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talento comercial. Muchos hacen de correo. Llevan mochilas llenas de hachís a Roma.

El motor al máximo de revoluciones, y en una hora y Inedia ya están a las puertas de la

capital. No reciben nada a cambio de estos viajes, pero al cabo de unas veinte

expediciones les regalan la moto. Lo consideran una ganancia valiosa, casi inigualable,

sin duda inalcanzable en cualquier otro trabajo que se pueda encontrar allí. Pero han

transportado una mercancía con la que se puede obtener diez veces lo que vale la

moto. No lo saben, y no alcanzan a imaginarlo. Si los paran en un control de carretera,

los condenarán a penas por debajo de los diez años de prisión, y al no ser afiliados no

tendrán los gastos legales pagados ni la asistencia familiar garantizada por los clanes.

En la cabeza solo tienen el estruendo del tubo de escape y Roma como meta.

Alguna barricada continuó desfogándose aunque lentamente, según la cantidad

de rabia acumulada en el vientre. Luego todo se desinfló. Los clanes no temían la

revuelta ni las protestas. Podían pasarse días matándose e incendiando, no habría

pasado nada. Pero la revuelta no los habría dejado trabajar. Habría hecho que Parco

Verde dejara de ser la cantera de emergencia donde conseguir siempre mano de obra a

precio bajísimo. Todo debía volver a la normalidad cuanto antes. Todos debían

regresar al trabajo o, mejor dicho, a estar disponibles para el posible trabajo. El juego

de la revuelta debía acabar.

Yo había estado en el funeral de Emanuele. En algunas latitudes del mundo,

quince años son simplemente un número. Morir a los quince años en esta zona parece,

más que ser privado de la vida, adelantar una condena a muerte. En la iglesia había

muchos, muchísimos jóvenes, todos con el semblante sombrío; de vez en cuando

proferían un grito, e incluso se les oía entonar a coro un estribillo fuera de la iglesia:

«Siem-pre con no-so-tros, es-ta-rás siem-pre con no-sotros... siem-pre con no-so-

tros...». Los hinchas suelen cantarlo cuando alguna vieja gloria se retira del fútbol.

Parecía que estuvieran en el estadio, pero eran cantos de rabia. Había policías de

paisano que intentaban permanecer lejos de los bancos. Todos los habíamos reco-

nocido, pero no había espacio para refriegas. Dentro de la iglesia conseguí

identificarlos enseguida; o, mejor dicho, ellos me identificaron a mí al no encontrar

rastro de mi cara en su archivo mental. Como para mitigar mi tristeza, uno de ellos se
acercó y me dijo:

—Todos estos tienen antecedentes. Tráfico de drogas, robo, encubrimiento,

atracos... Alguno hasta hace chapas. No hay ninguno limpio. Aquí, cuantos más

mueran, mejor para todos...

Palabras a las que se responde con un puñetazo o con un cabezazo contra el

tabique nasal. Aunque en realidad era lo que todos pensaban. Y quizá hasta era un

pensamiento sabio. Yo miraba uno por uno a aquellos jóvenes que acabarán en la

cárcel por un robo de doscientos euros: escoria, sucedáneos de hombres, traficantes.

Ninguno de ellos pasaba de los veinte años. El padre Mauro, el párroco que celebraba

el oficio, sabía a quién tenía delante, y también sabía que los niños que estaban a su

alrededor no tenían el marchamo de la inocencia.

—Hoy no ha muerto un héroe...

No tenía las manos abiertas, como los sacerdotes cuando leen las parábolas los

domingos. Tenía los puños cerrados. Su tono no era en absoluto el propio de las

homilías. Cuando empezó a hablar, su voz estaba afectada por una ronquera extraña,

como la que sobreviene cuando llevas callado demasiado tiempo. Hablaba con rabia,

ninguna compasión por la criatura, ninguna concesión.

Parecía uno de esos sacerdotes sudamericanos que, durante los movimientos

guerrilleros en El Salvador, a fuerza de celebrar tantos funerales de matanzas, dejaban

de compadecer y empezaban a gritar. Pero aquí nadie conoce a Romero. El padre

Mauro posee una rara energía.

