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CASTELLANAS
DE LA BIBLIA
Plutarco Bonilla Acosta
Nuevas fronteras
El celo cristiano por propagar su mensaje de salvación se manifiesta de muchas
formas. Hay una en particular que es la que nos interesa destacar en el presente trabajo,
sin menoscabo de las otras: En su avance evangelístico y misionero, los cristianos
habían pasado allende las fronteras lingüísticas que habían permitido misionar en
griego, y habían fundado comunidades cristianas en territorios donde se hablaban otras
lenguas.
Resultaba, por tanto, imperioso poner al alcance de esas nuevas comunidades los
escritos que los cristianos usaban en sus actividades cultuales y que habían recibido (o
estaban recibiendo) de los apóstoles y de sus más inmediatos colaboradores. Y así se
producen, a partir del s. II, las primeras traducciones: primero al latín, pues esta era la
lengua oficial del imperio romano; luego, al siríaco y al copto. Después siguieron las
traducciones al gótico, al armenio, al etíope, al georgiano, al árabe, etc.
De lo dicho hasta ahora se desprende una verdad que es incuestionable: el proceso
de traducción de las Sagradas Escrituras, por parte de los cristianos, no es un fenómeno
accidental. Todo lo contrario. Es la manifestación propia de su ser: la Biblia se
constituye en el elemento indispensable tanto para su desarrollo interno como para la
realización de su misión, sin la cual la iglesia no sería iglesia. Además, una vez que la
iglesia recibe los textos bíblicos como palabra de Dios, la naturaleza misma de esta
palabra exige su transmisión (y, como requisito, su traducción). Si la palabra es un
modo de presencia de la persona, la palabra de Dios es un modo de la presencia de Dios.
Y el Dios que de alguna manera se hace presente en su palabra es un Dios misionero. La
palabra participa de ese aspecto del ser de Dios.