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Homilía en la Misa radial (19. 04.

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Queridos hermanos:
Hoy concluye lo que la Iglesia denomina la “Octava de Pascua”, es decir el período de
ocho días en el que se celebra de modo especial el feliz acontecimiento de la
Resurrección de Jesús, que corona su ofrecimiento sobre la cruz en favor de todos los
hombres.
Son ocho días para festejar, son ocho días para interiorizar cada vez más el enorme
misterio del triunfo del Señor sobre la muerte y su ingreso en la plenitud de la vida.
El evangelio que acabamos de escuchar, entre otras cosas, pone de manifiesto la
importancia del día domingo. Es el ámbito privilegiado, no el único, pero sí el principal
para la manifestación del Señor que vive. Es también el ámbito privilegiado para
experimentar el consuelo del encuentro con la comunidad de los creyentes y discípulos
del Señor.
El aislamiento social preventivo que estamos atravesando como consecuencia de la
pandemia, nos hace redescubrir y apreciar más la importancia de encontrarnos, de
compartir y celebrar en común nuestra fe.
Como en domingos anteriores, celebramos esta Misa “a puertas cerradas”. Una vez
más, agradecemos a las Hermanas Carmelitas Descalzas que nos ofrecen la Iglesia de
su Monasterio y nos acompañan con el canto en esta celebración.
El evangelio de hoy destaca sobre todo el encuentro con Jesús Resucitado. Hay algo
novedoso en ese encuentro que despierta el asombro de los discípulos. Ellos
comienzan a hacer un proceso para asimilar adecuadamente este feliz acontecimiento.
Pero hay también una continuidad con lo vivido anteriormente. El Resucitado que se
da a conocer muestra sus manos y su costado. No es común que alguien se dé a
conocer de ese modo. Lo que el Señor quiere poner de manifiesto es que el mismo que
estuvo pendiente de la cruz y que murió en ella, ahora ha resucitado.
El primer “efecto” de la presencia del Resucitado es el regalo de la paz: “¡La paz esté
con ustedes!” Por tres veces en la escena el Señor otorga la paz a sus discípulos. Esta
triple repetición señala la voluntad efectiva y permanente de comunicar este don, que
no es simplemente la ausencia de conflictos o de dificultades de cualquier tipo, sino la
seguridad de la plenitud de los favores divinos.
Al don del Señor sigue en seguida la alegría que experimentan los discípulos. Es el
cumplimiento de la promesa que Jesús les había hecho durante la última cena:
“Ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán de una alegría que
nadie les podrá quitar”.
Junto a la paz el Señor comunica a sus discípulos un don del todo especial, más aún, el
don por excelencia: “Reciban el Espíritu Santo”, les dice. El Espíritu Santo que los
capacita para la misión, para el anuncio y sobre todo para comunicar el perdón de

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Dios: “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen”, es decir,
serán instrumentos de la misericordia divina.
Este segundo domingo de Pascua, por disposición de san Juan Pablo II, se lo denomina
“Domingo de la misericordia”. Ese santo Papa publicó en su momento una encíclica
sobre la misericordia divina y en una de sus visitas a Polonia natal consagró un
santuario dedicado a la Divina Misericordia.
El Papa Francisco, por su parte, desde su primer “Angelus” y en sucesivas homilías,
discursos y gestos no ha cesado de hablar sobre la misericordia divina y en el año 2016
proclamó el “Jubileo extraordinario de la misericordia”.
Nos preguntamos: ¿qué es la misericordia? Es el amor divino que se abre desbordante
de comprensión y bondad a la fragilidad humana para socorrerla, al pecado para
perdonarlo y para sanar al corazón herido por ese mal.
¿Cómo acercarse a esa misericordia? ¿Cómo alcanzar sus beneficios? Con la firmeza de
la fe, con la confianza llena de esperanza de alcanzar ese regalo de la bondad infinita
de Dios.
Al hablar de fe firme, se nos aparece en seguida lo que hemos escuchado en el
evangelio acerca de la actitud del apóstol Tomás: “Si no veo… no lo creeré”. La duda, la
resistencia de su corazón, quizás el enojo consigo mismo, porque él había dicho:
“Vayamos también nosotros a morir con Él…” y luego, sin embargo, ante el peligro
como los demás discípulos huyó…
Tomás, como los demás discípulos, debía hacer un proceso respecto a su fe. Sus dudas,
como señalan algunos comentadores, nos ayudan a no sorprendernos ante nuestras
propias vacilaciones y nos animan a hacer también nosotros un proceso en el camino
de nuestra fe.
La resolución de la situación planteada por Tomás, pone de manifiesto, una vez más, la
grandeza de alma de Jesús. El Señor consiente a la petición un tanto impertinente de
Tomás: “Trae aquí tu dedo… acerca tu mano: métela en mi costado… ”
El gesto de Jesús despierta la docilidad de Tomás, quizás, anhelaba que fuera cierto lo
que antes le habían referido los otros discípulos. Tomás seguramente, en lo hondo de
su corazón, quería que su duda fuera vencida. Por eso, al encontrarse con el Señor
Resucitado, realiza una confesión maravillosa, la más importante de los evangelios:
“Señor mío y Dios mío”.
El Señor, por su parte, pronuncia una bienaventuranza sumamente consoladora que
nos concierne a nosotros de un modo especial: “¡Felices los que creen sin haber visto!”
Decíamos que a la misericordia debemos acercarnos con fe firme, con confianza llena
de esperanza, pero al mismo tiempo, para beneficiarnos con ella, debemos estar
verdaderamente arrepentidos de nuestras faltas, lo cual significa que las
desaprobamos y que tenemos el firme propósito de cambiar de conducta y de reparar,
en la medida de lo posible, los daños provocados.

