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Rasguños (2002-2016)

Artículos aparecidos en El Catoblepas

Gustavo Bueno

Volumen 2
(2005-2007)

1
Índice

2005
Sobre la imparcialidad del historiador y otras cuestiones de teoría de la
Historia………………………………………………………………………………….5
Tratado o Constitución……………………………………………………………74
Sobre el prestigio creciente de la cultura……………………………………….82
«Maquis», un ejercicio reciente de «memoria histórica» (1)…………………84
«Maquis», un ejercicio reciente de «memoria histórica» (y 2)……………….95
El referéndum español, francés y holandés, y la «resolución 80» del
Congreso de los diputados españoles: cuatro trucos de la democracia
realmente existente…………………………………………………………………108
Secretos, misterios y enigmas………………………………………………….130
Sobre las «Ruedas dentadas» de Iván Vélez………………………………...136
Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados…………………..140
Las ideologías armonistas del presente (1)...………………………………...206
Las ideologías armonistas del presente (y 2)……………………………...…210
«Pensamiento Alicia» (sobre la «Alianza de las Civilizaciones»)…………..224
Sobre el análisis filosófico del Quijote…………………………………………237

2006
Parábola sobre el General Mena………………………………………………253
Sobre el «respeto» a Mahoma y al Islamismo, y sobre la «condena moral»
de las caricaturas…………………………………………………………………...257
La obsesión de la Yihad………………………………………………………...267
El estatuto catalán y la tregua de ETA………………………………………...271
Por qué es absurdo «otorgar» a los simios la consideración de sujetos de
derecho…………………………………………………………………………...….274
El debate democrático sobre el «proceso» (de pacificación del País
Vasco)………………………………………………………………………………..315
Notas sobre el concepto de populismo………………………………………..331
Notas sobre la socialización y el socialismo………………………………….336

2
El milagro de Santa Clara y la Idea de «Televisión Formal»……………….352
Individual, idiográfico…………………………………………………………….368
Sobre un futurible en forma de prólogo……………………………………….376
Filosofía de las piedras………………………………………………………….397

2007
Adiciones al «Prólogo futurible»………………………………………………..420
Un musulmán va a ser reconocido en referéndum como «Padre de la Patria
andaluza»……………………………………………………………………………428
Los peligros del «humanismo de la izquierda híbrida» como ideología política
del presente…………………………………………………………………………453
Sobre la educación para la ciudadanía democrática……………….………..473
En torno a la distinción «morfológico/lisológico» (1)…………………………494
En torno a la distinción «morfológico/lisológico» (2)…………………………501
En torno a la distinción «morfológico/lisológico» (y 3)……………………….512
Profesores «cómplices» publican, cara al nuevo curso, manuales de
Educación para la Ciudadanía…………………………………………………….528
Conónimos………………………………………………………………………..548
Sobre las élites de periodistas en la democracia coronada…………….......579
¿Por qué no te callas?.................................................................................590
Sobreactuación…………………………………………………………………..602
Don Quijote, espejo de la nación española…………………………………...604

3
2005

4
Sobre la imparcialidad del historiador
y otras cuestiones de teoría de la Historia
Gustavo Bueno

Comentarios (metahistóricos) al libro 1936, Los mitos de la guerra civil,


de Enrique Moradiellos, Alfaguara, Madrid 2004, 249 págs.

Las páginas que siguen como comentario al libro de Enrique Moradiellos,


viejo amigo, que considero paradigmático, en cuanto libro de historia ejercitada
con la más escrupulosa profesionalidad, no quieren mantenerse en el terreno del
debate historiográfico, tal como se ha desarrollado en El Catoblepas a lo largo
de 2003 y 2004, y con repercusiones importantes fuera de esta revista, en una
intensa polémica sostenida principalmente por Antonio Sánchez, Iñigo Ongay,
José Manuel Rodríguez Pardo, Pío Moa y el propio Enrique Moradiellos. Los
comentarios que siguen sólo de un modo indirecto u oblicuo quieren incidir sobre
cuestiones históricas relacionadas con la Guerra Civil española; ellos quieren
mantenerse en el terreno estrictamente gnoseológico.

He agrupado estos comentarios en las siguientes rúbricas:

§ I. Sobre el renovado interés, al cabo de setenta años, por la Guerra Civil


española –1936–: «olvido histórico» y «memoria histórica».

§ II. Sobre la imparcialidad del historiador y sus clases.

§ III. Sobre el partidismo de los historiadores de la Guerra Civil española, en


general, y sobre el partidismo de Enrique Moradiellos, en particular.

§ IV. Sobre la inevitabilidad, la contingencia y las responsabilidades de la Guerra


Civil española.

§ I.

Sobre el renovado interés, al cabo de setenta años,


por la Guerra Civil española –1936–:
«olvido histórico» y «memoria histórica»

1. No deja de sorprender al profano que unos sucesos que comenzaron


hace ya algo más de setenta años (los sucesos ocurridos en el intervalo

5
transcurrido entre el 14 de abril de 1931 y el 1º de abril de 1939, con las fechas
intercaladas del 4 de octubre de 1934 y el 17 de julio de 1936) y que, por tanto,
muy pocos de los que hoy viven, pueden recordar en su «memoria episódica»,
sigan interesando de modo apasionado y creciente a tantas gentes que no son,
sin embargo, historiadores profesionales. No hay ningún misterio, desde luego,
en todo cuanto se refiere a los mecanismos mediante los cuales accede a
nuestro interés la materia que lo alimenta: reliquias abundantes (ruinas,
monumentos, tumbas, fosas de enterramiento, muchas de ellas «reliquias
escritas»: inscripciones de monumentos, nombres de calles, cartas, periódicos,
libros...) y relatos de supervivientes (testigos, sujetos pacientes o agentes).

Pero la cuestión es por qué se activa este interés específico, puesto que
otros muchos materiales –reliquias o relatos–, de naturaleza científica,
tecnológica o artística, por ejemplo, no suscitan un interés semejante en
extensión y apasionamiento.

Supuesta ya una selección de reliquias y relatos referidos a un dominio


histórico determinado, no hay motivos especiales para sorprendernos ante el
interés de los historiadores profesionales. Pero sigue habiendo motivos para
sorprendernos por qué interesan tanto, entre historiadores profesionales y
público en general, esta «selección» de reliquias y relatos más que otras. Y la
sorpresa, o la intriga, se agudizará cuando tengamos en cuenta que el interés
que suscita la selección de referencia no es permanente, constante o uniforme
(como si manase de la misma «naturaleza humana»), sino variable en el tiempo,
y sin que esta variación sea tampoco uniforme. Es un interés que ha ido
decayendo, de la forma más «natural», a medida que se alejaban los años del
intervalo de referencia; pero que sin embargo se ha renovado o recuperado en
los últimos años, como demuestra el cotejo entre dos encuestas del CIS sobre
la «memoria de la Guerra Civil», una de ellas de 1995 y la otra del año 2000.
Moradiellos ofrece este cotejo (pág. 14) pero como una cuestión de hecho
(conceptuado como «vestigios psicológicos»), es decir, sin suscitar la cuestión
de sus causas y de la «anomalía» de la intensificación de esta «memoria»: en la
encuesta de 1995, entre 2478 consultados, el 48% «sí han olvidado», el 41%
«no han olvidado». Pero en la encuesta del año 2000, entre 2486 españoles
mayores de 18 años, un 43% «habían olvidado», mientras que el 51% «no
habían olvidado».

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué causas han intervenido para que la tendencia


global de la caída de la curva del interés, o de la memoria, a medida que aumenta
la distancia en años de ese pretérito, se invierta, hasta el punto de hacer que la
curva del interés por unos sucesos pretéritos aumente con los años de distancia?

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Es evidente, por lo tanto, que estas encuestas no miden la «memoria
histórica» como magnitud psicológica. No cabe hablar de un proceso de
«refresco de la memoria episódica» de la población española, del pueblo español
mayor de setenta años, de los «pueblos de España». Estamos, sin ninguna duda,
ante magnitudes de otro orden, simplemente confundidas y oscurecidas en el
rótulo común, confusionario y oscurantista, de la «memoria histórica». (Hemos
tratado el sintagma «memoria histórica» primero en el artículo «Sobre el
concepto de 'memoria histórica común'», El Catoblepas, nº 11, enero 2003; y en
libros posteriores.)

2. No es «el pueblo», cambiante como el río de Heráclito, quien mantiene el


interés (o la memoria) creciente por determinados episodios históricos
nacionales. Son partes especializadas de ese pueblo (junto con otras partes
exteriores al pueblo de referencia) y concretamente dos «especialidades» muy
distintas, aunque con abundantes intersecciones mutuas, las que mantienen, en
creciente o en decreciente, el interés, o la memoria, por el pretérito: los
historiadores profesionales y los políticos profesionales (es decir, la llamada
«clase política» de la sociedad democrática). Ambas especialidades se ocupan
de los hechos pretéritos por razones diferentes. Los historiadores directamente,
por definición de su profesionalidad; los políticos, indirectamente. Pues, puede
decirse, que los políticos se ocupan profesionalmente del futuro (de los planes y
de los programas para la sociedad de la que forman parte); y si se ocupan del
pretérito lo harán por el significado que este pretérito pueda tener en sus planes
y programas de futuro.

3. No parece que pueda suscitarse ninguna dificultad para atribuir a los


historiadores profesionales (al «gremio» de los historiadores) el interés, directo
e invariable, por el pretérito; más aún, la tendencia a incrementar ese interés. Lo
problemático sería que los historiadores inspirasen acciones orientadas a hacer
decaer el interés por el pasado o, como dicen algunas veces de modo
oscurantistas y confusionario, orientadas a incrementar el «olvido histórico». La
conexión del historiador profesional con el interés con el pretérito es inmediata,
como pueda serlo la conexión de la Medicina con las transformaciones del
organismo orientadas a mantener su salud. Lo que habría que explicar sería la
acción de un médico (o de una escuela de médicos) dirigida a transformar el
organismo sano en organismo enfermo, o en cadáver.

Los historiadores profesionales nos aseguran, por razones de su oficio, el


interés creciente por el pretérito, puesto que se ocupan de él «asidua y
vehementemente» (es decir, con el studio que reclamaba Tácito, según la
definición de Cicerón: «Studium est animi assidua et vehemens ad aliquam rem
applicata magna cum voluntate occupatio, ut philosophiae, poeticae, geometriae,
litterarum», Inv. 1, 25). Y no sólo de un pretérito de hace setenta años –la Guerra

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Civil española–, sino también de un pretérito de hace ciento setenta años –la
Primera Guerra Carlista–, o de casi ochocientos años –la Batalla de las Navas
de Tolosa–, o de casi mil trescientos años –la Batalla de Covadonga–. El interés
de los historiadores profesionales por el pasado histórico, en general, no necesita
explicación; sí la necesita el interés por determinados intervalos más que por
otros.

Y lo que ya no es tan fácilmente explicable es el interés sostenido por el


pasado por parte de quienes no son historiadores profesionales. Difícilmente la
explicación puede venir por la vía psicológica de la llamada «memoria histórica».
Porque la memoria, en cuanto facultad orgánica –Dios incorpóreo, inorgánico,
no tiene memoria, ni la necesita para su vida interminable, «tota simul»– no
puede llegar más atrás de donde llega el organismo, es decir, hasta la fecha de
su nacimiento, a lo sumo, hasta la fecha de la formación del cigoto. Son
totalmente fantásticas las pretensiones de quienes practican ciertos métodos
para la «recuperación de la memoria» por la vía de la regresión hipnótica a
escala precigótica, como si el organismo «capaz de recordar» tuviera existencia
antes del cigoto, hasta el punto de poder «recordar» escenarios del tiempo de
Marco Antonio y Cleopatra, en los que él supuestamente hubiera estado
presente. Recuerdo (ahora con memoria episódica) una conversación
radiofónica que hace unos años mantuvo mi buen amigo Julio Mangas (uno de
los más eminentes historiadores españoles de la Roma antigua) con una señora
que decía que gracias a una regresión hipnótica recordaba (con memoria
histórica) ciertas escenas de la vida de Julio Cesar, de Marco Antonio y de
Cleopatra; y el eminente historiador, que con gran sentido del humor seguía la
broma, se veía a veces en apuros para rebatir fechas y circunstancias
«oligofrénicas» que la impostora traía aprendidas, de los libros de historia
antigua, antes de llegar a la emisora. Robert Lane, reconocido historiador
especialista en Alejandro Magno, y asesor de la película de Oliver Stone sobre
Alejandro, cuenta en un reciente artículo cómo recibió, en 2003, la amable
invitación de la Sociedad Internacional de Terapeutas de la Regresión, para
pronunciar en Canadá el discurso inaugural de la reunión anual de dicha
sociedad. Robert Lane no dice si aceptó, aunque fuera por broma, o no,
semejante invitación.

4. Pero lo verdaderamente grave es que algunos (bastantes) historiadores


profesionales no encuentran dificultad alguna en definir su disciplina como
resultado del ejercicio de la «memoria histórica», de titular sus trabajos, por
ejemplo, como «Contribución a la memoria histórica colectiva», o incluso de
concebirlos como una «Recuperación de una memoria histórica en trance de
extinción».

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El mejor test para medir las entendederas que un historiador tiene de su
propio oficio es analizar su respuesta a esta pregunta (que yo formulaba en
tiempos a historiadores profesionales): «¿Considera usted su trabajo de
historiador como orientado a la recuperación de la memoria histórica de la
sociedad cuyo pasado usted investiga?»

Si el encuestado no hace referencia a la distinción entre memoria (en su


significado psicológico) e historia, es decir, si no da ninguna señal de estar al
tanto de que la expresión «memoria histórica» que él reivindica, es una
metonimia o una metáfora; si no advierte que lo de «recuperación» carece de
absoluto de sentido, sobre todo en aquellos casos en los cuales el sujeto de la
historia de referencia fue masacrado en una guerra y no pudo tener jamás, ni
siquiera por metonimia, «memoria histórica» de los sucesos que le llevaron a su
desaparición..., entonces podremos concluir con seguridad que el historiador
profesional encuestado sólo tiene una idea muy borrosa, por no decir ridícula, de
su oficio. Lo que no significa, en principio, que sea mal historiador profesional;
pero tampoco que lo sea excelente. Conocí a un matemático sobresaliente que
creía estar leyendo en la mente divina los teoremas que él demostraba. Con
frecuencia escuchamos de escultores reconocidos, que en el momento de
presentar su obra laureada (además de trabajar se ve que tienen necesidad de
hablar), decir cosas como estas: «Por fin he logrado crear en mármol la escultura
que yo llevaba dentro de mi alma.»

Pero la Historia no es asunto de la memoria histórica, porque, puestos a


hablar en términos psicológicos, habría que decir que la Historia es obra del
entendimiento, o de la razón, pero no de la memoria (al menos en mayor
proporción de lo que ésta pueda contribuir en las Matemáticas o en la Física).
En estas mismas páginas hemos recordado que el asociar la Historia a la
memoria fue una ocurrencia que Francisco Bacon incorporó a una «clasificación
de las ciencias» inspirada en criterios psicológicos; clasificación que a través de
d'Alembert pasó al siglo XIX y llega hasta nosotros. Todavía hoy, en la particular
«psicología del conocimiento» utilizada en los centros de enseñanza media o
universitaria, suele darse por axiomático que un alumno que quiera «estudiar
Historias» debe tener «buena memoria». Como si no debiera también tener
buena memoria (y no sólo buena capacidad de razonar) el estudiante de Química
o el de Zoología. ¿Acaso podría alguien «deducir racionalmente» los nombres
de los elementos químicos a partir de su estructura atómica? No, porque el
químico tiene que «aprender de memoria» esos nombres y sus series, a la
manera como el historiador tiene que aprender de memoria los nombres y series
de los emperadores romanos o de los reyes godos. Tampoco el zoólogo
paleontólogo puede deducir de la estructura anatómica del Estegosaurio o del
Triceratops los nombres con los que se los designa; a no ser que profese por los
paleontólogos la admiración que les tenía aquella señora, visitante del Museo de

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Paleontología de Nueva York, cuando asombrada de la ciencia del profesor que
la acompañaba en la visita, le decía: «Lo que más me admira de ustedes, es
que, además de haber logrado recomponer estos huesos fósiles, hayan logrado
también averiguar los nombres que tenían estos bichos.»

Nadie puede subestimar la importancia que para la ciencia histórica tienen


las memorias históricas de los «testigos de vista», supervivientes de los hechos
tratados por el historiador. Pero tampoco puede dejarse de lado la necesidad de
controlar y contrastar los hechos recordados por los diferentes supervivientes,
sencillamente porque las memorias históricas de tales supervivientes no suelen
ser concordantes. Y no sólo porque los «hechos puntuales» estén deformados,
trastocados o inventados «por el recuerdo», sino, sobre todo, porque están ya
necesariamente sesgados por las circunstancias personales del «mártir».

Sin temor a exagerar cabría afirmar que la «Historia», en lo que tiene de


ciencia, consiste mucho más en destruir la memoria histórica –aunque sea para
«reconstruirla» de nuevo, es decir, para transformarla en función de los
contenidos históricos contrastados– que en incorporarla, asumirla o
representarla como tal. Y la prueba de esta afirmación es bien sencilla: el
contraste, cuya necesidad nadie niega, entre los diferentes testigos –el contraste
de las diferentes memorias históricas– ya no es un contenido de la memoria
histórica. Porque no es la memoria la que actúa cuando se cotejan dos o más
memorias históricas de testigos diferentes; el cotejo, contraste, confrontación,
&c., entre los diferentes testimonios o memorias históricas es asunto del
entendimiento y de la razón.

5. El interés (o el desinterés) por una época histórica determinada, sobre


todo cuando ese interés o desinterés tiene una dimensión social general (no
circunscrita únicamente al gremio de los historiadores) no se deriva propiamente
del oficio del historiador. Porque el oficio del historiador explicará el interés
general, inespecífico, por cualquier intervalo histórico, pero no por éste intervalo
(como pueda ser la Guerra Civil española) más que por otros. En principio, cabría
afirmar que al historiador, en cuanto tal, habrían de interesarle todos los
intervalos históricos; por lo tanto, que las «preferencias personales» por algunos
intervalos, tienen en realidad motivos extraprofesionales, casi siempre políticos,
y no por ello menos legítimos.

Dicho de otro modo: si asociamos ese interés por un intervalo histórico a la


memoria histórica, y el desinterés, al olvido histórico, habría que afirmar que la
memoria histórica, o el olvido histórico, no se «activan» tanto como
«mecanismos» incluidos en el oficio del historiador profesional, sino como
mecanismos que se disparan en el exterior de los recintos ocupados por el
gremio de los historiadores; principalmente en los recintos ocupados por los

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políticos, por la «clase política». Ante todo, porque los políticos, desde alcaldes
hasta ministros o parlamentarios, tienen la responsabilidad «institucional» de
hacer cumplir determinadas conmemoraciones históricas (aniversarios,
centenarios...) que «obligan a interesarse» en cada momento por determinados
sucesos o intervalos históricos. Y no sólo por esto: también por motivos jurídicos
(reivindicaciones de fueros, de títulos de propiedad...) o urbanísticos (esculturas
de las plazas públicas, denominación de calles...), la llamada «memoria
histórica» (en realidad: la memoria como repaso o refresco de cosas que ya eran
sabidas y aprendidas en los libros) se suscita desde la vida política, tanto o más
que desde la vida académica. Y, paradójicamente, el ejercicio de esta «memoria
histórica» va orientado, muchas más veces de lo que pudiera esperarse,
precisamente a la demolición de monumentos dedicados a héroes del pretérito,
hoy desprestigiados, o a la sustitución de las dedicaciones o nombres de calles
y de plazas por otros más acordes con los tiempos. Y demoler o borrar tienen
que ver con el olvido histórico, más aún que con la memoria histórica. Lo que
demuestra que el olvido histórico tampoco es un proceso psicológico
espontáneo, sino el resultado de un control de la propia memoria histórica, a
título de damnatio memoriae, por ejemplo.

En cualquier caso, la memoria histórica (el interés por un intervalo histórico


determinado) no se activa a partir de una mera curiosidad histórica de un grupo
social por su pasado; explicar la activación de la memoria histórica por una tal
curiosidad histórica no va más allá de explicar los efectos somníferos del opio
por su «virtud dormitiva».

Esquemáticamente: no será el grupo social quien globalmente experimente


una vehemente inclinación a mirar hacia su pretérito (en virtud de un mecanismo
que podríamos llamar metamérico); sino que será la confrontación mutua
(diamérica) entre los diversos grupos sociales aquello que los mueve a
interesarse por ciertos intervalos de su pasado, es decir, a activar o a desactivar
su memoria histórica.

Según esto, y como norma generalísima, cabría establecer que la tendencia


a activar o a desactivar la «memoria histórica» está impulsada por las mismas
fuerzas que enfrentan a los grupos sociales que interactúan en una sociedad
determinada (grupos corporativos, profesionales, regionalistas, secesionistas,
confesionales, partidos políticos...); es decir, no brota del grupo social, o de la
sociedad globalmente considerada.

Otra cuestión es la de las razones por las cuales los enfrentamientos entre
grupos que tienen lugar en el presente resultan inclinados a «mirar hacia el
pasado». Estas razones son de muy diversa índole, pero podrían clasificarse en
dos grandes rúbricas extremas.

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A) La primera, acoge a razones de carácter isológico (incluyendo también
las analogías y las desemejanzas, reales o aparentes). Los grupos enfrentados
en el presente descubren o creen descubrir analogías de proporcionalidad,
semejanzas o desemejanzas con grupos del pretérito y, en consecuencia,
tienden a identificarse o a oponerse a ellos. Así, ciertos partidos o corrientes
progresistas del siglo XIX español (por no hablar de los «progresistas» del siglo
XX) creían poder identificarse con los comuneros del siglo XVI, dando por
supuesto que estos comuneros representaban el progreso frente a los imperiales
de Carlos V. Este es el caso del interés que los norteamericanos suelen
desplegar hacia épocas muy lejanas de su propia realidad, como la Historia de
Roma o la Historia de Grecia. En la película Gladiador, de Ridley Scott, creen
poder ver algunos la representación del enfrentamiento actual del partido
demócrata contra el partido republicano: la analogía entre el Senado depredador
del Imperio romano y los republicanos de Estados Unidos de orientación belicista
y agresiva, inclinados al control del Imperio por minorías corruptas, y la supuesta
orientación pacifista y limpia de algunos senadores romanos y de algunos
emperadores (como Marco Aurelio) les habría llevado a imaginar una situación
en la que únicamente a través de los hispanos, y con ellos de los hombres de
color del continente americano, simbolizados por Máximo, Estados Unidos
podría regresar al proyecto original de sus padres fundadores, como
Washington, Jefferson o Monroe. Asimismo, la «reconstrucción histórica» de
Alejandro Magno, en la película de Oliver Stone, ha significado para muchos
grupos demócratas de Estados Unidos la mayor crítica posible a la política de
Bush II y de los republicanos, en la medida en la que se ve al Alejandro de Stone
no sólo como un personaje bisexual, sino, sobre todo, violento, depredador,
asesino, en los mismos territorios mesopotámicos en los cuales tiene lugar la
actual guerra del Irak. En suma, Alejandro Magno comenzaría a ser el símbolo
de Bush II, independientemente de que Stone no lo hubiera deseado: su obra,
según muchos de sus críticos demócratas, sería en todo caso desafortunada,
porque la exaltación de un héroe como Alejandro Magno equivale indirectamente
a la exaltación de la política de Bush II.

En consecuencia, el interés histórico de los norteamericanos hacia Marco


Aurelio o hacia Alejandro no estaría impulsado tanto por una supuesta
«curiosidad histórica» propia del pueblo norteamericano, globalmente tomado,
sino por la lucha partidista entre los republicanos de Bush y los demócratas de
Kerry, pongamos por caso.

B) La segunda rúbrica acoge las razones de carácter sinalógico, real o


aparente. Ahora las partes, partidos o corrientes políticas, aún cuando estén muy
lejos de mantener este tipo de semejanzas, se considerarán herederas de la
misma «sustancia», de las partes o partidos del pasado, y a veces ni siquiera
esto, porque se considerarán como «la misma sustancia» de las

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correspondientes partes o partidos del pretérito. De este modo unos partidos o
corrientes, los vencidos, por ejemplo, en una guerra civil se autoidentificarán con
la sustancia misma de los vencedores del intervalo; otras veces los vencidos
identificarán a sus adversarios políticos con otras corrientes vencedoras en el
pretérito. Así, en la democracia española de 1978 es frecuente ver cómo el
PSOE o IU, principalmente, «recuerdan», una y otra vez, que Manuel Fraga,
presidente del AP y actualmente de Galicia, fue ministro con Franco; se
«recuerda» la tradición familiar de José María Aznar, y sobre todo a su abuelo,
comprometido contra la República de 1931, de la misma manera que se
«recuerda» (como si fuese algo pertinente tras la Amnistía general y la
Constitución de 1978) que el abuelo de José Luis Rodríguez Zapatero fue
«fusilado por Franco». En una palabra, se olvidan las condiciones impuestas por
la Constitución democrática. ¿Qué tiene que ver en democracia, el abuelo de
Aznar con Aznar? ¿Qué tiene que ver el abuelo de Zapatero con Zapatero? Se
olvidan también las genealogías de otras figuras importantes aliadas con el
PSOE, muchas de ellas vinculadas al grupo PRISA (¿acaso Jesús Polanco no
movió con gran habilidad comercial los recursos que le proporcionaba el
Ministerio de Educación franquista, o Juan Luis Cebrián no se formó, en el
franquismo, a las órdenes de Emilio Romero, director de Pueblo?).

Moradiellos subraya cómo entre los vencedores, ya en el Manifiesto de


octubre de 1956 de un grupo de oposición cristiano demócrata dirigido por
Manuel Giménez Fernández, exministro de la CEDA, se declaraba la voluntad
de «dar olvido a esa catástrofe»; se aproximaba a ello el PCE, en junio de 1956,
y el PSOE en agosto de 1957 («las nuevas generaciones del interior de España
guardan remoto recuerdo de la Guerra, inútil matanza fratricida»). Cita también
a las películas del llamado «cine de reconciliación» (Juan Antonio Bardem, La
Venganza, 1957; Antonio Isasi Isasmendi, Tierra de todos, 1961). Cita, de modo
muy particular, las palabras de Manuel Fraga en 1972: «[ha] llegado el momento
no sólo del perdón mutuo, sino del olvido, de ese olvido generoso del corazón
que deja intacta la experiencia.»

Tras la muerte de Franco, en 1975, y de la Constitución de 1978, la


tendencia al olvido –ahora al olvido histórico, no sólo de la Guerra Civil, sino de
la «era de Franco»– crece hasta el punto de que muchos hablan de una amnesia,
prudente para unos, culpable para otros. Se comprende plenamente que no fuera
el mejor método, en un proceso presentado como una regeneración de la
«democracia» frente a la «dictadura» –«libertad, amnistía, estatuto de
autonomía»– andar recordando, ante quienes comenzaban a convivir
democráticamente, las filiaciones y compromisos de los parlamentarios que
proclamaron Rey a don Juan Carlos al día siguiente de muerto Franco, los
juramentos del Príncipe Juan Carlos ante la Ley de Sucesión impulsada por
Franco, o la filiación de los ministros o de los presidentes de gobierno de la nueva
democracia.
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En conclusión, la renovación del interés por la Historia de la Segunda
República española, de 1936 y del franquismo, no fue un mero efecto de la
historiografía académica, ni siquiera de las grandes obras historiográficas de los
años sesenta, generalmente debidas a extranjeros (Pierre Vilar, Gerald Brenan,
Hugh Thomas, Bolloten, Carlos M. Rama, Jackson, Payne...), fueron impulsadas
desde la academia, sino desde posiciones políticas muy definidas mantenidas
por sus autores, de acuerdo con los intereses de sus respectivas potencias
nacionales. Enrique Moradiellos afirma justamente: «Por supuesto, el final de la
dictadura y el restablecimiento de la democracia y las libertades civiles a partir
de 1975 permitió un cambio sustancial e irreversible de la situación [de la
historiografía]» (pág. 37). Moradiellos subraya el sexenio 1981-1986, «marcado
por la celebración de dos cincuentenarios», el de la proclamación de la República
(1981) y el del comienzo de la guerra civil (1986). «Se produjo una verdadera
eclosión bibliográfica, cuantitativa tanto como cualitativa, en la producción
historiográfica de la Guerra Civil.»

Lo que ya no es tan claro es que esta eclosión bibliográfica fuese efecto de


la posibilidad de expresar, en libertad, los deseos científicos reprimidos durante
el franquismo de los historiadores profesionales. La celebración de los
cincuentenarios no es en realidad asunto académico, sino político, aunque se
hiciesen en gran medida a través de la academia: porque «la Academia» podía
también haber celebrado, por ejemplo, el centenario del intento de asesinato de
Isabel II por el cura Merino. La eclosión historiográfica corresponde precisamente
a la lucha parlamentaria de los partidos de la transición, concretamente, en este
caso, a las vísperas del triunfo del PSOE en 1982 y a su posición victoriosa en
1986.

En cuanto a la campaña en pro de la «recuperación de la memoria histórica»


(en libros, artículos periodísticos, películas, congresos, series de televisión,
desenterramientos de fosas comunes, «cubos de la memoria»...) en modo
alguno puede atribuirse al «afán de saber», o a un «queremos saber» dónde
están nuestros muertos («los muertos del bando franquista ya descansan en el
Valle de los Caídos, o en otros lugares con lápida»). ¿Por qué este querer saber,
este querer recuperar la «memoria histórica» se excita a partir de mediados de
los años noventa (casi veinte años después de la democracia) y no antes? La
razón principal sería que el PP había ganado las elecciones en 1996, y los
partidos de la oposición (PNV, PSC, IU, PSOE) veían la recuperación del control
del Parlamento y del Gobierno en un horizonte demasiado lejano. Mi «hipótesis
de trabajo» –que obviamente deberá ser confirmada por la investigación
empírica– es la siguiente: el anhelo de recuperación de la «memoria histórica»
no fue tanto fruto de un deseo de saber cuanto una estrategia del PSOE y de IU
principalmente –apoyada con generosas subvenciones– para ir minando el aura
victoriosa que el PP iba tomando en la democracia, presentándolo como reliquia

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del franquismo. Se reavivó intensamente esta memoria histórica a raíz de la
victoria absoluta del PP en las elecciones del año 2000: la ARMH (Asociación
para la Recuperación de la Memoria Histórica) impulsó a IU y al PSOE a
presentar en el Congreso de los Diputados (9 de septiembre a 4 de octubre de
2002) proposiciones en este sentido.

En suma, el interés por la llamada «memoria histórica» no sería otra cosa


sino expresión del interés partidista de la coalición de partidos contra el PP
victorioso. Es evidente que, ante esta estrategia, el PP no podía oponerse a esta
«legítima recuperación».

Cualquier reticencia sería interpretada como prueba de su filo-franquismo.


Suscribió el acuerdo de las Cortes de condenación de la dictadura de Franco.
De este modo, frente al olvido histórico, la memoria histórica; el mismo
mecanismo que tuvo lugar poco después para oponer al esquema del «conflicto
de las civilizaciones» (The Clash of Civilizations, de Huntington) el esquema de
la «alianza de las civilizaciones» de Zapatero. Contraposiciones puramente
retóricas, porque no cabe hablar, con fundamento, ni de alianzas entre entidades
tan abstractas como las «civilizaciones» (otras veces: las «culturas»), como
tampoco cabe hablar del olvido o de la memoria de la Historia, sencillamente
porque la Historia no tiene demasiado que ver con la memoria.

§ II.

Sobre la imparcialidad del historiador y sus clases

1. Diversos géneros de imparcialidad

Generalmente al historiador se le exige imparcialidad. En este punto suele


asimilarse el historiador al juez: el juez ha de juzgar imparcialmente la causa, es
decir, sin inclinarse a priori por ninguna de las partes (no cabe ser a la vez juez
y parte). Por ello habría que considerar desafortunada la representación de la
Justicia como una matrona con los ojos vendados; sin duda, la venda está
pensada como símbolo de la abstención de cualquier inclinación partidista que
el juez pudiera tener, pero en cambio no tiene en cuenta su condición de
obstáculo para que el juez vea las razones alegadas por cada parte y las
circunstancias de las mismas.
A los historiadores se les atribuye, entre sus funciones principales, las de
formular los «juicios» que la Historia tiene que emitir cuando juzga el pasado y
dictamina sobre conductas o actos cuya responsabilidad muchas veces sólo
quieren hacerse valer «ante la Historia» (La Historia me absolverá, escribió Fidel
Castro ya en 1954).

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Pero la idea de imparcialidad y, sobre todo, su pertinencia como
requisito sine qua non del historiador auténtico, es muy confusa y requiere
minuciosos análisis. Por de pronto, la imparcialidad sólo tiene sentido cuando se
presupone que hay partes en conflicto (en pleito, en debate) con otras partes,
condición que, en general, se cumple en cualquier campo o dominio histórico.
En historia política desde luego, si damos por cierto que cualquier sociedad
política, y sin necesidad de salir de sus límites, mantiene su eutaxia (o la pierde)
como resultante de la composición de fuerzas opuestas o distintas entre las
partes o partidos que integran esa sociedad. Y por supuesto, las sociedades
políticas entre sí también mantienen relaciones de conflicto constante, más o
menos grave. Pero también en el campo de la historia de las religiones, las
religiones, sobre todo las secundarias y las terciarias, se enfrentan las unas con
las otras. En el campo de la historia del arte las escuelas representan «partidos
contrapuestos» (los «simbolistas» franceses que patrocinaban el «pintar de
memoria» se enfrentarían con los «impresionistas»), por no hablar de la historia
de las costumbres. Incluso los historiadores de la ciencia se encuentran
continuamente con controversias entre las diferentes ciencias, o aún dentro de
una misma ciencia, entre escuelas o doctrinas científicas. También son
conflictivas las relaciones mutuas entre los campos de la historia de las ciencias,
de las religiones o de los Estados.

Pero aún concediendo que la imparcialidad sea una condición que, en


general, tiene que ver con el historiador (es decir, que es pertinente exigírsela),
dada la naturaleza del campo de su investigación, sin embargo lo que ya no es
tan fácil de determinar es qué se encierra propiamente bajo el rótulo
«imparcialidad». Sencillamente, porque la imparcialidad puede tener diferentes
acepciones, muchas de ellas relativamente independientes entre sí, incluso
contrapuestas; en todo caso, con alcances muy distintos en lo que se refiere a
las tareas de las ciencias históricas.

Habría que distinguir, por lo menos, dos formas o géneros muy diferentes
de imparcialidad:

I. Ante todo, la imparcialidad axiológica, que se aproxima a lo que se


contiene en el famoso «postulado» de Max Weber sobre la «libertad de
valoración» (Wertfreiheit). Se supone que el «científico social», en cuanto tal (en
la cátedra, en el libro científico, en el laboratorio) debe dejar de lado cualquier
tipo de valoración de los hechos que investiga, como condición necesaria para
formar sus juicios científicos. (Max Weber no deduce de aquí el precepto de
abstenerse –en la cátedra, en el libro, o fuera de ellos– de juicios de valor; al
revés, consideraba conveniente la valoración siempre que no fuera meramente
«individual», y creía necesario en cambio que se diferenciara siempre la esfera
de los hechos –aún cuando estos se opusieran a una valoración previa– de la

16
esfera de los valores.) La «libertad de valoración», aunque tiene incidencia
gnoseológica inmediata, puede tratarse también al margen de la teoría de la
ciencia, por ejemplo, a propósito de la teoría del arte o de la actividad política.
Todo el mundo sabe que no cabe hablar de libertad de valoración en el momento
de dedicar una calle de París a «Napoleón», o bien de reducir la dedicatoria a
«Bonaparte»; tampoco cabe hablar de libertad de valoración cuando se habla de
Alejandro Magno. La imparcialidad axiológica suele aplicarse generalmente en
términos psicológicos, como un requerimiento al historiador para que mantenga
la frialdad o neutralidad de valoración en sus juicios.

II. Pero sobre todo, la imparcialidad gnoseológica, que mantiene con la


imparcialidad axiológica relaciones muy ambiguas. En todo caso, la
imparcialidad gnoseológica no se circunscribe a la esfera de la imparcialidad
axiológica. Y, en todo caso, no es un género de especie única, ni siquiera un
género unívoco respecto de sus especies, sino, a lo sumo, un «análogo de
desigualdad». Distinguiríamos dos especies fundamentales de imparcialidad
gnoseológica: a) La imparcialidad gnoseológica material, y b) La imparcialidad
gnoseológica formal.

Consideremos sucesivamente los géneros (y subgéneros) de imparcialidad


que acabamos de distinguir.

2. Sobre la imparcialidad axiológica: neutralidad [libertad] de valoración


[Wertfreiheit] e imparcialidad histórica

La exigencia de imparcialidad del historiador intersecta obviamente con el


postulado de Max Weber que venimos citando. Dos palabras sobre el postulado
de Max Weber acerca de la «neutralidad» o «libertad» de valoración.

Ante todo, si preferimos utilizar, como traducción de la


expresión Wertfreiheitde Max Weber, el término «neutralidad» al término
«libertad» es para evitar complicaciones gnoseológicas inútiles. «Libertad» tiene
más que ver con la ontología del sujeto gnoseológico que con la gnoseología
misma. La libertad de valoración, en efecto, puede interpretarse tanto como
«libertad de» valorar («estar inmune a la influencia de los valores») como
«libertad para» las valoraciones («mantener, el sujeto gnoseológico, la libertad
para valorar»). Desde luego, lo que el postulado requiere es la libertad de
valoración, es decir, la exigencia de que el investigador no esté influido por sus
tablas de valores, que podrían actuar como prejuicios partidistas; pero también
Weber ponía bajo su postulado el derecho del científico a valorar, si bien fuera
de la cátedra o del laboratorio (o bien, dentro de ellos, pero siempre que se
distinguiera, al modo del positivismo, la esfera de los hechos y la esfera de los

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valores), los hechos objetivos que hubiera podido establecer gracias a su libertad
de valoración.

Ahora bien, parece evidente que la libertad de valoración, es decir, el «juzgar


libre de prejuicios valorativos», equivale a neutralidad en la valoración. Y esta
neutralidad ya podría considerarse equivalente a la imparcialidad en la
valoración.

La cuestión, sin embargo, se plantea en el momento de determinar si la


imparcialidad exigida al historiador puede ser extendida a la neutralidad
axiológica, o, lo que es lo mismo, si la impertinencia (o no-pertinencia) de la
neutralidad axiológica, en general, obligará a suavizar, o incluso a negar, el
postulado general de la imparcialidad.

Esta cuestión viene tratándose de modo empírico, o, si se prefiere,


prudencial. Por ejemplo, se reconoce que es prácticamente imposible dejar de
lado las valoraciones en el proceso de formación de juicios científicos; más aún,
que es imposible por completo dejar de lado los valores cuando éstos se refieren
precisamente a los valores de verdad, porque el historiador no puede dejar
de valorar la autenticidad, es decir, la verdad o falsedad, de un documento.

Esta dificultad se resolvería restringiendo ad hoc el postulado: neutralidad


de valoración salvo en lo que concierne a los valores de verdad, los llamados
«valores lógicos». Pero los valores de verdad en Historia afectan a la estructura
misma del proceso político, militar o económico: la mentira, el engaño, la
falsificación, &c., son procesos ordinarios en la marcha de la vida política,
diplomática, militar, &c. Y la valoración de los hechos históricos (reliquias o
relatos), según los valores de verdad, repercute casi siempre en valores de orden
ético, moral, religioso o político; también en valoraciones de orden técnico. Más
aún: solamente porque el historiador ha de evaluar según valores lógicos habrá
que decir que carece de libertad de valoración, respecto de los valores lógicos;
pero también tiene que evaluar económicamente, técnicamente, &c., para poder
juzgar (hay que evaluar el grado de preparación de un ejército, su disciplina, su
«moral»).

Cuando el historiador se enfrenta con «hechos religiosos» la situación se


agrava, en lo que a la libertad de valoración se refiere. ¿Cómo mantener la
neutralidad ante los hechos religiosos, por ejemplo, ante la quema de los
conventos durante la Segunda República, o a su política educativa respecto de
la religión? ¿Es posible mantener, en el momento de formular un «juicio
histórico», la neutralidad de valoración religiosa (por no decir otras) ante la
voladura de la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo durante la revolución de
octubre de 1934? Un historiador cristiano, que siga la máxima de Cristo: «Quien

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no está conmigo está contra mí», ¿puede mantener la libertad de valoración
religiosa, o debe dejar de ser cristiano para poder ser historiador?

Y estas consideraciones nos introducen necesariamente en la cuestión


general de los valores (en su relación con los seres o con los hechos), cuestión
que suele darse como presupuesta por quienes discuten el postulado de la
libertad de valoración (por lo menos como cuestión demasiado engorrosa).

De este modo se va restringiendo el postulado, según convenga en cada


caso, hasta significar con él, por ejemplo, lo siguiente: «El historiador imparcial
debe mantenerse neutral ante los valores políticos o religiosos del intervalo
estudiado» (por ejemplo, debe ser neutral, es decir, dejar de lado, su valoración
de «las izquierdas» o de «las derechas» que intervinieron como agentes en el
dominio histórico considerado).

Por otra parte las valoraciones están ya dadas en el campo investigado


(unos partidos valoran a otros, los califican o descalifican). Por consiguiente, no
es posible prescindir de los valores (ateniéndonos a los «hechos») cuando
tratamos de un intervalo histórico cualquiera. Por decirlo así, los valores son ya
hechos, o están implicados en ellos (Durkheim, que no utilizaba la terminología
de los valores, hablaba sin embargo de «hechos normativos»).

Parece, por tanto, que al lado del postulado de «libertad de valoración» hay
que admitir un «principio de reconocimiento de los valores» como hechos o
datos. Un modo chapucero de resolver esta dificultad (modo que sin embargo ha
tenido amplia aceptación) fue el de distinguir entre valoración y avaloración. La
Historia (o las ciencias sociales o históricas en general) deberían mantenerse
«libres de valoración»; pero esta libertad no excluiría el reconocimiento
axiológico (avaloración) de los que llamamos valores-hechos vigentes en el
campo de investigación. De este modo podría mantenerse como criterio
(propuesto por Rickert) que diferencia a las ciencias culturales de las ciencias
naturales, la necesaria referencia de aquéllas a los valores, frente a la falta de
referencia a valores exigible en las ciencias naturales, sin menoscabo del
principio de libertad de valoración. Esta «solución» implica de algún modo la
distinción (que formularía Pike años después) entre el punto de vista emic y el
punto de vista etic: la «avaloración» quedaría circunscrita al plano emic; pero, en
el plano etic, el postulado de la neutralidad valorativa podría mantenerse intacto.

Ahora bien, esta situación nos obliga, ya por sí misma, a introducirnos de


lleno en el propio terreno de la Teoría de los Valores (la llamada Axiología), en
tanto que ella de por supuesto que avalorar (emic) sin valorar (etic) es posible. Y
esta posibilidad es precisamente lo que se discute. Una avaloración estricta en
el campo emic equivale al relativismo cultural más escandaloso (el historiador no

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condenará ni exaltará la quema de los conventos, ni la voladura de la Cámara
Santa, es decir, no incorporará su valoración en el juicio histórico: tan sólo
«describirá»); ni condenará ni absolverá los fusilamientos de represalia, en la
época de la llamada «represión del 34»; ni absolverá ni condenará las masacres,
tan solo las describirá, y a lo sumo describirá también las condenas o
absoluciones que pudieran haber tenido lugar en el intervalo histórico estudiado.

Pero, ¿acaso esta neutralidad no implica, por sí misma, una transgresión,


tolerancia o falta de valoración negativa, que equivale ya a una valoración,
supuesta la inseparabilidad de los valores negativos y positivos de una categoría
dada? ¿Y cómo influyen en las construcciones históricas estas ausencias
explícitas de valoración?

Pero la llamada Teoría de los Valores es, ante todo, un nombre equívoco, o
meramente denotativo, de teorías muy diversas, que a veces ni siquiera merecen
el nombre de tales (de una «teoría»). Dicho de otro modo, la unidad de la teoría
de los valores es, en rigor, sólo una unidad polémica entre diversas teorías que
se consideran como mutuamente incompatibles. Lo que cubre la expresión
«Teoría de los Valores» es, ante todo, a nuestro juicio, un conjunto de embrollos
metafísicos, ideológicos y empíricos, inconsistentes, mezclados, a veces, pero
casi siempre desconectados, de otras doctrinas particulares más respetables,
como pudiera serlo la Teoría de los Valores económicos (a partir de la cual surgió
precisamente, suponemos, la Teoría de los Valores) o la Teoría de los Valores
dados en los campos de las funciones lógicas y matemáticas.

La llamada Teoría de los Valores fue, nos parece, una genuina destilación
de la filosofía alemana (desde Lotze hasta Ehrenfels; desde Muller-Freienfels,
Rickert, Weber o Cassirer, hasta Scheler, Hartmann u Ortega) durante el periodo
comprendido entre la Guerra Francoprusiana y la Segunda Guerra Mundial. La
derrota de Alemania arrastró el prestigio que había alcanzado la Teoría de los
Valores (¿acaso por la «contaminación» que la teoría de los valores pudo
experimentar como consecuencia de las aplicaciones que de ella había hecho el
nacional socialismo?); teoría que continuó, sin embargo, en epígonos
anglosajones, franceses y españoles. Pero una vez acabada la Guerra fría la
teoría, o por lo menos la terminología de los valores, vuelve a levantar cabeza
entre políticos, sociólogos, pedagogos y psicólogos, que nos hablan
continuamente de la «educación en valores» o de la necesidad de «poner en
valor» determinados contenidos, sin decirnos muy claramente de qué tipo de
valores se está hablando, como si quisieran encubrir con el prestigio del término
«valor», en general, los valores específicos, opuestos a otros valores, que ellos
pretenden llevar adelante.

20
Nos encontramos hoy en una situación en la que los valores, en torno a los
cuales se fue desplegando la teoría filosófica de los valores, se dan por
supuestos, como si fueran planetas o elementos químicos descubiertos ya por
las generaciones anteriores. Y se dan por supuestos, no sólo por quienes
mantienen de un modo u otro las concepciones de los fundadores, sino por
quienes ni siquiera conocen estas concepciones.

«Los fundadores» agrupaban, de un modo u otro, con Meinong, los «objetos


del Mundo» (objetos de la representación –Objekt– y objetos del juicio –Objektiv–
) en dos clases: los seres (objetos, ya sean de orden básico, hechos
o Sachverhalten, que fundamentan a los objetos de orden superior) y
los valores(que Meinong fundamentaba en el agrado o desagrado psicológico).
Los seres «son» y los valores «valen»; los valores se dan por supuestos, sin
embargo, al margen de la manera que se tenga de entender su ontología. Ni
siquiera parece hacer falta, para hablar de valores, suscitar las cuestiones
fundamentales en torno a su ontología.

Los valores «están ahí», cualquiera sea su naturaleza, a la manera como


los planetas o los electrones están ahí tanto si se entienden como cuerpos
gaseosos, como si se entienden como corpúsculos o como ondas.

Pero lo cierto es que, en estas condiciones, nadie puede decir que sabe lo
que son los valores, a los que está apelando, salvo que se responda «desde
ellos», es decir, desde las teorías que los establecieron, como pueda serlo la
teoría de Meinong.

No es este el lugar ni la ocasión para tratar este asunto; pero sí creemos


imprescindible definir, aunque sea en esbozo, nuestra posición al respecto,
aunque no sea más que para subrayar críticamente que todo aquello que pueda
decirse, en el terreno filosófico, sobre la necesidad de una neutralización
valorativa (sobre avaloración o sobre valoración) será un mero embrollo si quien
lo dice no se arriesga a poner «sobre el tapete» su concepción acerca de los
valores, limitándose a darlos por supuestos.

Anticiparemos simplemente resultados de trabajos más amplios sobre el


particular. Y el principal es el relativo al modo de afrontar la cuestión misma de
la ontología de los valores; un modo que quiere evitar la petición de principio que
consiste en suponer ya dados, según su estructura, es decir, de hablar de «los
valores» tal como se desprende de las mismas teorías de los valores, en la
medida en que las diversas teorías –objetivistas, subjetivistas o mixtas– les
reconocen una estructura similar, reducible principalmente a los siguientes
puntos: categoricidad, polaridad y jerarquía (según otros, que no saben muy

21
bien lo que dicen, pluralismo, porque no distinguen la pluralidad intercategorial y
la intracategorial).

Para evitar estas peticiones de principio, parece necesario un tratamiento


genético histórico de la constitución de las ideas sobre los valores, tal como los
ofreció la Teoría de los Valores, y esto implica el planteamiento de la cuestión
genético histórica acerca del origen de las teorías mismas de los valores.

La investigación de este «origen» equivale, en realidad, a la determinación


de las coordenadas ontológicas vigentes en la época anterior a la teoría de los
valores. Si partimos de la constatación de que «los valores», como conjunto,
constelación o «Reino» (el «Reino de los Valores») no se habría constituido
como tal en la época anterior a la Teoría de los Valores, como quiera que los
valores (es decir, las Ideas sobre los Valores) no surgieron de la nada, la cuestión
quedará centrada en torno al proceso de «desprendimiento» de ese «Reino de
los Valores» respecto de las coordenadas ontológicas de las que ellos salieron,
ya sea a título de «descubrimiento» de lo que estaba en estado de ocultación o
de eclipse, ya fuera a título de «invención» o de transformación de contenidos
anteriores. En cualquier caso, la cuestión del «origen de la estructura» nos
permitirá medir el alcance de la estructura resultante (en un nuevo sistema de
coordenadas), en cuanto enfrentada a otro sistemas de coordenadas
precursoras.

La cuestión es análoga a la que se planteó a propósito del «origen


estructural» de la Idea moderna de Cultura (cuestión de la que nos hemos
ocupado en El mito de la Cultura). También aquí partimos de la constatación de
que el «Reino de la Cultura» no estaba delimitado con anterioridad al siglo XIX.
Existía, sin duda, la Idea de Cultura, según acepciones particulares (cultura
subjetiva, principalmente); pero multitud de contenidos relevantes y aún
esenciales que estaban llamados a formar parte del Reino de la Cultura (como
son los contenidos de las religiones reveladas, como los sacramentos, dogmas,
lenguaje, &c.) formaban un Reino aparte, el «Reino de la Gracia». Para que el
Reino de la Cultura se constituyese como tal era preciso que en él se integraran
una gran parte de los contenidos del antiguo Reino de la Gracia y, con ellos, que
se modificaran las relaciones de este Reino con los otros. Lo que ocurrió, en este
caso (según la tesis defendida en El mito de la Cultura) es que el Reino de la
Gracia (procedente de los dones sobre-naturales que Dios había dado a los
hombres), y que se oponía al Reino de la Naturaleza, se «transformó» en el
Reino de la Cultura, secularizándose y oponiéndose al mismo Reino de la
Naturaleza. Precisamente por la transformación del Espíritu Santo, de la
tradición cristiana, en el Espíritu del Pueblo, o, en general, del Dios de la
Ontoteología en el Hombre, en cuanto ser espiritual distinto de la Naturaleza. La
obra de Herder sería prácticamente la primera en la que aparecen las fórmulas

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generales que conducen a la transformación del «Reino de la Gracia» en «Reino
de la Cultura».

El proceso de constitución del «Reino de los Valores» es distinto, aunque


sus analogías e interferencias con el proceso de construcción del Reino de la
Cultura sean muy estrechas. También el término «Valor» (o Wert) se utilizaba
anteriormente a la delimitación de un «Reino de los Valores». Se utilizaba el
término valor (y el adjetivo valiente, o el sustantivo valencia) para designar las
características o cualidades atribuibles a ciertos sujetos animosos, fuertes, &c.,
en el terreno militar (correspondientemente, a los átomos en el terreno de la
atracción química); más tarde los economistas, y muy especialmente Marx,
hablaron de valores de uso y de valores de cambio. Pero nada de esto puede
confundirse con la constitución del «Reino de los Valores», como tampoco la
utilización de los términos que tienen que ver con la cultura subjetiva (educación,
crianza) o incluso con la objetiva (agricultua, viticultura) podrían confundirse con
la constitución del «Reino de la Cultura». Los Sacramentos, por ejemplo, no
podrían considerarse por los creyentes como contenidos culturales (fabricados
por los hombres), como tampoco las virtudes éticas, por ejemplo, se
consideraban como valores, es decir, como habitantes del «Reino de los
Valores».

El Reino de la Cultura sólo pudo constituirse, por tanto, cuando, en torno al


Hombre, considerado en principio como Espíritu, se congregaron multitud de
contenidos, hasta entonces dispersos (agrícolas, escultóricos, religiosos,
literarios, políticos, institucionales), y el conjunto se delimitó por su oposición a
multitud de contenidos subsumidos en el Reino de la Naturaleza. La oposición
Naturaleza/Cultura sustituyó, en Ontología, a la oposición Naturaleza/Gracia, y,
en seguida, a la oposición Materia/Espíritu divino, en la forma, por ejemplo, de la
oposición Naturaleza/Espíritu. Herder representa, como hemos dicho, el
testimonio más originario de esta ordenación de la concepción ontológica
tradicional del mundo.

El proceso constitutivo del Reino de los Valores fue más tardío, casi un siglo
posterior: lo que Herder representó para la delimitación del Reino de la Cultura,
lo habría representado H. Lotze en su Logik (tomo primero de su System der
Philosophie, de 1874). Y las diferencias son notables. Mientras que la
constitución del Reino de la Cultura tuvo lugar en el proceso de transformación
de las coordenadas ontoteológicas (materia/espíritu divino), la constitución del
Reino de los Valores se mantuvo ya en el ámbito del «Reino de la Naturaleza».
El «Reino de la Cultura» surgió en las coordenadas de la ontología del
espiritualismo y del idealismo. Pero en el intervalo que transcurre entre Herder y
Lotze tiene lugar la expansión del positivismo y del materialismo (mecanicista)
vinculados al desarrollo de las ciencias positivas (Mecánica, Termodinámica,

23
Electromagnetismo... pero también Lingüística indoeuropea, Historia positiva).
En cualquier caso, el Reino de los Valores no se constituyó por oposición, como
le había ocurrido al Reino de la Cultura, al Reino de la Naturaleza, ni menos aún
se superpuso a este Reino de la Cultura, por la sencilla razón de que también se
reconocían valores en el Reino de la Naturaleza (los valores estéticos, por
ejemplo, no solamente brillaban en las obras del arte humano –Escultura,
Arquitectura, Música– sino también en la morfología de la Naturaleza –la puesta
del Sol, la belleza de una flor o la de un animal–). En una palabra: las fronteras
del Reino de los Valores no los separaban de un Reino de la Naturaleza: las
fronteras del Reino de los Valores se mantenían en el ámbito monista de la
misma Naturaleza o Universo que era objeto de las ciencias naturales, más aún,
de la Mecánica, como perspectiva universal, después de Newton, que había de
ser capaz de dar cuenta de la unidad de concatenación causal de las series
naturales. Pero –y esta es la propuesta de Lotze, desde su monismo– además
de las cosas o seres naturales ante las cuales se enfrenta la Mecánica, hay que
reconocer los valores, sin necesidad de apelar a espíritus angélicos o divinos,
aunque sí acaso haya que apelar, según Lotze, a una teleología global de la
Naturaleza, emparentada con la que propugnaba el idealismo. Gracias a nuestra
conciencia conocemos los valores y contravalores, y advertimos que los juicios
de agrado y desagrado no son arbitrarios, sino objetivamente válidos.

Pero el dualismo Seres/Valores (Reino de los Seres/Reino de los Valores)


es nuevo y no se corresponde biunívocamente con el dualismo Reino de la
Naturaleza/Reino de la Cultura. Sin perjuicio de lo cual ya se apunta en Lotze
una diferencia en la investigación del Reino de la Naturaleza y en la investigación
del Reino de la Cultura: mientras que la investigación natural se atiene al ser o
al existir, la investigación cultural se atiene más bien a los valores. Lotze recoge
así una distinción que ya bosquejó Herbart –distinción entre las ciencias del ser
y las ciencias del valor– y anticipa la célebre distinción de Rickert entre las
ciencias naturales y las ciencias culturales.

Es ahora, una vez deslindadas las coordenadas ontológicas del Reino de


los Valores, cuando estamos en condiciones de preguntar por el origen de las
nuevas coordenadas, del nuevo dualismo Seres/Valores, cuya
significación gnoseológicaestaría llamada a ser tan importante como su
significación ontológica. Los seresconstituyen el campo de la ciencia natural
positiva; los valores se mantienen fuera del alcance de estas ciencias, y se
ajustan a un régimen especial: intuición, comprensión, estimación... (las
«ciencias de la cultura», a lo largo del siglo XIX, evolucionarán hacia los cauces
del positivismo, y esto explica la distinción de Rickert antes citada entre
avaloración y valoración).

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¿Cómo se originó el nuevo dualismo (seres/valores) dentro del mismo
ámbito ontológico que incluía una concepción monista de la Naturaleza? No es
esta la ocasión para tratar de este asunto. Tan sólo diremos que acaso es
necesario regresar un siglo más atrás, al siglo XVII, es decir, al dualismo
cartesiano alma/cuerpo, pero antes según su cara epistemológica (ligada a la
tesis del «automatismo de las bestias») que según su cara ontológica. Nos
referimos principalmente a la distinción entre las cualidades primarias y las
cualidades secundarias de Galileo, pero interpretadas por Descartes en el
sentido de que las cualidades secundarias se asientan en el alma humana, en el
espíritu (los animales máquinas carecen de alma) y, por tanto, los colores,
sabores, sonidos, pero también acaso las figuras o sus morfologías, en cuanto
unidades de perfección distinguidas de otras, &c., son todos ellos contenidos del
alma humana y no del mundo físico o biológico, pura res extensa y continua.

De este modo, es nuestra tesis, el dualismo cartesiano, sobre todo en su


versión materialista, llevaría ya el germen de un dualismo muy próximo al que
más adelante se formulará en la posición entre el Reino de los seres y el Reino
de los valores. La Naturaleza es el reino de los seres que consisten en extensión
y en movimiento, es decir, de los seres mecánicos. Pero el Mundo no se reduce
a esta infraestructura mecánica: tiene también unas cualidades que se
presentan como algo tan objetivo como los seres (colores, sonidos, figuras:
Ehrenfels se ocupó de la «cualidad de la forma del cuadrado»), pero que no son
seres, sino que «flotan» o se añaden como «superestructuras». Pero estos
pertenecen a un Reino que aún no se llama Reino de los Valores. Sencillamente
no se les agrupa en un Reino, se tiende a reducirlos a la condición de afecciones
del Espíritu, a la condición de «reflejos» que el alma se forma de las cosas del
Mundo.

¿Cómo podía negarse que, en extensión al menos, los contenidos que el


alma espiritual cartesiana reúne como reflejos del mundo mecánico (res extensa)
se superponen con los contenidos que dos siglos después constituirán el Reino
de los Valores?

Pero lo cierto es que en la «era cartesiana», ni los colores, ni los sabores, ni


las formas bellas, cuadradas o redondas (las «buenas formas» de
la Gestaltheorie), ni las virtudes, ni los estados de salud o de enfermedad, se
llamaban «valores». Y la cuestión, que es preciso mantener abierta para medir
el alcance de la teoría del «Reino de los valores» es precisamente esta: ¿Qué
pudo dar lugar, en el último tercio del siglo XIX, a que se incluyeran, con el
nombre de Valores, en un nuevo Reino, a entidades tan distintas como la verdad,
la belleza, la forma del cuadrado, la salud, el oro, la virtud, &c.?

Nuestra respuesta sería la siguiente: en la era cartesiana la unidad de todas


estas «cualidades», tan alejadas mutuamente, podría fundarse en su común

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condición de «afecciones» del alma (de las res cogitans) en cuanto reflejaba en
sí misma a los seres materiales (la res extensa). Pero en el siglo XIX el
espiritualismo cartesiano se ha replegado prácticamente de los terrenos de la
ciencia. Aquellas cualidades del alma subsistirán sin duda, pero no como
afecciones del alma, sino como cualidades «sobreañadidas», de un modo más
o menos misterioso, a las cosas que las soportan, que se
denominarán bienes. Los valores se sobreañadirán a los bienes como
cualidades objetivas, ni materiales ni inmateriales. ¿Por qué comenzaron a
llamarse valores?

Nuestra hipótesis es la siguiente: por la analogía que guardaban con una


subclase o categoría especial de estas «cualidades sobreañadidas», como lo
eran los valores económicos de cambio, en cuanto soportados en valores de uso,
pero sin reducirse a ellos. Marx había tratado como un «enigma» la relación entre
el valor de uso, perfectamente inteligible y mensurable en cada caso, y el valor
de cambio, que surge, como una creación, a través del mercado. Pero los valores
económicos estrictos, los valores de cambio, llegaban a disociarse de los valores
de uso; alcanzaban ritmos propios, se ajustaban a leyes características, y
dejaban de ser materiales o corpóreos, puesto que eran como cualidades que
recaían sobre los cuerpos, sobre los bienes. Eran polares (contrarios), puesto
que mantenían relaciones como las de caro y barato. Características decisivas
que eran también compartidas por las cualidades que la tradición reconocía a los
opuestos contrarios, dados por ejemplo en los organismos (tales como
sano/enfermo), o por oposiciones dadas en los cuerpos (tales como bello/feo), o
por oposiciones dadas en las entidades religiosas (tales como santo/profano), o
como cualidades dadas en las acciones éticas y morales, o en las personas
(tales como bueno/malo), o por las cualidades de las proposiciones (tales como
verdadero/falso). Se reconocerá que entre todos los contenidos que
ulteriormente irían integrándose en el Reino de los valores, los contenidos
económicos reúnen las condiciones más favorables para poder propagar su
figura a todos los contenidos restantes: en una sociedad de mercado en plena
fase de expansión los valores de la Bolsa eran los mejor situados para prestar
su nombre a todos los demás contenidos susceptibles de ser canjeados por ellos.
Heráclito lo había previsto: «Todas las cosas se cambian por el oro y el oro se
cambia por todas las cosas». Todas las cosas que puedan interesar a los
hombres se cambian por dinero y son susceptibles de convertirse en valores de
bolsa; y estos se cambian por las cosas que nos interesa. Todas las cosas que
nos interesan –virtudes, fama, obras de arte, honores...– podrán llamarse
«valores».

En suma: el «Reino de los valores» se construyó «congregando», como si


fueran regiones o categorías de un todo, a las más heterogéneas cualidades
polares delimitadas en el mundo natural y cultural, y oponiéndolas al conjunto de
los seres naturales (o culturales) englobados bajo el rótulo de «Reino de los
26
seres». Pero es evidente que con la constitución de este «Reino de los valores»
y con su oposición al «Reino de los seres» sólo se había conseguido replantear
unos problemas tradicionales, desde otra perspectiva.

Que los valores tuvieran todos ellos una estructura polar no era razón
suficiente para englobarlos en un Reino, puesto que otras muchas entidades se
nos daban también polarizadas, y según la contrariedad, sin ser valores:
alto/bajo, grueso/delgado... son contenidos de la res extensa, antes que de la res
cogitans.Y la heterogeneidad y distancia entre las diversas categorías de valores
puede ser tan grande como la que media entre los valores y los opuestos
contrarios de la Naturaleza (verdadero/falso está tan lejos de bello/feo o de
caro/barato como de alto/bajo).

La cuestión central que la teoría de los valores suscitará siempre es esta:


los valores ¿son objetivos independientes de su apreciación («nos agrada lo
bello por ser bello, o es bello porque nos agrada») o bien son subjetivos (pulchra
sunt quae visa placent)? ¿Acaso sólo la única posibilidad de liberar a los valores
del subjetivismo humano, y del relativismo que éste subjetivismo comporta
(según el principio: los hombres –sus gustos– son la medida de todas las cosas,
de todos los valores) sea el atribuirlos al Sujeto divino? ¿Acaso los atributos
trascendentales del ser que manaban de ese sujeto (ens, res, aliquid, verum,
bonum, pulchrum) no eran ya valores? Y sobre todo, ¿cómo se relaciona el Reino
de los valores con el Reino de los seres?

Quien no disponga de alguna teoría para dar cuenta de la unidad que media
entre los diversos tipos de valores en el Reino de los valores y de su oposición
al Reino de los seres, así como de la conexión entre ambos Reinos, no podrá
considerarse en condiciones de dar cuenta, sin petición de principio, de la
naturaleza y alcance de ese Reino de los valores. Tan sólo podrá encerrarse en
la «evidencia»: «los valores valen, los seres son». Pero es esta evidencia la que
resulta problemática.

Porque, en cualquier caso, la fuerza atractiva o repulsiva de los valores no


tiene por qué proceder únicamente de ellos mismos, sino de la capacidad
objetiva de los bienes que los soportan para estimular a los sujetos (zoológicos
o humanos) que tienden hacia ellos (o hacia los bienes) o los rehuyen. Pero sin
que esto signifique necesariamente que los valores (o los bienes) sean
subjetivos, es decir, reducibles a la condición de contenidos segundogenéricos.
Un alimento estimula el hambre de un animal, pero no se agota en su acción
estimulante, que se apoya en las proporciones bioquímicas objetivas que existen
entre los nutrientes (bienes) del medio (exterior necesariamente al sujeto, según
el primer principio de la Termodinámica) y el estado de equilibrio en que se
encuentre el sujeto orgánico. Que los «argumentos» de la función sean estados

27
del sujeto no quiere decir que la relación funcional de este estado con los bienes,
convertidos en valores de la función, sean subjetivos, o que los valores de la
función lo sean también. Los bienes pueden ser entidades primogenéricas; los
valores asociados a estos bienes pueden identificarse con las proporciones
terciogenéricas que esos bienes mantengan con la dinámica de los sujetos
animales o humanos y no meramente con la apreciación o estimación
(segundogenérica) de esas proporciones. En este sentido, los valores son
suprapsicológicos, pero no por ello independientes del sujeto. Son objetivos,
pero relativos a los sujetos que los aprecian o estiman. Son relaciones
funcionales: dada la característica de la función, los argumentos y los
parámetros, los valores de la función son objetivos.

Pero la objetividad de los valores no ha de confundirse, como muchos


sostienen, con su universalidad, porque esto equivaldría a presuponer que todos
los sujetos, incluso los de una misma especie, son iguales entre sí. La no
universalidad de los valores vitales, o estéticos, o morales... no implica
subjetivismo («los valores valen porque los aprecio, y no los aprecio porque
valen»), puesto que los sujetos son también distintos entre sí y, por consiguiente,
las proporciones de los bienes a los sujetos no tienen por qué ser iguales y
universales. Sencillamente, los valores se implican con las diferencias y
eventuales jerarquías entre los sujetos. Las diferencias en jerarquía en los
valores implican diferencias o jerarquías entre los sujetos. El sujeto que aprecia
la música de Mozart y aborrece la música de Michael Jackson, pertenece a un
tipo de sujetos distintos de aquellos que aborrecen a Mozart y aprecian a
Jackson; y el tipo de sujeto que aprecia a Mozart podrá estar situado en un grado
de jerarquía superior al tipo de sujeto que aprecia a Jackson, si es que la música
de Mozart es superior a la de Jackson. Sólo desde la hipótesis de un
igualitarismo de los sujetos cabrá decir que siendo «iguales en jerarquía» los
sujetos, las diferencias de la jerarquía entre la música de Mozart y la de Jackson
se reducen a las diferencias de apreciación subjetivo segundogenérica (disfrute,
goce, deleite) y no a la diferencia de los sujetos mismos, y con ellos, de los
valores. Y la posibilidad de que las leyes que presiden las relaciones de jerarquía
social o política de unos grupos de sujetos respecto a otros puedan determinar
el grado de apreciación social de un tipo de valores sobre otros, explica que la
estimación social, en un momento dado, pueda invertir la evaluación. Pero la
posibilidad de mantener la distinción entre jerarquía de valores y jerarquía de
estimaciones puede apoyarse simplemente en el caso de los valores lógicos: el
valor de verdad de una teoría científica puede ser más elevado que el valor de
otra aunque su apreciación social pueda ser mucho menor.

Otra cuestión es la de la «prueba» de la jerarquía o, al menos, la cuestión


de la distinción suprasubjetiva de los valores, y del conflicto entre los valores;
prueba que acaso no pueda ser otra sino la de la misma incompatibilidad de los

28
valores como cuestión de hecho, que excluye la liberación de los sujetos capaces
de estimar, sin perjuicio de la tolerancia mutua.

En cualquier caso, los valores son categoriales, es decir, pertenecen a


categorías diversas (vitales, estéticas, éticas, religiosas, económicas...), entre
las cuales no cabe hablar de jerarquía. La jerarquía habrá que circunscribirla, en
principio, a cada ámbito categorial: habrá jerarquías entre los valores
económicos o entre los valores estéticos, pero no entre valores económicos y
estéticos. Cabrá sin embargo introducir criterios externos de jerarquía
intercategorial según su universalidad, por ejemplo. Desde este punto de vista a
los valores lógicos (verdadero/falso) podría dárseles una jerarquía categorial
superior, por su universalidad, a la de otras categorías.

El Reino de los valores, en resolución, no podría ser definido al margen de


los sujetos operatorios humanos (y por ampliación, zoológicos).

¿Cabe la posibilidad de hablar de un mundo devaluado, aunque sea por


abstracción o segregación de sus valores? El «mundo» de las ciencias
matemáticas y formales sería un mundo en principio devaluado (salvo de valores
lógicos; los valores de «elegancia» que muchas veces se atribuye a algunas
demostraciones matemáticas, serían accidentales). La unidad establecida (entre
las categorías de valores y sus polaridades) tiene que ver con los sujetos
operatorios humanos. De aquí se deduce que la unidad objetiva de un Reino de
los valores es sólo el resultado de una hipóstasis ilegítima: que cada una de las
categorías de valores tenga relaciones de unidad con los sujetos operatorios no
quiere decir que las categorías las tengan entre sí.

Si nos atenemos a las tesis expuestas sobre la naturaleza antrópica o


zoológica de los valores, habrá que concluir que la organización del Mundo que
lleva a cabo cualquier banda homínida o humana es siempre y originariamente
una organización axiológica, según valores. No se trata de que primero
percibamos los seres del mundo, y después los evaluemos o valoremos. Los
percibimos originariamente según estimaciones de escala –según su
peligrosidad, su atractivo, &c.– La percepción objetiva «devaluada» vendrá
después, si llega. Según esto los valores, lejos de ocultarnos las verdaderas
figuras o siluetas reales de los objetos, los delimitarán, si tales figuras y sus
relaciones se recortan precisamente en función de valores, y sólo después estas
figuras y relaciones, por neutralización, podrán segregarse, para caer bajo el
influjo de otros valores.

Si las primeras organizaciones del Mundo se llevan a efecto desde una


perspectiva axiológica, es decir, si los valores no se sobreañaden a los seres,
sino que estos resultan de la neutralización de los valores, resultará también que

29
la descomposición o despiece de un dominio fenoménico determinado se llevará
a efecto según líneas axiológicas mejor o peor determinadas (malo/bueno,
numinoso/profano, sano/enfermo, fuerte/débil, bello/feo). Esquemas binarios
muy pronto complicados en estructuras ternarias, cuaternarias, &c. Por ejemplo
las polaridades binarias abrirán paso a despieces ternarios, mediante los cuales
un dominio fenoménico podrá descomponerse en tres regiones: la región central
o neutral y las regiones extremas opuestas, respecto de la central y entre sí.

En cualquier caso, la unidad del «Reino de los valores» es muy precaria,


como lo es la propia unidad del tercer género de materialidad. Las categorías
axiológicas son, como hemos dicho, irreductibles, lo que no significa que no
tengan intersecciones y relaciones muy complejas, que darán lugar a una
symploké de los valores. Las diferentes categorías de los valores, sin perjuicio
de su independencia, pueden tener características analógicas comunes, y las
más importantes son las ya citadas: las polaridades contrarias y las jerarquías
intracategoriales; jerarquías que no son lineales, sino plurales o ramificadas.

El Reino de los valores y cada una de sus categorías tiene una estructura
dialéctica, es decir, no armónica. Porque los valores no se integran en el Reino
en una unidad global, de partes compatibles, y consistentes. Hay valores que
son incompatibles con otros: los valores morales y los políticos son incompatibles
muchas veces con los valores éticos. Hay valores que «tapan» u ocultan a otros
valores: los valores racionalistas de la Ilustración, que no reconocían el milagro
de la transubstanciación eucarística, acaso tapaban los valores de la Eucaristía,
incluso los que ésta pudo tener en el terreno científico (la Eucaristía habría sido
el único freno al mecanicismo atomístico que bloqueaba no sólo la constitución
de la Química sino también de la Teoría celular). Los valores, por último, se
destruyen también unos a otros y a la vez se concatenan: los valores de la
aristocracia se destruyen con los de la democracia, es decir, no se transforman
o se integran sin más en esta.

Y será gratuita, según esto, cualquier doctrina que defienda el progreso en


el Reino de los valores; no cabe hablar de progreso salvo en algunos intervalos
de carácter tecnológico.

La cuestión más importante en la presente ocasión es la que tiene que ver


con el significado de los valores en la organización de los campos de la Historia.
La cuestión suele plantearse de este modo: ¿Qué tiene que ver la valoración de
una serie de hechos con la verdad que hayamos logrado establecer entre las
relaciones de los hechos históricos? Parece que es posible establecer con
notable rigor la historia de Alejandro o la de Hitler al margen de que valoremos
positiva o negativamente a estos personajes. Pero estas cuestiones las
aplazamos para más adelante.

30
Nos atendremos, en todo caso, a una concepción o teoría funcionalista del
valor de la que hemos hablado en otras ocasiones. Según ella, el valor implica
originariamente el bien (el oro, el arado, el andante), y no sólo un sentimiento de
placer o de desplacer. Pero no se trata de postular unos bienes absolutos o
empíricos, sino de unos bienes que puedan ser pensados como proporcionados
o desproporcionados objetivamente a los sujetos individuales o grupales, a los
sujetos capaces de ser atraídos o repelidos por ellos. Por tanto, el valor ni puede
reducirse al bien empírico (porque éste puede ser sustituido por otro bien
empírico equivalente: cada ejecución del andante puede ser sustituida, mejorada
o empeorada por otra, sin que el valor del andante se altere), ni puede ser
reducido a los deseos o sentimientos psicológicos del sujeto (individual o grupal)
en función del cual los valores se constituyen.

Esta independencia de los valores respecto de los sujetos psicológicos fue


reconocida al menos por alguno de los más conspicuos defensores del
psicologismo axiológico, como fue el caso de Richard Müller-Freienfels
(Grundzuge einer neuen Wertlehre, Leipzig 1919), cuando distinguió entre el
«sujeto momentáneo» que desea o aborrece un bien como valor, y el sujeto o yo
unitario que pone ese bien como valor: el valor no se reducirá al deseo o al
sentimiento, sino que se constituirá mediante ese acto de la «puesta en valor»
(Wertsetzung). A veces, la «puesta en valor» no procede de un deseo o
sentimiento previo o espontaneo del sujeto, sino que le viene impuesta por la
tradición o el grupo social al que pertenece; y, en estos casos, la puesta en valor
suele ser vacía o hipócrita, aunque también puede ser ocasión para que el
«sujeto» descubra el valor. Pero, en todo caso, la puesta en valor tiene siempre
algo de desbordamiento de los sujetos momentáneos (que interpretamos como
los sujetos genuinamente psicológicos, accesibles a la investigación empírica)
que pueden variar en el curso de un mismo sujeto unitario, aunque tampoco este
sujeto sea invariante. Y de ahí el relativismo axiológico. Pero en cualquier caso,
el sujeto unitario, al «poner en valor» un bien, tiene que identificarlo, tiene que
ponerlo en contraste con otros valores, tiene que asumirlo (no basta que constate
que le agrada o desagrada en un momento dado). Sólo así puede decirse que el
sujeto que pone en valor un bien lo aprueba o reprueba, por encima de las
condiciones empíricas. Esto abre la cuestión acerca de si los animales pueden
valorar o poner en valor aquello que han «estimado» (según la tradición
escolástica, la estimativa era un sentido interno común al hombre y a los
animales). De hecho la fórmula «poner en valor», que en nuestros días se utiliza
con demasiada frecuencia por pedagogos o políticos, sirve para enmascarar
objetivos definidos de propaganda, orientados a elevar el precio de unos bienes
situándolos en una jerarquía superior a la que ordinariamente ocupaban (por
ejemplo, una empresa cuyos activos tienen un precio de mercado determinado,
los «pondrá en valor» si logra que comiencen a ser cotizados en Bolsa).

31
Probablemente la disputa, tradicional en Axiología, entre el psicologismo (o
subjetivismo) y el absolutismo (u objetivismo) de los valores –la discusión entre
quienes afirman que los valores se reducen a ser deseados, sentidos, o
apreciados por los sujetos y entre quienes afirman, con Max Scheler y otros, que
los deseos sentimientos o apreciaciones están determinados por los valores
mismos–, se mantiene estancada en este dilema seguramente porque las
posiciones enfrentadas se mueven dentro de un mismo esquema binario (de
relaciones causales) entre sujetos y valores. O bien se supone que el valor V
está determinado por el sujeto S, o bien que el sujeto S está determinado por el
valor; es decir o bien V=f(S) o bien S=f(V), puesto que la causalidad recíproca
carece aquí de sentido. El dilema quedaría desbordado si nos acogemos a un
esquema funcional en virtud del cual los valores –en el mismo sentido que los
valores de una función matemática o lógica– dependen de los argumentos dados
a las variables independientes (en este caso, a los sujetos y a los bienes) según
una característica de la función, con los parámetros pertinentes: V=f(S,b). La
estructura funcional misma dará cuenta del alcance de la objetividad de los
valores (respecto de la subjetividad de los sujetos empíricos o momentáneos, y
de la contingencia de los bienes empíricos). El funcionalismo axiológico no
envuelve un relativismo, aunque sí un relacionismo de signo funcional.

3. Sobre la imparcialidad gnoseológica formal

Con la expresión «imparcialidad gnoseológica formal» nos referiremos a la


condición que es exigible a todos los historiadores en cuanto se refiere a lo que
podríamos llamar «instrucción del sumario», como fase metodológica previa
(aunque no sólo en sentido cronológico) a la formación del «juicio» sobre el
dominio histórico de referencia. La imparcialidad en este punto puede
considerarse «formal» por cuanto ella «no entra todavía en materia», no prejuzga
sobre los asuntos implicados en el dominio en cuestión.

La analogía, a propósito de la instrucción del sumario, entre la metodología


histórica y el derecho procesal, se fundamenta desde luego, en el entendimiento
del campo o dominio histórico que va a ser investigado (como pueda serlo la
Guerra Civil española) con un conjunto de fenómenos cuya unidad hay que
suponer como provisionalmente dada a título de «totalidad abstracta», respecto
de su entorno espacial y temporal; en todo caso, una totalidad integrada por
muchas partes, pero con la nota de conflictividad (conflictividades promovidas
entre sujetos operatorios, individuales y grupales, enfrentados entre sí en el
campo). El juez instructor conoce un campo en el cual, en general, las «partes»
se enfrentan entre sí; el historiador (sobre todo el historiador político) conoce
campos en los cuales las partes o partidos también mantienen entre sí
enfrentamientos polémicos.

32
Pero la analogía entre la instrucción procesal y la metodología del historiador
se acaba aquí, porque el historiador no es un juez. Entre otras cosas porque el
juez ha de continuar su trabajo, una vez cerrado el sumario («lo que no está en
el sumario no está en el mundo») valorando los hechos que han de estar ya
conformados según figuras y tipos ya establecidos por un código normativo
explícito (en la mayor parte de los ordenamientos jurídicos). Pero el historiador
no tiene por qué dictar sentencias (por ello su sumario no va a estar cerrado), ni
menos aún ha de atenerse a algún código explícito normativo (aún cuando de
hecho no ocurra así). Más aún, muchas veces la sentencia está ya prejuzgada
deliberadamente desde el principio, como ocurre en nuestro caso con los
historiadores españoles que, asumiendo el papel de ciudadanos respetuosos
con las leyes vigentes del Estado (es decir, actuando de modo «políticamente
correcto»), escriben después de la resolución del Parlamento que condenó
el Alzamiento Nacional.

Sin embargo pocos historiadores estarán dispuestos a reconocer «códigos


normativos» positivos y externos al propio dominio histórico del que se ocupan.
A lo sumo, reconocerán códigos normativos de «derecho natural» o afines, al
estilo de la «Declaración universal de los derechos humanos», desde cuya
plataforma todo historiador suele no solamente considerarse autorizado, sino
obligado, para «prejuzgar» no tanto a Adolfo Hitler cuanto también a Alejandro
Magno. Pero, en general, los historiadores tenderán a acogerse (dicen) antes
que a un código normativo-positivo, a la «verdad».

En resumidas cuentas: la diferencia más importante entre un sumario


procesal y un dominio histórico cabría ponerla en esto: el sumario es una
totalidad de fenómenos cuyos contenidos han de estar ya configurados según
formatos y tipos ilícitos preestablecidos en el código (nulla crimen sine lege), lo
que a su vez determina el aislamiento o segregación del sumario, como un todo,
respecto de otros sumarios. Pero un dominio histórico no se compone, en
principio, de partes o figuras que puedan ser delimitadas según una normativa
preestablecida (¿en qué Código del gremio de los historiadores están definidas
figuras constitutivas de un campo o dominio histórico tales como «clases
sociales», «proletariado», «burguesía capitalista»?), y, por tanto, tampoco los
límites de un dominio histórico pueden segregarse de otros dominios históricos
que aparezcan en continuidad con él, tanto en el curso cronológico como en el
geográfico.

Es evidente que esta continuidad entre un dominio histórico y otros dominios


colindantes no descalifica a priori la decisión de «acotar» una parte del campo
como dominio de una investigación; pero sí introduce la necesidad de cautelas
redobladas en todo lo que se refiere a la unidad (o «claridad») del «sumario»,
cautelas que tienen que ver casi siempre con el carácter abstracto y artificioso

33
de esa unidad. Tampoco la circunstancia de que un órgano –el hígado, el
corazón– o un sistema –el sistema circulatorio, el sistema óseo, el sistema
nervioso– de un organismo vertebrado vivo mantenga siempre la continuidad con
otros órganos o sistemas, descalifica la posibilidad y aún la necesidad de aislar
por abstracción los demás órganos o sistemas, porque un tal aislamiento
abstracto es imprescindible para el desarrollo de la ana-tomía y de la fisiología
del organismo.

A la «instrucción del sumario» consagra Enrique Moradiellos,


principalmente, el prefacio y los dos capítulos primeros de su libro, lo que no
quiere decir que la «instrucción» quede terminada aquí, porque nuevas piezas
podrán agregarse, y, de hecho, las irá agregando el autor. Incluso muchos
puntos del tercer capítulo –«Las tres Españas de 1936»– se mantienen aún en
la fase procesal de instrucción, aunque este capítulo tercero desborda
enteramente esta fase. Él se consagra principalmente a la exposición de «la
sentencia», pero no ya tanto jurídica, cuanto histórica, sobre el periodo; es decir,
a la exposición de una teoría histórica destinada a dar cuenta «desde dentro del
dominio delimitado», y a partir del «despiece» de las partes de su unidad, de su
mismo tejido global. Una unidad global que, aunque abstracta, parece en efecto
quedar explicada y justificada a partir del «juego» interno de las tres unidades
activas (las «tres erres», que, en la medida en que puedan considerarse
como factores esenciales, llamaremos R1, R2, R3) y cuya interacción daría
cuenta de la estructura o «esencia» de aquella unidad global que, en el terreno
fenoménico (y por cierto, casi enteramente impregnado de categorías jurídicas:
«violación del orden republicano», &c.) quedaría circunscrito como el dominio
histórico denominado: 1936. Los mitos de la Guerra Civil.

En las primeras líneas del prefacio de su libro establece Moradiellos con


toda precisión los límites (fenoménicos, supondremos) de su dominio de
investigación, es decir, de la totalidad abstracta de la que va a ocuparse (y cuyas
partes parecen ser ante todo los mitos; pero siempre tratados a través de
sus referenciashistóricas, lo que dará pie para interpretar esos «mitos» como
fenómenos, o representaciones emic del campo).

«Todo comenzó» [subrayado nuestro]; o bien: «la detonación inicial se


produjo el 17 de julio de 1936 con una extensa sublevación militar contra el
Gobierno de la República». Pocas líneas después: «su terminación
oficial[subrayado nuestro] cobró la forma de un parte de guerra triunfal emitido el
1º de abril de 1939 por el General Francisco Franco Bahamonde.» Esto cuanto
a los límites cronológicos del dominio histórico acotado (como vemos, según
criterios, sobre todo el inicial, de carácter estrictamente jurídico).

Los límites geográfico políticos quedan también explícitos por referencia a


la República Española, constituida ya desde el 14 de abril de 1931 como una
34
totalidad también abstracta, aunque con un género distinto de abstracción, no
menos decisivo, por ejemplo, en la forma de no intervención de otras Repúblicas
o Reinos de su entorno (principalmente Francia o el Reino Unido). O en la forma
de intervención explícita (principalmente: Italia, Alemania, Unión Soviética).
Todos estos Estados, miembros de un entorno cuyo juego con el dominio de
referencia será tenido en cuenta a lo largo de la obra.

La naturaleza abstracta de la unidad total del dominio «segregado» respecto


del contorno geográfico político es prácticamente reconocida por todos. Aunque
de muy diversos modos, que oscilan, desde un límite inferior (que subraya el
carácter abstracto de la delimitación que llega a convertir el dominio –el «Estado
español» en el intervalo histórico acotado– en una mera ficción jurídica, de
naturaleza jurídico internacional), hasta un límite superior (que subraya los
fundamentos reales de las abstracciones). Sencillamente, hay historiadores que
negarán de plano que los límites geográficos políticos del dominio «España
1936-1939» pueda tomarse en serio. «España 1936-1939» sería sólo un cruce
de las líneas de fuerza internacionales que se habían enfrentado, a raíz de la
Gran Guerra europea y las revoluciones a las que ella dio lugar: la revolución
soviética, las revoluciones fascistas, y la revolución nacional socialista. Otra cosa
es la «identificación» de estas líneas de fuerza internacional en cuanto
enfrentadas entre sí. Y aquí hay varias teorías que no pueden considerarse
externas al proceso mismo de delimitación del dominio histórico de referencia.

Dejamos de lado, por supuesto, las versiones metafísicas trascendentes


(tipo Dios/Satán), presentes emic en el dominio, coordinables, aunque no
reducibles, a otros dualismos inmanentes al dominio.

Ante todo las teorías dualistas, en dos versiones:

(1) La versión soviética, según la cual la teoría binaria se concreta en el


enfrentamiento de la línea del capitalismo con la línea del comunismo; en la
visión soviética las revoluciones fascistas o nacionalsocialistas serían en todo
caso subproductos de la última fase del capitalismo, la fase del imperialismo
capitalista; por tanto, y sobre todo, por encima de alianzas coyunturales
fenoménicas (entre Stalin y Hitler, o más tarde entre Stalin, Churchill y
Roosevelt), el dominio «España 1936-1939» sería sólo un episodio fenoménico
del enfrentamiento a muerte entre el capitalismo, en su fase final, y el
comunismo, en su fase inicial.

(2) La versión occidental, según la cual las líneas internas de fuerza que
cruzan el dominio se concretarían en una línea democrática, alcanzada por las
llamadas potencias capitalistas (Inglaterra, Francia, Estados Unidos, República

35
Española) y la línea totalitaria (vistas por unos como fascismo y por otros como
comunismo).

Los pares opuestos de líneas de fuerza diferenciados en cada una de estas


dos versiones del dualismo se reorganizan, sobre todo, al comenzar la Segunda
Guerra Mundial. Porque para las «Potencias occidentales», la oposición
democracia/totalitarismo alcanzará mayor peso que la oposición entre el
fascismo (sobre todo una vez que éste cayó) frente al comunismo; circunstancia
que fue aprovechada, como es sabido, por Franco, para sobrevivir a la caída de
Italia y de Alemania. Y pudo ser aprovechada, porque ya en plena guerra
mundial, pero también en la guerra de 1936, Inglaterra y Estados Unidos
favorecieron de hecho, se dice, más a los sublevados el 18 de Julio que a los
«republicanos», por lo que estos tenían de comunistas o de anarquistas, es decir,
de antidemócratas.

En el límite opuesto, el que postula un fundamento real, por así decirlo, a


parte rei, de la abstracción del dominio delimitado en el contexto geográfico
político como «República española», ponemos a todas aquellas perspectivas
que asumen el enfoque político de los Estados interactuantes en el tablero
internacional. Desde esta perspectiva la delimitación geográfico política del
dominio «República española 1936-1939» se tendrá como fundada en el
reconocimiento de una unidad política real, al mismo nivel que pueda concederse
a otros Estados (Francia, Inglaterra...) que se mueven según sus propios
intereses. Ahora, los sucesos ocurridos en España en el intervalo 1936-1939
serán considerados, ante todo, como un despliegue interno del propio curso
histórico de España –sin perjuicio de la «intervención» que en ese despliegue
pudo tener lugar por parte de las potencias exteriores–, en el contexto de los
demás Estados de la Sociedad de Naciones.

Pero si borrosos son los límites geográfico políticos del dominio de


referencia, todavía son más oscuros (menos claros) o más borrosos los límites
del intervalo cronológico (1936-1939) asignados al dominio acotado. ¿Qué
alcance hay que dar a la expresión «todo comenzó», que utiliza Moradiellos para
acotar el terminus a quo de su dominio, sobre todo cuando va complementada
por la «detonación inicial» que se habría producido el 17 de julio de 1936? Nos
encontramos, sin duda, ante un corte fenoménico a parte ante, muy
cinematográfico («historia teatro») por lo que concierne a la detonación; pero
cuya profundidad permanece sin determinar (el corte fenoménico, en todo caso,
no fue emic, porque el Gobierno de la República no pudo interpretar como corte
la detonación del 18 de Julio; ni tampoco pudieron interpretarlo así los
sublevados en aquel momento, si no les atribuimos la actitud de aquel personaje
que decía: «Me voy a la guerra de los treinta años»).

36
En cambio el corte fenoménico con el que se debilita el terminus ad
quem del intervalo ya es presentado por el autor con más cautela: «terminación
oficial» (¿«oficial» desde donde?: el régimen franquista actuó ya en el marco de
un Estado reconocido por otros Estados, legislaba, organizaba no sólo la vida
militar sino la civil, &c.; para este régimen el final de la guerra no fue el final de
un periodo, cuanto un episodio de un proceso que consideraba abierto el primero
de octubre de 1936, que era el comienzo oficial, desde el punto de vista de los
que terminaron siendo vencedores, del proceso).

Parece –digo «parece» porque Moradiellos no se pronuncia explícitamente–


como si la «cortadura inicial» se interpretase como una cortadura real en el curso
de la Historia de España (una cortadura producida en la base misma de la
sociedad española, una base democrática que Franco habría intentado
dinamitar), mientras que la fase final se interpretaría como una interpretación
sólo oficial, y acaso superficial, «superestructural» (si es que el curso de las
«corrientes profundas» de España –supuestamente, las corrientes democráticas
republicanas– no se habían interrumpido en el año 1939, sino que se
continuaban en las guerrillas, en la oposición interna, en los gobiernos
democráticos en el exilio, todos los cuales terminaron confluyendo en la
Constitución democrática, aunque no republicana, de 1978, como plataforma
desde la que contemplar la Historia en términos «políticamente correctos»).

En suma, la cortadura inicial (julio 1936) parece objetivamente establecida


(sin necesidad de que Moradiellos lo explicite: la famosa faja publicitaria en la
que se presenta el libro como respuesta al de Pío Moa, no fue obra del autor sino
del departamento de ventas de la editorial) contra quienes afirman que realmente
no «comenzó todo» con la detonación del 18 de julio, porque esta detonación
(como podría haber visto un astronauta extraterrestre que hubiera circunvalado
la Tierra en aquellas fechas) era una más entre las detonaciones que venían
sucediéndose ininterrumpidamente desde la sanjurjada y Casas Viejas, por
ejemplo, hasta, sobre todo, la revolución de Octubre de 1934 en Asturias (Pío
Moa: La guerra comenzó en 1934).

En todo caso, la definición del fin y del comienzo del intervalo cronológico
del dominio histórico de referencia es completamente ambigua. Y no sólo porque
el comienzo cronológico no puede ser jamás un comienzo absoluto, sino porque
no hay un único plano en el que se produzca el comienzo y el final, sino varios
planos. La pregunta de Juan Salas (reproducida en la página 78), «¿qui ha
commençat?», es ella misma ambigua, sobre todo en el terreno histórico (no
entramos en el terreno jurídico), a efectos de responsabilidad histórica, moral o
penal. Hay que comenzar determinando los planos a los que va referida la
cuestión del comienzo.

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Distingamos, por ejemplo, el plano técnico operatorio formal o estricto de
preparación y organización de un golpe de Estado concreto, y el plano
material de maduración de las personas, instituciones, tramas, instrumentos,
&c., a partir de los cuales se han formado los elementos necesarios para la
«instalación formal» o técnico operatoria del «golpe». Una distinción que se
aplica no sólo a los campos sociales o políticos, sino también a los campos
físicos: para que comience a girar un alternador, no sólo hace falta una
instalación adecuada de aparatos y piezas, sino que también hace falta un
generador de corriente, unos hilos que la conduzcan al alternador, unos
materiales con los cuales hayamos podido montarlo; incluso hacen falta otros
alternadores diferentes previos para mover los tornos en los que se fabrican las
piezas del generador. ¿Cuando comienza a girar el alternador? Formalmente,
«oficialmente», cuando, una vez instalado, conectamos con la corriente del
generador; pero materialmente el comienzo de este giro o revolución presupone
necesariamente la instalación, el proyecto, la corriente del generador, &c.

¿Cuándo comienza la Guerra Civil española? Quienes defienden que


comienza el 18 de Julio, y a lo sumo en los meses anteriores de preparación,
pero no en octubre de 1934, probablemente tienen la razón si nos referimos al
plano formal o técnico operatorio, porque la «instalación» del operativo que
«detonó» el 17 de julio de 1936 fue un proceso independiente de los procesos
operativos de instalación y ejecución que tuvieron lugar en la revolución de
octubre; y en este sentido la Guerra Civil no comenzó en octubre de 1934 sino
en julio de 1936.

Pero esto no quiere decir que la Guerra Civil, la rebelión oficial contra el
Gobierno legal (aún cuando esta rebelión se hiciera en principio en nombre de la
República, y, pretendidamente, de su legitimidad, aunque no de su legalidad)
hubiese comenzado íntegramente en esa fecha. Porque la «instalación del
operativo» de julio de 1936 presuponía, no sólo un estado previo de cosas muy
precisas, sino también operativos de rebeliones precedentes, también contra la
República, y singularmente, el operativo montado a lo largo del año 1934 que
estalló en octubre de ese mismo año.

Por ello la fórmula «todo comenzó» el 17 de julio de 1936 es adecuada, pero


cuando la referimos al plano formal, en el que culminó el desencadenamiento del
operativo del ejército rebelde. Es decir, la instalación operativa de 1936 no tuvo
que ver con la instalación operativa de 1934, ni siquiera con el operativo de su
represión. El «todo» habrá que referirlo por tanto al intervalo posterior a la fecha
del comienzo, y a la fecha en que se termina «oficialmente»: 1936-1939.

Pero ese «todo», que es la misma delimitación, por acotación, del intervalo,
no es el todo real del proceso: en el «todo» que se manifestó en julio de 1936

38
hay muchas más partes que están interactuando, y sin las cuales el comienzo
oficial de la rebelión de julio de 1936 no se habría producido. Lo que significa
que la «causa» del nuevo proceso no puede ser imputada íntegramente a la
rebelión militar. Y esto al margen enteramente de la cuestión de la
responsabilidad jurídica, moral o penal. Sencillamente se trata de que la rebelión
de julio de 1936, aunque tuvo un proceso de instalación propia (cuanto a su
operativo), no es concebible al margen de las rebeliones precedentes, y menos
aún al margen de los enfrentamiento y detonaciones cotidianas que tuvieron
lugar en España en el intervalo 1931-1936. Sin duda es posible comenzar en
1936, pero como también es posible comenzar el Credo por Poncio Pilatos.

Las consideraciones precedentes van orientadas a esta conclusión: que el


«todo» constituido por el dominio histórico delimitado en el espacio geográfico
político como Guerra Civil española es un todo fenoménico con límites más o
menos precisos en el terreno abstracto, técnico operatorio, y en parte jurídico;
pero es un todo con límites borrosos, tanto en el espacio geográfico político como
en el intervalo crono histórico.

Sin embargo, la acotación de este dominio tiene sin duda plena legitimación
metodológica, si tenemos en cuenta el proceder habitual de los historiadores
profesionales. Sobre todo si constatamos la imposibilidad de una historia que no
comience por acotar dominios en el mar sin orillas del campo histórico. Y esto
sin dejar de reconocer la influencia y continuidad que en el intervalo español
1936-1939 han debido tener, no solamente los sucesos de 1934 y de 1931, sino
también los de 1923, los de 1898, los de 1812... y así hasta los Reyes de Oviedo,
hasta los visigodos, hasta los romanos, los tartesios y los celtíberos.

Todo esto, sin embargo, aunque no prohíbe ni descalifica las acotaciones


de los dominios históricos abstractos, sin embargo sí que obliga a delimitar las
pretensiones de una historia científica, y, por tanto, a cuestionar la radical
separación entre la historia profesional o académica y la historia mundana o «de
aficionados». Porque la historia profesional no agota jamás sus dominios; los
límites de un dominio tienen siempre mucho de convencional (establecidos a
efectos de la investigación, de superficial, por lo tanto). Y ello precisamente
porque no es posible fijar los límites desde fuera del dominio, como pueden
fijarse, por ejemplo, en un sistema termodinámico cuyos límites hubieran sido
también inicialmente establecidos de un modo convencional (una nube, una
célula, una cámara frigorífica).

La historia profesional (incluso la que dispone «de unos medios de


transporte que hoy tienen más de dos ruedas», como dice, con metáfora
gerundiana, el historiador profesional Ángel Rodríguez, justamente
«denunciado» por Pedro Insua, en su artículo del nº 31 de El Catoblepas) no

39
garantiza por tanto la profundidad de las excavaciones practicadas en un dominio
acotado, que por serlo, no puede agotar; ni la verdad o cierre de las
concatenaciones que puedan establecerse en él, y que siempre se darán, tan
sólo, a una cierta escala.

Debe garantizar en cambio la perfección de los procedimientos, pero


teniendo siempre presente que la historia mundana, aunque sea llevada a cabo
con ilustración, puede ocasionalmente penetrar más profundamente en la
realidad que la historia académica, en virtud precisamente de las conexiones que
ella pueda percibir, fuera de los recintos acotados. La razón de esta
superficialidad académica reside, por tanto, precisamente en los mismos
procedimientos académicos. Muchos de los componentes, factores, hipótesis,
que no pueden formalizarse en los protocolos académicos, sin embargo pueden
encontrar su sitio fuera de estos protocolos; del mismo modo que muchas veces
la prueba judicial no es capaz de recoger las secuencias de las reliquias o relatos
de un crimen que no figuraban en el sumario y que, por ello, habrá de quedar
impune, aún cuando el juicio de algunos profanos, que estén ilustrados sobre el
caso, pueda ser mucho más certero e informado, aunque sin capacidad de
prueba judicial fehaciente. Con otra analogía: el pianista profesional interpretará
una partitura dada con una perfección formal infinitamente superior a la del
pianista aficionado (aunque éste se encuentre «ilustrado»); se percibirá en
seguida la diferencia entre la interpretación de un pianista profesional,
académico, y la interpretación de un pianista «mundano». Pero no por ello
necesariamente la interpretación del profesional será, cuanto al contenido,
mejor, o más profunda que la del aficionado; y lo que es peor, esta diferencia
puede ser debida a la misma profesionalidad, en la medida en que ella imponga
un formalismo y amaneramiento que llegue a dejar fuera contenidos reales
representados por la partitura.

Entre los requisitos imprescindibles, según consenso universal de los


profesionales, figura el de la imparcialidad historiográfica, formal o
procedimental, de los historiadores en la fase de la «instrucción del sumario». Es
decir, la imparcialidad en la fase de incorporación de los datos pertinentes al
dominio histórico, de las reliquias y relatos. La exigencia de esta imparcialidad
podría considerarse como una norma deontológica propia del «colegio de
historiadores». Una norma relativamente reciente, e impuesta sin duda por la
propia competencia pública de los eruditos.

La imparcialidad formal obliga principalmente a tener en cuenta todos los


documentos, reliquias y relatos que tengan que ver con el dominio acotado por
el historiador para su estudio. La imparcialidad impone la necesidad de tener en
cuenta todos los documentos, incluso aquellos que «vayan en contra» de la tabla
de valores del historiador. La imparcialidad consiste aquí en no ocultar ningún

40
documento, reliquia o relato, ni tampoco en añadir, tergiversar, interpolar o
falsificar documentos. Por ello, entre las causas que ponen objetivamente en
peligro (aún contando con el deseo de una imparcialidad subjetiva) la
imparcialidad formal hay que contar, no sólo con la mala voluntad, los prejuicios
o el partidismo, sino sobre todo la ignorancia positiva. Y el historiador no
profesional está sin duda más expuesto a la ignorancia positiva que el historiador
profesional, y con ello, a la parcialidad objetiva.

El libro de Enrique Moradiellos es un modelo de imparcialidad historiográfica


o procedimental que hay que agradecer. Se diría además que el autor ha cuidado
escrupulosamente esta imparcialidad historiográfica en la bibliografía, en las
referencias equilibradas de los mitos de cada parte o partido. Junto al mito de
José María Pemán («la bestia y el ángel, Luzbel o Dios, la carne o el espíritu»)
el mito de León Felipe (las dos Españas, la de Franco y la de Machado, la de los
«generales bastardos y traidores» y la de los «poetas hijos de la tierra» y de la
historia verdadera); al lado del «juicio de los historiadores» como Raymond Carr
y Juan Pablo Fusi, sobre las ayudas exteriores a Franco, el juicio de Ramón
Salas Larrazabal, discrepante cuanto a que el apoyo italo germano a Franco
fuese superior en número y calidad a la ayuda soviética; junto a la cita del
discurso de Gil Robles de 15 de octubre de 1933, en el que dice que la
democracia no es un fin sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo
(pág. 55), la cita del discurso de Largo Caballero de 3 de octubre de 1933 en
donde anuncia que el Partido Socialista va a la Conquista del Poder «legalmente,
si puede ser» (pág. 57); a continuación del capítulo sobre el «rostro humano de
un vencido» (Negrín) un capítulo sobre el «rostro humano de un vencedor»
(Franco).

Es cierto que en el terreno psicológico cabrá siempre apreciar algún «desliz


parcialista», como cuando al exponer cómo el «juicio de los historiadores»
corrobora el de los políticos, como Azaña y otros protagonistas, sobre las
razones de la victoria de los nacionalistas frente a los republicanos, cita, como si
fueran historiadores profesionales por antonomasia, a Carr y a Fusi (pág. 93);
pero también es verdad que en la página siguiente queda corregido el desliz al
citar también como historiador a Salas Larrazabal.

Alguien me «denuncia» un presunto delito de parcialidad procedimental que


habría cometido Moradiellos (en la página 58 de su libro) a propósito de la huelga
general indefinida de protesta de octubre de 1934, que en Asturias tomó la forma
de insurrección armada orientada –digan lo que digan, digo yo, tantos
historiadores profesionales que escriben desde la democracia de 1978– a
sustituir la «república burguesa» por una «dictadura del proletariado» o por el
«comunismo libertario» (aunque oficialmente, y a efectos exculpatorios,

41
defensivos sobre todo, esa insurrección se hubiera autopresentado como dirigida
a «frenar el fascismo» atribuido a la CEDA).

En efecto, Moradiellos afirma que el desencadenamiento de la crisis de


octubre de 1934 fue la exigencia de Gil Robles a Lerroux para entrar en el
gobierno con sus propios ministros, y cita que Azaña había advertido, en su
discurso del 30 de agosto de 1934, contra esa medida de «entrega» de la
República a los «monárquicos disfrazados» (la imputación de «fascistas» habría
sido cosa, al parecer, del PSOE caballerista, de los anarquistas o de los
comunistas). Y a continuación añade que la decisión de Lerroux de atender la
exigencia de Gil Robles y la aprobación presidencial (de Alcalá Zamora) de la
medida que condujo al nuevo gobierno de la coalición radical cedista, fue la señal
para que los socialistas pusieran en marcha la huelga general... Pero con este
proceder –se me dice– Enrique Moradiellos da la impresión de que la huelga
general del 5 de octubre y la insurrección armada, principalmente la de Asturias,
consiguiente, fue causada por la petición de Gil Robles a entrar en el gobierno.
Y la «señal» de esa huelga fue el nombramiento del nuevo gobierno el 4 de
octubre.

Lo que equivaldría a una ocultación de datos imprescindibles que constan


en la «instrucción del sumario», y datos del calibre de los siguientes: (1) Que la
CEDA había ganado las elecciones, y aunque no tuviera la mayoría absoluta,
tenía todo el derecho democrático a formar parte del nuevo gobierno; (2) Que la
elección, como señal, de la entrada en el gobierno de un partido que tenía pleno
derecho a ello constituía ya una provocación a la democracia y una trampa; (3)
Que la advertencia de Azaña sobre el monarquismo disfrazado era impertinente,
al margen de que fuera o no una apreciación equivocada; con mayor razón
podría considerarse impertinente la «advertencia de fascismo» por parte de
Largo Caballero, &c., que Moradiellos no considera, cuando era obligada, en el
contexto, tal consideración; (4) Sobre todo, habría que haber subrayado que la
insurrección de octubre de 1934 venía siendo planeada y programada mucho
antes de la advertencia de Azaña, a lo largo de todo el año 1934: Comité
Revolucionario, saca de fusiles, pólvora y dinamita de la Fábrica de Armas de
Oviedo, asunto del Turquesa... Y antes aún, en febrero de 1934, ¿qué hacía en
la Casa del Pueblo madrileña el alijo de abundantes fusiles y pistolas, y más de
seiscientas cajas de cartuchos, así como varios útiles para fabricar bombas que
encontró la policía en un registro ordenado por el gobierno Lerroux (siendo
ministro de la gobernación Rico Avello)?

Sin embargo, a mi juicio, Moradiellos podría exculparse bien de esta


acusación de parcialismo procedimental, en asunto tan grave, con una lectura
literal de las páginas 57 y 58 de su libro. Pues allí no se habla de que el
nombramiento del gobierno de coalición radical cedista, el 4 de octubre de 1934,

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fuese la causa de la huelga, sino la «señal», para que los socialistas la pusieran
en marcha; y si no habla de la preparación minuciosa de la insurrección, y no
sólo de la huelga, ni habla del «peligro fascista», es porque da por supuestos los
conocimientos de tales circunstancias en el lector. Por tanto, la acusación de
parcialismo no puede mantenerse en el terreno del procedimiento historiográfico.
Por tanto, esa acusación habría que referirla a un terreno indiciario, o al terreno
psicoanalítico de los actos fallidos, cuya consideración está aquí fuera de lugar.

Tampoco me parece que tengan mayor importancia algunos «juicios de


valor» que se deslizan de vez en cuando a lo largo de sus páginas. Por ejemplo,
cuando en la página 61 llama «náufragos del republicanismo radical y
conservador» a quienes aceptaron formar parte de coaliciones derechistas; o
como cuando en la página 63 califica de «insensata» («todavía más
insensatamente») la declaración de Largo Caballero de 26 de junio de 1936 a
los obreros ugetistas. Estos juicios de valor podrán interpretarse como «indicios»
de las posiciones personales desde las cuales el historiador procede, pero me
parece que no empañan la imparcialidad procedimental del autor de esta obra
paradigmática.

4. Sobre la imparcialidad gnoseológica material

Si hemos considerado a la imparcialidad formal, procedimental,


historiográfica, como una exigencia deontológica del oficio del historiador
profesional, no nos atreveríamos sin embargo a considerar la imparcialidad
material ni siquiera como un ideal gnoseológico, difícilmente alcanzable, o
sencillamente imposible de alcanzar. Para decirlo con toda claridad:
consideramos a este ideal como un absurdo.

Y esto supuesto tendremos que acusar de inconsciente, o acaso de


impostor, al historiador que pretenda ser imparcial en el momento, no ya de
«instruir el proceso», sino de organizar los datos, ordenarlos, concatenarlos y
sacar consecuencias. Si consideramos la parcialidad, o el partidismo del
historiador, como condición constitutiva de la construcción histórica (más
exactamente: de la «transformación» de los datos o hechos fenoménicos en
estructuras teóricas esenciales) lo que hace falta en cada caso no será alcanzar
una imparcialidad inasequible y sin sentido, sino determinar qué tipo de
parcialidad o partidismo está actuando en cada caso, y cuáles son las diferencias
de este parcialismo respecto de otros; y no necesariamente con intenciones
relativistas («cada historiador profesional construye su historia desde sus
particulares y parciales premisas») sino también con intención filosófica (puesto
que no hay ninguna razón a prioripara suponer que todos los partidismos tengan
la misma fuerza o potencia).

43
Otra cuestión es la de explicar las razones de esta necesidad de partidismo
material que atribuimos a una investigación histórica que pretenda alcanzar un
nivel teórico superior al que pueda tener un mero centón de datos.

Cabe aducir, sin duda, razones psicológicas («todo historiador, no por ser
académico, deja de estar sometido a los prejuicios de la clase social a la que
pertenecen él y su familia, a los prejuicios de su religión, a sus idola theatri, en
general»). Y, sobre todo, políticas (la exigencia, que el Diamat imponía a los
historiadores materialistas en el sentido de la toma de partido –el partinost– en
el momento de ocuparse de las cuestiones de la historia positiva derivaban de
supuestos prácticos plenamente conscientes: la «evidencia» de que los
planteamientos del Partido Comunista derivaban de un verdadero análisis de la
realidad, y la «evidencia» de que sólo desde la verdad –«la verdad es
revolucionaria»– se podría obtener la victoria política).

Pero aunque la exigencia del partidismo podría estar justificada, incluso


gnoseológicamente, sin embargo, por sí misma, desbordaría la propia
justificación gnoseológica; probaría demasiado, porque justificaría incluso el
partidismo historiográfico en la «fase de instrucción»; justificaría, en aras de la
victoria final (identificada con la verdad), la ocultación, distorsión o invención de
documentos, de reliquias y de relatos.

No es fácil, sin embargo, fundamentar desde un punto de vista gnoseológico


la exigencia de partidismo del historiador auténtico. Pues no se trata de aceptarlo
a título de un déficit inevitable derivado de la «condición humana». En lo que
sigue sólo damos un esbozo de lo que entendemos debiera ser (o por dónde
debiera ir) una fundamentación gnoseológica semejante del partidismo, no como
déficit inevitable, con el que habría que contar, sino como condición necesaria
para la formación misma de un juicio histórico correcto.

Partimos del supuesto de que el campo fenoménico en el que trabaja el


historiador, o el dominio histórico dentro del campo, no es el «pasado» o el
«pretérito» –como suelen creer, con angelical candor, los historiadores que se
proponen «reconstruir el pasado tal como realmente fue»–, sino un campo
presente, constituido por reliquias y relatos. «Pretérito» es el nombre que se da
al resultado de la transformación (no reconstrucción) beta-operatoria del campo
fenoménico en teoría histórica.

Pero el presente desde el cual opera el historiador no se agota en el


presente de su subjetividad corpórea operatoria, cuando ella está
«manipulando» con las reliquias y los relatos de su dominio. El presente de un
historiador está constituido, fundamentalmente, por la plataforma ideológica y
conceptual desde la cual él organiza los materiales. Y esta plataforma es

44
necesariamente partidista. Pero la razón gnoseológica no podrá tomarse tanto
de las condiciones a las cuales pueda estar sometido el historiador en cuanto
ciudadano (condiciones que son, sin duda, relevantes), cuanto del propio campo
o dominio con el cual el ciudadano se enfrenta en cuanto historiador. En efecto:

Es el campo mismo (o un dominio de este campo) el que tiene por sí una


estructura dialéctica, por cuanto la multiplicidad de sus partes –como las propias
reliquias y relatos– se nos ofrecen ya como dispares, contrapuestas entre sí, y
aún llenas de engaños, trampas, distorsiones o mutilaciones, porque ellas
ofrecen los «reflejos» de acciones de otros sujetos humanos operatorios (incluso
grupales) que están siempre desarrollándose en forma de enfrentamientos con
acciones de otros sujetos humanos, individuales o grupales. Por este motivo, la
interpretación emic de los fenómenos (es decir, la interpretación de los
fenómenos desde la perspectiva de sus agentes) es, en general, absolutamente
obligada en toda investigación histórica.

Pero los escenarios emic del campo histórico (escenarios propios de una
«Historia teatro», en la que hay «protagonistas») se suponen ya clausurados; es
decir, la plataforma del presente ha de ser siempre una plataforma etic respecto
de aquellos. Y lo que desde esta plataforma se busca no es sólo, como algunos
pretenden, reconstruir el escenario emic «tal como fue» (salvo en el terreno
emic), sino sobre todo establecer su engranaje con el curso histórico.
Determinando, por tanto, sus antecedentes y sus consecuentes, que habrá que
suponer ya producidos en el «futuro perfecto» de aquellos sucesos. Un futuro
perfecto que forma parte ya de nuestro pretérito. Porque sólo puede hablarse de
«futuro perfecto» –no sólo «infecto»– cuando éste va referido a la posterioridad
encadenada de un estrato histórico que se considera como pretérito: la rebelión
militar del 18 de julio de 1936 pertenece al futuro perfecto –para el historiador
positivo– de la República del 14 de abril de 1931. Pero el futuro infecto (la
posterioridad de los hechos respecto del presente del historiador) queda fuera
del «escenario» de la historia positiva, y esta es la razón por la que no cabe
hablar de Historia del presente.

Esta es la razón, insistimos, por la cual no cabe una historia del presente
(aunque la historia se haga siempre desde el presente): la sencilla razón de que
sus consecuentes se dan en un futuro infecto o imperfecto (no terminado) que,
por definición, queda fuera del campo histórico. Pues no podemos conocer
históricamente las consecuencias o el alcance de los sucesos que están
teniendo lugar en nuestro presente. Por ello es ridículo afirmar, «desde un punto
de vista histórico», en 1969 (pero también en 1979 y aún en 1989, &c.), que «el
viaje a la Luna del Apolo XI es un acontecimiento histórico de mayor
trascendencia que el viaje de Colón a las Indias».

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Por ello es también imprescindible tener en cuenta los eslabones de la
cadena que enlaza el «futuro perfecto» con el presente del historiador, es decir,
el escenario emic de los sucesos con la plataforma etic del historiador
(Schliemann forma parte de la Historia de Troya como Evans forma parte de la
Historia de Cnossos).

Pero las líneas de fuerza según las cuales se organiza el campo fenoménico
están determinadas por valoraciones de los objetos: si las ceraunias o piedras
del rayo comenzaron a formar parte del campo de la Historia humana es porque
Boucher de Perthes descubrió sus valores como hachas o cinceles; si las figuras
grabadas en un pergamino son interpretadas como un texto y clasificadas en un
lugar distinto de los restos orgánicos, es porque actúan los valores vinculados a
la escritura.

El campo fenoménico histórico no es, por tanto, un campo inerte, en cuanto


pretérito o reliquia del pretérito perfecto, pacífico, sereno. Es un campo in-fecto,
un «campo de batalla», en el cual las partes o partidos se nos dan enfrentadas
con otras partes o partidos.

Ahora bien, como la transformación del campo histórico fenoménico en


campo histórico teórico tiene que incorporar necesariamente los
componentes emic de su dialéctica (es imposible entender la concatenación de
operaciones, planes y programas, de Julio Cesar en Farsalia, separándolos de
los de Pompeyo), es necesario que desde la plataforma etic del historiador sea
posible incorporar esta dialéctica partidista emic. Y es entonces cuando cabe
distinguir, en principio, estos dos tipos de situaciones susceptibles de ser
ocupadas por la plataforma según su relación con el estrato histórico del campo
investigado.

(1) La situación según la cual, por las razones que sean, los partidos o
corrientes del «campo de batalla» emic se consideran idénticos, en lo sustancial
(por ejemplo, institucionalmente) con los partidos o corrientes del presente (por
ejemplo, el Partido Socialista Obrero Español de Felipe González de los años
ochenta del siglo XX se considera institucionalmente el mismo partido –no sólo
su heredero– que el Partido Socialista Obrero Español de Indalecio Prieto, o de
Pablo Iglesias, que operaba en el intervalo histórico que se extiende entre las
guerras de 1914 y 1939).

(2) La situación según la cual los partidos o corrientes de ese «campo de


batalla» se consideran como partidos o corrientes distintas de las que figuran en
el presente (y más precisamente, del partido o corriente a la que se adscribe el
historiador).

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En el primer caso (1) es evidente que un historiador que en el presente milite
o simpatice, por ejemplo, con el PSOE, tendrá que tomar partido (contra la
CEDA, o contra los monárquicos recalcitrantes de la II República) al hacer la
historia de la Guerra Civil. Más aún, su partidismo representará para él la
garantía de estar ocupando una plataforma más sólida y potente («progresista»,
capaz de envolver a las otras posiciones «arcaicas y en retroceso», ya en su
tiempo) que la que pueden ocupar los «herederos» o simplemente continuadores
de la CEDA o del franquismo (que muchos identificarán, de un modo más o
menos explícito, con los militantes o simpatizantes del PP o con los
neofalangistas del presente).

En el segundo caso (2) tendremos que suponer que el historiador dispone,


en su plataforma etic, de recursos suficientes para reformular la dialéctica
partidista emic. Pero esto significa también tomar partido, porque su posición en
cierto modo descalifica por ingenuos a los partidos emic, y más aún, al partido
del historiador que se «identifique» con alguno de los partidos que intervienen
en la dialéctica emic.

En el primer caso, no cabe, desde luego, hablar de imparcialidad del


historiador; su mérito se hará consistir, precisamente, en haberse identificado
con alguna de las corrientes «claves» del pretérito, que fueran capaces de dar
cuenta operatoriamente de los hechos históricos.

Pero, en el segundo caso, no por asumir el historiador una situación que


pretende estar más allá de los partidismos históricos, puede hablarse de
«neutralidad de valores», de «imparcialidad». Aquí sigue habiendo valoraciones
y tomas de partido, no sólo frente a algunos de los partidos emic, sino frente a
todos. Esto ocurrirá sobre todo cuando la «distancia histórica» (medida a través,
no ya de metáforas ópticas –la distancia de la nariz de Cleopatra– sino
precisamente a través de la distancia entre el partidismo etic y el emic) sea tan
grande que quepa interpretar la plataforma del presente como capaz de envolver
por completo al estrato historiado. Esta distancia lógica no se corresponde
necesariamente con la distancia cronológica: la distancia cronológica entre la
explicación de la «conversión de Constantino» que pueda dar hoy un racionalista
y la que podía dar Eusebio de Cesarea o San Agustín no es mayor que la
distancia entre nuestra explicación del enfrentamiento en Farsalia entre César y
Pompeyo y la que ellos mismos podían percibir como agentes de su dialéctica.

Remitimos a una clasificación de historiadores españoles actuales, desde


sus supuestas ideologías, de extraordinaria utilidad, que Atilana Guerrero ofrece
en su artículo del nº 31 de El Catoblepas.

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Moradiellos, aunque no la represente explícitamente, ejercita (me parece)
plenamente la distinción entre la plataforma etic de los historiadores y el estrato
emic del campo historiado por ellos. Por ejemplo, cuando dice (para no salirnos
de las citas anteriores) que «el juicio de los historiadores [Raymond Carr y Juan
Pablo Fusi] no está muy lejos de compartir y suscribir esas apreciaciones de
testigos y protagonistas [Azaña]..» (pág. 97). Por cierto, este texto sugiere, ya
por sí mismo, que Moradiellos, al citar a determinados historiadores como
historiadores profesionales por antonomasia, se alinea o simpatiza al menos con
el «partido de la República», representado por Azaña (sin que por ello tenga que
ser azañista); simpatía a la que además tiene perfecto derecho como ciudadano.

§ III.

Sobre el partidismo de los historiadores de la Guerra Civil española, en


general, y sobre el partidismo de Enrique Moradiellos, en particular

1. El partidismo que atribuimos a Moradiellos no aparece explícito o


representado, pero estaría ejercido o implícito en su libro. Este partidismo, según
nuestros presupuestos, será condición necesaria para poder hablar de una teoría
histórica, y no sólo de una mera crónica; en modo alguno tiene que ver con una
«denuncia» de ausencia de imparcialismo, sino con el reconocimiento de la
presencia en el libro que comentamos de una verdadera teoría de la Guerra Civil
española. Por lo demás, en este comentario no entraremos directamente en las
cuestiones relativas a si esta verdadera teoría de la Guerra Civil española es
también una teoría verdadera, en el sentido de la verdad atribuible a las teorías
científicas que han rebasado el nivel de las construcciones o transformaciones
beta operatorias del campo fenoménico de su referencia.

2. La teoría de la Guerra Civil que nos ocupa procedería, en todo caso, y


ante todo, por el modo de la clasificación de las partes del todo atributivo
(constitutivas del dominio fenoménico de referencia). Pero no sería por ello
necesariamente una teoría meramente clasificatoria, en el sentido taxonómico
estático. La clasificación a la que nos referimos va acompañada, en efecto, de
determinados postulados que tienen que ver con la dinámica histórica (social y
política) según la cual interactúan las partes del campo o dominio fenoménico,
distinguidas en la clasificación según líneas de fuerza pertinentes.

Por lo demás, estas líneas de fuerza dinámicas, en tanto desempeñan el


papel de líneas de frontera de las partes de la clasificación del todo atributivo o
dominio de referencia, no hay por qué entenderlas como si estuvieran
sobreañadidas a un sistema de partes previamente establecido. Por el contrario,
las diferencias entre estas partes del dominio están determinadas en gran

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medida por esas líneas dinámicas dibujadas en el plano práctico fenoménico
emic.

La clave para establecer los fundamentos de una teoría histórica reside, por
tanto, según la vía progresiva de clasificación, en el «despiece» o
descomposición del todo del dominio histórico, o, lo que es lo mismo, según la
vía regresiva –dada la complejidad empírica de este todo: clases sociales,
estamentos, instituciones cívicas, militares o eclesiásticas, profesiones,
corporaciones, regiones administrativas (Antonio Sánchez, en su artículo de El
Catoblepas, nº 32, ha subrayado la importancia de las naciones étnicas, y la
confusión común entre los historiadores de estas naciones con las naciones
políticas)– en el agrupamiento de esa multiplicidad de partes empíricas en
unidades parciales susceptibles de desempeñar el papel de principios dinámicos
del proceso global.

El dominio histórico que nos ocupa –el intervalo histórico español 1936-
1939– es un todo sin duda borroso, es decir, cuyas partes no están delimitadas
en su dintorno de un modo distinto (salvo en el terreno emic de los fenómenos,
que son acaso apariencias). Dintorno cuya línea de contorno (respecto del
entorno del dominio) tampoco es claro, como ya hemos señalado anteriormente.
¿Hasta qué punto cabe separar la dinámica interna de las partes operatorias de
la España de 1936, de la dinámica de las fuerzas políticas y sociales que la
rodeaban (Alemania, Italia, Unión Soviética), incidiendo o dejando de incidir (no
intervención) sobre ella?

El dominio de referencia es, en resolución, un todo confuso (con las partes


de su dintorno precariamente distinguidas, es decir, distinguidas sólo de un modo
fenoménico o emic) y oscuro (es decir, con las partes de su entorno no bien
segregadas). Pero sobre este tipo de dominios, oscuros y confusos (y sólo
aparentemente claros y distintos en el plano fenoménico), comienzan a trabajar
necesariamente las ciencias históricas, porque necesariamente tienen que
repartir el campo histórico global en dominios asequibles a la investigación
positiva. Esta es la razón por la cual es tan problemático todo proyecto de una
«ciencia histórica universal del Género humano». Un proyecto que se resolverá
una y otra vez en una enciclopedia, alfabética o cronológica, de datos mejor o
peor contrastados. Y cuando el historiador se atiene a un dominio abstracto, las
posibilidades de despiezar adecuadamente su campo y deslindarlo de su
entorno son prácticamente insuperables.

Estas son las razones por las cuales nos creemos autorizados a afirmar que
en el análisis del «despiece» o del agrupamiento de las partes de un dominio
histórico, oscuro y confuso por naturaleza, estarán las claves ideológicas de la
teoría de ese dominio histórico ofrecida por el historiador.

49
3. En el capítulo tercero de su libro (capítulo que consideramos central en
cuanto a la exposición de su teoría), Moradiellos comienza por desechar los
proyectos de clasificación binaria del todo de referencia, o, para decirlo en
términos comunes, las teorías dualistas de las dos Españas, y
correspondientemente las teorías dualistas –a veces llamadas, por sinécdoque,
«maniqueas»– de España.

Ya en el capítulo primero había considerado como simples mitos los


dualismos que tomaban forma en el poema de La bestia y el ángel de Pemán.
Este poema, que constituye una variante de la tradición conocida
historiográficamente como «pensamiento reaccionario» (que inició en el siglo
XVII Valsecchi) cubre a la vez, con el mismo dualismo, el dintorno y el entorno
de la España historiada: lo que divide al interior de España es lo mismo que lo
que divide en su exterior al Oriente y al Occidente: Luzbel frente a Dios, la carne
frente al espíritu. Lo que nos sorprende en el poema de Pemán no es tanto la
presencia del dualismo gnóstico (o maniqueo) –que sigue actuando en tantas
ideologías tocadas de «pensamiento reaccionario»– sino la «obscenidad» casi
infantil de su presentación.

Pero todo el mundo está al tanto de otros dualismos no menos maniqueos


(es decir, con oposiciones contradictorias, y no meramente contrarias, con
puntos intermedios) utilizadas para «entender» la Guerra Civil, el más popular
de los cuales es el de las «dos Españas» de Antonio Machado. Para muchos,
todavía hoy, todo se explicaría a partir de la oposición entre «derecha» e
«izquierda»: la Guerra Civil no habría sido otra cosa sino un episodio más del
conflicto secular entre la derecha reaccionaria arcaica, supersticiosa, y la
izquierda progresista y racional; si la derecha española triunfó de la mano de
Franco, apoyada por la derecha europea (el fascismo), el curso de la historia,
muerto Franco, volvería a abrir a la «izquierda» su oportunidad siempre que la
izquierda logre recuperar su «memoria histórica».

El dualismo entre derecha e izquierda equivale prácticamente, en otras


versiones, al dualismo entre «republicanos» y «monárquicos»: la Guerra Civil
habría sido una «rebelión contra la República». Y la República es la que pidió la
asistencia de las potencias europeas democráticas y a la República es a la que
vinieron a socorrer las Brigadas Internacionales. Estamos así retratando una
teoría muy común, todavía hoy, sobre la Guerra Civil. Lo malo es –dirán los
republicanos– que, tras la Constitución de 1978, la «izquierda», aunque logró
una importante recuperación de los valores democráticos de la República (si bien
disfrazada de monarquía) no ha logrado todavía su hegemonía plena, porque ahí
está, además del Rey, el PP, que no sería otra cosa sino derecha (monarquía)
disfrazada. La oposición derecha/izquierda (lograda mediante la reducción de las
izquierdas a una supuesta única «izquierda eterna»), reproduce una forma de

50
dualismo no menos mítico y aún maniqueo (vía agustiniana, las dos ciudades)
que el dualismo teológico infantil de Pemán.

Moradiellos también rechaza la viabilidad del ensayo de superar el dualismo


por la vía de una acumulación de dualismos susceptibles de entretejerse en el
campo de batalla. Como si la Guerra Civil pudiese ser explicada a partir de
«muchas guerras paralelas y latentes, todas ellas de origen previo a Julio de
1936», como lo habría intentado Santos Juliá (pág. 44).

4. Podría decirse que Moradiellos descompone (o despieza) la totalidad de


su dominio en seis partes o unidades. Se trata de una descomposición o
partición, más que de un agrupamiento de partes que no son siempre
establecidas por criterios empíricos o materiales, porque también cabe
reconocer la intervención de criterios generales, formales o aprióricos, en el
contexto.

El despiece resultaría, por tanto, de una clasificación cruzada de otras dos,


derivadas de sendos criterios bien diferenciados. El primero de ellos (el criterio
A) de índole material o empírica; el segundo (criterio B) de índole formal o
genérica:

A) Un criterio de división binaria, pero no maniquea, porque se apoya en una


oposición de contrariedad que admite gradaciones intermedias entre los
extremos. Se trata de una oposición entre dos Españas, pero no según el modo
de Machado, sino según un modo más positivo y emparentado con la doctrina
marxista de los «modos de producción», la oposición entre la España urbana y
la España rural (que designaremos por E1 y E2). A esta oposición Moradiellos
parece asignarle un papel básico. Por ello en esta distinción podríamos ver un
eco de la distinción marxista entre los modos de producción (feudal e industrial)
pero acentuando en ellos la oposición campo/ciudad, cuya relevancia en la
versión maoísta del marxismo es bien conocida; pero es obvio que no queremos
sugerir, ni de lejos, que la teoría de Moradiellos tenga algo que ver con el
maoísmo.

Sin embargo, la importancia que en la teoría adquiere esta distinción binaria


es muy grande. Por ejemplo, la distinción emic operatoria de «los frentes de
combate tallados en julio de 1936» habría tomado cuerpo sobre la base de las
dos Españas bien reales que se habían ido articulando desde el punto de vista
geográfico, productivo y de poblamiento, a lo largo de todo el siglo XIX, y durante
el primer tercio del siglo XX. La República y sus partidarios se habrían hecho
fuerte en la España «básicamente urbana» (la zona centro constituida por el eje
Madrid-Barcelona-Valencia y la franja norteña Oviedo-Bilbao, industrial,
alfabetizada, en proceso de modernización, &c.). La insurrección militar se

51
habría consolidado en la España básicamente rural (Galicia, Navarra, Aragón,
Castilla la Vieja, Sevilla), con predominio de población analfabeta, estancada en
el atraso, &c.

B) Un criterio formal (genérico y apriórico) de división ternaria que (a nuestro


entender) sería independiente, en principio, del criterio de división básica binaria
de España. Porque de las dos Españas, reconoce el mismo Moradiellos, no
surgen dos proyectos políticos, sino tres núcleos de proyectos políticos muy
distintos y antagónicos (pág. 46). Moradiellos no se detiene en explicar el
proceso en virtud del cual de las dos Españas surgen los tres proyectos políticos
(a los que correspondería, si mantuviésemos literalmente el concepto marxista
de base del modo de producción, un papel «superestructural»). Lo que ocurre
acaso es sencillamente esto: que Moradiellos parece derivar estos tres proyectos
políticos, no de la base dualista, sino de otros estratos emic de la historia política,
a saber, de la oposición «triangular», ya no binaria, entre tres corrientes (o
proyectos, o modelos) que denomina con términos que comienzan con una R:
el reformista democrático (que llamaremos nosotros R1),
el reaccionario autoritario o totalitario (R2) y el revolucionario colectivizador (R3).

Sin duda, hay un fundamento emic (aunque sólo desde alguna de las partes
o partidos) para un tal «despiece» triangular. Pero, a su vez, cabe preguntar:
¿Cuál es el fundamento de esta descomposición triangular del dominio histórico
según las tres erres (descomposición que venía siendo utilizada por otros
sociólogos o historiadores, como José Varela Ortega en 1972, o Donald C. Watt
en 1975, citados por el propio Moradiellos)? El fundamento de la descomposición
binaria es más un fundamento etic que emic (porque la oposición binaria entre
campo y ciudad no intervino en el primer plano de los planteamientos políticos
de los agentes comunistas, o incluso anarquistas, de la Guerra Civil). Pero el
fundamento de la descomposición triangular, sin perjuicio de sus apoyos emic,
no se agota en ellos, precisamente porque la ideología emic de las tres erres, no
es derivable ella misma de factores positivos, sino de una conceptuación
ideológica y apriórica ella misma (carácter apriórico que al ser utilizado en el
terreno práctico, se convierte en apriorístico). Y, por ello, no por no estar en la
base deja de ser la división triangular menos significativa para la dinámica
histórica: por de pronto porque esta división triangular de modelos resulta ser,
como reconoce Moradiellos, «exactamente la misma» que la que habría surgido
en Europa tras el impacto devastador de la Gran Guerra de 1914-1918. En
efecto, los tres núcleos de proyectos de reestructuración del Estado y de las
relaciones sociales iban a dominar –dice Moradiellos– el periodo entreguerras
(1919-1939): reforma (R1), reacción (R2), revolución (R3).

En conclusión: paradójicamente, esta distinción triangular, aunque se


corresponda emic (emic-republicano) con la superestructura política, se presenta

52
con un cierto aire menos fáctico (o empírico) que aquel según el cual fue
presentada la división básica de las dos Españas (E1, E2). Casi se diría que la
división triangular tiene un carácter marcadamente genérico o apriorístico
(respecto de la materia específica del dominio de referencia) que habría que
investigar, independientemente de que sean los sociólogos o historiadores
(«republicanos») quienes hayan dibujado esta distinción.

A nuestro entender, el apriorismo de esta descomposición triangular del


dominio, tendría que ver con la división general y a priori del tiempo histórico en
las consabidas regiones del Pasado, del Presente y del Futuro. Y aquí, nos
parece, se nos descubrirían los componentes ideológicos (por no decir
metafísicos) de esta distinción triangular.

En efecto, ya las denominaciones («reacción», «reforma», «revolución»)


parecen pensadas como si el punto de referencia fuese un «presente» continuo,
entendido como un presente dinámico identificado con la corriente histórica
regular del proceso histórico, con respecto al cual las «reformas» (se supone que
equilibradas, «racionales», moderadas...) marcasen la línea del progreso «a la
altura de los tiempos». Este presente no es, por tanto, meramente cronológico:
es un presente «reformista, moderado y racional» (que sin duda tiene que ver
con el gradualismo propio de la socialdemocracia republicana y después
monárquica, constitucional, democrática). Un presente que marca la «altura de
los tiempos» (idea muy útil con la condición de que no se nos ocurra preguntar
por su significado –en realidad no deja de ser vergonzoso el que se tenga que
recurrir a semejante expresión).

Esta sería en todo caso la plataforma desde la cual parece llevarse a cabo
la descomposición triangular. En efecto, desde este presente, como plataforma
flotante en el curso normal del proceso histórico, podrían percibirse dos
corrientes antagónicas (pues descartamos que pueda existir un «presente a la
altura de los tiempos» que sea idéntico respecto de otro presente situado a otra
altura; el presenta varía continuamente):

Ante todo, la corriente surgida como reacción al avance normal, la corriente


R2, que ya no será una mera reacción mecánica (al modo de la reacción
contemplada por la tercera ley de Newton), sino una reacción histórica, y por
tanto una vuelta atrás, al pretérito, en el límite, al arcaísmo del Antiguo Régimen,
incluso a la Edad de las Cavernas (de hecho, los republicanos de 1931, llamaban
«cavernícolas» a sus adversarios políticos). En cambio, la corriente que desde
la plataforma «racional» se percibe como un desbordamiento precipitado o
imprudente («insensato», dice Moradiellos refiriéndose a Largo Caballero) del
ritmo del proceso histórico hacia el futuro, correspondería la
corriente revolucionaria (R3).

53
Pero una fundamentación semejante de la descomposición del dominio en
las tres erres nos pone muy cerca de la metafísica, por que da por supuesto ese
«ritmo normal» del curso histórico y, desde luego, implica una descalificación
«sectaria» (no ya partidista) de modelos tan presentes y actuantes como puedan
serlo los distintos de R1. ¿Por qué considerar arcaico o pretérito a R2? ¿Por qué
considerar a R3 como anticipación del futuro (que además no se ha producido)?
Como si el «pasado arcaico» tuviera capacidad de actuar, o como si el «futuro
aureolar» la tuviese también.

Y esto sin contar que, en concreto, habrán de incluirse arbitrariamente


(desde supuestos etic metafísicos) a los movimientos fascistas entre los modelos
reaccionarios (a pesar de que emic, al menos, el fascismo y el
nacionalsocialismo se consideraron siempre como revolucionarios); y, de hecho,
como es bien sabido, la industria nacionalsocialista estuvo profundamente
vinculada con el capitalismo de vanguardia norteamericano, como lo demuestran
las relaciones entre Ford y Hitler, por ejemplo. ¿Por qué, en cambio, no se
consideran como retrógrados a los movimientos anarquistas españoles, muchos
de los cuales, tal como los describe Brenan, querían volver a la comunidad
primitiva, a la época premaquinista y preestatal, en la que los hombres volverían
a comer alimentos crudos, y no deteriorados por la cocina? En cualquier caso, la
CEDA no podría considerarse sin más como «reaccionaria antirrepublicana».

Pero sobre todo, la plataforma R1, tomada como canon, es decir, la


República democrática de 1931, no puede considerarse de otro modo que como
una plataforma ideal, muy poco más que una «constitución de papel», como una
«República de papel», más que como una constitución real o sistasis. La II
República es sólo una hipóstasis historiográfica, ideológica, de un régimen que
propiamente no tuvo consistencia propia; fue tan solo un «bloque histórico»
coyuntural, una conjunción republicana socialista, a la que se unieron
circunstancialmente los anarquistas, pero sin unidad de acción propia. Bajo el
nombre de «republicanos» actuaban, cuando actuaron, socialistas y comunistas;
la CNT anarquista retiró el apoyo a la República ya desde el principio, y lo
devolvió sólo a regañadientes en las elecciones de 1936; el ala izquierda del
socialismo asesto un golpe mortal a la República burguesa en octubre de 1934
(y aquí no son pertinentes las justificaciones de este golpe como acción
preventiva contra un fascismo que se venía encima hipotéticamente). Y esto
parece que lo sabía Azaña (sin necesidad de utilizar el término «hipóstasis», que
probablemente desconocía) cuando en el mitin del Coliseo Pardiñas de Madrid,
16 de abril 1934 dijo: «Cuando gobernábamos nos decían: esto no es la
República del 14 de abril. Hay que volver a la República del 14 de abril. ¿Qué
era la República del 14 de abril? Sepámoslo de una vez: la República del 14 de
abril no era sino un impulso nacional, un fervor, una promesa, una voluntad, si
queréis; es decir, todo y al mismo tiempo nada, porque nada estaba creado y

54
todo pendía de las obras y de las creaciones». Y desde la perspectiva del entorno
internacional sabemos que Azaña dijo que el primer enemigo del gobierno
republicano fue la Gran Bretaña, por su adhesión al embargo de armas prescrito
por la política colectiva de «No intervención» (ver página 92). Y sabemos también
por otras fuentes que las Brigadas Internacionales vinieron a España no tanto a
defender la República democrática, cuando a luchar contra el fascismo, como
principal obstáculo en la época contra el comunismo (los brigadistas se
reclutaron, sobre todo, a través de los partidos comunistas). ¿Y acaso no es
ideológico decir, por ejemplo, que la Batalla de Brunete «supuso 25.000 bajas
republicanas»? ¿Acaso estas 25.000 bajas no tuvieron lugar luchando, más que
por la República constitucional, bajo las banderas del comunismo libertario o del
comunismo marxista?

Ni R1, ni R2, ni R3 parecen tener la mínima unidad suficiente etic ni emic


como para erigirlos en unidades de la dinámica histórica. Son más bien
conceptos clasificatorios ideológicos que, sin duda, pueden haberse presentado
emic en algún momento del proceso histórico, en la medida en que éste se habría
camino a través de ideologías de combate coyunturales, pero superficiales.

Es cierto que Moradiellos, que no se representa la división triangular en el


terreno genérico a priori, sugiere un apoyo sociológico-histórico a la división
triangular, al poner en correspondencia las tres erres con las tres supuestas
clases sociales, que no sabemos muy bien si serían las de Platón, las que
Dumézil vincula a las trinidades indoeuropeas, o las que los sociólogos
distinguen en su taxonomía de clases medias (R1), clases altas (R2) y clases
bajas (R3).

Pero las partes derivadas de esta taxonomía tampoco parecen tener


capacidad para dar cuenta de la dinámica histórica. En cualquier caso, las clases
sociales de los sociólogos post durkheinianos poco tienen que ver con las clases
sociales en el sentido marxista.

Del cruce de estos dos criterios de despiece del todo correspondiente


al dominio histórico de referencia resultan las seis unidades a partir de las cuales
se constituiría la teoría histórica que Moradiellos ejercita en su libro, y que
podríamos representar en la siguiente tabla:

Superestructura política → Reforma Reacción Revolución


Estructura básica ↓ R1 R2 R3
España urbana E1 E1R1 E1R2 E1R3
España rural E2 E2R1 E2R2 E2R3
Esquema para el análisis de la teoría de la Guerra Civil
española de Enrique Moradiellos

55
Esta tabla, que quiere representar el «esqueleto» de la teoría de Moradiellos
(que, por tanto, no se reduciría a una teoría de las tres erres), podría demostrar
su capacidad representativa de muchas maneras. Por ejemplo, por el proceder
mismo de su autor: «Desde luego, como en el resto de Europa, los respectivos
apoyos sociales de esta triada de alternativas se distribuyeron por las 'dos
Españas' de modo general, aunque desigual» (pág. 48).

En segundo lugar, porque es el autor de la teoría quien se ha preocupado


de identificar los contenidos de cada cuadro de la tabla: (E1R1) se pone en
correspondencia con las clases medias urbanas; (E2R1) con los campesinos no
revolucionarios («rabassaires», por ejemplo); (E1R2) cubre a las poblaciones
que viven en barrios acomodados, con fidelidades religiosas; (E2R2) se
corresponde con los agricultores grandes y medianos; (E1R3) representa las
clases obreras urbanas; y (E2R3) a los jornaleros (braceros, yunteros) (pág. 49).

Ni que decir tiene que la «distribución» de R1, R2 y R3 a través de E1 y E2,


al mismo tiempo que introduce una gran variedad combinatoria en el «juego» de
recomposiciones del dominio de referencia, sobre todo cuando se acoplan las
fuerzas internacionales correspondientes. Fuerzas que no se componen, sin
embargo, según sus homólogos (relaciones de Gran Bretaña con «la
República», apoyos sólo de hecho de Francia, &c.), sino según ritmos fácticos.
También introduce esta distribución problemas inagotables de conexión entre las
«unidades» discriminadas; sobre todo la distribución viene a desvirtuar, de algún
modo, el significado político de las divisiones básicas E1 y E2, puesto que en
cada división parecen estar actuando las tres R políticas. ¿Por qué en E1 no sólo
«actúa» el modelo R1, sino también el R2 y el R3? ¿Por qué en E2 no sólo actúa
R3 sino también R2 y R1?

Estos problemas de dinámica histórica no se desarrollan en el libro de


Moradiellos, que más bien se mantiene en el terreno de la composición abstracta
(es decir, al margen de E1 y E2) o juego de R1, R2 y R3. La posición ideal R1
no mantendría el ritmo histórico propio que al parecer debiera corresponderle
porque las corrientes (proyectos o modelos) R2 y R3 actúan sobre ella como
una tenazaque la paraliza: «...la causa principal del desgaste gubernamental
tuvo que ver con el renovado fuego cruzado que supuso la intensificación de la
tenaza creada por el insurrecionalismo revolucionario anarquista y por la
resistencia parlamentaria conservadora y reaccionaria» (pág. 52).

La «cuestión teórica» podría concretarse en estos puntos: ¿Cómo puede


decirse que el «Gobierno Republicano» (R1) experimentó un desgaste por la
acción de R2 y R3, cuando estas corrientes formaban parte del mismo sistema
de la República? ¿Cómo podría la República parlamentaria sostenerse en sus

56
sucesivas renovaciones electorales sin la participación de la CEDA en 1933 y de
la CNT en 1936?

Sencillamente, R1 no alcanza la condición de una potencia con unidad


operatoria superior a la que corresponde a la ideología de Francisco Giner de los
Ríos, pongamos por caso; en cambio, R2 tendría por lo menos la potencia
operatoria (heredera de la tradición militar-liberal del siglo XIX, como ha
subrayado Antonio Sánchez en su artículo de El Catoblepas, nº 32, ya citado)
que se asoció a Francisco Franco, y R3 a la que se organizó cuando entró en
liza Francisco Largo Caballero.

Desde la perspectiva del materialismo histórico no cabría denominar


«reaccionarias» (en el sentido de arcaicas) a unas fuerzas históricas (R2) que,
de hecho, resultaron victoriosas en el conflicto; por tanto, que al margen de su
calificación (mediante juicio de valor impertinente y no histórico: «arcaísmo»)
ocupaban un puesto directivo en el presente, y que, además, resultaron estar
apoyadas por las potencias progresistas y democráticas, que derribaron el
totalitarismo (primero el fascista, y después el soviético). ¿Quién puede llamar –
fuera de las meras calificaciones axiológicas– «reaccionarias» (en sentido
histórico) a las potencias que siguen actuando en la «vanguardia» (¡ahora no en
el sentido axiológico, sino fáctico!) de la «Historia»?

Cuando organizamos la Historia con estos criterios, ¿de qué ciencia


histórica estamos hablando? ¿Acaso se presupone que la Historia tiene ya una
trayectoria predefinida en función de la cual se puede colocar algo en la
vanguardia o en la retaguardia? ¿Cómo puede hablarse desde cualquier
plataforma histórica de «progreso» en general? El progreso, en sentido global,
carece totalmente de sentido; el progreso es sólo relativo a una «línea
determinada», tecnológica, científica, social: podrá hablarse de progreso en la
velocidad de los transportes, en progreso de la medicina, o incluso de progreso
en la racionalidad científica, en cuanto a las demostraciones matemáticas, por
ejemplo. Y sólo un fundamentalista podría hablar de «progreso democrático» del
Género humano. Pero el progreso, respecto de las creencias supersticiosas, no
garantiza el progreso político: los nazis se habían liberado de los dogmas
cristianos, pero esta liberación no garantizaba ningún progreso ideológico; ni
tampoco el progreso hay que adscribirlo siempre a las corrientes reformistas de
izquierda, porque el progreso industrial y económico del siglo XX, por ejemplo,
estuvo impulsado por la derecha capitalista más depredadora, respecto de las
colonias. Atilana Guerrero, en su artículo de El Catoblepas, nº 31, recuerda:
«Payne se desmarca del fundamentalismo democrático al definir el periodo
franquista como el de la modernización de España. En la línea de Pío Moa
atribuye a las izquierdas el fracaso de la Segunda República...»

57
No entramos en el análisis de los límites que, sin duda, afectan a las «seis
unidades» representadas en la tabla que precede. Hablamos de los límites, y no
de la irrealidad de estas unidades, puesto que los criterios a partir de los cuales
se debilitan tienen, por un lado, alcances muy distintos, y, por otros, dejan al
margen otras unidades operativas que también intervinieron de forma decisiva
en la dinámica del proceso histórico (por ejemplo, las unidades constituidas por
los grupos nacionalistas separatistas, las mismas unidades constituidas por el
ejército, o por la jerarquía eclesiástica, o por las redes de familias, al margen de
su condición rural o urbana, o capitalista o proletaria, &c.). En modo alguno se
trata de imputar al historiador un desconocimiento de la efectividad de estas
unidades; de lo que hablamos es de que ellas no están incorporadas en la tabla
teórica. Las unidades E1, E2 son empíricas, coyunturales y pretéritas: no pueden
adscribirse a la plataforma del historiador actual, porque son un estrato histórico,
aquél que ha experimentado una mayor alteración en el proceso de
industrialización de la época franquista. Las unidades R1, R2 y R3 no son
empíricas, sino sistemáticas, como hemos dicho, pero en cambio carecen de
entidad operatoria.

Las líneas que preceden no pretenden ser, ni de lejos, un análisis


gnoseológico en regla de la teoría de la Guerra Civil propuesta por Enrique
Moradiellos; sólo pueden aspirar a ser el esbozo inicial de las líneas por donde
podría avanzar un análisis que (por lo demás) acaso sólo pudiera continuarse
cuando dispusiéramos de otras teorías alternativas, de carácter científico y no
meramente ideológico, que pudieran servir de contraste. Pero el gran mérito que
es de justicia atribuir a Moradiellos es el haber ofrecido una teoría susceptible de
ser tomada, como tal teoría, como punto de referencia.

§ IV.

Sobre la inevitabilidad, la contingencia


y las responsabilidades de la Guerra Civil española

1. Desde un punto de vista filosófico ontológico, el capítulo cuarto del libro


de Enrique Moradiellos es probablemente el más interesante, por cuanto él
suscita, a propósito de la Guerra Civil española, cuestiones que afectan no sólo
a la Historia Contemporánea de España, sino a cualquier otro intervalo de la
Historia, en general.

Hay que agradecer a Moradiellos que haya planteado en efecto las


cuestiones de la «inevitabilidad, contingencia y responsabilidad» de la Guerra
Civil. Es decir, nada menos que la cuestión sobre la inevitabilidad o contingencia
del curso histórico que condujo a la Guerra Civil española, lo que remueve la
cuestión filosófica central relativa a la naturaleza del curso histórico, en general,

58
y sus corolarios relativos a la responsabilidad moral, política o penal que pudiera
imputársele a quienes intervinieron, como protagonistas al menos, de la Guerra
Civil.

Nos parece evidente que la cuestión de la responsabilidad tiene mucho que


ver con la cuestión de la causalidad histórica, y ésta con las tesis acerca de la
inevitabilidad o contingencia, en particular, de la Guerra Civil española. Parece
claro que si la Guerra fue inevitable, si no hubo causantes determinados (porque
todos tuvieron su parte como víctimas, por ejemplo, de una «locura colectiva»
que llevó a los españoles a la guerra fratricida) entonces no habría culpables, o
lo que es equivalente: todos serían culpables. Moradiellos cita las sugerencias
de Joan Sales acerca de la cuestión decisiva: «¿Quién ha comenzado (la
Guerra)?» Obviamente esta pregunta está pensada desde la respuesta prevista:
fue quien se sublevó. Pero esta respuesta, como hemos dicho, tiene mucho de
«comenzar el Credo por Poncio Pilatos», porque Franco no «comenzó la
Guerra» al modo como comienza, para acogernos al canon de la tercera
antinomia kantiana, una serie a partir de su primer eslabón absoluto. Aquí no
puede hablarse del comienzo absoluto de una serie causal en el Universo. La
acción de los sublevados no fue una causa absoluta, un efecto; y en este
momento, la responsabilidad o imputabilidad a un sujeto o a un grupo
determinado comienza a «diluirse». Y la concatenación de los efectos que llegan
hasta nuestros días (y por eso es precisa la «distancia histórica») es un elemento
de juicio imprescindible para la valoración final. ¿Por qué los franceses, y aún
los europeos de hoy, al considerar a Carlomagno como «fundador de Europa»,
no «valoran» negativamente sus masacres respecto de los sajones o de los
ávaros, su conducta depredadora, su política de cristianización a sangre y fuego,
y en cambio valoran negativamente los proyectos europeístas, mucho más
cercanos, de Napoleón?

2. Resulta por tanto que la cuestión de la causalidad histórica (la cuestión


de la inevitabilidad o de la contingencia) implicada en la cuestión de la
responsabilidad, deja de ser una cuestión puramente académica y se convierte
en una cuestión de máxima actualidad práctica en la lucha política entre los
partidos parlamentarios en la España de finales de 2004 y principios de 2005. Y
aunque Moradiellos, al plantear en su capítulo cuarto, la cuestión de la
inevitabilidad, contingencia y responsabilidad de la Guerra Civil lo hace desde
una perspectiva académica (es decir, sin referencia alguna a la lucha entre
partidos políticos, avivada por la Comisión parlamentaria creada en torno al
11M), sin embargo, sienta premisas generales imprescindibles para aproximarse
al centro de los debates políticos que están hoy abiertos «en carne viva». Y estas
premisas generales no son otra cosa sino la fijación de la alternativa (o
disyuntiva) entre inevitabilidad y contingencia, y la introducción de la cuestión de

59
la responsabilidad, alternativas tomadas emic respecto de los mismos agentes
políticos (Franco, Negrín, Prieto, Gil Robles...).

Ahora bien, la alternativa o disyuntiva que Moradiellos establece en el


capítulo cuarto de su libro está seguramente bien fundada cuando se asume,
como criterio de clasificación emic, de la abundante historiografía que
efectivamente utiliza (emic) la idea de inevitabilidad y contingencia, que
Moradiellos documenta cumplidamente. También es verdad que interpreta (o
tiende a interpretar etic) a los que mantienen la tesis de la inevitabilidad
como estructuralistas; de este modo la alternativa o disyuntiva que figura en el
rótulo del capítulo cuarto –inevitabilidad o contingencia– se reformularía en el
texto mediante la oposición estructuralismo/contingentismo.

Entre quienes sostienen la inevitabilidad («estructuralista») Moradiellos cita,


ante todo, a Gil Robles, por su libro No fue posible la paz (Ariel 1968). También
cita, en la línea de Gil Robles, una publicación anterior, de inspiración
franquista, El frente popular en España (Oficina Informativa Española, Madrid
1948), en la que se atribuye la condición de «inevitable» al conflicto civil, y en la
que se suaviza la imputación de culpabilidad a algún «enemigo antipatriota y al
servicio de potencias extranjeras». Entre los «estructuralistas» cita a Jordi
Palafox (pág. 73), por su análisis del «fracaso» de la política republicana, dada
la gravedad e inmensidad de los problemas estructurales heredados por ella
(sobre todo los derivados del latifundismo agrario). «La explicación... de lo que
ocurrió en España en abril desde 1931 hasta comienzos de 1936 se vincula pues
con los problemas económicos de largo plazo.»

Entre los historiadores «contingentistas» cita a Santos Juliá (Un siglo de


España. Política y sociedad, Marcial Pons 1999), «porque su acreditado análisis
de la crisis socio-política española durante el primer semestre de 1936 remite a
acciones, decisiones, omisiones o inhibiciones de grupos y personas para dar
cuenta de la gravísima situación alcanzada en el verano de 1936».

Las posiciones de Negrín, que también cita Moradiellos, son más complejas.

Pero, ¿cuál es la posición que toma Moradiellos ante la alternativa o


disyuntiva que él ha establecido como criterio clasificador de una abundante
historiografía? No la define claramente; se diría que asume deliberadamente una
posición indecisa, o indeterminada, o ecléctica, como si desconfiase de las
posiciones tan abstractas que él mismo ha fijado de antemano. Así cabría
interpretar al menos los lemas filosóficos que aduce de Lucien Febvre (ya en
1922: «En ninguna parte hay necesidades; en todas hay posibilidades; y el
hombre, como dueño de estas posibilidades, es el juez de su utilización») o de
Shlomo Ben-Ami, en un texto más reciente («El fracaso final de la República no

60
estaba condicionado irreversiblemente por imperativos estructurales ni por las
incapacidades intrínsecas de los españoles para el autogobierno»).

Nos parece evidente que ni Febvre, ni Ben-Ami, ni Carr, &c., se atienen a la


alternativa o disyuntiva entre inevitabilidad y contingencia: Febvre se repliega al
terreno de las posibilidades –de los futuribles, como si estuviese en posesión de
la ciencia media–; Carr se refugia en «construcciones de escenarios» (e incluso
cita el ladrillo que según Berlin –tomado a su vez del ladrillo de Engels sobre el
teniente Bonaparte– hubiera podido caer sobre Lenin en abril de 1916; refugio
que es un perfecto ejemplo de oscurantismo y confusionismo, propio de un
hombre en trance de «querer salirse por la tangente»); y Ben-Ami mantiene la
prudencia negativa y «gaseosa» de quien se limita a no comprometerse con los
extremos: «No estaban condicionadas irreversiblemente.»

¿Cómo explicar esta situación tan ambigua? Mi conclusión es terminante:


por lo que se refiere a Febvre, a Carr o a Ben-Ami –todos ellos «historiadores
profesionales»– incapacidad total para plantear una cuestión filosófica con
mínimo rigor, con la ingenuidad propia de quien cree haberlo dicho todo
«alcoholizado» por palabras abstractas. Por lo que se refiere a la alternativa o
disyuntiva establecida por Moradiellos: ésta es muy útil como criterio emic de
clasificación de opiniones historiográficas, pero es muy débil desde el punto de
vista teórico. Sencillamente porque inevitabilidad y contingencia no son términos
opuestos dados a una misma escala. Por ello pueden ir separados en cuanto
opuestos, pero también pueden ir unidos: lo inevitable puede ser contingente, y
lo contingente puede ser inevitable.

3. Inevitabilidad y contingencia son ideas que dicen relación


respectivamente a lo evitable y a lo necesario. Pero estas ideas, que son
funcionales, requieren parámetros, y éstos pueden ser metafísicos (parámetros-
ω) o positivos (parámetros-k). Lo inevitable ω está pensado, por ejemplo, en
relación con un sujeto operatorio divino («si Dios no interviene la muerte de este
enfermo es inevitable»). Lo inevitable k está pensado (por ejemplo) en relación
con un sujeto beta operatorio humano (o acaso animal). Este es el sentido
positivo en el contexto de lo inevitable. Es inevitable el curso de un proceso que
el sujeto operatorio no puede detener. Por consiguiente, la inevitabilidad
antrópica, positiva, implica la causalidad de un sujeto operatorio (o de un grupo
de sujetos) para intervenir en el curso de un proceso en marcha pero sin
capacidad para detenerlo o pata modificar su curso. Cuando el «proceso en
marcha» se mantiene a una escala tal en la que el sujeto operatorio no puede
siquiera intentar intervenir, entonces la inevitabilidad no es antrópica, sino
«cósmica». Supuesto que los cálculos de los astrónomos sean plausibles, será
inevitable la transformación del Sol, dentro de cinco mil millones de años, en una

61
enana roja. Y, sin embargo, la inevitabilidad cósmica, como la antrópica, pueden
estar dadas en función de procesos contingentes, desde otros puntos de vista.

La contingencia también se define por oposición a la necesidad. Cuando la


necesidad se niega en absoluto o se supone referida a un plano metafísico, la
contingencia vendrá definida metafísicamente (contingencia-ω); cuando la
necesidad se supone referida a un plano positivo, la contingencia será positiva
(contingencia-k). Como ejemplo de contingencia-ω podríamos citar la conocida
hipótesis: «Todos los seres podrían no ser», o bien: «¿por qué existe algo y no
más bien nada?» O bien, cuando la necesidad va referida al Dios creador como
ser necesario o ser por esencia: «Todas las criaturas son contingentes, porque
en ellas la existencia no se predica necesariamente de la esencia.» Esta idea
metafísica de contingencia es un caso de contingencia-ω. (No hace falta
subrayar el hecho de que los historiadores profesionales, que se refieren a la
contingencia o a la necesidad de los hechos, no tienen a bien hacer distinciones
«propias de filósofos» entre los tipos de contingencia o de necesidad; la
consecuencia es que sus opiniones al respecto son puras tautologías, o meras
ingenuidades, con el agravante de encubrir la vacuidad total de pensamiento en
este terreno y de querer hacer creer a ellos mismos y a los demás que están
diciendo algo.)

La contingencia k o positiva se define respecto a un contexto al que


atribuimos de algún modo la condición de necesidad. Este contexto puede ser
un campo físico, por ejemplo, termodinámico («cuando dos cuerpos a diferente
temperatura se ponen en contacto, necesariamente parte del calor del cuerpo a
temperatura superior pasa al otro cuerpo hasta lograr el equilibrio térmico»): no
entramos aquí en la cuestión acerca de la naturaleza de esta necesidad; es
suficiente que la necesidad se defina como el límite de una probabilidad muy
alta, próxima a la unidad.

A nosotros nos interesa un contexto histórico. Quien no reconozca la


posibilidad de contextos históricos en los que pueda hablarse de necesidad,
tampoco podrá hablar de contingencia. Luego si hablamos de contingencia es
porque presuponemos algún contexto en el cual sea posible reconocer
necesidad (decimos esto por Febvre). A este efecto supondremos delimitado un
dominio histórico constituido por las interacciones de sujetos operatorios que
mantienen su actividad en la inmanencia o cierre del dominio. La necesidad
podrá atribuirse a los procesos de causalidad operatoria, suponiendo que la
relación de causalidad no es binaria (e=f(c): el efecto se da en función de la
causa) sino por lo menos ternaria: Y=f(H,x), siendo x el determinante causal, H
el esquema material de identidad e Y el efecto. (Ver la entrada Causalidad en
el Diccionario Filosófico de Pelayo García Sierra.)

62
Ahora bien, el determinismo del efecto (puesta la causa) no elimina el
indeterminismo de la causa, sobre todo cuando esta causa es de orden beta
operatorio; puesto que entonces nos encontramos con la cuestión de la libertad.
En efecto, tal como Kant plantea la cuestión («cada vez que me levanto
libremente del sillón se inicia una serie causal nueva en el Universo»): es en esta
hipótesis en donde se sitúa la responsabilidad. ¿Qué responsabilidad
corresponde a los sujetos operatorios libres que inician una serie causal que
acaso da lugar a consecuencias deterministas? (Pero Kant utilizaba un concepto
binario de la causalidad.)

Sabemos, sobre todo, que la delimitación de un dominio histórico de


inmanencia tiene mucho de convencional (como lo hemos intentado subrayar en
los párrafos anteriores). Lo único que nos interesa subrayar aquí es que si no
delimitamos un dominio de inmanencia, en el que tengan lugar las interacciones
causales y concatenaciones circulares cerradas, tampoco cabría hablar de
contingencia (todo podría ser contingente, «caótico»). Supongamos que es
posible delimitar, como dominio histórico inmanente, a cada una de las
sociedades europeas cristianas que a lo largo de los siglos XIII y XIV, en la época
del feudalismo y de la aparición de los primeros núcleos de la burguesía
mercantil, que fue desplegando su producción y demografía con una tasa regular
de crecimiento agrícola mercantil y artesano; es decir, que tratamos estos
dominios históricos como si el incremento demográfico y productivo, que
mantenían su equilibrio dinámico no estacionario, fuera inteligible en la misma
inmanencia de estas sociedades que se desarrollan en franca recuperación
respecto del repliegue al que, siglos anteriores, les había obligado el avance
islámico. Supuesta la «inmanencia», por precaria que sea, de este dominio, la
irrupción de la peste negra, en los alrededores de 1348, habrá que interpretarla
como una «contingencia», cuya incidencia exigiría causalmente (y no sólo en la
línea beta operatoria, sino alfa operatoria) alterar el ritmo del proceso de
incremento demográfico y de producción de las sociedades medievales: la mano
de obra desapareció en sus dos tercios, y proporcionalmente la producción, sin
embargo, los efectos en el dominio acotado, fueron de gran importancia histórica:
muchos historiadores atribuyen a la Gran Peste el derrumbamiento del sistema
feudal: la rehabilitación del papel de braceros y artesanos, la transformación de
los pobres –«imágenes de Cristo»– en gente despreciable, que no trabaja porque
no quiere (existiendo como existía una gran demanda de mano de obra); la
segunda oleada de la peste mostrará una preferencia por los enterramientos
individuales (no en fosas comunes), que algunos ponen en relación con el
incremento de la individualidad personal, germen del humanismo del siglo XV.

Es evidente que la contingencia de la causalidad exógena sobre el dominio


de referencia (en la medida en que la inmanencia de ese dominio es siempre
abstracta) será muy distinta cuando el entorno del dominio acotado ejerza sobre

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este causalidades alfa operatorias (como fue el caso de la peste negra, en la
época), o bien causalidades beta operatorias, es decir, causalidades
procedentes de sujetos operatorios que rodean al dominio acotado, al que
incluyen en sus planes y programas comerciales, militares o religiosos. Es
evidente que la inmanencia del dominio, en el terreno beta operatorio, es mucho
menos abstracta y débil de lo que puede serlo en el dominio alfa operatorio. En
realidad, sólo de un modo muy convencional cabría hablar de inmanencia del
dominio respecto de un entorno, en el que los sujetos operatorios lo tienen bajo
su punto de mira; de hecho, desde la inmanencia del dominio se constatará el
contacto continuo con el entorno, por medio de embajadores, espías, o relatos
de viajeros, cuya eficacia tiene que ver con la responsabilidad de los sujetos
operatorios del dominio. El tener aliados externos, y el saber distinguir (mediante
el espionaje y el buen juicio) entre los aliados verdaderos y los aparentes (así
como entre los aliados verdaderos y aparentes del adversario), son factores de
responsabilidad tan relevantes para una Potencia en guerra (como pudo serlo la
España republicana) como puedan serlo los recursos humanos, las armas o los
alimentos.

Cuanto a la responsabilidad (política, y a veces también penal, como


culpabilidad): también se utiliza esta idea en contextos de responsabilidad-ω, es
decir, apelando a sujetos operatorios al margen de sus conexiones diaméricas
con otros sujetos operatorios, ya sea al modo de la ontoteología
(«responsabilidad ante Dios y ante la Historia») ya sea al modo formal-
trascendental kantiano («responsabilidad ante la ley moral, ante la Humanidad o
ante uno mismo»). (Me permito llamar la atención sobre el hecho de que muchos
historiadores profesionales, que presuponen la idea de una Historia universal,
tratan de la responsabilidad histórica en estos contextos-ω, metafísicos, aunque
encubiertos por ideas tan sublimes como «Progreso de la Humanidad» o
«Historia universal del Género humano».)

Pero la responsabilidad k, en sentido positivo, se atribuirá al sujeto


operatorio en relación con otros sujetos operatorios de su entorno: un sujeto
responde de sus actos ante otros sujetos que lo juzgan y que tienen capacidad
para reaccionar ante él, por ejemplo, como vencedores (caso de los aliados en
el Proceso de Nuremberg). La responsabilidad tiene que ver con las normas
morales o políticas del grupo social de referencia; y la inculpación o petición de
responsabilidad tiene que ver con la venganza, con la voluntad de mantener el
orden social, o con los intereses políticos del grupo ante otros grupos. En todo
caso, la responsabilidad se dibuja en el contexto diamérico de los sujetos
operatorios que interaccionan en el grupo social o político. Y por ello, la cuestión
de la responsabilidad en la Guerra Civil española no tiene sentido si no se
introducen en el contexto los grupos o partidos del presente, capaces de
«juzgar» o de «reaccionar».

64
4. Según los análisis anteriores concluiríamos que tanto la inevitabilidad,
como la contingencia y la responsabilidad, son ideas que, cuando no se utilizan
en contextos metafísicos, sino histórico positivos, tienen que ver con los sujetos
beta operatorios en cuanto sujetos corpóreos que intervienen en procesos
causales. Y presuponemos también que los sujetos betaoperatorios, si pueden
intervenir en una concatenación causal, es porque ésta tiene una realidad
objetiva susceptible de ser analizada tras la segregación, por disociación o
separación, del sujeto operatorio en el plano alfa operatorio.

Ahora bien: las relaciones de los planos beta y alfa son distintas en cada
caso, porque la inevitabilidad y la contingencia tienen también relaciones
distintas con la responsabilidad.

a) Supuesta la inevitabilidad, habría que admitir también un orden causal


objetivo (que se desencadena «por encima de la voluntad» de los sujetos
operatorios) que si tiene la connotación de inevitable (positivo) es sólo por
relación a determinados sujetos operatorios que se relacionan con ese orden,
pero que o bien están privados de capacidad causal, o simplemente no la tienen
(no es que carezcan de una capacidad debida, sino que sencillamente no la
tienen, como no la tenían los hombres del siglo XIV ante las oleadas de la peste
bubónica). La inevitabilidad elimina, en el límite, la responsabilidad y, por
supuesto, la culpabilidad, sin perjuicio de que la inevitabilidad no dependa
también de acciones betaoperatorias. Porque entonces, entre las razones para
considerar algo como inevitable, podría figurar la ineficacia de las acciones para
evitarlo, y casi siempre cabría imputar derrotismo o pasividad a quien no
interviene para evitar lo que a otros parece inevitable, incluso para «hacer lo
imposible».

En cualquier caso, la inevitabilidad-k de un proceso dado no sólo afecta a


sucesos de series naturales (propagación de la peste, terremotos, meteoritos)
sino también a sucesos de series humanas resultado de la confluencia de líneas
operatorias individuales: la confluencia de diferentes series de concatenaciones
puede dar lugar a resultados imprevisibles e inevitables, por tanto, incluso por
quienes intervienen en las diversas series de sucesos. Es el caso de las
situaciones «desatadas» por diversos proyectos revolucionarios que desbordan
el horizonte «racional» de cada uno de los proyectos (planes y programas) de
cada serie. La responsabilidad podría pedirse, a lo sumo, a los que iniciaron las
series, pero imputándoles antes imprudencia o temeridad que intención dolosa
o culposa.

b) En el caso de la contingencia: también la contingencia implica, como


hemos dicho, concatenaciones alfa en dominios aislados en los que irrumpen
otras series causales. Pero sobre todo, la idea de contingencia se aplica al propio

65
proceso betaoperatorio cuando se considera «libre». Los sujetos operatorios,
que inician una actividad causal, con efectos deterministas, cuando se les
considera como sujetos libres, es decir, como dotados de capacidad de iniciativa
del proceso causal, son contingentes, puesto que, al parecer, podrían no haber
tomado la iniciativa. Por haberla tomado se les hace responsables (supuesta la
contingencia no determinista de las operaciones libres de los sujetos operatorios,
porque tal contingencia implica relaciones necesarias y suficientes con la
responsabilidad).

5. En todos los casos las alternativas o disyuntivas entre inevitabilidad y


contingencia, sobre todo en relación con la responsabilidad, implican alguna
manera de conexión peculiar entre los procesos beta operatorios y los alfa
operatorios; lo que nos lleva necesariamente a la consideración de las maneras
posibles de estas conexiones, a fin de alcanzar una perspectiva más amplia
desde la cual poder reanalizar las ideas de inevitabilidad y de contingencia.

Ahora bien: en algunas circunstancias, los entretejimientos de


concatenaciones alfa y beta se aproximan notablemente a la conjugación de
términos. Las concatenaciones alfa se llevan a cabo a través de las beta, y éstas
a través de las alfa. Con esto no pretendemos en modo alguno afirmar que los
planos alfa y beta, al menos en el análisis de los procesos de la causalidad
histórica, sean siempre conjugados. Sencillamente tomamos interpretativamente
esta posibilidad como una referencia a efectos sistemáticos, pero sin descartar
la posibilidad de que, según las circunstancias, cada uno de los esquemas
alternativos que nos abren las figuras de los conceptos conjugados, pueda ser
utilizado como el esquema más adecuado.

De este modo la sistemática que vamos a presentar de las cinco alternativas


que vinculan a los conceptos conjugados nos permite distinguir cinco
situaciones: a) fusión, b) yuxtaposición, c) reducción directa o ascendente (de
beta a alfa), d) reducción descendente (de alfa a beta), e) conjugación diamérica
(remitimos a El Basilisco, nº 1, «Conceptos conjugados», 1978).

a) Esquema de fusión. El esquema de fusión propiamente consiste en negar


tanto las concatenaciones alfa como las beta, reduciéndolas a la condición de
apariencias. Cuando se aplica el esquema de fusión, tanto las ordenaciones
causales dadas en el plano alfa, como las dadas en el plano beta, tienden a
refundirse en un orden previo, que las engloba a ambas, y que se identifica o
bien con una providencia divina (o con la ciencia media divina), o con la armonía
preestablecida, o con un «plan oculto» de la Naturaleza.

Este esquema de fusión ha sido ampliamente utilizado por parte de los


contendientes en la Guerra Civil española, sobre todo por los vencedores, que

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acogiéndose a la voluntad de Dios, ofrecen el perdón y el olvido histórico en
nombre de los misterios insondables de la divina providencia. También se acude
a este esquema por parte de los vencidos: recordemos las palabras de Negrín
que cita Moradiellos.

Aunque el esquema de fusión encuentra en el cauce teológico una vía


abierta que facilita su desarrollo, sin embargo también podría él abrirse camino
a través de los cauces naturalistas de la sociobiología. Supondremos, en todo
caso, que los esquemas de fusión quedan al margen de toda concepción
materialista de la Historia.

b) En cuanto a los esquemas de reducción ascendente (de las


concatenaciones beta a las alfa): este es el esquema al que se acogerían los
«estructuralistas» a los que se refiere Moradiellos, porque las «estructuras»
están sin duda alguna pensadas en un plano alfa operatorio. Este es también el
esquema del determinismo histórico, tan ampliamente utilizado y debatido en el
marxismo (la «teoría del eclipse» de Plejanov). El proceso histórico estaría
determinado por las fuerzas sociales, económicas, &c., que actúan a escala de
clases sociales (alfaoperatorias), no de individuos (beta operatorios): los sujetos
operatorios se supondrán determinados por procesos colectivos que actúan «por
encima de su voluntad» y siguen su curso «creando» a los propios individuos
que en cada caso se necesitan: «Si el teniente Bonaparte hubiera muerto en
Tolon otro teniente hubiera sido el Primer Cónsul.»

El esquema de reducción ascendente, ¿es incompatible con la teoría de la


causalidad del materialismo?

En la respuesta a esta pregunta convendría distinguir dos situaciones, en


principio bien diferenciadas (aunque no aparecen así en la sentencia de Engels
que acabamos de citar):

(1) La situación en la cual los sujetos operatorios son sustituibles por otros
equivalentes dentro de un contexto-k dado, a una escala histórica determinada
(por ejemplo una batalla, un ejército, un Estado). El oficial, muerto en una
trinchera, acaso es perfectamente sustituible por otro oficial de condiciones
análogas: en situaciones de sustituibilidad el esquema de reducción es posible.

(2) Las situaciones en las cuales los sujetos operatorios no son sustituibles,
en el contexto dado, por otros sujetos. En estas situaciones el esquema de
reducción ascendente no será aplicable. Tal sería el caso del Bonaparte de
Engels: Bonaparte no hubiera podido ser sustituido por otro subteniente, no ya a
escala de subteniente en Tolón, pero sí a escala de Primer Cónsul en París, y
luego a escala de Emperador. Y esto obliga a interpretar a los sujetos operatorios

67
insustituibles, no a la escala «puntual» (o de cortos intervalos de actuación), sino
a escala de su «línea de universo» total: Bonaparte es insustituible, no ya en
Tolón (que pudo serlo), sino a todo lo largo de su trayectoria militar y política.

En este sentido habría que concluir que el sujeto operatorio singular


insustituible es irreductible al plano alfaoperatorio, al modo como lo pretendió
Engels. Y en conclusión, cuando se habla del «papel del individuo en la Historia»,
sería necesario distinguir, si no se quiere recaer en el fatalismo o en la confusión
más absoluta, entre individuos sustituibles por otros (en la escala de referencia)
e individuos insustituibles (es decir, singulares, idiográficos). Pero es a través de
estos individuos, en tanto siguen considerándose como sujetos beta operatorios,
como las posiciones del determinismo estructuralista-fatalista quedan
necesariamente rebasadas. Napoleón mismo habría advertido esta fundamental
distinción entre los individuos que intervienen en la vida militar o política cuando
Talleyrand le recomendó un candidato como ministro de su gobierno, diciéndole:
«Esta persona es insustituible.» «¿Es insustituible?», preguntó Napoleón. Y tras
la respuesta rotundamente afirmativa de Talleyrand, Napoleón zanjó la cuestión
diciendo: «Pues entonces, prescindamos de él. No quiero en mi gobierno a nadie
que sea insustituible» (como si dijera: «Aquí el único insustituible soy yo,
Napoleón Bonaparte»).

c) El esquema del reduccionismo descendente (del plano alfa al beta) se


corresponde con el «contingentismo» delimitado por Moradiellos.

Según este esquema toda explicación de índole estructural o determinista


debería ser transformada por una explicación circunstancial y casi empírica, que
muestra el encadenamiento de los hechos como si cada uno de ellos fuese
contingente, incluso arbitrario. A este esquema se aproximaría la perspectiva de
Burkhardt. Si hay determinismo, éste tendrá no un carácter supraindividual, sino
individual, puntual; el determinismo estará en las concatenaciones de unos
individuos que se incorporan a la trama tejida por otros, sin que pueda hablarse
de direcciones preestablecidas, lineales, globalmente determinadas en la
historia.

¿Es compatible el esquema de reducción descendente con la concepción


de la causalidad del materialismo?

Para responder a esta cuestión sería preciso distinguir también, como en el


esquema anterior, entre lo sujetos sustituibles y los insustituibles. Pero,
naturalmente, la conclusión sería aquí la inversa: el esquema no sería
directamente aplicable a situaciones de sustituibilidad, puesto que en estas
situaciones el sujeto individual ya no obra como singularidad, sino como
elemento de una clase. En cambio el esquema será directamente aplicable a los

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casos de sujetos operatorios insustituibles. La cuestión es si estos casos de
insustituibilidad hay que identificarlos con el contingentismo histórico. ¿Acaso un
sujeto singular, insustituible, no es por ello mismo contingente? Aquí se
concentran los verdaderos problemas de la causalidad histórica.

d) Cuanto al esquema de yuxtaposición (en cuanto opuesto al esquema a de


fusión) baste tener en cuenta que él comienza reconociendo tanto el plano de
las concatenaciones alfa como el de las concatenaciones beta. Pero mantiene
cada plano en su propio orden, y simplemente se limita a yuxtaponerlos como si
fuesen dos escalas diferentes de la construcción histórica.

Hay muchas versiones que oscilan desde el dualismo metodológico hasta el


eclecticismo o la simple mezcla de «Historia» y «notas biográficas a pie de
página». Por ejemplo, habrá una Historia alfa que evita los nombres propios
singulares (una Historia de Grecia clásica sin Pericles ni Alejandro, cuyos lugares
estarán ocupados por la «democracia ateniense» o por el «militarismo
macedónico»); y habrá otra Historia (intrahistoria) acaso reservada a las «notas
a pie de página» que acogerá las biografías o las anécdotas. La situación de
dualidad será paralela a la que se produce en otros campos científicos, por
ejemplo, en la escala de la mecánica determinista (o en Química en la escala de
los elementos) o bien en la escala de la Mecánica estadística (o bien en la escala
de las partículas elementales). Lévy-Strauss tendía a poner a la Antropología en
la escala alfa operatoria de las estructuras, reservando para la Historia la escala
beta operatoria de las concatenaciones empíricas.

Desde el punto de vista de la teoría de la causalidad del materialismo


filosófico el esquema de la yuxtaposición (como el de la fusión) no puede dar
lugar a soluciones positivas a los problemas abiertos; son más bien
planteamientos de problemas. La razón es que la causalidad histórica, que sin
duda requiere un plano alfa, no puede llevarse en estos casos adelante si no es
a través de los sujetos beta operatorios. La Historia fenoménica es una disciplina
beta operatoria, a diferencia de la Antropología, cuyo punto de vista permite la
segregación de los nombres propios, o su utilización como meros «puntos de
apoyo» de determinados papeles o funciones.

e) Cuanto al esquema de la conjugación: este esquema parece ajustarse


bien al análisis de aquellos procesos históricos en los cuales las «condiciones
iniciales» del dominio de referencia están dadas en su pretérito próximo, o en la
estructura social del dominio (nivel de producción y de tecnología, composición
de fuerzas políticas, disposición de las sociedades del entorno del dominio...) y
es en el despliegue de estas condiciones iniciales expuestas en donde
intervienen los sujetos singulares con nombres propios («insustituibles»). En tal
situación podrá decirse, en general, que las secuencias del despliegue de estas

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condiciones iniciales tienen lugar por la mediación de los sujetos singulares. Así
también las secuencias operatorias de los sujetos singulares tiene lugar por la
mediación del juego de las secuencias sociales, suprasubjetivas.

La conjugación entre las secuencias biográficas de lo sujetos singulares,


según su propia línea de desarrollo, y las secuencias sociales impersonales de
los hechos, no tiene nada de aleatorio, de contingente o de indeterminado. La
clave para entender cómo es esto posible sería la siguiente: que el sujeto
operatorio, en estas condiciones, no es un sujeto puntual, que toma decisiones
causales libres, como pudiera tomar otras:

(1) Ante todo, este sujeto singular insustituible lo es por estar en el cruce de
diversas líneas de acción (de diversas tendencias políticas, étnicas, religiosas,
de clase). Precisamente por ello, en el sujeto insustituible están influyendo
muchas causas, y otras muchas lo han moldeado. Dicho de otro modo, el sujeto
singular no es ahora un centro individual de decisión aleatoria, sino un cruce de
líneas de fuerza; lo cual no suprime su singularidad, sino que precisamente se la
da, porque su singularidad consiste en introducir las líneas de secuencias.
Supongamos que son ciertos los hechos ocurridos a mediodía del 14 de abril de
1931 en la casa de Marañón en Madrid: la entrevista de Romanones (presidente
del Consejo de Ministros de Alfonso XIII) y Alcalá Zamora (en funciones de
presidente de la República, aún no proclamada). Tras breve conversación Alcalá
Zamora dice haber recibido el apoyo de Sanjurjo (jefe de la Guardia Civil).
Romanones, demudado, cede. Por la tarde Miguel Maura (según cuenta en su
libro Así cayó Alfonso XIII) va al Ministerio de la Gobernación: en el zaguán un
piquete de guardias le cierra el paso. «¡Señores –dice Maura– paso al Gobierno
de la República!» Los soldados abren paso y presentan armas. Es evidente que
si Maura pudo haber hecho tal cosa, y lo que hizo, no fue en modo alguno
arbitrario, es porque estaba empujado por los manifestantes en la calle. Además
hubiera sido sustituido por otros miembros del comité revolucionario (Alcalá
Zamora o Alejandro Lerroux) si se hubiese podido dilatar unas horas la
ceremonia de la proclamación de la República.

(2) Sobre todo, la figura del sujeto insustituible, al no reducirse a la condición


de «punto de decisión» sino al consistir en una línea singular que va enlazando
diversos puntos de cruce, tampoco puede ser puntual. Mientras que los sujetos
sustituibles pueden tomarse puntualmente, en los puntos de su acción dados en
su «línea de universo», en cambio el sujeto insustituible sólo comienza a serlo
en un intervalo no puntual, sino significativamente amplio en su línea de universo
espacio temporal. Y es en función de este intervalo en donde sus decisiones y
actos pueden comenzar a ser necesarios. Porque, en efecto, si esas decisiones
se retirasen de la línea del universo, el sujeto singular dejaría de ser lo que es, y
con él las líneas que en él suponemos se intersectan. No otra cosa quiso decir,

70
sin duda, Leibniz, al afirmar que si César no hubiera pasado el Rubicón no
hubiera sido César. La decisión de pasar el Rubicón no fue contingente o
aleatoria (a pesar del alea jacta est); porque el paso del Rubicón ha de
considerarse vinculado a la entrada posterior en Roma. Es decir, una vez
cumplido el dominio perfecto de la secuencia de la Roma del siglo I antes de
Cristo, cuando en él aparece la figura singular de César, tendremos que
prohibirnos tratar a Julio César en el Rubicón como si fuese un sujeto individual,
que duda o no ante la eventualidad de pasarlo. No es que no sea pensable el
futurible («si no lo hubiera pasado»); es que este futurible no podría ser atribuido
a César, ni tampoco al final de la República romana, en la medida en que en este
final intervino de modo decisivo Julio César.

Es evidente que el esquema de la conjugación de los planos alfa y beta en


Historia excluye el determinismo histórico, en cuanto fatalismo, si no ya en
intervalos de tiempo seculares (pues acaso, a escala de siglos, podría resultar
ser accidental que César hubiera cruzado o no el Rubicón, si los resultados
fuesen equifinales), sí en intervalos en los que no quepa considerar la
equifinalidad. Lo que la consideración de los futuribles puede aportarnos es el
desarrollo de trayectorias bifurcables, dentro de condiciones dadas, es decir,
alguna decisión en la que César no hubiera estado presente. Por ejemplo
Bonaparte muerto en Tolon no hubiera sido el inicio de la invasión francesa de
Europa, pero una vez que esta invasión fue reabsorbida y la Restauración quedó
consolidada, podríamos decir que la situación era bifurcable.

La confrontación de los cursos efectivos de la Historia con los cursos


futuribles, a partir de puntos de bifurcación, o de sujetos singulares insustituibles,
es una tarea imprescindible en el proceso de construcción de una historia causal
racional. El lema «en Historia no se hacen futuribles» es totalmente gratuito,
porque sólo en función de los futuribles será posible medir el alcance de los
efectos de las operaciones de los sujetos en los puntos de bifurcación.

La bifurcabilidad de la Historia de Roma a partir del Rubicón excluiría el


determinismo lineal, pero no implicaría la contingencia, porque el futurible sólo
se da dentro de unos grados de libertad objetiva muy estrechos. El curso de la
Historia sigue siendo determinista, y en modo alguno errático. La intervención
del sujeto singular no introduce por tanto contingencia en el despliegue alfa, sino
que simplemente determina su curso en una dirección diferente a la que se
hubiera seguido si otros sujetos hubieran intervenido.

Por ello, nos parece, es un mal planteamiento del problema el suponer que
«si César no hubiera pasado el Rubicón el curso de la Historia hubiera sido
diferente», porque este planteamiento es pura tautología. Hubiera sido diferente
porque habríamos eliminado de ese curso a la «línea-César» (no ya a la decisión

71
opuesta en el Rubicón); pero habría otros muchos cursos de la Historia de Roma
(pero no infinitos, sino muy limitados en número) que serían semejantes y tan
deterministas (equifinales) como el primero. La razón última sería esta: que la
intervención del sujeto insustituible (César) no consiste en introducir o crear una
nueva cadena causal en la Historia; consiste en tomar una combinación o
intersección de líneas dentro de una combinatoria muy limitada (que es la que el
historiador tendrá que establecer), de suerte que las decisiones individuales,
aunque fuesen «aleatorias» en el terreno subjetivo, dejarán de serlo en la
combinatoria objetiva de las posibilidades preestablecidas. Muchas de las
combinaciones posibles son equifinales. En este caso, aunque los sujetos fueran
insustituibles, a escala del intervalo entre la bifurcación de referencia y el
resultado equifinal, quedan neutralizados. Y cuando la combinación no es
equifinal, entonces los sujetos insustituibles contribuirán con sus actos al
desarrollo determinista del curso histórico. Pues no hay que tomarlos en el punto
de la bifurcación para, sin más, construir la historia futurible, sino que, una vez
ya cumplida su línea de universo, retrospectivamente, obtener otras línea de
curso alternativo por comparación con la línea histórica real. De este modo, en
lugar de dar el salto en el vacío de un futurible absoluto, lo que estaremos
haciendo es simplemente contrastar la desviación que habría de producirse
respecto de la línea histórica real, y las razones de esa desviación. Y esta es la
única manera, nos parece, de delimitar con precisión el alcance histórico del
sujeto singular de referencia.

Apliquemos este análisis a la sentencia de Engels: «Si el teniente Bonaparte


hubiera muerto en Tolón otro teniente hubiera sido el Primer Cónsul.» Lo que
está aquí equivocado, nos parece, es dar por supuesto, sin más (en virtud del
determinismo histórico fatalista) que Bonaparte habría podido ser sustituido por
otro teniente idéntico en el contexto; esto sólo hubiera ocurrido en el supuesto
de que Napoleón hubiera sido sustituible, es decir, en el supuesto de que su
trayectoria no hubiera tenido una impronta singular insustituible (la que por
ejemplo dio lugar a la misma figura de Primer Cónsul.) Otra cosa es que el
futurible de la muerte de Bonaparte en Tolon, aunque hubiera dado lugar a una
línea de bifurcación muy diferente de la línea real, sin embargo, dado cierto
intervalo, estas dos líneas de bifurcación hubieran sido equifinales, es decir,
hubieran conducido al mismo o similar resultado, por ejemplo, a la vuelta de Luis
XVIII, o, más aún, al cabo de un siglo, a la victoria de Prusia sobre Francia. Ahora
bien, es evidente que la equifinalidad es sumamente improbable, al menos
cuando se toman intervalos de tiempo histórico de duración media (décadas,
incluso un siglo).

6. Cuanto a la responsabilidad y la culpabilidad: Es evidente que la


responsabilidad recae sobre los sujetos operatorios singulares, y que cuando
estos son insustituibles parece que el grado de imputabilidad de los sucesos se

72
incrementa, tanto si los efectos son gloriosos como si son miserables. Sin
embargo, y en la medida en que el sujeto operatorio insustituible es sólo un cruce
de líneas diversas, y, en todo caso, sus acciones necesitan estar asistidas por
un grupo, la imputabilidad, tanto de la gloria, como de la miseria, deja de serle
exclusiva. No se diluye, pero tampoco cabe concentrarla en él. Y esto incluso si
al sujeto insustituible se le imputan crímenes horrendos, como es el caso de
Carlomagno o de Hitler. Pues estas imputaciones habría que extenderlas no sólo
a sus inmediatos colaboradores, sino al gran número de quienes apoyaron o
alentaron sus decisiones. Si se concentra la culpabilidad en un solo «criminal de
guerra», o en unos pocos, esto será debido no a la justicia, sino a que los
vencedores necesitan del simbolismo de la condenación para definir su propia
normativa como vencedores: si los vencedores hubieran sido quienes son
juzgados como criminales de guerra por los vencidos, la imputación ni siquiera
hubiera tenido lugar; antes bien se hubiera transformado en gloria y honor. Dicho
de otro modo: la imputación de culpa al sujeto singular vencido delimita al
vencedor que lo juzga en sus propias posiciones, como resultado merecido por
su derrota.

En cualquier caso, la imputación de culpa por los efectos de las decisiones


del vencido no son siempre tan claras y directas como las que tuvieron lugar en
el caso de Adolfo Hitler, pues siempre caben bifurcaciones futuribles que
permitirán relativizar la culpabilidad del vencido. El PSOE, IU y otros hacen
responsables políticos a Aznar y a su gobierno de la masacre del 11M por su
participación en le Guerra del Irak del año 2003. Sin embargo esta imputación
política habrá de enfrentarse a una bifurcación futurible: si el PSOE o IU, junto
con Francia y Alemania, hubieran apoyado también, a la altura de la reunión de
las Azores, la intervención de España en Irak, la Guerra del Irak –podría
afirmarse– hubiera concluido antes de que se hubiera llegado a la convicción de
que Sadam Hussein no tenía armas de destrucción masiva; por lo que la futurible
victoria relámpago de todos los coaligados de la hipótesis de la bifurcación –que
comportaba un nuevo gobierno democrático en Irak– habría desvanecido mucho
antes el «error» de las sospechas de las armas ocultas, error que se habría
compensado con el acierto de la sustitución inmediata del régimen de Sadam
Hussein por otro régimen democrático, con ahorro de miles de muertos.

No pretendemos sugerir como evidentes estas hipótesis de bifurcación; pero


sí nos parece que estas hipótesis tienen el suficiente vigor como para poner en
tela de juicio las hipótesis de la culpabilidad lineal, excesivamente simplistas o
malintencionadas, que se utilizan ordinariamente.

73
Tratado o Constitución
Gustavo Bueno

Consideraciones en vísperas del referéndum en España del


«Tratado por el que se establece una Constitución para Europa»

El «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa», en torno


al cual se celebra en España un referéndum el día 20 de febrero de 2005, está
naturalmente siendo objeto de debates políticos –y, sobre todo, de propaganda
partidista– en los últimas días (ni siquiera en las últimas semanas). No ha habido
tiempo para más: es el primer referéndum que se lleva a cabo entre los
veinticinco miembros de la UE. Una fecha precipitada, según muchos, como si
hubiera estado calculada para evitar debates más amplios. En este rasguño, más
que entrar en el debate político en torno a los artículos del texto, queremos
atenernos a algunos aspectos de la «redacción» de estos artículos.

Sin duda, muchos considerarán que estos aspectos son meramente


exteriores, formales, que no afectan al fondo de la cuestión; otros dirán que son
«cuestiones semánticas» (y dicen esto porque, creyendo que el término
«semántico» pertenece al vocabulario científico de vanguardia, se creen también
liberados de decir «cuestión de palabras», expresión que les parecería muy
vulgar y superficial). El mismo presidente del gobierno, señor Rodríguez
Zapatero, dice a sus partidarios, en un acto celebrado el domingo 6 de febrero,
que da por supuesto que la mayoría no ha leído el texto que va a someterse a
referéndum, o que lo ha leído por encima; pero que esto no importa, porque de
hecho el pueblo ya sabe de lo que se trata y lo que en realidad tiene que votar,
puesto que tiene buen juicio, si vota el Sí.

Sin embargo, las cuestiones que giran en torno a la «redacción» de los


artículos del texto, las cuestiones de palabra, de lenguaje, o las cuestiones
semánticas, si se prefiere, son, a nuestro entender, todo menos superficiales. En
cierto modo son mucho más profundas que las cuestiones sobre los
«contenidos» del articulado, porque desvelan su ideología y su verdadero
alcance. Lo que sí es superficial es pretender que estamos ante cuestiones de
palabras; porque las palabras no serían tales si no hubiese conceptos detrás de

74
ellas. En consecuencia, el análisis de la «redacción del texto», cuando no es
meramente gramatical, es en rigor un análisis de los conceptos y de las Ideas
que actúan tras las palabras de un modo más o menos claro y distinto, o bien,
de un modo más o menos oscuro o confuso. Mejor aún: de modo oscurantista y
confusionario, cuando los redactores resultan ser oscuros o confusos, no tanto
ya por torpeza o por negligencia, sino porque temen la claridad y la distinción, es
decir, porque buscan la oscuridad y la confusión.

Esta es la razón principal por la cual en los mítines los partidarios del «sí
con la boca grande» –los dirigentes socialistas sobre todo, que buscan
congraciarse con Alemania y Francia, sus aliados ante la guerra del Irak– no
entran en el debate. Simplemente dan por supuesto, como un axioma (como un
dogma) que «Europa» es el único proyecto que puede darnos el bienestar y la
seguridad; más aún: que «Europa» (sin necesidad siquiera de pensar en
España) es un proyecto por sí mismo «hermoso e ilusionante» (sic). Se pide el
Sí como opción indiscutible para cualquier ciudadano «progresista» y de
«izquierdas». Este ciudadano –suponen los dirigentes socialdemócratas y
algunos otros– no sólo es europeo(«como lo es la derecha, aunque sea
reaccionaria y aunque no lo quiera»), es también europeísta. Y con el término
«europeísta» quiere darse a entender la visión de Europa como un proyecto
sublime, hermoso e ilusionante, frente a la visión distante de Europa (distante ya
sea por motivos históricos, o por motivos antropológicos o culturales). Sin
embargo el verdadero significado práctico de este europeísmo no es
ese. Europeísta es el que quiere integrarse en la Unión Europea (que, por cierto,
no incluye a todos los países europeos); más aún, europeísta es quien quiere
integrarse en la Unión incluso saltando por encima de los perjuicios que esa
integración pudiera acarrear a España (perjuicios que el europeísta, si llega a
reconocerlos, interpretará como pasajeros, como pequeños males necesarios).

Con esta estrategia se pide el principio que se quiere demostrar: que el Sí es


hermoso y beneficioso, al menos a largo plazo, a un plazo largo que el
europeísta, dotado de ciencia media, finge ya conocer. El No, en cambio –
supone el europeísta, aunque se declare demócrata (y decimos esto porque el
más importante europeísta del siglo XX fue Adolfo Hitler)–, es catastrófico y
regresivo, antiprogresista, reaccionario, intolerable. Y esto dicho cuando es
evidente que un No mayoritario, si se diera, carecería de efectos apreciables,
puesto que nada haría cambiar de momento nuestra situación: España
continuaría dentro de las directrices de Maastricht y de Niza. El Tratado que
establece la Constitución se paralizaría, y se daría opción a proyectar la
construcción de otro mejor, al menos para España (aunque no fuera mejor para
Alemania o para Francia). Pues lo que nos parece evidente es que el Sí dejaría
a los españoles peor de lo que estaban en Niza, es decir, nos haría perder la
situación relativamente ventajosa en la que nos encontramos ahora todavía; por
lo que, en cualquier caso, podría afirmarse que es prudente un No, aunque fuera
75
a modo de interdicto, un No que no necesitaría ni siquiera estar orientado hacia
la destrucción de la UE, sino a la paralización de su construcción en el sentido
en el que se orienta el Proyecto, y que, nos parece, es perjudicial para España
(en relación con Maastricht y Niza).

El análisis de las palabras utilizadas por los redactores del texto que nos
ocupa arroja resultados lamentables en lo que se refiere a la claridad y distinción
de los conceptos o Ideas que tras esas palabras cabe descubrir. Sólo unas
muestras para indicar por donde podría ir el análisis.

El texto contiene, en lugares importantes, es decir, no ocasionales o


accidentales, términos tales como «solidaridad», «valor», «cultura», «herencia
religiosa y humanística», «libertad de pensamiento y de conciencia». Estos
términos –pertenecientes, por cierto, todos ellos, al vocabulario filosófico– se
utilizan parenéticamente con una inequívoca intención normativa. Ahora bien,
¿hubiera sido mucho pedir a los redactores de un documento de tal
trascendencia que se hubieran parado a analizar ellos mismos los términos que
hemos citado u otros muchos de su escala? ¿O es que la ideología de los
redactores ilumina con tal claridad esos términos que su resplandor cierra sus
mentes –convirtiendo a los redactores en mentecatos– a la posibilidad misma
del análisis?

Se le puede exigir a un «arquitecto de Europa» que haya penetrado un poco


en la estructura de la Idea de Solidaridad, que sepa algo del origen de este
término, desprendido por Pedro Leroux, a principios del siglo XIX, de su estirpe
jurídica, para sustituir a los términos «caridad» y «fraternidad». Que sepa
también que «solidaridad», como término utilizado sin parámetros, carece de
sentido, porque encierra significados contradictorios; que sepa también que
«solidaridad» no se opone a «insolidaridad», sino a otra solidaridad (la
«solidaridad obrera» se opone a la «solidaridad patronal»). Que sepa que la
solidaridad es siempre contra alguien (contra otras solidaridades), y por ello, que
el término «solidaridad» puede tener a veces un sentido ético y utópico, otras
veces un sentido moral o de grupo (la «solidaridad de los cuarenta ladrones») y
otras veces un sentido político militar (por ejemplo la «cláusula de solidaridad»
del artículo 329). La «solidaridad europea» debe ser definida contra terceros,
porque si se toma en un sentido ético, estaríamos ante una mera redundancia
de la Declaración de los Derechos Humanos. En resumen: cuando vemos a
estos redactores víctimas del desconocimiento de la estructura de una Idea tan
común como lo es la Idea de Solidaridad, la desconfianza que ellos nos provocan
es muy grande. ¿O es que temen aclarar que la solidaridad de los europeos (de
los europeístas) es una solidaridad contra terceros que no conviene nombrar?

76
¿Pero cuáles son estos terceros? ¿Los emigrantes islámicos, ortodoxos o
hispanoamericanos? ¿Los yankis? ¿Los chinos? ¿O es que creen en la
solidaridad de todos los hombres en el ámbito de una paz universal? Pero esta
creencia, aunque fuese verdadera, sería metafísica, es decir, quedaría fuera de
los horizontes de un documento político.

¿Y cuando hablan de «valores»? Hay que suponer que los redactores, que
pertenecen a una elite de europeístas cultos (que habrán leído a Max Scheler o
a Nikolai Hartmann) saben que los valores se oponen a otros valores; que los
valores están en conflicto; que los valores son concretos y no abstractos: la
«familia», en general, ¿es un valor o es un contravalor? Del artículo 69 parece
desprenderse que es un valor. Pero si es un valor habrá que determinar si se
trata de la familia monógama (en cuanto se opone a la familia polígama, o a la
poliándrica, o a la homosexual). Pero los redactores no quieren entrar en
detalles. Es decir, no dicen nada. Buscan la oscuridad y la confusión.

Y lo mismo ocurre con los valores religiosos. ¿Es que puede decirse hoy sin
más que la religión es un valor? En todo caso, ¿de qué valores religiosos están
hablando? ¿De los valores cristianos, de los judíos, de los islámicos, de los
jainistas, de los budistas, de los brahmanistas? Hablar de la «herencia religiosa
de Europa», ¿no es un puro acto oscurantista? ¿Creen los redactores que el
genérico «herencia religiosa» resuelve prudentemente el conflicto entre los
valores religiosos propios de las distintas confesiones? Pero no lo resuelve,
porque se limita a ocultar este conflicto, o a dar por supuesto que la UE decidirá
en su momento –una vez que los turcos, o los millones de inmigrantes
musulmanes de Alemania, Francia, Inglaterra o España, reciban
distributivamente la carta de ciudadanía europea– promover los valores
islámicos, subvencionar la educación musulmana, la constitución de mezquitas
y todo lo demás, y tanto en una orientación chiíta como en una orientación sunita.
Como si la única forma de lograr evitar en un futuro próximo los conflictos entre
los valores religiosos pudiera encontrarse en un lugar distinto al de aquel desde
el cual pueda llegarse a la consideración de la religión como un contravalor. Y
no sólo refiriéndonos a las religiones positivas (en el sentido de la alegoría de los
tres anillos de Lessing) sino también a la misma «religión natural» (que es la que
Lessing tenía en su cabeza, y que es compatible con el laicismo).

La redacción del texto hace pensar que el único valor europeo (europeísta)
de cuasiconsenso es el euro, enfrentado con los otros valores de la bolsa de
Francfort, de Wall Street o de Tokio. Efectivamente, los valores del euro son
valores decisivos para la Unión Europea, cuyo núcleo, tal como fue creado por
el Plan Marshall, fue siempre una unión aduanera, como lo sigue siendo, en la
medida en que ésta unión aduanera es la garantía de una fuerte democracia de
mercado pletórico, que hace posible un sostenible estado de bienestar, dentro

77
del orden capitalista. Lo cual estará muy bien, pero no necesita envolverse con
la Novena Sinfonía.

¿Y qué decir del artículo 70, que reconoce el derecho que toda persona
tiene a la libertad de pensamiento y de conciencia? ¿Quién es la Unión Europea
para reconocer el derecho a la libertad de pensamiento y de conciencia? ¿Cómo
podrá ser reconocido este derecho antes de que se garantice que existe ese
pensamiento y esa conciencia? ¿Acaso un pensamiento, si es verdadero y
científico, puede ser libre? El grado de ingenuidad de los redactores llega aquí
hasta los máximos. ¿No les hubiera bastado, en efecto, con reconocer el derecho
a la libertad de expresión del pensamiento, supuesto que exista?

Dirán los «europeístas» que estas fórmulas filosóficas tienen poca


importancia. Pero, ¿por qué recurren a ellas? La respuesta es clara: porque no
tienen más remedio. Pero, en todo caso, el modo que tienen de utilizar estas
fórmulas es suficiente para hacernos desconfiar, por ingenuos, torpes, o
demagogos, de los redactores.

Pero vayamos a las palabras más técnicas, en el contexto de los


europeístas, a las palabras «Tratado» y «Constitución», que figuran en el rótulo
del texto que va a someterse a referéndum.

