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Ética y política

1. Introducción
La ética es la parte de la filosofía que se ocupa de la moral. Podemos entender el término “ética”
como sinónimo de “filosofía moral”. La ética es una parte de la filosofía práctica que se plantea
cuestiones referidas al valor moral de la acción humana. Política, por su parte, es toda actividad
humana orientada al uso o control del poder del Estado para gestionar la sociedad.
A la hora de enfrentarse con la cuestión de la relación entre ética y política, las diferentes
respuestas que se han propuesto a lo largo de la historia han estado inevitablemente condicionadas
por el hecho de que la política se ve, al mismo tiempo, en la necesidad de obedecer a dos
imperativos: el de legitimidad, por un lado, y el de eficacia, por otro. Estos dos imperativos
frecuentemente se contraponen y hay siempre una tensión entre ellos. Los filósofos han afrontado
esta tensión de dos maneras fundamentales que, aunque simplificadoras, pueden servir para enfocar
el tema: 1) Negando o minimizando la tensión entre ética y política; 2) asumiendo la tensión.
Dentro de los que la asumen, hay tres posturas diferenciadas: a) separación de lo ético respecto de
lo político; b) prioridad de lo ético respecto de lo político (etización de la política); c) prioridad de
lo político respecto de lo ético (politización de la ética).
2. Ética y política en la antigua Grecia
Desde que nace la ética, con Sócrates, ha habido una relación estrecha entre la ética y la política.
En la filosofía griega clásica, la política era una actividad de carácter moral y la filosofía política
una parte de la filosofía moral -es decir, de la ética-. Cuestiones tradicionales de la filosofía política,
como cuáles son las mejores formas de gobierno, o cuáles deben ser las relaciones entre ciudadanos
y gobernantes, se planteaban ante todo desde un punto de vista moral, es decir, como cuestiones
relativas a la naturaleza del bien moral para la colectividad.
La ética no se desgajó del cuerpo unitario de la filosofía formando desde el principio una
disciplina separada y suficiente, sino subordinada a la política. El hombre griego de la época clásica
sentía la pólis como inmediatamente incardinada en la Naturaleza, en la physis. La moralidad
pertenece a la pólis; las virtudes del individuo reproducen, a su escala, las de la politeia con su
reducción conforme a un riguroso paralelismo.
Sócrates sitúa la ética, entendida como un saber racional que intenta encontrar elementos
universales, dentro de la vida de la pólis: la ética siempre se remite a la política de la ciudad. Así,
Sócrates no abandonará su cárcel ni evitará su condena a muerte sólo para no contravenir las leyes
de Atenas. Lo característico de Sócrates es que esta remisión de lo ético a lo político se hace sin
menoscabo de la dimensión individual, personal, de la ética. Esta antítesis entre la “moral social” y

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“el fuero interno” o conciencia moral aparece vivida dramáticamente por Sócrates, que, sin
embargo, no zanja la pugna de modo individualista, sino que se mantiene como observante, a la vez,
de ambas exigencias, la personal y la social.
Los discípulos de Sócrates de primera y segunda generación interpretan la ética en función de la
política.
Es verdad que la concepción platónica no expresa directa, espontáneamente, el viejo equilibrio
comunitario, sino que representa, con su intento de plena etización del Estado, una reacción
extremada ante la amenaza del fracaso de la ley (nómos) de la pólis (muerte de Sócrates, aparición
del individualismo, interpretación del nómos como convención, desintegración social). Platón
piensa, quizá con razón, que ha habido un individualismo reprobable, el de los sofistas, y un
individualismo bienintencionado y en cierto modo plausible, el de Sócrates. Pero él reacciona
contra ambos, contra el individualismo en general, porque a su juicio es el individualismo -del que
la sofística no representa sino una expresión- el que ha conducido a la crisis del Estado entero. He
aquí por qué la ética de Platón es, rigurosamente, ética social, ética política. Es la pólis, y no el
individuo, el sujeto de la moral. El bien del individuo, en la medida en que importa, está incluido en
el de la pólis, y ambos en el de la physis o cosmos, presidido por la Idea de Bien. Precisamente por
eso la virtud suprema es la justicia. Pero justicia y ley no tienen simplemente un origen “natural”,
sino que por ser natural es también divino. La política termina así devorando a la ética.
