea de construcción; una idea filosófica que, sin de-
jar de ser esencial para la obra arquitectónica, rebasa, como hemos dicho, a la
edificación, dada su aplicación en otras categorías tan distintas como pueda
serlo el discurso gramatical («construcción de la oración») o la actividad polí-
tica («construcción de la sociedad democrática»).
6. La obra arquitectónica, considerada in facto esse (una vez que las opera-
ciones que hemos adscrito al género de la construcción han culminado en la
obra perfecta) se nos ofrece como un fenómeno cotidiano, el de los edificios
que vemos al recorrer las calles de la ciudad, aunque no exclusivamente ellos.
Un fenómeno que abre un nuevo campo operatorio, un nuevo género de opera-
ciones arquitectónicas (es decir, de operaciones que sólo pueden realizarse en
función de la obra arquitectónica) que ya no pertenecerán al género de las ope-
raciones constructivas, sino al género de las operaciones de utilización, uso o
disfrute de la obra construida: un género de operaciones que se acogen muy
bien al significado del verbo habitar. Si la obra arquitectónica in fieri sólo al-
canzaba su condición de fenómeno arquitectónico desde la idea de construc-
ción, la obra arquitectónica in facto esse, sólo alcanzará su condición de fenó-
meno arquitectónico desde la idea de la habitación, con los dos sentidos pro-
pios que este término tiene en español: el acto u operación de habitar, y el lo-
cal en el que el acto de habitar se ejercita.
Es cierto que el verbo habitar tiene una acepción vulgar, paralela a la que
en su terreno tenía la acepción vulgar del verbo construir; una vulgaridad
que haríamos consistir, precisamente, en el carácter genérico que, tanto el
verbo construir como el verbo habitar, asumen cuando se aplican no sólo a
obras arquitectónicas humanas, sino a obras de los animales (no sólo habla-
mos de hombres que habitan en sus casas, sino también de zorros que habi-
tan en sus guaridas, o incluso de gusanos que habitan en sus capullos). Es se-
gún esto la perspectiva genérica la que reduce las ideas de construir o de ha-
bitar a la condición de conceptos etológicos, animales o humanos; para re-
cuperar la condición de ideas de estos términos se hace preciso profundizar
en los significados que ellos tienen cuando se los circunscribe al campo de
la cultura humana. Y entre las dificultades para lograr una profundización
semejante, hay que citar, desde luego, la carencia de términos precisos en el
vocabulario ordinario. Se hace necesario, por ello, estipular para los térmi-
nos que se elijan, los conceptos que vamos a utilizar a través de ellos. Esta
estipulación tiene mucho de convencional, pero en ningún caso habría que
confundir el convencionalismo de las denominaciones con una supuesta ar-
bitrariedad de los propios conceptos designados estipulativamente por estos
nombres. En el caso de la construcción elegimos el término fabricación pa-
ra referirnos no sólo a los procesos de construcción arquitectónica (o gra-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
matical, o política) sino también a la fabricación de telas de araña o de to-
rres de termitas.
En el caso de la habitación elegiremos el término de refugio (en su caso, el
verbo refugiarse) para referirnos a la ocupación por un animal no humano de
algún recinto, cubículo o envoltura delimitada por fronteras, membranosas o
sólidas, en el que pueda transcurrir su vida de modo transitorio (el mar, por
ejemplo, no será un recinto en el que se refugian los peces: es su medio, y su
refugio son los agujeros rocosos, el fango, &c.). Evitaremos, en lo posible, ex-
presiones análogas a las que nos presentan al gusano «habitando» su capullo,
pues sólo los hombres habitarían sus casas, sus habitaciones. Una habitación
es un refugio, pero un refugio no es por sí mismo una habitación.
Y, en cualquier caso, dada la estructura gregaria (de banda) de los sujetos
humanos, tendríamos que comenzar refiriendo originariamente la habitación
(y el habitar) a los grupos humanos (a las bandas, a las familias): habitar es co-
habitar, originariamente. Las habitaciones arquitectónicas estarían, según es-
to, construidas originariamente en función de grupos o de familias; sólo más
tarde aparecerán habitaciones individuales, como subdivisiones (o celdas) del
edificio común o convento; habitaciones que más tarde podrán segregarse, en
la forma de cubículos, eremitorios o «monasterios» (que, por cierto, podrán
volver de nuevo a reunirse).
¿Qué es, por tanto, habitar como operación arquitectónica característica,
en cuanto contradistinta del refugiarse? ¿Qué contiene la idea de habitación en
su sentido arquitectónico, en cuanto contradistinto del concepto de cápsula, es-
tuche o recinto, en el que un animal puede refugiarse?
Esta cuestión nos obliga, en rigor, a enfrentarnos con la esencia misma de
la obra arquitectónica y, más precisamente, con la cuestión del núcleo de esta
esencia. Damos por supuesta la concepción dialéctica de la esencia como es-
tructura que se desarrolla a partir de un núcleo formando un cuerpo fenomé-
nico, como consecuencia de la interacción del núcleo con su entorno. La for-
mación de ese cuerpo sigue un curso más o menos determinado (en nuestro ca-
so, una historia), a lo largo del cual el núcleo puede llegar a destruirse o a
transformarse en otra estructura.
En nuestro análisis hemos partido del fenómeno de la construcción in fie-
ri, o, como podríamos decir también, hemos partido de la consideración del
cuerpo fenoménico de la obra arquitectónica. Es ahora el momento de ocu-
parnos de la obra in facto esse, cuando tenemos que enfrentarnos con la cues-
tión del núcleo. Y este núcleo se nos manifiesta a partir de las operaciones del
habitar: el núcleo esencial operatorio de la obra arquitectónica, tal es la tesis
que defendemos, es la habitación; lo que no puede hacernos olvidar que el nú-
cleo no es la esencia, porque la esencia sólo existe realmente en el cuerpo de
la obra arquitectónica, del fenómeno.
La operación de habitar, en cuanto operación que tiene lugar necesaria-
mente en el presente, implica esencialmente la operación de «entrar en el in-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
terior» del edificio arquitectónico acabado, así como las operaciones de salir
de este edificio hacia el exterior. Pero de tal modo que la correlatividad de es-
tas operaciones sea tal que pueda decirse que, desde fuera (desde el exterior),
nos disponemos a entrar en el interior (representándonos por tanto, aunque sea
de un modo indeterminado, el interior desde el exterior), así como también he-
mos de poder decir que (desde el interior) nos disponemos a salir, porque nos
representamos el exterior desde el interior.
Esta correlatividad de relaciones entre el exterior y el interior del edificio,
que está implicada en las operaciones de entrar y salir, caracteriza a la idea
del habitar y de la habitación (respecto del refugiarse o del refugio de los ani-
males). El refugio del animal (cubículo, capullo) tendrá también un interior y
un exterior, pero sólo desde la perspectiva etic del etólogo. Desde la perspec-
tiva emic operatoria del animal no cabría atribuirle sin antropomorfismo, la
presencia del interior desde el exterior ni menos aún recíprocamente (un topo,
refugiado en una cámara excavada veinte metros bajo el suelo, no se repre-
senta el exterior de la misma; ni siquiera esa cámara tiene un exterior, salvo
que se considere como tal el continente en el que la cámara está excavada).
La prueba positiva que cabe aportar para establecer la diferencia entre una
habitación (arquitectónica) y un refugio (zoológico) como algo más que una
diferencia puramente abstracta o ideal, es la «institución» de la puerta. La
puerta de una casa es precisamente la expresión misma de la correlación entre
el interior y el exterior del edificio. Cuando abro la puerta, desde el exterior de
la casa, es porque me represento ejercitativamente, desde ese exterior, un in-
terior; cuando la cierro, desde el interior, es para dejar fuera el exterior que me
rodea. Y lo mismo al abrir la puerta desde el exterior, es decir, al representar-
me un interior en el que puedo entrar.
Pero ni los cubículos, ni los capullos ni las cuevas ni los nidos tienen puer-
tas. lo que nos hace concluir que las representaciones del interior y del exte-
rior, de sus paralelos, en el animal, han de ser muy diferentes a la de sus co-
rrespondientes en el hombre (el animal se sumerge, ingresa o surge de su re-
fugio, mejor que entra o sale de su habitación). Por lo demás es evidente que
las gradaciones entre las correlaciones del interior y el exterior han de ser muy
numerosas; pero aquí nos interesan sobre todo las que estén suficientemente
distanciadas. Esta distanciación tiene que ver, sin duda, con el desarrollo del
lenguaje, y de la representación cerebral, es decir, con el desarrollo de los
«mapas cerebrales».
En general, cabría decir que los refugios animales mantienen relaciones
paratéticas con los animales que en ellos viven, es decir, tienden a permane-
cer en contacto con el cuerpo del animal (el capullo de seda permanece en con-
tacto con el gusano, el lecho de hojas del chimpancé, base de la cabaña, per-
manece en contacto con su torso o con su vientre). En cambio, la habitación
arquitectónica, es decir, sus muros, mantienen siempre relaciones apotéticas,
en grado diverso, con sus habitantes (el «emparedamiento» sería un caso lí-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
mite, por el que la habitación se convierte en «refugio» en el caso del hom-
bre).
En cualquier caso, la casa, el edificio, es, ante todo, desde la perspectiva
que estamos utilizando, la perspectiva in facto esse, un «bulto» en el que yo
puedo entrar. Es decir, algo definido por la operación inicial del «entrar». Von
Weizsäcker constató perfectamente, desde su perspectiva de neurólogo, el sig-
nificado operatorio esencial del edificio ante los sujetos humanos: «Cuando
percibo una casa no veo una imagen que me entra en el ojo. Al contrario, veo
un sólido en el que puedo entrar.»
Las relaciones entre los sujetos y los cuerpos arquitectónicos son, por tan-
to, inversas de las relaciones entre los sujetos y los cuerpos comestibles. Mien-
tras que el sujeto percibe el cuerpo arquitectónico como algo en el que él pue-
de introducirse, el sujeto percibe el cuerpo comestible como algo que él pue-
de introducir en su propio cuerpo. Sin embargo algunos artistas, como Salva-
dor Dalí, han pretendido valorar las obras arquitectónicas, como las obras de
Gaudí, precisamente por su apariencia de «obras comestibles».
Así pues, desde un punto de vista arquitectónico, que es esencialmente an-
trópico, una construcción sin puertas practicables no sería una habitación, sal-
vo metafóricamente. A lo sumo, si en su interior hay algún hombre o alguna
mujer, sólo podrán existir allí en forma de cadáver. La construcción de refe-
rencia no sería una casa sino una tumba; acaso un cenotafio, una sepultura va-
cía. Por el mismo motivo, las obras de arte, de marquetería, sobre todo si son
nanométricas, que puedan tener un interior y un exterior, no podrán conside-
rarse como obras arquitectónicas, aunque su estructura topológica sea muy si-
milar a la de un edificio. La construcción de un recinto vacío, como un arma-
rio, en el que podamos meter y sacar cosas, pero en el que no podamos entrar
ni salir para habitarlo, no nos lleva a la idea del edificio (aunque los objetos
introducidos o extraídos de ese recinto sean interpretados, por analogía, como
sus «habitantes», y el armario como un habitáculo o bitácora). Tampoco la es-
tructura topológica de la mesa («tablero sobre patas») sirve para definirla,
puesto que esta estructura puede ser análoga a la de un podium o a la de una
tejavana. Lo esencial de la mesa es que su tabla se encuentre a la altura de las
manos del hombre erguido, a fin de que esa tabla puede ejercer las funciones
de un «suelo de las manos»: si la altura de esa tabla se reduce hasta el nivel de
los pies, se convierte en un podio; si se eleva por encima de la cabeza se trans-
forma en un techo.
Así también, de su condición de construcción en la que debe ser posible
entrar o salir (que es lo que hace que la metáfora del «Mundo como casa del
hombre» sea, para quien no es espiritualista, grosera y meramente literaria,
puesto que es imposible entrar en el Mundo o salir de él), podemos deducir la
tridimensionalidad propia de la obra arquitectónica. La tridimensionalidad es
propia de los cuerpos y los define. Carece de sentido la pregunta: ¿por qué los
cuerpos del mundo real tienen tres dimensiones y no dos, cuatro o doce? Las
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
respuestas suelen ser peticiones de principio a semejante pregunta, como la
que dio H. Poincaré: «Vemos a los cuerpos del Mundo exterior con tres di-
mensiones porque el ojo también las tiene.» Pero un cuerpo que no tuviese tres
dimensiones no sería cuerpo, como una figura plana que no tuviera tres ángu-
los no sería triángulo. La pregunta ¿por qué un cuerpo tiene tres dimensiones?
no tendría más alcance que la pregunta ¿por qué un triángulo tiene tres ángu-
los? La obra arquitectónica es tridimensional, porque la obra arquitectónica es
un cuerpo. Y esta característica no es tautológica, sino relevante en el mo-
mento de diferenciar la arquitectura de otras artes tales como la escultura o la
pintura, como más tarde diremos.
La idea de habitación, en cuanto vinculada a las operaciones de entrar y de
salir, en el sentido dicho, implica finalmente, como característica esencial de
la obra arquitectónica, y aún como núcleo suyo, la condición del vacío. Sólo
puedo entrar en un edificio, y salir de él, como de una habitación, si el edifi-
cio está vacío. La obra arquitectónica es una obra tridimensional, es un cuer-
po, como hemos dicho.
Pero esto no es suficiente. Hay que añadir, para expresar el núcleo de la
esencia de la obra arquitectónica, que la obra arquitectónica es un cuerpo va-
cío.
Obviamente no se trata del vacío atmosférico, que, por otra parte, tam-
poco queda excluido. Se trata de un vacío arquitectónico tal que, sin em-
bargo, y paradójicamente, habremos de considerar como el núcleo esencial
de la obra arquitectónica, y aún del finis operis de la misma. Se trata, por
supuesto, de un vacío específico, cuya naturaleza podría quedar desvirtua-
da si nos referimos a él con el término genérico de vacío. Para evitar esta
eventualidad recurrimos al griego, y utilizamos el término kenós (tomado
del adjetivo kenós, e, on, «espacio vacío») sin necesidad de vincularlo a
operaciones de «evacuación de contenidos» (kenoo = evacuación), entre
otras cosas porque el kenós arquitectónico resulta antes que de operaciones
de evacuación (como el vacío barométrico producido en un tubo) de opera-
ciones de construcción, en el sentido dicho. Desde este punto de vista, la
obra arquitectónica, en cuanto obra acabada, no podría ser entendida como
tal más que desde una Idea que desborda ampliamente el fenómeno, puesto
que la idea de esta obra implica esencialmente el kenós, el espacio arqui-
tectónico vacío. La obra arquitectónica, según esto, puede definirse como
un espacio fabricado, construido, edificado, como vacío. Y no tanto, como
hemos dicho, mediante la evacuación de contenidos, sino mediante la fa-
bricación o construcción, por envolvimiento (muros, cubiertas) de un ke-
nós, que descansa por gravitación de su propio cuerpo sobre el suelo, re-
cortado en la superficie de la Tierra.
Tenemos que diferenciar por tanto el kenós (o espacio vacío formal arqui-
tectónico construido) del espacio vacío material (Raum, de los alemanes), en-
tendido como el contenido corpóreo mismo de la obra arquitectónica, consti-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
tuido precisamente ante todo por los muros, cubiertas, &c., es decir, por la
«parte llena» y no por la vacía del edificio, en tanto que esa parte «llena» pue-
de considerarse como un espacio macizo creado por el arte en un espacio va-
cío previo (a la manera como se dice que los sonidos crean en el silencio, un
«espacio sonoro»).
El kenós arquitectónico no es por tanto el «espacio arquitectónico lleno
creado por el arte». Es precisamente el espacio vacío creado por la obra ar-
quitectónica. Una idea que tiende a eclipsarse cuando se habla de edificación,
porque, en general, cuando escuchamos la palabra edificar, nos representamos
el proceso de levantar muros sobre espacios vacíos, disponer cubiertas o teja-
dos sobre superficies abiertas, pero sin referencia explícita y formal al kenós
resultante de las operaciones de edificar o construir; acaso porque ese kenós se
da por supuesto, acaso porque ni siquiera se considera esencial para la edifi-
cación (hablamos también de edificación al referirnos al proceso de construc-
ción de las pirámides faraónicas, en el supuesto de que ellas fueran macizas, y
de que el acceso a las cámaras vacías hubiera sido obstruido; en cuyo caso no
cabría ver a esas cámaras como un kenós, como una habitación, sino como una
tumba).
Podríamos ya formular la tesis fundamental de la filosofía materialista de
la arquitectura que estamos exponiendo, diciendo que la obra arquitectónica se
orienta a la construcción de un interior, en el que sea posible entrar y salir, de
suerte que este interior sea un kenós, un vacío. El kenós arquitectónico, por
tanto, no es solamente el vacío, sino un dintorno vacío, interior, aislado por
tanto del exterior, del entorno, mediante un contorno envolvente, formado por
el suelo, por los muros y por la cubierta.
El vacío tiene mucho que ver, como ya lo vieron los atomistas, con el no
ser (me on); un no ser que afecta no sólo a la negación del plenum físico del
dintorno, sino también a la negación o segregación transitoria de las relacio-
nes e interacciones de quienes viven en el edificio con los demás (incluso con
los vecinos). La arquitectura viene a constituirse así en una suerte de válvula
mediante la cual los sujetos corpóreos, individuales o en grupo, pueden aislar-
se de los demás («encerrándose en el interior de su casa») y pueden por tanto
aislar a los demás, impidiéndoles entrar en su interioridad. La estructura lógi-
ca de esta «válvula arquitectónica» queda muy bien reflejada en la que podrí-
amos llamar «lógica de la puerta», en cuanto sector del muro susceptible de
abrirse o de cerrarse.
En efecto, «abrir la puerta» es una operación R, producto relativo de otras
dos, la operación P (interrumpir la continuidad física de la puerta con el mu-
ro; tradicionalmente consistente en descorrer un cerrojo) por una operación Q
(consistente en separar la hoja del muro). «Abrir la puerta» es así una opera-
ción producto de otras dos: R = P/Q. Pero la operación «cerrar la puerta» R-1
exige comenzar por aproximar la hoja separada al muro (es decir Q-1) para des-
pués establecer la continuidad física con el muro (correr el cerrojo P-1). En
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
símbolos: R-1 = Q-1/P-1. El análisis detallado del curso temporal asimétrico de
esta serie de operaciones, que consideramos esenciales al habitar, dentro del
presente, podría revelarnos muchos aspectos de la dialéctica del kenós, como
interior vacío con el entorno o exterior.
En resolución, la Arquitectura se nos presenta como el arte de construir,
por medio de materiales macizos, de consistencia corpórea y sólida, edificios
vacíos, de contenido incorpóreo, pero no por ello menos material. Y no por-
que, como hemos dicho, el vacío corpóreo del kenós implique vacío baromé-
trico, ni menos aún vacío gravitatorio o electromagnético; sino porque aunque
el kenós lograse un vacío primogenérico total, sin embargo seguiría siendo
material, ya fuera de orden segundogenérico, ya fuera de orden terciogenéri-
co.
Ahora bien, si al kenós arquitectónico se le diera la consistencia propia
de las materialidades segundogenéricas, entonces habría que concluir que la
arquitectura es una mera apariencia. No podría afirmarse entonces, que el
kenós arquitectónico existe realmente, sino únicamente como «apariencia
eleática», producida, por ejemplo, como proyección del espíritu, una entidad
susceptible de ser reducida a la condición de materialidad segundogenérica.
(Para el concepto de «apariencia eleática» véase Televisión, Apariencia y
Verdad, Gedisa, Barcelona 2001). Desde este punto de vista habría que rei-
terar lo que ya hemos dicho acerca del espiritualismo: que es impotente pa-
ra desarrollar una concepción realista de la obra arquitectónica. La interiori-
dad y el vacío, no podrían ser considerados, desde el espiritualismo, como
dimensiones objetivas de la Arquitectura. San Agustín, por ejemplo, al pro-
clamar la vía interioritatis, pretendía regresar hacia la vida espiritual, hacia
la interioridad de la propia alma, que muy poco tenía que ver con la interio-
ridad de la Arquitectura. Acaso, pero por razones místicas, no explicadas,
San Agustín y otros místicos, como San Buenaventura, por ejemplo, cuando
penetran en la interioridad del templo, encuentran una disposición favorable
para «recogerse» en la propia interioridad de su espíritu, en cuyo fondo, co-
mo «templos del espíritu santo», actúa el espíritu divino. Otro agustiniano,
como Descartes, dividirá la realidad en dos mitades: la res extensa y la res
cogitans. Pero la res extensa carece de toda interioridad, es exterioridad pu-
ra, partes extra partes; por ello, venimos concluyendo que el kenós arqui-
tectónico es imposible en el ámbito de la res extensa cartesiana. El único co-
rrelato arquitectónico que cabe reconocer al cartesianismo sería el cuerpo in-
dividual: este sería la «casa del espíritu»; idea que, por otro lado, no sería
otra cosa sino una versión «filosófica» de la idea paulina del cuerpo como
«templo del espíritu santo». El alma, res cogitans, humana del cartesianis-
mo, alma individual, aunque «arrastrando» la idea de Dios, parece vivir en
el interior de un cuerpo, y aún dispone al parecer de un asiento, acaso la si-
lla turca del esfenoides; allí, tras ímprobos esfuerzos de meditación interior,
logra decirse a sí misma: cogito, ergo sum.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
Consideraciones análogas haríamos a propósito de J. P. Sartre, que en este
punto se nos revela como un cartesiano sui generis. Porque en lugar del dua-
lismo cartesiano que distribuye la realidad en dos mitades, res extensa/res co-
gitans, Sartre se acoge a un dualismo no menos metafísico, el que opone el ser
en sí (être en soi) y el ser para sí (être pour soi). Pero el ser en sí es presenta-
do precisamente como una «entidad maciza», cebada de sí misma, el ser por
antonomasia; mientras que el ser para sí se muestra como una fractura, una
grieta, un vacío o agujero, la Nada, que se revela en la conciencia humana a
través de su mala fe. Pero todo esto significa, para nuestro asunto, que la obra
arquitectónica, en lo que tiene de entidad corpórea, no admite la interioridad,
ni el vacío; por consiguiente, en cuanto arquitectura es una mera apariencia.
Interior, vacío, no ser o Nada serán momentos del ser para sí, pero no de la
Arquitectura, en cuanto es un ser en sí.
En resolución, sólo desde el materialismo parece posible ofrecer una inter-
pretación filosófica de la obra arquitectónica en cuanto en ella tiene lugar la
construcción de una interioridad que es al mismo tiempo un vacío, un kenós.
En efecto, desde una perspectiva materialista, podría reconocerse al kenós
o vacío arquitectónico como una realidad objetiva que, aunque incorpórea, es-
ta sin embargo conformada por los cuerpos que la envuelven; una dialéctica
similar a la que se nos muestra en el principio de relatividad de Galileo. Aquí
el reposo resulta de la relación entre movimientos paralelos uniformes; en Ar-
quitectura el kenós, el vacío incorpóreo, se nos muestra como relación tercio-
genérica entre los cuerpos que lo envuelven. Además, este kenós es el que
constituye la interioridad, la posibilidad de penetrar al interior del edificio.
Por tanto, lejos de considerar el interior, o el kenós arquitectónico, como
una proyección del espíritu (o del ser para sí), en los cuerpos (como si el ke-
nós surgiese literalmente de la nada) tendríamos que decir que es el interior ar-
quitectónico y el kenós arquitectónico el que, representado segundogenérica-
mente, dará lugar a las Ideas espirituales de «vida interna», «interioridad» y
«vacío interior». Al menos se reconocerá que parece más viable el paso del ke-
nós arquitectónico (y de la interioridad arquitectónica) hacia el kenós espiri-
tual (o hacia la interioridad espiritual) que el paso recíproco. Y que es la inte-
rioridad espiritual, y aún el vacío espiritual, los que resultan de una determi-
nada disposición de los cuerpos, de esas «grandes masas», de las que nos ha-
blaba Alberti, con las que opera la Arquitectura.
En todo caso, en la Arquitectura habría que poner la clave de la filosofía
espiritualista de tradición agustiniana, cartesiana u sartreana. Verum est fac-
tum.
El kenós arquitectónico es un volumen construido mediante el envolvi-
miento de su dintorno vacío por un contorno sólido envolvente que lo separa
del entorno o exterior. Este contorno sólido de la obra arquitectónica está im-
plantado en el espacio antropológico, porque gravita sobre un suelo terrestre
y fijo, por relación a los suelos de las demás obras arquitectónicas (aún cuan-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
do el movimiento de la Tierra haga variar la posición del suelo en relación con
los planetas y las estrellas fijas; lo que tiene, por cierto, incidencia inmediata
en arquitectura, cuanto a los efectos derivados del ciclo de Cori, por ejemplo).
En cualquier caso, la obra arquitectónica, en cuanto implantada en el es-
pacio antropológico, no puede considerarse simétrica espacialmente, puesto
que ha de considerarse siempre como orientada en función del entorno, tanto
según una orientación horizontal como según una orientación vertical. Las
orientaciones horizontales (orientación al poniente, al mediodía, &c.) son
orientaciones alternativas; pero la orientación vertical es única, la que marca
el vector de la atracción gravitatoria que mantiene al edificio descansando so-
bre el suelo terrestre. La obra arquitectónica, por lo tanto, está orientada en la
dirección abajo arriba (orientación que tiene mucho que ver con la orientación
de los hombres en cuanto primates bipedestados).
La gravitación terrestre preside la integridad de la obra arquitectónica, y
determina en gran medida su morfología; diferencia también un edificio ar-
quitectónico de los «habitáculos espaciales» que están siendo construidos en
nuestros días y de los que tanto se espera para el futuro; pero las habitaciones
espaciales serían antes obras de ingeniería que obras arquitectónicas. Desde la
perspectiva de su orientación vertical, el conjunto de las obras arquitectónicas
de la Tierra forma una totalidad compacta, atributiva, de estructura radiada, si
tenemos en cuenta que los ejes verticales de cada edificio no son paralelos en-
tre sí; son representables por pirámides o conos con el vértice en el centro de
la Tierra, cuya superficie los corta en los límites de superposición con el sue-
lo de cada edificio.
En el entorno hay que incluir, o bien a contenidos no arquitectónicos (bos-
ques, montañas o campos labrados) o bien a contenidos arquitectónicos (en la
ciudad). El contorno no sólo determina la separación táctil del kenós respecto
del entorno (el contorno sólido es impenetrable y no permite la penetración de
cuerpos desde el exterior, salvo que ese contorno sea perforado) sino también
la separación óptica, puesto que el contorno del kenós es en general opaco. La
intimidad arquitectónica está determinada, por tanto, por su contorno sólido
envolvente, impenetrable y opaco. Ya hemos sugerido algo de la dialéctica im-
plícita entre el aislamiento del kenós. Dice aislamiento recíproco entre el inte-
rior y el exterior, pero no simétrico; y que además es un aislamiento de doble
sentido, que se refleja en la estructura del abrir y cerrar una puerta (que ya he-
mos analizado), en cuanto «válvula» situada en el contorno del edificio.
Son muy variadas las modulaciones que admite la dialéctica del kenós, en
cuanto aislamiento recíproco pero no simétrico, entre el interior de un dintor-
no y el exterior de un entorno. El aislamiento pleno, en los dos sentidos, su-
pondría, en el límite, tanto la segregación del kenós respecto del exterior co-
mo la segregación del exterior respecto de un kenós que resultaría impenetra-
ble y opaco. Pero es evidente que caben también situaciones en las cuales a la
segregación del exterior, respecto del interior, no corresponda una segregación
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
del interior respecto del exterior: desde el kenós, con muros o ventanas semi-
transparentes, se mantiene la conexión con el exterior, que sin embargo sigue
interrumpida en sentido inverso. La misma pantalla de televisión doméstica
puede interpretarse como un mecanismo de perforación del contorno de la ca-
sa, mediante la cual su opacidad se sustituye por una semitransparencia, o in-
cluso por una transparencia plena si en el interior del kenós se instala una cá-
mara (hemos desarrollado estas ideas más ampliamente en Televisión, apa-
riencia y verdad, Gedisa, Barcelona 2001, y Telebasura y democracia, Edi-
ciones B, Barcelona 2002).
La dialéctica del aislamiento recíproco del kenós, respecto de su entorno,
se despliega obviamente en otras muchas direcciones que dependen de la na-
turaleza radial o angular del entorno, o de su naturaleza circular. Respecto del
entorno radial-angular, el kenós supone el aislamiento de la «Naturaleza” (el
bosque, los animales). Es el caso de la casa o el templo en el campo, y, en mu-
cha menor medida, la casa o el palacio rodeado de un amplio recinto ajardi-
nado. Bakema habló hace unas décadas de la dialéctica del interior y del exte-
rior de una mansión refiriéndose a las posibilidades de mantener desde el in-
terior el contacto óptico con el exterior ajardinado, o bien mediante la intro-
ducción del exterior (la «Naturaleza») en el interior del recinto doméstico (la
«Cultura»), a través de jardines interiores, impluvios, &c. Esta dialéctica, sin
embargo, está dada más en función de la oposición Cultura/Naturaleza, que
presidió las décadas de la moda estructuralista, que en función de la oposición
Dintorno/Entorno estrictamente arquitectónica. En todo caso, si cabe hablar de
dialéctica arquitectónica, en un sentido más fuerte que el de la mera «correla-
ción de partes», es en la medida en que la oposición entre el dentro y el fuera
de la que se parte resulte de algún modo negada.
Más interesantes son, por tanto, los modelos de la dialéctica arquitectóni-
ca que se despliegan en el eje circular del espacio antropológico. Estas modu-
laciones pueden tener lugar, ante todo, por la acumulación, en las ciudades, de
unidades arquitectónicas «enteras». Y esto de dos modos. El primero por acu-
mulación contigua, por medianiles: a fin de cuentas, y puesto que las paredes
no son cintas de Moebius, el paramento interno de una pared puede formar
parte de un kenós distante del kenós contiguo del que forma parte el paramen-
to opuesto de la misma pared. El segundo modo, por acumulación discreta de
edificios. También hay que constatar las modulaciones de la dialéctica arqui-
tectónica basadas en la división de los edificios, como unidades enteras, en
unidades fraccionarias (por plantas, apartamentos o pisos, e incluso a veces,
dentro de ellos, habitaciones, celdas o cubículos, con puertas que multiplican
el número de los interiores vacíos). En cualquier caso, el aislamiento entre es-
tos kenoi urbanos, o incluso entre los kenoi construidos mediante «división»
en plantas en cada edificio, las cuales, salvo la primera, ya no descansan di-
rectamente en el suelo terrestre, sino en otras plantas, puede ser aún mayor que
el aislamiento entre los edificios inter-urbanos (entre los edificios de diferen-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
tes ciudades). «Está una pared de otra más distante que Valladolid de Gante»,
se decía en la España del siglo XVI. (Sin duda las dos «paredes» aludidas del
texto citado se refieren a los paramentos del mismo tabique que separaba dos
viviendas vecinas contiguas).
No podemos entrar aquí, por razones de espacio, en el análisis de las rela-
ciones entre los kenoi domésticos, o de vecindad, o interurbanos; en la estra-
tificación de estos kenoi, en su escala (kenós construidos a escala individual,
a escala familiar nuclear, a escala de familia troncal, de gran familia, de gru-
po, cuarteles, conventos...). Mención especial merecen los llamados edificios
públicos (teatros, templos, bancos, plazas de toros...) en los cuales la transpa-
rencia de su contorno puede ser máxima y su intimidad, en el eje circular, mí-
nima (por cuanto su contorno puede ser traspasado por un número muy gran-
de de individuos anónimos). Sin embargo la estructura del kenós permanece
presente en los mismos edificios públicos, aunque sólo sea en algunos recin-
tos privados de su interior, reservados a los despachos, residencias o sancta
sanctorum.
Desde una perspectiva antropológica general, la arquitectura nos permite
penetrar en una estructuración peculiar del espacio antropológico, que pasa
desapercibida desde otros puntos de vista, y en virtud de la cual y en el cur-
so de su desarrollo histórico, este espacio ha ido organizándose en conjuntos
arquitectónicos de cardinal muy variable, desde la alquería con un único edi-
ficio a la aldea con diez o doce edificios de una planta; desde la villa y la ciu-
dad con diez mil a cien mil edificios, hasta la megalópolis, con más de un mi-
llón de edificios. Desde el punto de vista del espacio antropológico la estruc-
tura arquitectónica global se asemeja, como ya hemos dicho, vista desde el
eje radial, a la que corresponde a un conjunto de conos o pirámides que tie-
nen su vértice en el centro de la tierra y que al cortar a su perímetro forman
el suelo primero de cada edificio, cuyo kenós se termina en la cubierta, aun-
que podría continuar hasta el cielo (muchas veces al techo interior del edifi-
cio, sobre todo cuando toma la forma de una cúpula, pretende reproducir en
el interior el cielo estrellado). Estos millones de conos o pirámides, cuyos
vértices arrancan del centro de una Tierra que está rotando y girando incan-
sablemente sobre sí misma y alrededor del Sol, alojan a los millones de ke-
noi, viviendas, en las cuales habita el Género humano (a partir de la revolu-
ción urbana).
Son estas construcciones arquitectónicas las que han configurado a los ciu-
dadanos como individuos, tanto como al revés. Y si los ciudadanos conviven
en la plaza pública, en las calles o en los edificios públicos es porque inte-
rrumpen diariamente la convivencia para acogerse a la privacidad de su vida
interior, que no es otra sino la interioridad vacía del alvéolo constituido por su
kenós arquitectónico. Millones y millones de estos alvéolos arquitectónicos
están siendo sin embargo perforados a partir de los últimos sesenta años, y de
un modo progresivo, por la televisión.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
7. Dos palabras nada más sobre la obra arquitectónica considerada ex post
facto, a saber, en cuanto obra destruida y relicta, pero no hasta sus escombros
moleculares (en los cuales, como hemos dicho, las morfologías arquitectóni-
cas fraccionarias, las partes formales del todo han desaparecido reducidas a
partes materiales). Las ruinas son a la obra arquitectónica arruinada, como ya
hemos dicho, lo que el cadáver al organismo viviente.
La obra arquitectónica derruida, o reducida a ruinas, es lo que queda de la
obra perfecta en cuanto obra arquitectónica: es una reliquia y, por tanto, una
realidad histórica. Porque, existiendo en el presente, sólo alcanza su significa-
do cuando, a partir de ella podemos reconstruir intencionalmente la obra pre-
térita, pero sin «destruir» a su vez las propias ruinas (ahora, por una recons-
trucción que borrase las morfologías de las ruinas en cuanto tales). La recons-
trucción es, en rigor, la construcción consolidada de las ruinas. Sin ruinas la
arquitectura, como proceso esencialmente histórico, sería imposible.
Por ello, la importancia arquitectónica de este tercer momento de la se-
cuencia arquitectónica no puede deducirse de Ideas generales, bien asentadas,
sin duda, por la filosofía mundana literaria, tales como la que se expresa en la
fórmula de Panecio: «Todo lo que comienza acaba». Es necesario referirse a
ideas específicamente arquitectónicas y, en especial, a la misma idea de la
construcción normativa. Porque implica prólepsis promovidas por anamnesis
basadas a su vez en el análisis de obras pretéritas; por tanto, de la considera-
ción de las obras descompuestas y no sólo conceptualmente, sino realmente,
es decir, de las obras arruinadas, de las ruinas. Las ruinas son el tercer mo-
mento de la secuencia que nos lleva a la raíz de la obra arquitectónica, en
cuanto obra histórica.
Por ello las ruinas arquitectónicas han de mantenerse intactas como tales
ruinas. Pero el proceso de reconstrucción-transformación intencional de las
ruinas es el mismo proceso de construcción de la obra arquitectónica.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
futuro), de lo que está in facto esse (el presente) y de lo que sigue siendo ex post
facto (el pasado arquitectónico expresado en las ruinas).
Por lo demás, los términos de esta secuencia y la secuencia misma, sobre
todo en el par que la inicia (construir y habitar) está ya «institucionalizada» en
la pragmática ordinaria más prosaica de los maestros de obra: si se construye
un edificio es para habitarlo. Lo que ocurre es que una secuencia de dos tér-
minos resulta siempre incompleta, porque su cierre equivale a un círculo vi-
cioso (se construye para habitar, y se habita porque se ha construido). Para
romper este círculo es necesario por lo menos un tercer término: tria faciunt
collegia.
Y este tercer término es el que permitirá medir el grado de concatenación
circular de las ideas representadas en la secuencia mediante las cuales conce-
bimos filosóficamente a la obra arquitectónica. Es evidente que sólo si el ter-
cer término es arquitectónico, podríamos hablar de una concatenación circu-
lar, que además no sea viciosa. Si este tercer término fuera extraarquitectóni-
co (por ejemplo, porque introduce a los dioses ctónicos –los del suelo, el no-
mos de la Tierra– o a los dioses del cielo, los del techo celeste) el círculo no
sería vicioso, pero debido simplemente a que ni siquiera sería un círculo ar-
quitectónico.
Si las ideas de esta secuencia (y su secuencia misma), u otras parecidas,
son constitutivas de la obra arquitectónica en cuanto tal, habrá que concluir
que quien ante un edificio, o ante sus ruinas, no utiliza estas ideas, sólo podrá
ver en el edificio o en sus ruinas amontonamientos de piedras, guaridas o es-
combros, sin duda útiles desde el punto de vista pragmático; pero no verá al-
go muy distinto de lo que podría percibir un perro o un chimpancé.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
trascendental, o incluso la misma génesis operatoria de tal idea.
Las ideas que pueden aparecérsenos desde los «sillares concatenados»,
desde los fenómenos que constituyen el cuerpo de la obra arquitectónica, es
decir, aquellas ideas que pueden ser «evocadas a partir de los sillares» o ser-
nos sugeridas, en cuanto sujetos psicológicos, por ellos, forman un conjunto
indefinido cuya extensión depende, en gran medida, de la capacidad asocia-
tiva o evocadora de los sujetos psicológicos que contemplan la obra arqui-
tectónica. Aquí queremos atenernos a aquellas Ideas que estén efectivamen-
te inmersas en los sillares de referencia, y no precisamente aquellas que
«evocamos» o «asociamos» en virtud de meros mecanismos subjetivos.
Ahora bien. No todas las ideas que puedan considerarse como inmersas en
las propias piedras o sillares concatenados, incluso aquellas que con más evi-
dencia se nos muestran conformando la morfología de las piedras y sillares ar-
quitectónicos, son por ello ideas (filosóficas) que deban ser consideradas co-
mo arquitectónicas por esencia ellas mismas. Podrán estar inmersas en tal obra
arquitectónica, pero o bien de un modo accidental, o bien de un modo adven-
ticio, y no siempre necesario a la obra arquitectónica en cuanto tal. No porque
las morfologías inmersas en el edificio sean fenoménicas y no esenciales han
de dejar de ser internas al cuerpo de la obra. La esencia sólo existe en el fe-
nómeno, si bien este fenómeno, en arquitectura, se manifiesta en «rostros» ex-
teriores bien diferenciados, como pudiera serlo la fachada del edificio.
Esto nos obliga a distinguir críticamente en nuestros análisis las ideas que
efectivamente están inmersas en la misma esencia de la obra de aquellas otras
ideas que, aunque inmersas en la obra, y aún siendo conformadoras de su mor-
fología, han de ser disociadas de la obra misma como adventicias a su esencia
arquitectónica o como meramente genéricas.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
Es evidente que únicamente podremos hablar de ideas adventicias inmer-
sas (en las morfologías mismas de la obra arquitectónica) cuando disponga-
mos de un criterio que nos permita distinguir esas ideas inmersas, pero ad-
venticias, de las ideas esenciales que constituyen a la obra arquitectónica. Po-
drá renunciarse a todo criterio esencialista, y aún aborrecerlo, en nombre de un
sano escepticismo dispuesto a suspender cualquier juicio artístico sobre la
obra arquitectónica. Es decir, podrá considerarse absurdo, y aún peligroso, pa-
ra la libertad del arquitecto, cualquier intento de crítica catártica. Pero enton-
ces quedaríamos fuera del planteamiento propuesto, que no es otro sino el aná-
lisis de las condiciones que puedan dar algún sentido preciso a una crítica ca-
tártica de las ideologías adventicias inmersas, de hecho, en las morfologías ar-
quitectónicas.
La catarsis, cuyas posibilidades y alcance habrá que analizar, no se refiere
propiamente a las morfologías que ya están dadas, sino a las ideas asociadas
de modo «coyuntural» a ellas. No es una catarsis que se proponga como fin
propio la «demolición crítica», mediante la piqueta o la carga de dinamita de
la obra arquitectónica. A los sumo se propone reinterpretar, desde otros crite-
rios, las morfologías sometidas a crítica y medir su alcance, e incluso desa-
consejar o, simplemente, no aplaudir la construcción de nuevos edificios que
se apoyen únicamente en esas ideas adventicias, invocadas en nombre de la ar-
quitectura.
El criterio desde el cual defendemos la pertinencia de una crítica catártica
de las obras arquitectónicas no podría ser otro sino el de la idea que hemos
considerado como nuclear a toda edificación: la idea del kenós arquitectónico.
Es decir, la Idea del «interior vacío» construido sobre un suelo, por medio de
una envoltura sólida que gravita sobre él, y confiere a la obra arquitectónica el
sentido vectorial que está determinado por la misma gravitación terrestre.
Ahora bien, el kenós, tal como lo hemos presentado, es, desde luego, una
construcción cultural de naturaleza genuinamente antrópica. En consecuencia,
la obra arquitectónica no es una obra de imitación, por mucho que pueda dar-
se por sobreentendido que la arquitectura es obra de imitación y que única-
mente cuando los modelos imitados están firmemente establecidos, cabrá pro-
ceder con seguridad en la construcción de las obras arquitectónicas.
En la tradición helénica los modelos de las artes de imitación eran, desde
luego, modelos que se decían ofrecidos por la Naturaleza. Y la Naturaleza se
daba a través de tres órdenes que ponemos en correspondencia con los tres ejes
del espacio antropológico: el eje radial, el eje angular y el eje circular.
A) Los modelos naturales, en sentido radial, de la arquitectura, han sido
muy frecuentes. Huyendo de la prolijidad citaremos de pasada la doctrina ar-
quitectónica, de inspiración roussoniana, de Marc Antoine Laugier (Essai sur
l’Architecture, 1755), que pretendió «demostrar racionalmente» los orígenes
naturales del templo griego. La arquitectura arquitrabada, sin muros, habría
surgido en el bosque, cuando sobre cuatro árboles vivos desempeñando el pa-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
pel de columnas o pies derechos, hubieran caído unas ramas, prefigurando las
vigas, y sobre estas unos troncos habrían formado la cubierta a dos aguas, de-
limitando a su vez el frontón. Esta sería la cabaña natural primitiva que ulte-
riormente admitiría muros, por motivos prácticos, pero en condiciones muy
restrictivas. La estructura arquitectónica primordial de Laugier tenía un fuer-
te compromiso normativo y, por tanto, crítico, principalmente respecto de la
arquitectura barroca.
Podríamos reconocer que el modelo de Laugier –enteramente al margen de
lo que hemos considerado como núcleo de la obra arquitectónica, el kenós–
tiene una gran virtualidad normativa y crítica. Él es capaz, si no ya de instau-
rar un modelo arquitectónico nuevo (a fin de cuentas el templo griego existía
muchos siglos antes de las especulaciones del padre jesuita), sí de exaltarlo co-
mo canon y colaborar a que se dejasen de lado otros modelos. Pero desde la
teoría del kenós, como núcleo de la obra arquitectónica, tendremos que consi-
derar a la teoría de la arquitectura de Laugier como efecto de una desorienta-
ción casi total respecto de los caminos que son necesarios para alcanzar la
esencia de la obra arquitectónica; una desorientación que le llevó a considerar
a la arquitectura barroca como pseudoarquitectura, y a los muros del templo
clásico como adventicios. Una teoría ingenua, porque contiene una flagrante
petición de principio, que el autor ni siquiera advirtió: la «cabaña primitiva»
tiene forma de templo griego, porque Laugier calculó dispuestas sus columnas
y sus vigas, cubiertas y frontones, inspirándose en el propio templo griego cu-
yo origen pretendía explicar.
Otra teoría naturalista, ahora ya no del templo griego, sino de la catedral
gótica, es la que la relaciona con el bosque, como lo hace L. Mumford en su
libro Técnica y civilización (Alianza, Madrid 1971, pág. 137). La teoría su-
braya que los pilares góticos, en la época más tardía, se parecen a troncos de
árboles entrelazados; la luz filtrada dentro de la iglesia produce una penumbra
similar a la del bosque, mientras que el efecto del cristal brillante evocaría el
cielo azul o la puesta de sol vistos a través de las ramas.
Aún dando por buena esta teoría de la catedral gótica (que tendría que con-
trastarse con las teorías del origen urbano, como la de Focillon) no por ello po-
dríamos considerarla como una teoría de la arquitectura en general. No podrí-
amos pasar de la teoría de la arquitectura gótica a la teoría de la arquitectura
en general; en cambio será posible pasar de la teoría general a una especifica-
ción suya producida por la modulación que el bosque pudiera haber determi-
nado en el núcleo esencial genérico presupuesto.
Otro tanto habría que decir de algunas sugerencias de psicoanalistas pro-
poniendo la relación entre cuevas prehistóricas, enterramientos en tinajas (en
postura fetal) y claustro materno. Una relación que se haría presente a todos
los mortales que han experimentado el llamado «trauma del nacimiento». La
cueva será aducida como el modelo natural de un espacio envolvente y pro-
tector, es decir, como un modelo del edificio arquitectónico. Los edificios ar-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
quitectónicos, y en particular, los templos, serían en definitiva cuevas, la cue-
va prehistórica –la caverna platónica reconstruida en la civilización–.
Sin embargo, y sin subestimar estas relaciones, tendríamos que subrayar
que la habitación en las cuevas, por sí misma, no pudo haber moldeado el es-
pacio arquitectónico. También los osos vivieron en las cuevas, y no por ello se
convirtieron en arquitectos. También en este caso podemos asegurar que el ca-
mino que conduce de los edificios a las cuevas es mucho más expeditivo y via-
ble que el conduce de las cuevas a los edificios. Dicho de otro modo, y «ha-
ciendo el psicoanálisis al psicoanalista»: si alguien pudo ver a las cuevas co-
mo prefiguración de los edificios, fue debido a que partía ya de su experiencia
de habitante en un edificio. Experiencia cuya estructura es muy distinta de la
«habitación» en el claustro materno, precisamente porque las paredes de este
claustro no tienen solución de continuidad con el embrión, ni por tanto puede
hablarse del vacío o kenós que venimos considerando como constitutivo de la
obra arquitectónica.
En cualquier caso, no se trata de negar de plano las funciones de modelo
que el entorno natural radial puede haber desempeñado respecto de múltiples
morfologías arquitectónicas. Se trata de mantener estas funciones dentro de
sus justos límites. Si la obra arquitectónica es obra poética habrá que descar-
tar, por supuesto, las teorías de la mímesis de modelos naturales, reales o su-
puestos (la cabaña primitiva de Laugier, el bosque gótico, las cuevas paleolí-
ticas...) para dar cuenta de la estructura del núcleo esencial de la obra. Pero no
habrá por qué descartar la efectividad de estos modelos, supuesto ya el kenós
arquitectónico, para especificar el desarrollo del núcleo esencial genérico, en
un cuerpo arquitectónico, si no en su totalidad sí en partes suyas significativas
(la cúpula de un templo o de un palacio, explicada como una cubierta a la que
se le ha dado la forma de un firmamento reducido): el palacio de la Opera de
Sidney, de Jørn Utzon, en el que el «envolvente», a la vez muro y cubierta, es-
tá fraccionado imitando, con ambigüedad calculada, conchas abriéndose en la
bahía, o veleros dispuestos a surcarla; y no hablemos de modelos culturales ta-
les como cestaños, libros, automóviles o locomotoras, en las que se han inspi-
rado algunos arquitectos para confirmar las líneas del dibujo del cuerpo mis-
mo de los edificios.
En cualquier caso, al límite al que pueden conducir los prejuicios natura-
listas nos aproximarán todas aquellas posiciones que, precisamente por no dis-
poner de una idea filosófica adecuada de la esencia de la obra arquitectónica,
tienden simplemente a eliminarla, en cuanto le sea posible, sea demoliéndola
(templos sin muros –Dios está en todas partes de la Naturaleza–, aula sin mu-
ros, &c.), sea sencillamente ocultándola, para que no «desentone» con el pai-
saje natural. El concepto, tan oscuro y ad hoc muchas veces, del «impacto am-
biental», ampliamente arraigado en los movimientos ecologistas, ha llevado a
algunos arquitectos a proponer el modelo de las «fachadas cero», a fin de lo-
grar que los edificios queden disimulados o enmascarados en su entorno. Pe-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
ro es evidente que para enmascarar a un edificio no hace falta apelar a esas fi-
losofías ecologistas: la realidad de esos edificios disimulados no necesita de
tales filosofías (aunque esas ideas hayan estado en su génesis ocasional). Di-
cho de otro modo, las filosofías ecologistas de la Arquitectura son adventicias
a la realidad de los edificios disimulados.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
el animal esté en condiciones de ejercer en la mente del arquitecto. Y partien-
do del hecho, ya establecido por etnólogos y antropólogos, de la zoolatría de
muchos pueblos, que lleva a considerar a algunos animales como divinos (Ru-
bió utiliza la expresión «animal divino» en el contexto de sus premisas etno-
lógicas) el autor cree poder refutar las ideas vigentes, a principios del siglo
XX, sobre los modelos vegetales de los edificios faraónicos. El templo egip-
cio se consideraba en efecto como procedente de una cabaña de cañas, y todo
en él eran fajos de lotos traducidos en piedra. «Toda la arquitectura egipcia
(decía Soldi Colbert, en 1899) se encierra en eso: el templo en sí mismo es una
flor mística».
Pero Rubió confiesa haber experimentado «una especie de revelación»
mística, si bien por vía táctil, en un atardecer en el que se encontraba en uno
de los templos de Tebas, años después de haber palpado la piel de un elefante
cobrado en una cacería en Gambia. «Acababan de ponerse [mis manos] sobre
una enorme piedra, tibia aún, al final de un ardiente día... el Nilo murmuraba
no se qué mágicas plegarias... mis manos seguían hablándome, ahora me re-
cordaban la piel de los hipopótamos que habían tocado». Brevemente: Rubió
sostiene que los templos egipcios, como los edificios en general, no sólo tie-
nen esqueleto, también tienen piel, epidermis (una piel que el funcionalismo,
utilizando el hormigón y el acero, ha eliminado). EL funcionalismo, dice «ha
desollado» a los edificios. Pero si los templos egipcios, a los que él se atiene,
tienen piel, es porque el edificio íntegro ha debido ser concebido como un ani-
mal. ¿Cómo probarlo?
Mediante la interpretación de las columnas como patas que sostienen el
edificio-animal. De este modo la sala puede ser considerada como una «es-
tructura sobre patas». Los monumentos megalíticos, dos pilares sosteniendo
un dintel, pueden perfectamente sugerir la estructura del hombre bípedo.
Otras estructuras de cuatro patas, recordarán la del caballo o la del mamut.
Cuando el número de pilares aumenta caemos de lleno en el rebaño. Y así,
quien percibe las hileras de las salas hipóstilas, puede también percibir las
patas en movimiento. En efecto, «es fácil imaginar que los sacerdotes y sus
antorchas permanecen quietos en una quietud solemne mientras que son las
columnatas las que se mueven». Sobre las columnas-patas... sea cual fuere
el hecho físico, el movimiento relativo de las luces en contacto con las co-
lumnas produce el fenómeno de una aparente marchas de las columnas en la
oscuridad.
¿Cómo negar el sentido o ridiculizar esta analogía profunda entre los ani-
males divinos, bípedos o cuadrúpedos, y los templos que descansan sobre co-
lumnas? Tampoco tratamos aquí de defender esta analogía, tarea por cierto na-
da fácil cuando se tiene en cuenta que los templos egipcios –menos aún los
edificios en general– no están apoyados sobre columnas. Nos importa única-
mente confrontarla con la tesis que aquí defendemos sobre el núcleo de la obra
arquitectónica, el kenós como interior vacío.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
Si analizamos las analogías entre edificios (algunos edificios) y animales,
tal como las establece la teoría de Rubió, desde la teoría del kenós como nú-
cleo de la esencia de la obra arquitectónica, tendríamos que constatar, en pri-
mer lugar, que las analogías de Rubió no son gratuitas, pero si son externas y
parciales. Van referidas a los «animales con patas-columnas», lo que constitu-
ye, sin duda, sólo una parte de los animales (la que comprende a los artrópo-
dos y, por supuesto, a los vertebrados), y además, a los animales considerados
desde la perspectiva externa (ya utilizada por Vesalio) de cuerpos que se sos-
tienen sobre columnas. Los edificios de los que aquí se habla, son también só-
lo una parte de la obra arquitectónica (los templos egipcios), aunque alguno
podría generalizar. Por supuesto, las analogías de Rubió, no están en contra de
la teoría del kenós, porque la estructura «cuerpo sobre patas», podría verse co-
mo una de tantas disposiciones alternativas, entre las múltiples posibles, del
eje vertical gravitatorio del cuerpo arquitectónico.
Ahora bien: desde la concepción del kenós arquitectónico, la confrontación
(no parcial, de algunas obras arquitectónicas, sino general a todas ellas) entre
cuerpos orgánicos animales y cuerpos arquitectónicos habría que conducirla
por otras vías, y no meramente externas, sino internas al propio animal. La
cuestión que esta confrontación nos abre es, sencillamente, la cuestión de si
cabe atribuir a los animales (a animales de algún tipo definido) un equivalen-
te del kenós arquitectónico, porque sólo entonces las analogías entre el edifi-
cio y animales podrían considerarse, desde nuestra perspectiva materialista,
como esenciales (en realidad, como algo más que analogías parciales y ex-
trínsecas).
Pero la pregunta por un equivalente animal del kenós arquitectónico ¿no es
ya por sí misma disparatada? No, porque kenós dice «cavidad vacía” (siempre
por relación a determinados cuerpos susceptibles de ser evacuados), y los ani-
males, por lo menos a partir de los celentéreos, dejan de ser cuerpos macizos
(como pueda serlo una célula embrionaria en estado de mórula) para comen-
zar a ser, de algún modo, cuerpos «huecos” (siempre por relación a otros de-
terminados cuerpos «evacuables») envueltos por «paredes carnosas». Y no só-
lo esto, sino como cuerpos con «cavidades vacías internas» que, de algún mo-
do, se continúan (sin perjuicio de las interrupciones por «válvulas») con el
«medio exterior» (Claude Bernard acuñó el concepto de «medio interior del
organismo»).
Aquí ponemos el principal motivo para descartar la analogía del «vacío ar-
quitectónico» y el «vacío (celular)”o blastocele, propio de la blástula, a pesar
de que los embriólogos utilicen un término arquitectónico para describir su es-
tructura: «pared de la blástula». La blástula suele ser presentada, en efecto, co-
mo una esfera hueca, procedente de la evolución de la mórula, en cuyo inte-
rior, la secreción de líquidos celulares habría empujado a las células hacia la
superficie, formando esa «pared» esférica. Pero el blastocele del animal en es-
tado de blástula nada tiene que ver con el kenós arquitectónico: cabe hablar, es
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
cierto, de la «envoltura corpórea» de una «cavidad vacía»; pero precisamente,
el carácter esférico de esa envoltura impide confundir la estructura topológica
de un edificio arquitectónico con la estructura topológica de una blástula, sen-
cillamente porque el edificio arquitectónico no es topológicamente una esfera
(lo que le convertiría en una tumba, como hemos dicho), sino un toro. Es cier-
to que en fases más desarrolladas de la organización animal, también podemos
encontrar «cavidades vacías», envueltas por «paredes» con «paramentos» ex-
ternos (como pudiera serlo el ectodermo de una blástula, consolidada en los
celentéreos externos e internos, el endodermo). ¿Podríamos entonces equipa-
rar la estructura arquitectónica del kenós con el arkenterón de una blástula, o
bien, con el interior (vacío) del «saco digestivo» en el que se hace consistir al
celentéreo, cuyo interior ya tiene continuidad (a través de la boca-ano) con el
medio exterior? No, porque la «cavidad vacía» del celentéreo no tiene la fun-
ción de permitir la entrada de cuerpos exteriores a fin de que estos pueda ha-
bitar en su interior; precisamente los cuerpos entran en esa cavidad para ser
demolidos hasta el nivel molecular, es decir, para poder ser digeridos y trans-
formados en las mismas «paredes». La «cavidad vacía» del celentéreo, no tie-
ne la estructura del kenós.
Y consideraciones parecidas habría que hacer de los celomados (que pro-
ceden de una evolución de los celentéreos, cuando entre los dos «paramentos»
de éstos, ectodermo y endodermo, surge un mesodermo que se «ahueca» a su
vez). El propio concepto de celomado está construido en función de esa es-
tructura de «cavidad vacía” (koilós = hueco, cóncavo; koilodes = cavernoso).
Y aunque, manteniéndonos en la perspectiva puramente topológica, podemos
decir que el edificio arquitectónico es un celomado (semejante topológica-
mente a un animal celomado) sin embargo, esta semejanza no nos autorizaría
a interpretar el kenós arquitectónico, con un celoma orgánico. El celoma or-
gánico no está conformado para que algunos cuerpos habiten en él, entrando
y saliendo de su recinto. Lo que entra en el tubo digestivo de los celomados,
es demolido, y lo que sale después, es excreción de cuerpos distintos de los
que entraron. Las cavidades de los celomados no son habitaciones, para entrar
o salir; son «ámbitos cavernosos» en los que tiene lugar el metabolismo (el
anabolismo y el catabolismo)
Concluimos: la teoría del kenós arquitectónico no rechaza, como dispara-
tadas en principio las comparaciones estructurales, topológicas, por ejemplo,
que puedan establecerse entre los animales y los edificios al modo como las
establece la teoría de Rubió (o como las exploró también D´Arcy Thompson).
Pero sí ofrece un criterio para reducir estas analogías a sus justos límites y pa-
ra medir su alcance. Un alcance que sería imposible evaluar si no disponemos
de un canon dotado de suficiente potencia para enjuiciar las analogías que va-
yan observándose, sin subestimarlas ni llevarlas al extremo del ridículo, pero
sin tampoco encarecerlas o considerarlas como descubrimientos de profundos
misterios.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
C) Acerca de los modelos antropomórficos, nos limitaremos a decir que, pe-
se a las pretensiones «humanistas» que ellos suelen albergar, alimentados a ve-
ces por la Idea del hombre-microcosmos (pretensiones ridículas, salvo para los
que creen que la supuesta «deshumanización de la arquitectura» consiste en la
construcción de edificios no antropomorfos) no afectan en absoluto a la teoría
del kenós. Antes bien, desde esta teoría podemos formar un juicio exacto sobre
su alcance; y conviene constatar que si no dispusiéramos de algún criterio firme
acerca de la esencia de la arquitectura, estaríamos enteramente desarmados ante
las pretensiones de esta «filosofía humanista» de la obra arquitectónica, como lo
estaríamos también ante la filosofía zoomórfica que antes hemos considerado.
Un juicio, ante todo, limitativo de los delirios del humanismo antropomórfico.
Que muy poco tiene que ver con el carácter antrópico de la arquitectura; carác-
ter antrópico de escala que, sin embargo, es compatible con una segregación ab-
soluta del sujeto beta operatorio constructor del edificio. Por lo demás, la con-
cepción materialista de la arquitectura no es incompatible con un juicio «com-
prensivo» del antropomorfismo en arquitectura (generalmente reducido a las fa-
chadas); un antropomorfismo «metafórico” (puerta-boca, ventanas-ojos, &c.)
que habría que juzgar según criterios estéticos más bien escultóricos o literarios
que arquitectónicos y que admite toda la gama de valores. No alcanza el mismo
valor la fachada antropomorfa del Palacio Zuccaro, 1592, de la Vía Gregoriana
de Roma, que la escandalosamente kitsch «Casa Cara» de Kazumasa Yamashi-
ta, 1974, o la más sutil Garagia Rotunda, de Charles Jencks, 1977.
En cualquier caso, estos casos de antropomorfismo no pueden considerar-
se enteramente adventicios, o postizos, a la obra; serán adventicios a su esen-
cia, pero no a su cuerpo fenoménico, en la medida en que constituyan partes
de su misma morfología, aunque la parte antropomorfa vaya referida a la fa-
chada (al fenómeno arquitectónico más que al interior del edificio: desde den-
tro los ojos, la boca y la nariz de la obra de Jenks se esfuman por completo).
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
vas y estrictamente arquitectónicas que desempeñan el papel del alma (o áni-
ma) de determinadas ideas filosóficas de primer rango. Nos referimos a la idea
de Fundamento, la idea de Constitución (o Sistema) y la idea de Espacio an-
tropológico.
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ocasiones.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
amontonamiento de sillares, sino de la misma trabazón interna de sus partes,
en cuanto se relacionan con sus fundamentos.
En todo caso, al hablar del «orden sistemático de las ideas» no nos refe-
rimos tampoco, por supuesto, a un orden externo, didáctico o alfabético, si-
no a un orden interno, circular, el de las partes que se concatenan las unas
con las otras a través de los fundamentos, en círculo, a la manera como las
partes del organismo al que se refería Polibio: «Las partes del organismo se
concatenan en círculo de tal modo que no puede distinguirse una de ellas que
sea el principio de las demás.» Tampoco el orden arquitectónico ha de en-
tenderse como si fuera sólo resultado de la libre creación del arquitecto: la
concatenación de los sillares y las vigas debe ser sistemática, es decir, ha de
hacer posible que el edificio constituido no se desplome, y en esto se dife-
rencia la arquitectura de la pintura. El lienzo todo lo soporta, incluso las es-
caleras que bajan subiendo o suben bajando en los edificios pintados, que no
vivos, de Escher.
C) Por último, y cuando nos atenemos a las unidades complejas, las ciu-
dades, también encontramos ideas arquitectónicas urbanísticas que se corres-
ponden con ideas filosóficas. Pero en este caso las ideas encarnadas por la ciu-
dad son mucho más generales. La idea de Racionalidad debe mucho al plano
hipodámico de las ciudades griegas. En ocasiones se ha tomado la cuadrícula
como el criterio mismo de las estructuras racionales: mediante la cuadrícula
todo punto queda determinado, a partir de los dos ejes básicos, en torno a los
cuales se estructura la «ciudad racional», a saber, el cardo y el decumanus (las
coordenadas cartesianas no son otra cosa sino la estilización y generalización
del sistema constituido por el cardo y el decumano). Sin embargo difícilmen-
te puede mantenerse en serio que la racionalidad urbanística quede definida
por el plano hipodámico: la distinción entre «ciudades racionales» y «ciuda-
des vitales” (que han utilizado autores tan entendidos en asuntos urbanísticos
como Julio Caro Baroja o Fernando Chueca Goitia) es insostenible. ¿Acaso es
irracional el trazado tortuoso de las «ciudades árabes», como si este trazado no
tuviese su propia funcionalidad, y por tanto, su propia racionalidad? ¿No es
enteramente gratuito identificar la geometría con las cuadrículas, como si las
curvas más intrincadas no tuvieran también su ecuación geométrica? Tienen
un gran interés en este contexto las observaciones críticas de Aristóteles (Po-
lítica 1380b) a la ciudad hipodámica.