La distinción entre las palabras «Tratado» y «Constitución» no es una


distinción meramente semántica, salvo que se habiliten conceptos genéricos ad
hoc. Es una cuestión de conceptos bien definidos en el Derecho Internacional
Público, que viene, desde hace más de un siglo, utilizando el término Tratado (o
Convenio, o Acuerdo, o Concordato) para designar a los documentos de derecho
internacional que establecen asociaciones, uniones o alianzas entre Estados
soberanos, ya sean estas asociaciones meramente administrativas (como la
Unión Postal Internacional), ya sean políticas (como la OTAN); y tanto si estas
alianzas son organizadas, como si no lo son; tanto si se mantienen en un plano
de igualdad o simetría, como si se mantienen en un plano de desigualdad o
asimetría, como ocurre con los Protectorados. Porque los «europeístas», sobre
todo si son socialdemócratas –que han propugnado siempre el principio de la
Igualdad– debieran recordar en todo momento que cuando se habla de
asimetría, se habla, aunque sea de un modo oscurantista, de desigualdad,
porque la igualdad requiere simetría (además de transitividad y reflexividad). Por
tanto, cuando se reconoce en Europa un federalismo asimétrico, de lo que se
está hablando es de un reconocimiento de la desigualdad entre los Estados
europeos.

78
También es de uso común el término «Constitución» para designar un
documento de derecho interno a cada Estado soberano (y así diferenciamos
Constituciones de Estatutos de Autonomía).

Dicho de otro modo: la diferencia entre Tratado y Constitución tiene que ver
con el Estado, y por tanto, con la soberanía, en sentido político. Cuando las
sociedades políticas suscriben un tratado es porque mantienen la soberanía de
sus Estados; podrán estar suscribiendo un tratado de confederación, pero este
Tratado no podrá tomarse por la Constitución de un Estado.

Una Confederación podrá transformarse en un Estado, pero un Tratado


confederativo no puede transformarse en Constitución. La Confederación de las
trece colonias comenzó a revisar el 17 de mayo de 1787, en una Convención
bajo la presidencia de Washington, la Constitución de Estados Unidos de
Norteamérica aprobada el 17 de septiembre de 1787. Cada Estado perdió su
soberanía y, por supuesto, el derecho de veto. Algunos dicen que apareció de
este modo un Estado federal; otros un Estado confederal. Pero estos dos
conceptos no son propiamente estructurales, sino meras denominaciones
extrínsecas tomadas de su origen, de su génesis.

El concepto mismo de Estado federal es contradictorio, si es que sugiere


que el Estado federal es un «Estado de Estados», porque «Estado de Estados»,
como «Nación de Naciones», es una contradicción in terminis, muy fácil de decir
con palabras, pero imposible de «pensar» por los ciudadanos, por mucha libertad
de pensamiento que les concedan los redactores del Tratado-Constitución.

Cuando en la España de hoy algunos partidos políticos propugnan la


transformación de la España de las Autonomías en un Estado federal, no saben
propiamente lo que dicen, o no quieren saberlo, porque el «Estado federal
español» sería como el decaedro regular. Estado federal español o bien designa
a una confederación eventual de los diecisiete Estados soberanos resultantes de
una previa balcanización de España –que jamás podría conseguirse por vía
jurídica, constitucional–, reunidos después en una Confederación como Estados
libres asociados unos con otros; o bien significaría sólo un nombre para designar
a un Estado español muy descentralizado, como el presente.

¿Cómo se las arreglarán los «europeístas», que no tienen claro –o que no


han logrado consenso– si lo que quieren es una confederación de Estados
europeos (manteniendo cada cual su soberanía) o unos Estados Unidos de
Europa, a la manera de los Estados Unidos de Norteamérica, es decir, un Estado
europeo? Un Estado que obligaría, por supuesto, a dimitir a los Jefes de Estado
actuales, incluidos el Rey de España, la Reina de Inglaterra y demás monarquías
reinantes descendientes del «suegro de Europa»). Un Estado europeo, como

79
sujeto, en cuanto tal Estado (no en cuanto asociación), debe tener un asiento en
la Asamblea General de las Naciones Unidas que sustituya a las veinticinco sillas
actuales.

Procediendo como si fuera posible componer los términos Tratado y


Constitución, los redactores introducen una fórmula oscurantista y confusionaria:
«Tratado por el que se establece una Constitución para Europa.» Como si un
geómetra que sabe que no puede construir un decaedro regular dijera: «Proyecto
imposible de construcción de un decaedro regular.»

Un Tratado no puede conducir a una Constitución, salvo que el Tratado


conviniese, contando con el asenso de los ciudadanos, en un proceso simultáneo
de disolución de todos los Estados en cuanto tales, contemplando la reunión
inmediata de todos los ciudadanos en una sola ciudadanía (la europea) capaz
de dar lugar a un cuerpo electoral europeo, y a que un Parlamento constituyente
redactase una Constitución europea, que ulteriormente recibiese el refrendo de
todos los ciudadanos, &c.

Dicen algunos europeístas que lo que ocurre es que las «antiguas» o


«arcaicas» distinciones entre Confederaciones, Federaciones y Estados
federales están ya superadas por el Tratado-Constitución de la Unión Europea.
Y esto debido a que la Unión Europea piensa constituirse mediante el
procedimiento de «ceder cada Estado una parte de su soberanía» que sería
transferida a la Unión. Estaríamos así en situación de soberanía compartida, que
no sería ni la de una Confederación ni la de un Estado federal. Otra vez meras
retahílas de palabras. Porque no hay «cesión de soberanía». La soberanía no
puede cederse, y no cabe confundir cesión de soberanía con delegación o
préstamo de funciones, más o menos sustantivas, pero que siempre pueden
recuperarse. Uno de los artículos más importantes del texto que analizamos es
el que establece que cada Estado miembro puede retirarse de la Unión (artículo
60). Por tanto, puede recuperar sus préstamos, lo que sería imposible si los
hubiera cedido. En cuanto a la soberanía compartida: nada tiene que ver con la
pérdida de soberanía, puesto que este compartimiento es un modo de ejercerse
la soberanía a través de sus órganos.

Pero el «Tratado para la Constitución» disimula su condición de baciyelmo


cubriéndolo de instituciones aparentemente propias de un Estado democrático:
un Parlamento, un Consejo, una Comisión, un Tribunal de Justicia... y unas
elecciones. Pero se trata de un Parlamento democrático de papel, de un Consejo
ejecutivo de papel, &c.

En efecto: el Parlamento no está constituido por los representantes de los


ciudadanos europeos en cuanto tales, sino en la medida en que ellos están

80
enclasados según sus respectivos Estados. Los parlamentarios representan a
los Estados (ni siquiera a los partidos políticos), es decir, son parlamentarios
españoles, alemanes o franceses: no son «europeos». Si se quiere, son antes
españoles, franceses o alemanes que europeos, y no, en el momento de votar,
europeos antes que alemanes, franceses o españoles. De aquí que el peso de
cada ciudadano, en el sistema de las dobles mayorías, sea distinto según el
Estado al que pertenezca. Por ello el Parlamento europeo no es democrático, ni
siquiera procedimentalmente. Tan sólo es democrático si se atiende a la
mecánica de las urnas, pero no a la Ley electoral. Y otro tanto se diga del
Presidente de la Comisión, que tampoco es elegido por los ciudadanos
europeos.

La desatención a estas distinciones entre Tratado (de una confederación) y


Constitución (de un Estado) hace que muchas críticas que se dirigen contra el
proyecto –sobre todo, las que proceden de Izquierda Unida– resulten
desajustadas o sean «injustas». «El proyecto deja de lado el derecho al trabajo,
el pleno empleo, la seguridad social...», se objeta. Sin duda, pero ¿cómo podía
exigírsele a un Tratado estos objetivos, que serían propios de una Constitución,
pero no de un Tratado?

81
Sobre el prestigio creciente de la cultura
Gustavo Bueno

Texto publicado por la revista La Clave,


en su suplemento Especial 200 claves (febrero 2005)

De poco sirven los análisis o las críticas. El término cultura sigue creciendo
en prestigio dentro de la jerarquía de los valores democráticos. No en vano el
artículo 44.1 de la Constitución de 1978 encomendaba ya a los poderes públicos
promover y tutelar el acceso a la cultura, a la que todos los ciudadanos tienen
derecho. Es cierto que los Padres de la Patria no se dignaron indicarnos de qué
cultura se trataba. ¿Acaso se refirieron premonitoriamente a la cultura maya, al
menos para los ciudadanos procedentes de la inmigración hondureña o
guatemalteca? ¿Acaso se refirieron a la cultura islámica, al menos para los
ciudadanos o aspirantes procedentes de la inmigración marroquí o turca?
¿Acaso se preveía el acceso a la cultura vasca o a la catalana, al menos para
los ciudadanos de las comunidades autónomas respectivas?

El prestigio de la cultura dimana ante todo, al parecer, de fuentes étnicas o


nacionales (de naciones étnicas). En ellas sopla el Espíritu del pueblo, la versión
moderna del antiguo Espíritu Santo, que regalaba sus dones a los hombres
elevándolos por encima de su condición meramente natural. Pero lo que el
Espíritu del pueblo inspiraba a las naciones era su cultura. Y sólo cuando una
cultura nacional (una nacionalidad étnica) hubiera sido revelada –dijo Juan
Teófilo Fichte– podría constituirse un Estado legítimo, el «Estado de cultura» (no
ya el «Estado de derecho», o el «Estado de bienestar»). La lección de Fichte la
han aprendido bien algunos gobiernos de comunidades autónomas que saben
ha de comenzarse por fundar una cultura nacional propia (catalana, vasca,
galaica... acaso berciana o vadiniense) para reclamar a continuación un Estado
soberano (el Estado catalán, el Estado vasco... o el Estado vadiniense).

La gran ventaja del prestigio creciente de las culturas nacionales (o de las


nacionalidades culturales étnicas) es que ellas permiten reconocer el máximo
respeto a las más «vidriosas» costumbres o normas religiosas o morales (desde
el vudú hasta la poligamia, desde la inmolación hasta el infanticidio, desde el
sador hasta el burka) por su condición de contenidos de una cultura. Una práctica
religiosa quedará legitimada automáticamente, en una sociedad pluricultural (sin
necesidad de entrar en engorrosos debates teológicos) simplemente porque es
«cultura». De otro modo: una práctica religiosa «se pone en valor» cuando se
subsume en una cultura, a la manera como las acciones de una empresa media
«se ponen en valor» cuando logran cotizarse como valores de la bolsa (¿quién
82
hubiera pensado Müller-Freienfels, que fue el que inventó, hace ya muchos años,
la Wertsetzung, traducida por la expresión bárbara «poner en valor», hoy
también en alza?).

La otra fuente del prestigio de la cultura no mana exclusivamente de fuentes


étnico-nacionales, sino más bien de fuentes «espirituales». Los ministerios de
cultura –pero también las consejerías de cultura o las concejalías de cultura– se
ocuparán de conservar y promover esta «cultura espiritual», cuyos valores más
altos pueden tener nombres como los de Cervantes, Mozart o Velázquez. Pero
la razón por la cual Mozart (que Mao devaluó como «música burguesa») será
«puesto en valor» no será otra sino la condición cultural de sus sinfonías o de
sus conciertos. Como si el valor de la sinfonía 25, pongamos por caso, derivase
de su condición cultural, cuando es la «cultura» la que recibe su valor por
albergar en su reino a la sinfonía 25. ¿Acaso la silla eléctrica no es también
cultura, y alta cultura civilizada, por cuanto supone el control de la energía
eléctrica?

El prestigio de esta cultura espiritual, que es internacional sin dejar de ser


nacional, es el que inspiró, hace todavía pocos años aquel sorprendente binomio
de las «fuerzas del trabajo y fuerzas de la cultura» («Fuerzas de la cultura asaltan
el Rectorado de Barcelona», era un titular de un Mundo Obrero de los años 50).
La expresión «fuerzas de la cultura» está en desuso, como lo está la expresión,
habitual hace años, «la culta señorita». Pero simplemente porque es suficiente
decir «cultura», sin necesidad de apelar a las fuerzas ni a las señoritas. Cuando
la prensa de nuestros días informa sobre una boda principesca, o sobre una
recepción palaciega, dirá obligadamente (después de señalar que asistieron
ministros, parlamentarios, presidentes de autonomía, empresarios,
banqueros...): «también estuvo representada la cultura.»

83
«Maquis»,
un ejercicio reciente de «memoria histórica» (1)
Gustavo Bueno

Se analizan las interpretaciones «interesadas» en torno a los maquis españoles, presentadas


en un documental para televisión, al parecer dentro de un proyecto general de recuperación de
la «memoria histórica»

I. Dramatis personae

Durante la última semana de marzo de 2005 el Canal de Historia{1} ha


ofrecido como estreno un interesante programa de producción propia, en
coproducción{2} con otras entidades, entre ellas TVE, titulado «Maquis»
[españoles], con guión de Miguel Rubio.{3}

El programa tiene como objetivo la exposición de una visión general sobre


el origen, evolución y final de las «guerrillas» (o «partidas») que se formaron en
España poco después de abril de 1939, cuando Franco se proclamó vencedor
de la Guerra Civil que había comenzado tres años antes, a raíz de la sublevación
del 18 de julio de 1936. Se trata de una exposición de 60 minutos (dentro
del géneroque el Canal de Historia denomina «Historia Bélica»), es decir, no es
una serie, y ni siquiera alcanza el formato de los «120 minutos» que el Canal de
Historiaotorga de vez en cuando a otros «episodios» históricos que juzga
relevantes (y que reserva «para aquellas historias que necesitan dos horas para
ser explicadas»).

Por tanto, estamos antes una exposición general («generalista», diría algún
historiador especialista en maquis), pero no por ello de carácter «introductorio»
o superficial. En efecto, el programa contiene no sólo un informe histórico
sumario, es cierto, sino también, sobre todo, una interpretación de los hechos
que alcanza los lugares propios que corresponden a una filosofía de la historia
política de las guerrillas. Una interpretación que parece buscar el apoyo o
corroboración de los testimonios directos de una decena de guerrilleros
supervivientes (incluyendo aquí a los «enlaces», cuya participación es
considerada, con razón sin duda, a lo largo del programa, tan heroica o más que
la de los cimarrones que se «echaron al monte», o de quienes formaron guerrillas
urbanas en Barcelona, casi siempre anarquistas).

Los supervivientes que comparecen en el programa (entre ellos una mujer,


Remedios Montero Martínez, «Celia»), la mayor parte de los cuales ya

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cumplieron hace años los ochenta, constituyen un ejemplo admirable no sólo de
memoria personal, políticamente organizada (no se trata de relatos, por así decir,
«líricos», sino más bien «épicos»), sino que también representan un modelo de
vigor y de firmeza en sus convicciones («volveríamos de nuevo a hacer lo que
hicimos»). El programa nos permite ver y escuchar, además de a la ya citada
Remedios Montero, a Francisco Martínez López («Quico»), a Florián García
Velasco («Grande»), a Pedro Alcorisa («Matías»), a José Murillo Murillo
(«Comandante Ríos»), a Miguel Nuñez González («Saltor»), a Manuel de Cos
(enlace en Santander, hoy Cantabria), a Eulalio Barroso Escudero («Carrete»,
enlace en Extremadura) y a Pablo García Fernández (enlace en Asturias).

Además de los «guerrilleros» y «enlaces» (o «ayudas») que dan testimonio


de su memoria histórica, intervienen algunos historiadores o estudiosos mucho
más jóvenes que, por edad, ya no podrían, aunque quisieran, ejercitar memoria
histórica alguna a propósito de las guerrillas. Son estudiosos que recogen
testimonios de los «mártires» y los confrontan con otras fuentes documentales:
Secundino Serrano (autor del libro Maquis), Alfonso Domingo, Juan Pablo Fusi
(cuya intervención es casi simbólica) o José María Azkárraga, puntualizan o
amplían los parlamentos de los protagonistas.

Por último, en el programa que comentamos intervienen, como auténticas


«estrellas invitadas», dos personajes muy conocidos por todos: Santiago Carrillo
(«Ex Secretario General del PCE») y Alfonso Guerra («Ex Vicesecretario General
del PSOE»). ¿En calidad de qué intervienen? No creo que sea inexacto decir
que en calidad de filósofos (o de ideólogos) cuya contribución parece dirigida a
exponer la interpretación del significado histórico político, pero dentro de la
historia del género humano, que a los guerrilleros habría que dar, cuando se los
considera como un episodio importante en el curso de la historia reciente de
España, desde la proclamación de la II República (a la que se hace constante
referencia) hasta nuestros días de consolidación del estado democrático de
derecho, una vez que tras la muerte de Franco (tras la caída de la dictadura) los
españoles «se dieron a sí mismos» la Constitución de 1978; acontecimientos
todos estos a los que se les supone un significado cuyo eco resuena en la
Historia de la Humanidad. Sin duda Santiago Carrillo añade a su condición de
«filósofo de los guerrilleros» su condición de político que jugó, desde el Comité
Central del Partido Comunista de España, un papel relevante en su
«organización» y en su «desorganización». Alfonso Guerra no puede añadir, por
motivos de edad, a su condición de ideólogo esta condición de protagonista
directo, pero sí la de un hombre bien informado, tanto con noticias de segunda
mano, como con noticias de primera mano.

85
En cualquier caso me parece que los papeles de los actores de la
representación ofrecida por el Canal de Historia en marzo de 2005 se ajusta
bastante bien a la siguiente distribución en tres grupos:

Primero, el grupo de quienes contribuyen con su memoria histórica efectiva


(memoria personal, biográfica, episódica) a constituir el material histórico de
referencia, es decir, el grupo de los guerrilleros y los enlaces.

Segundo, el grupo de los historiadores, cuyo trabajo parece dirigido a


reintegrar la memoria histórica efectiva, ofrecida por los mártires o testigos, a la
trama de los «hechos pretéritos pertinentes», tal como ellos los perciben.

Tercero, el grupo de los ideólogos (o filósofos) que parecen haberse


consagrado especialmente a establecer la «conexión de sentido» entre los
hechos pretéritos y su futuro perfecto e infecto posterior, es decir, su conexión
con nuestro presente y con el futuro de nuestro presente. Es decir, a «explicar»
y a «justificar» a los guerrilleros, a demostrar que su contribución no fue una
«cantidad despreciable» en el largo proceso de la «recuperación» de la
democracia que la cruel y monstruosa dictadura desencadenada por Francisco
Franco había estado a punto de destruir para siempre.

Obviamente la distribución de papeles en estos grupos no quiere decir que,


de cuando en cuando, los «rememorantes» no echen también de vez en cuando
su cuarto a espadas en la historia y en la filosofía de la historia; ni que los
filósofos o ideólogos tampoco dejen de actuar alguna vez como historiadores
(Alfonso Guerra) o como testigos y protagonistas (Santiago Carrillo). El grupo de
los historiadores, en cambio, es el que permanece más estable en su sitio, al
menos explícitamente, y se comprende bien la razón: los historiadores, en
nuestro presente, han aprendido ya a distinguirse de los protagonistas, cuando
los hechos analizados quedan fuera del campo de su memoria histórica (otra
cosa es que algunos historiadores, además de pedantes y de cortas luces,
prisioneros de la metáfora de Francisco Bacon –la «Historia es la ciencia de la
memoria»–, crean que su oficio no es otra cosa sino el de reavivar y reexponer
la memoria de la historia). Los historiadores de hoy, que ya son profesionales
(licenciados o doctores), saben que hay que atenerse «a los hechos», es decir,
mantenerse libres, en lo posible, de los prejuicios que puedan ser detectados por
otros colegas, que compiten con ellos en las batallas académicas. Otra cosa es
que logren librarse de estos prejuicios, y sobre todo de los prejuicios comunes a
las diferentes escuelas. Porque, a veces, la conciencia de su neutralidad puede
ser más insidiosa (como falsa conciencia) que la conciencia de los historiadores
partidistas declarados y explícitos.

II. Los maquis reinterpretados como episodios significativos del Poema


histórico del progreso democrático

86
1. La visión de los maquis que nos ofrece el programa que estamos
comentando es una visión «confortable», al menos desde la perspectiva política
de quienes presuponen el principio del «Progreso global» de la Humanidad como
guía para interpretar la Historia Universal, en general, y la Historia de España,
en particular.

Y es «confortable» no porque haya eliminado los componentes


dramáticos del proceso histórico (los actos heroicos, y aún la sangre derramada
por los protagonistas –el «comandante» se emociona en el momento en el que
recuerda el derramamiento de su propia sangre: «He derramado mi sangre en
los pueblos, porque luchaba por la libertad»–), sino porque se ha pasado a un
segundo plano el componente trágico en la visión histórica. Diríamos: los
sacrificios, y aún la muerte de los individuos, no habrían comprometido el curso,
con paso firme, del progreso de la sociedad democrática hacia el estado en el
que hoy esta sociedad puede disfrutarlo. Como dice «Quico» (Francisco
Martínez López, 79 años): «No me arrepiento, porque si lo hiciera, ¿para qué
valieron las torturas de mi madre?» Y Eulalio Barroso, «Carrete», dice: «Me
encuentro contento ahora, porque hay paz y libertad, vivimos en una
democracia.» El «Comandante Ríos» también parece querer dejar de lado (en la
época presente de la ideología de la no violencia) los componentes trágicos que
acompañan a la vida de un guerrillero que esté dispuesto a matar a otros
hombres: «No sé si las balas de mi fusil mataron a alguien; pero sí sé que si
alguna mató a alguien la responsabilidad la tuvo Franco.»

Los protagonistas recuerdan sus sufrimientos, recuerdan a sus muertos,


pero no de un modo trágico, sino dramático, porque están convencidos de que
sus sacrificios no han sido en vano, que todo ha ocurrido para bien, y que
probablemente todo va hacia lo mejor, para decirlo al modo optimista de Leibniz.

2. Se diría que el guión está concebido como si se tratase de un drama en


tres actos. En el primer acto se contempla de qué modo el equilibrio de una
sociedad que había alcanzado la vida democrática, por obra de la II República,
se rompe. Lo rompe, y por muchos e interminables años, Francisco Franco, el
golpista, el asesino, el dictador. En el segundo acto, los luchadores que habían
sido vencidos en la guerra, al menos su flor y nata, se reagrupan como pueden
en las partidas, dando comienzo a una «larga marcha». El tercer acto, a cargo
principalmente de los guerrilleros que en el programa hacen memoria histórica,
los protagonistas, asistidos por los historiadores y por los filósofos, hacen
también el balance de su historia, y lo encuentran favorable: «Mereció la pena;
nuestros sacrificios no fueron vanos. He aquí sus resultados: la democracia, la
paz y el estado de derecho.»

87
3. El primer acto gira en torno a la subversión del equilibrio dinámico
constituido, al parecer, por la legalidad republicana, subversión atribuida
inicialmente, desde luego, al golpe de estado del 18 de julio de 1936, pero
transformado enseguida (como consecuencia de la resistencia popular cuando
recibió las armas indispensables) en la guerra civil que acabó el primero de abril
de 1939. La «legalidad republicana» se toma como una referencia sustantiva que
habría abierto al pueblo español la democracia, liberándolo del Antiguo Régimen,
de la monarquía de los terratenientes y de la iglesia reaccionaria.

Algunos guerrilleros recuerdan el entusiasmo con el que acogieron a la


República. «Era algo burguesa, pero también era algo más.» ¿Acaso era la
Unión de los Hermanos Proletarios? [¿Acaso era el Frente Popular?] Florián
García, «Grande», lo explica así: «El pueblo quería la República, porque les
había dado las tierras.» El guión no necesita entrar en detalles sobre «episodios»
como el de Casas Viejas, ni tampoco sobre Octubre de 1934; ni tampoco entra
en detalles sobre otros episodios que pudieran ensombrecer la línea pedagógica
nítida del curso que sigue el Poema. Se omiten detalles, porque pueden darse
por supuestos en una audiencia «ilustrada».

El guión sólo necesita acudir a la causa que rompió el estado de equilibrio


dinámico presupuesto. Esta causa tiene un nombre: Franco. Es Franco, o el
franquismo, quien subvirtió la legalidad democrática republicana, que había
venido a España por la voluntad del pueblo español, manifestada en las urnas.
¿Cómo este mismo pueblo que había traído la República se replegó ante el golpe
de unos facciosos? Porque los facciosos eran, en el fondo, unos fascistas (sobre
todo los falangistas), y por ello contaron con el apoyo incondicional de las
Potencias afines de la época: con la Italia fascista de Mussolini, con la Alemania
nazi de Hitler y con el Portugal corporativo de Salazar; y por el terror que
desplegaron desde el principio y aún después de su victoria militar.

La República, es cierto, contó con el apoyo de Francia, de Inglaterra y de la


Unión Soviética; es decir, de las Potencias en las cuales la Izquierda tenía peso
significativo, ya fuera esta izquierda democrático-liberal, ya fuera izquierda
social-demócrata, ya fuera izquierda comunista (respecto de la izquierda
anarquista, cambiemos de conversación). Y si en muchos momentos la ayuda
de estas Potencias se hizo más tibia, la responsabilidad se hará recaer sobre los
gobiernos de turno, pero no sobre los pueblos que ellos gobernaban: ahí están
las organizaciones sindicales, que recaudaban ayudas, los voluntarios que
acudían a las brigadas internacionales, o las «ONG» del momento que
denunciaban en el exterior la masacre del Pozo Funeres, pongamos por caso.

La República, el pueblo español –continúa el Poema–, fue vencido tras una


guerra terrible, que el programa evalúa a grandes rasgos de este modo: «Más

88
de 300.000 muertos en la guerra, más de 300.000 exilados permanentes y más
de 300.000 represaliados tras la guerra, de los cuales 50.000 fueron
asesinados.»

4. El segundo acto del Poema dramático dice referencia a la «larga marcha»


que el pueblo inició inmediatamente después de su derrota militar, marcha que
habría de durar más de cuarenta años. ¿Cómo es posible que el pueblo español
mantuviera su situación de vencido durante tantos años? La respuesta es clara:
a causa del terror y de la durísima represión derivada del estado policiaco
instaurado por Franco. Sin duda había que confiar en que el pueblo, sojuzgado
por el terror franquista, estaría dispuesto a saltar en el primer momento que se
presentase.

Y de hecho saltó inmediatamente, a través de los guerrilleros. Aquí


comienza, al menos, la acción de la parte más heroica de este pueblo sojuzgado
que se echó al monte y formó las partidas, los maquis, en los más diversos
puntos de España: Galicia, Asturias, Santander, León, Aragón, Cataluña,
Levante...

¿Fueron las partidas expresión de un plan organizado, una suerte de


reorganización del ejército republicano vencido en los campos de batalla gracias
a la ayuda de los fascistas extranjeros? ¿Y quién podría haber planeado la
reorganización de este ejército sino el Partido Comunista? El caso es que
Alfonso Guerra, ideólogo del Partido Socialista Obrero Español, subraya que las
partidas no obedecieron a un plan preconcebido, sino que se formaron
espontáneamente por los «huidos» (así se les llamaba al principio). Huidos que,
no habiendo podido exilarse [como pudieron exilarse las facciones más
burguesas del socialismo], temían volver a sus pueblos o villas, no fuera a ser
(transcribimos aproximadamente, pero conservando sustancialmente el sentido)
«que algún falangista les reconociera como alguien relacionado con el primo del
amigo que a su vez había tenido tratos con el hermano de un socialista».

Santiago Carrillo (entonces comunista de primera línea, hoy muy próximo a


las posiciones del PSOE) no desmiente explícitamente esta versión, pero añade
que muy pronto el Comité Central del PCE en el exilio se interesó por el
movimiento guerrillero, y trazó un plan para interconectar a las partidas dispersas
mediante la introducción en la Península de cuadros pertinentes. Aunque
siempre, reconoce, la organización fue muy precaria (salvo en Levante), como
era propio del paisaje montañoso y de la vigilancia constante de la Guardia Civil;
a pesar de lo cual, los guerrilleros, se dice, habían llegado a alcanzar la cifra de
un verdadero ejército, unos 70.000 hombres y mujeres («Celia» insiste en la
camaradería que se desarrolló en las guerrillas entre los hombres y las mujeres:
ella vio en el comportamiento de las guerrillas el comienzo de una verdadera

89
igualdad entre las personas de diferente sexo, porque las mujeres sabían utilizar
las armas igual que los hombres, y recibían, sin perjuicio de las penurias, un trato
exquisito de sus camaradas). Guerra subraya cómo en muchas ocasiones la
corrupción de la Guardia Civil permitió disponer de munición a los guerrilleros
(munición que la propia Guardia Civil les vendería); sin embargo, los
enfrentamientos con la Guardia Civil fueron muy violentos; pero los guerrilleros
jamás torturaron a sus enemigos o prisioneros, simplemente les pegaron un tiro
cuando lo requería la guerrilla.

Paralelamente a la reacción armada contra el fascismo que mantenía el


pueblo del interior, principalmente a través de los guerrilleros, se desplegaba la
reacción de ese mismo pueblo en el exilio, a través de la resistencia contra la
ocupación alemana en Francia, sobre todo. Y, en particular, mediante la
intervención de los exiliados en los ejércitos aliados, una vez que tuvo lugar el
desembarco de Normandía. En la entrada en París, recuerda Alfonso Guerra,
algunos tanques llevaban nombres tan expresivos de la «comunión» entre el
exterior y el interior, como los de «Toledo», «Guadalajara» o «Madrid». El Canal
de Historia, en este programa, no entra en detalles sobre el modo como se fraguó
el «proyecto de invasión» a través del valle de Arán, a cargo de los diez mil o
doce mil guerrilleros que se calculan dispuestos al efecto. El proyecto consistía,
al parecer, en establecer una zona del interior español fronteriza en la que poder
establecer un gobierno provisional, esperando que sería reconocida de
inmediato por las potencias aliadas que estaban ganando la guerra contra el
fascismo, y con las cuales los republicanos exiliados estaban colaborando
activamente. Carrillo no menciona en esta ocasión, por ejemplo, a Monzón, del
que habla extensamente en sus Memorias:

«Por otra parte la 'invasión' no la han decidido ellos; es una directiva de


Jesús Monzón, en nombre de la delegación en el interior, que consideran
un órgano superior. Se han limitado a aplicarla. Me enseñan la carta en
que se les dan indicaciones para crear un frente en el Pirineo que será el
que desencadene la insurrección nacional generalizada en toda España.
(...) En cambio, sin conocerle apenas personalmente, la actitud de
Monzón que parece francamente negativa. Decidir la invasión de España
me parece, para empezar, una medida tan importante que dudo que un
hombre solo, aunque fuese un dirigente muy importante y experimentado,
esté en condiciones de tomar. Por lo que yo sé de él, Monzón no es ese
tipo de hombre. Suponiendo que lo fuera estaría justificada esa decisión
si tiene comprometida seriamente a un parte del Ejército y del personal
político. (...) En ese momento en que la psicosis de la provocación es tan
aguda, de una reflexión de este tipo a considerar traidor a Monzón sólo
hay un paso, que yo estaba muy cerca de dar.» (Santiago
Carrillo, Memorias, Planeta, Barcelona 1993, páginas 412-413.)

90
Lo que sí dice Carrillo en sus Memorias es que, encontrándose en 1944 en
Argelia (proyectando una infiltración por Andalucía), intentó, a través de André
Marty, enviar una carta a la organización comunista española en Francia,
«indicándoles que no realizaran ninguna invasión masiva en los Pirineos, sino
que se infiltraran en pequeños grupos, instalándose en las zonas del interior de
España para hacer el mismo trabajo de organización que nosotros pensábamos
hacer en Andalucía». Carrillo recibe la orden de ir a Francia, y los responsables
de París y Toulouse le informan de la «invasión» comenzada en el valle de Arán.
Los guerrilleros habían recibido la orden de formar un frente en los Pirineos, con
la idea de que, sobre esa base, se desencadenaría la insurrección nacional del
pueblo español sometido a la presión franquista. «Habían cumplido la orden que
emanaba formalmente de una Junta Suprema de Unión Nacional, existente sólo
en la imaginación de Monzón.»

Carrillo logra disuadirlos de este proyecto, que significaría, dice en el


programa del Canal de Historia, el sacrificio de diez mil militantes escogidos
(«diez mil comunistas preciosos»), porque Moscardó, con cincuenta mil
hombres, los habría masacrado al salir del túnel de Viella. Reconoce que cuando
va a los Pirineos, Tovar ya había tomado una decisión análoga (la agrupación
guerrillera se replegó a Francia y se transformó en una gran empresa comercial
dedicada al corte de leña y a la repoblación forestal).

También Alfonso Guerra dice que aquella fue una operación alocada (que,
según él, «habría sido sugerida por Stalin»), pero concede que, poniéndose en
el punto de vista de entonces, «cuando no había datos suficientes», la locura
podría no haber sido tan grande.

De todas formas, los guerrilleros del programa de Canal de


Historia«recuerdan» que la conducta de inhibición de los aliados ante el proyecto
de invasión («Churchill no estaba por la labor») produjo una tremenda depresión
entre los guerrilleros. «Fue un golpe moral, porque hasta el año 1945 (en el que
los aliados se alzaron con la victoria frente al fascismo) había ilusión y
expectativas.» Los guerrilleros parecen querer explicar esta «inhibición» como
una traición de los gobiernos aliados más como una traición de sus pueblos.

Nada se dice en este programa del otro proyecto de invasión concebido en


1947 por los comunistas españoles desde París; nada se dice en este programa
de las conversaciones con Tito en Yugoslavia, a quien habían pedido aviones de
bombardeo para cooperar con los guerrilleros del interior. Pero Santiago Carrillo
en sus Memorias cuenta cómo Tito les desvía hacia Stalin; cuenta también la
entrevista con Stalin (presentes Suslov y otros) y cómo es Stalin quien les
disuade de semejante aventura y les sugiere lo que luego sería la política de

91
reconciliación nacional y el entrismo pacífico en los sindicatos verticales del
franquismo (entrismo del que saldrían las Comisiones Obreras).

Entre las tareas más urgentes quedaba la preparación de la salida de las


guerrillas del interior hacia el exilio. Las «partidas» habían perdido ya toda su
fuerza, y las «contrapartidas» habían contribuido a que las gentes perdiesen la
confianza en los guerrilleros, porque no distinguían los guerrilleros falsos de los
verdaderos. La salida de los guerrilleros del interior se vio favorecida por la
incipiente, pero ya abundante, corriente de turismo que comenzó a entrar en
España en los últimos años cuarenta. Pero la «larga marcha», en cuyo final
habrían de encontrar su justificación las guerrillas, continuaría en las décadas
siguientes.

5. El tercer acto del Poema podría comenzarse en 1975, en el momento de


la muerte de Franco. Carrillo reconoce que la noticia de la muerte de Franco le
causó una sensación agridulce. Había muerto en la cama de un hospital, pero
con todos los honores propios del Jefe del Estado: «No habíamos sido capaces
de impedir que Franco muriese en la Jefatura del Estado» (Memorias, página
614.) [En marzo de 2005, en los días en los que se estrenaba este documental
«Maquis», Santiago Carrillo pudo recibir la inesperada satisfacción del homenaje
que con motivo de sus noventa años le ofreció el PSOE y sus socios coincidiendo
con la retirada de la última estatua ecuestre de Franco que se mantenía en
Madrid; retirada que constituye también, por sí misma, un interesante ejercicio
de la «memoria histórica».]

Sin embargo, «todo fue para bien». La transición consiguió muy pronto la
legalización de los partidos prohibidos por la dictadura, primero el PSOE y luego
el PCE; hubo amnistía y regreso de los exiliados. Pero sobre todo el pueblo
español «logró darse a sí mismo» la Constitución democrática de 1978.

La larga marcha había conseguido llegar a su fin. Carrillo dice en el


programa: «La acción de los guerrilleros en el interior no fue vana: ella sirvió de
ejemplo y de impulso a los movimientos de los trabajadores [Comisiones
Obrerasprincipalmente] y de los estudiantes [–como se diría poco después: las
fuerzas del trabajo y las fuerzas de la cultura–] a partir de las cuales se produjo
el desmoronamiento del franquismo.» Y Alfonso Guerra va todavía más lejos, y
nos ofrece algunas fórmulas lapidarias: «Ellos [los guerrilleros] han resultado ser,
tras la Constitución de 1978, los vencedores y no los vencidos: su gesta es digna
de haber sido vivida.»

• Se continuará en el próximo número de El Catoblepas con los apartados:

III. Una reexposición materialista del Poema histórico de los maquis

92
IV. Sobre el funcionalismo de los ejercicios de la «memoria histórica» en
general y de la «memoria de los maquis» en particular

Notas

{1} «Canal de Historia es el fruto de la unión estratégica de dos empresas líderes


en el sector audiovisual: la norteamericana AETN (Arts & Entertainment
Televisión Networks) y la española Multicanal». AETN puso en marcha en
1995 The History Channel (hoy con trescientos millones de espectadores
potenciales en setenta países) y Canal de Historia comenzó sus emisiones en
España en diciembre de 1998 y en Portugal en marzo de 1999, ofreciendo
desde entonces un promedio de cinco estrenos semanales. Es distribuido en
España y Portugal por más de doscientas redes de televisión por cable, y a
través de las principales plataformas que difunden canales digitales de
televisión utilizando las distintas tecnologías al uso. La
empresa Multicanal produce y distribuye actualmente seis canales
temáticos: Canal Hollywood (cine), Odisea y Canal de
Historia (documentales), The Biography Channel (entretenimiento), Sol
Música y Canal Panda (infantil), y estima su audiencia potencial en «más de
siete millones de espectadores en la península ibérica». La productora
«española» Multicanal, que produce canales temáticos para la TV de pago en
España y Portugal, es una joint venture al 50% entre The Walt Disney
Company y Chello Media (perteneciente a su vez a la empresa
estadounidense Liberty Media Corporation). La compañía Multicanal (Spanish
Programming Service Inc. y Cía., S. C.) fue dirigida desde hace seis años
hasta inicios de abril de 2005 por Esteve Tiana. Desde septiembre de 2004 el
Director General de Canal de Historia es Diego Castrillo.

{2} El documental «Maquis» lleva fecha de 2005, y figura coproducido por


Multicanal (propietario de Canal de Historia), New Atlantis, Tesauro y TVE
S.A. New Atlantis Line S. L. «es una productora independiente de televisión
especializada en documentales de alta gama, establecida en 1998» vinculada
a Jorge Sánchez Gallo –ex director de TVE, ex responsable de producción
externa de Antena 3, representa a New Atlantis en la Junta directiva de
ANEPA, Asociación Nacional de Empresas de Producción Audiovisual–
. Tesauro es una productora propiedad del financiero francés Hervé Hachuel
(el que, casado con la actriz Cristina Sánchez Pascual, facilitó el lanzamiento
de Pedro Almodovar y sus películas). Televisión Española S. A. pertenece al
Grupo RTVE o «Ente Público Radio Televisión Española», que rinde cuentas
ante el Parlamento español y es regido por el gobierno de turno.

{3} Al final del programa pueden leerse los siguientes títulos de crédito:
«Productor ejecutivo: Alfredo Malibrán, Pedro Lozano. Realización: Guillermo

93
García Ramos. Guión: Miguel Rubio. Jefe de producción: Maite Ibañez.
Fotografía: Borja Pozuerco. Ayudante de cámara: Claudia González. Ayudante
de producción: Vanessa Santiago. Sonido directo: Santiago Muñoz, Nerio
Gutiérrez. Montador: Tamarán Junco. Productor delegado TVE: Alberto de
Masy. Productor delegado Multicanal: Ramón Verdet. Coordinación
producción externa Multicanal: Ignacio Ruiz de Gauna. Medios de edición:
Jaime Climent. Documentalista: Felipe Sanz. Documentalista TVE: Conchita
San Miguel. Auxiliar de montaje: Raúl Madrid. Dirección musical y mezclas:
Álvaro Perales Navas. Música original: Eric Foinquinos. Sonorización y
mezclas: Nerio Gutiérrez, Santiago Muñoz. Cabecera: Alejandro Rodríguez.
Agradecimientos: Servicio Histórico Guardia Civil, Pedro Peinado, Asociación
cultural «La Gavilla Verde» (Santa Cruz de Moya), Federación Socialista
Asturiana (Pola de Laviana), Fundación Pablo Iglesias, Fundación Ortega y
Gasset, Victoria Ramos (Archivo PCE), Alfonso Domingo, Secundino Serrano,
Adolfo Fernández. Una coproducción Multicanal, New Atlantis, Tesauro y TVE
S. A. © 2005.»

94
«Maquis»,
un ejercicio reciente de «memoria histórica» (y 2)
Gustavo Bueno

Se analizan las interpretaciones «interesadas» en torno a los maquis españoles, presentadas


en un documental para televisión, al parecer dentro de un proyecto general de recuperación de
la «memoria histórica»

III. Una reexposición materialista del Poema histórico de los maquis

1. El «Poema histórico», que acabamos de esquematizar, tiene la


arquitectura de un drama, más que la de una tragedia. En efecto, el Poema
arranca de la suposición de un estado elevado y maduro de equilibrio dinámico
(de dignidad y de satisfacción política, incluso de bienestar o felicidad social en
marcha) propiciado por la condición de democracia republicana que España
habría alcanzado en 1931, «sin romper un solo cristal»; un estado de equilibrio
que habría sido bárbaramente destrozado por los golpes asesinos de algunos
fanáticos reaccionarios (Franco a su cabeza), que apoyados por Potencias
extranjeras, condujeron a su degradación como Estado, hasta alcanzar los
límites más abyectos de una Dictadura despótica, que mantuvo aterrorizados a
los españoles durante casi cuarenta años. A pesar de lo cual el «Pueblo» habría
logrado, aunque lentamente, recuperar poco a poco su dignidad y su libertad.
Los guerrilleros habrían constituido acaso la parte más heroica de ese pueblo en
el proceso de su resurrección. Resurrección que, finalmente, muerto Franco,
habría tenido su expresión formal en 1978, cuando el Pueblo «se dio a sí mismo»
la Constitución democrática, mediante la cual pudo recuperar la dignidad política,
la libertad, la justicia y hasta la felicidad (el bienestar).

Y es desde este «amplio horizonte», abierto por el Poema, como se hace


posible reparar, mediante este ejercicio de memoria histórica, la injusticia del
olvido que los guerrilleros maquis habían venido padeciendo en los largos años
de amnesia en los que ellos fueron materia tabú, no sólo por parte del
franquismo, sino acaso también –insinúan algunos– por parte del Partido
Comunista de España, a raíz de su cambio de estrategia hacia la vía pacífica y
democrática de la «reconciliación nacional».

Las tragedias personales y familiares centradas en torno a los guerrilleros


muertos serán irreversibles; pero el «ejercicio de la memoria histórica» que el
Poema histórico que comentamos nos ofrece, permitirá al menos descargar a la
historia misma de su condición trágica, transformándola en un drama histórico,

95
puesto que, según el Poema, ya no cabrá hablar de muerte política, de derrota
irreversible de las guerrillas, sino de herida permanente o de resurrección política
y aún más, de victoria. «Vosotros (dice Alfonso Guerra a los guerrilleros
supervivientes) sois los vencedores.»

2. Pero este Poema, mediante el cual se intenta no ya sólo rescatar del


olvido a los maquis, sino incorporarlos, en primera línea, al proceso glorioso de
la conquista de la libertad y de la democracia, conseguida en 1978, es sólo una
ficción poética. O, dicho de un modo más grosero, un cuento.

Pero un cuento a través del cual actúa una ideología, una filosofía según
algunos, bastante precisa, a saber, la ideología de las «izquierdas progresistas».
De estas izquierdas que, enfrentándose a la visión «reaccionaria» de la derecha
(que desconfía de todo progreso en la Tierra y sólo confía su felicidad al Cielo)
han logrado cristalizar una «visión del Mundo y de la Historia» capaz de ofrecer
la posibilidad de un «progreso global» laico, desplegado en la misma Tierra, y
sin necesidad de las metafísicas promesas de quienes enseñan que el Reino de
la Humanidad no es de este mundo. El Poema que estamos analizando sería un
episodio, en forma de fractal, de ese curso progresista y grandioso del «Género
humano» en u lucha hacia la Libertad, la Justicia, la Solidaridad, la Paz y la
Felicidad.

No es esta la ocasión de desmontar el edificio fractal del Poema histórico


progresista en todas sus partes. Lo que sigue son sólo indicaciones de algunas
de las líneas de fractura que cabe observar, ya a primera vista, en nuestro edificio
poemático (y que, por lo demás, ya han sido observadas muchas veces desde
otros puntos de vista). Indicaciones de líneas de fractura que habrá que
profundizar y demostrar mediante análisis circunstanciados, en el terreno
histórico, sociológico, económico, &c.

3. El primer indicio de una línea de fractura del Poema lo pondríamos en el


supuesto principal en el que se apoya, a saber, en la visión de la República de
1931 como un «estado de maduro equilibrio democrático» al que la sociedad
española habría podido llegar tras las épocas de la Monarquía, que conservaba
aún demasiados estigmas del Antiguo Régimen. Delenda est Monarchia, había
sentenciado Ortega.

La Monarquía fue destruía, pero la Segunda República difícilmente podría


considerarse como un régimen de «equilibrio dinámico» capaz de sustituir
entonces al secular régimen monárquico, ya fuera en la fase absolutista del
Antiguo Régimen, ya fuese en la fase más moderna de la Monarquía
constitucional. La Segunda República, como nuevo régimen de equilibrio
dinámico, sólo existió sobre el papel.

96
El equilibrio dinámico no fue más allá de donde alcanzó el consenso
provisional conseguido entre unas élites constituidas por legistas y profesionales
laicos, que capearon como pudieron las demandas, por una parte, de las
corrientes comunistas que trataban de abrirse paso en el seno de la
socialdemocracia y, sobre todo, de los sindicatos anarquistas, y por otra parte
los impulsos secesionistas de los vascos, de los catalanes y, en menor medida,
de los gallegos. (Impulsos secesionistas que se habían generado a partir de
ciertas élites cuya tenacidad hizo posible que se fueran extendiendo a sucesivos
círculos concéntricos de las poblaciones respectivas.) Es lo que se expresa en
la fórmula: «La República fue una república burguesa», fórmula dibujada desde
la perspectiva marxista o bakuninista.

La Segunda República, según esto, no podría tomarse como un sujeto


político, identificado con «la Izquierda», menos aún como «una de las dos
Españas que han de helarte el corazón»; una sustantividad debida a otro de los
poetas que tanto han contribuido a la metafísica ideológica de la izquierda
socialdemócrata, Antonio Machado, «que hacía camino al andar».

La Segunda República no fue el primer acto en el que la unidad histórica de


las izquierdas españolas progresistas hubiera fraguado frente a la derecha
reaccionaria, conservadora y «cavernícola». La Segunda República surgió de un
consenso superficial y frágil entre diversas corrientes o generaciones de
izquierda que eran incompatibles entre sí. Y la incompatibilidad entre esas
corrientes de izquierda era en muchos casos mayor que la que pudiera existir
entre algunas corrientes de izquierda y la derecha: republicanos radicales,
liberales, anarquistas, socialdemócratas o comunistas. Sabido es que la CNT no
aceptó, ya desde los primeros momentos, a la República.

4. ¿Y el Frente Popular? ¿Acaso el Frente Popular, que, de hecho, ya se


había constituido, aún sin este nombre, a propósito de la «Revolución de
Octubre» de 1934, aunque de derecho sólo cristalizó poco después, al compás
de las elecciones de 1936, no fue la expresión de la unidad compacta («Frente»)
del pueblo unido español contra el fascismo, triunfante en Italia, y en Alemania,
y emergente en Austria y en España?

Así lo creen quienes siguen apegados a las fórmulas ideológicas


(entendidas emic) de los propios creadores del rótulo «Frente Popular». Solo que
ese Frente Popular, en su origen, no era el frente de un oleaje popular contra el
fascismo (o mejor, contra el nazismo), sino, sobre todo, el frente de un oleaje
comunista contra el capitalismo. De aquí el equívoco fatal de la «lucha del Frente
Popular contra el fascismo», porque este Frente Popular estaba alimentado
también por las corrientes que se «enfrentaban» también tanto o más que contra
el nazismo (o el fascismo), contra las democracias capitalistas de Europa y

97
América (que son las que apoyaron a Franco, aunque las izquierdas no lo
advirtieran entonces). Este equívoco es el que impedía a tantos republicanos (y
sobre todo a los guerrilleros) invocar a la República democrática como a una
referencia segura, y a percibir como traición el comportamiento de las
democracias aliadas. Pero ni Francia, ni Inglaterra, ni Estados Unidos estaban
traicionando a «la Izquierda» al apoyar a Franco, y lo apoyaron cautelosamente
ya en transcurso mismo de la Guerra Civil española, y abiertamente cuando la
Segunda Guerra Mundial comenzó a dar la victoria a los aliados; y, de un modo
decidido, cuando la Guerra Fría dividió al mundo en dos bloques, llamados
precisamente el bloque democrático (el «Mundo libre», en el que militaban
precisamente aquéllas potencias que habían apoyado a Franco) y el bloque
comunista (el «Mundo soviético»).

La España de Franco quedó, a la postre, en el «campo de gravitación»


del mundo libre que, al cabo de los años, pudo presenciar cómo el mundo del
comunismo soviético se reducía a escombros (sin que el Partido Comunista de
España, junto con otros partidos comunistas europeos, quisieran reconocerlo,
mediante la maniobra ideológica de desmarcarse de la Unión Soviética, bajo la
bandera del eurocomunismo).

El Frente Popular en España no fue, según esto, la expresión de una


«unidad de la Izquierda» que habría comenzado a tomar forma política contra la
derecha reaccionaria en la Segunda República. Puede resultar extraño que las
izquierdas españolas acogieran clamorosamente la forma ideológica (metafísica)
de «Frente Popular», y no aprovecharan la idea de «bloque histórico» acuñada
por Gramsci, el fundador del Partido Comunista de Italia. Sin embargo, cabe
explicar esta «incoherencia» (para un marxista leninista, que seguía hablando
de renegado Kautsky) apelando a dos motivos convergentes: que Gramsci era
entonces prácticamente un desconocido, y que la ideología metafísica,
alimentada por el poeta, de las dos Españas (Izquierda profunda y luminosa, y
derecha conservadora y tétrica), favoreciera la idea, a su vez metafísica, del
Frente Popular; ideología que habría prevalecido incluso en el supuesto de que
la idea de bloque histórico hubiera sido conocida suficientemente.

Brevemente: la Segunda República, y, más concretamente, el Frente


Popular, no fueron expresión de una supuesta e imposible «profunda unidad de
la Izquierda», que casi en el momento mismo de su constitución se vio forzada
a enfrentarse con el fascismo. La Segunda República, y en concreto, el Frente
Popular, fueron la expresión de un bloque histórico entre partidos políticos,
sindicatos y corrientes heterogéneas enfrentadas a muerte entre sí, pero aliados
coyunturalmente en virtud de una solidaridad que –como todas las
solidaridades– se establecía siempre contra terceros (contra la solidaridad de
unos terceros).

98
Fue primero la «solidaridad» del Pacto de San Sebastián; después la
«solidaridad» de la Comuna asturiana de 1934; más tarde la «solidaridad» del
Frente Popular propiamente dicho, la «solidaridad» de las milicias republicanas
durante la Guerra Civil.

Pero la solidaridad de un bloque histórico no anuló las diferencias e


incompatibilidades de las partes que se habían solidarizado coyunturalmente en
el bloque. Cada parte –cada partido o corriente– seguía su propia ruta, y se
limitaba a ajustar el ritmo de su paso al de sus aliados, en el momento de pasar
el desfiladero. Pero en cuanto lo atravesaron, seguirían su camino y sólo
considerarían como traición o deslealtad el proceder de quienes habían creído
en la metafísica de la unidad de la Izquierda.

Ya en el efímero curso de la «Comuna asturiana» se manifestaron los


conflictos entre anarquistas, comunistas y socialistas. Y durante la larga Guerra
Civil estos conflictos tuvieron ocasión de tomar cuerpo («revolución social antes
que victoria militar», de los anarquistas; «victoria militar y después revolución
social», de los comunistas). Y, según muchos, estos conflictos fueron una de las
principales razones que explican la derrota de la República, razones más
poderosas que las ayudas a Franco de las potencias fascistas. Ayudas que,
como las ayudas a la República de las potencias aliadas, eran también «ayudas
de solidaridad», por tanto, ayudas selectivas contra terceros. Dicho de otro
modo: no eran «ayudas a la Segunda República», ni a la democracia republicana
española, ni a la recuperación de la «legalidad republicana» amenazada por el
18 de Julio. Stalin no ayudaba a «la República», sino a los comunistas que en
ella actuaban, cada vez con mayor vigor; las «Brigadas Internacionales» no se
reclutaban entre fervorosos admiradores de esa «legalidad republicana» que se
encontraba en peligro, sino principalmente entre comunistas o filocomunistas
que apoyaban la posibilidad de contribuir a la revolución en España. Y, por su
lado, los aliados (los Gobiernos y, por lo menos, la parte del electorado que los
sostenía, pero no los Gobiernos contra el «pueblo») tampoco ayudaban a «la
República», que no era una entidad susceptible de ser apoyada como tal, sino a
aquellas partes que, a su vez, se enfrentaban con el fascismo pero, sobre todo,
contra el comunismo. Por ello ayudaban todo lo que pudieron a Franco, primero
encubiertamente, después abiertamente, sin que por ello se les pudiese acusar
de «traición». En cualquier caso la categoría «traición» es de orden más bien
psicológico que político, porque lo que desde fuera puede verse negativamente
como traición, o deslealtad, tiene también sus propias causas positivas. Y esto
significa que apelar a la «traición» –como parece apelar el Poema– es un modo
de evitar la explicación histórico política de los acontecimientos, enmascarando
sus causas con descalificaciones psicologistas que sólo revelan la ingenuidad
de quienes se sintieron decepcionados o traicionados.

99
5. Pero hay mucho más, lo más importante, cuando lo contemplamos desde
el 2005, en el que se vuelven a situar en el primer plano las reivindicaciones
secesionistas de los nacionalismos vasco y catalán –por no citar otros–,
reivindicados abiertamente unas veces, y veladamente otras, mediante el
eufemismo del «Estado federal asimétrico».

Me refiero, desde luego, a la fragilidad de esa supuesta unidad de equilibrio


dinámico que la Segunda República habría significado. Porque durante ella
afloraron las líneas del separatismo más radical, a propósito de la cuestión de
los «Estatutos». Durante la Guerra Civil la cuestión de los «Estatutos» se puso
entre paréntesis por las exigencias del bloque histórico, y no ya sólo ante los
partidos nacionales, sino ante los partidos nacionalistas y separatistas. Esta
cuestión se mantuvo fuera de foco durante los años del franquismo. Pero en los
mismos días de la «transición a la democracia» (y con todos los precedentes que
se quieran) la cuestión de las nacionalidades volvió a aflorar, y aunque las
pancartas intentaban diluir la cuestión en formas más amplias –«Libertad,
Amnistía y Estatuto de Autonomía»– lo cierto es que como «nacionalidades
históricas» se reconocieron aquellas que en la República habían alcanzado el
Estatuto o habían estado próximas a alcanzarlo.

6. ¿Y cómo puede decirse que la transición fue el proceso mediante el cual


los ideales de «la Izquierda» lograron recuperar de nuevo el equilibrio dinámico
de la legalidad republicana, destruido por Franco? No puede decirse semejante
cosa, sencillamente porque no sólo la Constitución de 1978 no fue una
restauración de aquella legalidad democrática que Franco había conculcado,
sino la metamorfosis y consolidación de una monarquía dinástica que las propias
Cortes franquistas habían ya proclamado y asegurado.

¿Y acaso las fuerzas que impulsaron la transición hacia la democracia


fueron siquiera las fuerzas de la «izquierda progresista», cuya punta de lanza
más heroica hubieran sido las guerrillas? En modo alguno: las guerrillas no
fueron, a confesión de parte, quienes mantuvieron, en la postguerra, la «llama
de la República». En un principio los guerrilleros fueron sólo «huidos», la
mayoría, sin duda, por motivos políticos, o como vencidos en la Guerra. Pero sin
olvidar tampoco aquellos huidos, bastantes, que temían tener que dar cuenta de
crímenes de sangre, penales y no sólo políticos. Sólo más tarde se organizaron
los huidos como un «ejército», bajo la inspiración principalmente del Partido
Comunista, el mismo Partido que, en su momento, y por iniciativa de Stalin,
determinó disolverlos. No ponemos en duda el heroísmo de tantos guerrilleros,
su vigor, su firmeza y su generosidad («la experiencia de la solidaridad que
conocí en la guerrilla –viene a decir uno de los guerrilleros, Saltor, de 84 años–
justifica mi recuerdo» [mi «memoria histórica»]). Lo que no es posible olvidar es
que experiencias de solidaridad similares se encuentran también entre los

100
«guerrilleros de ETA», como se encontraban entre los voluntarios del Rey don
Carlos.

¿Cuál fue la contribución de ese heroísmo guerrillero en el proceso evolutivo


de España desde el franquismo hasta la transición democrática? No dudamos
que los guerrilleros pudieron ser un ejemplo de valor y combatividad para los
movimientos estudiantiles del franquismo posterior o para Comisiones Obreras,
como dice Santiago Carrillo. Lo que se discute es qué peso hay que atribuir, en
el proceso de transición, a los movimientos estudiantiles y a los movimientos
sindicales.

Sencillamente, no nos parece que pueda tomarse en serio el esquema


ideológico de la acción de una «izquierda democrática» que, tras largos años de
lucha, habría logrado dar la vuelta a un régimen dictatorial, que había mantenido
a la sociedad española paralizada por el terror, entre las rejas de la más negra
reacción medieval e inquisitorial. Este esquema dualista –el modelo Machado–
es, a mi juicio, infantil.

Sin olvidar la dureza de la «represión franquista» –represión que quienes


atribuyen a las guerrillas la consideración de un ejército organizado de 70.000
hombres tendrían que reconsiderar también como una continuación de la Guerra
Civil– hay que constatar que esa represión fue muy selectiva y, aunque muy
amplia, no afectó a la mayoría de la población, que pudo seguir viviendo en el
interior durante muchas décadas. Una gran mayoría de la población (en la que
se integraron muchos militantes de los partidos de izquierdas liberales,
anarquistas, comunistas o socialdemócratas) no permaneció como una sociedad
parada, inmovilizada por el terror, y dispuesta a saltar en la primera ocasión. La
prueba es que «no saltó», contra las previsiones fantásticas de los ideólogos,
cuando se produjeron los primeros pasos de la «invasión» del Valle de Arán. La
sociedad que había ido formándose en el franquismo no fue la «sociedad
paralizada por el terror a la dictadura franquista» que supone el Poema
progresista. Fue una sociedad formada precisamente por los vencedores de la
Guerra Civil, y de todos aquellos que pudieron integrarse en ella. Una sociedad
que lejos de permanecer inmóvil fue evolucionando, y determinó que las
corrientes más radicales fueran transformándose a la par del desarrollo social,
económico o tecnológico. Los movimientos estudiantiles perdieron muy pronto
su radicalismo, y otro tanto ocurrió con los movimientos sindicales: el entrismo
en los sindicatos verticales equivalió, en general, a una pseudomórfosis que
transformó a los sindicatos de clase en sindicatos democráticos con tendencia a
mantener una neutralidad política y a integrarse en el Estado de bienestar.

La transición, en resumen, puede verse también como el mismo proceso de


evolución o metamorfosis pacífica de una sociedad que se mantuvo siempre (ya

101
desde la dictadura de Primo de Rivera, apoyada por los sindicatos socialistas)
en el campo gravitatorio de las democracias de mercado, que son las que
ayudaron al desarrollo económico y político de esta sociedad durante la Guerra
Fría, precisamente porque veían en el franquismo, incluida la Iglesia católica, la
mejor garantía contra el comunismo soviético: seguridad social, Seta 600,
viviendas sociales, vacaciones, &c. La Constitución de 1978 formalizó y
consagró a través de un nuevo consenso una situación ya muy madura, como lo
prueba el hecho de que hubo que esperar a que Franco muriera como Jefe de
Estado; lo que fue posible gracias a la transformación y adaptación a las que se
sometieron los partidos socialistas y comunistas (segregación del leninismo,
luego del marxismo, aceptación de la monarquía...).

La transición echó a andar la democracia parlamentaria y el estado de


derecho, en el juego de partidos políticos cada vez más ecualizados de hecho, y
aún en sus propios programas (una vez extinguidos los grupúsculos radicales).
Es evidente que la nueva situación significó un cambio trascendental, en el plano
personal, para todos aquellos que aún permanecían en el exilio o en la cárcel.
Significó también la posibilidad de una homologación de España con los otros
países democráticos, después de la caída de la Unión Soviética. Lo que a su vez
demuestra, que la evolución de la sociedad española hacia la democracia no
puede considerarse sin más como una victoria conseguida únicamente por los
«enemigos del franquismo» que ya trabajaban durante el franquismo, sino por
las propias tendencias sociales o políticas que maduraron en el franquismo, a
escala mucho más amplia.

En esta evolución, cuando la democracia alcanza ya su «velocidad de


crucero», se advierte la acción de dos tendencias de estirpe en principio muy
diferente: la tendencia a la ecualización de los partidos políticos de derecha y de
izquierdas, y la tendencia a la disgregación de la unidad política de España en la
forma de la construcción de unas democracias resultantes de la secesión de
ciertas comunidades autónomas. El enfrentamiento de los españoles a través de
los partidos políticos ecualizados se entreteje con los enfrentamientos de los
españoles a través de los nacionalismos secesionistas. El problema que España
tiene planteado en el presente es antes el problema de su unidad, que cualquier
problema de enfrentamiento entre derecha e izquierdas.

IV. Sobre el funcionalismo de los ejercicios de la «memoria histórica» en


general y de la «memoria de los maquis» en particular

1. La hipótesis que presentamos acerca de los motivos que mueven los


ejercicios de la «memoria histórica», en general, y de la «memoria de los
maquis», en particular, es esta: que, sin perjuicio de reconocer la importancia de
las fuentes sentimentales que siguen manando en los familiares, o en los

102
camaradas de quienes fueron víctimas del franquismo, o en los propios
supervivientes, habría que reconocer también el funcionalismo político de estos
ejercicios de memoria histórica, y ello en dos frentes principales, que se
conforman a distinta escala, aunque están profundamente interrelacionados. Un
frente estrictamente vinculado a la política real de la democracia parlamentaria
(organizada en torno a los partidos políticos con listas cerradas y bloqueadas), y
un frente vinculado a la ideología de determinados partidos políticos de
izquierdas. Una ideología muy alejada, en ocasiones, de la política real, pero no
por ello independiente de la misma: en cierto modo podría afirmarse que estos
dos frentes no son sino la manifestación, en lugares distintos, de un mismo
impulso.

2. Por lo que se refiere al frente de la política real de los partidos políticos


de la democracia: suponemos que la transición fue poco a poco entendiéndose,
por los diversos partidos (tras la muchas fluctuaciones que oscilaban entre el
entusiasmo inicial hasta el desencanto), como una «victoria de la democracia».
Esta conciencia de la victoria democrática muy pocas veces se entendió como
una victoria común. Desde los partidos de izquierdas se entendió como una
victoria contra la dictadura franquista y contra la derecha; desde los partidos o
corrientes que se habían incubado en el seno del franquismo, entre ellas las
corrientes monárquico dinásticas, como una victoria contra la férula que Franco
y sus Cortes mantenían sobre la institución monárquica, pero también contra las
izquierdas radicales.

Ahora bien. Estas diferencias de interpretación de la «victoria democrática»


fue tomando cuerpo en la oposición bipartidista entre «las izquierdas» (PSOE e
IU, principalmente) y «la derecha» (primero UCD, luego PP). Oposición que se
cruzó enseguida con las bifurcaciones nacionalistas de los partidos de izquierdas
o de los de derecha (PNV, CIU), &c.

La tendencia a la ecualización de los partidos de ámbito nacional (PSOE,


PP) determinará que en la práctica las diferencias en el entendimiento de la
transición democrática fueran perdiendo continuamente apoyos empíricos,
referidos a planes y programas concretos, o a modos de gestión. De ahí la
necesidad de «recuperar» las llamadas «señas de identidad» originarias que las
izquierdas habían asumido en su «lucha contra el franquismo». Esta
recuperación no podía tener otra salida que la identificación del adversario (de la
«derecha», del PP) con el franquismo. De este modo, la recuperación de la
«memoria histórica» se convirtió, cada vez más, en instrumento del
enfrentamiento electoral de los «partidos de izquierdas» contra los «partidos de
derecha», considerados por aquellos como herederos vergonzantes del
franquismo o del fascismo (con frecuencia se equiparaban en muchos dibujos el
bigote de Aznar y el de Hitler).

103
Si la práctica de la política cotidiana de los gobiernos atenuaba el supuesto
derechismo de los partidos antiguos de la izquierda, más aún, si esta práctica
llevaba muchas veces al PP a dar pasos que incluso pisaban los caminos que
anteriormente las izquierdas habían considerado como de su exclusiva
propiedad, la única forma de mantener las diferencias era volver a los orígenes,
mediante la identificación del PP con los herederos del franquismo. De este
modo, la inanidad política de la distinción entre izquierdas y derecha aplicada al
presente pretendía ser sustituida (puesto que los partidos nacionales no se
atrevían a desplazar las diferencias entre los partidarios de la unidad de España
y los partidarios de su despedazamiento) por una supuestas diferencias
históricas dibujadas, gracias al olvido sistemático de todo cuanto los partidos de
izquierdas del presente tomaron del franquismo, y entre otras cosas, la estructura
de los sindicatos y el Título II de la Constitución.

3. Por lo que se refiere al «frente ideológico»: la democracia parlamentaria


tiende a borrar las diferencias en España entre los partidos de izquierdas y de
derecha. El recurso a la historia, a la memoria histórica, al pasado, a fin de
mantener vivas esas diferencias, sólo es eficaz cuando existe una vinculación
sentimental (familiar, sobre todo) de los gestores de izquierdas del presente con
sus antecesores, pero se debilitan en la medida en que estos vínculos van
desapareciendo con el tiempo. Se abre entonces la necesidad de una
representación del futuro como lugar propio para dibujar las diferencias entre los
partidos enfrentados en el juego de la democracia parlamentaria. Por decirlo así,
las diferencias irán a buscarse en un lugar en donde la representación del futuro
pueda cobrar la apariencia de un cuerpo positivo, a saber, en los proyectos de
nuevas naciones democráticas, como Euzkadi o Cataluña; pues
democráticamente Euzkadi o Cataluña, o cualquier otro grupo que postule su
autodeterminación, se reconocerá tan democrático como otro cualquiera. Ahora
las izquierdas, fundándose en el principio de la autodeterminación de los
pueblos, derivarán hacia el federalismo, como seña de identidad contra la
derecha. La idea básica será la idea del pueblo que se autodetermina; un pueblo
que sólo puede tomar cuerpo a través de la historia ficción fabricada por los
políticos responsables de cada «historia nacional».

Pero sobre todo, la ideología de las izquierdas se orientará también hacia la


«Humanidad», hacia el «Género humano», hacia la metafísica de la Paz kantiana
y de la Solidaridad humana (en relación con los problemas de la inmigración, de
la libertad –tolerancia, matrimonios homosexuales– y de la felicidad). Todas
estas metafísicas se englobarán en la ideología del progreso global y de la
alianza de las civilizaciones. Se supondrá que el Género humano se desenvuelve
históricamente siguiendo una ley de progreso global, y «la izquierda» acusará
ahora a la derecha de seguir anclada en la visión propia del Antiguo Régimen,
que, amparándose en la Teología, tomaba como guía última de su política a las

104
tres virtudes cardinales: la Fe, la Esperanza y la Caridad. Las izquierdas, al
acogerse al espíritu del drama, han aborrecido el sentido de la tragedia, pero
también la distancia propia que hay que mantener tanto respecto del drama como
respecto de la tragedia. El espíritu del drama les preocupa, eso sí, al tener que
poner la esperanza en el reino celestial, pero al mismo tiempo les mantiene
prisioneros en el reino de Babia (y digo esto inspirado en el luminoso artículo de
alerta que Pedro Insua ofreció en el número último de El Catoblepas). Sin
embargo las izquierdas parecen haber heredado del antiguo régimen los ideales
ligados a las tres virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad, situadas en el
futuro, aunque secularizadas según la norma del laicismo.

En lugar de la Fe, se pondrá a la Ciencia; en lugar de la Esperanza (en la


vida eterna) se pondrá el Progreso (como esperanza en el futuro de la vida
terrenal); en lugar de la Caridad se pondrá la Solidaridad, que englobará, ahora
ya, a todos los seres humanos. (La solidaridad implica la Paz entre las diferentes
sociedades que hayan podido alcanzar la libertad política entendida como
autodeterminación democrática universal y, por tanto, republicana.)

4. Ahora bien: la ideología del Progreso no se desarrolla


independientemente de la memoria histórica. Por el contrario, constituye una
guía imprescindible para organizar esta memoria histórica de un modo armónico
y coherente.

En realidad, cabría decir, todo ejercicio de memoria histórica sólo puede


alcanzar su ejercicio político cuando las secuencias de hechos recordados
puedan reordenarse en la Ley del Progreso. Porque es entonces y sólo entonces
cuando los que fueron vencidos podrán sentirse redimidos por su contribución al
progreso de la Humanidad. Quienes fueron despreciados u olvidados, podrán
ser rehabilitados como héroes cuyos esfuerzos no fueron vanos.

Esto exige disponer de definiciones de plataformas de progreso postuladas


como logros intermedios alcanzados, gracias a la ley del progreso global, y
gracias a la contribución de quienes se consideraron vencidos, pero que ahora
pueden ser vistos, a una nueva luz, como vencedores. Pero para conferirles la
condición de vencedores, es necesario que haya vencidos. En el caso de las
guerrillas: los vencidos terminarán siendo los falangistas, o los franquistas. Y, a
su vez, la ley exigirá que quienes se consideran hoy vencedores del franquismo,
las izquierdas que se dibujan por oposición a la derecha parlamentaria actual,
pongan también a esta derecha como continuadora de aquel franquismo
vencido.

El ejercicio de la memoria histórica en general, y de la de los maquis en


particular, es, según esto, un ejercicio de memoria contra los adversarios

105
políticos. Recordar es recordar contra alguien. Recordar a los maquis es
recordarlos contra el régimen de Franco, recordarlos contra los falangistas y
contra la Guardia Civil corrupta y asesina, y por tanto, contra la derecha actual,
en tanto que continuadora vergonzante de aquel franquismo. Pero también es
recordarlos, por parte de un partido (el PSOE, por ejemplo), contra el recuerdo
que de ellos pudiera tener otro partido (por ejemplo, el Partido Comunista). Pues
ambos mantienen posiciones diferentes y contrapuestas ante los guerrilleros;
diferencias que resume muy bien el historiador y viejo amigo Francisco Palacios
en un artículo publicado en La Nueva España de Oviedo el pasado 11 de marzo:

«A escala nacional, aunque los comunistas trataron de dotar a la guerrilla


de una estructura sólida, lo cierto es que los guerrilleros carecieron de un
común mando jerárquico. Los distintos focos se comportaban como
feudos independientes. Hubo igualmente intentos de unidad de acción de
socialistas y comunistas. Pero sus estrategias diferían sustancialmente.
Las guerrillas eran para los socialistas un objetivo defensivo, un modo de
testimoniar la existencia de una oposición al franquismo, y de intentar
reorganizarse políticamente en el interior de España. Los comunistas
optaron por la vía insurrecional y desplegaron una intensa actividad
guerrillera.»

Sin embargo la cuestión es esta: ¿por qué la resistencia a reconocer como


una auténtica tragedia –y no como un drama– las gestas de las guerrillas?
Seguramente esta resistencia deriva de la creencia en la «ley del progreso
global». Esta ley impone a todo ejercicio de memoria histórica la determinación
de las razones por las cuales pueda concluirse, en el espíritu del optimismo
metafísico leibniziano, que nada ocurrió en vano, que todo ocurrió, incluso lo que
fue vivido como un mal (la tortura, incluso la muerte) a fin de que aparezca un
bien más elevado, que en este caso es el bien representado por la democracia
parlamentaria.

La ley del progreso global del género humano (que asumirán las izquierdas,
secularizando la visión cristiana del Antiguo Régimen) exigirá, por su
universalidad, que todo intervalo histórico, por insignificante, comparativamente,
que pueda parecer a muchos, sea capaz de recibir una apropiada interpretación
dramática –no trágica– dentro de la ley del progreso global, que actúa, por tanto,
como una versión secularizada de la providencia medieval. Las izquierdas –las
izquierdas poéticas, las que tejen Poemas históricos, incluso a escala
microscópica– dejarán no sólo las tragedias, sino también las visiones que no
reconocen las tragedias, pero tampoco los dramas históricos, a la derecha. La
auténtica tragedia –y no drama– de las escenas recordadas por el mismo
Francisco Palacios en el lugar citado:

106
«Recuerdo como a la aldea llegaban con alguna frecuencia grupos de
guardias civiles, soldados y tal vez paisanos, que se acercaban a las
casas, hacían preguntas, revisaban habitaciones, cuadras, pajares.
Cualquier posible escondite. Las respuestas de los vecinos eran lacónicas
y esquivas. Al marchar, surgían nombres y detalles. Y había temor por lo
que pudiera pasar. Los guardias y los soldados regresaban al atardecer
dispersos, y pasaban de largo. Nadie salía de sus casas. De vez en
cuando corrían noticias sobre apresamientos y muertes. Y cuando
bajaban 'los del monte' había de inmediato ostensibles movimientos de
fuerzas y se producían detenciones, palizas, procesamientos: un excesivo
y arbitrario despliegue represor. Así, una zozobra densa y silenciosa
envolvía aquellos sucesos. Pero había que imponerse a tan cruda
realidad.»

107
El referéndum español, francés y holandés,
y la «resolución 80» del Congreso de los
diputados españoles: cuatro trucos
de la democracia realmente existente
Gustavo Bueno

Se analizan en este artículo cuatro acontecimientos de la mayor importancia para la vida


política europea y española, tratando de mostrar hasta qué punto estos acontecimientos son
utilizados por las democracias realmente existentes como maniobras muy «democráticas» de
la política real

1. Las «democracias parlamentarias homologadas» del presente funcionan


mediante trucos (a veces «ficciones legales», o incluso «fraudes de ley»
tolerados) cuyo análisis permite constatar muchos «misterios» escondidos tras
su fachada ideológica. No consideramos a estos trucos como «déficits» del
sistema democrático, sino como «maniobras», de hecho ordinarias, dentro de
sus reglas de juego, maniobras no sólo permitidas, sino a veces exigidas, para
que los Estados constitucionales de derecho, democráticamente constituidos,
puedan mantener su metabolismo.

Ofrecemos cuatro ejemplos, tomados de acontecimientos recientes: el


referéndum español de 24 de febrero, el referéndum francés de 29 de mayo, el
referéndum holandés de 1º de junio, y la «resolución 80» española de 17 de
mayo de 2005, sobre la «negociación con ETA», en ciertas condiciones. Y nos
apresuramos a advertir que lo que aquí consideraremos como trucos no suelen
ser reconocidos como tales, sino que muchas veces son considerados incluso
como aplicaciones de la «regla de oro» del juego de la misma democracia.
Cabría distinguir dos géneros de trucos, los «trucos velados» (trucos provistos
de velo), que suelen ser entrevistos por mucha gente, generalmente por la
oposición, y los «trucos obscenos», que paradójicamente no suelen ser
reconocidos con la claridad y distinción que cabría esperar.

2. Los trucos de segundo género, los que llamamos obscenos, se parecen


mucho a las ficciones jurídicas, cuya habitualidad permite que ni siquiera sean
vistos como ficciones, sino más bien como procesos ordinarios de la vida
democrática. Cuando los presuntos herederos exhiben un testamento ológrafo
en forma, que les favorece, y los peritos calígrafos certifican su veracidad, el juez
concluirá normalmente que ese testamento expresa la «voluntad del testador».
Cuando en un referéndum de ratificación del Tratado que establece una

108
Constitución europea, como el que se celebró en Francia el 29 de mayo pasado,
el 56% de los votos dieron NO, la conclusión fue inmediata: «Francia (= el pueblo
francés, su cuerpo electoral) dice no al Tratado para establecer una Constitución
europea.» Mutatis mutandis, estamos en el mismo caso de las conclusiones que
se sacaron del referéndum español del 20 de febrero de 2005, o del referéndum
holandés del primero de junio.

Pero, ¿realmente fue el pueblo francés, o el español, o el holandés, el que


dijo NO o SI? ¿Se puede afirmar que «el pueblo francés dijo NO», así como el
holandés, o que «el pueblo español dijo SI»? Sólo por una suerte de ficción
jurídica. Porque propiamente, quienes dijeron NO en Francia, de un total de unos
40 millones de votantes, fueron unos 16 millones de franceses: se abstuvieron
12 millones y dijeron SI otros 12 millones. Y análogamente, ajustando las cifras,
habría que decir otro tanto de Holanda. Más escandaloso fue el caso español:
de un censo electoral de 34.692.491, se abstuvo el 58,23% (20.200.739) y
votaron sólo 14.491.752 (41,77%). De estos votaron en blanco 856.664 (5,96%),
votaron negativamente 2.453.002 (17,07%) y votaron afirmativamente
11.057.563 (76,96% de los votantes). Sin embargo, estos 11 millones de votos
afirmativos (sobre una población de derecho de 41.838.679 españoles) fueron
presentados por el gobierno y por los medios como si representasen la mayoría
a secas: «Rotundo SI de España, por mayoría absoluta del 77%, a la Unión
Europea.»

Refiriéndonos al referéndum español (y cambiando los términos a los demás


referendos): conocemos la teoría más «solvente» de la transformación legítima
del voto SI de once millones de españoles en el voto SI de España, de sus 42
millones de habitantes de derecho. Es la teoría de la «voluntad general». Pero la
voluntad general es una grosera idea metafísica cuyas dificultades ya percibió
su propio creador, Juan Jacobo Rousseau. En realidad, la teoría de la voluntad
general no es sino un modo de «justificar» la decisión, por parte de quienes
quedan en minoría, de acatar a la «voluntad de la mayoría». Pero semejantes
«voluntades» (en general, todas las llamadas voluntades políticas), son todavía
más metafísicas que la voluntad del «testador» deducida del testamento
ológrafo. Sabido es, sin embargo, que el acatamiento a la «voluntad de la
mayoría» es la regla de oro de las democracias procedimentales y
parlamentarias. Pero esta voluntad, en cualquier caso, es una voluntad de
segundo orden, por relación a la voluntad de primer orden atribuida a quienes
salen victoriosos en las urnas: una voluntad que suele revestirse con la sublime
fórmula del «respeto a la voluntad ajena». Oscuridad tenebrosa, porque el
respeto que se invoca no es tanto ni únicamente un respeto a los contenidos del
voto adversario, sino un respeto al adversario que ha logrado sacar adelante sus
contenidos, que acaso se consideran absurdos o ridículos, incluso incompatibles
con la «propia conciencia» (tal sería el caso del alcalde de Madrid, señor Ruiz

109
Gallardón, cuando recientemente manifestó su decisión de estar dispuesto a
actuar como magistrado en los matrimonios entre homosexuales por respeto a
la ley que aprobase el Parlamento, aún cuando esa ley contrariase los criterios
de su «conciencia cristiana»).

No cabe hablar, por tanto, de una voluntad del pueblo español, o francés, o
holandés, para admitir o rechazar el Tratado pro Constitución europea, puesto
que en modo alguno puede hablarse de un «acuerdo» del pueblo. Pero no por
la razón que los europeístas alegan de vez en cuando, y que los corresponsales
de prensa repiten una y otra vez, como si conocieran el secreto: «El NO francés
y holandés no fue un NO contra la Unión Europea sino contra los gobiernos
respectivos.» Por ejemplo, el NO francés habría sido una bofetada a Europa en
el rostro de Chirac (versión «educada» de la frase que se atribuía al Conde de
Foxá, cuando las Potencias retiraron sus embajadores en España después de la
Segunda Guerra Mundial: «es una patada a España en el culo de Franco»). Esta
interpretación deja en todo caso muy mal parados a esos pueblos (español,
francés, holandés) que no saben, en sus golpes contra la cara o contra el culo
de los gobiernos, cuando matan o espantan. De todas formas, todas estas
interpretaciones se basan en una misma sustantivación, la sustantivación del
pueblo, en cuanto «pueblo consultado», como si fuese una unidad, un «cuerpo
electoral unitario», un «colectivo» que expresa «su voluntad» en las urnas.

Pero lo que manifiestan los resultados de los referendos citados es que la


unidad de los pueblos que hablan a su través está rota, en lo que se refiere a la
voluntad de una constitución europea. Estos referendos manifiestan la falta de
acuerdos entre las partes de los pueblos respectivos, o si se prefiere, el des-
acuerdo o discordia que late en el seno del pueblo español, del francés o del
holandés. Sólo que tal discordia es un desacuerdo de primer orden, respecto de
la materia discutida, la Constitución Europea en este caso, un desacuerdo que
queda neutralizado o enmascarado por el consenso que inmediatamente se
dispone, pero que ya no se mantiene en el orden primero de los acuerdos en
función de una materia, sino en un segundo orden de aceptación de los
desacuerdos mediante la aplicación de la regla de la mayoría. Regla a la que, de
modo escandaloso, se atribuye un fundamento evidente, aunque la regla de la
mayoría no es otra cosa sino una convención histórica, puesto que la mayoría
no tiene por qué tener la razón, en el propio terreno político; ni tampoco tiene
una fuerza intrínseca para imponerse, salvo la que le confiere la regla de oro
cuya vigencia sólo se mantiene en tanto es acatada en la medida en la cual los
desacuerdos no afectan a la eutaxia. En rigor, la regla de la mayoría es una
convención práctica que no tiene más fundamento que el que tendría la «regla
de la mayor talla y belleza» de los ciudadanos (de la que hablaba Aristóteles,
refiriéndose a algunas repúblicas etíopes).

110
En cualquier caso hay una razón que, por sí sola, pone de manifiesto la
imposibilidad de tratar a ese «pueblo» como si fuera una unidad sustantivada
cuya «voluntad» se expresase en las urnas, y es una razón tomada de un hecho
por todos reconocido: que los resultados de un referéndum no coinciden, en
general, con los resultados de una consulta al Parlamento. Ahora bien, el
Parlamento democrático –se concede– es la representación del Pueblo; el
referéndum –se supone– manifiesta también la voluntad del Pueblo. De donde,
según un silogismo incontestable, los resultados del Parlamento deberían ser los
mismos que los resultados del Referéndum. Que esto no ocurre debe
considerarse como una contradicción escandalosa que arruina toda la teoría de
la democracia basada en la idea del pueblo. ¿Cómo es posible que en una
democracia dos cosas iguales a una tercera no sean iguales entre sí?

En conclusión, no es el pueblo francés quien dijo NO a Europa en el pasado


mes de mayo. Fue la «solidaridad» de las corrientes y fuerzas políticas que
votaron NO, establecida únicamente contra la «solidaridad» de las corrientes y
fuerzas políticas que votaron SI. En Francia, sin embargo, los derrotados siguen
considerándose como la vanguardia intelectual de su país: el NO –decía en
España la cadena SER, como si conociera desde dentro los misterios de la
nación francesa– es la respuesta de los reaccionarios de la derecha, o de los
más iletrados de la izquierda; el SI es la respuesta de los intelectuales. Javier
Solana, en su calidad de «ministro de exteriores» de la Unión Europea, decía
también, comentando el fracaso: «Tendremos que seguir explicando nuestra
propuesta.» De este modo Solana asumía la posición del pedagogo que
reconocía que acaso su «explicación» (así llaman a su propaganda) no fue
suficiente, pero dando por descontado que el Pueblo, que voto el NO, no sabía
lo que decía, porque no había entendido la propuesta, y de ahí la esperanza de
que, tras de ser ilustrado, cambiará su voto en la primera ocasión.

Sin embargo la unidad de quienes votaron SI era ficticia, porque el SI tenía


significados muy distintos: uno para los creyentes en la Europa sublime, otro
para los creyentes en que Francia podría ser la potencia hegemónica de la Unión
Europea. Y la unidad de los que votaron NO todavía es más ficticia, si cabe,
porque en ese NO confluyeron los troskistas, las corrientes de extrema derecha,
pero también gran parte de los agricultores y de las clases medias de Francia.
En ningún caso cabe hablar de una «voluntad general» o una «voluntad del
Pueblo», de primer orden, de una voluntad de acuerdo o desacuerdo respecto
de Europa. La única voluntad común que cabe reconocer es la voluntad de
segundo orden, a saber, la voluntad de consenso para acatar lo que salga de las
urnas, si los tramites se han cumplido correctamente. Una voluntad de consenso
que encubre el desacuerdo más radical en torno a la materia debatida (el Tratado
para la Constitución europea). Es un consenso similar al que se produce entre la
tripulación y los pasajeros de un barco cuando deciden, para seguir flotando,

111
mantener un rumbo cualquiera, después de un motín, en el que se ha
manifestado el desacuerdo total acerca del rumbo de la nave; un consenso que
busca evitar que el barco se hunda tras el motín, pero que nada tiene que ver
con el «objetivo común» del viaje.

La fuerza de esta transformación de un acuerdo en un consenso es muy


grande, y esta fuerza deriva de la «metafísica del Pueblo».

Pero la fuerza de esta «metafísica del Pueblo» y de su «voluntad general»


no se acaba ahí. Cuando después de haber cumplido la labor de traducción de
desacuerdos y consensos en cada pueblo, se pasa a la fase de componer los
diferentes pueblos de Europa, se dejará ya de contar a estos pueblos o Estados
como unidades, con un total de 25 en el momento de estas consultas. Y se
volverá a calcular por las unidades-ciudadano. Porque ahora, y a través de la
alquimia de la voluntad general, los 11 millones de españoles que votaron SI se
transformarán en 42 millones, cuya voluntad general ha llevado a cabo el
metabolismo de quienes se abstuvieron, o votaron NO o en blanco, en votos SI
de consenso. Y de este modo, un demócrata tan distinguido como el señor
Alberto Navarro, Secretario de Estado de Asuntos Europeos, después de
«lamentar profundamente» (¿y por qué tenía que lamentar, en lugar
simplemente de respetar, o incluso de reconocer la voluntad democrática del
pueblo?) la victoria del NO francés en el referéndum de ratificación de la
Constitución europea, se consoló afirmando rotundamente que «los que hemos
dicho SI hasta ahora somos ya nueve países, con 220 millones de ciudadanos,
es decir, la mitad de la población de la Unión Europea».

3. El 17 de mayo de 2005 el pleno del Congreso de los Diputados de España


«acuerda», por mayoría, la moción socialista (aprobada como resolución 80) con
la que se «cerraban» los debates de la «Cámara baja» sobre el estado de la
Nación. La moción proponía que «si se producen las condiciones adecuadas
para un final dialogado de la violencia [se supone que la moción va dirigida a la
violencia de ETA, más que a la de Al Qaeda] fundamentadas en una clara
voluntad para poner fin a la misma y en actitudes inequívocas», entonces los
grupos políticos presentes en el Congreso de los diputados, «apoyarán procesos
de diálogo entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan
abandonar la violencia» [no entramos aquí en la génesis de esta fórmula, que
nos llevaría al punto 10 del Pacto de Ajuria Enea].

La moción presentada por el Jefe del Gobierno, que salió elegido el 14 de


marzo de 2004, tras la masacre del día 11 del mismo mes, fue aprobada por los
representantes de todos los grupos parlamentarios, salvo por los
«representantes populares» (los diputados del PP), que, según las frases
habituales de los medios, «se quedaron solos» en la votación; frases

112
ampliamente utilizadas por los grupos victoriosos y por la mayoría de la prensa,
radio y televisión, algunas veces por la simple inercia impuesta por el recuento
de unidades de representantes y no de representados. Incluso muchas veces
por la prensa, radio y televisión simpatizante con el PP, cuando hacían sus
cálculos después de haber llevado a cabo la transformación alquimista de los
millones de electores representados en la voluntad general. En la llamada
«Cámara baja» el PP es un grupo, frente a todoslos demás. Quedaba por tanto
sólo y aislado. También es cierto que los responsables del PP, recorriendo a la
inversa el camino que va del cuerpo electoral a la voluntad general, se
apresuraron a decir que ellos no estaban solos, sino acompañados de casi 10
millones de ciudadanos, y alguno añadió que en la Cámara más valía estar solos
que mal acompañados.

¿Cual es el problema? El texto aprobado por el pleno del Congreso de los


diputados parece ofrecernos, al menos en una primera lectura, la más pura
manifestación de una voluntad conciliadora que busca a toda costa la paz, y el
cese de la violencia, en nombre de la democracia y del estado de derecho. Un
punto en el que se propone, como procedimiento adecuado para alcanzar esa
paz, el diálogo («los procesos de diálogo») con quienes (eso sí) «decidan
abandonar la violencia». Por tanto, el único problema que al parecer la resolución
80 plantea sería la propia actitud del PP. ¿Cómo es posible que un partido que
se dice demócrata pueda no haber aprobado tan seráfica moción?

La solución a este problema era muy clara para los partidarios que la
aprobaron: «Si los diputados del PP no aprobaron la moción del Partido
Socialista es porque ellos no tienen una mentalidad verdaderamente
democrática.» La señora de la Vega, vicepresidenta del Gobierno, fue más allá:
«No la aprobaron los que tienen la cabeza obtusa y el corazón emponzoñado»
(expresiones muy propias, dicho sea de paso, de una señorita de mentalidad
pequeño burguesa, que ya ha sido retratada posando para la revista Vogue, en
divanes Recamier, junto con las demás compañeras ministras socialistas
obreras que componen la sección femenina, a título de cuota de género, del
gobierno del Partido Socialista Obrero Español). Otras fórmulas, con contenido
más político, han sido utilizadas para explicar la actitud del PP en la votación de
la moción socialista: «Ha sido la Izquierda la que ha apoyado la moción de tan
inequívoca intención democrática y dialogante» (y como prueba definitiva y
retrospectiva se aduce que la manifestación del 4 de junio de 2005, que reunió
en Madrid a un millón de personas para oponerse a todo diálogo con ETA, habría
estado constituida por la derecha española, manipulada por el PP). Porque «la
Izquierda» es la democracia, y la democracia es la Izquierda. Si el PP no apoyó
una moción de tan transparente intención democrática es porque este partido
representa la derecha. Y esta afirmación, traducida por quienes cultivan la
«memoria histórica», comenzará a sonar de este modo: «El PP no es sino la

113
continuación del franquismo» (¿no fue Manuel Fraga, presidente honorario del
PP, ministro de Franco?). Más aún, añadirán aquellos que tienen una memoria
histórica más vigorosa: «El PP no es sino la continuación del fascismo, del
golpismo y de la dictadura.»

(La «memoria histórica» de los socialistas que recuerdan el pasado de Fraga


como ministro de Franco no alcanza a recordar que también Adolfo Suárez fue
ministro del General, o que el mismo Rey Don Juan Carlos fue pupilo, durante
muchos años, de Francisco Franco, quien lo propuso como sucesor, a título de
Rey, a las mismas Cortes que en su momento lo proclamaron como tal.)

Y si alguien no entiende bien qué tenga que ver «votar NO» (a la moción
aprobada en la resolución 80) con la derecha, el fascismo o el golpismo, se les
aclarará de este modo: «Porque no aprobar una moción que propone el diálogo
sólo puede ser efecto de inspiración derechista, y porque el simple hecho de
oponerse a la moción de la izquierda es ya seña de identidad de la derecha.»

En consecuencia sólo cabría, al parecer, defender la actitud del PP


aduciendo argumentos externos al propio texto de la moción que se sometió a la
votación del pleno. Argumentos extraparlamentarios, por tanto, impertinentes y
aún gratuitos (supuestas ofertas de ETA a cambio de inconfesables
concesiones), argumentos buscados ad hoc para enturbiar la claridad
transparente del texto de una moción parlamentaria de buena voluntad que
habría que juzgar por sí misma.

Sin embargo, lo cierto es que si releemos el texto de la moción por segunda


vez, tratando de ver la estructura lógica que pueda subyacer debajo de las
hermosas palabras generales e indeterminadas que lo tapizan («paz»,
«diálogo», «fortaleza del Estado de derecho») las conclusiones pueden ser muy
distintas.

El texto consta de un preámbulo y de siete puntos. El segundo punto es sin


duda el núcleo de la moción, porque en él se contiene la propuesta práctica del
diálogo con ETA, propuesta en torno a la cual giró el debate de la moción y las
consecuencias de su aprobación (la principal, la manifestación del 4 de junio).
«Por eso, y convencidos como estamos de que la política debe y puede contribuir
al fin de la violencia, reafirmamos que, si se producen las condiciones adecuadas
para un final dialogado de la violencia, fundamentadas en una clara voluntad de
poner fin a la misma, y en actitudes inequívocas que puedan conducir a esa
convicción, apoyamos procesos de diálogo entre los poderes competentes del
Estado y quienes decidan abandonar la violencia, respetando en todo momento
el principio democrático irrenunciable de que las cuestiones políticas deben

114
resolverse únicamente a través de los representantes legítimos de la voluntad
popular».

Difícilmente podría haberse escrito un texto más repleto de peticiones


insidiosas de principio, precisamente de los principios que se discuten. Desde un
punto de vista lógico puede afirmarse que el análisis del texto lleva a la
conclusión de que semejante texto, o bien es vacío desde el punto de vista
práctico (es decir, que no propone nada) o bien que es un texto
autocontradictorio, un embrollo, y por lo tanto, que quienes lo redactaron no
estaban diciendo nada inteligible. Y por tanto, estamos legitimados para pensar
(si no damos por supuesta la estupidez blanca –sin la menor mancha de
inteligencia– de sus redactores) que el texto contiene una trampa, sino
sencillamente porque el subjetivismo de los redactores de ese texto era de tal
calibre que les impedía advertir su propio embrollo, pensando, como estaban
pensando en aquel especial momento, no tanto en acabar con ETA (lo que se
da por supuesto siempre) sino en librarse de la incómoda alianza que en solitario
mantenían con el PP a través del Pacto Antiterrorista, a fin de o bien incorporar
al PP, como un grupo más que se disolvería en el conjunto de los grupos
parlamentarios, o bien logrando dejarle aislado, en solitario, frente a todos los
demás grupos. Otra cosa es que el PP, precisamente por obedecer a las reglas
usuales de la democracia, haya caído (o tenido que caer) en la trampa, puesto
que la única manera de no quedarse aislado hubiera sido retirarse en el acto del
hemiciclo, para evitar el planteamiento capcioso: o votáis juntamente con todos
los demás por el diálogo de consenso para el fin de la violencia, o es que no
queréis uniros con nosotros para combatirla democráticamente.

Analicemos brevemente el punto citado del texto: «La política puede y debe
contribuir al fin de la violencia.» Esta proposición es, en sí misma, una simple
vaguedad redundante y tautológica. ¿Qué quiere decirse con la frase «la política
puede y debe contribuir al fin de la violencia»? ¿De qué violencia? Si puede,
deba o no, es porque dispone a su vez de fuerza policial o militar. Pero la política
de un Estado incluye necesariamente la política militar y policial, por tanto,
contempla siempre la posibilidad de utilizar la violencia, y la utiliza de hecho (este
es el fundamento del derecho penal). Sólo es posible librar a los redactores del
texto de la acusación de redundancia y tautología si suponemos que en la frase
que analizamos el término «política» se toma en el sentido vulgar (indigno de ser
utilizado en un texto sometido al Congreso en pleno) del «diálogo pacífico
mantenido con las armas fuera». Y en este caso, lo que el texto estaría diciendo
es que «el diálogo puede contribuir al fin de la violencia de la banda asesina
ETA» (por cierto, el texto tiene buen cuidado de omitir las palabras «banda
asesina» o incluso «ETA»; por lo que es legítimo suponer que el texto también
incluye entre los terroristas a los asesinos islámicos del 11M).

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Ahora bien, una de dos: o bien el texto supone que la banda ha depuesto ya
las armas (y al menos lo supone en forma hipotética, cuyo antecedente es este:
«si se producen las condiciones...»), o bien no supone esto, sino que ETA (acaso
Al Qaeda) sigue con las armas.

En el primer caso, es decir, en el supuesto de que ETA hubiera ya depuesto


las armas, la moción sería tautológica, una simple petición de principio, porque
su contenido sería este: «La política de diálogo llevará al fin de la violencia
cuando la violencia ya haya cesado.» Ni siquiera podrá decirse que el diálogo
mantenido una vez cesada la violencia lleva al fin de la violencia; habrá que decir
que este diálogo ya supone que la violencia habrá terminado, que ETA ha
depuesto las armas.

En el segundo caso, cuando suponemos que ETA no ha depuesto las


armas, la hipótesis previa sobre la posibilidad de deponerlas en un plazo breve
(contado por semanas o meses; porque si se cuenta por años, o por décadas o
por siglos la hipótesis volvería a cobrar un giro tautológico y estratosférico, en
todo caso ajeno por completo a la escala de una política real) aparece como una
hipótesis por completo gratuita.

Pero, ¿qué pruebas tiene el gobierno, o su presidente ZP, para sostener


esta hipótesis? ¿Acaso ciertos ofrecimientos o cartas, leídas en tertulias
privadas, que algún tertuliano debidamente autorizado hubiera sido encargado
de hacerlas públicas? ¿Y qué fundamento hay para interpretar este ofrecimiento
o carta como un ofrecimiento para deponer las armas? Quienes conocen a ETA
saben que jamás estará dispuesta a renunciar a sus proyectos independentistas
orientados a la constitución de una Euskalherría socialista. A lo más que estaría
dispuesta es a «negociar» una tregua, más o menos larga, a cambio de obtener
una especie de amnistía de presos (tras una fase de aproximación de estos
presos a las cárceles del País Vasco) y de huidos dentro o fuera de España.
Dicho de otro modo, el «diálogo político» no podría aquí ser otra cosa sino una
negociación, en la que ETA no comparece (etic) como una banda terrorista ni
(emic) como un ejército (ETA político-militar) que se ha rendido sin condiciones
(como se rindió Alemania en la Segunda Guerra Mundial a los aliados, sin
posibilidad de negociación, incluso con la perspectiva de un juicio como el de
Nuremberg, que contemplaba la ejecución capital de los dirigentes nazis), sino
como una organización que busca hablar con sus enemigos para explorar los
ofrecimientos que él estaría dispuesto a conceder, si no ya en el terreno político
(República de Euskalherría), que requeriría también el consenso de Francia, sí
en el terreno administrativo (aproximación de presos al País Vasco, incluso
excarcelación o amnistía de militantes, del interior o del exterior). Pero es
totalmente gratuito e irresponsable dar por supuesto que ETA va a dejar
definitivamente las armas antes del diálogo. A lo sumo, durante el diálogo, las

116
quitaría de encima de la mesa, pero para poder ponerlas debajo de ella, y ni
siquiera fuera de la sala de la negociación.

Pero el texto no asume siquiera una hipótesis («si ha cesado la violencia»)


que simplemente se ha limitado a poner «en flotación». El antecedente dice
textualmente: «Si se producen las condiciones adecuadas para un final
dialogado de la violencia.» Lo que es tanto como reconocer que ese final no se
ha producido, pero que se confía en que ese final pueda producirse como «final
dialogado», por tanto, mediante unas negociaciones en las cuales ETA estaría
dispuesta a dialogar, acaso para dejar las armas (sin especificar en qué
condiciones), pero a través de una negociación en la cual las armas no deben
estar «encima de la mesa». Y qué otra cosa puede querer decir aquí el texto,
sino que conviene ir preparando una negociación tras un armisticio, mediante el
cual ETA ha interrumpido el fuego en una tregua (y por cierto, lamentándose, por
ejemplo a través del «sutil» Joseba Permach, de que el «Estado español» ni
siquiera promete dejar las armas, porque mantiene su policía y su ejército). Y es
en función de estas eventuales negociaciones para lo que la moción pide el
apoyo del Congreso. Sin duda esta petición está orientada a preparar unas
negociaciones formales entre los poderes competentes del Estado y quienes
decidan abandonar la violencia.

¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo? ¿Cómo? En ningún caso a título de rendición


incondicional: los atentados que se producen en los días consecutivos a la
aprobación de la moción eran claras señales dirigidas al gobierno para recordarle
que ETA pide negociación, tras un periodo de armisticio, pero no rendición
incondicional, como lo exige cualquiera que trate con una banda de terroristas
asesinos.

Unas negociaciones formales, oficiales, en las cuales el gobierno de ZP


quiere involucrar al Parlamento, y no informaciones o exploraciones, como las
que tuvieron lugar en épocas anteriores, y muy especialmente en mayo de 1998,
cuando tres enviados del presidente Aznar (que ya no se apoyó en el
Parlamento, y ni siquiera en su Gobierno), a saber, Javier Zarzalejos, Pedro
Arriola y Ricardo Martí Fluxá, se reunieron en Vevey, la ciudad del chocolate,
gracias a los buenos oficios de un obispo llamado Juan María Uriarte, con los
etarras Albizu y Belén González. Por ello están fuera de lugar las alusiones que
se hicieron y siguen haciéndose a los contactos que «gobiernos anteriores y
especialmente el gobierno de Aznar» mantuvieron ya con los etarras; el
presidente ZP llega a decir que su gobierno es el primero que jamás ha
mantenido contactos con ETA, precisamente para justificar que su negociación
se leve a cabo con aprobación parlamentaria.

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Pero esto es lo que demuestra la debilidad de su planteamiento, porque
precisamente lo que es inadmisible es que sea el Parlamento quien esté
dispuesto a negociar la paz con una banda armada, aún en el supuesto,
imposible, de que ésta haya dejado las armas antes de la negociación. El propio
antecedente del texto es autocontradictorio. Aquí es por tanto en donde el texto
de la moción pasa del embrollo tautológico al embrollo de la contradicción.
Porque si lo que busca son las condiciones de una «negociación democrática
con ETA» es porque está refiriéndose (si es que se refiere a algo, y no a simple
humo) a una negociación de armisticio entre el Estado español y ETA, a una
negociación de poder a poder. Pero este proyecto es contradictorio con la
consideración de ETA como una banda terrorista. Con una banda terrorista un
Estado no puede negociar. El Estado tiene que aniquilar la banda terrorista como
tal organización, tiene que meter en la cárcel a sus miembros,
independientemente de que, en su momento, esté dispuesto a conceder
amnistías o indultos, o a rebajar las penas (y aquí es donde caben los contactos,
no del Estado, sino de emisarios suyos, que anticipen «a título privado» la
disposición de «clemencia» del gobierno de turno); «títulos privados» de
contenido prácticamente nulo, si se toma en serio la idea de que el Estado de
derecho ha de ser la mejor garantía para los asesinos, es decir, que las penas
van ya a ser clementes, por la propia naturaleza del «código de la democracia».
Los asesinos tienen que saber que los límites de la clemencia en el Estado de
derecho español están fijados en las normas del Código Penal (entre las que no
se encuentra la pena de ejecución capital) que son innegociables. ¿O es que el
gobierno de ZP y especialmente su ministro de Justicia, considera que se puede
negociar con las normas del Estado de derecho, al menos si se cuenta con el
apoyo del Parlamento? Pero no hay ningún indicio de que los parlamentarios que
aprobaron el texto de la moción pensasen en todas estas cosas, y si lo pensaron
es porque estaban dispuestos a reducir el Estado de derecho a mera
arbitrariedad; y si no lo pensaron es porque eran imprudentes.

De otro modo, en el momento en que se habla de pedir el respaldo del


Parlamento para iniciar un diálogo entre los poderes competentes del Estado y
«quienes deciden abandonar la violencia» (lo decidirán en el momento de
dialogar o negociar, porque ni el Gobierno ni el Parlamento suponen que esa
decisión es una rendición) ya se está proponiendo una negociación entre el
Estado y ETA, y, por tanto, ya se está concediendo a ETA una beligerancia que
a ningún asesino se le puede conceder (¿es que el Gobierno socialista se la
concedería a los autores supervivientes de la masacre del 11M?). La cláusula
«quienes decidan abandonar la violencia», que figura en el texto, es una cláusula
confusa e indeterminada, acaso propia de un confesor, aunque sea obispo,
dispuesto a perdonar en el ámbito de la «Ciudad de Dios», pero indigna de un
político que dice continuamente sentirse inmerso en el «Estado de Derecho»
propio de la «Ciudad terrena», y que con toda probabilidad, si es de izquierdas,
considerará a la «Ciudad de Dios» como una simple fábula. De hecho el texto de
118
la moción evita hablar de «cese de actuaciones criminales de la banda terrorista»
y emplea el eufemismo más suave de «abandono de la violencia». ¿Acaso hay
algún tratado de derecho penal que hable de abandonar la violencia en el
momento de ingresar en prisión a un delincuente, aunque sea con el fin de
reinsertarlo socialmente? ¿O es que los redactores del texto están tan dispuestos
a «abandonar la violencia» a la que les obliga el propio Código Penal aprobado
por el Parlamento? El texto de la moción aprobada en la resolución 80 es un
modelo casi puro de embrollo contradictorio unas veces, redundante otras, pero
siempre que exprese una ideología política no menos embrollada; y esto desde
el preámbulo del texto hasta el último de los siete puntos de que consta.

El preámbulo parece redactado desde una perspectiva histórica: «Desde


hace varias décadas hemos sufrido el terrorismo de ETA.» Este recuerdo
histórico no entra en detalles, porque lo que busca es subrayar cómo la lucha
contra el terrorismo ha logrado los avances más seguros gracias a la democracia
y «a la unidad de las fuerzas democráticas». Sin embargo, los detalles son aquí
decisivos, porque ellos son la única manera de corregir el sesgo ideológico de la
moción y del Parlamento en pleno que la aprobó: el sesgo del «fundamentalismo
democrático». Fundamentalismo desde el cual el terrorismo se nos presenta,
ante todo, como un ataque a la democracia, que sólo podría combatirse con
«más democracia» y con más «Estado de derecho». Pero la democracia, en
abstracto, como la ciudadanía trascendental, de la que parece hablar Gregorio
Peces Barba, es una idea que está aquí, en todo caso, utilizada sin referencias
históricas, aquellas referencias que constituyen la condición de existencia de
cualquier democracia realmente existente (referencias tales como Francia,
Alemania, Italia... o España). ETA es definida aquí como «terrorismo
antidemocrático» y, por ello, es la democracia quien la combate. Pero el
terrorismo de ETA había comenzado ya antes de la metamorfosis democrática,
en 1978, del régimen franquista. La ETA, y esto parece olvidarlo el gobierno
socialista que presentó la moción y sus aliados que la apoyaron, no comenzó a
atacar en la época de la democracia, sino en la del franquismo, por ejemplo
asesinando a Carrero Blanco. Pero ETA no atacaba al franquismo en su
condición de régimen antidemocrático: lo atacaba porque ETA veía en Franco a
su enemigo formal, a la representación de su enemigo formal, que era España
(y sigue siéndolo). Además ETA no atacaba a Franco desde la democracia, sino
desde un proyecto de «república marxista leninista». Otra cosa es que muchas
corrientes de izquierdas, a veces represaliadas por el franquismo, mirasen con
simpatía el asesinato de Carrero Blanco, y no lo vieran siquiera como terrorismo,
sino como un paso adelante hacia la democracia en abstracto (muchos de los
que hoy se sientan en los bancos del PSOE o de sus aliados en el Parlamento
podrán hacer «memoria histórica» de sus estimaciones de ETA y del asesinato
de Carrero Blanco durante aquellos años).

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ETA jamás buscó atentar contra la democracia, sino contra España; y por
ello la democracia de 1978 no significó el fin de ETA, sino más bien el principio
de sucesivas escaladas de sus acciones terroristas. Y por ello mismo ETA puede
reivindicar hoy la democracia –la suya– y la paz –la suya, porque la paz es la
paz de la victoria–. No dudo en calificar de «basura filosófica» a la filosofía
política de tantos pacifistas españoles que desde posiciones consideradas «de
izquierdas» (aunque tampoco hay que olvidar que fue el Papa quien inspiró las
más grandes manifestaciones pacifistas del año 2003) ponen en sus banderas a
la democracia y a la paz sin referirse a los contenidos de esa democracia y de
esa paz. Y por ello con ETA se aliaron muy pronto los demócratas del PNV (el
«árbol y las nueces» de Arzallus), porque estos demócratas nacionalistas
también tenían como horizonte, desde Sabino Arana, el odio a España y la
secesión de España. Y lo mismo se diga de los nacionalistas radicales de Galicia
y de los nacionalistas radicales de Cataluña (el Rovira, que a mediados de mayo
último, acompañaba al Maragall el «francófono» en una visita a Israel con motivo
de la conmemoración del asesinato de Isaac Rabin, y que suscitó un incidente
diplomático al exigir que figurase entre las coronas la bandera catalana, y se
retirase la española, como se hizo, sin que el gobierno de la democracia
española, presidido por ZP, hiciera nada, ni el presidente del PSOE hayan dicho
esta boca es mía).

El preámbulo termina con la autoidentificación de quienes suscriben el


acuerdo, los «grupos políticos presentes en el Congreso de los diputados» –
grupos políticos que el preámbulo viene definiendo, por su parte, por su
condición democrática–, lo que viene a querer decir que los grupos que no firmen
la moción no serán demócratas aunque estén presentes en el hemiciclo. Ahora
bien, entre los grupos demócratas firmantes del texto, figuraron los separatistas
vascos y los catalanes. Y efectivamente, su separatismo no les impide ser
demócratas y presentarse como tales, precisamente porque la idea de
democracia utilizada en abstracto, se mantiene en la estratosfera, y al margen
de las sociedades realmente existentes que la encarnan. La «democracia»,
como la «humanidad», carecen de realidad, y sólo comenzamos a aproximarnos
a lo realmente existente cuando la democracia está encarnada en una sociedad
política efectiva, y lo mismo se diga de «la humanidad». Por ello no puede
decirse de ningún grupo, ni de ETA, que «va contra la democracia»; habrá que
decir que va contra «la democracia ateniense» o contra «la democracia española
de 1978», por ejemplo. Por eso una democracia puede también enfrentarse con
otras democracias (aunque el neokantiano Michael Doyle quiera convencernos
de lo contrario). Y en este caso, la «democracia catalana constituyente», que
quiere ser reconocida como «Nación», va contra España, contra la única Nación
española reconocida en la Constitución de 1978 (y, por tanto, contra la
democracia española actual), y otro tanto se diga de la democracia constituyente
del PNV.

120
El análisis del preámbulo de la moción aprobada nos permite ya constatar
hasta qué punto el término «democracia» puede asumir funciones notablemente
confusionarias. Porque gracias al rótulo «fuerzas democráticas», que el
preámbulo utiliza, se está contribuyendo a cubrir con un manto de unidad a los
grupos presentes en el Congreso firmantes de la moción, y se está encubriendo
también la verdadera cuestión que España tiene planteada, a saber, que no es
el terrorismo, sino el separatismo, el descuartizamiento de la Nación política
española en diversas naciones de nuevo cuño (el «pasado nacional»
reivindicado por los separatistas es, a lo sumo, el pasado propio de una nación
étnica, pero no el de una Nación política: ¿cómo podría hablarse de naciones
políticas antes de 1789?), la desunión de los españoles y de quienes quieren
separarse de España, y que sólo se unen entre sí por la solidaridad que ellos
tienen contra un tercero, España. Un tercero al que ven representado por el
Partido Popular, como si fueran los «populares» los únicos patriotas españoles
de nuestros días.

En resolución, el preámbulo de la moción aprobada para apoyar los


«procesos del diálogo» entre los demócratas y los terroristas, nos manifiesta,
acaso sin quererlo, pero sin poder dejar de hacerlo, que de lo que se trata en
realidad es de reunir a «todas las fuerzas democráticas» (que son las que están
aliadas con el gobierno de ZP) contra el Partido Popular. Sólo cuando
introducimos esta referencia es cuando comenzamos a entender la razón de ser
de esta moción que, en sí misma, parece ser una mera recapitulación de lugares
comunes propios de un consenso dado ya por consabido. Una recapitulación
que nada añadiría, una declaración de principios que incluso podría parecer
fuera de lugar, y extemporánea, porque no contiene, en sí misma considerada,
ningún pensamiento nuevo. La novedad sólo se aprecia cuando descubrimos
quien es aquel «contra el que se dirigen los pensamientos del preámbulo». Y
este es el Partido Popular.

En cualquier caso, la incompatibilidad entre los principios políticos que


inspiran la moción (a quien la propuso y a quienes la aprobaron) es incompatible
con los principios políticos que inspiran a quien la rechaza, sean o no sean del
Partido Popular.

La condición en la que se apoya la moción («si los violentos dejan las armas
entonces se pide la autorización al Parlamento para negociar con ellos») o bien
se mantiene en el terreno intemporal, puramente especulativo o académico, o
bien se apoya en el terreno de lo inminente tras una exploración de las bandas
terroristas (ETA o Al Qaeda).

Supongamos que la condición se ofrece en la moción desde una perspectiva


puramente especulativa o académica. La moción tendría entonces el alcance de

121
una «cuestión teórica de política o de moral», una cuestión que, aunque
extemporánea acaso, podría tener gran importancia puesto que permitiría
calibrar las posiciones generales en las que se situaban los redactores de la
moción y quienes se disponían a votarla o a rechazarla. La condición sonaría
entonces de este modo: «Supuesto que una banda terrorista, que actúa in illo
tempore,manifiesta su voluntad de abandonar la violencia, el Estado, ¿puede
negociar con ella?» El planteamiento de esta cuestión académica en un debate
sobre el estado de la Nación estaría desde luego fuera de lugar y tiempo. Por la
misma razón el presidente ZP podría haber propuesto al Parlamento, por vía de
urgencia, una moción de esta índole: «Supuesto que los servicios de exploración
espacial han establecido (a través de confidencias que algún extraterrestre tuvo
a bien comunicar al Presidente) la posibilidad de un ataque de extraterrestres
procedentes de Aldebarán, ¿deberá darse la alarma a toda la población española
o bien mantener en secreto la posibilidad, para no alarmar, y esperar
acontecimientos?» Es cierto que el carácter extemporáneo de semejante
consulta no le haría perder su importancia política, como criterio valiosísimo para
juzgar la ideología del gobierno que la propone, y de los parlamentarios que la
aceptan, sin salirse de la cámara.

Volviendo a nuestro asunto: aun en el caso de que la condición en la que se


apoya la moción fuera puramente académica, habría que haber votado en contra
de tal moción. En efecto, ella confunde a los terroristas con un ejército enemigo
que pide un armisticio; pero con una banda terrorista no se pueden mantener
negociaciones o pactos oficiales, ni antes de dejar las armas, ni aún después de
haberlas rendido. Los terroristas, en cuanto tales, deben ser aniquilados, en
cuanto tales terroristas. Sólo cabe admitir una rendición sin condiciones, y
quedar en manos de la clemencia de un vencedor que ya ha comenzado por
suprimir de su Código Penal la ejecución capital de los asesinos. ¿Cabe mayor
clemencia?

La moción de ZP, aún en el supuesto de que su intención fuera meramente


académica o especulativa, era inaceptable. Y por ello es difícil determinar los
motivos que pudieron impulsar al presidente ZP a proponerla. ¿Acaso pretendió
ZP, inspirado por un irenismo de aroma rosacruciano avanzar en su proyecto de
«alianza de las civilizaciones» fijando una doctrina que abriera camino al diálogo
no sólo con ETA sino con Al Qaeda? La esperanza en las virtudes del diálogo
con los terroristas etarras o musulmanes puede ser tolerada en un Papa, o en
cualquier otra organización cuyas miras «no sean de este mundo». Pero es
indigna de un político que, salvo que esté en Babia, tiene encomendado el
gobierno de una sociedad terrena. Un político que concibe la posibilidad de un
diálogo y de un pacto con los terroristas no es propiamente un político, sino un
iluminado o un lunático. La simple propuesta de una moción académica, y sobre
todo su aprobación por el Parlamento, justificaría ya una manifestación masiva,

122
como la que se dio de hecho, por parte de las «víctimas del terrorismo», para las
cuales la misma posibilidad de este pacto no puede menos de ser repugnante.

Ahora bien: aunque no descartamos un ramalazo de irenismo masónico


krausista en la inspiración de la moción de ZP, y de sus asesores filosófico
jurídicos más próximos, es necesario tomar, en el primer plano de la
consideración, la interpretación política y práctica (no académica o especulativa)
de la moción. Al menos, desde este punto de vista, descargaríamos a la moción
de la acusación de extemporánea.

Supongamos que la moción que se propuso el día 17 de mayo tuvo lugar


porque ZP y su gobierno tuvieron informes precisos sobre la disposición de ETA
(o de Al Qaeda) a abandonar las armas. En este supuesto, lo primero que habría
que decidir era el grado de veracidad de tales informes y, sobre todo, su
interpretación. Los hechos demostraron que la veracidad era dudosa y la
interpretación precipitada. ¿Acaso sabían en qué situación se encontraban los
planes de ETA y los de la Batasuna de Otegui? Al margen de la cuestión de
principio (la cuestión académica) sobre la imposibilidad de establecer diálogo
con los terroristas, ¿no era totalmente imprudente y extemporáneo plantear la
moción dando por cierto que el cese de la violencia (incluso la tregua, concepto
militar, por cierto) era ya un hecho? En este supuesto la única conclusión
«caritativa» sería que el ZP irenista estaba dando palos de ciego; pero sin
embargo esta conclusión, lejos de descargarle de la terrible culpa de su irenismo
estúpido, obligaría a hacerle cargar con una tal culpa. En conclusión: a la
consideración en el terreno académico especulativo de una moción indecente en
el terreno teórico, habrá que añadir ahora la condenación por imprudencia, en el
terreno de la política real, de una moción repugnante, que insulta a todos los que
han sido víctimas políticas nominales del terrorismo. No puede olvidarse que las
víctimas del 11M no fueron víctimas «nominales», sino «anónimas», que
murieron en la masacre de los islamistas como mueren los viajeros de un tren
que descarrila después de chocar con otro tren. A las víctimas del 11M hay que
atenderlas, sin duda, pero sin que pueda decirse que los españoles «les
debemos mucho», porque ellas murieron en España, pero no murieron por
España. Pero a la mayoría de las víctimas de ETA sí les debemos mucho los
españoles, porque ellas no sólo murieron en España, sino por España.

La moción socialista que aprobó el Parlamento, y que no secundó el Partido


Popular, no sólo manifiesta la incompatibilidad entre dos concepciones de la
política, sino que también revela el oportunismo del gobierno socialista para
aislar al PP tendiéndole una trampa en la que, por cierto, el PP habría caído en
parte, o, al menos, habría quedado enredado por obra y gracia de las reglas y
trucos de la democracia. La moción expresa un «pensamiento» de ZP y su grupo,
a saber, el intento de segregarse del PP en su pacto antiterrorista (que tantas

123
críticas recibió de IU, PNV, ERC, &c.) sustituyendo a su socio único en este pacto
por todos los demás socios suyos en el Parlamento (socios que había
conseguido en gran parte por el proyecto de la reforma de la Constitución en
sentido confederalista). De este modo podría hacerse consistir al «pensamiento
práctico» de ZP y de su grupo en la consideración de que, en el peor caso, el PP
tendría que incorporarse en el cardumen de la totalidad de las fuerzas
democráticas, perdiendo su condición de socio privilegiado del PSOE; y, en el
mejor caso, el PP no suscribiría la moción, y, por ello, quedaría segregado del
cardumen, y desprestigiado como antidemócrata. Para completar este
«pensamiento» era necesario que el CIS (Centro de Investigaciones
Sociológicas) demostrase perentoriamente, mediante una encuesta ad hoc, que
la inmensa mayoría de los españoles considerasen el comportamiento de ZP en
la sesión del Parlamento muy por encima del comportamiento de Rajoy.

Y de todo esto excluimos la conclusión de que el texto de la moción


aprobada sea sólo un texto redundante, es decir, una anodina reexposición del
ideario krausista, vacía de novedad, superflua e intempestiva declaración de
principios («reiteramos que la violencia terrorista es inaceptable...») cuando no
se tiene en cuenta la referencia dialéctica de esa moción, es decir, cuando no se
dice «contra quien» la moción va dirigida. Pero basta introducir la referencia al
PP para que la moción deje de ser redundante o superflua; porque sus
redundancias, en directo, se convierten en una maniobra orientada a deshacer
el peligroso núcleo de diez millones de votantes del PP, que el gobierno de ZP y
sus aliados separatistas o nacionalistas, perciben como una amenaza para sus
proyectos confederalistas y para su continuidad en el poder.

El método que sin duda ZP y su grupo utilizan para amodorrar su conciencia


política (mala conciencia ligada a la letra E de las siglas de su partido, el PSOE),
es decir, para responder a las objeciones que también desde su propio partido
se les hace por haberse aliado con individuos de la calaña de Rovira o Ibarreche,
es siempre la misma: apelar a la reforma de la Constitución en sentido federalista
(entendiendo bajo este nombre al confederalismo). La transformación del Estado
de las Autonomías en un «Estado confederal» permitiría «integrar» los anhelos
de autodeterminación manteniendo la unidad de los Estados confederados. Pero
una cosa es que la apelación al Estado federal pueda servir de droga
tranquilizante para los dirigentes y muchos militantes y votantes del Partido
Socialista Obrero Español, y otra cosa es que esa apelación tenga efectos
reales, sobre todo cuando la proyectada federación de «Estados libres
autodeterminados asociados» se suponga que puede ser reabsorbida en la
«futura» Unión Europea, y, por tanto, cuando cualquiera de los Estados
federados decida un día decir que prefiere hablar francés y catalán a hablar
español y catalán; o bien que decida un día hablar inglés y eúskera, a hablar
español y vasco; o gallego inglés, o andalusí árabe.

124
Desde el preámbulo, debidamente interpretado, podemos releer los puntos
de la moción.

El punto primero es una declaración de principios contra la violencia


terrorista, que en sí misma, como hemos dicho, es redundante y extemporánea.
Pero es interesante que la razón ofrecida para la condena del terrorismo no es
una razón que tenga que ver formalmente con la política española (objetivo del
Congreso), sino que tiene que ver con la moral y con la democracia en abstracto
(es decir, no en concreto con la democracia española actual), pero también con
la «inminente democracia» de la República catalana, o de la República de
Euskalherría, o de la República Galega o de la República de Al Andalus, en el
conocido mapa de Arzallus. Como todas estas repúblicas «inminentes» quieren
ser democráticas, resulta ridículo presentar a los terroristas de ETA como
opuestos a la democracia, en abstracto.

El Partido Popular no ha subrayado en sus debates, adecuadamente, este


punto, y ha caído en la trampa de situarse en el mismo terreno en el que se
defiende la democracia, en abstracto (pensando a lo sumo en la democracia de
1978, que es justamente la que quiere ser reformada en la nueva Constitución).

En el punto primero de la moción el Congreso repudia, con incomprensible


redundancia, el terrorismo, porque es «moralmente inaceptable». Otras veces
dicen: «éticamente inaceptable» e incompatible con la democracia (¿española?,
¿catalana?, ¿gallega?, ¿vasca?, ¿andalusí?), como si este repudio del
terrorismo no fuese también propio de la aristocracia y de la dictadura; pero ni
siquiera se atreve a sugerir (acaso porque los caletres de los redactores no
daban para más) que el terrorismo, tanto el etarra como el islámico, cuando
atacan a España no lo hace por motivos inmorales o antidemocráticos, sino
simplemente porque ven en España a su enemigo principal: España como
«prisión de sus naciones». Los terroristas etarras quieren liberarse de España;
los terroristas islámicos, cuando atacan a España en el 11M no lo hacen para
vengarse de la guerra del Irak, porque sus programas terroristas venían de antes,
sino para reincorporar Al Andalus, arrebatado por los infieles o cafres ibéricos.

El punto segundo es acaso el más obsceno (en el sentido etimológico de


esta palabra). Comienza en efecto apoyándose en una hipótesis gratuita («si se
producen las condiciones adecuadas para un final dialogado de la violencia»);
porque si la hipótesis no fuera gratuita, o simplemente habermasiana, habría que
retirarle su condición de hipótesis y pensar en unos acuerdos ya muy pergeñados
en los cuales ETA, por ejemplo, estaría dispuesta a dejar las armas mediante
promesas del gobierno de transferencias de presos al territorio vasco, o de
concesiones en vistas a un Estado libre asociado. Si estos pactos secretos
existieran, entonces la interpretación de la moción sería muy distinta, porque

125
habría que hablar de trampa, de felonía y de traición. Pero no hace falta llegar a
tanto. Escojamos la interpretación más suave de la hipótesis («si se producen
las condiciones...»), porque esta interpretación es, según lo que venimos
diciendo, suficiente para explicar las motivaciones prácticas de semejante
moción de aspecto académico: la segregación del PP del Pacto Antiterrorista,
simultáneamente a la sustitución de este pacto por un «Acuerdo contra el
terrorismo de todas las fuerzas democráticas». Y esto explica por qué ese
acuerdo no se tomó anteriormente al Pacto Antiterrorista entre el PSOE y el PP:
porque los dos grandes partidos nacionales suscribieron el Pacto
Antiterrorista desde la plataforma de la Nación española. Pero ahora la moción
de ZP invita a suscribir una condenación del terrorismo, desde la plataforma de
la moral y de la democracia (en la que ya podrán estar representadas la nación
catalana, la nación vasca y la nación gallega).

El punto segundo de la moción dirá: «Apoyar los procesos de diálogo entre


los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la violencia.»
Planteamiento que supone ya, como hemos dicho, la petición de un
reconocimiento de la posibilidad de un diálogo entre dos poderes soberanos, que
deciden dialogar, al modelo habermasiano, de un modo pacífico: el Estado
español (democrático) y ETA, que representa a la futura democracia vasca. Esta
es la razón por la cual Arnaldo Otegui, portavoz de Batasuna ETA, se jacta de
que la moción aprobada por el Congreso no hace otra cosa sino «asumir la
metodología que Batasuna propusiera en Anoeta». Con palabras de Acebes,
Otegui pudo dar a ZP la bienvenida al club de Anoeta, como antes le había dado
a Rovira la bienvenida al club de Perpiñán. Tenemos que pensar que este
«diálogo» está calculado, al menos por los etarras, como un primer acto de la
secesión del País Vasco, una vez abandonadas las armas.

El tercer punto pide el principio: la finalización de la violencia terrorista, dice


este punto, requiere la «unidad democrática de los partidos políticos». ¿Qué
significa esa unidad democrática entre partidos o grupos que buscan
frontalmente el descuartizamiento de la Nación española, la eliminación de la
unidad política de España? La expresión «unidad democrática entre partidos
políticos» es una vergonzosa y perezosa denominación destinada a encubrir que
lo que se busca, a lo sumo, es una unión ética –una unión de buena voluntad,
pacifista, la voluntad que se propugnaba ya desde los tiempos de Cuadernos
para el diálogo, entre cuyos fundadores se distinguió el actual Elevado
Comisionado para las víctimas del terrorismo, señor Peces Barba– que es tanto
más estúpida cuando más manifiesto es el desconocimiento de la «naturaleza
de las cosas».

El cuarto punto va destinado a «aplacar» a las víctimas del terrorismo de


ETA, enfrentadas con un «alto comisionado» que confunde una y otra vez,

126
precisamente por su perspectiva eticista-krausista-dialogante, a las víctimas de
ETA con las víctimas del islamismo. La intención antiespañola de los asesinos
islámicos no recae sobre sus víctimas de la misma manera que la intención
antiespañola de los asesinos etarras recae sobre la suya.

El punto cinco es superfluo, y, por supuesto, en sí mismo, extemporáneo.


¿Cómo podría no apoyar el Estado a sus cuerpos y fuerzas de seguridad? Es un
punto de relleno, cuya inanidad no deja sin embargo de contener la contradicción
de la ideología ético pacifista de las corrientes políticas que, cuando se ven
llamadas a asumir la dirección del Estado, lejos de poner «la otra mejilla» tienen
que recurrir, como todo el mundo, a las armas, a las pistolas y a las metralletas
(como las que utilizó el GAL, por ejemplo), que ellos mismos dicen aborrecer. La
explicación que los políticos éticos pueden dar es muy pobre: «Utilizamos la
violencia para acabar con la violencia.» ¿Acaso explican su violencia del mismo
modo los etarras y los islamitas? «Utilizar la violencia de las armas para extinguir
la violencia que el Estado español ejerce sobre nuestra nación, ocupándola
militarmente, o sobre nuestra religión, usurpando nuestras mezquitas, o nuestros
alcázares (Córdoba, Almería, Sevilla)...» Dicho de otro modo: lo que se enfrenta
en el fondo no es la violencia de las armas y el diálogo, sino la elección del tipo
de arma, por ejemplo, las armas propias de la guerra entre Estados, y las armas
propias de la violencia entre ciudadanos de un mismo Estado.

El punto sexto expresa el reconocimiento a los aliados de otros Estados, a


la colaboración internacional en la lucha antiterrorista. Reconocimiento obligado
en esta «enumeración integral» en la que la moción se ha entrometido para
expresar sus designios totalizadores y unificadores de quienes están con los
firmantes (los que no firmen no son sino «partes residuales del franquismo
antidemocrático»); y quizá para no ser considerados de este modo, el PP no se
salió del Congreso en el que se votaba la moción, como tampoco se atrevió a
proponer el NO a Europa en el referéndum de febrero de 2005. Y con ello cayó
en las trampas características que el procedimentalismo democrático tiende a
sus ciudadanos y a los partidos políticos que lo entretienen.

En el último punto, el séptimo, la moción parece expresar su admiración por


la «sensatez y moderación» de la sociedad española ante los atentados
terroristas, y no desperdicia la ocasión para interpretar esta supuesta sensatez
y moderación como frutos de una democracia avanzada. Como si esta sensatez
y moderación no fueran también apreciadas por una aristocracia, o por una
oligarquía, o incluso por una dictadura, que también combatiría al terrorismo.

4. Concluimos: la moción socialista aprobada por el pleno del Congreso para


apoyar el diálogo con los terroristas, en la hipótesis de que ellos estén dispuestos
a abandonar la violencia, sería tan extemporánea como lo serían las

127
contorsiones de Laoconte y de sus hijos si les retirásemos las serpientes. Pero
cuando introducimos las serpientes los gestos de Laoconte y de sus hijos dejan
de ser gratuitos. ¿Cuales son las serpientes de la resolución 80?

Para el partido en el gobierno son los millones de votos que todavía apoyan
al PP. Pero para quien está en el poder, y todavía subraya la E en las siglas del
PSOE, la serpiente son los partidos separatistas con los cuales los gobiernos
socialistas en el poder (Zapatero, Maragall...) han pactado: están envolviendo y
apretando al socialismo español, obligándole a contorsionarse por esta moción
democrática.

En los días sucesivos a la aprobación de la moción se produce la detención


de Otegui y la explosión de un coche bomba en Madrid, y una nueva sesión
borrascosa en el Parlamento. En esta sesión todos los grupos políticos,
naturalmente, se unen contra el coche bomba: «la tensión se rebaja ante este
nuevo atentado», dicen los medios. ZP no habla de lo que tenía que haber
hablado: de que la hipótesis de la moción («si cesa la violencia») no puede
tomarse como hipótesis solvente, porque la violencia sigue. En lugar de hablar
de esto vuelve a reiterar enérgicamente su condenación de la violencia. Es un
juego de ajedrez. Rajoy tiene también que condenarla, y lo hace desde luego,
agradeciendo a las fuerzas de seguridad e incluso al ministro del Interior las
disposiciones que han adoptado.

Pero inmediatamente, ZP pretende dar su jaque: se atribuye estos


agradecimientos e invita a Rajoy, por tanto, a integrarse en el conjunto de todas
las fuerzas democráticas (incluso las separatistas) que están condenando
unánimemente al terrorismo de ETA. Rajoy declina la invitación, pero al no
explicar, en el contexto, sus razones de modo rotundo («no quiero integrarme en
el grupo de quienes como usted, señor Puigcerdós, o usted, señor presidente,
han pactado con el separatismo de Rovira...»), más aún, al no haberse decidido
a retirarse de la cámara en el día en que Ibarreche fue llamado a sede
parlamentaria, Rajoy estaba cayendo en la trampa de la democracia
procedimental.

Se dirá que no era acaso «oportuno», en el momento de condenar el


atentado del coche bomba, decir nada más. Pero entonces, quedaba sin
justificación el hecho de no incorporarse a la unión de todas las demás fuerzas
democráticas –unión que hace superflua la asociación de los dos partidos en un
pacto antiterrorista– y equivalía a aislarse del conjunto de las fuerzas
democráticas que estaban uniéndose fervorosamente en su lucha contra el
terrorismo; pues tan democráticas y pacifistas se manifestaban en la Cámara el
PNV como ERC.

128
El truco del juego de los partidos democráticos en la Cámara permitía a ZP
estrechar los lazos de la trampa de la que quien aceptaba el juego (el PP) no
podía librarse. Porque no es lo mismo decir NO, pero permaneciendo en la
Cámara (y aceptando con esta permanencia la presencia de Ibarreche, o de
Rovira), que decir NO retirándose de la cámara, es decir, demostrando, por la
vía del ejercicio, que la presencia en esa Cámara, en la que los representantes
de los secesionistas, o incluso de los terroristas, figuran con los mismos
«derechos democráticos» que tienen los representantes de la democracia
española, es incompatible con la propia democracia española. Y tener que dar
por supuesto, mediante un adecuado dispositivo, que es necesario quedarse en
la Cámara, aunque sea para decir NO, es uno de los más peligrosos trucos de
los que dispone la democracia.

129
Secretos, misterios y enigmas
Gustavo Bueno

En este rasguño se revelan ciertos conceptos que en él se dirán

1. El concepto de «secreto» es relativamente preciso; se trata de definirlo


desde el principio. El concepto de «secreto objetivo» unifica los análisis que
puedan hacerse de diversos asuntos de materia política que, sin duda, podrían
ser abordados desde otras muchas perspectivas.

En cualquier caso, la perspectiva impuesta por una decisión de llevar


adelante la exposición de una serie de «secretos objetivos», no se agota al
aplicarse a la «materia política»; también caben desde luego exposiciones de
secretos objetivos vinculados a materias sociológicas, históricas, antropológicas,
religiosas, estéticas, biológicas, físicas, tecnológicas, incluso matemáticas (como
pudieran serlo el «secreto de la fórmula de Euler», e iπ+1=0, o el «secreto de la
fórmula de Einstein», E=mc2). En este rasguño tomamos como referencia
algunos importantes secretos objetivos de materia política, o estrechamente
relacionados con la materia política.

2. Un «secreto», en general, podría definirse como «cualquier cosa» –un


proyecto, una historia, un proceso, una estructura– cuyo contenido o materia
real, aunque haya que suponerla conocida por algunos hombres, resulta, sin
embargo, de hecho inaccesible para la mayoría de los demás hombres, incluso
para aquellos que tienen un trato asiduo con la materia que suponemos secreta,
acaso porque tiene como oficio el «gestionarla». Secreta porque, siendo así que
se supone conocida por algunos hombres, resulta desconocida, o mal conocida,
incluso por los mismos que la gestionan.

En esto podrían diferenciarse los secretos de los misterios, diferencia que


no es obstáculo para que, en muchas ocasiones, y por una suerte de contagio,
se aplique el nombre de misterio a lo que, en rigor, sólo es un secreto. Porque la
materia de los misterios, en su acepción religiosa más genuina (desde los
misterio eleusinos, hasta los misterios cristianos de la Eucaristía o de la
Santísima Trinidad), no la conoce ningún hombre, sino Dios. Y, en este sentido,
los misterios podrían redefinirse como una clase específica de secretos, a saber,
las materias que sólo son conocidas por Dios, los «secretos divinos». Pero Dios
no existe, por lo que esta subclase de «secretos metafísicos» que llamamos
misterios habrá que considerarla, al menos desde la filosofía materialista, como

130
la clase vacía. Y sin que con ello pretendamos insinuar, siguiendo a Critias, que
los misterios de la religión son sólo secretos conocidos por algunos hombres
sabios (sacerdotes, políticos) que inventaron esos misterios para poder gobernar
más fácilmente a sus súbditos. Napoleón diría más tarde: un cura me ahorra cien
gendarmes.

Los secretos positivos habrán de ser referidos por tanto a materias que se
suponen ya conocidas por algunos hombres, precisamente aquellos que se
supone «están en el secreto». Hace medio siglo corría esta anécdota: el
embajador de España en el Vaticano, señor Ruiz Jiménez, cuya piedad era
notoria, estaba arrodillado en San Pedro de Roma; algunos cardenales, desde
lo alto, se sorprendieron al ver la actitud del orante y el largo periodo de tiempo
que la mantenía. Muy pronto le identificaron, y uno de los cardenales decidió,
movido por gran curiosidad, acercarse al embajador para preguntarle: «Perdone
usted, señor embajador de España, algunos cardenales me han encargado que
le formule esta pregunta: ¿se arrodilla realmente vuestra excelencia movido por
la piedad, o está en el secreto?»

Sin duda, hay materias o contenidos del Mundo cuya naturaleza es


desconocida para todos los hombres; por tanto, materias que no pueden
considerarse secretas, ni menos aún misteriosas, como hemos dicho. Son
los enigmas, aquellas materias cuya naturaleza ignoramos y, acaso, como ya
afirmó Du Bois-Reymond en su famosa conferencia de 1873, ignoraremos
siempre: «Ignoramus, Ignorabimus». E. Haeckel hizo famosa, con su obra de
hace ya casi un siglo y medio, la expresión «enigmas del universo».

3. Ahora bien: los secretos positivos –es decir, no los secretos metafísicos
o teológicos, los misterios– pueden constituirse por dos motivos muy distintos: o
bien porque quien conoce la materia ha tomado las disposiciones necesarias
para ocultarla a los demás, es decir, para hacerla inaccesible a otras personas
(y ello aunque la «materia secreta» sea trivial y fácilmente inteligible por
cualquiera), o bien porque la materia secreta (que hay que suponer conocida por
alguien), aunque en algunos casos en sí misma carezca de complicación
excesiva, necesita sin embargo, para llegar a manifestarse, atravesar algún
medio que la refracta y la oculta (como el agua limpia de un vaso transparente
refracta la rectitud secreta de una barra sumergida en ella, ocultándola tras la
apariencia de su imagen quebrada); pero en otros casos, porque la materia
secreta es ya por sí misma lo suficientemente enrevesada para que su
«intríngulis» (tricae o triculae, significan en latín, «embrollos», «enredos»)
resulte ser difícilmente accesible por cualquiera. El secreto mejor guardado es el
contenido de un libro escrito en chino y depositado en el vestíbulo de un edificio
público de una ciudad en la que nadie hable chino. Y no hace falta que un libro
haya de estar escrito en chino para resultar secreto a muchos ciudadanos: un

131
libro de álgebra superior escrito en español sigue siendo un secreto objetivo –
pero no un enigma ni un misterio– para todo aquel que no sepa nada de
matemáticas.

4. Es preciso distinguir, por tanto, dos clases de secretos, bien diferenciados


en principio. La clase de los secretos personales (o subjetivos), cuya materia
resulta ser inaccesible a la mayoría de los ciudadanos como consecuencia,
precisamente, de las medidas de ocultación que adopta quien «está en el
secreto», y la clase de los secretos estructurales (u objetivos) que son aquellos
cuya materia resulta inaccesible a la mayoría de los ciudadanos, pero no a
consecuencia de las medidas de ocultación de quién «está en el secreto»,
porque siguen resultando secretos a pesar de los esfuerzos que quien «está en
el secreto» (por ejemplo, por pertenecer a un gremio determinado) hace para
revelarlos o divulgarlos.

Los «secretos personales» constituyen el principal contenido de


la intimidadde los individuos o de los grupos. No existe una sociedad humana
cuyos miembros (individuos o grupos) sean plenamente transparentes. Ocurre
como si la opacidad entre las personas y los grupos, conseguida generalmente
mediante la formación de secretos personales, fuese un dispositivo necesario
para la conformación de los elementos mismos de la vida social, individual o
grupal. No es este el lugar para suscitar la cuestión de las causas de esta
necesidad de creación de «espacios personales secretos» o, sencillamente, la
cuestión de las causas del hecho de la realidad de esos espacios secretos de la
vida humana (con importantes precedentes zoológicos). Sin duda, el secretismo,
o la intimidad, no es un proceso gratuito, sino que está vinculado a la misma
lucha por la vida. Mantengo secreto el número de mi tarjeta de crédito («mi
número secreto») para evitar que otra persona vacíe mi cuenta corriente: mi
número secreto puede ser más sagrado que cualquiera de los restantes secreta
cordis que ni siquiera Lucifer podría conocer. El Estado mantiene en secreto
proyectos o realizaciones de su política (los arcana Imperii, secretos de Estado),
para mantener a raya los intereses de sus enemigos. Los secretos industriales,
hoy, como antes los secretos de los alquimistas, o de los constructores de
catedrales, tienen un funcionalismo evidente en el terreno de la competencia
económica o social. Cabría decir que si alguien no tuviese secretos personales,
tendría que inventarlos, para que su propia vida personal pudiese mantenerse
como tal, y esto tanto en la vida individual («la esfinge sin secreto»), como en la
vida social (las «sociedades secretas» que se constituyen, ya en los pueblos
primitivos, para hacer posible la coherencia del grupo que jura guardar el secreto,
aun cuando la materia secreta sea algo tan trivial e inocente como la
presentación de una espiga, o tan trivial y repugnante como el asesinato de un
niño).

132
El campo de los secretos estructurales (u objetivos) es también muy amplio.
Todas aquellas materias de contenido complejo, sobre todo, las que al
proyectarse en su entorno están acompañadas de una suerte de «mecanismo
automático» de recubrimiento, pueden considerarse como secretos objetivos, al
menos, por quien pretende haber descubierto su intríngulis. No solamente
pueden constituir secretos estructurales u objetivos multitud de contenidos
estudiados por las «ciencias de la naturaleza» (astronómicas, físicas, biológicas,
etológicas o psicológicas) sino también multitud de contenidos estudiados por
las ciencias culturales (la antropología, la economía, la lingüística o la historia
del arte).

Se habla, de hecho, tanto de los secretos de la «herencia mendeliana»,


como de los «secretos de las pirámides», de los «secretos de la bolsa», o de la
«guerra secreta entre los sexos». Uno de los campos más trillados, como
consecuencia de la revolución del psicoanálisis de Freud o de Adler, es el campo
de los «secretos del inconsciente». Por ejemplo, los secretos de los sueños
(secretos, si es que José conocía el significado de los sueños del faraón, que a
pesar de ser su agente lo desconocía, y eran, por lo tanto, secretos para él), o
los secretos de ciertas conductas anómalas cuyo significado, desconocido por
sus agentes, es descifrado por el analista. Marañón contaba un caso que llamó
su atención y que puede ser reutilizado para nuestro propósito: le intrigaba la
conducta de un probo e insignificante funcionario que, de un modo altruista,
dedicaba muchas horas a llevar la contabilidad de un hospicio. ¿Cuál era el
secreto de esa conducta altruista? ¿El amor a los niños desamparados, la
generosidad, la caridad, la solidaridad con ellos? En una fiesta de final de curso
Marañón creyó descubrir el secreto de ese funcionario cuando, al final del
banquete, fue llamado al estrado de las autoridades para que dijese unas
palabras a los niños del hospicio. En el momento de dirigirse a su infantil
auditorio, el probo funcionario adoptó el aire de un Napoleón arengando a sus
tropas: aquí estaba el secreto de su conducta altruista. Trabajar
«desinteresadamente» durante el año para, al final del curso, tener la
oportunidad de dirigirse a un auditorio al modo como un general se dirige
arengando a sus soldados.

El secreto de este funcionario, tal y como lo describía Marañón, no era un


secreto personal, en el sentido como lo hemos definido, porque el mismo probo
funcionario no era consciente de él. Habría que clasificarlo como «secreto
estructural», inscrito en su conducta inconsciente, pero secreta, en tanto que
conocida (supuestamente) por otra persona, el analista, pero no por todas;
porque si los niños del orfanato y sus directivos hubieran tenido conocimiento de
este secreto objetivo, a título de un secreto a voces, la ceremonia de final de
curso desaparecería anegada por las carcajadas. Cabría afirmar que para que

133
el funcionario pudiera desarrollar su proba contribución al orfanato era necesario
el «mito» de su altruismo, de su generosidad, de su solidaridad.

5. Esta observación nos da pie para distinguir un secreto objetivo


(estructural) del mito que puede envolver a ese secreto, impidiendo, en cierto
modo, penetrar en su estructura. Un mito que no es siempre una mera maniobra
oscurecedora del secreto, sino que puede ser una maniobra funcional para que
la materia secreta pueda ejercer su cometido. Un mito puede originarse con
independencia de algún secreto objetivo, pero puede también originarse a título
de refracción del secreto a través de un medio social, refracción que acaso le
confiere cuerpo y energía.

6. Volviendo a nuestro asunto, el examen de los «secretos de materia


política», habrá que decir que el examen de estos secretos no se confunde, en
principio, con la tarea de destrucción de los mitos que los secretos pueden llevar
aparejados. La destrucción de un mito puede llevar a la destrucción de un secreto
estructural; pero, en todo caso, mientras que la destrucción del mito oscurantista
tiene un sentido formalmente negativo (demoledor), la revelación de un secreto
político puede tener el sentido formalmente positivo de la explicación de una
estructura, o incluso de la justificación del mito mediante el cual se recubre esa
estructura para poder seguir actuando como tal.

7. Supongamos que hemos descubierto el «secreto» de la democracia


parlamentaria y, por tanto, hemos reducido a la condición de mito político la idea
etimológica de la democracia como «gobierno del pueblo». El descubrimiento de
ese secreto no implica que tal secreto pueda resultar desvelado ante los
demócratas «ingenuos y sanos». El mito de la democracia mantendrá oculto,
ante el pueblo, el secreto objetivo de esta forma de gobierno. Así también el mito
de la cultura preservará a todos aquellos que viven de él (ministros de cultura,
consejeros, concejales de cultura, políticos, artistas, intelectuales) del peligro de
penetrar en el «secreto» de la cultura.

8. Una última consideración: aquellos para quienes, en opinión del analista,


sigan siendo un secreto tantas materias secretas políticas –democracia, cultura,
religión...– a las cuales los mitos correspondientes mantienen blindados,
cerrados y bloqueados, podrán objetar que el conocimiento en función del cual
se declaran secretas esas materias es sólo una pretensión inaceptable para
ellos, que viven de la democracia, de la cultura o de la religión. En consecuencia,
considerarán inaceptable que se pretendan desvelar secretos desde una
sabiduría de los mismos que es puesta, desde el principio, en entredicho.

Esta es la situación, y no cabe decir nada más al respecto. Quien cree


vivamente en los misterios de la religión, considerará insoportable a quien,

134
«creyendo estar en el secreto» trata de revelarle la estructura secreta positiva de
su misterio. Lo mismo se diga de los misterios de la democracia, de la cultura,
de la izquierda, de la paz o de la república.

Quien por ejemplo ofrezca un libro en el que se revelen secretos objetivos


de orden político, no tiene por qué pretender tanto «hacer pedagogía», cuando
no se dirige simplemente a un público que no haya dedicado suficiente atención
a la materia (como ocurre en la mayor parte de los secretos tecnológicos –el
secreto del receptor de televisión–, o biológicos –el secreto de la herencia
mendeliana–, o matemáticos –el secreto de la fórmula de Euler–), sino a un
público que, aunque le haya dedicado atención continuada, incluso en calidad
de político profesional –diputado, senador, alcalde, concejal, ministro, jefe de
gobierno– está, sin embargo, envuelto por un mito que bloquea cualquier
posibilidad de que él penetre en el secreto. En estas condiciones, el diálogo,
polémico o pedagógico, es inútil. Un mito bien asentado impide penetrar en el
secreto a quien no está dispuesto a que ese mito se disuelva.

135
Sobre las «Ruedas dentadas»
de Iván Vélez
Gustavo Bueno

Prólogo al libro de relatos de Iván Vélez, Ruedas dentadas,


Ediciones Lobohombre, Madrid 2004

Iván Vélez es hombre inquieto que, además de diseñar planos, como


arquitecto, construye relatos, como los veinte que nos ofrece en esta interesante
colección, que titula Ruedas dentadas. ¿Qué puede significar este título?

Ruedas dentadas, en su sentido plural más simple, podría significar un


conjunto de ruedas, dentadas pero no engranadas mutuamente. Dicho de otro
modo: el plural («ruedas dentadas») podría tener el sentido de un conjunto o
totalidad distributiva, constituido por ruedas dentadas de la misma o distinta
materia (madera, metal, &c.), de igual o diverso diámetro o espesor; el sentido
que «ruedas dentadas» puede alcanzar como rótulo de un almacén industrial o
comercial.

Dejamos de lado este sentido distributivo, que, aunque sea el más simple,
considerado desde una perspectiva lógico abstracta, no es el sentido primario;
como tampoco el «conjunto vacío», que es el conjunto más simple en la serie
ordinal de los conjuntos, no es el conjunto primero, si lo suponemos resultante
de operaciones con otros más complejos. Pues este sentido distributivo de la
expresión «ruedas dentadas» nos remite, desde luego, a unas ruedas dentadas
solitarias, como elementos del conjunto.

Pero, ¿qué sentido podría tener una rueda dentada solitaria, salvo el que
pueda corresponderle en el plano geométrico, en el que propiamente no existen
ruedas, sino proyecciones planas de ruedas reales? También es cierto, cabría
pensar en ruedas reales dentadas solitarias, como efecto de un accidente,
producido, por ejemplo, por la carcoma en una rueda maciza de madera, o
sencillamente, como resultado de una operación similar a aquella que transformó
los arcos romanos de medio punto en arcos lobulados «musulmanes» (cuando
estos los percibimos como arcos romanos «roídos» desde su concavidad o
intradós por mordiscos rítmicos), sólo que procediendo en la lobulación en el lado
convexo del arco. Pero, ¿por qué llamar «dientes» a estos lóbulos apreciados en
la convexidad de la rueda? «Diente» dice «morder», agarrar, engranar. Los
dientes de una rueda dentada están, suponemos, originariamente engranados
con los dientes, en particular, con los dientes de otras ruedas (aunque también

136
podrían estar engranados con los dientes de una barra). Al menos a esta
disposición se refieren las primeras descripciones de ruedas dentadas que se
nos han transmitido desde los griegos (Aristóteles o Ctesibio), aunque parece
que las ruedas dentadas fueron utilizadas anteriormente por los chinos.

Concluimos: una rueda dentada es, originariamente, no una rueda solitaria,


sino una rueda solidaria a otras ruedas, a otros engranajes, o a cualquier otro
mecanismo; es decir, es una rueda que habrá de figurar como parte de un todo
atributivo, como parte de un «sistema» de engranajes (acaso meramente
intencionales). Por lo demás, esta «solidaridad» no tendría por qué ser siempre
recíproca. Cournot, en su Tratado del encadenamiento de las ideas
fundamentales de la ciencia y en la historia, de 1881, ya distinguió entre una
solidaridad bilateral (en la cual las partes dependen recíprocamente unas de
otras) y una solidaridad unilateral (en la cual una parte depende de otra, pero no
recíprocamente, como ocurre –decía Cournot– con los movimientos de las
ruedas del minutero y del horario de un reloj).

Una rueda dentada solidaria es, pues, una rueda que está siempre
engranada con otros mecanismos. Sin embargo, es evidente que el plural
«ruedas dentadas», aunque implique siempre solidaridad, no implica la
conexividad de esta solidaridad. Cabe hablar siempre de un conjunto de
sistemas de ruedas dentadas solidarias que, sin embargo, no sean solidarias
entre sí, al menos de un modo directo. Podrían ser solidarias indirectamente,
respecto de un tercero, como pudiera serlo el motor de todas ellas.

¿En qué sentido Iván Vélez llama «ruedas dentadas» a los veinte relatos
que componen su colección?

Desde luego, se trata de una metáfora, pero fundada en alguna analogía,


es decir, en un tipo de solidaridad o engranaje que él quiere subrayar al referirse
a su colección de relatos.

Sin duda, la solidaridad podría ser puramente distributiva: cada relato


tendría una autonomía propia; podría leerse independientemente, sin necesidad
de que sus «dientes» engranasen con los demás relatos, lo que no significaría
que cada uno de estos relatos no fuesen en sí mismos un «conjunto de ruedas
dentadas». Bastaría interpretar el plural, ruedas dentadas, como un plural que
habría que referir antes a cada relato, por separado, que al conjunto de los veinte
relatos. Esta interpretación estaría favorecida por un párrafo que figura en el
relato número diez, Berenice, en el cual el protagonista, que está traduciendo un
«escalofriante relato» de Edgar Allan Poe, «cree escuchar entre renglones» la
melodía interna de la narración, «un rumor procedente de los engranajes, de las
ruedas dentadas que sostienen el relato y mantienen la tensión del lector».

137
Sin embargo, y sin perjuicio de que atribuyamos a cada relato «un conjunto
de ruedas dentadas« capaz de sostenerlo y mantener la tensión del lector, no
excluimos la posibilidad de interpretar los veinte relatos como un conjunto
«solidariamente engranado», si no ya directamente (atributivamente) –puesto
que cada relato es independiente de los otros– sí indirectamente, a través de
una estructura semejante, cuyo motor fuera precisamente el autor, Iván Vélez.

Esto nos llevaría al análisis, relato por relato, orientado a determinar la


estructura de engranajes efectivos que se encuentran en ellos. No sería posible
ofrecer aquí un análisis pormenorizado de este tipo. Tan sólo un par de ejemplos:

El primero tomado del primer relato, Lunar. Tres niños (a quienes puede
calculárseles la edad de ocho a diez años, a juzgar por su capacidad de
organizase como grupo) conciben el proyecto de cazar la Luna, metiéndola en
un saco que llevan al efecto. El proyecto es absurdo, no sólo en el terreno físico
(la Luna no puede ser cazada desde la Tierra y metida en un saco), sino también
en el terreno psicológico, al menos si a estos niños se les supone un desarrollo
normal; sólo si fueran retrasados mentales podrían unos niños de nuestros días
–se llaman Alfonso, Víctor y Marcelo, y se supone que han ido a la escuela–
concebir e intentar poner en práctica un proyecto semejante de tal estupidez.
¿En dónde reside entonces el interés de este relato? Precisamente en su
estructura formal, la constituida por tres niños que, ya sean retrasados mentales,
ya sean supervivientes simbólicos de alguna tribu primitiva, logran coordinar sus
impulsos aventureros individuales en un proyecto solidario, y capaz de
reproducirse cada vez que los cazadores fracasados pasan a otro valle. El
proyecto es imposible y aún ridículo; pero la solidaridad entre quienes engranan,
como ruedas dentadas, con objeto de realizarlo, puede verse ya como
un hecho real, y no como un imposible.

En el relato número dos, 14. Vertical, Ángel Ruiz, que trabaja en una oficina,
termina un día su tarea antes de la hora fin de jornada, a las seis de la tarde, y
decide invertir el tiempo disponible resolviendo el crucigrama del periódico del
día. En 14. Vertical aparece la propuesta «fallecimiento», cuya solución intuye
instantáneamente Ángel, pero, antes de escribir la palabra-solución, se ve
arrastrado por una secuencia de asociaciones sugeridas por la palabra
propuesta, y recorre un bucle que, suponemos, podríamos considerar como
producido por los dientes de unas ruedas que ponen en movimiento unos
recuerdos familiares tras otros; movimientos que ocupan, al parecer, el intervalo
de tiempo del que dispone antes de la hora que da fin oficialmente a su trabajo.
El encadenamiento de recuerdos subjetivos engrana a su vez con el
encadenamiento de las ruedas del reloj real de Ángel. Segundos antes de dar
las seis, el bucle de los recuerdos concluye, y Ángel tiene el tiempo suficiente
para inscribir la palabra óbito, plegar el periódico, tirarlo a la papelera de la

138
oficina y salir de ella, una vez cumplido su trabajo. También aquí, si no me
equivoco, lo que confiere interés al relato es la forma del engranaje cuasi
mecánico de las ruedas dentadas de un sistema constituido por «dientes
mentales» y por «dientes laborales».

Concluyo: nos encontramos, gracias a Iván Vélez, en un caso en el cual el


título de la obra literaria desempeña una función esencial, si no ya para el
entendimiento episódico de los capítulos independientes que bajo él se
contienen, sí para el entendimiento de su unidad y aún su «alcance filosófico».

Por supuesto, esta conclusión requeriría el análisis pormenorizado de cada


uno de estos relatos. Pero este análisis, cuya exposición puntual ocuparía
muchas más páginas que las que tiene el propio libro, puede hacerlo el lector
con mucha más sutileza que quien ha escrito, en homenaje del autor, estas
líneas a modo de prólogo.

Gustavo Bueno
14 de abril de 2004

139
Sobre la verdad de las religiones
y asuntos involucrados
Gustavo Bueno
El autor de El animal divino expone aquí su juicio tras dos años de debate sobre la verdad de
las religiones primarias y otros asuntos involucrados en ella

Introducción. El debate

I. Sobre la génesis o proyecto sistemático de El animal divino y sobre las limitaciones


internas de su ejecución
(A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía
materialista de la religión
(B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método, como modelo de una
filosofía materialista de la religión
(1) La cuestión del dialelo
(2) La cuestión de la inversión antropológica
(3) La cuestión de la «encarnación»
(4) La cuestión de la verdad
(5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos

II. El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal divino como
ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión
(1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico
(2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica
(3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales linneanos
(4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones
(5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

III. Reanudación, tras el debate, del proyecto originario de El animal divino


(1) El debate en torno al dialelo
(2) El debate en torno a la inversión antropológica
(3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente de un animal
linneano
(4) El debate en torno a la verdad de las religiones
(5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

Final. Sobre el desbordamiento de la inmanencia del Espacio antropológico

Introducción

El debate

1. En septiembre del año 2003 tuvo lugar en Murcia el congreso Filosofía y


Cuerpo («debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno»), impulsado por
los profesores Patricio Peñalver, Francisco Giménez y Enrique Ujaldón. El
Congreso debatió en torno a materias de muy diferente naturaleza: filosofía
política, ontología, ética... y filosofía de la religión.

140
Entre las intervenciones relacionadas con la filosofía de la religión destacó
por su brillantez la de David Alvargonzález; su ponencia se centró en torno a «El
problema de la verdad en las religiones del Paleolítico», sistematizando puntos
de vista que ya venía exponiendo desde hacía años en sus clases:

«En el curso 1998-1999 de la Facultad de Filosofía de la Universidad de


Oviedo (...) el profesor David Alvargonzález nos explicó a los alumnos de
la asignatura Historia y Filosofía de la Religión de cuarto curso de
licenciatura, el libro básico de dicha asignatura, El animal divino, con
algunas críticas a la verdad de la religión primaria tal y como se sostiene
en ese libro, críticas que son mantenidas esencialmente idénticas en la
actualidad, en la polémica que ellas mismas han generado en forma de
conferencia del Congreso Filosofía y Cuerpo.» (José Manuel Rodríguez
Pardo, «Sobre númenes y psicologismo», El Catoblepas, nº 39:11, mayo
2005.)

Y acertó a «poner sobre el tapete» algunas cuestiones de indudable


importancia sobre las cuales, a su parecer, El animal divino no se había
pronunciado con claridad o incluso lo había hecho de forma que facilitaba
interpretaciones erróneas o que eran ellas mismas erróneas o no consistentes.
El autor de esta ponencia argumentaba «desde dentro» del materialismo
filosófico, y en sus interpretaciones, incluso en aquellas que implicaban
rectificaciones importantes a las tesis de El animal divino, utilizaba
«instrumentos» del propio materialismo filosófico, con indudable «conocimiento
de causa». Por ejemplo, el paso hacia los númenes paleolíticos no habría sido
resultado de una metábasis, sino de una catábasis; acaso la rectificación más
profunda (las religiones primarias no pueden considerarse verdaderas en un
sentido directo, sino a través de las secundarias y de las terciarias) se hacía en
el marco mismo del materialismo, «movilizando» otras acepciones de la verdad
que el propio materialismo filosófico había desarrollado.

En resolución, la ponencia de Alvargonzález se proponía analizar El animal


divino desde la perspectiva del propio materialismo filosófico, y las
rectificaciones que proponía no parecían afectar al sistema en su conjunto; que,
por otra parte, parecía admitir diferentes bifurcaciones o versiones distintas en
torno a las cuestiones sobre filosofía de la religión.

También tuvieron lugar en el Congreso de Murcia de 2003 otras


intervenciones, independientes de ésta, que trataron asuntos de filosofía de la
religión de gran interés, especialmente la ponencia de Joaquín Robles, no menos
brillante, «La Idea de religión desde el materialismo filosófico», desarrollada en
una línea que no requería rectificaciones, sino que se mantenía en el ámbito de
la «interpretación canónica» de la filosofía materialista de la religión, aunque
expuesta con una sorprendente contundencia, claridad y vigor. (La ponencia de

141
Robles estaba pensada con independencia de la de Alvargonzález, aunque,
según se dice en nota, conocía de oídas algo de su orientación.) También suscitó
un gran interés la ponencia de Felicísimo Valbuena de la Fuente («El concepto
de persona en varias herejías y su interferencia en la política de los siglos XX y
XXI») que ofrece valiosas reflexiones para perfilar el alcance de la Idea de
persona en cuanto Idea que desborda el campo antropológico.

Hubo también otras ponencias directamente relacionadas con El animal


divino, que aunque desde perspectivas no internas al materialismo filosófico,
mostraban un gran interés por la filosofía materialista de la religión y un profundo
conocimiento de la misma: la ponencia de José Luis Marín Moreno, «Sobre la
constitución del judaísmo desde una perspectiva materialista. Lectura
materialista del Libro de Ezequiel», utilizaba ideas centrales de El animal
divino como instrumentos para una hermenéutica bíblica, desde un punto de
vista cristiano. También la ponencia de Patricio Peñalver, «Dialécticas
nematológicas en torno al cuerpo de la religión», analizó con gran sutileza el
significado de El animal divino, y subrayó algunas limitaciones importantes que
esta obra a su juicio tiene desde el punto de vista de la filosofía en general.

2. Lo cierto es que la ponencia de David Alvargonzález, dada la abundancia


de cuestiones que suscitaba, inclinó a diferir las reacciones de quienes sólo
habían escuchado su exposición oral hasta su publicación en las Actas (en
febrero de 2005), determinando que la polémica que había comenzado a
gestarse en los foros de nódulo, sobre todo tras la crónica de Joaquín Robles
sobre el Congreso («¿Ortodoxos y heterodoxos?», El Catoblepas, nº 20:17,
octubre 2003), se desatara a partir de la primavera de este año, cuando abriendo
el nº 37 de El Catoblepas, por iniciativa de los propios autores, se hizo público
un cruce epistolar privado que mantuvieron Íñigo Ongay de Felipe y David
Alvargonzález en julio y agosto de 2004.

A lo largo de cinco meses (de marzo a julio de 2005), y en sucesivos


números de la revista El Catoblepas (números 37, 38, 39, 40 y 41), fueron
ofreciendo sus puntos de vista, además de David Alvargonzález e Íñigo Ongay,
Alfonso Fernández Tresguerres, Joaquín Robles, Antonio Muñoz Ballesta, José
Manuel Rodríguez Pardo, Pedro Santana y Pelayo Pérez García; con las
consiguientes réplicas, contrarréplicas, respuestas y comentarios.

Difícilmente puede citarse en España un debate filosófico tan rico e


intensamente sostenido como el que estamos considerando, debate que deja en
ridículo a quienes quieren creer que la filosofía española no existe, o acaso
nunca existió más que en forma de exposiciones académicas doxográficas. Una
característica que cabe apreciar en esta polémica es el alto nivel «técnico»
alcanzado, sin perjuicio de la juventud de los intervinientes; internet ha permitido
que una polémica que por las vías tradicionales de revistas impresas o de libros
142
se hubiera dilatado durante varios años, ha podido producirse en unos pocos
meses; y lo que es más importante, desbordando las barreras académicas y
burocráticas que las editoriales o las revistas académicas tradicionales imponen,
por razones casi siempre sectarias. Un debate cuya resonancia ha sido por otra
parte mucho mayor de la que hubiera podido alcanzar de haberse mantenido
dentro de los cauces académicos tradicionales. Es un hecho que queremos
constatar con la esperanza de que sea tenido en cuenta en los análisis relativos
a la sociología del pensamiento filosófico en lengua española.

3. Me parece importante subrayar, aunque todo aquel que haya seguido la


polémica ya lo sabe, que el debate suscitado por la ponencia de David
Alvargonzález mantuvo conexiones muy profundas con el debate que diez años
antes había suscitado el libro de Gonzalo Puente Ojea, Elogio del ateísmo (Siglo
XXI, Madrid 1995), debate en el que intervinieron además de Gonzalo Puente
Ojea, Pablo Huerga Melcón, Alfonso Tresguerres y Gustavo Bueno (inicialmente
en la revista El Basilisco, números 19 y 20, y con repercusiones posteriores).

No se trata de una conexión meramente genérica, sino puntual: la cuestión


de la realidad de los númenes del Paleolítico (en fórmula de Tresguerres: la
cuestión sobre si los animales son realmente númenes o si los númenes son
reales).

Podría incluso afirmarse que la polémica abierta por David Alvargonzález es


una continuación de la polémica suscitada por Gonzalo Puente Ojea.

Y esta conexión no está establecida «desde fuera» de la polémica, sino que


está reconocida en el propio curso de la misma. Por ejemplo, Íñigo Ongay, en su
correspondencia con Alvargonzález, se refiere explícitamente (inicio de la carta
3, del lunes, 2 de agosto de 2004, El Catoblepas, nº 37:1) a Alfonso Tresguerres
en su polémica con Puente Ojea; por su parte David Alvargonzález, en su
respuesta (carta 4, martes, 3 de agosto de 2004) le dice a Ongay:
«Probablemente tu estarás de acuerdo con Bueno y con Tresguerres en que las
religiones primarias no existen en el presente como religiones verdaderas»; y el
4 de agosto (carta nº 8) Alvargonzález vuelve a referirse a la polémica
desencadenada por Puente Ojea: «La precisión que haces (...) me parece que
recoge mejor lo que Bueno quiere decir en su respuesta a Puente Ojea.»

4. Podría decirse, por tanto, que el debate que sobre El animal divino ha
suscitado, dentro de coordenadas materialistas, en sentido amplio, la ponencia
de David Alvargonzález en el Congreso de Murcia de 2003 gira sobre el mismo
asunto que el debate que sobre la misma obra se suscitó al publicarse el libro de
Gonzalo Puente Ojea en 1995 (decimos desde coordenadas materialistas para

143
no referirnos aquí a las críticas que El animal divino suscitó desde coordenadas
no materialistas).

Sin embargo, las diferencias son muy notables. La principal sería esta: que
mientras que Puente Ojea, en su crítica a El animal divino, daba los primeros
pasos para distanciarse del materialismo filosófico (con el que años antes había
mantenido un estrecho contacto) –y, de hecho, su crítica a la tesis sobre los
númenes animales iba acompañada de una tesis psicologista explícita, que él
contraponía como única alternativa a la tesis de El animal divino, la tesis del
animismo de Tylor–, sin embargo la crítica de Alvargonzález no busca
distanciarse del materialismo filosófico sino que, por el contrario, quiere
mantenerse en sus coordenadas, a fin de desplegar y desarrollar, con un mayor
análisis, sus potencialidades.

Otra cosa es que alguien pueda señalar alguna estrecha semejanza entre
las posiciones de Puente Ojea y las de Alvargonzález, al menos en lo que
concierne a su concepción de la relación animales/númenes, tanto en la época
paleolítica como en la presente. Al menos, una semejanza negativa, un acuerdo
en la negación: el recelo ante cualquier reconocimiento de algo divino o
misterioso en los animales; por tanto, el rechazo absoluto de cualquier
reconocimiento de algún tipo de numinosidad, o misterio, o enigma en los
animales, si bien Puente Ojea parecía apoyar este recelo más bien en una
plataforma mecanicista (se diría, «pre etológica») mientras que Alvargonzález lo
hace desde la plataforma de la Etología, considerándola como una «ciencia del
presente» que, en cuanto tal, no toleraría la menor concesión a la tesis de la
numinosidad animal (una concepción de la ciencia etológica del presente, por
cierto, que podría considerarse más cerca en la práctica del mecanicismo que
del etologismo ético, en la línea del Proyecto Gran Simio, por ejemplo).

5. Dos palabras para tratar de justificar mi intervención en este debate.

En modo alguno trato de dirimir el debate tomando partido por alguno de sus
protagonistas, apoyándome en mi propia interpretación que, en el día de hoy (y
aunque fuera retrospectivamente) pudiera dar de El animal divino.

El animal divino fue publicado en forma de libro hace ya veinte años


(Pentalfa, Oviedo 1985). Anteriormente sus tesis fueron expuestas en
conferencias o en clases universitarias; en consecuencia, mi autoridad ante la
obra (ante su «estructura») no es mayor que la que pueda tener cualquier otro
intérprete. Y esto no tiene por qué significar la expresión de una «infinita
humildad», porque también podría significar una «infinita soberbia» («¿quién soy
yo para rectificar esta obra maestra?»).

144
Mi intervención en este debate sólo puede tener el sentido que pueda
dársele a cualquier otra intervención: el análisis del sistema mismo, en este caso,
la filosofía materialista de la religión, en coherencia interna, por otra parte, con el
materialismo filosófico. Si mantenemos la tesis de que un sistema filosófico no
es un sistema clausurado, ni menos aún cerrado, al modo de las ciencias
categoriales, se comprenderá que las posibilidades de variaciones,
modulaciones, incluso bifurcaciones, sean mucho mayores en el materialismo
filosófico que en cualquier otro sistema. Porque el sistema del materialismo
filosófico ni siquiera puede aducir la «concatenación de cada una de sus partes
con todas las demás»; también en su ámbito rige el principio de symploké.

Sin embargo, me cabe reivindicar una perspectiva personal, no ya cuanto a


la estructura, pero si cuanto a la génesis o proyecto originario de El animal
divino. Y ocurre que, en los sistemas filosóficos, las cuestiones de génesis
sistemática (no ya meramente psicológicas o biográficas) pueden tener más
importancia de la que puedan tener en los sistemas científicos, porque las
cuestiones de génesis pueden poner de manifiesto ciertas orientaciones de la
estructura que no están explícitas (aunque también, al menos teóricamente,
podrían ser alcanzadas independientemente del autor, más aún, si se tiene en
cuenta que la memoria histórica o episódica de un autor sobre la génesis de una
obra suya no es ningún testimonio seguro, sino que, en principio, puede
considerarse casi siempre tergiversado). En todo caso, desde las
consideraciones de estas orientaciones genéticas, podrán explicarse con
intención justificatoria muchas limitaciones de una obra en cuanto se considera
como realización del proyecto.

6. Las consideraciones que en esta Introducción exponemos marcan, en


cierto modo, el plan general de mi intervención, y su división en tres secciones:

I. En primer lugar una exposición tanto (A) del proyecto o génesis


sistemática de El animal divino cuanto (B) de sus propias limitaciones internas,
deducidas del propio proyecto.

II. En segundo lugar una reexposición de las contribuciones dadas en el


debate, en función de las limitaciones internas; lo que equivale a un intento de
interpretar estas contribuciones como debates internos en torno a El animal
divino.

III. En tercer lugar una suerte de reanudación, tras el debate, del proyecto
originario de El animal divino.

145
En un Final tocaremos algunos puntos de gran importancia para la filosofía
materialista, y que sólo de pasada fueron tratados en el Congreso de Murcia o
en el debate posterior.

Sobre la génesis o proyecto sistemático


de El animal divino y sobre las limitaciones
internas de su ejecución

(A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una
filosofía materialista de la religión

El proyecto de El animal divino presuponía ya dada la cristalización de las


líneas maestras del materialismo filosófico, entendido como el «sistema (valga
la paradoja) del pluralismo radical». Un sistema antimonista, cuando «sistema»
suele ser asociado siempre por sus críticos al monismo. Un sistema materialista
en el que la realidad mundana (Mi) se concibe como una realidad opuesta a una
materia ontológico trascendental (M) que, sin perjuicio del ateísmo, asume en el
sistema, entre otras, las funciones que en la Ontoteología estaban
encomendadas a Dios. Y no ya tanto al Acto Puro aristotélico (omnipresente en
la Teología musulmana, que en nuestros días vuelve a manifestar su vitalidad,
aunque sea en la forma del brazo armado de los terroristas) cuanto en la forma
del Dios creador cristiano, en cuanto irreducible a las criaturas, el Deus
absconditus.

¿Qué podrá significar la religión –todo lo que se engloba bajo este nombre–
en esta ontología materialista pluralista?

Ante todo, que la religión es un contenido del «material antropológico», es


una «determinación» (otros dirán: una «dimensión») del hombre en cuanto
objeto de la Antropología filosófica. Y esto significa, a su vez, que la religión es
un contenido del Mundo (Mi) y, por tanto, que la religión nada tiene que ver, en
principio, con Dios, con el Dios de la Ontoteología (lo que no quiere decir que el
Dios de la Ontoteología no tuviese que ver con la religión).

Y esto significa que la religión, desde una perspectiva materialista, no podría


entenderse en términos teológicos («relación o religación del hombre y Dios»):
esta fue una de las tesis de El animal divino más duramente criticadas desde la
filosofía tradicional de signo teológico o espiritualista, que llegó a interpretar la
tesis («la religión no tiene que ver, en sus fundamentos, con Dios») como una
frivolidad, o como una boutade.

146
De aquí la importancia que, desde un punto de vista histórico-sistemático,
cobraba la tesis acerca de la incompatibilidad del Acto puro aristotélico con la
religión. Las religiones positivas (las llamadas «superiores», que en El animal
divino se denominarían «terciarias») invocaban a Dios; pero esa invocación,
desde una perspectiva materialista, sólo podría entenderse como una invocación
vacía, cuando se tomaba como fundamento de una filosofía de la religión,
desarrollada en la forma de «doctrina de la religión natural» (ya fuera en la
versión de Santo Tomás, ya fuera en la versión de Voltaire).

No sólo el Dios de la Ontoteología (el «Dios de la Teología natural», el Dios


de Aristóteles, el «Dios de los filósofos»); tampoco el Dios de las religiones
superiores, dado su carácter sobrenatural o revelado, no podría tomarse como
base de una filosofía racionalista de la religión. Ese Dios no explicaba nada, ni
siquiera la religión, por cuanto él tenía que ser explicado desde la propia religión.
En cualquier caso, la Revelación (la religión positiva) –las verdades de la
revelación: «Yo soy la Verdad»– quedaba en principio, en cuanto revelación, al
margen de la filosofía. O bien las «verdades reveladas» se reducían a
expresiones literarias o alegóricas de ideas filosóficas, o bien se reducían a
cuestiones entretejidas con la teología dogmática (si la revelación se
consideraba como una fuente que manase por encima de la razón); o bien esas
verdades se reducían al terreno pragmático o funcional analizado por la
sociología, la psicología o la antropología. Es decir, las religiones positivas,
descontando sus componentes alegórico filosóficos que sus dogmáticas
pudieran encerrar, dejaban de tener importancia filosófica y se convertían en
campo, interesante sin duda, propio para el cultivo de diferentes ciencias
humanas (etnografía, antropología, sociología, psicología, psiquiatría), al lado de
los campos cultivados por la música, la pintura, el arte o la política.

En resumen: no tendría sentido seguir hablando de «filosofía de la religión»


(salvo que entendiésemos por tal las interpretaciones alegórico filosóficas de los
dogmas de determinadas doctrinas religiosas).

¿Y qué dificultades habría para dejar de lado cualquier proyecto de filosofía


de la religión?

Algunos podrían pensar (lo han pensado de hecho) que las dificultades
serían de índole gremial. La «filosofía de la religión», como disciplina, apareció
en un ámbito protestante (aunque fuera católico, un jesuita, Segismundo von
Storchenau, el primero, al parecer, que utilizó la expresión, en 1784; después la
expresión fue utilizada por un kantiano, Ludwig Heinrich von Jakob, en 1797;
pero, sobre todo, fue Hegel quien en 1832 «consagró» la expresión «filosofía de
la religión» como parte de un sistema filosófico).

147
Por tanto, si la «Filosofía de la religión» se declaraba vacía y se reducía a
«ciencia de la religión» (que ya no se interesaba por su verdad: Wilhelm Schmidt,
Evans-Pritchard, &c.), el «cuadro de las disciplinas filosóficas» quedaría
mermado, a todos los efectos (incluyendo al mismo cuerpo de profesores). Pero
evidentemente, aunque estas consecuencias tienen su importancia sociológica
(e indirectamente, filosófica), no eran las principales.

La principal era esta: ¿podría tratarse «en profundidad» de las religiones


positivas (supuesto que la llamada «religión natural» no es una religión, sino una
teoría de la religión) al margen de la cuestión de la verdad que ellas mismas
(sobre todo las religiones superiores) reclaman explícitamente y cuya
importancia filosófica es indiscutible? No es que a la «filosofía de la religión»
haya que asignarle la tarea de la «defensa de la verdad» de la religión, o por lo
menos la tarea de ofrecer los preambula fidei. Lo que no cabe es atribuirle
neutralidad ante las pretensiones de verdad de las religiones positivas. También
podría hacerse consistir la tarea de la filosofía de la religión en la demostración
de la falsedad de todas las religiones, pero siempre que a las religiones se les
concediese un significado no meramente episódico o contingente, sino un
significado vinculado a la misma estructura de la historia del hombre. Y no es
fácil concebir a la religión con algún significado «trascendental» para el hombre
si ella no tuviese también algún fundamento de verdad, aunque la verdad no
afectase íntegramente a todas las partes de la religión. De todos modos El
animal divino partía de la evidencia de que la consideración de los animales, tal
como había sido desarrollada por la Teoría de la evolución primero, y por la
Etología después, era la premisa imprescindible para poder plantear los
problemas de la Antropología.

En cualquier caso, la verdad, tal como las religiones la reclaman, habría de


ser una verdad compatible con el materialismo filosófico. Se excluía por principio
el Dios de la Ontoteología como fundamento de la religión, pero no había que
excluir por principio la cuestión de la existencia de los dioses finitos, propios de
las religiones politeístas, o la cuestión de los demonios, de los genios o, en
general, de los númenes, en tanto ellos eran compatibles con el materialismo.

La cuestión de la verdad de la religión, en cuanto vinculada a los númenes,


se planteaba por tanto como la cuestión de la realidad de los númenes que,
siendo trascendentes al hombre, estuvieran, en cuanto entidades, vinculados
trascendentalmente con los hombres (y aquí el término «trascendental» se
sobreentendía en el sentido de las tradicionales «relaciones trascendentales» de
la filosofía escolástica). No se trataba por tanto de una simple cuestión (muy
importante filosóficamente en todo caso) acerca de si existen o no seres
«personiformes» no humanos en alguna galaxia, al modo de los dioses de
Epicuro, sino de entes que estuviesen involucrados de tal modo con los hombres

148
que, sin ellos, la propia realidad humana resultaría inexplicable. La cuestión de
la verdad de la religión implicaba por tanto la cuestión de la realidad de los
númenes y de su involucración trascendental con los hombres.

Por tanto, la cuestión de la posibilidad de una filosofía de la religión tenía


que ver con la cuestión del carácter trascendental de las religiones «respecto del
hombre». Si la relación de los hombres con los númenes fuera meramente
episódica, acaso una especie de lepra, o si su importancia es decisiva en la
constitución del hombre. Esto da cuenta de por qué el planteamiento de El animal
divino era tanto gnoseológico como ontológico. Perspectivas inseparables que
requerían la distinción entre «verdadera filosofía de la religión» y «filosofía
verdadera de la religión» (como muy bien subrayó en el debate Joaquín Robles).

Había pues muchas razones para resistirse a aceptar la liquidación de la


«filosofía de la religión» reduciéndola a «ciencia de la religión», a psicología o a
sociología de la religión (por no hablar de la fisiología, aunque fuera al modo de
la antigua frenología). Las ciencias de la religión suponen a la religión como algo
ya dado: por ejemplo, las doctrinas de los psicólogos que ven a la religión como
derivada del miedo serían muy superficiales, por cuanto el miedo podía ser
debido precisamente a los dioses (sin que por ello la Psicología fuese
competente, en cuanto tal, para tratar acerca de la existencia de los dioses como
supuestos causantes de ese miedo).

Pero la religión, en la historia del hombre, tiene una importancia muy


superior a la que puedan tener otras instituciones culturales. Es por tanto desde
el ateísmo, inherente al materialismo filosófico, desde donde la religión aparece
como un problema filosófico mucho más importante de lo que pudiera serlo para
el teísta.

Sin embargo, aún negando la posibilidad o la existencia de los númenes


cabía reconocer otra posibilidad de una filosofía de la religión (de un
reconocimiento del alcance trascendental de las religiones para el hombre):
el humanismo trascendental también prescinde del Dios de la Ontoteología,
porque pone a Dios como idéntico al propio Hombre. Dios es el Hombre, su
Espíritu: así Kant, Fichte, Hegel, Feuerbach, y aún Marx. El humanismo
moderno, al identificar, de un modo u otro, al Hombre con Dios, introduce de
hecho un nuevo dualismo, el dualismo Hombre/Naturaleza. Y encuentra, como
enemigos formales suyos tanto, por un lado, a los teístas de la ontoteología («si
Dios existiese no podría resistirlo») y, por otro lado, a los naturalistas (quienes
reducen el hombre a la condición de un animal más, en el sentido de Linneo o
de Darwin). El humanismo moderno se delimitará, por tanto, frente a la
«Naturaleza», impersonal, mecánica, otorgando al «Hombre» atributos que el
«Antiguo Régimen» reservaba para Dios o para el Espíritu, porque el Espíritu es

149
el Hombre, el Espíritu es la Cultura (Herder, Fichte, Hegel... incluso Marx). Dicho
de otro modo: el humanismo moderno trabaja con un espacio antropológico
«plano», con dos ejes: aquel en torno al cual gira el Hombre, como Espíritu (o
como «Cultura»), y aquel en torno al cual gira la «Naturaleza». El Hombre del
humanismo moderno quedaba, por tanto, enfrentado a la Naturaleza impersonal.

La concepción humanista de la religión, es decir, la concepción de la religión


desde el espacio antropológico dualista («plano») propicia, sin duda, la
posibilidad de una filosofía de la religión, incluso de una verdadera filosofía de la
religión. Pero, ¿es compatible esta filosofía humanista con el materialismo
filosófico?

El humanismo moderno, aunque propicia una verdadera filosofía de la


religión (en lo que tenga que ver con el reconocimiento del «alcance
trascendental de la religión respecto del hombre») sigue siendo incompatible con
el materialismo filosófico. Y esto puede hacerse ver desde dos perspectivas: (1)
una general, relacionada con la propia concepción plana o dualista del espacio
antropológico; (2) otra especial, relacionada con el mismo «material
sebasmático» positivo, tal como es presentado por las ciencias de la religión (la
Etnología, la Antropología, la Historia de las religiones comparadas, &c.).

(1) La concepción humanista de la religión, considerada desde la


perspectiva general de un espacio plano o dualista no es compatible con el
materialismo, al menos en la medida en la cual el dualismo Hombre/Naturaleza
envuelve, de un modo más o menos explícito, un espiritualismo
(Espíritu/Naturaleza).

Conviene tener en cuenta que desde el materialismo no es posible definir


«de frente» el Espíritu. «De frente», es decir, «enfrentándonos a su supuesta
realidad», que es precisamente la que está siendo puesta en tela de juicio. Las
definiciones positivas que pueden ofrecerse («Espíritu es la sustancia capaz de
volverse sobre sí misma –ensimismándose– en el acto de reflexión»), o los
criterios negativos («Espíritu es el ser positivamente –no solo precisivamente–
inmaterial»), suelen estar tomados en función de sistemas metafísicos,
sustancialistas o hilemorfistas («Espíritu es sustancia simple», o bien «Espíritu
es forma separada»). La única forma viable de establecer definiciones negativas
no metafísicas de Espíritu será la que tome como referencia criterios positivos,
como por ejemplo, el criterio (que figura en El mito de la felicidad, 3.5.2, «Una
redefinición de la oposición entre el espiritualismo y el materialismo», págs. 177-
181) de la vida, en el sentido positivo de la vida biológica: «Espíritu es sustancia
viviente in-corpórea.» Según esta definición «espiritualismo» designaría a toda
concepción que admita la realidad de vivientes incorpóreos, tales como ángeles,
arcángeles, demonios cristianos –pero no demonios corpóreos–. Aún cuando su

150
corporeidad asuma características especiales (según Apuleyo: «los demonios
son animales, pasivos en el ánimo, racionales en el entendimiento, aéreos en el
cuerpo, eternos en el tiempo»). [Los demonios de Apuleyo serán considerados
en la segunda edición de El animal divino como una especie, género o
subgénero más, al lado del Reino Animal de Linneo, a saber, como el «Subreino»
de los «animales no linneanos».]

Ahora bien, desde la definición negativa de espíritu (aunque negativa de una


realidad positiva: la vida orgánica), el dualismo Espíritu/Naturaleza, como base
del espacio antropológico plano, establece una dicotomía insalvable entre el
Hombre (como Espíritu, sujeto de religiosidad) y la Naturaleza; una dicotomía
que queda desmentida por la realidad de los animales, tal como es presentada
desde la Teoría de la evolución y desde la Etología. En la «Naturaleza» existen
los animales (organismos necesariamente involucrados en el entorno del Mundo
que les suministra la energía); pero también el Hombre es animal, por lo cual
aquello que el hombre tenga de espíritu, habrá que tenerlo en cuanto viviente
corpóreo, no en cuanto incorpóreo. Esto significa que, en el momento de
organizar el espacio antropológico, distinguiendo un eje de relaciones entre los
hombres con los hombres y otro de relaciones de los hombres con el mundo en
torno, los hombres habrán de ser tomados como animales, y no como espíritus.

Para el materialismo filosófico, en el momento en el que se desenvolvía con


anterioridad al reconocimiento universal de la Etología (reconocimiento cuya
fecha simbólica puede ponerse en el año 1973, con la concesión del Premio
Nobel –¡de Fisiología/Medicina!– a Karl von Frisch, Konrad Lorenz y Nikolaas
Tinbergen) la primera tarea no podía ser otra sino la de subrayar la necesidad
de tratar a los hombres (en la medida en que se relacionaban consigo mismos y
con el mundo entorno) como animales. Sólo cuando se asumían formalmente, y
no con insinuaciones represadas por la prudencia, los resultados de la Etología,
que fueron demostrando la proximidad de la condición animal a la condición
humana, podrían comenzar a ser considerados los animales como entidades
personiformes, más aún, como «personas»; y si esto escandalizaba al
humanismo personalista, no tenía por qué escandalizar a quien había seguido la
tradición de la idea de persona, a quien tenía presente cómo la Idea de persona
humana se había conformado precisamente a partir de las Ideas de personas
anantrópicas, y precisamente las personas divinas del Concilio de Nicea y, por
ampliación retrospectiva, los démones de Apuleyo.

La Etología abría la puerta, por tanto, a la posibilidad de hablar «sin


escándalo» de personas, refiriéndolas no sólo a los espíritus (a las personas de
la Santísima Trinidad, a los ángeles, a los arcángeles, a los querubines o a las
dominaciones del Pseudo Dionisio), sino también a los animales no linneanos
(dioses de Epicuro, demonios de Apuleyo); pero sobre todo también a animales

151
linneanos. Porque «persona», en general (humana o no humana), comenzaba a
equivaler ya a «sujeto operatorio» dotado de vis cognoscitiva (y no solo de
«facultades sensibles», sino también «intelectuales») y de vis appetitiva (y no
solo de tropismos, sino de conducta teleológica, de deseos o de voliciones).

Esta perspectiva estaba ya presente en el Ensayo sobre las categorías de


la economía política, de 1972, pág. 42, en el diagrama (que había sido utilizado
en un seminario universitario por aquellos años) que daba lugar a las
denominaciones de los ejes como radiales («de los animales [humanos]
individual o grupalmente tomados con el medio») y circulares («de los animales
[humanos] entre sí»). La perspectiva materialista del ensayo citado sobre
Economía política quería subrayar la involucración de los hombres, en cuanto
sujetos económicos, con su entorno, así como entre ellos mismos, en cuanto
derivadas de su condición genérica de animal; lo que no quería decir que, en
cuanto sujetos económicos, esos animales no hubieran de ser ya humanos
(como lo declaraban las ilustraciones aducidas: «el concepto de industria
extractiva es radial; el concepto de propaganda es circular»).

En conclusión, en el momento en el cual los hombres aparecían


involucrados con los animales y, en consecuencia, dados a partir de un proceso
evolutivo, la estructura «plana» del espacio antropológico, fundada en la
oposición dicotómica Hombre/Naturaleza –en la versión idealista de Fichte, la
oposición Yo/No yo– saltaba por los aires. Los hombres que, desde luego,
habían de mantenerse, en cuanto sujetos personales corpóreos (cuya
personalidad no procedía de un espíritu), relacionados mutuamente
(representados en su eje circular), ya no podrían enfrentarse a un Dios
«personal» inexistente, pero tampoco a una Naturaleza
«impersonal» (mecánica). Las personas humanas, además de mantener
relaciones con una Naturaleza impersonal (eje radial), podrían también mantener
relaciones con una «Naturaleza personal», es decir, con sujetos naturales y
operatorios no humanos, es decir, con personas no humanas.

Esto requería la introducción en el diagrama de un tercer eje, que se


denominó, por razones gráficas, «angular». Puede verse este diagrama en el
artículo donde su publicó explícitamente la exposición completa de la doctrina
del espacio antropológico tridimensional: «Sobre el concepto de 'espacio
antropológico'», El Basilisco, nº 5, noviembre-diciembre 1978, págs. 57-69. Por
cierto, este artículo, en su página 62 prometía en una nota: «En próximos
números publicaremos una exposición global de ésta filosofía materialista de la
religión»; promesa que no se cumplió en El Basilisco, sino con el libro El animal
divino, siete años después, en 1985. Un año antes, en el artículo «Ensayo de
una Teoría antropológica de las Ceremonias» (El Basilisco, nº 16, 1984), al
exponer las ceremonias circulares, radiales y angulares, volvía a anunciarse la

152
publicación de esa filosofía materialista de la religión (nota 39) ya con el nombre
de El animal divino.

De este modo el espacio antropológico quedaba organizado como un


«espacio tridimensional» y, originalmente, estaba concebido, no ya como un
espacio matemático (al modo del espacio tiempo de Minkowski) sino como un
«espacio del hombre» (un espacio antrópico), de acuerdo con el significado del
término «espacio» que ya figuraba en el español del siglo XII (en el Poema del
Cid) como descendiente del latín spatium, «campo para correr», relacionado
con ambulacrum o «espacio destinado para pasear por él». «Espacio» se
tomaba, de este modo, en un significado próximo al del término «ámbito»
(de ambire, ambicionar), un espacio para correr, para disponerse a hacer
operaciones (algunos vinculan spatium con el griego dórico spadion, de
donde stadion). Por lo demás, la condición antrópica del espacio no excluye que
su estructura esté articulada como una symploké y pueda asimilarse a la
estructura de un espacio vectorial, matemático, por ejemplo.

La idea central del espacio antropológico contenía una visión del hombre no
como «Reino independiente» del «Reino animal» (el «Reino del Espíritu», el
«Reino hominal»), sino como una pluralidad de sujetos animales grupales (que
se especificarían, en el curso de la historia, como personas humanas), que
estaban involucrados con entidades naturales «impersonales» pero también con
entidades naturales «personales» (con personas no humanas), por tanto, con
animales (no linneanos o linneanos) que cabría disponer en un eje «angular».

El eje angular se introdujo, en resolución, para representar a las entidades


corpóreas no humanas, pero sin embargo dotadas de logos, el reconocimiento
de cuya posibilidad parecía ineludible en el momento de situar al hombre en el
conjunto del Universo, de un Universo que había resultado clasificado en dos
grandes regiones: la que contenía realidades impersonales y la que contenía
realidades personales (o personiformes). La mera posibilidad de estas entidades
tenía que ser reconocida por el materialismo filosófico aunque no fuera más que
como instancia crítica frente al idealismo humanista (tipo Fichte, exaltación del
cartesianismo mecanicista). La crítica al mecanicismo cartesiano, o al idealismo
de Fichte, requería admitir la posibilidad de entidades no humanas, pero dotadas
de logos, y con posibilidad de tomar contacto con los hombres, es decir, por tanto
con posibilidad de estar dotadas de Verbum.

En consecuencia, el «eje angular», en un principio, fue introducido para


representar a entidades tales (presentes en la tradición filosófica, que se oponía
ya a la Ontoteología) como pudieran serlo los dioses de Epicuro, y también los
mismos demonios de Apuleyo (o sus afines), que en la época de los Sputniks,

153
de los Apolos y de los Ovnis, tomaban la forma de extraterrestres, en los años
50 y 60 del pasado siglo.

El «eje angular», por tanto, no había sido introducido ad hoc para incorporar
a los animales (a algunos, incluso a los animales numinosos) al espacio
antropológico, lo que hubiera constituido una suerte de petición de principio o de
círculo vicioso («el eje angular se apoya en los animales numinosos y los
animales comienzan a ser numinosos al ser incluidos en un eje angular que se
reduce a ellos»). La introducción del eje angular no se basaba tanto en principios
supuestamente empíricos (los «animales numinosos»), cuanto en el resultado
de una construcción lógica, de un logos (como ya se advierte en la primera
edición de El animal divino, pág. 190, y figuraba también en el artículo sobre el
concepto de espacio antropológico, antes citado).

Es cierto que, en esa exposición del espacio antropológico, el eje angular


era ilustrado con animales linneanos. Pero este proceder tenía, en todo caso,
una intención asertiva y no exclusiva. La razón de utilizar el sentido asertivo en
las ilustraciones, no era obviamente otra que el contexto social en el que tenía
lugar la exposición. Teniendo a la vista un público de antropólogos o de biólogos
tocados de positivismo, hubiera sido «suicida» ilustrar la nueva Idea del «eje
angular» con dioses epicúreos, con serafines aeropagíticos o con extraterrestres
clarkianos. Era obligado ofrecer referencias más «positivas», que pudieran ser
tomadas en cuenta por los científicos.

Pero la realidad era que el eje angular resultaba de una construcción lógica,
a saber, el cruce de dos clasificaciones dicotómicas P y H que conducían a
cuatro cuadros, uno de ellos vacío:

Tabla de construcción P (criterio personal)


del espacio
Entidades Entidades
antropológico
personales impersonales
tridimensional
Entidades
Eje circular Ø
H humanas
(criterio Entidades
humano) no Eje angular Eje radial
humanas

Esta construcción lógica no sólo es la fuente de la estructura tridimensional


del espacio antropológico, sino que también está en el fondo de la clasificación
de la idea de religación positiva en cuatro géneros (ver Cuestiones
cuodlitebales, 1989, págs. 213-216).

154
La importancia de esta aclaración (que el eje angular del espacio
antropológico no procede de una «incorporación empírica» y ad hoc de los
animales numinosos a este espacio, sino de una construcción lógica) se hace
ver, principalmente, en la reinterpretación de la religión primaria. Pues la idea de
una «religión primaria» que ya no habrá que identificar, al menos en definición,
con las religiones paleolíticas, puesto que puede también servirnos, en principio,
para asumir, en la filosofía materialista de la religión, a cuanto tiene que ver con
la realidad de los extraterrestres, en sus contactos reales o posibles con los
hombres, como ya se hacía constar en los párrafos finales de El animal
divino (primera edición, pág. 305; segunda edición, pág. 317). Posibilidad que
allí era ya presentada no como un corolario oblicuo e irrelevante, sino como un
paso central en la dialéctica del desarrollo de las religiones positivas, como un
paso gracias al cual podrían ser reinterpretados los abundantes materiales
ideológico-religiosos de nuestra época. Materiales sobre los cuales, pese a su
importancia, nada tienen que decir otras filosofías de la religión.

Lo que sí se exigía, desde las coordenadas materialistas, a las entidades


personales del eje angular era su finitud; y ello por la razón general de que si
algunas de estas entidades fuese infinita, anegaría a todas las demás entidades
angulares del espacio antropológico.

(2) Tampoco es compatible con el materialismo filosófico la concepción


humanístico trascendental de la religiosidad desde la perspectiva específica del
propio campo de las religiones positivas.

En efecto, el materialismo filosófico requiere, por razones de método,


mantenerse en contacto con «los hechos», en este caso, con la fenomenología
misma de las religiones positivas. Una filosofía de la religión que (como ocurre
con la doctrina de la religión natural), en lugar de ajustarse a los hechos, se
mantuviese en el formalismo de unas ideas que se presentan como
independientes de ellos, no es materialista, por importantes que sean las ideas
a las que se atiene. En nuestro caso, se trata básicamente de la Idea de
«Hombre» («Género humano» o «Humanidad»).

Es totalmente gratuito presuponer que las religiones positivas, en general,


refieran sus dogmas o sus ceremonias, no ya a Dios, sino al Hombre o a la
Humanidad. Que las religiones sean actitudes, pensamientos, instituciones
culturales, características del hombre, no quiere decir que las religiones positivas
sean ellas mismas actitudes, instituciones o conductas «ante el Hombre» (ante
los hombres o ante la Humanidad). Lo que no puede confundirse son
las referencias de las religiones positivas con las teorías humanistas de esas
religiones. Desde Evehmero hasta Feuerbach ha estado viva una teoría de la
religión que ha pretendido «descubrir» al Hombre tras las referencias aparentes

155
de las religiones positivas (Evehmero: «los dioses son hombres sobresalientes
de otros tiempos a quienes los mismos hombres han exaltado en apoteosis»;
Feuerbach: «los hombres hicieron a los dioses a su imagen y semejanza»).

Pero los hechos religiosos, los datos de las religiones positivas, no nos
autorizan para poner, como referencias de sus actos intencionales de culto, a los
hombres, sino a entidades que precisamente son diferentes de los hombres, ya
sea porque se muestran como superiores, en dignidad o en poder, ya sea porque
se muestran inferiores en dignidad (aunque no en malignidad), es decir, ya sean
dioses benéficos, ya sean dioses maléficos. Sin duda, hay religiones positivas
entre cuyas referencias se encuentran figuras humanas, desde las religiones
olímpicas hasta el cristianismo, que gira en torno a un Dios hecho hombre, Cristo.
Pero los dioses olímpicos, aunque tienen figura humana (que, en ocasiones se
transforma en animal: Zeus aparece como toro blanco, o como águila ante
Europa, la hija de Agenor), no son hombres, sino seres inmortales y con cuerpos
celestes; y Cristo, aunque tiene naturaleza humana (en cuanto hijo de María),
tiene, sobre todo, la naturaleza divina de la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad.

Dicho de otro modo: las referencias de las religiones positivas –de su


dogmática, de su culto– no pueden ser puestas en el eje circular del espacio
antropológico ni tampoco en el eje radial. Hay que ponerlas en el eje angular. Lo
que no significa que este eje angular haya de quedar «saturado», en principio,
por entidades de significado religioso.

El eje angular, según la definición constructiva que de él hemos dado


(«conjunto de las entidades personales no humanas posibles en el Universo»)
no requiere que sus «puntos» tengan significado religioso; es suficiente que sean
personiformes, personas no humanas. Los dioses de Epicuro, como el Dios de
Aristóteles, no eran concebidos como sujetos a quienes habría que adorar, rezar
o rendir culto; a lo sumo sólo cabría admirar su belleza o su serenidad. Pero
tampoco la admiración de una estatua bella transforma a esta estatua en un
contenido religioso. El materialismo filosófico puede admitir la posibilidad límite
de algún demiurgo finito que actúe dentro de su propio círculo –en una galaxia
situada a distancia inmensa del hombre–, pero sin que su influencia alcance a
los hombres; este demiurgo, cuya posibilidad el materialismo no puede negar y
necesita estudiar en el momento de ocuparse «del puesto del hombre en el
Cosmos», habría que situarlo en el eje angular, aunque careciera, por hipótesis,
de significado religioso.

Ahora bien: las referencias de las religiones positivas han de ser, sin
perjuicio de su condición angular, reales y verdaderas, es decir, entidades reales
de naturaleza personal no humana, y capaces de actuar efectivamente ante los

156
hombres. Es decir, han de ser entidades reales no reducibles a la condición de
alucinaciones, ensueños o proyecciones mentales de los propios hombres; ni
siquiera reducibles a la condición de meras posibilidades lógicas.

Pero ni los dioses epicúreos, ni los demonios helénicos ni los extraterrestres


tienen, hoy por hoy, una realidad positiva demostrable. La posibilidad de una
filosofía materialista de la religión se nos redefine ahora como la posibilidad
misma de demostrar o de presentar algunas entidades personales no humanas,
pero que, por sus especiales condiciones, puedan tener contacto real con los
seres humanos. Y no un contacto episódico, contingente o accidental, sino
esencial y trascendental, en el sentido dicho.

Es de este modo como la filosofía materialista de la religión acude a los


animales, a ciertos animales que, no solamente pueden ya considerarse como
«habitantes» del eje angular, sino también como entidades capaces de asumir
una dimensión numinosa de significado trascendental en la evolución humana.
Porque, en cualquier caso, la posibilidad de una filosofía materialista de la
religión, sólo podría ser demostrada mediante el desarrollo mismo de una
efectiva filosofía de la religión, capaz de enfrentarse a cualquier otro modelo de
filosofía de la religión.

Según esto, a la teoría zoológica de la religión se llega a partir de la doctrina


del espacio antropológico propio del materialismo filosófico, es decir, a partir de
la idea del eje angular de este espacio; lo que significa que al eje angular no se
llega a partir de una «teoría zoológica de la religión», que ya había sido
insinuada, al menos parcialmente, por algunos escritores antiguos (Celso, por
ejemplo) o por algunas escuelas antropológicas (Andrew Lang, John Lubbock,
Gilbert Murray, Gabriel Tarde, &c.).

Esto explica que El animal divino advirtiese, ya en sus primeras páginas


(pág. 26 de la segunda edición) que la teoría zoológica de la religión no constituía
el objetivo directo de la filosofía de la religión, porque en tal caso, la teoría
zoológica podría ser presentada como una «cuestión de hecho», susceptible de
ser analizada y agotada por los métodos de las ciencias positivas; y por este
motivo la segunda parte (ontológica) de la obra no podía ser recolocada como
primera parte (que debía ser gnoseológica), como algunos críticos sugirieron.

A la teoría zoológica de la religión sólo podía llegarse, en sentido filosófico,


desde una concepción materialista del espacio antropológico; lo que equivale a
decir que la teoría zoológica había de ser presentada apagógicamente, después
de haber descartado otras alternativas, por motivos diversos (sobre todo,
gnoseológicos). Lo que no quería decir que una vez puesto el «pie» en el «sector
animal linneano» del eje angular (lo que constituía por otra parte, en cierto modo,

157
una sorpresa para la filosofía materialista de la religión) éste no tomase
inmediatamente fuerzas al andar. Hasta el punto de creerse autorizado, por la
fuerza de los hechos positivos (al llegar a las religiones secundarias, todas ellas
pobladas de animales linneanos más o menos deformados), a cuestionar el
planteamiento habitual del asunto. Pues no se trataba ya tanto de tener que
«justificar» una teoría zoológica de la religión; lo que había «que explicar» y aún
«justificar» era cómo podían darse teorías no zoológicas de la religión, que
estuviesen internamente ajustadas a los hechos.