Es Aristóteles quien va a templar el autoritario rigorismo platónico. Mas también para él la
moral forma parte de la ciencia de la política, porque la vida individual sólo puede cumplirse dentro
de la pólis y determinada por ella, de tal modo que, como veremos en seguida, hay también aquí
una correspondencia entre las formas éticas de la vida individual y las formas políticas del Estado.
La política prescribe como ley lo que se debe hacer y evitar y abraza los fines de las otras ciencias
por ser el suyo el bien humano. Y el bien político es el más alto de los bienes humanos, pues aunque
en realidad sean uno mismo el bien del individuo y el bien de la ciudad, parece mejor y más
perfecto -más divino- procurar y salvaguardar el de ésta que el de aquél. Para Aristóteles la justicia
depende de la ley, de tal modo que, cuando ésta ha sido rectamente dictada, la justicia legal no es
una parte de la virtud, una virtud, sino la virtud entera. Cuando Aristóteles afirma la subordinación
de la ética a la política, probablemente quiere afirmar la sustentación del bien particular en el bien
común. El intento aristotélico es el último esfuerzo para salvar la forma de convivencia de la pólis,
con su armonía del bien privado y el bien público.
En la doctrina aristotélica el fin de la ética y el de la política son idénticos: la felicidad, el vivir
bien (a diferencia del simple vivir), la vida perfecta y suficiente, para la que se requieren, lo mismo
en el caso del Estado que en el del individuo, no sólo la virtud, sino también, en la medida precisa,

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los bienes exteriores.
Cuando se traduce pólis por Estado, se interpreta en sentido político una realidad helénica que
se movía en la frontera indecisa entre lo social y lo político. Esto es evidente. Así, por ejemplo,
cuando Aristóteles dice del hombre que es un zoon politikón, lo que quiere decir es que es un animal
social, en el sentido de que las formas de vida común de la familia y la aldea le resultan
insuficientes y necesita de la pólis que es la sociedad perfecta y autosuficiente. La sociabilidad es
una esencial habitud humana, envuelta en la definición aristotélica del hombre como animal dotado
de lógos -de razón o, incluso antes que de razón, de lenguaje-.
Aristóteles, frente a Platón, proyectista de Estados ideales, ha sido el primer pensador que,
renunciando al Estado “mejor”, se atuvo al Estado “posible”, al que esté más asistido de seguridad y
estabilidad, y por eso tomó como punto de partida para su reflexión política no la “idea” del Estado
perfecto, sino las constituciones reales de los distintos pueblos. Este tipo de pensamiento realista
desapareció durante siglos, para surgir de nuevo, en la época moderna, con Maquiavelo, Bodino,
Hobbes y Gracián, Locke, Hume, Voltaire y Montesquieu, Tocqueville y Marx, Nietzsche y Pareto.
Sin embargo, no todos estos pensadores deben ser considerados como “realistas” en el mismo
sentido. La toma de conciencia de la realidad -realidad que es siempre dinámica- cuando es
profunda obliga a tomar partido, bien para sumergirse en la corriente de lo que aparece como la
dirección histórica, bien para oponerse a ella. El realismo difícilmente se mantiene como puramente
descriptivo.
Frente a los epicúreos y pese a su fuerte tendencia, común con ellos, de salvaguardar la libertad
interior, los estoicos, fieles a la tradición platónica, se sitúan en el extremo opuesto a la posición
individualista -aun sin dejar de serlo ellos-. Los epicúreos afirmaban que la sociedad ha sido creada
por convención. Los estoicos afirman que es una comunidad natural, y no la única. En primer lugar,
el hombre es miembro del universo: el cosmos forma una gran unidad, un gran cuerpo. Dentro de
esta unidad se da una comunidad racional y jurídica de todos los seres racionales, dioses y hombres.
El hombre es el único animal que participa de la razón. La comunión superior de los dioses y los
hombres es, pues, de razón. Pero entre quienes es común la ratio debe serlo también esa recta ratio
que es la ley. Por tanto, también en cuanto a ley somos socios de los dioses. En esa comunidad
legal, jurídica y civil suprema se inscribe la del género humano. El hombre, para los estoicos, antes
que ciudadano de ésta o la otra pólis es cosmopolita, ciudadano del cosmos, ha sido creado para la
sociedad. Y hay, en fin, la comunidad política estrictamente dicha. Existen dos “repúblicas”, una, de
los dioses y los hombres, y otra, la ciudad.