La arquitectura de la ciudad ha tenido siempre una gran conexión con ide-
ologías religiosas, o políticas, o cósmicas, desde la Atlántida platónica hasta
la Ciudad de Dios de San Agustín, desde la Ciudad cuadrada de Eiximenis
(Dotze del crestia, 1384) a las ciudades redondas y solitarias de Utopía o la
Ciudad del Sol; desde las ciudades lineales rectas (las ciudades camino) hasta
las lineales curvas (la ciudad espiral de Aurobindo). Pero las ideas encarnadas
en estas unidades arquitectónicas complejas tienen más que ver con la poesía
o con la mitología que con la filosofía.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
Mayor significación filosófica podríamos encontrar en la arquitectura de la
ciudad cuando nos atenemos a sus implicaciones con la sociedad política y,
por tanto, con el espacio antropológico. Si nos atenemos a la tradición aristo-
télica: Aristóteles definió al hombre como animal político, y esto no significa
tanto, se ha dicho muchas veces, animal social, cuanto animal que vive en ciu-
dades (zoon politikon). ¿No autorizaría esta definición a interpretar a la ciudad
como la base misma en torno a la cual se moldea la estructura misma del es-
pacio antropológico?
La ciudad, arquitectónicamente, está, en efecto, necesariamente arraigada
en la Tierra, en el suelo. En él se sostiene, y de él se alimenta: es el eje radial.
Y gracias a la ciudad, a sus empalizadas y murallas, la ciudad se segrega del
entorno amorfo que la rodea, de las selvas en que acechan animales salvajes,
los bárbaros de los cuales dependemos: es el eje angular. Pero en el recinto ur-
bano hay otras muchas cosas, los hombres habitando las casas, pero también
con-viviendo (muchas veces polémicamente) en las calles y en las plazas: es
el eje circular. En la estructura de la ciudad podríamos ver la primera gran
cristalización, o el primer modelo de la estructura del espacio antropológico.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
porque los frutos, las flores, &c. que allí se ofrecían, eran frutos y flores pin-
tadas, sin perfume y sin sabor.
La división fundamental de las artes apotéticas que utilizamos es la que se-
para las artes lingüísticas (que utilizan el lenguaje literario) y las artes no lin-
güísticas; si bien se hace cada vez más habitual hablar del «lenguaje arquitec-
tónico» o del «lenguaje musical». Horacio ya dejó dicho: «Ut pictura poiesis»;
pero las consecuencias que de aquí quieren sacarse (algunas de ellas las sacó
Lessing en su Laoconte) son muy confusas (remitimos a nuestro artículo
«¿Qué significa ‘cine religioso’?», El Basilisco, nº 15, 1994). Por nuestra par-
te, suponemos que entre la Arquitectura, tal como la hemos entendido, y el
Lenguaje hay una distinción irreductible, hasta el punto de que la Arquitectu-
ra no puede, por sí misma, considerarse como un lenguaje (lo que no excluye
que las obras arquitectónicas puedan ser aprovechadas para emitir ciertos
mensajes, muy elementales, capaces de ser captados por la infancia, y ser tra-
ducidos en lenguaje de palabras).
La distinción entre artes lingüísticas y no lingüísticas no excluye la posi-
bilidad de las artes mixtas, que pueden serlo precisamente cuando se parte de
la distinción entre las Artes: la Ópera, como arte musical, es arte mixta de mú-
sica, literatura y teatro; pero tiene que tenerse en cuenta que sólo podríamos
llamarla «arte mixta» cuando previamente hayamos reconocido la distinción
entre la música, la literatura y el teatro.
Nos atendremos aquí a las artes no lingüísticas más afines a la Arquitectu-
ra, a saber, la Pintura y la Escultura, con el objeto de establecer las diferencias
esenciales. Nos referiremos también muy esquemáticamente a las relaciones
entre Arquitectura y Música, a fin de delimitar el alcance esencial de algunas
analogías que, sin duda, se mantienen entre ellas, sin perjuicio de la distancia
reconocida que media entre las artes espaciales y las artes temporales; distan-
cia que tampoco es tan abismal como algunos pretenden. La obra arquitectó-
nica también está en el tiempo y por ello tiene su pretérito, su presente y su fu-
turo.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
servido de modelo para las doctrinas hilemórficas desarrolladas en la filosofía
aristotélica.
Hegel cree que el arte, que comienza por el reino inorgánico (en el que se
mantiene la Arquitectura), tiene que pasar a otro reino, en el que aparezca, con
la vida del espíritu, una verdad más alta. «Es sobre este camino que recorre el
Espíritu, desgajándose de la existencia material, para volver sobre sí mismo,
en donde nos encontramos con la Escultura». ¿Quién duda del carácter genui-
namente espiritualista e idealista de este concepto hegeliano de la Escultura?
Sin embargo, algo quería decir, sin duda, Hegel; probablemente lo que se di-
ce en esta definición es que la Escultura ya no imita de lo inorgánico, de las
montañas, de los bosques, &c. (como la pintura), ni es ella misma una corpo-
reidad impersonal (como la Arquitectura), sino que se centra en las figuras hu-
manas (porque los animales sólo de paso serían modelos escultóricos). Pero
todas estas diferencias son circunstanciales y en ellas se confunden planos
muy diversos.
La escultura, definida desde el sistema de coordenadas del materialismo fi-
losófico, se nos presenta inmediatamente, cuando la analizamos en un terreno
positivo, como la contrafigura de la Arquitectura. La escultura mantiene el vo-
lumen, pero en ella sin embargo ha desaparecido el interior. El interior no in-
terviene formalmente como tal en la obra escultórica que se agota en la pura
exterioridad de su superficie. Es indiferente que el interior de la obra escultó-
rica esté lleno o esté vacío. La diferencia es puramente técnica, no estética en
ningún caso. Precisamente el «misterio de la escultura», sobre todo en el caso
de esculturas figurativas antropomorfas, en particular si son retratos, lo haría-
mos derivar de la capacidad no ya expresiva (de un supuesto «interior», en el
sentido de Hegel), sino apelativa. Cuando se dice que la escultura expresa el
interior se enuncia una proposición absurda, sencillamente porque ese interior
no existe en la obra escultórica. Muy bien lo sabía la zorra de la fábula de Sa-
maniego, cuando decía al busto después de olerlo: «Tu cabeza es hermosa, pe-
ro sin seso» (decimos fábula de Samaniego, y no de Fedro, porque éste refe-
ría el diálogo a la persona trágica, que era una máscara de actor, más que una
escultura).
Precisamente el gran enigma de la escultura figurativa puede cifrarse en su
capacidad de abstracción total del interior. Por ello no puede decirse «expresi-
va» (en el sentido de Bühler), sino «representativa» o «apelativa». El proble-
ma que la escultura suscita es precisamente el problema de la capacidad de es-
timulación, a través de signos corpóreos de significados que desbordan el te-
rreno de la corporeidad. Y suscita la necesidad de analizar qué es lo que se ve,
por ejemplo, en El Pensador de Rodin, para definirle precisamente como
«pensador».
Carece de sentido, por tanto, abrir una escultura para ver lo que tiene en su
interior. Este es macizo o hueco (sobre todo si es de bronce), pero ello es to-
talmente irrelevante desde el punto de vista estético. Por supuesto, una escul-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
tura puede tener un interior «practicable»: la Estatua de la Libertad, de Bart-
holdi, de 46 metros de altura, tiene un interior que permite ascender por él, lo
que asimila la célebre estatua a una torre, a un edificio (se trataría, por tanto,
de un monumento mixto de arquitectura y escultura, aunque en él prevalece
sin duda su componente de escultura).
En cualquier caso, que la escultura sea «el arte de eliminar el interior cons-
titutivo de la arquitectura» no implica que la arquitectura deba eliminar el ex-
terior, o reducirlo al mínimo (como parece ser la tendencia del arte musul-
mán). La arquitectura puede ofrecer caras externas muy próximas a la escul-
tura, como pueda serlo la fachada antropomorfa del Palazzo Zuccaro que ya
hemos citado. Pero la escultura, sin perjuicio de su voluminosidad, es un arte
esencialmente superficial, por cuanto lo que ella ofrece se mantiene en la su-
perficie del sólido. Esto no excluye la acción o interacción de unas partes de
este sólido con otras. Una acción o una interacción que además puede haber
sido tenida en cuenta por el artista, por ejemplo, cuando calcula las sombras
que los brazos de la estatua proyectan sobre el cuerpo.
La arquitectura no desaparece aunque, manteniendo su «fuero interno»,
adquiera un exterior de aspecto escultórico; pero en cambio un exterior escul-
tórico, privado de su fuero interno, deja de ser una obra arquitectónica y se
transforma en escultura. El Museo Everson, de Siracusa (Nueva York), obra de
I. M. Pei, 1968, contemplado desde fuera se nos presenta como un conjunto de
enormes bloques o prismas de cemento sin ventanas; si este museo fuese re-
llenado por dentro, se convertiría en una estatua prismática, y sólo si su inte-
rior es practicable, como un ámbito o recinto, puede seguir siendo considera-
do como obra arquitectónica. Una columna aislada (que en principio es una
parte formal, o institución arquitectónica), cuando se desgaja del edificio y se
expone exenta (la columna de la Plaza de Trafalgar, de Londres, por ejemplo)
es antes una escultura que una obra arquitectónica, porque no tiene interior.
La intersección entre la Arquitectura y la Escultura es en ocasiones tan in-
terna que el resultado ofrece, como hemos dicho, un mixtum compositum. Las
Cariátides de Erecteión son a la vez esculturas y columnas. ¿Cabe disociar am-
bas funciones? Sin duda, porque a la función de columnas les es accidental la
forma humana, y a ésta le es accidental desempeñar el papel de columnas. Pe-
ro aún en el caso de una intersección más «sustancial» seguiría siendo posible
disociar la columna arquitectónica y la columna escultórica. El Sepulcro de
Julián de Medicis, de la Capilla medicea de Florencia, de Miguel Ángel, es
una escultura que imita la arquitectura (arcos, columnas, hornacinas con esta-
tuas).
En cualquier caso, además de la intersección entre Escultura y Arquitectu-
ra habría que reconocer la categoría de la composición o yuxtaposición entre
Arquitectura y Escultura, porque ahora, Arquitectura y Escultura no están in-
tersectadas, sino separadas, aunque yuxtapuestas y contiguas. A veces las es-
culturas acompañan (como guardianes simbólicos, incluso como habitantes) a
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
los recintos arquitectónicos: los leones del Congreso de los Diputados, de Ma-
drid, son un ejemplo a mano. Estas esculturas podrían sin embargo figurar fue-
ra de la arquitectura, en la ciudad, en un pedestal o simplemente en el suelo, a
escala natural. En España es muy conocida la transformación de las estatuas
de los Reyes, que debían coronar el Palacio Real, en estatuas exentas distri-
buidas por diferentes ciudades: la escultura, por su volumen, es decir, por su
masa, gravitaba sobre la arquitectura y amenazaba con derrumbarla.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
ción siamesa, de «dorsopagos» unidos por la espalda, y en principio separa-
bles (otra cosa es que la pintura estuviera plasmada en superficie de Moe-
bius). Y así como una vía o camino con doble dirección no es otra cosa sino
la yuxtaposición de dos caminos adosados (porque el camino, como con-
cepto vectorial, sólo tiene una dirección y un sentido), así un cuadro pinta-
do por delante y por detrás no puede considerarse como una pintura, sino co-
mo dos pinturas adosadas; y la suma de dos superficies no da lugar a un vo-
lumen. Otra cosa sería que en lugar de «segregar» el espesor del canto de los
lienzos adosados, lo dilatásemos de forma que la nueva superficie obtenida
pudiera también ser pintada; pero entonces nos encontraríamos ante un caso
de escultura policromada.
La estructura bidimensional de la pintura, sobre todo si es plana, implica
también (aunque esta implicación no haya sido tenida en cuenta jamás, por lo
que sabemos, por los teóricos de la pintura) que las partes superficiales del
lienzo por las cuales se extienden los colores, no actúan las unas en las otras,
ni interactúan con consecuencias estéticas en sentido físico o químico. Es de-
cir, que sin perjuicio de que estas acciones o interacciones físico químicas en-
tre los pigmentos del cuadro (al menos entre los vecinos) tengan lugar entre
ellos, tales acciones o interacciones no son utilizadas formalmente por los pin-
tores como componentes de su obra, lo que no ocurre en Arquitectura, porque
el arquitecto tiene que tener en cuenta formalmente la interacción entre los si-
llares, o partes del edificio, para que éste no se desplome.
Es cierto que algunos pintores se resisten a reconocer la naturaleza bidi-
mensional (generalmente confundida con la pintura plana, como si no hubiera
superficies curvas susceptibles de ser pintadas) de sus lienzos, acaso inspira-
dos o simplemente actuando en paralelo por el mensaje de aquel «Manifiesto
dimensionista», propuesto en 1936, en París, por el húngaro Charles Sirato (y
firmado por Kandinsky, Picasso, Miró y otros, entre ellos, Julio González). El
mensaje del «Manifiesto dimensionista» expresaba la (supuesta) tendencia
que todas las manifestaciones artísticas tendrían para pasar a una «dimensión
superior»: la literatura de la línea al plano; la pintura del plano al espacio; y la
escultura de las tres dimensiones a las cuatro (por nuestra parte desconocemos
como puede pasarse en las artes no lingüísticas a la cuarta dimensión; puede
verse sobre este asunto Alfonso Palacio Álvarez, El Manifiesto dimensionista
1936, Oviedo 2003). Miguel Barceló, con absoluta independencia probable-
mente del manifiesto de Sirato, en una entrevista concedida con motivo de su
recepción del Premio Príncipe de Asturias (octubre 2003) manifestó su desa-
cuerdo con la definición tradicional de la pintura como «arte plano», alegan-
do cuadros suyos de «superficie muy rugosa», que efectivamente invitan a
aproximar la pintura a una escultura o bajorrelieve. Según esto, mientras que
la pintura plana supone (según acabamos de decir), que unas partes no actúan
físicamente sobre otras (puesto que plano puede hacerse equivalente a «inde-
pendencia físico química» de unas partes respecto de otras, como si las partes
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
del lienzo fuesen partes distributivas, aunque contiguas), la pintura en relieve
introduciría la posibilidad de que una parte del cuadro actuase físicamente en
otras, por ejemplo dando sombra o regulando la luz, si el artista supiera apro-
vechar estos efectos.
La pintura «en relieve» permitiría una conexión más intensa entre las par-
tes del todo pintado. Sin embargo esta pintura «en relieve» no la convertiría
por ello en arte tridimensional, sino que, a lo sumo, aproximaría la pintura a
la superficie escultórica, que ya no es plana, sino sólida. Y esta aproximación
de la pintura a la escultura permitiría explicar, en función de una superficie que
ya no es plana, la posibilidad de utilizar recursos comunes a las «artes de su-
perficie», pero igualmente distantes de la arquitectura, como arte que cuenta
esencialmente con la entrada en el interior de la obra.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
rrespondencia queda enmascarada en la representación pautada de la música, por
cuanto la melodía se extiende en el papel a lo largo de las líneas horizontales de
los tetragramas o pentagramas.) A los ejes horizontales de la Arquitectura corres-
ponden, en el cuerpo sonoro, las relaciones de simultaneidad entre los diferentes
niveles de las columnas y de los muros: las plantas de los edificios son ahora los
acordes. Y, en general, las relaciones horizontales (verticales en el papel pautado)
entre las diferentes líneas melódicas, se corresponden con la armonía, en cuanto
contradistinta de la melodía (cualquiera que sea la tonalidad, la politonalidad, o
la atonalidad de la obra musical).
La armonía, en el edificio, tendrá que ver por tanto con la simetría, o asi-
metría, horizontal de las fachadas (columnas, ventanas, &c.). Un zócalo, vin-
culado a los fundamentos del edificio, se corresponde con el bajo continuo,
que también tiene que ver con los «fundamentos» originales de la obra (los
acordes iniciales), acabando en los acordes finales (correspondientes a la cu-
bierta del edificio, que interrumpen «catastróficamente» el curso de la co-
rriente sonora). El discanto y el contrapunto son la «realización musical» de
las relaciones (a dos partes –a dos plantas –, a tres, a cuatro, &c.) y según las
diversas especies (nota a nota, dos notas contra una, cuatro notas contra una,
&c.) entre las partes situadas entre los diferentes niveles del edificio. Sin em-
bargo, el contrapunto arquitectónico sería muy anterior al contrapunto musi-
cal, si es que este comenzó a «institucionalizarse» en el siglo XI.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
po arquitectónico. Por tanto, que será posible, en una gran medida, hablar
de una «historia inmanente» de las formas arquitectónicas, al menos en
cuanto sea posible disociar las variaciones internas de las exteriores, alea-
torias o caprichosas (incluyendo en estos caprichos aleatorios las «ocurren-
cias» de los creadores).
No se trata de negar la eficacia transformadora de los motivos exteriores o
aleatorios, a través, por ejemplo, de la mímesis respecto de modelos naturales
exóticos, nuevos en una cultura dada, por ejemplo. Se trata de comprender de
qué manera, a partir de morfologías arquitectónicas ya institucionalizadas, sus
posibles variaciones internas, inmanentes (que sólo pueden considerarse de-
terminadas por las morfologías previas), pueden surgir morfologías entera-
mente nuevas o «insospechadas».
La manera más característica de entender esta transformación inmanen-
te, y a la vez dotada de absoluta novedad, sin necesidad de recurrir a la
«emergencia», es la que tiene lugar mediante la diamórfosis. La diamórfosis
supone el análisis (o demolición, real o ideal) de un todo en partes formales
suyas, cuya morfología, por tanto, sólo puede resultar de la totalidad prece-
dente (distinguimos las partes formales de las partes materiales de una to-
talidad previamente definida: las partes formales son las que conservan la
forma del todo, sin necesidad de mantener su sentido icónico; una escultura
rota en fragmentos «reconocibles» es un todo dividido en sus partes forma-
les porque las figuras de estas partes presuponen a la estatua, aunque no con-
serven la figura de la estatua; pero si la estatua es triturada hasta el «nivel
molecular» las partes obtenidas ya no serán partes formales suyas sino par-
tes materiales). La forma efectiva mediante la cual la diamórfosis tiene lu-
gar también tendrá que ver, por tanto, con el análisis de las ruinas: las ruinas
constituyen un momento esencial en el curso del proceso arquitectónico. La
Arquitectura moderna, la que arranca del Renacimiento, nació precisamente
del análisis de las ruinas (de la descomposición del edificio en sus partes for-
males), de las ruinas que se conservaban o se descubrían como reliquias de
la Edad Clásica.
Mediante la diamórfosis, morfologías nuevas, que en modo alguno pueden
proceder de la imitación, resultan del análisis y son utilizables en la recons-
trucción, entendida como «recombinación creadora». Así es como las colum-
nas de una fachada, por ejemplo, pueden ser segregadas de ella y utilizadas, sin
función de tales, como puras morfologías nuevas, por Miguel Ángel, en un pa-
ramento interior de la Biblioteca Laurentina.
El curso de las morfologías arquitectónicas se nos presenta de este modo
como esencialmente histórico. Las formas arquitectónicas más nuevas, como
las formas musicales, presuponen siempre formas arquitectónicas (o musica-
les) precursoras.
En cualquier caso, el curso de la arquitectura, o su historia, es la historia
de su esencia, pero no de su núcleo. Con esto no queremos decir otra cosa si-
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
no que las variaciones y transformaciones del cuerpo arquitectónico no son
«deducibles» de su núcleo, aunque hayan de suponerlo siempre.
El núcleo permanece invariante, sin que esto signifique que puede ser ig-
norado, o neutralizado como un «factor común». Las leyes de la gravitación
siguen actuando constantemente en el momento de las variaciones o transfor-
maciones del diseño de los aviones, variaciones y transformaciones que no son
deducibles de aquellas leyes; tampoco son deducibles de las leyes gravitaro-
rias las nuevas «instituciones aeronáuticas» –timones, alas, instrumentos de
navegación, &c.– que, sin embargo, sólo acogiéndose a las leyes físicas fun-
damentales, podrían ser incorporadas.
La historia de la Arquitectura, la evolución de los estilos y métodos, es
la historia de los fenómenos arquitectónicos, la historia del cuerpo feno-
ménico de la obra arquitectónica cuyas variaciones están determinadas en
gran medida por el medio (y, en este sentido, hay que reconocer un alto
grado de «contingencia arquitectónica» o de moda pasajera). Sin embargo,
si no se dispone de una teoría sobre la esencia, núcleo y cuerpo de la Ar-
quitectura, que sirva de criterio firme, aumentarán las probabilidades de
extraviarse en la interpretación del alcance de las novedades históricas en
Arquitectura.
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
esa primera maqueta se levantaron, con el auxilio de ordenadores, los pla-
nos correspondientes.
Enero de 2004
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Gustavo Bueno, Arquitectura y Filosofía (2003), en Filosofía y cuerpo, Ediciones Libertarias, Madrid 2005
ÉTICA DE LA RISA
Gustavo Bueno
1. No siempre debemos reír de lo que es ridículo. Proposición que tiene para casi todos
seguramente la estructura de una paradoja, porque prácticamente se concede como
axioma su contradictoria. Lo ridículo es la causa natural y obligada de la risa, y, por
supuesto, se considera también axiomático que aquello que mueve a risa es ridículo, y
en consecuencia, desprovisto de prestigio axiológico. Así, como técnica suprema para
desprestigiar una persona o un valor, consideramos hoy la ridiculización. En España
poseemos incluso una revista que cultiva profesionalmente esta técnica, para
descalificar un variadísimo repertorio de hábitos, creencias, situaciones. Su disolvente
eficacia se proyecta sobre la ciencia, la administración, la vejez, la pobreza, la riqueza,
el amor y el odio. Es un arte que influye poderosamente en la mentalidad de nuestras
juventudes, porque sobreentiende que lo ridículo es vitando. Del mismo modo que,
para el moralista, la maldad invalida una acción y exige su inmediata eliminación, o,
para el lógico, el error es razón suficiente para rechazar una proposición, cualquiera
que sea, así también para esta mentalidad esteticista es el ridículo el motivo que basta
para condenar las realidades que lo implican. Sólo aquellas que se mantengan
invulnerables ante la ironía podrán ser respetadas por el hombre despierto, que debe
ser definido como un animal que ríe.
La ética del reír es, así, para las generaciones jóvenes de hoy, de la máxima urgencia y
actualidad. Pero sería imposible componer nuestro «risueño código» sí no sabemos
algo esencial acerca de lo que la risa sea. En cambio, en posesión de esta alegre
ciencia, los criterios éticos fluyen abundantemente y sin esfuerzo ninguno. Voy, en
consecuencia, ante todo a exponer esquemáticamente las piezas con las cuales se
edifica, según mi parecer, la esencia de la risa.
1
famosa ley que presidiría la comicidad de los gestos: «Las actitudes, gestos y
movimientos del cuerpo humano son ridículas en la exacta medida en que este cuerpo
nos hace pensar en un simple mecanismo».
Llamaré teorías objetivistas, noemáticas, a estas teorías sobre la risa que insertan su
esencia en el trato del entendimiento con objetos. Pero acaso las ventajas de estas
teorías sean muy inferiores a las dificultades que es posible objetarles. ¿Por qué, en
efecto, unas situaciones causan risa a algunos hombres y no a otros? ¿Por qué muchas
veces mueven a risa situaciones que en sí mismas no pueden llamarse ridículas, sino
todo lo contrario? He visto atacada de una risa intensa, histérica, es cierto, a una
muchacha que abrazaba al desembarcar, a un familiar largamente esperado. Sobre
todo, si lo ridículo fuese una cualidad de las situaciones objetivas, ¿por qué dejan de
producir risa los chistes que hemos escuchado ya algunas veces? Si lo ridículo brotase
de relaciones noemáticas, como lo verdadero, siempre que se ofreciese la
contemplación de esas relaciones se suscitaría la risa, como ante lo evidente se suscita
la certeza. La «sensibilidad», es cierto, podría embotarse, pero nunca transformarse en
su opuesto.
La teoría que en este artículo quiero defender no es, he de decirlo ya, objetivista. Esto
no significa que necesariamente sea idealista, en un sentido semejante al teórico de la
belleza que la niega como cualidad de los objetos, convirtiéndole en categoría
subjetiva que proyectamos en las cosas. El idealismo o el realismo son términos que no
tomo aquí en consideración. Al apartarme de las teorías noemáticas de la risa, me
apoyo simplemente en el presentimiento de que la cálida emoción de la risa no brota
de la fricción, por decirlo así, del entendimiento con los objetos, sino de la fricción del
entendimiento consigo mismo. Por eso llamo a la teoría que defiendo Teoría noética de
la risa. En la medida que el solo entendimiento en el trato con los objetos –noemas–
alcanza realidad viviente, la risa implica también conocimiento de objetos y de objetos
determinados –según rasgos ridículos determinables en general–. Pero la risa no se
produce formalmente en el momento en el cual el conocimiento conoce ciertos
objetivos, como una respuesta (para hablar en términos behavioristas) a ellos, sino en
el momento en que, gracias a ellos, en ellos, el entendimiento se conoce en sí mismo, y
reacciona ante su realidad. En otras palabras, entre los componentes de una
estructura ridícula no puede nunca dejarse de contar el propio intelecto. No sólo la
risa, sino también lo ridículo implica la colaboración del entendimiento.
2
Teorías próximas a la teoría noética han sido desde luego propuestas, pero sin una
conciencia plena de su significado y su traza esencial. Recordaré los nombres de
Spencer, Lipps, Freud o de Otto Schauer.
Los principios en que fundamento la teoría noética de la risa son los dos siguientes:
1.º Que el entendimiento es una «facultad», una actividad que puede, no sólo sentir a
los objetos, sino también sentirse a sí mismo, a la manera como el organismo no sólo
experimenta sensaciones acusadas por estímulos exteriores, sino también otras
originarias de sus propias vísceras (las sensaciones cenestésicas). El entendimiento,
posee también una «sensibilidad cenestésica», si se me permite la metáfora. Es cierto
que estas experiencias de sí mismo sólo podrá sentirlas un entendimiento ya nutrido y
corporeizado con los objetos. Pues vivir es primariamente tratar con los objetos, con
las circunstancias. Pero este trato, también posee en sí mismo una entidad, que va
engrosando al filo del originario tratar con las cosas. Se constituye, de este modo, una
«vida interior» de entendimiento poblada de ciertos estados afectivos, de afectos,
sentimientos o emociones intelectuales entre los cuales, además del éxtasis, sorpresa,
fruición cognoscitiva y otros muchos –cuyo sistema está por trazar– deberemos contar
precisamente la vivencia de la risa.
2.º Que esta «vida interior» del entendimiento es de carácter biológico. Esto significa,
desde el punto de vista teorético:
3
a) Que todo «acontecimiento» habido dentro de esa vida interior ha de tener una
causa mecánica. Las descripciones de Spencer, Lipps, Freud, &c., entran dentro de esta
categoría.
b) Que este acontecimiento ha de tener también una causa final, es decir, sin perjuicio
de sus motivaciones mecánicas, ha de admitir una interpretación teleológica. Esta
interpretación no necesita apoyarse en hipótesis metafísicas: puede mantenerse como
hipótesis de trabajo, en el sentido que E. Russell la emplea en su soberbio libro sobre
La finalidad de las actividades orgánicas. Ahora bien: en concreto, ¿en qué puede
consistir la finalidad del entendimiento, en tanto que actividad viviente? De siempre se
dice que el entendimiento apetece la unidad, tiende a la unidad como a su fin.
Reconozco que esta afirmación es oscura y excesivamente abstracta. Pero como no es
propio de esta ocasión aclararla, me limito a postular que unidad puede entenderse no
en el sentido noemático del concepto o proposición en el cual se unificasen todos los
demás, sino en el sentido noético obvio de coordinación, coherencia y adaptación
mutua de los contenidos intelectuales entre sí, llamando verdaderos a los contenidos
insertables en el contexto, y erróneos a los que resultan, más o menos
transitoriamente, inasimilables en la totalidad. Por consiguiente, el sentimiento
fundamental que el entendimiento tiene de sí mismo, será de naturaleza práctica, es
decir, un sentimiento del «nivel» que ocupa en cada momento por respeto a la verdad
o el error, prácticamente, a la aceptación o rectificación de su actitud ante algún
contenido.
4
comunica de unas proposiciones a otras por medio del «discurso». Pero si suponemos
que la certeza acumulada en el remanso de una creencia, al encontrar salida se
despeña hacia un considerable desnivel, que no puede ser otro que la creencia
opuesta, una creencia que resulta, por ejemplo, absurda, entonces el discurrir
espiritual no será uniforme y apacible, sino tumultuoso. Si además se suman ciertas
condiciones –por ejemplo, que el desnivel sea agudo, súbito, abrupto; que sin embargo
la corriente intelectual no se derrame a la caída, sino que encuentre un cauce para
remontar otra vez su curso hacia la evidencia y la unidad– entonces la corriente
intelectual se precipitará en cascada y esta cascada es la risa.
Ese cambio de rumbo, de adaptación rápida del entendimiento a una situación, puede
dar lugar a un –permítaseme la expresión– escalofrío intelectual, que
aproximadamente sería esto que llamamos «risa». Pero ¿cuál es, en concreto, la
finalidad de este placentero y risueño escalofrío? ¿Para qué transforma el
entendimiento esa energía risoria?
5
ante una situación análoga, se fundamenta en la economía propia de su
entendimiento, en su propia sindéresis para la que cuentan también, desde luego.
datos psicológicos generales de carácter «práctico».
6
6. Pero si la risa es, esquemáticamente, una autocrítica del entendimiento, ¿cómo
explicar su eficacia agresiva contra los demás? Si la teoría noética es correcta, es
preciso que demuestre que al ridiculizar al prójimo, seguimos criticándonos a nosotros
mismos. Esta demostración es dialécticamente viable: basta suponer que lo que critico
en mi mismo al reírme del prójimo es el juicio favorable que yo pueda tener acerca de
él. Pero además tengo por cierto que esta explicación de la potencia combativa de la
risa, no es buscada y artificiosa, sino espontánea y verificable psicológicamente. Al
ridiculizar al prójimo, presupongo siempre en él ciertas propiedades buenas que le
retiro cuando de él me río. Esta segregación de las propiedades buenas,
proporcionadas, puede ser espontánea. Veo que un transeúnte resbala y la caída me
hace reír. La ley de Bergson antes citada se aplica –de acuerdo con la interpretación
noética de la risa– de este modo: Yo concedía al transeúnte las propiedades del ser
viviente; pero ante su tropezón, rectifico por un momento mi juicio, súbitamente, y me
veo obligado a considerarlo como un mecanismo. Existe un doble error en mi curso
espiritual, al que me lleva inexorablemente el modo abstracto de concebir: primero, al
creer que el transeúnte era un puro viviente; segundo, al creer, después de su pirueta,
que es un puro mecanismo. Ambas certezas efímeras se rectifican mutuamente, y en el
ajuste se «libera» una cierta cantidad de energía, que es la risa; gracias a ella, el
entendimiento siente sus errores como puramente dialécticos, es decir, necesarios
para el conocimiento de la verdad y por lo tanto relativamente inofensivos. Por ello, un
entendimiento que no se ríe es un entendimiento rígido, poco flexible, mal receptor de
su propias peripecias. Pero la segregación de las «propiedades buenas» del prójimo
puede ser también deliberada; así como el chiste en general consistía en una técnica
para producir artificialmente la risa, así también la ridiculización es una técnica para
obtener deliberadamente el menosprecio para el prójimo. Esta teoría consiste en
destruir los juicios positivos de valor que admito sobre el otro, buscando propiedades
de jerarquía más ínfima que los sustituyan, adhiriéndose al nuevo juicio y rectificando
el originario. Este proceder está movido, desde luego, por una malevolencia que puede
revestir infinitos grados de intensidad. Profundamente confiesa Nietzsche: «Una cosa
sé yo, y en otro tiempo la aprendí de tí, ¡oh Zaratustra!: que, quien desea matar más a
conciencia, se ríe.» La labor intelectual de «desprestigio» es consciente la mayor parte
de las veces; y es graciosa cuando el término de comparación elegido en lo
suficientemente intuitivo; agudo y discreto, para mover al propio entendimiento y a
los demás a una agradable rectificación más o menos duradera. La ironía si es
profunda y amarga, es por que logra sorprender comparaciones certeras y esenciales,
aunque desoladoras.
7. ¿Qué es, por último, lo ridículo? Sin duda, en cuanto a objetivo, lo ridículo es una
relación entre objetos, o mejor, entre partes abstractas de objetos (por ejemplo, la
forma geométrica de un rostro humano y la forma geométrica de cualquier animal).
Por esto, la ridiculez no existe sin una abstracción: es decir, sin un entendimiento
capaz de abstraer ciertas determinaciones de los objetos y establecer entre ellas
peculiares relaciones. Pero todavía con esto, no hemos llegado a lo ridículo en acto.
Estamos ante una ridiculez puramente virtual –que independientemente de la acción
abstractiva del entendimiento, ni siquiera existe como tal– aunque totalmente
objetiva. Para que esta ridiculez llegue a ser formal, es necesario que el entendimiento
7
ponga en ridículo esta relación que todavía en sí no lo es; es decir, que el
entendimiento juzgue, y luego rectifique convenientemente.
Es por esta razón por lo que no siempre resulta legítimo reírnos de lo ridículo. Si la
ridiculez fuese una relación formalmente existente entre las cosas, no reconocerla
sería un acto más o menos caritativo, pero hipócrita. Mas sí la ridiculez es un resultado
de las interpretaciones judicativas de ciertas relaciones objetivas, entonces habrá
ocasiones en que aquellas interpretaciones, aunque dialécticamente brotadas del
entendimiento, serán superficiales, puramente metafóricas y en consecuencia
erróneas. Sólo un espíritu resentido o, sencillamente, frívolo propenderá a mantenerse
en estas semejanzas corticales, sin decidirse a destruirlas lentamente –y por ello, sin
necesidad de nuevas carcajadas– para reconquistar la templada evidencia de la
verdad.
Es cierto que la prudencia debe evitar gestos, ademanes, frases, &c. que puedan
suscitar asociaciones de ideas en los demás que, aunque superficiales, sean
permanentes en los espíritus también superficiales, pero cuyo aprecio nos interesa
defender. Por el contrario, la habilidad del humorista estriba en desarrollar analogías
que, aunque epidérmicas y aviesas, posean la intuitividad suficiente para imponerse
luminosamente al público al que se dirigen.
Pero el hombre noble y sabio posee la ciencia de los límites de lo ridículo, y, lo que es
más importante, el arte de limitarlo.
8
La esencia del Teatro
Gustavo Bueno
Ante todo, en el Teatro hay Actores que gesticulan y se mueven según regla; por otra
parte, profieren ruidos, en forma de diálogos o monólogos, de los que suele ser responsable el
autor dramático, que resulta así, al parecer, el Deus ex machina indiscutible de la farsa toda.
El es también quien concibe los movimientos, quien traza las relaciones que han de tejer los
comediantes: sin él, toda la sustancia del Teatro, que es ficción, quedaría resuelta en la nada.
[112] El Teatro sería no otra cosa sino un modo de expresión de la ideología que el individuo –
el Autor– ofrece a la Sociedad: Un modo de expresión de que dispone el escritor, con una
trascendencia, en lo esencial, análoga al del libro o la cátedra. Llamaré a esta teoría sobre el
Teatro «Teoría Literaria». Para ella, en rigurosa pureza, la misión de los Actores y de la
escenografía sería la de transmitirnos cómoda e intuitivamente las ideas del Autor, a cuyo
servicio deberían siempre ser aquéllas consideradas. En esta teoría, la importancia del Teatro
se acentúa sobre el «texto»; el arte dramático es sencillamente un género literario. Actores y
Escenario significan, para el Teatro, lo mismo que las figuras gráficas para la Ciencia:
Auxiliares de la expresión. Es justo reconocer que semejante modo de pensar es grato a los
Profesores de Literatura y, desde luego, a los propios autores dramáticos, especialmente los
comediógrafos de la decadencia griega y los grandes trágicos franceses, cuyas obras más
bien se leían que se re-presentaban. El llamado «Teatro experimental» de nuestros días, en el
que los Actores, como en un Ensayo, aparecen en escena leyendo sus papeles respectivos,
sugiere esta interpretación de la esencia del Teatro. Podríamos apoyarnos también en el
«Teatro radiofónico». Sin embargo, no creo que sea legítimo considerar al texto –o, lo que es
lo mismo, al Autor– como elemento esencial del Teatro. Podrá, eso sí, sostenerse que la
dignidad espiritual del contenido ideológico del Teatro es mayor que la de cualquier otro de los
elementos de que éste consta: pero esta valoración no puede confundirse en ningún caso con
una definición. Sería tan disparatado como decir que lo esencial en el hombre es el espíritu,
puesto que es el componente más noble de que consta. En el caso del Teatro, también el
contenido ideológico en sí mismo, no es, en cuanto previamente escrito por el Autor dramático,
ni siquiera necesario, puesto que [113] puede faltar, como en la Commedia dell'Arte. Pero en
todo caso, este contenido ideológico, en sí mismo, no es específico del Teatro: él lo comparte
con la novela, la lírica, &c. –cuya expresión normal es el libro–. En consecuencia, en ningún
caso puede ser considerado el «texto», el Autor, como la pieza esencial del milagro teatral, si
nos seguimos ateniendo a la noción de esencia antes adoptada. Esto no es incompatible,
como se comprende de suyo, con que, para el escritor dramático, el Teatro sea tan sólo un
medio de expresión personal; el Autor es libre de concebir desde este parcial y aun accidental
punto de vista el Teatro; pero ello no significa que el Teatro, en sí mismo, consista en lo que el
Autor pretende. Para el empresario, el fin del Teatro es el lucro; pero no puede decirse que el
lucro sea la única función social del Teatro, ni la más importante. En cuanto a la interpretación
de las dos realidades límites, respecto a la significación del texto en el Teatro, a saber, la
Commedia dell'Arte y el Teatro experimental, me limito a observar que en la Commedia
dell'Arte, es muy rebuscado concebirla como un caso particular de la «teoría literaria» general,
a saber, cuando el Autor es el mismo Actor; y es rebuscada esta explicación porque aquí la
coincidencia no es accidental –«material»–, es decir, que una misma persona puede, a la vez,
como Esquilo o Molière, ser actor y autor, sino esencial –formal, es decir, que aquí el Actor es
Autor en cuanto Actor–, por lo cual no cabe mantener esa distinción sin un gran esfuerzo. En
cuanto al Teatro experimental, se trata simplemente de un caso límite, que quizá conserve
muy poca substancia teatral, obediente a un instinto antiteatral; pero sin embargo, en cuanto
es Teatro, mantiene los atributos esenciales, que serán algo distinto del puro texto que el
público pudiera asimilar por simple lectura.
La segunda teoría fundamental que acerca de la esencia [114] del Teatro ha sido
formulada y que llamaré «teoría plástica», suele ser considerada como la contrafigura de la
recién criticada «teoría literaria». Para la teoría plástica, lo verdaderamente original, relevante
y característico del Teatro es la Pantomima, la Escenografía, el «espectáculo». Es muy
frecuente concebir estos elementos como los específicamente «teatrales» –y en este adjetivo
suelen depositar los literatos un sentido despectivo y peyorativo–. Además se da como una
alternativa indudable que el Teatro o es «pensamiento» o es «espectáculo». Por eso, algunos
piensan –teoría ecléctica– que la esencia del Teatro debe ponerse más bien en la reunión de
ambos grupos de elementos: sólo cuando los diversos colaboradores de la obra teatral –autor,
actor, escenógrafo– aportan equitativamente su escote, entonces puede fructificar la obra
teatral en toda su perfección. «Ninguno de ellos –dicen Baty y Chavance– usurpa el primer
lugar; cada uno lo va tomando a su vez, en el momento en que la expresión reclama el
instrumento de que dispone.» Pero tampoco puedo adherirme a estas teorías –la teoría de la
plástica y la ecléctica– porque no consiguen destilar la quintaesencia de la substancia Teatral.
La teoría plástica, por sí sola, no recoge lo esencial y específico del Teatro, porque lo
«espectacular», lo plástico del Teatro es un componente genérico –un «fraude», lo ha llamado
Correa Calderón– que comparte el Teatro con otras realidades culturales –por ejemplo, la
danza, el ballet, &c.–. Tampoco encuentro satisfactoria la teoría ecléctica; antes bien, me
parece, dentro de su prudente sensatez, un artificio para disimular el desconocimiento de la
calidad con la cantidad, la ignorancia del elemento formal del Teatro con la burda enumeración
material de todos sus ingredientes; es cierto que el criterio, obtenido de esta teoría ecléctica
para juzgar sobre el porvenir y el valor de una obra teatral es útil: que está en [115] razón
directa del grado de perfección de todos los componentes. Pero ello no supone que
conozcamos la esencia de la obra teatral. Podemos afirmar que un animal gozará de salud
cuando todos sus órganos estén sanos y la relación entre ellos sea proporcionada: pero esto
no puede confundirse con un saber esencial sobre la substancia de la vida. Además, la
alternativa más generalmente sobreentendida –«texto» o «plástica»– no es exhaustiva: en el
Teatro existe también otro elemento decisivo, si bien de otro grado diferente, de otra estirpe
ontológica que la de los componentes ya conocidos.
Es así que éstos podrían reunirse bajo el nombre común de «componentes materiales,
objetivos» del Teatro (con una objetividad que es ideal en el texto y real en la plástica),
mientras que el nuevo ingrediente es de naturaleza formal y subjetiva. Y acaso a primera vista,
incluso, podría asombrar que se le invoque como un ingrediente más, dado su aspecto sutil y
meramente conceptual; pues él no es un contenido más al lado de los otros, un elemento
material más, sino formal; cuya importancia se mide no sólo por lo que con él afirmamos, sino
también por lo que negamos: que los elementos materiales sean lo esencial del Teatro. Lo que
afirmamos cobra así interés pleno; la esencia del Teatro es el mismo «estar-en-escena» de los
Actores y, a través de ellos, de la escenografía; el propio re-presentar un papel. Sin este
elemento, desde luego, se comprende que no podemos hablar de la realidad del Teatro:
porque no podríamos llamar Teatro a un espectáculo en el cual unos muñecos, poblando la
más pintoresca y cromática escenografía, recitasen como loros un texto literario: estaríamos
ante un Gran Guiñol, pero de ningún modo, a pesar del texto y de la plástica, ante un hecho
teatral. Mas basta que ciertas personas humanas re-presenten para que el texto y la plástica
adquieran la dignidad [116] de elementos teatrales. Entonces es legítimo concluir ya que es a
través de este elemento formal, subjetivo, de esta actitud espiritual y humana que queda
perfectísimamente recogida en la expresión «estar-en-escena», por donde los ingredientes
«materiales» del Teatro –Texto y Plástica– vienen a ser verdaderamente teatrales, tejiéndose
en la unidad de la «representación». Si además advertimos que el «estar-en-escena» sólo
puede concebirse, en tanto es una actitud espiritual, cuando hay un espectador que
contempla, podemos fundadamente sospechar que el «estar-en-escena» es la nota
verdaderamente esencial del Teatro, puesto que no sólo es necesaria a él, sino que posee la
virtud de congregar a todos las restantes que hemos enumerado.
Toda la teoría que acerca del Teatro y de sus relaciones con la Sociedad voy a defender,
se basa en esta concepción de naturaleza formal –es decir, no material– acerca de lo que el
Teatro sea: que lo esencial del Teatro, aquello que es específico suyo, y a lo que todo lo
demás se ordena en una estructura inteligible, de «sentido», es el estar-en-escena. Es una
característica del Teatro, ciertamente obvia y hasta puede decirse que moleste esta mi
recordación, de algo que, de puro sabido, se da ya como presupuesto. Pero mi propósito no es
dar noticias nuevas, sino esforzarme por enseñar a ver de un modo distinto lo que acaso
constantemente tenemos ante nuestros ojos.
Esta proposición es evidente con advertir que lo que el Actor dramático ofrece al público
es un mundo interior, subjetivo suyo, y no un mundo impersonal del que fuera mero relator o
rapsoda. En esto se distingue el Actor teatral del mero «narrador» –v. gr., del «juglar»–, si bien
las distinciones, aplicadas a la realidad, nunca producen disociaciones absolutamente puras y
nítidas.
Desde el punto de vista del Actor, por tanto, «estar-en-escena» significa estar re-
presentando un «papel»: no puede, pues, eliminarse el «mundo interior» expresado mediante
los gestos y palabras: tantas más probabilidades habrá de precisión y riqueza en el contenido
expresado cuanto más se preparen las frases y ademanes; pero eso no significa que puedan
faltar en las improvisaciones. En la Commedia dell'Arte, los actores representaban arquetipos
ya reconocidos y hasta caracterizados por el disfraz y las máscaras (Pantalón, Arlequín, el
Capitán, &c.), como en las antiguas atellanae (Pappus, viejo verde y avaro; Maccus, jorobado,
calvo, necio y tragón; Cicirrus, Sennio, &c.). [120] Estos elementos materiales –el Contenido y
la Plástica– no pueden faltar jamás en la acción del re-presentar: precisamente el «estar-en-
escena» estriba en «encarnar» estos elementos materiales, imprimirles vida en la escena,
vivificarlos al «ponerlos en escena»: es esta puesta en escena lo que formalmente constituye
la esencia del Teatro, y que, por ello, no debe interpretarse como una actitud formal que puede
realizarse sin ninguna materia o contenido.
Casi estoy seguro de no equivocarme si afirmo que todas las teorías, implícita o
explícitamente adoptadas para interpretar la actitud del espectador teatral, en cuanto tal, son
de naturaleza «material». No ya, ciertamente, la teoría correlativa a la «teoría plástica» y que
podría formularse de este modo: el espectador buscaría eminentemente en la escena el
elemento plástico, escenográfico, pantomímico, &c., como la verdadera novedad por respecto,
por ejemplo, a la lectura. Esta interpretación de la actitud del espectador suele generalmente
condenarse, con razón, por casi todos, como anti-teatral: incluso se suele emplear la palabra
«espectáculo» para designarla, oponiéndola a la «actitud estrictamente dramática», que,
aunque –según los conceptos antes dibujados– es asimismo «material», suele considerarse de
una mayor dignidad y estimarse como [123] la equivalente al Teatro en sí mismo. Según esta
teoría, pues, que es la que necesita una crítica minuciosa (puesto que la teoría del
espectáculo es notoriamente errónea y superficial), lo que el espectador vería en la Escena
sería, sencillamente, el Mundo espiritual intencionalmente descrito, re-presentado por los
Actores y la Escenografía. Para esta teoría, el actor es un puro intérprete, un trujamán de un
«papel», intermediario entre el Autor y el Espectador. La misión del Escenario (como conjunto
de Actores y tramoyas) sería, en lo esencial, simbólica: consistiría en representar un Mundo
espiritual, mediante un sistema de símbolos o signos adecuados. La bondad de la farsa podría
medirse por la capacidad que Actores y Escenario poseyeran de sustraerse a sí mismos para
dejar paso al mundo intencionalmente representado: el actor que encarna a Hamlet será tanto
mejor actor cuanto menos exige pensar en su personalidad real y más nos desvía la atención
haciéndose «transparente» a sí mismo hacia el atormentado Príncipe de Dinamarca; del
mismo modo que un telón estaría tanto mejor construído cuanto más nos sugiere el
pensamiento de una muralla y no del trapo concreto en que, en verdad, consiste. Para esta
teoría, el espectador es un hermeneuta de los símbolos que van apareciendo en el Escenario;
la escena es un escrito cifrado cuya lectura nos pone en contacto con un mundo distinto de la
escena (sólo accidentalmente igual a la escena misma): en ocasiones, el simbolismo llega a
ser enteramente arbitrario y artificioso. Así, por ejemplo, Hylas se pone de puntillas al
pronunciar «los grandes Atridas», como si quisiera significar los «altos». (Sittl, Los gestos
entre los griegos y los romanos. Apud Bühler.)
Esta teoría es, sin duda, sumamente sugestiva y pueden aducirse muchos testimonios a
su favor; es, generalmente, la que todos suelen seguir, explícitamente y, sobre todo,
implícitamente. [124] Es también, como la plástica, una teoría «material»: sólo que mientras
ésta no impone al «espectáculo» un sentido simbólico, sino que se contenta con afrontarlo en
su estricto y real cromatismo, en cuanto pintoresco y bello en sí mismo, aquella interpreta la
escena como presagio de un Mundo distinto de la escena en el que se termina
intencionalmente la mirada del espectador. Pero, en rigor, tanto la primera teoría como la
segunda se contentan con explicar al espectador como vidente de un Mundo objetivo, cuyo
acceso nos lo hacía en todo caso posible el Escenario.
¿No podrían interpretarse los «engaños» o ilusiones de la escena como un resultado del
juego entre los elementos escénicos como símbolos y como entes de realidad propia?
Esquemáticamente, quedaría todo explicado si admitimos que los actores no son propiamente
símbolos de Personas distintas de ellos, sino que se designan a sí mismos: sólo así podrá
hablarse de farsa, cuando los consideramos como representando a otros: y esta consideración
es de una probabilidad análoga a la que existe para tomar la imagen especular por imagen
real, sólo que inversa: aquí tomamos la imagen por lo real: en el Teatro, lo real por imagen.
Pero en el Teatro, lo que el espectador vería no es algo distinto de los actores y del escenario
mismo, es decir, lo que de verdadero real y no de simbólico tiene el Escenario mismo. (Los
conceptos de Verdad y Engaño aplicados al Teatro pueden encerrar muchos sentidos. Por
ejemplo, podemos llamar verdadera o verosímil a una comedia ateniéndonos a la relación
entre el «texto» y determinada región de la Sociedad. En este sentido, el Teatro alcanza
valores simbólicos. Pero en lo que aquí estudio, Verdad e ilusión se aplican al estricto modo
de ser de los elementos escénicos en cuanto símbolos o entes reales.) Si podemos llamar
farsa al Teatro, es simplemente porque los elementos escénicos no funcionan originariamente
como símbolos de un mundo distinto de ellos, sino porque funcionan por ellos mismos: y la
farsa consiste en que, pese a esto, los tomamos por símbolos y no tomamos la escena en lo
que de real y verdadero tiene en sí misma.
Ahora bien: ¿qué es lo que de verdadero, real en sí mismo, tiene la escena? Brevemente,
aun en el caso de [127] tomarla como farsa o ficción, lo verdadero sería la ficción misma, «el
hecho mismo de fingir»; y este hecho mismo de fingir es una actitud que incesantemente tiene
lugar en la Escena, y, naturalmente, sólo pueden asumirlo sus componentes personales, los
Actores. Todo lo demás –escenografía, vestuario– puede considerarse como el conjunto de
instrumentos que ayudan a fingir al Actor, o bien, que ayudan a presentar ante el espectador
su ficción como una verdad. Pero como hemos considerado la entidad de la ficción en sí
misma como algo substantivo, que verdaderamente acontece en escena, deberemos concluir
que las tramoyas ayudan en rigor al espectador a contemplar la verdad de la ficción, lo que la
ficción tiene de real, de verdad, de substantivo, como algo ciertamente auténtico y
«verdadero».
Pero, ¿qué es, en concreto, lo substantivo, lo verdadero de la farsa? Sin duda, el hecho
mismo de re-presentar un papel, del estar-en-escena los Actores, que son fenómenos que
acontecen efectivamente en el Escenario. Si el espectador contemplase el Escenario bajo este
respecto ya no podría hablarse simplemente de que el Teatro es una farsa, un autoengaño, un
sueño, y que nos entregamos para evadirnos de la realidad. Lo engañoso del Teatro sería
resultado posterior, derivado de tomar lo real como simbólico (al compararlo, v. gr., con la
Sociedad); resultado hasta cierto punto obligado, ilusión necesaria, pero que, lejos de exhibir,
ha encubierto la esencia de la Escena, pues la Verdad del Teatro consiste en que la escena
«parezca efectivamente algo real». La «verdad» del Teatro no puede consistir en la verdad del
«engaño» de la farsa: si así fuera, necesariamente cuanto más verídica pareciese la farsa,
más engañosa sería. Cuanto más se exagere la exactitud, y para el actor que representa al
Carlos VII de Dumas se utiliza la propia armadura del siglo XV pedida al Museo de Artillería,
[128] el error es más acusado. En el caso límite en que los propios actores librasen en el
escenario una escena real, entonces la veracidad de la escena sería ya insuperable; sin
embargo, es evidente que ya no estaremos ante un fenómeno estrictamente teatral –evitando
la acepción «ontológica» que concedo más adelante–. En conclusión, la verdad del Teatro,
considerada como verosimilitud, es siempre una relación derivativa, más o menos apetecible
(el ansia de verdad de las directrices del Teatro, del Arte de Moscú, Stavislawsky y
Nemirowich, cuya divisa teatral era: pravda –verdad en los decorados y en la actuación–, era
en rigor un ansia de verosimilitud, siempre relativa a una Sociedad determinada), pero nunca
interna en sí misma al escenario, en tanto que lo consideramos como realidad en sí mismo y
no como pintura de una Sociedad, relativamente a ésta.
Resumiendo esta discusión acerca del adjetivo veraz aplicado a la farsa teatral, obtengo:
Que sólo podemos llegar a concebir como farsa al Teatro si efectivamente se da una «mención
del escenario para sí mismo»: si nosotros concibiéramos siempre al actor Hamlet como un
símbolo, no habría farsa o engaño; luego si lo hay es porque tomamos al actor Hamlet como
verdadero Hamlet. Pero esta «encarnación» de Hamlet, por parte del actor, en tanto que es
real y puede «ilusionar» al Espectador, posee ya una verdad en sí misma, interna al escenario:
entonces, si queremos concebir al Teatro antes que como una «técnica de autoengaño», puro
ilusionismo psíquico, como algo más profundo, verdadero, será preciso admitir que en el
Teatro contemplamos antes lo que de real en sí, y no de engañoso, tiene, y que es la «propia
re-presentación»; con ello, la veracidad del Teatro alcanza ya otro sentido diferente: antes que
ser la capacidad del actor para trasladarnos a Hamlet, sustrayéndose a sí mismo, deberá
concebirse como [129] la capacidad del actor para presentarse a sí mismo identificado con
Hamlet; esquemáticamente, antes que hacerse él idéntico a Hamlet, es Hamlet quien se hace
idéntico a él. El aspecto de farsa que el Teatro siempre envuelve sería necesario pero no
originario y profundo, sino derivado de un juego de perspectivas. Pero en esta hipótesis, el
orden que guardan los elementos del escenario debe también alterarse: ya no será lícito
considerar, v. gr., Actores y Escenografía en igual plano, cuanto a su «veracidad»: lo
verdadero es sólo el Actor; lo demás es sólo auxiliar de la imaginación, e incluso puede ser
simbólico (y el simbolismo puede extenderse al propio actor: entonces ya el Teatro se
convierte más en narración, en juglaresco espectáculo).
Con esto llegamos ya a la Teoría formal del espectador teatral, que corresponde a la
Teoría formal del Teatro como un «estar-en-escena», un re-presentar. En verdad, que si como
esencia del Teatro habíamos admitido el estar-en-escena, resulta de analítica evidencia que lo
que el espectador contempla en el Escenario no será sus contenidos plásticos o un modo
intencional mentado por él –tal como sostienen las «teorías materiales»–, sino el propio estar-
en-escena de los Actores. Verdaderamente, sólo por presupuestos injustificados –el escenario
como conjunto de símbolos– podría empañarse la claridad de la afirmación de que al estar-en-
escena del Actor ha de corresponderle una contemplación de ese estar-en-escena por parte
del espectador. Solamente cuando al estar-en-escena se le confiere un sentido simbólico,
entonces se hace dudoso que el espectador deba mirar el estar-en-escena y no más bien lo
que el estar-en-escena mentase. Pero si se deshace el presupuesto sobre la naturaleza
simbólica del escenario, la teoría formal del espectador es evidente y analítica.
Según la teoría formal del Teatro, a la actitud del actor [130] –que se describe con la
expresión estar-en-escena– corresponde en el espectador una contemplación de este mismo
estar-en-escena: lo que el espectador «busca» en el Escenario es el virtuosismo del
comediante: hasta cierto punto, la actitud del espectador teatral, en cuanto tal, es la del
director dramático: una actitud «técnica» –aunque sin el sentido técnico del director de
escena–. Así, cuando el espectador contempla el escenario, ve al comediante antes que a
Hamlet: Ve al comediante re-presentando el papel de Hamlet. Reconozco que esta teoría
puede parecer demasiado forzada al aplicarla a la experiencia: pues para que fuese
verificable, parece que el espectador debería siempre observar una actitud reflexiva y crítica
ante la Escena, siendo así que más bien se deja llevar hacia el mundo representado por los
comediantes. Sin embargo, no puede menos de reconocerse que el público posee una finísima
sensibilidad para apreciar cualquier error de interpretación; este error es para el espectador de
una significación mucho más grave que una errata en un libro; la sensibilidad para el error
demuestra que, de un modo espontáneo, la actitud del espectador es crítica, en tanto que
constantemente está «midiendo» al actor con el Ideal que representa. (Por ejemplo, cuando
aplaude a los Actores.) Esto significa que el espectador se halla en todo momento meditando
no sólo los «papeles y caracteres», sino la encarnación de los mismos en las tablas. Según la
Teoría formal, además, el objeto formal de la contemplación escénica es precisamente esa
encarnación a puesta-en-escena de los Caracteres o Tipos dramáticos. Para que se entienda
rectamente la Teoría formal que estoy desarrollando, hay que tener presente que ella no
defiende que el estar-en-escena es el único y exclusivo contenido que el espectador
contempla en el Teatro. Antes bien, es necesario que el espectador vea también los demás
contenidos, tanto plásticos como intencionales [131] (en tanto que la función simbólica resulta
dialécticamente necesaria) y que todos juntos constituyen la materia que ulteriormente se
pone-en-escena; si ella faltase, el estar-en-escena sería una forma vacía, sin contenido. Lo
que defiende, pues, eso sí, la Teoría formal, es que para que la contemplación sea teatral, ha
de ser preciso que la consideración del estar-en-escena sea la que matiza a todos los demás.
Y la que da origen a la función específica del Teatro en la Sociedad, según trata de evidenciar
este trabajo.
El Cine y el Teatro
De las ideas recién expuestas puede obtenerse un criterio para encontrar la profunda
razón de la distinción entre Cine y Teatro, cuyas relaciones son toscamente conocidas por el
público en general, pese a que es vulgarísimo el afán de compararlas y proponer
consecuencias, muchas veces certeras, obtenidas de la comparación. Acaso la diferencia más
profunda entre Cine y Teatro, la que también posee un alcance sociológico mayor, y la que,
aunque suene a paradoja, permite rigurosamente mostrar las profundas semejanzas entre
Cine y Teatro, es la que puede derivarse del distinto modo de mención intencional de las
imágenes del Escenario y de las imágenes de la Pantalla. Según la teoría formal del Teatro, el
espectador contempla la acción dramática toda como si tuviese lugar en el escenario mismo; y
ello supone que la acción misma está ocurriendo en la propia escena, como lo demuestra la
mímica de los personajes; no en otro mundo simbólicamente mentado por ésta. J. J. Engel ya
había observado cómo el actor presenta en las tablas, como un hic et nunc de nuevo vivido, lo
recordado y el relato de lo ausente y ya pasado. Como quiera que lo que efectivamente
sucede en la escena es la representación [132] de los actores, la voluntad de encarnar sus
Personajes –los Dramatis personae–, si existe una ilusión en el Teatro es una ilusión
metafísica en el sentido de que se trata de una ilusión brotada del propio yo, que él mismo se
ofrece a los demás como otro distinto a quien representa. El escenario puede concebirse como
un conjunto de artificios que ayudan a la imaginación (y que pueden faltar); pero en sí mismo,
si él es símbolo, lo es sólo de la idea «espacio indeterminado», donde ciertos hombres
pretenden realizar el experimento metafísico que consiste en abandonar su personalidad para
asumir la ajena. El elemento esencial del Teatro es así el Actor, la persona que está-en-
escena: el elemento humano que representa; tal es lo real y auténtico del Teatro. Todo lo
demás es elemento subordinado (aunque inexcusable). El Escenario, además, posee en sí
mismo la capacidad de ser un lugar espacial que plantea artificial y experimentalmente
situaciones reales (en el sentido behaviorista) para ciertas personas (los actores): en él, pues,
la metamorfosis de la persona es verdaderamente real y metafísica. El Actor (el estar-en-
escena) es lo esencial del Teatro; incluso cuando leemos una obra dramática pensamos en
situaciones escénicas. En el Teatro radiofónico, seguimos hablando de «foros» y «proscenios»
en lugar de vivir las situaciones como en la novela. El Autor dramático es, por paradójico que
parezca, accidental en el Teatro. El público no lo advierte, y para acogerlo, exige que se le
presente como un Actor más, saludando entre los demás actores. La «acción» tiene lugar
siempre en el Escenario porque la acción teatral es la representación de los Actores. Si los
telones representan Dinamarca, esto es una pura ayuda a la imaginación. Lo esencial del
Teatro es que Hamlet vive en el escenario mismo, gracias al Actor; y así como el escenario era
el símbolo indeterminado, abstracto, del lugar de cualquier persona, así el Actor es el símbolo
[133] de cualquier persona, de la Persona indeterminada en general. Así, en el Teatro veo al
Actor a través de Hamlet, pero no a Hamlet a través del Actor, como mero símbolo; lo que veo
es al Actor en cuanto que se da en Hamlet, y en el mismo lugar que se halla. Es como si
Hamlet estuviese en la propia escena encarnado en el Actor. Y esta encarnación es una
verdadera ilusión metafísica, no óptica, pues el propio Actor –como en el Teatro clásico–
puede anunciarnos lo que va a representar. Es lo esencial del Teatro, es su verdad. Por eso,
todo verismo teatral –que, en esencia, sólo dispone de un mismo procedimiento: poner a la
acción en el escenario mismo (es el recurso de La Comedia Nueva de Tamayo; o el de
Pirandello, &c., cuando hace que del público actúen sobre los Actores, para conseguir que
éstos aparezcan no como símbolos, sino como reales en sí)– es redundante: pues el verismo
es la propia experiencia metafísica que siempre se da en la Escena; todo lo demás –
escenografía– no es, por así decir, materia del verismo: puede ser accidental. Así, lo es
también el que la acción suceda en el escenario o fuera de él, o que los telones representen
castillos o se representen a sí mismos. En el Teatro, lo esencial, que es la representación de
los actores, siempre tiene lugar en el Escenario.