(B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método,


como modelo de una filosofía materialista de la religión

La estructura indefectiblemente dialéctica de la conexión del proyecto de El


animal divino y de su ejecución podría alegarse como fuente principal de las
múltiples limitaciones dentro de las cuales tenía forzosamente que moverse la
primera exposición de la filosofía de la religión del materialismo filosófico.

No pretendo afirmar que alguna de estas limitaciones no puedan ser


imputadas al autor de esta primera exposición, a su rudeza o a su torpeza; lo
que estoy afirmando es que hay limitaciones en El animal divino que derivan de
la misma dialéctica objetiva que mantiene el proyecto con su primera ejecución.
La desviación, respecto de un blanco prefijado, de varios disparos de fusil puede
ser debida a la torpeza del fusilero, pero también a la necesidad objetiva de fijar
referencias que acoten las relaciones del blanco con los mismos ángulos del fusil
utilizado, a partir de los cuales sea posible corregir el tiro sistemáticamente, y no
al azar.

Concretaremos estos límites, o fuentes de limitación de El animal divino, sin


pretensiones de exhaustividad, en los cinco siguientes:

(1) La cuestión del dialelo

La primera fuente de limitación «constitutiva», sin duda, de El animal


divino tiene que ver con la necesidad de recaer en lo que venimos llamando
«dialelo antropológico», en este caso, «dialelo del espacio antropológico». Si el
proyecto de una filosofía materialista de la religión ha de partir de una doctrina
del espacio antropológico (en polémica con otras doctrinas alternativas sobre
este espacio y sobre la religión), y es desde esta doctrina de los tres ejes desde
donde suponemos que es preciso comenzar la determinación del modelo
material concreto y positivo del eje angular, que pueda dar cuenta de la verdad
de las religiones (en nuestro caso, el «modelo zoológico»), ¿no se hace
necesario pedir el principio, es decir, comenzar suponiendo que el hombre (el

158
«hombre primitivo») ya está situado en un espacio antropológico y, por tanto,
inmerso en un eje angular, juntamente con los obligados ejes circular y radial?

Las limitaciones que el dialelo impone son múltiples, principalmente la del


requerimiento de tener que considerar ya como dada desde el principio (o desde
el origen del hombre) la estructura integral del espacio antropológico, por tanto,
la relación «angular» con los animales del Paleolítico. ¿Y cómo poder hablar de
«hombre» cuando todavía esos primeros hombres (los hombres de la religión
primaria) no mantienen su relación de religación con los númenes animales?

La cuestión no es sólo la de atribuirles la representación de un eje angular


(lo que es absurdo), pues sería suficientes atribuirles un ejercicio de relaciones
angulares; la cuestión es que sería ese mismo ejercicio de las relaciones
angulares el que excluiría la posibilidad de llamar hombres (o personas
humanas) a los hombres del Paleolítico. (El hombre que adora a un animal –se
dirá– no es hombre, y no tanto por adorar a un animal numinoso, que no existe,
sino por adorar a un animal numinoso aún suponiendo que éste fuese real.)

La estructura de un «espacio con tres ejes» es obviamente una construcción


lógica, abstracta, que de ningún modo cabe retrotraer al Paleolítico inferior o
superior. Pero esto no quiere decir que los tres ejes se «sobreañadan» desde
fuera al espacio, a la manera como la retícula de los meridianos y paralelos se
superpone a la superficie de la Tierra. Ni siquiera los tres ejes ortogonales del
espacio tridimensional cartesiano se sobreañaden a un espacio amorfo previo:
el espacio estructurado en torno a un centro de coordenadas (si ese centro
implica de algún modo un sujeto, un geómetra) es un espacio antrópico; los ejes
no se sobreañaden a él, sino que son internos al espacio real (de hecho, las
«coordenadas cartesianas tridimensionales» no son otra cosa sino una
proyección en el dibujo de la numeración de las vías perpendiculares
llamadas cardo y decumanus en las ciudades romanas, más la indicación de la
altitud, si la vivienda tenía más de una planta).

En el caso del espacio antropológico tampoco hay que presuponer que sus
contenidos sean uniformes; aunque carezcan de «ejes representados», éstos
proceden de sus mismos contenidos, que podemos comparar a una masa
heterogénea y confusa, como un fondo envolvente, en el que se diferencian
conjuntos humanos distribuidos en aquella masa envolvente, junto con otras
corrientes distintas no humanas, pero diferenciadas como cuerpos que se cruzan
con los perfiles humanos, se enfrentan con ellos o huyen. A partir de este espacio
tripolarizado dibujaremos unos ejes que aunque tratados desde nuestro
presente, nos sirven para analizar la masa heterogénea y confusa en la que las
regiones correspondientes están ya diferenciadas en el mismo ejercicio de sus
movimientos o enfrentamientos. Al asumir intencionalmente y

159
retrospectivamente la perspectiva de nuestros antepasados paleolíticos, no
podemos atribuirles las representaciones diferenciadas de un espacio
tridimensional. Pero sí el ejercicio de acciones y operaciones, unas veces
dirigidas a los contactos mutuos entre ellos; otras veces dirigidas a responder a
otras incitaciones de elementos animales que, como sujetos operatorios, se
cruzan con ellos; y unas terceras veces a enfrentarse con una masa heterogénea
que resiste y ofrece peligros pero que, a la larga, no acecha ni persigue a las
figuras humanas (y esto sin perjuicio de que muchas veces nuestros
antepasados hayan podido interpretar equivocadamente un peñasco que rueda
monte abajo con un animal que les acomete). El dialelo del espacio
antropológico, se da por supuesto, se lleva a cabo de modo etic, pero no emic.
Y no porque las representaciones emic sean puestas entre paréntesis:
simplemente son analizadas críticamente, clasificándolas, por ejemplo, como
erróneas o como verdaderas. Tanto la piedra que voltea cuesta abajo, como el
buitre que se lanza en picado a cazar un conejo, pueden ser vistos emic como
animales; pero etic la diferencia es objetiva y hemos de esperar que su
significado diferencial aparezca, al menos, decantado a largo plazo.

(2) La cuestión de la inversión antropológica

La segunda fuente de limitaciones tiene que ver con los procesos de la


inversión antropológica, que en cierto modo son los recíprocos de los procesos
implicados en el dialelo. En el fondo se trata de la cuestión de las relaciones
entre las personas animales no humanas con las humanas y las relaciones de
las personas animales humanas entre sí. Las diferencias entre estos tipos de
relaciones, expresadas en función de la numinosidad, se hace consistir en la
asimetría de las primeras y en la simetría e igualdad en las segundas. Pero, ¿en
qué condiciones históricas y empíricas puede hablarse de igualdad entre las
personas humanas? ¿Acaso estas existen como iguales? ¿Acaso las diferencias
entre las más heterogéneas sociedades humanas no son también diferencias
entre personas? Si la persona humana es una institución cultural muy tardía,
¿cabe considerar personas humanas a los salvajes entregados al vudú o al
canibalismo? ¿Y cómo modifican estas situaciones a la Idea de religión?

(3) La cuestión de la «encarnación»

La tercera fuente de limitación la pondremos en el «desajuste» constitutivo


entre la idea de un eje angular y los animales que pueblan este eje, en primer
lugar, y en segundo lugar, en el desajuste entre el eje angular animal y la
constitución de algunos de estos animales como numinosos.

¿Cómo se pasa de la idea de un eje angular a los animales (a ciertos


animales) como contenidos de ese eje angular? Más aún, ¿de dónde procede la

160
numinosidad del eje angular, si éste era concebido, en principio, como
un logos, como una construcción lógica, que se hace carne al tratar de llenarla
con contenidos zoológicos? «El Verbo (el Logos) se hizo carne»: Cristo es el
punto de partida del cristianismo paulino, pero, ¿podría haberlo sido si
previamente no hubiera estado dispuesta la doctrina del Logos, de la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad? Es decir, el paso del eje angular abstracto
(lógico) a los animales, y de éstos a los animales numinosos guarda un
paralelismo asombroso con la cuestión de la «Encarnación», de la teología
dogmática católica. ¿Cómo se pasa de la Segunda Persona, del Logos, a la
figura de Cristo? ¿Cómo se pasa de la construcción lógica denominada «eje
angular» a la figura de los animales linneanos y, más aún, a la de los animales
numinosos?

(4) La cuestión de la verdad

La cuarta fuente de limitaciones de El animal divino tiene que ver con la


realidad o verdad de la numinosidad atribuida a los animales, en función de los
cuales se conforma la religión y, con ella, la propia personalidad humana. En El
animal divino, la verdad de los númenes se hacía valer, ante todo, contra las
alternativas propuestas tradicionalmente relativas a los númenes irreales o
meramente hipotéticos (dioses epicúreos, demonios, extraterrestres). Se trataba
de subrayar la realidad o verdad extramental de los númenes animales, a fin de
excluir las concepciones psicologistas o idealistas de la religión, como pudiera
serlo la doctrina del animismo, en cuanto doctrina antropológica.

Pero esta declaración de la naturaleza de la verdad exigida por las religiones


primarias tiene como límite propio el requerimiento de tener que comenzar a ser
presentada más bien de modo negativo que positivo («los númenes no
son contenidos mentales o proyecciones de una conciencia interior»).
Presentación que no constituye un análisis positivo del contenido de la verdad
de los númenes. ¿Realidad de los númenes animales o animales numinosos
reales?

(5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos

La quinta fuente de las limitaciones procede del objetivo mismo del proyecto
de El animal divino, en cuanto restringido a la filosofía de la religión en su
relación con lo divino o con lo numinoso, en general (por tanto, con el eje angular
del espacio antropológico).

Pero el proceso de la «encarnación», que tiene lugar en el eje angular, ¿no


tendría paralelos o analogías de proporcionalidad en los otros ejes del espacio

161
antropológico? Y la cuestión de los paralelos o analogías, ¿no estaría vinculada
a determinadas interacciones entre ellos?

Así pues, la quinta fuente de limitaciones vendría impuesta por la


circunstancia de que la religión (o los valores religiosos), definida en función de
las relacione de los hombres con los animales, no requiere inmediatamente la
confrontación de otras relaciones de los hombres con contenidos asignados a
otros ejes que pudieran ser semejantes a las relaciones religiosas. Esto daría
lugar a una gran confusión en el terreno de los fenómenos, porque en este plano
muchos valores religiosos (lo numinoso, lo divino, &c.) podrían quedar
confundidos con otros valores aparentemente religiosos (como lo santo, lo
mágico, c.) que sin embargo no tendrían por qué ser asignados al eje angular.

II

El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal


divino como ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión

Son múltiples, como hemos visto, las limitaciones constitutivas que


suponemos implicadas en la ejecución del proyecto de El animal divino, en
cuanto modelo de una filosofía materialista de la religión. Limitaciones que
dejaban «abiertas» muchas cuestiones implícitas. Pero con el único objetivo de
evitar la prolijidad y hacer tratable el análisis, las reduciremos a los cinco grupos
que hemos enumerado en la sección anterior.

Por lo demás estas cuestiones no son enteramente independientes; sin


embargo, quienes han intervenido en el debate, han incidido más en unas
cuestiones que en otras, salvo en las que tienen que ver con el grupo (5), que
han permanecido prácticamente intactas.

(1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico

Presuponemos, según lo expuesto en la sección anterior, la Idea de un


espacio antropológico con tres ejes: circular, radial, angular. La Idea de un
espacio antropológico se ofrece, ante todo, como una forma de estructurar los
materiales antropológicos (prehistóricos, históricos, sociológicos); una forma
obligada para una antropología filosófica materialista, es decir, para una
antropología que no sea idealista o espiritualista. Por ello, la Idea de un espacio
antropológico es más importante por lo que niega que por lo que afirma.

El dialelo antropológico, referido al ámbito del espacio antropológico, podría


formularse de este modo: la estructura tridimensional del espacio antropológico,
desde la cual analizamos el material antropológico que ponemos en

162
correspondencia con «el Hombre» o «lo humano» ya constituido, habría de ser
también aplicada al análisis del proceso mismo de constitución de ese «hombre»
(por ejemplo, a los llamados «hombres primitivos», homínidos o protohombres,
o en términos más positivos: a los hombres del Paleolítico inferior).

Pero esta aplicación, obligada por el método, y en la medida en que arrastra


un círculo o petición de principio (la utilización del espacio antropológico del
presente –del hombre del presente, del hombre histórico– para analizar a
materiales que por hipótesis aún no son humanos –por ejemplo el «hombre
prehistórico» o «protohombre»–) nos lleva a anacronismos insoslayables, que
habrán de ser tratados en cada caso, por ejemplo, en cada eje y en cada figura
de los ejes. (El anacronismo queda disimulado por la fuerza de sintagmas tales
como «protohombre» o «hombre primitivo».)

Sin embargo lo cierto es que el reconocimiento del dialelo en la práctica


común de antropólogos o historiadores es condición crítica elemental, que nos
preserva ante todo de la ilusión metafísica que consiste en atribuir a los
materiales prehistóricos –por no decir también a los materiales paleontológicos
que nos llevan más atrás de la era cuaternaria y nos introducen en el plioceno,
o en el ordovícico– la prefiguración o el «destino» que llevará hasta la
constitución del Hombre (del Género humano). La ilusión de que los materiales
prehistóricos o paleontológicos se ordenarán en función de su resultado, y que
por tanto la «aparición del Hombre» se debe a que ya hemos partido de este
hombre en el momento de echar la vista atrás. Es decir, la ilusión se debe al
dialelo.

Ahora bien, el análisis del dialelo del espacio antropológico, en tanto


requiere la distinción entre los ejes en el proceso mismo del dialelo, remueve
muchas cuestiones sobre la naturaleza de estos ejes, de sus contenidos o figuras
propias, así como cuestiones que tienen que ver con el alcance de la
especificidad de cada eje o figura, o con las cuestiones de la independencia o
autonomía esencial y existencial de cada eje respecto de los demás. Cuestiones
que afectan a todos los contenidos o figuras de cada eje y, en particular, a los
contenidos o figuras que tienen que ver con las religiones positivas.

He aquí algunos ejemplos de las cuestiones que podríamos incluir en este


primer grupo del dialelo:

¿Hasta qué punto la asignación a un eje de contenidos o figuras específicas


«unidimensionales» no equivale a una sustantivación de ese eje? Y si para evitar
la hipóstasis se duda de la posibilidad de delimitar figuras específicas de un solo
eje, postulando la involucración en cada eje de los demás, ¿no estamos en rigor

163
poniendo en cuestión la propia realidad de cada eje, vaciándolo por tanto de
contenidos específicos?

Y cuando el dialelo se aplica a figuras o contenidos específicos de un eje,


delimitados en el presente (pongamos por caso: la figura del Sol astronómico,
como contenido del eje radial), ¿habrá que entender esta aplicación en un
sentido emic («el Sol que perciben los hombres del siglo XXI o los del siglo XVIII,
¿es la misma figura que percibieron los hombres neandertales, aunque hubieran
ya alcanzado la bipedestación?») o bien es suficiente un sentido etic (respecto
del cual las percepciones prehistóricas, reflejadas por grabados, pinturas, &c.,
puedan ser identificadas como representaciones emic de «nuestro» Sol)?

Estas cuestiones están abiertas sobre todo cuando en lugar de la figura


radial del Sol el debate recae sobre la figura, mucho más difícil de tratar, de un
animal numinoso. Gran parte del debate ha girado en torno a cuestiones de esta
índole.

Habrá quien tienda a reconocer la especificidad de figuras en cada eje, con


el riesgo de hipostasiar estos ejes; habrá quien huyendo de la hipóstasis,
rehusará reconocer figuras específicas, pidiendo por tanto para cada figura dada
(por ejemplo, el animal humano) la contribución o composición de figuras dadas
en ejes distintos.

Así, por ejemplo, cuanto David Alvargonzález niega (aunque también por
otras razones) que los «animales numinosos» puedan ser considerados como
contenidos prístinos específicos de un eje angular (susceptibles de ser
transformados ulteriormente) y los presenta como resultado de una confluencia
(con eventuales catábasis) de determinados contenidos circulares y radiales –el
teriántropo, tal como él lo interpreta– pone en peligro la especificación del eje
angular, como si de un eje superfluo se tratase. (Joaquín Robles ha insistido con
claridad en este punto.) En cambio, cuando se insiste en que la especificación
del eje angular hay que ponerla en el carácter numinoso del eje en cuanto tal
(como hace Alfonso Tresguerres), nos ponemos muy cerca de los que objetan
dialelo antropológico ad hoc (el eje angular está especificado por los animales
numinosos, y éstos son los que determinan el eje angular).

(2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica

Los procesos, ante todo de orden gnoseológico, que venimos englobando


bajo el rótulo «inversión antropológica» son, en gran medida, recíprocos de los
procesos, también gnoseológicos, que tienen que ver con el dialelo
antropológico.

164
El dialelo nos lleva a retrotraer estructuras del presente (por ejemplo, la
estructura del espacio antropológico) hacia el pasado del origen del hombre (en
la medida en que este pasado sólo puede ser considerado «desde la plataforma»
de las estructuras del presente); pero el dialelo presupone ya su propia crítica
(contenida en la misma idea del dialelo), es decir, la discriminación entre las
estructuras del presente retrotraídas y el material mismo que, sin ser el del
presente, recibe tales estructuras (en nuestro caso, el material paleolítico). El
dialelo implica, por tanto, la determinación, en el pretérito, de materiales
prehistóricos protohumanos o, para decirlo con el término habitual, del hombre
primitivo; por ejemplo, la determinación en los «númenes paleolíticos» de
animales linneanos (tigres, serpientes, bisontes) similares a otros animales que
existían independientemente de los hombres paleolíticos, incluso de especies
anteriores a la época de la aparición del hombre. Es frecuente que en las
representaciones parietales las figuras de animales vayan acompañadas de
figuras o de rasgos humanos, aunque también hay casos (el más notorio,
últimamente, en la cuevas de Chauvet) en que no hay rastros de figuras
humanas, pese a su antigüedad, cifrada en 37.000 años.

La inversión antropológica se enfrenta, en estos casos, con los procesos de


«incorporación», transformación, &c., de estas estructuras prehistóricas en las
estructuras históricas organizadas en el espacio antropológico.

El cúmulo de dificultades y problemas que aquí se abren es casi inabarcable.


Y tampoco tienen por qué ser idénticos los caminos que pueden ser ensayados
para salir de estas dificultades.

La dificultad central consiste, seguramente, en la siguiente: ¿cómo podemos


pasar de un material etológico, que no está organizado por hipótesis según la
estructura del espacio antropológico, a un material antropológico obtenido
regresivamente en el dialelo?

En el material etológico prehistórico (que suele ser equiparado


habitualmente, a nuestros efectos, al material de nuestros contemporáneos
primitivos) no cabe hablar de una diferenciación, ya humana, entre ejes
angulares y circulares. Pero esta falta de diferenciación, ¿se atribuirá a una
confusión de ejes, o bien a una «invasión» del eje angular en el circular, o acaso
recíprocamente? Íñigo Ongay señalaba esta posibilidad muy claramente:
«Habría que ver si el teriántropo no es un hombre visto en tanto que animal. Y
ahí, me parece a mí, reside la clave del asunto» (carta nº 3, 2 agosto 2004).

Para referirnos a un informe que apareció dos años después de la segunda


edición de El animal divino, y que dio lugar a comentarios y conversaciones entre
nosotros, «Las cosmologías de los indios de la Amazonia», de Philippe Descola

165
(en el nº 175 de Mundo científico, 1997): los achuar de la América ecuatorial,
«dicen que la mayor parte de plantas y de animales poseen un alma (wakan)
similar a la del ser humano, facultad que los alinea entre las personas (aents) en
tanto que les confiere conciencia reflexiva e intencionalidad». El análisis de
Descola es emic; desde nuestro presente tenemos que rechazar etic, desde
luego, la percepción de las plantas como aents (personas), ¿tendríamos que
hacer lo mismo con sus animales? Un mecanicista (al estilo de Gómez Pereira o
Descartes) respondería afirmativamente; pero también un antropólogo radical
(es decir, quien presuponga una distancia insalvable, megárica, entre la
conducta animal y la humana) se resistirá a reconocer la condición personal de
los animales de los achuar, y es muy probable que tienda a interpretar la
situación como una proyección antropomórfica del eje circular sobre el animal
angular; tendencia que se encontrará al constatar que este mismo proceso de
proyección antropomórfica se lleva a cabo también con las plantas. ¿Por qué, si
emic, se confunden plantas y animales con las personas (humanas) habrá que
separar unas de otras en el mismo proceso «reconocido» del antropomorfismo?

La atribución de un eje angular a los achuar –dirá el antropólogo radical– es


sólo el resultado de una perspectiva etic; en consecuencia no cabrá hablar emic
de eje angular, ni ante los achuar ni ante los hombres del Paleolítico inferior. Y
si no se les puede reconocer eje angular, ¿cómo podríamos dar cuenta de la
inversión antropológica, es decir, de la transformación de sus relaciones no
angulares con animales, en relaciones angulares con estos animales? Tan solo,
concluirá, apelando a la proyección del eje circular sobre los animales, o a la
composición de rasgos circulares con rasgos angulares.

Sin embargo, esta explicación de la inversión antropológica contiene una


notoria petición de principio: la suposición de que los hombres han de
considerarse ya dados en el Paleolítico según su eje circular, y en consecuencia
que los hombres primitivos ya eran hombres en cuanto al eje circular, y que por
ello podía ser proyectado; pero esto equivale a una hipóstasis del eje circular. Y
en la doctrina del espacio antropológico se supone que los ejes están
mutuamente codeterminados, es decir, que son inseparables (aunque sean
disociables, precisamente en función de las conexiones sinecoides entre sus
figuras).

Dicho de otro modo: el eje circular sólo se constituye como tal cuando
aparece «a distancia» respecto del eje angular; utilizando etimológicamente el
término ex-sistencia, el hombre comienza a existir en el eje circular cuando se
enfrenta –sistere– a los animales, y se segrega de ellos. Esta distancia podría
haberse establecido (siempre por la mediación de figuras radiales) precisamente
a través de la percepción de los animales como «animales extraños»,
«numinosos», lo que ya implicaría un eje circular como plataforma.

166
En cualquier caso, la inversión antropológica no tendría por qué verse como
un proceso instantáneo, de cristalización repentina o emergente que nos hace
pasar, siguiendo la ley del todo o nada, del estado prehumano al estado humano.
La inversión se cumpliría también como un paso de lo confuso y amorfo
(confusión de los tres ejes) a lo diferenciado y opuesto entre sí, es decir, como
un proceso de anamórfosis mediante el cual fueran siendo sustituidas unas
partes por otras, que se propagarían después en el todo. Los achuar, o los
hombres paleolíticos, cuando se consideran en este estado primitivo
(indiferenciado, amorfo) no son personas humanas, aunque sean jurídicamente
considerados como tales por los gobiernos de las repúblicas correspondientes.
La gran dificultad que el proceso de inversión encuentra es este: supuesto que
el eje circular por antonomasia es aquel en el que se configuran las personas
humanas, en cuanto instituciones, ¿cómo sería posible atribuir también a los
animales numinosos la condición de personas (aents, dice Descola) salvo por
proyección antropomórfica?

(3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales


linneanos

El animal divino procedió como si el eje angular estuviese poblado de


«entidades personales» dotadas o coloreadas de un coeficiente religioso –
animales no linneanos (dioses finitos politeístas, demonios) y linneanos–. Y
aunque se daba por hecho que los animales no linneanos (por tanto, los
demonios y los dioses) derivaban de los animales linneanos, no se tenía en
cuenta (se «ignoraba») el desajuste entre la idea lógica del eje angular (como
resultante de un cruce de clasificaciones dicotómicas) y los animales linneanos
numinosos; por tanto, del desajuste entre los animales no numinosos y los
numinosos.

Esto dejaba abiertas múltiples cuestiones, como las siguientes: la


«coloración religiosa» del eje angular, ¿habría de considerarse previa a la
«encarnación» de este eje en ciertos animales? O bien: la numinosidad, ¿sólo
de los animales podría ser derivada? Lo que a su vez obligaba a plantear esta
pregunta, si la numinosidad procedía de los animales: ¿por qué no todos los
animales son numinosos?

Para quien pueda pensar que estas cuestiones son enteramente extrañas a
los terrenos que tradicionalmente ocupa la filosofía de la religión, en general, y
que sólo se formulan en el contexto de la misma filosofía de la religión
desarrollada en El animal divino, conviene insistir en las correspondencias, sin
duda llenas de interés, que ya hemos mencionado, entre las cuestiones
suscitadas en este grupo (3) y las cuestiones tradicionales de la Teología
fundamental católica o de su filosofía de la religión.

167
Por lo que concierne a la Teología fundamental: cabría referirse a las
cuestiones que tienen que ver con las relaciones entre la Teología natural
(Preambula fidei) y la Teología positiva (en torno a estas relaciones gira el
Escolio 1 de la segunda edición de El animal divino).

La Idea de religión, ¿puede conformarse en el ámbito «puramente


filosófico», lógico, en el que teóricamente se conformaron las Ideas de Dios (el
Dios de los filósofos, el Dios de la Ontoteología) y de Hombre? Es decir, la
religión natural, ¿es propiamente una religión? ¿Cabe adorar al Primer Motor o
al Acto Puro? O bien, la idea de religión positiva, ¿no tiene fuentes también
positivas, a saber, que requieren la presencia y la revelación de un numen vivo
que se manifieste a los hombres?

La diversidad de respuestas puede en gran medida ejemplificarse por la


oposición entre Descartes y Pascal. Pascal objetó a Descartes que con su
filosofía sólo había logrado ponernos delante del Dios de los filósofos, una
posición que nos deja fríos y que muy poco o nada tiene que ver con la religión.
Y añade Pascal: «Sólo conozco a Dios a través de Jesucristo.» Como si dijera:
«El Dios de la lógica (el Logos de Heráclito, de Platón, de Aristóteles o de
Plotino) no tiene que ver con el Dios de Abraham, de Jacob, o con Cristo.» El
Logos es Cristo, como dirá San Juan, y sólo a través de este logos conoceremos
a Dios. El mismo dogma religioso (abstracto religioso) de la «encarnación» del
Verbo en el Hijo de María es muy diferente del dogma teológico metafísico de la
Santísima Trinidad. En la Encarnación de la Segunda Persona, del Logos, lo que
se nos muestra (en el Evangelio de San Juan) es la naturaleza religiosa de este
Logos, y no ya a través de una persona animal, sino a través de un hombre que
además no es una persona humana, y que sólo alcanza su condición humana
mediante su unión hipostática con una personalidad divina, la Segunda Persona
de la Santísima Trinidad.

Podríamos también establecer un paralelo entre la relación del eje angular


como resultante de una taxonomía lógica y los animales numinosos incorporados
a este eje angular y la relación entre la idea lógica del Dios des-encarnado del
deísmo (el «Gran arquitecto», el «Gran relojero», es decir, el Dios de los
filósofos) –un ateísmo cortés, decía Voltaire– y el «Dios del corazón» del vicario
saboyano de Rousseau, un Dios encarnado desde el principio en cada hombre,
en el contexto de los demás hombres. (Alfonso Tresguerres analizó en 1995, con
gran profundidad, las diferentes posiciones de los ilustrados ante la cuestión de
la religión natural, en su artículo «El concepto de 'religión natural'. Deísmo y
filosofía materialista de la religión», El Basilisco, nº 18, págs. 3-12.)

(4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones

168
El animal divino entendía, como contenido ineludible de una filosofía de la
religión, el reconocimiento «racional» (es decir, no fundado simplemente en la
«revelación» de la propia autoridad revelante que se presentaba como
verdadera) de la verdad de la religión, entendiendo por verdad, ante todo, la
fundamentación de los contenidos positivos de las religiones, en la medida en la
cual ellos nos ponían, directa o indirectamente, delante de la realidad de los
númenes personales.

Sin embargo, El animal divino mantenía en la más completa indeterminación


o indistinción la naturaleza y estructura de la verdad que él proponía, en términos
más bien negativos, como fundamento de su filosofía.

Sin embargo sería injusto imputarle una total ausencia de rigor en este
punto, confundiendo la indeterminación, o la indistinción, con la oscuridad o falta
total de claridad. Porque la Idea de verdad que él necesitaba en el proceso de
construcción de su modelo tenía un alcance muy claro, aunque fuera negativo:
«Verdad» de la religión equivalía a negación de las teorías alucinatorias o
subjetivas, animistas (en el sentido del Tylor de Puente Ojea) de los númenes
(los dioses no existen, son alucinaciones, o meras vivencias subjetivas o
proyecciones de animas, o alegoría de seres impersonales tales como el Sol o
el volcán). La verdad que El animal divino postulaba era la implicación en la
realidad extrasubjetiva, extrahumana, de los númenes (frente a las pretensiones
de las teorías animistas, del psicologismo o del babilonismo). Y ponía esta
realidad en los animales numinosos.

Pero el «material sebasmático» no se agotaba en las religiones primitivas.


¿Hasta qué punto las religiones secundarias o terciarias, que ya no pretendían
mantenerse en la presencia de númenes corpóreos positivos, podrían seguir
siendo consideradas como verdaderas?

Sin duda, la verdad que pudiera serles reconocida a estas otras formas de
religión habría de derivar de la verdad originaria (lo que a su vez implicaba un
curso de transformaciones de unas formas de religiosidad en otras). De hecho, El
animal divino reconocía también otras modulaciones de la Idea de verdad,
partiendo del supuesto de una verdad originaria: por ejemplo, una verdad
negativa, en sentido dialéctico, como negación de un error o de una falsa
conciencia previa. Incluso una verdad perceptual (fenomenológica) o una verdad
pragmática.

Sin embargo, las cuestiones que se habían planteado eran múltiples y


urgentes. Por ejemplo: ¿cómo puede hablarse, desde coordenadas
materialistas, a propósito de la religiones primarias, de la realidad de númenes
personales no humanos, aunque el término «personales» figurase entre

169
comillas, refiriéndose a los animales? ¿No estábamos practicando un simple
proceso de antropomorfización de los animales linneanos y, por tanto, un
proceso de proyección sobre ellos del eje circular? ¿Cómo es posible afirmar
que existen «númenes animales» ahí fuera (fuera del círculo de los hombres)?
En la fórmula, muy explícita, de Alfonso Tresguerres: ¿los animales, son
númenes reales y, por ello, al mismo tiempo, los animales son realmente
númenes?

Pero cuando pasamos a las religiones secundarias, que son declaradas


falsas, ¿no hay que limitar la tesis de la subordinación de las religiones a la
verdad? La verdad de las religiones secundarias, ¿acaso podría se otra cosa
que la crítica a la numinosidad que las religiones primarias ponían en los
animales, suponiendo que las religiones secundarias hubieran hecho esta crítica
a las primarias, lo que es mucho suponer? Pero entonces, ¿no estaríamos
demoliendo el supuesto de que los animales primarios debían ser realmente
numinosos, y con ello contradecíamos escandalosamente los principios de la
teoría?

(5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de


lo sagrado

Aunque estas cuestiones no han sido suscitadas en el curso del debate,


salvo tangencialmente, me parece que deben ser mencionadas también y
precisamente a título de limitaciones de las que El animal divino adolecía en
virtud de sus mismos planteamientos.

El animal divino se proyectó como una filosofía de la religión en su sentido


más estricto: la religación de los hombres con entidades personales no humanas;
pero dejaba fuera de su «campo visual» la consideración de otras muchas masas
de fenómenos que desde siempre han tenido mucho que ver con los fenómenos
religiosos. Quedaban abiertas, por tanto, cuestiones como las siguientes: ¿sería
posible poner también estos fenómenos (que intencionalmente al menos no
mantienen relaciones con númenes personales no humanos) en relación con los
númenes personales, es decir, considerarlos por ejemplo como subproductos de
la religión, como supersticiones, en el sentido tradicional?

En las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la Religión, de 1988, tres años


después de la primera edición de El animal divino, se plantearon ya este tipo de
problemas a propósito del fetichismo (cuestión 8: «Reivindicación del
fetichismo»). La tesis que allí se mantenía tendía a disociar el fetichismo (y con
el, la magia) de la religión estricta. El fetichismo no aparece allí como un
subproducto de la religión, como una «superstición», sino que podía tener
fuentes propias.

170
Dicho de otro modo, en los términos del espacio antropológico: el fetichismo
no sería un fenómeno irradiado de las figuras angulares, sino un fenómeno
radial.

Pero, a su vez, esto suscitaba la cuestión de las semejanzas: si fetiches y


númenes tenían fuentes diversas en el espacio antropológico, ¿cuál podría ser
el fundamento de su semejanza y, por tanto, la razón de que ellas fueran
habitualmente tratadas juntas por etnógrafos o por antropólogos? Y esto
suscitaba inmediatamente otra cuestión: ¿qué correspondencias podían tener
los fetiches y los númenes en el eje circular?

Se imponía inmediatamente otra categoría sebasmática: lo santo (lo santo


en cuanto humano, por ejemplo, los dioses de Evehmero). En un Congreso
celebrado en la Universidad de León en septiembre del año 2000 expuse el
proyecto de una sistemática de los valores de lo sagrado, asignando
los santos, los fetiches y los númenes a cada uno de los ejes circular, radial y
angular, respectivamente, del espacio antropológico («Los valores de lo sagrado:
númenes, fetiches y santos»).

Dos cuestiones de carácter general cabe plantear a partir del


reconocimiento de estos «valores sebasmáticos» asignados a los diferentes ejes
del espacio antropológico:

Una cuestión ontológica que podía formularse de este modo: ¿qué tienen
de común los númenes, los santos y los fetiches? ¿Qué tipo de «koinonia» los
relaciona? ¿Mantienen relaciones pacíficas o polémicas? Todos ellos puede
acogerse a la categoría de lo sagrado (según se intenta justificar en el ensayo
citado). Pero la cuestión abierta es si lo sagrado, que no es un unívoco (respecto
de sus especies: fetiches, santos y númenes) sino un análogo, es un análogo de
proporcionalidad (y en este caso, ¿cómo estos valores se formaron en cada eje?)
o bien si es un análogo de atribución. Y en este caso, ¿qué tipo de valores han
de ser elegidos como analogados principales? ¿Deberían todos los valores de lo
sagrado reducirse a los valores irradiados de los númenes, o a los que irradian
de los fetiches, o a los que irradian de los santos?

La cuestión gnoseológica tiene que ver con la misma definición de la


disciplina llamada «filosofía de la religión»: ¿habrá que considerarla como una
parte de la «filosofía de lo sagrado» (de una «Sebasmática», utilizando el término
acuñado por Ampère –dentro de su «Hierología»– en su célebre clasificación de
las ciencias) o bien habría que considerarla como una derivación de la filosofía
de los númenes, de los fetiches o de los santos? En cualquier caso, ¿habría que
atribuir a los fetiches y a los santos el mismo orden de trascendentalidad que la

171
filosofía de la religión materialista atribuye a los númenes, orden que justificaría
la denominación de filosofía de lo sagrado?

III

Reanudación, tras el debate,


del proyecto originario de El animal divino

En la sección I hemos tratado de delinear el proyecto original de El animal


divino. En la sección II hemos tratado de fijar los límites dentro de los cuales se
movió la ejecución del proyecto, mostrando al mismo tiempo hasta qué punto
estos límites podían removerse, abriendo paso a desarrollos más precisos del
proyecto.

En esta sección III nos proponemos indicar las líneas de desarrollo más
importantes que el propio debate habría ya, en general, iniciado, sometiéndose
siempre a ulteriores confrontaciones y rectificaciones. El hecho de que en esta
sección III figuren precisamente confrontaciones y rectificaciones de algunas
líneas que a lo largo del debate parecían orientarse a imprimir «un cambio de
rumbo» al proyecto originario de El animal divino no significa que las
«rectificaciones de las rectificaciones» no reconozcan que ellas sólo han sido
posibles gracias a las primeras rectificaciones, que siempre podrían
considerarse como un «experimento» que habría de verse siempre como
reproducible, aún a título de «ensayo dialéctico», aunque fuera para ser, a su
vez, rectificado.

(1) El debate en torno al dialelo

1. Señalaremos solo un punto del debate, si bien central: ¿cómo traducir las
rectificaciones propuestas por David Alvargonzález a términos del dialelo, al
menos cuando los referimos al eje angular?

Si no lo entiendo mal sus rectificaciones afectan precisamente al dialelo, en


lo que al eje angular se refiere, en un sentido que se orienta hacia su bloqueo:
no cabría admitir propiamente un dialelo del eje angular.

El eje angular formaría parte, a lo sumo, del espacio antropológico del


presente (si bien como región vacía del espacio, porque si no se admiten
númenes reales en la época paleolítica, menos aún se admitirán en la época del
presente). Si se prefiere, de la teoría del espacio antropológico; y digo «si se
prefiere» porque cabría deducir, de las rectificaciones de Alvargonzález, que
ellas alcanzan a negar el propio espacio antropológico tridimensional, en

172
beneficio de un espacio plano, con dos ejes: circular y radial. Al eje circular se
adscribirían ahora las relaciones e interacciones entre individuos, grupos,
personas humanas; al eje radial se adscribirían las relaciones e interacciones de
los animales «desde una perspectiva etológica», es decir, al margen de su
aparición como animales numinosos.

Conviene subrayar que también Alfonso Fernández Tresguerres parece


compartir inicialmente esta interpretación del eje angular: «Y he afirmado,
efectivamente, que los animales se encontraban en el eje radial (del espacio
antropológico, no del etológico), porque los animales no eran otra cosa que un
peligro del que defenderse o una fuente de alimento y materias primas de las
que apropiarse» (El Catoblepas, nº 39:10, mayo 2005). Sin embargo Tresguerres
admite la ulterior constitución de un eje angular, precisamente en el momento en
el cual los animales etológicos radiales asumen una forma de presencia
numinosa; de suerte que aunque los animales no sean realmente númenes –
cuando se mantienen en el eje radial– podría en su momento afirmarse que los
númenes son reales cuando se manifiestan como númenes, situándose por tanto
en el eje angular.

José Manuel Rodríguez Pardo da cuenta precisa de este problema:


«Suponer que las relaciones entre los hombres y los animales eran radiales ya in
illo tempore, y que después se añadirían las angulares es tanto como suponer
que el hombre ya era una realidad perfecta, diferenciada de los animales, al
contrario de lo que se supone en El animal divino, que es en la propia relación
entre los hombres y los númenes (los animales paleolíticos) denominada religión,
donde el hombre se constituye» (El Catoblepas, nº 39:11, mayo 2005).

Pero Alvargonzález no reconoce este proceso. Le parece no sólo gratuita,


sino absurda, la decisión de conceder a los animales la condición de númenes
reales y sobre todo la de personas o la de seres personiformes, contenidos por
tanto de un eje especificado por ellos, el eje angular (que también presupone,
como inicialmente Tresguerres, como religioso). Precisamente por no admitirlo
tiene que apelar a la hipótesis de una construcción (al margen del dialelo) del eje
angular, en el momento de analizar el origen de la religión en el hombre primitivo,
a partir de unos componentes circulares originarios.

Por ello insiste una y otra vez en la antigüedad de los teriántropos: no trata
sólo de constatar su presencia en las religiones primarias –lo que ya había sido
constatado en El animal divino a propósito de la figura de Trois-Frères– sino que
trata de reivindicar los teriántropos como las más antiguas reliquias del arte
parietal, juntamente con la defensa de la existencia de una cultura compleja
anterior al Paleolítico superior (lanzas de madera de Schöningen, 400.000 años
antes de Cristo, &c.). La insistencia en la defensa de la antigüedad de estos

173
contenidos culturales tiene seguramente por objeto reforzar la idea de una
sociedad prepaleolítica ya organizada (eje circular y radial) y, por tanto, capaz
de desplegar una actividad mitológica de proyección o composición de
componentes circulares en «animales etológicos» (radiales): «Los númenes son
reales en cuanto que construcciones de la cultura objetiva». Quedaría así muy
debilitado el supuesto (que no es, por cierto, el de El animal divino) de un eje
angular originario, insinuado en la «religión natural» prepaleolítica.

2. ¿Y por qué sería absurdo, en el fondo, admitir animales numinosos reales


(es decir, un eje angular estricto) en los hombres primitivos?

Sin duda Alvargonzález no niega que estos hombres no pudieran emic


percibir a ciertos animales como numinosos; como seguramente tampoco niega
que emic un ojo humano pueda percibir el color rojo de un objeto apotético. Pero
no trataría de constatar o de describir un fenómeno emic; se trataría de explicar
cómo se produce el fenómeno, supuesta su condición estrictamente emic. Y en
esta explicación intervienen presupuestos o prejuicios y, en particular, supuestos
de índole psicologista (por no decir cartesiana), relativos a la fuente de las
cualidades secundarias (la cualidad de rojo o la cualidad de numinoso).
Cualidades que precisamente eran consideradas secundarias por proceder del
sujeto (que las «proyecta» en los «objetos» o las compone con otras
sensaciones), a diferencia de las cualidades primarias, que se suponen
formando parte del objeto real. El correlato del color rojo, como entidad objetiva,
se reduciría al reflejo de una luz de 603,5 mμ; esto dice la teoría física del color
rojo. Pero el color rojo, como cualidad de rojo, sólo sería una «secreción reactiva
del alma (o del cerebro)» ante el estímulo de la luz, del mismo modo a como la
numinosidad animal, aunque percibida por los hombres primitivos, no sería otra
cosa sino una secreción reactiva del alma o del cerebro de los hombres y
residiría en el alma o en el cerebro de los hombres que la perciben, según la
teoría antropológica de la construcción cultural mitológica de los númenes:
«porque, evidentemente, el color rojo (en el ejemplo de Bueno) no está 'ahí
fuera'» (El Catoblepas, nº 37:1, carta 6, de Alvargonzález).

Ignoro las razones por las cuales puede parecer evidente a


los mediatistas que este color rojo que percibo en ese cuerpo apotético no pueda
estar «ahí fuera». ¿Acaso es más fácil entender cómo podría estar dentro del
cerebro? ¿En qué región de la retina ocular o de la retina occipital? ¿Acaso los
objetos apotéticos mantendrían su condición de tales si los colores
desaparecieran enteramente, y no interviniese el tacto? En cualquier caso, el
ejemplo del color rojo fue aducido precisamente para justificar, por analogía, la
realidad de una visión objetiva, apotética, de una cualidad cuya teoría va dirigida
a probar su inmanencia subjetiva. El ejemplo iba destinado a sugerir la
posibilidad de la percepción de una numinosidad objetiva, aún en el supuesto de

174
que «en sí mismos» los animales no fuesen númenes; añadiendo de paso la
crítica al sustancialismo de la «existencia en sí» («animales en sí mismos»,
«cosas rojas en sí mismas»), en nombre de la concepción de la existencia como
coexistencia (los animales –ciertos animales– en su coexistencia con los
hombres primitivos, son realmente númenes precisamente porque son númenes
reales: la disyuntiva entre los animales realmente numinosos y los númenes
animales reales puede considerarse como una disyuntiva aparente, cuando
introducimos la idea de la coexistencia). Y en cualquier caso, la analogía entre
el color rojo y la numinosidad se detiene ahí, pero «a favor», cuanto a su realidad,
de la numinosidad; porque mientras que el color rojo permanece como tal
«pasivamente», diríamos, en el objeto apotético, la numinosidad la suponemos
asociada a un sujeto que nos acecha, nos ataca y pone en peligro nuestra vida.

3. Pero los fundamentos últimos o, si se prefiere, los presupuestos o


prejuicios sobre los que se basa el rechazo de los «animales divinos» como
númenes reales son otros. Y podríamos reducirlos a los dos siguientes:

Primero, el supuesto (implícito) de que el eje angular o no se entiende, o ha


de entenderse como separado de los otros (si los animales son realmente
númenes sería porque lo son en sí mismos; si sólo son tales ante el hombre,
cuando coexisten con él, ya no serían realmente númenes sino sólo de un modo
aparente, de un modo mitológico). Correlativa a esta hipóstasis condicional del
eje angular constatamos una hipóstasis del eje circular (previa a la angular) al
referirse a las culturas humanas prepaleolíticas.

Ahora bien, un eje no tiene por qué concebirse como separable de los
demás, como si la separabilidad fuese condición de su realidad. La realidad de
cada eje siempre está necesariamente vinculada a la de los demás ejes, aunque
sea disociable de ellos, por la composición sinecoide de las figuras de algunos
con figuras diversas de los demás. Por ello, el eje angular presupone siempre
codeterminación (en alguna de sus figuras, en nuestro caso, las religiosas) con
el eje circular, así como recíprocamente. Y, por ello, la condición de persona
humana (como diremos después) implica la «neutralización» del eje angular (no
su abolición).

Segundo, el supuesto –acaso el más importante– en virtud del cual parece


necesario descartar a priori la numinosidad de los animales reales (por tanto, el
eje angular). Este supuesto es de índole ontológica: un animal numinoso –parece
presuponerse– debiera ser una persona dotada de «voluntad», «entendimiento»
y «capacidad de hablar» con otras personas (en nuestro caso, revelar –la
persona numinosa a la persona humana– y orar –la persona humana a la
numinosa–). Parece como si David Alvargonzález estuviera aherrojado por la
sentencia de Thomas Szasz, «si alguien dice que habla con Dios, está rezando;

175
si alguien dice que Dios habla con él, está esquizofrénico». Quien cree que los
animales-númenes del Paleolítico «hablaban» con los hombres está
esquizofrénico o, por lo menos, estará atribuyendo a los hombres primitivos, si
no la condición de esquizofrénico, sí la condición de una falsa conciencia:
«Especialmente, Bueno no tendría en cuenta que los númenes paleolíticos
tienen componentes ineludibles de falsa conciencia (componentes míticos,
confusiones y oscuridades, cuando se evalúan desde el presente»
(Alvargonzález, pág. 32 del texto original de su conferencia; fragmento que no
aparece en la edición impresa de las Actas).

Ahora bien, según esto, dado que los animales no pueden ser númenes
personales (como debieran serlo si se les considerase como núcleo angular de
la religión), la atribución a ciertos animales de «características propias de los
númenes personales» (Alvargonzález, pág. 8 del original, pág. 217 de las Actas)
sólo podrían ser el resultado de alguna construcción o teoría mitológica (que
implica lenguaje fonético doblemente articulado) y que tendrían al menos alguno
de los siguientes componentes, según Alvargonzález:

«1. Adjudicar a los animales la capacidad de entender a los hombres


cuando éstos les hablan: el ruego, la oración, la ofrenda y el sacrificio son
componentes de las religiones del Paleolítico que suponen que los
animales tienen capacidad verbal similar a la humana.

2. Adjudicar a los animales más inteligencia de la que tienen (rasgo que


puede aparecer conectado o no con el anterior).

3. Adjudicar a los animales caracteres de personalidad humanos


(pendenciero, adulador, &c.) y caracteres morales propios de personas
(malo, bueno, dañino, mentiroso, desleal, &c.).

4. Suponer que los animales están sujetos a normas morales en su trato


con ellos y con los hombres.

5. Por último, en los casos en los que aparece una combinación fantástica
de caracteres morfológicos de varios animales no humanos (los
teriomorfos) o de animales no humanos y humanos (los teriántropos), esta
combinación de rasgos también podría interpretarse como un
componente mítico del núcleo de las religiones del Paleolítico.»
(Alvargonzález, págs. 217-218 de las Actas)

No cabe duda que estas construcciones o «teorías mitológicas» son


constatables a lo largo del curso de las más diversas religiones; y que, por
supuesto, pudieron también ser desplegadas, y lo fueron de hecho, en el

176
Paleolítico. El animal divino se refiere (1ª ed., 1985, pág. 101; 2ª ed., 1996, pág.
105) al «teriántropo dualista» de El Juyo, y en su pág. 113 (en la 2ª ed., pág.
117) al teriántropo, acaso un hechicero, de la cueva de Trois-Frères. Pero la
constatación de estas construcciones o teorías mitológicas no tiene nada que ver
con la tesis que niega la numinosidad real de los animales paleolíticos
involucrados en la religiosidad primaria.

Por de pronto, la tesis de la numinosidad real de algunos animales


paleolíticos no implica su condición exenta de cualquier representación
concomitante (es decir, como si la numinosidad animal tuviera, para aparecer,
que presentarse exenta o pura de cualquier «marco mitológico» procedente de
regiones radiales o circulares que suponemos están siempre acompañando al
eje angular); más aún, puede asegurarse que los fenómenos específicos del eje
angular están siempre, según la doctrina del espacio antropológico, involucrados
con otros fenómenos propios de los demás ejes (y que esta circunstancia explica
la presencia temprana del teriántropo, sin perjuicio de númenes animales no
humanos).

Pero si se afirma que la «cualidad de numinoso» que se reconoce, al menos


emic, en la percepción de ciertos animales paleolíticos, «emana» del eje circular,
¿no se está diciendo también que la numinosidad emana del hombre,
conculcando el hecho del que partimos: que lo numinoso es cualidad del animal?
Nada se ganaría apelando a la novedad del compuesto (circular + angular) –por
ejemplo, en el teriántropo–, puesto que precisamente lo que esta «novedad»
debiera hacernos esperar sería esto: que lo numinoso no procede del
componente humano, sino de lo que no es lo humano, es decir, de lo que es
animal. La hipótesis de la novedad resultante de un mixtum compositum exigiría
introducir un «mecanismo especular» en virtud del cual los hombres
comenzarían a hacer algo así como «conocerse a sí mismos» cuando vieran su
imagen reflejada en la forma de un animal numinoso. Pero este mecanismo es
enteramente gratuito y multiplicaría los entes sin necesidad.

La cuestión de fondo, por tanto, es otra. Pues no se trata de que la


numinosidad específica (angular) esté «envuelta» o «compuesta» siempre con
algunos contenidos procedentes de otros ejes, radiales o circulares (llámese o
no «mitología» a una tal composición o envolvimiento).

Se trata, ante todo, de si cabe la posibilidad de reconocer animales


realmente numinosos, o si esta posibilidad debe ser rechazada a priori, por lo
que su reconocimiento implicaría «adjudicar» (es decir, sobreponer, atribuir
propiedades en principio extrínsecas) capacidades propias de los hombres o
incluso de las personas humanas (capacidad verbal, inteligencia superior,
características de personalidad, normas morales...) que ellos no pueden tener si

177
se les juzga desde el presente, es decir, desde la Etología actual. Como si la
Etología del presente rechazase de plano características de esta índole a los
animales, y no sólo a ciertos animales.

4. Precisamente El animal divino sólo se atrevió a salir al público, como ya


hemos dicho, cuando la Etología del presente recibió una suerte de
«reconocimiento oficial» con motivo de la concesión del Premio Nobel a sus más
notorios representantes del momento. Fueron los descubrimientos de estos
etólogos, y de otros muchos etólogos o lingüistas (por ejemplo Egon Brunswik –
con su teoría de la «conducta animal raciomorfa»–, Eibl-Eibesfeldt, Gardner,
Premack...) los que permitieron poder hablar sin escándalo, para las
generaciones formadas en el mecanicismo, de los «lenguajes animales» y de la
«inteligencia» y aún de la «razón» animal. En cualquier caso, El animal
divino nunca atribuyó, porque no lo necesitaba, «capacidad verbal similar a la
humana», ni siquiera «capacidad verbal» a los animales. Se refería (ver pág.
153) a «relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar 'lingüística'
(en sus revelaciones o manifestaciones)». Y, para mayor abundamiento,
«lingüística» aparece entre comillas, como un guiño a los apasionados debates
de aquellos años sobre los «lenguajes animales» (uno de ellos muy reciente
entonces, que había tenido lugar en Oviedo, en un Congreso de lingüistas,
presidido por Emilio Alarcos, y en el cual la mayoría de los lingüistas allí
presentes se indignaban al escuchar una exposición casi literal de los informes
de Premack o los Gardner, que me correspondió ofrecer). Todavía en 1994,
cuando Alfonso Tresguerres expuso en Santa Clara, ante más de cincuenta
profesores de filosofía cubanos, las tesis de El animal
divino, sorprendentemente, por tratarse de un auditorio materialista, se encontró
con las risas y el rechazo del auditorio al hablar de la etología y las culturas
animales: el profesor Pablo Guadarrama le objetó airadamente que la Etología
era una «disciplina burguesa» que había sido cultivada por los nazis, y sólo el
auditorio se calmó y cambió de actitud cuando los argumentos brillantemente
expuestos por Tresguerres fueron reconocidos y corroborados in situ por el
profesor cubano Manuel Martínez Casanova, que en su condición de veterinario
y profesor de filosofía, estaba en situación de informar a sus colegas y alumnos
que, efectivamente, aunque las tesis oficiales de la filosofía cubana dijeran lo
contrario, la realidad aceptada en el mundo era la de la Etología («Númenes
animales en el Caribe»).

Pero en cambio El animal divino sí reconocía (no «adjudicaba» más o


menos gratuitamente, o caprichosamente y, en todo caso, dando desde fuera a
los animales algo que ellos no tuviesen) a los animales paleolíticos «capacidad
lingüística», no sólo en términos de comunicación «no verbal» (conductas de
acecho, de amenaza...) sino también de comunicación fonética articulatoria y
auditiva (gruñidos, rugidos, mugidos, silbidos). De este modo se reconoce a los
animales paleolíticos (como también a los actuales) la capacidad de percibir a

178
los hombres, de «medir las fuerzas de los hombres», de interpretar muchos de
sus movimientos gestuales o no gestuales (e incluso interpretar gestos humanos
de humillación o de apaciguamiento): todo esto es incompatible con la pretendida
representación que se nos quiere ofrecer de los animales paleolíticos como una
especie de organismos movidos por automatismos reflejos, incapaces de
interpretar la conducta global de los hombres cuya evolución se iba produciendo
en su entorno, y codeterminadamente con ellos. Por la misma razón se reconocía
a los hombres capacidad para interpretar (sin perjuicio de eventuales errores)
conductas de otros animales.

Advertimos, en todo caso, que esta capacidad de comunicación


«lingüística» no verbal (gestual, expresiva o apelativa) atribuida a los animales
no humanos, no tiene en sí misma significado numinoso, sino etológico general.
Y, en el caso del hombre –es decir, cuando consideramos a los grupos humanos
ya constituidos– significando relaciones angulares establecidas entre los
hombres y animales no humanos (pero no necesariamente religiosas).

Más aún, también cabe atribuir a los animales, a ciertos animales, una
«personalidad» precisa e individual, susceptible de recibir nombres propios
(Bucéfalo, Laika, Sara, Washoe) –y esto sin necesidad de tener que admitir las
pretensiones de los últimos etólogos firmantes del «Proyecto Gran Simio», ni
menos aún, las de los firmantes de la «Declaración Universal de los Derechos
de los Animales»–.

Una «personalidad» que no se hará consistir en ser sujeto de atribución de


«caracteres de personalidad humanos» (por cierto, reducidos a cualidades
psicologistas: «pendenciero, adulador») –pues los «caracteres morales» citados,
y tal como se citan («malo, bueno, mentiroso...») también los etólogos se los
atribuyen a los animales (que también engañan, son objetivamente dañinos,
buenos o malos)–. La personalidad que se les atribuye se apoya sobre todo en
ser «centros prácticos de voluntad y de inteligencia» (vis appetitiva y vis
cognoscitiva), que están actuando in situ, en concreto y perentoriamente ante
unos hombres primitivos, acaso no plenamente humanos, pero sí análogos a los
humanos en el terreno de las interacciones prácticas. La conducta de acecho,
engaño, camuflaje, &c., que un animal mantiene ante un grupo humano puede
ser percibida por este grupo como análoga a la conducta de acecho, engaño,
camuflaje, &c., que ese grupo advierte respecto de otros grupos humanos
enemigos; y la advierte como análoga porque en realidad es análoga. Porque de
lo que se trata es del enfrentamiento de una «voluntad» o «apetito teleológico»
animal y de una voluntad y entendimiento prácticos humano, orientado a
mantener la integridad del organismo, amenazada por la «voluntad enemiga» de
destruirlo. Las conductas etológicas interespecíficas podrían también ser
asignadas a un eje del espacio etológico, similar al eje angular del espacio

179
antropológico; un eje angular interespecífico que mantendría intactas sus
diferencias con el eje angular del espacio antropológico, un eje angular etológico,
en el cual, desde luego, no podrían figurar contenidos religiosos, puesto que este
presupone la «plataforma» de un eje circular especificado por su materia. Los
ejes del espacio antropológico no se diferencian, en principio, de los posibles
ejes de un espacio etológico (atribuidos a cada especie zoológica) en cuanto
ejes de un «espacio formal tridimensional», sino por los contenidos materiales
específicos característicos de cada eje; contenidos que no excluyen momentos
genéricos comunes a las diferentes especies.

La consideración de «escándalo antropomórfico» que para muchos merece


aún el reconocimiento de la «personalidad» de los animales deriva, acaso, de
una concepción espiritualista de la persona, en versiones más o menos
radicales, que van desde la versión espiritualista extrema de Malebranche –que
vería como un «residuo de paganismo» a la definición aristotélica del hombre
como animal racional– hasta las más moderadas de los «psicólogos de la
personalidad humana» que subrayan factores ellos mismos «mentalistas» (tales
como conciencia o reflexividad). También, incluso, desde posiciones similares a
las de las concepciones humanistas de la persona como entidad exclusivamente
antrópica (que presiden, por ejemplo, la concepción actual jurídica de la persona)
que la circunscribe a campos humanos (el Código Penal ya no procesa a un
perro que ha matado a un hombre).

Pero el humanismo personalista, o el personalismo humanista, por mucho


que se escandalice de quienes atribuyen «personalidad» a sujetos no humanos,
no debiera olvidar que la Idea misma de persona humana (en particular, de la
persona en sentido jurídico) procede de fuentes distintas de la «tradición
humanística». En nuestra tradición, la Idea de persona procede de los debates
teológicos cristianos que tuvieron lugar en los Concilios de Nicea, de Efeso, &c.,
acerca de las Personas de la Santísima Trinidad (que no eran humanas, y que
por tanto estaban más próximas al eje angular; pues no tendría sentido situarlas
en el eje circular o en el radial) y, en particular, de la personalidad de Cristo, a
quien, por cierto, sólo se le «adjudicaba» la personalidad humana a través de la
Segunda divina persona de la Santísima Trinidad (el Concilio de Efeso estableció
dogmáticamente que Cristo tenía una sola Persona, que era la Persona divina,
que incorporaba a la naturaleza humana: Cristo era, por tanto, un «hombre
divino», es decir, un animal divino, si el hombre es animal).

La persona humana, y la personalidad humana, por tanto, es


una institución histórica y cultural muy tardía. Ya hemos observado lo
improcedente de construcciones tales como «persona neandertal» o «persona
pitecántropa» (a pesar de que algunos paleoteólogos, sobre todo si son
cristianos, considerarían personas a estos «hombres primitivos»).

180
Las cuestiones filosóficas que la persona envuelve tienen que ver
precisamente con la cuestión de la coordinación biunívoca entre el conjunto de
las personas humanas y el conjunto de los individuos humanos (conjunto que
contiene subconjuntos muy anteriores al paleolítico). La persona humana, en
cuanto institución cultural histórica, tiene sus propias características. Si se
quiere, es una convención, una ficción jurídica, considerar a un subnormal
profundo de nacimiento la condición jurídica de persona humana; lo que no
quiere decirse con esto que se hayan resuelto los problemas filosóficos de su
condición de persona. La consideración de persona ha de entenderse, ante todo,
como una norma práctica, porque ofrece criterios prudenciales para tratar esos
casos límite, pero no por ello excepcionales. Y, por supuesto, no cabe, sin
prosopopeya, adjudicar la personalidad a individuos vivientes no humanos, sean
dioses, demonios o animales, sean acaso muchos de nuestros
«contemporáneos primitivos» (a los cuales las normas internacionales,
inspiradas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, les concede
personalidad a la manera como se la concede, como hemos dicho, a los
subnormales profundos congénitos).

Pero todo esto no excluye la legitimidad de hablar de personas no humanas,


anantrópicas, y, por tanto, la legitimidad de hablar de la personalidad propia de
ciertos animales del Paleolítico superior, sin que esto implique en modo alguno
«adjudicar a los animales caracteres de la personalidad humana»; de la misma
manera los animales, incluso las personalidades animales no humanas, aunque
no estén sujetos, desde luego, a normas morales (que suponemos humanas, en
cuanto que son normas), no dejan de estar sujetas a pautas (por ejemplo,
rituales, no ceremoniales) que funcionan como criterios distintivos y permiten
predecir su comportamiento.

5. Recapitularemos nuestra «rectificación» a la «rectificación» propuesta en


este punto por David Alvargonzález.

Suponemos, por nuestra parte, que el eje angular del espacio antropológico
es un eje etológico, pero especificado ya como humano (la condición etológica
de un eje no implica que este eje haya de requerir ser pensado siempre como
«momento genérico» zoológico). El eje angular es un eje que está definido para
ser reconocido en un presente histórico. No es un eje prehistórico (en el sentido
estricto) que el desarrollo histórico del hombre hubiera logrado borrar. Todavía
existen hoy animales con los cuales los hombres se comunican como si fueran
personas no humanas. Y una gran porción de la conducta humana del presente
está orientada por las expectativas de mantener comunicación lingüística –no
telepática– con sujetos personales o personiformes no humanos, con animales
no linneanos, extraterrestres, que implican, desde luego, un espacio práctico
dado en el eje angular (y esto sin tener en consideración a las prácticas humanas

181
animistas, el culto a los dioses, a los ángeles o a los demonios, muy vigentes en
el presente).

La Etología es precisamente una disciplina fundada en el reconocimiento


práctico de un eje angular, frente al mecanicismo preetológico que, como es
sabido, fue siempre muy limitado (José Manuel Rodríguez Pardo, que ha
intervenido ampliamente en este debate, ha estudiado en su tesis doctoral estas
relaciones: «El alma de los brutos en la filosofía española del siglo XVIII, en el
entorno del Padre Feijoo. Análisis desde el materialismo filosófico», 2004).

Por consiguiente, cuando retrotraemos, por exigencias del dialelo


antropológico, el eje angular del espacio antropológico del presente al presente
prehistórico, no necesitamos poner en marcha «teorías mitológicas» a fin de
atribuir a los hombres prehistóricos un eje angular, con referencia a
determinados animales de su entorno. A determinados animales: aquellos con
los cuales cabe hablar de interacción operatoria –de percepciones, apetitos... a
escala operatoria– excluyendo, por supuesto, a los animales invisibles o
intangibles en la época, ya fuera por habitar en lugares incógnitos, ya fuera por
ser inaccesibles al ojo humano, como es el caso de los animales microbios.

Otra cosa es la cuestión de la «transformación» del eje angular humano


(etológico, pero ya especificado como humano) en el eje que contiene a los
númenes reales, a los animales numinosos. Pero esta cuestión desborda el
debate en torno al dialelo (aunque obviamente está profundamente vinculada
con él) y pertenece más propiamente al debate en torno a la inversión
antropológica, es decir, a la cuestión de la anamórfosis de las estructuras
etológicas y, entre ellas, las mismas relaciones angulares entre los hombres y
los animales, en lo que tengan de relaciones interespecíficas humano-zoológicas
(subgenéricas o cogenéricas), en instituciones genuinamente antropológicas,
como puedan serlo las instituciones religiosas. Y también, desde luego, en otras
instituciones angulares no religiosas, como pueda serlo la institución de los
«animales domésticos de compañía», o la propia institución de la Etología, cuyas
afinidades con la Teología ya hemos señalado en otras ocasiones («La Etología
como ciencia de la cultura», El Basilisco, nº 9, 1991).

(2) El debate en torno a la inversión antropológica

1. Hemos presentado la «inversión antropológica» como un proceso en


cierto modo recíproco del proceso del dialelo antropológico.

Es obvio que partiendo de una situación en la que los animales son


concebidos como entera y puramente zoológicos, la manera más expeditiva de
explicar su numinosidad será la de suponer un mecanismo de «composición» o

182
catástasis (tomando este término en general, más que en su especificación
puramente dialéctica) de contenidos «personalistas» procedentes del eje
personal por antonomasia, a saber, del eje circular del espacio antropológico,
con contenidos zoológico-etológicos que todavía no se consideran adscritos a
un eje angular, sino a un eje radial. Los contenidos de este eje circular (o
contenidos circulares) se compondrán por catástasis con los animales
etológicos, y de esta composición resultarían los númenes animales y, con ellos,
un eje angular («viciado», desde el principio, por una «falsa conciencia»). En
palabras de Alvargonzález: «...para que ciertos individuos animales (que son
animales de la Zoología) se conviertan (emic) en númenes personales hace
falta la composición de elementos 'angulares' con elementos 'circulares', hace
falta que los aspectos 'angulares' (etológicos y ecológicos), sin dejar de
actuar, se reorganicen de un modo sui generis al componerse con contenidos
'circulares'» (pág. 16 del original, pág. 224 de las Actas, en las que el resaltado
de los términos en negrita ha desaparecido).

Sin embargo, las expresiones «elemento angular» o «aspecto angular»


implican una concesión, por parte de Alvargonzález, que no ha sido justificada
(si el eje angular comienza con los númenes), a la tesis del eje angular del
espacio antropológico. Pero este eje sólo podría admitirse como un residuo emic,
que quedaría después de haber retirado a los animales la condición de núcleo
angular del proceso de inversión. Más que en un eje angular se estaría pensando
en los individuos animales de la Zoología (acaso ni siquiera de la Etología) que
se convierten emic en númenes personales; con lo que el eje angular será
también sólo emic (al menos cuanto a sus contenidos numinosos).

En cualquier caso tampoco parece que hubiera mayor inconveniente en


reconocer un eje angular para acoger las relaciones e interacciones específicas
hombre/animal, con tal de que en este eje figurasen, como núcleos de la religión,
los animales de referencia. En cualquier caso ésta hipótesis –la composición de
los aspectos circulares (tomados como fuentes de los contenidos personales)
con los aspectos animales (puramente zoológicos)– seguiría arrastrando mucho
de ese «mecanismo de proyección» (aunque se llame «mecanismo de
composición») de los contenidos personalistas circulares en unos animales
concebidos como ajenos, en sí mismos, a cualquier rasgo propio de una
personalidad humana, y que sólo los recibirían por «adjudicación». En efecto: si
se supone que los rasgos propios de una personalidad se encuentran en el eje
circular (lo que es mucho suponer, salvo que nos movamos en un terreno
jurídico) y se supone también que la numinosidad animal implica rasgos de
personalidad, ésta sólo podría proceder del eje circular, por lo cual los númenes
animales resultarían de un compuesto de rasgos circulares y angulares;
composición que podría dar lugar, desde luego, a un novum, a saber, los
númenes animales (del mismo modo –se explica– que cuando el carbono y el

183
oxígeno se componen, para dar lugar al dióxido de carbono, no decimos que el
carbono, por ejemplo, se «proyecte» sobre el oxígeno).

Sin embargo, sí que habría que decir que los componentes personales del
numen animal proceden del eje circular antes que de los propios animales no
humanos. Lo que nos devuelve a una posición muy próxima a la que podría
resultar de una proyección «humanista o psicologista». Joaquín Robles ha visto
con claridad esta conclusión:

«Porque la composición de carbono y oxígeno en monóxido o dióxido es


el resultado, bien de operaciones (de un químico) químicas, bien
anantrópicas bajo determinadas condiciones, que dan lugar al monóxido
o al dióxido, 'objetivos' y bien reales, sujetos, por lo demás, a los principios
de la química (por ejemplo el de conservación de la masa). Sin embargo
los teriántropos son figuras del 'arte parietal' (y sólo en este sentido son
objetivas) que, en modo alguno pueden considerarse como algo más que
alucinaciones (o verdaderas apariencias falaces) del sujeto que las pintó.
Y si en la composición del monóxido o del dióxido no hallamos sino
principios objetivos que explican la composición misma de un ente real y
objetivo ¿qué principios podemos representarnos como fundamento de la
composición angular-circular de los teriántropos?» (Robles, El
Catoblepas, nº 38:19.)

Por su parte Alfonso Tresguerres observa certeramente que:

«Desde la posición defendida por Alvargonzález, todo el papel que a éstos


[los animales] les corresponde en la génesis de la religión es haberse
convertido en receptores y referentes de la fabulación mitológica del ser
humano.» (Tresguerres, El Catoblepas, nº 39:10.)

2. En cualquier caso, El animal divino se opone frontalmente a la


interpretación meramente emic de la numinosidad animal. Y si damos por
presupuesto un espacio antropológico con un eje angular etológico pero
específico (en el cual puedan figurar los animales no humanos en sentido
cogenérico o subgenérico respecto de los animales humanos, sin aparecer
todavía como específicamente numinosos) la cuestión de la inversión
antropológica del eje angular habrá que retrotraerla ya antes de la aparición de
los númenes animales (por ejemplo, al estado confuso de los achuar, de los que
hemos hablado antes), y la cuestión se replantearía, no ya tanto como el
problema de la incorporación de los animales «en sentido puramente zoológico»
a la condición de contenidos numinosos de un eje angular (considerado, de
hecho, como eje emic, al menos en relación con estos contenidos) sino como el

184
problema de la incorporación (en una fase de la anamórfosis) al eje angular
etológico humano de los contenidos numinosos.

3. El proceso de inversión antropológica no es, sin embargo, repentino,


instantáneo, una «emergencia»; por la misma razón tampoco puede cifrarse en
algún cambio puntual en la connotación (la bipedestación, el pulgar oponible, la
dominación del fuego, el uso del palo, de las armas arrojadizas o de «lenguaje
fonético»). El proceso de inversión no es lineal, sino multilineal, y por tanto
requiere lapsos seculares de tiempo (aún manteniéndonos dentro, por ejemplo,
del llamado «esquema evolutivo multirregional» que Milford Wolpoff propuso en
1990). Y esto significa, sobre todo, que los «cambios puntuales» sólo alcanzan
significado en el contexto de la inversión antropológica por sus efectos futuros,
por su dimensión potencial (medida, por ejemplo, por su capacidad de
composición con otros cambios, también potenciales). De donde habrá que
deducir que los hombres que están experimentando este cambio sólo son
hombres potencialmente, y no en acto; son hombres en la medida en que
prefiguran o preconforman al hombre, cuando en sí mismos son protohombres,
hombres incipientes, o, en términos tradicionales, hombres salvajes, hombres
fósiles u hombres primitivos (siempre que dejemos de lado, por metafísica, la
idea de una «situación alienada» del salvaje o del hombre primitivo, porque una
tal situación presupone a unos hombres previamente dados en plenitud, pero
que habrían perdido, por el pecado original o por la división en clases, esa mítica
condición originaria). El protohombre, como el salvaje, ha de ser hombre no sólo
en sentido potencial, sino actual, aún cuando en este sentido «actual» el
protohombre o el salvaje se nos presente como un hombre inferior (no en
términos absolutos, sino por la relación de dominación que sobre él tiene el
«adulto civilizado»).

Es cierto que el humanismo implícito en el relativismo cultural radical (que


inspira, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos) tiende a
borrar el concepto de protohombre, o el de hombre inferior: «Salvaje es quien
llama a otro salvaje», decía Lévi-Strauss. Pero esto llevaría a concluir que no
hay nada intermedio entre los primates y los hombres, condición que es
incompatible con los resultados de la primatología y de la antropología
paleontológica. No es fácil aceptar que cualquier individuo del grupo
antropomórfico de la Nueva Guinea que hace sesenta años practicaba rituales
todavía más repugnantes que los del vudú actual, hubiese de ser considerado,
no ya sólo como persona (según los convenios de la ONU) sino incluso como
plenamente humano, en virtud de los principios del humanismo relativista.

Pero que no sea «plenamente humano» no quiere decir que sea un


homínida, una especie de orangután, de chimpancé o de pitecántropo.
Sencillamente es hombre no sólo potencialmente (los aborígenes de Nueva

185
Guinea pudieron integrarse «en la civilización») sino también actualmente, pero
a título incipiente, de acuerdo con los criterios de hominización que utilicemos
(como puedan serlo las relaciones de parentesco elemental o la fabricación de
armas).

En este proceso es decisiva la consolidación del lenguaje fonético


«gramaticalizado», sintáctico, el llamado «lenguaje moderno» respecto de los
protolenguajes homínidos. La importancia que para la génesis de las religiones
primarias puede tener, como apunta Pedro Santana («Breve nota sobre las
hipótesis acerca del origen del lenguaje humano», El Catoblepas, nº 40:10, junio
2005), el llamado «lenguaje moderno» (con una sintaxis desarrollada, respecto
del protolenguaje, que podría vincularse a la religión natural) habría que cifrarla,
desde luego, en el hecho de «posibilitar la transmisión de conocimientos
mediante discursos de cierta longitud...» –posibilidad que sin duda hay que poner
en conexión con la actividad mitopoiética que se anuncia ya en las religiones
primarias–, pero también, sobre todo, en la conformación de una «concavidad»
por medio de las interacciones entre los individuos de un grupo humano que,
mediante un lenguaje propio cada vez más complejo y sólo inteligible en el
ámbito de esa concavidad, va segregando o dejando fuera, como extraños, a los
animales o a otros grupos humanos que no pueden participar en esa
«concavidad». El carácter «extraño» de los animales que, aún en la época del
protolenguaje, mantuvieron comunicación no verbal fluida con los hombres, será
la condición para que tales animales «que me enardecen en cuanto son
semejantes» (en palabras de San Agustín referidas a lo divino), comienzan a
poder «aterrorizarme» de un modo especial, cercano al «misterio», cuando se
les percibe, desde su semejanza genérica, como desemejantes, pero
amenazantes y dominantes.

Por nuestra parte seguiremos acogiéndonos al criterio de


la normalización, como característica de los contenidos del espacio humano, en
la medida en la cual este criterio es a la vez diferencial de los primates, y aún de
los homínidos o salvajes humanos dotados, sin embargo, de notable inteligencia
técnica, y aún de atributos raciomorfos teleológicos, pero dentro de una conducta
que será improvisada o rutinaria, no normalizada. Cuando estos homínidas ya
sean hombres se les podrá considerar como hombres ferales, hombres fiera,
acaso el homo habilis, acaso el homo antecessor, aunque sean muy inteligentes
y astutos (como ejemplos semiliterarios podremos poner al salvaje de Aveyron y
a Caspar Hauser). La normalización implica un proceso de confluencias de
grupos de hombres ferales cuyas rutinas pueden transformarse en normas (lo
que ya implica un proceso histórico). Esto nos permitirá, según el criterio, hablar
ya de sociedades humanas plenas (sin necesidad de ser civilizadas).

186
En cualquier caso, el proceso de inversión antropológica no tiene por qué
ser entendido como un proceso lineal («monogenista»), incluso en el supuesto
de que nos acojamos a la llamada «hipótesis del arca de Noé», defendida en
1993 por Christopher Stringer. La hipótesis poligenista ofrece múltiples variantes
de inversión antropológica (incluso en el supuesto de que todas estas variantes
procedan a su vez de un tronco común) que permitirán interpretar de otro modo
la diversidad de lenguas, costumbres, pero también de contenidos del eje
angular (no en todas las regiones de la Tierra habitan los osos, las serpientes o
los tigres de diente de sable).

4. La inversión antropológica, en lo que a los númenes animales concierne,


queda planteada de este modo: partiendo de un eje angular dado en un espacio
etológico específicamente humano (subgenérico, incluso cogenérico), ¿cómo
tiene lugar la incorporación en este eje de los animales en tanto que animales
numinosos?

David Alvargonzález ha tenido el acierto de movilizar el «esquema de la


esencia» que ya fue utilizado en el análisis de la constitución de las sociedades
políticas. De este modo, cabrá decir que las relaciones angulares (que aquí
entenderemos o bien como relaciones confusas, en el sentido achuar, o bien
como relaciones angulares humanas cogenéricas o transgenéricas (aunque no
sean religiosas), no constituyen el núcleo de la religión, pero sí su género radical.
Dice Alvargonzález en su carta nº 4, de 3 de agosto de 2004, a Íñigo Ongay:
«Utilizando un esquema que Gustavo Bueno ha usado al aplicar la teoría de la
esencia a las sociedades políticas podríamos decir lo siguiente: Las relaciones
angulares, por sí solas, no conforman el núcleo de las religiones primarias sino
que han de ser vistas como un género próximo, un género radical o raíz, que
tiene que ser descompuesto en partes suyas y reestructurado a otra escala para
que el núcleo se constituya (por metábasis o catábasis que conducen a
especificaciones transgenéricas)» (El Catoblepas, nº 37:1.) Este género radical
tendría que ser triturado o desestructurado en sus partes, que ulteriormente
habría que recomponer.

Ahora bien, la cuestión estriba (si asumimos esta propuesta sobre la


esencia) en interpretar qué tipo de partes del género radical han de ser utilizadas.
Y el análisis depende del modo de entender la realidad de los númenes animales.

Si estos se entienden como númenes emic el análisis distinguirá en el


«género radical» los componentes zoológicos y los componentes circulares
humanos, que van a componerse o a proyectarse sobre aquellos.

Pero si los númenes animales se consideran reales (etic, no solo emic; y


teniendo en cuenta que la oposición etic/emic no es disyuntiva –no es una

187
dicotomía, como proponía Marvin Harris– puesto que la perspectiva etic puede
englobar también en sí a la emic) entonces el análisis del género radical, del eje
angular en este caso, tendrá que ir por otro lado. A saber: separando o
descomponiendo en el eje angular humano etológico los componentes no
numinosos y los componentes numinosos.

¿Y cómo podríamos delimitar estos componentes numinosos?


Precisamente señalando aquellos animales que, desde la «plataforma circular»
(o protocircular) desde luego, se nos enfrentan como «centros de conocimiento
y de voluntad personales» que nos envuelven con su «plan teleológico»
(personal), nos acechan, nos hacen ver que nos encontramos en su campo
visual, que nos reducen a la condición de sujetos finalísticos de sus propios
intereses o apetitos, ante los cuales para nada valen nuestros ruegos u
oraciones. Es decir, se comportan con los hombres como otros hombres también
se comportan con nosotros: son personas no humanas y en esto reside
precisamente su numinosidad. Siendo semejantes a nosotros nos son
completamente ajenos y heterogéneos desde el punto de vista práctico.
Son otros, heterogéneos, y es ese componente heterogéneo suyo (que ya no
puede ser «circular») el que podrá convertirse en núcleo de su numinosidad.

Es evidente que esta numinosidad (que supone ya una trama humana


circular muy desarrollada) sólo comienza a existir desde la plataforma circular.
Desde ella se percibe ante todo su distancia, es decir, la «extraña profundidad»
del «animal ante mí» (en primera persona) que comienza a verse como
numinoso. Pero esto no quiere decir que tal numinosidad sea únicamente emic
(una impresión o sentimiento subjetivo-humano, incluso alucinatorio), pues esa
impresión va referida precisamente al animal de ahí fuera, que me amenaza real
y perentoriamente, apotéticamente, y real en su extrañeza activa. Recordamos,
como ilustración, al oso de la película de Jean Jacques Annaud.

¿Y autoriza esto a concluir que el animal no es numen realmente, o «en sí»,


sino «en mí»? ¿Es que acaso cabe hablar de un animal (o de la figura de un
animal vivo y activo) como entidad que pueda existir «en sí»? El animal, en su
figura y en su acción, y aún en su morfología, coexiste siempre con otros
animales y se configura ante otros animales. Un animal aislado, en sí, es una
pura construcción abstracta. La propia morfología de muchos animales,
precisamente de aquellos que podrán aparecer como numinosos, es alotética y
está conformada en función de una coexistencia pacífica o polémica con otros
animales. No es una morfología «en sí»: los colmillos del lobo están conformados
alotéticamente, y su morfología carece de sentido si no se relaciona con su
finalidad de clavarse en el cordero o en el gamo. Los colmillos del lobo no sólo
se reducen al «en sí» del lobo; pero tampoco se reducen a la «impresión» (no
sólo emocional, sino física) que ellos pueden producir en el cordero o en el gamo.

188
Estas impresiones son alotéticas, tanto si son físicas (las huellas de la
dentellada) como si son emocionales, y todas ellas nos remiten a los colmillos
del lobo. Pero la «impresión numinosa» causada por el animal no se reduce a
sus efectos en la subjetividad física o emocional del hombre que la recibe. Es
alotética y va referida, como a su causa, con la que mantiene una relación
trascendental (el efecto es ahora inseparable de su causa), al propio animal que
la produce, a sus percepciones y a sus apetitos, a su «personalidad anantrópica»
no humana.

Esta numinosidad real, percibida como atributo de un animal que se


codetermina como tal ante los hombres que lo perciben como tales, ejerce la
función propia de un taladro que perforase el horizonte personal-humano a través
del cual, en el fondo confuso de los sujetos achuar (salvajes, hombres ferales,
&c.), comienzan a destacarse las figuras de unas personas no humanas, los
númenes, ante los cuales irán delimitándose, a su vez, los hombres. Lo que
venimos llamando «argumento zoológico contra el idealismo» deriva de estos
mismos fundamentos.

5. Y esta delimitación, implicada en la inversión antropológica, no es un


proceso pretérito, que hubiera tenido lugar in illo tempore, en el Paleolítico
inferior; una delimitación que con el paso de los milenios podría ya hoy dejar de
tenerse en cuenta.

En cuyo caso, la religación primaria perdería su carácter de relación


trascendental del hombre con los animales (es decir, de relación no posterior a
los términos por ella relacionados, sino constitutiva de tales términos).

Pero la trascendentalidad de la religión se mantiene también en la época


secundaria porque (en virtud del proceso que El animal divino describe como
«metábasis de inversión», pág. 266 de la segunda edición) los hombres
comienzan a tomar conciencia de tales –de sus diferencias, de su «dignidad»–
precisamente en tanto que dominadores de los animales; conciencia que sólo
podrá surgir, en cuanto conciencia verdadera, por su dominación efectiva. En El
animal divino figura esta observación:

«Descartes podría creer, encerrado en una estancia bien protegida y


calentada con una buena estufa que permitía mantener viva su duda
metódica, que el oso que viniera a amenazarle a través de las rejas de las
ventanas fuese sólo una proyección antropomórfica suya; pero si,
eliminando las rejas, viera al oso amenazándolo y rodeándolo, ¿cómo
podría seguir viendo estas peligrosas maniobras de rodeo (la 'conducta
de rodeo' es un criterio clásico de los etólogos para probar la inteligencia
de los animales) como 'proyecciones mentales' suyas si quisiera

189
conservar su vida y su metódica duda? Acorralado, lo más probable es
que el mismo Descartes reaccionase de modo similar a como reacciona
el cazador acorralado de la película El oso arrodillándose ante Youk, el
oso tremendo, rogándole, pidiéndole perdón e incluso consiguiéndolo.»
(págs. 409-410 de la segunda edición.)

La numinosidad no aparece en la perspectiva en la cual el zoólogo o el


etólogo se sitúa, como Descartes ante la estufa, en tercera persona: como
«dominador» de los animales, y desde luego protegido ante ellos. Aparece en el
momento en que el etólogo se sitúa en primera persona ante el animal que tiene
ahí delante («ahí fuera») aproximándose a él en posición sólo potencialmente
dominante, y acaso en posición actualmente dominada.

La conciencia dominadora de los hombres, adquirida precisamente en la


lucha con los animales de la etapa primaria, será la que se desarrolla en la etapa
secundaria (que coexiste con la conciencia de sumisión a los númenes
imaginarios derivados de la metábasis por expansión), y subsistirá también en la
etapa terciaria. En esta, sobre todo en el cristianismo, las personas
suprahumanas podrán ya descender a los hombres para elevarlos a su rango
mediante la unión hipostática.

Y en una última fase, la propia Etología podrá interpretarse como resultado


del proceso de metábasis por inversión, que facilita al hombre el verdadero
control de los animales, expresada en la posibilidad de percibirlos «en tercera
persona». Sin embargo los animales mantendrán una dimensión «personal» que
no se agota en las categorías etológicas de la tercera persona. Y el hecho de no
quedar agotado el animal por las categorías etológicas explica la inclinación
(errónea, a nuestro juicio) hacia la consideración de los animales como personas
humanas (por ejemplo en la Declaración Universal de los Derechos de los
Animales).

(3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente


de un animal linneano

1. La cuestión es esta: supuesta la Idea de un eje angular, como «Idea


lógica» obtenida en la construcción lógica del espacio antropológico mediante un
cruce de dos dicotomías y la cancelación, como clase vacía, de una de las cuatro
clases resultantes del cruce, ¿de dónde procede la numinosidad de algunas
determinaciones contenidas en los animales asignados a ese eje?

El gran interés que encierra este planteamiento reside en lo siguiente: la


identificación de la numinosidad animal como contenido picnológico de un eje
angular abstracto o «Logos» (por sí mismo no numinoso) es un proceso paralelo

190
al que la Teología dogmática cristiana analizó como identificación (o
«encarnación», mediante la unión hipostática) entre la naturaleza humana
(animal, corpórea) del Hijo de María y el Logos divino (la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad), es decir, el dogma teológico del Verbo Encarnado.

2. La cuestión, así planteada, sigue girando en torno al dialelo antropológico,


pero se mantiene antes en un plano gnoseológico que ontológico (a diferencia
de la cuestión de la inversión antropológica, que se desenvuelve antes en el
plano ontológico que en el plano gnoseológico).

La cuestión (3) se suscita, en efecto, a partir de la «Idea lógica» (es decir,


de una Idea construida lógicamente) del eje angular de un espacio antropológico,
un eje que, por sí mismo –en cuanto línea a la que adscribir entidades personales
no humanas– carece, en principio, de toda «coloración» numinosa o religiosa,
pero que sin embargo adquiere esa coloración numinosa en el momento en el
que incorporamos a él determinados animales considerados como entidades no
humanas pero personiformes y numinosas.

Así presentadas las cosas la pregunta es ineludible: el eje angular, en


cuanto eje del espacio antropológico, considerado como imprescindible para una
concepción materialista de la religión, ¿ha de tenerse como previamente dado a
las «experiencias positivas» (concretas) con animales personiformes numinosos
(hasta tal punto que estas especificaciones positivas sólo pudieran alcanzar un
significado religioso más allá del que pudieran tener como simples vivencias
emic, fenomenológicas o psicológicas, al ser insertadas en el «eje angular» del
espacio antropológico, es decir, al ser contempladas a su luz) o bien ha de
entenderse que el eje angular, en cuanto a su significación para la filosofía de la
religión, precisamente se origina en esas experiencias positivas de la
numinosidad animal? (Para conocer a los númenes –al «Dios real y verdadero»,
¿debo comenzar por la Lógica de los preambula fidei, por el Dios de los filósofos,
o bien tengo que reconocer que «sólo puedo conocer a Dios a través de
Jesucristo»?).

3. Cabría decir que Alfonso Tresguerres (en cuanto supone, con El animal
divino, que la religión comienza en la relación con los númenes animales) ha
seguido una vía paralela a la «vía pascaliana», en la interpretación práctica de
las relaciones del eje angular con la numinosidad: «El espacio antropológico no
es tridimensional por sí mismo, sino que comienza a serlo al tiempo que el
hombre comienza a ser un animal religioso» (El Catoblepas, nº 37:14) [supuesta
la tesis de que la condición de animal religioso la adquiere el animal humano en
su enfrentamiento con los númenes animales].

191
Ahora bien, esta interpretación de Tresguerres concuerda, desde luego, con
la tesis de El animal divino cuando se considera desde la perspectiva ontológica
del dialelo, es decir, desde la inversión teológica (que está presente en la
segunda parte de El animal divino). Pero, ¿puede decirse lo mismo cuando se
considera desde la perspectiva gnoseológica del dialelo (presente sobre todo en
la primera parte del libro), es decir, desde la perspectiva de la «encarnación»
que estamos asumiendo ahora?

Desde esta perspectiva gnoseológica, ¿no quedan favorecidas las


interpretaciones no pascalianas, es decir, acaso la del deísmo de Voltaire o la de
los preambula fidei de Santo Tomás?

Dicho de otro modo: ¿hubiéramos podido llegar a la concepción de la


numinosidad de ciertos animales linneanos si no hubiera sido porque
previamente habíamos considerado (unos, al menos, como hipótesis; otros como
creencias firmes) la realidad de entidades personales o personiformes no
humanas, pero que tampoco eran animales linneanos, pero sí animales de los
que venimos llamando no linneanos (tales como demonios, dioses epicúreos o
arcángeles, incluso Personas divinas encarnadas)? Pues damos por supuesto
que el Dios de las religiones monoteístas, el Dios de Aristóteles, no es un numen,
no es una figura de la religión positiva, sino una construcción de la Teología
natural.

La filosofía de la religión, en cuanto filosofía en sentido estricto (un «género


plotiniano» con especies muy diversas pero procedentes todas del mismo
«tronco helénico») supone, en efecto, la cristalización de una actitud filosófica
(en los presocráticos, y sobre todo en la Academia platónica) que comienza
precisamente por la trituración del zoomorfismo de la religión demótica griega
(los bueyes de Jenófanes) y del antropomorfismo (los dioses olímpicos, o los
dioses de los etíopes, o de los tracios, también de Jenófanes) de las religiones
secundarias. El animal divino sugiere ya la interpretación global de la asebeia o
impiedad atribuida a los filósofos griegos no tanto, salvo excepciones, como si
ella estuviese referida a la crítica a la religión terciaria, crítica en el sentido del
ateísmo, sino como crítica a las religiones secundarias, a su zoomorfismo y a su
antropomorfismo.

Cabe concluir de aquí que la filosofía de la religión (por ejemplo, como


doctrina de la «religión natural», desde Posidonio hasta Bodino, desde Voltaire
hasta Rousseau o Kant) habría de desplegarse al margen de la consideración
de los animales, es decir, de la esfera de las religiones primarias (despliegue
reforzado por la consideración de los animales linneanos no humanos como
irracionales y, en el límite, como autómatas). Esto no quiere decir que los
viajeros, los cronistas de Indias (Fernández de Oviedo, Motolinia, &c.), los

192
etnólogos, los antropólogos o los filólogos (Ferguson, Lubbock, Murray, Tarde,
Wilamowitz, Reinach, &c.) no hubieran reparado en la «abundante fauna»
presente en las religiones de los hombres primitivos o de los paganos; pero sí
quiere decir que sus constataciones no constituían propiamente una filosofía
materialista de la religión. Más bien, en algunos casos muy raros, una mera
constatación científico positiva (etnográfica, filológica), o bien, en la mayoría de
los casos, una constatación llevada a cabo desde una filosofía espiritualista de
la religión, vinculada con la Teología de las religiones terciarias o con el deísmo
(Motolinia constataba las figuras animales «espantables» de los indios, pero las
interpretaba como efectos de una inspiración diabólica; la interpretación de la
zoolatría como «superstición» propia de salvajes o de hombres primitivos que
«todavía no han logrado elevarse a una idea de Dios más racional» es habitual
entre los antropólogos o filólogos ilustrados, como Robertson Smith, Lubbock o
Murray). Pero las distinciones entre filosofía materialista de la religión y filosofía
espiritualista de la religión, vinculada con frecuencia a la ciencia positiva
(etnológica o filológica) resultaban demasiado sutiles para las entendederas de
tantos críticos que recibieron muy amablemente la publicación de El animal
divino como una simple reexposición, en algunos casos como un plagio, de las
antiguas teorías del zoolatrismo o del totemismo (a pesar de que la cuestión está
ya planteada en el libro, pág. 182 y siguientes).

La «coloración numinosa» del eje angular, considerada filosóficamente,


habría comenzado a partir del «trato» con los númenes personales (démones,
dioses olímpicos, dioses epicúreos, &c.), que eran sin duda animales, pero
animales no linneanos, muchas veces inmortales. Fue cuando los etólogos
comenzaron a describir la condición no sólo «inteligente», sino «raciomorfa»,
incluso racional, de muchos animales de nuestro presente y, por tanto, de su
parentesco estructural (y no sólo un presente genético, con los ancestros
dados in illo tempore que descubrió el darwinismo) con los hombres vivientes (en
el presente o en el pretérito) cuando se hizo posible reaplicar, por parte de quien
ya no «practicaba» las religiones primitivas, los contenidos numinosos
conservados en los animales no linneanos (mitológicos) a los animales linneanos
del Paleolítico: así es como apareció la filosofía materialista de la religión.

Pues si en efecto, y en el presente filosófico, la religión primaria había


quedado abolida, ¿de qué lugar del eje angular o lógico podría tomarla la filosofía
sino del lugar en el que se asentaban los númenes animales no linneanos?
Desde este punto de vista habría que afirmar que si los animales linneanos del
Paleolítico pueden ser vistos hoy como númenes es a partir de los animales no
linneanos percibidos posteriormente y aún en el presente como numinosos. Lo
que corrobora el reconocimiento de que el eje angular ha de estar dado
previamente a lo que llamamos «proceso de su encarnación».

193
Pero tampoco este reconocimiento (interpretado a la luz de la filosofía
materialista) implica establecer una oposición irreversible a la «vía pascaliana»
de la que acabamos de hablar. En efecto, el proceso de la encarnación sólo a
medias (es decir, «empezando el Credo por Poncio Pilatos») podría entenderse
como el proceso extrínseco reducible a mera proyección de los númenes
secundarios (incorporados también a las religiones terciarias) a los animales
linneanos del Paleolítico; puesto que si los númenes secundarios y terciarios se
suponían a su vez derivados de los animales numinosos primarios, la «vía no
pascaliana» de la encarnación podría comenzar a aparecer como un «segmento
semicircular» de la vía pascaliana que avanzaba por el semicírculo de sentido
opuesto.

Todo lo cual equivale a decir que si no hubiera sido por las «experiencias de
lo sagrado» recogidas por la filosofía en las religiones positivas secundarias y
terciarias, no podríamos haber recuperado la numinosidad de los animales
primarios (y por tanto, que sería absurdo tratar de imaginar su aparición
construyendo un escenario en tercera persona en el que unos supuestos
hombres primitivos se encuentran con unos animales puramente zoológicos o
etológicos, en todo caso no numinosos). Porque una tal numinosidad, en la
«época de la filosofía», solamente podría conservarse en las religiones positivas
(secundarias y terciarias), por ejemplo, en la forma de animales divinos
presentes aún en las religiones: Leviatán, el Becerro de oro, los Angeles alados,
incluso los mismos númenes antropomorfos (para citar los más corrientes:
Cibeles como «señora de los animales», Orfeo como «amansador de las fieras»,
Dios como Dragón que se le aparece a Lutero, Satán en la figura del macho
cabrío).

Y precisamente la presencia o supervivencia de los contenidos numinosos


primarios en las religiones secundarias y terciarias, justificaría que un
«ciudadano ilustrado» pudiera, sin embargo, reconocer la numinosidad de
muchas ceremonias religiosas secundarias y terciarias, precisamente porque la
«caída» de la religiosidad primaria no consistió tanto en una aniquilación cuanto
en una transformación, a la manera (para seguir con el ejemplo anteriormente
utilizado) como la «caída» de los dinosaurios no fue una aniquilación, cuanto, a
la vez, una transformación en otros animales de presente, como palomas o
urracas. Y si hoy podemos «ver y sentir» a los dinosaurios en la figura de una
paloma o de una urraca que salta y emprende el vuelo, también podemos «ver y
sentir» a los númenes paleolíticos linneanos en los animales no linneanos de las
religiones positivas secundarias y terciarias del presente.

Las religiones primarias se conservan en las secundarias y aún en las


terciarias; pero no solamente en los «esqueletos de sus emblemas
zoomórficos», sino en su «capacidad numinosa» que aún conservan esos

194
esqueletos, una capacidad de aterrorizar a los hombres del temple de Gonzalo
Fernández de Oviedo o de Fray Toribio de Benavente, Motolinia: «Tenían
asimismo [los indios de la Nueva España] unas casas o templos del demonio,
redondos, unos grandes y otros menores, según eran los pueblos, la boca, hecha
como de infierno, y en ella pintada la boca de una temerosa sierpe [Quetzalcoatl]
con terribles colmillos y dientes y en algunos de estos los colmillos eran de bulto,
que verlo y entrar dentro ponía gran temor y grima; en especial, el infierno que
estaba en México, que parecía trasladado del verdadero infierno.» (cita tomada
de El animal divino, segunda edición, pág. 259.)

Recíprocamente, será a través de estas «figuras espantables» de las


religiones secundarias (pero que siguen actuando en las religiones terciarias
positivas: desde el Becerro de Oro hasta los «seres extraños» de Ezequiel,
denominación que el Apocalipsis sustituye –y me remito a la ponencia de José
Luis Marín Moreno– por la de «seres animados» o animales) como podrá
revivirse la percepción de los animales numinosos de las religiones primarias,
pero no al revés («elevándose», a partir de las figuras animales del presente
etológico, retrotraídas al Paleolítico inferior, a la numinosidad animal). Más aún:
será gracias a las figuras espantables secundarias o terciarias como podremos
«perforar» la visión neutra, religiosamente hablando, de los animales, que nos
ofrece la «Etología del presente en tercera persona»; es decir, podremos
corroborar la tesis gnoseológica según la cual las ciencias positivas, y la Etología
entre ellas, no «agotan su campo de investigación», puesto que el análisis de
este campo han de llevarlo a efecto a través de los contextos determinantes que
en el campo hayan podido ser establecidos. En modo alguno, la «ciencia
etológica del presente» puede tomarse como criterio de la «realidad de los
animales en sí mismos considerados».

La ciencia etológica «no dice la última palabra» sobre la realidad de los


animales, como tampoco la ciencia bioquímica («todo es Química») dice la última
palabra sobre la realidad de los organismos vivientes. Según esto, la filosofía
materialista de la religión, apoyándose en las religiones secundarias y terciarias,
recorre una visión crítica de la propia ciencia teológica del presente, paralela a
la crítica que tradicionalmente asumía la teología dogmática (apoyada en las
religiones positivas) respecto de las ciencias positivas interferidas. Paralelismo
que no expresa una identidad material de fondo, sino que sólo dice
proporcionalidad (por tanto, que subraya las diferencias de las cosas que
son, simpliciter diversae y solo secundum quid análogas): mientras que la
teología dogmática ejercía su crítica a los saberes científicos interferidos
ofreciendo «saberes positivos» que los desbordaban (por ejemplo, la Teología
de la Transustanciación ofrecía el «saber positivo» de que en el pan y el vino
consagrados –que la ciencia y las técnicas de panaderos o de vinateros reducían
a términos ordinarios, «prosaicos»– está también presente, y con presencia real,
el cuerpo de Cristo) la filosofía materialista de la religión ejerce su crítica a los

195
saberes científicos y etológicos del presente, no precisamente ofreciendo «otros
saberes positivos sobreañadidos», sino el «saber negativo» de que la «Etología
del presente» no agota su campo y que, por tanto, los animales, además de ser
contenidos del campo categorial etológico, son también contenidos de un mundo
que desborda ese campo categorial, un mundo que a su vez es desbordado por
la Materia ontológico general.

(4) El debate en torno a la verdad de las religiones

1. El reconocimiento de la «verdad de la religión», como condición necesaria


aunque no suficiente, de una filosofía de la religión (sobre todo, de una filosofía
materialista que no quisiera recaer en la fisiología –Spurzheim, Mariano Cubí–,
en la psicología –Janet, William James–, en la sociología –Durkheim, Marx,
Godelier–) fue llevado a cabo en El animal divino utilizando (ejercitando, más
que representando) una idea de verdad que pretendía ser muy clara, aunque
sólo lo fuera en un sentido negativo; por lo que, al mismo tiempo, resultaba ser
indistinta o confusa. En efecto:

Ante todo, la verdad de la religión se entendió como un atributo de las


religiones que debía satisfacer el requerimiento de diversidad (de no univocidad)
debido para tener en cuenta la variedad misma de las religiones positivas y, en
ocasiones, por no decir siempre, su incompatibilidad mutua. La verdad de unas
religiones no tendría por qué tener el mismo sentido, al menos etic, en unas y en
otras.

La verdad (sobre todo cuando se pretendía predicada de las religiones de


tipo primario, y también de las religiones secundarias y de las terciarias) había
que sobreentenderla, desde luego, como una idea análoga y no unívoca («la
verdad se dice de muchas maneras»). Y análoga de atribución, si se pretendía
mantener la unidad interna, sinalógica, entre las diferentes etapas de la religión,
si no se quería reducir al reconocimiento de un mero paralelismo o
proporcionalidad entre los diferentes tipos de verdad.

Esto llevaba a determinar, ante todo, en qué tipo, etapa o clase de religiones
habría que poner el primer analogado de la verdad. Las filosofías espiritualistas
de la religión se inclinaban a tomar, como primer analogado de las religiones, a
algún modelo de religiones terciarias, considerando a las primarias y secundarias
como religiones aún en evolución, erróneas o falsas: así Lubbock o Robertson
Smith; y también Wilhelm Schmidt, defendiendo la verdad de las religiones
primitivas en el supuesto de que ellas habrían ya desarrollado la misma Idea de
Dios que Santo Tomás alcanzó mediante sus cinco vías; sólo que las religiones
primitivas de Schmidt y su escuela no eran otra cosa sino construcciones
etnológicas «con asterisco».

196
El animal divino se orientó, en el momento de determinar el lugar del «primer
analogado» de la verdad religiosa, hacia las religiones primarias, hacia las
religiones de los animales numinosos. La verdad de estas religiones primarias
debería comunicarse, por atribución, a las religiones secundarias y terciarias, lo
que implicaría modulaciones diversas de la propia idea de verdad. Hay que
agradecer a David Alvargonzález el que haya movilizado diversos modelos de
verdad que no habían sido aún delimitados en El animal divino pero sí publicados
en el libro Televisión: apariencia y verdad, que apareció cuatro años después de
la segunda edición de aquel; asimismo hay que agradecerle que «movilizase»
una distinción que figuraba en La metafísica presocrática, la distinción entre
perspectivas metalépticas y analépticas, advirtiendo las implicaciones que esta
distinción encerraba en orden al análisis de la verdad de las religiones.

2. La verdad primer analogado que ofrece El animal divino tiene una claridad
que es, como hemos dicho, propiamente negativa: los animales numinosos son
verdaderos (reales) en el sentido principal de que ellos no son alucinaciones o
ilusiones subjetivas. Pero la claridad negativa de este sentido de la verdad sigue
siendo indeterminado. Por de pronto puede interpretarse como una verdad de
carácter histórico, analéptico, como pudiera serlo la verdad de otras instituciones
culturales, tales como la magia, «instituciones culturales que no podrían ser
despachadas, sin más, como simples alucinaciones psicológicas o
farmacológicas» (pág. 233 de las Actas). Es también una verdad emic, reconoce
Alvargonzález: «los grupos humanos del Paleolítico saben que los animales
reales no son alucinaciones y se representan algunos de ellos como númenes
personales» (pág. 234), aunque añadiendo en un paréntesis el siguiente
comentario: «que tienen capacidad verbal, que son portadores de valores
morales y de rasgos de personalidad humanos, &c.». Comentario que, por lo
demás, ya no tiene nada que ver con las tesis de El animal divino, que reconocía
una conducta lingüística pero no verbal a los animales, a quienes tampoco
atribuía valores morales (normativos), ni menos aún rasgos de personalidad
antrópica: los rasgos personiformes que se atribuían a los animales implicaban
la tesis previa de la posibilidad de personas anantrópicas. Además, El animal
divino, como dijimos arriba, no solamente reconocía un sentido emic a la verdad
primaria, sino un sentido etic. En efecto, además de esta modulación emic de la
verdadera religión primaria requería la modulación etic que, en este caso, se
ofrece como involucrada en la modulación emic en virtud de un peculiar
argumento ontológico ya consabido; lo que ha sido visto con claridad por Joaquín
Robles:

«Lo que a mi me parece es que ni los númenes infinitos ni los númenes


equívocos (teriántropos) existen, por lo que el argumento de Bueno es
idéntico en los dos casos y sus consecuencias también: si no existe no
puede ser numen. David dice todo lo contrario. Esto es clarísimo. Que el
argumento esté pensado, en este contexto, para demostrar que la religión

197
terciaria no es originaria ni verdadera no quiere decir que carezca de
validez para aplicarse a la verdadera religión primaria originaria. Porque
ambas cosas están conectadas: la falsedad de la idea de un dios terciario
infinito no está demostrada aquí por Bueno mediante argumentaciones
sobre las contradicciones internas de las partes formales de la Idea misma
(perspectiva teológica) sino por relación a la necesidad de contar con un
fulcro de verdad realmente existente y no imaginario (ni tampoco infinito)
que permita hablar de verdadera religión (perspectiva de la antropología
filosófica materialista).» (Robles, El Catoblepas, nº 41:13.)

Su interpretación lleva a Alvargonzález a afirmar, con indudable


anacronismo, que «los númenes paleolíticos tienen componente ineludibles de
falsa conciencia», es decir, componentes míticos, confusiones y oscuridades
cuando se evalúan desde el presente (como si el presente del que se habla no
fuese precisamente el «presente desde el cual reconstruimos el pretérito» y no
el presente que nos pone ante animales desacralizados); afirmaciones ambiguas
que en parte están reconocidas en El animal divino, pero no en su parte principal,
a saber, la que tiene que ver con la negación de la verdad etic de los númenes
reales o de las animales realmente numinosos. El reconocimiento de la verdad
analéptica o de la verdad emic de la religión no es suficiente para mantener la
estructura de una filosofía de la religión que no sea meramente psicológica,
sociológica o histórico-analéptica.

En efecto (y para referirme ante todo a la verdad histórico-analéptica), si la


religión primaria tuviese sólo una verdad emic, las religiones secundarias sólo
alcanzarían su verdad atributiva como negación de una supuesta falsa
conciencia primaria, aunque a costa de introducir otros contenidos mitológicos
de «falsa conciencia» (los númenes mitológicos secundarios); por lo que la
verdad de las religiones terciarias habría que cifrarla a su vez en la negación de
los númenes mitológicos secundarios. De este modo, la tarea de la filosofía
materialista de la religión habría que ponerla en la misma tarea de demolición de
los númenes animales en general, en tanto que fueran entendidos como
construcciones culturales prescindibles, y en modo alguno involucradas
trascendentalmente con la historia del hombre. La filosofía materialista de la
religión no sería otra cosa sino la misma declaración universal de ateísmo
incualificado en sí mismo o, a lo sumo, cualificado extrínsecamente, según el tipo
de númenes o de divinidades que estuviese dispuesta a negar. Un ateísmo que
podría considerar como «cantidad despreciable», o como simple episodio
ocurrido en las fases pretéritas de la evolución de la humanidad, a las
instituciones religiosas, a la manera como podrían considerarse cantidades
despreciables a los tatuajes o a las cerbatanas.

198
Pero si cabe hablar de filosofía de la religión es porque su involucración con
el despliegue del hombre en el universo, y en el mismo hombre del presente,
tiene mucha mayor profundidad de la que corresponde a una simple «cantidad
despreciable». Y esta profundidad sólo puede ser reconocida, en el
materialismo, si se admite la realidad pretérita, pero también presente, de
entidades personales o personiformes no humanas que pueden rodear a los
hombres en el universo, ya sea en forma de animales linneanos reales, ya sea
en la forma de animales no linneanos posibles. Sólo si se admite la realidad de
entidades personales o personiformes que rodean al hombre y que impiden a
este concluir (con los cartesianos radicales) que «el hombre está sólo en el
Universo» (precisamente la situación que aterraba a Pascal: «me aterran los
cielos despoblados por completo de espíritus») la religión deja de ser una
cantidad despreciable y comienza a constituir una «dimensión trascendental» de
la humanidad, materia de la reflexión filosófica, y no propiamente de la reflexión
científica, psicológica, fisiológica o sociológica. No debe confundirse la posición
del materialismo filosófico rechazando sin concesiones la posibilidad misma de
un Dios monoteísta con la posición del materialismo filosófico admitiendo la
posibilidad de entidades finitas personales no humanas. En esta confusión se
movían continuamente las posiciones de Gonzalo Puente Ojea, cuando atribuía
al materialismo filosófico la condición de una ontoteología.

3. La verdad de las religiones puede asumir, sin duda, diversas


modulaciones, que no son necesariamente disyuntas o incompatibles entre sí.
La verdad emic de los númenes animales no es incompatible con su verdad etic,
ni ésta con su verdad histórico analéptica, ni ésta con su verdad pragmática, y ni
siquiera con su verdad soteriológica (un animal numinoso pudo salvar realmente
–no alucinatoriamente– a unos hombres del ataque de otros animales que
ponían en peligro sus vidas).

Pero acaso la modulación de la verdad más ajustada a las religiones


primarias, en cuanto verdaderas en sentido de primer analogado, sea la de la
verdad como identidad sintética (una identidad sintética entre la personalidad
numinosa del animal y su naturaleza animal-etológica, paralela a la identidad
sintética envuelta en la unión hipostática de la Persona divina de Cristo y su
naturaleza humana; identidad que Nestorio impugnó en nombre de una doctrina
de la composición de dos personas o naturalezas, la humana y la divina).

Una identidad sintética no cerrada categorialmente (la filosofía de la religión


no es una ciencia), pero sí capaz de desempeñar el papel de una verdad primer
analogado de la verdad de los diversos tipos de religión. La identidad que pudiera
establecerse, y reestablecerse una y otra vez, entre los animales linneanos del
Paleolítico o del presente, y el predicado de su numinosidad, como predicado
real.

199
El fundamento de esta identidad real habrá que ponerlo en el hecho de que
es el animal numinoso, como tal, aquello que existe –coexiste– enfrentado a los
hombres (a los que «mide», acecha, estudia y reduce a la condición de objetivo
fundamental de su conducta); a los hombres que los resisten y aprecian su
numinosidad, no sólo a título de sentimiento o pasión subjetiva (producida por él
en el ánimo de los hombres) sino a título de acción del propio animal real y de
reacción sui generis (de humillación-enfrentamiento) de los hombres. Un animal
que, en esa su coexistencia con unos hombres capaces de percibirlo como
terrible, de adularlo humillándose ante él, ejercita su realidad de dominador;
incluso de fascinador efectivo de unos hombres a los que él mismo puede
reconocer, por vía de ejercicio, como «presas». De este modo éstos animales
dejarán de ser «númenes ilusorios» ante los animales humanos. No serán
animales percibidos en tercera persona (etológicamente) que reciben de los
hombres predicados «personales» emanados de los propios hombres, y
compuestos con los rasgos animales percibidos en tercera persona, o
proyectados sobre ellos. Serán los propios animales quienes proyectan sobre los
hombres esos predicados característicos de una personalidad movida por fines
que envuelve a los mismos hombres que tratan de resistirla «en primera
persona». Es en esta relación real práctica en la que los animales pueden
comenzar también a ser númenes reales.

En esta situación los animales pueden desempeñar, efectivamente, el papel


(sin necesidad de representárselo, basta con que lo ejerciten) de verdaderos
Genios malignos (eventualmente de genios benéficos) ante los hombres que los
perciben como tales y actúan en consecuencia. Desde este punto de vista el
«horizonte numinoso» del hombre deja de ser un espejismo subjetivo emic
(inmanente) para convertirse en un horizonte objetivo (trascendente). Un
horizonte numinoso que aparece originariamente ante los hombres que viven y
exploran bajo las cúpulas de las cavernas, pero también, posteriormente, ante
los hombres que viven bajo la cúpula celeste y la exploran con sus
radiotelescopios.

Aquello que los hombres pueden captar en los animales que les aparecen
extraños (exteriores a su «concavidad», con extrañeza fascinante o terrible que
de ninguna manera podemos reducir a la condición de una impresión subjetiva
emic), es precisamente su presencia alotética como «voluntad» envolvente. La
voluntad de atraparles, de devorarles, como si fueran personas, pero
enteramente distintas de ellos. Una voluntad necesariamente exterior, asignada
a animal (Descartes, como hemos dicho, no podría reducir a la condición de un
«contenido de su cogito» al oso real que se le hubiera aparecido en actitud
amenazante): esa voluntad en pleno ejercicio es la fuente de su numinosidad.
Que obviamente, aunque sólo pueda conformarse cuando es percibida desde
una «concavidad» humana en proceso de cristalización en un eje circular,

200
precisamente no pertenece a ese eje circular, sino al animal que se hace
presente ante él. La numinosidad percibida en el animal implica esa concavidad
del «nosotros». Pero no serán los «contenidos cóncavos personales» los que se
proyectan o se componen con ciertos animales exteriores, sino que
precisamente los contenidos no humanos personiformes percibidos, desde la
semejanza genérica de fondo, situación que precisamente estaría representada
en las figuras teriantrópicas. Un teriántropo no tiene por qué interpretarse como
un hombre originario, percibido junto con la figura de un animal, porque también
puede interpretarse como una figura animal percibida como participante ella
misma de los rasgos personales comunes con los hombres.

Serían entonces estas figuras teriantrópicas las que corroborarían –en lugar
de dificultarla– la tesis de la verdad objetiva del núcleo angular (siempre dado en
función del eje circular). Cuando la relación objetiva de dependencia o de
dominio cese, la numinosidad se eclipsará o desaparecerá, como va
desapareciendo el color rojo de una manzana a medida que se amortigua la luz
que la ilumina; sin olvidar que la luz puede reaparecer.

4. No cabría hablar por tanto, desde la concepción materialista de las


religiones primarias, de «contenidos de falsa conciencia», tal como se detallan
en la tabla 3 (pág. 239 de las Actas). No sería falsa conciencia, por ejemplo,
salvo petición de principio, «suponer en ciertos animales reales características
de personalidad e inteligencia»: salvo que se niegue a priori que estos animales
puedan tener tales caracteres de personalidad o de inteligencia (para hablar de
ideas de personas anantrópicas y no sólo de ideas de personas antrópicas,
según la terminología utilizada en El sentido de la vida, 1996, lectura tercera,
pág. 150-151).

Si partiéramos de que los tienen, o pueden tenerlos, la percepción de estos


caracteres sería ya condición de conciencia verdadera y no falsa. La cláusula
«capacidad de entender el lenguaje específicamente humano», no es necesaria;
ni siquiera unos hombres entienden los lenguajes específicos humanos de otros
hombres –los franceses no entienden el chino, ni los chinos entienden el
francés– y tampoco cualquier persona tiene capacidad para entender a cualquier
otra persona: los diablos no entienden los secreta cordis de los hombres.

5. La verdad de las religiones secundarias y terciarias ya no tendría que


ajustarse a la modulación de la identidad sintética, pues las religiones de estos
tipos recibirán la verdad por atribución o derivación de la verdad primaria, y esto
de diversos modos:

La verdad de las religiones secundarias podría entenderse como una verdad


aparente, pero con fundamento in re, como verdad «fundamental»: los númenes

201
imaginarios de las religiones egipcias, chinas, aztecas, &c., no serían meras
«creaciones mitopoiéticas» segregadas por la fantasía humana, o morfologías
alucinatorias producidas por drogas; sino que estarán inspiradas en animales
primarios reales, «experimentados» retrospectivamente por los «creyentes
secundarios». La verdad de las religiones secundarias no habrá que cifrarla,
según esto, en aquello que éstas «niegan» a las primarias (la realidad de los
animales numinosos) sino en aquello que conservan de las primarias: las
«figuras espantables» o «misteriosas» de ciertos animales.

En cuanto a la verdad de las religiones terciarias puras (no ya la verdad de


las religiones terciarias positivas, mezcla de terciarias y secundarias) puede
cifrarse en la misma negatividad de los númenes imaginarios derivados de los
«delirios secundarios». Pero la negación deísta o teísta (desde Aristóteles a
Voltaire) de la superstición secundaria no es una negación incualificada; es una
negación cualificada, y cualificada por los propios númenes imaginarios de las
religiones secundarias que se niegan. Negación cualificada que no implica, por
sí misma, ni la negación de las realidades de los númenes primarios linneanos,
ni la negación de la posibilidad de existencia de númenes no linneanos. La
contribución, en el Congreso de Murcia, de José Luis Marín Moreno, «Lectura
materialista del libro de Ezequiel», avanzaba con paso firme en esta dirección.

Por último, en cuanto «verdad» implícita en la verdad negativa de las


religiones terciarias, cabría citar a la verdad de la propia Etología, en tanto ella,
según hemos dicho, no agota su campo, y precisamente porque la perspectiva
del etólogo se mantiene antes en tercera persona «especulativa» que en primera
persona práctica. El etólogo, en cuanto tal, trabaja con animales enjaulados, o
bien los observa «en el presente», desde su propia «jaula» (que le confiere la
distancia y seguridad necesaria para poder experimentar las conductas de los
animales en tercera persona, es decir, con posibilidad de segregar intencional y
realmente del escenario a su propia subjetividad práctica operatoria). No se
involucra prácticamente en un «juego» con ellos, juego en el que, con peligro de
su vida y de su ciencia, podría volver a percibir en primera persona la
numinosidad del animal que tiene enfrente.

(5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo


sagrado

Como quiera que en el Congreso de Murcia no se trataron, salvo de pasada,


las cuestiones que giran en torno a la koinonia de los númenes (dados en el eje
angular) con contenidos de otros ejes del espacio antropológico (con
los fetiches del eje radial, y con los santos del eje angular), me limitaré aquí, a
efectos sistemáticos, a dejar insinuada tan abundante tarea, indicando solo
algunas de las líneas que desde esta perspectiva se dibujan.

202
Ante todo, remitimos a la ponencia citada del congreso de León («Los
valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos») para justificar la utilización
del término «sagrado» con un alcance que desbordando los estrictos valores o
contenidos religiosos centrados en torno a los númenes, se hace capaz de cubrir
a los fetiches y a los santos.

La koinonia entre estos valores de lo sagrado, como hemos dicho, tiene un


momento analógico (de proporcionalidad) implícito en la oposición fundamental
entre lo sagrado y lo profano. Pero lo profano no es solo «lo que no tiene que ver
con el numen», sino también «lo que no tiene que ver con los fetiches o con los
santos».

Cuestión central es la de la independencia o correlatividad entre lo


sagrado y lo profano. En cualquier caso es totalmente discutible la tesis de la
prioridad de lo sagrado, como si lo profano fuese precisamente, según su
etimología (pro-fanum), lo que no es sagrado; también podría verse a lo sagrado
como aquello que no es profano, aquello que rompe o desborda el «entramado
inmanente» cerrado o cuasicerrado del Mundo y de la vida ordinaria, tecnológica,
científica o prosaica (sin perjuicio de las asombrosas expectativas que su propia
inmanencia pueda suscitar).

Pero la koinonia incluye también un momento de unidad sinalógica


(armónica o polémica) ante los diferentes valores de lo sagrado. Es el momento
de las «solidaridades» de los fetiches y de los santos frente a los númenes; o de
las solidaridades de los númenes y los santos frente a los fetiches, &c. Por
supuesto, también las solidaridades de los valores de lo sagrado con los valores
económicos (por ejemplo, la solidaridad de los fetiches artísticos –pinturas, sobre
todo– con los fondos de inversión económica) o con los valores éticos, en el
sentido de Kant (la santidad como forma de la ley moral).

En la koinonia de los valores de lo sagrado reside la posibilidad de agrupar


en una disciplina común (la que Ampère denominó «Sebasmatología») el
análisis de los diversos valores de lo sagrado. Con respecto a semejante
disciplina, la denominación «filosofía de la religión» podría considerarse como
una sinécdoque.

Pero el problema de fondo que suscita esta supuesta disciplina


«sebasmatológica» –sin duda antropológica (en cuanto capítulo de la
Antropología filosófica)– tiene que ver con el alcance trascendental que pueda
atribuirse no ya solo a los númenes, sino también a los fetiches y a los santos.
Cuestiones que a su vez están vinculadas con la teoría de los cuatro géneros de
religación que ya ha sido citada anteriormente.

203
Final

Sobre el desbordamiento
de la inmanencia del Espacio antropológico

El debate sobre la verdad de las religiones suscitado por el Congreso de


Murcia, sólo de pasada ha tocado otro género de cuestiones de la mayor
importancia filosófica; cuestiones que tienen que ver, de algún modo, con las
relaciones que los valores religiosos (y en general, los valores de lo sagrado)
pueden mantener, no ya con otros contenidos del espacio antropológico, sino
con «contenidos» que desbordan este espacio, y que en el materialismo
filosófico se acogen, de algún modo, a las ideas simbolizadas por E (Ego
trascendental) y por M (Materia ontológico general).

La ponencia de Patricio Peñalver Gómez («Dialécticas nematológicas en


torno al cuerpo de la religión»), sin duda podría considerarse orientada
sutilmente a subrayar las limitaciones de la inmanencia del propio espacio
antropológico como «envolvente» de númenes, fetiches o santos, así como las
intervenciones de Pelayo Pérez a lo largo de los debates de El
Catoblepas, rondan (explícitamente en el caso de Pelayo Pérez) estas
cuestiones que, en este momento, sólo puedo mencionar, pero sin intención de
entrar en ellas en absoluto. Baste citar este fragmento de Pelayo Pérez:

«Es decir, se requiere no sólo el regressus a los términos de la relación


que estamos analizando, sino aún más, exige su misma trituración, el
regreso hasta Mi y su límite, M, para volver, para 'progresar' y 're-construir'
la estructura misma de Mi, y por tanto los géneros de materialidad desde
los que ese 'presente histórico actual' está precisamente actuando. Así
pues, implica el paso al límite desde los tres ejes del espacio
antropológico a los tres géneros de materialidad y el regressus a la
materia general, pues es la Materia Trascendental la que nos podrá dar
cuenta del 'proceso', de la producción implicada y, por tanto, de la
'metábasis' que es lo que estamos tratando de justificar» (Pelayo Pérez, El
Catoblepas, nº 40:13.)

Tan solo me permitiría insistir en una idea que ya ha sido expuesta en las
páginas anteriores (y que seguramente está obrando en la ponencia de Patricio
Peñalver): que la consideración de lo sagrado, en general, y de lo numinoso, en
especial, no parece excluir, desde una perspectiva materialista, su capacidad de
desbordamiento de la inmanencia mundana del espacio antropológico y, en
particular, de las ciencias etológicas o antropológicas. Por mi parte añadiendo
siempre que este desbordamiento se interprete antes en la línea de la crítica
materialista a las pretensiones de «inmanencia cerrada autoexplicativa» de las

204
técnicas y las ciencias mundanas, que en la línea de las expectativas de
revelaciones procedentes de «realidades trascendentes».

205
Las ideologías armonistas del presente (1)
Gustavo Bueno

Se ensaya un análisis de las ideologías implícitas en el capitalismo liberal armonista y el


comunismo liberal armonista en el contexto de la Globalización

Este «rasguño» se inspira en el editorial del número 40 de El


Catoblepas(junio 2005), en su sección «Ante la República Popular China», que
se abría con la pregunta: «¿Pero no defiende el capitalismo la libertad de
comercio?»

El editorial comenzaba poniendo los antecedentes en función de los cuales


se formula la pregunta. El 11 de diciembre de 2001 la República Popular China,
tras quince años de negociaciones, se adhiere a la Organización Mundial de
Comercio (OMC), a la que pertenece la casi totalidad de los países
«occidentales». China asume los compromisos de apertura y liberalización de su
régimen, en lo que tenga que ver con los fines de la OMC, lo que habría sido
posible tras el «golpe de timón» que «el pequeño timonel», Deng Xiaoping, había
dado en 1979 a la revolución comunista china, con su política –«teoría», la
llaman hoy los dirigentes chinos– de los «dos sistemas en un mismo país» y,
sobre todo, por la autoproclamación de China, en su Constitución de 1993, como
una economía socialista de mercado.

La República Popular China se compromete a no discriminar a las empresas


extranjeras que quieran asentarse en su territorio, a no aplicar medidas de
protección a sus propias empresas, a aceptar, en suma, los principios del libre
comercio competitivo en el mercado internacional.

Una vez fijados los antecedentes el editorial enuncia el problema derivado


de la puesta en marcha de los acuerdos de 2001:

«El 1 de enero de 2005 se levantaron las cuotas al comercio textil mundial,


según lo establecido por la OMC en 1994, lo que posibilitó que China
comenzase a exportar sus productos textiles, a un precio mucho más bajo
que los equivalentes fabricados en los países burgueses, lo que desde
Europa y los Estados Unidos de la América del Norte fue entendido como
una 'invasión de los textiles chinos en sus mercados'. Las anticuadas,

206
decadentes y poco competitivas industrias textiles de los países
burgueses están llamadas a reconvertirse o desaparecer, una vez que la
libertad del mercado determina que los consumidores prefieran los
productos chinos, mejores y más baratos, aunque no estén elaborados
por trabajadores aburguesados que ya no son compatibles con la realidad
económica mundial. Fuertes presiones desde los países capitalistas, que
no dudan en invadir China con sus fábricas y productos, pero que quieren
a la vez proteger sus industrias, determinaron el 20 de mayo de 2005 el
anuncio de China de frenar su exportación textil mediante la subida de
hasta el 400% en las tarifas a la exportación de 74 categorías de
productos textiles a partir del 1 de junio. Pero sólo diez días después
China rectificó esa medida vergonzante, y retiró los impuestos a la
exportación de 81 tipos de textiles. Y la 'invasión' del textil chino sólo es
uno de los sectores donde la República Popular China es más
competitiva...»

Tenemos de este modo definida, con toda precisión, la cuestión del


«desajuste» entre los planes y programas del Tratado de la OMC y la República
Popular China (planes y programas que, por tanto, hay que suponer compartidos
por todos los socios («orientales» y «occidentales»), y la política real, de signo
proteccionista, que los países occidentales (sobre todo EU y UE) iniciaron casi
inmediatamente después de la puesta en vigor de los acuerdos.

¿Se trata de un desajuste episódico, propio de los primeros pasos de una


política nueva, en la época de la Globalización, en las relaciones entre los
«países libres capitalistas» (Occidente) y los «países comunistas» (circunscritos
prácticamente ahora a «Oriente», a China)?

Más bien parece, dada la magnitud del potencial industrial y comercial chino,
no sólo durante estos años sino en las próximas décadas, que este «desajuste
episódico» puede también interpretarse como indicio de desajustes estructurales
y no sólo episódicos (o coyunturales) de mucho más fondo.

Lo que es tanto como decir que los episodios comerciales que están
teniendo lugar en este año 2005 (por ejemplo, últimamente, los 6 millones de
prendas chinas exportadas y ya pagadas, pero bloqueadas en agosto en algunos
puertos españoles, y los 75 millones de prendas chinas bloqueadas en otros
puertos de la UE; las acusaciones en 29 de agosto pasado del ministro español
Montilla a los importadores, grandes cadenas de distribución, que obrando de
mala fe intentarían adelantarse a las restricciones de Bruselas orientadas a

207
implantar un sistema de cuotas a fin de frenar «la invasión textil china») requieren
un análisis muy diversificado y prolijo.

El objetivo de este «rasguño» es esbozar el análisis de


las ideologíasimplicadas tanto en los planes y programas fundacionales de la
OMC como en los de la República Popular China, que se ha adherido a la
Organización. Esa adhesión –que permite reconocer a la OMC como una
organización realmente universal– presupone también una ideología común, si
es que aceptamos que la adhesión china es de buena fe. ¿Y cuál puede ser esta
ideología común, común por tanto a Occidente y a Oriente, al capitalismo y al
comunismo de un país que, como China, reconoce «dos sistemas»?

Si no nos equivocamos en el diagnóstico, la ideología común directamente


implicada y activa en los planes y programas de las potencias respectivas sería
la ideología del armonismo. Diagnóstico que se mantiene en la hipótesis de que
la decisión de la República Popular China de adherirse a la OMC fue de buena
fe. Porque aquí «buena fe» sólo puede querer decir precisamente esto:
«compartiendo los fundamentos de los planes y programas de la Organización
Mundial de Comercio»; pues sólo de este modo podríamos dar, al parecer, un
significado a la «mala fe» que descartamos, y que sólo podría consistir en atribuir
a la República Popular China el designio de utilizar su adhesión a la OMC como
un caballo de Troya para «hundir al capitalismo», inundándolo no ya con su carne
y con su sangre, militarmente o por inmigración acumulativa (el antiguo «peligro
amarillo»), sino con sus bienes industriales y su cultura.

Cabría reinterpretar desde esta perspectiva algunos hechos significativos.


Por ejemplo, el anterior presidente Jiang Zemin (y no hace falta recordar que el
actual presidente, desde el 15 de marzo de 2003, Hu Jintao, fue «un hombre de
Jiang Zemin») en una visita en los últimos meses de su mandato a Estados
Unidos «dejó boquiabiertos a jefes de Estado y de Gobierno –dice un cronista
del momento– cuando dibujó el mundo del siglo XXI: Europa, dijo, será el gran
parque de ocio y museos del planeta; Estados Unidos la reserva científica y
tecnológica y China la gran fábrica de la humanidad».

En cualquier caso no es evidente que la decisión china de adherirse a la


OMC, aún concediendo la hipótesis del «caballo de Troya», pudiera calificarse
de decisión de mala fe, entendida aquí la mala fe como fingido reconocimiento a
la ideología armonista. Podría tratarse sencillamente de que esta misma
ideología armonista diera a los planificadores chinos ante todo vía libre para la
introducción de todos los caballos de Troya que se quisieran (pues el libre
comercio lo permitiría) y sobre todo la esperanza de una futura hegemonía

208
mundial, aún dentro de los principios del armonismo, derivada de su confianza
en la superior potencialidad de China y de su componente comunista en el
Mundo. En este caso, las declaraciones de Jiang Zemin ya no serían tanto una
revelación imprudente de supuestos proyectos de mala fe, sino sencillamente
pura ingenuidad (por difícil que sea reconocer ingenuidad en un dirigente chino).

En cualquier caso, suponemos que las indicaciones que acabamos de


ofrecer son suficientes para demostrar la inmediatez de la presencia de una
«ideología metafísica», como pueda serlo la ideología armonista, en la
interpretación de la política real más menuda cuando ésta se mueve a escala
planetaria, a escala de la Globalización, como es el caso de los «episodios
conflictivos» entre «Oriente», la República Popular China, y «Occidente», en el
momento de echar a andar el sistema de librecambio entre los países
occidentales capitalistas y el gigante comunista.

Y al atribuir a los miembros de la OMC (incluida China) la ideología


armonista propia del liberalismo de mercado (del liberalismo capitalista y del
liberalismo comunista) estamos presuponiendo la existencia de una ideología
«no armonista» (llamémosla «catastrofista»), tanto en el capitalismo occidental
como en el comunismo oriental (chino), si bien esta ideología no armonista se ha
replegado ostensiblemente a raíz de la caída de la Unión Soviética y del proceso
que conocemos como Globalización.

La «Globalización», tal como es entendida por sus gestores oficiales –al


menos aquéllos contra quienes se dirigen los «movimientos antiglobalización»–
es solidaria de una ideología armonista, referida al futuro del Género humano,
que puebla el Globo terráqueo (la «Esfera»). Y precisamente por esta razón (por
la sustantivación del «Género humano» que la ideología armonista comporta)
cabe considerar al armonismo como una ideología metafísica.

Como indicio significativo de las ideologías no armonistas o catastrofistas


propias de las políticas económicas estatales podría tomarse precisamente su
orientación hacia los sistemas de planificación central (incluido el más suave que
propuso el keynesismo), por cuanto supone una desconfianza en el libre laissez
faire. No sólo los Estados fascistas, sino también los Estados comunistas de
inspiración soviética, tuvieron una ideología antes catastrofista (que implicaba la
revolución violenta, y aún la guerra, en su dialéctica) que armonista. Lo que
tampoco autorizaría a concluir que una ideología armonista no pudiera incluir
proyectos autoritarios de planificación central: bastaría que incorpore al «sistema
de la armonía universal», como componente interno suyo, a los mismos
«órganos» de la planificación central.

209
Las ideologías armonistas del presente (y 2)
Gustavo Bueno

Se ensaya un análisis de las ideologías implícitas en el capitalismo liberal armonista y el


comunismo liberal armonista en el contexto de la Globalización

La primera parte de este rasguño, que se publicó en El Catoblepas el


pasado mes de septiembre, intentaba delimitar la ideología implícita en los
argumentos cruzados entre representantes del gobierno y empresarios de la
República Popular China, y representantes de empresarios y funcionarios de la
Unión Europea y de los Estados Unidos, a propósito de la «crisis de los
textiles». En agosto de este mismo año 2005, setenta y cinco millones de
prendas –según Justo Nieto, Consejero de Industria y Comercio de la
Comunidad Valenciana, «en la práctica serán unos doscientos millones, porque
se suele traer el triple de lo que se dice en los contenedores»– permanecían
retenidas en diversos puertos europeos, como medida provisional y urgente
destinada a evitar la «inundación de los mercados europeos por los textiles
chinos», con la consiguiente catástrofe para la industria textil europea,
implantada sobre todo en los países latinos: España, Francia, Portugal y Bélgica.
En cambio, con las consiguientes ventajas para las empresas comerciales
europeas de textiles, implantadas en países anglosajones de tradición
protestante (Holanda, Dinamarca, Suecia, Reino Unido, Irlanda y en cierto modo,
Alemania).

Sin embargo, todos los implicados, chinos y europeos (o estadounidenses),


católicos y protestantes, estaban adheridos a la OMC, la Organización Mundial
de Comercio, inspirada por principios de signo decididamente librecambista.

Ahora bien, las retenciones de esos millones de prendas, juntamente con


las propuestas de cuotas a la exportación, aranceles y contingentes de productos
textiles (y de otros muchos) ponían a prueba los principios del librecambismo de
la OMC. Pero las partes implicadas en la crisis, en cuanto se adscriben al modelo
de las sociedades democráticas, se ven obligadas a dialogar y, por tanto, a
argumentar. Y no es posible argumentar si no existe alguna ideología común
compartida, al menos teóricamente, por las partes «dialogantes».

Se hacía preciso ante todo delimitar la naturaleza de esa ideología común


(llamada también, muchas veces, «filosofía» común). Nos pareció que tal
210
ideología tenía que ver, sobre todo, con la filosofía tradicional del «armonismo»,
la filosofía de Leibniz-Say-Bastiat, renovada en la época de la globalización
democrática, que el actual Secretario General de la ONU, Kofi Annan, inspirado
en el «pensamiento Zapatero» –un admirador de María Zambrano, según él
mismo manifestó en su día– condensó en el proyecto de una «Alianza de las
Civilizaciones». No estará de más recordar que este pensador, Kofi Annan, en el
acto institucional por él presidido que se produjo en la sede central de la ONU
(en Nueva York, con ocasión del atentado de Bagdad de 19 de agosto de 2003),
situado en una tarima junto con los asistentes al acto que portaban velas de
diseño, entonó la canción Imagine de John Lennon, que se convertía así, al
menos institucionalmente, en la más pura expresión de la rigurosa sabiduría
política del presente democrático:

«Imagina que no hay Cielo, es fácil si lo intentas, ningún Infierno bajo


nosotros, sobre nosotros sólo el firmamento. Imagina a toda la gente
viviendo el presente. Imagina que no hay países, no es difícil hacerlo,
nada por lo que matar o morir, ni tampoco religión. Imagina toda la gente
viviendo la vida en paz. Puedes decir que soy un soñador, pero no soy el
único. Espero que algún día te unas a nosotros, y el Mundo será uno.
Imagina que no hay posesiones, me pregunto si puedes, ninguna
necesidad de avaricia o ansias, una hermandad del Hombre. Imagina a
toda la gente compartiendo todo el Mundo...»

En los actos de inauguración de la XV Cumbre Iberoamericana, celebrados


en Salamanca el día 14 de octubre actual, volvió a escucharse el Imagine; en la
Cumbre también se habló de la «alianza de las civilizaciones», presentes en ella
Rodríguez Zapatero y su discípulo Kofi Annan.

Parece justificado esperar que del análisis de los argumentos utilizados por
las partes enfrentadas en el diálogo democrático entre los socios de la OMC, y
particularmente entre los orientales (coreanos, hindúes, japoneses, pero sobre
todo chinos) y los occidentales (europeos y estadounidenses), así como entre
los occidentales católicos y protestantes entre sí, pueden obtenerse importantes
precisiones sobre el funcionamiento de la ideología armonista, así como también
sobre el papel y alcance del diálogo democrático inmerso él mismo en esta
ideología o filosofía armonista.

La «ideología armonista» no siempre se manifiesta explícitamente


(«conscientemente») en los planes y programas de los agentes políticos,
industriales o comerciales. Pero esto no quiere decir que tal ideología no esté
disuelta de algún modo en la organización de tales planes y programas.

211
Tendría un gran interés comparar en detalle el comportamiento diferencial
de la ideología (o filosofía) armonista con las llamadas izquierdas y con la
derecha. Y aunque en nuestros días las diferencias son en la práctica casi nulas,
sin embargo son algunas corrientes de la «izquierda transformadora», que han
asumido los principios del capitalismo en su forma de socialdemocracia, las que
más se distinguen por la reivindicación del armonismo, y del optimismo, que
oponen al «pesimismo» catastrofista que atribuyen a la derecha.

Sin embargo, la oposición izquierdas/derecha que, al menos en el terreno


de la ideología, se mantiene en algunas democracias europeas, se desvanece
cuando la aplicamos a las repúblicas comunistas, como pueda ser el caso de la
República China. En la tradición de Lenin, Stalin y Mao, la oposición
derecha/izquierda, tal como se planteaba –y se sigue planteando, en teoría, en
Europa– se consideraba circunscrita a las sociedades burguesas; en una
sociedad comunista la oposición básica sería la que media entre el capitalismo
y el comunismo, mientras que la oposición derecha/izquierda descenderá a la
condición de oposición secundaria, subordinada al propio movimiento comunista
(«el izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo»).

Teniendo esto en cuenta en el momento de tratar de la ideología armonista,


en el contexto de los conflictos entre los socios de la OMC, parece conveniente
dejar de lado la cuestión de las relaciones diferenciales de la ideología armonista
con las corrientes de izquierdas y con las de derecha.

La ideología armonista comprende dos grupos de principios básicos, que


son muy relevantes en el contexto globalizador de la Organización Mundial del
Comercio.

El primero es un grupo de principios «especulativos» que giran en torno al


que podríamos denominar «Postulado de existencia del Género humano» (de la
«Humanidad»), como sujeto de unos derechos universales (los Derechos
Humanos) y de una historia común, llevada a cabo frente a una «Naturaleza»
que, cada vez más, tiende a ser vista por el armonismo como una madre o fuente
generosa de energía que podría considerarse inagotable cuando la tratásemos
con filial respeto y amor ecológico. Todavía hoy los comunistas y los
socialdemócratas de los países más diversos invocan al «Género Humano»
cuando cantan, en actos solemnes, y tanto si cierran el puño con la derecha
como con la izquierda, el himno que escribió Eugenio Pottier en 1871, y al que
puso música en 1888 Pierre Degeyter, el himno que conocemos como «La
Internacional».

212
El segundo es un grupo de principios prácticos que giran en torno a un
postulado sobre una esencia del Género humano, como final o telos en el que
habrán de confluir «solidariamente» las políticas reales de todos los pueblos de
la Tierra, unos pueblos unidos, federados o confederados, o acaso ni siquiera
con fronteras (como cantaba no ya un poeta, sino el Secretario General de la
organización de todos los países con fronteras), en la Paz perpetua y en la
Amistad universal. Desde la supuesta perspectiva de este postulado práctico los
fines particulares de cada pueblo (China, Alemania, Francia... España; o bien
Cataluña, Galicia, Portugal) habrán de quedar anegados en el «océano de la
Humanidad». Pi y Margall, el padre del federalismo español, expresó esta
filosofía en una frase lapidaria: «Somos y seguiremos siendo, antes que
españoles, hombres.»

Y como toda frase lapidaria, los contenidos que la frase de Pi Margall niega
eran tan importantes como los contenidos que afirmaba; y, en todo caso, eran
los contenidos negados los que conferían novedad y «dramatismo» a los, por sí
mismos insulsos o metafísicos contenidos afirmados. En la fórmula de Pi Margall
lo que se negaba era, en el fondo, la primacía de España frente a Cataluña.
Dicho al modo de Ranke, cuando hablemos de Cataluña estaremos «tan cerca
de la Humanidad» (de Dios, decía Ranke) como cuando hablemos de España o
de Castilla. Y, sin embargo, el sentido de los contenidos negativos de la fórmula
lapidaria –que pueden tener algún sentido desde una perspectiva ética– se
pierde por completo desde la perspectiva histórica y política de este Género
humano. Puesto que, en la Historia universal, que es Historia política sobre todo,
ya no puede pretender tener el mismo significado Cataluña, el Bierzo, el País
Vasco, que España. Porque si Cataluña, el Bierzo o el País Vasco tienen
presencia, no ya en la antropología, sino en la Historia universal y política, es
sólo a través de España. Desde esta perspectiva histórico universal habría que
sustituir la frase lapidaria de Pi Margall por esta otra: «Somos y seguiremos
siendo antes que catalanes, vascos o bercianos, españoles.»

¿Y qué incidencia tienen estos principios del armonismo en el tratamiento


de los «conflictos ocasionales» o episodios que puedan surgir en el curso del
comercio internacional, entre las diferentes repúblicas o reinos del Género
humano, que se acogen a los principios del armonismo librecambista de la OMC?

Muchos «puntos de incidencia» podríamos ir examinando; pero huyendo de


la prolijidad me limitaré a los siguientes:

213
9

Ante todo al punto de incidencia resultante de la apelación al «Género


humano» para justificar tanto la política de libre exportación, por parte de China
(pero también de muchas empresas comerciales europeas), como la política
proteccionista (defensiva) ante las importaciones correlativas a aquellas
exportaciones, mediante cuotas, contingentes o aranceles, por parte de las
empresas occidentales (sobre todo de las industrias textiles, pero también de
otras industriales, tales como productos de aluminio, miel o barcos).

Se diría que el Género humano funciona aquí como un módulo, es decir,


como una unidad modular cuyo producto por alguna de sus partes (los
empresarios o Estados occidentales, o las empresas o Repúblicas orientales) no
hace sino reproducir esas partes, es decir, devolvernos a las empresas o
Estados occidentales, o a las empresas o Repúblicas orientales. Así como en
Álgebra (aritmética o lógica) vale ax1=a, bx1=b y cx1=c, así en nuestro caso
podríamos escribir: «España x Género humano = España», «República Popular
China x Género humano = República Popular China» y «Francia x Género
humano = Francia», y así sucesivamente.

Desde España nos dice un alto funcionario de la Comunidad Valenciana, la


región más afectada por el asunto de los textiles chinos, que contraponer
«proteccionismo» a «libertad de mercado» es una estupidez, una torpeza o mala
fe: «Todos queremos el libre mercado, nuestra sociedad está basada en la
libertad. Aquí no hay proteccionismo que valga. Pero el libre mercado implica
igualdad de condiciones. Si a la UE le interesa que China siga creciendo, se
hacen acuerdos para que la relación entre ambos sentidos sea sin heridas
innecesarias y gratuitas.» Y acompaña esta conclusión de su entusiástico
reconocimiento de los valores que el ser humano –el Género humano– ha
alcanzado en nuestra época de globalización: «Vivir en un tiempo que es capaz
de esas cosas [llevar empresas de Hong Kong a Tailandia y en 24 horas montar
un centro de producción de miles de pares al día] da una grandeza a la vida, a
la economía y al ser humano excepcional.»

Ahora bien, ¿qué tiene que ver el ser humano –el Género humano– con los
problemas del libre cambio? Por de pronto, lo que tiene que ver el módulo del
producto con un término particular: la invocación al Género humano, al ser
humano, tiene aquí como efecto la evidencia de que hay que volver a la política
real de España, o de la Comunidad Valenciana, es decir, a las relaciones
comerciales entre España (y dentro de ella la Comunidad Valenciana) y la
República Popular China, en cuanto magnitudes de gran alcance («mega-
cosas», dice el alto funcionario) dadas en la globalidad, que pueden poner en
peligro las instituciones particulares, pero reales. Es evidente que si nos

214
mantuviésemos en el Género humano como una multiplicidad de personas
iguales, comercialmente hablando, el concepto de librecambio desaparecería,
puesto que desaparecería también el mismo concepto de cambio. Como decía
Marx: nadie cambia chaquetas por chaquetas.

Dicho de otro modo más directo: la invocación al Género humano ha servido,


en este caso, para justificar las medidas proteccionistas imprescindibles para
salvaguardar, naturalmente desde dentro del Género humano (hasta ahora el
librecambio no se establece entre hombres y vacas, o entre hombres y
chimpancés), no ya la industria del Género humano, sino la industria valenciana.
Y la exigencia, totalmente justificada en abstracto, de igualdad de condiciones
comerciales para un mercado libre, ¿no es una exigencia vacía, por imposibilidad
de su cumplimiento? Las condiciones de la sociedad china son enteramente
distintas de las condiciones de las sociedades occidentales, no cabe hablar de
«explotación» de los trabajadores chinos –comparando, desde la perspectiva de
los sindicatos humanistas, sus salarios y jornales con los occidentales– porque
las estructuras y jerarquías sociales respectivas son incomparables. Las
dificultades en el ajuste del cambio de moneda, por ejemplo del yuan y el euro,
tienen que ver con esto. Para igualar las condiciones sería preciso, no ya acudir
al Género humano, sino a la acción de la sociedad occidental sobre la oriental,
a fin de borrar las diferencias entre el capitalismo y el comunismo. Además,
¿cómo computar en unidades monetarias el «capital histórico» acumulado en la
formación de trabajadores o en la maquinaria? Lo que los chinos consideran
como medidas proteccionistas de los occidentales, podrían ser consideradas por
estos como rectificaciones de la desigualdad de condiciones de partida; pero el
alcance de estas desigualdades sólo podría ser evaluado con sentido en función
de la misma rentabilidad de las importaciones o de las exportaciones, con lo que
incurriríamos en una flagrante petición de principio.

Desde el punto de vista chino se alegará también que, desde el momento


en que ellos también se rigen («dos sistemas, un país») por un sistema de
mercado análogo al del mercado capitalista, es justo que los productos de su
industria –cuya calidad suficiente y su bajo precio han de ponerse a cuenta de la
libre organización empresarial china del trabajo (al menos tanto cuanto pueda
hablarse de la libertad empresarial china como de la occidental)– puedan serles
ofrecidos a los occidentales. E incluso podrán invocar ellos también al Género
humano, haciendo ver la injusticia derivada de la obstaculización, o incluso de la
prohibición de un libre mercado que podría satisfacer muchas necesidades de la
población occidental de nivel económico más bajo e incapaz por tanto de acceder
a los bienes que les ofrecen sus propias industrias (después, eso sí, de haberse
adaptado a los textiles en formas occidentales, en lugar de exportar kimonos y
otras prendas propias de la identidad nacional china). Otra vez la apelación al
Género humano sigue desempeñando el papel de la apelación de una parte

215
(ahora China) a la unidad modular capaz de reproducir la misma particularidad
de referencia.

Pero entonces, podríamos preguntar, ¿qué añade el módulo si su papel es


reproducir tal como están las unidades de partida (China, Francia, España...
Valencia)?

La respuesta que cabría dar a esta pregunta podría inspirarse en la


respuesta que cabe dar a su homóloga algebraica, es decir, a la pregunta: ¿qué
ganamos multiplicando las partes o términos a, b, c... por un mismo módulo 1
(ax1=a, bx1=b, cx1=c...)?

Pues es evidente que estos productos algebraicos no son estériles ni


tautológicos. De ellos derivamos, por ejemplo, las igualdades:
(a/a)=(b/b)=(c/c)=...=1. Por lo tanto, lo que los productos por el módulo nos
permiten constatar es la proporcionalidad o analogía de cada término o parte,
respecto de sí misma, con las demás.

Mutatis mutandis: el producto de cada Estado, Reino o República, por el


Género humano, en tanto nos lleva a una reproducción de cada uno de esos
Estados, Reinos o Repúblicas, nos permite también concluir que cada uno de
ellos, en su igualdad, es precisamente diferente a las otras, y ha de atenerse en
su política comercial a los propios intereses de su política real, y precisamente
en la medida en que cada uno de esos Estados, Reinos o Repúblicas se nos
presenta como una parte del Género humano.

En cuanto partes definidas del Género humano (China, Alemania,


España...), las Potencias se relacionan comunicando e intercambiando entre sí
bienes y valores, pero no ya mirando a una metafísica justicia universal del
Género humano, unívoca para todos los trabajadores del Mundo, en nombre de
los cuales pudieran establecerse los criterios de intercambio, como pretenden
los sindicatos humanistas de cada país, sino mirando a las propias economías
nacionales. Si una de estas economías se desploma, también se desplomarán
sus trabajadores, que quedarán a merced de la beneficencia de las demás
economías, siempre marginales e insuficientes. ¿Cuál es la raíz de las
dificultades (de la imposibilidad) a las que están sometidos en nuestros días los
pueblos africanos (para no referirnos también a los demás pueblos que fueron
reducidos a cenizas por el imperialismo capitalista depredador de los siglos XIX
y XX) para poder remontar su terrible miseria? Sencillamente, según la teoría
modular que venimos exponiendo, a que sus problemas han de ser resueltos en
lo fundamental por ellos mismos, y no por el Género humano, aunque este actué
a través de la ONU o de las ONGs; porque estas instituciones, que actúan en
nombre del Género humano y de los derechos humanos, no pueden hacer otra

216
cosa sino aliviar su agonía, a la vez que encuentran en esta su loable misión
humanitaria la fuente de recursos imprescindibles para su propia subsistencia.
Pero todas las ONGs del mundo no podrían sacar a flote, mediante distribuciones
regulares y constantes de bienes de primera necesidad, a las sociedades
subdesarrolladas. Ya lo dijo el Presidente Mao: «Hay que enseñarles a pescar,
no darles el pez.»

En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en las que la


Unión Soviética propició los Frentes de Liberación Nacional, muchas Repúblicas
africanas pudieron creer que se ponían en camino para poder «comenzar a
pescar» mediante la disciplina revolucionaria, una disciplina que, por dura que
fuese, haría posible su salvación política y económica. Derrumbada la Unión
Soviética, las potencias capitalistas, que ven con horror la revolución, pretenden
poder conseguir que esos pueblos alcancen un mínimo estado de bienestar a
través de su homologación con alguna forma de democracia. Y ante esta
situación responden las altas autoridades europeas con una propuesta
«creadora y generosa»: que la Unión Europea organice un «Plan Marshall para
Africa» similar al que Estados Unidos organizó para la Europa destruía tras la
Segunda Guerra Mundial. Pero esta propuesta «creadora y generosa» sólo
puede merecer el calificativo de cínica o estúpida. De estúpida porque no cabe
paralelo alguno entre la Europa de 1945 y el Africa de 2005. La Europa de 1945
tenía las fábricas demolidas, las ciudades destruidas, las vías de comunicación
inutilizables; pero tenía intacta, aunque diezmada, su población de trabajadores,
de ingenieros, de técnicos, dentro de una sociedad estructurada pese a sus
heridas. Pero Africa (Nigeria, Senegal, Liberia, Camerún...) carece de una
población de trabajadores, ingenieros o técnicos semejante; la sociedad está aún
más cerca de la tribu que de la civilización y la estructuración democrática que
se intenta imponer es postiza. Un «plan Marshall» carece de punto de aplicación.
Por ello, y dado el nivel al que hay que suponer se encuentran los altos
funcionarios europeos, parece necesario pensar que ellos, cuando proyectan un
«plan Marshall» para Africa, más que estúpidos son cínicos.

Pues, ¿acaso es posible imponer desde fuera la estructura democrática


propia de una sociedad de mercado pletórico a sociedades formadas en
tradiciones culturalmente incompatibles con esa estructura? Y si la estructura
democrática así impuesta sólo puede ser una ficción, ¿cómo confiar en que el
«Género humano», operando a través de la beneficencia emanada de las
diferentes naciones, pueda salvar a los pueblos del tercer mundo sin hundir a las
propias naciones que hubieran asumido el papel de salvadoras?

217
10

En cualquier caso, la ideología del armonismo no tiene por qué confundirse


con una política de laissez faire, como tampoco la ideología del destino
humano(que proclaman algunas corrientes del materialismo histórico) podría
confundirse con la política gradualista que se escuda en la teoría del eclipse:
puesto que el eclipse de Sol está predeterminado por las leyes de la Naturaleza,
nada podrá hacerse para evitarlo o para favorecerlo; puesto que la revolución
socialista está predeterminada por las leyes de la Historia, nada podrá hacerse
para evitarla o favorecerla. Pero la teoría del eclipse da por demostrado que entre
las leyes del destino histórico de la humanidad no han de figurar también las
leyes del desencadenamiento de la Revolución. La ideología del armonismo no
puede dar por supuesto que la armonía universal del Género humano no requiera
la intervención constante de las partes activas de este género.

¿Puede decirse que el artículo 242 de la OMC, que reconoce la posibilidad


de imponer límites a las exportaciones de cierto tipo de ropa de origen chino,
cuando ocurra un aumento en la importación y cause alteración del mercado,
contraría al principio del armonismo propio del espíritu de librecambio de buena
fe? No, porque los redactores del artículo 242 habrán tenido en cuenta que la
armonía del librecambio requiere la imposición de esos límites, en momentos y
lugar oportunos. Pero entonces, ya no podrá decirse que es el Género humano
quien inspira los criterios de la armonía, sino los Estados capaces de imponerlos
en el momento y lugar oportuno, y según los intereses del Estado que los
impone.

¿Y puede decirse que la política de la República Popular China se atiene a


la ideología del armonismo una vez cumplida la fase del «socialismo cuartelero
de la igualdad», durante la época de la Revolución Cultural, y establecida la
nueva política del «socialismo de la diferencia» (un país, dos sistemas), según
la teoría del «arquitecto en jefe de la China moderna», que creó el camarada
Deng Xiaoping a principios de los ochenta?

El maoísmo asumió la concepción del materialismo histórico cuyo


determinismo la situaba muy próxima a un armonismo final del Género humano
que, lejos de excluir, incluía la dialéctica del conflicto incesante entre las partes
de la humanidad dispersas o «alienadas». Pero la teoría de Deng Xiaoping no
se presentó, ni se presenta hoy (después de su fallecimiento el 19 de febrero de
1997) como una ruptura con la tradición revolucionaria. Como dijo Jiang Zeming
en un discurso pronunciado en 2004, actuar siempre conforme a la teoría de
Deng Xiaoping es actuar en función de la construcción del «socialismo con
caracteres chinos». Y esto significa «persistir verdaderamente en el marxismo
leninismo y el pensamiento de Mao Zedong». Como estableció el XXI Congreso,

218
los contenidos fundamentales de la teoría de Deng Xiaoping como base de la
política china del siglo XXI comprenden: persistir en la línea ideológica de buscar
la verdad en los hechos y el principio de independencia y autodecisión, la
conclusión científica de la etapa primera del socialismo, afirmar que la reforma
es una revolución y que la apertura forma parte de las condiciones
indispensables para la reforma y la construcción. La relación entre la «estrategia
del desarrollo en tres pasos», el enriquecimiento de algunos primeramente y una
vida holgada común en la política de un país con dos sistemas « promueve la
grandiosa obra de la reunificación de la Patria».

Todo apunta a sospechar que el armonismo que garantiza el futuro del


Género humano implica ante todo, según la doctrina oficial de la República
Popular China, la política real de ejecución, paso a paso, y según la prueba de
los hechos, de la «grandiosa obra de reunificación de la Patria china».

Según se desprende de la versión oficial, la «teoría de Deng Xiaoping»


cristalizó (si no se originó) en los primeros meses de 1979, con ocasión de su
visita a Estados Unidos. No es fácil determinar las circunstancias que llevaron a
la formulación de la nueva teoría. Pero parece imprescindible tener en cuenta (si
aceptamos que el principio «buscar la verdad en los hechos» ya estaba actuando
en Deng Xiaoping) que este dirigente, que conocía ya de primera mano la Unión
Soviética y, desde luego, la evolución de la Revolución cultural de Mao, hubiera
quedado impresionado por el elevado nivel de desarrollo que el capitalismo había
logrado alcanzar en Estados Unidos en contraste con los resultados del «rígido
modelo» del desarrollo soviético, pero también del catastrófico balance
económico e industrial de la Revolución cultural.

Sin abandonar los principios políticos del marxismo leninismo maoísmo, el


«pequeño timonel» habría visto con evidencia la virtualidad práctica del principio
del capitalismo competitivo («ser rico es glorioso», dirá Deng Xiaoping), que
implica el reconocimiento de las diferencias sociales como modo de acumular
las diferencias de potencial necesarias para la dinámica del desarrollo material.
Pero esta evidencia no habría tenido el efecto en Deng Xiaoping de una
conversión al sistema capitalista que supusiera un abandono de los principios
del comunismo. Su efecto habría sido otro: incorporar el principio del capitalismo
al sistema comunista. Incorporación que (diremos por nuestra parte) sólo tendría
sentido contando ya con el sistema comunista chino, herencia del maoísmo, y
con su disciplina y, por tanto, como una incorporación orientada a la
dinamización del «socialismo en un solo país», la Gran Patria China.

¿Implica por tanto la teoría de Deng Xiaoping el abandono de la perspectiva


tradicional en los Partidos Comunistas del Género humano, del
internacionalismo proletario? Sí y no.

219
Sí, en tanto que los nuevos planteamientos ya no se harán «desde el Género
humano», todavía inexistente como sujeto político, como se hacían,
ideológicamente al menos, en la doctrina leninista de la revolución universal («si
la Revolución rusa de octubre fracasa en Alemania, en Hungría, &c., la
revolución comunista habrá fracasado también»). Los planteamientos
revolucionarios se harán no desde el «Género humano», sino «desde la
República Popular China», ya bien consolidada. Diríamos: el producto del
Genero humano por la República Popular China es la República Popular China.
El destino del Género humano pasa por el destino de China. Esto es lo que
algunos analistas occidentales perciben como «sustitución del comunismo por el
nacionalismo chino» (una Nación en la que los chinos de la etnia Han
representan más del 90%).

No, en el sentido de que la nueva y creadora teoría tampoco cerraba su


horizonte con una nueva gran muralla china, sino que tenía en cuenta también
al género humano realmente existente, es decir, en la forma de los demás
hombres de la Tierra organizados en diversas sociedades políticas
contrapuestas entre sí. De este modo, el Género humano recuperaba de nuevo
su función de módulo que nos devuelve, desde luego, a China, pero a una China
que se sabe rodeada por las demás partes del género humano, contempladas
sin embargo desde el principio de un armonismo que se sitúa, más que en el
origen, en el final.

La cuestión práctica se replanteará entonces como cuestión de las


relaciones que el proyecto del futuro de la República Popular China (según la
nueva teoría creadora) pueda mantener con el futuro de las demás partes del
género humano que envuelven a China, y de las cuales depende también el
propio proyecto chino (como desde luego reconocen los dirigentes actuales, Hu
Jintao, sobre todo, que se declaran defensores de la teoría de Deng Xiaoping).

Algunas veces, el sentido de esta política parece muy claro, es decir,


«coherente» con los principios de la teoría de «un país, dos sistemas». Ese
principio no pretende dar un trato de igual a igual «a los mil trescientos millones
que practican el socialismo y a los seis millones [por referencia a Hong Kong]
que practican el capitalismo». Sin embargo esto no debe hacer pensar que los
«dos sistemas» hayan de quedar circunscritos a la situación transitoria de la
incorporación de Hong Kong. Los «dos sistemas» tienen un alcance más amplio:
al menos sólo reconociéndolo así podemos entender el sentido de muchas
políticas chinas. Por ejemplo, proyectos tan heterogéneos como puedan serlo el
del llamado «pensamiento de la Triple Representación» (atribuido al anterior
presidente, Jiang Zemin, pero asumido por Hu Jintao), o el proyecto de
construcción de la gran ciudad junto al río Amarillo, la nueva Zhengzhou.

220
En efecto, el pensamiento de la Triple Representación encierra la novedad
de añadir a la tradición de la doble representación de obreros y campesinos, en
el Comité Central del PCH, la representación de los grandes capitalistas
millonarios que han surgido en la República Popular China durante las últimas
décadas.

Y el proyecto de la nueva Zhengzhou –cuyo responsable arquitectónico, el


japonés Kisho Kurokawa, hace girar la ciudad en torno a dos grandes círculos,
uno destinado a edificios residenciales, y otro a un distrito financiero– está
pensado como ciudad destinada a albergar a una clase adinerada que
«disfrutará de una urbe bañada por canales con grandes parques y un lago de
800 hectáreas». El proyecto de la nueva Zhengzhou, que está tutelado por el
gobierno central, aunque su iniciativa (se dice) sea de particulares, desmiente la
interpretación de la «teoría del pequeño timonel» cuando pretende considerarla
circunscrita al periodo coyuntural de transición de Hong Kong, y favorece la
interpretación de la teoría de un socialismo de las diferencias. Pero no de las
diferencias de potencial inertes (como pueda serlo la relación 5 a 1 entre los
niveles de renta arrojados por la historia, que median entre la China de la costa
este y la China del oeste o del centro), sino de diferencias de potencial activo
entre clases o estratos de nivel de renta elevado (pero conseguida por su propio
esfuerzo e inteligencia) y clases o estratos de nivel de renta inferior muy bajo.

¿Podríamos considerar como una mera aplicación de la teoría la política de


expansión empresarial china en occidente? El intento más comentado en los
últimos meses ha sido el de la compra de Unocal, por parte de la CNOOC, intento
del que la compañía china tuvo que desistir ante la «oposición política sin
precedentes» de Estados Unidos, que dejó vía libre a la compañía
norteamericana Chevron con una oferta inferior (17.500 millones de dólares,
frente a los 18.500 millones de dólares de la oferta de la CNOOC).

Sin embargo, el frustrado intento chino podría interpretarse más que desde
una perspectiva de «expansión exterior», desde la perspectiva de la acumulación
interior de reservas estratégicas de petróleo, orientada a lo que Jiang, en 2005,
llama «estrategia del desarrollo integral de China con la dirección del programa
de modernización de China» y con el tipo de China que está emergiendo como
potencia mundial y, en última instancia, para que China pueda ser un líder
responsable del medio ambiente mundial. Lo cierto es que China, desde que en
1993 pasó a ser importador neto de petróleo (en el año 2000, 1'9 mbd, ha llegado
en 2004 a alcanzar importaciones brutas de petróleo –crudo y productos
petrolíferos– que ascendieron a 3'4 mbd; se prevén 4 mbd para 2005, 7 mbd
para 2020, y 11 mbd para 2030).

221
Ahora bien: los proyectos chinos de importación de petróleo, ¿están
concebidos desde la perspectiva del incremento de reservas estratégicas o
sencillamente están calculados en función de las necesidades perentorias
derivadas de los programas de expansión interna china (presa de las Tres
Gargantas –comenzada en 1994, y que pretende acabarse en 2015–,
incremento del parque de automóviles, de 20 millones de unidades en 2004 a
130 millones en 2020)?

Lo que sí parece evidente son los planes y programas chinos de


consolidación, fortificación y expansión de China como potencia mundial de
primer orden: política de desarrollo nuclear, política de desarrollo espacial (el
pasado día 11 de este mismo mes se anuncia el lanzamiento de la segunda
misión espacial, la nave Shenzhu VI, tripulada por los taikonautas Fei Junlong y
Ni Haisheng), política comercial de exportación de bienes fabricados por
empresas chinas (y no solo por empresas occidentales deslocalizadas).

Pero nada de esta política de desarrollo y expansión (incluida la política de


desarrollo militar) nos autoriza a remover el fantasma del expansionismo chino,
del «peligro amarillo», del «imperialismo expansionista chino», a evocar el
inminente momento en el que la «coleta del chino aparezca en los Urales» (como
decía Ortega, saludando a una tal aparición de la coleta del chino como ocasión
para que Europa comience a reflexionar en serio en la necesidad de su unión).
En efecto, los grandes problemas demográficos chinos no tienen al parecer
mucho que ver con una escasez de territorios o de espacio vital; tienen que ver
sobre todo con el control de la natalidad, que pretende detener el imparable
crecimiento demográfico, pero que determina la quiebra de una relación
equilibrada varones-mujeres, determinando una progresiva escasez de mujeres
con el cortejo de consecuencias que esta escasez acarrea (secuestros,
prostitución, sida...). La coleta del chino ya ha aparecido, pero en la forma de los
turistas o de los productos exportados por las industrias textiles, de aluminio, de
electrodomésticos, &c.

Por ello tampoco puede decirse, nos parece, que los planes de China estén
orientados a mantener al pueblo chino encerrado en sus murallas y,
principalmente, en la muralla de su idioma. La perspectiva del género humano
sigue presente; pero en la forma modular de un imperialismo chino sui
generis,que no tendrá ya un signo centrífugo (como lo tuvo el imperio soviético,
y antes aún el imperio hispánico) sino un signo centrípeto, como lo tuvo ya el
imperio romano, hasta Constantino.

Sugerimos la conveniencia de una observación sistemática de la política


china como si ella estuviese orientada hacia la consideración, en el conjunto del
género humano, de una República Popular China como el «Imperio del centro»,

222
el centro de un torbellino global, en torno al cual se verían obligados a girar todos
los demás pueblos del mundo (aquellos pueblos que los romanos llamaban
«bárbaros»).

La teoría de Deng Xiaoping podría asegurar que ese sinocentrismo, lejos de


oponerse al destino armónico reservado a las diferentes partes del género
humano, fuese la mejor garantía de la «humanidad» de ese destino. China, en
las palabras del presidente Jiang Zemin, que ya hemos citado anteriormente,
sería el futuro, «la gran fábrica de la Humanidad»; una fábrica que tendría un
sentido principalmente metafórico, puesto que en el mismo discurso Jiang
Zeming asignó a los Estados Unidos de Norteamérica el papel de reserva
científica y tecnológica del género humano.

Pero, ¿no será condición necesaria, aunque no sea suficiente, la de ser


chino para aceptar como evidentes las consecuencias de la teoría del «pequeño
timonel»? De otro modo: las teorías armonistas del presente, sean orientales,
sean occidentales, ¿son algo más que maniobras ideológicas de las grandes
potencias globalizadoras destinadas a transmitir confianza y tranquilidad, en
nombre del género humano común, a los conjuntos de hombres afectados por
ellas y que no tienen por qué ver clara esa armonía final que sus pretendidos
gestores representan?

223
«Pensamiento Alicia»
(sobre la «Alianza de las Civilizaciones»)
Gustavo Bueno

Se intenta en este rasguño identificar, antes por su forma que por su contenido, un tipo de
pensamiento (centrado en torno a las relaciones humanas),
que denominamos «pensamiento Alicia» (en recuerdo del personaje
de Lewis Carroll) y una de cuyas realizaciones sería el proyecto
de una «Alianza de las Civilizaciones»

«Pensamiento» es un término común que contiene dos momentos bien


distintos: un momento subjetivo (o formal) y un momento objetivo (o material).
Estos dos momentos son inseparables, pero son disociables.

«Pensar», en su sentido formal, es un actividad de «el pensador», un pensar


que puede ser abstraído de su contenido cuando nos detenemos en su puro
momento subjetivo: ¿quién puede decir cuál es el contenido de «el pensador»
de Rodin?

Entre algunos intelectuales y periodistas se consolida la costumbre de


llamar «pensador», en sentido ponderativo, a quienes antes solía llamarse
«filósofo». «Pensador» desborda sin duda el momento subjetivo del
pensamiento, pero sin que llegue a determinarse cuales son los contenidos del
pensamiento del pensador. Cuando un periodista, artista, o guionista de cine,
llama «pensadora» a la señora María Zambrano no se compromete a determinar
los contenidos de su pensamiento. Da por supuesto que estos contenidos son
«muy profundos», pero sin que haga falta entrar en detalles, cosa que no es
posible cuando se habla de un filósofo. «Filósofo» es término que pide
inmediatamente ser especificado: o es estoico, o es epicúreo, o es platónico, o
es aristotélico, o es idealista, o es materialista. Pero «el pensador» no necesita
tales especificaciones. Es pensador, y basta.

El pensador es, por tanto, un concepto eminentemente psicológico: es


pensador quien so-pesa (pensare = pesar) el pro y el contra, reflexivamente.
También es muy frecuente en nuestros días escuchar a alguien que interviene
por teléfono en una tertulia radiofónica, anunciar, antes de decir lo que quiere,
«voy a hacer una reflexión», como si dijera, «voy a expresar un pensamiento».
Por lo demás, los contenidos de estos pensamientos pueden ser muy diversos;

224
por ejemplo la reflexión puede versar sobre las consecuencias que tendrán para
el abastecimiento del pescado las huelgas de transportes.

Pero cuando hablamos de «pensamiento», en su momento objetivo, lo


hacemos con determinación, más o menos explícita, de los contenidos de este
pensamiento. Y estos contenidos no son siempre los característicos de la
filosofía tradicional, ni tampoco los contenidos de las ciencias positivas.
Hablamos, en cambio, de «pensamiento político», de «pensamiento
económico», de «pensamiento social»... Las «reflexiones» que físicos, biólogos
o matemáticos ofrecen, una vez jubilados, sobre sus ciencias respectivas, suelen
llamarse «pensamiento» (Ultimos pensamientos). Y, desde luego, está ya muy
consolidada académica y editorialmente, la distinción entre la Historia del
Pensamiento y la Historia de la Filosofía.

Entre las determinaciones del pensamiento por su contenido merecen


citarse aquellas que se toman de la persona del pensador que las creó, cuando
tales pensamientos han sido hechos públicos y son citados e identificados como
tales (sin entrar inmediatamente en la naturaleza –económica, política, filosófica,
poética– de su materia o contenido). El ejemplo, sin duda, más importante que
cabe citar es el llamado «Pensamiento Mao». También, aunque reducido a los
contornos del Sendero Luminoso, hablamos del «Pensamiento Gonzalo».
Podríamos hablar, para referirnos a estos casos y a efectos puramente
denominativos de «pensamiento onomástico». Tendría un gran interés el análisis
de las razones por las cuales un determinado conjunto de pensamientos son
clasificados «onomásticamente», acaso para subrayar su peculiaridad
idiográfica.

Dentro de estos «pensamientos onomásticos» cabría distinguir dos grandes


grupos, atendiendo al método según el cual son presentados por sus creadores.

En el primer grupo incluiríamos prácticamente todos los pensamientos que


tienen que ver con las utopías, es decir, con el pensamiento utópico –utopía de
Tomás Moro, utopía de Campanella, utopía de Bellamy, utopía de Butler, utopía
de Aldous Huxley–. Lo característico del pensamiento utópico, desde el punto de
vista estilístico, como muchas veces se ha señalado (por R. Ruyer, por ejemplo),
consistiría en que la sociedad que en él se nos describe nos es presentada
precisamente como irreal (utópica y ucrónica); una presentación llevada a cabo

225
por procedimientos literarios «inmanentes» (una utopía no contiene
informaciones sobre los caminos o medios que hay que seguir para alcanzar la
sociedad descrita por ella). El autor o el lector de utopías podrá creer o no creer
en la posibilidad o en la existencia de esas sociedades futuras, generalmente
pacíficas y felices; pero sabe que estas «sociedades» no son de este mundo, y
en todo momento conoce las distancias que separan a la utopía de su realidad.

Hay otro tipo de pensamientos irreales, creados por personas individuales,


que nos ofrecen descripciones o proyectos sobre sociedades futuras, felices y
pacíficas (como las utopías), pero que, sin embargo, no poseen la característica
estilística que hemos señalado en las utopías, porque no nos ofrecen indicios
sobre su lejanía o sobre las dificultades insalvables que se interponen para
alcanzarlas. Simplemente se nos introduce en ese mundo irreal sin medir las
distancias que guarda con el mundo real nuestro; se nos presenta un mundo
visitable y visitado de hecho por los hombres, a la manera como Alicia visitaba,
según Carroll, el País de las Maravillas. Es a este tipo de pensamiento al que
llamamos «Pensamiento Alicia».

Lo característico del «Pensamiento Alicia» es precisamente la borrosidad de


las referencias internas del mundo que describe y la ausencia de distancia entre
ese mundo irreal y el nuestro. Afirmo que la «Alianza de las Civilizaciones» es
un proyecto que tiene todas las características del tipo de pensamiento que
hemos denominado «Pensamiento Alicia». El «Pensamiento Zapatero»
(podríamos también denominarle, con más precisión, «Pensamiento Rodríguez
Zapatero») es un caso o individuo concreto del tipo «Pensamiento Alicia». El
Pensamiento Zapatero, por otra parte, ha sido recogido por otros pensadores
internacionalmente reconocidos, entre los que se encuentran Kofi Annan y el Sr.
Mayor Zaragoza. También, últimamente, otro pensador internacionalmente
conocido en todas las cancillerías del planeta, el ministro de Asuntos Exteriores,
señor Moratinos, se ha incorporado al Pensamiento Zapatero.

El pensamiento de una «Alianza de las Civilizaciones», fruto emblemático


del «Pensamiento Zapatero», tal como nos ha sido presentado por los medios
de comunicación y, en particular, por la revista femenina Marie Claire, durante la
visita de su creador a la sede de la ONU en Nueva York, es, en efecto, un
genuino espécimen del «Pensamiento Alicia». Nos pone este pensamiento –el
Pensamiento Zapatero– ante un escenario planetario muy próximo en el cual las
civilizaciones realmente existentes habrán dejado de alimentar sus conflictos (el
pensamiento Zapatero sale así al paso de las pretensiones de Huntington, en el
sentido de que los conflictos entre las civilizaciones son inevitables) y habrán
olvidado sus guerras, llegando a comprenderse y abrazarse, aceptando unos los

226
credos de los otros. «Esta es la casa de todos, sin diferencias, de los ricos y de
los pobres, de los países con historia y de los que apenas tienen, de los que
creen en Dios, o en varios dioses, y de los que no creen. Fue en esta sala –dice
el Pensador (Rodríguez Zapatero)– donde tuve la certeza de lo necesario que
resulta la Alianza de las Civilizaciones.» De este modo cristalizó, según informe
de su autor a la citada revista femenina, lo que ahora llamamos «Pensamiento
Zapatero».

Un pensamiento que nos ofrece la representación de un mundo futuro


pacífico, feliz y «a la mano», pero sin decirnos los medios que pueden conducir
a él, ni los métodos que nos van a permitir evitar las guerras, las diferencias entre
los pobres y los ricos, o las distancias entre los politeístas, los monoteístas o los
ateos. Simplemente se nos pone delante de este mundo maravilloso como algo
que ya puede considerarse como dado, porque acaso sólo es la codicia, la
estupidez o la ignorancia de algunos hombres lo que nos separa de él.

Pero la Alianza de las Civilizaciones está ahí al lado. Bastará que una
Asamblea de las Naciones Unidas –cuyo Secretario General, como hemos dicho,
ha aceptado el Pensamiento Zapatero– decida reflexionar sobre el asunto para
que los caminos hacia la Alianza de las Civilizaciones queden despejados. De
hecho la ONU ya ha creado el GAN (Grupo de Alto Nivel) con quince miembros
de dieciséis países, y del cual forman parte los pensadores que ya hemos citado
y muy principalmente: el ex director general de la Unesco y actual presidente de
la Fundación Cultura de Paz, Sr. Mayor Zaragoza, cuyos pensamientos sobre la
Cultura y sobre la Paz Perpetua demostraron ya, desde hace años, su gran
disposición para cultivar el tipo de Pensamiento Alicia.

Particularmente el pensador Alicia que antes hemos citado, el ministro de


Asuntos Exteriores, Miguel Angel Moratinos, teniendo en cuenta que en la
Agenda de los Objetivos del Milenio adoptada por la ONU en el año 2000, se
incluyen compromisos para la lucha contra el hambre, el Sida, la promoción de
la educación, la tolerancia, &c., acaba de proponer la ampliación de la Alianza
de las Civilizaciones a los campos político, cultural y educativo. Esperemos que
en las reuniones que el GAN prepara, al parecer, para finales de este mes de
noviembre en Palma de Mallorca, el Pensamiento Zapatero pueda cristalizar
definitivamente su plan de acción (véase, para todas estas informaciones, el
magazine de la revista El Mundo de domingo 23 de octubre de 2005).

La característica del Pensamiento Alicia, tal como la hemos dibujado, es la


borrosidad de sus referencias internas (literarias) y de las referencias del mundo
de quien imaginó el texto literario, la indistinción entre el mundo descrito y el

227
mundo en el que vive su autor. Por ejemplo, porque se supone que el mundo
imaginado es el mismo mundo real, su otra cara ya existente y accesible
mediante adecuados actos de voluntad.

En el caso particular de este Pensamiento Alicia que es el Pensamiento


Zapatero se habla de Civilizaciones. Se supone que existen varias, pero no se
da referencia alguna ni indicación acerca de la delimitación de tales
«Civilizaciones».

Pero la primera pregunta que es obligado hacer es esta: ¿Existen siquiera


esas «Civilizaciones»?

Obviamente esta pregunta está de más en un pensamiento literario como lo


era el Pensamiento Alicia de Carroll. Pero esta pregunta no puede ser evitada
por cualquiera que tenga responsabilidades políticas, de política real, y no de
política ficción. Pues cualquier político que saliendo de sus preocupaciones
domésticas, se enfrenta con «cuestiones que conciernen a la humanidad» (para
utilizar la expresión de Tomás Mann) tiene que plantearse, ante todo, la cuestión
de la unicidad del hombre (del hombre civilizado en este caso), de la unidad de
las civilizaciones. Y si no sabe o no puede plantearse este problema es mejor
que se repliegue a su política doméstica y que se dedique, por ejemplo, a
oscurecer el significado del sintagma «identidad nacional» que él mismo utiliza
para reconocer la identidad de Cataluña.

Porque la cuestión de la unicidad del Hombre, de la Civilización, tiene el


mismo rango que en su ámbito tiene la cuestión de la unicidad del Mundo y la
cuestión de la unicidad de Dios.

Se trata de la unicidad propia (no necesariamente exclusiva) de cada una


de las tres Ideas de la Metafísica occidental –Santo Tomás, Francisco Bacon,
Kant–, a saber, la Idea de Hombre, la Idea de Mundo, la Idea de Dios. Son Ideas
trascendentales atributivas que, a diferencia de los conceptos o Ideas
distributivas (cuya connotación se mantiene independientemente de sus
desarrollos extensionales: las propiedades de la figura triangular no cambian
cuando esta figura se multiplica, por repetición, extensionalmente) alteran por
completo su significado según que se conciban como multiplicables o como
dotadas de unicidad.

Así, la Idea de «Mundo» cambia radicalmente de significado si se dice en


singular o si se dice en plural: Mauthner consideró una insolencia decir
«Mundos», en plural, como si hubiera más de uno. Pero decir «Dioses» es más
que una insolencia; es, para quien mantiene la Idea de Dios monoteísta, una
blasfemia. La Idea de Dios del monoteísmo es incompatible con el politeísmo,

228
con los Dioses, como el Ser de Parménides era incompatible con la multiplicidad
de los entes (y, por ello, Meliso de Samos dedujo que el Ser único de Parménides
debía ser también infinito). Es importante constatar, en relación con este punto,
que el Pensamiento Zapatero, tal como se expresaba en la revista Marie
Claire antes citada, no advierte a efectos prácticos, la menor diferencia entre
Dios, en singular y dioses en plural: «Esta es la casa de todos, sin diferencias...
de los que creen en Dios, o en varios dioses, y de los que no creen.» Y el
pensamiento Zapatero no se da cuenta de que esta equiparación no puede
hacerse «desde fuera» de la enumeración (monoteístas, politeístas, ateos), y
que sólo desde el ateísmo cabe borrar las diferencias, desde determinada
perspectiva, entre politeísmo y monoteísmo. Pero tales diferencias no pueden
considerarse borradas en una sociedad en la que el noventa por ciento de la
población se confiesa teísta; menos aún en una sociedad monoteísta que
considera blasfemo al politeísmo, como lo consideraron los musulmanes que
entraron en la Península Ibérica en el siglo VIII, por no hablar de los que siguen
entrando en el siglo XXI. Es bien sabido que los musulmanes han considerado
tradicionalmente blasfemos a los cristianos que creen en el Dogma de la
Santísima Trinidad, que ellos ven como una creencia descaradamente politeísta.
Según esto, suponer que es «indiferente», para conseguir la concordia universal,
ser monoteísta, politeísta o ateo, es pedir el principio, es suponer que a los
creyentes cuando se sumergen en el océano del Género humano les da lo
mismo una cosa u otra, lo que equivale a suponer que no creen: pero esto es lo
que se trata de demostrar. Y no entramos en la paradoja del «monoteísmo
pluralista», en la paradoja del monoteísmo que se manifiesta a propósito de las
tres religiones monoteístas en torno a la cual gira el drama (Nathan el Sabio), de
Lessing (cuya lectura recomendamos al Sr. Zapatero, así como al señor Kofi
Annan, al Sr. Moratinos y al Sr. Mayor Zaragoza). Pero el irenismo de Lessing,
en cuanto racionalista, implicaba la demolición de cada una de las tres religiones
positivas, de sus dogmas, sacramentos, sacerdotes, imanes o rabinos, incluso
de los templos; es decir, desde un punto de vista práctico, reproducía e
intensificaba los conflictos sociales y eclesiásticos entre las tres religiones del
Libro, en lugar de atenuarlos.

Pero la unicidad que corresponde a la Idea de Hombre, en cuanto Género


Humano (del Hombre universal, el que está definido por la Declaración Universal
de los Derechos Humanos), implica la unicidad de la civilización, es decir, la
unidad efectiva e histórica de los hombres civilizados. La unidad del hombre que
nos ofrece la Declaración de los Derechos Humanos –unidad que se logra
suponiendo a hombres que no tienen religión, ni lengua, ni raza, ni sexo– es
puramente metafísica, porque ese hombre abstracto no existe ni ha existido
nunca. Es únicamente una abstracción llevada a efecto desde una civilización
histórica determinada; es una idea posterior a la civilización, y no previa a ella.
Pero sólo desde la idea de una civilización universal, «cosmopolita», el hombre
puede ser universal y no un mero primate más o menos evolucionado, o, como

229
decían los antropólogos clásicos (Morgan, Tylor, Lubbock), un salvaje o un
bárbaro.

La idea clásica de «Civilización» (un término que deriva de civitas)


implicaba, en efecto, la civilización universal, la homologación de todas las
culturas en los estados superiores de su desarrollo (hoy día parece haber
también un consenso universal –lo que no significa que él esté en la verdad– al
menos sobre la estructura política que corresponde a ese estadio superior de las
culturas, y que por tanto puede considerarse como un consenso acerca de la
estructura política que habría de tener la civilización universal: la forma de la
democracia parlamentaria; porque una sociedad que no estuviese organizada
democráticamente, será vista hoy como subdesarrollada, por respecto de los
estadios considerados superiores de la civilización).

La civilización se entendió por los clásicos, en efecto, como el océano


común en el que desembocan las diferentes culturas (círculos o esferas
culturales) que hayan evolucionado atravesando sus fases de salvajismo y de
barbarie. Se suponía que al llegar a la civilización, y precisamente a través de
la civitas (de la polis, que implica el Estado, la escritura, &c.), todos los hombres
podrían considerarse homologados en una civilización cosmopolita. Sabemos
que este ideal estoico de una civilización común, universal, cosmopolita, inspiró
la política de la Roma republicana y sobre todo de la Roma imperial augústea
(tu, Romane, memento...), y sobre todo al Imperio Romano identificado con el
Cristianismo a partir de Constantino. Pero lo cierto es que la civilización
cosmopolita, dotada de unicidad, era antes una Idea, o un ortograma, que una
realidad efectiva; incluso muchos dirían que era una «idea ecuménica» cuya
función no sería otra sino la de servir de disfraz al imperialismo.

Pero, en cualquier caso, es evidente que cuando nos situamos en la


perspectiva de la civilización universal, dotada de unicidad, el proyecto de una
Alianza de Civilizaciones cae por su base, por la sencilla razón de que no tiene
sentido hablar de Alianza de Civilizaciones, en plural, cuando se entiende la
Civilización como única, como dotada de unicidad, como aquella Civilización que
es la verdadera «casa común» de todos los hombres. Dicho de otro modo,
supuesta la Civilización universal, la Alianza de las Civilizaciones es un mero
sinsentido.

Pero –dirá el «pensador Alicia» que acaba de enterarse de que la Idea de


Civilización (no ya su realidad empírica) implica la unicidad y de que hubo un
dramaturgo alemán que escribió Nathan el Sabio–, ¿por qué habría que dar por
supuesto que la civilización universal y única ya existe? Precisamente porque
partimos de los conflictos entre los hombres –dirá– es por lo que buscamos una
Alianza de Civilizaciones.

230
Y aquí es en donde otra vez podemos ver en acción al Pensamiento Alicia.
¿No han advertido los pensadores de la Alianza de las Civilizaciones que cuando
civilización se utiliza en plural (civilizaciones) entonces la idea alcanza un
significado enteramente diferente, sobre todo desde el punto de vista práctico,
que cuando se utiliza en singular? ¿No se han dado cuenta estos «pensadores
Alicia» de que se trata de otra idea?

A saber, la idea de las civilizaciones particulares, no cosmopolitas (como


puedan serlo, por ejemplo, la «civilización occidental», la «civilización europea»,
la «civilización cretense» o la «civilización maya»). Ahora, «civilizaciones»
equivale a «culturas» (en el sentido de los círculos o esferas culturales dotadas
del equipo de señas de identidad más conveniente).

Ahora habrá que dejar de lado conceptos tales como el del «hombre adulto
y civilizado», que durante décadas fue utilizado por antropólogos y psicólogos,
en la época en la que se razonaba desde la idea de una civilización universal (en
esta línea los historiadores escribían obras como la que escribió Don Emilio
Castelar, titulada La civilización en los cinco primeros siglos del cristianismo). Al
reconocer civilizaciones o culturas múltiples, y todas en pie de igualdad («todas
las culturas o civilizaciones son iguales en dignidad» y «salvaje es el que llama
a otro salvaje») el concepto de «hombre adulto y civilizado» pierde su significado,
si no se especifica la civilización o la cultura con respecto a la cual es adulto y
civilizado (por ejemplo, el «hombre adulto y civilizado» en la civilización árabe,
de la que se ocupaba el libro de Levy Provenzal, La civilización árabe en
España). Y ocurre que acaso el «adulto civilizado» de la Civilización Árabe
resulta ser muy semejante al adolescente analfabeto de la Civilización
Occidental.

Ahora bien, en el momento en que nos situamos en la hipótesis de una


multiplicidad de civilizaciones –es decir, en el momento en el que estamos
negando la existencia de una civilización universal– el proyecto de una Alianza
de Civilizaciones se hace todavía más nebuloso.

La Alianza de Civilizaciones era un proyecto superfluo, o en todo caso


malformado, en la hipótesis de la civilización única; en cualquier caso, un
proyecto mal formulado, pues no se trataba de conseguir la alianza de
civilizaciones distintas, que no existían por hipótesis, sino, a lo sumo, la alianza
entre individuos, empresas o Estados nacionales, actuantes desde dentro de una
misma civilización. Y si estas alianzas, personales, económicas, religiosas o
políticas, eran posibles, se debía precisamente a que todas ellas se habían
formado y vivían dentro de esa civilización común dotada de unicidad.

231
Pero la «Alianza de Civilizaciones» es un pensamiento disparatado (un
«pensamento Alicia») si las civilizaciones se suponen múltiples. Porque las
civilizaciones de esta multiplicidad, al menos muchas de ellas, aunque no sean
de hecho cosmopolitas, estarán sometidas al ortograma de la idea de civilización
única, cosmopolita. Y tenderán a ser únicas precisamente si las concebimos
como civilizaciones. Esto se debe a que la idea de una civilización universal o
cosmopolita no se agota en su condición de idea especulativa, sin existencia
real. Es una Idea fuerza que actúa como un ortograma en el seno mismo de
algunas culturas particulares, precisamente de aquellas que llamamos
civilizaciones.

Una cultura particular, en efecto, alcanza el título de civilización


precisamente cuando pretende desbordar sus estrictos límites domésticos
espacio temporales y pretende erigirse en canon universal de todos los demás
hombres; cuando pretende haber alcanzado una norma o canon de lo humano
cuyo valor sea estimado como condición necesaria para que los hombres
empíricos lleguen a ser plenamente hombres (lo cual no implica intolerancia
alguna, en principio, ante los hombres que no se ajusten a este canon). Es en
este sentido como la «ciudadanía romana» fue considerada en la época de
Caracalla, como un valor universal, y por ello podemos afirmar que el Imperio
Romano fue una civilización, y no sólo un «círculo cultural mediterráneo». El
Cristianismo imperial romano también fue presentado como la plenitud de los
tiempos del hombre. «Ser hombre», en su sentido más pleno, requería, desde
luego, ser cristiano. El cristianismo, en cuanto componente de las sociedades
políticas europeas de la Edad Media, podrá también ser llamado una Civilización.
Y otro tanto se diga del Islamismo, en cuanto civilización musulmana. En
nuestros días, después de la caída de la Unión Soviética, constatamos, como de
consenso casi universal, según hemos dicho, la consideración de las
democracias parlamentarias como característica necesaria de la «civilización».

Con estos ejemplos queremos subrayar cómo la idea de una civilización


universal es algo más que una idea de los clásicos de la Antropología, y está de
hecho actuante y presente, de diferentes maneras en muy diversas situaciones
de nuestra historia.

Desde la perspectiva del pluralismo de las civilizaciones, así entendido, la


Alianza de Civilizaciones es un proyecto vano y sin sentido. Y esto tanto por
razones materiales (relativas a las entidades que se pretende enlazar mediante
la alianza), como por razones formales, relativas a los procedimientos prácticos
para establecer la Alianza.

232
8

Las circunstancias materiales que privan de sentido objetivo al proyecto de


una Alianza de Civilizaciones tienen que ver con la incompatibilidad de las
mismas civilizaciones que han sido homologadas precisamente por su
disposición («vocación», «tendencia», «necesidad», «ortograma») cosmopolita.
Todas las civilizaciones son iguales. Todas, o muchas de ellas, están de acuerdo
en su horizonte cosmopolita. Pero este acuerdo es precisamente el que
determina su incompatibilidad, y deja en el aire su supuesta voluntad de alianza:
«mi primo y yo, dice Francisco I a Carlos V, estamos siempre de acuerdo: ambos
queremos Milán».

La alianza entre civilizaciones, en sentido estricto, es imposible, salvo que


se esté dispuesto a destruir alguno de los aliados o todos. ¿Cómo hacer
compatible la poligamia con la monogamia sin destruir uno u otro sistema, o
ambos? Otro tanto se diga cuando nos referimos a la convivencia de los
matrimonios heterosexuales y los homosexuales: la institución de la familia
puede darse por desaparecida a partir de un determinado porcentaje de
matrimonios homosexuales. ¿Y el derecho de propiedad? ¿Cabe una alianza
entre civilizaciones que contienen entre sus instituciones la propiedad privada de
los medios de producción y aquellas otras que consideran necesario destruir esta
institución en nombre del comunismo? ¿Tiene algún porvenir, como modelo de
civilización universal, el proyecto de Den Xiaoping de hacer de China un país con
dos sistemas?

¿Y cómo entender una alianza entre civilizaciones, una de las cuales esté
organizada según el modelo de las democracias parlamentarias, y otra según el
modelo de la dictadura del proletariado? Tampoco tiene sentido una alianza entre
una civilización cristiana (cuyo consustancial proselitismo le obligará, por amor a
los demás hombres, a extender su doctrina y sus sacramentos) y una civilización
islámica (cuyo consustancial proselitismo le obligará a extender la valoración del
dogma de la divinidad de Cristo como una blasfemia). Solo cuando ambas
civilizaciones hubieran perdido la fe proselitista salvadora de sus dogmas y
sacramentos, es decir, cuando hubieran dejado de ser cristiana o musulmana, la
Alianza sería posible; pero ya no sería una alianza entre tales civilizaciones, sino
entre sus cadáveres.

Pero las circunstancias formales que vacían de todo significado al proyecto


de una Alianza de Civilizaciones tienen si cabe más fuerza que las circunstancias
materiales. Una alianza entre civilizaciones presupone la posibilidad de
representantes personales o comisarios de tales civilizaciones que sean capaces

233
de pactar. Pero, ¿quién puede asumir con títulos fundados la representación de
una «civilización» en el momento de tratar de establecer una alianza con otras?

¿Acaso la alianza entre la «civilización católica» y la «civilización


musulmana» puede llevarse a cabo a través de la negociación entre el Papa de
Roma y el Imán de Bagdad? ¿O es que se supone que las civilizaciones,
entidades impersonales, pueden sin embargo establecer alianzas entre sí?

Tiene algún sentido, aunque sea metafórico, suponer con Huntington que
las civilizaciones pueden chocar, pueden entrar en conflicto, a la manera como
pueden chocar dos galaxias. Pero no tiene ningún sentido, salvo en el
Pensamiento Alicia, suponer que las galaxias pueden aliarse mediante una
negociación. Si la idea de una Alianza de Civilizaciones surgió, como parece, ya
fuera en la sede de la ONU, ya fuera paseando por los jardines de la Moncloa,
como contrafigura de la idea del conflicto de civilizaciones, habrá que decir que
esta idea de la «Alianza de las civilizaciones» es una mera ecolalia vacía, un
simple plagio –«decir todo lo contrario de lo que ha dicho un autor es una forma
de plagiarle»–; pero además un plagio de la peor estofa, porque se mantiene en
un puro nivel sintáctico, cuasi infantil, sin el menor apoyo semántico.

10

Sin embargo, ni siquiera la idea de un conflicto de civilizaciones o de culturas


tiene sentido riguroso, por la sencilla razón de que ese conflicto supone que las
civilizaciones o las culturas son «entidades sustantivas», capaces de entrar en
conflicto en cuanto tales, esferas u organismos (así las concibió Spengler y otros
muchos antropólogos) susceptibles de mantener unas señas de identidad
sustancial y esencial propias. Pero este presupuesto es gratuito.

Las civilizaciones o las culturas no son esferas, ni organismos con entidad


sustantiva alguna. Las civilizaciones o las culturas son unidades o círculos
morfodinámicos constituidos por una concatenación causal y estructural de
múltiples partes que denominamos, no ya memes o rasgos culturales,
sino instituciones. Una civilización o una cultura puede redefinirse como un
sistema de instituciones, un sistema algunas veces aislado de otros sistemas,
nunca cerrado en sí mismo, incluso si la concatenación causal de las
instituciones alcanza una forma de equilibrio y homeóstasis de causalidad
circular realimentada. Según esto no cabría hablar jamás de conflicto o choque
de civilizaciones, y menos aún de alianza de civilizaciones; pero sí de conflictos
o de alianzas entre instituciones (entre algunas instituciones) integrantes de
diferentes círculos culturales o civilizaciones. La institución de la rueda o del
carro pasa de las culturas europeas a las amerindias; aquí cabe hablar, por
metáfora, de una «aleación», no de una alianza, entre la institución de la rueda

234
o del carro y los caminos que los incas o los aztecas habían trazado previamente.
Así también la institución del carro de transporte dejó sin función a la institución
de los grupos de porteadores incas o aztecas. Pero nada de esto da pie para
hablar de choque o de alianza de civilizaciones.

11

El proyecto de una «Alianza de Civilizaciones» sería un intento de replantear


las relaciones entre las instituciones de diferentes culturas o civilizaciones
siguiendo las pautas de un tipo de pensamiento que designamos como
Pensamiento Alicia.

Se habla, en efecto, de civilizaciones, pero no se las delimita ni se las


identifica, ni se da prueba de su existencia. Y cuando se busque precisar de qué
se está hablando (como suponemos que lo buscarán los que acudan a la
conferencia del GAN en Mallorca, a finales de este mes de noviembre) podremos
enterarnos de qué se habla en efecto.

Pero podemos saber de antemano que no se va a hablar de una Alianza de


las Civilizaciones, sino por ejemplo de algunos convenios de intercambio de
maestros, de algún seminario de confrontación entre técnicas agrícolas o
industriales, de ayudas económicas o de condonación de deudas exteriores, de
convivencias de clérigos de diferentes confesiones, es decir, de operativos para
poner en juego, a través de los Estados que se presten a ello, o de las ONGs,
que se prestarán inmediatamente sin duda, a la confrontación de instituciones
diversas, como se ha hecho siempre entre los pueblos, los Estados e Iglesias,
siguiendo unas leyes económicas que muy poco tienen que ver con la Alianza
de las Civilizaciones. Esta Alianza es sólo una denominación grandilocuente y
retórica que solo puede dar lugar, dada la enormidad de su punto de partida, al
parto de los montes.

12

Pero hay algo más. No se trata sólo de un proyecto inocuo y de buena fe,
de un libre ejercicio de «Pensamiento Alicia». Lo que en el terreno literario puede
dar lugar a resultados agradables e inofensivos, el Pensamiento Alicia aplicado
a asuntos de política y economía reales puede ser sumamente peligroso y
ofensivo.

En efecto, el Pensamiento Alicia en asuntos como aquellos de los que se


ocupa el pensamiento Zapatero, desvía, por de pronto, la atención de los
problemas reales, como puedan serlo los conflictos entre grupos o clases
sociales, o entre ricos y pobres; desdibuja la realidad y transfiere sus problemas

235
a una escala –civilizaciones– inasible por cualquier hombre práctico; encubre,
bajo las fantasiosas ideas de las «civilizaciones», los problemas reales e impide
centrarlos en sus quicios propios. Lo que el Pensamiento Alicia puede tener de
interesante en el terreno literario lo tiene de vergonzoso cuando se aplica a la
política y a la cultura como lo hace el Pensamiento Zapatero.

¿Queremos decir con esto que el Pensamiento Zapatero, el Pensamiento


de la Alianza de las Civilizaciones no tenga porvenir?

En modo alguno, al contrario, en cuanto pensamiento. Precisamente su


condición de Pensamiento Alicia puede abrirle la puerta de millones y millones
de individuos con las entendederas sintonizadas para recibir este pensamiento
(Cómo ganar amigos de Carnegie, una obra desarrollada según los métodos del
Pensamiento Alicia, lleva ya vendidos varios millones de ejemplares).

Pero por mucho que progrese el Pensamiento Zapatero sobre la Alianza de


las Civilizaciones, por muchas sesiones del GAN, por muchas ONGs, reuniones,
congresos, seminarios, libros y televisiones que se dediquen a desarrollarlo y
cultivarlo, lo que no habrá avanzado ni un solo milímetro es la misma «Alianza
de civilizaciones». ¿Cómo podría avanzarse hacia una alianza entre entidades
imaginarias cuyos límites sólo pueden ser dibujados en el País de las Maravillas?

236
Sobre el análisis filosófico del Quijote
Gustavo Bueno

En este rasguño se somete a crítica el supuesto (mantenido por muchos profesores de


filosofía, así como también por otros muchos ciudadanos o políticos, que filosofan a su modo)
según el cual el único modo de entender filosóficamente el Quijote es considerándolo desde las
premisas del humanismo, del pacifismo, de la tolerancia, de la paz y de la libertad

Entre los organizadores de actos conmemorativos del Quijote, en este su


cuarto centenario, no faltan las Sociedades de Filosofía; y entre los ciudadanos
particulares o los políticos que escriben artículos o libros, o pronuncian
conferencias o discursos de investidura, o preámbulos de leyes con referencias
al Quijote, no faltan los profesores de filosofía.

Sin embargo, la participación de Sociedades de Filosofía, o de profesores


de filosofía, en las conmemoraciones del Quijote, no garantizan la condición
filosófica de los debates, de los artículos, de los libros o de las conferencias
ofrecidas. Y esto puede parecer una cierta anomalía.

En efecto. Es mucho más probable que si los actos, conferencias, artículos,


&c., sobre el Quijote son organizados por Colegios de Médicos, de Psicólogos o
de Historiadores, las conferencias, artículos o debates se ajustarían mucho más,
en cada caso, a la perspectiva de cada gremio organizador o de cada ciudadano
que interviene a título de miembro de un gremio (como médico, como psicólogo,
como historiador). El gremio en el que se enmarcan los debates, los libros o las
conferencias... garantiza, con una gran probabilidad, que el público va a recibir
informaciones o planteamientos centrados en torno a las categorías
correspondientes. Si, por ejemplo, el debate tiene lugar entre médicos, es casi
seguro que Don Quijote o Sancho serán tratados desde las categorías que
definen sus constituciones respectivas (leptosomáticas, pícnicas), que se
discutirán diversos diagnósticos psiquiátricos de la supuesta locura de Don
Quijote (¿un monomaniaco?, ¿un enfermo delirante afectado del síndrome de
Capgras?...), que se tratará de determinar la naturaleza de las «calenturas» que
precedieron a la curación de sus delirios y a su muerte.

¿A qué se debe la «anomalía» que apreciamos cuando quienes, como


profesores de filosofía, se disponen a tratar sobre el Quijote, lo que hacen en
realidad es ofrecernos, en la mayor parte de los casos, una mezcla enciclopédica

237
de consideraciones sociológicas, históricas o psicológicas, que pueden ser
interesantes, sin duda, pero que difícilmente pueden considerarse como
filosóficas?

Seguramente a que la perspectiva filosófica es atribuida a un gremio, a una


especialidad académica del mismo orden del que pueda corresponder a la
Medicina, a la Psicología o a la Historia... A fin de cuentas, cada gremio está
moldeado por alguna de las Facultades universitarias.

¿Y por qué nos extraña que quienes se presentan como «filósofos», en el


momento de disertar sobre el Quijote, no asuman casi nunca, salvo en
apariencia, una perspectiva filosófica?

Nos extraña porque presuponemos que pertenecen a un gremio y que, por


tanto, debiera quedar asegurada una perspectiva característica para llevar a
efecto sus análisis.

Pero esta perspectiva es errónea: «la filosofía» no puede adscribirse a un


gremio organizado, en función del cultivo de una categoría «cerrada», de modo
análogo a como adscribimos a sus categorías respectivas los gremios de los
médicos, de los psicólogos, de los sociólogos o de los historiadores.

Tiene siempre algún sentido preguntar: «¿Qué dice, o qué puede decir, la
Medicina sobre Don Quijote?» O bien: «¿Qué dice, o qué puede decir, la
Psicología sobre el Quijote? O bien: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Historia
sobre el Quijote?»

Pero no tiene ningún sentido preguntar: «¿Qué dice (o qué puede decir) la
Filosofía sobre el Quijote? Porque la Filosofía no puede ser adscrita a alguna
categoría cerrada; ni siquiera cabe referirse a «la Filosofía» como si se tratase
de un sistema sobreentendido de ideas, aunque no circunscrito a alguna
categoría. Y no porque no exista en absoluto un tal «sistema», sino porque
existen muchos y contrapuestos entre sí. Por ello, cuando se habla de «la
Filosofía» es necesario apellidarla: podemos hablar de la filosofía epicúrea, o
estoica, o idealista, o espiritualista, o materialista. Y cuando se dice de alguien
que es «filósofo», será preciso apellidarlo: epicúreo, estoico, idealista,
espiritualista, materialista (si no queremos utilizar el término en un sentido
meramente psicológico, en el sentido que cobra el término «pensador» cuando
se le ha segregado todo contenido positivo, como le ocurre a la estatua de Rodin,
«cuya cabeza es hermosa pero sin seso»).

238
2

Pero, ¿acaso no hay algo común a todas estas filosofías, a todos estos
filósofos? Sin duda, cabe reconocer alguna unidad, al menos polémica: que
todos ellos se ocupan de Ideas, pero organizadas más o menos en sistemas
contrapuestos entre sí; porque si las Ideas a las que «el pensador» atiende están
de tal modo desorganizadas que no rebasan el estadio de un caos, tampoco
podríamos hablar de filosofía, ni siquiera de pensamiento.