Se ve, pues, que el pensamiento estoico se propone conjugar la afirmación y aun sublimación de
una libertad interior del “sabio” con un comunitarismo de corte platónico. Una moral individual a la

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defensiva, del hombre que se repliega sobre sí mismo, porque ha perdido la confianza en el mundo,
se inserta en el más amplio marco de una ética social de acento comunitarista.
3. La Escolástica
La Escolástica ha seguido a su manera el pensamiento de Aristóteles, en cuanto a las relaciones
entre ética y política, al entender esta segunda como ética política. La sociabilidad es una esencial
habitud humana envuelta en la definición del hombre como animal social y racional. La ética
individual y la ética social se constituyen así como dos dimensiones igualmente necesarias. La ética
no se subsume ya en la política, pero se sostiene decididamente el sentido ético de ésta, lo mismo
frente al sacrificio del individuo que frente a la inhibición política cínica, epicúrea o liberal.
Como se ve, hay una tensión entre una moral orientada fundamentalmente hacia el individuo, y
otra que propone, ante todo, exigencias transpersonales. La primera manifestación de esta tensión se
personifica, como se ha dicho, en Sócrates y Platón, pero se irá repitiendo a lo largo de la historia.
4. Maquiavelo y la virtud del Príncipe
A partir del Renacimiento, con la aparición de los Estados modernos, se abre paso una
concepción pragmática de la política, como arte de gobernar o de conquistar y conservar el poder
del Estado, que tiene su expresión paradigmática en El Príncipe de Maquiavelo. Así, Maquiavelo
hace independiente la política de la ética: establece la primacía o, por lo menos, la autonomía del
poder político y sus categorías con respecto a la moral. Maquiavelo es el primero después de
muchos siglos que se plantea la política desde el poder -un antecedente de su postura podría verse
en el inmoralista (Trasímaco, Calicles) de los diálogos platónicos-.
Es propia de las obras de Maquiavelo la transformación que sufren en ellas los conceptos de
“virtud” y “azar”. En todo el humanismo -Erasmo, Alberti-, por “virtud” se entiende humanidad,
laboriosidad, actividad sabia y prudente, no ajena al cálculo sutil de lo útil, hábilmente engastada en
el juego de las fuerzas mundanas. Virtud significa el actuar del hombre, visto en toda la plenitud de
su valor ético y político y en toda su autonomía: se vuelve alsignificado clásico del término, cuando
“virtuoso” era el hombre valeroso, intrépido y valiente, o sea, cuando podían considerarse virtuosos
tanto Aquiles como Héctor.
Pero cuando se pasa del primer humanismo al pleno Renacimiento, se nota una diferente
acepción de la palabra “virtud”. Para Maquiavelo, en el término “virtud” también está comprendida
la acción depravada, la astucia del zorro y la violencia del león, por lo que puede ser considerado
virtuoso también César Borgia. Si para la tradición humanista la virtud no se ve obstaculizada o
limitada por la suerte, porque aunque sea desafortunada, siempre vence, y el hombre desafortunado
pero virtuoso triunfa siempre por el ejemplo altamente educativo de su sacrificio, al “virtuoso” de
Maquiavelo se le escapa una parte de la fortuna, o sea, se le escapa el control del nexo de las

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diferentes circunstancias y de las diversas acciones humanas, por lo cual el resultado, si bien por
una parte depende de la destreza del hombre “virtuoso”, por la otra depende, en último análisis, del
azar. En efecto, Maquiavelo atribuye el desarrollo y el curso de las vicisitudes históricas mitad a la
suerte y mitad a la prudencia humana; y aunque ponga el acento en la prudencia, no se logra
eliminar la fuerza de la otra, de la suerte, que sigue siendo misteriosamente inaccesible e
inexplicable.
No obstante, en la filosofía moderna las cuestiones morales referidas a la legitimidad de las
formas de gobierno, la justificación del poder del Estado, la obligación moral de obedecer a las
leyes, etc., siguen mereciendo la atención de los filósofos más importantes. Es en esta época cuando
se construyen las grandes teorías filosóficas del contrato social (Hobbes, Locke, Rousseau), y de la
separación de poderes (Montesquieu), cuyo objetivo precisamente es ofrecer una justificación
racional de la existencia del Estado y de las diferentes formas que éste adopta.
5. Kant y Hegel
Más arriba se mencionó la tensión existente e inevitable entre la ética y la política. Cuando, a
fines del siglo XVIII vuelve a plantearse radicalmente el problema de la ética, se repite esta tensión,
personificada en Kant y Hegel.