Pero en el Cinematógrafo todo es distinto. Cierto que, desde el punto de vista técnico de
la edificación del film, también hay actores, puesta-en-escena, «teatro». Pero consideremos la
cuestión desde el espectador, que a fin de cuentas posee la visión esencial, la visión de la
obra acabada. Y lo primero que debemos advertir es que la mención intencional del
Cinematógrafo jamás es la propia pantalla. Cuando contemplamos una proyección
cinematográfica, necesariamente pensamos en el mundo intencional por ella representado.
Aquí escenografía y Actores están ya en el mismo plano significativo: todos son elementos de
un [134] Mundo objetivo con el que la Pantalla nos pone en comunicación: de aquí el
Naturalismo del Cinematógrafo. Pero este naturalismo no puede considerarse como un simple
avance en la misma dirección que el Teatro, como un logro de verismo al cual la farsa jamás
podría llegar. El naturalismo del Cinematógrafo es de otro grado ontológico que el naturalismo
al que puede legítimamente aspirar el Teatro; acaso pudieran diferenciarse diciendo que el
uno consiste en una pura ilusión óptica –una ilusión psicológica–, mientras que el otro consiste
en una ilusión metafísica –una voluntad de ser, aunque efímeramente, lo otro–. La ilusión del
cine opera en la retina; la del teatro en el yo más profundo. El naturalismo del teatro se refiere
al hecho metafísico mismo de ser Actor, en cuanto es un ser real; todo lo demás puede ser
simbólico, artificial, «teatral». El naturalismo del Cine se refiere a la semejanza fotográfica; por
eso no se admite simbolismo y molesta en él lo «teatral». Naturalmente, el cinematógrafo
conserva muchos elementos teatrales, en cuanto es fotografía de un Escenario, a saber, el del
Estudio –pero no de la Realidad–. Pero adviértase que el film de una representación teatral
sigue mentando algo distinto de la pantalla, que aquí es justamente un escenario.
Sin embargo, todas estas diferencias entre el Cine y el Teatro pueden ser borradas si nos
elevamos al punto en el cual eso que es representado intencionalmente por el Cine sea el
propio estar-en-escena, como sucede además generalmente; pues también en el Cine y
justamente gracias al modo formal de mentar fuera de la pantalla, contemplamos
principalmente actores –cuyas vidas son además conocidas por el público–. Entonces el Cine
es rigurosamente una fotografía del Teatro, es un modo técnico de ver el Teatro; en el orden
de las esencias, el Cine y el Teatro sólo difieren en el Método de transmisión de las imágenes
[135] escénicas; la diferencia que existe entre oír a un orador directamente o por un micrófono.
Es cierto que el Cine tiene esenciales diferencias en el «estar-en-escena»; pero éstas no
significan nada en las Esencias; lo importante es que también son actores que representan.
Entonces el Cine puede sustituir al Teatro como que es sustancialmente idéntico. El Cine,
como innovación en el Mundo teatral, no es algo más que lo que la «Comedia Nueva» era para
la antigua. Seguramente, al Cine le corresponde en nuestra Sociedad una función de superior
eficacia que al Teatro. (Véase el profundo «artículo» de Correa Calderón: «Polémica del
Teatro y Cine». Escorial, Madrid 1949.)
Como conclusiones de interés práctico, advierto que la teoría formal del Teatro introduce
una ordenación entre los componentes teatrales en la que se dan las siguientes relaciones
esenciales:
3. El Autor queda subordinado a los Actores. Hasta el punto que puede afirmarse que el
porvenir del Teatro depende más bien de los Actores que del Autor.
Mundialización y Globalización
Gustavo Bueno
Se intenta determinar un criterio objetivo que permita establecer una diferencia entre los
términos, usualmente confundidos, de Mundialización y Globalización.
1. He aquí dos términos de máxima actualidad que en nuestros días están en boca de todos, tanto
en las bocas de los altos funcionarios, políticos o banqueros que se reúnen en edificios bien
protegidos policialmente de ciudades como Seattle, Davos, Gotemburgo, Génova, como en la boca
de quienes acuden a esas ciudades a las manifestaciones «anti-globalización» (o, por un modelo
alternativo de globalización) o, sencillamente, se reúnen en lugares elegidos por ellos (Portobello,
por ejemplo).
«Todo el mundo» –puede decirse– tienen sus propios saberes y opiniones sobre la
«globalización», otras veces designada como «mundialización». Pero ocurre que estos saberes y
opiniones, ya sean técnicos, científicos o ideológicos, son muy diversos. Un teólogo católico, un
teólogo protestante o un ortodoxo –por no decir un musulmán, un hebreo o un confuciano–
tendrá probablemente un concepto de la globalización y de la mundialización muy distinto del que
pueda tener un economista tecnócrata, demócrata y agnóstico, un marxista, un «demócrata
participativo», un anarquista o un humanista-indigenista.
Tendría por ello poco sentido que, por mi parte, aprovechase esta solemne ocasión para exponer
mis propias opiniones sobre el particular, como si los ilustres miembros de un auditorio tan
distinguido como el presente, que ya tiene sus propias opiniones formadas al respecto,
necesitasen conocer con urgencia una opinión más; una opinión que, ni ellos ni yo, podríamos en
ningún caso considerar como sabiduría llovida del cielo, cuya importancia o novedad justificase o
exigiese su inmediata revelación.
2. Entonces ¿por qué he aceptado una tarea tan comprometida, por qué me he decidido a
enfrentarme, en general, con las ideas de mundialización y deglobalización? Sencillamente porque
yo no voy a hablar propiamente de la globalización, ni voy a hablar de la mundialización, en sí
mismas consideradas. No se alarmen. No voy, por ello a «salirme» del tema anunciado: voy a
hablar de lasrelaciones entre estas dos Ideas.
Es evidente que para hablar de las relaciones entre los términos de un modo que no sea
estrictamente algebraico es necesario tener en cuenta la materia, significado o contenido de estos
términos. Sin embargo, cuando nos mantenemos estrictamente en la consideración de sus
relaciones, la materia, significado o contenido de los
términos globalización y mundialización, aunque no pueda ser eliminada, si puede ser «desviada»
en nuestro tratamiento de su posición frontal, de suerte que en lugar de ofrecérsenos
como materia directa se nos ofrezca comomateria oblicua. No es lo mismo tratar en directo del
punto y de la recta como elementos de la Geometría de Euclides que tratar de sus relaciones, de
suerte que puedan quedar desviados, en perspectiva oblicua (y acaso definitiva, según el
formalismo de Hilbert) sus supuestos contenidos absolutos.
3. Ahora bien, ocurre que tampoco existe unanimidad, consenso o acuerdo en el momento de
caracterizar la naturaleza de las relaciones que ligan a los
términosmundialización y globalización. Nuestra primera tarea habrá de consistir, en
consecuencia, en clasificar estas opiniones (o teorías para algunos) sobre tales relaciones.
Y el criterio de clasificación más inmediato que conozco es el que pone a un lado las relaciones
de identidad (esencial, sin perjuicio de diferencias accidentales o secundarias) y al otro las
relaciones que dicen diferencias. Podríamos entonces distinguir dos grandes familias o grupos de
opiniones o teorías al respecto.
4. En el primer grupo incluiremos a todas las opiniones o teorías que defiendan de algún modo la
tesis según la cual los términos mundialización y globalización son equiparables porque dicen lo
mismo en esencia y porque sus diferencias no serían tanto reales (o conceptuales) cuanto verbales
(«semánticas», decían ya, en casos como éste, algunos procuradores en Cortes de hace treinta
años y siguen diciendo hoy algunos diputados del Parlamento democrático). Algunos teóricos de
este grupo precisarán el alcance de la expresión «diferencias verbales», a través de las diferencias
que puedan existir entre dos lenguas reconocidas, como puedan serlo el inglés o el español.
«Globalización», dirán algunos, sería término propio de la lengua inglesa y su utilización en
español, en competencia con el término «mundialización», constituiría un anglicismo que muchos
puristas desearían ver borrado (así se expresó el señor Enrique V. Iglesias, Presidente del Banco
Interamericano de Desarrollo en una conversación que mantuvimos en Oviedo el día en que fue
nombrado «Hijo adoptivo» de la ciudad). Decir «globalización» en lugar de decir «mundialización»,
sería como decir «oftalmólogo» en lugar de decir «oculista». Habrá matices diferenciales, sin duda
(no hay dos términos enteramente sinónimos), pero estos matices serían considerados
irrelevantes cuanto a las «esencias».
Ahora bien, las teorías u opiniones incluidas en este primer grupo no nos parecen bien fundadas.
Ni siquiera en virtud de las adscripciones lingüísticas que se les atribuyen («globo» y «global» son
términos del español de origen tan latino como «mundo» o «mundial»). La identidad entre las
ideas de globalización y mundialización sólo puede mantenerse en el supuesto (que constituye una
petición de principio) de una definición estipulativa de la mundialización por la globalización o
recíprocamente. Pero una tal equiparación estipulada tendría que saltar por encima de las
diferencias objetivas que cabe advertir y sobre las cuales se apoyan las teorías u opiniones que
incluimos en el segundo grupo.
Por tanto, si reconocemos los fundamentos como nosotros lo hacemos de las opiniones o teorías
del segundo grupo, la objeción fundamental que dirigimos contra las teorías de la equiparación no
puede ser otra sino la de la ignorantia elenchi.
5. Nos atendremos, por tanto, a las teorías (u opiniones) del grupo segundo, que comprende a
todas aquellas que sostengan la diferencia esencial entre globalización y mundialización. Ahora
bien, los criterios para establecer y valorar estas diferencias pueden ser de muy distinto orden.
Tendremos pues, ante todo, que clasificar estos diferentes «órdenes».
Acaso el criterio más profundo para establecer las diferencias entre estos órdenes sea el que
distinga los fundamentos que se atienen, o bien, (A) a (supuestas) diferencias de orden material
(categorial podríamos decir), o bien (B) las que se atienen a diferencias de orden estructural, es
decir, que tengan que ver con ideas tan generales como las de todo y parte (lo que será
pertinente, en principio teniendo en cuenta que la globalización implica operaciones de
totalización).
En realidad, los criterios (A) vienen a presuponer que los procesos de mundialización y los de
globalización tienen la misma estructura lógico-material, por lo que sus diferencias habría que
tomarlas de los campos categoriales a los cuales se aplican. De este modo, entre los criterios (A)
citaríamos, como los más utilizados, los dos siguientes:
Esta distinción, que nos es propuesta de vez en cuando, tiene sin duda un fundamento cuanto a
los conceptos asignados a cada término. Lo que carece ya de todo fundamento es la asignación a
los términos de tales conceptos. Por la misma razón podríamos mudar esta asignación, llamando
globalización a la mundialización o recíprocamente.
Las diferencias en este orden parecen por tanto lingüísticamente gratuitas o puramente
convencionales. Pero sobre todo dejan escapar diferencias de concepto efectivas que están
envueltas, como mostraremos, en los términos globalización y mundialización, y que no habría por
qué desaprovechar.
(2) Mundialización y globalización son procesos de similar estructura pero aplicada a campos
categoriales diferentes. Por ejemplo, el término globalización se aplicaría a la categoría económica
(«globalización» designaría al proceso de totalización económica e instrumental, llevado a cabo
sobre todo a raíz del hundimiento de la Unión Soviética y, con ella, la política bilateral de bloques
de la «guerra fría» y la consolidación de un mercado mundial continuo, descolocación de las
empresas multinacionales, abaratamiento de costos, &c.); otros dirán sencillamente que la
globalización no es otra cosa sino la extensión planetaria del modo de producción capitalista. Esta
extensión alcanza a la antigua URSS y a China. En cambio, el término mundialización, tendría que
ver con categorías no estrictamente económicas, sino por ejemplo, políticas, religiosas,
tecnológicas; mundialización equivaldría a «cosmopolitismo», si tenemos en cuenta que «mundo»
traduce ya en los clásicos el termino griego «cosmos».
También esta distinción es gratuita, no cuanto a los conceptos desde luego, sino cuanto a la
asignación de los nombres; puesto que si no se dan otras razones, aunque se admita la distinción
de los conceptos correspondientes (lo que en cualquier caso no es muy claro: las categorías
económicas no son independientes de las tecnológicas o de las políticas), tan gratuito sería llamar
mundialización a la globalización así entendida, como a lo contrario. Y también quedarían
eclipsados los conceptos obtenidos en ambos términos y que obran en ellos siempre de un modo
más o menos consciente.
6. Estas consideraciones nos advierten sobre la naturaleza de nuestro propósito: lo que buscamos
es una distinción conceptual, desde luego, pero tal que la asignación de los nombres
(«globalización», «mundialización») no sea gratuita, sino que esté justificada, en virtud de que la
diferenciación de los términos corresponda a una diferenciación de los conceptos. ¿Cómo? De la
única manera que cabe la justificación en este terreno: en la propia historia etimológica de los
términos, pero en tanto que esta historia envuelve un proceso de desarrollo («noetológico», en
algún sentido) de ideas holóticas, en este caso, y que suponemos obrando en dicho proceso. No se
trata de apoyarnos simplemente en argumentos etimológico-históricos a fin de justificar, por así
decir, la distinción por la etimología. No somos gramáticos y más bien al revés tratamos de
justificar (o reinterpretar) la etimología y la historia de los términos por la distinción establecida en
el terreno pertinente: aquel en el cual actuase (en los decursos empíricos de la historia de los
conceptos) una lógica capaz de mantener «noetológicamente» el curso de ciertas relaciones
vinculadas a determinadas estructuras (aquí las holóticas). La situación podría compararse con
aquella en la cual el historiador de la Aritmética, va constatando los primeros y sucesivos conatos
de simbolización numérica pero no como meros datos «empíricos», sino en la medida en la que la
sucesión de los diversos intentos puede ser interpretada, al menos, parcialmente, como resultado
de la «lógica interna» en virtud de la cual pueda decirse que es la estructura de la teoría de los
números la que está guiando de algún modo, por razones objetivas, el curso empírico de los
«ensayos» de simbolización numérica.
En nuestro caso, tal es nuestra tesis, la estructura desde la cual nos disponemos a reinterpretar los
datos de la Filología, de la Etimología o de la Lexicografía, es la estructura holótica, de la que se
ocupa la llamada «Teoría de los todos y las partes». Desde esta estructura los propios datos
etimológicos o históricos que arrastran los términos de referencia se recomponen, al menos
parcialmente. Sólo aparentemente podrá parecer, por tanto, que estamos siendo reabsorbidos
por la Filología. La verdad es la contraria: intentamos reabsorber la Filología en la lógica material y
reexponerla desde ella. Dicho de otro modo: de lo que tratamos es de establecer unas relaciones
firmes entre mundialización y globalización tales que estando objetivamente establecidas de un
modo riguroso, sean a la vez asignables a los términos de referencia (lo que nos permitirá a su vez
concluir que estos términos envuelven ya de algún modo nuestras definiciones). Desde esta
perspectiva tratamos de desarrollar una «teoría formal» y establecer finalmente algunas
proposiciones desde las cuales sea posible reinterpretar algunos hechos.
7. Desde la perspectiva de la teoría holótica, las diferencias entre globalización y mundialización
pueden ser expuestas de modo terminante –según diferencias, insistimos que habrían de quedar
reflejadas en la historia misma de los términos respectivos– de la siguiente manera.
¿Y qué es un globo, desde una perspectiva operatoria? Genéticamente, sin duda, es el resultado
de una globalización, lo que significa (para quien creyese que estamos moviéndonos en un terreno
de tautologías) que no cabe suponer dados «globos» previamente a las operaciones de
globalización; sin perjuicio de que, una vez cumplido el resultado de la operación podamos
segregar este resultado (el globo, en nuestro caso) de acuerdo con los principios generales de los
cursos que venimos denominando alfa-operatorios. Por lo demás, las operaciones que se
resuelven en la conformación de un globo pueden proceder de muchas maneras, ya sean
componiendo, ya sean segregando (el «globo ocular» resulta sin duda de la disección de tejidos
«adheridos» a él en el continuo orgánico). Pero no ya genéticamente, sino estructuralmente
un globo es sencillamente una esfera (o un esferoide); al menos Cicerón dice que globus, en latín,
se corresponde con el término sphairos, en griego. Estructuralmente por tanto, y cualquiera que
haya sido la vía que haya conducido hacia él, un globo es un cuerpo esférico, de radio finito, cuyo
contorno es la superficie esférica y su dintorno es el conjunto de «partes englobadas» en ellas. Su
entorno es el conjunto de cuerpos (esféricos o no) capaces de incidir sobre el dintorno del globo,
susceptible de recibir su influencia.
Por este motivo, una esfera de radio infinito ya no será un globo, sino un concepto geométrico
límite, que no puede ser localizado en ninguna región del mundo «porque su centro estaría en
todas las partes y su circunferencia en ninguna».
El concepto de «globo» no implica por tanto su unicidad y es compatible con una pluralidad de
globos, de globalizaciones. Esto no quiere decir que los diferentes globos o esferas hayan de
distribuirse siempre como una multiplicidad de partes diversas. Pueden estar éstas en contigüidad
y, sobre todo, intersectadas y aun incluidas unas en otras, como si se tratase de estructuras o de
capas concéntricas. Esta es la situación más interesante para nosotros porque en ella es donde
aparece la distinción entre una esfera englobante y otra esfera o esferas englobadas; relación que
en la Lógica de clases suele simbolizarse como relaciones de inclusión entre clases.
En realidad, las relaciones posibles que cabría establecer entre las esferas o globos son las
consabidas relaciones que en la Lógica de clases se conocen como relaciones de disyunción, de
intersección (parcial) o de inclusión; relaciones que Euler representó precisamente por medio de
círculos o esferas (sin perjuicio de que las clases lógicas fuesen principalmente totalidades
distributivas y los círculos o esferas de Euler fuesen totalidades atributivas).
Sin embargo, a través de la representación de Euler podemos establecer las conexiones entre
las esferas englobantes (de otras esferas) y los géneros de Aristóteles-Porfirio; y, por consiguiente
podremos redefinir el concepto aristotélico-porfiriano de Género supremo o categoría como una
esfera englobante que, a su vez, no está englobada en otra de su materia, es decir, como una
esfera englobante máxima. Pero este es justamente el concepto lógico-material (topológico) que
preside la construcción del concepto de Civilización, tal como lo expuso Arnold Toynbee; concepto
cuyas conexiones con los debates de nuestros días sobre la «globalización» económica y cultural
son evidentes. En efecto, según Toynbee, las civilizaciones, en las que según él, se repartiría la
integridad de la cultura humana, son «globales», porque ninguna de las unidades que las
constituyen puede ser entendida plenamente sin hacer referencia a la civilización que las abarca.
Huntington subraya cómo las civilizaciones, para Toynbee, «engloban sin ser englobadas». Y
añade: una civilización es una «totalidad» que posee un cierto grado de integración, en la que sus
partes están definidas (como dice Melk) por su relación recíproca con el todo. Una civilización es
un «todo complejo», había dicho, un siglo antes, Tylor.
Sobre esta idea de las civilizaciones englobantes y no englobadas, y de la imposibilidad de que una
civilización incorpore a su ámbito a otras civilizaciones englobantes, se apoya Samuel P.
Huntington en el desarrollo de su teoría sobre elChoque de civilizaciones, a la que los
acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 dieron una inesperada actualidad ideológica. La
teoría del choque de civilizaciones, en este caso el choque entre la civilización occidental y
la civilización islámica, podía servir para «legitimar» y orientar la respuesta de los EEUU, de
acuerdo con la llamada Carta de América, de 14 de febrero de 2002, suscrita también por
Huntington.
Porque el Mundo es una pluralidad que propiamente, no tiene contorno ni, por tanto, entorno. La
Idea de Mundo puede utilizarse en plural, pero con la condición de que esos mundos (otras veces
llamados «universos») no queden «englobados» en los demás, porque entonces se reducirían a un
único Mundo. Ni siquiera deben intersectarse: cada mundo «se vuelve sobre sí mismo» y
precisamente entonces empieza a constituirse como tal, como un universo. No existe «comisario
de exposición» de pintura, organizada en torno a Picasso, Antonio López o a Saura que no hable
del «universo de Picasso», del «universo de Antonio López» o del «universo de Saura»; lo que
quiere decir el señor comisario con ello es probablemente que fuera del conjunto de cuadros que
él controla, los demás cuadros existentes no le interesan, que el conjunto de cuadros que él
controla ha de considerarse por sí mismo, en el recinto de la exposición, y en el cual los visitantes
deberían olvidarse de cualquier otra cosa y, si fuera posible, no salir jamás del recinto. Un Mundo,
cabría decir, no tiene (como si fuese una mónada lebiniziana) «ventanas al exterior». Cuando
Popper habla de «los tres Mundos», también estaba subrayando su presunta incomunicación; y
cuando se habla de «pequeños mundos», «microcosmos», o en general de los «mundos
económicos» se está aludiendo a las supuestas leyes autónomas que regirían para cada uno de
ellos. El mundo es por tanto «autista», único, porque aun cuando reconozcamos algo fuera de él,
no lo consideramos. «Cada persona es un mundo», se dice en este mismo sentido. Pero con el
globo no ocurre esto, porque, como hemos dicho, los globos pueden estar encajados unos en
otros, como en una caja china.
El autismo que es, según esto, constitutivo de la Idea de Mundo, cabe sin embargo considerarlo
como resultado de una operación meramente intencional, puesto que no existe nada parecido a
un «universo Picasso». La «mundialización local», si cabe hablar así, es, por ello mismo una
operación que puede llegar a tener un signo opuesto a la operación globalización. Pues la
globalización, en cuanto englobante, dice incremento o ampliación de materiales «exteriores» al
conjunto inicial; pero la mundialización, si es local, dice restricción, abstracción de materiales
externos. Solamente habría una posibilidad de que una mundialización no fuese realmente
restrictiva, a saber, cuando el mundo sea único, dotado de unicidad. Y este es el caso del Mundo
por antonomasia, el Mundo en cuanto término de la tríada de la metafísica tradicional: Mundo,
Alma, Dios; el Mundo, como decía Mauthner, no admite plural, «por lo que sería una insolencia
hablar de mundos, como si existiera más de uno».
Ahora bien, este Mundo único ha de carecer, como ya hemos dicho de exterioridad y, por tanto,
de contorno. Luego, según lo dicho, no puede considerarse como resultado de una totalización
efectiva. El Mundo, en cuanto se concibe como un todo, resulta de una totalización imaginaria que
sólo puede llevarse a cabo «gracias a Dios». En efecto, «mundo» designaba originariamente el
cofre de la novia, todavía hoy llamamos mundo al baúl. Las joyas y otros útiles heterogéneos, que
constituían el ajuar de la novia, se guardaban en un mundo, en un receptáculo, cerrado en el
entorno, acaso vacío. La metáfora que suponemos pudo dispararse a partir de esta operación fue
la siguiente: ampliar el mundo, el cofre, a extremos infinitos; considerar al espacio vacío, al
receptáculo como un lugar en el que Dios fue depositando su obra de los seis días, a la manera
como la novia depositó sus joyas en el cofre o el emigrante sus enseres en el baúl. Y con todo esto
queremos decir que el Mundo sólo alcanza su sentido como totalidad «a través de Dios»; pero
esta totalidad es imaginaria, porque el Mundo no tiene límites. Ni siquiera en el caso en el que él
se suponga finito: como es sabido Einstein recogió estas ideas estableciendo que el Mundo es
finito pero ilimitado. Y en tanto que los globos o esferas pueden englobar a otras esferas, como
ocurría con las esferas homocéntricas de Eudoxio que, con el centro en el globo terráqueo iban
envolviéndose unas a otras y eran envueltas por la última esfera englobante o cielo de las estrellas
fijas, formaban el Mundo, el cosmos, un sólo Mundo; porque si un Mundo mayor envolviese al
Mundo efectivo, lo refundiría en él formando un único Mundo. No cabe hablar pues de mundo de
mundos como tampoco cabe hablar de nación de naciones.
9. De lo que precede deducimos que así como para hablar de mundialización estricta no es preciso
dar parámetros, porque sólo existe una mundialización, para hablar en concreto de globalización,
englobante o englobada, hay que dar parámetros, porque sin ellos el concepto pierde todo su
sentido; además, un cambio de parámetros altera también las relaciones de globalización que
habíamos considerado.
Es obvio que en los debates de nuestros días sobre la globalización, el parámetro es el Género
humano como totalidad que vive precisamente en el Globo terráqueo (en «el Globo», a secas,
como se decía a título de galicismo, en el siglo XVIII); es decir, en la Tierra anterior a los viajes
interplanetarios y a la «colonización de las galaxias», de las que ya se hablaba en el Viaje a la
Luna de Cyrano de Bergerac.
Desde esta perspectiva el primer proyecto de globalización que podríamos citar habría sido el del
Imperio de Alejandro; y la primera globalización efectiva habría tenido lugar en el siglo XVI, cuando
Carlos I, pudo dar a Juan Sebastián Elcano un «globo terráqueo» con la divisa: Primus circumdedisti
me. Por supuesto esta globalización no podría considerarse como desarrollada en un terreno
estrictamente económico, implicaba también una intención de globalización política y, por
supuesto, cultural y religiosa.
10. Las ideas expuestas sobre la estructura lógico-holótica de la globalización nos permiten
formular tres proposiciones (referidas a la globalización, relativa al parámetro «género humano
terrestre») con las que pondremos fin a nuestro análisis.
Proposición I. La globalización no se termina en la constitución de alguna esfera sustantiva con
«identidad propia». Una globalización, como proceso operatorio es siempre una concatenación
abstracta, morfodinámica, que logra, a partir de una zona previamente configurada, extender un
circuito o torbellino cuya recurrencia o sostenibilidad ampliativa depende, no solamente de las
partes internas de la zona de origen, sino de la capacidad de absorción de energías del medio o de
otras zonas subordinadas.
Proposición III. La globalización del género humano terrestre sobre la Tierra es una totalización
operativa cuyo sujeto operatorio no puede ser el propio Género humano como totalidad, puesto
que este Género humano es antes un resultado, a lo sumo, que un principio de la operación. Por
consiguiente la globalización, y aun las globalizaciones máximas, han de correr a cargo de sujetos
operatorios parciales. Pero el nombre que mejor conviene a estas partes orientadas a globalizar a
la Humanidad de un modo real es el nombre de Imperio.
Ahora bien: como las globalizaciones máximas pueden partir de «centros diferentes», los procesos
«imperialistas» de globalización si son simultáneos darán lugar necesariamente a conflictos que no
tienen por qué ser interpretados como «conflictos de civilizaciones», sino como conflictos de
proyectos de globalización, si es que a cada proyecto de globalización dado puede corresponder
uno alternativo, una antiglobalización, que casi siempre incluye un proyecto de globalización
alternativa. Una vez terminada la II Guerra Mundial los dos proyectos de globalización enfrentados
durante los largos años de la Guerra Fría fueron el de la Unión Soviética y el de los Estados Unidos.
Derrumbada la Unión Soviética el único proyecto de globalización efectivo que permanece es el de
los Estados Unidos, actuando en funciones de Imperio universal. Esta es la razón por la cual la
globalización por antonomasia puede situarse a comienzos de los años noventa. Pero otros
proyectos de globalización se preparan en contra: algunos, sin adscripción estatal fija, aunque
sean internacionales (como ocurre con los movimientos «antiglobalización»); otros con
adscripciones políticas más o menos precisas, que podemos llamar el Islam o China.
11. Concluiremos diciendo que una globalización, que tiene como radio un círculo máximo, por
mucha capacidad englobante de otras que posea, siempre podrá ser englobada o intersectada por
otras globalizaciones. Es decir, jamás podemos considerar que, tras una globalización máxima,
habremos conseguido agotar la realidad y dar «fin a la historia». Cualquier globalización podrá
quedar siempre desbordada por otras globalizaciones o por otros procesos que ni siquiera lo son:
cualquier globalización quedará siempre desbordada precisamente por la realidad misma
del Mundo.
El «ensayista» aparece, por lo pronto, como una modalidad del escritor en prosa. La
flexibilidad del nuevo género es inmensa: por la temática, por la estructura interna, por la
extensión. Hay ensayos que ocupan unas páginas, como un Discurso de Feijoo; otros
ensayos son «de gran tonelaje», como el de Locke. Unos ensayos tienen como tema asuntos
históricos, y otros se preocupan de cuestiones metafísicas. Algunos ensayos son
eminentemente expositivos, y otros, predominantemente críticos o polémicos. Podría
pensarse, ante tan gran diversidad [90] de estructura y temática, que el ensayo no
constituye propiamente un género literario, del mismo orden al menos que la novela, el
drama, el diálogo, o la literatura científica. Acaso el «ensayo» puede participar de todo un
poco y es, a lo sumo, un denominador común de algo bastante extrínseco –algo así como
«prosa», «opúsculo» o «artículo».
En todo caso, lo que interesa ahora subrayar es que cualquier persona instruida,
consideremos un bibliotecario, alinearía, como perteneciente a una misma clase, junto a los
Ensayos de Montaigne, ciertos escritos de Feijoo, Cadalso, Valera, Unamuno, Ortega. Y
esto, sin preocuparse demasiado de si tales obras llevan o no la palabra «ensayo» en su
título. Algunas obras tituladas «Cartas» –como las de Cadalso– acaso las incluiría, mientras
que otras tituladas «Ensayos» –como el de Bergson– las apartaría enérgicamente en el
estante de las obras escolásticas. Acaso nuestro hipotético bibliotecario no podría
justificarnos satisfactoriamente su conducta, pero de ello no deberíamos inferir que esta
conducta fuese injustificada. Sin duda, esta conducta demuestra sencillamente que el
«ensayo» es una clase especial entre las producciones literarias, una clase que se construye
«empíricamente», diría alguien, pero con un «empirismo» –añadiríamos– que puede
interpretarse como un proceder por entero operatorio-intelectual en tanto que se pueda
reducir a la operación de «clasificar», es decir, alinear, junto a un modelo dado –paradigma,
objeto representante– otro conjunto de objetos que guarden con él ciertas relaciones
simétricas, transitivas, &c. Estas relaciones están fundadas acaso en criterios no bien
analizados, oscuros y confusos, pero no por ello menos eficaces. De hecho, ésta sería la
conducta de la mayor parte de los críticos y profesores que, con certero juicio, son capaces
de clasificar una obra dada, aunque carezcan de formulaciones adecuadas de su propio
juicio. Y, recíprocamente, hay que conocer la posibilidad de un teórico de los géneros
literarios que desbarre, por desconocimiento de la materia concreta o por otras razones,
cuando trata de enjuiciar una obra determinada. Pero entre ambos extremos me parece que
no media la oposición de lo que es «empírico» (o irracional, o afectivo) y lo que es
«racional». La conducta clasificatoria de nuestro bibliotecario no tiene nada de «empírica»:
consta de operaciones orientadas a construir clases según relaciones abstractas, aunque
sean oscuras.
Las páginas que siguen intentan analizar las relaciones implícitas en la clase de
producciones literarias que llamamos «ensayos», a fin de construir un concepto. Esta
construcción tiene, sin duda, mucho de artificioso, puesto que depende, en gran medida,
de los recursos utilizados. [91] Pero no se trata de una construcción enteramente
convencional. Disponemos de un terreno «neutral», a saber, el material mismo ordenado –
sobre el cual nos reservamos, es cierto, un cierto derecho de «rectificación», porque no
presupongo infalible al crítico, profesor o bibliotecario que nos suministra el material. Lo
que buscamos es formular los criterios esenciales discriminatorios del ensayo y otras
formas literarias (novela, drama, &c.), así como determinar la raíz de ciertos rasgos
comunes a las obras consideradas como «ensayos».
Que el campo del ensayo –es decir, su extensión– sea muy amplio y heterogéneo no
estorba al intento de buscar un concepto general vigoroso, porque no se ha de confundir el
vigor de un concepto con su particularismo. Los conceptos topológicos son mucho más
generales que los métricos o proyectivos, hasta el punto que un individuo profano, situado
en el nivel de la Geometría elemental, podría pensar que un concepto en el que se unifica
un poliedro y una esfera es un concepto débil, no geométrico, un pseudoconcepto; y, sin
embargo, ello no es así.
El método empírico es muy sano, para evitar apriorismos y fantasías, y para roturar la
materia misma que intentamos definir; pero el temor al pseudoconcepto simplificador no
debe alejarnos del concepto. Lo que necesitamos es que se nos diga con toda claridad:
¿cuál es la articulación que el tema de España tiene con el género ensayo? Y, si esta [92]
articulación es de naturaleza accidental, es necesario ponerla en otra rúbrica distinta del
«método discursivo», supuesto que este rasgo sea esencial al «ensayo». Muchos rasgos son
ambiguos, precisamente hasta que no se articulan con los demás: por ejemplo, el
«personalismo». ¿Qué quiere decir personalismo? Porque el «personalismo» del ensayo no es
el de la lírica, o el de la confesión. ¿Cómo se articula el «personalismo» del ensayo con el
«método discursivo»? En resolución, la actitud «positivista» me parece que comienza a
resultar peligrosa cuando se hace exclusivista y niega la posibilidad misma de la definición
del concepto de «ensayo». Y una de las maneras más extendidas de negar en la práctica esta
posibilidad es condenar como «aliterarias» todas las definiciones o concepciones del ensayo
que contienen algún criterio «filosófico». Puede ocurrir, ciertamente, que una definición
determinada de ensayo, elaborada con conceptos filosóficos, sea aliteraria: pero lo sería, no
por «filosófica», sino por errónea. Dada la naturaleza del concepto de ensayo, es, a mi
juicio, de todo punto imposible ofrecer una definición adecuada al margen de toda
categoría de las que pasan ordinariamente como filosóficas. Esto mismo ocurre con las
significaciones «novela» o «drama»; pero no con los conceptos «soneto» o bien «octava
real». Si en lugar de tratar de definir el concepto de «ensayo» estuviésemos preocupados
por definir el soneto, no sería preciso recurrir a «coordenadas filosóficas». Ahora bien,
confundir la diferencia de nivel conceptual que media entre el «soneto» y el «ensayo» es por
lo menos tan grave para la crítica literaria como confundir los conceptos de «soneto» y
«octava real».
Hay otras definiciones del concepto «ensayo» que, aun cuando pretenden ser algo más
que una descripción empírica, no me parecen suficientes o correctas. Consideraré
solamente dos, elegidas entre las más corrientes:
Esta significación carece de vigor para recoger todo lo que se contiene en el «ensayo»
como género literario, así como para diferenciarlo de otros géneros literarios:
a) Caben «intentos» y «esbozos» de obras literarias que no son, sin embargo, ensayos
en el sentido que presuponemos. Por ejemplo, el proyecto de un drama o el boceto de una
clasificación periódica de los elementos químicos. El «Programa de Erlangen» es un ensayo
en el sentido de intento o boceto pero no lo es en el sentido que aquí nos importa.
Por último, la expresión «sin prueba explícita» es ambigua, porque sugiere, no solo la
negación de esa prueba, sino, sobre todo, su privación. Al decir que un ensayo no contiene
«prueba explícita», pensamos, desde luego, que esa prueba existe, pero que no la
consideramos. Con esto se confiesa, a mi juicio, desconocer la esencia del ensayo. Si es
cierto que el ensayo carece de pruebas propiamente dichas, de demostraciones, no es
porque las omita –en virtud de una deliberada limitación o renunciación constitutiva–, sino
porque su materia misma no las admite. El «sin» no es una privación sino una negación.
Estas clases son: la clase de los escritos en los que se expone discursivamente una
teoría (esta clase está emparentada con la clase de las «exposiciones científicas»), y la clase
de los escritos redactados en un idioma nacional.
Una teoría significa aquí un conjunto de palabras entre las que [95] median ciertos
nexos lógicos gobernados por un sintaxis peculiar. Según esto, teoría no es ciencia, ni el
ensayo en cuanto teorético es científico. Hay teorías precientíficas (algunos mitos, la
doctrina de Anaximandro). La ciencia sería una teoría demostrada.
El ensayo se nos presenta como la intersección de estas dos clases. Intersección que
produce una nueva clase de escritos dotada de una serie de propiedades características.
Pero la problemática del ensayo comienza, precisamente, a partir de esta definición. La
definición no constituye la conclusión, ni siquiera la respuesta a la pregunta «¿qué es el
ensayo?», más que de un modo muy abstracto. La definición del ensayo a la cual nos
atenemos constituye el punto de partida para reconstruir su interna estructura. En la
medida en que suponemos que las significaciones, de cuya interferencia resulta el concepto
de ensayo, son relativamente independientes, resultará que a la teoría en general le es
accidental venir expuesta en un lenguaje nacional, y a un idioma nacional le es accidental el
ser instrumento de exposición de teorías. Pero al ensayo le son esenciales, según la
definición, tanto la teoría como el lenguaje literario: de manera análoga a como al hombre
de Descartes le son esenciales la sustancia espiritual y la sustancia extensa, aunque al
espíritu en sí le sea accidental la extensión y a la extensión el espíritu. Y, precisamente por
esa accidentalidad de la que partimos, resulta problemático el concepto de ensayo, como
era problemático el concepto de hombre cartesiano. ¿Cómo es posible la intersección de
dos clases que son de todo punto independientes la una de la otra? Para que la intersección
misma resulte comprensible ¿no será preciso regresar hacia aquellos estratos de la teoría y
del lenguaje literario en los cuales ambos tienen algún punto común? Una definición por
intersección, como la que hemos introducido, utilizada como definición esencial analítica,
acaso oculta, más que exhibe, la esencia del ensayo. Así, la fórmula que utiliza Pérez de
Ayala: «el género literario llamado ensayo es un producto del injerto de la ciencia en la
literatura». Solamente si la utilizamos como definición dialéctica, como primera
coordinación del concepto de ensayo en una determinada constelación de ideas, necesitada
de un interno desarrollo que desborda incluso la definición originaria, cabría aceptarla.
Un ensayo contiene siempre algo así como una teoría: un conjunto de tesis, de datos,
de conclusiones, un estado de la cuestión. Una teoría no necesita proceder ab ovo, pero
puede también intentarlo. Puede haber teoría esbozada, pero suficientemente perfilada: el
prólogo de Ortega al libro del Conde de Yebes contiene una teoría de la caza; la crítica de
Unamuno al libro de Walton contiene una teoría de la pesca. Y aquel prólogo, como esta
crítica, pasan como ensayos genuinos.
El ensayo, por oculto que mantenga este esqueleto teorético, siempre lo necesita para
mantenerse como tal. Sin esta armazón, digamos lógica, el ensayo se desploma: sus
escombros llegarán a ser relato fantástico, [97] novela, drama, cuento, crónica o historia.
Un relato, un informe «fenomenológico», psicológico o histórico pueden tener, aparte de
su valor literario, un gran valor científico, como «documento protocolario». Pero, si es
relato, si no contiene teoría, entonces no será ensayo. Relatos de gran interés científico, sin
mengua de su valor literario –capítulos de Proust, de Kafka, de Sartre– no serán ensayos,
sino fragmentos de novela o relatos, en la medida en que no son teoréticos.
La estructura teorética del ensayo, daría también razón del estilo más bien lógico que
dramático que le corresponde. En una teoría, las posiciones opuestas se reducen a
proposiciones más o menos abstractas, pero no son meramente opiniones de personas.
Cuando esto ocurre, una exposición lógica se dramatiza. Pero el ensayo, en cuanto género
distinto del diálogo platónico, se mantiene en el plano de una dialéctica abstracta, teorética
y no dramática. Es cierto que hay diálogos que, en su fondo, se reducen propiamente a
ensayos. Podría valer como ejemplo el diálogo sobre el Racionalismo armónico de Valera.
Este factor constitutivo del concepto de ensayo me parece indiscutible hasta el punto
de que, contemplado aisladamente, semejante rasgo pudiera parecer trivial o tautológico.
Pero, si se da por supuesto, se corre el peligro de subrayar otros componentes, por
ejemplo estéticos, desplazando la problemática del ensayo a otras regiones marginales, [98]
concibiendo el ensayo algo así como un modo «elegante» de desarrollar teorías. Pero la
verdadera cuestión que plantea el ensayo como género literario me parece que estriba
sencillamente en comprender cómo el lenguaje nacional puede llegar a expresar teorías y
qué significado encierra el que llegue a expresarlas. Una teoría científica se procura un
lenguaje artificial, técnico o algebraico, que se aparta, en ocasiones de un modo
irreversible, de la semántica y sintaxis de todo lenguaje nacional.
En todo caso merece la pena subrayar que, si el ensayo cae bajo la jurisdicción de los
críticos literarios y de los profesores de literatura, es precisamente en virtud de este
segundo componente suyo, más que del primero, que incumbe más bien a la crítica
científica o filosófica. La importancia práctica de esta distinción se advierte con sólo echar
una ojeada a los tratados corrientes de Historia y Crítica literaria. Comprobamos con
frecuencia la ausencia de una clara conciencia crítico-literaria cuando se trata de enjuiciar
obras consideradas como ensayos.
A una teoría, como antes hemos dicho, le es accidental el que deba sujetarse al
romance. Al romance le es accidental el organizarse teoréticamente. Aquí advertimos ya la
contradicción implícita en la definición del ensayo por clasificación. Suponíamos que sus
factores en abstracto –teoría, romance– eran relativamente independientes, y, por tanto,
mutuamente accidentales. Pero, en concreto, comprobamos que a una teoría no le es
accidental el desenvolverse por medio de un lenguaje nacional, ya que ello implica ciertas
transformaciones y limitaciones de las virtualidades teoréticas. Y al lenguaje nacional no le
es accidental, en concreto, desarrollar una teoría, en tanto que su sintaxis y su semántica
reciben con ello determinaciones inusitadas.
La obra de Feijoo podría pasar, desde muchos puntos de vista, como [100] una obra
enciclopédica, Teatro, en el cual se diserta sobre todo lo divino y lo humano. No hay asunto
forastero al intento de la obra, dice el propio Feijoo alguna vez. Sin embargo, de aquí no
podría deducirse que el Teatro crítico, o las Cartas eruditas, en las que se continúa el designio
del Teatro, puedan ajustarse al esquema de una enciclopedia, en el sentido de la divulgación
o incluso en el sentido de la «ilustración». Una enciclopedia es un tratado en el que se
ofrecen por junto los temas pertenecientes a todas las Facultades –a todas las ciencias. Pero
los temas que Feijoo considera no pertenecen a ninguna Facultad, como él mismo advierte.
Estos temas exigen, sin duda, para ser explorados, el concurso de varias Facultades, pero
sin que ello comprometa el tener que tratar, por ejemplo alfabéticamente, «todos los
temas». Por ello, muchas veces, los temas que acomete un Discurso o una Carta, pueden
parecer triviales. «Dices, lector amigo, que sí, que no se puede negar que el P. Feijoo es
hombre ingenioso, y erudito, pero que por eso mismo es lástima que no aplique sus
talentos a materia más grave.» ¿Cuál es esta materia más grave? Sin duda, cualquiera que
pueda considerarse contenido de una «Facultad», de una Ciencia, diríamos hoy. ¿Acaso los
temas del ensayo son menos graves? ¿Por qué? Feijoo no ha poseído una respuesta
adecuada. Todo lo que se le ocurre para justificar su interés por estos temas «menos
graves» es la distinción, más bien estética, entre la grandeza de un escrito y el tamaño de su
tema, asegurando que aquélla no debe medirse por ésta, sino por el modo con que lo trata
(Prólogo al tomo IV del Teatro).
Acaso tiene mucho que ver con esta ausencia de una fórmula adecuada para establecer
la temática de sus Discursos la propensión que Feijoo ha sentido hacia la consideración de
su propia obra como obra polémica, «dirigida al vulgo, para desengaño de errores
comunes». No solamente en los títulos. Muchas veces Feijoo ha creído que esta finalidad
constituía el «objeto formal» suficiente para imprimir unidad a la variedad de sus
cuestiones y al mismo tiempo para dignificar la misión de su obra y justificarla contra los
que la acusan de trivial o frívola. Cuando se detiene a reflexionar sobre el sentido de su
obra, le acude la fórmula polémica: tomo cuarto, prólogo. En ello pone la novedad de su
obra. Discurso XIV del mismo tomo: Se disculpa de una digresión porque su designio no
es sólo impugnar errores comunes pertenecientes derechamente al asunto, mas también los que
por incidencia ocurrieran (IV-XIV-25).
Ahora bien, interpretar a Feijoo como ensayista, en el sentido que aquí queremos dar
a este término, supone afirmar que la [101] autointerpretación de Feijoo no es correcta.
Propiamente, la autointerpretación de Feijoo consta de dos momentos correlativos, los dos
a que anteriormente me he referido:
—Por una parte, los errores comunes, como tema de los Discursos y Cartas.
—Por otra parte, el vulgo, como lector a quien van dirigidos los Discursos. Porque vulgo
es, precisamente, quien acepta los «errores comunes».
Los Discursos del Teatro Crítico –y, correspondientemente, las Cartas– no consisten
formalmente en ser impugnación de errores. Es cierto que muchos arrancan de la
consideración de una opinión calificada de error y que todos contienen una gran porción
de polémica. Pero otros muchos no se plantean como una impugnación, sino sencillamente
como una deliberación o discusión de una cuestión oscura, que acaso ni siquiera conduce a
una conclusión firme. Incluso en los que son contenciosos, advertimos que, al impugnar el
error, Feijoo expone su doctrina, y tan importante llega a ser la exposición como la
impugnación, aunque sean dialécticamente inseparables. En el texto antes citado (IV-XIV-
25) aparece explícitamente usada una distinción, importantísima para el caso, entre asuntos y
errores pertenecientes al asunto, que incidentalmente ocurrieran. Ahora bien, yo diría que en
la fórmula «errores comunes», utilizada por Feijoo, es el adjetivo «comunes», más que el
sustantivo «errores», lo que configura el objeto formal de los Discursos. Pesa tanto, o más el
que sean comunes como el que sean errores para que merezcan ser considerados por Feijoo.
Según esto, serían los «asuntos comunes» aquellos sobre los que Feijoo discurre. Que el
modo de afrontar estos asuntos sea preferentemente polémico constituiría, en todo caso,
una orientación estilística que define el modo de Feijoo, pero no su tema.
Asuntos comunes, asuntos sobre los cuales ningún técnico, ningún especialista, puede
reclamar autoridad específica; temas técnicos en tanto que interesan a los demás hombres, a
los técnicos en otras materias, asuntos de los que sólo puede hablarse en un lenguaje
común y no técnico, en un lenguaje nacional. Desde el punto de vista de la teoría científica,
el lenguaje nacional puede constituir, desde luego, una limitación. Pero, aún aceptada, ella
debería compararse a la limitación constitutiva que para un pintor pueda significar el
atenerse a la superficie. Diríamos que el pintor se atiene a la superficie, como el ensayista al
lenguaje nacional, en tanto que ello no implica que el pintor no pueda simbólicamente
referirse a figuras tridimensionales o de n dimensiones. Lo que no puede hacer es modelar
o esculpir, porque entonces dejaría de ser pintor y se convertiría en escultor. Asimismo, si
un ensayista introduce tecnicismos en sus escritos, se convierte en tratadista, deja de ser
ensayista. Es cierto que las fronteras entre el lenguaje técnico y el lenguaje común son muy
movedizas; pero ello nada estorba a nuestras [103] hipótesis. Precisamente el ensayo
constituye uno de los lugares óptimos en los que tiene lugar la ósmosis entre el lenguaje
nacional y el lenguaje científico, o técnico. El ensayo puede intentar el uso de tecnicismos,
a condición de incorporarlos al lenguaje cotidiano.
Suponemos que la teoría científica sólo puede edificarse a partir de una conciencia
lingüística preteorética y que en modo alguno es concebible una teoría que pueda brotar de
un entendimiento puro, aunque haya sido ilustrado por las sensaciones. Los mitos –sobre
todo, los mitos etiológicos– son los primeros ejemplos de construcciones prehistóricas
teoréticas que podemos citar. Los elementos de la teoría proceden de la descomposición de
otros contenidos de la «conciencia lingüística originaria». «Redondel» puede ser un
contenido de la conciencia lingüística originaria; «circunferencia» es un contenido
teorético. ¿Puede inferirse de estos supuestos que la teoría, y, en particular, la teoría
científica logra elevarse a un «mundo inteligible» en el que ha desaparecido –para utilizar el
lenguaje platónico– toda sombra empírica? Según Carnap, el concepto de «vaca» –que sería
un contenido de la conciencia originaria de una sociedad de pueblos pastores– desaparece
en el proceso científico: unas veces significará «sujeto de precio» (en Economía); otras,
«constelación de electrones» (en Física); otra, «conjunto de células» (en Biología). ¿Diremos
que la Economía, la Física y la Biología han «volatilizado» la significación originaria «vaca»?
¿No hay ninguna ciencia –ni siquiera la Etnología, o la Psicología– capaz de albergar una
significación «originaria»? Y entonces, ¿podrían las teorías científicas prescindir de estas
significaciones, como mero «residuo precientífico inanalizable»? Muchos de los problemas
que Husserl plantea en Filosofía como ciencia rigurosa podrían traducirse a términos análogos a
los que aquí empleamos.
3. Es interesante para nuestro tema esbozar siquiera el alcance de esta distinción entre
la «conciencia lingüística originaria» y las «teorías» a la luz de otros sistemas de
coordenadas. Tomamos dos de estos sistemas en consideración: uno tiene un carácter
epistemológico; el otro más bien sociológico. Por lo demás estos sistemas no son entre sí
independientes.
a) Desde el punto de vista epistemológico –de la Verdad y el Error–, se plantea la
cuestión de la distribución de valores epistemológicos entre los términos de nuestra
oposición. ¿Puede establecerse una distribución de carácter general? Es indudable que, en
la práctica, muchos se conducen como si esta posibilidad existiera.
Pero también podríamos asociar a la teoría un signo no tan positivo como el que le
atribuyen los «intelectualistas». Podría pensarse que la teoría –y, en particular, la teoría
científica– en tanto que aleja a la conciencia humana de su mundo originario, la enajena,
incluso en el sentido psiquiátrico. Ramón y Cajal nos ha dejado, en una de sus novelitas,
una descripción de esta enajenación en términos que muy bien pueden adaptarse a los que
aquí utilizamos. Un médico se lamenta de la limitación de sus sentidos, que sólo le
presentan las cosas a escala vulgar –digamos: a escala de la conciencia lingüística originaria.
Pide a un genio que le aumente el poder resolutivo de sus ojos; el genio accede a sus
deseos. Pero el mundo cotidiano –los amigos, los alimentos– contemplado a escala de un
buen microscopio, desaparece y es sustituido por un conjunto de objetos repulsivos o
carentes de significación. Si el genio no hubiese restituido a nuestro médico la limitada
visión normal, habría enloquecido.
Resulta curioso constatar que esta interpretación de las teorías, como corruptoras
virtuales de la salud mental, suela ir vinculada al «irracionalismo», ad modum Bergson o
Unamuno, para quienes la teoría constituye siempre una cierta falsificación de la realidad.
En el fondo, sólo una vuelta al lenguaje popular –o a los escritores más arcaicos– puede
garantizarnos el encuentro con la realidad para el hombre más profunda. (Unamuno:
Ensayo sobre la filosofía española.) Aplicaríamos a nuestro caso estas hipótesis de este modo: el
ensayo, y, en particular el ensayo filosófico, lejos de ser teoría rebajada, es sabiduría plena y
más profunda que todas las sabidurías académicas reunidas. Gran parte de la llamada
«filosofía analítica» anglosajona, que procede de Moore, y que es, en gran medida, paralela
a la fenomenología continental, se inspira en la idea de que toda teoría –eminentemente,
toda teoría filosófica– no es en el fondo otra cosa sino un intento de justificar las
evidencias más triviales del «sentido común». El «sentido común» desempeña en la filosofía
analítica un papel parecido al de la «conciencia pura» de Husserl, al de la «experiencia de
grado 0» del neopositivismo, al «patio de los objetos» de N. Hartmann. Entre nuestros
ensayistas, aparte Unamuno, me parece que ha sido Pérez de Ayala quien con mayor
tenacidad ha perseguido esta idea. De él es esta cita: «Un escritor [106] francés, Stendhal,
escribió que él se había fatigado con larga asiduidad en desentrañar el sistema de Kant,
para hallar, al cabo, que no encerraba sino lo que todo el mundo sabe por sentido común»
(Pérez de Ayala: Belarmino y Apolonio, cap. V. Ejercicio: ¿Qué relación existe entre
Belarmino y Ortega, de una parte, y entre Apolonio y el propio Pérez de Ayala, por otra?).
Belarmino es la filosofía en cuanto mera reexposición retorcida del sentido común, de
suerte que toda expresión filosófica ha de ser traducible literalmente en términos del lenguaje
ordinario. «Tengo ya reunido un número considerable de vocablos belarminianos y
entiendo alguna de sus sentencias. Por ejemplo, en la conferencia de hoy la frase 'está el
que come en el Diccionario, en el tole, tole, hasta el tas, tas, tas' significa: 'está el hombre
ante el Universo, mientras vive, hasta que muere'». Yo, por mi parte, no dudo que muchos
filósofos son más belarminianos de lo que sospechan; pero me parece que, en general, es
muy difícil demostrar que la teoría no sea capaz de desbordar ampliamente la estructura del
«sentido común», rompiéndola incluso; y que este desbordamiento no es un componente
del proceso dialéctico del hombre.
Desde esta perspectiva, podríamos asignar al ensayo, como género, la misión, siempre
abierta, no circunstancial –al menos en una sociedad que incluye la división del trabajo–,
de poner en circulación pública las cuestiones esotéricas, doctorales, cuyo interés desborda
los límites académicos. Esta misión no se reduce precisamente a la de «divulgación»
científica: es más profunda. El precedente del ensayo, en cuanto a esta función, sería el
discurso, el sermón o las quaestiones quodlibetales, en donde se trataban, «cara al público»,
temas de actualidad. Los mismos discursos retóricos, en el sentido de Aristóteles, en tanto
que, dirigidos al «pueblo», deberían ponerse en la prehistoria del Ensayo. «Los oradores
incultos persuaden al pueblo mejor que los cultivados», decía Aristóteles (Retórica, lib. II,
1395 b).
Pero creo que casi todos renunciarán con gusto a las distinciones metafísicas. En
nuestro caso, ellas resultan muy poco aptas para recoger el proceso histórico. La
distribución de estas hipotéticas esferas cambia incesantemente. Para una sociedad
ganadera, los nombres de los caballos, según sus colores, pertenecen al lenguaje ordinario.
Para una sociedad industrial, estos nombres son propios de la jerga de un oficio. Hace 50
años, palabras como «átomos», «vitaminas» o «complejos» pertenecían al lenguaje de teorías
académicas –Física, Biología, Psicología–. Hoy pertenecen al lenguaje ordinario.
Las significaciones, en tanto que están insertas en los fines de la conciencia general –
considerada como conciencia práctica–, componen un orden que incluye la interconexión
–acaso por vía de conflicto– de los individuos humanos en la unidad social y constituyen el
depósito del «lenguaje nacional», de la «conciencia lingüística originaria». Las
significaciones, en tanto que por abstracción se nos dan separadas de los fines de la
conciencia práctica, aunque coordinadas a otras significaciones (según líneas separadas de
coordinación, constitutivas de las «esferas categoriales» correspondientes a cada teoría),
aportan el material para las «teorías científicas». Por lo demás la propia realidad humana
práctica puede recibir un giro teorético (Etnología, Fenomenología). Presuponemos un
postulado de no continuidad entre las esferas categoriales abstractas, según el cual es
necesario atribuir una cierta independencia a estas esferas para que puedan ser inteligibles
(la Geometría sólo puede llegar a constituirse cuando prescinde de los colores, del peso y
velocidad de los cuerpos, &c.)
En tanto supongamos que el espacio práctico humano está presidido por leyes
morales, diremos, en general, que el conjunto de significaciones referidas al mundo
práctico constituye un lenguaje moral.
Si el ensayo no es, en general, tarea científica, habrá que decir que constituye una
función categorial sui generis, que continúa en nuestra sociedad técnica la función del mito
teorético en la sociedad arcaica. Es una función ligada esencialmente al arte y a la intuición,
por cuanto los nexos analíticos interteoréticos no son exhibidos. En ocasiones resulta
verdaderamente problemático comprender cómo determinadas significaciones teoréticas
pueden incluso ser articuladas con significaciones de la conciencia originaria, incluso
cuando nos consta que hubo un parentesco inicial. Un caso concreto, de lejana tradición,
que puede servir para ilustrar este problema, nos lo ofrece la conciencia religiosa, en su
contraposición entre el «Dios de Abraham», el «Dios de Jacob» y el «Dios de los filósofos».
Pascal conoció agudamente esta distinción. ¿Qué tiene que ver el Dios de la experiencia
religiosa con el Acto Puro de Aristóteles? Y lo mismo diríamos del Dios de cualquier
filósofo en cuanto tal. Valera [110] exponía muy bien esta situación referida al Dios de los
krausistas españoles: «Importa, sin embargo, que no vaya Vd. a figurarse que Dios, como le
suelen ver los filósofos, se parezca mucho al Dios del catolicismo. Suelen verle tal, que ni
María Santísima, con ser su madre, le conocería si lo viese» (Ed. Aguilar, t. II, pág. 1534.)
¿Por qué, no obstante, le reconocen como tal?
La temática del ensayo es muy heterogénea, es cierto, pero está unificada por un
marco común: la pertenencia a la «conciencia lingüística originaria», de la que es una
imagen fiel el diccionario de una lengua viva. Todo término de este diccionario, o toda
conexión entre términos de este diccionario según las reglas de sus sintaxis, son otros
tantos temas de ensayo. Cada término, y más aún, cada conexión de términos, inducirá
varios hilos teoréticos que el ensayista debe entrelazar, sin que ello signifique que va a
construir una ciencia. La temática del ensayo variará, del mismo modo que varía el
vocabulario de una lengua o, lo que es lo mismo, la tabla de valores de una sociedad.
b) Nuestras hipótesis tienen también vigor suficiente para deducir un rasgo estilístico
del género, que es, a mi juicio, uno de sus rasgos más característicos.
«Mira, Gazel; cuando intenté escribir mis observaciones sobre las cosas del
mundo y las reflexiones que de ellas nacen, creí también que sería justo
disponerlas en varios órdenes, como religión, política, moral, filosofía, &c., pero,
cuando vi el ningún método que el mundo guarda en sus cosas, no me pareció
digno de que estudiase mucho el de escribirlas» (Carta XXXIV).
Feijoo, asimismo, sabe que los temas de sus Discursos y el orden que ha de seguir en
ellos, los depara la realidad misma; y que, aunque el tratarlos incluye el concurso de varias
ciencias, propiamente ellos no son científicos, pues no contiene demostraciones. «Si
descontamos –dice Feijoo– los conocimientos revelados en lo sobrenatural y las
matemáticas en lo natural, toda otra cuestión es opinable y no demostrable» (Discurso I del
tomo I). Pero no por ello es menos urgente el formarse una opinión razonada. Y esta
opinión razonada sobre los asuntos comunes es la finalidad que persiguen sus Discursos,
que son también nuestros primeros ensayos.
c) Por último, las caracterizaciones precedentes del ensayo, como género literario,
permiten interpretar, de algún modo, el sentido del «personalismo» reconocido por casi
todos los críticos a los ensayos. Desde luego, este «personalismo» no creo que deba
interpretarse en el sentido del «subjetivismo» de la lírica. La «presencia del autor» en el
ensayo tiene otra significación, que se descubre cuando ponemos en conexión este rasgo
con la técnica analógica. El autor del ensayo es, desde este punto de vista, por de pronto,
uno de los contenidos del espacio práctico en donde se entrecruzan los hilos teoréticos, y,
por tanto, testigo de excepción de estos entrecruzamientos. El autor aparece en el ensayo
no al modo del autor lírico, sino simplemente como testigo de que ciertas conexiones se
han producido en su biografía. El autor del ensayo aparece como ejemplo de excepción y
sus experiencias son «anécdotas», digamos algo más bien épico que lírico. Las
autorreferencias numerosas que nos ofrece Feijoo tienen el sentido de las autorreferencias
de un hombre de laboratorio, que se mira él mismo como sujeto de experimentación,
como sujeto paciente de una experiencia que, de algún modo, podría ocurrirle a cualquier
otro, aunque no puede asegurar que así suceda. Y en esto se diferencia la autorreferencia
del ensayista de la del científico: éste tiene que asegurar que su experiencia es repetible. La
experiencia del ensayista es más individual, sin que por ello, me parece, tenga nada de
lírica.
Sobre la filosofía del presente en
España
Gustavo Bueno
l Dr. Volker Rühle prepara una obra sobre la filosofía española actual para la editorial
filosófica Karl Alber Verlag de Friburgo. Este texto constituye la respuesta del autor a
las tres preguntas que el Dr. Rühle le formuló.
Las tres cuestiones que el Dr. Volker Rühle propone a un conjunto bien disperso de personas que
tenemos como «común denominador» la característica objetiva de ser profesores universitarios de
filosofía en España me parecen globalmente tomadas, suficientes, y acaso también necesarias,
para sugerir un surtido de respuestas con las cuales un lector alemán interesado podrá formarse
una idea, aunque sea preliminar, de lo que significa la equívoca expresión: «pensamiento español
en los finales del siglo XX». Espero que el cotejo de los resultados de la encuesta del Dr. Volker
Rühle confirme el punto de vista que en mis particulares respuestas voy a mantener al respecto:
que la unidad de concepto «profesores universitarios de filosofía de finales del siglo XX», es
fundamentalmente de estirpe administrativa, lo que, lejos de excluir, implica, sin embargo, un
mínimum de patrones culturales comunes (como puedan serlo: haber leído un mismo conjunto –
cada vez menor– de manuales, citar de vez en cuando a Platón o Wittgenstein y utilizar algunos
términos característicos identificadores del gremio tales como «óntico», «silogismo»,
«transcendental», «ilocucionario», «gnoseológico»...). Pero esta unidad gremial no autorizaría a
hablar de una «comunidad de filósofos españoles», a la manera que suele hablarse de una
«comunidad científica». Una comunidad supone un consenso, aunque sea polémico, en torno a
ciertos métodos, temática, principios, por parte de las personas que, conociéndose por sus nombres
propios, constituyen la «comunidad de matemáticos», la «comunidad de físicos» de referencia. Pero
el «conjunto de profesores universitarios de filosofía» no sólo no mantiene consenso alguno sobre
métodos, temática o principios doctrinales, si no que sus miembros ni siquiera se conocen
(intelectualmente) entre sí, puesto que se ignoran mutuamente, no se citan, ni se leen, ni se
escuchan los unos a los otros, absorbidos como están en su mayoría, en leer, escuchar o citar a
pensadores extranjeros.
Las tres preguntas propuestas por el Dr. Volker Rühle, están enunciadas en términos
deliberadamente muy generales, precisamente para dar lugar a que cada encuestado las interprete
de acuerdo «con su propia inspiración». Convendrá comenzar, por tanto, reexponiendo los términos
dentro de los cuales van a ser entendidas por mí, las preguntas del Dr. Volker Rühle, a fin de
canalizar mis propias respuestas.
II. ¿Hasta qué punto la doctrina de la autoconciencia constituye una piedra de toque para medir el
autoesclarecimiento de las responsabilidades de la filosofía del presente?