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Entonces sí, la misericordia realiza la maravilla del perdón. Para sanar, es indispensable
acercarse al “hospital de campaña” de la divina misericordia, pero al mismo tiempo no
es menos indispensable dejarse curar.
¿Para qué acercarnos a la misericordia, para qué dejarnos curar? Por cierto, para tener
la Vida con mayúsculas, la Vida que la fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios nos ofrece.
La mentalidad corriente en nuestro tiempo ha buscado minimizar o incluso ocultar la
realidad de la muerte. Las imágenes que nos han llegado como consecuencia de la
pandemia en curso nos han desengañado. No somos todopoderosos, ni mucho menos
inmortales. Somos vulnerables, no podemos asegurarnos a nosotros mismos la
existencia. ¡Qué bueno y que decisivo es entonces acudir a Alguien que nos ofrece Vida
con mayúsculas, Vida en abundancia!
Es esa esperanza viva, esa herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera de
que nos hablaba el apóstol Pedro en la segunda lectura. Un don que el Señor nos
regala y que mientras dure nuestra peregrinación terrena no está exento de las
dificultades y pruebas, que son ocasiones para probar la fidelidad. “Felices los que
creen sin haber visto” le decía Jesús a Tomás. Pedro, dice a fieles a los cuales se dirige:
“Ustedes lo aman sin haberlo visto (a Jesús), y creyendo en Él sin verlo todavía, se
alegran con un gozo indecible y lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esa
fe, que es la salvación.”
Esa vida es la que se experimenta y se comparte en el seno de una comunidad, como
señalan los Hechos de los apóstoles. Lo hemos escuchado en la primera lectura. Una
comunidad creyente, discípula, unida por la solidaridad, más aún, por la caridad
fraterna, congregada en torno a la Eucaristía y a las oraciones.
Algo parecido a lo que nos refieren los Hechos de los apóstoles, es lo que ha sucedido
en estos días entre nosotros, especialmente en esta semana santa, como consecuencia
de la pandemia.
Nuestras casas han sido “pequeñas iglesias domésticas”. En un “meme” viralizado en
estos días aparece Satanás hablando con Dios Padre y diciéndole: “Con el covid-19 te
cerré las Iglesias” y Dios Padre le responde: “Al contrario, abrí una en cada casa”.
Puede parecer extraño e incluso irrespetuoso hacer mención a este diálogo, pero en la
Sagrada Escritura tenemos también un diálogo entre Satanás y Dios, a propósito de la
conducta intachable del justo Job (cfr. Job 1, 6-12).
El salmo inter-leccional, por su parte, nos llena de esperanza. El salmista habla de las
pruebas que ha enfrentado y de las cuales lo salvó el Señor y por eso invita a todo el
pueblo de Israel, a alabar a Dios por su amor eterno y fiel. Y concluye con esta
afirmación que es como una buena noticia que adelanta el hecho que festejamos hoy:
“Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él”.
Anhelamos que esta esperanza nos ilumine y nos anime para imaginar el futuro,
cuando la pandemia haya pasado. Los discípulos de Jesús deberemos tener una nueva
mirada sobre la Iglesia. Por supuesto, la Iglesia será la de siempre, la Esposa del Señor,
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pero quizás estamos llamados a imaginar y a concretar una Iglesia que debería ser
cada día más humilde, más sencilla, más fraterna, más servidora. Todo un desafío, toda
una tarea.
También deberemos imaginar una sociedad, de la que nosotros somos por cierto
artífices y corresponsables, que debería ser distinta. Una sociedad más justa, más
equitativa, más solidaria.
Para ello será indispensable trabajar la cultura del encuentro. De la pandemia y de sus
enormes consecuencias no se sale solos, sino todos juntos, dialogando con respeto,
apertura, razonabilidad, sin la ceguera que imponen las ideologías que traban todo
sano y sereno intercambio de ideas y de propuestas. Una sociedad con la preocupación
y el noble propósito de forjar y ofrecer condiciones de vida digna para todos y no solo
para algunos o sólo para algún sector.
Deberemos imaginar y concretar también una nueva mirada sobre el modo de
administrar nuestro tiempo, evitando la precipitación en las relaciones con las
personas, tan propio del ritmo de vida de un mundo “consumista”; dando lugar a la
conversación cordial, amable, cálida, tierna. Darnos sin reparos, al contrario, con
generosidad la oportunidad y el tiempo para todo eso.
En el último día de la Octava, contemplamos el gozo de la Santísima Virgen en la
mañana de Pascua. Después del dolor inmenso del calvario, la alegría desbordante de
la resurrección de su Hijo, el Salvador de todos.
A ella nos encomendamos, pidiéndole que nos alcance el fin de la pandemia, que
consuele a los afligidos por las pérdidas sufridas, que alcance la salud a los enfermos y
que nos cuide y nos ayude a todos a transitar estos momentos, disponiéndonos para el
futuro con esperanza, responsabilidad y generosidad. ¡Que así sea!

+ Carlos José Ñáñez


Arzobispo de Córdoba

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