Por más responsabilidades que podamos atribuir a Emanuele, no hay que olvidar

que tenía quince años. A esa edad, los hijos de las familias que nacen en otros lugares

de Italia van a la piscina o a clases de baile. Aquí no. El Padre Eterno tendrá en cuenta

el hecho de que el error ha sido cometido por un chico de quince años. Si en el sur de

Italia quince años son suficientes para trabajar, decidir atracar, matar y ser matado,

son suficientes también para asumir la responsabilidad de tales hechos.

A continuación aspiró con fuerza el aire viciado de la iglesia:

—Pero quince años son tan pocos que nos permiten ver mejor qué hay detrás y

nos obligan a repartir la responsabilidad. Quince años es una edad que llama, no con
los nudillos sino con las uñas, a la conciencia de aquellos a los que se les llena la boca

hablando de legalidad, de trabajo, de esfuerzo.

El párroco acabó la homilía. Nadie entendió del todo lo que quería decir, ni

tampoco había autoridades o instituciones. Se produjo un trasiego enorme entre los

jóvenes. El ataúd salió de la iglesia, cuatro hombres lo sostenían, hasta que de repente

dejó de estar apoyado en sus hombros y empezó a flotar sobre la multitud. Todos lo

aguantaban con la palma de las manos, como se hace con las estrellas de rock cuando

se lanzan desde el escenario sobre los espectadores. El féretro navegaba por el mar de

dedos. Un cortejo de jóvenes en moto formó junto al coche, el largo coche de muertos,

preparado para trasladar a Manú al cementerio. Aceleraban. Apretando el freno. El

rugido de los motores acompañó el último recorrido de Emanuele. Haciendo chirriar

los neumáticos, dejando tronar el tubo de escape. Parecía que quisieran escoltarlo con

las motos hasta las puertas del más allá. Al poco, un humo denso y una peste a

gasolina lo invadió todo e impregnó la ropa. Intenté entrar en la sacristía. Quería

hablar con aquel sacerdote que había pronunciado palabras encendidas. Se me

adelantó una mujer. Quería decirle que en el fondo el chico se lo había buscado, que

su familia no le había enseñado nada. Luego confesó con orgullo:

—Mis nietos, aunque estén en paro, nunca atracarían a nadie... Y añadió,

nerviosa:

— Pero ¿qué había aprendido ese chico? Nada.

El sacerdote miró al suelo. Iba en chándal. No intentó contestar, ni siquiera la

miró a la cara; sin apartar los ojos de las zapatillas de deporte, susurró:

— Lo cierto es que aquí solo se aprende a morir.

—¿Qué dice, padre?

—Nada, señora, nada.

Pero no todos están aquí bajo tierra. No todos han acabado en el pantano del

fracaso. Por el momento. Todavía existen fabricas ganadoras. La fuerza de dichas

empresas es tal que consiguen hacer frente al mercado de la mano de obra china

porque trabajan con las grandes marcas. Velocidad y calidad. Altísima calidad. El

monopolio de la belleza de las prendas excepcionales todavía es suyo. El ―made in


Italy‖ se construye aquí. Caivano, Sant'Antimo, Arzano... el Las Vegas al completo de la

Campania. «El rostro de Italia en el mundo» tiene las facciones de tela adheridas al

cráneo desnudo de la provincia napolitana. Las firmas no se atreven a mandarlo todo

al Este, a firmar contratos en Oriente. Las fábricas se hacinan en los sótanos, en las

plantas bajas de las casas adosadas. En las naves de las afueras de estos pueblos de

las afueras. Se trabaja cosiendo, cortando pieles, montando zapatos. En fila. Con la

espalda del compañero delante de los ojos y la tuya delante de los ojos del que está

detrás de ti. Un obrero del sector textil trabaja unas diez horas al día. Los sueldos

oscilan entre quinientos y novecientos euros. Las horas extraordinarias suelen estar

bien pagadas. Hasta quince euros más respecto al valor normal de una hora de trabajo.