III. ¿Cómo formular el significado y posición relativas que –respecto de Europa– pueda
corresponder al pensamiento filosófico que se produce en España y desde España?
La idea del «Presente», como dimensión histórica, suele ser analizada muchas veces desde una
perspectiva que, en realidad, no es otra cosa sino la perspectiva proléptica: la idea del presente se
nos muestra, por decirlo así «mirando hacia el futuro». El «Presente» se nos aparecerá así como el
lugar histórico en el cual, habiendo concluido una etapa, se anuncia la era porvenir. Una era, que
por lo demás, será percibida de modos muy diversos, que estarán en función de los criterios
utilizados: «decadencia de Occidente», «final del capitalismo monopolista», «época de la conquista
del espacio», «edad del Espíritu Santo», «época del post-comunismo», «fin de la Historia», «era de
los contactos en tercera fase», «época postmoderna», «tercera ola», &c.
Sin negar la fertilidad que la perspectiva proléptica en el análisis de la idea del presente pudiera
tener en orden a la determinación de las responsabilidades o funciones que puedan corresponder a
la filosofía en el «momento presente del mundo», me parece conveniente que esta perspectiva,
dada la escasa positividad que puede atribuirse a sus resultados, deje paso a la perspectiva
inversa, aquella en la cual el «Presente» se nos delimita mas bien, «mirando hacia el pasado»,
incluso «incorporando» en el presente zonas más o menos amplias del pretérito cronológico.
Regresaremos en el curso del tiempo histórico a partir de nuestra actualidad cronológica, hasta que
encontremos, en las diferentes líneas del curso que se haya tenido en cuenta «puntos de inflexión»
que puedan ser significativos para la filosofía. Una línea que pasase por estos puntos, podría servir
de frontera entre el Presente y el Pretérito, analizados a la escala que nos interesa.
Nos interesamos aquí, desde luego, por la idea del presente, no en general, sino en función de la
filosofía; nos interesamos por aquellos rasgos de un presente retrospectivo y macrohistórico que
puedan considerarse pertinentes para determinar la posición de la filosofía de nuestro tiempo.
Voy a considerar tres puntos de inflexión muy significativos, me parece, para nuestros propósitos,
puntos de inflexión que están determinados, respectivamente, por criterios lingüísticos,
gnoseológicos y políticos. El «círculo del presente filosófico» –cuando el presente se entiende
dentro de una escala no reductible a la efímera realidad del ahora– quedará determinado por una
línea que pase por estos tres puntos de inflexión. Por lo demás, estos puntos de inflexión que
proponemos arrojan luces distintas, aunque dialécticamente interferidas sobre la filosofía del
presente. El punto de inflexión lingüístico determinaría de un modo formal, una coloración
«particularista» a la filosofía de nuestro presente histórico (cuando se la compara con la situación
que ella ocupó en el pasado); el punto de inflexión gnoseológico sería neutro, de un modo formal,
en cuanto a la oposición particular/universal (su influencia sería formalmente neutral para la
filosofía, aunque materialmente pueda representar para ella el principio de una transformación tan
decisiva como pueda serlo el paso del estadio pre-filosófico, como estadio de inseguridad o de
duda, al estadio pre-filosófico, como estadio de certeza racional); en cambio, el punto de inflexión
política tenderá a imprimir a la filosofía del presente una orientación «universalista» que aparece
contracorriente de la orientación particularista que hemos asociado al punto de inflexión lingüística.
(1) He aquí, en dos palabras, lo que entendemos por esa «inflexión lingüística» que delimita, a parte
ante, nuestro presente cultural, en tanto él es formalmente significativo para la filosofía: se trata de
la disgregación de la Respublica litterarum cuyos últimos vestigios aún se podían constatar a
mediados del siglo XVIII, si bien la crisis había comenzado un siglo antes. Las lenguas nacionales
europeas –italiano, inglés, francés, alemán, español– sustituyen al latín, que había sido el idioma
filosófico (y también científico y jurídico) en Europa durante más de un milenio. Desde este punto de
vista, nuestro presente, en su sentido macrohistórico, se nos define ahora como la época en la cual
la filosofía se expresa en lenguajes nacionales y, más propiamente, en algunos lenguajes
nacionales europeos. Nuestro presente cronológico, desde este punto de vista, lejos de representar
la instauración de una nueva época (que algunos llaman hoy «postmoderna») sigue formando parte
de la época «moderna», y son irrelevantes las diferencias, que a escala microhistórica, pueden
desde luego establecerse. [62] Esto tiene la mayor importancia, dada la dependencia entre el
pensamiento filosófico y el lenguaje, pero entendiendo esta dependencia, no ya tanto en el sentido
cuasi-psicológico y genérico de la consabida concepción mantenida por la llamada filosofía analítica
en torno a la relación entre «Filosofía» y «Lenguaje» («los límites del Lenguaje son los límites del
Mundo»), sino en el sentido histórico-cultural, el que se atiene a las relaciones entre el pensamiento
filosófico y los diferentes lenguajes nacionales a través de los cuales se expresa en la época
moderna. Si el concepto kantiano de «filosofía mundana» como «legislación de la razón» tiene
algún significado positivo, este actúa, me parece, sobre todo, a través de los lenguajes nacionales,
de sus estructuras sintácticas y semánticas, que están a su vez determinadas por la estructura
económico-social y cultural. La filosofía de Hegel difícilmente puede ser explicada, en cuanto al
proceso de su formación, al margen del idioma alemán, así como la filosofía de Hume difícilmente
puede ser concebida al margen del idioma inglés. Esto suscita cuestiones de la mayor importancia
para nuestro asunto: ¿cabe hablar de algún idioma privilegiado? Martin Heidegger, según ha
subrayado Víctor Farías, habría creído que sólo en alemán es posible el pensamiento filosófico;
más aún, habría proyectado una depuración de sus adherencias latinas (Heidegger y el Nazismo,
edición española, Barcelona, 1989, págs. 366, 403, &c.). Muy pocos se atreverían hoy a defender la
tesis de Heidegger, al menos en público, ni siquiera a plantear la cuestión. Pero aún dando por
sentado que es posible una filosofía en lenguas no alemanas, cabrá siempre preguntar: ¿cualquier
idioma es igualmente viable? Para responder esta pregunta habría que atender no sólo a factores
intrínsecamente lingüísticos, sino también a factores llamados extralingüísticos, por ejemplo, al
tamaño del conjunto de los hablantes del idioma de referencia, calculados en función de los
aproximadamente 6.000 millones de hombres de nuestros días, pero un tamaño que está en función
de su carácter inter-nacional (inter-estatal), y, por tanto, de su historia. Parece que tiene algún
sentido hablar de un «volumen crítico» –¿100 millones, 50 millones?– por debajo del cual, una
filosofía no podría alcanzar una expresión lingüística duradera, estable. El volumen de un idioma,
relativo al volumen de la humanidad de cada momento, está en función de su carácter internacional,
de la complejidad social, de la diversificación de sus corrientes de opinión, de la antigüedad
histórica de sus monumentos literarios, así como otras muchas variables están en función de ese
volumen. Parece que tiene sentido preguntar, por tanto, ¿es posible una filosofía expresada
regularmente en lituano o en euskera? Naturalmente, no es este el lugar para responder a esta
pregunta. Tan solo es acaso necesario tener en cuenta que la importante regla –formulada por
Mauthner, por Wittgenstein– que prescribe trazar los «límites de mundo» según los límites del
lenguaje, a la que nos hemos referido, no puede aplicarse a la filosofía sino de un modo muy
impreciso, debido a que ese «lenguaje» que limita nuestro conocimiento no es el lenguaje, en
general, sino el griego, el latín, el alemán, el español, el euskera o el lituano. Cada uno de estos
lenguajes tiene una historia propia y está vinculado con una o varias culturas; por ello tiene sentido
establecer en principio alguna diferencia entre los lenguajes propios de las sociedades Volk, rurales,
ágrafos, y los lenguajes propios de sociedades a las cuales la historia les ha enfrentado con otros
lenguajes, con otras sociedades, por tanto, con la escritura, y con la traducción. Pero desde el
momento en que resolvemos «el lenguaje» en una multiplicidad de lenguajes heterogéneos, en el
sentido dicho, la regla que estipula buscar en el lenguaje (como «legislador de la razón» o fuente de
la filosofía mundana) los límites de la filosofía («académica», como «arte de la razón») cobra un
sentido diferente, porque la regla ya no exige presuponer que la filosofía «académica» (entendida,
desde luego, antes en su sentido histórico –el de la tradición platónica– que en su sentido
«burocrático») haya de tener que reducirse a la condición de un pleonasmo, más o menos refinado,
de la sabiduría encerrada en un «lenguaje nacional». Y esto sencillamente porque hay lenguajes
internacionales, lenguajes cuya historia está asociada a una cultura que incluye ya, de por sí, una
intersección y choque con varias culturas, sociedades, concepciones del mundo. Y, en cualquier
caso, no puede olvidarse que un lenguaje no es nada al margen de las realidades y procesos que
confieren significado a los significantes de estas realidades, y que aquellas realidades o procesos
sociales o culturales son la fuente de los propios significados lingüísticos. De este modo, las Ideas
de nuestro presente están encarnadas no tanto en nuestras palabras cuanto, por ejemplo, en
nuestros tipos de automóviles, en nuestras casas o en nuestros bienes de consumo producidos por
la industria; todas estas realidades son las que confieren significados cambiantes a las palabras.
Ahora bien, en el momento en el cual la filosofía, siguiendo la tradición académica (platónica) utiliza
su lenguaje (como Platón en su Cratilo) en «segundo grado», confrontando unos lenguajes (unas
culturas) con otros, unas «legislaciones de la razón» con otras diferentes y aún opuestas, en esa
medida, el «arte de la razón» puede, si no rebasar el horizonte de las ideas de su mundo presente,
sí tratar de resolver críticamente ese mismo presente en los diversos sistemas de ideas que lo
constituyen, en oponer los unos a los otros, en trazar su génesis, en levantar «mapas del mundo»
que nos permitan, en cada momento, situar nuestras posiciones ideológicas y el ritmo relativo de su
cambio.
(2) El segundo punto de inflexión, que servirá para marcar la frontera de nuestro presente en
filosofía, se nos muestra, a propósito de la ruptura definitiva de lo que pudiera llamarse el bloque
filosofía-ciencia categorial, se nos muestra en el abandono definitivo de la idea de una filosofía
científica que presidió el proyecto de una mathesis universalis (que desde Platón llega hasta
Descartes o Leibniz) y que alienta aún en Hegel («colaborar a que la filosofía deje de ser amor al
saber para convertirse en amor efectivo») o en Husserl («la filosofía como ciencia rigurosa»). Sin
menospreciar algunos proyectos posteriores en esta dirección («ciencia unificada») de Neurath o
«filosofía exacta» de Bunge, creo que cabe decir que la ruptura de la concepción tradicional
(pretérita), según la cual el «árbol de la ciencias» tendría como raíz y tronco a las ciencias
filosóficas, al menos a la Metafísica, se ha consumado de modo irreversible. Y si esto es así, el
«Presente» podría ser definido, en función de la filosofía, como la situación en la cual existen
ciencias categoriales (Mecánica, Termodinámica, Biología Molecular, &c.), que, procedentes de
tecnologías diversas, no de la filosofía, se organizan con entera independencia respecto de la
filosofía. Una situación en la cual la filosofía no puede tampoco arrogarse las características
propias, no ya de la ciencia suprema, pero [63] ni siquiera las características de una ciencia
categorial, al lado de otras ciencias categoriales.
Definimos, según esto, el Presente de la filosofía, como la situación en la cual la filosofía ha dejado
de ser un «saber absoluto», puesto que ella reconoce que existen otros saberes categoriales
autónomos, de los cuales no es posible dudar (las ciencias categoriales constituyen así la crítica
actual del pirronismo), ni hacer tabla rasa de ellas, como todavía podía hacerla Descartes,
precisamente en una época pretérita, en la que todavía las ciencia categoriales modernas no se
habían constituido (la propia mecánica cartesiana no es todavía una ciencia física, es errónea en
casi todas sus proposiciones). Si todavía Descartes (descontando la tradición platónica), podía
comenzar a filosofar por la duda, aunque fuese metódica, en nuestro presente, desde la ciencia
moderna, la filosofía no puede comenzar por la duda universal, sino por el saber científico, aunque
este sea particular: por ello hay que entender la filosofía como un saber de segundo grado. Hasta
Newton no cristaliza la nueva situación y, desde este punto de vista, podríamos considerar a la
Crítica de la Razón Pura como la primera gran formulación de la diferencia insalvable entre las
ciencias categoriales (en su siglo, la matemática y la mecánica, que ya han encontrado el «seguro
camino de la ciencia») y la filosofía.
Ahora bien, la disociación definitiva entre las ciencias categoriales (de las cuales ya no es posible
dudar al modo cartesiano) y la filosofía, con la que comienza a configurarse nuestro presente
filosófico, según lo entendemos, tiene muchas consecuencias, cuando se compone con otras
determinaciones. Por ejemplo, si componemos la ruptura de este bloque ciencia-filosofía, con la
ruptura «lingüística» señalada en el punto anterior, podemos advertir la gran diferencia en los
comportamientos ulteriores de la ciencia y de la filosofía: Mientras que las ciencias categoriales
evolucionarán hacia una progresiva adquisición de terminología y de lenguaje simbólico
internacional, la filosofía mantendrá cada vez más su identificación con los lenguajes nacionales en
los que se expresa. Además, la ruptura podrá ser interpretada de muchas maneras, y no es la
menos importante la manera fideísta, que incluso llega a pretender ser algo así como un
irracionalismo filosófico (por contradictoria que pueda ser esta expresión). Todo lo que no sea
ciencia categorial, habría de abandonarse a la fe, a la intuición mística. O, sencillamente, a la
«recuperación» de una presunta sabiduría encarnada en la cultura, o en el pueblo que utiliza su
lenguaje. La filosofía, que no es una ciencia categorial, quedaría del lado de aquello que excede los
límites de la razón estricta, por lo que el presente filosófico aparecería como el reinado de la
revelación (ya sea del Espíritu Santo, ya sea del Espíritu del Pueblo); ello convertiría a la filosofía en
hermenéutica de mitos, de religiones, de creencias, en una recuperación de la sabiduría popular
(literalmente en folk-lore, en el sentido de Thoms, que cabe incluir, por cierto, en el sentido amplio
de la filosofía como Weltanschaung).
A nuestro entender, la ruptura del bloque ciencia-filosofía no tiene por qué interpretarse
necesariamente en el sentido de una apertura que nos orienta necesariamente hacia una revelación
emanada de la Gracia o de la Cultura popular. Hay muy fuertes motivos para afirmar que no [64]
sólo las ciencias categoriales, sino también la filosofía (cuando la entendemos, no ya en el sentido
amplio en el que suelen entenderla los etnólogos –algo así como una «concepción del mundo»–
sino en el sentido estricto que corresponde a su tradición griega) pertenece al «círculo del Logos», a
la esfera de la cultura racional, en el sentido convencional (y muy desafortunado a nuestro juicio)
que estos términos toman cuando se los opone al «Mito», al modo como lo hizo W. Nestlé en su
famosa obra Vom Mithos zum Logos. Sin duda los contenidos enfrentados mediante esta oposición
están bien enfrentados en general; frente a frente cabe poner la Teogonía de Hesíodo y el Poema
de Parménides, aún cuando este estuviese también escrito en hexámetros dorios). De lo que
dudamos es de la formulación de la posición misma entre los dos conjuntos denotativos
enfrentados. Pues al aplicar a uno de los conjuntos el rótulo «Logos» dejaremos de aplicárselo al
otro, a aquel que recibe el rótulo «Mito» y que tendrá que sobreentenderse, por tanto, como
indicación de algo que no es Logos, como un rótulo de lo que es pre-lógico (en el sentido de Lévy
Bruhl) de lo irracional. Pero estas consecuencias me parecen de todo punto inadmisibles. El
«Logos» está presente mucho antes de la constitución de estas formaciones culturales que
llamamos filosofía o ciencia; pues habrá ya que reconocer «Logos», si el Logos se interpreta como
la característica de todo aquello en lo que quepa descubrir la acción de procesos operatorios de
construcción racional (la raíz de légo, logos, significa originariamente «juntar», «reunir»,
«ensamblar», como sus correspondientes latinas legere, legio) en la talla calculada de una hacha
de sílex, en el tejido de un cesto, en la organización de una legión, en el arreglo y sistematización
(mito-lógica) de un conjunto de leyendas dispersas. De donde concluimos que no es posible apelar
a la oposición convencional entre el mito y el logos para caracterizar la novedad histórica que
supusieron las grandes realizaciones de los sabios como Tales de Mileto o Anaximandro, o de los
geómetras griegos, como el propio Tales de Mileto, o Pitágoras. Hace más de quince años (La
Metafísica Presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974) traté de captar el significado que podía encerrarse
en el hecho innegable de que la mayor parte de los pre-socráticos, desde Tales hasta Anaxágoras,
fuesen también geómetras, apoyándome en el análisis del significado del Logos geométrico, como
inspirador de las construcciones racionales que, utilizando relatores abstractos –y abstractos
equivale aquí a esto: relatores que han segregado las relaciones de parentesco– han logrado los
resultados más firmes de toda la «historia del Logos» por la evidencia de sus conclusiones (de las
que ya no se puede dudar, y que constituyen la primera vía hacia la «crítica de la duda universal»,
que fue la crítica platónica) que fueron, sin embargo, obtenidas a través de procesos
extraordinariamente artificiosos. Sería posible distinguir, según esto, dos géneros de construcción
racional, con símbolos lingüísticos, definidos por la utilización o la segregación de las relaciones de
parentesco, como nexos de composición. De este modo, podríamos ensayar la caracterización de
las llamadas «construcciones mitológicas», la Teogonía hesíodica, por ejemplo, como
construcciones que ligan términos por medio de relaciones de parentesco (relación de padre, hijo,
esposo, &c.), aunque estos términos no tengan naturaleza humana o animal, mientras que en las
llamadas «construcciones geométricas» procederían utilizando nexos que no son de parentesco
(«doble», «igual», «mayor que»...) y que, por supuesto, también aparecen en las construcciones
mitológicas. Y como los creadores de estas construcciones geométricas fueron en general los
mismos que edificaron los primeros grandes sistemas metafísicos, al modo de Anaximandro y
Anaxágoras, era lógico ensayar la concepción de estos grandes sistemas metafísicos como
resultados de la aplicación del «método geométrico» a los campos antaño roturados por las
cosmogonías o teogonías «mitológicas». Sin embargo, este nuevo género de construcción racional
no sería todavía filosofía, y la misma palabra filo-sofía habría sido aplicada a los pre-socráticos
principalmente a partir del círculo platónico, y muy especialmente por Heráclides Póntico. La obra
de los presocráticos –en cuanto puede contraponerse a la obra de los poetas– habría instaurado un
género de construcción (que denominamos metafísica presocrática) a partir del cual, y tras la crisis
sofística (que sería precisamente crisis de esta metafísica) habría podido surgir la filosofía
académica estricta que, por medio de una tradición tenaz, ha llegado hasta nosotros. Según este
punto de vista, la filosofía, en su sentido estricto, adquirió por primera vez su forma cultural visible
en el círculo platónico.
Pero ya en la metafísica presocrática el nuevo Logos actuaba con todo su vigor, que a la vez, era
crítica demoledora de la mito-logía (por ejemplo del politeísmo griego) y construcción acrítica ella
misma del propio orden lógico que se estaba construyendo. La novedad del Logos geométrico-
metafísico, se nos manifiesta, sin embargo, tanto en su lado ontológico, como en su lado
gnoseológico. Ontológicamente, la voluntad de segregar las relaciones de parentesco equivale a la
necesidad de apelar a las relaciones matemáticas o físicas (incluso en el «álgebra del parentesco»
cuando se trata de analizar las propias relaciones sociales); gnoseológicamente, la voluntad de
prescindir de las relaciones de parentesco, equivale a la voluntad de prescindir de las revelaciones
que los dioses o las diosas nos ofrecen (a la manera como los padres o las madres revelan las
leyendas a los hijos), y por tanto implica la necesidad de apelar a otras fuentes de experiencia
(artesanal, política, &c.). Es cierto que Parménides, en la obertura de su Poema, apela a una diosa,
como fuente de su sabiduría: pero se trata de un caso límite, porque lo que la diosa le revela es, a
fin de cuentas, que ella misma no existe verdaderamente, que es una apariencia llamada a
reabsorberse en el Ser uno.
La doctrina platónica de la symploké, como condición misma del pensamiento racional, podría ser
considerada como una generalización de los procedimientos geométricos. Pues si la demostración
geométrica es posible (en general, si cualquier construcción científica categorialmente cerrada es
posible), es porque hay relaciones internas entre los términos del campo dado, pero a la vez,
porque estas relaciones pueden establecerse sin necesidad de ir regresando [65] a las infinitas
relaciones que sin duda podríamos siempre asociar a los términos dados.
Tanto la construcción científica categorial (de la que los griegos sólo alcanzaron la geometría
euclídea y esbozos de astronomía) como la construcción filosófica habrán de tener por lo tanto algo
en común, a saber: ocuparse con términos para componerlos (o descomponerlos) operatoriamente
y obtener relaciones objetivas entre ellos. Por ello no consideramos adecuado definir las diferentes
ciencias o la filosofía (entendida originariamente como la ciencia suprema) acogiéndonos a fórmulas
globales tales como: «filosofía es la investigación de la verdad» o «filosofía es el amor al saber»,
como si estas formulas no valiesen también para la geometría. Más adecuado sería el camino que
pasa por el análisis de los mismos procedimientos constructivos. Por nuestra parte hemos
propuesto el siguiente (La idea de ciencia de la teoría de cierre categorial, Santander, Universidad
Menéndez Pelayo, 1975; Actas del I Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias, Pentalfa,
1983): las ciencias categoriales se construyen con conceptos (términos, operaciones, relaciones...)
capaces de lograr concatenaciones categorialmente cerradas; la filosofía, con las Ideas objetivas
cuyas composiciones, aun pudiendo dar lugar a sistemas racionales, no permiten la formación de
un cierre categorial. Según este criterio nos consideramos en disposición de afirmar que la filosofía
tiene, como institución social, unos contenidos «sustantivos» –aún cuando esta sustantividad
positiva sólo pueda reclamar un alcance «técnico»– puesto que las Ideas –que son, propiamente,
«sincategoremáticas»– no tienen por qué ser entendidas como entidades sustantivas, inteligibles
por sí mismas. Pues no es necesario suponer que las ideas preexisten a las categorías habitando
un mundo celeste «anterior a la creación». Las Ideas se abren camino a través de las categorías y
tampoco son eternas o inmutables, sino que pueden transformarse las unas en las otras, por
mediación de los procesos categoriales. Por vía de ejemplo, ni siquiera la Idea de Dios es eterna,
sino que tiene un origen, que la filosofía debe establecer, y se transforma en la idea del Espíritu
absoluto; así también, la Idea medieval de un «reino de la Gracia» se transformará, en nuestro
presente, en la idea de Cultura. En la medida en que las Ideas no se consideran susceptibles de ser
tratadas sino a través de los contenidos o materia por medio de las cuales se determinan en sí
mismas y en sus conexiones sistemáticas, habrá que concluir que la verdadera filosofía ha de ser
materialista. Por vía de ejemplo, una filosofía que gire en torno a la idea de la historia, no será
verdadera filosofía de la historia si prescinde de fechas –que son la materia de la historia– y se
mantiene en el terreno de ideas abstractas tales como temporalidad, o incluso historicidad.
Ahora bien, una vez reconocida la pluralidad de los métodos y sistemas filosóficos que se abren en
el proceso mismo del análisis y composición de las Ideas, así como el carácter no unívoco de los
mismos, tendríamos que admitir también la posibilidad de que entre estas variedades de la filosofía,
y aún en el supuesto de que ellas puedan considerarse como miembros de un «género plotiniano»
(«los Heráclidas, decía Plotino, pertenecen al mismo género, no tanto porque se parezcan entre sí,
sino porque proceden de un mismo tronco») se establezcan tales distancias, que nos permitan
considerar (al menos como hipótesis) a algunas de estas especies como especies de-generadas, es
decir, como especies a través de las cuales el propio Género se desvanece en virtud de una
dialéctica de desarrollo interna a su concepto (a la manera como también en el análisis del género
de las curvas cónicas, hablan los geómetras de curvas de-generadas, como pueda serlo el par de
rectas, o el punto, que dejan de ser propiamente una curva).
Y así como una curva de-generada ya no es propiamente una curva (aunque procede internamente
del desarrollo dialéctico de la ecuación de esa curva), así también una «filosofía de-generada», ya
no será verdadera filosofía, sino falsa filosofía. La distinción entre una verdadera filosofía y una
falsa filosofía nos parece, según esto, indispensable desde una perspectiva crítica (crítica de
cualquier afectada neutralidad que tienda a poner en el mismo plano a toda «opción filosófica» en
nombre de la tolerancia, del relativismo filosófico o de las dos cosas a la vez). A nuestro juicio es
imprescindible reconocer la posibilidad y aún la necesidad de distinguir verdaderas filosofías y
falsas filosofías (o filosofías de-generadas, y acaso, proto-filosofías); otra cosa es la cuestión de la
decisión acerca del «parámetro» de la verdad o de la falsedad. Lo que sí es necesario también,
será tratar de penetrar en los procesos internos en virtud de los cuales cabe entender una de-
generación filosófica partiendo de una situación no de-generada. En ningún caso tratamos de
establecer una equivalencia entre la «verdadera filosofía» y la «filosofía verdadera». Tampoco una
verdadera fórmula –es decir, una fórmula bien [67] formada– es siempre una fórmula verdadera,
puesto que puede ser una fórmula falsa. Por lo demás, el concepto de una falsa filosofía, en el
sentido dicho, lejos de ser un concepto inaudito, puede considerarse como un concepto tan antiguo
como la filosofía misma: El sofista platónico –como apariencia del filósofo–, ¿acaso es otra cosa
que una formulación, con el lenguaje de la época, del mismo concepto de «filosofía de-generada»?
En las críticas que unos filósofos se dirigen a otros no es infrecuente tachar de logomaquias a las
obras del adversario, aunque estas obras sean del calibre de la Fenomenología del Espíritu; pues
«logomaquia», ¿no es casi lo mismo en este contexto que de-generación?
La idea de la filosofía que venimos presuponiendo implica, desde luego, que la filosofía, si tiene
algo que ver con el saber, tiene que ver con el saber en tanto que lo es de «segundo grado», como
una reconstrucción sistemática llevada a cabo por medio de nexos abstractos («geométricos») de
Ideas que brotan de categorías previas, como un saber que no reconoce fuentes propias y
autónomas, sino que comienza a partir de la reflexión de otros saberes (los saberes de los sabios
metafísicos o de los teólogos; los saberes de los expertos, de los científicos, de los políticos, el
saber de los filólogos y el «saber del pueblo»). La expresión: «la filosofía es un saber re-flexivo»,
para no ser anodina o meramente psicológico-subjetiva o lógico-formal (¿acaso el saber de un
político que ha calculado su estrategia electoral no es reflexivo en este sentido?) habría de
interpretarse en el sentido de una reflexión objetiva, la que tiene lugar, de la manera expuesta, en el
terreno histórico-cultural, aquel en el cual ciertos «saberes dados» (teológicos, metafísicos,
tecnológicos, científicos, políticos) al alcanzar un cierto grado de desarrollo conflictivo se
constituyen ellos mismos en «materia» de otro saber. La misma forma gramatical de la palabra filo-
sofía agradece una interpretación en este sentido objetivo, como reflexión de segundo grado, que
incluye, por cierto, la misma ironía socrática abierta por la posibilidad de pensar que algunos
saberes de primer grado –¿los revelados?, ¿los políticos?– permiten al filo-sofo decir que, quien los
sabe, al saberlos, no sabe en realidad nada. En cualquier caso, la interpretación del «amor al
saber» en el sentido subjetivo-psicológico vuelve a ser otra vez una fórmula anodina como
definición de la filosofía, puesto que es aplicable también al matemático, al periegeta o
sencillamente al ciudadano o al juez que quiere conocer a los «auténticos culpables» del crimen.
La filosofía como tradición histórica, actuando en el sentido expuesto, se nos muestra como una
actividad constitutivamente dialéctica (no dogmática) que al tener que mantenerse a la vez y muy
delicadamente en una proximidad y distancia tal respecto de los otros saberes de los cuales se
alimenta, tenderá constantemente a perder el equilibrio, a deslizarse hacia algún lado, tenderá a
confundirse, a de-generar.
Ahora bien, no solamente la presión de una dogmática revelada, socialmente coactiva, determina
cursos peculiares a una filosofía que ya estaba históricamente institucionalizada; también la presión
de una dogmática no revelada, pero que aunque sea materialista se impone coactivamente, da
lugar a una degeneración de la filosofía. Y esto lo decimos no tanto en nombre de una supuesta
genérica libertad de pensar, entendida como condición para la filosofía, sino en nombre de la
obligada necesidad dialéctica que cada tesis filosófica tiene de ser contrastada con otra opuesta
(tesis opuestas que habrá que suponer retiradas del horizonte, o desprestigiadas por motivos
exógenos, en una situación de dogmatismo político). En particular, una tendencia a la degeneración
involutiva que puede constatarse habitualmente en diferentes situaciones históricas y sociales en
las que tiene lugar la influencia del monismo como involución degenerativa de la filosofía (incluso la
materialista) hacia las formas de una metafísica presocrática. «El Mundo es el todo y su centro es el
hombre: todo está vinculado a todo y de ahí la responsabilidad que cabe atribuir al hombre en el
proceso cósmico universal.» Podrá subrayarse el carácter «racional» de esta concepción
atendiendo a su virtualidad purificadora de mitos y supersticiones populares, a su virtualidad para
inspirar programas políticos «sanos» desde un punto de vista social y ecológico. Pero tampoco es
difícil advertir la íntima conexión entre el monismo del Diamat y el dogmatismo político (por ejemplo,
el dogmatismo fanático en la proposición y realización de unos planes quinquenales o septenales
contemplados desde la perspectiva del Plan universal) y las desastrosas consecuencias prácticas
(políticas, tecnológicas o científicas) que irán asociadas al dogma preplatónico de la «concatenación
de todas las cosas con todas las demás».
Pero la evolución degenerativa de la filosofía puede tener lugar por otros caminos. Por ejemplo, y
en primer lugar, cuando a consecuencia del propio «espesor» que su mismo curso va determinando
en sí misma, la filosofía pierde el contacto con la realidad del presente (en particular, con el estado
presente de las ciencias categoriales) que es el lugar en el cual emergen las ideas, de suerte que
convirtiéndolas a estas en sustancias efectivas (más allá de su sustancialidad técnica) la filosofía
comienza a «alimentarse de sí misma», es decir, de las fórmulas que de las ideas pretéritas hicieron
filósofos también pretéritos. La filosofía degenera entonces en filología (o en historia filológica de la
filosofía) y se transforma en una disciplina capaz de comentar de modo recurrente y acumulativo los
textos de Platón, de Aristóteles, de Espinosa o de Nietzsche, así como los comentarios de aquellos
comentarios, que a veces incluyen referencias al presente; pongamos por caso, al análisis de la
«Crisis del Este» desde Hegel, como [69] si las Ideas con las cuales Hegel tejió su sistema pudieran
aplicarse a la materia de un presente casi doscientos años posterior (un presente con seis mil
millones de hombres, con un planeta saturado de Estados, &c.). Y no es que la filosofía, una vez
que está ya dotada de tradiciones milenarias, pueda considerar como ajena la propia Historia:
precisamente porque le concierne internamente, la degeneración filológica es un proceso dialéctico
prácticamente necesario. Que tiene lugar en el momento en el cual las ideas de la filosofía pretérita
–que fueron obtenidas del mundo de la época– dejan de ser puestas en conexión con nuestro
propio mundo (y a su través con el mundo pretérito), o son aplicadas a nuestro mundo en un estado
similar a como se aplicaron en el pasado (¿cómo aplicar hoy la Idea aristotélica de sustancia a los
planetas?). Como límite de esta evolución degenerativa de la filosofía en el regreso hacia su propia
«sustancialidad», podríamos considerar al gnosticismo, entendido como la tendencia de la filosofía,
una vez instaurada, a autoimplantarse en la Idea sustancializada de una conciencia pura definida
precisamente por la pura voluntad de conocer. En otras ocasiones (Ensayos materialistas, Taurus,
Madrid 1971) he tratado de mostrar como la autoimplantación de la filosofía como conciencia
gnóstica constituye un «atractor» degenerativo de la filosofía, y llega a ser una falsa (acrítica)
filosofía cuya crítica nos conducirá a la idea de una implantación política capaz de volver a
incorporarse al curso de la verdadera filosofía.
Por último, también habría que considerar como episodios degenerativos de la filosofía a aquellos
que derivan, no ya de la sustancialización de las ideas con las que ella trata, alejándolas de las
realidades a través de las cuales se abre camino, sino de la tendencia contraria, de la tendencia a
identificarse con otras formas del «logos» mundano, ya sea el político, ya sea el científico. No me
refiero tan solo a la tentación permanente de la filosofía a constituirse como «ciencia exacta» y, de
hecho, a desempeñar las funciones de una «alta divulgación» científica, me refiero también a la
tendencia burocrática a organizarse según las formas en las que se organiza el trabajo de las
ciencias positivas (especialidades, líneas de investigación, paradigmas, congresos de la comunidad
científica), como es el caso de las llamadas Facultades de «Filosofía Pura». La organización de la
filosofía académica por «especialidades» (Etica, Metafísica, Lógica, Filosofía de la Historia, &c.),
cuando la Academia se rige por un sistema filosófico determinado, si este permanece abierto a las
realidades del presente, puede ser estimulante para la vida filosófica, y es necesaria desde el punto
de vista de una ratio studiorum, puesto que las «especialidades» serán sólo especialidades
administrativas, pero no científicas. Pero, ¿cómo podría alguien, por el hecho de ser catedrático de
Etica o de Filosofía de la Religión, declararse especialista en Etica o en Filosofía de la Religión? Ni
estas disciplinas, ni ningunas otras, tienen posibilidad de desenvolver «doctrinas exentas», puesto
que sólo son concebibles como partes del sistema global de una filosofía. Por ello, cuando el
especialista en una disciplina filosófica comparte el mismo sistema con el resto de sus colegas –
como ocurría, por ejemplo, todavía en el siglo XVI y XVII en una Europa que hablaba latín–, su
«especialidad» quedará inmediatamente neutralizada y se mantendrá en sus justos límites
filológicos y administrativos. Pero, ¿qué ocurrirá cuando cada especialista en una disciplina
filosófica resulte estar inmerso en sistemas filosóficos diferentes a los de sus colegas, o,
simplemente, en ninguno? Ocurrirá que cada especialista tenderá a alejarse de las otras
«especialidades», tenderá a asociarse con sus colegas de especialidad si además son afines
ideológicos, como si constituyera con ellos una «comunidad científica». La yuxtaposición de todas
esas comunidades científicas en la Academia dará lugar a una forma de-generada de filosofía y
podrá ser considerada como el comienzo de una «muerte burocrática» de la filosofía en la sociedad
de referencia. [70]
(3) El tercer punto de inflexión que consideraremos para determinar la línea fronteriza de nuestro
presente filosófico se dibuja en el tablero político. Para abreviar describiré este punto de inflexión
por medio del concepto de «democracia parlamentaria», aún a sabiendas del convencionalismo de
este concepto. Como jalones históricos habría que tomar (refiriéndose a Europa) tanto a la
Revolución Francesa como a la Perestroika. La democracia parlamentaria significa para la filosofía
una situación en la que, en principio, no existe una dogmática oficial a la que hubiera de plegarse
cualquier pensamiento filosófico. En este sentido la democracia parlamentaria significa, en principio,
para la filosofía, una condición de libertad negativa, o libertad-de (una libertad teórica, puesto que
las presiones sociales y el control social pueden ser tan fuertes en la democracia como en las
dictaduras); puesto que en una democracia plena la misma idea democrática puede ser sometida a
crítica filosófica. Desde este punto de vista cabrá afirmar que una sociedad no democrática bloquea
la posibilidad de la filosofía, lo que no significa, por supuesto, que una sociedad democrática, por sí
misma, ha de hacer posible una vida filosófica floreciente. Acogiéndonos a una fórmula no del todo
adecuada, cabría decir que la democracia es necesaria para la filosofía, pero que no es suficiente.
Ante todo, y dentro de esta misma perspectiva teórica, parece evidente que una situación de
coexistencia de múltiples sociedades democráticas, a un nivel histórico dado, ha de orientar a toda
verdadera filosofía en una dirección universalista, puesto que es la situación objetiva misma la que
facilitará, no sólo en el ámbito de cada Estado, sino en la relación de los unos con los otros, el
intercambio de ideas, de puntos de vista, que sin duda podrán contribuir a ampliar el horizonte sin
perjuicio del particularismo que viene impuesto, como hemos dicho, por la identificación de la
filosofía con las lenguas nacionales con las cuales se expresa. Pero nosotros no entendemos esta
identificación de la filosofía con los «lenguajes de palabras» en el sentido de un requerimiento a la
filosofía para que se repliegue a sus supuestas tradiciones nacionales (a las Meditaciones del
Quijote en el caso de España, aun cuando estas son indispensables), y en el límite, al noli foras ire;
nosotros entendemos esta identificación de la filosofía con una lengua nacional, la española en
nuestro caso, como la condición para poder mirar también hacia afuera, hacia todos los lados,
sabiendo que este mirar universal, sin embargo, no tiene nunca lugar desde un hipotético «lenguaje
universal», sino desde un lenguaje concreto, históricamente dado, pero tal que, precisamente por su
historia, haya adquirido esa capacidad para referirse a todo lo que se agita o se mueve en el
universo.
También es cierto que la situación hacia la que parece que tiende la Europa del presente es
también una situación favorable, por su misma libertad en el tráfico de opiniones, a la propagación
de sucedáneos de la filosofía (sucedáneos sociológicos, psicológicos, antropológicos, &c.),
sucedáneos adaptados para el consumo de grandes masas, filosofías kitsch basadas en la
divulgación simplificada de fragmentos de diferentes sistemas, mezcladas con informaciones
diversas según las exigencias del mercado. Un hecho que merece la pena constatar aquí es el de la
reciente implantación que va alcanzando el término de «filosofía» en el uso referencial que adquiere
en contextos muy variados de la vida cotidiana, tales como los siguientes: «filosofía del tercer tren
de laminación de la siderurgia N», «filosofía de los créditos bancarios a plazo medio», «filosofía del
club de fútbol en la próxima temporada», y hasta «filosofía de la práctica de la afinación de los
instrumentos de la orquesta al final del primer movimiento». Sin duda el término «filosofía» designa
en estos contextos cosas muy confusas y oscuras; pero lo cierto es que no es fácilmente sustituible
por otros (no podríamos decir ahora «teología del tercer tren de laminación de la siderurgia N», &c.).
Si el término «filosofía» está desempeñando estas funciones es acaso porque se han ido
extendiendo en «nuestro Presente» las evidencias de que cualquier empresa o proyecto concreto
de una cierta importancia se configura siempre en la intersección de diferentes categorías
(tecnológicas, jurídicas, económicas, &c.) a pesar de la eventual apariencia inicial de que un
carácter categorial es el dominante (el tercer tren de laminación es un concepto tecnológico, sin
duda, pero se sabe que sólo tiene viabilidad en un marco económico, y éste en un concepto social y
cultural que determina el nivel de consumo del acero y de sus clases). Este uso referencial del
término «filosofía» en nuestro presente, en cuanto conlleva un matiz crítico (de los otros términos
alternativos que pudieran aducirse), no sería por tanto un síntoma degenerativo de la filosofía
cuanto un testimonio de reconocimiento de la necesidad del punto de vista filosófico en las
sociedades plurales, tecnológicamente avanzadas.
***
Una vez trazadas las coordenadas que hemos consideradas pertinentes, podemos formular la
respuesta de un modo muy breve, a la primera de las preguntas del Dr. Volker Rühle: ¿Cómo
formular las responsabilidades de la filosofía en el momento presente del mundo?
Nos referiremos, desde luego, a la llamada filosofía académica, a la filosofía de tradición platónica,
que es sociológicamente la «filosofía de profesores», descontando, desde luego, las
responsabilidades «profesionales» que obviamente le competen institucionalmente (la transmisión,
con un rigor filológico máximo, de unos contenidos culturales superabundantes, pero también, muy
especialmente la educación de los ciudadanos en los métodos de la argumentación y del debate
dialéctico, la investigación histórica y filológica de su patrimonio, &c.). Lo que nos importa son las
responsabilidades de la filosofía (académica) en su relación con la «gente», por tanto, con su
«filosofía mundana». Ante todo parece conveniente reconocer que el significado social que puede
llegar a corresponder a una obra filosófica original no puede ser medido con los mismos criterios
con los que medimos una obra científica. La obra científica puede ir expresada en términos
herméticos, porque la industria, la tecnología o la divulgación se encargarán de «socializarla», al
menos por sus resultados. En el caso de la obra filosófica el proceso de su influencia pública –y
salvo canales muy particulares de influencia entre científicos o juristas– puede establecerse
directamente en virtud de la posibilidad de la acción inmediata de esa obra sobre un público
heterogéneo compuesto por ciudadanos capaces de leer o de escuchar. Pues, en principio, la
filosofía –la filosofía académica– tiene que expresarse en la «lengua natural» (no artificial o formal)
que no por incluir, sin duda, términos especiales, neologismos, construcciones sintácticas más
complejas que las que son propias del estilo «literario», deja de mantenerse dentro de los límites de
[71] ese lenguaje de palabras y, por tanto, ha de poder ser entendida y discutida en el marco de su
gramática. Esto no podría decirse de los lenguajes científicos: las Matemáticas o la Química «no
pueden decirlo todo» ni, sobre todo, pueden ofrecer sus pruebas, en el terreno del lenguaje de
palabras. En las exposiciones de «divulgación», en lenguaje de palabras, ha de mantenerse una
reserva accesible sólo a los iniciados; las pruebas tienen su lugar en el laboratorio o en el cálculo.
Pero la filosofía académica que se expresa sin embargo en un lenguaje de palabras –es decir, en
román paladino– no puede interpretarse, en general, como si fuese un acto de divulgación de
alguna sabiduría recóndita, propia de los doctores que forman la Academia. La divulgación más
mundana de la filosofía académica no puede ofrecer otra argumentación distinta de la que se haya
logrado depurar con el mayor rigor «académico» –lo que significa, a su vez, que una «exposición
filosófica» en lenguaje de palabras que prescinda de la argumentación y se mantenga en el género
de la exposición de opiniones, es propiamente un sucedáneo de la filosofía. No deja de ser
paradójico, sin embargo, el reconocimiento de que sea posible exponer en lenguaje de palabras
ordinario una argumentación «académica» que acaso ha supuesto años para su composición. La
paradoja es del mismo género que la que nos ofrece un cantante de ópera cuya larga y disciplinada
preparación «académica» se actualiza no de otro modo que en un escenario, ante el público,
utilizando los mismos instrumentos vocales que poseen quienes le escuchan, sin necesidad de
servirse de aparatos inaccesibles a quienes no son especialistas. O dicho de otro modo, que no hay
que pensar que la filosofía académica haya de realizarse en el recatado silencio de la Academia, a
la manera como la prueba de un teorema químico sólo puede tener lugar en el retiro del laboratorio.
La argumentación filosófica no se hace impura al ser formulada en lenguaje de palabras ordinario,
pues en otro caso los Diálogos de Platón no serían obras filosóficas. La filosofía académica tiene,
como lugar propio de su exposición, los escenarios mundanos, la plaza pública.
Cabría comparar, por tanto, a la obra filosófica original con la obra musical, en el sentido de que
todo el cúmulo de dificultades técnicas que entraña su composición y su ejecución, quedan
relegadas a un plano distinto de aquel en el que tiene lugar la recepción por parte del público. Y así,
un público medio, de una sociedad que se encuentre a un nivel dado, puede «entender» o captar
sin esfuerzo técnico especializado una doctrina filosófica cuya «articulación» implica, sin duda,
laboriosos procesos de preparación técnica (filológica, lógica, &c.) de la misma manera que ese
público puede «comprender» la sonata de Beethoven por la mediación de la «fácil ejecución» del
pianista en la sala de conciertos. Por otra parte es obvio que el público está estratificado, en las
sociedades democráticas, según grados de muy diferente altura, y que por tanto existen muchas
maneras de tener lugar la recepción, y muchos tipos de interacción entre esas diversas maneras. Lo
que sí me interesa subrayar es, no sólo la posibilidad de que una obra filosófica profunda pueda, sin
embargo, ser expresada en un lenguaje nacional (dado a un nivel determinado), sino también la
improbabilidad de que una obra filosófica pueda alcanzar una gran resonancia social si no media
una suerte de «ajuste» con la ideología del público que la acoge. Esto no significa necesariamente
que la obra filosófica con resonancia pública no pueda ser otra cosa sino la reexposición
pleonástica de la filosofía mundana correspondiente. La intersección con esta filosofía mundana es
siempre fragmentaria y parcial. Por ello la obra filosófica resonante habrá de ofrecer componentes
críticos abundantes, deberá sacar a la luz relaciones escondidas, manifestar perspectivas muchas
veces insólitas, pero integrables con el núcleo de la filosofía mundana de referencia. Por lo demás,
sólo de tarde en tarde, una obra filosófica llega a «resonar» ante grandes zonas del público que
habla su idioma, e incluso si es traducida, ante el público que habla idiomas diferentes.
Sin duda, la labor de crítica y trituración de las ideas ordinarias constituye la tarea recurrente propia
de la filosofía en las sociedades democráticas del presente. (Damos por supuesto, desde luego, que
las ideas corrientes son casi siempre oscuras y confusas.) Pero ni siquiera el éxito en la trituración
de sistemas ideológicos bien implantados garantiza que estos sistemas ideológicos no se
recompongan, pues todo sucede a la manera como las ondas que rompiendo sus frentes pasan por
los orificios de una pantalla, vuelven sin embargo a recomponerse, según el «principio de
Huygens»; podríamos hablar del principio de re-generación de una ideología o filosofía mundana
bien implantada después que ella ha pasado por la criba de una filosofía académica.
En cualquier caso no hay ningún motivo para esperar que alguna filosofía del presente pueda llegar
a ser «la filosofía universal». La filosofía no es una matemática, y no hace falta ser relativista, es
decir, no hace falta conceder el mismo valor filosófico a cualquiera de las concepciones filosóficas
dadas en el presente, para reconocer que, sin embargo, ninguna tiene porqué tener una capacidad
tal de convictio que sea capaz de eclipsar a las demás. Por ello, la misma naturaleza filo-sófica (de
«segundo grado») de sus contenidos, es lo que hace probable y aun prácticamente necesaria la
multiplicidad de las concepciones, cuya coexistencia, en todo caso, no tiene por qué entenderse a
priori de modo armónico; más bien habría que afirmar que esa coexistencia envuelve siempre un
componente polémico.
Una última observación: ¿Puede asignarse a la filosofía institucionalizada, como objetivo recurrente,
según sus tradicionales funciones de medicina del alma, que todos los ciudadanos puedan alcanzar
un grado de conciencia crítica tal, que permita confirmarlos como «nuevos Sócrates» –a la manera
como los cristianos asignan a la Iglesia la responsabilidad de hacer de los fieles imitadores de
Cristo–? Creemos que no, y que sólo irónicamente ha sido propuesto alguna vez a la filosofía este
objetivo utópico. Pero acaso ya no sea un objetivo utópico, sino estrictamente pragmático, el
conseguir en cada nación una minoría de ciudadanos (¿un cinco por ciento? ¿un uno por ciento?)
que estén «bien formados» filosóficamente, que posean un buen juicio filosófico, porque sólo con
esta minoría podrá garantizarse de algún modo que la sociedad de referencia no vaya enteramente
a la deriva en el terreno ideológico, o lo que es más grave, no marche teledirigida por principios
sobrenaturales, o místicos, o simplemente por consignas partidistas.
II. ¿Hasta qué punto la doctrina de la autoconciencia constituye una piedra de toque para medir el
autoesclarecimiento de las responsabilidades de la filosofía del presente? [72]
Por lo que se refiere a la llamada «autoconciencia del hombre moderno» –el que ha señalado el
«lugar del Rey» en el cuadro de las Meninas de Velázquez, según la propuesta de M. Foucault– mi
análisis iría por este camino: No se trata de que en un momento dado del tiempo, y por motivos
arcanos o místicos, se haya producido en el siglo XVII y en España una nueva forma de conciencia
absoluta que llegará a caracterizar a la época. Lo que se llama «autoconciencia del hombre
moderno» tendría que ver con los cambios de posición relativa tradicional en la época medieval de
la «conciencia humana» respecto de las «inteligencias finitas separadas» –angélicas, arcangélicas,
pero también demoníacas– que rodean a los hombres, vigilándolos, acechándolos, incluso
poseyéndolos. En esta red de relaciones será decisivo el conflicto latente entre las «tres religiones
del Libro», conflicto que hubo de tener especial incidencia en España. Se trata del conflicto en torno
al lugar relativo que el hombre ocupa respecto de los ángeles, arcángeles, serafines, demonios,
conflicto determinado principalmente por el dogma cristiano de la unión hipostática de la Segunda
Persona de la Trinidad con la humanidad de Cristo. Pues la unión hipostática situaba al hombre por
encima de todas las demás Inteligencias separadas y lo hacía el centro de la creación, como se
advierte claramente en el comentario de Fray Luis de León al nombre «Pimpollo», comentario en el
que se manifiesta una concepción teológico-cósmico-antropológica ejecutada a la misma escala en
la que dos siglos más tarde se formulará, con términos abstractos, por Hegel. Ahora bien, al
desprenderse la conciencia humana de la retícula envolvente constituida por las Inteligencias
separadas, angélicas o demoníacas, y al quedar puesto frente a frente el hombre con Dios Padre
Omnipotente, aquél comenzará a sentirse a la manera como se sentiría ante un Genio Maligno; es
decir, como un ser que, por su omnipotencia, es capaz de «dirigirme desde el interior de mi propia
conciencia», presentándome como designio míos (de mi libertad) aquellos que él mismo me
propone desde fuera, aniquilándome de la forma más insidiosa mi propia libertad (a la manera como
esos cazadores africanos de monos que proceden depositando avellanas en el fondo de una
calabaza de cuello estrecho, a fin de que cuando el animal que ha introducido su mano por él, y ha
empuñado firmemente un montón de avellanas, no pueda sacarla, atrapado por su propio instinto
de aprehensión). Desde este punto de vista, la importancia del cogito cartesiano residiría en lo que
él tenga de escudo contra las acciones posibles del genio maligno (de Dios Omnipotente): «pues
aunque este genio me hubiera creado a fin de engañarme, lo cierto es que para engañarme tendría
que hacerme existir realmente, y por ello me pareció que la proposición cogito ergo sum podía
tomarse como el principio de la filosofía.» Ahora bien, desvanecida la idea de Dios, la importancia
filosófica del cogito cartesiano también se desvanece, permaneciendo como un episodio importante
de la historia dialéctica de la filosofía.
Otro tanto habría que decir de la autoconciencia construida a partir de las relaciones de los hombres
con las conciencias angélicas o demoníacas, cuya versión en nuestro presente son los
«extraterrestres». Decisivas serán las transformaciones que tienen lugar en la época moderna por
la ampliación de las relaciones de los europeos con otros hombres lejanos y extraños (confundidos
muchas veces con animales, los indios de Sepúlveda o los pigmeos [73] de Linneo). Y, en
particular, con el descubrimiento de los animales como seres dotados de algo así como una
«conciencia» que, desde Gómez Pereira y Descartes, se les había negado tenazmente por la
autoconciencia humana moderna (la doctrina del «automatismo de las bestias»). La teoría de la
evolución darwiniana en el siglo pasado, y el avance de la Etología en el nuestro, han contribuido
decisivamente a la transformación de la autoconciencia humana, al hacer cambiar las relaciones
entre esta autoconciencia y la de los animales. Esta transformación abre la posibilidad, por ejemplo,
de una nueva concepción filosófica de la religión, que se libere de las coordenadas de Feuerbach
(«los hombres hicieron a los dioses a su imagen y semejanza») mediante el desarrollo de una
doctrina de la religación originaria de los hombres primordiales a ciertos númenes animales «a cuya
imagen y semejanza» se habrían moldeado en una fase secundaria del curso de la religión (una vez
que los animales paleolíticos hubieron sido liquidados o domesticados) los dioses de las religiones
faraónicas, o aztecas y mayas. (En mis libros El animal divino, Pentalfa, Oviedo 1985; y Cuestiones
cuodlibetales, Mondadori, Madrid 1989, he desarrollado estas ideas en torno a las religiones y a las
fases de su desarrollo.)
III. ¿Cómo formular el significado y posición relativa que, respecto de Europa, puede corresponder
al pensamiento filosófico que se produce en España y desde España?
No me es posible hablar aquí, dado el espacio que me queda, de cuestiones históricas muy
importantes, aunque muy discutibles por lo demás, cuanto a su interpretación. Me atendré, por
tanto, únicamente, al terreno de las posibilidades. Me parece que puede afirmarse que las
posibilidades de la filosofía española en el nuevo concierto internacional que configura nuestro
Presente se han ampliado extraordinariamente, siempre que se esté de acuerdo en los diagnósticos
«pesimistas» que suelen hacerse en torno a la filosofía «realmente existente» alemana, francesa o
inglesa de la última mitad de nuestro siglo. La filosofía alemana calló prácticamente con la derrota
militar: ¿acaso la filosofía alemana, como la música alemana, no ha dado ya sus frutos más
valiosos? La filosofía inglesa está replegada en un manierismo escolástico, carente de interés
público, aunque es un buen entretenimiento para grupos de iniciados. La filosofía francesa, de un
alto nivel técnico, tiende a la retórica y depende excesivamente de la filosofía alemana. Otro tanto
tendría que decir de la filosofía italiana.
Antes he expresado la idea de que es el lenguaje nacional el factor principal (aunque no el único)
que permite distinguir a escala macrohistórica a las diferentes filosofías. El alemán, el inglés, o el
francés, han demostrado, una vez abolido el latín, su capacidad para la especulación filosófica.
Desde luego, no es cuestión de personas, de talentos subjetivos, sino de capacidad lingüística. La
escolástica española de los siglos XVI-XVII demostró que no cabe hablar de una ausencia de
talentos de primera magnitud; sólo que ellos –Bañez, Molina, Suárez, Arriaga– escribieron en latín.
Sin embargo, el romance castellano fue seguramente el primer idioma que, después de la época de
las invasiones musulmanas, sirvió para las funciones de la filosofía, mucho antes que el francés, el
inglés o el alemán, aunque de un modo anómalo: las traducciones de Aristóteles al latín habían
pasado previamente, a través de la versión que de los textos árabes daban los traductores, por el
romance castellano. De este hecho cabría deducir la capacidad del idioma español como idioma
filosófico, saturado de terminología ordinaria filosófica e incorporada a él en sucesivos momentos
(causa, sustancia, esencia, materia, relación, nada, ser, estar... y, por supuesto: dialéctica,
hipótesis, &c.). Los motivos por los cuales no ha habido una filosofía clásica española equiparable a
la alemana clásica o a la inglesa son debidos a motivos muy complejos que es imposible tratar aquí
adecuadamente. Por mi parte recogería el proyecto de Ortega, el proyecto de una filosofía en
español, en el lenguaje de el Quijote. Ortega, sin embargo, por motivos coyunturales, se vio
obligado a desplegar sus ideas en tratamientos no ya solo mundanos sino mundano-periodísticos
que ocultaron su verdadera profundidad; y sus «discípulos oficiales» no han logrado cristalizar un
pensamiento propio, sino escolios o anotaciones eruditas, y muchas veces triviales.
Durante los últimos treinta años el nivel profesional de la filosofía académica en España (de la
filosofía de profesores para profesores) ha subido notablemente, y una gran cantidad de profesores
españoles de filosofía están a la misma altura, en cuanto a conocimientos filológicos o históricos,
que los del resto de Europa. Pero lo característico de estos profesores es que se dedican
preferentemente a la filología, aplicada a textos de pensadores alemanes o franceses o
anglosajones, que vivieron en la primera mitad del siglo. Estos profesores mantienen un gran recelo
por cualquier análisis filosófico ejercitado «sobre las cosas mismas» del presente científico, religioso
o político, tal como nos las puedan ofrecer los físicos, los etólogos o los sociólogos; preferirán
volverse a aquello que los grandes pensadores –acaso también algún pensador menor, pero
suficientemente lejano para que sea precisa una labor de mediación hermenéutica– hayan podido
decir sobre la ciencia, la religión o la política. Como si aquellos grandes pensadores no hubieran
alcanzado su grandeza precisamente por referirse a la ciencia, a la religión o a la política de su
tiempo. Pero es evidente que una filosofía orientada «hacia las cosas mismas» difícilmente puede,
en el presente, entrar en el cuadro de los saberes gremiales que, para serlo, han de limitar el campo
de su especialidad, aunque sea por el procedimiento de establecer una lista convencional de textos
clásicos (Platón, Aristóteles, Suárez, Leibniz, Kant, Hegel, a los que se agregan algunos más
recientes como Nietzsche, Husserl, Heidegger, Wittgenstein y Popper). También han aparecido
durante los últimos años algunos «filósofos mundanos», profesores de filosofía que escriben en la
prensa diaria o hablan en TV sobre cuestiones de actualidad, que son presentados por los media
precisamente bajo el rótulo de «filósofos», un hecho absolutamente nuevo en España. Pero es
obvio que esa filosofía mundana, episódica, fragmentaria, coyuntural, que no constituye la
expresión de alguna doctrina sistemática sino que mas bien atiende a los servicios mínimos de
información y comentario, al estilo filosófico, de cuestiones de actualidad –cuestiones casi siempre
de índole ética, moral o política– que la sociedad española del presente reclama, no puede, hoy por
hoy, considerarse por sí misma más allá de lo que pueda significar como testimonio sociológico.
No necesito, por mi parte, decir más, sino esperar a que los próximos años decanten lo que ahora
existe mezclado, confuso y revuelto.
La filosofía en España
en un tiempo de silencio {1}
Gustavo Bueno
Planteamiento de la cuestión
«Un tiempo de silencio» dice, sin duda, aun dentro de una misma acepción, «cualquier tiempo de
silencio», no un tiempo de silencio concreto o determinado. A lo largo de la historia de España, o
de la historia de cualquier otra nación, habría, según ese concepto, intervalos que podrían
caracterizarse, al parecer, como «tiempos de silencio», intercalados (si nos atenemos al prototipo
musical) en el curso fluyente de los «tiempos sonoros». La «ominosa década», en el reinado de
Fernando VII, o los años que siguieron al cierre de las escuelas de Atenas por Justiniano, en el
529, podrían ponerse como ejemplos de «un tiempo de silencio». Por lo demás, no aparecen
explícitos los criterios que determinan cuales son las líneas de nivel a partir de las cuales hablamos
de un tiempo de silencio dado, puesto que es evidente que una sociedad humana, incluso una
comunidad de cartujos, no puede dejar de hablar, o al menos, de hacer diariamente algún ruido. El
tiempo de silencio al que nos referimos ha de suponerse, por tanto, definido de un modo especial;
un modo que nos permita, además, incorporar las causas y funciones de esos tiempos de silencio.
Y el modo de definir el tiempo de silencio, además, habrá de estar proporcionado a los contenidos
que se suponen puedan encerrarse en los límites del intervalo definido. Es evidente que, para una
sociedad dada, la condición de «estar inmersos en el cono de sombra del tiempo de silencio»
tendrá un significado muy distinto para contenidos tales como la vendimia o la fabricación del pan
que para contenidos tales como la propaganda política o la edición de libros de filosofía.
Pero, por otra parte, no podemos olvidar que, por el contexto dentro del cual aparece incluida en el
enunciado titular la fórmula «un tiempo de silencio», sin perder la intención universal-distributiva, o
si se quiere, genérica, «nomotética», está referida a un intervalo concreto, «idiográfico», del tiempo
histórico, lo que no excluye la intención universal distributiva que hemos asociado al formato de la
expresión «un tiempo de silencio». Simplemente ocurre que, por una suerte de dualidad, el
ejercicio de un concepto clase tiene lugar, ya sea cuando nos situamos desde la perspectiva de su
universalidad, en tanto va referida siempre a «individuos concretos» [56] (aunque estén
indefinidos), ya sea cuando nos situamos en la materialidad de un individuo concreto, pero en tanto
ella sea percibida como un caso más del concepto clase. Ahora bien, la «materialidad» concreta, la
referencia a la que nuestro contexto nos remite, no es, por supuesto, la ominosa década y, menos
aún, el período en el que el emperador Justiniano cerró las escuelas filosóficas de Atenas, sino
precisamente el intervalo del tiempo dentro del cual se contienen las fechas dramáticas de la
novela Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos (fechas dramáticas que se sitúan en torno al año
1949); y no sólo esto, sino (un complemento que me parece imprescindible) en tanto que las
fechas dramáticas del relato de referencia se presupongan, en este caso al menos, en continuidad
«epocal» con las fechas en las cuales el propio autor escribió y publicó (aunque no fuera en su
íntegra totalidad) su obra, fechas que pueden situarse entre los años 1959 y 1962{2}. Unas fechas,
por lo demás, que están tan próximas a las de estas Jornadas, que sería posible decir que todas
ellas son fechas de un mismo «Presente». Un «Presente», en cuanto se nos delimita en una
escala histórica que no puede reducirse, no ya al instante psicológico, al nunc que fluye sin cesar
en la conciencia subjetiva, pero ni siquiera al intervalo de una biografía; el «presente», a escala
histórica, implica, sin duda, múltiples biografías, susceptibles de ordenarse por «generaciones»,
que, hasta un número de seis o siete, permanecerán «imbricadas como las tejas de un tejado», al
decir de F. Mentré. Y la razón por la cual puede decirse que este presente constituye una unidad
objetiva distinguible, al menos conceptualmente, de lo que llamamos «Pasado» y «Futuro», en
sentido histórico, sería esta: que el «Presente» engloba al conjunto de individuos o grupos de
individuos (por ejemplo, generaciones) susceptible de mantener relaciones de influencia recíproca;
lo que significa que el «diámetro» del círculo de ese presente, centrado siempre en torno a alguna
generación dada, podrá estimarse en un siglo. El «Pasado», en cambio, englobará a todos
aquellos individuos o grupos que influyen sobre nosotros sin que nosotros podamos influir, ni
hayamos podido influir sobre ellos; y el «Futuro» histórico podría redefinirse como el conjunto de
los individuos (o grupos) sobre los cuales nosotros influimos sin que ellos puedan influir ya sobre
nosotros. Cabría afirmar, según esto, que Martín-Santos pertenece a nuestro presente, porque,
aunque haya muerto hace poco más de treinta años, todavía están vivos quienes influyeron, más o
menos, en él (a la vez que recibieron también la influencia suya), muchos de los cuales están
activos en estas Jornadas.
