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El consuelo que Cristo les impartió mediante esta promesa tiene su fundamento en
que la divina influencia estaría con sus seguidores hasta el fin. Pero su
ofrecimiento no es aceptado ni creído por la gente en nuestros días, y la iglesia
tampoco lo aprecia ni espera su cumplimiento. La promesa del don del Espíritu de
Dios se considera como un asunto de poca importancia para ella. No ha dejado sus
huellas en los feligreses y, en consecuencia, los resultados no pueden ser
diferentes: sequía espiritual, oscuridad espiritual, decadencia y, por ende, muerte
espiritual. Asuntos triviales ocupan la mente de los creyentes. Sin embargo, la
posesión de este poder divino—necesario para el crecimiento y la prosperidad de
la iglesia—, traería todas las otras bendiciones de las cuales carece, y que se nos
promete en su infinita plenitud. Mientras la iglesia se conforme con asuntos de
poca importancia, continuará descalificándose para recibir los dones mayores que
Dios ofrece. ¿Por qué será que no tenemos hambre y sed de recibir este regalo del
Espíritu Santo, siendo éste una virtud que puede mantener puro el corazón? En los
designios del Señor, el poder divino debe cooperar con el esfuerzo humano.