Es innegable una cierta analogía de situación histórica entre la época de Kant y la época de
Sócrates. Tanto la sofística como la Ilustración son expresiones de un individualismo racionalista
reacio a la metafísica. La crisis del pensamiento tradicional se manifiesta en el siglo V antes de J.C.
Y ambas expresiones filosóficas transcurren en el seno de una sociedad en descomposición.
Sócrates tenía, sin duda, supuestos comunes con los sofistas; también Kant ha sido considerado, con
razón, como un pensador de la Ilustración, aunque, por otra parte, acabe con ella. La ética kantiana
es de un individualismo radical, individualismo que procede inmediatamente de la Ilustración, pero
que trae su origen de la adscripción de Kant a un luteranismo no por secularizado menos real en el
plano de los estilos del pensar. La moral de la buena voluntad pura no se ocupa de las realizaciones
exteriores, objetivas (las únicas que importan a los demás). El imperativo categórico impone mi
deber y la metafísica de las costumbres se ocupa del deber de la propia perfección, pues nunca
puede ser un deber para mí cuidar de la perfección de los otros. Esto no obsta, ciertamente, a que en
Kant puedan rastrearse principios de una ética social que, en cierto modo, anticipan ideas de Hegel.
Pero es innegable que el tono general de la ética kantiana es individualista.
Fichte, con su idea de la dialéctica del yo y del tú, paralela a la dialéctica del yo y el no-yo, y
con la afirmación de una ética social en la cual cada hombre se sabe corresponsable del destino
ético de los demás hombres, y Schelling con la idea romántica del “organismo” frente al atomismo
social de la Ilustración, señalan la reacción antikantiana que alcanzará su apogeo en Hegel.

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Hegel quiere representar, frente a Kant, una vuelta a la realidad concreta, y por otra parte, de
acuerdo con los grandes neohumanistas alemanes contemporáneos y amigos suyos prefería la
armonía griega a la represiva escisión kantiana. Según su sistema, el espíritu subjetivo, una vez en
libertad de su vinculación a la vida natural, se realiza como espíritu objetivo en tres momentos, que
son el Derecho, la moralidad y la eticidad (Sittlichkeit). En el Derecho, fundado en la utilidad, la
libertad se realiza hacia afuera. La moralidad agrega a la exterioridad la Ley de la interioridad de la
conciencia moral (Gewissen), el deber y el propósito o intención (Absicht). La moralidad es
constructivamente abstracta, para ella el bien moral es lo absolutamente esencial y su lema podría
ser Fiat iustitia, pereat mundus. El rigorismo del pensamiento moralista procede de su carácter
abstracto. Lo que Hegel llama la “tentación de la conciencia” es sublime en el orden individual,
pero no hace la historia, pues carece de efectividad. Por eso el momento de la moralidad es
superado en la síntesis de la eticidad. Hegel piensa, contra Kant, que el deber no puede estar en
lucha permanente con el ser, puesto que el bien se realiza en el mundo y por eso la virtud -que no es
sino realización del deber, encarnación del deber en la realidad- tiene un papel importante en su
sistema. Paralelamente cree que el fiat iustitia no exige como consecuencia el pereat mundus. Y en
fin, Hegel sostiene -no por casualidad su sistema es contemporáneo del utilitarismo inglés- que la
auténtica eticidad es eficaz y, por tanto, debe triunfar. Hegel no tiene la menor inclinación por el
deber abstracto, pero su optimismo hace conciliables la justicia y la salvación del mundo.
La eticidad se realiza en tres momentos: familia, sociedad civil y Estado. Éste, que es el que
importa aquí, es concebido como el momento supremo de la eticidad, como el más alto grado ético
de la humanidad. El Estado aparece así como la vida moral en su concreción final. Con esta
etización del Estado, Hegel empalma, pues, con Platón, frente a Kant. De la ética individualista
hemos pasado otra vez a su extremo opuesto, la ética “socialista”.
6. Jaspers y Heidegger
En el siglo XX se ha replanteado este tema de la tensión entre la ética personal y la ética
transpersonal. Aparte de las posiciones unilaterales de personalistas y partidarios del bien común,
tal vez Jaspers y Heidegger son los pensadores que lo han tratado más temáticamente. En Jaspers,
como en Hegel, la teoría del Estado se sitúa por encima del deber individual y del reino económico-
social. La existencia del Estado corresponde a la realidad esencialmente dramática de la existencia y
a la realidad del destino común. El individuo participa en la cultura y en la dignidad humana a
través del Estado. Y, sin embargo, el Estado no es en último término más que la forma privilegiada
de la “objetividad social”. El hombre tiene que trascender toda objetivación, incluso la del Estado,
siempre impersonal, para alcanzar la subjetividad de la existencia.