2. Lo que he pretendido hacer hasta ahora, en mi exposición, no ha sido otra cosa sino llamar la
atención sobre una distinción que parece estar implícita en el planteamiento mismo del tema titular,
a saber, la distinción entre el concepto clase de «un tiempo de silencio» y el «tiempo de silencio»
concreto, dado en nuestro «presente», que desempeña en estas Jornadas la función de referencia
principal de aquel concepto clase. Porque el concepto clase de «tiempo de silencio» no ha sido
explícitamente definido; más bien, y gracias al significado mínimo, por vago que sea, que tiene el
propio sintagma castellano «tiempo de silencio», se da por establecido, a fin de analizar qué pueda
significar en su ámbito, la filosofía. Pero, a la vez, sobrentendemos que ese concepto clase
habríamos de referirlo a nuestro presente, en particular, al presente en el que ocurren los episodios
dramáticos de la novela Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos, y esto debido a que, desde
luego, las características generales del concepto clase han de estar actuando en cada una de sus
referencias o realizaciones, pero también, por tanto, recíprocamente, a que, si no todas, sí muchas
de las características de nuestro presente (o del tiempo de silencio de nuestro presente ya
transcurrido o por transcurrir) habrán de poder servir para determinar las características de «un
tiempo de silencio», en general, y de las funciones o situaciones que en él puedan corresponder a
la filosofía. Y esta constatación tiene ya un alcance metodológico indiscutible: es casi seguro que
una exposición, necesariamente dilatada, que comenzase por definir, en general, un concepto
previo (no por ello necesariamente a priori) del concepto clase de «un tiempo de silencio» en
general (tomando como referencias la llamada ominosa década del siglo XIX, el cierre de las
escuelas filosóficas por Justiniano en el siglo VI y otros cientos de referencias que serían sin duda
necesarias para esbozar un «concepto inductivo», no apriorístico) no sólo no garantizaría su
pertinencia en el momento de ser aplicado al tiempo de nuestro presente que nos ocupa, sino que,
acaso por ello mismo, produciría en el auditorio la impresión de una extravagancia. Y, en cambio,
supongo que lo que todo el mundo espera ante el anuncio, en estas Jornadas, de una exposición
sobre «la filosofía en un tiempo de silencio», es que esta exposición vaya referida, desde el
principio, al concepto del tiempo de silencio concreto del que venimos hablando, y ello sin perjuicio
de que este «tiempo de silencio de la filosofía» sea visto como «un caso» de un concepto más
general, con el riesgo que esto tendrá sobre la posibilidad de transferir características acaso
peculiares e irrepetibles de nuestro presente a los tiempos de silencio de otras épocas históricas.
Un riesgo, por lo menos tan probable, como el que correspondería a cualquier decisión de aplicar
una supuesta característica general del tiempo de silencio a nuestro caso. [57]
Lo primero que tenemos que constatar es que nuestro «presente» –que ha de contener, ante todo,
según hemos dicho, a la persona y obra de Luis Martín-Santos– no nos conduce a un concepto
unívoco de «tiempo de silencio» (incluso cuando él va referido al mismo presente) sino a muy
diferentes conceptos o acepciones, si se quiere, modulaciones del mismo concepto que, sin duda,
podrán estar estrechamente relacionadas entre sí por alguna analogía de proporción, simple o
compuesta. Sin duda, el número de estos conceptos determinables (cada uno de los cuales estará
contenido en la expresión indefinida «un tiempo de silencio») es muy alto. Por nuestra parte
limitaremos esta multiplicidad, ateniéndonos lo más estrictamente que podamos a nuestro
contexto. Pero, aún así, no es posible circunscribir a una sola modulación unívoca, salvo por
convención gratuita, o por acrítica ingenuidad, el concepto de «tiempo de silencio». Y esto debido a
que las perspectivas emic y etic por respecto al propio sintagma «tiempo de silencio», acuñado por
Luis Martín-Santos, son diversas y, en ocasiones, contradictorias, a pesar de que muchas de ellas
aparecen mezcladas, confundidas o identificadas por quienes hablamos de estas cosas. Las tres
más significativas perspectivas que distinguiremos (porque no son ni siquiera conceptos, sino
perspectivas para construir conceptos) son las tres siguientes, que designaremos, no tanto para
abreviar, cuanto para evitar complicaciones connotativas, por A, B y C:
Hemos distinguido dos tipos de conceptos «tiempo de silencio» construidos en la perspectiva que
hemos denominado A, cada uno de los cuales contiene, además, determinaciones muy precisas
relativas a la «filosofía». Dicho de otro modo: a la filosofía, en un «tiempo de silencio» del tipo A1 le
corresponderá un lugar, una valoración o un significado peculiares y, en principio, muy distintos de
los que le corresponderían cuando utilizamos conceptos de «tiempo de silencio» del tipo A2. Más
aún, la misma idea de filosofía que se nos muestra «a través» de conceptos A1 o A2 estará
afectada (no «agotada») por ellos; o, dicho de otro modo, los conceptos A1 o A2 de «tiempo de
silencio» nos llevarán probablemente a ideas de filosofía más o menos diferenciadas y, en todo
caso, correlativas a las precisiones sobre su significado, valoración y lugar.
Uno de los conceptos o acepciones de «tiempo de silencio» más corrientes, en nuestro presente,
es el que queremos marcar con el símbolo taxonómico A1. En cierto modo podría decirse que el
concepto A1 de «tiempo de silencio» es un concepto estándar en nuestro presente, tal como es
entendido por todos (y son la mayoría) de quienes hablan de una «transición democrática» que
dejó atrás a la «dictadura» del General Franco (¿quien podría negar la dependencia que nuestros
análisis mantiene respecto de una espesa capa de supuestos ideológicos?). Porque precisamente
una de las características distintivas entre la actualidad «democrática» y la «dictadura» franquista
se da en función de esta acepción A1 de «tiempo de silencio». El «tiempo de silencio» A1 es,
sencillamente, al menos en extensión (y, en gran medida también, se supone que en la definición
del concepto derivado de «dictadura»), el tiempo de la dictadura franquista, los «cuarenta años»
contados, bien sea desde 1936 a 1975, bien sea contados desde 1939 a 1978. Después del
«tiempo de silencio» nos encontramos en el «tiempo de la libertad», que será, ante todo, «libertad
de expresión» (¡habla, pueblo, habla!), «libertad de prensa», «libertad de opinión», «libertad de
cátedra»; en resumen, las «libertades» derivadas del hecho de haberse roto las mordazas que
imponían el silencio en el período de la «dictadura».
¿Qué decir entonces de la filosofía en este «tiempo de silencio» así interpretado? Algo así como lo
siguiente: la filosofía, en este tiempo de silencio –al menos la que se considere como portavoz de
la «verdadera filosofía»– hubo de ser también una filosofía silenciosa, o si se quiere, silenciada, es
decir, amordazada, exiliada o encarcelada. En el «tiempo de silencio» la censura de libros o la
censura de prensa acalló las voces y las obras de los filósofos más ilustres: no sólo las obras de
Voltaire, sino también las de Kant, las de Marx o Engels, o incluso las de Heidegger estaban, de
hecho, explícita o implícitamente prohibidas, eliminadas de los programas y de los libros de texto
de las Universidades o de los Institutos; sus menciones tan sólo eran posibles si iban
acompañadas de una refutación demoledora. Al luminoso período que para la filosofía española
había representado la Segunda República, período que suele simbolizarse en el esplendor de la
Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, bajo el decanato de García Morente, sucedieron las
tinieblas de un oscurantismo medieval. La filosofía del «tiempo de silencio» que pudo manifestarse
no podía ser otra cosa sino una filosofía parásita y ociosa (así la vió Manuel Sacristán), un retorno
a la filosofía de la Edad Media. No sólo la Facultad de Madrid, sino también las demás Facultades
y, por supuesto, los Institutos de [59] Enseñanza Media, se poblaron de profesores que, o bien
llevaban sotana o hábitos frailunos o bien los habían llevado, como novicios o seminaristas, antes
de la Guerra Civil, sin que las «experiencias» de esta Guerra, suficientes para hacerles colgar los
hábitos, lo hubieran sido para hacerles colgar las ideas arcaicas que habían moldeado sus
cerebros en los Conventos o en los Seminarios. Algún profesor de filosofía que, allá por los años
1970, se atrevió a ajustar sus enseñanzas «al método científico y experimental» (según decía la
Orden Ministerial) fue destituido. «Generación silenciosa» fue la autodenominación que algunos
dieron a la generación a la que perteneció Luis Martín-Santos, y que otras veces se ha conocido
como «generación de la postguerra» o «generación del 50» (en esta generación «milita» el que os
habla en este momento, nacido el mismo año que el autor de Tiempo de silencio). Generación
silenciosa, porque sus palabras no podían publicarse y debían permanecer inéditas en abultadas
carpetas que tantos y tantos «pensadores» decían tener guardadas en los cajones de su
despacho.
Pero los velos se rasgaron con el advenimiento de la democracia. El tiempo de silencio acabó. Y la
filosofía, en particular, pudo volver a tomar la palabra pública. Lo curioso es que sus palabras, más
que de los cajones que guardaban aquellas supuestas carpetas, venían de fuera, de Francia, de
los países comunistas y muy especialmente de Inglaterra: la democracia, en efecto, significó la
irrupción de las traducciones de Marx y de Engels, de Garaudy o Althusser, de Popper o
Wittgenstein, Ayer, Austin o Wisdom, los «nuevos filósofos» y, más tarde, de los filósofos
«postmodernos».
Aquí, dirán los progresistas, reside la importancia del diario El País: nos puso al día. Lo cierto es
que filosofar publicamente, con reconocimiento, en la democracia, ha sido, sobre todo traducir,
comentar las traducciones de los «pensadores» franceses, británicos o italianos.
Ahora bien: ¿puede darse, sin más averiguaciones, por descontado, que este concepto A1 de
«tiempo de silencio», con las repercusiones que él tiene sin duda sobre el papel y valoración que a
la filosofía de su ámbito haya que atribuir, es el concepto que tuvo el propio Martín-Santos (B) y,
sobre todo, el concepto que se desenvuelve en su obra (la perspectiva C)? A mi juicio, en modo
alguno. A quienes ni siquiera se hayan planteado la posibilidad de que el concepto de tiempo de
silencio construido desde A1 no sea el concepto de tiempo de silencio necesariamente construible
desde B y, sobre todo, desde C, les ofrezco dos argumentos que considero definitivos, en cuanto
dotados de fuerza suficiente para triturar la supuesta ecuación A1 = B = C.
El primer argumento es este: ¿cómo podría Luis Martín-Santos haber construido un concepto B o C
de tiempo de silencio, superponible al concepto ideológico A1, si escribió su novela en 1959,
cuando faltaban más de trece o quince años para dar fin al tiempo de silencio en el sentido A1?
Una respuesta afirmativa a esta pregunta equivaldría a poner a Luis Martín-Santos en una tesitura
análoga a la de aquel personaje de comedia histórica francesa cuando decía: «Me voy a la Guerra
de los treinta años.»
Estos desajustes nos permiten también dudar de la consistencia del concepto estándar (A1) de
«tiempo de silencio». ¿No será este un concepto ideológico vinculado a la ideología de los agentes
de la llamada transición democrática, en tanto ella comporta, desde luego, una determinada idea
de filosofía y, por tanto, una valoración y asignación del lugar que cabe atribuir a la misma en el
«tiempo de silencio» y en el «tiempo de libertad»? La respuesta que, por mi parte, tengo que dar a
estas preguntas, es claramente afirmativa: el concepto estándar (A1) de «tiempo de silencio» es
ideológico y distorsiona profundamente los hechos (en particular, el del lugar real, funcional, que
corresponde a la filosofía) en nombre de una visión interesada, propagandística y egocéntrica, pero
sin fundamento en la materia «de las cosas». Esta crítica nos obligará, evidentemente, a exponer,
en el momento oportuno (al final de mi exposición), aunque sea en los términos más breves
posibles, un concepto de tiempo de silencio que, aun dibujado desde una perspectiva A, desde
luego, sea, sin embargo, la contrafigura del concepto A1. Lo marcaremos con el rótulo A2 (sin
olvidar que lo que damos es sólo una variante, pero que caben otras variantes o acepciones
susceptibles de ser englobadas en este rótulo A2).
En cualquier caso: un concepto A, que no quiera recaer en los componentes ideales de A1, habría
de comenzar retirando la [60] supuesta unidad de «bloque compacto» desde la cual está pensado
el concepto estándar de «tiempo de silencio», en cuanto característico de una época (la época
franquista) que habría terminado gracias a la transición democrática. Porque ni la época franquista
puede ser considerada como un bloque compacto, ni la época democrática puede entenderse
como una nueva era cuyos perfiles y, sobre todo, sus contenidos (especialmente los que tienen
que ver con la filosofía) puedan enfrentarse, por su novedad o por su luminosidad, a los perfiles y
contenidos de la época franquista, a los perfiles del tiempo de silencio en el sentido estándar. Las
cualidades de novedad y de luminosidad habría que entenderlas, más bien, como pretensiones
ideológicas, de la falsa conciencia, de la propaganda. La línea de frontera entre los cuarenta años
de la dictadura y los veinte años de la democracia habría que verla, por eso mismo, no ya como
una línea imaginaria, por supuesto, pero tampoco como una línea de trazo continuo: sería más
bien una «línea de puntos», abstracta, que separa sobre todo superestructuras (incluyendo en este
concepto a los mismos procedimientos de «designación de representantes» en las urnas) pero sin
pasar por otras líneas estructurales, de separación más profunda, desde el punto de vista político,
que se han ido abriendo (como puedan serlo las que tienen que ver con el enfrentamiento entre el
proyecto de un Estado español unitario y el proyecto de una federación de Estados, que fue
enérgicamente propuesta, con todo su radicalismo, en el Informe de Dolores Ibarruri ante el Pleno
del Comité Central del PCE de septiembre de 1970, que planea sobre el llamado «Estado de las
Autonomías»). Línea de frontera que es atravesada, en cambio, por líneas de continuidad, y no
sólo de índole científico o cultural, sino por líneas que tienen que ver con la continuidad del modo
de producción capitalista (la democracia del 78, en el contexto de la Unión Europea, ¿no es la
reorganización de una sociedad capitalista que ya no necesita de los procedimientos verticales de
la dictadura, entre otras cosas porque los sindicatos verticales que constituyeron su armazón social
se han transformado, por pseudomórfosis, en los sindicatos de la democracia coronada?).
Dicho de otro modo, en lugar de formar dos bloques netamente diferenciados, el bloque de los
cuarenta años de dictadura y el bloque de los veinte años de democracia –diferencia abstracta muy
importante en la pragmática de la transición, pero menos importante a medida que el siglo avanza
hacia su final– sería conveniente acostumbrarse a dividir los sesenta años que nos separan de la
Guerra Civil según otros criterios, particularmente cuando queremos determinar el lugar de la
filosofía en el «tiempo de silencio». Por ejemplo, y a modo de retícula, en seis décadas. Una
división que acaso nos ofrece una escala más proporcionada a efectos de analizar
comparativamente el lugar, función y valor de la filosofía en el tiempo de silencio estándar y en el
tiempo de libertad, también en su sentido estándar.
Comenzaríamos analizando, por tanto, la función, lugar, valor, &c. de la filosofía en la primera
década del «tiempo de silencio», la década de la Guerra (1936-1945, en la medida en que la
Segunda Guerra Mundial se interprete como una «prolongación» de nuestra Guerra Civil). En parte
habría que poner a un lado a la filosofía de la zona republicana durante la Guerra Civil, así como a
la filosofía silenciada, a la encarcelada y, sobre todo, a la exilada; decimos «en parte», puesto que
esta filosofía –que era también, sobre todo, filosofía traducida– sonaba regularmente, a través de
Fondo de Cultura Económica y de otros canales, «en el interior». Y ello debido a que tenemos que
referirnos, puesto que procedemos en función del concepto A1, a la filosofía no silenciada en el
tiempo de silencio, en su acepción estándar.
Es necesario constatar que, ya en los principios de la Guerra Civil, la preocupación por dotar de
una cúpula ideológica, construida muy especialmente con materiales filosóficos, al nuevo régimen,
actuó con notable intensidad, ante todo, porque las ideas de Unamuno, de Ortega (pese a su
ausencia) o de D'Ors, impregnaron a la «vanguardia» intelectual de la Falange o de las JONS («la
persona, como portadora de valores eternos» de José Antonio, era una idea que venía, vía Ortega,
no tanto del cristianismo medieval cuanto de Max Scheler o de Nicolai Hartmann). Pedro Laín
Entralgo, Antonio Tovar o Javier Conde, la revista Escorial, &c., pueden ser citados como ejemplos
de la presencia de la filosofía, comúnmente entendida, en la primera década del tiempo de silencio
A1. Mención especial merece, durante este tiempo, el caso de Xavier Zubiri (al principio de esta
década todavía se escribía J. Zubiri) que, aunque apartado de su cátedra madrileña (y, por motivos
que no son del caso, que al parecer tuvieron que ver con su deseo de verse reducido al estado
laical, desde su condición de jesuita, para contraer matrimonio con la señorita Carmen Castro, hija
de Américo Castro) gozaba de amplia presencia en España a través de su libro Naturaleza,
Historia y Dios, publicado por la Editora Nacional en 1944. Tampoco tenemos que olvidarnos de la
gran difusión que alcanzó la Historia de la Filosofía de Julián Marías (con prólogo de Zubiri), ya
desde su primera edición, en plena primera década franquista, en 1941. ¿Se me objetará que
estoy citando preferentemente autores que estaban «distanciados» del régimen? Objeción vana
desde el punto de vista sociológico o histórico, porque, distanciados o no, actuaban libremente en
el interior; y esto sin contar que muchos no estaban distanciados, ni mucho menos, con el régimen,
o lo estaban de otro modo, como los antes citados (Laín, Conde) u otros que podrían citarse, como
Ramiro Ledesma (cuyos Escritos filosóficos fueron publicados por Santiago Montero Díaz en 1941)
o como José Pemartín (a veces confundido con su hermano Julián). José Pemartín (cuya influencia
en la organización académica de los estudios en la primera década del franquismo fue muy
considerable, en cuanto Director General de Enseñanza durante los ministerios de Sainz
Rodríguez e Ibañez Martín), ofreció una vasta concepción filosófica, no escolástica, aunque
cristiana (con Pemartín colaboró don Juan Zaragüeta) –Introducción a una filosofía de lo temporal
(1937), Formación clásica y formación romántica (1942)– y apoyada en el estado de la Física
coetánea (Einstein, Planck) y de la filosofía alemana de la época (Spengler, Scheler, Heidegger,
Hartmann...). Se dirá que Ramiro Ledesma, por el lado «pagano», o José Pemartín, por el lado
«cristiano», son «cantidades despreciables», al lado de... ¿quién? ¿En qué «nivel más elevado» de
la filosofía alemana de su tiempo, que el que nos ponía Ledesma Ramos con sus rigurosas
reseñas, nos sitúan las reseñas y traducciones de quien, en la época de la democracia, nos ofreció
la quintaesencia de la filosofía analítica anglosajona? ¿Acaso el Aranguren que durante la década
de 1976 a 1985, y gran parte de la siguiente, fue reconocido, en los medios de comunicación
escrita, en la televisión, &c., como «el filósofo de nuestro tiempo», nos ofreció algún tipo de
filosofía más interesante o de «mayor nivel» que la que nos ofreció José Pemartín? ¿Acaso las
obras que corrían en la primera década del tiempo de silencio, como «alimento para la formación
de la juventud», tales como el Caballero cristiano del Padre Vilariño e El joven de carácter de
Monseñor Tihamer Toth, tenían [61] menos enjundia filosófica que los alimentos que en la última
década de la democracia se hace consumir a la juventud, tales como la Etica mínima de Adela
Cortina o la Etica para Amador de Fernando Savater?
Y si nos referimos a la filosofía oficial de esta primera década, a la filosofía escolástica (cuyo
dogmatismo doctrinal sólo pudo cristalizarse al final de la década, cuando se habían ya ensayado
sin éxito otras alternativas de «filosofía cristiana»), ¿no será confundir la valoración negativa
(ideológica, desde luego) de esta filosofía con su función efectiva? Manuel Sacristán habló,
refiriéndose a ella, de una filosofía «parásita y ociosa». Pero estos calificativos (dejando de lado
sus cargas axiológicas) sólo hacen encubrir la función que la filosofía desempeñó en ese tiempo de
silencio; una función que, lejos de ser parasitaria u ociosa, estaba «políticamente implantada» en el
subsuelo de la sociedad española de la postguerra. Sin perjuicio de su condición de ancilla
Theologiae (comparable, por lo demás, a la condición de la filosofía oficial de las últimas décadas,
en cuanto ancilla Democratiae) la filosofía escolástica mantuvo, en su plano, la naturaleza
dialéctica de la tradición platónica, y los textos, o los cursos escolásticos, eran muchas veces los
únicos cauces por donde aparecían en el tiempo de silencio los nombres y las doctrinas de
Voltaire, de Kant, de Hegel o de Marx, aunque fuera para ser refutados (la Sociología cristiana de
padre Llovera, que seguía utilizándose en esta década, contenía una sumaria exposición de la
teoría marxista de la plusvalía que no cede en rigor al catecismo de Marta Harnecker). Cuando nos
ocupamos del análisis de la presencia de la filosofía en el «tiempo de silencio», es preciso también
subrayar que en esta década se creó en España, por primera vez, un Instituto de Filosofía, en el
marco del CSIC, el Instituto «Luis Vives», en cuya biblioteca podían ser consultadas, al menos por
los becarios, y desde luego por los investigadores, las obras filosóficas de las más diversas
tendencias y orientaciones. ¿Y quién se atrevería a poner a la revista Isegoría, del Instituto de
Filosofía del CSIC, dirigida por Javier Muguerza en el tiempo de la libertad, en un «nivel más
elevado» que el de la Revista de Filosofía, del Instituto «Luis Vives» de Filosofía del CSIC, dirigida
por Manuel Mindán en las largas décadas del tiempo de silencio?
Así también, es preciso tener en cuenta que fue en esta primera década cuando se sentaron las
bases de una organización, dentro del cuerpo de Catedráticos de Instituto de Enseñanza Media, de
los programas de filosofía que habían de llevar la presencia de la filosofía en la enseñanza media a
unos niveles (tres cursos de filosofía obligatoria de tres horas semanales) que, dejando aparte la
valoración de sus contenidos, nunca habían sido alcanzados en España ni volverían a alcanzarse
después. Lo más interesante, por no decir paradójico, de esta situación, es que el desarrollo de las
materias filosóficas en la enseñanza media en ese clima teológico oficial (con el consiguiente
crecimiento del cuerpo de profesores y del status que todo ello comportaba) fue el origen de la
actual conciencia de la importancia que corresponde a la filosofía en la enseñanza secundaria en
la década presente; una conciencia que se mantiene incluso una vez desaparecido su fundamento
teológico, y sin que otra fundamentación válida (puesto que difícilmente puede aceptarse la
justificación de la presencia de la filosofía como método «para que los españoles aprendan a
pensar») haya venido a sustituirla. Dicho de otro modo, cabría sospechar si las reivindicaciones de
la filosofía por parte de su profesorado, en general, que considera amenazado su status por la
LOGSE, tienen tanto o más de corporativismo gremial que de fundamentación no metafísica.
Por último, conviene recordar, sobre todo a los jóvenes, pero también a muchas personas maduras
–por ejemplo a quienes asistían a las tertulias del Gambrinus durante los años de la década 1946-
1955, tropezándose en ella algunas veces con el mismo Luis Martín-Santos, para leer, en un
ambiente «marginado», extraoficial o de cenáculo privado, a Sartre o a Heidegger–, [62] que en la
Universidad oficial también circulaban, de un modo más o menos discreto (no por eso silencioso)
corrientes de pensamiento filosófico coetáneo, dependiendo de los profesores responsables.
Puedo testimoniar que en los cursos 1942-43 y siguientes, en la Universidad de Zaragoza, y por el
impulso de Eugenio Frutos Cortés, estudiábamos (no leíamos) intensamente a Bergson, a Husserl,
a Heidegger o a Sartre; y que, por ejemplo, gracias a la invitación que Frutos hizo a un profesor y
sacerdote catalán, Ramón Roquer, para dar conferencias públicas en la Facultad, pudimos
enterarnos los que queríamos, allá hacia el año 1942, de la existencia de Carnap, de Neurath, y
pudimos leer obras suyas que el mismo conferenciante nos proporcionó amablemente. Asimismo,
por aquellos años, en Zaragoza, por lo menos, en la época de mayor oscurantismo, a muchos
estudiantes (y público, en general) nos fue dada la posibilidad de seguir un curso sobre Freud y el
psicoanálisis que en la Facultad de Medicina impartió el profesor Rey Ardid. Todas estas
informaciones, y otras mil que sería posible agregar, no las ofrezco con la intención de disimular la
condición de ideología explícita a la que los programas ministeriales reducían la filosofía (aunque
esta se resistiera, una y otra vez –precisamente en virtud de su método, que le exigía presentar las
alternativas opuestas– a ser reducida a mera ideología); las ofrezco para demostrar el simplismo
implícito en el esquema del «corte total» que la época del franquismo, incluso en su primera
década, habría producido en las corrientes ordinarias del pensamiento filosófico europeo.
Corrientes o hilos de corriente más o menos caudalosos que fluyeron constantemente y evitaron
que se secasen por completo gérmenes que estaban vivos y que podrían fructificar años o
décadas posteriores. Por tanto, se equivoca quien piense, dentro del esquema simplista, que sólo
con el «advenimiento de la democracia» pudo la filosofía represada en el exilio o en la cárcel volver
a salir a luz; porque la filosofía ordinaria estaba ya fluyendo en el interior de la misma Universidad
o en grupos o en personas aparentemente integradas en el régimen, aunque en situación efectiva
de «marranos» (¿hasta que punto no fue esta la situación en la que, sin embargo, Cervantes
escribió el Quijote?).
La filosofía oficial continúa su curso, y se abre en direcciones cada vez más variadas. Permítaseme
recordar, ya que su autor está aquí presente, la obra Física y filosofía que Carlos París publicó en
1952 (en el CSIC).
Ortega vuelve precisamente en 1946 y desarrolla una actividad muy intensa que termina, con su
muerte en 1955, justamente el año que cierra esta década. Nada pues de «tiempo de silencio», en
esta década, para la filosofía de Ortega (independientemente de que él tuviera que hacer algún
guiño –como los que hizo en las conferencias sobre Toynbee– al mismísimo «Caudillo»). Tampoco
fue esta década, ni la siguiente, por supuesto, un «tiempo de silencio» para Zubiri. A sus cursos
asistía una distinguida representación de la «crema de la intelectualidad» madrileña, y Gonzalo
Fernández de la Mora, compañero de curso y amigo mío, ofrecía puntualmente en el ABC –que
cumplía en estas décadas la función que El País desempeñaría en la quinta y en la sexta– amplias
y excelentes reseñas de sus lecciones.
Desde el punto de vista histórico y sociológico es necesario subrayar que los cauces que en esta
década se abrieron más a las nuevas corrientes estaban representados por muchos jóvenes que
procedían de familias plenamente integradas con el franquismo. El propio Luis Martín-Santos es el
mejor ejemplo que en estas Jornadas podemos citar (su padre era General del Ejército). Otro
ejemplo notable, el de Miguel Sánchez Mazas (hijo de Rafael Sánchez Mazas, el «poeta de la
Falange», fundador del semanario El Fascio y ministro de Franco; y hermano de Rafael Sánchez
Ferlosio), que fundó en 1952 la revista Theoria, cuyo último número apareció precisamente en
1955, último año de esta década (inicialmente como suplemento de la revista Alcalá, del SEU, y
luego financiada directamente por el ministro Joaquín Ruiz-Giménez), en la que, por la amistad que
me unía con su fundador, participé ampliamente desde su inicio. Todo el mundo sabe que esta
revista, sin perjuicio de su integración oficial en el tiempo de silencio, fue una ventana abierta a
todas las corrientes filosóficas y científicas de vanguardia de la época.{4} Asimismo, en estos años,
la lógica simbólica o las teorías de la ciencia más recientes comenzaron a hacer acto de presencia
incluso en los manuales de filosofía del bachillerato; todo ello, también es cierto –y en ello reside
su dialéctica– junto con las obligadas lecciones destinadas a demostrar la existencia de Dios por
las cinco vías y la inmortalidad del alma.
Aunque el marco jurídico en el que está implantada la filosofía cambia muy poco, el marco social y
económico cambia decisivamente en esta década, con los planes de desarrollo y la irrupción del
turismo masivo, la política de reconciliación nacional del PCE (abandonando la política guerrillera
[63] mantenida a raíz del aplastamiento del fascismo y del nacionalsocialismo por la victoria aliada
en la guerra, que mantenía la presencia de los maquis en la década anterior), y, lo que tuvo directa
repercusión para la filosofía, el aggiornamiento de la Iglesia, que determinó, sobre todo a partir del
Vaticano II, un debilitamiento del dogmatismo escolástico tradicional (en las Facultades de Filosofía
empezó a notarse, con sorpresa, que los alumnos clérigos ya no conocían de primera mano a
Santo Tomás o a Suárez). Puede decirse que la «libertad de cátedra» en las Universidades (a
efectos de «explicar» a Kant, Hegel, Marx –Manuel Fraga, ministro a la sazón de Información,
había legalizado la importación de El Capital en traducción de Roces y edición de FCE–, Sartre,
Merleau-Ponty...) llega a ser, de hecho, en esta década, casi total, en gran parte debido a la misma
ignorancia de los agentes policiales a quienes se les encomendaba la vigilancia de los profesores.
No estará de más recordar que en esta década Enrique Tierno Galván tradujo el Tractatus de
Wittgenstein (a partir, por cierto, de un ejemplar que yo mismo, anónimo catedrático de Filosofía en
un Instituto de Salamanca, le había suministrado), y que Aranguren ganó su Cátedra de Etica
(también es verdad que estos dos profesores, junto con otros, fueron destituidos, aunque no tanto
precisamente por sus «ideas filosóficas» cuanto por determinados comportamientos políticos muy
puntuales).
La circulación por España de las corrientes filosóficas europeas e internacionales más diversas se
mantiene prácticamente incontrolada por el régimen: filosofía analítica, estructuralismo, marxismo,
escuela de Frankfurt, Libro Rojo de Mao... Prácticamente no queda sombra del tiempo de silencio
A1 en la filosofía académica (a veces el silencio pretendió ser impuesto, por la vía del terror, no
tanto por la policía franquista cuanto por movimientos de extrema izquierda que arrojaban botes de
pintura a determinados profesores con fama de «prosoviéticos»). Como ejemplo de la evolución
ordinaria de los tiempos, el brazo ejecutor del Partido Comunista Proletario que arrojó sobre la
cabeza de quien os habla un bote de pintura en 1970, Alberto Caldero Cabré, se transformó, con
los años, en un distinguido ejecutivo de la política socialista catalana de la década en curso.
Algunos esperaban, en los años de la libertad, que muchas de las carpetas que guardaban
abultados ensayos escritos durante la dictadura podrían transformarse en libros que demostrasen
la profundidad de un pensamiento madurado en los años del silencio. Pero ninguno de estos libros
pudo ver la luz, sencillamente, y, ante todo, porque tales libros no existían en las famosas carpetas
(sino, a lo sumo, como proyectos pretenciosos y vacíos). Pero, sobre todo, porque tampoco
hubieran llamado la atención a un público que estaba orientándose por otros intereses (en los
primeros años de la década, hacia la Historia, hacia los catecismos políticos, &c.). La situación de
la filosofía «realmente existente» no varió, por tanto, de modo sustancial, aunque se ampliaron
cauces editoriales, que pusieron al alcance del público obras importantes (reediciones de clásicos,
traducciones de obras filosóficas francesas o alemanas, de teoría de la ciencia), en gran medida
reediciones de obras que ya habían circulado por España.
Podría decirse que la filosofía universitaria, en esta década, se consagró prácticamente a las
funciones de «recepción» de las [64] corrientes europeas e internacionales, especialmente como
alternativa del marxismo; lo que, en todo caso, implicaba una sistemática y creciente desatención
hacia la filosofía que pudiera estar siendo desarrollada en español y desde España. Basta repasar
los índices de autores citados en las obras clasificadas como filosóficas de estos años para advertir
que la casi totalidad corresponde a autores extranjeros y que sólo de vez en cuando aparece algún
nombre español ya consagrado, como Ortega o Zubiri.
Es una continuación del patrón receptivo anterior, si bien cambian obviamente los contenidos
recibidos (estos años serán los años de la disolución de la Unión Soviética y los años del
postmodernismo). Se observa acaso un nuevo fenómeno, a saber, el de la aparición de obras
pertenecientes al género de la filosofía moral, la publicación de libros «de ética» escritos por
profesores (profesoras) españoles que actúan al margen de las tradiciones eclesiásticas
manteniéndose más próximos a la ideología y al poder socialdemócrata. Desciende acaso la labor
de recepción de las corrientes europeas o americanas, pero no porque merezcan mayor atención
las españolas, sino acaso porque las editoriales prefieren acoger materias que, en algún sentido,
desempeñan las funciones de sucedáneos de la filosofía: cosmología, antropología o sociología.
En el momento en que hablamos, carecemos todavía de perspectiva histórica adecuada para
poder enjuiciar esta década que acaba.
La cuestión a la que nos conduce esta sección es, sencillamente, la siguiente: ¿qué entendía Luis
Martín-Santos, en cuanto autor de la novela Tiempo de silencio por tiempo de silencio?
Se trata de una pregunta que se formula desde una perspectiva emic, respecto de un autor
(actante o agente) de una obra definida. Y, como es obvio, la separación entre la conducta del
autor de una obra, en cuanto autor de esa obra, y el resto de las conductas que puedan atribuírsele
como sujeto, actante o agente, en general, no es siempre nítida. Dicho de otro modo: la
perspectiva emic referida al autor de la obra, en cuanto tal, difícilmente puede circunscribirse a esa
formalidad: se extiende también a amplias zonas de la vida del sujeto (si no a todas ellas), una vida
que, por haber sido «presenciada» en muchos de sus momentos por una gran parte de quienes
participan en estas Jornadas, se presta a ser investigada precisamente desde esta perspectiva
emic. Sin embargo, ni esta presencia, ni la fidelidad de su recuerdo, garantiza una exacta
representación emic del autor de Tiempo de silencio, debido en gran medida a las características
idiográficas de su personalidad. Citaremos un testimonio de indiscutible significado, precisamente
porque demuestra cómo una proximidad que pareciera favorecer una disposición o intencionalidad
emic, sin embargo, y sin excluir esa intención, resulta deslizarse hacia una perspectiva etic, el de
José Luis Munoa Roiz:
«Para los que tuvimos la oportunidad de tratarlo (la de conocerlo quedó probablemente
restringida a un grupo exiguo) el personaje [id est, la persona de Luis Martín-Santos]
representaba siempre unos aspectos equívocos y hasta enigmáticos, en donde los perfiles
se hacían sobrios y las interpretaciones se tornaban confusas e incluso contradictorias...
En extremo brillante, dotado de una voz atenorada, muy consciente de sus privilegiadas
dotes intelectuales, adoptaba con frecuencia actitudes meditadamente [perspectiva emic]
petulantes y distantes, que le granjeaban admiraciones y repulsas a veces
sorprendentemente simultaneas.»{5}
No parece tarea sencilla, en conclusión, la de mantener, con una mínima seguridad la perspectiva
emic referida a la vida global de un autor como Luis Martín-Santos. Por ello preferimos atenernos,
en la medida de lo posible, a la perspectiva emic, pero en tanto se circunscribe al autor en cuanto
autor de la obra que analizamos, sin olvidar, eso sí, que esta «reducción» es abstracta, y que
habrá de tenerse siempre como inserta en ámbitos de radio más amplio.
¿Qué era el «tiempo de silencio», su concepto, para el autor de nuestra obra, cuando se le
examina desde una perspectiva formalmente emic? La pregunta puede desplegarse según dos [65]
dimensiones, las que corresponden a los dos aspectos que este concepto, como todos, posee, a
saber, el denotativo y el connotativo.
¿Qué años constituyen la denotación del concepto de «tiempo de silencio» cuando se le considera
desde la perspectiva B? En la novela no aparece fecha alguna; pero de aquí no se deduce que, por
tanto, toda determinación en este sentido haya de apoyarse en fuentes «externas». Porque en
Tiempo de silencio figuran párrafos que podrían considerarse como «descripciones definidas», en
el sentido de B. Russell (o como fragmentos de tales descripciones definidas). Citaré los dos más
importantes (y acaso los dos únicos en sentido estricto).
El segundo párrafo, al final de la novela (págs. 291-292), es el que contiene las referencias a la
bomba atómica y a la ONU, como «inventos» relativamente recientes, pero no inmediatos al tiempo
dramático: son los años inmediatos de la postguerra.
Por tanto, las «descripciones definidas» que figuran en las páginas 162-163 y 291-292 de la
vigésima edición de la obra, nos determinan inequívocamente, si no toda la denotación, sí parte de
ella; una parte que en cualquier caso hay que insertar en el intervalo de la primera mitad de la
segunda década (1946-1955) que antes hemos establecido. Podríamos concluir que el «tiempo de
silencio» que se denota internamente, como fecha dramática, es, por tanto, un intervalo de la
segunda década; lo que no implica que haya que segregar a priori de su denotación (aunque
tampoco incluir necesariamente) las fechas de escritura y edición de la novela, fechas que hay que
situar, indudablemente, en la tercera década (1956-1965).
¿Cual es el significado, cuales son las notas que constituyen la connotación del concepto de
«tiempo de silencio» cuando se le considera desde la perspectiva B?
Si esto fuera así, el análisis del «lugar» de la filosofía en (un) tiempo de silencio equivaldría al
análisis del propio concepto (desde la perspectiva C) de «tiempo de silencio», en tanto se supone
determinado precisamente en función de la filosofía. Otra cosa es decidir, en cada caso, hasta
donde alcanza la perspectiva C, supuesto que ella no podría circunscribirse a los actos o palabras
en las que Pedro, como personaje principal, «se cruza» con la filosofía. Porque muchas veces el
autor (Luis Martín-Santos) «filosofa» a propósito de su exposición de Pedro (por ejemplo cuando
nos describe a Pedro en una tarde de sábado, pág. 94), y no es fácil decidir si las «reflexiones
filosóficas» que el autor nos ofrece («...pero incluso el peor momento no es nunca más que eso, un
momento. ¡Hasta tal punto es limitada la naturaleza humana!») hay que adscribirla en exclusiva al
autor que relata o bien cabe atribuírsela también (incluso exclusivamente) al personaje, como si su
relato tuviese la intención literaria de describir (al modo de Joyce) los pensamientos que Pedro
mismo tenía mientras callejeaba, sin que ello quiera decir que el autor no pudiera compartirlos.
Lo importante es que Pedro, en el «tiempo de silencio» delimitado por el ámbito total mismo del
relato, filosofa o se comporta en función de la filosofía. Y no sólo filosofa, o es dibujado en función
de la filosofía, cuando, como hemos visto, va recorriendo los caminos de la prosa de la vida
cotidiana, sino también, y sobre todo, en los tres momentos en los cuales parece que se le abren
las ocasiones de desviarse de tales caminos, las ocasiones en las cuales entra en los mundos
irreales que constituyen el reverso de la gran ciudad o la ocasión de salir definitivamente de ella.
En cualquier caso, la filosofía, en el «tiempo de silencio», es decir, el lugar de la filosofía en el
«tiempo de silencio» de Tiempo de silencio, no sólo aparece (o desaparece) en el anverso de la
vida cotidiana, sino también, y principalmente, puede desaparecer (o aparecer) en el reverso de
esa vida.
Sabemos (sobre todo a partir de los informes de Juan Benet{6}) que Luis Martín-Santos sostenía la
idea, que pretendió elevar a la condición de norma literaria, de que en el centro de todo gran relato,
a semejanza del Fausto de Goethe, había de figurar una «noche de Walpurgis». Obviamente
dejamos de lado la cuestión de los fundamentos de semejante idea, y nos limitamos a la aplicación
que ella pudo tener en la novela Tiempo de silencio. Benet localizó esta aplicación, desde luego,
en las escenas que tienen lugar en la casa de prostitución de doña Luisa (escenas que ocupan las
páginas 99 a 111, y que tienen un complemento en las páginas 183 a 190), y nos advierte,
además, de que esas escenas fueron suprimidas por la censura en la primera edición de la obra (el
autor habría puesto a disposición de Juan Benet, desde el primer momento, copias en papel
carbón del texto correspondiente a las escenas censuradas).
Ahora bien, en la novela, un poco más adelante (en su centro mismo, págs. 150 a 173, por tanto,
entre los dos bloques de páginas que contienen las acciones de la casa de doña Luisa) se nos
presenta otro escenario que, a nuestro entender, sería preciso interpretar como una contrafigura
del escenario de doña Luisa y, por tanto, como una noche de Walpurgis en el sentido que el autor
daba a esta idea. No pretendemos afirmar que Martín-Santos escribiese las páginas 150 a 173 con
la intención de ofrecernos «la noche de Walpurgis» de su obra; nos es suficiente decir que estas
páginas realizan, por sí mismas (independientemente incluso de la voluntad consciente de su
autor), la idea misma de una noche de Walpurgis, de suerte que, si nos atuviésemos a la estricta
perspectiva C (es decir, si prescindiésemos, como externos que son, de los informes de Benet),
habría que interpretar esas páginas en este sentido. De otro modo, Tiempo de silencio no contiene
solamente una noche de Walpurgis sino dos, pero no independientes, sino contrafiguras cada una
de la otra. La importancia de esta constatación para nuestro asunto se deriva de la circunstancia
de que es en estas noches de Walpurgis de Tiempo de silencio en donde se nos manifiestan muy
bien delimitados los lugares en los cuales la filosofía, o bien brilla como tal, o bien «brilla por su
ausencia».
Los pasos hacia estos dos lugares del «reverso» de la prosa de la vida cotidiana se anuncian
estilísticamente por la utilización de una terminología «mágica». Primer lugar: doña Luisa es una
«ogresa» para sus pupilas (pág. 111); «¿has firmado pacto con el demonio?» (pág. 106); «si,
maga, confirmó el doncel enamorado» (pág. 108). Segundo lugar: «Scène de sorcellerie: Le Grand
Bouc» (pág. 155); rótulo que no queda ahí: «todo esto conoces, buco, con penetración muy seria, y
entonces indicas como triaca magna y terapeútica que a la gran Germania nutricia, Harzhessen de
brujas y de bucos, hay que fenomenológicamente incorporar» (pág. 150). Los pasos que da Pedro,
sin embargo, están precedidos por los pasos de su amigo Matías: éste nos es presentado como un
habitual de los recatados lugares del «reverso», un habitual que los pisa como si fueran su propia
casa (pág. 103: «Matías era como de la casa»; pág. 150: «la casa es la de Matías»). Matías
desempeña, sin duda, en esas meta1basiç ei1ç a1llo ge1noç de Pedro, un papel similar al que Virgilio
desempeña como guía del Dante en La Divina Comedia.
Pero, ¿quien impulsa estos pasos que permiten a Pedro (a las gentes, a los hombres), guiado por
Matías, a desviarse, al menos cada sábado, por caminos que discurren al otro lado del «anverso
de la prosa de la vida cotidiana», para descender a los infiernos o para ascender, después de
pasar por el prado del aquelarre, al limbo de la filosofía? Es un principio a quien propiamente no se
le podría aplicar el calificativo de humano: es [68] más bien un principio bestial, que tiene algo de
numinoso. En la «primera noche» se presenta como «bestia lucherniega» [algo así como un perro
cazador nocturno, el perro de Hécate] (pág. 100); en la «segunda noche» se nos presenta como
macho cabrío [Satán], como un cabrón engañador, el gran Buco, que, en menos de dos páginas,
se transforma, gracias al arte del novelista, en el gran Maestro, en Ortega (pág. 162).
Ahora bien, como hemos dicho, las noches que transcurren por estos dos diferentes lugares son
también la contrafigura la una de la otra. La bestia empuja en la primera noche principalmente a los
hombres (por ejemplo, a los hombres de las gabardinas raídas) hacia el primer lugar, o antro, en el
que, bajo la dirección de doña Luisa, en funciones de «esclusa», esperan unas mujeres –ninfas o
Vírgenes de Jerusalén–, unas prostitutas que encarnan, nos parece, el «eterno femenino» (un
«eterno femenino» que Martín-Santos ve además como omnipresente, puesto que lo hace alentar
incluso en la forma de una puta anciana, casi decrépita, pág. 108). Pero es la bestia, el macho
cabrío, Ortega (contraposición de doña Luisa) quien atrae (seduce) a las mujeres al segundo lugar
(pág. 156), que ya no está debajo (por ejemplo, en los bajos de Cine Barceló, en los que, como si
fuera una ampliación de la casa de doña Luisa, las gentes vulgares bailan sones cubanos) sino
arriba, en las tablas de un escenario irreal, que luego se ampliará en seguida por la residencia
elegante («de la tres haute») de la madre de Matías (una madre de Matías que, respecto del
macho cabrío, se comporta de modo análogo a como lo hace doña Luisa respecto de la «bestia
lucharniega»), en la que siguen resonando las palabras pronunciadas en el tablado por el gran
Maestro. Matías-Virgilio, el introductor de Pedro en los lugares del «reverso», se mueve, tanto en el
Infierno como en el Paraíso (o Limbo) como se movería en su propia casa; mientras que Pedro,
como el Dante en La Divina Comedia, es sólo un visitante. Sin embargo, es Pedro quien se
mantiene en la vecindad de la filosofía; Matías, en cambio, representa la poesía (es casi imposible
no ver una analogía entre la oposición de los personajes Pedro/Matías de Luis Martín-Santos y la
oposición de los personajes Belarmino/Apolonio de Ramón Pérez de Ayala). Pero mientras que
Matías «en el infierno» se abre a la más elevada visión poética de la realidad –«¡Postume,
Postume, labuntur anni!» (pág. 107)– en el Paraíso (o en el Limbo) retorna a la vulgaridad elitista
más sorprendente («...se hacía evidente que no eran palabras latinas las que por ella [por la boca
de Matías] podían escapar, sino otras mucho más banales, pronunciadas en su idioma secreto...»,
pág. 169). Me permito advertir que es el propio autor, Luis Martín-Santos, y no yo, quien, a través
de Matías, pone en conexión interna las páginas de su obra que hemos hecho corresponder
respectivamente a los lugares del Infierno y del Paraíso, pues es el mismo Matías, habitante de
ambos lugares (por adopción o por nacimiento) el que se diversifica, en un caso, como guía y
protector de Pedro, en el otro, sólo como guía que deja abandonado a su suerte al pupilo, una vez
que lo ha introducido en el lugar de destino. Y es también el autor, Luis Martín-Santos, quien nos
ofrece la conexión entre el Paraíso (el Limbo, si se prefiere: los salones de la casa de Matías, en
los que resuenan los ecos de la lección filosófica del gran Maestro en torno a la manzana), y el
Infierno (el antro de doña Luisa, en el que vemos a la manzana transformarse en tomate: «tomó
[doña Luisa] un tomate y lo levantó, haciendo que el Sol golpease con dureza sobre la pequeña
esfera roja. Ella miraba al tomate por un lado. Pedro lo miraba por el otro. Ambos lo veían desde
diferentes perspectivas» (pág. 184).
Una filosofía que tampoco puede encontrar Pedro en la vida cotidiana. Sabemos que el buco, el
cabrón, es «aficionado», y aficiona a la gente, bien tiernamente, a la filosofía (pág. 159). Pero esta
filosofía de salón, del Limbo, ¿qué tiene que ver con la vida? «¿Qué tiene que ver el cáncer con la
filosofía?» (pág. 168). El pueblo (representado por la muchedumbre que baila sones cubanos en el
sótano del teatro en donde hablaba el maestro de filosofía) «ignoraba al filósofo y la profusión de
lujosos automóviles a la puerta de un cine de baja estofa» (pág. 161). Siempre que aparece el
término «filosofía» a través de la mirada de Pedro aparece envuelto en un aura despectiva: al
estudiante de filosofía, Pedro/Martín-Santos le reconoce por el sudor axilar o por el cuello de
estudiante aficionado a la filosofía pero escasamente adicto al agua, ya desde antes [«toma
existencia»] de la boga existencialista (pág. 160). Incluso cuando la filosofía aparece en un marco
cotidiano, pero vecino al poder, su función resulta reducida a la que es propia de una ideología
burocrática, que sirve, en el fondo, para justificar la renuncia a una vocación por la investigación
científica. El Director del Instituto de Investigación en el que trabaja Pedro [¿un trasunto de
Fernando Enríquez de Salamanca?] no investiga, porque está «educado lejos del chato y corto
positivismo anglosajón, habiendo tomado de la Universidad centroeuropea un sentido filosófico
ordenador de sus actividades...» (pág. 257).
El tiempo de silencio en el que Pedro respira y que parece ser, ante todo, el tiempo de silencio de
la filosofía, no está determinado por las mordazas o por la censura, sino por otros motivos.
¿Cuales? La determinación de estos motivos es la que nos permitirá penetrar en la naturaleza
misma del tiempo de silencio, en general, en tanto se da en función de la filosofía.
Vayamos a las últimas páginas de la novela, porque allá creemos encontrar las respuestas a
nuestras preguntas: ¿qué es el «tiempo de silencio»? ¿por qué hemos tenido que entrar en él? Y la
respuesta sería esta: no son motivos políticos específicos, aquellos que actúan en la España de la
dictadura franquista, los que imponen un «tiempo de silencio». Son motivos mucho más generales,
que actúan, sin duda, en la España de Franco, pero sólo porque esa España es un lugar, entre
otros, de la [69] sociedad universal: una sociedad que ha manifestado su verdadero rostro al final
de la Segunda Guerra Mundial, es decir, a partir del momento en que ha estallado la primera
bomba atómica. Por un lado, será a partir de entonces cuando los hombres pueden comenzar
realmente a considerarse libres, dueños de la vida, puesto que es ahora cuando saben que, a
partir de la bomba, podrán destruir la Tierra: son las ideas que K. Jaspers (desde 1957, ideas que
sin duda debió conocer Martín-Santos) venía exponiendo en charlas radiofónicas, artículos o libros.
Pero estas ideas podrían verse también desde una perspectiva opuesta a la perspectiva del
«filósofo» del poder nuclear: la bomba atómica es la culminación del desarrollo del poderío de la
técnica (que no se agota en la bomba, aunque, a su través, es donde ha manifestado su verdadera
virtud); la técnica envuelve a los hombres, a sus pensamientos, incluso al pensamiento científico y,
por supuesto, al filosófico: la tecnología reduce al silencio a cualquier otra forma de pensamiento
humano. Porque ella misma ofrece suficientes contenidos a la vida, capaces de llenar todo el
«anverso» de la civilización, capaces incluso de succionar los lugares del «reverso», el Infierno y el
Limbo, la poesía y la filosofía. Y porque la bomba es ella misma silenciosa: «...estamos en el
tiempo de la anestesia, estamos en el tiempo en el que las cosas hacen poco ruido. La bomba no
mata con el ruido, sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa, o con los rayos de deutones,
o con los rayos gamma, o con los rayos cósmicos, todos los cuales son más silenciosos que un
garrotazo» (pág. 291).
¿Qué hacer? ¿Bajar al Infierno (a los antros) o subir al Limbo (a los salones) los sábados por la
noche, para volver otra vez, entre semana, a la prosa de la vida de la gran ciudad, por tanto, a la
lucha por la gloria, por el Premio Nobel, por el poder, a la lucha política? No, es el tiempo del
silencio (del silencio de todos los antiguos deseos, pensamientos, intereses, inquietudes). Y
España, fuera de las ciudades que han comenzado, como si fuera en una explosión en cadena, a
rodearse de cinturones industriales, se nos ofrece como el lugar privilegiado para el «tiempo del
silencio». «Nosotros no somos negros [que saltan, ríen... para elegir sus representantes en la
ONU] ni indios, ni países subdesarrollados. Somos mojamas tendidas al aire purísimo de la
meseta, que están colgadas de un alambre oxidado, hasta que hagan su pequeño éxtasis
silencioso» (pág. 292). «Irás a un pueblo –dice a Pedro su voluntad– abrirás consulta, vendrá una
linda mujer y te dirá lo que padece, un prurito de ano... te casarás con ella y gracias a que al
principio el prestigio del médico viejo mantendrá alejados de tu consulta a muchos vecinos, tendrás
tiempo suficiente para cazar perdices... todo consiste en estar callado...» (pág. 293).
El «tiempo de silencio» es, así se nos presenta, el tiempo de la sabiduría de la vida, el tiempo de la
«realización de la filosofía», de su extinción como retórica. No necesita llegar siquiera al silencio
quietista de Molinos. Más cerca está del silencio que envuelve la vida retirada de La Flecha (muy
cerca, por cierto, de Topas, el pueblo salmantino donde Luis Martín-Santos pasó veranos de su
infancia) o, acaso, del silencio del huerto epicúreo replegado sobre sí y alejado, sobre todo, del
tumulto de la vida de la gran ciudad, es decir, de la vida política:
Final
1. El «tiempo de silencio» que hemos tratado de definir desde la perspectiva C (la de Pedro, y
también, en parte, la de su autor, al menos hasta tanto no se demuestre que las reflexiones
expuestas en el proceso de «construir» a Pedro se [70] circunscriben estrictamente al personaje y
no son compartidas por su artífice) no es fácilmente superponible a los cuarenta años del
franquismo. La primera década (1936-1945), que es la década anterior a la bomba, ha de
entenderse como una década previa al comienzo del «tiempo de silencio». Este se desenvuelve
plenamente durante la segunda década (1946-1955): en esta década tienen lugar los episodios de
la vida del personaje, de Pedro, que se relatan en la novela. Pero su autor siguió viviendo durante
casi toda la tercera década (1956-1965), en la que se escribió la obra, por lo que tiene sentido, y es
casi obligado preguntar: ¿podría haber seguido considerando Pedro a esta tercera década como
«tiempo de silencio»? La respuesta sólo puede ser afirmativa (aun cuando con modalidad, desde
luego, puramente problemática) cuando añadimos las referencias a las décadas últimas, a la
cuarta (1966-1975), a la quinta (1976-1985) y a la sexta (1986-1995). En efecto, Pedro podría
haber seguido viviendo «en su retiro» (la novela no dice nada acerca de su muerte) atendiendo a
sus enfermos, jugando al dominó en el Casino, los días de entre semana, y cazando perdices los
sábados o los domingos (si Pedro, al salir de la novela, hubiera cambiado de concepción, no sería
Pedro: la fuerza de la novela reside precisamente en la prolongación virtual que el lector ha de
hacer de su vida después del relato). A fin de cuentas esta visión que Pedro se habría formado de
la filosofía en el «tiempo de silencio» (visión reforzada, sin duda, por la situación de la dictadura
franquista) no está muy alejada de la visión que muchas personas, procedentes de muy diversas
estirpes (sin olvidar al marxismo: Manuel Sacristán), han tenido o siguen teniendo sobre la
inanidad de la filosofía.
Dos cuestiones se nos abren, según lo que precede, de modo inmediato. La primera podría
formularse así: la idea de tiempo de silencio que hemos atribuido a Pedro (C), ¿puede
considerarse como la idea que su autor, Luis Martín-Santos tenía (B) en el momento de escribir su
novela y, por tanto, como una idea que Luis Martín-Santos podría haber seguido manteniendo hoy,
si hubiera permanecido vivo? La segunda cuestión, en el supuesto de que resolvamos la primera
en sentido negativo, la formulamos de este modo: ¿cuál fue la idea B de Luis Martín-Santos sobre
el tiempo de silencio, y hasta cuantas décadas posteriores a su muerte sería posible extender esa
idea, con las implicaciones que ello tiene para la filosofía?
4. Todo cuanto yo pueda decir a continuación se mueve en el terreno de las conjeturas, si lo que
digo se entiende biográficamente como referido a Luis Martín-Santos. Sin embargo mi perspectiva
no es biográfica, puesto que lo único que pretendo es formular, como consecuencia de los
planteamientos establecidos, algunas hipótesis, con la pretensión de que ellas tengan sentido. La
«traducción biográfica» de estas hipótesis la dejo en manos de los especialistas.
Mi punto de partida es la consideración según la cual del hecho de que el autor se alejara de la
visión «quietista» que Pedro alcanzó del «tiempo de silencio», y que le condujo al repliegue o retiro
consiguiente, no puede inferirse que tuviera que abandonar todos los contenidos que estaban
actuando en la visión de Pedro. Muchos de ellos, incluso los más importantes (al menos desde el
punto de vista de la «filosofía» en el tiempo de silencio) pudieron conservarse y pasar a la «nueva»
concepción. Una concepción que bien pudiera haber incluido, por una parte, el proyecto político de
la necesidad de acabar con un tiempo de silencio articulatorio, por así decirlo (de acabar con la
mordaza, con la privación de la libertad de expresión, que nos convertía en seres «mudos») pero
que, por otra parte, no tendría por qué contener la idea de un «renacimiento» de la filosofía (tal
como muchos quisieran entenderla) en la época de la democracia. Y no tendría por qué contener
esta idea si es que se mantenían los conceptos (que actuaban ya en la visión de Pedro) de que,
aun recuperadas la ciencia y la actividad política tras una transición democrática, sin embargo la
filosofía habría de seguir en el «tiempo de silencio», sencillamente porque su voz se habría
apagado definitivamente (una cosa es [71] luchar por quitar a los hombres las mordazas y otra
cosa es que estos hombres, con las bocas libres, tengan «palabras filosóficas» que pronunciar). O,
por lo menos, aunque conservase su lugar, en términos absolutos, su voz habría perdido la fuerza
relativa necesaria para hacerse oír en el nuevo silencio democrático que la nueva situación
instaura para la filosofía, la de un silencio que pudiera ser denominado auditivo. El silencio de
quienes se vuelven sordos precisamente por la superabundancia de sonidos, por la «algarabía
entrópica» resultante de los infinitos mensajes que, en forma de opinión, y neutralizándose
mutuamente, pueden llegar a cada ciudadano a través de los medios de comunicación de masas.
En resolución, en todo caso, más que «tiempo de silencio articulatorio», por principio, habría que
hablar de «tiempo de silencio auditivo», entrópico, el que resulta de la superabundancia
simultanea, heterogeneidad y brevedad de los mensajes, exigidas por la concurrencia democrática
de las opiniones múltiples. Esa concurrencia, generadora de ruidos y aún de caos, tendrá que
dotarse de los filtros necesarios que los medios (entre ellos, las editoriales), aún privadamente,
habrán de aplicar, para mantener la posibilidad de un flujo regular y coherente de mensajes
«realmente seguidos» por el público (por tanto económicamente viables) que es el que financia, en
definitiva, los propios medios.
El diario El País podría ser analizado, por sus procedimientos durante las «décadas
democráticas», como prototipo de esta realización (que no abolición) de la filosofía, en el espíritu
subjetivo: contenidos ético-democráticos (Aranguren, Savater, Habermas...), «sombreados
científicos» (Hawkins, teorías del big-bang...), Estado de derecho (no se precisa si se trataba del
derecho romano o del derecho germánico) y sobre todo, torrencial y continua oferta de «narrativa»
servida por una pléyade de brillantes escritores/as encargados de la «reducción estilística» de los
problemas filosóficos al plano del espíritu subjetivo, a la ética-psicológica, a la lírica. Canon de todo
filtro riguroso, de todo cuanto pueda producir ruido relativo, caos.
(La mayor parte de quienes asistieron a la exposición de esta intervención, que tuvo lugar al final
de las sesiones del día 24 de noviembre de 1995, ante un público que –por motivos que no son del
caso analizar– había llenado la sala de conferencias, y que terminó en un vivo debate
precisamente sobre los medios de comunicación de masas, en el que intervinieron entre otros
Víctor Sánchez Zavala, Javier Pradera, &c., pudieron comprobar que la amplia reseña de la
primera Jornada sobre Luis Martín-Santos que al día siguiente publicó el citado periódico, El País,
y en la que figuraban las fotografías de Martín-Santos y de Fernando Morán, evitó cuidadosamente
mencionar mi ponencia e incluso mi propio nombre como ponente; de forma que los lectores de El
País de cualquier parte de España que no hubieran tenido otra fuente de información, no habrían
podido saber nada de mi intervención, y, quienes la esperaban, pudieron sacar la impresión
(algunos la sacaron de hecho) de que yo había estado ausente, por enfermedad o por cualquier
otro motivo. Si he decidido terminar la presente exposición escrita de mi contribución a las
Jornadas relatando su último incidente, es porque me ha parecido que tal incidente no sólo
contiene un aspecto de la crónica de esas Jornadas, que de otro modo quedaría definitivamente
borrado, sino como «prueba de existencia» de esos filtros «privados» que tejen en nuestros días
su propio «tiempo de silencio»; en modo alguno me ha movido un deseo de expresar mi reacción
personal ante un tratamiento sin duda injusto, dado que el silencio de El País, en esta ocasión,
como en tantas otras, lo he percibido siempre, dadas las características de mi idiosincrasia, desde
una perspectiva que se encuentra lo más próxima posible a la perspectiva del naturalista que
contempla el tejerse incesante de una tela de araña.)
{2} El libro más completo, desde el punto de vista crítico y documental, sobre estos extremos es el
de Pedro Gorrotxategi Gorrotxategi, Luis Martín-Santos. Historia de un compromiso, Instituto Dr.
Camino de Historia Donostiarra, San Sebastián 1995, 468 págs. (en particular el capítulo 9:
«Periplo y significación de Tiempo de silencio», págs. 149-167).
{3} Hemos tratado algunos problemas relacionados con la distinción emic/etic, introducida por Pike,
en Nosotros y Ellos. Ensayo de reconstrucción de la distinción emic/etic de Pike, Pentalfa, Oviedo
1990, 131 págs.
{4} Véase Elena Ronzón, «La revista Theoria y los orígenes de la filosofía de la ciencia en
España», en El Basilisco, nº 14 (1983), págs. 9-40.
{5} Véase el Prólogo al libro de Pedro Gorrotxategi, antes citado, pág. 16.
{6} Juan Benet, Otoño en Madrid hacia 1950, Alianza, Madrid 1978, págs. 109-141; y «Luis Martín-
Santos, un 'memento'», en El País Semanal de 21 de diciembre de 1986 (págs. 64-88).
La Teoría de la Esfera
y el Descubrimiento de América
Gustavo Bueno
[El presente estudio no es una investigación de Historia positiva. Es una exposición que pertenece al «género
literario» de la Filosofía. Desde luego se apoya en resultados de la Historia positiva, pero sobre todo pide a su
vez nuevas investigaciones positivas (que sólo los historiadores profesionales pueden llevar a cabo) en las que
eventualmente encuentre realización su idea principal.]