Las empresas raramente superan los diez empleados. En las habitaciones donde se

trabaja, destaca una radio o una televisión sobre una repisa. La radio se escucha por la

música, y como mucho alguien canturrea. Pero en los montemos de máxima

producción, todo está en silencio y solo repiquetean las agujas. Más de la mitad de los

empleados de estas empresas son mujeres. Hábiles, nacidas ante las máquinas de

coser. Aquí, las fábricas no existen formalmente; ni siquiera existen los trabajadores.

Si el mismo trabajo de alta calidad se legalizara, los precios subirían y dejaría de haber

mercado, y el trabajo se iría fuera de Italia. Los empresarios de esta zona se saben al

dedillo esta lógica. En estas fábricas no suele haber enfrentamientos entre obreros y

propietarios. Aquí, la lucha de clases es más blanda que una galleta en remojo. En

muchos casos, el patrón es un ex obrero, comparte las horas de trabajo con sus

empleados en la misma habitación, en el mismo banco. Cuando se equivoca, paga di-

rectamente con hipotecas y préstamos. Su autoridad es paternalista. Se discute por un

día de fiesta o por un aumento de unos céntimos. No hay contratos, no hay burocracia.

Cara a cara. Y así se delimitan los espacios de concesiones y obligaciones que tienen el

sabor de derechos y atribuciones. La familia del empresario vive en el piso de arriba de

donde se trabaja. En estas fabricas, muchas veces las empleadas dejan a sus niños a

cargo de las hijas del propietario, que se convierten en canguros, o de las madres, que

se transforman en abuelas vicarias. Los niños de las empleadas crecen con las familias

de los propietarios. Todo esto crea una vida en común, hace realidad el sueño
horizontal del posfordismo: hacer que obreros y dirigentes coman juntos, hacer que se

relacionen en la vida privada, hacer que se sientan parte de una misma comunidad.

En estas fábricas no hay miradas clavadas en el suelo. Saben que hacen un

trabajo excelente y saben que cobran sueldos ínfimos. Pero sin lo uno, no se tiene lo

otro. Trabajas para comprar lo que necesitas, de la mejor manera posible, así nadie

encontrará motivos para echarte. No hay red de protección. Derechos, causas justas,

permisos, fiestas. El derecho te lo ganas. Las fiestas las tienes que implorar. No hay

por qué quejarse. Todo sucede como debe suceder. Aquí solo hay un cuerpo, una

habilidad, una máquina y un sueldo. No se conocen datos precisos sobre cuántos

trabajadores clandestinos hay en esta zona. Ni sobre cuántos están, por el contrario,

regularizados, pero se ven obligados a firmar todos los meses nóminas en las que

figuran sumas no percibidas.

Xian tenía que participar en una subasta. Entramos en el aula de una escuela

primaria. Ningún niño, ninguna maestra; solo cartulinas pegadas en las paredes con

enormes letras dibujadas. En el aula esperaba una veintena de personas en

representación de sus empresas; Xian era el único extranjero. Solo saludó a dos de los

presentes y aun así sin demasiada confianza. Un coche se detuvo en el patio del

colegio. Entraron tres personas. Dos hombres y una mujer. La mujer llevaba una falda

de piel y zapatos de charol con tacón alto. Todos se levantaron para saludarla. Los tres

tomaron asiento y empezaron la subasta. Uno de los hombres trazó tres líneas

verticales en la pizarra. Empezó a escribir lo que le dictaba la mujer. La primera

columna:

«800».

Era el número de vestidos que había que producir. La mujer enumeró los tipos de

tela y la calidad de las prendas. Un empresario de Sant'Antimo se acercó a la ventana y,

dando la espalda a todos, propuso su precio y su plazo:

—Cuarenta euros por pieza en dos meses...

Apuntaron en la pizarra su propuesta:

«800 / 40 / 2».

Los semblantes de los otros empresarios no parecían preocupados. Con

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