La posición de Heidegger es, en cierto modo, homóloga a la de Jaspers, si bien en Heidegger el

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aspecto comunitario está tal vez más acusado frente al “liberalismo” de Jaspers. El Mitsein es el
modo primero y cotidiano de darse la existencia, de tal modo que el Selbstsein es una conquista y
tarea, un logro. La existencia es aceptación del peso del pasado, es herencia y es “destino” (ser para
la muerte). Justamente por eso es afectada por su destino y, fundamentalmente, puesto que estar en
el mundo es estar con otros, es afectada por el destino histórico de la comunidad, del pueblo. El cual
destino común es anterior al destino individual, de la misma manera que el Mitsein es anterior al
Selbstsein. La existencia de la comunidad consiste en la “repetición” de las posibilidades recibidas,
en la asunción de la herencia con vistas al futuro.
Posteriormente, en el “El origen de la obra de arte”, Heidegger ha considerado el acto de
constituir el Estado como uno de los cinco modos de fundar la verdad y ha considerado die Heimat
-la casa, el terruño- como cercanía al origen y arraigamiento en el ser, en contraste con el desarraigo
característico de nuestro tiempo, con la alienación de Marx, con el internacionalismo y también con
el nacionalismo.
En resumen, en el origen de la ética primitiva, en Platón y Aristóteles -como reacción ante la
sofística y Sócrates-, la ética aparece subordinada a la política. Maquiavelo -como reacción a un
cierto humanismo- las separa. Hegel -como reacción frente a la Ilustración y Kant-, también
subordina la ética a la política. El comunismo soviético sacó las consecuencias extremas de esta
posición: lo moral es lo que favorece al partido, lo inmoral lo que le perjudica.
7. Weber
Otro autor que se ha ocupado explícitamente de la tensión entre ética y política es Max Weber.
En Politik als Beruf Weber constata el proceso de interiorización o individualización de lo ético que
nace ya con el protestantismo y que culmina en Kant. Este proceso consiste en un tránsito de la
realidad moral a la conciencia moral. Kant formula una ética individualista, puramente atenida al
tribunal interior de la conciencia moral. Es la consumación del tránsito al “fuero interno” y la
instauración plenaria del individualismo moral. Kant afirma que el hombre se da a sí mismo los
preceptos éticos, y cumple por entero el proceso de interiorización moral, la moral se vuelve
autónoma. El juicio en que ha consistido siempre la instancia moral es ahora un “juicio ante sí
mismo”, en el que el juez y el reo se identifican en una misma persona, el sujeto de la moral
autónoma; moral que se convierte así en asunto de mérito personal, en función de la “buena
voluntad” y nada más.
La ética no se refiere entonces a la realidad, sino a la conciencia individual, y lo que importa es
la intención (por eso Max Weber la ha llamado Gessinungsethik) y no el resultado. Ahora bien, la
simultánea recuperación de la dimensión de la realidad y de la dimensión social ha dado un nuevo
giro a la cuestión. Max Weber presentó como equidistante de la Gesinnungsethik, subjetivista e

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irreal, por un lado, y una cínica moral oportunista, atenta solamente al éxito y, cuando más, a los
resultados (lo que ha denominado Erfolgsethik), por el otro lado, lo que él llamó
Verantwortungsethik (ética de la responsabilidad) y que también podría denominarse
Wirklichkeitsethik o ética de la realidad, atenta a los resultados, a las consecuencias y a las
posibilidades, siempre limitadas, de la acción política concreta. El utilitarismo previó algo de esto,
pero en forma unilateral. La reconquista del valor social y, a la vez, la del de verdad o error moral
-que corresponde a la tradicional ética de la prudencia- sacan a la ética de su subjetivista
confinamiento moral.
8. Merleau-Ponty
Si Max Weber, aún siendo realista político, busca una solución intermedia que permita conciliar
la ética y la política, ha habido otros autores que, sin renunciar tampoco a las dos exigencias, la
ética y la política, y pretendiendo afirmar ambas a la vez, se dan cuenta de la imposibilidad de
hacerlo. Buscan una actitud que sea simultáneamente eficaz desde el punto de vista político y justa
desde el ético, pero fracasan a la hora de realizar la síntesis de política y ética.