Introducción
Planteamiento del Problema
Acaso sea interesante llamar la atención sobre el hecho curioso de que las polémicas reavivadas
por el Quinto Centenario están teniendo lugar sobre todo a propósito de lo que hemos llamado el
aspecto resolutivo del Descubrimiento. Lo que se discute apasionadamente –y se discutió ya en los
tiempos de la conquista, en los tiempos de Vitoria y Sepúlveda– son los múltiples problemas
implicados en el aspecto resolutivo: si la resolución de conquistar [5] las tierras descubiertas era
justa o injusta, lo que autorizaría incluso a suscitar la cuestión de si los europeos tenían el derecho
siquiera de descubrir, aún conspectivamente, un continente ya poblado, «privado» podríamos decir,
y teniendo en cuenta además que ese descubrir implicaba tomar resoluciones militares; si el
descubrimiento comportó un proceso civilizador o bien un proceso triturador de las culturas
americanas; si fue un proceso de cristianización o de depredación o de lo primero como instrumento
de lo segundo; si fue el principio de una época gloriosa o bien el inicio de la época más vergonzosa
de la historia del hombre, la época del genocidio étnico y cultural más prolongado y más grande de
todos los siglos, la época del esclavismo moderno. De hecho, muchas personas, en las vísperas del
Quinto Centenario, vienen a sugerir que su conmemoración debiera, en todo caso, consistir en un
«pedir perdón» los europeos, pero sobre todo los españoles, a los aztecas, a los mayas, incluso a
los botocudos y a los jíbaros, según nos vienen a decir el señor Sting junto con el señor Raoni en su
gira mundial.
Los problemas relativos al momento resolutivo del descubrimiento parecen, pues, ser los más
urgentes y prácticos, mientras que los relativos al momento conspectivo serían más bien
especulativos o meramente históricos. Sin embargo, esta opinión sólo vale en el supuesto de una
concepción muy precisa de la relación entre los momentos conspectivos y resolutivos del
descubrimiento, por ejemplo, una mayor estimación o valoración de las cuestiones resolutivas. A fin
de cuentas, se dirá, el descubrimiento fue algo que, licita o ilícitamente, se produjo a finales del siglo
XV, pero lo verdaderamente importante, la historia plena, vino después. En todo caso, podemos
dejar de lado lo primero para concentrarnos en lo segundo.
Por nuestra parte, y según lo que hemos dicho, no podemos aceptar esta opinión. Por de pronto, el
descubrimiento no se produjo, ya en su propio aspecto conspectivo, de golpe: Colón ni siquiera fue
el descubridor formal de América. Si, como hemos dicho, se concede un derecho a descubrir, es
porque se concede el derecho a tomar resoluciones en el interior del área descubierta, puesto que
sin ellas ni siquiera el descubrimiento puede darse por consumado. El descubrimiento no fue una
revelación que viniese de lo alto (y cuya responsabilidad hubiese que referirla a Dios, quedando
para los hombres la parte dispositiva) o un azar, que correspondió a los españoles como pudo
corresponder a los ingleses o a los turcos y que puede por tanto ser borrado; ni tampoco es una
«cantidad etnocéntrica despreciable» puesto que, a fin de cuentas –se dice– América ya la habían
descubierto los indios, y por tanto, el descubrimiento de América por parte de los españoles, sería
algo así como el descubrimiento del Mediterráneo. Esta suele ser la perspectiva de quienes se
consideran en las posiciones más críticas y maduras (frente al eurocentrismo tradicional) en el
campo histórico antropológico. Son las posiciones del relativismo cultural, cuyo mensaje lo leemos
grabado en el Museo de Antropología de México (el Museo en el cual el continente arquitectónico,
obra de Pedro Ramírez Vázquez, es tan interesante como el contenido), y que viene a decir que
todas las culturas son equivalentes. Aplicado al caso: el descubrimiento de América no es tanto un
concepto propio de la historia de la Humanidad cuanto un concepto relativo a la cultura cristiana, un
concepto puramente «etnocéntrico»; a lo sumo, podrá ser sustituido por el concepto etic de
«contacto», de contacto intercultural. «Descubrimiento de América» sería sólo el nombre
eurocéntrico de los múltiples «contactos culturales» que tuvieron lugar con ocasión de los viajes
colombinos. Al parecer habremos regresado así a un plano científico neutral, omnisciente, cuyo
límite es la ciencia divina. Desde la perspectiva de esta ciencia divina, que se mantiene más allá del
espacio y del tiempo (es decir, en la quinta dimensión) parecen proceder muchos antropólogos o
historiadores cuando creen necesario comenzar la exposición del descubrimiento de América con
un cuadro sobre el «estado de la Humanidad» en los años finales del siglo XV; pues la Humanidad
es en el fondo tratada aquí como si fuera el auténtico sujeto descubridor. De hecho, incluso «la
humanidad» se define en general por su capacidad descubridora y, en particular, por su capacidad
de descubrimiento mutuo; esta capacidad habría que considerarla sólo parcialmente desarrollada
en tanto en que el Viejo y el Nuevo Mundo (es decir: aztecas y extremeños o bien incas y
castellanos) permaneciesen mutuamente encubiertos; por ello, el descubrimiento de América es el
momento en el cual la capacidad descubridora del hombre ha llegado a su máximo y, por tanto
(después del conocimiento mutuo de aztecas y extremeños o bien de incas y castellanos), la
Humanidad puede decirse que existe plenamente. Podemos ya rendirle homenajes.
No deja de tener interés el analizar en detalle los componentes en virtud de los cuales esta idea, así
reconstruida, puede considerarse metafísica. Nos limitaremos a destacar el siguiente, por la
aplicación que tiene, inmediata, a la teoría del descubrimiento: el esquema dramático de la
anagnorisis, el esquema del reconocimiento o encuentro de dos personas que, habiendo estado
unidas en la infancia y tras larga separación, se encuentran y redescubren mutuamente. Un motivo
dramático que alienta en el fondo de mitos cosmogónicos de tipo gnóstico. Aplicado este esquema
a nuestro caso él sugiere que una teoría del descubrimiento nos ofrecerá el drama o itinerario de
una humanidad que in illo tempore existía como un ser dotado de capacidad descubridora (mutua,
se supone), pero que quedó fragmentada (alienada) por motivos no explícitos, distribuida en
continentes incomunicados. Sus fragmentos crecieron, maduraron –es decir, creció y maduró su
«capacidad descubridora»– hasta alcanzar su límite en el reencuentro o redescubrimiento de las
partes, de las culturas continentales, reintegradas en la unidad presente de la totalidad planetaria.
A nuestro juicio, con semejante doctrina no estamos simplemente elevándonos a las alturas de una
visión divina, de «su ciencia media», por lo menos, en todo caso inocente o inofensiva; estamos
ocultando ideológicamente la estructura social e histórica misma del proceso de los descubrimientos
de los siglos XV y XVI, que no fueron (o no lo fueron en el mismo plano) «descubrimientos mutuos
de una humanidad previamente dispersada» (pues esa humanidad previa sencillamente no existía,
en términos histórico-positivos) sino el descubrimiento que una determinada cultura hizo de las
otras y no por casualidad (puesto que el descubrimiento recíproco era imposible) sino porque
estaba inscrito en su misma «ley de desenvolvimiento». El «descubrimiento recíproco» no es, en
todo caso, un proceso inmediato y nunca es simétrico; es un proceso posterior y de signo diferente
que tiene la forma de una [6] enculturación asimétrica por la cual (para bien o para mal; esto es otra
cuestión) las culturas del Nuevo Continente, sin perjuicio de múltiples y valiosísimos préstamos, van
siendo absorbidas o asimiladas, a escala macrocultural, lo que comporta una destrucción y
desgarramiento (mayor o menor, según los planos) por la cultura descubridora, la cual, a su vez, se
transforma también en el propio proceso. El «descubrimiento» no es, por tanto, simétrico, aunque
sea recíproco: el descubrimiento de América por España (por Europa) no tiene el mismo significado
que el descubrimiento de España (o de Europa) por América, sino que justamente estos
descubrimientos tienen propiedades históricas distintas y aún opuestas (para bien o para mal: esto
es otra cuestión). Y entre ellas, no es la menos importante esta: que el descubrimiento que las
culturas americanas hacen de las culturas europeas implica no ya solo un encubrimiento de sus
propios contenidos sino incluso una destrucción, un olvido irrecuperable, que sólo las culturas
descubridoras pueden rescatar. Lo que es evidente es que, relativamente poco después del
«contacto» (y otra vez: para bien o para mal) ya no está Tlaloc, Viracocha o Huichilipochli en lo alto
de los templos americanos –sino Cristo o la Virgen María; ya no hablan (para bien o para mal) las
grandes masas de hombres americanos, el quiché, el nahual, el guaraní, sino el español o el inglés.
Según esto, todo lo que se ordene a neutralizar esta asimetría, envolviéndola en el concepto de
reciprocidad, es una falsificación de la realidad, es un efecto de la falsa conciencia. Y sobre esta
falsedad de principio no debería girar ninguna conmemoración del Quinto Centenario, puesto que
no podemos olvidarnos de que no sólo quienes conmemoran, sino también quienes participen de
las conmemoraciones (tanto si son alemanes como si son argentinos, tanto si son españoles como
si son mejicanos) son ciudadanos que hablan español, alemán o inglés –pero no guaraní o quiché–.
Es decir, no puede olvidarse que la «cultura» a la que todos quienes tienen que ver con la
conmemoración pertenecen es una cultura de familia distinta a la de las familias de culturas
precolombinas y que, por tanto, es una ficción o un puro espejismo el suponer que tal
conmemoración procede de una instancia situada en una «quinta dimensión» desde la cual fuera
posible contemplar el descubrimiento mutuo (recíproco y simétrico) de las culturas «en la unidad de
la humanidad».
En el presente estudio nos interesamos por los momentos conspectivos del descubrimiento de
América o, mejor aún, por el descubrimiento de América en su momento conspectivo, subordinando
a ello cualquier material «resolutivo» que podamos necesitar. Por lo que hemos dicho, no es
legítimo considerar el interés por estas cuestiones como meramente especulativo. Solo cuando se
mantienen, implícita o explícitamente, determinadas concepciones sobre el descubrimiento, cabe
sacar tal consecuencia. Es la idea general del descubrimiento aquella que está modulándose a
propósito del descubrimiento de América. No se trata de una idea neutra, acaso trivial, que
podamos dar por sentada, ateniéndonos por ejemplo, a la definición del Diccionario de la Academia,
que es lo que suelen hacer tantos antropólogos e historiadores positivos de vanguardia. Nosotros,
por nuestra parte, rechazamos enérgicamente la tesis crítica de relativismo del descubrimiento,
porque mantenemos una tesis crítica de aquellas posiciones críticas, una tesis que no nos devuelve
por ello a las posiciones del cristianismo tradicional. Aunque, eso sí, subraya el carácter asimétrico
del descubrimiento de América de un modo tan radical que se cree autorizado a afirmar que las
tribus que cruzaron el Estrecho de Bering en la época del Clovis descubrieron América de un modo
mucho más parecido a como pudieron descubrirla los tapires o los monos araña que al modo como
la descubrieron los españoles. Esto nos obliga a reanalizar la idea general de descubrimiento –por
tanto, en su conexión con otras ideas correlativas que tienen que ver con sujetos humanos y
etológicos, y en particular, con la idea del invento– y a ello dedicaremos la primera sección de este
artículo. Debo advertir sin embargo que esta primera sección no pretende ofrecer una teoría
filosófica general del descubrimiento –este será el objetivo de un próximo trabajo– sino sólo de
aquellos puntos que tengan aplicación inmediata a la cuestión que nos ocupa, al descubrimiento de
América.
A efectos expositivos dividiremos la materia de este artículo en las cuatro secciones siguientes:
I. La primera está dedicada, como hemos dicho, a presentar algunas determinaciones generales de
la idea de descubrimiento y muy particularmente a establecer la distinción entre descubrimientos
manifestativos y constitutivos.
II. La segunda sección incluirá algunas cuestiones relativas a los «motores» del descubrimiento de
América, tal como pueden ser formulados «después» del descubrimiento, a la vista de sus
resultados.
III. La tercera sección contiene la tesis central: la naturaleza constitutiva del descubrimiento de
América, en función del papel que en este descubrimiento corresponde a la teoría de la Tierra
esférica.
IV. En la cuarta sección, por último, nos ocuparemos de algunas cuestiones relacionadas con el
aspecto resolutivo del descubrimiento de América.
Sección I
Descubrimientos manifestativos y descubrimientos constitutivos
Es evidente por tanto que el concepto de «descubrimiento» que pueda ser ofrecido por un realista
natural (a veces llamado realista vulgar o ingenuo), será muy diferente de aquel que pueda darnos
un idealista gnoseológico; y, recíprocamente, un determinado concepto de descubrimiento
arrastrará de manera más o menos inmediata una filosofía en el sentido dicho (una filosofía realista
natural, o idealista, o dialéctica). Así, por ejemplo, desde la perspectiva del realismo vulgar, podría
postularse una distinción convencional entre «descubrimiento» e «invención» en términos parecidos
a los siguientes: el descubrimiento es un proceso en virtud del cual se logra hacer patente una
«configuración» que preexistía al proceso mismo del conocimiento por el sujeto descubridor,
mientras que la invención designará al proceso según el cual el sujeto (o los sujetos,
cooperativamente) construyen una configuración que se supone no preexistía a ese proceso de
invención. El descubrimiento del bacilo responsable de la peste bubónica es el resultado de los
trabajos de Yersin, que no fabricó ese bacilo, puesto que le preexistía; pero la invención de la
lámpara de incandescencia es el resultado del genio de Edison antes del cual no hubo jamás
lámparas de incandescencia. (Es evidente que el idealismo gnoseológico no puede ofrecer una
explicación fácil e inmediata de esta distinción, puesto que si todas las configuraciones son
construcciones subjetivas, tanto el bacilo de Yersin como la lámpara de incandescencia deberían
ser consideradas como invenciones: mientras que el realista distingue claramente, en principio,
entre descubrimientos e invenciones, según el criterio expuesto, el idealista parece que tenderá a
presentar los propios descubrimientos como si fuesen invenciones).
Podría parecer impertinente suscitar este tipo de cuestiones de «filosofía primera» a propósito del
descubrimiento de América; pero este parecer sería engañoso, si se tiene en cuenta es ineludible la
pregunta: «¿el Descubrimiento de América es efectivamente un Descubrimiento o es una
Invención?». Al menos un conocido escritor mejicano, Edmundo O'Gorman, escribió, hace ya treinta
años (1958), un libro bien fundamentado en el que se planteaba, a su modo, este asunto: La
Invención de América (O'Gorman dice que el primero que formuló la idea del «Descubrimiento» fue
Gonzalo Fernández de Oviedo, después de la «Invención», «lo que no deja de ser –añadió
O'Gorman en su conferencia de Madrid (octubre 1986)– una interpretación retroactiva y, por tanto,
anticonstitucional»). Sin duda, la posición de O'Gorman, defendiendo el carácter histórico del
descubrimiento (como un largo proceso que no puede reducirse a la mera constatación del «hecho
geográfico», [8] la constatación de unos acantilados o incluso de un continente) no implica idealismo
gnoseológico, puesto que, aún desde supuestos realistas podría sostenerse la tesis de O'Gorman,
en tanto la refiramos, no ya al «descubrimiento inicial» sino a la formación del concepto de América,
que no puede utilizarse anacrónicamente como una referencia que actuase ya en los que
gobernaban a las carabelas. (Decir que Cristóbal Colón salió del puerto de Palos a descubrir
América recuerda aquella frase de comedia en la que un capitán decía: «me voy a la Guerra de los
Treinta Años»; y, en efecto, es sumamente problemático, o al menos meramente convencional, el
haber tomado el año 1492 o incluso cualquiera de los sucesivos inmediatos como fecha de
referencia del «descubrimiento» de América).
Sin olvidarnos del marco en el que ha de mantenerse este artículo, nos limitaremos a presentar, no
ya una crítica en forma del realismo ingenuo, pero si una crítica ad hominem del mismo, en tanto
que perspectiva inútil para establecer distinciones operativas en cada caso (por ejemplo, en el caso
americano) entre los descubrimientos y las invenciones, una vez que los conceptos han sido
establecidos en abstracto, según el modo dicho. (Estamos ante un caso de conceptos de
«sobrecubierta», cuya claridad abstracta no puede luego traducirse en aplicaciones materiales
concretas, como les ocurre por ejemplo a los conceptos de «cuerpo ligero» y «cuerpo pesado» de la
Física aristotélica).
En efecto, la distinción, tal como suele ser propuesta desde el realismo natural o ingenuo –por
Jacques Hadamard, por ejemplo–, es arbitraria en el sentido de que el criterio utilizado
(configuraciones preexistentes / configuraciones producidas o creadas) no corresponde de hecho
con el sentido mismo de las palabras que son, muchas veces, en español, sinónimas. Ya por su
etimología: «invención» procede de invenio, que significa precisamente descubrir (por ejemplo, se
hace un inventario de los objetos o bienes que ya existen). La «Invención de la Santa Cruz» es una
conmemoración en la que la Iglesia católica celebra el hallazgo (descubrimiento), supuesto o real,
de la Cruz de Cristo. En la lógica escolástica, de inspiración aristotélica, «invención» equivalía, ante
todo, a la determinación de los tópicos (o lugares comunes, «preexistentes»), de la argumentación.
«Des-cubrir» (como su supuesto correlato griego a-letheia), es metafóricamente «quitar el velo» que
cubre a la configuración de referencia. Pero como semejante «velo», en general, no se sabe lo que
es objetivamente, cuando se entiende en su uso metafórico, hay que pensar que su significado es
subjetivo, es decir, relativo a un estado previo de ignorancia o ceguera del sujeto. Y así, muchos
inventos resultan ser descubrimientos: el invento de la brújula es presentado algunas veces como el
descubrimiento de que una aguja imantada se orienta según los polos; descubrimiento porque antes
de él la aguja seguía orientándose, pero los hombres, tenían un velo ante sus ojos...; el pararrayos
fue inventado por Franklin, pero su invento consistió en el descubrimiento de que una tremenda
corriente pasaba por la barra que tenía en sus manos. Y muchos descubrimientos tendrían que ser
llamados inventos si tuviésemos en cuenta la artificiosidad de las construcciones que han sido
necesarias para alcanzarlos (puede pensarse por ejemplo en un reactor nuclear: empieza a
funcionar cuando la simple presencia del uranio alcanza una masa crítica; por eso son posibles
reactores naturales; sin embargo un reactor nuclear es una de las invenciones más complejas que
ha tenido lugar en nuestro siglo, en razón de la artificiosidad de los dispositivos necesarios para que
la reacción espontanea se produzca). No pueden sin embargo ser considerados tales en virtud de
las exigencias de la configuración descubierta, a saber, la exigencia de preexistir previamente al
sujeto descubridor. Así, por ejemplo, el «descubrimiento de la continuidad de las funciones
derivables» no podría, sin violencia, ser llamado un invento; pero tampoco tiene sentido suponer
que la proposición: «las funciones derivables son continuas» es una proposición que pueda flotar en
un éter absoluto, preexistente e independiente de los matemáticos que con una extraordinaria dosis
de artificio la han demostrado.
Además, podemos citar abundantes ejemplos de descubrimientos (en modo alguno inventos, dada
su pretensión de objetividad natural o ideal, es decir, de realidad no artificiosa) que, por su carácter
negativo, no podrían decirse que preexisten al sujeto operatorio, puesto que ni siquiera tiene sentido
atribuirles esta preexistencia. Así, el «descubrimiento del segundo principio de la termodinámica»,
es decir, el descubrimiento de la imposibilidad física del perpetuum mobile de segunda especie no
es, desde luego, un invento, pero no por ello cabe afirmar que ese perpetuum mobile imposible
preexista al sujeto que lo enuncia, pues es imposible. Otro tanto se diga del teorema topológico:
«sólo existen cinco especies de poliedros regulares». Este teorema es un descubrimiento, no es un
invento; pero no cabe afirmar que ese descubrimiento consiste en «sacar a la luz» una
configuración ya preexistente, puesto que tal configuración se forma en el mismo proceso de su
construcción (tampoco Don Quijote, si seguimos, aunque sea de lejos, a Unamuno, es un invento
de Cervantes, [9] sino un descubrimiento suyo: pero la configuración «Don Quijote» no preexistió a
Cervantes). Por consiguiente, el concepto de descubrimiento no puede alcanzarse apelando al
trivial criterio de las «configuraciones preexistentes», a la manera del realismo natural, que ahora se
nos revela más bien (en el momento de oponer «descubrir» e «inventar») como un realismo infantil.
Habría que preguntar: ¿Qué tipo de descubrimiento, o qué modo de descubrimiento, o qué género
de descubrimiento, es el Descubrimiento de América?
2. El protos pseudos del realismo natural, cuando se utiliza como telón de fondo para definir la Idea
de «Descubrimiento» (y, correspondientemente, la Idea de «Invención»), acaso haya que ponerlo
precisamente en la tendencia simplificadora a considerar los descubrimientos (inventos) como
procesos que tienen lugar en la relación del Sujeto (entendido en términos absolutos; y aún con
mucha frecuencia, este sujeto se identifica con «el Hombre», o con «la Humanidad», puesto que
ella sería «la que descubre») y el Objeto (o mundo de los objetos). Se trata de una transcripción
literal del uso ordinario (pero, por ello mismo fenoménico) del concepto de descubrimiento en
contextos tales como los siguientes: «la Compañía petrolífera S, mediante perforaciones de
determinada profundidad, ha descubierto una importante bolsa de gas propano». En el uso ordinario
se procede, como si ante el Sujeto (o bien, ante una Compañía de Sujetos) se hubiera «revelado»,
manifestado o hecho presente un objeto (el gas propano de la bolsa), que preexistía, desde luego,
pero oculto, encubierto. Pero este análisis del proceso del des-cubrir es muy grosero, precisamente
porque al tomar el «Sujeto» (individual o grupal, social o abstracto) como Sujeto absoluto, no tiene
en cuenta la estructura que a ese sujeto hay que atribuir como posible sujeto descubridor (por
ejemplo, en nuestro caso: debe poseer un lenguaje desarrollado, en el que estén dados significados
gramaticalizados tales como «bolsa», «gas», &c.; debe entenderse a ese sujeto como un sujeto
operatorio que prepara plataformas, torres, motores, &c.). Además, el «objeto» tampoco puede ser
tratado como si fuese la mera «realidad» o «ser». Es un objeto organizado, en el que hay
atmósfera, superficie terrestre o marina, caminos, rocas metamórficas, por tanto, mapas, &c. En
resolución: la idea de descubrimiento no puede reconstruirse como si fuese una relación binaria a
partir del par [S,O], es decir, a partir del par de conceptos elementales de «Sujeto» y «Objeto»,
como tampoco el concepto de circunferencia se construye a partir de los conceptos de punto y recta
(la definición de circunferencia por lugares geométricos es sólo una redefinición de figuras previas
que [10] contienen ya, por ejemplo, «arcos» o «giros»). Y si nos atenemos a estos elementos S,O,
el mínimum de complejidad requerida para nuestro propósito sería por lo menos el de esta relación
terciaria: [S1, Oq, S2], o bien [O1, Sq, O2], que podemos tratar como estructuras duales. En el
primer caso nos acercamos a una concepción del descubrimiento en una perspectiva más bien
subjetual (no subjetiva): «el descubrimiento es el proceso por el cual el sujeto, en su estado S1,
incorpora o toma contacto con un objeto Oq que lo transforma en el estado S2» –este sería el
análisis más elemental de usos tales como: «el califa al-Mansur y con el los musulmanes,
descubren, gracias al médico Churchis, los escritos de Aristóteles». En el segundo caso el proceso
del descubrimiento será referido más bien al plano objetual: el descubrimiento es un proceso en
virtud del cual, a partir del objeto O1 (i.e., un estado de objetos, por tanto de relaciones, al que
llamamos precontexto P), a través de un sujeto Sq operatorio (por tanto, que lo manipula o modifica,
&c.) llegamos al objeto O2 (a un estado de objetos que contienen O2)». En lo que sigue,
preferiremos la perspectiva objetual en el tratamiento del concepto de descubrimiento. Según ella,
diremos por ejemplo: «el descubrimiento que Penzia y Wilson realizaron en 1964 consistió en que
partiendo, como precontexto objetivo, de una atmósfera 'cruzada' por un número indeterminado y
abigarrado de fenómenos vibratorios u ondulatorios del más diverso tipo (según las direcciones
unilaterales de las ondas, y según su naturaleza: ondas de radiotelegrafía, de televisión y telefonía,
rayos cósmicos, vuelos de palomas, &c.) hicieron posible que se determinase la existencia de una
'radiación de fondo' objetiva, uniforme en intensidad en todas las direcciones (interpretada a su
modo por la teoría del 'big bang')». De esta suerte diremos que el estado objetual dado O1 (un
precontexto del que se parte) se transforma, da lugar o conduce al estado objetivo O2 constituido
por la radiación de fondo descubierta. Utilizando la perspectiva subjetual cabría decir que el sujeto
descubre sólo en función de un contexto objetivo previo (el precontexto). Según la naturaleza del
sujeto (ave, mamífero, hombre), así también la naturaleza de los descubrimientos o de los inventos
(por ejemplo, el «invento» del nido por el ave, o de las empalizadas por los castores). Desde luego,
la estructura del descubrir o del inventar humanos alcanza unas características sui generis ligadas
al lenguaje fonético articulado, que hace posibles las operaciones normalizadas (por ejemplo, las
normas de tallado de un hacha de sílex paleolítica). Los contextos objetuales o precontextos son
también diversos según las culturas o las épocas históricas. Las llamadas «concepciones del
mundo» (Weltanschauungen) de un pueblo desempeñan el papel de precontextos del
descubrimiento o de la invención. Cuando referimos los descubrimientos a la ciencia o a la
tecnología vinculada a ella, los precontextos son llamados «contextos determinados». Por último, y
en general, supondremos que los precontextos no son nunca estructuras o sistemas inmóviles,
quietos o fijos, sino que su realidad consiste precisamente (como su propio concepto lo requiere,
puesto que la idea de precontexto está referida al descubrimiento) en estar continuamente
remitiendo a descubrimientos que de algún modo lo transforman, a la manera como un organismo
vivo no es un sistema de corpúsculos cristalizados, sino en perpetuo movimiento metabólico, en
intercambio con el medio.
Ahora bien, esta misma generalidad a la que hemos creído necesario tener que regresar para poder
aprehender ciertos rasgos esenciales de la idea de descubrimiento exige su inmediata
determinación o desarrollo interno, la exposición de la inmediata especificación de la idea general
de descubrimiento. Una especificación interna a la idea; puesto que es evidente que son posibles
formas de especificación que no estarán dadas desde la estructura misma, tal como la hemos
dibujado, sino desde algunas partes suyas. Así, si nos atuviéramos a las diferencias materiales
(categoriales) de los mismos objetos (o mundos de objetos) descubiertos, podríamos distinguir,
como se hace con frecuencia, los «descubrimientos geográficos» de los «descubrimientos
geométricos»; los «descubrimientos termodinámicos» de los «descubrimientos biológicos».
Distinciones de una gran importancia, sin duda, pero que no afectan (al menos de un modo directo
o inmediato) a las diferencias mismas del «descubrir», afectan sólo a los contenidos descubiertos.
Suponemos además que un descubrimiento geográfico no se diferencia de un descubrimiento
geométrico del mismo modo a como se diferencian los descubrimientos neutros (ver más adelante)
y los descubrimientos negativos, o bien los descubrimientos manifestativos y los constitutivos, de
los que hablaremos a continuación; y ello porque estas últimas distinciones (que consideramos
internas a la Idea de Descubrimiento) resultan ser transversales a las distinciones materiales
(categoriales) y, así, un descubrimiento «neutro», aunque sea geográfico, se parecerá más, en
cuanto a estricto proceso de descubrimiento, a otro descubrimiento neutro biológico que no a un
descubrimiento geográfico pero no neutro, sino negativo.
3. Es posible delimitar, en principio, con precisión operatoria, el grupo de los que llamaremos
«Descubrimientos del Primer Género» o «Descubrimientos manifestativos» y el grupo de los que
llamaremos «Descubrimientos de Segundo Género» o «Descubrimientos constitutivos». Los
descubrimientos del primer género son aquellos que, efectivamente, satisfacen la definición
etimológica convencional (des-cubrimiento), por cuanto ellos nos ponen en presencia de
configuraciones que se suponen no ya tanto preexistentes cuanto conocidas previamente al acto
descubridor; el cual, por tanto, puede justificadamente ser comparado con el convencional «levantar
el velo» que ocultaba a la configuración de referencia (decimos convencional porque no todos los
filólogos están de acuerdo con la consabida etimología).
Ahora bien, es obvio que ni los movimientos de regressus ni los de progressus tienen por qué
desenvolverse siempre de la misma manera. Por nuestra parte distinguiremos dos formas extremas
de tener lugar estos procesos; dos formas que, aunque suelen darse por separado, también pueden
aparecer combinadas en un mismo descubrimiento. Dicho de otro modo, habrá descubrimientos
que pertenecen prácticamente de un modo total al primer género (como sería el caso del
«descubrimiento de Howard-Carter» de la tumba de Tutankamen), habrá descubrimientos puros
[12] del segundo género (como el descubrimiento de Kepler de las órbitas elípticas) y habrá
descubrimientos que participan de los dos géneros (como el descubrimiento de Von Frisch del
lenguaje de las abejas).
a) En su fase ascendente porque ellos nos conducen a una estructura o esencia que ha de figurar
como habiendo sido ya previamente «conocida internamente» por otros sujetos positivos
(descartamos, por nuestra parte, los sujetos divinos, en el sentido de Berkeley o de Santo Tomás, o
los sujetos demoniacos; no descartamos los sujetos animales –los tapires o los monos araña–).
Ahora bien, esta circunstancia sólo puede tener un significado interno al proceso del descubrir
conspectivo si el preconocimiento supuesto figura no ya como motivo ordo cognoscendi sino como
contenido ordo essendi de la propia estructura esencial descubierta. En cualquier caso descartamos
la condición de previo conocimiento en relación con las cuestiones de la prioridad temporal en el
descubrimiento. Teniendo en cuenta que un descubrimiento puede haber sido hecho
independientemente por diferentes individuos o grupos sociales, se comprenderá que no tratamos
de esta relación (importante, sin duda, en otros contextos), pues esta prioridad sería extrínseca y la
relación entre los descubrimientos sería de tipo isológico. Pero sólo puede figurar de modo interno
un preconocimiento de la estructura descubierta en el contenido de la propia estructura descubierta
cuando esta haya sido inventada previamente por sujetos distintos de los descubridores. Descubrir
es ahora re-conocer, descubrir estructuras realizadas por otros, en el sentido del verum est factum.
a) En su fase ascendente, porque conducen a una estructura esencial que no ha sido conocida
internamente –es decir, construida– por otros sujetos gnoseológicos positivos (sin entrar en
«cuestiones de prioridad»). Advertimos que esta caracterización negativa nos permite mantenernos
provisionalmente más acá de las cuestiones ontológicas en torno a la antinomia realismo/idealismo,
en la medida en que esta antinomia tiene la indudable influencia que hemos advertido, sobre la
distinción entre los descubrimientos (sobre todo aquellos que no son manifestativos, sino
constitutivos) y los inventos. Porque, como hemos dicho, el realismo radical (teológico) tenderá, en
el límite, a interpretar a todo descubrimiento como manifestativo (puesto que al menos Dios lo ha
conocido internamente por su ciencia de visión, de simple inteligencia, o por su ciencia media)
mientras que el idealismo radical (subjetivo) tenderá a ver todo descubrimiento como un invento del
propio sujeto que pone el mundo. Reconocemos que es imposible eludir las cuestiones implicadas
en la antinomia idealismo/realismo, en el momento de dar criterios de distinción entre inventos y
descubrimientos. Tan sólo diremos que aún en el supuesto de admitir el papel activo del sujeto
descubridor en la constitución de las estructuras esenciales descubiertas, tal admisión no conduce a
borrar la distinción entre descubrimientos constitutivos e inventos, pues habrá descubrimiento
cuando las partes de la estructura descubierta no se muestren ligadas a través de las operaciones
subjetivas del descubridor, mientras que habrá inventos cuando las partes de la estructura
descubierta sólo puedan concebirse ligadas, al menos en su génesis, a través de las operaciones.
Tampoco equivale lo anterior a suponer que las estructuras descubiertas constitutivamente (no
inventadas) son previas e independientes de los hombres o de los animales (según la tesis del
realismo natural), puesto que la segregación de las operaciones descubridoras no implica la
segregación de toda relación a los hombres o a los animales. El teorema de Pitágoras no es un
descubrimiento manifestativo: nadie lo conoció internamente antes de Pitágoras, pero ello no
significa que haya que suponer a la estructura pitagórica como «preexistente eternamente» en el
cosmos, por no decir en la mente divina. Sin duda hay que suponer dada una cultura humana que
fabricó figuras triangulares, cuadrados y círculos y que operó con ellos. Virtualmente, en estas
figuras culturales estaban dadas unas relaciones que Pitágoras descubrió constitutivamente, que no
inventó, pero que tampoco se limitó «a manifestar».
5. Por último, tenemos que referirnos a distintos tipos de descubrimientos que se derivan de las
distintas relaciones entre los precontextos y las estructuras descubiertas.
Un desarrollo interno de la idea de descubrimiento (por tanto, una clasificación interna de los tipos
de descubrimiento) tal como ha sido delimitada en su generalidad [15] esencial (la relación [P,S,O]
ha de atender a la diversidad de relaciones que puedan establecerse entre [P,O], por la mediación
de [S], y no a la diversidad de categorías a las que puedan pertenecer los [O] en sí mismos
considerados. Ahora bien, tal como han sido presentadas las relaciones entre [P] y [O] por
mediación de [S], estas relaciones se parecen a las relaciones de metabolismo, es decir, de
asimilación, integración o desintegración de [O] en el precontexto [P]. La idea principal que
queremos destacar es esta: [O] no se agrega a [P] de un modo aditivo; es decir, si recurriésemos al
canon de las totalidades aritméticas, la agregación no se produciría según la operación [P+O],
puesto que se distribuye [O] entre las partes de [P] (que funciona siempre como una totalidad),
«integrándose» en cada una de ellas y afectándolas directa o indirectamente. Es decir, que si
recurrimos al canon de las totalidades aritméticas, ocurre como si [O] se integrase en [P] en la
forma [Pi1Oj+Pi2Oj+Pi3Oj+...+PinOj] = [Pi*Oj]. Diríamos que la composición, en el descubrimiento,
de lo descubierto [Oj] con el precontexto [Pi] se analoga más a la composición según el producto
[Pi*Oj] que a la composición según la adición (aunque por supuesto, no es producto en su sentido
aritmético). Pero es una analogía o artificio suficiente para, utilizándola como canon, guiarnos por
ella para llegar a situaciones particulares específicas, así como para prestar el nombre a diferentes
tipos o situaciones específicas de descubrimientos que, desde luego, han de configurarse por sí
mismas, y que son las siguientes en su estado ideal (al cual se aproximará, en mayor o menor
medida, cada proceso concreto de descubrimiento):
(1) Ante todo, el tipo de descubrimientos neutros positivos (o «descubrimientos neutros», a secas),
que son aquellos que dejan a [P] invariante en lo que se estima en él de esencial. Corresponde este
caso a aquel para el cual Oj=1 (Pi*Oj=Pi), es decir, al caso en el cual Oj actúa como un módulo o
elemento neutro, lo que sólo podrá ocurrir cuando Oj aparezca ya de algún modo como contenido
en Pi. De aquí, el carácter neutro del descubrimiento. El descubrimiento de Oj viene a significar una
suerte de reiteración de Pi; reiteración que, sin embargo, no debiera confundirse como una
monótona o tautológica repetición de un Pi inmóvil, porque Pi, mediante Oj, ha cambiado, se ha
transformado, sólo que su transformación es, o se aproxima, a la transformación idéntica. Por ello
tampoco sería correcto decir que en los descubrimientos neutros no hay sorpresa –puesto que la
sorpresa es un concepto psicológico que, en todo caso, puede estimularse por la misma invariancia
de la transformación (como también puede producir sorpresa el que, tras una serie de traducciones
sucesivas de un texto dado a otras lenguas, lleguemos a reconstruir exactamente, o casi
exactamente, el texto original). Asimismo tampoco sería exacto denominar a los descubrimientos
neutros «descubrimientos de corroboración», puesto que, aunque lo sean, no son los únicos
procedimientos de la corroboración.
(2) En segundo lugar habría que computar el tipo de descubrimientos que llamamos negativos (en
realidad, neutro negativos, correspondientes al módulo –1, que transforma Pi*Oj en –Pi). Se trata,
sin duda, de un tipo también límite de descubrimientos, aquellos que partiendo de un precontexto
dado Pi nos abren precisamente a una situación definible como opuesta (se dice a veces: «de signo
contrario») a la representada por Pi. Hay que reconocer muchas maneras materiales de tener lugar
esta inversión; pero lo que importa ahora es constatar que muchos de los conceptos utilizados de
hecho en el análisis de los descubrimientos (o en la Historia de la Ciencia) se acogen precisamente
a esta forma canónica de los descubrimientos negativos. Y esto empezando por el propio concepto
de Revolución científica, en el sentido que cobra ya, antes de Kuhn, en la fórmula kantiana de la
«revolución copernicana», cuando el concepto de revolución copernicana no es meramente una
permutación de los lugares relativos del Sol y de la Tierra (o, por analogía, del sujeto y del objeto).
Porque no nos atenemos sólo al resultado o término ad quem de la transformación, sino que es
preciso mantener la referencia a su término a quo, al margen del cual el propio proceso
revolucionario se desdibuja. Pero esto equivale a afirmar que el término a quo (el sistema
geocéntrico, en el ejemplo) desempeña el papel de precontexto y no de un mero error que pueda
ser simplemente olvidado; lo que, a su vez, implica una concepción dialéctica del proceso del
descubrimiento científico mediante el cual quedan incorporados al mismo las apariencias, los
fenómenos (los segmentos de la línea que, en el libro VII de la República de Platón, se designan
como eikasía y pistis). Por consiguiente, que también cuando el descubrimiento equivale a una
«revolución copernicana» (o para decirlo con la metáfora de Marx: a una «vuelta del revés» o
Umstülpung) nos remite a un precontexto y que partiendo de éste, tan necesario y activo viene a ser
en el caso de los descubrimientos positivos, como en el caso de los descubrimientos negativos. Es
cierto que no todos los descubrimientos negativos alcanzan grados tales que, por afectar a la
estructura misma del precontexto, puedan ser llamados negativos, aunque esto ocurre muchas más
veces de lo que algunos pudieran creer. Tal es el caso de la teoría de la relatividad, que presupone
sin duda la doctrina «clásica» para que pueda ser configurada (¿cómo podrían escribirse las
transformaciones de Lorentz si no es por referencia a los fenómenos clásicos?). Pero también es
cierto que en la simple rectificación que el descubrimiento comporta de algún contenido parcial del
precontexto, podremos también advertir la presencia de la negatividad.
(3) En tercer lugar estableceremos el tipo de los descubrimientos nulos o absorbentes, cuando Oj
sea de tal naturaleza que pueda ser interpretada como un «elemento absorbente». El efecto de
tales descubrimientos no sería otro sino el de anular el precontexto (Pi*Oj=0). Por este motivo, los
descubrimientos nulos no deben ser confundidos en principio con los descubrimientos negativos ni
con los neutros, ni recíprocamente. Ahora, el precontexto quedaría eliminado, en el sentido de que
en lo sucesivo se prescindirá de él, como de una hipótesis de trabajo, por ejemplo, que resultó ser
estéril o absurda una vez conocidas las consecuencias (la escalera que se arroja una vez que
hemos subido... siempre que dispongamos de otro medio alternativo para bajar). Se comprende que
el concepto de descubrimiento nulo pueda considerarse (al margen de sus servicios sistemáticos)
como superfluo; sin embargo no lo es, al menos en la realidad histórica de la ciencia, que podría
considerarse «llena» de descubrimientos nulos, de sendas desviadas que sin embargo han sido
ensayadas y que una vez encontrado el camino, pueden incluso ser borradas. [17] Será además
discutible, en algunos casos, decidir si estamos ante un descubrimiento nulo o negativo o neutro; la
decisión depende de la peculiar interpretación que demos al proceso. Consideremos un
descubrimiento cuya importancia es tal que, según Platón, el maestro que no lo transmitiese a sus
discípulos, merecería la pena de muerte: el descubrimiento de los irracionales. Este descubrimiento
tiene como precontexto el postulado pitagórico de la conmensurabilidad de la diagonal del cuadrado
con su lado y esto en el contexto del teorema de Pitágoras, demostrado al menos para los
triángulos isósceles y según el cual el cuadrado construido sobre la diagonal de un cuadrado era
igual a la suma de los cuadrados de los dos lados, es decir, igual a 2, si se toma el lado por unidad.
A partir de este precontexto, y desarrollándolo dialécticamente, se llegará a una contradicción según
la cual lo par es lo impar; porque si m/n es la diagonal en función del lado 1/n, la contradicción
podría formularse así: (mε2N / nε2N) ∩ (mε2N ∩ nε2N). El descubrimiento tiene, al menos según su
expresión gramatical, la forma de un descubrimiento negativo: «la diagonal del cuadrado no es
conmensurable con el lado tomado como unidad». Ahora bien, esta negación gramatical del
postulado precontextual, ¿autorizaría a anular gnoseológicamente el postulado como si hubiera sido
una simple errata, o una mera posición psicológica?. Aristóteles parece que hubiera respondido
afirmativamente a esta cuestión, pues escribió: «el que no es matemático se asombra de que la
diagonal no sea conmensurable con su lado, pero el matemático se asombra del asombro del que
no lo es». Dicho en nuestros términos: el descubrimiento de los irracionales, respecto de su
precontexto, será un descubrimiento absorbente o nulo que deja fuera (de las matemáticas)
arrojándolo al campo meramente psicológico (el asombro del no matemático) el precontexto. La
concepción platónica del método dialéctico no autorizaría a esta conclusión: el descubrimiento de
los irracionales habría que considerarlo como un descubrimiento negativo. El postulado pitagórico
de la conmensurabilidad queda, sin duda, negado por el descubrimiento, pero no queda «borrado»,
absorbido por él, pues sigue siendo condición necesaria para la misma formulación del
descubrimiento. Este habrá consignado el precontexto al plano de los fenómenos: la
conmensurabilidad es una apariencia, pero una apariencia necesaria ordo inventionis.
Ahora bien, si, según hemos insinuado (al exponer el tipo primero de descubrimiento), todo
descubrimiento positivo pudiera acogerse el canon de los descubrimientos neutros, entonces el
cuarto tipo de descubrimientos sería el de los descubrimientos particulares negativos, y esto en
virtud de que la inversión global de un precontexto es mucho más difícil de establecer, no solamente
que una rectificación parcial, sino también que una rectificación global, «cataclísmica». Según esto
cabría concluir que la mayor parte de los descubrimientos efectivos se acogerían cómodamente al
canon de los descubrimientos negativos (sean modulares o globales, sean particulares) y que en
este orden de cosas, vale también la regla: «pensar es pensar contra otro», es decir, «descubrir es
rectificar». El descubrimiento de que el lucero de la mañana es el mismo (o tiene la misma
referencia, Bedeutung, en la acepción de Frege) que el lucero de la tarde, es la negación del
contexto (fenoménico, observacional) Pi en el cual estos objetos (fenómenos, o sentidos, Sinnen, en
la acepción de Frege) son distintos. El proceso de este «descubrimiento» podría analizarse de este
modo: el precontexto fenoménico Pi, que contiene una relación aliorelativa entre los fenómenos
lucero de la mañana y lucero de la tarde, se transforma en un contexto esencial en el que estos
fenómenos mudan la relación al identificarse en la esencia o sustancia del planeta Venus. El
descubrimiento de que todos los cuerpos caen a la misma velocidad (que suele hacerse
corresponder erróneamente, como demostró Koyré, con el «experimento de Galileo en la torre de
Pisa») es también un descubrimiento negativo particular (aunque cabría ensayar la tesis de que se
trata de un descubrimiento negativo global). Lo mismo se diga del descubrimiento de la identidad
entre la masa de gravitación y la masa de inercia que sólo es posible desde el precontexto
constituido por la teoría de la relatividad. Otras veces, el descubrimiento particular no sería negativo
por llegar a establecer una identificación de términos antes disociados, sino que también habría
rectificación en el proceso de establecer una disociación entre términos que en el precontexto
aparecen como idénticos. Así, el descubrimiento de los isótopos, que en un principio aparecen
como identificados por el lugar que ocupan en el precontexto constituido por la tabla de Mendeleiev,
por ejemplo el descubrimiento de la diversidad entre el agua pesada y el agua ligera. O bien, para
volver a nuestro asunto, el descubrimiento de que el continente abierto por Colón e identificado en
su precontexto con el continente asiático era distinto de este continente, siendo aquí cuando puede
comenzarse a hablar formalmente del descubrimiento geográfico de América.
6. Por último, es imprescindible decir dos palabras sobre el copioso tema de la «dialéctica de los
descubrimientos» en el ordo inventionis. Nos remitiremos a cuatro puntos principales incluidos en
los principios que acabamos de exponer.
(1) Ante todo, postularemos la concatenación de los descubrimientos y sus precontextos. Lo que
equivale a subordinar los descubrimientos (y las invenciones que les están ligadas) a los complejos
culturales históricamente dados, y solo dentro de los cuales pueden considerarse los precontextos.
Desde aquí vemos la razón por la cual carece de sentido proceder como si el «sujeto de los
descubrimientos» fuese la Humanidad, o el hombre, o incluso un siglo, es decir, cualquier entidad
que implique la abstracción de «esos complejos histórico culturales», en cuanto se oponen a otros,
la abstracción de la subordinación del proceso de descubrir a los intereses sociales o de grupos
dados dentro de la estructura cultural envolvente. Por consiguiente, lo que implique la abstracción
de todo aquello que el descubrimiento (o invención) tiene de destrucción o de desgarramiento de
otras configuraciones que deben dejar paso al precontexto. Los grandes descubrimientos o
invenciones van siempre ligados a la lucha de clases, a la guerra, a la depredación, y tratar de
disimular estos mecanismos no tiene mas alcance que el que tendría querer separar el reverso del
anverso.
(2) Postulamos también la subordinación de los descubrimientos formales a los materiales, en
cuanto al orden del proceso histórico y por tanto, a la dialéctica del descubrimiento (en tanto implica,
a su vez, encubrimientos y destrucciones, desgarramientos de los «velos» que se resisten a ser
arrancados). Los marinos llaman «descubrir» al mismo aparecer de un objeto por detrás de otro con
el cual estaba enfilado y que acaso se tapa con el descubrimiento.
(3) Del orden de los descubrimientos no puede, en general, decirse que sea ortogenético; será
preciso introducir escalas diversas para el análisis. Los descubrimientos, por estar ligados a sus
precontextos, a su vez determinados por la estructura social e histórica, no pueden disponerse en
principio en una sucesión lineal. Gran cantidad de descubrimientos son redescubrimientos y esto es
tanto la regla como la excepción.
Sección II
Sobre los motores del descubrimiento de América
Los motores de los descubrimientos deben ser a su vez descubiertos, y descubiertos a partir no
solo del material previo a los momentos conspectivos del descubrimiento de referencia sino también
a partir de los materiales que puedan incluirse en sus momentos resolutivos. Como la orientación
del descubridor tuvo parte en la determinación del marco conspectivo descubierto y, con el, de sus
resultados, estos siempre habrán de arrojar alguna luz sobre los motores de aquella orientación
inicial.
Siempre que de un modo global nos situamos ante el tema del «descubrimiento de América» resulta
ineludible tomar partido ante la cuestión, planteada de hecho todavía en nuestro tiempo, de los
«motores» que impulsaron ese descubrimiento, así como de la «conquista» y poblamiento
consiguientes. En vano buscaremos hoy todavía la neutralidad, en vano intentaremos dejar de lado
estas cuestiones. Estas son inexcusables, y ello porque no se trata todavía hoy, a distancia de cinco
siglos, de cuestiones meramente explicativas o especulativas, orientadas a determinar las causas
del descubrimiento (a la manera como buscamos las causas de la diptongación de las vocales
latinas {o, e} en la Romania) sino de cuestiones de justificación, de valoración. Nuestro juicio sobre
el Descubrimiento y sobre lo que se considera hoy como resultado suyo –la realidad cultural y
política de los pueblos americanos, en la parte que tienen de influencia europea– depende de la
teoría sobre los motores adoptada, como si según la naturaleza que atribuyamos a aquellos, el
movimiento que ellos pudieron comunicar se colorease de un modo determinado y, recíprocamente,
como si la coloración actualmente apreciada hubiera de ser explicada, en última instancia, por la
naturaleza de los motores que la pusieron en marcha. Pero si, en efecto, resultan ser ineludibles
estos problemas, es mejor plantearlos de frente que fingir que están ya superados los
planteamientos.
Podemos clasificar en dos grupos distintos y opuestos las concepciones corrientes sobre los
motores del descubrimiento, conquista y poblamiento de América: el primer grupo acoge a las
concepciones que son llamadas idealistas (muchas veces ideológicas) y el segundo acoge a las
concepciones que suelen ser llamadas realistas (o incluso materialistas) . Por lo demás ambos tipos
de concepciones se formularon ya en los mismos años del descubrimiento.
Las premisas idealistas a partir de las cuales se intentará dar cuenta de los motores de la conquista
y poblamiento pueden resumirse en su forma mas radical en los siguientes términos: el impulso que
puso en marcha el descubrimiento en el plano político (el de los Reyes Católicos) y alentó la
conquista y el poblamiento, fue el impulso religioso, el amor a los indios, la caridad cristiana, la
generosidad, simbolizada en las figuras de Montesinos y Las Casas, frente a tantas situaciones de
corrupción y degradación. Pero fueron los motivos religiosos, los que en última instancia habrían
pesado en los Reyes Católicos.
También en su forma más radical, las premisas realistas podrían expresarse así: lo que impulsó el
descubrimiento y la conquista fue la necesidad de controlar una ruta de las especias, por parte de
un Estado exhausto, la codicia del oro y de las riquezas y los intereses políticos de un Estado recién
salido de la Reconquista y que necesitaba prolongarla a fin de dar salida a las presiones de
hidalgos o segundones que hubieran desestabilizado un sistema político muy precario. Estas
premisas realistas (que, sin embargo, más que inspiradas en una concepción materialista objetiva
de la Historia, se nutren de una concepción subjetivista, psicologista o, bien, abstractamente
politicista o economicista, de los intereses) tenderán obligadamente a reinterpretar los innegables
«componentes ideales» del descubrimiento y de la conquista como meras fórmulas ideológicas o
pantallas de diversión destinadas a encubrir los auténticos móviles.
Las premisas realistas parecen marchar al compás de una poderosa conciencia «indigenista» que
tiende a ver a los conquistadores como meros asesinos o depredadores, genocidas –concepción
que ha cobrado una presencia plástica más o menos intensa en los murales de Alfaro Siqueiros, de
Diego Rivera, o de Orozco.
Sin embargo, aún cuando las premisas realistas neutralizan a las idealistas, sin embargo no las
eliminan, porque estas siguen apoyándose en la constatación de innegables actos de
«generosidad» y de «idealismo» que también jugaron en el proceso de un modo efectivo.
La posibilidad de una coexistencia de ambas clases de premisas, puede explicarse porque aunque
se mueven, al parecer, en planos muy distintos –por ejemplo, las premisas idealistas en el plano de
la justificación, del deber ser; las premisas realistas, en el plano de la explicación, del ser– pueden
también reducirse o proyectarse en el plano subjetivo de las motivaciones, dado que también los
principios axiológicos pueden actuar como móviles, al menos ideológicamente. Esto explicaría la
tendencia a yuxtaponer ambos géneros de premisas (que previamente habrían sido disociadas
artificiosamente) en una formulación de apariencia ecléctica que, por lo demás, encontramos
repetida, hasta la saciedad, desde la misma primera carta que Colón escribió el 15 de febrero de
1453 «en la carabela sobre las Islas de Canarias»: «la cristiandad debe tomar alegría y hacer
grandes fiestas y dar gracias solemnes por el tanto exaltamiento que habrán entornándose tantos
pueblos a nuestra Santa Fe [20] y después por los bienes temporales que no solamente a la
España, mas todos los cristianos tendrán aquí refrigerio y ganancia (nuestros)». O bien, en palabras
de Bernal Díaz del Castillo, si la Conquista se ha emprendido es «por servir a Dios, a su Majestad y
dar a luz a los que estaban en tinieblas y también por haber riquezas que todos los hombres
comúnmente buscamos...».
Nos parece imprescindible, a efectos de aproximarnos a un más adecuado punto de vista filosófico
ante este tipo de debates, que han vuelto a reproducirse apasionadamente en las vísperas del
Quinto Centenario, liberarnos del planteamiento psicológico-subjetivo o moral-subjetivo, o
económico-abstracto, de la cuestión, el plantemiento desde el cual se introduce una disociación
artificiosa entre dos supuestas mitades del hombre (una disociación, por cierto, sobre la que
construirá Cervantes los arquetipos de Don Quijote y Sancho y seguramente no muy lejos de los
modelos de aquellos españoles que iban a América o bien a buscar oro, o bien, después de
haberlas oído o leído, a imitar las hazañas de Amadis de Gaula o de otros libros de caballería).
Pues es la disociación que hace posibles las alternativas «idealista» o «realista» la misma que hace
necesaria su yuxtaposición como único compromiso «maduro» y «prudente». Pero semejante
compromiso no es otra cosa sino la afirmación de que en el descubrimiento y en la conquista hubo
una parte buena (la generosidad, o bien, la heroicidad) y hubo una parte mala (la rapacidad, la
ambición homicida); con lo cual vuelve a recaerse en un planteamiento de la cuestión que recuerda
los términos de «enjuiciamiento» jurídico o moral. El cual, a cinco siglos de distancia, es por
completo improcedente, y no por que no tenga su campo propio, sino porque es inadecuado y aún
ridículo a efectos de evaluar el significado histórico del Descubrimiento y de la Conquista.
Consideraríamos muy peligroso que la teoría del Descubrimiento, de un modo u otro, cayese en la
trampa del tratamiento moral subjetivo o psicológico (individual o de grupo) que tiene su esfera de
aplicación en otros planos, pero que precisamente, por la capacidad de ser aplicado a cualquier
trozo de la conducta humana o a cualquier periodo de la Historia, resulta ineficaz cuando el objetivo
es evaluar un periodo muy determinado de la misma. La evaluación del significado histórico de este
periodo solo puede tener lugar en el plano objetivo de la Historia Universal, de la misma manera
que el enjuiciamiento histórico universal del «descubrimiento [21] y conquista» de Iberia, Germania
o Galia por Roma no puede plantearse en términos morales o subjetivos (al modo de Bertolt Brecht)
de la «rapacidad de los generales romanos» en busca de oro, trigo y esclavos o de la «misión
generosa» de un pueblo civilizado que abre calzadas, que luego serán pisadas por los apóstoles, en
expresión de Eusebio de Cesarea.
Resultaría de todo punto improcedente tratar de regresar aquí hasta «los últimos principios
filosóficos», en los cuales nos vemos envueltos, al suscitar estas cuestiones ineludibles. Por ello, se
hace tanto mas necesario determinar la escala en la cual puedan dibujarse unos principia media
que nos permitan regresar, cuando menos, a un lugar anterior a aquel en el que se ha producido la
disociación «de esas dos mitades» (la idealista y la realista), un lugar que sea suficiente para poder
enmarcar un planteamiento mas preciso de cuestiones que plantea la teoría del Descubrimiento de
América.
A nuestro juicio podríamos acogernos, para fijar el centro de un sistema de principios intermedios
adecuados a nuestro propósito, al concepto de «cultura histórica objetiva», en el momento en el
cual ella incluye, por ejemplo, la organización política en forma de Estados competitivos, según un
modo de producción determinado; pero también estructuras supraestatales (como puedan serlo la
Iglesia Católica, en el caso de la cultura europea, o el Islam en el caso de los Estados
musulmanes). El concepto de «cultura histórica objetiva» tiene además la virtualidad de integrar, en
la unidad procesual de su mismo desarrollo, muchos de los componentes llamados por algunas
escuelas «superestructurales», en otras, «intereses subjetivos» (sin duda inexcusables, ya en un
plano etológico-genérico). En nuestro caso tanto el plan de «entornamiento de los pueblos a nuestra
Santa Fe» (el plan de la cruzada) como la perspectiva de «los refrigerios y las ganancias» de que
hablaba Cristóbal Colón. En efecto, cuando se contemplan estos componentes desde la realidad de
una cultura supraestatal histórica en marcha, componentes suyos tales como el de la «propagación
de la fe cristiana» dejan de aparecer como meros pretextos sobreañadidos ornamentalmente o
superestructuralmente (¿para qué?) a los «intereses verdaderamente activos» para mostrársenos
como constitutivos estructurales (incluso «básicos») del propio sistema cultural, por tanto, como
componentes funcionales del mismo. Y ello porque, por ejemplo, incluso muchos dogmas de la Fe
cristiana no actúan tanto como algo sobreañadido (como si fuesen superestructuras, concepto que,
separado de su original alcance, juzgamos enteramente metafísico) sino como la forma misma de
coordinación diamérica de los intereses «etológicos» de los individuos, grupos o estados que
participan en el proceso. No se trata por tanto de disimular con ideales supremos (de la mala fe, en
el sentido sartriano) la rapacidad o la codicia genéricas (o elementales) o de compensarlas con
actos de generosidad o de servicio. Se trata de no olvidar nunca que toda conducta rapaz, codiciosa
o interesada (y siempre lo es, incluso la de Montesinos o Las Casas) ha de estar siempre, si es que
tiene un significado histórico objetivo y no meramente psicológico subjetivo, o incluso moral o ético,
insertada en un contexto que la especifica y la canaliza dentro de una estructura más bien que
dentro de otra. Por tanto, que el nivel histórico de cada cultura objetiva es aquello que debe
constituir el único criterio capaz de «enjuiciar» el alcance de las diferentes conductas. A título de
ilustración de lo que queremos dar a entender: los «ideales» medievales de las Cruzadas, solo en
su reducción psicológico-subjetiva pueden ser tratados como pretextos para distraer a los señores
feudales y dar ocupación a masas de campesinos excedentes cada vez mas peligrosas; por que sin
perjuicio de estos efectos, los «ideales» de las cruzadas habrán de ser entendidos, ante todo, como
planes y programas de radio intencionalmente universal de la Iglesia Católica, en su función ahora
de coordinadora de las partes del sistema político de reinos de la cristiandad medieval. Gracias a lo
cual era posible la cooperación entre ellos, y el alejamiento de la amenaza de una destrucción
mutua o absorción por terceras culturas, concretamente el Islam, definiendo unos objetivos
concretos de política exterior global (Jerusalén, Granada). Y, en realidad, ni siquiera es necesario
siempre que se re-definan en cada caso estos ideales (planes, programas), de modo explícito, pues
ellos están ya encarnados, por decirlo así, en las conductas y en los escenarios en los cuales se
mueven los hombres concretos y, muy especialmente, los héroes épicos. Hasta el punto de que
estos no necesitan reiterar, como ideales de su acción, aquellos planes y programas propios del
mundo que los ha moldeado y los está moviendo. El mismo Cid está psicológicamente impulsado,
según nos dice nada menos que el autor del Cantar (si seguimos la penetrante interpretación que
acaba de ofrecernos el Profesor Caso González en su Discurso inaugural del curso 1989-90 en la
Universidad de Oviedo) por el «sabor de la ganancia»; lo que el Cid busca es el ascenso social,
principalmente mediante la acumulación de oro y plata amonedados, como caballero infanzón de
rango menor. Concedamos incluso que el Cid –o el autor del Cantar– no se hubiese propuesto o
representado jamás, como lemas de su acción épica, los ideales de la Cruzada o de la Reconquista:
No por ello estos ideales (planes, programas) estaban actuando menos en él y en los suyos. En
este sentido, cabría afirmar que el Cid no se representa los ideales de la Cristiandad, pero porque
los está ejercitando –«cristianos», en el Cantar, significará «todos los del Cid», pero porque «todos
los del Cid» son cristianos–. Y no se representa los ideales de la Reconquista, pero porque la está
haciendo, porque su voluntad subjetiva (psicológica) de ascenso social le lleva a intentar casar a
sus hijos con príncipes o nobles cristianos –no musulmanes. Las empresas de un héroe épico son
solo un fragmento del torbellino de la Cultura objetiva que lo moldean. Y, sin perjuicio de la
posibilidad de un análisis abstracto del héroe épico (orientado a determinar la reducción de sus
motivaciones al plano psicológico o sociológico), lo cierto es que los héroes épicos son indisociables
del mundo objetivo que los configura en cuanto enfrentados a otras culturas objetivas y, por ello, los
héroes épicos están ligados intrínsecamente a unos marcos históricos muy definidos: No es posible
concebir a Hernán Cortés sin barcos, sin caballos domesticados, sin arcabuces; ni es posible
concebir al mismo Don Quijote sin libros, sin molinos y sin bacias de barbero. De este modo, para
medir el significado de las culturas latinas del siglo XV, será necesario tener en cuenta, por ejemplo,
que, entre sus contenidos programáticos, figuraban, no sólo La República de Platón, sino también la
Atlántida, el derecho de Justiniano y el ecumenismo de la Ciudad de Dios agustiniana y, por
supuesto, el concepto de la Tierra esférica (con un perímetro evaluado en términos
extraordinariamente aproximados a los nuestros, desde los tiempos de Eratostenes). Por
consiguiente, [22] la acción de Montesinos o de Las Casas como la acción de Vitoria o de Suárez
no son en modo alguno episodios aislados sino expresión de líneas estructurales dentro de las
cuales se desenvolvió la cultura descubridora. Además, demostraron estar implantados a una
profundidad mayor que los componentes meramente colonialistas y esclavistas que se expresaban
en el Demócrates Alter de Juan Ginés de Sepúlveda, en tanto estos fueron de hecho preteridos (lo
que al propio Sepúlveda le pareció injusto desde su perspectiva subjetiva).
En resolución, cuando reducimos al plano de la subjetividad psicológica o grupal las figuras de los
motores que actuaron tras el descubrimiento y la conquista, estos se desdibujan, desde luego;
simplemente ocurre que quedan despojados o reducidos a sus condiciones puramente genéricas,
precisamente aquella genericidad (psicológica, etológica o ética) que las hace aplicables a los
motores de las demás culturas históricas, y entre ellas, a las culturas de los incas, mayas o aztecas.
Porque tanta codicia o rapacidad o tanta generosidad como podamos encontrar en Hernán Cortés
la encontramos también en Moctezuma; tanta opresión como advertimos en la política de los
españoles sobre los aztecas, la advertiremos en la política de los aztecas sobre los trascaltecas.