Pero las Ideas (supone el materialismo filosófico) no proceden de Dios, o


del Cielo –como pensaba Malebranche–, no tampoco de la conciencia, de la
mente o del cerebro –como pensaba Hume–, sino que proceden de la tierra, de
la realidad constituida por las cosas moldeadas por las técnicas, por las artes o
por las ciencias. Es decir, por aquellas disciplinas que nos permiten «controlar»
más o menos las cosas del mundo mediante conceptos; mediante conceptos que
resultan de la delimitación de los fenómenos. Una delimitación que implica
diversos grados de claridad (para separar unas cosas de otras) y de distinción
(para diferenciar sus partes). A esta claridad y distinción concurren las analogías,
las transformaciones de unos fenómenos en otros. Los conceptos, como
organización de fenómenos a los que aquí nos referimos, se encuentran a una
distancia intermedia entre los conceptos de la «escolástica medieval» –que veía
en ellos los frutos del primer acto del entendimiento, en cuanto «reproduce la
esencia del objeto real»– y los conceptos de la «escolástica barroca», la del
conceptismo, que ya no veía necesaria la reproducción de objetos reales, pero
sí el establecimiento de alguna correspondencia entre esos objetos. El concepto
de circunferencia, como elipse con distancia focal nula, o el concepto de mesa,
como «suelo de las manos» –que hemos utilizado en otras ocasiones– acaso
podría satisfacer la definición de concepto que daba Gracián, partiendo de la
definición escolástica: «Concepto es un acto del entendimiento que exprime la
correspondencia [proporción e improporción, concordancia y disonancia, paridad
y disparidad] que se halla entre los objetos».

Y son los conceptos los que pueden encadenarse, en «círculos cerrados»


propios de las diversas técnicas, artes o ciencias: «biela» es un concepto técnico,
como «capitel» es un concepto arquitectónico, o «triángulo» es un concepto
geométrico. Y hay que tener en cuenta que las técnicas o artes pueden serlo
también en un sentido mágico: la técnica de la suovetaurilia contenía conceptos
claros y distintos, cuyo análisis corresponde a los historiadores de las religiones.

Ahora bien, los conceptos y el encadenamiento de los conceptos, propios


de una categoría dada, no agotan su campo, a pesar de que, con frecuencia, el
«autismo gremial» tienda a pensar lo contrario. Y aun cuando, en consecuencia,
tal autismo lleve al «imperialismo gremial», un imperialismo subjetivista, el que

239
decreta, por ejemplo, que «todo es Química» o que «todo es Física» o que «todo
es Psicología» o que «todo es Sociología». En realidad, el análisis de los
conceptos y de la reflexión objetiva sobre ellos (reflexión como confrontación con
conceptos de otras categorías) está siempre abierto, y no se agota en el recinto
de cada gremio. De esta reflexión objetiva derivan las Ideas, y, por tanto, la
filosofía.

La filosofía se ocupa de las Ideas, y de los sistemas resultantes de su


entretejimiento. Por ello, históricamente, sólo cabe hablar de «filosofía», en
sentido estricto, cuando los conceptos técnicos, artísticos y, sobre todo,
científicos, hayan alcanzado históricamente un determinado grado de
complejidad y rigor.

Ahora bien: la situación se complica por el hecho de que el técnico, el artista


o el científico, que trabaja con conceptos, no deja de encontrarse continuamente
con Ideas, más o menos oscuras y confusas. Y esto ocurre en general. En
consecuencia, será necesario concluir que «todo el mundo» es filósofo, es decir,
que todo el mundo trata con Ideas.

No cabe, por tanto, distinguir (en una sociedad dada a un determinado nivel
de desarrollo) entre filósofos y no filósofos. Esta distinción habrá de ser
sustituida por la distinción entre filósofos malos o burdos y filósofos menos
malos, entre filosofía (ideología) grosera o mal organizada («mundana») y
filosofía más refinada, entre otras cosas porque tiene en cuenta, dialécticamente,
las organizaciones o sistemas alternativos de la filosofía (académica), en sentido
platónico del término (pero no en el sentido administrativo –universitario– en que
la tomó Kant).

Este es el motivo por el cual la filosofía puede ofrecer sus análisis a un


público general, y puede y aún debe discutir con él. Sería en cambio imposible
un debate entre el matemático y el público en general, o entre el físico y el público
en general: solamente los «profesionales» de la Matemática o de la Física
pueden entablar un debate con los matemáticos o con los físicos. Pero esta no
es la situación del filósofo, que no es un profesional, ante un público que tampoco
es profesional, aunque deba tener una mínima experiencia en el análisis de los
conceptos y en la confrontación de conceptos.

Pero el filósofo –es decir, todo el mundo (el matemático, el físico, el


carpintero, el político o el mago)– tiene que confrontar las ideas que va
descubriendo o delimitando con el público en general. La ambigüedad de esta
situación crecerá con el desarrollo «institucional» de las artes, de las ciencias y
de la propia filosofía académica y de su historia. Y esta ambigüedad podrá
advertirse desde dos perspectivas diferentes:

240
—Desde la perspectiva de los artistas, de los científicos, de los políticos,
que filosofan («espontáneamente», se dice a veces) pero tratando a sus ideas
como si fueran conceptos, sin advertir las diferencias de niveles (es lo que ocurre
cuando un Premio Nobel en Química afirma con seguridad que «todo es
Química», incluso el mismo libro de Química).

—Desde la perspectiva de los profesores de filosofía, que exponen


conceptos o divulgan conceptos ya expuestos como si fueran Ideas filosóficas.
Esta es una tendencia muy frecuente entre los cultivadores de la filosofía
académica, profesores universitarios o de bachillerato de filosofía, una tendencia
que degenera en la forma de filosofía «universitaria», que ni siquiera es filosofía
de escuela, o escolástica. Los profesores de filosofía, en general, en cuando
«administradores» de unas ideas filosóficas recibidas de la tradición que acaso
ha perdido la conexión con los conceptos de los que ellas brotaron, han de
experimentar la necesidad de recuperar la conexión con los conceptos; y, si no
disponen de recursos suficientes, es muy probable que confundan ciertas
concatenaciones (distinguidas acaso por su carácter paradójico o por su
novedad coyuntural) de conceptos científicos o técnicos con una nueva filosofía,
es decir, que confundan la filosofía con la divulgación científica.

Apliquemos estas consideraciones al caso del Quijote, que nos ocupa.


El Quijote es una materia que puede y debe sin duda ser analizada «mediante
conceptos», mediante los conceptos refinados y organizados en las diversas
tradiciones gremiales: gramaticales, filológicas, psiquiátricas, históricas,
politológicas, &c. Y ocurrirá (dada la importancia de la organización gremial de
nuestras sociedades) que basta que el orador, el autor o el conferenciante sea
profesor de filosofía (es decir, esté actuando como miembro de un gremio,
colegio o sociedad de filosofía) para que sus palabras sobre el Quijote sean
consideradas, desde luego, como filosóficas; cuando casi siempre se reducen a
sugerencias psicológicas, sociológicas o de mera divulgación científica. Por
ejemplo, un profesor de filosofía puede conseguir un gran éxito ante el público
analizando la «pareja» Don Quijote/Sancho como caso del dualismo que
Kretschmer estableció entre el tipo pícnico y el tipo leptosomático, sobre todo si
subraya algunas cualidades supuestamente asociadas a estos tipos, tales como
introversión/extroversión, generosidad/avaricia, idealismo/realismo. Pero acaso
en toda su exposición no aparecen ideas filosóficas, si bien es probable que el
filólogo o el historiador que escucha el análisis psicológico saliendo de la boca
de un profesor de filosofía, dé por supuesto que está escuchando una disertación
filosófica. Sus conceptos serán sin duda interesantes, pero aquí «el filósofo» está
dando gato por liebre, disimulando a lo sumo su exposición con alguna fugaz

241
referencia a Wittgenstein o a Foucault, como nombres-contraseña, destinados a
desempeñar la función de marcas gremiales.

Hablar del Quijote desde una perspectiva filosófica es verlo desde alguna
Idea, desde algún sistema de Ideas más o menos definido. Sistemas que podrían
clasificarse, aunque sea de un modo muy convencional, según se organicen en
torno a alguna de las tres Ideas que en la tradición se designaron como Dios,
Mundo y Hombre. Lo más probable es que cuando nos referimos al Quijote, lo
que interesen sean los sistemas filosóficos que se organizan en torno a la Idea
de Hombre, es decir, a las Ideas que hacemos girar en torno a la Idea de Hombre.

Ahora bien: los sistemas de Ideas organizados en torno a la Idea de Hombre,


es decir, las filosofías del hombre, pueden ser clasificadas en dos grandes
grupos, que denominaremos respectivamente filosofía humanística, en sentido
metafísico (brevemente: como metafísica humanista), y filosofía materialista del
Hombre (o de la Humanidad).

No es este el lugar para desplegar las líneas fundamentales de lo que


denominamos humanismo metafísico (o metafísica humanista). Tenemos que
limitarnos a dar los rasgos imprescindibles para el propósito que nos ocupa, a
saber, el análisis de lo que suele ser considerado como «filosofía del Quijote» o
como «tratamiento filosófico del Quijote».

La metafísica humanista parte de la Idea de Hombre como si fuese la idea


de un entidad preexistente a la propia historia de la humanidad, por tanto, como
una Idea sustantivada o hipostasiada –por eso la consideramos metafísica– a
título de «Humanidad», de «Género humano» o simplemente de «Hombre». Y
esta hipóstasis tiene lugar ante todo cuando se atribuye a esta Idea la condición
de valor supremo, con independencia de la Idea de Dios o de la Idea de Mundo,
y, sobre todo, cuanto estas Ideas comiencen a entenderse como Ideas
subordinadas a la Idea de Hombre. El humanismo metafísico se nos presentará
como un antropocentrismo.

Por lo demás, a la Idea de Hombre genérico no sólo se subordinarán las


Ideas de «Mundo» (al servicio del Hombre) y de «Dios» (como Idea reducible al
Hombre, si no idéntica al Hombre mismo), sino también las Ideas o incluso los
conceptos comprendidos en la Idea de Hombre, como puedan serlo los
conceptos de «hombre paleolítico», de «hombre de la cultura faraónica», de
«judío», «griego», «cristiano» o «musulmán».

242
La «metafísica humanista» suele ser considerada como un fruto de la Edad
Moderna. No podemos entrar aquí en la cuestión; tan sólo diremos que esta
metafísica, aunque tiene raíces más antiguas, cristaliza en forma armonista e
idealista en el humanismo kantiano de la Paz Perpetua, en los ideales
filantrópicos y progresistas de la Ilustración, incluso en la primera Declaración de
los Derechos del Hombre. La metafísica humanista, en su versión armonista, al
menos cuando mira hacia el futuro de la humanidad, inspira a Nathan el Sabio,
cuando dirigiéndose al templario (en la escena cuarta del acto segundo del
drama de Lessing) le dice: «¿Acaso el cristiano y el judío son cristianos y judíos
antes que hombres? ¡Ah, si hubiera encontrado yo en vos a uno de esos
hombres a quienes basta con llamarles hombres!»

La metafísica humanista tiene muchas versiones, y éstas se extienden


desde los extremos más simplistas del panfilismo universal, a los que se
vincularon tantas logias masónicas y espiritistas («todos los hombres son, en el
fondo, bondadosos y solidarios», como diría el rousoniano Pedro Leroux, con el
objeto explícito de tachar las ideas de Caridad y de Fraternidad) hasta los
extremos más complejos del humanismo heraclíteo («la guerra entre los
hombres, padre de todas las cosas»). Un humanismo dialéctico que también
parte de la hipóstasis del Género humano, aunque intentando «corregir» su
monismo humanístico de fondo mediante la idea ad hoc, no menos metafísica,
de la alienación: de la alienación del Género humano en clases sociales
antagónicas –la alienación en el sentido marxista– o de la alienación del Género
humano en las existencias individuales, libres, inconmensurables e
incompatibles –la alienación en el sentido del humanismo existencialista
sartriano–.

En cualquier caso, la metafísica del humanismo presupondría siempre al


Hombre, como algo dado de antemano (de otra forma, ¿cómo podría hablarse
de alienación, si no se quiere sobrentender que la alienación va referida al
supuesto hombre del futuro?). Si bien unas veces ese hombre se concebirá como
dado en un eterno presente –el hombre primitivo, decía Radin, es tan filósofo
como el hombre más civilizado– y otras veces el hombre se concebirá como una
entidad alienada que va buscando «el regreso hacia sí misma», a través de la
Historia.

La teoría metafísica de la alienación del Hombre permitirá al panfilismo


condenar, sin restricción alguna, cualquier empresa bélica como indigna del
hombre, es decir, como irracional. Toda guerra será irracional; y como la guerra
es una constante en la historia de la humanidad, habrá que concluir que la
historia del hombre es la historia de la sinrazón, y que, por tanto, no puede
hablarse de la historia del hombre, sino a lo sumo de la historia del hombre
alienado, que por serlo ha recaído en su condición de fiera.

243
Ahora bien: una de las consecuencias más importantes de los principios del
humanismo metafísico, sobre todo en su versión panfilista, es la sistemática
«devaluación» de cualquiera de las especificaciones históricas o culturales de
este supuesto Género humano. Todo lo que es humano habrá de ser reducido
siempre al canon presupuesto de la Humanidad: «Nada de lo humano nos es
ajeno», dirá el humanista metafísico, en nombre de la tolerancia, sin molestarse
siquiera a atender al significado original de esta sentencia.

Pero esta reducción de todas las cosas al Hombre (como antes se reducían
todas las cosas a Dios) puede ser muy peligrosa, por cuanto ella puede
comportar la tendencia corrosiva (característica del monismo eleático o del
neoplatónico plotiniano), a disolver cualquier naturaleza propia en el seno
amorfo de la Naturaleza, o, para decirlo en terminología lógica, a «anegar las
especies en el océano del género», a confundir todas las diferencias en una
unidad pánfila, beata y metafísica, que llega a ser incompatible con todo discurso
racional, por cuanto niega todos los términos medios en torno a los cuales
discurren los silogismos.

Pero al negarlos, el humanista metafísico está apoyando no tanto la unidad


pánfila y genérica del término mayor de este silogismo, a saber, el Género
humano sustantivado, cuanto precisamente la pluralidad de los términos
menores, al considerar a estos términos como directamente vinculados al
Género, al término mayor, sin necesidad de pasar por los términos medios. Y es
ahora cuando el humanismo metafísico asoma su trasfondo ideológico que,
como toda ideología, va siempre dirigida contra alguien, y en este caso, contra
los «términos medios», a través de los cuales los individuos o los grupos se
vinculan a las especies y, por su mediación, al Género. Lo que Nathan el Sabio
le dice al templario si lo analizamos desde esta perspectiva sería esto: «No hace
falta ser judío, cristiano o musulmán para ser hombre»; las tres religiones son
equivalentes, como lo son los tres anillos de oro que el padre entregó a sus hijos.
El mensaje de Lessing resulta ser idéntico al mensaje de la religión natural de la
Ilustración: el hombre no necesita de los contenidos positivos, supersticiosos,
que ofrecen los sacerdotes mediadores (en cuanto términos medios) entre los
hombres y Dios. Las tres religiones superiores son iguales siempre que se
prescinda de sus sacerdotes, de sus dogmas, de sus sacramentos, de sus
templos, de las sinagogas, de las mezquitas; es decir, siempre que las religiones
positivas queden disueltas en una religión natural vacía de todo contenido
positivo.

Pero esta misma disolución de los términos medios a la que empuja el


humanismo metafísico no sólo tiene lugar en el terreno religioso; también tiene
lugar en el terreno político. Un par de ejemplos, tomados de la política española.
El primero, es el del federalismo. Desde su origen el federalismo español se

244
inspiró en la metafísica del humanismo, que buscaba disolver el «término medio»
–España– a través del cual precisamente algunos pueblos o naciones étnicas
(vascos, catalanes, gallegos o bercianos) habían alcanzado históricamente un
puesto en la historia universal del Género humano (¿cómo hubieran podido
elevarse los vascos, por encima de las categorías antropológicas, a fin de
alcanzar su puesto en la historia universal, si no hubiera sido por la mediación
de España, más aún, del Imperio hispánico?).

Pi Margall, el gran fantasma del federalismo republicano, respondía a


quienes afirmaban su condición de españoles diciéndoles: «Somos y seguiremos
siendo, antes que españoles, hombres». Difícilmente podría corregirse la
magnitud de semejante tautología (si no queremos atribuir a Pi Margall la
majadería de reivindicar su condición humana ante los gatos o los conejos) salvo
que interpretemos que lo que con ella se está reivindicando es la posibilidad de
ser hombres sin más que siendo catalanes, vascos gallegos o bercianos, es
decir, sin necesidad del término medio a través del cual catalanes, vascos,
gallegos o bercianos llegaron a tener un puesto en la historia universal, a saber,
su condición de españoles.

Muy cerca de la misma «cruzada» contra el «término medio», imprescindible


para el razonamiento histórico, actúan quienes en nuestros días
(sobreentendiendo sin duda que «ser europeo» es equivalente a «ser hombre»
o, por lo menos, a formar parte de la «vanguardia de la Humanidad», como
creían Husserl y Ortega) reivindican su condición de europeos directamente, es
decir, sin necesidad de ser españoles («en Europa nos encontraremos de
nuevo», concluyeron aquellos separatistas catalanes, vascos y gallegos que
firmaron el Pacto de Barcelona).

Otro ejemplo de la acción corrosiva del humanismo metafísico, y de no


menor actualidad, porque él da cuenta del enfrentamiento entre las asociaciones
que agrupan a las Víctimas del Terrorismo (a las víctimas de ETA) por un lado y
las asociaciones que agrupan a los Afectados por el 11M, por otro. En vano
pretenderán los humanistas metafísicos (que parecen haber tomado las riendas
del actual gobierno de España) equiparar a estas dos clases de víctimas como
«víctimas de un terrorismo cuyos crímenes han de entenderse como crímenes
contra la Humanidad». Porque ETA no asesina a sus víctimas «por ser
hombres», sino por «ser españoles», con nombre y apellidos. Es inadmisible
suponer que se ha dicho todo al afirmar que ETA ha delinquido por atentar contra
los Derechos Humanos. ETA está atentando contra los españoles, y sus delitos
son políticos antes que éticos. En cambio los afectados por las terribles bombas
del 11M no tienen nombre, fueron víctimas aleatorias, escogidas dentro del
«Género humano», como pudieran serlo las víctimas de un descarrilamiento
fortuito de trenes. Y en ningún caso fueron víctimas por su condición de

245
españoles, sino a lo sumo por su condición (compartida con franceses, ingleses,
italianos, belgas o alemanes) de «cafres», de «infieles», de gentes integradas en
un país infiel que Al Qaeda reivindica para el Islam, y que no sólo es Al Andalus,
sino Al Andalus juntamente con otros países europeos. La calificación de los
crímenes de ETA como crímenes contra la Humanidad, propia del humanismo
metafísico, al que se adhiere gustosamente gran parte de la Iglesia Católica,
resulta tener así un marcado signo antipatriótico, y es una coartada de los
secesionistas vascos (que muchas veces son también humanistas cristianos).

Volvamos al Quijote: lo más sorprendente es que muchos profesores de


filosofía dan por supuesto que la única filosofía que cabe movilizar a propósito
del Quijote es la del humanismo (la del humanismo metafísico, añadimos
nosotros). El Quijote habrá de verse como símbolo del Hombre, del universal
trascendente que en el Hombre actúa. No hacen falta términos medios; estorba
incluso interpretar a Don Quijote como símbolo de España o del Imperio español;
incluso como símbolo del paso de Europa de la Edad Media a la Edad Moderna,
como quería Hegel, porque esto sería tanto como perder la perspectiva filosófica,
sería tanto como caer en una perspectiva concreta, en la que el significado
filosófico se pierde. Los metafísicos humanistas dirán, con el espíritu
neoplatónico de Plotino, que no sólo España y el Imperio español, sino también
Europa y el paso de su Edad Media a su Edad Moderna, son «cantidades
despreciables» que el sabio no sólo puede sino que debe ignorar. Cuando
alguien ve a Don Quijote como hombre, su mirada será contemplada como
filosófica; pero cuando ve a Don Quijote, no ya como manchego, sino como
español, su mirada dejará de ser filosófica, para el humanista metafísico.

Pero, ¿en qué queda esta abstracción filosófica que propone el humanismo
metafísico? ¿En subrayar la generosidad de Don Quijote, o su firmeza? Virtudes
éticas, sin duda, pero que consideradas en abstracto resultan ser meramente
psicológicas o, si se quiere, puramente etológicas, porque también los perros o
las ratas son generosas y esforzadas con sus congéneres. Poner a Don Quijote
como símbolo de estas virtudes es mera vacuidad, si se tiene en cuenta que las
virtudes éticas (dirigidas a la conservación del cuerpo) sólo alcanzan su valor
humano específico cuando están involucradas con las virtudes morales y las
políticas. La ética pura, exenta, se diferencia muy poco de la Etología.

La vacuidad del Género humano, entendido como entidad metafísica,


procede desde luego de la circunstancia de que este Género humano no existe,
ni existió nunca, salvo a través de las bandas de los australopitecos o de los
cromañones. La Declaración de los Derechos Humanos es una mera
convención, útil sin duda en su contexto; pues los derechos que allí proclaman

246
(los derechos de los hombres sin raza, sin religión, sin sexo, sin lengua) son los
derechos de los primates. Los Derechos Humanos no van más allá (y no es poco)
que los Derechos de los Animales; no tiene nada de extraño que la Declaración
Universal de los Derechos Humanos fuera complementada, años después por la
Declaración Universal de los Derechos de los Animales.

El humanismo metafísico no es una posición inocente; a lo sumo es


inconsciente de sus consecuencias, es decir, pánfila. Inconsciente o culpable de
los efectos disolventes de los términos medios (sin los cuales el discurso racional
e histórico es imposible, como hemos dicho) que provoca, al pretender elevarse
inmediatamente de lo particular (Don Quijote, por ejemplo) a lo universal (a la
Humanidad).

Por lo demás, la «disolución de los términos medios» puede intentar llevarse


a cabo de muchas maneras, la más inocente acaso, la del reconocimiento
del Quijote como «patrimonio de la Humanidad». Porque sólo el Género
Humano, la Humanidad (hemos de decir), tendría competencia legítima para
seleccionar algunos de los contenidos particulares, culturales o históricos como
«patrimonio suyo». Pero no es la Humanidad, sino un organismo
comparativamente tan modesto como pueda serlo la UNESCO, quien declara a
algunas instituciones «patrimonio de la Humanidad», y deja necesariamente
fuera de la declaración a otras instituciones, no menos significativas (una
declaración universal de «patrimonio de la Humanidad» en la que cualquier
institución humana estuviese reconocida sería pura redundancia, sería algo así
como un «homenaje de la Humanidad a si misma»). De hecho cuando se declara
que alguna institución es «patrimonio de la Humanidad» es porque otras dejan
de serlo. Por ejemplo, los Dioses de la Guerra, y no ya sólo Marte, sino también
encarnaciones suyas tales como Alejandro, Cesar o Napoleón, ¿cómo podrían
ser declarados «patrimonio de la Humanidad»? ¿Y Atila o Gengis Kan, o Stalin,
o Hitler? Y alguno preguntará: ¿Acaso no son «figuras universales» que deben
ser conocidas por todos los hombres?

Sin embargo, la universalidad que se alega cuando algo es declarado


patrimonio de la Humanidad es una idea muy confusa, porque hay dos clases de
universalidad claramente distinguibles, al menos por su intención:

Ante todo una universalidad canónica: proclamar a algo patrimonio de la


Humanidad tendría la intención de mostrar lo que se reconoce como universal,
en cuanto un canon o valor superior, como un valor reconocido como tal y
ofrecido a todos los hombres. Tal era la intención de la universalidad cat-ólica
del Evangelio (otra cosa que esta universalidad católica, patrimonio de la
Humanidad, sea reconocida por otras religiones también universales).

247
Pero también, una universalidad etnológica, según la cual, proclamar algo
patrimonio de la Humanidad no implica el reconocimiento de su valor canónico
universal, sino a lo sumo su rareza, incluso su condición de contravalor vitando.
Así, los esqueletos de siameses que se conservan en el Museo de Filadelfia (por
cierto, un verdadero símbolo de la solidaridad entre dos personas) difícilmente
pudieran ser presentados como un canon universal; ni tampoco el disco labial
botocudo, ni el vudú; menos aún Hitler o Gengis Khan; con dudas, a juzgar por
recientes manifestaciones, en Francia y Estados Unidos, Napoleón o Alejandro.
Y, sin embargo, todas estas figuras, junto con sus reliquias (sus tesoros, sus
herencias) serán declarados patrimonio universal de la Humanidad, en sentido
etnológico: ninguna historia de la Humanidad dejará de citarlos.

Y ocurre que estos dos tipos de universalidad, que suelen concurrir en el


momento de discernir, entre los billones de instituciones humanas, aquellas que
vayan a ser declaradas «patrimonio de la Humanidad», se confunden una y otra
vez. Porque la mera universalidad etnológica tiende a confundirse con una
universalidad axiológica, y aún recíprocamente; del mismo modo que la fama
universal de un artista kitsch, por serlo, asume el mismo rango que la fama de la
madre Teresa de Calcuta: todos aparecen, por ejemplo, en el primer plano de la
universalidad televisiva; todos son de hecho, en cuanto universales, patrimonio
de la Humanidad.

Ahora bien: la interpretación filosófica del Quijote, desde el humanismo


metafísico, no sólo no puede considerarse como la única manera de interpretar
«profundamente» la obra maestra; sobre todo, habría que considerarla, según lo
dicho, como la mejor manera de interpretar a Don Quijote desde el panfilismo
más vacío, desde el pacifismo erasmista más vulgar, desde el clericalismo
evangélico más ingenuo (aunque quienes mantienen este humanismo metafísico
son casi siempre antiguos seminaristas que procuran disfrazar su origen con
retazos recortados de la filosofía académica).

En otros lugares (especialmente en el capítulo final de España no es un


mito, «Don Quijote, espejo de la Nación española») hemos ensayado el análisis
del Quijote desde el sistema de Ideas denominado materialismo filosófico. No
porque pretendamos que estas Ideas se deduzcan exclusivamente del Quijote,
sino porque son ideas que pueden servir para interpretarlo; y sobre todo, porque
si no se interpretan en esta dirección, hay que elegir como disyuntiva, el
humanismo metafísico o bien renunciar a toda interpretación filosófica de ese
«patrimonio de la Humanidad» que se llama Don Quijote de la Mancha.

248
Pero de lo que se trata es de ver al Quijote desde ideas filosóficas, y no sólo
globalmente, sino en sus más diversos detalles.

Por ejemplo en el momento de interpretar el alcance de la pareja formada


por Don Quijote y Sancho. Si en lugar de acercarnos al Quijote desde el
esquema de las díadas (propio de chinos o de maniqueos) ensayamos
acercarnos al análisis desde el esquema de las tríadas, no lo haremos apoyados
en fundamentos tomados como empíricos (que también los tiene), sino que,
sobre todo, lo hacemos teniendo en cuenta la doctrina de la symploké, asumida
por el materialismo filosófico. Esto no quiere decir que no podamos apoyar las
triadas en datos empíricos (textuales, filológicos). Decimos que estos son
necesarios, aunque no suficientes. Decimos también que el esquema de las
tríadas, como estructura compatible con la idea de symploké, puede abrir
insospechados campos a la investigación empírica, campos que de otro modo
permanecerían ocultos o desprovistos de interés para el filósofo. En este
contexto debo citar el avance que me ha comunicado verbalmente Marcelino
Suárez Ardura de su importante descubrimiento de las tríadas que actúan en
el Quijote de Avellaneda, y cuya exposición esperamos con impaciencia. (En
cualquier caso, el esquema de las tríadas no significa la desconsideración de las
estructuras diádicas que están incluidas, por supuesto, en el esquema de las
triadas, y que hay que tener en cuenta, sin duda, en el análisis de los diálogos.)

O bien, por ejemplo, en el momento de coordinar la tríada básica, la «tríada


católica» (Padre, Hijo y Espíritu Santo), como organizadora de la estructura de
la Historia universal, según un pasado, un presente y un futuro, entendido de un
modo sui generis.

O bien, por ejemplo, en el momento de refutar la consideración humanística


de un Don Quijote intemporal y ahistórico, «eterno», apoyándonos en el hecho
insoslayable de que Don Quijote, como Fausto, son lectores de libros, y, por
consiguiente, no pueden ser interpretados como «arquetipos eternos del
Hombre», asignables a cualquier tipo de sociedad humana. Pues no cabe un
Don Quijote entre los hotentotes, ni entre los hunos o entre los mongoles, ni el
caballo de Atila ni el caballo de Gengis Kan tienen nada que ver con Rocinante.

Pero no se trata de un simple hecho empírico, el hecho de que Don Quijote


o Fausto sean figuras inseparadas de sus libros; este es un hecho que sólo cobra
significado filosófico cuanto se le contempla desde una idea de la sociedad
política que esté involucrada con la idea de la sociedad política universal. Sólo
hay libros en una sociedad política organizada como un Estado, más aún, como
un Imperio. Don Quijote sólo puede existir en el seno de una sociedad política,
mejor aún, en el seno de un Imperio, como lo fue el Imperio español.

249
O bien, por ejemplo, cuando referimos el Quijote a España, fundados en el
dato inmanente suministrado por el propio Bachiller Carrasco, cuando define a
Don Quijote como «espejo de la nación española». Porque España no es un
«término menor», que desde la Humanidad (tomada como término mayor
absorbente) pudiera no «merecer la atención del filósofo», que sólo tiene tiempo
para volverse hacia «el Hombre». Sólo cuando se advierte el vacío de este
género de filosofía metafísica, podrá advertirse que España puede ser asunto
filosófico central.

¿Cómo? No desde la Antropología, sino desde la Historia. Cuando España


se ve como ámbito (de ambire = ambicionar) de Don Quijote, cuando España
deja de ser simplemente «un país» junto a otros países, cuando España deja de
ser un mero término menor para la filosofía, cuando España se concibe como un
Imperio, y el Imperio (tal es el presupuesto filosófico fundamental del
materialismo histórico), es el único medio a través del cual la Humanidad (o el
«Género humano») puede llegar a reflexionar sobre sí mismo. Porque no es el
Género humano, como un todo, el que puede «reflexionar» sobre sí mismo. Tal
reflexión es sólo posible desde alguna parte suya, cuando ella tenga capacidad
de reflexionar sobre las otras partes, es decir, de confrontar su propia realidad
con las realidades con las cuales se enfrenta. Y esta capacidad la adquieren las
partes cuando estas partes están vinculadas a algún imperio. Si el catolicismo
no fue una religión más, es debido a que llegó a ser la religión del Imperio
romano. Si la lengua española de Cervantes no fue una lengua entre otras, es
debido a que fue «la lengua del Imperio».

Y si Don Quijote no puede ser interpretado desde el pacifismo –que


considera a las armas y a la guerra, al modo de Erasmo, como expresión de la
irracionalidad del animal humano– es porque las armas, lejos de ser las
enemigas de las letras (o de la «cultura», como diría alguna Ministra de la cultura
circunscrita), constituyen el fundamento de esta cultura (las armas son ellas
mismas cultura) y de estas letras, y en particular, de las letras de los letrados, de
las leyes, incluso del Estado de derecho. Y si no existe más que en el papel un
Tribunal Internacional de Justicia es debido a que este tribunal carece de las
armas indispensables para su servicio; porque las únicas armas con las que
podría contar en el presente, serían las armas de las Potencias nucleares y,
sobre todo, las armas de los Estados Unidos, que mantienen hoy por hoy «el
orden internacional» (consideramos fuera de lugar evaluar este orden como justo
o injusto) y que jamás podría estar dispuesto a acatar las sentencias que un
tribunal pronunciase en contra suya.

Desde estas diversas perspectivas podemos medir las virtualidades


corrosivas y antipatrióticas que se encierran el humanismo metafísico, aplicado
a la interpretación del Quijote, sobre todo cuando ese humanismo se expresa

250
por boca de un presidente del Consejo de Ministros democráticamente elegido,
que, obligadamente, tiene que asumir una perspectiva filosófica en el momento
de trazar su programa de Gobierno; pero la perspectiva que se asume en este
caso es la perspectiva de la filosofía metafísica del humanismo que tiene a
rebajar a España del rango que ocupa como término medio del «silogismo
histórico del Género humano», a la condición de un término menor más (una
lengua y una cultura más entre las lenguas y las culturas de España, es decir,
de la Península Ibérica); y esto porque ni siquiera Don Quijote es considerado,
en cuanto universal, «una aventura española, sino humana»:

«Para elevar la cultura a política de Estado tenemos por delante un gran


acontecimiento: la conmemoración del cuarto centenario de la primera
edición de El Quijote. Es una ocasión excepcional para promover la
cultura, la historia y la lengua de España. O para reflejar mejor lo que
pienso, para promover las culturas, las historias y las lenguas de España.
Quizás en El Quijote estén contenidas algunas de las notas básicas de
nuestro carácter. Pero la grandeza de la obra de Cervantes, su perenne
actualidad, reside en el alcance universal de esa aventura, humana más
que española, en la que pueden verse reflejados los seres más que los
países, las personas y los colectivos de cualquier momento más que los
propios de una u otra época.» (Discurso de investidura de ZP, el 15 de
abril de 2004.)

251
2006

252
Parábola sobre el General Mena
Gustavo Bueno

Publicado en el diario La Razón, Madrid 16 de enero de 2006, página 24

«Las Fuerzas Armadas,


constituidas por el Ejército de
Tierra, la Armada y el Ejército del
Aire, tienen como misión
garantizar la soberanía e
independencia de España,
defender su integridad territorial
y el ordenamiento
constitucional.»

Constitución Española de 1978,


Artículo 8.1.

1. Mi parábola arranca de la vieja analogía entre una sociedad política (una


Ciudad, un Reino, un Estado, una Nación política) y un barco. Sobre todo, un
barco que se viera obligado a navegar continuamente en un Océano del que
tuviese que extraer alimento y energía.

La analogía tradicional es tan profunda que el propio nombre, es decir, el


mismo concepto de algunos de los órganos vitales del Estado, ha sido tomado
del nombre, es decir, del concepto, de ciertas partes esenciales del
barco: Gobiernoprocede de kybérnesis, eos = gobierno de la nave por medio del
timón; el mismo término griego dará lugar a nuestra cibernética. Y la analogía,
desde la época platónica, ha permanecido activa hasta nuestro presente, en el
que millones de personas han llamado gran timonel al presidente Mao,
y pequeño timonel a Deng Xiaoping, el renovador de ese gigantesco barco que
llamamos China.
Reforzaré la analogía tradicional mediante la suposición de que nuestro
barco es un «barco de Teseo», es decir, un barco al que hubiera que irle
sustituyendo continuamente sus piezas deterioradas o envejecidas por otras
nuevas. De este modo, cuando el recambio de piezas cumpliera íntegramente
su ciclo, el barco resultante sería ya otro materialmente, pero conservando
intactas su unidad y su identidad: sería el mismo barco, identificable en el
conjunto de los barcos que navegan en el mismo Océano. Y el reforzamiento de

253
la analogía platónica, cuando la aplicamos a un barco de Teseo, nos pone
delante de la distinción fundamental entre el Pueblo y la Nación. También la
Nación política, como el barco de Teseo, tiene que ir sustituyendo continuamente
a los ciudadanos mortales que la componen, y cuando el recambio sea total, en
cada siglo, la Nación política, aunque distinta de la Nación del siglo anterior
(porque el Pueblo ya será distinto) mantendrá sin embargo su unidad y su
identidad en relación con las otras Naciones de la Tierra.

2. En la nave –una ciudad flotante, que suponemos regida por una


Constitución democrática– viajan algunos miles de personas, que trabajan en
tareas cotidianas. También hay una relativamente importante fuerza de
seguridad, cuya misión, por mandato constitucional, es «garantizar la soberanía
e independencia del barco, defendiendo su integridad y el ordenamiento
constitucional». (El barco puede ser atacado desde el exterior, y en su interior
pueden formarse grupos levantiscos o elitistas, dispuestos a abandonar el barco
si no logran del Capitán una distribución de la carga que favorezca sus intereses
particulares, aunque ponga en peligro su estabilidad.)

El Gobierno de la nave –el Capitán, el Consejo Ejecutivo, la Asamblea de


Representantes, el Consejo de Oficiales Letrados– dirige el barco, su rumbo, su
economía, su justicia. El Gobierno no puede olvidar el carácter fáctico de sus
tareas, pues facticias son las eventualidades con las que diariamente tendrá que
enfrentarse en su navegación.

Ante estas eventualidades la Fuerza Armada deberá algunas veces


intervenir, una vez que el Gobierno de la nave haya determinado, en nombre de
la prudencia política, el momento y el lugar oportunos de la intervención.

3. Todo transcurre «normalmente», incluso cuando los eventuales ataques,


externos o internos, que ponen en peligro el buen orden o eutaxia de la nave,
hayan tenido que ser reprimidos victoriosamente por las Fuerzas Armadas, una
vez que el Gobierno haya decretado su intervención.

Pero, ¿qué ocurre cuando sea el Gobierno mismo, a juicio de las Fuerzas
Armadas (o de una representación significativa de ellas) quien pone en peligro
la eutaxia del barco, imprimiéndole rumbos erráticos, redistribuyendo
«asimétricamente» de modo imprudente las cargas internas de la nave?

Se dirá que esta hipótesis es absurda, porque si un Gobierno actúa de este


modo, «poniendo en peligro de estrellar la nave contra los acantilados» (como
observa Trasímaco en la República platónica), entonces no se le podrá llamar
siquiera Gobierno. Sin embargo, esta hipótesis sólo es absurda en el terreno de
los conceptos puros; pero en el terreno de los hechos nadie puede asegurar

254
(salvo que considere al Gobierno, al modo hegeliano, como dotado de una
inerrancia e infalibilidad casi divina) que un Gobierno, incluso una Asamblea, no
puedan ser afectados en algún momento dado por un grave eclipse de
sindéresis.

¿A quién corresponderá, en esta hipótesis, intervenir para evitar un deterioro


irreversible, o incluso un naufragio?

Y es aquí donde nos sale al paso la cuestión central: la del nexo interno que
media entre las Fuerzas Armadas (cuyo finis operis se define en función de la
defensa de la integridad territorial y de la Constitución) y el mecanismo legal, el
decreto del Gobierno, a través del cual debe poder comenzar el ejercicio de su
finalidad esencial.

¿O acaso habrá que decir que el mecanismo legal para desencadenar el fin
objetivo de las Fuerzas Armadas es tan esencial como este mismo fin objetivo?

Los formalistas legalistas estimarán que lo esencial en la democracia es el


mecanismo legal, la «lealtad» y la «obediencia debida». Pero una estimación
semejante equivale a desvincular el fin objetivo esencial, constitucionalmente
otorgado a las Fuerzas Armadas, del mecanismo de su puesta en acción;
desvinculación que no tiene efectos mayores cuando el Gobierno y la Asamblea
gobiernan con prudencia, porque entonces, tanto si el Gobierno da la orden de
intervención, como si no la da, la finalidad de estas Fuerzas queda plenamente
a salvo. Pero lo que el formalista legalista demócrata fundamentalista hace es
pedir el principio de la inerrancia del Gobierno. Con ello deja fuera de su campo
visual las situaciones en las cuales el Gobierno ordena imprudentemente
intervenir a las Fuerzas Armadas, o bien impide imprudentemente su
intervención; con ello el formalista convierte a las Fuerzas Armadas en
instrumento ciego del Gobierno, como si fueran mercenarias y no parte interna
de la propia Democracia.

Y si un Gobierno decide, en nombre de un pánfilo pacifismo, no apelar jamás


a las Fuerzas Armadas, pensando que en el Estado de derecho las leyes se
cumplirán por virtud de su propio prestigio, será porque ignora del modo más
imprudente que la fuerza de obligar de las Leyes procede en última instancia de
las Armas. Y en este sentido dice Don Quijote: «Quítenseme delante los que
dijeren que las Letras [es decir, las Leyes] hacen ventaja a las Armas, que les
diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen.»

4. ¿Quién tiene la razón, en estos asuntos, el formalista o el materialista? El


formalista, que parece creer que la historia política acaba con la Democracia,
tendrá razón en el plano abstracto burocrático, desde su propio principio: Fiat

255
legalitas, pereat mundus, y se rasgará las vestiduras cuando escuche un lejano
ruido de sables, en el momento en el que cruje el barco. El materialista, que no
cree en el fin de la historia, lleva la razón histórica y patriótica cuando se atiene
a su principio: Fiat mundus, pereat legalitas.

En la Historia de España, ¿fueron formalistas o materialistas los amotinados


en Aranjuez contra el Gobierno de Carlos IV?, ¿fueron formalistas o materialistas
los Generales que en la Gloriosa se levantaron contra Isabel II y abrieron paso a
la Primera República?, ¿fueron materialistas o formalistas quienes en 1934 se
alzaron contra el Gobierno de la Segunda República, que había sido
democráticamente elegido en las elecciones de 1933?

5. En cualquier caso, el General Mena ni siquiera hizo ruido con su sable.


Simplemente advirtió, recogiendo un estado de ánimo muy extendido entre las
Fuerzas Armadas, que éste ruido de sables podría producirse si el Gobierno no
pusiera freno a los proyectos asimétricos del Estatuto catalán o de otros
proyectos alentados por el Gobierno de Zapatero. El General Mena se jugó su
carrera, como buen seguidor de Don Quijote; pero acaso con ello contribuyó al
notorio repliegue del Gobierno sobre sus pasos iniciales. Repliegue
escandaloso, aunque favorable a la eutaxia, por más que se intente disimular y
maquillar para evitar la dimisión, de otro modo obligada por decoro, del Gobierno
que puso en grave peligro la nave.

256
Sobre el «respeto» a Mahoma y al Islamismo,
y sobre la «condena moral» de las caricaturas
Gustavo Bueno

Se tratan algunas cuestiones de carácter teológico y estético


suscitadas por los dibujos en torno a Mahoma

Desde un punto de vista práctico, acaso pueda decirse que la publicación


de las llamadas «caricaturas de Mahoma» puede servir a «Occidente» para
desvelarle el alcance que tiene hoy el resentimiento del mundo islámico contra
ese mismo Occidente, y cómo está sirviendo también a los propios musulmanes
para aflorar o consolidar unas vinculaciones entre las diferentes partes de la
Umma que antes no existían. No es que no preexistiera una conciencia difusa
de estos vínculos; lo que ocurre es que esta conciencia difusa puede estar
transformándose en un tejido objetivo de unidad frente a Occidente, a partir de
la traducción de tan abundantes e intensas protestas musulmanas por los
canales de televisión y por los medios durante varias semanas. También es
verdad que esta movilización «universal» del Islam contra Occidente, que, a su
juicio se ha reído de sus valores más preciados, puede moldear también un
cauce de prudencia en amplios sectores del Islam, político y económico, más
directamente vinculados a la explotación de esa «bendición de Alá» que
llamamos petróleo. Pues los políticos musulmanes, incluso aquellos que se
apresuran a producir energías alternativas, saben que dependen
económicamente de Occidente, saben que él fue quien pudo extraer el petróleo
de los yacimientos que ellos ocupaban de modo ignorante, y de meterlo, tras
refinarlo, en millones de barriles y transportarlo a esas «tierras irredentas» en
donde el número de inmigrantes musulmanes aumenta cada día, sin perder la
fidelidad al Islam.

En cualquier caso no nos parece que las oleadas de protestas que en


muchos países mahometanos se han producido a raíz de la publicación de las
famosas «caricaturas de Mahoma» puedan ser explicadas como una reacción
espontánea de los creyentes musulmanes indignados ante un ataque gratuito e
intolerable a su fe más profunda. Y no puede ser explicado así –y en este punto
los «analistas occidentales» han alcanzado amplio consenso– porque la

257
inmensa mayoría de los manifestantes no vieron ni podrían haber visto estas
caricaturas, y no solo porque su religión se lo prohíbe, sino porque los medios
de comunicación no dan para más entre analfabetos. Han tenido que esperar a
que otros correligionarios, o acaso aliados, informasen a los cuatro meses de su
publicación en el Jyllands-Posten de Copenhague.

Este intervalo es significativo, no es un «detalle oligofrénico». Si la reacción


se hubiera producido en octubre, es decir, en el tiempo preciso para que los
imanes daneses hubieran transmitido la noticia de la blasfemia a sus colegas
asiáticos o africanos, y a través de ellos a los pueblos islamizados, se entendería
por qué se habría producido en tal fecha, en caliente, semejante reacción. Pero
sabiendo que el pueblo musulmán, la Umma, no se enteró durante meses, la
pregunta obligada es esta: ¿por qué enteraron al pueblo musulmán en enero de
2006? Damos por supuesto que los dirigentes del Islam más activo (el Irak de
Al-Qaeda, por ejemplo) ya conocieron las caricaturas al publicarse; sabemos
también que en diciembre de 2005 se reunieron en La Meca los 57 dirigentes de
una Conferencia Islámica, y allí acordaron sin duda organizar las protestas. Pero,
¿por qué esperar a febrero para mover a los pueblos musulmanes, contando,
eso sí, con la disposición resentida de estos pueblos a exaltarse? En modo
alguno cabe pensar que las reacciones fueron impuestas por ulemas o imanes,
cuyas palabras incendiarias poco podrían haber hecho si no actuasen sobre una
población inflamable.

Cabe bosquejar diversas respuestas, que van desde la victoria de Hamas


en Palestina, hasta la política de desarrollo de la energía nuclear en Irán. Tanto
Palestina como Irán mantienen una clara actitud beligerante, de yihad, contra
Occidente (Israel, EEUU, Europa). La fecha elegida para garantizar el éxito de
las reacciones podría ser una fecha estratégica, que respaldase la actitud de los
beligerantes y de aviso a los «cafres», una ocasión de cerrar filas contra los
enemigos del Islam. Según esto, los pueblos islámicos estarían reaccionando,
por tanto, no ya contra el contenido irónico o insultante de unas viñetas, sino
contra los occidentales, judíos o cristianos, que las publican o reproducen.

Ahora bien: ni siquiera es fácil explicar por qué el «pueblo musulmán»


considera insultantes, menos aún, irónicas, a las caricaturas, fuera aparte de lo
que tienen de trasgresión del tabú de la imagen. Porque es evidente que si el
contenido hubiera tenido otro signo –por ejemplo una imagen bondadosa y
pacífica de Mahoma– la reacción no se hubiera producido, a pesar del tabú de
evitación vigente.

258
Pero, ¿por qué tendrían los musulmanes que sentirse ofendidos al
contemplar a un supuesto dibujo de Mahoma, a cuyo turbante va amarrada una
bomba? ¿Por qué tendrían que sentirse ofendidos por una caricatura, pensada
desde un sincretismo extravagante, en la que una especie de San Pedro detiene
la entrada al edén musulmán a unos mujaidines que acaban de inmolarse
diciéndoles algo así como esto: «no sigáis viniendo porque ya han entrado tantos
compañeros vuestros que no quedan disponibles vírgenes huríes»? ¿Acaso los
musulmanes fundamentalistas no consideran un acto glorioso el hacer estallar,
en nombre de Mahoma, una bomba en medio de una embajada? ¿Acaso,
cuando van a poner la bomba, no van acompañados de la esperanza segura de
acercarse de inmediato a las vírgenes que les esperan en el Cielo? Teniendo en
cuenta estos presupuestos, la cosa no sería para ponerse así. Tampoco un
cristiano se ofende cuando ve una viñeta en la que aparece en encantadora
escena doméstica la sagrada familia –San José cepillando con su garlopa un
tablón; el niño Jesús jugando con las virutas; la Virgen María bordando una tela
en un bastidor– junto con una paloma que acaba de posarse en el alfeizar de la
ventana. La viñeta ofrecía un «globo» que salía de la boca de San José, que, sin
dejar de cepillar, tranquilamente, decía: «María, apártate de la ventana que no
quiero más disgustos.» Esta viñeta, para un cristiano no constituía propiamente
una blasfemia (de hecho era tema de conversación entre algunos sacerdotes
católicos); a lo sumo era una irónica manera de suscitar al cristiano una
meditación sobre los símbolos por los que se expresa el Dogma de la
Encarnación. Podría ser una viñeta piarum aurum offensiva, sobre todo en
algunas épocas históricas (en las décadas españolas de los cuarenta y cincuenta
no hubiera podido ser publicada en España, pero sí podía circular entre muchos
católicos practicantes y entre muchos sacerdotes, como hemos dicho).

Esto da pie a pensar que las reacciones tan violentas de febrero corriente
no representan sólo a los fundamentalistas (cuya fe les impediría incluso ver los
componentes ofensivos de las viñetas), sino también a los islamistas no
fundamentalistas, acaso excesivamente inertes o interesados sólo por su
enfrentamiento contra Israel o EEUU, pero no tanto contra Europa, objetivo de
Al Qaeda (11 de marzo de 2003 en Madrid, 7 de julio de 2005 en Londres). Al
informarles a su modo sobre las viñetas, acaso los imanes buscaban «ampliar el
horizonte», descorriendo el velo que les impide ver más allá de unas narices,
que sólo huelen a Israel o a Estados Unidos, haciéndoles ver que también
Dinamarca, Noruega, Alemania, Francia, Inglaterra o España son «objetos
imprescindibles de odio» desde la perspectiva de la expansión islámica. En
resumen, las reacciones desproporcionadas –según tantos analistas– de los
pueblos musulmanes con la disculpa de las viñetas de Mahoma no irían dirigidas
directamente por el Islam o por la Umma contra Occidente, sino que irían
dirigidas desde una parte del Islam (la parte fundamentalista) hasta la otra parte
del Islam menos activa, a fin de excitarla adecuadamente (si nos atenemos a las
estimaciones de Gustavo de Arístegui, cabría cuantificar de este modo la
259
situación: irían dirigidas, desde los 400 millones de musulmanes comprometidos
con la Yihad, a los 800 millones de musulmanes tibios o pacifistas).

Pasemos ahora a analizar brevemente las reacciones que «Occidente»


mantiene ante las viñetas. No son unánimes.

Ante todo, hay que tener en cuenta que las viñetas no fueron una simple
ocurrencia de unos dibujantes: fue la dirección de un periódico danés de gran
tirada quien las promovió. ¿Cual fue el motor que impulsó al periódico a invitar a
varios artistas a ensayar dibujos sobre Mahoma? Desde luego no cabe pensar
que se tratase de una invitación gratuita, destinada a manifestar el ingenio de los
artistas. Tampoco hay por qué pensar en un ataque directo contra los
fundamentalistas, pues todos tenían que saber que tales ensayos, o no serían
vistos como agresivos o no les convencerían. Acaso era un test para medir la
sensibilidad de los inmigrantes, por tanto, su grado de integración en Dinamarca;
un test dirigido a los inmigrantes musulmanes más tibios, y a la vez colaborar a
la reflexión (caricaturas similares habían aparecido en Alemania años antes, y
no provocaron tales reacciones entre los países musulmanes). Tampoco hay que
pensar que los autores de las viñetas actuaron «en nombre de la libertad de
expresión»; en el nombre de esta libertad habrán actuado, a lo sumo, ciertas
revistas europeas que reprodujeron las viñetas o crearon otras nuevas.

La reacción a los manifestantes musulmanes en nombre de la «libertad de


expresión conquistada por la democracia», nos parece una justificación
demasiado formal y genérica y, en todo caso, ex post facto. Porque la libertad de
expresión (dado que es muy difícil reconocer la existencia de la libertad de
pensamiento) es sólo una libertad-de (es decir, respecto de quien me lo impide),
y la libertad real es una libertad-para, es decir, una libertad material que atiende
a los contenidos. Y, ¿para qué se dibujan las caricaturas de Mahoma? Los
dibujantes, intelectuales y artistas, proclamarán su derecho a dibujar cualquier
«creación», pero esta justificación no es suficiente. Concedamos esa libertad,
pero ella no justifica la «creación» y la publicación de cualquier viñeta. Por
ejemplo, algunos han dicho, en Francia y en España sobre todo, que está
justificado ironizar contra Dios porque «Dios es humor». Pero esta es una simple
tontería teológica, cuando se refiere al Dios de las religiones terciarias; además
las caricaturas acerca de Dios –como las que Máximo acostumbra en El País–
son puros sinsentidos, tanto si se piensa que Dios no existe como si se tiene en
cuenta que Dios es único, infinito e invisible. Dios no puede representarse, en
efecto, ya sea por ser espiritual, ya sea por ser infinito, ya sea por ser ambas
cosas a la vez: y en estos supuestos se fundó el iconoclasmo desencadenado
por León III en Bizancio (bajo influencia musulmana) en la época de Alfonso II

260
de Oviedo (algunas veces hemos pensado si acaso los ángeles que figuran en
la Cruz de Oviedo fueron en realidad traídos por unos orfebres que, confundidos
con ángeles, venían huyendo hacia Occidente de la inquisición iconoclasta
bizantina).

Pero en cualquier caso, y esto se ha olvidado excesivamente a lo largo de


los debates, el tabú iconoclasta ante Dios no afecta a Mahoma, porque Mahoma
no es Alá, sino su profeta, es decir, un hombre. De hecho, Mahoma fue
representado por musulmanes durante los siglos medievales, y más tarde fue
cristalizando el tabú de su imagen. Y la escasez de iconografía hace dudosa la
posibilidad de hacer caricaturas de Mahoma, porque la caricatura sólo es posible
cuando se dan por supuesto los rasgos del original.

Sin embargo esto no altera el fondo de la cuestión: las viñetas, sean o no


caricaturas, son dibujos que quieren representar a Mahoma, acaso según las
técnicas del retrato robot, y esto bastaría para incumplir el tabú. Y también para
justificar la razón por la cual un importante diario danés, Jyllands-
Posten,publicase la hoy ya famosa serie de doce dibujos sobre Mahoma. Una
razón que tiene mucho que ver con los debates sobre el iconoclasmo y que
afecta a la base misma de nuestra civilización racionalista. Pues no se trataría
en este caso, por parte de los artistas daneses, o europeos en general, de
reivindicar una libertad-de, sino de reivindicar una libertad-para dibujar o
representar cualquiera de las realidades o morfologías de nuestro mundo, como
única forma de lograr entenderlo («nada puedo entender, decía Lord Kelvin, si
no puedo dibujarlo»). Por ello, no puedo entender como verdadero al decaedro
regular ni tampoco al Acto Puro, precisamente porque no puedo representarlo,
ni en dos ni en tres dimensiones. El tabú de la representación de Dios es un
pseudo tabú, porque no puede considerarse opuesto a la «representación de
Dios». Tampoco cabe hablar del tabú para esculpir un decaedro regular, como
tampoco podemos considerar como norma de un sistema moral o jurídico un
precepto que prohíba o establezca el tabú de comer carne de hipogrifo. Ni el
hipogrifo, ni el decaedro regular, ni el Acto Puro, ni Dios existen.

Ahora bien: si Mahoma existió realmente como hombre, debe poder ser
representado, y el tabú de su representación es mero oscurantismo, inadmisible
de todo punto. No defenderíamos por tanto a quienes han publicado dibujos de
Mahoma acogiéndonos a una libertad genérica de expresión, bajo cuyo manto
estuviese protegida la decisión de publicar dibujos sobre Mahoma; defendemos
la justificación de los dibujos de Mahoma pensando precisamente en el propio
Mahoma. Los iconoclastas que mantienen el tabú de su representación han de
considerarse como incompatibles con nuestra civilización racionalista, que
necesita dibujar de un modo más o menos aproximado lo que existe para
entenderlo y para juzgarlo. Y aquí no caben cuestiones de respeto, menos aún

261
de veneración o de cualquier otra cosa. Sencillamente quien se niega a que sean
representadas las figuras en las que él dice creer, habrá de ser visto como un
peligroso oscurantista que hace imposible su integración en la única civilización
existente.

Por tanto, el tabú de esa representación no puede ser respetable, «por


razones de principio», y, en consecuencia, la voluntad de representar a Mahoma
por parte de un «ciudadano occidental» no podría reducirse a la condición de un
capricho banal o frívolo, sino que está vinculada a la misma posibilidad de
entendimiento con los musulmanes, cada vez más presente en nuestros
territorios. Pero precisamente fue, al parecer, esta «voluntad pedagógica» de
entender a los musulmanes a través de la representación de su profeta,
Mahoma, para poder juzgarlo, lo que movió al periódico Jyllands-Posten a
convocar a los dibujantes para tratar de responder a la denuncia de un escritos
danés, Kaare Bluitgen, que había manifestado en el periódico Politiken, quince
días antes de la publicación de los dibujos (el 30 de septiembre de 2005) las
dificultades que encontraba para ilustrar un libro suyo destinado a explicar a los
niños la vida de Mahoma. Un problema pedagógico, por tanto, pero que afecta
al fondo mismo del conocimiento de los musulmanes por ateos, judíos y
cristianos.

A nuestro juicio las reacciones de quienes apelan genéricamente a la


libertad de expresión nos parecen, por tanto, injustificadas. Porque la libertad-
para, como hemos dicho, sólo puede basarse en los contenidos de esa libertad:
yo no tengo libertad para insultar gratuitamente a otro, aunque mis insultos se
apoyen en alguna verdad. Sin embargo quienes apelan a la libertad para justificar
la publicación de las viñetas, tienen mayores razones si se refieren a la libertad-
para que a la libertad-de quien se lo quiere impedir por razones que no pueden
considerarse objetivamente como insulto alguno, salvo que se esté dispuesto a
compartir, en nombre de un extraño afán de convivencia, con personas que no
tienen razón, que son irracionales.

Sin duda, la libertad-de quien nos impide algo (aún sin entrar en los
contenidos) es en principio muy importante, porque mide la autoridad y poder de
quien pretende impedírnosla: no se trata del huevo sino del fuero, y es lo que se
dice en muchas ocasiones. Si el tabú de la imagen de Mahoma procede de los
musulmanes, ¿por qué tenemos que someternos a ellos para obedecer a
semejante tabú? Sería una sumisión absurda, cualquiera que fuera el contenido
de esa libertad o el alcance de tal representación. En cualquier caso insistimos
en que no nos parece conveniente tratar de hacer ver que los artistas dibujaron
las viñetas como un modo de manifestar su «libertad de creación». La «creación
de los contenidos», desde el punto de vista del materialismo, es absurda, en
cuanto creación ex nihilo. Esta «creación» ha de nutrirse de conceptos e ideas

262
sobre Mahoma, sobre el profeta y sobre el Islam, y en rigor, quienes defienden,
sin límite alguno la libertad de expresión, es porque están defendiendo la
libertad-de, una libertad puramente formal, y en sí misma insuficiente e
indefendible como exclusiva.

Nos interesa más las reacciones que en Occidente se han producido ante
las viñetas y ante las reacciones ante las viñetas en función de sus contenidos,
es decir, en función de la libertad material, o la libertad-para, y no en función de
la libertad formal, o libertad-de.

Estas reacciones son muy heterogéneas y caben muchos criterios de


clasificación. Evitando la prolijidad me atendré a la clasificación siguiente en dos
grupos:

A. Aquellos que no limitan en modo alguno la libertad-para en nombre de un


principio de proliferación o, acaso, de «biodiversidad»: todo lo que se le ocurre a
un artista creador ha de publicarse, en nombre del valor que la obra pueda
encarnar, y ha de encarnar por el mero hecho de haber sido concebida por el
artista, escritor o creador. Aquí no se justifica la publicación ni siquiera en nombre
de la libertad formal, sino por la atribución de valor a cualquier obra de arte: es
la justificación a la cual las vanguardias acuden una y otra vez. Es la justificación
de las tallas de los judíos que observamos hoy en los coros de las catedrales, la
justificación de Viridiana de Buñuel o de los dibujos absurdos de Carelman o de
Escher. Estas justificaciones pueden confundirse con las formales, pero son
distintas, y no nos parece aquí oportuno ahondar en esta cuestión.

B. Aquellas que discriminan los contenidos artísticos (de las viñetas, en


nuestro caso). Y esta justificación puede basarse en tres fundamentos distintos:

a) En función de una libertad material, de índole «racionalista», en el sentido


de la Ilustración, consistente en la libertad-para destruir dogmas o figuras
consideradas supersticiosas. El prototipo de estas alegaciones a la libertad
podríamos ponerlo en el libro del Barón de Holbach, Moisés, Jesús y
Mahoma.Las frases que en este libro pueden leerse aún hoy dan ciento y raya a
las viñetas que nos ocupan, aunque llegan a menos gentes, por aquello de que
una imagen vale mil palabras (sin duda, querrá decirse: «vale más para la gente
analfabeta»).

La defensa de la libertad de expresión no tiene que ver tanto simplemente


con la libertad-de conquistada como libertad democrática por la Europa salida de
la Revolución Francesa. Tiene que ver con la libertad-para promovida por grupos

263
de hombres poseedores de determinados argumentos y tradiciones contra
quienes mantenían o siguen manteniendo el oscurantismo y la superstición.

Esta es una justificación de las viñetas desde perspectivas no pacifistas o


dialogantes, sino «militantes», que pocos se atreven a defender explícitamente
(sobre todo si quienes mantienen estos argumentos son a su vez creyentes
cristianos o judíos), aunque está implícitamente recogida, sobre todo, en las
frases de quienes han recordado estos días a Voltaire o a Volney, incluso la
cuestión de la tolerancia. Pero lo que no puede olvidarse es que la tolerancia se
produjo en Europa como resultado de un equilibrio de fuerzas, cuando las
fuerzas de los oprimidos llegaron a poder medirse con las fuerzas de los
opresores. La Revolución Francesa, y después la Soviética, no se hicieron solo
en nombre de la libertad de expresión, sino en nombre de la libertad para luchar
contra la superstición propia del Antiguo Régimen, por no decir de la barbarie y
del salvajismo.

¿Y por qué esta «cruzada contra la superstición» apareció en Europa (la


Europa de raíces cristianas precisamente) y no entre los pueblos musulmanes,
si la cruzada contra la superstición también rozaba al cristianismo?

Cabría decir –aunque aquí es imposible fundamentar esta tesis– que la


Ilustración de la época moderna fue un fruto del cristianismo, más aún, del
catolicismo (por paradójica que pueda resultar esta afirmación). Bastará recordar
aquí que la identificación entre la Iglesia y el Estado, característica del Islam, no
fue jamás propia del catolicismo. La Iglesia católica siempre mantuvo la doctrina
de la separación de la Iglesia y del Estado («dad a Dios lo que es de Dios y al
César lo que es del César») y fue tanto o más el Estado el que utilizó a la Iglesia
(«Por Dios hacia el Imperio») que la Iglesia quien utilizó al Estado («Por el
Imperio hacia el Dios»), que también lo hizo, en lo que pudo, sin duda. La
identidad, en España, del Estado y la Iglesia, comenzó siendo una herejía, la
herejía arriana, que conducía al cesaropapismo; un cesaropapismo que se
continúa en el islamismo (una herejía cristiana, según San Juan Damasceno) y
que más tarde rebrotó en las iglesias reformadas (anglicanas o calvinistas), en
las cuales todavía el príncipe o la princesa se confunde con el papa o con la
papisa. Sobre esta base de la sociedad civil, como sociedad «perfecta en su
género», según la fórmula escolástica, pudo fructificar la tolerancia que culminó
en la revolución jacobina. No soy el primero que sugiere un lazo entre
Robespierre y el catolicismo.

Y no es necesario subrayar aquí la importancia que la cuestión, al parecer


particular, de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, tiene para el
planteamiento de la cuestión de las relaciones entre la Razón y la Superstición.

264
b) Sin embargo las reacciones más frecuentes son las que tienen un
carácter político-moral, son aquellas que apelan al respeto, a los valores de las
otras culturas o civilizaciones, y a la condena moral y no solo política de toda
acción que pueda dañar la convivencia armónica prevista en el proyecto de la
«alianza de las civilizaciones».

En efecto, dejando de lado las declaraciones de Bush II (que pide


contención, no solo por razones pragmáticas, sino acaso también porque sus
fundamentos teístas se reconocen solidarios con los musulmanes, y piden
contención en este terreno, pensando ganar en otros por vía económica o
política) es en Europa en donde han prosperado más estas respuestas políticas
(desde Putin hasta Zapatero). Pero, ¿qué se quiere decir con esto?

Si se habla de condena moral es porque en nombre de un grupo social se


presupone la autolimitación de la libertad-para a fin de no herir las normas de
otro grupo. Pero, ¿de qué grupo se habla? ¿De los grupos musulmanes o de los
grupos europeos? Si los grupos europeos se rigen por la moral ilustrada, es su
deber moral precisamente el que los incitará no a condenar las viñetas sino a
publicarlas con valentía. Si se habla del respeto, se hará, o bien porque se apela
(según la primera acepción del DRAE) a la veneración que ha de profesarse a
los valores del otro, o bien porque se apela al temor, a la represalia (según la
cuarta acepción del DRAE). Zapatero dijo en su discurso de Madrid, durante la
cena con Putin: «Respeto la libertad, por supuesto, y respeto a las religiones de
los otros.»

Pero, ¿cómo es posible a un racionalista respetar las leyendas de Mahoma


relativas a las revelaciones por él recibidas del Arcángel San Gabriel? Sólo en la
perspectiva armonista de la alianza de las civilizaciones podría esperarse que en
la época de la Globalización puedan convivir, en el nombre del respeto mutuo,
quienes creen que Cristo es una persona divina, y quienes creen que creer esto
es una blasfemia, porque sólo Alá es divino. Por consiguiente el respeto de un
cristiano ante las creencias de otro solo puede mantenerse, a efecto de su
convivencia, poniendo entre paréntesis las creencias respectivas y relegándolas
a la vida privada, es decir, abandonando las obligaciones proselitistas impuestas
por el amor al prójimo. Pero esto no tiene nada que ver con la integración, tiene
que ver más bien con una yuxtaposición más o menos superficial. El respeto a
la libertad ajena sólo puede ser respeto de veneración o respeto de miedo (que
ya justifica, sin embargo, la responsabilidad ante las reacciones).

Cabe advertir un curioso paralelismo entre esta ambigüedad, en rigor, un


doble pensar implicado en la invocación al deber moral y al respeto, y la
ambigüedad que viene manteniéndose en nuestros días a propósito del Estatuto
catalán, en relación con la expresión «Nación» (Nación política y nación cultural).

265
Cuando Zapatero, o Teresa de la Vega, invocan el deber moral, están utilizando
una fórmula que unos interpretarán como deber moral hacia un grupo o hacia su
enemigo; cuando invocan el respeto están utilizando una fórmula que unos
podrán leer como veneración y otros como miedo o temor. Del mismo modo que
cuando invocan el término 'nación' están unas veces (cuando se dirigen a los
nacionalistas) interpretando a la 'nación' como Nación política (pero circunscrita
al preámbulo) y a la vez, cuando se refieren a los españoles no nacionalistas,
como nación cultural o étnica, en el sentido de las 'nacionalidades' del articulado.
De este modo los nacionalistas leerán la 'nacionalidad' del articulado desde la
'nación' del preámbulo, y los no nacionalistas leerán la 'nación' del preámbulo
desde la 'nacionalidad' del articulado. Se trata de un modo de pensar, no ya
flexible, sino tan blando y amorfo como pueda serlo un queso de Burgos.
Quienes utilizan este modo de pensar, propio del pensamiento Alicia, dirán,
sonriendo ante los contendientes, y en la convicción de haber resuelto el
conflicto, lo que le decía aquel ciudadano a sus dos vecinos que veía jugando al
ajedrez en el Casino de la villa: «¡Todos ganando, eh, todos ganando!» Un paso
más hacia la «alianza de las civilizaciones», a cuyo proyecto ya se ha adherido
el señor Moratinos y el señor Koffi Anam y últimamente el señor Putin y hasta el
señor Bush II por boca de Condoleza Rice.

c) Obviamente quienes actúan desde una perspectiva militante no tienen por


qué defender incondicionalmente, y al margen de toda consideración prudencial,
los ataques a la superstición, a Mahoma en nuestro caso. Los límites de su
«cruzada» los impondrá la fuerza de reacción atribuible al supersticioso. La
ocasión, el momento, el modo y la manera han de ser establecidos por el
conocimiento del poder de los agentes del contraataque.

266
La obsesión de la Yihad
Gustavo Bueno

Sobre el libro de Gustavo de Arístegui, La Yihad en España. La obsesión por reconquistar Al-
Ándalus, La Esfera, Madrid 2005, 431 págs.

Nos encontramos ante un libro insoslayable para cualquier español que viva
en la primera década del siglo XXI y, acaso también, en la segunda, en la tercera
o en sucesivas décadas. El autor enuncia el objetivo de su obra en sus primeras
páginas: «Mi intención es tratar de escribir una guía que permita entender las
razones que mueven al islamismo radical y al yihadismo a atacar a nuestro país»
(pág. 16).

Una guía imprescindible desde el momento en que escuchamos la voz de


alerta del «peligro islamista» que el autor nos transmite; voz de alerta que él
mismo dice haber escuchado ya, por primera vez, hace poco más de veinte años
(cuando los españoles estábamos absorbidos por el terrorismo de ETA y el
gobierno del PSOE estrenaba su mandato envuelto por un «optimismo político
gradualista» y un pacifismo cosmopolita que prefiguraba la idea de la Alianza de
las Civilizaciones): «En diciembre de 1984 tuve el primer toque de atención.
Como ya he contado en infinidad de ocasiones, un venerable jerarca sunní de la
gran Mezquita de los Omeyas de Damasco me confió, tras horas de grata
conversación saboreando un dulcísimo te, que 'nos liberarían de la corrupción
occidental'. Tenía veintiún años, y los escalofríos tras escucharle me duraron
varios días» (pág. 17). Por cierto, cinco años después, en abril de 1989, fue
asesinado su padre, don Pedro Manuel de Arístegui, a la sazón Embajador de
España en Beirut, en la residencia de la embajada (pág. 165).

La Yihad en España ofrece a los españoles (una vez alertados, acaso con
ocasión de este mismo libro) una «guía práctica» sobre el islamismo radical. Es
decir, no se trata tanto de ofrecernos una exposición literaria neutral, inspirada
por el pacifismo, y llevada acaso desde la «perspectiva de la Humanidad», como
si el autor se sintiese por encima de la melé (como ocurre con el Munich de
Spielberg). El autor no trata de ofrecernos una «exposición académica», una
historia erudita, neutral y distanciada, mediante el recurso de acudir a
antecedentes tan lejanos que se pierden «en la noche de los tiempos», o
sencillamente en los siglos de la alta Edad Media. Tampoco es que el libro se
despreocupe del rigor que procura la erudición, o de la necesidad de rebasar el
horizonte histórico inmediato. El libro de Gustavo de Arístegui es muy erudito y
muy informativo desde un punto de vista histórico. Pero es un libro

267
comprometido; escrito por quien se siente formar parte de uno de los frentes de
la batalla. Por ello selecciona su erudición sobre el presente, como selecciona
los antecedentes históricos, precisamente porque parece mantener constante la
finalidad práctica propia de una Guía necesaria para todo aquel que, alertado ya
de que el islamismo es una amenaza real para los españoles, y no una mera
fantasía apocalíptica, y sin sentirse en modo alguno neutralizado o víctima de los
más vulgares síndromes de Estocolmo, busca proveerse de la información
pertinente para sus intereses y los de su patria. Y porque tiene presente que el
recurso a la historia no puede considerarse como una «huída» hacía el pasado,
aunque no sea más que porque esa historia está detrás de los planes y proyectos
de la Yihad del presente y, en particular, detrás de los proyectos y planes de Bin
Laden. Si diésemos la espalda a la historia, para atenernos únicamente a los
hechos policíacos o políticos del presente, perderíamos la perspectiva emic que
inspira a la propia Yihad de nuestro presente inmediato y futuro.

El autor explica con gran claridad la doctrina de la Yihad (yihad = esfuerzo,


lucha, y en particular Guerra Santa), y la distinción entre la «Yihad mayor» (algo
así como «la lucha de cada musulmán consigo mismo», contra sus pasiones,
&c.) y la «Yihad menor». Yihad menor que, sin embargo, al menos para quienes
no son musulmanes, se convierte en la auténtica Yihad mayor, sobre todo
cuando se convierte, a través de la Shari'a (o ley islámica basada en el Corán y
en la Sunna) en guerra legal, en guerra santa contra los «cafres» (cafer equivale
a impío, apóstata, y, en general, a todo aquel que no se acoge al Islam). Y,
poniendo en conexión la doctrina de la Yihad (en cuanto implica la oposición
entre la «tierra de los impíos» –Dar al-Kafer– y la «tierra del Islam» –Dar al-
Islam–) con el ecumenismo musulmán, por tanto, con su proselitismo y con su
voluntad expansionista (que obviamente se manifiesta más intensamente en
unas épocas que en otras, en algunos grupos y corrientes más que en otros), el
autor recuerda una y otra vez como la Yihad, desde el punto de vista doctrinal,
no tiene más límites territoriales y sociales que aquellos que le pongan sus
antagonistas (principalmente hoy los cristianos y los judíos).

A largo plazo, el islamismo (otra cosa es que muchos musulmanes se


mantengan al margen de sus fundamentos) aspira a extender por todo el mundo
el Islam, ya sea por la fuerza, ya sea por la intimidación o por la conquista
silenciosa. No sólo aspira a extenderse por Europa (en principio, a título de Re-
conquista del Islam perdido: Al-Ándalus, España, en primer lugar; pero también
casi todas las islas del Mediterráneo, el sur de Italia, todos los Balcanes y Grecia)
sino también por Asia y por América. «El islam no puede ser en Estados Unidos
igual a ninguna otra religión: debe llegar a ser la dominante. El Corán debe ser
la más alta autoridad en Estados Unidos, y el islam la única religión aceptada en
el planeta» (pág. 75).

268
¿Y cuando comienza a volver a resplandecer, con renovado impulso, una
doctrina, la Yihad, cuya tradición en el islamismo es tan antigua como su Profeta?
El autor presenta, como «primer movimiento de corte islamista» a las invasiones
beréberes de la España medieval, la invasión de los Almorávides (1056-1147) y
la de los Almohades (1130-1269), cuya decadencia estaba ya cantada en 1212,
a raíz de la Batalla de las Navas de Tolosa.

Entre las múltiples pistas que ofrece Gustavo de Arístegui señalamos las
siguientes. La primera se abriría tras la Primera Guerra Mundial, como voluntad
de restaurar el califato radical, como el que fue abolido en la Turquía del Imperio
otomano por Mustafa Kemal Ataturk, el 3 de marzo de 1924 (Hassan al-Bannah
fundó en Egipto en 1928, y como reacción a la empresa de Ataturk, la
organización «Hermanos Musulmanes», que se disolvió en 1948). La segunda
pista que nos ofrece es la de la Revolución islámica iraní, liderada por el ayatolá
Ruhollah Jomeini, en 1979, que instauró una teocracia islámica que daba ciento
y raya a la de los almohades de los siglos XI y XII. La tercera (siguiendo a Ayman
Al-Zawahiri, en su libro Los caballeros bajo el estandarte del Profeta) tras la
caída de la Unión Soviética, que habría abierto, según la ideología de la Yihad,
una nueva etapa en la historia del mundo. «Al-Qaeda hace un paralelismo entre
la derrota del Imperio sasánida en las batallas de Qadisiya y Nahawand en 637,
una de las primeras potencias de su tiempo, y la derrota de los soviéticos en
Afganistán tras diez años de lucha contra los muyahidin» (pág. 77).

El interés del libro va subiendo de tono a medida en que el autor nos va


exponiendo la metamorfosis de la Yihad en las formas terroristas que conocemos
demasiado bien en la España de hoy, sobre todo a raíz del 11 de Marzo de 2004.
En las páginas 169 a 174 el autor nos ofrece una lista cronológica de casi
cuarenta atentados terroristas relacionados con la Yihad ocurridos en España,
desde 1973 hasta 2004. Por cierto, ¿hacen falta más argumentos para
desmontar la tesis presupuesta por el «gobierno reinante» según la cual la
masacre del 11-M fue una represalia puntual por el comportamiento del gobierno
Aznar en la Guerra del Irak?

La lectura de este libro imprescindible deja claro que la Yihad, en la forma


del terrorismo islámico, no es un mero episodio, una «cantidad despreciable». El
autor estima que alrededor de un treinta por ciento de musulmanes (un tercio de
estos, que corresponde a una cantidad que cabe situar entre los trescientos a
cuatrocientos millones) están comprometidos hoy con la Yihad, aunque sea en
niveles de participación muy diversos, desde el nivel más cercano de quienes se
inmolan con la bomba adherida a su cuerpo, hasta el de quienes se limitan a
contribuir con la zaqat, o limosna obligatoria, uno de los «cinco pilares» del Islam
(págs. 19, 21, 106, 166).

269
Y España de hoy es objetivo prioritario de esta Yihad criminal de un Islam
que tiene «obsesión por reconquistar Al-Ándalus», como dice el subtítulo de la
obra que comentamos. Su autor explica en detalle los «mecanismos» que la
Yihad despliega al servicio de esta obsesión. No cree, sin embargo, que, a la
larga, la Yihad pueda alcanzar sus objetivos, aunque «entre tanto hará un daño
inmenso» (pág. 400). Y, con muy buen juicio, a nuestro entender, Gustavo de
Arístegui nos previene de las explicaciones más vulgares que tienden a
presentar la Yihad como la respuesta de unos pueblos atacados (por Bush II),
humillados y «sumergidos en un océano de injusta pobreza». Defienden algunos
«pensadores», que comulgan con el Pensamiento Alicia, y con los ojos en el
ideal y las manos en el cajón del pan, la Alianza de las Civilizaciones:
«procuremos instaurar el bienestar democrático en estos pueblos explotados por
'Occidente' y su terrorismo cesará de inmediato, porque todos los pueblos
quieren la Paz.»

Pero, ¿acaso los musulmanes yihadistas, si siguen siéndolo, podrían dejar


de luchar, aunque hubieran llegado al Estado del Bienestar, integrándose en la
sociedad globalizada, en pacífica convivencia con las demás religiones y
culturas? ¿Tiene sentido siquiera la expresión «Islam democrático», al modo de
las democracias parlamentarias del Occidente capitalista, si el Islam mantiene
sus principios dogmáticos del Corán, o cuasi dogmáticos de la Shari'a, es decir,
si sigue siendo fiel a sí mismo?

No sé lo que pensará el autor de este libro admirable. Por mi parte me


permitiré expresar mi opinión: que el Islamismo, si sigue fiel a sí mismo, es
insoluble en el agua bendita del cristianismo, a quien ellos han considerado
secularmente como blasfemo, y precisamente por sus dogmas más
fundamentales: el dogma de la Encarnación y el dogma del Corpus Christi.

270
El estatuto catalán y la tregua de ETA
Gustavo Bueno

¿Son importantes los debates sobre el Estatuto de Cataluña considerados desde el punto de
vista «de los problemas que conciernen a la Humanidad»?

1. El largo proceso de fabricación del Estatuto de Cataluña, aprobado ya por


el pleno del Parlamento español, y dispuesto para ser sometido a referéndum
(referéndum que se celebrará sólo en Cataluña, y no en toda España, aunque
dicho Estatuto afecta a la propia Constitución española de 1978), ha suscitado
enfrentamientos muy profundos. Si se quiere, ha suscitado la exacerbación
profunda de enfrentamientos anteriores.

Muchos creen que existe una conexión objetiva –al margen de que hubiera
sido o no planeada– entre la aprobación del Estatuto y el anuncio por parte de la
banda terrorista ETA de una «tregua permanente» en su actividad criminal que
busca aterrorizar al País Vasco bajo el pretexto de una guerra de liberación,
pretexto que resulta ser reconocido por el propio gobierno español al aceptar la
propia terminología de los asesinos, hablando de «pacificación». Pues es
evidente que sólo cabe hablar de paz cuando existe previamente una guerra;
supuesto inaceptable por un gobierno que teóricamente no reconoce el Estado
Vasco, ni a la ETA como Ejército de Liberación Nacional, y no utiliza el Ejército,
sino la Policía y los Tribunales de Justicia para combatir el terror.

Muchos creen también que esta conexión entre el Estatuto y la tregua


significa la fase final del proceso de disgregación a medio o largo plazo de la
Nación española. Y esto no solo lo creen, prácticamente en bloque, quienes
votan al PP (casi diez millones de españoles, con cuatro millones de firmas
recogidas recientemente pidiendo la retirada del Estatuto), sino también lo creen
–y con ánimo de derrota y aún de catástrofe– algunos socialistas, incluso algunos
de quienes formaron parte de la comisión parlamentaria que discutió el Estatuto,
presidida por Alfonso Guerra, quien, tras votar Sí al Estatuto (que fue apoyado
unánimemente por todos los diputados del PSOE, sin excepción alguna),
manifestó una gran inquietud por la «desviación territorial que podía acarrear»,
y que le recordaba al desmembramiento de la URSS en los tiempos de
Gorvachov, «salvando todas las distancias». Y, por supuesto, creen también,
aunque eufóricamente, en esta conexión entre el Estatuto y la tregua todos
aquellos que creen haber alcanzado con ello la Paz de la Victoria, a saber, los

271
separatistas catalanes, los separatistas vascos y los separatistas gallegos, entre
otros.

2. Pero, aún suponiendo que el proceso de desmembración de la Nación


española esté prefigurándose con estos acuerdos políticos (cosa que no es fácil
de aceptar, porque la unidad de hecho de España es más fuerte y más antigua
en siglos que la unidad de la URSS, que en 1990 aún no había cumplido setenta
años) quienes parecen reconocerlo, al menos en parte, y sin por ello alarmarse,
son aquellos que tienen la mirada puesta en la Alianza de las Civilizaciones, y
en una Humanidad desde cuya perspectiva las fronteras nacionales se
presentan como «líneas de puntos» destinadas a ser borradas del mapa político
global (quedando acaso, como ya lo pensaba don Julián Sanz del Río, en el Ideal
de la Humanidad), como zonas susceptibles de ser coloreadas en el mapa mundi
según sus culturas o costumbres, pero refundidas todas ellas en un Estado
universal dotado de un Tribunal de Justicia también universal.

3. ¿Por qué no se alarman quienes gestionan o asisten a estos pactos


acerca de los Estatutos y de la tregua terrorista? Por distintas razones, unas
desplegadas desde la perspectiva universalista de la Paz y otras desde la
perspectiva nacionalista de la autodeterminación de los pueblos de España (la
que podríamos llamar «perspectiva Galeusca»).

a) Las razones de los humanistas pacifistas vienen a parar en el


reconocimiento de unos estatutos como instrumentos orientados a conseguir la
paz estable en la democracia. En efecto, el Estado habrá logrado superar el
nacionalismo esencialista español y con ello la misma obsesión nacionalista.
¿No se reducen todas estas cuestiones a la condición de «cuestiones
semánticas»? Así lo dijeron repetidas veces Rodríguez Zapatero y Peces Barba,
por ejemplo. ¿Qué importancia tienen entonces estas cuestiones desde la
perspectiva de la Humanidad, desde la perspectiva de la Alianza de las
Civilizaciones, o de la Globalización? O sin llegar a tanto, desde la perspectiva
de la Unión Europea o de la Paz. A fin de cuentas todas las naciones y
nacionalidades de la Península Ibérica son regiones armónicamente integradas
en la Unión Europea, que a su vez, se integrará ulteriormente, tras la Alianza de
las Civilizaciones, en una confederación universal ajustada a los principios
del Ideal de la Humanidadformulados por don Julián Sanz del Río (por cierto,
plagiando a Krause) y reexpuestos por sus discípulos, como fueron Pi Margall,
Giner de los Ríos y otros ilustres representantes del humanismo socialista
planetario. Según esto la disolución de la Nación española en las nacionalidades
históricas reales que la componen, considerada desde el punto de vista de el
Ideal de la Humanidad, de la Globalización y de la Paz, la pacificación del País
Vasco no es sino un paso hacia la paz de la Victoria de la Razón, del Progreso,
de la Libertad y de la Paz perpetua, de la Tolerancia y del Diálogo; por

272
consiguiente, la reforma del Estatuto catalán y la tregua de ETA son asuntos
«que conciernen a la Humanidad».

b) Por otra parte las razones que alegan los secesionistas, de Galeusca,
brevemente, para celebrar, como paz de la victoria, tanto el Estatuto como la
tregua de ETA, no es otra sino la interpretación de este armisticio como señal de
la próxima segregación de Cataluña, País Vasco y Galicia respecto de esa
nación de naciones «superestructural» que se llama España, y su transformación
en Estados independientes, separados de la pretendida Nación española por su
cultura y su lengua, eso sí, dentro de Europa; una segregación que no excluye
la posibilidad de que Cataluña, País Vasco o Galicia mantengan relaciones de
amistad con Castilla-León, con Castilla-La Mancha, con Aragón o con Andalucía,
como puedan mantenerlas con Bretaña o con Baviera. Cada cual hablando su
lengua, es cierto, en su casa; pero hablando inglés en la casa de todos.

4. Las razones de los humanistas son metafísicas, porque metafísica es esa


Humanidad global y pacífica que se da por existente, tanto por los krausistas
como por los católicos, cuyo reino no es de este mundo. Solo la mala fe de
quienes cierran los ojos a la realidad podrá alimentar la convicción de los
humanistas que, desde su postura sublime (en la que el PSOE humanista
confluye con la Iglesia, y Zapatero con el Papa, e incluso con Izquierda Unida –
en su herencia del antiguo diálogo entre marxistas y cristianos–, se daban la
mano en las manifestaciones contra la guerra del Irak) creen poder disolver todo
nacionalismo esencialista. Porque esta perspectiva pacifista planetaria no es otra
cosa sino un velo para encubrir que el Estatuto y la tregua abren real y
positivamente el camino a otros nacionalismos no menos esencialistas, y mucho
más radicales y mitológicos, a saber, el nacionalismo catalán, bajo la sombra de
la patraña de Borrell I, el nacionalismo vasco, bajo la sombra de la patraña de
Jaun Zuria, y el nacionalismo gallego, bajo la sombra de la patraña de Breogán.

273
Por qué es absurdo «otorgar» a los simios
la consideración de sujetos de derecho
Gustavo Bueno

Los simios (y otros animales) son considerados «personas», o algo parecido, en muchas
sociedades de los llamados «primitivos actuales», como jainistas en la India o dayak de Borneo
(«los orangutanes [hombres del bosque] no hablan para que no les hagamos trabajar»). El
Grupo Socialista acaba de tramitar en el Parlamento español una proposición no de ley
pidiendo el reconocimiento de los simios como sujetos de derechos humanos, es decir, como
personas. Se pretende, en este rasguño, no ya tanto pedir que se retire esta proposición
socialista, alegando, lo que ya sería bastante, su incompatibilidad con las premisas de nuestra
civilización, y por tanto, su imprudencia política, cuanto buscar las razones del rechazo a la
propuesta socialista, por absurda, desde las coordenadas del materialismo filosófico

La proposición para extender a los simios, de algún modo, los derechos


humanos, elevada por el Grupo Socialista y admitida a sede parlamentaria el 24
de abril de 2006, a iniciativa del diputado Francisco de Asís Garrido Peña, ha
sido recibida por una gran parte (no decimos: «mayoritaria») de los medios de
comunicación y de la opinión pública con notorio regocijo (Garrido Peña
contribuyó sin duda a ello al comparar, en entrevista al periódico El Mundo de 27
de abril de 2006, y a título de «cumplido», a Rodríguez Zapatero con un bonobo,
y con un matiz crítico, a Rajoy con un orangután).

La proposición del Grupo Socialista ha sido, por tanto, tomada en broma, lo


que no quiere decir que no pueda ser aprobada en su momento por el
Parlamento español. Otras proposiciones de ley, no menos pintorescas, han sido
aprobadas ya por este Parlamento de mayoría socialista en nombre del
«progreso global de la Humanidad», que sigue la inspirada línea del Ideal de la
Humanidad del difunto krausista Don Julián Sanz del Río, cuyo proto-
yo suponemos estará en la gloria de su eterna comunidad espiritista, y acaso
deseando que sus correligionarios gocen ya de la paz perpetua panenteísta, de
la que es pálida imagen la «Alianza de las Civilizaciones». ¿Quién le impide al
socialismo español ampliar creadoramente la idea de la Federación Universal a
las «razas madres» de los simios, «preservándolas de la mezcla con razas
bastardeadas», como decía Sanz del Río, pero sabiendo [gracias a los avances
de la Genética] que la Naturaleza junta, «según leyes no menos constantes ni
menos bellas, las razas puras entre sí para engendrar renuevos más vigorosos
y más perfectos»?

274
A nuestro juicio, la regocijada chirigota ante el nuevo proyecto del PSOE
está justificada, pues la sindéresis o buen juicio de muchos verá que tal proyecto
no se limita a expresar inofensivas especulaciones emanadas del caletre de
algunos etólogos, sociobiólogos y filósofos morales australianos, en un
manifiesto como el del Proyecto Gran Simio, sino a llevar tales especulaciones
a una sede parlamentaria, sin tener en cuenta las ridículas consecuencias que
podrían derivarse de su aplicación (concesión a los simios de un estatuto jurídico
análogo al de los menores o discapacitados humanos, pero con posibilidad de
trabajar en tareas proporcionadas a sus «mermadas» facultades; lo que llevaría
a tener que inscribir a estos simios en la Seguridad Social, a darles derecho de
sindicación y a percibir pensiones de jubilación; más aún, y en concordancia con
la ley socialista de matrimonios homosexuales, que rompe la norma del
matrimonio tradicional entre hombres y mujeres, cabría también, en una etapa
más avanzada, conceder a los simios un derecho de matrimonio con los
humanos, y aún un derecho a la adopción, cría y educación de infantes humanos
o simios).

Pero el fundamento por contraposición (por las consecuencias) de este


rechazo, que es suficiente en el terreno práctico político jurídico, no ha de
confundirse con la determinación de un fundamento en principios que todo el
mundo desea tener, salvo que crea que ya los posee.

Pero los principios que suelen ser sobreentendidos, no son, ni mucho


menos, evidentes.

Unas veces son principios espiritualistas, reforzados por una dogmática


confesional. Otras veces los principios se toman de la Antropología cultural,
como principios prudenciales, y, sin duda, suficientes desde el punto de vista
práctico; y otras veces los principios se toman del «naturalismo ecologista», que
son rechazados principalmente por quienes impugnan el proyecto.

«La persona humana es sujeto de derechos en la medida en que, por tener


un alma espiritual es libre; en consecuencia, atribuir derechos a los simios, sería
tanto como atribuirles espíritu y libertad.» Desde la perspectiva de este principio,
firmemente asumido, se comprende que un hombre como monseñor Sebastián,
Arzobispo de Pamplona, dijera al enjuiciar la proposición del Grupo Socialista:
«Me da risa. Por hacer el progre se puede hacer el ridículo.»

Otros podrán apelar a principios antropológico culturales: «Es totalmente


contrario a la cultura o civilización occidental, a la que pertenecemos los
españoles, introducir una norma que parece más bien propia de culturas

275
primitivas o locales, o de algunos de nuestros contemporáneos primitivos.» Pero
este principio valdría muy poco, no sólo para un «relativista cultural», sino
también simplemente para un partidario de la «Alianza de las Civilizaciones»
propugnada por el Secretario General del Partido Socialista Obrero Español,
señor Rodríguez Zapatero. ¿Cómo podríamos dejar fuera de esa Alianza de
Civilizaciones a nuestros «contemporáneos primitivos», testimonios vivientes de
las civilizaciones más antiguas?

Quienes defiendan o den beligerancia a la proposición socialista, alegarán


sin duda los mismos principios del naturalismo ecologista que manejan los
firmantes del Proyecto Gran Simio (el «eticólogo» australiano Pedro Singer –
autor de un libro, publicado ya en 1975, que lleva por título Liberación animal–,
la etóloga Jane Goodall –Premio Príncipe de Asturias 2003–, Adriaan Kortlandt,
Francine Patterson y Wendy Gordon, Paola Cavalieri, Roger Fouts, &c.) y que
ya han sido ampliamente divulgados en España por etólogos profesionales como
Jordi Sabater Pi, o por diletantes como Jesús Mosterín, en artículos o libros muy
conocidos, tales como ¡Vivan los animales!, o por militantes como Carlos Gil
Burmann, presidente de la APE (Asociación Primatológica Española), una
asociación más pacífica de lo que lo fueron los «Frentes de Liberación Animal»
que se fundaron en Portugal, Inglaterra o Italia en los años ochenta del pasado
siglo, y a las que se deben numerosas intervenciones violentas orientadas a
liberar a los monos y otros animales de las jaulas de los zoos o de las Facultades
de Medicina o de Veterinaria. Además, la UNESCO proclamó en 1977
una Declaración universal de los derechos del animal, cuyo preámbulo comienza
con esta asombrosa petición de principio, de perfumes krausistas:
«Considerando que todo animal posee derechos»; terminando con el siguiente
precepto (artículo 14b): «Los derechos del animal deben ser defendidos por la
ley, como lo son los derechos del hombre.»

Sabemos que el naturalismo ecologista internacional, de inspiración krauso


masónica, aunque corregida y aumentada (porque Krause recomendaba, al
mismo tiempo que un trato humano para con los animales hermosos, la
eliminación de animales repugnantes o feroces, como pudieran serlo las ratas,
pulgas, piojos, chinches, cucarachas, serpientes, sabandijas... pero también
tigres, lobos, osos y leones; ver Enrique M. Ureña, «Algunas consecuencias del
panenteísmo krausista: Ecología y mujer», El Basilisco, nº 4, págs. 51-58, 1990),
aduce hoy como principio de su defensa de los «derechos de los animales», en
general, y de los simios en particular (como primera parte de aplicación práctica
de su principio), la igualdad básica de los simios y los hombres, establecida
científicamente por la Etología y la Genómica recientes: los etogramas de los
chimpancés, bonobos, gorilas, &c., y los de los hombres son asombrosamente
semejantes. Köhler ya demostró, en los años de la primera postguerra mundial,
en Tenerife, la capacidad de Sultán para resolver problemas que muchos niños
o deficientes humanos no podían resolver; los Gardner demostraron, en los años
276
de la segunda postguerra mundial, que Washoe podía aprender el lenguaje de
los sordomudos norteamericanos, ALS, y su ayudante, Roger Fouts, insistió en
la intensidad de la vida sentimental de los chimpancés (sufren, se alegran,
esperan); más aún, Frans de Wall intentó demostrar que los chimpancés se
organizan en auténticos sistemas políticos, estableciendo coaliciones para
derribar a aquellos que detentan el poder.

Pero las «evidencias etológicas» del principio naturalista de igualdad entre


hombres y simios estarían corroboradas definitivamente por las «evidencias
genómicas». No hablamos ya de la «casi igualdad» (ad-igualdad, diría Fermat)
del número de cromosomas entre hombres y chimpancés, como se decía antes
de que el Proyecto Genoma revelase, en el año 2001, sus resultados, sino del
porcentaje de genes compartidos: de los 38.000 genes humanos (según Celera
Genomics, dirigida por Craig Venter) –26.000 genes según el consorcio Sanger
Center, dirigido por Eric Lander– el 96'4% de nuestros genes humanos son
comunes con los orangutanes, el 97'7% de nuestros genes son comunes con los
gorilas y el 98'4% los tenemos en común con los chimpancés. Se comprende,
según este razonamiento, que no sea tan urgente y perentorio el reconocimiento
de los derechos humanos a los gusanos, tales como el ya
celebérrimo Caenorhabditis elegans, que según demostraron en 1998, tras ocho
años de ímprobos trabajos, los investigadores del Sanger Center de Cambridge
(Reino Unido) y el Genome Sequencing Center de la Universidad de Washington,
en San Luis (Estados Unidos), tiene entre los 19.099 genes de su genoma, hasta
un 36% de genes iguales a los del hombre.

Aplicando el principio naturalista de la afinidad genómica entre hombres y


animales, cabría decir que si los simios, sobre todo los chimpancés, son
equiparables a las personas humanas adultas o casi adultas, aunque con ciertas
incapacidades innatas, los gusanos nematodos, por elegantes que nos
parezcan, podrían equipararse a un feto humano de por lo menos tres o cuatro
meses, que también tiene derechos protegidos por las leyes.

Son estos principios naturalistas de semejanza o igualdad entre hombres y


simios los que tenemos que analizar desde los principios del materialismo
filosófico (dejamos de lado los principios espiritualistas o teológicos, a los que
sólo damos una beligerancia arqueológica e histórico-sistemática).

Y es obvio que la equiparación de animales y hombres es incompatible con


la doctrina del espacio antropológico, basada en la distinción entre un eje
circular (en el que se sitúan las personas humanas como sujetos de derecho) y
un eje angular(en el que se sitúan los animales que no son personas ni sujetos

277
de derecho, sin perjuicio de que se les reconozca una racionalidad tecnológica
muy similar a la humana, y una capacidad de aparecerse ante los hombres, en
su momento, como entidades numinosas).

Pero si bien es necesario, en el momento de afrontar la petición de derechos


humanos para los simios, comenzar señalando la incompatibilidad de esta
petición con las coordenadas del materialismo filosófico, sin embargo este
señalamiento no es suficiente. Se hace preciso profundizar en los fundamentos
de la doctrina del espacio antropológico, orientada a establecer, más allá de la
perspectiva taxonómica ofrecida por sus ejes, las razones en virtud de las cuales
la condición de Hombre (como contenido del eje circular de este espacio, pero
en tanto que este hombre, por sí mismo, no implica su condición de sujeto de
derechos) no habría de ser confundida con la condición de Persona
humana (también contenida en el eje circular, pero a título de institución histórica
específica). Es evidente que, asumiendo la perspectiva del espacio
antropológico, podemos concluir que es absurdo pedir la consideración de
personas humanas para los simios, puesto que aquéllas se suponen dadas en
el «eje circular» y éstos en el «eje angular».

Pero, ¿por qué suponer que los simios pertenecen al eje angular? Esto es
justamente –podría decirse– lo que impugnan quienes propugnan el
reconocimiento de los derechos de los simios. Comenzar suponiendo, sin duda
por razones muy sólidas, que los simios no son términos del eje angular,
equivaldría, en el debate, a una petición de principio. En consecuencia, lo que
se trata de demostrar, desde la perspectiva del espacio antropológico, es que los
simios no son personas humanas, y por tanto no pertenecen al eje circular (o, si
se prefiere, a la sección del eje circular que contiene a las personas humanas).
En lo que sigue se ofrece un bosquejo de las razones que buscamos para excluir
a los simios de la consideración de elementos de la clase de las personas
humanas, más allá de la taxonomía, aunque partiendo obviamente de ella,
desarrollando algunas de las cuestiones implicadas en los puntos de intersección
o de relación entre el eje circular y el eje angular del espacio antropológico.

Es, por tanto, la «igualdad» entre Hombres (y Personas humanas) y Simios,


en cuanto sujetos de derechos («humanos», pero extensibles a los simios; otros
dirían: «simiescos», pero similares a los humanos), el objetivo de la proposición
socialista en torno a la cual ha de girar nuestro análisis. Recordamos que el
libro Proyecto Gran Simio, editado por Paola Cavalieri y Pedro Singer en 1993,
traducido al español en 1998, llevaba como subtítulo: «La igualdad más allá de
la humanidad.»

278
Y lo primero que es obligado establecer con carácter absolutamente general
(algo que ni los autores del Proyecto Gran Simio ni los diputados socialistas
españoles se han molestado en considerar) es esto: que la igualdad entre dos
términos cualesquiera (los hombres, las personas humanas y los simios, en
nuestro caso) es una relación que jamás puede considerarse como si estuviera
«agotando» a los términos entre los cuales se establece, o, si se prefiere,
apoyándose en fundamentos inscritos en tales términos de modo que ellos
incorporasen a la totalidad de esos términos; porque, en este caso, las relaciones
de igualdad serían del tipo de las que tradicionalmente se llamaban «relaciones
trascendentales». Pero precisamente estas relaciones no son relaciones, sino
sólo «según el modo de decir» (secundum dici). Dicho de otro modo, las
relaciones de igualdad que nos ocupan, al no incorporar la integridad de los
términos que relacionan (hombres, personas y simios) requieren que estos
términos contengan partes o aspectos mutuamente desiguales. Las relaciones
de igualdad entre dos o más términos presuponen necesariamente, en suma,
relaciones de desigualdad entre tales términos. Si los términos igualados fueran
iguales en todas sus partes, ya no podrían llamarse iguales, sino
sustancialmente idénticos (y no tiene más alcance el llamado «principio de los
indiscernibles»).

Todo lo anterior quiere decir que una relación de igualdad fuerte (o de


equivalencia) –es decir, en realidad, toda relación que tenga a la vez las
propiedades de simetría, transitividad y reflexividad, que son las propiedades por
las que se definen las relaciones llamadas de igualdad (cuando sólo hay
relaciones de simetría y transitividad, pero no reflexividad, hablaremos
de igualdad débil; y si hay simetría y reflexividad, pero no hay transitividad,
hablaremos de semejanza)– es una relación que debe ir referida a una materia
o parámetro k determinado. La igualdad entre dos o más cuerpos carece de
sentido si no se determina el parámetro k de la relación: igualdad en peso, en
volumen, en temperatura, &c. Además la igualdad en peso de esos cuerpos no
se confunde con la igualdad en volumen o en temperatura que ellos puedan
tener. Carece también de sentido, por ello mismo, hablar de la «congruencia»
entre números enteros (que es una relación de igualdad fuerte, o equivalencia)
si no se determina el parámetro o módulo k de tal relación (x ≡ k y). Así, si
podemos escribir con verdad: (15 ≡ 20 ≡ 25 ≡ 30 ≡ 35...), es sólo por relación al
módulo k=5 (15 ≡k 20, 20 ≡k 25, 25 ≡k 30, 30 ≡k 35...); también son congruentes,
módulo 5, los números (16 ≡ 21 ≡ 26 ≡ 31...).

Recapitulamos: cuando establecemos una relación de igualdad (fuerte o


débil) o de semejanza entre términos dados tenemos que presuponer relaciones
de desigualdad entre ellos, y sabemos que podemos «pasar» de relaciones de
desigualdad dadas a otras de igualdad, así como también de relaciones de
igualdad a otras de desigualdad, o de relaciones de igualdad a otras de igualdad,
o de desigualdad a otras de desigualdad. Y esto de varios modos. Por ejemplo,
279
el procedimiento más directo es el de neutralización o abstracción
neutralizadora, que consiste en ir eliminando (por abstracción meramente lógica,
o por segregación física) los componentes diferenciales entre los términos
desiguales hasta lograr su ecualización. La neutralización permitirá pasar de una
igualdad k a otras igualdades r, s; de una relación de desigualdad entre términos
a otras relaciones de igualdad. Un conjunto de monedas iguales en tamaño pero
desiguales en cuño, peso o antigüedad, puede transformarse en un conjunto de
monedas iguales en todos estos parámetros, o bien «poniendo entre paréntesis»
los cuños, pesos o antigüedad para retener únicamente la igualdad en tamaño,
o bien borrando físicamente los cuños, rebajando o aumentando el espesor y
«despreciando» la antigüedad.

Puede pasarse también de una situación de desigualdad asimétrica a otra


situación de igualdad oblicua: un conjunto de términos que mantiene relaciones
asimétricas con otros de referencia, constituye el dominio de la relación o el
codominio de la recíproca, y, en consecuencia, nos conduce a crear una clase
de términos iguales en su condición de «términos del dominio» (o del codominio)
sin que esto implique la igualdad en otros parámetros decisivos. La relación de
hijo a padre es asimétrica: Zeus, Hera, Hestia, Afrodita, &c., son hijos de Cronos;
pero constituyen una clase de términos igualados por su condición de
«hermanos», que es una relación de igualdad débil (si admitimos que la relación
de hermano es aliorelativa, y que por tanto no ha de considerarse como reflexiva,
porque nadie es, salvo retóricamente, «hermano de sí mismo»). Las relaciones
genealógicas, que son asimétricas, generan clases oblicuas que se ajustan
mejor a lo que llamamos géneros plotinianos que a lo que llamamos géneros
porfirianos (Plotino: «Los heráclidas son del mismo género no porque sean
semejantes entre sí [en múltiples parámetros], sino porque proceden de la misma
estirpe»).

Por último, es posible pasar de una situación asimétrica (por tanto de


desigualdad) a otra situación de desigualdad, pero inversa, por rotación o
inversión, como puede verse en el ejemplo de unos cuerpos móviles, a diferente
velocidad, en los cuales se invierte la velocidad o se equilibra, rebajando o
aumentando la velocidad de alguno de ellos o de todos.

Aplicando las consideraciones que preceden a nuestro asunto: las


relaciones de igualdad entre simios, hombres y personas humanas, que
reivindican los defensores socialistas de la igualdad entre ellos (más que los
comunistas, si se atienen al principio no aritméticamente igualitario de Carlos
Marx: «A cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus
capacidades»), hasta el punto de atribuirles los mismos o semejantes derechos,

280
habrán de ir referidas a algún parámetro o módulo k que forme parte del
constitutivo de tales términos, pero salvando siempre las diferencias o
desigualdades entre los términos de referencia: simios, hombres y personas
humanas.

En rigor es preciso partir de estas diferencias, sobre todo si nos


mantenemos en la perspectiva de la doctrina de la evolución darwiniana, como,
desde luego, aquí lo hacemos. En efecto, la doctrina de la evolución darwiniana
es una doctrina de las transformaciones de unas especies o variedades en otras
especies o variedades; por lo cual, si partiéramos de la hipótesis de la igualdad
de los términos (especies o variedades) que evolucionan sólo podríamos
reconocer transformaciones idénticas, y entonces precisamente no cabría hablar
de evolución, sino de reproducción de las especies de los vivientes.

Ahora bien. Que los simios y los hombres son diferentes especies, linneanas
o mendelianas (según otros, diferentes géneros o, por lo menos, diferentes
variedades o razas de una misma especie, como pretende Jared Diamond, con
su propuesta de considerar al hombre como «tercer chimpancé»), es
un hecho sobre el que se apoya la doctrina de la evolución. Las relaciones de
desigualdad entre simios y hombres, sin duda muy variadas, se dan por
supuestas. Por tanto son las relaciones de igualdad entre esas especies o
variedades, simios y hombres, las que deberán ser determinadas, según sus
parámetros o módulos k, a partir precisamente de las relaciones de desigualdad,
pero nunca darlas por supuestas. (Que es, precisamente, lo que hacen quienes
propugnan los «derechos de los animales», empezando por la Declaración
universal de los derechos del animal,aprobada por la ONU, de 23 de septiembre
de 1977.)

En cuanto a las relaciones entre hombres y personas humanas: para


muchos constituirá un absurdo hablar de relaciones de desigualdad, y esto
ocurre cuando se da por supuesto que el hombre envuelve siempre a la persona
humana, y que la persona humana envuelve siempre al hombre, es decir, cuando
se da por supuesto que la «clase de los hombres» y la «clase de las personas
humanas» han de tenerse como idénticas (como es sabido, la identidad, en
Lógica de Clases, se define por la inclusión recíproca).

Añadiremos: la identidad entre hombres y personas humanas está


postulada por la concepción tradicional creacionista espiritualista de la persona
humana, que la define como resultado de la unión sustancial del alma espiritual,
creada por Dios nominatim en el momento de la concepción del cuerpo orgánico
(y según esto, bastaría que se de un cuerpo humano para que hubiera de

281
reconocérsele una personalidad, derivada de su alma espiritual). Sin embargo
hay que reconocer también que esta teoría metafísica de la persona, que la
considera como resultante de una composición sustancial entre el alma espiritual
y el cuerpo orgánico, tuvo que aflojar muy pronto su rigidez. Por ejemplo, en la
situación de plantear la cuestión del momento de la unión del alma con el cuerpo,
cuya importancia práctica en la vida religiosa y civil –en relación con las
instituciones del bautizo, o de la herencia, en las sociedades que las poseen, o
en la evaluación penal del aborto, o del infanticidio– es evidente. En la Teología
cristológica, la cuestión dogmática fundamental de la distinción en Cristo entre el
hombre (la naturaleza humana) y su Persona (en cuanto Segunda Persona de la
Santísima Trinidad) ocupó también el centro de los debates de Concilios
ecuménicos tales como el de Nicea o el de Éfeso. Y los moralistas escolásticos
no dejaban de distinguir también entre los actos humanos (actos personales
imputables moral y jurídicamente a la persona) y actos del hombre (actos no
personales derivados de «automatismos» animales que no son propiamente
libres).

Pero dejaremos de lado los planteamientos de los teólogos (metafísicos o


supersticiosos, y sin embargo aún vigentes en tantos millones de hombres
religiosos: cristianos, musulmanes, judíos, animistas...), planteamientos que
recordamos aquí sólo a título de testimonio de la antigüedad de la distinción,
separación o disociación entre hombres y personas humanas. Distinción que a
muchos podrá parecerles una gratuita y extravagante «distinción de razón»
nuestra. Y nos atendremos sencillamente a la separación práctica que de hecho,
en Antropología, se hace siempre entre el término «hombre» y el término
«persona humana». Los paleontólogos, cuando se refieren a los esqueletos
encontrados en el valle de Neander, hablan del «hombre de Neandertal», pero
no hablan de la «persona de Neandertal». ¿Quién se atrevería a decir (si no
asume los dogmas «revelados» del creacionismo bíblico) que los hombres
neandertales eran personas humanas? ¿Y acaso era una persona humana el
australopiteco o el pitecántropo?

Estas preguntas suscitan la cuestión fundamental (que quienes identifican


el hombre y la persona humana ni siquiera pueden plantear): ¿cuándo y de qué
modo se produjo la transformación del hombre en persona humana?

Sin duda caben múltiples criterios: unos hablarán, con Teilhard de Chardin,
de un «salto a la reflexión»; criterio que, además de ser metafísico e inverificable,
sólo puede ser defendido alegando pruebas o indicios del tipo de los que solían
aducir los teilardianos (en España, por ejemplo, Miguel Crusafont Pairó) para
justificar ese «salto a la reflexión». En el Neandertal, me decía hace muchos
años el propio Crusafont, el indicio más seguro del salto a la reflexión era la
institución del enterramiento de los cadáveres, institución que él relacionaba con

282
la «reflexión sobre la muerte». Sin embargo, los enterramientos más antiguos
que se conocen, los de las cuevas de Drachenloch, son de osos y no de
hombres; y, en todo caso, la institución del enterramiento podría tener que ver
tanto con la reflexión sobre la muerte como con el mal olor de un cadáver que
atrae a los buitres o a los carroñeros, o con el temor animista a que el alma
supuestamente viva del muerto se escape del cadáver.

Otros muchos criterios pueden ensayarse para determinar el momento o el


proceso por el cual el hombre alcanza la condición de persona. Por ejemplo, la
adquisición de un lenguaje articulado, la fabricación de útiles de suficiente
complejidad, la organización en poblados o ciudades (sólo podríamos hablar de
persona humana, desde un punto de vista aristotélico, cuando el hombre, hace
ya más de diez mil años, se constituyó como «animal político», con derechos y
deberes). Incluso habría que retrasar más la constitución del hombre como
persona al momento de constitución de los grandes Imperios universales, por
cuanto de hecho, la idea de Persona, en un sentido similar al actual –y no en el
sentido de la máscara que el actor se ponía para hablar, personare, la llamada
«persona trágica»– sólo apareció en el Imperio romano de Constantino, cuando,
una vez reconocido el cristianismo como religión oficial, el propio emperador
convocó el Concilio de Nicea, en el que se planteó la cuestión de las relaciones
de las personas divinas y la persona de Cristo, en cuanto «hombre divino».

Como es obvio no corresponde a este lugar entrar en la cuestión de la


evolución o de la historia de la «transformación del hombre en persona humana».
Pero, en cambio, y puesto que estamos tratando de los conceptos de Hombre y
de Persona humana como si fueran conceptos-clase, sí necesitamos decir algo
acerca de una cuestión prácticamente intacta, a saber, la cuestión de las
diferencias entre la estructura lógica o formato lógico de la idea de hombre y el
formato lógico de la idea de persona humana.

Distinguiremos, del modo más sencillo que nos sea posible, dos tipos o
formatos de conceptos clase, que denominaremos conceptos
autotéticos y conceptos alotéticos (respecto de los elementos de una clase
autotética dada).

Las clases autotéticas se definen por características predicables


universalmente de los términos o individuos pertenecientes a estas clases,
según los modos de predicación de Porfirio-Linneo: género, especie, diferencias,
propios, y accidentes «quinto predicable». Hablamos de «clases autotéticas»
atendiendo a la circunstancia de que la predicación se resuelve en el propio
ámbito de cada uno de los términos de la clase, con el sentido distributivo de

283
representar características constitutivas de cada término enclasado en sí mismo
(autos) considerado, sin perjuicio de que estas características autotéticas
puedan ser compartidas por otros términos de la clase de referencia (es decir,
sin perjuicio de que las características autotéticas puedan ser nomotéticas y no
idiográficas, en el sentido de Windelband-Rickert). Por lo demás, las clases
autotéticas pueden ser uniádicas (cuando sus términos son individuos), diádicas
(cuando los términos son pares de individuos o parejas, por ejemplo, «la clase
de los matrimonios monógamos» o la «clase de los hermanos siameses
inseparables») o n-ádicas. Los predicados o características autotéticas
distributivas de una clase se resuelven en los individuos (en el caso de las clases
uniádicas) como si fueran propiedades suyas que ellos poseen, reciben o
mantienen «en sí mismos», como si fueran sustancias aristotélicas. Así, cuando
predicamos de una célula promedio el tener un diámetro de treinta micras,
queremos decir que cada uno de los individuos de la clase célula –considerados
como esférulas vivientes, en el sentido de Rashevsky– tiene como característica
o atributo autotético un diámetro del orden de treinta micras, sin perjuicio de que
este diámetro de cada célula sea «igual» estadísticamente al diámetro de otras
células de la clase. Según esto, los atributos autotéticos se nos presentan como
constitutivos de cada individuo de la clase, sobre todo si la predicación es
esencial (es decir, si dejamos de lado los predicados según el quinto predicable).

En cualquier caso, no se trata de insinuar que el individuo de una clase


autotética sea una sustancia aislada, sin relaciones con otros individuos, o
incluso sin componentes o partes no autotéticas (partes alotéticas), es decir,
referidas a otros individuos de la clase o de otras clases. Simplemente ocurre
que el formato lógico que estamos intentando delimitar conduce, por abstracción,
al tratamiento de esos predicados relacionales o alotéticos del individuo de la
clase autotética como si fueran predicados o partes autotéticas. Para utilizar, en
el caso de las relaciones, la terminología escolástica: como si subrayásemos
el esse in de las relaciones entre los individuos abstrayendo su esse ad, lo que
envuelve, sin duda, una suerte de sustantivación de los atributos aliorelativos o
de los atributos aliotéticos. Por ejemplo, la huella de un pie en la playa solitaria
es alotética, en tanto nos remite al pie ya lejano que la imprimió; sin embargo
puedo atenerme a la consideración de esa huella en lo que tiene de «morfología»
de un sector de la arena, o de la roca en la que estuviera fosilizada, con
abstracción del pie que la produjo, y siempre suponiendo que efectivamente esta
morfología haya sido producida por un pie.

Los que, a diferencia de los «conceptos clase autotéticos», llamaremos


«conceptos clase alotéticos», presuponen siempre clases autotéticas de
referencia. Pero de forma tal que ahora los términos de estas clases no sean
tratados como autotéticos, sino como alotéticos, es decir, como referidos (y no
sólo a través de relaciones predicamentales, posteriores a los términos, sino a
través de relaciones trascendentales, constitutivas de los propios términos) a

284
otros términos de la misma clase de referencia (por ejemplo, a una especie) o a
otras clases o especies colindantes. Los términos (individuos, en su caso) de las
clases alotéticas se nos darán por tanto a través de los predicados alotéticos
como orientados constitutivamente hacia otros individuos de la clase autotética
de referencia o de otras clases colindantes. Y en la medida en la cual esta
orientación sea predicable universalmente («nomotéticamente») de una
multiplicidad de términos (individuos en su caso), podremos hablar de clases
alotéticas de términos o individuos. Clases que cabrá considerar como
transformaciones de otras clases previas autotéticas (aun cuando también cabría
ensayar la transformación recíproca).

Un primer ejemplo: la clase «cuerpos de un sistema gravitatorio» debe


considerarse como una clase alotética, en la medida en que cada cuerpo del
sistema es asumido no ya tanto en función de su masa inercial (autotética) sino
según su masa gravitatoria (que es alotética), en la medida en que incluye la
distancia entre los cuerpos elementos de la clase.

Un segundo ejemplo: «tener colmillos» es un atributo que pone a una fiera


en relación (teleológica en este caso) con otras fieras de su especie, o con
animales de otras especies; de donde el concepto clase (al margen del «rango
clase» de la taxonomía de Linneo) de «vertebrados depredadores», que es
desde luego una clase alotética. Sin perjuicio de que, por abstracción autotética
sustancialista, podamos considerar a los colmillos de la fiera como partes
autotéticas suyas procedentes –al margen de toda teleología– de su «sustancia
genética», de su genoma; llamamos la atención de hasta qué punto, desde la
perspectiva genética, la figura de un colmillo tiende a «agotarse» en los procesos
genéticos de su configuración, dejando completamente al margen las cuestiones
teleológicas (que llegan incluso a ser consideradas por los genetistas como
meros antropomorfismos imaginarios).

Un último y tercer ejemplo: «tener descendencia» (hijos, nietos, biznietos,


sobrinos, primos, &c.) es un atributo alotético de los seres vivientes, y sobre él
se construyen los conceptos taxonómicos llamados phyla o estirpe y familia;
conceptos clase confundidos una y otra vez con los conceptos taxonómicos
autotéticos de tipo porfiriano. (La categoría taxonómica phylum, creada por
Ernesto Haeckel desde una perspectiva evolucionista, difería en efecto
notoriamente de las categorías taxonómicas de Linneo, que, sin embargo, son
reconocidas como imprescindibles, aunque sin dar las razones lógicas
adecuadas, para la doctrina de la evolución darwiniana.) Esta diferencia acaso
puede formularse lógicamente precisamente mediante la diferencia entre las
clases autotéticas y las clases alotéticas, diferencia que también podría ponerse
en correspondencia con la que establecemos entre las clases porfirianas y las
clases plotinianas. En efecto, el phylum no era solo (como algunos taxónomos

285
pretenden) una categoría taxonómica más (es decir, autotética), «intermedia»
entre la clase y el reino de Linneo; porque era una categoría intermedia, sin duda,
pero a la vez con un formato lógico diferente, el formato alotético; del mismo
modo que familia,que también introdujo Haeckel, era una categoría intermedia
entre el género y el orden, pero no sólo intermedia (como si fuera una categoría
linneana más) sino intermedia con formato diferente, es decir, con formato
alotético y no autotético.

Por supuesto, cuando hablamos aquí de «clases lógicas» utilizamos el


sentido habitual en Lógica de Clases, y no el sentido taxonómico de Linneo, que
restringió el sentido de clase, y dentro de las clases lógicas autotéticas, al rango
intermedio entre orden y tipo (las diferentes especies y géneros de simios se
agrupan, junto con otras especies y géneros de prosimios, en el orden de los
primates; este orden, junto con otros órdenes de animales, se agrupan en
la clasede los mamíferos, que unida a otras clases de animales –aves, reptiles,
peces...– constituyen el tipo de los vertebrados (tipo porfiriano), que se
correspondería parcialmente con la clase alotética de los cordados, del phylum
chordata, que se agrega a los tipos nematelmintos, artrópodos, &c.

Podemos ahora formular la cuestión de la diferencia entre el concepto


de hombre (o el concepto de simio, como una clase de clases que comprende a
las clases lógicas o especies constituidas por los chimpancés, gorilas,
orangutanes, bonobos...) y el concepto de persona. Ante todo por medio de la
distinción, que acabamos de establecer, entre el formato lógico de las clases
autotéticas y el de las alotéticas. Porque «hombre» (como «chimpancé»,
«gorila», «bonobo», &c.) sería un concepto de clase autotética, mientras que
«persona humana» sería un concepto de clase alotética.

Y esta diferencia explicaría la razón por la cual no es posible pasar, por


acumulación de atributos autotéticos (genoménicos o etológicos) del hombre (o
del simio) a la persona, a efectos de ecualizar o igualar personas humanas,
hombres y simios en torno a determinados parámetros. Y fundamentalmente el
de los derechos humanos, entendidos como atributos de la persona, en cuanto
sujeto de los mismos (los propios derechos humanos, como característica
definida de la persona humana, en cuanto institución, habría que considerarlos
como conceptos alotéticos, y no como conceptos autotéticos, que es como los
considera la Declaración universal de los derechos humanos de 1948, que
habría de considerarse referida antes a normas éticas que a normas jurídicas).

No ignoramos que la idea de persona ha sido concebida en la tradición


espiritualista o, en general, sustancialista, como un concepto clase de los que

286
llamamos autotéticos: cada individuo humano, al menos aquellos individuos que
tienen supuestamente un atributo autotético llamado alma racional (creada por
Dios nominatim en cada cigoto humano) o un cerebro de determinado nivel de
«complejidad», en el sentido de Tipler.

Estos conceptos de «persona» son conceptos sustancialistas, puramente


metafísicos (similares a los conceptos de «hombre volante» de Avicena o del
«ego cogito» cartesiano), compatibles con la situación límite (y utópica) de la
«persona solitaria» (Hayy, el filósofo autodidacto de Abentofail); una situación
límite, de clase unitaria, cuyo correlato teológico es el Dios personal, monoteísta
y unitario, de los musulmanes (Alá), que se contrapone al Dios personal
monoteísta, pero trinitario, de los católicos, que consta de tres Personas (Dios
Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo). Que tiene, por tanto, el formato lógico de
una clase alotética, dentro de su inmanencia, formada por tres personas que se
implican las unas a las otras por las relaciones alotéticas de «filiación» o de
«espiración».

Pero la persona humana (como la persona divina de la teología trinitaria) no


es nunca solitaria. La persona humana implica pluralidad de personas, y no sólo
a la manera como la oveja del rebaño (en tanto que clase n-ádica, pero autotética
con referencia a cada rebaño como elemento) implica a otras ovejas del rebaño,
sino según el modo alotético.

Uno de los atributos constitutivos de la persona humana, aunque no fuera


considerado como el originario, es el que le confiere la capacidad de hablar, en
«lenguaje fonético doblemente articulado». Incluso, como ya hemos recordado,
la etimología de «persona» tiene que ver con el hablar, per-sonare, a través de
la máscara o «persona trágica» de unos actores con otros, o con el público, en
el teatro antiguo. Y hablar implica una relación en principio alotética, pero
asimétrica (cosa en la que no suele fijarse la atención de los filósofos del
lenguaje). Una relación asimétrica entre quien habla y quien escucha, que se
desarrolla, por rotación o inversión, hasta alcanzar la forma de una relación
simétrica (cuando quien escucha comienza a hablar a su vez), y de ahí pasa a
ser transitiva; y, según algunos, reflexiva (Platón: «el pensamiento es el diálogo
del alma consigo misma»).

De este modo, la relación que, mediante el lenguaje, se establece entre las


personas humanas podría considerarse como una relación de igualdad fuerte
(simetría, transitividad y reflexividad), y así la considerábamos aún en un artículo
que publicamos ya hace más de medio siglo («Para una construcción de la Idea
de persona», Revista de Filosofía del Instituto Luis Vives, tomo XII, nº 47,
páginas 503-563, Madrid 1953). Pero acaso la capacidad de hablar sólo pueda
tomarse como fundamento de una igualdad débil, si entendemos la reflexividad

287
(el «hablar consigo mismo») como una situación límite, una situación que supone
una metábasis a otro género (el de la «persona mental» o psicológica, próxima
además a la esquizofrenia paranoide de quien oye las voces que su «otro yo» le
envía a su «yo»).

En cualquier caso, la clase de las personas humanas, constituida a partir de


la relación implicada en el «hablar», se establece entre los individuos humanos
dotados autotéticamente de habla, pero con orientación alotética. En efecto, las
personas que reciben el atributo del habla no lo reciben en rigor de modo
autotético, sino sólo en la medida en que unas interaccionan con otras, más que
en la medida en que se comunican (porque el concepto de «comunicación de
mensajes» pone el acento abusivamente en los mensajes autotéticos que cada
individuo humano tendría encerrado «en su interior»).

Pero aunque la relación de igualdad (fuerte o débil) establecida entre las


personas dotadas de habla sea universal respecto de la clase de referencia
«individuos humanos», sin embargo no es conexa. Porque aún cuando toda
persona humana haya de poder mantener la relación del hablar con las otras, sin
embargo de aquí no se deduce que dos personas cualesquiera de la clase
hombre puedan mantener esta relación, incluso aún poseyendo el lenguaje. Lo
que significa que la relación de igualdad, fundada en el lenguaje, que define a
las personas humanas como un subconjunto alotético de la clase de los
hombres, es una relación de equivalencia capaz de introducir una partición de
esta clase en partes disyuntas, y, por tanto, incomunicables entre sí a través de
sus hablas. En este sentido hay que concluir que la relación de igualdad entre
personas humanas puede implicar no ya la unidad o comunidad entre ellas, sino
también su radical separación en cuanto personas (por el lenguaje los chinos
quedan separados, y no unidos, a los rusos, o a los ingleses, o a los españoles).

De todo lo anterior deducimos también, como ya hemos indicado


anteriormente, que es imposible pasar de un concepto clase de simio o de
hombre, en formato autotético, al concepto clase alotético de persona humana,
acumulando en los simios o en los hombres predicados autotéticos cada vez más
abundantes y complejos. El hombre y el simio podrán diferenciarse, en cuanto
clases porfirianas, por la complejidad o nivel de complejidad de sus atributos o
partes autotéticas; pero la persona humana no se diferencia del hombre, y menos
aún del simio, en tanto son clases de formato autotético, por su nivel de
complejidad más elevado, sino por su condición de clase de formato alotético,
cuya transformación habrá que explicar en cada caso. Esta es la razón por la
cual, cuando se intenta definir la persona humana (o al hombre en cuanto
persona, es decir, en cuanto sujeto de derechos humanos) como clase
autotética, según atributos comunes universales pero no disyuntos (a fin de
regresar a una perspectiva ad hoc que no introduzca separación sino unidad
entre todos los individuos humanos, y sin molestarse, por supuesto, en distinguir

288
entre hombres y personas humanas) sólo se tendrá el camino, para llegar a la
igualdad, de la selección de atributos negativos (no alotéticos) aunque se
ofrezcan disfrazados de atributos positivos.

Constatamos, en efecto, cómo en la Declaración universal de los derechos


humanos de 1948, los hombres son considerados como sujetos de estos
derechos precisamente en cuanto privados de lenguaje, sexo o religión (que son
todos ellos atributos alotéticos). Dicho de otro modo, el hombre sujeto de los
derechos humanos de la declaración de 1948 no se diferencia, por su formato
lógico, del chimpancé o del australopiteco. Según esto, podemos afirmar que en
esa Declaración universal está ya implícitamente contenida la declaración de los
simios como sujetos de derechos humanos, dado que el hombre que allí se
define –«sin discriminación de lengua, religión, sexo o raza»– está tomado a un
nivel o formato lógico similar al de un simio.

Cuando tratamos de establecer las diferencias (los atributos diferenciales)


entre las personas humanas, los hombres y los simios (por no referirnos a otros
animales), tenemos que distinguir la cuestión de la realidad de estas diferencias,
la cuestión de si existen estas diferencias, de la cuestión de la naturaleza de las
mismas, la cuestión del origen, génesis y estructura de estas diferencias, es
decir, la cuestión del alcance de la igualdad entre personas humanas, hombres
y simios, que, como hemos dicho, presuponen siempre algún tipo de
desigualdad. Por ejemplo, la cuestión de si la igualdad determinada alcanza a
los derechos o no.

Ahora bien, que entre las personas humanas, los hombres y los simios,
existen diferencias, es un hecho antropológico indubitable, puesto que
indubitables son las relaciones de desigualdad entre estas clases lógicas, tanto
si se consideran desde una perspectiva autotética como si se consideran desde
una perspectiva alotética. La cuestión no es, por tanto (como parecen insinuar
algunos defensores de la igualdad), la de demostrar el hecho de las diferencias,
en nombre de la igualdad, sino por el contrario demostrar la igualdad a partir del
hecho de las diferencias. El «hecho» no tenemos que demostrarlo, puesto que
hay que partir de él, y no se puede partir de la igualdad, que es lo que hace del
modo más simplista, dándola por supuesta, el «pensamiento Alicia» aplicado a
esta cuestión.

La cuestión es «medir» la naturaleza y la génesis de esta desigualdad y su


alcance.

289
Tomamos como referencia, como es obligado desde un punto de vista
dialéctico, la doctrina espiritualista tradicional incorporada a la dogmática
cristiana y al cartesianismo que interpretaba (explicaba) el hecho diferencial
como una dicotomía: las personas humanas y los animales (los simios y el
hombre, en lo que tiene de animal) nos remiten a dos «reinos» separados por
una línea divisoria infranqueable por cualquier tipo de transformación evolutiva:
el «reino animal» comprende a los animales no dotados de alma espiritual (es
decir, según la mayoría, a los animales irracionales, si la racionalidad se
entendía como derivada de esta alma espiritual), mientras que el «reino hominal»
comprende a los animales dotados además de alma espiritual y, por tanto, de
racionalidad, a los animales racionales. Esta dicotomía, que establecía la barrera
infranqueable de la que hemos hablado (el reino hominal no podía derivarse por
evolución, sino por creación) suscitaba la fundamental cuestión basada en la
constatación empírica de múltiples e impresionantes semejanzas, de la
«racionalidad de los brutos», que cada escuela intentaba resolver como podía.

Según la doctrina tradicional no habría posibilidad, por tanto, de pasar por


transformación o generación unívoca de los animales irracionales al hombre. El
hombre surgiría por creación divina de cada alma espiritual,
asignada nominatim a cada individuo corpóreo humano. Además sería esta
circunstancia (la pertenencia al «reino de los espíritus») la que otorgaba al
hombre su dignidad característica en cuanto «rey de la creación». Sobre todo
cuando el puesto que se atribuía al hombre, por los teólogos cristianos, era
incluso superior al de los ángeles, por la circunstancia de que la Segunda
Persona de la Trinidad había tenido a bien unirse hipostáticamente a un individuo
de la especie humana, el hijo de María, antes que a alguna especie (no ya a
algún individuo) de la clase o género de los «serafines» o de los «querubines».

Ha sido muchas veces reconocido, ya desde sus principios, el alcance de la


revolución darwinista aplicada al origen de la especie humana como resultado
de la transformación de los simios. Y se ha dicho con razón que la «revolución
darviniana», continuaba las consecuencias que se derivaron de la «revolución
copernicana»; al destituir al hombre del lugar central que ocupaba en el Universo
en cuanto habitante de la Tierra, considerada como centro suyo, y rebajándolo a
la condición de habitante de un «minúsculo planeta» perdido en la muchedumbre
de las «motas del polvo estelar». Porque la revolución darwiniana destronó al
hombre del trono que ocupaba como rey del universo (entendido como habitante
de un reino de los espíritus, por encima de los animales), para rebajarlo, ahora
de un modo mucho más directo y positivo de lo que Copérnico hubiera podido
inspirar, a la condición de una especie más de primates, de un simple mono. Y
acaso, según dijeron algunos –Alsberg, Klages, &c.–, de un «mono mal nacido»,
aparecido por selección natural frustrada en la cadena de la evolución de las
especies.

290
Ahora bien, conviene precisar (limitativamente) el alcance que la
«degradación» inherente a la revolución darwiniana tuvo, y sigue teniendo, en
muchas interpretaciones del evolucionismo transformista. La limitación de este
alcance estaría determinada tanto en el momento de fijar el límite terminal, aún
a partir del límite inicial, de esta cadena evolutiva.

Cuanto al límite terminal: quienes consideraban o consideran a la cadena


evolutiva desde la ideología (o filosofía) del «Progreso Global», la doctrina
transformista no implicaba necesariamente una degradación efectiva (a lo sumo,
la degradación de la que se hablaba sólo cobraba sentido propiamente respecto
de un encumbramiento previo puramente mitológico o metafísico), sino una
conservación del puesto privilegiado que tradicionalmente se le concedía. A fin
de cuentas el hombre podía ser considerado (incluso por Engels) como el fruto
más excelso de la evolución y, por tanto, el hombre como la especie más alta y
compleja; de hecho, como el Rey de la Creación. (La superioridad del hombre –
decían algunos exégetas del darwinismo– venía dada por el hecho de que
partiendo del nivel animal más bajo y humilde, la especie humana –como
ocurriría después en las revoluciones sociales a las clases más bajas– había
logrado elevarse hasta el último peldaño de la escala, el que conduce a la libertad
y a la vida espiritual: ¿no es esta superioridad del resultado –decían– mucho más
valiosa, aparte de más positiva, que la que pretendían justificar quienes ponían
su superioridad a partir del supuesto de un origen espiritual, propio de un ángel
caído en la animalidad?)

Cuanto al límite inicial (y esto es lo más importante desde el punto de vista


práctico): los hombres procederán de los monos, sin duda, pero los monos
ancestrales, tal como se ofrecían a los darwinistas del siglo XIX y primeras
décadas del XX (que sólo podían utilizar como «pruebas serias» las pruebas de
la Paleontología) eran, efectivamente, nuestros padres, cuya afinidad con ellos
no podíamos negar: teníamos «su misma sangre», pero sólo conocíamos de
ellos sus esqueletos, casi siempre muy mal conservados. Es decir, nuestros
padres, que descubría el darwinismo, eran muy antiguos y primitivos, vivieron in
illo tempore y, lo que es más importante, no había que temer el encontrárnoslos
algún día frente a frente. Los «monos», protohombres u hombres, que el
darwinismo paleontológico nos presentaba como criaturas de nuestra misma
sangre eran dryopitecos, pitecántropos, neandertales, &c. No había ningún
peligro de que un día se nos cruzara por la calle uno de estos antepasados
emparentados con nosotros directamente. En cambio los demás simios sólo se
emparentaban indirectamente con nosotros, a través de antecesores muertos
hacía milenios; y quién sabe lo que ya habrían podido separarse, en la evolución,
de nuestros ancestros directos. Serían, por tanto, en todo caso, parientes
lejanos, cuya situación inferior a la nuestra no comprometía la dignidad de
nuestra propia posición en el universo; antes bien, podría servir para realzarla

291
comparativamente, si subrayásemos los rasgos diferenciales desde la
perspectiva del «progreso global».

Pero otra cosa estaba llamada a ocurrir cuando, a lo largo del siglo XX, se
perfeccionaron los métodos de la Etología primero, y de la Genómica después.
Porque estos métodos permitirían al darwinismo (tras las consabidas etapas
turbulentas) desplegarse por vías diferentes a las del «darwinismo
paleontológico», siguiendo, sobre todo la Genómica, los métodos mendelianos
que ya desde el principio se interpretaban como limitativos de la evolución
progresista, asociada originariamente al darwinismo paleontológico.

El mendelismo, en efecto, introducía un principio conservador de los


caracteres hereditarios que parecía limitar la idea del alejamiento progresivo de
nosotros respecto de los ancestros, ya inexistentes, y sólo conocidos por sus
esqueletos. El mendelismo sugería ya que la «sangre» de los antepasados
seguía bullendo en nuestras venas («acaso me estoy cruzando en la Quinta
avenida, varias veces al día, con distintos neandertales conservados en el
fenotipo de algunos ciudadanos neoyorquinos»), pero sobre todo en las venas
de los simios actualmente existentes. Porque son los chimpancés de hoy, y no
sus ancestros, los que comparten el 98'4% de sus genes con nosotros; son los
chimpancés de hoy, y no sus ancestros, los que, según los resultados de los
etólogos, comparten con nosotros la capacidad de resolver problemas difíciles,
de hablar (y no es sólo que, in illo tempore, nuestros ancestros y los de los
chimpancés fueran capaces de entenderse entre sí). En suma, los chimpancés,
los gorilas, los bonobos, &c., son hoy congéneres nuestros, primos hermanos o,
si se prefiere, hermanos.

Ahora bien, ¿acaso estas afinidades (en secuencias de genes, en


segmentos de etogramas) establecidas acumulativamente entre los simios y los
hombres nos permiten pasar a la condición de la «igualdad virtual» de las
personas humanas con los simios, como quieren los promotores de la
proposición socialista, siguiendo a los firmantes del Proyecto Gran Simio?

En modo alguno. Y no lo decimos sólo en función de la distancia, que


permanece siempre, entre el genotipo y el fenotipo (dentro de los individuos que
pertenecen a clases autotéticas). Sino que lo decimos, sobre todo, en función de
la distancia que media (y se agranda) entre los individuos pertenecientes a
clases autotéticas (como es el caso de los individuos humanos) y los individuos
que pertenecen a clases alotéticas (como es el caso de las personas humanas).

Que la distancia genotípica no se corresponde con la distancia fenotípica es


un hecho conocido pero a cuyo reconocimiento teórico, en términos genéticos,
se resisten, a efectos de interpretación, muchos genetistas, sin duda

292
aprisionados por el dogma antirracista. La distancia genotípica puede disminuir
hasta aproximarse a cero sin que la distancia fenotípica disminuya en la misma
proporción; incluso aumenta.

Tal es el caso de la distancia genotípica entre los individuos de las distintas


razas humanas y la distancia fenotípica entre esas razas de mongólidos,
négridos y blánquidos. Después de la Segunda Guerra Mundial, y como reacción
al racismo nazi, se «consensuó», por parte de antropólogos físicos, zoólogos,
sociólogos, &c., prescindir del concepto de «raza humana» como concepto
pseudocientífico (se sustituyó por los conceptos de «variante», «etnia», &c.). Y
se confirmó este consenso en el reconocimiento de la condición de especie
mendeliana que convenía a la especie humana, cuyos individuos cruzados
sexualmente pueden dar lugar a otros individuos de la misma especie. Se
estableció así, en virtud de esta suerte de «cierre operatorio», la igualdad entre
todos los seres humanos, igualdad que se vería corroborada ulteriormente por el
análisis del genoma humano.

Apoyados en los resultados de le Genética, es frecuente escuchar, de boca


de especialistas en genética humana, la siguiente afirmación: «Es anticientífico
el reconocimiento del concepto de razas humanas»; queriendo sin duda
significar: «La estructura genética de los individuos de la especie humana no
permite reconocer la realidad de fenotipos raciales diferentes.» Sin embargo,
¿acaso hay que negar las diferencias reales entre estas razas, como
subespecies o subclases de la clase autotética «hombre», y con un alcance
análogo al que atribuimos a las diferencias entre la especie humana, en cuanto
especie mendeliana diferente de las especies mendelianas chimpancé, gorila,
&c.?

En efecto, cada una de estas «razas» puede considerarse como un


«subconjunto estable» –en el sentido de la teoría de conjuntos– dentro del
conjunto o clase de los hombres. El subconjunto <−1, 0, +1> del conjunto de los
números enteros es un subconjunto estable («cerrado») respecto de la operación
producto (−1×−1=+1; −1×+1=−1; −1×0=0, &c.); lo que no excluye la posibilidad
de que el producto de los elementos de este subconjunto estable con elementos
del conjunto de referencia envolvente, sea también posible o fértil (1×5=5,
−1×6=−6, &c.).

Del mismo modo, el cruce de individuos de la raza negra es estable en el


sentido mendeliano: los hijos de negros son negros, como los hijos de blancos
son blancos, &c. Y sin que esto rompa la unidad de la especie mendeliana
«hombre», porque los hijos de negro y blanca, o de blanco y negra, son también
hombres (mulatos), &c.

293
En consecuencia cabe concluir que «si la Genética no permite reconocer las
razas humanas», peor para la Genética; es decir, cabe concluir que la Genética
tiene límites estrictos, y que no puede considerarse como la ciencia integral
desde la cual hubiesen de poder explicarse todas las diferencias entre individuos
de una misma clase, de suerte que en lugar de reconocer sus límites, se nieguen
las diferencias, en nombre de la igualdad.

10

Pero cuando nos referimos a las diferencias entre los simios, los hombres y
las personas humanas, limitando las pretensiones de quienes quieren establecer
«científicamente» las relaciones de igualdad entre ellos (sin molestarse siquiera
en determinar el parámetro k de esa igualdad) no lo hacemos en nombre de la
distinción biológica entre el plano genotípico y el plano fenotípico (que
comprende al etológico). Ambos pueden considerarse como «planos secantes»
de los individuos miembros de clases autotípicas (tanto si se tienen en cuenta
atributos genotípicos como atributos fenotípicos, con sentido autotípico).

Lo hacemos en nombre de la distinción lógica entre las clases autotéticas y


las clases alotéticas de las que hemos hablado en los párrafos anteriores.

En efecto, presuponemos que la idea de persona tiene el formato de clase


alotética, respecto de múltiples relaciones tales como las fundadas en el lenguaje
(el «habla», según hemos dicho). Pero muchas de esas relaciones, aunque
bastantes para considerar a la clase de las personas desde la perspectiva de las
clases alotéticas, no serían suficientes para rebajar la distancia entre personas,
hombres y simios; en cierto modo podrían servir para incrementarla, al menos
proporcionalmente (es decir, según el concepto de la igualdad proporcional,
geométrica, o de analogía de proporción compuesta). En efecto, las relaciones
fundadas en el habla humana, aunque definan una clase alotética, siguen siendo
comunes a diferentes especies y, por consiguiente, estas pueden equipararse
entre sí cuanto a las relaciones de lenguaje, que podemos atribuir a los
individuos pertenecientes a otras especies de mamíferos, de aves o de
cefalópodos (también transformados en clases alotéticas).

Lo que nos demuestra que las relaciones alotéticas que necesitamos


determinar entre los individuos humanos para considerarlos como personas
humanas han de ser relaciones que no sean, por su materia o contenido,
estrictamente intraespecíficas («circulares»), sino interespecíficas
(«angulares».Sólo de este modo podremos alcanzar una perspectiva capaz de
establecer relaciones de desigualdad, por su asimetría, entre las personas
humanas y los individuos pertenecientes a la clase (orden) de los primates
(incluyendo a la clase de los hombres, en tanto no se consideren como personas

294
humanas). Una perspectiva que permita rasgar las analogías entre las especies,
que disimulan la desigualdad constitutiva que suponen dada entre esas clases.

11

La relación que hemos seleccionado para este efecto es la relación, bien


conocida por los etólogos, de dominación, simbolizada por la fórmula x>>y. Esta
relación, sobreentendida como uniunívoca (de uno a uno) se considera
asimétrica, y por tanto no reflexiva. No cabe suponer (x>>x), (y>>y), es decir, no
se acepta que alguien se domine a sí mismo, con sentido etológico (no ya
psicológico).

Tampoco la relación es transitiva, de un modo directo (o de primer grado);


pero sí puede ser transitiva en segundo grado, de modo eslabonado (la relación
x1>>x2>>x3 es transitiva en primer grado si, suprimido x2, se mantiene x1>>x3; es
transitiva en segundo grado si se mantiene la dominación x 1>>x3 pero cuando
subsiste el «eslabón» x2).

Las relaciones de dominación establecidas entre los individuos de un


conjunto dado (por ejemplo las gallinas y los gallos de un gallinero) tienen una
estructura jerárquica generalmente ramificada, pero no rígida o invariable (los
individuos pueden cambiar, por rotación, su puesto en las líneas jerárquicas; por
ejemplo x1>>x2 puede «evolucionar» hacia x2>>x1, con todas las repercusiones
que esta rotación pueda tener en la red en la que se entretejen las líneas
jerárquicas). Una estructura jerárquica multilineal puede representarse en una
«matriz cuadrada D de dominación de primer grado» cuya diagonal (que
corresponde a las dominaciones reflexivas) tendría siempre el valor cero. El
producto de matrices D×D=D2 representará las relaciones de dominación de
segundo grado. Una matriz de poder P es la matriz suma D+D2.

Hay un teorema algebraico que tiene la mayor importancia en nuestro


campo, que podríamos denominar como «teorema suprematista»: «dada una
relación de dominación xi>>xj en un conjunto n de individuos de una clase
[x1,x2...xn] existe al menos un individuo capaz de ejercer sobre todo otro individuo
del conjunto una dominación de uno o dos grados» (pueden verse aplicaciones
de este teorema a la filosofía de la religión, en El animal divino, segunda edición,
Pentalfa 1996, escolio 11).

Las relaciones etológicas de dominación están referidas a la dominación


etológica del tipo uno a uno (de un individuo, una gallina xk, a otro individuo xq:
xk>>xq); pero pueden ampliarse fácilmente a relaciones uniplurívocas,
pluriunívocas o pluriplurívocas, para poder recoger, sobre todo, los casos en los
cuales un grupo de individuos Xp (x1,x2,x3...) domina a otro grupo Yq (y1,y2,y3...),

295
aún cuando los individuos xi del grupo Xq no dominen siempre a los individuos yi
del grupo Yq (Napoleón decía haber observado que un mameluco puede más
[domina, en lucha directa] que un francés, que diez mamelucos pueden lo mismo
que diez franceses, pero que cien franceses dominan a cien mamelucos).
Bastaría interpretar los términos de la matriz cuadrada D como grupos de
individuos.

En cualquier caso sería necesario tener en cuenta la materia misma de la


relación de dominación, por cuanto esta materia no tiene por qué ser siempre la
misma. Las relaciones de dominación representables en una matriz de primer
grado, en la matriz cuadrada de segundo grado, en las matrices de poder, &c.,
son formales o genéricas. Lo que significa que una misma matriz algebraica
(formal) de dominación puede verificarse en el mismo conjunto de términos
según una materia o parámetro k dado y dejar de verificarse en el mismo
conjunto según una materia o parámetro f distinto; o, lo que es lo mismo, a un
mismo conjunto de individuos pueden corresponder matrices D 1, D2... de
dominación diferentes, según los parámetros k, f... que se consideren.

Cuando nos referimos a relaciones de dominación entre grupos (como es el


caso de las relaciones de dominación entre familias, empresas, gremios, partidos
políticos, clases sociales... de una misma sociedad humana compleja, o el caso
de las relaciones de dominación entre grupos interespecíficos, como cebras y
leopardos, hombres y gorilas) tendremos que analizar la composición de los
parámetros utilizados por las relaciones de dominación. Análisis, por cierto, muy
descuidado por las teorías de quienes estudian las relaciones de «poder» y aún
la «microfísica del poder» (como si el «poder» fuese una relación de dominación
con parámetro fijo).

En la presente ocasión no es posible ofrecer un análisis preciso de los


parámetros que consideramos al hablar de relaciones de dominación y de poder,
como suma de las dominaciones de primero y de segundo grado, que puedan
establecerse entre personas, hombres y simios, u otros grupos y especies de
animales. Pero sí tendremos en cuenta la complejidad paramétrica de las
relaciones de dominación y, sobre todo, tendremos en cuenta que las relaciones
de dominación de las que hablamos, no son simplemente relaciones asimétricas
establecidas entre términos de cualquier tipo (por ejemplo, relaciones de peso,
de fuerza, de velocidad, que después se apliquen a individuos animales), sino
relaciones establecidas entre sujetos animales operatorios (no meramente
conductuales) con operaciones dadas a escala antrópica: un cuervo, un castor,
un perro, un chimpancé, pueden considerarse, en muchas circunstancias, como
sujetos operatorios; pero no son sujetos operatorios los animales cuyas
acciones, por su escala, o por cualquier otra circunstancia, no puedan
componerse con operaciones antrópicas, aunque puedan tener una gran

296
incidencia en el sujeto corpóreo humano a través de sus células o de sus tejidos
(infecciones, erosiones, comensalismo...).

Utilizaremos el concepto de «control» (en tanto incluye, no sólo «gobierno»


sino también «inspección») para referirnos a las relaciones de dominación en
este sentido complejo. «Control» envuelve, en efecto, un análisis de las variables
y de los valores adecuados que intervienen en un sistema complejo de
dominación sostenida entre sujetos operatorios orientados a unos fines
determinados (por ejemplo, a la eutaxia de una sociedad política).

El «control duradero» o sostenido de un grupo sobre otro del sistema implica


la dominación de ese grupo y su poder objetivo, o libertad-para influir sobre este
grupo (no el mero poder subjetivo, arbitrario, meramente psicológico). El control
de un grupo en un sistema complejo de dominación implica, desde luego, un
nivel determinado, en los individuos, de inteligencia, comprensión, posesión de
instrumental adecuado, «dominio del hecho», en suma, racionalidad; pero
racionalidad de naturaleza institucional, y no solo subjetiva o psicológica (véase
nuestro «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», El
Basilisco, nº 37, 2005).

Pero, a la vez, el control efectivo y duradero es una medida objetiva de esa


racionalidad (inteligencia, comprensión...) en contra de cualquier relativismo o
subjetivismo. Diremos que si alguien controla un sistema dado tiene una
racionalidad mayor que quien no lo controla, y no porque supongamos que la
mayor racionalidad deriva del control, sino porque, al revés, el control deriva de
la superior racionalidad («saber es poder») que se realimenta con aquel.

El dominio complejo, o control, como definición de la superioridad de A sobre


B deja de ser así un concepto subjetivo, vinculado al relativismo cultural («para
una sociedad A los criterios de superioridad son distintos de los que rigen en la
sociedad B»; lo que es superior en A es acaso inferior en B); porque podríamos
decir que es B superior a A, de un modo absoluto y no relativo, si tiene poder de
control sobre A, es decir, si tiene capacidad para envolver a A (es el criterio que
inspira la conocida sentencia: «Para comprender la complejidad del cerebro
humano haría falta disponer de un cerebro de complejidad aún mayor»). Si cabe
sostener la afirmación de que la «medicina occidental» es superior a la
«medicina étnica» lo será en la medida en la cual la medicina occidental (que
incluye la Fisiología, la Bioquímica, la Etología, &c.) puede controlar a las
medicinas étnicas, es decir, puede analizar sus medicamentos, sus maniobras o
sus instituciones, a fin de explicar su mecanismo, de neutralizarlas, de mejorarlas
o de sustituirlas. Pero no recíprocamente. Y esto no significa que la medicina
étnica no pueda aportar medicamentos, remedios o maniobras valiosas y

297
originales; significa que estos medicamentos, remedios o maniobras podrán ser
incorporados en el sistema occidental, pero no viceversa.

12

Procede aplicar a nuestro campo –constituido por simios, hombres y


personas– las ideas generales ampliadas de dominación y de control recién
esbozadas. Nos mantendremos aquí, a la escala de este rasguño, en las
cuestiones más generales, que requieren obviamente urgentes desarrollos
particulares.

La gran ventaja que las ideas de dominación o control tienen sobre otras
ideas o conceptos, no ya autotéticos, sino alotéticos, es que no se circunscriben,
de modo intraespecífico, a una especie mendeliana, o a un grupo social humano,
sino que pueden vincular, mediante interacciones positivas (es decir, no
solamente mediante analogías o relaciones puramente lógicas), a individuos
pertenecientes a diferentes especies mendelianas o a diferentes grupos
sociales. Las relaciones de dominación señor/vasallo del reino A pueden ser
análogas (en el sentido puramente lógico) a las de un reino B que no mantiene
contactos con el reino A. Es decir, sin que medie interacción o dominación alguna
entre el reino A y el reino B; pero también puede haber relaciones de dominación
entre el reino A y el reino B, o incluso entre un par señor/vasallo del reino A y un
par señor/vasallo de B. Asimismo, la relación de dominación o control no se
circunscribirá únicamente a las interacciones de un individuo humano sobre otro,
sino que también se aplicará a las interacciones de un individuo humano con un
animal (un perro, un caballo, un oso, o un simio).

De otro modo, las relaciones de dominación o control desbordan o


trascienden los límites de un campo intraespecífico de sujetos, y pueden ligar
también a sujetos de distintas especies, con mantenimiento estricto de la
asimetría. Por ejemplo, el individuo humano experimenta o controla (en un gran
número de factores) a la paloma encerrada en una caja de Skinner; pero la
paloma no le controla a él.

Las relaciones de dominación intraespecíficas o interespecíficas son


principalmente relaciones de dominación entre grupos, de la misma o de distinta
especie; no es un individuo quien suele dominar por sí mismo a los demás, sino
en la medida en que pertenece a un grupo. El concepto aristotélico de
«monarquía», como tipo de sociedad política definida porque el poder lo detenta
un individuo («en la monarquía manda uno»), es un concepto vacío, sin
referencia, porque el rey más autócrata no puede controlar a sus súbditos por sí
solo, sino formando parte de un grupo de gobierno.

298
Las relaciones etológicas (uniunívocas) de poder son, en principio, lineales,
de índole asimétrica y jerárquica, aunque generalmente ramificadas; pero los
grupos o sistemas sociales no están constituidos por una línea de dominio,
aunque sea ramificada, sino por un entretejimiento de diferentes líneas que
parten de puntos o centros de poder diferentes. Estas líneas pueden además
entrecruzarse, haciendo que los individuos incorporados a ellas, al menos
algunos de estos individuos, puedan intersectarse (aún cuando las asimetrías de
las líneas estén orientadas en sentidos opuestos). En las sociedades europeas
del Antiguo Régimen las líneas jerárquicas (lineales o ramificadas) del poder
político (en consecuencia, los centros del poder político) estaban «dobladas» por
líneas jerárquicas del poder eclesiástico, que intersectaban con las primeras,
algunas veces corroborando la orientación de las asimetrías, otras veces
neutralizándolas, y otras veces remontándolas en sentido inverso.

13

La idea de persona humana, siempre que la entendamos al margen del


sustancialismo tradicional («supuesto de naturaleza racional») se nos da
siempre, desde un punto de vista histórico, en contextos de poder, control o
dominación. Sólo en un terreno metafísico cabe hablar de «libertad» al margen
del poder; sólo cabe concebir a la persona como sujeto de derechos si existe un
poder suficiente para conquistar, recibir, mantener o reivindicar los derechos que
constituyen su libertad, o su poder. Lo que corrobora la tesis según la cual la
persona humana implica multiplicidad de personas y, por tanto, multiplicidad de
individuos humanos que han logrado transformarse en personas, en la medida
en que han llegado a ser sujetos de derechos. (Cabe afirmar que el problema
filosófico más importante contenido en la cuestión de la persona humana es el
problema de la transformación evolutiva o histórica del individuo humano en
persona, y no directamente del animal en persona; porque entre el simio y la
persona hay que intercalar siempre al hombre.)

Venimos suponiendo que el entendimiento del proceso de transformación


del individuo humano en persona está bloqueado lógicamente cuando
consideramos a los individuos humanos como términos o elementos de una
clase definida por atributos autotéticos, aunque éstos sean acumulativos en
calidad y excelencia (por ejemplo, el conocimiento o la inteligencia). Porque el
conocimiento o la inteligencia son, por sí mismos, atributos autotéticos del
individuo, y un individuo humano no es más persona que una abeja porque
pueda resolver el problema de Fermat, y la abeja no; también la abeja resuelve
problemas de localización de la fuente de alimento o de la construcción de
celdillas hexagonales, y no por ello es persona. Si nos atuviésemos a criterios
autotéticos para definir a la persona, llegaríamos al absurdo al que llega Frank
J. Tipler, por ejemplo, cuando define la persona como «aquel programa de

299
ordenador capaz de superar el criterio de Turing» (La física de la
inmortalidad, 1994, trad. española, Alianza, Madrid 1996, capítulo 4). Pues
absurdo es admitir una definición de persona que establece la posibilidad de
confundir un programa de ordenador, por complejo que sea, con una persona
humana; y si Tipler cree haberlo logrado, es porque ha personificado, al modo
del animismo, al programa de ordenador (el propio «criterio de Turing» ya es
alotético).

Sólo cuando la clase de los individuos humanos es redefinida por medio de


atributos alotéticos interespecíficos sería posible aproximarnos a una definición
de la persona humana a partir de los individuos humanos. Una definición que
fuera capaz de incorporar o recoger los «materiales históricos» empíricos que
son considerados comúnmente como personales o como personas humanas.

En este sentido ensayamos aquí la definición de persona humana a partir


de las relaciones de dominación o de control en la medida en que estas
relaciones no se circunscriben al campo intraespecífico (circular) de la «especie
mendeliana humana», sino que se extienden también a campos interespecíficos
(angulares) integrados por animales capaces de ser considerados como sujetos
corpóreos, y que, en este sentido, por sinécdoque, podrían ser llamados
«personiformes» o «personimorfos» (a la manera como se llama «raciomorfa» a
la conducta de la garrapata cuando se arroja sobre la oveja lanuda). Lo que no
quiere decir que la chimpancé Washoe sea una persona, como parece creerlo
Roger Fouts (en su libro Primos hermanos, lo que me han enseñado los
chimpancés acerca de la condición humana, 1997, pág. 39, por ejemplo, de la
traducción española en Ediciones B, 1999). Washoe tiene de persona tanto como
de racionalidad humana tiene el castor al construir sus diques.

El individuo humano no alcanza la condición de persona humana por


acumulación de atributos autotéticos, acumulación capaz de superar a la de los
simios (inteligencia, puntuación en coeficiente intelectual, adquisición de
destrezas, intensidad de sentimientos...) –subrayamos de nuevo que esta es la
perspectiva en la que se sitúan los defensores de la igualdad entre hombres y
simios– sino por la conquista de atributos alotéticos (de relaciones con otros
individuos humanos o no humanos), de los cuales no conocemos otros más
pertinentes, para recoger el material empírico etológico e histórico evolutivo, que
los atributos que tienen que ver con las relaciones de dominación o de control,
en la medida en la cual estas relaciones nos permiten desbordar la clausura o
inmanencia de las clases o especies. Pero no por los procedimientos habituales
de las comparaciones analógicas de atributos autotéticos de cada especie,
según criterios de valoración necesariamente subjetivos («la persona humana es
más inteligente, o más libre, o tiene sentimientos más refinados que el
chimpancé», o bien, «los chimpancés tienen sentimientos más refinados que las

300
personas humanas»), sino por confrontaciones positivas reales, como pueda
serlo la confrontación, para tomar el ejemplo anterior, del control que la paloma,
en la caja de Skinner, tiene sobre la caja y sobre el individuo humano que la
manipula, y el control que este individuo tiene sobre la paloma y sobre la caja
que él mismo fabricó.

La categoría «persona humana» se configura según las coordenadas


expuestas en el proceso mediante el cual los individuos humanos logran
entretejerse en una red compleja (multilineal y ramificada) de relaciones de
dominación o control mutuo, al menos parcialmente, sobre sujetos animales,
humanos o no humanos, y cuando en el curso de este proceso comienza a
adquirir un puesto en las líneas asimétricas de la dominación; un puesto que
resultará cada vez más inasequible para otros sujetos operatorios de especies
distintas, o incluso de la misma especie humana, en circunstancias
determinadas. Por ejemplo, circunstancias prehistóricas –el hombre moderno es
superior al hombre antiguo en cuanto a su capacidad de dominación–.

En época histórica tendremos que tener en cuenta los procesos de


apersonalización de fetos monstruosos, o de despersonalización por
degradación cerebral o ética, capaz de transformar a un individuo personalizado
en una persona cero, sin perjuicio de que, por ficción jurídica, se le mantenga el
estatuto de persona (aunque privada cautelarmente de algunos derechos civiles
o políticos). Asimismo en el presente, una población humana de reducido tamaño
y que utiliza tan solo un idioma vernáculo necesariamente limitado, estará
obligadamente dominada por sociedades de radio más amplio capaces de
comprender la estructura de la población envuelta, de un modo asimétrico: es
imposible que la población que solo dispone de su lengua vernácula pueda llegar
a comprender la complejidad del mundo en el que viven las sociedades
envolventes; aunque formalmente los individuos de ambas sociedades sean
considerados todos iguales en cuanto sujetos de los derechos humanos: una
población que solamente hable, pongamos por caso, el guaraní en su estadio
vernáculo jamás podrá llegar a comprender el estado actual del mundo analizado
por las ciencias si previamente no sustituye sus lenguaje vernáculo por una
lengua más desarrollada como el español, el inglés o el francés. Las ideologías
que intentan mantener a las poblaciones indígenas en la pureza de sus
costumbres y lenguajes vernáculos, las están condenando a mantenerse en
situación perpetua de servidumbre por parte de las potencias envolventes.

La persona humana se nos presenta, en todo caso, como una figura


individual, lo que obliga a redefinir la individualidad a partir de los cerebros
individuales como «centros de control», y no a partir de los organismos
individuales íntegros (al menos si se quiere mantener la consideración de
personas diferenciadas a los hermanos siameses inseparables).

301
Los atributos personales del individuo humano son atributos que, en cuanto
alotéticos, pueden adquirirse o perderse de un modo más fácil de lo que pueden
hacerlo los atributos autotéticos de ese individuo humano. El individuo humano,
como el individuo simio, no puede perder sus atributos humanos o simiescos sin
perder al miso tiempo su existencia.

14

He aquí un esbozo de lo que podrían ser las líneas generales del proceso
transformación del individuo humano en persona humana. A efectos de este
esbozo tenemos que prescindir aquí de los detalles, que son por otra parte
inexcusables para el desarrollo de la teoría.

Partimos de los individuos humanos integrados en bandas dispersas


de homo sapiens, procedentes de la evolución darwiniana de los primates.
Suponemos que estos individuos son hombres –individuos humanos– pero no
son personas. Son, seguramente, más inteligentes, más hábiles que los simios
y los homínidos coetáneos, pero esto no los hace personas humanas, como
tampoco el paso de unas especies de simios a otras mejor dotadas hace de estas
seres humanos. Los hombres primitivos serán, en todo caso, seres
personimorfos, pero no son personas; incluso pertenecen a una especie distinta
y, si se quiere, mejor dotada que la de sus antecesores, pero según el tipo de
especies cogenéricas, con un tipo de distinción, con respecto de las otras
especies de simios, como la que media entre unas especies de simios y otras.

El proceso a partir del cual las bandas formadas por estos seres humanos,
cada vez más dispersas (no cabe hablar de una «humanidad originaria», en
sentido compacto susceptible de ser entendida desde el «ideal de la humanidad»
de los krausistas) sólo podrían emprender el camino hacia una especie
transgenérica cuando comiencen a transformarse sus relaciones o atributos
alotéticos respecto de otras especies (y no ya cuando comiencen a
transformarse atributos suyos autotéticos, como suele admitirse ordinariamente,
por ejemplo, atribuyendo el «paso a la humanidad» a un determinado incremento
del volumen cerebral, es decir, confundiendo lo que puede ser una diferencia
distintiva con una diferencia constitutiva).

Y es preciso reconocer que en los primeros pasos, que tuvieron que ser
dados a lo largo de una dilatada etapa de decenas de miles de años, los seres
humanos mantuvieron relaciones de dependencia, según múltiples parámetros,
respecto de otras muchas especies de animales. No podemos decir, por tanto,
que las controlaban o las dominaban, salvo en algunos aspectos relacionados
con la caza (de la «caza menor», si es que eran carroñeros de caza mayor).

302
Aspectos que tenían su correlato en aquellos otros según los cuales los animales
controlaban a los hombres y, en este sentido, los dominaban.

Suponemos que los hombres primitivos percibían a los animales muchas


veces o bien como hermanos, con los cuales conviven, o bien como entidades
superiores, numinosas.

La primera etapa del proceso de transformación de los individuos humanos


en personas humanas podría ponerse en correspondencia con la etapa que
venimos llamando «de las religiones primarias», por las que debieron ir pasando,
a su debido tiempo, las diversas sociedades humanas.

La evolución de estas sociedades humanas, a través de la evolución de su


tecnología y de su organización social, determinará el cambio progresivo,
aunque lento, de las relaciones de dominación y control entre los hombres y los
animales. Los métodos de caza serán cada vez más eficaces y, sobre todo, dará
comienzo un proceso de domesticación y control de ciertas especies de
animales. Aquellos animales que no pudieron ser «controlados positivamente»,
es decir, domesticados, serán controlados al menos negativamente,
defensivamente. Para decirlo con las palabras que Platón pone en boca del
Ateniense, en el libro III de las Leyes (681a): «Después de ello [de la dispersión
de las familias organizadas bajo la autoridad –«control»– del padre] he aquí que
los hombres se congregan en mayor número, formando mayores comunidades
y se dedican al cultivo del campo, primeramente al de las laderas de las
montañas; y construyen en su torno unos valladares de piedra, como muros de
defensa contra los animales feroces.» [subrayado nuestro.]

Y llega la época, que ponemos en correspondencia con la época de las


religiones secundarias avanzadas, en las cuales los animales numinosos reales
van desapareciendo y son sustituidos por animales mitológicos antropomorfos
que ya no pueden «controlar» a los hombres porque no existen (y los hombres
lo saben de algún modo, por el mismo hecho de distinguir sus imágenes
zoomórficas de los animales de carne y hueso). Época en la cual las relaciones
asimétricas de dominación de los animales respecto de las bandas humanas van
borrándose, y van invirtiéndose o rotando en la forma de relaciones de
dominación o de control de los hombres respecto de los animales. Es el momento
en el cual algunas figuras divinas humanas asumen precisamente atributos que
tienen que ver con su dominación sobre los animales (Cibeles como «señora de
los animales», Hércules, Orfeo, &c.).

Es la época en la cual los hombres comienzan ya a distinguirse de los


animales como si éstos fuesen una totalidad enfrentada a ellos mismos. La
época en la cual los hombres (en realidad, los diversos grupos humanos),

303
comienzan a abandonar la «costumbre» de considerarse a sí mismos como una
especie más entre las especies animales, venciendo la resistencia del
«relativismo zoológico originario». Todavía Platón, en El Político, pone en boca
del Extranjero una doctrina zoológico relativista radical, que parece llegar a
persuadir a Sócrates (puntualicemos, como lo hace Platón: al joven Sócrates):
«Te pregunto cómo convendrá conducir la educación de los rebaños [entre ellos
los rebaños humanos; poco después, el Extranjero clasificará a los rebaños en
dos grandes grupos: rebaños de animales con cuernos y rebaños de animales
sin cuernos; de suerte que las sociedades humanas habrán de ser consideradas
como rebaños de animales sin cuernos y el político como un tipo de pastor propio
de este tipo de rebaños]. Y me dijiste, en tu precipitado ardor, que había dos
especies de seres animados, una que comprende a los hombres y otra que
abarca a todos los animales restantes.»

Sócrates joven admite que así lo ha hecho, utilizando sólo dos nombres:
«Hombre» (para la especie de los hombres) y «animales» (para todas las demás
especies), y no advierte por qué haya de arrepentirse. Y es entonces cuando el
Extranjero le replica: «Obraste como hubiera obrado cualquier animal dotado de
razón [humana, sobreentenderemos], la grulla, por ejemplo, si distribuyendo los
nombres según su procedimiento tuviera a las grullas por una especie distinta [y
enfrentable] de la multitud de animales y se hiciera honor a sí misma, mientras
confundiendo a todos los demás seres, incluso a los hombres, en una misma
categoría, les aplicara indistintamente el nombre de animales.»

El Extranjero actúa como un taxónomo que delimita especies de animales,


géneros, tipos (por ejemplo: «animales con cuernos»), dejando a cada uno en el
sitio del tablero taxonómico que le corresponde en el conjunto de la multitud de
especies y géneros de la Naturaleza, y dejando de lado la cuestión de la
superioridad de unos respecto de otros. Simplemente atiende a sus
características distributivas autotéticas (diríamos: genómicas y etológicas). Y,
por este motivo, encontrará injustificado que una especie se ponga enfrente de
todas las demás.

Pero precisamente la persona humana, según la concepción «institucional»


que estamos exponiendo, comienza a constituirse en ese proceso de «ponerse
enfrente de todas las demás especies animales», es decir, de no reconocer a
ninguna por encima de ella. Y no en virtud de una megalomanía subjetiva, sino
por haber controlado, de hecho (o estar en proceso de controlar), a todas ellas.
Y esto mediante su «razón», que implica tecnología, poder, institución. Por ello,
la condición propuesta por el Extranjero: «Si las grullas tuviesen razón humana»
es tautológica, pues de ahí se deriva que si no lo hacen es porque no tienen esa
razón (o poder), es decir, porque no son personas humanas. Y entonces el
Extranjero, que dialoga con Sócrates joven, nos descubre sin quererlo el motivo

304
por el cual los hombres pueden comenzar a ser personas, y por qué no lo pueden
ser las grullas (añadimos, ni los simios): porque no tienen capacidad para
enfrentarse, dominar y controlar a todos los demás animales (añadamos:
linneanos y no linneanos), para constituirse como reyes del reino animal.

Lo que implica además que la persona no puede definirse según el formato


lógico de las clases porfirianas (autotéticas) sino según el formato de unas clases
que se caracterizan por su disposición alotética, es decir, por sus relaciones
asimétricas con los términos de otras clases.

Entre estas relaciones alotéticas nos referimos a las relaciones de


dominación; y decimos, por tanto, que las personas, respecto de los simios, se
definen por la dominación de los animales. Y añadimos que aunque esta relación
es universal a los hombres de los diversos poblados, ciudades o culturas, no es
una relación conexa: un grupo de hombres no domina siempre a otros hombres,
sino que puede ser también dominado por ellos.

De donde la personalidad implicará el proceso de desarrollo de estas líneas


de dominación de unos hombres por otros, de los esclavos por los señores, de
los explotados por los explotadores. Es en este proceso, y no por otorgamiento
divino, como podrá aparecer la figura de la persona humana, cuyo límite es la
persona soberana que controla o domina a todas las demás. Es decir, Dios, que
es, en este punto, la misma idea de persona humana llevada a su límite (nos
referimos al Dios de las religiones terciarias, y al Dios de la teología natural, y no
a los dioses de las religiones secundarias o al Dios de las teologías dogmáticas).

Y como es imposible de hecho tratar a la persona divina como si fuera una


persona real presente en el mundo, la persona humana revertirá sobre los
sujetos humanos que, dominados por otros, llegan, por rotación, a dominarlos
según otras líneas, de un modo duradero. Y este es el campo de aquellas
asimetrías, que transformadas en simetrías, pueden dar lugar a las normas del
derecho, como «conquista permanente de los oprimidos sobre los opresores».

Acaso la imagen más intuitiva del proceso de rotación de las relaciones


asimétricas de dominación entre los animales y los hombres, lo obtenemos
comparando la situación originaria, que describe el Ateniense de las Leyes, la
situación de las fieras rodeando a los muros del poblado humano («con una gran
habitación común en el interior») y la situación final constituida por las fieras ya
introducidas por los hombres en el interior del recinto urbano, pero rodeadas de
hombres y encerradas en el circo, en el zoo, o en el laboratorio.

305
15

Ahora bien, la rotación de las originarias relaciones asimétricas de


dominación establecidas entre los animales y los hombres primitivos y la
consolidación de estas relaciones de dominación y control de sentido inverso (al
control sostenido de los hombres respecto de los animales) nos permite
establecer la idea de una clase oblicua (en el sentido que hemos dado a esta
expresión en el punto 4) constituida por todos los términos del dominio de esas
relaciones de dominación. Y como sabemos, la clase oblicua así constituida (que
comprende a todos los individuos humanos constituidos, a través de sus grupos,
en personas humanas) no es una clase unívoca, sino más bien una clase de
clases diferentes (correspondientes a las diferentes sociedades, poblados,
ciudades, «vallados contra los animales», culturas, Estados) incluso
mutuamente ignorantes, en muchos lapsos de tiempo, de sus respectivas
existencias.

Esto quiere decir que las morfologías de la persona humana que se irán
formando en el proceso de evolución de la especie humana no serán uniformes:
que el tipo de persona humana que haya podido formarse en el Egipto faraónico
de las primeras dinastías tendrá una morfología muy distinta de la que pueda
corresponder al tipo de persona propio de la Grecia clásica de los tiempos de
Sócrates. Tampoco cada persona individual, dentro de cada morfología, tendrá
por qué ser igual (precisamente en cuanto a su personalidad, no ya en cuanto a
sus dotes, coeficiente mental, inteligencia, gustos, &c.) a las demás.

Sería preciso –enfrentándonos con la concepción univocista de la persona


humana («los hombres en cuanto personas son todos iguales entre sí»)– hablar
de «grados» en la misma condición de persona, dentro de cada tipo morfológico
(sólo de un modo puramente formal y negativo cabría decir que todas las
personas, en cuanto tales, son iguales, en sentido unívoco). Lo que por lo demás
no constituye ninguna novedad, salvo para quienes, desde una concepción
sustancialista de la persona, suponen que la persona, en cuanto sustancia, no
admite grados. El Cardenal Cayetano, en su Tratado sobre la Analogía, sugiere
la posibilidad de interpretar la idea de persona como un «análogo de
desigualdad», del mismo modo a como la idea de cuerpo de la tradición
aristotélica, cuando se aplica a los astros o a los cuerpos vivientes en la Tierra,
o a los cuerpos minerales, no sería unívoca, sino análoga de desigualdad (véase
la traducción de Juan Antonio Hevia Echevarría, del Tratado sobre la analogía
de los nombres de Cayetano, Pentalfa 2005).

Sin embargo, y sin perjuicio de las diferencias, la analogía entre los diversos
tipos de personas en las diferentes sociedades humanas nos llevaría a reconocer
la realidad de unos procedimientos, también análogos, de conformación de los

306
individuos humanos de esas sociedades como personas. Estos procedimientos
no podrían dejar de tener que ver, desde luego, con las instituciones normativas,
jurídicas principalmente, pero también sociales y religiosas, orientadas a atribuir
unas obligaciones (o «deberes») a los individuos humanos identificados ya con
un nombre propio (ceremonias de natalicio, de adolescencia, &c.). Y, a partir de
esas obligaciones asignadas, los individuos podrán conquistar la condición de
sujetos de derecho (con ayuda, desde luego, de otros individuos que mantengan
con ellos relaciones de parentesco, de amistad o de magisterio), cuando ellos
sean capaces de satisfacer sus obligaciones.

No en todas las sociedades humanas todos los individuos humanos en ellas


nacidos o a ellas incorporados pueden llegar a alcanzar, por institución, la
condición de persona. Las sociedades esclavistas, que han constituido la base
de las organizaciones más poderosas de las sociedades políticas antiguas (y
modernas: no es posible olvidar la necesidad histórica de la esclavitud de los
negros en los orígenes de los Estados Unidos de Norteamérica como potencia
actual) están estructuradas sobre relaciones de dominación y control de los
señores sobre los esclavos. Y si los esclavos pudieron convertirse en personas,
en sujetos de derecho, fue debido a su lucha permanente, y a su esfuerzo de
reivindicación, muchas veces heroico. Y si pudieron convertirse en sujetos de
derechos, no fue porque recibieran graciosamente la condición de personas de
quienes tuvieran la potestad de otorgársela; fue debido a que alcanzaron el poder
(y la racionalidad por tanto para administrarlo) para conquistar su nueva
condición. (La rebelión de los esclavos romanos en tiempos de Espartaco careció
del poder y racionalidad suficientes para alcanzar la libertad: aquellos esclavos
pretendieron no tanto destruir el orden esclavista romano, objetivo al que no
podían aspirar, sino huir de él, sin calcular bien sus fuerzas en relación con las
fuerzas de Pompeyo: de hecho, como es sabido, fueron todos crucificados. La
glorificación de Espartaco es puramente retórica.)

La condición de persona la adquieren los individuos humanos por institución,


y no deben creer que la poseen «por naturaleza», como si fuera un derecho
natural o divino: esto es sólo una ficción jurídica. Los individuos humanos deben
saber en todo momento que así como no pueden perder su condición humana
más que por la muerte, pueden perder, en todo o en parte, su condición de
personas, por mucho derecho natural o divino que crean tener.

No solamente en el ámbito de las diferentes sociedades los individuos


humanos que las forman se organizan según relaciones asimétricas de control y
de dominación que implican la limitación de las unidades individuales en su
condición de sujetos de derecho, es decir, de personas; también entre las
diversas sociedades se establecen relaciones asimétricas de dominación, y

307
pretensiones de dominación recíproca que pueden hacer mutuamente
incompatibles a estas sociedades hasta el extremo de llevarles a la guerra.

La resolución de los desequilibrios derivados de estas asimetrías en las


líneas de la dominación y el control, sólo podría llevarse a cabo (si nos atenemos
a las premisas expuestas) no mediante el decreto fulminante de algunas
autoridades internacionales, pero que carecen de instrumentos de coacción
suficientes, ni tampoco de un «consenso universal solidario» entre todos los
individuos humanos. Aquel decreto tendría que tener poder para ser cumplido;
y, en cuanto al «consenso universal solidario», no puede proponerse como un
medio, puesto que precisamente es el fin, y por tanto es, como tal medio, una
mera ficción.

El equilibrio de las diversas líneas de dominación de una sociedad, y de la


sociedad global, se va haciendo y derramando en el sistema total, pero ningún
caso el equilibrio puede mantenerse, aunque sea por breves momentos, sin la
violencia (por lo menos la violencia del derecho penal, por ejemplo). Y en
cualquier caso, el modelo de una sociedad de personas con igualdad efectiva de
derechos es sólo un modelo de papel con el que se emborrachan los demócratas
fundamentalistas. Como es una mera igualdad sobre el papel la igualdad que
alcanzan los individuos que pertenecen a una sociedad democrática constituida
como un Estado de derecho. Sin duda esta igualdad es muy real, aunque
abstracta, respecto de otras sociedades; pero es muy superficial, aunque los
ciudadanos más vulgares del estado de bienestar se encuentren con ella, como
consumidores, plenamente satisfechos.

16

Concluimos: las líneas generales que hemos trazado para esbozar una
teoría histórico institucional de la persona humana, nos conducen a una
concepción de la persona humana como institución que se desarrolla a lo largo
de una evolución antropológica e histórica resultante del entretejimiento de dos
dialécticas que, en algún tramo del proceso evolutivo aparecen confundidas,
separadas en otros y casi siempre disociadas: la dialéctica de la dominación
humana intraespecífica («circular») y la dialéctica de la dominación humana
interespecífica («angular»).

La persona humana no puede considerarse, según la concepción expuesta,


como una institución unívoca y acabada, sino como una institución en constante
proceso, puesto que los individuos humanos, ya constituidos como tales, no por
ello disponen de un único «canal» para transformarse en personas, sino de
diversos canales o modelos casi siempre en conflicto mutuo.

308
En cualquier caso, la persona humana, desde las coordenadas del
materialismo filosófico, no podría considerarse como el «rey del universo», como
el sujeto o sociedad de sujetos capaz de controlar y dominar (si esta relación
tuviera sentido cuando la referimos a entidades inanimadas) la integridad de los
contenidos de la Naturaleza, e incluso (como algunos biólogos evolucionistas,
como Haldane, enardecido por una filosofía fundamentalista de la ciencia, han
sugerido alguna vez) «llegar a controlar la propia evolución». La realidad es muy
otra. La persona humana, la «humanidad», si se prefiere, no sólo no posee el
control de las fuerzas desencadenadas en la Tierra, o sobre la Tierra, por
terremotos, tsunamis, tornados, meteoritos, glaciaciones; mucho menos tiene el
control sobre el curso de los astros y sobre el destino de las galaxias, sobre la
evolución del Sol hacia su estado de enana roja, o sobre la evolución de las
estrellas o sobre el big crunch, supuesto que este sea el destino de nuestro
universo. El hombre, en cuanto persona, incorporado a una sociedad de
personas, tiene el control y el dominio, eso sí, de los animales linneanos, que
tienen la condición de sujetos operatorios, y este control es un componente
esencial para seguir ocupando el puesto que le corresponde en el Universo como
persona.

Algunos –con ideas de estirpe espiritualista o sustancialista– alegan que, al


menos la dialéctica interespecífica de la dominación de la persona humana sobre
los animales, está ya acabada, gracias al desarrollo de la Genética y de la
Etología, y que, en nuestros días, no puede tomarse como criterio de dominación
el control sobre los animales linneanos, que ya han sido reducidos prácticamente
a la condición de autómatas. El título de gloria que hace siglos podía alegar la
persona humana –el haberse erigido en dominador de los animales– sería hoy
un título demasiado modesto para una persona consciente de su libertad, de su
dignidad y de su poder. Una persona, consciente del puesto que ocupa en el
Universo, debería dejar de lado semejante título: Aquila non capit muscas.

Sin embargo, podemos asegurar que existe hoy un gran número de


personas que no podrían aceptar hoy de ninguna manera estas consideraciones:
todas aquellas personas, y son millones, que creen en la existencia de los
extraterrestres, es decir, en la existencia de los «animales no linneanos».
Animales no linneanos cuya poder de control y dominación sobre los hombres
desconocemos por completo. Pero es en función de ellos (creamos o no en su
existencia, o simplemente la consideremos con algún grado de probabilidad)
como podemos asegurar que la dialéctica «angular» interespecífica de la
persona humana (respecto de otros sujetos animales, aunque sean no
linneanos) sigue presente en la definición de persona humana, en la medida en
que su libertad-de no puede admitir la existencia de sujetos operatorios capaces
de controlar y dominar, en cualquier momento, a la persona humana.

309
Final

¿Cómo enjuiciar, desde la concepción de la persona humana que hemos


esbozado, la proposición socialista española de extender a los simios (o a los
animales) algunos o todos los derechos humanos, lo que implica, desde la
concepción expuesta, considerarlos como personas? De un modo muy crítico,
por no decir absolutamente adverso.

En efecto, no podríamos hablar de derechos de los simios, o de su


consideración como personas, si no los introdujéramos en la sociedad de las
personas humanas, es decir, si nos limitásemos a dejarlos en paz en sus boques,
sin molestarlos, sin investigarlos, manteniéndonos a respetuosa distancia, sin
mantener contacto con ellos, no pedido por ellos.

Ahora bien, para otorgar derechos humanos a los simios habría que
comenzar por exigirles obligaciones muy concretas: por ejemplo, la obligación
de trabajar, de cumplir una función social que justificase la retribución que
recibirían de la sociedad humana, en la medida en que fueran recibidos como
personas integrantes de esa sociedad. Sólo de este modo podrían reclamar sus
derechos.

Pero, ¿acaso los simios estarían dispuestos a asumir tales obligaciones?


¿No preferirían, como los orangutanes de Borneo, fingir que no son personas
para no tener que asumir obligaciones, y la burocracia que ellas conllevan, «para
evitar que los hombres los hicieran trabajar»?

En cualquier caso, los simios sólo merecerían el título de personas, como


sujetos de derechos, si tuvieran capacidad, poder y decisión para reclamarlos y
exigirlos.

Pero, ¿dónde se ha visto a un simio o a un grupo de simios reivindicar


derechos laborales, sindicales, sanitarios, educacionales, religiosos o políticos?
Si un chimpancé, un gorila o un orangután, aislado o en grupo, ataca a otro grupo
de hombres, no será para reivindicar ningún derecho, sino para ejecutar las
pautas de una conducta de agresión, cualquiera que hayan sido los
desencadenantes de tal conducta.

Es además por completo gratuito suponer que en un futuro más o menos


próximo los simios de alguna especie determinada, tras una educación
adecuada (o tras un proceso de evolución espontánea) puedan llegar a reclamar
algún tipo de derechos civiles o políticos.

310
Pero lo más importante es esto: que en el caso de que esto ocurriera, en un
momento dado, les sería necesario a los hombres, no ya otorgarles cualquier
tipo de derechos, sino negárselos de plano. Porque, si se presentase una
situación semejante, los simios se nos revelarían como sujetos potencialmente
peligrosos e incompatibles con nuestra misma condición de personas soberanas.
Tendríamos que temer la posibilidad de que estos simios, transformados en
personas simiescas (nunca humanas, por supuesto) pretendieran dominar y
controlar a los hombres. Posibilidad que ha sido explorada varias veces en obras
literarias o cinematográficas que giran en torno al tema del Planeta de los simios.
Tema que no hay que confundir, como es frecuente, con el tema de los
extraterrestres, como animales no linneanos: los simios del Planeta de los
simios se sobreentienden, desde luego, como animales linneanos.

En consecuencia, carece por completo de sentido tratar de «otorgar»


cualquier tipo de derechos humanos a sujetos operatorios que no son personas
humanas ni pueden pretender serlo jamás si mantienen la morfología de sus
cuerpos. La proposición socialista confunde lamentablemente lo que sería la
proposición de una norma de «buen trato» hacia los simios, norma dirigida a las
personas humanas a título de obligación (no de derecho) de las personas
humanas, pero en ningún caso norma dirigida a los propios simios, con la
proposición de unos derechos de pura ficción. Confusión que podría ser el
principio, o acaso el resultado, de otras muchas confusiones. Por ejemplo, la
equiparación de los simios con individuos humanos con capacidades
disminuidas, por edad, enfermedad o incluso por razones étnicas (para algunos,
este sería el caso de los pigmeos, papuas y otros grupos humanos). Porque la
equiparación de los simios a estos sujetos humanos «disminuidos» implica
necesariamente la equiparación de estos sujetos humanos con los simios, en el
sentido del racismo de los nazis: «entre un hombre ario y un hombre negro hay
más distancia que la que media entre un hombre negro y un simio». (Por
supuesto estas ideas no las inventaron los nazis, tenían precedentes en
materialistas monistas del siglo XIX, como Luis Büchner, por cierto uno de los
precursores de la Etología.)

Además la proposición para extender los derechos humanos a los simios


oculta la necesidad de justificar las «normas de buen trato», justificación que se
da por evidente, sin serlo. Se supone como evidente (no se sabe bien en función
de qué principios) que yo debo dar un buen trato a «mis amigos los chimpancés».
Pero, ¿acaso este buen trato no presupone que yo me he hecho previamente
amigo de ellos, y hasta les he enseñado ASL (ellos ningún lenguaje pueden
enseñarme a mi)? ¿Y qué necesidad o qué obligación tenía yo de hacerme
amigo de los chimpancés? En todo caso, esta necesidad u obligación no procede
de una exigencia de los chimpancés, sino de impulsos míos, más o menos
oscuros (en el sentido psicoanalítico). O sencillamente de un interés, carente de

311
todo misterio, en busca de un trabajo gratificante, acaso de un trabajo orientado
a escribir una tesis doctoral.

El impulso de acercarme a los simios, y sobre todo, el impulso a tenerlos


cerca, trayéndolos al Zoo, o a nuestro jardín, supone ya una intromisión en sus
vidas que es efecto inequívoco de la conducta de dominación y de control propia
de la persona humana. Acaso buscamos con ello proporcionarnos un ayudante
a nuestro servicio (como ocurre con el perro), o un bufón, o simplemente un
animal de compañía.

Es cierto que, aunque no supiéramos la razón por la cual hubiéramos de


seguir la norma (incluso imponerla a las demás personas) de tratar bien a los
animales, parece indiscutible que debiéramos obedecer a esta norma, en lugar
de a la contraria, en el supuesto de que los animales los tuviéramos cerca,
domesticados o controlados. Y descartamos aquí los casos –que son la
mayoría– en los cuales nuestro trato con los animales está determinado por
intenciones depredadoras, aunque en estos casos también se justifica la norma
del buen trato a los asnos, mulos, caballos, gallinas, cerdos o conejos, hasta que
llegue el momento de hacerlos trabajar, de estudiarlos en un laboratorio como
cobayas, y sobre todo en el momento de sacrificarlos, de «asesinarlos», para
comérnoslos. (Entre otras cosas porque este buen trato sería un signo más de
nuestra dominación sobre los animales, en cuanto instrumentos inofensivos, a
los cuales un buen trato conserva y mejora en provecho nuestro: mejora la carne,
mejora la obediencia, como conserva y mejora el cuchillo con el buen trato que
podamos darle.)

Pero nada de esto justifica una ley, no ya de reconocimiento del derecho de


los animales, pero ni siquiera de una ley de buen trato a los animales que
desborde la perspectiva pragmática (el maltrato gratuito a nuestros
«instrumentos» es un despilfarro económico, y acaso el síntoma de alguna
dolencia psíquica de las que dan materia al trabajo de los psiquiatras).

Más aún. Aún asumiendo, desde luego, la norma del «buen trato», e incluso
la posibilidad de su regulación legal (supuesto que ella fuera necesaria en una
sociedad «desmandada», es decir, supuesto que la regulación no obedeciera
simplemente a los impulsos burocráticos de un intervencionismo propio de
defensores de un Estado centralista).

Quedan sin explicar, desde el punto de vista político, los motivos que
podríamos llamar «de agenda», que han llevado al grupo socialista a anteponer
lo que objetivamente sólo puede ser una proposición de buen trato a los simios
y a los animales en general, a las proposiciones orientadas a regular el «buen

312
trato» a los niños o adultos hambrientos o sin techo de África, de Asia, de
Europa... o de España.

Y sabemos que, al menos en Europa, muchos de quienes son calificados de


vagabundos sin techo, repudian la oficiosidad intervencionista de quienes
solidaria o caritativamente buscan meterles en la casa de acogida o en la clínica,
cuando lo que ellos desean, en nombre de su libertad, es que nos retiremos un
poco de ellos para no quitarles el Sol.

***

Con todo, lo más grave de la proposición del Grupo Socialista, lo ponemos


en el terreno estrictamente político, más que en el terreno antropológico-
doctrinal,relativo a los problemas implicados en la teoría del derecho, en la teoría
de las relaciones de igualdad, en la teoría de la persona humana en su relación
con el hombre y con los simios.

Lo que reprochamos a la proposición socialista es, ante todo, el hecho de


haber sido propuesta, un error político grave que ciframos en el simplismo de
esta propuesta. No podemos reprocharles el desconocimiento de una
argumentación como la que aquí hemos ofrecido, que no conocen y acaso no
pueden entender. Pero sí tenemos que reprocharles la creencia que los
proponentes tienen de haber alcanzado –intuido o concluido en virtud de un
razonamiento infantil propio de un pensamiento Alicia– la evidencia de que los
simios merecen el reconocimiento de derechos humanos y de que esta evidencia
simplista está en la línea del progreso, sin haberse parado a analizar los
principios y consecuencias de la proposición, antes de presentarla en el
Parlamento de la Nación.

Por tanto, nuestro reproche consiste en acusar a los proponentes de


presentar un proyecto inane y redundante.

Inane, porque debieran saber que es imposible dar nada (por ejemplo, unos
derechos) a quien no tiene capacidad de recibir, teniendo por evidente lo que no
lo es, sin mayor análisis.
Redundante, porque con ese «otorgamiento» de derechos se pretende
atribuir algo que ya poseen en la normativa de las sociedades contemporáneas,
a saber, la normativa del buen trato a los animales.

El fundamento de nuestro reproche se refiere, por tanto, a la


irresponsabilidad de unos diputados que deciden presentar una proposición de
intención progresista, desde el punto de vista político, fundada únicamente en

313
razonamientos propios del pensamiento Alicia, cuando además esta proposición
es inane y redundante.

Oviedo, 10 mayo 2006

314
El debate democrático sobre el «proceso»
(de pacificación del País Vasco)
Gustavo Bueno

Un análisis sobre los dos tipos de argumentación que se enfrentan en la España de junio de
2006 en torno al «proceso» por antonomasia, el «proceso de pacificación» del País Vasco

Con la expresión «el proceso» sobrentendemos en estas semanas todo


cuanto tiene que ver con las negociaciones o conversaciones de los partidos
democráticos (tanto de la oposición, como del Gobierno y sus aliados) con la
banda terrorista ETA, a fin de lograr la «pacificación definitiva» del País Vasco,
una vez que la banda anunció un «alto el fuego» indefinido y que este alto el
fuego fue «verificado» por el Gobierno.

La cuestión preliminar que consideramos interesante y pertinente está


suscitada por la expresión «el proceso» –como abreviatura de «proceso de
pacificación del País Vasco mediante una serie de negociaciones con ETA,
autorizadas por el Parlamento, y dirigidas por el Gobierno democrático»–. ¿Se
trata de una mera abreviatura, que se acoge al principio de «economía del
lenguaje», o tiene además una función evasiva (incluso eufemística) para
eliminar lo que ETA entiende por «el proceso», a saber, la autodeterminación del
País Vasco?

La cuestión se plantea porque mientras el proceso es expresión que, en


principio, puede utilizarse para designar todos los pasos que tanto España como
ETA pueden dar (por ejemplo los pasos que ETA tenga en su programa, o en su
«hoja de ruta», o los pasos que España pueda dar a través de los partidos
políticos, ONGs, policía, tertulianos, &c.), la expresión, considerada como parte
de un todo organizado desde el punto de vista de los intereses de España
(«proceso de pacificación del País Vasco mediante una serie de negociaciones
con ETA...»), restringe drásticamente los contenidos que integran el proceso real
al asumirlos desde la canalización a través de la cual el Gobierno socialista (y
sus aliados) pretende conducir a este «proceso», y por tanto interpretarlo desde
la perspectiva política o filosófica desde la cual el gobierno socialista y aliados
contemplan ese proceso y establecen sus términos y su alcance.

Pero ocurre que el partido de la oposición (el PP y sus aliados) rechaza por
completo la canalización que el gobierno socialista y aliados quieren dar al
«proceso», así como la perspectiva política y filosófica asociada a tal
canalización.

315
¿No cabe sospechar, por tanto, que la «abreviatura» («el proceso»),
además de su función «económica», tienen también una función «evasiva» en
cuanto, por su ambigüedad, confunde los puntos de vista de ETA y de España,
y confunde también la canalización y perspectiva del Gobierno y la canalización
y perspectiva de la oposición, y todo esto lo hace sin excluir ninguna de las
alternativas, dejando libertad a quien la utilice para entenderla según la
canalización y filosofía que mejor le parezca?

Es cierto que la ambigüedad de la abreviatura es ya un principio de


confusión, porque ella comienza por producir la impresión de que quienes
debaten sobre la cuestión, se refieren a lo mismo. Pero no es así. Se refieren a
cosas no sólo distintas, sino incompatibles, por lo que en rigor la expresión «el
proceso» resulta ser confusionaria en cuanto comprende a «cosas muy distintas
e incompatibles». Cuando nos referimos a la perspectiva de los intereses de
España y a los de ETA la incompatibilidad es evidente: ETA pide la
autodeterminación del País Vasco, con la anexión de Navarra y las provincias
francesas; los intereses de la soberanía española se oponen frontalmente a los
intereses secesionistas de ETA y de su brazo político, Batasuna. Pero, aún
consideradas las cosas desde la «parte de España», teóricamente, la
incompatibilidad entre el Gobierno y sus aliados y la oposición no es menor: el
Gobierno quiere negociar con ETA sin esperar a que abandone las armas,
atendiendo tan sólo al armisticio; negociación por tanto que tendrá que ser de
igual a igual. El Partido Popular considera a la banda de ETA como terrorista,
ante la cual no cabe una negociación de potencia a potencia, sino una rendición
incondicional previa.

Se comprende que los métodos lógicos de quienes debaten, mediante el


diálogo, sobre esta cuestión, aparentemente la misma, sean también totalmente
diferentes. Y si bien caben diversos criterios para establecer estas diferencias
(dado el carácter polémico o contencioso de las mismas), aquí vamos a
considerar un criterio lógico, el de la tradición aristotélica, que toma principio en
el libro del Organon, conocido como «Refutaciones de los sofistas».

En este libro se distinguen las refutaciones (argumentos) de


naturaleza dialéctica y las refutaciones (argumentos) de
naturaleza sofística (paralogismos, argumentos retóricos –es decir, argumentos
dirigidos a persuadir a los jueces, en este caso, al electorado–, epidícticos...).
Nuestro propósito es probar, como una cuestión de hecho, que los métodos
lógicos de refutación que utilizan contra sus adversarios quienes debaten sobre
«el proceso», desde el punto de vista de España, son distintos según el criterio
aducido: cuando la canalización y la filosofía del gobierno y de sus aliados
(algunos explícitamente secesionistas, como ERC y PNV) se dirigen contra la
oposición, entonces los métodos de debate utilizados son de tipo sofístico o
retórico; mientras que los métodos lógicos de refutación que utiliza el Partido
Popular contra el PSOE y sus aliados proceden según el método dialéctico.

La dificultad estriba en que el electorado, muy poco dado a distinciones más


o menos sutiles, confunde de plano ambos métodos, y por decirlo de un modo
coloquial, le da lo mismo ocho que ochenta: basta que una argumentación

316
dialéctica procedente de un portavoz del PP sea respondida de un modo
elocuente (pero puramente retórico) para que se den por buenos los argumentos
retóricos frente a los dialécticos, y las encuestas proclamen la victoria
parlamentaria del partido del gobierno frente al partido de la oposición.

Sobreentendemos, desde luego, en primer lugar, que el método dialéctico


es un método de refutación limpio, en sentido lógico. El sentido que el término
«limpio» toma asociado a los juegos competitivos –ajedrez, fútbol–, el sentido de
«juego limpio». Juego limpio o diálogo limpio, en el terreno refutatorio, es el que
se atiene a la estructura esencial y escala específica de la argumentación
opuesta, «engranando» con ella, y determinando la contradicción entre sus
componentes y su estructura. Advertimos que un debate limpio no significa, por
sí mismo, que los argumentos que se utilizan sean los adecuados, correctos o
eficaces (un jugador de ajedrez puede «jugar limpio» –es decir, no introducir
piezas de contrabando– y, sin embargo, no de modo eficaz para derrotar al
adversario). Un diálogo limpio es el que conecta y engrana en el terreno del
adversario, tratando de descubrir sus dificultades internas, y dando lugar a que
éste responda también limpiamente.

Sobreentendemos también, en segundo lugar, que el método sofístico, que


es el método que obligadamente tiene que utilizar el gobierno y sus aliados para
canalizar «el proceso» por una vía indiscutiblemente anticonstitucional (aún en
el supuesto de que esta vía fuera políticamente más prudente), es un método
sucio, porque en lugar de mantenerse en el terreno específico de «el proceso»,
en cualquiera de sus canalizaciones, no tiene más remedio que evadirse de él,
derivando hacia composiciones genéricas no esenciales o pertinentes, sino
accidentales no pertinentes u oblicuas, pero suficientes para dar lugar a una
victoria retórica en un debate capaz de persuadir a los jueces (es decir, a la
mayoría parlamentaria, a la mayoría de los analistas de los medios de
comunicación, e incluso a la mayoría de los electores).

La limpieza o la suciedad de las respectivas argumentaciones puede


medirse también por el siguiente criterio práctico: los argumentos dialécticos son,
dado su carácter específico, finitos, y permiten cerrar el campo del debate; los
argumentos retóricos son indefinidos, y permiten ampliar continuamente,
incluyendo fenómenos sucesivos, el campo del debate. Es evidente, por lo
demás, que desde un punto de vista estrictamente sociológico y lingüístico, el
«diálogo» (como procedimiento que, para utilizar la metáfora de Varrón,
mantiene entretejidos, mediante las palabras, a quienes dialogan) tanto se
realiza en los debates dialécticos como en los retóricos. En los debates
democráticos no violentos, en los cuales las conclusiones se toman por mayoría,
los argumentos retóricos pueden ser más resolutivos (desde el punto de vista del
consenso de la mayoría) que los dialécticos, pero no por ello son más limpios y
racionales.

Un diálogo retórico puede abrir un curso ininterrumpido de debates


democráticos, pero no por ello resolutivos, no ya por las mayorías, sino por los
problemas subjetivos suscitados. Los ciudadanos seguirán dialogando,

317
hablando, acumulando sucesivamente unos discursos a otros. Estos diálogos
pueden conducir al consenso, pero no garantizan los acuerdos.

Tampoco un «diálogo en dominó» (en el que cada interlocutor comienza con


la última palabra pronunciada por su antagonista, pero asociándola a materias
distintas o de otra escala de aquellas en las que estaba integrada) garantizará
que quienes conversan se entiendan, acaso sencillamente a través del diálogo
verbal, acaso mediante comunicación no verbal, y de aquí la apariencia del
entendimiento por el diálogo.

Lo más grave es el caso en el cual el debate es mantenido por unos en el


terreno dialéctico, específico, y por otros en el terreno retórico, genérico. Porque
es muy probable que el público (el «pueblo») que contempla el debate, antes de
«tomar partido», confunda como hemos dicho las victorias dialécticas con las
victorias retóricas, cuando comienza por creer que, «en realidad», todos
dialogan, todos hablan, y que en el fondo todo es cuestión de palabras. Y, por
tanto, que hay que tomar el partido de quien mejor ha sabido convencer al
auditorio (Parlamento, tertulias, electores).

Un ejemplo para ilustrar la diferencia entre estos dos métodos de


argumentación o debate en un asunto distinto del proceso del que directamente
nos ocupamos: el debate, ya tradicional en España, sobre el Plan Hidrológico
relativo a los trasvases del Ebro y del Tajo al Segura. La cuestión se planteó y
sigue planteada a partir de un problema real, material y concreto: que la Región
de Murcia y sus alrededores necesita urgentemente agua de regadío para poder
mantener su nivel de producción, imprescindible no sólo para la economía de la
región autónoma, sino también para el mantenimiento del nivel del resto de la
economía española. El debate de los planes hidrológicos en las
argumentaciones y en las contra argumentaciones dialécticas, el debate limpio,
habrá de mantenerse dentro de los límites específicos de la cuestión, y a escala
de la misma. ¿Pueden los trasvases resolver el problema de base, al menos en
el año y en los inmediatos sucesivos, o no? ¿Caben alternativas viables
(técnicamente, económicamente) a corto plazo o no? Obviamente, el marco de
los debates dialécticos estará delimitado por el problema de la sequía y por el
supuesto de la necesidad de solución perentoria.

Pero los debates toman un curso retórico y sofístico (aunque aparentemente


sea técnico) en cuanto, dejando los límites del marco básico o específico de
referencia, comienzan a evadirse a lugares genéricos, oblicuos al marco básico,
suscitando, por ejemplo, cuestiones jurídicas o constitucionales sobre si las
Comunidades Autonómicas tienen o no la última palabra sobre el control de los
ríos que atraviesan sus territorios, o si es al Estado a quien corresponde este
control; sobre si las Comunidades Autónomas húmedas, sin perjuicio de su
supuesto control sobre las aguas, deben también ser solidarias con las regiones
secas, y sobre quién obligará a las autonomías a mantener esa solidaridad, si el
Gobierno, el Tribunal Supremo o la conferencia de Presidentes de Comunidades
Autónomas, o cada autonomía espontáneamente (como si la solidaridad de una
autonomía no debiera surgir espontáneamente, y no más bien por la presión de
terceros, con lo cual más que de la solidaridad como virtud debiera hablarse de

318
la solidaridad como obligación, en un sentido político, y sin las connotaciones
éticas o morales consabidas que oscurecen el asunto).

Es evidente que los interminables argumentos entrecruzados en el terreno


genérico, «sucio», dan lugar de hecho a un aplazamiento de las soluciones
específicas y a un agravamiento del problema. Mientras los políticos, los juristas,
los arbitristas, los tertulianos, los periodistas, &c., debaten sobre los
fundamentos constitucionales y jurídicos del Plan Hidrológico Nacional, la sequía
aumenta, y cuando es necesario dar inmediata salida temporal a perentorios
problemas del regadío, se acudirá a medios excepcionales ejecutivos, fuera de
todo Plan Hidrológico.

Sin embargo, los argumentos retóricos, en el terreno genérico y oblicuo,


pueden ser mucho más persuasivos para una mayoría de ciudadanos (sobre
todo si habitan las regiones húmedas) que los argumentos dialécticos
específicos a través de los cuales se enfrentan las diversas posiciones técnicas,
de los hidrólogos, de los ingenieros, de los economistas, de los políticos.