Esta concepción “trágica” es consecuente porque no cae en la ilusión de que la moralidad sea
más fácil de preservar en el ámbito privado que en el político. Esta trágica ambigüedad moral de la
política está muy bien ilustrada por Merleau-Ponty. Merleau-Ponty, en Humanismo y Terror, se
propuso, entre otras cosas, mostrar la engañosa ilusión de la posibilidad de una vida política moral,
en el sentido de pacífica, de no-violenta. La violencia se halla en el origen mismo del poder, en la
lucha por él y es, por tanto, el punto de partida de todos los regímenes. Lo que ocurre es que los
regímenes establecidos han dejado ya detrás, a sus espaldas, lejos, la violencia primaria, elemental,
desnuda; tan lejos que han podido arreglárselas para olvidarla. Naturalmente, siguen apelando a la
violencia, pero ahora es ya una violencia que no se reconoce como tal, porque se ha
institucionalizado y autojustificado por la Ley. El código Penal, en cuanto admitido, en principio,
por todos, no implica violencia moral; pero en cuanto expresión del presunto derecho de los
poseedores frente a unos desposeídos, que no admiten el principio de discriminación -propiedad
privada oligárquica, etc.- que él establece, y al intentar cubrir la violencia originaria con el manto
del derecho y aun de la moral (derecho natural), agrega el fariseísmo a la violencia. Por tanto, los
regímenes políticos organizados como Estados de Derecho son, según Merleau-Ponty, doblemente
inmorales: en primer lugar por estar montados sobre la violencia y el terror (más o menos
“blanco”); y en segundo lugar, lo que es mucho más grave, y en lo que no caen los regímenes
revolucionarios, por negarse a reconocerlo e intentar pasar por “legales” y “puros”. No es posible,
para este autor, elegir entre la violencia y la pureza, sino solamente entre distintos tipos de
violencia.

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9. Modos posibles de relación entre ética y política
Reconocida ya la problematicidad, la tensión, de la relación entre la ética y la política, se
examinará ahora la efectividad de tal relación y los diversos modos en que ésta puede darse.
Un primer modo, el modo individualista, consiste en el acceso a lo político desde la ética
personal, es decir, en la moralización del Estado por los individuos que lo constituyen, los
ciudadanos. Un segundo modo sigue consistiendo en la moralización del Estado, pero no por los
individuos en cuanto tales, sino articulados ya en grupos sociales. El acceso no ocurre ahora desde
la ética personal, sino desde una ética social: moralización, pues, del Estado y la política por la
sociedad o por un determinado grupo social. En fin, un tercer modo consiste en la inversión del
sentido de la relación: dirección no de la ética (individual o social) a la política, sino de la política a
la ética. Entonces se trata de una moralización por el Estado o desde él. Pero despersonalizada así la
ética, podría ocurrir que una perfecta técnica político-social la sustituyese sin residuo alguno, e
incluso con ventaja. Se desembocaría así en una tecnificación de la ética, que, en realidad, sería su
eliminación en cuanto tal.
Naturalmente, los modos mencionados no son excluyentes entre sí, sino que pueden conjugarse.
Históricamente se puede mostrar que, en su primacía, se han ido desarrollando, al menos dentro de
la época moderna, sucesivamente; pero la sucesión ha sido, claro está, sucesión en la primacía, sin
eliminación del modo o modos anteriores.
9.1 Acceso desde la ética personal a la política
El acceso desde la ética personal a la política está asociado a una concepción individualista de la
ética. El derecho correspondiente a esta visión moral individualista era el romano-napoleónico. Y
los puntos de vista más supraindividuales eran desarrollados teóricamente en esa disciplina
indecisamente ético-jurídica denominada “derecho natural”.
Semejante concepción ha sido característica del liberalismo, cuyo supuesto fundamental, tanto
en el orden económico como en el político, era la creencia en la armonía preestablecida de los
diferentes intereses individuales. El egoísmo bien entendido, el “egoísmo racional” de cada cual,
conduciría derechamente al buen ordenamiento social y constituiría de este modo, por sí mismo, la
mejor o más bien la única virtud social, simple resultante de una serie de virtudes privadas, la
laboriosidad, la buena administración, la industriosidad, la honradez comercial y la previsión y el
ahorro.