Por eso, no deja de ser sorprendente que, en nombre de la «Antropología», algunos antropólogos
actuales «condenen» el «genocidio cultural», como si Hernán Cortés no fuese un hombre, parte del
campo de la Antropología. Lo que importa es llegar a comprender que el lugar de la diferencia se
encuentra al nivel de las estructuras globales de cada cultura, de la magnitud de los radios
respectivos (tecnológicos, económicos, científicos) que a cada cultura corresponden y que es
absurdo «nivelar», en una visión no etnocéntrica, genéricamente, a todas las culturas que disponen
de medios de transporte marítimo, mediante el expediente de abstraer las diferencias específicas
que median entre una canoa adaptada a la costas del Golfo y una carabela o un galeón adaptado
para atravesar y dar vuelta a la Tierra (lo que implica instrumentos y cartas de navegación ligadas a
una específica concepción del mundo).
Sección III
La teoría de la Tierra esférica y el descubrimiento constitutivo de América
Hay que tener en cuenta que el análisis y desarrollo de la misma concepción esférica que culmina
en el Descubrimiento de América, en sus precedentes antiguos y medievales constituye un criterio
muy eficaz para estructurar la historia de otros descubrimientos colaterales que le antecedieron.
Pero también que le sucedieron, puesto que el propio descubrimiento de Colón, culminación de la
concepción esférica, constituye dialécticamente una de las condiciones que dieron lugar a la misma
transformación, «Nuevo Mundo» (tomando esta expresión en su sentido histórico y no solo
geográfico) de la concepción esférica y, con ella, los nuevos descubrimientos astronómicos que
apoyados en Kepler y Newton nos llevan al escenario del presente, que ha sido simbolizado por el
proyecto del Columbus.
Estas afirmaciones pueden desdoblarse en dos tesis, una positiva y la otra (contrarecíproca de la
anterior y que, por tanto, le es formalmente equivalente) de naturaleza negativa, crítica.
Decimos constitutivo puesto que sólo así creemos recoger todo el significado que la teoría de la
esfera tiene en el descubrimiento de América. Salvo quienes, con muy poco fundamento, atribuyen
el Descubrimiento al azar o a la influencia de tradiciones empíricas, prácticamente todos los
historiadores encarecen la importancia que las ideas sobre la esfericidad de la Tierra tuvieron en el
proyecto colombino; pero este encarecimiento se lleva a cabo desde un implícito entendimiento del
descubrimiento de América como un descubrimiento manifestativo, que reduce la teoría esférica a
un mero instrumento pragmático, a una especie de carta de navegación. El descubrimiento de
América es el descubrimiento de un inmenso continente que preexistía, desde luego, a Colón, se
supone, pidiendo el principio. Precisamente es frecuente comenzar subrayando el estado [23] de
dispersión y aislamiento que, aún mediado el siglo XV, caracterizaba a las sociedades humanas: las
distintas civilizaciones florecían en compartimentos estancos ignorándose entre sí, y los mayas,
incas o aztecas vivían en América como los portugueses, españoles o ingleses vivían en Europa.
América por tanto es tratada como preexistente aunque desconocida por los europeos, de la misma
manera que también los americanos desconocían Europa, y no por ello Europa dejaba de existir. En
resolución, el descubrimiento de América será tratado como un descubrimiento manifestativo,
porque manifestó a los europeos una realidad que no sólo preexistía, sino que incluso era conocida
por los incas, los mayas o los aztecas. Desde este supuesto podrá reconocerse que, las ideas
sobre la esfericidad de la Tierra pudieron jugar un papel importante, y que lo jugaron de hecho,
como «hilo conductor» de los españoles –un hilo conductor que obviamente no necesitaban los
indios precolombinos y que incluso podía haber tenido alternativas para los europeos, aún cuando
de hecho, y como cuestión empírica, fue aquel «hilo conductor» el que se utilizó. «En Padua,
Ferrara, Venecia, junto al florentino Toscanelli, en Viena con Peuerbach [1423-1461], en Nuremberg
con su alumno Regiomontano [1436-1511] y en Sagres, en la Junta reunida por el Rey de Portugal
Juan II [1481-1495] y en la que trabajaba el nuremburgés Martin Behaim, las ideas de los antiguos
sobre la esfericidad de la Tierra eran perfectamente conocidas [¿Por qué no se cita en esta
enumeración a Salamanca?]. Se creía, por otra parte, que se estaba muy cerca del Oeste, a causa
de un error de Ptolomeo que había prolongado excesivamente el Mediterráneo en el sentido Este-
Oeste, asignándole una longitud de 60º. Se pensaba encontrar el continente asiático en el lugar que
ocupa América (...)», dice R. Mousnier (en su obra Los Siglos XVI y XVII que constituye el volumen
4º de la Historia General de las Civilizaciones dirigida por M. Crouzet).
Pero el sentido de nuestra tesis positiva es otra. Propone esta tesis el reconocimiento de la
naturaleza constitutiva del descubrimiento de América. Este reconocimiento equivale
fundamentalmente a la afirmación de que es el «concepto mismo de América», por así decir, su
figura o concepto figurativo, aquello que se dibuja en el marco de la teoría esférica y, por
consiguiente, que retirado este marco el concepto de América ni siquiera puede formarse, por lo
que no es lícito proceder como si este concepto estuviese dado antes de la teoría esférica. Ni, por
tanto, que las «ideas sobre la esfericidad» ayudasen a «poner el pie» en una realidad ya
configurada y conceptualizada, puesto que aquello que estas ideas hicieron posible fue
precisamente la configuración y conceptualización, es decir, la constitución de los mismos
fenómenos en los que consiste la geografía americana. La naturaleza constitutiva del
descubrimiento no implica la movilización de los esquemas del convencionalismo radical o del
idealismo subjetivo (que nos llevaría a definir el descubrimiento constitutivo como una invención,
como una suerte de artefacto cultural más o menos útil) puesto que la constitución significa
estrictamente no otra cosa sino que estamos ante una estructura esencial (la idea de una Tierra
esférica) que además, en este caso, ni siquiera ha sido construida con ayuda del complejo de
fenómenos organizados inicialmente en torno al continente americano, pues fue esta estructura
esencial, que «venía rodando» desde los griegos, la que constituyó a este «complejo fenoménico»
en este continente que llamamos América. Esta constitución no será una invención, no será una
construcción subjetiva en la medida en que la teoría de la Tierra esférica sea no una construcción
psicológico subjetiva, sino una teoría objetiva verdadera (lo que no significa absoluta, por respecto
de las formas de los sujetos corpóreos operatorios).
Y si esto es así, será preciso seguir, muy de cerca, la evolución histórica de esta concepción, con
todos los progresos y retrocesos que ella comporta para poder dar cuenta de la posibilidad misma,
así como de su ejecución, del primer viaje de Colón y de los ulteriores inmediatos. Ellos podrían
considerarse cerrados a estos efectos por el viaje de circunnavegación de Juan Sebastián Elcano.
1) Una tecnología es un sistema operatorio que envuelve una o varias series de operaciones
normalizadas (por tanto, con reglas universales) susceptibles de dar lugar, aplicadas a un material
adecuado, a resultados o productos determinados. Cuando una tecnología no da los resultados
obtenidos será una pseudo tecnología o tecnología imperfecta.
2) Según la relación de la tecnología al medio, sería preciso distinguir dos géneros o familias de
tecnologías:
b) Tecnologías de absorción, que son aquellas en las cuales es el propio sistema quien selecciona
las variables pertinentes del material al que se aplica. Según esto, cuando el material no ofrece las
variables adecuadas, el sistema tecnológico, según la ley del todo o nada, simplemente no funciona
o incluso se destruye. Como ejemplo, podríamos poner el ordenador. Las tecnologías de absorción
tienen un mayor nivel de fidelidad a costa de su mayor nivel de restricción de los campos de
aplicación.
3) Las ciencias proceden de las tecnologías, más que de la filosofía, que más bien deriva de las
ciencias cuando estas alcanzan un cierto nivel de conflicto mutuo. Previamente a la construcción de
una ciencia, hay una tecnología; y
4) Las ciencias no son meras tecnologías; son teorías a las que se llega, en principio, a raíz de un
conflicto [26] entre tecnologías que, por ejemplo, dan resultados contradictorios o inconmensurables
al ser aplicadas al mismo material. Así, el conflicto entre las técnicas de medida aritmética con
racionales y las técnicas de construcción geométrica, condujeron al conflicto de los irracionales en
los siglos V y IV antes de Cristo, conflicto que habría obligado a regresar a conceptos más
abstractos sobre los que se constituirá la teoría geométrica de Euclides. En cualquier caso, la
constitución de una ciencia teórica es la condición para el desarrollo de nuevas tecnologías cuyo
alcance será mayor que el de las tecnologías precursoras de la ciencia de referencia.
Partimos del supuesto, muy común por lo demás, de que la introducción del círculo en Astronomía,
en sentido estricto, tuvo lugar en Grecia en el siglo VI antes de Cristo y fue obra de la escuela jónica
y especialmente de Tales de Mileto y de Anaximandro. La mayor parte de los teoremas geométricos
atribuidos a Tales se refieren al círculo, pero hasta Anaximandro no tenemos noticia de que la
esfera o el círculo se aplicase a la Astronomía. Acaso utilizando el modelo tecnológico de la rueda
de un carro –en la que el buje central permaneciera relativamente fijo mientras gira la llanta–
Anaximandro intentó explicar el ritmo noche y día, así como los eclipses, mediante la obturación de
los agujeros de gigantescas llantas que giraban en torno al centro (acaso la Tierra, redonda sin
duda, pero en la forma aún de un tronco de cilindro). Sin embargo, la verdadera teoría astronómica
griega sólo aparece madura a la altura de la doctrina de las esferas homocéntricas de Eudoxio, del
Timeo platónico, de Aristóteles, de Eratóstenes e Hiparco. Es ahora cuando puede decirse que ha
comenzado la auténtica astronomía geométrica que culminará en la síntesis de Tolomeo.
4. Es evidente que así como el desarrollo de los mapas celestes, a partir de Copérnico, Kepler y
Newton, está en función de los grandes descubrimientos astrofísicos de nuestros días, así también
la evolución de la concepción esférica en Geografía es aquello que directamente importa al análisis
de los caminos que condujeron al descubrimiento de América, y ello es evidente si tenemos en
cuenta que el descubrimiento de América, así como su ejecución, no es posible fuera de la
concepción esférica de la Tierra. El concepto mismo de América, como continente geográfico, sólo
tiene posibilidad de configurarse en una concepción esférica de la Tierra; el descubrimiento efectivo
de ese continente (fuera antiguo, fuera nuevo), sólo pudo llevarse a cabo, por tanto, gracias a los
mapas terrestres o mapae mundi. Solo ellos podían conferir significado a lo que de otra suerte sólo
hubiera podido ser una mera aventura de navegación «hacia el Poniente» o hacia la fantástica Isla
de San Barandán; sólo así el viaje hacia el Poniente podía tener el significado de un plan dirigido a
descubrir el camino nuevo hacia un continente real (ya fuera antiguo, ya fuera nuevo, puesto que
esta cuestión se planteó, de hecho en una segunda fase).
Por consiguiente puede concluirse que la posibilidad de un mapa terrestre total mínimamente fiable
dependía enteramente tanto como de las exploraciones y medidas tomadas sobre la Tierra, de los
desarrollos de la teoría astronómica. Y esta tesis puede apelar, como a su demostración definitiva, a
Eratóstenes. El representa la primera vez en la que pudo llevarse a cabo el descubrimiento de la
medida del perímetro de la Tierra de un modo fundamentalmente científico y virtualmente correcto,
mediante un cálculo con soporte astronómico; un cálculo que fue además el único punto de partida
para ulteriores descubrimientos, incluso aquellos que pudieron emanciparse de la dependencia
astronómica. En cualquier caso, del alcance que atribuimos a la teoría esférica, no se infiere que las
normas tecnológicas puedan dejarse al margen. Sin ellas, el descubrimiento de América no se
hubiera producido (y entre estas normas tecnológicas o recetas empíricas habría que incluir, por
ejemplo, no sólo las normas de utilización del astrolabio y otros instrumentos de navegación, sino
también la supuesta carta del nauta Alonso Sánchez de Huelva –aunque este nombre sólo aparece
a partir de los Comentarios reales del inca Garcilaso de la Vega– así como las supuestas
indicaciones que Colón habría recibido sobre los rumbos de las aves y otros informes, para explicar
que siguiera tan tenazmente, en su primer viaje, el paralelo 28, lo que evidentemente no puede
explicarse meramente a partir de la teoría esférica). Pero las normas tecnológicas, las recetas tan
abundantes como incoherentes o, en todo caso, no coordinadas, sólo podían ser coordinables
desde la teoría esférica. Sólo esta teoría suministraba un criterio firme desde el cual podían tomarse
las decisiones más importantes. Por lo demás, la fantástica imagen que Colón llegó a sugerir acerca
de la forma «periférica» (es decir, en forma de pera) de la Tierra, a fin de poder asignar un lugar al
Paraíso Terrenal que cree haber descubierto (carta del Almirante a los Reyes Católicos dando
cuenta de su tercer viaje, ad finem) no contradicen el esquema de la esfera en el sentido topológico,
sino que precisamente lo suponen, aunque rectificándolo ad hoc para ajustarlo a las particulares
fantasías de origen bíblico, pero compartidas por sus contemporáneos, como dogmas de fe.
Cuando hablamos de mapas, la primera distinción tiene que ver, desde luego, con la verdad, que
hemos de cifrar, según hemos dicho, en la coordinabilidad biunívoca entre términos definidos en el
terreno y en el papel, siempre que se mantenga una ley sistemática de evaluación de distancias,
según que las proyecciones sean cilíndricas, o cónicas, &c. En función de la verdad, consideramos
improcedente (como signo de oscurantismo, aunque este venga inspirado por un relativismo cultural
«no etnocéntrico») el no distinguir entre los mapas terrestres fantásticos –sin perjuicio de las
referencias reales que en ellos se ofrezcan– y los mapas efectivos –sin perjuicio de los errores que
ellos contengan–. Sin embargo, hay que introducir el concepto de «mapa no coordinable», o con
lagunas; porque la no coordinación no puede confundirse con la coordinación errónea (que es el
caso de los mapas imaginarios). Nos inclinamos a agrupar los mapas no coordinables con los
mapas efectivos, antes que con los imaginarios; además, las «lagunas» pueden ser positivas
(lugares del mapa en blanco, donde debía haber términos) y «lagunas» negativas (las lagunas
positivas serán aquellas donde no hay término pero debiera haberlos; en las lagunas negativas el
término ocupa otras posiciones y en rigor es imaginario). Las diferencias son muy difíciles de
establecer en cada caso, pero su magnitud es del mismo orden de la que media entre la ciencia
ficción y la ciencia efectiva. A veces la distinción puede apoyarse en la propia intencionalidad del
autor del mapa, cuando éste quiere ser precisamente fantástico o engañador; sin embargo, esta
intencionalidad no es un criterio útil, tanto porque muchas veces no es posible determinarla, cuanto
porque, en general, es irrelevante, al lindar con la posible falsa conciencia de los autores que
pueden otorgar «de buena fe» credibilidad o verosimilitud a su mapa (como es el caso seguramente
de los mapas de Beato de Liébana). En otras ocasiones cabe considerar imaginario a un mapa que
tiene partes coordinables (dentro de los márgenes exigibles) pero que tiene partes, en proporción
significativa, imaginarias; la ausencia de términos, las lagunas, son menos graves que las
representaciones positivas imaginarias, puesto que en un caso hay no coordinación y en el otro hay
coordinación fantástica. El mapa, en conjunto, podrá ser entonces imaginario. El mapa de
Toscanelli, ¿es coordinable o es imaginario?. La respuesta depende de los usos que se le quisieran
dar, y según el criterio de la no coordinación. Como mapa mundi, y aunque no representaba el
continente americano, era un mapa coordinable con las grandes referencias continentales, puesto
que al menos los extremos estaban representados en él; asimismo un mapa del Mediterráneo que
quiere hacerse pasar como mapa mundi es un mapa no coordinable (como mapa mundi). La
evaluación de la verdad del mapa no debe ser sólo la evaluación de una correspondencia
mecánica, punto a punto, cuanto la de una regla operatoria interna, a saber, que tenga en sí la regla
de rectificación o que no la tenga (los mapas de Beato carecen de regla interna; un mapa con
meras lagunas tiene la regla de rectificación, puesto que es posible coordinar con la operación de
relleno).
Sin duda, el clasificar a una pieza cartográfica ya sea del lado de los mapas fantásticos, ya sea
dentro de los mapas efectivos supone decisiones críticas no siempre fáciles de justificar. Podría
siempre argumentarse que un mapa fantástico o utópico no es simplemente un mapa y que no
cabría ponerlo al lado de los mapas efectivos. Valoramos profundamente este argumento y, por ello
precisamente, nos parece necesario, al menos, distinguir entre mapas efectivos y mapas
imaginarios, diciendo, en cada caso, a que tipo pertenece un documento dado. Desde este punto de
vista, una exhibición de mapas que, desatendiendo a los criterios de verdad o error, mantenga sin
embargo un criterio cuidadoso de tipo cronológico, no alcanzará un orden interno de mayor
significación que el que podría alcanzar una biblioteca cuyos libros se ordenasen por los tamaños y
colores de las cubiertas.
Una segunda distinción se apoyará en las diferencias dadas en el proceso lógico mismo de
construcción según el cual el mapa terrestre ha sido llevado a cabo. No es nada fácil formular
adecuadamente estas diferencias. En ciertos momentos podríamos invocar la oposición entre lo
empírico y lo racional, entre los procedimientos inductivos y los deductivos (un mapa inductivo o
empírico sería el que representa un terreno según una regla de coordinación biyectiva) si no fuera
porque, en este caso, la separación entre lo que es empírico y lo que es racional es prácticamente
imposible de establecer dada la naturaleza operatoria de toda actividad humana, empírica o
racional; [28] y la separación entre lo que es inductivo y lo que es deductivo tampoco tiene
aplicación clara, habida cuenta de la circularidad entre ambos procesos (podría hablarse de
cartografía inductiva en aquellos casos en que a partir de datos o coordinaciones concretas se pasa
a extrapolaciones o interpolaciones más o menos justificadas, por ejemplo, el curso de un río del
que se conocen dos puntos observados; pero este proceso ya supone una movilización de
esquemas previos en forma de una auténtica deducción). Además, como quiera que toda
representación cartográfica, para lograr la coordinabilidad en la que consiste la franja de verdad del
mapa, implica siempre definiciones convencionales y operatorias de los términos finitos del terreno
(imposibilidad de una coordinabilidad plena, es decir, imposibilidad de un mapa de Royce), se hace
preciso vincular la construcción de un mapa efectivo, de los llamados «inductivos», a un sistema de
operaciones previas (caminar, navegar, medir, triangular) con respecto a las cuales los mapas
inductivos vienen a consistir más bien en construcciones tecnológicas de tipo beta operatorio.
Según esto, un mapa que indica rumbos o posiciones, respecto del sujeto que lo utiliza es un mapa
tecnológico y su verdad puede ser de tipo tarskiano (cuando las operaciones reflejadas en la
representación en forma de líneas sea isomorfa con las operaciones que realizaron los sujetos que
lo trazaron, como ocurre con el plano de bolsillo de una ciudad). Por oposición a los mapas
tecnológicos, se reconocerán los mapas estructurales o teóricos, los cuales ya no pueden
pretender, salvo antropomorfismo, representar caminos operatorios, puesto que sólo pueden
mostrar relaciones, o distancias objetivas entre puntos de la superficie celeste o terrestre, aún
cuando estas relaciones o distancias no hayan sido jamás recorridas por hombre alguno (como era
el caso de las relaciones establecidas por Eratóstenes sobre el perímetro terrestre). Sin duda, los
mapas estructurales, si han de ser efectivos, y no fantásticos, procederán de mapas tecnológicos
previos (Eratóstenes se apoyó en mapas catastrales que se custodiaban en la Biblioteca de
Alejandría), pero precisamente se caracterizarán por rebasar ese nivel operatorio, lo que no excluye
su capacidad para servir de base o inspiración a nuevas líneas de acción operatoria, que no
hubieran podido cumplirse previamente a su constitución. Como criterio, a título al menos de
condición necesaria, de efectividad de un mapa estructural, ponemos, desde luego, a la concepción
esférica de la Tierra. En efecto, un mapa terrestre verdaderamente estructural, sólo puede ser un
mapa total, un mapa mundi, cuando supone la esfera, pues solamente en el conjunto del globo
terráqueo se cierra una estructura geográfica. Por ello, el mapa estructural es siempre un mapa
mundi –mientras que un mapa tecnológico puede ser un mapa parcial, regional (precisamente el
mapa estructural se hace preciso para resolver los conflictos, solapamientos, desajustes o
inconexiones de los diversos mapas tecnológicos parciales en la síntesis total constituida
materialmente por la superficie esférica de la Tierra). Sin embargo, aún aceptada la tesis de que un
mapa estructural debe ser un mapa mundi, la tesis recíproca no es tan evidente, porque un mapa
mundi puede no ser estructural, cuando es imaginario.
Las cuatro series que de la combinación o cruce de las precedentes distinciones resultan son estas:
Por lo demás, el juego dialéctico entre estas diferentes series, en orden al desarrollo de los mapas
que tuvieron que ver con el descubrimiento del nuevo continente, es muy rico, puesto que los
elementos de estas series no se mantienen aislados unos de otros. Ya hemos citado el uso que
Eratóstenes hizo de los mapas catastrales, tecnológicos, para su concepción estructural global del
perímetro terrestre. Pero este juego dialéctico no puede justificar la confusión oscurantista entre las
diversas series, apelando a su condición común genérica de ser todos ellos mapas, e incluso a su
condición específica de ser mapas efectivos. Los mapas catastrales del Antiguo Egipto, aunque
muy precisos o efectivos, son de rango muy diferente al de los mapas estructurales. Sería también
por ello oscurantismo presentar yuxtapuestos y como meras ilustraciones de un concepto similar a
este: «Trabajos cartográficos de las culturas aztecas o castellanas» a los mapae mundi que llevaba
Cortés (plagados, sin duda, de errores) y a los mapas de posición (tecnológicos) sin duda
extraordinariamente precisos, efectivos, del Golfo de Méjico, que Moctezuma presentó a Cortés, o a
los mapas tecnológicos que los mayas habían elaborado sobre el terreno de Honduras y de los que
Cortés se sirvió para su conquista.
Esta es la razón principal por la cual puede considerarse acrítica e ingenua toda afirmación
tendente a considerar a América como un concepto o percepción que puede darse por figurada de
antemano, al margen de una concepción esférica del mundo (en realidad la tendencia hacia esta
representación ingenua acaso no es otra cosa sino el espejismo que deriva de la efectiva
percepción del mapa o de la esfera, proyectada al «fondo de la realidad»). Por consiguiente ningún
habitante del continente americano podía haber formado en absoluto antes del descubrimiento de
Colón el concepto de América, en la que vivía sin embargo; ni podría decirse que «llegó a América»
cualquier viajero eventual que, arrastrado por las corrientes o los vientos favorables, hubiera tocado,
sea por el Pacífico, sea por el Atlántico, acantilados o playas americanas, incluso aunque hubiese
trazado un itinerario tecnológico de rumbos. Los acantilados o las playas a que hubiese podido
arribar no hubieran significado nada por sí mismos a efectos de la formación del concepto de
América. Por supuesto, y a fortiori, es desde aquí desde donde arranca la razón de que pueda
considerarse un anacronismo el hablar de descubrimiento de América como una empresa
proyectada por Colón, puesto que América no existía como concepto, y sólo de un modo
retrospectivo o histórico podía este ser formado. En este punto se ha insistido más de una vez,
sacando consecuencias historicistas, por ejemplo, por Edmundo O'Goorman, que ya antes hemos
citado, en La idea del descubrimiento de América (1951) y en La invención de América (1958). Pero
nuestra tesis no va precisamente por este camino, que sin duda es evidente y obvio. Porque no se
trata tanto de subrayar el carácter histórico de la elaboración o invención del concepto de América,
que por supuesto no era un objeto de percepción inmediata, sino que requería, por lo menos,
múltiples percepciones sucesivas, ligadas a los correspondientes desplazamientos, sino además y
sobre todo establecer su naturaleza teórica, es decir, la necesidad de regresar a un modelo teórico
(la esfera) para integrar un cúmulo de percepciones que, por sí mismas, no hubieran podido jamás
ser totalizadas aún contando con una sucesión acumulativa de datos históricos.
a) América significa ante todo, genéricamente, de modo confuso (es decir, no distinto) un
«continente o tierra firme más allá del océano, al Poniente». Este significado primario es
operatoriamente certero y previo a la distinción entre el continente americano y el antiguo continente
asiático. La idea principal operatoria, aunque confusa, era esta: «desde España, a Poniente, y
navegando paralelo al Ecuador, debe existir un continente», y esto en virtud precisamente de la
esfericidad de la Tierra (era la misma idea de Alejandro que hemos citado: «Desde el Mar Indico
hacia Levante, ha de ser posible llegar a las Columnas de Hércules»). Más aún, eran esenciales los
cálculos de Eratóstenes y Tolomeo, aquellos que estuvieron actuando en los proyectos del
descubrimiento, y esto independientemente de los eventuales informes tecnológicos del nauta que
Colón pudo haber recibido; puesto que estos informes carecían de verdadero sentido en tanto no
fuesen integrados en un planisferio. Por ello fueron las ediciones que en el siglo XV se hicieron de
la Geografía de Tolomeo (que en la Edad Media era conocido más bien como astrólogo) a partir de
la traducción latina de Scarparia (1410), a la que siguieron luego cinco ediciones en ese siglo, las
que literalmente dieron sentido al concepto mismo de un «descubrimiento de tierra firme a
poniente». Por supuesto, Colón mantenía la teoría de la esfericidad de la Tierra que había
enseñado incluso Dante o Petrarca y sacaba, con otros muchos, la consecuencia: si la Tierra es
esférica ha de ser posible pasar de un meridiano a otro, ya sea navegando hacia Levante, ya sea
hacia Poniente. Si Eratóstenes, al que siguió Estrabón, había establecido la distancia entre las
puertas de Hércules y Tina (Asia) en 240 grados (con un error menor de diez grados), Tolomeo se
equivocó corrigiéndolo en 41 grados. Colón leyó en Tolomeo que la Tierra se divide en 24 horas.
Los antiguos (desde las puertas de Hércules hasta Tina) conocían quince; los portugueses habrían
llegado a la dieciséis; luego sólo quedaba una tercera parte de la superficie terrestre desconocida.
Si en el ecuador los grados tienen catorce leguas, se podría ir de Canarias al Asia recorriendo
quinientas millas por mar. Esto es lo que Colón le dice a la reina Isabel en su carta. En este
contexto adquiere además un significado especial la epístola que Toscanelli (1397-1482) escribió en
1474 al canónigo lisboeta Fernando Martins, y a la que Colón tuvo acceso (acaso por
procedimientos ilegítimos, que él mismo habría intentado ocultar fingiendo una segunda carta que,
con la copia de la de Martins, le habría enviado a él Paulo el físico. Vid. las observaciones de Juan
Gil en las Cartas particulares a Colón, Alianza, Madrid 1984, págs. 129-141). En efecto, en esta
epístola, en la que se anuncia que se remite «una carta hecha por mi mano» (el célebre mapa de
Toscanelli), Toscanelli explica precisamente esta carta como un procedimiento destinado a facilitar
la «demostración a la vista» –es decir, con la esfera en la mano–, lo que significa que el mapa que
ofrece es sólo la proyección plana de la esfera, puesto que enviarle directamente ésta sería gran
inconveniente; pero que es en la esfera en donde reside la demostración del camino hacia los
lugares de la especiería: «y yo, aunque se que se puede mostrar por una representación esférica
[«con la esfera en la mano y hacerle ver cómo» dice la versión italiana] tal como es el mundo, sin
embargo, para facilitar la comprensión y también para aliviar el trabajo de enseñar ese camino, me
decidí a declararlo a la manera en que se hace en las cartas de marear». Este pasaje de la carta de
Toscanelli lo consideramos decisivo en nuestra argumentación, porque nos obliga a restablecer y
mantener explícita una relación que, aunque se da por consabida, desaparece constantemente ante
la vista, ante la percepción visual: la relación del mapa de Toscanelli y de la esfera de la que su
autor lo sacó por proyección. Dado que la esfera perceptual es una estructura óptica, visual (en
coordinación operatoria con rotaciones de un cuerpo) puede afirmarse que la tesis de la esfericidad
de la Tierra, en tanto no podía ser percibida antes de los vuelos espaciales, era ópticamente una
metáfora imaginaria. Cabría decir en este sentido que la Tierra no es esférica [30] respecto de los
ojos de los hombres que la contemplan desde su interior y que su esfericidad es una estructura
teórica analógica que aplicamos a los fenómenos para dar cuenta de las operaciones de
desplazamiento practicadas, &c.
b) Por consiguiente, el conocimiento previo que se tenía del continente que estaba tras el océano
(un conocimiento cierto, pero confuso) y de la posibilidad, siguiendo el camino trazado, de retornar
al punto de partida, a España, es algo que hay que considerar como premisa previa indispensable
de la expedición descubridora. No se trató pues de una aventura, era un Plan de Estado,
científicamente preparado y discutido políticamente, que se llevaría a cabo cuando, en función de
los intereses económicos y políticos y de las posibilidades de su ejecución, pudiese escogerse el
tiempo oportuno. Y es esto lo que confiere todo su significado a la intervención de la Corona
española y su participación en el descubrimiento resulta ser así mucho más importante o, mejor
dicho, importante a otro nivel de aquella que, a nivel «profesional», corresponde a Colón (más
cerca, en este punto, de Amstrong que de la NASA). No «financiaban» un proyecto de Colón:
organizaban un plan de Estado, porque podían y lo entendían (Portugal no podía objetivamente ni
tampoco le interesaba, una vez que estaba abriendo la ruta africana hacia la India; y no sólo había
rechazado el proyecto de Colón, sino que después rechazó el de Magallanes, que hubo de
desnaturalizarse y acudir a Carlos V, como antes Colón había tenido que acudir a los Reyes
Católicos). Lo que demuestra que la intervención de España en la empresa americana no fue
aleatoria, ni puramente eventual el que hubiera podido asumirla Portugal. Portugal no podía de
ninguna manera emprenderla, de la misma manera que tampoco España pudo siglo y medio
después lanzarse al poblamiento de Australia, descubierta por Pedro Fernández de Quirós. Los
Reyes Católicos organizaron, en resolución, un plan de Estado, precisamente una vez que los
musulmanes habían sido reducidos definitivamente; un plan elaborado, con objetivos justificados,
tanto económicos como políticos: en particular, el de encontrar un camino de retorno por el que
pudiere cogerse por la espalda a los turcos –que seguían amenazando, tras la toma de
Constantinopla, y que de un modo u otro habían determinado la difusión de los escritos de los
griegos en Occidente. Este objetivo en realidad se cumplió, ya desaparecidos los Reyes Católicos,
con el viaje de Juan Sebastián Elcano, quién muerto Magallanes a manos de los malayos y
capitaneando la nave «Victoria», pudo desembarcar en las Molucas (8 de noviembre de 1521), en
donde fue recibido nada menos que por el sultán Almanzor: se había, por tanto, conseguido el
objetivo de tomar contacto con los musulmanes navegando constantemente hacia el Poniente; la
«Victoria», cargada de especias, y tras pasar el Cabo de Buena Esperanza, volvió a Sanlucar el 7
de septiembre de 1522. El concepto práctico de la esfericidad de la Tierra, que había abierto
teóricamente la posibilidad del descubrimiento de América, se realizó, de modo ejercido, de la única
manera posible, es decir, llevándolo a cabo operatoriamente, por Juan Sebastián Elcano, y de ello
fueron plenamente conscientes quienes inspiraron la leyenda que figuró en el globo que Carlos V le
dio como cimera: «Primum circumdedisti me». La circunnavegación de Elcano no es, según esto,
una mera verificación o aplicación práctica de un concepto teórico: es la realización misma en la
forma de un «descubrimiento neutro» del concepto teórico, su transformación de concepto posible
en concepto real. Elcano realizó el concepto que Eratóstenes había sugerido: mostró la realidad de
lo posible, y por tanto lo ratificó retrospectivamente como posible. A nuestro juicio, hay que atribuir a
esta circunstancia un alcance mucho mayor, para la Historia de la Ciencia, del que suele
otorgársele: Pues el descubrimiento de América y la circunnavegación de la Tierra ofrecieron la
primera gran prueba de la función que corresponde a la teoría pura, cuando es verdadera, en el
gobierno de nuestra praxis y en el dominio de nuestro mundo entorno.
6. En conclusión: los episodios que englobamos bajo la rúbrica de descubrimientos geográficos, sin
perjuicio de su significación política, económica y religiosa de primer orden, deben también
computarse como fases de un proceso científico tecnológico, el desarrollo de la concepción
esférica, con todas las consecuencias que contiene y por supuesto, sus propios debates y conflictos
dialécticos (los «errores» de Colón son los más señalados) y no como la mera ejecución de una
teoría ya preestablecida. El mapa de Juan de la Cosa y el viaje de Elcano han de ponerse, según
esto, en la misma serie que los mapas de Eratóstenes, de Tolomeo o de Toscanelli, como fases del
desarrollo científico de una misma teoría, que sólo podía haberse llevado a cabo por medio de los
viajes y exploraciones que, a su vez, por supuesto, estaban impulsados por intereses
extracientíficos. Pero sería improcedente borrar el significado científico estricto de estos viajes y
exploraciones bajo la presión de la relevancia política y económica de los mismos, como si los
grandes desarrollos científicos se hubieran producido alguna vez al margen de la dialéctica de los
proyectos prácticos de naturaleza no estrictamente científica que los envuelven. Repetiremos aquí
lo que ya hemos dicho en alguna otra ocasión: «Es preciso afirmar que la primera circunvalación de
la Tierra es un «hecho» de una importancia para la Ciencia y la Filosofía de alcance mayor, si cabe,
que la «revolución copernicana», aunque de otro orden. Porque la «revolución copernicana» solo
fue (en su siglo y en los siguientes) una revolución en los mapas celestes, sin pruebas apodícticas
(lo que es necesario tener en cuenta para no caer en anacronismo al analizar el conflicto entre
Galileo y Roma), mientras que la circunvalación de El Cano fue una circunvalación física, en virtud
de la cual, la esfera de Eratóstenes llegó a ser pisada realmente y fue la primera vez en la Historia
de la humanidad en que una teoría científica muy abstracta y de gran alcance práctico, pudo ser
demostrada efectivamente, la primera vez en que los hombres podían comenzar a pensar que las
teorías científicas eran algo más que especulaciones, puesto que tenían que ver con la «armadura»
misma de la realidad empírica y práctica».
Sección IV
Algunos corolarios relativos al «momento resolutivo» del Descubrimiento de América
1. Las consecuencias de un gran descubrimiento están determinadas por el contexto desde el cual
el descubrimiento ha tenido lugar. Lo que se descubre se descubre desde un amplio contexto
cultural, que, en nuestro caso, contiene la teoría de la Tierra esférica, pero no se reduce ni mucho
menos a esta teoría. Pues ella está integrada a su vez en una compleja red ideológica, en una
concepción cristiana (católica) del mundo, en nuestro caso, que a su vez ha incorporado tradiciones
orientales, griegas y romanas. El descubrimiento no puede entenderse, por tanto, como la mera
incorporación a un supuesto acervo objetivo de una «pieza» de límites circunscritos, acaso muy
importante (como pueda serlo el continente geográfico americano, incluidos sus contenidos
vegetales, animales y humanos, es decir, el Nuevo Mundo en su sentido geográfico amplio), sino
como la reorganización que la intrusión de esta «pieza» determina en el sistema íntegro desde el
cual fue descubierta. Y, naturalmente, el alcance de esta reorganización está en función del
contexto desde el cual se produjo el descubrimiento. Podríamos imaginar con cierta precisión el
futurible de un descubrimiento de América llevado a cabo por los alejandrinos de la época de Plinio:
acaso para ellos esa incorporación significaría agregar a su horizonte naturalista-mítico nuevas
regiones lejanas, junto con las de los hiperbóreos o los etíopes. Pero para los europeos del siglo
XV, para la cultura cristiana, el descubrimiento de América tuvo un alcance relativo mucho mayor:
fue el comienzo de una «reorganización completa» del Mundo y, en este sentido, el descubrimiento
de un «nuevo mundo histórico» y no sólo geográfico-etnológico. Para decirlo brevemente: la
«cultura cristiana» no estaba preparada para asimilar en sus coordenadas la Gran Novedad –
novedad relativa, evidentemente, a esas mismas coordenadas– y, por ello mismo, el descubrimiento
de América podría considerarse como la puesta a punto de una bomba de relojería que lentamente,
pero con plazo prefijado, estaba llamada a producir el desmoronamiento del mundo cristiano. La
insistente equiparación que en los primeros años del siglo XVI se viene estableciendo por parte,
sobre todo, de escritores españoles, entre el descubrimiento de América y la Encarnación de la
Segunda persona de la Santísima Trinidad (Las Casas, López de Gomara, &c.: «la mayor cosa
después de la Creación del Mundo sacando la Encarnación y Muerte del que lo crió») puede
interpretarse como una extravagante forma de pensar la magnitud histórica comparativa que al
descubrimiento de América se le podría conceder en relación con el cristianismo. En efecto, podrían
equipararse los efectos del descubrimiento de América, dentro de la concepción cristiana del
Tiempo histórico, con los que se le asignan a la revolución copernicana en el Espacio cósmico. Si la
revolución copernicana estaba llamada a suprimir la condición de la Tierra como «centro espacial
del Mundo», el descubrimiento de América iba a poner las bases para eliminar la condición de
Cristo como centro del Tiempo histórico, como tiempo eje de la historia universal. Porque el
cristianismo contiene, como constitutivo íntegro, una visión histórica global y precisa, por cierto una
visión «materialista» (corporeista), espacio temporal, la visión de una Humanidad concreta que tras
la dispersión derivada del pecado original (asociado precisamente a la muerte de los cuerpos), ha
encontrado como único camino de recuperación de la unidad y de la vida (¡de la vida de los cuerpos
resucitados!) a Cristo, centro de la Historia, del tiempo histórico. Por ello es esencial en la
concepción histórica del cristianismo la realización temporal de su universalidad salvadora. Todos
los hombres, en la época de Cristo han recibido la luz: «por toda la Tierra –dice San Pablo– se
difundió su voz y hasta los confines del mundo sus palabras» (San Jerónimo puntualizará que San
Pablo no habló aquí con intención de profecía, sino de historia). El Descubrimiento de América
significa, por tanto, el descubrimiento de quince siglos durante los cuales millones de hombres han
vivido en la oscuridad. En otros lugares hemos sugerido los posibles mecanismos ideológicos que la
cultura cristiana desarrolló para conjurar esta situación fatal (unas veces negando que fuesen
hombres los habitantes de América, otras veces postulando que, de hecho, ellos debían haber sido
evangelizados). Pero estos mecanismos implicaban dar las espaldas a la realidad: toda la
arquitectura histórica de la concepción cristiana tenía tarde o temprano que desplomarse, porque su
apoyo histórico comenzaba a ser ya necesariamente puramente mitológico, de historia ficción. [32]
Por decirlo así, la visión histórico teológica de la unidad de la humanidad (de la Ciudad de Dios)
tendría que ser a lo sumo sustituida por una visión no histórica, que estaba muy próxima a la visión
naturalista, cuasi zoológica (la de Linneo, la de Blumenbach) de la unidad del Género humano.
Dicho de otro modo, la visión histórico-teológica del hombre, como unidad, tenía que dar paso a una
visión antropológica. Si la Antropología es un fruto de la época moderna no lo habrá sido porque
«nuevos materiales» hayan sido aportados (eran suficientes los materiales clásicos), ni tampoco por
la virtud de misteriosas epistemes capaces tanto de «inventar al hombre» como de «eliminarlo»,
sino en virtud de la concatenación de series de procesos entre los cuales figura de modo
principalísimo la reorganización de la cultura tradicional a la que obligó el descubrimiento de
América. (La «contrarrevolución tolemaica» –la reivindicación de los principios cosmológicos no
copernicanos, antrópicos, como la eclosión historicista, no pueden confundirse con una «vuelta a la
antigüedad, o como un retorno a los principios cristianos, como muchos pretenden.)
Si atribuimos, por tanto, a la idea esférica –y, por tanto, a sus precedentes «griegos»– la
significación trascendental que hemos postulado para la interpretación del Descubrimiento de
América, no sólo en su momento conspectivo, sino en su momento resolutivo, no es precisamente
en función de una simple voluntad erudita de encontrar precedentes, sino por la circunstancia de
que son estos precedentes en concreto los que constituyen el argumento principal para fundar la
tesis del descubrimiento como proceso que necesariamente tuvo que partir de la «cultura europea»,
una tesis que no puede hacer la más mínima concesión al relativismo cultural.
Estos precedentes son premisas necesarias o situaciones conducentes a la configuración práctica
de la Tierra como una esfera cuyas partes –y en especial las partes nuevamente descubiertas, el
Nuevo Continente– pueden comenzar a ser abarcadas por hombres determinados, españoles, por
ejemplo y precisamente. Poder que todavía parecía querer expresarse por boca de Estébanez
Calderón en el mismo momento de la independencia de los pueblos americanos (Oda al Rey sobre
los sucesos de América, 1830):
Pero en realidad no eran hombres de una única determinación, sino hombres de muy variadas
determinaciones (españoles, ingleses, africanos, chinos, mejicanos o peruanos) quienes estaban
llamados a «poner la planta en esa inmensa esfera», aunque no ya a título de Patria común, sino en
calidad de escenario, campo de trabajo y aún campo de batalla de la «sociedad universal» efectiva.
Pues la concepción esférica de la Tierra era solidaria, desde luego, de esa sociedad universal
constituyente, porque solamente por ella podía llevarse a término efectivo y no meramente
intencional (el del ecumene cristiano y medieval), solamente podía ser una concepción viva, y no
sólo «pintada» en los mapas, cuando por primera vez, todos los hombres entablasen contactos
mutuos recurrentes. Contactos que forman el tejido mismo de esa sociedad universal que
efectivamente ha resultado precisamente a raíz del descubrimiento de América, pero que, en modo
alguno se ha desenvuelto, ni pudo desenvolverse, según aquella forma ideal de la paz y de la
armonía que se dibujaba en las Relecciones de Vitoria, puesto que también se ajustó a la forma de
la guerra y de la discordia que Maquiavelo había dibujado en El Príncipe. La sociedad universal
constituida a raíz de la circunvalación práctica de la esfera terrestre, tras el descubrimiento de
América (y que constituye a la vez, como hemos dicho, el primer gran ejemplo histórico de la
verificación de una teoría abstracta) y tal como ha llegado a nuestra época es la sociedad universal
del conflicto y de la explotación, la sociedad universal del colonialismo y del imperialismo, de la
depredación y del esclavismo, si es cierto que fue el esclavismo lo que puso en contacto Africa con
América, quién la hizo posible. Lo diremos con las palabras de Marx: «Sin esclavitud no tendréis
algodón; sin algodón no tendréis industria moderna. Es la esclavitud la que ha dado valor a las
colonias [americanas], son las colonias las que han creado el comercio mundial y el comercio
mundial es la condición necesaria de la gran industria del Mundo moderno» (Miseria de la Filosofía,
II, 4, observación). En este Mundo moderno vivimos nosotros, españoles y mejicanos, ingleses y
chinos, franceses e indochinos...
Reliquias y Relatos:
construcción del concepto de
«Historia fenoménica»
Gustavo Bueno
Cuando hablamos de «Historia científica», nos referimos a las «ciencias históricas particulares»
(Historia social, Historia del Arte, &c.), y no a la «Historia total». Incluso la llamada «Historia
general» (por oposición a la «Historia del Arte», a la «Historia de la Ciencia»...) es también (frente a
la «Historia total») una «Historia especial», cuyo tema es la Historia política y económica.
I. Planteamiento de la cuestión
1. La Historia –la ciencia histórica– se construye sobre ruinas, vestigios, documentos, monumentos:
llamemos reliquias a todas estas cosas (reliquus –restante–; relinquere –permanecer–). Pero el
historiador, en cuanto tal no permanece inmerso en sus ruinas, no se limita a percibirlas, a
constatarlas en su corporeidad fisicalista. Las puebla de «fantasmas». El «presente» (constituido
por las reliquias) aparece así, tras el trabajo del historiador, inmerso en un «pasado»
fantasmagórico, al mismo tiempo que este pasado se nos presenta como una atmósfera que se
respira únicamente desde el presente. Pero este presente es precisamente el presente fisicalista
constituido por las reliquias.
Pero el análisis gnoseológico de este contenido plantea cuestiones muy complejas. En primer lugar,
porque los fantasmas del pretérito no son gratuitamente construidos (salvo cuando la historia se
convierte en novela) y no es fácil dar una razón precisa gnoseológica de los motivos por los cuales
la Historia debe comenzar por construir «fantasmas» –es decir– no es fácil redefinir la función de
estos fantasmas en términos gnoseológicos. (Aquí sugeriremos que ellos son únicamente el soporte
mínimo o el «revestimiento imaginario» de las operaciones del plano b-operatorio en el cual las
reliquias han de ser reconstruidas, de suerte que nos remitan, eventualmente, al descubrimiento de
futuras reliquias: este es el único sentido positivo que creemos posible atribuir a la predictividad del
futuro, asociada ordinariamente a la Historia científica. Los «fantasmas» sólo figuran, por tanto, en
la Historia fenoménica, como operadores que enlazan las «reliquias» diferentes entre sí). En
segundo lugar, porque la Historia así establecida, sin perjuicio de que pueda alcanzar evidencias
tan apodícticas como las matemáticas, no es sino una parte de la ciencia histórica, y acaso la de
rango más bajo. ¿Cómo definir gnoseológicamente la unidad, si es que existe, de esta ciencia
histórica que llamamos Historia fenoménica y cómo establecer sus relaciones (incluidas las
relaciones de realimentación con el otro tipo de Historia científica que (sin perjuicio de que sus
resultados sean mucho menos evidentes) [6] consideraremos de rango más alto, denominándola
«Historia teórica (no precisamente «Historia social»). Sobre todo si tenemos en cuenta la
circunstancia de que, con este nombre de «Historia teórica», designamos, más que a una ciencia
unitaria, –una «Historia total», una «Historia integral» que interpretaremos como un concepto
intencional y no efectivo –a un conjunto de ciencias históricas muy heterogéneas (unas de índole
social –político, económico– y otras de índole cultural) y, por consiguiente, que la expresión
«Historia teórica» nos remite a una determinada propiedad, compartida por diferentes ciencias
históricas, y no a una determinada ciencia histórica. (Sugerimos aquí, como criterio más adecuado
para formular el sentido gnoseológico de la oposición entre la «Historia fenoménica» y la «Historia
teórica», la oposición general entre las metodologías a-operatorias y las metodologías b-operatorias
características de las ciencias humanas). ¿Dónde situar, entonces, al materialismo histórico en
cuanto ciencia? ¿Es Historia fenoménica o es Historia teórica? ¿Es Historia económico-social o es
Historia cultural? ¿O es Historia total científica? ¿No es esté un concepto sin sentido? Cuando se
dice que Marx descubrió, como Galileo, «el continente de la ciencia histórica» ¿Se ha dicho en
realidad algo, si no se nos ofrecen las coordenadas gnoseológicas (Historia fenoménica/Historia
teórica; Historia social/cultural, &c.) de este continente, de esta nueva ciencia? La realidad
gnoseológica de un continente del que no se conocen las coordenadas es similar a la realidad
geográfica de un continente como la Atlántida {1}.
2. Pocos historiadores negarán esta evidencia gnoseológica: que la ciencia histórica se apoya,
exclusivamente sobre las reliquias. Pero no todos aceptarán el análisis gnoseológico que estamos
esbozando en torno a su significado. En rigor, la cuestión comienza en este punto: en el del análisis
gnoseológico del significado de las reliquias en el conjunto de la construcción histórica, y en el
análisis de los procedimientos de construcción, mediante los cuales ellas parecen ser desbordadas.
Con frecuencia, este análisis se pasa por alto. Se ejercita, acaso rigurosamente, el desbordamiento,
y se formula el proceso mediante una frase como ésta: las reliquias son los testimonios del pasado.
«La Historia es la ciencia del pasado» –se dice ingenuamente–. Los más críticos añaden, con
Croce: «De un pasado, naturalmente, comprendido desde el presente» (un presente que envuelve
todas las coordenadas de la comprensión, incluyendo los prejuicios ideológicos y las perspectivas
prácticas orientadas al futuro. Y en este sentido, dado que en el presente está el futuro, podría
concluirse, con el mismo derecho, que la reconstrucción del pasado se hace desde el futuro). Pero
todas estas precisiones, aunque contienen determinaciones objetivas (si bien formuladas en
términos obscuros y metafísicos: «Futuro», «Presente»...) son precisiones de índole epistemológica,
más que gnoseológica. Se refieren más a la crítica epistemológica que al análisis gnoseológico de
los procedimientos de construcción histórica. Presuponen el pasado como algo dado de antemano
(aunque deformado o refractado por el prisma del presente); el pasado como algo a lo que habría
que retroceder (es lo que Gardiner ha llamado «falacia de la máquina del tiempo» {2}.), cuando de
lo que se trata es de analizar de qué modo llegamos a la idea misma de pasado a partir de un único
presente positivo que nos puede remitir a él: las reliquias son, desde luego, contenidos del presente
–son «Modificaciones» de la corteza terrestre actual– y el sentido más positivo de la fórmula
habitual: «La Historia se hace desde el presente» es, desde luego, este: «La Historia se hace desde
las reliquias». Pero, para quienes parten ya de la concepción del pasado como una suerte de
entidad real «per-fecta» (no «in-fecta», para utilizar la distinción estoica, como lo es el presente
operatorio) concebida epistemológicamente como envuelta en unas brumas que se trataría sólo de
rasgar (dejando al margen la contradicción ontológica de dar como real precisamente a lo que no
existe sino como fantasma, de clasificar como hecho o evento precisamente a lo que no es un
hecho sino un constructum, puesto que el hecho es la reliquia) las reliquias serán, sin más,
sobreentendidas como testimonios del pasado (de las sociedades pretéritas, de los individuos
pretéritos).
¿Qué puede querer decir todo esto en términos gnoseológicos? Utilizando las coordenadas de la
teoría del cierre categorial: que las reliquias no forman parte del campo recto de la ciencia histórica,
sino de un campo oblicuo, fenoménico. Las reliquias serán entendidas, de entrada, (para decirlo con
terminología semiótica) como significantes (presentes) de unos significados (pretéritos) que
subsisten más allá de ellos. Las reliquias serán signos que nos representan algo distinto de ellos
mismos; son reflejos de un pasado perfecto. Pero gnoseológicamente, la situación no puede
reducirse en modo alguno a estos términos. En primer lugar, porque, por lo menos, ocurre, ya, en
las ciencias históricas, algo que ocurre también en las ciencias físicas: que las «esencias» son el
reflejo de los «fenómenos» fisicalistas, aunque la relación recíproca deba establecerse de un modo
cerrado por la propia ciencia (el argumento ontológico). El espectro es el reflejo del átomo (ordo
essendi), pero gnoseológicamente el átomo (el átomo de Bohr) es el reflejo del espectro; a partir de
los fenómenos espectrales comenzó aquél a ser científicamente construido. Así también, el pasado
será, ante todo, para la ciencia histórica, el reflejo del presente (el reflejo de las reliquias) y no
recíprocamente. Las tareas de la teoría de la ciencia histórica consisten, muy principalmente, en el
análisis de los mecanismos de paso del reflejo a lo reflejado, del significante al significado, en tanto
estos pasos hacen posible el circuito de retorno.
En cualquier caso, toda construcción histórica que no quiera confundirse con un relato mítico
(«érase una vez...») debe comenzar por el anacronismo de los fenómenos, por las reliquias, y por
quienes las han trabajado. Es imposible hablar científicamente de Agamenón sin hablar de
Schliemann, de Tutankamon, sin hablar de Carter, de Sargón, sin hablar de Layard. En segundo
lugar, porque el terminus ad quem de la construcción histórica, el pasado, no tiene las
características del terminus ad quem de las ciencias físicas. El átomo de Bohr, aún [7] siendo un
sistema construido (una esencia), ha de tratarse como si estuviese en el mismo plano (ordo
essendi) que el espectro (el fenómeno) que está siendo causado por la esencia, que es una
realidad que coexiste con aquel, sin perjuicio de que, al propio tiempo, el fenómeno coexista en un
plano oblicuo, puesto que los efectos de las radiaciones atómicas en el espectroscopio son el
resultado del acoplamiento de ciertas instalaciones gnoseológicas que no son esenciales al sistema
mismo del átomo. En cambio, el pasado al que llegamos tras la construcción sobre las reliquias, no
cabe tratarlo como una realidad coexistente con el fenómeno, sino precisamente como una
«irrealidad», encubierta por la circunstancia de que es designada por significantes verbales («fue»,
«sido») tan positivos como los significantes que designan el presente («es»). El pasado histórico no
actúa sobre las reliquias del mismo modo como el átomo de Bohr actúa sobre el espectro. Y
paradójicamente, advertimos que los fenómenos espectroscópicos son oblicuos a las realidades
atómicas, mientras que los fenómenos históricos, las reliquias, son, de algún modo, componentes
rectos de las realidades pretéritas, son «contenidos formales» de la Historia.
3. Plantearnos las cuestiones gnoseológicas primeras de la teoría de las ciencias históricas como
cuestiones centradas en torno a los «procedimientos» de transición (o construcción, regressus) a
partir de las reliquias hasta los fenómenos pretéritos, así como a los procedimientos de enlace de
los fenómenos entre sí, en tanto han de conducirnos de nuevo a reliquias (progressus) y,
eventualmente, a la predicción del futuro físicalista. De un futuro que, si es predictible
científicamente, es porque ya está determinísticamente coordinado con nuestro sistema, aunque
(ese futuro) nos sea desconocido. (Evidentemente, lo que se denota con la expresión «futuro
gnoseológicamente determinado» no puede ser otra cosa sino el conjunto de reliquias aún
desconocido).
Podría ocurrir, y ocurre de hecho, que muchos historiadores protesten enérgicamente ante quien les
propone semejantes objetivos científicos. Dirán que ellos no se sienten estimulados por semejantes
objetivos, sino, por ejemplo, por el deseo de conocer el pasado humano, en tanto nos ofrece el
marco para comprender el futuro. Esta es una cuestión psicológica que, naturalmente, no se trata
aquí de impugnar. ¿Quién duda un momento de la sinceridad de tan nobles propósitos? Pero,
también podría ocurrir que un físico protestase enérgicamente ante quien le asigna como misión
establecer, por ejemplo, el cierre de la teoría de las máquinas de vapor, alegando que su estímulo
verdadero (su finis operantis) es el de resultar útil a la industria (incluso llegando a descubrir el
perpetuum mobile). Pero los motivos psicológicos son extrínsecos a la estricta tarea gnoseológica
(finis operis) e incluso pueden entrar en contradicción con ella.
Lo que nos importa, desde el punto de vista gnoseológico, son las cuestiones relacionadas con el
proceso de cierre histórico, con los circuitos constituidos por los procesos de transición de las
reliquias a las formas pretéritas (el «pasado»), en la medida en que éstas nos devuelven de nuevo a
las reliquias en un proceso recurrente. Nos interesa la cuestión en torno a la naturaleza de la unidad
que pueda adscribirse a una ciencia constituida en la construcción de estas conexiones de reliquias
tan heterogéneas (militares, religiosas, urbanas, &c., &c.), por medio de las formas pretéritas, la
naturaleza de estas formas y su conexión gnoseológica con las reliquias, en qué medida puede
hablarse de un campo categorial unitario (el de la Historia fenoménica), integrado, precisamente,
por elementos tan heterogéneos, y qué relaciones guarda con otros conceptos gnoseológico-
descriptivos, como pueden serlo los de «Historia evenemencial», «Historia-factual», «Historia-
teatro», «Historia narración», &c.
De este modo, pretendemos fijar nuestra posición con respecto a las posiciones que el neo-
positivismo ha mantenido ante las ciencias históricas. Brevemente, diríamos que compartirnos con
el fisicalismo todo lo que él tiene de crítica (más bien epistemológica) a la teoría de la Historia pre-
positivista (la Historia como «ciencia del pasado» &c.), pero, que nos separamos de él, en lo que
tiene de reductivismo. Reductivismo que, por otra parte, acaso no consiste tanto, aquí, en «rebajar»
las estructuras de un «nivel superior» a otras pertenecientes a un nivel «inferior» (las estructuras
biológicas a las químicas, las culturales a las mecánicas...) cuanto en «reabsorber» las
determinaciones específicas en otras genéricas, y ello al margen de que esta genericidad sea de un
nivel ontológico más bajo (el que corresponde a los géneros anteriores a las especies) o sea (como
ocurre aquí) de un nivel más alto (géneros modulantes). Porque el componente fisicalista de las
reliquias, en tanto mantenga la forma de tales reliquias, no implica el descenso desde el nivel
cultural a un nivel genérico (absorbente): las reliquias no son tanto, para el historiador fisicalista,
«carbonato cálcico» o «celulosa», cuanto, por ejemplo, «sillares» o «papel». La genericidad
considerada principalmente por la teoría de la Historia fisicalista es de índole epistemológica, y
comporta, más que un rebajamiento de nivel, un empobrecimiento de los complejos procesos
gnoseológicos de construcción que ligan las reliquias y las formas pretéritas (y ello junto con
precisiones muy importantes en el orden fisicalista). Diríamos, pues, que el neo-positivismo
fisicalista ha procedido aplicando a la ciencia histórica el principio general (certero) de la necesidad
de una base fisicalista sobre la que se apoye toda proposición científica (considerada,
epistemológicamente, como proposición verificable) y se ha encontrado, más o menos, con lo que
llamamos «reliquias» en cuanto correlato, en las ciencias históricas, de lo que son los datos
fisicalistas en las ciencias naturales. Ahora bien, al atenerse a la perspectiva de este principio
fisicalista de verificación, el neo-positivismo se mantiene en un terreno abstracto genérico, que pone
entre paréntesis los mecanismos gnoseológicos de transición de los datos fisicalistas a las formas
pretéritas, o los reduce a mecanismos lógico-proposicionales, dentro de la teoría de la ciencia
hipotético-deductiva. «Toda afirmación acerca del pasado es equivalente a una afirmación acerca
de registros, documentos...» decía Ryle {3}. Pero esto no es cierto. No hay tal equivalencia –esta
equivalencia no es otra cosa sino el resultado de aplicar la perspectiva genérica a la que nos
referíamos. «Decir que sabemos que tal acontecimiento ocurrió en el pasado, equivale a declarar
una pretensión: la pretensión de que si se nos pide que produzcamos [8] razones concluyentes para
justificar nuestra afirmación, podremos producirlas» dice Dakeshott {4}. Desde luego, en una
reducción dialógica de la cuestión. Pero la verdadera cuestión comienza aquí: en el análisis
gnoseológico de esta «producción de razones concluyentes», que es algo distinto de señalarlas
deícticamente, como se señala el interior de la «caja negra», en lugar de abrirla. La «caja negra» es
aquí la misma ciencia histórica.
4. Las «reliquias» son «hechos», hechos físicos, corpóreos, presentes. Pero no son hechos brutos,
dados por sí mismos, como sustancias aristotélicas. Son realidades que subsisten, por de pronto,
en contigüidad con otras realidades que no son reliquias, «entretejidas con ellas». Es preciso
deslindar, en el «continuo» (complejo) de las realidades presentes, aquellas que son reliquias y
aquéllas que no lo son. Las operaciones que hacen posible esta delimitación, (operaciones que
pertenecen precisamente al plano b-operatorio) suponen, en cada caso, un conjunto complejo de
precondiciones, cuya generalización y cristalización se encuentran en el origen mismo de las
ciencias humanas como ciencias históricas, y es claramente observable a partir del siglo XVII. El
concepto de reliquias, con alcance gnoseológico, forma parte, así, de un sistema cuyas líneas
principales podrían describirse del siguiente modo.
En el ámbito del mundo físico, se configuran ciertas formas, percibidas como fabricadas por
hombres, según operaciones similares, a las que el propio investigador (el precursor del «sujeto
gnoseológico») ha de ejecutar para comprenderlas como tales formas destacadas de las formas
que las rodean, es decir, en el plano b-operatorio. Por ello es esencial a la dialéctica del concepto
de «reliquia», su inmersión en un contexto de formas que no lo sean, es decir, que no hayan sido
construidas por el hombre, ni por nadie que opere antropomórficamente. Dicho exactamente: que
no pueden ser comprendidas en un plano b-operatorio, sino en un planoa-operatorio. El concepto
operatorio de reliquia, tal como lo estamos construyendo, implica, por tanto:
B. Por ello también, es necesario al concepto de reliquia el que las formas conceptuadas como tales
no puedan explicarse como efecto de causas impersonales, mecánicas, sino como efecto de la
actividad humana. La determinación de las formas precisas (tan distintas entre sí) que han de
entenderse como efectos de esa actividad, y la separación de las otras, es el único camino para el
exacto establecimiento de la «escala» del campo de las reliquias, y de su anomalía, de sus
diferencias y seriaciones, de las leyes categoriales a que efectivamente obedece. Todavía a
mediados del siglo XVII, Ulises Aldrovandi describía las «reliquias paleolíticas» como «debidas a
una mezcla de un cierto vaho de trueno y rayo con sustancia metálica, especialmente en las nubes
negras, que se coagula con la humedad circunfusa y que se aglutina en una masa (parecida a las
de la harina amasada con agua) y posteriormente se endurece a causa del calor, al igual que un
ladrillo» {8}. No basta saber que «hay algunas formaciones fabricadas por el hombre» frente a todas
las demás, debidas a causas naturales y no a demonios o a dioses. Es preciso poder determinar, en
cada caso, qué formas pertenecen a una clase (las reliquias) y cuáles pertenecen a la otra (a la de
las formas naturales o a la de aquéllas que se deriven naturalmente de reliquias previas). Porque
sólo entonces es cuando podemos decir que estamos ante un concepto operatorio de reliquia y que
los conceptos b-operatorios son efectivos y no «ldeas generales» (en el sentido de Bachelard;
precisaríamos: ideas generales absorbentes) tales como «un cierto vaho» «una aglutinación». (El
concepto de «formas que proceden por vía natural de otras formas-reliquias» plantea dificultades
especiales –por cuanto a veces esas formas derivadas no podrían, sin más, reducirse a formas
naturales que aquí no consideraremos).