La materia real sobre la que giran los debates en torno al «proceso» es


conocida de todos y tiene un nombre definido: ETA. ETA, que se autopresenta
como expresión política del pueblo vasco, y que es la organización responsable,
como ella misma lo reconoce, de cientos de asesinatos mediante tiros en la nuca
o coches bomba, de secuestros, de extorsiones regulares («impuesto
revolucionario»), desórdenes públicos gravísimos (incendios de autobuses,
destrucción de mobiliario urbano, &c.); y todos estos actos, continuados a lo largo
de los últimos cuarenta años (tanto en la época de Franco, como en la transición,
pero sobre todo después de la Constitución de 1978, en plena democracia).

Es evidente que estos «sucesos», fenomenológicamente descritos, tal como


podría hacerlo un niño o representarlos una cámara oculta de televisión tienen
que ser interpretados: como meros sucesos o «hechos puntuales» nada
significan, o no significan mucho más que las explosiones y luces de pirotecnia
que se producen en el Cielo durante los festejos de una aldea, tales como son
percibidas por un lactante o por una cámara.

Ahora bien, hay por lo menos tres perspectivas, planos o sistemas de


interpretación de estas sucesiones de «fuegos», dañinos y espantosos; tres
planos o sistemas enfrentados unos a otros, y entretejidos en el enfrentamiento,
que es imprescindible distinguir en el momento de entender el significado de las
posiciones ante «el proceso».

(1) La perspectiva secesionista de los propios agentes, la perspectiva emic


de ETA. ETA se considera una organización político militar que, actuando en
nombre del pueblo vasco, establece sus planes y programas para liberarlo de la
prisión a la que España lo ha sometido durante siglos. Tras la liberación, ETA se
propone constituir una República soberana (en principio, de naturaleza marxista

319
leninista). Según esto, todos los actos de violencia sangrienta (asesinatos,
bombas, &c.) o incruenta (extorsiones, secuestros, calumnias, &c.) serán
interpretados por sus efectos como episodios de una guerra de liberación
declarada al Estado español. Sabemos que la perspectiva emic de ETA fue
reconocida ampliamente, «comprendida», incluso apoyada, por otros Estados
democráticos europeos (Bélgica, por ejemplo), americanos (Cuba, por ejemplo),
africanos o islámicos. A todos estos Estados, decimos por nuestra cuenta,
España tendría que considerarlos como enemigos suyos.

(2) La perspectiva política etic de quienes reciben los ataques de ETA, pero
quieren ser definidos en función de los planes y programas emic de ETA: estos
«quienes» son precisamente españoles. Son españoles, porque los ataques de
ETA son actos criminales de terrorismo contra España (contra jueces españoles,
ciudadanos españoles, concejales españoles, policías españoles, militantes de
partidos políticos españoles, casi siempre con sus nombres y apellidos
españoles); crímenes que han de juzgarse, ante todo, desde el Estado
constitucional español.

(3) La perspectiva humanística (también etic), pero más bien de índole moral
o ética que política: es la perspectiva de quienes interpretan los ataques de ETA
en cuanto dirigidos, no ya contra los españoles, sino contra los hombres. Las
víctimas de ETA resultan ser ahora víctimas de la violación de derechos
humanos; tanto da sean españoles como bosquimanos. Los ataques terroristas
de ETA, desde esta tercera perspectiva, se considerarán como un caso más de
crímenes contra la Humanidad, hasta el punto de que resultará irrelevante
hacerlos consistir en ataques contra España. Porque no son los españoles, sino
las personas humanas, las que son atacadas por la banda terrorista ETA. Por
consiguiente, la lucha contra ETA habrá de ser planeada «desde la Humanidad»;
y si para lograr el alto el fuego hay que hacer concesiones políticas importantes
–incluso el reconocimiento del País Vasco como un Estado independiente, junto
con Navarra y tres provincias francesas– no habría en principio inconveniente en
hacerlas. Lo importante es lograr el fin de la violencia, la pacificación del País
Vasco como un eslabón más de esa armonía humanista de las personas que
viven en «Euskalherría» con el resto de las personas de otros pueblos.

Hacemos notar que la perspectiva humanista, de hecho, no necesita, para


ser asumida, de organizaciones internacionales no específicamente españolas
–tipo ONU o Amnistía Internacional–, sino que también se asumen desde
diversos organismos españoles, pongamos por caso, desde algunas
asociaciones de víctimas del terrorismo, y, por supuesto, desde el gobierno
socialista blando de RZ (no tanto desde el socialismo más tradicional de Felipe
González, quién no dudó en utilizar al GAL como dispositivo, aunque fracasó por
la incompetencia de la realización de su programa).

Por tanto, aunque en estos casos son inseparables las perspectivas (2) y
(3), sin embargo son disociables; y las consecuencias de esta disociabilidad
tienen largo alcance, en cuanto concierne a la preparación de los planes y
programas de lucha contra ETA.

320
En cualquier caso, las perspectivas (1) (2) y (3) no son compatibles entre sí.
Son mutuamente incompatibles, dos a dos: (1) es incompatible con (2), (1) es
incompatible con (3), pero también (2) es incompatible con (3).

La perspectiva secesionista de ETA, desde el punto de vista español (y


tomando «español» en un sentido que no se circunscriba a la Constitución
española de 1978, porque esta Constitución está incluida en España, pero no
recíprocamente), es totalmente inaceptable sobre todo cuando se la considera
desde la perspectiva, no ya de sus agentes, sino desde la perspectiva de los
españoles que padecen el terrorismo. Pero los motivos de la incompatibilidad
con la perspectiva (1) son muy diferentes cuando se asume la perspectiva (2), la
perspectiva política, y cuando se asume la perspectiva (3), la perspectiva ética.

Desde la perspectiva política (2), que es la perspectiva del Estado español,


organizado actualmente según la Constitución de 1978, la perspectiva de ETA
es inadmisible, absolutamente inadmisible. Debe ser rechazada sin condiciones
de ningún género. No se puede reconocer a la banda de ETA la representación
de un «ejército de liberación de un pueblo vasco sometido secularmente a
España». Sencillamente esto es falso, es una pura patraña ideológica (con todos
los detalles que Sabino Arana comenzó a tejer: Juan Zuría, Batalla de
Arrigorriaga, raza euskérica superior, &c.). Este asunto no es opinable desde el
punto de vista de la verdad histórica, y aquí no cabe ninguna concesión al
relativismo («desde el punto de vista vasco la Batalla de Arrigorriaga es
verdadera; desde el punto español sus historiadores dirán que es falsa»). No es
una cuestión opinable, y, por supuesto, no cabe diálogo sobre este punto, como
tampoco cabe un diálogo serio entre los astrónomos y los miembros del club
británico que defiende la tesis de que la Luna es un queso de bola: no cabe decir
que para los aristocráticos miembros de ese club la proposición «la Luna es un
queso de bola» es verdadera, aunque para los astrónomos plebeyos esto sea un
disparate, o simplemente un juego de salón.

Los vascones, caristios, &c., se integraron, como los demás pueblos


peninsulares, en el proceso histórico de evolución de las tribus hacia la
constitución de una sociedad política llamada España; la integración, a lo largo
de los siglos, fue total; el pueblo vasco, en cuanto tal, participó activamente en
el desarrollo de la sociedad política española. Por consiguiente es un simple
delirio, del género del delirio de identificar la Luna con un queso de bola, el
concebir a las relaciones del País Vasco y España como relaciones de un pueblo
colonialmente ocupado, sometido y esclavizado por el Imperio, tomando el
modelo de los movimientos de liberación nacional africanos en los años de la
Guerra fría, o el modelo de la relación de Irlanda con el Imperio inglés, o el
modelo de la relación de Montenegro con el Imperio austrohúngaro. El País
Vasco, y esto no es opinable (aquí no cabe diálogo, sino silencio, sea el de los
oídos sordos, sea el de las pistolas), jamás fue una colonia oprimida por España,
sino una parte de España y de su Imperio.

321
Desde España no cabe hacer ninguna concesión, en absoluto, ni tomarse
en serio, a efectos de una negociación con la banda terrorista ETA, la perspectiva
desde la cual ETA se presenta a sí misma y al pueblo vasco. Por consiguiente,
y esto es lo más importante, no cabe hablar de «guerra» entre ETA y España.
ETA no es el ejército de un pueblo que lucha por su liberación nacional. Es un
grupo terrorista, contra el cual se envía a la policía, y no al ejército español. No
cabe ninguna «negociación» entre el Estado español y ETA, si no se despeja
totalmente toda sombra relativa a este punto; y sin embargo estas sombras son
proyectadas por la simple práctica de unas negociaciones orientadas a la
pacificación del pueblo vasco. Porque si no hay guerra tampoco puede hablarse
de «proceso de pacificación», ni cabe aceptar negociaciones para un «tratado
de paz», sino, a lo sumo, conversaciones sobre las condiciones de entrega de
las armas. Tan solo caben conversaciones colaterales relativas a los presos
etarras y a los etarras en activo, a las condiciones de la entrega de las armas,
dentro siempre del marco del Código Penal vigente.

La mayor parte de los etarras son españoles, y el que estos individuos


invoquen sus sentimientos antiespañoles no tiene más alcance que la invocación
que los miembros del Club de referencia hacen como prueba de su tesis según
la cual la Luna como un queso de bola.

Pero desde la perspectiva humanista, la perspectiva (3), aunque esta sea


asumida por partidos políticos con representación parlamentaria, incluido el
Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, ya no se interpretará del mismo
modo a ETA. Por de pronto comenzará reconociéndose implícitamente a ETA
como un movimiento representativo del pueblo vasco; acaso condenable por sus
métodos violentos, pero no porque, en principio, se excluya, en absoluto, la
posibilidad de defender sus presupuestos históricos y, desde luego, la posibilidad
de defender (no ya individualmente, sino incluso como partido político) la
autodeterminación del «pueblo vasco». Desde la perspectiva humanístico
democrática, en la que todo es opinable, las fronteras entre las naciones se
consideran artificiales (como afirmó RZ en León, en el homenaje al poeta
Colinas).

Es decir, las fronteras pueden rectificarse. Pueden rectificarse, dentro de la


Constitución de 1978, los Estatutos de Autonomía, de forma que las
comunidades autónomas se transformen en «realidades nacionales».

Y desde el humanismo democrático armonista, que se presenta como


radicalmente pacifista, no hay propiamente fronteras en sentido político: las
llamadas «guerras» serán siempre «guerras contra la humanidad», y no guerras
de unos Estados frente a otros. En consecuencia, si hay una guerra, aunque sea
contra la Humanidad, será necesario hablar de un «proceso de pacificación» de
la guerra que ETA sostiene contra España, como una guerra de ETA contra la
humanidad. Que cese el fuego, y entonces negociaremos las condiciones de la
paz, «desde el punto de vista de la Humanidad». Naturalmente, nadie puede
ofrecer credenciales como representante de esa metafísica Humanidad que se
invoca una y otra vez.

322
4

Con lo que precede estamos en condiciones para llevar a cabo un análisis


de los debates que vienen sucediéndose en el Parlamento y fuera de él, en torno
al «proceso» por antonomasia.

El debate dio comienzo a raíz del cambio de perspectiva que, en la cuestión


del terrorismo de ETA, introdujo RZ, respecto del modo como venía tratándose
el problema desde la perspectiva de la Constitución de 1978, tanto por los
gobiernos socialistas como por los gobiernos populares, sin perjuicio de las
diferentes versiones.

Ni los gobiernos de González negociaron en Argel sobre cuestiones de


soberanía ni autodeterminación, ni los gobiernos de Aznar negociaron en
Ginebra en este sentido. Los contactos y conversaciones de Argel, o los de
Ginebra (o otros similares), no fueron propiamente negociaciones políticas
(relativas al Estado), sino transacciones referidas al armisticio, al alto el fuego y
al trato a quienes rindieran las armas. (Sin embargo, uno de los argumentos
recurrentes en los debates sobre el «proceso» consiste en echar en cara al
Partido Popular que también él negoció con ETA, fundándose en las
conversaciones de Ginebra; se trata de una tergiversación grosera, utilizada de
modo engañoso y aceptada por quien no quiere entrar en el fondo de la cuestión,
o por quien no tiene tiempo ni medios para hacerlo.)

RZ, con un «discurso humanista» puro (el discurso más próximo imaginable
al del humanismo Alicia), llega al Gobierno de España tras la oportuna masacre
del 11-M, encumbrado por la ola pacifista que había desatado la guerra del Irak.
Su pacifismo le permitirá presentar al Gobierno de Aznar como cómplice del
pacto de las Azores, como un títere del imperialismo anglosajón, que
merecidamente (por desproporcionados que fueran los métodos) habría recibido
la respuesta musulmana. Retirada inmediata de las tropas españolas del Irak,
para obtener su pacificación; para obtener la pacificación del País Vasco,
principio inmediato de negociaciones con la banda terrorista o con su brazo
político, Batasuna.

Todo esto junto con la reforma extemporánea de los Estatutos de


Autonomía, presentada como una mera reforma constitucional, aún cuando es
indiscutiblemente una reforma del Estado y de la Constitución.

Y esta política de reformas de los Estatutos es la que impulsará la escalada


hacia el soberanismo de muchos nacionalistas: Ibarreche presentará su
Estatuto, al que se le dio tanta beligerancia que llegó a ser admitido para ser
discutido en las Cortes, cuando en realidad estaba «fuera de concurso»; y
aunque se rechazó por anticonstitucional, la beligerancia que se le había dado,
al discutirlo en sede parlamentaria, constituyó ya una victoria para el PNV, que
declaró, por lo demás, no abandonar un solo punto de su proyecto. Muy pronto
vino el Pacto del Tinel, y también se le dio beligerancia al partido, explícitamente
secesionista, de Pérez Rovira, ERC. Del cual pacto se obtuvo una coalición que

323
permitió el gobierno del partido socialista catalán de Maragall, desplazando a los
nacionalistas moderados, CIU, y al PP. Este gobierno tripartito redactó un
Estatuto que, en principio, definía a Cataluña como un nuevo Estado soberano;
rectificado en las Cortes en las cosas de mayor bulto, fue aprobado en el
Parlamento, listo para el Referéndum final. Más aún, el Estatuto de Andalucía, al
redefinir Andalucía como «realidad nacional», corrobora la pertinencia del
Estatuto de Cataluña, y aún puede legítimamente pensarse que fue redactado
para lograr esta corroboración en beneficio del Partido Socialista blando de RZ.

Todo este programa político se hace desde la perspectiva del humanismo,


desde la tesis de la artificiosidad de las fronteras, de la artificiosidad de las
fronteras de España. Mientras las partes de España se mantengan unidas, si así
lo desean, para ciertos asuntos, los contratantes, el principio constitucional de la
unidad de España se supondrá ya respetado. Lo importante es la autonomía de
las partes y no la del todo.

La política de coaliciones entre partidos para obtener la mayoría


parlamentaria («todos contra el PP») irá generando una nueva ideología de la
soberanía popular. La soberanía del pueblo se supondrá íntegramente
representada por la soberanía de una asamblea nacional, regida por la ley de la
mayoría (aunque esta mayoría sea el resultado de coaliciones entre
representantes de partidos que, en el electorado representado, se oponen entre
sí). Por lo tanto, lo que las Cortes aprueban, será expresión de la misma
soberanía popular, sin necesidad de consenso entre los partidos políticos, y
aunque uno de esos partidos de oposición represente casi la mitad del cuerpo
electoral español. Pero los proyectos de esta mitad se desestimarán como
proyectos marginales de un partido aislado y solitario (aunque tenga diez
millones de votantes).

El PSOE (incluyendo ahora a un González reaparecido de vez en cuando


en el trasfondo de los debates) emplea con frecuencia la expresión: «En
democracia», &c.; es decir, definen qué es lo que hay que hacer «en
democracia», como si ellos fuesen sus tutores y sus únicos exegetas. Y esto es
debido a que «en democracia» es una expresión que ellos sobreentienden como
«en democracia parlamentaria cuando la mayoría está con el gobierno y sus
coaligados». Según esto, lo que hay que hacer «en democracia» es obedecer
«lealmente» al gobierno al que apoya la mayoría parlamentaria, aunque éste
actúe contre la Constitución. Los cuatro millones de firmas recogidas
rápidamente por el PP para pedir un referéndum popular fueron consideradas
como puramente marginales por la burocracia constitucionalista.

Con esto entramos en el asunto central que nos ocupa: el «proceso»,


entendido como «proceso de pacificación del País Vasco».

El gobierno de RZ obtiene del Congreso (de la «soberanía nacional»


parlamentaria, formada por la yuxtaposición de coaliciones de pequeños partidos
con la minoría mayoritaria) permiso para negociar con ETA, en cuanto ofrezca
un «alto el fuego» verificable, pero sin necesidad de deponer previamente las
armas: todo ha de encaminarse hacia el proceso de paz.

324
ETA lleva a la negociación los principios de autodeterminación,
incorporación de Navarra, amnistía de los «presos políticos» o etarras en activo.
Es decir, el Gobierno socialista trata a ETA, y a su representante político
Batasuna, como si fuese una potencia con la que se discuten las cuestiones de
la paz. Las víctimas del terrorismo (casi todas, salvo las «humanistas») no
aceptan que los verdugos asesinos impongan sus condiciones. Aunque, hay que
decirlo todo, las víctimas del terrorismo quieren desmarcarse, muchas veces, de
sus compromisos políticos, sintiéndose simplemente víctimas desde una
perspectiva humanística que se acoge a sus derechos humanos, al margen de
sus obligaciones como españoles.

El gobierno de RZ se dispone a abrir negociaciones con ETA, es decir,


comienza dando beligerancia a los planes y programas de los terroristas.
Anuncia el inminente comienzo de las negociaciones, sin excluir el proyecto de
una mesa de negociaciones con Batasuna. RZ invita sin embargo al PP a que
se incorpore a esta mesa de partidos. Sabe que sus electores son muy
numerosos, y teme que, sin su cooperación, la pacificación no se logrará dentro
de las condiciones propuestas. Pero a la vez oscila y toma la resolución de
asumir en solitario el curso de las negociaciones: si ellas resultan bien, obtendrá
en exclusiva el título de pacificador, y se asegurará la victoria en las próximas
elecciones legislativas.

Se comprenderá así el enconamiento de los debates parlamentarios de junio


de 2006 en torno «al proceso».

Pero lo que en esta ocasión queremos destacar es esto. Que los debates,
aunque desplieguen un diálogo intensamente político entre los partidos (en
realidad, entre las coaliciones gubernamentales y el PP), no son propiamente
diálogos dialécticos, mantenidos en el mismo plano de la confrontación. Son
diálogos mantenidos en planos distintos: uno, el plano dialógico y dialéctico que
argumenta en el terreno constitucional específico de referencia; el otro es el
diálogo retórico que argumenta en un terreno indefinidamente genérico, bañado
por la luz del humanismo, y que busca no ya refutar al antagonista dialéctico,
sino producir la impresión en el electorado de que «sabe responder» y responde,
hasta tal punto, de obtener la victoria dialógica (a juicio de analistas políticos o
encuestas) ante gran parte del electorado («las encuestas dan a RZ como
ganador del debate parlamentario, a Rajoy sólo lo considera tal un 33% de los
encuestados»).

Son los representantes del PP quienes han mantenido el debate en un plano


estrictamente dialéctico y con argumentos contundentes: es inadmisible hacer
arrancar un plan de pacificación a partir de la propuesta de unos encapuchados
que anunciaron el alto el fuego por televisión; es anticonstitucional negociar las
«condiciones de paz» de una banda de terroristas que ponen en tela de juicio la
propia Constitución española y la unidad de España; es anticonstitucional
negociar con una banda que mantiene dispuestas las armas debajo de la mesa
de negociaciones.
325
6

El gobierno pacifista armonista no puede mantener el debate en el terreno


específicamente dialéctico, sencillamente porque si entrara en este terreno sería
derrotado dialécticamente (como sería derrotado en un certamen académico el
estudiante que con argumentos sofísticos pretendiera demostrar que 2 y 2 son
5). Su única salida es deslizarse hacia un plano oblicuo y genérico, el plano
propio de la retórica y de la sofística. Es aquí en donde RZ y sus portavoces se
comportan como consumados sicofantes. Es la única manera que tienen de
compensar el simplismo aliciano de sus propuestas humanistas, con
refutaciones retóricas propias de un tahúr que se defiende ante quienes le han
cogido in fraganti.

Puede constatarse que todas las respuestas del PSOE están cortadas por
el mismo patrón: dar por supuesto que los argumentos del PP contra la
negociación con los terroristas son evidentemente absurdos, y por tanto que hay
que descalificarlos sin entrar en su estructura argumental. Se procede por tanto
a «encapsularlos», dando por supuesto, desde luego, que la pacificación es el
objetivo prioritario, y que, por tanto, todo lo que se oponga a este objetivo,
equivaldrá a poner dificultades a la paz, y descubrirá un deseo de los oponentes
a la continuación de la guerra, del terrorismo. Es decir, sobre las argumentos del
PP encapsulados, se proyectarán, desde un plano oblicuo (principalmente de
naturaleza psicológica), juicios de intenciones atribuidas al PP; y de este modo
se pasará del plano en el que se discuten los argumentos objetivos, al plano
psicológico de quienes están enfrentados en el debate por razones distintas de
las que se contienen en la «cápsula».

De este modo los sicofantes podrán pasar al contra ataque ofreciendo la


mano al PP para que renuncie a su rebeldía, a sus deseos irracionales de
sostener la guerra.

Múltiples ejemplos pueden someterse a análisis desde este punto de vista.

Debate del 5 de junio de 2006 entre Blanco (portavoz del PSOE) y Rajoy,
jefe de la oposición.

Mariano Rajoy ofrece una argumentación impecable: el Pacto antiterrorista


(PSOE y PP) acordó aplazar la negociación con ETA (negociación sobre gestión
de los problemas personales, no políticos, pendientes tras la disolución de la
banda) hasta que ETA depusiese las armas; si no se hacía así, el PP denunciaría
el pacto, y no daría su consenso. Los argumentos de Rajoy son, por tanto,
indiscutibles objetivamente. Son argumentos dialécticos, porque se atienen a los
contenidos del Pacto, y a la contradicción flagrante entre estos y los proyectos
de negociación presentados por RZ.

Respuesta de Blanco: «Las declaraciones de Rajoy son un pretexto para


romper el Pacto: tenía ya premeditada su decisión antes del debate. Rajoy actúa
por interés partidista, y no el interés de la paz.»

326
Blanco (llamado «Pepiño») actúa como un sicofante metido a psicólogo. En
lugar de replicar dialécticamente a los argumentos de Rajoy, en el terreno
específico en el que se plantea la cuestión, en lugar de desmontar, como
aparentes, las contradicciones señaladas por Rajoy, se desliza al plano de las
intenciones psicológicas de Rajoy: «Rajoy no quiere la pacificación, Rajoy busca
con sus argumentos romper el acuerdo por motivos partidistas, para evitar que
el proceso de pacificación, si llega a tener éxito, redunde en beneficio del
PSOE.»

¿Y si resulta que una gran mayoría de la gente (parlamentarios, tertulianos,


analistas, electores en general) se deja convencer, más por la retórica de Pepiño
que por la dialéctica de Rajoy? Habrá que reconocer que la democracia
realmente existente está podrida en su propia médula.

Segundo ejemplo: debate en el Senado entre García Escudero, que


representa al PP, y RZ. García Escudero argumenta dialécticamente: «¿Tan
difícil les es a ustedes –les dice a los socialistas– pedir a ETA que deponga las
armas y que pida perdón a las víctimas antes de empezar las negociaciones?»
RZ no responde esa pregunta, sino que se desliza hacia un plano oblicuo en el
que formula otra pregunta que nada tiene que ver con la de su antagonista:
«¿Por qué no pidieron ustedes [el PP en la época de Aznar] a ETA el desarme y
el perdón a las víctimas?»

Una genuina respuesta de sicofante y de tahúr: no sólo porque no responde


a la pregunta específica (explicando las razones por las cuales no pide ahora el
desarme, &c.) sino porque alude a una supuesta negociación (Ginebra) en la que
también supuestamente no se pidió el desarme y el perdón, pero dando por
hecho que las «negociaciones de Ginebra» eran negociaciones políticas, y no
conversaciones exploratorias en torno a las disposiciones para un armisticio.
Pero esta «cambiada» de plano es suficiente para desviar la atención de un
público numeroso, como desvía la atención de su público el trilero que retira un
dado del cubilete que está puesto sobre la mesa.

Tercer ejemplo: el PP formula el día 10 de junio de 2006 su posición formal


de no colaboración con el PSOE en las negociaciones con la banda asesina que,
además de no entregar las armas, no cede en un punto a sus pretensiones
soberanistas y anexionistas. Es ahora la vicepresidenta Teresa de la Vega la
encargada de contra argumentar. Y lo hace también al modo de un tahúr: «La
actitud del PP es incomprensible; nosotros, los socialistas, cuando estábamos
en la oposición, colaboramos siempre con el PP en el gobierno en su política
contra el terrorismo. Pero ahora que los populares han pasado a la oposición ya
no quieren colaborar con nosotros, &c.»

El contra argumento de la señora de la Vega es sencillamente despreciable,


porque se basa en la equiparación, ante un público que no está informado o que
no quiere informarse, de dos situaciones totalmente heterogéneas: el PSOE
colabora con el gobierno del PP en la lucha contra el terrorismo por métodos
policiales y jurídicos; pero ahora el PP si no colabora con el PSOE no es por una
actitud desleal (un argumento propio del psicologismo más barato) sino porque

327
la negociación del PSOE ya no se mantiene en el terreno constitucional de la
lucha policíaca y jurídica, sino en el terreno de la negociación con la banda
secesionista y anexionista. La brocha gorda de Teresa de la Vega pone entre
paréntesis («encapsula») los argumentos del PP y se limita a calificar
psicológicamente de actitud «desleal», de cambio de actitud, lo que es otra cosa
totalmente distinta.

Cuarto ejemplo: el diputado socialista de la autonomía madrileña, Simancas,


contra argumenta a la negativa del PP de «negociar la paz con los terroristas
secesionistas», diciendo explícitamente que esta negativa se debe a que el PP
no quiere la pacificación, sino que quiere mantener la guerra para debilitar a
Zapatero y evitar que se convierta en el pacificador. Otra vez los argumentos
populares quedan encapsulados en el envoltorio «posiciones contra el proyecto
del gobierno», y sin entrar en la materia objetiva misma de los argumentos, se
formulan juicios psicológicos de intenciones.

Quinto ejemplo: el llamado «Pepiño» insiste en el mismo método de


refutación, no necesita entrar en los argumentos contra la negociación que
llevaron a una multitudinaria manifestación en Madrid, convocada por la
Asociación de Víctimas del Terrorismo, con el apoyo del PP, el día 10 de junio
de 2006. Simplemente procede encapsulando los argumentos de los
manifestantes, a fin de tratarlos oblicuamente desde un plano psicológico: la
manifestación es simple efecto de un «desahogo» de un PP acogotado y
tambaleante. Y Pepiño añade, consolidando su diagnóstico de psicólogo y
añadiéndole unas gotas de ética y moral: «Pero espero que tras su desahogo el
PP recupere la sensatez y estreche la mano que el Gobierno le tiende.» Pepiño
está calculando, sin duda, que el electorado creerá que si el PP cede será porque
el PSOE le tendió la mano generosa; pero si no cede, entonces el electorado
verá al PP como un mal bicho, que desprecia incluso una mano tendida hacia la
paz.

En el transcurso del «proceso» algunos adoptarán claramente la perspectiva


de la retórica, llegando incluso a entender la dialéctica como una clase más de
retórica. Así, Alcaraz, del PC, ve los debates en torno al «proceso» como un
simple duelo entre partidos, en el cual cada uno utiliza los recursos que tiene a
mano para acorralar al otro. «Y si el PP puede decir que Zapatero buscó la
pacificación en solitario –al anunciar las conversaciones con ETA, en un mitin
del partido, sin avisar previamente al PP– también podrá decir el PSOE que el
PP busca frustrar la posible victoria del PSOE.» De este modo todos pueden
decir algo; los debates sobre el proceso se dejan, en pleno relativismo acerca de
las verdades objetivas, en manos del juicio de la mayoría, de una mayoría que,
buscando la paz, al margen de la política, atiende a la retórica antes que a la
dialéctica o, lo que es peor, interpreta la dialéctica como una forma más de
retórica.

Una y otra vez el gobierno español, que controla la mayoría de los medios
de comunicación de masas, que cuenta con sus aliados analistas (una gran parte
328
de tertulianos y periodistas participa del pacifismo armonista), repetirá que Rajoy
boicotea el proceso de pacificación, que «en democracia» (es decir, en el
Parlamento controlado por él) todos lo excluyen, que le invita, «una vez
desahogado», a reintegrarse al pacto como a un hijo pródigo.

Es decir, Rajoy puede sentirse, con razón, preso de la trampa de la


democracia parlamentaria, de un Parlamento de coaliciones que pretende, con
fraude de ley, sustituir al «pueblo».

Sólo le quedaría a Rajoy una salida dialéctica, aunque no verbal: romper


definitivamente con el supuesto Pacto Antiterrorista, romper con el proyecto de
pacificación del Gobierno, y negar el consenso.

Y con esto dará ocasión a que los retóricos y sicofantes vuelvan a considerar
al PP como saboteador de la pacificación, como antidemócrata, incluso como
fascista.

No hay una tercera vía, si se quiere mantener la forma dialógica de la


democracia realmente existente. Es esta democracia parlamentaria la que nos
obliga a elegir entre dialéctica y sofística. Por ello, dentro del marco democrático
convencional, la ruptura de Rajoy, sin perjuicio de su legitimidad «en
democracia», es la única solución posible que el PP tiene si quiere liberarse de
la trampa tendida por los sicofantes.

Los promotores del proyecto de pacificación del País Vasco mediante la


«negociación» con la banda terrorista, una vez que han «verificado» el cese
provisional del fuego, pero sin ceder a sus pretensiones secesionistas (de
España) y anexionistas (de Navarra y las provincias francesas), creen poder
alcanzar una paz verdadera. Y sólo pueden creer esto porque presuponen,
desde la perspectiva de un Mundo sin fronteras, conseguido o a punto de
conseguirse mediante la Alianza de las Civilizaciones, que lo importante es que
no haya más muertos ni extorsiones, y que todo lo demás (el soberanismo de
ETA, incluso la transformación del País Vasco en un Estado confederado, a lo
sumo, con otros Estados «españoles») es accidental. Con esto, la pacificación
perseguida viene a ser la paz de la victoria... de ETA.

Porque el proyecto de pacificación ha abandonado la perspectiva política,


que se basa en la realidad de los Estados, y en nombre de una nebulosa y
metafísica Alianza de la Humanidad y Mundo sin fronteras, que literalmente no
existe, cree poder planear programas éticos. Por eso la paz que se contempla
en el País Vasco es una paz vista desde esa nebulosa Alianza de las
Civilizaciones o Mundo sin fronteras, como si ellas fueran situaciones reales
dadas en el presente; lo que equivale a decir que esos proyectos de Alianza de
Civilizaciones y Mundo sin fronteras comienzan a despojarse de su máscara
metafísica, y cobran su verdadera realidad, como actos de traición a España,

329
como entidad realmente existente, y a su indivisibilidad. Una traición que además
constituye un atentado con la Constitución de 1978.

Se comprende así, con toda claridad, el funcionalismo, en manos del


Gobierno de RZ, de la ambigüedad del término «proceso de pacificación».
Porque ahora «el proceso» está a la vez incorporando, como en una «síntesis
superior», el proyecto de pacificación de ETA (es decir, la Paz de la Victoria
secesionista de ETA), y el proyecto de pacificación del gobierno socialista. Y
llega al colmo esta ambigüedad cuando los socialistas, por ejemplo, por boca del
llamado «Pachi López», enfrentándose a las propuestas de los populares,
relativas a la interrupción de las negociaciones con Batasuna, afirma que ellos,
los socialistas vascos, no buscan ningún precio político en sus negociaciones,
sino que sólo buscan satisfacer «los deseos de paz de la ciudadanía», como si
estos deseos y las negociaciones entre el PSE y Batasuna no constituyesen ya,
por sí mismas, el pago al contado del precio político impuesto por ETA.

Ahora bien, los promotores del proyecto de pacificación, principalmente el


PSOE de RZ, pueden disponer como único medio de neutralizar los argumentos
refutatorios de la oposición popular, del procedimiento que ya hemos descrito de
«encapsulamiento psicológico»: los argumentos de la oposición del PP, que les
llevan a romper la colaboración con el gobierno, serán interpretados
automáticamente como meros intentos de frenar la paz, con la única intención
partidista de erosionar al gobierno socialista y evitar que obtenga una resonante
victoria con la pacificación. Pero una vez fabricadas sus cápsulas, los promotores
socialistas se apoyarán en ellas como plataforma oblicua que les permitirá
acusar a los populares de ser gentes sin juicio, obsesionados por recuperar el
poder político que perdieron en las elecciones, que les llevará a desear que el
terrorismo siga viviendo, para tener pretexto para una oposición absurda.

De este modo, en lugar de responder a los argumentos dialécticos, iniciarán


un proceso de «persuasión psicológica de masas», con ayuda de los medios
más influyentes de comunicación. Un modo de persuasión similar al de quien
busca obtener, por ejemplo, que un demente furioso se tranquilice: le tenderán
la mano ofreciéndole volver al redil, a la prudencia; el PSOE y coaligados tratarán
«en democracia» al PP como se trata a un menor víctima de un arrebato que
ellos, con su superior sabiduría, sabrán comprender.

Y de este modo vemos como la lógica dialéctica se convierte el psicología


transaccional y acaso ésta obtiene la victoria de la opinión pública sobre aquella.

La mala fe de esta conversión, de este deslizamiento de la dialéctica a la


psicología retórica es evidente para quien contempla desde fuera «el proceso».

Pero si la mala fe de los sicofantes tiene sus efectos deseados sobre «el
pueblo», habría que resignarse a reconocer la conocida sentencia: cada pueblo
tiene el Gobierno que se merece.

330
Notas sobre el concepto de populismo
Gustavo Bueno

El término 'populismo' se emplea con un marcado sentido ideológico, sobre todo cuando se le
utiliza, no como un término descriptivo teórico, neutro, sino como un término axiológico,
valorativo, y de signo especialmente despectivo o negativo

«Jamás debe olvidarse que las elecciones en México y en el mundo no


se ganan en las urnas, se ganan antes y durante las campañas políticas;
los votos sólo son la convalidación de lo anterior. [...] Muchos personajes
de la radio y la TV se pasaron meses haciendo campañas contra el
'autoritarismo' y el 'populismo' de López Obrador.» (comentario de Pedro
Echeverría Várguez, «El golpe dado a López Obrador por enemigos y
'amigos'», Criterios, ante el desenlace de las elecciones mexicanas de 2
de julio de 2006.)

El término «populismo» no está recogido en la última edición del Diccionario


de la Lengua Española; sin embargo es un término ampliamente utilizado en
contextos políticos, y la propia Academia Española tiene documentados, en su
base de datos CREA, hasta 355 casos, sobre todo en los años noventa del siglo
XX, referidos a textos publicados en España, México, Venezuela...

No deja de tener interés este desajuste entre los materiales del banco de
datos de la Academia y la definición canónica de los términos del español que
ofrece el Diccionario. No nos atrevemos a pensar que este desajuste sea debido,
no ya a la ignorancia que los académicos definidores tienen de su propio banco
de datos, sino más bien a las dificultades para definir un término tan ambiguo y
tan comprometido desde el punto de vista político.

El término «populismo» se emplea, sin duda, con un marcado sentido


ideológico, sobre todo cuando se le utiliza, no como un término descriptivo
teórico, neutro, sino como un término axiológico, valorativo, y de signo
especialmente despectivo o negativo. Por eso convendría distinguir
inmediatamente dos sentidos del término «populismo»: el «populismo negativo»

331
(también podríamos llamarlo «populismo descalificativo») y el «populismo
positivo».

El sentido negativo del término populismo puede estar favorecido por la


circunstancia de que el sufijo «ismo» suele ser utilizado muchas veces en este
sentido crítico negativo, cuando la crítica se basa en un supuesto exceso,
exageración o radicalismo de la raíz: tal sería el caso de los términos
«sociologismo», «psicologismo», «snobismo», &c.

Podríamos reservar la expresión «populismo calificativo» para los casos en


el que el término populismo se utilice como mera calificación descriptiva de un
sistema o proceso político, sin entrar en valoraciones positivas o negativas.

El populismo descalificativo acaso se utiliza principalmente desde la


perspectiva de la democracia «políticamente correcta», entendiendo por tal la
democracia indirecta, como la democracia parlamentario representativa, en la
cual el Parlamento es considerado como sede de la soberanía; la democracia en
la cual se evita la participación directa del pueblo, por cuanto se considera que
los cauces ordinarios de esta participación no son otros sino los de sus
representantes democráticamente elegidos. Populismo, en este primer sentido
descalificativo, está muy cerca del asambleísmo, pero también del recurso a las
consultas o manifestaciones directas del pueblo, en la calle (más que en las
urnas), o mediante referendos.

Desde el punto de vista de esta idea de democracia representativa (a veces


llamada «avanzada», correcta o refinada), también se utiliza el término
populismo, como término descalificativo, cuando el sistema tiende a poner entre
paréntesis al parlamento, en todo lo que concierne a la designación del Jefe del
Estado, o incluso del Presidente del Gabinete: las llamadas repúblicas
democráticas presidencialistas suelen ser incluidas muchas veces bajo la rúbrica
descalificadora de «populismo».

La consideración de las democracias presidencialistas como formas de


populismo tiene una gran analogía, salvados los tiempos, con lo que, en la
doctrina clásica aristotélica, se llamaron «desviaciones» de las formas correctas
de la sociedad política, a saber, la monarquía, la aristocracia y la democracia.
Sus formas desviadas –la tiranía, la oligarquía y la demagogia– resultan ser
muchas veces en la actualidad sujetos de atribución del término «populismo».

332
La tiranía de Pisístrato (que utilizaba el pueblo frente a la aristocracia) tiene
cierto paralelo con las democracias presidencialistas llamadas populistas,
precisamente porque se dice que utilizan al pueblo frente a las oligocracias
constituidas por los partidos políticos y por la clase política presente en el
parlamento.

Asimismo las aristocracias de las que se dicen que recurrían al pueblo,


frente a la monarquía o a las tiranías, también tienen cierta semejanza con el
populismo en el sentido descalificativo. En el Menexeno, atribuido a Platón, se
define la democracia de Pericles (y también podríamos agregar, la democracia
de Solón y de Clístenes), como una aristocracia con el consenso del pueblo.

El populismo, desde el punto de vista de la democracia («correcta») vendría


a significar algo equivalente a demagogia.

La cuestión de fondo se plantea, por tanto, como cuestión de delimitación


de las fronteras entre demagogia y democracia, o entre populismo y demagogia;
y estas cuestiones remueven los fundamentos mismos de la doctrina de la
democracia realmente existente, y particularmente de la democracia
parlamentaria constitucional, dentro del Estado de derecho.

La idea del populismo en su sentido descalificador suele fundarse en el


supuesto de que mientras que la democracia correcta o refinada está apoyada
en un pueblo «refinado», alfabetizado, bien informado, y en el cual los
ciudadanos están dotados de buen juicio, las democracias populistas utilizan a
un pueblo indocto, muchas veces analfabeto, al cual la adulación, las promesas
o las falsas esperanzas pueden conducir ciegamente por las direcciones que le
marca el presidente tirano, o la aristocracia, aunque ésta tenga la forma de una
partitocracia.

Por su parte, la acusación que el populismo, en el sentido positivo de la


democracia directa, levanta contra la democracia indirecta, es la de que ésta es
poco participativa y puramente delegativa, en cuanto democracia representativa,
y que su estructura conduce al sistema democrático correcto a formar clases
políticas cerradas en sí mismas (incluso mediante un conchavamiento de los
partidos políticos opuestos políticamente entre sí, pero que quieren mantener su
situación de privilegio en el poder), distanciadas de los problemas reales del
pueblo, mediante la doctrina ideológica de que la soberanía reside en el

333
parlamento y que por consiguiente es el parlamento el único lugar en donde el
pueblo debe manifestarse democráticamente.

Sin embargo no es fácil demostrar que la verdadera diferencia entre la


democracia correcta indirecta y la democracia directa (en cualquiera de sus
formas) tenga que ver con el diferente grado de «conciencia», refinamiento, buen
juicio o formación política de los electores respectivos. En la democracia correcta
parlamentaria, es decir, realmente, en las democracias partitocráticas, el
electorado carece propiamente, aunque esté alfabetizado y mantenga un alto
nivel de vida en el estado de bienestar, no ya de buen juicio político, sino incluso
de la posibilidad de tenerlo, precisamente porque delega en los partidos su
propio juicio político, y porque es incapaz prácticamente de entender los mismos
programas y proyectos políticos que los partidos le ofrecen (solamente un
porcentaje escasísimo de electores de una democracia parlamentaria de tipo
europeo pueden entender siquiera, y menos aún juzgar, un programa
económico, sin ser economista, un programa geopolítico, industrial o energético,
sin ser físico, geólogo o ingeniero; un programa educativo sin ser historiador,
sociólogo o filósofo). Dicho de otro modo: los juicios políticos de los electores de
las democracias indirectas parlamentarias se atienen a la condición de juicios de
autoridad apoyados en la fe o en el prestigio que estos electores proyectan sobre
sus dirigentes, pero son juicios desde el punto de vista política tan «ciegos»
como los que se atribuyen a los electores de una democracia populista.

La diferencia objetiva, desde un punto de vista materialista (es decir, no


idealista o ingenuo), entre la democracia parlamentaria «políticamente correcta»
y lo que se viene llamando el populismo, o democracias populistas, no puede
cifrarse en el mayor o menor buen juicio (desde el punto de vista político) de los
electores. Por eso unas elecciones populistas son objetivamente tan
democráticas como puedan serlo las elecciones a representantes; en ambos
casos podría decirse, en general, que los electores se dejan dirigir por el prestigio
de sus líderes, o de las cúpulas que elaboran los programas, &c.

La diferencia entre estas formas de democracia, que sin duda existen, habrá
que ponerlas en otro lado: y no precisamente en aquel en el que se debaten los
criterios de la democracia en sentido teórico.

La cuestión está profundamente relacionada con la idea misma de


«pueblo», como entidad política («salus populi suprema lex esto»), en sus
conexiones con la idea de «nación política», en cuanto contradistinta con la

334
«nación étnica» o cultural. El pueblo es el conjunto de los ciudadanos vivos, en
el presente, que intervienen en la vida «pública»; la Nación política incluye
además a los antepasados (a los muertos) y a los descendientes, a los padres
(a la Patria pretérita) y a los hijos y descendientes (a la Patria futura). La Nación
política es un concepto histórico, la nación étnica o cultural es un concepto
antropológico.

En cada sociedad política el Pueblo y la Nación tienen proporciones distintas


según los ritmos históricos de su desarrollo. Cuando el Pueblo forma parte de
una Nación política histórica que ha logrado refundir las antiguas etnias o gentes
en una unidad cultural, con una lengua común y unas costumbres también
comunes, y cuando además ha alcanzado un desarrollo económico que le
conduce a ser una sociedad de mercado pletórico, próxima al estado de
bienestar, entonces las democracia indirecta o representativa es muy probable
que sea la forma política de elección; pero no porque el ciudadano esté
políticamente mejor formado que el ciudadano de la democracia populista, sino
porque él harto tiene con atender a los deseos de controlar su bienestar en un
futuro inmediato, y adoptar las medidas prudenciales que le permitan elegir al
representante que cree más proporcionado a sus intereses particulares,
delegando en él por tanto las decisiones políticas.

Pero si la Nación política no ha logrado todavía la refundición de grupos


étnicos, culturales o «indígenas», en una sola Nación cultural, si tiene
pendientes, acaso porque existen o se reavivan las cuestiones de las culturas, o
de las etnias, o de los indigenismos de la sociedad, entonces difícilmente podrá
democráticamente apelarse a una democracia representativa, y se tenderá a una
forma de democracia en la que tengan participación directa, no ya los individuos
de una Nación política común, sino los individuos que forman parte de una etnia,
de una tribu, de una cultura, &c. De este modo esta democracia participativa se
aproximará notablemente a una especie de estado confederado, que se guiará
por la idea contradictoria e imposible de una «nación política de naciones
políticas», confederación confundida muchas veces con un estado federal, que
es también una contradicción en los términos (el estado federal deja de serlo
automáticamente en cuanto los antiguos «estados federados» ceden su
soberanía al llamado «estado federal»). Es posible un estado multinacional; pero
el concepto de nación política multinacional y multiétnica es incompatible con un
estado democrático y con una nación política democrática.

335
Notas sobre la socialización y el socialismo
Gustavo Bueno

Se intenta en esta nota sistematizar las muy diversas modulaciones –no siempre fáciles de
concordar– que asume el término «socialismo», principalmente en su relación con el
racionalismo y con la filosofía (materialista) en obras del autor tales como El papel de la
Filosofía en el conjunto del saber, Ensayos Materialistas, Ensayos sobre la categorías de la
Economía Política, ¿Qué es la Filosofía?, &c.

En distintas ocasiones y por diferentes conductos se me ha requerido –


últimamente y con especial agudeza por Javier Pérez Jara– para que manifieste
el alcance que pudieran tener las múltiples referencias al socialismo que, a lo
largo de casi cuarenta años, aparecen en libros, artículos, entrevistas o
conferencias que se me atribuyen; referencias en las cuales el término
«socialismo» cobra modulaciones (muchas de ellas determinadas por el contexto
y la fecha) que no siempre parecen concordar entre sí.

El presente rasguño intenta responder a estos requerimientos mediante una


primera «sistematización» de las modulaciones del término socialismo a las que
nos referimos. Esta sistematización no pretende disimular las distancias que
median entre las modulaciones del socialismo de referencia, y la variación, a lo
largo del tiempo, en el uso de tales modulaciones; variaciones determinadas,
ante todo, por la propia evolución del socialismo político y económico
(derrumbamiento del Nacional-Socialismo primero, y del «socialismo realmente
existente» –caída de la Unión Soviética y práctica desaparición de los partidos
comunistas– después, desvelamiento de los componentes capitalistas y
sectarios del socialismo democrático o socialdemocracia, &c.). Pero sí pretende
subrayar que los cambios y las variaciones no son arbitrarias, o meramente
coyunturales, sino que se mantienen dentro de una idea funcional central que,
sin perjuicio de sus modulaciones o valores de función, puede considerarse
como invariante en el conjunto del desarrollo del materialismo filosófico.

Dejaremos de lado en esta ocasión, y en la medida de lo posible, la


distinción entre socialismo como «significante de realidades históricas»
(socialismo histórico) y socialismo como «significante de teorías o de ideas sobre

336
el socialismo», aun cuando estas teorías o ideas carezcan de referentes
históricos (socialismo teórico).

La distinción entre un socialismo histórico y un socialismo teórico está


presente, por ejemplo, en la oposición tradicional en los clásicos del marxismo
entre el «socialismo utópico» (entendido como una mera idea o teoría sin
correlato histórico posible en el pretérito, en el presente, o en el futuro) y el
«socialismo científico» (que, intencionalmente al menos, se refiere a realidades
sociales históricamente dadas o realizables; otra cosa es que se discuta si el
llamado «socialismo científico realmente existente», en la consabida expresión
de Suslov, fue efectivamente una realidad o solamente una teoría que encubría
un «capitalismo de Estado», un «despotismo tártaro» o una nueva versión del
«modo de producción asiático»).

En cualquier caso, la oposición entre un socialismo histórico y un socialismo


teórico no se propone aquí como oposición disyuntiva, porque se reconoce la
posibilidad, incluso la necesidad, de admitir que todo socialismo histórico
envuelva siempre alguna idea o teoría socialista; aunque se reconozca también
que caben teorías o ideas de socialismo –por definición, las que consideramos
utópicas– a las cuales no es posible asignar un lugar en la historia, aunque
tengan un lugar distinguido en el terreno de las ideas, o de las teorías.

Se comprende que, dada la naturaleza eminentemente crítica de la


distinción entre socialismo histórico y socialismo teórico, no sea posible utilizarla
como criterio de clasificación «imparcial»; cualquiera de las aplicaciones que de
ella pudieran hacerse (por ejemplo, respecto del socialismo soviético, en sus
diferentes fases), tendría que tomar partido y habría de ser considerada, por
tanto, partidista.

Dejamos de lado, como decimos, en la medida de lo posible, la distinción


entre socialismo histórico y socialismo teórico, pero subrayando que esta
decisión (de «dejar de lado») es más intencional o metodológica que efectiva,
porque la distinción, por su mera capacidad clasificadora, encierra una
dimensión crítica que se mantendrá implícitamente presente a lo largo de la
exposición que sigue, esperando muchas veces sus desarrollos explícitos.

Partimos, en el terreno sistemático explícito, de la distinción que


consideramos fundamental, entre socialismo, en sentido genérico (o filosófico,
en este caso) y socialismo en sentido específico (que no cabe equiparar, sin
más, al socialismo en sentido positivo o histórico).

337
La idea de socialismo genérico se delimita por oposición a formas de
organización histórica o teórica que no son socialistas; la idea de socialismo
específico se delimita por oposición al socialismo genérico y envuelve la
oposición (diamérica) entre cada especificación del socialismo genérico y otras
especificaciones definidas (desde el punto de vista económico-político, la
socialización por antonomasia, durante un siglo, significaba la «socialización de
los medios de producción», vinculada a los planes y programas políticos de la
Unión Soviética). En consecuencia, puede afirmarse que el socialismo genérico
habría que entenderlo como un socialismo perfectamente definido respecto a
aquello que no es socialismo. O dicho de otro modo: el socialismo filosófico (o
genérico, en este caso) no es un socialismo indefinido «a escala de género»,
aunque lo sea «a escala de especie».

Las principales dificultades se plantean precisamente a propósito de la


dialéctica entre la escala genérica y la específica. Como extremos de esta
dialéctica podemos considerar:

(1) por un lado la tendencia a «anegar» a la especie en el género (como


cuando en los debates en torno a la reorganización política de las Comunidades
Autónomas españolas pretenden algunos reivindicar su condición genérica de
naciones, de realidades nacionales o de nacionalidades europeas, sin necesidad
de considerar su condición española, omitiendo, por ejemplo, en los estatutos
reformados –Andalucía, Canarias– la condición de españolas y presentándose
directamente como regiones europeas).

(2) por el otro lado, la tendencia a «secuestrar» (o «circunscribir») el género


en alguna de sus especies, es decir, a circunscribir el género (socialismo, en
nuestro caso) en alguna especie suya determinada («socialismo real» como
designación de la Unión Soviética; «Partido Socialista Obrero Español» como
designación de la socialdemocracia española autoproclamada de izquierdas).
Una «circunscripción» que desborda de hecho el horizonte literario (o retórico)
de la antonomasia o de la sinécdoque (pars pro toto) y que se convierte en un
auténtico «secuestro ideológico» que equivale prácticamente al rechazo del
reconocimiento de otras especies de socialismo como especies históricas,
sobreentendiéndolas, a lo sumo, como especies meramente teóricas, por
ejemplo, como «socialismo de cátedra». La Unión Soviética «secuestró» el
término socialismo hasta el punto de llegar a considerar a la socialdemocracia
alemana como una especie de fascismo («socialfascismo»).

El proceso del secuestro del socialismo genérico por una especificación


suya encuentra notables paralelos en otras regiones del espacio antropológico.

338
Citaremos aquí las dos acaso más importantes, a saber, los que tienen lugar en
la «región» de las religiones positivas y los que tienen lugar en la «región» de la
Idea de Cultura.

Las religiones positivas se han entendido (desde las «religiones del libro»,
sobre todo) en el sentido específico postulado por cada religión histórica
(judaísmo, cristianismo, islamismo). El cristianismo, en la tradición patrística y
escolástica, iba referido a la religión positiva por antonomasia, concebida como
la religión verdadera y aun como la verdadera religión (las «religiones paganas»
–por ejemplo, las religiones indígenas americanas– eran interpretadas como
supersticiones; y las religiones judía o musulmana eran interpretadas o bien
como una «preparación evangélica», en frase que Eusebio de Cesárea aplicó al
Imperio romano, hacia la verdadera religión, o como desviación o herejía de la
religión cristiana, en expresión de San Juan Damasceno). Podemos constatar,
por tanto, en la tradición (muy desdibujada en nuestros días por el irenismo y el
ecumenismo) la presencia de una religión circunscrita al cristianismo (por su
parte, al islamismo...) o, para decirlo con más vigor, podemos hablar de una idea
de religión secuestrada por una religión o iglesia determinada.

Otro tanto ocurre hoy (más que en la tradición) con la Idea de Cultura. La
idea de cultura que hoy se utiliza ordinariamente (en el lenguaje popular, en el
lenguaje político, &c.) no es la idea de cultura genérica que utiliza la Antropología
cultural (el «todo complejo» de Tylor), sino una idea de «cultura circunscrita» a
determinadas áreas culturales (literarias, musicales, folclóricas...) con exclusión
de otras. Los Ministerios de Cultura (o las Consejerías de Cultura, o las
Concejalías de Cultura...) sobreentienden el término «cultura» circunscrito a los
contenidos muy limitados que tienen encomendado administrar, y dejan a cargo
de otros ministerios (o consejerías o concejalías) partes tan esenciales de la
cultura genérica, en cuanto idea antropológica, como puedan serlo la Agricultura
–reservada a un Ministerio, Consejería, &c., de agricultura– o la Industria –
reservada a un Ministerio de Fomento– o el Ejército –reservado a un Ministerio
de Defensa (como si los ejércitos o sus armamentos no fueran partes integrantes
del «todo complejo»)–.

Ante todo, el socialismo genérico (tanto en el sentido histórico, como en el


teórico) se delimita frente al subjetivismo individualista y, después, frente
al subjetivismo de grupo (de un «grupo subjetivista», en la medida en que tienda
a retraerse, encerrarse o enrocarse en sus propios contornos). Si englobamos
ambos tipos de subjetivismo en un solo concepto podríamos hablar
de particularismo. Y entenderíamos aquí como particularismo (en cuanto
posición más teórica o emic, que histórica etic) a cualquier pretensión de erigir

339
una parte de la sociedad humana (de cada sociedad distributivamente tomada,
o de la sociedad universal en sentido atributivo, cuando a este sentido pueda
corresponderle un correlato histórico y no sólo teórico) en representación única
de lo humano, en general, con segregación (histórica o teórica) de todas las
demás «pretendidas partes».

Según esto, el socialismo genérico (con la nota de un universalismo


expansivo o virtual) se daría siempre especificado en una forma o modo de
socialismo específico; sin embargo, no todo socialismo específico habría de
tener la nota de universalismo genérico, si es que su socialismo procesual
adquiere una dirección contractiva y particularista, y aún depredadora (la del
Nacional Socialismo, por ejemplo), que tiende a mantenerse no ya aislado de
todos los demás, sino sencillamente autodefinido como plataforma subordinante
de las restantes partes de las sociedades humanas.

La tesis que mantenemos en torno a las cuestiones que tienen que ver con
la génesis de la filosofía (y en especial con el racionalismo filosófico materialista,
entendido como una «disposición» históricamente cristalizada en la Grecia
clásica y cuyo alcance político, como perspectiva general, se supone
imprescindible en el tratamiento de los planes y programas de una sociedad
compleja) se enfrenta, ante todo, con las tesis que defiende la génesis subjetiva
de la filosofía considerándola como la «reacción espontánea» que cualquier
individuo dotado de conciencia reflexiva produce ante las «cuestiones
existenciales» más fundamentales (¿quién soy yo? ¿quién me hizo? ¿a dónde
voy? ¿cuál es mi destino? ¿quién hizo el Sol?...). La versión más relevante del
subjetivismo individualista es, ante todo, la que hemos denominado
«gnosticismo» (reduciendo ad hoc, a efectos de su redefinición filosófica, a la
escala subjetivo individual, las posiciones más bien grupales que en el siglo II
estuvieron representadas por las denominadas «sectas gnósticas»).

El «gnosticismo grupal», como concepto religioso positivo (no filosófico) se


nos presenta hoy como una sabiduría de carácter soteriológico, revelada a
algunos grupos (iglesias, sectas, grupos étnicos...) que mantienen la necesidad
de compartir el «conocimiento» (gnosis) que en ellas estaría depositado para
lograr la «salvación». Con frecuencia la gnosis grupal se consideraba
participada, de modo eminente, por algún miembro o adalid del grupo. Sobre
este concepto de gnosticismo grupal, acuñó T. H. Huxley (que conoció el
gnosticismo a través de San Pablo y lo aplicó a grupos coetáneos, Iglesias
anglicana, presbiterianas, &c.) su famoso concepto de «agnosticismo» (puede
verse el Diccionario Filosófico de Pelayo García Sierra, sub
voce «Agnosticismo»).

340
Con el término gnosticismo, en sentido filosófico, sin embargo, venimos
designando, ante todo, a posiciones muy relevantes de la tradición filosófica que
defienden la génesis radicalmente subjetivo-individual de la reflexión filosófica.
La filosofía, según esta tradición, brota de los sujetos individuales (generalmente
de ciertos sujetos individuales), que acaso han debido «madurar» en
determinadas épocas históricas y sociales, pero que sólo cuando se han «vuelto
hacia si mismos», desprendiéndose de todo vínculo grupal, social, podrían haber
abierto un nuevo tipo de reflexión, la reflexión «subjetiva», filosófica, considerada
como la única vía para una reflexión «libre» (libre de «toda atadura» o prejuicio
familiar, religioso, político, profesional...).

Y no porque en algún caso los resultados de esta reflexión subjetiva se


presenten como puramente negativos la reflexión sería menos filosófica: ahí
tenemos el escepticismo antiguo como forma «madura» de la filosofía griega
(Gorgias, Pirrón, Enesidemo). El gnosticismo adquiere un vigor singular en el
neoplatonismo de Plotino («solo con el Solo») e impregna el monaquismo
cristiano (los «Santos del Yermo» antes de transformarse en cenobitas, de los
que habó Paladio) o el sufismo musulmán.

En la época moderna el gnosticismo filosófico encuentra su canal de


expresión más importante en el ego cogito, ergo sum cartesiano; canal en el cual
muchos historiadores ven el inicio de «la modernidad» o de la época moderna;
pues, aunque en el seno del ego cogito Descartes encuentra casi de inmediato
a un Dios personal (o a su Idea), lo cierto es que el ego cogito presupone una
desconexión total con los demás sujetos humanos o animales, a los que llegará
a considerar, al menos en la fase metodológica, como egos aparentes o
autómatas (sólo a través, o por la mediación, de la veracidad de Dios estos
automatismos podrían recuperar la condición de sujetos personales reales y no
aparentes).

Es cierto que, desde una perspectiva materialista, el individualismo


subjetivo, en su forma de gnosticismo, es antes una «teoría» (una ideología) que
una realidad histórica; históricamente podría considerarse como una expresión
ideológica del individualismo práctico (económico, social) configurado en los
principios de la revolución industrial en su lucha con el «comunalismo» o
«socialismo» representado por la idea del cuerpo místico de la Iglesia católica –
universal– vinculada al Antiguo Régimen. Pero lo cierto es que este subjetivismo
individualista estaba llamado a conformar, en gran medida, como ya hemos
dicho, la llamada modernidad y, en particular, la llamada filosofía moderna: el
denominado historiográficamente «empirismo inglés» (el de Locke o el de Hume,
principalmente) debería considerarse, en gran medida, como una versión sui
generis de gnosticismo. Un gnosticismo con inmediatas derivaciones políticas
que culminarán en las doctrinas del contrato social, según las cuales las

341
sociedades políticas serían, en cierto modo, «superestructuras» creadas por
individuos previamente dados que pactan las condiciones de una convivencia
compatible con su libertad.

Un subjetivismo que impregna gran parte del idealismo de Fichte (sin


perjuicio de sus componentes «sociales»: «no hay yo sin tú») pero que culminan
en el solipsismo de Wilhelm Schuppe (Erkenntnistheoretische Logik, 1878) o el
de Richard Schubert-Soldern (Grundlagen einer Erkenntnistheorie, 1884) y, por
supuesto, en el subjetivismo anarquista de El Único y su propiedad (1844) de
Max Stirner. La obra, hace años muy citada, de Le Dantec (L’Egoisme, seule
base de toute societe, 1912) expone también una concepción subjetivista
extrema. Lo que comúnmente viene a entenderse hoy, en su sentido más radical,
como liberalismo (o neoliberalismo) –y cuya esencia suele hacerse consistir en
la concepción de la subordinación total de la sociedad y de la política del Estado
a los intereses de cada individuo– lo que lo convierte paradójicamente en un
universalismo. En realidad, este liberalismo individualista es una versión
económico-política del subjetivismo.

Frente al gnosticismo, el socialismo, en su sentido genérico o filosófico, se


define precisamente como su negación absoluta. La «conciencia filosófica», al
menos la de la filosofía materialista, rechaza totalmente cualquier intento de
derivación de la actitud filosófica a partir de una subjetividad individual gnóstica.
Por eso, desde el materialismo, se entiende la filosofía como un saber de
segundo grado que presupone saberes previos socialmente determinados
(mitológicos, tecnológicos, científicos). Saberes que sólo históricamente pueden
constituirse; los contenidos de estos «saberes» se suponen determinados por
las mismas instituciones tecnológicas, mitológicas, cosmológicas o políticas en
torno a las cuales se irá formando la «reflexión objetiva» que, en principio, afecta
a todos los individuos de una sociedad definida en una determinada fase
histórica («todos somos filósofos», aunque algunos actúen en un campo más
extenso o sistemático que otros).

En resolución, la filosofía (materialista) no reconoce fuentes o revelaciones


subjetivas sino sociales porque ella aparece en determinadas situaciones
características de determinadas «sociedades avanzadas» que han desplegado
ya un complejo conjunto de tecnologías, normas jurídicas, ciencias categoriales,
&c. y han tenido ocasión de confrontar sus instituciones con las instituciones de
otras sociedades colindantes (histórica o geográficamente). De esta doctrina
deriva la tesis acerca de la «implantación política de la filosofía» («implantación
política» en el sentido más amplio que engloba, por ejemplo, a «organizaciones
totalizadoras» tales como la propia Iglesia Católica que, en cuanto «Ciudad de
Dios», reconoce su conexión con la política). En este sentido, el racionalismo
materialista apela a un socialismo genérico como horizonte a partir del cual cabe
dar cuenta de la propia génesis de la filosofía materialista.
342
7

Por análogas razones por las cuales el racionalismo materialista rechaza el


gnosticismo individual rechaza también el gnosticismo grupal. No es la
revelación ofrecida en exclusiva a un grupo religioso étnico, social o político
aquello que puede dar lugar a la filosofía racionalista. El gnosticismo de grupo –
cuando rechaza a los demás grupos como insignificantes para sus intereses
filosóficos– sigue oponiéndose al socialismo en su sentido genérico; sigue
siendo un particularismo. Por ejemplo, el particularismo fideísta de quienes han
defendido, como Escoto Eriúgena o San Pedro Damián, que sólo a través de la
fe cristiana revelada a la Iglesia es posible la filosofía; o el particularismo de
quienes apelan a la sabiduría de ciertos pueblos indígenas –mayas, aymaras...–
para fundar una verdadera «filosofía de la liberación»; o el particularismo de
quienes apelan a la sabiduría de algunas «razas avanzadas» como puedan serlo
los arios o los pueblos germano hablantes («sólo es posible pensar en alemán»,
de Martín Heidegger a Farías).

El particularismo grupal (que generalmente procede de una escisión o secta


que se separa de un grupo expansivo previo) es, sin duda, frente al gnosticismo
individual una forma específica, teórica o histórica, de socialismo; pero no es una
expresión del socialismo genérico que ponemos en conexión con el racionalismo
materialista. Un socialismo que, en tanto se constituye como crítica y rechazo
del particularismo individual o grupal, habrá de entenderse como socialismo
genérico de signo universalista, no particularista.

«Universalista» significa en este contexto, por tanto, ante todo, el rechazo


de todo particularismo en el sentido dicho, pero no la apelación a «un hombre
universal», o a un «Género Humano», o a un «humanismo», en el sentido del
Ideal de la Humanidad de Don Julián Sanz del Río, por ejemplo. El universalismo
al que apela el racionalismo materialista no es tanto un presupuesto sustancial
sobreentendido cuanto un proceso de recurrencia; una energeia y no una
estructura, un ergon. Es el proceso que comienza reconociendo que la
implantación política de la filosofía sólo es posible a partir de un grupo (una
nación, un estado, un imperio), pero no a partir de un supuesto Género Humano
con el que pudiéramos identificarnos. Pero, al mismo tiempo, el universalismo
sugiere que es preciso desbordar continuamente el grupo de partida, evitando
su interpretación como fuente de un saber exclusivo («revelado» al grupo) y, por
tanto, afirmando que todos los demás grupos han de ser tomados en
consideración concreta, aunque sea para someterlos a una trituración crítica (por
ejemplo, la crítica de Jenófanes al zoomorfismo de los etíopes). El universalismo
procesual supone que los contenidos de una filosofía racionalista no proceden
por emanaciones reveladas a un grupo o a un individuo sobresaliente, sino por

343
la confrontación de un grupo dado con otros grupos afines o heterogéneos,
amigos o enemigos.

Ahora bien: desbloquear el término «socialismo» de las sinécdoques


consabidas (del «socialismo circunscrito» especialmente circunscrito a
determinados partidos políticos), es decir, rescatar de la «prisión particularista»
a la idea secuestrada del socialismo genérico universalista, no es una «tarea
revolucionaria» (una «revolución socialista») que pueda considerarse como fruto
de una ocurrencia gratuita o infundada. No es posible desarrollar aquí una
demostración formal; tan sólo diremos, en general, que el socialismo genérico
no habría por qué entenderlo como una realidad o una idea separada (menos
aún, previa) de los socialismos específicos, sino como una realidad o una idea
que, en cualquier caso, estaría conjugada con algunas de sus especificaciones,
al menos con aquellas que no circunscriban o bloqueen la universalidad
procesual o expansiva atribuible al socialismo genérico. Bastarán algunos trazos
para sugerir el alcance de estas afirmaciones.

Ante todo, podría ser pertinente recordar el «socialismo organicista»


implícito en el célebre apólogo que Menenio Agripa dirigió a los plebeyos
refugiados en el Monte Sacro: ninguna parte de nuestra sociedad –dice
Menenio– puede ser despreciada, todas contribuyen a la salud pública, como la
cabeza, el estómago o los brazos contribuyen a la salud del organismo.

Pero también es obligado recordar la llamada Prosopopeya de las


leyes del Critón platónico o La República del mismo Platón. Las posiciones
filosóficas que en estas obras, entre otras, Platón mantenía podrían interpretarse
precisamente como las propias de un socialismo genérico, y no como las propias
de un socialismo específico (que, en todo caso, habría que considerar como
meramente teórico y aún utópico). Lo que cuenta filosóficamente de
la República de Platón, suponemos, es, ante todo, su socialismo genérico;
porque el socialismo específico que él describe es, por cierto, un socialismo
fuertemente clasista y en modo alguno «igualitario». Un socialismo que, si bien
se entiende como comunismo por relación a las clases gobernantes, es
incompatible con el comunismo cuando va referido a la clase de los productores.

Y cuando Aristóteles define al hombre como animal político (zoon politicon)


–pero tanto, y esta observación nos parece imprescindible, si la polis es una
tiranía, como si es una oligarquía o una democracia– como cuando los estoicos
(Panecio) definen al hombre como animal social o comunitario (zoon koinonikon)
¿no están utilizando antes la idea de socialismo genérico que la idea de
socialismo específico (persa, egipcio, griego, oligárquico o democrático...)?

344
La introducción por Augusto Comte de la Sociología y de la perspectiva
sociológica, aunque influyó decisivamente en la ideología de algunos
socialismos específicos, se mantuvo en el horizonte del socialismo genérico;
porque el «sociologismo» de Comte no sólo afectaba a las sociedades del
«primer estadio», sino también a las del segundo y, sobre todo, a las del tercer
estadio. Ahora el socialismo se especificará como socialismo político (la
condición genérica del socialismo político se prueba por cuanto él tiende a
enfrentarse con el subjetivismo individualista que Comte ve representado por la
Psicología, la disciplina que precisamente Comte intentó borrar del cuadro de las
ciencias de su enciclopedia).

Y la tesis central del materialismo histórico de Marx, la tesis según la cual la


«conciencia humana está determinada por el ser social del hombre» ¿Acaso
puede ser entendida de otro modo que desde un «socialismo genérico»? ¿O es
que acaso Marx se refería sólo al socialismo comunista? ¿Acaso podría
deducirse del materialismo histórico (como intentaron sugerir algunas corrientes
althusserianas) la conclusión de que en la sociedad esclavista no pudo haber
existido la filosofía (a pesar de que fueron los griegos quienes comenzaron y
culminaron el proceso de lo que hoy llamamos filosofía) puesto que el
pensamiento de esas sociedades antiguas debía considerarse como
determinado por el «ser social» constitutivo de esclavismo?

La definición del «socialismo realmente existente», como un sistema en el


cual la propiedad de los medios de producción se ha transferido de las manos
privadas de la empresa capitalista al Estado, iba referida por el Diamat al
socialismo soviético. Un socialismo que daba por supuesto que
la socialización de los medios de producción sólo podía tener lugar a través de
la estatalización o transferencias de la propiedad de esos medios a un Estado
históricamente determinado (fuera el «eslabón más débil», fuera el más fuerte).

Pero después de su caída, es decir, una vez quedó evidenciado que el


Estado soviético no podía identificarse con el «Estado universal» (y que, por
tanto, la transferencia de la propiedad de los medios de producción a un Estado
particular, aunque fuese de escala continental, seguía siendo una «apropiación
privada», por un Estado, de los medios de producción a los cuales todos los
demás conjuntos de sociedades podrían «tener derecho»), puede verse más
claramente que el Estado no es el único sujeto de atribución de una propiedad
«socializada».

Una gran empresa industrial multinacional capitalista representa, en el


conjunto de las sociedades humanas de un período histórico determinado (o si
se prefiere de su «clase universal»), una socialización de los medios de
producción tan importante históricamente como pueda serlo la socialización

345
llevada a cabo en un Estado minúsculo (como pudiera ser el Estado cubano
actual: la importancia histórico universal del experimento socialista cubano
residió en la potencialidad que se le atribuía como punto de germinación de un
proceso de extensión del socialismo al resto de Hispanoamérica; por si mismo,
un experimento reducido a diez millones de habitantes, supuesto que pudiera
cumplir sus objetivos, no tendría mucho más alcance histórico universal que el
que pudo tener el experimento comunista de las reducciones de los jesuitas en
el Paraguay).

La consecuencia más paradójica (para quienes se mantienen situados en


los límites de un socialismo circunscrito) de lo que venimos diciendo es esta: que
también la sociedad esclavista (al menos algunas sociedades esclavistas) puede
ser considerada como una forma específica de socialismo genérico. Conclusión
que podría corroborarse por el hecho de que la filosofía, precisamente la filosofía
griega, brotó en una sociedad esclavista, en la cual la libertad y la igualdad
estaba negada a más de la mitad de los seres humanos que en ella vivían.

Dicho de otro modo: la filosofía racionalista «no tuvo que esperar» a que se
conformase la igualdad y la libertad propugnada por determinados socialismos
específicos de signo socialdemócrata o comunista. Ni tampoco tiene que esperar
la filosofía al «estado final de después de la Revolución» en el cual, habiendo
desaparecido la lucha de clases, la filosofía quedaría liberada de sus ataduras y
podría manifestarse de un modo tan libre que propiamente equivaldría a su
autodesaparición.

10

Pero si nos decidimos a considerar como modulaciones específicas del


socialismo a algunas sociedades esclavistas o incluso a determinadas
sociedades capitalistas (que implican división de clases sociales en función de
sus relaciones de propiedad a los modos de producción) es decir, si nos
decidimos a hablar de socialismo cuando nos referimos al apólogo de Menenio
Agripa, a La República de Platón o al mismo derecho romano (el derecho
romano, sin perjuicio de su implantación esclavista, contenía los gérmenes de
un derecho socialista, en el sentido dicho) ¿dónde queda el universalismo que
hemos atribuido al socialismo en el sentido genérico? ¿no se tratará de
inequívocos casos de particularismo?

La respuesta es bien clara: el universalismo de estas sociedades


particulares habría que ponerlo no en su particularismo sino en los componentes
procesuales universalistas (en el sentido de su capacidad procesual recurrente

346
a otras sociedades) que estos socialismos particulares pudieran tener. Y, en la
medida en que no podamos demostrar esos componentes universales, habrá
que concluir que las sociedades específicas de referencia se circunscriben como
particulares y cristalizan como sociedades específicas no universales.

Por vía de ejemplo: el derecho romano, sin perjuicio de su orientación


esclavista particular desplegó importantes gérmenes que desbordaban el
horizonte esclavista, cuando tomaba en cuenta a los esclavos no ya como
bestias parlantes (como animales a los que se podía, sin más, sacrificar) sino
como sujetos de obligaciones; cuando desarrollaba el ius peregrinus y cuando
extendía la ciudadanía a las colonias. El universalismo del derecho romano, tanto
en el plano teórico como, en gran medida, en el histórico, queda perfectamente
expuesto en los consabidos versos de la Eneida: «Tu, Romane, memento...»

Añadiremos que los componentes universalistas del derecho romano


maduran y se desbordan con ocasión del reconocimiento del cristianismo como
religión oficial del imperio, a partir de Constantino («Id y predicad a todas la
gentes»).

¿Y cómo refutar la dimensión universalista procesual recurrente del


capitalismo moderno de la Revolución científica-industrial, del comercio
internacional? Desde nuestro punto de vista, el capitalismo se nos revela también
como un socialismo genérico, es decir, como un gigantesco proyecto de
socialización de las sociedades feudales del Antiguo Régimen a las que llegó a
destruir.

El capitalismo logró establecer el contacto social entre los pueblos más


diversos y alejados, universalizando el mercado, socializando el comercio y
universalizando los idiomas y la democracia. Socializando el comercio: por
ejemplo a través de las compañías de Honduras, de Ostende, o de Barcelona,
como canales para el comercio de España con América posterior a la Guerra de
Sucesión. «España participó íntegramente en el crecimiento económico que
afectó a toda Europa durante los siglos XVIII y XIX», dice David R. Ringrose
en España 1700-1900: El mito del fracaso, pág. 194, y añade: «En toda Europa
después de 1700 encontramos una interacción intensificada entre la producción
local y los mercados distantes. Esta progresiva orientación hacia el mercado por
parte de la sociedad rural vinculó a los productores locales, a las oligarquías
locales, a los empresarios y a los intermediarios. Produjo un abanico de
empresas en las que el comercio, el capital, la industria interior y la producción
mecanizada se daban cita en proporciones variables. Esta comercialización
reflejaba un proceso interactivo en el que los mercados en expansión de las
ciudades y de las elites presentaban una demanda creciente de productos,
mientras que el crecimiento de la población rural llevó a una utilización intensiva

347
de la tierra y forzó a las unidades agrícolas de producción a buscar fuentes de
ingreso no agrícolas. También fomentó la interdependencia del mercado, y las
rutas de transporte que ignoraban lo que el siglo XX piensa de los límite
nacionales. Así fue posible que el comercio colonial español fuera un aspecto de
la expansión económica de Europa sin que tuviera mucho impacto directo sobre
la economía interior de España misma». Tampoco puede olvidarse que una gran
parte de los métodos capitalistas inspiraron la propia política de la Unión
Soviética.

¿En qué medida el capitalismo deja de ser universalista y, en consecuencia,


pierde su condición de socialismo genérico y se convierte en una forma de-
generada (si se quiere) de socialismo particularista específico, incluso en una
forma peculiar de gnosticismo (la «genialidad» de los grandes empresarios)? En
la medida en la cual la apropiación de los medios de producción por particulares
o por sociedades anónimas conduzca a una diferenciación de clases sociales
entre las cuales se produzcan determinadas elites de-generadas, satisfechas de
sus propios «mensajes» y modos de vida.

La degeneración gnóstica del capitalismo podría también ejemplificarse


analizando ciertas instituciones suyas que, aunque irrenunciables, acaso pueden
considerarse como irracionales (en consecuencia, como habiendo perdido todo
contacto con los procesos entre los cuales se mueve el materialismo
racionalista), a saber, por ejemplo, las instituciones que se acogen a las leyes
del azar –los juegos de azar, la lotería, la bolsa, por cuanto las leyes estadísticas
por las que se regulan sus transacciones no suprimen la aleatoriedad de las
decisiones del inversionista–. Estas instituciones segregan grupos o elites
capaces de conquistar posiciones en la escala social no ya por el «esfuerzo
racional» propio de los grandes empresarios (que a su vez están, sin duda,
determinados u orientados por las redes sociales familiares y de las clases a las
que pertenecen dentro de una sociedad política determinada: no es lo mismo
pertenecer a la clase social proletaria en Francia, en Alemania, en España, en la
Unión Soviética o en Afganistán; el «proletariado universal» es una clase
puramente teórica que el Diamat interpretó como clase histórica real, y éste fue
su catastrófico error), sino como resultantes de las leyes de azar. Resultados
que aquí no corresponde condenar como «injustos» (desde la perspectiva de un
socialismo igualitarista) sino por su probabilidad de conducir a la formación de
grupos gnósticos que se acogen con facilidad a las ideologías de un darvinismo
social que legitima y ensalza a los «triunfadores» por el simple hecho de haber
triunfado, es decir, por el simple hecho de haber sido «elegidos» por el destino.

348
11

¿No es posible, desde el materialismo filosófico, determinar


especificaciones del socialismo genérico que no conduzcan a una degeneración
de sus componentes procesuales universalistas?

Nos atrevemos a decir que no es posible a priori y en abstracto. Por ejemplo,


presuponiendo que «socialismo genérico» es tanto como socialismo igualitario,
sin clases; el socialismo de una sociedad tal en la que hubieran desaparecido
las clases de sexo (mediante la equiparación de los matrimonios homosexuales
y heterosexuales, mediante la reproducción por clonación, mediante la
eliminación quirúrgica u hormonal de los caracteres sexuales secundarios), las
clases de edad, las clases profesionales, las clases lingüísticas, religiosas,
culturales, étnicas...

La idea de un socialismo, definido como sociedad sin clases, habrá de


determinar el tipo de clases de las que se habla. Si, por ejemplo, se habla de las
clases en el sentido marxista (según el cual la división de la sociedad en clases
sociales determinadas por su la relación a los medios de producción contiene en
si misma el principio de la destrucción de esa misma sociedad), entonces habría
que decir que la sociedad sin clases no podría asumir la condición propia de un
socialismo genérico universalista. Al menos hasta tanto que no fuera demostrado
que la propiedad o no propiedad de los medios de producción, atribuida a un
Estado, y no a la «clase universal», representa efectivamente una socialización
(esta cuestión está relacionada con la dialéctica que venimos llamando
«dialéctica de clases/ dialéctica de Estados» en la que aquí no podemos entrar).

El socialismo genérico no puede entenderse, en ningún caso, como un


socialismo de la igualdad homogénea y uniforme, en todas sus dimensiones. Y
ello porque la misma relación de igualdad pierde todo su sentido si no se
especifica el parámetro k respecto del cual la igualdad se establece (a=kb). En
cuanto igualdad política, el parámetro k no es precisamente el económico
monetario: tan democrática y racional es una sociedad capitalista en la que
coexisten los millonarios con los meros asalariados («ser rico es glorioso» decía
Deng Xiaoping, de acuerdo con el principio de la «triple representación») como
una sociedad comunista (¿utópica? ¿histórica?) en la cual todos los ciudadanos
fueran asalariados o funcionarios. Las leyes socialdemócratas de intención
igualitaria, que orientan la política de tributación sobre la renta en el sentido de
tributación progresiva, no hacen sino legitimar a aquellos millonarios
precisamente en la medida que ellos han podido contribuir, con la proporción
debida a sus millones, a la economía nacional (estas ideas se exponen de modo
mas detallado en «El tributo en la dialéctica sociedad política / sociedad civil»).
La igualdad política va referida, como se admite generalmente, a otros

349
parámetros: igualdad ante la ley (y esto sin entrar en los contenidos de las leyes),
igualdad en los procesos de redistribución social (educación –inseparable por
cierto de los contenidos de esta educación–, seguridad social, &c.).

12

Pero lo decisivo para la cuestión que tenemos entre manos (los vínculos
entre el socialismo y la filosofía materialista) es la constatación de las diferencias
entre el universalismo procesual, que suponemos implicado, en mayor o menor
grado, en las sociedades históricas no enteramente cristalizadas (en las
depredadoras, por ejemplo) y los límites que cada proceso universalizador
encuentra de hecho en el curso de su ejercicio. Los límites los impone la realidad
histórica (casi siempre impredecible) como se los impone al esclavismo, al
liberalismo primitivo, al capitalismo decimonónico o al comunismo soviético o
chino de la «triple representación» («un país, dos sistemas»).

Desde la perspectiva de las cuestiones planteadas y, sobre todo, en función


de la componente racionalista del socialismo genérico, acaso el punto más
importante sea aquel en el que planteamos la cuestión de los vínculos entre el
racionalismo y el sujeto corpóreo, pero no en el sentido sustancialista del
gnosticismo, sino en el sentido actualista de la metodología de la racionalización.
No es posible hablar de racionalización de un material, cualquiera que éste sea
(radial, circular, angular), si no es a través de las «operaciones quirúrgicas de los
individuos». Lo que significa que la racionalidad procesual no emana del interior
de los sujetos, de su entendimiento agente o paciente. Los sujetos operatorios
son ellos mismos resultantes de procesos históricos y sociales; por ello, estos
resultantes están en función de los propios grupos de partida que los
determinaron. Por ejemplo, la racionalización implicada en la holización de las
sociedades políticas del Antiguo Régimen en la época de la Gran Revolución
estaba limitada a las condiciones de partida de la holización de referencia
(la holización establecida por el jacobinismo es sólo una especie de holización,
pero sin duda caben otras especies).

Lo que importa, en conclusión, es, destacar la circunstancia de que todo


proceso de universalización racional tiene que ir conducido a través de los
canales constituidos por los sujetos corpóreos operatorios (descartamos
cualquier hipótesis sobre un entendimiento agente universal de tradición
musulmana), entre otras cosas porque, como «contenidos» universales,
comunes a todas las sociedades humanas, a todas las clases sociales, étnicas,
religiosas, figuran precisamente los sujetos operatorios (a los cuales se orientan
las normas éticas). A través de ellos habrá que triturar las instituciones
suprasubjetivas que hayan de ser trituradas según planes y programas definidos.

350
El socialismo genérico no puede (ni siquiera en su versión esclavista) poner
entre paréntesis a los sujetos operatorios, a sus ritmos y a sus leyes. Tiene que
contar con ellos si quiere hacer política filosófica y no meramente moldeamiento
skinneriano, necesariamente efímero o neutralizable por otro condicionamiento
skinneriano de la misma dirección y sentido contrario.

351
El milagro de Santa Clara
y la Idea de «Televisión Formal»
Gustavo Bueno

Se ofrecen algunos escolios sobre asuntos tratados en el libro del autor Televisión: Apariencia
y Verdad, publicado por Gedisa, Barcelona 2000, así como, finalmente, un análisis del «milagro
de Santa Clara» utilizado como piedra de toque para precisar la distinción entre Televisión
formal y Televisión material

«Memoria histórica»

Hace seis años apareció el libro Televisión: Apariencia y Verdad, en el que


se exponía una teoría de la televisión que, liberada de la teoría ordinaria o vulgar
(que no era otra cosa sino un mero sombreado de la idea de televisión contenida
en la definición etimológica: «televisión = ver a lo lejos», a través de una pantalla
catódica) desenvolvía la idea de la televisión como procedimiento mediante el
cual los hombres habrían logrado alcanzar, por procedimientos no mágicos ni
milagrosos, la clarividencia, es decir, la visión a través de cuerpos opacos a la
luz.

En tal libro se esbozaban también las implicaciones filosóficas más


inmediatas de esta idea de televisión, tanto en el terreno epistemológico (hiper-
realismo, distinción entre apariencias de presencia y de ausencia, veraces o
falaces, &c.) como en el terreno ontológico (refutación del idealismo, significado
etológico y antropológico de la opacidad, en el proceso de la evolución de los
animales, &c.).

El libro fue bien recibido por la crítica y por el público, en general; incluso el
autor mereció su nombramiento como Miembro de Honor de la Academia de las
Ciencias y las Artes de Televisión. Sin embargo, un sector de este público –
constituido sobre todo por profesores universitarios de filosofía, algunos de los
cuales ocuparon posteriormente altos cargos como «sabios» o expertos
encuadrados en comisiones gubernamentales de la radiotelevisión española– se
mostró impermeable a la teoría de la televisión expuesta en ese libro. Sospecho
que tal impermeabilidad podría explicarse a partir del autismo gremial que
constriñe a la gran mayoría de los profesores españoles universitarios de
filosofía. Acostumbrados y apoyados, por un lado, por la «teoría crítica», a

352
despreciar o a subestimar a la televisión en general, como un mero subproducto
del cinematógrafo, utilizado por «el poder», como «caja tonta» orientada a
controlar a la sociedad de mercado y, por otro lado, acostumbrados a interpretar,
de acuerdo con sus tradiciones gremiales, el mito de la caverna de Platón como
una prefiguración del cine; durante décadas, todos los profesores de filosofía que
vivieron en el siglo XX, al hablar del mito de la caverna, se veían obligados a
recordar al cine, mostrando de paso a los alumnos y a los lectores la
«actualidad» de la filosofía clásica (por su cercanía con el cinematógrafo). El
cinematógrafo, en cambio, había sido recibido por los filósofos, desde el
principio, con el mayor interés, e incluso con sobreestimación: ¿qué profesor de
filosofía no se sirvió de Bergson para explicar a sus alumnos el «mecanismo
cinematográfico» de la inteligencia? En suma, los profesores universitarios
españoles de filosofía debieron experimentar una cierta incomodidad ante una
teoría de la televisión «que les sacaba de sus casillas», es decir, de su autismo
gremial.

¿Cómo corregir, de un día para otro, la baja estimación que, como hombres
de la élite intelectual, debía merecerles algo tan vulgar como la caja tonta?
¿Cómo deshacer el vínculo de hierro establecido entre el mito de la caverna
platónica y el cinematógrafo, cuyos comentarios tantos rendimientos les
proporcionaban en sus clases y sus publicaciones? ¿Cómo desdecirse y, sobre
todo, por qué romper un guión para sus clases o publicaciones, que tan
cómodamente tenían a mano? Recuerdo mi sorpresa al leer artículos publicados
en aquellos años en la «prensa distinguida», diaria o semanal, y firmados por
colegas universitarios (incluso amigos míos), que sin duda tenían noticias de la
teoría de la televisión como clarividencia, y de la impugnación de la utilización
del mito de la caverna como modelo interpretativo del cinematógrafo; pero fingían
ignorar todo esto, y se mantenían en sus trece, hablando de cine cuando tenían
que referirse al mito de la caverna (con ocasión, por ejemplo, de los comentarios
a la novela La Caverna,que Saramago publicó por aquellos años), o hablando
del mito de la caverna cuando tenían que hablar de cine (con ocasión, por
ejemplo, de los Premios Goya).

Al referirme a la reacción que ante mi libro caracterizó a una gran mayoría


de los profesores de filosofía, he tenido buen cuidado en precisar: «a la mayoría
de los profesores universitarios.» Otros profesores de filosofía, no universitarios,
o, por las condiciones en las que se desenvuelve su oficio, libres del autismo
gremial, se interesaron vivamente por la nueva teoría de la televisión del
materialismo filosófico, y de las relaciones que la teoría establecía entre la
televisión (no entre el cine) y el mito de la caverna. Profundizando en ellas, estos
«profesores libres» ofrecieron formulaciones que superaban las utilizadas en el
propio libro: «La televisión, en su conjunto, se comporta como una máquina que
fabrica apariencias positivas o de presencia, en un medio de apariencias
eleáticas o de ausencia»; «El momento destructivo de la televisión se encuentra

353
precisamente en aquello que la define esencialmente: la clarividencia. La
televisión destruye los cuerpos opacos que se interponen entre los ojos y los
objetos de visión. Pero esto jamás lo ha podido hacer el ojo humano, y este
hecho, por sí mismo, constituye ya una crítica a las concepciones de la
tecnología como ortopedia o prolongación de ciertas partes del organismo
humano». Las fórmulas que acabamos de citar se encuentran en el artículo de
un profesor libre de filosofía, Rufino Salguero Rodríguez, en su corrosiva
crítica, «Desactivar el vacío», a otro artículo de Ignacio Castro Rey, «Desactivar
la cercanía», en el que se desenvuelven consecuencias extremas de la «teoría
crítica» de la televisión (el artículo de Rufino Salguero apareció en el nº 7 de El
Catoblepas, septiembre 2002). En el artículo de Rufino Salguero he encontrado
también la mejor exposición del alcance y las consecuencias implicadas en la
consideración de la estructura del cine como contrapuesta a la estructura misma
de la televisión.

Tampoco me atrevería a cargar toda la culpa de la ignorancia al «autismo


gremial» de los profesores universitarios de filosofía, porque sin duda este
autismo gremial ha de tener algún tipo de intersección con las entendederas y
con la formación misma de los individuos afectados por él, como pude advertir
ya en las sesiones de presentación de mi libro en los años 2000 y 2001. Durante
los coloquios que seguían a las presentaciones, y desde el público, surgían a
veces objeciones o tergiversaciones muy instructivas (por ejemplo, de la
insuficiencia de algunas partes del texto presentado). Tanto es así que creí
conveniente redactar algunos breves escolios para incorporarlos a la segunda
edición. Incorporación que sin embargo no se produjo, dada la urgencia con la
que el editor se vio precisado a publicar la reimpresión. Al lector que pueda tener
algún interés en «recuperar» estos escolios inéditos, van dirigidos los párrafos
que siguen, e incluso el esbozo de algún otro escolio nuevo, con la ayuda de
Santa Clara, la compañera virgen de San Francisco de Asís.

Televisión formal y televisión material

Ante todo, un escolio sobre la denominación misma «televisión formal».


Alguien me preguntó, con un leve tono de reproche, la razón por la cual había
sido acuñada la expresión «televisión formal», y si la oposición entre la televisión
formal y la televisión material no venía a ser una reutilización de la arcaica y
metafísica doctrina del hilemorfismo aristotélico y escolástico. Mi respuesta
siguió por este camino:

(1) Señalando que el hilemorfismo de Aristóteles, como doctrina ontológica,


no puede considerarse como una doctrina originariamente metafísica, sino como

354
un análisis imprescindible, y de irrenunciable actualidad, de la estructura misma
de la «producción» (o «creación») tecnológica y artística; un análisis que cabe
ya atribuir, al menos en ejercicio, a los hombres que comenzaban a fundir y
refundir el cobre, el estaño o el hierro, en plena edad de los metales. (Otra cosa
serían los usos metafísicos de este análisis al ser aplicados a los organismos
vivientes o a las facultades del alma.)

(2) Que la distinción entre televisión formal y televisión material tenía muy
poco que ver directamente con el hilemorfismo; y tiene mucho que ver, en
cambio, con la distinción tradicional escolástica (pero mantenida en filosofías
posteriores, por ejemplo, en la kantiana, o en la contraposición de Scheler de la
ética material frente a la ética formal) principalmente cuando ésta ponía en
correspondencia (en un terreno lógico más que ontológico) la distinción
formal/material con la distinción específico/genérico.

En efecto, el género, para los tomistas, dentro de la tradición de Porfirio,


asumía la función de materia (función analógica, no unívoca), frente a
la diferencia específica que desempeñaba la función de forma, constitutiva de la
especie, como tal. Pero la especie no se reduce a la forma, porque el género (o
materia) puede también ser esencial.

En la especie, los componentes genéricos andaban siempre fundidos con


los específicos; y, sin embargo, cabía disociar en los individuos los rasgos
asignables al género, o materia (en sentido lógico), y los rasgos asignables a la
especie, o forma. En función de esta distinción se establecía, por ejemplo, la
conocida distinción (de gran trascendencia jurídica, en el terreno de la teoría de
la imputabilidad penal) entre los «actos humanos» y los «actos del hombre». Los
actos humanos son los actos causados por el hombre en su formalidad de tales
(por tanto, según la antropología tradicional, como actos racionales, voluntarios,
aunque no por ello siempre libres); los actos del hombre, en cambio, se
entendían como actos causados por el hombre, pero no formalmente
considerado, sino materialmente considerado, es decir, ya fuera por el hombre
considerado en cuanto cuerpo físico, capaz de desplomarse sobre otros objetos
valiosos, o bien, ya fuera por el hombre considerado en cuanto cuerpo orgánico
capaz de desencadenar automatismos reflejos no voluntarios ni racionales.

Las dificultades de distinguir, en una entidad especificada, entre esa entidad


formalmente considerada y ella misma materialmente considerada, aparece
mucho más intensa en el momento de componer, que en momento de disociar
(no ya de separar) ambas consideraciones. Porque la consideración formal
envuelve la consideración material, pero la consideración material (y no ya
referida al género común, extensionalmente delimitado, sino al género tal como
aparece especificado en su interior, por ejemplo, lo genérico del hombre

355
«inmerso en la misma especie humana») no envuelve la formal, aunque sin
embargo puede estar presente en el interior de la especie o de la entidad
especificada, y no sólo en la exterioridad constituida por otras especies del
género.

En nuestro caso: la televisión formal implica la televisión material, pero la


televisión material puede encontrarse, no ya fuera del mundo de la televisión,
sino en el interior de los mismos procesos televisivos o de sus eslabones
(cámaras, receptores, emisiones). El seguimiento («visionado») en la pantalla de
un receptor de televisión, de un vídeo almacenado en un dvd o recibido a través
de internet, mediante ingenios instalados en equipos acoplados al receptor,
podrá ser interpretado, por quien no esté advertido, como parte de un programa
de televisión; y, sin embargo, las imágenes que desfilan en la pantalla, no
pertenecen a la televisión formal, sino únicamente a la televisión material.

En la misma oposición entre materia y forma se funda la clasificación de los


cuatro modelos de las concepciones de las relaciones entre Apariencia y Verdad
televisivas, así como su correspondencia con los cuatro modelos de
concepciones gnoseológicas de la relación entre Apariencia y Verdad en la
Teoría de la Ciencia (véase Televisión: Apariencia y Verdad, introducción, hacia
el final, punto 5, página 53). Pero esta correspondencia no figuraba, al menos
conspectivamente, en el libro. De ahí la conveniencia del siguiente escolio sobre
las relaciones entre las teorías de la televisión y las teorías de la ciencia.

Teorías de la televisión y teorías de la ciencia

La coordinación entre las fórmulas propuestas en el libro, referidas a las


teorías sobre la televisión, y las fórmulas referidas a las teorías de la ciencia, se
funda en la correspondencia que puede establecerse entre la expresión (P Ì M)
–por lo que ella expresa cuanto a la «inmersión» de las apariencias (P) con-
formadas en la pantalla, en un mundo (M) en principio a-morfo– y la materia de
las ciencias; la fórmula (M Ì P), en cuanto expresa una inmersión del mundo
amorfo en las apariencias conformadas, se corresponderá con la forma de las
ciencias.

Estas correspondencias podrían esquematizarse en la siguiente tabla:

356
Modelos de las Tipos de
concepciones de la Televisión Teorías de la Ciencia
(P ⊂ M) = 1 & (M ⊂ P) = 0 (Materia = 1) & (Forma = 0)
I
Modelos positivos Descripcionismo
(P ⊂ M) = 0 & (M ⊂ P) = 1 (Materia = 0) & (Forma = 1)
II
Modelos poéticos Teoreticismo
(P ⊂ M) = 1 & (M ⊂ P) = 1 (Materia = 1) & (Forma = 1)
III
Modelos miméticos Adecuacionismo
(P ⊂ M) = O & (M ⊂ P) = 0 (Materia = 0) & (Forma = 0)
IV
Modelos circularistas Materialismo gnoseológico

Sobre el efecto anegación de la forma (o de la especie)


llevado a cabo por la materia (o por el género)

Otra de las situaciones a las que conduce la distinción entre materia y forma
en televisión es el «efecto anegación» (o función encubridora que, por lo demás,
no afecta sólo a la televisión, sino a otras muchas instituciones) de las formas
(de las especies, o de los conceptos específicos) llevado a cabo por la materia
(por el género o por los conceptos genéricos). La parte V.§1 del libro, a
continuación de su punto 1 (página 173), agradecería, por tanto, un escolio como
el siguiente:

El concepto de «medios» (media), sobre todo en cuanto forma parte del


sintagma «medios de comunicación», delata ya su subordinación a los
contenidos. Sólo cuando se pone el acento sobre los contenidos (que no tienen
por qué ser necesariamente «mensajes» –salvo que, al modo de Berkeley,
interpretemos como un mensaje enviado por Dios a todo cuanto pueda ser
transmitido o comunicado– puesto que ni la caza en la selva ni un paisaje estelar
televisado son mensajes) podemos interpretar como medios o instrumentos,
para su comunicación a otras personas, a los diversos ingenios a través de los
cuales los contenidos se transmiten (el cine, la radio, la prensa, internet o la
televisión).

En consecuencia, la consideración habitual de la televisión como un


«medio» arrastra el que podríamos denominar «efecto anegación» de la especie
en el género; el mismo efecto al que conduce la consideración de la televisión
como un «instrumento de pantalla» para la contemplación de imágenes. Ahora,
el genérico «pantalla» que organiza la conducta del sentarse para contemplar (y
que comprende tanto a la gran pantalla como a la pequeña pantalla, haciendo
de esta una especie de cine a domicilio, con todas las diferencias sociológicas o

357
psicológicas que ello pueda comportar) anega las diferencias ontológicas
esenciales entre el cine y la televisión, y oscurece la naturaleza específica de
ésta.

La verdad está implicada necesariamente en la televisión formal

La naturaleza de la implicación de la verdad con la televisión formal suscitó


también alguna pregunta, «a la altura» del punto 2 del final del libro (página 309).

La verdad de la televisión tiene que ver indirectamente (en el ordo


cognoscendi) con los otros «medios de comunicación», pero directamente (ordo
essendi) con la misma estructura ontológica de la televisión formal, en cuando
nudo en el que se enlazan indisolublemente los contenidos escénicos (mensajes
o sucesos) con los mecanismos tecnológicos de su transmisión. La verdad
ontológica de la televisión ha de referirse a la misma identidad entre los
contenidos recogidos por la telecámara y los contenidos ofrecidos por la
telepantalla, a la escala adecuada. Esta identidad o verdad es la que siempre se
supone que ha de estar siendo realizada por la televisión formal, pero no así por
el cine o por una transmisión en diferido (en el cine las reglas son los contenidos
de ficción, y el que alguien los interprete como reales es sólo cuestión psicológica
suya; esta es la razón por la cual el cine sólo puede alcanzar verosimilitudes,
más que verdades).

Pero en la televisión formal es necesario, en virtud de las leyes de la


causalidad, que el curso de los contenidos que ofrece la pantalla sea el mismo
que el curso de lo que está ocurriendo ante las telecámaras, y no podría ser de
otro modo. Hay que reconocer un nexo de causalidad eficiente transitiva entre
los sucesos que transcurren ante las cámaras emisoras en el escenario y los
sucesos que desfilan por las pantallas del receptor.

Luego la televisión en directo no puede engañar, y su ley es la ley de la


verdad; y si hay engaño no se producirá éste desde la televisión formal, sino
desde algún ingenio que la suplanta (por ejemplo, el retardo de cinco segundos
que introdujo la CBS norteamericana en noviembre de 2004 para sus
retransmisiones en directo, a fin de evitar situaciones de escándalo moral o
aprovechamientos publicitarios, transforma lo que se presenta como televisión
formal en televisión material).

Esto no significa que no sea posible el error en la televisión formal, de la


misma manera que este error puede estar presente en la visión ordinaria. Pero
lo que vemos formalmente ha de ser interpretado para que pueda ser llamado

358
verdadero o falso. Aunque se defina la fe como «creer lo que no vemos», sin
embargo, dice un adagio español (citado, por cierto, por Leibniz, en su Discurso
sobre la armonía entre la fe y la razón) que «no hay que creer todo lo que se
ve».

Dicho de otro modo: la verdad de la televisión (como identidad entre los


contenidos escénicos y las apariencias de la pantalla, establecidas por las
técnicas de la clarividencia) no es una dimensión irrelevante o no pertinente del
proceso (salvo para el filósofo que analiza «el medio»). La dimensión de la
verdad, en cuanto dimensión esencial o estructural de la televisión formal, afecta
también necesariamente a todos los que la utilizan, así como a los sociólogos o
psicólogos que la analizan. Y les afecta aunque ellos no se la representen, o no
reflexionen sobre ella. Basta con que cuenten con ella, o que ejerciten la crítica
de la verdad (a la par que ejercitan la crítica estética, ética, sociológica o política)
para que la dimensión de la verdad manifieste su pertinencia en los análisis
sociológicos, psicológicos, éticos o estéticos de la televisión. No hace falta que
un orador sepa lo que es una metonimia para que pueda utilizarla en su discurso,
ejercitándola sin representarla, o representándola oscuramente. Quien ve en la
televisión cómo su jugador favorito, o su enemigo, mete un gol, cuenta con la
verdad de lo que ha visto a todos los efectos, incluso para que el árbitro decida,
o el premio o la apuesta se gane o se pierda; pero no tiene por qué contar con
este tipo de verdades en el cine, ni siquiera en las transmisiones en diferido, que
admiten, en todo caso, «retoques» más o menos profundos.

Clarividencia, opacidad y obscenidad

También se suscitaron algunas preguntas en torno a las implicaciones


antropológicas o etológicas de la idea de clarividencia, por la que se define la
televisión formal, tal como estaba sugerida en la V parte, §2.3 (página 199), del
libro Televisión: Apariencia y Verdad. Parecía obligado un escolio que
estableciese la relación entre las Ideas de clarividencia, de opacidad y de
obscenidad.

El alcance de la clarividencia, en la que ciframos la esencia misma de la


televisión formal, sólo puede medirse, como es evidente, en función del
significado que atribuyamos a la opacidad, en la constitución de la estructura
misma de nuestro mundo entorno.

Ahora bien, la opacidad de los cuerpos es un componente estructural de


este mundo nuestro, así como también del mundo de los primates, por no decir
del mundo de los vertebrados y, en general, de todos los animales dotados de

359
visión. Las funciones biológicas del «órgano de la visión» no pueden reducirse a
la condición de funciones orientadas al mero «conocimiento especulativo» (algo
así como un primer esbozo de «teoría pura», al modo aristotélico) sino que son
funciones orientadas prácticamente hacia la exploración del mundo, hacia el
ataque o la defensa de otros animales dotados también de visión. Por ello el ojo,
al mirar algo, es activo, implica la activación del «tono muscular», y no sólo de
los músculos que, como respuesta a los estímulos que lo hieren, lo enfocan y
acomodan, sino también de otros varios músculos de su organismo; por ello, ni
siquiera el theorein de los espectadores sentados ante la escena en el anfiteatro,
o la mirada de los espectadores de la telepantalla, son meramente
contemplativos o especulativos; en el momento en el que el tono muscular vaya
decayendo, el espectador irá dejando de serlo, porque irá quedándose dormido.

Ahora bien, es desde esta perspectiva desde donde podemos apreciar el


significado práctico de la opacidad de los cuerpos que nos rodean, en cuanto
organismos o grupos de organismos. Gracias a la opacidad de los cuerpos
podemos ocultarnos y preservarnos de las miradas de los depredadores que nos
acechan, de los otros animales o personas que nos vigilan.

Los cuerpos opacos constituyen nuestra «coraza óptica», así como también
la capacidad de poder presentar a los demás la imagen interesada de nosotros
mismos que nos permita disimular nuestra verdadera realidad (en el camuflaje,
por ejemplo), o reforzarla. Lo que se recubre con el término «intimidad» se
constituye, en una biocenosis con animales oculados, precisamente mediante la
opacidad. Mi intimidad, mi fuero íntimo, viene a ser así sólo un trasunto de mi
cueva, de mi choza, de mi casa o de mi castillo, cuando, desposeído de cuevas,
chozas, casas o castillos, sólo me queda mi cuerpo. Y aún éste cuerpo lo ocultaré
(presentando sólo lo que me interese mostrar) mediante la indumentaria, la
máscara (per-sonare) y el maquillaje, todo aquello que los aristotélicos incluían
en la categoría del habitus. Si el hombre puede definirse como el «mono vestido»
(la definición que Desmond Morris propuso con gran éxito –el «mono desnudo»–
es sólo una definición poética e incorrecta, que se funda en la metáfora
retrospectiva que consiste en tomar el vello de los primates como un habitus) es
debido a la opacidad de los indumentos o las máscaras, cuyas transparencias
son sólo casos límite.

Son las «estructuras de la opacidad» aquellas que la clarividencia de la


televisión formal «perfora», desborda, arrasa (y aquí hay que tener en cuenta
también las televisiones, necesariamente formales, que por miles acechan a la
privacidad de las personas que circulan por los grandes almacenes, los bancos,
las autopistas, las estaciones de ferrocarril o las calles). Y por ello la televisión
formal transforma la estructura misma de nuestro espacio práctico de primates.
Quienes, en los días en los que comenzó en España el programa Gran

360
Hermano,pusieron el grito en el cielo por la obscenidad implicada en un proyecto
que quería hacernos penetrar con las cámaras en la cotidiana vida privada o
íntima de unas personas que habitaban precisamente una casa («la casa») con
paredes opacas, acertaron plenamente, al margen de su juicio ético o estético
adverso; porque «obscenidad» es palabra que tiene que ver probablemente
con scena, es decir, con «poner en la escena pública» lo que se considera
privado o íntimo.

En ese sentido podría decirse que la televisión es obscena por naturaleza;


y una de sus mayores obscenidades habría que ponerla en todo lo que algunos
valoran por lo que ella tiene de conformadora de la «aldea global». ¿Acaso la
aldea global televisiva no es mera apariencia, precisamente en lo que tiene de
aldea –inodora e insípida– en cuanto nos presenta, de modo obsceno e
inmediato, lo que sin embargo sigue siendo lejano e intangible, pero que es en
sí oloroso o sabroso? Desde este punto de vista podríamos aplicar a la televisión
lo que Mefistófeles (en funciones de Luzbel, el genio de la luz que todo lo quiere
invadir, incluso los secreta cordis) le dice a Fausto en el momento de hacérsele
presente en la primera parte de la versión de Goethe:

«Dígote modestamente la verdad. Si el hombre, ese pequeño mundo


extravagante, se tiene de ordinario por un todo, yo soy una parte de
aquella parte que al principio era todo; una parte de las Tinieblas, de las
cuales nació la Luz, la orgullosa Luz que ahora disputa su antiguo lugar,
el espacio a su madre la Noche. Y a pesar de todo, no lo ha conseguido,
pues, por mucho que se afane, se halla fuertemente adherida [la Luz] a
los cuerpos; emana de los cuerpos, embellece los cuerpos, y un simple
cuerpo [opaco] la detiene en su camino. Así, espero que no durará mucho
tiempo, y que con los cuerpos desaparecerá.» [versión de J. Roviralta
Borrell, Editorial Ibérica, Barcelona 1920, tomo 1, págs. 68-69.]

La televisión trastorna el sueño de Mefistófeles porque los simples cuerpos


ya no detienen a la luz. Y, sin desaparecer, la luz los penetra, los envuelve y se
expande tras ellos.

Televisión formal (en vivo) y televisión en directo

Por último hubo alguna pregunta orientada a delimitar las diferencias entre
la televisión formal y la televisión en vivo o en directo; al parecer, de la exposición
que figura en el libro, se desprende más bien una equivalencia, en la práctica,
entre lo que comúnmente es designado como televisión en directo (o en vivo) –

361
no en falso directo– y la televisión formal. Sin embargo, la idea de la televisión
formal no se deja reducir a la idea de televisión en directo.

La televisión formal ha de ser en directo, desde luego; pero no toda la


televisión en directo es formal –al menos, específicamente formal– si los
escenarios ofrecidos carecen de «dramatismo del presente», por ser irrelevante
en ellos el drama del presente que implica el curso del tiempo; sobre todo si
además no median cuerpos opacos entre la cámara y la telepantalla. La
televisión en directo de un objeto celeste natural, la Luna en una noche clara,
que puede verse a simple vista en el instante o simultáneamente, sería televisión
en directo, pero no formalmente específica, aunque pudiera considerarse
genéricamente formal. Pues la diferencia específica de la televisión no puede
ponerse en su capacidad de «hacer ver a lo lejos», porque esta capacidad
también la tiene el telescopio (instrumento que, por cierto, fue conceptualizado,
a través de su nombre, del mismo modo a como se conceptualizó la
televisión: tele-scopeo es en griego lo que en semilatín es tele-visio). Por lo
tanto, un receptor de televisión en cuya pantalla se hace presente una escena
lejana pero sin cuerpos opacos interpuestos se parece más a un telescopio
(realizado por tecnología catódica) que a un receptor de televisión formal, sin
perjuicio de que reciba en directo. En los escenarios culturales (una aldea, unas
ruinas, &c.) el presente es más relevante, en las escalas ordinarias, y allí es
donde la televisión en directo podría considerarse siempre como televisión
formal.

362
8

El milagro de Santa Clara

Ninguna pregunta surgió, durante las presentaciones del libro al público, en


torno al milagro de Santa Clara, a pesar de que el asunto venía rodando entre
los católicos (sobre todo entre los católicos dedicados por oficio civil o ministerio
pastoral a la televisión) desde el 14 de febrero del año 1958, fecha de un Breve
(Clarius explendescit) del Papa Pío XII, en el que se proclamaba a Santa Clara
como «Patrona Celestial de la Televisión» (la Carta Apostólica fue publicada en
las Acta Apostolicae Sedis de 21 de agosto de 1958, vol. L, págs. 512-513).

Desde luego en el libro Televisión: Apariencia y Verdad no hay la menor


referencia al milagro de Santa Clara. El autor del libro tenía desde luego noticia
de que Santa Clara había sido declarada por el Papa patrona de la televisión,
pero ignorando la razón, no dio mayor importancia al asunto, considerándolo
como una mera «cuestión del trámite» consistente en asignar a cada gremio o
profesión el patronato de algún santo o arcángel, a fin de «bautizar» al gremio o
profesión, o recibirla como propia en la Iglesia católica, y aún prevista en la
«economía de la Cristiandad». El patronato de Santa Clara respecto de las
gentes de televisión –pensaba el autor, desde las nieblas de su ignorancia– no
tendría más alcance que el que pudiera tener el patronato de San Cristóbal
respecto de los taxistas, el de Santa Cecilia respecto de los músicos o el de
Santo Domingo de la Calzada respecto de los administradores de fincas:
patronatos fundados en una conexión «cogida por los pelos» y sin mayor
trascendencia.

Sin embargo, hace unas semanas el autor fue informado, por un muy
próximo allegado suyo, sobre el contenido del «milagro de Santa Clara». Y
resultaba que este milagro estaba mucho más directamente relacionado con la
televisión de lo que pudiera estarlo San Cristóbal con los taxistas, o Santo
Domingo de la Calzada con los administradores de fincas.

En el propio Breve, Pío XII ofrecía con toda precisión el fundamento de la


relación entre la televisión y el milagro de Santa Clara, la «Virgen de Asís»
compañera de San Francisco.

En efecto, por televisión entiende el Papa, en su Carta Apostólica, «una útil


invención que permite ver y escuchar a distancia acontecimientos en el instante
mismo en el que ellos se producen, y esto de manera tan sugestiva que se llega
a creer que se está asistiendo a su producción» (Pío XII no deja de observar, a
continuación, que un instrumento tan maravilloso puede ser fuente de grandes

363
bienes y de profundas desgracias, por la atracción que ejerce en los espíritus,
en el interior mismo de la casa familiar).

Por otro lado, el Papa relata en su breve el milagro de Santa Clara en estos
términos: «En Asís, una noche de Navidad [la de 1252], Clara, atada a su
convento por la enfermedad, escuchó los cantos fervorosos que acompañaban
a la sagrada ceremonia –que se celebraba en una iglesia franciscana, situada a
cierta distancia del convento– y vio el pesebre del divino niño como si ella
estuviera en persona en la iglesia franciscana.» En resolución: Pío XII sugiere la
asombrosa analogía estructural entre la televisión como instrumento maravilloso
para ver y escuchar a distancia y en tiempo real los acontecimientos televisados
y el milagro de Santa Clara, cuando vio y escucho reflejados al parecer (según
algunos intérpretes) en el mismo muro de su celda las ceremonias que tenían
lugar en la iglesia franciscana situada a unos dos kilómetros de distancia del
convento. En consecuencia el Papa, consultada la Sagrada Congregación de
Ritos, y tras madura reflexión, proclama, «en virtud del Poder Apostólico, por
esta Carta y para siempre, a Santa Clara, Virgen de Asís, Celestial Patrona,
cerca de Dios, de la Televisión». Y añade: «Anunciamos, establecemos y
ordenamos que la presente Carta sea firme y válida, y que surta todos los efectos
en su integridad, &c.».

Ahora bien: si nos atenemos al Breve de Pío XII, es decir, si dejamos de


lado los numerosos comentarios que este breve ha suscitado (muchos de ellos
de época contemporánea o posterior a los principios del año 2000, fecha de
publicación del libro Televisión: Apariencia y Verdad), lo primero que tenemos
que constatar es que el Papa entiende la televisión siguiendo la definición
etimológica ordinaria («ver a lo lejos») y sin hacer mención explícita alguna a la
clarividencia, en cuanto facultad para penetrar a través de los cuerpos opacos.
Por las noticias que tengo, entre los comentarios del milagro de Santa Clara, no
anteriores al libro en el que se expone la teoría de la televisión como
clarividencia, hay alguna alusión a la clarividencia, pero entendida como
«facultad de ver las cosas desde otros lugares», sin mención explícita a los
cuerpos opacos interpuestos, pero sí con una redundante fórmula: «facultad de
ver las cosas desde otro lugar»; como si la «facultad de ver» pudiera ejercitarse
desde el mismo lugar (con lo que se convertiría en tacto), es decir, como si la
visión no fuese una facultad apotética, o como si la visión normal no fuese ya
ella misma tele-visión (los fisiólogos, antes de la televisión, venían ya clasificando
a los órganos de la visión como tele-ceptores, frente los órganos propio-ceptores,
tales como el tacto, o los sensores del dolor o de la cenestesia).

En general, las fuentes más antiguas del milagro (los testimonios de las
compañeras de Santa Clara –sor Felipa, sor Balbina, &c.– que depusieron en el
proceso de canonización que comenzó poco después de su muerte) no pudieron

364
relacionarlo obviamente con la televisión, porque este ingenio no existía
entonces, aunque sí pudieron relacionarlo con la clarividencia, entendida como
facultad extraordinaria (reivindicada por magos e impostores), incomprensible y
aún contradictoria: «la facultad de ver a través de cuerpos opacos»; por tanto,
de cuerpos que deberían dejar de ser opacos desde el momento en que alguien
«pudiera ver a través de ellos».

Sin embargo, las interpretaciones del milagro no suelen basarse en la idea


de clarividencia, sino también en la idea, no menos mágica, de bilocación no
circunscriptiva, es decir, en la supuesta capacidad de algunos hombres para
estar a la vez en lugares bien distantes (Apolonio de Tiana habría estado
presente a la vez, según nos dice Filóstrato IV:10, en Turios y en Metaponto). La
capacidad de la multilocación, en la tradición cristiana, era considerada como
milagrosa, como se advierte, por ejemplo, en el caso de la presencia real y
simultanea del cuerpo de Cristo en la multitud de lugares en los que era
consagrado el «pan de los ángeles».

En las Florecillas de San Francisco, capítulo 35, el milagro de Santa Clara


es explicado en los términos de un milagro de bilocación, y no en los términos
de una clarividencia: fue el mismo Jesucristo, su Esposo, quien hizo llevar
milagrosamente a Clara a la Iglesia de San Francisco, y estar presente en todo
el oficio de maitines y de la misa de medianoche. Y además de esto, recibir la
santa comunión (la facultad de clarividencia no llega a tanto), y luego devolverla
a su lecho. Habrá que suponer que sin haberse movido de él, en cuyo caso ni
siquiera habría habido bilocación sino traslado oculto y sigiloso.

Pero supongamos, como sugieren algunos intérpretes, que Clara vio y


escucho las ceremonias que se celebraban en la iglesia franciscana mirando al
muro de su celda que tenía enfrente. Desde luego, el hecho de ver Clara las
imágenes, atada en su cama, y mirando a un muro frontero, ya nos acerca a la
situación del mito de la caverna; podría afirmarse que los comentaristas que
utilizan en su relato el muro están ya presuponiendo ad hoc una situación
análoga a la de la televisión, una situación que parece dibujada para justificar,
incluso ante los no creyentes, el patronato de Santa Clara.

Sin embargo lo cierto es que mientras que en el mito de la caverna las


imágenes que ven los encadenados se consideran vinculadas causalmente (por
una causalidad eficiente transitiva) a los objetos exteriores que las producen, en
el milagro de Santa Clara no aparece el menor vínculo causal entre las imágenes
que aparecen en el supuesto muro y los acontecimientos que tenían lugar en la
iglesia vecina.

365
Desde luego, los relatos más antiguos del milagro no hacen referencia al
muro pantalla de la celda de Clara, sino que más bien sugieren que estamos o
bien ante un milagro de bilocación, o bien ante una milagrosa revelación interior
que Clara habría recibido (y que le permitió ver y oír la ceremonia que tenía lugar
en un recinto distante y envuelto en piedra). Es evidente que la bilocación aleja
el milagro de Santa Clara de todo lo que tiene que ver con la televisión, porque
quien vio a Armstrong en televisión descender del Apolo XI y pisar la Luna, no
estaba pisando la Luna.

Pero supongamos, ad hominem, que el milagro se produjo al mirar Santa


Clara a la pared de su celda que tenía enfrente: tampoco en este supuesto cabría
confundir la visión a distancia de la santa con una visión televisiva. Y es aquí
donde se hace preciso movilizar la distinción entre televisión formal y televisión
material si se quiere delimitar las diferencias entre la supuesta visión de Santa
Clara mirando a la pared de su celda y la visión que de Neil Armstrong, pisando
la Luna, pudo tener un televidente el 20 de julio de 1969.

La visión de Santa Clara mirando al muro, aunque reprodujera las escenas


del interior de la iglesia, no podría considerarse como televisión formal, en la
medida en la cual no se reconociera la acción causal eficiente transitiva de los
acontecimientos ocurridos en el interior de la iglesia en el muro de la celda. En
lugar de esta acción, el milagro nos ofrece la supuesta eficacia de la acción
inversa, a saber, la capacidad de proyectar imágenes reveladas por Jesucristo a
Santa Clara desde el interior de su alma hacia la pared de la celda. Y esta
«revelación proyectiva interior» (en la que se haría consistir la «clarividencia
mágica», entendida como una potencia extraordinaria concedida por milagro a
un ojo) tiene poco que ver con la clarividencia televisiva. Puesto que la
clarividencia televisiva se produce no por un incremento del poder visivo del ojo,
sino por un incremento refinado de la causalidad del objeto visto sobre su
entorno, hasta llegar al ojo.

En consecuencia, la interpretación del milagro por una revelación interior


proyectada sobre el muro, no añade nada a la interpretación del milagro por
revelación interior simple. Ambas interpretaciones se mantienen en el terreno de
la televisión material, y aún esto en el supuesto de que las secuencias de
imágenes milagrosas reveladas fuesen las mismas por su contenido, incluso en
tiempo real, que la secuencia de los acontecimientos ocurridos en el interior del
templo franciscano. Supongamos que, sin necesidad de milagro, una de las
películas cinematográficas o de videos producidos antes del 11-S sobre un
asunto similar, hubiera ofrecido secuencias enteramente paralelas (al menos
parcialmente) a las que tuvieron lugar en Nueva York el día de la masacre.
Supongamos también (supuesto que no tiene nada de milagroso, aunque fuera
altamente improbable) que alguien vio esta película o video a través de un

366
receptor de televisión, en el mismo momento en el que tenía lugar el ataque. No
por ello podría concluirse que quien veía la película o el vídeo estaba viendo el
choque de los aviones contra las Torres Gemelas, y su espectacular
derrumbamiento.

La distinción entre televisión formal y televisión material nos permite, en


conclusión, trazar la línea precisa entre la estructura del milagro de Santa Clara
y la estructura de la televisión formal, sin por ello dejar de reconocer las
asombrosas semejanzas. Semejanzas asombrosas que, sin embargo, no tienen
nada que ver con la clarividencia televisiva, es decir, con la televisión formal
específica, en cuanto contradistinta de la televisión material genérica.

Las diferencias entre ambos tipos de televisión nos sirve, en consecuencia,


para «depurar» el milagro de Santa Clara, sobre el cual el Papa Pío XII fundó su
proclamación como Patrona Celestial de la Televisión (de la televisión formal y
material, indistintamente); pero, sobre todo, nos sirven para reconocer que el
propio milagro de Santa Clara plantea situaciones cuyo análisis puede
permitirnos arrojar alguna luz nueva sobre el alcance de la distinción entre
televisión formal y televisión material.

367
Individual, idiográfico
Gustavo Bueno

Últimamente el autor ha sido requerido, a veces en son de reproche, a precisar las relaciones
entre lo individual y lo idiográfico, relaciones que al parecer resultan mantener una ambigüedad
excesiva en algunos de sus escritos

Suponemos desde luego la afinidad entre los


adjetivos individual e idiográfico, incluso la equivalencia, en diversas
situaciones, entre la «condición individual» y la «condición idiográfica», que
permitiría intercambiar un adjetivo por el otro. Sin embargo, conviene establecer
una distinción, teniendo en cuenta otras muchas situaciones, que tiene que ver
con las relaciones de identidad, la distinción entre la «condición individual» y la
«condición idiográfica», según criterios que parezcan más ajustados.

En la tradición aristotélico escolástica, lo que es individual (como «condición


o calidad de individuo») se opone, por oposición correlativa, a lo que es universal
(ya sea a escala de especie, ya sea a escala de género, de orden, de clase de
tipo…). De acuerdo con esta oposición quedaba estructurada la doctrina
porfiriana de la predicación: los universales (especies, géneros…) se
consideraban predicables de los individuos numéricos (simbolizado en
las Summulae por «Pedro»), según los cinco modos consabidos de identificación
entre el predicado y el sujeto: género, especie, diferencia, propio y accidente
(quinto predicable, para diferenciarlo de los nueve accidentes predicamentales).
El individuo, en cambio, no era predicable de ningún otro sujeto (salvo que
«individuo» se tomase en el sentido formal-universal recogido en el concepto de
«individuo vago»).

La doctrina aristotélica de la ciencia (la doctrina del silogismo científico,


expuesta en los Segundos Analíticos) negaba a los individuos la posibilidad de
asumir la condición de sujetos objetivos de la ciencia, de las proposiciones
científicas (hablamos de sujetos objetivos –en un sentido que se conserva en
francés, el de tema o asunto de una disertación– para contraponerlo al sujeto
operatorio de las ciencias). El silogismo requiere que el término medio sea
tomado, a lo menos una vez, universalmente; pero el individuo no puede tomarse

368
jamás universalmente, y por ello quedaba excluido, en cuanto tal individuo, de
las ciencias positivas.

El individuo, según esta tradición, no es un asunto que competa a las


ciencias, pues éstas se verán forzadas a borrarlo, desde su abstracción. El
individuo es asunto propio de la percepción sensible, del arte o de la prudencia.

En consecuencia, si la Historia quiere asumir la estructura de la ciencia,


tendrá que renunciar a los nombres propios. Hasta cierto punto será obligado
recordar lo que Aristóteles escribió en su Poética (1451b): «… y, por este motivo,
la poesía es más científica y esforzada empresa que la historia, ya que la poesía
trata sobre todo de lo universal, y la historia, por el contrario, de lo individual. Y
háblase en universal cuando se dice qué cosa verosímil o necesariamente dirá
o hará tal o cual, por ser tal o cual, meta a la que apunta la poesía, tras lo cual
impone nombres a personas; y en singular, cuando se dice ‘qué hizo o le pasó a
Alcibíades’» (la expresión «más científica y esforzada empresa» referida a la
poesía requiere un amplio debate que está insinuado en El individuo en la
Historia,Universidad de Oviedo 1980, pág. 5 y ss.).

La doctrina de Aristóteles sigue influyendo fuera de los terrenos acotados


tradicionalmente por la escolástica. Ante todo, en la cuestión del papel del
individuo en la Historia y en la historia, cuestión a la vez gnoseológica y
ontológica. Muchos de quienes propugnan una Historia científica –marxistas,
estructuralistas– se acogen de hecho a Aristóteles, declarando que la historia
debe eliminar los nombres propios (tales como Alcibíades, Alejandro o
Napoleón) a fin de atenerse a las estructuras o procesos supraindividuales,
sociales, por ejemplo. «Si el teniente Bonaparte hubiera muerto el Tolón, otro
teniente hubiera sido Primer Cónsul.»

Constatamos, ante todo, que el individuo del que aquí se habla es el


individuo sustancia primera (en sentido aristotélico) de Porfirio; pero que no es
éste el único significado que el individuo tiene en los debates en torno a las
ciencias históricas. «Individuo» no sólo alude a los términos de una clase
(uniádica), o a los miembros de los pares de una clase diádica, &c. «Individuo»
alude también a las totalidades atributivas que constan acaso de múltiples
individuos porfirianos, tales como un organismo pluricelular, o como
la humanidad, cuando se la considera como sujeto de la Historia universal. «Lo
individual de la historia –decía J. A. Maravall– no está en el dato aislado, sino en
la conexión irrepetible de lo que se da. Lo individual es el conjunto; el hecho
histórico no es un dato, es un encadenamiento. La singularidad de la Historia es
la singularidad del conjunto…» (véase El individuo en la Historia, pág. 75).

369
4

En cualquier caso, el individuo, tanto si se toma en sentido elemental (como


individual numérico), como si se toma en sentido total atributivo, no es una
entidad simple, sino compleja, compuesta de múltiples partes formales y
materiales, aunque éstas partes no se consideren en situaciones no pertinentes,
en las cuales el individuo elemental se toma globalmente, con abstracción de sus
partes o de su separabilidad («individuo» es el calco latino, debido a Boecio, del
término griego «átomo»).

Y dadas las intersecciones entre las ideas de identidad y totalidad (y, por
supuesto, las intersecciones de las ideas de unidad y multiplicidad con las de
todo y parte) advertiremos de inmediato las intersecciones de la idea de identidad
con la idea de individuo. Las modulaciones de la idea de individuo se
corresponden a modulaciones de las ideas de identidad y de unidad (en nuestro
artículo «Predicables de la Identidad», El Basilisco, nº 25, págs. 24-28, hemos
analizado diversas modulaciones de la identidad en su intersección con las ideas
de parte y todo).

En determinados contextos (de teoría política o de la práctica policial, por


ejemplo) cabe seleccionar, sin necesidad de que esta selección asuma
pretensiones normativas, un conjunto de acepciones de la unidad que tiene que
ver con la idea de totalidad (en su relación con las partes) así como un conjunto
de acepciones de identidad que tienen que ver con la idea de parte, en relación
con el todo (la relación de las partes entre sí se manifestarán unas veces bajo la
forma de la unidad y otras veces bajo la forma de la identidad). Hablamos, en
efecto, de la identificación de una mezcla de sustancias químicas que aparecen
en un registro policial –la identificación de una sustancia detectada en las
viviendas de terroristas etarras, como pudiera serlo el ácido bórico– tiene el
sentido de la determinación de una parte de esa mezcla de sustancias con el
ácido bórico; la identificación de un árbol tiene, ante todo, el sentido de la
determinación de su especie y género, dentro de una taxonomía botánica, más
que el sentido de la identificación individual numérica.

La identificación numérica de un individuo, sin embargo, va referida en otras


ocasiones a la totalidad de ese individuo. Identificar significa ahora, ante todo,
identificarlo sustancialmente o numéricamente (no esencialmente, específica o
genéricamente), aún cuando esta sustancia la interpretemos en el sentido del
actualismo, y no en el del sustancialismo. La identificación del barco de Teseo,
del que habla, entre otros, Pausanias (II,31,1), tiene el sentido de una identidad
sustancial numérica, aunque obviamente el barco de Teseo no es una sustancia
que subsista debajo de sus accidentes, sino la misma concatenación de partes
de las piezas que se han recambiado (la identidad del barco de Teseo es del

370
mismo tipo que la identidad numérica de los organismos vivientes, cuyo
metabolismo implica un recambio total de sus partes materiales en determinados
intervalos de tiempo).

Resulta prácticamente imposible, desde la teoría aristotélica de la ciencia


(fundada en la distinción entre lo individual numérico y lo universal), reconocer
gnoseológicamente el desarrollo de las ciencias históricas, y sus consiguientes
pretensiones de convertirse en ciencias positivas. No faltaban sin embargo
recursos en la tradición para dar cabida a las ciencias históricas en la teoría de
la ciencia aristotélica. Los más radicales tenían que ver con la reinterpretación
de los individuos numéricos atribuyéndoles el formato de un universal (en el
silogismo sería el caso de un sujeto individual interpretado como término tomado
en toda su extensión), o bien el formato de una clase unitaria. (Alcibíades o
Napoleón Bonaparte serían conceptos clase, pero de clases con elementos
únicos.)

La vía que siguieron Windelband y Rickert para incorporar a las ciencias


históricas, consideradas como ciencias de lo individual, a la «República de las
Ciencias», comenzaba negando la doctrina aristotélica según la cual la ciencia
es de lo universal.

Dejando de lado, desde luego, la concepción silogística de la ciencia, y aún


reconociendo que efectivamente había ciencias que se mantienen en el terreno
de lo universal, defendían la realidad de las ciencias (no silogísticas) de lo
individual, y entre ellas principalmente la Historia (aunque también algunas
partes de las ciencias físicas o naturales). Acuñaron así su famosa distinción
entre las ciencias nomotéticas (ciencias de los universales, aunque no
necesariamente de naturalezas silogística) y las ciencias idiográficas (ciencias
de lo individual).

Una distinción que arrastraba el gran inconveniente de romper la unidad de


la idea de ciencia positiva, sin olvidar que tampoco ofrecía una teoría de la
ciencia capaz de desplegarse internamente en los dos tipos de ciencias
postulados. La distinción de Windelband-Rickert tenía que apelar a criterios
extragnoseológicos, tales como la «comprensión» o la «intuición» de lo
individual. Sin embargo acaso intentaron asegurar la unidad de la idea de ciencia
considerando a las ciencias idiográficas como la realización más genuina de la
idea de ciencia, de suerte que las ciencias nomotéticas pasasen a ser ciencias
de segundo orden que, lejos de llevarnos «a las cosas mismas», nos alejaban
de ellas con su abstracción (vd. El individuo en la Historia, pág. 47).

371
En cualquier caso, y sin perjuicio de que la doctrina de la ciencia de
Windelband-Rickert contradiga a la doctrina aristotélica, presupone su distinción
fundamental entre lo individual y lo universal, y aún depende de ella.

Las singularidades individuales (Alcibíades, por ejemplo) pueden ser


instituciones. Alcibíades podría considerarse como una institución ateniense,
una singularidad que mantiene su identidad sustancial actualista en el curso de
todas sus «ocurrencias» o apariciones fenoménicas (en Atenas, en Sicilia…).
Por respecto de estas ocurrencias, o apariencias, o apariciones, la identidad
sustancial actualista de Aristóteles se comporta análogamente a como se
comportan las identidades esenciales respecto de los individuos numéricos. El
Escorial es una institución idiográfica, una singularidad individual, que, sin
embargo, se manifiesta a través de un indefinido número de fenómenos ópticos,
como un universal noético, en la retina de los miles de personas que lo visitan, o
en las miles de fotografías, o imágenes televisadas formalmente de su misma
singularidad. (Vid. «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», El
Basilisco, nº 37, pág. 48.)

En esta analogía puede basarse la coordinación de las singularidades


sustanciales con las singularidades específicas. La identificación de un individuo
numérico puede consistir en determinar la singularidad específica que le ha sido
asignada en el DNI: identificamos (numéricamente, como sustancia primera) a
este cadáver cuando le hemos puesto en correspondencia con el número
7.604.825, que es una singularidad específica (en el sentido de Husserl). La
identificación sustancial, en las singularidades individuales, ya no se resuelven
en la determinación de una parte esencial del individuo (común, específica o
genéricamente a otros), sino en la totalización de la cadena de las ocurrencias,
fenómenos o partes de ese individuo; totalización que va orientada a descartar
las apariencias falaces dadas en el curso de los fenómenos, por ejemplo, el caso
de los impostores que adoptan durante un intervalo de tiempo el fenotipo de los
individuos a quienes suplantan, como ocurrió con Gaumata, el hermano de
Cambises, suplantando a su otro hermano Esmerdis; o a los Demetrios del siglo
II antes de Cristo; o a Boris Godunov, el valido de Fedor, hijo de Iván el Terrible,
que se hizo pasar, después de asesinarlo, por el gran duque Demetrio, hermano
de Fedor.

En efecto, la identidad sustancial de una singularidad idiográfica está


vinculada al problema de la sustituibilidad de esta singularidad por otras
singularidades, en las líneas de un proceso histórico, lo que nos introduce en la
cuestión de la contribución de cada sujeto al trazado de esas líneas y, por tanto,
a la cuestión de su responsabilidad. Lo que constituye una petición de principio
es presuponer que estas líneas históricas han de ser tratadas como si estuvieran
dadas al margen de los propios individuos idiográficos, considerados como

372
meras comparsas que ejecutasen papeles de un drama preescrito. Aquí habría
que distinguir (tal como se hizo en «Sobre la imparcialidad del historiador…», El
Catoblepas, nº 35, pág. 2) dos situaciones bien diferenciadas:

(1) La situación en la cual los sujetos operatorios son sustituibles por otros
equivalentes dentro de un contexto-k dado, a una escala histórica
determinada (por ejemplo una batalla, un ejército, un Estado). El oficial,
muerto en una trinchera, acaso es perfectamente sustituible por otro
oficial de condiciones análogas: en situaciones de sustituibilidad el
esquema de reducción es posible.

(2) Las situaciones en las cuales los sujetos operatorios no son


sustituibles, en el contexto dado, por otros sujetos. En estas situaciones
el esquema de reducción ascendente no será aplicable. Tal sería el caso
del Bonaparte de Engels: Bonaparte no hubiera podido ser sustituido por
otro subteniente, no ya a escala de subteniente en Tolón, pero sí a escala
de Primer Cónsul en París, y luego a escala de Emperador. Y esto obliga
a interpretar a los sujetos operatorios insustituibles, no a la escala
«puntual» (o de cortos intervalos de actuación), sino a escala de su «línea
de universo» total: Bonaparte es insustituible, no ya en Tolón (que pudo
serlo), sino a todo lo largo de su trayectoria militar y política.

La relación, en el campo de la historia humana, entre una historia nomotética


(una historia sin singularidades, sin nombres propios, que busca establecer
«leyes históricas», ciclos supraindividuales o estructuras en las cuales las
singularidades individuales, aunque se llamen Napoleón Bonaparte, quedarían
incorporadas y «reabsorbidas») y una historia total idiográfica (la totalidad
histórica individual,sistemática, &c.), tiene su paralelo, en el campo de la
Cosmología relativista general, en la relación entre una «Cosmología sin
singularidades» (es decir, nomotética) y una «Cosmología con singularidades»
(en el sentido de los «teoremas de singularidad» de Penrose-Hawking).

La «Cosmología nomotética» no reconoce singularidades, y mediante la


hipótesis de la creación continua de materia (Bondi, Hoyle) intenta acogerse al
«principio cosmológico» en virtud del cual las leyes físicas son las mismas para
todos los observadores situados en cualquier punto del espacio tiempo (no
existe, en el espacio tiempo, un observador que tenga un final repentino o un
comienzo espontáneo). La «Cosmología idiográfica», en cambio, sería la
Cosmología que reconoce singularidades, pero no en el sentido individual-
numérico, sino en un sentido sistemático, esencial o universal –idiográfico–, por
cuanto las singularidades se entienden ahora como valores que el sistema total

373
(el Cosmos) puede tomar, y tales que en ellos el sistema total deja de
comportarse nomotéticamente, adquiriendo caracteres singulares que llegan a
comprometer, no sólo la continuidad de su proceder (Penrose: «se dice que un
espacio tiempo contiene una singularidad cuando existen observadores que
tienen un final repentino o un comienzo espontáneo», vd. La nueva mente del
emperador,Mondadori 1991, págs. 420-424, &c.), sino el proceso mismo (big-
bang, big-crunch, agujeros negros). Carlos Schwarzschild encontró, en 1916,
una singularidad en la solución de las ecuaciones de la relatividad general, para
un cuerpo aislado, estático, de masa total M, y con simetría esférica, en r = 0;
pero sobre todo encontró otra zona singular en r = rs = 2 GM/c² (radio de
Schwarzschild; vid. J. M. Senovilla, «Singularidades en Relatividad
general», Investigación y Ciencia, febrero 1991).

Lo que queremos subrayar (en conexión con el concepto de la Historia total,


como ciencia del individuo total) es que las singularidades sistemáticas, aquí, no
van referidas tanto a los individuos numéricos, cuanto al sistema (cósmico o
histórico) total, en tanto que el mismo sistema es ya una singularidad idiográfica.

De hecho, quienes conciben a la Historia humana, en cuanto historia del


Género humano, como una «totalidad sistemática», no dejan de establecer
singularidades sistemáticas, a veces concretadas puntualmente, como si fueran
valores dados en la serie de los años del tiempo cronológico (cabría afirmar que
la proclamación de la República, en el curso de la Revolución Francesa, fue
entendida como una singularidad histórica, inicio de una nueva Era histórica, el
año I, «día en el que el Sol entraba en el signo de Libra, a las 9 horas, 18 minutos
y 30 segundos de la mañana del Observatorio de París»), a veces como un
horizonte de valores singulares (y así cabría interpretar el concepto de «tiempo
eje» de Karl Jaspers, en su Origen y meta de la historia). Sin embargo, acaso las
correspondencias más ajustadas, en la Historia total, a las singularidades de la
Cosmología relativista, las encontramos en las «singularidades» establecidas
por San Agustín en La ciudad de Dios (incluyendo en estas correspondencias el
estilo del relato mítico que afecta tanto a la teología agustiniana de la historia,
como a muchas cosmologías relativistas, aunque éstas disimulen su estilo mítico
con las fórmulas matemáticas). La singularidad inicial, en la concepción
agustiniana de la Historia (correspondiente al big-bang cósmico de hace unos
quince mil millones de años), tiene que ver con el pecado de Adán, de hace unos
cinco mil años (libro XV de La ciudad de Dios); el pecado de Adán equivale a
una explosión habida en el curso de la paz prehistórica del Paraíso, en el que
vivían los hombres inmortales (un estadio intemporal y uniforme de
bienaventuranza, cuyo paralelo cósmico podríamos ponerlo en el éter de Planck,
que algunos cosmólogos postulan como estado previo a la Gran explosión); la
singularidad final (correspondiente al big-crunch) estará representada por el fin
de las dos ciudades (libro XIX, capítulo 17). Pero la singularidad interna más

374
importante de esta historia teológica (dejando de lado la singularidad
representada por la formación del hombre para los cosmólogos que asumen la
versión fuerte del «principio antrópico» tiene un nombre propio, Cristo Jesús,
mediador entre Dios y los hombres (libro IX, capítulo 15), plenitud de los tiempos
históricos y año central (año cero) de la Historia de la humanidad que, en función
de esta singularidad sistemática, se dividirá en dos mitades: antes y después de
Jesucristo.

375
Sobre un futurible en forma de prólogo
Gustavo Bueno

Este rasguño ofrece algunas consideraciones sobre los efectos que la ausencia de Prólogo
(como causa deficiente) pudo haber tenido en algunos críticos del libro Zapatero y el
Pensamiento Alicia, Madrid 2006, y esboza algunas líneas que podrían haber figurado en este
prólogo futurible

El libro Zapatero y el Pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las


Maravillasapareció sin Prólogo del autor, no sólo en su primera edición (Madrid,
octubre de 2006), sino tampoco en la segunda y tercera que hasta el día de la
fecha ha publicado la editorial Temas de Hoy. El libro tiene, eso sí, una
Introducción; pero una introducción no es un prólogo (aunque hay que reconocer
que ambas instituciones literarias intercambian muchas veces su nombre, es
decir, se confunden). Por nuestra parte entendemos que la Introducción a una
obra tiene un papel similar al que corresponde a la Obertura en una Ópera: el
papel de anunciar algunos motivos o presupuestos que más tarde recibirán
desarrollo, el papel de establecer la tesitura del cuerpo de la obra, de algún
modo, su programa o planteamiento. En suma, la Introducción, o la Obertura, se
establecen en función del contenido mismo de la obra y, por decirlo así, se
conciben «desde dentro de ella», esbozando sus coordenadas implícitas y
específicas. Una Introducción o una Obertura son, en cierto modo, exposición de
los autologismos del autor referidos a la obra que presenta al público. La
Introducción tiene mucho de «Proemio», es decir, de reflexión objetiva proemial
sobre la propia obra, en relación con otras alternativas posibles. Está situada,
por tanto, en una plataforma diferente a aquella en la que la obra va a discurrir.
Como sabemos por Píndaro, el Proemio era el cántico que precedía al concierto
de los citaristas, a modo de preludio o de obertura.

Pero el Prólogo no es tanto un autologismo que el autor lleva a cabo en el


momento de presentar su obra al público, sino un dialogismo que el autor ensaya
con el público lector. En el Prólogo, el autor trata básicamente de delimitar las
coordenadas en las cuales calcula pueden estar implantados sus virtuales
lectores, a fin de situar, respecto de estas coordenadas genéricas o comunes,
su propia obra. Según esto, un Prólogo es una reflexión dialogística mediante la
cual el autor expone al lector, entre otras cosas, sus fines, expresados desde
coordenadas genéricas. Por ejemplo, si el Prólogo es de los llamados
«galeatos», veremos cómo el autor intenta defenderse de los ataques que

376
espera recibir de algunos lectores o de todos; si se prefiere, procede a ponerse
la venda antes de recibir la herida. En el Prólogo-antílogo (generalmente no
escrito por el autor) el prologuista refuta algunas tesis contrarias al libro que
prologa, casi siempre desde coordenadas diferentes a aquellas que asume el
autor.

¿Y por qué esta obra sobre el Pensamiento Alicia de Zapatero (o, si se


quiere, sobre el Pensamiento Zapatero) no lleva Prólogo? Como autor de la obra
confieso que no sabría responder de modo preciso. Acaso porque lo juzgaba
superfluo, dando por supuesto que los lectores podrían captar inmediatamente
sus objetivos, atendiendo tan solo al título y al índice de la obra. Acaso porque
juzgaba imposible escribir un Prólogo al lector cuando –según esperaba, y la
esperanza se cumplió sobradamente– los lectores, al menos del prólogo y del
índice, iban a ser de filiaciones muy heterogéneas. Acaso porque el autor creía
saber que muchos lectores (no todos) iban a juzgar definitivamente el libro
después de haber leído solamente el título (ni siquiera el índice, menos aún el
texto); por lo que, en consecuencia, un Prólogo dirigido a estos lectores –tanto
si estos lectores se decidieran a exponer su juicio en público, como si se
decidieran a atenerse al «reflejo del muerto»– equivalía a arar en el mar, a
predicar en el desierto.

Sin embargo, a la vista de las abundantes y heterogéneas reacciones


publicadas que el libro ha suscitado en su primer mes de vida, me he preguntado
sobre la influencia que la ausencia de un Prólogo explicativo de intenciones
podría haber tenido en los comentarios al libro, e incluso en los comentarios al
autor. Los comentarios al autor han sido por lo general violentos e insultantes
contra su persona, y de ningún modo pueden considerarse comentarios al libro.
En efecto, los autores de estos comentarios o bien no han leído el libro (y así lo
confiesan algunos), o bien lo han hojeado (y así lo reconocen), pero no han
emitido comentarios críticos (análisis, refutaciones) sobre los argumentos de la
obra, sino que se han limitado (una vez «encapsulados» estos argumentos bajo
la etiqueta «libro de Gustavo Bueno») a comentar la biografía del autor;
naturalmente, una biografía inventada ad hoc, a medida de los «conjuros» que
contra el libro parece quisieron lanzar a fin de evitar su difusión entre las filas de
sus compañeros, amigos o camaradas («no vaya a ser que se entere la
servidumbre»).

Ahora bien: las reacciones (críticas, comentarios, análisis) que este libro ha
merecido hasta la fecha no se reducen, por supuesto, a la condición de críticas
o comentarios al autor. Hay también críticas abundantes y comentarios a la obra.
Y es preciso subrayar que estos comentarios a la obra (y no al autor) no sólo han
sido también muy abundantes, sino en general muy favorables a sus
planteamientos; muchos de ellos han profundizado en ellos mucho más de lo

377
que el libro habría hecho (por ejemplo, me refiero al análisis de Marcelino Suárez
Ardura, «Análisis de un pensamiento febril», El Catoblepas, nº 56:17, sobre las
«perspectivas de izquierda» que cabe reconocer en el libro).

No quiero decir con esto que no puedan aparecer en lo sucesivo


comentarios críticos demoledores de la obra, como los que sin duda esperan
muchos que han visto con simpatía los «comentarios críticos demoledores del
autor», confiando de buena fe que detrás de estas descalificaciones estarán
actuando argumentos sólidos, que en su momento aparecerán. Pero lo cierto es
que hasta la fecha los «intelectuales orgánicos» de la socialdemocracia que
detenta el Gobierno (por ejemplo, los intelectuales orgánicos que publican
regularmente en El País) no han dicho esta boca es mía. Seguramente porque
prefieren hacer el reflejo del muerto a tener que meterse en los berenjenales de
la Alianza de las Civilizaciones (berenjenales en los que parece que el propio
presidente Zapatero está consciente de haberse metido al lamentar los primeros
resultados que al cabo de un año le ha presentado la comisión de veinte sabios
del GAN que fue nombrada al efecto).

Dejaré de lado, por el momento, la clasificación de las críticas, recién


expuesta, en críticas al autor y críticas a la obra. Clasificación que sin embargo
alcanza el mayor interés sociológico y político, dada la manera
sorprendentemente dicotómica según la cual esta clasificación se manifiesta
aplicada al caso: las críticas al autor no contienen prácticamente nada que pueda
parecerse a una crítica positiva o negativa a la obra; las críticas a la obra no
contienen prácticamente nada que pueda parecerse a una crítica positiva o
negativa al autor. Y esta dicotomía dice mucho, sin duda, sobre la estructura de
la sociedad española actual, sobre la relativamente abundante presencia en esta
sociedad de individuos que están dispuestos a enfrentarse cuerpo a cuerpo con
un autor que ven como un enemigo de sus posiciones («no es partidario») sin
atender a lo que el autor está diciendo; disposición favorecida por la impunidad
que les otorga la «libertad de expresión» de nuestra democracia, y la
consideración de la «judicialización» como solución a los problemas que tal
libertad pudiera suscitar: «Si un crítico de los que usted llama ‘crítico de autor’
ha insultado a su persona, puede usted ir a un Juzgado de guardia para
demandar al crítico.»

Pero no se trata de esto. Muchas veces las críticas al autor no serán


tipificadas por un juez como delitos o faltas, y si lo son, será tras una sentencia
que no llegará hasta después de dos o tres años, y esto sin contar con la mínima
seguridad jurídica respecto al sentido de la sentencia, que dependerá del juez
de turno. Pero, ¿qué juez puede condenar el hecho mismo de la dicotomía de la

378
que hablamos? ¿Qué juez puede dar una sentencia condenatoria contra un
«crítico literario» que en lugar de la crítica a la obra hace crítica al autor,
independientemente de que la crítica al autor sea o no tipificable en el Código
Penal? La judicialización no puede por tanto considerarse como un mecanismo
capaz de resolver el desajuste que se produce en nuestra «sociedad
democrática». En nuestro caso, cuando la práctica de sustituir las críticas a una
obra por las críticas a su autor está suficientemente arraigada, podemos
asegurar que nos encontramos ante una «democracia ficción», porque en ella
viven impunemente unos ciudadanos que se manifiestan dispuestos a no
escuchar lo que dice otro ciudadano, pero sí están dispuestos a conjurar con
insultos, más o menos graves, sus palabras, a fin de que ellas no vayan muy
lejos «del cerco de sus dientes».

¿Dónde queda el diálogo democrático? En una parodia de diálogo, en un


género de respuestas a argumentos dialécticos que tienen que ver mucho, como
hemos dicho, con la práctica de los rituales del conjuro. Un ritual que no sólo
tiene lugar entre los críticos del libro, sino también entre quienes responden, en
el Parlamento, a las críticas de la oposición. También aquí la norma de los
parlamentarios en el poder parece ser la de «encapsular» los argumentos de la
oposición y tratar de explicar psicológicamente su origen y destino. En el libro
sobre el Pensamiento Alicia se ofrecen varios ejemplos de este género de
contraargumentación sofística, que es la expresión misma de la mala fe (páginas
352-357). Se puede concluir, por tanto, que los críticos al autor de mi obra no
han leído estas páginas del libro, y si las han leído, no han querido entenderlas.

Me atendré a una clasificación de las reacciones a mi libro que hasta la fecha


he podido conocer más ajustada al objetivo general de este rasguño en cuanto
«futurible en forma de Prólogo». La clasificación comienza también siendo
binaria (aunque no es dicotómica) y agrupa las reacciones en tres rúbricas:

A. Las que demuestran que la obra puede ser entendida críticamente (es
decir, clasificada, diagnosticada con precisión) sin necesidad de Prólogo.

B. Las que demuestran que no es necesario un Prólogo, pero ni siquiera la


obra, para «clasificarla y diagnosticarla» burda e irresponsablemente como obra
de un autor a quien se tiene ya «clasificado y diagnosticado» a la manera como
el vasco del sermón diagnosticaba y clasificaba al predicador.

C. Los que participan de algún modo peculiar e interno de las características


de los críticos A y B.

379
4

Entre los comentarios críticos que tengo a mano y que sin duda habría que
poner bajo la primera rúbrica citaré, a título de prueba de existencia, orientada a
demostrar –ante un numeroso conjunto de ciudadanos que «no quiere saber
nada» porque se atiene, a lo sumo, al resonido de los críticos B– que ésta rúbrica
A no es la clase vacía, las siguientes, a sabiendas de que quedan otra por citar.

Abriendo camino, la información que apareció en La Razón en los días en


los cuales el libro se presentaba en Madrid. Asimismo la columna de Francisco
Umbral en El Mundo («Zapatero y Alicia») del día 25 de octubre pasado, y el
comentario de Miquel Porta en ABC del día 28 de octubre («La blancura de la
estupidez»). También el comentario de Carmelo López-Arias en El Semanal
Digital(«El ‘pensamiento Alicia’ de Zapatero, desmenuzado por un filósofo»), o la
crítica de Justino Sinova en el semanario El Cultural («Zapatero y el
pensamiento Alicia»). Por supuesto, los amplios análisis en El Catoblepas de
octubre de Antonio Sánchez («Zapatero en el País de las Maravillas»), Felipe
Giménez («El presidente Zapatero, fiel exponente del Pensamiento Alicia») y
Marcelino Suárez Ardura («Análisis de un pensamiento febril»). Así también los
amplios comentarios publicados en La Nueva España debidos a Javier Neira y a
Silverio Sánchez Corredera («El pensamiento Alicia»); o el comentario de
Santiago Abascal en Libertad Digital («Zapatero, el Simple»), o el análisis
preciso y sobrio que Tomás García («Al presentarse en Oviedo...») ofreció con
motivo de la presentación del libro en el Club de Prensa Asturiana, de La Nueva
España (por cierto, abarrotado de público, entre el que se encontraba una
profesora de latín, vieja amiga, que tras confesar que no había leído todavía el
libro tenía ya formada su opinión sobre él; opinión que intentó exponer y no en
forma problemática, sino dogmática, apoyada por un burócrata de los rituales de
conferencias que daba más importancia a la formalidad del «derecho
democrático a hablar en su turno» que a los requisitos materiales que todo
hablante ha de cumplir, en este caso, el requisito de haber leído el libro).

Todos estos comentarios, análisis y críticas, junto con otros no publicados


pero que han llegado en forma epistolar, procedentes de personas tan diversas,
constituyen la mejor demostración de un hecho objetivo (es decir, no de un mero
deseo subjetivo del autor): que el libro es plenamente inteligible, y sin necesidad
de Prólogo. Y estas críticas destruyen también la idea, tan arraigada, de quienes
niegan o dudan de la existencia en España de personas capaces de mantener
un diálogo filosófico al nivel de aquel en el que se mantiene la argumentación del
libro de referencia.

380
5

Sin embargo el análisis de las críticas y comentarios que hemos clasificado


en la rúbrica B demuestra que no es necesario el Prólogo, y a veces ni siquiera
el libro, para que muchas personas se formen un juicio indirecto sobre él, a través
de una crítica al autor. Y este análisis tienen mucho más interés general, incluso,
desde el punto de vista sociológico y político, que el análisis de las críticas o
comentarios que hemos reseñado bajo la rúbrica A.

En efecto, el análisis de los críticos y comentaristas del grupo B es, en cierto


modo, independiente de la obra que se supone comentada o criticada por ellos.
En consecuencia, los críticos y comentaristas incluidos en esta rúbrica B tienen
un significado político y sociológico mucho más general, porque se refieren a
cualquier libro, y no sólo al presente, y constituyen un síntoma muy significativo
para medir el estado de nuestra sociedad dialogante, siempre que demos por
supuesto, sobre fundamentos no gratuitos, que éste género de críticas sirven de
pauta para formar su juicio sobre la obra argumentada a miles de ciudadanos
que no sólo están capacitados para votar en las elecciones parlamentarias, sino
también para formar juicios que pretenden ser «respetados» por el mero hecho
de haber salido de las bocas de tales ciudadanos, dotados del derecho de voto
democrático. A este género de ciudadanos, en su mayoría ágrafos o en todo
caso no lectores de libros, van sin duda dirigidas las críticas y comentarios al
autor, que hemos clasificado en el grupo B. Que son el equivalente, en el mundo
de la letra escrita, de la institución del abucheo o sabotaje dell conferenciante
por parte de quienes no quieren siquiera oír ni dejar oír la exposición de sus
argumentos. La diferencia es esta: que el abucheo o el sabotaje a un
conferenciante (por parte de un público muchas veces compuesto por
estudiantes universitarios, por artistas o por «creadores») suele ser percibido
como una anomalía, de la que dan cumplida noticia los telediarios; pero el
abucheo o sabotaje contra una obra, representado por los críticos y
comentaristas que insultan a su autor, no se percibe como anomalía. Incluso
estas críticas y comentarios, como quiera que aparecen impresos en la prensa
al lado de las críticas y comentarios a la obra, suelen confundirse con éstos por
parte de un numeroso sector del público indocto, del vulgo a quien le da lo mismo
ocho que ochenta.

Los propios directores de los periódicos confunden muchas veces la crítica


a una obra y la crítica al autor, aun cuando ésta sea insultante, y admiten unas y
otras en sus secciones de opinión (tribunas, cartas al director, &c.) amparados
en la idea de la libertad de expresión y de la tolerancia.

381
6

La rúbrica B engloba, como decimos, a las críticas al autor del libro; por tanto
a críticos que suelen confundirse con críticos a la obra, confusión que padece,
como acabamos de decir, no sólo un gran sector del público, sino también
algunos directores de periódico o de programas de radio o de televisión. Pero las
críticas y comentarios incluidos dentro de esta rúbrica B son también muy
heterogéneos. Distinguiremos dos grupos:

(1) El constituido por aquellos críticos o comentaristas que, sin necesidad


de leer ningún prólogo, ni tampoco el libro, juzgan favorablemente a la obra
basándose en algunas referencias de prensa o de televisión; y a veces, en
nuestro caso, a la lectura de un artículo de El Catoblepas, publicado en octubre
de 2005, en el que se introducía el concepto de «Pensamiento Alicia» (artículo
que constituye el núcleo del capítulo primero del libro de referencia). Un artículo
que tuvo una gran resonancia sobre todo en los espacios de internet (el buscador
Google, por ejemplo, ofrece un año después cientos de referencias al
sintagma «Pensamiento Alicia»).

(2) El constituido por aquellas críticas o comentarios que, sin necesidad de


leer el prólogo o el libro, lo han juzgado de modo adverso, descalificándolo a
priori,una vez encapsulados sus contenidos como obra del autor contra el cual
terminan dirigiendo sus críticas.

Estas críticas al autor pueden disponerse, según los grados de agresividad,


en una serie muy rica que se extiende desde los grados más suaves y corteses
(por su forma) –sin perjuicio de transportar en ellas la ponzoña más venenosa–
hasta los grados más groseros y soeces.

No es mi propósito, en modo alguno, responder aquí a quienes han atacado


a mi persona sin haber leído el libro, o a quienes habiéndole acaso hojeado,
apresuradamente y a distancia, como un libro más «de opinión», es decir, sin
advertir que tienen en sus manos un libro de teoría filosófica, susceptible sin
duda de ser analizado críticamente, pero no de ser encapsulado como si lo
significativo de él fuese ser obra de un autor a quien se le juzga adversamente
por otros motivos. Incluso muchos pensarán que es por mi parte excesivo el
detenerme en estos críticos e incluso en dar sus nombres: Aquila non capit
muscas. Sin embargo, si me ha parecido conveniente y aún necesario detenerme
nominatim en el análisis de estos críticos B, no es a título de respuesta a sus
críticas (sería por mi parte excesivo subjetivismo) sino porque considero a estos
críticos como representantes de una extendida dolencia en nuestra sociedad;
dolencia agravada por una suerte de intoxicación psicologista que padece esta
sociedad, una intoxicación que impide, a quienes están contagiados, penetrar en

382
la argumentación de una obra dada que juzgan peligrosa o contraria a sus
principios, porque los prejuicios sobre el autor y el interés les llevará a inventar
una biografía adecuada a su propósito, que creerán suficiente para desviar
cualquier tipo de curiosidad sobre los argumentos y temas que este autor mueve
en su libro.

Mi perspectiva ante estos críticos es parecida más bien a la de un naturalista


que observa en una población vegetal o animal la presencia de una serie
graduada de tumores malignos y que trata, ante todo, de analizar. Ni siquiera se
ocupa de extirparlos, es decir, de responder o triturar sus contenidos, sino
simplemente de constatarlos, llegando a veces incluso a interesarse por ellos, a
la manera como se interesa el biólogo por un «bello tumor» que representa una
mutación en la evolución de la población analizada.

El primer tumor al que me referiré, de apariencia benigna (por la forma cortés


de su prosa), y acaso también benigno por su intención, es el comentario que
Pedro de Silva escribió sobre mi libro en su billete del 25 de octubre en La Nueva
España («Caperucita, y roja»), y en otros periódicos de esa cadena. Pedro de
Silva fue presidente del gobierno socialista del Principado de Asturias; con él he
mantenido durante años relaciones de amistad, incluso he escrito un Prólogo a
un libro suyo, y él mismo ha presentado algún libro mío. Actualmente parece
dedicado a actividades de escritor de novelas de gran contenido filosófico, y no
parece que esté implicado en la vida política activa, lo que no significa que haya
cambiado su ideología socialdemócrata. Aunque muy distante y escéptico,
parece, de la política de Zapatero, mantiene su «lealtad ideológica» con sus
compañeros de partido político y sus recelos ante los adversarios ideológicos y
políticos. Todo esto es «lógico y natural».

Lo que ya no es tan lógico y natural, dada su indudable inteligencia, es que


Pedro de Silva, tras haber hojeado el libro, sin duda, me haya atribuido unas
intenciones de signo literalmente opuesto a las que inspiraron la obra. Pedro de
Silva supone, en efecto, que yo estoy pidiendo «consistencia filosófica» a la
política de Zapatero. Y, subiéndose a la plataforma de un déspota ilustrado, dice
que «el relato político debe ser sencillo, y hasta simple, como un cuento para
niños». En consecuencia termina concluyendo que mi libro rinde un homenaje
no menor a Zapatero cuando califica su relato como «pensamiento Alicia»,
porque –añade por su cuenta– «de los cuentos para niños, tal vez el de Alicia
sea el más sagaz y seductor.» E inmediatamente pasa a decirnos que, sin
embargo, el Pensamiento Alicia no es más común en política, puesto que la
primacía se la lleva lo que él llama (pero sin definirlo) el «pensamiento Pinocho»
(acaso alusión a Aznar, «el mentiroso», por lo de las armas de destrucción

383
masiva) o lo que llama «pensamiento Capitán Trueno, en lucha sin tregua contra
el infiel», o el «Pensamiento Donald (Duck o Rumsfeld)» y termina proponiendo
un diagnóstico distinto del mío cuanto al Pensamiento Zapatero: «Sería mejor
hablar de Pensamiento Caperucita, incluido su final: ser comido por el lobo…»

Ahora bien, es evidente que Pedro de Silva no se ha enterado, seguramente


por sus prejuicios ideológicos y por el apresuramiento de su lectura, del
planteamiento de mi libro. Que no es un libro que se proponga analizar
críticamente la política real (la política día a día, o de medio o corto plazo, de
Zapatero y de su gobierno); por tanto, no es un libro que se interesa por los
problemas que Zapatero pueda tener ante un posible lobo feroz. Lo que mi libro
ha pretendido no es analizar críticamente la Realpolitik de Zapatero y de su
gobierno, sino su filosofía política, antropológica, histórica, religiosa… y sólo se
ocupa de algunas cuestiones de política real –como la Ley de matrimonios
homosexuales, o el Proyecto de ley de reconocimiento de los simios como
personas– en la medida en que ellas pueden considerarse como aplicaciones
directas de su filosofía, teniendo en cuenta que muchas decisiones de las
políticas reales del gobierno de Zapatero no tienen que ver con su filosofía, cuyo
simplismo las convierte en inaplicables. ¿Cómo aplicar a la política efectiva el
proyecto de la «Alianza de las Civilizaciones»? Este proyecto sublime sólo puede
dar lugar a un parto de los montes, como parece ser que el propio Zapatero está
reconociendo al cabo de un año de trabajo del autodenominado Grupo de Alto
Nivel, aunque, en su empecinamiento, le echa la culpa al Grupo, y no al proyecto
que él le propuso. (Según fuentes de la Moncloa, de las que nos informa El
Mundo del 12 de noviembre de 2006, el propio presidente Zapatero ha
considerado «gaseoso» el informe de este grupo de expertos; por cierto la
calificación de «gaseoso» recuerda muy de cerca la calificación que, en nuestro
libro, damos al proyecto de la Alianza de las Civilizaciones, como puro humo,
dotado sin embargo de gran fuerza expansiva.)

Pero al proponernos analizar la filosofía de Zapatero no estamos


proponiéndonos, como parece sugerir Pedro de Silva, «pedir a la política
consistencia filosófica». En el libro me he limitado a constatar que Zapatero y su
gobierno tienen una filosofía formalmente consistente y sistemática, como de un
modo u otro la tienen todos los ciudadanos que no sean débiles mentales o
analfabetos. Y, sobre todo, como la tiene un ciudadano que ha llegado a alcanzar
la condición de Presidente del Consejo de Ministros, y que por tanto ha de tener
opiniones sobre la guerra y sobre la paz, sobre la riqueza y sobre la pobreza,
sobre la historia y la memoria histórica, sobre la religión y el laicismo, sobre la
economía, sobre la cultura, sobre la humanidad… Y quien, por oficio, necesita
tener opiniones sobre asuntos tan heterogéneos tiene que ser necesariamente
un filósofo. Y Zapatero lo es, sin duda, como también lo es Pedro de Silva, o Kofi

384
Annan, o Mayor Zaragoza, o un secretario local de la UGT o de Comisiones
Obreras.

Ahora bien: que «todo el mundo» sea filósofo no quiere decir que la filosofía
que tiene todo el mundo (y que es reconocida como tal, como constatamos ante
la frecuencia de frases tales como «filosofía de la Selección nacional de Fútbol»
o «filosofía de la Organización Nacional de Ciegos») sea siempre «presentable».
Todo el mundo es filósofo, pero unos con una filosofía rudimentaria, embrionaria,
ingenua y deleznable, y otros con una filosofía menos ingenua, menos
rudimentaria y no tan deleznable. De la misma manera que todo el mundo es
músico, pero la música de unos es embrionaria, ingenua y deleznable, y la de
otros es menos primeriza, menos vulgar y menos deleznable.

Mi propósito fue determinar cuál era la filosofía de Zapatero. Y me encontré


con la sorpresa de que esta filosofía estaba ya muy elaborada en sus
formulaciones, y tenía que ver con la filosofía del Ideal de la Humanidad de Julián
Sanz del Río, que también consideramos como una filosofía simplista y
deleznable, aunque muy extendida entre las sociedades laicas de nuestros días.
Lo que Pedro de Silva debía impugnar en mi libro, si quería hacer crítica interna,
es su tesis sobre la existencia de una filosofía delimitable (denominada
Pensamiento Alicia) asumida por Zapatero y su gobierno, y no mi supuesta
pretensión o exigencia de que Zapatero y su gobierno «debieran asumir una
filosofía consistente». Porque yo no he formulado semejante tesis, y su
impugnación no puede considerarse como dirigida contra mi libro, sino contra un
fantasma inventado por Pedro de Silva.

¿Y por qué denominar a esta filosofía, tal como es delimitada, como


Pensamiento Alicia? Podría haber acudido a fórmulas académicas (krausismo,
panenteísmo, idealismo histórico, voluntarismo, &c.) pero esto equivaldría a
elevar de rango a una filosofía extendida entre muchos sectores sociales que no
habían estudiado a Krause o a Sanz del Río (probablemente tampoco Zapatero
los ha leído: harto tenía con leer a María Zambrano). Por ello busqué una
denominación tomada del «nivel mental» que corresponde a quienes se
alimentan de esa filosofía, y lo encontré en la Alicia de Lewis Carroll. Por esto el
sintagma «Pensamiento Alicia» es tan sólo una denominación icónica e irónica
de una filosofía sistemática muy definida, presente ya en las obras de Krause –
un «dios menor» del idealismo alemán– en agudo contraste con la potencia de
la filosofía de Hegel, su compañero de universidad.

Por ello resulta una trivialización desafortunada el presentar supuestas


alternativas al Pensamiento Alicia, de carácter puramente literario, tales como
Pensamiento Donald o Pensamiento Pinocho; denominaciones que se fijan en
rasgos particulares de algún político concreto al que por mentir le crece la nariz,

385
sin que por ello este rasgo implique una filosofía (¿o es que acaso Zapatero no
miente o disimula constantemente?).

No entro en la opinión, propia de un déspota ilustrado, al menos por


vocación, me parece, que considera que el «relato político» (si por relato político
se entiende, al modo postmoderno, a los «grandes relatos» de los políticos) debe
ser simple (¿simplista como el de Alicia?), como un cuento para niños. Pero los
ciudadanos-niños de nuestras democracias tienen licencia para opinar
filosóficamente sobre cualquier asunto; y entonces es necesario plantarles cara,
diciéndoles, entre otras cosas, que antes de opinar deben estudiar, que antes de
opinar ingenuamente deben admitir que las cosas son mucho más complejas de
lo que su simplismo les hace ver.

En resolución, el comentario crítico de Pedro de Silva, amable por su forma,


resbala por completo sobre los contenidos del libro que comenta y se limita a
exponer sin más una alternativa «ilustrada» en defensa del Pensamiento Alicia,
como propio para los ciudadanos-niños, sin analizar los argumentos que
precisamente se enfrentan con este tipo de pensamiento. De su crítica se
desprende una banalización de los objetivos del libro (delimitar un sistema de
pensamiento filosófico en marcha) sin ofrecer ninguna razón, sino opiniones
gratuitas o frívolas, según se mire.

El segundo tumor que analizaré aquí tiene ya los caracteres de un tumor


maligno, en estado de formación, si atendemos a los dispositivos agresivos que
presenta. Se diría que estamos con este tumor ante un ataque de urgencia contra
el autor y no contra la obra, que todavía no ha tenido tiempo de leer. Son
argumentos destinados a conjurar de inmediato la propagación de la obra, que
proceden de relevantes individuos del aparato de la Federación Socialista de
Asturias (individuos que –como Fernando Lastra y José Manuel Sariego– fueron
además antiguos alumnos míos, con los cuales me he llevado bien durante
años). El núcleo de su crítica consistió en sugerir que el autor del libro –al que
ellos dicen han conocido en la plenitud de sus manifestaciones– habría
experimentado una «deriva» hacia la «filosofía rosa». No especifican las causas
de esta «deriva», pero muchos lectores han pensado en motivos tales como la
senilidad o los intereses personales del autor. Esta crítica al autor y no al libro ya
puede considerarse como una primera supuración de un tumor maligno; y la
primera supuración es la denominación de estos críticos del libro como «filosofía
rosa», expresión que no definen (se supone que quieren aludir a la filosofía que
se utiliza en los programas rosa de televisión, o de las revistas así llamadas).
Pero, eso sí, contraponen la supuesta filosofía académica que el autor habría
profesado en la plenitud de sus facultades y la deriva hacia una filosofía menor

386
en su vejez. Con ello su crítica está prejuzgando que el libro Zapatero y el
Pensamiento Alicia, que no han leído (que no tuvieron tiempo ni posibilidad de
leer cuando emitieron su crítica), no es un libro de filosofía genuina, sino
degenerada; y con ello dan por encapsulados sus contenidos, tratando de
conjurar los peligros que la lectura de este libro podría implicar para su Partido,
y dan por terminada la cuestión. Pero este proceder encierra una gran dosis de
mala fe. Si los autores se hubieran enfrentado con los capítulos del libro,
hubieran constatado que su filosofía es tan «roja» –y no «rosa»– como podría
serlo la filosofía del autor veinte o treinta años antes.

Me referiré a otro tumor, este ya en estado de putrefacción maloliente y


purulenta, como lo es el comentario crítico del periodista Faustino F. Álvarez,
publicado en La Voz de Asturias de 5 de noviembre de 2006 («Gustavo Bueno y
'Garrafundia'»).

Difícilmente puede encontrarse un ejemplo tan puro, tan «bello» en cuanto


tumor, de conducta miserable, y una exposición tan ingenua del inconsciente
enfermo y resentido de un periodista que nos ofrece gratuitamente su propio
psicoanálisis proyectivo sin darse cuenta de ello. Y quiero subrayar que mi juicio
condenatorio contra el tumor representado por Faustino F. Álvarez, no tiene que
ver con el juicio que pueda merecerme como escritor y periodista, comenzando
por su libro, escrito en su etapa franquista, Agonía y muerte de Francisco
Franco(Ediciones Naranco, Oviedo, diciembre de 1975, 194 págs.), prologado
por Luis María Ansón, que es un libro sobrio desde el punto de vista emic, un
«acta» de los últimos días del Caudillo. No me refiero aquí, por tanto, a Faustino
F. Álvarez como periodista, a lo sumo me limito a reproducir un curioso
comentario de Francisco Rodríguez, el presidente de la multinacional láctea
Reny Picot, escrito para ser leído en el acto de concesión del Premio Asturias de
Periodismo 1999, pero que no llegó a leerse porque la organización hizo saber
al autor «que no resultaba conveniente su intervención en el acto». Decía en
efecto Francisco Rodríguez:

«Faustino F. Álvarez es un escritor suelto de pluma, al que a la hora de


poner adjetivos, la prosa se le encampana, sube hasta las nubes y por fin
se convierte en diluvio… Faustino Álvarez es uno de esos escritores
temperamentales que manejan los fragmentos de la historia con más
talante lírico que prurito científico; con más afán de sentar «su verdad
moral» que por hacer prevalecer la verdad objetiva.» (El discurso escrito
pero no pronunciado por Francisco Rodríguez aparece publicado por su
autor en su libro Desde un tren de mercancías, Planeta, 2000, páginas
478-480.)

387
Faustino F. Álvarez dice que ha leído el libro «un poco a saltos» y que ha
encontrado en él un «espejo de las fobias que el analista transfiere teatralmente
al analizado». Pero con esto el crítico viene a confesar paladinamente que ha
hecho una lectura psicológica del libro, advirtiendo en él fobias transferidas
teatralmente, y no argumentos. Estamos ante un diagnóstico hueco e insidioso.
¿Qué quiere decir que hay «una transferencia teatral»? Da la impresión que el
crítico ha interpretado una argumentación filosófica (que ha leído a saltos, es
decir, que no ha leído, ni se ha enterado) como un montaje teatral. Pero si esto
es lo que vió en el libro, ¿por qué no se esforzó en ocupar las restantes líneas
de su artículo en demostrarlo? Sencillamente porque estas líneas estaban
ocupadas por una crítica al autor, que se resuelve en insultos, ironías vulgares e
intentos de desprestigiar al autor, gratuitamente, en un libelo escrito por un
habitual comentarista de formas generalmente melifluas, y sobre contenidos no
muy alejados de los tópicos vigentes. De un individuo que vive en una cofradía
vernácula de la que se realimenta, cofradía muy vinculada, por cierto, a través
de su director, Graciano García, a la Fundación Príncipe de Asturias. Lo más
curioso es que también Graciano García, como Faustino F. Álvarez, fueron
siempre tenidos por mí como amigos, y el propio Faustino alude en su artículo a
«una vieja cordialidad», sin darse cuenta que con esta alusión la está
traicionando con su desenfrenada crítica al autor. Sólo puedo explicar esta
traición por algo así como la presión que sobre Faustino F. Álvarez ha ejercido
su grupo vernáculo, enfrentándose al «salón abarrotado de público» del Club de
Prensa Asturiana el día de la presentación del libro en Oviedo, y con el trato
que La Nueva España dio a este acto (con amplia fotografía en color en la
primera página y abundante información interior).

Porque el comentario de Faustino F. Álvarez parece que está estimulado


directamente por este acto. ¿Y por qué? Probablemente Faustino F. Álvarez
habría ido incubando durante años una animadversión hacia mi persona y hacia
mi entorno, que le habría llevado a subestimar mis obras y, después de haberme
hecho entrevistas elogiosas, llegó a considerarme como perro muerto. La
representación de una sala abarrotada de público y la presentación del acto en
primera página en el diario más importante de Asturias, en el que él había
trabajado años antes, debió de parecerle insoportable injusticia, una especie de
ataque a su sentimiento de territorialidad –él, que jamás habría logrado llenar
una sala de público–, cuando además, por sus escritos, a lo largo de varios años,
también debía ser considerado como filósofo, con más méritos que nadie. ¿No
había él opinado durante años sobre la paz, sobre la cultura, sobre la felicidad,
sobre la ciencia y el arte? ¿Qué podría encontrar él en mis libros sobre la paz,
sobre la felicidad, sobre la cultura... algo sobre lo que no tuviera él su propia
opinión? Sin duda Faustino F. Álvarez estaba hinchado de odio hacia una
persona que, venido del exterior («aunque con pleno derecho») había sido
reconocido entre los ovetenses, que acudían en masa a sus conferencias y le
han reconocido como «hijo adoptivo». ¿Cómo conjurar este hecho inadmisible
388
por el ex-seminarista Faustino? Apresurándose a comparar la celebridad del
autor con celebridades ovetenses como pudieran serlo Antón de la Madre,
Manolín el Pinzu o Josefa la Torera, es decir, no queriendo reconocer los
específicos contenidos de la obra y equiparando gratuitamente al autor con otras
personas que nada tienen que ver con la suya. La mala fe del gacetillero se
manifiesta aquí en carne viva.

Faustino F. Álvarez arremete también contra el «alcalde-ingeniero, perito en


debilidades humanas ajenas de tan desgarradamente asomarse a las propias»,
que «facilitó a don Gustavo un edificio de rango ateniense, negándoselo a los
desfavorecidos de la ciudad». ¿Qué tiene que ver todo esto con los argumentos
del libro, que él presenta como «última hazaña que bien hubiera podido editar el
sector lírico y financiero de la FAES»? Faustino F. Álvarez parece que no quiere
dar crédito a que el libro no lo ha editado la FAES, sino Temas de Hoy, del Grupo
Planeta. Y aunque lo hubiera editado la FAES, ¿por qué habría que poner entre
paréntesis sus argumentos?

Faustino F. Álvarez dirige sus secreciones purulentas contra «el


descendiente, al que armó caballero». Pero si alguien arma caballero a otro es
porque el autor lo puede armar. Más adelante dice que «su célebre escuela
filosófica cabe en el mismo coche que ignominiosamente le incendiaron unos
fascistas». Es una asociación delirante y ad hoc, propia del gacetillero, que
ignora además si fueron fascistas o guerrilleros de Cristo Rey quienes quemaron
mi Land Rover, ¿a cuenta de qué trae Faustino F. Álvarez ahora este recuerdo
con ocasión de la crítica a un libro? Es como si yo ahora recordase a Faustino
F. Álvarez la ocasión en la que, como director de La Voz de Asturias, y
acompañando a una delegación oficial del Principado de Asturias, fue detenido
en La Habana por la policía cubana acusado de corrupción de menores
(acusación en la que aquí yo no entro), en compañía de un Consejero en ejercicio
del Gobierno asturiano, y expulsados de Cuba con el escándalo correspondiente.

Faustino F. Álvarez, en su insignificancia, no deja de ser un tumor para la


ciudad de Oviedo y para España. Acostumbrado a lo largo de los años a hacer
ejercicios de redacción sobre asuntos de política municipal o nacional, sobre
premios Nóbel conforme van saliendo al paso, sobre cine o teatro, ha tenido que
ir formándose sobre la marcha opiniones sobre la verdad y sobre las apariencias,
sobre la felicidad y sobre el dolor, sobre la derecha y sobre la izquierda, sobre la
cultura y la educación, sobre la paz y la guerra, sobre la ciencia y el arte. No ha
tenido tiempo de leer los libros clásicos, no ha tenido tiempo de visitar
laboratorios, lo sabe todo de oídas o de lectura de solapas. Es también un
filósofo, como el propio presidente Zapatero. ¿Pero no se da cuenta Faustino F.
Álvarez, al publicar estas críticas al autor, que lo conoce hace muchos años, y
que ha leído muchos de sus artículos y oído muchas de sus intervenciones en la

389
radio, que está descubriendo sus vergüenzas ante él? ¿Olvida que yo conozco
los puntos que él calza? Yo sé que no resistiría una conversación frente a frente
y ante el público sobre cualquiera de los asuntos que en el libro trato, a pesar de
que él ha emitido opiniones tópicas sobre estos asuntos: sobre la solidaridad,
sobre el humanismo, sobre la paz, sobre el franquismo (que él conoce muy bien),
sobre la cultura, sobre la felicidad...

¿Qué podría argumentar este pobre diablo insolente sobre cualquiera de las
tesis que figuran en el libro que él dice comentar? Nada, y por eso su táctica
consiste en arrojar sus vómitos verdes de odio, envidia y resentimiento sobre un
libro, tratando de satisfacer además a los amigos de su pequeño círculo
vernáculo, de conjurar y detener nuestra obra (cuando dice que toda la escuela
cabe en un coche, ¿está significando que no ha consultado siquiera El
Catoblepas, o los diccionarios de filosofía internacionales, o las listas de tesis
doctorales de diferentes universidades españolas, o es que quiere engañar a los
indoctos?).

Faustino F. Álvarez es solamente un tumor maligno, sin cura posible, que


además ha traicionado una vieja cordialidad, por el simple hecho de mencionarla
en el momento mismo de estarla traicionando. Y si Faustino F. Álvarez merece
una mención es porque es uno de tantos tumores de nuestra sociedad, llamada
democrática, a quienes su posición de columnista o gacetillero le confieren una
impunidad y envanecimiento totales para arrojar sus vómitos sobre personas
cuya obra, que odia y desconoce, trata de desacreditar a toda costa.

10

Con parecida sintomatología a la que hemos constatado en el tumor


Faustino se nos presenta también otro tumor, de menos alcance, el tumor Ismael
Almanza Riesco, que ya no es periodista habitual de algunas cadenas de prensa,
aunque ha publicado algún ejercicio de redacción en Gara, pero sí profesor de
filosofía en un Instituto de Pola de Siero. El «tumor Ismael» tampoco supura
sobre el libro, sino sobre el autor. Comienza así su comentario: «Don Gustavo
Bueno ha hecho de su nombre un pesebre. Periódicamente arroja en él algún
alimento basura del que se va nutriendo…»; y termina su comentario: «Hay
veces en que la senilidad no merece el mínimo respeto, más bien el contrario.»
Pero sobre el libro y sus argumentos ni una sola palabra. Estamos ante un caso
evidente de crítica destinada a conjurar, ante sus amigos y alumnos, el peligroso
crecimiento de cualquier brote de interés por la obra objeto de la crítica. No
conozco a Ismael Almanza, y por tanto no me aventuro en entrar en la
consideración de las motivaciones de sus vómitos. Sospecho –a partir del título
que antepone a su escrito: «Perversión en el país de Sophía»– que entre estos
motivos figura también una cuestión de «territorialidad amenazada». Si habla del

390
«país de Sophía» y ve en mi persona una perversión surgida en tal país, es
porque se siente ciudadano de derecho del país de Sophía, y ve con alarma que
otro individuo parezca estar pisando a sus anchas en él, con reconocimiento y
aplauso de mucha más gente de la que cabe en el aula de su centro.

11

En cualquier caso, la cantidad de tumores supurantes a los que me estoy


refiriendo, aunque tengan más presencia mediática, no son seguramente mucho
menores que la cantidad de tumores secos que proliferan en nuestra sociedad
democrática. «Tumores secos» porque se cuidan bien de no supurar sobre aquel
a quien perciben como enemigo, y se limitan a hacer ante él el «reflejo del
muerto», y a tratar de conjurar el peligro mediante el silencio o el rechazo a entrar
en polémica. Esta parece ser la estrategia hasta el momento de los «grandes
intelectuales orgánicos» de Zapatero-Polanco. Una muestra muy clara de este
tipo de tumores secos creí percibirla en la reacción que desplegó Pedro Calvo
Hernando, tertuliano habitual de La mirada crítica, que dirige Vicente Vallés, en
Tele 5, al finalizar la entrevista que el director de este informativo tuvo a bien
hacerme en directo el 20 de octubre pasado. Lo que dijo Pedro Calvo Hernando,
como expresión de una determinación enconada e irrevocable fue lo siguiente:
«Pues yo no pienso leer este libro.» Justino Sinova, presente en la tertulia, le
reconvino, y Juan Cruz, también presente, pero menos primario que Calvo, aún
en su misma onda, se limitó a desmarcarse preguntándose que de dónde habría
sacado yo la expresión Pensamiento Gonzalo, «¿acaso del nombre del
camarero que acababa de ver en la cafetería?» Me sorprendió que Juan Cruz no
supiera a qué se llama Pensamiento Gonzalo.

Los tumores secos constituyen también una patología grave de nuestra


sociedad, ya sea democrática, ya sea aristocrática, porque demuestran cómo
parte del tejido social se rodea de membranas impermeables a fin de cortar
cualquier contacto con las corrientes que circulan en su entorno, y que perciben
como amenazadoras u odiosas. Los tumores secos, como los supurantes, de los
que hablamos, representan puntos de extinción en la red de la interacción entre
sus núcleos. Una sociedad en la cual estos tumores incrementan su número en
proporción significativa, o todavía más, logran sintonizar con las líneas del poder
político vigente, corre el peligro de transformarse en una sociedad hormiguero,
en la cual el pensamiento único habrá alcanzado su límite superior.

12

En la tercera rúbrica (la que hemos titulado C) ponemos un tipo curioso e


interesante de comentarios críticos que es, en cierto modo, intermedio entre los
que hemos clasificado en A y en B, pero intermedio no porque estas críticas o

391
comentarios contengan una yuxtaposición de los tipos A y B, porque en este
caso la rúbrica C debería repartirse entre la A y la B, acumulándose a ellas, sino
porque efectivamente el tipo C de críticas que contemplamos es a la vez crítica
del autor y crítica de la obra, y precisamente en aquellos puntos en los cuales el
autor y la obra comparten algunos componentes significativos que justificaría
englobar conjuntamente como críticas a la totalidad al autor y a su obra. La crítica
al autor se circunscribe ahora al autor en cuanto autor de la obra, y la crítica a la
obra se circunscribirá a la crítica a la obra, a su género literario o artístico, en
cuanto producto de un autor definido como cultivador de tal género.

En este caso, para abreviar, el género literario o artístico contra el cual se


dirigen los críticos y comentaristas es la filosofía, tal como es entendida por el
crítico. Ahora la obra será despreciada precisamente por sus componentes
filosóficos, y el autor será también despreciado precisamente por su oficio de
filósofo, por el modo de practicar ese oficio, y sólo incidentalmente por otros
motivos de su biografía personal.

Tengo ante mi dos joyas críticas que ilustran muy bien el tipo C de
comentarios críticos del que estoy hablando. La primera joya es una larga carta
de un tal José Viñas García, titulada «¿Filósofo o filosofastro?», y que por su
redacción y referencias parece haber sido escrita por un hombre sencillo, votante
del PSOE, y que expone honradamente su opinión. Leyéndolo recuerdo aquella
canción de la transición: «Habla, pueblo, habla.» La segunda joya es un alegato
(«Erga Gustavum Bonum») de un tal Juan Hernández, que al parecer pasó ya
hace años por los llamados cursos comunes de una facultad de filosofía y letras
y sabe algo o mucho de latín.

La crítica del primero puede condensarse muy bien en estas líneas: la


filosofía debe intentar conseguir que lleve al pueblo del modo más sencillo las
cosas que se discuten en la plaza pública, pero usted (con su filosofía, me acusa)
hace lo contrario: complica las cosas más sencillas. Y así dice: «Sobre la Alianza
de las Civilizaciones sabe mejor que nadie que es algo factible, pero prefiere
rebajar su inteligencia para compararlo con Alicia en el País de las Maravillas».

Me parece evidente que esta voz ingenua del pueblo, que se expresa a
través de José Viñas, primero, no ha leído mi argumentación sobre la Alianza de
las Civilizaciones. ¿Cómo suponer, en caso contrario, «que yo se mejor que
nadie que es algo factible»? Segundo, no se ha enterado de que yo no atribuyo
ninguna utopía a Zapatero, y que precisamente defino el Pensamiento Alicia
como la contrafigura del pensamiento utópico. Viñas debía, a lo sumo, haber
impugnado esta distinción, pero no puede confundir los términos y atribuírsela al
autor de la obra o a la obra misma.

392
Y tercero, tiene una idea de filosofía que se ajusta precisamente a la del
Pensamiento Alicia, y simplemente le molesta que sea denominada de este
modo (¿por qué, si no, supone que es rebajar la inteligencia pensar como
Alicia?), y, desde luego, esta voz del pueblo, a la cual la democracia le ha dado
–según cree él– legitimidad de opinión sobre la naturaleza de la filosofía, no se
ha enterado de que precisamente el objetivo y método de mi libro no era otro
sino el de complicar las cuestiones que el Pensamiento Alicia ofrece como
simples, es decir, mostrar que las cosas son mucho más complicadas de lo que
el pueblo sencillo puede llegar a creer.

La crítica del segundo (Juan Hernández) es también muy basta y vulgar.


Feijoo observa, en la presentación del Teatro Crítico, que «hay vulgo que sabe
latín». Es vulgar desde las posiciones, no ya de la socialdemocracia de Zapatero,
a quien por cierto llama «pánfilo carabobo», sino más bien desde las posiciones
próximas a la utopía anarquista. Su crítica podría dirigirse por tanto contra la
filosofía de tradición platónica, que no habiendo logrado alcanzar la condición de
ciencia, recae en tautologías y evidencias aldeanas, tales como «A es mayor que
B, y B es mayor que C, luego A es mayor que C». Se ve que al autor le costó
entender el principio del silogismo, al que tomaba como el culmen de la filosofía.
Pero, ¿podría explicar el crítico qué tiene de tautología la Teoría del cierre
categorial que él cita? La Teoría del cierre categorial es sin duda una teoría
filosófica de las ciencias positivas; podrá recibir cualquier tipo de crítica, pero no
la de tautología. Sin embargo éste latinista cree que sus críticas me alcanzan de
lleno a mí, por haber seguido este camino sin salida, hasta llegar a la vejez:

«Tiene disculpa, hay que comprender que la filosofía no es una ciencia,


sino una aproximación. Que el filósofo suele acabar atrapado en el ego
de sus propios enunciados, encadenado al fondo de la caverna de Platón
por los grilletes de las propias contradicciones. Y por eso no es de
extrañar que el maestro esté perplejo al ver su ruina doctrinal mientras
Pánfilo Carabobo trata de alcanzar una utopía, la Utopía, alguna utopía,
para ponerla como referencia. Y sin consultarle… Y es que yo he estado
en Utopía. Por eso comprendo mucho a Pánfilo y nada al viejo
cascarrabias. Aunque utopía, del griego ‘ou’, no, y ‘topos’, lugar, se refiere
a un lugar que no está en ningún lugar; la utopía real existe. Está en
Benalup de Medinasidonia, antiguo Casas Viejas, Cádiz, en el solar en
donde en 1934 [fue en 1933] las fuerzas de orden público mataron a tiros
a Seisdedos y a otros libertarios que se habían atrincherado en un chozo
para reivindicar su otra utopía anarquista. Hoy un chiflado ha montado allí
un hotel museo, el Utopía, un miniparaíso de imaginación exquisita, buen
gusto y art déco, que goza como telón de fondo del Parque de los
Alcornocales. Vayan a Utopía hotel. Y el dinero del libro gástenlo en
tortitas de camarones.»

393
Es evidente que Juan Hernández no quiere entretenerse en lo que la
filosofía pueda significar, ni tampoco ha penetrado en la argumentación
escolástica del libro, que sin duda aborrece, tanto como otros filólogos
anarquistas que yo conozco. Pero con esto la crítica al libro sigue quedándose
en blanco.

13

¿Qué debería haber dicho en un prólogo galeato, calculado para alcanzar


una potencia suficiente capaz de evitar muchas de las críticas frustradas al libro
prologado? Críticas frustradas en la medida en que no van dirigidas contra los
contenidos del libro, ni contra sus propósitos, sino contra contenidos o propósitos
imaginados por el crítico.

Sin duda, lo primero que habría que haber expuesto en tal Prólogo debiera
haber sido la declaración de sus intenciones o propósitos: delimitar el «sistema
filosófico» implicado como cuestión de hecho en el pensamiento del presidente
Zapatero y de su equipo y tratar de establecer sus afinidades con otros sistemas
filosóficos del presente, así como sus antecedentes más próximos en la historia
del socialismo. Antecedentes krausistas y masónicos –según nuestras
averiguaciones– que no han de interpretarse como «fuentes bibliográficas» de
Zapatero, que probablemente no haya leído siquiera El Ideal de la Humanidad de
Julián Sanz de Río, como ya hemos dicho antes. Lectura que, por lo demás, no
le hacía falta para impregnarse de una ideología que acompaña como una
nebulosa a toda una tradición de la socialdemocracia española. En
sus Conversaciones con Goethe, Eckermann cuenta que un día le preguntó al
maestro: «¿Quién es hoy el mejor filósofo de Alemania?» Y Goethe, tras una
pausa, respondió: «Sin duda, Kant; pero no es preciso que usted lo lea, porque
sus ideas están ya disueltas por toda Alemania.»

En segundo lugar, habría que haber precisado qué propósitos no habían


inspirado el libro. Y acaso esta precisión debiera haber ido en el primer lugar del
Prólogo, a fin de despejar, de inmediato, erróneas expectativas que el título de
la obra (Zapatero y el Pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las
Maravillas) habría de suscitar, con toda probabilidad, en el lector medio. Y esto
tendría que haber sido previsto por el autor: previsión que hubiera justificado el
Prólogo que no llegó a escribirse.

En efecto, en este Prólogo futurible habría que haber explicado claramente


que el libro no tenía el propósito de llevar a cabo críticas a la política real del
gobierno Zapatero, porque su propósito era analizar su filosofía. Y sólo en la
medida en que algunas decisiones políticas reales –retirada de las tropas del
Irak, ley de matrimonios homosexuales, proyecto de ley sobre los simios–

394
pudieran considerarse como aplicaciones de su filosofía, las críticas de esta
filosofía recaerían también sobre la política del gobierno Zapatero, pero no sobre
«toda su política», porque es obvio, y el propio libro lo dice, que muchas medidas
políticas reales están impuestas al gobierno por la Realpolitik, aún cuando vayan
en contra de su ideología panfilista. Y así, por ejemplo, sin perjuicio de las
declaraciones irenistas sobre la «¡Paz, Paz, Paz, No a la Guerra !» y de la
retirada de las tropas del Irak («para cumplir una promesa electoral», como si
esta fuera razón suficiente, como si no hubiera que preguntar por qué se hicieron
tantas promesas electorales que luego no podían o debían haberse cumplido),
lo cierto es que, durante el gobierno Zapatero, España ha enviado más tropas
hacia oriente –Líbano, Afganistán, Iraq– que las que envió el gobierno Aznar.
Que se diga que estas tropas van en misión de paz es pura retórica. También el
gobierno Aznar consideraba a sus tropas como fuerzas de pacificación. Lo que
cuenta es que las tropas españolas que van al Líbano, a Afganistán o a Irak, van
armadas con fusiles ametralladores, con misiles o con tanques. Buscan la paz,
pero por medio de la guerra, como ha pasado siempre.

En tercer lugar el Prólogo podría haber dicho que el libro no sigue las
directrices de algún partido político de implantación nacional, y concretamente
que no tiene nada que ver ni con el PP ni con la FAES. Lo que no quiere decir
que no intersecte con estas directrices en puntos importantes, que tienen que
ver sobre todo con la «Defensa de la Nación española». Pero esto no autoriza a
considerar al libro como producto de una perspectiva de derechas, identificada
gratuitamente con el PP, salvo que se sobreentienda que la «política de
progreso» (que propugna, por ejemplo, el nuevo gobierno tripartito catalán, o de
Entesa), es por sí misma una política de izquierdas. ¿A qué progreso se refiere
esta política común a los partidos del tripartito y a otros? ¿Acaso su común
denominador no es otro sino el progreso hacia la autonomía soberana de
Cataluña, hacia la transformación de España en un conjunto de países
confederados, en el mejor caso? ¿Y desde cuando este «progreso» tiene que
ver con la izquierda, y no más bien con una derecha del Antiguo Régimen,
presente ya en el franquismo, que provocó los nacionalismos y el cultivo de las
lenguas vernáculas, precisamente para detener, tras la muerte de Franco, la
cristalización de una lucha de clases en el sentido marxista? (no debe olvidarse
que el Decreto de incorporación de las lenguas nativas a los programas
educativos va firmado por el propio Francisco Franco, el los últimos meses de su
mandato).

¿Y quién puede decir que el capítulo 4 del libro, el capítulo sobre Franco y
el franquismo, el más comprometido sin duda en el momento de «calificar la
obra» de partidaria o no partidaria de la izquierda o de la derecha, está escrito
«desde la derecha»? Es un capítulo, eso sí, pensado acudiendo a categorías
que no sean segundorepublicanas, pero tampoco franquistas. Sus premisas son
materialistas; por tanto, califique el lector como quiera a esas premisas, a partir
395
de conceptos tan vagos en nuestros días como puedan serlo los de izquierdas y
el de derecha.

Y también el Prólogo podría haber manifestado, como propósito personal


del autor, que el libro tenía un fin patriótico, el propio de un «ciudadano»
avergonzado de las simplezas del presidente del gobierno español y de su
equipo, y de también que una gran parte de sus compatriotas se mantengan
prisioneros de este simplismo, percibido como la verdadera filosofía, al modo
como lo percibía el «representante del pueblo» que ya hemos analizado. Y al
que llegan a atribuir la buena marcha de nuestra economía y de nuestro Estado
de bienestar. Como si las corrientes económicas favorables de los Estados
capitalistas dependieran de los gobiernos, como si estas empresas no tuvieran
impulsos propios capaces incluso de resistir la mala política económica de un
gobierno determinado.

14

A la vista de las reacciones, críticas y comentarios, favorables o adversos,


que el libro está suscitando, me parece que puede concluirse que ese Prólogo
galeato hubiera sido superfluo o incluso contraproducente, si hubiera sido
interpretado por cualquier lector adverso. En nuestra sociedad democrática
polarizada, cada ciudadano parece tener su cerebro dispuesto de tal manera que
le haga capaz de transformar automáticamente cualquier argumento de su
vecino en su opuesto, atribuyéndole intereses ocultos.

Quienes han comentado críticamente el libro de modo favorable no han


necesitado de un Prólogo, como ya hemos observado, para entender sus
planteamientos y sus argumentos. Y quienes han comentado críticamente al
autor, de modo siempre desfavorable, tampoco hubieran moderado su crítica,
porque el prólogo no lo habrían leído, como tampoco el texto, salvo a saltos.

Quede pues por tanto este Prólogo posible en el reino de los futuros
contingentes, en el reino de los futuribles.

396
Filosofía de las piedras
Gustavo Bueno

Reexposición de la ponencia presentada en la sesión organizada por la Asociación de


Fabricantes de Áridos del Principado de Asturias (AFAPA) en la Facultad de Geología de
Oviedo, el día 22 de noviembre de 2006

Introducción
Sobre la posibilidad de «Ideas lapidarias», es decir,
de Ideas emanadas de las piedras y sostenidas por ellas

1. Las consideraciones que siguen, bajo el título «Filosofía de las piedras»,


tienen como objetivo principal analizar, a propósito de un campo concreto
definido («las piedras») la distinción entre conceptos e Ideas, en función de la
cual venimos concibiendo la distinción entre ciencias (positivas) y filosofía
(materialista).

2. Las ciencias positivas y, por ampliación, las técnicas y las tecnologías,


suponemos constituyen la conceptualización más rigurosa de los diferentes
campos de la realidad, matemática, física, biológica, etológica, antropológica,
&c., conceptualización que, sin perjuicio de su rigor, no agota el campo
respectivo.

La filosofía (que suponemos aparece, no antes –como la «madre de las


ciencias»–, sino después de las ciencias, por tanto, en función sobre todo de los
conceptos científicos) se ocupa de las Ideas.

De las Ideas que se abren camino a través de los conceptos, sin reducirse
a ellos, precisamente porque los conceptos científicos, como ya hemos dicho, no
agotan la realidad de sus campos. «Triángulo» es un concepto geométrico; pero
no se agota en la Geometría, y no es cierto que «todo lo que pueda decirse sobre
los triángulos corresponde a la Geometría», como afirmaba Moritz Schlick.
Además de los triángulos geométricos hay triángulos algebraicos (un caso
particular de los simplejos), hay triángulos teológicos (trinidades de dioses o de
personas divinas) y hay triángulos sociológicos, como el que formaron Don
Quijote, Dulcinea y Sancho. La Idea de triángulo desborda, por tanto, al concepto
de «triángulo geométrico».

3. Nos proponemos ensayar aquí la distinción entre conceptos (científicos o


técnicos) e Ideas (filosóficas) en el campo constituido por «las piedras». Es decir,
por las piedras que aparecen en el paisaje o «espacio fenomenológico» (que
397
nosotros reducimos al eje radial del espacio antropológico), natural primero
(llanuras pedregosas o pedregales, montañas rocosas, lechos de ríos
sembrados de cantos rodados) y artificial (o cultural) después (mamposterías,
cercas, apilamientos de sillares de construcción, megalitos, muros ciclópeos).

Un paisaje muy afín al que envuelve a una filosofía materialista, aunque no


sea más que porque el adjetivo materialista se aplica también a quienes
transportan materiales de construcción. Una actividad imprescindible para el
ejercicio de la arquitectura, pese a que una vez terminada la obra podamos
olvidar o segregar, junto con los andamios, el transporte de los materiales y a los
materialistas que los transportaron. Decía Alberti: «Llamo arquitecto al que con
arte seguro y maravilloso, mediante el pensamiento y la invención, es capaz de
concebir y realizar mediante la ejecución de todas aquellas obras que mediante
el desplazamiento de grandes masas (de piedra) y la conjunción y acomodación
de los cuerpos puedan adaptarse con la máxima belleza a los usos del hombre».

4. Pero las Ideas no bajan del cielo (como enseñaba San Agustín,
interpretando a su modo a Platón) ni emanan de la conciencia (como enseñó
Kant). Las Ideas proceden de los conceptos (tallados) por las técnicas, por las
ciencias y por las tecnologías. Las Ideas proceden de la tierra. En consecuencia
las expresión «Ideas lapidarias» no se toma aquí en el sentido metonímico de
esas «ideas que han sido grabadas en las piedras», es decir, de esas ideas que
por su aspecto inmortal merecieron ser grabadas en el mármol (Senatus
Populusque Romanus). La expresión «Ideas lapidarias» que aquí utilizamos deja
de lado las intenciones metonímicas (o metafóricas) desde las cuales pueda
interpretarse y asume una intención interna a aquellas ideas que, no sólo
genética, sino también estructuralmente, suponemos que están constituidas en
función de las piedras, dependiendo por tanto de ellas.

En otras ocasiones hemos ya observado cómo las ideas más sublimes y


metafísicas no son otra cosa sino una transformación de conceptos técnicos más
humildes: la Idea de Progreso procede del concepto de las escaleras de mano
(como pudiera serlo la escala de Jacob); la Idea de Evolución procede del acto
de desplegar –o des-arrollar– un libro presentado como rollo de pergamino; la
Idea de Mundo se origina a partir del concepto de cofre de la novia, un cofre en
el que se depositaban anillos, collares y otras cosas diversas. El cofre era un
receptáculo, un espacio vacío, en el cual el creador pudo introducir las criaturas.

5. Nuestro propósito, por tanto, en esta ocasión, no es otro sino el de


explorar los modos según los cuales las ideas (algunas ideas, centrales por
cierto) brotan de las piedras, es decir, en todo caso, de la tierra, y no del cielo ni
de la conciencia.

398
6. Según esto la «Filosofía de las piedras» –es decir, los conjuntos de ideas
que proceden de las piedras, y que si así fuera, podrían denominarse como
«Ideas lapidarias»– se distinguirá de las ciencias y de las técnicas que se ocupan
de las piedras. Ciencias que llevan los nombres de Petrología, de Mineralogía,
de Cristalografía, de Geología. Y técnicas que llevan nombres tales como
Paleolítico, o de la piedra antigua, preparada o tallada; o bien como el de
Neolítico, de la piedra nueva, pulimentada. Paleolítico y Neolítico que
permanecen, sin embargo, después de que nuevos materiales –y sobre todo los
metálicos– hayan sido incorporados a la época de la Civilización.