El reverso de la medalla, el vicio social, corresponde exactamente a este anverso. No existe, en
realidad, el problema de una injusticia social: a quien le va mal en la vida es por culpa suya, por
entrega al vicio, especialmente a la pereza, a una vida disoluta, al despilfarro y a la imprevisión. Las
víctimas y los culpables de la injusticia social se identifican.

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El fundamento teórico de esta creencia en la perfecta adecuación entre las prácticas privadas y
el bienestar social fue, en principio, la ética religiosa del puritanismo que después, y a medida que
avanzaba el proceso de secularización de la vida, se vio sustituida por la ética naturalista de la
supervivencia de los más aptos. El calvinismo y el darwinismo han servido así para justificar una
moral competitiva y para fundar el mito del self-made-man, ejemplar dentro de esta ética.
El Derecho, fiel a esta misma inspiración individualista y privatista, no quiso ser, en esta época,
más que mera protección legal de esos intereses del egoísmo razonable que constituían asimismo el
objeto central de la ética vivida.
La reacción natural contra el constitutivo individualismo del liberalismo económico ha
consistido en lo que puede llamarse ética social. La moralización de la política desde lo ético
personal ha sido característica especialmente del siglo XVIII, de la moral de la Ilustración.
En la reflexión política del siglo XVIII, la de la Ilustración, hay que distinguir dos momentos. El
primero es el de su praxis política real, es decir, el Despotismo Ilustrado, que se proponía educar
pasiva, autoritariamente al pueblo para la virtud política, o sea, para el amor a la libertad, a la
justicia y a la democracia. El segundo momento es el de Kant, y más que en la literalidad de su
pensamiento, en las consecuencias que, políticamente, fuerza a sacar. Ilustración significa, para
Kant, promoción del pueblo a su mayoría de edad. Ser mayor de edad es no sólo tener el derecho,
sino también el deber de la democracia. La diferencia entre autoridad y súbdito se convierte así en
meramente funcional. El súbdito lo es de la ley que él mismo se ha dado. El paralelismo del orden
ético-político y el ético-personal es, en Kant, perfecto, puesto que el hombre, como ser racional, se
da a sí mismo su propia ley moral.
Las dos vías, abiertas por la Ilustración, de moralización del Estado a partir de los ciudadanos,
están representadas eminentemente por Montesquieu y Rousseau. La primera moraliza el Estado
desde un artificio -la división de poderes- que evite su inmoralidad, es decir, el Despotismo
(monárquico o popular), y constituya una defensa de la libertad del individuo. La segunda mediante
el tránsito de la alienación a la democracia, es decir, mediante la síntesis en el ciudadano de los
status, antes escindidos, del súbdito y el soberano, y la conversión del hombre privado en público.
9.2 Acceso desde la ética social a la política
Si hablamos ahora del acceso desde la ética social a la política, no podemos dejar de tratar la
postura marxista. Para el marxismo, el esfuerzo de los grandes pensadores políticos de la Ilustración
para la moralización del Estado, a partir de los individuos, es insuficiente. Lo es, en primer término,
porque no toma en consideración los condicionamientos reales de la moral política. Lo es también,
porque las voluntades de los ciudadanos, mientras permanezcan aisladas, separadas unas de otras,
atomizadas, no pueden organizarse en verdadera democracia. Es menester su agrupación previa en

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“sociedades intermedias” que doten de conciencia y voluntad colectivas a los individuos.
Quizá ningún sistema ha enfrentado, como el marxista, el punto de vista de la ética individual y
el punto de vista de la praxis o ética social.
Ante todo, hay que distinguir tres fases del marxismo: la revolucionaria, para la conquista del
poder; la del Estado marxista ya constituido, que pretende seguir siendo revolucionario desde el
poder; y, en fin, la fase final del pasaje al comunismo plenamente realizado y a la desaparición del
Estado.
El punto de partida del marxismo es la conocida afirmación según la cual “no es la conciencia
de los hombres la que determina su ser sino, a la inversa, es su ser social lo que determina la
conciencia”. Esto significa, de una parte, la impotencia de la ética individual. Significa, de otra, la
constitución de la ética social como conciencia de clase y praxis.
Si es el ser social el que determina la conciencia, la verdadera actitud ético-social, activa y
creadora, surge cuando se cobra “conciencia social”, que es la “conciencia de clase” o “conciencia
proletaria”. Se trata del problema de la relación entre la teoría y la praxis, que, según el marxismo,
es íntima. La conquista de la conciencia de clase es, para el proletariado, la condición necesaria de
su autoafirmación en la lucha -en la cuestión de si es también suficiente, hay división de opiniones
dentro del marxismo-.