5. Las reliquias constituyen, por tanto, una clase de objetos corpóreos, dados entre otros objetos
corpóreos (fundidos al paisaje, o a otras formas naturales de las que difícilmente pueden
disociarse), pero caracterizados precisamente por esto: porque se nos presentan como efecto de
operaciones humanas. Tomamos como criterio de las operaciones humanas la similaridad al propio
sujeto gnoseológico, en cuanto sujeto operatorio. Por ello, las reliquias no son meramente restos
(como pudiera serio el polen de Gradmann, tan útil, con todo, a los historiadores –pero en un
sentido similar a aquel en el que la Historia del hombre puede ser útil al geólogo). Las reliquias son
restos dotados de un nombre (operatorio), aunque este nombre sea desconocido. Este es,
probablemente, el criterio más profundo, aunque no siempre aplicable, para establecer la distinción
entre reliquias y los restos paleontológicos. En un libro de Frederic A. Lucas, Director del Museo de
Ciencias Naturales de Nueva York, figura esta anécdota: «Lo que más me admira de su ciencia –
dice una señora que contempla esqueletos de dinosaurios, de estegosaurios, al paleontólogo– es
cómo han podido llegar ustedes a saber los nombres de estos animales» {9}. Esta ocurrencia nos
sirve, al menos, para subrayar la aguda oposición entre los planos a-operatorios y b-operatorios, a la
vez que para constatar de qué modo esta oposición queda sistemáticamente encubierta en el
proceso de atribución de «nombres científicos», que no tienen por qué coincidir siempre con los
nombres vulgares y que muchas veces no existen. Pero cuando no existen, entonces, aún cuando
estuviéramos ante «objetos humanos», estaríamos, probablemente, situados en el plano a-
operatorio. No todo aquello que sólo puede aparecer en el mundo fabricado por el hombre, es
recíprocamente b-operatorio. Basta pensar que, aunque dos edificios de una ciudad hayan sido
fabricados no por dioses, sino por hombres, (exigiendo por tanto un tratamiento b-operatorio), su
mera relación entre ellos (con las figuras que ella determina, y que son, por ejemplo, perspectivas
culturales y no naturales) acaso ya no ha [10] sido propiamente «fabricada», sino que es una
resultancia que desborda el plano b-operatorio, en su forma más simple.
Las reliquias son objetos corpóreos, fabricados por sujetos similares al sujeto gnoseológico. Pero, a
su vez, las reliquias vienen definidas por una marca negativa que se sobreañade a la marca
genérica positiva: las reliquias no han sido fabricadas por hombres actuales, sino por sujetos
similares a los hombres actuales. ¿Qué quiere esto decir, en términos gnoseológicos? Muy poco, o
algo muy trivial, para quien da ya por supuestos los fantasmas demiúrgicos. Mucho, para quien
parte de la constatación del mundo presente como algo en el que hay objetos b-operatorios y otros
que no lo son; para quien sólo a partir de aquella unidad (objetos fabricados por hombres, pero
objetos presentes) establece una disociación bastante paradójica, a saber: objetos que han sido
fabricados por hombres, pero que no han sido fabricados por hombres vivientes, sino por difuntos,
por hombres pretéritos que, por tanto, no pueden ser percibidos. Pero esto es tanto como decir que
las «reliquias» son ya un concepto crítico, dialéctico: lo fabricado por sujetos desconocidos qua tale,
invisibles. Por consiguiente, al concepto de reliquia sólo cabe llegar de un modo constructivo, no
perceptual, y los planos de aquella construcción son muy complejos. (Estos planos quedan ocultos
y parecen superfluos a quien, míticamente, se representa, de un modo «intuitivo», a los fantasmas
como si fueran personas vivientes, si bien neutraliza su afirmación al ponerlas como presentes en
otro mundo imaginario). Es necesario, por de pronto, que para que objetos dados en el mundo
presente (relacionados, por tanto, con los hombres presentes) aparezcan, sin embargo,
desconectados de esos mismos hombres, a través de los cuales comienzan a ser entendidos como
objetos culturales, que esos objetos se nos muestren como distintos de los actuales (y en ello tiene,
sin duda, participación fundamental la propia imaginación mítica que hay que comenzar, ya, por
atribuir, aunque sea para ser destruida, a quien posee el concepto de reliquia). ¿Acaso son distintos
porque estaban ocultos, porque ya no se usan, o porque están destrozados? Pero todas estas
circunstancias también pueden afectar a los –y afectan muchas veces– objetos actuales. No es
nada trivial, por tanto, el establecer el mecanismo según el cual llegamos a determinar alguna forma
física como reliquia, particularmente si atendemos a un rasgo gnoseológico más característico, a
saber su perfección. Una reliquia es perfecta, –es decir– acabada. La reliquia conserva en su
estado (incluso ruinoso) algo que importa por sí mismo, que es intangible. Los objetos actuales
(máquinas, viviendas) son, como dirían los estoicos por boca de Varrón, infectos, porque están
siendo utilizados y desarrollados, sin que hayan llegado a su acabamiento. Una reliquia es un objeto
apartado de este desarrollo y convertido en sacrum. Es interesante asociar esta característica de
las reliquias (su perfección) con su atribución a sujetos, también inmutables, fenecidos. Las reliquias
son perfectas, precisamente y en la medida en la cual, quienes las fabricaron, ya no pueden volver
a fabricarlas ni pueden comparecer jamás ante nosotros. (Comparecerán sus restos, sus
esqueletos, pero justamente en cuanto objetos, y no en cuanto sujetos).
¿Cómo podemos pasar a la determinación de los objetos presentes como reliquias o, lo que es lo
mismo, cómo podemos pasar del presente al pasado? Cuando se da esta cuestión como resulta, el
mecanismo de la tradición aparece oculto –o incluso se sobreentiende erróneamente que son los
objetos, por su supuesta actualidad objetiva de reliquias, los que, por sí mismos, nos remiten al
pasado (un error sistemático, que se reproducirá una y mil veces, porque no es sino un modo
abstracto-técnico de denotar la actividad del historiador, que utiliza «reliquias» que «le hablan por sí
mismas»). Pero esto es una petición de principio, que, a su vez, incluye la imagen errónea del
pasado como una estela que ha quedado atrás, respecto del presente, y que debiera anudarse a
este presente globalmente, como su pasado (testimoniado por las reliquias). La situación es muy
distinta: si nos atuviéramos únicamente a los objetos culturales, habría que decir que éstos no
podrían remitirnos a un pretérito: ellos son puro presente, incluso cuando su aspecto sea ruinoso;
porque las «ruinas» también son presentes.
Si los objetos culturales presentes pueden remitirnos al pasado es sólo por la mediación del
presente político-social, en cuanto que no es una entidad homogénea (a la que pudiera anudársele
globalmente una «estela» pretérita), sino una entidad heterogénea, rugosa o –con palabra también
estoica– «anómala». De este modo, el nexo entre el presente y el pasado sólo podrá entenderse
como un desarrollo de los nexos entre las partes del presente anómalo entre sí, consideradas
desde ciertas perspectivas. Correspondientemente, la ingenua fórmula según la cual «la Historia
aparece a consecuencia del interés por el pasado» ingenua porque (sobre todo cuando el concepto
de «interés» se toma en su reducción abstracta psicológico-individual, sin tener en cuenta que todo
interés individual está socialmente configurado) siendo el pasado justamente aquello que la Historia
construye, la fórmula revela tener la misma estructura de aquella otra que explica la acción
somnífera del opio por su «virtus dormitiva». Puede ser sustituida por otras fórmulas que nos
permiten dar cuenta de ese mismo interés por el pasado y del pasado mismo. Nosotros suponemos
que es a partir del presente social anómalo [án-w1maloz], como es necesario y suficiente proceder
para llegar al concepto del pasado histórico. La anomalía del presente, a que nos referimos, consta
de los diversos escalones constituidos por las «clases por edad» de los sujetos que conviven
envueltos, por otra parte, en un sistema de relaciones «simétricas, transitivas y reflexivas»
mantenidas principalmente en el proceso lingüístico. La teoría del «presente anómalo» tiene, pues,
una base genérica de naturaleza etológico lingüística y no se apoya en hipótesis excesivamente
específicas sobre ritmos históricos. La tesis del «presente anómalo» –las «clases por edad»– ha
sido interpretada por la teoría de las generaciones en un sentido muy peculiar y poco fundado, al
concretarla en la doctrina de los «grupos generacionales», de quince años de duración pública,
período erigido en unidad del ritmo histórico {10}. Pero el ritmo histórico de las generaciones no es
universal, porque depende de otros patrones culturales (industrialización, procesos de clases
sociales, &c.). A partir de la estructura del «presente anómalo», del solapamiento de las clases por
edad, en unas sociedades en las cuales el lenguaje ha llegado a ser el principal instrumento de
socialización, podemos intentar construir el [11] concepto de Historia. No ya a partir de un supuesto
interés por el «pasado», sino a partir de la presencia, para cada clase de edad, de las clases de
edad más viejas: la presencia sistemática de personas (dotadas de lenguaje) que poseen
experiencias (tecnológicas) propias, y que relatan (tradición) a las clases de edad más jóvenes.
Sólo a través de estos relatos podemos concebir como algunos objetos culturales pueden asumir la
forma de reliquias.
Podría pensarse que las «reliquias literarias» –los documentos o los textos de la Filología– son, a la
vez, relatos y que, por tanto, la distinción entre reliquias y relatos es confusa. Sin embargo, hay
razones que nos inclinan a mantener la inclusión de los textos en la clase de las reliquias (sin
perjuicio de que ellas deban, ulteriormente, subdividirse de un modo interno y sistemático), de
suerte que estas mismas reliquias (los textos o documentos) están necesitadas de relatos, en el
sentido estricto, para que se aparezcan como tales. Podríamos ilustrar lo que decimos recordando
el papel que el copto desempeñó en el desciframiento de las «reliquias jeroglíficas» por
Champollion, y conforme había ya predicho el padre Atanasio Kircher. Reliquias y relatos se
presuponen mutuamente, y no podríamos formar el concepto de unas al margen de las otras. Toda
la Historia científica se basa, según esto, en la «tecnología» (lingüística) del relato –del «mito»–, y
del relato mediado precisamente por las reliquias. El pasado histórico es, literalmente, el contenido
de ese mito (un contenido mitemático), la prolongación ideal y recurrente de la estructura del
presente anómalo, y no una «dimensión globalmente anudada (en virtud de una «Intuición o sentido
histórico») a un presente, también globalmente considerado. El «pasado» es, así, un concepto
regresivo a partir, no del presente, sino de unas partes de este presente hacia otras partes del
mismo presente. Esta precisión tiene consecuencias muy importantes en orden a la estructuración
del concepto de Historia. Principalmente, ésta: la Historia (no mítica) es, de algún modo, la
destrucción del presente, su desbordamiento. Mientras el mito es la construcción o progressus del
presente a partir de sucesos que in illo tempore ya lo tenían incorporado.
3. Las reliquias constituyen el componente fisicalista del campo de las ciencias históricas.
Naturalmente, el campo de estas reliquias es muy variado: ellas pertenecen a muy diferentes clases
(constitutivas del propio campo gnoseológico). Las posibilidades de diferenciación de estas clases
son muy diversas (reliquias de piedra –tallada o pulimentada– reliquias de metal). Pero aquí nos
importa introducir la diferenciación más general y profunda, cuanto a su significado estrictamente
gnoseológico, por respecto a la propia teoría de las ciencias históricas. Esta diferenciación debiera
estar fundada en los propios conceptos que venimos utilizando.
Por lo demás, denotativamente, nuestra clasificación de las reliquias se coordina, grosso modo, con
la clasificación ordinaria en monumentos y documentos (en tanto que, en esta oposición, queda
recogida principalmente la diferencia entre reliquias no escritas y reliquias escritas). Las reliquias
escritas constituyen un tipo de reliquias tan característico, que sobre ellas se ha intentado fundar
precisamente el concepto de Ciencia Histórica, en cuanto opuesta a la Prehistoria. Esta oposición
certera, se impuso en virtud, diríamos, de la naturaleza misma de las cosas. Pero las
interpretaciones gnoseológicas de ella dejan mucho que desear. Y acaso, por esto, dada la
debilidad de estas fundamentaciones, ha sido constantemente impugnada. ¿Acaso no es un
privilegio gratuito, otorgado por los propios escribas –un privilegio «gramma-céntrico»– el considerar
a la escritura como fuente o reliquia absolutamente peculiar frente a todas las demás. Considerada
como fuente ¿acaso no han resultado ser tanto más fértiles las fuentes arqueológicas y epigráficas,
que las fuentes literarias en el descubrimiento de antiguas civilizaciones? Las fuentes arqueológicas
¿no son susceptibles, no menos que las literarias, de una interpretación «apotética» y
«mitemática». Así, los «secretos» –si los tiene– de la pirámide de Keops no consisten tanto en
determinaciones internas físicamente a su mole, ni se descubren penetrando en su interior y
permaneciendo en él, en su «cámara funeraria», después de recorrer un pasillo en rampa muy
inclinada, según un ángulo de 26º, 18’, 10". Acaso la clave de esta inclinación sólo la podamos
conocer introduciendo –como hacen Smith y Eith– un objeto lejano, apotético, la estrella Alfa del
Dragón (la estrella Polar de entonces) como objeto percibido a lo lejos; pues, al parecer, en la
prolongación de esta pendiente, más allá de su ventana, orientada precisamente en esa dirección,
se encontraba la Estrella Alfa de Dragón {11}.
Utilizando los mismos conceptos de los cuales nos hemos valido para distinguir las reliquias (plano
b-operatorio) de las formas naturales (plano a-operatorio) reconstruiríamos, aunque sólo
aproximadamente, la distinción entre reliquias-monumentos y reliquias documentos, como distinción
de alcance gnoseológico, del siguiente modo:
— Hay un tipo de reliquias que, a través de reglas operatorias puestas por el historiador (por los
relatos, en el sentido dicho), nos remiten a otras reliquias (y fantasmas). El plano b-operatorio es
ejercitado, exclusivamente aplicado en el sentido del relato a la reliquia.
— Hay otro tipo de reliquias que, a su vez, se nos presentan, ellas mismas, como relatos. El relato
estricto es necesario, sin duda (el copto en los jeroglíficos); pero este relato estricto nos conduce a
reliquias que, a su vez, son relatos –es decir– que nos presentan a los propios sujetos operatorios
en la actitud de relatar ellos mismos, de suerte que pueda decirse que «interpretar la piedra
Rosetta» sea reproducir similares operaciones (lingüísticas) a las que los propios egipcios debieron
hacer, para remitirse a los objetos (reliquias, para nosotros) por ellos designados.
Si los monumentos son reliquias, en general, términos de nuestros relatos, los documentos, así
entendidos, son «reliquias» de segundo orden, «reliquias de relatos». Y esto nos descubre su
privilegiada significación gnoseológica: no serían una «fuente más» (acaso más rica en
información), sino una fuente cualitativamente diversa gnoseológicamente. Pues así como el relato
era el modo por el cual los objetos culturales asumían la forma de reliquias, así las reliquias de
relatos son el modo por el cual otros sujetos aparecen relatándose algo desde su propio pretérito, y,
por tanto, moldeando definitivamente el «abovedado» del «espacio histórico». Se comprende tanto
mejor el alcance histórico de los documentos si tenemos en cuenta la significación ontológica de la
escritura en el marco del «presente anómalo» al que venimos refiriéndonos. (Y esto, sin olvidar que
la «escritura» no señala ningún corte radical, pues ella misma no es sino el desarrollo de otras
formas de simbolismos del relato). Anteriormente a la escritura, la tradición (incluso lingüística), ya
por sí misma, marca un proceso de diferenciación por respecto de la tradición animal (que sólo
puede tener lugar por influencia «punto a punto» de condicionamiento de la conducta de las crías.)
Scheler subraya, como característica del hombre frente a los animales superiores, la capacidad de
«descoyuntar» progresivamente la tradición, a la cual los animales superiores debieran atenerse
«mecánicamente»; sólo que Scheler ofrece un fundamento metafísico de esta diferencia: el hombre
capta esencias, y supera, así, lo concreto (cuando, la génesis de este descoyuntamiento de la
tradición podría atribuirse precisamente, a la escritura). Pero mientras la mera tradición supone la
dependencia absoluta respecto del narrador (el anciano, el viajero, que relata sus experiencias,
puede acumular, en poco espacio, cantidades enormes de estas experiencias: pero ellas tendrán
siempre la forma mítica, porque el relato comienza y acaba con la palabra de quien habla y de quien
se depende, con una dependencia que está en la línea de la tradición animal de Scheler), en la
escritura, es posible la liberación respecto del narrador, y en una extensión que puede ser
significativa. El propio relator está envuelto por el texto, y puede ser sometido a crítica. Una nueva
forma de conocimiento objetivo es posible y ésta es la Historia.
1. Reliquias y Relatos son «hechos» –son los «hechos» sobre los cuales se edifica toda la ciencia
histórica. Son «hechos» de naturaleza muy diferente, puesto que los relatos, –como hemos dicho–
son «hechos-reliquia» en su contenido de significantes, pero son, además, relatos por su
significado. (Cuando Malebranche identificaba ciertos hechos-relato a los hechos físicos –«mis
datos son los de la Biblia, como los datos del físico son los procesos de las retortas»–, estaba
simplemente confundiendo, haciendo «oscurantismo»).
«Hecho» es una categoría gnoseológica, que, en la teoría del cierre categorial, hacemos
corresponder, principalmente, con las determinaciones del sector fisicalista. Los hechos son
contenidos fisicalistas (dados como términos, o como relaciones entre términos). Pero este
concepto de hecho no coincide exactamente con el concepto de «hecho» gnoseológico utilizado en
la teoría de la ciencia positivista. Concepto que, aplicado a la teoría de la Historia (de la que el
concepto gnoseológico de «Hecho» resulta adquirir determinaciones características), es origen de
confusiones y obscuridades que hay que aclarar urgentemente. No se trata de confusiones sólo
«subjetivas», sino de confusiones «Objetivas», debidas a la intersección parcial, pero objetiva, de
series diversas de conexiones. Ocurre que el concepto gnoseológico de «hecho» incluye su
corporeidad observable, y por lo tanto, su presencia, pero el concepto de presente es precisamente
una categoría histórica, opuesta al pasado. De [13] donde el concepto de «hecho pretérito» tendrá
una estructura similar a la del concepto de «círculo cuadrado» –«hecho pretérito» es precisamente
un hecho invisible, inobservable; ni siquiera cabe en él una «experiencia posible» (no es posible ya,
salvo en la ciencia ficción, observar la batalla de Cannas). La inobservabilidad de estos hechos no
derivan, por tanto, de su naturaleza metafísico-espiritual (incorpórea) sino, todavía peor, de su
«corporeidad incorpórea» pretérita. Y, sin embargo, la Historia es, con frecuencia, entendida como
una ciencia capaz de establecer o demostrar «hechos pretéritos» (los llamados eventos). Estos
hechos (eventos) son considerados ahora como tales, no tanto por oposición a objetos
inobservables o metafísicos», cuanto por oposición a las «teorías» (a las teorías históricas, en
nuestro caso). Así, se dirá que es un hecho el asesinato de César, frente a cualquier otra teoría que
pueda mantenerse para explicar este hecho. Ahora bien: el concepto neopositivista del hecho tiende
a envolver confusamente estas dos determinaciones: hecho, como opuesto a teoría (T) y hecho
como entidad observable (O), física, presente; porque se supone que los hechos observables son,
también, previos a las teorías elaboradas para construirlos. Carnap: Las observaciones
convenientes a un cierto planeta, descritas en un informe O1, son incorporadas a una teoría (T) de
O1 y T, el astrónomo deduce una predicción P, calculando la posición aparente del planeta para la
noche siguiente, en la que habrá una nueva observación y la formulará en un nuevo informe O2, que
verificará (o no) la teoría T {12}. Pero semejante análisis gnoseológico (que, por cierto, ya contiene
la forma de un cierre operatorio, si se interpreta T como un sistema de operadores, que nos llevan a
la construcción de nuevos O1) es, aún, demasiado grosera para dar cuenta, aún con las
adaptaciones consiguientes, del proceso de construcción histórica –desde luego– del proceso de
construcción astronómico. Es un análisis gnoseológico basado en la oposición entre un orden de
hechos (orden ontológico-epistemológico: lo dado, lo puesto, lo positivo, en cuanto observable) y un
orden de teorías (orden lógico: lo construido, las proposiciones y los enlaces de proposiciones en
modelos, hipótesis). Pero, evidentemente, en las ciencias históricas al menos, (y mucho más en las
otras), los hechos, en cuanto entidades físicas dadas, observables, no pueden ponerse en un orden
positivo (no construido), opuesto a las teorías, porque los hechos construidos, por tanto, «teorías
fácticas». Es preciso, por tanto, distinguir urgentemente entre los «hechos fisicalistas» (hechos
presentes) y los hechos no «fisicalistas» (los hechos pretéritos, los eventos) en tanto ambos se
oponen a las teorías (históricas); pero no, simplemente, para disociarlos en dos órdenes
incomunicados (que se darían simplemente confundidos) sino, para dar cuenta de la unidad que
enlaza a ambos órdenes, para dar cuenta de su misma confusión.
2. Los hechos históricos, en su sentido estricto gnoseológico, son, por todo ello, las reliquias (y el
componente «reliquial» de los relatos). Las reliquias son la base física, corpórea, observable,
presente, en términos históricos: la forma de presencia del pasado. Es lo único que permanece para
la ciencia, en forma de hecho, (lo que del pasado permanece en nosotros en la forma de hábitos
musculares o lingüísticos, incluso en la forma de la herencia molecular o de la tradición
«neurológica» {13}, ya no serían hechos, en el sentido gnoseológico, (acaso, gnoseológicamente,
pudieran asumir la función de operaciones o de normas). Agudamente viene a decírnoslo, a su
modo, un prehistoriador: «estamos acostumbrados a hablar de los ideales imperecederos de una
sociedad, pero el prehistoriador es testigo del triste hecho de que los ideales perecen mientras que
lo que nunca perece son las vajillas y la loza de una sociedad. No tenemos medio alguno de
conocer la moral y las ideas religiosas de los ciudadanos protohistóricos de Mohenjo-Daro y
Harappa, pero sobreviven sus alcantarillas, sus vertederos de ladrillos, y sus juguetes de terracota»
{14}. Es decir, sus reliquias.
3. Los hechos presentes, las reliquias, son fenómenos en su propia entidad fisicalista. Son
fenómenos, precisamente porque han de ir referidos a sujetos operatorios (b-operatorios), para que
aparezcan en su forma de tales. Y son fenómenos porque, al propio tiempo que son el único acceso
a la misma esencia, nos la ocultan. Y en Historia (así como en algunas otras ciencias etológicas), lo
característico es que la ocultación no es sólo pasiva, sino activa, por cuanto los «fenómenos» han
sido, muchas veces, fabricados precisamente con la intención de encubrir, de ocultar, de engañar:
en realidad, esta intención, como tal (operatoria) sólo podría atribuirse a las ciencias históricas o
humanas. El descubrimiento del engaño, por ello, no equivale automáticamente a una revelación de
la «esencia», sino a la revelación del «fenómeno verdadero» (b-operatorio). La crítica filológica, la
demostración, por Lorenzo Valla, de la superchería que dio origen a la «donación de Constantino»,
es, así, el más potente mecanismo del regressus desde las reliquias (o hechos) a los restantes
contenidos del campo histórico. Pero estos contenidos no son, necesariamente, esencias, por la
simple circunstancia de haber sido construidos por medio de «teorías». No todo lo que se construye
históricamente, no toda teoría histórica, está «en otro orden» respecto de los hechos {15}. Se trata
de explicar por qué los hechos pretéritos (los eventos) pueden seguir oponiéndose a las teorías. O,
si se quiere, con más rigor: es necesario oponer teorías de un nivel (no esenciales) a teorías de
nivel 2 (esenciales), para dar cuenta de la razón por la cual los hechos pretéritos, sin perjuicio de
sus diferencias epistemológicas con los hechos presentes (reliquias) se agrupan con ellos en un
orden gnoseológico característico, que es necesario determinar. A este efecto, es necesario
introducir el concepto de «hechos intermedios» (entre las reliquias estrictas y los eventos), que nos
permiten advertir la continuidad (gnoseológica) entre los hechos fisicalistas y los hechos pretéritos.
Los hechos intermedios no son, ciertamente, reliquias: en este sentido, podría decirse, sin más, que
son «hechos pretéritos» construidos, inobservables. Pero, sin [14] embargo, no pertenecen al orden
de los eventos (en la construcción), sencillamente porque funcionan como reliquias hipotéticas
(«con asterisco»), intercaladas entre las propias reliquias para la ordenación de las mismas, en
tanto que éstas son hechos fisicalistas (y ello sin perjuicio de que, a su vez, puedan desempeñar la
función de eventos). Un ejemplo muy claro de estos hechos intermedios («quasi reliquias») nos lo
suministran los manuscritos hipotéticos que suele ser necesario introducir para la construcción de
un stemma. Los manuscritos (reliquias) A, B, C, E, F, G, del Lai de l’ombre estarían insertos, según
Robert Marichal {16} en el siguiente stemma:
Los manuscritos *W, *X, *Z, *V, *W, son quasi reliquias. El análisis de los métodos de construcción
de estos hechos es una de las tareas características de la teoría de la ciencia histórica.
Subrayaremos la necesidad de tener en cuenta el plano b-operatorio para analizar de qué modo se
lleva a cabo esta construcción (y ello, sin perjuicio, de la utilización de categorías a-operatorias que
comprenden, tanto las pruebas físicas –isótopos radioactivos, &c.–, como las químicas –papiros,
papel–, en general, las pruebas llamadas «externas»).
Los hechos intermedios, por su uso, se alinean con las reliquias; pero, por el modo según el cual
han sido construidos, son hechos pretéritos. Pero no son «teorías», en el confuso sentido de las
«teorías astronómicas» de Carnap. Es cierto que podría analizarse la situación anterior diciendo
que a partir de Informe A1 (sea E), construimos la teoría T (*W, *Z) que nos remite a nuevos hechos
(E, F). Pero la teoría T no puede aquí confundirse con la historia teórica, porque T (*W, * Z) nos
remite a hechos intermedios, ni siquiera a hechos eventos, en el contexto. Lo mismo se dirá de
otros hechos eventos construidos «teóricamente» para explicar el nexo entre dos hechos presentes.
(Si es un «hecho-reliquia» la presencia de una columna romana en un montículo cuya geología no
corresponde a dicha columna, hay que construir, necesariamente, el «hecho del transporte», a partir
de la cantera de la que se prueba procede la columna).
4. La oposición entre hechos y teorías, que es muy grosera en general. (como tantos teóricos de las
ciencias, como Bachelard, han puesto de relieve), se hace doblemente grosera en el marco de las
ciencias históricas. Un modo de desbordar esta grosería, partiendo de ella, es distinguir diferentes
órdenes de hechos (hechos de orden 1, orden 2,... hechos de orden n) y diferentes órdenes de
teorías (teorías de orden a, teorías de orden b,... teorías de orden n), de suerte que los hechos de
orden 2 y las teorías de orden a, resulten acaso, congregadas (desde ciertos puntos de vista) en un
mismo grupo, por encima de la línea divisoria que separa los hechos y las teorías desde
perspectivas más genéricas. En particular: los hechos intermedios y los hechos pretéritos
(construidos, digamos, por medio de teorías a), se agrupan, sistemáticamente, frente a las teorías
de orden m (pongamos por caso: una teoría sobre la desintegración del Imperio romano).
La cuestión que se nos plantea es simplemente ésta: ¿Cabe hablar de una unidad gnoseológica
entre los hechos presentes y los hechos pretéritos, en cuanto se alinean frente a teorías históricas
de naturaleza más abstracta? Parece que no habría lugar para tal unidad. Los hechos, (presentes o
pretéritos) se resuelven en una polvareda inconexa de lados que, precisamente en tanto se
consideran al margen de las teorías abstractas, no podrían considerarse como un campo (o
subcampo) de una ciencia histórica. El concepto de una «Historia evenemencial» está, sin embargo,
en gran parte, construida en esta perspectiva. Cuando se le asocia con la «Historia relato», suele
connotar la noción de una «Historia externa» (Historia como relato de sucesos, gestas, batallas,
dinastías, «Historia-teatro»). Una «extrahistoria» (superficial), frente a una supuesta «historia
interna» (no propiamente en el sentido de la «intrahistoria» unamuniana, sino en el sentido de la
Historia social, económica, estructural).
Sin embargo, no parece enteramente justificado considerar a la «Historia evenemencial» como una
Historia externa, o superficial, amorfa, dada la heterogeneidad de los sucesos a que ella se refiere.
Teniendo en cuenta, además, que estos sucesos suelen estar ya integrados en una estructuración
de tipo mitemático. «Los cartagineses –dice B. H. Warmington– percibieron muy bien que si la
Sicilia occidental se perdía, los griegos dominarían el Mediterráneo occidental, dejarían aisladas las
colonias de Cerdeña y reducirían a Cartago a África» [15] {17}. Este «sistema mitemático» (que
supone que los cartagineses tienen un «mapa» del Mediterráneo, lo perciben similarmente, en lo
que es pertinente, a como lo percibe el historiador actual, según operaciones y relaciones
apotéticas) serán relatados; y estos sucesos son el contenido mismo de este marco, su realización,
–el marco mitemático, por sí mismo, sería vacío. Esta Historia evenemencial es, en gran medida, la
misma Historia clásica, la «Historia razonada» de Tucidides, y toda su tradición historiográfica. No
es necesariamente una Historia anecdótica, puesto que puede haber una selección «argumental»,
un marco mitemático. El relato es «relato de razones, de causas o de motivos» (esencialmente: de
causas finales, prolépticas) y articulación y secuencia de estos eventos. La crítica histórica,
además, puede alcanzar certeza prácticamente «matemática» (apodíctica) en torno a esos eventos.
(La Historia evenemencial puede ser una Historia crítica, frente a la Historia mítica, que relata
sucesos imaginarios).
Nos parece, en resolución, que la debilidad gnoseológica asociada al concepto de «Historia relato»,
hay que referirla, más que a la materia o contenido mismo de esta Historia –mejor, de toda esta
tradición historiográfica–, a la forma del concepto gnoseológico, a la autoconcepción de lo que
efectivamente pueda significar gnoseológicamente el contenido de ese género de Historia.
Ocurriría, simplemente, que las fórmulas gnoseológicas de autoconcepción no habrían acertado a
determinar el nivel en el cual ese género histórico se desenvuelve sistemáticamente, entendiéndolo,
o bien negativamente (Historia no teórica, sino factual; descriptiva, no constructiva), o bien
positivamente, pero como si se tratase de una Historia no científica (frente a la historia social o
económica, como si fuera, metafóricamente, una «Historia-teatro»).
A nuestro juicio, es posible atribuir un «marco sistemático», un «marco lógico» (es decir:
reconocerle la condición de Historia razonada, en el sentido de Tucídides, de Historia dotada de una
lógica interna, de índole estratégico-operatoria) a esa «Historia evenemencial», si tenemos en
cuenta, principalmente la naturaleza ontológica y gnoseológica del suceso. El suceso (evento) sólo
existe como tal en un espacio y en un tiempo. Ciertamente, definir la ciencia histórica, en general,
como algunos pretenden (por ejemplo, Marzewki) como la determinación de los sucesos «en el
espacio y en el tiempo» es una simple ingenuidad gnoseológica, que manifiesta confusión de ideas
{18}. Porque esos «espacio» y «tiempo» no son formas anteriores o previas a los sucesos, externas
a ellos (salvo cuando son meras coordenadas métricas), sino que son la propia conexión de los
sucesos. Decir, pues, que la Historia sitúa a los sucesos en el Espacio y el Tiempo es sólo decir que
esta Historia sitúa cada suceso en el contexto de otros sucesos. Pero, no por ello, la referencia al
Espacio y al Tiempo es meramente redundante, siempre que tomemos esta referencia como una
determinación implícita de la naturaleza misma de esas relaciones entre los sucesos. Entendemos
que esa relación es una relación de secuencia, no meramente cronológica o externa (espacio-
temporal), sino interna. Y, aquí, «interna» sólo puede querer decir «lógica», «racional», dada
precisamente en el plano b-operatorio (la racionalidad se refiere a esa operatividad). Ahora bien:
esta racionalidad es fenoménica (mitemática), en tanto se mantiene precisamente en la
determinación de «motivos», «planes», «prolepsis», «utopías» o «ideologías», que enlazan unos
sucesos con otros, en un espacio-tiempo «representativo» (el «mapa» de los Cartagineses, en el
«relato» de Warmington antes citado). En modo alguno se trata de mera «descripción», de una
«Historia teatro». Podríamos apelar, a efectos meramente coordinativos, al concepto kantiano de
fenómeno, en tanto se da precisamente en el plano estético de la intuición representativa espacio-
temporal. Naturalmente, de Kant tomamos aquí solamente la «armadura» de los conceptos (para él,
«Intuiciones») del Espacio-Tiempo, en un plano fenoménico y representativo. Porque lo que
esencialmente queremos destacar, en este orden fenoménico, es la circunstancia de que él se
organiza según la metodología b-operatoria, que pide precisamente este nivel re-presentativo,
apotético, «escenográfico» (recuperando así, lo que de profundo tiene el concepto metafórico de la
«Historia-teatro») porque sólo en la representación es posible ordenar los eventos como
fenómenos. Por ejemplo, cuando, Juan Maldonado, relatando la batalla de Villalar {19}, nos dice
que Padilla exhortaba a los soldados para que volviesen «rostros» a las tropas imperiales, está
situado en un plano b-operatorio, porque Juan Maldonado, como quien lo lea (entendiéndolo),
puede ejecutar esa operación de «volver el rostro» (u otra similar); y si no la pudiese ejecutar, no
podría entender el sentido del relato (pues la operación está en el contenido del sentido).
Recíprocamente, esta Historia fenoménica se mantiene en un nivel estético-escenográfico, pero no
por ello es externa, dado que ella es el contenido mismo del material pretérito, a un cierto nivel (y
esto lo decimos en contra de la creciente tendencia a eliminar, incluso de los planes de estudio, de
las ciencias históricas, esta «hIstoria escenográfica» en nombre de una «historia social» que,
desconectada de los fenómenos, se convierte, necesariamente, en una monótona reiteración de
conceptos abstractos y cuasi vacíos). Diríamos que la Historia fenoménica es un desarrollo
científico-constructivo de la misma tecnología por la cual los sujetos vivientes de una sociedad que
se mueve entre reliquias aprender a disfrazarse con ellas, a utilizarlas, a reproducir «teatralmente»
la vida de sus antepasados, de sus fantasmas. (La «Historía-teatro» no es tanto, según esto, lo que
ve el espectador, cuando lo que hace el propio actor en el escenario: el historiador estaría aquí,
más cerca del actor, del actor teatral, que del espectador). La Historia fenoménica sería Historia-
teatro en su germen. No ya una Historia comparable al Teatro (incluso como si tuviese que
avergonzarse, en cuanto científica, de esta comparación), sino teatro ella misma. Porque el teatro
no es, ahora, tanto algo al margen de la Historia, cuanto su germen tecnológico (en un sentido
similar a como decimos que la escritura alfabética es el germen tecnológico de la Lingüística). La
[16] Historia fenoménica se nos presentaría, así, como el desarrollo del ritual (tecnológico), según el
cual los individuos de una sociedad dotada de lenguaje y tradiciones culturales, se ven obligados a
usar de los instrumentos de sus antecesores, a disfrazarse con sus indumentos, que les son ya
dados. En nuestra pasión por la Historia fenoménica –en la curiosidad o hambre por saber cómo
ocurrieron, en su mas mínimo detalle, ciertas cosas– habría que ver, acaso, la misma pasión de los
primitivos cuando, disfrazados con los indumentos rituales de los antepasados, danzaban para
obtener la identificación con ellos.
El concepto de una Historia escenográfica suele sugerir la idea de que nos encontramos en un nivel
pre-científico, por cuanto tendemos a ver, en la escenografía, una selección arbitraria de un
conjunto de eventos mucho más rico, empobrecido en función de los intereses estéticos (ahora en
sentido no kantiano) del escenógrafo (del «presente») –sobre todo, la escenografía eliminaría las
relaciones abstractas, esenciales. Pero la cuestión estriba, no tanto en destacar el aspecto
(negativo) de la selección o eliminación de esencias (a), cuanto el aspecto positivo de la
construcción (la selección, el «corte epistemológico» es una precisión o segregación resultante de
la propia interna construcción cerrada, con un cierre, aquí, de tipo fenoménico). Aquí sólo queremos
sugerir hasta qué punto el concepto mismo del plano b-operatorio suministra un hilo conductor para
el enlace «cerrado» de los eventos de una historia razonada, sin dejar de ser fenoménica, (de una
Lógica de la Historia desarrollada en el plano fenoménico-práctico, al cual, a su vez, hay que atribuir
una función causal en el proceso mismo de la historia real). En particular: desde esta perspectiva,
los hechos presentes (las reliquias) y los hechos pretéritos (los eventos) manifiestan su continuidad
constructiva, precisamente en el plano b-operatorio. Reivindicaríamos, pues, también el concepto de
«Historia-batalla», en tanto que las batallas son eventos (complejos de sucesos), dados
estéticamente (fenoménicamente), dentro de un marco b-operatorio, susceptible de ser analizado
matemáticamente (estrategia, teoría de juegos {20}, y anudados con otras secuencias de eventos
constitutivos del material histórico. Hoy, tras un período de radicalismo positivista-sociológico-
económico, vuelve a defenderse por muchos historiadores profesionales la tesis según la cual la
Historia tiene mucho de género literario, «escenográfico», de arte, incluso de arte musical {21}.
Desde nuestras coordenadas, esta tesis es altamente concordante con el concepto de una Historia
fenoménico-escenográfica.
5. En cualquier caso, nuestra defensa de una Historia fenoménica tiene un sentido asertivo, no
exclusivo. No toda la construcción histórica es b-operatoria o procedimiento auxiliar, Historia
oblicua, que haya de resolverse en una Historia fenoménica. Hay una Historia meta-fenoménica, no
representable, más allá del Espacio-Tiempo estéticos. Pero no porque sea una Historia nouménica
(la Historia de la mente divina). Se trata de una Historia no representable estéticamente, sino sólo
simbólicamente (por curvas, diagramas); una Historia en la cual las propia razones fenoménicas b-
operatorias) son construidas a partir de factores objetivos (ni siquiera siempre conscientes, no
prolépticos), es decir, una Historia, a-operatoria. Incluso cuando realizamos matemáticamente una
batalla (que sólo tiene sentido escenográfico, fenoménico), los fenómenos quedan rebasados,
porque regresamos a factores que no son necesariamente causas {22}.
{1} Vid. la crítica de P. Vilar a Althusser: Histoire marxiste, histoire en construction (essai de
dialogue avec Althusser), Anuales, XXVIII, nº 1 (Enero-Febrero, 1973).
{2} «Falacia de la máquina del tiempo, según Gardiner: «Los acontecimientos del pasado subsisten
en un mundo propio. Se tiene la impresión de que si sólo pudiéramos visitar ese mundo, todo iría
bien, y regresaríamos con un conocimiento incontrastable de lo que sucede allí».
Desgraciadamente (continúa Gardiner), no podemos hacer tal cosa y nuestro conocimiento será
fragmentario y defectuoso (Filosofía de la Historia, trad. esp., pág., 53).
{5} Vid. cap. III, & 4 (Descartes). De nuestra obra Estatuto gnoseológico de las ciencias humanas
(Ined.).
{6} Foucault, Les mots et les choses, cap. I. La fórmula utilizada por Foucault para describir al
Hombre moderno acaso procede de la fórmula que Maurice Leenhardt utilizó para describir al
«Hombre canaco»: «El lugar vacío es el (dice Leenhardt, presentando un diagrama de los cuerpos)
y él es quien tiene un nombre» (Do Kamo, París, Gallimard, 1947, cap. XI).
{7} Vid. parte II, cap. III & 4., de Estatuto &c.
{11} Richard Hennig, «El secreto de la Pirámide de Keops», incluido en Grandes enigmas, op. cit.
(pág. 43 y ss.). La «Pirámide» es aquí entendida desde un «modelo envolvente» (una esfera). Lo
más interesante: Este «modelo envolvente» (vid. Parte I, sección IV, cap. III & 12) que tiene con la
reliquia (vid. Parte II, cap. II & 4) la relación de todo (nematológico) a parte, está introducido con un
sentido b-operatorio, puesto que el modelo figura precisamente en cuanto atribuido a los arquitectos
de la Pirámide. Conocer la «historia verdadera» de la Pirámide de Keops es aquí algo así como
«conocer el pensamiento» de quienes la proyectaron y ocultaron sus planos de construcción (Si/Sj).
El fenómeno (la reliquia, en cuanto apariencia, a los profanos, de mero apilamiento de sillares) es
aquí un fenómeno él mismo fabricado (por la supuesta ocultación de los planos de construcción). La
teoría nos remite aquí el plan (o prolepsis) del propio hecho-reliquia, cerrándose el circuito en el
plano fenoménico (un plano b-operatorio, tecnológico.)
{16} La critique des textes, en L'Histoire et ses méthodes, París, Gallimard, 1961, pág. 1277.
{18} Marzewski, Introduction a l’Histoire quantitative, Droz, Genève, 1965, pág. 11. «L'objet
traditionel de l’Histoire est l’étude et l’explication des faits localisés dans le temps et dans l’espace».
{19} «...pero Acuña, oyendo el alboroto, y conjeturando lo mismo que sucedía, manda a los suyos
hacer alto y volver caras al enemigo, y cuando claramente conoció la tradición...», &c., &c.
Maldonado, op. cit., pág. 195.
{20} M. H. A Maestre: El triunfo militar en Aníbal (Estudios Clásicos, 1971), aplicando la metodología
de Frederic Lanchester (Aircraft in Warfare, Londres, 1916).
{21} Robert Brentano: Obispos y Santos, incluido en El taller del historiador, de L. P. Curtis, Jr.,
México, F.C.E., 1976, pág. 60.
{23} Moulod, Formes structurés et modes productifs, París, Sedes, 1958, pág. 183.
Sobre el Poder
(en torno a un libro de Eugenio Trías)
Gustavo Bueno
Trías comienza su libro desde más atrás: No pone los fundamentos del Poder en las especies del
«Padre», la «Madre» o el «Hermano mayor de la madre» sino en un suelo más genérico, aquel
género que se cita en la frase de Espinosa: Nada sabemos acerca de lo que puede un cuerpo. Y
comenta esta sentencia diciendo: «Nada sabemos, o muy poco, respecto de nuestro poder». Sin
embargo, y a pesar de la generidad de esta afirmación, me parece que ella no es enteramente
cierta. Sabemos bastantes cosas acerca de los cuerpos, en cuanto fundamentos del Poder, y estas
cosas que sabemos, aunque reclamen por sí mismas muchas veces un significado estrictamente
[121] categorial (científico, etológico, por ejemplo) tiene inmediatas resonancias morales. Una
investigación estadístico-etológica reciente (que podría servir de comentario a la sentencia de
Espinosa) arroja los siguientes resultados: Los obispos tienen (en promedio) una talla (referida al
cuerpo) mayor que los párrocos; los Rectores de Universidad suelen ser también más altos que los
Decanos de Facultad; los Generales, sobrepasan en estatura a los Coroneles que no llegan al
generalato, así como los jefes de Gobierno son más altos, en promedio, que sus ministros (Las
excepciones –Napoleón, Lenin– son casos que requieren, como es habitual, una explicación
particular). Ahora bien, a los Obispos, Rectores, Generales y jefes de Estado se les atribuye
generalmente más poder que a los Párrocos, Decanos, Coroneles o Ministros, respectivamente.
Concedamos que estos resultados se tienen como mera constatación de un hecho (etológico,
psicológico): es evidente que, no por ello, son neutros en cuanto a su significado moral, aunque no
sea más que porque ellos parecen conculcar una cierta norma moral que (supondríamos) preside
nuestras sociedades democráticas, a saber: Que las funciones de Obispo, Rector &c., dependen del
mérito (consecutivo a la posesión de ciertas cualidades intelectuales y morales y, suponemos
también, ligadas a la libertad, y no a la naturaleza, para hablar en lenguaje kantiano), no de la talla.
Sin embargo, estos resultados nos sugieren que al menos determinadas cualidades morales
(ligadas a una situación de Poder, están sujetas a una condición física (al cuerpo, a su talla) pese a
que pocos estarían dispuestos a reconocer semejante subordinación, caso por caso. Pero aquello
que el plano de cada individuo (la autoridad) aparece dimanando de determinadas cualidades
morales (estimadas en la eventual elección democrática) en el plano estadístico (de la «clase») se
nos revela subordinado a propiedades corporales «groseras», que tienen que ver con la fuerza
física: la libre elección democrática resulta estar sometida al prestigio del poder físico más
elemental. Y esto nos pone inmediatamente delante de las cuestiones más típicas de la filosofía
moral.
¿Y qué podemos entender por «filosofía moral», qué podemos entender por «meditaciones sobre el
poder en sentido filosófico-moral? Seguramente dos géneros de argumentación muy diferentes,
aunque aparezcan tenazmente confundidos en el nombre común de «Filosofía» o de «meditación
filosófica» sobre el Poder.
A) Ante todo, un tipo de meditación sobre el Poder que comienza por la consideración del Poder en
general (por la consideración de los elementos más abstractos y genéricos de la Idea de Poder,
supuesto que lo más genérico sea también lo más originario) y que sólo después de creer estar en
condiciones de pasar a considerar las diferentes especies del Poder (y, en particular, las especies
que nosotros propondríamos; como las especies «originarias», los «parámetros» del Poder, sus
«primeros analogados» a saber, las especies del «Poder político»). Este tipo de meditación sobre el
Poder, propenderá a autoconcebirse como neutral respecto a las diferentes especies del Poder, y
reclamará un signo puramente ontológico (Al no «comprometerse» con ninguna de las
determinaciones del Poder, permanecerá, intencionalmente al menos, al margen de toda formalidad
moral –y su condición de «filosofía moral» le afectará sólo por parte de la «materia»). De este
modo, la meditación filosófica sobre el poder, comporta, de hecho (incluso como condición) el
«enfriamiento» de todo interés particular por el poder político (que nosotros considerarnos como el
«primer analogado», al menos ordo cognoscendi, de la Idea de Poder).
En cualquier caso, este «enfriamiento» del interés por la meditación sobre el Poder político no es
solo el resultado al que se llegue a partir de una determinada actitud filosófica. Tiene también una
fuente antifilosófica, que mana, no ya del desinterés por el Poder político sino simplemente del
desinterés por la meditación filosófica, un desinterés que se presenta a veces como la contrafigura
del interés por el poder político mismo, por su ejercicio. La primera situación se configura en el
momento en el cual el regressus hacia la Idea del Poder se aleja de tal modo de aquello que
consideramos su «parámetro» (su «primer analogado», el Poder político) que, en el límite, solo
puede volver (en el progressus) a él en cuanto que es la negación del Poder, en cuanto este
«parámetro» sea reducible a la condición de categoría ajena de todo punto a la moral (un poco en la
línea de la primera parte de El Político de Platón –una parte que podríamos hoy denominar
«etológica, cuando el arte político se nos clasifica en el mismo género al que pertenece el arte de
los boyeros, se incluye dentro del arte de los «conductores de rebaños», distinguiendo
cuidadosamente entre los «rebaños con cuernos» y los «rebaños sin cuernos»). La segunda
situación aparece siempre que se pretenda la sustitución de la meditación sobre el poder por el
activismo político: esta pretensión parte de la estimación de que toda meditación sobre el Poder (y
muy particularmente, sobre el poder político) es un pasatiempo indigno de cualquier persona
madura (políticamente madura); un pasatiempo infantil, que está fuera de lugar para toda persona
adulta que, simplemente, se ejercita en la práctica (en la praxis) de la dominación. Calicles, en el
Gorgias platónico, podría servirnos de paradigma; pero también Nietzsche hubo de recorrer
(intencionalmente, al menos) el mismo camino. («La naturaleza interna del ser es Voluntad de
Poder; goce es todo aumento de poder, y desplacer de todo sentimiento de no poder hacerse el
amo» dice en su Voluntad de dominio, 693).
Estas situaciones coinciden al menos en este punto: en el desinterés por la meditación filosófica
centrada especialmente en torno al Poder político. Por ello es preciso no confundir estas situaciones
con las que ocupan aquellos que, sin perjuicio de ver en el poder político poco menos que el mal,
creen necesario alimentar la constante meditación sobre el poder político, orientándola al
conocimiento de sus leyes, a fin de ayudar a su definitiva demolición.
B) Pero también, un tipo de meditación sobre el Poder que comienza precisamente con el
reconocimiento de la multiplicidad de las especies del Poder y de su mutuo conflicto; por tanto, con
el reconocimiento de alguna de estas especies como «primer analogado» de la Idea de Poder. Este
tipo de meditación no se autoconcebirá, de entrada, como neutral ante las diferentes especies del
Poder y el reconocimiento de esta imposibilidad de neutralidad, tendrá un significado crítico. La
[122] meditación filosófica arranca ahora de la conciencia de la necesidad de tomar partido entre
alguna de las especies del Poder (pongamos por caso: de tomar partido entre el poder del Papa y el
poder del Emperador –Marsilio de Padua, Guillermo de Occam–). La meditación sobre el poder se
reconoce ahora como una meditación práctica, moral (includens prudentia), y es a partir de aquí (el
deber ser) a partir de donde cree preciso regresar a la Ontología (al ser). Porque tanto si ponemos
las diversas especies conflictivas del poder en las relaciones entre individuos, como si la ponemos
entre las instituciones, o entre las élites, o entre las clases sociales en lucha (o acaso también entre
los Estados) es evidente que si los conflictos se mantienen de un modo regular (sociológica o
incluso jurídicamente, con el consensus de las partes) –y en otro caso no cabría hablar de Poder–
ello será debido a la estructura real en que se asientan: una realidad que nos remite a su Ontología.
Y Ontología será no sólo la tesis que suponga una tendencia al incremento positivo del Poder (en la
adición de las cantidades de las distintas especies de Poder) de una sociedad dada, como la tesis
que suponga una tendencia a la baja, o como la tesis conocida que supone que la adición de las
cantidades de poder de diversa especie correspondientes a un sistema social dado arroja una suma
cero.
Estaríamos acaso en resolución ante dos tipos de filosofía irreductibles. A la del primer tipo, la
llamaríamos metafísica (ontológico-metafísica); a la del segundo, le llamaríamos dialéctica. Por
supuesto, cada una de ellas tendrá que cumplir el trámite de reducir a la otra, destruyéndola (la
filosofía dialéctica, pretenderá que también la metafísica es una filosofía «partidista», sólo que
«mala», «inmoral»). La distinción entre ambos tipos de Filosofía no puede trazarse con la misma
línea divisoria que separa una «filosofía especulativa» de una «filosofía práctica»: en ambos casos,
se trata sin duda de «filosofía práctica». Más bien habría que decir, por ejemplo, que la filosofía
metafísica es una «falsa filosofía» (una parodia de Filosofía) mientras que la filosofía dialéctica es
«verdadera filosofía» (aunque no por ello pueda siempre estimarse como «filosofía verdadera»){*}.
Desde luego, por nuestra parte, nos apresuramos a clasificar al libro de Trías sobre el Poder como
«filosofía metafísica», como una falsa filosofía, como una parodia de la filosofía del poder. La
crudeza de nuestro «diagnóstico» tiene por objetivo, primero el ahorrarle tiempo al lector de esta
nota, –al lector interesado en conocer la opinión del crítico. (No tiene por objeto formular un
diagnóstico que se presente como indiscutible o como inmediatamente evidente). A este lector
quiere el crítico decirle que, conservando intacto su afecto por Trías, espera que pueda remontar su
vuelo en ulteriores obras.
II
¿Y qué es lo que hace Trías en sus Meditaciones sobre el Poder? Ante todo, una crítica al Poder
político, un [124] movimiento orientado (se diría) a colaborar en la desintoxicación del politicismo
absorbente en el cual los españoles estamos sumergidos desde los últimos tiempos del franquismo.
El Poder político no es el valor supremo, no es la sede de la verdadera libertad. Sin embargo, la
libertad implica el Poder. Por ello Trías comienza disociando ad hoc la Voluntad de Poder de la
Voluntad de dominio, considerando al Poder político, no como un caso particular del Poder (que se
ejerce en el dominio) sino como su caso límite, el límite inferior, aquel en el cual el Poder se
convierte en Impotencia.
Cabría decir que la disociación –mejor: el «trámite de disociación» que, por lo que hemos dicho,
cubre toda meditación filosófica sobre el Poder– entre el Poder y el Poder político, es llevado por
Trías en una dirección paralela a la de los epicúreos o a la de los neoplatónicos. Se trataría de
demostrar que los políticos no son los sujetos que, por derecho, detentan el Poder. Para ello, nada
mejor que comenzar contemplando ese círculo de los «sujetos políticos» (¿acaso la «clase
política», en el sentido de Michels?) como un círculo de radio reducidísimo, en comparación con
todos los sujetos capaces de detentar el verdadero Poder; nada mejor que comenzar ampliando el
radio del círculo atribuyéndole incluso un radio infinito. Así, dirá Trías, todos los sujetos pensables,
todos los sujetos reales (en cuanto tienen esa esencia) son sujetos de Poder. Y esto, en virtud de
una definición: «El Poder procede de la Esencia». La Idea de Poder trata así de ser vinculada a la
Idea aristotélica de Potencia activa; el Poder es el mismo proceso de cada ser (en rigor: de cada
monada) en el cual se actualiza su propia potencia, el proceso en el cual cada ente realiza su
esencia, alcanza su propia identidad, llega a ser «lo que era» (en su esencia). «Sé quien eres»».
Este es el lema de Píndaro al que Trías se acoge como a fórmula que expresa la naturaleza misma
del Poder.
Trías se convierte, de este modo, en un verdadero escolástico. «Todo ser es perfecto» –dice Trías,
con asombroso aplomo metafísico «Todo ser es infecto» es decir, inacabado, dirá un pensamiento
que niega la inmovilidad de las cosas reales, un pensamiento dialéctico).
Pero la presencia del ser ante sí mismo es la Angustia (según los resultados de la analítica
fenomenología de Heidegger). Ahora bien: la Angustia ya no podrá considerarse como algo que nos
pone en presencia de la Nada. La angustia nos revela nuestra esencia y la esencia es poder. Trías
concluye: Luego la angustia es la reacción ante nuestro propio poder (Fromm acaso diría: es el
miedo a la libertad).
III
Las construcciones de Trías quizá no sean para muchos otra cosa que un pretexto para que se deje
oír una antigua exhortación moral: la «condenación» del poder político, del poder temporal, la
misma condenación secular que unas veces se formula con palabras epicúreas, otras veces con
palabras cristianas –las palabras que oponen la Caridad (el Amor) a la justicia, la Sociedad (en
particular: La Iglesia) al Estado.
Nosotros no tenemos por qué tomar aquí posición ante el contenido de estas exhortaciones. Lo que
nos interesa en cambio es esta otra cuestión: ¿Por qué apoya Trías sus exhortaciones morales en
una ontología metafísica de una ingenuidad crítica tan sobresaliente y, en resumidas cuentas, tan
acrítica?
Metafísica: Porque, sin arriesgarse en ningún tipo de «argumento ontológico», regresa a unos
axiomas sustancialistas –las esencias, dotadas de potencia interna, que buscan su identidad– que
se ponen en línea con la más arcaica tradición escolástica (en especial, el «estilo» de Trías
recuerda muy cerca al «estilo» de Zubiri). «Se quien eres» es una máxima vacía porque siempre
serás lo que has sido. (Es como cuando un cristiano dice de un acontecimiento, pongamos la
conversión de Constantino, que es «providencial»: también sería providencial el acontecimiento
opuesto, si se hubiera producido, y por ello, semejante calificación carece de vigor constructivo y
sólo puede servir para encubrir construcciones que trabajan en otro plano).
Ingenua, porque los axiomas y desarrollos están presentados in recto, como si fueran evidentes por
sí mismos, como si fuera posible mantenerse al margen de los conflictos que tales axiomas o
construcciones instauran con terceros axiomas o construcciones o entre sí mismos. Por ejemplo,
cuando habla de la angustia revelante del propio poder, no hace sino construir unas relaciones
enteramente gratuitas (por lo menos hasta que no se «prueben» de algún modo) –aparte de ser
muy poco espinosistas (la angustia es una tristeza, y la tristeza brota de la impotencia)– que acaso
se agotan en su pura formalidad constructiva, pura parodia de la construcción «ordo geométrico».
Por ejemplo, cuando Trías nos dice que es preciso vincular los átomos con las Ideas, como si fuese
una tarea nueva, ¿a quién se dirige? No será a los profesores de Filosofía, que han leído
simplemente a Windelband (Y si no se dirige a ellos ¿para qué sugerir como tareas inauditas temas
que son ya lugares comunes entre los profesionales?). Y otro tanto habría que decir de las
solemnes afirmaciones de Trías en relación con el tema de los Géneros. «Es preciso no pensar en
los Géneros como Géneros abstractos». Pero otra vez ¿a quién se dirige Trías? ¿Es que sigue
predicando in partibus infidelium, como Ortega algunas veces? Nosotros creemos que este estilo
está ya fuera de lugar una vez que existen cientos de profesores que, por obligación profesional,
han leído la Lógica de Hegel y tantas otras cosas sobre [125] los Géneros abstractos y concretos.
No creo que sea aceptable, ni siquiera retóricamente, presentar como nuevas y sorprendentes
cuestiones que tienen ya un planteamiento académico preciso –planteamiento que, sin duda, es
desconocido por el gran público. Pero ¿acaso porque el gran público desconozca las leyes de la
evolución de las vocales castellanas es legítimo decirle «Ya va siendo hora de suscitar la magna
cuestión de las leyes a que está sometida la evolución de las vocales castellanas»?
Acrítica, porque no tiene siquiera previstas las respuestas a las elementales dificultades que los
episodios de su construcción van suscitando. A partir de la tesis «Todo ser es bueno», no parece
fácil establecer una discriminación moral entre el poder del héroe y el poder del asesino: Ambos
serán buenos, y cuanto más perfecto sea el crimen, mejor asesino será quien lo perpetró –decían
los escolásticos. Así también, a partir del principio: «El poder es la realización de la esencia», no se
ve cómo pueda diferenciarse la dominación y el amor, porque (hasta que Trías no nos lo explique)
parece que podría decirse que el «político» realiza en la dominación su propia esencia de
dominador. ¿Acaso habría que suponer que Trías quiere decirnos que el poder político brota del
desfallecimiento de la propia potencia, de la impotencia de una esencia que busca compensar su
debilidad con la posesión de las esencias ajenas? Pero entonces estaríamos ante un puro círculo
vicioso –cuyo centro es el sustancialismo de esas esencias individuales– a saber, el círculo que se
dibuja cuando se presupone que precisamente hay un desfallecimiento de la propia esencia en el
momento de buscar la dominación («puesto que el poder consiste en buscarse a sí mismo»). A
partir de la perfección de la esencia, Trías deduce el Arte: ¿por qué no también la Gimnasia o el
carbonato cálcico? Acaso ocurría sencillamente que Trías estaba pensando en la «perfección
artística de las esencias» o en la «perfección de las esencias de naturaleza artística».
Pero acaso (se me dirá) el género literario que cultiva Trías en este su último libro, no es el género
exhortativo, ni tampoco el género expresivo sino simplemente el género estético-constructivo, en el
cual interesa únicamente la forma de la «construcción geométrica», aunque esta construcción sea
imaginaria. Sí ello fuera así, se comprenderá que esta obra no puede satisfacer más que a aquellos
que no están educados en la disciplina de la «construcción geométrica». Un género de «filosofía
ficción» dirigido a un público filosóficamente inculto pero al cual no se trata de instruir, sino de
mantenerlo en su ignorancia, porque solamente ante ella pueden tomar forma aparente las
«construcciones imaginarias», porque solamente ante ella puede cobrar el autor la forma ilusoria de
un «demiurgo», de un artesano cuando su realidad es solo la de un poeta.
Por último: la crítica filosófica de Trías al Poder político –al Estado– podría considerarse alineada,
de algún modo, con la crítica que los llamados «nuevos filósofos» –y, particularmente, Bernard
Henri Levy– dirigen contra el marxismo-leninismo-stalinismo, entendido como caso superior del
platonismo» y el Archipielago Gulag es una continuación «proletario-fascista» de los campos de
concentración nazis: en cierto modo, se trata de llevar al límite los puntos de vista de Animal Farm
de Orwell, o los de B. Russell, o los de von Mises, o los de Popper). –Sin embargo, y aunque la
dirección crítica sea similar, el sentido de la crítica de Trías es opuesto al de Levy; o, si se prefiere,
el sentido de la critica al Poder político de Trías es opuesto al de Levy, pero, precisamente por ser
su opuesto, se mantiene en su mismo género de crítica, en su misma dirección (contraria sunt circa
idem). Nos arriesgamos a poner, como contenido de este mismo género, a la Idea de Todo (en
tanto se empareja con la Nada, y no, por ejemplo, con la Parte, o con un Todo diferente). Esta Idea
de Todo sería la perspectiva desde la cual, tanto Trías como Levy, proceden al análisis de la Idea
del Poder político. Levy vendría a afirmar que el Poder político es todo el Poder –el Poder del
Estado totalitario, que no deja ningún hueco para la libertad humana individual, salvo la que pueda
corresponder a la lucidez «gnóstica» y desventurada que los «intelectuales» habrán de defender en
calidad de testimonio ético. Trías, en cambio, con un ánimo más «olímpico» y optimista, menos
desventurado, vendría a enseñar que el Poder político es la Nada del Poder, porque es la Im-
potencia. Ahora bien: desde nuestro punto de vista materialista, tendremos que decir que tanto
Trías como Levy se mueven en una formulación metafísica de la dialéctica, a saber, la dialéctica del
Todo y la Nada, que cultivó a fondo el «existencialismo» («¿Por qué hay ser y no más bien Nada?»
–se pregunta también Levy). Una dialéctica no metafísica (que entienda la Idea del Todo como
concepto conjugado de la Idea de Parte) opondrá el Poder político a otros poderes, no como se
opone el Todo a la Nada (o recíprocamente) sino como se opone el Todo a la Parte (¿Platón?,
¿Hegel?), o como se opone el Todo al Todo (¿Kant?), o bien como se opone la parte (el «Partido»)
a la parte, es decir, por ejemplo, (¿Marx?) como se opone la clase explotadora (que es una parte de
la Sociedad, la que instituye el Estado) a la clase explotada, de suerte que ya no sea posible afirmar
que esta clase sea impotente. Hay un Poder burocrático, sin duda– pero también un poder popular
variable históricamente. Porque ahora ya excluidas en la relación Todo Nada, que no admite medio,
por tanto, historia Hay un Poder oligárquico, pero también un Poder obrero que lo resiste y lo limita.
(Un poder que resulta ser despreciado ingenuamente cuando, como en La barbarie con rostro
humano, llega a creerse que sólo los «intelectuales», los herederos desventurados del 68, pueden
mantener una lucidez ética).
{*} Pero aquello que para la «filosofía metafísica» puede ser interpretado como una «fijación»
injustificada (la «fijación» en el Poder político, como primer analogado de la Idea de Poder), indicio
de un desfallecimiento de la capacidad de abstracción es para la filosofía «dialéctica» el resultado
de una actividad ella misma crítica: la crítica a la pseudo abstracción, a la abstracción vacua y
escolástica que, elevándose a conceptos indeterminados o «blandos» («el Poder»), prescinde de
una determinación (la política) al margen de la cual la Idea de Poder se desvanece y se rompe
(como se desvanece y se rompe el concepto de círculo cuando se abstrae uno solo de entre los
infinitos puntos que contiene, a saber, el centro).