I
Sobre el significado del término «Piedra»
(petra, lapis) en los «lenguajes naturales»

1. El término «Piedra» no forma parte, en principio, del lenguaje científico.


La misma disciplina denominada Petrología, y correspondientemente la
Petrografía, no incorpora, sin más, el significado vulgar o popular de «piedra».
Tiene que redefinirlo mediante conceptos geoquímicos o físicos. El término
«piedra» es un término del lenguaje precientífico, cuya sombra sigue sin
embargo proyectándose siempre sobre el lenguaje científico. Por ello, es un
término confuso (porque no contiene el análisis preciso de sus distintas partes)
y oscuro (porque no ofrece criterios claros de delimitación con otros términos
tales como rocas, peñascos, masas graníticas…). El Diccionario de la Real
Academia Española (DRAE) define en 2006: piedra es «sustancia mineral, más
o menos dura y compacta, que no es terrosa ni de aspecto metálico.» Esta
definición asume sin variación la definición que introdujo la Academia en el
Diccionario de 1899. Teniendo en cuenta lo que diremos más tarde, conviene
recordar las definiciones de «piedra» que la propia Academia había acuñado en
el siglo XVIII: «Piedra. Cuerpo sólido y duro por su naturaleza, que no se derrite
en el fuego, ni se extiende con los golpes del martillo.» (diccionarios de 1737 a
1803), y en el siglo XIX («Piedra. Compuesto compacto y más o menos duro de
tierras, sales, y a veces de sustancias metálicas que le dan color», en los
diccionarios de 1817 a 1837, &c.). Sin duda, en la variación de la definición de la
Academia del siglo XVIII al siglo XIX hubo de tener gran parte el desarrollo de la
Termodinámica, la teoría de Carnot sobre la potencia motriz del fuego. Las
variaciones a lo largo del siglo XIX se deben también a las nuevas precisiones
científicas o técnicas que se habían ido produciendo, y que se incorporaron en
parte al Diccionario, confundiendo el plano técnico con el plano fenomenológico.
En este sentido consideramos, precisamente por su ambigüedad, más perfecta
la definición actual.

Definición actual que puede tomarse como prototipo de la ambigüedad,


porque no nos ofrece un concepto distinto, sino confuso, de piedra (¿qué es eso

399
de «más o menos dura»?). Ni siquiera se ha tenido en cuenta –y con un buen
criterio– la franja de la escala de Mohs en la que podrían marcarse la diferencia
entre el más y el menos de dureza; pero no puede olvidarse que quienes
acuñaron el concepto de piedra en español lo hicieron mucho antes de la
existencia de la escala de Mohs, y por tanto sería impertinente tener en cuenta
esta escala para definir el significado en español del término piedra.

Y tampoco nos ofrece un concepto claro, sino más bien oscuro (¿qué
significa que la piedra «no es terrosa ni de aspecto metálico»? ¿acaso una masa
terrosa de limonita –hidróxido de hierro, Fe4O3nH2O– no puede pasar como una
piedra?).

2. Sin embargo, la condición «borrosa» (oscura y confusa) de la definición


de piedra de la Academia no excluye que la definición no sea ajustada al sentido
fenomenológico en el que el significado de la lengua está acuñado. Por el
contrario, ella delimita un significado, él mismo borroso, pero no en el sentido
subjetivo sino objetivo, con una denotación suficientemente precisa, en sus
franjas centrales, aunque se haga borrosa en sus franjas periféricas. Y esto es
debido a la naturaleza del significado mismo de piedra, cuya denotación no
puede ser fijada por criterios rigurosos, o determinable en cualquier sistema de
coordenadas taxonómicas. La nota contenida en la definición académica
(«sustancia mineral») contiene ya una decisión taxonómica dentro del sistema
clásico de los «tres reinos» en los que se desplegaba la antigua «Historia
natural», a saber (y siguiendo el orden de mayor a menor complejidad) el Reino
animal, el Reino vegetal y el Reino mineral, reinos que estaban en
correspondencia con las instituciones denominadas respectivamente Bestiarios,
Herbarios y Lapidarios.

Cuando el DRAE de hoy dice que la piedra es un mineral está diciendo


simultáneamente que no es ni animal ni vegetal (a pesar de que muchas piedras
proceden de los animales y de los vegetales).

Pero este tercer reino de los minerales engloba también al agua (la
expresión «agua mineral» sería una redundancia, justificable si se tiene en
cuenta que ésta agua –que no es ni animal ni vegetal–, sustancia mineral por sí
misma, contiene otros minerales específicos: el «agua mineral» sería
propiamente un «agua plurimineral»). Pero el agua no es una piedra, puesto que
la piedra ha de presentarse en estado sólido (y por eso el agua, sólo cuando está
en forma de granizo, recibía el nombre de piedra o de pedrisco, por analogía,
analogía que no tiene en cuenta su relación con el fuego). Pero entonces, ¿por
qué excluir de la clase de las piedras a los sólidos de aspecto metálico, por
ejemplo, a una barra de oro? Estas preguntas deben poder ser contestadas
satisfactoriamente desde un análisis más profundo del significado de piedra (por

400
nuestra parte intentaremos dar una respuesta en la segunda parte de este
ensayo, al hablar de la idea de sustancia).

3. El significado del término piedra, que se recorta como decimos en un


espacio precientífico –pero no por ello menos real– se dibuja en un «texto» (o
contexto) apotético, en un paisaje susceptible de ser controlado por los hombres.
Las piedras se nos hacen presentes a la vista en la «Naturaleza», en las llanuras
pedregosas, en los lechos de los ríos, en las montañas rocosas; pero también
en la «Cultura», en las cercas de las fincas antiguas, en los muros ciclópeos, en
los apilamientos de sillares.

Sin embargo no es probable que «las piedras» se hayan hecho presentes a


la simple vista de los hombres. Si nos atenemos a las leyes gestálticas de la
percepción óptica, no es fácil admitir que las piedras de un pedregal se
destacasen sobre un fondo él mismo pedregoso. Antes bien, habría que pensar
en un acto previo de «desgajar» o «tomar» la piedra o el guijarro con la mano,
acaso como piedra arrojadiza, a fin de utilizarla como proyectil en una conducta
de defensa o de ataque. Los chimpancés, a estos efectos, suelen desgajar
piedras de su entorno (como también lo hacen los alimoches). Y como, por
supuesto, lo hacían los homínidos y los hombres, que llegan a ampliar el radio
de su lanzamiento de piedras por medio de hondas, de catapultas o de cañones.

Acaso sólo tras haberse delimitado «quirúrgicamente» (manualmente) el


contorno de una piedra fue posible redefinir los campos de piedras, por ejemplo,
los cantos rodados del lecho del río, como tales campos de piedras.

4. Las piedras son sólidas, es decir, son cuerpos en estado sólido, lo que
significa que solamente adquieren realidad en una franja relativamente amplia
de temperatura. Las piedras son sólidas, es decir, no son líquidos, ni gases ni
plasmas. No hay piedras líquidas, ni piedras gaseosas, ni piedras plasmáticas:
en el estado de magma las piedras aún no existían. Si nos atenemos a la doctrina
de los cuatro elementos, que imperó desde Empédocles hasta Lavoisier,
podríamos concluir: primero, que esta doctrina (que reconocía cuatro elementos
básicos en la naturaleza, a saber, la tierra, el agua, el aire y el fuego) puede
haberse fundamentado no ya en una grosera enumeración de distintos
elementos químicos, sino en los estados de los cuerpos (dejando aparte el quinto
estado, el estado condensado, descubierto no hace mucho más de una década).
Porque la tierra corresponde al estado sólido, el agua de Tales al estado líquido,
el aire de Anaxímenes al estado gaseoso y el fuego de Heráclito al estado de
plasma.

En esta taxonomía clásica las piedras son, ante todo, tierra. Pero no toda la
tierra, todos los cuerpos en estado sólido, son piedras. No lo son los metales

401
(según la definición del DRAE) ni lo son las formaciones terrosas, no compactas
(como pueda serlo la tierra de labor, labrada en surcos, o la tierra batida de un
campo de tenis).

5. Las piedras se delimitan, en cualquier caso, previamente a la constitución


de las ciencias geológicas y, en este sentido, las piedras acaso haya que
considerarlas como términos fenoménicos que son a la vez conceptos técnicos
precientíficos e incluso ideas protofilosóficas, en estado embrionario, de un
ejercicio aún no formalizado en la representación. En la definición de la
Academia figura el término «sustancia», que es inequívocamente una Idea.

Es decir, las piedras se configuran como cuerpos finitos a escala «textual»


de los sujetos operatorios, en un paisaje dado a escala antrópica (y por analogía,
zootrópica). Y no algunas piedras –como las llamadas piedras del rayo o
ceraunias, hasta que Boucher de Perthes las interpretó como piedras talladas,
como piedras a mano, como hachas paleolíticas– sino que son todas las piedras
las que estarían configuradas a la escala antrópica de un sujeto operatorio capaz
de agarrarlas con sus manos, o de transportarlas o desplazarlas, en el sentido
de Alberti, por ejemplo. Por ello las piedras desaparecen tanto cuando desbordan
«hacia arriba» la escala operatoria (una montaña de piedra caliza, o de cuarcita,
no es una piedra; y si tiene que ver con las piedras es porque en la cantera la
despiezamos, desgajando de ella bloques transportables, «bultos»). Pero
también las piedras desaparecen cuando las pulverizamos, las molemos o
trituramos en un «molino de piedra». Y aquí tendríamos la razón por la cual los
átomos de Demócrito, aunque fueron concebidos como cuerpos en estado sólido
y eternamente compactos e indivisibles, tampoco eran piedras, sino «cuerpos
pequeñísimos», corpúsculos.

Aquí podemos encontrar el motivo por el cual los cuerpos de «aspecto


terroso» no son piedras. Una masa terrosa no se confunde con un cuerpo o bulto
de límites finitos.

En esta parte de la exposición no podemos dar la razón por la cual el


Diccionario excluye de la clase de las piedras a los cuerpos con aspecto
metálico. Nos arriesgaremos a dar una razón más adelante, al tratar de la idea
lapidaria de sustancia.

6. La condición precientífica de las piedras, como conceptos fenoménicos


incluidos en el reino mineral, no excluye el planteamiento, a propósito de las
piedras, de la cuestión genética. ¿De dónde vinieron las piedras, cómo se
formaron?

402
Algunos pensaron que las piedras procedían del reino animal, acaso por la
experiencia de las piedras de los riñones, o del bezoar, piedras encontradas en
el estómago de una cierta variedad de cabras que se tenían como antídoto de
cualquier veneno. Habría que agregar las calcitas de los erizos o los arrecifes de
coral.

Otros pensaron que las piedras procedían del reino vegetal, por la
experiencia del ámbar, del ónice, o del «carbón de piedra». Por fin otros
sugirieron que las piedras venían del cielo, como las «lenguas de piedra»
(glossopetras) o los meteoritos, principalmente cuando son percibidos como
sagrados (como la piedra negra de la Kaaba). Aristóteles recuerda la
observación de un escritor griego que advertía que las piedras solamente son
admiradas cuando están en los altares (las aras), porque en general las piedras
son utilizadas para pisar sobre ellas.

7. La conceptuación científica de las piedras, como cuerpos dados a escala


fenoménica, equivale a su «liquidación». No se trata por tanto de que las
«ciencias de las piedras» penetren más profundamente en su naturaleza; se trata
de que al llevar a cabo esta penetración, las piedras van desapareciendo como
tales.

La cuestión no estriba, por tanto, solamente, en que piedra sea un concepto


precientífico. La cuestión estriba en advertir que las concepciones científicas
geológicas, y muy particularmente las geoquímicas, son conceptos antipetrinos.
Por tanto, lo que importa es deshacer la equivalencia entre la realidad y la ciencia
y, paralelamente, la equivalencia entre lo precientífico y lo irreal (mitológico o
imaginario). Porque también podríamos decir que es más irreal o abstracta la
«imagen científica» de la realidad que su imagen precientífica. Cajal, en uno de
sus relatos, nos habla de un médico desesperado porque sus ojos carecían de
la capacidad de resolución que tiene un microscopio óptico, y que había pedido
a un genio que le concediese esa capacidad. Pero cuando el médico está en
posesión de ella percibe células extrañas, gusanos o bacterias repugnantes en
el solomillo que tiene en el plato; y percibe también células aterradoras junto con
bacterias y espiroquetos en los labios de su novia cuando se dispone a besarlos.
El médico –concluirá Cajal– ruega al genio que le prive de la capacidad
microscópica que dio a sus ojos. ¿Quiere esto decir que el médico de Cajal
quería volver al mundo de las apariencias o ilusiones, dando la espalda a la
realidad de las bacterias o de los espiroquetos? No, porque tan real a su escala
son los filetes de solomillo o los labios de la novia como las células que los
componen o los invaden.

En efecto, la Geoquímica comienza por «transformar» a las piedras en sus


componentes elementales, a saber, los componentes de los minerales.

403
Componentes que o bien se nos dan como especies (por ejemplo, silicio) o bien
como individuos de estas especies, por ejemplo esta porción constituida por
millones de moléculas de silicio. Desde la perspectiva geoquímica los minerales
se nos muestran como constituidos por oxígeno (en un 46,46%), por silicio (en
un 24,61%), por carbono (en un 0,09%), por aluminio (0,08&), &c. Las piedras
están constituidas o bien por el acumulo de elementos simples individuados, o
bien por acúmulos de elementos compuestos con otros, de individuos
compuestos con otros individuos en las rocas: el 59,7% de las rocas están
compuestas de SiO2, anhídrido silícico, o cuarzo.

Pero la perspectiva geoquímica borra las diferencias entre piedras y


metales, porque ambos son casos particulares de la acumulación de elementos
simples o compuestos, en estado sólido. Los conceptos geoquímicos nos
introducen en una escala de ultratexto (la escala de los nanómetros o de los
armstrong), es decir, nos sacan de la escala del texto (que se mide por metros o
por centímetros).

Lo que hay también que tener en cuenta es que los conceptos geoquímicos,
a la vez que ofrecen un análisis conceptual de las piedras, no sólo las «liquidan»
o «pulverizan», sino que en todo caso no agotan su realidad, porque las piedras
son más que acúmulos de elementos químicos. Son acúmulos dados y
mantenidos en ciertos límites, que están en función de variables, como la
temperatura y como la presión, que afectan también a las coordenadas
antrópicas y zoológicas. Y esto queda reconocido por los propios geólogos
cuando, sin darle mayor importancia aparente, se refieren en sus exposiciones
a las «propiedades organolépticas» de los minerales, a las propiedades de los
minerales por respecto a la vista, el olor o el tacto (como si estas propiedades se
diesen en el mismo plano que las propiedades cristalinas, las de acidez o las
propiedades electromágnéticas).

II
Sobre las Ideas emanadas de las piedras

1. El proyecto de explorar las relaciones que puedan mediar entre las Ideas
y las piedras (distinguiendo, a efectos catárticos, las Ideas «adventicias» a las
piedras y las Ideas «internas» emanadas de las piedras, aisladas o
concatenadas) apareció ya en el ensayo «Arquitectura y Filosofía» presentado
en la sesión última del Congreso sobre Filosofía y Cuerpo, celebrado en Murcia
en septiembre de 2003 (las actas fueron publicadas por Ediciones Libertarias,
Madrid 2005).

Pero aquel ensayo circunscribía el proyecto de exploración a la Arquitectura,


como un caso particular, aunque eminente, de «concatenación de piedras».

404
Obviamente el proyecto expuesto en el presente ensayo desborda los
límites de la Arquitectura, y pide un tratamiento mucho más general, como el que
estamos esbozando ahora.

2. Desde la perspectiva de este planteamiento generalísimo del proyecto de


exploración de las relaciones entre las Ideas y las piedras –entre la filosofía y las
piedras– habría que comenzar distinguiendo, a efectos catárticos, las ideas
adventicias y aún las genéricas, respecto de las piedras (como podrían serlo las
ideas de Ser, Unidad, Realidad, &c.) y las Ideas internas específicas respecto de
las piedras. Distinción que puede ponerse en correspondencia con otras que
venimos utilizando a propósito de la expresión «filosofía de», es decir, de la
«filosofía genitiva», según que el «de» genitivo asuma el sentido de un genitivo
objetivo («filosofía sobre las piedras») o bien el sentido de un genitivo subjetivo
(«filosofía de las piedras»).

Porque la «filosofía de las piedras», en sentido objetivo, podría ir referida a


las Ideas que, siendo en principio previas e independientes de estas piedras (sea
porque son adventicias a ellas, sea porque son genéricas) pueden sin embargo
«aplicarse» a tales piedras, aisladas o concatenadas.

Pero la filosofía de las piedras, en sentido subjetivo, habremos de referirla a


las ideas que (suponemos) son específicas, al menos genéticamente, de estas
piedras, es decir, como si fueran ideas que emanan de las piedras y sólo de
ellas, aún cuando muy pronto desborden el «reino mineral» y se apliquen a las
otras esferas de la realidad ontológico especial.

El título del presente ensayo, «Filosofía de las piedras», va referido, desde


luego, al sentido genitivo subjetivo de la expresión.

Un sentido opuesto frontalmente al que la «filosofía de las piedras» asume


cuando se interpreta en sentido objetivo, por ejemplo, cuando las piedras se
interpretan como partículas eminentes, incluso como símbolos de un Ser, o del
Hombre, que, por otra parte, se consideran como previamente dados a las
piedras e independientes de ellas. Lo que pudiera equivaler a hacer de las
piedras símbolos metafísicos de lo eterno, cuando justamente en la filosofía
materialista de las piedras, en la filosofía en sentido genitivo subjetivo, la piedra
comienza a ser tomada como producto muy tardío del proceso de enfriamiento
de un «magma cósmico». He aquí una muestra muy clara de esta «inversión» o
tergiversación metafísica de la filosofía de las piedras:

«La piedra es, permanece siempre la misma, no cambia y asombra al


hombre por lo que tiene de irreducible y absoluto, y al hacer esto, le
desvela por analogía la irreductibilidad y lo absoluto del Ser. Captado

405
gracias a una experiencia religiosa, el modo específico de existencia de
la piedra revela al hombre lo que es una existencia absoluta, más allá del
tiempo, invulnerable al devenir.» (Mircea Eliade, Lo sagrado y lo
profano, Guadarrama, Madrid 1967, pág. 153.)

3. ¿Y cómo puede alcanzar sentido de genitivo subjetivo esta expresión


aplicada a las piedras? Cuando la expresión va referida a otro tipo de materias
(filosofía de la religión, filosofía del Estado, filosofía de la música, &c.) el sentido
parece asegurado porque en estas materias encontramos presentes a grupos
humanos o sujetos operatorios capaces de filosofar, aún de un modo ejercitativo.
Pero, ¿cómo de las piedras podrían emanar ideas siendo minerales?

Las respuestas a estas preguntas puede encontrarse en la circunstancia


que hemos analizado en la sección precedente: que las «piedras» no son
simplemente «minerales» dados a escala geoquímica, sino que son minerales
dadas a una escala antrópica («organoléptica»); es decir, a la circunstancia de
que el significado de «piedra», en cuanto desborda las conceptualizaciones
geoquímicas, ya ejercita, aunque de modo confuso, oscuro y embrionario, alguna
idea entretejida con conceptos técnicos o tecnológicos.

Según esto, si hay ideas que emanan de las piedras es porque las piedras,
a su vez, en cuanto a su significado fenoménico, ya presuponen determinadas
ideas, que son las que pretendemos determinar.

4. Que puedan reconocerse ideas que «emanan» de las piedras no quiere


decir que todas las ideas emanen de ellas, y que emanen de ellas no ya por mero
reflejo de luces que proyectásemos sobre las mismas, y que nos condujeran a
formular simples metáforas de ideas que pudieran proceder de otras fuentes.
Nos referimos a ideas que emanan de las piedras mismas o de sus
concatenaciones, y que llevan, por decirlo así, el «sello lapidario», incluso
cuando se aplican a entidades que ya no pertenezcan al reino mineral, sino a los
reinos orgánicos, incluso a los reinos de la lógica o de las matemáticas.

En cualquier caso las ideas que «emanan» de las piedras –o de


concatenaciones de piedras– no son escasas en número. Son además muy
heterogéneas. Podríamos adscribirlas a diferentes órdenes de la realidad.

Y en esta ocasión las adscribiremos a los diferentes géneros de materialidad


(M1, M2, M3); por supuesto, ninguna idea podría adscribirse a la Materia
ontológico general (M).

Hablaremos, según esto, de ideas ontológicas (ontológico especiales) que,


emanadas de las piedras, se «polarizan», aunque no se agoten en esta

406
polarización, o bien en torno al primer género de materialidad (M 1), o bien de
ideas ontológicas de origen lapidario adscribibles (antes asertiva que
exclusivamente) al segundo género de materialidad (M2), y asimismo a ideas
petrales que adscribiremos al tercer género de materialidad (M3).

Por lo demás distinguiremos en cada caso dos situaciones: aquella en las


cuales las ideas se nos muestran emanando de las piedras aún no
conceptualizadas científicamente (sino acaso técnicamente), y aquella en las
cuales las ideas emanan de las piedras una vez que estas han sido
conceptualizadas por las ciencias positivas, y en especial, por la Cristalografía y
por la Geología.

5. Acaso la idea de «estirpe pétrea» más importante adscribible a la materia


primogenérica sea nada menos que la idea de Sustancia. La idea de Sustancia
es una de esas ideas imprescindibles para la constitución de las múltiples
realidades visibles y tangibles, como «contenidos del mundo en el que habitan».
Eliminada la idea de sustancia, el mundo se convertiría en un caos, en una
sucesión acausal y fantasmagórica de fenómenos, sin conexión interna entre sí,
en una yuxtaposición de sucesos que irían surgiendo constantemente, no ya
unos de otros (puesto que no podríamos apelar a un vínculo sustancial que entre
ellos mediase). La percepción del mundo se transformaría en algo similar a la
que de él pueda tener un paciente aquejado de agnosia total, que no logra
reconocer la identidad sustancial que ha de mediar entre eslabones de las series
de los fenómenos vinculados por relaciones causales. La causalidad, en efecto,
cuando la entendemos como relación triádica Y=f(H,X) implica la sustancia a
través de H.

Es cierto que, retirada la idea de sustancia, cabría seguir percibiendo


identidades esenciales, pero de suerte que estas quedarían reducidas a la
condición de semejanzas, o incluso de meras analogías entre los fenómenos
caóticos. Y no haría falta recurrir a la hipótesis de la eliminación total, en el
mundo, de la idea de sustancia, para encarecer su alcance. Bastaría eliminarla
de algunas secuencias o series dadas en el mundo para que su realidad quedase
trastornada. Por ejemplo, sin la idea de sustancia el Sol, que vemos cada día
nacer por oriente y morir en occidente, no hubiera ser podido
ser identificado(sustancialmente) como una masa que gira, ella misma, en torno
a la Tierra. La única identificación posible que nos sería permitida sería del tipo
de las identidades esenciales, de las identidades de semejanza, a partir de las
cuales construimos las clases y no los individuos. La clase de los «Soles que
nacen y mueren todos los días». Así vieron al Sol muchos pueblos primitivos: los
byraka, de África Central, todavía hablaban de un «poblado del Sol», una especie
de criadero o semillero de Soles del cual, cada día, por la mañana, salía uno
para recorrer el arco celeste y morir al atardecer. Sólo a través de la identidad

407
sustancial entre el Sol de hoy y el de ayer puedo establecer la astronomía
ptolemaica; y sólo a partir de esta astronomía pudo Copérnico sentar la
Astronomía heliocéntrica que, en consecuencia, presupone también la identidad
sustancial del Sol que nace y muere cada día.

Aristóteles fue probablemente el primero que reconoció el carácter


primordial de la idea de sustancia; no sólo la propuso como la primera de las
categorías del ser, sino también como el primer analogado de esta idea: el ser
se dice, ante todo, como sustancia, y sólo a través de ella se predica de los
accidentes que sobre la sustancia recaen o inhieren: la cantidad, la cualidad, la
relación, la acción, la pasión, el hábito, &c.

Y esta condición de la idea de sustancia, como constitutiva del mundo,


reconocida por Aristóteles, no compromete con la concepción metafísica del
sustancialismo, justamente impugnada por las diferentes escuelas empiristas,
que llegan a identificar la «metafísica» con la sustancialización de las ideas que
no son sustanciales (como sería el caso de la idea del Estado, de la idea del Ego
y de la idea de Dios). El reconocimiento de la sustancia como idea constitutiva
no implica el sustancialismo y, en particular, una de sus tesis fundamentales, a
saber: el postulado de las sustancias como entidades subsistentes «por debajo
de los accidentes» (sub-stare) e incluso separada de ellos; el postulado de que
una «sustancia desnuda» (de los accidentes) podría, sin embargo, subsistir.

Es contra esta idea metafísica de sustancia contra la que se dirigieron las


críticas de los empiristas. Pero la idea de sustancia no implica el sustancialismo,
desde el momento en que puede ser incorporada a la doctrina del actualismo
sustancial, o si se prefiere, de un sustancialismo actualista. Porque el actualismo
sustancialista reconoce la función de la idea de sustancia, y de la identidad
sustancial, pero sin remitirla metaméricamente a regiones apartadas o
separadas del curso causal de los «accidentes», puesto que la interporne
diaméricamente a los eslabones dados en este mismo curso.

6. Ahora bien: cuando suscitamos la cuestión relativa a la génesis de la idea


de Sustancia –de una génesis que ha de mantenerse en la estructura, naturaleza
o physis de lo generado (que, en consecuencia, resulta inseparable de su
génesis)– es cuando se nos ofrecen las piedras como las sustancias primeras,
o primeros analogados, a partir de las cuales la idea de sustancia se constituye.

No se trata por tanto de afirmar que las piedras puedan considerarse como
los primeros «modelos» ordo cognoscendi de la idea de Sustancia, que luego
podrían ir referidos a otras realidades de naturaleza totalmente diferente a la de
las sustancias pétreas. Se trata de afirmar que las piedras son los primeros
modelos, ordo essendi, de la sustancia. Por tanto, que cuando hablamos de

408
«sustancia» refiriéndola a otras entidades que no tengan que ver directamente
con las piedras, estamos en realidad percibiendo o conceptuando a tales
entidades desde el modelo de las piedras. Por ejemplo, si los «soles» de cada
día son identificados como posiciones que ocupa una misma sustancia que
desarrolla el curso de su movimiento en torno a la Tierra, es porque esos soles
son interpretados desde el modelo de una piedra que gira, por ejemplo,
impulsada por una honda. Anaxágoras fue acusado en Atenas de haber
enseñado que el Sol era un «peñasco incandescente» –una concepción
materialista que se opone a las mitologías apolíneas, aunque fuera ella misma
errónea–; porque el Sol no es un peñasco incandescente, es decir, no es fuego,
porque en él no hay combustión, que implica oxígeno, sino procesos nucleares.

Atengámonos, a efectos dialécticos de nuestra exposición, a la doctrina


tradicional de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego (cuya
correspondencia con los cuatro estados de la materia –dejando aparte el estado
condensado– ya hemos señalado). Habría que concluir que solamente la tierra,
es decir, el estado sólido, puede constituir algún modelo de sustancia. No el
agua, variable y transformable, no sólo en el caso del río de Heráclito (cuya
«paradoja» no es otra que la que nos incita a afirmar que su identidad –el «mismo
río»– no es sustancial, puesto que nadie puede bañarse dos veces en ese mismo
río mientras discurre por el lugar del baño).

Y lo que decimos del agua lo diremos con mayor razón del aire (del estado
gaseoso) y del fuego (del estado de plasma). La sustancia requiere una
referencia al estado sólido de la materia, y fuera de este estado sólido,
«sustancia» no significa mucho más que el «caldo de gallina», que es lo que
significaba para Fray Gerundio de Campazas, según decía el Padre Isla.

Ahora bien: las unidades individuales exentas de la materia primogenérica


en su estado sólido nos remiten precisamente a las piedras, a unas piedras que
resisten en principio la inmersión en el agua, en el aire y en el fuego («que no se
derrite en el fuego» como decía el Diccionario de Autoridades en el siglo XVIII).

Esto es lo que nos mueve a afirmar que la idea de sustancia toma su origen
en las piedras; y esto no por otro motivo sino porque la misma idea fenoménica
de piedra (por ejemplo, los guijarros exentos) se configuran precisamente
ejercitando la idea de sustancia, que únicamente de un modo oblicuo y
cuasimetafísico puede ejercitarse en otros estados de la materia, líquidos,
gaseosos o plasmáticos.

Las piedras –las piedras que pudieron ver y tocar los hombres que acuñaron
el concepto borroso de piedra (concepto borroso que es precisamente la
estructura de ese concepto)– eran sin duda las piedras sustanciales que

409
mantenían su identidad nuclear sólida durante un tiempo indefinido, sin
disolverse en el agua, sin derretirse en el fuego, sin sublimarse en el aire;
aquellas que subsistían por tanto, en medio de estas variaciones, y que podían
sin duda calentarse, romperse, rodarse, afilarse, pero manteniendo siempre su
«núcleo lapidario». ¿Cabría deducir de aquí un indicio que nos aproximaría a la
razón por la cual el significado de piedra excluye (según la definición de la
Academia) el «aspecto metálico»? ¿Bastaría atenerse a la circunstancia de que
la piedra, a diferencia del metal, no puede laminarse o extenderse «con los
golpes del martillo»? ¿Tendría que ver esta exclusión del metal en el concepto
de piedra con las experiencias adquiridas en la edad de los metales, experiencias
que ponían a nuestros antepasados delante de unas «piedras aparentes»,
porque sometidas a un fuego cada vez más intenso (el que permite obtener el
cobre, luego el bronce y luego el hierro) perdían su identidad sustancial, como si
hubieran regresado a su estado de magma, y «segregaban» un fluido que al
enfriarse se transformaba en un lingote metálico que a su vez, y a diferencia de
las piedras, ya no era invariante, por no decir eterno, y menos aún podría
volverse incluso a fundir tomando otras formas? Si las cosas hubieran sucedido
así, la acuñación del concepto borroso «piedra» debería haber tenido lugar
después del periodo neolítico.

La segunda idea que vamos a considerar «emanada» de las piedras es la


idea de «causa material», en cuanto idea integrante del sistema de las cuatro
causas del compuesto hilemórfico que estableció Aristóteles
(Física II,3,194b; Metafísica V,2,1013ab), el sistema causal constituido por el
concurso de dos causas intrínsecas (la causa material y la causa formal) y de
dos causas extrínsecas (la causa eficiente y la causa final). Porque este sistema,
que mantuvo su hegemonía durante siglos, fue «deducido» él mismo del análisis
de la transformación de las piedras, por ejemplo, de la transformación de un
bloque de «mármol estatuario» (como aún lo llaman los geólogos) en estatua
configurada, Apolo o Venus. La piedra mármol será la causa material que tiene
en potencia (en potencia en su interior) a la forma de Apolo o de Venus (a la
causa formal); forma que se actualiza (constituyendo la estatua) gracias a la
acción del cincel, como causa eficiente instrumental del escultor Policleto («no
diremos que Policleto es causa, ni que el escultor es causa, sino el escultor
Policleto», Aristóteles, Física195b). Escultor que dirige el cincel según el fin
(modelo o causa ejemplar que se había propuesto). Es cierto que la idea de la
causa material se extiende también a la madera (que puede ser tallada) o al
metal (que puede ser refundido en moldes de formas diferentes). Aristóteles
mismo se refiere (en los lugares citados de la Física y de la Metafísica) al bronce
como causa intrínseca material o inmanente (enuparjontos) de la estatua; a la
manera, dice, como la plata lo es de la copa. Sin embargo hay que tener en
cuenta que la piedra estatuaria es anterior al bronce y, sobre todo, que para
hacer la estatua de bronce hay que esculpirla primero en piedra, sacar de ella el
molde (que actuará antes como causa formal o eficiente del bronce conformado
410
que como causa material). Es decir, Aristóteles sabía que la causa material de
la estatua, o de la copa, era originariamente la piedra y no el metal.

El «privilegio» de la causa material de piedra habría que ponerlo en que, en


su caso, el hilemorfismo se mantenía más próximo a la idea de sustancia que en
los otros casos. El metal fundido, antes de verterlo en el molde, no contiene «en
su interior» la forma del hacha de bronce o de la estatua que el metalúrgico va a
darle: la forma, aunque causa intrínseca, procede del exterior (es un accidente
del metal) y además es efímera, porque el hacha o la estatua, de plata o de
bronce, pueden volver a fundirse, es decir, a perder enteramente su forma, sin
menoscabo de la materia. En cambio, la piedra de mármol tiene en potencia
interna o inmanente la forma que el escultor va a extraer de ella, una vez que ha
intuido en su seno –como decía Miguel Ángel– la forma de la estatua y ha
procedido a eliminar los trozos de mármol que la encubren, que sobran.

¿Y por qué Aristóteles no acudió a la madera para ilustrar su doctrina causal,


a pesar de la proximidad, en griego y en latín (y en español), del nombre de
madera con la materia, para exponer su teoría hilemórfica de las cuatro causas
y, en particular, de la causa material? ¿Acaso porque la madera, aunque también
puede ser tallada, como la piedra, es sin embargo, como el metal, mucho menos
subsistente, por cuanto puede transformarse, mediante el fuego, en cenizas y
además de modo irreversible, a diferencia del metal?

La tercera idea, también «emanada» de las piedras, reducible al primer


género de materialidad (aún en conexión con los restantes géneros) es una idea
que en cierto modo constituye la contrafigura de la idea de sustancia, a saber, la
idea de kenós o vacío arquitectónico, una idea que se vincula con las ideas
de constitución, habitación y ruina. Es cierto que la idea de vacío arquitectónico
no emana inmediatamente de las piedras sustanciales (de los cantos rodados o
de los sillares, por ejemplo) sino de una concatenación determinada de estas
piedras sustanciales. Pero de una concatenación tal que da lugar,
paradójicamente, sin salirse de la inmanencia pétrea, a la aparición de la
contrafigura de la sustancia, a saber, el vacío, el no ser. No abundaremos más
en este asunto, y nos remitiremos al ensayo sobre la Arquitectura ya citado
(página 450).

7. Entre las ideas «emanadas» de las piedras, previamente a su


conceptualización científica, y que pueden considerarse polarizadas en el
segundo género de materialidad (M2) –aunque no se reduzcan a él–
mencionaremos a las ideas de las virtudes éticas o morales denominadas
(especialmente en la Ética de Espinosa, pero también ya en la doctrina
platónico-escolástica de la fortaleza, tenida por virtud
cardinal) Firmeza y Fortaleza.

411
Tanto la Firmeza como la Fortaleza son ideas que proceden de las piedras,
en particular de las «piedras ciclópeas». ¿De qué otro lugar podrían haber
emanado? Suponer que las ideas (no ya sus nombres) de estas virtudes
proceden de las vivencias de las virtudes mismas (por ejemplo, de los «hombres
fuertes», los que poseen la andreia) es tanto como suponer que al opio le
corresponde la virtud o poder de hacer dormir porque tiene virtud dormitiva.

La virtud de la fortaleza es una metáfora de la roca, como la cultura subjetiva


es una metáfora de la agricultura. Si podemos mantener la idea de un «alma
virgen y estéril» que, por el trabajo, se cultiva y da frutos, es únicamente porque
tenemos a la vista la idea de la agricultura, que nos permite sustituir el campo
virgen (inculto) por el alma virgen («inculta») y el cultivo (o cultura) del alma
inculta (cultura animi) por el cultivo (o cultura) del campo inculto. Otro tanto
ocurre con la fortaleza y con la firmeza de las piedras ciclópeas en sí mismas
consideradas. Pero, sobre todo, cuando estas piedras, ciclópeas o no, se
componen o concatenan en un recinto cerrado tan fuerte que resulta
inexpugnable, como es el caso del castillo o de la fortaleza pétrea.

Más aún: esta fortaleza, formada por piedras, este castillo, es un vacío (un
kenós), un interior que no tendría por qué considerarse como una «proyección
del interior espiritual del alma humana» (según hemos sostenido en el ensayo
citado sobre la Arquitectura, página 453), sino recíprocamente, como resultado
él mismo de la «proyección» de ese interior arquitectónico vacío e inexpugnable
(en donde se guardan los secreta cordis) constituido por la fortaleza o por el
castillo, el «castillo interior» de Bernardino de Laredo o de Santa Teresa de
Jesús.

¿Cómo, si no es a partir de un desdoblamiento escénico que representa a


mi persona, entrando y saliendo de una fortaleza («mi casa es mi castillo») podría
haber alcanzado la audacia de «desdoblarme» en un exterior y un interior de los
que puedo entrar o salir, cuando en la realidad de mi subjetividad no hay tal
interior ni tal exterior?

La propia idea del pronombre de primera persona, el Ego, como un «fuero


interno» al cual el sujeto puede replegarse –noli foras ire– o, en su caso, salir
fuera para expresarse a los demás, debe probablemente más a los recintos
formados por piedras ciclópeas que a cualquier otro tipo de fuente de inspiración.
Y el mismo sujeto que se supone habitando ese castillo interior (el «habitante del
castillo», mejor que el «fantasma de la máquina») tomará de la fortaleza de sus
murallas la inspiración para considerarse él mismo fuerte, como una roca, o duro
como un diamante –el «eje diamantino» de la personalidad como lo denominaba
Ganivet–. Es el mismo sujeto que, al adorar a un fetiche diamantino, a unas

412
piedras preciosas, está simplemente adorándose a sí mismo, fascinado ante la
dureza, junto con el brillo del diamante que contempla.

8. Consideremos ahora algunas ideas polarizadas en torno al tercer género


de materialidad (M3), que difícilmente podrían ponerse al margen de su origen
pétreo, incluso previamente a su conceptualización científica. Ideas que, por
supuesto, no se agotan en este tercer género de materialidad, puesto que
intersectan también, a veces sobre todo con el segundo género, o con el primero.
Son ideas clasificadas ordinariamente entre las llamadas ideas lógicas o
gnoseológicas.

¿Qué es pensar racionalmente? Es, ante todo, calcular. Ahora bien, Lévi-
Strauss, en sus estudios sobre el totemismo, acuñó una brillante y célebre
sentencia: «El tótem no es bueno para comer, pero es bueno para pensar.» Y es
bueno para pensar porque su función (según una hipótesis debida a Bergson,
más que a Lévi-Strauss) consistiría en clasificar las cosas que pueblan el mundo
entorno. Sin clasificar estas cosas, sin la taxonomía del mundo entorno, el mundo
se convertiría en un caos, y el pensamiento en delirio onírico. Los tótems o los
fetiches también pueden ser piedras, y no solamente animales. Pero las piedras
tampoco son buenas para comer, ni siquiera cuando se mezclan con cebada,
según advierte el refrán («No hay que dar la cebada con piedras»). Pero no son
buenas para comer, no por imposición del grupo, sino por su propia dureza e
indigestibilidad.

Sin embargo son buenas para pensar, para calcular. Y se calcula –se pesa,
se sopesa, se pondera– con cálculos, es decir, con piedrecitas, no
necesariamente renales. La racionalidad sólo puede desarrollarse, decía
Poincaré, en el estado sólido. Porque sólo así puede ser vinculado de un modo
estable a los conjuntos de transformaciones corpóreas que forman los grupos de
transformaciones, para lo cual es imprescindible que las transformaciones
directas vayan acompañadas de transformaciones inversas, y por tanto de
transformaciones idénticas. Y esto se evidencia, sobre todo, en la racionalidad
matemática, que procede por operaciones heteroformantes. La racionalidad de
la aritmética no hubiera podido desplegarse con los líquidos, en cuyo ámbito,
sabemos que una gota de agua más una gota de agua sigue siendo una gota de
agua (aunque sea mayor que los sumandos). En el líquido uno más uno no es
igual a dos. Pero con las piedras de calcular, con los cálculos, uno más uno es
igual a dos. Y sólo con las piedras (con los sólidos) cabe establecer
transformaciones idénticas, por ejemplo, desplazamientos circulares de una
piedra que tras un intervalo dado de tiempo vuelve al punto de partida, aunque
sea a través de un medio adverso.

413
Hay otra «familia» de ideas, de naturaleza lógico gnoseológica, que, con
mucha mayor evidencia, reclaman una estirpe lapidaria. Son las ideas
de Fundamento, de Base y de Sistema (y en particular de sistema
arquitectónico, que permite incorporar la idea de Dios a la familia de las ideas
lapidarias, al menos al Dios que denominamos Gran Arquitecto, arquitecto del
Mundo).

La idea de Fundamento es una idea indispensable en la constitución lógico


gnoseológica de cualquier sistema lógico, ya sea geométrico («Fundamentos de
Geometría», de David Hilbert), ya sea teológico («Teología fundamental»), ya
sea jurídico («Fundamentos del derecho civil») o económico (los «Grundrisse»
de Marx), ya sea filosófico («Fundamentos de filosofía o Filosofía fundamental»).

Sin embargo los fundamentos no se confunden con los axiomas, en el


sentido aristotélico de «principios evidentes por sí mismos». Los fundamentos
sólo adquieren su condición de tales cuando efectivamente sirven de sostén y
apoyo básico (el Aufbau de Marx) a los muros que sobre ellos se apoyan (se
construyen, como superestructuras). La interpretación de los fundamentos como
principios axiomáticos, válidos y autónomos por sí mismos y en sí mismos,
podría utilizarse como una buena definición del fundamentalismo, en cualquiera
de sus versiones, incluyendo el fundamentalismo marxista del Diamat, que
pretendió independizar a la base de la supeestructura. Porque fundamentalista
es de algún modo toda aquella posición que mantiene a toda costa sus principios
o fundamentos cualquiera que sean las consecuencias que de ellos se
deriven: fiat iustitia, pereat mundus.

Pero los fundamentos son fundamentos porque sostienen a lo que por ellos
es fundamentado. Aquí ya no hay resto alguno de sustancialismo de los
fundamentos, porque el actualismo también penetra en la relación del
fundamento y lo fundamentado. No cabe distinguir la base y la superestructura
como si aquella fuese autónoma e independiente de ésta; la base es base
gracias a la superestructura, y cuando la superestructura se arruina, la base
también acaba desmoronándose y pierde su función de tal.

Y, sin embargo, el fundamento es base, porque sin base (sin basa) el pie
derecho (la columna primitiva) se hundiría en el suelo si éste no tuviese un lecho
rocoso, pétreo.

Pero los fundamentos y las bases son, en su origen, funciones de la piedra,


son piedras, y esto lo tuvo presente Cristo cuando al instituir la Iglesia le dijo al
apóstol: «Tu es Petrus», «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia».

414
También la idea de sistema, o la idea de arquitectónica del mundo –que
Leibniz, Lambert o Kant utilizaron explícitamente– tienen relaciones
inexcusables con las piedras. Pero de esto ya hemos hablado más por extenso
en el ensayo sobre la Arquitectura y la Filosofía.

9. Y si pasamos a referirnos ahora a las ideas emanadas de las piedras,


pero una vez que éstas hayan sido conceptualizadas, no ya por las técnicas o
por el arte (por ejemplo, por la Arquitectura), sino por la ciencia, acaso lo primero
en lo que habríamos de fijar nuestra atención sería en la constitución misma de
la Mineralogía. Porque la Mineralogía habría demostrado científicamente cómo
el reino mineral tiene una estructura lógica, un orden y disposición sistemática, y
una lógica que pide una taxonomía paralela a la que requiere el reino vegetal y
el reino animal. Un orden sistemático que sólo el desarrollo de la ciencia
mineralógica (junto con la ciencia botánica y con la ciencia zoológica) pudieron
establecer, aunque estaba de modo grosero anticipado en los lapidarios, en los
herbarios y el los bestiarios.

Y en particular habría que destacar a la Cristalografía, sobre todo a partir de


la teoría de las redes espaciales de Bravais, tal como fue comprobada por Max
von Laue, a partir de 1912, mediante la utilización de los Rayos X y la puesta a
punto de la técnica de lo que hoy llamamos lauediagramas. De la teoría reticular
de Bravais –que limita el tipo de mallas cristalinas a catorce, a la manera como
la teoría topológica de los poliedros regulares los limita a cinco– brota la idea
científica del determinismo y el orden del reino mineral, que es fundamento del
materialismo. Un determinismo que no toma como fundamento el orden
geométrico (como en el caso de la topología de los poliedros), ni tampoco el
orden teleológico (como en el caso de los organismos de los reinos vegetal y
animal), sino en un orden físico, morfológico, sui generis, y no teleológico, pero
que permite mantener, sin embargo, una concepción del mundo natural
materialista no subordinado al azar, desde el momento en que en el mundo
inorgánico no sólo hay leyes determinadas a escala lisológica (las leyes de la
mecánica) sino también a escala morfológica. Podremos recurrir al azar a escala
de clases de elementos, y tanto a escala de textos (en tiradas de dados, por
ejemplo) como a escala de ultratextos (en el reino de los cuantos). Pero gracias
a la cristalografía sabemos que el determinismo impera en el reino mineral, y no
en nombre de las causas finales teleológicas, ni en nombre de las razones
matemáticas, sino en el nombre de las razones minerales, no menos reales que
las razones matemáticas o que las razones orgánicas. Pero no sólo la
Cristalografía es fuente de ideas imprescindibles, de naturaleza ontológica. La
propia Geología, y, en general, las «ciencias de la tierra», son fuentes de ideas,
ahora de naturaleza gnoseológica. Y la mejor demostración de esta tesis que
puedo ofrecer es el libro imprescindible de Evaristo Álvarez Muñoz, Filosofía de

415
las ciencias de la tierra. El cierre categorial de la Geología (Pentalfa, Oviedo
2004), al que remitimos.

10. En nuestros días, aunque con importantes precedentes paleolíticos, las


piedras naturales han ido siendo sustituidas paulatinamente por piedras
artificiales, obtenidas de la transformación de las piedras naturales (tras su
trituración o pulverización en masas áridas) y la transformación inversa en la
forma de las llamadas, curiosamente, «piedras falsas». Con estas piedras falsas,
sin embargo, se han construido nuestros edificios y nuestras ciudades hasta
límites imposibles de alcanzar utilizando sólo las piedras naturales.

Pero las piedras falsas no son falsas piedras, algo así como si fueran de
cartón piedra. Son verdaderas piedras, y además con propiedades
arquitectónicas, de magnitud, dureza y resistencia superiores a las que puedan
atribuirse a las piedras verdaderas.

Final
Las piedras son los huesos del Mundo

Si eliminásemos tan sólo las ideas de Sustancia, de Ego, de Fundamento,


o de Razón, el mundo en el que vivimos se desplomaría. Si eliminásemos estas
ideas, la lógica y la ontología del mundo se volatilizaría.

Pero si estas ideas son ideas lapidarias, ideas emanadas de las piedras y
realimentadas por ellas, cabe concluir que las piedras minerales son
constitutivas de la estructura de nuestro mundo.

Si la evolución del magma que hace cuatro mil quinientos millones de años
dio lugar a la Tierra, según dicen nuestros cosmólogos, no hubiera llegado a
producir las rocas y las piedras, pongamos por caso, la «Piedra Génesis» que
trajo el Apolo XIV; o bien, si los organismos vivientes no hubieran podido
liberarse de la fase líquida primigenia, el mundo del hombre hubiera sido
totalmente distinto. Nuestro mundo presupone estructuras que aparecen en
franjas térmicas muy estrechas. El álgebra, y con ella la lógica y la matemática,
desaparecerían en las proximidades del Sol, porque los símbolos alfanuméricos
se fundirían allí, y si podemos aplicar las leyes de la lógica y de las matemáticas
al análisis del Sol y del magma es porque nos situamos en la perspectiva de la
lógica y de las matemáticas de las piedras, por ejemplo, en la lógica y en las
matemáticas de las piedras, cálculos o corpúsculos presentes en la teoría
corpuscular de la luz de Newton, o en las teorías corpusculares de los átomos
de la Química de Dalton o de Mendeleiev. Y sólo desde esta lógica y matemática
corpuscular pueden tener lugar los desarrollos de las teorías ondulatorias de la
luz y de los átomos desde Huygens hasta Bohr.

416
En resolución, el mundo del hombre presupone las tierras secas, sembradas
de piedras y de rocas, entre las cuales ha de correr el agua y el aire, y ha de
poder prenderse el fuego, pero siempre que esté asegurada la subsistencia de
las piedras y de las rocas.

De este modo concluiremos este ensayo diciendo que las piedras son algo
más que los «huesos de la Tierra», como llegó a saber Deucalión, cuando
comprendió que Gea es la madre tierra de todos, y las piedras son sus huesos.
Ovidio lo contó de este modo en su Metamorfosis (puestas en español por
Antonio Ruiz de Elvira):

«[Júpiter] decide aplicar un castigo diferente, a saber, destruir bajo las


aguas al género humano y arrojar desde toda la superficie del cielo
copiosa lluvia. […] Cuando Júpiter vio que el mundo estaba cubierto de
una líquida sábana formando un inmenso estanque, y que un sólo varón
quedaba de tantos miles (Deucalión) y que una sola mujer (Pirra) quedaba
de tantos miles, inocentes ambos, adoradores de la divinidad ambos,
dispersó los nubarrones, hizo, valiéndose del aquilón, que las lluvias
cesasen, y mostró al cielo la tierra y el empíreo a la tierra […]. El mundo
estaba restaurado; pero al verlo Deucalión vacío y al ver las tierras
desoladas y sumidas en profundo silencio, habló así a Pirra con lágrimas
en los ojos: […] «¡Ojala pudiera yo restablecer la población del mundo con
las facultades de mi padre y derramar vida en la tierra después de
modelarla!.» […] Acordaron dirigir sus plegarias a los poderes celestiales
y pedir auxilio valiéndose del oráculo sagrado […]. Conmovida la diosa
(Temis) dio esta respuesta: «Alejaos del templo, cubríos la cabeza, soltad
los lazos que sujetan vuestras ropas , y arrojad a vuestra espalda los
huesos de la gran madre.» […] Vuelven a meditar sobre las palabras
oscuras, de insoluble maraña, del oráculo de la diosa, y les dan vueltas y
más vueltas […] (Deucalión): «O me engaña mi inteligencia, o el oráculo
es santo y no nos aconseja ningún crimen. La gran madre es la tierra; me
parece que los huesos de que en él se habla son las piedras en el cuerpo
de la tierra. […] Los pedruscos lanzados por las manos del hombre
cobraron aspecto de hombres, mientras la mujer fue recreada por las que
la mujer arrojaba. Por eso somos una raza dura, que soporta penalidades,
y exhibimos pruebas de cuál es el principio de que nacimos. Los demás
animales, con sus formas diversas los produjo la tierra por sí misma.»

Pero las piedras son mucho más que «los huesos de la Tierra», que los
huesos de Gea. Las piedras son los huesos de nuestro Mundo, los huesos que
componen la arquitectura de nuestro Mundo. De un Mundo cuya estructura, lejos
de existir absolutamente, en sí misma, sólo alcanza su realidad objetiva (y no
meramente relativa al sujeto) a la escala de las piedras, a la escala en la cual las

417
piedras existieron y siguen existiendo, y mientras sigan existiendo. Nuestro
Mundo seguirá existiendo mientras existan las piedras.

418
2007

419
Adiciones al «Prólogo futurible»
Gustavo Bueno

Este rasguño ofrece algunas adiciones al «Prólogo futurible» contenido en el rasguño del
mes de noviembre, referido al libro Zapatero y el pensamiento Alicia (Temas de Hoy,
Madrid 2006)

El rasguño del número 57 de El Catoblepas contenía un «Prólogo futurible»


–titulado «Sobre un futurible en forma de prólogo»– a mi libro sobre el
Pensamiento Alicia, publicado en octubre de 2006.

En aquel rasguño se distinguían dos géneros principales de reacciones al


libro de referencia: las que asumían, intencionalmente y de hecho, la forma de
comentario o crítica al libro (a las ideas y argumentaciones en él expresadas), y
las que asumían de hecho la forma de una crítica al autor, sin decir una palabra
acerca de las ideas expuestas en el libro. Decimos «asumían de hecho» porque,
con frecuencia, ni el comentarista ni el crítico, ni el director del medio que las
acogía, se daban cuenta de esta distinción, y llegaban a creer que su trabajo
«biográfico» constituía una «crítica demoledora» de las ideas y argumentaciones
del libro, que en la mayor parte de los casos ni siquiera habían leído.

Sin embargo, la exposición de la distinción mencionada entre los dos tipos


de comentario era el principal objetivo del rasguño 57. Nos parecía, y nos parece,
que la confusión de estos dos géneros de crítica a una obra constituye uno de
los síntomas más relevantes de la patología de nuestra sociedad partitocrática;
y por eso comparábamos a los comentarios que orientan su crítica desde la
perspectiva de la crítica al autor con los tumores de los órganos políticos, ya
fueran tumores benignos o malignos, purulentos o secos.

Durante el mes de noviembre y durante el mes de diciembre pasado han


seguido publicándose comentarios y críticas al libro, se diría que al compás de
las nuevas ediciones, la cuarta y la quinta, publicadas en diciembre de 2006, que
el libro ha logrado ya alcanzar.

420
Algunos de estos comentarios críticos están concebidos desde la
perspectiva del primer género. Son comentarios al libro, a sus ideas y
argumentaciones, y además, curiosamente, son comentarios muy favorables y
elogiosos, procedentes además de críticos muy reconocidos y solventes, como
es el caso del comentario que publicó Martín Prieto en El Mundo, y que
agradezco de veras. Sigo constatando, como hecho no fácilmente explicable,
que los comentarios adversos no pertenecen al género primero, como podría
ocurrir si los intelectuales orgánicos de la banda zapateril tuviesen algunos
contra argumentos que ofrecer. Estos comentarios adversos pertenecen al
género segundo, es decir, son críticas al autor, que pretenden pasar como
críticas a los contenidos del libro.

Y entre las críticas de este segundo género me ha parecido que hay una, la
de Lorenzo Cordero («Lectura de Gustavo Bueno» I y II, La Voz de Asturias, 13
y 20 de diciembre de 2006), que merece ser analizada, porque manifiesta
admirablemente la confusión inconsciente entre estos dos géneros de
comentarios que venimos distinguiendo. Se ve que el autor de estos dos artículos
–también viejo conocido mío, y advertido probablemente de las desmesuras de
su amigo y colega de periódico Faustino F. Álvarez– quiere, desde el primer
momento, hacer ver que su propósito es hacer crítica del libro, de sus ideas, y
por ello, sin duda, titula sus comentarios como «Lectura de Gustavo Bueno».
Pero la «lectura» que hace Cordero tomando, parece, la palabra lectura en el
sentido muy frecuente de «interpretación» o «hermenéutica», es una lectura
psicológica, con «armónicos» políticos (aunque en reducción psicológica). No es
una lectura lógica. Cordero resbala sobre la trama filosófica argumental, y se ve
lanzado a una trama biográfica que él mismo fabrica. Es decir, su lectura es
lectura no de la obra, sino del autor. Y acaso ese deslizamiento desde el plano
lógico al plano psicológico es debido a que, para decirlo con la célebre frase del
Correggio, «no pinta el que quiere, sino el que puede». Probablemente Cordero
quiso hacer una crítica filosófica, lógica y política a mi libro; pero su resuello no
le dio para tanto, y tuvo que contentarse con una crítica psicológica, y más aún,
de psicología ficción.

En cualquier caso lo cierto es que el buen Cordero se cuida muy mucho de


incurrir en el insulto personal –en modo alguno podría calificar su persona como
tumor purulento o seco; a lo sumo, habría que hablar de un benévolo sarpullido,
que en muchas ocasiones ni siquiera se atreve a estallar–, aunque se desliza
enteramente, de hecho, como ya hemos dicho, por la pendiente del
psicologismo. Pero de un psicologismo que alcanza un punto de especial interés:
es un psicologismo grupal (no meramente individual o egocéntrico), el
psicologismo del crítico que se siente identificado con un grupo histórico, que en
el caso de Cordero parece tener que ver con el grupo de militantes del PCE en
la época de las huelgas de 62 y siguientes. Por tanto, es la fidelidad a ese grupo,
la lealtad a un grupo, más que a las ideas de ese grupo, el canon desde el cual
421
el crítico forma su juicio respecto del autor de un libro, aún partiendo, en intención
al menos, de la voluntad de atenerse a los resultados de la «lectura» de ese libro.

Quien utiliza este canon crítico (la fidelidad de un autor a un grupo, por tanto,
quien resalta la condición de partidario o de no partidario de un autor respecto
de un grupo determinado) podría verse condenado a tener que elegir entre dos
direcciones totalmente opuestas entre sí, según que se enfrente con un autor
que, aún habiendo cambiado totalmente de ideas, sin embargo se mantiene hoy
como «correligionario» de la secta (un autor que en su juventud fue nacional
católico y falangista, beneficiario del régimen de Franco; en su madurez, durante
los últimos años del franquismo, evolucionó hacia posiciones próximas al Partido
Comunista, y en la actualidad mantiene su lealtad al grupo de Izquierda Unida),
y con otro autor que, al margen de que haya o no evolucionado en ideas, sí que
ha cambiado, si no de grupo o secta, sí de su posición y relaciones con los
diversos sectarios.

En el primer caso (evolución y cambio de ideas, fidelidad al grupo) los


comentarios serán favorables, las críticas amistosas. Nadie le reprochará su
cambio en las ideas: a fin de cuentas ha cambiado unas ideas «reaccionarias»
(nacional catolicismo, falangismo, franquismo) por las ideas «progresistas» del
grupo que hoy le reconoce. Pero en el segundo caso la crítica se dirige
aparentemente contra el cambio de ideas de un autor, cuando de lo que en
realidad se trata, es de reprochar y lamentar el «cambio de grupo» o de actitud
ante un grupo determinado (por mi parte, nunca fui militante del Partido
Comunista).

Y lo más notable es que el grupo o el partido que se toma como canon de


referencia ya no existe. El PCUS desapareció va ya para veinte años, el PCE se
ha fragmentado en diecisiete partidos autonómicos, federados o confederados;
sobre todo el PCE abandonó, con Carrillo, ya en los años de la transición, el
leninismo, asumiendo la bandera de la monarquía española tradicional.

Si esto es así, ¿a qué «vuelta del calcetín» está refiriéndose Cordero para
describir mi evolución? Marx es quien utilizó esta expresión (Umstülpung) en el
momento de interpretar a Hegel, advirtiendo que lejos de considerarle ya como
un perro muerto, bastaría darle la vuelta del revés para que bajo la corteza mítica
reapareciese su «semilla racional». Cordero recuerda que hace veinticinco años

422
yo propuse ya el Umstülpung del marxismo soviético y español. Y hace ya treinta
y cinco años, Ensayos materialistas fue publicado en 1972 precisamente como
alternativa al marxismo monista del Diamat, y por ello recibió reproches muy
agrios de los «marxistas ortodoxos de toda la vida».

Esta vuelta del revés del marxismo recibiría una justificación retrospectiva
cuando décadas después se derrumbaba la Unión Soviética, y con ella el Diamat
y los Partidos Comunistas europeos (empezando por el francés, y siguiendo por
el italiano y el español, que quedaron reducidos a la condición de grupos
testimoniales, con función de apéndices bisagras de la socialdemocracia frente
a su oposición).

Ocurre como si los críticos que asumen el canon de Cordero estuvieran


suponiendo que la «filosofía política de la izquierda» no puede cambiar, y que el
desarrollo histórico de las sociedades políticas no tiene nada que ver, ni tienen
por qué influir, en unas ideas políticas que se suponen firmes e inmutables.
Como las ideas de quien manifiesta con orgullo: «Soy de izquierdas de toda la
vida, y lo sigo siendo.» Y esto aún cuando la oposición entre la izquierda y la
derecha hubiera sido repudiada por la misma ideología marxista leninista. Tanto
Lenin, como Stalin o Mao, consideraron, con razón, a la oposición izquierda
derecha como una oposición burguesa, una oposición que la burguesía
victoriosa en el nuevo régimen instaurado por la Revolución Francesa había
establecido frente al Antiguo Régimen, es decir, frente a la derecha. Pero el
Antiguo Régimen fue desapareciendo, al menos en «Occidente», poco a poco,
a lo largo de los siglos XIX y XX. El Antiguo Régimen (o lo más próximo a él,
cuanto al Trono y al Altar se refiere), es decir, la derecha en sentido histórico,
sigue hoy vigente en las sociedades islámicas, de las cuales los talibanes
constituyen la extrema derecha, aunque curiosamente son los musulmanes con
sus teocracias los que son considerados como más afines a muchas izquierdas
españolas que han perdido totalmente el sentido de la orientación.

Ahora bien, las ideas políticas, la filosofía política, tal como la concibe el
materialismo filosófico, no puede concebirse como un sistema de ideas eternas,
susceptibles de mantenerse iguales a sí mismas como dogmas inconmovibles
(«no nos moverán») por el curso mismo de la historia política real. Una filosofía
políticamente implantada, es decir, una filosofía política no utópica ni dogmática
(por no hablar de una filosofía política Alicia), no puede permanecer de espaldas
al curso mismo de las sociedades políticas, mediante el expediente
de condenaraquellas sociedades o individuos que no se ajustan a sus principios,
explicando simplemente los hechos como efectos de deslealtad o traición.

423
Si la Unión Soviética, o la Segunda República Española, se derrumbaron,
no cabe acudir a explicaciones psicológicas (traición, deslealtad) y menos aún a
la perfidia de sus enemigos (a la maldad del capitalismo). Hay que revisar los
mismos principios desde los cuales se establecía que la transición de una
sociedad capitalista a una sociedad comunista era irreversible. Y esta atención
a los «hechos», propia de una filosofía política implantada –es decir, de una
filosofía que no se mantiene en las nubes de un dogmatismo intemporal, o en la
nostalgia de un paraíso perdido, sea cristiano, sea anarquista, sea comunista–
es enteramente paralela a la atención que las ciencias físicas han de prestar al
curso de los hechos físicos y tecnológicos. Los principios de la Física clásica no
pueden permanecer imperturbables ante el experimento de Michelson-Morley o
ante el descubrimiento de la radiación de fondo de Penzias-Wilson. Los
principios de la Economía Política clásica no pudieron permanecer
imperturbables ante la «Gran Depresión».

Quienes por fidelidad a su grupo (a la dogmática de su iglesia) mantienen


unas ideas arcaicas o demasiado vagas para poder tener algo que ver con los
hechos, son quienes podrán ser acusados de rigidez mental, o simplemente de
espíritu sectario, y aún de mala fe, al pretender simular que sus ideas siguen
siendo válidas y progresistas en la práctica, cuando han sido ya desbordadas
por los hechos, y porque las protestas «de fe y de coherencia» sólo podrán ser
apreciadas por sus mismos consectarios. El materialismo filosófico no defiende
ninguna tesis que favorezca la idea de que la historia política ya ha terminado, o
de que la izquierda haya recorrido ya enteramente su trayecto como filosofía
política definida frente al Estado al haber pasado por seis generaciones
sucesivas. La filosofía política materialista ha de estar constantemente
escuchando los sucesos políticos cotidianos, seleccionándolos,
interpretándolos, desarrollándolos y rectificando en su caso las ideas que han
conducido a ellos. Un proyecto como el del periódico El Revolucionario («hacia
la séptima generación de la izquierda»),representa para el materialismo filosófico
la mejor metodología para mantener vivas, como herramientas de análisis, las
ideas políticas mismas del materialismo en el presente.

Cordero, en sus comentarios, sólo parece preparado para percibir el aspecto


subjetivo-biográfico de los cambios políticos. Se remonta a Mayo del 68 y a la
transición española, y ve con nostalgia cómo «acabó imponiéndose el sentido
práctico de la militancia sobre el sentido utópico… empezaron a interesar más
las cosas que las ideas».

¿No se le ocurre a Cordero tener en cuenta que si esto ocurrió, que si las
cosas dejaron de hecho a las ideas, es porque esas cosas habían dejado de lado

424
a ciertas ideas, pero en beneficio de otras ideas diferentes? ¿O es que cree que
las ideas pueden estar separadas de las cosas, viviendo sólo en la mente de
Dios o en la mente de los hombres?

Esto es puro idealismo utópico; un idealismo que sólo puede percibir, por
tanto, la evolución de las ideas determinada por las cosas como cambios
subjetivos de acomodación o de interés de las personas. «A mí me parece –dice
Cordero– que el autor del cierre categorial siempre ha dejado abierta la puerta
de su talento para que sus compromisos políticos entren y salgan cuando sientan
la necesidad o la conveniencia de hacerlo [lo que Cordero no precisa es si esta
«conveniencia o necesidad» es de orden lógico, o bien de orden meramente
psicológico o «interesado»]. Es ésta una decisión objetivamente intelectual y
quizá subjetivamente interesada. En este aspecto el filósofo no está solo. Hay
un montón de gente que en política tiene sus puertas abiertas de par en par
siempre» [se diría que a Cordero le parece mal esta disposición, pero este
parecer sólo se explica desde las posiciones de un fundamentalismo dogmático
e idealista].

Advertimos con claridad cómo Cordero, y otros como él, sólo perciben los
compromisos políticos, de una filosofía políticamente implantada, en su
reducción subjetiva, según la necesidad o la conveniencia subjetivas de hacerlo.
Pero, ¿por qué ésta necesidad y conveniencia no puede estar determinada por
las cosas mismas, y no por los intereses subjetivos más prosaicos? ¿Acaso, en
mi caso, que es el que Cordero considera, no me hubiera sido más «rentable»
adherirme a la socialdemocracia, al PSOE o al OPUS, que permanecer
independiente respecto de los diferentes partidos o sectas? Lo que no significa
permanecer neutral ante ellos. No se trata, por mi parte, de apoyar al PP como
partido; si lo apoyo es en la medida en que él defiende a la Nación española con
unos planteamientos más afines a los propios que los de otros partidos que han
optado por el confederalismo, o incluso por el apoyo a las políticas secesionistas.

Pero también, por mi parte, he reprochado al PP, entre otras cosas, el haber
apoyado, por razones tácticas, la reforma del Estatuto de Andalucía, a tragarse
su preámbulo ridículo y bochornoso, en el que Andalucía se presenta como una
entidad milenaria, que ya existiría desde los tiempos de Tartessos –reivindicando
como actual el libro ya arcaico de Schulten– y reconociendo la figura de un
ideólogo como Blas Infante, que dicho sea de paso, se hizo musulmán y
seleccionó como bandera de Andalucía una procedente de un país islámico.

«Los primeros en sorprenderse –continua Cordero– por ese


cambio metapolítico de quien hasta entonces había sido su guía, como filósofo
marxista, fueron los mineros asturianos de las cuencas, que eran los que aún
conservaban el ideal histórico del movimiento obrero en Asturias (aunque

425
también por poco tiempo…). Ese cambio de agujas del pensador provocó en su
entorno un enorme revuelo: por una parte quienes le habían considerado, hasta
entonces, su ídolo preferido, empezaron a rechazarlo; mientras por el otro, los
que antes le detestaban por su ostensible izquierdismo, iniciaron su caluroso
aplauso que todavía dura. Mas, este cambio de papeles en la opinión pública
que se mueve a su alrededor, nunca le afectó lo más mínimo.»

Pero mucho más me sorprendí yo del cambio de tantos mineros asturianos


que, sin embargo, afectaban fidelidad a unas ideas que al mismo tiempo
consideraban ya utópicas, o simple materia de su memoria histórica.

¿Por qué no tiene presente Cordero que «esos mineros asturianos que
conservaban el ideal histórico del movimiento obrero» fueron los primeros en
desaparecer, no sólo como grupo político, sino físicamente: de sesenta mil
obreros en las plantillas mineras se pasó, a través de su transformación en
prejubilados o jubilados, es decir, en rentistas, a una plantilla de unos pocos
cientos de mineros, sin el menor poder de reivindicación revolucionaria: el
«estado de cosas» ha convertido a estos antiguos héroes en nostálgicos de los
tiempos pasados, y en la mayor parte de los casos, en gentes que buscan una
alternativa a su duro trabajo, para ellos y para sus hijos. Las ideas políticas han
desaparecido por completo, hace ya muchos años, de las cuencas mineras
asturianas. ¿Qué puede significar entonces la lealtad con grupos que ya no
existen, sino la voluntad de fijación a una memoria histórica puramente
subjetiva?

Cordero supone también que citar a Pío Moa –«apologista del


escolasticismo franquista»– es tanto como militar entre quienes quieren «salvar
los trastos del franquismo». Pero Cordero vuelve aquí a su perspectiva grupal
pretérita y sólo presente en su memoria histórica personal: o franquismo o
antifranquismo. Es como si no hubiera leído el capítulo cuarto de Zapatero y el
pensamiento Alicia,sobre «Franco y el franquismo». Porque ese capítulo no trata
de salvar los trastos del franquismo, ni tampoco los de la Segunda República.
Pretende llegar a un juicio sobre esta etapa de la historia de España liberado de
las categorías franquistas y de las categorías segundorepublicanas y, sobre
todo, de las categorías del Diamat, a fin de entender la historia, de no seguir
prisionero del mito de las dos Españas, que hoy resucita con el nombre de
«memoria histórica». Lo más grave es que Cordero y otros ignoran que una cosa
era estar comprometido con la lucha contra el franquismo y el
nacionalcatolicismo en el terreno práctico político, y otra cosa era cerrar los ojos
(y no ahora, sino ya entonces) ante el significado histórico del franquismo y de la
Iglesia católica. Sólo el reconocimiento de su importancia histórica y de su poder
podían conferir importancia a los compromisos de entonces, que hoy ya carecen
de sentido cuando el «enemigo» ya ha caído, y cuando no dependemos

426
patológicamente de su recuerdo, prisioneros de una «memoria histórica» ella
misma sectaria.

Un último ejemplo de la perspectiva psicologista más vulgar de Cordero: «En


el nuevo pensamiento Bueno hay más cálculo que espontaneidad; consecuente
con su cuadriculado pensamiento procura no dejar cabos sueltos que, en la
siguiente etapa –si la hubiere– se le pudieran convertir en pesadas maromas.
(…) Él mismo se adelantó a su época dando un giro de 180º a su pensamiento
político. (…) Aún así a veces el filósofo parece dejarse llevar de impulsos
repentinos, difíciles de controlar. Por ejemplo, como cuando arremete contra el
filósofo Jürgen Habermas por considerar que fue injusto concederle el Premio
Príncipe de Asturias ‘cuando todavía Joaquín Ruiz Giménez, o incluso Luis del
Olmo, no lo han recibido’. A cualquier lector medianamente avisado [suponemos
que Cordero quiere decir: avisado por mí] leyendo esto (pág. 56) se le enciende
la bombilla de las ideas y exclama: ‘O incluso Gustavo Bueno’.»

Sugiere aquí Cordero que yo estoy resentido contra Habermas por no haber
recibido un premio Príncipe de Asturias; pero con esta psicología barata lo único
que hacer Cordero es demostrar su pertenencia al clan vernáculo del que ya
hemos hablado otras veces. El error psicológico de quien cree que en mí reside
algún afecto por los premios Príncipe de Asturias.

Termina Cordero su artículo segundo: «Los progres de la época (marxistas,


izquierdistas democráticos, habermasianos o buenistas: a menudo ambas cosas
a la vez) estaban muy lejos de pensar –ni soñándolo– que llegaría un día en que
su filósofo dilecto, referencia y guía para la resistencia antifranquista, se
convertiría él mismo en uno de aquellos ‘pater familiae’ del siglo XX. Pero fueron
muy pocos los buenistas que se quedaron huérfanos. La mayoría siguió andando
tras el maestro.» La perspectiva de memoria histórica traiciona aquí a Cordero:
¿por qué dice en pretérito que «la mayoría siguió» en lugar de decir que «la
mayoría sigue»? &c. &c.

427
Un musulmán va a ser reconocido en referéndum como
«Padre de la Patria andaluza»
Gustavo Bueno

Se reseñan algunos comentarios polémicos de prensa y radio, de la última semana de enero


de 2007, en torno a la figura de Blas Infante y se introducen determinadas coordenadas
para enjuiciar el debate

Es un hecho, o, si se prefiere, un hecho complejo constituido por la


conjunción de dos hechos simples, que Blas Infante (este es el primer hecho) ha
sido reconocido «Padre de la Patria andaluza», reconocimiento que va a ser
ratificado en referéndum, sin perjuicio (y este es el segundo hecho) de su
conversión pública al islamismo en el año 1924.

Comenzamos por analizar los dos «hechos simples» cuya conjunción


determina el «hecho complejo» que constituye, a nuestro juicio, el hecho
verdaderamente significativo.

(a) Es un hecho que el Estatuto de Andalucía, aprobado por el Congreso de


los Diputados en sesión plenaria celebrada el día 2 de noviembre de 2006,
428
reconoce, como un «acto de justicia histórica», la decisión que el Parlamento de
Andalucía, en abril de 1983, tomó al reconocer a Blas Infante como «Padre de la
Patria andaluza». Se trata, por tanto, del «reconocimiento de un
reconocimiento», pero no a título de mera reiteración tautológica, sino como
constatación de que:

«En los veinticinco años que median desde que Andalucía comenzó a
organizarse como comunidad autónoma hasta el presente, Andalucía ha
vivido el proceso de cambio más intenso de nuestra historia, y se ha
acercado al ideal de la Andalucía libre y solidaria por la que luchase
incansablemente Blas Infante.» (Del Preámbulo de Estatuto de 2006.)

[Permítaseme expresar mi extrañeza por la calificación de «cambio más intenso


de nuestra historia» referido a los últimos veinticinco años; si se aceptan las
premisas que en el Estatuto parecen admitirse implícitamente, relativas a una
identidad milenaria de Andalucía, no se ve la razón por la cual no pudiera
tomarse como acontecimiento «más intenso de nuestra historia» la Batalla de las
Navas de Tolosa, la toma de Granada o la Batalla de Bailén.]

(b) Es un hecho que Blas Infante se hizo musulmán, de modo público, el 15


de septiembre de 1924. Blas Infante, desde su condición de joven notario de
Casares, fue introduciéndose cada vez más profundamente en lo que él vendría
a llamar «Cultura de Al-Andalus». Pero no sólo aprendió la lengua árabe, a la
vez que lee la obra de Ribera y Tarragó, Asín Palacios, Dozy, &c., y estudia en
1921 la historia de Al-Mutamid, el rey poeta de Sevilla y de Córdoba, escribiendo
el drama Motamid, último rey de Sevilla; sobre todo, según el informe de la
Yama'a Islámica de Al-Andalus, el «joven» notario experimentó una
«metamorfosis espiritual», por la que «resultaría abducido por el universo
andaluz», y no conformándose con una mera actitud especulativa, comienza a
preparar un viaje, en el cual, «convirtiéndose en protagonista de su drama
teatral», Blas Infante se acercaría a la tumba de Al-Mutamid, en Agmhat (lugar
cercano a Marrakech).

Y es allí cuando Blas Infante hace la Shahada, en una pequeña mezquita


de Agmhat, adoptando el nombre de Ahmad («el que pone en acto lo que estaba
en potencia», según el parecer de Ibn Arabí). Los testigos del acto por el que
Ahmad Infante se reconocía musulmán fueron dos andalusíes nacidos en
Marruecos, y descendientes de moriscos: Omar Dukali y otro de la kabila de
Beni-Al-Ahmar.

429
Blas Infante en Agmhat, peregrino
a la tumba de Motamid, conoció a
Omar Dukali, descendiente del
último Rey de Sevilla y testigo de
su Shahada, ceremonia pública de
su reconocimiento como
musulmán, el 15 de septiembre de
1924, ante dos testigos que le
regalaron una chilaba y una daga
bereber, que conservó durante
toda su vida.

Estos son los dos hechos cuya conjunción sometemos a la pública


consideración, en cuanto asunto de importancia decisiva en las vísperas del
Referéndum del Estatuto de Andalucía, convocado para el 18 de febrero de
2007.

Y decimos que «sometemos a pública consideración» la conjunción de estos


dos hechos por cuanto, por lo que conozco, y en los días de la precampaña o
campaña preparatoria del referéndum, esta conjunción no se tiene presente, al
menos de modo explícito, por quienes, sin duda alguna, son conocedores de
ambos hechos, y acaso también de su conjunción.

Lo cierto es también que una gran parte de la población andaluza ignora el


hecho de la Shahada de Blas Infante, la ceremonia de su conversión pública al
Islam, y considera que hablar de ella constituye un grave desliz. Sólo puede
hablar de ese asunto quien está acostumbrado a hacer declaraciones
provocativas destinadas a llamar la atención del público de modo irresponsable,
sin haber tomado la precaución de enterarse antes de lo que va a decir. Así, el
diario El Mundo, en su edición sevillana del viernes 26 de enero pasado, incluye
a Gustavo Bueno, pero con flecha hacia abajo, en su galería diaria, por sus
declaraciones en una rueda de prensa, celebrada en Oviedo a partir de las 12
horas del día 25 de enero (con ocasión de la presentación en Asturias de la
Fundación para la Defensa de la Nación española), en la que se le atribuían,
entre otras, las siguientes palabras: «Blas Infante es el emblema de Andalucía y
todos sabemos que Blas Infante se hizo musulmán, y que la bandera se la hizo
su mujer con unos trapos traídos de Marruecos.»

Estas declaraciones, a través de la agencia Europa Press, presente en la


rueda de prensa, tuvieron inmediata difusión en la prensa impresa y en la de
internet: a las cuatro de la tarde podían ya leerse varias reacciones a estas
declaraciones. Muchos las apoyaban, pero otros las atacaban con dureza, y

430
llegaban incluso a negar el hecho de que Blas Infante se hubiera convertido al
islamismo (incluso algunos subrayaban «el hecho» de que no estaba casado,
como si la expresión «su mujer» sólo pudiera referirse a su esposa; por lo demás
sabemos que Blas Infante contrajo matrimonio con Angustias García, «rica
heredera de Peñaflor», el día 19 de febrero de 1919, y convivió con ella hasta el
día de julio de 1936 en el que Infante fue sacado de su casa de Coria del Río,
«Villa Alegría», cerca de Sevilla, para ser fusilado por quienes se alzaron contra
el gobierno de la República el 18 de julio de 1936). «Villa Alegría» ha sido
transformada en los últimos años en Casa Museo de Blas Infante. «El inmueble
conserva los símbolos originales que Blas Infante diseñara y que hoy en día
identifican a la Comunidad Andaluza: el escudo, la bandera y el piano, donde por
primera vez se interpretó el himno andaluz.»

Ahora bien: es cierto que la «conjunción» de estos dos hechos puede


interpretarse de diversas maneras. En nuestro análisis tendremos en cuenta las
tres siguientes:

(A) Ante todo la interpretación de la conjunción de los dos hechos simples


(el reconocimiento de Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza» y la
Shahada de Agmhat, es decir, su conversión ceremonial al Islam) como mera
yuxtaposición de dos sucesos cronológicos ocurridos respectivamente en 1924
y en 1983-1006. Yuxtaposición que, aún constituyendo la conjunción de dos
hechos objetivos, no tendría por qué tener el alcance de un hecho complejo
nuevo. Y ello debido a que sería un «desatino» tratar de integrar ambos
acontecimientos en un «proceso global» en el cual estos hechos se reforzaran y
se iluminaran mutuamente. Si Blas Infante fue reconocido como «Padre de la
Patria andaluza» –se dirá– no fue debido a su conversión al Islam. Esta
metamorfosis, supuesto que hubiera tenido lugar, sería asunto de la vida privada,
íntima del prócer que no había por qué sacar a la luz, como tampoco él la «aireó»
en sus conferencias o declaraciones políticas (aún cuando esta discreción –por
no decir ocultación– pudo haber estado motivada por la prudencia política:
hubiera sido suicida en muchas circunstancias, para su proyecto político, poner
por delante su condición mahometana, como sigue siendo hoy un hecho
incómodo recordar esta historia, sobre todo en las vísperas del Referéndum).

Sencillamente, según esta interpretación, la trayectoria pública de Blas


Infante sería suficiente para justificar su reconocimiento como «Padre de la
Patria andaluza». Bastaría tener en cuenta, además de sus múltiples
conferencias y organización de actos, sus publicaciones tan influyentes como El
ideal andaluz(Biblioteca Avante, Sevilla 1915), el Manifiesto andaluz de
Córdoba (1919), Motamid, último rey de Sevilla (Biblioteca Avante, Sevilla

431
1920), La verdad sobre el complot de Tablada y el Estado libre de
Andalucía (Sevilla 1931) o el Manifiesto a todos los andaluces (1936) [nos
permitimos subrayar que en este Manifiestotodavía no estaba incorporada la
costumbre estilística, propia del Estatuto que ahora se somete a referéndum, y
según la cual Blas Infante debiera haber escrito: Manifiesto a todos los andaluces
y a todas las andaluzas; por cierto, una expresión que establece de hecho una
división inmediata, a modo de abismo, de la sociedad andaluza en varones y
mujeres, como si esta oposición fuese pertinente en la mayor parte de los
contextos políticos, económicos o religiosos.]

(B) Pero también cabe interpretar el hecho primero (el reconocimiento de


Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza») desde el segundo (es decir,
desde la metamorfosis espiritual que determinó en 1924 su conversión pública
al Islam).

Sin duda, difícilmente esta interpretación del primer hecho desde el


segundo, podría ser suscrita por la gran mayoría de los parlamentarios (as)
andaluces (zas), entre otras cosas porque o ignoran el segundo hecho
(la Shahada); o acaso tienen una noticia muy borrosa de tal conversión, que, a
lo sumo, sólo será tenida en cuenta a título de acontecimiento privado, como
hecho íntimo de conciencia, que bastaría con respetar. Pero sin darle mayor
significado político que el que hubiera tenido el eventual ingreso de Blas Infante
en una iglesia cuáquera o budista, o el que se hubiera hecho socio de la Christian
Science o de la National Geographic.

Pero «poner entre paréntesis» (si no ya negar) el segundo hecho es una


operación a la que estarán obligados, o poco menos, aquellos andaluces y
andaluzas que, tanto si votan el Estatuto a través del PSOE, como si lo votan a
través del PP, o lo dejan de votar a través del PA, son, ante todo, cristianos
bautizados y católicos practicantes que viven en la «tierra de María Santísima»,
y que asisten fervorosos a las procesiones de Semana Santa o a la romería del
Rocío. Es el mejor modo de eludir a la contradicción: votemos Sí al referéndum
del Estatuto, reconociendo a Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza»,
pero dejemos de hurgar en sus experiencias místicas musulmanas, que fueron
asuntos suyos privados a los que no hay que dar mayor trascendencia política.

Pero lo que no es tan fácil es que esta interpretación pueda ser asumida por
aquellos andaluces, sean hombres o mujeres, rubios o morenos, altos o bajos,
jóvenes o viejos, que han abrazado la religión musulmana, o por aquellos
inmigrantes que, siendo mahometanos, se han integrado en la sociedad
andaluza como ciudadanos de pleno derecho («Artículo 22. Los poderes
públicos de la Comunidad tendrán en cuenta las creencias religiosas de la
confesión católica y de las restantes confesiones existentes en la sociedad

432
andaluza.») Para éstos –y cualquiera que sea su tasa de presencia en el PA,
que ha rechazado apoyar el Estatuto, por insuficiente– el hecho primero sólo
alcanzará su sentido cuando se le contemple desde el segundo. Sencillamente,
el proyecto de una Andalucía libre iría vinculada al proyecto de su islamización,
y no sólo en el sentido de la recuperación de las mezquitas, sino de la fe
musulmana de los andaluces y de la reconquista de Al-Andalus, es decir, de
España íntegra, restaurando la «cultura» –que es mucho más que una
Comunidad autónoma o incluso que una Nación– del glorioso Califato de
Córdoba.

Sólo los musulmanes andaluces, o los andaluces convertidos al Islam,


pueden asumir esta segunda interpretación, y aún exponerla, sin duda, en estos
momentos, con notable dosis de imprudencia. Porque si se propagase este
hecho en los días del referéndum, muchísimos votantes potencialmente
favorables cambiarían su voto o se abstendrían. Así, leemos en el informe de la
Yama'a Islámica de Al-Andalus:

«Evidentemente, Infante no podía hacer público su Din islámico por las


consecuencias profesionales, políticas y familiares que ello le acarrearía,
viviendo su Islam en 'Taquilla', practicándolo y viviéndolo en su intimidad,
sin hacerlo público, –tal como lo hicieron cientos de miles de moriscos
desde la conquista castellana–, excusando, no sin convencimiento, la
construcción de la Mezquita de Sevilla por motivos de 'libertad y pluralidad
religiosa'.»

Por ello se comprende que los mismos autores de este informe adviertan que:

«Incluso, en 1931, las Juntas Liberalistas [de las que Infante fue un líder]
inician una campaña a favor de la construcción de una mezquita en Sevilla
'no con ánimo de hacer profesión o confesión de una religión determinada,
sino con el objeto de afirmar la libertad y pluralidad religiosas, elementos
de síntesis de la Historia de Andalucía'.»

Lo que no es nada fácil es determinar hasta qué punto esta segunda


interpretación estuvo presente en algunos de quienes redactaron el Estatuto, y
en particular su Preámbulo. Una presencia que, en todo caso, debiera haber
estado oculta, por razones prudenciales obvias, pero no por ello acaso menos
firmes y activas. Lo cierto es que la visión de Andalucía que ofrece el Preámbulo
del Estatuto, incluyendo su españolismo (y el españolismo de Blas Infante), se
explica mejor desde las coordenadas del islamismo reconquistador, aún por vía
pacífica y a largo plazo, que desde las coordenadas oficiales de los partidos
políticos constitucionales.

433
(C) Por último, desde una tercera interpretación, también cabe entender el
segundo hecho (la conversión al Islam de Blas Infante) desde el primero (su
elevación al puesto de «Padre de la Patria andaluza»).

Sencillamente: la conversión de Blas Infante al Islam no habría tenido tanto,


o únicamente, el sentido de un hecho religioso (menos aún, íntimo, privado),
cuanto el sentido de un hecho político (religioso-público), como cristalización y
redefinición de las mismas ideas políticas que habían ido elaborándose a lo largo
de los años en un ámbito doméstico-regional.

La conversión al Islam habría orientado a Blas Infante a redefinir Andalucía


más allá de las retículas propias de los derechos constitucionales occidentales
vigentes, no ya tanto como una «Nación política más» (dentro del principio de
las nacionalidades, principio, según Infante, cristiano occidental, desde
Metternich hasta el presidente Wilson) sino como una «Cultura propia», como
una plataforma cultural capaz de asumir un destino universal, mucho más amplio
del que pueda corresponder a Andalucía en España, o a España en Europa.

Es el proyecto de una Andalucía universal, con España, sin duda, pero en


la medida en la cual España pudiera ser considerada también como parte
esencial de Al-Andalus, plataforma para la islamización de Europa y del Mundo.

Que Blas Infante no hiciera explícitas estas redefiniciones de Andalucía


como Al-Andalus no quiere decir que tal redefinición no fuese su idea maestra
definitiva. No estamos ante un caso inaudito, el de la redefinición de una
sociedad política desde coordenadas teocráticas. Sabino Arana proyecto a
Euzkadi como una República, bajo la advocación del Sagrado Corazón de Jesús.
Blas Infante también habría concebido un Estado libre andaluz, Al-Andalus, bajo
la advocación de Mahoma.

La primera interpretación –«el reconocimiento de Blas Infante como Padre


de la Patria andaluza no tiene nada que ver con las experiencias religiosas
privadas que lo convirtieron al Islam»– es, sin duda, la interpretación común y
«oficial». La mayoría de los andaluces, a través de lo que conocen por la prensa,
los libros de texto y su propia memoria histórica, verán a Blas Infante como un
campeón histórico que formuló los principios de la «autonomía» de Andalucía, y
que además fue «fusilado por Franco» (tal es la brocha gorda con la cual el
común de los mortales pinta en sus cerebros las informaciones que se le
ofrecen).

434
Y es muy probable que no vean nada más, ni quieran verlo. Para entender
las líneas maestras del Preámbulo del Estatuto, les bastarán las coordenadas
convencionales al uso, la confusa apelación a la «cultura andaluza», y a su
nacionalidad histórica, como entidad milenaria. Que no podrá estar definida, por
tanto, en función del Islam, pero que sí remueve connotaciones, comunes en las
gentes más semicultas, que tienen que ver con Cartago, con Roma o con
Tartessos.

Algunos nacionalistas, para entender ese «milenario pasado» de una región


delimitada en el conjunto de España (cuyo pasado no es en modo alguno
milenario) han retrocedido explícitamente a Tartessos, es decir, al Tartessos de
Adolfo Schulten, que lo presentaba como un Imperio, como una cultura a través
de la cual todos los pueblos y territorios de Andalucía habrían sido ya
incorporados a una unidad firme, dotada de una identidad característica. (Sin
embargo, ¿acaso Tartessos fue algo más que una serie de colonias fenicias
distribuidas por el ángulo suroccidental de la Península Ibérica?) Sobre esta
mítica unidad o identidad milenaria se edificará todo lo demás, pues ella es sin
duda una excelente plataforma ideológica para un Estatuto que necesita, para
no ser menos que Cataluña, Galicia o el País Vasco, reivindicar una realidad
nacional histórica «anterior a Jesucristo». Este supuesto «milenario pueblo
andaluz», aunque todavía no podía llamarse andaluz, ya constituido desde
milenios atrás, habrá visto pasar sobre él a cartagineses y a romanos,
recogiendo de ellos lo mejor que éstos podían ofrecerle: Séneca, según esto,
sería visto ante todo como un andaluz. Siglos después ese pueblo andaluz
eterno habría visto pasar a los visigodos: San Isidoro es también andaluz. Y, más
tarde, a los musulmanes: Averroes es andaluz.

Andalucía, por tanto, ha recogido y conservado lo mejor de Al-Andalus, pero


desde Andalucía. Algunos puntualizarán: sin por ello hacerse musulmana, como
también habrá conservado lo mejor de Roma, pero sin mantenerse sujeta al
Imperio de los césares. Después de los cartagineses, de los romanos, de los
visigodos y de los musulmanes, Andalucía habrá recibido a los españoles, y se
habrá hecho española, pero sin dejar de ser andaluza. También podría decirse
que es España la que se hizo andaluza, y esto desde Fernando III a los Reyes
Católicos. ¿Acaso el Imperio español no comenzó a forjarse desde Andalucía,
desde Huelva y Sevilla? Y no necesitamos quedarnos en cosas del Antiguo
Régimen. El Nuevo Régimen de España también se forjó en Andalucía, en las
Cortes de Cádiz.

Desde esta perspectiva Andalucía, la «cultura andaluza», como cultura


milenaria, puede reconocer a la época islámica como parte de su glorioso
pasado, como puede reconocer a España, a las demás culturas españolas, como
un prometedor futuro a través del cual la cultura andaluza específica podrá

435
expandirse hacia Europa y hacia el Mundo, pero conservando siempre su
identidad propia:

«Andalucía ha compilado un rico acervo cultural por la confluencia de una


multiplicidad de pueblos y de civilizaciones, dando sobrado ejemplo de
mestizaje humano a través de los siglos. La interculturalidad de prácticas,
hábitos y modos de vida se ha expresado a lo largo del tiempo sobre una
unidad de fondo que acrisola una pluralidad histórica, y se manifiesta en
un patrimonio cultural tangible e intangible, dinámico y cambiante, popular
y culto, único entre las culturas del mundo.»

Sigamos leyendo:

«Esta síntesis perfila una personalidad andaluza construida sobre valores


universales, nunca excluyentes. Y es que Andalucía, asentada en el sur
de la península ibérica, es un territorio de gran diversidad paisajística, con
importantes cadenas montañosas y con gran parte de su territorio
articulado en torno y a lo largo del río Guadalquivir, que abierta al
Mediterráneo y al Atlántico por una dilatada fachada marítima, constituye
un nexo de unión entre Europa y el continente africano. Un espacio de
frontera que ha facilitado contactos y diálogos entre norte y sur, entre los
arcos mediterráneo y atlántico, y donde se ha configurado como hecho
diferencial un sistema urbano medido en clave humana.»

Y terminamos la lectura con este párrafo, en el cual los redactores del Estatuto
ofrecieron, urbi et orbe, la expresión más clara de su ecumenismo (por cierto, de
un ecumenismo completamente extemporáneo en un documento jurídico como
pueda serlo el Estatuto de una Comunidad autónoma insertada en la
Constitución Española de 1978):

«Estos rasgos, entre otros, no son sólo sedimentos de la tradición, sino


que constituyen una vía de expansión de la cultura andaluza en España y
el mundo y una aportación contemporánea a las culturas globales. El
pueblo andaluz es heredero, por tanto, de un vasto cimiento de civilización
que Andalucía puede y debe aportar a la sociedad contemporánea, sobre
la base de los principios irrenunciables de igualdad, democracia y
convivencia pacífica y justa.»

Sólo desde estas coordenadas se explica que hombres cultivados puedan


decir, sin el menor escrúpulo, que Séneca era andaluz, o que San Isidoro era
andaluz, aunque Andalucía sólo comenzó a sonar como concepto en la época
medieval, con las vándalos y luego con los mahometanos.

436
Nada habría que objetar –dirá el coro– a quien afirme que Averroes era
andaluz, puesto que Averroes y el Islam tienen mucho que ver con Al-Andalus.
Sin embargo, esa afirmación sigue arrastrando una ambigüedad fatal: una cosa
es llamar «andaluz» a Averroes en cuanto fue un individuo que vivió hace siglos
en una demarcación geográfica de la península ibérica, y otra cosa es llamarle
«andaluz» en el sentido de «paisano de los andaluces actuales». Una cosa es
llamar burgalés a un hombre de Atapuerca (porque su esqueleto está enterrado
en la demarcación de Burgos) y otra cosa es considerar al hombre de Atapuerca
como burgalés de hoy, o del tiempo de aquellos burgaleses que se ocultaron
ante el Cid cuando iba camino del destierro, años antes de Averroes.

En cualquier caso el Califato de Córdoba de desintegró poco a poco y


rápidamente, y a partir del siglo XII, en el que Averroes fue desterrado de
Córdoba, su potencia fue desfalleciendo, así como su cultura. Desde entonces
ya no era necesario que los cristianos siguieran viendo a Averroes como un
enemigo peligroso. Incluso podían verlo como San Juan Damasceno veía al
Islam, como un hijo desviado del cristianismo en algunos puntos, pero que sin
embargo compartía con los cristianos muchos aspectos que podrían
reivindicarse en un reencuentro que a todos interesaba, sobre todo si el hijo
descarriado volvía de nuevo al seno del Padre.

Desde la perspectiva de la Iglesia católica triunfante –aquella a la que


pertenecía don Miguel Asín Palacios, por ejemplo– ¿no constituía un gozo
constatar las influencias de Averroes en Santo Tomás o en la Divina Comedia?
A fin de cuentas esta constatación no significaba mucho más que descubrir las
influencias que el cristianismo ejercía sobre sí mismo, sobre los hijos fieles, como
Santo Tomás. Ningún peligro había en reconocerlo. Por el contrario, desde la
Iglesia triunfante, en la tierra al menos, era un modo de enriquecer el plan divino
de la historia de la humanidad, y de la misión en ella de un islamismo vencido
políticamente, pero recuperable, en muchos aspectos. Sobre todo en aquellos
aspectos que podrían hacerlo solidario con los cristianos frente a terceros
enemigos (como el ateísmo o el materialismo).

Esta perspectiva de reconciliación irenista, que implicaba en realidad la


sumisión o reabsorción del Islam en el cristianismo, ha ido cambiando por
completo a lo largo del siglo XX, a raíz sobre todo de los descubrimientos de los
pozos petrolíferos localizados en los «países árabes». El petróleo ha
determinado la posibilidad de que muchos pueblos musulmanes hayan podido
abandonar la condición sumisa secular propia de los pueblos pobres, medievales
y subdesarrollados, y hayan comenzado a asumir la condición de pueblos
«emergentes», que han recuperado sus ideales prístinos, entre ellos la Yihad y,
en sus caso más extremos, la Yihad violenta, belicosa y terrorista, desde los
Hermanos Musulmanes después de la Primera Guerra Mundial hasta Al Qaeda

437
después de la Segunda Guerra, y sobre todo a partir del 11-S, del 11-M, del 6-J,
&c.

Dicho de otro modo: hablar hoy de Al-Andalus, en la época de entradas


masivas de emigrantes marroquíes a España y de innumerables actos de
terrorismo islámico, puede suscitar recelos muy profundos, sobre todo en
contextos políticos. En particular, recordar hoy, o «denunciar», en el contexto de
la proclamación del Estatuto de Andalucía, que el «Padre de la Patria andaluza»,
Blas Infante, se convirtió al Islam (y esto sin contar con las implicaciones políticas
que este «Padre de la Patria» podría haber asignado a su nueva creencia),
constituiría, por lo menos, una intolerable falta de tacto, cuando no una notoria
expresión de mal gusto o de imprudencia, por las connotaciones que hoy arrastra
el simbolismo de un «Padre de la Patria» musulmán. Y, sobre todo, una vez que
el propio Partido Popular, con Javier Arenas a la cabeza, suscribió una reforma
del Estatuto, que inicialmente había sido promovida por el PSOE. (En el PSOE
militan, sin duda, algunos andalusíes conversos, que habrán de tener buen
cuidado de mantener su islamismo dentro de los límites de la experiencia
privada, si no quieren poner en peligro el resultado del Referéndum; a lo sumo
sólo podrán expresar su pública admiración por el Islam en lo que este tiene de
cultura antes que de religión.)

Sin duda es desde esta perspectiva andalucista universal –tartésica-


cartaginesa-romana-visigótica-andalusí-hispánica-europea-mundial– desde
donde fueron escuchadas mis declaraciones en la rueda de prensa del 25 de
enero. La violencia de la reacción creo que puede tomarse como un síntoma
inequívoco de que el recuerdo (o la información) del islamismo de Blas Infante
tocaba en el punto más sensible, en el núcleo confuso y oscuro de la ideología
en torno a la Andalucía eterna, cuyas relaciones con España, por ello mismo,
habrán de mantenerse siempre en una zona de penumbra, disimulada por la idea
federalista y por la admiración por la «Cultura». Idea que tenía que ver sobre
todo con el tablero político convencional, pero no con el tablero «cultural» de una
idea de Andalucía que quería desbordar ampliamente ese tablero político.

Precisamente fue Blas Infante quien se resistió a aceptar el «principio


cristiano» de las nacionalidades y prefirió definir a Andalucía como una «Cultura»
antes que como una «Nación», susceptible, por ejemplo, de mantener relaciones
diplomáticas con otras naciones, o incluso de federarse con ellas.

Sólo así se comprende la reacción del Secretario de Organización del


PSOE-A, Luis Pizarro, tal como la transmite Europa Press: «El PSOE-A urge al
filósofo Gustavo Bueno a rectificar sus insultos a Andalucía, y dice que
desconoce el Estatuto.» Luis Pizarro toma sin duda, como ataque a Andalucía
(a la Andalucía real) la crítica al mito de la Andalucía milenaria, y llega a creer

438
que la crítica a una idea imaginaria tiene que ver con «mi incapacidad de soportar
que Andalucía [la Andalucía real] haya salido del subdesarrollo al que le sometió
la derecha centralista». Difícilmente podría justificarse un diagnóstico tan
desorientado, inspirado por asociaciones ideológicas vulgares e incontroladas
(«la derecha centralista»). Siempre me he distinguido por mi afecto a Andalucía,
y siempre he experimentado alegría al comprobar sus progresos, los cuales, por
cierto, ya se advertían en la época de esa derecha centralista que Pizarro ataca,
sin duda, porque ese ataque está incluido en su sueldo. ¿De donde saca que yo
desconozco el Estatuto de Andalucía? ¿Qué sabe este señor lo que yo se de él?
Nada tengo que rectificar, aunque por cierto, ni siquiera pide que rectifique mis
afirmaciones sobre el islamismo de Blas Infante. Probablemente, dadas las
entendederas de este secretario socialista de organización, ni siquiera ha
«procesado» la información sobre el «Padre de la Patria andaluza» que yo daba.

En El Mundo de Sevilla de 27 de enero, José Antonio Gómez Marín, viejo


amigo mío, dedica su columna habitual al asunto. La titula «El cierre categorial»,
y hace una afectuosa defensa de mis posiciones: «Y a ver quien le discute eso
al autor de El cierre categorial. Al-Andalus, una denominación medieval que
tiene que ver con los vándalos y con el Islam.» Sin embargo, Gómez Marín
prefiere, acaso para no nombrar la soga en casa del ahorcado, no entrar en la
cuestión del islamismo del «Padre de la Patria andaluza». Razones tendrá para
que no le haya parecido oportuno entrar al trapo sobre el asunto en esta ocasión.

Lo cierto es que el artículo de Gómez Marín suscitó una abundante serie de


comentarios que, entre otras cosas, demuestran que no a todos los lectores de El
Mundo de Sevilla puede medírseles por el rasero con el que hay que medir al
Secretario de Organización del PSOE-A, señor Pizarro.

En el mismo día en que Gómez Marín publica en El Mundo de Sevilla su


artículo «El cierre categorial», Álvaro Ruiz de la Peña (profesor de literatura en
la Universidad de Oviedo) publica en La Voz de Asturias su artículo «Semejante
pájaro», con este subtítulo: «Produce verdadero escalofrío oír cómo despacha el
emérito Gustavo Bueno a Blas Infante.» Pero Ruiz de la Peña tampoco se
detiene en la cuestión del islamismo de Infante. O bien desconoce el proceso de
su conversión al Islam, o considera que este proceso es asunto íntimo, sin
relevancia política, cuando al parecer lo importante sería, según él, no ya
subrayar las semejanzas «místicas» entre Sabino Arana y Blas Infante, sino las
diferencias entre el secesionismo de Sabino y el federalismo de Blas. Diferencias
que alcanzan, como veremos después, un sentido completamente opuesto al
que el articulista, que permanece enteramente en la inopia, les atribuye.

En conclusión, Álvaro Ruiz de la Peña es uno de esos opinantes que no se


ha enterado de lo que estaba en el terreno de juego, y sólo se ha fijado en la
expresión «semejante pájaro» que yo utilicé coloquialmente para referirme a
439
Blas Infante. A Ruiz de la Peña de parece inadecuado, acaso poco respetuoso,
que con esta expresión se designe a un hombre que, abandonando la vida
confortable propia de un notario, se dedicó a estudiar la historia andaluza. Sobre
todo, un hombre que fue fusilado «sin juicio y sin sentencia», y que habría
expresado frases tan profundas como la siguiente: «Mi nacionalismo, antes que
andaluz, es humano.» Una frase que, leída literalmente, es un sinsentido. Si el
nacionalismo de Blas Infante no era andaluz, sino «humano», es porque también
sería nacionalismo catalán, o castellano, o aragonés, puesto que todos éstos
nacionalismos también son humanos. Lo que sí es evidente es que este profesor
no ha encontrado nada extraño o ridículo en que Blas Infante calificase de
«humano» a su nacionalismo. ¿Acaso hay algún nacionalismo entre perros,
gatos o extraterrestres?

Sin embargo, la frase atribuida a Blas Infante podría tener otro sentido, si la
leemos desde el punto de vista del Islam: lo que Blas Infante podría haber
querido decir, con sentido aunque crípticamente, sería esto: «Mi nacionalismo
no se queda en el Al-Andalus prosaico, casi zoológico, sino en el Al-Andalus
divino, que es el que permite esperar que Al-Andalus real se convierta en la
cabeza de un Islam espiritual, universal, ecuménico y verdaderamente humano.»

Precisamente teniendo a la vista tales connotaciones me vi llevado a utilizar


la expresión «semejante pájaro», como un modo de decir, en román paladino,
eso de rara avis. ¿Y no es una rara avis ese notario llamado Blas Infante que en
1924 toma nombre de Ahmad, «el que pasa de la potencia al acto», al convertirse
al Islam? Y mucho más rara avis parecerá a los millones de andaluces que lo
veneran (sin saber cual era el fondo de sus trabajos) cuando lo ven como un
simple notario que renuncia a la vida cómoda y se dedica a trabajar por
Andalucía hasta acabar siendo fusilado por «los golpistas del 36».

Es mejor no levantar la liebre. Blas Infante no es una rara avis, no es un


pájaro, es un hombre excepcional, perfectamente ajustado a la categoría de los
próceres políticos honrados y de buena voluntad. Si los millones de andaluces
que pueden ir al referéndum se enterasen del sentido que puede encerrar eso
de «semejante pájaro», podrían pensarse dos veces el sentido de su voto.

El artículo «Andalucía e Islam» del señor Antonio Galeote, director ahora del
catalán Diario Ibérico, está escrito también en tonalidad agresiva: «Gustavo
Bueno ha realizado unas declaraciones impresentables en las que empieza
atacando legítimamente el proyecto de Estatuto de Andalucía, y acaba
intentando ofender a Andalucía.» La cabeza del señor Galeote debe ser muy
confusa, puesto que en mis declaraciones no hay nada que pueda interpretarse
en el sentido de una ofensa a Andalucía. Sospecho que en el artículo «Andalucía
e Islam» hay gato encerrado (no me atrevo a decir «musulmán encerrado»). En

440
efecto, el autor del artículo dice que «para criticar a Andalucía, se le reprocha [es
decir, yo le reprocho] las influencias musulmanas que ha recibido.» Y, según
Galeote, mis reproches se contienen en esta frase: «Olvidamos que Al-Andalus
es una denominación medieval que tiene que ver con los vándalos y con el
Islam.» O sea (comenta) que lo que tiene que ver con el Islam es
connaturalmente negativo y perverso. Y de los «vándalos» mejor es no hablar.

El escozor que a Galeote parece haberle producido que yo recuerde que Al-
Andalus tiene que ver con el Islam medieval y con los vándalos, denuncia una
sensibilidad muy afinada para percibir al Islam como algo actual –no medieval–
y como un cúmulo de valores positivos, y no negativos. Pero si yo hablé de la
connotación medieval de Al Andalus era para evitar el anacronismo de
considerar a Séneca, un romano, como andaluz; o a San Isidoro, un cristiano
visigodo, como un andaluz, aunque lo fuese «en potencia». Ni siquiera, como ya
he dicho, Averroes podría llamarse hoy andaluz, cuando este adjetivo lo
utilizamos en el sentido que tiene en el lenguaje español actual. Y no era
necesario entrar en la cuestión de las comparaciones entre el islam y el
catolicismo, ni en valoraciones negativas o positivas.

Lo que sí era necesario era tener en cuenta no ya la diversidad, sino la


incompatibilidad de instituciones fundamentales en cada una de estas dos
religiones o culturas. Incompatibilidades dogmáticas insuperables. Para los
musulmanes, el dogma de la trinidad, que se opone a su monoteísmo de estirpe
aristotélica, equivale a un politeísmo, a un triteísmo; y el dogma central del
cristianismo, el dogma de la Encarnación, según el cual Cristo, el hijo de María,
es Dios, es una simple blasfemia, como lo son sus consecuencias, y muy
particularmente, el sacramento de la Eucaristía, el Corpus Christi.

Pero estos dogmas –que a muchos ciudadanos de hoy parecen


abstracciones propias de teólogos escolásticos y ajenas por completo «al
pueblo»– están implicados, y muy particularmente en Andalucía, con
instituciones populares concretas y cotidianas. El templo puede contener el
Corpus Christi –el Santísimo– y no ya al Dios ubicuo que está presente en todos
los lugares. Pero la presencia del Corpus Christi en el templo cristiano excluye
la posibilidad de que un templo católico en el que se celebra la eucaristía (incluso
cuando este templo haya sido una mezquita, como la de Córdoba, que a su vez
fue edificada sobre las ruinas de una iglesia católica, la de San Vicente, que
había sido demolida por los sarracenos) sea compartido por miembros de una
religión que sólo «por cortesía» pueden simular respeto al sacramento
(recordamos que en este argumento se apoyó la denegación, por parte del
Arzobispo de Córdoba, a la petición del imán para utilizar la mezquita para sus
culto).

441
También la iconoclastia (de consecuencias inmediatas y populares bien
visibles) está implicada con el dogma de la Encarnación. En el veto a representar
lo divino con rasgos antropomórficos se justifica el estilo de decoración
musulmana llamado «geométrico» (no se sabe muy bien por qué: ¿acaso las
curvas de una estatua barroca no tienen también su ecuación geométrica?). Y
precisamente como afirmación de ese antropomorfismo, real y verdadero
(puesto que Cristo, en contra de lo que pensaban los docetas, era realmente
hombre), se desplegó, sobre todo en Andalucía, y en gran medida, como
procedimiento pedagógico inexcusable para compensar la abstracción
geométrica musulmana, la presencia de imágenes de hombres y mujeres
sagrados, las ceremonias de la Semana Santa, las procesiones públicas con las
tallas antropomórficas de Cristo y de su madre, la Virgen María.

Las implicaciones políticas, prácticas, de estas diferencias dogmáticas no


son menores, aunque no es ocasión de analizarlas ahora. El monoteísmo radical
de los musulmanes tiene su reflejo en su monoteísmo teocrático, en virtud del
cual la indistinción de fronteras entre la política y la religión llega a ser absoluta.

Desde este punto de vista, recordar en las vísperas del referéndum, que Al-
Andalus es una denominación medieval, equivale a señalar que el momento en
el cual Al-Andalus se toma como un valor del presente, y no del pasado
arqueológico, entraña una contradicción insalvable. Porque si las procesiones de
Semana Santa de Sevilla, de Córdoba, de Málaga, de Granada, pueden
celebrarse hace siglos es precisamente porque Al-Andalus musulmán había
dejado de existir. En Al-Andalus jamás habrían existido catedrales o templos
cristianos, ni hubieran sido llevadas en procesión las imágenes de la Virgen
Santísima o la de Cristo yacente en Viernes santo. No digo, por tanto, como
quiere que diga Galeote, «que lo que tiene que ver con el Islam es
connaturalmente negativo y perverso», en sí mismo considerado. Pero sí podría
decir que es connaturalmente negativo y perverso considerado en su
contraposición con los dogmas y ceremonias cristianas, y muy particularmente
con las ceremonias propias de la «tierra de María Santísima».

Dos palabras en torno a la segunda interpretación, es decir, en torno a la


interpretación del hecho del reconocimiento de Blas Infante como «Padre de la
Patria andaluza», desde el hecho de su conversión al Islam, y en el sentido de
que este hecho, la conversión, lejos de circunscribirse a la condición de una
experiencia privada, tiene significados políticos de gran trascendencia, hasta tal
punto que ellos podrían obligar a alterar completamente el alcance que muchos,
o la mayoría, otorgan a Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza».

442
En efecto, quienes sin ser musulmanes ni frívolos, lleguen a constatar que
el «Padre de la Patria andaluza» se hizo musulmán, tendrán que advertir que se
enfrentan a una situación difícil de analizar. Pues esto plantea la cuestión de las
conexiones que han de mediar entre las experiencias religiosas del prócer y su
figura política. Sólo diciendo frívolamente que no tiene nada que ver podrán
mantener intacto el reconocimiento del prócer como Padre de la Patria,
declarando la inoportunidad de traer al escenario político las informaciones
acerca de la vida privada que el protagonista pudo haber realizado fuera del
escenario.

Pero, ¿quién puede afirmar que la conversión religiosa al Islam de Blas


Infante fue un acto privado, llevado a cabo fuera del escenario político? Por de
pronto, la conversión, o su manifestación ceremonial, no fue un acto privado sino
público, y tuvo también su componente teatral: la conversión tuvo lugar en una
mezquita y ante testigos musulmanes que acreditaron la metamorfosis espiritual
del converso, que además tuvo la precaución constante de vincularse a la estirpe
de los «antiguos moriscos» que expulsados de Andalucía por los Reyes de
España, se refugiaron en Marruecos. Sólo cuando los andaluces no
musulmanes, parlamentarios o votantes, lograsen mantenerse en estado de
ignorancia sobre la circunstancia de la religión del Padre de su Patria, el
problema estaría solucionado. Se habría logrado en la práctica la desconexión
total de los dos hechos simples que constituyen el hecho complejo que
analizamos.

Esta ignorancia estaría ayudada, en todo caso, por la discreción de quienes,


«estando en el secreto», saben que no ha llegado el momento de la
proclamación formal, porque a veces conviene mantener la fe en «Taquilla» –
diríamos nosotros, «en el armario»– por motivos estrictamente prudenciales.
Pero este mismo silencio o discreción está demostrando que efectivamente la
conversión del prócer sí tendrá mucho que ver si se manifiesta ante el
Parlamento andaluz y ante los andaluces en general. Todos verían que esa
conversión sí tendría mucho que ver, y verían también que neutralizar el asunto
por el procedimiento de desinteresarse simplemente de él, tendría mucho de
ignorancia culpable.

Y la razón está en que precisamente la mayoría de los parlamentarios y de


los ciudadanos en general son cristianos, y no musulmanes. Constituirá siempre
para ellos un enigma, una paradoja, que el Padre de la Patria andaluza, católica
en su inmensa mayoría, sea un musulmán. ¿No se seguiría de ello ninguna
consecuencia práctica en la convivencia cotidiana? Todo el mundo sabe que la
fe musulmana no puede ser encerrada en el interior de la piel que envuelve a un
«estuche corpóreo». El musulmán educará a sus hijos en una fe distinta de la
cristiana; habrá que resolver situaciones derivadas de los matrimonios mixtos.

443
¿Y por qué no hablar de los asuntos cotidianos relativos al convivium? ¿No
resultaría paradójico que pudiera verse al Padre de la Patria andaluza torciendo
el gesto, o volviendo la cabeza, cuando y constantemente los andaluces se
dedican a preparar y a consumir uno de sus productos más preciados, el jamón
de Jabugo, o los derivados del cerdo en general? ¿Quién, de esta inmensa
mayoría, podría invitar a comer a su casa al Padre de la Patria, o a sus
correligionarios, sin cuidarse de cambiar sus platos y manteles? Y todos aquellos
que actúan en las cofradías de Semana Santa, o en la romería del Rocío, ¿cómo
podrían no advertir que sus ceremonias estarán siendo severamente juzgadas
por el Padre de su Patria, que, según la creencia de una gran mayoría, les mirará,
en el mejor caso, desde un Cielo cristiano?

Es decir, todo el mundo comprenderá que la conversión al Islam del «Padre


de su Patria» no puede entenderse como asunto de puertas adentro, puesto que
es desde «sus adentros» desde donde el musulmán Padre de la Patria seguirá
mirando con disgusto a sus hijos politeístas, por mucho que sobrelleve su
disgusto esperando a los tiempos de rectificación de sus hijos descarriados por
las circunstancias históricas. Es decir, por la conquista (no la reconquista) de
Andalucía por parte de unos bárbaros del Norte que se habían convertido, desde
los tiempos del rey Recaredo, al cristianismo. Si, por lo menos, hubieran
permanecido arrianos, se habría mantenido una mayor proximidad con Mahoma
(a quien muchos historiadores de las herejías cristianas consideran arriano, al
no reconocer la divinidad de Cristo, sin perjuicio de reconocer sus virtudes
humanas). La proximidad que mantuvo Elipando, por ejemplo, el obispo
adopcionista de Toledo, que por ello se enfrentó al «fétido antifrasio Beato» que
vivía en la corte del rey Alfonso II de Oviedo.

En resumen, Andalucía, al erigir a un musulmán como Padre de la Patria,


tendría que saber que ella, en la medida que es contemplada por él o por sus
correligionarios, ya no puede ser la Andalucía española histórica cotidiana, la
que convive con millones de españoles de otras regiones, con los cuales
intercambian bienes y servicios. Desde la visión de un Padre de la Patria
convertido al Islam, los toros bravos, el jamón de pata negra, el vino, los pasos
de Semana Santa, la romería del Rocío, la familia monógama y el régimen de
herencia, la fiesta del domingo o de otros muchos días del año, así como la
propia idea de persona, tendrían que comenzar a ser contemplados de otro
modo. Porque el Islam, decía Blas Infante en uno de sus manuscritos inéditos,
«no es sólo espiritual, es también movimiento, vivir no es solamente una idea,
sino un conocimiento, y este conocimiento es nuestra experiencia de Al-Andalus
en su época de esplendor». Pero en los mercados de aquella época de esplendor
no había jamones de pata negra, ni sus templos tenían campanas, ni los
domingos eran días de fiesta, ni por sus calles podían pasear imágenes de la
Virgen María y su hijo.

444
¿Cómo podría reconocerse la Andalucía que busca hoy organizarse a través
de un Estatuto en esa Andalucía medieval (aunque se la llame Al-Andalus,
aludiendo a una época de esplendor más o menos mítica) propuesta por el Padre
de la Patria andaluza? La Andalucía de hoy es cristiana, religiosa y
culturalmente. Pero el Padre de la Patria le pide, desde su experiencia íntima,
que deje de serlo, y no en nombre de un racionalismo europeísta, o de un
laicismo similar al que la Segunda República predicó, y a la que Infante se adhirió
desde el primer momento, sino en nombre del islamismo. Blas Infante dejó dicho:
«El Profeta de nuestros antepasados, de Al-Andalus... como todos los profetas,
será nuestro Profeta.»

Quienes utilizan el rótulo «Al-Andalus» para designar instituciones muy


diversas (revistas, restaurantes, hoteles, centros culturales, trenes, &c.) o no
saben lo que hacen, o lo hacen frívolamente, o lo saben demasiado.

La tercera interpretación del hecho complejo constituido por la conjunción


del hecho político del reconocimiento de Blas Infante como Padre de la Patria
andaluza, y del hecho religioso de su conversión al Islam en 1924, se deriva de
una visión peculiar del hecho político, desde la perspectiva del hecho religioso.
Esta tercera interpretación presupone que el hecho religioso de la conversión al
Islam de Blas Infante no fue una mera experiencia íntima, sino que tuvo ya
entonces presupuestos y repercusiones sociales y políticas. Pero no sólo en el
terreno religioso –en el sentido, por ejemplo, de constituir un estímulo para la
edificación de mezquitas o para la recuperación de «baños árabes» (cuyas
connotaciones religiosas siempre pueden diluirse bajo el nombre de «actividades
culturales»)– sino también en el terreno político, a saber: en la misma
reformulación del alcance de las categorías e instituciones políticas
contempladas en los proyectos políticos de Infante (concepto de Andalucía y de
sus relaciones con España y con el Mundo, concepto de Estado federal, de
Nación, de Cultura), y también en el propio Estatuto de Autonomía, siempre que
alguien se decidiera a reformular muchos de sus contenidos desde la perspectiva
del islamismo del Padre de la Patria.

La orientación general de esta reformulación de los contenidos políticos y


de sus relaciones tendría el sentido de un desbordamiento de estos contenidos
respecto de los marcos jurídicos ordinarios en los cuales están formulados, en
tanto estos marcos se mantienen en el ámbito de la Constitución española de
1978. Por ejemplo, el concepto mismo de «comunidad autónoma», y aún el
concepto de «nacionalidad andaluza», así como sus relaciones con España
(como Estado, incluso como Nación), recibirían un profundo cambio, y ello sin
necesidad de alterar aparentemente la terminología, al menos a corto plazo. La

445
«comunidad autónoma andaluza» es un concepto definido en el tablero jurídico
político constitucional español, en el cual las comunidades tienen asignados
cauces de relaciones con otras comunidades del Estado: las comunidades
autónomas no tendrán por qué asumir responsabilidades que competen al marco
del Estado. Las relaciones internacionales o las «misiones universales» que una
comunidad autónoma pueda reivindicar tendrían que ser dejadas de lado, porque
lo contrario equivaldría a invadir las funciones del Estado, al intento de
constituirse como un Estado independiente (acaso confederado con los otros
eventuales Estados peninsulares). En suma, las relaciones internacionales o las
misiones universales, si afectaran eventualmente a una comunidad autónoma,
habrían en todo caso de llevarse a cabo a través de los cauces del Estado. La
«misión universal» de Andalucía, o sus relaciones internacionales, si existen,
habrían en todo caso de ser asumidas por España. Si una región de España
proclama su misión universal, incluso si esta misión es de índole cultural,
independientemente de España y por cuenta propia, es porque considera a
España como una realidad subordinada a su misión (y esto sin necesidad de
romper su unidad con ella).

Ahora bien, si desde la perspectiva musulmana del Padre de la Patria


andaluza, Andalucía es mucho más que una comunidad autónoma (como
también la Iglesia católica es mucho más que el Estado Vaticano, al que tuvo
que ajustarse esta Iglesia en la época de Mussolini); y esto porque, aún siéndolo,
ha de entenderse como una comunidad espiritual, difícilmente podrá ajustarse a
los conceptos cristianos modernos, tales como Nación o Estado. ¿Cómo
designarla entonces? Blas Infante recurrió a la idea de «Cultura», entendida por
cierto al modo de la tradición germánica que, desde Juan Teófilo Fichte hasta
Otto Bauer, vieron en ella una «unidad de destino en lo universal». Sin embargo,
sin entrar en colisión con las retículas constitucionales, el Estatuto andaluz podrá
afirmar: «Y es que Andalucía, asentada en el sur de la península ibérica
[conviene subrayar, por si muchos lectores de el Estatuto no lo advierten, que en
esta determinación geográfica o geológica de Andalucía, España deja de
tomarse como referencia] ...constituye un nexo de unión entre Europa y el
continente africano» [otra vez España deja de ser tenida en cuenta como cauce
de esta unión]. Y en el párrafo siguiente del Preámbulo se añade:

«Estos rasgos [se refiere a los geopolíticos], entre otros, no son sólo
sedimentos de la tradición, sino que constituyen una vía de expansión de
la cultura andaluza en España y el mundo y una aportación
contemporánea a las culturas globales.»

Y sin embargo, de estas proposiciones no podría seguirse ninguna intención


separatista, porque Andalucía podrá seguir siendo considerada como parte
esencial de España (y esto es lo que tranquilizó al PP cuando se decidió por el

446
Estatuto, tras pequeños ajustes en la redacción). Pero lo decisivo es el supuesto
implícito, que también España es parte esencial de Andalucía. ¿Y por qué?
Porque Andalucía, como cultura que intenta resucitar el esplendor de Al-Andalus,
no es separatista; ella no desea que el resto de España le de la espalda, ni da la
espalda al resto de España, porque quiere incorporarla a su cultura, es decir, al
Islam.

Ninguna de estas expresiones aparece en el Estatuto de 2006. Pero sólo


quienes al leer «cultura andaluza» sobrentienden, para sus adentros, «Al-
Andalus-Islam», no apreciarán ninguna anomalía en las expresiones que
asignan a Andalucía «misiones universales» independientes de España. Las
anomalías reaparecerán cuando traduzcamos los términos efectivos, por
ejemplo «cultura andaluza», a términos del tablero constitucional del Estado de
las autonomías. Blas Infante no tendría ningún inconveniente en suscribir el
artículo 1.1 del Estatuto («Andalucía... se constituye en Comunidad Autónoma
en el marco de la unidad de la nación española»). En efecto, Blas Infante jamás
apoyó el separatismo, sino la unión con las restantes partes de España. «Este
llamamiento (dirá en su Manifiesto a todos los andaluces, el 15 de junio de 1936,
en vísperas de la Guerra Civil) es españolista porque Andalucía es la esencia de
España [advertimos que no dijo: España es la esencia de Andalucía] y tanto
necesita España como Andalucía el que esta última llegue a la autarquía.» Una
unión de Andalucía con España orientada a integrar España, reinterpretada
como Al-Andalus, en Andalucía. (El unionismo de Andalucía con el resto de los
pueblos españoles, que Blas Infante propugnaba, podría ponerse en paralelo
con el unionismo, de cuño imperialista, que Prat de la Riba predicaba
coetáneamente para Cataluña –un unionismo antitético al separatismo de
Sabino Arana, precisamente por su componente imperialista–.)

Así pues, la visión a largo plazo que Blas Infante pudo tener del proceso
andaluz le permitiría incorporar estratégicamente a su proyecto las categorías
políticas ordinarias, dadas a escala «doméstica», desde su punto de vista
(autonomía, federalismo, unionismo, &c.), aunque interpretadas desde su
perspectiva que, sin embargo, no quedaba traicionada. A lo sumo, quienes se
adhiriesen a este lenguaje de doble sentido permanente podrían pecar de
ingenuos, desde el punto de vista del Padre de la Patria; pero también los
ingenuos. moviéndose en su terreno doméstico, podrían considerar como
ingenuo al Sabio que les hablaba desde un lenguaje sublime, pero que sólo
podría lograr operatividad traduciéndolo al lenguaje de las prácticas cotidianas,
y por tanto, desvirtuando su estrategia a largísimo plazo.

La conversión o revelación de 1924 hubo de permitir a Blas Infante


reinterpretar también todos los proyectos políticos en los que había estado
implicado a lo largo de los años, y que, por lo demás, se mantenían siempre en

447
una misma onda populista, fisiocrático-georgiana (de Henry George),
simpatizante con el anarquismo bakuninista, republicano, universalista... pero
siempre historicista. Era la perspectiva histórica aquella que ofrecía a Blas
Infante –como también se la ofreció a Comte, a Bakunin, o a Marx– el criterio
más firme para huir de las abstracciones metafísicas y tomar contacto, aún
dentro de su plan estratégico de largo alcance, con los modelos realmente
prácticos de la acción política.

Solo que Blas Infante parece no haber encontrado modelos accesibles en la


comunidad primitiva, pero tampoco en el siglo XVI, o en la sociedad industrial.
Su modelo lo encontró en la Edad Media, en Al-Andalus. Y en función de esa Al-
Andalus mítica trató de reconstruir los problemas del presente, y las líneas
pragmáticas de su acción política.

En Marruecos vio reproducida la miseria de los jornaleros que en su infancia


ya había visto en su tierra; la causa de la miseria la pondría en los reyes del norte
de España, que movidos por una codicia insaciable fueron conquistando (no
reconquistando) palmo a palmo las tierras islamizadas de Al-Andalus, arrojando
de ellas a los andaluces a países extraños, o simplemente apartándolos de los
nuevos latifundios que los conquistadores se habían repartido, a los «jornaleros
moriscos que habitan el antiguo solar». Y es preciso unir a unos y a otros. Los
tiempos cada día serán más propicios, y en este sentido dice acaso Infante que
«hay un andalucismo como hay un sionismo, nosotros tenemos también que
reconstruir una Sión».

Fue siguiendo el rastro de aquellos moriscos andaluces expulsados de


España, por lo que emprendió su famoso viaje a Marrakech, y allí encontró la
iluminación, la revelación, la conversión plena al Islam.

Para que el Al-Andalus medieval, el Al-Andalus del Califato de Córdoba,


pudiera ser tomado como modelo genuino de la reconstrucción política y
espiritual de la Andalucía deprimida y explotada del presente en el que a Blas
Infante le tocó vivir, era preciso demostrar que tal modelo no era postizo,
sobreañadido desde fuera a los andaluces que vivieron en aquellos siglos.

Y era necesario demostrarlo frente a quienes creían saber que la cultura


islámica fue importada por unos invasores árabes que lograron derrocar el reino
de los bárbaros visigodos; por unos invasores que habrían obligado a los pueblos
sometidos por los visigodos a adaptarse al Islam. ¿Y cómo llevar adelante la
demostración?

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Blas Infante no se paró en barras: las invasiones árabes no impusieron la
cultura islámica a los andaluces, por la sencilla razón de que no hubo tales
invasiones. Habrían sido los propios pueblos sometidos a los godos –viene a
decir Infante– quienes admirados de la amabilidad, elegancia y espiritualidad de
las escasas avanzadillas que habían desembarcado en la costa, acudieron a
ellos como aliados capaces de ayudarles para liberarse de la barbarie goda (que,
a su vez, era cristiana). No hubo pues conquista, ni imposición violenta del Islam,
sino difusión de una cultura oriental superior. Ninguna dependencia tuvo el
califato de Córdoba respecto del califato de Bagdad. Al-Andalus es una creación
propia y genuina de los andaluces, y el Islam es su propia religión.

Si es cierto que los reyes bárbaros –los reyes godos y sus sucesores del
norte– fueron conquistando (no reconquistando), poco a poco, Al-Andalus,
expoliando a sus propietarios para formar los enormes latifundios que todavía
hoy existen, el mejor plan concebible no sería otro sino el de volver al Islam, a
reconstruir Al-Andalus, pero con la prudencia necesaria para no crear obstáculos
invencibles. Hablemos pues de recuperación de tierras, de autarquía, de
impuesto único, de autonomía, de federalismo. Es el lenguaje exotérico de quien
sabe, desde su doctrina críptica, esotérica, que sus planes son a largo plazo,
pero que no se puede perder, en el corto plazo, ningún eslabón del camino que
conduce al final. En el fondo la ideología andalucista de Blas Infante coincide con
la ideología más radical de la izquierda vasca abertzale: para ambas ideologías
la presencia de los españoles en sus territorios representa la presencia de unos
intrusos, y sus ejércitos respectivos no son sino tropas de ocupación.

Un círculo perfecto, por tanto, pero vicioso, vacuo y utópico.

Lo que no habrá impedido que roto ese círculo en sus dos arcos, algunos
sigan explorando las posibilidades de utilización de tales arcos para muy
diversos fines. El arco inicial (la islamización de Al-Andalus como proceso casi
espiritual y no resultado de una invasión violenta), aun sin pretensión de
continuarse hacia el anillo terminal, tiende siempre hacia él (hacia la construcción
de un «segundo arco» que permita pasar de la Andalucía actual a su verdadera
fuente, Al-Andalus).

La utilización del primer arco, o fragmentos suyos, ha sido muy frecuente.


Menéndez Pidal llegó a afirmar que en el siglo XI la idea de Reconquista no
estaba asentada en los reyes montañeses (tales como Sancho el Mayor),
aunque no decía lo mismo de los reyes de Oviedo o de León. También Ortega
había sometido a crítica el concepto de Reconquista: un proceso que duró ocho
siglos no puede llamarse Reconquista (pero no dice las razones de tal
imposibilidad).

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Ignacio Olagüe, en diversos libros, ofreció algunos desarrollos del primer
arco. Por ejemplo, en su obra La decadencia española (Mayfe, Madrid 1950,
tomo II, pág. 204):

«Por consiguiente, si se enfoca la revolución española con los


acontecimientos que se desarrollaron en los márgenes meridionales del
Mediterráneo, podemos afirmar que lo importante no era que el Conde
Julián, Tarik y unos cuantos aventureros intervinieran en los actos tácticos
de las revueltas, ni tampoco, aunque hecho de mayor alcance, que
desembarcaran en nuestras playas predicadores del islam. Lo decisivo
fue que los españoles de entonces aceptasen estas predicaciones por
buenas y creyeran en ellas como futuro remedio de sus males. Y esta
desviación de los hispanos pudo ocurrir gracias al lazo de unión que a
través de muchas centurias había emparentado el pensamiento de
predicadores y oyentes. En otras palabras: los españoles no podían
sustraerse a la magia y a la fuerza de la idea. En la última expansión de
la oleada mágica, España, zona fronteriza, se inclinó hacia lo semita
porque en la lucha entablada la fuerza y el porvenir estaban con los
musulmanes y no con las huestes de Don Rodrigo. No se engañe el lector
con resabios de una falsa patriotería. Las páginas de la historia universal
están al alcance de todos para convencimiento de cualquier incrédulo.
La llamada invasión árabe se reducía, pues, al arribo a nuestras costas,
al calor de la guerra civil, de unos cuantos aventureros y de los primeros
propagandistas de la reforma mahometana. De aquí el carácter
internacional de esta tropa, convencida, de encontrar en la contienda
española una ocasión propicia, los unos para la predicación, los otros para
la rapiña. Considerar a esta ínfima minoría como una invasión, era tan
absurda como calificar de tal a los monjes de Cluny, trovadores,
peregrinos, hombres de armas y demás extranjeros que más tarde
influirían en el desarrollo del gótico español.»

Lo más curioso es que Olagüe atribuye a los «visitantes» la misma


prudencia, cuanto a la metodología de la revelación de sus dogmas a los
andaluces cristianos, que atribuimos a Blas Infante en sus programas de
recuperación de Al-Andalus: se trata en todo caso de no asustar a los cristianos,
y conseguir transformaciones «domésticas» que sin embargo puedan servir de
plataforma para realizaciones de más vuelo. Así, hablando de las monedas
globulares con inscripciones latinas puestas en circulación por los árabes de
África, dice: «se inscribió en latín, y suprimiendo muchas letras, según estilo del
tiempo, una leyenda de índole religiosa, pero en la cual quedaba muy disimulado
su espíritu mahomético: In nomine Domini non Deus nisi deus solus sapiens non
Deo similis alius. Decir que Dios es único, sabio y sin semejante, no ofendía en
apariencia los sentimientos de los súbditos cristianos, pero, en realidad, tales

450
expresiones ocultaban la tesis antitrinitaria de la teoría alcoránica» (Olagüe,
tomo 2, pág. 206).

Otro experimento de reconstrucción de lo que venimos llamando primer arco


del anillo es el que está llevando a cabo Emilio González Ferrín (Ciudad Real
1965, profesor de pensamiento árabe en la Universidad de Sevilla). Al-Andalus
–viene a decir este autor– fue un renacimiento europeo. Pero ni hubo invasión
sistemática en 711, ni los que entonces entran en la península ibérica podrían
llamarse árabes. Pero los argumentos de Ferrín no son convincentes. ¿Cómo
explicar la batalla de Poitiers, o la de Covadonga, o la de Clavijo-Laturce, o la de
Simancas? ¿Y cómo puede considerarse como ya muy tardía la Crónica de
Alfonso III?

En cuanto al segundo arco del anillo, el que une la Andalucía de hoy con Al-
Andalus, Blas Infante sigue siendo explorado tenazmente por parte del Islam
militante, tanto en formas más próximas a las de la Yihad, como en formas más
suaves, «culturales», estéticas, literarias, folklóricas o nostálgicas.

¿Qué podemos concluir? Por mi parte me limitaré a expresar una sospecha:


que si a partir del primer arco nos parece imposible alcanzar el segundo, en
cambio pudiera ser que únicamente fuera posible llegar al primero desde el
segundo arco (la islamización de España no fue el resultado de una invasión),
cuando partimos desde el segundo.

Por lo que se refiere a la inmensa mayoría de los que van a votar en el


referéndum del Estatuto, me atrevería a decir que éstos no intentan siquiera
explicar el primer arco, ni menos aún el segundo. De otro modo, para esta
inmensa mayoría, la mención de Blas Infante, como Padre de la Patria andaluza,
no significará mucho más de lo que puede significar la mención a un
«intelectual», a un notario escritor, que se interesó por los pobres jornaleros
andaluces, que amó a Andalucía (suponiendo que Al-Andalus de Infante es
nuestra Andalucía), y que fue fusilado por las tropas que se alzaron en 1936.

¿Qué más se puede pedir para justificar su reconocimiento como «Padre de


la Patria andaluza»?

———

Los ciudadanos se abstuvieron mayoritariamente


pero el Proyecto de Estatuto resultó aprobado

6.045.560 ciudadanos españoles residentes en las ocho provincias andaluzas


formaron el censo convocado en referéndum para responder el 18 de febrero de

451
2007 a la pregunta: «¿Aprueba el Proyecto de Estatuto de Autonomía para
Andalucía?» Una inmensa mayoría de esos ciudadanos –3.852.063, el 63,72%–
se abstuvieron de ir a votar, y sólo 2.193.497 acudieron a las urnas –36,28%–,
para depositar 2.172.531 votos válidos (pues 20.966 fueron anulados por
diferentes razones). De manera que sólo menos de uno de cada tres ciudadanos
convocados a esta consulta respondieron afirmativamente a la pregunta –
1.899.860 votos, 87,45% de los votos emitidos–, manifestando su negativa
206.001 votantes –9,48%– y votando en blanco 66.670 ciudadanos (el 3,07% de
los votos emitidos).

452
Los peligros del «humanismo de la izquierda híbrida» como
ideología política del presente
Gustavo Bueno

Texto base para la intervención del autor en el «Foro de la Nueva Sociedad», organizado
por Nueva Economía Fórum, en el Hotel Ritz de Madrid,
en la mañana del martes 13 de marzo de 2007

Introducción

Antes de nada mi agradecimiento a Nueva Economía Fórum y


especialmente a su presidente, José Luis Rodríguez García, así como a las
fundaciones asociadas, por la invitación que me han hecho y que yo he aceptado
como un gran honor, para exponer, ante un público tan distinguido como el que
está aquí presente, el tema que a mí me pareciera más oportuno.

Y el tema que a mí me ha parecido suficientemente oportuno –confío en que


al final también se lo parezca a la mayoría de los presentes– es el de los
«peligros del humanismo de la izquierda híbrida» (de socialdemocracia y
libertarismo) como ideología política muy extendida y en ascenso en el presente.

Por descontado, la expresión «ideología política» se toma aquí en el sentido


habitual acuñado por Marx: sistema de ideas socialmente arraigadas en un
sector de la sociedad, a través de las cuales se expresa su oposición a otros
sectores de esa misma sociedad.

453
El embrión en España de esta variedad ideológica del humanismo acaso se
encuentra en la obra, publicada en 1860, El ideal de la Humanidad de Julián
Sanz del Río, alrededor de quien se organizó, como es bien sabido, en los años
de la fundación de la Universidad de Madrid, el llamado krausismo español, del
cual salieron los hombres de la primera República (Pi y Margall o Salmerón), los
de la Institución Libre de Enseñanza (Giner de los Ríos o Gumersindo de
Azcárate) y también algunos políticos que hoy dirigen el gobierno de España.

Todos ellos comparten, desde su peculiar humanismo cosmopolita, el


proyecto de reorganizar a España según ideas federalistas o confederalistas, así
como el de la reorganización de Europa como una «Europa de los Pueblos».

Como es imposible en esta breve exposición desplegar siquiera un esquema


de planteamiento histórico o sistemático del tema titular, me atendré a un tipo de
exposición «impresionista» que podría llevarse a cabo en las tres fases
siguientes:

1. La primera destinada a recorrer situaciones o coyunturas muy concretas


de nuestro presente tal como son delimitadas desde el enfoque emic del
humanismo de la izquierda híbrida.
2. En la segunda parte se intentarían extraer algunas consecuencias
indeseables que debieran deducirse de los análisis de las situaciones
presentadas desde el enfoque humanista híbrido.
3. El tercer paso está orientado a regresar al principio en el cual se
fundamente este humanismo híbrido a fin de proceder a su demolición.

Parte I

Presentación, desde el enfoque del humanismo híbrido, de algunas


situaciones problemáticas concretas del presente

(1)

El actual gobierno socialista anuncia, por boca de su presidente, en el mes


de febrero pasado, su proyecto de ampliación inmediata de la red española de
ferrocarriles de alta velocidad. Nada más propio, en principio, de un Gobierno,
sobre todo «en fase electoral».

Pero lo que interesa subrayar aquí es el modo según el cual fue presentado
este proyecto, que no fue el modo técnico propio de un asunto que concierne al
Ministerio de Fomento, sino un modo que parece tener que ver explícitamente
con un proyecto de signo humanista: «El progreso en el desarrollo de las
comunicaciones ferroviarias de alta velocidad es el mejor método para conseguir

454
la unidad entre los hombres que viven en España y también en Europa y en el
Mundo.»

El carácter ideológico de este enfoque se manifiesta en el momento mismo


en el que el Presidente nos advierte explícitamente contra quién va dirigido este
proyecto: contra quienes, en lugar de impulsar el desarrollo del AVE, se
entretienen haciendo discursos sobre la unidad indisoluble de los españoles
mientras despliegan banderas bicolores. De este modo el humanismo
progresista encuentra una fórmula más para autodefinirse frente a sus
adversarios políticos, que automáticamente quedarán redefinidos, a su vez,
como conservadores reaccionarios, por no decir como reliquias del franquismo.

(Por supuesto, el progresismo propio de este humanismo híbrido no se


reduce al terreno de la tecnología ferroviaria; se aplica también al terreno político
o jurídico. Los partidos nacionalistas que forman el llamado tripartito catalán se
han autodefinido recientemente como «grupo progresista», sin especificar cuál
sea el contenido de su progresismo. Así también, un grupo de fiscales se asocian
bajo la bandera del progresismo –«fiscales progresistas»– sin que tampoco
especifiquen en qué consiste su progresismo, aunque sin duda intentarán
aproximarse a una administración «más humana» de la justicia.)

(2)

La excarcelación, en sus diversos grados, concedida al asesino etarra De


Juana Chaos a raíz de la huelga de hambre que, desde el mes de diciembre de
2006 hasta el final de febrero de 2007, él ha «representado», viene suscitando
debates muy intensos entre los políticos, los magistrados, los tertulianos, los
columnistas y los ciudadanos en general. Y ha dividido y enfrentado a los
españoles.

Pero lo que queremos subrayar es el hecho de que el enfrentamiento sólo


en apariencia se mantiene en la superficie técnico-jurídica en la que se debate
la legalidad de la excarcelación. El acatamiento a las sentencias que han
emanado de los tribunales de justicia, tomado como norma o «regla de juego»
del Estado de derecho, explica que, por parte de quienes impugnan la
excarcelación, el debate se haya centrado en torno a la cuestión relativa al
cumplimiento íntegro de la condena (petición más bien simbólica, porque esa
«integridad» se reduce legalmente a meses, incluso a días).

Lo que ocurre es que tras la petición en la superficie del cumplimiento


íntegro de la sentencia se está removiendo una cuestión de fondo, se están
poniendo en tela de juicio las mismas leyes fundamentales que convierten en
legales las condenas. Se apela al Estado de derecho, pero este es un concepto

455
técnico-jurídico propio de legistas que abstrae el contenido de las leyes (la
República romana en el siglo I antes de Cristo era un Estado de Derecho, con
leyes esclavistas; por no hablar del concepto mismo de Estado de derecho que
asumieron íntegramente y desarrollaron los juristas de la Alemania nazi). Lo que
está en el fondo es una legislación penal española que ha establecido penas tan
suaves, tomando como criterio de dureza máxima la llamada pena de muerte o
la prisión perpetua.

En cualquier caso el público en general no tiene tiempo ni acaso capacidad


para seguir la argumentación técnico jurídica acerca de la legalidad de la
excarcelación. Y esto ha debido entenderlo también el gobierno cuando, como
probando demasiado, ha sobreañadido a los argumentos legalistas una
argumentación filosófico-humanística destinada a persuadir al «pueblo» y a
recordar la filosofía humanística que inspira el llamado «Código penal de la
democracia»: la filosofía de la reinserción social o resocialización de los presos,
en tanto éstos son hombres a los cuales hay que tratar humanitariamente con
todo respeto y comprensión de su vida y de su libertad. «Los motivos de la
excarcelación de De Juana Chaos –decía el gobierno por boca de Rubalcaba,
de De la Vega y del propio Rodríguez Zapatero– son humanitarios, a saber, el
respeto a la libertad y a la vida», supremo valor según el presidente.

Pero la frase «la vida es el supremo valor», con la cual Zapatero pretendió
solemnemente justificar la excarcelación, es una frase retórica que contiene
sentidos contradictorios. Por de pronto, no se determina a qué vida se hace
referencia: podría ser la vida divina, podría ser la vida animal o la vida humana.
Supondremos que, para un humanista, será la vida humana. Pero la vida
humana puede significar a veces una vida individual o bien una vida comunitaria
(familiar, nacional, &c.). Muchas veces la vida colectiva asume valores más altos
que la vida del individuo: Dulce et decorum est pro Patria mori, dice Horacio
(Odas, III, 2, 13). Además la vida individual, ¿se refiere a la vida orgánica o a la
vida personal, vinculada a los valores personales?

Pero la vida orgánica no es la fuente de los valores personales, sino que son
esos valores los que dan este valor a la vida. Y esto lo supieron ya personas
distinguidas en la reciente historia de España, que militaban tanto en la derecha
como en la izquierda: «Más vale morir con honra que vivir con vilipendio», dijo
José Calvo Sotelo; o bien: «Más vale morir de pie que vivir de rodillas», dijo
Dolores Ibárruri. Ninguno de estos cabezas de fila consideraban sin más a la
vida individual como valor supremo.

El presidente Zapatero, al pronunciar su frase, no tiene presentes los


significados contradictorios que esta frase puede alcanzar según los sentidos
que demos a la vida (y que él mismo contradice cuando por otro lado defiende el

456
aborto y la eutanasia). Por esto la frase del presidente «la vida es el supremo
valor» es hueca e hinchada, y pronunciada con solemnidad y con los ojos
mirando al cielo sólo puede ir destinada a confundir a su público indocto o
sencillamente a salir del paso.

(3)

La aplicación sistemática de la regla de paridad de géneros en la


designación de cargos políticos o administrativos o en la equiparación de los
cónyuges homosexuales o heterosexuales se interpreta desde los principios
teóricos del humanismo igualitario. Sin embargo el intervencionismo de estos
humanistas doctrinarios llega a extremos tan ridículos como peligrosos: a igualar
sexos en situaciones no pertinentes (el caso de los cónyuges homosexuales)
pero reconociéndolos luego como progenitores A y B, como marido o como
marida, andaluces y andaluzas, presidente y presidenta, jóvenes y jóvenas, en
situaciones que la distinción no es pertinente. Resulta entonces que se igualan
los géneros cuando deben ser distinguidos (caso de los matrimonios) y que se
distinguen cuando deben ser igualados (caso de los alumnos de una clase en
colegios o universidades mixtas).

(4)

Un dirigente de Izquierda Unida proclama: «La izquierda, por razones


humanitarias, no reconoce la distinción entre inmigrantes con papeles y sin
papeles. Todos son hombres y, por tanto, hemos de ser solidarios con ellos,
borrando las fronteras»... como pretenden borrarlas los médicos sin fronteras,
los periodistas sin fronteras, y hasta los bomberos sin fronteras. Todos
recordamos a un grupo español de bomberos sin fronteras que asistiendo a las
víctimas de un terremoto en Turquía dedicaron buena parte de su jornada a
salvar la vida a un gato que se había encaramado en las vigas de una casa en
ruinas. Advertimos de este modo cómo la solidaridad humana sin fronteras
comienza a desbordar el círculo de los hombres para extenderse al círculo de
los felinos

(5)

Es así como el humanismo de la solidaridad nos conduce derechos al


humanismo de la fraternidad (siguiendo el camino inverso al que recorrió el
inventor del nuevo concepto de solidaridad, Pedro Leroux, en La Grève de
Samarez, poème philosophique, París 1863). La solidaridad se fundamenta en
efecto en la fraternidad de quien desciende de unos mismos padres (o madres).
Cuando estos padres tomaban nombres propios tales como Adán y Eva todo
parecía sencillo. Pero quienes ya no creen en una pareja única, en «nuestros

457
primeros padres», quienes hablan de nuestros antecesores, en el sentido de la
paleontología del presente, se ven obligados a extender el humanismo de la
fraternidad a los primates y a los grandes simios que comparten con nosotros el
99% del genoma. El Proyecto Gran Simio contempla la «puesta en valor»
humano de nuestros primos hermanos los chimpancés, los gorilas, los
orangutanes o los bonobos.

El año pasado se admitía a trámite parlamentario un proyecto de ley


presentado por el grupo socialista sobre el reconocimiento de los derechos de
los simios. También se extiende la idea de fraternidad no sólo a los simios sino
a los terroristas, el llamado «proceso de paz» mediante el diálogo fraterno
establecido entre el gobierno español y ETA se justifica también ante todo desde
el humanismo de la fraternidad que se hace equivalente al pacifismo:
«Humanismo es lucha por la paz, No a la guerra». Se imputará al gobierno de
Aznar la responsabilidad política de la masacre del 11-M: el 11-M habría sido la
respuesta que Al-Qaeda y la Yihad habrían dado a la intervención de España en
la guerra del Irak. Cuando tres años después el gobierno español sigue
manteniendo tropas en Afganistán y cuando en los últimos días del último febrero
resultó muerta la soldado Idoia Rodríguez, no por ello el gobierno, desde su
perspectiva pacifista y su horror ideológico a la guerra, reconocía que estábamos
ante una situación bélica. Nuestros soldados están en Afganistán para defender,
como dijo el Rey, los derechos humanos y contra los terroristas (la mina que
destruyó el carro en el que viajaba Idoia la habrían puesto los talibanes y no el
ejército afgano). ¿Por qué entonces no van también las tropas españolas a
defender los derechos humanosen Nigeria, Etiopía, el Congo, China, Chechenia,
Palestina, &c.? De este modo, el Rey, el Gobierno, sus aliados catalanes CIU y
ERC, consideraron que la soldado Idoia Rodríguez murió «en misión decente y
noble destinada a contener el foco de radicalismo y fundamentalismo que existe
en Afganistán». Y la vicepresidenta del gobierno, con la mirada de suficiencia
infinita que la caracteriza, dijo, desviándose del plano político, que la discusión
sobre la medalla con distintivo rojo o amarillo que se le iba a poner en la
ceremonia del entierro carecía de toda importancia y que lo que importaba era la
atención a las circunstancias humanas de la familia de la soldado, a la que «hay
que arropar, dar calor y ayuda en un trance tan doloroso». Y el Ministro de la
Guerra, al imponer la medalla, dice lo contrario de lo que está haciendo: «No
quiero hacer política con la cuestión de las medallas.»

(6)

El gobierno de la izquierda humanista proyecta una Ley de Educación bajo


el signo del laicismo. Laicismo vale tanto como neutralidad política o tolerancia
plena ante cualquier religión positiva, considera como asunto privado y no
público. Pero las llamadas religiones superiores no son nunca privadas sino

458
públicas, y considerar a las religiones superiores como cuestión privada es una
pura ficción, como lo es la sustitución de la educación religiosa por la educación
ciudadana.

(7)

La reforma de los estatutos de autonomía promovida por el gobierno


socialista y sus aliados nacionalistas-regionalistas ha dado en orientarse hacia
el reconocimiento de las realidades nacionales propuestas para sustituir «los
arcaicos conceptos», en la época de la globalización, de las fronteras entre los
Estados nación «que rompen la unidad de los hombres». Lo que importan son
los hombres, o a lo sumo los pueblos. Pi y Margall lo había dicho desde Cataluña:
«Antes que español, soy hombre.» Y Blas Infante desde Andalucía: «Mi
nacionalismo antes que andaluz es humano.» Pero teniendo en cuenta que Blas
Infante se había convertido al Islam en 1924, habría que hablar de su
Humanismo musulmán: «Por Al Andalus recuperar a España y a Europa para el
Islam, que es la religión verdaderamente humana.» Sin perjuicio de lo cual el
nuevo Estatuto andaluz, acaso sin darse cuenta de lo que hacía, ha proclamado
a Blas Infante «padre de la patria andaluza».

***

¿Cómo definir este humanismo de la izquierda híbrida que se nos manifiesta


presente y activo en tan diversas coyunturas?

He conocido a algún humanista de esta izquierda que, a su vez, era


aficionado a la literatura clásica y que citaba para autodefinirse la sentencia de
Terencio: «Homo sum et nihil humani a me alienum puto»
(Heautontimoroumenos, I, 1, 25). Al menos esta fórmula justificaría la tolerancia
infinita ante tantas iniciativas que van desde los programas de televisión que nos
muestran las intimidades más escabrosas de unos personajes vulgares hasta las
iniciativas terroristas.

Pero quienes acuden a esta sentencia de Terencio, atraídos por el sonido


de sus palabras, acaso se apartarían de ella si se molestasen en abrir la comedia
por el lugar en el que se pronuncia: dos vecinos en la Roma antigua, Menedemo
y Cremes conversan sobre asuntos cotidianos. Uno pregunta, ¿cómo van tus
negocios? Y poco después, ¿cómo se porta contigo tu mujer? A lo que Cremes
responde, ¿y a tí que te importa? Y es ahora cuando Menedemo responde:
«Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno.» Fórmula por tanto que resultaría
incompatible con los actuales derechos a la intimidad privada individual, con los
derechos de cada empresa o de cada Estado a perseguir a los espías

459
industriales o políticos, aunque estos se amparen en este principio del
humanismo: «Hombre soy y nada de lo humano me es ajeno.»

Parte II

Análisis crítico, por sus consecuencias, del enfoque ideológico desde el


cual han sido presentadas las situaciones de referencia

Mejor que a Terencio, nuestro humanista híbrido ilustrado debiera recordar,


me parece, a Protágoras que, enfrentándose a Sócrates, se atrevió a considerar
al Hombre como fuente de todos los valores: «El hombre es la medida de todas
las cosas.»

Según esto, para «poner en valor» alguna realización o algún proyecto


humano, no sería preciso asumir el punto de visa de Dios o el punto de vista de
la Naturaleza. Sería suficiente acostumbrarse a mirar al Hombre desde el
hombre mismo. El humanismo de izquierdas híbridas verá en la humanidad del
hombre la fuente de todos los valores. Una fuente que desde 1948 tiene ya una
expresión positiva, universalmente aceptada, la Declaración Universal de los
Derechos Humanos. Una fuente cuyas aguas parecen discurrir por muy diversos
canales a través de los cuales podemos constatar la riqueza de su caudal.

(1)

Ante todo (si seguimos el orden de exposición que hemos adoptado en la


primera parte) el caudal del humanismo de la izquierda híbrida se canaliza en la
forma de un progresismo incondicionado que en ocasiones llega a autodefinirse
como «Progreso Global» (tal es el nombre de la Fundación que preside Felipe
González Márquez).

460
Y el primer efecto ideológico del progresismo de izquierda es, como hemos
dicho, la definición de los «adversarios de la derecha» como conservadores, con
la connotación peyorativa de retrógrados, arcaicos, o, en terminología de la II
República, «cavernícolas». Ahora bien, ¿realmente el progresismo puede
tomarse como un cauce capaz de canalizar los proyecto del humanismo?

El progresismo como ideología cristalizó en la época de la Ilustración


(Turgot, Condorcet, &c.), ideología que fue asumida por H. Spencer y a su través
por Darwin (a regañadientes) y por Comte y Marx. Pero hace ya muchas décadas
que los ideales progresistas comenzaron a eclipsarse, como Gunther S. Stent
demostró en un libro célebre.

Y cualquiera que sean las posiciones filosóficas desde las cuales nos
enfrentamos con las ideas progresistas, lo que parece indiscutible es que estas
ideas carecen de sentido si no se señalan los parámetros de la función
«progreso». Cabe hablar de progreso refiriéndonos a la velocidad en los
transportes, a tecnologías médicas, al desarrollo de las ciencias físicas o
matemáticas, incluso al incremento, aunque tenga la forma de una plaga, de la
demografía humana. Más difícil, si no imposible, es aplicar la idea de progreso a
la evolución de los organismo vivientes o a la historia de la artes humanas: las
sinfonías de Mozart no pueden considerarse en un nivel de progreso más bajo
que las obras de Schömberg.

En cualquier caso, el progreso no es fuente de valores. Y menos aún la idea


de progreso puede tomarse como regla directiva de la prudencia de la política y
menos aún como definición de la izquierda. Los grandes avances tecnológicos
del siglo XIX fueron impulsados por el capitalismo más profundamente vinculado
a la «derecha depredadora». Y los regímenes más duramente totalitarios del
siglo XX, el nacionalsocialismo y el comunismo soviético, son los que ofrecieron
los más espectaculares pasos en la senda del progreso tecnológico, en gran
medida impulsados por la segunda guerra mundial.

El ideal del progreso no garantiza una política prudente desde el momento


en el cual ese progreso puede ponerse al servicio de un desarrollismo insensato
al servicio de los intereses depredadores de una Potencia sobre otros países o
colonias. En todo caso, el progreso de la navegación facilitó el transporte de los
esclavos, el progreso en la aviación o en la tecnología de los misiles hizo posible
el control de los pozos petrolíferos en manos de Potencias competidoras y el
progreso en las líneas ferroviarias o en las autopistas, que facilitaron en su día
el transporte de tropas o de materiales bélicos, agudizará el enfrentamiento y no
la unidad entre los hombres (y las mujeres).

(2)

461
El componente libertario del humanismo, propio de las izquierdas híbridas,
conduce directamente a una política de atenuación de las penas llevado a cabo
en nombre de «la comprensión del Otro» (el «Otro que yo» que diría Salmerón),
de su libertad, de la vida en libertad, de la posibilidad perpetua de su reinserción
social cuando «el otro que yo» haya delinquido. Política ideológica cuyo efecto
inmediato no es sino la definición de quienes mantienen la necesidad del
endurecimiento del Código penal, y, en particular, de quienes mantienen la
necesidad de la institución de la llamada pena de muerte como genuinos
representantes de la derecha más cruel, medieval o arcaica que alimenta su sed
de venganza recurriendo incluso a la ley del Talión. (El abolicionismo de la pena
capital lo fundará esta izquierda híbrida precisamente en los derechos
humanos,lo que implica la acusación a los Estados que reconocen la pena de
muerte de no respetar los derechos humanos.)

Pero todas estas atribuciones son meramente retóricas. ¿Acaso pueden


considerarse como inspiradas en los deseos de venganza o en la crueldad las
argumentaciones en favor de la pena de muerte que ofrecieron no sólo Platón o
Aristóteles sino también Santo Tomás o Kant, cuyo prestigio entre los juristas
sigue estando vivo? No, la argumentación abolicionista, que está hoy reconocida
en una gran parte de las democracias occidentales (con la excepción
«inexplicable» de los Estados Unidos de Norteamérica), es fruto de la Alemania
año cero (para utilizar la fórmula que en 1948 utilizó Rosellini) y del impacto que
entre los juristas alemanes produjo el juicio de Nüremberg.

En cuanto a Kant, permítanme recordar, una vez más, aquellos pasajes de


la Filosofía del Derecho (por no referirme a otras obras) en los que Kant describe
los pasos que debiera dar una sociedad política que ha decidido disolverse para
constituir otras sociedades sucesivas: «supongamos, para hacer más visible
nuestra exposición, que esta sociedad vive en una Isla: su disolución implica su
traslado a otros territorios. Pero antes de llevar a cabo ese traslado deberán ser
ejecutados todos aquellos individuos que estuvieran condenados a la pena de
muerte, porque de no hacerlo así, las culpas insatisfechas –y cuyas satisfacción,
según Kant, ha de seguir la ley del Talión– recaerían sobre las nuevas
sociedades.» Podrá llamarse cualquier cosa a quines defienden la institución de
la pena de muerte, pero no los podrán llamar arcaicos o medievales quienes al
mismo tiempo ponen a Kant como la expresión más alta de la ética moderna.

Y en cualquier caso, ¿por qué establecer duraciones definidas para las


penas, y menos aún, por qué reclamar desde la izquierda híbrida el cumplimiento
integro de esas penas? Si los progresos de la medicina, de la psicología o de la
sociología permitieran «reconciliar» a un delincuente en una semana, en un día,
¿no sería una crueldad retenerle en prisión tres años o tres meses o tres días?
¿Acaso retenemos más de un día en el hospital a un enfermo al que los
progresos de la medicina han logrado curar en un día o en una semana?
462
Rubalcaba apeló también a razones humanitarias, en el caso de De Juana
Chaos, pidiendo siempre el principio: ¿acaso quienes se oponen a la liberación
no les asisten también razones humanitarias? ¿Y por qué suponer que quienes
defienden la institución de la pena de muerte atentan contra los derechos
humanos? ¿Acaso la institución de la pena de muerte no puede estar exigida
precisamente como medio infalible para evitar la reinserción social del autor de
crímenes horrendos que lo han convertido en «persona cero» y cuya liberación
ofrecería a la sociedad la demostración de la posibilidad de que cualquier crimen
puede ser cometido sin que el hombre deje de ser persona?

(3)

La igualdad es el ideal revolucionario que, junto al de libertad, también


pretende ser derivado de los derechos humanos en la medida en que ellos
proclaman la igualdad en la vida social y política de todos los individuos
humanos. Y si el principio humanístico de la igualdad se enfrenta con las
realidades sociales y políticas históricamente heredadas de las más
escandalosas desigualdades económicas o políticas, es lógico que se intenten
arbitrar métodos eficaces para allanar esas diferencias sociales, económicas o
políticas dondequiera que ellas se encuentren. Y no solo mediante la aplicación
del principio de la igualdad ante la ley, sino también mediante el principio de la
redistribución equitativa de las riquezas (aun teniendo en cuenta la sentencia de
Deng Xiaoping: «ser rico es glorioso»).

¿Y cuando el principio de igualdad se enfrenta con desigualdades que no


tienen una fuente social o política, ni son tampoco diferencias ante la ley, sino
desigualdades naturales, como es el caso de las diferencias en constitución
ontogenética (en corpulencia, en salud, en inteligencia)? Se procurará borrar
estas diferencias o atenuarlas mediante la educación física o intelectual.

Pero hay una diferencia natural entre los individuos del género humano (sin
perjuicio de sus ramificaciones culturales) que ni la política de isonomía propia
de las revoluciones burguesas, ni las políticas de redistribución de la riqueza
propias de las revoluciones anarquistas o comunistas pueden borrar: son las
diferencias llamadas de «género» (desoyendo el Informe correspondiente de la
Academia de la Lengua). ¿Cómo borrar estas diferencias de género en la vida
social y política? Equiparando a los varones y a las mujeres (cuando no se quiere
entrar en procedimientos quirúrgicos y hormonales) no sólo en las situaciones
en las cuales las diferencias de género son constitutivas y pertinentes (en las
parejas homosexuales reconocidas como matrimonios no se hablará de padre o
madre, ni siquiera de marido y marida , sino de progenitor A y progenitor B). Y
en aquellas situaciones en las cuales las diferencias de género no son
pertinentes se intentará la equiparación por extensión numérica antes que por

463
connotación. De este modo se creerá alcanzar el borrar las fronteras implicadas
en la separación escolar entre colegios o institutos masculinos o femeninos
mediante la creación de colegios o institutos mixtos exigiendo en cada aula la
igualdad de número entre alumnos y alumnas.

Se intentarán borrar las diferencias de hecho en cuanto al género en los


cargos de representación política, administrativa o empresarial, distinguiendo
paradójicamente (puesto que esta distinción de genero no debiera tomarse en
cuenta como pertinente) entre varones y mujeres en nombre de la llamada
discriminación positiva a favor del género femenino. O simplemente
«desdoblando» en el lenguaje estatutario y en los lugares donde el
desdoblamiento es impertinente (porque no hace sino introducir una distinción
que no viene a cuento) entre andaluces y andaluzas, entre españoles y
españolas, incluso entre jóvenes y jóvenas, entre maridos y maridas o ente
miembros y miembras. El igualitarismo de género llegará a considerar machista
la denominación utilizada en la declaración de los Derechos del Ciudadano, que
debería decir: «Declaración de Derechos de Ciudadanos y Ciudadanas» y en la
«Declaración de Derechos del Hombre» (que debería titularse: «Declaración de
Derechos del Hombre y de la Mujer», y esto descontando a los hermafroditas.)

(4)

La solidaridad, como la fraternidad, han sido presentadas también como un


mero despliegue del humanismo. Los humanos (o humanas) no sólo tiene que
ser iguales distributivamente, porque esa igualdad podría tener significados
sociales indeseados («iguales pero separados»). El humanismo requiere la
solidaridad y la fraternidad entre los iguales. Ahora bien, esta conclusión es
ficticia. Ni la solidaridad ni la fraternidad requieren la igualdad. Cabe una
solidaridad entre desiguales, ante terceros, y una fraternidad entre desiguales
(entre el fuerte y el débil, ente el pobre y el rico, y entre el tonto y el listo).

En cualquier caso la solidaridad no es la fuente de las virtudes éticas o


políticas. Es la virtud ética o política la que confiere valor a la solidaridad que por
sí puede ser profundamente antiética y antimoral y antipolítica. Los cuarenta
ladrones eran solidarios, pero se enfrentaban al derecho de propiedad de sus
víctimas. ¿Y cómo mantener la solidaridad con una banda de terroristas que, sin
embargo, son solidarios entre sí? La solidaridad de la banda de terroristas no es
fuente de valores éticos, morales o políticos. Son los valores éticos, morales o
políticos los que pueden «poner en valor» a la solidaridad.

(5)

464
La fraternidad parece en cambio un criterio más objetivo. La fraternidad
alude a la condición de hermanos, o de primos hermanos, en función de unos
mismos padres, y todo esto sin tener en cuenta que la fraternidad como virtud
debe olvidarse de Caín y Abel y de Rómulo y Remo. Cuando Adán, el primer
hombre, sin perjuicio de su pecado original, era considerado como padre común,
la fraternidad servía de medida de la «especie humana»; pero cuando Adán es
sustituido por el hombre Antecessor o por el Australopiteco, la fraternidad ente
los hombres actuales comenzará a percibirse como demasiado restringida.
Habría que ampliarla a los simios. De este modo el humanismo híbrido
inspirará una ley presentada en 2006 por el grupo socialista defendiendo el
Proyecto Gran Simio en nombre de la fraternidad humanística («nuestros primos
los chimpancés», de Fouts). Aquí, el humanismo fraterno salta por encima de las
dificultades de la equiparación entre los hombres y otros géneros y especies de
primates. Pero al hacer personas a lo simios, se corre el peligro de hacer simios
a las personas.

En cualquier caso es la fraternidad la que inspira, como metodología única


admisible, la utilización del diálogo para avanzar la paz en general, y en
particular, el «proceso de paz» entre el Gobierno español y la organización ETA.
El pacifismo será acaso la forma más notoria y evidente de hacerse presente el
humanismo fraterno de las izquierdas híbridas. Una izquierda que habría dejado
de lado, por supuesto, su tradición revolucionaria, la guillotina, la revolución de
octubre de 1917 en Rusia o la revolución de octubre de 1934 en Asturias. Pero
supongamos que haya podido prescindir de esa tradición. Lo que ocurre es que
el pacifismo humanista, insistiendo en la condena incondicional de la guerra,
parece empeñada en ignorar que el fin de la guerra es la paz. Y esto desde
Aristóteles y Santo Tomás hasta Clausewitz. Porque la paz está precedida por
la guerra, y la paz es la paz de la victoria. La guerra conculca un orden
establecido; pero la paz restablece el orden que impone el vencedor. No hay paz
en abstracto, o la paz de otro mundo, como la paz evangélica.

El peligro de esta proclamación humanística de la paz a toda costa deriva


de la imposibilidad de llevar a toda costa una paz concreta. En el llamado
«proceso», Gobierno y ETA piden la paz (suponiendo por tanto que se parte de
un estado de guerra). Pero la paz del Gobierno es la paz de su victoria (la victoria
de España frente al secesionismo etarra). Y la paz que pide ETA es la paz de su
victoria (que incluye la de la autodeterminación de Euskalherría, con la anexión
de Navarra y las provincias vasco francesas). Todos quieren la paz, pero la paz
que quiere cada cual es contradictoria de la paz del otro. Hablar por tanto de
«proceso de paz» es la mejor muestra de confusión de ideas, de retórica y de no
saber lo que se dice.

(6)

465
El humanismo de izquierda, desarrollando el principio de igualdad entre los
hombres y las mujeres, tenderá a ignorar políticamente las diferencias derivadas
de las religiones o de las supersticiones. ¿Cómo? Tolerándolas, pero
declarándolas asuntos privados. El humanismo se mantendría neutral ante ellas,
y de aquí derivará el planteamiento de la enseñanza laica neutral, apoyada en
una supuesta ciudadanía universal, pero sin especificar si ésta es española o
catalana o andaluza o iraquí o finlandesa.

Pero este laicismo se fundamenta en un principio erróneo: el carácter


privado de la religiones superiores y la posibilidad de que el Estado se declare
neutral ante ellas.

Pues las religiones son públicas. Luego el Estado no puede ser neutral laico,
como si viviese en la estratosfera. O se hace confesional, o se enfrenta a todas
las confesiones en nombre de un humanismo racionalista y ateo, el cual ya
podría establecer jerarquías sociales y políticas no neutrales entre las propias
religiones positivas.

(7)

Por último, el humanismo termina reconociéndose como cosmopolitismo.


Las fronteras nacionales se considerarán como meras reliquias en la época de
la globalización. Abandonemos las Naciones excluyentes tradicionales (las
Naciones canónicas, las Naciones Estado, enfrentadas las unas a las otras) y el
patriotismo nacional. En su lugar reconozcamos a lo sumo un «patriotismo
constitucional», cívico, fundado en una Constitución concebida como un sistema
de reglas de juego que cada sociedad «se da a sí misma» prescindiendo de su
historia. En lugar de los Estados nación canónicos pongamos unas naciones
pueblo federadas o confederadas y distribuidas en múltiples realidades
nacionales. Quienes pertenezcan a ellas serán antes que españoles, franceses,
catalanes, vascos, o bávaros... hombres. Aquí se funda el asombroso proyecto
de la «Alianza de las Civilizaciones».

Pero de hecho esas naciones pueblos terminan convirtiéndose en pequeños


Estados federados que tienen que inventar una historia ficción particular, y que
en todo caso están llamados o a subordinarse a los grandes Estados nación
continentales, como puedan serlo Estados Unidos de Norteamérica, la Unión
Rusa o China.

Pero lo más grave de esta ideología humanista de la izquierda híbrida es


que ha impregnado a otros géneros de izquierda, y aún de centro, que han
participado en el «consenso constitucional español». Un constitucionalismo
propio de un Estado de Derecho, entendido en la superficie jurídica, que siendo

466
producto de un proceso histórico se considera a sí mismo como expresión de la
humanidad misma racional «capaz de darse sus propias leyes».

Un constitucionalismo que en la práctica parlamentaria se irá transformando


en el único sistema de principios al que podría apelarse en los debates, un
constitucionalismo que conducirá a una inversión fatal del sistema de las
relaciones reales, en un sistema de relaciones ficción, pero que han resultado
ser las únicas (y esta es la trampa) que pueden ser utilizadas como coordenadas
y premisas de los debates parlamentarios. En esta trampa de la técnica
parlamentaria está atrapado en gran medida el propio Partido Popular. Porque
en el debate parlamentario no caben formalmente argumentaciones filosóficas o
teológicas: todo argumento debe ir apoyado en la Constitución común para todos
los parlamentarios. El constitucionalismo tiende en efecto a concebir a España
como un concepto constitucional más, y al patriotismo español en un patriotismo
constitucional, como si España y la Nación española fuese un resultado de la
Constitución y de los sistemas de leyes que surgen del Estado de derecho, en
lugar de ver a la Constitución y al sistema de leyes vigentes como resultado de
una España histórica real más de mil años antes de la Constitución vigente.

De este modo el constitucionalismo se convierte en una trampa para todos


los «partidos democráticos», que tienen que tomar a la Constitución como
premisa en sus debates. Y si en nombre de la Constitución se llega a la
conclusión de que la soberanía de la Nación está representada únicamente por
el Parlamento y por el Gobierno que el Parlamento ha designado (toda
manifestación extraparlamentaria será vista por el Parlamento y el Gobierno con
el máximo recelo, incluso se la acusaría de antidemocrática) todo debate político
habrá de reconducirse al terreno formal en el que se mueven los legistas, que es
el terreno de la (supuesta) subsunción de las decisiones del Gobierno en el
sistema de leyes que el Parlamento vaya creando, y en la subsunción de estas
leyes en la Constitución (aunque estas nuevas leyes sean fruto de lo que se
llaman fraudes de ley). Y si el Parlamento reconoce a las realidades nacionales
de las autonomías, o a los sucesivos códigos penales dulcificados de la
democracia, o a las sucesivas normativas sobre el derecho de familia, sobre la
educación, &c., el único modo de demostración seguiría siendo el principio de
subsunción de estas normas en los términos de los legistas y el acatamiento a
las resoluciones de los tribunales supremo y constitucional (aunque, a su vez, de
todos sea sabido que sus sentencias dependen de la «alineación partidaria» de
los vocales, según sus ideologías, y tras los arreglos precisos que para evitar el
empate los gobiernos hayan podido lograr).

Parte III

Trituración del fundamento humanista de la izquierda híbrida

467
(1)

No son tanto las consecuencias indeseables o las incoherencias insalvables


y no previstas, a las que llevan los principios de este «humanismo híbrido», si
quiere mantener su consistencia, lo que nos alejan de él. Es el fundamento
mismo de este humanismo híbrido el que merece ser demolido cuando
descubrimos su condición de fundamento-ficción. Por lo demás, el camino que
nos conduce a llevar a cabo esta demolición puede dibujarse con muy pocas
palabras en las cuales, también es verdad, se resumen siglos de investigaciones
en el terreno de las ciencias naturales y sociales, que han culminado en la
constitución de la doctrina darwiniana de la evolución.

(2)

En efecto, el humanismo híbrido se asienta, como en su fundamento propio,


en el postulado del Hombre, o de la Humanidad, o del Género humano, como
realidad que hay que considerar como ya dada desde el principio de la historia.
Un postulado, por cierto, que el humanismo híbrido hereda, secularizándolo, del
relato bíblico de la creación del hombre por Dios en el paraíso terrenal. El
humanismo híbrido parte del Hombre, del Género humano, de su unidad
originaria, la propia de una comunidad primitiva, que acaso resultó fracturada
(«alienada» en la doctrina de Marx, que tiene como precedente la idea de la
alienación de San Agustín), como consecuencia del pecado original (pecado
original que, en el relato marxista, se cifra en la división o fractura de la
comunidad primitiva en clases sociales antagónicas).
Es ese Genero humano, puesto en el origen de la historia, el que inspira el
himno de La Internacional, que todavía hoy suelen entonar en actos oficiales los
militantes de los partidos descendientes de los antiguos partidos socialistas o
comunitarios (que se diferencian, al invocar al Género humano, en que unos
levantan el puño derecho y otros el izquierdo). Un humanismo que, para utilizar
la formula de Gehlen, pretende que el Hombre, el Género humano originario
sobre el que se fundamenta el Humanismo, deje de ser visto «desde Dios» o
«desde la Naturaleza» y comience a ser visto sencillamente «desde el hombre
mismo», desde la Humanidad.

Pero esto no es tan sencillo. La dificultad principal estriba en la demostración


de que ese «Hombre», absoluto y exento, es, por sí, una realidad originaria
dotada de un designio propio y, por tanto, una realidad a la que se le puede
atribuir la condición de fuente de todos los valores humanos que el humanismo
irá proclamando a lo largo de la historia, los valores del progreso, de la libertad,
de la igualdad, de la fraternidad, de la solidaridad, del laicismo o del
cosmopolitismo. El mismo Pedro Leroux, que consideró a la solidaridad como la
expresión social práctica del humanismo, se vio obligado a recurrir a una idea de

468
unidad originaria que desbordaba de hecho el círculo de los hombres, a saber,
la idea de una comunidad, unión o solidaridad mística de los hombres, si no ya
con los antiguos dioses o con los animales, sí con lo habitantes de un reino de
los espíritus, como reino envolvente del reino de los hombres. Lo que, dicho sea
de paso, aproximaba el humanismo libertario y socialista al espiritismo (en las
ultimas palabras que el propio Julián Sanz del Río pronunció al morir cabe
advertir algún vestigio espiritista: «Que mi espíritu pase a reunirse con los demás
espíritus finitos»).

(3)

Sin embargo, ese Hombre originario, ese Género humano primigenio no ha


existido jamás como una unidad comunitaria (como una unidad atributiva, social,
religiosa o política). Su unidad, en principio, es la propia de una categoría
taxonómica, distributiva, la unidad representada en el concepto zoológico-
linneano de homo sapiens. Unidad, por otra parte, confirmada en nuestros días
por los resultados de la genética de poblaciones y de la genómica en general,
que ha demostrado que las diferencias genotípicas ente las poblaciones
humanas son mínimas y que las diferencias fenotípicas (el color de la piel, por
ejemplo) son meros resultados de adaptación ontogenética (por ejemplo, de
adaptación al descenso de la luminosidad necesaria para la síntesis de la
vitamina D), y son también insignificantes desde el punto de vista biológico.

(4)

Pero la identidad taxonómica del género humano no puede ser tomada


como fundamento de una unidad atributiva práctica entre las partes de ese
género distribuido, como tampoco la unidad taxonómica del concepto marxista
de proletariado, como clase universal, garantiza la unidad entre las partes de ese
proletariado, unas partes que están determinadas por su adscripción a diferentes
círculos culturales o a diversas sociedades políticas. Por ello Marx, cuando
intentó poner en marcha (es decir, en la práctica política) su idea taxonómica
(distributiva) de proletariado universal tuvo que añadir la célebre consigna que
figura en el Manifiesto Comunista: «¡Proletarios de todos los países, uníos!». Si
esta consigna se creía necesaria sólo podía deberse a que, de hecho, los
proletarios de todos los países, como unidad taxonómica, estaba distribuida en
diversos Estados, es decir, estaba formada por individuos o grupos que no
estaban unidos entre sí, sino precisamente enfrentados entre sí (como se vio
claramente en la Primera Guerra Mundial a raíz del fusilamiento por la
socialdemocracia alemana de los «espartaquistas», y también en la Segunda
Guerra Mundial). Nos parece que es preciso concluir que la «dialéctica de las
clases sociales», como motor de la historia, carece de toda fuerza explicativa
cuando ella se utiliza segregada de la «dialéctica de los Estados».

469
(5)

Tampoco el Género humano, el Hombre, como unidad taxonómica-


genómica originaria, puede servir de fundamento y garantía de un humanismo
comunitario de la fraternidad, de la solidaridad, del progreso o de la alianza de
las civilizaciones. Como tampoco la unidad taxonómica constituida por el orden
de los primates –la afinidad de sus géneros en casi el 98% de genes– puede
servir de fundamento y garantía para fundar una «comunidad de los simios».

En efecto, el terreno en el que la unidad del hombre, cuanto a su fraternidad,


solidaridad, alianza, &c., deba establecerse y extenderse, no es el terreno natural
delimitado por el genoma humano, sino el terreno histórico cultural desplegado
a lo largo del tiempo. Pero es en este terreno histórico cultural, y no en aquel
terreno biológico natural, en donde se dibuja la Idea de Hombre como «proyecto
histórico práctico». Y es precisamente el genoma, que funda la unidad
taxonómica del Género humano, el que al mismo tiempo explica (por la
indeterminación en la que deja a los individuos que inician su proceso
ontogenético) la diversidad de poblaciones, culturas, lenguas y sociedades
políticas. Diversidad que no es una mera biodiversidad, sino la diversidad propia
de las biocenosis en las cuales los grupos diversos suelen mantenerse en
competencia a muerte en la lucha por la vida, o si se quiere, por el mantenimiento
de su identidad.

Sencillamente, el Género humano, el Hombre, sin perjuicio de su unidad e


identidad taxonómica, y precisamente por ella, no constituyó jamás una unidad
atributiva originaria, una comunidad cultural o política primigenia que a través del
proceso de alienación pudiera haber llegado a su diversificación posterior (por
ejemplo, a desplegar la diversidad de las lenguas como resultante de la evolución
de una lengua primitiva originaria). El Género humano se manifiesta, en cuanto
totalidad atributiva, no como una unidad originaria, sino con una pluralidad
originaria (incluso si esta pluralidad se hiciese consistir en una pluralidad de
comunidades primitivas). Una pluralidad desde la cual habrá que dar cuenta de
la posibilidad de reunión o alianza entre sus partes.

Dicho brevemente: el Hombre, como unidad práctica originaria, no ha


existido nunca jamás, sino que precisamente ha comenzado existiendo,
diversificado (¡no alienado!, porque no hay ninguna referencia desde la cual
pudiéramos considerarlo tal) en una pluralidad de corrientes o partes (clanes,
tribus, pueblos, naciones étnicas) diversas entre sí, a veces ignorándose
mutuamente, otras veces en evolución paralela y las más en conflicto
irreductible.

470
La idea de Hombre como unidad práctica unitaria no existió ni pudo existir
en el principio. Lo que existió en el principio fueron bandas, pueblos, naciones
étnicas, círculos culturales, que, sin perjuicio de sus préstamos mutuos, ni
siquiera podían alcanzar una idea de Hombre como un todo capaz de integrar a
las demás partes, precisamente porque cada una de estas partes tenía, por así
decir, su propio «modelo de hombre», y por ello confundían en su terminología
las denominaciones de «hombre» con las de su propia tribu.

Sólo cuando las sociedades políticas se hayan desarrollado hasta alcanzar


el nivel que Aristóteles tomó como criterio para definir al hombre como animal
político –y no meramente social, como las abejas o las hormigas o los primates,
sino como animal que vive en ciudades Estado– podría comenzar a
dibujarse desde cada parte una idea de hombre total capaz de cubrir a las demás
partes. Ahora bien, esta idea totalizada de hombre no es el resultado de un mero
y supuesto proceso mental mediante el cual el Género humano hubiera tomado
«conciencia de sí mismo». Tiene que ver con el proceso a través del cual cada
parte (en realidad algunas partes) del Género taxonómico humano pretende
mantener, defender e imponer ante todas las demás el propio «modelo de
hombre» que su historia ha ido forjando y con el cual se identifica. El nombre
político de este proceso histórico es el de «Imperio».

Solamente desde esta plataforma política la idea de Hombre propia del


humanismo, en general, comenzará a dibujarse, pero no como idea abstracta y
absoluta (salvo en la apariencia) sino como confrontación de la propia idea o
modelo de hombre con otros modelos diferentes de los que trata de defenderse
y a los que procura incorporar, reducir o aniquilar.

El humanismo no surge de un supuesto Hombre genérico originario sino de


los hombres especificados históricamente y determinados como griegos o
romanos, como cristianos o musulmanes, como germanos o como hispanos.

Los herederos de los imperios universales que conformaron la idea de una


comunidad humana universal, aunque ya no quieren autodenominarse como
tales, en general, son las grandes sociedades políticas de nuestro presente, y la
España de hoy, como heredera de un Imperio universal, puede con toda su
fuerza (utilizando los términos que Thomas Mann utilizó en su Doktor
Faustusrefiriéndose a Alemania, aunque en sentido contrario) abrir la boca «para
decir palabras que conciernen al interés de la humanidad». Es ideología gratuita
suponer que en la «época de la globalización» y de la deslocalización (nacional,
precisamente) de las grandes empresas multinacionales, las unidades políticas
nacionales canónicas ya han desaparecido, como si hoy sólo quedasen sus
ruinas y sus recuerdos nostálgicos.

471
Las Naciones políticas, la economía política, los Estados siguen siendo hoy
las unidades reales que actúan como fundamentos de las infraestructuras de la
globalización. Y, cuando una sociedad política pretende quitar importancia a su
condición de tal, fingiendo estar hablando en nombre de la Humanidad, es
porque o bien está tratando (si es una gran Potencia) de disimular proyectos de
hegemonía, o bien porque está aceptando, sin advertirlo demasiado, un proceso
de subordinación y aun de disolución de su realidad, no ya en la Humanidad,
sino en el seno de otras sociedades políticas más potentes.

Sigue vigente hoy el principio de que un individuo, pero también una


empresa que quiere mantener unido a un grupo de individuos de la especie
genómica homo sapiens, sólo puede alcanzar la condición humana, la condición
de hombre en su sentido histórico, a través de una comunidad nacional política
en marcha.

Y desde este punto de vista me arriesgaré a enunciar ante ustedes una


divisa que, para los patriotas españoles, podría estar llamada a sustituir,
supongo, a la divisa de Terencio («hombre soy y nada de lo humano me es
ajeno»): Hispanus sum, et nihil Hispaniae alienum puto.

472
Sobre la educación
para la ciudadanía democrática
Gustavo Bueno

Se esboza un análisis de los componentes ideológicos del proyecto europeo (16 de octubre
de 2002) y español (7 de diciembre de 2006 y 4 de enero de 2007) de una educación de la
ciudadanía democrática

Introducción

El Comité de ministros de los Estados miembros de la UE, reunido el 16 de


octubre de 2002, estableció, entre los objetivos a cumplir por los socios, el de
promover la «educación para la ciudadanía democrática».

El año 2005 fue considerado como Año Europeo de la Ciudadanía a través


de la Educación. El Comité de ministros, recordando entre otras cosas «la
Segunda Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del Consejo de Europa
(Estrasburgo, 10 y 11 de octubre de 1997), que expresaba el ‘deseo de
desarrollar una educación para la ciudadanía democrática basada en los
derechos y responsabilidades de los ciudadanos, así como la participación de
los jóvenes en la sociedad civil’, y decidía emprender un plan de acción
encaminado a la educación para la ciudadanía democrática», preocupado
además «por la creciente apatía política y civil y la falta de confianza en las
instituciones democráticas, y por el aumento de casos de corrupción, racismo,
xenofobia, nacionalismo violento, intolerancia ante las minorías, discriminación y
exclusión social, elementos que representan todos ellos una importante
amenaza a la seguridad, estabilidad y crecimiento de las sociedades
democráticas», y consciente, según dice el Comité de ministros, «de las
responsabilidades que recaen sobre las generaciones presentes y futuras a la
hora de mantener y salvaguardar las sociedades democráticas, y del papel que
desempeña la educación para promover la participación activa de todos los
individuos en la vida política, cívica, social y cultural», teniendo en todo caso en
cuenta «las conclusiones de la 20ª Sesión de la Conferencia Permanente de
Ministros de Educación Europeos (Cracovia, 2000), en la cual los ministros
aprobaron los resultados y conclusiones del Proyecto de Educación para la
Ciudadanía Democrática, lanzado en su 19ª Sesión (Kristiansand, 1997)», afirma
(el citado Comité), «que la educación para la ciudadanía democrática es esencial
en lo que respecta a la función principal del Consejo de Europa, que es la de
promover una sociedad libre, tolerante y justa y que contribuya, junto con las

473
demás actividades de la Organización, a defender los valores y principios de la
libertad, el pluralismo, los derechos humanos y el imperio de la ley, que son los
fundamentos de la democracia.»

El 8 de marzo de 2005, en efecto, Año Europeo de la Ciudadanía a través


de la Educación, tuvo lugar la reunión constitutiva del Comité Español para el
desarrollo de los objetivos de ese año. Y el 7 de diciembre de 2006, y el 4 de
enero de 2007, el Gobierno español decretó las medidas destinadas a poner en
marcha ese proyecto en los centros de educación secundaria del Estado
español, creando una disciplina, «Educación para la Ciudadanía», que se
incorporará con entidad propia al currículo de esta etapa, y que está destinada a
«promover una ciudadanía democrática como parte del conjunto de los objetivos
y actividades educativas en la misma línea en que lo hacen distintos organismos
internacionales».

Aclara, por así decir, el Decreto mencionado, que «la Educación para la
Ciudadanía tiene como objetivo favorecer el desarrollo de personas libres e
íntegras a través de la consolidación de la autoestima, la dignidad personal y la
responsabilidad y la formación de futuros ciudadanos con criterio propio,
respetuosos, participativos y solidarios, que conozcan sus derechos, asuman
sus deberes y desarrollen hábitos cívicos para que puedan ejercer la ciudadanía
de forma eficaz y responsable».

La educación para la ciudadanía se configura, en esta etapa, mediante dos


materias: «Educación para la ciudadanía y los Derechos humanos» (que se
impartirá en uno de los tres primeros cursos) y la «Educación ético cívica» (en
cuarto curso).

La primera materia se organizará en cinco bloques. En el bloque 1 figuran


los contenidos comunes encaminados a desarrollar aquellas habilidades y
destrezas (competencias) relacionadas con la reflexión y con la participación
(entrenamiento en el diálogo y el debate, aproximación respetuosa a la
diversidad personal y cultural…). En el bloque 2 se contienen consideraciones
sobre relaciones interpersonales, y el compromiso con actividades sociales
encaminadas a lograr una sociedad justa y solidaria. El bloque 3, deberes y
derechos ciudadanos, profundiza contenidos ya trabajados en el tercer ciclo de
primaria (conocimiento de los principios recogidos en los textos internacionales).
El bloque 4 va referido a las sociedades democráticas del siglo XXI, e incluye
contenidos relativos a la diversidad social y cultural. El bloque 5, «Ciudadanos
en un mundo global», aborda las características de la sociedad actual, la
desigualdad de sus manifestaciones, &c.

474
La educación ético cívica de cuarto curso se organizará en seis bloques. El
primero con contenidos comunes relativos a los derechos humanos «desde la
perspectiva ética y moral» [no sabemos cómo entiende el legislados esta
distinción], con especial interés por la igualdad entre hombres y mujeres. El
bloque segundo se refiere a la identidad y la alteridad, educación afectivo
emocional. El bloque 3 se destina a las teorías éticas. El bloque 4, ética y política,
la democracia. El bloque 5 problemas sociales del mundo actual. El bloque 6 la
igualdad entre el hombre y la mujer.

1. Principios y metodologías

Nuestro análisis crítico va referido no solamente a los contenidos que


integran los diversos «bloques» de la nueva disciplina (es decir, a la denuncia de
los contenidos que faltan, y a los que sobran, aún tomando como criterio los
mismos principios, si es posible determinarlos, de quienes redactaron y
aprobaron sus programas) sino también a los principios ideológicos
generalmente implícitos o ejercidos (acaso «medio explícitos», es decir, no
representados) que inspiran la perspectiva desde la cual están concebidos los
programas y, sobre todo, a las metodologías (generalmente implícitas y más bien
ejercidas que representadas), que parecen internamente involucradas con los
principios.

Por «principios ideológicos» entendemos aquí, como es habitual, los


fundamentos doctrinales de un «sistema ideológico», es decir, de una
«ideología» en el sentido práctico dialéctico que este término asume desde Marx
(por oposición al sentido más neutro que confirió al término «ideología» quien lo
acuñó, Destutt de Tracy), es decir, entendiendo la ideología como un conjunto
de ideas trabadas entre sí y arraigadas en un sector o grupo social, a través de
las cuales este sector o grupo social se enfrenta a otros sectores o grupos
sociales con los cuales se reconoce en conflicto.

El componente dialéctico (implícito en la situación de conflicto de unos


sectores sociales frente a otros) es esencial en la definición de las ideologías,
entre otras razones porque la evidencia axiomática que quienes participan de la
ideología atribuyen a sus principios procede antes del enfrentamiento práctico
frente a los adversarios que de su «luminosidad interna». La «falsa conciencia»
que suele acompañar a quienes participan de una ideología así definida,
derivaría sobre todo de la desconexión del sistema de principios establecidos
respecto de su orientación dialéctico práctica. En virtud de tal desconexión el
sujeto envuelto por una ideología tenderá necesariamente a tomar los principios
como axiomas evidentes, y por tanto, cuanto mayor sea la evidencia con que se
le presentan esos principios, mayor será también su falsa conciencia. Cuanta
mayor claridad y distinción veían en sus principios los creadores del mito

475
ideológico de la raza aria, mayor era su falsa conciencia, en tanto que ésta se
alimentaba, no de la evidencia de los principios, sino de la decisión práctica de
segregar a su nación respecto de otras naciones no arias, y de segregar del seno
de su propia nación a los grupos no arios que en ella pudieran a su juicio existir
(tales como judíos o gitanos). La «falsa conciencia» del racismo nazi podría
definirse por la identificación de la claridad y distinción prácticas que su política
buscaba establecer en las relaciones entre los arios y los no arios (y que permitía
establecer con claridad y distinción «logísticas» series de objetivos muy precisos,
tales como identificar judíos, expropiarles sus bienes, transportarles a los
campos de exterminio, &c.), con la claridad y distinción científica de la idea
antropológica de raza aria, respecto de las ideas por las que se definían otras
razas inferiores.

La falsa conciencia de las ideologías se nos manifiesta en el desajuste


reiterado de los proyectos prácticos respecto de los campos a los cuales intenta
ser aplicados. De hecho, las ideologías más radicales son inviables en la
práctica, y su capacidad directiva es simple ilusión: al poner en ejecución los
principios axiomáticos a través de decisiones políticas, económicas, &c., el curso
de los acontecimientos demuestra que la realidad discurre por otros caminos de
los que la ideología había intentado prefigurar.

Por lo demás, las metodologías a las cuales una ideología radical se ve


inclinada a preferir, en el momento de dibujar doctrinalmente el sistema
ideológico, está directamente determinada por la falsa conciencia que la
ideología implica, según hemos indicado. Es decir, principalmente, por la
desconexión entre el sistema de principios (desconexión que transforma esos
principios en supuestos axiomas, evidentes por sí mismos) y la oposición
dialéctico práctica de ese sistema de principios con las realidades políticas,
sociales o religiosas contra las cuales se combate. Dicho de un modo más breve:
la falsa conciencia de un sistema ideológico propicia la transformación de
determinadas evidencias práctico dialécticas en supuestas evidencias
axiomáticas de carácter sustantivo.

2. Sobre los principios

Entre los principios del sistema ideológico que a nuestro juicio inspira la
disciplina Educación para la Ciudadanía Democrática, creada por las
autoridades de la UE y asumida y aumentada retóricamente por el Gobierno
socialista de España, podrían citarse los siguientes (en general, la estructura de
estos principios es de índole funcional, por cuanto tales principios asumen la
forma de enunciados de funciones que establecen relaciones aplicativas entre
variables independientes –sujetos individuales, grupos sociales, Estados…– y

476
variables dependientes, pero sin determinación de los parámetros que en cada
caso implica necesariamente la aplicación de las funciones):

(1) El principio del Humanismo laico, que intenta ver al Hombre desde el
Hombre (y no desde Dios o desde la Naturaleza). El Hombre, la Humanidad, el
Género humano, es, para este humanismo laico, «la medida de todas las cosas».
(El principio del Humanismo laico se nos presenta así como un principio propio
del idealismo subjetivo, sin perjuicio de que esta subjetividad esté socializada.)

(2) El principio del Humanismo ético, que atribuye a los sujetos humanos
individuales la condición de entidades supremas, libres, fuentes de todos los
derechos y valores («la vida de la persona humana es el valor supremo»). De
este humanismo se deduce, como axioma penal, el principio de la reinserción
social de los delincuentes, y por tanto la abolición absoluta de la llamada pena
de muerte.

(3) El principio de la cooperación entre los sujetos personales establecida


mediante el diálogo, respetuoso, tolerante, no violento y comprensivo del «otro»
(del «otro que yo», que diría Nicolás Salmerón, uno de los presidentes de la
primera República Española).

(4) El principio democrático-parlamentario, mantenido en el ámbito del


Estado de derecho.

(5) El principio pacifista del No a la Guerra, inspirado en el ideal de una Paz


perpetua.

(6) El principio de la armonía preestablecida en una ley del progreso humano


que afecta a todos los hombres y a sus culturas, armonía que habrá de aparecer
a través del diálogo de civilizaciones, e incluso de la alianza entre estas
supuestas civilizaciones.

3. Sobre metodologías

Supuesta la estructura funcional sin parámetros de los principios de la


ideología humanística, se deducen fácilmente los tipos de metodologías
habilitadas para el desarrollo del sistema ideológico del humanismo híbrido. En
realidad estas metodologías son manifestaciones de una misma metodología:

(1) Ante todo la que podríamos llamar «metodología (ejercida, no


representada) de la petición de principio». Se manifiesta esta metodología, por
ejemplo y sobre todo, en el tratamiento de la idea de ciudadanía como si fuese
una condición humana ya dada intemporalmente. Y aquí se funda la conexión
477
que en los programas de la disciplina que analizamos se establece entre la
ciudadanía (tomada genéricamente, en abstracto) y la Declaración universal de
los derechos humanos.

Esta metodología permite eludir las cuestiones más engorrosas que se


suscitan al analizar las relaciones entre los ciudadanos y los hombres en general
(por ejemplo, de los hombres que no viven en ciudades, sino en las selvas, en
los campos o en los conventos). Entre los ciudadanos y las Naciones políticas,
entre los ciudadanos y el Estado, entre los ciudadanos y los diversos círculos
culturales y, en particular, entre los ciudadanos y las diversas religiones. Se
supone que la ciudadanía subsiste segregada de todos estos contextos, a la
manera como la triangularidad universal subsistiría segregada de los diversos
géneros de triángulo. Pero al suponer la ciudadanía en este estado, se está
pidiendo el principio de lo que se trata de demostrar, a saber, que exista la
posibilidad de hablar de una ciudadanía al margen de las Naciones políticas, de
los Estados, de los círculos culturales, de las civilizaciones o de las religiones.

(2) En segundo lugar, la metodología axiomática orientada a presentar los


principios como verdades definitivas, similares a los «principios de la
Revelación» de las teologías positivas dogmáticas, si bien la «Revelación
positiva» de los principios corre ahora a cargo, no ya de una iglesia, sino de la
ONU, de la UNESCO o de la UE.

Este axiomatismo se apresura a alejarse, en su expresión, de cualquier


forma de axiomática filosófica tradicional, y prefiere asumir la forma positiva
propia de los principios proclamados, como leyes o decretos, por algún
organismo internacional que ejerce el papel de «fuente de la Revelación». Así
los derechos humanos quedarán establecidos, a salvo de cualquier análisis
filosófico, y se adoptarán a título de acuerdos positivos definidos en
la Declaración universal de los derechos humanos en la Asamblea general de la
ONU de 10 de diciembre de 1948.

(3) Estas metodologías se resuelven, en realidad, en una misma


metodología, a saber, la que inclina a presentar las ideas funcionales utilizadas
al margen de cualquier parámetro. Por ejemplo:

I. La «ciudadanía», como idea genérica abstracta, se utilizará, según hemos


dicho, como entidad intemporal, sin atender a sus especies históricas,
contrapuestas entre sí, que ejercen el papel de parámetros de la función. Un
ejemplo de esta utilización nos lo ofrecen quienes citan (descontextualizando sus
circunstancias históricas) el conocido refrán alemán, «El aire de la ciudad os hará
libres», como corroboración de la tesis ideológica que atribuye a la ciudad, en
general, la capacidad de conseguir que un sujeto de la especie humana pueda

478
alcanzar la libertad, es decir, sin tener en cuenta que el refrán citado se formula
en el proceso de transformación del sistema feudal en el sistema constituido por
las ciudades burguesas de la baja edad media.

II. El «Estado de derecho» como idea utilizada al margen de los contenidos


de cada sistema jurídico, como si el Estado esclavista de la República romana
no hubiera sido un Estado de derecho –de Derecho romano–, como si el Estado
Nacional Socialista no hubiera sido un Estado de derecho que los juristas
alemanes intentaron justificar doctrinalmente.

III. La democracia procedimental, sin dar los parámetros necesarios


(¿democracia orgánica?, ¿democracia parlamentaria?, ¿presidencialista?, ¿con
partidos políticos con listas cerradas y bloqueadas?, ¿con pena de muerte?,
¿con la institución monárquica?, &c.).

IV. La idea de formar a las «personas libres e íntegras», pero sin dar los
parámetros de esa libertad y de esa integridad (nos parece evidente que hablar
de libertad y de integridad sin detallar en qué consiste esa libertad y esa
integridad es pura retórica burocrática).

V. El ideal de educar a los ciudadanos en el ejercicio de una conducta


«racional», sobrentendiendo la racionalidad sin parámetros, de un modo
puramente negativo, a saber, por el laicismo. Y ello mediante la ficción
(antropológica y sociológica) según la cual las religiones positivas son asunto
privado y no público. (¿Acaso habría que considerar como irracionales a los
ciudadanos creyentes en una revelación positiva, por ejemplo, a los millones de
ciudadanos, con derecho a voto, que, más allá de la distinción entre izquierdas
y derechas, llenan las calles de las ciudades españolas durante las procesiones
de Semana Santa?) Un gobierno realista podrá ser confesional, o antirreligioso,
pero no neutral o laico.

VI. El ideal de la autoestima personal, pero sin determinar los parámetros o


materias de esa autoestima; lo que equivale a erigir la autoestima subjetiva, que
es un puro valor subjetivo, en un valor ético, social o político, en un valor
supremo. Tamerlán o Adolfo Hitler tuvieron, según sus biógrafos, un grado muy
alto de autoestima. (La «puesta en valor» del proceso psicológico de la
autoestima se diría fundada –suponemos– en el objetivo de educar a los
ciudadanos como consumidores de un mercado pletórico, capaces de defender
sus preferencias como derivadas de su propia subjetividad; solamente de este
modo la prospección de la demanda podrá ser tratada por métodos estadísticos.)

VII. El ideal educativo de la adquisición de competencias (habilidades,


destrezas, adquiridas mediante la formación de hábitos obtenidos tras la

479
repetición del ejercicio de actos correspondientes) sin incluir los contenidos de
estas competencias. Competencias que, por tanto, se nos muestran como
«potencias», «capacidades» o «virtudes» de un sujeto para ejercer
determinadas acciones u operaciones.

Ahora bien, el prestigio, en contextos profesionales, del término


«competente», puede servir también, sin embargo, para referirse a las personas
que han adquirido gran competencia para manejar una pistola asesina. El
adiestramiento de un terrorista de ETA le confiere «competencia y destreza para
atender a las demandas de su organización»; el entrenamiento de un mujaidín
del Yihad le hace «competente para autoinmolarse» haciendo explotar las
bombas que lleva en su cintura, para atender de este modo a la demanda social
de los 500 millones (estimados) de musulmanes que integran hoy el Yihad.

La mejor prueba del fracaso del concepto de competencia, utilizado sin


parámetros (hay que tener en cuenta que «la competencia», en el sentido en que
Chomsky utilizó el término, tenía un parámetro, el de la expresión verbal en una
lengua determinada), es su incapacidad para ser utilizada como criterio de
definición de la Ética. Habría que definir la ética «como disciplina orientada a
lograr que los sujetos adquieran las competencias para atender a demandas
complejas»; pero entonces habría que considerar éticas a las disciplinas de
adiestramiento de las que hemos hablado, a las competencias del terrorista de
ETA para manejar la pistola, o a las competencias para inmolarse del guerrillero
mahometano ortodoxo. Habría que especificar los contenidos de estas
«demandas complejas», como demandas con valor ético. Pero entonces lo
definido entraría en la definición.

Tradicionalmente la Ética se definía en función de las virtudes, pero siempre


que estas virtudes fuesen a su vez entendidas no como meros hábitos,
capacidades o competencias, sino especificadas, por ejemplo, como hábitos que
se ajustan al cumplimiento de las normas orientadas al incremento de la fortaleza
(firmeza y generosidad) de los sujetos humanos.

VIII. La solidaridad, como disposición que hay que poner en valor en la


educación ciudadana, también se ofrece como una idea sin parámetros (como si
los miembros de una banda terrorista o los cuarenta ladrones no fueran solidarios
entre sí).

IX. La apelación al diálogo, sin parámetros, es una apelación vacía que


confunde el diálogo exploratorio o dilatorio con el diálogo científico o filosófico, y
con la mera cháchara, apta, sin embargo, para cubrir una disertación o una clase
prática de educación para la ciudadanía.

480
X. La Paz como un «¡No a la Guerra!», sin parámetros, es también una idea
vacía, porque la Paz es el fin de la Guerra, y la Guerra supone la conculcación
de un orden, que la Paz re-establece. Por ello la Paz supone, en general, la
Victoria del vencedor, y por ello carece de sentido poner a la Paz como un ideal
abstracto, sin indicar cuál es el orden victorioso y cuál es el orden vencido. Sin
embargo, desde este ideal pacifista educativo se consigue eludir los problemas
derivados de la educación militar o premilitar, o del entrenamiento de los
ciudadanos en otras muchas competencias (por ejemplo la competencia en el
conocimiento crítico de la Historia de España) que ellos pueden necesitar cuando
la Nación lo exija.

XI. Las valoraciones, y las puestas en valor de algo sin parámetros, son
también ideales vacíos, que dejan de lado la estructura interna de los valores
(valores que se oponen siempre a otros valores o contravalores), y al propio
conflicto de los valores entre sí.

En particular, es la utilización de la idea de los valores éticos sin parámetros


(en este caso, sin detenerse a ofrecer una definición de Ética) la que permite a
los legisladores dar por supuesto que la educación de la ciudadanía puede y
debe ser enfocada, sin mayores averiguaciones, desde el punto de vista de la
Ética, desde el punto de vista de los valores éticos. Lo que se consigue con este
enfoque ético es desvincular ideológicamente la ciudadanía de la política, dando
por supuesto (desde premisas armonistas) que la política y la ética (así como la
moral) son siempre compatibles. En consecuencia, confundiendo continuamente
las cuestiones éticas con las cuestiones políticas (remitimos a nuestro
artículo «En nombre de la Ética», El Catoblepas, nº 16, 2003, reproducido en
apéndice en el libro La vuelta a la caverna, Ediciones B, Barcelona 2004, páginas
375-400.)

