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capital. No reciben nada a cambio de estos viajes, pero al cabo de unas veinte
expediciones les regalan la moto. Lo consideran una ganancia valiosa, casi inigualable,
sin duda inalcanzable en cualquier otro trabajo que se pueda encontrar allí. Pero han
transportado una mercancía con la que se puede obtener diez veces lo que vale la
los condenarán a penas por debajo de los diez años de prisión, y al no ser afiliados no
tendrán los gastos legales pagados ni la asistencia familiar garantizada por los clanes.
En la cabeza solo tienen el estruendo del tubo de escape y Roma como meta.
pasado nada. Pero la revuelta no los habría dejado trabajar. Habría hecho que Parco
Verde dejara de ser la cantera de emergencia donde conseguir siempre mano de obra a
precio bajísimo. Todo debía volver a la normalidad cuanto antes. Todos debían
regresar al trabajo o, mejor dicho, a estar disponibles para el posible trabajo. El juego
quince años son simplemente un número. Morir a los quince años en esta zona parece,
más que ser privado de la vida, adelantar una condena a muerte. En la iglesia había
proferían un grito, e incluso se les oía entonar a coro un estribillo fuera de la iglesia:
«Siem-pre con no-so-tros, es-ta-rás siem-pre con no-sotros... siem-pre con no-so-
tros...». Los hinchas suelen cantarlo cuando alguna vieja gloria se retira del fútbol.
Parecía que estuvieran en el estadio, pero eran cantos de rabia. Había policías de
paisano que intentaban permanecer lejos de los bancos. Todos los habíamos reco-
rastro de mi cara en su archivo mental. Como para mitigar mi tristeza, uno de ellos se
acercó y me dijo:
atracos... Alguno hasta hace chapas. No hay ninguno limpio. Aquí, cuantos más
tabique nasal. Aunque en realidad era lo que todos pensaban. Y quizá hasta era un
pensamiento sabio. Yo miraba uno por uno a aquellos jóvenes que acabarán en la
Ninguno de ellos pasaba de los veinte años. El padre Mauro, el párroco que celebraba
el oficio, sabía a quién tenía delante, y también sabía que los niños que estaban a su
No tenía las manos abiertas, como los sacerdotes cuando leen las parábolas los
domingos. Tenía los puños cerrados. Su tono no era en absoluto el propio de las
homilías. Cuando empezó a hablar, su voz estaba afectada por una ronquera extraña,
como la que sobreviene cuando llevas callado demasiado tiempo. Hablaba con rabia,
Por más responsabilidades que podamos atribuir a Emanuele, no hay que olvidar
que tenía quince años. A esa edad, los hijos de las familias que nacen en otros lugares
de Italia van a la piscina o a clases de baile. Aquí no. El Padre Eterno tendrá en cuenta
el hecho de que el error ha sido cometido por un chico de quince años. Si en el sur de
Italia quince años son suficientes para trabajar, decidir atracar, matar y ser matado,
—Pero quince años son tan pocos que nos permiten ver mejor qué hay detrás y
nos obligan a repartir la responsabilidad. Quince años es una edad que llama, no con
los nudillos sino con las uñas, a la conciencia de aquellos a los que se les llena la boca
El párroco acabó la homilía. Nadie entendió del todo lo que quería decir, ni
jóvenes. El ataúd salió de la iglesia, cuatro hombres lo sostenían, hasta que de repente
dejó de estar apoyado en sus hombros y empezó a flotar sobre la multitud. Todos lo
aguantaban con la palma de las manos, como se hace con las estrellas de rock cuando
se lanzan desde el escenario sobre los espectadores. El féretro navegaba por el mar de
dedos. Un cortejo de jóvenes en moto formó junto al coche, el largo coche de muertos,
los neumáticos, dejando tronar el tubo de escape. Parecía que quisieran escoltarlo con
las motos hasta las puertas del más allá. Al poco, un humo denso y una peste a
adelantó una mujer. Quería decirle que en el fondo el chico se lo había buscado, que
nerviosa:
miró a la cara; sin apartar los ojos de las zapatillas de deporte, susurró:
Pero no todos están aquí bajo tierra. No todos han acabado en el pantano del
empresas es tal que consiguen hacer frente al mercado de la mano de obra china
porque trabajan con las grandes marcas. Velocidad y calidad. Altísima calidad. El
Campania. «El rostro de Italia en el mundo» tiene las facciones de tela adheridas al
al Este, a firmar contratos en Oriente. Las fábricas se hacinan en los sótanos, en las
plantas bajas de las casas adosadas. En las naves de las afueras de estos pueblos de
las afueras. Se trabaja cosiendo, cortando pieles, montando zapatos. En fila. Con la
espalda del compañero delante de los ojos y la tuya delante de los ojos del que está
detrás de ti. Un obrero del sector textil trabaja unas diez horas al día. Los sueldos
oscilan entre quinientos y novecientos euros. Las horas extraordinarias suelen estar
bien pagadas. Hasta quince euros más respecto al valor normal de una hora de trabajo.