Pero ¿cómo se conquista la conciencia de clase? He aquí, precisamente, la función del partido
en el proceso revolucionario, a través del cual y por el cual el proletariado se constituye en clase. El
partido no puede provocar ni evitar el desencadenamiento de ese proceso revolucionario. Su papel
es otro: ser el portador de la conciencia de clase del proletariado. Y, al serlo, es, a la vez, portador de
la ética del proletariado en lucha. La función de “fuerza moral” asignada al partido comunista, hace
que éste y el proletariado desempeñen un papel ético que los individuos aislados, completamente
impotentes, nunca podrían representar.
9.3 Construcción, desde el Estado, de una eticidad político-social
Hasta ahora hemos tratado el proceso de moralización del Estado desde fuera de él: a partir de
los ciudadanos, individual y socialmente considerados. Pero con todo esto no se consigue sino una
eticidad negativa o restrictiva por parte del Estado. La fuente de la moral política sería la persona y,
hasta cierto punto, la sociedad; pero nunca el Estado. Dentro de esta concepción, la moralidad del
Estado le es completamente extrínseca y le viene dada por la inserción en él de una ética a través de
una técnica jurídica. Pero el Estado también puede verse como impulsor de una moralidad positiva.
El tercer modo en que pueden relacionarse la ética y la política consiste en la construcción,
desde el Estado, de una eticidad político-social. No obstante, hay que reconocer que en el Estado no
puede darse una eticidad pura (a no ser que se tenga una idea transpersonal, hegeliana, de la

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eticidad), pues lo ético incumbe a la persona, individual y agrupadamente considerada, y sólo a ella.
El problema ante el que estamos ahora es el de si se puede “organizar” o “institucionalizar” la
moral. Ha de quedar claro que si el Estado, en tanto que Administración pública, asume tareas
éticas, necesariamente las administrativiza, las convierte en funciones técnicas. El traspaso de la
función moral a la Administración es siempre una tecnificación de la moral.
La respuesta que se dé a este problema depende en gran medida de si se concibe la ética como
algo que es autónomo e independiente de condicionamientos sociológicos, psicobiológicos y
económicos -esta sería la línea kantiana-; o si, por el contrario, se acepta que la ética está
condicionada económica, histórica y sociobiológicamente -esta línea sería más hegeliana-. La
solución tradicional es distinguir entre la moral, que sería lo condicionado, y la ética, que tendría un
carácter racional e independiente de tales condicionamientos. Baste aquí con señalar que esta
solución no deja de ser problemática, y que es ésta una cuestión genuinamente filosófica y que, por
lo tanto, sigue abierta.
En un caso extremo de traspaso de la función moral a la administración, estaríamos ante una
tecnificación total, ante un pantecnicismo, según el cual la moral resultaría simplemente, como un
subproducto, de una técnica político-social, de una “ingeniería social” adecuada, y la justicia y la
democracia se reducirían a la perfecta adaptación psicosocial de los individuos a la comunidad en
que se integran. La realización de este pantecnicismo sería la tecnocracia, con su pretensión de
transferir la neutralidad moral desde los aspectos técnicos, organizatorios, administrativos de la
política, a la esencia misma de lo político. El problema de la moralización de la política quedaría así
reducido a un pseudoproblema. Los conceptos morales serían reemplazados por los de normalidad
biológica y psicosomática, adaptación psicológica y ajustamiento e integración sociológicos y por
los controles de la Economía política y la ciencia de la Administración.
9.4 Formas de institucionalización de lo ético
La construcción, desde el Estado, de una eticidad político-social, puede llevarse a cabo de varias
maneras. Hay dos formas fundamentales de institucionalización de lo ético, que llevan a cabo una
institucionalización técnica de lo moral. Éstas serían el totalitarismo, en su versión tanto fascista
-moral racista- como comunista soviética -moral de la igualdad-, y el Welfare State o Sociedad del
Bienestar -moral basada en la abundancia, el consumo y la seguridad-. Los totalitarismos se
imponen, básicamente, mediante la coacción y la violencia. El Estado del Bienestar se basa en la
manipulación -política y económica- del ciudadano, en crear en él incesantemente necesidades
renovadas y el deseo de bienes innecesarios.

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