En realidad, la segregación de la política como componente de la idea de


ciudadanía (segregación justificada como modo de conseguir la neutralidad
partidista), conduce a una alineación anti-nacional (concretamente, en nuestro
caso, antiespañola), paralela a la que conduce la segregación de toda religión
positiva como componente de la vida pública en el «Estado laico de los
ciudadanos» (segregación justificada para conseguir la neutralidad confesional).
Alineación anticristiana, por ejemplo, como han advertido las autoridades
eclesiásticas españolas. Esto se debe a la estructura pública, y no privada, de
las religiones ecuménicas, que no pueden dejar de afectar a todos los
ciudadanos de la Tierra globalizada, del mismo modo a como la nacionalidad
política afecta también a todos los ciudadanos que viven en el territorio que ha
sido históricamente reconocido a cada nacionalidad. No cabe hablar, por tanto,
de «ciudadanos laicos», como tampoco cabe hablar de «ciudadanos apolíticos»,
salvo que se les considere insertos en un plano meramente psicológico subjetivo

481
(circunscrito a la falsa conciencia del egocentrismo individual o de grupo). Tanto
desde la religión positiva, como desde la Nación política positiva, cabe afirmar
que «los ciudadanos que no están conmigo están contra mí». Los ciudadanos,
en su realidad objetiva (y no meramente en su subjetividad egocéntrica), no son
neutrales; la ética no les confiere neutralidad alguna con respecto a la política o
a la religión.

Los ciudadanos habrán de tomar partido o bien a favor de una religión


positiva y de una nacionalidad positiva, o bien en contra de esa religión positiva
o de esa nacionalidad positiva. La pretendida neutralidad es aparente y sólo
puede respirar en una atmósfera de falsa conciencia. El laicismo, como
característica de una supuesta ciudadanía madura, es inadmisible cuando se ha
reconocido la realidad de las religiones positivas que envuelven a los
ciudadanos, y ante las cuales es preciso tomar posición en pro o en contra: el
laicismo, como el agnosticismo, son posiciones propias de creyentes
vergonzantes (concretamente, el laicismo es una figura secularizada procedente
del ámbito religioso, desde el cual se veían como laicos a los clérigos o a los
creyentes que no habían alcanzado el orden sacerdotal; desde fuera de las
iglesias la figura de los laicos cobra otro sentido, que coincide precisamente con
la falsa conciencia de la neutralidad). Paralelamente, el apoliticismo, como
característica de una supuesta ciudadanía madura, es inadmisible, porque en
realidad esa madurez se basa en la ficción de una supuesta ciudadanía
cosmopolita, que estaría tan separada de las Naciones políticas efectivas como
la sonrisa del gato pudiera estarlo del gato sonriente.

Ante las religiones positivas al ciudadano sólo le cabe, desde el punto de


vista filosófico, ser ateo o ser creyente. Ante las nacionalidades políticas
positivas al ciudadano sólo le cabe, desde el punto de vista filosófico, ser patriota
o anarquista radical. Sin perjuicio de que, en el terreno de la práctica cotidiana,
impuesta por la diversidad de confesiones religiosas y de nacionalidades
políticas, las disyuntivas ateo/creyente y patriota/anarquista resulten ser
puramente abstractas y sólo válidas para un individuo aislado que cree poder
decidir por su cuenta el destino de la historia. Cuando el ciudadano se reconoce
necesariamente como conciudadano, miembro de un grupo, y por tanto se
encuentra siempre rodeado en un entorno de alternativas religiosas o políticas,
se comprende que adopte ciertas medidas de alianza o de repulsión respecto de
determinadas confesiones o nacionalidades, según que a su juicio estas alianzas
o repulsiones puedan tener un valor estratégico coyuntural para conducirse en
la línea que marcan sus propias premisas.

XII. El fomento del «espíritu crítico» como ideal educativo se propone


también sin parámetros, porque se da por supuesto que esta crítica no puede
dirigirse contra los principios presupuestos, es decir, por ejemplo, contra la

482
Declaración universal de los derechos humanos, contra el principio de la
tolerancia hacia determinadas religiones positivas, o contra la concepción de las
penas como meros instrumentos de reinserción social.

4. Sobre la incompatibilidad de la metodología expuesta con la metodología


filosófica

No es pertinente entrar en debate, en este lugar, con los principios del


humanismo de la «izquierda híbrida», que, a nuestro juicio, están inspirando el
proyecto europeo, asumido por el Gobierno socialista español, de la Educación
en la Ciudadanía democrática, proyecto «europeo» que contrasta con los
proyectos educativos de otros Estados (que Europa no suele considerar como
plenamente democráticos –Unión Rusa, China, &c.– porque, aunque los
considere como democráticos, aprecia en ellos graves déficits democráticos –
por ejemplo, el no haber abolido la pena de muerte, o el mantener la institución
de la Corona–), que no son propiamente laicos, aunque sean tolerantes con las
diversas confesiones, como sería el caso de los Estados Unidos de América del
Norte. A la crítica de la ideología de este humanismo de izquierda híbrida nos
hemos referido en la parte III de la conferencia organizada por el Foro de la
Nueva Economía, publicada en El Catoblepas, nº 61, del pasado mes de marzo.

En cambio sí parece pertinente decir algunas palabras críticas, desde la


perspectiva de la tradición filosófica (tal como la representa el materialismo
filosófico), sobre la metodología que consideramos involucrada en este proyecto
europeísta de Educación para la Ciudadanía democrática.

En efecto, tal metodología constituye, a nuestro juicio, la más clara


contrafigura de la tradición dialéctica de la filosofía académica (de la Academia
platónica, no ya de la «Academia universitaria»), por cuanto habría que alinearla,
más bien, como ya hemos insinuado antes, con las metodologías propias de las
Teologías positivas o dogmáticas, que se apoyan, como si fueran premisas
axiomáticas, en unos artículos de la fe ofrecidos por una revelación escrita en
determinados textos, la Biblia, el Corán, o las resoluciones de organismos
internacionales como la ONU o la UE. La circunstancia de que las premisas
ofrecidas por estos organismos internacionales (y recibidas por órganos
nacionales como puedan serlo en España el Ministerio de Educación y Ciencia)
no tengan la pretensión de ser autoridades sobrenaturales, sino meramente
jurídico coactivas, no elimina el carácter de premisas de autoridad, en virtud de
la cual se invocan.

Por lo demás, si juzgamos no sólo pertinente, sino necesaria, una crítica a


tales metodologías, se debe, en primer lugar, al hecho de que estas premisas de
autoridad coactiva, por no ser de naturaleza religiosa, pueden ser consideradas

483
como estrictamente racionales y, por consiguiente, como filosóficas (constituyen,
se dice, la «filosofía» de las leyes, decretos o recomendaciones de referencia).
En realidad se trata de sucedáneos dogmáticos (no dialécticos) de la disciplina
filosófica, y no tanto siempre por el contenido de los dogmas (diríamos, «por el
huevo»), sino por el modo de ofrecerlos y argumentarlos («por el fuero»).

Y, en segundo lugar, porque se da por supuesto que la nueva disciplina


estará encomendada, siempre que sea posible, a los profesores que imparten
Filosofía en otros niveles de la enseñanza secundaria, o incluso universitaria.

Me atendré, en todo caso, tan solo al núcleo en torno al cual gira el presente
rasguño: la idea misma de ciudadanía, analizándola, por supuesto, desde las
coordenadas no ya de «la filosofía» (otra expresión funcional sin parámetros),
sino desde las coordenadas del materialismo filosófico.

Desde estas coordenadas no cabe dar por evidente que la ciudadanía sea
una idea equivalente a la idea de hombre, equivalencia por la cual se justificaría
la conexión asumida por el programa entre la ciudadanía y los derechos
humanos. Una equivalencia que inspira la mayor parte de los programas de la
educación para la ciudadanía democrática, si tenemos en cuenta que, según
hemos sostenido en otros lugares, el contenido de los treinta artículos de la
Declaración de los derechos humanos es fundamentalmente ético, y no político
o moral. Tampoco puede darse por evidente la compatibilidad de las normas
éticas (incluidas las contenidas en la Declaración de los Derechos Humanos) con
las normas morales y con las normas políticas (los países musulmanes sólo han
suscrito la Declaración de los Derechos Humanos agregando la condición de que
éstos se acomoden a las normas de la Saría, lo que equivale muchas veces a
neutralizar muchos de los artículos de esa Declaración).

Tan sólo aceptando al pie de la letra la definición de Aristóteles de hombre


como animal político (en el sentido de «animal que vive en ciudades») podría
sostenerse esta equivalencia entre los derechos del hombre y los derechos del
ciudadano. El hombre que estudian las disciplinas antropológicas, físicas o
culturales, no se circunscribe al hombre que ha alcanzado la fase de la ciudad,
de la civilización, para utilizar los términos de la Antropología clásica. Sigue
siendo inexcusable, en este debate, la referencia a la obra de Lewis H. Morgan
(La sociedad primitiva, 1877), en la que establece, a su manera, que «del mismo
modo que es indudable que cierto número de familias humanas han existido en
estado salvaje, otras en estado de barbarie y aún algunas en estado de
civilización, de igual forma parece que estas tres condiciones diferentes se
entrelazan debido a una sucesión tan natural como imprescindible de progreso».
Y aunque entre los rasgos mediante los cuales Morgan caracteriza a cada uno
de sus periodos y estados anteriores a la civilización, y al propio estadio de la

484
civilización «desde la invención de un alfabeto fonético y el empleo de la
escritura, hasta el tiempo presente» no figura lo que más tarde, con Gordon
Childe y otros se conocerá como la «revolución urbana», lo cierto es que la
ciudad es también reconocida por Morgan (al tratar en el capítulo 10 de las
instituciones de la sociedad política griega) como criterio propio de la civilización.

En realidad cabría decir que antes aún de las ideologías emanadas por
determinadas ciudades frente a otras es la idea de ciudad, la de Aristóteles, por
ejemplo (por no decir también la de Platón, y por supuesto, la idea de Morgan
(en tanto asocia la ciudad al progreso del género humano), la que ella misma es
ideológica y no neutra. Y esto en la medida en la cual esta idea se utiliza para
expresar la cristalización en un sistema de ideas, la nueva condición, como
animales políticos, de los hombres que comienzan a vivir en ciudades. Las ideas
que estos hombres se han forjado de sí mismos como ciudadanos, frente a
quienes o bien vivieron en las selvas o bien siguen viviendo como nómadas fuera
de los ciudades, en los campos, continuando la forma de vida bárbara o salvaje
(los romanos cristianos llamarían paganos a aquéllos hombres que seguían
viviendo en alquerías o en aldeas sin ser ciudadanos, es decir, sin participar de
la vida de las grandes ciudades ya cristianizadas).

El proceso de la constitución de la ciudad implica, en efecto, una


transformación, casi siempre violenta (Caín, Rómulo), de las sociedades tribales
o gentilicias organizadas en torno a la familia; un proceso que implica la
reorganización de la apropiación de las tierras ocupadas por los nuevos Estados,
así como la redistribución, a título de derecho de propiedad, de los territorios
asignados a los futuros ciudadanos. Lo que implica la formación de
representaciones ideológicas de la ciudad frente a las sociedades de origen, así
como recíprocamente.

Los bárbaros –pero también los que se han incorporado a la ciudad como
esclavos, o simplemente como siervos o desheredados– verán a la ciudad con
el rencor suficiente para alimentar una suerte de «nostalgia ideológica de la
barbarie»; por su parte, los ciudadanos verán a la ciudad con el orgullo propio de
los vencedores, que a través de su victoria han logrado elevarse a formas de
vida mucho más ricas y complejas de aquellas a las que tienen acceso los
bárbaros. En nuestros días se ha llegado a equiparar ideológicamente la relación
entre «el campo» (considerado como una herencia del salvajismo o de la
barbarie) y «la ciudad» (como centro de la civilización) con la relación que media
entre la Naturaleza y la Cultura humana. O. Spengler, en su Decadencia de
Occidente,sostenía que las grandes culturas son culturas «urbanas» –el aldeano
se hace planta– y Ortega y Gasset llega a decir, en La rebelión de las masas, que
«el hombre campesino es todavía vegetal», y que (en El Espectador) «en la
ciudad la lluvia es repugnante, porque es una injustificada invasión del cosmos,

485
de la naturaleza primitiva, en un recinto como el urbano, hecho precisamente
para alejar lo cósmico y primario».

En todo caso, los componentes ideológicos de la idea de ciudad (y de


ciudadanía) no se reducen a la dialéctica de la ciudad con la barbarie o con la
vida selvática o rural (con «el campo»). Hay otros enfrentamientos constitutivos
de la ciudad, de su evolución interna, que alimentarán nuevas ideologías
históricas más potentes aún que las originarias.

Principalmente el enfrentamiento de unas ciudades con otras,


enfrentamiento del que resultará la evolución de la ciudad hacia la forma de
Estado-ciudad, rodeada de murallas, y con una organización militar propia a
cargo de los mismos ciudadanos. El orgulloso discurso de Pericles, transmitido
por Tucídides, al proclamar a Atenas y a su «democracia» como ciudad ejemplar
y madura, es un discurso claramente ideológico, dirigido contra Esparta, sobre
todo, y pronunciado precisamente en un acto en honor a los muertos en el
combate. La ciudad de Pericles no es una ciudad concebida, como alguna vez
se le ocurrió decir a Ortega, como resultado de la pacífica decisión de unos
hombres que, dando las espaldas al campo, formaron un corro, un ágora, para
«dedicarse a dialogar» y «a pensar»; entre otras cosas porque, entre los
contenidos de esos diálogos o pensamientos, habrá que contar aquellos que
tenían que ver con la solidaridad de los ciudadanos atenienses frente a los
metecos, a los esclavos, y, de todos ellos, contra los espartanos y los persas.

La educación ciudadana (política) ateniense presuponía, en efecto, la


educación militar o premilitar (la cual ignora aterrorizado el proyecto europeo de
Educación pacifista para la Ciudadanía democrática). Aristóteles (Constitución
de Atenas, 42, 2) nos habla de le institución de le efebía, y dice que los efebos
llegan a ser ciudadanos después de dos años de servicio militar. Tras la batalla
de Queronea (-338) la situación de las ciudades-estado cambiará, en el sentido
de una evolución, de un modo a otro, hacia la incorporación de las ciudades a
los grandes imperios, y principalmente al imperio en el cual la ciudad de Roma
(antes ya de César y de Augusto) se estaba transformando poco a poco, pero
inexorablemente.

Durante siglos, ser ciudadano equivaldrá a ser ciudadano romano o a


participar de esta ciudadanía por concesión del emperador, sobre todo después
de Caracalla. Muy poco tiene que ver la educación ciudadana antigua con la
educación de los ciudadanos que hoy nos propone la Unión Europea. La
educación del ciudadano romano implica el conocimiento y aplicación de las
leyes del derecho romano, la práctica de la justicia («dar a cada uno lo suyo», es
decir, al terrateniente sus latifundios, al esclavo sus alimentos) y el conocimiento
y aplicación de las leyes de la guerra. Pero los objetivos de esta educación

486
ciudadana no han sido abandonados (ni podrían serlo) por los Estados
sucesores. Lo único que han hecho estos Estados es descargar a los llamados
«ciudadanos» de las atenciones hacia estos objetivos (y más en el papel que en
la práctica), encomendándoselos a cuerpos profesionales de mercenarios o de
funcionarios.

A partir del siglo IV y como consecuencia del reconocimiento del cristianismo


por Constantino el Grande como religión oficial, y de las invasiones germánicas,
la idea de ciudad adquirirá una modulación positiva inesperada (sin perjuicio de
que esta idea fuera heredera de la idea de la cosmópolis o ciudad universal de
los estoicos). La autorrepresentación ideológica, a través de San Agustín, de la
Iglesia católica –que estaba transformándose en una realidad social positiva,
más allá del proyecto imaginario y utópico de la «cosmópolis» estoica– cristalizó
en la idea de la Ciudad de Dios, una ciudad universal, católica, en la que todos
los hombres estaban destinados a integrarse.

Es ahora cuando aparece un cuerpo visible del cual podrá salir la idea de
una sociedad civil, enfrentada a la sociedad política real, que comenzará a
considerarse, ideológicamente también, como una ciudad terrena, incluso como
una ciudad del diablo. La nueva sociedad civil se concebirá como una sociedad
universal, católica, enfrentada a la sociedad política, en principio, por sus fines
sobrenaturales y métodos pacíficos (aunque muy pronto la institución de miles
Christi desmentirá en la práctica esa vocación pacifista, que nunca desaparecerá
en la teoría). En el terreno ideológico esta sociedad civil, como correlato
dialéctico de la sociedad política (de los Reinos, de los Imperios), llegará a
sustantivarse como si efectivamente su realidad existente tuviera posibilidad de
subsistir al margen del Estado. En el periodo merovingio, por
ejemplo, ciudad (civitas, urbs) se definirá frente al castrum y oppidum, y
designará a una población municipal en la que hubiera obispo y catedral.

Sin embargo esta «ciudad de Dios» servirá de modelo para re-definir,


también ideológicamente, las antiguas ciudades políticas que han ido siendo
incorporadas al Imperio o a los Reinos sucesores, y favorecerá el ideal de
emancipación de las sociedades urbanas, municipales, respecto del Estado en
cuyo seno y bajo cuya protección armada mantienen sus comunicaciones e
intercambios imprescindibles con las demás ciudades y su propio orden interno.

La idea misma de una sociedad civil (diferenciada de la sociedad política),


por tanto, la idea de una ciudadanía no política ni militar, sino redundantemente,
al menos en cuanto a la terminología, «cívica» y «pacífica», se constituye como
una idea negativa («lo que no es el Estado»). Y esto contribuirá, en los Reinos
católicos del Antiguo Régimen (a diferencia de los viejos Reinos arrianos, y
después musulmanes, pero también calvinistas o anglicanos, que heredarían los

487
principios políticos del arrianismo), a romper con las teocracias tradicionales y a
mantener el principio de separación entre el Estado y la Iglesia (sin perjuicio de
las oscilaciones que esta separación estaba llamada a tener en la práctica
histórica).

La idea de una «sociedad civil» sustantiva e independiente en su fondo del


Estado, aunque no de la Iglesia, adquirirá una fuerza mayor en la época
moderna. Por ejemplo, muchos teólogos y misioneros hispánicos llegarán a creer
que la evangelización del Nuevo Mundo, de África o de Asia, pudo y «debió»
haber tenido lugar en virtud de la pura fuerza de la cruz, sin necesidad de la
espada; del mismo modo que muchas «ciudades municipales», las comuneras,
por ejemplo, llegarían a creer, flotando en su falsa conciencia, que la riqueza de
sus repúblicas urbanas era fruto de su propio esfuerzo, sin que nada debieran al
poder político central, que les imponía levas e impuestos con las consiguientes
tensiones (de las que nos ofrecen un reflejo obras clave, literarias, como El
Alcalde de Zalamea o Fuenteovejuna).

Desde este punto de vista, la «Gran Revolución», que destruyó el Antiguo


Régimen e instauró un Nuevo Régimen, fue mucho más realista en el
entendimiento de las relaciones de la sociedad civil con el Estado. El Nuevo
Régimen se hace equivalente ahora a la instauración de la Nación política, como
heredera del Reino absoluto. Consiguientemente, opera la transformación de
los súbditos del rey absoluto (teóricamente, ideológicamente) en ciudadanos de
la Nación política, constituida como una sociedad democrática en la cual la
soberanía reside en el pueblo. Son ciudadanos que saben que tienen que
defender sus derechos democráticos con las armas, frente a los ataques de los
Reinos del Antiguo Régimen (Aux armes, citoyens!); el ciudadano Robespierre,
o el ciudadano Marat, saben además que tienen que utilizar la guillotina y el terror
para que la Nación política pueda seguir sosteniéndose como tal.

En el Nuevo Régimen (obra de la izquierda política de primera


generación) la ciudadanía presupondrá esencialmente la Nación política. La
nacionalidad se adquirirá por nacimiento o por vecindad; pero los derechos
civiles, los derechos del ciudadano (por ejemplo, el derecho al sufragio) se
adquirirá posteriormente, mediante reglas o instituciones precisas (mayoría de
edad, nivel de renta y de educación). La «República» (o la Monarquía
constitucional) se guiará siempre, sin embargo, por el objetivo de extender la
ciudadanía (mediante la elevación del nivel de renta y del nivel de educación) a
todos los compatriotas que constituyen la Nación política, a todos los que tienen
la misma nacionalidad.

La Asamblea revolucionaria, en su Declaración de los derechos del hombre


y del ciudadano, viene a reconocer que la condición de hombre no genera por sí
misma la condición de ciudadano. En cierto modo estas dos condiciones (de

488
hombre y de ciudadano) resultan incompatibles y, en todo caso, se admitirá la
posibilidad de ser hombre sin ser ciudadano, pero no la de ser ciudadano sin ser
hombre. Sin embargo lo cierto era que los hombres sólo llegaban a ser
ciudadanos no directamente, sino a través de su pertenencia a la Nación política,
una Nación en constante dialéctica con otras Naciones.

De hecho, y ante la evidencia de que las sociedades civiles municipales sólo


son posibles en el seno de una Nación política constituida, y de una Nación
política con parámetros precisos, como pudiera serlo, por ejemplo, la Nación que
ocupa el territorio de Francia. Por tanto, de una Nación cuyos ciudadanos hablan
un idioma común, el francés, si es que realmente han convivido como miembros
de una comunidad política real («ya no hay galos, aquitanos o bretones; todos
somos franceses»). El portugués de Nicolás Fernández de Moratín, que se
admiraba de que todos los niños en Francia, ya en su tierna infancia, supieran
hablar francés, no tuvo en cuenta que el «arte diabólica» mediante el cual ello
se hacía posible tenía un nombre, la guillotina, dispuesta a cortar la cabeza de
aquellos que, en lugar de hablar francés, quisieran hablar algún patois.

De hecho se llegará a identificar la ciudadanía con la nacionalidad (política),


y en adelante se hablará, por ejemplo, de «ciudadanía francesa» o de
«ciudadanía española».

Cuando el principio fundamental del nuevo régimen, el Estado Nación (el


«cogito ergo sum» de la política, «Cada Nación, un Estado», en expresión de
Pascual Mancini), comience no ya tanto a debilitarse cuanto a cambiar de
parámetros, la teoría de la ciudadanía entrará en una crisis profunda. Podrá
seguir entonándose el Trágala, o El pendón morado («…He aquí la villa del
miliciano, buen Ciudadano de la Nación…»), pero ya no estará claro para
muchos si, en la Península Ibérica, cabe hablar de la Nación española.

Unas veces, en efecto, porque las naciones canónicas entrarán, al menos


en teoría, en una «fase de balcanización» que llevará a borrar los conceptos de
«ciudadanía española» o de «ciudadanía francesa» sustituyéndolos por los de
«ciudadanía catalana», «ciudadanía vasca», «ciudadanía berciana»,
«ciudadanía bretona» o «ciudadanía sarda»; en el límite, la ciudadanía se
circunscribirá a las villas y a los cantones, y el buen ciudadano ya no tendrá que
ser, en su delirio ideológico, «ciudadano de la Nación», sino «ciudadano de
Cartagena», «ciudadano de Barcelona» o «ciudadano de Salamanca».

Otras veces porque las naciones canónicas entrarán en una fase de


«confederación», que llevará a los ciudadanos españoles, franceses o italianos
al supuesto deseo de asumir una nacionalidad común, la «ciudadanía europea»
y, en su límite, la «ciudadanía universal», la Cosmópolis, la condición de

489
«ciudadano del Mundo», identificada con la misma condición humana («Antes
que español soy hombre», decía Pi Margall).

Consideraciones finales

¿Estamos en condiciones para organizar un programa consistente, desde


una perspectiva filosófica, para dirigir la educación de la «ciudadanía
democrática»?

Los programas bosquejados por la Unión Europea y asumidos por el


Gobierno socialista español permitirán sin duda fabricar detallados programas
enciclopédicos, resultantes de la acumulación de asuntos y temas heterogéneos,
que se enredan unos a otros como las cerezas, y que son establecidos por
Decreto, pero sin que pueda hablarse de un nexo interno entre ellos. Pongamos
por caso, un vínculo interno entre la condición de «ciudadano» y la de
«demócrata» (ignorando el tradicional vínculo de los ciudadanos con las
aristocracias), o un vínculo interno entre «ciudadano» y «hombre» (ignorando la
realidad de muchos hombres que no son ciudadanos, y que los contenidos de
los Derechos humanos son, principalmente, derechos negativos). Sólo desde
una apariencia perspectiva, verbal o retórica –la que utiliza los términos
funcionales sin parámetros–, pueden proponerse, y se proponen de hecho,
programas ajustados a las decisiones ideológicas de quienes pretenden
controlar la educación europea y española. En cualquier caso, desde estos
supuestos no habría por qué encomendar la nueva disciplina a los profesores de
filosofía, sino más bien a legistas. Ni siquiera a profesores de historia o a
licenciados en ciencias políticas, en sociología o en antropología. La encomienda
tendría que hacerse a los intérpretes fieles de los textos legales vigentes de la
teología dogmática laica y democrática, a los expertos en ciencias jurídicas o en
la práctica del derecho, a los abogados.

Y la razón por la cual decimos que no se dan las condiciones necesarias


para desarrollar un programa de Educación para la Ciudadanía desde una
perspectiva filosófica es la ambigüedad total de la idea misma de «ciudadanía»
que se maneja. Ambigüedad que procede de la ausencia de parámetros que ya
hemos denunciado, o, lo que es aún peor, de la mezcla ecléctica de cualquier
tipo de parámetros. Si atendemos a los contenidos ofrecidos en los programas
oficiales, los parámetros que se manejan (huyendo siempre de parámetros que
se aproximen al parámetro de la Nación canónica) oscilarán entre los extremos
de la ciudadanía universal cosmopolita –asociado a la idea de Globalización y a
la idea de los Derechos Humanos– y de la ciudadanía cantonal o municipal,
manteniéndose en un término medio, como «parámetro continental», la idea de
«ciudadanía europea» (que la realidad va demostrando ser solamente una
ciudadanía de papel).

490
(1) La idea de una «ciudadanía universal», cosmopolita, común a todos los
hombres, es sólo una idea universal negativa. Una universalidad abstracta,
obtenida por la abstracción negativa de todas sus especies no porfirianas, que
no se limitan, por tanto, a desarrollar un género porfiriano, más o menos remoto,
sino a determinarlo en formas contrapuestas entre sí. Tal universalidad negativa
llevará a ignorar por completo las «especies» internas de la ciudadanía, tales
como la especie «ciudadanía aristocrática», o la especie «ciudadanía
esclavista», o la especie «ciudadanía colonialista». Así mismo se seguirá
segregando o ignorando la involucración de las ciudades en diversos y
contrapuestos círculos nacionales-estatales, religiosos, culturales o de
civilización.

Sólo mediante esta segregación metafísica de especies propiamente


plotinianas en nombre de un supuesto género porfiriano de ciudadanía, cabe
hablar de una ciudadanía universal, de la que participasen todos los hombres, a
título de conciudadanos o de convecinos «de la comunidad humana». Pero esta
abstracción (que arroja un concepto de ciudadanía puramente taxonómico) nos
saca fuera del tablero práctico político, y nos introduce en un terreno de
generalizaciones de indudable interés especulativo o taxonómico, próximo, por
cierto, a la perspectiva psicológica o etológica (que incluye también las
sociedades de insectos o de primates).

Habría que acudir al supuesto gratuito de que, sin perjuicio de sus fronteras,
los Estados, las Naciones políticas, las esferas culturales, las religiones o las
civilizaciones pueden dialogar entre sí, al estilo de aquellos diálogos de las
religiones (que escenificarían Bodin –Colloquium heptaplomeres– o el Lessing
de Nathan el Sabio) o del diálogo de las civilizaciones, en particular, del diálogo
de Oriente y Occidente (que Garaudy, en la Córdoba de 2005, propuso, cuando
ya era musulmán, desarrollando su propuesta de 1977), hasta llegar a la alianza
de las civilizaciones del presidente Zapatero. Pero todos estos diálogos o
alianzas son puras metáforas literarias o retóricas.

Aún en el supuesto de que todos los individuos humanos fuesen


ciudadanos, es decir, con-ciudadanos (un ciudadano aislado es un concepto tan
contradictorio como pueda serlo una «sociedad unipersonal», sin perjuicio de
que su concepto haya sido recogido en algún código de derecho mercantil), no
se podría concluir que todos los hombres fuesen ciudadanos de una misma
ciudad. Porque la relación de conciudadano o vecino, aún supuesta universal en
el campo constituido por los individuos humanos, no sería conexa. Todos los
hombres serían conciudadanos de otros hombres, pero no por ello dos individuos
humanos cualesquiera habrían de ser conciudadanos entre sí (en el espacio
reglado todas las rectas tienen la relación de paralelismo con otras rectas: la
relación de paralelismo es universal a esa clase de rectas, pero no es conexa,

491
porque no puede asegurarse que ella exista siempre entre dos rectas
cualesquiera tomadas al azar). Y siendo la relación de conciudadano una
relación de equivalencia (de igualdad) el cociente de la clase universal de los
individuos por esta relación de equivalencia dará lugar a una partición de la clase
de los hombres en un conjunto de clases humanas disyuntas. Pero las líneas de
estas disyunciones pasan precisamente, hoy por hoy, por las fronteras de las
Naciones políticas canónicas, ignoradas por completo en los proyectos europeos
de la educación para la ciudadanía.

No se trata de negar los contenidos que puedan ir asociadas a la condición


distributiba de ciudadano cosmopolita, e incluso la posibilidad de extraer algunas
reglas aplicadas a la educación de este «ciudadano cosmopolita» (cuya única
manifestación práctica tiene lugar hoy, y en periodos de duración efímera, a
través de la «clase de los turistas»). En general, las reglas de esta educación de
los individuos que pertenecen al género porfiriano de la ciudad cosmopolita,
serían de índole etológica o psicológica, antes que reglas para una educación
ciudadana. Por ejemplo, una regla para la educación de los niños, válida para
todas las ciudades grandes o medias del «mundo actual globalizado», pudiera
ser la que prescribe la formación del hábito de mirar a derecha o a izquierda al
salir de su casa, antes de atravesar la calle, porque el incumplimiento de esta
regla puede tener consecuencias mortales para los futuros ciudadanos. Sin
embargo esta regla es etológica, mera aplicación al ámbito de la ciudad de la
regla que incita al salvaje que va a salir del bosque a mirar a izquierda y derecha
en la línea de frontera. Las reglas de la antigua disciplina que se llamaba
«Urbanidad» –no tirar papeles a la vía pública, no escupir en el suelo ni en las
paredes, dejar la acera a los ancianos…– podrían citarse también como reglas
de este tenor. Son también las reglas que valen para el adiestramiento de los
perros, gatos, loros y otros animales domésticos, que puedan ser capaces de
vivir en cualquier ciudad del mundo.

(2) Si introducimos parámetros cantonalistas, regionalistas o


«autonomistas», la educación ciudadana tendrá que incluir forzosamente
contenidos singulares idiográficos, propios de la ciudad de referencia. ¿Cómo
educar en la ciudadanía sevillana a cualquier individuo humano sin hacerle
conocer la Torre del Oro, o sin hacer que los alumnos adquieran, como
competencia obligada, la de poder subir la rampa o las escaleras de la Giralda,
o bien la competencia como costaleros del Paso de su cofradía en las
procesiones de Semana Santa? ¿Cómo educar a los ciudadanos barceloneses
sin hablarles de la Diada –sobre todo si el Consejero de Educación del Govern
es de ERC, de CIU o del PSOE– a fin de reivindicar la lucha por la nación
catalana frente a España, ignorando la realidad histórica de lo que la Diada fue
efectivamente?

492
(3) Pero si nos mantenemos en el terreno medio de la educación para la
ciudadanía europea, las dificultades de principio son aún mayores. Porque
Europa no es una Nación política, ni siquiera una federación de Naciones. Es
una unión, monetaria y mercantil, envuelta por una superestructura de apariencia
política, pero en la cual los ciudadanos que eligen democráticamente a sus
representantes no forman parte de ningún cuerpo electoral europeo, porque
todos los diputados son elegidos a través de los cuerpos electorales de cada
Estado nacional asociado a la Unión. Por supuesto no existe un idioma común
para la Unión Europea, lo que implica necesariamente que la educación de la
ciudadanía europea, que deberá contener siempre la adquisición de la
competencia en un idioma común, tendrá que elegir, puesto que no hay «idioma
europeo», el idioma de alguna de las Naciones socias, en perjuicio de los idiomas
que queden postergados.

La idea de una educación para la ciudadanía europea está calculada


ideológicamente, en cuanto educación democrática y laica, frente a Estados
Unidos, China y los países islámicos. Pero la composición «ciudadanía europea»
es puramente «empírica», y no tiene que ver con la idea de ciudadanía, sino con
el agregado «ciudadano» y «europeo»: por el mismo motivo cabría hablar de la
educación de una «ciudadanía mediterránea», de la educación de una
«ciudadanía báltica», o de la educación de una «ciudadanía austrohúngara», o
de la educación de una «ciudadanía aquitano-murciana».

Sólo modificando profundamente los presupuestos de los programas para


la educación de la ciudadanía –modificación que requiere, ante todo, la
determinación de sus parámetros y la fundamentación de los seleccionados–
sería posible bosquejar al menos un programa consistente desde alguna
perspectiva filosófica crítica. Desde el punto de vista filosófico los programas
para la educación ciudadana propuestos por las autoridades europeas o
españolas son meras imposturas, o disfraces ideológicos destinados a satisfacer
los intereses de los grupos hegemónicos que controlan hoy las democracias
europeas y, en especial, la democracia coronada española.

493
En torno a la distinción
«morfológico/lisológico»
Gustavo Bueno

Se ofrecen algunas precisiones sobre una distinción que ya ha sido utilizado de pasada en
exposiciones anteriores, orales o escritas, del autor

§1. Contexto de la distinción

La distinción entre «lo morfológico» (μορφή = figura) y «lo lisológico»


(λισσος,ή,όν = liso) se establece, en principio, en contextos gnoseológicos, es
decir, desde una perspectiva gnoseológica, en sentido amplio (también
noetológico, como distinción que afecta no solamente a las ciencias positivas,
sino también a la filosofía, a la metafísica, &c.), como distinción entre términos
correlativos de naturaleza gnoseológica, en sentido amplio, tales
como conceptos(tecnológicos, científicos) o Ideas, cadenas de proposiciones,
definiciones, clasificaciones o modelos, transformaciones o concatenaciones
circulares de transformaciones (analíticas, sintéticas) dadas en el proceso de
«racionalización institucionalizada» de un campo determinado.

Sin embargo, la distinción, al afectar también a los propios campos tratados


por ella, podrá ser interpretada, con más o menos rigor, en contextos ontológicos,
es decir, como referida a los campos mismos, como distinción susceptible de ser
entendida desde una perspectiva ontológica.

§2. Referencias de la distinción

1. La distinción morfológico/lisológico aparece utilizada en el «Prólogo» (no


en algunas de sus entradas) del Diccionario filosófico de Pelayo García Sierra
(Pentalfa, Oviedo 2000, pág. 18), a propósito de la clasificación de las disciplinas
filosóficas. Utilizada, pero no denominada exactamente: en lugar de la
oposición morfológico/lisológico, aquel prólogo decía morfológico/amorfo, es
decir, apareciendo en lugar del término «lisológico», el término «amorfo», que
sólo de un modo negativo y muy grosero –aunque suficiente en la ocasión para
formular una clasificación denotativa– podría caracterizar a «lo lisológico», que
es amorfo en tanto no es morfológico, según los «parámetros» implícitos, sin
perjuicio de que pudiera tener otro tipo de conformación. Más aún, en el citado
Prólogo, el término «amorfo» va acompañado de un paréntesis aclaratorio
[«abstracto»] que sigue siendo negativo, respecto de los «parámetros» en los

494
que tiene lugar la morfología de referencia (que también puede ser abstracta
respecto de otras referencias).

2. Cuatro años más tarde («Propuesta de clasificación de las disciplinas


filosóficas», El Catoblepas, junio 2004), se sustituye el término «amorfo» por el
término «lisológico», al exponer el criterio 5 de clasificación
[«morfológico/lisológico»], que aparece utilizado, en conexión a veces con el
término «abstracto», pero con un sentido de término correlativo, no absoluto, por
negación, de «morfológico». En el artículo citado de El Catoblepas, se tuvo en
cuenta, o se advirtió, de la posibilidad de que los conceptos o Ideas pudieran
alcanzar la condición lisológica sin desbordar los límites de un género porfiriano
(«sin por ello desbordar»); advertencia que seguía siendo ambigua, porque
podría sugerir que el «estado lisológico» de algún concepto nunca podría
desbordar los límites del género porfiriano (hubiera sido más preciso añadir a la
advertencia: «sin por ello desbordar necesariamente…»).

3. En el Curso de Filosofía de la Música impartido (en su primera parte)


durante los meses de abril y mayo del presente año, en el Conservatorio Superior
de Música de Oviedo, también fue utilizada la distinción entre la perspectiva
lisológica y la perspectiva morfológica como criterio de gran alcance en el análisis
del «discurso musical», lo que requirió establecer, a veces como respuesta a
preguntas de asistentes al curso, precisiones importantes sobre la distinción que
nos ocupa.

4. El presente rasguño pretende ofrecer una exposición más detallada y


global de la distinción entre los estados morfológicos y sus correlativos, los
estados lisológicos, así como de sus interrelaciones. Una exposición más
completa y global, pero no definitiva; el asunto no queda «agotado», ni mucho
menos, teniendo en cuenta las implicaciones noetológicas de la distinción, así
como sus implicaciones con la teoría de la racionalización de las conductas
institucionales «logomórficas» –por ejemplo, las instituciones mitológicas– o
incluso de las conductas etológicas «raciomorfas» y, por supuesto, sus
implicaciones con los análisis gnoseológicos estrictos de las ciencias positivas,
y en particular, con la Teoría del Cierre Categorial.

§3. Confrontación de la distinción morfológico / lisológico con otras


distinciones conocidas: concreto / abstracto, definido (preciso) / indefinido
(vago), epicrítico / protopático, materia/forma, &c.

1. Parece, como hemos dicho, que hay una gran probabilidad de


sobrentender una correspondencia estricta entre morfológico y concreto, por un
lado, y lisológico y abstracto, por otro. Acaso esta correspondencia puede
mantenerse cuando lo concreto, en el contexto de la oposición

495
concreto/abstracto, se toma en un sentido relativo (correlativo), pero no cuando
lo concreto se toma en un sentido absoluto, lo que ocurre en expresiones tales
como «realidad concreta» –«análisis concreto de la realidad concreta»–,
«individual y concreto», «hombre concreto de carne y hueso» (mediante las
cuales se enfrentaba a quienes supuestamente se mantenían en el ámbito de
las «abstracciones inhumanas» promovidas por «la sociedad» o «el Estado»).

Sin embargo, la idea de lo concreto individual, tan utilizada en la literatura


marxista de la época soviética (en España particularmente por Manuel Sacristán
y su grupo), arrastra una metafísica sustancialista, la metafísica del individuo
irrepetible, dado hic et nunc, sujeto lógico absoluto que no puede ser predicado
de ningún otro sujeto. Pero desde una perspectiva no sustancialista (sin perjuicio
de su sustancialismo actualista), habría que reconocer que el individuo concreto
del sustancialismo metafísico sigue siendo abstracto, es decir, separado o
disociado de su entorno natural o social. El propio Marx ya advirtió a quienes
comenzaban sus análisis económico históricos de una sociedad por la población,
por el conjunto de sus individuos: sabía que este conjunto de individuos era ya
un abstracto segregado de un curso histórico preciso, que era más concreto que
los individuos y situaciones concretas que incorporaba como partes.

Un organismo individual es, en efecto, tan abstracto si cabe como lo es el


grupo al que pertenece, o como lo es la serie constituida por la estirpe de sus
progenitores y sucesores (el phylum). Su propia figura concreta es una
abstracción que se mantiene a distancia de los flujos concretos de intercambio
metabólico con el medio (su «figura concreta» es tan abstracta como la del barco
de Teseo). Ni siquiera cabría definir lo «individual y concreto» por su condición
idiográfica (enfrentada a la condición nomotética), porque aquella condición
requiere una definición más precisa de las coordenadas de lugar y tiempo, de las
relaciones e interacciones cambiantes con otros individuos, &c.

Dicho de otro modo: lo que llamamos «concreto» es un tipo de abstracto al


que denominamos «concreto» convencionalmente, cuando reúne ciertas
condiciones implícitas y casi nunca bien definidas. Por ejemplo, condiciones
relativas a la determinación de los invariantes del sujeto concreto en las
transformaciones a las que está sometido (el Sol de nuestro sistema solar sólo
se define como un «individuo concreto» cuando se deja de lado su posible
condición de elemento de la clase de los soles que constituyen el «poblado del
Sol» de algunas sociedades primitivas).

Lo concreto, en suma, requiere la abstracción de muchas conexiones,


interacciones o relaciones, es decir, el corte de las mismas; un corte que poco
tiene que ver con el «corte epistemológico» de Bachelard-Althusser, y que tiene

496
mucho que ver con la praecissio que los escolásticos reconocían en los
conceptos «precisivamente inmateriales».

En cualquier caso, la abstracción no es un proceso unívoco.


Tradicionalmente se reconocían dos tipos de abstracción, según la relación
holótica que lo abstracto mantuviese con lo concreto de referencia:
la abstracción total y la abstracción formal.

Lo abstracto total mantenía, respecto de lo concreto, la relación de un todo


distributivo (T gótica) con sus partes (potenciales). La abstracción total se
consideraba como el camino más directo para alcanzar el «envolvente» de las
especies (respecto de los individuos) o de los géneros próximos (respecto de las
especies átomas) o de los géneros superiores (respecto de los subalternos), &c.
En realidad, el in-dividuo (a-tomo) de Porfirio-Boecio recibe los predicados a
través de la especia átoma. De otro modo, los predicados los recibe la especie
átoma a través de los individuos. Si Sócrates recibe el predicado «mortal» lo
recibe a título de elemento de la especie hombre, que a su vez lo recibe a través
del género animal. Y si la especie átoma («hombre») recibe el predicado mortal,
lo recibe a través del individuo incorporado, como «individuo vago», a su
constitutivo esencial. Todavía más: a veces se atribuye a un individuo un
predicado específico del cual él carece «empíricamente», cuando su carencia se
interpreta como una privación y no como una negación (un ciego está privado de
la vista, que no se le niega, sino que incluso se le atribuye como predicado virtual,
del que sin embargo está privado).

Pero la especie recibe no sólo predicados esenciales, genéricos comunes y


específicos («diferencia específica») sino también predicados no esenciales,
sino accidentales, aún cuando éstos puedan ser propios, el «cuarto predicable»
–es decir, predicados no esenciales pero sí internos o derivados de la esencia–
o accidentales externos (accidentes según el «quinto predicable»). Los
predicables propios (según el cuarto predicable), al aplicarse al sujeto, forman
juicios que tienen cierto parecido con los juicios sintéticos a priori de Kant: no
son analíticos, porque no entran en la definición del sujeto, de la especie, y por
ello podrían considerarse sintéticos; pero no son exteriores o contingentes, sino
internos y aún necesariosal sujeto (Saul Kripke, en su Naming and Necessity, ni
siquiera dio beligerancia, al parecer, a la distinción tradicional escolástica entre
los predicados esenciales propios, según el cuarto predicable, y los predicados
esenciales genéricos o específicos).

Por otro lado, el propio cuarto predicable era una de las cuatro acepciones
(la cuarta) del término que enumeró Porfirio. «Lo propio», según una primera
acepción, se refería a un predicado que afecta a sólo el sujeto (específico-
individual) pero no a todos y siempre (como «gramático», predicado de hombre).
«Propio», según la acepción segunda, es un predicado que afecta a todo pero

497
no a sólo (como «bípedo», predicado de hombre); se trata de un predicado
genérico-propio. Según su tercera acepción, «propio» afecta a todo, sólo pero
no siempre (como «canoso», aunque el ejemplo escolástico es aquí muy malo,
predicado de hombre, pero en la vejez). Por último, «propio», según su cuarta
acepción, es el predicado que se aplica a todo, sólo y siempre (los ejemplos
convencionales eran la risibilidad, o la libertad, en cuanto propiedades de los
sujetos humanos).

Ahora bien: todos estos predicados porfirianos (genéricos esenciales,


genéricos propios, &c.) desbordaban la especie átoma, tomada como sujeto,
hasta el punto de poder anegar esta especie en el género, es decir, hasta el
punto de poder borrar su morfología específica; lo que era tanto como decir que
estos predicados, obtenidos por abstracción total, podrían considerarse como
lisológicos por respecto de las especies. El «número de Avogadro», como
predicado de una porción de gas encerrada en una determinada unidad de
volumen, a tiempo y presión determinados, es un predicado genérico-lisológico,
porque se aplica también a otras porciones de gases encerradas en las mismas
condiciones, pero abstrayendo los caracteres específicos del gas (sodio, helio,
hidrógeno, &c.). Estos predicados lisológicos mantienen con los morfológicos
correspondientes la relación de todo distributivo con las partes potenciales.

Pero desde la perspectiva de la abstracción formal, la que tiene lugar


cuando disociamos o separamos no ya el todo distributivo de sus partes
potenciales, sino una parte del todo atributivo, o si se prefiere, una parte
atributiva de otras partes de ese todo, puede ocurrir que la parte abstraída sea
también lisológica, respecto del todo o de otras partes, pero sin por ello
desbordar el todo, aunque también puede desbordarlo (la silueta de una
escultura puede disociarse de su materia y reproducirse en otros materiales; la
melodía de una sonata puede disociarse de su tonalidad determinada y
transportarse a otras tonalidades). Pero la trituración de una estatua de bronce,
que produce un montón de partículas que no llegasen a asumir la condición de
partes materiales, es decir, que mantuviesen la condición de partes formales de
aquella estatua de bronce, no desbordaría el campo de esa estatua; sin
embargo, al predicar ese montón de partículas de la propia estatua, la
estaríamos llevando a cabo mediante un predicado lisológico –que ha borrado la
morfología global de la estatua y la de sus miembros– pero al mismo tiempo
propio, porque solamente se aplica a esa estatua, sin desbordar los límites de
su campo.

2. También habría que rechazar la correspondencia entre los términos de la


distinción morfológico/lisológico con lo términos de la distinción
definido/indefinido (vago/borroso). Esta correspondencia (al menos en el caso
en el que lo lisológico se asocie a los conceptos o a las ideas generales, en el
sentido porfiriano) podría haber sido uno de los motores de la «cruzada» que G.
498
Bachelard emprendió contra las «ideas generales». Las ideas generales, en el
sentido de Bachelard, eran precisamente las ideas indefinidas o vagas
incompatibles con los métodos científicos. Sin embargo constatamos cómo las
ideas o los conceptos pueden ser claros y distintos, como lo es el concepto
«número de Avogadro», así como también las ideas o conceptos lisológicos no
son necesariamente conceptos oscuros y confusos que hubiera necesariamente
que sustituir por conceptos morfológicos correspondientes. El concepto galileano
de gravedad es un concepto lisológico, respecto de la morfología de los cuerpos
que, ya fueran de plomo, de madera o de mármol, tallados o sin desbastar, caían
al mismo tiempo (al menos en el experimento ideal) al ser arrojados desde la
balconada de la torre de Pisa; pero el concepto de gravedad galileana, en cuanto
concepto operacional, aunque es lisológico no es propiamente un concepto
indefinido, oscuro, vago o borroso.

3. También rechazamos la posible ocurrencia de poner en correspondencia


la distinción lisológico/morfológico con la distinción protopático/epicrítico utilizada
por los neurólogos (a partir de la obra de Henry Head, Studies in
Neurology, Londres 1920). Si recurriéramos a los términos que Baumgarten
utilizó en su Aesthetica,diríamos que ambas distinciones son gnoseológicas, si
bien la oposición lisológico/morfológico pertenecería a la «gnoseología superior»
(que se ocupaba de las «leyes del entendimiento») mientras que la distinción
protopático/epicrítico pertenecería a la «gnoseología inferior» (que se ocupaba
de las leyes de la sensibilidad).

Ahora bien, aunque las sensaciones protopáticas puedan ser lisológicas


(respecto de las sensaciones epicríticas más diferenciadas: el rumor o algarabía
de la orquesta afinando sus instrumentos puede ocultar protopáticamente
percepciones diferenciadas de diversas líneas melódicas), sin embargo no todo
lo que es lisológico tiene por qué ser considerado protopático (aún en el terreno
del entendimiento), al menos en la medida en la que está dotado de legalidades
controladas, aunque éstas se den a otra escala.

4. Por último cabe poner en correspondencia la distinción


lisológico/morfológico con la distinción materia/forma. Pero no porque el estado
lisológico haya de ser entendido siempre como materia, respecto de la forma que
él pudiera recibir en una transformación tecnológica. Por ejemplo, el metal
fundido antes de ser vertido en el molde, el barro antes de ser configurado en el
torno, asume el valor de estado lisológico respecto del valor morfológico del
hacha o del vaso que resultan de la transformación. Podemos afirmar que el
sonograma de cinco compases, por ejemplo, de un discurso musical se
corresponde con la figura dibujada de esos mismos compases por las notas de
la partitura; y que el sonograma se encuentra en estado lisológico respecto del
estado morfológico alcanzado por la partitura. Pero carecería de sentido decir

499
que el sonograma desempeña la función de materia y la partitura la función de
forma: ambas son representaciones morfológicas de un discurso musical. Por
consiguiente, la relación del sonograma a la partitura no es la relación de la
materia a la forma, sino la relación de una morfología borrosa a una morfología
más clara y distinta.

***

En el próximo número se ofrecerá la continuación de este rasguño:

§4. Los dos modos de la distinción morfológico/lisológico.

§5. La distinción morfológico/lisológico como una distinción de estados del


campo según el modo primero.

§6. Desarrollo de los dos tipos de transformación (lisado y conformado)


según ocho subtipos.
§7. Los procesos de concatenación circular de lisado y conformado como
procesos de racionalización de un campo.

§8. Estados lisológicos y morfológicos en el terreno de la conceptuación


científica y técnica.

§9. Estados lisológicos y morfológicos en el terreno de la ideación


metafísica y filosófica.

500
En torno a la distinción
«morfológico/lisológico» (2)
Gustavo Bueno

Se ofrecen algunas precisiones sobre una distinción que ya ha sido utilizado de pasada en
exposiciones anteriores, orales o escritas, del autor

§4. Los dos modos de la distinción morfológico/lisológico

1. La distinción entre lo que es morfológico y lo que es lisológico se presenta


según dos modos: el de los estados y el de los procesos (simples, o en
concatenación circular, en el caso de los procesos cíclicos).

2. La distinción, según el primer modo, nos ofrece la posibilidad de


reconocer cómo un mismo «campo» –una clasificación, una definición, una
totalidad definida…– puede presentarse en dos estados correlativos, pero
mutuamente independientes: el «estado morfológico» y el «estado lisológico», a
la manera como un mismo holograma puede presentarse (según la distancia o
el ángulo desde el que lo miremos), o bien como un conjunto de puntos (en
«estado lisológico», es decir, «amorfo», y no absolutamente, sino por relación a
las formas que podrán aparecer a la percepción posteriormente), o bien como un
rostro con ojos, manos, boca, &c. (es decir, en «estado morfológico»). Estos dos
estados, según los cuales se nos presenta un mismo campo, tienen, cada uno
de ellos, entidad propia, y sólo por su mutua relación uno asume la condición de
estado morfológico y el otro la de estado lisológico.

Esta «entidad propia» de los estados no excluye, sin embargo, la posibilidad


de que podamos pasar de un estado a otro, pero sin que pueda hablarse
exactamente de una transformación de un estado al otro estado (a la manera de
lo que ocurre con el cubo reversible, susceptible de ser percibido en dos estados
–«colgado» / «asentado»– que entre sí no mantienen, sin embargo, la relación
de lisológico a morfológico, puesto que ambos son estados morfológicos, y con
una misma morfología, aunque reorganizada en cada caso de manera peculiar).

3. La distinción, según el segundo modo, es una distinción entre


dos procesos, el proceso de transformación interna de un campo en estado
morfológico a un campo en estado lisológico, y el proceso recíproco de
transformación interna, el que va del estado lisológico al estado morfológico. Al
primer proceso lo designaremos mediante el término lisado, de uso común en

501
los laboratorios de bioquímica, en los que se utilizan centrifugadoras o
trituradoras, con objeto, por ejemplo, de transformar unas muestras de tejidos
orgánicos en un conjunto de moléculas homogéneas en apariencia. Al segundo
proceso, el que transforma un campo en estado lisológico en el mismo (supuesto
campo) en estado morfológico lo designaremos mediante el término conformado;
también, en la medida en que puede hacerse consistir en reunir o juntar partes
(compingere) podríamos llamarlo compactado, siempre que interpretemos el
sufijo participial –ado (lisado, conformado, compactado) desde los componentes
procesuales o durativos y aspectual perceptivos (que algunos gramáticos
atribuyen a los participios, como se advierte, por lo demás, claramente, en
algunos contextos tales como «nave de secado», «buen acabado», «proceso de
entintado» o «proceso de revelado» de una fotografía). Es una interpretación del
participio como «participio procesual» (participio según su «aspecto
sintagmático» de Holt, apud Emilio Alarcos, Gramática estructural del
español, §116, aspecto referido al término virtual o aureolar del proceso) que
contrasta con la interpretación aproximativa al pretérito perfecto que otros
gramáticos dan al participio como «participio flexional», referido al término real
del proceso.

4. Por último, la concatenación circular de los procesos simples, es decir, el


encadenamiento de un proceso de lisado con su recíproco de conformado (o, en
menor medida, el encadenamiento de un proceso de compactado en su
recíproco de lisado), nos lleva a procesos noetológicamente peculiares de
racionalización por «holización», que en otras ocasiones hemos considerado
como un tipo de racionalización («racionalización atómica») distinto de otros
tipos de racionalización (por ejemplo la «racionalización anatómica»). Dado un
campo estructurado como un todo atributivo morfológico T, como pudo serlo la
sociedad política francesa de la época revolucionaria, la racionalización circular
por holización implicaba dos fases: (1) una fase de regressus u holización
analítica (lisado) que arrancando de una estructura política previamente
racionalizada «anatómicamente» («brazos», «estados», «estamentos»,
«jerarquías») durante el Antiguo Régimen, resolvía el todo en sus elementos
atómicos (á-tomo fue traducido, en forma de calco, por Boecio, por in-dividuo),
los «ciudadanos iguales»; (2) otra fase que debía seguir a la anterior, una fase
de progressus (de holización sintética, de conformado o compactado) orientada
a reobtener, a partir de los individuos iguales, no ya un conjunto amorfo de
ciudadanos solitarios e independientes, sino un todo organizado (conformado o
compactado) distinto del «todo organizado» durante el Antiguo Régimen, un todo
organizado según la morfología del Nuevo Régimen republicano. (Ver en nuestro
libro El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, pág. 105-146.)

Parece obvio que la «holización revolucionaria», como encadenamiento


circular de procesos de lisado y conformado, no podía constituir un círculo
compuesto de dos «arcos» conmensurables. La racionalización circular tenía
502
que acudir a procedimientos dialécticos auxiliares, tales como el de la anástasis
–orientada a detener el proceso de lisado manteniéndolo en los límites del
individuo corpóreo (sin llegar, por ejemplo, a sus células)– y más aún, a los
individuos ciudadanos franceses (lo que determinó la transformación, obtenida
mediante acciones de extremada violencia y muy sangrientas, del Reino
absoluto de Francia en la democrática Nación política francesa).

§5. La distinción morfológico/lisológico como una distinción de estados


del campo según el modo primero

1. Dos son los estados «básicos» del campo reconocido por la distinción
morfológico/lisológico. Ahora bien, cada uno de estos estados básicos puede ser
interpretado, como ya hemos dicho, ya sea desde una perspectiva
gnoseológicaya sea desde una perspectiva ontológica, lo que nos lleva a
establecer cuatro situaciones posibles. Y, si tenemos en cuenta además que
cada estado puede enfrentarse al otro, sea en el mismo plano (ontológico o
gnoseológico), sea en distintos planos (ontológico uno, gnoseológico otro, o
recíprocamente), podremos distinguir 4x2=8 situaciones que se representan en
la tabla siguiente:

Estado
Lisológico Morfológico
Plano

Ontológico (exclusivo) (1) Anaximandro (5)


Gnoseológico (exclusivo) (2) Heráclito (6)
Ontológico (asertivo) (3) Parménides (7)
Gnoseológico (asertivo) (4) Anaxágoras (8)

Tabla representativa de ocho situaciones en las que pueden encontrarse


los estados de un campo (el vacío de las casillas
(5) (6) (7) y (8) se explica en el texto)

2. Para ilustrar el sentido de estas ocho situaciones recurriremos a ejemplos


tomados tanto de la metafísica como de las ciencias o de las técnicas.

(1) La situación (1), determinada porque el estado lisológico del campo se


interpreta como dado en un plano ontológico, y con el mismo grado de realidad
ontológica atribuido al estado morfológico correlativo, podría ser ilustrado por la
doctrina del apeiron de Anaximandro. El «estado de apeiron» –para decirlo en
términos de la doctrina que nos ocupa– se postula, en efecto, como estado de la

503
realidad que es resultado de una trituración o lisado del Cosmos (o realidad en
su estado morfológico). Ver nuestro libro La metafísica presocrática, Pentalfa,
Oviedo 1974, págs. 100-101.

(2) A la situación (2) se aproximan las interpretaciones escépticas del


atomismo democríteo o epicúreo: el mundo fenoménico, en estado morfológico,
sería un mundo de apariencias, que se enfrentan con el estado lisológico
constituido por los átomos anteriormente dados a la constitución del mundo
visible; estado lisológico (por ejemplo, el de la lluvia de los átomos) que también
será interpretada a veces como un simple «artefacto» gnoseológico.

Puede ser interesante constatar que, desde la perspectiva de las situaciones


que estamos considerando, tanto la situación (2), pero sobre todo la situación
(1), se enfrentan a la concepción del mundo de Aristóteles, en tanto que éste no
admite la posibilidad de distinguir en el Mundo (tomado como campo de
referencia de la distinción que nos ocupa) un estado lisológico de un estado
morfológico. Cabría decir, en efecto, que para Aristóteles, el Mundo se encuentra
siempre en estado morfológico, no sólo porque la materia prima (que habría que
poner en correspondería con un estado lisológico) no tiene existencia separada,
sino porque el Mundo de hoy es, en sus líneas generales, resultado de una
«transformación idéntica» del Mundo del ayer, y así sucesivamente (puesto que
el Mundo se supone eterno).

Cabría en cambio considerar a la concepción de Heráclito como


contrapuesta también a las representadas en las situaciones (1) y (2), pero por
otras razones a las que hemos encontrado a propósito de Aristóteles. Al menos
si interpretamos a la concepción del mundo de Heráclito como resultado de una
transformación continuada de un estado lisológico del Mundo en otro estado
lisológico, en el que ninguna morfología real permanece (aunque es cierto que
en el fragmento 30 se dice que «este mundo ha sido siempre y será un fuego
eternamente vivo que se enciende y se apaga a sí mismo según medida»; La
metafísica presocrática,página 202).

(3) La concepción metafísica de Parménides podría acaso interpretarse


desde la situación (3): el Mundo visible, en su estado morfológico, es una
apariencia (La metafísica presocrática, página 233) –diríamos: un «artefacto
gnoseológico»–, mientras que el Ser uno, uniforme e idéntico a sí mismo
eternamente –lo que corresponde a un estado lisológico– será interpretado como
la realidad misma, dada, por tanto, en el plano ontológico.

(4) La concepción metafísica de Anaxágoras, tal como fue interpretada por


Platón o por Aristóteles, cabría en cambio considerarla desde las coordenadas
de la situación (4). En efecto, el Mundo, en su estado morfológico, es el mismo

504
Mundo visible, el Mundo real dado en el plano ontológico; su correlato lisológico
es el migma, en el que «todas las cosas están en todas» sin posibilidad de
distinción entre las unas y las otras («la nieve es negra»). Pero
este migma podría interpretarse como un «artefacto gnoseológico».

3. Las situaciones (5), (6), (7) y (8) son equivalentes, respectivamente, a las
(1), (2), (3) y (4), y si se diferencian es porque en éstas asumimos la perspectiva
lisológica (combinando su condición gnoseológica u ontológica con las
alternativas ontológica o gnoseológica de su estado morfológico correlativo)
mientras que en aquéllas asumimos la perspectiva morfológica.

§6. Desarrollo de los dos tipos de transformación (lisado y conformado)


según ocho subtipos

1. La transformación lisado parte de un campo en estado morfológico para


llegar (supuestamente) al mismo campo en estado lisológico. Pero esta
transformación no tiene por qué entenderse únicamente como un proceso de
homogenización, obtenido mediante la nivelación de las diferencias (como
cuando reducimos, mediante trituración, la morfología de un jarrón al conjunto
de sus moléculas supuestamente «clónicas» de caliza o caolín de las que está
compuesto). La homogeneidad es siempre relativa a los criterios de
homogeneidad, lo que significa que en una clase de elementos homogéneos
cabe siempre reconocer heterogeneidades diversas (no hay dos hojas iguales
en el jardín), por lo que el estado lisológico de un campo no puede definirse sin
más como homogenización «clónica» (como lo haría Spencer) sino, a lo sumo,
como homogenización relativa (las cenizas contenidas en una urna, resultantes
de la incineración de un cadáver que aún conservase su «forma cadavérica»,
constituyen la transformación lisológica del cadáver en estado morfológico). A
este tipo de transformaciones pertenece también el lisado de la morfología
química de los diversos gases que se unifican, por ecualización, en un mismo
«número de Avogadro».

Se nos ha sugerido también la posibilidad de establecer una cierta


correspondencia entre la distinción del estado lisológico y del morfológico, con la
distinción entre el tiempo estriado y el tiempo liso, aplicada a la música de
Stravinsky, que Boulez estableció analizando La consagración de la Primavera.
El tiempo estriado, con sus pulsaciones regulares, se encuentra sin duda en
estado morfológico; pero el tiempo liso no es necesariamente lisológico, aunque
su morfología esté exenta de todo patrón previo y no tenga formas a priori: es,
por tanto, liso y lisológico por respecto de las morfologías clásicas. G. Deleuze,
en su artículo «Boulez, Proust y el tiempo», comenta la distinción de Boulez
valiéndose de una concepción, más bien nebulosa, de la distinción entre lo

505
racional y lo irracional, así como de la transformación del tiempo liso en tiempo
estriado y recíprocamente:

«Pero de lo estriado se desprende a su vez un espacio-tiempo liso o no


pulsado, que no se refiere ya a la cronometría más que de manera global:
los cortes aquí son indeterminados, de tipo irracional, y las medidas son
reemplazadas por distancias y proximidades indescomponibles que
expresan la densidad o la rareza de lo que aparece en ellas (repartición
estadística de acontecimientos). […] Es gran distinción de Boulez, lo
estriado y lo liso, vale menos como separación que como perpetua
comunicación: hay alternancia y superposición de los dos espacio-
tiempos, intercambio entre las dos funciones de temporalización, aun
cuando sólo fuera en el sentido en que una repartición homogénea en un
tiempo estriado da la impresión de un tiempo liso, mientras que una
distribución muy desigual en un tiempo liso introduce direcciones que
evocan un tiempo estriado, por condensación o acumulación de
proximidades.» (Gilles Deleuze, «Boulez, Proust y el tiempo: ocupar sin
contar», 1986, traducción de Jordi Terré.)

2. Las transformaciones que denominamos lisado y conformado no son


meramente correlativas (como podían serlo los estados), puesto que el término a
quo de cada una de ellas es distinto del término ad quem de la otra. Además no
son simétricas: no es lo mismo la transformación lisado (que parte, como
término a quo del estado morfológico y se resuelve, como término ad quem, en
un estado lisológico) que la transformación conformado (que parte, como
término a quo de un estado lisológico y se resuelve, como término ad quem, en
uno morfológico). En consecuencia, cuando se interpretan los términos a
quo y ad quem, ya sea en el plano ontológico, ya sea en el plano gnoseológico,
no podrán hacerse correlativas las transformaciones dadas en las situaciones
del párrafo anterior [(1) (2) (3) (4)] y las correspondientes [(5) (6) (7) (8)]. Por
tanto será necesario distinguir ocho subtipos posibles de interpretaciones
del lisado y del conformado.

3. Las ocho posibles interpretaciones de las transformaciones lisado y


conformado se representan en el siguiente cuadro (en el que figuran también los
nombres habilitados para designar a cada uno de los subtipos):

506
Tipos
Transformación Transformación
tipo lisado tipo conformado
Plano

Plano ontológico puro (5) Conformado


(1) Lisado real
(a quo, ad quem) real
Plano gnoseológico puro (2) Lisado (6) Conformado
(a quo, ad quem) virtual virtual
Plano mixto directo
(7) Conformado
(a quo ontológico, ad (3) Lisado débil
débil
quem gnoseológico)
Plano mixto inverso
(4) Lisado (8) Conformado
(a quo gnoseológico, ad
fuerte fuerte
quem ontológico)

Tabla representativa de los ocho subtipos de transformaciones

4. Ofrecemos aquí sendas y sumarias ilustraciones de cada uno de los


subtipos representados en la tabla.

(1) Lisado real. Podríamos ilustrar esta transformación por la trituración de


una estatua de mármol que llegase a reducirla a un montón de partículas o partes
formales mínimas: la estatua es un campo morfológico considerado real en el
plano ontológico que se transforma en un campo lisológico, también considerado
como real en el plano ontológico.

(2) Lisado virtual. Descomposición de un hipercubo en el conjunto de partes


del simplejo correspondiente a las aristas, vértices, caras. El hipercubo, como
volumen geométrico teórico dado en el plano gnoseológico se descompone en
un conjunto de vértices, caras, aristas dadas en el plano gnoseológico.

(3) Lisado débil. Podría valer como ilustración la interpretación de la


holización de la antes citada sociedad organizada morfológicamente en el plano
de una realidad política ontológica, resuelta en un conjunto de individuos-ficción
(que pretenden recuperar la libertad de los individuos que habían pactado, in illo
tempore, el «contrato social») llamados «ciudadanos libres».

(4) Lisado fuerte. Sugerimos como ilustración la remoción de la red ideal


(dada en el plano gnoseológico) correspondiente a la triangulación de un terreno
llano (red que otorga al terreno una morfología virtual que se da realmente en el

507
plano cartográfico del terreno) hasta alcanzar al propio terreno dado en el plano
ontológico.

(5) Conformado real. El conformado real («real» se refiere obviamente a un


tipo de realidad determinada: electromagnética, social, perceptual…; además la
«realidad» de referencia puede tomarse como efectiva o como intencional) tiene
muy diversos procedimientos de realización, tanto si es tomado de modo
intencional como si es tomado de modo efectivo. Por ejemplo, en las
transformaciones de texturas constituidas por puntos o trazos que aparecen en
los flujos ópticos estudiados por L. Glass (Nature, nº 223, 1969, pág. 578) cabría
considerar como lisológica la distribución de puntos aleatorios de la primera
imagen presentada; el conformado (que se produce en la «estructuración
automática» percibida por el cerebro, cuando capta ciertas regularidades
estadísticas de la imagen) se crea desplazando ligeramente la imagen inicial (por
traslación homotética o por rotación) superponiendo la imagen desplazada a la
inicial. Se trata de un conformado perceptual real, y efectivo en su terreno
(aunque este sea considerado como campo de una «ilusión óptica»). Se obtienen
imágenes al descompactar los puntos estriados, ya sea como un conjunto de
estados paralelos, ya sea como un torbellino, o como un relieve de crestas y
valles.

Otro ejemplo totalmente distinto de conformado real, al menos


intencionalmente, nos lo ofrece la «teoría meteórica» de Kant sobre la génesis
del sistema solar. Partiendo, como término a quo, de un campo en estado
lisológico, como pudiera serlo el caos que Kant postula como real en el plano
ontológico, en su Historia natural del Universo y teoría del Cielo, 1755, en la que
expone una cosmogonía según un modelo meteórico. Un modelo distinto,
aunque algunas veces confundido, del modelo nebular que Laplace propondría
en 1794. En efecto, este caos estaría constituido por millones de partículas
indiferenciadas de materia distribuidas en el ámbito del espacio infinito. A partir
de ellas llegaríamos, por las conjunciones sucesivas determinadas por la inercia
y por las fuerzas atractivas y repulsivas que interactuarían entre ellas, al estado
conformado real de nuestro mundo astronómico.

(6) Como ejemplo de conformado virtual podríamos tomar las


interpretaciones escépticas del atomismo antiguo, a las que antes hemos
aludido. A partir, como término a quo, de un hipotético caos atómico (una
multiplicidad cuyos elementos, dotados de movimiento aleatorio, se encuentra
en estado lisológico) se llegará a una conformación del mundo de las formas
interpretada también como una apariencia efímera (una «nube de verano»). El
Monod de El azar y la necesidadse mantuvo muy cerca de este modelo virtual
de conformación.

508
(7) Como ejemplo de conformación débil podría valer el mismo ejemplo del
atomismo antiguo, tal como probablemente lo concibieron Leucipo y Demócrito,
si el caos atómico inicial se interpreta como un estado lisológico real, que se
transforma en un mundo conformado pero según formas cuya realidad es
efímera o transitoria («con un ser honorario», como decía León Robin).

(8) Un ejemplo de conformado fuerte lo encontramos en la teoría del proceso


de explicación de la biosfera a partir de la sopa primigenia, siempre que se
interprete esa sopa primigenia (a la que atribuimos sin esfuerzo el estado
lisológico) como una hipótesis de trabajo, a partir de la cual sea posible dar
cuenta de conformaciones reales (en el plano ontológico) como pudieran serlo
(intencionalmente, al menos) los coacervados (de Oparin), las mitocondrias, las
células procariotas o los organismos pluricelulares.

5. Constatamos cómo la diferencia entre las concepciones


transformativas mitológicas del Universo consideradas como irracionales (o al
menos pseudoracionales, dado su carácter tautológico) y las concepciones
transformativas científicas o filosóficas, consideradas racionales (aparte quedan
las concepciones no transformativas del Mundo, las que ven al Mundo como una
realidad eterna, sometida eternamente, a lo sumo, a transformaciones idénticas
o cíclicas, como sería el caso de la antes citada concepción de Aristóteles) puede
ponerse en conexión con la distinción entre las transformaciones de lisado y las
de conformado. Una concepción que comienza postulando en el principio un
estado conformado (en el límite, homonímico a nuestro universo) supone una
petición de principio, una tautología, que puede sin embargo conducir a la ilusión
de que estamos «sacando del cofre vacío objetos nuevos», cuando la realidad
es que habíamos comenzado por introducirlo subrepticiamente dentro de ese
cofre.

Se considerará como la aurora de toda concepción racionalista del universo,


alguna concepción que comience por describir un estado lisológico del Universo
para derivar de él un estado conformado similar o idéntico al del propio Universo,
morfológicamente percibido. Anaximandro podría ser considerado así como el
primer racionalista de nuestra tradición cosmogónica por su doctrina
del apeiron,sin perjuicio de sus precedentes. Entre ellos el relato de
Sanchunjaton (un escritor fenicio del segundo milenio antes de Cristo, traducido
al griego por Filón de Biblos, y citado por Eusebio de Cesarea en su Praeparatio
evangelica, I, 10, 1-6). Esta transformación racionalista llegará a ser considerada
como la norma de todo racionalismo.

El problema que suscita, sin embargo, es la explicación de cómo de un


conjunto lisológico (indeterminado, homogéneo, desordenado, con máxima
entropía) puede resultar un conjunto heterogéneo ordenado, con entropía

509
mínima, estable, es decir, en estado morfológico. La definición de evolución
(transformativa) que venía proponiendo Heriberto Spencer se ajusta plenamente
a este canon racionalista. En el Sumario de sus First Principles, que el propio
Spencer preparó para la American Cyclopaedia de Appleton, se dice:

«1. En todo el universo, en general y en detalle, existe una redistribución


incesante de materia y movimiento.

2. Esta redistribución constituye evolución allí donde predomina una


integración de la materia y una disipación de movimiento, y constituye
disolución allí donde predomina una absorción de movimiento y una
desintegración de la materia.

3. La evolución es simple cuando el proceso de integración, o la formación


de un agregado coherente, se verifica sin complicación con otros
procesos.

4. La evolución es compuesta cuando simultáneamente con este cambio


primario de un estado incoherente a un estado coherente se producen
cambios secundarios, debidos a diferencias en las circunstancias de las
diversas partes del agregado.

5. Estos cambios secundarios constituyen una transformación de lo


homogéneo en heterogéneo, transformación que, como la primera, se
muestra en el universo como un todo y en todos (o en casi todos) sus
detalles: en los agregados de estrellas y nebulosas; en el sistema
planetario; en la tierra como masa orgánica; en cada organismo vegetal o
animal (ley de von Baer); en el agregado de organismos a través de las
edades geológicas; en el cerebro; en la sociedad; en todos los productos
de la actividad social.

6. El proceso de integración, operando tanto local como generalmente, se


combina con el proceso de diferenciación para hacer que este cambio
sea, no simplemente de la homogeneidad a la heterogeneidad, sino de la
homogeneidad indefinida a la heterogeneidad definida; y este rasgo de
creciente determinación que acompaña a la característica de creciente
heterogeneidad, se muestra, como ella, en la totalidad de las cosas y en
todas sus divisiones y subdivisiones hasta lo más ínfimo.» (traducción de
Tomás Muñoz Molina, en J. Rumney, Spencer, FCE, México 1944, págs.
29-30.)

La importancia de la definición de Spencer estriba, sobre todo, en que ella


fue asumida, aunque a regañadientes, por Darwin, y a su través por
prácticamente todos los biólogos o cosmólogos evolucionistas de finales del siglo
510
XIX y del siglo XX (desde Haeckel hasta Oparin, desde Gamow hasta Prigogine,
&c.).

***

En el próximo número se ofrecerá la continuación de este rasguño:

§7. Los procesos de concatenación circular de lisado y conformado como


procesos de racionalización de un campo.

§8. Estados lisológicos y morfológicos en el terreno de la conceptuación


científica y técnica.

§9. Estados lisológicos y morfológicos en el terreno de la ideación


metafísica y filosófica.

511
En torno a la distinción
«morfológico/lisológico» (y 3)
Gustavo Bueno

Se ofrecen algunas precisiones sobre una distinción que ya ha sido utilizado de pasada en
exposiciones anteriores, orales o escritas, del autor

§7. Los procesos de concatenación circular de lisado y conformado como


procesos de racionalización de un campo

1. Los procesos de lisado (o de conformado), si se consideran desde la


perspectiva holótica, es decir, como transformaciones que tienen lugar en el
ámbito de una totalidad definida que sea indisociable de sus partes formales
átomas, deberán atenerse a la estructura de la propia totalidad y, en especial, a
su estructura mínima ternaria. La relación de parte a todo, en efecto, no es
binaria, sino n-aria; es decir, las partes átomas de la totalidad de referencia
(partes átomas formales, no ya partes materiales homogéneas, según
determinados criterios de homogeneidad) no se relacionan con el todo directa o
inmediatamente, sino a través de partes intermedias (vid. TCC, tomo 2, §52,
II; «Predicables de la identidad», El Basilisco, nº 25, 1999, §5.). De donde resulta
que partiendo de una totalidad morfológica dada (atributiva o distributiva,
considerada como totalidad inicial), la transformación lisado podrá orientarse en
dos sentidos opuestos: el que procede de las partes morfológicas «intermedias»
y se dirige hacia la multiplicidad de partes átomas de esa totalidad morfológica,
es decir, el que podemos denominar sentido del lisado atomístico, y el que
procede en el sentido inverso, en el sentido de lisado holístico, desde las partes
intermedias de origen hasta la unidad holótica global. Si la totalidad T es un
organismo viviente, cuyas partes intermedias, diferenciadas «anatómicamente»
tales como tejidos, vísceras, órganos, &c., y cuyas partes atómicas sean, por
ejemplo, las células, el lisado atomístico equivaldrá a la transformación del
organismo en un conjunto de billones de células «totipotentes», en el límite, un
conjunto en el que se borran las vísceras, los tejidos y los órganos; en cambio,
el lisado holístico equivaldría a la eliminación de las «partes intermedias»
(consideradas como resultados artificiosos de la ana-tomía) en beneficio de la
unidad de continuidad holística (sin «junturas naturales» entre los órganos) del
organismo viviente (en el sentido de Kurt Goldstein).

2. Nos limitamos aquí a indicar, además, la posibilidad de distinguir, dentro


de las coordenadas establecidas, dos tipos de concatenaciones circulares de las
transformaciones que, en principio, podrán servir para definir los tipos de

512
«racionalidad» de un campo, que podremos denominar «racionalismo circular
abierto» y «racionalismo circular cerrado» (o no abierto).

3. El primero tendría lugar cuando elegimos como terminus a quo a un


campo que, tras el lisado de su estado morfológico («anatómico») previo, ha
alcanzado un estado lisológico en su terminus ad quem, que a su vez pueda ser
«encadenado» como terminus a quo de un proceso ulterior de conformación,
cuyos términos no tienen por qué reproducir exactamente el estado conformado
inicial, y aún hay razones de principio por las cuales habrá que pensar que los
resultados de la transformación se desviarán significativamente de la
transformación de partida. El proceso de holización, al que antes nos hemos
referido, es el mejor ejemplo que podemos ofrecer al respecto, cuando tomamos
como campo inicial de referencia la «sociedad política del Antiguo Régimen».

4. El segundo tipo de racionalización circular, el del «racionalismo cerrado»,


tendrá lugar cuando elegimos como terminus a quo de la transformación un
campo en estado lisológico que, en una transformación conformativa, encadene
este proceso de lisado, que eventualmente reproduzca el estado morfológico
originario. Este tipo de racionalización es el que encontramos en la explicación
científica convencional del curso de evolución de los organismos vivientes: la
explicación comenzará por el estado lisológico de la «sopa biogénica» –o bien,
por el «cigoto lisológico» previo a la conformación morular, y a la morfogénesis
ulterior– y continuará en el análisis del desarrollo del organismo hasta su
descomposición y putrefacción, es decir, por el retorno al estado lisológico.

El mejor ejemplo, en cualquier caso, que podemos ofrecer de este tipo de


racionalización sería acaso la teoría del big bang, cuando ella se encadena con
la teoría del big crunch. La teoría del big bang parte, en efecto, de un estado del
mundo físico lisológicamente definido. Al menos, las hipótesis de un campo
primitivo, considerado como un vacío cuántico, como un «éter de Planck»,
sugieren el estado lisológico; y aún la singularidad del «punto» inicial de la «Gran
Explosión», que ocurre en la «nada» de un espacio vacío, puede interpretarse
como un estado lisológico llevado al límite. En cualquier caso, el estado lisológico
originario subsistirá todavía, según algunos (Steven Weinberg) «al cabo de un
centésimo de segundo aproximadamente, que es el momento más primitivo del
que podemos hablar con cierta seguridad, en el que la temperatura del universo
fue de unos cien mil millones (1011) grados centígrados».

En ese centésimo de segundo inicial el universo era una «sopa cósmica»


compuesta de electrones, positrones, neutrones y fotones, partículas creadas
continuamente a partir de la «energía pura», y después de una corta vida eran
aniquiladas nuevamente. «La densidad de esta sopa cósmica, a una temperatura
de cien mil millones de grados, era de unos cuatro mil millones (4×10 9) de veces
mayor que la del agua». El proceso de conformación [a partir de este estado
513
lisológico], comienza en segundos, y de modo acelerado. Trascurridos 0,11
segundos la temperatura de la sopa cósmica ha bajado de 1011 grados a
3×1010Kº, es decir, a treinta mil millones de grados; el pequeño número de
partículas nucleares aún no se hallan ligadas a núcleos, pero con la caída de la
temperatura es mucho más fácil (al cabo de los 0,11 segundos) que los
neutrones más pesados se conviertan en neutrones más ligeros, que no al revés.
Cuando han pasado 13,82 segundos el universo está a tres mil millones de
grados Kelvin (3×109 Kº). Ya está bastante frío para que se formen
[se conformen, en el curso del proceso de conformado] diversos núcleos
estables, como el helio. A los tres minutos y dos segundos, el universo está a mil
millones de grados Kelvin: en él ya se mantienen unidos los núcleos de tritio y
helio 3. Poco después los núcleos del deuterio ya pueden mantenerse unidos…
El universo seguirá expandiéndose y enfriándose, pero durante setecientos mil
años no ocurrirá nada de mucho interés… Después de otros diez mil millones de
años «aproximadamente», dice Weinberg (las comillas son nuestras), los seres
vivos comienzan a aparecer por el horizonte.

Una vez conformado el universo, aunque nunca enteramente, nos


enfrentaremos con el gigantesco proceso de su lisado, ya sea por la continuación
de una expansión que vaya «diluyendo» cada vez más en el espacio inmenso
sus materiales morfológicos en un polvillo inapreciable, ya sea por la iniciación
de una fase de contracción que terminará en un gran «despachurramiento» (big
crunch), que borrará también todas las formas, reproduciendo de algún modo el
momento inicial del big bang.

Es difícil determinar en qué pueda consistir el racionalismo de este


encadenamiento de transformaciones abiertas en su límite, es decir,
enmarcadas por la Nada. Cuando la serie de transformaciones se continúa, y
sobre todo si la continuidad es cíclica (modelo Anaximandro), el racionalismo,
como racionalismo material, acaso pueda ser identificado formalmente con la
misma recurrencia indefinida invariante de las transformaciones. (La tesis del
eterno retorno, tal como la formuló Nietzsche, no es necesariamente cíclica.) Sin
duda, este racionalismo cosmológico abierto, en su caso límite («enmarcado por
dos vacíos, o Nadas») sigue siendo un racionalismo por su circularismo formal;
pero constituye la negación de la racionalidad cuando se le considera desde un
punto de vista material (materialista), lo que nos inclina a concluir que las teorías
del big bang y del big crunch sólo pueden interpretarse como una
«transformación virtual» resultante del encadenamiento de las transformaciones
de los tipos (2) y (7).

5. Dos muestras tomadas del mundo ideológico del pensamiento utópico


político, que gira en torno a las «relaciones» entre el individuo con la sociedad
política (o el Estado), cuando se sobreentienden estas relaciones como
relaciones de la parte al todo. El punto de partida de estas corrientes ideológicas

514
es la «estructuración anatómica» de la sociedad política o económica del
presente. El pensamiento utópico, como crítica de esta «sociedad empírica»,
organizada en estructuras que a su juicio son deformaciones («alienaciones»)
de una supuesta realidad, procede por la vía de un lisado ideológico de esas
partes empíricas intermedias, ya sean en el sentido de un lisado atomístico, ya
sea en el sentido de un lisado holístico que, sin embargo, tienen en común (al
pretender borrar todas las partes intermedias entre los individuos o átomos
políticos o económicos y el Estado) el dejar frente a frente al individuo real (no
utópico) frente al Estado real (no utópico).

En el terreno político, la totalidad morfológica de partida, o totalidad


intermedia, sería la sociedad política realmente existente, cuya morfología está
organizada como un sistema jerárquico de entidades políticas intermedias,
legales o fácticas (sujetos de poderes intermedios, como puedan serlo los
concejos aldeanos, los municipios o cantones, los gremios o sindicatos, los
estados feudales, las provincias o parlamentos, los tribunales de Justicia, &c.).
El lisado político utópico, pero en el sentido del lisado político holístico, procederá
mediante un proyecto de lisado de estos organismos económicos o políticos
intermedios. Y podría asumir los dos sentidos opuestos que hemos señalado.

Ante todo el sentido de un lisado atomístico, propio del pensamiento liberal


más extremado, que parte de la crítica a todas las formaciones económicas o
políticas intermedias, como puedan serlo las sociedades anónimas, en nombre
de la libertad de iniciativa económica o empresarial, que el liberalismo radical
atribuye en exclusiva a las personas individuales (frente a cualquier hipóstasis
de las corporaciones o sociedades, entendidas como «personas jurídicas»). Es
la crítica que un filósofo liberal, como A. W. Dicey, dirigía contra las sociedades
mercantiles, en cuanto precursoras del colectivismo; porque, por culpa de estas
sociedades anónimas, la posible gestión de las personas reales individuales
pasaría de hecho a manos de las empresas, controladas a su vez por el Estado.
El lisado atomístico de estas sociedades mercantiles intermedias tenderá en el
límite no ya a la eliminación de toda sociedad anónima, sino a la transformación
de esas sociedades en millones de sociedades anónimas unipersonales. Un
límite al que llegó, por vía literaria (a raíz de la ley británica de Sociedades
Anónimas de 1862), la opereta con libretto de William S. Gilbert y música de
Arthur Sullivan, Utopia Limited (traducido al español por Utopía S.A.) o Las flores
del Progreso, estrenada en Londres el 7 de octubre de 1893 (que volvió a ser
representada, por ejemplo, en 1988, por The Gilbert & Sullivan Very Light Opera
Company de Minneapolis, Minnesota). En esta opereta aparece como personaje
un Mr. Goldbury, promotor mercantil que llega una isla Utopía de los Mares del
Sur para convertir a los nativos en sociedades mercantiles. No se habrá llegado
todavía a cumplir este objetivo, pero la fecha no está lejana. Los utopianos

515
cantan (apud Micklethwait & Wooldridge, La empresa, Mondadori, Barcelona
2003, pág. 16, traducción de Enrique Benito):

¡Todos aclamamos
el sorprendente hecho
todos aclamamos el nuevo invento
la Ley de Sociedades Anónimas
la ley del sesenta y dos!

Y en cuanto al lisado económico político, en sentido holístico, cabría decir


que fue previsto por Marx, que vio en el incremento de las sociedades anónimas,
y en la fusión mutua y progresiva de estas sociedades, una vía hacia el
socialismo de Estado, que se enfrentaba a las tendencias del capitalismo
individualista y salvaje. Cabría decir que la Unión Soviética, en su primera época,
había sido proyectada como un lisado holístico de las empresas capitalistas
existentes en su dominio, para reabsorberlas en el Estado como empresa única.
Un Estado que a través de la planificación del Gosplan, controlase las
diferentes divisiones de la producción y distribución. Otra vez el lisado, ahora
holístico, dejaba frente a frente a los individuos, como partes átomas, frente al
Estado. La integración del individuo en el Estado requeriría la educación de estos
individuos o ciudadanos en los principios de la «ética socialista», objetivo de la
educación del ciudadano soviético.

§8. Estados lisológicos y morfológicos en el terreno de la conceptuación


científica y técnica

1. Las distinciones, muy familiares en la literatura científica o técnica, entre


«exposiciones globales» (o conspectivas, o sintéticas, o «generalistas»), que
asumen casi siempre el papel de exposiciones introductorias, preliminares o
preambulares, y de «exposiciones particulares» (detalladas, analíticas) suelen
implicar muchas veces la distinción entre la escala lisológica y la escala
morfológica.

La denominada «visión global» de un campo gnoseológico, suficientemente


complejo, puede en efecto lograr determinar unas líneas estructurales que acaso
se desdibujan necesariamente cuando mantenemos una escala de detalle en
ese campo. Por ello la formulación de la distinción ordinaria entre «visión global»
(o generalista) y «visión detallada» es inadecuada, y no recoge la verdadera
naturaleza de la distinción expresada mediante la diferencia entre el estado
lisológico y el estado morfológico. Esto ocurre por ejemplo en el caso de las
visiones conspectivas o globales de la evolución de los animales, o bien en las
visiones globales o conspectivas de la historia humana, o en las visiones
globales o conspectivas del organismo humano. Lo que significa que las visiones

516
globales o conspectivas no son propiamente «generalistas», al menos en el
sentido sentido de lo que es previo, introductorio, preambular, meramente
pedagógico o trivial, que suelen dar a este término los «especialistas». El bosque
aparece a escala lisológica y ésta desaparece desde la morfología de cada árbol,
es decir, del conjunto distributivo de todos los árboles del bosque: «El árbol no
deja ver al bosque.»

Es evidente que las grandes fases de la evolución, proceso o desarrollo de


un campo dado, se refieren a las líneas globales y funcionales de la estructura,
por ejemplo, de un organismo, que no pueden dibujarse a escala de detalle
morfológico, y requieren precisamente una escala lisológica, por relación a los
detalles morfológicos (no pertinentes), porque ella misma sólo puede quedar
fuera del campo uniforme, sin «relieves».

Una «prueba» de que la escala lisológica no puede confundirse, sin más,


con las «generalidades» supuestas por los «especialistas», podemos sacarla del
hecho de que muchas veces la escala lisológica es diferente de otra que
presupone la perspectiva morfológica, como estructura trivial.

2. La oposición entre el estado lisológico y el estado morfológico parece


estar presente en muy diversas oposiciones «conceptualmente establecidas» en
las técnicas positivas o en las artes, y referidas a un mismo campo. Unos cuantos
ejemplos, casi al azar.

(a) La oposición entre el estado sólido de la materia y todos los demás


estados (líquido, gaseoso, plasmático, condensado) tiene que ver con la
oposición entre el estado morfológico y el estado lisológico. En efecto, solamente
al estado sólido (el de las piedras; ver «Filosofía de las piedras», El
Catoblepas, nº 58, diciembre 2006) se le atribuye una figura o forma propia,
dentro de límites adecuados de temperatura, presión, &c. El estado líquido, aún
ocupando, dentro de unos límites, un volumen fijo, sólo alcanza la figura que
recibe del recipiente; el gas en cambio no recibe la figura del recipiente. El
«privilegio» atribuido ordinariamente al estado sólido –en el contexto, por
ejemplo, de la teoría de los grupos de transformaciones– tiene que ver, sin duda,
con su (relativo) estado morfológico.

En el proceso de solidificación de sustancias que han sido expuestas a altas


temperaturas se distinguen dos alternativas: la que conduce a los
cuerpos amorfos, y la que conduce a los cuerpos cristalinos. Los cuerpos
denominados «amorfos» (por contraposición a las formas cristalinas) asumen la
condición propia del estado lisológico, por su isotropía relativa, derivada del
hecho de que sus átomos no están orientados, y de que carecen de ejes de
simetría; en cambio los cuerpos cristalinos asumen la condición propia del estado

517
morfológico: son anisótropos (la acción que se ejerce sobre cualquier parte de
su masa ya no se propaga igualmente en cualquier dirección) y asumen también,
al solidificarse, morfologías poliédricas que «eligen» entre los seis sistemas
consabidos (regular, hexagonal, cuadrático, rómbico, monoclínico y triclínico).

El estado lisológico de los gases, líquidos y cuerpos amorfos, aunque asume


su condición lisológica como «negación» del estado morfológico cristalino, no se
reduce a la condición de un estado meramente negativo. Tiene caracteres
positivos propios (la isotropía está vinculada a múltiples propiedades, que tienen
que ver con la dirección de la elasticidad, propagación del calor, conductividad
eléctrica, &c.).

(b) Las características termodinámicas de un sistema dado, tal como se


establecen por los físicos (presión, volumen, temperatura, funciones de entropía
o de entalpía), son de orden lisológico, al menos cuando se contraponen a las
características de sistemas termodinámicos tales como los que tratan los
ingenieros (termostatos, máquinas de vapor, frigoríficos), o por su lado, los
biólogos. Se diría que en Termodinámica los físicos se mantienen a escala
lisológica, y los ingenieros a escala morfológica. Son dos tratamientos de los
sistemas termodinámicos que se realimentan, no son perspectivas meramente
yuxtapuestas. Sin embargo, acaso el estado morfológico ha ido aquí por delante,
en el proceso de descubrir las leyes y funciones físicas llamadas «empíricas»,
cuando en realidad son morfológicas (basta recordar las experiencias con
cañones de Rumford, o la Memoria de Carnot sobre la potencia motriz del fuego);
y esto sin olvidar que la termodinámica física ha abierto nuevos campos y ha
cerrado otros inviables a la ingeniería. Pero también es verdad que los «ingenios
termodinámicos» no son deducibles de las leyes físicas (implican asentarse en
un campo beta operatorio, que no puede ser segregado más que por
abstracción).

(c) La fabricación industrial de «productos genéricos» (laminados, perfiles


siderúrgicos, pasta de papel, bobinas de hilo de acero, madera chapada, &c.) se
mantiene, comparativamente, a escala lisológica, frente a la llamada fabricación
propia de la «industria transformadora» (automóviles, libros, muebles, edificios).
Sin embargo el carácter lisológico propio de las «industrias generalistas» no
puede hacerse consistir en su generalidad distributiva, porque ésta también es
compartida por las industrias de «piezas», destinadas a las cadenas de montaje.

(d) La «descripción física» del Universo desde los principios de la teoría de


la gravitación galileana y newtoniana (distancias en el espacio absoluto, tiempos
métricos como expresión del tiempo absoluto, equiparación de manzanas y
planetas…) es de orden lisológico, por lo menos en la medida en que se enfrenta,
por ejemplo, con la descripción morfológico astronómica kepleriana (que

518
reconocía, con nombres propios, planetas, órbitas planetarias o cometas) de
naturaleza morfológica y cuasi empírica. También aquí la ley de la gravitación
newtoniana (lisológica, porque se establece entre puntos o porciones abstractas
de masa) presuponía los resultados morfológicos de Kepler, aunque los rebasó
y logró no ya deducirlos, pero sí reducirlos a la condición de casos particulares
de los campos gravitarorios. El propio Newton, para poder aplicar sus leyes, tuvo
que apelar a unas «condiciones iniciales» –la existencia del Sol y de los planetas,
creados por Dios– de orden inequívocamente morfológico, que no hubiera
podido deducir de sus principios lisológicos. Lisológico es el universo vacío, de
curvatura nula, de Minkowski, redefinido como vacío cuántico (E. Gunzig y P.
Nardone, I. Prigogine…).

(e) Las ideas físicas que Newton propone como primeras en


sus Principia(espacio absoluto y tiempo absoluto) o las intuiciones que Kant
proponía como primeras en su Estética trascendental (las formas a priori de la
sensibilidad, espacio y tiempo) son nociones lisológicas, frente a los conceptos
o percepciones morfológicas de los cuerpos del «mundo sensible» y práctico.

(f) Como ilustración del papel desempeñado en Citología por los estados
lisológicos y morfológicos nos limitaremos a citar la utilización por N. Rashevsky,
de ciertos conceptos lisológicos (tomados de las Matemáticas) para plantear y
resolver determinados problemas morfológicos, en su libro Progresos y
aplicaciones de la Biología matemática (Espasa Calpe, Buenos Aires, 1947).
Rashersky subrayaba cómo la consideración de ciertas uniformidades
[lisológicas] tratadas mediante sistemas de ecuaciones diferenciales, permite
llevar a cabo análisis más precisos que los que se inspiran en descripciones
morfológicas empíricas. Pero el principal mecanismo de transporte de sustancias
que tiene lugar en el metabolismo celular es la difusión (un concepto de
indudable cuño lisológico). La esfera se convierte de este modo en la única forma
para la cual las ecuaciones diferenciales generales de los procesos de difusión
pueden ser exactamente resueltas. Ahora bien, la estructura interna
[morfológica] de cada célula puede ser inhomogénea. «Omitimos esas
inhomogeneidades [es decir, nos replegamos al estado lisológico] que
diferencian en detalle una célula de otra. Los detalles de las variaciones de la
velocidad media de una sustancia producida dentro de tal célula constituyen a
su vez características individuales. Lo que medimos y observamos son sólo
valores medios [resultantes de una abstracción formal antes que de una
abstracción total] y sólo por ellos podremos encontrar algunas regularidades
generales.»

(g) En su artículo «Las bases químicas de la morfogénesis» (Phil. Trans.


Royal Society, Londres 1952), Alan Turing sugería que la diversidad de motivos
[morfológicos] de la piel de los mamíferos (por ejemplo, las manchas de los
leopardos) podría ser el resultado de una inestabilidad de reacciones-difusiones
519
[conceptualizadas en un plano comparativamente lisológico] que se desarrollaba
a nivel de los tejidos (apud Patrick de Kepper, «Manchas, rayas y laberintos», en
un especial de Mundo científico dedicado al origen de las formas, nº 188, marzo
1998).

(h) Partiendo de la biosfera fenoménica (fenotípica), en estado morfológico


(organizada en especies, géneros, clases, &c.), llevamos adelante un regressus
lisológico postulado por algunos genéticos mediante el concepto de «masa
global de genes individuales distribuidos aleatoriamente» en agregados
susceptibles de acoplarse con otros afines, aunque no con todos. Pero la
transformación de esa masa aleatoria en las morfologías efectivas («cimas
adaptativas» y «valles adaptativos» de S. Wright), no es un proceso de
redistribución real, sino sólo lógica o gnoseológica, que implica el dialelo (es
decir, supuesto que la «diversidad orgánica y la discontinuidad de la variación
orgánica pueden percibirse por observación directa» y experimentación, como
dice T. Dobzhansky en su Genética y el origen de las especies, traducción de
Faustino Cordón, Madrid 1955, pág. 6), desde el momento en el que sólo
apelando a las morfologías fenotípicas ya dadas, será posible redefinir las
redistribuciones lógicas estadísticas. «Nada puede ser más cierto (añadía
Dobzhansky, op. cit., pág. 265) que sólo una fracción infinitésima de las posibles
combinaciones [lógicas por tanto] de genes podrá llegar a realizarse nunca en
organismos cuyos genotipos constan de centenares o millares de genes. No
obstante, las combinaciones de genes potencialmente posibles [lógicamente
posibles, por tanto] constituyen el ‘campo’ dentro del cual pueden producirse
cambios de evolución.»

Lo que por nuestra parte queremos subrayar es que de la «combinatoria


potencial [lógica] de genes» y, por tanto, de la perspectiva lisológica, no es
posible derivar las morfologías fenotípicas reales, porque a la conformación de
estas morfologías contribuyen factores de entorno que están segregados de la
combinatoria lisológica, la cual, sin embargo, habrá tenido que partir del análisis
genético de las morfologías «empíricamente» dadas. Y es a escala morfológica
cuando cabe limitar las consecuencias aleatorias que se derivaban de las
combinaciones lisológicas, es decir, cuando cabe reintroducir el determinismo
morfológico. «Por tanto el mundo viviente no es una masa informe de genes y
de caracteres combinados al azar, sino una gran ordenación de familias de
combinaciones de genes semejantes, agrupados alrededor de un número
grande pero finito de cimas adaptativas. Cada especie viviente puede imaginarse
ocupando una de las cimas disponibles en el campo de las combinaciones de
genes» (pág. 8). Cada combinación de «genes disponibles» (al introducir
combinaciones lisológicas puras, respecto de los factores de entorno) habrá que
ponerlas en correspondencia con morfologías empíricamente delimitadas.

520
(i) Las ideas relativas a los derechos humanos, tal como quedaron fijadas
en la Declaración de la ONU de 1948, se mantiene a la escala lisológica propia
de la perspectiva ética; los conceptos que tejen el sistema de los códigos civiles,
penales o mercantiles de los diversos ordenamientos jurídicos que proclaman
sin embargo atenerse a los derechos humanos, están dados a escala
morfológica, pero no se deducen de aquellos.

§9. Estados lisológicos y morfológicos en el terreno de la ideación


metafísica y filosófica

1. Nos limitaremos aquí a sugerir la posibilidad de establecer una


correspondencia entre las ideas tratadas por la Metafísica (u Ontología) general
tradicional (desde Domingo Gundisalvo a Francisco Suárez o Christian Wolff) por
un lado, y las ideas tratadas por la Metafísica especial, por otro, con las ideas
ajustadas a un estado lisológico, por un lado, y con las ideas ajustadas a un
estado morfológico, por otro. La «Metafísica general» se ocupaba, en efecto, de
ideas tales como la idea de Ser, Realidad, Unidad, Identidad, Totalidad…, que
son ideas lisológicas «trascendentales»; a la «Metafísica especial», en cambio,
se les asignaban los tratados acerca de la idea de Dios, del Mundo y del Hombre,
que son ideas morfológicas (cada una de estas ideas «ocupa», se supone, una
«región» de la Realidad o del Ser).

2. El sistema de Hegel –prototipo reconocido del sistematismo filosófico–


está dividido en tres partes: Lógica, Filosofía de la Naturaleza y Filosofía del
Espíritu. Muchas interpretaciones se han dado acerca de esta división primaria,
cada una de cuyas partes va desplegándose también en triadas, a su vez
desplegadas en otras triadas de rango subordinado.

La triada primaria –Lógica, Naturaleza, Espíritu– puede ponerse en cierta


correspondencia con la división tradicional (estoica o epicurea) de la filosofía en
las tres partes consabidas: Lógica (Canónica), Física y Ética, que Kant todavía
aprobó. Pero la correspondencia, si atendemos a los contenidos, es superficial,
porque aunque Hegel recibiese su influencia, lo cierto es que entendió las partes
del sistema de un modo enteramente distinto. La única correspondencia, cuanto
a la materia, se produce en la segunda parte de la enumeración, la Física, sin
perjuicio, obviamente, de que la «Filosofía de la Naturaleza» de Hegel, no
solamente sea muy distinta, en sí misma, de la filosofía de la naturaleza de los
estoicos y de los epicureos, sino sobre todo por su posición relativa en el sistema.
La Física estoica (o epicúrea) desempeña el papel de la Metafísica general, dada
su orientación materialista-corporeísta («si todos los seres fueran corpóreos, la
física sería la filosofía primera», dijo Aristóteles); la Lógica (o Canónica) tiene un
carácter instrumental, «metodológico»; y la Ética un carácter práctico «aplicado».
De este modo, cabe reconocer actuando, de algún modo, en la división ternaria

521
estoica y epicúrea, el dualismo entre Naturaleza y el Hombre, puesto que tanto
la Lógica (o la Canónica) como la Ética están referidas a la praxis humana (Kant
asumió este dualismo sin perjuicio de su «aprobación» de la división estoica, en
su proyecto de división de la filosofía en Filosofía de la Naturaleza y Filosofía de
la Libertad).

Pero en el sistema de Hegel, aunque se mantiene el dualismo


Naturaleza/Libertad, no se corresponde enteramente con el dualismo kantiano
(Naturaleza/Hombre), sino con el dualismo Naturaleza/Espíritu propio del
espiritualismo («la piedra es grave como el espíritu es libre»). La Naturaleza deja
así de «envolver» al Hombre, al quedar subordinada al Espíritu: la Naturaleza es
el preludio del Espíritu, o del Hombre como Espíritu. (En las décadas posteriores,
este preludio, que en Hegel actúa ya como «evolución ideal», tomará la forma
de un evolucionismo transformista que, en manos del monismo de Engels, o del
monismo de Haeckel o de Ostwald, vendrá a constituir una suerte de retorno al
materialismo naturalista estoico.) En el sistema de Hegel, en cambio, la Filosofía
del Espíritu deja de ser una ética práctica (includens prudentia) y se ocupa
precisamente del espíritu y de la historia (delimitando por cierto precisamente el
campo que muy pronto sería cultivado por el materialismo histórico de Marx;
véase Gustavo Bueno, «Sobre el significado de los Grundrisse en la
interpretación del marxismo» y «Los Grundrisse de Marx y la Filosofía del
Espíritu objetivo de Hegel», en Sistema, nº 2, mayo 1973, págs. 15-39, y nº 4,
enero 1974, págs. 35-46).

Por su parte, la Lógica, en el sistema de Hegel, abandona también el


carácter de organon práctico (al servicio del hombre) que mantenía en el
«sistema estoico», y asume en el proyecto más o menos explícito de su autor, el
papel que los editores de Aristóteles asignaron a la Metafísica, como «Filosofía
primera», es decir, como Tratado del Ser, de la Nada, del Devenir…, por tanto,
según Hegel, de Dios. La Lógica de Hegel es la expresión de su Metafísica.

Y esto es lo que ha suscitado la cuestión más importante desde la


perspectiva de la distinción entre el estado lisológico y el estado morfológico que
estamos exponiendo: ¿de qué trata, en realidad, la Ciencia de la Lógica de
Hegel, en cuanto Metafísica? ¿a qué van referidas las Ideas que en aquella
ciencia se encadenan? ¿acaso sus referencias se mantienen próximas a las
referencias, intencionales al menos, de la metafísica trascendente de los
aristotélicos?

No, porque damos por descontado que la Teología de Hegel constituye la


culminación del proceso de «inversión teológica» iniciado en la época moderna
(véase Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía
política,Barcelona 1972, pág. 133). No cabe, según esto, interpretar a Hegel –

522
como lo han hecho tanto teólogos «post-conciliares», siguiendo las huellas de
Rahner– como el punto de partida para la resurreción de un tomismo filosófico.

Pero entonces, ¿cuáles son las referencias de la Ciencia de la Lógica de


Hegel? ¿Cuáles son las referencias del Ser, de la Esencia, del Concepto, de
Dios… expuestas en esta ciencia?

En vano se intentará, a nuestro juicio, entender la Ciencia de la Lógica de


Hegel como una ciencia autónoma, con referencias propias, en su calidad de
primera parte del sistema. Desde esta perspectiva la Ciencia de la Lógica no es
otra cosa sino un galimatías ininteligible, el galimatías con el que se encontró A.
Schopenhauer, pero también J. Piaget o K. Popper. Pero ni Schopenhauer, ni
Piaget, ni Popper, al no advertir cuáles podrían ser las referencias de esta
Lógica, pudieron entender ni una sola palabra de la Ciencia de la Lógica de
Hegel, a pesar de que les intrigase esa «logomaquia» que parecía ir derivando
ideas muy «compactas» a partir de ideas tan abstractas como «Ser», «Esencia»
o «Concepto».

Pero todo cambia si advertimos acaso que las referencias de la Ciencia de


la Lógica de Hegel son los mismos contenidos que figuran en su Filosofía de la
Naturaleza y en su Filosofía del Espíritu.

Y en eso haríamos consistir esa culminación de la inversión teológica que


Hegel habría llevado a cabo. Hace casi cuarenta años, en las clases sobre Hegel
que me correspondió dar en la Universidad de Oviedo, como profesor de Historia
de los Sistemas filosóficos, ensayé la reinterpretación de la Lógica de Hegel en
este sentido «mundanista» (no acosmista) y, para hacer visible esta
interpretación, me servía de la siguiente tabla, que ayudaba a hacer plenamente
inteligible la Lógica de Hegel y, de paso, permitía refutar a los críticos de su
supuesta logomaquia, y también a quienes, sin tener en cuenta estas referencias
y fascinados por el sistema hegeliano, se entusiasmaban con los galimatías, que
se aprendían de memoria, y aún los erigían en sillares de la «ciencia de la
revolución».

La tabla, que requiere amplios comentarios que no son de este lugar, quiere
representar de qué modo la Lógica de Hegel, lejos de la condición que algunos
le atribuyen de «prólogo en el cielo» a la obra de la creación de la Naturaleza y
del Espíritu (el «prólogo en el cielo» representado por la concepción de la Lógica
como conjunto de leyes «válidas para todo mundo posible», de Leibniz, Scholz
o Hasenjaeger) está enteramente vuelta a esta Naturaleza y a este Espíritu
(«inversión teológica»). Las correspondencias son tan puntuales (por ejemplo, la
correspondencia entre la última «celdilla» de la Filosofía de la Naturaleza,
«Naturaleza animal», y la última «celdilla» de la Filosofía del Espíritu, «Reino
animal del espíritu») que a veces nos sorprenden, si dejamos de lado el supuesto

523
de un Hegel que ya hubiera utilizado una tabla semejante, al formalizar su
sistema (principalmente en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas), que luego
hubiera preferido destruir, como destruye los andamios el arquitecto una vez
terminada la obra. Sin embargo, y aún reconociendo estas correspondencias,
quedaría abierta esta cuestión: ¿cuál es entonces el estatuto de la Ciencia de la
Lógica de Hegel respecto de la Filosofía de la Naturaleza y de la Filosofía del
Espíritu? Es decir: ¿qué es lo que la Lógica puede decir, si la Naturaleza y el
Espíritu han «agotado» la realidad? (presuponemos que la Fenomenología del
Espíritu se mantiene en la inmanencia del mundo, como sugiere la diagonal
representada en la tabla).

Estructura matricial del Sistema de Hegel

1. La expresión «Derecho objetivo», como traducción del término Sittlichkeit de


Hegel, que figura en la celdilla 6 de la primera fila, sustituye al término que
comúnmente viene utilizándose en español, «eticidad», un italianismo
extravagante que arrastra, entre otras, la ideología kantiana de una ética
formal autónoma y subjetiva, pero que tergiversa la orientación

524
objetiva moral (mos, moris = costumbre; Sitte = costumbre) del término
hegeliano.

2. Los rótulos correspondientes a las «celdillas diagonales» que representan a


las figuras de la Fenomenología del Espíritu están tomados de los rasgos
estimados como más distintivos de estas figuras.

Las respuestas que podrían darse a esta cuestión las encontramos acaso
precisamente en la distinción entre el estado lisológico y el estado morfológico,
que es el objeto de este rasguño. La Ciencia de la Lógica de Hegel se ocuparía
(como referencia) de aquello mismo de lo que se ocupan la Filosofía de la
Naturaleza y la Filosofía del Espíritu (cuyas referencias fenoménicas son ya
enteramente «normales»: sensibilidad… deseo… movimiento… organismo…).
La Ciencia de la Lógica de Hegel se mantiene, según esto (frente a la orientación
meta-física de Kant o de Schopenhauer), en la más estricta inmanencia
mundana, la inmanencia del «mundo haciéndose»: el Ser o Dios no tiene como
referencias entidades que pudieran encontrarse «más allá del mundo». Por ello
Hegel puede decir que Dios no existe, que es la Nada, pero la Nada que, en el
Devenir, se transforma en el Ser («todavía no existe Dios», dice Hegel, con
acentos sabelianos).

Sin embargo, si a pesar de esta identidad de referencias, la Lógica de Hegel


no se confunde con la Filosofía de la Naturaleza, con la Filosofía del Espíritu y
con la Fenomenología del Espíritu, esto será debido (cuando utilizamos la
distinción lisológico/morfológico objeto del presente rasguño) a que la Ciencia de
la Lógica reexpone, a escala lisológica, aquello mismo que la Filosofía de la
Naturaleza, la Filosofía del Espíritu y la Fenomenología han expuesto a escala
morfológica. Y esto no significa necesariamente que, desde el punto de vista de
la composición del sistema hegeliano, la Filosofía de la Naturaleza y la Filosofía
del Espíritu (y la Fenomenología), es decir, la parte morfológica de ese sistema,
hayan debido estar acabadas anteriormente a la Ciencia de la Lógica, porque las
fases que fueron alcanzándose desde la perspectiva lisológica, también hubieran
podido influir en las fases morfológicas, así como recíprocamente. No cabe
hablar, según esto, de «inducción» (desde los «resultados» de la Filosofía de la
Naturaleza y la Filosofía del Espíritu, y de la Fenomenología, hasta los resultados
de la Lógica) ni tampoco de «deducción» recíproca. Y ello debido a que las ideas
de la Lógica de Hegel no son meramente generalidades distributivas respecto de
las especificidadesrepresentadas por la Filosofía de la Naturaleza y la Filosofía
del Espíritu, y la Fenomenología. Habría que recurrir más bien a la dialéctica que
media entre el despliegue morfológico de partes atributivas del sistema y el

525
despliegue lisológico del todo (atributivo) que las envuelve: la Lógica como
Metafísica.

3. En el sistema del materialismo filosófico, tanto las ideas de materia


ontológico general (M) como las ideas ontológico especiales de los géneros de
materialidad (M1, M2, M3) y la misma idea de ego trascendental (E) se mantienen
a escala lisológica. Los géneros de materialidad y E proceden, cabe decir, de un
lisado de las morfologías del mundus adspectabilis; la materia ontológico general
M procede de un lisado de los lisados ontológico-especiales previos.

En cambio son morfológicas las ideas de las categorías, entendidas como


totalidades atributivas (tales como «campo gravitatorio» o «campo
electromagnético», de la Física; «sistema de los elementos», de la Química;
«biosfera», de la Biología; asimismo son morfológicas las categorías
tecnológicas y artísticas tales como «arquitectura», «música»..., sin perjuicio de
que estas categorías morfológicas, en relación con las lisológicas de rango
trascendental, admitan también un tratamiento lisológico de rango categorial).
También son morfológicas las plataformas categoriales constitutivas de la Scala
Naturae. (No se considerará impertinente subrayar en este lugar hasta qué punto
el materialismo filosófico mantiene, en su ontología, una perspectiva
diametralmente opuesta a la del sistema hegeliano: la Materia ontológico
general, en efecto –que, desde el punto de vista «sintáctico», podría coordinarse
con el Ser de la Lógica hegeliana–, no tiene como referencia el Mundus
adspectabilis –la Naturaleza y el Espíritu de Hegel–, aunque sólo pueda llegarse
a ella a partir de este mismo mundo, y aunque pueda volverse al Mundo a título
de «límite revertido».)

Acaso el criterio más preciso que pueda ofrecerse para determinar, en el


materialismo filosófico, cuándo prevalece la perspectiva lisológica y cuándo la
morfológica, sea el criterio hilemórfico: cuando se tratan cuestiones que implican
internamente el hilemorfismo (la posibilidad de distinguir, en cada caso, entre
materia y forma) la perspectiva es inequívocamente morfológica; cuando esto no
ocurre, la perspectiva es lisológica.

Por supuesto, el hilemorfismo del que hablamos no es el hilemorfismo tal


como lo concibió Aristóteles, quien lo formuló sistemáticamente y, por cierto,
sobre modelos artificiales (la estatua, como «ejemplo» escogido para exponer la
teoría de las cuatro causas). El hilemorfismo de Aristóteles puede ser
interpretado como un análisis positivo (no metafísico) de las transformaciones
que tienen lugar (en el terreno de la técnica, de la tecnología, del arte) en las
instituciones; el sesgo metafísico que el hilemorfismo aristotélico tomó en
seguida (y que es el que ha prevalecido como consecuencia de la metafísica
escolástica de la sustancia) deriva de la aplicación de la doctrina de las cuatro

526
causas a las transformaciones naturales, como consecuencia de la
consolidación de la doctrina de las formas sustanciales (orgánicas o inorgánicas)
y de la consideración de la sustancia como categoría primera (para el
materialismo filosófico la sustancia no es una categoría separable de los
accidentes, sino un invariante de las transformaciones, en el sentido del
actualismo). La materia y la forma, interpretada desde la perspectiva de la
conjugación de los términos no se corresponde con la idea de «compuesto
sustancial» o sistema hilemórfico natural, resultante de la aplicación del
«esquema de fusión», en tanto éste pueda considerarse como uno de los
esquemas alternativos dados en la conjugación de conceptos (vd. Gustavo
Bueno, «Conceptos conjugados», El Basilisco, nº 1, 1978, págs. 88-92).

527
Profesores «cómplices» publican, cara al nuevo curso,
manuales de Educación para la Ciudadanía
Gustavo Bueno

Dos editoriales católicas y dos editoriales laicas han publicado manuales siguiendo las
directrices del gobierno socialista, aunque en algún caso sus contenidos se aparten del
pensamiento Alicia sin que pueda saberse muy bien qué rumbos proponen

Cara al próximo comienzo del curso 2007-2008, en el que se pone en


marcha en el sistema educativo español la nueva asignatura «Educación para la
Ciudadanía», que ha asumido directrices emanadas de la Unión Europa
(consideramos útil para el lector recordarle algunos de los artículos que sobre
este asunto han sido publicados en esta revista: Demetrio Pérez, «Sobre la
denominada ‘Educación para la Ciudadanía’», nº 33, noviembre 2004; Joaquín
Robles, «Educación para la ciudadanía: Protágoras y Gorgias», nº 36, febrero
2005; Gustavo Bueno, «Sobre la educación para la ciudadanía democrática», nº
62, abril 2007; Antonio Romero Ysern, «Educación para la feligresía» nº 62, abril
2007) dos editoriales católicas (Ediciones Don Bosco, de los padres salesianos,
y SM, de los padres marianistas) y dos editoriales laicas (Santillana, del grupo
PRISA; y Akal, editorial bien conocida) han publicado manuales siguiendo las
directrices del gobierno socialista, aunque en algún caso sus contenidos se
aparten del pensamiento Alicia sin que pueda saberse muy bien qué rumbos
proponen.

En efecto, varios profesores (funcionarios al servicio del Estado o


contratados por alguna orden religiosa o institución eclesiástica; profesores de
pedagogía, psicología o filosofía) se han apresurado a ofrecer, en los meses
previos al inicio del curso 2007-2008, amparados por la «libertad de expresión»,
sus peculiares maneras de interpretar las directrices generales emanadas de la
Unión Europea y recibidas por el Gobierno socialista español y las Comunidades
autónomas.

Tenemos a la vista cuatro de estos libros de texto preparados y publicados


antes del comienzo del curso en que se implantó la asignatura «Educación para
la ciudadanía»:

(1) Educación para la ciudadanía ESO (Educación Secundaria Obligatoria)


de Edebé [Ediciones Don Bosco, salesianos], Barcelona 2007, con «autoría»
atribuida a Tusta Aguilar García y cuatro más.

528
(2) Educación para la ciudadanía ESO, de Santillana, Madrid 2007, obra
colectiva realizada por Carmen Pellicer Iborra y varios más.
(3) Educación para la ciudadanía ESO, de SM [Sociedad Marianista,
marianistas], Madrid 2007, escrita por José Antonio Marina.
(4) Educación para la ciudadanía, de Akal, Madrid 2007, escrita por Carlos
Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero.

Por cierto, ninguno de estos libros de texto ha tomado la vía de la educación


de la ciudadanía en el sentido positivo del que hemos hablado en otras
ocasiones. Los autores parecen estar implantados (por convicción, por contrato,
o por ambas cosas a la vez) o bien en un suelo ético, neutral y ambiguo, que
parece estar flotando en alguna nube que se mantuviese a distancia de cualquier
fricción que pudiera barruntarse entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, o,
dentro de la ciudad terrena, entre las democracias capitalistas o las comunistas,
tratando de mantenerse en posiciones lo suficientemente indeterminadas para
hacerse susceptibles de recibir interpretaciones religiosas o laicas, o liberales, o
socialistas –nos referimos a los libros citados como (1), (2) y (3)–, o bien en un
suelo político, abiertamente partidista, y con un partidismo definido
explícitamente como comunista, aunque también es verdad que se trata de un
comunismo filosófico, o por mejor decir, metafísico –nos referimos al libro citado
como (4)–.

Por supuesto, en ninguno de ellos aparece (salvo por «imperativo legal»,


cuando se cita eventualmente un artículo de la Constitución de 1978) la palabra
«España», ni se hace referencia alguna a la Nación española (acaso porque las
editoriales respectivas esperan vender estos libros, traducidos o no, en la nación
catalana, en la nación andaluza, en la nación aragonesa, en la nación gallega,
en la nación valenciana...). Parecen escritos y pensados «desde la parte de la
Humanidad». Pero desde una parte que parece querer definirse con fotografías
tomadas del imaginario kitsch más puro, de las ONG más solidarias: Martín
Lutero King, Rigoberta Menchú, Teresa de Calcuta, Gandhi; sin perjuicio de la
apología constante de la Constitución española de 1978, pero sin entrar en
detalles, tales como su desarrollo en los estatutos de autonomía, en su ley
electoral partitocrática, en los escandalosos repartos de las retribuciones de los
políticos o de los jueces, en las cuestiones de la legitimidad de los matrimonios
homosexuales, de la realidad del terrorismo en las calles de las ciudades de
España... La pureza de su perspectiva ética les permite elevarse sobre la prosa
de la vida.

Ni que decir tiene que el libro de texto (4) nos resultará mucho más
interesante que los otros tres, ante todo porque mantiene una perspectiva
decididamente filosófica y muy trabajada (intencionalmente materialista, pero
efectivamente radicalmente idealista histórica, es decir, utópica). Los libros de

529
texto (1), (2) y (3) asumen sobre todo perspectivas éticas con fuertes tintes
«existenciales», psicológicos o pedagógicos, que les aproximan en ocasiones a
los llamados «libros de autoayuda». Las copiosas ilustraciones, fotografías,
croquis, &c., parecen elegidos de acuerdo con una estrategia similar a la que
utilizan los vendedores de perfumes, bombones, viajes turísticos, pisos con llave
en mano; estrategia de la presentación de los compradores como individuos
rebosantes de simpatía, intereses, sonrisas expectante. El rótulo «Convivencia»,
por ejemplo, se ilustra con la foto de un grupo de menores con sonrisas francas,
dialogantes, como si la convivencia no consistiese en su 50%, siendo optimistas,
en convivencia problemática, más aún, conflictiva o dramática: Castor y Pólux
conviven, pero luchando siempre entre sí. Los textos (1), (2) y (3) mantienen una
perspectiva muy similar a la de los Testigos de Jehová cuando ofrecen sus libros
con dibujos de escenas paradisíacas en las que conviven el lobo y el cordero;
muy similar también a la perspectiva de las fotografías de trabajadores
sonrientes, exultantes de las concentraciones sindicales que organizaba Girón
de Velasco (pero a las que asistían enormes masas de obreros posibilistas o
simplemente satisfechos), o a las películas soviéticas de los koljoses, o a las
fotografías chinas de los reclutas del Ejército Popular de Liberación en el ochenta
aniversario de su fundación. Se diría que los autores de estos libros 1, 2 y 3, al
asumir su responsabilidad como educadores para la ciudadanía, han adoptado
una actitud similar a los agentes de las compañías de viaje que quieren vender
a los favorecidos un feliz veraneo; es como si se tratase de vender la ciudadanía
(y seguramente, y es lo peor, porque los autores lo creen así) como el estado de
felicidad que alcanzarán los jóvenes (los clientes) de mayores, si cumplen las
instrucciones que ellos les dan, evitando toda sombra de violencia, miradas
hoscas o agresivas.

Los comentarios críticos que siguen quieren ser muy breves y no porque los
libros mencionados no merezcan una crítica más prolija, sino porque la crítica,
en este orden de cosas, la consideramos prácticamente inútil. Los autores o
simpatizantes, desde luego, si leyeran estas críticas, serían probablemente
impermeables a todas ellas, blindados como están en sus peticiones de principio;
las otras personas, que suponemos dotadas de buen juicio, sabrán analizar estos
libros con mucha mayor sutileza de la que aquí puedan encontrar.

¿Por qué entonces hacer pública la crítica a estos libros? Acaso


simplemente por razones sistemáticas o de método, razones que contienen
también algunas gotas de ética, moral o política: no permanecer en silencio ante
asuntos que tienen un interés público indudable.

530
Acerca del libro señalado con (1) comenzaremos aludiendo a la dudosa
fórmula «una imagen vale más que mil palabras» para referirnos a la imagen que
ilustra la «primera unidad», denominada «Soy persona». Porque efectivamente
esta imagen dice todo lo que el libro da de sí –aunque también es verdad, sólo
después de haber leído el libro, puede ser descifrada, en todo su valor
«sintético», la imagen–. Es una fotografía en la que una multitud de jóvenes
sonrientes, bien alimentados, exultantes, con los brazos alzados, y de la que
emerge en un primer plano una pareja eufórica, feliz, plenamente integrada en
la multitud. La fotografía, si la miramos como ilustración del rótulo que la
sobrevuela, «soy persona», parece querer representar a un conjunto de jóvenes
–eso sí, de raza blanca– entusiastas, que ríen sanos, limpios y felices, como si
estuvieran saludándose a sí mismos, tributándose un homenaje por el hecho de
haber descubierto o de haber tomado conciencia de «ser personas».
Probablemente la fotografía represente a jóvenes que están recibiendo la noticia
de que los Juegos Olímpicos van a celebrarse por fin en su «ciudad», o porque
el equipo local ha ganado la Copa de Europa, o esperando la llegada de un ídolo
musical o incluso del Papa; pero la fotografía lleva un complemento en su
esquina superior derecha, que es el canon del hombre de Leonardo. Ahora
resulta que no son las mil palabras, pero sí una imagen que está en juego con
otra imagen, la que está diciéndonos aquello que podemos entender después de
haber escuchado las mil palabras.

Poco después los autores de (1) ofrecen a los estudiantes las claves de la
satisfacción que sienten al advertir que son personas: el ser humano es una
persona porque es un ser único y distinto. ¿Y acaso no es único y distinto
(aunque sin necesidad de ser elitista) el árbol que forma parte de un bosque
integrado por árboles de la misma especie y edad, árboles acaso indiscernibles
a simple vista («no hay dos hojas iguales en el jardín»)? ¿Acaso cada árbol
individual, si está sano, no es una unidad orgánica, un «todo armónico», en el
que se concentra en integra la individualidad susodicha, más la apertura que le
lleva a relacionarse con los demás formando un bosque? Sin necesidad por ello
de «predisponerse a la búsqueda del sentido de la vida»: ¿acaso los millones y
millones de personas que viven en la tierra tienen tiempo, ganas o posibilidades
de ir a la búsqueda de algo que sólo ha podido ser formulado por los ociosos que
los observan? ¿O es que creen, en un exceso de pedantería, que la vida de la
persona sólo tiene sentido cuando alguien se ha hecho esta pregunta, de cuño
teológico, sobre el «sentido de su vida»? Es como si creyesen que una
determinada estancia de una casa sólo es el comedor si en su entrada pone el
rótulo «Comedor».

¿No será que los autores dan por supuesto que la vida tiene un sentido?
¿Pero nos dicen cuál es ese sentido? O bien, ¿no han advertido que una vida
puede tener sentido aunque el viviente no se haya preguntado por su sentido?

531
¿Acaso el orador necesita saber lo que es un quiasmo para decir una frase
quiasmática (precisamente es muy posible que si el orador supiera lo que es un
quiasmo gramatical no lo diría sin más que por el hecho de que se le ha ocurrido,
consciente de su vulgaridad)? Y en la mayoría de las ocasiones, ¿acaso no es
mejor que la gente no se plantee la cuestión del sentido de la vida que, después
de planteársela, encuentra el sentido de su vida en alguna respuesta
especialmente ridícula? Por ejemplo: «el sentido de mi vida está en mi lucha por
aprender a tocar el saxofón», o bien, «viajar y viajar, esto es lo que da sentido a
mi vida», o todavía peor: «el sentido de mi vida consiste en lograr que los indios
yanomanos aprendan a hablar euskera».

En cuanto a la autonomía, «que lo hace libre y responsable, actor de su


desarrollo y de su existencia», ¿no le están ocultando los autores a los
adolescentes, por motivos pedagógicos, lo que acaso ellos ya saben: que tanto
el concepto de autonomía como el de actor, son metáforas tomadas de la vida
política (aunque la metáfora haya sido tomada en serio por Kant) o de la vida
teatral, pero que es completamente gratuito y metafísico sustancializar a la
persona, fingiendo que su «autonomía» le hace libre y responsable, cuando esta
libertad y esa responsabilidad procede en realidad del grupo que moldea al
adolescente y le confiere, por institución, la autonomía dentro de límites muy
determinados y cambiantes?

Poco más adelante los autores de (1) dicen que «el ser humano se completa
como persona en la medida en que es un ser que se reúne con otros en
sociedad». Pero, ¿acaso puede sin más admitirse que ya era persona, aunque
fuera incompleta, antes de reunirse con otras personas? ¿qué es eso de la
persona incompleta que luego puede completarse? ¿acaso la idea de persona
no aparece en la institución del teatro con la máscara que el actor se ponía para
hablar (per-sonare) a los demás? ¿acaso la idea filosófica y jurídica de persona
que hoy tenemos existió antes de las disputas cristológicas de los Concilios de
Nicea y de Efeso sobre la relación de la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad y el hijo de María? ¿Y acaso en la Santísima Trinidad la persona del
Padre es anterior a la del Hijo o a la del Espíritu Santo, si es de fe que las Tres
Personas son eternas? ¿No cabe decir, por tanto, que es la persona, generada
socialmente, la que se completa con su individualidad?

Los autores proponen una afirmación de Victoria Camps sobre el civismo:


«El civismo responde a una idea básica: es necesario que las personas se
respeten los unos a los otros.» Pero los autores no acompañan esta afirmación
de razones: su cita aparece a la manera de un aforismo sapiencial. En todo caso,
¿por qué habríamos de respetar a unos individuos que están quemando un
autobús, comprometidos en una acción solidaria de kale borroka? ¿Y por qué
debo respetar a un ciudadano que dice «asertivamente» en una tertulia de

532
televisión que ha tenido relaciones amorosas con un extraterrestre procedente
del planeta Ummo?

En general, los autores de (1) siguen la corriente, propia de psicólogos


pedagogos, con inspiración análoga a la de los autores de libros de autoayuda,
que no hacen sino reconstruir conceptos bien acuñados por la ética tradicional
(teoría de las virtudes como término medio entre los extremos). Pero con un
disfraz psicológico pedagógico desde el cual acuñan «tecnicismos», hoy ya
vulgares, pero muy utilizados en las tertulias o en las revistas del corazón:
autoestima, asertividad... (el prefijo auto- es utilizado por estos psicólogos y
pedagogos subjetivistas con frecuencia paralela a la que experimenta el
prefijo super- en el lenguaje kitsch de nuestros días, como sustituto del
superlativo). Tecnicismos que pretenden hacerse pasar por denominaciones de
conceptos científicos, pero que sólo son resultado de la ignorancia de la tradición
ética, sustituidos por los apuntes de una clases de «personalidad», escritas por
profesionales igualmente indoctos. Porque la ética tradicional (la de Aristóteles,
la de Santo Tomás, la de Espinosa) no sólo contiene análisis mucho más ricos y
sistemáticos que la psicopedagogía de referencia simplifica con una rudeza
propia de la ignorancia; y sobre todo porque la ética tradicional se mantiene en
una perspectiva que no es psicológico subjetiva, sino ético objetiva, por ejemplo,
una perspectiva para la cual la autoestimación no es entendida como un
sentimiento, sino como un juicio de valor, que decide lo que es justo o valioso
frente a los juicios erróneos, por exceso, porque sobrevaloran, o por defecto,
porque infravaloran.

El «autoconocimiento es fundamental para el desarrollo personal». A partir


del autoconocimiento, añade (1), se conforma la «autoestima» y se desarrolla la
«asertividad», &c., conceptos que son presentados como características del
ciudadano ideal. Pero la autoestima es sólo una traducción a la baja, psicológico
subjetiva («mentalista») de la firmeza como virtud ética, que aplica la virtud de
la fortaleza (que no se reduce tampoco a la subjetividad psicológica, menos aún
mental) al propio sujeto corpóreo («por firmeza entiendo el deseo por el que cada
uno se esfuerza en conservar su ser, en virtud del solo dictamen de la razón»
[es decir, no de un sentimiento subjetivo, que puede ser falaz o artificialmente
creado por el cuidador]: la firmeza va referida a las acciones que objetivamente
buscan sólo la utilidad del agente, mientras que la generosidad, la segunda
aplicación de la fortaleza, busca también la utilidad de otros. La templanza, la
sobriedad, la presencia de ánimo en los peligros, son clases de firmeza; la
clemencia, la modestia... son clases de generosidad (en cambio el
arrepentimiento o la humildad no son virtudes). La firmeza es un deseo que
puede por exceso recaer en el afecto (y afecto es afección del cuerpo) de la
soberbia (un amor propio mayor de lo justo), y por defecto en el de la abyección
(una tristeza próxima a la humildad que conduce a una estimación menor que lo
justo, mientras que el menosprecio es la estimación de alguien, por odio, en

533
menos de lo justo). Pero la soberbia no es sobreestimación, porque esta se
refiere a un objeto exterior, y aquella se refiere al hombre mismo, aunque la
sobreestimación se trasforma con facilidad en soberbia
(Espinosa, Ética, IV, 59).

No deja de sorprender cómo unos autores que están hablando de


autoestimación, autoconocimiento, &c., han preferido unos apuntes o manuales
de sus cursos universitarios, antes que estudiar la Ética de Espinosa.

O bien cuando los autores de (1) proponen la asertividad como capacidad


«de hacer o decir lo que sentimos o pensamos sinceramente, pero sin faltar a
los derechos de los demás»; y como desajustes externos de la asertividad
nombran por exceso a la agresividad, y por defecto a la inhibición. Pero, ¿por
qué llamar asertividad a una «sinceridad» que no falte a los derechos de los
demás? La sinceridad no es una virtud, ni familiar ni ciudadana: las expresiones
sinceras y espontáneas son propias de gentes primarias, ineducadas, que
«dicen a la cara lo que piensan» («tú eres muy feo», «tu presencia me molesta»,
«eres medio tonto»). Corregir esa sinceridad «para no faltar a los derechos de
los demás» no es otra cosa sino destruirla y transformarla en cálculo de la
injusticia de mi espontaneidad o de sus consecuencias indeseadas. Con lo cual
resultaría que la asertividad será una sinceridad que no es sinceridad. ¿Qué
podría ser entonces? Un tecnicismo confuso, que pretende hacer pasar como
categoría general de un comportamiento justo o correcto lo que, en cualquier
caso, no es más que un estilo particular de comportamiento de una persona ya
educada, al lado por ejemplo del estilo irónico o del estilo problemático de hacer
o decir de una persona también educada. Porque «asertivo» significa, en español
de siempre, «afirmativo» («asertar» es galicismo), aunque también se dice
asertiva a la proposición negativa que da por cierta alguna cosa («el monstruo
del lago Ness no existe»). En la tradición escolástica, asertivo se opone a
exclusivo («los franceses son blancos» es una proposición asertiva; «todos los
franceses son blancos» es una proposición exclusiva). Kant continuó esta
tradición escolástica en su clasificación de los juicios, según su modalidad, en
las tres clases consabidas: problemáticos (que afirman o niegan algo como
posible), asertóricos (que afirman o niegan algo simplemente como real) y
apodícticos (que afirman o niegan algo como necesario). Pero los juicios
asertóricos no tienen por qué ser asertivos (en el sentido de no exclusivos) ni los
apodícticos tienen por qué ser exclusivos. La asertividad que los autores de este
libro (1) proponen como capacidad que los ciudadanos debieran adquirir, ¿es
capacidad de afirmación o aserción, o también de negación? ¿Está pensada en
la modalidad asertórica o más bien dogmática, apodíctica? Lo que en cualquier
caso queda por justificar es por qué a un «aprendiz de ciudadanía» se le ha de
inculcar el estilo asertivo de exposición (muy próximo a la ingenuidad sincera y
acrítica, aunque no suponga merma de los derechos ajenos) y no el estilo irónico
o problemático, o todos los estilos según la materia de que se trate.

534
La unidad 1 del libro (1) se acoge al lema «Soy persona»; la unidad 2 al
lema «Vivo en sociedad»; la unidad 3 «Tengo derechos y deberes»; lemas todos
ellos que tienen una orientación ética, aunque redundante, porque todo aprendiz
de ciudadano, por el hecho de ser aprendiz, ya es persona, vive en sociedad y
tiene deberes que hacer o cumplir y derechos que reclamar. No decimos que no
sea conveniente analizar estos atributos; lo que decimos es que no pueden ser
presentados como atributos que estamos descubriendo al aprendiz de
ciudadano, a quien para educarle, lo que habrá que descubrirle no es que tiene
derechos, sino qué tipos de derechos concretos tiene; no es que tiene deberes,
sino qué deberes concretos tiene.

Pero en la unidad 4, y como un eslabón más de la serie de estos atributos


genéricos, nos encontramos con la sorpresa siguiente: «Soy demócrata.» ¿Y por
qué tendría el aprendiz de ciudadano que ser demócrata como condición ética
para ser ciudadano? ¿Es que un aristócrata no puede ser ciudadano? ¿Acaso
los ciudadanos de la Atenas de Pericles, que tanto citan, eran, salvo en el
nombre, demócratas? ¿Y los ciudadanos de la república de patricios de
Venecia? Y para poner un ejemplo actual: ¿acaso son demócratas los
ciudadanos de Singapur, considerada por muchos como la república más
avanzada, incorrupta y pujante del globo? Además, ¿de qué democracia están
hablando los autores de (1)? Los autores del libro no entran en detalles, no nos
dicen si con la afirmación «soy demócrata» hay que sobrentender la democracia
parlamentaria con listas cerradas y bloqueadas y ley de Hondt (la democracia
partitocrática), o bien si hay que entender la democracia popular, o bien la
democracia orgánica, o bien la democracia parlamentaria con elección directa
del presidente del ejecutivo, o bien la democracia parlamentaria con elección
indirecta del presidente a través del Parlamento. ¿O bien la democracia
coronada con desdoblamiento del Jefe del Estado, con autoridad hereditaria e
inviolabilidad, &c., o bien la democracia republicana? ¿O bien la democracia con
pena de muerte o la democracia abolicionista? ¿O bien la democracia con ley
electoral que permite las coaliciones de las minorías para obtener el dominio
sobre la mayoría de la lista más votada? Da la impresión que los autores de (1)
cuando proponen al aprendiz de ciudadano el lema «soy demócrata» están
entendiendo antes un concepto ético que un concepto político, un concepto ético
que alude acaso a la conveniencia de ser dialogante y de no utilizar la violencia,
así también de suponer que las leyes tienen fuerza de obligar por sí mismas, y
que el pueblo está representado siempre armónicamente por sus representantes
parlamentarios. Por eso no quieren entrar en detalles, por eso no dicen nada.

En la unidad 6, «En un mundo global», los autores de (1) ofrecen la


«Declaración del Milenio» que la ONU aprobó en el año 2005, proponiendo ocho
«objetivos de desarrollo» que deberán conseguirse como muy tarde en 2015
(«erradicar la pobreza exterior y el hambre» [de la Humanidad], «garantizar la

535
sostenibilidad ambiental», «fomentar una asociación mundial para el
desarrollo»...). ¿Cuál puede ser la finalidad de este recuerdo o información (sin
la menor crítica) que los autores de (1) proporcionan a los aprendices de
ciudadano? ¿Acaso esta información no está en la misma línea que las
promesas que hacen los vendedores de viajes de turismo a las Islas
afortunadas? ¿Pretenden difundir olores perfumados y optimistas a los
aprendices de ciudadanos para darles a entender que en los próximos siete años
(cuando estén acabando sus estudios y hayan aprobado la Educación para la
Ciudadanía) el «mundo global» habrá entrado ya en la vía del progreso global?
Esta sistemática actitud armonista y optimista de los educadores de la
ciudadanía, ¿no es en realidad una actitud escandalosamente mentirosa e
irresponsable, que sólo puede entenderse que fue tomada por imperativo o
convencimiento legal?

Dos palabras sobre el libro de texto (2), el de Santillana, porque no es


posible ni merece la pena un análisis más pormenorizado. Ante todo, la misma
estrategia de ilustraciones que el texto (1) (a pesar de que el texto (1) parece
estar escrito bajo la inspiración de Don Bosco y este texto (2) parece escrito bajo
la inspiración de Don Gumersindo de Azcárate): Rigoberta Menchú, Martín
Lutero King... No deja de ser curioso que, cuando en la página 20 introduce una
pregunta «antropológico sociológico ético moral» –»los personajes públicos,
¿ídolos o héroes?»– se apresura a presentar fotografías de Rigoberta Menchú,
Pau Casal o Martín Lutero King, dando por supuesto que son ídolos o héroes,
pero no ofrecen, como tendría que hacerlo un antropólogo o un sociólogo,
imágenes de Alejandro Magno, Atila, Gengis Kan, Napoleón, Stalin, Franco,
Mao, Fidel Castro o el Che Guevara, que también fueron considerados ídolos o
héroes.

El subjetivismo psicológico se hace también patente en este libro: los


«valores» se aprenden en la infancia. ¿Qué valores? ¿Acaso son sólo los que
hemos aprendido? ¿Y acaso los valores no pertenecen a tablas de valores muy
distintas e incompatibles? ¿Es un valor el aprendizaje (en alguna ikastola) en
«competencias» tales como las de manejar una metralleta al fin de que los
ciudadanos de la futura República Democrática de Euskalherría puedan llegar a
la existencia? Y sobre todo, las normas democráticas son presentadas como
competencias o destrezas (por tanto subjetivas) cívicas que cada cual debe
aprender, a fin de llevar una «existencia personal sostenible» (pág. 12). Y cuando
se habla (pág. 138) del terrorismo y de la violencia armada, las ilustraciones
obedecen a un criterio selectivo muy claro, alejarse de España, y ofrecer
imágenes del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York el 11S, o aviones

536
de combate estadounidenses en Irak (12 marzo 1999). Ni una fotografía, ni una
palabra sobre ETA (acaso fuera desagradable a la clientela vasca).

En cuanto al libro (3), el de José Antonio Marina, como autor encargado por
la Sociedad Marianista (por cierto, una institución católica, lo que nos da pie de
paso para observar cómo ciertas órdenes religiosas católicas, sin perjuicio de los
enfrentamientos de la Conferencia Episcopal con el Gobierno socialista,
practican el posibilismo ofreciendo libros de texto para educar a la ciudadanía)
sólo diremos, en primer lugar, que se mantiene también en la «plataforma
estratosférica» (ni una palabra sobre la kale borroka o el terrorismo etarra, al
hablar de la violencia ciudadana) y, en segundo lugar, que ni siquiera se advierte
el menor esfuerzo para remontar la vulgar perspectiva psicologista de los
planteamientos y la papilla humanista que desde esa perspectiva puede destilar.
Este subjetivismo psicologista queda consciente o inconscientemente
simbolizado en los planos de las ciudades ideales (que figuran en la portada y
contraportada, y en las guardas del libro, y que suponemos inspiradas por el
Padre Guillermo José Chaminade), planos cuyas calles y plazas («Plaza de la
Conciencia Cívica», «Plaza de la Ciudadanía», «Avenida de la Reponsabilidad»,
«Calle de la Fidelidad») aparecen integradas en el interior de dos cráneos
siameses unidos frente a frente, con posibilidad de diálogo, por la «Calle del
Respeto».

Página 62: «Los seres humanos en nuestra búsqueda de la felicidad hemos


luchado por la abolición de la esclavitud.» Es difícil ponerse en el pellejo de un
autor veterano que es capaz de expresar semejante majadería sin la menor
sombra de autocrítica. ¿Qué tiene que ver la búsqueda de la felicidad con la
abolición de la esclavitud? ¿Acaso la abolición de la esclavitud no tuvo lugar al
margen enteramente de semejante lucha, e incluso llevaba consigo a la
infelicidad a tantos patricios o empresarios esclavistas, que llegaron hasta perder
su vida? En la página 67 nos presenta una anciana, sonriente por supuesto, que
lleva como leyenda: «Las personas son valiosas en sí mismas, por existir, porque
son insustituibles.» ¿Esta es la razón por la que son valiosas? ¿Acaso no es
sustituible un asesino etarra, cuando es detenido, por otro asesino que tiene las
mismas «destrezas y competencias» (que la educación para la ciudadanía
correspondiente le habrá enseñado) para pegar un tiro en la nuca a un ciudadano
de San Sebastián, de Sevilla o de Madrid? Luego no será la simple existencia la
que confiere valor a las personas.

«El gran proyecto lo haremos consistir en construir un mundo feliz y justo».


Pero esto será cualquier cosa menos un proyecto, pues resulta (como nos dice
a continuación el autor) que es un proyecto que tenemos que cumplir todos si

537
queremos que «la casa común se realice». Pero un proyecto común (si
queremos) que apela a la contingencia de la reunión de todos los 6.500 millones
de quereres de proyectos, no es un proyecto, sino una mera fórmula retórica que
pretende marcar una tarea infinita a los aprendices de ciudadanos, a fin de
mantenerles en un clima de esperanza vacía, denominada mentirosamente
como proyecto.

Página 98: «El buen ciudadano tiene como regla de oro: actúa con los
demás como te gustaría que los demás hicieran contigo.» Pero esta regla, que
es puramente formal (es decir, que no atiende a la materia reglada), sólo
demuestra la condición áurea cuando se presupone ya dada una materia que
efectivamente permita la existencia de buenos ciudadanos, según la definición
de los mismos que, además, habrá que dar previamente. Supongamos que a un
individuo lo que le gusta de verdad (incluso como sentido de su vida) es que le
erijan una estatua de bronce en su pueblo. Su regla de oro, como buen
ciudadano, le llevará a conseguir erigir estatuas de bronce a todos los demás
individuos de su pueblo, a todos sus conciudadanos; y este proyecto generoso
daría sobradamente sentido a su vida, aunque su fracaso estuviera asegurado,
porque su tarea jamás se acabaría. Con esto queremos decir que la dificultad de
una regla de oro no está en su forma, sino en su materia; y precisamente esta
es la crítica (que el autor debiera haber tenido en cuenta) a todos los principios
formales clásicos que han sido propuestos como normas de la acción. Por
ejemplo, el principio de la sindéresis («lo bueno ha de ser hecho, lo malo ha de
ser evitado») o el imperativo categórico («obra de tal modo que la máxima de tu
conducta pueda convertirse en ley universal»). Porque la cuestión es determinar
qué es lo bueno y qué es lo malo, cual es la máxima de tu conducta que pueda
convertirse en ley universal. No hay duda que la máxima de la conducta de Hitler
con relación a la raza aria pretendió convertirse en ley universal para los que se
creían arios. No hay duda de que la norma de sindéresis de Stalin era más o
menos esta: es bueno todo lo que favorece a la Unión Soviética, y es malo todo
lo que la perjudica.

El libro de Marina es tan abundante en preceptos vacíos y en vulgaridades


enteramente superadas que no creemos merezca la pena para el lector avisado
insistir en el análisis, ni siquiera para ensañarse en la crítica.

El texto de Educación para la ciudadanía que hemos asociado al número (4)


es ya otra cosa, y su análisis merecería mucho más espacio y tiempo del que
podemos dedicarle.

538
Se diría que los autores proceden con los ojos puestos en los que, a su
juicio, pueden considerarse como modelos actuales de ciudadanos y de
ciudadanía que emiten algún destello que tenga que ver con la realidad de una
ciudad auténtica, efectiva y en marcha, o, como dicen ellos, con la «aventura de
la ciudadanía» (dando por supuesto que la ciudad y la ciudadanía no es algo ya
conquistado y acabado, sino algo que está «en marcha», y además, que
constituye una aventura).

Asimismo miran constantemente a los contramodelos actuales de ciudad,


es decir, a las ciudades y Estados que, pese a su apariencia, aplastarían el
avance de la ciudad verdadera «en marcha». La polarización a la que someten
el mapa mundi es extremada: a un lado están los modelos actuales relativamente
recientes y de relativo pequeño volumen, pero prometedor. Al otro los
contramodelos de ciudad que son los que llenan prácticamente la Tierra
globalizada de nuestros días.

Como contramodelos parecen considerar, desde luego, a la Unión Soviética,


a la Alemania nazi, a la España de Franco, al presidente Bush, a José María
Aznar y, con él, al PP. Como modelos parecen considerar a la Cuba de Fidel
Castro, a la Venezuela de Hugo Chávez o a la Bolivia de Evo Morales. «En los
próximos años puede que asistamos al espectáculo de cómo comienza para la
historia de la humanidad la aventura de la ciudadanía» (pág. 173).

Sin duda este diagnóstico o valoración, desde el punto de vista de la


«aventura de la ciudadanía», del mapamundi actual y de su historia reciente, es
el resultado de experiencias personales de los autores en los años de la
transición democrática (crisis de la quinta generación de la izquierda, trotskismo,
Eagleton y neomarxismo inglés, izquierdas divagantes...) y de sus propios
contactos con ciertas repúblicas hispanoamericanas como Cuba, Venezuela o
Bolivia. Pero estas experiencias son inseparables de la ideología o filosofía en la
que se enmarcan, y desde la cual se organizan las mismas experiencias y las
que están por venir.

Supondremos por tanto que las experiencias ciudadanas, o el modo de


enjuiciar y valorar estas experiencias, y la filosofía de la ciudadanía que ofrecen
los autores del libro (4) está en fluida realimentación. Sin perjuicio de lo cual hay
que subrayar que la ideología o filosofía de los autores desborda ampliamente el
«campo visual» o táctil de las experiencias del presente, puesto que regresan
muchos siglos atrás, por lo menos a la Grecia de Sócrates y Platón, a la Atenas
de Pericles. Esto supuesto nos lleva a analizar la doctrina (filosófica o ideológica)
de este libro como si tal doctrina pudiera considerarse desenvuelta en tres
momentos:

539
(I) El momento de regressus desde el campo polarizado del presente a una
plataforma que nos arriesgaríamos a calificar como filosófico académica.

(II) El momento de construcción doctrinal, en la que se acusarán las


características especiales que resultan de esta perspectiva académica, y que
resumimos como un formalismo «químicamente puro».

(III) El momento del progressus hacia la realidad del presente, llevado a


cabo mediante procedimientos estilísticos que tienen que ver con un
pensamiento dualista, de estirpe estrictamente metafísica o mitológica, estirpe
disimulada por los procedimientos de construcción formalista con ideas puras de
la tradición académica.

I. Dos palabras sobre el momento de regressus a la plataforma académica


(por no decir a la «burbuja académica»). Lo que llamamos momento
de regressusno es tanto una fase cronológica de la ideación de los autores,
cuanto un proceso incesante que tiene lugar a lo largo de toda la obra, desde la
introducción, desde luego, encabezada con un texto del Teeteto platónico, hasta
el epílogo, que comienza con una cita de la Apología de Sócrates. Aunque, en
rigor, el regressushacia la plataforma académica comienza ya en la misma
portada del libro, ilustrado por Miguel Brieva, y en la que lejos de ofrecernos
fotografías de jóvenes ciudadanos del presente, o planos de ciudades ideales
del futuro, que ya hemos citado, aparece un puesto de venta de bufandas,
banderas, bandas y gorras, cada una de las cuales lleva inserto el nombre de un
miembro del panteón filosófico académico: Hegel, Heráclito, Aristóteles,
Descartes, Sócrates... La instalación está a cargo de un robusto hombre sentado,
que ha escogido una gorra que lleva el nombre de Kant en su visera. El finis
operis de la portada parece claro. Ignoro si entre los fines operantis de esta
portada figura también la reivindicación gremial, legítima sin duda, para los
funcionarios profesores de filosofía, como «profesores natos» de la nueva
disciplina. Hace pocos años, en las manifestaciones en Madrid de los profesores
de filosofía aparecían en las pancartas que hablaban de la «necesidad de
enseñar a pensar a los españoles» los nombres de este mismo panteón
académico, circunstancia que ya entonces nos pareció ridícula, sobre todo desde
un punto de vista práctico: ¿Acaso creían aquellos manifestantes que «enseñar
a pensar a los españoles» equivalía a explicarles la doxografía de los clásicos
de sus pancartas? ¿No se daban cuenta además que la exhibición de estos
nombres, a modo de fetiches, volvía en su contra a los parlamentarios que
debían aprobar la ley de educación, y que ya «sabían pensar» sin necesidad de
haber leído a los autores promocionados en las bandas, banderas, pancartas y
gorras?

540
Pero no se trata solo de la portada del libro. El capítulo primero, «la aventura
de la ciudadanía», comienza recordando el tropiezo de Tales de Mileto (entre los
miles de tropiezos que podrían haberse contado), «con el que comienza la
historia de la filosofía», que los autores enlazan con otro «tropiezo», enigma e
ignominia, la condena a muerte de Sócrates, un anciano que no había hecho
más que preguntar, porque nada sabía que pudiera enseñar. «Pero, eso sí, no
paraba de preguntar qué es un zapato, qué es la virtud y cosas así.» Y a
continuación ofrecen los autores esta asombrosa (a los ojos de un materialista)
afirmación: «Pues bien, es con este enigma con el comenzó para la Humanidad
la aventura de la ciudadanía» (pág. 14).

Pero el mismo trato dan después a Platón, como crítico de la democracia


ateniense, en lo que no tenía de respeto a la ley; y a Kant, o a Karl Schmitt, o a
René Girard, o a Eagleton. Un trato que no los reduce a la condición de citas
ornamentales o testimoniales de fases históricas de la aventura de la ciudadanía
democrática, sino que les otorga una especie de causalidad histórica idealista,
como si hubieran sido eslabones del proceso de la evolución en el mismo rango
(o incluso superior) que pudieran reclamar las crisis económicas, demográficas,
religiosas, o los conflictos entre las grandes potencias o las revoluciones
políticas.

Es la misma perspectiva, propia de tanto profesor de filosofía, de quienes


hablan de Francisco Bacon, por ejemplo, como «padre de la ciencia moderna».
O de Descartes como «fundador de la nueva razón emergente». O de Kant como
«instaurador de la conciencia crítica de nuestro tiempo». Es evidente que estas
afirmaciones pueden aumentar notablemente, ante sus alumnos, el prestigio de
estos profesores de filosofía que se identifican con sus manes. José Gaos
abandonó una vez el aula en la que explicaba una de sus clases, en la época de
la República, en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Madrid,
exclamando con expresión dolorida ante sus oyentes que le miraban con
veneración: «Perdónenme, no puedo dar clase, porque estoy transido de Kant.»

Es desde esta plataforma académica desde donde los autores del libro que
comentamos parecen dispuestos a mirar, en su momento, hacia abajo, hacia el
mapamundi del presente, una vez delineado el sistema puro de sus ideas sobre
la ciudadanía.

II. Sospecho que el asentamiento en esta plataforma está estrechamente


involucrado con el formalismo «químicamente puro» de su proceder en el
momento de organizar su sistema de ideas que, por la sustancialización que
reciben (en cuanto «emanadas» de la historia académica-platónica) se
comportan como ideas metafísicas, aunque por su contenido semántico estén
referidas a las ciudades de la democracia, al capitalismo o al comunismo.

541
Queremos decir que los autores tratan a las ideas citadas, o a otras análogas
que no es posible considerar aquí, como formas sustantivas –«ciudad»,
«capitalismo», «comunismo»...– que van encadenándose unas a otras al margen
de la materiaconstituida por los fenómenos empíricos, económicos,
demográficos, políticos, a través de los cuales la realidad histórica se mueve.

Los autores se declaran materialistas en varias ocasiones, pero tratan a su


vez a la materia como una idea. Pero la idea de materia no pesa, ni la idea de
«espacio vacío», que ellos introducen como deus ex machina de la ciudad, pone
en movimiento a la ciudad, ni la idea puramente formal de capitalismo que los
autores utilizan tiene en sí la energía capaz de un desarrollo histórico, ni la idea
de comunismo tiene nada que ver con las sociedades que fueron consideradas
comunistas o con las que puedan serlo en el futuro. De las ideas formales de
materia, democracia, ciudad, capitalismo o comunismo –pero también de la idea
de Asamblea General de las Naciones Unidas, o de la idea de solidaridad–
podríamos decir, respecto de sus fuentes reales, y mutatis mutandis, lo que decía
don Juan Valera de la idea de Dios de los krausistas: que ni María Santísima lo
reconoce con ser su hijo.

Los autores pretenden derivar la ciudad de la idea de espacio vacío, que


puede ser ocupado por cualquiera (siempre que haya quedado libre de tronos y
altares), como espacio en el que se puede hablar, comprar y vender, es decir,
como lugar vacío en el que se celebran las asambleas y los mercados. Recuerda
esta derivación una ocurrencia de Ortega cuando decía, hablando «a tontas y a
locas», que la ciudad griega se constituyó cuando unos hombres formaron corro,
un ágora, puestos de espaldas al campo, a fin de poder hablar entre sí. Aquí
tendríamos el primer ejemplo de lo que consideramos formalismo en los autores.
El espacio vacío en el que los hombres entran y salen para hablar y comerciar
es sólo una forma que sólo se desprende cuando miramos a distancia a la
materia que realmente se agita en ese espacio vacío. Una materia constituida
por cabezas de familia con mujeres, hijos y esclavos, cada uno con sus
estómagos correspondientes, con tierras que labrar y administrar, con talleres en
los que trabajar, con barcos que armar y con ejércitos que mantener para hacer
frente a los esclavos y a los bárbaros que les amenazan. El mercado no es sólo
un lugar en donde se juega a intercambiar cintas o sellos; y la asamblea no era
el lugar para conversar sobre ciencia, arte o filosofía, sino entre otras cosas, para
tomar medidas sobre la educación militar de los futuros ciudadanos atenienses,
o para entrenar al ejército o para condenar a Sócrates.

En resolución, el origen de la ciudad tiene tanto que ver con el espacio vacío
del ágora como el origen de la blástula tiene que ver con la invaginación o vacío
que se forma a raíz de la presión de la mórula sobre las paredes de cigoto. ¿Y
qué tiene que ver la idea de democracia que estos profesores de filosofía

542
académica dibujan como sociedad de hombres todos iguales que habitan en el
espacio vacío? ¿Qué tiene que ver la llamada democracia ateniense con esa
idea de democracia? No es que fuese una democracia con el déficit de llegar a
tener un 60% de esclavos. ¿Es que un tal déficit no es suficiente para que
dejemos de hablar de democracia ateniense, del mismo modo que un «déficit»
de 10º en los 180º que miden los ángulos de un triángulo es suficiente para dejar
de llamarlo triángulo. En todo caso, la igualdad de los ciudadanos es una relación
abstracta, formal (simetría, transitividad, reflexividad), que poco tiene que ver con
la democracia política, y algo más con la procedimental.

Ahora bien: según estos profesores esta democracia del espacio vacío, que
en realidad tampoco era democracia, sino en un sentido puramente formal,
habría sido secuestrada por el capitalismo, y degeneró por culpa de él. Pero,
¿qué es el capitalismo? He aquí la respuesta rabiosamente formalista (idealista)
que los profesores dan a la pregunta sobre la esencia del capitalismo (pág. 114)
–y que no es otra sino la respuesta de Wallenstein, cuando decía, porque
tampoco se había enterado de lo que era el capitalismo: «cuanto más vueltas le
doy más absurdo me parece»–: «El capitalismo es un sistema en el que se
produce más para producir más. Se acumula capital para acumular más capital.»
Pero, ¿qué tiene que ver esta idea formal de recurrencia acumulativa con el
capitalismo? Más bien parece que tiene que ver con una lectura escolar,
puramente algebraica o formal, de las fórmulas que utilizó Marx en la sección
primera, capítulo I del libro II de El Capital (El proceso de circulación del capital),
(D → M) → (M → D).

Porque estas fórmulas son tan solo una «cifra» algebraica (alotética) de las
transformaciones o intercambios con volúmenes de dinero (acaso metálico) y
mercancías, y la esencia del capitalismo estriba en esos ciclos de producción e
intercambio de mercancías, mediante el dinero, incluida la fuerza de trabajo del
capital variable. De otro modo, el capitalismo, considerado como un proceso
material real –y no como un proceso representado en fórmulas en un papel–
consiste ante todo en producir mercancías determinadas e intercambiables, y si
es posible producir de nuevo otras mercancías susceptibles de ser vendidas, y
con el riesgo de no venderlas; lo que supone conflictos, agotamiento de materias
primas, competencia a muerte entre productores, superproducción de
mercancías, luchas entre los trabajadores y los capitalistas, de los trabajadores
entre sí y de los capitalistas entre sí. En suma, el capitalismo no es un sistema
destinado a producir por producir de nuevo, como superficialmente pueden llegar
a pensar los profesores; es un sistema destinado ante todo a producir y a
producir obras (ferrocarriles, autopistas, rascacielos) que jamás habrían podido
históricamente ser construidas por otro sistema. Y si la reproducción recurrente
capitalista funciona es porque el proceso material de los ciclos funciona también.
Y si el incremento del ciclo ampliado es tan notable, es porque con el sistema
capitalista las poblaciones humanas han progresado (no decimos si para bien o
543
para mal) y han aumentado en dos siglos desde mil millones hasta casi siete mil
millones de individuos. El capitalismo, si es un sistema absurdo, será en todo
caso tan absurdo como el «sistema» del crecimiento demográfico «en plaga» de
la humanidad o de otras especies. El capitalismo es un sistema de producción
mucho más serio de lo que creen los profesores, y aún mucho más profundo de
lo que pensó el propio Marx, a pesar de que él ya lo analizó como una «fase
progresiva» del desarrollo humano.

Pero el proceder de esta filosofía académica gremial es siempre el mismo:


dibujar una idea abstracta extraída, por abstracción formal, de la realidad
considerada y sustituir esa realidad (o el concepto exigible de la misma) por la
silueta formal recién obtenida. Un ejemplo muy claro de este proceder de los
autores nos lo proporciona la página en la que pretenden dar cuenta del «patético
papel» que hoy cumple la Asamblea General de las Naciones unidas (pág. 319).
Barajan una idea de la ONU según la cual equivale a una «asamblea de la
Humanidad» que ocupando el «lugar vacío» llegó a proclamar los Derechos
Humanos, pero que, de hecho, carece de todo poder político real, y de ahí sus
patéticas actuaciones. Pero, ¿por qué definir a la ONU como «asamblea de la
Humanidad» que ocupa un lugar vacío, y no ante todo como un conchabamiento,
no de la Humanidad que no existe, frente a no se cuáles potencias del mal, sino
de una parte de las Naciones contra otras (las comunistas precisamente, que por
cierto no firmaron en su momento la Declaración de los Derechos Humanos)?
¿Por qué hablar de patetismo de la ONU si previamente a ella no se le hubiera
sustantivado como si fuera una persona?

Los profesores prosiguen, ¿y qué es el comunismo? Nada que tenga que


ver con la revolución. «Lo que reclama el comunismo –ante un capitalismo que
no puede detenerse– es un poco de tranquilidad; lo que reclama es que se nos
permita parar.» (pág. 17). El comunismo lo que busca, dicen, es la tranquilidad,
el ocio democrático, el derecho a la pereza que decía Lafargue, el yerno de Marx,
la igualdad. Por ello el comunismo es el único modo de frenar la locomotora en
marcha del capitalismo, la única salida racional en el presente. Lo que ocurrió es
que los soviets tergiversaron el ideal comunista, porque no utilizaron el diálogo
pacífico sino la violencia, cuando la democracia, una vez que ya se ha dado una
constitución, requiere que «sólo la ley puede cambiar la ley» (pág. 175). Y aquí
los profesores evocan, acaso sin quererlo, la fórmula que Torcuato Fernández
Miranda recomendó al Príncipe Juan Carlos, elegido por las Cortes como
sucesor de Franco a título de Rey, para llevar a cabo la disolución de las Cortes
que lo habían elegido, pero sin renunciar por ello a su herencia.

Al final resulta (pág. 226) que el capitalismo ha conducido al mundo a un


callejón sin salida, a una matanza cotidiana. A una realidad que sólo puede ser

544
gestionada por la dictadura imperialista de las grandes corporaciones
económicas.

Hablaremos por tanto de una «impotencia de lo político» para salir de la


situación desesperada en la cual los ciudadanos nos movemos hoy (pág. 226).
Pero si el proceder democrático exige corregir a la ley con la ley (pág. 175) y se
reconoce la «impotencia de lo político», ¿cuál es el camino que se les traza a los
aprendices de ciudadanos democráticos? ¿Acaso a cantar la Marsellesa y al
grito de «a las armas, ciudadanos» iniciar una nueva revolución? Pero esto
contradiría totalmente el principio que ellos han sentado de la corrección de la
ley con la ley.

III. Hemos intentado resumir, saltando eslabones, el proceso de sucesivos


encadenamientos, en su propio éter esencial y ahistórico, de ideas
sustancializadas y formalizadas tales como puedan serlo las ideas de la
Humanidad, de Libertad, de Igualdad, de Fraternidad, de Espacio vacío, de
Ciudad, de Democracia, de Estado de Derecho, de Capitalismo, de Proletariado,
de Nacionalsocialismo, de Comunismo...

¿Cómo se aplican estas ideas y sus secuencias consecutivas, expuestas en


la más abstracta formalidad de la esencia, a la materia histórica realmente
existente? Tengamos en cuenta –y esta parece ser la tesis central de la obra–
que las ideas, «genuinamente humanas», la secuencia de ideas generadoras de
la ciudadanía y la secuencia de ideas que la constituyen y se siguen de ella, no
han sido realizadas jamás en la materia histórica que les corresponde. Porque
resulta de la exposición que, por ejemplo, la igualdad no fue nunca tal igualdad,
que el espacio vacío estuvo siempre lleno de mentirosos, explotadores y
ladrones, que la ciudadanía no fue nunca tal ciudadanía, sino una ilusión («se
podría decir que todos aquellos intelectuales que en lugar de denunciar la 'ilusión
de la ciudadanía' se encargan de alimentarla, elaboran activamente esa
novedosa forma de fascismo», pág. 222), que el Estado de Derecho jamás
existió («la Humanidad no puede aportar ni una sola prueba de haber
experimentado de verdad lo que es el Estado de Derecho», pág. 214), que el
comunismo jamás existió porque jamás fue democrático (pág. 208)...

Nos encontramos al parecer ante la situación de tener que dar cuenta de un


tipo de conexiones históricas reales mediante un conjunto de secuencias de
ideas abstractas a las que se les niega el haber tenido siquiera un momento de
realidad. ¿Cabe una definición mejor del idealismo formalista?

En realidad, y entre otras cosas, diríamos que los autores presuponen una
confusión total del hombre y el ciudadano, porque parece que suponen un
proceso de transformación idéntica del hombre en ciudadano. Y decimos

545
transformación idéntica porque los autores no parecen haber advertido la
contradicción entre los hombres y los ciudadanos, es decir, la dialéctica entre las
realidades representadas por estos dos términos. O dicho en el terreno
gramatical. No se han dado cuenta de que la copulativa «y» utilizada por la
Asamblea Francesa en su Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano no expresaba en realidad un nexo conjuntivo, sino un nexo
disyuntivo:

«[los hombres, dicen los profesores] antes de pertenecer a una cultura, a


una nación, a una religión... de formas más originaria que aquella por la que
hablamos una determinada lengua, tenemos un determinado sexo, o una
determinadas raza, somos ya otra cosa más fundamental e importante, a saber,
somos ciudadanos» (pág. 102).

Nos encontramos, sin duda alguna, ante una metafísica del ciudadano, una
metafísica vinculada al formalismo sustancialista de las ideas presentadas las
unas como generación de las otras, una metafísica que, como toda metafísica
(al menos así lo decía Augusto Comte) no es otra cosa sino una teología cuyas
prosopopeyas mitológicas son presentadas bajo la forma de ideas abstractas.
En este caso parece evidente que la metafísica de la ciudadanía que ofrecen en
su libro los tres profesores es un trasunto de la teología de la ciudadanía que
San Agustín ofreció en su Ciudad de Dios, porque sólo desde la teología
agustiniana cabe decir que los hombres somos ciudadanos porque «antes de
pertenecer a una cultura, a una nación...», es decir, antes de entrar en la historia
material real, somos ciudadanos de la ciudad de Dios, que ya funcionaba en la
era prehistórica de los Ángeles, en la que también estaban presentes los
hombres que Dios había ya conformado en su ciencia de visión, es decir, en la
eternidad (la metafísica de la ciudadanía de estos tres profesores es una
reexposición abstracta e inconsciente del libro XI de La Ciudad de Dios).

No tiene nada de sorprendente que el modo de explicar la conexión entre la


secuencia esencial y metafísica de las ideas involucradas en la idea metafísica
de ciudadanía, y la secuencia existencial y material de los hechos históricos, sea
el modo mitológico, aunque su presencia, acaso pudiera pretender ser justificada
por motivos didácticos o literarios o simbólicos.

San Agustín explica el desarrollo en el tiempo de la ciudad de Dios


recurriendo a su enfrentamiento con la ciudad del Diablo, es decir, apelando a la
prosopopeya (mitológica) dualista de la lucha entre Dios (el bien) y Satán (el
mal), si bien San Agustín «suaviza» el maniqueísmo tratando de derivar a Satán
de los propios ángeles que Dios había creado. También los autores del libro
apelan a la mitología: el bien es obra de Zeus y el mal de Cronos: «Para
expresarlo como en el mito, podríamos decir que, justo en el momento en que la

546
Humanidad celebraba la victoria definitiva de Zeus –la consolidación de un reino
de la ciudadanía– Cronos iniciaba su más potente y despiadado contraataque»
(pág. 113).

Y además utilizan otros recursos cuya condición mitológica podría pasar


desapercibida porque se disimula bajo pretextos pedagógicos o literarios: los
recursos a las alegorías, tomadas de mecanismos concernientes al mundo real,
pero sin correlación alguna con mecanismos materiales previamente ofrecidos,
y cuya función consiste por tanto en sustituir las conexiones que las ideas o
esencias adquieren a través de la materia histórica existente, que hay que
investigar en cada caso, por una conexión analógica. Por ejemplo: para dar
cuenta de la conexión entre el comunismo y el capitalismo se recurre a una
alegoría, muy basta por cierto, tomada de Savater, la del Alka-Seltzer (pág. 208);
o bien (pág. 115) la alegoría del tren desbocado (el capitalismo) que necesita un
freno (el comunismo); o bien la explicación de su idea de capitalismo como
recurrencia incesante de su propio proceso de producción, mediante la alegoría
de los ratones en una rueda «que corren más deprisa a fin de correr aún más
deprisa» (pág. 114).

No se trata sin más de ilustraciones metafóricas, menos aún de analogías


rigurosas. Estamos ante alegorías destinadas a sustituir la explicación material
interna o racional de un proceso real, por una alegoría mitológica de otros
procesos que obedecen a causas enteramente distintas.

Es la metafísica de la ciudadanía –ligada a la metafísica humanista de la


idea de Humanidad (a la que los autores recurren constantemente)– la que
conduce a estos profesores a situarse en una plataforma estratosférica
(traducción abstracta, como hemos dicho, de La Ciudad de Dios agustiniana)
que impone una escala a la visión histórica tan desproporcionada que les obliga,
en el momento de tomar tierra, a fijarse en puntos de referencia «oligofrénicos»
tales como Fidel Castro, Hugo Chávez o Evo Morales. Estos puntos de referencia
podrán ser proporcionados a otra escala de análisis. Pero cuando se habla a
escala de Zeus o de Cronos, ¿no resulta ridículo tener que ver a Zeus
representado por Fidel, por Hugo o por Evo, y a Cronos representado por Bush,
por Blair o por Aznar?

547
Conónimos
Gustavo Bueno

Se exponen en este rasguño los fundamentos del concepto de «palabras conónimas» que, sin
definir, fue utilizado por el autor en su libro El mito de la felicidad

En El mito de la felicidad (Ediciones B, Barcelona 2005), en el párrafo en el


que se trata del «léxico felicitario de una lengua», puede leerse:

«Así, en el conjunto [a1, a2, a3… an] formado por los homónimos,
sinónimos y conónimos (entre ellos los antónimos, los términos que
significan infelicidad, o dolor) del lenguaje A, el análisis buscará, ante
todo, las diferencias irreductibles que puedan ser encontradas.» (pág. 74)

Y en la página siguiente, en la que se examinan algunas equivalencias


establecidas al cotejar diferentes diccionarios de traducción (felicidad = felicitas
= eudaimonia = happiness = bonheur…) se advierte de que estas equivalencias
«no tendrían por qué ser meras expresiones o significantes de un mismo
significado», y se añade:

«Y con esto no estamos invocando la clausura de cada lengua [en su


propio diccionario], la imposibilidad de la traducción, el relativismo
lingüístico, al modo de Whorf. Por el contrario, lo que estamos diciendo
es justamente lo opuesto: que las relaciones entre los conónimos, en el
diccionario interlingua, de felicidad, en un lenguaje dado, son de la misma
índole que las relaciones entre los yuxtanónimos de felicidad.» (pág. 75)

El concepto de conónimos engloba pues a varios conceptos –como


parónimos (acepción de Aristóteles), antónimos, denominativos (análogos de
atribución), géneros plotinianos, &c.– que se encuentran mencionados en
diferentes lugares de la tradición filosófica o lingüística, como membra
disjecta(por ejemplo, en los tratados de Lingüística, de Glosemática, de Lógica
material –como pueda serlo el tratado escolástico De antepraedicamentis–, &c.).

La voz «conónimo» no figura, desde luego, en el Diccionario de la Academia


de la Lengua española, pero no por otra razón sino porque los redactores no
tienen el concepto o la idea de «conónimo». Tampoco figuran en ese diccionario

548
«voces significativas» de gran importancia, utilizadas sin definir en el lenguaje
común (periodístico, por ejemplo), tales como «reduccionismo», «autocatálisis»,
«molar» (en su acepción filosófica), aunque a veces figuran voces confundidas,
como ocurre con «agible», que aparece confundida con «factible», prueba
inequívoca de que el redactor no poseía este concepto de tan larga tradición.
Tampoco el concepto que llamamos «conónimo» aparece en el diccionario a
través de alguna otra voz significativa: lo que falta, por tanto, no es la palabra
sino el concepto.

Dejamos fuera del campo de los conónimos al campo de los que hemos
denominado yuxtanónimos, entendiendo por tales a los «conjuntos empíricos»
de palabras asociadas por algunas relaciones, de cualquier tipo que sean –sean
relaciones fundadas en la suposición material de las palabras (como las
relaciones entre palabras rimadas: 'estrella'-'bella', 'cortejo'-'reflejo'; o entre
palabras trisílabas: 'almirez'-'reposo') sean relaciones fundadas en la suposición
formal ('felicidad'-'eudemonía', 'laetitia'-'Glücklichkeit')–, que vamos obteniendo
del cotejo de los diccionarios interlingua. Conjuntos de yuxtanónimos son, por
ejemplo, las palabras relacionadas por semas en juego de dominó; o las que
integran un soneto. Pero un conjunto yuxtanónimo no debe confundirse con una
constelación semántica, cuyos términos se supone que están dados ya en
relación a través de su significado; un conjunto de yuxtanónimos es por tanto un
conjunto «bruto» o empírico, resultante de la asociación de términos según
cualquier criterio de relación. El concepto de conjunto yuxtanónimo es
obviamente un concepto crítico, que ofrece modelos de conjuntos de palabras
que, presentándose como resultado de una selección según algún criterio
coherente, se resuelve en realidad en el resultado de la aplicación de un
agregado de criterios heterogéneos. Desde este punto de vista el concepto de
yuxtanónimos sería asimilable, por su función crítica, al concepto tradicional de
palabras equívocas (que es también un concepto crítico), que advierte de la
existencia de ciertas palabras a las que no corresponde un concepto, puesto que
ellas significan conceptos distintos y aún incompatibles o disparatados. Los
yuxtanónimos se comportarían, respecto de las constelaciones semánticas,
como los conceptos equívocos respecto de los unívocos o análogos.

Ahora bien, la introducción de un nuevo concepto, como el de conónimo, en


un sistema más o menos formalizado en el que figuran conceptos ya acuñados
(tales como homónimos o sinónimos, en el texto citado, a los que cabe agregar,
por descontado, conceptos tales como los de parónimos, denominativos,
unívocos, análogos de proporcionalidad, &c.) no tiene por qué ser una operación

549
inocua. Por el contrario, tal introducción podría alterar el sistema preexistente,
sobre todo si este implicase algún criterio sistemático (si, por ejemplo, fuese una
constelación semántica establecida por criterios claros, es decir, si no fuese él
mismo un simple conjunto de yuxtanónimos).

Y la alteración resultante de la introducción del nuevo concepto en el sistema


puede tener un calado tan profundo que nos obligue a revisar el sistema atribuido
al conjunto de referencia.

Ocurre aquí como, en otro orden de cosas, ocurre con la introducción de


una nueva ciencia en el conjunto de las ciencias establecido institucionalmente
en una época o sociedad dada. La introducción de la nueva ciencia no se limita
casi nunca a aportar un nuevo elemento en un agregado acumulativo; puede
implicar la necesidad de desplazar los campos implícitamente atribuidos a otras
ciencias, y aún destruirlos o reabsorberlos. Cuando Comte introduce la
Sociología (o la Física social) en el conjunto del «Reino de las ciencias
positivas», no se limita a pedir la admisión de una nueva disciplina por él
propuesta, y destinada simplemente «a enriquecer» aquel Reino; se ve obligado
a proceder de un modo polémico y no pacífico, porque la introducción de la
Sociología, tal como Comte la proyectó, implicaba la eliminación por reabsorción,
o por «expulsión» de la Teología y de la Psicología del Reino de las ciencias
positivas.

Así también, la introducción de los conónimos en las series o conjuntos


consabidos de conceptos tales como {homónimos, sinónimos, holónimos,
parónimos, merónimos, hiperónimos, denominativos, unívocos, análogos de
proporcionalidad, géneros plotinianos…} obliga a revisar los otros «elementos»
del conjunto, y permite advertir la endeblez de sus fundamentos, así como la
incoherencia asombrosa de las exposiciones lingüísticas, gramaticales,
retóricas, lógicas, filosóficas… que utilizan tales conjuntos, y que acaso no tienen
más alcance que el de un conjunto de yuxtanónimos.

Es interesante constatar las fechas de incorporación de estos términos a los


registros de uso del español –según el CORDE– y al Diccionario de la Academia.
Por ejemplo sinónimo está registrado en español desde 1603 y en el DRAE
desde 1739 –«que se aplica a los nombres que con poca diferencia explican lo
mismo»–; homónimo está registrado en CORDE desde 1849 y en el DRAE
desde 1852 –«se dice de las voces que tienen más de un significado»–
; parónimo, sin registro de uso en CORDE, se incorpora al DRAE en 1884 –
«aplícase a cada uno de dos o más vocablos que tienen entre sí relación o
semejanza, o por su etimología o solamente por su forma o sonido»–. Como
puede advertirse, los términos aristotélicos 'homónimo', 'sinónimo' y 'parónimo'
han experimentado una inversión total en estas definiciones académicas,

550
dejando de aplicarse a las cosas para ser aplicados a nombres, voces o
vocablos. De este asunto hablaremos más adelante.

Comenzamos presentando algunas de estas incoherencias (por parte de


algunos traductores del griego), que hemos advertido precisamente con ocasión
de la introducción del concepto de los conónimos (lo que no quiere decir que
algunas al menos, si no todas estas incoherencias, hubieran podido ser
descubiertas de otro modo), en una serie o conjunto de «elementos»
(paranomasia, sinonimia…) que se mantienen en la tradición con un núcleo
estable, sin perjuicio de que otros muchos de estos elementos sean variables,
entrando o saliendo del campo del núcleo según escuelas, épocas o lugares.

Acaso la razón de esta inestabilidad reside en la circunstancia de que no


está bien definido el lugar del «sistema» implícito en el que se enmarcan estos
conjuntos. Se diría que diversas disciplinas se disputan este lugar, y
principalmente estas tres:

En primer lugar las disciplinas lógicas. Y consideramos aquí principalmente


a las del fundador de la Lógica, Aristóteles, como autor del libro de
las Categorías y de Sobre la interpretación, pero también (por la sencilla razón
de tenerlos a mano), de tratados escolásticos como el de Cosme de Lerma (autor
de unos Commentaria in Aristotelis Logicam –que siguen muy de cerca a
Domingo de Soto o a Cayetano– publicados en Burgos en 1642 y varias veces
reeditados; citamos por la séptima edición, Burgos 1734), el propio Tratado
sobre la analogía de los nombres (1498) de Cayetano (traducido por Juan
Antonio Hevia Echevarría, Biblioteca Filosofía en español, Fundación Gustavo
Bueno, Oviedo 2005) o el tratado De Analogia de Santiago Ramírez (Ciencia
Tomista, Madrid 1921-1922, ampliado en edición póstuma, Instituto de Filosofía
Luis Vives, Madrid 1970-1972, 4 vols.).

Los lingüistas proceden casi siempre como si pisasen un terreno propio, libre
de cualquier tipo de prejuicio (ya fuera lógico, ya fuera, sobre todo, filosófico).
Sin embargo, lo cierto es que, de hecho, suelen estar ejercitando una ontología
implícita, más o menos confusa, que perturba su trabajo mucho más que si
reconocieran o lograran establecer cuáles son sus coordenadas efectivas.

En segundo lugar las disciplinas lingüísticas (gramáticos, traductores, &c.).

En tercer lugar las disciplinas llamadas filosóficas, sobre todo en sus


tratados de ontología o metafísica. Quienes mantienen presupuestos metafísicos

551
no actúan siempre como miembros de una institución gremial definida, sino a
veces desde su condición de lógicos, de gramáticos o de traductores.

Pero estas tres disciplinas convencionales –lógicas, lingüísticas, filosóficas–


, que tienen entre sí, en general, fronteras muy borrosas, llegan a desconocer
prácticamente tales fronteras en el terreno en el que ahora nos vamos a mover,
a saber, el del análisis de la constelación semántica o del conjunto de
yuxtanónimos al que nos venimos refiriendo.

En efecto, una parte nuclear de este conjunto (homónimos, sinónimos,


parónimos…) se encuentra tratada precisamente en el libro de las Categorías de
Aristóteles, y en gran medida, aunque no fuera más que por razón de prioridad,
cabría tomar siempre al libro de las Categorías de Aristóteles como punto de
referencia.

El libro de las Categorías consta de quince capítulos (o de trece cuando los


cuatro capítulos que anteceden al tratado de la sustancia se refunden en dos, o
sufren otras refundiciones o desdoblamientos similares); los escolásticos
reagrupaban los capítulos del libro de las Categorías en tres secciones
(reagrupamiento que se ha perdido prácticamente, aunque todavía se hace
referencia importante a él en la Crítica de la razón pura de Kant):
los antepredicamentos (1. Homónimos, sinónimos y parónimos; 2. Términos
simples y complejos; 3. Transitividad de la predicación; 4. Sobre la división en
diez predicamentos), las categorías (5. Sustancia; 6. Cantidad…) y
los postpredicamentos (10. Oposición; 11. Contrarios; 12. Prioridad; 13.
Simultaneidad; 14. Movimiento; 15. Modos de tener).

Ahora bien: la cuestión de fondo es ésta: ¿a qué disciplina pertenece el


tratado de las Categorías, el tratado que Aristóteles les antepuso «como
preámbulo o premisa» –los Antepredicamentos– y el tratado que les pospuso –
los Postpredicamentos–? En la escolástica esta cuestión se trataba en el mismo
comienzo del comentario: el Tratado de las Categorías, ¿pertenece a la
Metafísica –de hecho Aristóteles también se ocupó de las categorías en sus
libros de Metafísica, por ejemplo, en el libro ∆, 1123, 1019a-1020b– o pertenece
a la Lógica? El tratado de las categorías suele clasificarse siempre en
el Organon.

Es obvio que la cuestión no es meramente gremial, una cuestión «de


competencia» entre metafísicos, lógicos y gramáticos. La respuesta que solía
darse se basaba en la distinción entre categorías y predicamentos (distinción
que suele olvidarse hoy por parte de editores y traductores de Aristóteles, que
identifican, sin más, categorías y predicamentos).

552
Las categorías son los géneros supremos; los predicamentos son la
colección de todos aquellos géneros, especies, diferencias, &c., que se colocan
en un predicamento, formando un árbol lógico, como el llamado «árbol de
Porfirio».

La cuestión del lugar se resolvía entre la mayoría de los escolásticos «a


favor de la Lógica»: Agere de praedicamentis pertinet ad Logicum (al lógico
corresponde tratar de los predicamentos). Y esta conclusión se prueba así: «Los
predicamentos no suponen (no se refieren) al género supremo de cualquier
predicamento, sino a toda la colección de aquellas cosas que se colocan en
algún predicamento; pero el lógico debe tratar de toda esta colección: luego
también pertenece al lógico tratar de los predicamentos» (Cosme de
Lerma, Commentaria,libro VI, cuestión 1, págs. 95-96).

Sin embargo, esta conclusión (que incluye al tratado de los predicamentos


en la Lógica) no elimina la cuestión de las relaciones con la metafísica (la
ontología, diremos hoy), ante todo porque los géneros supremos, cúpula de los
predicamentos, eran considerados como asuntos de la ontología; y porque la
primera categoría, la de sustancia, era también la que soportaba, como sujeto, a
todas las demás categorías, y, por tanto, constituía la razón del cruce de los
predicamentos.

En consecuencia, no parece que sea sencilla la separación entre lógica y


ontología. Su conexión se aprecia mucho más profundamente a partir de la
revolución darwinista, que fue, como varias veces hemos advertido, tanto una
revolución lógica como una revolución biológica (bastaría tener en cuenta que el
tratado de los predicamentos de Porfirio se mantenía vigente en la taxonomía de
Linneo, que, desde el punto de vista lógico, no hacía sino introducir distinciones
y denominaciones nuevas en la jerarquía de géneros subalternos y especies de
Porfirio: especie, género, familia, orden, clase, reino). Pero el darwinismo
transforma esta jerarquía porfiriana-linneana al descubrir que las especies
proceden unas de otras y, con ello, los géneros, órdenes, clases, &c. Dicho de
un modo sucinto: los géneros y especies distributivos de Porfirio-Linneo pasarán
a ser, tras la revolución darwiniana, géneros y especies atributivos (géneros
plotinianos, como solemos denominarlos).

También los lingüistas consideran de su competencia el juzgar sobre el lugar


que hoy corresponde al tratado de las categorías. Tenemos a la vista una de las
últimas y más citadas traducciones de la obra de Aristóteles, presentada por la
editorial Gredos (Madrid 1982), y debida a Miguel Candel Sanmartín, autor

553
también de la introducción y notas al tomo I de los Tratados de Lógica
(Organon)de Aristóteles.

Candel mantiene una perspectiva decididamente lingüística en su


traducción y comentarios. Y así, al traducir el párrafo del libro de las categorías
en el que Aristóteles habla de los parónimos, como «cosas que reciben la
denominación de algo, pero con una diferencia en el caso (ptôsis)», traduce
ptôsis por «inflexión». Y aquí lo interesante, más que la traducción, es la razón
que da: «Pero Aristóteles (dice Candel en la nota 3) no entiende exclusivamente
por ptôseis las distintas formas de la flexión nominal (casos de la declinación),
sino cualquier conjunto de formas derivadas de un mismo lexema». Y en la nota
4 siguiente, se permite Candel hablar ya del «error aristotélico» (se refiere a
cuando Aristóteles supone que en los parónimos uno de los términos deriva del
otro, como grammatikós –gramático– de grammatiké –gramática– y andreîos –
valiente– de andreía –valentía–):

«La raíz de este error aristotélico es su desconocimiento de la posibilidad


de aislar y manejar independientemente los lexemas de los términos
como bases de toda derivación o composición léxica; en lugar de ello,
tiende a tomar como punto de partida los sustantivos, haciendo derivar de
ellos los adjetivos: sigue, pues, no un criterio morfosintáctico, ni siquiera
propiamente semántico, sino ontológico.»

Para el traductor, el error de Aristóteles habría consistido en adoptar un


criterio ontológico, en lugar de adoptar un criterio lingüístico, fuera
morfosintáctico, fuera semántico. Pero, ¿por qué Aristóteles debiera haber
asumido la perspectiva de un lingüista? Precisamente la perspectiva de
Aristóteles es ontológica, como se demuestra, de un modo evidente (aunque
muchos traductores no se den ni siquiera cuenta de ello), porque lo que
Aristóteles está clasificando al comienzo de las Categorías no son nombres (en
el sentido general que esta palabra asume: «voces significativas», incluyendo
sustantivos y adjetivos) sino cosas (seres reales, sustancias); o para decirlo en
la terminología de los Atlas lingüísticos alemanes: no está
clasificando Wörten sino Sachen.

En efecto, Aristóteles comienza diciendo que:

«Se llaman homónimas las cosas cuyo nombre es lo único que tienen en
común»
̀Ομώνυμα λέγεται ών όνομα μόνον κοινόν…

y lo mismo con los sinónimos («Se llaman sinónimas las cosas…») y con
los parónimos («Se llaman parónimas todas las cosas que reciben su

554
denominación a partir de algo, con una diferencia en la inflexión, v.g.: el
gramático a partir de la gramática, y el valiente a partir de la valentía»).

Pero lo que Aristóteles está diciendo, desde su perspectiva ontológica (que


implica un componente semántico-material y no lingüístico-inmanente), es que
hay cosas que, al recibir su denominación a partir de algo, lo hacen, en el caso
de los parónimos, con una diferencia en la inflexión, que presupone una conexión
de derivación (o de lo que sea) entre las cosas, sin que tengan aquí nada que
ver los lexemas, salvo que a su vez estos lexemas (grámma y andrós, en el
ejemplo) no sean interpretados como esencias semánticas indisociables de la
ontología (por ejemplo, indisociables de las ideas en el sentido platónico). En
consecuencia, es totalmente irrelevante, como veremos más abajo, que
Aristóteles supusiera derivado el adjetivo del sustantivo, o que ambos derivasen
de un tercer lexema, porque lo que es pertinente es decir que Aristóteles ha
subrayado que «dos cosas» –como valiente y valentía– muestran su conexión
ontológica a través de su denominación, y no directamente.

Pero hay más: Aristóteles distingue las cosas relacionadas por el nombre y
el logos a través del cual estas cosas aparecen designadas. Este logos es
el concepto de las mismas, y por tanto su definición (porque la definición
representa al concepto, que no es ni verdadero ni falso). Pero Candel
traduce logos por «enunciado» (aún reconociendo que logos puede traducirse
por «definición», por «enunciado» y por «razonamiento» –Candel reproduce
aquí, no sabemos si advirtiéndolo o no, la serie escolástica: concepto, juicio y
raciocinio–): «Pero preferimos la traducción, más neutra, de enunciado, que
tiene la 'ventaja' de poseer la misma ambigüedad que el correspondiente término
griego.» ¿Dónde está la ambigüedad del término «enunciado» para quien, desde
un punto de vista lógico, distingue la lógica de enunciados de la lógica de clases?

Esta distinción es imprescindible en la traducción y comentario de


las Categorías de Aristóteles; y la ambigüedad que el traductor Candel atribuye
a Aristóteles demuestra que es él quien no se ha enterado de que Aristóteles se
sitúa en el punto de vista ontológico de las cosas (sustancias, ante todo), que se
diferencian según sus conceptos (y no según los enunciados, verdaderos o
falsos, que podamos hacer sobre las cosas).

Aristóteles se sitúa en la perspectiva de una ontología antrópica, que


considera las cosas, pero no tomadas en una supuesta realidad absoluta, sino
tal y como son delimitadas a escala de los sujetos operatorios que las
conceptualizan. Y es aquí en donde el nombre (el significante) alcanza todo su
valor, porque deja de ser un mero nombre en suposición material (ya sea a título
de signo-mención, ya sea a título de signo-patrón, que corresponde a la «imagen
acústica» de Saussure) para convertirse en una voz significativa, es decir, en un
nombre tomado en suposición formal; por tanto, involucrando al concepto de la

555
cosa por él aludida. Aristóteles, en conclusión, al definir los parónimos, está
refiriéndose a cosas que, a través de su conceptualización (expresada en la
denominación semántica) tienen ante sí «alguna conexión ontológica» (que es
precisamente aquello que requerirá clasificar a los parónimos como una
subclase de conónimos, según veremos).

Más aún: cuando Candel traduce ousia por entidad, en lugar de la


traducción habitual por sustancia («…el correspondiente enunciado de la entidad
es distinto…»), desbarata toda la doctrina de Aristóteles sobre la predicación,
escogiendo además un término (entidad) que también se aplica a los accidentes.
Y el desconocimiento de la estructura de la predicación de la lógica aristotélica y
de su perspectiva ontológica le lleva a dar pasos en falso e irreversibles. Por
ejemplo, cuando traduce «zôion por 'vivo' [en lugar de por animal] para salvar –
escribe Candel– su predicabilidad acerca de 'retrato'», como si 'animal' respecto
de 'retrato' de un hombre no fuera tan predicable como 'vivo' (teniendo en cuenta,
además, que 'viviente' es considerado por Aristóteles o Porfirio como género
supremo, mientras que 'animal' es considerado como el género próximo de
hombre).

Y este paso en falso lleva a este traductor, «por coherencia» (pero la


coherencia no es virtud, si se trata de coherencia con principios erróneos), a dar
otro paso en falso, traduciendo zôion por 'vivo' y no por animal al hablar de
los sinónimos (como si 'animal' que se predica de hombre y buey, en el ejemplo
de Aristóteles, no fuera precisamente un género próximo, frente a 'vivo', que es
género remoto y supremo, con lo cual perdemos la fuerza de la sinonimia).
Desde la perspectiva habitual de un lingüista debe resultar demasiado fuerte
reconocer a 'buey' y a 'hombre' como sinónimos. Por ello la raíz de este paso en
falso del traductor la seguiríamos poniendo en la supuesta perspectiva lingüística
desde la cual se está leyendo a Aristóteles, una perspectiva que no quiere ser
ontológica, pero que, sin embargo, está siendo sustituida por una ontología
implícita sustancialista atribuida ingenuamente a Aristóteles, y de la cual
pretendería desmarcarse del Filósofo. Es esta pretensión de «desconexión
ontológica» de la semántica lingüística lo que hace caer a tantos lingüistas,
desde Saussure, en la consideración de los significantes lingüísticos como si
tuvieran una conexión externa o arbitraria con los significados, cuando lo que
ocurre es que los significantes, en suposición formal, están ya internamente
vinculados a las cosas significadas, a través de los conceptos, y no por
relaciones exentas («naturales») –aquí poco tiene que ver la problemática
del Cratilo– sino por el contexto de relaciones con el sistema de cosas y
significaciones que en cada caso se tienen entre manos.

La perspectiva de Aristóteles, en el libro de las Categorías, no puede


pretender ser comprendida desde coordenadas lingüísticas. Como tampoco la
teoría de las Ideas de Platón puede pretender ser comprendida desde las

556
coordenadas del análisis lingüístico semántico de los clasemas de la lengua
griega, ni tampoco la metodología del diálogo socrático puede comprenderse
desde la metodología skinneriana de las «máquinas de enseñar». Otra cosa es
que el lingüista pueda y deba aplicar sus conceptos al análisis de los textos
aristotélicos o platónicos, o que la tecnología skinneriana de la enseñanza pueda
aplicarse a la interpretación de los diálogos socráticos. Pero en ningún caso para
«señalar errores», en el sentido de los que han sido aludidos.

Y cabe advertir, además, finalmente, un argumento ad hominem para


mostrar las raíces por las cuales el lingüista no puede pretender «envolver» con
sus comentarios lingüísticos al libro de las Categorías de Aristóteles. Un
argumento que es, por lo demás, el más obvio imaginable: la Lingüística podría
«envolver» al libro de las Categorías de Aristóteles si este libro hablase de
palabras, pero no es así, como hemos visto. Porque el libro de
las Categorías habla de cosas (ya se designen estas como sustancias, ya como
entidades). Y para «hablar de cosas» es imprescindible disponer de unas
coordenadas ontológicas desde las cuales interpretar la propia perspectiva
ontológica de Aristóteles. Quien se limita a mantenerse alejado de la ontología
metafísica de la sustancia, pero sin disponer de otra ontología capaz de
sustituirla (como pudiera sustituirla, desde el materialismo filosófico, la ontología
antrópica de las morfologías delimitadas por los conceptos), no tendrá otra
alternativa que recaer en una especie de idealismo conceptualista, disimulado
como perspectiva lingüística.

Otra cosa distinta a señalar supuestos errores de Aristóteles es, por tanto,
debatir sobre el alcance que puede tener la perspectiva de Aristóteles al enfocar
las relaciones entre cosas (sustancias o entidades) a través de nombres. Si los
nombres se consideran como enteramente extraños a las cosas, parece evidente
que no cabe hablar de un enfoque lingüístico-inmanente del libro de
las Categorías; pero otra cosa será si los nombres a través de los cuales se
establecen las relaciones de homonimia, sinonimia o paranomasia no son
extrínsecos a la cosa, sino que son nombres asumidos según suposición formal,
y, por tanto, según el concepto de las cosas significadas, sustancias o
entidades). Por ello no cabe considerar sino como una ligereza la sustitución
de zôion, animal,por 'vivo', como si fuera lo mismo la relación del hombre real y
el hombre pintado (en hombre) y de hombre y buey (en los sinónimos), como
vivo o como animal. Entre otras cosas porque 'vivo' incluye a las plantas, y
'animal' mantiene delimitado el campo genérico en el cual se relacionan 'hombre'
y 'retrato' en los hombres, y hombres y bueyes.

Indicios de esta desorientación total que afecta a tantos lingüistas al traducir


el libro de las Categorías aparecen también en muchas traducciones inglesas o
alemanas. Por ejemplo, E. M. Edghill, traduce, sin más

557
explicaciones, homónimospor equívocos, sinónimos por unívocos y parónimos
por denominativos:

«Things are said to be named 'equivocally' when, though they have a


common name, the definition corresponding with the name differs for
each…» « On the other hand, things are said to be named 'univocally'
which have both the name and the definition answering to the name in
common…»

Esta desorientación de Edghill se traslada, como es natural, a otros lugares,


por ejemplo y sin ir más lejos, en la Wikipedia, s. v. Categories
(Aristotle), leemos:

«The text begins with an explication of what is meant by 'synonymous,' or


univocal words, what is meant by 'homonymous,' or equivocal words, and
what is meant by 'paronymous,' or denominative words.»

Ahora bien, la distinción escolástica entre equívocos, unívocos y análogos


está concebida desde una perspectiva enteramente opuesta a la perspectiva
ontológica de Aristóteles. La distinción escolástica va referida a nombres y no a
cosas, mientras que la distinción aristotélica va referida a cosas y no a nombres
(si bien los nombres de los escolásticos son «voces significativas», formalmente
asociadas a conceptos –logoi– a través de las cuales se establecen conexiones
entre cosas; no son solamente voces significativas o significantes de significados
encerrados en el diccionario de una lengua o en el conjunto cotejado de diversos
diccionarios). La distinción escolástica es también utilizada regularmente por los
comentaristas escolásticos para traducir a Aristóteles, y en este sentido se diría
que siguen la misma vía de los traductores ingleses actuales que acabamos de
citar. Cosme de Lerma, en la cuestión segunda del libro VI de
sus Commentaria(Utrum diffinitiones univocorum & equicovorum à
Philosopho [Aristóteles] asignatae sint bonae) da por supuesto que los unívocos
y los equívocos se corresponden respectivamente con los sinónimos y los
homónimos (de Aristóteles), pero advirtiendo que Aristóteles no se refiere a los
unívocos univocantes, ni a los equívocos equivocantes, sino a los unívocos
univocados y las equívocos equivocados, puesto que «el filósofo no trata de
voces, porque tratar de esto pertenece a la Dialéctica [a la Lógica] sino a las
cosas mismas en cuanto significados por voces» (id est non agit hic Philosophus
de vocibus, quia de his agere pertinet ad dialecticam, sed de rebus ipsius, ut
significantur per voces).

558
6

El tratado aristotélico de las Categorías, ¿es un tratado lógico, dialéctico, o


bien es ontológico?

Sin duda, es un tratado en el que estas «disciplinas» están involucradas,


sobre todo cuando la clasificación aristotélica (homónimos, sinónimos,
parónimos) se cruza con la escolástica (equívocos, unívocos, análogos). La
clasificación aristotélica es incontestablemente ontológica, aún cuando esté
involucrada con la clasificación lógico gramatical; la clasificación escolástica es
lógico gramatical, aunque esté involucrada con la clasificación ontológica.

Contemplada esta cuestión desde la Teoría del cierre categorial, la


intersección (o involucración) entre Lógica (material) y Ontología, implicada en
los capítulos de los antepredicamentos con los que comienza el libro de
las Categorías de Aristóteles, pasa claramente por el terreno de la Gnoseología,
y se mantiene largamente en él. En efecto, las ciencias positivas, analizadas
desde la Teoría del cierre categorial, se constituyen precisamente en el proceso
de involucración de las diversas figuras gnoseológicas (dadas en cada uno de
los ejes sintáctico, semántico y pragmático) con las diversas realidades
materiales (y muy especialmente corpóreas) de la experiencia. La involucración
de la Gnoseología y de la Ontología puede constatarse a lo largo de todos los
ejes y figuras, pero se hace especialmente notoria en la figura de
los términos (del eje sintáctico), en la figura de los referenciales (del eje
semántico) y en la figura de los dialogismos (del eje pragmático), en la medida
en que todas estas figuras se organizan a través de símbolos (σ) y objetos (O);
y por símbolos (σ) hay que entender, en Teoría de la Ciencia, tanto a los símbolos
del álgebra, lógica o matemática, o a los símbolos de la Química, como a
las palabras utilizadas por las diversas ciencias, ya hayan sido acuñadas por
ellas ('protón', 'quark', &c.), ya sean redefiniciones del lenguaje común ('agua',
'roca'). En el tomo 1 de la Teoría del cierre categorial (1992, pág. 116) constan
las siguientes definiciones de las figuras citadas:

Términos (del eje


I1 (σi, Ok) / (Ok, σj) = (σi, σj)
sintáctico)
Referenciales (del eje
II1 (Oj, σk) / (σk, Oj) = (Oi, Oj)
semántico)
Dialogismos (del eje
III2 (Si, Ok) / (Ok, Sj) = (Si, Sj)
pragmático)

Los términos de las ciencias implican símbolos (σi), y no son concebibles al


margen de símbolos (y no tanto porque expresen «pensamientos» o
«significados mentales» saussureanos, sino porque designan objetos

559
delimitados y «controlados» técnicamente) y consisten en cierto modo en
relaciones entre símbolos (σi, σj), sin que por ello (como pretenden las
concepciones nominalistas de la ciencia: «una ciencia no es otra cosa sino un
lenguaje bien hecho») los términos de las ciencias se reduzcan a nombres,
precisamente porque estos nombres no se relacionan entre sí según su
suposición material, sino a través de los objetos (Ok) a los que ellos están
vinculados como tales símbolos, es decir, según su suposición formal.

Los referenciales de las ciencias son, ante todo, objetos (Oi, Oj), pero en
tanto están «delimitados conceptualmente» mediante símbolos (σ k).

Los dialogismos son relaciones entre sujetos (Si, Sj) pero establecidas, no
mentalmente (o «por telepatía») sino a través de objetos (Ok), entre los cuales
hay que contar a los cuerpos de los propios sujetos operatorios que dialogan.

La involucración entre objetos (referidos a símbolos), objetos (referidos a


sujetos) y símbolos (referidos a objetos o a sujetos) está en el fondo de los
antepredicamentos aristotélicos. Una involucración gnoseológica constitutiva,
pero que, vista desde la perspectiva de un lingüista, se interpretará como
«ambigüedad».

«Conscientemente [anotaba Candel en su nota 5] respetamos la


vaguedad del légesthai («decirse», «llamarse» [en el texto: «de las cosas
que se dicen, unas se dicen en combinación y otras sin combinar»])
aristotélico, pues ello responde perfectamente, creemos, a la triple
ambigüedad de su referencia.» (pág. 31)

Esta «triple ambigüedad» se resuelve, desde nuestras coordenadas,


mediante la distinción entre «expresiones lingüísticas» (σ), «objetos
extralingüísticos» (O) u «objetos extralingüísticos expresados» (S)
lingüísticamente. Añade Candel:

«Dada esta triple ambigüedad (que Aristóteles no resuelve porque ni


siquiera la percibe como tal), que recorre en su totalidad el tratado de
las Categorías, hay que descartar traducciones rotundas y excluyentes
como la de Patricio de Azcárate («palabras»), o la de Eugen Rolfes
(«Worte»), o incluso la de Tricot («expressions»): es preferible a todas
ellas la de Ackrill («things that are said»: «cosas que se dicen»), que
conserva el sentido pregnante genuinamente aristotélico.» (pág. 31.)