Las empresas raramente superan los diez empleados. En las habitaciones donde se
trabaja, destaca una radio o una televisión sobre una repisa. La radio se escucha por la
producción, todo está en silencio y solo repiquetean las agujas. Más de la mitad de los
empleados de estas empresas son mujeres. Hábiles, nacidas ante las máquinas de
coser. Aquí, las fábricas no existen formalmente; ni siquiera existen los trabajadores.
Si el mismo trabajo de alta calidad se legalizara, los precios subirían y dejaría de haber
mercado, y el trabajo se iría fuera de Italia. Los empresarios de esta zona se saben al
dedillo esta lógica. En estas fábricas no suele haber enfrentamientos entre obreros y
propietarios. Aquí, la lucha de clases es más blanda que una galleta en remojo. En
muchos casos, el patrón es un ex obrero, comparte las horas de trabajo con sus
día de fiesta o por un aumento de unos céntimos. No hay contratos, no hay burocracia.
Cara a cara. Y así se delimitan los espacios de concesiones y obligaciones que tienen el
donde se trabaja. En estas fabricas, muchas veces las empleadas dejan a sus niños a
cargo de las hijas del propietario, que se convierten en canguros, o de las madres, que
se transforman en abuelas vicarias. Los niños de las empleadas crecen con las familias
de los propietarios. Todo esto crea una vida en común, hace realidad el sueño
horizontal del posfordismo: hacer que obreros y dirigentes coman juntos, hacer que se
relacionen en la vida privada, hacer que se sientan parte de una misma comunidad.
trabajo excelente y saben que cobran sueldos ínfimos. Pero sin lo uno, no se tiene lo
otro. Trabajas para comprar lo que necesitas, de la mejor manera posible, así nadie
encontrará motivos para echarte. No hay red de protección. Derechos, causas justas,
permisos, fiestas. El derecho te lo ganas. Las fiestas las tienes que implorar. No hay
por qué quejarse. Todo sucede como debe suceder. Aquí solo hay un cuerpo, una
trabajadores clandestinos hay en esta zona. Ni sobre cuántos están, por el contrario,
regularizados, pero se ven obligados a firmar todos los meses nóminas en las que
Xian tenía que participar en una subasta. Entramos en el aula de una escuela
primaria. Ningún niño, ninguna maestra; solo cartulinas pegadas en las paredes con
representación de sus empresas; Xian era el único extranjero. Solo saludó a dos de los
presentes y aun así sin demasiada confianza. Un coche se detuvo en el patio del
colegio. Entraron tres personas. Dos hombres y una mujer. La mujer llevaba una falda
de piel y zapatos de charol con tacón alto. Todos se levantaron para saludarla. Los tres
tomaron asiento y empezaron la subasta. Uno de los hombres trazó tres líneas
columna:
«800».
Era el número de vestidos que había que producir. La mujer enumeró los tipos de
«800 / 40 / 2».