Pero, ¿quién le ha dicho a Candel que Aristóteles no advirtió actu exercito la


triplicidad de componentes (que no ambigüedad), y precisamente por estarla
advirtiendo actu exercito se refiere a ella con una fórmula global («pregnante»)?

560
La ambigüedad estará en la nebulosa «pregnante» de quien no dispone de
criterios para delimitar ese triple componente, por ejemplo, en quien no advierte
la posibilidad de interpretar el texto aristotélico de las Categorías desde una
perspectiva gnoseológica.

Para interpretar los antepredicamentos aristotélicos desde una perspectiva


gnoseológica, lo primero que habrá que establecer es la distinción entre los tres
ejes del espacio gnoseológico:

I. El eje semántico-ontológico nos remite a la perspectiva que se situa


«desde los objetos referenciales» (O1, O2, …) en tanto se relacionan a través de
las palabras o símbolos en general (σi). Según esto, los objetos, al relacionarse
a través de símbolos o palabras, habrán de entenderse como objetos
conceptualizados («antrópicos»), y no como realidades absolutas («objetos
conocidos» metafísicos previos al conocimiento y, por tanto, a los «objetos de
conocimiento»).

II. El eje sintáctico-lógicomaterial nos remite a la perspectiva que se situa


«desde los términos simbólicos» (desde las palabras, por ejemplo), pero en tanto
se relacionan a través de objetos, y no se reducen, por tanto, a la perspectiva de
la estricta «inmanencia lingüística».

III. El eje pragmático-material es la perspectiva que se situa «desde los


sujetos gnoseológicos» que se comunican entre sí dialógicamente a través de
los objetos.

Parece innegable que el légesthai aristotélico –«de las cosas que se dicen»;
«digo que está con»– está involucrado con el eje pragmático, y más aún, con los
dialogismos y con los autologismos (que pueden ser no verbales).

Concluimos que la clasificación inicial que Aristóteles propone en su tratado


sobre las Categorías –la clasificación en homónimos, sinónimos y parónimos–
está hecha desde la perspectiva semántica y, más precisamente, desde la
perspectiva de los referenciales. Aristóteles, en efecto, está clasificando cosas
(«se llaman homónimas las cosas…»; «se llaman sinónimas las cosas…»; «se
llaman parónimas todas las cosas…»). Y esto resulta sorprendente a muchos
intérpretes acostumbrados a utilizar los conceptos de homónimos, sinónimos y
parónimos como figuras lingüísticas que tienen que ver con relaciones entre
palabras, es decir, como figuras delimitadas desde la perspectiva de las palabras

561
de una lengua dada. Leemos en el Diccionario de términos filológicos de
Fernando Lázaro (Gredos, Madrid 1953, 3ª edición 1968, por la que citamos):

«Homonimia. Igualdad entre los significantes de dos o más palabras que


poseen distinto significado. Bally distingue entre homonimia absoluta, que
se da entre palabras homófonas que pueden desempeñar la misma
función (presa 'botín' y presa'encarcelada', que son dos sustantivos
femeninos) y homonimia parcial, cuando los significantes presentan
alguna diferencia de forma: pollo y poyo.» (págs. 225-226)

(Permítaseme recordar conversaciones que, desde hace ya sesenta años,


mantuve sobre estos asuntos con mi gran amigo Fernando Lázaro Carreter
(1923-2004) –compañero de estudios desde el bachillerato en Zaragoza, durante
la carrera en Madrid y en Salamanca como profesores, y posteriormente– en las
que yo manifestaba mi asombro ante este modo de definir la homonimia, que
contrastaba diametralmente con la definición de Aristóteles, puesto que iba
referida a una relación entre «significantes» y no entre «cosas»; modo de
definición que, por otra parte, está facilitado por la tendencia a la inmanencia
lingüística de las disciplinas glosemáticas.)

Se refuerza más la perspectiva lingüística con la distinción de los


homónimos en homógrafos –que poseen la misma ortografía y la misma
pronunciación (cantode 'cantar', y canto 'esquina')– y homófonos, que se
pronuncian igual pero su ortografía difiere (echo de echar, y hecho de hacer).

«Sinonimia. 1. Coincidencia en el significado entre dos o más vocablos,


llamados sinónimos (can-perro, pelo-cabello, etc.). 2. Figura retórica,
llamada también metábole, que consiste en usar palabras sinónimas en
un mismo contexto: Acude, corre, vuela (Fray Luis de León)» (pág. 373)
«Parónimo. 1. Palabra fonéticamente parecida a otra: hombre-hambre,
túmulo-tálamo, etc.» (pág. 315)

Pero es evidente que la clasificación de Aristóteles es una clasificación de


cosas, y no de palabras. Otra cuestión es qué alcance pueda atribuirse (desde
la metafísica de Aristóteles) a esta perspectiva. No basta con presuponer (como
hacen algunos lingüistas) que la clasificación de Aristóteles es metafísica, y no
lingüística, ignorando que la correspondiente clasificación, desde una
reformulación lingüística, presupone también una ontología, solo que de carácter
idealista (vinculada a la teoría mentalista de las significaciones, de Saussure),
que se opone al realismo de Aristóteles, y se confunde muchas veces con la
doctrina platónica del carácter natural (y no convencional o arbitrario) de la
relación significante/significado.

562
Por supuesto, no tenemos por qué entrar aquí en esta cuestión. Para
nuestro propósito es suficiente aludir a la reinterpretación materialista del texto
aristotélico: «las cosas» de las que habla Aristóteles no tendrán por qué
interpretarse como sustancias, en el sentido metafísico, pero sí podrán
interpretarse como sustancias en el sentido actualista, es decir, como sustancias
o invariantes sustanciales (no esenciales) referidas a las cosas «del mundo de
los fenómenos», ya conceptualizados (delimitados, ocupando un lugar en el
sistema de las cosas) por un sujeto operatorio que identifica y fija ese concepto
intersubjetivamente mediante un símbolo o nombre (σ). No es necesario ni
pertinente, por tanto, plantear aquí las cuestiones suscitadas por
el Cratilo platónico sobre la relación originaria del nombre y la cosa, porque
estamos ante la cuestión de la relación entre una cosa ya conceptualizada y su
concepto asociado al nombre, y, por tanto, a su puesto en el sistema de los
nombres, de los conceptos y de las cosas (todo lo cual implica el ejercicio de
autologismos y de normas). Por ello, la importancia o alcance que una
«clasificación de cosas» pueda tener en la interpretación del texto de Aristóteles,
deriva, no de las conexiones originarias, naturales o arbitrarias planteadas en
el Cratilo, entre palabras y cosas en general, sino de la conexión entre esta
cosa y esta palabra a través de la cual se conceptualiza. No se están clasificando
cosas absolutas a través de nombres extrínsecos y arbitrarios, sino«cosas
conceptualizadas» (mediante definiciones, implícitas o explícitas, por ejemplo,
las que figuran en el atlas lingüístico de una región geográfica dada) a través de
los nombres correspondientes a tales conceptualizaciones.

Que las «cosas parónimas» y las «cosas sinónimas» de Aristóteles


satisfacen este requisito es indudable. La definición de «cosas equívocas»
presenta dificultades particulares: ¿Qué alcance interno puede atribuirse a un
conjunto de cosas distintas entre sí y unificadas únicamente por su referencia a
un nombre del que se dice que no tiene nada que ver con algo que pueda ser
común a las cosas homónimas?

El criterio que estamos utilizando ofrece, de algún modo, una respuesta a


esta cuestión central. Pues el nombre (de las cosas sólo unidas por él) habrá
que entenderlo como el nombre que engloba a las diferentes
conceptualizaciones que delimitan cada cosa por él significada. Es decir, la
expresión «las cosas homónimas» (como hombre y retrato, respecto de animal,
en el ejemplo de Aristóteles), al englobar como cosas las que tienen sólo de
común el nombre, está también englobando en un nombre, «animal», a lo que
se supone representado a la vez por él, el «hombre vivo» y el «hombre pintado».
Por tanto, las cosas homónimas, por tener común sólo el nombre (cuya
suposición formal nos remite a la vez a «hombre vivo» y a «hombre pintado»)
están en realidad compartiendo conceptos distintos e inmiscibles. No se trata,
por tanto, de que las cosas homónimas sólo tengan en común un nombre; lo que

563
tienen en común son ciertos conceptos diferentes, que aparecen yuxtapuestos,
y no unidos por algún concepto, sino desvinculados hasta el punto de que su
yuxtaposición pudiera ser disparatada. Por ello el concepto de homonímia en
Aristóteles podría interpretarse como connotando un componente esencialmente
crítico.

Por su parte, las «cosas sinónimas» (como hombre y buey) lo son no


absolutamente, sino por relación a un nombre común, que expresa su
conceptualización, es decir, por relación, en este caso, al concepto de animal (su
género próximo), un género que les afecta a ambos esencialmente, al menos en
el ejemplo propuesto por Aristóteles (en el que animal es, efectivamente, un
género del cual son especies el hombre y el buey; circunstancia que pasa
desapercibida a Candel cuando evitando la traducción de zôion por 'animal', lo
traduce, ¡para «salvar su predicabilidad»!, por 'vivo').

Es decir, las cosas sinónimas no son meramente las que tienen por azar o
arbitrariamente un nombre común, sino las que tienen un concepto común
(animal) vinculado al nombre. Lo que quiere decir, que lo que Aristóteles llama
«cosas sinónimas» (hombre y buey: ningún lingüista las vería como sinónimas)
no están siendo unificadas sólo por el nombre, entendido como significante
extrínseco, sino por un nombre que expresa el concepto «antrópico» desde el
cual estas cosas se delimitan como sinónimos.

Otro tanto habrá que decir de las cosas parónimas: ahora las cosas están
vinculadas por conceptos (por conceptos vinculados entre sí), no desvinculados
como las homónimas, pero tampoco vinculados por algún concepto isológico,
como pueda serlo el género (en sentido distributivo). Están vinculadas por otro
tipo de conexión (que, sin duda, tiene que ver con la conexión que llamamos
sinalógica, y que implica totalidades atributivas), sin que sea, por tanto,
pertinente entrar en la cuestión de si esa conexión sinalógica entre las cosas
parónimas es diamérica (como lo sería si se derivasen las unas de las otras) o
si es metamérica (si se derivasen ambas de una tercera, como pudiera serlo el
lexema o cualquier otra entidad).

De todo lo cual resulta que, desde la perspectiva aristotélica, los homónimos


podrán ser interpretados como un caso límite respecto de los sinónimos o
parónimos. En efecto, en estos dos casos, las cosas unificadas por el nombre
son cosas conceptualizadas o bien por un concepto común (isológico) que las
vincula distributivamente, compartiendo un todo distributivo, o bien por dos o más
conceptos vinculados entre sí, por ejemplo, diaméricamente, como partes de un
todo atributivo (aunque también pueden estar vinculados como las partes al todo
atributivo, o recíprocamente). Las cosas homónimas, en cambio, no están
unificadas por conceptos (distributivos o atributivos) vinculados entre sí, sino

564
precisamente por conceptos desvinculados desde la perspectiva del campo que
estos conceptos delimitan; situación que tiene un alcance gnoseológico crítico
indudable, porque muestra como varias cosas (hombre vivo, hombre pintado),
lejos de estar relacionadas por un concepto común (animal) –no por cualquier
concepto– no lo están porque su nombre común encubre en rigor dos conceptos,
que entre sí pueden mantener nada menos la distancia que hay entre lo vivo y lo
pintado.

La clasificación que los escolásticos establecieron en su tratado de los


antepredicamentos, la clasificación de los términos en equívocos, unívocos y
análogos, está llevada a cabo desde la perspectiva sintáctico-material de los
términos σ (que pueden ser palabras o símbolos algebraicos).

Los términos equívocos son aquellas palabras (σ, no cosas, O) cuya


suposición formal remite a cosas no ya tomadas en absoluto, sino
conceptualizadas. Pero tales que no tienen que ver entre sí a través de los
conceptos expresados por el nombre. Los escolásticos advertían que los
equívocos no son conceptos, sino nombres, «porque un concepto no puede ser
equívoco». Pero con esto, en rigor, lo que se estaba diciendo era que los
nombres equívocos representaban un agregado de conceptos diversos
disparatados (no que no tuvieran concepto alguno). Es decir, los términos
equívocos nos llevarían a la situación en la cual nos encontramos ante pares,
ternas… de objetos conceptualizados disparatados entre sí, es decir, que no
permiten en el contexto establecer un «concepto de conceptos». Por ello no les
corresponde en el contexto un concepto, sino varios desvinculados entre sí y aún
inmiscibles en el contexto (aunque pudieran ser vinculados en otro). Esto permite
establecer una cierta correspondencia entre los homónimos (del eje semántico)
y los equívocos (del eje sintáctico). Sin embargo su estructura es diversa, como
lo pone de manifiesto el siguiente esquema (en el cual ┼┼┼┼ representa la
desconexión entre O1, O2, O3, ...):

Homónimos Equívocos

La homonimia tiene, por tanto, una estructura diferente de la estructura de


la equivocidad, aunque homónimos y equívocos, sin embargo, son relaciones

565
recíprocas. En el supuesto de interpretar σk no ya como un nombre patrón, sino
como conjunto de menciones de ese nombre (σ'k , σ''k, …) podríamos reproducir
de este modo la reciprocidad:

Homónimos Equívocos

Ahora bien, habrá que poner en correspondencia los unívocos de los


escolásticos con los sinónimos aristotélicos, manteniendo sin embargo sus
estructuras diferentes, como se pone de manifiesto en los siguientes esquemas:

Sinónimos
(Aristóteles)

Unívocos

Sinónimos
(lingüísticos)

(Representamos los signos mención mediante superíndices: ', '', ''',


representamos los nombres patrón mediante subíndices: 1, 2, 3,
las líneas punteadas representan relaciones de isología o unidad distributiva.)

La equiparación de los unívocos con los sinónimos de Aristóteles está


favorecida por el concepto lingüístico de sinónimo, en el que figuran diferentes
nombres (σ1, σ2, σ3) con un mismo significado (Ok). Por último, los parónimos de
Aristóteles y los denominativos de los escolásticos, aunque mantienen la

566
diferencia de perspectiva, dado que en ambos figuran varios símbolos (σ 1, σ2,
…) y varios objetos (O1, O2, …) admiten una transposición más fácil:

Parónimos Denominativos

Pero los «parónimos», en el sentido lingüístico que hemos citado, ya no


tienen nada que ver con los parónimos semánticos de Aristóteles.

El conjunto de términos (palabras) relacionados entre sí a través de sus


significados (o cosas significadas) constituye una «constelación semántica» que,
por tanto, no es equivalente a lo que los lingüistas llaman «constelaciones
glosemática», en las cuales los términos no se implican a escala morfosintáctica
(como en la «interdependencia») ni se «determinan» a esa misma escala, según
categorías morfológico sintácticas señalables de un texto, como pueda serlo la
«solidaridad» (entre los morfemas de persona y de número en las formas
verbales españolas) o la «determinación selectiva», como pueda serlo la
conjunción 'para qué' en español, en cuanto determina a un subjuntivo pero no
recíprocamente.

Denominaremos a la constelación semántica en la que se incluyen los


conceptos que venimos considerando (homónimos, sinónimos, holónimos,
merónimos, parónimos, equívocos, unívocos, análogos) como «constelación
semántica de los antepredicamentos» o «constelación semántica
antepredicamental» (en atención al tratado escolástico De
antipraedicamentis, que es el que mantiene, por escala, mayor afinidad con el
punto de vista gnoseológico).

10

Nos arriesgamos a calificar de caótica la situación en la que hoy se


encuentra la cuestión en la que se dirimen los conceptos de la «constelación
semántica antepredicamental». Caótica porque algunos de los términos
utilizados resultan ser equívocos (por ejemplo, el término sinónimo resulta ser
equívoco al designar tanto la acepción aristótelica como la acepción lingüística).
Caótica porque los conceptos centrales de la constelación, tales como equívocos
y homónimos, como sinónimos y unívocos, presuponen definiciones
estructuralmente distintas entre aristotélicos escolásticos y traductores de
Aristóteles. Caótica, porque la perspectiva desde la cual se diferencian los
567
elementos de estas constelaciones, es unas veces sintáctica, otras semántica y
otras pragmática, sin que se tengan en cuenta los cambios de ejes (por ejemplo,
al traducir los homónimos de Aristóteles por equívocos, o los parónimos de
Aristóteles por los denominativos). Caótica también porque ni siquiera está
definido el terreno en el cual esta cuestión está planteada, ni definidas por tanto
las disciplinas implicadas.

Tradicionalmente esta cuestión estaba asignada a la Gramática, a la


Retórica o a la Dialéctica, también a la Lógica, a propósito del tratado de los
antepredicamentos y de los postpredicamentos, de los que hemos hablado. Pero
ya hemos visto cómo los escolásticos señalaban la involucración de la Lógica y
de la Metafísica en la teoría de las categorías, antepredicamentos y
postpredicamentos.

Con el auge de la Lingüística se habría llegado a creer que todas las


cuestiones concernientes a esta constelación semántica vinculada a los
antepredicamentos encontraba su lugar propio en la «ciencia del lenguaje» (en
la Glosemática, en la Filología). Pero caben dudas muy serias, que ya hemos
suscitado, sobre la capacidad de la Lingüística para agotar el campo, sin
comprometerse con la Ontología (que no ha de identificarse con el
sustancialismo metafísico de los aristotélicos).

El proyecto de introducir todo el orden que nos sea posible en estas


cuestiones lo hemos formulado acogiéndonos a la perspectiva gnoseológica.

Pero, tal como la entendemos, la perspectiva gnoseológica se estructura,


según hemos dicho, en tres ejes: el sintáctico, el semántico y el pragmático. Ejes
que, a pesar de las denominaciones, no hay que considerar como si fueran ejes
lingüísticos (aunque estén tomados de la lingüística o de la semiología). Los ejes
de los que hablamos son ejes gnoseológicos. El eje sintáctico, por ejemplo, en
cuanto eje gnoseológico sintáctico, no se mantiene en la inmanencia de un
lenguaje dado de palabras, es un eje sintáctico-material y, por eso, hemos
recordado en otras ocasiones que la sintaxis gnoseológica tiene casi tanto que
ver con la megalé sintaxis de Tolomeo como con la sintaxis gramatical.

Desde la perspectiva gnoseológica la sintaxis se mantiene en el círculo de


las relaciones de signos con signos (σi, σj), pero teniendo en cuenta que estas
relaciones se consideran mediadas siempre por los sujetos (S) o por los objetos
(O).

Nuestro proyecto de reordenación, en lo posible, de este caos, se basa en


la necesidad de escoger, dentro de los ejes del espacio gnoseológico, uno de
ellos, evitando la confusión con otros, en todo o en parte; lo que no quiere decir

568
que no sea preciso analizar las correspondencias e involucraciones de cada eje
con los demás (por ejemplo, la involucración de los términos del eje sintáctico
con los referenciales del eje semántico).

Y teniendo en cuenta que los elementos de la constelación semántica


antepredicamental son términos, hemos elegido el eje sintáctico como
perspectiva más adecuada para la tarea de la reordenación que nos hemos
propuesto.

Ello nos lleva a la necesidad de reinterpretar los diversos términos de la


«constelación antepredicamental» como relaciones establecidas entre términos
de tipo σi, σj, lo que no implica reducción lingüística alguna, teniendo en cuenta
que las relaciones σi, σj son interpretadas como productos relativos establecidos
a través de Ok. Por ejemplo, las palabras 'triángulo' (σi) y 'trilátero' (σj) se
relacionan entre sí a través del objeto geométrico designado por ellos. Pero estas
palabras no son sinónimas, salvo extensionalmente, porque intensionalmente
son objetos geométricos muy distintos, en principio, el triángulo y el trilátero.
Entre ambos objetos hay una relación de sinalogía (y además, en este caso,
necesaria: una relación que llamamos de sinexión). Con esto queremos decir
que la relación entre los términos o palabras de las ciencias o afines habrá de
tener siempre una base semántica ontológica; y las relaciones entre las cosas
(por ejemplo los referenciales del eje semántico) habrán de entenderse siempre
como relaciones conceptualizadas dentro de un sistema, y expresadas mediante
palabras.

La reordenación de la constelación semántica caótica que nos ocupa (en


cierto modo, una constelación de yuxtanónimos) la fundamentamos en la
clasificación de las relaciones entre palabras σ a través de objetos O, que a su
vez han de mantener relaciones definidas entre sí.

Como criterio principal de clasificación tomamos la distinción


entre relaciones isológicas (entre objetos que asumen el papel de partes
distributivas de una totalidad Շ, o unidad distributiva) y relaciones
sinalógicas (entre objetos que asumen el papel de partes atributivas de una
totalidad T, o unidad atributiva). Los lingüistas suelen desconocer la distinción
entre totalidades distributivas y totalidades atributivas, y por ello confunden la
holonimia distributiva (a la que suelen llaman hiperonimia) con la holonimia
atributiva, y la meronimia atributiva con la meronimia distributiva; de este modo
suelen considerar como merónimos tanto a 'azul' respecto de 'color', como a
'dedo' respecto de 'mano', pero tienden a restringir la holonimia y meronimia a la
atributividad reservando la oposición hiperonimia/homonimia a la distributividad,
apelando a una distinción muy grosera entre «inclusión conceptual» e «inclusión
material», distinción que ignora que la relación de inclusión, en lógica de clases,

569
es distributiva, y procediendo como si la «inclusión material» (que es una
inserción atributiva) no fuese «conceptual».

En función de estas relaciones (isológicas o sinalógicas) entre los objetos,


a través de las cuales se relacionan los términos (nombres, palabras, voces
significativas), las clasificaremos en dos grandes clases, A y B, y estableceremos
una tercera clase C definida por las relaciones entre términos que puedan
considerarse como «privadas» de algunas de las relaciones que definen las
clases A y B. Según esto, los términos de C no tanto niegan las relaciones A y
B, sino que se suponen privados de ellas, y ésta es la única razón por la cual
figuran, a traves de C, en la clasificación A, B, C.

(Las relaciones isológicas las representaremos por líneas punteadas -----,


las relaciones sinalógicas por líneas continuas ───,
la privación de estas relaciones por líneas cruzadas ┼┼┼┼.)

11

Los términos de la «constelación semántica antepredicamental» se


clasifican, de acuerdo con los criterios expuestos, en tres grandes órdenes,
según que la relación entre los objetos (O) a través de los cuales se establece la
conexión entre los nombres (σ) sean de isología distributiva (A), de sinalogía
atributiva (B) o de privación de una u otra (C).

A. Isónimos

Los isónimos son términos (unitarios o plurales) que designan objetos


vinculados entre sí por relaciones de isología (tales como semejanza, igualdad,
analogía, identidad, equivalencia, &c.). Los isónimos se dividen en dos grandes
grupos, según que los símbolos sean unitarios o plurales.

1. Isónimos unitarios

Los isónimos unitarios son aquellos que constan de una sola voz (σ k). Los
isónimos unitarios constan por tanto de una sola voz significativa que designa
objetos diversos (O1, O2, O3) entre los cuales medie una relación isológica
expresada por el concepto o definición asociado a σk.

Los isónimos se clasifican en dos grupos según que las relaciones entre los
objetos sean simples o compuestas.

1.1. Los isónimos unitarios simples se corresponden obviamente con los


unívocos (son unitarios puesto que constan de un único nombre patrón; que

570
podría interpretarse en forma de relación reflexiva por Ok/Ok). Pero también se
corresponden con los llamados holónimos distributivos, equivalentes a veces
con los hiperónimos (cohipónimos son los hipónimos de un hiperónimo, como
'perro', 'gato', 'chacal'... son cohipónimos del hiperónimo 'animal').

1.2. Cuando los isónimos unitarios sean compuestos (relaciones de


proporcionalidad entre los objetos O'1/O'2 = O'3/O'4) hablaremos de analogía
de proporcionalidad o de proporción compuesta.

Como caso especial de términos unívocos (1.1) que a la vez son análogos
(1.2) podemos citar los llamados, en una importante corriente escolástica,
análogos de desigualdad que (definidos semánticamente) son las cosas que
tienen un nombre común pero cuyo concepto, de acuerdo con el significado de
este nombre, es exactamente idéntico aunque desigualmente participado, como
ocurre con cuerpo predicado del Sol y de una roca, o de animal predicado de
hombre y de buey: para el lógico estos predicados son unívocos; para el filósofo
natural, que investiga las naturalezas, son análogos de desigualdad (véase la
exposición de Cayetano, en su Tratado de la analogía de los nombres, edición
citada, capítulo I, 5, página 47: «A estos análogos el lógico los llama 'unívocos'
y el filósofo 'equívocos', pues mientras aquél considera las intenciones de los
nombres, éste investiga las naturalezas»).

Conviene tener presente, para el entendimiento de la cuestión que nos


ocupa, que tanto Cayetano como Lerma –y, por supuesto, otros escolásticos
anteriores y posteriores– distinguían tres clases de analogías: los análogos de
desigualdad(analogia inaequalitatis), los análogos de proporcionalidad (de
proporción compuesta de cuatro términos) ya fuera propia ya fuera impropia o
metafórica, y los análogos de atribución (o de proporción simple) o
denominativos, ya fueran denominaciones intrínsecas ya fueran
denominaciones extrínsecas. Sin embargo, estas clases y subclases de
analogías no se interpretaban siempre del mismo modo. Por ejemplo, Santiago
Ramírez suponía que la sustancia corpórea(«cuerpo», predicado del Sol y de
una roca, es decir, predicado de un cuerpo incorruptible y de un cuerpo
corruptible) se predica unívocamente, en sentido lógico, pero analógicamente en
sentido físico (Ramírez, De Analogía, C. II, A. 2, a, §III, 271, págs. 468-ss.). A
muchos lectores de hoy (sobre todo a los lectores cristianos «pasados por Zubiri»
que conocieron a Ramírez tan sólo como crítico de Ortega) les bastaría este
texto de Ramírez para descalificarlo como autor anacrónico que sigue fundando
un concepto lógico, el de analogía de desigualdad, en la doctrina anticuada de
los astros incorruptibles. Sin embargo habría que tener en cuenta, y no solo como
argumento ad hominem contra los críticos cristianos-zubirianos de Ramírez, que
la doctrina de las sustancias corpóreas incorruptibles no se circunscribe
únicamente a la teoría aristotélica de los astros divinos, sino que también se
utiliza en la Teología dogmática cristiana para establecer la doctrina tomista de

571
la transubstanciación, según la cual el Corpus Christi eucarístico divino es una
sustancia material, remota quantitate, incorruptible. Por otra parte, Ramírez,
coincidiendo con Suárez, aunque por motivos distintos, daba primacía a la
analogía de atribución, respecto de la analogía de proporcionalidad, pero
mientras Suárez tendía a aproximar esta analogía a la metafórica, Ramírez
acepta también la posibilidad de la analogía de proporcionalidad propia, aún
admitiendo también la posibilidad de la analogía de atribución interna (que a su
vez tendría dos modos: la «analogía según la intención y no según el ser» y la
«analogía según la intención y según el ser»). En la introducción al Tratado de
la analogía de los nombres de Cayetano, Hevia Echevarría ofrece una
exposición sinóptica muy clara de las posiciones de Cayetano, que defendió,
como también Lerma, la primacía de la analogía de proporcionalidad sobre la
analogía de atribución.

La diferencia de estructura entre los isónomos unitarios simples y los


compuestos puede representarse en los siguientes esquemas:

1.1. Isónimos unitarios unívocos (géneros porfirianos),


conceptos sustancialistas (de Cassirer)

1.2. Isónimos unitarios análogos de proporcionalidad propia,


características de las funciones (de conceptos o de ideas funcionales)

2. Isónimos plurales

Los isónimos plurales implican varias voces (σ1, σ2, σ3) cada una de las
cuales designa objetos con relaciones de igualdad, equivalencia, semejanza y
en el límite identidad. Este concepto de isónimo plural corresponde a los
sinónimos de los lingüistas (se discute, por los lingüistas y por los lógicos que
tratan de los llamados juicios analíticos, si existen realmente sinónimos en un

572
lenguaje dado, y si las palabras llamadas sinónimas no tienen siempre alguna
diferencia de matiz). En cualquier caso, habrá que distinguir entre los sinónimos
simple (diferentes nombres designando «teóricamente» a un mismo objeto:
'docena de docenas'-'gruesa') y los sinónimos compuestos ('telescopio'-
'catalejo', que designan objetos distintos pero tales que entre ellos media una
proporcionalidad estructural).

2.1. Isónimos plurales simples:

Sinónimos simples

2.2. Isónimos plurales compuestos:

Sinónimos estructurales
(y análogos de proporcionalidad metafórica)

B. Conónimos

Los conónimos son términos (unitarios o plurales) que designan objetos


diferentes pero vinculados por nexos sinalógicos o atributivos.

Los conónimos pueden clasificarse por el mismo criterio que ha sido


utilizado para clasificar los isónimos:

3. Conónimos unitarios (de una sola voz)

El concepto de conónimos unitarios corresponde casi literalmente a lo que


los escolásticos llamaban «denominativos».

573
«Denominativo» era en efecto el nombre que recibían los análogos de
atribución (σ) que se predicaban propiamente de un primer analogado (O1) y «por
denominación» de los analogados segundos (O1, O2, O3, …On) cuando éstos
mantenían entre sí relaciones de causa, efecto, signo, &c. Los análogos de
atribución no solían considerarse como conceptos simples sino como
«ensamblaje de conceptos», y de ahí que se les considerase a veces como
equívocos simpliciter. En realidad los denominativos son claramente un tipo de
conónimos: son conónimas las modulaciones del análogo de atribución (SkO1,
SkO2, SkO2…) –en el ejemplo habitual escolástico: sano dicho del animal es
conónimo de sanodicho de la orina o de sano dicho del alimento). Ahora bien,
los análogos de atribución eran considerados por algunos escolásticos
como denominaciones extrínsecas (así Cayetano) mientras que otros
comentaristas admitían la posibilidad de que los denominativos
fueran intrínsecos. Los que venimos llamando géneros
plotinianos (imprescindibles en el análisis de la lógica no porfiriana del
darwinismo) pueden asimilarse por este cauce a los análogos de atribución
intrínseca: 'reptiles' y 'aves', que en la lógica de Porfirio-Linneo eran especies del
género (lógico) unívoco 'vertebrado', podrán ser interpretados ahora como
conónimos por atribución interna sucesiva de vertebrado, como primer
analogado (amphioxus, peces, anfibios, reptiles, aves, mamíferos).

Los «análogos de desigualdad» serían a la vez unívocos (desde el punto de


vista de la intención predicativa lógico abstracta) y análogos de proporción
compuesta, variable o graduada (desde el punto de vista del resultado de la
composición del predicado con el sujeto, tal como la llevan a cabo los
naturalistas).

También son conónimos unitarios los llamados holónimos (atributivos) como


'automóvil' respecto de 'chasis', 'cigueñal', 'cilindro', 'volante', &c.

4. Conónimos plurales (de varias voces): heterónimos

Los heterónimos son conónimos que implican diversas voces (palabras,


nombres, ya sean con diversidad de patrones, ya sea con diversidad de
menciones) pero designando objetos que mantienen relaciones sinalógicas
atributivas muy diversas tales como:

4.1. Relaciones de parte a todo atributivo ('parietal'-'cráneo').

4.2. Relaciones de parte a parte de un todo atributivo ('tibia'-'peroné'), es decir,


los llamados merónimos (atributivos).

4.3. Relaciones de intersección ('religión'-'sagrado').

574
4.4. Relaciones de contigüidad ('adosado'-'conectado', 'enchufado'-'acoplado').

4.5. Relaciones de oposición ('frío'-'caliente'). Según esto, los antónimos se


reducen a la condición de un caso particular de conónimos.

4.6. Correlativos ('derecha'-'izquierda', 'padre'-'hijo').

4.7. Solapados ('bienestar'-'felicidad'-'placer'-'satisfacción'-'alegría'-'leticia')


('sociedad civil'-'sociedad política', en el sentido que actualmente se da a estos
términos, no en el sentido tradicional en el que eran sinónimos).

4.8. De derivación: los parónimos de Aristóteles.

4.9. De implicación ('triángulo'-'trilátero': en este caso, como hemos insinuado,


hay cononimia intensional, aunque extensionalmente 'triángulo' y 'equilátero'
puedan considerarse como sinónimos).

3. Conónimos unitarios
4. Conónimos plurales
Denominativos (análogos de
Heterónimos (parónimos de
atribución y géneros plotinianos-
Aristóteles, antónimos, &c.)
darwinianos)

Los conónimos forman series o conjuntos (o listas, o tandas, o


enumeraciones, o familias, o constelaciones) en función de un contexto [C a, Cb,
Cc, Cd,... Cn] que puede, según los criterios de enumeración, ser cerrado (cuando
no cabe extraer de él ninguno de sus términos) o abierto, bloqueado (cuando no
cabe admitir en él a otros términos) o permeable, cerrado y bloqueado, cerrado
y permeable, abierto y bloqueado; asimismo sus términos pueden estar
ordenados o inordenados, pueden ser parte de un todo atributivo, según capas
de rango diverso, o partes de un todo distributivo, también según niveles distintos
(especies, géneros, órdenes... de una misma clase o de un mismo tipo). Las
palabras metonímicas ('iglesia', 'templo') pueden considerarse como conónimos
plurales.

Los criterios de enumeración de los conónimos se suponen ejercitados


antes que representados, y se mantienen originariamente en un plano

575
«empírico» o «fenoménico», por tanto confuso (es decir, con criterios diversos
no bien distinguidos). Cuando una lista de conónimos sea reinterpretada como
una clasificación descendente, ese conjunto se transformará en una clasificación
sistemática, y por ello las clasificaciones ascendentes se muestran más próximas
a los conónimos que a las clasificaciones sistemáticas.

Las constelaciones de los conónimos (puesto que no cabe considerar


conónimos a todos los términos de un diccionario) se mantienen en las diversas
categorías. Damos algunos ejemplos de series de conónimos con posibles
denominaciones tomadas de su materia:

biónimos: [célula, tejido, herencia, evolución, mitosis]


quarknónimos: [arriba, abajo, extraño, encantado, fondo, cúspide]
aritnónimos: [cardinal, ordinal, doble, triple, decenas, centenas,
adición, multiplicación, división, fracción]
reginónimos: [Rómulo, Numa Pompilio, Tulio Hostilio, Tarquino el
antiguo, Servio Tulio, Tarquino el soberbio]
nucleónimos: [electrones, protones, neutrones]
trigonónimos: [mediana, mediatriz, bisectriz]
hierónimos: [religión, superstición, magia, fetichismo, ateísmo,
chamanismo]

Los conjuntos de conónimos correlativos no sólo pueden formarse como


clases uniádicas, sino también como clases diádicas, triádicas, &c. Así los
llamados generónomos pueden considerarse conónimos cuyos elementos son
pares de términos con significados correlativos pero de género gramatical
opuesto: [(padre, madre), (hermano, hermana), (marido, esposa), (abuelo,
abuela), (tío, tía)].

Advertimos como las constelaciones de conónimos no son constelaciones


semánticas, ni tampoco series de yuxtanónimos.

C. Homónimos

Los homónimos resultan de relaciones entre palabras (σ) a través de objetos


(O) que aún no teniendo entre sí conexiones significativas (a escala de los
conceptos definidos por los nombres) aparecen como privados de ellas. Esta
privación es la que hace que las relaciones de homonimia gnoseológica no sea
una mera relación gramatical o lingüística (como la de paronímia lingüística, la
de asonancia, la de consonancia o la de rima).

5. Homónimos unitarios (de una sola voz)

576
Los homónimos unitarios se corresponden puntualmente con los equívocos.

5. Homónimos unitarios. Equívocos

Los términos equívocos, en efecto, pueden redefinirse como homónimos de


una sola voz, que, por tanto, se confunden con isonómos o conónimos, pero que
cuando se les priva críticamente de esta relación confusa se manifiestan como
equívocos. Los equívocos no son, según esto, conceptos, pero no, como hemos
dicho, porque sean meros nombres, sino porque designan varios conceptos sin
conexión mutua. Para que los equívocos de una sola voz puedan considerarse
como conónimos (que requieren varias voces) es suficiente interpretar sus
nombres como palabras-mención (σ'k, σ''k, σ'''k).

6. Homónimos plurales

Los homónimos plurales constan de varios términos (sean de palabras-


mención, σ'k, σ''k, σ'''k, sean de palabras-patrón σ1, σ2, σ3, …)

6.1. Homónimos plurales 6.2. Homónimos plurales


Equívocos Homónimos gramaticales

Los parónimos gramaticales (tipo 'túmulo'-'tálamo'), los homónimos


gramaticales ('echo'-'hecho'), absolutos o particulares, homófonos u homógrafos,
aunque mantienen relaciones en principio gramaticales y no lógicas, pueden
desempeñar el papel de equívocos.

577
12

Resumimos sinópticamente los conceptos utilizados en esta reordenación


de los términos (disjecta membra) de la constelación semántica
antepredicamental (en la cual los predicables –notas genéricas, específicas,
diferenciales, propios constitutivos y distintivos, accidentes– se corresponden, y
correspondencia no es identidad, con los semas que la semántica lingüística
determina en sus análisis inmanentes):

A. Isónimos. Una constelación de isónimos es un conjunto


(uniádico, diádico, &c.) de palabras cuyos objetos significados
mantienen entre sí relaciones de isología distributiva.

1. Unitarios • Unívocos (géneros porfirianos-linneanos)


• Análogos de proporcionalidad (características de
funciones-conceptos o de funciones-ideas)

2. Plurales • Sinónimos

B. Conónimos. Una constelación de conónimos es un conjunto


(uniádico, diádico, &c.) de palabras cuyos objetos significados
mantienen entre sí conexiones sinalógicas atributivas.

3. Unitarios • Denominativos (análogos de atribución)


• Denominativos intrínsecos (géneros plotiniano-
darwinianos)
• Denominativos extrínsecos

4. Plurales • Heterónimos (como antónimos, parónimos de


Aristóteles, metonímicos...)

C. Homónimos. Una constelación de homónimos es un conjunto


de palabras que aún no teniendo entre sí conexiones significativas
(a escala de los conceptos definidos por los nombres) aparecen
como privados de ellas.

5. Unitarios • Equívocos

6. Plurales • Homónimos gramaticales


• Parónimos gramaticales, &c.

578
Sobre las élites de periodistas
en la democracia coronada
Gustavo Bueno

Se ensaya la delimitación de una élite de periodistas que a nivel nacional


se habría ido formando en España en los últimos años
de la democracia coronada de 1978

Entendemos aquí por «periodistas» (ateniéndonos a un criterio lo más


objetivo posible, y con alcance indudable en el proceso de formación de las élites
a las que nos referimos) a los «periodistas facultativos», es decir, a todos
aquellos profesionales que tienen el título de licenciados o doctores en una
Facultad de Ciencias de la Información.

Es cierto que también son considerados como periodistas aquellos que


colaboran habitualmente, durante años, en los medios (prensa, radio, televisión),
aunque no tengan el título facultativo; pero en el proceso de formación de élites
que analizamos, la condición de periodista facultativo parece haber
desempeñado un papel decisivo.

En años anteriores (y no sólo anteriores a la creación de las Escuelas o


Facultades de Periodismo) las élites de quienes aparecían a escala nacional (no
ya a escala provincial, regional o autonómica) en la prensa, en la radio e incluso
en la televisión, como «inductores de opinión», no estaban necesariamente
formadas por «profesionales» del periodismo, sino por ensayistas, dramaturgos,
novelistas (Unamuno, Ortega, después Pemán, o Pérez de Ayala, más tarde,
Cela, Aranguren...), más o menos profesionalizados en los medios.

Pero en los años más recientes de la democracia de 1978 (podríamos tomar


como fechas convencionales de referencia, en el exterior los años noventa del
siglo pasado, los del entorno de la caída de la Unión Soviética, y en el orden
interior la cristalización del Estado de las Autonomías y la generalización de
internet) la presencia habitual en los medios de agentes no profesionales se
habría ido restringiendo. Se diría que las élites a escala nacional a las que nos
referimos han ido cristalizando entre periodistas facultativos que, además,
suelen estar conscientes y orgullosos de su condición (con frecuencia aluden a

579
esta su condición, a la que atribuyen un alcance deontológico y ético), y no sin
motivos.

Hay que tener en cuenta que la materia sobre la que trabajan estas élites es
universal, aunque circunscrita, generalmente, a la actualidad presente
constituida por «las noticias»: por ello la materia política (nacional o
internacional), pero también la económica, los sucesos sociales o militares, la
«cultura», la ciencia o la historia, forman parte de esta materia, pero siempre que
aparezcan con un determinado «coeficiente de novedad» o de noticia. Por
ejemplo, si se habla de Tutankamón no será tanto a título de episodio de la
historia sistemática del Egipto faraónico, sino porque una exposición en un
museo de Madrid o de Londres ha traído la novedad de la presencia de su
momia; si se habla en los medios del teorema de Fermat, no será desde la
perspectiva de la teoría de los números, sino porque Andrew Wiles recibió el
Wolfskehl Prize el 27 de junio de 1997.

Mientras en la época anterior al proceso de cristalización al que nos


referimos los inductores o líderes de opinión no utilizaban metodologías
específicas, sino más bien los procedimientos propios del ensayo, los periodistas
facultativos utilizan metodologías mucho más definidas, más próximas a las
metodologías científicas propias de jueces, historiadores, científicos, sociólogos
de campo o policías científicos. Evitando la prolijidad acaso fuera suficiente
caracterizar esta metodología como condicionada por la «constatación de datos»
en la que se apoyan las opiniones, e incluso la reducción de esas opiniones a
esta constatación selectiva, eso sí, de datos pertinentes y oportunos. Lo que
implica un conocimiento constantemente actualizado y preciso de la historia
política reciente (nacional o internacional) –con nombres propios de ministros,
fechas y detalles de presupuestos, de incidentes–, un conocimiento de la marcha
de la Bolsa nacional o internacional, del estado de las autopistas, de las cifras
últimas del precio del barril de crudo, de las estadísticas del paro, de inmigrantes
o de la producción metalúrgica o cementera.

El dominio de todos estos saberes sobre la «situación de las cosas en el


presente» (un presente que suele incluir, por lo menos, los últimos diez años),
constituye seguramente el principal criterio objetivo de la exclusión, en el proceso
de cristalización de estas élites, de personas no profesionalizadas en esta
metodología, y que, a lo sumo, sólo intervienen en los «corros profesionales» a
título de invitados ocasionales (como expertos o a veces como figuras
ornamentales a quienes se les respeta, pero sin hacer demasiado caso a sus
«ocurrencias»).

580
La formación de estas élites no habría consistido, por tanto, únicamente en
un proceso gremial, en el cual un grupo de profesionales hubiera buscado cerrar
filas, bloqueándose endogámicamente, para defender su columna, su tribuna, o
su lugar en la tertulia, frente a los intrusos sin título, por eminentes que éstos
sean. Se trataría más bien de un proceso, sin duda gremial, pero que ha
desarrollado en el mismo curso de su gremialización unas metodologías
objetivas características, que excluyen de la élite a quien no las posea, y no tanto
por carecer de un título, sino precisamente por el hecho de no poseerlas y, por
tanto, de resultar incapaz de «engranar» con la escala de asuntos que
constituyen la materia sobre la que trabajan las nuevas élites.

En cualquier caso, la influencia de estas élites periodísticas en el resto de


los periodistas profesionales (cuya actividad quedaría circunscrita al ámbito
regional, autonómico o local) es muy grande y creciente. Quien más, quien
menos, desde su medios locales, regionales o autonómicos, procurará
homologarse con los métodos de las élites, en la medida de lo posible (por
ejemplo, en la medida en que la escala local o nacional de las novedades de las
materias tratadas lo permita).

El proceso de cristalización de estas élites profesionales de periodistas no


sólo se ha producido en lo que suelen llamarse campos generalistas, sino
también en campos especializados, sobre todo los de materia deportiva o los de
materia «del corazón».

La metodología de los inductores de opinión en estos campos (cuyo alcance


es seguramente eminentemente ético y moral) alcanza una precisión y sutileza
sorprendentes, casi de orden policiaco o judicial (como cuando se habla de la
situación de Raúl en la selección nacional de fútbol, o de la boda de hijo de la
baronesa Thyssen: cada profesional trae a su crónica, a su comentario, a su
tertulia, la última noticia más reciente que implica un contacto directo con la
propia baronesa o con alguna «fuente» de su círculo más cercano). Los tiempos
en los que Wenceslao Fernández Flórez hacía crónicas de fútbol y se inventaba
sobre la marcha el concepto de vicegol, incluso los tiempos de las crónicas que
Luis Carandell hacía sobre las sesiones de las Cortes, ya han pasado.

Cabría suponer que la metodología de las nuevas élites periodísticas, dada


su proximidad a las metodologías judiciales, policíacas o científicas, ha
transformado a los periodistas de élite, si se admite la paradoja, en una especie
de agentes de producción de «opinión científica». O al menos, de una opinión

581
neutral, libre de valoración (en el sentido de Max Weber), o incluso libre de
ideología.

Pero esto no es así, como lo demuestra el hecho de la distribución misma


de estas élites en las cadenas de medios de comunicación (prensa, radio,
televisión, internet), que aunque suelen presentarse como independientes, están
siempre ideológicamente polarizados según las ideologías de primer
orden, como las llamaremos, principalmente políticas o confesionales, de los
citados grupos de comunicación. Polarizaciones ideológicas determinadas a
veces por su adscripción a partidos políticos o simplemente a financiaciones
puntuales bien definidas por empresas, bancos y, por supuesto, gobiernos
partidistas (municipales, autonómicos, nacionales).

Lo más interesante, sin embargo, es que por encima de estas ideologías


de primer orden, que diferencian unas élites de otras –incluso que diferencian
unos canales de televisión de otros, unas cadenas de radio respecto de otras, o
unos grupos de prensa respecto de otros–, se habría ido formando también una
nebulosa ideológica común, una ideología de segundo orden, cuya naturaleza
es propiamente filosófica, aún cuando no siempre se llama así. Sin embargo, con
frecuencia creciente, los periodistas aluden explícitamente a los contenidos de
esta nebulosa, que no perciben por supuesto como tal nebulosa, como
constitutivos precisamente de «su filosofía». Más aún, el hecho de considerar
como propias de su filosofía a sus opiniones mundanas, evita a la élite
interesarse por los análisis filosóficos que se mantienen en la tradición
académica o escolástica, y a los que ni siquiera considerarán.

Por supuesto, la que críticamente llamamos «nebulosa ideológica» no es


percibida «desde dentro», como decimos, como tal nebulosa ideológica, sino
como una bóveda de claridad y actualidad deslumbrante que ilumina principios
tenidos por evidentes, por no decir axiomáticos.

No vamos a suscitar aquí la cuestión de las causas o razones por las cuales
se ha ido tejiendo esta nebulosa ideológica (con los contenidos que intentaremos
señalar, y no con otros), común a las élites periodísticas de las que hablamos.
Probablemente ello tiene que ver con motivos funcionales, relacionados no sólo
con lo que algunos denominan lo «políticamente correcto» (porque en rigor
habría que llamarlo «filosóficamente correcto»), sino sobre todo con el mismo
funcionamiento de las élites enfrentadas ideológicamente en primer grado, en
tanto que esta nebulosa constituye una «plataforma nematológica» común, en la
que se asentarían los miembros de estas élites para poder seguir manteniéndose

582
como tales en sus debates con las otras élites (diferenciadas de ellas en el primer
grado), dentro de un orden y subsistiendo como tales élites.

Lo cierto es que si estos diagnósticos son correctos, habría que considerar


a las élites periodísticas de las que hablamos como las verdaderas fuentes de
las que se nutre la filosofía mundana del presente: esta filosofía no procede, al
menos directamente, ni de las universidades, ni de las empresas editoriales, ni
de los grupos y partidos políticos, sino de estas mismas élites que acaban
actuando en los propios medios de comunicación, y ofrecen al público
democrático el sistema ideológico de coordenadas que necesita para
mantenerse dentro del statu quo político, económico, cultural o religioso.

Nos arriesgamos a seleccionar algunos temas constitutivos de esta


nebulosa ideológica, que envuelve a las élites periodísticas españolas de
nuestros días, que la perciben desde dentro como conformante de principios
luminosos que llegan a no admitir sombra alguna de incertidumbre o de duda.

Ofrecemos una primera selección de doce temas ideológicos que


constituirían la trama de esta nebulosa ideológica. Utilizamos el término «temas»
–y no «principios», «axiomas», «postulados», «normas», &c.– entre otras cosas
porque no siempre están formulados explícitamente como tales, en el sentido en
el que utilizó este concepto el antropólogo Morris E. Opler, en su metodología
para el análisis de diferentes «círculos culturales» mediante la determinación de
ciertos temas culturales o temas propios de un círculo cultural dado (como
pudieran serlo los «temas culturales» de la cultura zuñi o los «temas culturales»
de la cultura chiricahua apache).

Nuestro intento es determinar algunos «temas culturales» de esa capa de


nuestro círculo cultural constituida por las élites de periodistas profesionales.

Tema 1. Humanismo

El llamado humanismo, desde luego no bien definido, que supone la realidad


del hombre universal como valor supremo, tal como se detalla en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos de 1948, es uno de los temas culturales
más característicos disueltos en la selección y argumentación de materiales de
los que se ocupa la élite de referencia.

El «tema humanístico» excluye de la nebulosa cualquier duda que pueda


suscitarse sobre asuntos concernientes al racismo, a la desigualdad de sexos
(de género), &c. La nebulosa ideológica humanista condenará enérgicamente

583
opiniones procedentes de investigadores científicos, incluso si son premios
Nóbel, de signo racista, como recientemente lo advertimos en la reacción contra
las opiniones de James Watson, sobre la supuesta inferioridad intelectual de los
negros respecto de los blancos. La élite no entrará en absoluto en el debate
científico que pueda existir en torno a esta cuestión; sencillamente considerará
estos debates como indecentes e incompatibles con el humanismo democrático
(a la manera como, en otros tiempos, se consideraba indecente cualquier
discusión sobre la divinidad de Cristo).

En la nebulosa ideológica que analizamos figura también, como derivación


importante del humanismo, la recusación incondicional de la llamada «pena de
muerte», como institución propia de sociedades bárbaras y no democráticas (se
considerará como una «penosa excepción» a la democracia de los Estados
Unidos del Norte de América).

Tema 2. Pacifismo

La nebulosa ideológica contiene entre sus hilos al pacifismo, y se opone a


cualquier forma de violencia, asumiendo la Paz como único criterio que justifica,
en última instancia, cualquier acción política. Por ejemplo, la condena del
terrorismo estará fundada en razones pacifistas humanitarias más que en
razones políticas (las críticas contra el terrorismo de ETA o de la yihad se
fundarán en lo que tengan de conculcación de los «derechos humanos», más
que en lo que representen de peligro para España). El enfrentamiento entre
la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT, presidida por Francisco José
Alcaraz, que agrupa principalmente a víctimas de ETA y del GRAPO) y
la Asociación 11-M Afectados del Terrorismo (presidida por Pilar Manjón),
polarizadas respectivamente en torno al PP y al PSOE de Gregorio Peces Barba-
Zapatero, tiene que ver este tema ideológico del pacifismo.

El tema de la Paz estará presente –como filtro de la nebulosa ideológica–


incluso en circunstancias en las cuales la disposición para la violencia parece
evidente. Por ejemplo, la intervención armada (aunque fuera a título de apoyo a
los Estados Unidos en Irak) de España en Irak, o más tarde en Bosnia o en
Afganistán, será interpretada siempre como intervención con fines pacíficos, sin
perjuicio de la redundancia que esta justificación implica cuando se tiene en
cuenta que toda guerra tiene siempre como fin la Paz, es decir, la Paz de la
Victoria. Asimismo, una carga policial contra un grupo de manifestantes, de
okupas, de kale borroka, o simplemente de habitantes de viviendas en
desahucio, no será considerada como violencia. La nebulosa ideológica pasará
por alto del tratamiento que en los museos de pintura o de escultura se dará a
genocidas tales como Carlomagno o Tamerlán (se exceptúa a Hitler o a Stalin).

584
Tema 3. Constitucionalismo democrático y Estado de Derecho

Este tema ocupa un lugar destacado en la nebulosa ideológica. Los debates


entre las élites tienden a mantenerse dentro de la Constitución democrática
vigente, lo que hace que muchos periodistas se aproximen a las posiciones de
un formalismo jurídico radical. Todo aquello que pueda ser justificado por la
«legalidad vigente» (por ejemplo, los acuerdos del Parlamento cuya mayoría
resulte de coaliciones con partidos marginales) será democrático y bueno; lo que
no se ajuste a esa legalidad vigente será poco democrático, y en consecuencia,
malo. Si por ejemplo el debate gira en torno a la monarquía española actual, las
justificaciones girarán principalmente en torno al carácter constitucional de la
institución monárquica.

Por otra parte, el Estado de Derecho tenderá a interpretarse como un


sistema que actúa en nombre de la ley, asumida por la «conciencia cívica», y
que tiene como garantía el «peso de la ley», expresión que se repite una y otra
vez, sobre todo por los periodistas que condenan con mayor energía el
terrorismo o la violencia. Pero sin entrar en detalles sobre la involucración que el
«peso de la ley» tiene con la violencia, vinculada necesariamente a la ejecución
de sentencias de los tribunales. A este «tema» de la nebulosa ideológica
pertenece el principio de reforma, incluso revolucionaria, de la Constitución,
siempre que esta reforma proceda «de la Ley a la Ley», con absolutamente
evitación teórica, por supuesto, de cualquier tipo de violencia.

El adjetivo «democrático» será utilizado por las élites como prueba para
legitimar o justificar cualquier institución, decisión o acontecimiento histórico. Los
acuerdos de la ONU respecto del envío de tropas al Irak, o cualquier otra
decisión, se acatarán por ser democráticos (aunque la democracia de la
Asamblea General sea meramente procedimental); la Revolución de Octubre de
1934 se justificará hoy por «la izquierda» porque sus dirigentes (algunos
supervivientes, como Santiago Carrillo), aunque en su tiempo intentaron
instaurar, mediante un «golpe» contra el Gobierno de la II República burguesa,
una República bajo la dictadura (poco democrática, por tanto) del proletariado,
en los tiempos de la transición hacia la Constitución de 1978 apoyaron a la nueva
democracia y lavaron su pasado golpista, hasta tal punto que la memoria
histórica del presente habrá podido ya olvidar la naturaleza golpista de su
fracasada revolución (por supuesto, los nombres de los golpistas del 34, que
figuran como rótulos de calles, plazas o parques en nuestros días, no figuran en
las listas en las que figuran los nombres de los «golpistas del 36», sometidos,
por la Ley de Memoria Histórica, a la damnatio memoriae).

Tema 4. Derecha e izquierda

585
La distinción entre la derecha y la izquierda –distinción que cada vez más,
acaso por inercia negligente, se pone en correspondencia con la distinción entre
conservadores y progresistas– se considerará como un principio estructural casi
axiomático de nuestra sociedad, como consecuencia del apresamiento de la
nebulosa ideológica por el que hemos llamado El mito de la Izquierda.

Suele darse por sobreentendida (a veces se dice: «como modo de hablar»)


la equivalencia de la derecha y de «los conservadores», y la equivalencia de la
izquierda y «los progresistas», al analizar por ejemplo la composición de los
magistrados del Tribunal Constitucional o del Tribunal Supremo. Con la
consecuencia de calificar de progresistas a quienes se inclinan por la defensa de
los nacionalismos contemporizadores con el secesionismo, y conservadores,
con un matiz claramente peyorativo, a quienes defienden la unidad de la Nación
española, pero sin pararse a pensar un momento sobre la complejidad de la idea
de Progreso.

Tema 5. Valores y «puestas en valor»

La nebulosa ideológica (sin pararse a investigar la génesis del concepto


de valor, en la «teoría de los valores») se acoge a la idea de los valores como
entidades objetivas de curso legal (entidades disociadas, en principio, de las
virtudes, de las normas o de los intereses). Entidades a las que hay que ajustarse
en virtud de su propia vigencia (como hay que ajustarse al hecho de los valores
de la bolsa). Por ello, cuando se habla –en campañas a las que a veces se
confiere la categoría de empresas sociales, culturales y políticas renovadoras–
de la «puesta en valor» (según la vieja denominación de Müller-Freienfels) de
algo, se supondrá que este valor ya preexiste (es decir, que no va a convertirse
en valor precisamente por la operación de «puesta en valor»), y que de lo que
se trata es de ponerlo de manifiesto. Se dejará de lado todo lo que tiene que ver
con el enfrentamiento o conflicto de valores, y de cómo toda «puesta en valor»
supone la disposición para aniquilar los valores contrarios (los contravalores
respectivos).

Entre los valores que más brillo alcanzan en la nebulosa ideológica figuran
los valores éticos, sin necesidad de entrar, en ningún momento, en el análisis de
su naturaleza, de su diferencia y conflicto con los valores morales, políticos o
estéticos. Se darán por intangibles los valores de la solidaridad (también sin
definir), los valores de la tolerancia o los valores de la educación (también sin
diferenciar si se trata de una educación en ikastolas, en madrasas, o en centros
privados o públicos).

Tema 6. La Cultura

586
En la nebulosa ideológica que analizamos figura «la Cultura» como norma,
justificación y finalidad última de la sociedad humana. La nebulosa ideológica
acepta como justificación definitiva de cualquier empresa, contenido o realidad
todo aquella que tenga que ver con la Cultura, tomada en un sentido axiológico
totalmente confuso y circunscrito de hecho a ciertos valores convenidos (por los
Ministerios de Cultura, las Consejerías o las Concejalías de Cultura). La
nebulosa ideológica dispensará un trato de favor a todo aquello que tenga que
ver con la cultura, nacional o internacional, autonómica o regional. Los «valores
culturales» son de hecho los valores supremos, junto con los valores éticos. La
nebulosa ideológica se muestra también aquí prisionera de El mito de la Cultura.

Tema 7. La Felicidad

La felicidad es uno de los términos y criterios más indiscutidos en la


nebulosa ideológica que analizamos. «Todos los hombres, hermano Galión,
quieren ser felices.» Y lo que se desea a todo consumidor de alimento, de viaje,
de pintura, de deporte, de música o de fiesta municipal, es que disfrute del uso y
consumo de los bienes que se ofrecen (aun cuando estos bienes disfrutables
tengan la forma de una marcha fúnebre). La nebulosa ideológica se muestra
también aquí prisionera de El mito de la Felicidad.

Tema 8. Cosmopolitismo

Las élites periodísticas, aunque emplazadas en la Nación (a veces, en


determinadas comunidades autónomas) se sienten viviendo en una sociedad
cosmopolita, o desde una ciudad cosmopolita, que en ningún caso les es ajena.
La sociedad cosmopolita contiene naciones y culturas diferentes, pero todas
ellas se suponen integrantes de una cosmópolis armónica (con algunas
excepciones, señaladas como tales, incómodas, como la cliteroctomía o el
burka). Los miembros de estas élites tendrán que demostrar seguramente, de
algún modo, su cosmopolitismo, y de hecho casi todos (como se cuidan de
manifestar «de pasada» y generalmente de un modo indirecto –son
suficientemente inteligentes para no presumir como paletos de su visita al
Capitolio–) han «disfrutado» de estancias o cursos en Estados Unidos y han
viajado por Europa.

Tema 9. Ecologismo y preocupación por el cambio climático

También el mito de la Naturaleza, sobre todo en la versión apocalíptica de


tantos políticos del presente (señaladamente Al Gore, último Premio Príncipe de
Asturias), constituye uno de los hilos fundamentales de esta nebulosa ideológica.
En general muy pocos miembros de esta nebulosa entrarán en el debate
científico sobre la cuestión, y ni siquiera se citarán obras recientes de divulgación
sobre el asunto, como la de Antón Uriarte (Historia del clima de la Tierra, Servicio

587
Central de Publicaciones del Gobierno Vasco, 2003, totalmente agotado pero
disponible en internet). Incluso miembros de la élite afines al PP considerarán
desde luego las recientes declaraciones de Mariano Rajoy que ponían en duda
la visión apocalíptica del cambio climático, como un «patinazo», dando por
supuesto que lo era, en lugar de tratar de justificar las razones objetivas que
podrían apoyar esta opinión. Las élites mediáticas se adhieren también
incondicionalmente a la cruzada antitabaco, a la cruzada antinuclear o a la
cruzada anti CO2.

Tema 10. Fundamentalismo científico

La nebulosa ideológica asume como norma indiscutible los resultados de las


ciencias positivas, consideradas como últimos asideros para la Humanidad.

La misma utilización del término «comunidad científica», preferido y


divulgado por los miembros de las élites periodísticas, podría tomarse como
síntoma de este fundamentalismo científico.

Tema 11. Privacidad de la religión

Las élites de las que hablamos se mantienen en posición más bien agnóstica
ante las religiones positivas, y en modo alguno, en nombre de la tolerancia,
participan de campañas anticlericales o antirreligiosas.

Tienden por lo tanto a considerar las religiones como asunto privado, que
hay que respetar, al modo como se respetan las preferencias personales por la
cerveza o por el vino, dejando de lado la condición pública exigida por la
dogmática de toda religión proselitista que obliga a los creyentes (cristianos o
musulmanes) a dar testimonio público de su fe ante los demás.

Y, desde luego, se desinteresarán por cualquier análisis filosófico-


antropológico de la religión, o lo considerarán impertinente, por no decir tabú. La
religión es un hecho privado (a lo sumo, un hecho cultural) que hay que respetar,
y que por tanto no necesita de análisis académicos de ningún tipo, ni hace falta
darle más vueltas al asunto. A la élite sólo le interesarán, a propósito de las
religiones, las cuestiones «noticiables» relativas por ejemplo a curas pedófilos,
a negocios económicos eclesiásticos, o acontecimientos noticiosos, aún dentro
de la norma, como puedan serlo las procesiones de Semana Santa, romerías
como la del Rocío –en las que se repetirá mil veces, desde un punto de vista
antropológico emic, la expresión «la blanca paloma»– o los asuntos relacionados
con el fallecimiento o la elección de un nuevo Papa.

Tema 12. El diálogo

588
El diálogo y el debate es percibido por la élite como la única forma
«civilizada» de plantear y resolver cualquier tipo de conflicto.

Parece obvio que este «tema cultural» tiene un funcionalismo directamente


vinculado a la subsistencia gremial misma de las élites periodísticas.

589
¿Por qué no te callas?
Gustavo Bueno

Se ensaya una interpretación no formalista del impromptu del rey Don Juan Carlos al
presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en la sesión previa a la de clausura de la XVII
Cumbre Iberoamericana celebrada en Santiago de Chile el 10 de noviembre de 2007

El «incidente», por antonomasia, de la última Cumbre Iberoamericana, es


decir, la «arrancada» del Rey Don Juan Carlos diciéndole «¿por qué no te
callas?» a un Hugo Chávez en pleno discurso agresivo contra el expresidente
Aznar («Aznar es un fascista») que el presidente Zapatero estaba intentando
atajar («por supuesto, por supuesto...») –la intervención del Rey tuvo lugar, en
efecto, como un gesto de refuerzo a los intentos de Zapatero– puede analizarse
desde perspectivas muy diversas.

La mayoría de estas perspectivas que de hecho se utilizan podrían


clasificarse como formalistas, en sentido amplio, es decir, en el sentido que
pueda afectar a toda interpretación que se mantiene dentro del «formato de
alguna formalidad» disociada respecto de materias identificables
categorialmente, como pudieran serlo, en este caso, las categorías del derecho
constitucional, las categorías de la diplomacia, las categorías del protocolo, las
categorías («culturales») de la cortesía o buena educación que rigen los
comportamientos de un «club de caballeros», las categorías de la economía
política, las categorías del derecho internacional, las categorías de la psicología,
o de la etología (el propio Chávez calificó retrospectivamente la conducta del Rey
como similar a la de un toro embravecido) o del psicoanálisis...

Las numerosas interpretaciones que durante estos días vienen aportándose


en los medios, incluyendo internet, expresan en esbozo, y a mano alzada, alguno
de los formalismos señalados. Y no dejan de serlo porque, en ocasiones, las
interpretaciones utilicen más de una categoría, en yuxtaposición con otras, y a
veces de un modo excesivamente ambiguo, como cuando se dice que «el Rey
perdió los papeles». ¿Qué papeles? ¿Los constitucionales, los diplomáticos, los
protocolarios, los económico políticos...?

590
2

Por ejemplo, algunas interpretaciones, generalmente «desafectas» respecto


de la intervención del Rey, consideran a esta su intervención como «inadecuada
constitucionalmente hablando». Según esta opinión, la actitud de don Juan
Carlos no fue, desde el punto de vista político constitucional, ni apropiada ni
correcta, y de hecho dio argumentos a la reacción del propio Chávez. El Rey,
como Jefe del Estado, «tiene una posición institucional estrictamente fijada»;
Zapatero, según esa opinión pretendidamente constitucionalista, se habría
mantenido en cambio en la ortodoxia de las formas político constitucionales. (Sin
embargo, esta interpretación constitucionalista no es aceptada desde las
posiciones de los amigos –hasta ahora– de Zapatero: Fidel Castro arremetió
contra la intervención del propio Zapatero, considerándola inaceptable; y sin
duda Fidel Castro habría consultado con el propio Chávez sobre el particular.)

Ocurre como si la «izquierda bolivariana» estuviera metiendo a Zapatero y


al Rey en el mismo saco, el saco de la «España imperial-capitalista» que desde
hace quinientos años manda callar a los indios por el procedimiento expeditivo
de «cortarles la garganta».

Difícil sería negar que las interpretaciones constitucionalistas se guían por


un formalismo constitucional de carácter cuasimetafísico. De hecho, estas
interpretaciones formalistas, constitucionales en este caso, suelen ser
mantenidas por abogados o catedráticos de derecho constitucional. También es
verdad que no todos los juristas, ni siquiera todos los catedráticos de derecho
constitucional, han mantenido esta actitud, lo que quiere decir acaso que el
formalismo constitucionalista no es un formalismo dotado de capacidad
suficiente para lograr un «juicio» definitivo sobre el incidente. Y ello por la sencilla
razón, acaso, de que este incidente desborda precisamente las categorías
constitucionales, y porque otras categorías han debido contribuir a su propia
génesis. Es decir, porque la forma constitucional no sólo no «agota» el incidente,
sino que ni siquiera es una forma dominante del mismo, sino a lo sumo un
componente oblicuo y subordinado. Sencillamente, el Rey de España no estaba
en la Cumbre como presidente virtual de la misma, a título de Jefe del Estado,
sino a título de Rey de España, título que ostentaba ya antes de la Constitución
de 1978. Porque ni las Cumbres Iberoamericanas no lo reconociero como
presidente de hecho, a título de Jefe del Estado español, sino a título de Rey de
España, es decir, de una España que es también, por supuesto, anterior en
siglos a la Constitución de 1978; un hecho que el formalismo del Estado de
derecho intenta borrar con la teoría, asumida por el Gobierno socialista, del
«patriotismo constitucional».

591
Ni la Constitución española de 1978 sabe nada de las Cumbres
iberoamericanas. Podría decirse, por tanto, que esta Constitución carece de
capacidad para «explicar» tanto las Cumbres iberoamericanas, como la
presencia en ellas de diversos mandatarios españoles. En consecuencia, quien
cree estar enjuiciando de la manera más neutra y objetiva, «libre de valoración»,
científica y rigurosamente jurídica, de acuerdo por tanto con el Derecho
internacional, el incidente que nos ocupa, está en realidad utilizando un
componente formal (con fundamento in re, desde luego), pero abultándolo y
desplazando su significado al servicio de un previo «juicio de valor» sobre la
conducta del Rey; un juicio de valor, por lo demás, vinculado probablemente al
republicanismo in pectore del opinante. Decimos in pectore porque la mayoría
de estos republicanos aceptan sin embargo la Constitución, y por tanto su título
segundo.

Lo que decimos del formalismo constitucionalista podemos decirlo también


del formalismo diplomático, que mantiene una relativa «independencia
categorial» respecto de aquel. De hecho el formalismo diplomático tiene más que
ver con el derecho internacional que con el derecho constitucional, porque tiene
tradiciones propias (muchas de ellas arraigadas en el Antiguo Régimen) y está
involucrado más explícitamente con las categorías económico políticas.

Desde la perspectiva «diplomática» se ha dicho que si la conducta de


Chávez, interrumpiendo reiteradamente a Zapatero, no era correcta, tampoco
fue correcto, por parte del Rey, dirigirse al Jefe del Estado venezolano en
términos tan poco diplomáticos, sin haber pedido la palabra a la presidenta de la
sesión, señora Bachelet, por el impromptu de la intervención y por el tuteo. La
diplomacia, dicen algunos, «han de reprimir los impulsos emocionales y los
desahogos». Según algunos expertos en diplomacia internacional, sólo fue
correcta y adecuada la conducta de Zapatero, «porque con buenas formas –que
son muy importantes (subrayan los formalistas) en una cumbre internacional–
intentó defender a un expresidente de España y a los intereses de las empresas
españolas».

También aquí se ve con facilidad el plumero de los expertos en diplomacia


y derecho internacional. Los opinantes, que se arrogan la representación del
formalismo diplomático, actúan en efecto desde posiciones afectas al gobierno
socialista, o, por lo menos, a su presidente Zapatero, y desde estas posiciones
interpretan ad hoc el significado de las «buenas formas diplomáticas» en el
sentido de las «buenas maneras civilizadas», de la cortesía a toda costa
(«dispare usted primero»); unas maneras que, en lugar de gestos busca hacer
gestiones, o disimula las gestiones con gestos (puño de hierro con guante de

592
terciopelo), el diálogo tranquilo y sereno, aunque sea sofístico y traicionero. Pero
de hecho el propio Zapatero, viendo que las exageraciones formalistas de su
ministro Moratinos producían indignación en una gran mayoría de españoles, y
sobre todo de bolivarianos, a quienes su ministro quitaba importancia sin darse
cuenta, tuvo que humillarlo sometiéndole a la supervisión de la vicepresidenta
del Gobierno; un gesto puramente simbólico por otro lado, porque la
vicepresidenta no podía hacer otra cosa sino tratar de «pasar página», en
nombre del Estado de Derecho, sin que esta decisión aplacase a los
bolivarianos, que precisamente lo que no quieren es pasar la página.

Pero, sobre todo, quienes se arrogan la representación de la «ciencia


diplomática» no tienen en cuenta que también hay un estilo de diplomacia
«descortés y aún agresivo» (un estilo que va desde el zapatazo de Krutschev en
la ONU hasta el portazo que da un embajador en condiciones determinadas).
Estilo descortés que tiene también un simbolismo diplomático para expresar al
interlocutor la firmeza de la actitud, y sugerirle las «divisiones» que aguardan
tras las palabras, sabiendo que la intensidad de la voz (el hablar alto y no sólo
claro) no es accidental siempre en diplomacia, como tampoco en el piano es
accidental utilizar, en las ocasiones adecuadas, el pedal derecho. Porque en
algunos momentos, por clara que sea la ejecución de la obra, no admite el
pianísimo, y el experto en diplomacia formal no tiene en cuanta que las «maneras
civilizadas» no son sólo las maneras corteses. Tan civilizado como una
reverencia (que es un gesto primario y se constata ya entre los primates
humillados por el macho dominante) es el lanzamiento de un misil
intercontinental, o la oleada de unos bombardeos británicos como los que
trituraron Dresde durante la Segunda Guerra Mundial.

Consideraciones parecidas cabría hacer a quienes enjuician el incidente


desde la perspectiva del protocolo (en la medida en que el protocolo se mantiene
en un orden no exactamente idéntico al del formalismo diplomático). El Rey,
dicen algunos republicanos in pectore, se habría comportado de un modo
«incivil», fuera de todo ceremonial o protocolo.

Pero, ¿acaso el protocolo puede utilizarse como si fuera una forma


abstracta, separada, separada de la ceremonia a la que afecta? El protocolo, en
sentido estricto, ha de ir referido a ceremonias determinadas y programadas en
todos sus detalles, es decir, a una materia perfectamente definida
ceremonialmente. Pero las Cumbres iberoamericanas no tienen definido ningún
protocolo especial, y por tanto el Rey no podía salirse de él. Las Cumbres
iberoamericanas no tienen protocolo, y las normas de actuación son las
generales de los congresos, debates parlamentarios o tertulias. Entre ellas,

593
como regla principal, el respeto a los turnos de intervención, el no interrumpir al
interlocutor que está en el uso de la palabra y la evitación de mímica agresiva, o
de palabras insultantes. Estas son las normas que fueron desbordadas en la
famosa sesión, ante todo por parte del bolivariano Chávez, y no las normas de
un protocolo inexistente.

Porque, en todo caso, no fue el Rey quien inició su incumplimiento. Fueron


Hugo Chávez por un lado, pero también inmediatamente Michele Bachelet, la
presidenta de Chile, que moderaba la sesión. Bachelet hizo dejación de su
función moderadora, al no interrumpir enérgicamente y de inmediato a Chávez,
que reiteraba sus interrupciones a Zapatero cuando este «exigía respeto» al
expresidente Aznar, a quien Chávez llamaba fascista una y otra vez. En cierto
modo lo que hizo el Rey, que a fin de cuentas ocupaba de hecho la presidencia
moral de la Cumbre, fue suplir la dejación de funciones de la moderadora
Bachelet, en cuyo ánimo, la amistad socialdemócrata con Zapatero debía pesar
menos que la empatía negativa que ella tenía respecto de Aznar, y que
compartía con Chávez. La moderadora debía haber recordado de inmediato a
Chávez que al interrumpir sin cesar a Zapatero estaba incumpliendo las normas
generales de buena educación, no ya de protocolo de una reunión en principio
amistosa. Desde este punto de vista, el «¿por qué no te callas?» tendría mucho
de toque de atención, más que de llamada al orden; de un toque de atención que
contaba supuestamente con la complicidad del presidente venezolano. Es cierto
que el «¿por qué no te callas?», por el tono en que fue pronunciado, tenía tanto
o más que de toque de atención fraternal, de «reproche paternal», al niño
insolente y mal educado que está olvidando las normas elementares de una
reunión de caballeros; y así debió interpretarlo Hugo Chávez cuando se calló. Y
no sólo se calló como se calla convencido quien ha recibido una advertencia
amistosa, sino como quien ha recibido una reprimenda dura de un superior, una
reprimenda ante la cual se ha achantado, porque ha sido afectado de hecho por
el imperio de la autoridad superior de quien la hizo.

Y ello fue precisamente lo que le obligó, fuera ya de la sesión y de la


Cumbre, a intentar tapar su gesto de achantamiento fingiendo que no había oído
al Rey que le reprimía tratándole de tú, «como un toro embravecido». Y
respondió con insultos (por cierto, con palabras que recuerdan a las del vasallo
rebelde, Lope de Aguirre), por ejemplo, cuando se dirige a su señor tuteándolo:
«Señor Rey –dice Chávez fuera de la Cumbre–, dime, ¿interviniste en el golpe
de estado de 2002?»

Pero, ¿por qué no le dijo esto mismo en la sesión? Me parece evidente que
Hugo Chávez, al ver al día siguiente la reacción de sus gentes, quiso tapar lo
que su gesto tenía de gesto de sumisión. Una sumisión, su silencio, que
manifestaba que, cara a cara, frente al rey de España, él no mantenía de hecho

594
la relación ordinaria de un Jefe de Estado con otro Jefe de Estado, sino que más
bien resultaba ser víctima del «complejo» de quien sigue «sintiéndose un indio»
ante el rey de España, antes que un Jefe de Estado ante otro Jefe de Estado. Es
decir, Chávez demostró que, en la Cumbre, veía a don Juan Carlos no como a
un Jefe de Estado, homólogo a su propia condición, sino a la explosión de un
Rey de España ante las reivindicaciones de un indio idéntico a los de hace
quinientos años.

Y con todo esto Hugo Chávez lo que estaba demostrando es que funciona
con un mapa mundi anacrónico y deteriorado, al que llama bolivarismo,
confundiendo siglos y lugares; un mapa mundi en el cual él se atribuye el papel
del indio que mantiene el espíritu de rebeldía ante los depredadores españoles
representados por empresas tales como Repsol, Endesa, Telefónica, &c.,
comandadas, según él, por el Rey y por Aznar. Pero ocurre que ni Hugo Chávez
es indio (más bien tendría algo de zambo) ni menos aún lo era Simón Bolívar,
que era criollo, es decir, español; ni las empresas españolas son depredadoras
(o más depredadoras que las venezolanas), ni los quinientos años pueden
invocarse en nombre de Simón Bolívar, olvidando que hace ya casi doscientos
años Bolivia o Venezuela son Estados independientes, y que los lazos que tienen
con España son mucho más reales en el presente (comenzando por el idioma y
el mestizaje) que lo que sugieren las supuestas relaciones pretéritas de
depredación.

Otro formalismo desde el cual se ha interpretado y se interpreta la arrancada


del rey contra Chávez, «¿por qué no te callas?», es el formalismo psicológico.

Extrañará a algunos que consideremos a las explicaciones psicológicas


como formalistas, porque, para muchos, el análisis psicológico de la conducta
nos conduce a la materia concreta más real con la que está tejida la vida humana.
Materia que está encubierta por las formas «superficiales y superestructurales»
constituidas por las normas constitucionales, diplomáticas, protocolarias o de
simple cortesía.

Pero, «a sabiendas», consideramos a los análisis psicológicos corrientes


como un formalismo más, y esto debido a su carácter abstracto. Suponemos, en
efecto, que la abstracción del llamado análisis psicológico individual alcanza
todavía un grado mayor que el que alcanzan las abstracciones constitucionales,
diplomáticas o protocolarias, precisamente porque la consideración de la
conducta psicológica individual la entendemos como una consideración
abstracta, referida a un individuo analizado como si pudiera existir fuera de otras

595
realidades de las que forma parte y que tienen un carácter supraindividual (la
política, la economía, la diplomacia, el protocolo).

Y cuando nos referimos al caso de un individuo que está plenamente


integrado en sus papeles «supraindividuales», como podemos suponer que fue
el caso del Rey en la Cumbre, entonces la conducta psicológica o etológica
puede interpretarse como una forma más que integra la conducta global, muy
compleja, y en la cual los componentes psicológicos (emoción, irritación, ira)
pueden desempeñar un papel que desborda el horizonte psicológico, es decir,
un papel funcional, expresivo y apelativo, tan eficaz o más que el de los
componentes diplomáticos o protocolarios. Esto ocurre cuando las relaciones
interpersonales se mantienen a una escala individual (interindividual, etológica)
que, sin embargo, se desarrolla en el curso de otras relaciones diplomáticas
protocolarias o económico políticas. En estas situaciones los gestos mínimos de
cada individuo, las entonaciones de la voz, que están incorporadas
necesariamente al lenguaje, tienen un alcance decisivo en el momento de
establecer la naturaleza y los límites de las instituciones desde las cuales los
individuos actúan.

Dicho brevemente: los componentes etológico psicológicos están


incorporados al proceso real (que incluye la Historia) del debate, y no son
exógenos a él; y en el momento en el cual se los disocia, como si fueran externos
o puramente psicológicos (como «desahogos» que debieran ser reprimidos), en
ese momento se estará practicando un formalismo psicológico, el más vulgar y
al alcance de todo el mundo (todos se sienten muy cerca, como el ayuda de
cámara, desde el punto de vista etológico, de aquellos a quienes están viendo
de cerca, en la televisión, gesticular o hablar). De hecho, una gran cantidad de
juicios sobre la arrancada del rey, están formulados desde el más vulgar
formalismo psicológico, sin perjuicio de que, en muchas ocasiones, estos juicios
vulgares estén formulados desde una empatía positiva («fue un desahogo
explicable», una «explosión comprensible», aunque fuera poco diplomática).

Pero el psicologismo, aunque se alimente de empatía positiva (que muchos


pedagogos de nuestros días identifican sin más con la empatía), sigue siendo
ciego para entender el funcionalismo interno, en la dialéctica del debate, del
mandato, en forma de imperativo interrogativo, del rey don Juan Carlos: «¿por
qué no te callas?».

El incidente tiene un alcance y significado mucho más complejo y profundo


del que puedan poner de manifiesto los análisis formalistas, de cualquier tipo que
sean. El análisis del incidente habrá de continuarse regresando hacia las capas

596
materiales que lo constituyen, y que envuelven a todas las capas formalizadas
que, sin duda, también están involucradas en él.

Pero este regressus, para llevarse a cabo con cierta seguridad, necesita
despejar muchas cuestiones de hecho que suelen pasarse por alto, o que son
consideradas como poco relevantes y que, en realidad, no están hoy por hoy
totalmente despejadas, y no sólo por mero descuido, sino por motivos
interesados.

Por ejemplo: ¿por qué Zapatero se decidió a salir en defensa del


expresidente Aznar, tal como lo hizo, interrumpiendo el discurso incontinente de
Chávez? Casi nadie, desde España (y sobre todo, desde perspectiva afectas al
Gobierno) se ha parado a considerar este «detalle», que queda anegado por la
interpretación de la conducta de Zapatero como expresión misma de su
generosidad caballerosa hacia un adversario político (generosidad que habría
sido reconocida por el propio Aznar al agradecerle el gesto o la gestión).
Expresión también de su firmeza en cuando defensa de la dignidad nacional.

Sin embargo, lo cierto es que esta intervención de Zapatero no ha sido


interpretada de este modo por los bolivarianos, al menos cuando ellos han
hablado por boca de Fidel Castro. Es cierto que Chávez no quiso, en principio,
insistir en este punto, sin duda porque el «detalle» frustraba su inicial empatía
positiva (la Einfühlung positiva de Lipps) hacia Zapatero; empatía positiva que
tenía como recíproca la empatía positiva de Zapatero hacia él. Empatía positiva
y recíproca expresada initerrumpidamente desde hace años hasta que se
produjo la sorprendente (para Chávez) intervención de Zapatero en defensa de
Aznar. Por ello hay que preguntar: ¿por qué intervino Zapatero, sobre todo si se
tiene por cierto que sus palabras «tan adecuadas y observantes de las formas»
(«por supuesto, por supuesto») dejaban entrever que mantenían su empatía
positiva hacia el presidente venezolano, en su enfrentamiento al imperialismo
capitalista de Bush? Y sobre todo, por el hecho de que Zapatero permaneciera
sentado en la mesa cuando, tras la intervención de Ortega el sandinista, el Rey
la abandonó. Más aún: no sólo no acompañó en su marcha al Rey, sino que
tampoco replicó al sandinista bolivariano de Nicaragua.

Desde fuentes gubernamentales, aceptadas por otros medios, se acudió de


inmediato a la leyenda de que la retirada del Rey había sido pactada de
antemano con Zapatero, a fin de evitar que la Cumbre se desmoronara. Pero si
este pacto hubiera tenido lugar, habría sido el Rey quien habría caído en la
trampa, puesto que el cumplimiento de tal pacto equivaldría al reconocimiento,
por parte del Rey, de que su papel era puramente ornamental en el Estado de
Derecho español, puesto que el papel real estaba siendo asumido por el
presidente del Gobierno. Al permanecer sentado cuando el Rey marcha, y

597
callado cuando Ortega interviene, Zapatero salvaba su condición de
republicano in pectore y podía seguir nadando y a la vez guardando una ropa
compartida con Chávez y la cofradía bolivariana.

La hipótesis del pacto (de distribución de papeles para la sesión previa a la


de clausura de la Cumbre) entre el Rey y Zapatero, como explicación de la
interrupción que Zapatero le hizo a Chávez durante su requisitoria contra el
expresidente Aznar, tiene todo el aspecto de una justificación retrospectiva
orientada a justificar la armonía entre los mandatarios que encarnan las más
altas instituciones del Estado de Derecho español. Pero es la hipótesis
alternativa a la del pacto, a nuestro juicio, la más probable. Es la hipótesis según
la cual, al margen de cualquier pacto estratégico, fue en el curso de la sesión
cuando ocurrió que el rey, in situ, le conminó a Zapatero a salir al paso de las
incontinencias verbales de Hugo Chávez, cuyas palabras nada tenían que ver
con la Cumbre, sino más bien con el referéndum planeado para diciembre en
Venezuela (referéndum que estaba directamente en función de las
manifestaciones de la oposición venezolana que Chávez vinculaba con los
golpistas de 2002, a los que Aznar habría apoyado –como Moratinos ya lo había
«denunciado» en una intervención anterior en el Congreso español– en cuanto
agente del Rey y del imperialismo capitalista español).

Y efectivamente el Rey no pudo tolerar la incontinencia de Chávez,


precisamente, como Jefe de Estado y como Rey de España advertía con claridad
que el ataque a Aznar y a los empresarios españolas constituía un ataque en
toda regla a España, que no podía ser recibido con la sonrisa diplomática en los
labios. Y si efectivamente conminó sobre la marcha a Zapatero, que tenía a su
lado, para que interrumpiese de inmediato el discurso agresivo de Chávez,
porque en otro caso lo interrumpiría él, la secuencia de la sesión quedaría mucho
mejor explicada: Zapatero, que espontáneamente acaso hubiera permanecido
distraído y mirando al infinito mientras Chávez arremetía contra el ex presidente
Aznar, tuvo que tomar una decisión inmediata: intervenir, desde luego, y no tanto
para salir en defensa del ex presidente y de las empresas españolas, sino para
evitar que la defensa la hiciese el propio Rey, lo que implicaría darle un
protagonismo excesivo, después de las oleadas de banderas españolas en
Ceuta y Melilla, y de la recuperación del prestigio de la monarquía en vísperas
de las elecciones de marzo de 2008. Pero también implicaba ver rebajado su
propio papel en la Cumbre y de él mismo a la condición de un ayudante de Su
Majestad.

Por ello intervino como lo hizo: con palabras retóricamente adecuadas


(«exijo») pero con una gesticulación y acompañamiento verbal («de acuerdo, de
acuerdo») que transparentaba la empatía positiva con la cofradía bolivariana.

598
El Rey está viendo, como todos lo vimos, que las palabras de Zapatero no
servían para cortar el discurso agresivo de Chávez, que reiteraba sus insultos,
interrumpiendo a Zapatero. Y es entonces cuando el Rey, al constatar que las
palabras de Zapatero carecen de hecho del vigor y autoridad suficiente para
acallar a Chávez, en lugar de hacer responsable a Zapatero de su debilidad,
hace responsable a Chávez de estar rompiendo las reglas del juego, y la
complicidad que él sabe mantiene con Zapatero, y por ello le dice: ¿por qué no
te callas? Es decir, ¿por qué no aceptas las razones de Zapatero para dejar de
insultar a Aznar? Es decir, ¿por que no adviertes que si sigues interrumpiendo,
si no aceptas las palabras de Zapatero, estás rompiendo las mismas relaciones
con el presidente del Gobierno español y estás abriendo una grieta de
consecuencias imprevisibles en el precario orden vigente en España entre la
Corona y su aliado Zapatero, y por tanto entre España y Venezuela? Y, en efecto,
el Rey pudo comprobar que Chávez se calló.

El análisis de las consecuencias que, en las semanas sucesivas, están


teniendo las palabras del Rey en las XVII Cumbre Iberoamericana es
indispensable, en todo caso, para formar un juicio de realidad, es decir, de
verdad material, y no sólo formal, más exacto, si es cierto que «la verdad está
en el resultado».

Es decir, es imposible juzgar realmente (materialmente) el hecho «pasando


página», considerando el incidente como meramente coyuntural y disponiéndose
a mirar hacia el futuro, como si el futuro no estuviera involucrado precisamente
en este presente, en un momento en que está teniendo lugar la realineación de
una parte de los países no alineados de Bandung bajo el signo de la Pachamama
y del Islam (realienación que cuenta con la empatía de ETA y de un gran sector
del anarquismo hispano, incluyendo aquí a los denominados «grupos
antifascistas»).

El futuro de las Cumbres sólo puede ser mirado desde la Cumbre recién
clausurada; de un presente del que forman parte las reacciones que las palabras
del Rey están suscitando entre los Gobiernos bolivarianos (a los que se agrega,
cada vez más intensamente, el Gobierno cubano). Es decir, de las reacciones
de gran parte de los electorados de las Repúblicas bolivarianas (Venezuela,
Bolivia, Ecuador, Nicaragua y el Gobierno cubano). Y si algo nos revelan estas
reacciones es el profundo resentimiento que guardan los bolivarianos
indigenistas contra España, y la ideología negra (de leyenda negra) que resurge
con todo el vigor en el momento de resucitar una memoria histórica. En realidad,
un mito que está por cierto reavivado en los años del Gobierno socialista español
(«antiimperialista», «pacifista», «internacionalista», «alianzocivilizacionista»), un

599
Gobierno aliado con las naciones gallegas, catalanas o vascas, entre otras, que
piden por lo menos el reconocimiento de la «deuda histórica» que con sus
«nacionalidades» tiene al parecer el Estado español. Y no solo desde la época
de Franco, sino desde la época de los Reyes Católicos (la misma deuda de hace
quinientos años de la que habla Chávez).

La idea de la España que desde hace quinientos años hace callar a los
indios, «cortándoles la garganta», enarbolada después de la XVII Cumbre
Iberoamericana por Chávez, por Fidel Castro o por Evo Morales (los principales
aliados iberoamericanos de la Alianza de las Civilizaciones de Zapatero) es la
misma idea que defendió un Premio Nacional de Literatura, Sánchez Ferlosio,
en La destrucción de las Indias, un premio concedido por un tribunal constituido
al amparo de un Ministerio también progresista, es decir, socialdemócrata. Evo,
Hugo y Fidel (el «macaquito», el «macaco» y el «macacón», en palabras del
propio Chávez) no tenían que inventarse esta «memoria histórica»: la podían
encontrar y apoyar en la obra premiada por un Ministerio socialista español, pero
también en la abundante doctrina de los republicanos de ERC, del PNV o del
Bloque gallego.

Y si de algo puede servir para el futuro, no para el pasado, el análisis de las


repercusiones de la frase del Rey –que el Gobierno socialista quiere a toda costa
minimizar («a lo sumo es un incidente entre Gobiernos, no entre Pueblos», «es
una tormenta en un vaso de agua»)– es para ver que este incidente es sólo la
punta de iceberg que avanza contra España con la mirada, por no decir con el
impulso complacido de Francia y de Alemania.

Avance de un iceberg que no anuncia sólo un cambio climático, el cambio


que ha suscitado el nuevo movimiento fundamentalista, como si fuera una
especie de religión soteriológica que, en nombre de la Madre Naturaleza, está
siendo abanderada por Al Gore, una religión a la que se adhieren, más allá de la
política, eminentes izquierdistas socialdemócratas o comunistas relictos, como
pueda serlo el actual presidente de las Cortes, el señor Marín, según acaba de
anunciar (en la época de Olavide, Marín se hubiera acogido a un convento).
Anuncia también, sobre todo, la posibilidad de un cambio político ideológico en
las relaciones de España con Hispanoamérica, y de los gobiernos
republicanos in pectore con las nacionalidades españolas. No creemos
equivocarnos al suponer que la cúpula del Gobierno de Zapatero desearía que
el Rey, aceptando las exigencias de Chávez y los bolivarianos, pidiera por fin
perdón o disculpas a Chácez, de algún modo, por su intervención. Sin embargo
también reconocemos que el Gobierno sabe que no puede obligar al Rey a
disculparse en vísperas de las elecciones, porque las encuestas han dicho que
un ochenta por ciento de los españoles aprueban la arrancada del Rey. Prefieren
creer que el último acto del Rey servirá al menos de indicio de que el «aura mítica

600
que rodea a la Corona» (tras el 28F, tras Ceuta y Melilla) está desvaneciéndose,
«porque ya ha dado todo lo que podía dar» (para decirlo con frases de Santos
Juliá que El País del pasado 17 de noviembre anunciaba en su primera página).
De hecho, si el Gobierno quiere pasar página es, ante todo, para no verse
obligado a forzar a Su Majestad a que rectifique de algún modo antes de marzo
de 2008.

Un cambio político e ideológico, no sólo en la ideología bolivariana, tal como


es vista con simpatía desde España, sino también en la ideología del mismo
humanismo krausista de Zapatero, de la Alianza de Civilizaciones. Una ideología
cuya debilidad interna podría transparentarse en la última decisión del Gobierno
que le lleva a acudir a una élite de asesores internacionales –«algunos son
Premios Nóbel»– aunque entre ellos también figura quien se ha manifiestado
partidaria de la cliteroctomía como «seña de identidad» de ciertas culturas
africanas.

Que el Gobierno, al prepara las líneas políticas cara a las próximas


elecciones, se crea obligado a acudir a una élite de asesores extranjeros,
recuerda algo al «que inventen ellos»; o simplemente, revela el complejo de
inferioridad del Gobierno socialista, temeroso de que el electorado no de crédito
a sus proyectos, en cuando emanados de su propio caletre.

601
Sobreactuación
Gustavo Bueno

Publicado en El Mundo, Madrid, martes 4 de diciembre de 2007,


«En la columna de Umbral / 89»

Desde hace relativamente poco tiempo viene utilizándose en los medios el


término «sobreactuación» para designar la conducta de aquellos personajes
públicos a quienes se les nota en sus comparecencias una cierta intención de
subrayar «el divino papel que representan». Por ejemplo, se dice que Sarkozy
«sobreactuó» cuando fue al Chad para traer en su avión a las azafatas españolas
prisioneras y las depositó en Madrid.

El término sobreactuación no es un neologismo. Sobreactuar es un


concepto crítico, utilizado en el teatro, con el significado, dicho de un actor, de
«exagerar» las líneas de su papel. Aunque el DRAE no lo diga, habría también
que considerar como sobreactuación (negativa) a la conducta «demasiado
natural» que muchos actores practican en nombre del realismo, olvidando que el
actor no puede identificarse con su personaje, salvo que se vuelva loco, como
probablemente le pasó a San Ginés «sobreactuando» ante el césar Galerio.

Por otra parte, el concepto de sobreactuación tiene una característica que


me parece digna de mención, a saber, su objetividad conductista. Al atribuir
sobreactuación a algún personaje ya no nos referiremos solamente a supuestas
intenciones suyas, sino a alguna afectación o envaramiento, casi automático,
que es objetivamente constatable.

Existen distintos tipos de sobreactuación, que podríamos denominar, en una


taxonomía, mediante letras: A, B, C... X, Y, Z. Por ejemplo, las sobreactuaciones
del tipo X podrían designar las sobreactuaciones negativas. El tipo de
sobreactuación Z podría ser propio del político que, a fin de dar la impresión de
tranquilidad y optimismo, mantiene permanentemente su sonrisa, y no ya
necesariamente de modo intencionado, sino acaso como un tic. Y al hablar de
este tipo de sobreactuación al que en la taxonomía ha caído en suerte el símbolo
Z no hemos pensado en la famosa Z de Zapatero, aunque tampoco tenemos por
qué dejarla de lado. Hace unas semanas, en un acto celebrado en la Academia
Española, Cebrián salvó su cara de académico reprochando al presidente
Zapatero el «asesinato ortográfico» que iba a perpetrar al escribir con z palabras
terminadas en d. La respuesta de Zapatero, según su costumbre, no engranaba
con el reproche: sencillamente se salía por la tangente («prefiero jugar con las

602
palabras que no utilizarlas como armas arrojadizas»), pero la firmó
«sobreactuando» con su sonrisa optimista.

La sonrisa de sobreactuación Z pudiera alinearse con la sonrisa de


sobreactuación de Ignacio, del que nos habla Catulo en su conocido epigrama:

«Ignacio, como tiene los dientes blancos, ríe a todas horas. Si está junto
al banquillo de los acusados mientras el abogado excita el llanto, él ríe. Si
la gente gime junto a la pira fúnebre de un buen hijo, mientras la madre
desamparada llora a su hijo único, él ríe. Pase lo que pase, donde quiera
que esté, cualquier cosa que haga, ríe... No quisiera que estuvieras
riéndote continuamente, pues nada hay más necio que una necia risa...
Pero en tierra celtíbera, con lo que cada uno meó, suele fregarse por la
mañana los dientes y las encías hasta enrojecerlas. De modo que cuanto
más brillante está esa dentadura tuya más meados proclama que has
bebido.»

603
Don Quijote,
espejo de la nación española
Gustavo Bueno

«Final» del libro España no es un mito,


Temas de hoy, Madrid 2005, páginas 241-290

Contra la interpretación de Don Quijote como símbolo


de la solidaridad universal, de la tolerancia y de la paz

Año 2005. Se celebra en toda España el cuarto centenario de la publicación


de Don Quijote (cuya impresión ya estaba terminada en diciembre de 1604). Y
esto corrobora, evidentemente, la tesis que hemos mantenido en el cuerpo de
este libro, acerca del carácter transparente, a la cultura española, de todas las
regiones y «culturas» de España. Centenares de conferencias, pronunciadas en
todas las ciudades y capitales de las autonomías, «históricas» o «sin historia»,
concursos, nuevas ediciones, lecturas públicas (colectivas o individuales),
exposiciones, talleres e interpretaciones de toda índole: psiquiátricas (Cervantes
habría descrito admirablemente el «síndrome de Capgras»), éticas (Don Quijote
es la fortaleza y la generosidad), morales (Don Quijote simboliza, en la época
moderna, las virtudes del estamento caballeresco de la época feudal), o bien
símbolo de valores estrictamente literarios (la novela moderna), o de valores con
implicaciones políticas (¿valores europeos?) o, más aún, valores universales,
que convierten a Don Quijote en un símbolo del Hombre, de los Derechos
Humanos, de la Tolerancia y de la Paz: «Don Quijote es patrimonio de la
Humanidad.»

A las interpretaciones políticas de Don Quijote pacifista y tolerante se han


adherido especialmente las autoridades, a la sazón socialistas, del «lugar» en el
que vivió Alonso Quijano, el «Caballero de la Mancha», como se le llama. A
saber, un lugar transformado en Comunidad autónoma, denominada Castilla-La
Mancha, con capacidad legal para promulgar una Ley 16/2002 «del IV centenario
de la publicación de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», en la que,
considerando que «Don Quijote es un símbolo de la humanidad y un mito cultural
que la Mancha siente honrosamente como suyo», busca crear una «Red de
Solidaridad que, apoyándose en el valor de una lengua común, trabaje en la
consecución de la igualdad y el desarrollo de todos los pueblos,

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fundamentalmente a través de la educación y la cultura», para contribuir al
«desarrollo social, cultural y económico de Castilla-La Mancha (...) a fin de
fomentar y difundir los valores universales de justicia, libertad y solidaridad que
el Quijote simboliza» (artículo 1).

José Bono, presidente de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha al


promulgarse esta Ley, fue nombrado, después del 11-M, Ministro de Defensa.
Un rótulo que traduce, en las democracias de ideología pacifista, los rótulos de
los antiguos Ministerios de la Guerra, aunque el Ministro de Defensa actual y los
Ministros de la Guerra no democráticos, entendieran de las mismas cosas:
cañones, misiles, acorazados, helicópteros y, en general, en la sociedad
industrial, armas de fuego (en modo alguno, lanzas, espadas y yelmos de
Mambrino). Su pacifismo, tan poco quijotesco, le ha llevado a pedir en este 2005
que se retire la palabra «guerra» de la Constitución española de 1978: no ha
llegado a pedir la disolución del Ejército, si bien, acaso para justificar la
intervención del Ejército español en Afganistán, parece que el gobierno socialista
pretende, después de la retirada de las tropas del Irak, transformarlo en una
especie de Cuerpo de Bomberos sin Fronteras dispuesto a ir a Afganistán para
vigilar los incendios que puedan producirse casualmente en el periodo electoral
de esa nueva proyectada democracia.

Ahora bien, no tenemos por qué entrar aquí en el debate sobre el alcance
político que puedan tener los proyectos de justicia, paz perpetua, diálogo,
tolerancia y solidaridad de los gobiernos democráticos fundamentalistas que
conmemoran a Don Quijote y lo representan a su imagen y semejanza. Pero sí
nos parece necesario concluir que si pretenden seguir manteniendo su pacifismo
y solidaridad universal, tendrán que retirar la «devoción» a Don Quijote. Porque
Don Quijote no puede en modo alguno tomarse como símbolo de solidaridad,
paz y tolerancia. Que sigan con su política pacifista y antimilitarista, pero que no
utilicen el nombre de Don Quijote en vano y en falso.

Y si Don Quijote es símbolo de algo, no lo es de la «solidaridad universal»,


ni de la «tolerancia». ¿Qué solidaridad mantuvo Don Quijote con los guardias
que llevaban encadenados a los galeotes? Su solidaridad con los galeotes no
puede ser llamada universal, por cuanto implicaba la insolidaridad con los
guardias. Si Don Quijote es símbolo de algo, lo es de las armas y de la
intolerancia. Ni siquiera tolera Don Quijote que, en su presencia, Maese Pedro
represente con sus títeres una historia, la de Melisendra, que está a punto de ser
capturada por un rey moro: como esto es inadmisible, Don Quijote saca su
espada, la emprende a mandobles con el teatrillo y destruye «toda la hacienda»
del titiritero. ¿Y quién concibe a Don Quijote desarmado? En el último capítulo,
es cierto, Don Quijote «cuelga sus armas», a la manera como el fraile «cuelga
sus hábitos»; pero mientras que para el cura o el fraile colgar los hábitos suele

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significar el renacimiento hacia una nueva vida, en la que su barragana quedará
elevada a la condición de esposa, para Don Quijote, colgar las armas significa el
paso que le conduce inmediatamente a la muerte.

Don Quijote no es símbolo autogórico

Don Quijote es un símbolo o, por lo menos, puede ser interpretado como


símbolo, al menos si admitimos la discutible distinción (procedente de Schelling)
entre símbolos autogóricos y símbolos alegóricos.

Los símbolos autogóricos son los que «se representan a sí mismos» y Don
Quijote ha sido representado, y aún sigue siéndolo muchas veces, aún sin
llamarlo así, como un símbolo autogórico de su propia figura imaginaria. Como
símbolo autogórico, o conjunto de símbolos autogóricos, interpretan el Quijote
quienes lo ven como una obra estrictamente literaria, «inmanente», sin más
referencias que sus propias figuras imaginarias. Figuras imaginarias que se
agotarían poblando un «imaginario» social. Pero ese «imaginario» no está
constituido por representaciones e «imágenes mentales» (que son los
contenidos de esas «mentalidades» estudiadas por los «historiadores
marxistas» que se acogieron hace unos años a la llamada Historia de las
mentalidades) sino por «imágenes reales», físicas, por ejemplo las que dibujaron
ya en los siglos XVII y XVIII, Antonio Carnicero, José del Castillo, Bernardo
Barranco, José Brunete, Gerónimo Gil, Gregorio Ferro; o en el XIX, José Moreno
Carbonero, Ramón Puiggarí, Gustavo Doré, Ricardo Balaca o Luis Pellicer; y en
el XX Daniel Urrabieta Vierge, Joaquín Vaquero, Dalí o Saura, por no contar
también a los innumerables dibujos de los Quijotes para adultos o para niños,
comics, películas, representaciones teatrales.

Ampliando discretamente el campo de la «inmanencia literaria autogórica»,


cabría citar también, dentro de este campo de los símbolos autogóricos, a las
habituales interpretaciones del Quijote como obra literaria dirigida contra otras
obras literarias, los libros de caballerías. Es decir, contra los caballeros andantes
de papel, y no contra los caballeros reales, como pudieron serlo Hernán Cortés,
o Don Juan de Austria, bajo cuyas banderas militó el propio Cervantes.

Interpretaciones «autogóricas» que podrían apoyarse en las palabras que el


ventero dirige contra el cura (I, 32), cuando arremete contra esos libros
mentirosos, llenos de disparates y devaneos, que matan el interés por los relatos
de héroes históricos reales, tales como Gonzalo Hernández de Córdoba o como
Diego García de Paredes: «¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego

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García que dice!», exclama el ventero, por cuya boca creen algunos que está
hablando el propio Cervantes.

No negamos sentido a estas interpretaciones literarias (inmanentes)


del Quijote; lo que sí ponemos en tela de juicio es la legitimidad de considerar
como símbolos a los símbolos autogóricos que, a lo sumo, constituyen un caso
límite de la Idea de símbolo, límite en el que el símbolo cesa de serlo, como cesa
de ser causa la causa sui. Porque un símbolo, en cuanto figura alotética, dice
precisamente relación a referencias distintas del propio cuerpo del símbolo. Y
ello porque las referencias del símbolo han de ser también corpóreas: cada parte
del anillo fragmentado que se entrega a cada partícipe principal de la ceremonia,
es símbolo de la otra parte; el Credo es «Símbolo de la Fe» porque cada grupo
de fieles que recitan versículos suyos, remite a los fieles que recitan los
sucesivos, y de este modo la comunidad de los fieles configura una comunidad
viviente, que es una parte real de la Iglesia militante.

Desde luego Don Quijote no es un símbolo autogórico, en el sentido más


literal en el que, según Clarín, era, para el Magistral de Pas el versículo «y el
verbo se hizo carne». «¿Creía don Fermín en este versículo?» En rigor, en lo
que don Fermín creía (decía Clarín) era en las letras rojas que estaban escritas
en un tablero dispuesto en el altar y que decían: «Et verbum caro factum est.»
Las figuras, interpretadas como símbolos estrictos, alegóricos, nos remiten a
referencias extraliterarias, a figuras reales, a figuras de la historia civil, política o
social.

Don Quijote, ¿es una historia clínica?

En esta línea, suponen algunos intérpretes que en la figura de Alonso


Quijano, Cervantes querría haber representado algún individuo real, que él pudo
conocer directamente, o a través de algún amigo o escritor.

La referencia real de Don Quijote, según esto, sería Alonso Quijano, es


decir, algún individuo de carne y hueso, pero afectado de un tipo específico de
locura que Cervantes pudo conocer e «identificar» intuitivamente, sin ser médico
o psiquiatra. Menéndez Pidal descubrió, en 1943, la figura de Bartolo, del sainete
de Entremeses de los Romances; Bartolo era un pobre labrador que enloqueció
de tanto leer el Romancero, y en quien Cervantes pudo haberse inspirado. Se
cita también a don Rodrigo Pacheco, un marqués de Argamasilla de Alba, que
enloqueció leyendo libros de caballería.
Los psiquiatras han tendido, como es natural, a interpretar a Don Quijote
desde las categorías propias de su oficio. Desde el doctor Esquirol, en el siglo

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XIX, que interpretó a Don Quijote como un modelo de «monomanía» –él fue el
inventor de este término– hasta el doctor Francisco Alonso-Fernández, que
acaba de publicar una interpretación de Don Quijote según la cual ésta obra
podría considerarse como una suerte de «historia clínica» de un sujeto afectado
de un síndrome que Cervantes habría logrado establecer, ajustándose
asombrosamente al síndrome que hoy es identificado como «autometamorfosis
delirante». Un síndrome emparentado con los síndromes delirantes de Capgras,
Frégoli y otros. En consecuencia, propone se considere como auténtico
protagonista de la novela, no tanto a Don Quijote, sino a Alonso Quijano. En
efecto (argumenta), fue Alonso Quijano quien padeció el síndrome delirante de
identificación con un imaginario Don Quijote, que sólo existió en su mente; es
Alonso Quijano quien logra curarse de su locura, gracias a las atenciones del
bachiller Carrasco, del cura y del barbero, y a «una calentura que le tuvo seis
días en la cama» (II, 74). Alonso-Fernández subraya cómo este incidente no
pasó desapercibido «al perspicaz ojo clínico del eximio doctor Miguel de
Cervantes Saavedra».

Hay que agradecer al doctor Alonso, gran amigo mío, su demostración de


que Alonso Quijano padeció un síndrome que Cervantes logró describir con
asombrosa puntualidad; lo que sólo se explicaría si admitimos que Cervantes
había conocido y diferenciado casos específicos de locura (como también habría
conocido y descrito la locura del licenciado Vidriera). Y en todo caso, ni Don
Quijote ni Vidriera son puras «creaciones literarias».

Pero, ¿quiere esto decir que Cervantes se propuso como objetivo literario la
«descripción clínica» de un tipo de delirio específico?

No necesariamente, si es que Cervantes estaba utilizando o aprovechando


su descripción de un tipo de locura real como símbolo de otra referencia, a saber,
acaso, la realidad de unas gentes de España (no de España misma, como
muchos dicen) en la que los hombres, según muchos, habían enloquecido,
porque iban a América, dicen algunos, o porque dejaban de ir (decimos otros).
Porque iban a América en busca de El Dorado, o porque allí, evocando un libro
de caballerías (Las Sergas de Esplandián) daban el nombre de California a un
imaginario reino de las amazonas; o, en su momento, daban el nombre de
Patagonia a las tierras en las que vivían hombres que les recordaban las tribus
de salvajes monstruosos descritas en la novela de caballerías, El
Primaleón. Más aún: cabría extender el simbolismo de la locura de Don Quijote
a lugares que habría que buscar en España, y no en América, en Italia o en
Flandes, en cualquiera de los lugares de la Mancha o de cualquier otra parte de
España o Portugal en la que los fieles cristianos, en las iglesias, en las
transformaciones del pan y del vino eucarístico, veían la carne y la sangre de
Jesucristo. Cuando Don Quijote, al acuchillar los cueros de la venta, cree ver

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sangre derramada donde sólo hay vino, ¿no está intentando describir un género
de delirio similar al de quien, tras las palabras de la consagración, se dispone a
beber del cáliz un vino que se ha transformado en sangre?

Una cosa es que Don Quijote despliegue una serie de delirios que, lejos de
ser meramente literarios, tengan una consistencia clínica (lo que ya nos obligaría
a considerar a Don Quijote como una figura no autogórica, sino alotética) y otra
cosa es que Cervantes se hubiera propuesto hacer (finis operantis) y, sobre todo,
hubiera hecho (finis operis) la descripción anticipada de un síndrome delirante,
padecido por un tal Alonso Quijano. Porque, ¿acaso Alonso Quijano no es él
mismo una figura literaria? Sobre todo, ¿acaso no es el propio delirio
sistematizado de Don Quijote aquello que es utilizado por Cervantes como
símbolo de otras figuras reales, que precisamente no se consideraron víctimas
de síndromes de Capgras o de Frégoli? ¿Y acaso las propias calenturas de los
últimos días de Don Quijote, sin perjuicio de haber sido recogidas por el ojo
clínico de Cervantes, no pueden simbolizar también las calenturas de España en
unos años de profunda crisis?

Los delirios de Don Quijote, interpretados como símbolos alegóricos,


tendrán como referencia, no a «locos de atar», que el psiquiatra ve en el hospital
o en su consulta, sino precisamente a figuras históricas reales, que acaso pasan
por ser figuras extraordinarias y aún heroicas. Otra cosa es identificar esas
figuras y determinar el alcance que pueda tener la utilización, por Cervantes, de
síntomas delirantes, como símbolos de ellos mismos.

El individuo y la pareja de individuos

Ahora bien, una figura humana, como sin duda lo es la figura de Don Quijote,
nunca existe en solitario: una persona implica siempre a otras personas que se
involucran las unas a las otras en coexistencia pacífica o bélica. De otro modo:
el individuo, en cuanto existente, es un sinsentido, es una entidad metafísica y,
por tanto, es ya simple metafísica el intento de interpretar a Don Quijote como
símbolo de algún individuo aislado, ya esté cuerdo, ya esté loco. Un individuo,
por sí mismo, no puede existir, porque existir es co-existir.

El individuo ni siquiera existe como tal cuando alcanza la condición de Rey


o de Emperador. Por ello, la célebre clasificación de las sociedades políticas, de
Aristóteles, en los tres géneros consabidos: monarquías, aristocracias y
repúblicas, ha de considerarse como una clasificación propia de una ciencia
política-ficción, sin perjuicio de que siga siendo nuestra referencia actual. No
pueden distinguirse las monarquías de las aristocracias o de las repúblicas

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según el criterio aristotélico: o bien manda uno, o varios, o todos (o la
«mayoría»). Y esto por la sencilla razón de que «uno» no puede mandar, porque
no puede existir en cuanto tal «uno»: el Rey más absoluto no manda solo, sino
como cabeza de un grupo.

El mínimo numérico de las personas coexistentes es el de dos; y acaso por


ello alcanza un grado casi máximo de consenso universal la interpretación de las
relaciones humanas desde el esquema dualista de las parejas (en especial de
las parejas constituidas por individuos opuestos, ya sea según el género
gramatical –masculino o femenino– ya sea según otros criterios de oposición:
alto/bajo, tonto/listo, viejo/joven, gordo/flaco). Las personas, según esto, jamás
estarán solas, sino emparejadas, y según pares de individuos que habrán de
oponerse entre sí por diferentes y opuestos tipos de atributos. Y si los elementos
de una pareja se consideran «iguales», la oposición entre ellos surgiría de su
propia coexistencia, como ocurre por ejemplo con las situaciones enantiomorfas,
en las que aparecen opuestas figuras iguales pero incongruentes, como ocurre
con la incongruencia entre dos manos iguales pero de sentido opuesto (derecha
e izquierda). Adán y Eva es el prototipo de una primera pareja, con oposición de
género, pero acompañada de un cortejo variado de otros pares de oposiciones.
Los dióscuros (Castor y Polux) fueron vistos, en la batalla del lago Regilo,
montando en sus caballos blancos y luchando entre sí.

Desde el esquema dualista de la coexistencia, Don Quijote se ha


considerado desde siempre asociado o involucrado con Sancho. El par «Don
Quijote y Sancho», y las oposiciones más peculiares de atributos que entre ellos
se establecen (señor/vasallo, caballero/escudero, alto/bajo, delgado/gordo,
idealista/realista...) se considerará muchas veces reproducida en otras famosas
parejas literarias, desde el par Sherlock Holmes/Watson, hasta el par
Asterix/Obelix (que rompe alguna de las oposiciones de atributos consideradas
como características, como la oposición leptosomático –alto, delgado– / pícnico
–bajo, grueso–).

Ahora bien, hay razones muy serias para concluir que los esquemas
dualistas son sólo un fragmento de estructuras más complejas. Adán y Eva, por
ejemplo, es sólo un fragmento de la sociedad formada por ambos con sus hijos,
Abel, Caín y Set. Don Quijote y Sancho suelen ser concebidos en función de
oposiciones abstractas, tales como idealismo/realismo, o utópico/pragmático.
Pero estas oposiciones fracasan en seguida: pues suponen que el «idealismo»
es una suerte de disposición personal orientada a trascender el horizonte
inmediato de la prosa de la vida, impulsando a las personas hacia el altruismo o
la gloria, entonces Sancho no se opone a Don Quijote, porque también Sancho,
desde el principio (y no en la Segunda parte, como se dice) está quijotizado, y
acompaña a Don Quijote aventurándose en toda clase de peligros, y no sólo para

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adquirir riquezas (lo que ya sería suficiente, puesto que quien quiere adquirir
riquezas poniendo su vida en peligro ya no es un idealista pragmático, en el
sentido convencional), sino para elevar a un rango social superior a su mujer
Teresa Cascajo. Sancho no es el tipo de villano que han concebido tantos
historiadores villanos que ponen, como única motivación de los españoles que
se alistaban a los tercios o a los galeones, la satisfacción del hambre
(recordemos la película de Antonio Landa, La marrana).

Tiene para nosotros la mayor importancia advertir la incompatibilidad de los


esquemas dualistas con los principios del materialismo filosófico, en la medida
en que estos implican el principio platónico de symploké. Platón, en efecto, en
el Sofista, establece las dos premisas que han de considerarse presupuestas en
todo proceso racional: 1) Un principio de conexión entre unas cosas y otras: «si
todo estuviese desconectado de las demás cosas, el discurso racional sería
imposible»; 2) un principio de desconexión entre las cosas: «si todo estuviese
conectado con todo, el discurso racional sería imposible.» Es preciso, por tanto,
si queremos aproximarnos racionalmente a la realidad, presuponer que cada
cosa no está conectada (por ejemplo, causalmente) con todas las demás, ni
tampoco que está desconectada de todas las demás: es decir, es preciso
presuponer que las cosas se encuentran entretejidas (en symploké) con algunas
cosas, pero no con todas.

Pero cuando aplicamos a un grupo social dado (por ejemplo, el círculo de


los individuos humanos) el esquema dualista de conexión, entonces la realidad
se nos presentará como una pluralidad de parejas desconectadas entre sí (pues
suponemos que los términos de cada par se refieren íntegramente el uno al otro).
La conexión de los términos de cada pareja, en efecto, será completa
internamente, tanto si cada individuo se considera correlativo al otro, como si se
considera conjugado con él. Cada «par aislado» introduce una tal dependencia
recíproca entre sus términos, que permite sea tratado como una unidad
«monista», como un dipolo, tanto si sus relaciones son armónicas como si son
dioscúricas. Por tanto, la realidad global se nos ofrecería como una multiplicidad
compuesta por infinitas parejas entre las cuales sólo cabría reconocer
interacciones aleatorias. Y en el supuesto en el cual el esquema dual se aplicase
a un único par, coextensivo con la «realidad misma» (Ormuz y Arihman, entre
los maniqueos; la diada Byzos/Aletheia entre los gnósticos; o el Yin/Yan entre
los chinos), entonces ese «dualismo cósmico» equivaldría prácticamente a un
monismo, y ello sin necesidad de que se contemplase la posibilidad de que uno
de los términos del dualismo acabase venciendo o reabsorbiendo al otro. Sería
suficiente que permaneciesen eternamente diferentes, aunque
complementándose el uno al otro, o separándose el uno del otro, hasta la muerte
(«una de las dos Españas ha de helarte el corazón»).

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Las tríadas

La estructura más elemental, compatible con el principio de symploké del


materialismo filosófico, es la estructura ternaria. En una triada (A, B, C) los
miembros estarán involucrados los unos con los otros, pero, al mismo tiempo,
será posible reconocer coaliciones binarias [(A, B) (A, C) (B, C)] en cada una de
las cuales queda segregado el tercer miembro, que, sin embargo, tendrá que
mantenerse asociado al otro. La estructuración en triadas de cualquier campo
constituido por individuos encierra además la posibilidad de que cada triada esté
a su vez involucrada, a través de alguna unidad común, a otras triadas, dando
lugar a eneadas (3x3) o a docenas (3x4), &c. El principio de symploké, en
resolución, se cumple muy bien en pluralidades estructuradas en triadas,
eneadas, docenas, &c. De esta pluralidad podrá ya afirmarse tanto la conexión
(no total) de unas cosas con otras, como la desconexión (o discontinuidad) de
unas cosas con otras, que seguirán su propio ritmo.

Por lo demás, la concepción de la realidad o de sus regiones en cuanto


organizadas según esquemas ternarios, son tan antiguas como las
concepciones organizadas según los esquemas binarios o dualistas. Baste
recordar las célebres trinidades de los dioses indoeuropeos que Dumèzil puso
de manifiesto hace años (Zeus, Heracles, Plutón), (Júpiter, Marte, Quirino), la
«tríada capitolina» (Júpiter, Minerva, Juno) o sus transformaciones germánicas
(Odín, Thor, Freya).

En la tradición cristiana, y más concretamente católica, a la que pertenece


sin duda Don Quijote, la triada fundamental está representada por el dogma de
la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, «que del Padre y del Hijo procede» (en
esto se diferencian los católicos romanos de los ortodoxos griegos, para quienes
el Espíritu Santo viene a ser como una emanación del Padre, sin el concurso del
Hijo). No es evidente que la trinidad católica sea un mero caso particular de las
trinidades indoeuropeas.

En el cristianismo romano el dogma de la Trinidad fue constituyéndose


paulatinamente, y probablemente la apelación al Espíritu Santo tuvo que ver con
la misma constitución de una Iglesia universal, que no tenía parangón, según su
estructura social, con las estructuras sociales conocidas por los griegos (como
pudieran serlo la familia o el Estado). Sabelio sostuvo, bien que heréticamente,
que el Espíritu Santo representaba a la Iglesia, como entidad femenina (la
«Santa Madre Iglesia»); también es verdad que en algunas trinidades
germánicas, uno de los miembros es femenino (Odín, Thor, Freya), aunque
acaso por contaminación con el cristianismo, como lo probaría la fórmula

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litúrgica, calco de la cristiana: «En el nombre de Odín, de Thor y de Freya.» Pero
sí es cierto que la trinidad de Gaeta, o la trinidad de la Peña de Francia (en
Salamanca), a las que encomendaba Sancho a Don Quijote en el momento de
descender a la cueva de Montesinos (II, 22) son manifestaciones de la Trinidad
genuina del catolicismo (Padre, Hijo, Espíritu Santo).

Las tríadas del Quijote

Si nos decidimos a dejar de lado el esquema dualista de estructuración, que


nos impone la asociación en pareja entre Don Quijote y Sancho, por fundamental
que esta asociación sea (unas veces explicada por su complementariedad, otras
veces por su conjugación: Don Quijote mantiene la unidad entre los distintos
episodios de su carrera a través de Sancho; y Sancho mantiene la unidad entre
los episodios de la suya a través de Don Quijote) entonces, la reestructuración
trinitaria de las figuras del Quijote se nos manifiesta con fuerza, y esto
independientemente de que Cervantes hubiera sido consciente de esta
estructura: tanto más interesante sería el caso de una estructura objetiva que se
impone «por encima» o independientemente de la voluntad del autor.

Lo cierto es que Don Quijote aparece siempre como un miembro de la


trinidad (Don Quijote, Sancho, Dulcinea); lo que no quiere decir que los miembros
de esta trinidad no estén a su vez involucrados en otras trinidades diferentes.
Don Quijote, por ejemplo, forma también triángulo con su ama y su sobrina (II,
6). Sancho aparece siempre involucrado con su mujer, Teresa Cascajo, y con su
hija; así también con el cura y el barbero (I, 26). Dulcinea, según su figura más
real de labradora, se le aparece a Sancho montada en un asno junto con otras
dos mujeres también labradoras. «Y sucedióle todo tan bien [a Sancho], que
cuando se levantó para subir en el rucio vio que del Toboso hacia donde él
estaba venían tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo
declara...», y poco después, cuando Sancho anuncia a su señor que ha visto a
Dulcinea, «salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres aldeanas. Tendió
Don Quijote los ojos por todo el camino de El Toboso, y como no vio sino a las
tres labradoras, turbose todo, y preguntó a Sancho si les había dejado fuera de
la ciudad» (II, 10).

En cualquier caso, la «trinidad básica» en torno a la cual Cervantes parece


moverse a lo largo de toda su obra es la constituida por Don Quijote, Sancho y
Dulcinea. Si confrontamos, como desde nuestras hipótesis estamos obligados a
hacerlo, esta trinidad con la Trinidad católica, se concederá que a Don Quijote le
corresponde el papel del Padre; Sancho es el Hijo (al menos, así le llama una y
otra vez su señor); en cuanto a Dulcinea habría que ponerla en correspondencia

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con el Espíritu Santo, que Sabelio interpretaba como entidad femenina, como la
Madre Iglesia. En efecto, ¿cómo no reconocer que Dulcinea, como figura ideal,
procede a la vez del Padre (Don Quijote) y de su Hijo (Sancho)?

Don Quijote concibe, desde luego, a la figura de Dulcinea, porque aunque


su nombre real fue el de Aldonza Lorenzo, una moza labradora, hija de Lorenzo
Corchuelo y de Aldonza Nogales, y de muy buen parecer (I, 25), y de quien él un
tiempo anduvo enamorado, sin embargo nació, en cuanto Dulcinea, «por
decreto» de Don Quijote, cuando a este le pareció bien darle el título de «señora
de sus pensamientos». Pero fue Sancho quien también contribuyó al nacimiento
y fortificación de la figura de Dulcinea, un moza de chapa, hecha y derecha, nada
melindrosa, y teniendo mucho de cortesana: «¡Qué rejo que tiene, y qué voz!»,
dice Sancho a Don Quijote. «Ahora digo, señor Caballero de la Triste Figura, que
no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que con
justo título puede desesperarse y ahorcarse, que nadie habrá que lo sepa que
no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo.»

Y esta figura así concebida hubiera permanecido como una sombra de


recuerdo meramente imaginario, si no hubiera sido por la industria que Sancho
tuvo para encontrar a la señora Dulcinea, es decir, para establecer el vínculo
entre la figura del recuerdo y algún correlato real, el que necesita re-anudarse,
aunque no sea con la gallarda Aldonza, sino con una labradora carirredonda y
chata (II, 10). De este modo resulta ser Sancho (y no ya la mente enferma y
delirante de Don Quijote) quien, arrodillado, finge saludar a Dulcinea en la figura
de la labradora chata y carirredonda, que Don Quijote, puesto de hinojos junto a
Sancho, miraba también con «ojos desencajados y vista turbada», es decir,
miraba a la labradora, a la que Sancho llamaba reina y señora. Y entonces la
labradora, que había hecho la figura de Dulcinea, pica a su borrica con un
aguijón, que en un palo traía; la pollina dio en correr prado adelante, de forma
que Dulcinea dio en el suelo; «lo cual visto por Don Quijote, acudió a levantarla,
y Sancho a componer y cinchar el albarda, (...) y queriendo Don Quijote levantar
a su encantada señora en los brazos sobre la jumenta, (...) le quitó de aquel
trabajo, porque, haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica y, puestas
ambas manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que
un halcón». Y dijo Sancho (a Don Quijote): «...es la señora nuestra ama más
ligera que un alcotán y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro
cordobés o mexicano!, (...) Y no le van en zaga sus doncellas, que todas corren
como el viento.»

¿No es evidente que Cervantes, que ha querido demorarse en la descripción


de la visión poética de la labradora que Sancho ofrece a Don Quijote, poniendo
en primer lugar la agilidad de esta labradora que su señor estaba viendo, como
para ocultar tras ella su cara carirredonda y chata que también Don Quijote había

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visto? En cualquier caso, la transfiguración de la figura de la labradora en
Dulcinea no puede atribuirse a un proceso endógeno psicológico propio de un
demente en pleno delirio alucinatorio. Don Quijote ve, no a Dulcinea, sino,
reforzado por Sancho, a una labradora ágil (también chata y carirredonda). No
padece, por tanto, en absoluto, alucinación alguna: ni siquiera esta labradora
podría evocarle la Aldonza de su juventud. Y «te hago saber, Sancho, que
cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me
pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el
alma». Cervantes parece tener aquí buen cuidado en subrayar que si Don
Quijote relaciona a esta labradora con Dulcinea es por culpa de Sancho.
Dulcinea se nos muestra aquí como asunto de fe, no de alucinación; de fe en la
«autoridad revelante», que en este caso es Sancho, en cuya palabra Don Quijote
confía y cree, cuando al salir de la selva las tres aldeanas, anunciadas como
Dulcinea y sus doncellas, el caballero de la Triste Figura dijo:

—Yo no veo, Sancho -dijo Don Quijote-, sino a tres labradoras sobre tres
borricos.
Y Sancho replicó:
—¡Agora me libre Dios del diablo! -respondió Sancho-. ¿Y es posible que
tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor que me pele estas
barbas si tal fuese verdad!
—Pues yo te digo, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que es tan verdad
que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza;
a lo menos, a mí tales me parecen.

Por lo demás, la resistencia a ver el milagro de la transfiguración de la


labradora en Dulcinea, milagro en el que Don Quijote ha de creer por la fe que le
merece la autoridad de Sancho (en otras ocasiones tan crítico de las
alucinaciones de su señor, ante los molinos de viento, ante los rebaños de
ovejas...) no deja de recibir una «explicación teológica»: «Si yo no veo a Dulcinea
en la figura de esta labradora, no es porque no lo sea, sino porque el maligno
encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo
ellos, y no para otros, ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro
en el de una labradora pobre.» Si los psiquiatras se empecinan en ver aquí
delirio, habrían de agregar que no se trata de un delirio alucinatorio (la
percepción de un labradora como Dulcinea) sino de un delirio de «racionalización
teológica», orientado a explicar por qué esta labradora que veo no es la Dulcinea
que Sancho dice ver; un delirio de racionalización teológica que los psiquiatras
deberían también reconocer en la operación de Santo Tomás cuando pretende
explicar por qué el trozo de pan, y el trago de vino que el consagrante está
manipulando en el altar, son en realidad la transmutación milagrosa del cuerpo

615
de Cristo invisible e intangible. ¿Y qué psiquiatra se atrevería a diagnosticar de
loco a Santo Tomás de Aquino?

La locura de Don Quijote, como se demuestra por su comportamiento ante


Aldonza Lorenzo, y ante la labradora anónima; pero también sobre todo, por su
comportamiento ante los duques, que son los responsables de todos los
«delirios» (en realidad engaños) que Don Quijote y Sancho experimentan en su
compañía –incluyendo aquí a las escenas de Clavileño o a las de la ínsula
Barataria– no son solo un proceso psicológico que hubiera afectado Alonso
Quijano; es también, y muy principalmente, un proceso social, inducido por otras
personas que rodean a Don Quijote, y que actúan como «genios malignos»
engañadores cartesianos, aún teniendo al parecer voluntad de ayudarle, o
simplemente de entretenerle. Genios malignos que actúan sobre Don Quijote,
pero como contrafiguras de aquellos que actúan a través de Mefistófeles cuando
va a presentarse ante Fausto: «Yo soy el espíritu que buscando siempre el mal
hace siempre el bien.» Y en todo caso es gratuito atribuir la locura y el delirio a
Don Quijote, reservando para Sancho la prudencia y el sentido común. Si Don
Quijote se dice loco, porque emprende aventuras descabelladas, tan loco está
Sancho que lo acompaña, y no en la primera ni en la segunda salida, sino
también en la tercera. «Mirad, Teresa, –respondió Sancho–, yo estoy alegre
porque tengo determinado de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere
la vez tercera salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo
quiere así mi necesidad.» (II, 5.)

El escenario del Quijote contiene tres tipos de referencias: unas «circulares»,


otras «radiales» y unas terceras «angulares»

Desde el presupuesto general de que la persona implica siempre pluralidad


de personas, hemos tratado de delimitar la estructura de esta pluralidad de
personas en la que se mueven los personajes del Quijote.

Y descartando, como metafísicas, las estructuras monistas (que atribuyen a


la persona la situación originaria propia de una persona absoluta, solitaria,
«sublime soledad», propia del Dios neoplatónico: «Sólo con el Solo»), así como
también las estructuras binarias (dualistas, dioscúricas o maniqueas), hemos
encontrado la conveniencia de operar, en el momento de interpretar a Don
Quijote, con estructuras trinitarias entretejidas, de las cuales, en cualquier caso,
podemos obtener estructuras más complejas, como puedan serlo, según hemos
dicho, las eneadas o las docenas, también presentes en la novela, bajo la forma
del recuerdo de los doce signos del Zodiaco, de los doce apóstoles o de los doce
caballeros de la tabla redonda.

616
La disciplina hermenéutica que impone este postulado estructural es bien
clara: evitar sistemáticamente el tratamiento de Don Quijote (o de cualquier otro
personaje), incluso en su soliloquios, como si se tratase de un personaje ab-
soluto, o incluso como si se tratase de un personaje ligado a su complementario,
aunque fuera al modo maniqueo (el que inspiró los famosos versos de Antonio
Machado –su caletre no daba para más– que «la izquierda española» tomó como
divisa durante décadas: «Españolito que vienes al mundo, salveos Dios: una de
las dos Españas ha de helarte el corazón»); estimular sistemáticamente la
investigación de las conexiones de los personajes del Quijote con otros
personajes de los que aparecen en el escenario de la novela, es decir, sin
necesidad de salirnos fuera de su inmanencia, buscando referencias
extraliterarias o extraescénicas (que, sin embargo, habrá que encontrar en el
momento oportuno).

El Quijote, se ha dicho muchas veces, es una novela escrita desde una


óptica teatral (Díaz Plaja observó que el Quijote es la única novela cuyo
personaje central va siempre disfrazado). Y aquí radicaría su virtualidad para
hacer de ella representaciones pictóricas o escultóricas, y después
cinematográficas o televisivas. Cervantes nos ofrece ante todo a sus personajes
en escenarios bien definidos. En los escenarios se mueven, en principio, varias
personas (sólo excepcionalmente un único actor, en monólogos, o en diálogos).
También el triángulo es la estructura elemental del teatro.

Ahora bien, un escenario teatral, como pueda serlo la gran novela de


Cervantes, no puede circunscribirse a los límites de su estricto recinto. Un
escenario teatral en el que los actores individuales, al ponerse la máscara (per-
sonare, pros-opon) comienzan a actuar como personas, es siempre una parte de
un círculo de personas humanas, una parte del espacio antropológico.

En consecuencia, al escenario, además de las dimensiones «circulares»


(las relaciones de las personas humanas con otras personas humanas) en las
que se mueven las personas humanas, que en él desarrollan el drama, la
comedia o la tragedia, le corresponde también una dimensión cósmica, en la que
quedan englobadas, desde luego, las referencias geográficas e históricas
externas a la inmanencia del escenario, pero involucradas internamente en él
(llamamos «radiales» a esta red de relaciones e interacciones que las personas
humanas mantienen con las cosas impersonales que las rodean); y al margen
de estas referencias sería imposible, como trataremos de demostrar en lo
sucesivo, entender la filosofía de Don Quijote, que permanece oculta, o
sepultada, en las imágenes literarias o cinematográficas. Por último, el
escenario, además de referencias y de figuras contenidas en el círculo de las
personas humanas, o en la región radial del espacio, contiene también figuras y
referencias que desbordan aquel círculo y esta región, porque aún siendo
personales (de condición muy semejante a la de las personas humanas, por

617
tener o pretender tener apetitos, conocimientos y sentimientos), no son de
naturaleza humana (llamamos a estas referencias «angulares», y entre ellas
pondremos a ciertos animales numinosos, a demonios, ángeles, diablos...).

En el Quijote aparecen varias menciones «angulares» a diablos, a aves de


mal agüero (como la infinidad de grandísimos cuervos y grajos que salieron de
la maleza que cubría a la boca de la cueva de Montesinos) y algún mono que
«habla con el estilo del diablo» (II, 25). También se hace referencia a gigantes,
como el gigante Morgante (que era afable y bien criado), que en Amadís es uno
de los tres con los que se enfrenta Roldán, o bien el gigante Caraculiambro,
señor de la ínsula de Malindrania, a quien Don Quijote espera vencer en singular
batalla a fin de enviarle presentado ante su dulce señora.

Y, por supuesto, entre estas personas no humanas, hemos de contar


también a las personas de la Trinidad de Gaeta antes citada, o a las de la Peña
de Francia, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a las que Sancho encomienda a Don
Quijote en el momento de ponerse a descender a la cueva de Montesinos. En
cualquier caso, conviene siempre recordar que Cervantes insiste una y otra vez
en que él no quiere entrometerse en los asuntos reservados a la fe de la Iglesia
católica.

Traduciendo estas reservas a nuestro lenguaje: Cervantes afirma


rotundamente que él desea mantenerse siempre en torno al escenario humano
(circular) y cósmico (radial), y también religioso (angular), al que parece atribuir
un ritmo propio, aunque finito e inmanente (que contrasta con el ritmo indefinido
y trascendente que conviene a los asuntos de la fe católica).

El escenario del Quijote no se refiere al «espacio antropológico» en general,


sino al Imperio español

Ahora bien, ¿cómo determinar las referencias (exteriores al escenario) de


los personajes humanos, de los contenidos radiales, o de las
entidades angulares que figuran en la «inmanencia» de este escenario?

Podría decirse que tales referencias no están definidas en el Quijote, lo que


es un modo de afirmar que no existen, al menos como referenciales
determinados. Según esto, las figuras de Don Quijote, Sancho o Dulcinea, por
ejemplo, habría que «referirlas» a la Humanidad, en general (a figuras de la
Humanidad que podríamos encontrar en cualquier lugar y tiempo). Y en ello
cifrarían algunos la «universalidad» atribuida comúnmente a la obra de
Cervantes. Asimismo, como referenciales «radiales» podrían tomarse cualquiera

618
de los contenidos del mundo cósmico, geográfico o histórico. Y, por supuesto,
como referencias angulares, valdrían todas aquellas que, en todo lugar y tiempo,
reunieran las características adecuadas. Dicho de otro modo: las referencias de
Don Quijote serían universales o, lo que es lo mismo, los personajes y el
escenario de Don Quijote, tendría referencias, dicho de forma
positiva, pancrónicas y pantópicas, lo que equivaldría a decir, en forma negativa,
que es ucrónico y utópico, y que ahí reside la raíz de su universalidad.

Sin embargo, y sin perjuicio de reconocer la posibilidad de estas


interpretaciones «universalistas» (posibilidad a la que se orientan las
interpretaciones éticas o psicológicas de los personajes del Quijote, de su
idealismo o de su realismo, de su fortaleza o de su avaricia, y otras tantas
características de la «condición humana») preferimos atenernos a las
interpretaciones, y no son escasas, históricas y geográficas muy precisas de Don
Quijote, como condición suficiente, por no decir necesaria, para penetrar en su
significado.

En una palabra, nos parece (como también les parece a otros muchos
intérpretes) que el escenario del Quijote, en cuanto símbolo, nos remite a
referencias históricas y geográficas muy precisas. Referencias que podrán ser
puestas entre paréntesis, sin duda, si se pretenden mantener las
interpretaciones humanistas, éticas o psicológicas. Pero cuando reinterpretamos
las referencias históricas y geográficas, entonces se nos imponen, en primer
lugar, las interpretaciones políticas del Quijote, que han de girar, de un modo a
otro, en torno al significado del Imperio español, del «fecho del Imperio», si
utilizamos la fórmula de la que se sirvió cuatro siglos antes Alfonso X el Sabio.

Según estas interpretaciones políticas, Cervantes ofrece en su escenario


una interpretación del Imperio español, como primer «Imperio generador» que
alcanza su culmen a lo largo de los siglos XV y XVI (el Imperio inglés o el Imperio
holandés se habrían levantado a partir del Imperio español, e inicialmente como
sus depredadores). El Imperio español habría alcanzado sus cimas más altas a
partir de 1521, con la conquista de México, y después, del Perú, o de Flandes; y
sobre todo a partir de 1571, en Lepanto. En Lepanto fue detenido el Imperio
otomano, que amenazaba seriamente a Europa. Cervantes intervino en la batalla
de Lepanto a las órdenes de Don Juan de Austria, y allí perdió su brazo izquierdo,
recuerdo permanente, durante toda su vida, de la realidad de la ofensiva
musulmana; además fue hecho prisionero por los moros, permaneciendo preso
cinco años en Argel, hasta que fue liberado mediante rescate económico.

(Una «ministra de cupo» del gobierno de Rodríguez Zapatero, de cuyo


nombre no quiero acordarme, pero cuya connatural ignorancia está empapada
del irenismo pánfilo de su grupo, declara en El País de 19 de mayo de 2004 que:

619
«También creo que es importante nuestra proyección en el Mediterráneo. Si
muchos nos hemos negado a la barbaridad de esta guerra [la del Iraq], es porque
todavía sigue viva una vieja relación con el mundo árabe. Cervantes, sin ir más
lejos, estuvo en Argel, en Orán... Tenemos que estar atentos a nuestra historia
para saber quiénes somos.»)

Pero en 1588, fecha del gran desastre de la Invencible (aunque no de su


destrucción, ni menos aún de la potencia, aún temible, que España representaba
para Inglaterra, Holanda y Francia), tiene lugar una inflexión en el curso de su
historia. No puede decirse que haya entrado en situación decrépita, todavía se
mantiene como gran Potencia dos siglos más, los siglos XVII y XVIII. Pero su
curso ascendente ha sido frenado, principalmente por los otros Imperios que han
surgido a su sombra. Este es el momento en el cual Cervantes habría
comenzado su meditación sobre el Imperio católico, una meditación que le
conducirá a escribir su gran obra, Don Quijote de la Mancha.

La meditación acerca del Imperio español la entendemos como una tarea


cuya importancia filosófica tiene un alcance mucho mayor, desde luego, que la
meditación humanística sobre «la condición humana», aparentemente más
profunda, pero que en realidad es una uniforme monotonía abstracta y vacía. En
efecto, la meditación sobre «el Hombre» (o sobre la «condición humana») se
presenta como una meditación metafísica a todo aquel que sepa que «el
Hombre» (el Género humano, la Humanidad, la Condición humana) no existe, al
margen de los Imperios universales; y que sólo desde los Imperios universales
(que son una parte de la humanidad, pero no el todo) es posible tomar contacto
con esa «condición humana».

Porque el hombre, en general, es una mera formalidad cuya materia sólo


puede adquirirla a partir de sus determinaciones, no ya históricas, cuanto
histórico-universales, es decir, a partir de las determinaciones o «modos de
hombre» que han ido conformándose en la sucesión de los grandes Imperios,
desde el Imperio persa hasta el Imperio de Alejandro, desde el Imperio romano
de Augusto hasta el Imperio romano de Constantino y de sus sucesores, entre
ellos, principalmente, el Imperio Hispánico, el Imperio Inglés y el Imperio
Soviético. Sólo desde la plataforma de estos Imperios universales cabe
aproximarse al fondo de eso que llamamos «condición humana», en tanto que
ella no es algo invariante (salvo en sus estructuras genéricas, comunes con los
primates), sino cambiante y dada en el curso de la Historia. La plataforma de los
Imperios universales es, desde nuestras coordenadas, el más preciso criterio
positivo disponible para diferenciar los análisis antropológicos (etológicos,
psicológicos) de la «condición humana» de los análisis filosófico históricos de
esta misma condición.

620
Dicho de otro modo, la interpretación de Don Quijote, como figura universal,
en el sentido del Género humano (¿qué tienen que ver los llamados valores
del Quijote con los valores de los hombres musulmanes, en cuanto tales?), es
una meditación vacía que recae, de un modo u otro, en puro psicologismo.

Y cuando nos decidimos a cultivar, una vez más, el género de


interpretaciones políticas histórico-filosóficas del Quijote, en el sentido expuesto,
lo primero que tenemos que despejar es la cuestión de las referencias
extraliterarias que nos ofrece el escenario de Don Quijote, por el cual transita
constantemente la trinidad Don Quijote, Sancho y Dulcinea.

Las referencias de las personas de la trinidad fundamental quijotesca

Ante todo, ¿cómo determinar las referencias extraescénicas de las figuras


que aparecen en el escenario del Quijote?

Tomaremos como criterio las palabras que pronuncia, desde la propia


inmanencia literaria de la novela, uno de los personajes más significativos que
rodearon al Caballero de la Triste Figura, a saber, el bachiller Sansón Carrasco,
«socarrón famoso» que, abrazando a Don Quijote, y con voz levantada, le dijo
(en el capítulo 7 de la segunda parte):

—¡Oh flor de la andante caballería! ¡Oh luz resplandeciente de las armas!


¡Oh honor y espejo de la nación española!

Don Quijote, según palabras del bachiller (a través de quien muy bien podría
estar hablando Cervantes), tiene como referencia inequívoca a la «nación
española». Lo que tiene para nosotros un significado político del mayor alcance,
no sólo porque demuestra que la nación española está ya reconocida en el siglo
XVI, mucho antes de que fuera reconocida la nación inglesa o la nación francesa
–o, por supuesto, la nación catalana o la nación vasca– sino porque nos ofrece
explícitamente la referencia extraliteraria que Cervantes atribuía a la figura de
Don Quijote.

Cierto que la «nación española» que, según el bachiller Carrasco, se refleja


en Don Quijote, no es una Nación política en el sentido en el que ésta puede ser
constatada en la batalla de Valmy, que ya hemos citado. La nación española a
la que se refiere el bachiller Carrasco no es la nación política que surgirá a partir
de las ruinas del Antiguo Régimen; pero tampoco es una nación meramente
étnica, que viviera en los márgenes de algún Imperio, o acaso integrada, junto
con otras, en el Imperio español. La «nación española» del bachiller Carrasco es

621
una nación histórica, cuya extensión se superpone con la extensión misma de la
Península Ibérica (cuando el bachiller Carrasco pronuncia su imprecación,
Portugal está integrado en esa nación española: el propio Cervantes intervino el
26 de julio de 1582 en el combate naval de la Isla de San Miguel de Azores,
contra mercenarios franceses que apoyaban las pretensiones de Don Antonio
por convertirse en Rey de Portugal). La unidad y consistencia de esta nación
española había podido ser captada desde fuera del Imperio entonces
hegemónico y visible, había podido ser captada desde Francia, desde Italia,
desde Inglaterra, desde América.

¿Y cual es la referencia de Sancho? También nos es dada, acaso, desde el


mismo «escenario»: Sancho es un labrador de la Mancha, cabeza de una familia
compuesta por su mujer y dos hijos. Sancho representa así a cualquier labrador
de los que viven en la Península Ibérica, y cuya vida está destinada, junto con
su mujer, a sacar adelante a su familia; porque Sancho, dotado de gran
inteligencia (y no sólo labradora, sino también verbal y aún literaria), se entiende
a la perfección con los otros labradores y gentes de su rango. Y, como ellos (o
como muchos de ellos), Sancho, que está bien alimentado (no es un paria de la
India, condenado a mantener miserablemente su vida en su propio lugar, aunque
sea en presencia «del Todo»), está dispuesto a salir de su lugar, sirviendo a un
caballero que puede llevarle a descubrir horizontes más amplios, sin perjuicio de
los riesgos que su aventura le ha de deparar.

¿Y Dulcinea? Según decía, ya va para el siglo, Ludwig Pfandl (Cultura y


costumbres del pueblo español de los siglos XVI y XVII, Barcelona 1929),
«Dulcinea no es otra cosa que la encarnación de la monarquía, de la
nacionalidad, de la fe. Por ella se esfuerza el manco, luchando contra los molinos
de viento.»

Pero, si aceptásemos la interpretación de Pfandl, la referencia de Dulcinea,


¿no se confundiría con la referencia que el bachiller Carrasco señala para Don
Quijote, es decir, la «nación española»?

De algún modo sí, de un modo general, como también Sancho (tal como lo
hemos presentado) hay que referirlo a esa misma nación española que parece
ya consolidada o existente como tal nación histórica, sin perjuicio de la profunda
crisis que está padeciendo tras el desastre de la Invencible. Pero la circunstancia
de que la referencia de Don Quijote, de Sancho y de Dulcinea sea, en términos
generales, la misma, es decir, España, no significa que las perspectivas desde
las cuales cada uno de estos personajes de la trinidad se refiere a España no
sean distintas.

622
10

Despliegue histórico de la trinidad quijotesca: pasado, presente y futuro

Acaso Don Quijote va referido a España desde la perspectiva del pretérito,


Sancho va referido a España desde la perspectiva del presente, y Dulcinea
desde la perspectiva del futuro (y, por ello, Dulcinea es asunto de fe, no de
evidencia sensible).

Son tres perspectivas involucradas necesariamente entre sí, como


involucradas están las personas de la trinidad quijotesca. Dicho de otro modo, si
cada persona de esta trinidad escénica, Don Quijote, Sancho, Dulcinea, va
referida a una España que ha entrado en una crisis profunda, es porque cada
persona se refiere a ella a través o por mediación de las otras. Don Quijote,
desde un pretérito que, aún en el tiempo escénico, está cercano (el tiempo en el
cual los caballeros españoles usaban lanzas y espadas, en lugar de utilizar
arcabuces y cañones); Sancho, desde el presente de un pueblo que vive gracias
a los frutos que la tierra da tras el duro trabajo, y que ha se seguir produciendo
en cada momento. Y Dulcinea representa el futuro, como símbolo de la madre-
España, pero tomando esta referencia en sentido literal, que tiene poco que ver
(la referencia) con el sentido de una «figura ideal» del «eterno femenino», si es
que representa a la madre que puede parir a los hijos que, como labradores o
soldados, podrán hacer posible el futuro de España.

Ahora bien, presente, pasado y futuro no son, en un tiempo histórico como


el que corresponde a España, meros puntos de la línea que representa el tiempo
astronómico. El tiempo histórico, el tiempo de España como Imperio emergente
generador, que comienza a acusar las profundas heridas que le están infligiendo
sus enemigos, los imperios depredadores europeos, es un conjunto fluyente de
millones de personas en agitación e interacción constante, y que tienen la
costumbre de «tener que comer todos los días». Este conjunto fluyente, este
oceánico río de personas que hacen la historia y son arrastrados por ella, puede
clasificarse en tres clases o círculos de personas teóricamente bien definidos:

En primer lugar, el círculo constituido por las personas que se influyen


mutuamente, apoyándose o destruyéndose, durante los años de su vida; un
círculo cuyo diámetro puede estimarse en cien años, los que corresponden a lo
que llamamos el presente histórico (que no es, por supuesto, el presente
instantáneo, adimensional, que corresponde al punto fluyente de la línea del
tiempo).

En segundo lugar, el círculo (de diámetro finito, pero indeterminado)


constituido por las personas que influyen, para bien o para mal, sobre las

623
personas del presente, que tomamos como referencia, moldeándolas casi por
completo; pero sin que quienes viven en el presente puedan influir en modo
alguno, profunda o superficialmente, sobre aquellas, porque ya han muerto. Este
es el círculo constitutivo de un pretérito histórico, el círculo de las personas
muertas, aquellas que «cada vez mandan más sobre las vivas».

Y en tercer lugar el círculo (de diámetro indefinido) constituido por las


personas en las cuales quienes viven en el presente influyen profundamente,
hasta el punto de moldearlas casi por entero, marcando además sus caminos,
pero sin que ellas puedan a su vez influir sobre aquellos que viven en el presente,
porque todavía no existen. Es el círculo del futuro histórico.

Venimos suponiendo –si se prefiere, partimos de la suposición– que España


es el lugar en el que hay que poner las referencias de los personajes simbólicos
(alegóricos) que Cervantes nos ofrece en el escenario de su obra capital. Pero
España es un proceso histórico. Afirmar que España es el lugar en el que hay
que poner las referencias de los personajes escénicos –ante todo, Don Quijote,
Sancho y Dulcinea– no es decir todavía mucho.

Hay que comenzar determinando los parámetros del presente, en el cual


nuestro escenario está situado, como plataforma desde la cual podemos mirar
también hacia su pretérito y hacia su futuro. Estos parámetros hay que
obtenerlos, sin duda, siguiendo el método de análisis del propio escenario
inmanente en el que actúan los personajes, es decir, de su inmanencia literaria.
Y son varias, y concordantes, las que nos llevan a fijar las fechas en las que
actúan los personajes en la época «del gran Filipo III». Más precisamente, la
carta que Sancho, como gobernador de la Insula Barataria, escribe a su mujer
Teresa Panza, está fechada el 20 de julio de 1614. Ha de concluirse, por tanto,
que Don Quijote, cuando marchaba en busca de Dulcinea, también lo hacía en
aquellos días.

Pero esto no significa que Cervantes haya querido ofrecer un escenario


referido a la España de su presente, un presente que estará comprendido (si
mantenemos nuestras hipótesis) en un círculo de cien años de diámetro que
podrían ir desde 1616, año de su muerte a 1516, año en el que murió Fernando
el Católico. El punto central de este diámetro se encuentra muy próximo a 1571,
la fecha de la batalla de Lepanto, en la que Cervantes, con veinticuatro años de
edad, estuvo gloriosamente presente.

Cervantes no se proponía hacer una crónica del presente, en el que


suponemos ha situado su escenario. Desde su presente, por supuesto,
Cervantes emplaza un escenario cuya referencia es España, pero no
propiamente la España de la Edad Media (como pensó Hegel, cuando

624
interpretaba a Don Quijote como símbolo de la transición de la época feudal a la
época moderna). Don Quijote recorre una península ya unificada, sin fronteras
interiores entre los reinos cristianos y, más aún, sin fronteras interiores con los
reinos moros: la España que Don Quijote recorre es posterior a la toma de
Granada en 1492, por los Reyes Católicos. Este es el «escenario literario» (no
un escenario histórico) del Quijote.

Sin embargo Don Quijote no camina todavía a través de una España


moderna (la del propio Cervantes, que ya sabe lo que es el olor y el ruido de la
pólvora, los galeones que van y vienen a América, de la que no hay
prácticamente referencia en su obra). Cervantes tiene buen cuidado de decirnos,
en el primer capítulo de su obra, que lo primero que hizo Don Quijote, antes de
salir de su casa, «fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos,
que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban
puestas y olvidadas en un rincón». Alonso Quijano (que vive en el presente) se
disfraza por tanto de Don Quijote, un caballero del pretérito, pero de un pretérito
que sigue influyendo, como es propio de todo pretérito histórico, de modo
determinante en el presente, porque «los muertos cada vez mandan más que los
vivos».

Sin embargo, como hemos dicho, Don Quijote y los suyos no se mueven en
una época medieval, sino moderna. Ya no hay en España reyes moros. Incluso
algunos de los moriscos que fueron expulsados vuelven a España, y se
encuentran con Sancho:

—¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu


vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar? (II, 54.)

Parece evidente que Cervantes ha querido referirse, desde su escenario de


1614 (fecha de la carta de Sancho a su mujer) a la España de un siglo anterior,
de 1514; una España que, aunque no es medieval, sigue siendo inmediatamente
anterior a la llegada de Carlos I a España, y sobre todo a la entrada de Hernán
Cortes en Nueva España, en México. Ocurre como si Cervantes hubiera
deliberadamente querido regresar a una España ibérica anterior, si no al
momento del descubrimiento de América, sí al momento de la «entrada» masiva
de los españoles en el Nuevo Mundo (México, Perú, &c.) y a las repercusiones
que de tal entrada hubieron de seguirse en la España de partida.

La España que Cervantes ve desde su escenario es una España que no


aparece involucrada con el Nuevo Mundo, pero tampoco con el viejo continente
(con Flandes, con Italia, con Constantinopla, ni con África). No es, por tanto, una
España contemplada a escala de sociedad política coetánea, aunque el
escenario esté emplazado en esa sociedad política que es su plataforma. Como

625
si Cervantes hubiera querido iluminar las referencias que ve desde su escenario,
que no es anacrónico políticamente hablando, sino sencillamente abstracto,
como si estuviera siendo iluminado por una luz ultravioleta, capaz de desvelar
una sociedad civil que seguía existiendo y moviéndose a su propio ritmo en el
trasfondo de la sociedad política. Una sociedad civil con curas y barberos,
duques y titiriteros, caballeros andantes arcaicos pero aún reconocibles, pero
que aparecen, mediante los artificios de la iluminación, con un cierto aire
intemporal.

El aire intemporal de una sociedad que, como la española, ya ha madurado,


la primera, como nación histórica, pero que, aún abstraída de sus
responsabilidades políticas perentorias (que obligan a movilizar ejércitos dotados
de armas de fuego, hoy diríamos: de misiles con cabezas nucleares) necesita el
cuidado de los caballeros armados con lanzas y espadas, porque la paz interior
«intemporal» en la que se vive, la paz que los caballeros creen poder encontrar
si se disfrazan de pastores, no tiene mucho que ver con la paz celestial, por
cuanto siguen actuando los bandidos, los asesinos, los ladrones, los mentirosos,
los engañadores, los desalmados, los canallas.

¿Cómo no tomar en serio, cuando queremos alcanzar alguna interpretación


política del Quijote, esta «España intemporal» que artificiosamente habría
iluminado Cervantes con esa luz ultravioleta de la que hablamos? ¿No parece
imprescindible ver en esa «nación española», reconocida por Cervantes, y
dispuesta para comenzar a flotar en esa atmósfera intemporal «ultravioleta» el
artificio alegórico más significativo de la gran obra cervantina, cuando tratamos
de interpretarla desde categorías políticas?

Así puestas las cosas, nos parece que cualquier intento de interpretación
directa del escenario quijotesco mediante la referencia inmediata a las figuras
históricas de su presente (como pudieran serlo Carlos I, Hernán Cortés, el Gran
Capitán o Diego García de Paredes) habría que considerarla como primaria o
ingenua («¡Dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego García que dice!»,
replicó el ventero al cura).

El escenario del Quijote va referido a España, y a la España histórica, a su


Imperio político; pero no de modo inmediato, sino por la mediación de una
España intemporal, pero no irreal, sino simplemente vista a una luz ultravioleta,
en la que una sociedad civil, dada en un tiempo histórico que habita la península
ibérica, vive según su propio ritmo. Desde esta «mediación ultravioleta»
tendremos que intentar interpretar los símbolos alegóricos de Don Quijote, que
sólo a los lectores más bastos o primarios (aunque se hayan hecho eruditos)
pueden parecer transparentes y sencillos.

626
11

Dos tipos de interpretaciones filosófico políticas del Quijote:


catastrofistas y revulsivas

Las dificultades aparecen ahora en el momento de la interpretación de las


figuras del Quijote, aún en el supuesto de que se admita su condición de
símbolos alegóricos con referencias ambiguas, tal como las hemos sugerido
(referencias que juegan en el doble plano de la sociedad política y de la sociedad
civil).

Hay muchas interpretaciones, formuladas a escalas muy diversas. Y lo


primero que nos importa, desde la perspectiva histórico filosófica y política que
mantenemos, es clasificar estas diversas interpretaciones en dos grandes
grupos, el de las interpretaciones catastrofistas (o derrotistas, como pudiéramos
llamarlas) y el de las interpretaciones no catastrofistas (o simplemente críticas,
o revulsivas, en la medida en que interpretan al Quijote no tanto como la
expresión de un derrotismo político irreversible, que sólo podría refugiarse en un
pacifismo evangélico –propio de la izquierda extravagante– cuanto como
ofrecimiento de un revulsivo que termina poniendo en las armas la condición
necesaria –no suficiente– para remontar la decadencia o la derrota).

12

Interpretaciones catastrofistas del Quijote

Examinemos, aunque sea muy brevemente, algunas interpretaciones del


significado de Don Quijote pertenecientes al grupo que hemos rotulado como
«catastrofista», y en cuya reserva se encuentra el «panfilismo pacifista».

Según estas interpretaciones, Cervantes habría ofrecido en su obra


fundamental la visión más despiadada y derrotista que de la España imperial
podría haberse ofrecido jamás. Cervantes (dirán los agudos intérpretes
psicologistas), resentido y decepcionado (escéptico, al borde del nihilismo) por
los innumerables fracasos que su vida le deparó (mutilación, cautiverio, cárcel,
fracasos, desaires, especialmente la denegación de su petición para trasladarse
a América, a la que creía tener derecho como héroe de Lepanto), habría
eliminado de su genial novela cualquier referencia a las Indias, así como también
a Europa. Y las locuras de los caballeros reales españoles (Carlos I, Hernán
Cortés, don Juan de Austria), que habrían acabado arruinando a su patria,
estarían siendo aludidas alegóricamente por los héroes de los libros de
caballerías que inspiraron a los conquistadores a ir a las Indias en busca de El
Dorado, de California, o de Patagonia: «a las gentes de Hernán Cortés –dice

627
Américo Castro– su entrada triunfal en México les pareció un episodio del
Amadís o cosas de encantamiento», o ir a Inglaterra o a Flandes con una
escuadra tan arcaica e «invencible» como pudiera serlo la propia lanza de Don
Quijote, que se hizo añicos en el primer asalto.

Y si el bachiller Sansón Carrasco dijo a Don Quijote que era «el honor y
espejo de la nación española», es fácil entender lo que quería decir. Pues, ¿qué
es lo que reflejaba este espejo? Un caballero de esperpento, que acomete
empresas delirantes y ridículas de las cuales sale continuamente derrotado. ¿No
es este el reflejo de la nación española?

Y según esto, a Cervantes habría que ponerlo en la serie de aquellos


hombres que, no ya desde el exterior, sino desde el interior de la nación
española, más han colaborado (aunque de un modo más sutil y más cobarde) al
entramado de la Leyenda Negra. En los lugares de salida de esta serie
legendaria figuran Bartolomé de las Casa y Antonio Pérez; en los lugares
terminales figura el último Premio Cervantes, Rafael Sánchez Ferlosio, que
escribió, en 1992, un libro titulado Esas Yndias equivocadas y malditas (que
mereció, en época de gobierno socialista, el Premio Nacional de Literatura). Pero
como figura central de la serie habría que poner, si fueran coherentes los que
mantienen esta interpretación catastrofista, al propio Miguel de Cervantes
Saavedra (1547-1616). Cervantes, con su Don Quijote, habría ofrecido el marco
genial y oculto de la Leyenda Negra contra España, y habría contribuido a
difundirla por Europa. Montesquieu ya lo habría advertido: «El más importante
libro que tienen los españoles no es otra cosa sino una crítica a los demás libros
españoles.»

En resolución, ningún español que mantenga un átomo de orgullo nacional


podría sentirse reflejado en el espejo de Don Quijote. Sólo un pueblo como el
español «inflado de orgullo» y «cargado de derechos» –decía un catalán, ya en
1898, Prat de la Riba– podría identificarse con algunas cualidades abstractas del
Caballero de la Triste Figura. Folch y Torres, otro separatista que se regodeaba
con los fracasos de Don Quijote (sin duda en la medida en que ellos
representaban los fracasos de España) llegará a decir, también en ese año, en
el que los «quijotes castellanos cometieron la locura de declarar la guerra a
Estados Unidos» (en el curso de los conflictos con Cuba y Filipinas): «Quédense
los castellanos con Don Quijote, y buen provecho les haga.»

Más aún: esta interpretación derrotista a partir de Don Quijote, por tanto,
desde dentro del Imperio español, como obra de un delirio megalómano y cruel,
no sólo habría dado el marco, sino que habría alimentado la Leyenda Negra
promovida desde el exterior de las Potencias enemigas (Inglaterra, Francia,
Holanda), Imperios depredadores y piratas carroñeros que se alimentaban, en

628
su infancia y durante su juventud, de los despojos que iban arrancando a
España. Y no falta quien sugiere (últimamente Javier Neira) que el mismo éxito
extraordinario que el Quijote alcanzó muy pronto en Europa pudo ser debido, en
gran medida, precisamente a su capacidad de servir de alimento para el odio y
el desprecio que sus enemigos querían dirigir contra España.

¿Habría que avanzar, a partir de esta interpretación derrotista de Don


Quijote, en la senda que ya inició el propio Ramiro de Maeztu, cuando
aconsejaba atemperar el culto a Don Quijote, no sólo en la escuela, sino también
en el ideario nacional español?

Si Don Quijote es un antihéroe español, loco y ridículo, mera parodia y


contrafigura del verdadero hombre y caballero moderno, ¿por qué empeñarse en
mantenerlo como emblema nacional, celebrando con pompa inusitada sus
aniversarios y centenarios? Tan solo los enemigos de España –y sobre todo, los
enemigos internos, los separatistas catalanes, vascos o gallegos– podrán
regocijarse con las aventuras de Don Quijote de la Mancha.

Con todo, cabría intentar reivindicar un simbolismo de Don Quijote menos


deprimente, aún reconociendo sus incesantes derrotas, si nos situásemos en las
posiciones del pacifismo más extremado, ya fuera el pacifismo defendido por esa
izquierda extravagante, tan próxima al pacifismo evangélico de los actuales
Papas (cuyo «Reino –de ahí su extravagancia– no es de este Mundo») ya fuera
el pacifismo defendido por la izquierda divagante, que proclama en la Tierra la
Paz perpetua y la Alianza de las Civilizaciones. Para estos pacifistas radicales
las aventuras de Don Quijote podrán servir como ilustración, por vía apagógica
de hecho o de contraejemplo, de la inutilidad de la guerra, y de la estupidez de
la violencia y del uso de las armas.

Los intérpretes más audaces de esta ralea, deseando salvar a Cervantes,


acaso se atrevan a decir: la «lección ética» que Cervantes ha dado a España y
al mundo en general con su Don Quijote nos enseña la inutilidad de las armas y
de la violencia.

De este modo los pánfilos verán en Cervantes a un pacifista convencido,


que intenta demostrar la importancia de la paz evangélica, de la tolerancia y del
diálogo, por la vía apagógica de los contraejemplos, de las armas que resultan
ser inútiles por esforzado que sea el ánimo de quien las empuña.

Sin embargo, quienes creen poder extraer semejantes conclusiones –


«moralejas»– de los fracasos de Don Quijote con sus armas, cometen una
imperdonable confusión entre las armas de Don Quijote y las armas en general.
Una conclusión o moraleja sacada desde la petición de principio de que las

629
armas de Don Quijote representan a las armas en general. Pero, ¿y si Don
Quijote estuviera insistiendo, mediante su peculiar modo críptico de hablar, en la
diferencia esencial entre las armas de fuego (con las cuales se obtuvo la victoria
de Lepanto) y las armas blancas de los caballeros antiguos? En este supuesto,
los fracasos de Don Quijote, con sus armas blancas, herrumbrosas, se
convertirían inmediatamente en la apología de las armas de fuego con las que
se abre la guerra moderna, a cuyas primeras batallas asistió Cervantes en varias
ocasiones (Lepanto, Navarino, Túnez, La Goleta, San Miguel de las Azores).

Sin embargo, es preciso constatar que, en todo caso, las interpretaciones


catastrofistas del Quijote, afectarían antes a Cervantes que a Don Quijote.
Según la tesis de Unamuno, Cervantes, hombre resentido y escéptico, se habría
comportado como un miserable con Don Quijote, intentando ponerle una y otra
vez en ridículo. Pero no lo habría conseguido, y la mejor prueba sería la
admiración universal que Don Quijote suscita, y no precisamente (salvo en los
psiquiatras) como un loco paranoico. Porque, por más que Don Quijote cae y se
descalabra, también se levanta y se recupera: representa de este modo la
fortaleza, la firmeza y la generosidad del caballero, que vive, no en un mundo de
fantasía, sino en el mundo real y miserable, pero sin rendirse ante las miserias.

Además, no es nada claro que Cervantes mantuviera ante el Imperio


español la actitud nihilista del resentido que Unamuno le atribuye. Cervantes
conservó siempre el orgullo de soldado combatiente en Lepanto, en donde la
Liga impulsada por el Imperio español, detuvo las oleadas del Imperio otomano,
«la mejor ocasión que vieron los siglos», dijo Cervantes. También nos consta,
por el propio Quijote, que Cervantes aprobó la política española de expulsión de
los moriscos, y que siempre se manifestó convencido súbdito de la Católica
Monarquía Hispánica.

No dibujó Cervantes la figura de un héroe con los trazos groseros y primarios


según los cuales fue dibujada a lo largo de los siglos la figura del rey Arturo, o la
de Amadís de Gaula. El procedimiento de Cervantes fue más sutil y, sin duda
por ello, sus resultados más ambiguos. Tanto como para dar pie a que los
enemigos de España lo transformasen en motivo de escarnio para su historia y
para sus hombres.

13

El Quijote como revulsivo

Examinemos ahora algunas interpretaciones críticas susceptibles de ser


incluidas en el grupo de las interpretaciones revulsivas, pero no catastróficas, de
Don Quijote.

630
En efecto, en el Quijote, podríamos ver, ante todo, la demoledora crítica
dirigida contra todos aquellos españoles que, tras haber participado en las
batallas más gloriosas, en aquellos hechos de armas a partir de los cuales se
forjó el Imperio español, habían vuelto a sus lugares o a la corte, como hidalgos
o caballeros satisfechos, dispuestos a vivir de sus rentas en un mundo
intemporal, y de sus recuerdos de los tiempos gloriosos. Y olvidándose de que
el Imperio, que protegía su bienestar –su felicidad–, es decir, su pacífica vida,
más o menos apacible, estaba, después de la Invencible, siendo atacado por los
cuatro costados, y comenzaba a presentar vías de agua alarmantes.

Esta masa de gentes satisfechas, tras el primer gran esfuerzo del Imperio,
que está comenzando a desmoronarse, tiene el peligro de ser un lugar de cuyo
seno podrá surgir el «quiero y no puedo» de algún caballero esforzado, a quien
solo le queda esperar el ridículo, si intenta valerse de las armas herrumbrosas
de sus bisabuelos, es decir, por ejemplo, de los barcos paralíticos de la Armada
Invencible.

Las lanzas y espadas de los bisabuelos, o el baciyelmo que el propio Don


Quijote se fabrica, podrán comenzar a ser vistos como alegorías a través de las
cuales Cervantes, sin necesidad siquiera de ser muy consciente de ello, estaba
intentando representar aquella España que él iluminaba con la luz ultravioleta de
la que hemos hablado. Cervantes, según esto, con su Don Quijote, podría haber
intentado, o al menos (si lo que había intentado hubiera sido dar suelta a su
escepticismo casi lindante con el nihilismo) podría haber logrado ejercer el papel
de agente de un revulsivo ante los gobiernos de los reyes sucesores de sus
majestades católicas, de Carlos I y aún de Felipe II, de los tiempos de Lepanto.

Lo que Cervantes les estaría diciendo a sus compatriotas es que, con lanzas
y espadas oxidadas, con barcos paralíticos, o con aventuras solitarias, menos
aún, disfrazados de pastores bucólicos y pacíficos, los españoles estarían
destinados al fracaso, porque su Imperio, que les protegía y en el que vivían,
estaba seriamente amenazado por los Imperios vecinos. Cervantes estaría
viendo también, sin embargo, aunque con escepticismo, que sería posible
remontar la depresión, que afloraba sin duda en algunos de sus personajes, y
entre ellos Alonso Quijano transformado en Don Quijote. Y por eso Cervantes
parece querer subrayar en todo momento que sus personajes tienen
efectivamente esa energía, aunque ella tuviera que expresarse en forma de
locura.

Según esto, el mensaje de Don Quijote no sería un mensaje derrotista, sino


un revulsivo destinado a remover de su ensueño a quienes, después de la batalla
victoriosa, pensaban poder vivir satisfechos, paladeando la paz de la victoria, o

631
simplemente disfrutando de su «estado de bienestar» (como los españoles dirán
siglos más tarde).

Es decir, el nuevo orden que había logrado imponer a sus antiguos


enemigos, olvidándose de que ese bienestar procedía del exterior de las
fronteras, de esa América que el propio Cervantes elimina del Quijote. Estaría
explicando el por qué en el Quijote no se dice nada de todo lo que rodea al recinto
peninsular, con sus islas y territorios adyacentes, por qué no se dice nada de
América, de Europa, de Asia o de África.

Por eso Don Quijote, al mismo tiempo que sus locuras, estaría ofreciendo
algunos indicios de los caminos que sería preciso seguir. Ante todo recorrer y
explorar todo el solar de la nación española: Cervantes se ha preocupado que
Don Quijote de la Mancha salga de su lugar de los campos de Montiel, traspase
Sierra Morena; incluso se ha preocupado de hacerle llegar hasta la playa de
Barcelona (aquella misma, al parecer, en la que Cervantes vio cómo se hacía a
la mar, sin que él, en una última oportunidad, pudiera ya alcanzarlo, el barco que
llevaba a Italia a su protector, el Conde de Lemos).

Pero recorrer España peninsular no simplemente para solazarse en un


«merecido descanso», o acaso para insultar en privado a sus gentes, sino para
esforzarse, sin descanso («mis arreos son las armas, mi descanso el pelear»),
interviniendo en sus vidas, en actitud de intolerancia ante lo intolerable (por
ejemplo, el retablo de Maese Pedro). O induciendo a estas vidas a la fabricación
de armas que no fueran baciyelmos, sino armas nuevas, armas de fuego (hoy
diríamos, bombas de hidrógeno), necesarias para mantener la guerra que sin
duda van a desatar las naciones que acosan a la nación española, si ésta no se
les somete.

Porque Don Quijote no cree en la Armonía universal, ni en la Paz perpetua,


ni en la Alianza de las civilizaciones. Don Quijote vive en un cosmos cuyo orden
no es otra cosa sino la apariencia que cubre las convulsiones profundas que
experimentan sus partes, que jamas ajustan las una a las otra: «Dios lo remedie
[dice en el capítulo del barco encantado, II, 29], que todo este mundo es
máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.»

Por ello el Quijote ofrecerá no ya a los hombres (al «Hombre», en general),


sino a los hombres españoles, un mensaje preciso: la apología de las armas,
«que lo mismo es decir armas que guerra». Bien está que quienes se dirigen al
Hombre en general, o bien al Género humano, o a la Humanidad, dirijan
mensajes de esperanza en una paz perpetua; porque estos mensajes serán
inofensivos si tenemos en cuenta que su destinatario (el Género humano, la
Humanidad) no existe. Pero un mensaje de paz perpetua y de desarme dirigido

632
a la «nación española» sería letal; sólo podría entenderse como un mensaje
enviado a España por sus enemigos, esperando, una vez que España se hubiera
desarmado, entrar en ella para repartírsela.

En cualquier caso no es necesario suponer que Cervantes se propuso


deliberadamente, como finis operantis de su obra maestra, ofrecer una parodia
que sirviera de revulsivo a aquellos validos de la monarquía, caballeros de Corte,
duques, curas o barberos, a fin de hacerles ver, a través de las aventuras de un
esperpéntico caballero, adonde podía conducir su complacencia, su bienestar,
incluso sus aficiones literarias por la caballería andante o por la vida pastoril.

Es suficiente admitir la posibilidad de que Cervantes pudiera haber percibido


de inmediato en ese hidalgo, loco por sus lecturas de libros de caballería, un
hidalgo, al que llamó Alonso Quijano, y de quien tuvo sin duda noticias
precisas, que le interesaron, tanto por su condición de loco como, sobre todo,
por la naturaleza de su locura (poco tiene que ver la locura del licenciado Vidriera
con la locura de Don Quijote, aunque las diferencias entre ambos quedan
borradas groseramente cuando sólo se atiende a su común denominación de
«locos»). Una locura que lo aproximaba en seguida a los caballeros de corte,
caballeros entusiasmados, no ya sólo acaso por Amadís o por Palmerín, sino
también por Hernán Cortés o por el Gran Capitán, aunque Cervantes habría
querido separarlos, desviando la atención hacia aquellos, para no levantar
sospechas incómodas o peligrosas, o desviar la dirección de su argumentación
apagógica.

En suma, en el hidalgo loco por las caballerías, convertido en caballero, y


«armado caballero por escarnio», podría Cervantes haber intuido la ridiculez de
aquellos caballeros felices y complacientes que se alimentaban de aquellas
historias. Más aún: puede concederse que esta alegoría, intuida desde el
principio, pero en claroscuro, habría asumido como estímulo constante, que
tomaba fuerzas al andar, sobre el autor, impulsado para entregarse, cada vez
con mayor dedicación, al desarrollo de un personaje tan ambiguo y, por ello,
inagotable; un personaje que tanto prometía, ya desde su simple definición
inicial.

El febril desarrollo de su genial invención, es decir, el descubrimiento del


«hidalgo loco de la Mancha por su afán de transformarse en caballero andante»
pudo ser, desde luego, el cauce que recogiera la poderosa corriente que en
Cervantes manaba, sin duda, desde hacía algunos años, y en la que iban
disueltos tantos resentimientos, desencantos y desprecios hacia los caballeros,
validos o duques satisfechos. Hacia esos próceres, que en pleno Estado de
bienestar, se complacían con las memorias heroicas, propias o ajenas, que les

633
acompañaban en las cacerías o en los salones, ya fueran los de Madrid, ya los
de Valladolid, ya fueran los de Villanueva de los Infantes.

Podría haber sido en el curso de estos desarrollos de la ambigüedad de la


figura inicial –ambigüedad que suponemos constitutiva de la figura de Don
Quijote–, en la medida en que debe ir siendo desplegada tanto en función de las
aventuras interesantes en el terreno psicológico psiquiátrico, como en función de
los contenidos de tales aventuras, de interés ético o político. Sería a partir del
desarrollo de esta figura ambigua, en su principio, como Cervantes habría ido
advirtiendo, por el peso mismo de los contenidos específicos caballerescos de
esta específica locura, el alcance alegórico, filosófico político de su ficción.

Alonso Quijano es un loco, pero Don Quijote canaliza su locura por cauces
que generalmente son violentos, pero al mismo tiempo llenos de firmeza y
generosidad. Además el héroe, un loco por sus hechos o hazañas, es héroe
discreto e ingenioso en sus discursos, impropios de un loco; pero puesto que
Cervantes piensa que los discursos son los que conforman y dan sentido a
los hechos (hasta el punto de que estos puedan ser borrados o transformados
por aquellos), Cervantes se habría visto obligado, por la fuerza objetiva del
personaje con quien se enfrenta, Don Quijote, así como de las personas
individuales involucradas en él, a ir atribuyendo los constantes fracasos de Don
Quijote, más que a su locura a los instrumentos de los cuales esta locura se
valía, tales como armas arcaicas, caballos famélicos, ridículos baciyelmos.

De este modo, el Quijote se habría ido transformando poco a poco en una


obra que objetivamente (según su finis operis) iba asumiendo, simplemente por
el filtro escéptico de Cervantes, la función de un revulsivo dirigido a los mismos
caballeros cortesanos o villanos, a los duques y a los bachilleres que Cervantes
conocía, y que eran aquellos que en la segunda parte ridiculizaban ellos mismos
los trabajos de Don Quijote. Es como si Cervantes, desarrollando las
virtualidades de su personaje, hubiera llegado a alcanzar una disposición de
ánimo tal que le hubiera hecho capaz de decir a sus compatriotas: «Ved cómo
del magma complaciente y satisfecho de los próceres, ociosos, caballeros,
villanos, escribas y legistas, curas y barberos, han emergido las figuras de Don
Quijote, Sancho y Dulcinea, cuyo rango los eleva inmediatamente por encima de
la vulgar muchedumbre ambiente.»

¿Por qué entonces resultan risibles, sobre todo la figura de Don Quijote? No
por su esfuerzo, fortaleza, firmeza o generosidad, sino porque utiliza
instrumentos o se propone objetivos risibles: lanzas quebradas, baciyelmos,
molinos de viento, rebaños de ovejas, incluso gobierno de una ínsula; pero
manteniendo siempre aquella energía esforzada, firme y generosa, heredada de
su estirpe.

634
Sustituyamos lanzas quebradas por cañones, caballos famélicos por naves
artilladas y ligeras, caballeros andantes por compañías o batallones (la violencia
individual no sirve para «desfacer entuertos» sino para encadenar otros nuevos),
molinos de viento por gigantes ingleses o franceses que nos atacan;
sustituyamos al escudero Sancho por millones de labradores que salen de sus
lugares para acompañar a los caballeros en la lucha contra los enemigos reales,
y a Dulcinea por millares de mujeres que arrojan al mundo nuevos labradores y
soldados.

Cervantes pudo entrever esta alegoría a medida que su relato iba


avanzando. Lo importante es que tal alegoría fuera entrevista por Cervantes,
porque sólo entonces podría entenderse su disposición para llevar a Don Quijote,
en un momento dado de su carrera, a colgar las armas y, al mismo tiempo, a
decretar su muerte. Porque lo que no puede olvidarse es que la lección final y
más profunda del Quijote, que Cervantes parece querer ofrecernos, es ésta: que
aunque los proyectos esforzados de Don Quijote y de los caballeros armados
que representa parezcan locuras, la disyuntiva es la muerte. Para renunciar a
estas locuras, para curarse de ellas, tras la gran calentura, habrá que colgar las
armas; pero con esto (que es lo que no ve el pánfilo pacifista) viene la muerte.
La muerte física de Don Quijote, al recluirse, tras colgar las armas, en el cuerpo
de Alonso Quijano, simboliza así la muerte de España, al colgar las suyas.

14

«Razones tan discretas que borran y deshacen sus hechos»

La facultad de hacer discursos discretos e ingeniosos, que es facultad propia


de los letrados –que son ante todo quienes dominan las letras de las leyes–, es
una facultad que Cervantes atribuye a Don Quijote, pero no en abstracto, sino
poniendo en su boca los mismos discursos discretos e ingeniosos que acreditan
esa facultad, que aparece en Don Quijote con tanta o más fuerza cuanto más
débiles y quebradas nos parecen sus acciones, sus armas y sus hechos.

No puede afirmarse, por lo demás, desde luego, que Don Quijote, en su


locura, careciera de discurso, como tampoco carece de armas. Pero tampoco
puede afirmarse (con don Diego Miranda) que la «incongruencia» (locura o
tontería) de Don Quijote se encuentre sólo en el terreno de la coordinación de
los discursos y sus acciones. La incongruencia de Don Quijote se encuentra ya
en su propio discurso, y es éste el que enferma o degenera. Aunque no es fácil
determinar cual es la línea divisoria que separa el discurso sano y el discurso
degenerado, que en Don Quijote toma la forma de locura, y según una figura ya
conocida, si damos por buena la tesis de Menéndez Pidal sobre el entremés de
Bartolo.

635
En el momento de tratar de establecer esta línea divisoria habría que tener
en cuenta que la «parte sana» del discurso de Don Quijote tendría que ser
compartida por el propio Cervantes; o, dicho de otro modo, que Cervantes estaría
expresando su pensamiento a través del discurso sano de Don Quijote, y que un
discurso no se opone solo, en globo, a las acciones –a los hechos, en cuanto
acciones–, sino también al juicio sobre los hechos de experiencia, que no son
tanto acciones cuanto percepciones, sin perjuicio de que, a su vez, estas
percepciones estén «recortadas» por alguna acción previa o virtual, con tal de
que esté integrada en el discurso.

Cervantes (si es que es Cervantes quien habla, en el capítulo XVIII de la


segunda parte, por boca de Diego de Miranda) no parece diagnosticar quiebra
alguna en el discurso de Don Quijote, y su locura la pone más bien en la
incongruencia entre su discurso, en sí mismo sano, y sus acciones, entre sus
«palabras» y sus «hechos», dirán otros. Cuando don Lorenzo, el hijo poeta de
don Diego, pregunta a su padre su opinión sobre el caballero que ha invitado a
su casa («el nombre, la figura y el decir que es caballero andante, a mí y a mi
madre nos tiene suspensos»), don Diego responde:

—No sé lo que te diga, hijo; sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas
del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y
deshacen sus hechos. (II, 18; cursiva nuestra.)

No es por tanto propiamente que los hechos deshagan las palabras; la


situación es mucho más interesante: son las palabras las que, según don Diego,
deshacen los hechos.

Don Diego, según este diagnóstico, parece desplazar la incongruencia de


Don Quijote a un lugar distinto (aquel en el que se contraponen los discursos y
las acciones), en el que su hijo don Lorenzo, el poeta, parecía ponerla
inicialmente (el lugar en el que se contrapone el discurso y los hechos, sin
distinción, por un lado, y por tanto el comportamiento global de Don Quijote, que
será coherente en sí mismo, y la expresión personal, no solo verbal, de los
mismos («que el nombre, la figura y el decir que es caballero andante...»).

Cabe, en resumen, ensayar diferentes criterios. El que nos parece más


plausible se basa en una distinción entre el discurso doctrinal (necesariamente
abstracto, político, filosófico) y el juicio de aplicación del discurso a las
circunstancias concretas del momento, en el que ha de intervenir la prudencia, y
la sindéresis, y no sólo la sabiduría de los principios o de la ciencia de las
conclusiones (la coherencia) de la doctrina. Cabría poner en correspondencia el
discurso doctrinal con el «registro representativo del lenguaje», mientras que el

636
juicio preferiría el registro del lenguaje expresivo o apelativo, que se dirige a
personas en concreto.

Por ejemplo, en el capítulo 29 de la segunda parte (en el que Cervantes


expone la famosa aventura del barco encantado) se le supone a Don Quijote
una ciencia sólida en su discurso sobre la Esfera, puesto que utiliza conceptos
que Sancho no conoce: qué cosas sean coluros, líneas, paralelos, zodiacos,
eclípticas, polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas... Pero
el discurso se quiebra –como se quebraría la lanza– al aplicarlo a las
circunstancias concretas, allí donde el buen juicio, o la facultad de juzgar, de
subsumir lo particular en lo universal, o recíprocamente, ha de ejercitarse
rectamente. Don Quijote comienza a calcular «cuantas paralelas» ha de
atravesar el barco arrastrado por la corriente del Ebro; comienza a interpretar las
aceñas como castillo en el que debe encontrarse alguna infanta o princesa
malparada. El buen juicio lo mantiene aquí Sancho, pero también la «canalla
malvada» y los molineros de las aceñas «que vieron venir aquel barco por el río,
y que se iba a embocar por el raudal de las ruedas». «Los cuales [molineros],
oyendo y no entendiendo aquellas sandeces [de Don Quijote], se pusieron con
sus varas a detener el barco, que ya iba entrando en el raudal y canal de las
ruedas.»

Lo que parece aquí imprescindible indicar es que la locura de Don Quijote,


definida como quiebra del juicio, es tal que permite mantener intacto el discurso
doctrinal «académico» (científico, filosófico, político). No es una locura común,
propia del esquizofrénico que padece confusión y caos mental. La locura de Don
Quijote es solo un caso particular de la misma quiebra de juicio que padecen los
hombres más sabios, los políticos o los científicos, por ejemplo, que una vez que
han construido firmemente su doctrina o su diagnóstico, tratan de aplicarlos al
caso concreto, y si este se resiste, echarán la culpa al caso, y no a la doctrina
(«el cadáver miente»).

Otra cosa es el origen de ese desajuste entre la doctrina y el hecho. ¿Se


debe simplemente al dogmático empecinamiento del político o del científico (que
llega a proponer, pongamos por caso, como doctrina cierta, la teoría del big bang,
sin perjuicio de los hechos en contra)? ¿Se trata de que los hechos son
«trastocados» desde fuera (por ejemplo, desde el palacio de los duques), a fin
de que aparezcan distintos a como deberían aparecer? Descartes, en días muy
próximos a aquellos en los que Cervantes escribía
el Quijote, cuando juzgaba que «acaso esta estufa sea una ilusión propiciada
por un Genio Maligno engañador», se enfrentaba con el mismo encantador con
el que se encuentra Don Quijote.

637
Porque también Don Quijote recurre al encantamiento de un Genio Maligno
para explicar la falta de ajuste entre las doctrinas sanas y los hechos de
experiencia. El propio Sancho llegaba a veces a «perder el juicio» como le
ocurrió en el episodio de los cueros de vino acuchillados por Don Quijote (I, 35),
que los tomó por gigantes, y al vino derramado por sangre. ¿Quién no asocia
este «encantamiento» de la transformación del vino en sangre con los debates
del siglo XVII, entre galileanos, gassendistas y cartesianos, a propósito de la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, y de la transubstanciación eucarística?
Pero la doctrina de Santo Tomás, si la consideramos como un propotipo de
discurso teológico racional, casi perfecto, dentro de los principios del
hilemorfismo creacionista, ¿qué tiene que ver con esa locura de ver en el pan y
el vino el cuerpo y la sangre de Cristo?

Nos permitimos advertir que la dificultad no aparece tanto en el terreno del


discurso doctrinal teológico de Santo Tomás, cuanto en el juicio concreto acerca
de si este pan de trigo, como hostia consagrada, es el cuerpo de Cristo, y
si este vino de uva, consagrado, es la sangre de Cristo. Pero sólo puede
asentirse a semejante juicio apelando a la acción divina, a un milagro, que es de
algún modo obra de encantamiento. De un encantamiento que, como en el caso
de Don Quijote, transforma el vino en sangre, y el pan en carne. (Cuando se
cambiaba el discurso tomista, la doctrina, por ejemplo el hilemorfismo por el
atomismo, el encantamiento se hacía mucho más difícil; y la defensa de la
doctrina atomística sería el motivo por el cual, y no por su heliocentrismo, habría
comenzado la persecución de Galileo.)

15

El discurso de las armas y las letras

Y entre los discursos más famosos, y también más racionales y sanos,


atribuidos a Don Quijote por Cervantes (en cuya exposición, según hemos
insinuado, estaría Cervantes manifestando su propio pensamiento), hay que
contar, sin duda alguna, el «Curioso discurso de las armas y las letras» (Primera
parte, final del capítulo 37 y 38).

Este Discurso, en sí mismo, no tiene quiebra, ni la tienen las armas a las


cuales allí se aluden. Precisamente porque son «armas aludidas» (pintadas) y
no armas utilizadas (vivas). La quiebra del discurso de las Armas y las Letras no
aparece en alguna grieta o inconsistencia que en el mismo discurso podamos
advertir, sino en el momento de su aplicación, pongamos por caso, en la falta de
juicio que se manifiesta al tomar las aspas de los molinos por brazos armados
de gigantes.

638
¿Y cual es la sustancia de este discurso perfecto de las armas y las letras?
Es decir, ¿contra quien se dirige?

En nuestros días, en los cuales el «síndrome de pacifismo fundamentalista»


(SPF) sacude intensamente a los ciudadanos y a los fieles (otros dirán, aún
situados en «la izquierda», pero con reminiscencias clericales: sacude
intensamente «a las conciencias»), quienes exaltan, en su cuarto centenario, a
Don Quijote, esperarán poder levantar a su figura como un emblema más del
pacifismo salvador. ¿No dice Don Quijote en su discurso que «las armas tienen
por fin y objeto la paz»? ¿Acaso no recuerda Don Quijote en su discurso, aunque
sin citarlo expresamente, a San Lucas, que en palabras de su Evangelio, con las
que después se comenzará el cántico de la misa, dice: «Gloria sea en las alturas,
y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad»?

Más aún, quienes, con Bataillon y tantos otros, ven a Cervantes como uno
más de los españoles impregnados por Erasmo (¿qué escritor del siglo de oro
español merecería ser citado por estos eruditos sectarios si no fuera porque en
aquel discurso ven reproducida alguna idea de Erasmo?), leerán el curioso
discurso de Don Quijote como una versión de la doctrina del pacifismo
evangélico erasmista.

A fin de cuentas, Erasmo fue el gran abanderado del pacifismo de su época;


la época en la que, en España, Vitoria y otros teólogos argumentaban a favor de
la guerra, de la guerra que llamaban «justa». Pero a Erasmo no le gustaba
España, porque era tierra en donde se toleraba con exceso a los judíos; aparte
de ello el pacifismo de Erasmo no era tampoco un pacifismo puramente
evangélico, porque estaba entretejido con intereses mundanos del siglo. Erasmo
decía ser neutral: Francisco, rey de Francia, busca la paz, pero también Carlos
la busca. Por eso diría Francisco: «Mi primo y yo estamos siempre de acuerdo,
los dos queremos Milán.»

Pero el Discurso de las armas y de las letras de Don Quijote no es un


discurso pacifista, ni, menos aún, es un discurso «erasmista». A lo sumo podría
interpretarse como un discurso contra Erasmo (salvo que se suponga, y es
mucho suponer, que Cervantes elogia la locura de Don Quijote cuando éste
empuña sus armas). Y esto porque la doctrina que Don Quijote expone es, ni
más ni menos, no la doctrina de Erasmo, sino la doctrina de Aristóteles.

Erasmo, en su Querella de la paz de cualesquiera pueblos, echada y


derrotada, publicada en 1529, defiende, desde luego, la paz, atacando a
las armas, en beneficio de las letras y, sobre todo, de las letras divinas: la paz
de Erasmo es la paz evangélica.

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¿En qué se diferencia el hombre de los animales? En que el hombre, dice
Erasmo, a pesar de tener inteligencia, se comporta de un modo más bestial del
que las bestias acostumbran para relacionarse con las de su misma especie.
Pero Erasmo, inventándose la etología, y sobre todo la etología humana, dice:
«Entre las bestias más feroces encuentro yo más grata hospitalidad que entre
los hombres.» Los animales viven en concordia cuasi civil. A menudo los
elefantes se comportan entre sí como hermanos; los leones no se embravecen
ante los leones; la víbora no muerde a la víbora. Debería bastar el vocablo
«hombre» para establecer la avenencia entre los hombres. Y aunque la
naturaleza los hubiera derribado o hecho caer, ¿no les bastaba Cristo? Cristo es
el principio de la paz. A Cristo no le anuncian bélicas trompetas. ¿Por qué los
hombres mueven guerras permanentes, a pesar de su inteligencia? Acaso por
su pecado original. Pero Erasmo parece estar diciendo que si la inteligencia, o la
razón, no hubiera sido menoscabada en el hombre por el pecado, como decía
San Agustín, los hombres dejarían de cultivar las armas, precisamente en virtud
de su racionalidad.

Se ha señalado una posible relación entre la Querela pacis de Erasmo, en


que acusa la ambición de los príncipes belicosos, y el programa de Vitoria, De
iuri belli. Manuel de Montoliu (Alma de España, págs. 632, 633) defiende esta
relación. Pero semejante apreciación, a nuestro juicio, carece de todo
fundamento, y es sólo fruto de la erasmomanía. Vitoria no es pacifista al modo
de Erasmo; su posición sobre la guerra justa es precisamente la contraria a
Erasmo.

Pero mientras que Erasmo afirmaba que los hombres deberían dejar de
cultivar las armas, precisamente en virtud de su racionalidad, Don Quijote
comienza reivindicando la condición racional de las armas. El hombre es animal
racional, luego también han de serlo las armas, inventadas por el hombre. Tanto
más importante es esta conclusión de Don Quijote cuando advertimos que sus
armas no son armas-máquina (armas de disparar, como flechas, bolas, armas
de fuego, granadas; menos aún armas automáticas, como cepos o misiles
inteligentes) sino armas-instrumento (armas de blandir, como espadas o lanzas).

No imaginamos a Don Quijote manejando un arco o un arcabuz. Don Quijote


sólo utiliza, como buen caballero andante, armas-instrumento, es decir, armas
cuyo impulso lo reciben directamente del cuerpo del caballero, de forma que sea
él quien directamente tome contacto con el cuerpo del enemigo, y en lucha
«cuerpo a cuerpo» con él pueda percibir sus reacciones inmediatas. Los etólogos
de hoy toman este criterio como base para distinguir la conducta agresiva animal
(la conducta agresiva que actúa directamente sobre el cuerpo del enemigo) y la
conducta agresiva humana, cuando ésta establece una desconexión cada vez
mayor entre el agredido y el agresor. Lorenz habló de un «descarrilamiento del

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instinto de agresión», derivado de esta desconexión, cuyos primeros grados
aparecerían ya en chimpancés, u otros animales que lanzan piedras, aunque
propiamente no las disparan: la aceleración que experimenta la piedra lanzada
con la mano –dejamos de lado la aceleración de la piedra lanzada con honda o
la que es efecto de la gravedad– toma su fuerza de la mano que la lanza.

Pero no nos autorizaría esta distinción entre armas-instrumento (cuya


energía procede del organismo, que utiliza los instrumentos como si fuesen
órganos suyos: garras, colmillos, puños) y armas-máquina, a clasificar las armas
instrumentales como armas animales irracionales. Las «armas orgánicas» no
son, sencillamente, armas, sino órganos de ataque o defensa de un animal, o
incluso a veces de una planta (espinas, venenos). Pero las armas instrumentales
ya son armas estrictas, herramientas normadas, contenidos de la cultura
humana, por lo tanto, como dice Don Quijote, racionales.

En consecuencia, ni las armas ni la guerra es propia de animales


irracionales. La guerra no es cuestión de fuerza bruta, asentada en el cuerpo. La
guerra supone el espíritu, el ingenio:

«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas de la
andante caballería] excede a todas aquellas y aquellos que los hombres
inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está
sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras [las letras de los
letrados, de los legistas, del Estado de derecho] hacen ventaja a las armas, que
les diré, y sean quienes se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón
que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del
espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan,
como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más
de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las
profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para
ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero
que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el
espíritu como con el cuerpo.»

Y todavía dirá más: las armas tienen un fin superior a las letras («y no hablo
ahora de las [letras] divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas
al cielo»), porque mientras las letras [las que giran en torno a las normas éticas,
morales, políticas o jurídicas] tienen como fin y paradero «entender y hacer que
las buenas leyes se guarden», este fin no es digno de tanta alabanza como la
que merece «aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin
la paz (...) Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mismo es decir armas
que guerra.»

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Ahora bien, esta famosa proposición («La paz es el fin de la guerra»)
procede, como es sabido, de Aristóteles (Política, 1334 a15). Pero hay dos
modos principales de interpretarla:

(1) La Paz, universal y perpetua, es el fin de todas y cada una de las guerras;
una paz que habría que entenderla, por tanto, como una reconciliación mutua
y sempiterna de los contendientes.

(2) La Paz no es un fin universal e indiferenciado de todas las guerras, sino el fin
particular y específico de cada guerra: quien está en guerra busca la Paz, pero
esta paz es la Paz de su victoria. Quien entra en la guerra colabora a un
desorden; y el fin de la guerra es restablecer el orden, pero tal como lo entiende
el que quiere vencer. Por ello, el fin de la guerra es la Paz, la Paz de la victoria,
del orden victorioso y estable que haya logrado establecer el vencedor.

La primera interpretación de la proposición de Aristóteles es claramente


meta-histórica, por no decir metafísica. Si la Paz fuese la ley universal de los
hombres, como animales racionales, la única manera de explicar históricamente
las guerras sería suponer que los hombres, a lo largo de la historia, han
entablado guerras por su irracionalidad; es decir, habría que suponer que toda
la historia del hombre es la historia de la sinrazón.

Sólo la segunda interpretación puede recibir un significado histórico positivo,


desde el supuesto de que la humanidad no tiene existencia como tal, sino que
está originariamente distribuida en partes que no tienen por qué ser compatibles
ni congruentes entre sí. La guerra habrá sido la forma extremada de la relación
ordinaria entre esas partes.

Cuando, desde este supuesto, hablemos de paz, como fin de la guerra, nos
referiremos a la guerra real, a cada guerra en particular; y entonces hablar de
paz ya puede tener un sentido político e histórico, y no metafísico o
metahistórico. Hablar de la paz como fin de la guerra es hablar de una paz
política: bien sea de la Pax Romana, bien sea de la Pax Hispana, bien sea de la
Pax Británica o bien sea de la Pax Soviética (de la que Stalin se proclamó
abanderado en 1950). La paz es el fin al que aspira la guerra con el objetivo de
instaurar el orden inestable que la misma guerra ha comprometido,
reconstruyéndolo a medida del vencedor.

Que la proposición de Aristóteles entiende la paz como fin de la guerra, en


este sentido positivo, se corrobora con otro pasaje suyo, un poco anterior al
citado (Política, 1333), en donde Aristóteles pone en correspondencia la
contraposición trabajo/ocio con la contraposición guerra/paz, y dice: «La guerra
tiene como fin la paz, como el trabajo el ocio.»

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Por eso la guerra, en cuanto actividad racional que tiene como fin la paz, o
el orden justo obtenido tras la victoria, implica también racionalidad de este orden
y de las operaciones que conducen a él. Por ello la guerra no puede tener como
fin la esclavización de los hombres que no lo merecen, y menos aún su
exterminio. La paz a la que aspira la guerra ha de tener como fin:

(a) O bien evitar ser esclavizados por otros: es el fin al que aspiran las guerras
defensivas.

(b) O bien lograr obtener la hegemonía sobre otros, no para dominarlos


simplemente, sino para proporcionarles bienes mejores de los que disfrutan.
Se trata de lo que después se han llamado guerras de civilización, o también
guerras de liberación.

(c) O bien la guerra tiene como fin gobernar a los que merecen ser gobernados,
incluso como esclavos. Vitoria, incluso Sepúlveda, asumirán este tercer fin de
la guerra como un título de guerra justa, si es que él se propone tutelar y educar
a los pueblos incapaces de gobernarse a sí mismos, hasta lograr que
desarrollen sus propias capacidades.

(Sobre estos asuntos véase nuestro libro La vuelta a la caverna. Terrorismo,


guerra y globalización, I, 4: «La Paz como objetivo final de la Guerra». Para la
polémica Sepúlveda, Vitoria, Las Casas, véase el análisis de Pedro
Insua, «Quiasmo sobre 'Salamanca y el Nuevo Mundo'», El Catoblepas, número
15, mayo de 2003 [http://nodulo.org/ec/2003/n015p12.htm].)

No parece, en conclusión, que pueda afirmarse que Don Quijote está


predicando, en su famoso discurso, un pacifismo político y una requisitoria contra
las armas a favor de las letras. Podrá estar dibujada en su horizonte una Edad
de Oro, que por otra parte tampoco se identifica con la Paz evangélica, que él
invoca en otras ocasiones. A lo sumo Don Quijote estaría defendiendo un orden
–una paz– susceptible de ser mantenida a través de leyes justas, que a su vez
sólo por la fuerza de las armas podrían ser efectivas. Este es el fundamento de
la superioridad que, en su famoso discurso, Don Quijote (Cervantes) atribuye a
las armas sobre las letras: sobre las letras humanas (de las letras divinas no
quiere hablar), sobre las letras propias de los letrados, es decir, sobre las letras
de las leyes.

Si utilizásemos el concepto que, dos siglos después, crearon algunos


letrados alemanes (como Robert von Mohl), el concepto de Rechtsstaat, que
nosotros traducimos como «Estado de Derecho», tendríamos que concluir que,
para Don Quijote, el «Estado de Derecho» –el Estado de los letrados, el Estado
de los legistas– carece de fuerza por sí mismo, y que la fuerza de obligar que él

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pueda tener la recibe de las armas capaces de hacer cumplir las sentencias de
los jueces; así como también fueron las armas las que hicieron posible que el
orden representado por esas leyes prevaleciera sobre otros órdenes distintos,
contrapuestos o alternativos.

Don Quijote, por su parte, se considera siempre muy lejos de cualquier


tribunal de justicia: «¿Y dónde has visto tú o leído jamás que caballero andante
haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?» (I,
10.) Don Quijote, como caballero andante soberano, asume la posición
tradicional de todo soberano, de la Iglesia, dotada de fuero propio, o del Rey de
las monarquías absolutas, y residualmente de las constitucionales: «La persona
del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.» (artículo 56.3 de
la Constitución española de 1978.) Pero también asume la posición que siempre
corresponde a la soberanía política efectiva, la de un Imperio (como pueda serlo
actualmente Estados Unidos de Norteamérica), a quien ningún Tribunal
Internacional de Justicia (real y no de papel, como los que actualmente fingen
serlo) puede juzgar, porque el cumplimiento de sus sentencias sólo es posible si
es el Imperio mismo quien obliga a cumplirlas.

El orden representado en las leyes que pueda presidir a una Nación, tal
como la Nación española, sólo puede mantenerse por la fuerza de las armas,
que lo crearon y lo sostienen por debajo: las armas que lleva Don Quijote, pero
no en solitario, sino asistido por Sancho y por Dulcinea, de la cual podrán salir
los nuevos soldados y los nuevos legistas.

Una Nación desarmada o débil sólo podrá asumir el orden que le impongan
otras Naciones o Imperios mejor armados. Y, por ello, las armas deben ser
consideradas superiores y más racionales que las letras, que las leyes:

«Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio [de las armas] excede
a todas aquellos y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de
tener en estima cuanto a más peligros está sujeto. Quítenseme delante los que
dijeren que las letras [la leyes del Estado de Derecho] hacen ventaja a las armas,
que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón
que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del
espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan,
como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más
de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las
profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para
ejecutarlos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero
que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el
espíritu como con el cuerpo.»

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Las armas, en resolución, tienen un fin superior a las letras («y no hablo
ahora de las letras divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al
cielo»), porque mientras las letras tienen por fin y paradero entender y hacer que
las buenas leyes se guarden, este fin no es digno de tanta alabanza, como el
que merece aquel al que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la
paz. La paz es el verdadero fin de la guerra, puesto que lo mismo es decir armas
que guerra.

Don Quijote nos obliga a afirmar –tal es nuestra interpretación– que si


España existe, que si España puede resistir sus amenazas, que si España es
una Nación y quiere seguir siéndolo, todo esto no pudo resultar ni podrá
mantenerse solamente con las letras, con las leyes, con el Estado de derecho.
Son necesarias las armas, es decir, es necesario estar preparados para la
guerra, puesto que como afirma Don Quijote: «Lo mismo es decir armas que
guerra.»

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